SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO UNO

Helward Mann cabalgaba. Parado sobre los estribos, con la cabeza agachada junto al cuello de la enorme yegua, se regocijaba con las sensaciones de la velocidad: el viento que le velaba los cabellos, el ruido de los cascos en la tierra pedregosa, la ondulación de las ijadas de la bestia, la constante anticipación a un tropiezo, a ser despedido. Viajaban hacia el Sur. Acababan de salir de una aldea primitiva al pie de las montañas y cruzaban la llanura en dirección a la ciudad. Cuando divisó la ciudad de Tierra detrás de un promontorio, Helward aminoró la marcha a medio galope. Al rato iban al paso y, cuando el día se tomó más caluroso, Helward desmontó y caminó al lado del animal.

Pensaba en Victoria, con un embarazo de varias millas. Se la veía saludable y hermosa, y el médico había dicho que el embarazo progresaba bien. A Helward ahora le permitían estar más tiempo en la ciudad, y pasaban muchos días juntos. Era una suerte que la ciudad se moviera una vez más por terreno llano porque él sabía que si se llegase a necesitar otro puente, le reducirían drásticamente los permisos de visita.

Esperaba terminar pronto su entrenamiento. Había trabajado mucho tiempo con todos los gremios, salvo con uno: el propio, el de los Futuros. Collings le había dicho que se aproximaba la culminación de su aprendizaje. Ese mismo día debía entrevistarse con Futuro Clausewitz y discutir formalmente sus progresos hasta el momento. Helward ansiaba finalizar. Si bien en el aspecto emocional todavía era un adolescente, por las costumbres de la ciudad se lo consideraba un adulto. De hecho, había trabajado y aprendido como para alcanzar la condición de tal. Plenamente consciente de las prioridades extremas de la ciudad —aunque aún no muy seguro de las razones— se sentía listo para recibir su título de gremialista pleno. Durante las últimas millas su cuerpo se había vuelto musculoso y delgado, y su piel se había bronceado de un profundo color oro. Ya no se quedaba rígido al cabo de un día de trabajo, y experimentaba la sensación de bienestar que provocaba una difícil tarea culminada con éxito. Todos los gremialistas con quienes convivió llegaron a respetarlo por la buena voluntad que demostraba para trabajar sin hacer preguntas y a medida que su vida privada en la ciudad se transformó en una relación estable y cariñosa con Victoria, lo aceptaron como un hombre a quien podían confiarle pronto la seguridad de la ciudad.

Con Collings, en particular, Helward había establecido una amigable camaradería de trabajo. Luego de cumplir sus obligatorios periodos de tres millas en cada gremio, le dieron a elegir un período adicional de cinco millas con cualquier gremio menos el suyo propio, e inmediatamente pidió ir con Collings. Le gustaba el trabajo de tráfico porque le permitía conocer ciertos aspectos de la vida de los lugareños.

La zona que estaba atravesando la ciudad era alta y yerma, y las tierras eran pobres. Había pocas aldeas, casi invariablemente conjuntos de desvencijadas chozas. La mugre era terrible y proliferaban las enfermedades. Parecían no contar con una administración central ya que cada caserío tenía sus propios ritos de organización. A veces los recibían con hostilidad. Otras veces, la gente demostraba una gran indiferencia.

El trabajo de tráfico se basaba en gran medida en el criterio personal. Había que estimar las características particulares y las necesidades de la comunidad elegida, y negociar de acuerdo con ellas. En la mayoría de los casos, las negociaciones eran infructuosas. La peculiaridad común a todos los pueblos era un letargo apabullante. Cuando Collings lograba despertar un cierto interés, inmediatamente aparecían las necesidades. En general, la ciudad podía satisfacerlas. Con su alto grado de organización y la tecnología de que disponía, la ciudad había acumulado, durante muchas millas, grandes cantidades de alimentos, remedios y productos químicos, y también había aprendido por experiencia cómo utilizarlos. De modo que, ofreciendo antibióticos, semillas, fertilizantes, purificadores de agua —en algunos casos, incluso, ofreciendo ayuda pira reparar los implementos en uso—, los gremialistas de Tráfico podían establecer las condiciones para sus propias demandas.

Collings había tratado de enseñar a Helward a hablar español, aunque éste tenía muy poca habilidad con los idiomas. Había llegado a entender algunas frases, pero contribuía muy poco en los largos períodos de transacciones.

Se había estipulado un convenio con la aldea que acababan de abandonar. Veinte hombres irían a trabajar a las vías y en un poblado más pequeño de las inmediaciones les habían prometido diez más. Además, cinco mujeres se habían ofrecido, voluntaria o coercitivamente —Helward no sabía muy bien cómo y no le preguntó a Collings— para trasladarse a la ciudad. Ambos regresaron ahora a la ciudad a buscar las provisiones prometidas a los nativos, y preparar a los diferentes gremios para la nueva afluencia de población temporaria. Collings había decidido que todas las personas deberían hacerse una revisión médica, y esto implicaría una carga adicional para los médicos.

A Helward le gustaba trabajar al Norte de la ciudad. Este sería pronto su territorio ya que era aquí, más allá del óptimo, donde desempeñaba sus tareas el gremio del Futuro. A menudo veía a Futuros cabalgando hacia el Norte, internándose en las zonas que algún día la ciudad debería atravesar. Una o dos veces había visto a su padre y habían conversado brevemente. Helward confiaba en que, con la experiencia que había acumulado como aprendiz, se desvanecería el malestar que les obstaculizaba la relación, pero aparentemente su padre se sentía tan incómodo como siempre en su compañía. Helward sospechaba que ello no se debía a ningún motivo profundo ni sutil porque Collings, hablando una vez acerca del gremio del Futuro, había mencionado a su padre. «Es muy difícil conversar con él», había dicho. «Es un hombre agradable cuando uno llega a conocerlo, pero es muy reservado».

Al cabo de media hora Helward volvió a montar su caballo y emprendió el regreso, retomando el mismo sendero. Pasado un rato se encontró con Collings, que descansaba a la sombra de una enorme roca. Helward se le acercó y compartieron la comida. Como gesto de buena voluntad, el jefe de la aldea les había obsequiado una gruesa tajada de queso fresco. Comieron una parte, contentos de poder variar su dieta habitual de alimentos sintéticos, procesados.

—Si ellos comen esto —dijo Helward— no me parece que les vayan a gustar nuestros mejunjes.

—No crea que siempre comen esto. Era el único queso que tenían, y probablemente lo hayan robado de alguna parte. Yo no vi que tuvieran ganado.

—Entonces ¿por qué nos lo dieron?

—Porque nos necesitan.

Luego prosiguieron la marcha hacia la ciudad. Ambos caminaban, arrastrando los caballos. Helward estaba ansioso por llegar, y al mismo tiempo lamentaba que hubiera terminado este periodo de su aprendizaje. Sabiendo que ésta sería la última vez que estaría con Collings, sintió la tentación de hablarle de algo que de tanto en tanto le angustiaba y, de todos los hombres que había conocido, Collings era el único con quien podía charlarlo. Empero, le dio vueltas al asunto un rato antes de animarse a hablar.

—Es raro verlo tan callado —dijo de pronto Collings.

—Sí... perdóneme. Estaba pensando en que me voy a convertir en gremialista y no sé si estoy maduro.

—¿Porqué?

—Es difícil explicarlo. Tengo una leve duda.

—¿Quiere hablar de ello?

—Sí; Es decir... ¿puedo?

—No veo por qué no.

—Bueno... algunos de los gremialistas no quieren hacerlo —dijo Helward—, Yo estaba muy confundido cuando salí de la ciudad por primera vez, y ahí aprendí a no hacer demasiadas preguntas.

—Depende de las preguntas —dijo Collings. Helward resolvió dejar de justificarse.

—Son dos cosas —dijo—. El óptimo y el juramento. No estoy seguro de ninguno de los dos.

—No me sorprende. A través de las millas he trabajado con decenas de aprendices, y siempre han tenido los mismos motivos de preocupación.

—¿Usted me puede decir lo que quiero saber? Collings negó con la cabeza.

—No en lo que respecta al óptimo. Eso tendrá que descubrirlo por si mismo.

—Pero es que lo único que sé de él es que se mueve hacia el Norte. ¿Es algo arbitrario?

—No es arbitrario... pero no puedo hablar de ello. Yo le prometo que muy pronto averiguara lo que desea saber. ¿Qué problema tiene con el juramento?

Helward permaneció un instante en silencio. Luego dijo:

—Si usted supiera que lo he quebrantado, si lo supiera en este preciso momento, me mataría. ¿Correcto?

—En teoría, sí.

—¿Y en la práctica?

—Me tendría preocupado varios días. Luego probablemente conversaría con mis compañeros para ver qué me aconsejan. Pero usted no lo ha transgredido, ¿no?

—No estoy seguro.

—¿Por qué no me cuenta?

—Bueno.

Helward comenzó a hablar de las preguntas que Victoria le había hecho al principio, tratando de mencionar sólo generalidades. Como Collings permaneciera callado, Helward entró en mayores detalles. Al rato ya le había enumerado, casi palabra por palabra, todo lo que había relatado a su esposa.

Cuando terminó, Collings dijo:

—Pienso que no tiene por qué afligirse. Helward experimentó una sensación de alivio, pero no podía disipar todos sus escrúpulos con tanta facilidad.

—¿Por qué no?

—Porque el hecho de que le hiciera comentarios a su mujer no ha ocasionado ningún perjuicio.

Había aparecido la ciudad a medida que caminaban, y podían ver los acostumbrados signos de actividad en las vías.

—Pero no puede ser tan sencillo —dijo Helward—. El juramento está redactado de un modo muy severo y el castigo que estipula no es por cierto leve.

—Es verdad... pero los gremialistas lo han heredado así. Nosotros recibimos el juramento y lo transmitimos. Lo mismo hará usted llegado el caso. Ello no significa que los gremios estén de acuerdo con él. Sin embargo, hasta ahora nadie ha presentado otra alternativa.

—¿Quiere decir que, si fuera posible, los gremios harían caso omiso del Juramento? Collings le sonrió.

—Yo no he dicho eso. La historia de la ciudad se remonta mucho tiempo atrás. El fundador fue un hombre llamado Francis Destaine, y se cree que fue él quien introdujo el juramento. Por lo que podemos entender de los documentos de la época, era conveniente dicho régimen de secreto. Pero hoy en día... bueno, las cosas no son tan estrictas.

—No obstante, persiste el juramento.

—Sí, y pienso que aún tiene sentido. Hay mucha gente en la ciudad que quizás nunca se entere de lo que sucede aquí afuera, y nunca necesitarán saberlo. Esas son las personas que principalmente se ocupan de dirigir los servicios urbanos. Ellos tienen contacto con gente de afuera —con las mujeres transferidas, por ejemplo—, y si fuesen a hablar con demasiada libertad, tal vez los de afuera llegarían a conocer la verdadera naturaleza de la ciudad. Nosotros ya tenemos problemas con la gente de la zona. Mire, la existencia de la ciudad es muy precaria, y hay que custodiarla a cualquier precio.

—¿Estamos en peligro?

—No por el momento. Pero si hubiera sabotaje, el peligro sería inmediato e inmenso. Tal como están las cosas, somos muy impopulares... y no se ganaría nada dejando que a esa impopularidad se sumara el conocimiento de nuestra vulnerabilidad por parte de los nativos.

—¿Entonces puedo ser más abierto con Victoria?

—Use su criterio. Ella es hija de Lerouex, ¿no? Una chica sensata. Mientras se guarde para sí misma lo que usted le cuente, no veo que haya peligro. Pero no vaya y hable con demasiadas personas.

—No lo haré.

—Y tampoco diga que el óptimo se mueve porque no se mueve.

Helward lo miró sorprendido.

—A mí me dijeron que se movía.

—Le informaron mal. El óptimo es estático.

—En ese caso, ¿por qué la ciudad nunca lo alcanza?

—Lo alcanza, de tanto en tanto —respondió Collings—, Pero nunca puede quedarse allí mucho tiempo. El terreno se aleja de él hacia el Sur.

CAPÍTULO DOS

Las vías se extendían aproximadamente una milla al Norte de la ciudad. Cuando Helward y Collings llegaron a las inmediaciones, vieron que izaban uno de los cables del guinche hada el amortiguador. Al cabo de uno o dos días la ciudad volvería a avanzar.

Siguieron caminando en dirección a la ciudad. Del lado Norte se hallaba la entrada del oscuro túnel que corría por debajo, y que daba acceso al interior de la misma. Arribaron a los establos.

—Adiós, Helward.

Helward estrechó calurosamente la mano que Collings le extendía.

—Me suena a despedida muy terminante. Collings se encogió de hombros.

—Es que no lo veré por algún tiempo. Buena suerte, hijo.

—¿Adónde va?

—No voy a ninguna parte. Pero usted sí. Cuídese y saque las conclusiones que pueda.

Sin darle tiempo a responder, el hombre dio media vuelta y entró en los establos. Por un momento Helward estuvo tentado de ir tras él pero un instinto le indicó que no serviría de nada. Tal vez Collings ya le hubiese dicho más de lo que debía.

Con sentimientos encontrados, Helward se internó más en el túnel y llamó el ascensor. Cuando llegó, fue derecho al cuarto nivel en busca de Victoria. No la halló en su habitación, de modo que fue a buscarla a la planta de sintéticos. Victoria llevaba más de dieciocho millas de embarazo, pero tenía intenciones de trabajar el mayor tiempo posible.

Al verlo, abandonó su banco y juntos regresaron a la pieza. Faltaban todavía dos horas antes de que Helward tuviese que ir a ver a Futuro Clausewitz, y pasaron el tiempo charlando. Más tarde, cuando abrieron la puerta, salieron unos minutos a la plataforma.

A la hora indicada Helward subió al séptimo nivel e ingresó a la sede del gremio. Ahora no le resultaba extraña esta parte de la ciudad, pero como la visitaba con muy poca frecuencia, sentía aún un cierto temor ante los gremialistas mayores y el Navegante.

Clausewitz lo esperaba solo en la sala del gremio del Futuro. Cuando Helward llegó, lo saludó cordialmente y le ofreció vino.

Desde ese lugar podía mirarse a través de una ventanita, hacia el Norte de la ciudad. Helward divisó el terreno escarpado donde había trabajado los últimos días.

—Me he enterado de que anda muy bien, aprendiz Mann.

—Gracias, señor.

—¿Se siente listo para convertirse en Futuro?

—Sí, señor.

—Bien... desde el punto de vista del gremio, no hay ningún impedimento. Se ha ganado usted una buena reputación.

—Salvo en la milicia —dijo Helward.

—Eso no debe preocuparle. No todos están hechos para la vida militar.

Helward experimentó un pequeño alivio. Su mal desempeño en la milicia le había hecho preguntarse si su gremio se había enterado de ello.

—El propósito de esta entrevista —prosiguió Clausewitz— es informarle lo siguiente: Le resta aún un periodo nominal de tres millas como aprendiz en nuestro gremio, pero en lo que a mí respecta, eso será una mera formalidad. Antes, sin embargo, deberá usted salir de la ciudad. Es parte de su entrenamiento. Probablemente no regrese por un tiempo.

—¿Puedo preguntarle cuánto tiempo?

—Es muy difícil decir. Por cierto, varias millas. Pueden ser tanto diez como cien.

—Pero Victoria...

—Si, comprendo que está esperando un niño. ¿Para cuándo?

—Dentro de nueve millas.

Clausewitz frunció el ceño.

—Me temo que no estará aquí para esa fecha. Realmente no queda otra alternativa.

—¿No podría postergarlo para más adelante?

—Lo siento, no. Se le ha encomendado una tarea. Usted sabe que, de tanto en tanto, la ciudad se ve obligada a negociar el uso de mujeres traídas de afuera. Esas mujeres se quedan aquí el menor tiempo posible, pero aun así nunca permanecen menos de treinta millas. Una de las condiciones del acuerdo es que se las conduzca luego nuevamente a sus aldeas... y ahora hay tres mujeres que quieren partir. Acostumbramos utilizar a los aprendices para llevarlas de vuelta, sobre todo porque ahora lo consideramos una parte importante de su proceso de entrenamiento.

Por la misma naturaleza de su trabajo, Helward se había visto forzado a sentirse más seguro de sí mismo.

—Señor, mi mujer espera el primer hijo y yo debo quedarme con ella.

—Eso está descartado.

—¿Y si me niego a ir?

—Se le mostrará una copia del juramento y aceptará el castigo que éste impone.

Helward abrió la boca para responder, pero vaciló. Este no era el momento de discutir la validez del juramento. Era evidente que Clausewitz se estaba conteniendo ya que, al resistirse Helward, su rostro se había vuelto rojo, y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa. En vez de decir lo que pensaba, Helward dijo:

—Señor, ¿puedo apelar a su razón?

—Puede apelar, pero yo no puedo ser razonable. Usted juró que consideraría como asunto de suprema importancia la seguridad de la ciudad. Su entrenamiento gremial es un asunto de seguridad de la ciudad. Y no hay nada más que hablar.

—¿Pero acaso no podría postergarse? Yo podría partir apenas naciera el niño.

—No —Clausewitz se dio vuelta y extrajo una hoja grande de papel, cubierta en parte con un mapa y con varios listados de números—. Hay que devolver a estas mujeres a sus aldeas. En las nueve millas que faltan para que su esposa de la luz, las aldeas estarán peligrosamente lejos. Ahora mismo están a más de cuarenta millas hacia el Sur. Usted es el próximo aprendiz de la lista, y por lo tanto es usted quien debe ir.

—¿Es su última palabra, señor?

—Sí.

Helward dejó el vaso de vino sin probar y fue hacia la puerta.

—Helward, espere.

Se detuvo juntó a la puerta.

—Si tengo que partir, me gustaría ver a mi mujer.

—Todavía le quedan varios días. Saldrá dentro de media milla.

Cinco días. Era muy poco tiempo.

—¿Y? —dijo Helward. Ya no sentía necesidad de exhibir la habitual cortesía.

—Siéntese, por favor. —Reacio, Helward así lo hizo—. No piense que soy inhumano. Irónicamente, esta expedición le revelará por qué algunas de las costumbres de la ciudad parecen inhumanas. Es nuestro método, y se nos fuerza a seguirlo. Comprendo su preocupación por... Victoria, pero usted debe ir al pasado. No hay mejor modo de que aprenda la situación de la ciudad. Lo que yace al Sur de nosotros es el motivo del juramento, de los aparentes barbarismos de nuestro proceder. Usted es un hombre educado, Helward... ¿conoce alguna cultura civilizada de la historia que haya traficado con mujeres por la simple y sencilla razón de querer que den a luz una vez, y luego devolverlas cuando se haya completado la gestación?

—No, señor —Helward hizo una pausa—. Salvo...

—Salvo las primitivas tribus de salvajes que violaban y saqueaban. Bueno, quizás nosotros seamos un poquito mejores que ellos, pero el principio no es menos salvaje. El tráfico que hacemos es unilateral, aunque parezca todo lo contrario. Nosotros proponemos el arreglo, estipulamos las condiciones, pagamos el precio y nos vamos. La tarea que le encomiendo tiene que ser cumplida. El hecho de que tenga que abandonar a su mujer en el momento en que más lo necesita es una pequeña crueldad que proviene de un modo de vida también cruel.

—Ninguna de las dos cosas justifica a la otra.

—No... en eso estoy de acuerdo. Pero usted está sujeto al juramento. Ese juramento emana de las causas de mayores crueldades, y cuando usted haga su sacrificio personal entenderá mejor.

—Señor, la ciudad debería cambiar sus costumbres.

—Ya verá que ello es imposible.

—¿Lo comprenderé viajando al pasado?

—Se le aclararán muchas cosas. No todas —Clausewitz se puso de pie—. Helward, hasta este momento usted ha sido un buen aprendiz. Sé que continuará trabajando con empeño por la ciudad. Tiene usted una esposa buena y hermosa. No está bajo amenaza de muerte, se lo aseguro. Que yo sepa, nunca se ha aplicado el castigo que prescribe el juramento, pero le pido que cumpla esta misión que la ciudad le encomienda, y que la cumpla ahora. Yo he tenido que hacerlo en mi época, su padre también... al igual que todos los gremialistas. Incluso en la actualidad otros siete aprendices han partido al pasado. Ellos han tenido que enfrentar problemas personales semejantes y no todos lo han hecho de buen grado.

Helward estrechó la mano de Clausewitz y fue en busca de Victoria.

CAPÍTULO TRES

Cinco días más tarde, Helward estaba listo para partir. Nunca se puso en duda el hecho de que debía ir aunque no había sido fácil explicárselo a Victoria. Si bien al principio ella se mostró horrorizada por la noticia, su actitud cambió bruscamente.

—Tienes que ir, por supuesto. No me utilices a mí como pretexto.

—¿Y el bebé?

—Todo va a andar bien. ¿Qué podrías hacer tú si estuvieras aquí? ¿Pasearte y poner nervioso a todo el mundo? Los médicos me cuidarán. No es la primera vez que atienden un parto.

—¿Acaso no te gustaría que me quede contigo? Ella estiró un brazo y le tomó la mano.

—Desde luego. Pero recuerda lo que dijiste. El juramento no es tan estricto como pensabas. Yo sé que te vas, y cuando vuelvas ya no habrá misterios. Aquí tengo muchas cosas que hacer, y si lo que Collings te dijo del juramento es cierto, podrás contarme lo que veas.

Helward no entendió muy bien lo que ella quiso decirle. El tenía por costumbre relatarle muchas de las cosas que veía y hacía fuera de la ciudad, y Victoria lo escuchaba con gran atención. Ya no consideraba peligroso hablar con ella, aunque le preocupaba que manifestara tanto interés, particularmente porque mucho de lo que mencionaba eran detalles de rutina.

El resultado fue que, personalmente, ya no tenía motivos para negarse a viajar, y por cierto la idea le entusiasmaba. Había oído hablar tanto del pasado, casi siempre por inferencia, y ahora le llegaba el momento de emprender él mismo el camino. Jase estaba en el pasado y quizás fueran a encontrarse. Deseaba volver a verlo. Habían ocurrido tantas cosas desde que estuvieran juntos por última vez. ¿Se reconocerían?

Victoria no fue a despedirlo. Cuando él se fue, ella se quedó en la cama, en la habitación. Durante la noche habían hecho el amor con mucha ternura diciéndose en broma que tendrían que hacerlo «durar». Helward le dio el beso del adiós y ella se apretó contra él. Después de cerrar la puerta le pareció oírla llorar. Se detuvo, tratando de decidir si debía regresar, pero luego de un momento de vacilación siguió su camino. Pensó que no iba a sacar ningún provecho prolongando la situación.

Clausewitz lo estaba esperando en la sala del Futuro. En un rincón habían colocado una pila de implementos, y sobre la mesa había un gran mapa desplegado. La conducta de su jefe no era la misma de la entrevista anterior. En cuanto Helward ingresó en la habitación, lo condujo hasta el escritorio y, sin mayores preámbulos, le explicó lo que debía hacer.

—Este es un plano de las tierras al Sur de la ciudad, en escala longitudinal. ¿Sabe lo que significa? Helward asintió con la cabeza.

—Bien. Una pulgada equivale aproximadamente a una milla... pero no linealmente. Por razones que usted descubrirá, esto no le servirá después. La ciudad está aquí en la actualidad, y aquí está la aldea hacia donde usted se dirige —Clausewitz señaló un grupo de puntos negros en el otro extremo del plano—. Hasta el día de hoy queda exactamente a cuarenta y dos millas de aquí. Una vez que salga de la ciudad advertirá que las distancias se hacen confusas, al igual que las direcciones. Por tanto, el mejor consejo que puedo darle, como le doy a todos los aprendices, es que siga las vías. Yendo hacia el Sur, los rieles son el único contacto que tendrá con la ciudad, y el único modo de encontrar el camino de vuelta. Los pozos cavados para los durmientes y los cimientos deben estar aún a la vista. ¿Comprendido?

—Sí, señor.

—Usted emprende este viaje con un objetivo principal, que es lograr que las mujeres que le encomendamos lleguen a salvo a su pueblo. Una vez cumplida la misión, deberá regresar sin demora.

Helward hacía cálculos mentales. Sabía cuanto tiempo demoraba en caminar una milla... Sólo unos minutos. En un día de marcha, con calor, podía recorrer doce millas por lo menos. Y si las mujeres lo demoraban, la mitad. Seis millas por día, o sea, siete días para el trayecto de ida, y tres o cuatro para la vuelta. Si todo andaba bien, podía estar de regreso al cabo de diez días... o una milla, según la costumbre de medir el tiempo en la ciudad. De pronto se puso a pensar por qué le habían informado que no llegaría para el nacimiento de su hijo. ¿Qué le habida dicho Clausewitz el otro día? Que el viaje duraría entre diez y quince millas... o tal vez cien... No tenía sentido.

—Necesitará algún modo de medir la distancia para saber cuándo está en la zona del poblado. Entre la ciudad y la aldea hay treinta y cuatro antiguos emplazamientos de amortiguadores, que en el plano están marcados con líneas rectas que cruzan las vías. No tendrá mucha dificultad en ubicarlos. Aunque los rieles se tienden sobre los mismos sitios, dejan huellas visibles en el terreno. Siga el riel izquierdo exterior. Es decir, mirando al Sur, el de más a la derecha. El pueblo se halla en ese lado de la vía.

—Supongo que las mujeres reconocerán la región donde vivían —dijo Helward.

—Correcto. Bueno, vayamos al equipo que precisará. Está aquí, y le sugiero que lleve todo. No crea que puede prescindir de nada porque nosotros sabemos lo que hacemos. ¿Entendido?

Una vez más, Helward asintió. Clausewitz le fue explicando el instrumental. Un paquete contenía alimentos sintéticos deshidratados y dos bidones grandes con agua. En el otro bulto había una carpa y cuatro bolsas de dormir. Además, soga gruesa, ganchos, un par de botas... y una ballesta plegada.

—¿Alguna pregunta, Helward?

—Creo que no, señor.

—¿Está seguro?

Helward volvió a mirar el equipo. Un tremendo peso para acarrear, a menos que pudiese compartirlo con las mujeres. Y el ver toda esa comida desecada le había revuelto el estómago.

—¿No podría alimentarme con productos de la tierra, señor? —preguntó—, A la comida sintética no le siento mucho gusto.

—Yo le aconsejaría no comer nada que no lleve en estos bultos. Puede complementar la ración de agua si es necesario, pero que sea agua que corre. Si come algo que crezca en la zona, una vez que se aleje de la ciudad, probablemente se descompondrá. Y si no me cree, inténtelo. Yo lo hice cuando fui al pasado, y estuve enfermo dos días. Lo que le digo no es teoría, es una indicación basada en la dura experiencia.

—Sin embargo nosotros comemos alimentos de la zona en la ciudad.

—Pero la ciudad está cerca del óptimo. Usted se aleja mucho del óptimo.

—¿Eso adultera los alimentos?

—Sí. ¿Algo más?

—No, señor.

—Bien. Hay una persona que quiere saludarlo antes de partir.

Señaló en dirección a una puerta interior y Helward fue hacia allí. Al abrirla se encontró con su padre, que lo esperaba en una pequeña habitación.

Su primera reacción fue de sorpresa, seguida inmediatamente por la incredulidad. Había visto a su padre hacía no más de diez di as, cuando éste se dirigía al Norte. En tan breve lapso, le pareció que había envejecido repentina, espantosamente. Cuando entró, su padre se puso de pie, apoyando una mano en el asiento. Todo su aspecto denotaba ancianidad. Se paraba encorvado, las ropas le colgaban y la mano que le extendió se notaba temblorosa.

—¡Helward! ¿Cómo estás, hijo?

Su conducta también había cambiado. Ya no había rastros de la cortedad a que Helward se había acostumbrado tanto.

—Papá... ¿cómo estás tú?

—Estoy bien, hijo. Ahora tengo que descansar un poco, según dice el médico. He ido demasiadas veces al Norte —Volvió a sentarse. Instintivamente, Helward dio un paso adelante y lo ayudó—. Me contaron que te vas al pasado, ¿no?

—Sí, papá.

—Ten cuidado, hijo. Hay muchas cosas allí que te harán pensar. No es como el futuro... ése es mi lugar.

Clausewitz había seguido a Helward y esta ahora parado en la puerta.

—Helward, debo informarle que se le ha aplicado una inyección a su padre. Helward se dio vuelta.

—¿Qué me quiere decir?

—Anoche regresó a la ciudad y se quejaba de dolores en el pecho. Se le diagnosticó una angina y le dieron un calmante. Debería estar en cama.

—Bueno. No me demoraré.

Se arrodilló en el piso, junio a su padre.

—¿Te sientes bien, papá? —preguntó.

—Ya te dije... Estoy bien. No te preocupes por mí. ¿Cómo está Victoria?

—Muy bien.

—Es una buena chica.

—Le diré que te vaya a visitar. Era terrible ver a su padre en ese estado. No tenía idea de que estuviese envejeciendo tanto... pero no se lo veía así unos días atrás. ¿Qué le había ocurrido entre tanto? Hablaron unos minutos más, hasta que su padre ya no pudo prestarle atención. Eventualmente, cerró los ojos y Helward se paró.

—Voy a llamar al doctor —dijo Clausewitz, y salió rápidamente de la habitación. Volvió a los pocos minutos con un médico. Con mucha suavidad alzaron al anciano y lo transportaron a una camilla que esperaba en el corredor.

—¿Se repondrá? —dijo Helward.

—Lo único que puedo decirle es que se le está atendiendo.

—Parece tan viejo —comentó Helward, sin pensar. Clausewitz mismo era un hombre de edad, pero mucho mejor de salud que su padre.

—Es una contingencia de su trabajo.

Helward le clavó la mirada pero no le suministraron otra información. Clausewitz tomó el par de botas, y se lo entregó.

—Pruébeselas —dijo.

—¿Le dirá a Victoria que venga a visitar a mi padre?

—Quédese tranquilo. Yo me encargaré.

CAPÍTULO CUATRO

Helward fue con todo su equipo hasta el segundo nivel. Cuando el ascensor se detuvo, introdujo su llave en el botón sujetador de la puerta y se dirigió a la habitación que le había indicado Clausewitz. Allí lo esperaban cuatro mujeres y un hombre. Tan pronto como ingresó a la pieza advirtió que el hombre y una de las mujeres eran directores de la ciudad.

Primero le presentaron a las otras tres, pero éstas le echaron una breve mirada y desviaron la vista. En sus rostros se notaba una hostilidad reprimida, amortiguada por una indiferencia que hasta ese momento Helward mismo había sentido. Hasta que entró en la habitación no se había puesto a pensar quiénes eran sus compañeras de viaje, como tampoco había imaginado qué aspecto tendrían. De hecho no reconoció a ninguna, pero al oír hablar de ellas a Clausewitz, Helward las había asociado mentalmente con las mujeres de las aldeas que visitara con Collings, y que solían ser delgadas, pálidas, de ojos hundidos, pómulos prominentes, brazos esqueléticos y pechos chatos. A menudo vestidas con ropas sucias, harapientas, las caras cubiertas de moscas. Las mujeres de los poblados eran unas pobres diablas.

Estas tres no compartían ninguna de esas características. Llevaban ropas limpias de ciudad, el pelo aseado y bien cortado. Eran robustas y de mirada diáfana. No pudo disimular su sorpresa al ver que eran muy jóvenes, escasamente mayores que él. La gente de la ciudad hablaba de las mujeres que traían de afuera como si fuesen maduras... pero éstas no eran más que niñas.

Las miraba fijo. Ellas no le prestaban atención. Lo que más le impresionó fue pensar que alguna vez habían sido como las pobres mujeres que viera en los pueblos y que, trayéndolas a la ciudad, habían logrado temporalmente una cierta salud y belleza que podrían haber tenido de no haber nacido en la miseria.

La directora le hizo una breve descripción de sus antecedentes. Se llamaban Rosario, Caterina y Lucía. Hablaban muy poco inglés. Las tres habían residido en la ciudad durante más de cuarenta millas, y las tres habían dado a luz. Dos varones y una nena. Lucía tuvo un varón y no quiso llevárselo, de modo que lo dejó en la ciudad para que lo criaran en el internado. Rosario había elegido conservar a su niño, al que llevaría de vuelta al poblado. A Caterina no le dieron opción... pero de cualquier manera había manifestado indiferencia al tener que perder a su hijita.

El director le explicó que a Rosario había que darle toda la leche en polvo que pidiera porque amamantaba a su hijo. Las otras dos comerían lo mismo que él.

Helward trató de sonreírles amistosamente, aunque no se dieron por aludidas. Cuando intentó mirar al bebé, Rosario le dio la espalda y apretó posesivamente al niño.

No había nada más que decir. Caminaron por el pasillo hasta el ascensor. Las chicas acarreaban sus pocas pertenencias. Helward accionó el botón correspondiente al nivel inferior.

Las chicas seguían ignorándolo y conversaban en su propio idioma. Cuando el ascensor se abrió en el oscuro pasadizo debajo de la ciudad, Helward sacó trabajosamente todo el equipo. Ninguna lo ayudó, sino que lo observaban con expresión divertida. Con mucha dificultad Helward alzó los bártulos y marchó tambaleante hacia la salida Sur.

Afuera deslumbraba el sol. Apoyó los paquetes en el suelo y miró a su alrededor.

La ciudad había sido movida desde la última oportunidad en que él estuvo afuera, y ahora, las cuadrillas de obreros estaban removiendo los rieles. Las chicas se protegieron los ojos de la luz y pasearon la vista por el paisaje. Era probablemente la primera vez que salían al exterior desde que vinieran a la ciudad.

El bebé, en brazos de Rosario, empezó a llorar.

—¿Me ayudan con esto? —dijo Helward, señalando los bultos con comida y el equipo. Las chicas se quedaron mirándolo sin comprender—. Tenemos que repartir la carga.

Como no le respondieron, Helward se arrodilló en el suelo y abrió el paquete de la comida. Decidió que no sería justo hacerle llevar un peso extra a Rosario, de modo que dividió la comida en tres. Le dio uno a cada una de las otras dos y guardó el resto en su mochila. De mala gana, Lucia y Caterina hicieron lugar en sus bolsas. La soga era lo más abultado y la metió en su morral. Consiguió apretujar los ganchos y las estacas en el saco que contenía la carpa y las bolsas de dormir. Su carga era ahora más fácil de transportar pero no mucho más liviana y, a pesar de lo que había dicho Clausewitz, estuvo tentado de dejar muchas cosas.

El bebé continuaba llorando y Rosario parecía no preocuparse.

—Vamos —dijo, fastidiado. Emprendió la marcha hacia el Sur, en sentido paralelo a las vías, y enseguida ellas lo siguieron. Se mantenían juntas, guardando unos metros de distancia de él.


Helward trató de tomar un paso rápido pero al cabo de una hora se dio cuenta de que sus cálculos acerca de lo que duraría el viaje habían sido demasiado optimistas. Las chicas se movían con lentitud, quejándose en voz alta del calor y de la superficie de la tierra. En verdad, los zapatos que les habían dado no servían para caminar por terrenos tan desparejos y a él también le afligía mucho la temperatura. De hecho, con ese uniforme y la tremenda carga que llevaba, sentía un calor espantoso.

Divisaban aún la ciudad, el sol estaba por alcanzar el calor del mediodía y el bebé no había dejado de llorar. El único respiro que había experimentado hasta ese instante fue poder hablar unas palabras con Malchuskin. Este se había mostrado muy contento de verlo —siempre lleno de quejas de los obreros— y le había deseado buena suerte en su expedición.

En realidad, las chicas no habían esperado a Helward, que por eso sólo pudo hablar un minuto con Malchuskin y caminar rápidamente detrás de ellas.

Decidió hacer un descanso.

—¿No puedes hacer que se calle? —le dijo a Rosario. La chica le echó una mirada furiosa y se sentó en el suelo.

—Bueno —respondió—. Yo darle de comer.

Lo miró desafiante y las otras dos chicas esperaron a su lado. Helward captó la situación y se alejó a una cierta distancia, dándole discretamente la espalda mientras ella amamantaba al niño.

Después, destapó una cantimplora y se las pasó. El día era terriblemente caluroso y él estaba de tan mal genio como ellas. Se quitó la chaqueta del uniforme y la extendió sobre una mochila, y aunque así era mayor la fricción de las correas, pudo por lo menos sentirse un poco más fresco.

Estaba impaciente por proseguir la marcha. El bebé se había dormido. Dos de las chicas le habían hecho una cunita provisoria con una bolsa de dormir, y la acarreaban colgando entre ambas. Helward tuvo que relevarlas de llevar sus bolsas, y aunque tenía una inmensa sobrecarga, estaba feliz de poder cambiar esta molestia adicional por el silencio.

Caminaron media hora más y ordenó hacer un nuevo descanso. Helward estaba empapado en sudor y no se consolaba al ver que las chicas lo pasaban tan mal como él.

Miró el sol, que parecía estar justo sobre sus cabezas. Cerca de donde se hallaban había un afloramiento rocoso. Hacia allí se encaminó, y se sentó en la sombra. Las muchachas fueron tras él, quejándose en su propio idioma. Helward lamentaba no haber puesto más empeño en aprender esa lengua. Captaba sólo algunas frases, lo suficiente para comprender que él era el motivo de casi todas las quejas.

Abrió un paquete de comida deshidratada y la mojó con agua de la cantimplora. Así obtuvo una sopa gris que tenía el aspecto y el sabor de un potaje agrio. Con gran perversidad, se alegró al oír los renovados lamentos de las chicas. En esta oportunidad se justificaban, y no les iba a dar la satisfacción de demostrarles que él pensaba lo mismo.

El bebé seguía durmiendo, aunque molesto por el calor. Helward supuso que si reanudaban la marcha se iba a despertar, de manera que, cuando las chicas se tiraron en el suelo para dormir una siesta, no hizo nada por disuadirlas.

Mientras ellas descansaban, volvió a mirar la ciudad, que aún se divisaba a unas dos millas de distancia. Cayó en la cuenta de que no había prestado atención a las huellas de los amortiguadores. Hasta el momento, debían haber pasado una, nada más, y ahora que lo pensaba, entendió lo que había querido decir Clausewitz al afirmar que los rastros se distinguirían claramente en la tierra. Recordó que habían pasado una, minutos antes de hacer alto. Las marcas que dejaban los durmientes eran depresiones poco profundas de un metro cincuenta de ancho por tres de largo, pero en los lugares donde habían estado los cables, se notaban huecos hondos, rodeados de tierra removida.

Mentalmente tachó el primero. Quedaban treinta y siete más.

A pesar de la lentitud del viaje, aún no veía por qué no podía estar de vuelta en la ciudad para el nacimiento de su hijo. Después de dejar a las mujeres en su aldea, podía volver rápido, por más desagradables que fuesen las condiciones.

Resolvió permitir a las chicas que descansaran una hora, y cuando calculó que ya había pasado, fue y se paró junto a ellas..

Caterina abrió los ojos y lo miró.

—Vamos —dijo él—. Quiero que sigamos.

—Hace demasiado calor.

—Es una lástima. Nos vamos igual.

Ella se puso de pie, estiró el cuerpo y habló con las otras dos. Con el mismo desgano, éstas se levantaron. Rosario fue a mirar al bebé. Para consternación de Helward, lo despertó y lo alzó en brazos... pero afortunadamente no se puso a llorar. Sin demora, Helward devolvió las dos bolsas a Caterina y Lucía, y recogió sus dos mochilas.

Fuera de la sombra, todo el calor del sol caía sobre ellos, y al cabo de unos instantes pareció disiparse el beneficio del descanso. Habían caminado sólo unos metros cuando Rosario le pasó el bebé a Lucía.

Volvió hasta las rocas y desapareció detrás de las mismas.

Helward abrió la boca para preguntar adonde había ido... pero luego —se dio cuenta. Cuando ella regresó, fue Lucia, y luego Caterina. Helward sintió que le volvía la furia. Lo estaban haciendo a propósito, para demorar. Helward experimentó la presión de su propia vejiga —agravada al comprender lo que habían hecho las chicas—, pero el enojo y el orgullo le impidieron aliviarse. Decidió esperar hasta más tarde.

Siguieron caminando. Ellas se habían quitado las chaquetas que acostumbraban a usar en la ciudad, y se quedaron en camisa y pantalón. La tela fina, húmeda por la transpiración, se les adhería al cuerpo, y Helward lo advirtió con relativo interés pensando que, en otras circunstancias, este hecho le habría impactado considerablemente. Tal como se daban las cosas, lo único que le impresionó fue comprobar que las chicas eran más rellenas que Victoria. Rosario, en particular, tenía pechos grandes y pezones protuberantes. Después, una de ellas debió haber captado sus miradas ocasionales porque muy pronto las tres caminaban sosteniendo las chaquetas contra el pecho. A Helward le daba igual... Sólo quería librarse de ellas.

—¿Hay agua? —preguntó Lucía, acercándosele.

Revolvió en su mochila y le entregó la cantimplora. Ella bebió un poco. Luego se humedeció las palmas de las manos y se refrescó la cara y el cuello. Rosario y Caterina la imitaron. Al ver y oír el ruido del agua Helward no aguantó más; su vejiga protestó nuevamente. Miró a su alrededor. No había sitio para esconderse, de modo que se alejó unos metros y orinó en la tierra. Las escuchó reír a sus espaldas.

Cuando regresó, Caterina le extendió la cantimplora. Él la tomó y se la llevó a los labios. De pronto Caterina le dio un golpecito abajo, y el agua le salpicó en la nariz y los ojos. Las chicas reían a carcajadas. El bebé empezó a llorar de nuevo.

CAPÍTULO CINCO

Antes del atardecer pasaron otras dos huellas de amortiguadores. Helward resolvió acampar por la noche. Eligió un sitio cerca de una arboleda, a unos trescientos metros de las marcas de las vías. Un pequeño arroyo corría en las inmediaciones y, luego de comprobar la pureza del agua —no tenía otro modo de hacerlo que con su propio paladar—, afirmó que era potable, para conservar la provisión que llevaban en los bidones.

La carpa fue relativamente fácil de armar y, si bien empezó a hacer solo el trabajo, las chicas lo ayudaron a terminar. En cuanto estuvo lista, colocó adentro las bolsas de dormir, y Rosario entró a amamantar al bebé.

Cuando el niño volvió a dormirse, Lucía ayudó a Helward a preparar la comida sintética. Esta vez obtuvieron una sopa color naranja, aunque el gusto era tan malo como el de la anterior. El sol se puso mientras cenaban. Helward había encendido un fueguito, pero pronto se levantó un viento frío del Este. Por último se vieron obligados a ir a la carpa y meterse en las bolsas de dormir para tener algo de calor.

Helward intentó entablar una conversación con sus compañeras de viaje, pero no le respondían, se reían entre ellas o hacían comentarios jocosos en español, de modo que enseguida desistió de la idea. En la mochila había traído algunas velas y se quedó acostado a la luz una o dos horas, pensando cuál sería el provecho que obtenía la ciudad mandándolo a esta expedición sin sentido.

Finalmente se durmió, pero dos veces en la noche lo despertaron los llantos del niño. En una oportunidad alcanzó a distinguir en el resplandor la figura de Rosario dando el pecho a su bebé.

Se levantaron temprano y partieron lo más pronto posible. Helward no sabía qué había ocurrido, pero las chicas estaban hoy de muy distinto humor. En el camino, Caterina y Lucia cantaron un poco, y cuando hicieron la primera parada, trataron nuevamente de echarle agua encima. Él dio un paso atrás para esquivarlas, pero al hacerlo tropezó en el terreno desparejo... y para diversión de ellas, volvió a salpicarse. Sólo Rosario guardaba las distancias, ignorándolo olímpicamente mientras sus compañeras bromeaban con él. A Helward no le gustaba que le tomasen el pelo —porque no sabía cómo replicar—, pero prefería esto y no el mal genio de antes.

A medida que avanzaba la mañana y aumentaba la temperatura, se mostraban de un humor más despreocupado. Ninguna llevaba puesta la chaqueta, y en la parada siguiente. Lucía se desprendió los dos botones superiores de la camisa. Caterina se desabrochó enteramente la suya y se ató un nudo grande adelante, dejando descubierta la zona del estómago.

A esta altura, Helward percibía a las claras el efecto que ellas le causaban. Crecía la familiaridad y se aliviaba el clima. Incluso Rosario no le dio la espalda cuando tuvo que amamantar a su bebé.

Pudieron mitigar un poco el calor al encontrar otro bosquecillo, que Helward recordaba haber limpiado para tender las vías, unas millas antes. Se sentaron en la sombra a esperar que pasara el peor momento de calor.

Habían dejado atrás cinco marcas de cables; restaban aún treinta y tres. Helward ya no experimentaba tanta frustración por la lentitud del viaje. Comprendía que era imposible avanzar más rápidamente, aun cuando hubiese ido solo. El suelo era demasiado escarpado, el sol muy caliente.

Resolvió esperar dos horas a la sombra de los árboles. Rosario se había alejado unos metros de él y jugaba con su niño. Caterina y Lucía se sentaron juntas debajo de un árbol. Se habían sacado los zapatos y hablaban en voz baja. Helward cerró los ojos unos minutos pero muy pronto se puso nervioso. Salió del bosque y fue hasta las huellas de las vías. Miró a derecha e izquierda. Norte y Sur. La línea corría recta, ondulándose levemente con las subidas y bajadas del terreno, pero siempre manteniendo la misma dirección.

Se quedó un rato disfrutando de la relativa soledad, deseando que cambiara el tiempo y que el cielo se nublara, aunque más no fuera temporalmente. Pensaba si no sería mejor descansar durante el día y viajar de noche... pero lo consideró muy peligroso.

Estaba por volver al bosquecillo cuando de pronto advirtió movimiento, una milla al Sur. De inmediato se puso en guardia y se tiró al suelo, detrás de un árbol. Esperó.

Al instante vio que alguien caminaba junto a las vías en dirección a él.

Recordó que tenía la ballesta plegada en su mochila. Ya era tarde para ir a buscarla. A uno o dos metros del árbol había un matorral y se arrastró hasta esconderse detrás del mismo. Estaba ahora mejor cubierto, y confió en que no lo hubiesen visto.

La persona seguía avanzando hacia él. Unos minutos después, Helward se sorprendió al comprobar que el hombre vestía el uniforme de aprendiz de un gremio. Su primer impulso fue salir del escondite, pero logró vencerlo.

Cuando el hombre se hallaba a menos de cincuenta metros, Helward lo reconoció. Era Torrold Pelham, un muchacho varias millas mayor que él, que había abandonado el internado también mucho antes.

Helward salió de su guarida y se paró.

—¡Torrold!

Pelham se puso inmediatamente en guardia. Levantó su ballesta y le apuntó... luego la bajó despacito.

—Torrold, soy yo. Helward Mann.

—¡Por Dios! ¿Qué estás haciendo aquí? Se rieron juntos al darse cuenta de que los dos estaban ahí por los mismos motivos.

—Has crecido —dijo Pelham—. La última vez que te vi eras apenas un niño.

—¿Fuiste al pasado? —preguntó Helward.

—Sí. —Pelham miró hacia el Norte de las vías.

—¿Y?

—No es lo que yo pensaba.

—¿Qué hay ahí?

—Ya estás en el pasado. ¿No lo sientes?

—¿Si no siento qué?

Pelham se quedó un instante mirándolo.

—Aquí no es tan potente. Pero se puede percibirlo. Quizás no lo reconozcas todavía. Aumenta la intensidad cuanto más al Sur estás.

—¿Qué es lo que aumenta? Hablas enigmáticamente.

—No... sólo que es imposible de explicar. —Pelham volvió a mirar al Norte—, ¿La ciudad está cerca?

—No muy lejos. A unas millas.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Encontraron algún modo de hacerla avanzar con más rapidez? Yo estuve ausente muy poco tiempo y veo que la ciudad se ha adelantado más de lo común.

—Se movió a la velocidad normal.

—Hay un arroyo por ahí donde habían construido un puente. ¿Cuándo fue que lo hicieron?

—Hace unas nueve millas.

—No entiendo.

—Lo que pasa es que has perdido la noción del tiempo. Pelham sonrió de pronto.

—Supongo que debe ser eso. ¿Viajas solo?

—No —respondió Helward—, Traigo a tres chicas.

—¿Cómo son?

—Están bien. Al principio fue algo difícil, pero ahora nos estamos familiarizando un poco.

—¿Son lindas?

—No están mal. Ven.

Helward lo condujo entre los árboles. Al verlas, Pelham subo.

—¡Eh, están muy bien! ¿No has... estee...? Tú sabes lo que quiero decir...

—No.

Volvieron hasta la vía.

—¿No vas a hacerlo? —preguntó Pelham.

—No estoy seguro.

—Acepta un consejo, Helward. Si tienes intenciones de hacerlo, que sea pronto. De lo contrario, será muy tarde.

—¿Qué quieres decir?

—Ya verás.

Pelham le obsequió una sonrisa cordial y prosiguió su camino hacia el Norte.


Casi de inmediato Helward tuvo que alejar de su mente todo pensamiento o propósito a que había aludido Pelham. Rosario le dio el pecho al bebé antes de partir, y habían caminado unos pocos minutos cuando al niño le dio una violenta descompostura.

Rosario lo abrazó fuerte cantándole despacito, pero era muy poco lo que podían hacer. Lucía se quedó a su lado, hablándole cariñosamente. Helward estaba preocupado porque si el niño contraía una enfermedad seria, no les quedaba otra alternativa que regresar a la ciudad. Al rato, el bebé dejó de vomitar, y luego de una vigorosa sesión de llanto, se calmó.

—¿Quieres que sigamos? —le preguntó Helward a Rosario.

Ella se encogió de hombros débilmente.

—Sí.

Caminaron más despacio. El calor no había disminuido mucho, y varias veces Helward preguntó si querían parar, a lo cual respondían que no, pero él percibía que en los cuatro se había operado un cambio sutil. Era como si se sintieran más unidos por una pequeña tragedia.

—Esta noche vamos a acampar. Y mañana descansamos todo el día.

Hubo acuerdo general, y cuando Rosario volvió a amamantar al bebé, éste no vomitó la leche.

Antes del anochecer atravesaron una zona más rocosa y ondulada, y de pronto arribaron a la quebrada que tanto trabajo les había dado a los Constructores de Puentes. No quedaban huellas del lugar de emplazamiento del puente, aunque los cimientos de las torres de suspensión habían dejado dos marcas profundas en la tierra.

Helward recordó que había un pedazo de terreno llano en la ribera Norte del arroyo que corría al fondo de la quebrada, y hada allá dirigió la marcha.

Rosario y Lucia se encargaron del bebé mientras Caterina ayudaba a Helward a armar la carpa. De repente, mientras extendían las bolsas de dormir en la tienda, Caterina le apoyó una mano en el cuello y lo besó suavemente en la mejilla.

Helward le sonrió.

—¿A qué se debe esto?

—Rosario piensa que tú ser bueno.

Helward se quedó quieto, pensando que podría repetirse el beso, pero Caterina salió gateando de la carpa y llamó a las demás.

El bebé tenía mejor aspecto, y se durmió apenas lo colocaron en su cunita. Aunque Rosario no comentó nada del niño, Helward la notó menos preocupada. Tal vez hubiese tenido gases.

La noche era mucho más cálida que la anterior. Después de comer, permanecieron un rato fuera de la carpa. Lucía se ocupó de sus pies. Se los frotaba continuamente y sus amigas parecían prestarle mucha atención. Le mostró los pies a Helward, y éste pudo apreciar que le habían salido unos callos grandes en los dedos. Se habló largamente sobre los pies; las chicas decían que a ellas también les dolían.

—Mañana —dijo Lucía—, sin zapatos.

Y así terminó el tema.

Helward esperó afuera hasta que las chicas se hubieron acostado. La noche anterior había hecho tanto frío que todos durmieron vestidos, cosa que no repitieron esta noche porque hacía calor y estaba húmedo. Un cierto recato en Helward le hizo dejarse puesta la ropa y dormir sobre su bolsa. Sin embargo, como crecía su interés por las muchachas, sus pensamientos se llenaron de locas fantasías acerca de lo que ellas pudieran hacer. Al cabo de unos minutos entró en la carpa. Las velas estaban prendidas.

Las chicas se habían metido en sus bolsas. Al ver una pila de ropa, Helward se dio cuenta de que estaban desnudas.

No les dijo nada, sino que apagó las velas y se desvistió en la penumbra, tropezando y cayendo grotescamente. Se tiró sobre su bolsa, consciente del cuerpo de Caterina a su lado. Se quedó despierto largo rato, tratando de no demostrar la excitación que sentía. Victoria parecía estar muy lejos.

CAPÍTULO SEIS

Ya había amanecido cuando se despertó y, luego de un vano intento de vestirse adentro de la bolsa de dormir, Helward salió gateando de la carpa y se vistió rápidamente afuera. Encendió el fuego y puso agua a calentar para preparar té sintético.

Allí, al fondo de la quebrada, ya hacía calor, y se preguntó una vez más si deberían reanudar la marcha o descansar un día entero, como había prometido.

Hirvió el agua y bebió su té. Escuchó ruidos dentro de la carpa. Enseguida apareció Caterina, que se encaminaba al arroyo.

La siguió con la mirada. Llevaba ella puesta sólo la blusa —toda desabrochada, abierta—, y un par de pantalones. Cuando llegó al agua, se dio vuelta y le hizo señas con la mano.

—¡Ven! —gritó.

Helward no precisó más invitación. Se acercó, sintiéndose torpe con su uniforme y sus botas.

—¿Nadamos? —dijo ella, y sin esperar respuesta, se quitó la camisa y los pantalones, y se internó en el agua. Helward echó una rápida mirada a la carpa: nada se movía.

En pocos segundos él se sacó la ropa también, y chapoteaba hacia ella, Caterina se dio vuelta y lo miró de frente, sonriendo al comprobar la reacción que había estimulado en él. Lo salpicó y se volvió. Helward dio un salto para alcanzarla. La abrazó... y juntos cayeron de costado en el agua.

Caterina trató de desprenderse de él. Se paró. Logró evadirse tirándole mucha agua. Helward la siguió y le dio caza en la costa. La expresión de ella era seria. Caterina levantó los brazos, los anudó en el cuello de Helward y atrajo su cara contra la suya. Se besaron unos instantes. Luego salieron del agua y se tendieron en el pasto de la orilla. Comenzaron a besarse de nuevo, con más intensidad.

Cuando se desligaron, se vistieron y regresaron a la carpa, Rosario y Lucia estaban comiendo un potaje amarillo. Ninguna de las dos dijo nada, pero Helward vio que Lucía sonreía a Caterina.

Media hora más tarde, el bebé volvió a descomponerse. Preocupada, Rosario lo alzó, pero de pronto lo dejó en brazos de Lucia y salió corriendo. Segundos después la oyeron vomitar junto al arroyo.

Helward preguntó a Caterina:

—¿Te sientes bien?

—Sí.

Helward olfateó los alimentos que habían estado comiendo. El olor era normal... poco apetitoso pero no podrido.

Luego fue Lucia quien se quejó de fuertes dolores estomacales, y se puso muy pálida.

Caterina se alejó.

Helward estaba desesperado. Ahora lo único que podían hacer era volver a la ciudad. Si la comida se había puesto rancia, ¿cómo iban a sobrevivir el resto del viaje?

Al rato Rosario regresó al campamento. Se la notaba débil, y se sentó en el suelo, a la sombra. Lucía le dio agua de la cantimplora. Ella también estaba blanca y se apretaba el estómago. El bebé seguía gritando. Helward no estaba preparado para enfrentar una situación de esta índole, y no sabía qué sugerir.

Fue en busca de Caterina, quien aparentemente no se hallaba afectada.

Unos cien metros abajo, en la quebrada, la encontró. Ella retornaba al campamento con los brazos cargados de manzanas silvestres, rojas, maduras. Helward probó una. También era dulce y jugosa... pero luego recordó la advertencia de Clausewitz. Su criterio personal era que Clausewitz estaba equivocado; sin embargo, de mala gana se la dio a Caterina, que se comió el resto.

Asaron una manzana en el fogón y después la pelaron. Alimentaron al bebé con pequeños bocados. Esta vez no vomitó y dio muestras de alegría. Rosario se sentía aún demasiado débil como para atenderlo, de modo que fue Caterina quien lo acostó en su cunita. A los pocos minutos se había dormido.

Lucia no estaba enferma, aunque le dolió el estómago toda la mañana. Rosario se recuperó más rápido, y comió una manzana.

Helward comió lo que sobraba del potaje amarillo... y no se descompuso.


Ese mismo día, más tarde, Helward trepó por el lado Norte del arroyuelo. Ahí, hacía varias millas, se habían perdido vidas con el objeto de lograr que la ciudad cruzara la cañada. El paisaje le resultaba aún familiar, y si bien habían retirado casi todo el equipo utilizado en la operación, seguían vividos en su memoria esos largos días y noches que habían trabajado contrarreloj para completar el puente. Miró hacia la margen Sur, hacia el lugar mismo donde se había erigido el puente.

La hondonada no le parecía tan ancha como entonces, ni tampoco tan profunda. Quizás en aquel momento la excitación le había hecho exagerar la magnitud del obstáculo.

Sin embargo, no... la quebrada antes era más ancha...

Recordaba que, cuando la ciudad cruzara el puente, la vía tenía no menos de sesenta metros de largo. Ahora daba la impresión de que, en ese mismo sitio, la quebrada tenía sólo unos diez metros de ancho.

Helward se quedó mirando la costa de enfrente largo rato, sin entender cómo podía darse esta aparente contradicción. Luego le vino una idea.

El puente se había construido de acuerdo con especificas instrucciones de ingeniería. Él había trabajado varios días en la fabricación de las torres de suspensión, y sabía que las dos torres, a ambos lado de la cañada, se habían erigido separadas a una distancia exacta para permitir que la ciudad pasara por el medio.

Esa distancia era unos cuarenta metros, o cuarenta pasos.

Fue hasta el lugar donde había estado una de las torres del Norte, y caminó hasta la torre gemela. Contó cincuenta y ocho pasos.

Regresó e intentó de nuevo. Esta vez, sesenta pasos.

Probó nuevamente, dando pasos más largos: cincuenta y cinco pasos.

Desde el borde de la cañada miró el arroyo que corría abajo. Recordaba claramente la profundidad de la quebrada. Parado allí, el fondo le había parecido terriblemente profundo. Ahora no había más que un corto trecho que descender hasta el campamento.

Tuvo otro pensamiento mientras caminaba en dirección al Norte, hacia la rampa por medio de la cual la ciudad había tomado nuevamente contacto con la tierra. Se veían aún con nitidez las huellas de los cuatro rieles, que desde ese punto corrían paralelos hacia el Norte.

Si, al parecer, las dos torres estaban ahora más separadas, ¿qué pasaba con los rieles?

Por su larga experiencia de trabajo con Malchuskin, Helward conocía íntimamente cada detalle de las vías y los durmientes. Los rieles tenían un metro de espesor, y descansaban sobre durmientes de un metro y medio de largo. Mirando las marcas que estos últimos habían dejado en el terreno, vio que eran mucho más grandes. Midió aproximadamente, y calculó que ahora teman, cuando menos, dos metros diez de largo, y eran menos hondas que lo que debían ser. Pero sabía que eso era imposible ya que la ciudad empleaba durmientes de un largo standard, y los pozos que se cavaban para colocarlos eran siempre del mismo tamaño.

Para estar más seguro controló varias marcas más, y llegó a la conclusión de que todas eran unos sesenta centímetros más largas que lo debido.

Y estaban demasiado juntas. Los obreros instalaban los durmientes a intervalos de un metro veinte... no a cuarenta y cinco centímetros, como estaban ahora.

Demoró unos minutos más tomando medidas similares. Luego descendió por la quebrada, cruzó el arroyo caminando —ahora le parecía mucho más angosto y plano que antes—, y trepó por el lado Sur.

Aquí también las dimensiones estaban en completo desacuerdo con las que él conocía.

Intrigado, y bastante preocupado, regresó al campamento.

Las chicas teman mejor semblante, pero el bebé se había vuelto a descomponer. Ellas le dijeron que habían estado comiendo las manzanas que Caterina había encontrado. Helward partió una por la mitad y la inspeccionó cuidadosamente. No le vio nada de distinto de cualquier manzana común. Una vez más estuvo tentado de comerla, pero en cambio se la pasó a Lucía.

De pronto se le ocurrió algo.

Clausewitz le había advertido que no comiera frutos de la zona. Presumiblemente porque él era de la ciudad. Le había dicho que podía comer frutos de la zona cuando la ciudad estaba cerca del óptimo, pero aquí, varias millas al Sur, no debía hacerlo. Si comía los alimentos de la ciudad, no se enfermaría.

Sin embargo las chicas... bueno, ellas no eran de la ciudad. Quizás fuese su comida lo que las hacía indisponer. Ellas podían comer alimentos de la ciudad cuando estaban cerca del óptimo, pero no ahora.

La hipótesis era razonable, salvo por un detalle: el bebé. A excepción de unos pocos bocaditos de manzana, sólo había ingerido la leche de su madre, y eso no podía caerle mal.

Fue con Rosario a ver al niño, que yacía en su cunita, con la cara roja y huellas de lágrimas. No lloraba, pero se quejaba débilmente. Helward sintió pena por la criaturita, y pensó qué podía hacer él por ayudarle.

Afuera de la carpa. Lucia y Caterina se mostraban de buen humor. Cuando Helward salió de la tienda ellas le hablaron, pero él pasó de largo y fue a sentarse junto al arroyo. Seguía meditando su nueva idea.

El único alimento había sido la leche materna... ¿Y si la madre estuviese ahora cambiada porque se hallaban lejos del óptimo? Ella no era de la ciudad, pero el bebé sí. ¿Tendría importancia ese hecho? Aparentemente, no mucho porque el bebé había sido concebido en el cuerpo de la madre. Pero era una posibilidad.

Regresó al campamento y preparó comida sintética y leche en polvo, cuidando de utilizar sólo agua de la que había traído de la ciudad. Se la entregó a Rosario y le dijo que intentara dársela al niño.

Al principio ella se resistió. Luego accedió. El bebé ingirió el alimento, y dos horas más tarde dormía plácidamente una vez más.

El día pasaba lentamente. Al fondo de la cañada no corría ni una brisa, hacía calor, y Helward volvió a sentirse frustrado. Ahora comprendía que, si su suposición era correcta, ya no podría ofrecer a las chicas nada de comida. Pero podían subsistir comiendo manzanas durante las treinta millas que aún quedaban por caminar.

Más tarde les contó lo que había estado pensando, y sugirió que, por el momento, ellas comieran sólo pequeñas cantidades de su comida, y que lo complementaran con lo que pudiesen encontrar en la zona. Ellas se mostraron perplejas, pero aceptaron.

La tarde seguía sofocante. Helward transmitió a las chicas su desasosiego. Ellas se pusieron alegres, retozonas, y le tomaban el pelo por su abultado uniforme. Caterina dijo que iba de nuevo a nadar, y Lucía anunció que ella también iba. Se quitaron la ropa delante de él y luego lo obligaron a desvestirse. Chapotearon largo rato desnudos en el agua, y luego se les reunió Rosario, que ya no demostraba una actitud recelosa.

Durante el resto del día se tiraron a tomar sol junto a la carpa.

Esa noche, cuando Helward iba a entrar a la tienda, Lucia le tomó de la mano y lo llevó lejos del campamento. Le hizo el amor apasionadamente, apretándolo fuerte como si fuese él la única fuerza de la realidad en su mundo.


Por la mañana, Helward advirtió unos celos crecientes entre Lucia y Caterina, de manera que levantó campamento lo más temprano posible.

Cruzaron el arroyo y Cegaron a las tierras altas del Sur. Continuaron su camino a lo largo del riel izquierdo exterior. La campiña que los rodeaba le resultaba familiar a Helward dado que por esta zona había pasado la ciudad cuando empezó a trabajar al aire libre. Adelante, unas dos millas hacia el Sur, alcanzaba a divisar el cerro que había tenido que escalar la ciudad durante la primera operación de remolque que presenció.

Pararon a descansar a media mañana, y luego Helward recordó que sólo a dos millas al Oeste había un pueblecito. Pensó que, si pudiese obtener alimentos allí, solucionarían el problema de comida de las chicas. Les sugirió la idea.

Había que resolver quién iría. Le parecía que debía ir él por su responsabilidad, pero necesitaría que una de las muchachas oficiara de intérprete. No quería dejar a una chica sola con el bebé. Si iba con Caterina o Lucia, la que se quedara se sentiría celosa. Por último, le pidió a Rosario que lo acompañara, y por la reacción que todas manifestaron, se dio cuenta de que su elección había sido acertada.

Partieron siguiendo aproximadamente el rumbo que Helward recordaba que llevaba al poblado, y lo encontraron sin dificultad. Luego de largas conversaciones entre Rosario y tres hombres de la aldea les dieron carne desecada y verduras frescas. Todo resultó notablemente sencillo —Helward pensaba qué tipo de persuasión habría empleado Rosario—, y pudieron pronto regresar.

Mientras caminaba, varios metros detrás de Rosario, Helward notó algo en ella que no había advertido con anterioridad.

Rosario era bastante más corpulenta que las otras dos y su cara y sus brazos eran robustos. Tenía una leve predisposición a la gordura, pero de pronto le pareció que esto era mucho más evidente que antes. Con un cierto interés al principio y con mayor atención más tarde, vio que la blusa le ajustaba mucho en la espalda. Antes no le quedaba chica la ropa... se la habían dado en la ciudad y le sentaba bien. Luego notó que los pantalones le ceñían en el trasero y que arrastraba las botamangas por el suelo. A pesar de que no llevaba zapatos, no recordaba que los pantalones le quedaran tan largos.

La alcanzó y caminó a su lado.

La camisa le ajustaba el pecho, comprimiéndole los senos... y las mangas eran demasiado largas. Además, parecía ser más baja que lo que era, incluso, el día anterior.

Cuando se reunieron con las otras chicas, Helward advirtió que a ellas también les quedaba mal la ropa. Caterina tenía la camisa anudada en la cintura como antes, pero Lucía la usaba prendida, y la tirantez le había hecho rajar la tela entre dos botones.

Trató de no pensar en este fenómeno. No obstante, a medida que proseguían la caminata, se hacía cada vez más obvio... y con resultados cómicos. Al inclinarse para atender al bebé, se le rasgó el pantalón a Rosario. A Lucía se le saltó un botón cuando levantaba la cantimplora para mojarse los labios, y a Caterina se le descosieron las costuras de las axilas.

Una milla más adelante, Lucía perdió otros dos botones. Como la blusa se le abriera casi totalmente, se la ató igual que Caterina. Las tres se habían levantado el ruedo de los pantalones, y era evidente que sufrían una gran incomodidad.

Helward mandó hacer alto al pie del cerro, y allí acamparon. Después de comer, las chicas se quitaron sus ropas harapientas y entraron en la carpa. Bromeaban con Helward respecto de sus propias ropas. ¿Acaso no se le irían a desgarrar? Helward se quedó sentado a la intemperie. Todavía no tenía sueno, y no quería entrar en la tienda con las muchachas.

El bebé empezó a llorar. Rosario salió de la carpa a buscarle alimento. Helward le habló pero ella no le respondió. La estudió con la mirada mientras agregaba agua a la leche en polvo, pero la miraba de un modo totalmente asexuado. La había visto desnuda el día anterior, y estaba seguro de que no presentaba ese aspecto. Era casi tan alta como él, y ahora parecía más regordeta, más rechoncha.

—Rosario, ¿Caterina está despierta?

Ella asintió muda, y volvió a entrar en la carpa. Segundos más tarde salió Caterina. Helward se puso de pie.

Quedaron frente a frente, a la luz del fogón. Caterina no dijo nada, y Helward no sabía qué decir. Ella también había cambiado... Al instante se les reunió Lucia, quien se paró junto a Caterina.

Ahora ya no le cabían dudas. En algún momento del día se había modificado el aspecto de las chicas.

Miró a ambas. Ayer, desnudas en el arroyo, sus cuerpos eran largos, elásticos. Sus pechos, redondos.

Hoy, los brazos y las piernas eran más cortos y más gordos. Los hombros y las caderas, más anchos. Los pechos, menos redondos y más separados. Las caras más llenas, los cuellos más cortos.

Se acercaron a él. Lucia tomó en sus manos el cierre del pantalón de Helward. Tenía los labios húmedos. Desde la puerta de la carpa, Rosario observaba.

CAPÍTULO SIETE

Por la mañana, Helward comprobó que las chicas habían cambiado aún más durante la noche. Calculó que ninguna de las tres mediría más de un metro cincuenta. Hablaban más rápido que de costumbre y en un tono más agudo.

A ninguna le entraba la ropa. Luda trató, pero no pudo ponerse los pantalones, y rasgó las mangas de la blusa. Cuando abandonaron el campamento, también abandonaron sus atuendos, y siguieron su camino desnudas.

Helward no podía quitarles los ojos de encima. Cada hora que pasaba traía aparejado otro cambio evidente en ellas. Sus piernas eran tan cortas que sólo podían dar pequeños pasitos, y se vio forzado a aminorar el ritmo de marcha para no dejarlas atrás. Además advirtió que, a medida que caminaban, adoptaban una pose más inclinada, de modo que parecían ir echadas para atrás.

Ellas también lo observaban, y cuando pararon para tomar agua, se produjo un silencio espectral mientras se pasaban la cantimplora.

A su alrededor se notaban signos de alteraciones en el paisaje. Las huellas del riel que iban siguiendo eran borrosas. La última marca notable de un durmiente medía doce metros de largo y menos de tres centímetros de profundidad. No se distinguían los otros rieles. Poco a poco, la franja de tierra entre ambas vías se había ensanchado, corriéndose hacia el Este una media milla, o más.

Esa mañana habían pasado doce marcas de amortiguadores, y según los cálculos de Helward, restaban otros nueve aún.

Pero, ¿cómo iba a reconocer la aldea de las chicas? El terreno era llano, uniforme. El sitio donde descansaban parecía ser el residuo endurecido de un torrente de lava. No había sombra ni ningún lugar donde buscar refugio. Inspeccionó el suelo con mayor atención. Podía incrustar los dedos y dejar leves huellas en la tierra. A pesar de que era tierra suelta, arenosa, era también espesa y viscosa al tacto.

Las chicas median ahora apenas noventa centímetros. Sus cuerpos estaban aún más deformes. Teman los pies chatos, anchos. Las piernas, cortas y gordas. Los torsos, redondos y comprimidos. Se convirtieron, para él, en seres grotescamente repugnantes y notó que, no obstante la fascinación con que presenciaba esos cambios, el sonido de sus voces chillonas le irritaba.

El bebé era el único que no se había modificado. Segura igual que siempre. Pero en relación a su madre, era desproporcionadamente grande, y Rosario lo contemplaba con inefable horror.

El bebé era de la ciudad.

Del mismo modo que Helward había nacido de una mujer de afuera; el hijo de Rosario pertenecía a la ciudad. Por más transformaciones que sobrevinieren a las chicas y al paisaje de donde provenían, ni él ni el bebé se veían afectados.

Helward no sabía qué hacer, ni cómo entender lo que contemplaba.

Se sintió más atemorizado ya que esto superaba la comprensión que tenía del orden natural de las cosas. La prueba estaba a la vista; el análisis no tenía puntos de referencia.

Miró hacia el Sur y vio que, no muy lejos, aparecía una hilera de colinas. Por la forma y la altura supuso que sería la falda de una cadena más alta... pero también advirtió alarmado que las colinas estaban cubiertas de nieve. El sol calentaba tanto como siempre, y el aire era caliente. La lógica le indicaba que, de existir nieve en este clima, debía ser en la cima de montañas muy altas. Y sin embargo, estaban lo suficientemente cerca —una o dos millas, pensaba— como para captar que no teman más de ciento cincuenta metros de alto.

Se puso de pie y de pronto se cayó.

Al tocar el suelo empezó a rodar como en una pendiente, hacia el Sur. Logró detenerse y pararse vacilante, luchando contra una fuerza que lo arrastraba al Sur. No era una fuerza desconocida; la había estado sintiendo toda la mañana, pero la caída lo había tomado de sorpresa y la fuerza parecía ahora más contundente que antes. ¿Por qué no le había hecho efecto hasta este momento? Hizo memoria. Esa mañana se había distraído, pero también experimentó la sensación de ir caminando cuesta abajo. Cosa que carecía de sentido ya que el terreno era llano. Se paró junto a las chicas, probando la sensación.

No era como la presión del aire ni como la atracción de la gravedad en una pendiente. Tenía algo de ambas; en tierra chata, y sin que hubiera desplazamientos de aire, se sentía impelido hacia el Sur.

Dio unos pasos al Norte y se dio cuenta de que agitaba las piernas como si estuviese trepando una loma. Se volvió hacia el Sur y, contrariamente a lo que le mostraban sus ojos, sintió que descendía por una cuesta.

Las chicas lo observaban con curiosidad. Se acercó a ellas.

Comprobó que, en el lapso de unos minutos, sus cuerpos se hablan deformado aún más.

CAPÍTULO OCHO

Poco antes de proseguir la marcha. Rosario trató de dirigirle la palabra. Helward tuvo dificultad en comprenderle. De todas maneras, el acento de ella era muy pronunciado, tenía ahora una voz muy aguda y hablaba demasiado rápido.

Luego de varios intentos, captó la esencia de lo que le decía.

Ella y sus compañeras tenían miedo de regresar a sus aldeas. Se consideraban de la ciudad, y su propia gente las rechazaba.

Helward dijo que debían continuar su camino —como habían elegido hacerlo—, pero Rosario le informó que de ahí no se movían. Ella estaba casada con un hombre de la población, y si bien al principio quiso volver con él, ahora pensaba que la iba a matar. Lucia también era casada y compartía su temor. La gente de los pueblos odiaba la ciudad, y ellas serían castigadas por haber ido allí un tiempo.

Helward desistió de responderle. Tenía tanta dificultad en hacerse entender como en entenderle a ella. Pensaba que ya era demasiado tarde. Al fin y al cabo, habían ido voluntariamente a la ciudad como parte del convenio. Trató de decirle eso, pero ella no le comprendió.

Aun mientras hablaban continuaba el proceso de cambio. Medía ahora no más de treinta y cinco centímetros, y su cuerpo —al igual que el de sus compañeras— tenía casi un metro y medio de ancho. Al verlas era imposible pensar que alguna vez hubiesen sido seres humanos, aunque él sabía que era verdad.

—¡Espera aquí! —dijo Helward.

Se paró y volvió a rodar por el suelo. La presión se había intensificado, y logró ponerse de pie con suma dificultad. Regresó arrastrándose hasta su mochila y se la colocó. Buscó la soga y se la colgó del hombro.

Manoteando para contener la fuerza, emprendió el camino al Sur.


Ya no se podía percibir accidente geográfico alguno, como no fuera la línea del terreno que se elevaba al frente. La superficie sobre la que caminaba era una mancha confusa y, si bien de tanto en tanto se detenta a examinar el terreno, era incapaz de distinguir algo que hubiese podido ser pasto, piedras o tierra.

Las características naturales del mundo se distorsionaban: se extendían lateralmente de Este a Oeste, disminuyendo en altura y profundidad.

Una roca podía ser una franja color gris oscuro de tres milímetros de ancho por doscientos metros de largo. Las colmas cubiertas de nieve bien podían ser montañas, y esa rayita verde, un árbol.

La angosta línea color blanco desteñido, una mujer desnuda.


Llegó a la zona alta con más rapidez de lo que había pensado. Crecía la atracción hacia el Sur y, cuando estaba a menos de cincuenta metros de la colina más cercana, tropezó y comenzó a rodar hacia ella con una velocidad en constante aumento.

La ladera Norte era casi vertical, como el lado resguardado de una duna barrida por el viento, y contra ella se estrelló fuertemente. Casi de inmediato la fuerza del Sur le impelió a trepar la ladera, desafiando la gravedad. Desesperado —porque sabía que si llegaba arriba nunca más podría resistir la atracción— braceaba buscando poder prenderse de algo. Encontró una roca prominente. Se aferró a ella con ambas manos, sujetándose furiosamente para repeler la inexorable tracción. Su cuerpo giró hasta quedar tendido verticalmente sobre la pared, cabeza abajo. Si ahora se deslizaba, se vería arrastrado cuesta arriba y luego descendería hacia el Sur.

Metió una mano en la mochila y sacó el gancho, al que logró fijar debajo de la saliente. Le ató un extremo de la cuerda. El otro extremo se lo ató en la muñeca.

La presión del Sur era ahora tan enorme que virtualmente contrarrestaba la fuerza normal de gravedad.


La materia de la montaña cambiaba debajo de él. La pared dura, casi vertical, lentamente se iba ensanchando de Este a Oeste, se achataba, de modo que, a sus espaldas, la cima del cerro parecía ir encaramándose sobre su cuerpo. Vio una grieta en la roca que poco a poco se cerraba. Extrajo el gancho y lo clavó en la grieta. Instantes más tarde, el gancho estaba firmemente calzado.


La cúspide se había dilatado y ahora estaba debajo de su cuerpo. La presión del Sur se apoderó de él transportándolo por encima de la montaña. No se soltó la cuerda, y quedó suspendido horizontalmente.

Lo que hasta ese momento era la montaña se convirtió en una dura protuberancia debajo de su pecho. Su estómago descansaba contra lo que había sido el valle. Sus pies se agitaban en busca de un punto de apoyo sobre lo que había sido otro cerro.

Estaba aplastado contra la superficie del mundo, un gigante recostado sobre una antigua región montañosa.


Levantó el cuerpo tratando de aliviar su posición. Al alzar la cabeza notó de pronto que le faltaba el aire. Soplaba un viento fuerte, gélido, del Norte, pero carecía del oxigeno necesario. Volvió a inclinar la cabeza, apoyando el mentón en el suelo. A esa altura podía inspirar aire suficiente para sobrevivir. Hacía un frío terrible.

Impulsadas por el viento, las nubes flotaban a pocos centímetros de la tierra formando una sábana blanca. Daban vueltas alrededor del rostro de Helward, esparciéndose sobre su nariz como la espuma en la proa de un barco. Tenía la boca debajo de las nubes. Los ojos, arriba. Helward miró adelante, a través de la atmósfera enrarecida. Miró hacia el Norte.

Estaba en el borde del mundo, cuya mole principal yacía frente a él.

Podía ver el orbe entero.

Al Norte, el terreno era llano. Tan liso como la tabla de una mesa. Pero en el centro, la tierra se elevaba de la llanura en una espiral cóncava, perfectamente simétrica. Se iba angostando cada vez más, hacia arriba, estilizándose, llegando tan alto que era imposible ver dónde terminaba.

Era de múltiples colores. Había amplias zonas marrones y amarillas, tachonadas de verde. Más al Norte, una región azul, de un azul puro, oriental, que encandilaba la vista. Encima de todo, el blanco de las nubes en largas, tenues espirales, en brillantes enjambres, formando diseños escamosos.

El sol se estaba poniendo. Rojo al Noreste, relucía contra un horizonte imposible.

La forma del sol era la de siempre Un ancho disco chato que podía ser un ecuador. En el centro, al Norte y al Sur, se dibujaban sus polos como espirales cóncavas.

Helward había visto tantas veces el sol que ya no cuestionaba su apariencia. Pero ahora sabía que el mundo tenía también la misma forma.

CAPÍTULO NUEVE

El sol se puso y el mundo quedó a oscuras.

La presión del Sur era tan intensa que su cuerpo apenas rozaba lo que antes fueran montañas. En la penumbra, pendía verticalmente de la soga. La razón le decía que seguía en posición horizontal, pero la razón se hallaba en conflicto con la sensación.

Ya no podía confiar en la resistencia de la cuerda. Estiró los brazos, apretó los dedos contra dos pequeñas salientes rocosas (¿alguna vez habrían sido montañas?) y subió.

La superficie era ahora más lisa. Helward no podía encontrar un punto firme de donde sujetarse. Con mucha dificultad descubrió que podía hundir los dedos en la tierra, lo suficiente para lograr agarrarse por el momento. Nuevamente se arrastró hacia adelante. Era cuestión de unos pocos centímetros... pero en otro sentido, cuestión de kilómetros. La fuerza del Sur aparentemente no decrecía.


Se soltó de la cuerda y gateó con las manos. Varios centímetros después sus pies tocaron el pequeño risco que antes fuera una montaña. Presionó fuertemente y siguió avanzando.

Poco a poco fue disminuyendo la fuerza hasta que ya no fue necesario sujetarse. Helward se relajó un instante. Trató de recobrar el aliento. Al hacerlo, percibió que la presión volvía a aumentar, de modo que continuó moviéndose. Logró luego apoyarse sobre las manos y las rodillas.

No había mirado hacia el Sur. ¿Qué era lo que antes había detrás de él?


Se arrastró largo trecho hasta que se sintió capaz de pararse. Así lo hizo, inclinándose hacia el Norte para contrarrestar la fuerza. Caminó para adelante, notando que paulatinamente se reducía la inexplicable resistencia. Al rato se había alejado de la peor zona de presión, lo suficiente como para sentarse en el suelo y hacer un verdadero descanso.

Miró hacia el Sur. Todo era tinieblas. Sobre su cabeza, las nubes que antes habían chocado contra su cara ocultaban ahora la luna a la cual, por ignorancia, jamás había cuestionado. También ella tenía una forma extraña. Helward la había visto muchas veces, y siempre la había aceptado así.

Prosiguió la marcha hacia el Norte notando que la inmensa presión era cada vez menor. El paisaje que lo rodeaba era oscuro, sin rasgos prominentes. No le prestó atención. Una sola idea imperaba en su cerebro: que, antes de echarse a descansar, debía retirarse bastante como para no verse otra vez arrastrado a la zona de presión. Ahora conocía una de las verdades fundamentales de este mundo: que de hecho la tierra se movía, como había dicho Collings. En el Norte, donde estaba la ciudad, el terreno se movía con una casi imperceptible lentitud, aproximadamente una milla en diez días. Pero en el Sur se movía más rápido, y su aceleración era exponencial. Lo comprobó al ver cómo se transformaban los cuerpos de las chicas. En el lapso de una noche la tierra se había alejado lo necesario como para que sus cuerpos se vieran afectados por las distorsiones laterales a que —ellas, él no— estaban sujetas.

La ciudad no podía detenerse. Estaba condenada a avanzar toda la vida porque si se paraba comenzaría el largo y lento recorrido hasta el pasado, y eventualmente llegaría a la zona en que las montañas se hacían riscos de pocos centímetros de alto, en que una irresistible fuerza la barrería, destruyéndola.

A esa altura, mientras caminaba lentamente hacia el Norte, cruzando el terreno extraño, sombrío, no alcanzaba a comprender lo que había experimentado. Todo se oponía a la lógica. La tierra era estática, no podía desplazarse. Las montañas no se deformaban. Los seres humanos no. se achicaban hasta los treinta y cinco centímetros de altura. Las quebradas no se angostaban. Los bebés no se ahogaban con la leche materna.


A pesar de que había caído la noche, no experimentaba más cansancio que el provocado por el esfuerzo físico que realizó en la ladera de la montaña. Le parecía que el día había pasado con suma rapidez.

Había traspuesto la zona de máxima presión, pero la tenía demasiado presente como para hacer un alto. No era nada agradable imaginarse durmiendo mientras la tierra se movía debajo de uno, transportándolo ineluctablemente hacia el Sur.

Helward era un microcosmos de la ciudad. Al igual que ella, tampoco podía permitirse un descanso.


Por último lo venció el cansancio. Se tiró en el suelo duro y durmió.

Lo despertó el sol naciente, y lo primero que hizo fue pensar en la presión del Sur. Alarmado, se levantó de un salto y puso a prueba su equilibrio. La fuerza subsistía pero no era más poderosa que la de la noche anterior.

Miró hacia el Sur.

Increíblemente, allí estaban las montañas.

Eso era imposible. Él las había visto, había sentido cómo se reducían hasta convertirse en una pequeña piedra de no más de cinco centímetros de altura. Y sin embargo, era obvio que estaban ahí, escarpadas, de formas irregulares, coronadas de nieve.

Helward buscó su mochila y pasó revista al contenido.

Había perdido la cuerda y el gancho, y gran parte de su equipo había quedado con las chicas cuando las extraviara, pero aún tenía una cantimplora con agua, una bolsa de dormir y varios paquetes de alimentos deshidratados. Suficiente para subsistir un tiempo.

Comió algo. Luego se colocó la mochila.

Echó una rápida mirada al sol, decidido esta vez a no perder el rumbo.

Enfiló al Sur, hacia las montañas.

La presión crecía lentamente a su alrededor, tironeándolo para adelante. A medida que contemplaba las montañas éstas parecían perder altura. La tierra que pisaba se hacía más densa.

Sobre su cabeza, el sol se movía más rápido que lo debido.

Luchando contra la fuerza, Helward se detuvo cuando advirtió que las montañas eran sólo una línea ondulante de colinas.

No estaba equipado para ir más lejos. Dio media vuelta y se dirigió al Norte. Una hora más tarde cayó la noche.


Prosiguió la marcha en las tinieblas hasta que notó que la presión era baja. Sólo entonces descansó.

Cuando volvió la luz del día, las montañas estaban a la vista... con aspecto de montañas.

No intentó moverse sino que esperó en el mismo lugar. A medida que avanzaba el día, crecía la fuerza. Sintió que el movimiento de la tierra lo llevaba en dirección a las montañas. Mientras observaba, las vio extenderse lentamente en sentido lateral.

Levantó campamento y enfiló al Norte antes de que oscureciese. Había visto lo suficiente. Era hora de regresar a la ciudad.

Inexplicablemente, esta idea le preocupaba. ¿Debería presentar algún informe acerca de lo ocurrido?

Había cosas que no podía siquiera asimilar, ni mucho menos unir lo que había visto y vivido con un orden coherente, para describírselo a alguien.

En medio de todo ello estaba la pasmosa visión del mundo desplegado ante sus ojos. ¿Alguna vez alguien habría vivido semejante experiencia? ¿Cómo podía la mente abarcar un concepto del cual el ojo había sido incapaz de apreciar su total extensión? A diestra y siniestra la superficie del mundo se extendía aparentemente sin fronteras. Sólo al Norte había una definición de forma: ese curvo, elevado pináculo que se estiraba hasta el infinito.

Y lo mismo el sol. Y lo mismo la luna. Y lo mismo —que él supiera— todos los cuerpos del universo visible.

¿Cómo podía informar que había conducido a las chicas sanas y salvas a su aldea siendo que alcanzaron un estado en el cual él no podía siquiera verlas ni comunicarse con ellas? Habían penetrado en su propio mundo, totalmente ajeno al de él.

¿Qué había pasado con el bebé? Obviamente de la ciudad —ya que, al igual que él, no se había visto afectado por las distorsiones que lo rodeaban— era probable suponer que Rosario lo había abandonado... y que estaría muerto. Incluso si aún siguiera con vida el movimiento de la tierra lo transportaría al Sur, a la zona de la presión, donde no podría sobrevivir.

Absorto en sus pensamientos, Helward proseguía su marcha sin prestar atención al paisaje. Cuando hizo un alto para tomar agua miró a su alrededor y, sorprendido, comprobó que reconocía el terreno.

Estaba en la zona rocosa, al Norte de la quebrada, donde se había erigido el puente.

Bebió varios sorbos de agua y dio unos pasos atrás. Para encontrar el camino a la ciudad debía volver a ubicar las vías, y el sitio del puente sería el mejor punto de referencia.

Halló el arroyo que, preocupado como estaba, debía haber cruzado sin darse cuenta. Siguió su curso preguntándose si sería el mismo de antes, porque parecía ser un diminuto arroyuelo. A su debido tiempo las costas se hicieron más empinadas y escarpadas, pero no había rastros de la quebrada.

Helward trepó por la ribera y caminó en sentido contrario al de la corriente. Aunque le resultaba familiar, el aspecto del arroyo estaba distorsionado, y podía tratarse de otro enteramente.

Después divisó un óvalo largo, negro, cerca del borde del agua. Bajó a examinarlo. Había un leve olor a quemado... Al inspeccionarlo más detenidamente se percató de que era la huella de una fogata. La que él mismo había encendido para acampar.

El arroyo no tenía más de un metro de ancho. Sin embargo, cuando él estuvo ahí con las chicas, tenía más de tres. Luego de mucho buscar halló unas marcas en el terreno que podían ser los rastros de una torre de suspensión.

Desde una orilla a la otra, la distancia era de unos cinco o seis metros. La caída al agua, de pocos centímetros.

Por este lugar había cruzado la ciudad.

Se dirigió al Norte y enseguida encontró la huella de un durmiente. Tenía cinco metros de largo. El más próximo estaba a diez centímetros de distancia.


A la noche siguiente el paisaje había recuperado las proporciones que Helward conocía. Los árboles parecían árboles, y no arbustos achaparrados. Los guijarros eran redondos, el pasto crecía en bloques, no desparramado como una gran mancha verde. Los rieles estaban demasiado separados según las medidas de la ciudad, pero Helward presentía que su viaje no se prolongaría mucho más.

Había perdido la cuenta de los días transcurridos. No obstante, el terreno le resultaba cada vez más familiar y sabía que, hasta el momento, el tiempo que estuvo fuera de la ciudad había sido considerablemente más breve que lo que Clausewitz había anticipado. Aún contando los dos o tres días que parecieron pasar tan rápido, cuando estuvo en la zona de presión, la ciudad no podía haber avanzado más de una o dos millas hacia el Norte en ese intervalo.

Este pensamiento le dio ánimos, dado que iban mermando sus reservas de agua y alimentos.

Seguía caminando, pasaban los días. Todavía no había rastros de la ciudad, y los rieles tampoco se angostaban hasta adquirir la separación habitual. Estaba tan acostumbrado a la noción de distorsión lateral en el Sur que ya no le resultaba raro.

Una mañana, le acometió un nuevo pensamiento: durante varios días no había cambiado la distancia entre los rieles. ¿Podría ser que hubiese encontrado una zona en la cual el movimiento de la tierra fuese equivalente a la velocidad de su propio andar? ¿Es decir, que él estuviese como el ratón en la noria, sin avanzar jamás?

Apuró el paso pero pronto prevaleció la razón. Al fin y al cabo, había podido abandonar el área de presión donde era más intenso el movimiento hacia el Sur. Le quedaban nada más que dos paquetes de comida, y en dos oportunidades tuvo que buscar agua a su alrededor.

El día que se le acabaron los alimentos sintió de pronto una gran emoción. Ya no se moriría de hambre. ¡Reconocía el lugar donde se hallaba! Era la región que había recorrido a caballo con Collings, dos o tres millas al Norte del óptimo en aquel entonces.

Calculaba que había viajado a lo sumo durante tres millas, de manera que pronto debía divisar la ciudad.

Adelante, las huellas de las vías continuaban hasta un pequeño risco. Y ni rastros de la ciudad. Los pozos de los durmientes se veían aún distorsionados, y la próxima hilera de huellas estaba a una cierta distancia.

Lo cual podía significar —razonaba Helward— que, durante su ausencia, la ciudad se había desplazado con mayor velocidad. Quizás hasta hubiese pasado el óptimo, y se encontrase en la zona donde la tierra se movía más lentamente. Comenzaba a comprender por qué la ciudad seguía desplazándose: tal vez, más allá del óptimo, hubiese una zona donde la tierra no se moviese en absoluto.

Caso en el cual la ciudad podría detenerse... La gran noria terminara.

CAPÍTULO DIEZ

Helward pasó la noche hambriento, durmió mal. Por la mañana bebió unos tragos de agua y de inmediato emprendió la marcha. Pronto tenía que aparecer la ciudad...

A la hora de más calor se vio forzado a descansar. La región era yerma, descampada; no había sombra. Se sentó junto al riel.

Miraba desolado hacia adelante cuando vio algo que le dio nuevas esperanzas. Tres personas se acercaban caminando lentamente por la vía. Debían ser de la ciudad, mandadas para buscarlo a él. Esperó, débil, que se aproximaran.

Cuando llegaron intentó pararse pero tropezó y quedó tendido en el suelo.

—¿Eres de la ciudad?

Helward abrió los ojos y miró a su interlocutor. Se trataba de un hombre joven, vestido con el uniforme de aprendiz de un gremio. Asintió con la cabeza. Tenía floja la mandíbula.

—Estás enfermo... ¿Qué te ocurre?

—Estoy bien. ¿Tienes algo de comida?

—Bebe esto.

Le extendieron una cantimplora. Helward tomó un trago. El agua era distinta; tenía el gusto insulso del agua de la ciudad.

—¿Puedes pararte?

Con ayuda, Helward logró ponerse de pie, y juntos fueron hasta unos arbustos cercanos. Helward se sentó en la tierra. El muchacho abrió su mochila. Helward de inmediato advirtió que la mochila era idéntica a la suya.

—¿Yo te conozco? —dijo.

—Soy el aprendiz Kellen Li-Chen. ¡Li-Chen! Lo recordaba del internado.

—Yo soy Helward Mann.

Kellen Li-Chen abrió un paquete de alimentos deshidratados y les echó un poco de agua. Luego le extendió a Helward el conocido potaje gris, y éste empezó a comerlo con más entusiasmo que nunca en su vida.

A unos metros de distancia, esperaban dos chicas.

—Vas camino al pasado —dijo, entre bocado y bocado.

—Sí.

—Yo vengo de allí.

—¿Cómo es?

De pronto Helward recordó su encuentro con Torrold Pelham, en circunstancias casi exactas.

—Ya estás en el pasado —respondió—. ¿No lo percibes? Kellen negó con la cabeza.

—¿A qué te refieres? —preguntó.

Helward se refería a la fuerza del Sur, a la sutil presión que aún sentía al caminar. Pero entendía que Kellen no se hubiese dado aún cuenta. No se podía distinguir una sensación nueva mientras no se la hubiese experimentado hasta las últimas consecuencias.

—Es imposible describirlo. Ve al pasado y lo comprobarás por ti mismo.

Helward echó una ojeada a las chicas, que estaban sentadas en el suelo, dándoles deliberadamente la espalda. No pudo evitar sonreír para sus adentros.

—Kellen, ¿cuánto falta para llegar a la ciudad?

—Aproximadamente cinco millas. ¡Cinco millas! Entonces ya debía haber pasado el óptimo.

—¿Puedes darme algo de comida? Un poquito, nada más... Lo suficiente para llegar a la ciudad.

—Por supuesto.

Kellen extrajo cuatro paquetes y se los extendió. Helward se quedó mirándolos un instante. Luego le devolvió tres.

—Con uno me basta. Los otros te van a hacer falta.

—Yo no tengo que ir muy lejos —dijo Kellen.

—Lo sé... pero lo mismo los precisarás. ¿Cuánto tiempo hace que dejaste el internado, Kellen?

—Unas quince millas.

Sin embargo, Kellen era mucho menor que él. Recordaba claramente que iba dos grados más atrás en el internado. Debían estar reclutando aprendices más jóvenes ahora. No obstante, Kellen parecía maduro, y su cuerpo no era el de un adolescente.

—¿Qué edad tienes?

—Seiscientas sesenta y cinco millas.

Eso no podía ser... Debía ser por lo menos cincuenta millas menor que él mismo. Helward calculaba su propia edad en seiscientas setenta.

—¿Has estado trabajando en las vías?

—Sí. Es un trabajo extremadamente duro.

—Ya sé. ¿Cómo es que la ciudad ha podido moverse tan rápido?

—¿Tan rápido? Pasó por un mal período. Tuvimos que cruzar un río, y actualmente se está demorando en una región muy quebrada. Hemos perdido mucho terreno. Cuando yo salí, estaba seis millas atrasada con respecto al óptimo.

—¡Seis millas! ¿Entonces el óptimo se ha movido con mayor rapidez?

—Que yo sepa, no —Kellen miraba a las chicas por encima del hombro—. Creo que deben amos seguir nuestro camino. ¿Te sientes bien?

—Sí. ¿Cómo te va con ellas? Kellen sonrió.

—No me va mal —respondió—. Está la barrera del idioma, pero pienso que podemos encontrar un poco de vocabulario en común.

Helward se rió, y nuevamente se acordó de Pelham.

—Trata de hacerlo pronto —dijo—. Después resulta un poco difícil.

Kellen Li-Chen lo miró fijo un segundo. Luego se puso de pie.

—Cuanto antes, mejor. —Fue en busca de las chicas, quienes se pusieron a protestar en voz alta porque el descanso había sido muy breve. Cuando pasaron junto a él, Helward notó que una de ellas se había desprendido la blusa y la llevaba atada con un nudo.


Con la ayuda que Kellen le había dado, Helward estaba seguro de poder llegar a la ciudad sin mayores problemas. Después de la tremenda distancia que había recorrido, cinco millas le parecían nada, y pensó que podría arribar a destino al anochecer. El paisaje que lo rodeaba era totalmente extraño y, a pesar de lo que le había dicho Kellen, daba la impresión de que la ciudad había avanzado considerablemente durante su ausencia.

Cayó la noche y aún no había rastros de la ciudad.

La única señal alentadora era que las huellas de los durmientes teman dimensiones más normales. Helward hizo un alto para tomar agua y aprovechó para medir el pozo más próximo, comprobando que tenía alrededor de un metro ochenta de largo.

Hacia adelante el terreno se elevaba, y podía ver un risco sobre el cual se prolongaban las marcas del riel. Pensó que la ciudad debía estar del otro lado, en el valle, de manera que apuró el paso para poder divisarla antes que se hiciese de noche.

El sol rozaba ya el horizonte cuando alcanzó la cima del promontorio y miró hacia abajo.

Vio un ancho no. Los rieles que estaban hasta la margen Sur... y continuaban en la ribera opuesta. Según pudo apreciar, las vías cruzaban todo el valle y se perdían en una zona boscosa. Tampoco halló rastros de la ciudad.

Enojado y confundido, permaneció contemplando el panorama hasta que oscureció. Luego, se decidió a acampar.

Por la mañana reanudó la marcha apenas despuntó el alba, y en pocos minutos estaba en la orilla del río. De esta margen había muchos signos de actividad humana: la tierra más cercana al agua estaba revuelta y convertida en un barro pegajoso, y había gran cantidad de maderas desechadas y durmientes partidos. En el agua misma había varios pilotes de madera, presumiblemente lo único que quedaba del puente que la ciudad debió haber construido.

Helward se metió al río sosteniéndose del pilote más próximo. Luego de haberse internado, comenzó a nadar, pero la corriente lo arrastró un largo trecho antes de que pudiera salir con dificultad, a la costa Norte.

Empapado, caminó no arriba hasta alcanzar las huellas del riel. Como la mochila y la ropa le pesaban mucho, se desvistió y tendió las prendas al sol. Luego extendió también la mochila y la lona. Al cabo de una hora se había secado la ropa, de modo que volvió a vestirse y se preparó para partir. La bolsa de dormir no estaba del todo seca, pero pensó orearla en la próxima parada.

Cuando se estaba colocando la mochila escuchó un ruido y algo le golpeó en el hombro. Dio vuelta la cabeza justo en el instante en que una flecha caía a la tierra.

Se tiró al suelo.

—¡Quédese ahí donde está!

Miró hacia el lugar de donde provenga la voz. No alcanzaba a ver a su interlocutor, pero divisó unos arbustos a unos cincuenta metros.

Helward examinó su hombro. La flecha le había arrancado un pedazo de manga, pero no lo había lastimado. Estaba indefenso al haber perdido su ballesta junto con el resto de su equipo.

—Yo salgo... Usted no se mueva.

Al instante salió de atrás de los arbustos un hombre que vestía el uniforme de aprendiz de un gremio, apuntando a Helward con su arco.

—¡No dispare! ¡Soy un aprendiz de la ciudad! El hombre no dijo nada sino que siguió avanzando. Se detuvo cuando estaba a cinco metros.

—Está bien... Párese.

Helward así lo hizo, confiando en que el hombre lo reconociese.

—¿Quién es usted?

—Soy de la ciudad —respondió Helward.

—¿De qué gremio?

—Del Futuro.

—Dígame la última frase del juramento. Helward agitó la cabeza sorprendido.

—¿Qué diabl...?

—Vamos, el juramento.

—Todo esto lo juro sabiendo cabalmente que la violación de cualquiera...

El hombre bajó su arco.

—De acuerdo —dijo—. Yo tenía que asegurarme. ¿Cómo es su nombre?

—Helward Mann.

El otro lo miró detenidamente.

—¡Dios mío, no te había reconocido! ¡Te has dejado la barba!

—¡Jase!

Los dos muchachos se miraron fijo unos segundos más. Luego se saludaron calurosamente. Helward notó que ambos habían cambiado —hasta el punto de no poder reconocerse— desde la última vez que se vieran. En ese entonces los dos eran niños imberbes, atormentados por las frustraciones del internado. Allí, Gelman Jase acostumbraba demostrar un profundo desdén por el sistema de vida que se les imponía y asumía el rol de líder irresponsable de los chicos que no «maduraban» con rapidez. Nada de ello notó Helward en su amigo mientras permanecían junto al no, renovando su antigua amistad. Las experiencias de Jase fuera de la ciudad lo habían curtido humana y físicamente. Ninguno de los dos se asemejaba a aquellos niños inocentes, pálidos, no desarrollados. Ahora estaban bronceados, tenían barba y un aspecto robusto, fuerte. Ambos habían madurado rápidamente.

—¿Por qué me disparaste? —preguntó Helward.

—Creí que eras un nativo.

—¿Acaso no viste el uniforme?

—Eso ya no significa nada.

—Pero...

—Mira, Helward, las cosas están cambiando. ¿Cuántos aprendices viste allá en el pasado?

—Dos. Tres, contándote a ti.

—Bueno. ¿Sabías que mandan un aprendiz al pasado cada milla? Debería haber muchos más allá. Y como todos seguimos la misma ruta, tendríamos que encontrar alguno casi diariamente. Pero los nativos se están avivando. Matan a los aprendices y les quitan los uniformes. ¿A ti te atacaron?

—No —respondió Helward.

—A mí, sí.

—Podrías haberme hecho identificar antes de dispararme.

—Apunté para no herirte.

Helward le mostró la manga rasgada.

—Entonces tienes una pésima puntería.

Jase fue hasta el lugar donde había caído su flecha. La alzó, comprobó que estaba intacta y volvió a guardarla en su carcaj.

—Será mejor que tratemos de llegar a la ciudad —dijo, al regresar.

—¿Sabes dónde está? Jase parecía preocupado.

—No alcanzo a entender —dijo—. He venido caminando por millas y millas. ¿Es que de pronto la ciudad aceleró la marcha?

—Que yo sepa, no. Ayer me crucé con otro aprendiz que me dijo que, de hecho, la ciudad se había demorado.

—Entonces, ¿dónde diablos está? —dijo Jase.

—Por allá arriba. —Helward señaló las huellas de las vías que rumbeaban al Norte.

—Vamos, pues.


Al final del día no habían logrado aún divisar la ciudad —a pesar de que, aparentemente, las vías tenían ya dimensiones más normales—, y acamparon en un bosquecillo atravesado por un arroyo de agua pura.

Jase estaba mucho mejor equipado que Helward. Además de la ballesta, tenía una bolsa de dormir de más (la de Helward había tomado feo olor por la humedad, así que la tiró), una carpa y gran cantidad de alimentos.

—¿Qué te pareció? —preguntó Jase.

—¿El pasado?

—Todavía estoy tratando de entenderlo —respondió Helward—. ¿Y a ti?

—No sé. Supongo que lo mismo. No puedo interpretar lo que vi, y sin embargo sé que lo he visto y lo he vivido, de modo que debe ser así, no más.

—¿Cómo es posible que la tierra se mueva?

—¿También tú lo notaste? —dijo Jase.

—Creo que sí. Eso era lo que pasaba, ¿no?

Mas tarde, cada uno relató lo que había ocurrido luego de abandonar el internado. Las experiencias de Jase eran muy distintas de las de Helward.

Había salido del internado varias millas antes que Helward y había llevado una vida similar a la de él, trabajando fuera de la ciudad. Una diferencia fundamental, no obstante, era que no había contraído matrimonio y había sido invitado a alternar con las mujeres «transferidas». De resultas de lo cual, ya conocía a las dos muchachas que debió llevar consigo en su viaje al pasado.

Había escuchado muchas de las historias que los lugareños contaban acerca de la gente de la ciudad. Que la ciudad estaba poblada por gigantes, que saqueaban y mataban, que violaban a las mujeres.

A medida que proseguía su camino, advirtió que las chicas se mostraban muy atemorizadas. Cuando les preguntó el motivo respondieron que sabían con certeza que su propia gente iba a matarlas. Querían volver a la ciudad. A esa altura Jase ya notaba los primeros efectos de la distorsión lateral, y sentía curiosidad. Les dijo que, si querían, podían volver por su cuenta. Que quería pasar un día solo, y luego regresaría también al Norte.

Llegó más al Sur pero no vio mucho que le interesara. Después, fue en busca de las chicas y las encontró al cabo de tres días. Les habían cortado el pescuezo y colgaban, boca abajo, de un árbol. Sin darle tiempo a reponerse de la impresión, lo atacó una multitud de nativos vestidos con uniformes de aprendices. Logró fugarse, pero los hombres lo persiguieron. Los tres días siguientes fueron una pesadilla. Mientras escapaba, se cayó y se torció un pie. Rengo como estaba, no podía hacer otra cosa que esconderse. Se había apartado mucho de los rieles. Luego se suspendió la cacería y Jase quedó solo. Permaneció escondido, pero poco a poco comenzó a sentir la presión del Sur. No conocía la zona. Le describió a Helward el terreno llano, descampado, la tremenda fuerza, el modo en que se producían las distorsiones físicas.

Prosiguió su relato diciendo que intentó volver hasta las vías pero que avanzaba con suma dificultad por su pierna débil. Finalmente debió sujetarse al suelo con el gancho y la cuerda hasta que pudo volver a caminar. La presión del Sur no cesaba y, temiendo que la soga no resistiera, comenzó a arrastrarse hacia el Norte. Al cabo de un largo y difícil período, consiguió salir de la zona de mayor presión, y se encaminó a la ciudad.

Anduvo errante mucho tiempo, sin encontrar los rieles, razón por la cual adquirió un conocimiento mucho más profundo que Helward de la zona.

—¿Sabías que hay otra ciudad más allá? —dijo señalando la región al Oeste de la vía.

—¿Otra ciudad? —dijo Helward, incrédulo.

—No es como Tierra sino que está construida sobre el terreno.

—¿Pero cómo...?

—Es inmensa. Diez, veinte veces más grande que Tierra. Al principio no me di cuenta de que era una ciudad... Creí que era una aldea, pero más grande. Mira, Helward, es una ciudad como aquellas de que nos hablaban en el internado... las del planeta Tierra. Cientos, miles de edificios... todos afirmados en el suelo.

—¿Y había mucha gente?

—No mucha. Vi grandes daños. No sé lo que ocurrió, pero la mayor parte de ella parecía abandonada. Me fui enseguida porque no quería que me vieran. Pero es un espectáculo hermoso... todos esos edificios...

—¿Podemos ir ahora?

—No. Hay demasiados nativos. Algo está pasando por aquí. La situación no es la misma. La gente de la zona se está organizando mejor, hay líneas de comunicación. Antes, cuando la ciudad acudía a un poblado, nosotros éramos las primeras personas que los nativos habían visto durante largo tiempo. Sin embargo, por cosas que me contaron las chicas, me dio la impresión de que ya no es ése el caso. Se corren rumores acerca de la ciudad... y los nativos nos odian. Siempre nos odiaron, pero en pequeños grupos eran débiles. Creo que ahora quieren destruir la ciudad.

—Y es por eso que se disfrazan de aprendices —dijo Helward, sin captar cabalmente la seriedad del tono de Jase.

—Eso es sólo una parte. Roban la ropa de los aprendices que matan para poder seguir matando con más facilidad. Pero si deciden atacar la ciudad, lo harán cuando estén bien organizados.

—No puedo creer que lleguen a ser una amenaza.

—Tal vez no... pero tuviste suerte.


Partieron por la mañana temprano. Caminaron todo el día, haciendo paradas de tan sólo unos minutos. Junto a ellos, las huellas de las vías habían recobrado sus medidas naturales. Apretaban el paso pensando que faltaban unas pocas horas para llegar.

Al caer la tarde vieron que el riel hacía una curva para rodear una colina. Cuando alcanzaron la cima divisaron la ciudad adelante, estacionada en un ancho valle.

Se detuvieron, miraron hacia abajo.

La ciudad había cambiado.

Había algo de su apariencia que impulsó a Helward a bajar corriendo la loma.

Desde lo alto, distinguían signos de actividad normal alrededor de la ciudad: atrás, cuatro cuadrillas de hombres removiendo los rieles; adelante, una cuadrilla más numerosa hundiendo los pilotes en el río que actualmente obstaculizaba el avance a la ciudad. Pero el aspecto de ésta se había modificado. La parte posterior estaba deforme, ennegrecida...

Se habían reforzado las guardias de la milicia. Enseguida a Helward y Jase se les ordenó hacer alto para averiguar su identidad. Los dos echaban chispas por la demora ya que era obvio que había ocurrido un desastre mayúsculo. Mientras esperaban el permiso para proseguir, Jase se enteró por los milicianos que los nativos los habían atacado dos veces. El segundo ataque había sido más serio que el primero. Habían muerto veintitrés soldados, y todavía estaban contando los cadáveres dentro de la ciudad.

La emoción del regreso se vio pronto empañada por el espectáculo. Cuando les llegó el permiso, Helward y Jase continuaron caminando en silencio.

El internado había sido arrasado y fueron los niños quienes murieron..


En el interior de la ciudad muchas cosas habían cambiado. La impresión que esos cambios produjeron en Helward fue impactante, pero no tuvo tiempo de demostrar ninguna reacción. Observaba todo tratando, de no pensar, hasta que cedieran un poco las presiones externas. No podía abandonarse a sus propios pensamientos.

Se enteró de que su padre había fallecido a las pocas horas de salir él de viaje. La angina le había provocado un paro cardíaco. Clausewitz le dio la noticia y le informó que había finalizado su período de aprendizaje.

Otra noticia: Victoria había dado a luz un varón, que luego murió durante el ataque a la ciudad.

Otra noticia: Victoria había firmado un formulario que declaraba nulo su matrimonio. Ahora vivía con otro hombre y estaba nuevamente encinta.

Y algo más, implícitamente relacionado con todos estos acontecimientos y no por ello más comprensible:

Helward vio el calendario central que, durante su ausencia, la ciudad se había movido setenta y tres millas y que aún estaba atrasada ocho millas con respecto al óptimo. Según su propia y subjetiva escala de tiempo, Helward había estado ausente no más de tres millas.

Aceptó todos estos hechos. La reacción vendría luego. Entre tanto, era inminente otro ataque.

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