Robert Silverberg El proclamador

1 Luz de luna, luz de estrellas, luz de antorchas

¿Cuánto durará esta noche? La oscuridad, aunque atravesada por la luz de la luna, las estrellas y las antorchas, es densa y tangible. Cantan, entonan himnos en el valle. El humo amargo de las teas asciende a lo alto de la colina donde está Tomás flanqueado por sus más íntimos seguidores. Fragmentos de viejos himnos bailan entre los árboles: «Roca de las edades, hendida para mí.» «Oh, Dios, nuestra Ayuda en edades pasadas.» «Jesús, Amante de mi alma, déjame volar a Tu Seno.» Tomás es el centro de toda atención. Una especie de atmósfera invisible rodea su figura fornida y poderosa, un resplandor imperceptible, crepitante, eléctrico. Saúl Kraft, a su lado, parece eclipsado y oscurecido, un hombre pequeño y aparentemente frágil, ensombrecido ahora, pero en absoluto insignificante respecto a los acontecimientos de esta noche. «Más cerca, mi Dios, de Ti.» Tomás empieza a entonar la melodía a media voz, luego a cantar. Su voz, aunque profunda y mágica, una voz verdaderamente carismática, da tumbos al azar, de tono en tono: El profeta no tiene oído para la música. Kraft sonríe agriamente escuchando los desconsolados sones de Tomás.

Guarda, cuéntanos de la noche.

Sus señales de promesa, ¿cuáles son?

Viajante, detrás de las altas montañas

mira la estrella brillante de gloria.

Ásperos gritos desde abajo. De vez en cuando, sollozos y fuertes golpes de tos. ¿Qué hora es? Una hora avanzada. Tomás pasa las manos por su largo pelo enredado; tira, atusa, estira las hebras hacia sus gruesos hombros. El gesto conocido, amado por las multitudes. Se pregunta si debería presentarse. Están clamando su nombre; oye los gritos rítmicos que taladran la maraña de himnos en discordia. ¡To-más! ¡To-más! ¡To-más! La histeria en sus voces. Quieren que se presente ya y extienda los brazos y haga moverse los cielos de nuevo, exactamente como los hizo detenerse. Pero Tomás se resiste a ese gesto grande pero vacío. ¡Qué fácil es desempeñar el papel de profeta! De todos modos, él no causó la detención de los cielos, y sabe que no puede hacerlos andar otra vez. No por su propia voluntad, en cualquier caso.

—¿Qué hora es? —pregunta.

—Las diez menos cuarto —le dice Kraft. Y añade, después de pensar un momento—: de la noche.

Así que el plazo de veinticuatro horas casi ha terminado. Y todavía el cielo está en suspenso, helado. ¿Y qué, Tomás? ¿No es lo que pediste? Poneos de rodillas, gritaste, y rogadle a Él que os dé una señal, para que podamos saber que Él está todavía con nosotros, en ésta nuestra hora de necesidad. Y rendir hacia Él una gran voz. Y la gente se arrodilló por todas las tierras. Y rogaron. Y gritaron. Y fue dada la señal. ¿Por qué, entonces, este presentimiento ominoso? ¿Por qué estos miedos? Seguro que pasará esta noche. Mira a Kraft. Que sonríe serenamente. Kraft nunca ha experimentado ninguna duda. Esos ojos fríos, esos labios delgados, tersos, la expresión fija de tranquilidad.

—Debes hablarles —dice Kraft.

—No tengo nada que decir.

—Unas pocas palabras de consuelo.

—Vamos a ver qué pasa primero. ¿Qué puedo decirles ahora?

—¿Vaciado de palabras, Tomás? ¿Tú que has tenido tanto que proclamar?

Tomás se encoge de hombros. Hay veces que Kraft le pone furioso: Ese pequeñín, pinchándole, incitándole, maquinando intrigas, sin parar, siempre empujando esta Cruzada hacia algún fin determinado o sólo comprendido por Kraft. La intensidad de la fe de Kraft agota a Tomás. Molesto, el profeta le vuelve la espalda. Tomás ve incendios esparcidos por el horizonte. ¿Reuniones para rezar? ¿O son motines? Fijando la vista en los lejanos fuegos, Tomás da unos golpes distraídos en el sintonizador de la radio que hay delante de él.

—... Completando el transcurso sin precedente de veinticuatro horas de luz de día continua en la mayor parte del hemisferio oriental, un amanecer interminable sobre el Cercano Oriente y un mediodía interminable sobre Siberia, la China oriental, las Filipinas e Indonesia. Mientras tanto la Europa occidental y las Américas inmovilizadas bajo una noche interminable.

—... Entonces Josué habló a Jehová el día que Jehová entregó al Amorrhéo delante de los hijos de Israel, y dijo en presencia de los israelitas: Sol, detente en Gabaón, y tú, Luna, en el valle de Ajalón. Y el sol se detuvo, y la luna se paró hasta tanto que la gente se hubo vengado de sus enemigos. ¿No está esto escrito en el libro de Jasher? Y el sol se paró en medio del cielo, y no se apresuró a ponerse durante casi un día entero...

—... Una culminación asombrosa, aparentemente de la campaña encabezada por Tomás Davidson de Reno, Nevada, conocido popularmente como Tomás el Proclamador. Barbudo, con melena larga, este autoelegido Apóstol de la Paz, llevó al climax ayer su Cruzada de la Fe con el programa mundial de oraciones simultáneas que parece que han sido la causa de...

Guarda, ¿predice su rayo hermoso

alguna felicidad, alguna esperanza?

Viajante, nos acerca el día,

el día prometido de Israel.

Kraft dice severamente:

—¿Oyes lo que cantan, Tomás? Tienes que hablarles. Tú les metiste en esto y quieren que les digas cómo vas a sacarles ahora.

—Todavía no, Saúl.

—No debes dejar que tu momento se te escape. Muéstrales que Dios todavía habla por ti.

—Cuando Dios esté dispuesto a hablar otra vez —dice Tomás fríamente— dejaré que surjan Sus palabras. No antes. —Mira con odio a Kraft y empuja el botón para cambiar de estación.

—... Reuniones continuadas en Washington, pero todavía sin boletín oficial. Mientras tanto, en las Naciones Unidas...

—... He aquí que viene con las nubes, y todo ojo lo verá, y los que lo traspasaron; y todos los linajes de la tierra se lamentarán sobre él. Así sea. Amén.

—... Incidentes de saqueo en Caracas, Ciudad de México, Oakland y Vancouver. Pero en la mitad del mundo con luz de día, la violencia y otros incidentes destructivos han sido leves, aunque un reportaje no confirmado de Moscú...

—... ¿Y cuándo, hermanos, se detuvo el sol en su curso? A las seis de la mañana, hermanos, ¡las seis de la mañana, hora de Jerusalén! ¿Y en qué fecha, hermanos? Pues, el seis de junio, ¡el sexto día del sexto mes! ¡Seis-seis-seis! ¿Y qué nos cuentan las Sagradas Escrituras, mis bienqueridos hermanos, en el capítulo trece del Libro de la Revelación? Que una bestia subirá del mar, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cuernos diez diademas, y sobre las cabezas el nombre de blasfemia. Y el Libro Sagrado nos cuenta el número de la bestia, hermanos, y el número es seiscientos sesenta y seis, en el que vemos otra vez los dígitos significativos: ¡seis-seis-seis! ¿Quién puede negar que éstos son los últimos días, y que debe estar encima de nosotros el Apocalipsis? Así en este tiempo de aflicción y de fuego mientras estamos sentados sobre este inmovilizado planeta esperando Su juicio, debemos...

—... El último reportaje del observatorio reconfirma que ninguno de los efectos apreciables del ímpetu se podrían detectar mientras la Tierra se desplazó hacia su actual período de rotación. Los científicos están de acuerdo cuando afirman que la súbita disminución de la velocidad del mundo sobre su eje debería de haber producido una catástrofe global culminando, quizá, en la destrucción de toda vida. Sin embargo, nada salvo alteraciones menores de la marea se han registrado hasta ahora. Hace dos horas, tuvimos una entrevista con el Consejero científico del Presidente, Ray Bartell, quien nos dio el siguiente informe:

«Los cálculos demuestran ahora que el período de rotación de la Tierra y el período de revolución se han igualado de repente; o sea, la duración del día y la del año es la misma. Esto inmoviliza la Tierra en su actual posición con respecto al Sol, de modo que el lado de la Tierra que ahora disfruta de la luz del día seguirá así indefinidamente, mientras que el otro lado se quedará bajo la noche permanente. Otros efectos del retraso que se hubieran esperado incluyen la inundación de las zonas litorales, el derrumbe de la mayoría de los edificios, y una serie de terremotos y erupciones de volcanes, pero nada de eso parece haber ocurrido. Por el momento, no tenemos una explicación racional de todo esto, y confieso que es una gran tentación decir que Tomás el Proclamador se lo debía de haber ingeniado para conseguirse el milagro, porque aparentemente no hay otra manera de...»

—... Yo soy Alfa y Omega, el principio y el fin, dice el Señor, que es, y que era, y que ha de venir, el Todopoderoso.

Con un rabioso golpe del dedo, Tomás silencia todas las voces alborotadas de la radio. ¡Alfa y Omega! ¡Basura de los apocalipsistas! ¡Las boberías de predicadores histéricos saliendo a chorros de mil transmisores, envenenando el aire! Tomás odia a todos estos pregoneros del juicio final. Ninguno de ellos sabe nada. Nadie entiende. Su garganta se llena de una turbulencia de enfurecidas palabras incoherentes; casi le ahogan. Un sabor cobrizo de denuncias. Otra vez Kraft insiste en que hable; Tomás le echa una mirada colérica. ¿Por qué no habla Kraft mismo, una vez siquiera? Es un creyente más verdadero que yo. Él es el auténtico profeta. Pero claro, la idea es ridicula. Kraft no es elocuente, no tiene fuego. Sólo ideas y visiones. Dejaría a todos hechos astillas de aburrimiento. Tomás se rinde. Señala con los dedos.

—El micrófono —susurra—. Dame el micrófono.

Entre su cortejo hay una excitación agitada.

—¡Quiere el micrófono! —susurran—. ¡Dale el micrófono! —Mucha actividad entre los técnicos.

Kraft le entrega una placa de metal frío, apretándoselo en la mano del Proclamador. Hace una mueca, guiña el ojo.

—Hazles volar el corazón —murmura—. ¡Mándales en viaje! Todos esperan. En el valle las antorchas suben y bajan, serpentean; ¿han empezado a bailar allí abajo? Arriba, la luna picada mantiene agarrado su rincón del cielo en un apretado frío abrazo. Las estrellas están encadenadas en su sitio. Tomás respira profundamente, deja viajar el aire hacia adentro, hacia arriba, surgiendo hasta los apartados huecos de su cráneo. Espera a que le llegue el buen mareo, el boyante vigor que le suelta la lengua. Piensa que está listo ya para hablar. Escucha el canto desesperado: ¡To-más! ¡To-más! ¡To-más! Ha pasado más de la mitad del día desde su última declaración pública. Está tenso, vacío; ha ayunado durante este Día de la Señal y, por supuesto, no ha dormido. Nadie ha dormido.

—Amigos —comienza—. Amigos, soy Tomás.

Los amplificadores lanzan su voz. Mil altavoces que flotan en el aire recogen sus palabras que rebotan a través del valle, repercuten como ecos mellados. Oye gritos, chillidos espantosos; su propio nombre sube hacia él con distorsiones borrosas: ¡Too-mús! ¡Too-mús! ¡Too-mús!

—Casi un día entero ha transcurrido —dice— desde que el Señor nos dio la Señal que pedimos. Para nosotros ha sido un largo día de oscuridad, y para otros ha sido un día de extraña luz, y para todos ha habido miedo. Pero esto os digo ahora: NO... TENGÁIS... MIEDO. Porque el Señor es bueno y nosotros somos del Señor.

Ahora, pausa. No sólo para el efecto: Su garganta está rabiosa. Hace señas furiosas y Kraft, ceñudo, le entrega un frasco. Tomás toma un gran trago del buen vino rojo, fresco, fuerte. Ah. Echa una mirada hacia la pantalla que está a su lado, la imagen del videocaptor retransmitida desde el valle. ¡Qué locura allí abajo! Frenéticos, ojos saltones, sudados locos, medio desnudos y más, giran, saltan. Clamando su nombre, invocándole como si fuera divino. ¡Too-mús! ¡Too-mús!

—Hay los que os dicen ahora —sigue Tomás— que el fin de los días está a mano, que ha venido el día del juicio. Hablan de Apocalipsis y la ira de Dios. ¿Y qué digo yo a eso? Digo: NO... TENGÁIS... MIEDO. El Señor Dios es el Dios de la misericordia. Le pedimos una Señal y fue dada una Señal. ¿No debemos alegrarnos por eso? Ahora podemos estar seguros de Su Presencia y de Su consejo. No hagáis caso a los anunciadores del juicio final. Dejad el miedo atrás. ¡Vivimos ahora en el amor de Dios!

Tomás para de nuevo. Por primera vez, que se acuerde, siente que no domina a su público. ¿Hay algo de comunicación? ¿Está tocando la cuerda sensible? ¿O ya ha empezado a perderlos? Quizá fue un error dejar que Kraft le molestara hasta hacerle hablar antes de tiempo. Pensaba que estaba listo. Quizá no. Ahora ve que Kraft le mira fijamente, horrorizado, haciéndole gestos para que hable, diciéndole silenciosamente: ¡De una vez, tienes que seguir hablando ahora, anda! La confianza de Tomás se tambalea un momento, el terror inunda su alma, porque sabe que si falla en este punto, bien puede ser destruido por las mismas fuerzas que él ha desencadenado. Vacilando al borde del abismo, busca desesperado su acostumbrada confianza. ¿Dónde está esa columna inflexible de palabras que siempre surge espontáneamente de sus entrañas? Otro trago de vino, rápido. Bien. Kraft, frotándose las manos, nervioso, intenta una sonrisa para animarle. Tomás tira de su pelo. Endereza los hombros, saca el pecho. ¡No tengáis miedo! Siente que le vuelve el control después del lapso aterrador. Son suyos, todos los que escuchan. Siempre han sido suyos. ¿Qué están clamando ahora en el valle? Ya no su nombre; algún grito nuevo. Pone tenso el oído para entender. Dos palabras. ¿Qué son? ¡De-dol! ¡De-dol! ¡De-dol! ¿Qué? ¡De-dol! ¡De-dol! ¡De-dol! ¡To-mús, de-dol! ¿Qué? ¿Qué?

—El sol —dice Kraft.

¿El sol? Sí. Quieren el sol.

—¡El sol! ¡El sol! ¡El sol!

—El sol —Tomás dice—. Sí. Hoy el sol se queda quieto, como nuestra Señal de Él. ¡NO TENGÁIS MIEDO! Un largo amanecer sobre Jerusalén ha decretado Él, y una larga noche para nosotros, pero no tan, tan larga, y pronto transcurrirá. —Tomás nota surgir el poder al fin. Kraft asiente con la cabeza, mirándole, y Tomás hace lo mismo y escupe un chorro de vino a los pies de Kraft. Está consciente de ese sentimiento de riesgo donde encuentra la alegría de profetizar. Yo pondré de manifiesto lo que veo, y confiaré en Dios, que Él lo haga real. Ese sentimiento del riesgo aceptado, del triunfo sobre la duda. Con calma dice:— Terminará el Día de la Señal dentro de unos minutos. Una vez más el mundo girará, y la luna y las estrellas se moverán cruzando el cielo. Ahora, bajad vuestras antorchas, e iros a casa y ofreced alegres oraciones de gratitud a Dios, porque pasará esta noche, y vendrá el amanecer a la hora designada.

¿Cómo sabes, Tomás? ¿Por qué estás tan seguro?

Entrega el micrófono a Saúl Kraft y pide más vino. A su alrededor, hay caras tensas, ojos rígidos, mandíbulas encajadas. Tomás sonríe. Anda de un lado a otro entre ellos, da palmadas en los hombros, les golpea los brazos, se ríe, les abraza; con guiños burlones, juguetón, mete los dedos en las costillas. ¡Confiad, vosotros que seguís mi camino! ¿No compartís mi fe en Él? Pregunta a Kraft cómo ha salido. Bien, dice Kraft, salvo ese momento incómodo en medio. Tomás le da una palmada en el hombro, tan fuerte como para aflojarle los dientes. El bueno de Saúl. Mi inspiración, mi consejero, mi guía. Tomás empuja su frasco hacia la cara de Kraft. Kraft lo rechaza con la cabeza. Es quisquilloso en cuanto al beber, en cuanto al decoro en general, tan decoroso es él como Tomás malafamado. Tienes mala opinión de mí, ¿verdad, Saúl? Pero te hace falta mi carisma. Necesitas de mi energía y de mi voz grande y alta. Qué pena, Saúl, que los profetas no sean tan limpios y domesticados como te gustaría que fueran.

—Las diez —dice alguien.

Ahora hace veinticuatro horas que continúa esto. Una mujer dice:

—¡La luna! ¡Mira! ¿No acaba de moverse la luna?

Kraft dice:

—No podrías verlo así, a simple vista. No, es imposible. En absoluto.

—¡Pregúntale a Tomás! ¡Pregúntale!

Uno de los técnicos grita:

—¡Lo puedo sentir! ¡La Tierra está girando!

—¡Mira las estrellas!

—¡Tomás! ¡Tomás!

Se lanzan hacia él. Tomás, benigno, sereno, extendiendo las manos para tranquilizarles, les dice que él lo ha sentido también. Sí. Hay movimiento en el universo otra vez. Quizá los giros de los cuerpos celestiales son demasiado sutiles para ser percibidos con una simple mirada, quizá hará falta una hora o más para verificarlo; sin embargo él sabe, está seguro, está absolutamente seguro. El Señor ha retirado Su Señal. La Tierra gira.

—Vamos a dormir ahora —dice Tomás, contento— y saludar el amanecer con alegría.

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