TERCERA PARTE

CAPÍTULO UNO

El valle estaba oscuro y silencioso. En la margen Norte del río vi que se encendía dos veces una luz roja. Después, nada.

Segundos más tarde escuché el ruido de los guinches, y la ciudad comenzó a avanzar un ruido resonaba por todo el valle.

Yo estaba tendido, con otros treinta hombres, entre los espesos matorrales que cubrían la ladera de la colina. Me hablan reclutado para trabajar temporalmente en la milicia durante el cruce más crítico de la ciudad. Se esperaba un tercer ataque en cualquier momento y se pensaba que, una vez que la ciudad llegara a la orilla Norte del río, debido a las características del terreno circundante podría detenerse durante un tiempo lo suficientemente largo como para poder extender las vías hasta la cima del cerro. Cuando alcanzara ese punto, podría volver a defenderse durante la siguiente etapa de tendido de rieles.

Sabíamos que, en algún lugar del valle, había unos ciento cincuenta lugareños armados con rifles, que representaban un enemigo formidable. La ciudad contaba sólo con doce rifles obtenidos de los nativos, pero las municiones se habían agotado en el segundo ataque. Nuestras únicas armas verdaderas eran las ballestas —mortíferas a corta distancia— y el saber apreciar el valor del trabajo de inteligencia. Era este último el que nos había permitido preparar la reserva de contraataque, de la cual yo formaba parte.

Unas horas antes, mientras caía la noche, hablamos tomado esta ubicación, desde donde dominábamos el valle. Las fuerzas principales de defensa eran tres filas de ballesteros desplegadas alrededor de la ciudad. Cuando ésta comenzara a cruzar el puente, la milicia retroceden a hasta ubicarse en puestos defensivos junto a las vías. Los nativos concentrarían sus descargas sobre estos hombres, y en ese momento nosotros les tenderíamos una emboscada.

Con suerte, no sería necesario el contraataque. Aunque el servicio de inteligencia había indicado la posibilidad de otra incursión, se había terminado de construir el puente antes de lo pensado, y confiábamos en que la ciudad pudiese cruzar a la ribera opuesta al amparo de la noche, antes de que los nativos cayesen en la cuenta.

Pero en el valle silencioso el ruido de los guinches era inconfundible.

El extremo delantero de la ciudad llegaba a tocar el puente cuando se oyeron los primeros tiros. Calcé una flecha en mi arco y apoyé la mano sobre el pestillo de seguridad.

Era una noche nubosa, y la visibilidad, muy pobre. Yo había visto los fogonazos de los rifles, y deducía que los nativos estaban dispuestos en un semicírculo, aproximadamente a cien metros de nuestros hombres. No podía saber si sus balas habían dado en el blanco, pero hasta ahora no se oían tiros en respuesta.

Más rifles dispararon. Advertimos que nos iban cercando. La mitad de la mole de la ciudad estaba sobre el puente... y seguía avanzando.

Allá abajo se oyó un grito distante:

—¡Luces!

Instantáneamente se encendió una batería de arcos voltaicos ubicados en la parte posterior de la ciudad, proyectando luz sobre las cabezas de los ballesteros, hacia la zona aledaña. Allí estaban los nativos, que no tomaban precaución alguna por ocultarse.

La primera fila de ballesteros arrojó sus flechas, se agachó y comenzó a recargar sus arcos. La segunda fila disparó, se agachó y recargó. La tercera fila disparó, recargó.

Tomados por sorpresa, los lugareños sufrieron varias bajas, pero ahora se arrojaban al suelo y tiraban apuntando a lo que alcanzaban a ver de sus enemigos: las siluetas negras recortadas contra la luz de los reflectores.

—¡Apagar las luces!

De inmediato se hizo la oscuridad y se dispersaron los soldados. Segundos más tarde las luces volvieron a prenderse, y los ballesteros dispararon desde sus nuevas posiciones.

Una vez más los nativos fueron tomados desprevenidos, sufriendo más bajas. Se apagaron las luces, y en la súbita tiniebla los soldados regresaron a su antigua posición. Se repitió la maniobra.

Al escucharse un grito desde abajo, se encendieron las luces y vimos que nos atacaban. La ciudad se hallaba encima del puente.

De repente se produjo una fuerte explosión y una llamarada se incrustó en el costado de la ciudad. Un instante después hubo una segunda detonación en el puente mismo, y las llamas se propagaron por el andamiaje de madera.

—¡Pelotón de reserva, listo!

Me paré y esperé las órdenes. Ya no sentía miedo y había desaparecido la tensión de las horas de espera.

—¡Avancen!

Los arcos voltaicos seguían iluminando, y así pudimos ver claramente a los nativos, la mayoría de los cuales estaban trenzados en combate cuerpo a cuerpo con la defensa principal, pero había varios más tirados en el suelo, apuntando cuidadosamente. Consiguieron hacer apagar dos faroles.

Las llamas en el costado de la ciudad y en el puente continuaban diseminándose.

Vi a un nativo cerca de la orilla del río, alzando el brazo para arrojar un cilindro metálico. Yo estaba a unos veinte metros. Apunté, solté el seguro... y le di al hombre en el pecho. La bomba incendiaria estalló a unos pocos metros de él. Tal como habíamos previsto, el contraataque tomó por sorpresa al enemigo. Logramos bajar tres hombres más, pero de pronto ellos echaron a correr hacia el Este, internándose en las sombras del valle.

Durante unos minutos hubo una considerable confusión. La ciudad se estaba incendiando. Debajo de ella, el puente ardía vorazmente en dos puntos distintos. Evidentemente, lo más apremiante era dominar el fuego, pero nadie estaba seguro de que todos los nativos se hubiesen replegado.

La ciudad seguía avanzando, pero en los lugares donde el puente ardía, grandes trozos de madera iban cayendo al río.

Rápidamente se restableció el orden. Un oficial de la milicia gritaba órdenes, y los hombres se dividieron en dos grupos. Un grupo retomó la posición defensiva junto a los rieles. Yo me integré al otro grupo, encargado de combatir las llamas en el puente.

Después del segundo ataque —durante el cual se habían utilizado bombas incendiarias por primera vez— se habían instalado bocas de incendio en la parte exterior de la ciudad. La boca más próxima había sido dañada por una explosión, y el agua brotaba a chorros inútilmente. Encontramos una segunda boca y extendimos la corta manguera.

El fuego era demasiado intenso en las vías, y era casi imposible tratar de extinguirlo. Aunque la Ciudad ya había pasado el peor tramo, había aún que trasponer tres puntos donde ardía la madera. Mientras luchábamos, en medio de una densa humareda y llamas ondulantes, vi que un riel comenzaba a retorcerse bajo el efecto del peso y del calor.

Se oyó un rugido al desplomarse otro bloque de madera. El humo era sumamente espeso. Asfixiados, tuvimos que salir de abajo de la ciudad.

El fuego seguía consumiendo vorazmente la estructura, pero una cuadrilla de bomberos trataba de extinguirlo desde el interior de la ciudad. Los guinches giraban...

CAPÍTULO DOS

Lentamente la Ciudad logro alcanzar la comparativa seguridad que ofrecía la costa norte Con la luz del día se justipreciaron los daños. En términos de vidas humanas perdidas, la ciudad no había salido tan mal parada. Tres milicianos habían muerto en combate, y quince resultaron heridos. Dentro de la ciudad, un hombre había resultado con heridas graves en una de las explosiones incendiarias, y otros doce hombres y mujeres habían caído como consecuencia del humo y del fuego.

El daño físico ocasionado a la edificación era considerable. El fuego había consumido un ala entera de oficinas administrativas, y una sección de alojamientos había quedado inhabitable.

Debajo de la ciudad habida más deterioros. A pesar de que la base era de acero, gran parte de la construcción era de madera, y algunas secciones de la misma se habían consumido en el siniestro. Las enormes ruedas posteriores, sobre el riel derecho externo, habían descarrilado, y una de ellas tenía una profunda rajadura. No se la podía reemplazar; había que desecharla.

Cuando la ciudad hubo alcanzado la orilla Norte del río, el puente continuó ardiendo, perdiéndose por completo. Junto con el puente también se perdieron cientos de metros de rieles irrecuperables, retorcidos por el calor.

Al cabo de dos días que pasé trabajando con las cuadrillas para tratar de salvar lo que quedaba de los rieles en la margen Sur, Clausewitz me mandó a llamar.

Excepto una o dos horas que pasé en la ciudad cuando volví de mi viaje, no había comparecido formalmente ante ninguno de mis superiores. Suponía que se había abandonado el protocolo normal de los gremios durante la emergencia, y como no veía que terminara esa tremenda situación —los ataques habían causado demoras inevitables y el óptimo estaba ahora más lejos—, no esperaba que me ordenaran abandonar mi trabajo en el exterior.

Entre los hombres que trabajaban afuera prevalecía un tono general de fastidio, con algo de desesperación y de rabia. Se seguían tendiendo rieles en dirección a un desfiladero, pero hacía mucho ya que no se notaba la reposada energía que había notado en mis primeros tiempos de trabajo fuera de la ciudad. Ahora se instalaban las vías a pesar de la situación con los nativos, y no a partir de una necesidad interna de sobrevivir en un medio extraño.

Las charlas de los hombres de vías, de tracción y de la milicia se centraban, de una manera u otra, en los ataques. Ya no se hablaba de ganar terreno hacia el óptimo, ni de los peligros que encerraba un viaje al pasado. La ciudad estaba en crisis y ello se reflejaba en la actitud de todos.

Cuando entré a la ciudad, también noté el cambio.

Perdido estaba el aspecto claro, aséptico de los pasillos. Perdido estaba el ambiente general de laboriosa rutina.

El ascensor no funcionaba. Muchas de las puertas del corredor principal estaban cerradas con llave, y en un lugar encontré una pared derrumbada por completo —presumiblemente a consecuencia del fuego—, de modo que, cualquiera que recorriese ese sector de la ciudad podía ver el exterior. Recordé las antiguas frustraciones de Victoria y pensé que, por más secretos que los gremios hubiesen tratado de guardar en el pasado, ese sistema sería ahora impracticable.

Recordar a Victoria me causaba dolor. Aún no me daba cuenta cabal de lo sucedido. En un lapso que a mí me pareció de pocos días ella había renegado de los acuerdos tácitos de nuestro matrimonio, y había emprendido una nueva vida sin mí.

No la había visto desde mi regreso, aunque me encargué de hacerle saber que estaba de vuelta en la ciudad. En el estado de amenaza externa no hubiera podido verla, de cualquier manera. Necesitaba yo un tiempo para reflexionar sobre esa faceta de mi vida antes de hablar con ella. La noticia de que ese otro hombre la había dejado embarazada —un director de Educación de apellido Yung— no me impresionó mucho al principio, simplemente porque no lo creía. Esa situación no podía haberse originado en el período que yo había estado ausente.

Con cierta dificultad logré llegar al sector de gremios de primera clase. El interior de la ciudad había cambiado de muchos modos.

Parecía, haber gente, ruido y suciedad por todas partes. Todo espacio libre se había destinado a alojar heridos, los cuales yacían incluso en algunos pasillos. Se habían tirado abajo algunas paredes divisorias. Justo antes de llegar al sector gremial —donde antes existían salas de recreación para los gremialistas— se había instalado una cocina de emergencia.

En todos lados había olor a madera quemada.

Sabía que un cambio fundamental sobrevendría en la ciudad. Presentía que se desmoronaba la vieja estructura de los gremios. Ya se habían modificado las funciones de muchas personas. Mientras trabajaba con las cuadrillas de rieles me encontré con varios hombres que por primera vez saltan de la ciudad, hombres que, hasta el momento del ataque, habían trabajado en la deshidratación de alimentos, en educación o en la administración interna. Obviamente era imposible reclutar obreros, y hubo que alistar todos los hombres para mover la ciudad. No podía, por ende, imaginar para qué me había mandado a llamar Clausewitz.

Como no lo hallé en la sala del Futuro, me quedé a esperarlo un rato. Al cabe de media hora aún no había aparecido así que, sabiendo que mis servicios eran más necesarios afuera, decidí regresar.

Me topé con Futuro Denton en el corredor.

—Usted es Futuro Mann, ¿no?

—Sí.

—Deberá abandonar la ciudad. ¿Está listo?

—Tenía que ver a Futuro Clausewitz.

—En efecto. Pero él me envía. ¿Sabe cabalgar? Me había olvidado de los caballos en todo el tiempo que no estuve en la ciudad.

—Sí.

—Bien. Reúnase conmigo en los establos dentro de una hora. Se fue y entró a la sala del Futuro.

Podía disponer de una hora para mí, pero me di cuenta de que no tenía nada que hacer, nadie a quien ver. Todos mis contactos con la ciudad estaban cortados. Incluso los recuerdos que tenía del aspecto físico de la ciudad estaban quebrantados por los deterioros.

Caminé hasta la parte posterior para apreciar por mi mismo la magnitud de los destrozos en el internado, pero no había mucho por ver. Casi toda la estructura se había quemado o la habían luego demolido, y en el lugar donde residían los niños se veía el acero desnudo de la base de la ciudad. Desde ahí divisé, mirando hacia atrás, el río y el sitio del ataque. Me puse a pensar si los nativos volverían a probar suerte. Consideraba que los habíamos vencido con todas las de la ley, pero si la ciudad estaba tan dañada como parecía, supuse que, eventualmente se reagruparían para un nuevo ataque.

Entonces comprendí qué vulnerable era la ciudad. No había sido diseñada para repeler ningún tipo de embate. Se movía con lentitud y torpeza; estaba construida con materiales altamente inflamables. Y se podía tener fácil acceso a todos sus puntos más débiles: las vías, los cables, el montaje de madera.

Me pregunté si los nativos sabrían lo sencillo que sería destruirla. Lo único que teman que hacer era inhabilitarle la fuerza motriz de manera permanente, y luego sentarse a contemplar cómo el movimiento de la tierra la arrastraba lentamente hacia el Sur.

Permanecí un rato cavilando. Mi impresión era que los hombres de la zona no se daban cuenta de la fragilidad de la ciudad, y de sus habitantes porque no contaban con información. Y que la extraña transformación que sobrevino a las chicas en el pasado no era, en su visión subjetiva, transformación alguna.

Aquí, cerca del óptimo, los nativos no sufrían distorsiones —salvo en un grado imperceptible—, de modo que no podían percibir ninguna diferencia.

Sólo si los nativos lograsen —quizás ni siquiera intencionalmente— demorar tanto a la ciudad y que ésta se viese transportada hasta un punto tan al Sur que ya no pudiese volver a avanzar, sólo así se verían el efecto causado a la misma y a sus ocupantes.

En circunstancias normales, la ciudad debía recorrer ahora una zona difícil. Las colinas, al Norte, probablemente no fuesen las únicas de esta región. ¿Acaso quedaba alguna esperanza de volver a acercarse al óptimo?

Por el momento, no obstante, estaba relativamente segura. Rodeada a un costado por el río, y por terreno escarpado —donde no podían esconderse los agresores— en el otro, estaba estratégicamente bien ubicado mientras se procedía a tender los rieles.

No sabía si tenía tiempo de conseguirme otro uniforme ya que había estado muchos días trabajando y durmiendo con la misma ropa. Esto me hizo recordar cómo le disgustaba a Victoria el estado de mis prendas cuando volvía de trabajar diez días en el exterior.

Esperaba no verla antes de partir.

Regresé a la sala del Futuro y averigüé. Me informaron que, como gremialista pleno, me correspondía un nuevo uniforme... pero que por el momento no había ninguno disponible. Me buscarían uno durante mi ausencia.

Cuando llegué a los establos. Futuro Denton ya me estaba aguardando. Me entregaron un caballo y, sin más demoras, salimos rumbo al Norte.

CAPÍTULO TRES

Denton no hablaba mucho si no se lo incitaba. Respondía las preguntas que yo le hacía, pero entre medio, había largos períodos de silencio. Esto no me resultaba incómodo porque me daba oportunidad de pensar.

El antiguo entrenamiento de los gremios estaba aún en pie. Yo aceptaba que tendría que arreglármelas como pudiera para entender lo que veta, y no contar con las interpretaciones de los demás.

Avanzamos en la dirección que se había propuesto para los rieles. Rodeamos una colina y atravesamos el desfiladero. En la cima, el terreno bajaba un largo trecho, siguiendo el curso de un pequeño arroyuelo. Había un bosquecillo al final del valle, y luego otra hilera de colinas.

—Denton, ¿por qué abandonamos la ciudad en este momento? —pregunté—. Justo ahora que necesitan a todos los hombres.

—Nuestro trabajo es siempre importante.

—¿Más importante que defender la ciudad?

—Sí.

Mientras cabalgábamos me informó que, durante las últimas millas, se había descuidado el trabajo de investigación del futuro. Eso se debió en parte a los problemas, y en parte a que el gremio estaba mal dirigido.

—Hemos inspeccionado hasta estas colinas —dijo—. Aquellos árboles son un estorbo para la gente de Tracción y servirían para protegemos de los nativos, pero necesitamos más madera. Las colinas han sido recorridas aproximadamente una milla más, pero de ahí en adelante todo es terreno virgen.

Me mostró un mapa dibujado en un rollo largo de papel y me explicó los símbolos. Según pude apreciar, nuestra misión era ampliar el mapa hacia el Norte. Denton tenía un aparato de medición montado en un trípode grande de madera y, de tanto en tanto, se fijaba en las indicaciones de este aparato y hada anotaciones en el mapa.

Los caballos iban sumamente cargados con el instrumental. Aparte de grandes cantidades de comida y de lo necesario para dormir, llevábamos una ballesta y numerosas flechas, implementos para excavaciones, un equipo para ensayos químicos, una videocámara diminuta e instrumentos de grabación. Denton me dijo que yo usaría la cámara, y me enseñó a manejarla.

El procedimiento que habitualmente seguían los Futuros, me dijo, consistía en que, durante un cierto período de tiempo, un investigador distinto o un equipo distinto de investigadores partían de la ciudad rumbo al Norte, por diferentes caminos. Al concluir la expedición, se obtenía un mapa detallado de la zona recorrida y una filmación de su topografía.

Esto luego se presentaba al Consejo de Navegantes y ellos, con la ayuda de los informes de los demás investigadores, decidían el camino a tomar.

Al atardecer Denton se detuvo por sexta vez, e instaló su trípode. Luego de efectuar mediciones angulares de la elevación de las colinas circundantes, y de determinar —con la ayuda de una brújula giroscópica— el Norte exacto, insertó un péndulo en la base del aparato. La pesa del péndulo terminaba en punta, y cuando ésta dejó de oscilar, Denton tomó una balanza graduada, marcada con círculos concéntricos, y la colocó entre las patas del trípode.

La punta se detuvo casi exactamente sobre la marca central.

—Estamos en el óptimo —dijo—. ¿Sabe lo que ello significa?

—No muy bien.

—Usted fue al pasado, ¿no? —Asentí—. En este mundo —prosiguió— siempre hay que luchar contra una fuerza centrífuga. Cuanto más al Sur uno se interna, mayor es dicha fuerza. Esta fuerza existe en todas partes, al Sur del óptimo. Pero en un radio de doce millas al Sur no interfiere nuestra actividad normal. Pasando esa distancia, la ciudad se vería en serios problemas. Eso usted ya lo sabe, si tuvo oportunidad de experimentar la fuerza centrífuga.

Leyó lo que marcaba su instrumento.

—Ocho millas y media —dijo—. Esa es la distancia que hay de aquí hasta la ciudad... es decir, todo el terreno que la ciudad tiene que recuperar.

—¿Cómo se mide el óptimo?

—Por sus distorsiones gravitacionales nulas. Sirve de patrón para medir el avance de la ciudad. En términos físicos, imagíneselo como una línea dibujada alrededor del mundo.

—¿Y el óptimo está siempre en movimiento?

—No. El óptimo está fijo... pero el terreno se mueve, apartándose de él.

—Ah, claro.

Cargamos todo el equipo y continuamos la marcha hacia el Norte.

CAPÍTULO CUATRO

El trabajo de reconocimiento del terreno no exigía un gran esfuerzo mental. A medida que lentamente avanzábamos hacia el Norte, me di cuenta de que mi única preocupación externa era vigilar constantemente por si acaso encontrábamos rastros de habitantes hostiles. Denton me dijo que sería muy raro que nos atacaran. No obstante, estábamos alerta.

Yo seguía pensando en la aterradora experiencia que había significado ver el mundo desplegado ante mis ojos. Como hecho, era suficiente. Entenderlo ya era otra cosa.

Durante el tercer día de viaje comencé a reflexionar acerca de la educación que me habían dado de niño. No sé qué fue lo que me indujo a esas meditaciones. Posiblemente se debiese a numerosos motivos, sobre todo la impresión que me causó ver la destrucción completa del internado.

Después de salir del internado, no había pensado mucho en mi educación. En aquel entonces —al igual que la mayoría de mis compañeros— opinaba que la instrucción que nos impartían era una especie de castigo. Pero ahora me parecía que gran parte de la educación que nos metían en nuestras maldispuestas cabezas cobraba una nueva dimensión en el contexto de la ciudad.

Por ejemplo, una de las materias que nos provocaba sumo aburrimiento era lo que los maestros denominaban «geografía». Casi todas las clases se referían a las técnicas de cartografía y agrimensura. En el reducido ambiente del internado, dichos ejercicios eran casi siempre teóricos. Ahora, sin embargo, esas horas de tedio adquirían por fin relevancia. Con un poquito de concentración y con excavar en mi a menudo deficiente memoria, captaba rápidamente los principios del trabajo que Denton me iba explicando.

Se nos enseñaban muchas otras materias teóricas, y ahora comprendía que también ellas tenían gravitación practica. Cualquier aprendiz de un gremio contaba así con un conocimiento general de la tarea que cumpliría en su propio gremio y, además, tendría una información similar respecto de las demás funciones de la ciudad.

De ninguna manera hubiera podido prepararme para el desmesurado esfuerzo físico que implicaba trabajar en las vías, pero yo tenía un entendimiento casi instintivo de la maquinaria empleada para transportar la ciudad por dichas vías. No me atraía en absoluto el entrenamiento obligatorio en la milicia. No obstante, el enigmático énfasis —como en aquella época me parecía— que ponían en la estrategia militar obviamente sería una gran ayuda para los muchachos que luego se dedicarían a las armas para defender la ciudad.

Esta elaboración mental me llevó a preguntarme si hubiesen podido prepararme para contemplar un mundo con una forma como la que parecía tener.

En las clases de astrofísica y astronomía siempre nos habían dicho que los planetas eran redondos. A la Tierra —el planeta, no nuestra ciudad— la describían como un esferoide aplanado en los polos, y nos habían mostrado mapas de algunas zonas de su superficie. Yo suponía que el mundo en el cual estaba situada la ciudad de Tierra era una esfera como el planeta Tierra, y la enseñanza que nos daban no contradecía mi suposición. En realidad, nunca se discutió abiertamente la naturaleza del mundo.

Sabía que la Tierra integraba un sistema de planetas que giraban alrededor de un sol esférico. El mismo planeta Tierra era circundado por un satélite redondo. Estos datos siempre parecían ser teóricos... y la falta de aplicación práctica no me había preocupado ni aún cuando salí de la ciudad, ya que era evidente que imperaba una circunstancia distinta. Que sol y la luna no eran esféricos, como tampoco lo era el mundo en que vivíamos.

Faltaba aún por responder: ¿dónde estábamos? Quizás la solución estuviese en el pasado. De él también nos habían hablado, aunque las historias que nos enseñaban eran, exclusivamente, del planeta Tierra. Gran parte de lo que aprendimos se refería a maniobras militares, a la transferencia del poder y del gobierno de un estado a otro. Aprendimos que el tiempo se medía en años y siglos, y que hubo historia escrita durante unos veinte siglos. Tal vez injustamente me formé la impresión de que no me habría gustado vivir en el planeta Tierra dado que gran parte de su existencia fueron una serie de disputas, guerras, reclamos territoriales, presiones económicas. El concepto de civilización era sumamente adelantado, y la humanidad se congregaba dentro de ciudades. Por definición, los que habitábamos la ciudad de Tierra éramos civilizados, pero no parecía haber semejanza alguna entre nuestra vida y la de ellos. En el planeta Tierra, civilización era igual a egoísmo y codicia. Los que habitaban en un estado civilizado explotaban a los otros. Había escasez de productos vitales, y los países civilizados monopolizaban dichos productos en virtud de su mayor poderío económico. Ese desequilibrio parecía ser la causa de las controversias.

De repente comencé a trazar paralelos entre nuestra civilización y la de ellos. La ciudad indudablemente estaba en pie de guerra como consecuencia de la situación con los nativos lo cual, a su vez, era el resultado de nuestro sistema de «comercio». Nosotros no los explotábamos por medio de la riqueza, pero teníamos un excedente de los productos que escaseaban en el planeta Tierra: alimentos, combustibles, materias primas. Carecíamos, sin embargo, de mano de obra, y la comprábamos con el superávit de productos.

El proceso estaba invertido, pero el resultado era el mismo.

Siguiendo el hilo de mis pensamientos comprendí que, el hecho de estudiar la historia del planeta Tierra, preparaba el camino para los gremialistas de Tráfico, pero no me hacía avanzar en mi búsqueda de la comprensión total. Las historias empezaban y terminaban en el planeta Tierra, aunque no se mencionaba cómo era que la ciudad estaba en este mundo, cómo la habían construido, quiénes fueron sus fundadores ni de dónde provenían..

¿Omisión deliberada? ¿O un conocimiento olvidado?

Supuse que muchos gremialistas habían tratado de construir sus propios esquemas lógicos y las respuestas parecían yacer en algún rincón de la ciudad, o existía una hipótesis aceptada comúnmente, que yo aún no había descubierto. Pero me había adaptado naturalmente a la manera de ser de los gremialistas. En este mundo, la supervivencia era una cuestión de iniciativa; a un nivel superior, remolcando la ciudad hacia el Norte, alejándola de la zona de tremenda distorsión; y a nivel personal, deduciendo uno mismo un esquema de vida. Futuro Denton era un hombre autosuficiente, al igual que casi todos los otros que había conocido. Yo quería ser uno de ellos y comprender las cosas por mi mismo. Pensé que podría discutir sus pensamientos con Denton, pero preferí no hacerlo.

El camino hacia el Norte era muy lento. No tomamos rumbo directo al Norte sino que continuamente nos desviábamos al Este y al Oeste. De vez en cuando. Denton medía nuestra posición con respecto al óptimo, y en ninguna oportunidad estuvimos a más de quince millas al Norte del mismo.

Le pregunté si había algún motivo por el cual no pudiésemos superar dicha distancia.

—En épocas normales habríamos avanzado lo más posible —dijo—. Pero la ciudad se halla en una circunstancia muy especial. Y necesitamos encontrar la ruta más fácil hacia el Norte tanto como un terreno que nos permita defendemos bien.

El mapa que íbamos dibujando estaba cada día más completo y detallado. Denton me permitía manejar el instrumental cuando yo quería, y pronto me convertí en un experto igual que él. Aprendí a triangular la tierra con el aparato de medición, a calcular la altura de las colinas y el espacio que nos separaba del óptimo. Llegó a gustarme mucho trabajar con la cámara, aunque tenía que contener mi entusiasmo para conservar la energía de las baterías.

Lejos de las tensiones de la ciudad, el ambiente era plácido, agradable, y descubrí que, a pesar de sus largos silencios, Denton era un hombre afable e inteligente.

Había perdido la cuenta de los días que llevábamos, de viaje, pero no eran, seguro, menos de veinte. Denton no daba muestras de querer regresar.

Encontramos una pequeña aldea agazapada en un valle poco profundo. No intentamos acercamos. Denton se limitó a marcarla en el mapa, anotando su población aproximada.

El campo era más verde que el que yo estaba acostumbrado a ver, aunque el sol por cierto no era menos caliente. Aquí llovía más a menudo —por lo general, de noche—, y había arroyos y ríos de distintos tamaños.

Sin hacer comentarios, Denton anotaba en su mapa todos los rasgos de la región —naturales o producto de la mano del hombre— que la ciudad tendría dificultad en superar, o apropiados a sus necesidades peculiares. No era tarea de los Investigadores del Futuro determinar qué rumbo seguiría la ciudad. Simplemente nos limitábamos a describir la topografía del terreno del futuro.

La atmósfera era apacible y soporífera, la belleza natural que nos rodeaba, cautivante. Yo sabía que la ciudad atravesaría esta zona en las próximas millas en apreciar el entorno. Para el caso, daba lo mismo que esta campiña, floreciente fuese un tremendo desierto.

Durante las horas en que no me hallaba abocado a mis tareas específicas, seguía cavilando. No podía borrar de mi mente el espectáculo de la apariencia del mundo en que vivíamos. Tenía que haber algo en esos largos años de tediosa educación que, subconscientemente, me hubiese preparado para esa visión. Nosotros vivimos según nuestras presunciones; si uno daba por descontado que el mundo que transitamos es como cualquier otro, ¿podía la educación llegar a preparamos para un trastrocamiento total de dicha suposición?

La preparación para esa vista había comenzado el día que Futuro Denton me había llevado fuera de la ciudad a ver, por mi mismo, un sol que demostró tener cualquier forma menos la de una esfera.

Sin embargo, seguía pensando que debía haber habido una pista anterior.

Dejé pasar unos días. Luego se me ocurrió una idea. Habíamos acampado una noche a la intemperie, junto a un río ancho y plano. Al atardecer, tomé la cámara y el grabador, y trepé por la ladera de una colina cercana. Desde la cima se tenía una visión panorámica hacia el Noreste.

Cuando el sol se encontraba próximo al horizonte, la bruma atmosférica empañó su brillo, y se hizo visible su forma: como siempre, un ancho disco con puntas arriba y «bajo. Encendí la videocámara e hice una larga toma. Más tarde volví a pasar la película para comprobar que la imagen fuese nítida y firme.

Nunca me cansaba de ese espectáculo. Que cielo se iba tiñendo de rojo, y luego de que el disco se hubo ocultado tras el horizonte, el pináculo de luz se deslizó rápidamente hacia abajo. Durante varios minutos quedó una impresión de un brillante foco blanco anaranjado en el centro del resplandor rojo... pero pronto se diluyó y vino la noche.

Hice pasar la película y contemplé el sol en el diminuto monitor. Detuve la imagen y ajusté el control del brillo, oscureciendo la figura hasta que sólo se vio la forma blanca.

Ahí, en miniatura, estaba la imagen del mundo. Mi mundo. Yo habida visto antes esa forma... mucho antes de abandonar los confines del internado. Esas extrañas curvas simétricas formaban un diseño que alguien me había enseñado en alguna ocasión.

Permanece largo rato observando la pantalla del monitor. Luego reaccioné y apagué el aparato para no gastar más las baterías. No me reuní enseguida con Denton. Quería hacer memoria, encontrar algún indicio de ese leve recuerdo de alguien dibujando cuatro líneas en un papel, y levantándolo para que todos viésemos el sitio en que la ciudad de Tierra luchaba por sobrevivir.


El mapa que Denton y yo compilábamos iba cobrando forma.

Dibujando sobre un rollo de papel grueso, el plano parecía ahora un largo embudo, con su punto más angosto en el bosquecillo cercano al lugar donde estaba la ciudad cuando partimos. Nuestras excursiones se desarrollaron dentro de ese embudo, permitiéndonos medir los grandes rasgos naturales por los cuatro costados, ya que deseábamos que la información obtenida fuese lo más exacta posible.

Cuando terminamos nuestro trabajo. Denton dijo que regresaríamos de inmediato a la ciudad.

En el videograbador yo tenía un registro visual completo de todo el terreno que habíamos recorrido. Ya en la ciudad, el Consejo de Navegantes examinan a lo que considerase necesario para planificar el próximo rumbo a seguir. Denton me dijo que muy pronto otros Investigadores del Futuro partirían al Norte a hacer otro mapa de la zona. Quizás empezarían también en el bosquecillo, continuando luego cinco o diez grados hacia el Este o el Oeste. Si los Navegantes opinaban que había un camino seguro en el terreno que nosotros habíamos explorado, el nuevo mapa comenzaría más adelante, continuándose más allá de la frontera del futuro que habíamos demarcado.

Enfilamos de vuelta a la ciudad. Yo creía que, una vez obtenida la información que nos habían encomendado reunir cabalgaríamos día y noche, sin preocuparnos por la seguridad ni la comodidad. En cambio, retomamos la lenta marcha a campo traviesa.

—¿No sería mejor apresuramos? —pregunté finalmente, pensando que tal vez Denton se estuviese demorando por mí. Quería demostrarle que estaba dispuesto a apurar el paso.

—No hay ninguna prisa en el futuro —respondió.

No discutí con él, pero tenía idea de que habíamos estado ausentes no menos de treinta días. Durante ese lapso, el movimiento de la tierra habría hecho alejar a la ciudad otras tres millas del óptimo. Por consiguiente, tendría que haberse desplazado por lo menos esas distancia para permanecer dentro de los límites de seguridad.

Yo sabía que la zona no explorada comenzaba sólo una milla al Norte de la última ubicación de la ciudad.

A corto plazo la ciudad necesitaba los datos que nosotros poseíamos.


El viaje de regreso nos consumió tres días. Al tercer día, mientras cargábamos los caballos y retomábamos la marcha rumbo al Sur, me vino el recuerdo que había estado buscando. Vino espontáneamente, como suele suceder cuando uno bucea en busca de algo enterrado, en el subconsciente.

Sentía que había agotado todos mis recuerdos conscientes de las clases del internado. El repasar mentalmente los largos cursos académicos había resultado tan infructuoso como tediosas habían sido las lecciones en su momento.

Pero la respuesta me llegó rememorando una materia que ni siquiera había considerado.

Recordé un periodo, en mis últimas millas de internado, durante el cual el profesor nos había hecho ingresar al reino de los cálculos. Todos los aspectos de las matemáticas provocaban la misma reacción en mí —no demostraba yo ni interés ni habilidad alguna—, y este desarrollo de más conceptos abstractos no me pareció diferente.

El programa versaba sobre un tipo de cálculo conocido como funciones, y se nos, enseñaba a dibujar gráficos que representaban dichas funciones. Fueron los gráficos los que me dieron la pista: yo siempre había tenido cierto talento para el dibujo, y durante unos días conseguí mantener despierto el interés, que murió casi de inmediato al descubrir que los gráficos no constituían un fin en si mismos sino que se los hacía con el objeto de averiguar más datos acerca de la función... y yo no sabía lo que era una función.

Un gráfico en particular fue discutido con lujo de detalles.

Mostraba la curva de una ecuación en la que un valor era representado como recíproco —o inverso— del otro. Este gráfico se llamaba hipérbola. Una parte del mismo se dibujaba en el cuadrante positivo, la otra en el negativo. Cada extremo de la curva tenía un valor infinito, tanto positivo como negativo.

El profesor había explicado qué pasaría si se hiciera rotar ese gráfico alrededor de uno de sus ejes. Yo no comprendía por qué había que dibujar gráficos ni por qué habría que hacerlos rotar, y me dio otro ataque de soñar despierto. Pero si noté que el profesor había dibujado cómo se vería el cuerpo sólido si se efectuara dicha rotación.

El resultado fue un objeto imaginario: un sólido con un disco de radio infinito, y dos espirales hiperbólicas encima y debajo del disco, cada una de las cuales se angostaba hacia un punto infinitamente distante.

Era una abstracción matemática, y en aquel entonces no me despertó el más mínimo interés.

Pero esa imposibilidad matemática no se nos enseñaba sin ningún motivo, y el profesor había tenido razón en dibujárnosla. De esa manera indirecta que caracterizaba toda nuestra educación, yo había visto ese día la forma del mundo en que vivíamos.

CAPÍTULO CINCO

Denton y yo atravesamos el bosque que había al pie de las colinas. Allí, frente a nosotros, estaba el desfiladero.

Involuntariamente tiré de las riendas e hice detener al caballo.

—¡La ciudad! —exclamé—. ¿Dónde está?

—Supongo que aún junto al río.

—¡Entonces debe haber sido destruida!

No cabía otra explicación. Sí no se había movido durante esos treinta días, sólo otro ataque podía haberla hecho demorar. A esta altura, debía haber llegado, al menos, hasta el desfiladero.

Denton me observaba con una expresión divertida en su rostro.

—¿Es ésta la primera vez que se ha alejado tanto al Norte del óptimo? —preguntó.

—Sí.

—Pero usted ha ido al Pasado. ¿Qué ocurrió cuando regresó a la ciudad?

—Se produjo un ataque —dije.

—Sí... Pero, ¿cuánto tiempo había pasado?

—Más de setenta millas.

—¿Era más de lo que esperaba?

—Sí. Yo pensé que... me había ido sólo unos días, una o dos millas.

—Bien. —Denton retomó la marcha. Yo lo seguí—. Lo contrario sucede cuando uno va al Norte del óptimo.

—¿Qué quiere decir?

—¿Nadie le ha hablado de los valores de tiempo subjetivo? —Mi expresión de desconcierto le dio la respuesta—. Si usted va a cualquier lugar al Sur del óptimo, se retrasa el tiempo subjetivo. Cuanto más al Sur se interne, mayor intensidad tendrá el fenómeno. En la ciudad, la escala de tiempo es más o menos normal mientras esté cerca del óptimo, de modo que cuando usted regresa del pasado, da la impresión de que la ciudad hubiese avanzado más de lo posible.

—Pero nosotros venimos del Norte.

—Si, y se produce el efecto opuesto. Mientras nos dirigimos al Norte, se acelera nuestra escala de tiempo subjetiva, y así parece que la ciudad no se hubiera movido en absoluto. Por experiencia, creo que advertirá que han pasado cuatro días durante nuestra ausencia. Es más difícil calcularlo en este momento ya que la ciudad está más al Sur del óptimo que lo acostumbrado.

Me quedé callado unos minutos tratando de entender.

—Entonces, si la ciudad pudiera llegar al Norte del óptimo, no tendría que viajar tantas millas. Podría detenerse.

—No. Tiene que estar siempre en movimiento.

—Pero, si el lugar donde hemos estado, retrasa el tiempo, la ciudad podría beneficiarse estando allí.

—No. El diferencial en el tiempo subjetivo es relativo.

—No comprendo —dije, sinceramente.

Íbamos recorriendo el valle, hacia el desfiladero. En unos minutos podríamos ver la ciudad, si es que ésta se hallaba donde creía Denton.

—Hay dos factores. Uno es el movimiento del suelo. El otro es cómo cambian subjetivamente los valores de tiempo. Ambos son absolutos, pero no necesariamente relacionados, que nosotros sepamos.

—¿Por qué, entonces...?

—Escuche. El suelo se mueve, físicamente. Al Norte, se mueve lentamente, y cuanto más al Norte uno llegue, más lentamente lo hará. Al Sur, se mueve con mayor rapidez. Si fuese posible alcanzar el punto más septentrional, pensamos que el suelo no se movería. Por otra parte, creemos que, en el Sur, el movimiento del suelo se acelera a velocidad infinita en el extremo más meridional.

—Yo estuve allí... en el extremo más meridional.

—Usted se alejó... ¿cuánto? ¿Cuarenta millas? ¿Tal vez más, por casualidad? Esta distancia fue suficiente para que sintiera los efectos... pero sólo el comienzo. Estamos hablando en términos de millones de millas. Millones, literalmente. Muchas más, dirían algunos. Destaine, el fundador de la ciudad, pensaba que el mundo era de tamaño infinito.

—Pero la ciudad sólo tiene que adelantarse unas pocas millas para quedar al Norte del óptimo.

—Efectivamente... y la vida sería mucho más sencilla. Aún tendríamos que hacerla avanzar, aunque no tan a menudo ni tan lejos. Pero el problema es que, lo más que podemos hacer, es ponemos al nivel del óptimo.

—¿Qué tiene el óptimo de particular?

—Es el lugar, en este mundo, donde las condiciones se asemejan más a las del planeta Tierra. En el punto del óptimo nuestros valores subjetivos de tiempo son normales. Además, un día dura veinticuatro horas. En cualquier otro sitio de este mundo, el propio tiempo subjetivo produce días levemente más cortos o más largos. La velocidad del suelo en el óptimo, es aproximadamente una milla cada diez días. El óptimo es importante porque, en un mundo como éste, donde hay tantas variables, necesitamos un metro patrón. No confunda millas-distancia con millas-tiempo. Decimos que la ciudad se ha movido tantas millas, y lo que en verdad queremos decir es que han pasado diez veces esa cantidad de días de veinticuatro horas. De manera que, en términos reales, no ganaríamos nada estando al Norte del óptimo.

Habíamos alcanzado el punto más alto del desfiladero. Se habían instalado los emplazamientos de cables, y la ciudad estaba en proceso de ser arrastrada. Los milicianos estaban bien a la vista, custodiando no sólo los alrededores de la ciudad sino también parados a ambos lados de las vías. Decidimos no bajar, sino esperar hasta que se hubiera terminado el remolque.

Denton dijo de pronto:

—¿Leyó usted las Directivas de Destaine?

—No. He oído hablar de ellas en el juramento.

—Claro. Clausewitz tiene una copia. Debería leerlas.

Destaine estableció las normas para la supervivencia, y hasta ahora nadie ha encontrado un argumento para cambiarlas. Creo que le ayudarían a entender este mundo un poquito más.

—¿Destaine lo entendía?

—Pienso que sí.

La operación se completó al cabo de una hora. No se presentaron interferencias de los nativos; de hecho, no hubo ni rastros de ellos. Vi que varios milicianos estaban armados con rifles, probablemente quitados al enemigo durante el último enfrentamiento.

Cuando ingresamos a la ciudad, fui derecho al calendario central y me enteré de que, mientras estuvimos en el Norte, habían pasado tres días y medio.


Intercambiamos breves palabras con Clausewitz, y luego nos llevó a ver al Navegante McMahon. Con lujo de detalles Denton y yo describimos el terreno que habíamos explorado, señalado en el mapa los rasgos físicos prominentes. Dentad esbozó las rutas que sugeríamos para la ciudad, indicando los accidentes del terreno que podían causar problemas, y rutas alternativas para esquivarlos. A decir verdad, la zona era, en general, apropiada. Las colinas implicarían una serie de desvíos del Norte, pero había pocas cuestas empinadas y, en conjunto, la tierra era considerablemente más baja en su punto más septentrional que la elevación actual de la ciudad.

—Mandaremos dos expediciones más de inmediato —le dijo el Navegante a Clausewitz—. Una, cinco grados al Este; la otra, cinco grados al Oeste. ¿Tiene hombres disponibles?

—Sí, señor.

—Citaré hoy al Consejo y estableceremos provisoriamente el rumbo que usted propone. Si se encuentra un terreno mejor, lo reconsideraremos más adelante. ¿Cuánto tiempo estima que demorará para traerme otro informe?

—En cuanto podamos relevar algunos hombres de la milicia y de las vías.

—Esas son las prioridades. Por el momento, nos basta este informe. Si la situación se tranquiliza, preséntese de nuevo.

—Sí, señor.

El Navegante tomó el mapa y la película, y nosotros abandonamos la sala.

Afuera, le dije a Clausewitz:

—Señor, quiero ofrecerme como voluntario para una de esas expediciones.

Clausewitz meneó la cabeza.

—No. Usted tiene tres días de licencia, y después vuelve al gremio de Tracción.

—Pero...

—Son normas gremiales.

Clausewitz dio media vuelta y se alejó con Denton, hacia el salón de los Futuros. Esa zuna también era mía, pero de repente me sentí excluido. Literalmente, no tenía dónde ir. Mientras estuve trabajando fuera de la ciudad dormía en las habitaciones de la milicia. Ahora, de licencia oficial, no sabía siquiera dónde residía. En la sala de los Futuros había literas y podía dormir ahí momentáneamente, pero sentía que tenía que ver a Victoria cuanto antes. Lo había estado postergando con el pretexto de mis viajes. No sabía cómo manejar la nueva situación, y la respuesta sólo podía encontrarla hablando con ella. Me di una ducha y me cambié de ropa.

CAPÍTULO SEIS

El interior de la ciudad no se había modificado mucho durante mi viaje al Norte. Los directores Domésticos y Médicos estaban totalmente abocados al cuidado de los heridos y a la reorganización de los alojamientos. Había menos huellas de desesperación en los rostros de la gente, y se había logrado mantener relativamente despejados los pasillos. Pero aun así me pareció que era un mal momento para arreglar un asunto personal.

Fue difícil hallar a Victoria. Luego de preguntar a varios directores, me mandaron a un dormitorio provisional en el nivel inferior, pero no estaba allí. Hablé con la mujer que cuidaba.

—Usted es su ex marido, ¿no?

—Sí. ¿Dónde está Victoria?

—Ella no quiere verlo. Está muy ocupada, y se pondrá después en contacto con usted.

—Quiero verla.

—No puede. Con su permiso, estamos muy atareados.

Me dio la espalda y continuó con su trabajo. Eché una mirada por el atestado dormitorio. En su extremo, dormían unos obreros, y en el otro, había varios heridos tendidos en camastros. Vi a algunas personas caminando entre las camas, pero Victoria no estaba entre ellas.

Regresé a la sala de los Futuros. Durante el tiempo que estuve buscando a Victoria tomé una decisión. No tenía sentido vagar sin rumbo por la ciudad; mejor sería que volviera a trabajar a las vías. Pero primero quería leer la copia que Clausewitz tenía de las Directivas de Destaine.

En la sala de los Futuros había un solo gremialista, que se presentó como Futuro Blayne.

—Usted es el hijo de Mann, ¿no?

—Si.

—Me alegro de conocerlo. ¿Ya fue al futuro?

—Sí —respondí. Me gustaba el aspecto de Blayne. No era mucho mayor que yo, y tenía una cara fresca, sincera. Parecía contento de encontrar alguien con quien hablar. Me contó que iba a ir al Norte en una de las expediciones que partían ese mismo día, y que viajaría solo durante las próximas millas.

—¿Es común que vayamos solos al Norte? —pregunté.

—Normalmente, sí. Podemos trabajar de a dos si Clausewitz da su aprobación, pero la mayoría de los Futuros prefieren trabajar por su cuenta. A mí me gusta ir acompañado. Me siento un poco solo allá. ¿Y usted?

—Yo fui al futuro una vez, con Denton.

—¿Cómo se llevaba con él?

Y así charlamos amablemente, sin las trabas con que siempre me topaba cuando hablaba con otros gremialistas. Inconscientemente yo había adoptado la misma costumbre, y supongo que al principio le habré parecido algo huraño. Al cabo de unos minutos, sin embargo, empezó a gustarme su conducta franca, y enseguida nos sentimos como viejos amigos.

Le conté que había filmado el sol en vídeo.

—¿Ya lo limpió?

—¿Qué quiere decir?

—Si borró la película.

—No... ¿Tendría que haberlo hecho?

Se rió.

—Los Navegantes le caerán encima si la llegan a ver. Está prohibido usar las cintas salvo para registrar los accidentes del terreno.

—¿La verán?

—Tal vez. Si están satisfechos con el mapa, probablemente quieran controlar algunas de las referencias. No creo que vayan a pasar toda la cinta. Pero si lo hacen...

—¿Qué tiene de malo? —pregunté.

—Son las reglas del gremio. La cinta es muy valiosa y no hay que desperdiciarla. Pero no se preocupe. ¿Y se puede saber por qué filmó el sol?

—Se me ocurrió una idea y quería analizarla. ¡Tiene una forma tan atractiva!

Me miró con renovado interés.

—¿Qué dedujo de ello?

—Valores invertidos.

—En efecto. ¿Cómo hizo para llegar a esa conclusión? ¿Alguien se lo dijo?

—Recordé algo de mis épocas de internado. Una hipérbola.

—¿Fue más allá en su elaboración? ¿Pensó en el área de superficie?

—Futuro Denton me explicaba que es muy grande.

—No es muy grande... es infinitamente grande. Al Norte de la ciudad la superficie se curva hasta que queda casi vertical, pero no del todo. Al Sur, se hace casi pero no del todo, horizontal. Que mundo gira sobre su eje y así, con un radio infinito, gira a infinita velocidad. Esto lo dijo con una voz sin matices, inexpresiva.

—Está bromeando —dije.

—No. Hablo totalmente en serio. Donde estamos ahora, cerca del óptimo, los efectos de la rotación son los mismos que en el planeta Tierra. Más al Sur, aunque la velocidad angular es idéntica, aumenta la rapidez. Cuando fue al pasado, ¿no sintió la fuerza centrífuga?

—Sí.

—Si se hubiese internado más lejos, no estaría aquí para contarlo. Esa fuerza es espantosamente efectiva.

—A mí me dijeron que no hay nada que pueda viajar más rápido que la luz.

—Es verdad. En teoría, la circunferencia del mundo es infinitamente larga y se mueve a una velocidad infinita. Pero hay —o se piensa que hay— un punto donde la materia deja de existir y funciona como circunferencia efectiva. Ese punto es donde la rotación del mundo imparte a la materia una velocidad equivalente a la de la luz.

—Entonces no es infinita.

—No totalmente. Pero enorme. Mire el sol.

—Lo he mirado a menudo.

—Es lo mismo. Si no estuviese girando sería, literalmente, infinitamente grande.

—Sin embargo, en teoría tiene ese tamaño. ¿Cómo puede haber espacio para más de un objeto de tamaño infinito?

—Hay una respuesta. Pero no le va a gustar.

—Póngame a prueba.

—Vaya a la biblioteca y busque un libro de astronomía. No importa cuál. Son todos libros del planeta Tierra, así que se manejan con los mismos supuestos. Si ahora estuviésemos en el planeta Tierra, estaría viviendo en un universo de tamaño infinito, el cual podría estar ocupado por una cantidad de cuerpos grandes, pero limitados. Aquí, la regla es inversa: vivimos en un universo grande pero limitado, ocupado por una cantidad de cuerpos de tamaño infinito.

—No tiene sentido.

—Lo sé —dijo Blayne—. Yo le dije que no le gustaría.

—¿Dónde estamos?

—Nadie lo sabe tampoco.

—Cuando fui al Pasado ocurrió algo insólito. Yo iba con tres. chicas, y a medida que nos aproximábamos al Sur, sus cuerpos se transformaban...

—¿No vio a nadie en el Futuro?

—No. No nos acercamos a las aldeas.

—Al Norte del óptimo los nativos cambian físicamente. Se hacen muy altos y delgados. Cuanto más al Norte nos vamos, más se alteran los factores físicos.

—Yo viajé sólo quince millas hacia el Norte.

—Entonces de todos modos no habría notado nada peculiar. Pasando las treinta y cinco millas del óptimo, es muy extraño.


Luego le pregunté:

—¿Por qué sé mueve el suelo?

—No estoy seguro —respondió Blayne.

—¿Alguien lo está?

—No.

—¿Hacia dónde se mueve?

—Más concretamente —dijo Blayne—, ¿desde dónde se mueve?

—¿Lo sabe?

—Destaine decía que el movimiento del suelo era cíclico. En sus Directivas afirma que en realidad está inmóvil en el polo Norte. Más al Sur, se mueve lentamente hacia el Ecuador. Cuanto más se aproxima al Ecuador, tanto más rápido se mueve, angularmente —debido a la rotación—, y linealmente. En el extremo más lejano se mueve en dos direcciones al mismo tiempo, a velocidad infinita.

Lo miré fijo.

—Pero...

—Espere... eso no es todo. El mundo tiene también una parte Sur. Si el mundo fuese una esfera sería llamada hemisferio, pero Destaine adoptó la denominación por conveniencia. En el hemisferio Sur ocurre lo contrario. Es decir, el suelo se mueve desde el Ecuador hacia el polo Sur, aminorando paulatinamente la velocidad. En el polo Sur, vuelve a ser estacionaria.

—Aún no me ha dicho desde dónde se mueve el suelo.

—Destaine afirmaba que el polo Norte y el Sur son idénticos. Dicho en otras palabras, cuando algún punto de la tierra alcanza el polo Sur, reaparece en el polo Norte.

—¡Eso es imposible!

—Según Destaine, no. Él dice que el mundo tiene la forma de una hipérbola sólida, o sea, que todos los límites son infinitos. Si usted puede imaginarse eso, los limites adoptan las características de su valor opuesto. Un negativo infinito se convierte así en un positivo infinito, y viceversa.

—¿Lo está citando usted al pie de la letra?

—Creo que sí. Pero le convendría remitirse al original.

—Eso quiero hacer —dije.


Antes de que Blayne partiera hacia el Norte convinimos, cuando se superase la crisis imperante, salir juntos a explorar.


Solo, una vez más, leí la copia de las Directivas de Destaine que Blayne le pidió a Clausewitz para mí.

Consistían en varias páginas de texto impreso apretadamente, gran parte del cual me habría resultado incomprensible de haberlo leído cuando por primera vez salí de la ciudad. Ahora que contaba con ideas propias, con experiencia y con lo que Blayne me había explicado, sólo me servían para confirmar. Comprendí un poco más el sentido del sistema de gremios. La experiencia me había facilitado el camino hacia el entendimiento.

Había mucha matemática teórica y profusión de cálculos interpolados, los cuales no miré en detalle. Mayor interés tenía para mí una parte que parecía un diario redactado aprisa. Algunos tramos me llamaron la atención:


Estamos a gran distancia de la Tierra. Dudo mucho que volvamos a ver nuestro planeta, pero si queremos sobrevivir aquí, debemos mantenemos como un microcosmos de la Tierra. Estamos solos y aislados. Alrededor de nosotros hay un mundo hostil que diariamente amenaza nuestra supervivencia. En tanto y en cuanto permanezcan nuestros edificios, sobrevivirá el hombre en este lugar. Lo supremo es la protección y preservación de nuestro hogar.


Más adelante escribía:


He medido la tasa de regresión en un décimo de una milla legal en un periodo de veintitrés horas y cuarenta y siete minutos. Aunque el impulso del Sur es lento, también es inexorable. El establecimiento, por tanto, deberá ser trasladado al menos una milla cada diez días.

Nada debe interponerse en el camino. Ya nos hemos topado con un río y hubo que cruzarlo con gran riesgo. Indudablemente nos encontraremos con otros obstáculos, en los días y millas por venir, y hay que estar preparados. Debemos dedicamos a buscar materiales de la zona que puedan ser almacenados dentro de los edificios para su uso posterior como materiales de construcción. Sabiéndolo con suficiente anticipación, no debería resultar muy difícil construir un puente.

Stumer se ha adelantado y nos advierte sobre la existencia de una región cenagosa. Ya hemos despachado otros equipos hacia el Noreste y el Noroeste para determinar la extensión del pantano. Si no es demasiado ancho, podemos desviamos un trecho del rumbo Norte, y recuperar luego la diferencia.


A continuación venían dos páginas de la teoría que Blayne había tratado de explicarme. Leí todo dos veces, y cada vez comprendía un poco más. Proseguí la lectura:


Chen ha suministrado el inventario de materias fósiles que yo le había pedido. ¡Todas eran deshechos! Con el generador, ¡no más necesidad! No le dije nada a L. Me gustan las discusiones con él... ¿por qué escatimarlas ahora? ¡Las generaciones futuras tendrán calor!

Temperatura de hoy: -23° C. Seguimos avanzando hacia el Norte.


Y luego:


Problemas con uno de los rieles de oruga. Se aconseja que autorice el desmantelamiento. Dice que Stumer informa, desde el Norte, que ha encontrado algo que parecen ser los restos de una línea de ferrocarril. Un proyecto increíble para hacer avanzar el establecimiento por esas vías. Se dice que saldría bien.


Luego:


Decidí crear un sistema de gremios. Simpático arcaísmo que todos aprueban. Un modo de estructurar la organización sin cambiar drásticamente la manera de gobernar, pero creo que podría imponer al establecimiento una forma que nos sobrevivirá.

Adelante la remoción de los rieles de oruga. Ha causado una gran demora. Espero que podamos recuperar el tiempo perdido.

Hoy Natasha dio a luz un varón.

El doctor S. me dio más píldoras. Dice que estoy trabajando demasiado y tengo que descansar. Después, quizás.


Hacia el final de las Directivas prevalecía un tono más didáctico.


Lo que aquí he escrito lo sabrán confidencialmente sólo los que se aventuren en el exterior. No es necesario recordar a los que permanecen dentro del establecimiento nuestras funestas perspectivas. Estamos bien organizados: tenemos energía mecánica suficiente e iniciativa humana para mantenemos por siempre, sin peligro, en este mundo. Las generaciones futuras deben aprender el aspecto duro de lo que ocurrirá si dejamos de explotar la energía o nuestra iniciativa, y este conocimiento bastará para que ambas se desarrollen al máximo.

Alguien de la Tierra debe encontramos, Dios mediante. Hasta ese momento, nuestro lema debe ser la supervivencia, a cualquier costo.

Desde ahora, se conviene y se ordena lo siguiente:

Que la responsabilidad final queda en manos del Consejo. Estos hombres dirigirán el establecimiento y serán llamados Navegantes. Sus miembros, que nunca serán menos de doce, se elegirán entre los miembros mayores de los siguientes gremios:

Gremio de Vías, que será responsable de la conservación de los rieles a lo largo de los cuales se desliza el establecimiento.

Gremio de Tracción, que será responsable de la conservación de la energía motriz del establecimiento.

Gremio del Futuro, que será responsable de inspeccionar las tierras que yacen en el tiempo futuro de nuestro establecimiento.

Gremio de Constructores de Puentes, que será responsable de zanjar los obstáculos físicos, en caso de necesidad.

Si fuese preciso crear otros gremios en el futuro, dicha decisión deberá contar con el voto unánime del Consejo.

(Firmado) Francis Destaine


El grueso de las Directivas consistían en anotaciones cortas, fechadas cronológicamente desde el 23 de febrero de 1987 hasta el 19 de agosto de 2023. La última frase firmada tenía fecha 24 de agosto de 2023.

Había dos páginas más. Una era el relato de la formación del Gremio de Tranco y de la Milicia, y no tenía fecha. La otra página era un diagrama hecho a mano, mostraba la hipérbola producida por la ecuación y = I/x. Debajo había unos signos matemáticos que no pude entender.

Esas eran las Directivas de Destaine.

CAPÍTULO SIETE

El trabajo en las vías progresaba.

Ya se hablan levantado la mayoría de los rieles detrás de la ciudad, y había más cuadrillas tendiéndolos nuevamente desde la entrada del desfiladero, por el largo valle hacia el bosque que había al pie. Había mejorado el ambiente por el hecho de haber podido izar la ciudad del río exitosamente y sin alteraciones. Además, la cuesta del tramo siguiente era a nuestro favor. Tendrían que usarse los cables porque la loma no tenía la inclinación necesaria para contrarrestar los efectos de la fuerza centrífuga, que se percibían incluso aquí.

Me producía una sensación extraña estar parado en el suelo junto a la ciudad y verla extenderse horizontalmente. Ahora sabía que este aparente nivel no era tal. En el óptimo —que en la amplia escala de este mundo no estaba muy distante—, el terreno se inclinaba en una pendiente de cuarenta y cinco grados hacia el Norte. ¿Tenía esto algo de distinto de vivir en la superficie de un mundo esférico como el planeta Tierra? Recordé un libro que había leído en el internado, un libro para niños escrito en un lugar llamado Inglaterra. Describía la vida de una familia que planeaba emigrar a otro sitio llamado Australia. Los chicos del libro creían que iban a quedar dados vuelta, y el autor se había esmerado en describir cómo todos los puntos de la esfera parecían estar derechos debido a los efectos de la gravedad. Lo mismo ocurría en este mundo. Yo había estado tanto al Norte como al Sur del óptimo, y siempre el suelo daba la impresión de ser llano.

Me gustaba el trabajo en las vías. Era agradable volver a utilizar mi cuerpo, y no tener tiempo de pensar en otras cosas.

Quedaba, sin embargo, un cabo suelto por atar: Victoria.

Necesitaba verla, por más fastidiosa que pudiese resultar la entrevista, y quería arreglar pronto la situación. Hasta tanto no hablase con ella, cualquiera fuese el resultado, no me sentiría cómodo.

Había llegado a aceptar el entorno físico de la ciudad. Quedaban muy pocas preguntas por responder. Entendía cómo y por qué se trasladaba. Conocía los numerosos y sutiles riesgos que acechaban si llegase a interrumpir su viaje al Norte. Sabía que era vulnerable y que estaba, en este preciso momento, en peligro inminente de nuevos ataques, pero pensaba que ello se resolvería a la brevedad.

Todo esto, sin embargo, no podía hacerme superar la crisis personal de verme separado de una chica a quien había amado durante un lapso que a mí me pareció de pocos días.


Descubrí que, como gremialista, me estaba permitido asistir a las asambleas del Consejo de Navegantes. No podía intervenir en forma activa, pero no se me prohibía presenciar como espectador ningún tramo de las sesiones. Me dijeron que iba a haber un encuentro y decidí ir.

Se reunían en una pequeña habitación que quedaba detrás de la sala principal de los Navegantes. Todo fue muy informal. Yo creía que me iba a encontrar con mucha ceremonia y un ambiente de circunstancias, pero en realidad las reuniones eran cruciales para lograr una eficiente dirección de la ciudad sería cuando los Navegantes ingresaron y tomaron asiento alrededor de una mesa.

Estaban presentes dos de ellos que yo conocía de nombre —Oisson y McMahon—, y otros trece.

El primer asunto a discutir era la situación militar. Un Navegante se puso de pie, dijo llamarse Thorens, y dio un sucinto informe de la situación actual.

La milicia había determinado que aún había al menos cien hombres en las proximidades de la ciudad, la mayoría, armados. Según la inteligencia militar, estos hombres tenían la moral baja porque habían sufrido muchas pérdidas lo cual contrastaba profundamente —decía el Navegante— con la moral de nuestras tropas, que se sentían capaces de repeler cualquier nuevo intento de agresión. Contaban ahora con veintiún rifles capturados de los nativos, y si bien no había muchas municiones, el gremio de Tracción había ideado un método para fabricarlas en pequeñas cantidades.

Un segundo Navegante confirmó lo expuesto.

El informe siguiente versaba sobre el estado de la estructura de la ciudad.

Se discutió considerablemente acerca de las tareas de reconstrucción que debían llevarse a cabo, y cuándo. Se dijo que los directores Domésticos se veían muy presionados y que había gran demanda de lugares donde dormir. Los Navegantes resolvieron dar prioridad a una nueva sala de dormitorio.

Este cambio de ideas condujo naturalmente a temas más amplios, que me resultaban de sumo interés.

Según pude apreciar, las opiniones estaban divididas. Había una escuela de pensamiento que opinaba que debía volver a adoptarse la antigua política de «ciudad cerrada» lo más pronto posible. Los otros consideraban que dicha política ya había cumplido su objetivo, y que debía dejársela de lado para siempre.

Me pareció que éste era un asunto de crucial importancia, que podía modificar en forma radical la estructura social de la ciudad... y de hecho, indirectamente era éste el tema de debate. De abandonarse el sistema «cerrado», ello implicaría que todas las personas que se criaran en la ciudad aprenderían gradualmente la verdadera situación en que vivíamos. Ello traería aparejado un nuevo modo de encarar la educación, el que a su vez provocaría cambios sutiles en los poderes de los mismos gremios.

Por último, luego de llamarse repetidamente a votación y de presentarse varios proyectos de reformas, la mayoría más uno decidió reintroducir el sistema de «ciudad cerrada» por el momento.

Hubo más novedades. En la ciudad había aún diecisiete mujeres transferidas, que estaban ahí desde el primer ataque de los nativos. Se cambiaron ideas acerca de lo que convenga hacer, y se informó a los presentes que ellas deseaban permanecer en la ciudad. Se hizo notar de inmediato que probablemente los ataques hubiesen sido hechos con el objeto de liberar a esas mujeres.

Otra votación: a las mujeres se les permitiría quedarse en la ciudad todo el tiempo que quisieran.

También se resolvió no volver a implantar la experiencia de viaje al pasado para los aprendices. Yo interpreté que estos viajes se habían suspendido luego del primer ataque, y varios Navegantes propiciaban su reimplantación. Se informó a la asamblea que doce aprendices habían sido muertos en el pasado, y que no se tenían noticias de otros— cinco. La suspensión continuaría en vigencia.

Estaba fascinado por lo que escuchaba. Jamás me había percatado en qué medida los Navegantes manejaban las cuestiones prácticas del sistema. Nunca me habían dicho nada especifico, pero existía entre ciertos gremialistas un sentimiento general de que los Navegantes eran unos viejos decrépitos que no tengan contacto con la realidad. Algunos de ellos eran por cierto entrados en años, pero no habían perdido sus facultades perceptivas. Paseé la mirada por la sala, y al ver tantos asientos vacíos, pensé que quizás más gremialistas debían asistir a las reuniones del Consejo.

Había más asuntos en carpeta. El Navegante McMahon presentó el informe que Denton y yo habíamos redactado, y anunció, además, que se estaban llevando a cabo otras dos expediciones con cinco grados de diferencia, cuyos resultados se conocerían en uno o dos días.

Los asistentes decidieron que la ciudad tomaría provisoriamente el rumbo que Denton y yo hablamos marcado, hasta tanto no se hallara un camino mejor.

Finalmente, el Navegante Lucan trajo a colación el tema de la tracción de la ciudad. Dijo que el gremio respectivo había elevado un proyecto para hacer mover la ciudad levemente más rápido. Había que recuperar terreno para poder volver a la situación normal —afirmaba—, y hubo consenso general.

Proponían —dijo— fijar un programa de tracción continua. Ello implicaría una colaboración más estrecha con el gremio de Vías, y quizás un riesgo mayor de que se cortaran los cables. Pero argumentaba que, dado que ahora teníamos una gran escasez de rieles luego del incendio del puente, la ciudad debería avanzar en trechos más cortos. El gremio de Tracción sugería tender vías más cortas al Norte de la ciudad, y mantener los guinches funcionando permanentemente. Los guinches serían quitados de circulación para una revisión periódica y, como las formas del terreno futuro nos favorecían, podríamos mover la ciudad a la velocidad necesaria para volver a alcanzar el óptimo dentro de veinte o veinticinco millas de tiempo.

Hubo pocas objeciones al proyecto, aunque el presidente solicitó un informe más completo. En el momento de la votación había nueve a favor y seis en contra. Cuando se presentara el informe requerido, la ciudad comenzaría a avanzar en forma continua lo más pronto posible.

CAPÍTULO OCHO

Tuve que abandonar la ciudad en una misión de reconocimiento, al Norte. Por la mañana, Clausewitz me había mandado a llamar para darme las instrucciones. Saldría al día siguiente, y viajan a veinticinco millas al Norte del óptimo con el objeto de traer un informe de las características del terreno y de la ubicación de las diversas aldeas. Me dieron a elegir entre trabajar por mi cuenta o ir con otro gremialista del Futuro. Recordando mi nueva amistad con Blayne, pedí ir con él, y me lo concedieron.

Estaba ansioso por partir. No me sentía obligado a continuar con el trabajo manual en las vías. Muchos hombres que nunca habían salido de la ciudad trabajaban ahora muy bien en equipos, y se adelantaba más que en las épocas en que se contrataba mano de obra local.

Parecía que había pasado mucho tiempo desde el último ataque de los nativos, y la moral estaba alta. Hablamos logrado atravesar exitosamente el desfiladero. Adelante nos esperaba la larga pendiente que bajaba hasta el valle. Tentamos buen tiempo y muchas esperanzas.


Al atardecer regresé a la ciudad. Había decidido conversar sobre la misión de reconocimiento con Blayne, y pasar la noche en la sala de los Futuros. Partiríamos con la primera luz.

Cuando recorría un pasillo vi a Victoria.

Estaba trabajando sola en una oficina pequeña, controlando una pila de papeles. Entré y cerré la puerta.

—Ah, eres tú —dijo.

—¿Te molesto?

—Estoy muy ocupada.

—Yo también.

—Entonces déjame sola y prosigue con tu trabajo.

—No —dije—. Quiero hablar contigo.

—En otro momento.

—No puedes esquivarme toda la vida.

—No tengo nada que decirte.

Le manotee la lapicera. Se cayeron los papeles al piso y ella se sobresaltó.

—¿Qué pasó, Victoria? ¿Por qué no me esperaste? Ella miraba los papeles desparramados, y no me respondía.

—Vamos, contéstame.

—Ha pasado ya mucho tiempo. ¿Todavía te importa?

—Sí.

Ahora me miraba, lo mismo que yo a ella. Victoria había cambiado mucho. Parecía mayor. Se la notaba más segura de sí misma, más mujer... pero a mí me resultaba familiar el modo en que inclinaba la cabeza, cómo se apretaba las manos.

—Helward, perdóname si te hice sufrir, pero yo también tuve mucho que soportar. ¿Te basta con esto?

—Sabes qué no. ¿Y qué me dices de todo lo que habíamos conversado?

—¿Qué cosas?

—Las cosas privadas. Las intimidades.

—No tienes que preocuparte por tu juramento.

—No estaba pensando en ello —dije—. Las otras cosas tuyas y mías.

—¿Lo que nos susurrábamos en la cama?

Sentí un escalofrío.

—Sí.

—Eso fue hace mucho tiempo. —Debe habérseme notado la reacción porque de repente Victoria suavizó tu tono—. Perdóname. No pienses que soy insensible.

—Esta bien. Di lo que quieras.

—Es que no esperaba verte. ¡Estuviste ausente tanto tiempo! Podías haberte muerto, que nadie me decía nada.

—¿A quién le preguntaste?

—A tu jefe, Clausewitz. Lo único que me respondía era que habías salido de la ciudad.

—Pero yo te dije a donde iba, que partía hacia el Sur.

—También dijiste que volverías al cabo de unas pocas millas de tiempo.

—Lo sé. Estaba equivocado.

—¿Qué ocurrió?

—Me... demoré. —No podía siquiera comenzar a explicarle.

—Te demoraste, eso es todo.

—Era mucho más lejos de lo que creía.

Victoria empezó a revolver los papeles, tratando de hacer una pila ordenada. Era sólo un modo de tener ocupadas las manos; Yo había abierto el camino de las confidencias.

—Nunca viste a David, ¿no?

—¿David? ¿Ese nombre le pusiste?

—Él era... —Me miró nuevamente, con los ojos bañados en lágrimas—. Tuve que ponerlo en el internado. ¡Había tanto trabajo! Lo veía todos los días. Luego vino el primer ataque. Yo tenía que estar junto a la boca de incendio, y no podía... Más tarde bajamos al...

Cerré los ojos y me di vuelta. Ella se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar. Me apoyé contra la pared, inclinando la cabeza sobre el antebrazo. Segundos más tarde yo también lloraba.

Entró una mujer en la habitación. Al ver lo que pasaba, salió rápidamente. Esta vez apoyé todo mi peso sobre la puerta para impedir otra interrupción.


Más adelante, dijo Victoria:

—Pensé que no ibas a volver nunca. Había mucha confusión en la ciudad, pero logré encontrar a una persona de tu gremio. Él me contó que muchos aprendices habían muerto en su viaje al Sur. Le dije cuánto tiempo hacía que te habías ido. El no quería comprometerse. Lo único que yo sabía era el tiempo que habías estado ausente, y cuándo habías dicho que regresarías. Fueron casi dos años, Helward.

—A mí me lo advirtieron —dije—. Pero no quise creerlo.

—¿Por qué no?

—Tenía que caminar una distancia de ochenta millas, ida y vuelta. Pensé que podía hacerlo en unos días. Nadie en el gremio me dijo por qué no podría ser.

—¿Pero ellos lo sabían?

—Indudablemente.

—Podrían haber esperado al menos hasta que naciera el bebé.

—Yo tenía que irme cuando me lo ordenaban. Era parte del entrenamiento del gremio.

Victoria estaba ahora más serena. La reacción emotiva había destruido el antagonismo latente, y pudimos hablar más tranquilos. Ella recogió los papeles caídos, los apiló y los guardó en un cajón. Había una silla junto a la pared de enfrente. Me senté.

—Sabes que el sistema de gremios tendrá que cambiar.

—No de una manera drástica.

—Se va a destruir por completo. Así tiene que ser. En realidad, eso ya ha sucedido. Ahora cualquiera puede salir de la ciudad. Los Navegantes se aferrarán al viejo esquema todo lo que puedan, porque viven en el pasado, pero...

—No son tan obstinados como piensas.

—Intentarán reimplantar el secreto y la represión en cuanto puedan.

—Estás equivocada —dije, lisa y llanamente—. Sé que estás en un error.

—De acuerdo... pero ciertas cosas habrán de modificarse. En la ciudad no hay nadie que no conozca el peligro en que nos encontramos. Hemos estado atravesando estas tierras valiéndonos de robos y engaños, y eso ha sido la causa del peligro. Es hora de que termine.

—Victoria, no...

—¡No tienes más que contemplar los daños! ¡Murieron treinta y nueve niños! Sólo Dios conoce toda la destrucción. ¿Crees que podremos sobrevivir si la gente de afuera sigue atacándonos?

—Ahora está más tranquilo. Se ha dominado la situación.

Ella meneó la cabeza.

—No me importa cómo esté la— situación actual. Yo pienso a largo plazo. En última instancia, todos nuestros problemas provienen de tener que mover la ciudad. Ese solo hecho engendra el peligro. Atravesamos las tierras de otra gente, comerciamos con ellas para obtener mano de obra, traemos sus mujeres para tener relaciones sexuales con hombres que casi ni conocen... y todo con el fin de mantener la ciudad en movimiento.

—La ciudad nunca puede detenerse.

—¿Ves? Ya te asimilaste al sistema de los gremios.

Siempre la misma respuesta, sin considerar el tema con mayor amplitud. La ciudad tiene que moverse, la ciudad tiene que moverse. No lo aceptes como un absoluto.

—Es un absoluto. Sé lo que pasaría si se detuviera.

—¿Qué?

—Se destruiría la ciudad y todos moriríamos.

—Eso no puedes probarlo.

—No... pero sé que es así.

—Yo pienso que estás equivocado. Y no soy la única. Incluso estos últimos días— he escuchado que lo decían otros. La gente puede pensar por si misma. Han salido de la ciudad, saben qué hay afuera. No existe otro peligro que el que nosotros mismos nos creamos.

—Mira, ese conflicto no nos incumbe. Yo quería verte para hablar de nosotros.

—Pero es todo igual. Lo que nos ocurrió a nosotros implícitamente se relaciona con las costumbres de nuestra sociedad. Si no hubieses sido un gremialista aún podríamos estar viviendo juntos.

—¿No hay otra posibilidad?

—¿Así lo deseas?

—No estoy seguro —respondí.

—Es imposible. Al menos para mí. No podía conciliar mis ideas con tu modo de vida. Lo intentamos y ello nos separó. De cualquier manera, estoy viviendo con...

—Lo sé.

Me miró y yo comprendí la alienación que ella había experimentado.

—¿Es que no crees en nada, Helward?

—Sólo creo que el sistema de los gremios, con todas sus imperfecciones, es válido.

—Y quieres que volvamos a juntamos para seguir dos creencias diferentes. No resultaría.

Ambos hablamos cambiado mucho; en eso tenía razón. No valía la pena especular acerca de lo que podría haber sucedido en otras circunstancias. Era imposible sustraer una relación personal del esquema general de la ciudad.

Aun así, intenté de nuevo, tratando de explicarle lo repentino de lo ocurrido, de encontrar una fórmula capaz de revivir los sentimientos que nos habrán unido en el pasado. Para ser justo, Victoria respondió con amabilidad, pero creo que los dos llegamos a la misma conclusión por diferentes caminos. Me sentí mejor luego de verla, y cuando me separé de ella y seguí camino a la sala de los Futuros, sentía que habíamos resuelto exitosamente el peor de los asuntos pendientes.

CAPÍTULO NUEVE

El día que emprendí la marcha hacia el Norte con Blayne para iniciar la investigación del futuro, marcó el comienzo de un largo período que produjo en la ciudad un estado de seguridad y de cambios radicales.

Yo presencié el desenvolvimiento gradual de este proceso ya que mi sentido del tiempo se distorsionaba con mis viajes al Norte. Aprendí por experiencia que, a una distancia aproximada de veinte millas al Norte del óptimo, un día transcurrido equivalía a una hora en la ciudad. En la medida de lo posible, me mantenía al tanto de lo que ocurría en la ciudad asistiendo a todas las reuniones de Navegantes que podía.

La placidez de la vida de la ciudad que yo había experimentado la primera vez que salí a trabajar, se recobró más rápidamente que lo que casi todos esperaban.

No hubo más ataques por parte de los lugareños, aunque un miliciano, a cargo de una misión de inteligencia, fue capturado y muerto. Pronto, sin embargo, los jefes de la milicia anunciaron que los nativos se estaban dispersando y que volvían a sus aldeas, en el Sur.

Si bien se mantuvo la vigilancia militar por mucho tiempo —y de hecho, nunca se la suspendió—, poco a poco los soldados fueron dados de baja para poder incorporarse a otros proyectos.

Tal como se informara en aquella primera reunión de Navegantes, se cambió el sistema de remolque de la ciudad. Luego de varias dificultades iniciales, se puso en práctica un sistema de tracción continua utilizando un complicado esquema de alternación de cables y tendido de vías. Un décimo de milla en veinticuatro horas no era, después de todo, una distancia considerable para avanzar, y en poco tiempo la ciudad había alcanzado el óptimo.

Se descubrió que este sistema, de hecho, confería a la ciudad mayor libertad de movimiento. Se podía, por ejemplo, hacer numerosos desvíos al rumbo Norte si aparecía un obstáculo lo suficientemente grande.

El terreno era bueno. Tal como nuestros estudios lo demostraban, la inclinación general de la tierra era descendente y había más pendientes a favor de nosotros que en contra.

En esta región había más ríos que los que a los Navegantes les hubiera gustado; por tanto, los Constructores de Puentes estaban muy ocupados. Pero, dado que la ciudad estaba en el óptimo, y con su gran capacidad de velocidad en relación con el movimiento de la tierra, había más tiempo disponible para tomar decisiones, y más tiempo para levantar un puente seguro.

Con ciertas vacilaciones al principio, se reintrodujo el sistema de tráfico.

La ciudad había aprendido por la experiencia, y ahora las negociaciones con los nativos se hacían más escrupulosamente que antes. Se retribuía con más generosidad la mano de obra, y durante un largo tiempo se trató de evitar la transferencia de mujeres.

A través de extensas sesiones de los Navegantes, seguí el debate sobre este tema. Teníamos aún en la ciudad a las diecisiete mujeres que estaban con nosotros desde antes del primer ataque, y ellas no habían manifestado deseos de regresar. Pero seguían naciendo más varones que niñas, y mucha gente hablaba ya de volver al sistema de transferencia. Nadie sabía el motivo de esa falta de equilibrio en la distribución de los sexos, pero indudablemente era así. Más aún, tres de las mujeres transferidas habían dado a luz durante las últimas millas, y los tres bebés resultaron ser varones. Se sugirió que, cuanto más tiempo permanecieran en la ciudad esas mujeres de afuera, mas posibilidades habría de que tuviesen hijos varones, si bien nadie entendía la razón de este fenómeno.

El último recuento había arrojado un total de setenta y cinco niños y catorce niñas menores de ciento quince millas.

Como el porcentaje continuaba incrementándose, muy pronto se autorizó al gremio de Tráfico a comenzar las negociaciones.

Fue esta decisión la que realmente profundizó los cambios que se estaban operando en los habitantes de la ciudad.

Había subsistido el sistema de «ciudad abierta», y se permitía a no-gremialistas asistir como espectadores a las reuniones de los Navegantes. Al cabo de unas pocas horas de haberse anunciado la reinstauración del tráfico de mujeres ya todo el mundo lo sabía, y se elevaron numerosas voces de protesta. No obstante, se implemento la medida.

Si bien se había vuelto a contratar mano de obra, se lo hizo en menor grado que antes, y siempre había gran cantidad de gente de la ciudad trabajando en las vías y los cables. No había muchas cosas secretas acerca del manejo de la ciudad.

Pero la instrucción que impartían respecto de la verdadera naturaleza del mundo en que vivíamos seguía siendo pobre.

En el curso de un debate escuché por primera vez la palabra «terminador». Me explicaron que los Terminadores eran un grupo de personas que se oponían activamente al movimiento constante de la ciudad, y se empeñaban en hacerla detener. Se pensaba que los Terminadores no eran militantes y no iban a emprender una acción directa, pero estaban consiguiendo un considerable apoyo dentro de la ciudad.

Se decidió comenzar un programa de reeducación para dramatizar la necesidad de hacer avanzar la ciudad hacia el Norte.

En la reunión siguiente se produjo un violento incidente. Un grupo de personas irrumpió en la sala durante la sesión, y trató de ocupar el estrado.

No me sorprendió ver a Victoria entre ellas.

Luego de una acalorada discusión, los Navegantes solicitaron la ayuda de la milicia y se clausuró el mitin.

Desgraciadamente, la irrupción provocó el efecto deseado por el movimiento Terminador. Una vez más los Navegantes comenzaron a reunirse a puertas cerradas. Se hizo más pronunciada, entonces, la dicotomía en las opiniones de la gente común de la ciudad. Los Terminadores contaban con mucho apoyo, pero no tenían autoridad real.

Hubo varios incidentes más. En circunstancias muy misteriosas, se encontró un cable cortado, y un Terminador intentó un día arengar a los obreros para convencerlos de que regresaran a sus aldeas... pero en conjunto, el movimiento Terminador no era más que una espina clavada en el costado de los Navegantes.

La reeducación se cumplía exitosamente. Se dictaron una serie de conferencias tratando de explicar los peculiares peligros de este mundo, y hubo gran asistencia de público. Se adoptó el diseño de la hipérbola como insignia de la ciudad, y los gremialistas comenzaron a usaría en sus túnicas, cosida sobre el pecho.

Yo no sé cuánto entendía de todo esto el hombre común. Oí por casualidad que se discutía el tema, pero los Terminadores contribuían a disminuir la credibilidad. Durante demasiado tiempo, por omisión, se dejó a la gente suponer que la ciudad se hallaba en un mundo similar al planeta Tierra, si no en el mismo planeta Tierra. Quizás la situación real era sobradamente terrible como para darle crédito. Ellos escuchaban lo que se les decía y tal vez lo comprendieran, pero creo que los Terminadores lograban una mayor atracción emotiva.

A pesar de todo la ciudad continuaba su lenta marcha hacia el Norte. A veces yo interrumpía mis tareas y trataba de imaginármela mentalmente como una diminuta partícula de materia en un mundo extraño. La veía como un objeto de un universo queriendo sobrevivir en otro; como una ciudad llena de habitantes, sosteniéndose en una pendiente de cuarenta y cinco grados, luchando contra una marea de tierra, arrastrándose sobre unos delgados cablecitos.


Al haber alcanzado un terreno más parejo, se hizo más rutinaria la tarea de investigación del Futuro.

Para nuestros objetivos, se dividió la tierra al Norte de la ciudad en varios segmentos que partían desde el óptimo, a intervalos de cinco grados. En circunstancias normales, no se buscaría una ruta que se alejase más de quince grados del Norte exacto, pero la capacidad adicional de desviación de la ciudad permitía una considerable flexibilidad en tramos cortos.

Nuestro procedimiento era simple. Los investigadores partían hacia el Norte de la ciudad —solos o de a dos—, y realizaban un estudio profundo del segmento que les hubiese correspondido. Teníamos mucho tiempo para nosotros.

A veces me seducía la sensación de, libertad en el Norte. Blayne me había anticipado que eso era muy común entre los Futuros. ¿Qué apuro, había por volver a la ciudad si un día junto a un río significaba unos pocos minutos de tiempo en la ciudad?


Había que pagar un precio por ese tiempo que pasaba en el Norte, y yo no me di cuenta de ello hasta que comprobé personalmente los efectos. Un día en el Norte era un día en mi vida. En cincuenta días envejecía el equivalente a cinco millas en la ciudad, pero la gente de la ciudad había envejecido sólo cuatro días. Al principio no me importó; regresábamos a la ciudad con relativa frecuencia, y no notaba ningún cambio. Pero después de mucho andar, la gente que conocía —Victoria, Jase, Malchuskin— daban la impresión de no haber envejecido nada, y al verme reflejado un día en un espejo, noté la gran diferencia.


No quería irme a vivir en forma permanente con otra chica. Comencé a darle la razón a Victoria cuando decía que el ritmo de la ciudad se interponía en cualquier relación.

Llegaron las primeras mujeres transferidas. Como soltero que era, me informaron que estaba en condiciones de elegir una pareja temporalmente. Confieso que me resistí porque la idea me repelía. Pensaba que, aun una aventura puramente física, debía complementarse compartiendo ciertos sentimientos emocionales. Sin embargo, la manera en que se arreglaba la elección de la pareja era lo más sutil que permitían las circunstancias. Cada vez que venía a la ciudad, se nos estimulaba a los solteros a alternar socialmente con las chicas en una sala de recreación dispuesta con este objeto. Me resultaba humillante y vergonzoso, pero luego llegué a acostumbrarme, y desaparecieron mis inhibiciones.

Con el tiempo, inicié una relación con una chica llamada Dorita, y pronto nos adjudicaron una pieza para compartir. No teníamos muchas cosas en común, pero sus intentos de hablar inglés eran encantadores, y ella parecía disfrutar de mi compañía. Quedó embarazada. Cuando volvía de mis viajes observaba cómo adelantaba su embarazo. Con una increíble lentitud.


Me sentía cada vez más frustrado con lo poco que, aparentemente, avanzaba la ciudad. Según mi escala subjetiva de tiempo, habían transcurrido ciento cincuenta, quizás doscientas millas desde que me convirtiera en gremialista pleno, y sin embargo la ciudad seguía aún en las inmediaciones de las colinas que estábamos atravesando en la época de los ataques.

Solicité ser trasladado a otro gremio. Por mucho que disfrutara de la vida tranquila en el futuro, sentía que el tiempo pasaba a mi lado.

Durante unas millas trabajé con el gremio de Tracción, y fue durante este período que Dorita dio a luz mellizos, un varón y una niña. Muchos festejos... pero yo me daba cuenta de que la vida en la ciudad me dejaba insatisfecho en otro sentido. Yo había trabajado con Jase, que en algún momento fue varias millas mayor que yo. Ahora él era evidentemente menor, y no teníamos casi nada en común.

Poco después del alumbramiento, Dorita se volvió a su pueblo, y yo regresé a mi gremio.

Al igual que todos los Futuros que había visto en mis tiempos de aprendiz, me estaba convirtiendo en un desubicado en la ciudad. Me gustaba andar solo, disfrutaba de esas horas robadas en el Norte, me sentía incómodo en la ciudad. Me había empezado a interesar por el dibujo pero no se lo había contado a nadie. Cumplía con mi trabajo de la manera más rápida y eficiente posible, y luego me iba solo a cabalgar por el Norte. Dibujaba lo que veía tratando de plasmar en los dibujos lineales alguna expresión de un terreno donde el tiempo pudiese detenerse.

Observaba la ciudad desde la distancia y la veía tal como era, extraña, ajena a este mundo, ajena incluso a mí. Milla por milla se desplazaba hacia adelante sin encontrar, sin buscar siquiera, el sitio del descanso final.

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