EPÍLOGO

Han pasado quince largos años desde aquella noche en que huí para siempre de la ciudad de los malditos. Durante mucho tiempo la mía ha sido una existencia de ausencias, sin más nombre ni presencia que la de un extraño itinerante. He tenido cien nombres y otros tantos oficios, ninguno de ellos el mío. He desaparecido en ciudades infinitas y en aldeas tan pequeñas que nadie en ellas tenía ya pasado ni futuro. En ningún lugar me detuve más de lo necesario. Más bien temprano que tarde huía de nuevo, sin aviso, dejando apenas un par de libros viejos y ropas de segunda mano en habitaciones lúgubres donde el tiempo no tenía piedad y el recuerdo quemaba. No he tenido más memoria que la incertidumbre. Los años me enseñaron a vivir en el cuerpo de un extraño que no sabía si había cometido aquellos crímenes que aún podía oler en sus manos, si había perdido la razón y estaba condenado a vagar por el mundo en llamas que había soñado a cambio de unas monedas y la promesa de burlar una muerte que ahora le parecía la más dulce de las recompensas. Muchas veces me he preguntado si la bala que el inspector Grandes disparó sobre mi corazón atravesó las páginas de aquel libro, si fui yo quien murió en aquella cabina suspendida en el cielo.

En mis años de peregrinaje he visto cómo el infierno prometido en las páginas que escribí para el patrón cobraba vida a mi paso. Mil veces he huido de mi propia sombra, siempre mirando a mi espalda, siempre esperando encontrarla al doblar una esquina, al otro lado de la calle o al pie de mi lecho en las horas interminables que precedían al alba. Nunca he permitido que nadie me conociese el tiempo suficiente como para preguntarme por qué no envejecía nunca, por qué no se abrían líneas en mi rostro, por qué mi reflejo era el mismo que aquella noche que dejé a Isabella en el muelle de Barcelona y no un minuto más viejo. Hubo un tiempo en que creí que había agotado todos los escondites del mundo. Estaba tan cansado de tener miedo, de vivir y morir de recuerdos, que me detuve allí donde acababa la tierra y empezaba un océano que, como yo, amanece cada día como el anterior, y me dejé caer.

Hoy hace un año que llegué a este lugar y recuperé mi nombre y mi oficio. Compré esta vieja cabaña sobre la playa, apenas un cobertizo que comparto con los libros que dejó el antiguo propietario y una máquina de escribir que me gusta creer que podría ser la misma con la que escribí cientos de páginas que nunca sabré si alguien recuerda. Desde mi ventana veo un pequeño muelle de madera que se adentra en el mar y, amarrado a su extremo, el bote que venía con la casa, apenas un esquife con el que a veces salgo a navegar hasta donde rompe el arrecife y la costa casi desaparece de la vista.

No había vuelto a escribir hasta que llegué aquí. La primera vez que deslicé una página en la máquina y posé las manos sobre el teclado, temí que iba a ser incapaz de componer una sola línea. Escribí las primeras páginas de esta historia durante mi primera noche en la cabaña de la playa. Escribí hasta el amanecer, como solía hacerlo años atrás, sin saber todavía para quién la estaba escribiendo. Durante el día caminaba por la playa o me sentaba en el muelle de madera frente a la cabaña -una pasarela entre el cielo y el mar-, a leer los montones de periódicos viejos que encontré en uno de los armarios. Sus páginas traían historias de la guerra, del mundo en llamas que había soñado para el patrón. Fue así, leyendo aquellas crónicas sobre la guerra en España y luego en Europa y el mundo, cuando decidí que ya no tenía nada más que perder y que lo único que deseaba era saber si Isabella estaba bien y si tal vez aún me recordaba. O quizá sólo quería saber si seguía viva. Escribí aquella carta dirigida a la antigua librería de Sempere e Hijos en la calle Santa Ana de Barcelona que habría de tardar semanas o meses en llegar, si alguna vez lo hacía, a su destino. En el remite firmé Mr. Rochester, sabiendo que si la carta llegaba a sus manos, Isabella sabría de quién se trataba y, si lo deseaba, podría dejarla sin abrir y olvidarme para siempre.

Durante meses seguí escribiendo esta historia. Volví a ver el rostro de mi padre y a recorrer la redacción de La Voz de la Industria soñando con emular algún día al gran Pedro Vidal. Volví a ver por primera vez a Cristina Sagnier y entré de nuevo en la casa de la torre para sumergirme en la locura que había consumido a Diego Marlasca. Escribía desde la medianoche al alba sin descanso, sintiéndome vivo por primera vez desde que había huido de la ciudad.

La carta llegó un día de junio. El cartero había deslizado el sobre bajo mi puerta mientras dormía. Iba dirigida a Mr. Rochestery el remite decía, simplemente, Librería Sempere e Hijos, Barcelona. Durante varios minutos di vueltas por la cabaña, sin atreverme a abrirla. Finalmente salí y me senté a la orilla del mar para leerla. La carta contenía una cuartilla y un segundo sobre, más pequeño. El segundo sobre, envejecido, llevaba simplemente mi nombre, David, en una caligrafía que no había olvidado a pesar de todos los años que la había perdido de vista.

En la carta, Sempere hijo me contaba que Isabella y él, tras varios años de noviazgo tormentoso e interrumpido, habían contraído matrimonio el 18 de enero de 1935 en la iglesia de Santa Ana. La ceremonia, contra todo pronóstico, la había celebrado el nonagenario sacerdote que había pronunciado la eulogía en el entierro del señor Sempere y que, a pesar de todos los intentos y afanes del obispado, se resistía a morir y seguía haciendo las cosas a su manera. Un año más tarde, días antes de que estallase la guerra civil, Isabella había dado a luz un varón que llevaría por nombre Daniel Sempere. Los años terribles de la guerra habrían de traer toda suerte de penurias y poco después del fin de la contienda, en aquella paz negra y maldita que habría de envenenar la tierra y el cielo para siempre, Isabella contrajo el cólera y murió en brazos de su esposo en el piso que compartían encima de la librería. La enterraron en Montjuic el día del cuarto cumpleaños de Daniel, bajo una lluvia que duró dos días y dos noches, y cuando el pequeño le preguntó a su padre si el cielo lloraba, a él le faltó voz para responderle. El sobre que iba a mi nombre contenía una carta que Isabella me había escrito durante sus últimos días de vida y que había hecho jurar a su esposo que me haría llegar si alguna vez sabía de mi paradero.

Querido David:

A veces me parece que empecé a escribirle esta carta hace años y que todavía no he sido capaz de terminarla. Ha pasado mucho tiempo desde que le vi por última vez, muchas cosas terribles y mezquinas, y sin embargo no hay un día que no me acuerde de usted y me pregunte dónde estará, si habrá encontrado la paz, si estará escribiendo, si se habrá convertido en un viejo cascarrabias, si estará enamorado o si se acordará de nosotros, de la pequeña librería de Sempere e Hijos y de la peor ayudante que nunca tuvo. Me temo que se marchó usted sin enseñarme a escribir y no sé ni por dónde empezar a poner en palabras todo lo que quisiera decirle. Me gustaría que supiese que he sido feliz, que gracias a usted encontré a un hombre al que he querido y que me ha querido y que juntos hemos tenido un hijo, Daniel, al que siempre hablo de usted y que ha dado un sentido a mi vida que ni todos los libros del mundo podrían ni empezar a explicar. Nadie lo sabe, pero a veces todavía vuelvo a aquel muelle en que le vi partir para siempre y me siento un rato, sola, a esperar, como si creyese que fuese usted a volver. Si lo hiciese comprobaría que, pese a todo lo que ha pasado, la librería sigue abierta, que el solar donde se alzaba la casa de la torre sigue vacío, que todas las mentiras que se dijeron sobre usted han sido olvidadas y que en estas calles hay tanta gente que tiene el alma manchada de sangre que y a no se atreven ni a recordar y cuando lo hacen se mienten a sí mismos porque no se pueden mirar al espejo. En la librería seguimos vendiendo sus libros, pero bajo mano, porque ahora han sido declarados inmorales y el país se ha llenado de más gente que quiere destruir y quemar libros que de quienes quieren leerlos. Corren malos tiempos y a menudo creo que se avecinan peores.

Mi esposo y los médicos creen que me engañan, pero sé que me queda poco tiempo. Sé que moriré pronto y que cuando reciba usted esta carta ya no estaré aquí. Por eso quería escribirle, porque quería que supiese que no tengo miedo, que mi único pesar es que dejaré a un hombre bueno que me ha dado la vida y a mi Daniel solos en un mundo que cada día, me parece, es más como usted decía que era y no como yo quería creer que podía ser. Quería escribirle para que supiera que pese a todo he vivido y estoy agradecida por el tiempo que he pasado aquí, agradecida de haberle conocido y haber sido su amiga. Quería escribirle porque me gustaría que me recordase y que, algún día, si tiene usted a alguien como yo tengo a mi pequeño Daniel, le hable de mí y que con sus palabras me haga vivir par a siempre. Le quiere,

ISABELLA

Días después de recibir aquella carta supe que no estaba solo en la playa. Sentí su presencia en la brisa del alba pero no quise ni pude volver a huir. Ocurrió una tarde, cuando me había sentado a escribir frente a la ventana mientras esperaba que el sol se hundiese en el horizonte. Oí los pasos sobre las tablas de madera que formaban el muelle y le vi. El patrón, vestido de blanco, caminaba lentamente por el muelle y llevaba de la mano a una niña de unos siete u ocho años. Reconocí la imagen al instante, aquella vieja fotografía que Cristina había atesorado toda su vida sin saber de dónde provenía. El patrón se aproximó al final del muelle y se arrodilló junto a la niña. Ambos contemplaron el sol derramarse sobre el océano en una infinita lámina de oro candente. Salí de la cabaña y me adentré en el muelle. Al llegar al final, el patrón se volvió y me sonrió. No había amenaza ni rencor en su rostro, apenas una sombra de melancolía.

-Le he echado de menos, amigo mío -dijo-. He echado de menos nuestras conversaciones, incluso nuestras pequeñas disputas...

-¿Ha venido a ajustar cuentas?

El patrón sonrió y negó lentamente.

-Todos cometemos errores, Martín. Yo el primero. Le robé a usted lo que más quería. No lo hice por herirle. Lo hice por temor. Por temor a que ella le apartase de mí, de nuestro trabajo. Estaba equivocado. He tardado un tiempo en reconocerlo, pero si algo tengo es tiempo.

Le observé con detenimiento. El patrón, al igual que yo, no había envejecido un solo día.

-¿A qué ha venido entonces?

El patrón se encogió de hombros.

-He venido a despedirme de usted.

Su mirada se concentró en la niña qué llevaba de la mano y que me miraba con curiosidad.

-¿Cómo te llamas? -pregunté.

-Se llama Cristina -dijo el patrón.

Le miré a los ojos y asintió. Sentí que se me helaba la sangre. Podía intuir las facciones, pero la mirada era inconfundible.

-Cristina, saluda a mi amigo David. A partir de ahora vas a vivir con él. Intercambié una mirada con el patrón, pero no dije nada. La niña me tendió la mano, como si hubiese ensayado el gesto mil veces, y se rió avergonzada. Me incliné hacia ella y se la estreché.

-Hola-musitó.

-Muy bien, Cristina -aprobó el patrón-. ¿Y qué más?

La niña asintió, recordando de pronto.

-Me han dicho que es usted un fabricante de historias y de cuentos.

-De los mejores -añadió el patrón.

-¿Hará uno para mí?

Vacilé unos segundos. La niña miró al patrón, inquieta.

-¿Martín? -murmuró el patrón.

-Claro -dije finalmente-. Te haré todos los cuentos que tú quieras. La niña sonrió y, aproximándose a mí, me besó en la mejilla.

-¿Por qué no vas hasta la playa y esperas allí mientras me despido de mi amigo, Cristina? -preguntó el patrón.

Cristina asintió y se alejó lentamente, volviendo la vista atrás a cada paso y sonriendo. A mi lado, la voz del patrón susurró su maldición eterna con dulzura.

-He decidido que iba a devolverle aquello que más quiso y que le robé. He decidido que por una vez caminará usted en mi lugar y sentirá lo que yo siento, que no envejecerá un solo día y que verá crecer a Cristina, que se enamorará de ella otra vez, que la verá envejecer a su lado y que algún día la verá morir en sus brazos. Esa es mi bendición y mi venganza. Cerré los ojos, negando para mis adentros.

-Eso es imposible. Nunca será la misma.

-Eso dependerá sólo de usted, Martín. Le entrego una página en blanco. Esta historia ya no me pertenece.

Oí sus pasos alejarse y cuando volví a abrir los ojos el patrón ya no estaba allí. Cristina, al pie del muelle, me observaba solícita. Le sonreí y se acercó lentamente, dudando.

-¿Dónde está el señor? -preguntó.

-Se ha marchado.

Cristina miró en derredor, la playa infinita desierta en ambas direcciones.

-¿Para siempre?

-Para siempre.

Cristina sonrió y se sentó a mi lado.

-He soñado que éramos amigos -dijo.

La miré y asentí.

-Y somos amigos. Siempre lo hemos sido.

Rió y me tomó de la mano. Señalé al frente, al sol que se hundía en el mar, y Cristina lo contempló con lágrimas en los ojos.

-¿Me acordaré algún día? -preguntó.

-Algún día.

Supe entonces que dedicaría cada minuto que nos quedaba juntos a hacerla feliz, a reparar el daño que le había hecho y a devolverle lo que nunca supe darle. Estas páginas serán nuestra memoria hasta que su último aliento se apague en mis brazos y la acompañe mar adentro, donde rompe la corriente, para sumergirme con ella para siempre y poder al fin huir a un lugar donde ni el cielo ni el infierno nos puedan encontrar jamás.

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