PRIMERA PARTE

CAPÍTULO UNO

Yo había cumplido las seiscientas cincuenta millas de edad. Del otro lado de la puerta estaban reunidos los gremialistas para una ceremonia durante la cual me recibirían como aprendiz del gremio. Era un instante de excitación y de temor. Significaba concentrar en unos minutos lo que había sido mi vida hasta entonces.

Mi padre era gremialista y yo siempre había observado su vida desde una cierta distancia. Me parecía una existencia esclavizante, llena de determinación, ceremonias y responsabilidades. No me contaba nada de su vida ni de su trabajo, pero su uniforme, su conducta incierta y sus frecuentes ausencias de la ciudad dejaban traslucir una preocupación por asuntos de suma importancia.

Dentro de pocos minutos me abrirían las puertas para ingresar a ese mundo. Era un honor e implicaba asumir responsabilidades, y ningún muchacho que se hubiese criado encerrado entre las paredes del internado podía dejar de estremecerse ante el impacto de este gran paso.

El internado era un edificio pequeño, situado en el extremo Sur de la ciudad. Estaba casi totalmente cerrado por pasillos, salas y habitaciones. No había un acceso al resto de la ciudad excepto trasponiendo una puerta que generalmente estaba cerrada con llave, y la única oportunidad de hacer algo de ejercicio existía en un pequeño gimnasio y en un diminuto espacio abierto, rodeado por los cuatro costados por las altas paredes de los edificios del internado.

Al igual que los demás niños, poco después de nacer me entregaron a las autoridades del internado, y no conocía otro mundo. No conservaba recuerdos de mi madre, que había partido de la ciudad poco después de nacer yo.

Había sido una experiencia monótona pero no triste. Me había hecho de buenos amigos, y uno de ellos —un chico varias millas mayor que yo, llamado Gelman Jase—, se había convertido en aprendiz de un gremio poco antes que yo. Tenía muchas ganas de volver a encontrarme con Jase. Lo había visto una sola vez desde que cumpliera la mayoría de edad cuando hizo una breve visita al internado: ya había adoptado el leve aire de preocupación de los gremialistas, y no pude enterarme por él de nada. Ahora que yo también me convertiría en aprendiz pensé que él tendría muchas cosas que contarme.

El director regresó a la antecámara donde yo estaba parado.

—Están listos —dijo—, ¿Recuerda lo que tiene que hacer?

—Sí.

—Buena suerte.

Estaba temblando y se me humedecieron las palmas de las manos. El director que esa mañana me había traído del internado, me sonrió cariñosamente. Creía conocer mi tremendo sufrimiento, pero realmente conocía sólo la mitad.

Luego de la ceremonia me aguardaban otras cosas. Mi padre me había dicho que ya había arreglado mi casamiento. Yo había tomado la noticia con serenidad porque sabía que los gremialistas debían casarse jóvenes, y ya conocía a la chica elegida. Era Victoria Lerouex, y nos hablamos criado juntos en el internado. Si bien no nos conocíamos mucho —no había demasiadas chicas en el internado, y solían andar en un grupo muy cerrado— al menos no éramos extraños. Aun así, la idea de casarme me resultaba nueva, y no tuve mucho tiempo para prepararme mentalmente, para el matrimonio.

El director echó una rápida mirada al reloj.

—Muy bien, Helward. Ya es la hora.

Nos estrechamos la mano y él abrió la puerta. Se introdujo en la sala, dejando la puerta abierta. Estaban encendidas las luces del techo.

El director se paró y se dio vuelta para dirigirse al estrado.

—Señor Navegante, solicito audiencia.

—Identifíquese. —Una voz distante. Desde mi ubicación en la antecámara, no alcancé a ver al que habló.

—Soy el Director Nacional Bruch. Siguiendo las órdenes de mi jefe he requerido la presencia de Helward Mann, que solicita ingresar como aprendiz en un gremio de primera clase.

—Lo reconozco, Bruch. Puede hacer pasar al aprendiz.

—Bruch se dio vuelta y me miró. Tal como habíamos ensayado con anterioridad, ingresé a la sala. En el centro habían instalado una pequeña tarima, y yo me acerqué y me ubiqué detrás de ella.

Quedé frente al tribunal.

Bajo el concentrado brillo de los reflectores estaba sentado un señor de edad, en un sillón de respaldo alto. Vestía una túnica negra adornada con un círculo blanco cosido en el pecho. A ambos lados de él había tres hombres parados. Todos usaban túnicas, pero cada una decorada con una faja de un color diferente. Reunidos en el centro de la sala, frente al estrado, había varios hombres y mujeres más. Entre ellos, mi padre.

Todos me miraban, y sentí que aumentaba mi nerviosismo. Se me hizo un blanco en la mente, y me olvidé de los esmerados ensayos con Bruch.

En el silencio que se produjo a mi entrada, miré hacia adelante, al hombre que ocupaba el centro del estrado. Era la primera vez que veía —y no digamos que tenía cerca— a un Navegante. En el internado a veces se hablaba deferentemente de esos hombres, y a veces los irrespetuosos lo hacían en tono de burla, pero siempre con un trasfondo de temor frente a esos personajes casi legendarios. El hecho de que uno de ellos estuviera presente sólo confirmaba el valor de esta ceremonia. De inmediato pensé en que sería una historia sensacional para contársela a mis compañeros... pero luego recordé que, a partir de este día, nada volvería a ser igual.

Bruch se había adelantado para dirigirme la palabra.

—¿Es usted Helward Mann?

—Sí, señor.

—¿Qué edad tiene?

—Seiscientas cincuenta millas.

—¿Se da cuenta de la importancia de su edad?

—Asumo las responsabilidades de un adulto.

—¿De qué manera piensa asumir dichas responsabilidades?

—Deseo ingresar como aprendiz en un gremio de primera clase a mi elección.

—¿Ya ha hecho la elección?

—Sí, señor.

Bruch giró y habló a los hombres del tribunal. Repitió el contenido de mis respuestas, aunque a mí me pareció que ellos podían haberlas escuchado cuando las pronuncié.

—¿Hay alguien que desee interrogar al aprendiz? —preguntó el Navegante a los otros hombres del estrado. Ninguno respondió.

—Muy bien. —El Navegante se puso de pie—. Acérquese, Helward Mann, y párese en un lugar donde yo pueda verlo.

Bruch se hizo a un lado. Abandoné la tarima y me adelanté hasta un lugar de la alfombra donde habían colocado un círculo blanco de plástico. Me paré en el centro del mismo. Durante unos segundos me observaron en silencio.

El Navegante se dirigió a uno de los hombres junto a él.

—¿Están aquí los proponentes?

—Sí, señor.

—Muy bien. Dado que éste es un asunto de gremio, debemos excluir a todos los otros.

El Navegante tomó asiento, y el hombre que estaba a su derecha se adelantó.

—¿Hay algún hombre aquí perteneciente a una categoría inferior a la primera? Si lo hubiere, que por favor tenga a bien retirarse.

Noté que, detrás de mí, Bruch hacía una leve inclinación de cabeza en dirección al escenario y abandonaba la sala. No fue el único. Del grupo de personas que ocupaban el centro de la sala, cerca de la mitad se retiró. Los que quedaron se volvieron hacia mí.

—¿Hay algún extraño entre los presentes? —dijo el hombre del estrado. Silencio—. Aprendiz Helward Mann, se halla usted ahora en compañía de gremialistas de primera clase. Una reunión de esta índole no es común en la ciudad, y deberá usted comportarse con la debida solemnidad. Se realiza en su honor. Cuando haya culminado su aprendizaje, estas personas serán sus pares, y usted estará sujeto, al igual que ellos, a las normas del gremio. ¿Queda entendido?

—Sí, señor.

—Ha elegido usted el gremio al que desea ingresar. Por favor dígalo, para que todos lo escuchen.

—Deseo ser un Investigador del Futuro.

—Muy bien; eso es admisible. Yo soy el Investigador del Futuro Clausewitz y soy su jefe gremial. Rodeándolo a usted están otros Investigadores del Futuro, al igual que representantes de otros gremios de primera clase. Aquí, a mi lado, se encuentran los jefes de los demás gremios de primera clase. En el centro, nos honra la presencia del Navegante Mayor Oisson.

Como Bruch me había hecho ensayar previamente, hice una gran reverencia al Navegante. La reverencia era lo único que recordaba de sus instrucciones; él me había dicho que no conocía los detalles de esta parte de la ceremonia, y que por lo tanto me limitara a demostrar el debido respeto al Navegante cuando me lo presentaran formalmente.

—¿Alguien propone a este aprendiz?

—Señor, yo deseo proponerlo. —Era mi padre el que hablaba.

—El Investigador del Futuro Mann ha hecho la proposición. ¿Alguien lo secunda?

—Señor, yo secundo la moción.

—El Constructor de Puentes Lerouex secunda la proposición. ¿Hay alguien que se oponga?

Se produjo un largo silencio. Dos veces más Clausewitz preguntó si alguien se oponía, pero nadie me objetó.

—Se han llenado los requisitos —dijo Clausewitz—. Helward Mann, le ofrezco ahora el juramento para ingresar a un gremio de primera clase. Puede usted, incluso a esta altura, negarse a prestarlo. Si, por el contrario, presta usted juramento, quedará sujeto a sus términos por el resto de su vida en la ciudad. La pena por incumplimiento del juramento es la muerte. ¿Queda perfectamente entendido?

Eso me anonadó. Nunca nadie me había advertido de ello, ni mi padre, ni Jase, ni siquiera Bruch. Esa vez Bruch no lo hubiese sabido... pero seguro que mi padre me lo habría dicho...

—¿Qué responde?

—¿Tengo que decidirme ahora, señor?

—Sí.

Era evidente que no me permitirían conocer el juramento antes de decidirme. Su contenido probablemente sería también secreto. Sentí que no me quedaba otra alternativa. Había llegado hasta este punto y ya notaba las presiones del sistema que me rodeaba. Haber avanzado hasta la propuesta y la aceptación y luego negarme a prestar juramento era imposible, o por lo menos así me pareció en ese momento.

—Prestaré juramento, señor.

Clausewitz descendió del estrado, se me acercó y me entregó una tarjeta blanca.

—Lea esto con voz clara y alta —me dijo—. Puede leerlo antes en silencio, si lo desea, pero si lo hace, inmediatamente quedará sujeto a él.

Asentí para demostrarle que comprendía y él volvió al escenario. El Navegante se puso de pie. Yo leí el juramento en silencio, para familiarizarme con su contenido.

Miré en dirección al estrado, consciente de ser el centro de atención de todos, incluso de mi padre.

—Yo, Helward Mann, como adulto responsable y como ciudadano de Tierra, juro solemnemente que:

»Como aprendiz del gremio de Investigadores del Futuro cumpliré las tareas que me asignen poniendo todo mi empeño.

»Consideraré como asunto de suprema importancia la seguridad de la ciudad de Tierra.

»No discutiré los asuntos de mi gremio y demás gremios de primera clase con nadie que no sea aprendiz bajo juramento o gremialista de primera clase.

»Todo lo que experimente o vea del mundo que rodea a la ciudad de Tierra será una cuestión de seguridad del gremio.

»Al ser admitido como gremialista me informaré del contenido del documento conocido como Directivas de Destaine, quedaré obligado a obedecer sus instrucciones, y luego transmitiré el conocimiento que este documento me proporcione a las futuras generaciones de gremialistas.

»He hecho de prestar este Juramento será un asunto de seguridad del gremio.

»Todo esto lo juro sabiendo cabalmente que la violación de cualquiera de estas normas me hará posible de ejecución sumaria a manos de mis compañeros de gremio».


Levanté la vista y miré a Clausewitz. El solo hecho de leer ese texto me había llenado de una emoción que difícilmente podía contener. «Que rodea a la ciudad...» Ello significaba que abandonaría la ciudad, que recorrería como aprendiz las regiones que me habían estado prohibidas y que seguían vedadas para la mayor parte de los habitantes de la ciudad. En el internado corrían incontables rumores acerca del mundo que rodeaba la ciudad y yo me lo imaginaba en disparatadas fantasías. Era lo suficientemente sensato como para darme cuenta de que la realidad nunca podía igualar a esos rumores, pero aun así la idea me deslumbraba y me llenaba de espanto. El velo de misterio con que los gremialistas lo encubrían parecía implicar que había algo horrendo tras los muros de la ciudad. Tan horrendo que el precio que se pagaba por revelar su naturaleza era la propia muerte.

Clausewitz dijo:

—Suba al estrado, aprendiz Mann.

Me adelanté y subí los cuatro escalones que conducían al escenario. Clausewitz me saludó estrechándome la mano y quitándome la tarjeta con el juramento. Primero me presentaron al Navegante, quien me dirigió unas palabras amables, y luego a los demás jefes de gremios. Clausewitz aclaró no sólo sus nombres sino también sus títulos, algunos de los cuales me resultaban desconocidos. Yo empezaba a sentirme apabullado con tanta información, ya que estaba aprendiendo en unos instantes tanto como había aprendido en toda mi vida de internado.

Había seis gremios de primera clase. Además del gremio de Investigadores del Futuro, al que pertenecía Clausewitz, había un gremio encargado de la Tracción, otro de la Construcción de Vías y otro de la Construcción de Puentes. Se me informó que esos eran los gremios responsables de la supervivencia de la ciudad, y que contaban con el apoyo de otros dos gremios: Milicia y Tráfico. Todo esto era nuevo para mí, aunque ahora recordaba que mi padre a veces mencionaba al pasar hombres que usaban el nombre de sus gremios como títulos. Yo había oído hablar de los Constructores de Puentes, por ejemplo, pero hasta el momento de esta ceremonia no tenía idea de que la construcción de un puente fuera un acontecimiento envuelto en un manto de ritual y de misterio. ¿Por qué un puente era de fundamental importancia para la supervivencia de la ciudad? ¿Por qué se necesitaba una milicia?

¿Qué era, verdaderamente, el futuro?


Clausewitz me llevó a conocer a los gremialistas del Futuro. Entre ellos, por supuesto, mi padre. Sólo tres estaban presentes. Los demás, me dijeron, se hallaban fuera de la ciudad. Al terminar estas presentaciones, conversé con los otros gremialistas. Había por lo menos un representante de cada gremio de primera clase. Yo iba recogiendo la impresión de que, fuera de la ciudad, se ocupaba gran parte del tiempo y de los recursos ya que, en varias ocasiones, uno u otro gremialista pedía disculpas por la falta de más compañeros suyos en la ceremonia debido a que estaban fuera de la ciudad.

Durante estas conversaciones me impresionó un hecho extraño, algo que había notado antes pero no conscientemente: mi padre y los demás gremialistas del Futuro daban la impresión de ser mucho mayores que el resto de los hombres. El mismo Clausewitz era corpulento y presentaba un aspecto imponente con su túnica, pero su calvicie y las arrugas de su rostro delataban el paso del tiempo. Calculé que tendría por lo menos dos mil quinientas millas de edad. También mi padre, ahora que podía verlo en compañía de sus contemporáneos, me parecía notablemente anciano. Tenía más o menos la misma edad que Clausewitz, aunque por lógica ello no era posible ya que significaría que mi padre tenía unas mil ochocientas millas cuando yo nací, y yo ya sabía que era costumbre en la ciudad tener hijos apenas alcanzada la mayoría de edad.

Los demás gremialistas eran considerablemente más jóvenes. Algunos, evidentemente pocas millas mayores que yo, hecho que me proporcionó un cierto estímulo porque ahora que había ingresado al mundo de los adultos quería acabar cuanto antes con el período de aprendizaje. Estaba implícito que el aprendizaje no tenía término fijo y si, como había dicho Bruch, la posición de uno estaba en relación con la habilidad personal, aplicándome podría convertirme en gremialista en un plazo relativamente breve.

Una persona estaba ausente, alguien cuya presencia me habría gustado. Jase.

Pregunté por él a un gremialista de Tracción.

—¿Gemían Jase? —dijo—. Creo que no está en la ciudad.

—¿No podría haber vuelto para esta ocasión? —dije—. Compartíamos el mismo cuarto en el internado.

—Jase no va a regresar hasta dentro de muchas millas.

—¿Dónde está?

El gremialista se limitó a sonreír... cosa que me indignó, Al fin y al cabo, ahora que había prestado juramento, ¿no podía decírmelo?

Más tarde advertí que no se hallaba presente ningún otro aprendiz. ¿Estaban todos fuera de la ciudad? En tal caso, ello podría significar que muy pronto partiría yo también.

Luego de unos minutos de charla con los gremialistas, Clausewitz pidió que le prestaran atención.

—Propongo llamar a los directores —dijo—, ¿Alguna objeción?

Los gremialistas manifestaron su aprobación.

—Por lo tanto —continuó Clausewitz—, debo recordarle al aprendiz que ésta es la primera de muchas ocasiones en que estará sujeto al juramento que prestó.

Clausewitz bajó del estrado y dos o tres hombres abrieron las puertas de la sala. Lentamente, las otras personas regresaron a la ceremonia. El clima se alegró en gran medida. Al tiempo que se iba llenando la sala, oí risas, y noté que instalaban una mesa larga en el fondo. Los directores parecían no guardar ningún rencor por haber sido excluidos de la ceremonia anterior. Supuse que sería algo tan corriente que lo tomaban como una cosa natural, pero se me ocurrió pensar cuánto podían ellos saber de lo ocurrido. Cuando el secreto se hacía tan abiertamente, como en este caso, dejaba campo para muchas conjeturas. ¿Simplemente despidiéndolos de una habitación donde se celebraba una ceremonia se impedía que conocieran lo que estaba sucediendo? Que yo supiera, no había centinelas apostados en la puerta. ¿Cómo hacían para evitar que alguien intentara escuchar mientras yo prestaba mi juramento?

No me dieron tiempo a pensar mucho en el asunto porque comenzó un gran ajetreo en la sala. La gente hablaba animadamente produciendo mucho ruido, al tiempo que colocaban grandes fuentes de comida y distintos tipos de bebidas en la mesa. Mi padre me llevaba de un grupo a otro, y me presentaron a tantas personas que pronto me fue imposible recordar nombres y títulos.

—¿No deberías presentarme a los padres de Victoria? —dije, al ver al Constructor de Puentes Lerouex parado junto a una directora, que supuse sería su esposa.

—No... eso viene después. —Me condujo hacia otro grupo, y seguí estrechando manos.

Me hubiera gustado saber dónde estaba Victoria. Ahora que ya había pasado la ceremonia gremial, supuse que debía anunciarse nuestro compromiso. A esta altura deseaba ansiosamente encontrarla. Eso se debía en parte a la curiosidad, pero también porque ella era alguien que ya conocía. Me sentía superado numéricamente por personas mayores y más experimentadas que yo, y Victoria era de mi edad y había vivido en el mismo internado, conocía a la misma gente que yo. En esta sala llena de gremialistas, me habría hecho recordar gratamente el mundo que acababa de dejar atrás. Había dado el gran paso hacia la mayoría de edad, y ya era suficiente para un solo día.

Pasaron las horas. Yo no había comido desde que Bruch me despertara, y al ver la comida, recordé lo hambriento que estaba. Ya no prestaba mucha atención al aspecto social de la ceremonia. Eran demasiadas cosas a un mismo tiempo. Durante otra media hora seguí detrás de mi padre, conversando con las personas que me presentaba, pero lo que realmente me hubiera gustado habría sido tener un poco de tiempo para mí mismo, para meditar sobre todo lo que había aprendido.

En un determinado momento mi padre me dejó hablando con un grupo de gente de la administración de sintéticos (el grupo responsable —me enteré— de la producción de las diferentes comidas sintéticas y materiales orgánicos que se utilizaban en la ciudad), y se acercó a Lerouex. Vi que intercambiaban unas palabras, y que luego Lerouex asentía.

Mi padre regresó de inmediato y me llevó a un costado.

—Espera aquí, Helward —dijo—. Voy a anunciar tu compromiso. Cuando Victoria entre en la sala, ven conmigo.

Se alejó rápidamente a hablar con Clausewitz. El Navegante volvió a ocupar su asiento en el estrado.

—¡Gremialistas y directores! —exclamó Clausewitz, en medio del bullicio de las conversaciones—. Tenemos que anunciar otra celebración. El nuevo aprendiz se comprometerá con la hija del Constructor de Puentes Lerouex. Investigador del Futuro Mann, ¿desea decir unas palabras?

Mi padre fue hasta el frente de la sala y se paró junto al escenario. Hablando muy rápidamente, hizo un breve discurso sobre mí. Encima de todo lo ocurrido esa mañana, esto me hizo pasar una nueva vergüenza. Mi padre y yo nunca habíamos sido tan amigos como dejaban entrever sus palabras. Quería hacerlo callar, irme de la habitación hasta que hubiese terminado, pero era evidente que yo seguía siendo el centro de interés. Me pregunté si los gremialistas tendrían idea de cómo me estaban alienando de su sentido de la ceremonia y la circunstancia.

Para mi alivio, mi padre terminó su exposición pero permaneció junto al estrado. Desde otra parte de la sala Lerouex informó que deseaba presentar a su hija. Se abrió una puerta y entró Victoria, acompañada por su madre.

Tal como mi padre me había indicado, me acerqué a él, que me estrechó la mano. Lerouex besó a Victoria. Mi padre también la besó y le hizo entrega de un anillo. Hubo otro discurso. Eventualmente, me la presentaron a mí. No tuvimos oportunidad de hablar.

Continuaron los festejos.

CAPÍTULO DOS

Me dieron una llave del internado, me dijeron que podía seguir usando mi pieza hasta que me encontraran ubicación en la sede del gremio, y me recordaron una vez más el juramento. Me fui derecho a dormir.

Temprano me despertó uno de los gremialistas que había conocido el día anterior. Su nombre era Futuro Denton. Esperó hasta que me vestí con mi nuevo uniforme de aprendiz, y luego salió conmigo del internado. No tomamos el mismo camino por el cual me había llevado Bruch el día anterior, sino que subimos unas escaleras. Reinaba el silencio en la ciudad. Al pasar por un reloj vi que realmente era muy temprano. Las tres y media de la madrugada. Los pasillos estaban vacíos, y apagadas casi todas las luces del techo.

Llegamos a una escalera caracol, en cuya parte superior había una pesada puerta de acero. Futuro Denton sacó una linterna de su bolsillo y la encendió. La puerta tenía dos cerraduras, y mientras las abría, me indicó que debía pasar delante de él.

Salí a un frío y una oscuridad tan intensos que me produjeron un temblor físico. Denton cerró la puerta y volvió a cerrarla con llave, iluminó los alrededores con su linterna y así noté que estábamos parados en una pequeña plataforma, rodeada por una baranda de unos noventa centímetros de alto. Nos acercamos a la baranda. Denton apagó la linterna. La oscuridad era total.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—No hable. Espere... y manténgase alerta. No podía ver absolutamente nada. Mis ojos, acostumbrados aún a la relativa luminosidad de los corredores, me hacían ver formas de colores que se movían a mi alrededor, pero en un instante se quedaron quietas. La oscuridad no era mi mayor preocupación; el aire helado golpeando sobre mi cuerpo me congelaba, y empecé a tiritar. Sentía en las manos el acero de la baranda como una lanza de hielo. Flexioné los dedos tratando de minimizar el malestar. No podía soltarme, sin embargo. En esa oscuridad absoluta, la baranda era mi único asidero con algo familiar. Jamás me había sentido tan separado de lo que conocía, jamás había tenido que enfrentar semejante impacto de cosas desconocidas. Todo mi cuerpo estaba tenso como preparándose para una repentina detonación o una conmoción física, pero nada de eso ocurrió. A mi alrededor todo era frío, oscuro y arrolladoramente silencioso, salvo el ruido del viento en mis oídos.

A medida que pasaron los minutos y se fueron acostumbrando mis ojos, distinguí formas indefinidas en las inmediaciones. Alcanzaba a ver a Futuro Denton a mi lado, su alta figura negra cubierta por la túnica, perfilada contra la oscuridad menos intensa de lo que lo rodeaba. Debajo de la plataforma donde estábamos parados pude detectar una inmensa estructura irregular, color negro, sobre el fondo negro de por sí.

Alrededor de todo esto, la impenetrable tiniebla. No tenía ningún punto de referencia, nada contra lo cual pudiese distinguir formas o perfiles. Era aterrador, pero de un modo que me impactaba emocionalmente, ya que no me sentía en absoluto amenazado físicamente. En algunas oportunidades yo había soñado un lugar así, y luego me había despertado experimentando aún las impresiones de un panorama de este tipo. Esto no era un sueño. El frío penetrante no podía ser imaginado, como tampoco podían serlo las sorprendentes sensaciones nuevas de espacio y dimensión. Sólo sabía que ésta era mi primera aventura fuera de la ciudad, y que no se asemejaba en nada a lo que alguna vez pudiera haber supuesto.

Cuando fui totalmente consciente de ello, el efecto del frío y de la oscuridad para poder orientarme dejó de tener tanta importancia. Me hallaba afuera... ¡Esto es lo que había estado esperando!

Ya no necesitaba que Denton me llamara a silencio. No podía decir nada, y aunque lo hubiese intentado, las palabras habrían muerto en mi garganta o se las habría llevado el viento. Lo único que podía hacer era mirar, y mirando no veía nada más que el hondo, misterioso promontorio de tierra bajo la noche nubosa.

Sentí el efecto de una nueva sensación: ¡percibía el olor de la tierra! No se parecía a nada que hubiera olido antes en la ciudad, y mi mente tejió una fantasía de muchas millas cuadradas de abundante tierra negra, húmeda en la noche. No había modo de cerciorarme de qué era lo que en realidad olía —probablemente ni siquiera fuese tierra—, pero esta imagen de terrenos ricos, fértiles, me había quedado de los libros que había leído en el internado. Me bastaba con imaginarlo, y una vez más creció mi excitación, al tiempo que experimentaba el efecto purificador de la tierra salvaje, inexplorada, que rodeaba la ciudad. Había tanto por ver y por hacer... Y allí, parado en la plataforma, seguí unos preciados instantes totalmente envuelto en mi imaginación. No necesitaba ver nada. El mero impacto de este paso esencial con que había traspuesto los limites de la ciudad fue suficiente para encender mi subdesarrollada imaginación, iluminando ámbitos que hasta ese momento sólo conocía por los autores de los libros que leía.

Lentamente, la oscuridad se hizo menos densa, hasta que el cielo se tomó de un gris intenso. A lo lejos, las nubes se reunían con el horizonte, y pude ver una tenue línea rojiza que comenzaba a teñir el contorno de una nubecita. Como si el efecto de la luz la impulsara, esta nube y todas las demás se movían despacio sobre nuestras cabezas, impulsadas por el viento, que las alejaba del lugar del resplandor. El color rojo se extendió, tocando las nubes unos segundos mientras éstas se apartaban, dejando atrás un gran parche de cielo claro, con tonalidades de naranja. Toda mi atención se centraba en este espectáculo ya que era sencillamente lo más maravilloso que había experimentado en mi vida. Casi imperceptiblemente, el color naranja se iba difundiendo y aclarando. Las nubes que se marchaban seguían chamuscadas de rojo, pero en el punto mismo en que el horizonte se unía con el cielo había una luz intensa que a cada minuto se hacía más brillante.

El naranja se perdía. Mucho más rápido que lo que hubiese imaginado, se extinguió su poder iluminador. El cielo era ahora tan celeste que parecía casi blanco. En el medio del cielo, como si surgiera del horizonte, había una línea de luz blanca, levemente inclinada hacia un lado, al igual que el campanario oscilante de una iglesia. A medida que iba creciendo, se ensanchaba, y cobró un brillo tan profundo que me resultaba imposible mirarla de frente.

De pronto, Futuro Denton me tomó el brazo.

—¡Mire! —dijo, apuntando hacia la izquierda del centro del resplandor.

Una bandada de pájaros, alineados en una delicada V, avanzaba aleteando ante nuestros ojos. Al cabo de un momento, los pájaros cruzaron justo por la columna de luz, y por unos instantes fue imposible verlos.

—¿Qué son? —pregunté. Mi voz sonaba ronca, áspera.

—Patos.

Nuevamente eran visibles, volando lentamente con el cielo azul a sus espaldas. Luego se perdieron detrás de unos promontorios.

Volví a mirar el sol naciente. En el corto lapso que estuve observando los pájaros se había transformado. El centro del sol había aparecido sobre el horizonte y colgaba a la vista como un gran plato de luz que llevaba clavadas, arriba y abajo, dos lanzas de incandescencia. Sentí que su tibieza me tocaba el rostro. El viento amainaba.

Parado con Denton en la pequeña plataforma, vi la ciudad —o la parte de la ciudad que podía apreciarse desde esa ubicación—, y vi cómo la última nube desaparecía cruzando el horizonte, lejos del sol, que brillaba sobre nosotros desde un cielo límpido. Denton se quitó la túnica.

Me hizo un gesto con la cabeza y me indicó cómo podíamos descender de la plataforma, por medio de una serie de escaleras metálicas, hasta la tierra. Él bajó primero. Cuando por primera vez pisé suelo natural, escuché el canto mañanero de los pájaros que habían anidado en las grietas superiores de la ciudad.

CAPÍTULO TRES

Futuro Denton caminó conmigo rodeando la periferia de la ciudad. Luego cruzamos en dirección a un pequeño grupo de edificios temporarios que habían sido erigidos a unos quinientos metros de la ciudad. Allí me presentó a Vías Malchuskin, y más tarde regresó a la ciudad.

Malchuskin era un hombre bajo, peludo, y estaba aún medio dormido. No pareció fastidiarse por la intrusión, y me trató con cierta amabilidad.

—Usted es aprendiz de Futuro, ¿no? Asentí con la cabeza.

—Acabo de venir de la ciudad.

—¿Es la primera vez que sale?

—Sí.

—¿Desayunó?

—No... Futuro me hizo levantar de la cama y vinimos derecho para aquí.

—Entremos... Le prepararé café.

El interior de la choza era tosco y escueto; contrastaba con lo que había visto dentro de la ciudad. Allí la limpieza y el orden parecían tener gran importancia, pero en la cabaña de Malchuskin había esparcidas ropas sucias, ollas sin lavar y comida a medio terminar. En un rincón había una enorme pila de herramientas e instrumentos de metal. Contra una pared, una litera con las frazadas hechas bollos. Se notaba un fuerte olor a comida vieja.

Malchuskin llenó una cacerola con agua y la puso sobre una hornilla. Encontró dos tacitas por ahí, enjuagó el fondo y las agitó para sacarles el excedente de agua. Colocó una medida de café sintético en una jarra, que llenó luego de agua hirviendo.

Había una sola silla en la cabaña. Malchuskin quitó unas pesadas herramientas de la mesa, y la acercó a la litera. Se sentó y me indicó que arrimara la silla. Estuvimos sentados un rato en silencio bebiendo el café, que había preparado exactamente del mismo modo en que se hacía en la ciudad, y que sin embargo tenía otro sabor.

—No he tenido muchos aprendices últimamente.

—¿Ya qué se debe? —pregunté.

—No sé. No vienen muchos. ¿Cómo se llama usted?

—Helward Mann. Mi padre es...

—Sí, lo conozco. Es un buen hombre. Estuvimos juntos en el internado.

Al oír eso fruncí el ceño. Mi padre y él no podían tener la misma edad. Malchuskin captó mi expresión.

—No se preocupe —dijo—. Algún día comprenderá. Se enterará de las cosas de la manera más difícil, tal como lo establece este maldito sistema de gremios. La vida en el gremio del Futuro es muy extraña. No era para mí, pero supongo que a usted le va a ir bien.

—¿Por qué no quería usted ser un Futuro?

—Yo no dije que no quisiera. No era grupo para mí. Mi padre era Constructor de Vías. Otra vez el sistema de los gremios. Usted quiere seguir el camino más arduo, y lo han puesto en buenas manos. ¿Tiene experiencia en el trabajo manual?

—No...

Lanzó una gran carcajada.

—Los aprendices suelen no tener nada de experiencia. Ya se acostumbrará. —Se puso de pie—. Deberíamos ir comenzando. Es temprano, pero ahora que me sacó de la cama, no tiene sentido quedamos perezosos. Ya tengo demasiados haraganes.

Salió de la cabaña. Yo apuré el resto de mi café escaldándome la lengua y salí detrás de él. Malchuskin se dirigía hacia las otras dos cabañas. Lo alcancé.

Con una llave inglesa golpeó fuertemente la puerta de ambas, gritándoles a los ocupantes que era hora de levantarse. Por las marcas en las puertas me di cuenta de que debía golpearlas siempre con algo de metal.

Escuchamos movimientos en el interior.

Malchuskin volvió a su cabaña y empezó a elegir unas herramientas.

—No se meta mucho con estos hombres —me advirtió—. No son de la ciudad. A uno de ellos, Rafael, lo puse de jefe. Sabe un poco de inglés y hace las veces de intérprete. Si necesita algo, hable con él. O mejor, hable conmigo. No creo que haya ningún problema, pero si lo hubiera... avíseme. ¿De acuerdo?

—¿Qué clase de problema?

—Que no hagan lo que usted o yo les ordenemos. Se les paga para que hagan lo que nosotros queremos, y si no cumplen, eso significa un problema. Lo que tiene de malo este grupo es que son todos muy haraganes. Por eso empezamos temprano. Más tarde se pone muy caluroso, y no vale la pena molestarse demasiado.

Ya se sentía el calor. El sol había subido muy alto y me lloraba la vista. Mis ojos no estaban habituados a una luz tan intensa, intente contemplar nuevamente el sol, pero me resultó imposible mirarlo de frente.

—Lleve estas herramientas. —Malchuskin me pasó una pila de llaves inglesas de acero. Me tambaleé por el peso y se me cayeron dos o tres. Él me miró en silencio cuando las levanté, avergonzado de mi ineptitud.

—¿Adónde? —pregunté.

—A la ciudad, por supuesto. ¿Allí no les enseñan nada?

Me alejé de la choza en dirección a la ciudad. Malchuskin me observaba desde la puerta de su cabaña.

—¡Al lado Sur! —me gritó— Me detuve y miré impotente a mi alrededor. Malchuskin se me acercó.

—Allí —señaló—. A las vías, al Sur de la ciudad. ¿Comprende?

—Comprendo. —Caminé en esa dirección. Se me cayó sólo una llave más en el trayecto.


Al cabo de una o dos horas comencé a entender lo que me había dicho de los hombres. Paraban con el más mínimo pretexto, y sólo los gritos de Malchuskin o las hoscas instrucciones de Rafael lograban hacerles reanudar el trabajo.

—¿Quiénes son? —le pregunté, cuando interrumpimos para descansar quince minutos.

—Hombres de la zona.

—¿No podríamos contratar algunos más?

—Son todos iguales por aquí.

En cierto modo, me compadecía de ellos. Tener que estar a la intemperie, sin ninguna, sombra, y el trabajo era muy duro. Aunque había resuelto no aflojar, el esfuerzo físico me resultó insoportable. En mi vida había hecho algo tan agotador como esto.

Al Sur de la ciudad, las vías se extendían unos setecientos metros y terminaban en un lugar indefinido. Había cuatro rieles que constaban de dos barras metálicas apoyadas en durmientes de madera, los cuales a su vez descansaban sobre cimientos de hormigón. Malchuskin y su gente ya habían acortado considerablemente dos rieles, y estábamos trabajando con el más largo de los que quedaban, el de más a la derecha y hacia afuera.

Malchuskin me explicó que, suponiendo que la ciudad estuviera frente a nosotros, podíamos identificar los rieles como el de la derecha, el de la izquierda, el exterior y el interior.

No hacía falta pensar mucho. Lo que había que hacer era rutinario, pero pesado.

En primer lugar había que quitar las barras separadoras que conectaban el riel con los durmientes. Poníamos el riel a un costado y sacábamos el otro de la misma manera. Luego nos dedicábamos a los durmientes, que estaban unidos a los cimientos de hormigón por medio de dos grapas, cada una de las cuales había que aflojar y retirar manualmente. Cuando se soltaban los durmientes, los apilábamos en una carretilla que nos esperaba en el próximo tramo de vía. El cimiento de hormigón —que luego descubrí que era prefabricado y podía volver a utilizarse— tenía que ser extraído de su enclave en la tierra, colocado igualmente en la vagoneta. Una vez hecho todo esto, se ponían los dos rieles de acero en unos soportes especiales a lo largo de la vagoneta.

Malchuskin y yo conducíamos después el vehículo, que funcionaba a batería, hasta el tramo siguiente de riel, y se repetía el proceso. Cuando la vagoneta estaba cargada al tope, toda la cuadrilla trepaba sobre ella y se dirigía al extremo de la ciudad. Allí la estacionaban y recargaban la batería en un enchufe eléctrico embutido en la pared de la ciudad con ese fin.

Demoramos casi toda la mañana en cargar la vagoneta y llevarla hasta la ciudad. Sentía los brazos como si me los hubiese arrancado de las articulaciones. Me dolía la espalda. Estaba mugriento y empapado de sudor. Malchuskin, que había trabajado a la par de los demás —probablemente más que cualquiera de los hombres contratados—, me sonrió.

—Ahora descargamos y volvemos a comenzar —dijo. Eché una mirada a los obreros, que parecían tan cansados como me sentía yo, aunque creo que había trabajado más que ellos, considerando que era nuevo en el oficio y no había aprendido aún el arte de usar mis músculos económicamente. Casi todos estaban tendidos en la poca sombra que brindaba la mole de la ciudad.

—De acuerdo —respondí.

—No... estaba bromeando. ¿Le parece que esa gente va a seguir trabajando sin llenarse antes el estómago?

—No.

—Bueno, entonces... a comer.

Habló unos instantes con Rafael y luego enfiló hacia su cabaña. Yo fui con él y compartimos la comida sintética, que era lo único que tenía para ofrecerme.


La tarde comenzó con la descarga. Había que cargar los durmientes, los cimientos y los rieles en otro vehículo accionado a batería, que se desplazaba sobre cuatro grandes neumáticos balones. Cuando se hubo completado el traspaso, llevamos el vagón hasta el final de la vía y empezamos de nuevo. Hacía mucho calor y los hombres trabajaban despacio. Hasta Malchuskin había aflojado un poco, y luego de volver a llenar el vagón con su nueva carga, mandó hacer alto.

—Me gustaría terminar otra carga hoy —dijo, y tomó un sorbo grande de agua de una botella.

—Cuente conmigo —dije.

—Puede ser. ¿Le gustaría hacerlo solo?

—Estoy dispuesto —dije, pero no quería demostrar lo exhausto que me sentía.

—A este paso, usted mañana será un inútil. No; vamos a descargar este vagón, lo llevamos hasta el final de la línea y terminamos.

No terminamos nada, tal como se presentaron las cosas. Cuando mandamos el vagón hasta el final de la línea, Malchuskin puso a los hombres a llenar el último tramo de vía con toda la tierra que pudimos encontrar. Los cascotes y el ripio estaban esparcidos en un área de veinte metros.

Le pregunté a Malchuskin el motivo.

Él señaló con un gesto de la cabeza en dirección al riel más cercano, el de la izquierda, interior, al final del cual había una enorme valla de hormigón, afirmada sólidamente en la tierra.

—¿Prefiere levantar una de esas, en cambio? —dijo.

—¿Qué es?

—Un amortiguador. Suponiendo que los cables se cortaran todos a un mismo tiempo... la ciudad se saldría de los rieles. Los amortiguadores no ofrecerían mucha resistencia, pero es lo único que podemos hacer.

—¿Alguna vez la ciudad se salió de las vías?

—Sí, una vez.


Malchuskin me dio la opción de regresar a mi pieza, en la ciudad, o quedarme con él en la cabaña. Por el modo en que lo dijo, no me dejó mucha alternativa. Era evidente que tenía en poca estima a la gente de la ciudad, y me contó que él rara vez iba allí.

—Es una vida cómoda —dijo—. La mitad de los que viven en la ciudad no saben lo que ocurre aquí, y supongo que si lo supieran, tampoco les interesaría.

—¿Por qué tendrían que saberlo? Al fin y al cabo, si podemos seguir trabajando bien, no es asunto de ellos.

—Lo sé, lo sé. Pero yo no tendría que emplear a estos malditos lugareños si vinieran más personas de la ciudad.

En las cabañas aledañas, los hombres hablaban ruidosamente. Algunos cantaban.

—¿Usted no se mete con ellos?

—Los uso, nada más. Incumbe a la gente de Tráfico ocuparse de ellos. Si se echan a perder, los despido y Tráfico me manda otros en su lugar. Nunca es difícil. Hay mucha demanda de trabajo en esta región.

—¿Dónde estamos?

—No me lo pregunte... eso es asunto de su padre y del gremio. Yo me limito a extraer viejos rieles de la tierra.

Me dio la impresión de que Malchuskin era mucho menos ajeno a la ciudad de lo que él creía. Pensé que su vida relativamente aislada le hacía sentir un cierto desprecio por los que residían en la ciudad, pero por lo que pude ver, él que tenía que quedarse ahí, en ese rancho. Los obreros podían ser haraganes —y en este momento, ruidosos—, pero parecían trabajar ordenadamente. Malchuskin no intentaba supervisarlos cuando no había trabajo por hacer, así que podía haberse ido a la ciudad, si hubiese querido.

—Su primer día de salida, ¿no? —preguntó, de pronto.

—Eso es.

—¿Quiere ver la puesta del sol?

—No... ¿Por qué?

—Generalmente los aprendices quieren verla.

—Bueno.

Casi para complacerlo, salí de la cabaña y miré a lo lejos, detrás de la ciudad, en dirección al Noreste. Malchuskin se me acercó por atrás.

El sol estaba cerca del horizonte y ya se sentía el viento frío en la espalda. Las nubes de la noche anterior no habían regresado, y el cielo estaba límpido y azul. Contemplé el sol; pude mirarlo de frente sin que me hiriera la vista ahora que los rayos se veían difusos por la densidad de la atmósfera. Tenía la forma de un ancho disco color naranja, levemente inclinado hacia nosotros. Arriba y abajo, grandes haces de luz se elevaban desde el centro del disco. Presenciamos cómo se hundía lentamente en el horizonte. El extremo superior de luz fue lo último en desaparecer.

—Si usted duerme en la ciudad, nunca llega a ver esto —dijo Malchuskin.

—Es muy hermoso.

—¿Vio el amanecer, esta mañana?

—Sí.

Malchuskin asintió con la cabeza.

—Eso es lo que hacen. Una vez que aceptan a un chico en un gremio, lo lanzan al vacío. Sin ninguna explicación, ¿verdad? En las tinieblas, hasta que sale el sol.

—¿Por qué lo hacen?

—Es el sistema de los gremios. Ellos creen que éste es el modo más rápido para que un aprendiz entienda que el sol no es igual que el que le enseñaron.

—¿Acaso no lo es? —pregunté.

—¿Qué le enseñaron?

—Que el sol es redondo.

—Así que siguen enseñando lo mismo. Bueno, ahora vio que no lo es. ¿Entiende algo?

—No.

—Píenselo. Vamos a comer.

Regresamos a la cabaña, y Malchuskin me indicó que calentara la comida, mientras él atornillaba otra litera sobre los soportes verticales de la suya. Sacó mantas del aparador y las arrojó en la litera.

—Usted duerme aquí —dijo, señalando la cama de arriba—. ¿Tiene sueño inquieto?

—Creo que no.

—Vamos a probar una noche. Si se mueve mucho cambiamos de lugar. No me gusta que me molesten.

Pensé que sería muy improbable que lo molestara. Tan cansado estaba, que podía haber dormido en la ladera de un acantilado. Comimos juntos esa comida insulsa y luego Malchuskin habló de su trabajo en los rieles. Le presté escasa atención, y unos minutos más tarde me tendí en mi litera, fingiendo escucharlo. Me dormí casi enseguida.

CAPÍTULO CUATRO

A la mañana siguiente me despertó el movimiento de Malchuskin por la cabaña, haciendo ruido con los platos de la noche anterior, intente levantarme de la cama cuando hube recuperado totalmente la conciencia, pero me paralizó una puntada intensa en la espalda. Suspire.

Malchuskin me miró, sonriendo.

—¿Tieso? —preguntó.

Giré sobre un costado y traté de flexionar las piernas. Estaban rígidas y me dolían, pero con gran esfuerzo conseguí sentarme. Me quedé quieto un momento, confiando en que el dolor no fuese más que un entumecimiento y que pasaría pronto.

—Siempre ocurre lo mismo con los chicos de la ciudad —comentó Malchuskin, sin malicia—. Vienen aquí y reconozco que son inteligentes. Un día de trabajo y se quedan rígidos, de modo que ya no sirven. ¿No hacen nada de ejercicio en la ciudad?

—Sólo en el gimnasio.

—Bueno... baje y vamos a desayunar. Después, le conviene volver a la ciudad, darse un baño caliente y ver si alguien le da masajes. Luego se presenta aquí de nuevo.

Asentí agradecido y descendí penosamente de la litera. No me resultó nada fácil debido a que tenía el cuello y los hombros tan tiesos como el resto del cuerpo.

Me fui apresuradamente media hora más tarde, justo cuando Malchuskin despertaba a los hombres a los alaridos. Me encaminé a la ciudad, cojeando lentamente.

Era la primera vez que me dejaban hacer lo que quisiera, fuera de la ciudad. Cuando uno está acompañado nunca ve tanto como cuando está solo. La ciudad quedaba a unos quinientos metros de la cabaña de Malchuskin, distancia adecuada para darme una idea general de su tamaño y apariencia. Sin embargo, durante todo el día anterior sólo le había podido echar una rápida ojeada. Era, simplemente, una mole grande, gris, que dominaba el panorama.

Ahora, rengueando solitario mientras atravesaba el campo que me separaba de ella, pude inspeccionarla con más minuciosidad.

En mi limitada experiencia en el interior de la ciudad, nunca me había preocupado demasiado por saber que aspecto tendría por fuera. Siempre la había considerado grande, pero en realidad era mucho más chica que lo que me había imaginado. Su punto más alto, en el lado Norte, mediría aproximadamente sesenta metros. El resto era una masa confusa de cubos y rectángulos que formaban un diseño irregular de diferentes alturas, de un color gris o marrón apagado proveniente, de diversos tipos de madera. Al parecer no habían utilizado hormigón ni metales, y nada estaba pintado. La fachada contrastaba intensamente, con el interior —o al menos con las partes que yo había conocido—, que era limpio y decorado en tonos brillantes. Dado que la cañada de Malchuskin quedaba al Oeste de la ciudad, me resultaba imposible calcular su ancho mientras me acercaba caminando, aunque deduje que de largo tendría unos dos mil metros. Me sorprendió lo fea que era y lo vieja que parecía ser. Había mucho movimiento, sobre todo en el lado Norte.

Cuando ya estaba por llegar, me di cuenta de que no sabía cómo hacer para entrar. Ayer, Futuro Denton me había hecho recorrer el exterior de la ciudad, pero estaba tan impresionado por las nuevas sensaciones, que no fijé muchos de los detalles que me había señalado. Me pareció tan distinta entonces.

Lo único que recordaba nítidamente era que había una puerta detrás de la plataforma desde donde habíamos observado la salida del sol, y resolví enfilar hacia allí. Cosa que no fue tan fácil como yo creía.

Bordeé el lado Sur de la ciudad saltando por las vías donde había estado trabajando el día anterior, hasta llegar al Este. Estaba seguro de que habíamos descendido. Denton y yo, por medio de unas escaleras metálicas. Luego de mucho buscar encontré el acceso y comencé a subir. Varias veces tomé un rumbo equivocado, y al cabo de un largo rato de recorrer pasarelas y trepar cautelosamente las escaleras, ubiqué la plataforma. Me encontré con que la puerta seguía trancada.

No me quedaba más remedio que preguntar. Bajé hasta la tierra y una vez más fui hasta el Sur de la ciudad, donde Malchuskin y su cuadrilla de obreros habían comenzado nuevamente a desmantelar un riel.

Con un aire de acongojada paciencia, Malchuskin dejó a Rafael al frente de los hombres y me indicó el camino. Me condujo hasta el espacio angosto entre los dos rieles interiores, exactamente debajo del borde mismo de la ciudad. Debajo de la ciudad estaba oscuro y frío.

Nos detuvimos junto a una escalera metálica.

—Al final de esta escalera hay un ascensor —dijo—, ¿Sabe lo que es?

—Sí.

—¿Tiene la llave del gremio?

Tanteé en el bolsillo y extraje un trozo de metal de forma irregular que Clausewitz me había dado, y que abría la puerta del internado.

—¿Es ésta?

—Sí. Hay una cerradura en el ascensor. Vaya hasta el cuarto nivel, busque a un director y pregúntele si puede usar el baño.

Sintiéndome muy estúpido, hice lo que me dijo. Oí que Malchuskin se reía mientras se alejaba caminando. Encontré el ascensor sin dificultad, pero las puertas no se abrían cuando hacía girar la llave. Esperé. Al cabo de unos instantes las puertas se abrieron bruscamente, y salieron dos gremialistas. No me prestaron atención y bajaron hasta la tierra.

De pronto, las puertas comenzaron a cerrarse por su propia cuenta y yo me apresuré a entrar. Sin darme tiempo a averiguar cómo debía manejarlo, empezó a subir. Vi una hilera de botones en la pared, cerca de la puerta, numerados del 1 al 7. Introduje mi llave en el número 4, confiando en que fuese el indicado. Me dio la impresión de que el ascensor había subido un largo rato, pero se paró de golpe. Las puertas se abrieron, y salí a un pasadizo, mientras otros tres gremialistas ingresaban al ascensor.

Divisé un cartel pintado en la pared: 7º Nivel. Me había pasado de largo. En el instante en que las puertas volvían a cerrarse, me metí rápidamente en el ascensor.

—¿Adónde va, aprendiz? —preguntó uno de los gremialistas.

—Al cuarto nivel.

—Bueno; Tranquilícese.

Introdujo su propia llave en el botón número 4 y esta vez, cuando el ascensor se detuvo, lo hizo en el nivel correcto. Le di las gracias al gremialista y salí.

Debido a todas estas preocupaciones me había olvidado de las molestias físicas durante los últimos minutos, pero ahora volvía a sentirme cansado, enfermo. En esta parte de la ciudad parecía haber mucho movimiento: gente que andaba por los pasillos, conversaciones, puertas que se abrían y se cerraban. Era distinto que afuera de la ciudad, ya que en la campiña silenciosa no contaba el tiempo, y a pesar de que allí la gente se movía, trabajaba, el ambiente era más sosegado. Los quehaceres de los hombres como Malchuskin y su cuadrilla tenían un objetivo primordial pero aquí, en el corazón de los niveles superiores, que durante tanto tiempo estuvieron vedados para mí, todo era misterioso y complicado.

Recordé las instrucciones de Malchuskin y, eligiendo una puerta al azar, la abrí y entré. Hallé a dos mujeres adentro. Les pareció graciosa mi intrusión, pero se mostraron serviciales cuando les expliqué lo que quería.

Unos minutos más tarde sumergí mi dolido cuerpo en una bañera llena de agua caliente, y cerré los ojos.


Me había costado tanto esfuerzo conseguir mi baño que ya había empezado a dudar si sacan a algún provecho de él. El hecho es que, cuando me volví a vestir, luego de haberme secado con una toalla, ya no sentía el cuerpo tan entumecido. Me dolía un poco cuando estiraba los músculos, pero ya no estaba cansado.

Mi pronto regreso a la ciudad inevitablemente me hizo pensar en Victoria. La rápida visión que tuve de ella en la ceremonia había aumentado mi curiosidad. La idea de volver de inmediato a excavar la tierra para extraer vías se borró un tanto de mi mente —aunque pensaba que no debía alejarme de Malchuskin demasiado tiempo— y decidí ir a ver si encontraba a Victoria.

Salí del baño y regresé apresuradamente al ascensor. No lo estaban utilizando, pero tuve que llamarlo hasta él había tenido ningún objeto. Seguí por el pasillo hacia las diferentes habitaciones donde había asistido a clases. Por las puertas cerradas se alcanzaban a oír ruidos amortiguados. Espié por las mirillas de vidrio y vi que estaban dando clase. Unos días antes yo había estado allí. En un aula divisé a mis antiguos compañeros. Algunos de ellos, como yo, se convertirían en aprendices de un gremio de primer orden. La mayoría iría a ocupar puestos administrativos en la ciudad. Tuve la tentación de entrar, escuchar las preguntas que me hicieran, y mantener un misterioso silencio.

En el internado no había segregación sexual, y en cada habitación que espié, iba buscando a Victoria. Aparentemente no estaba allí. Una vez que revisé todas las aulas, bajé a la zona general: el comedor (aquí se oía el ruido de fondo del almuerzo que estaban preparando), el gimnasio (vacío), y el diminuto espacio abierto que comunicaba solamente con el cielo. Fui a la sala común, el único lugar del internado que podía utilizarse para recreación colectiva, y encontré a varios muchachos con quienes, hasta hacía unos días, había trabajado. Estaban hablando intrascendentemente —cosa muy común cuando nos dejaban solos para estudiar—, pero en cuanto notaron mi presencia, me convertí en el centro de interés. Era la situación que trataba de evitar.

Querían saber a qué gremio había ingresado, qué estaba haciendo, qué había visto. ¿Qué pasó cuando alcancé la mayoría de edad? ¿Qué había fuera del internado?

Extrañamente, no habría podido responder muchas de sus preguntas aun cuando hubiese podido violar el juramento. No obstante haber hecho muchas cosas en el lapso de dos días, todavía me resultaba extraño todo lo que veía.

Recurrí —tal como había hecho Jase— a esconder lo poco que sabía detrás de una barrera de misterio y humor. Fue evidente que desilusioné a los muchachos y, si bien no disminuyó su interés, pronto dejaron de hacerme preguntas.

Abandoné el internado lo más rápido posible porque era obvio que Victoria ya no estaba allí.

Descendí en el ascensor hasta la zona oscura que había debajo de la ciudad, caminé entre las vías y a la luz del sol. Malchuskin exhortaba a sus indolentes obreros a que descargaran un vagón, y casi ni se dio cuenta de que yo había regresado.

CAPÍTULO CINCO

Los días pasaban lentamente. No volví más a visitar la ciudad.

Había aprendido que era un error dedicarme con tanto entusiasmo al aspecto físico del trabajo en los rieles. Resolví seguir el ejemplo de Malchuskin, y me limitaba a supervisar a los obreros contratados. Muy de vez en cuando pongamos mano a la obra y ayudábamos. Aun así, el trabajo era largo y agotador, y mi cuerpo iba respondiendo a este nuevo esfuerzo. Pronto llegué a sentirme mejor que nunca, la piel se me iba tostando bajo los rayos solares, y empezó a costarme menos el esfuerzo.

Mi único motivo verdadero de queja era la invariable dieta de alimentos sintéticos y la incapacidad de Malchuskin de hablar de manera interesante respecto de la contribución que hacíamos a la seguridad de la ciudad. Trabajábamos hasta tarde, y luego de comer, dormíamos.

Casi hablamos terminado el trabajo en las vías del Sur. Nuestra tarea consistía en extraer todo el riel y erigir cuatro amortiguadores a la misma distancia de la ciudad. Transportábamos, entonces, el riel extraído hasta el lado Norte, y allí volvíamos a instalarlo.

Una noche, me dijo Malchuskin:

—¿Cuánto hace que está aquí?

—No estoy seguro.

—En días.

—Ah... siete.

Yo había tratado de calcularlo en millas.

—Dentro de tres días le toca una licencia. Pasará dos días en la ciudad, y luego volverá hasta cumplir otra milla.

Le pregunté cómo hacía para calcular el paso del tiempo tanto en días como en distancia.

—La ciudad demora unos diez días en recorrer una milla —dijo—. Y en un año cubre alrededor de treinta y seis y media.

—Pero la ciudad no se está moviendo.

—En este momento, no. Pero lo hará pronto. De cualquier modo, no consideramos lo que la ciudad de hecho se ha movido sino lo que debía haberse movido, y para ello nos basamos en la posición del óptimo.

Agité la cabeza.

—¿Qué es eso?

—El óptimo es la posición ideal que deben a alcanzar la ciudad. Para mantenerla, tendría que avanzar aproximadamente un décimo de milla por día. Cosa que obviamente resulta imposible, de manera que movemos la ciudad hacia el óptimo siempre que podemos.

—¿Alguna vez la ciudad alcanzó el óptimo?

—No, que yo recuerde.

—¿Dónde está ahora el óptimo?

—Nos lleva unas tres millas de ventaja. Eso es lo normal. Mi padre trabajó aquí en las vías antes que yo, y me contó que una vez llegaron a estar a diez millas del óptimo, que es lo más que he escuchado.

—¿Pero qué pasaría si consiguiésemos arribar al óptimo?

Malchuskin sonrió.

—Seguiríamos extrayendo rieles viejos.

—¿Por qué?

—Porque el óptimo está en constante movimiento. No es muy probable que lo alcancemos, y tampoco importa mucho. Lo razonable es estar a unas millas de distancia. Dicho de otro modo... si pudiésemos adelantamos un poquito al óptimo, todos tendríamos un largo período de descanso.

—¿Es posible?

—Supongo que sí. Le explico. En el lugar donde nos encontramos ahora el terreno es bastante llano. Para llegar aquí tuvimos que atravesar una larga zona ascendente. Ello ocurrió cuando mi padre trabajaba acá. Como es más difícil subir, demoraron más tiempo, y nos atrasamos con respecto al óptimo. Si alguna vez llegamos a un terreno más bajo, podríamos deslizamos hacia abajo por la pendiente.

—¿Qué grado de probabilidades hay de que ello suceda?

—Eso mejor se lo pregunta a su gremio. No es asunto de mi incumbencia.

—¿Pero cómo es el campo aquí?

—Mañana se lo enseñare.

A pesar de que no había entendido mucho de lo que me explicara Malchuskin, lo que sí quedó en claro fue cómo se medía el tiempo. Yo tenía seiscientas cincuenta millas de edad. Ello no quería decir que la ciudad se hubiese movido esa distancia en el transcurso de mi vida, sino que lo había hecho el óptimo.

Fuese lo que fuese el óptimo.

Al día siguiente, Malchuskin cumplió su promesa. Mientras los obreros se tomaban uno de sus acostumbrados descansos en la profunda sombra de la ciudad, él y yo fuimos caminando hasta una pequeña elevación del terreno, desde donde pudimos ver casi todo el área circundante.

En ese momento, la ciudad se hallaba en el centro de un ancho valle, bordeado al Norte y al Sur por dos cerros relativamente altos. Hacia el Sur distinguí claramente las huellas del riel que había sido extraído, cruzadas por las cuatro marcas paralelas de los durmientes y los cimientos.

Hacia el Norte, las vías se elevaban parejas por la cuesta. Allí no había mucho movimiento, aunque vi que un vagón subía lentamente con su cargamento de rieles, durmientes y obreros. En la cima del cerro se desplegaba mucha actividad, pero desde esta distancia me resultaba imposible determinar lo que hacían.

—Este es un buen terreno —dijo Malchuskin, e inmediatamente precisó su idea—. Para un Constructor de Vías.

—¿Por qué?

—Porque es llano. Podemos superar exitosamente valles y cerros. Lo que me fastidia es el terreno quebrado, las piedras, los nos y aun los bosques. Es una ventaja estar alto en este momento. En esta zona hay roca vieja que ha sido alisada por la naturaleza. Pero no me hable de ríos porque me pongo nervioso.

—¿Qué tienen de malo los ribs?

—¡Dije que no me los mencionara! —Sonriente, me dio una palmada en el hombro y retomamos el camino de vuelta a la ciudad—. Los ríos hay que cruzarlos. Eso significa que hay que erigir un puente a menos que ya haya uno, cosa que nunca ocurre. Tenemos que quedamos esperando hasta que lo terminen, y ello provoca demoras. Por lo general, las demoras se las achacan al gremio de Vías. Así es la vida. El problema con los ríos es que todo el mundo tiene sentimientos mezclados con respecto a ellos. La ciudad siempre carece de suficiente agua, y si nos topamos con un río, podemos solucionar al menos un problema momentáneamente. Pero aun así tenemos que construir un puente, y eso molesta a todos.

Los obreros no se mostraron precisamente contentos al vernos llegar, pero Rafael los hizo levantar y pronto recomenzó el trabajo. Ya se había extraído el último riel, y lo único que quedaba por hacer era instalar el último amortiguador, una estructura de acero montada sobre el tramo final de la vía, empleando tres cimientos de los durmientes de hormigón. Cada uno de los cuatro rieles tenía un amortiguador, y a éstos se los colocaba de manera tal que, si la ciudad llegaba a deslizarse hacia atrás, se mantendría sujeta. Debido a la forma irregular del lado Sur, los amortiguadores no estaban puestos en hilera, pero Malchuskin me aseguró que su ubicación era la correcta.

—No me gustaría que hubiera necesidad de utilizarlos —dijo—, pero si eventualmente la ciudad se corriera, servirían para hacerla detener. Creo.

Cuando completamos el amortiguador, terminó nuestro trabajo.

—¿Qué viene ahora? —pregunté. Malchuskin levantó la vista hacia el sol.

—Tendríamos que trasladar la casa. Quiero llevar mi cabaña del otro lado del cerro, y también las chozas de los obreros. Pero se está haciendo tarde. No creo que podamos acabar antes de la noche.

—Podríamos hacerlo mañana.

—Es lo que estoy pensando. Les voy a dar a estos desgraciados unas horas de descanso. Ya verá cómo les gusta.

Habló con Rafael, quien a su vez consultó con los otros hombres. La decisión era previsible. Casi antes de que Rafael terminara de dirigirles la palabra, algunos ya habían emprendido el camino de regreso a sus chozas.

—¿Adónde van?

—De vuelta a su pueblo, supongo —respondió Malchuskin—. Queda allí no más. —Señalo en dirección al Sudeste, del otro lado del cerro—. Volverán. No les gusta el trabajo pero se sienten muy presionados en su aldea porque les damos lo que ellos quieren.

—¿Y qué es eso?

—Los beneficios de la civilización —dijo, sonriendo con aire cínico—. Es decir, la comida sintética de la que usted vive quejándose...

—¿Les gusta?

—No más que a usted. Pero es preferible eso a tener el estómago vacío, que es lo que le pasaba a la mayoría antes de llegar nosotros aquí.

—Yo no haría todo este trabajo por ese potaje. No tiene gusto a nada, no alimenta, no...

—¿Cuántas comidas diarias hacía en la ciudad?

—Tres.

—¿Y cuántas eran sintéticas?

—Solamente dos —respondí.

—Bueno, esos pobres diablos son los que tienen que trabajar como burros para que usted pueda disfrutar de una comida verdadera por día. Y, a juzgar por lo que escucho, lo que hacen bajo mis órdenes es lo menos.

—¿Qué quiere decir?

—Ya lo averiguará.

Más tarde, sentado en su cabaña, Malchuskin se explayó sobre el tema. Descubrí que él no estaba tan mal informado como aparentaba. Le echó toda la culpa al sistema de los gremios, como siempre. Desde tiempos inmemoriales las costumbres de la ciudad se transmitían de generación en generación, no por medio de la enseñanza sino que se adquirían por el descubrimiento personal. Un aprendiz apreciaría mucho más las tradiciones de los gremios si comprendía de entrada sobre qué hechos de la existencia se basaban, que si lo instruían teóricamente. En la práctica, ello implicaba que yo debería descubrir por mi mismo por qué los hombres venían a trabajar a las vías, qué otras tareas desempeñaban, y demás temas relacionados con la existencia de la ciudad.

—Cuando yo era aprendiz —dijo Malchuskin— levanté puentes y extraje rieles. Trabajé en el gremio de Tracción y alternaba con hombres como su padre. Sé el mecanismo que permite que la ciudad siga existiendo, y en consecuencia conozco lo valioso de mi labor. Extraigo vías y vuelvo a instalarlas, no porque me guste el trabajo sino porque sé por qué hay que hacerlo. He andado con el gremio de Tráfico y he visto cómo se consigue que los lugareños trabajen para nosotros, de modo que comprendo qué tipo de presiones soportan los hombres que ahora están bajo mis órdenes. Todo es muy oscuro, muy misterioso... así le parecerá a usted, pero llegará a saber que todo se relaciona con la supervivencia, y con lo precaria que es esa supervivencia.

—A mí no me molesta trabajar con usted —dije.

—No quise decir eso, usted se ha trabajado muy bien. Lo que intentaba explicarle es que todas las cosas que le intrigan —el juramento, por ejemplo—, tienen un profundo sentido.

—Así que los hombres volverán por la mañana.

—Probablemente. Y protestarán, y aflojarán en el trabajo en cuanto usted o yo les demos la espalda... aunque hasta eso es natural. A veces, sin embargo, me pregunto...

Esperé que terminara la frase, pero no dijo nada más. Me resultó extraña su actitud, ya que no me parecía en absoluto un hombre melancólico. Permanecimos sentados, envueltos en un largo silencio, quebrado solamente cuando yo me levanté y salí a usar la letrina. Luego, él bostezó, se desperezó y me tomó el pelo por mi floja vejiga.


Rafael regresó por la mañana con casi todos los hombres que habían estado antes con nosotros. Faltaban unos pocos, que fueron reemplazados por otros. Malchuskin los recibió sin demostrar sorpresa, y de inmediato comenzó a supervisar la demolición de las tres primeras edificaciones temporarias.

Primero se llevó el contenido afuera, y se lo apiló a un costado. Luego se desmantelaron las construcciones, tarea que no resultó tan difícil como yo imaginaba dado que, evidentemente, habían sido diseñadas para poder desarmarlas y volverlas a levantar con suma facilidad. Cada pared estaba unida a la siguiente por medio de pernos. Los pisos estaban formados por una cantidad de maderitas planas, al igual que los techos. Las puertas y ventanas venían adheridas a los respectivos marcos. No demoramos más de una hora en desarmar cada cabaña, y al mediodía habíamos acabado. Un rato antes, Malchuskin se había ido y había vuelto luego con un camión accionado a batería. Hicimos un breve descanso, comimos, cargamos luego el camión al tope y emprendimos el camino hacia el cerro. Conducía Malchuskin. Rafael y algunos de los obreros iban colgados de los costados del vehículo.

Malchuskin tomó un rumbo que nos llevó, en forma diagonal, hacia el tramo más cercano de vía, y el resto del viaje avanzamos junto a ella en dirección al cerro. En la ladera había una leve depresión, a través de la cual se habían tendido los cuatro pares de rieles. Se veían muchos hombres trabajando en este tramo: algunos cavaban manualmente el terreno a ambos lados del riel —presumiblemente ensanchándolo para recibir la mole de la ciudad a medida que pasara—, y otros empleaban taladros mecánicos, tratando de erigir cinco armazones de metal, cada una de las cuales portaba una gran rueda. Hasta ahora habían colocado sólo una, entre los dos rieles interiores, y se erguía como un sombrío diseño geométrico, sin cumplir aparentemente ninguna función.

Al pasar por la depresión Malchuskin aminoró la velocidad del camino, observando con interés cómo trabajaban los obreros. Saludó con la mano a uno de los gremialistas que supervisaban la obra, volvió a acelerar y llegamos a la cima del cerro. Allí comenzaba una pequeña pendiente que bajaba hasta una gran planicie. Al Este, al Oeste y en el extremo más lejano de la planicie, divisé colinas mucho más altas.

Para sorpresa mía, las vías terminaban a poca distancia del cerro. El riel izquierdo exterior se extendía una milla más, pero los otros tres tenían escasamente cien metros de largó. Había dos equipos trabajando, pero enseguida se notaba que lo hacían con mucha lentitud.

Malchuskin paseó la vista a su alrededor. En nuestro lado de las vías —o sea, en el lado Oeste—, había un grupito de cabañas, probablemente destinadas a los obreros que ya estaban allí. Malchuskin condujo el camión en esa dirección, pero pasamos dichas cabañas antes de detenernos.

—Aquí está bien —dijo—. Tenemos que levantar las cabañas antes que caiga la noche.

—¿Por qué no las armamos junto a las demás? —pregunté.

—Tengo por costumbre no hacerlo. Estos hombres me ocasionan suficientes problemas. Si alternan demasiado con los otros, beben más y trabajan menos. No podemos impedirles que se junten en los periodos de descanso, pero tampoco conviene amontonarlos.

—Supongo que tienen derecho a hacer lo que quieran...

—Se los compra por su trabajo. Eso es todo. Bajó de la cabina del camión y se puso a gritarle a Rafael que comenzara a levantar las viviendas.

Pronto se descargó el camión. Malchuskin regresó a juntar al resto de los hombres y los materiales, dejándome a mí a cargo de la reedificación.

Al atardecer se había casi terminado el trabajo. Mi última tarea del día era reintegrar el camión a la ciudad y conectarlo a uno de los puntos de reabastecimiento de baterías. Me alejé al volante, contento de volver a estar solo un rato.

Cuando bajé del cerro advertí que habían acabado por el día el trabajo en las ruedas elevadas, y que el lugar estaba desierto, salvo por la presencia de dos hombres de la milicia con sus ballestas colgando de los hombros. No me prestaron atención. Los dejé atrás y seguí mi camino a la ciudad. Me sorprendió ver qué pocas luces había y cómo, al acercarse la noche, cesaba toda actividad.

En el lugar donde Malchuskin había dicho que encontraría puntos de recarga hallé otros vehículos ya conectados, y ningún espacio libre. Pensé que éste era el último camión que volvía esa noche, y. que tendría que buscar algún otro punto. Por último encontré uno disponible en el lado Sur de la ciudad.

Ya era oscuro. Cuando terminé de ocuparme del camión me tocaba la larga caminata de vuelta, solo. Estuve tentado de no regresar y quedarme a pasar la noche en la ciudad, Al fin y al cabo, en unos pocos minutos podía estar en mi cuarto del internado... pero después pensé en la reacción que tendría Malchuskin al día siguiente.

De mala gana bordeé el perímetro de la ciudad, hallé las vías que iban hacia el Norte y las seguí hasta el cerro. Estar solo en la llanura, de noche, me resultó una experiencia algo desconcertante. Ya hacía frío y una fuerte brisa soplaba del Este. Me congelaba con mi uniforme liviano. Delante de mí alcanzaba a distinguir la mole oscura del cerro, enmarcada por el brillo del cielo nublado. En la depresión, las formas angulares de las estructuras de la rueda se delineaban contra el firmamento. Dos milicias recorrían la zona en solitaria vigilia.

—¡Deténgase en su lugar! —gritaron cuando me acerqué. Aunque no alcanzaba a ver bien, el instinto me decía que las ballestas apuntaban en dirección a mí—. Identifíquese.

—Aprendiz Helward Mann.

—¿Qué está haciendo fuera de la ciudad?

—Trabajo con el gremialista Malchuskin, en las vías. Acabo de pasar por aquí manejando un camión.

—Ah, sí. Aproxímese. Así lo hice.

—Yo no lo conozco —dijo uno de ellos—. ¿Usted empezó hace poco?

—Sí... Hace más o menos una milla.

—¿En qué gremio está?

—En el de los Futuros.

El que había hablado, rió.

—Yo no lo elegiría.

—¿Porqué?

—Me gustaría tener una larga vida.

—Pero él es joven —dijo el otro.

—¿De qué están hablando? —pregunté.

—¿Ya estuvo en el futuro?

—No.

—¿Y en el pasado?

—No. Empecé hace sólo unos días.

Se me ocurrió un pensamiento. Si bien no alcanzaba a verles el rostro en la oscuridad, por las voces deduje que no eran mucho mayores que yo. Unas setecientas millas, tal vez, pero no mucho más. En tal caso, yo debía conocerlos del internado.

—¿Cuál es su nombre? —le pregunté a uno.

—Conweil Stumer. Para usted Ballestero Stumer.

—¿Estaba en el internado?

—Sí. Pero no lo recuerdo. Claro, es sólo un niño.

—Acabo de abandonar el internado, y usted no estaba allí.

Ambos volvieron a reír y yo sentí que me exasperaba.

—Nosotros ya hemos estado en el pasado, hijito.

—¿Qué significa eso?

—Significa que somos hombres.

—Tendrías que estar en la cama, hijito. Esto es muy peligroso de noche.

—No hay nadie por aquí —dije.

—Ahora no. Pero mientras los bobos de la ciudad duermen, nosotros los protegemos de los tuks.

—¿Quiénes son?

—¿Los tuks? Los morenos. Los malhechores de la zona que aparecen en la oscuridad y atacan a los jóvenes aprendices.

Lamenté no haberme quedado en la ciudad y haber venido por aquí. No obstante, me habían estimulado la curiosidad.

—Realmente... ¿qué quieren decir?

—Hay tuks por las inmediaciones, y no les gusta la ciudad. Si nosotros no los vigiláramos, destruirían las vías. ¿Ve esas poleas? Si no estuviésemos aquí, ya las habrían tirado.

—Sin embargo fueron los... tuks los que ayudaron a instalarlas.

—Los que trabajan para nosotros. Pero hay muchos que no.

—Váyase a la cama, hijito. Nosotros nos encargamos de los tuks.

—¿Nada más que ustedes dos?

—Sí... nosotros no más, y otros doce en todo el cerro. Vaya rápido a acostarse, hijito, y no se meta en líos.

Les di la espalda y me alejé. Hervía de furia, y si me hubiera quedado un momento más, seguro me habría lanzado sobre alguno de los dos. Me asqueaba el modo despectivo con que me trataron, a pesar que yo los había incitado. Dos muchachos armados con ballestas no podrían enfrentar un ataque resuelto y ellos también lo sabían, pero era importante para su autoestima que yo no me diera cuenta de ello.

Cuando juzgué que estaba a suficiente distancia como para que no me oyeran, eché a correr, y casi de inmediato me tropecé con un durmiente. Me alejé del riel y seguí corriendo. Malchuskin me esperaba en su cabaña, y juntos cenamos otra vez, comidas sintéticas.

CAPÍTULO SEIS

Al cabo de otros dos días de trabajo con Malchuskin me llegó el momento de la licencia. Durante esos dos días Malchuskin forzó a los obreros a trabajar como nunca los había visto hacerlo, y adelantamos bastante. Si bien instalar rieles era mucho más pesado que extraer los viejos, existía el sutil beneficio de ver los resultados, un interminable tramo de vía. La tarea adicional consistía en cavar los cimientos para los bloques de hormigón antes de instalar los durmientes y el riel. Dado que había tres cuadrillas trabajando al Norte de la ciudad, y que cada vía tenía aproximadamente el mismo largo, se sumaba también el estímulo de la competencia entre los grupos. Era asombroso ver cómo los hombres participaban del espíritu competitivo y, a medida que proseguía la labor, se intercambiaban amables burlas.

—Dos días —me dijo Malchuskin, justo antes de que me fuera a la ciudad—. No se demore más. Pronto vendrá el montaje, y necesitaremos a todos los hombres disponibles.

—¿Debo regresar con usted?

—Eso depende de su gremio... pero sí, las próximas dos millas las hará conmigo. Luego lo transferirán a otro gremio, y hará tres millas con ellos.

—¿Con quiénes? —pregunté.

—No sé. Lo decidirá su gremio.

—Bueno.

Esa noche, como terminamos tarde de trabajar, me quedé a dormir en la cabaña. Había también otro motivo: no tenía el menor deseo de ir caminando a la ciudad en la oscuridad y tener que atravesar el espacio vigilado por los milicianos. Durante el día no se veían casi rastros de los milicianos, pero luego de mi primera experiencia con ellos, Malchuskin me había contado que se montaba guardia todas las noches, y en el periodo inmediato anterior a una operación de montaje, la vía se convertía en el área más fuertemente custodiada.

A la mañana siguiente volví a la ciudad, caminando a lo largo de la vía.


No fue difícil ubicar a Victoria, ahora que me habían autorizado a estar en la ciudad. La vez anterior, yo la había buscado indeciso porque me ponía nervioso tener que regresar con Malchuskin lo más rápido posible. Como me tocaban dos días enteros de licencia, no experimentaba la sensación de estar evadiendo mis obligaciones.

Aun así, no sabía cómo hacer para encontrarla... de modo que no tuve más remedio que preguntar. Luego de varias indicaciones erróneas, me dijeron que fuera a una habitación en el cuarto nivel. Allí, Victoria y otras compañeras trabajaban bajo el control de una directora. No bien Victoria me vio parado en la puerta, fue y habló con sujeta y luego vino a mi encuentro. Salimos al corredor.

—Hola, Helward —dijo, cerrando la puerta al pasar.

—Hola. Mira... si estás ocupada puedo verte después.

—No hay problemas. ¿Estás de licencia?

—Sí.

—Entonces yo también estoy de licencia. Vamos.

Ella dirigía el camino. Nos internamos en un pasaje lateral y bajamos una corta escalera. Abajo había otro pasillo, bordeado por puertas. Abrió una de ellas y entramos.

La habitación era mucho más amplia que cualquier cuarto privado de los que hubiese visto dentro de la ciudad. El mueble más grande era una cama adosada a la pared, pero la pieza también estaba amoblada confortablemente, dejando mucho espacio libre. Contra una pared había un lavabo y una pequeña cocinita. Había una mesa y dos sillas, un ropero y dos sillones. Y lo más inesperado de todo, una ventana.

De inmediato me acerqué a la ventana y miré afuera. Se veía un espacio abierto limitado en el lado opuesto por otra pared con muchas aberturas. El espacio se extendía a izquierda y derecha, pero como la ventana era pequeña, no pude ver qué había a los costados.

—¿Te gusta? —me preguntó Victoria.

—¡Es tan inmenso! ¿Es todo tuyo?

—En cierto sentido. Va a ser nuestro cuando nos casemos.

—Ah, sí. Alguien me dijo que nos darían un lugar de residencia.

—Probablemente se referían a esto. ¿Dónde estás viviendo ahora?

—Sigo en el internado. Pero no he estado allí desde la ceremonia.

—¿Ya estas afuera?

—Yo...

No sabía qué decir. ¿Qué le podía contar a Victoria, sujeto como estaba, al juramento?

—Sé que sales de la ciudad —dijo ella—. No es tan secreto.

—¿Qué más sabes?

—Varias cosas. Pero mira, ¡casi ni he hablado contigo! ¿Quieres que te prepare té?

—¿Sintético? —En el acto lamenté haber hecho esa pregunta. No quería parecer desatento.

—Desgraciadamente, sí. Pronto voy a trabajar con el equipo de sintéticos, así que a lo mejor puedo encontrar algún modo de mejorarlo.

Lentamente se iba aflojando la tensión. Durante las dos primeras horas nos tratamos fría, casi formalmente, demostrando una cortés curiosidad el uno por el otro. Luego pudimos actuar de un modo más natural. Victoria y yo no éramos dos desconocidos.

El tema de conversación giraba en tomo a la vida en el internado, y esto inmediatamente sacó a luz una nueva duda. Hasta el momento en que de hecho abandoné la ciudad, yo no tenía una idea clara de lo que encontraría. La educación del internado me había parecido —a mí y a casi todos— abstracta e irrelevante. Había pocos libros impresos, la mayoría de los cuales eran obras de ficción acerca de la vida en el planeta Tierra, de manera que los profesores se guiaban principalmente por textos que ellos mismos escribían. Sabíamos —o creíamos saber— mucho sobre la vida cotidiana en el planeta Tierra, pero nos decían que así no era lo que hallaríamos en este mundo. La natural curiosidad infantil enseguida exigía conocer la otra alternativa, pero sobre este punto los profesores guardaban silencio. Así, siempre tuvimos ese frustrante desnivel en nuestro conocimiento: lo que, a través de la lectura, aprendíamos acerca de la vida en otro mundo, y lo que, por suposiciones, nos imaginábamos sobre las costumbres de la ciudad.

Esta situación creaba un gran descontento, evidenciado por un exceso de energía física no consumida. ¿Pero dónde encontrar una vía de escape en el internado? Solamente en los pasillos y en el gimnasio había espacio como para moverse, y con estrictas limitaciones. El escape se manifestaba con desasosiego: en los más pequeños, estallidos emocionales y desobediencia; en los mayores, peleas y devoción apasionada por los pocos deportes que podían practicarse en el diminuto gimnasio. Y en los que les faltaban unas pocas millas para alcanzar la mayoría de edad, un prematuro despertar sexual.

Los directores del internado realizaban ingentes tentativas de control, pero quizás comprendían estas actividades y no les asignaban mayor gravedad que la debida. De cualquier manera yo me había criado en el internado y había participado igual que todos en estos arranques ocasionales. Durante las últimas veinte millas previas a la mayoría de edad había disfrutado de varias relaciones sexuales con compañeras —no con Victoria—, y no me había importado mucho. Ahora que nos íbamos a casar, de pronto cobraba importancia lo ocurrido en otras épocas.

Cuanto más conversábamos, más deseaba yo poder alejar el fantasma del pasado. Dudaba sobre la necesidad de relatarle mis experiencias. Victoria, sin embargo, dominaba la charla y la conducía por senderos aceptables para ambos. Tal vez ella también tuviera sus fantasmas. Me contó algo de la vida en la ciudad, y yo me sentía, desde luego, muy interesado en escucharla.

Me dijo que, por el hecho de ser mujer, no se le confería automáticamente una posición de responsabilidad, y que había logrado su actual trabajo por haberse comprometido conmigo. Si se hubiese comprometido con alguien que no perteneciera a un gremio, le habría correspondido tener hijos con la mayor frecuencia posible, y pasar el tiempo en rutinarias tareas domésticas en las cocinas, haciendo vestidos u ocupándose de otros trabajos serviles. En cambio, ahora podía ejercer un cierto control sobre su futuro, y quizás podría ascender al cargo de directora. Asistía, ahora, a un proceso de enseñanza muy parecido al mío. La única diferencia era que parecían hacer menos hincapié en la experiencia, y más en la educación teórica. Por consiguiente, ya había aprendido muchas más cosas sobre la ciudad y su manejo interno que yo.

No me sentí con confianza para hablar de mi trabajo afuera, de modo que escuché con sumo interés lo que ella me contaba.

Le habían dicho que en la ciudad había gran escasez de dos cosas: una era agua —lo cual yo ya sabía, por lo que me había contado Malchuskin—, y la otra era población.

—Sin embargo hay mucha gente en la ciudad —dije.

—Sí... pero la tasa de nacimientos ha sido siempre baja, y está bajando aún más. Para colmo de males, predominan los nacimientos de varones. Nadie sabe bien por qué.

—Es por los alimentos sintéticos —dije, irónicamente.

—Podría ser. —No había entendido mi chiste—. Hasta que abandoné el internado yo tenía ideas muy imprecisas de cómo sería el resto de la ciudad... pero siempre había creído que los habitantes habían nacido allí.

—¿Acaso no es así?

—No. Se traen muchas mujeres de afuera con el fin de aumentar la población. O, más específicamente, con la esperanza de que den a luz niñas.

—Mi madre vino de afuera.

—¿Sí? —Por primera vez noté inquieta a Victoria—. No lo sabía.

—Pensé que sería obvio.

—Sí, claro, pero nunca se me ocurrió imaginar...

—No importa —dije.

Bruscamente, Victoria se quedó callada. En realidad, ese hecho no me afectaba demasiado, y lamenté haberlo mencionado.

—Cuéntame más cosas de aquí —dije.

—No... no hay mucho más que contar. ¿Y tú? ¿Cómo es tu gremio?

—Es bueno —respondí.

Aparte de que el juramento me prohibía hablar de él, no me sentía con ganas de charlar. Con ese brusco silencio de Victoria tuve la impresión de que había otras cosas para contar, pero que una cierta discreción le impedía hacerlo. Durante toda mi vida —o al menos, durante toda la vida que recordaba—, la ausencia de mi madre se había tratado como algo natural. Cuando mencionábamos el tema, mi padre hablaba objetivamente, y no creo que hubiese ningún estigma. De hecho, muchos de los chicos del internado estaban en la misma situación que yo, y lo que es más, casi todas las niñas también. Nunca había pensado en el asunto hasta el momento en que Victoria tuvo esa reacción.

—Tú eres una de las pocas excepciones —dije, esperando que ella volviera al mismo tema, encarándolo desde otro ángulo—. Tu madre vive aún en la ciudad.

—Sí —respondió.

Y éste fue el fin del asunto. Decidí no hablar más de ello. De cualquier modo, yo no tenía interés especial en conversar de otra cosa que no fuera de nosotros. Había venido a la ciudad a conocer mejor a Victoria, no a hablar de genealogía.

—¿Qué hay ahí afuera? —pregunté, señalando la ventana—. ¿Podemos salir?

—Si lo deseas. Yo te llevaré.

Salí detrás de ella y la seguí por un corredor, donde había una puerta que daba al exterior. No había mucho por ver: el espacio abierto no era más que un callejón que corría entre las dos líneas de edificación. En un extremo había una sección elevada, a la que se llegaba por medio de una escalera de madera. Caminamos primero hasta el extremo y allí encontramos otra puerta por la que reingresamos a la ciudad. Al volver, subimos por la escalera hasta la pequeña plataforma donde había varios bancos de madera y espacio para moverse con una cierta libertad. La plataforma estaba bordeada a ambos lados por altas murallas, que presumiblemente encerraban otras partes del interior de la ciudad. El lado por el que accedimos daba a los techos de las cuadras residenciales y sobre el callejón. Pero en el cuarto lado la visión era ininterrumpida y se alcanzaba a divisar la campiña circundante. Esto me sorprendió mucho ya que el juramento había dejado implícito que nadie que no fuera gremialista podría ver más allá de los límites de la ciudad.

—¿Qué te parece? —me preguntó Victoria, sentándose en uno de los bancos. Me senté junto a ella.

—Me gusta.

—¿Anduviste por ahí afuera?

—Sí. —Era difícil. Ya me sentía en conflicto con los términos del juramento. ¿Cómo podría contarle a Victoria de mi trabajo, sin transgredir lo que había jurado?

—No nos dejan subir muy a menudo a este lugar. Lo cierran por la noche y durante el día está abierto sólo a algunas horas. A veces lo mantienen cerrado varios días seguidos.

—¿No sabes por qué?

—¿Lo sabes tú? —dijo ella.

—Probablemente tenga que ver con... el trabajo que se realiza afuera.

—Del cual supongo que no vas a hablar.

—No —respondí.

—¿Por qué no?

—No puedo.

Me echó una rápida mirada.

—Estás muy bronceado. ¿Trabajas al sol?

—No todo el tiempo.

—A este lugar lo cierran cuando el sol está alto. Lo único que he podido ver del sol es el momento en que los rayos se posan sobre las partes más altas de los edificios.

—No hay nada que ver —dije—. Es muy brillante y no se lo puede mirar fijo.

—Eso me gustaría averiguarlo por mi misma.

—¿Qué estás haciendo ahora? En tu trabajo, quiero decir.

—Nutrición.

—¿Qué es eso?

—Es determinar cómo obtener una dieta balanceada. Tenemos que aseguramos que los alimentos sintéticos contengan suficientes proteínas, y que la gente ingiera la cantidad adecuada de vitaminas. —Hizo una pausa. Su voz reflejaba desinterés por el tema—. ¿Sabías que el sol contiene vitaminas?

—¿Sí?

—Vitamina D, que se produce en el cuerpo humano por la acción de los rayos solares sobre la piel. Eso vale la pena saberlo si uno nunca ve el sol.

—Pero puede ser sintetizado —dije.

—Si... y se lo hace. ¿Entramos a la habitación y tomamos otro té?

No respondí. No sé qué habrá esperado que ocurriría viendo a Victoria, pero no había previsto esto. Durante los días que trabajé con Malchuskin había tenido ilusiones románticas, y de cuando en cuando las habían atemperado pensando que quizás ella y yo deberíamos adaptamos el uno al otro. De cualquier modo, nunca se me ocurrió que existiría un resentimiento tan profundo. Me había imaginado empeñándonos juntos en lograr la relación íntima que nuestros padres habían dispuesto para nosotros, y modelándola de manera tal que se convirtiera en una relación realista y tal vez incluso amorosa. Lo que no había previsto era que Victoria nos había considerado en términos más amplios: que yo siempre disfrutaría de las ventajas de un modo de vida vedado para ella.

Permanecimos en la plataforma. La invitación de Victoria a pasar a la habitación había sido irónica, y yo fui lo suficientemente perceptivo para advertirlo. Pensé que, por distintos motivos, ambos deseábamos quedamos afuera. Yo así lo prefería porque mi trabajo en la intemperie me había hecho gustar del aire fresco y, por contraste, el interior de los edificios ahora me daba claustrofobia, y supuse que Victoria también lo prefería porque esta plataforma era, para ella, lo más aproximado a salir de la ciudad. No obstante, la campiña ondulada no hacía más que recordarnos la diferencia que nos separaba.

—Podrías solicitar ser trasladada a un gremio —dije—, Estoy seguro de que...

—No soy del sexo indicado —replicó ella bruscamente—. Es para hombres solamente. ¿O es que no te diste cuenta?

—No...

—Yo no he necesitado de mucho tiempo para darme cuenta de varias cosas —prosiguió, hablando rápidamente con el mismo tono agrio—. Lo he visto toda mi vida y nunca lo reconocí: mi padre, que siempre trabajaba fuera de la ciudad, mi madre dedicada a su tarea de organizar esas cosas a las que nosotros no prestábamos atención, como la comida, la calefacción y la depuración de aguas residuales. Ahora me doy cuenta. Las mujeres son demasiado valiosas para arriesgarlas en el exterior. Se las necesita en la ciudad porque pueden parir y volver a parir una y otra vez. Si no tienen la suerte de nacer en la ciudad, se las puede traer de afuera y mandarlas de vuelta cuando han cumplido su objetivo. —Una vez más el tema espinoso, pero esta vez ella no vaciló. Sé que el trabajo fuera de la ciudad hay que hacerlo, sea lo que fuere, y que implica un riesgo... pero a mí no me han dado derecho a elegir. Simplemente porque soy mujer no se me permite otra opción que quedarme encerrada en este maldito lugar y aprender cosas fascinantes acerca de la producción de alimentos y, cuando pueda, tener hijos.

—¿No deseas casarte conmigo?

—No me queda otra alternativa.

—Gracias.

Se puso de pie y enfiló enojada hacia la escalera. Baje detrás de ella y la seguí hasta su habitación. Esperé junto a la puerta observándola mientras ella se paraba dándome la espalda, mirando por la ventana el angosto callejón que separaba los edificios.

—¿Quieres que me vaya? —pregunté.

—No... entra y cierra la puerta.

No se movió. Hice lo que me indicaba.

—Voy a preparar más té —dijo.

—Bueno.

El agua de la pava estaba aún tibia, de modo que demoró escasamente un minuto en volver a hervir.

—No tenemos la obligación de casamos —dije.

—Si no es contigo, será con otro. —Se dio vuelta y vino a sentarse a mi lado—. Quiero que sepas que no tengo nada contra ti, Helward. Nos guste o no, mi vida y la tuya están dominadas por el sistema de los gremios. Y no está en nuestras manos variar la situación.

—¿Por qué no? Los sistemas pueden ser cambiados.

—¡Este no! Es demasiado firme. Los gremios dominan la ciudad, por motivos que supongo nunca conoceré. Sólo los gremios pueden cambiar el sistema, y nunca lo harán.

—Pareces muy segura.

—Lo estoy. Por la sencilla razón de que el sistema que rige mi vida está a su vez dominado por lo que ocurre fuera de la ciudad. Dado que nunca puedo participar de ello, nunca puedo hacer nada por orientar mi propia vida.

—Pero podrías hacerlo... por mi intermedio..

—Ni tú mismo te dignas hablar de ello.

—No puedo —repliqué.

—¿Por qué no?

—No puedo siquiera decirte eso.

—Secreto del gremio.

—Si así deseas llamarlo.

—Incluso sentado aquí, ahora, te adhieres a ello.

—Es mi obligación —respondí simplemente—. Me hicieron jurar...

Luego recordé: el juramento mismo era una de las cláusulas del juramento. Lo había quebrantado, y tan fácil y naturalmente, que lo hice sin darme tiempo a pensar.

Para sorpresa mía. Victoria no reaccionó.

—Así se ratifica el sistema de los gremios —dijo—. Eso tiene sentido. Terminé mi té.

—Tengo que irme.

—¿Estás enojado conmigo?

—No. Sólo que...

—No te vayas. Lamento haber perdido la paciencia... no es culpa tuya. Dijiste que a través de ti yo podría regir mi propia vida. ¿Qué quisiste decir?

—No estoy seguro. Creo que mi intención fue afirmar que, como esposa de un gremialista, cosa que algún día llegaré a ser, tendrás más oportunidad de...

—¿De qué?

—Bueno... de ver por mi intermedio qué sentido tiene el sistema.

—Pero juraste no contarme nada.

—Sí...

—Así que los gremialistas de primera clase tienen todo arreglado. El sistema exige secreto.

Se recostó sobre el respaldo y cerró los ojos. Yo me sentía muy confundido y enfadado conmigo mismo. Hacía diez días que era aprendiz, y técnicamente me correspondía la sentencia de muerte. Era demasiado grotesco para tomarlo en serio, pero lo que recordaba del juramento era que me había resultado muy convincente en su momento. La confusión se originó porque, sin querer. Victoria había involucrado el intento de compromiso emotivo que nos unía. Yo entendía el conflicto, pero no podía hacer nada al respecto. Por mi propia experiencia en el internado conocía las sutiles frustraciones que provocaba el hecho de no permitírsenos el acceso a las otras partes de la ciudad. Trasladando la situación a mayor escala —por ejemplo, si a uno se le asignaba una pequeña responsabilidad en el manejo de la ciudad, pero al mismo tiempo se le impedía trasponer ciertos límites—, persistía la frustración. ¿Acaso éste era un problema nuevo en la ciudad? Victoria y yo no éramos los primeros que nos casaríamos de este modo.

Antes que nosotros debía haber habido otros que se encontraron con la misma dificultad. ¿Habrían ellos aceptado el sistema tal como se les presentaba?

Victoria no se movió cuando yo abandoné la habitación y me dirigí al internado.


Lejos de ella, lejos del ineludible síndrome de reacción y contrarreacción que provocaba el hablar con ella, se diluyeron las preocupaciones que me expresara y comencé a alarmarme por mi propia situación. Si había que tomar realmente en serio el juramento, podían matarme si algún gremialista se llegase a enterar. ¿Quebrar el juramento podía ser una falta tan terrible?

¿Victoria contaría a alguien lo que yo le había dicho? Mí primer impulso fue volver a verla e implorarle que guardara silencio... pero así sólo lograría empeorar su conflicto y su propio resentimiento.

Desperdicié el resto del día tirado en mi litera, angustiándome por todo esto. Más tarde cené en uno de los comedores de la ciudad, contento de no ver nuevamente a Victoria.


En medio de la noche Victoria vino a mi cuarto. Lo primero que sentí fue el ruido de la puerta que se cerraba, y cuando abrí los ojos, divisé su alta figura junto a mi cama.

—¿Qué...?

—¡Ssh! Soy yo.

—¿Qué quieres? —Estiré una mano buscando la perilla de la lámpara, pero ella me tomó de la muñeca.

—No prendas la luz.

Se sentó en el borde de la cama, y yo me incorporé.

—Lo siento mucho, Helward. Eso vine a decirte.

—Está bien.

Se rió.

—¿Todavía estás dormido?

—Tal vez. No sé.

Se inclinó hacia adelante. Sentí sus manos que me apretaban suavemente el pecho y subían luego hasta colocarse detrás de mi cuello. Me besó.

—No digas nada —me dijo—. De veras lamento lo ocurrido.

Volvimos a besarnos. Sus manos se movieron y me abrazó con fuerza.

—Usas camisón para dormir. Quítatelo.

De pronto se levantó y sentí que se desprendía el abrigo que traía puesto. Cuando volvió a sentarse, mucho más cerca esta vez, estaba desnuda. Me saqué a tientas el camisón, que se me trabó al pasar la cabeza. Victoria retiró las colchas y se apretujó contra mí.

—¿Viniste así aquí? —le pregunté.

—No hay nadie por ningún lado.

Su rostro estaba muy cerca del mío. Nos besamos de nuevo, y al alejarme me golpeé la cabeza contra la pared. Victoria se acurrucó más, pegando su cuerpo al mío. De repente echó a reír con fuerza.

—¡Por Dios! ¡Cállate!

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Alguien podría escuchamos.

—Todo el mundo duerme.

—No van a dormir más si sigues riendo.

—Dije que no hablaras. —Me besó nuevamente. A pesar de que mi cuerpo respondía con ansias, me paralizaba el terror. Estábamos haciendo demasiado ruido. Las paredes del internado eran delgadas, y sabía por experiencia que los sonidos se transmitían con suma facilidad. Con su risa y nuestras voces, y por el hecho de que necesariamente teníamos que estar amontonados en la litera, contra la pared, yo estaba seguro de que habíamos despertado al internado entero. La aparté de mi lado y así se lo dije.

—No importa —me respondió.

—Sí que importa.

Retiré las colchas y pasé por encima de ella. Encendí la luz. Victoria se tapó los ojos para protegerse del resplandor, y yo le tiré su abrigo.

—Vamos a tu habitación.

—No.

—Sí. —Yo ya me estaba calzando el uniforme.

—No te pongas eso —dijo ella—. Tiene olor.

—¿Sí?

—Un olor horrible.

Cuando se incorporó yo la observé, admirando la hermosura de su cuerpo desnudo. Se puso el abrigo sobre los hombros y saltó de la cama.

—De acuerdo. Pero vamos rápido.

Salimos de mi cuarto y abandonamos el internado. Atravesamos velozmente los pasillos. Como Victoria había dicho, a estas horas de la noche no se veía a nadie por los alrededores, y estaban apagadas casi todas las luces de los pasillos. A los pocos minutos llegamos a su habitación. Cerré la puerta y le eché llave. Victoria se sentó en la cama, sujetándose el abrigo sobre el cuerpo.

Yo me saqué el uniforme y me metí en la cama.

—Ven, Victoria.

—Ahora no tengo ganas.

—¿Por qué no?

—Debimos habernos quedado donde estábamos.

—¿Quieres que volvamos?

—Por supuesto que no.

—No te quedes ahí sentada. Ven aquí, conmigo.

—Bueno.

Se desabrochó el saco y lo dejó caer al piso. Luego se metió en la cama, a mi lado. Nos abrazamos y besamos un instante, pero ahí entendí lo que ella había querido decir. Me abandonó el deseo tan pronto como había venido. Permanecimos en silencio. La sensación de estar en la cama con ella era agradable, pero aunque yo percibía la sensualidad del momento, no pasó nada.

Eventualmente, dije:

—¿Por qué fuiste a verme?

—Ya te lo dije.

—¿Era sólo porque lamentabas lo ocurrido?

—Creo que sí.

—Yo casi voy a verte a ti —dije—. Hice una cosa que no debía, y estoy asustado.

—¿Qué hiciste?

—Te conté... Te conté que me habían obligado a jurar algo. Tenías razón, los gremios imponen la ley del secreto a sus miembros. Cuando me convertí en aprendiz tuve que prestar un juramento, una de cuyas cláusulas era jurar que nunca revelaría la existencia del juramento. Yo lo quebré al contarte.

—¿Y esto importa mucho?

—Hay pena de muerte.

—¿Pero cómo van a enterarse?

Victoria dijo:

—Si yo suelto prenda, quieres decir. ¿Por qué habría de hacerlo?

—No estoy seguro. Sin embargo hoy hablabas de una manera... demostrabas resentimiento porque se te impide regir tu propia vida... y yo estaba convencido de que utilizarías ese hecho contra mí.

—Hasta este instante no significaba nada para mí. No lo utilizaría. Además, ¿cómo va a traicionar una mujer a su marido?

—¿Todavía quieres casarte conmigo?

—Sí.

—¿Aun cuando lo hayan decidido por nosotros?

—Fue una buena decisión —respondió, y me apretó fuerte unos segundos—. ¿No piensas lo mismo?

—Sí.

Al cabo de unos minutos. Victoria me preguntó:

—¿Me vas a hablar de lo que ocurre fuera de la ciudad?

—No puedo.

—¿Por el juramento?

—Sí.

—Pero ya lo has transgredido. ¿Ahora qué importa?

—De todos modos, no hay nada que contar. He pasado diez días realizando un gran trabajo físico, y no sé bien por qué.

—¿Qué clase de trabajo físico?

—Victoria... no me lo preguntes.

—Bueno, entonces cuéntame del sol. ¿Por qué a nadie de la ciudad le permiten, verlo?

—No sé.

—¿Tiene algo de malo?

—No creo.

Victoria me hacía las preguntas que yo debía haberme hecho pero que nunca me hice. En el tumulto de nuevas experiencias, no había tenido casi tiempo para tomar conciencia del significado de todo lo que veía, y mucho menos, de cuestionarlo. Al verme enfrentado a estos interrogantes —dejando de lado si debía responderlos o no—, noté que yo exigía saber las respuestas. ¿Realmente algo le pasaría al sol, algo que pusiera en peligro la ciudad? Si así fuese, ¿debía mantenerse en secreto? Sin embargo, yo había visto el sol y...

—No, no le pasa nada al sol, pero tiene otra forma que la que yo creía.

—Es esférico.

—No. Al menos, no lo parece.

—¿Y?

—No debo decírtelo.

—No vas a dejarlo así —dijo ella.

—Yo no creo que sea importante.

—Yo sí.

—Está bien. —Ya que había hablado demasiado, ¿qué otra cosa podía hacer?—. No puede vérselo bien durante el día porque es muy brillante. Al amanecer o en el ocaso puede contemplárselo unos minutos. Me parece que tiene forma de disco; pero es más que eso, aunque no sé cómo describirlo. En el centro del disco, arriba y abajo, hay una especie de rayo.

—¿Es parte del sol?

—Sí. Es semejante a un trompo. Resulta muy difícil ver con claridad, porque es tan brillante, aun en esos momentos. La otra noche yo me encontraba al aire libre, y el cielo estaba despejado. Hay una luna, que tiene la misma forma. Pero tampoco la pude ver bien porque estaba en fase.

—¿Estás seguro?

—Eso es lo que vi.

—No es lo que nos enseñaron.

—Ya sé —respondí—. Pero es así.

No hablé más. Victoria me hizo otras preguntas, que yo evadí aduciendo no conocer las respuestas. Si bien intentó extraerme comentarios sobre mi trabajo, me las ingenié para mantener el silencio. En cambio, yo le hice preguntas acerca de ella, y pronto habíamos dejado ese tema, que me parecía tan peligroso. No estaba enterrado para siempre, pero necesitaba tiempo para pensar. Al rato hicimos el amor, y luego nos quedamos dormidos.


Por la mañana. Victoria preparó el desayuno y me quedé luego sentado, desnudo, mientras llevaba mi uniforme a limpiar. Durante su ausencia me lavé y me afeité, y volví a tenderme en la cama hasta que regresó.

Cuando me puse el uniforme lo noté fresco, renovado, nada parecido a esa olorosa y dura segunda piel en que se había convertido como consecuencia de mi trabajo al aire libre.

Pasamos juntos el resto del día. Victoria me llevó a recorrer el interior de la ciudad, que me pareció mucho más complicada que lo que había imaginado. La mayor parte de lo que había visto hasta ese momento era la zona residencial y administrativa, pero había muchas otras. Al principio me puse a pensar cómo haría para encontrar el camino, hasta que Victoria comentó que en varios lugares han colocado en las paredes planos de la ciudad.

Noté que los planos habían sido corregidos muchas veces. Uno en particular me llamó la atención. Estábamos en uno de los niveles más bajos, y junto a un plano recientemente corregido, había otro mucho más viejo, conservado detrás de una hoja de plástico transparente. Lo miré con gran interés, advirtiendo que las instrucciones estaban escritas en varios idiomas, de los cuales pude reconocer sólo el francés, además del inglés.

—¿Cuáles son los demás? —le pregunté a Victoria.

—Este es alemán, y los otros son ruso e italiano. Y éste... —señaló una escritura complicada, ideográfica— es chino.

Estudié el plano con mayor atención, comparándolo con el más nuevo, que había a su lado. Se notaba la similitud, pero era evidente que se habían realizado muchas reformas dentro de la ciudad entre las fechas de ambos.

—¿Por qué había tantos idiomas? —Nosotros descendemos de un grupo mezclado de ciudadanos. Tengo entendido que el inglés ha sido el idioma corriente durante miles de millas, pero no siempre fue así. Mi familia, sin ir más lejos, desciende de los franceses.

—¿Ah, sí?

En el mismo nivel. Victoria me mostró la planta de sintéticos. Allí era donde los substitutos proteicos y orgánicos se sintetizaban a partir de la madera y productos vegetales. Había un olor muy fuerte, y noté que la gente que trabajaba ahí tenía que usar mascarillas. Atravesamos rápidamente el lugar, arribando luego a la zona donde se realizaban las investigaciones para mejorar la textura y el sabor. Aquí era donde ella pronto iba a trabajar, según me dijo.

Más tarde, Victoria manifestó otras de sus frustraciones por su vida, tanto la presente como la futura. Como yo ya estaba más preparado que antes, pude reconfortarla. Le dije que tomara a su propia madre como ejemplo, ya que ella llevaba una vida útil, satisfactoria. Le prometí —bajo persuasión— que le contaría más detalles de mi vida, y que haría todo lo posible, cuando me convirtiera en gremialista pleno, porque el sistema fuese más abierto, más liberal. Esto pareció calmarla un poco, y juntos pasamos una tarde y una noche tranquilas.

CAPÍTULO SIETE

Convinimos casarnos cuanto antes. Victoria me dijo que, durante la próxima milla, iba a averiguar los ritos formales que deberíamos realizar, y que si fuera posible, nos casaríamos en mi período de licencia siguiente, o en el posterior. Entre tanto, yo debía reintegrarme a mis tareas.

Tan pronto como emergí desde abajo de la ciudad, advertí que se había progresado mucho. Habían retirado de los alrededores los elementos de trabajo. No se divisaba ninguna de las construcciones temporarias, como tampoco había vehículos cargando sus baterías en los puntos de reabastecimiento; estaban, probablemente, del otro lado del cerro. El cambio mayor que se notaba eran cinco cables que, partiendo del extremo Norte de la ciudad, yacían a lo largo de los rieles y desaparecían de la vista detrás de la loma. Varios milicianos iban y venían custodiando las vías.

Sospechando que Malchuskin estaría muy ocupado, me dirigí rápidamente hacia el cerro. Cuando llegué a la cima mis sospechas se vieron confirmadas ya que, a lo lejos, donde terminaban las vías, se divisaba el centro de actividad en torno del riel interno, derecho. Más allá, varias cuadrillas trabajaban en unas estructuras metálicas, pero desde esta distancia era imposible determinar qué función cumplían. Me apresuré a bajar.

La caminata me llevó más tiempo que lo que había creído porque el tramo más largo de riel medía más de una milla y media. El sol ya estaba alto, y cuando encontré a Malchuskin y sus hombres, me sentía acalorado.

Malchuskin casi ni se percató de mi presencia. Me quité la chaqueta del uniforme y me puse a trabajar.

Se trataba de extender este tramo de riel hasta equiparar su largo con el de los demás, pero había surgido una complicación al encontrar un pedazo de terreno con un subsuelo de roca dura. Aunque ello implicaba que no se necesitarían cimientos de hormigón, se haría extremadamente dificultosa cavar los fosos para los durmientes.

Hallé un pico en un camión y comencé á trabajar. Pronto, los problemas más sofisticados con que me había encontrado en la ciudad me parecieron decididamente remotos.

En los períodos de descanso, por las conversaciones con Malchuskin me enteré de que, aparte de este tramo de vía, todo estaba casi listo para la operación de remolque. Los cables habían sido prolongados y se habían cavado los pozos para los amortiguadores. Me llevó hasta el sitio de emplazamiento de éstos y me mostró cómo se enclavaban bien profundo las vigas de acero para poder sujetar fuertemente los cables. Tres amortiguadores estaban terminados y se habían conectado los cables. Otro más estaba en vías de finalización, y el quinto estaba siendo instalado.

Se notaba un ambiente general de ansiedad entre los gremialistas que trabajaban en el lugar, y le pregunté a Malchuskin el motivo.

—Es por el tiempo —me respondió—. Demoramos veintitrés días desde el último remolque para tender las vías hasta aquí. Calculamos poder mover la ciudad mañana, si todo anda bien. O sea que estaríamos en los veinticuatro días. Esta vez, lo más que podemos transportarla no alcanza a dos millas... pero en el tiempo que demoramos en hacerlo, el óptimo se ha adelantado dos millas y media. De modo que, luego de completar esta etapa, estaremos aún media milla más atrás del óptimo que lo que estábamos durante la última operación.

—¿Podemos recuperar ese tiempo?

—Quizás en el siguiente remolque. Estuve hablando anoche con algunos de los hombres de Tracción... ellos estiman que podremos avanzar un tramo corto la próxima vez, y después, dos largos. Están preocupados por esas colinas. —Señaló en dirección al Norte.

—¿Y no podemos rodearlas? —pregunté, viendo que, hacia el Noreste, las colmas parecían algo más bajas.

—Podríamos... pero el camino más corto hasta el óptimo es hacia el Norte. Y el más leve desvío significa más distancia por cubrir.

No comprendí enteramente todo lo que me dijo, pero capté con claridad la sensación de urgencia.

—Una cosa es positiva —prosiguió Malchuskin—. Después de esto, despediremos a esta cuadrilla. El gremio del Futuro encontró una población mayor en la zona Norte, y están desesperados por trabajar. Así me gustan a mí. Cuanto más hambrientos están, más trabajan... por un tiempo, al menos.

Las tareas continuaban. Esa tarde no terminamos hasta después de la puesta del sol. Malchuskin y los demás gremialistas de Tracción azuzaban a los obreros con insultos cada vez peores. Yo no tenía tiempo de reaccionar de una manera u otra ya que, tanto los gremialistas como yo, trabajábamos con la misma intensidad. Cuando regresamos a la cabaña a pasar la noche, me sentía exhausto.

Por la mañana, Malchuskin salió temprano de la cabaña y me dijo que llevara a Rafael y a los obreros al lugar de trabajo lo antes posible. Cuando llegué, él y otros tres hombres de Tracción discutían con los gremialistas que preparaban los cables. Indiqué a Rafael y a los operarios que se pusieran a trabajar en el riel. Pero sentía curiosidad por saber el motivo de discusión. Eventualmente, Malchuskin se acercó a nosotros y no mencionó la pelea sino que se abocó al trabajo, gritándole furioso a Rafael.

Un rato más tarde, cuando hicimos un descanso, le pregunté.

—Son los de Tracción —dijo—, que quieren comenzar ahora el remolque, antes de que esté lista la vía.

—¿Pueden hacerlo?

—Si... dicen que llevará algún tiempo subir la ciudad hasta la cima del cerro, y que mientras tanto podemos acabar con esto. Nosotros no lo permitiremos.

—¿Por qué no? Parece razonable.

—Porque significaría trabajar debajo de los cables. Se ejerce mucha presión sobre los cables, sobre todo cuando se arrastra la ciudad por una cuesta muy empinada como la que conduce al cerro. ¿Nunca vio cortarse un cable? —Era una pregunta retórica; antes no sabía siquiera que se utilizaban cables—. A usted lo partirían por la mitad antes de que pudiera escuchar el estrépito —acotó Malchuskin agriamente.

—Entonces, ¿en qué quedaron?

—Nos dan una hora para terminar; luego empiezan a mover la ciudad de cualquier manera.

Quedaban aún por tender tres tramos de riel. Les dimos a los hombres unos minutos más de descanso antes de reanudar la faena. Puesto que ahora había cuatro gremialistas con sus cuadrillas dedicados a la misma área, avanzamos rápidamente. No obstante, casi toda la hora se pasó completando la vía.

Con una cierta satisfacción, Malchuskin hizo señales a los de Tracción indicándoles que estábamos listos. Recogimos las herramientas y las pusimos a un costado.

—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté.

—Esperaremos. Yo voy a la ciudad a descansar. Mañana volvemos a comenzar.

—¿Qué debo hacer yo?

—Si fuera usted, yo observaría. Le va a resultar interesante. Bueno, hay que pagar y despedir a estos hombres. Más tarde le enviaré a un gremialista de Tráfico. Mantenga a los obreros aquí hasta que él llegue. Yo vuelvo por la mañana.

—De acuerdo. ¿Algo más?

—No. Mientras se realiza el remolque, los hombres de Tracción quedan a cargo de todo, así que si le dicen que salte, salte. Podrían necesitar que se hiciese algún retoque en las vías, así que esté alerta. Pero yo creo que están bien, y ya las controlamos.

Se alejó de mí, en dirección a la cabaña. Parecía muy cansado. Los obreros regresaron a sus chozas y pronto me quedé solo. El comentario de Malchuskin acerca del peligro de que se cortara un cable me había asustado, de modo que me senté en el suelo a una distancia prudente del lugar.

No había mucha actividad en el sitio de emplazamiento de los amortiguadores. Los cinco cables habían sido conectados, y ahora corrían flojos, en sentido paralelo a los rieles. Había dos gremialistas de Tracción en los emplazamientos ocupados, según me pareció, en dar los toques finales a las conexiones.

En la zona del cerro apareció un grupo de hombres, que venía hacia nosotros en dos ordenadas hileras. Desde esta distancia era imposible distinguir quiénes eran, pero noté que, cada cien metros, uno de ellos abandonaba la fila y se ubicaba junto a la vía. A medida que se aproximaban, advertí que eran milicianos, equipados con ballestas. Cuando llegaron a los amortiguadores, sólo quedaban ocho de ellos, que hicieron una formación defensiva alrededor de los mismos. Al cabo de unos minutos, uno de los soldados se me acercó.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Soy el aprendiz Helward Mann.

—¿Qué está haciendo?

—Me dijeron que me quede a presenciar la operación de remolque.

—Está bien. Manténgase a distancia. ¿Cuántos obreros hay aquí?

—No estoy seguro —respondí—. Creo que unos sesenta.

—¿Han estado trabajando en la vía?

—Sí. Sonrió.

—Entonces estarán demasiado exhaustos como para ser peligrosos. Avíseme si le causan algún problema.

Se marchó a reunirse con sus compañeros. No quedó muy claro qué clase de problemas podían causarme los obreros, pero me pareció extraña la actitud de la milicia hacia ellos. Supuse que, en el pasado, habrían ocasionado algún daño a los rieles o los cables, pero pensé que ninguno de los hombres con quienes habíamos estado trabajando podía significar una amenaza para nosotros.

Me pareció que los milicianos que custodiaban las vías estaban peligrosamente cerca de los cables, aunque no demostraban temor. Pacientemente iban y venían por sus respectivos tramos de riel.

Advertí que dos de los hombres de Tracción tomaban posición detrás de unos escudos metálicos, más allá de los amortiguadores. Uno de ellos portaba una gran bandera roja, y miraba con unos binoculares en dirección al cerro. Allí, junto a las cinco poleas, divisé a otro hombre. Dado que el centro de interés parecía ser este hombre, lo observé con curiosidad. Nos daba la espalda, según lo que alcanzaba a ver desde esta distancia.

De pronto, se dio vuelta y agitó su bandera para llamar la atención de los dos hombres que se hallaban en los amortiguadores. La movía describiendo un amplio semicírculo debajo de su cintura, ida y vuelta. Inmediatamente, el hombre que tenía la bandera, en los amortiguadores, salió desde atrás del escudo y confirmó la señal repitiendo el movimiento con su propia bandera.

Momentos más tarde, noté que los cables se deslizaban lentamente por el terreno, en dirección a la ciudad. Sobre el cerro veía las poleas girando, sujetando el cabo suelto. Uno a uno los cables se detuvieron, aunque la mayor parte seguía corriendo por la tierra. Me imaginé que sería por el peso mismo de los cables, ya que en la zona de los amortiguadores y. las poleas, los cables estaban bien separados del terreno.

—¡Déles la orden de largada —gritó uno de los hombres de los amortiguadores, y de inmediato su colega agitó la bandera por sobre su cabeza. El hombre del cerro repitió la señal; luego se hizo rápidamente a un lado y desapareció de la vista.

Esperé, curioso, por saber qué vendría ahora... aunque, por lo que veía, no ocurría nada. Los milicianos seguían yendo y viniendo, los cables permanecían tensos. Decidí acercarme a los de Tracción y preguntarles qué pasaba.

En cuanto me puse de pie y di unos pasos en dirección a ellos, el hombre que había estado haciendo las señales agitó frenéticamente los brazos.

—Aléjese —me gritó.

—¿Qué pasa?

—¡Los cables están soportando el máximo de tensión!

Me alejé.

Transcurrían los minutos y no había signos evidentes de adelanto. Luego me di cuenta de que los cables se habían ido estirando lentamente, hasta que quedaron separados de la tierra en casi toda su extensión.

Miré hacia el Sur: la ciudad aparecía a la vista. Desde donde estaba sentado alcanzaba a ver el borde superior de una de las torres de adelante, emergiendo sobre las rocas del cerro. Y mientras miraba, seguían apareciendo más partes de la edificación.

Caminé describiendo un gran semicírculo, manteniendo siempre una prudente distancia de los cables, y me paré detrás de los amortiguadores. Miré hacia la ciudad. Con dolorosa lentitud iba trepando la cuesta hasta que llegó a unos pocos metros de las cinco poleas que llevaban los cables hasta la cima del cerro. Allí se detuvo, y los hombres de Tracción comenzaron una vez más a hacer señales.

A continuación vino una larga y complicada operación en la cual cada cable se arriaba por turno, mientras se desmantelaba la polea. Presencié la remoción de la primera polea de este modo; luego me aburrí. Sentí hambre y, sospechando que no me iba a perder nada interesante, volví a la cabaña y calenté un poco de comida.

No había rastros de Malchuskin, aunque casi todas sus pertenencias seguían aún en la cabaña.

Me tomé mi tiempo para comer, sabiendo que pasarían no menos de dos horas antes de que pudieran proseguir con el remolque. Disfruté de la soledad y de no tener que realizar el trabajo forzado de antes.

Cuando salí recordé la advertencia de los milicianos acerca de los problemas que podían ocasionar los obreros, y me dirigí a sus ranchos. La mayoría de los hombres estaban afuera, sentados en el suelo, contemplando el trabajo de las poleas. Algunos conversaban, gesticulaban o discutían en voz alta, y llegué a la conclusión de que los milicianos veían amenazas donde no existían. Regresé a la vía.

Eché una rápida mirada al sol: faltaba poco para la noche. Deduje que el resto de la operación no demoraría mucho luego de que hubiesen quitado las poleas, porque era evidente que los demás rieles corrían por una rampa cuesta abajo.

A su debido tiempo se eliminó la última polea y nuevamente los cinco cables quedaron tensos. Hubo un breve período de espera hasta que, a una señal del hombre que se hallaba en los amortiguadores, continuó el lento movimiento de la ciudad... cuesta abajo en dirección a nosotros. Contrariamente a lo que me había imaginado, la ciudad no se deslizaba suavemente por el ventajoso declive. Los cables seguían tirantes, o sea que la ciudad debía aún arrastrarse. Cuando se fue acercando, noté un menor nerviosismo en los hombres de tracción, si bien no cesaban de vigilar. Durante la operación concentraban toda su atención en la ciudad que se aproximaba.

Por último, cuando la inmensa mole estuvo a unos diez metros del final de los rieles, el señalero levantó la bandera roja y la sostuvo por sobre su cabeza. Había una gran ventana que corría a lo ancho de la torre delantera. Allí un hombre levantó otra bandera similar. Segundos más tarde, la ciudad se detuvo.

Se produjo un alto durante un par de minutos. Luego, de una puerta de la torre salió un hombre y se paró en una pequeña plataforma.

—Listo... los frenos están asegurados —gritó—. Vamos a soltar.

Los dos hombres de Tracción abandonaron sus refugios de metal y estiraron las piernas exageradamente. Era indudable que habían soportado una considerable tensión mental durante varias horas. Uno de ellos caminó hasta el borde de la ciudad y orinó a un costado. Le sonrió al compañero, se trepó a una cornisa y logró alcanzar la plataforma. El otro caminó a lo largo de los cables —notoriamente más flojos ahora— y desapareció debajo del canto mismo de la ciudad. Los milicianos seguían desplegados en su formación defensiva, pero hasta ellos parecían ahora más relajados.

El espectáculo había llegado a su fin. Al tener la ciudad tan cerca sentí la tentación de entrar, pero dudé si debía hacerlo o no. Solamente podía ver a Victoria, y ella estaría ocupada con su trabajo. Además, Malchuskin me había dicho que me quede con los obreros, y pensé que no debía desobedecerlo.

Cuando me dirigía de vuelta a la choza, se me acercó un hombre que venía de la ciudad.

—¿Es usted el aprendiz Mann? —dijo.

—Sí.

—Yo soy Jaime Collings, del gremio de Tráfico. Malchuskin me dijo que había que abonar los salarios y despedir a unos obreros.

—Efectivamente.

—¿Cuántos son? —preguntó Collings.

—En nuestra cuadrilla, quince. Pero hay varios más.

—¿Alguna queja?

—¿Qué tipo de queja?

—Algún problema... negarse a trabajar, por ejemplo.

—Eran un poco lerdos. Malchuskin vivía gritándoles.

—¿Alguna vez se negaron a trabajar?

—No.

—¿Sabe quién era el jefe del grupo?

—Rafael, uno que habla inglés.

—De acuerdo.

Juntos caminamos hasta las cabañas y hallamos a los hombres. Al ver a Collings, se hizo un brusco silencio.

Le indiqué cuál era Rafael. Collings y él hablaron en el idioma de Rafael, y casi de inmediato uno de los otros replicó gritando indignado. Rafael lo ignoró y siguió hablando con Collings, pero era evidente que había una gran animosidad. Alguien volvió a gritar y pronto varios más se le unieron. Se formó un gentío alrededor. Algunos hombres extendían los brazos por entre los cuerpos apretados y amenazaban a Collings.

—¿Necesita ayuda? —le grité en medio del escándalo, pero no me oyó. Me acerqué más y repetí la pregunta.

—Traiga a cuatro milicianos —me gritó en inglés—. Dígales que se mantengan tranquilos.

Miré a los furiosos obreros un instante. Luego partí apresuradamente. Había aún un pequeño grupo de milicianos en la zona de los amortiguadores, y hacia allí me encaminé. Evidentemente habían escuchado el barullo de la discusión, y ya estaban mirando en dirección a la turba. Cuando me vieron llegar corriendo, seis de ellos se aprontaron.

—¡Collings necesita cuatro milicianos! —exclamé, jadeando por la corrida.

—No son suficientes. Yo me encargo de ello, muchacho.

El hombre que había hablado, que evidentemente era el jefe, emitió un poderoso silbido y señaló a varios de sus hombres. Cuatro milicianos más abandonaron sus posiciones cerca de la ciudad y vinieron corriendo. El grupo de diez soldados marchó hacia el sitio de la pelea, conmigo a la retaguardia.

Sin consultar a Collings —que permanecía en el centro de la refriega—, los milicianos avanzaron contra los obreros, blandiendo las ballestas como cachiporras. Collings se dio vuelta de repente y les gritó a los soldados, pero uno de los hombres lo agarró de atrás. Lo arrastraron al suelo y se pusieron a patearlo.

Les milicianos estaban obviamente entrenados para este tipo de lucha, ya que sus movimientos eran rápidos y diestros. Manejaban las improvisadas cachiporras con precisión. Observé un momento. Luego me introduje dificultosamente entre los hombres, tratando de llegar a Collings. Uno de los obreros me manoteó la cara, hundiéndome los dedos en los ojos. Traté de zafar la cabeza, pero otro hombre vino en su ayuda. De pronto me vi libre de ellos... y contemplé cómo caían al suelo. Los milicianos que me rescataron no hicieron señales de reconocimiento sino que prosiguieron con sus brutales azotes.

El gentío aumentaba a medida que se unían obreros a prestar su colaboración. Hice caso omiso de ello y volvía meterme en el centro de la trifulca, tratando aún de llegar hasta Collings. Frente a mí, había una angosta espalda vestida con una camisa blanca que se adhería húmeda a la piel. Rodeé fuertemente con el brazo la garganta del hombre, le tiré la cabeza hacia atrás y le di un golpe seco en la oreja. Cayó. Había otro hombre junto a él, e intenté practicar la misma táctica, pero esta vez, antes de poder asestar el golpe, me patearon violentamente y rodé por el suelo:

En medio del montón de piernas vi el cuerpo de Collings tendido en la tierra. Seguían pateándolo. Yacía boca abajo, cubriéndose la cabeza con los brazos. Traté de llegar hasta él a los empujones, pero me lo impidieron a patadas. Otro pie se azotó contra mi sien, y me desmayé por un instante. Un segundo después recuperé el conocimiento debido a los feroces puntapiés que sentía en mi cuerpo. Al igual que Collings, me cubría la cabeza con los brazos y seguí arrastrándome hacia donde lo había visto por última vez.

A mi alrededor, todo parecía ser una maraña de piernas y, cuerpos, y por todas partes se oía el rugido de voces acaloradas. Levanté la cabeza un momento y vi que me encontraba a pocos centímetros de Collings. A empellones logré colocarme a su lado. Intenté pararme, pero enseguida me bajaron de otro puntapié.

Para gran sorpresa mía, Collings seguía consciente. Me tiré junto a él, y me cubrió los hombros con su brazo.

—Cuando yo le diga —me gritó en el oído— ¡párese! Pasó un instante. Sentí que su brazo me apretaba más fuertemente el hombro.

—¡Ahora!

Con un impresionante esfuerzo nos pusimos de pie y de inmediato me soltó, agitando el puño y asestando un duro golpe a un hombre en la cara. Yo no era alto como él, y lo más que pude hacer fue clavarle a alguien el codo en el estómago. En retribución, me pegaron en el cuello y una vez más rodé por el suelo. Alguien me agarró y me hizo levantar. Era Collings.

—¡Espere! —Me rodea con ambos brazos y me atrajo contra su pecho. Yo me sostuve débilmente de él—. Ya está bien. Espere.

Poco a poco la pelea fue amamanto hasta cesar. Los hombres retrocedieron y yo me desplomé en los brazos de Collings.

Estaba muy mareado y, a medida que crecía una nube roja en mis ojos, divisé un círculo de milicianos apuntando con sus ballestas. Los obreros se alejaban. Me desmayé.


Volví en mí un minuto más tarde. Estaba tirado en el suelo, y un miliciano se hallaba parado a mi lado.

—El muchacho está bien —gritó, y se fue. Rodé dolorosamente sobre un costado y vi que, muy cerca, Collings y el jefe de la milicia discutían acaloradamente. A unos cincuenta metros de distancia estaban los obreros en grupo, rodeados por milicianos.

Traté de ponerme de pie y lo logré al segundo intento, Aturdido, esperé mientras Collings continuaba discutiendo. Al cabo de un momento el oficial se alejó en dirección a los prisioneros, y Collings vino hacia mí.

—¿Cómo se siente? —me preguntó.

Quise sonreír pero tenía la cara magullada y dolorida. Lo único que pude hacer fue mirarlo fijo. Él tenía un enorme moretón rojo a un costado de la cara, y comenzaba a cerrársele un ojo. Noté que se apretaba la cintura con un brazo.

—Me siento bien —respondí.

—Está sangrando.

—¿Dónde? —Me llevé la mano al cuello, que me dolía espantosamente, y sentí un líquido tibio. Collings se acercó a mirarme.

—No es nada más que un profundo rasguño. ¿Quiere volver a la ciudad a hacérselo curar?

—No —dije—. ¿Qué diablos pasó?

—La milicia reaccionó en exceso. Creo que le había dicho que trajera sólo a cuatro.

—No me hicieron caso.

—Ellos son así.

—Pero, ¿a qué se debió la trifulca? Yo he trabajado mucho tiempo con estos hombres y jamás nos han atacado de este modo.

—Hay un gran resentimiento —dijo Collings—. Específicamente lo provocaron los tres hombres que tienen sus esposas en la ciudad. No querían irse sin ellas.

—¿Esos obreros son de la ciudad. —dije, sin saber si había oído bien.

—No... sus mujeres están allí. Estos hombres son todos de la zona, contratados en una aldea de las inmediaciones.

—Eso es lo que yo creía. ¿Pero qué hacen sus mujeres en la ciudad?

—Nosotros las compramos.

CAPÍTULO OCHO

Esa noche dormí molesto. Solo en la cabaña, me desvestí cuidadosamente y me estudié las heridas. Un costado de mi pecho era un solo magullón, y tenía varios arañazos profundos y dolorosos. La herida del cuello había dejado de sangrar, pero me la lavé con agua tibia y me puse un ungüento que encontré en el botiquín de primeros auxilios de Malchuskin. Descubrí que, en la pelea, me había arrancado un pedazo grande de uña, y me dolía la mandíbula cuando trataba de moverla.

Pensé nuevamente en volver a la ciudad como me había sugerido Collings —al fin y al cabo, estaba sólo a unos cientos de metros de distancia—, pero después cambié de idea. No quería llamar la atención apareciendo en los impecables alrededores de la ciudad con aspecto de venir de una pelea de borrachos. Cosa que no estaba muy lejos de ser verdad, pero aun así, decidí lamerme solo las heridas.

Intenté conciliar el sueño, pero solamente logré dormitar unos minutos por vez.

Por la mañana me desperté temprano, y me levanté. No deseaba ver a Malchuskin sin antes haberme higienizado un poco. Me dolía todo el cuerpo y no podía moverme con rapidez.

Malchuskin llegó de mal humor.

—Ya me enteré —dijo, a boca de jarro—. No intente explicarme.

—No alcanzo a comprender lo que ocurrió.

—Usted contribuyó a que se originara la refriega.

—Fue la milicia... —dije, con voz débil.

—Sí, y ya debería saber que no debe permitir que los milicianos se acerquen a los obreros. Hace algunas millas perdieron unos hombres y también quieren vengarse de ciertos agravios. Con cualquier pretexto esos hijos de su madre se meten y empiezan a repartir cachiporrazos.

—Collings estaba en apuros —dije—. Había que hacer algo.

—De acuerdo, no fue del todo culpa suya. Collings dice que podría haberse arreglado si usted no hubiese traído a la milicia... pero también reconoce que él le indicó que los fuera a buscar.

—Efectivamente.

—Bueno. La próxima vez, piense.

—¿Y ahora qué hacemos? No tenemos obreros.

—Hoy vienen otros. Al principio el trabajo será lento porque debemos entrenarlos. Pero tendremos la ventaja de que no comenzarán de inmediato los resentimientos, y trabajarán con más empeño. Los problemas empiezan después, cuando tienen tiempo para pensar.

—Pero, ¿por qué nos guardan tanto rencor si nosotros les pagamos por sus servicios?

—Sí, pero a nuestras tarifas. Esta es una región pobre. La tierra es mala y no hay muchos alimentos. Nosotros les ofrecemos lo que necesitan... y ellos lo aceptan. Pero no logran un beneficio a largo plazo, y supongo que obtenemos más de lo que damos.

—Deberíamos dar más.

—Quizás —Malchuskin parecía indiferente—, eso no es asunto de nuestra incumbencia. Nosotros trabajamos con los rieles.

Tuvimos que esperar varias horas hasta que llegaron los nuevos obreros. Durante ese lapso, Malchuskin y yo fuimos a los dormitorios desocupados por los hombres anteriores y los limpiamos. Los milicianos habían echado a los obreros por la noche, pero les habían dado tiempo para juntar sus pertenencias. Sin embargo, quedaron muchas cosas, principalmente ropas viejas y restos de comida. Malchuskin me advirtió que estuviera alerta por si encontraba algún mensaje que hubiesen dejado para los nuevos ocupantes, pero ni él ni yo hallamos ninguno.

Después, salimos y quemamos todo lo que había quedado.

Cerca del mediodía vino un hombre de Trafico y nos avisó que pronto llegarían los nuevos obreros. Nos pidió formalmente disculpas por lo sucedido la noche anterior, y nos informó que, luego de una ardua discusión, se había convenida reforzar la guardia de la milicia por el momento. Malchuskin protestó y el gremialista le dio la razón: la decisión se había tomado contra su voluntad.

Yo tenía opiniones enfrentadas al respecto. Por un lado, no sentía gran admiración por los milicianos pero si ellos podían evitar que se repitiera el problema, su presencia me parecía inevitable.

Malchuskin empezaba a irritarse por la demora. Yo supuse que el motivo sería la constante necesidad de recuperar tiempo perdido, pero cuando se lo mencioné, no se mostró tan preocupado por ello como yo pensaba.

—Alcanzaremos el óptimo durante el próximo remolque —dijo—. La demora de la última vez se debió al cerro. Ahora eso quedó atrás y el terreno es relativamente parejo durante las próximas millas. Lo que más me inquieta es el estado de las vías detrás de la ciudad.

—La milicia las protegerá.

—Sí... pero no pueden impedir que se arqueen. Ese es el mayor peligro, cuanto más tiempo se las deje.

—¿Porqué?

Malchuskin me miró en forma penetrante.

—Estamos a una gran distancia hacia el Sur del óptimo. ¿Sabe lo que ello implica?

—No.

—¿Todavía no fue al pasado?

—¿Qué significa eso?

—Un gran trecho al Sur de la ciudad.

—No... no he ido.

—Bueno, cuando vaya por allí se enterará de lo que sucede. Entretanto, créame lo que le digo. Cuanto más tiempo dejemos el riel tendido al Sur de la ciudad, mayor es el peligro de que se vuelva inutilizable.

Aún no había señales de los obreros contratados. Malchuskin me dejó y fue a hablar con otros dos gremialistas de Tracción que acababan de llegar de la ciudad. Al rato, volvió.

—Esperaremos una hora más, y si para ese entonces no ha venido nadie, pediremos prestados unos hombres de otros gremios y comenzaremos a trabajar. No podemos esperar más.

—¿Usted puede usar a los de otros gremios?

—Los obreros contratados son un lujo, Helward —respondió—. En el pasado, la construcción de vías la hacían gremialistas solamente. Mover la ciudad es prioridad principal, y no hay nada que se interponga en el camino. Si fuese necesario, haríamos venir a todos los habitantes de la ciudad a tender los rieles.

De pronto pareció relajarse, se tiró en el suelo y cerró los ojos. Teníamos el sol casi directamente sobre nuestras cabezas y hada mucho calor. Noté que, al Noreste, había una línea de nubes oscuras y que el aire estaba más quieto y húmedo que de costumbre. No obstante, las nubes aún no tocaban el sol, y con mi cuerpo dolorido por la paliza, prefería quedarme aquí echado, indolente, que ir a trabajar a las vías.

Minutos más tarde, Malchuskin se incorporó y miró hacia el Norte. Una partida numerosa de hombres se acercaba en dirección a nosotros, conducida por cinco gremialistas de Tráfico vistiendo las galas de sus túnicas coloridas.

—Bravo... ahora empezamos a trabajar —dijo Malchuskin.

A pesar de su alivio poco disimulado, había mucho que hacer antes de poder abocamos al trabajo. Había que organizar a los hombres en cuatro grupos, y nombrar un jefe que hablara inglés. Luego había que asignar las literas en los ranchos y acomodar sus bártulos. Durante toda esta operación, Malchuskin se mostró optimista, no obstante las demoras adicionales.

—Parecen hambrientos —dijo—. No hay nada mejor que un estómago vacío para mantenerlos trabajando.

Eran, por cierto, un conjunto de desgreñados. Vestían ropas diversas, pero muy pocos teman zapatos, y la mayoría usaba barba y pelos largos. Ojos profundamente sumidos en los rostros y varios estómagos hinchados por falta de una buena alimentación. Noté que uno o dos caminaban con dificultad, y a otro le faltaba un brazo.

—¿Están en condiciones de trabajar? —pregunté en voz baja.

—No del todo. Pero con unos días de labor y una dieta adecuada, mejorarán. Muchos lugareños presentan este aspecto cuando los contratamos.

Me espantaba el estado en que se encontraban, y pensé que el standard de vida de la zona debía ser tan bajo como Malchuskin me había dicho. Si eso era así, podía entender por qué sentían tanto rencor contra la gente de la ciudad. Supuse que lo que se entregaba a cambio a los trabajadores distaba mucho del nivel acostumbrado en la ciudad, y los obreros a su vez tenían oportunidad de conocer una vida más cómoda y con mejor alimentación. Cuando pasaba la ciudad, ellos debían retornar a su primitiva existencia. Entretanto, la ciudad se había aprovechado de ellos.

Más demoras mientras se daba de comer a los hombres, pero Malchuskin se mostraba más optimista que nunca.

Finalmente estuvimos listos para comenzar. Los hombres se dividieron en cuatro grupos, cada uno dirigido por un gremialista. Partimos hacia la ciudad, recogimos las cuatro vagonetas y enfilamos al Sur, a lo largo de las vías. A ambos lados, los milicianos continuaban de guardia y, cuando cruzamos el cerro, vimos que en el valle que acabábamos de desocupar, había una fuerte custodia alrededor de los amortiguadores.

Con los cuatro equipos trabajando, existía el incentivo adicional de la competencia que había advertido antes. Quizás fuese un poco pronto para que los hombres respondieran a este estímulo, pero ello vendría, después.

Malchuskin detuvo la vagoneta a poca distancia, del amortiguador y le explicó al jefe del grupo —un hombre maduro, llamado Juan— lo que había que hacer. Juan a su vez lo transmitió a sus compañeros, y éstos demostraron que comprendían, asintiendo con la cabeza.

—No tienen la más leve idea de lo que hay que hacer —me dijo Malchuskin, riendo ahogadamente—. Pero fingen entender.

La primera tarea era desmantelar el amortiguador y llevarlo por las vías hasta ubicarlo detrás de la ciudad. Malchuskin y yo empezábamos a enseñarles cómo se desarmaba el artefacto cuando el sol se escondió bruscamente y bajó la temperatura.

Malchuskin echó una rápida mirada al cielo.

—Se viene una tormenta.

Luego de este comentario no prestó más atención al tiempo, y continuamos con el trabajo. Minutos más tarde oímos el primer trueno lejano y enseguida comenzó a llover. Los obreros estaban alarmados, pero Malchuskin les ordenó continuar. Pronto tuvimos la tormenta encima. Los relámpagos centelleaban y los truenos restallaban de un modo que me aterrorizaba. Al instante estábamos empapados, pero el trabajo proseguía. Escuché las primeras quejas que Malchuskin —por intermedio de Juan— acalló.

Mientras transportábamos las partes componentes del amortiguador, la tormenta se despejó y volvió a salir el sol. Uno de los hombres se puso a cantar y de inmediato se le unieron los demás. Malchuskin parecía contento. El trabajo del día terminó construyendo el amortiguador unos metros detrás de la ciudad. Las otras cuadrillas también dejaron de trabajar cuando hubieron instalado los suyos.

Al día siguiente nos levantamos temprano. Malchuskin seguía con aire de contento pero expresó su deseo de proseguir la faena lo más rápido posible.


Cuando tratábamos de remover el extremo Sur del riel, advertí el motivo de su preocupación. Las barras separadoras que sujetaban los rieles a los durmientes se habían arqueado y había que torcerlas manualmente hasta quedar luego inutilizadas. Del mismo modo, la acción de la presión de las barras separadoras contra, los durmientes había partido la madera en muchos lugares —aunque Malchuskin afirmaba que podían volver a usarse—, y se habían rajado algunos cimientos de hormigón. Afortunadamente, los rieles seguían en condiciones de uso. Si bien Malchuskin dijo que se habían arqueado ligeramente, estimaba que podían enderezarse de nuevo sin mucha dificultad. Mantuvo una breve conferencia con los otros gremialistas de Tracción y decidieron prescindir del uso de las vagonetas por el momento y dedicarse a extraer el riel antes de que se arruinara otro tramo. Dado que había unas dos millas de distancia entre nuestro lugar de trabajo y la ciudad, cada viaje en la vagoneta insumía mucho tiempo, y esta decisión era sensata.

Al final del día habíamos avanzado por la vía hasta un punto en que el efecto de arqueamiento recién había comenzado a manifestarse. Malchuskin y los demás se mostraron satisfechos, caigamos las vagonetas con cuantos rieles y durmientes cupieron, e hicimos un nuevo paréntesis.

Así continuó el trabajo. Cuando finalizó mi período de diez días, la remoción de rieles se hallaba adelantada, los obreros trabajaban bien en equipos y ya se estaba tendiendo la nueva vía al Norte de la ciudad. Jamás había visto tan contento a Malchuskin, y no sentí el más mínimo remordimiento por tomarme mis dos días de descanso.

CAPÍTULO NUEVE

Victoria me esperaba en su habitación. Los magullones y rasguños de la pelea estaban casi cicatrizados, y resolví no contarle nada. Evidentemente no se había enterado de la refriega ya que no me hizo ninguna pregunta.

Luego de abandonar la cabaña de Malchuskin por la mañana, había venido caminando a la ciudad, disfrutando de la hora fresca de la mañana. Conservaba esta imagen en la mente cuando le sugería que fuésemos a la plataforma.

—Creo que está cerrada a esta hora del día —dijo ella—. Voy a ver.

Salió unos segundos y al regresar me confirmó lo que había dicho.

—Supongo que la abrirán después del mediodía —dije, pensando que a esa altura, el sol ya no se vería desde la plataforma.

—Quítate las ropas —dijo Victoria—. Hay que lavarlas de nuevo.

Comencé a desvestirme, pero de pronto Victoria se me acercó y me abrazó. Nos besamos, advirtiendo espontáneamente que nos sentíamos contentos de volver a vemos.

—Estás engordando —dijo, mientras me sacaba la camisa y recorría suavemente mi pecho con su mano.

—Es por todo el trabajo que hago —respondí, y empecé a desabrocharle las ropas.

Como resultado de este cambio de planes, Victoria llevó más tarde mis prendas a lavar, dejándome disfrutando del confort de una cama verdadera.

Después de almorzar descubrimos que estaba abierto el camino a la plataforma, y hacia allí nos dirigimos. Esta vez no estábamos solos; dos hombres del plantel de Educación habían llegado antes. Nos reconocieron a ambos por nuestra vida en el internado, y pronto nos vimos envueltos en una almibarada conversación sobre lo que habíamos estado haciendo desde nuestra mayoría de edad. Por la expresión de Victoria me di cuenta de que se sentía tan aburrida como yo, pero ninguno de los dos se animaba a dar la charla por terminada.

A su debido tiempo, los hombres se despidieron de nosotros y regresaron al interior de la ciudad.

Victoria me guiñó un ojo. Luego echó a reír.

—Dios mío, cómo me alegro de no estar más en el internado —exclamó.

—Yo también. Y pensar que cuando eran profesores nuestros parecían personas interesantes.

Nos sentamos juntos en uno de los bancos y contemplamos el paisaje. Desde esta parte de la ciudad era imposible ver lo que estaba ocurriendo a un costado, y aunque yo sabía que las cuadrillas estaban acarreando los rieles desde el lado Sur al Norte, no se los podía ver.

—Helward... ¿por qué se mueve la ciudad?

—No sé. No sé muy bien.

—Yo no sé qué se imaginan los gremios que pensamos nosotros al respecto. Nadie lo menciona jamás, y no se necesita más que subir aquí para darse cuenta de que se movió la ciudad. Y si uno le pregunta a cualquiera, le responden que no es asunto de uno. ¿No debemos hacer preguntas?

—¿No te responden nada?

—Nada en absoluto. Hace dos días vine aquí y descubrí que se había movido la ciudad. Unos días antes, habían clausurado la plataforma, y corrieron la voz de que debíamos asegurar los objetos sueltos. Eso fue todo.

—Dime una cosa. Cuando la ciudad se movía, ¿tú lo notaste?

—No... creo que no. Recuerdo que no me percaté hasta después. No me parece haber sentido nada raro el día que supuestamente se movió, pero yo nunca salí de la ciudad, y por lo tanto me imagino que durante toda mi vida debo haberme acostumbrado a movimientos ocasionales. ¿La ciudad viaja por un camino?

—Por un sistema de vías.

—Pero, ¿por qué?

—No debo decírtelo.

—Prometiste hacerlo. De cualquier manera, no veo que tiene de malo que me cuentes cómo se mueve... ya que es obvio que se desplaza.

El dilema de siempre. Sin embargo, lo que ella decía tenía sentido, aunque entrara en conflicto con mi juramento. Poco a poco yo me había llegado a cuestionar la validez indefinida del juramento, a pesar de que sentía que se iba desgastando.

—La ciudad se mueve hacia algo conocido como el óptimo, que queda al Norte de la ciudad. En la actualidad nos hallamos a unas tres millas y media al Sur del óptimo.

—¿Así que pronto va a detenerse?

—No... y eso es lo que no tengo bien claro. Aparentemente, aun cuando la ciudad alcanzara el óptimo no se detendría, debido a que el óptimo mismo está en constante movimiento.

—Entonces, ¿qué objeto tiene tratar de alcanzarlo? No pude darle una respuesta porque no la sabía. Victoria siguió interrogándome, y por último le conté sobre el trabajo de las vías. Traté de mantener mis descripciones en el mínimo, pero era difícil saber cuánto había transgredido el juramento, en espíritu si no en la práctica. Todo lo que le decía era de inmediato calificado con referencia al juramento. Finalmente, dijo ella:

—Mira, no me cuentes nada más. Es evidente que no quieres hacerlo.

—Estoy algo confundido —dije—. Me está prohibido hablar, pero tú me has hecho comprender que no tengo derecho a no contarte lo que sé.

Victoria permaneció en silencio uno o dos minutos.

—No sé si a ti te pasa lo mismo —dijo, por fin—, pero estos últimos días he empezado a sentir un profundo disgusto por el sistema de los gremios.

—No eres la única. Yo no he oído a muchos alabarlo.

—¿Crees que podría ser porque los que manejan los gremios mantienen el sistema vigente siendo que ya ha cumplido su objetivo original? Pienso que el sistema funciona suprimiendo el conocimiento. No entiendo qué se logra con ello. A mí me hacer sentir muy descontenta, y sé que no soy la única.

—Tal vez yo sea igual cuando me convierta en gremialista.

—Espero que no —dijo, y rió.

—Hay algo que no sé. Cada vez que le he hecho a Malchuskin —el hombre con quien trabajo— el tipo de preguntas que tú me haces, me contesta que lo Voy a saber a su debido tiempo. Es como si hubiera una razón atendible para la existencia de los gremios, y tiene algo que ver con el motivo por el cual la ciudad se desplaza. Hasta ahora lo que aprendí es que la ciudad tiene que moverse... pero eso no es todo. Allá en el campo no se hace más que trabajar; no hay tiempo para preguntas. Pero es evidente que la prioridad principal es mover la ciudad.

—Si alguna vez te enteras, ¿me lo contarás?

Pensé un momento.

—No creo que pueda prometértelo.

Victoria se puso de pie bruscamente y caminó hasta el extremo opuesto de la plataforma. Se paró junto a la baranda, mirando por sobre los techos de los edificios de la ciudad, en dirección a la campiña. No intenté acercarme a ella. La situación era insostenible. Yo ya había hablado de más y, con su exigencia para que le siguiera contando. Victoria me imponía una carga demasiado pesada. Sin embargo, no podía decirle que no.

Al cabo de unos minutos volvió al banco y se sentó a mi lado.

—Averigüé qué tenemos que hacer para casamos —dijo.

—¿Otra ceremonia?

—No, es mucho más sencillo. Sólo hay que firmar un formulario y entregar una copia a nuestros respectivos jefes. Tengo los formularios abajo. Son muy concisos.

—Entonces podríamos firmarlos enseguida.

—Sí. —Me miró seria—, ¿Deseas hacerlo?

—Por supuesto. ¿Y tú?

—Sí.

—¿A pesar de todo?

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—A pesar de que parece ser que tú y yo no podemos hablar sin mencionar algo que yo no puedo o no debo decirte, y del hecho de que aparentemente tú me echas la culpa de ello.

—¿Te preocupa?

—Mucho, sí —respondí.

—Podríamos postergar él casamiento, si lo prefieres.

—¿Con eso solucionaríamos algo?

Pensé qué pasaría si rompiéramos nuestro compromiso. Dado que los gremios habían servido de instrumento para presentamos formalmente, ¿qué nueva infracción al sistema sería decir ahora que no íbamos a contraer matrimonio? Por otra parte, una vez producida la presentación formal, no nos presionaron en forma alguna para que nos casáramos de inmediato. En lo que a nosotros concernía, las únicas diferencias que nos separaban eran las trabas que nos imponía el juramento. Aparte de eso, parecíamos amoldamos perfectamente el uno al otro.

—Posterguémoslo un poco —dijo Victoria.

Más tarde regresamos a su habitación y mejoró notablemente nuestro humor. Hablamos mucho, esquivando los tópicos de conversación qué sabíamos nos causaban problemas... y cuando nos fuimos a la cama, ya había cambiado toda nuestra actitud. A la mañana siguiente firmamos los formularios y se lo llevamos a los jefes de los gremios. Futuro Clausewitz no estaba en la ciudad pero encontré a otro gremialista del Futuro que los recibió en nombre de Clausewitz. Todos parecían contentos. Ese mismo día, la madre de Victoria pasó un rato largo con nosotros aleccionándonos sobre las nuevas libertades y ventajas que disfrutaríamos como matrimonio.

Antes de abandonar la ciudad para reunirme con Malchuskin en los rieles saqué el resto de mis pertenencias del internado y me mudé oficialmente con Victoria.

Ya era un hombre casado, de seiscientas cincuenta y dos millas de edad.

CAPÍTULO DIEZ

Durante las millas siguientes, mi existencia se convirtió en una rutina, en su mayor parte agradable. Cuando iba a la ciudad, mi vida con Victoria era cómoda, feliz, cariñosa. Ella me hablaba mucho de su trabajo, y por medio de ella llegué a conocer cómo se regía la vida diaria de la ciudad. A veces me preguntaba por mi trabajo, pero su antigua curiosidad había disminuido o ya no consideraba sensato interrogarme, porque los rencores nunca volvieron a ser tan evidentes como al principio.

También progresaba mi período de aprendizaje. Cuanto más participaba en las tareas en el exterior, más me daba cuenta del esfuerzo conjunto que significaba mover la ciudad.

Al finalizar mi última milla con Malchuskin me trasladaron, por orden de Clausewitz, a la milicia. Fue una sorpresa ingrata porque yo había dado por sentado que, luego de completar mi entrenamiento en las vías, empezaría a trabajar con mi propio gremio, el de los Futuros. Empero, me iban a transferir a otro gremio de primera clase cada tres millas.

Lamentaba dejar a Malchuskin. Su simple aplicación al duro trabajo de los rieles tenía un innegable atractivo. Cuando hubimos pasado el cerro, encontramos un terreno más fácil para tender las vías. Como el nuevo grupo de obreros seguía trabajando sin presentar enfadosas quejas, desapareció el descontento de Malchuskin.

Antes de presentarme a la milicia, busqué a Clausewitz. No quería armar un escándalo, pero sí le pregunté el motivo de la decisión.

—Es lo acostumbrado, Mann —dijo.

—Señor, yo creía que ya estaba listo para ingresar a mi propio gremio.

Sentado detrás de su escritorio, no se mostró fastidiado por mi leve protesta. Supuse que estaba habituado a esas preguntas.

—Debemos mantener una milicia completa. A veces se hace necesario reclutar a otros gremialistas para defender la ciudad. Si ello ocurre, no tenemos tiempo de entrenarlos. Todos los gremialistas plenos han cumplido su condena en la milicia, y lo mismo debe hacer usted.

Ante eso no había discusión posible, de modo que pasé a ser Ballestero de Segunda Clase Mann durante las tres millas siguientes.

Detesté esa época, rabioso como estaba por la pérdida de tiempo y por la aparente insensibilidad de los hombres con quienes me vi forzado a trabajar. Sabía que sólo conseguía complicarme la vida allí, y a las pocas horas era quizás el recluta más impopular de toda la milicia. Mi único alivio era la presencia de otros dos aprendices —uno del gremio de Tráfico y otro de Tracción— que parecían compartir mi punto de vista. Ellos, sin embargo, tenían la afortunada habilidad de adaptarse a los nuevos compañeros, y por lo tanto sufrían menos que yo.

Los cuarteles quedaban en la zona de los establos, en la base misma de la ciudad. Constaban de dos dormitorios grandes, y se nos obligaba a vivir, comer y dormir en condiciones de insufrible hacinamiento e inmundicia. Durante los días soportábamos períodos interminables de entrenamiento que incluían largas marchas a través del campo. Se nos enseñaba a luchar desarmados, a cruzar ríos nadando, a treparnos a los árboles, a comer hierba y una cantidad de otras actividades fútiles. Al finalizar las tres millas había aprendido a tirar con ballesta y a defenderme sin armas. Me había hecho también de grandes enemigos personales, y sabía que me convenía alejarme de su presencia por un tiempo prudencial.

Luego me transfirieron al gremio de Tracción y de inmediato me sentí más contento. Más aún, a partir de ese momento y hasta la culminación de mi aprendizaje, mi vida fue placentera y fructífera.

Los hombres a cargo de la tracción de la ciudad eran callados, laboriosos e inteligentes. Se movían sin apuros pero se preocupaban por cumplir la labor asignada y cumplirla bien.

Mi única experiencia anterior con su trabajo —cuando presencié el remolque de la ciudad— no me había demostrado la magnitud de sus operaciones. La tracción no era simplemente cuestión de mover la ciudad sino que también abarcaba sus asuntos internos.

Me enteré de que había un enorme reactor nuclear ubicado en el centro de la ciudad, en el nivel inferior, que proveía la energía eléctrica. Los hombres que lo manejaban eran al mismo tiempo responsables de los sistemas sanitario y de comunicaciones. Muchos de los gremialistas de Tracción eran ingenieros hidráulicos, y me enteré también de que por toda la ciudad corría un complicado sistema de cañerías que aseguraba la recirculación de casi la última gota de agua. Descubrí horrorizado que el sintetizador de alimentos se basaba en un dispositivo de destilación de aguas residuales, y aunque era programado y manejado por directores que vivían en la ciudad, era en la sala de bombeo de Tracción donde finalmente se determinaba la cantidad (y en algunos aspectos la calidad) de los alimentos sintéticos.

El reactor tenía casi como función secundaria el accionar los guinches.

Había seis guinches instalados en una imponente edificación que se extendía de Este a Oeste, en la base de la ciudad. De los seis, se usaban sólo cinco a un mismo tiempo; el otro era revisado por rotación. El motivo principal de preocupación respecto de los guinches eran los apoyos los cuales, luego de miles de millas de uso, estaban muy gastados. Durante el lapso que pasé con este gremio, se discutía mucho si debía proseguirse la tracción con cuatro guinches —contando así con más tiempo para reparar los sostenes—, o si debían utilizarse los seis, reduciendo de este modo el desgaste. El consenso general parecía ser continuar con el sistema actual, ya que no se tomaron decisiones de importancia.

Una de las tareas que me asignaron fue la de controlar los cables, tarea también practicada periódicamente dado que los cables eran tan viejos como los guinches y se quebraban con cierta frecuencia. Cada uno de los seis cables usados en la ciudad había sido reparado varias veces, y aparte de la debilidad que ello aparejaba, varios tramos hablan comenzado a desgastarse. Antes de los remolques, por lo tanto, había que controlar centímetro por centímetro los cinco cables, limpiarlos, engrasarlos y componerlos donde se encontraban zonas gastadas.

En la sala del reactor o cuando trabajábamos afuera, en los cables, el tema de conversación era siempre cómo recuperar el terreno perdido hacia el óptimo. Cómo podían mejorarse los guinches, cómo podían obtenerse los nuevos cables. En todo el gremio bullían las ideas, pero no eran hombres aficionados a las teorías. Gran parte de su trabajo se relacionaba con asuntos prácticos. Por ejemplo, mientras yo trabajé con ellos se comenzó un nuevo proyecto para construir un depósito adicional de agua en la ciudad.

Una agradable ventaja de esta etapa del aprendizaje era que podía pasar las noches con Victoria. Aunque por la noche regresaba a la habitación sucio y con calor, durante este breve período tuve la satisfacción de disfrutar de una vida doméstica y de las gratificaciones de un empleo digno.

Un día, trabajando fuera de la ciudad en el acarreo mecánico de un cable hacia el distante emplazamiento del amortiguador, le pregunté a mi jefe por Gelman Jase.

—Un viejo amigo mío, aprendiz de su gremio. ¿Lo conoce?

—¿Es más o menos de su misma edad?

—Un poco mayor.

—Tuvimos dos aprendices hace unas millas. No recuerdo los nombres, pero puedo averiguar, si quiere.

Sentía curiosidad por ver a Jase. Hacía mucho tiempo que no lo veía y tenía ganas de intercambiar opiniones con alguien que estaba pasando el mismo proceso que yo.

Ese mismo día, más tarde, me informaron que Jase era uno de los aprendices que había mencionado el hombre. Pregunté cómo me podía poner en contacto con él.

—No va a andar por aquí por un tiempo.

—¿Dónde está?

—Salió de la ciudad. Fue al pasado.

Demasiado pronto acabó mi etapa con el gremio de Tracción y me pasaron al de Tráfico durante las tres millas siguientes. Recibí la noticia con sentimientos encontrados porque había presenciado personalmente una de sus operaciones. Para sorpresa mía, me enteré de que iba a trabajar con Collings, y para mayor sorpresa, descubrí que había sido él quien había pedido que fuese a trabajar bajo sus órdenes.

—Supe que iba a ingresar al gremio por tres millas —dijo— y pensé que me gustaría demostrarle que nuestra misión no es sólo dominar a obreros sublevados.

Al igual que los demás gremialistas, Collings tenía una habitación en una de las torres delanteras de la ciudad. Allí me enseñó un largo pliego de papel donde había dibujado un plano.

—No será necesario que preste mucha atención a la mayor parte de esto. Es un mapa del terreno que tenemos por delante, y lo dibujaron los Futuros. —Me mostró los símbolos de montañas, ríos, valles y cuestas empinadas: era todo información de vital importancia para los que planificaban la ruta que tomaría la ciudad en su lenta marcha hacia el óptimo—. Estos cuadrados negros representan los pueblos, que es lo que ahora nos interesa. ¿Cuántos idiomas habla?

Le dije que en el internado nunca me había resultado fácil aprender idiomas, que sólo hablaba francés y con torpeza.

—Mejor entonces que no tenga intenciones de ingresar a nuestro gremio en forma permanente —dijo—. Una de nuestras virtudes es la habilidad para los idiomas.

Me contó que los habitantes de la zona hablaban español, y que los gremialistas de Tráfico habían tenido que aprenderlo utilizando un libro que había en la biblioteca de la ciudad, ya que no quedaban personas de ascendencia española. Se las arreglaban bien, aunque constantemente se presentaban problemas con los dialectos.

Collings me dijo que, de todos los gremios de primera clase, sólo Tracción empleaba regularmente obreros contratados. A veces los Constructores de Puentes debían contratar hombres por breves periodos, pero en general, la mayor parte del trabajo de los de Tráfico era conchabar obreros manuales para el trabajo en las vías... y algo que él mencionaba como «transferencia».

—¿Qué es eso? —pregunté de inmediato. Collings respondió:

—Es lo que nos hace tan impopulares. La ciudad busca aldeas donde falten alimentos, donde reine la pobreza. Afortunadamente para nosotros, ésta es una región pobre, de modo que nos favorecen las condiciones para convenir. Podemos ofrecerles comida, tecnología para mejorar sus cultivos, remedios, electricidad. A cambio de ello, los hombres trabajan para nosotros y nos prestan sus mujeres jóvenes. Ellas vienen a la ciudad por un breve periodo y quizás dan a luz nuevos ciudadanos.

—Me he enterado del asunto y me parece imposible que ello ocurra.

—¿Por qué?

—¿No es... inmoral? —pregunté, vacilante.

—¿Es inmoral querer mantener poblada la ciudad? Sin sangre nueva nos extinguiríamos dentro de dos generaciones. La mayoría de los hijos de la gente de la ciudad son varones.

Recordé la refriega que ello había causado.

—Pero las mujeres que se transfieren a la ciudad a veces son casadas, ¿no?

—Si... pero sólo permanecen hasta haber dado a luz un niño. Después quedan en libertad para irse.

—¿Qué pasa con el bebé?

—Si es una niña se la cría en el internado. Si es un varón, la madre puede llevárselo o dejarlo en la ciudad.

Entonces comprendí el fastidio de Victoria al hablar del tema. Mi madre había venido a la ciudad y luego se había ido. No me había llevado con ella; me había rechazado. Pero esta revelación no me hizo sufrir.

Los gremialistas de Tráfico, al igual que los del Futuro, recorrían el campo a caballo. Yo nunca había aprendido a montar, así que cuando partimos de la ciudad hacia el Norte, caminé a la par de Collings. Más adelante él me enseñó a andar a caballo, y me dijo que me iba a ser necesario montar cuando ingresara al gremio de mi padre. Fui adquiriendo la técnica lentamente. Al principio me asustaba el animal, me resultaba difícil controlarlo. Poco a poco, cuando me di cuenta de que era dócil y de buen genio, creció mi confianza y el caballo —como si lo hubiese comprendido— me respondió mejor.

No viajamos muy lejos de la ciudad. Había dos caseríos hacia el Noreste, y fuimos a ambos. Nos recibieron con una cierta curiosidad, pero Collings opinó que en ninguno de los dos pueblos hacían demasiada falta las comodidades que podía ofrecerles la ciudad, así que no hizo intentos de negociar. Me dijo que por el momento estaba cubierto el cupo de obreros que necesitábamos, y que era suficiente el número de mujeres transferidas.

Luego del primer viaje —que nos llevó nueve días durante los cuales dormimos y vivimos incómodamente— regresamos a la ciudad. Allí nos enteramos de que el Consejo de Navegantes había dado el visto bueno al proyecto de construcción de un puente. De acuerdo con la interpretación que me diera Collings, había dos rutas posibles para el avance de la ciudad. Una era hacia el Noroeste y, aunque evitaba una angosta hondonada, atravesaba un terreno quebrado. El otro recorría un terreno más parejo pero requería la construcción de un puente sobre la hondonada. Este último curso fue el elegido, y todos los trabajadores disponibles debieron ser temporalmente cedidos al gremio de los Constructores de Puentes.

Como la prioridad principal era ahora el puente, se reclutó también a Malchuskin, a otro gremialista de Tracción y a sus respectivas cuadrillas. La mitad de la milicia fue relevada de sus tareas para colaborar, y se encargó a varios hombres de Tracción que supervisaran el tendido de las vías sobre el puente. El gremio de los Constructores de Puentes tenía la responsabilidad total del diseño y estructura del mismo y fue así como ellos requirieron a los de Tráfico cincuenta obreros adicionales.

Collings y otro gremialista partieron de inmediato hacia las aldeas de la zona. Entretanto, a mí me llevaron al Norte, al lugar del puente, y me pusieron a las órdenes de un supervisor, Lerouex, el padre de Victoria.

Cuando vi la hondonada me di cuenta de que ocasionaría un importante problema de ingeniería. Tenía unos sesenta metros de ancho en el punto elegido, y las paredes era imperfectas. Abajo corría un arroyo veloz. Además, el lado Norte era unos tres metros más bajo que el lado Sur, lo cual significaba que habría que tender las vías por una rampa antes de llegar a la hondonada.

Los Constructores habían decidido hacer el puente colgante. No había tiempo para hacerlo abovedado ni levadizo, y el otro método apoyado —el de levantar un andamio de madera en la propia hondonada— era impracticable debido a las características de la misma.

Inmediatamente comenzaron a levantar cuatro torres, dos al Norte y dos al Sur de la quebrada. A primera vista parecían aparatos de poca importancia, hechos de acero tubular. Durante la construcción un hombre se cayó de una torre y se mató. El trabajo prosiguió sin pausa. Al poco tiempo me permitieron volver de licencia a la ciudad, y mientras estuve allí, la arrastraron hacia adelante. Era la primera vez que estaba dentro de la ciudad sabiendo que se llevaba a cabo una maniobra de remolque, y comprobé que no se percibía sensación alguna de movimiento, si bien aumentó levemente el ruido de fondo, tal vez por los motores de los guinches.

Fue durante esta licencia, también, que Victoria me informó que estaba embarazada. Su madre se puso muy contenta con la noticia. Yo estaba encantado y fue una de las pocas veces en mi vida que bebí demasiado vino e hice el ridículo. A nadie le importó.

Cuando volví a salir noté que el trabajo corriente en las vías y los cables continuaba —aunque con un déficit general de mano de obra— y que estábamos a dos millas del sitio del puente. Hablando con un gremialista de Tracción me enteré de que la ciudad se hallaba a sólo una milla y media del óptimo.

Esta información no me impresionó hasta que me di cuenta de que el propio puente debía estar realmente una media milla hacia el Norte del óptimo.

A continuación vino un largo período de demora. La construcción avanzaba con lentitud. Después del accidente se tomaron medidas más estrictas de seguridad, y los hombres de Lerouex no cesaban de controlar la resistencia de la estructura. Mientras trabajábamos nos informaron que el tendido de vías en la ciudad marchaba lentamente. En cierto aspecto esto nos venía bien ya que faltaba mucho para terminar el puente, pero era también motivo de ansiedad. No convenía perder ni un instante en la perpetua búsqueda del óptimo.

Un día se corrió la voz de que el propio puente estaba en el punto del óptimo. La noticia me hizo mirar nuevamente los alrededores, pero al parecer el óptimo no producía efectos extraños. Una vez más pensé cuál sería el significado especial. A medida que pasaban los días y el óptimo se alejaba con su misterioso modo, también se alejó de mis pensamientos.

Debido a que todos los recursos de la ciudad estaban concentrados en el puente, no había oportunidad de proseguir mi aprendizaje. Cada diez días me concedían mi licencia —como a todos los demás gremialistas— pero no se me hacía adquirir un conocimiento general de las funciones de los diferentes gremios. El puente era la prioridad.

Empero, los otros trabajos continuaban. Unos metros al Sur del puente se construía un emplazamiento para cables, y se tendían las vías hasta ese lugar. A su debido tiempo se arrastró la ciudad por los rieles y allí quedó, silenciosa, junto a la hondonada, a la espera de la finalización del puente.

La faceta más difícil y exigente de la construcción del puente fue tener que extender las cadenas cruzando la quebrada, desde las torres del Sur a las del Norte, y luego colgar de ellas los rieles. El tiempo pasaba y Lerouex y los demás gremialistas se preocupaban. Yo pensé que ello se debía a que, como el óptimo se movía lentamente hacia el Norte, alejándose del puente, la construcción de éste pronto se vería expuesta al mismo problema que Malchuskin me había mostrado en las vías del Sur de la ciudad: se podía arquear. Aunque se lo había diseñado calculando compensar esto hasta cierto punto, la demora en cruzar la hondonada tenía un límite. Ahora el trabajo continuaba durante las noches utilizando unos poderosos reflectores accionados desde la ciudad. Su suspendieron las licencias y se estableció un sistema de turnos.

A medida que se colocaban las vías, se levantaban los amortiguadores en el lado Norte, más allá de las rampas que se habían construido.

La ciudad se hallaba tan cerca que podíamos ir allí a dormir. Me resultaba extraña la diferencia entre la extrema actividad en el puente y la comparativa calma y el ambiente normal del trabajo diario dentro de la ciudad. Mi comportamiento evidentemente reflejaba esta sensación porque, durante un tiempo, se renovaron las preguntas de Victoria acerca de mi trabajo.

Pronto, sin embargo, e. puente estuvo listo. Se demoró un día más mientras Lerouex y los otros gremialistas practicaban una serie de complicadas pruebas. Sus rostros denotaban preocupación, aun cuando informaron que el puente era seguro. Durante las horas de la noche la ciudad se preparó para la operación de remolque.

Al alba, los hombres de Tracción hicieron señales indicando vía libre... y con infinita cautela la ciudad comenzó a desplazarse. Yo me había buscado una ubicación ventajosa en una de las dos torres, al Sur de la cañada. Cuando las ruedas delanteras de la ciudad se movieron lentamente en los rieles, sentí una vibración en la torre en el momento en que las cadenas adquirían tensión. A la pálida luz del sol naciente vi que las cadenas de suspensión formaban una profunda curva por el peso que soportaban. La misma vía se doblegaba por la inmensa carga que llevaba encima. Miré al Constructor de Puentes que tenía más cerca, que se hallaba en cuclillas a pocos metros de distancia. Toda su atención se centraba en un medidor de carga conectado a las cadenas. Los que observaban la delicada operación no se movían ni hablaban, como si la mis leve interrupción pudiese alterar el equilibrio. La ciudad siguió avanzando y pronto la vía del puente sostuvo todo el peso de la ciudad.

El silencio se rompió bruscamente. Con un fuerte crujido que resonó en las paredes rocosas de la quebrada, uno de los cables se soltó y se volvió hacia atrás, partiendo por la mitad una hilera de milicianos. Un temblor físico recorrió la estructura del puente, y desde el interior de la ciudad escuché el quejido de un guinche que se había cortado, mientras el gremialista de Tracción que controlaba la transmisión diferencial lo ponía en fase. Ahora, con solamente cuatro cables, y a una velocidad notablemente menor, la ciudad proseguía su camino. En el lado Norte de la quebrada, el cable roto yacía serpenteante sobre la tierra, curvándose sobre los cuerpos de cinco milicianos.

La parte más crítica del cruce estaba hecha: la ciudad se movía entre las dos torres del Norte y comenzaba a deslizarse suavemente por las rampas. Luego se detuvo, pero nadie dijo una palabra. No había sensación de alivio ni gritos de júbilo. En el otro extremo de la hondonada colocaron los cuerpos de los milicianos en camillas para llevarlos a la ciudad. La ciudad estaba segura por el momento, pero había mucho que hacer. El puente había provocado una demora inevitable, y estábamos ahora cuatro millas y media por detrás del óptimo. Había que remover los rieles y reparar el cable. También había que desmantelar las torres de suspensión y las cadenas, y guardarlas para un posible uso futuro.

Pronto habría que volver a remolcar la ciudad... siempre hacia adelante, siempre hacia el Norte, en dirección al óptimo, que de alguna manera se las ingeniaba para estar siempre varias millas en la delantera.

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