QUINTA PARTE

CAPÍTULO UNO

Hubo una gran tormenta toda la noche y ninguno de nosotros pudo dormir mucho. Hablamos instalado el campamento cerca del puente. Cuando rompían las olas, escuchábamos un rugido apagado, casi obliterado por el vendaval. En nuestra imaginación, al menos, cada vez que amainaba el viento oíamos el ruido de madera que se hacía astillas.

Hacia el amanecer se calmó el viento y pudimos conciliar el sueño. No por mucho tiempo ya que, poco después del alba, se instaló la cocina y nos dieron de comer. Nadie hablaba. Había un solo tema posible de conversación, y nadie quería mencionarlo.

Partimos hacia el puente. Habíamos avanzado no más de cincuenta metros cuando alguien señaló un pedazo de madera rota caído en la ribera del río. Era un mal presagio y, como se comprobó luego, verídico. No quedaba nada del puente, salvo los cuatro pilotes principales, enclavados en tierra firme, muy próximos a la costa.

Eché una rápida mirada a Lerouex quién, en este turno, estaba a cargo de todas las operaciones.

—Necesitamos más madera —dijo—. Tráfico Norris, vaya con treinta hombres y empiece a talar árboles.

Esperé ver la reacción de Norris. De todos los gremialistas presentes, él había sido el más reacio a trabajar, y había protestado mucho durante las primeras etapas de la construcción. En este momento no se sublevó. Ya todos hablamos superado ese periodo. Se limitó a asentir con la cabeza, eligió un grupo de hombres y juntos se encaminaron al campamento a recoger las sierras.

—Así que empezamos de nuevo —le dije a Lerouex.

—Por supuesto.

—¿Este puente resistirá?

—Si lo construimos bien.

Me dio la espalda y comenzó a organizar la limpieza del terreno. Al fondo las olas —enormes todavía como consecuencia de la tormenta— se deshacían sobre la orilla del río.

Trabajamos todo el día. Al atardecer, el sitio estaba limpio y la gente de Norris había acarreado catorce troncos. A la mañana siguiente podíamos retomar el trabajo.

Busqué a Lerouex y lo hallé sentado solo en su carpa. Daba la impresión de estar revisando los planos de su puente, pero advertí que tenía la mirada perdida.

No se mostró muy contento de verme, aunque ambos éramos los dos hombres mayores del lugar y él sabía que yo no iría a verlo sin un motivo. Teníamos ahora aproximadamente la misma edad; por las características de mi trabajo en el Norte, yo había envejecido muchos años subjetivos. Resultaba algo molesto el hecho de que él fuese el padre de mi ex mujer, y sin embargo ahora éramos contemporáneos. Ninguno de los dos jamás lo había mencionado abiertamente. Victoria era pocas millas mayor que cuando estábamos casados, y la brecha que nos separaba era ahora tan profunda que todo lo que sabíamos el uno del otro era completamente irreparable.

—Sé lo que ha venido a decirme. Usted piensa que no podremos construir nunca un puente.

—Va a ser difícil —dije.

—No... usted piensa que imposible.

—¿Y qué piensa usted?

—Yo soy un Constructor de Puentes, Helward. Por lo tanto, no debo pensar.

—Eso es una tontería.

—De acuerdo... pero se necesita un puente y yo lo construyo. Sin hacer preguntas.

—Usted siempre tuvo una orilla enfrente.

—Eso no tiene importancia. Podemos hacer un pontón.

—Y cuando estemos en el medio del río, ¿de dónde vamos a sacar la madera? ¿Dónde vamos a instalar los cables? —Me senté frente a él—. De paso le diré que estaba equivocado. Yo no vine a hablarle de esto.

—¿Entonces?

—¿Dónde está la margen opuesta?

—Ahí enfrente, en algún lugar.

—¿Dónde?

—No lo sé.

—¿Y cómo sabe que existe?

—Tiene que existir.

—Si es así, ¿por qué no podemos verla? Nos estamos alejando de esta orilla a varios grados de la posición perpendicular, pero aún así deberíamos poder divisar la costa. La curvatura...

—Es cóncava. Lo sé. ¿Acaso se cree que no he pensado en ello? Teóricamente tenemos una visibilidad infinita. ¿Y qué pasa con la niebla atmosférica? No podemos ver más de unos treinta o cuarenta kilómetros, aun en un día despejado.

—¿Va a construir un puente de treinta o cuarenta kilómetros?

—No creo que sea necesario —respondió—. Creo que todo saldrá bien. ¿Por qué, si no, piensa que persevero? Agité la cabeza.

—No tengo idea.

—¿Sabía que me propusieron para Navegante? —Agité nuevamente la cabeza—. La última vez que fui a la ciudad tuvimos una larga charla. El consenso general es que el río tal vez no sea tan ancho como parece. No se olvide que, al Norte del óptimo, las dimensiones se distorsionan en forma lineal. Es decir, al Norte y al Sur; evidentemente éste es un río importante, pero lo razonable es que exista una margen contraria. Acepto que, aun así, sea demasiado ancho como para permitir cruzarlo con seguridad, pero lo único que tenemos que hacer es seguir esperando. Cuanto más al Sur nos lleve el movimiento de la tierra, más angosto se volverá el río. Entonces será factible construir un puente.

—Eso es un tremendo riesgo. La fuerza centrifuga...

—Ya lo sé.

—¿Y qué pasa si después tampoco aparece la otra orilla?

—Helward, tiene que aparecer.

—Usted sabe que queda otra posibilidad.

—Sí. Me he enterado de lo que andan comentando los hombres. Abandonar la ciudad y construir un barco. Yo nunca voy a aprobar ese proyecto.

—¿Por orgullo de gremio?

—¡No! —Se puso colorado, no obstante haber negado—. Por cuestiones prácticas. No podríamos fabricar un buque suficientemente grande y seguro.

—Se nos está presentando la misma dificultad con el puente.

—Lo sé... pero sabemos cómo hacer puentes. ¿Quién podría, en la ciudad, diseñar un barco? De todos modos, aprendemos por medio de nuestros errores. Tenemos que seguir construyendo el puente hasta lograr que sea lo suficientemente fuerte.

—Y nos queda poco tiempo.

—¿A qué distancia al Norte del óptimo estamos?

—Menos de doce millas.

—Según el tiempo de la ciudad, equivale a ciento veinte días. ¿Cuánto tiempo nos queda aquí?

—Subjetivamente, el doble.

—Tiempo de sobra.

Me paré y me encaminé a la puerta de la carpa. No había logrado convencerme.

—A propósito —dije—, lo felicito por el cargo de Navegante.

—Gracias. También propusieron su nombre.

CAPÍTULO DOS

Unos días más tarde nos reemplazaron los hombres de otro turno. Lerouex y yo partimos a la ciudad. Progresaba la reparación del puente y había un mayor optimismo entre la gente del obrador. Ya tentamos diez metros de plataforma listos para instalar las vías.

Las cuadrillas que talaban árboles utilizaban los caballos, de modo que tuvimos que ir a pie. Alejándonos de la orilla del río, el viento amainaba y subía la temperatura. Había sido tan fácil olvidarse lo caliente que era la tierra.

Caminamos un trecho. Luego pregunté a Lerouex:

—¿Cómo está Victoria?

—Está bien.

—Ahora no la veo muy a menudo.

—Yo tampoco.

Decidí no hablar más. Era obvio que se avergonzaba de su hija. Las noticias del río inevitablemente habían llegado a oídos de la gente, y los Terminadores —de quienes Victoria era una de las figuras más destacadas— habían comenzado a vociferar sus críticas. Aducían tener de su lado al ochenta por ciento de los no-gremialistas, y que la ciudad debía detenerse. Yo no había podido asistir últimamente a las reuniones de Navegantes, pero supuse que este problema los tendría preocupados. Quebrantando una vez más sus antiguas tradiciones, habían empezado una segunda campaña para instruir a la gente acerca de las características del mundo, pero sus explicaciones, fundamentalmente oscuras y abstractas, no tengan el atractivo emocional de los Terminadores.

Psicológicamente, este grupo ya se había apuntado una victoria. Al haber concentrado toda la mano de obra en la construcción del puente, el trabajo de las vías lo hacía sólo una cuadrilla y, si bien la ciudad avanzaba en forma continua, había tenido que disminuir su velocidad. Estaba, ahora, a media milla del óptimo. La milicia había frustrado un intento de los Terminadores de cortar los cables, pero no se le dio mucha importancia al asunto. Que verdadero peligro, totalmente apreciado por los Navegantes, era el desgaste de su tradicional poder político.

Victoria, al igual que sus otros compañeros, aún cumplían tareas nominales para la ciudad, pero quizás era un signo de su influencia el hecho de que las rutinas diarias estaban rezagadas. Oficialmente, los Navegantes lo atribulan al empleo de tantos hombres en el puente, pero pocos eran los que desconocían las verdaderas causas.

Dentro del círculo de los gremios, la decisión era casi total. Se manifestaban muchas protestas y divergencias con las decisiones, pero en general todos admitían que había que construir el puente. Resultaba inconcebible la idea de parar el avance de la ciudad.

—¿Va a aceptar el cargo de Navegante? —pregunté a Lerouex.

—Creo que sí. No quiero retirarme, pero...

—¿Retirarse? Eso ni se discute.

—Significaría retirarse de la vida gremial activa. Esa es la nueva política de los Navegantes. Ellos opinan que, trayendo al Consejo hombres que han desempeñado un papel activo, van a conseguir que la gente los escuche más. Dicho sea de paso, es por eso que quieren incluirlo a usted también.

—Mi trabajo es en el Norte —dije.

—H mío también. Pero uno llega a una edad...

—No debería pensar en retirarse. Usted es el mejor constructor de puentes de la ciudad.

—Así dicen. Aunque nadie cometió la indiscreción de señalar que mis últimos tres puentes no resultaron.

—¿Los tres destruidos por este río?

—Sí. Y el próximo se desplomará en cuanto venga otra tormenta.

—Usted mismo dijo...

—Helward, yo no soy el hombre para construirlo. Este puente necesita sangre joven, un nuevo enfoque. Tal vez un barco fuese la solución.

Tanto él como yo entendíamos lo que para él significaba esa confesión. El gremio de Constructores era el más presumido de la ciudad. Jamás les había fallado un puente.

Seguimos caminando.

Casi enseguida de haber llegado a la ciudad me sentí impaciente por regresar al Norte. No me gustaba el ambiente actual. Era como si la gente hubiera reemplazado el viejo sistema de represión de los gremios por una ceguera frente a la realidad. Por todos lados se veían los slogans de los Terminadores, y los pasillos estaban cubiertos por panfletos crudamente redactados. La gente hablaba del puente, y lo hacían con temor. Los hombres que volvían luego de completar su turno de trabajo comentaban los fracasos, decían que se estaba levantando un puente hacia una orilla que no se alcanzaba a divisar. Se corrían rumores —probablemente lanzados por los Terminadores— sobre muchos hombres muertos, sobre más ataques de los tuks.

En la sala de los Futuros, se me acerco Clausewitz, quien era ahora Navegante. Me entregó una carta formal del Consejo en la que me informaban que Clausewitz, secundado por McMahon, había propuesto mi nombre para integrar el organismo.

—Lo siento mucho —dije—. No puedo aceptar.

—Lo necesitamos, Helward. Usted es uno de nuestros hombres con más experiencia.

—Quizás. Pero a mí me necesitan en el puente.

—Aquí podría hacer un trabajo mejor.

—No lo creo.

Clausewitz me llevó a un lado y me habló en tono confidencial.

—El Consejo está creando un equipo de trabajo para luchar contra los Terminadores y queremos que usted sea uno de sus componentes.

—¿Y cómo lo haríamos? ¿Sofocando sus voces?

—No... Vamos a tener que llegar a un acuerdo. Ellos quieren irse de la ciudad para siempre. Nosotros aceptaremos abandonar el puente.

Lo miré, incrédulo.

—Yo no puedo avalar eso..

—En cambio, construiremos un buque. No uno muy grande ni tan complejo como la ciudad. Del tamaño suficiente para transportamos hasta la otra orilla. Allí volveremos a edificar la ciudad.

Le devolví la carta y di media vuelta.

—No —dije—. Es mi última palabra.

CAPÍTULO TRES

Me preparé para salir en el acto de la ciudad, resuelto a volver al Norte y practicar otro estudio del río. Nuestros informes habían confirmado que se trataba realmente de un río, que las costas no eran circulares, que no era un lago. A los lagos se los puede rodear; a un río hay que cruzarlo. Recordé lo único optimista que había dicho Lerouex, que la ribera opuesta podría divisarse cuando el río se acercara al óptimo. Era una expectativa desesperada, pero si yo lograba ubicar esa ribera de enfrente, no se cuestionaría más el puente.

Atravesé la ciudad pensando que mis actos confirmaban siempre mis palabras. Me había comprometido con el puente, si bien me había desvinculado del instrumento de su ejecución: el Consejo. En cierto sentido yo actuaba por mi propia cuenta, en espíritu y en los hechos. Sí se llegaba a un acuerdo con los Terminadores, eventualmente yo lo suscribiría, pero por el momento la única realidad tangible era el puente, por más improbable que pareciese.

Pensé en algo que en una oportunidad dijera Blayne. Él opinaba que la ciudad era una sociedad fanática, y yo se lo cuestioné. Afirmaba que un fanático era un hombre que seguía luchando contra los obstáculos cuando ya se había perdido toda esperanza. Y eso es lo que había hecho la ciudad desde la época de Destaine. Había siete mil millas de historia escrita, y nunca las cosas habían sido fáciles. La humanidad no podía sobrevivir en este ambiente, decía Blayne, y sin embargo continuaba haciéndolo.

Tal vez yo hubiese heredado ese fanatismo porque sentía que sólo yo conservaba actualmente ese instinto de supervivencia. Para mí era imprescindible construir el puente, aunque pareciera una tarea sin sentido.

Me encontré con Gelman Jase en un pasillo. Él era ahora varias millas subjetivas menor que yo porque muy rara vez había viajado al Norte.

—¿Adónde vas? —me preguntó.

—Al Norte. No tengo nada que hacer en la ciudad.

—¿No vas a asistir a la reunión?

—¿A qué reunión?

—La de los Terminadores.

—¿Y tú vas? —pregunté.

Mi voz, evidentemente, había dejado traslucir el desagrado que sentía, ya que él me respondió a la defensiva.

—Sí. ¿Por qué no? Es la primera vez que hacen una reunión abierta.

—¿Estás con ellos?

—No... pero quiero escuchar lo que dicen.

—¿Y si te convencen?

—No lo creo probable —dijo Jase.

—Entonces, ¿para qué ir?

—¿Es que has cerrado tu mente por completo, Helward?

Abrí la boca para negarlo... pero no dije nada. Era verdad que había cerrado mi mente.

—¿No crees que pueda haber otro punto de vista?

—Sí... pero sobre este tema no hay discusión posible. Ellos están equivocados, y tú lo sabes tan bien como yo.

—El hecho de que un hombre esté en un error no significa que sea un tonto.

—Gelman, tu has ido al pasado. Sabes lo que allí ocurre. También sabes que la ciudad se vería arrastrada hacía allí por el movimiento del suelo. Por cierto que no hay duda acerca de lo que debe hacer la ciudad.

—Ya lo sé. Pero ellos tienen el respaldo de gran cantidad de personas, y por lo tanto debemos escucharlos.

—Atenían contra la seguridad de la ciudad.

—De acuerdo... pero para vencer al enemigo uno tiene que conocerlo. Yo voy a asistir a la reunión porque es la primera vez que expresan públicamente sus ideas Quiero saber contra qué estoy luchando. Si los Terminadores presentan otra alternativa que el puente, quiero oírla.

—Yo me voy al Norte.

Jase agitó la cabeza. Seguimos discutiendo un rato más, y finalmente fuimos a la reunión.


Hacía un tiempo que se había abandonado el trabajo de restauración del internado. Se habían removido los escombros, y había quedado al descubierto la base metálica de la ciudad, abierta por tres costados. En el lado Norte, contra la mole de los otros edificios, se había reconstruido una parte, y los revestimientos de madera proporcionaban a los oradores un fondo apropiado y una plataforma algo elevada, desde donde dirigían la palabra a la multitud.

Cuando Jase y yo llegamos, ya había mucha gente. Me sorprendió ver a tantos espectadores. La población había disminuido considerablemente al reclutar los hombres para el trabajo en el puente. Haciendo un cálculo aproximado, me pareció que había no menos de trescientas o cuatrocientas personas. Por cierto que no debían quedar muchas más que no estuvieran aquí. Quizás los Constructores de Puentes, los Navegantes y algunos orgullosos gremialistas.

Ya había comenzado la conferencia, y la muchedumbre escuchaba. La charla la daba un hombre de la sección Procesamiento de Alimentos, y era una descripción de la geografía del terreno que en este momento atravesaba la ciudad.

—...la tierra es fértil, hay muchas posibilidades de cultivar nuestras propias cosechas. Contamos con agua en abundancia, tanto aquí como más al Norte. —Risas—. El clima es agradable. Los lugareños no son personas hostiles, y no es necesario que los forcemos a ello...

Al cabo de unos minutos terminó su exposición en medio de aplausos. Sin más preámbulos, se adelantó el próximo orador: Victoria.

—Gente de la ciudad: enfrentamos hoy otra crisis provocada por el Consejo de Navegantes, Durante miles de millas nos hemos abierto camino por esta región, cometiendo todo tipo de actos inhumanos para conservar la vida. Nuestro modo de seguir vivos ha sido avanzar siempre hacia el Norte. Detrás —con un movimiento de la mano abarcó la campiña que se extendía al Sur de la plataforma— quedó ese período de nuestra existencia. Tenemos un río por delante. Un río que debemos cruzar para seguir subsistiendo. Ellos no nos dicen qué hay más allá del río porque no lo saben.

Victoria habló un rato largo, y debo confesar que yo me sentí predispuesto en contra desde sus primeras palabras. Me sonaba a retórica barata, pero la multitud daba muestras de aprobación. Tal vez el discurso no me resultara tan indiferente como había creído ya que, cuando ella describió la construcción del puente y lanzó la acusación de que muchos hombres habían muerto, quise adelantarme a protestar. Jase me agarró el brazo.

—Helward, no vayas.

—¡Está diciendo disparates! —exclamé, pero ya varias voces se habían alzado afirmando que eso era sólo un rumor. Victoria lo admitió elegantemente, pero agregó que en el obrador del puente quizás estuviesen ocurriendo más cosas que las que se daban a conocer. Esto también fue recibido con muestras de aprobación.

Victoria concluyó su arenga con algo inesperado.

—Yo dije que, no sólo es innecesario este puente, sino también peligroso, y cuento con la opinión de un experto en la materia. Como muchos de ustedes saben, mi padre es el jefe de los Constructores de Puentes. Él fue quien lo diseñó. Les pido ahora que escuchen lo que él tiene que decirles.

—¡Dios mío! ¡No puede hacer eso! —dije.

—Lerouex no es un Terminador.

—Lo sé. Pero ha perdido la fe.

Lerouex ocupaba ya el estrado. Se paró junto a su hija, esperando que se acallaran los aplausos. No miraba de frente a la muchedumbre, sino que tenía la vista clavada en el piso. Parecía cansado, viejo, vencido.

—Vamos, Jase. No quiero verlo humillarse. Jase me miró indeciso. Lerouex se aprestaba a hablar. Me abrí paso hacia adelante entre la multitud. Deseaba irme antes que comenzase su alocución. Había aprendido a respetar a Lerouex, y no quería presenciar el momento de su derrota.

Luego me detuve.

Detrás de Victoria y su padre, había reconocido a alguien. Por un instante no pude ubicar ni la cara ni el nombre... luego me acordé. Era Elizabeth Khan.

Quedé impactado al verla de nuevo. Había pasado tanto tiempo desde su partida: no menos de dieciocho millas según la escala de tiempo de la ciudad, y muchas más según mi escala subjetiva. Después de que se marchara, yo traté de alejarla de mi mente.

Lerouex había comenzado a arengar a la masa. Hablaba suavemente, y yo no alcanzaba a oír sus palabras.

Me quedé mirando fijo a Elizabeth. Sabía por qué estaba ella aquí. Cuando Lerouex terminara de humillarse, ocuparía ella la plataforma. Ya sabía lo que iba a decir.

Quise seguir caminando pero me tomaron del brazo. Era Jase.

—¿Qué haces? —dijo.

—¿Ves esa chica? Yo la conozco. No es de la ciudad, y no debemos permitir que hable.

La gente de alrededor nos hacía callar. Luché para soltarme del brazo, pero Jase me sostuvo fuerte.

De repente se oyó un gran aplauso, y me di cuenta de que Lerouex había acabado.

—Jase, tienes que ayudarme. ¡Tú no sabes quién es esa chica!

Por el rabillo del ojo vi que se acercaba Blayne.

—¡Helward! ¿Vio quién está aquí?

De nuevo quise zafarme pero Jase no me dejó. Blayne me tomó del otro brazo y, juntos, me llevaron al fondo, al borde mismo de la base de la ciudad.

—Escucha, Helward —dijo Jase—, quédate aquí y escucha a esa chica.

—¡Sé lo que va a decir!

—Entonces permite que la escuchen los demás. Victoria se adelantó al estrado.

—Gente de la ciudad: Otra persona les dirigirá la palabra. Muchos de ustedes no la conocen porque no es de la ciudad. Pero lo que ella tiene que decimos es de suma importancia, y luego ya no quedarán dudas acerca de lo que debemos hacer.

Levantó una mano y Elizabeth fue al frente.


Elizabeth habló con pausa, pero su voz llegó claramente a toda la concurrencia.

—Quizás les resulte una extraña —dijo— porque no nací dentro de los muros de la ciudad. Sin embargo, tanto ustedes como yo somos de la misma especie: somos humanos y estamos en un planeta llamado Tierra. Han sobrevivido ustedes en esta ciudad durante casi doscientos anos, o siete mil millas según su sistema de medir el tiempo. A su alrededor hay un mundo en ruinas, dominado por la anarquía. La gente es ignorante, analfabeta, paupérrima. Pero no todos los habitantes de este mundo se hallan en la misma condición. Yo soy de Inglaterra, un país que está comenzando a reconstruir una suerte de civilización. También existen otros países, más grandes y más poderosos que Inglaterra. De modo que su sociedad estable, organizada, no es la única.

Hizo una pausa para sopesar la reacción del público. Reinaba el silencio.

—Por casualidad encontré esta ciudad y viví un tiempo aquí, en la Sección de Transferencia. —La gente manifestó sorpresa—. Luego regresé a Inglaterra donde pasé casi seis meses tratando de comprender esta ciudad y su historia. Ahora sé mucho más que lo que sabía durante mi primera visita.

Nueva pausa. Alguien de la multitud gritó:

—¡Inglaterra queda en el planeta Tierra!

Elizabeth no respondió. En cambio, dijo:

—Quiero hacerles una pregunta. ¿Hay alguien aquí que esté a cargo de los motores de la ciudad? Hubo un breve silencio. Luego habló Jase.

—Yo pertenezco al gremio de Tracción. Las cabezas giraron hacia nosotros.

—Entonces usted podrá decimos qué es lo que impulsa los motores.

—Un reactor nuclear.

—Explíquenos cómo se suministra combustible. Jase me soltó y se hizo a un lado. Sentí que Blayne me aflojaba un poco el brazo. Podía haberme escapado. Sin embargo, al igual que todos los presentes, la pregunta de Elizabeth me había llamado la atención.

—No lo sé. Nunca he visto cómo se hace.

—En tal caso, antes de hacer detener la ciudad, debe averiguarlo.


Elizabeth dio un paso atrás y habló en voz baja con Victoria. Luego volvió a adelantarse.

—El reactor no es tal. Involuntariamente, los hombres que ustedes llaman gremialistas de Tracción los han estado engañando. El reactor hace muchas millas que no funciona.

Blayne se dirigió a Jase:

—¿Y?

—Está hablando pavadas.

—¿Sabe usted con qué combustible anda?

—No —respondió Jase en voz baja, aunque mucha de la gente que nos rodeaba estaba escuchando—. Es opinión del gremio que funcionará indefinidamente, sin atención.

—El reactor no es tal —repitió Elizabeth.

—No la escuchen —dije yo—. El hecho de que tengamos energía eléctrica significa que el reactor marcha. ¿De dónde, si no, sacamos la electricidad?

Desde el estrado, Elizabeth decía:

—Préstenme atención, por favor.


Elizabeth dijo que nos hablaría acerca de Destaine. Destaine fue un físico que trabajó en Inglaterra, en el planeta Tierra. Vivió en una época en que el mundo se estaba quedando sin energía eléctrica. Elizabeth enumeró las razones, principalmente que se quemaban los combustibles de fósiles para obtener calor, el cual luego se convertía en energía. Cuando se acabaran los depósitos de combustibles, no habría más energía.

Destaine —afirmaba Elizabeth— decía haber inventado un proceso por medio del cual aparentemente se podían producir cantidades ilimitadas de energía sin utilizar combustibles. Su trabajo fue muy desacreditado por la mayoría de los científicos. A su debido tiempo, se consumió la energía de los combustibles y sobrevino, en el planeta Tierra, un largo período conocido como la Destrucción, que marcó el final de la avanzada civilización tecnológica que había dominado el planeta.

Dijo que la gente de la Tierra estaba comenzando la reconstrucción, y que empleaban el trabajo de Destaine. Su sistema, tal como él lo describiera originariamente, era peligroso, pero se logró desarrollarlo con éxito.

—¿Qué tiene esto que ver con hacer detener la ciudad? —gritó alguien.

—Escuchen.


Destaine había descubierto un generador que creaba un campo artificial de energía el cual, ubicado a corta distancia de otro campo similar, producía un caudal de electricidad. Los difamadores basaban sus críticas en el hecho de que esto no tenía aplicación práctica ya que ambos generadores consumían más energía que la que provocaban.

Destaine no pudo obtener apoyo financiero ni intelectual para su obra. Todo el mundo lo ignoró, aun cuando afirmó haber descubierto un campo natural —una ventana de translateración, como él lo llamaba—, pudiendo así causar el efecto deseado sin necesidad de un segundo generador.

El decía que esta ventana natural de energía potencial cruzaba lentamente la superficie de la tierra, siguiendo una línea que Elizabeth describió como un gran círculo.

Eventualmente, Destaine consiguió dinero de algunos particulares, mandó construir una estación móvil de investigación y, junto con un numeroso equipo de asistentes contratados, partió a la provincia de Kuantung, al Sur de la China. Allí, afirmaba, existía la ventana natural de translateración.

—Nunca se volvió a tener noticias de Destaine —dijo Elizabeth.


Elizabeth dijo que nunca habíamos salido del planeta Tierra, que el mundo en que vivíamos era la Tierra, que nuestra percepción se había visto alterada por el generador el cual, autoaccionándose mientras siguiera en funcionamiento, continuaba produciendo un campo alrededor de nosotros.

Aseguraba que Destaine había ignorado los efectos colaterales que los otros científicos le habían advertido:

Que podía afectar en forma permanente nuestro sentido de la percepción, que podida traer consecuencias genéticas y hereditarias.

Declaró que aún existía en la Tierra la ventana de translateración, que muchas otras personas la habían encontrado.

Dijo que la ventana que Destaine había descubierto en la China era la que todavía nos suministraba electricidad.

Que, siguiendo el gran círculo, había recorrido Asia y Europa.

Que estábamos ahora en el borde de Europa, que frente a nosotros se extendía un océano, de un ancho superior a varios miles de millas.

Decía... decía y la gente escuchaba...


Elizabeth terminó de hablar. Jase se abrió paso lentamente entre la multitud, en dirección a ella.

Yo me fui atrás, hacia la entrada al resto de la ciudad. Al pasar por la plataforma, Elizabeth me vio.

—¡Helward! —gritó.

No le presté atención, seguí abriéndome camino entre la gente y me interné en la ciudad. Bajé unos escalones, atravesé un corredor y volví a salir a la luz del día.

Me fui al Norte, caminando en medio de vías y cables.

CAPÍTULO CUATRO

Media hora más tarde oí el ruido de un caballo y me di vuelta. Elizabeth me alcanzó.

—¿Adónde va? —me preguntó.

—Regreso al puente.

—No vaya. No hay necesidad. El gremio de la Tracción desconectó el generador. Señalé el sol.

—Ahora es esférico —dije.

—Sí.

Seguí caminando.


Elizabeth repitió lo que había expuesto anteriormente. Me suplicaba que entendiera razones. Decía y volvía a decir que era sólo mi percepción del mundo que estaba distorsionada.

Yo guardaba silencio.

Ella no había ido al pasado. Ella nunca se había alejado de la ciudad más que unas pocas millas hacia el Norte o hacia el Sur. Ella no había ido conmigo cuando comprobé las realidades de este mundo.

¿Fue la percepción la que cambió las dimensiones físicas de Lucia, Rosario y Caterina? Nuestros cuerpos se habían entrelazado en un abrazo sexual: yo sabía los efectos reales de esa percepción. ¿Fue la percepción del bebé la que le hizo rechazar la leche de su madre? ¿Fue sólo mi percepción la que hizo rasgar las ropas de las chicas a medida que sus cuerpos se transformaban?


—¿Por qué no me dijo lo que acaba de decir la otra vez que estuvo en la ciudad? —pregunté.

—Porque entonces no lo sabía. Tuve que volver a Inglaterra. ¿Y sabe una cosa? Allí nadie se interesó. Traté de encontrar alguien, cualquier persona que tuviese interés en ustedes, en su ciudad... pero a nadie le importaba. Están sucediendo muchas cosas en este mundo, se están produciendo importantes cambios. A nadie le importa la ciudad y su gente.

—Usted regresó —dije.

—Yo había visto la ciudad con mis propios ojos. Sabía lo que ustedes estaban por hacer. Tenía que averiguar datos sobre Destaine... alguien tenía que explicarme la translateración. Hoy en día es tecnología de uso cotidiano, pero yo no sabía cómo funcionaba.

—Eso es evidente.

—¿Qué quiere decir?

—Si han desconectado el generador, no hay más problemas. No tengo más que mirar el sol y decirme a mi mismo que es redondo, por más que a mi me parezca distinto.

—Pero es sólo su percepción.

—Y yo percibo que usted está equivocada. Yo sé lo que veo.

—No lo sabe.

Minutos más tarde un gran gentío pasó a nuestro lado, en dirección al Sur de la ciudad. Casi todos llevaban sus pertenencias, que antes habían trasladado al obrador del puente. Nadie reparó en nosotros.

Caminé más rápido, tratando de dejarla atrás. Ella me siguió, tirando su caballo de las riendas.


El obrador estaba desierto. Caminé por la costa del río hasta encontrar esa tierra suave, amarilla, y llegué al puente. Debajo, el agua era clara y calma, aunque algunas olas seguían rompiendo en la ribera.

Me di vuelta y miré atrás. Elizabeth estaba parada en la orilla con su caballo, observándome. La estudié unos segundos con la mirada. Luego me agaché y me quité las botas. Me acerqué hasta el borde mismo del puente.

Miré el sol. Se estaba posando sobre el horizonte, en el Noreste. Era hermoso, a su modo. Una forma enigmática, estéticamente mucho más bella que una simple esfera. Lo único que lamentaba era no haber podido nunca dibujarlo bien.

Me zambullí de cabeza. El agua estaba fría, pero no desagradable. Cuando salí a la superficie, una ola me empujó hasta un pilote del puente. Me alejé nadando con fuertes brazadas.

Sentía curiosidad por saber si Elizabeth aún me observaba, de modo que me puse a hacer la plancha. Ella había montado a caballo y se acercaba lentamente por el puente. Llegó al borde y se detuvo.

Permaneció sentada en la montura, mirándome.

Seguí pataleando. Quería ver si me hacía alguna seña. El sol derramaba sobre ella una abundante luz amarilla, recortando su figura contra el azul intenso del firmamento.

Me di vuelta y miré hacia el Norte. El sol se estaba poniendo, y ya había desaparecido casi todo su ancho disco. Esperé hasta que se internara en el horizonte la espiral Norte de luz.

Al caer la oscuridad, nadé hasta la orilla.


FIN
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