Le tendí la mano para sellar nuestro pacto. La estrechó, dudando, y luego me abrazó. Me dejé envolver en sus brazos y apoyé el rostro sobre su pelo. Su tacto era paz y bienvenida, la luz de vida de una muchacha de diecisiete años que quise creer debía de parecerse al abrazo que mi madre nunca tuvo tiempo de darme.

-¿Amigos? -murmuré.

-Hasta que la muerte nos separe.

Las nuevas reglas del reinado isabelino entraron en vigor a las nueve horas del día siguiente, cuando mi ayudante se personó en la cocina y, sin más pamplinas, me informó de cómo iban a ser las cosas a partir de entonces.

-He pensado que necesita usted una rutina en su vida. Si no, se despista y actúa de forma disoluta.

-¿De dónde has sacado esa expresión?

-De uno de sus libros. Disoluta. Suena bien.

-Y rima de miedo.

-No me cambie de tema.

Durante la jornada, ambos trabajaríamos en nuestros respectivos manuscritos. Cenaríamos juntos y luego ella me mostraría las páginas del día y las comentaríamos. Yo juraba ser sincero y darle las indicaciones oportunas, no simple pábulo para mantenerla contenta. Los domingos serían festivos y yo la llevaría al cinematógrafo, al teatro o de paseo. Ella me ayudaría a buscar documentación en bibliotecas y archivos y se encargaría de que la despensa estuviese surtida merced a la conexión con el emporio familiar. Yo haría el desayuno y ella la cena. La comida la prepararía quien estuviese libre en ese momento. Nos dividiríamos las tareas de limpieza de la casa y yo me comprometía a aceptar el hecho incontestable de que la casa necesitaba ser limpiada con regularidad. Yo no intentaría encontrarle novio bajo ninguna circunstancia y ella se abstendría de cuestionar mis motivos para trabajar para e patrón o de manifestar su opinión a este respecto a menos que yo se lo solicitase. Lo demás, lo improvisaríamos sobre la marcha.

Alcé mi taza de café y brindamos por mi derrota y rendición incondicional. En apenas un par de días me entregué a la paz y serenidad del vasallo. Isabella tenía un despertar lento y espeso, y para cuando emergía de su cuarto con los ojos semicerrados y arrastrando unas zapatillas mías de las que le sobraba medio pie, yo tenía ya listo el desayuno, el café y un periódico de la mañana, uno diferente cada día. La rutina es el ama de llaves de la inspiración. Apenas habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde la instauración del nuevo régimen cuando descubrí que empezaba a recuperar la disciplina de mis años más productivos. Las horas de encierro en el estudio cristalizaron rápidamente en páginas y páginas en las que, no sin cierta inquietud, empecé a reconocer que el trabajo había alcanzado ese punto de consistencia en que deja de ser una idea y se transforma en una realidad.

El texto fluía, brillante y eléctrico. Se dejaba leer corno si se tratase de una leyenda, una saga mitológica de prodigios y penurias poblada por personajes y escenarios anudados en torno a una profecía de esperanza para la raza. La narración preparaba el camino para la llegada de un salvador guerrero que habría de liberar a la nación de todo dolor y agravio para devolverle su gloria y orgullo, arrebatados por taimados enemigos que habían conspirado por siempre y desde siempre contra el pueblo, el que fuese. El mecanismo era impecable y funcionaba por igual aplicado a cualquier credo, raza o tribu. Banderas, dioses y proclamas eran comodines en una baraja que siempre entregaba las mismas cartas. Dada la naturaleza del trabajo, había optado por emplear uno de los artificios más complejos y difíciles de ejecutar en cualquier texto literario: la aparente ausencia de artificio alguno. El lengua] e resonaba llano y sencillo, la voz honesta y limpia de una conciencia que no narra, simplemente revela. A veces me detenía a releer lo escrito hasta el momento y me embargaba la vanidad ciega de sentir que la maquinaria que estaba armando funcionaba con una precisión impecable. Me di cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, pasaba horas enteras sin pensar en Cristina o en Pedro Vidal. Las cosas, me dije, iban a mejor. Quizá por eso, porque parecía que por fin iba a salir del atolladero, hice lo que he hecho siempre cada vez que mi vida ha quedado encarrilada en un buen camino: echarlo todo a perder.

Una mañana, después del desayuno, me coloqué uno de mis trajes de ciudadano respetable. Me acerqué a la galería para despedirme de Isabella y la vi inclinada sobre su escritorio, releyendo páginas del día anterior.

-¿Hoy no escribe? -preguntó sin levantar la vista.

-Jornada de reflexión.

Advertí que tenía el juego de plumines y el tintero de las musas dispuesto junto a su cuaderno.

-Creí que te parecía una cursilada -dije.

-Y me lo parece, pero soy una joven de diecisiete años y tengo todo el derecho del mundo a que me gusten las cursiladas. Es como lo suyo con los habanos. El olor a colonia la alcanzó y me lanzó una mirada intrigada. Al ver que me había vestido para salir frunció el entrecejo.

-¿Va a hacer de detective otra vez? -preguntó.

-Un poco.

-¿No necesita guardaespaldas? ¿Una doctora Watson? ¿Alguien con sentido común?

-No aprendas a buscar excusas para no escribir antes de aprender a escribir. Eso es privilegio de profesionales y hay que ganárselo.

-Yo creo que si soy su ayudante debo serlo para todo. Sonreí mansamente.

-Ahora que lo dices, sí que hay algo que quería pedirte. No, no te asustes. Tiene que ver con Sempere. He sabido que va flojo de dinero y la librería peligra.

-No puede ser.

-Lamentablemente lo es, pero no pasa nada porque nosotros no vamos a permitir que la cosa vaya a más.

-Mire que el señor Sempere es muy orgulloso y no le va a dejar que... ¿Ya lo ha intentado usted, verdad?

Asentí.

-Por eso he pensado que tenemos que ser más astutos y recurrir a la heterodoxia y a las malas artes.

-Su especialidad.

Ignoré el tono reprobatorio y proseguí mi exposición. -He pensado lo siguiente: como quien no quiere la cosa, te dejas caer por la librería y le dices a Sempere que soy un ogro, que te tengo harta...

-Hasta ahí verosímil al cien por cien. -No me interrumpas. Le dices todo eso y también que lo que te pago por ser mi ayudante es una miseria. -Pero si no me paga un céntimo... Suspiré armándome de paciencia. -Cuando te diga que lo lamenta, que lo dirá, pones cara de damisela en peligro y le confiesas, a ser posible con alguna lagrimilla, que tu padre te ha desheredado y te quiere meter a monja y por eso has pensado que a lo mejor podías trabajar allí unas horas, de prueba, a cambio de un tres por ciento de comisión de lo que vendas para labrarte un futuro lejos del convento como mujer libertaria y entregada a la difusión de las letras. Isabella torció la mirada.

-¿Tres por ciento? ¿Quiere ayudar a Sempere o desplumarle?

-Quiero que te pongas un vestido como el de la otra noche, te acicales como tú sabes y que le hagas la visita cuando su hijo esté en la librería, que es normalmente por la tarde.

-¿Estamos hablando del guapo?

-¿Cuántos hijos tiene el señor Sempere?

Isabella hizo números y cuando empezó a ver por dónde iban los tiros me lanzó una mirada sulfúrica.

-Si mi padre supiera la clase de mente perversa que tiene usted, se compraba la escopeta.

-Lo único que digo es que el hijo te vea. Y que el padre vea cómo el hijo te ve.

-Es usted todavía peor de lo que pensaba. Ahora se dedica a la trata de blancas.

-Es simple caridad cristiana. Además, tú has sido la primera en admitir que el hijo de Sempere es bien parecido.

-Bien parecido y un poco bobo.

-No exageremos. Sempere júniores simplemente un tanto tímido en presencia del género femenino, lo cual le honra. Es un ciudadano modelo que, pese a ser consciente del efecto persuasivo de su apostura y gallardía, ejerce autocontrol y ascetismo por respeto y devoción a la pureza sin mácula de la mujer barcelonesa. No me dirás que eso no le confiere una aura de nobleza y encanto que apela a tus instintos, el maternal y los periféricos.

-A veces creo que le odio, señor Martín.

-Aférrate a ese sentimiento, pero no culpes al pobre benjamín Sempere de mis deficiencias como ser humano porque él es, en puridad, un santo varón.

-Quedamos en que no iba usted a buscarme novio. -Nadie ha hablado de noviazgos. Si me dejas terminar, te cuento el resto. -Prosiga, Rasputín.

-Cuando Sempere padre diga que sí, que lo dirá, quiero que cada día estés un par o tres de horas en el mostrador de la librería.

-¿Vestida de qué? ¿De Mata Hari? -Vestida con el decoro y el buen gusto que te caracteriza. Mona, sugerente, pero sin dar la nota. Si hace falta rescatas uno de los vestidos de Irene Sabino, pero recatadito.

-Hay dos o tres que me quedan de muerte -apuntó

Isabella, relamiéndose por anticipado. -Pues te pones el que te tape más.

-Es usted un reaccionario. ¿Y qué hay de mi formación literaria?

-¿Qué mejor aula que Sempere e Hijos para ampliarla? Allí estarás rodeada de obras maestras de las que aprender a granel.

-¿Y qué hago? ¿Respiro hondo, a ver si se me pega algo?

-Sólo son unas horas al día. Luego puedes seguir con tu trabajo aquí, como hasta ahora, y recibir mis consejos, que no tienen precio y que harán de ti una nueva Jane Austen.

-¿Y dónde está el truco?

-El truco es que cada día yo te daré unas pesetas y cada vez que cobres a los clientes y abras la caja las metes allí con discreción.

-Conque ése es el plan...

-Ése es el plan que, como puedes ver, no tiene nada de perverso. Isabella frunció el entrecejo.

-No funcionará. Se dará cuenta de que hay algo raro. El señor Sempere es más listo que el hambre.

-Funcionará. Y si Sempere se extraña le dices que los clientes, cuando ven a una joven guapa y simpática tras el mostrador, relajan el bolsillo y se muestran más desprendidos.

-Eso será en los tugurios de baja estofa que usted frecuenta, no en una librería.

-Difiero. Yo entro en una librería y me encuentro con una dependienta tan encantadora como tú y soy capaz de comprarle hasta el último premio nacional de literatura.

-Eso es porque usted tiene la mente más sucia que el palo de un gallinero.

-También tengo, o debería decir tenemos, una deuda de gratitud con Sempere.

-Eso es un golpe bajo.

-Entonces no me hagas apuntar todavía más bajo.

Toda maniobra de persuasión que se precie apela primero a la curiosidad, luego a la vanidad y, por último, a la bondad o el remordimiento. Isabella bajó la mirada y asintió lentamente.

-¿Y cuándo pretendería usted poner en marcha su plan de la ninfa con el pan bajo el brazo?

-No dejemos para mañana lo que podamos hacer hoy.

-¿Hoy?

-Esta tarde.

-Dígame la verdad. ¿Es esto una estratagema para blanquear el dinero que le paga el patrón y purgar su conciencia o lo que sea que tiene usted donde debería tenerla?

-Ya sabes que mis motivos son siempre egoístas.

-¿Y qué pasa si el señor Sempere dice que no?

-Tú asegúrate de que el hijo esté allí y de ir vestida de domingo, pero no de misa.

-Es un plan degradante y ofensivo.

-Y te encanta.

Isabella sonrió al fin, felina.

-¿Y si al hijo le da una subida de arrestos y decide sobrepasarse?

-Te garantizo que el heredero no se atreverá a ponerte un dedo encima si no es en presencia de un cura y con un certificado de la diócesis en la mano.

-Unos tanto y otros tan poco.

-¿Lo harás?

-¿Por usted?

-Por la literatura.

Al salir a la calle me sorprendió una brisa fría y cortante que barría las calles con impaciencia y supe que el otoño entraba de puntillas en Barcelona. En la plaza Palacio abordé

un tranvía que esperaba vacío como una gran ratonera de hierro forjado. Tomé un asiento junto a la ventana y le pagué un billete al revisor.

-¿Llega hasta Sarria? -pregunté.

-Hasta la plaza.

Apoyé la cabeza contra la ventana y al poco el tranvía arrancó de una sacudida. Cerré los ojos y me abandoné a una de esas cabezadas que sólo pueden disfrutarse a bordo de algún engendro mecánico, el sueño del hombre moderno. Soñé que viajaba en un tren forjado de huesos negros y vagones en forma de ataúd que atravesaba una Barcelona desierta y sembrada de ropas abandonadas, como si los cuerpos que las habían ocupado se hubiesen evaporado. Una tundra de sombreros y vestidos, trajes y zapatos abandonados cubría las calles embrujadas de silencio. La locomotora desprendía un rastro de humo escarlata que se esparcía sobre el cielo como pintura derramada. El patrón, sonriente, viajaba a mi lado. Iba vestido de blanco y llevaba guantes. Algo oscuro y gelatinoso goteaba de la punta de sus dedos.

-¿Qué ha pasado con la gente?

-Tenga fe, Martín. Tenga fe.

Cuando desperté, el tranvía se deslizaba lentamente en la entrada de la plaza de Sarria. Me apeé antes de que se hubiese detenido del todo y enfilé la cuesta de la calle Mayor de Sarria. Quince minutos más tarde llegaba a mi destino. La carretera de Vallvidrera nacía en una sombría arboleda tendida a espaldas del castillo de ladrillos rojos del Colegio San Ignacio. La calle ascendía hacia la montaña, flanqueada por caserones solitarios y cubierta por un manto de hojarasca. Nubes bajas resbalaban por la ladera y se deshacían en soplos de niebla. Tomé la acera de los impares y recorrí muros y verjas intentando leer la numeración de la calle. Más allá se entreveían fachadas de piedra oscurecida y fuentes secas varadas entre senderos invadidos por la maleza. Recorrí un tramo de acera a la sombra de una larga hilera de cipreses y me encontré con que la numeración saltaba del 11 al 15. Confundido, deshice mis pasos y volví atrás buscando el número trece. Empezaba a sospechar que la secretaria del abogado Valera había resultado ser más astuta de lo que parecía y me había proporcionado una dirección falsa, cuando reparé en la boca de un pasaje que se abría desde la acera y se prolongaba casi medio centenar de metros hasta una verja oscura que formaba una cresta de lanzas. Tomé el angosto callejón adoquinado y me aproximé hasta la verja. Un jardín espeso y descuidado había reptado hasta el otro lado y las ramas de un eucalipto atravesaban las lanzas de la verja como brazos suplicando entre los barrotes de una celda. Aparté las hojas que cubrían parte del muro y encontré las letras y cifras labradas en la piedra.

CASA MARLASCA

Seguí la verja que bordeaba el jardín, intentando vislumbrar en el interior. A una veintena de metros encontré una puerta metálica encajada en el muro de piedra. Un aldabón reposaba sobre la lámina de hierro, soldado por lágrimas de óxido. La puerta estaba entreabierta. Empujé con el hombro y conseguí que cediese lo suficiente como para pasar sin que las aristas de piedra que asomaban de la pared me desgarrasen la ropa. Un intenso hedor a tierra mojada impregnaba el aire.

Un sendero de losas de mármol se abría entre los árboles y conducía hasta un claro recubierto de piedras blancas. A un lado se podían ver unas cocheras con el portón abierto y los restos de lo que algún día había sido un Mercedes-Benz y que ahora parecía un carruaje funerario abandonado a su suerte. La casa era una estructura de estilo modernista que se elevaba en tres pisos de líneas curvas y estaba rematada por una cresta de buhardillas arremolinadas en torreones y arcos. Ventanales estrechos y afilados como puñales se abrían en su fachada salpicada de relieves y gárgolas. Los cristales reflejaban el paso silencioso de las nubes. Me pareció entrever un rostro perfilado tras uno de los ventanales del primer piso. Sin saber muy bien por qué, alcé la mano y esbocé un saludo. No quería que me tomasen por un ladrón. La figura permaneció allí observándome, inmóvil como una araña. Bajé los ojos un instante y, cuando volví a mirar, había desaparecido.

-¿Buenos días? -llamé.

Esperé unos segundos y al no obtener respuesta me aproximé lentamente hacia la casa. Una piscina en forma de óvalo flanqueaba la fachada este. Al otro lado se levantaba una galería acristalada. Sillas de lona deshilachada rodeaban la piscina. Un trampolín sembrado de hiedra se adentraba sobre la lámina de aguas oscuras. Me acerqué al borde y comprobé que estaba sembrada de hojas muertas y algas que ondulaban sobre la superficie. Estaba contemplando mi propio reflejo en las aguas de la piscina cuando advertí que una figura oscura se cernía a mi espalda.

Me volví bruscamente para encontrarme un rostro afilado y sombrío escrutándome con inquietud y recelo.

-¿Quién es usted y qué hace aquí?

-Mi nombre es David Martín y me envía el abogado Valera -improvisé. Alicia Marlasca apretó los labios.

-¿Es usted la señora de Marlasca? ¿Doña Alicia?

-¿Qué ha pasado con el que viene siempre? -preguntó.

Comprendí que la señora Marlasca me había tomado por uno de los pasantes del despacho de Valera y asumía que traía papeles para firmar o algún mensaje de parte de los abogados. Por un instante calibré la posibilidad de adoptar esa identidad, pero algo en el semblante de aquella mujer me dijo que había ya escuchado suficientes mentiras en su vida como para aceptar una sola más.

-No trabajo para el despacho, señora Marlasca. La razón de mi visita es de índole particular. Me preguntaba si tendría usted unos minutos para que hablásemos sobre una de las antiguas propiedades de su difunto esposo, don Diego. La viuda palideció y apartó la mirada. Se apoyaba en un bastón y vi que en el umbral de la galería había una silla de ruedas en la que supuse pasaba más tiempo del que prefería admitir.

-Ya no queda ninguna propiedad de mi esposo, señor...

-Martín.

-Todo se lo quedaron los bancos, señor Martín. Todo menos esta casa, que gracias a los consejos del señor Valera, el padre, puso a mi nombre. Lo demás se lo llevaron los carroñeros...

-Me refería a la casa de la torre, en la calle Flassaders. La viuda suspiró. Calculé que debía de rondar los sesenta o sesenta y cinco años. El eco de la que tenía que haber sido una belleza deslumbrante apenas se había evaporado.

-Olvídese usted de esa casa. Es un lugar maldito.

-Lamentablemente no puedo hacerlo. Vivo en ella.

La señora Marlasca frunció el entrecejo.

-Creí que nadie quería vivir allí. Estuvo vacía muchos años.

-La alquilé hace ya un tiempo. La razón de mi visita es que, en el transcurso de unas obras de remodelación, he encontrado una serie de efectos personales que creo pertenecían a su difunto marido y, supongo, a usted.

-No hay nada mío en esa casa. Lo que haya encontrado será de esa mujer...

-¿Irene Sabino?

Alicia Marlasca sonrió con amargura.

-¿Qué es lo que quiere usted saber en realidad, señor Martín? Dígame la verdad. No ha venido usted hasta aquí para devolverme las cosas viejas de mi difunto marido. Nos miramos en silencio y supe que no podía ni quería mentir a aquella mujer, a ningún precio.

-Estoy intentando averiguar qué le sucedió a su marido, señora Marlasca.

-¿Por qué?

-Porque creo que a mí me está sucediendo lo mismo.

Casa Marlasca tenía esa atmósfera de panteón abandonado de las grandes casas que viven de la ausencia y la carencia. Lejos de sus días de fortuna y gloria, de tiempos en que un ejército de sirvientes la mantenían prístina y llena de esplendor, la casa era ahora una ruina. La pintura de las paredes, desprendida; las losas del suelo, sueltas; los muebles, carcomidos por la humedad y el frío; los techos, caídos, y las grandes alfombras, raídas y descoloridas. Ayudé a la viuda a sentarse en su silla de ruedas y siguiendo sus indicaciones la guié hasta un salón de lectura en que apenas quedaban ya libros ni cuadros.

-Tuve que vender la mayoría de las cosas para sobrevivir -explicó la viuda-. De no ser por el abogado Valera, que sigue enviándome cada mes una pequeña pensión a cargo del despacho, no hubiera sabido adonde ir.

-¿Vive usted sola aquí?

La viuda asintió.

-Ésta es mi casa. El único sitio donde he sido feliz, aunque de eso ya haga tantos años. He vivido siempre aquí y moriré aquí. Disculpe que no le haya ofrecido nada. Hace tiempo que no tengo visitas y ya no sé cómo tratar a los invitados. ¿Le apetece café o té?

-Estoy bien, gracias.

La señora Marlasca sonrió y señaló la butaca en la que estaba sentado.

-Ésa era la favorita de mi esposo. Solía sentarse ahí a leer hasta muy tarde, frente al fuego. Yo a veces me sentaba aquí, a su lado, y le escuchaba. A él le gustaba contarme cosas, al menos entonces. Fuimos muy felices en esta casa...

-¿Qué pasó?

La viuda se encogió de hombros, la mirada perdida en las cenizas del hogar.

-¿Está seguro de querer oír esa historia?

-Por favor.

A decir verdad, no sé muy bien cuándo fue que mi esposo Diego la conoció. Sólo recuerdo que un día empezó a mencionarla, de pasada, y que pronto no había día en que no le oyese pronunciar su nombre: Irene Sabino. Me dijo que se la había presentado un hombre llamado Damián Roures, que organizaba sesiones de espiritismo en un local de la calle Elisabets. Diego era un estudioso de las religiones, y había asistido a varias de ellas como observador. En aquellos días, Irene Sabino era una de las actrices más populares del Paralelo. Era una belleza, eso no se lo negaré. Aparte de eso, no creo que fuera capaz de contar más allá de diez. Se decía que había nacido entre las cabañas de la playa del Bogatell, que su madre la había abandonado en el Somorrostro y había crecido entre mendigos y gentes que acudían allí a ocultarse. Empezó a bailar en cabarés y locales del Raval y el Paralelo a los catorce años. Lo de bailar es un decir. Supongo que empezó a prostituirse antes de aprender a leer, si es que aprendió... Durante una época fue la gran estrella de la sala La Criolla, o eso decían. Luego pasó a otros locales de más categoría. Creo que fue en el Apolo donde conocióa un tal Juan Corbera, a quien todo el mundo llamaba Jaco. Jaco era su representante y probablemente su amante. Jaco fue quien inventó el nombre de Irene Sabino y la leyenda de que era la hija secreta de una gran vedette de París y un príncipe de la nobleza europea. No sé cuál era su verdadero nombre. No sé si llegó a tener uno. Jaco la introdujo en las sesiones de espiritismo, creo que a sugerencia de Roures, y ambos se repartían los beneficios de vender su supuesta virginidad a hombres adinerados y aburridos que acudían a aquellas farsas para matar la monotonía. Su especialidad eran las parejas, decían.

“Lo que Jaco y su socio Roures no sospechaban es que Irene estaba obsesionada con aquellas sesiones y creía de veras que en aquellas pantomimas se podía entablar contacto con el mundo de los espíritus. Estaba convencida de que su madre le enviaba mensajes desde el otro mundo e incluso cuando alcanzó la fama seguía acudiendo a esas sesiones para intentar establecer contacto con ella. Allí conoció a mi esposo Diego. Supongo que pasábamos por una mala época, como todos los matrimonios. Diego hacía tiempo que quería abandonar la abogacía y dedicarse exclusivamente a la escritura. Reconozco que no encontró en mí el apoyo que necesitaba. Yo creía que si lo hacía iba a tirar su vida por la borda, aunque probablemente lo único que temía era perder todo esto, la casa, los sirvientes... lo perdí todo igualmente, y a él. Lo que acabó apartándonos fue la pérdida de Ismael. Ismael era nuestro hijo. Diego estaba loco por él. Nunca he visto a un padre tan entregado a su hijo. Ismael, no yo, era su vida. Estábamos discutiendo en el dormitorio del primer piso. Yo había empezado a recriminarle el tiempo que pasaba escribiendo, el hecho de que su socio Valera, harto de cargar con el trabajo de los dos, le había puesto un ultimátum y estaba pensando en disolver el bufete para establecerse por su cuenta. Diego dijo que no le importaba, que estaba dispuesto a vender su participación en el despacho y dedicarse a su vocación. Aquella tarde echamos de menos a Ismael. No estaba en su habitación, ni en el jardín. Creí que al oírnos discutir se había asustado y había salido de la casa. No era la primera vez que lo hacía. Meses antes lo habían encontrado en un banco de la plaza de Sarria, llorando. Salimos a buscarle al anochecer. No había rastro de él en ningún sitio. Visitamos casas de vecinos, hospitales... Al volver al amanecer, después de pasar la noche buscándole, encontramos su cuerpo en el fondo de la piscina. Se había ahogado la tarde anterior y no habíamos oído sus llamadas de socorro porque estábamos gritándonos el uno al otro. Tenía siete años. Diego nunca me perdonó, ni se perdonó a sí mismo. Pronto fuimos incapaces de soportar la presencia el uno del otro. Cada vez que nos mirábamos o nos tocábamos veíamos el cuerpo de nuestro hijo muerto en el fondo de aquella maldita piscina. Un buen día me desperté y supe que Diego me había abandonado. Dejó el bufete y se fue a vivir a un caserón en el barrio de la Ribera que hacía años le obsesionaba. Decía que estaba escribiendo, que había recibido un encargo muy importante de un editor de París, que no tenía por qué preocuparme por el dinero. Yo sabía que estaba con Irene, aunque él no lo admitía. Era un hombre destrozado. Estaba convencido de que le quedaba poco tiempo de vida. Creía que había contraído una enfermedad, una especie de parásito, que se le estaba comiendo por dentro. Sólo hablaba de la muerte. No escuchaba a nadie. Ni a mí, ni a Valera... sólo a Irene y a Roures, que le envenenaban la cabeza con historias de espíritus y le sacaban el dinero con promesas de ponerle en contacto con Ismael. En una ocasión acudí a la casa de la torre y le supliqué que me abriese. No me dejó entrar. Me dijo que estaba ocupado, que estaba trabajando en algo que iba a permitirle salvar a Ismael. Me di cuenta entonces de que estaba empezando a perder la razón. Creía que si escribía aquel maldito libro para el editor de París nuestro hijo regresaría de la muerte. Creo que entre Irene, Roures y Jaco consiguieron sacarle el dinero que le quedaba, que nos quedaba... Meses después, cuando ya no veía a nadie y pasaba todo el tiempo encerrado en aquel horrible lugar, le encontraron muerto. La policía dijo que había sido un accidente, pero yo nunca lo creí. Jaco había desaparecido y no había rastro del dinero. Roures afirmó no saber nada. Declaró que hacía meses que no tenía contacto con Diego porque había enloquecido y le daba miedo. Dijo que en las últimas apariciones en sus sesiones de espiritismo, Diego asustaba a los clientes con sus historias de almas malditas y que no le permitió volver. Decía que había un gran lago de sangre bajo la ciudad. Decía que su hijo le hablaba en sueños, que Ismael estaba atrapado por una sombra con piel de serpiente que se hacía pasar por otro niño y jugaba con él... A nadie le sorprendió cuando le encontraron muerto. Irene dijo que Diego se había quitado la vida por mi culpa, que aquella esposa fría y calculadora que había permitido que su hijo muriese porque no quería renunciar a una vida de lujo le había empujado a la muerte. Dijo que ella era la única que le había querido de verdad y que nunca había aceptado un céntimo. Y creo que, al menos en eso, decía la verdad. Creo que Jaco la utilizó para seducir a Diego y robársele? todo. Luego, a la hora de la verdad, Jaco la dejó atrás y se fugó sin compartir un céntimo con ella. Eso dijo la policía, o al menos algunos de ellos. Siempre me pareció que no querían remover aquel asunto y que la versión del suicidio les resultó muy conveniente. Pero yo no creo que Diego se quitase la vida. No lo creí entonces y no lo creo ahora. Creo que le asesinaron Irene y Jaco. Y no sólo por dinero. Había algo más. Me acuerdo de que uno de los policías asignados al caso, un hombre muy joven llamado Salvador, Ricardo Salvador, también lo creía. Dijo que había algo que no cuadraba en la versión oficial de los hechos y que alguien estaba encubriendo la verdadera causa de la muerte de Diego. Salvador luchó por esclarecer los hechos hasta que le apartaron del caso y, con el tiempo, le expulsaron del cuerpo. Incluso entonces siguió investigando por su cuenta. Venía a verme a veces. Nos hicimos buenos amigos. Yo era una mujer sola, arruinada y desesperada. Valera me decía que me volviese a casar. El también me culpaba de lo que le había pasado a mi esposo y llegó a insinuarme que había muchos tenderos solteros a los que una viuda de aire aristocrático y buena presencia les podía calentar la cama en sus años dorados. Con el tiempo, hasta Salvador dejó de visitarme. No le culpo. En su intento por ayudarme había arruinado su vida. A veces me parece que eso es lo único que he conseguido hacer por los demás en este mundo, arruinarles la vida... No le había contado esta historia a nadie hasta hoy, señor Martín. Si quiere un consejo, olvídese de esa casa, de mí, de mi marido y de esta historia. Márchese lejos. Esta ciudad está maldita. Maldita.

Abandoné Casa Marlasca con el alma en los pies y anduve sin rumbo a través del laberinto de calles solitarias que conducían hacia Pedralbes. El cielo estaba cubierto por una telaraña de nubes grises que apenas permitían el paso del sol. Agujas de luz perforaban aquel sudario y barrían la ladera de la montaña. Seguí aquellas líneas de claridad con los ojos y pude ver cómo, a lo lejos, acariciaban el tejado esmaltado de Villa Helius. Las ventanas brillaban en la distancia. Desoyendo el sentido común, me encaminé hacia allí. A medida que me aproximaba, el cielo se fue oscureciendo y un viento cortante levantó espirales de hojarasca a mi paso. Me detuve al llegar al pie de la calle Panamá. Villa Helius se alzaba al frente. No me atreví a cruzar la calle y acercarme al muro que rodeaba el jardín. Permanecí allí sabe Dios cuánto tiempo, incapaz de huir ni de dirigirme hasta la puerta para llamar. Fue entonces cuando la vi cruzar frente a uno de los ventanales del segundo piso. Sentí un frío intenso en las entrañas. Empezaba a retirarme cuando se dio la vuelta y se detuvo. Se acercó al cristal y pude sentir sus ojos sobre los míos. Levantó la mano, como si quisiera saludar, pero no llegó a despegar los dedos. No tuve el valor de sostenerle la mirada y me di la vuelta, alejándome calle abajo. Me temblaban las manos y las metí en los bolsillos para que no me viese. Antes de doblar la esquina me volví una vez más y comprobé que seguía allí, mirándome. Para cuando quise odiarla, me faltaron fuerzas.

Llegué a casa con el frío, o eso quería pensar, en los huesos. Al cruzar el portal vi que asomaba un sobre en el buzón del vestíbulo. Pergamino y lacre. Noticias del patrón. Lo abrí mientras me arrastraba escaleras arriba. Su caligrafía atildada me citaba al día siguiente. Al llegar al rellano vi que la puerta estaba entreabierta y que Isabella, sonriente, me esperaba.

-Estaba en el estudio y le he visto venir -dijo.

Intenté sonreírle, pero no debí de resultar muy convincente porque tan pronto Isabella me miró a los ojos adoptó un semblante de preocupación.

-¿Está bien?

-No es nada. Creo que he cogido un poco de frío.

-Tengo un caldo al fuego que será como mano de santo. Pase. Isabella me tomó del brazo y me condujo hasta la galería.

-Isabella, no soy un inválido.

Me soltó y bajó los ojos.

-Perdone.

No tenía ánimos para enfrentarme con nadie, y menos con mi pertinaz ayudante, así que me dejé guiar hasta una de las butacas de la galería y me desplomé como un saco de huesos. Isabella se sentó frente a mí y me miró, alarmada.

-¿Qué ha pasado?

Le sonreí tranquilizadoramente.

-Nada. No ha pasado nada. ¿No me ibas a dar una taza de caldo?

-Ahora mismo.

Salió disparada hacia la cocina y pude oír desde allí cómo trajinaba. Respiré hondo y cerré los ojos hasta que escuché los pasos de Isabella aproximándose. Me tendió un tazón humeante de dimensiones exageradas.

-Parece un orinal -dije.

-Bébaselo y no diga ordinarieces.

Olfateé el caldo. Olía bien, pero no quise dar excesivas muestras de docilidad.

-Huele raro -dije-. ¿Qué lleva?

-Huele a pollo porque lleva pollo, sal y un chorrito de jerez. Bébaselo. Bebí un sorbo y le devolví el tazón. Isabella negó.

-Entero.

Suspiré y bebí otro sorbo. Estaba bueno, a mi pesar.

-¿Qué tal el día, entonces? -preguntó Isabella.

-Ha tenido sus momentos. ¿Y a ti cómo te ha ido?

-Está usted ante la nueva dependienta estrella de Sempere e Hijos.

-Excelente.

-Antes de las cinco había vendido ya dos ejemplares de El retrato de Donan Gray y unas obras completas de Lampedusa a un caballero muy distinguido de Madrid que me ha dado propina. No ponga esa cara, que la propina también la he metido en la caja.

-¿Y Sempere hijo, qué ha dicho?

-Decir no ha dicho gran cosa. Se ha pasado todo el rato como un pasmarote fingiendo que no me miraba pero sin quitarme ojo de encima. No me puedo ni sentar de lo mucho que me ha llegado a mirar el trasero cada vez que me subía a la escalera para bajar un libro. ¿Contento?

Sonreí y asentí.

-Gracias, Isabella.

Me miró a los ojos fijamente.

-Dígalo otra vez.

-Gracias, Isabella. De todo corazón.

Se sonrojó y desvió la mirada. Permanecimos un rato en un plácido silencio, disfrutando de aquella camaradería que a ratos no precisaba ni de palabras. Apuré todo el caldo, aunque ya no me cabía una gota, y le mostré el tazón vacío. Asintió.

-¿Ha ido a verla, verdad? A esa mujer, Cristina -dijo Isabella, rehuyendo mis ojos.

-Isabella, la lectora de rostros...

-Dígame la verdad.

-Sólo la he visto de lejos.

Isabella me contempló con cautela, como si se debatiese en decirme o no decirme algo que tenía atascado en la conciencia.

-¿La quiere usted? -preguntó al fin.

Nos miramos en silencio.

-Yo no sé querer a nadie. Ya lo sabes. Soy un egoísta y todo eso. Hablemos de otra cosa.

Isabella asintió, su mirada prendida del sobre que asomaba de mi bolsillo.

-¿Noticias del patrón?

-La convocatoria del mes. El excelentísimo señor Andreas Corelli se complace en citarme mañana a las siete de la mañana a las puertas del cementerio del Pueblo Nuevo. No podía elegir otro sitio.

-¿Y piensa usted ir?

-¿Qué otra cosa puedo hacer?

-Puede usted coger un tren esta misma noche y desaparecer para siempre.

-Eres la segunda persona que me propone eso hoy.

Desaparecer de aquí. -Por algo será. -¿Y quién iba a ser tu guía y mentor en los desastres

de la literatura?

-Yo me voy con usted.

Sonreí y le tomé la mano.

-Contigo, al fin del mundo, Isabella.

Isabella retiró la mano de golpe y me miró, ofendida.

-Se ríe usted de mí.

-Isabella, si algún día se me ocurre reírme de ti me pegaré un tiro.

-No diga eso. No me gusta cuando habla así.

-Perdona.

Mi ayudante volvió a su escritorio y se sumió en uno de sus largos silencios. La observé repasar sus páginas del día, haciendo correcciones y tachando párrafos enteros con el juego de plumines que le había regalado.

-Si me mira, no me puedo concentrar.

Me incorporé y rodeé su escritorio.

-Entonces te dejo que sigas trabajando y después de cenar me enseñas lo que tienes.

-No está listo. Tengo que corregirlo todo y reescribirlo y...

-Nunca está listo, Isabella. Vete acostumbrando. Lo leeremos juntos después de cenar.

-Mañana. Me rendí.

-Mañana.

Asintió y me dispuse a dejarla a solas con sus palabras. Estaba cerrando la puerta de la galería cuando oí su voz, llamándome.

-¿David?

Me detuve en silencio al otro lado de la puerta.

-No es verdad. No es verdad que no sepa usted querer a nadie. Me refugié en mi habitación y cerré la puerta. Me tendí de lado en la cama, encogido sobre mí mismo, y cerré los ojos.

Salí de casa después del amanecer. Nubes oscuras se arrastraban sobre los tejados y robaban el color de las calles. Mientras cruzaba el Parque de la Ciudadela vi las primeras gotas golpear las hojas de los árboles y estallar sobre el camino, levantando volutas de polvo como si fuesen balas. Al otro lado del parque, un bosque de fábricas y torres de gas se multiplicaba hacia el horizonte, la carbonilla de sus chimeneas diluida en aquella lluvia negra que se desplomaba del cielo en lágrimas de alquitrán. Recorrí aquel inhóspito paseo de cipreses que conducía hasta las puertas del cementerio del Este, el mismo camino que tantas veces había hecho con mi padre. El patrón ya estaba allí. Le vi de lejos, esperando imperturbable bajo la lluvia, al pie de uno de los grandes ángeles de piedra que custodiaban la entrada principal al camposanto. Vestía de negro y la única cosa que hacía que no se le pudiese confundir con una de las centenares de estatuas tras las verjas del recinto eran sus ojos. No movió una pestaña hasta que estuve apenas a unos metros y, sin saber qué hacer, le saludé con la mano. Hacía frío y el viento olía a cal y azufre.

-Los visitantes ocasionales creen ingenuamente que siempre hace sol y calor en esta ciudad -dijo el patrón-. Pero yo digo que a Barcelona tarde o temprano se le refleja el alma antigua, turbia y oscura en el cielo.

-Debería usted editar guías turísticas en vez de textos religiosos -sugerí.

-Vienen a ser lo mismo. ¿Qué tal estos días de paz y tranquilidad? ¿Ha progresado el trabajo? ¿Tiene buenas noticias para mí?

Abrí la chaqueta y le tendí un pliego de páginas. Nos adentramos en el recinto del cementerio buscando un lugar resguardado de la lluvia. El patrón eligió un viejo mausoleo que ofrecía una cúpula sostenida por columnas de mármol y rodeada de ángeles de rostro afilado y dedos demasiado largos. Nos sentamos sobre un banco de piedra fría. El patrón me dedicó una de sus sonrisas caninas y me guiñó el ojo, sus pupilas amarillas y brillantes cerrándose en un punto negro en el que podía ver reflejado mi rostro pálido y visiblemente intranquilo.

-Relájese, Martín. Le concede usted demasiada importancia al atrezo. El patrón empezó a leer con calma las páginas que le había llevado.

-Creo que iré a dar una vuelta mientras usted lee -dije. Corelli asintió sin levantar la mirada de las páginas.

-No se me escape -murmuró.

Me alejé de allí tan rápido como pude sin que pareciese evidente que lo hacía y me perdí entre las calles y recovecos de la necrópolis. Sorteé obeliscos y sepulcros, adentrándome en el corazón del cementerio. La lápida seguía allí, marcada por una vasija vacía en la que quedaba el esqueleto de flores petrificadas. Vidal había pagado el entierro e incluso había encargado a un escultor de cierta reputación entre el gremio funerario una Piedad que custodiaba la tumba alzando la vista al cielo, las manos sobre el pecho en actitud de súplica. Me arrodillé frente a la lápida y limpié el musgo que había cubierto las letras grabadas a cincel.

JOSÉ ANTONIO MARTÍN CLARES

1875-1908

Héroe de la guerra de Filipinas. Su país y sus amigos nunca le olvidarán

-Buenos días, padre -dije.

Contemplé la lluvia negra deslizándose sobre el rostro de la Piedad, el sonido de la lluvia golpeando sobre las lápidas, y sonreí a la salud de aquellos amigos que nunca tuvo y de aquel país que le envió a morir en vida para enriquecer a cuatro caciques que nunca supieron ni que existía. Me senté sobre la lápida y puse la mano sobre el mármol.

-¿Quién se lo iba a decir a usted, verdad?

Mi padre, que había vivido su existencia al borde de la miseria, descansaba eternamente en una tumba de burgués. De niño nunca había entendido por qué el periódico había decidido pagarle un funeral con cura fino y plañideras, con flores y un sepulcro de importador de azúcar. Nadie me dijo que fue Vidal quien pagó los fastos del hombre que había muerto en su lugar, aunque yo siempre lo había sospechado y atribuido el gesto a aquella bondad y generosidad infinita con que el cielo había bendecido a mi mentor e ídolo, el gran don Pedro Vidal.

-Tengo que pedirle a usted perdón, padre. Durante años le odié por dejarme aquí, solo. Me decía que había tenido la muerte que se había buscado. Por eso nunca vine a verle. Perdóneme.

A mi padre nunca le habían gustado las lágrimas. Creía que un hombre nunca lloraba por los demás, sino por sí mismo. Y si lo hacía era un cobarde y no merecía piedad alguna. No quise llorar por él y traicionarle una vez más.

-Me hubiera gustado que viese usted mi nombre en un libro, aunque no pudiese leerlo. Me hubiera gustado que estuviese aquí, conmigo, para ver que su hijo conseguía abrirse camino y llegaba a hacer algunas de las cosas que a usted nunca le dejaron. Me hubiera gustado conocerle, padre, y que usted me hubiera conocido a mí. Le convertí a usted en un extraño para olvidarle y ahora el extraño soy yo.

No le oí aproximarse, pero al alzar la cabeza vi que el patrón me observaba en silencio a apenas unos metros. Me incorporé y me acerqué hasta él como un perro bien amaestrado. Me pregunté si sabía que allí estaba enterrado mi padre y si me había citado en aquel lugar precisamente por aquella razón. Mi rostro debía de leerse como un libro abierto, porque el patrón negó y me posó una mano sobre un hombro.

-No lo sabía, Martín. Lo siento.

No estaba dispuesto a abrirle aquella puerta de camaradería. Me volví para desprenderme de su gesto de afecto y conmiseración y apreté los ojos para contener mis lágrimas de rabia. Empecé a caminar rumbo a la salida, sin esmerarle. El patrón aguardó unos segundos y luego decidió seguirme. Caminó a mi lado en silencio hasta que llegamos a la puerta principal. Allí me detuve y le miré con impaciencia.

-¿Y bien? ¿Tiene algún comentario?

El patrón ignoró mi tono vagamente hostil y sonrió pacientemente.

-El trabajo es excelente.

-Pero...

-Si tuviese que hacer una observación sería que creo que ha dado usted en el clavo al construir toda la historia desde el punto de vista de un testigo de los hechos que se siente víctima y habla en nombre de un pueblo que espera a ese salvador guerrero. Quiero que continúe usted por ese camino.

-¿No le parece forzado, artificioso...?

-Al contrario. Nada nos hace creer más que el miedo, la certeza de estar amenazados. Cuando nos sentimos víctimas, todas nuestras acciones y creencias quedan legitimadas, por cuestionables que sean. Nuestros oponentes, o simplemente nuestros vecinos, dejan de estar a nuestro nivel y se convierten en enemigos. Dejamos de ser agresores para convertirnos en defensores. La envidia, la codicia o el resentimiento que nos mueven quedan santificados, porque nos decimos que actuamos en defensa propia. El mal, la amenaza, siempre está en el otro. El primer paso para creer apasionadamente es el miedo. El miedo a perder nuestra identidad, nuestra vida, nuestra condición o nuestras creencias. El miedo es la pólvora y el odio es la mecha. El dogma, en último término, es sólo un fósforo prendido. Ahí es donde creo que su trama tiene algún que otro agujero.

-Acláreme una cosa. ¿Busca usted fe o dogma?

-No nos puede bastar con que las personas crean. Han de creer lo que queremos que crean. Y no lo han de cuestionar ni escuchar la voz de quien sea que lo cuestione. El dogma tiene que formar parte de la propia identidad. Cualquiera que lo cuestione es nuestro enemigo. Es el mal. Y estamos en nuestro derecho, y deber, de enfrentarnos a él y destruirle. Es el único camino de salvación. Creer para sobrevivir. Suspiré y desvié la mirada, asintiendo a regañadientes.

-No le veo convencido, Martín. Dígame qué piensa. ¿Cree que me equivoco?

-No lo sé. Creo que simplifica las cosas de un modo peligroso. Todo su discurso parece un simple mecanismo para generar y dirigir odio.

-El adjetivo que iba usted a emplear no era peligroso, era repugnante, pero no se lo tendré en cuenta.

-¿Por qué debemos reducir la fe a un acto de rechazo y obediencia ciega? ¿No es posible creer en valores de aceptación, de concordia? El patrón sonrió, divertido.

-Es posible creer en cualquier cosa, Martín, en el libre mercado o en el ratoncito Pérez. Incluso creer que no creemos en nada, como hace usted, que es la mayor de las credulidades. ¿Tengo razón?

-El cliente siempre tiene razón. ¿Cuál es el agujero que ve usted en la historia?

-Echo de menos un villano. La mayoría de nosotros, nos demos cuenta o no, nos definimos por oposición a algo o alguien más que a favor de algo o alguien. Es más fácil reaccionar que accionar, por así decirlo. Nada aviva la fe y el celo del dogma como un buen antagonista. Cuanto más inverosímil, mejor.

-Había pensado que ese papel podía funcionar mejor en abstracto. El antagonista sería el no creyente, el extraño, el que está fuera del grupo.

-Sí, pero me gustaría que concretase más. Es difícil odiar una idea. Requiere cierta disciplina intelectual y un espíritu obsesivo y enfermizo que no abunda. Es mucho más fácil odiar a alguien con un rostro reconocible a quien culpar de todo aquello que nos incomoda. No tiene por qué ser un personaje individual. Puede ser una nación, una raza, un grupo... lo que sea.

El cinismo pulcro y sereno del patrón podía hasta conmigo. Resoplé, abatido.

-No se me haga ahora el ciudadano modelo, Martín. A usted le da lo mismo y necesitamos un villano en este vodevil. Eso lo debería usted saber mejor que nadie. No hay drama sin conflicto.

-¿Qué clase de villano le gustaría a usted? ¿Un tirano invasor? ¿Un falso profeta?

¿El hombre del saco?

-Le dejo el vestuario a usted. Cualquiera de los sospechosos habituales me viene bien.

-Una de las funciones de nuestro villano debe ser permitirnos adoptar el papel de víctima y reclamar nuestra superioridad moral. Proyectaremos en él todo lo que somos incapaces de reconocer en nosotros mismos y demonizamos de acuerdo con nuestros intereses particulares. Es la aritmética básica del fariseísmo. Ya le digo que tiene usted que leer la Biblia. Todas las respuestas que busca están allí.

-En ello estoy.

-Basta convencer al santurrón de que está libre de todo pecado para que empiece a tirar piedras, o bombas, con entusiasmo. Y de hecho no hace falta gran esfuerzo, porque se convence solo con apenas un mínimo de ánimo y coartada. No sé si me explico.

-Se explica usted de maravilla. Sus argumentos tienen la sutileza de una caldera siderúrgica.

-No creo que me guste del todo ese tono condescendiente, Martín. ¿Acaso le parece que todo esto no está a la altura de su pureza moral o intelectual? -En absoluto murmuré, pusilánime. -¿Qué es entonces lo que le hace cosquillas en la conciencia, amigo mío?

-Lo de siempre. No estoy seguro de ser el nihilista que necesita usted.

-Nadie lo es. El nihilismo es una pose, no una doctrina. Coloque la llama de una vela bajo los testículos de un nihilista y comprobará qué rápido ve la luz de la existencia. Lo que a usted le molesta es otra cosa.

Levanté la mirada y rescaté el tono más desafiante que era capaz de usar mirando al patrón a los ojos.

-A lo mejor lo que me molesta es que puedo entender todo lo que usted dice, pero no lo siento. -¿Le pago para que sienta?

-A veces sentir y pensar es lo mismo. La idea es suya, no mía. El patrón sonrió en una de sus pausas dramáticas, como un maestro de escuela que prepara la estocada letal con que acallar a un alumno díscolo y malcarado. -¿Y qué siente usted, Martín?

La ironía y el desprecio que había en su voz me envalentonaron y abrí la espita de la humillación que había acumulado durante meses a su sombra. Rabia y vergüenza de sentirme amedrentado por su presencia y de consentir sus discursos envenenados. Rabia y vergüenza de que me hubiese demostrado que, aunque yo prefería creer que cuanto había en mí era desesperanza, mi alma era tan mezquina y miserable como su humanismo de alcantarilla. Rabia y vergüenza de sentir, de saber, que siempre tenía razón, sobre todo cuando más dolía aceptarlo.

-Le he hecho una pregunta, Martín. ¿Qué siente usted?

-Siento que lo mejor sería dejar las cosas como están y devolverle su dinero. Siento que, sea lo que sea lo que se propone con esta absurda empresa, prefiero no formar parte de ello. Y, sobre todo, siento haberle conocido.

El patrón dejó caer los párpados y se sumió en un largo silencio. Se volvió y se alejó

unos pasos en dirección a las puertas de la necrópolis. Observé su silueta oscura recortada contra el jardín de mármol, y su sombra inmóvil bajo la lluvia. Sentí miedo, un temor turbio que me nacía en las entrañas y me inspiraba un deseo infantil de pedir perdón y aceptar cualquier castigo que se impusiera a cambio de no soportar aquel silencio. Y sentí asco. De su presencia y, especialmente, de mí mismo.

El patrón se dio la vuelta y se aproximó de nuevo. Se detuvo a apenas unos centímetros e inclinó su rostro sobre el mío. Sentí su aliento frío y me perdí en sus ojos negros, sin fondo. Esta vez su voz y su tono eran de hielo, desprovistos de aquella humanidad práctica y estudiada con que salpicaba su conversación y sus gestos.

-Sólo se lo diré una vez. Cumplirá usted con su parte y yo con la mía. Eso es lo único en lo que puede y tiene que sentir.

No me di cuenta de que estaba asintiendo repetidamente hasta que el patrón extrajo el pliego de páginas del bolsillo y me las tendió. Las dejó caer antes de que las pudiera coger. El viento las arrastró en un remolino y las vi desperdigarse hacia la entrada del camposanto. Me apresuré a intentar rescatarlas de la lluvia, pero algunas habían caído sobre los charcos y se desangraban en el agua, las palabras desprendiéndose del papel en filamentos. Las reuní todas en un puñado de papel mojado. Cuando levanté la vista y miré a mi alrededor, el patrón se había ido.

Si alguna vez había necesitado un rostro amigo en que refugiarme, era entonces. El viejo edificio de La Voz de la Industria asomaba tras los muros del cementerio. Puse rumbo hacia allí con la esperanza de encontrar a mi viejo maestro don Basilio, una de esas raras almas inmunes a la estupidez del mundo que siempre tenía un buen consejo que ofrecer. Al entrar en la sede del diario descubrí que todavía reconocía a la mayoría del personal. No parecía que hubiera transcurrido un minuto desde que me había ido de allí años atrás. Los que me reconocieron, a su vez, me miraban con recelo y apartaban los ojos para evitar tener que saludarme. Me colé en la sala de la redacción y fui directo al despacho de don Basilio, que estaba al fondo. La sala estaba vacía.

-¿A quién busca?

Me volví y encontré a Rosell, uno de los redactores que ya me parecían viejos cuando yo trabajaba allí de chaval y que había firmado la reseña venenosa publicada por el diario sobre Los Pasos del Cielo donde se me calificaba de “redactor de anuncios por palabras”.

-Señor Rosell, soy Martín. David Martín. ¿No me recuerda? Rosell dedicó varios segundos a inspeccionarme, fingiendo la gran dificultad que le entrañaba reconocerme, y asintió finalmente.

-¿Y don Basilio?

-Se fue hace dos meses. Lo encontrará en la redacción de La Vanguardia. Si le ve, dele recuerdos.

-Así lo haré.

-Siento lo de su libro -dijo Rosell con una sonrisa complaciente. Crucé la redacción navegando entre miradas esquivas, sonrisas torcidas y murmuraciones en clave de hiél. El tiempo lo cura todo, pensé, menos la verdad. Media hora más tarde, un taxi me dejaba a las puertas de la sede de La Vanguardia en la calle Pelayo. A diferencia de la siniestra decrepitud de mi antiguo diario, todo allí desprendía un aire de señorío y opulencia. Me identifiqué en el mostrador de conserjería y un chaval con trazas de meritorio que me recordó a mí mismo en mis años de Pepito Grillo fue enviado a dar aviso a don Basilio de que tenía visita. La presencia leonina de mi viejo maestro no se había amilanado con el paso de los años. Si cabe, y con el aderezo del nuevo vestuario a juego con la selecta escenografía, don Basilio tenía una figura tan formidable como en sus tiempos de La Voz de la Industria. Se le iluminaron los ojos de alegría al verme y, rompiendo su férreo protocolo, me recibió con un abrazo en el que ^fácilmente hubiera podido perder dos o tres costillas de no ser porque había público presente y, contento o no, don Basilio tenía que mantener unas apariencias y una reputación.

-¿Nos vamos aburguesando, don Basilio?

Mi antiguo jefe se encogió de hombros, haciendo un gesto para quitar importancia al nuevo decorado que le rodeaba.

-No se deje impresionar.

-No sea modesto, don Basilio, que ha caído usted en> la joya de la corona. ¿Ya los está metiendo en cintura?

Don Basilio extrajo su perenne lápiz rojo y me lo enseñó, guiñándome un ojo. “

-Salgo a cuatro por semana.

-Dos menos que en La Voz.

-Deme tiempo, que tengo por aquí alguna eminencia que me puntúa con escopeta y se cree que la entradilla es una tapa típica de la provincia de Logroño. Pese a sus palabras era evidente que don Basilio se sentía a gusto en su nuevo hogar, e incluso tenía un aspecto más saludable.

-No me diga que ha venido a pedirme trabajo porque soy capaz de dárselo amenazó.

-Se lo agradezco, don Basilio, pero ya sabe que dejé los hábitos y que lo mío no es el periodismo.

-Usted dirá entonces cómo le puede ayudar este viejo gruñón.

-Necesito información sobre un caso antiguo para una historia en la que ando trabajando, la muerte de un abogado de renombre llamado Marlasca, Diego Marlasca.

-¿De cuándo estamos hablando?

-Mil novecientos cuatro.

Don Basilio suspiró.

-Largo me lo fía usted. Ha llovido mucho desde entonces.

-No lo suficiente como para limpiar el asunto --apunté. Don Basilio me posó la mano en el hombro y me indicó que le siguiera hacia el interior de la redacción.

-No se preocupe, ha venido usted al sitio indicado. Esta buena gente mantiene un archivo que ya quisiera el santo Vaticano. Si hubo algo en la prensa, aquí lo encontraremos. Y además el jefe del archivo es un buen amigo mío. Le advierto que yo, a su lado, soy Blancanieves. No haga caso de su disposición tirando a arisca. En el fondo, muy en el fondo, es un pedazo de pan.

Seguí a don Basilio a través de un amplio vestíbulo de maderas nobles. A un lado se abría una sala circular con una gran mesa redonda y una serie de retratos desde los que nos observaban una pléyade de aristócratas de ceño severo.

-La sala de los aquelarres -explicó don Basilio-. Aquí se reúnen los redactores jefe con el director adjunto, que es un servidor, y el director y, como buenos caballeros de la mesa redonda, damos con el santo grial todos los días a las siete de la tarde.

-Impresionante.

-No ha visto usted nada todavía -dijo don Basilio, guiñándome un ojo-. Cate. Don Basilio se colocó bajo uno de los augustos retratos y empujó el panel de madera que cubría la pared. El panel cedió con un crujido, dando paso a un corredor oculto.

-Ah, ¿qué me dice, Martín? Y éste es sólo uno de los muchos pasadizos secretos de la casa. Ni los Borgia tenían un tinglado como éste.

Seguí a don Basilio a través del pasadizo y llegamos a una gran sala de lectura rodeada de vitrinas acristaladas, repositorio de la biblioteca secreta de La Vanguardia. Al fondo de la sala, bajo el haz de una lámpara de cristal verdoso, se distinguía la figura de un hombre de mediana edad sentado a una mesa examinando un documento con una lupa. Al vernos entrar levantó la vista y nos dedicó una mirada que hubiera transformado en piedra a cualquiera que fuese menor de edad o fácilmente impresionable.

-Le presento a don José María Brotons, señor del inframundo y jefe de catacumbas de esta santa casa -anunció don Basilio.

Brotons, sin soltar la lupa, se limitó a observarme con aquellos ojos que oxidaban al contacto. Me aproximé y le tendí la mano.

-Éste es mi antiguo pupilo, David Martín.

Brotons me estrechó la mano a regañadientes y miró a don Basilio.

-¿Este es el escritor?

-El mismo.

Brotons asintió.

-Valor ya tiene, ya, salir a la calle después del palo que le dieron. ¿Qué hace aquí?

-Suplicar su ayuda, bendición y consejo en un tema de alta investigación y arqueología del documento -explicó don Basilio.

-¿Y dónde está el sacrificio de sangre? -espetó Brotons. Tragué saliva.

-¿Sacrificio? -pregunté.

Brotons me miró como si fuese idiota.

-Una cabra, un borreguillo, un gallo capón si me apura...

Me quedé en blanco. Brotons me sostuvo la mirada sin pestañear durante un instante infinito. Luego, cuando empecé a sentir la picazón del sudor en la espalda, el jefe del archivo y don Basilio rompieron a carcajadas. Los dejé que se rieran con ganas a mi costa hasta que les faltó la respiración y se tuvieron que secar las lágrimas. Claramente, don Basilio había encontrado una alma gemela en su nuevo colega.

-Venga por aquí, joven -indicó Brotons, la fachada feroz en retirada-. A ver qué le encontramos.

Los archivos del periódico estaban ubicados en uno de los sótanos del edificio, bajo la planta que albergaba la gran maquinaria de la rotativa, un engendro de tecnología posvictoriana que parecía un cruce entre una monstruosa locomotora de vapor y una máquina de fabricar relámpagos.

-Le presento a la rotativa, más conocida como Leviatán. Ándese con ojo, que dicen que se ha tragado ya a más de un incauto -dijo don Basilio-. Es como lo de Joñas y la ballena, pero con efecto de trinchado.

-Ya será menos.

-Un día de éstos podríamos echar al becario ese nuevo, el que dice que es sobrino de Maciá y va de listillo -propuso Brotons.

-Ponga día y fecha y lo celebramos con un cap-i-pota -convino don Basilio. Los dos se echaron a reír como críos de colegio. Tal para cual, pensé yo. La sala del archivo estaba dispuesta en un laberinto de corredores formados por estantes de tres metros de altura. Un par de criaturas pálidas con aspecto de no haber salido de aquel sótano en quince años oficiaban como asistentes de Brotons. Al verle, acudieron como mascotas fieles a la espera de sus órdenes. Brotons me dirigió una mirada inquisitiva.

-¿Qué buscamos?

-Mil novecientos cuatro. Muerte de un abogado llamado Diego Marlasca. Miembro preeminente de la sociedad barcelonesa, socio fundador del bufete Valera, Marlasca y Sentís.

-¿Mes?

-Noviembre.

A un gesto de Brotons, los dos asistentes partieron en busca de los ejemplares correspondientes al mes de noviembre de 1904. Por aquel tiempo, la muerte estaba tan presente en el color de los días que la mayoría de los periódicos todavía abrían la primera página con grandes necrológicas. Cabía suponer que un personaje de la envergadura de Marlasca habría generado más de una nota funeraria en la prensa de la ciudad y que su obituario habría sido material de portada. Los asistentes regresaron con varios tomos y los depositaron sobre un amplio escritorio. Nos dividimos la tarea y entre los cinco presentes encontramos la necrológica de don Diego Marlasca en portada, tal como había supuesto. La edición era del día 23 de noviembre de 1904.

-Habemus cadáver -anunció Brotons, que fue el descubridor. Había cuatro notas necrológicas dedicadas a Marlasca. Una de su familia, otra del bufete de abogados, otra del colegio de letrados de Barcelona y la última de la asociación cultural del Ateneo Barcelonés.

-Es lo que tiene ser rico. Se muere uno cinco o seis veces -apuntó don Basilio.

Las necrológicas en sí no tenían mayor interés. Súplicas por el alma inmortal del difunto, indicaciones de que el funeral sería para los íntimos, glosas grandiosas a un gran ciudadano, erudito y miembro irremplazable de la sociedad barcelonesa, etcétera.

-Lo que a usted le interesa tiene que estar en las ediciones de uno o dos días antes o después -indicó Brotons.

Procedimos a repasar los periódicos de la semana del fallecimiento del abogado y encontramos una secuencia de noticias relacionadas con Marlasca. La primera anunciaba que el distinguido letrado había fallecido en un accidente. Don Basilio leyó el texto de la noticia en voz alta.

-Esto lo ha redactado un orangután -dictaminó-. Tres párrafos redundantes que no dicen nada y sólo al final explica que la muerte fue accidental pero sin decir qué clase de accidente.

-Aquí tenemos algo más interesante -dijo Brotons.

Un artículo del día siguiente explicaba que la policía estaba investigando las circunstancias del accidente para dictaminar con exactitud lo que había sucedido. Lo más interesante era que mencionaba que en la parte del expediente forense sobre la causa de la muerte se indicaba que Marlasca había muerto ahogado.

-¿Ahogado? -interrumpió don Basilio-. ¿Cómo? ¿Dónde?

-No lo aclara. Probablemente hubo que recortar la noticia para incluir esta urgente y extensa apología de la sardana que abre a tres columnas bajo el título de “Al son de la tenora: espíritu y temple” -indicó Brotons.

-¿Indica quién estaba a cargo de la investigación? -pregunté.

-Menciona a un tal Salvador. Ricardo Salvador -dijo Brotons. Repasamos el resto de noticias relacionadas con la muerte de Marlasca, pero no había nada de interés. Los textos se regurgitaban unos en otros, repitiendo una cantinela que sonaba demasiado parecida a la línea oficial proporcionada por el bufete de Valera y compañía.

-Todo esto tiene un notable tufo a tapadillo -indicó Brotons. Suspiré, desanimado. Había confiado en encontrar algo más que simples recordatorios almibarados y noticias huecas que no aclaraban nada sobre los hechos.

-¿No tenía usted un buen contacto en Jefatura? -preguntó don Basilio-. ¿Cómo se llamaba?

-Víctor Grandes -apuntó Brotons.

-Quizá le pueda poner él en contacto con el tal Salvador. Carraspeé y los dos hombretones me miraron con el entrecejo fruncido.

-Por motivos que no hacen al caso, o que hacen demasiado, preferiría no complicar al inspector Grandes en este asunto -apunté.

Brotons y don Basilio intercambiaron una mirada.

-Ya. ¿Algún otro nombre a borrar de la lista?

-Marcos y Gástelo.

-Veo que no ha perdido el talento de hacer amigos allí adonde va -estimó don Basilio.

Brotons se frotó la barbilla.

-No nos alarmemos. Creo que podré encontrar alguna otra vía de entrada que no levante sospechas.

-Si me encuentra usted a Salvador, le sacrifico lo que quiera, hasta un cerdo.

-Con lo de la gota me he quitado del tocino, pero no le diría que no a un buen habano -convino Brotons.

-Que sean dos -añadió don Basilio.

Mientras corría a un estanco de la calle Tallers en busca de los dos ejemplares de habanos más exquisitos y caros del establecimiento, Brotons hizo un par de discretas llamadas a Jefatura y confirmó que Salvador había abandonado el cuerpo, más bien a la fuerza, y que había empezado a trabajar desempeñando funciones de guardaespaldas para industriales o de investigación para diversos bufetes de abogados de la ciudad. Cuando volví a la redacción a hacerles entrega de sendos puros a mis benefactores, el jefe del archivo me tendió una nota en la que se leía una dirección.

Ricardo Salvador Calle de la Lleona, 21. Ático.

-El conde se lo pague a ustedes -dije. -Y usted que lo vea.

La calle de la Lleona, más conocida entre los lugareños como la deis Tres Llits en honor al notorio prostíbulo que albergaba, era un callejón casi tan tenebroso como su reputación. Partía de los arcos a la sombra de la plaza Real y crecía en una grieta húmeda y ajena a la luz del sol entre viejos edificios apilados unos sobre otros y cosidos por una perpetua telaraña de líneas de ropa tendida. Sus fachadas decrépitas se deshacían en ocre, y las láminas de piedra que cubrían el suelo habían estado bañadas de sangre durante los años del pistolerismo. Más de una vez la había utilizado como escenario en mis historias de La Ciudad de los Malditos e incluso ahora, desierta y olvidada, me seguía oliendo a intrigas y pólvora. A la vista de aquel sombrío escenario, todo parecía indicar que el retiro forzoso del comisario Salvador del cuerpo de policía no había sido generoso. El número 21 era un modesto inmueble enclaustrado entre dos edificios que le hacían de tenaza. El portal estaba abierto y no era más que un pozo de sombra del que partía una escalera estrecha y empinada que ascendía en espiral. El suelo estaba encharcado, y un líquido oscuro y viscoso brotaba entre los resquicios de las baldosas. Subí las escaleras como pude, sin soltar la barandilla pero sin confiarme a ella. Sólo había una puerta por rellano y, a juzgar por el aspecto de la finca, no creí que ninguno de aquellos pisos pasara de los cuarenta metros cuadrados. Una pequeña claraboya coronaba el hueco de la escalera y bañaba de tenue claridad los pisos superiores. La puerta del ático quedaba al final de un pequeño pasillo. Me sorprendió encontrarla abierta. Llamé con los nudillos, pero no obtuve respuesta. La puerta daba a una sala pequeña en la que se veía una butaca, una mesa y una estantería con libros y cajas de latón. Una suerte de cocina y lavadero ocupaba la cámara contigua. La única bendición de aquella celda era una terraza que daba a la azotea. La puerta de la terraza también estaba abierta y por ella se colaba una brisa fresca que arrastraba el olor a comida y a colada de los tejados de la ciudad vieja. -¿Alguien en casa? -llamé de nuevo. Al no obtener respuesta me adentré hasta la puerta de la terraza y me asomé al terrado. La jungla de tejados, torres, depósitos de agua, pararrayos y chimeneas crecía en todas direcciones. No había dado un paso en la azotea cuando sentí la pieza de metal fría en la nuca y escuché el chasquido metálico de un revólver al tensarse el percutor. No se me ocurrió más que alzar las manos y no intentar mover ni una ceja.

-Mi nombre es David Martín. En Jefatura me han dado su dirección. Quería hablar con usted sobre un caso que llevó en sus años de servicio.

-¿Entra usted siempre en las casas de la gente sin llamar, señor David Martín?

-La puerta estaba abierta. He llamado pero no ha debido de oírme. ¿Puedo bajar ya las manos?

-No le he dicho que las levante. ¿Qué caso?

-La muerte de Diego Marlasca. Soy el inquilino de la que había sido su última residencia. La casa de la torre en la calle Flassaders. La voz se silenció. La presión del revólver seguía allí, firme.

-¿Señor Salvador? -pregunté. -Estoy pensando si no sería mejor volarle a usted la cabeza ahora mismo.

-¿No quiere antes oír mi historia? Salvador aflojó la presión del revólver. Oí cómo se destensaba el percutor y me volví lentamente. Ricardo Salvador tenía una figura imponente y oscura, el pelo gris y los ojos azul claro penetrantes como agujas. Calculé que debía de rondar la cincuentena, pero hubiera costado encontrar hombres con la mitad de sus años que se atreviesen a interponerse en su camino. Tragué saliva. Salvador bajó el revólver y me dio la espalda, volviendo al interior del piso.

-Disculpe el recibimiento -murmuró. Le seguí hasta la diminuta cocina y me detuve en el umbral. Salvador dejó la pistola sobre el fregadero y prendió el fuego de uno de los fogones con papel y cartón. Extrajo un frasco de café y me miró inquisitivamente. -No, gracias.

-Es lo único bueno que tengo, se lo advierto -dijo.

-Entonces le acompañaré.

Salvador introdujo un par de cucharadas generosas de café molido en la cafetera, la llenó con agua de una jarra y la puso al fuego.

-¿Quién le ha hablado de mí?

-Hace unos días visité a la señora Marlasca, la viuda. Ella fue quien me habló de usted. Me dijo que era el único que había intentado descubrir la verdad y que eso le había costado el puesto.

-Es una manera de describirlo, supongo -dijo.

Advertí que la mención de la viuda le había enturbiado la mirada y me pregunté qué

era lo que habría sucedido entre ellos en aquellos días de infortunio.

-¿Cómo está? -preguntó-. La señora Marlasca.

-Creo que le echa a usted de menos -aventuré.

Salvador asintió, su ferocidad completamente abatida.

-Hace mucho que no voy a verla.

-Ella cree que usted la culpa por lo que le sucedió. Creo que le gustaría volver a verle, aunque haya pasado tanto tiempo.

-A lo mejor tiene usted razón. A lo mejor debería ir a visitarla...

-¿Puede hablarme de lo que pasó?

Salvador recuperó el semblante severo y asintió.

-¿Qué quiere saber?

-La viuda de Marlasca me explicó que usted nunca aceptó la versión que aseguraba que su marido se había quitado la vida y que tenía sospechas.

-Más que sospechas. ¿Le ha contado alguien cómo murió Marlasca?

-Sólo sé que dijeron que había sido un accidente.

-Marlasca murió ahogado. O eso decía el informe final de Jefatura.

-¿Cómo se ahogó?

-Sólo hay una manera de ahogarse, pero a eso volveré luego. Lo curioso es dónde.

-¿En el mar?

Salvador sonrió. Era una sonrisa negra y amarga como el café que empezaba a brotar. Salvador lo olfateó.

-¿Está usted seguro de que quiere oír esta historia?

-No he estado más seguro de nada en toda mi vida.

Me tendió una taza y me miró de arriba abajo, analizándome.

-Asumo que ya ha visitado usted a ese hijo de puta de Valera.

-Si se refiere al socio de Marlasca, murió. Con el que hablé fue con el hijo.

-Hijo de puta igualmente, sólo que con menos agallas. No sé lo que le contaría, pero seguro que no le dijo que entre ambos consiguieron que me expulsaran del cuerpo y que me convirtiese en un paria al que nadie daba ni limosna.

-Me temo que se le olvidó incluir eso en su versión de los hechos -concedí.

-No me extraña.

-Me iba a contar usted cómo se ahogó Marlasca.

-Ahí es donde la cosa se pone interesante -dijo Salvador-. ¿Sabía usted que el señor Marlasca, amén de abogado, erudito y escritor había sido, de joven, campeón en dos ocasiones de la travesía navideña a nado del puerto que organiza el Club Natación Barcelona?

-¿Cómo se ahoga un campeón de natación? -pregunté.

-La cuestión es dónde. El cadáver del señor Marlasca fue encontrado en el estanque de la azotea del Depósito de las Aguas del Parque de la Cindadela. ¿Conoce usted el lugar?

Tragué saliva y asentí. Aquél era el primer lugar donde me había encontrado con Corelli.

-Si lo conoce sabrá que, cuando está lleno, apenas tiene un metro de profundidad y que es, esencialmente, una balsa. El día que se encontró al abogado muerto, el estanque estaba medio vacío y el nivel del agua no llegaba a los sesenta centímetros.

-Un campeón de natación no se ahoga en sesenta centímetros de agua así como así -apunté.

-Eso me dije yo.

-¿Había otras opiniones? Salvador sonrió amargamente.

-Para empezar, lo dudoso es que se ahogara. El forense que practicó la autopsia al cadáver encontró algo de agua en los pulmones, pero su dictamen fue que el fallecimiento se había producido por un paro cardíaco. -No entiendo.

-Cuando Marlasca se cayó al estanque, o cuando alguien lo empujó, estaba en llamas. El cuerpo presentaba quemaduras de tercer grado en torso, brazos y rostro. Era opinión del forense que el cuerpo pudo haber ardido por espacio de casi un minuto antes de que entrase en contacto con el agua. Restos encontrados en las ropas del abogado indicaban la presencia de algún tipo de disolvente en los tejidos. A Marlasca lo quemaron vivo. Tardé unos segundos en digerir todo aquello. -¿Por qué iba alguien a hacer algo así? -¿Ajuste de cuentas? ¿Simple crueldad? Elija usted. Mi opinión es que alguien quería retrasar la identificación del cuerpo de Marlasca para ganar tiempo y confundir a la policía. -¿Quién? -Jaco Corbera. -El representante de Irene Sabino.

-Que desapareció el mismo día de la muerte de Marlasca con el importe de una cuenta personal que el abogado tenía en el Banco Hispano Colonial y de la que su esposa no sabía nada.

-Cien mil francos franceses -apunté.

Salvador me miró, intrigado.

-¿Cómo lo sabe usted?

-No tiene importancia. ¿Qué hacía Marlasca en la azotea del Depósito de las Aguas? No es un lugar de paso, precisamente.

-Ése es otro punto confuso. Encontramos un dietario en el estudio de Marlasca en el que había anotado que tenía una cita allí a las cinco de la tarde. O eso parecía. Lo único que el dietario indicaba era una hora, un lugar y una inicial. Una “C”. Probablemente, Corbera.

-¿Qué cree entonces usted que sucedió? -pregunté.

-Lo que yo creo, y lo que la evidencia sugiere, es que Jaco engañó a Irene Sabino para que manipulase a Marlasca. Ya sabrá que el abogado estaba obsesionado con todas esas supercherías de las sesiones de espiritismo y demás, especialmente desde la muerte de su hijo. Jaco tenía un socio, Damián Roures, que estaba metido en esos ambientes. Un farsante de tomo y lomo. Entre los dos, y con la ayuda de Irene Sabino, embaucaron a Marlasca, prometiéndole que podía entablar contacto con el niño en el mundo de los espíritus. Marlasca era un hombre desesperado y dispuesto a creer lo que fuese. Aquel trío de sabandijas tenía organizado el negocio perfecto hasta que Jaco se volvió más codicioso de la cuenta. Hay quien opina que la Sabino no actuaba de mala fe, que estaba genuinamente enamorada de Marlasca y que creía en todo aquello al igual que él. A mí esa posibilidad no me convence, pero a efectos de lo que sucedió es irrelevante. Jaco supo que Marlasca tenía aquellos fondos en el banco y decidió quitarle de en medio y desaparecer con el dinero, dejando un rastro de confusión. La cita en el dietario bien pudo ser una pista falsa dejada por la Sabino o por Jaco. No había evidencia alguna de que la hubiese anotado Marlasca.

-¿Y de dónde provenían los cien mil francos que Marlasca tenía en el Hispano Colonial?

-El propio Marlasca los había ingresado en metálico un año antes. No tengo la más remota idea de dónde pudo haber sacado una cifra así. Lo que sí sé es que lo que quedaba de ellos fue retirado, en metálico, la mañana del día en que murió Marlasca. Los abogados dijeron luego que el dinero había sido transferido a una especie de fondo tutelado y que no había desaparecido, que Marlasca simplemente había decidido reorganizar sus finanzas. Pero a mí me resulta difícil de creer que uno reorganice sus finanzas y desplace casi cien mil francos por la mañana y aparezca quemado vivo por la tarde. No creo que ese dinero acabase en algún fondo misterioso. Al día de hoy no hay nada que me convenza de que ese dinero no fue a parar a manos de Jaco Corbera e Irene Sabino. Al menos al principio, porque dudo de que luego ella viese un céntimo. Jaco desapareció con el dinero. Para siempre.

-¿Qué fue de ella entonces?

-Ése es otro de los aspectos que me hacen pensar que Jaco engañó a Roures y a Irene Sabino. Poco después de la muerte de Marlasca, Roures dejó el negocio de la ultratumba y abrió una tienda de artículos de magia en la calle Princesa. Que yo sepa, sigue allí. Irene Sabino trabajó un par de años más en cabarés y locales cada vez de menor caché. Lo último que oí de ella es que se estaba prostituyendo en el Raval y que vivía en la miseria. Obviamente no se quedó uno solo de aquellos francos. Ni Roures tampoco. -¿YJaco?

-Lo más seguro es que abandonase el país con nombre falso y que esté en algún sitio viviendo confortablemente de las rentas.

Lo cierto es que todo aquello, lejos de aclararme algo, me abría más interrogantes. Salvador debió de interpretar mi mirada de desazón y me ofreció una sonrisa de conmiseración.

-Valera y sus amigos en el ayuntamiento consiguieron que la prensa saliera con la historia de un accidente. Resolvió el asunto con un funeral señorial para no enturbiar las aguas de los negocios del bufete, que en buena medida eran los negocios del ayuntamiento y de la diputación, y pasar por alto la extraña conducta del señor Marlasca en los últimos doce meses de su vida, desde que abandonó a su familia y a sus socios y decidió adquirir una casa en ruinas en una parte de la ciudad en la que no había puesto su pie bien calzado en su vida para dedicarse, según su antiguo socio, a escribir.

-¿Dijo Valera lo que Marlasca quería escribir?

-Un libro de poesía o algo así.

-¿Y usted le creyó?

-He visto cosas muy raras en mi trabajo, amigo mío, pero abogados adinerados que lo dejen todo para retirarse a escribir sonetos no forman parte del repertorio.

-¿Y entonces?

-Entonces lo razonable hubiese sido olvidarme del tema y hacer lo que se me decía.

-Pero no fue así.

-No. Y no porque sea un héroe o un imbécil. Lo hice porque cada vez que veía a aquella pobre mujer, a la viuda de Marlasca, se me revolvían las tripas y no me podía volver a mirar al espejo sin hacer lo que se supone que me pagaban para hacer. Señaló el entorno mísero y frío que le servía de hogar y rió.

-Créame que si llego a saberlo hubiera preferido ser un cobarde y no salirme de la fila. No puedo decir que no me lo advirtieran en jefatura. Muerto y enterrado el abogado, tocaba pasar página y dedicar nuestros esfuerzos a perseguir a anarquistas muertos de hambre y maestros de escuela de sospechoso ideario.

-Dice usted enterrado... ¿Dónde está enterrado Diego Marlasca?

-Creo que en el panteón familiar del cementerio de Sant Gervasi, no muy lejos de la casa donde vive la viuda. ¿Puedo preguntarle por su interés en este asunto? Y no me diga que se le ha despertado la curiosidad sólo por vivir en la casa de la torre.

-Es difícil de explicar.

-Si quiere un consejo de amigo, míreme y aplíquese el remedio. Déjelo correr.

-Me gustaría. El problema es que no creo que el asunto me deje correr a mí. Salvador me observó largamente y asintió. Tomó un papel y anotó un número.

-Este es el teléfono de los vecinos de abajo. Son buena gente y los únicos que tienen teléfono en toda la escalera. Ahí me puede encontrar o dejar recado. Pregunte por Emilio. Si necesita ayuda, no dude en llamarme. Y ándese con ojo. Jaco desapareció del panorama hace ya muchos años, pero todavía hay gente a la que no le interesa remover este asunto. Cien mil francos es mucho dinero.

Acepté el número y lo guardé. -Se agradece.

-De nada. Total, ¿qué pueden hacerme ya?

-¿Tendría usted una fotografía de Diego Marlasca? No he encontrado ni una sola en toda la casa.

-Pues no sé... Creo que alguna debo de tener. Déjeme ver. Salvador se dirigió a un escritorio en el rincón de la sala y extrajo una caja de latón repleta de papeles.

-Aún guardo cosas del caso... ya ve que ni con los años escarmiento. Aquí, mire. Esta foto me la dio la viuda. Me tendió un viejo retrato de estudio en el que aparecía un hombre alto y bien parecido de unos cuarenta y tantos años sonriendo a la cámara sobre un fondo de terciopelo. Me perdí en aquella mirada limpia, preguntándome cómo era posible que tras ella se ocultase el mundo tenebroso que había encontrado en las páginas de Lux Aeterna.

-¿Puedo quedármela? Salvador dudó.

-Supongo que sí. Pero no la pierda. -Le prometo que se la devolveré.

-Prométame que tendrá cuidado y me quedaré más tranquilo. Y que si no lo tiene y se mete en líos, me llamará. Le tendí la mano y me la estrechó.

-Prometido.

Empezaba a ponerse el sol cuando dejé a Ricardo Salvador en su fría azotea y regresé a la plaza Real bañada en luz polvorienta que pintaba de rojo las siluetas de paseantes y extraños. Eché a andar y acabé por refugiarme en el único lugar en toda la ciudad en el que siempre me había sentido bien recibido y protegido. Cuando llegué a la calle Santa Ana, la librería de Sempere e Hijos estaba a punto de cerrar. El crepúsculo reptaba sobre la ciudad y una brecha de azul y púrpura se había abierto en el cielo. Me detuve frente al escaparate y vi que Sempere hijo acababa de acompañar a un cliente que se despedía ya. Al verme me sonrió y me saludó con aquella timidez que parecía más decencia que otra cosa.

-En usted precisamente estaba pensando, Martín. ¿Todo bien?

-Inmejorable.

-Ya se le ve en la cara. Ande, pase, que prepararemos algo de café. Me abrió la puerta de la tienda y me cedió el paso. Entré en la librería y aspiré aquel perfume a papel y magia que inexplicablemente a nadie se le había ocurrido todavía embotellar. Sempere hijo me indicó que le siguiera hasta la trastienda, donde se dispuso a preparar una cafetera.

-¿Y su padre? ¿Cómo está? Le vi un poco tierno el otro día. Sempere hijo asintió, como si agradeciese la pregunta. Me di cuenta de que probablemente no tenía a nadie con quien hablar del tema.

-Ha tenido tiempos mejores, la verdad. El médico dice que tiene que vigilar con la angina de pecho, pero él insiste en trabajar más que antes. A veces tengo que enfadarme con él, pero parece que crea que si deja la librería en mis manos el negocio se vendrá abajo. Esta mañana, cuando me he levantado, le he dicho que hiciera el favor de quedarse en la cama y no bajase a trabajar en todo el día. ¿Se puede creer que tres minutos después me lo encuentro en el comedor, poniéndose los zapatos?

-Es un hombre de ideas firmes -convine.

-Es tozudo como una muía -replicó Sempere hijo-. Menos mal que ahora tenemos algo de ayuda, que si no...

Desenfundé mi expresión de sorpresa e inocencia, tan socorrida y falta de apresto.

-La muchacha -aclaró Sempere hijo-. Isabella, su ayudante. Por eso estaba yo pensando en usted. Espero que no le importe que pase unas horas aquí. La verdad es que, tal como están las cosas, se agradece la ayuda, pero si tiene usted inconveniente... Reprimí una sonrisa por el modo en que relamió las dos eles de Isabella.

-Bueno, mientras sea algo temporal. La verdad es que Isabella es una buena chica. Inteligente y trabajadora -dije-. De toda confianza. Nos llevamos de maravilla.

-Pues ella dice que es usted un déspota.

-¿Eso dice?

-De hecho, tiene un mote para usted: míster Hyde. -Angelito. No haga caso. Ya sabe cómo son las mujeres.

-Sí, ya lo sé -replicó Sempere hijo en un tono que dejaba claro que sabía muchas cosas, pero de aquélla no tenía ni la más remota idea.

-Isabella le dice eso de mí, pero no se crea que a mí no me dice cosas de usted aventuré. Vi que algo se le revolvía en el rostro. Dejé que mis palabras fueran corroyendo lentamente las capas de su armadura. Me tendió una taza de café con una sonrisa solícita y rescató el tema con un recurso que no hubiera pasado el filtro de una opereta de medio pelo.

-A saber lo que debe de decir de mí -dejó caer. Le dejé macerando la incertidumbre unos instantes. -¿Le gustaría saberlo? -pregunté casualmente, escondiendo la sonrisa tras la taza.

Sempere hijo se encogió de hombros. -Dice que es usted un hombre bueno y generoso, que la gente no le entiende porque es usted un poco tímido y no ven más allá de, cito textualmente, una presencia de galán de cine y una personalidad fascinante. Sempere hijo tragó saliva y me miró, atónito. -No le voy a mentir, amigo Sempere. Mire, de hecho me alegro de que haya sacado usted el tema porque la verdad es que hace ya días que quería comentar esto con usted y no sabía cómo. -¿Comentar el qué? Bajé la voz y le miré fijamente a los ojos.

-Entre usted y yo, Isabella quiere trabajar aquí porque le admira y, me temo, está secretamente enamorada de usted.

Sempere me miraba al borde del pasmo.

-Pero un amor puro, ¿eh? Atención. Espiritual. Como de heroína de Dickens, para entendernos. Nada de frivolidades ni niñerías. Isabella, aunque es joven, es toda una mujer. Lo habrá advertido usted, seguro...

-Ahora que lo menciona.

-Y no hablo sólo de su, si me permite la licencia, exquisitamente mullido marco, sino de ese lienzo de bondad y belleza interior que lleva dentro, esperando el momento oportuno para emerger y hacer de algún afortunado el hombre más feliz del mundo. Sempere no sabía dónde meterse.

-Y además tiene talentos ocultos. Habla idiomas. Toca el piano como los ángeles. Tiene una cabeza para los números que ni Isaac Newton. Y encima cocina de miedo. Míreme. He engordado varios kilos desde que trabaja para mí. Delicias que ni la Tour d’Argent... ¿No me diga que no se había dado cuenta?

-Bueno, no mencionó que cocinase...

-Hablo del flechazo.

-Pues la verdad...

-¿Sabe lo que pasa? La muchacha, en el fondo, y aunque se dé esos aires de fierecilla por domar, es mansa y tímida hasta extremos patológicos. La culpa la tienen las monjas, que las atontan con tantas historias del infierno y lecciones de costura. Viva la escuela libre.

-Pues yo hubiese jurado que me tomaba por poco menos que tonto -aseguró

Sempere.

-Ahí lo tiene. La prueba irrefutable. Amigo Sempere, cuando una mujer le trata a uno de tonto significa que se le están afilando las gónadas.

-¿Está usted seguro de eso?

-Más que de la fiabilidad del Banco de España. Hágame caso, que de esto entiendo un rato.

-Eso dice mi padre. ¿Y qué voy a hacer?

-Bueno, eso depende. ¿A usted le gusta la chica?

-¿Gustar? No sé. ¿Cómo sabe uno si...?

-Es muy simple. ¿Se la mira usted de reojo y le entran ganas como de morderla?

-¿Morderla?

-En el trasero, por ejemplo.

-Señor Martín...

-No me sea pudendo, que estamos entre caballeros y sabido es que los hombres somos el eslabón perdido entre el pirata y el cerdo. ¿Le gusta o no?

-Bueno, Isabella es una muchacha agraciada.

-¿Qué más?

-Inteligente. Simpática. Trabajadora.

-Siga.

-Y una buena cristiana, creo. No es que yo sea muy practicante, pero...

-No me hable. Isabella es más de misa que el cepillo. Las monjas, ya se lo digo yo.

-Pero morderla no se me había ocurrido, la verdad.

-No se le había ocurrido hasta que yo se lo he mencionado.

-Debo decirle que me parece una falta de respeto hablar así de ella, o de cualquiera, y que debería usted avergonzarse... -protestó Sempere hijo.

-Mea culpa -entoné alzando las manos en gesto de rendición-. Pero no importa, porque cada cual manifiesta su devoción a su manera. Yo soy una criatura frívola y superficial y de ahí mi enfoque canino, pero usted, con esa áurea gravitas, es hombre de sentimiento místico y profundo. Lo que cuenta es que la muchacha le adora y que el sentimiento es recíproco.

-Bueno...

-Ni bueno ni malo. Las cosas como son, Sempere. Que usted es un hombre respetable y responsable. Si fuese yo, qué le voy a contar, pero usted no es hombre que vaya a jugar con los sentimientos nobles y puros de una mujer en flor. ¿Me equivoco?

-...supongo que no.

-Pues ya está.

-¿El qué?

-¿No está claro?

-No.

-Es momento de festejar.

-¿Perdón?

-Cortejar o, en lenguaje científico, pelar la pava. Mire, Sempere, por algún extraño motivo, siglos de supuesta civilización nos han conducido a una situación en la que uno no puede ir arrimándose a las mujeres por las esquinas, o proponiéndoles matrimonio, así como así. Primero hay que festejar.

-¿Matrimonio? ¿Se ha vuelto loco?

-Lo que quiero decirle es que a lo mejor, y esto en el fondo es idea suya aunque no se haya dado cuenta todavía, hoy o mañana o pasado, cuando se le cure el temble•*que y no parezca que le cae la baba, al término del horario de Isabella en la librería la invita usted a merendar en algún sitio con duende y se dan de una vez cuenta de que están hechos el uno para el otro. Pongamos Els Quatre Gats, que como son un tanto agarrados ponen la luz tirando a floja para ahorrar electricidad y eso siempre ayuda en estos casos. Le pide a la muchacha un requesón con un buen cucharón de miel, que eso abre los apetitos, y luego, como quien no quiere la cosa, le endosa un par de lingotazos de ese moscatel que se sube a la cabeza de necesidad y, al tiempo que le pone la mano en la rodilla, me la atonta usted con esa verborrea que se lleva tan escondida, granuja.

-Pero si yo no sé nada de ella, ni de lo que le interesa ni...

-Le interesa lo mismo que a usted. Le interesan los libros, la literatura, el olor de estos tesoros que tiene usted aquí y la promesa de romance y aventura de las novelas de a peseta. Le interesa espantar la soledad y no perder el tiempo en comprender que en este perro mundo nada vale un céntimo si no tenemos a alguien con quien compartirlo. Ya sabe lo esencial. Lo demás lo aprende y lo disfruta usted por el camino. Sempere se quedó pensativo, alternando miradas entre su taza de café, intacta, y un servidor, que mantenía a trancas y barrancas su sonrisa de vendedor de títulos de Bolsa.

-No sé si darle las gracias o denunciarle a la policía -dijo finalmente. Justo entonces se escucharon los pasos pesados de Sempere padre en la librería. Unos segundos después asomaba el rostro en la trastienda y se nos quedaba mirando con el entrecejo fruncido.

-¿Y esto? La tienda desatendida y aquí de chachara como si fuera fiesta mayor. ¿Y si entra algún cliente? ¿O un sinvergüenza dispuesto a llevarse el género? Sempere hijo suspiró, poniendo los ojos en blanco.

-No tema, señor Sempere, que los libros son la única cosa en este mundo que no se roba -dije guiñándole un ojo.

Una sonrisa cómplice iluminó su rostro. Sempere hijo aprovechó el momento para escapar de mis garras y escabullirse rumbo a la librería. Su padre se sentó a mi lado y olfateó

la taza de café que su hijo había dejado sin probar.

-¿Qué dice el médico de la cafeína para el corazón? -apunté.

-Ése no sabe encontrarse las posaderas ni con un atlas de anatomía. ¿Qué va a saber del corazón?

-Más que usted, seguro -repliqué, arrebatándole la taza de las manos.

-Si yo estoy hecho un toro, Martín.

-Un mulo es lo que está usted hecho. Haga el favor de subir a casa y de meterse en la cama.

-En la cama sólo vale la pena estar cuando se es joven y hay buena compañía.

-Si quiere compañía, se la busco, pero no creo que se dé la coyuntura cardíaca adecuada.

-Martín, a mi edad, la erótica se reduce a saborear un flan y a mirarles el cuello a las viudas. Aquí el que me preocupa es el heredero. ¿Algún progreso en ese terreno?

-Estamos en fase de abono y siembra. Habrá que ver si el tiempo acompaña y tenemos algo que cosechar. En un par o tres de días le puedo dar una estimación al alza con un sesenta o setenta por ciento de Habilidad.

Sempere sonrió, complacido.

-Golpe maestro lo de enviarme a Isabella de dependienta -dijo-. Pero ¿no la ve un poco joven para mi hijo?

-Al que veo un poco verde es a él, si tengo que serle sincero. O espabila o Isabella se lo come crudo en cinco minutos. Menos mal que es de buena pasta, que si no...

-¿Cómo se lo puedo agradecer?

-Subiendo a casa y metiéndose en la cama. Si necesita compañía picante llévese Fortunata y Jacinta.

-Lleva razón. Don Benito no falla.

-Ni queriendo. Venga, al catre.

Sempere se levantó. Le costaba moverse y respiraba trabajosamente, con un soplo ronco en el aliento que ponía los pelos de punta. Le tomé del brazo para ayudarle y me di cuenta de que tenía la piel fría.

-No se espante, Martín. Es mi metabolismo, que es algo lento.

-Como el de Guerra y paz se lo veo yo hoy.

-Una cabezadita y me quedo como nuevo.

Decidí acompañarle hasta el piso en el que vivían padre e hijo, justo encima de la librería, y asegurarme de que se metía bajo las mantas. Tardamos un cuarto de hora en negociar el tramo de las escaleras. Por el camino nos encontramos a uno de los vecinos, un afable catedrático de instituto llamado don Anacleto que daba clases de lengua y literatura en los jesuitas de Caspe y regresaba a su casa.

-¿Cómo se presenta hoy la vida, amigo Sempere?

-Empinada, don Anacleto.

Con la ayuda del catedrático conseguí llegar al primer piso con Sempere prácticamente colgado de mi cuello.

-Con el permiso de ustedes me retiro a descansar tras una larga jornada de lidia con esa jauría de primates que tengo por alumnos -anunció el catedrático-. Se lo digo yo, este país se va a desintegrar en una generación. Como ratas se van a despellejar unos a otros. Sempere hizo un gesto que me daba a entender que no hiciese demasiado caso a don Anacleto.

-Buen hombre -murmuró-, pero se ahoga en un vaso de agua.

Al entrar en la vivienda me asaltó el recuerdo de aquella mañana lejana en la que llegué allí ensangrentado, sosteniendo un ejemplar de Grandes esperanzas en las manos, y Sempere me subió en brazos hasta su casa y me sirvió una taza de chocolate caliente que me bebí mientras esperábamos al médico y él me susurraba palabras tranquilizadoras y me limpiaba la sangre del cuerpo con una toalla tibia y una delicadeza que nunca nadie me había mostrado antes. Por entonces, Sempere era un hombre fuerte que me parecía un gigante en todos los sentidos y sin el cual no creo que hubiera sobrevivido a aquellos años de escasa fortuna. Poco o nada quedaba de aquella fortaleza cuando le sostuve en mis brazos para ayudarle a acostarse y le tapé con un par de mantas. Me senté a su lado y le tomé la mano sin saber qué decir.

-Oiga, si vamos los dos a echarnos a llorar como magdalenas, más vale que se vaya -dijo él. -Cuídese, ¿me oye?

-Con algodoncitos, no tema. Asentí y me dirigí hacia la salida.

-¿Martín?

Me volví desde el umbral de la puerta. Sempere me contemplaba con la misma preocupación con la que me había mirado aquella mañana en la que había perdido algunos dientes y buena parte de la inocencia. Me fui antes de que me preguntase qué era lo que me ocurría.

Uno de los primeros recursos propios del escritor profesional que Isabella había aprendido de mí era el arte y la práctica de procrastinar. Todo veterano del oficio sabe que cualquier ocupación, desde afilar el lápiz hasta catalogar musarañas, tiene prioridad al acto de sentarse a la mesa y exprimir el cerebro. Isabella había absorbido por osmosis esta lección fundamental y al llegar a casa, en vez de encontrarla en su escritorio, la sorprendí en la cocina afinando los últimos toques a una cena que olía y lucía como si su elaboración hubiera sido cuestión de varias horas.

-¿Celebramos algo? -pregunté.

-Con la cara que trae usted no lo creo.

-¿A qué huele?

-Pato confitado con peras al horno y salsa de chocolate. He encontrado la receta en uno de sus libros de cocina.

-Yo no tengo libros de cocina.

Isabella se levantó y trajo un tomo encuadernado en piel que depositó en la mesa. El título: Las 101 mejores recetas de la cocina francesa, por Michel Aragón.

-Eso es lo que usted se cree. En segunda fila, en los estantes de la biblioteca, he encontrado de todo, incluyendo un manual de higiene matrimonial del doctor Pérez-Aguado con unas ilustraciones de lo más sugerente y frases del tipo “la hembra, por designio divino, no conoce deseo carnal y su realización espiritual y sentimental se sublima en el ejercicio natural de la maternidad y las labores del hogar”. Tiene usted ahí las minas del rey Salomón.

-¿Y se puede saber qué buscabas tú en la segunda fila de los estantes?

-Inspiración. Cosa que he encontrado. -Pero de tipo culinario. Habíamos quedado en que ibas a escribir todos los días, con inspiración o sin.

-Estoy encallada. Y la culpa es suya, por tenerme pluriempleada y complicarme en sus intrigas con el inmaculado de Sempere hijo.

-¿Te parece bien burlarte del hombre que está perdidamente enamorado de ti? ¿Qué?

-Ya me has oído. Sempere hijo me ha confesado que le tienes robado el sueño. Literalmente. No duerme, no come, no bebe, ni orinar puede el pobre de tanto pensar en ti todo el día. -Delira usted.

-El que delira es el pobre Sempere. Tendrías que haberlo visto. He estado en un tris de pegarle un tiro para liberarle del dolor y la miseria que lo acongojan. -Pero si no me hace ni caso -protestó Isabella. -Porque no sabe cómo abrir su corazón y encontrar las palabras con que plasmar su sentimientos. Los hombres somos así. Brutos y primarios.

-Pues bien que ha sabido encontrar las palabras para echarme una bronca por equivocarme al ordenar la colección de los Episodios Nacionales. Menuda labia.

-No es lo mismo. Una cosa es el trámite administrativo y la otra el lenguaje de la pasión.

-Bobadas.

-No hay nada de bobo en el amor, estimada ayudante. Y, cambiando de tema, ¿Vamos a cenar o no?

Isabella había preparado una mesa a juego con el festín que había cocinado. Había dispuesto un arsenal de platos, cubiertos y copas que nunca había visto.

-No sé cómo teniendo estas preciosidades no las usa usted. Lo tenía todo en cajas en el cuarto junto al lavadero -dijo Isabella-. Hombre tenía usted que ser. Levanté uno de los cuchillos y lo contemplé a la luz de las velas que había dispuesto Isabella. Comprendí que aquéllos eran los enseres de Diego Marlasca y sentí que perdía el apetito por completo.

-¿Pasa algo? -preguntó Isabella.

Negué. Mi ayudante sirvió dos platos y se me quedó mirando, expectante. Probé el primer bocado y sonreí, asintiendo.

-Muy bueno -dije.

-Un poco correoso, creo. La receta decía que había que asarlo a fuego lento no sé cuánto tiempo, pero con la cocina que tiene usted, el fuego es o inexistente o abrasador, sin punto intermedio.

-Está bueno -repetí, comiendo sin hambre.

Isabella me iba mirando de reojo. Seguimos cenando en silencio, el tintineo de cubiertos y platos como única compañía.

-¿Decía en serio eso de Sempere hijo?

Asentí sin levantar los ojos del plato.

-¿Y que más le ha dicho de mí?

-Me ha dicho que tienes una belleza clásica, que eres inteligente, intensamente femenina, porque él es así de cursi, y que siente que hay una conexión espiritual entre vosotros.

Isabella me clavó una mirada asesina.

-Júreme que no se está inventando eso -dijo Isabella. Puse la mano derecha sobre el libro de recetas y levanté la izquierda.

-Lo juro sobre Las 101 mejores recetas de la cocina francesa -declaré.

-Se jura con la otra mano.

Cambié de mano y repetí el gesto con expresión de solemnidad. Isabella resopló.

-¿Y qué voy a hacer?

-No sé. ¿Qué hacen los enamorados? Ir de paseo, a bailar...

-Pero yo no estoy enamorada de ese señor.

Seguí degustando el confite de pato, ajeno a su insistente mirada. Al rato, Isabella dio un manotazo en la mesa.

-Haga el favor de mirarme. Todo esto es culpa suya.

Dejé los cubiertos con parsimonia, me limpié con la servilleta y la miré.

-¿Qué voy a hacer? -preguntó de nuevo Isabella.

-Eso depende. ¿Te gusta Sempere o no?

Una nube de duda le cruzó el rostro.

-No lo sé. Para empezar, es un poco mayor para mí.

-Tiene prácticamente mi edad -apunté-. Como mucho, uno o dos años más. Puede que tres.

-O cuatro o cinco.

Suspiré.

-Está en la flor de la vida. Habíamos quedado en que te gustaban maduritos.

-No se ría.

-Isabella, no soy yo quién para decirte lo que debes hacer...

-Ésa sí que es buena.

-Déjame acabar. Lo que quiero decir es que esto es algo entre Sempere hijo y tú. Si me pides mi consejo, yo te diría que le des una oportunidad. Nada más. Si uno de estos días él decide dar el primer paso y te invita, pongamos, a merendar, acepta la invitación. A lo mejor empezáis a hablar y os conocéis y acabáis siendo grandes amigos, o a lo mejor no. Pero yo creo que Sempere es un buen hombre, su interés en ti es genuino y me atrevería a decir que, si lo piensas un poco, en el fondo tú también sientes algo por él.

-Está usted cargado de manías.

-Pero Sempere no. Y creo que no respetar el afecto y la admiración que siente por ti sería mezquino. Y tú no lo eres.

-Eso es chantaje sentimental.

-No, es la vida.

Isabella me fulminó con la mirada. Le sonreí.

-Al menos haga el favor de terminarse la cena -ordenó. Apuré mi plato, lo rebañé con pan y dejé escapar un suspiro de satisfacción.

-¿Qué hay de postre?

Después de la cena dejé a una Isabella meditabunda macerar sus dudas e inquietudes en la sala de lectura y subí al estudio de la torre. Extraje el retrato de Diego Marlasca que me había prestado Salvador y lo dejé al pie del flexo. Acto seguido eché un vistazo a la pequeña cindadela de blocs, notas y cuartillas que había ido acumulando para el patrón. Con el frío de los cubiertos de Diego Marlasca todavía en las manos, no me costó imaginarle sentado allí, contemplando la misma vista sobre los tejados de la Ribera. Tomé una de mis páginas al azar y empecé a leer. Reconocía las palabras y las frases porque las había compuesto yo, pero el espíritu turbio que las alimentaba se me antojaba más lejano que nunca. Dejé caer el papel al suelo y alcé la mirada para encontrar mi reflejo en el cristal de la ventana, un extraño sobre la tiniebla azul que sepultaba la ciudad. Supe que no iba a poder trabajar aquella noche, que iba a ser incapaz de hilvanar un solo párrafo para el patrón. Apagué la luz del escritorio y me quedé sentado en la penumbra, escuchando el viento arañar las ventanas e imaginando a Diego Marlasca precipitándose en llamas en las aguas del estanque mientras las últimas burbujas de aire escapaban de sus labios y el líquido helado inundaba sus pulmones. Desperté al alba con el cuerpo dolorido y encajado en la butaca del estudio. Me levanté y escuché cómo crujían dos o tres engranajes de mi anatomía. Me arrastré hasta la ventana y la abrí de par en par. Los terrados de la ciudad vieja relucían de escarcha y un cielo púrpura se anudaba sobre Barcelona. Al sonido de las campanas de Santa María del Mar, una nube de alas negras alzó el vuelo desde un palomar. Un viento frío y cortante trajo el olor de los muelles y las cenizas de carbón que destilaban las chimeneas de la barriada. Bajé al piso y me dirigí a la cocina a preparar café. Eché un vistazo a la alacena y me quedé atónito. Desde que tenía a Isabella en casa, mi despensa parecía el colmado Quílez en la Rambla de Catalunya. Entre el desfile de exóticos manjares importados por el colmado del padre de Isabella encontré una caja de latón con galletas inglesas recubiertas de chocolate y decidí probarlas. Media hora más tarde, una vez mis venas empezaron a bombear azúcar y cafeína, mi cerebro se puso en funcionamiento y tuve la genial ocurrencia de empezar la jornada complicando un poco más, si cabía, mi existencia. Tan pronto abriesen los comercios haría una visita a la tienda de artículos de magia y prestidigitación de la calle Princesa.

-¿Qué hace despierto a estas horas?

La voz de mi conciencia, Isabella, me observaba desde el umbral.

-Comer galletas.

Isabella se sentó a la mesa y se sirvió una taza de café. Tenía aspecto de no haber pegado ojo.

-Mi padre dice que ésa es la marca favorita de la reina madre.

-Así de hermosa está ella.

Isabella tomó una de las galletas y la mordisqueó con aire ausente.

-¿Has pensando en lo que vas a hacer? Respecto a Sempere, quiero decir... Isabella me lanzó una mirada ponzoñosa.

-¿Y usted qué va a hacer hoy? Nada bueno, seguro.

-Un par de recados.

-Ya.

-¿Ya, ya? ¿O ya, adverbio de tiempo?

Isabella dejó la taza sobre la mesa y se encaró a mí con su aire de interrogatorio sumario.

-¿Por qué nunca habla de lo que sea que se lleva usted entre manos con ese tipo, el patrón?

-Entre otras cosas, por tu bien.

-Por mi bien. Claro. Tonta de mí. A propósito, me olvidé decirle que ayer se pasó

por aquí su amigo, el inspector.

-¿Grandes? ¿Venía sólo?

-No. Le acompañaban un par de matones grandes como armarios con cara de perro pachón.

La idea de Marcos y Gástelo a mi puerta me produjo un nudo en el estómago.

-¿Y qué quería Grandes?

-No lo dijo.

-¿Qué dijo entonces?

-Me preguntó quién era yo.

-¿Y tú qué contestaste?

-Que era su amante.

-Muy bonito.

-Pues a uno de los grandullones pareció hacerle mucha gracia. Isabella cogió otra galleta y la devoró en dos mordiscos. Advirtió que la estaba mirando de reojo y dejó de masticar en el acto.

-¿Qué he dicho? -preguntó, proyectando una nube de migas de galleta.

Un dedo de luz vaporosa caía desde el manto de nubes y encendía la pintura roja de la fachada de la tienda de artículos de magia de la calle Princesa. El establecimiento quedaba tras una marquesina de madera labrada. Las vidrieras de la puerta apenas insinuaban los contornos de un interior sombrío y vestido de cortinajes de terciopelo negro que envolvían vitrinas con máscaras e ingenios de regusto Victoriano, barajas trucadas y dagas contrapesadas, libros de magia y frascos de cristal pulido que contenían un arco iris de líquidos etiquetados en latín y probablemente embotellados en Albacete. La campanilla de la entrada anunció mi presencia. Un mostrador vacío quedaba al fondo. Esperé unos segundos, examinando la colección de curiosidades del bazar. Estaba buscando mi rostro en un espejo en el que se reflejaba toda la tienda excepto yo, cuando atisbé por el rabillo del ojo una figura menuda que asomaba tras la cortina de la trastienda.

-Un truco interesante, ¿verdad? -dijo el hombrecillo de cabello cano y mirada penetrante. Asentí.

-¿Cómo funciona?

-Todavía no lo sé. Me llegó hace un par de días de un fabricante de espejos trucados de Estanbul. El creador lo llama inversión refractaria.

-Le recuerda a uno que nada es lo que parece -apunté.

-Menos la magia. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?

-¿Hablo con el señor Damián Roures?

El hombrecillo asintió lentamente, sin pestañear. Advertí que tenía los labios dibujados en una mueca risueña que, como su espejo, no era lo que parecía. La mirada era fría y cautelosa.

-Me han recomendado su establecimiento.

-¿Puedo preguntar quién ha sido tan amable?

-Ricardo Salvador.

La pretensión de sonrisa afable se borró de su rostro.

-No sabía que siguiera vivo. No le he visto en veinticinco años.

-¿Y a Irene Sabino?

Roures suspiró, negando por lo bajo. Rodeó el mostrador y se acercó hasta la puerta. Colgó el cartel de cerrado y echó la llave.

-¿Quién es usted?

-Mi nombre es Martín. Estoy intentando aclarar las circunstancias que rodearon la muerte del señor Diego Marlasca, a quien tengo entendido que usted conocía.

-Que yo sepa, quedaron aclaradas hace ya muchos años. El señor Marlasca se suicidó.

-Yo lo había entendido de otra manera. -No sé lo que le habrá contado ese policía. El resentimiento afecta a la memoria, señor... Martín. Salvador ya intentó en su día vender una conspiración de la que no tenía prueba alguna. Todos sabían que le estaba calentando la cama a la viuda Marlasca y que pretendía erigirse en héroe de la situación. Como era de esperar, sus superiores lo metieron en vereda y le expulsaron del cuerpo.

-Él cree que lo que ocurrió es que hubo un intento de ocultar la verdad. Roures rió.

-La verdad... no me haga reír. Lo que se intentó tapar fue el escándalo. El gabinete de abogados de Valeray Marlasca tenía los dedos metidos en casi todas las ollas que se cuecen en esta ciudad. A nadie le interesaba que se destapase una historia como aquélla.

“Marlasca había abandonado su posición, su trabajo y su matrimonio para encerrarse en ese caserón a hacer sabe Dios qué. Cualquiera con dos dedos de frente podía imaginarse que aquello no acabaría bien.

-Eso no le impidió a usted y a su socio Jaco rentabilizar la locura de Marlasca prometiéndole la posibilidad de contactar con el más allá en sus sesiones de espiritismo...

-Nunca le prometí nada. Aquellas sesiones eran una simple diversión. Todos lo sabían. No pretenda endosarme el muerto, porque yo no hacía más que ganarme la vida honradamente.

-¿Y su socio Jaco?

-Yo respondo por mí mismo. Lo que hiciese Jaco no es responsabilidad mía.

-Luego hizo algo.

-¿Qué quiere que le diga? ¿Que se llevó ese dinero que Salvador se empeñaba en decir que estaba en una cuenta secreta? ¿Que mató a Marlasca y nos engañó a todos?

-¿Y no fue así? Roures me miró largamente.

-No lo sé. No he vuelto a verle desde el día en que murió Marlasca. Ya les dije a Salvador y a los demás policías lo que sabía. Nunca mentí. Nunca mentí. Si Jaco hizo algo, nunca tuve conocimiento ni obtuve parte alguna. -¿Qué me dice de Irene Sabino? -Irene amaba a Marlasca. Ella nunca hubiese tramado nada para hacerle daño.

-¿Sabe qué fue de ella? ¿Vive aún? -Creo que sí. Me dijeron que estaba trabajando en una lavandería del Raval. Irene era una buena mujer. Demasiado buena. Así ha acabado. Ella creía en aquellas cosas. Creía de corazón.

-¿Y Marlasca? ¿Qué buscaba en aquel mundo? -Marlasca andaba metido en algo, no me pregunte el qué. Algo que ni yo ni Jaco le habíamos vendido ni podíamos venderle. Cuanto sé es lo que oí decir a Irene en una ocasión. Al parecer Marlasca había encontrado a alguien, a alguien que yo no conocía, y créame que conocía y conozco a todo el mundo en la profesión, que le había prometido que si hacía algo, no sé el qué, recuperaría a su hijo Ismael de entre los muertos. -¿Dijo Irene quién era ese alguien? -Ella no le había visto nunca. Marlasca no le permitía que lo viese. Pero ella sabía que él tenía miedo. -¿Miedo de qué? Roures chasqueó la lengua. -Marlasca creía que estaba maldito. -Explíquese.

-Ya se lo he dicho antes. Estaba enfermo. Estaba convencido de que algo se le había metido dentro.

-¿Algo?

-Un espíritu. Un parásito. No sé. Mire, en este negocio se conoce a mucha gente que no está precisamente en sus cabales. Les sucede una tragedia personal, pierden un amante o una fortuna y se caen por el agujero. El cerebro es el órgano más frágil del cuerpo. El señor Marlasca no estaba en su sano juicio, y eso lo podía ver cualquiera que hablase durante cinco minutos con él. Por eso vino a mí.

-Y usted le dijo lo que quería oír.

-No. Yo le dije la verdad.

-¿Su verdad?

-La única que conozco. Me pareció que aquel hombre estaba seriamente desequilibrado y no quise aprovecharme de él. Esas cosas nunca acaban bien. En este negocio hay un límite que no se cruza si uno sabe lo que le conviene. Al que viene buscando diversión o un poco de emociones y consuelo del más allá, se le atiende y se le cobra por el servicio prestado. Pero al que viene a punto de perder la razón, se le envía a casa. Esto es un espectáculo como otro cualquiera. Lo que quieres son espectadores, no iluminados.

-Una ética ejemplar. ¿Qué le dijo entonces a Marlasca?

-Le dije que todo aquello eran supercherías, cuentos. Le dije que era un farsante que me ganaba la vida organizando sesiones de espiritismo para pobres infelices que habían perdido a sus seres queridos y necesitaban creer que amantes, padres y amigos los esperaban en el otro mundo. Le dije que no había nada al otro lado, sólo un gran vacío, que este mundo era cuanto teníamos. Le dije que se olvidase de los espíritus y que volviese con su familia.

-¿Y él le creyó?

-Evidentemente no. Dejó de acudir a las sesiones y buscó ayuda en otro sitio.

-¿Dónde?

-Irene había crecido en las cabañas de la playa del Bogatell y aunque había hecho fama bailando y actuando en el Paralelo, seguía perteneciendo a aquel lugar. Me contó que había llevado a Marlasca a ver a una mujer a la que llaman la Bruja del Somorrostro para pedirle protección de esa persona con la que Marlasca estaba en deuda.

-¿Mencionó Irene el nombre de esa persona?

-Si lo hizo no lo recuerdo. Ya le digo que dejaron de acudir a las sesiones.

-¿Andreas Corelli?

-No he oído nunca ese nombre.

-¿Dónde puedo encontrar a Irene Sabino?

-Ya le he dicho cuanto sé -replicó Roures, exasperado.

-Una última pregunta y me voy.

-A ver si es verdad.

-¿Recuerda haber oído mencionar a Marlasca alguna vez algo llamado Lux Aeterna?

Roures frunció el entrecejo, negando.

-Gracias por su ayuda.

-De nada. Y a ser posible no vuelva por aquí.

Asentí y me dirigí hacia la salida. Roures me seguía con los ojos, receloso.

-Espere -llamó antes de que cruzase el umbral de la trastienda. Me volví. El hombrecillo me observaba, dudando.

-Creo recordar que Lux Aeterna era el nombre de una especie de panfleto religioso que habíamos utilizado alguna vez en las sesiones del piso de Elisabets. Formaba parte de una colección de librillos similares, probablemente prestado de la biblioteca de supercherías de la sociedad El Porvenir. No sé si será eso a lo que usted se refiere.

-¿Recuerda de qué trataba?

-Quien lo conocía mejor era mi socio, Jaco, que era quien llevaba las sesiones. Pero por lo que recuerdo, Lux Aeterna era un poema sobre la muerte y los siete nombres del Hijo de la Mañana, el Portador de la Luz.

-¿El Portador de la Luz?

Roures sonrió.

-Lucifer.

Ya en la calle, partí de regreso a casa preguntándome qué iba a hacer entonces. Me aproximaba a la boca de la calle Monteada cuando le vi. El inspector Víctor Grandes, apoyado contra el muro, saboreaba un cigarro y me sonreía. Me saludó con la mano y crucé la calle en su dirección.

-No sabía que estaba usted interesado en la magia, Martín.

-Ni yo que me siguiera usted, inspector.

-No le sigo. Es que es usted un hombre difícil de localizar y he decidido que si la montaña no venía a mí, yo iría a la montaña. ¿Tiene cinco minutos para tomar algo? Invita la Jefatura Superior de Policía.

-En ese caso... ¿No lleva hoy carabina?

-Marcos y Gástelo se han quedado en Jefatura haciendo papeleo, aunque si les llego a decir que venía a verle a usted seguro que se apuntan. Descendimos por el cañón de viejos palacios medievales hasta El Xampanyet y nos procuramos una mesa al fondo. Un camarero armado de una bayeta que apestaba a lejía nos miró y Grandes pidió un par de cervezas y una tapa de queso manchego. Cuando llegaron las cervezas y el tentempié el inspector me ofreció el plato, invitación que decliné.

-¿Le importa? A estas horas estoy que me muero de hambre.

-Bon appétit.

Grandes engulló un taquito de queso y se relamió con los ojos cerrados.

-¿No le dijeron que pasé ayer por su casa?

-Me dieron el recado con retraso.

-Comprensible. Oiga, qué monada, la niña. ¿Cómo se llama?

-Isabella.

-Sinvergüenza, cómo viven algunos. Le envidio. ¿Qué edad tiene el bomboncito? Le lancé una mirada venenosa. El inspector sonrió complacido.

-Me ha dicho un pajarito que ha estado usted haciendo de detective últimamente.

¿No nos va a dejar nada a los profesionales?

-¿Cómo se llama su pajarito?

-Es más bien un pajarraco. Uno de mis superiores es íntimo del abogado Valera.

-¿Le tienen a usted también en nómina?

-Todavía no, amigo mío. Ya me conoce. Vieja escuela. El honor y todas esas mierdas.

-Pena.

-Y dígame, ¿cómo está el pobre Ricardo Salvador? ¿Sabe que hace unos veinte años que no oía ese nombre? Le daban todos por muerto.

-Un diagnóstico precipitado.

-¿Y qué tal se encuentra?

-Solo, traicionado y olvidado.

El inspector asintió lentamente.

-Le hace pensar a uno en el futuro que depara este oficio, ¿verdad?

-Apuesto que en su caso las cosas serán diferentes y el ascenso a lo más alto del cuerpo es cuestión de un par de años. Le veo de director general del cuerpo antes de los cuarenta y cinco, besando manos de obispos y capitanes generales del ejército en el desfile del día del Corpus.

Grandes asintió fríamente, ignorando el tono de sarcasmo.

-Hablando de besamanos, ¿ya ha oído lo de su amigo Vidal? Grandes nunca empezaba una conversación sin un as escondido en la manga. Me observó sonriente, saboreando mi inquietud.

-¿El qué? -murmuré.

-Dicen que la otra noche su esposa intentó suicidarse.

-¿Cristina?

-Es verdad, usted la conoce...

No me di cuenta de que me había levantado y me temblaban las manos.

-Tranquilo. La señora Vidal está bien. Un susto, nada más. Al parecer se le fue la mano con el láudano... Haga el favor de sentarse, Martín. Por favor Me senté. El estómago se me encogía en un nudo de clavos.

-¿Cuándo fue eso?

-Hace dos o tres días.

Me vino a la memoria la imagen de Cristina en la ventana de Villa Helius días atrás, saludándome con la mano mientras yo rehuía su mirada y le daba la espalda.

-¿Martín? -preguntó el inspector, pasando la mano por delante de mis ojos como si me temiese ido.

-¿Qué?

El inspector me observó con lo que parecía genuina preocupación.

-¿Tiene alguna cosa que contarme? Ya sé que no me va a creer, pero me gustaría ayudarle.

-¿Aún cree que fui yo quien mató a Barrido y a su socio? Grandes negó.

-Yo nunca lo he creído, pero a otros les gustaría hacerlo.

-¿Entonces por qué me está investigando?

-Tranquilícese. No le estoy investigando, Martín. Nunca le he investigado. El día que le investigue se dará cuenta. De momento le observo. Porque me cae usted bien y me preocupa que se vaya a meter en un lío. ¿Por qué no confía en mí y me dice qué está pasando?

Nuestras miradas se encontraron y por un instante me sentí tentado de contárselo todo. Lo habría hecho, si hubiese sabido por dónde empezar.

-No está pasando nada, inspector.

Grandes asintió y me miró con lástima, o quizá sólo fuese decepción. Apuró su cerveza y dejó unas monedas en la mesa. Me dio una palmada en la espalda y se levantó.

-Cuídese, Martín. Y vigile dónde pisa. No todo el mundo le tiene el mismo aprecio que yo.

-Lo tendré en cuenta.

Era casi mediodía cuando volví a casa sin poder apartar el pensamiento de lo que me había contado el inspector. Al llegar a la casa de la torre, ascendí los peldaños de la escalinata lentamente, como si me pesara hasta el alma. Abrí la puerta del piso, temiendo encontrarme con una Isabella con ganas de conversación. La casa estaba en silencio. Recorrí el pasillo hasta la galería del fondo y allí la encontré, dormida en el sofá con un libro abierto sobre el pecho, una de mis viejas novelas. No pude evitar sonreír. La temperatura en el interior de la casa había descendido sensiblemente en aquellos días de otoño y temí que Isabella pudiera coger frío. A veces la veía andar por la casa envuelta en un manto de lana que se colocaba sobre los hombros. Me dirigí un momento a su habitación para buscarlo y colocárselo por encima con sigilo. Su puerta estaba entreabierta y, aunque estaba en mi propia casa, lo cierto es que no había entrado en aquel dormitorio desde que Isabella se había instalado allí, y tuve cierto reparo en hacerlo ahora. Avisté el mantón doblado sobre una silla y entré a por él. La habitación olía a aquel aroma dulce y alimonado de Isabella. El lecho estaba todavía deshecho y me incliné para alisar las sábanas y las mantas porque me constaba que cuando me entregaba a alguna de estas tareas domésticas mi categoría moral ganaba puntos a ojos de mi ayudante.

Fue entonces cuando advertí que había algo encajado entre el colchón y el somier. Una punta de papel asomaba bajo el doblez de la sábana. Cuando tiré de ella comprobé que se trataba de un pliego de papel. Lo extraje completamente y sostuve en mis manos lo que parecía una veintena de sobres de papel azul anudados con una cinta. Sentí que me invadía una sensación de frío, pero negué para mis adentros. Deshice el nudo de la cinta y tomé uno de los sobres. Llevaba mi nombre y dirección. El remite decía sencillamente Cristina. Me senté en el lecho de espaldas a la puerta y examiné los remites, uno a uno. El primero tenía varias semanas, el último, tres días. Todos los sobres estaban abiertos. Cerré los ojos y sentí que las cartas se me caían de las manos. La oí respirar a mi espalda, inmóvil en el umbral.

-Perdóneme -murmuró Isabella.

Se acercó lentamente y se arrodilló a recoger las cartas, una a una. Cuando las hubo reunido todas en un pliego me las tendió con una mirada herida.

-Lo hice para protegerle -dijo.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y me posó la mano en un hombro.

-Vete -dije.

La aparté de mí y me incorporé. Isabella se dejó caer al suelo, gimiendo como si algo la quemase por dentro.

-Vete de esta casa.

Salí del piso sin molestarme en cerrar la puerta a mi espalda. Llegué a la calle y me enfrenté a un mundo de fachadas y rostros extraños y lejanos. Eché a andar sin rumbo, ajeno al frío y a aquel viento prendido de lluvia que empezaba a azotar la ciudad con el aliento de una maldición.

El tranvía se detuvo a las puertas de la torre de Bellesguard, donde la ciudad moría al pie de la colina. Me encaminé hacia las puertas del cementerio de San Gervasio siguiendo el sendero de luz amarillenta que las luces del tranvía taladraban en la lluvia. Los muros del camposanto se alzaban a una cincuentena de metros en una fortaleza de mármol sobre la que emergía un enjambre de estatuas del color de la tormenta. A la entrada del recinto encontré una garita donde un vigilante envuelto en un abrigo se calentaba las manos al aliento de un brasero. Al verme aparecer de entre la lluvia se levantó sobresaltado. Me examinó unos segundos antes de abrir la portezuela.

-Busco el panteón de la familia Marlasca.

-Oscurecerá en menos de media hora. Mejor que vuelva otro día.

-Cuanto antes me diga dónde está, antes me iré.

El vigilante consultó un listado y me mostró la ubicación señalando con un dedo sobre un mapa del recinto que pendía de la pared. Me alejé sin darle las gracias. No me resultó difícil encontrar el panteón entre la ciudadela de tumbas y mausoleos que se arremolinaban dentro de los muros del camposanto. La estructura quedaba situada en una peana de mármol. De estilo modernista, el panteón describía una suerte de arco formado por dos grandes escalinatas dispuestas a modo de anfiteatro que ascendían a una galería sostenida por columnas en cuyo interior se abría un atrio flanqueado de lápidas. La galería estaba coronada por una cúpula en la cima de la cual se levantaba una figura de mármol ennegrecido. Su rostro quedaba oculto por un velo, pero al aproximarse al panteón uno tenía la impresión de que aquel centinela de ultratumba iba girando la cabeza para seguirle con los ojos. Ascendí por una de las escalinatas y al llegar a la entrada de la galería me detuve a mirar atrás. Las luces de la ciudad se entreveían en la lluvia, lejanas. Me adentré en la galería. La estatua de una figura femenina abrazada a un crucifijo en actitud de súplica se erguía en el centro. Su rostro había sido desfigurado a golpes y alguien había pintado de negro los ojos y los labios, confiriéndole un aspecto lobuno. Aquél no era el único signo de profanación del panteón. Las lápidas mostraban lo que parecían marcas o arañazos realizados con algún objeto punzante, y algunas habían sido marcadas con dibujos obscenos y palabras que apenas podían leerse en la penumbra. La tumba de Diego Marlasca quedaba al fondo. Me aproximé a ella y posé la mano sobre la lápida. Extraje el retrato de Marlasca que Salvador me había entregado y lo examiné. Fue entonces cuando escuché los pasos en la escalinata que ascendía al panteón. Guardé el retrato en el abrigo y me encaré hacia la entrada a la galería. Los pasos se habían detenido y no se oía más que la lluvia golpeando sobre el mármol. Me aproximé lentamente hasta la entrada y me asomé. La silueta estaba de espaldas, contemplando la ciudad a lo lejos. Era una mujer vestida de blanco que llevaba la cabeza cubierta con un manto. Se volvió lentamente y me miró. Sonreía. Pese a los años la reconocí al instante. Irene Sabino. Di un paso hacia ella y sólo entonces comprendí que había alguien más a mi espalda. El impacto en la nuca proyectó un espasmo de luz blanca. Sentí que caía de rodillas. Un segundo más tarde me desplomé sobre el mármol encharcado. Una silueta oscura se recortaba en la lluvia. Irene se arrodilló a mi lado.

Sentí su mano rodearme la cabeza y palpar el lugar donde había recibido el golpe. Vi cómo sus dedos emergían impregnados de sangre. Me acarició el rostro con ellos. Lo último que vi antes de perder el sentido fue cómo Irene Sabino extraía una navaja de afeitar y la desplegaba lentamente, gotas plateadas de lluvia deslizándose por el filo mientras la acercaba hacia mí.

Abrí los ojos al resplandor cegador del farol de aceite. El rostro del vigilante me observaba sin expresión alguna. Intenté pestañear mientras una llamarada de dolor me atravesaba el cráneo desde la nuca.

-¿Está vivo? -preguntó el vigilante, sin especificar si la cuestión iba dirigida a mí o era meramente retórica.

-Sí -gemí-. No se le ocurra meterme en un agujero.

El vigilante me ayudó a enderezarme. Cada centímetro me costaba una punzada en la cabeza.

-¿Qué ha pasado?

-Usted sabrá. Hace ya una hora que tendría que haber cerrado, pero al no verle me he acercado hasta aquí a ver qué pasaba y me lo he encontrado durmiendo la mona.

-¿Y la mujer?

-¿Qué mujer?

-Eran dos.

-¿Dos mujeres?

Suspiré, negando.

-¿Puede ayudarme a levantarme?

Con ayuda del vigilante conseguí incorporarme. Fue entonces cuando sentí el escozor y advertí que tenía la camisa abierta. Varias líneas de cortes superficiales me recorrían el pecho.

-Oiga, eso no tiene buena pinta...

Me cerré el abrigo y al hacerlo palpé en el bolsillo interior. El retrato de Marlasca había desaparecido.

-¿Tiene usted teléfono en la garita?

-Sí, está en la sala de los baños turcos.

-¿Puede al menos ayudarme a llegar a la torre de Bellesguard para que pueda pedir un coche desde allí?

El vigilante maldijo y me sujetó por debajo de los hombros.

-Ya le dije que volviese otro día -dijo resignado.

Faltaban apenas unos minutos para la medianoche cuando llegué finalmente a la casa de la torre. Tan pronto abrí la puerta supe que Isabella se había marchado. El sonido de mis pasos en el pasillo tenía otro eco. No me molesté en encender la luz. Me adentré en la casa en penumbra y asomé a la que había sido su habitación. Isabella había limpiado y ordenado el cuarto. Las sábanas y mantas estaban nítidamente dobladas sobre una silla, el colchón desnudo. Su olor todavía flotaba en el aire. Fui hasta la galería y me senté al escritorio que mi ayudante había utilizado. Isabella había sacado punta a los lápices y los había dispuesto pulcramente en un vaso. El montón de cuartillas en blanco estaba nítidamente apilada en una bandeja. El juego de plumines que le había obsequiado reposaba en un extremo de la mesa. La casa nunca me había parecido tan vacía. En el baño me desprendí de las ropas empapadas y me coloqué un apósito con alcohol en la nuca. El dolor había menguado hasta quedar en un latido sordo y una sensación general no muy diferente a una resaca monumental. En el espejo, los cortes que tenía en el pecho parecían líneas trazadas con una pluma. Eran cortes limpios y superficiales, pero escocían de lo lindo. Los limpié con alcohol y confié en que no se infectaran. Me metí en la cama y me tapé hasta el cuello con dos o tres mantas. Las únicas partes del cuerpo que no me dolían eran las que el frío y la lluvia habían entumecido hasta privarlas de sensación alguna. Esperé a entrar en calor, escuchando aquel silencio frío, un silencio de ausencia y vacío que ahogaba la casa. Antes de marcharse, Isabella había dejado el pliego de sobres con las cartas de Cristina sobre la mesita de noche. Alargué la mano y extraje una al azar, fechada dos semanas antes.

Querido David:

Pasan los días y yo sigo escribiéndote cartas que supongo prefieres no contestar, si es que llegas a abrirlas. He empezado a pensar que las escribo sólo para mí, para matar la soledad y para creer por un instante que te tengo cerca. Todos los días me pregunto qué será de ti, y qué estarás haciendo.

A veces pienso que te has marchado de Barcelona para no volver y te imagino en algún lugar rodeado de extraños, empezando una nueva vida que nunca conoceré. Otras pienso que aún me odias, que destruyes estas cartas y desearías no haberme conocido jamás. No te culpo. Es curioso lo fácil que es contarle a solas a un trozo de papel lo que no te atreves a decir a la cara.

Las cosas no son fáciles para mí. Pedro no podría ser más bueno y comprensivo conmigo, tanto que a veces me irrita su paciencia y su voluntad por hacerme feliz, que sólo hace que me sienta miserable. Pedro me ha enseñado que tengo el corazón vacío, que no merezco que nadie me quiera. Pasa casi todo el día conmigo. No me quiere dejar sola. Sonrío todos los días y comparto su lecho. Cuando me pregunta si le quiero le digo que sí, y cuando veo la verdad reflejada en sus ojos desearía morírme. Nunca me lo echa en cara. Habla mucho de ti. Te extraña. Tanto que a veces pienso que a quien más quiere en este mundo es a ti. Le veo hacerse mayor, a solas, con la peor de las compañías, la mía. No pretendo que me perdones, pero si algo deseo en este mundo es que le perdones a él. Yo no valgo el precio de negarle tu amistad y tu compañía.

Ayer acabé de leer uno de tus libros. Pedro los tiene todos y yo los he ido leyendo porque es el único modo en que siento que estoy contigo. Era una historia triste y extraña, de dos muñecos rotos y abandonados en un circo ambulante que por el espacio de una noche cobraban vida sabiendo que iban a morir al amanecer. Leyéndola me pareció que escribías sobre nosotros.

Hace unas semanas soñé que volvía a verte, que nos cruzábamos en la calle y no te acordabas de mí. Me sonreías y me preguntabas cómo me llamaba. No sabías nada de mí. No me odiabas. Todas las noches, cuando Pedro se duerme a mi lado, cierro los ojos y le ruego al cielo o al infierno que me permita volver a soñar lo mismo. Mañana, o tal vez pasado, te escribiré otra vez para decirte que te quiero, aunque eso no signifique nada para ti.

CRISTINA

Dejé caer la carta al suelo, incapaz de seguir leyendo. Mañana sería otro día, me dije. Difícilmente peor que aquél. Poco imaginaba yo que las delicias de aquella jornada no habían hecho sino empezar. Debía de haber conseguido dormir un par de horas a lo sumo cuando desperté de súbito en medio de la madrugada. Alguien estaba golpeando con fuerza en la puerta del piso. Permanecí unos segundos aturdido en la oscuridad, buscando el cable del interruptor de la luz. De nuevo, los golpes en la puerta. Prendí la luz, salí de la cama y me acerqué hasta la entrada. Corrí la mirilla. Tres rostros en la penumbra del rellano. El inspector Grandes y, tras él, Marcos y Gástelo. Los tres escrutando fijamente la mirilla. Respiré hondo un par de veces antes de abrir.

-Buenas noches, Martín. Disculpe la hora.

-¿Y qué hora se supone que es?

-Hora de mover el culo, hijo de puta -masculló Marcos, arrancando una sonrisa a Gástelo con la que podría haberme afeitado.

Grandes les lanzó una mirada reprobatoria y suspiró.

-Algo más de las tres de la madrugada -dijo-. ¿Puedo pasar? Suspiré con fastidio pero asentí, cediéndole el paso. El inspector hizo una seña a sus hombres para que esperasen en el rellano. Marcos y Gástelo asintieron a regañadientes y me dedicaron una mirada reptil. Les cerré la puerta en las narices.

-Debería andarse usted con más cuidado con esos dos -dijo Grandes mientras se adentraba por el pasillo a sus anchas.

-Por favor, como si estuviese usted en su casa... -dije. Volví al dormitorio y me vestí de mala manera con lo primero que encontré, que fueron ropas sucias apiladas sobre una silla. Cuando salí al corredor no había señal de Grandes.

Crucé el pasillo hasta la galería y lo encontré allí, contemplando las nubes bajas reptando sobre los terrados a través de los ventanales.

-¿Y el bomboncito? -preguntó.

-En su casa.

Grandes se volvió sonriente.

-Hombre sabio, no las tiene a pensión completa .-dijo señalando una butaca-. Siéntese.

Me dejé caer en el sillón. Grandes se quedó en pie, mirándome fijamente.

-¿Qué? -pregunté finalmente. -Tiene mal aspecto, Martín. ¿Se ha metido en alguna pelea?

-Me he caído.

-Ya. Tengo entendido que hoy ha visitado usted la tienda de artículos de magia propiedad del señor Damián Roures en la calle Princesa.

-Usted me ha visto salir de ella este mediodía. ¿A qué viene esto? Grandes me observaba fríamente. -Coja un abrigo y una bufanda o lo que sea. Hace frío. Vamos a la comisaría. -¿Para qué? -Haga lo que le digo. Un coche de Jefatura nos esperaba en el paseo del Born. Marcos y Gástelo me metieron en la cabina sin excesiva delicadeza y procedieron a apostarse uno a cada lado, apretujándome en el medio.

-¿Va cómodo el señorito? -preguntó Gástelo hundiéndome el codo en las costillas. El inspector se sentó al frente, junto al conductor. Ninguno de ellos despegó los labios en los cinco minutos que tardamos en recorrer una Vía Layetana desierta y sepultada en una niebla ocre. Al llegar a la Comisaría Central, Grandes bajó del coche y se dirigió al interior sin esperar. Marcos y Gástelo me asieron cada uno de un brazo como si quisieran pulverizarme los huesos y me arrastraron por un laberinto de escaleras, pasillos y celdas hasta un cuarto sin ventanas que olía a sudor y orina. En el centro había una mesa de madera carcomida y dos sillas tronadas. Una bombilla desnuda pendía del techo y había una rejilla de desagüe en el centro de la habitación en el punto en que convergían las dos ligeras pendientes que formaban la superficie del suelo. Hacía un frío atroz. Antes de que me diera cuenta, la puerta se cerró con fuerza a mi espalda. Oí pasos que se alejaban. Di doce vueltas a aquella mazmorra hasta abandonarme a una de las sillas que se tambaleaba. Durante la siguiente hora, amén de mi respiración, el crujido de la silla y el eco de una gotera que no pude ubicar, no oí un solo sonido más.

Una eternidad más tarde percibí el eco de pasos acercándose y al poco la puerta se abrió. Marcos se asomó al interior de la celda, sonriente. Sostuvo la puerta y dio paso a Grandes, que entró sin posar sus ojos en mí y tomó asiento en la silla al otro lado de la mesa. Asintió a Marcos y éste cerró la puerta, no sin antes lanzarme un beso silencioso al aire y guiñarme un ojo. El inspector se tomó unos buenos treinta segundos antes de dignarse mirarme a la cara.

-Si quería impresionarme ya lo ha conseguido, inspector. Grandes hizo caso omiso de mi ironía y me clavó la mirada como si no me hubiese visto jamás en toda su vida.

-¿Qué sabe usted de Damián Roures? -preguntó.

Me encogí de hombros.

-No mucho. Que es dueño de una tienda de artículos de magia. De hecho no sabía nada de él hasta hace unos días, cuando Ricardo Salvador me habló de él. Hoy, o ayer, porque ya no sé ni qué hora es, le fui a ver en busca de información sobre el anterior residente en la casa en la que vivo. Salvador me indicó que Roures y el antiguo propietario...

-Marlasca.

-Sí, Diego Marlasca. Como digo, Salvador me contó que Roures y él habían tenido tratos años atrás. Le formulé algunas preguntas y él las respondió como pudo o como supo. Y poco más.

Grandes asintió repetidamente.

-¿Ésa es su historia?

-No sé. ¿Cuál es la suya? Comparemos y a lo mejor acabo por entender qué carajo hago en mitad de la noche congelándome en un sótano que huele a mierda.

-No me levante la voz, Martín.

-Disculpe, inspector, pero creo que al menos podría dignarse decirme qué hago aquí.

-Le diré lo que hace usted aquí. Hace unas tres horas, un vecino de la finca donde está ubicado el establecimiento del señor Roures volvía tarde a casa cuando ha encontrado que la puerta de la tienda estaba abierta y las luces encendidas. Al extrañarle, ha entrado y, al no ver al dueño ni responder éste a sus llamadas, se ha dirigido a la trastienda donde lo ha encontrado atado con alambre de pies y manos en una silla sobre un charco de sangre.

Grandes dejó una larga pausa que dedicó a taladrarme con los ojos. Supuse que había algo más. Grandes siempre dejaba un golpe de efecto para el final.

-¿Muerto? -pregunté.

Grandes asintió.

-Bastante. Alguien se había entretenido en arrancarle los ojos y cortarle la lengua con unas tijeras. El forense supone que murió ahogado en su propia sangre una media hora después.

Sentí que me faltaba el aire. Grandes caminaba a mi alrededor. Se detuvo a mi espalda y le oí encender un cigarrillo.

-¿Cómo se ha dado ese golpe? Se ve reciente.

-He resbalado en la lluvia y me he dado en la nuca.

-No me trate de imbécil, Martín. No le conviene. ¿Prefiere que le deje un rato con Marcos y Gástelo, a ver si le enseñan buenas maneras?

-Está bien. Me han dado un golpe.

-¿Quién?

-No lo sé.

-Esta conversación empieza a aburrirme, Martín.

-Pues imagínese a mí.

Grandes se sentó de nuevo frente a mí y me ofreció una sonrisa conciliatoria.

-¿No creerá usted que yo he tenido algo que ver con la muerte de ese hombre?

-No, Martín. No lo creo. Lo que creo es que no me está usted contando la verdad y que de alguna manera la muerte de este pobre infeliz está relacionada con su visita. Como la de Barrido y Escobillas.

-¿Qué le hace pensar eso?

-Llámelo una corazonada.

-Ya le dicho lo que sé.

-Ya le he advertido que no me tome por imbécil, Martín. Marcos y Gástelo están ahí fuera esperando una oportunidad de conversar con usted a solas. ¿Es eso lo que quiere?

-No.

-Entonces ayúdeme a sacarle de ésta y enviarle a casa antes de que se le enfríen las sábanas.

-¿Qué quiere oír?

-La verdad, por ejemplo.

Empujé la silla hacia atrás y me levanté, exasperado. Tenía el frío clavado en los huesos y la sensación de que la cabeza me iba a estallar. Empecé a caminar en círculos alrededor de la mesa, escupiendo las palabras al inspector como si fuesen piedras.

-¿La verdad? Le diré la verdad. La verdad es que no sé cuál es la verdad. No sé

qué contarle. No sé por qué fui a ver a Roures, ni a Salvador. No sé qué estoy buscando ni lo que me está sucediendo. Ésa es la verdad.

Grandes me observaba estoico.

-Deje de dar vueltas y siéntese. Me está mareando.

-No me da la gana.

-Martín, lo que me dice usted y nada es lo mismo. Sólo le pido que me ayude para que yo pueda ayudarle a usted.

-Usted no podría ayudarme aunque quisiera.

-¿Quién puede entonces?

Volví a caer en la silla.

-No lo sé... -murmuré.

Me pareció ver un asomo de lástima, o quizá sólo fuera cansancio, en los ojos del inspector.

-Mire, Martín. Volvamos a empezar. Hagámoslo a su manera. Cuénteme una historia. Empiece por el principio.

Lo miré en silencio.

-Martín, no crea que porque me caiga usted bien no voy a hacer mi trabajo.

-Haga lo que tenga que hacer. Llame a Hansel y Gretel si le apetece.

En aquel instante advertí una punta de inquietud en su rostro. Se aproximaban pasos por el corredor y algo me dijo que el inspector no los esperaba. Se escucharon unas palabras y Grandes, nervioso, se acercó a la puerta. Golpeó con los nudillos tres veces y Marcos, que la custodiaba, abrió. Un hombre vestido con un abrigo de piel de camello y un traje a juego entró en la sala, miró alrededor con cara de disgusto y luego me dedicó una sonrisa de infinita dulzura mientras se quitaba los guantes con parsimonia. Le observé, atónito, reconociendo al abogado Valera.

-¿Está usted bien, señor Martín? -preguntó.

Asentí. El letrado guió al inspector a un rincón. Les oí murmurar. Grandes gesticulaba con furia contenida. Valera le observaba fríamente y negaba. La conversación se prolongó casi un minuto. Finalmente Grandes resopló y dejó caer las manos.

-Recoja la bufanda, señor Martín, que nos vamos -indicó Valera-. El inspector ya ha terminado con sus preguntas.

A su espalda, Grandes se mordió los labios fulminando con la mirada a Marcos, que se encogió de hombros. Valera, sin aflojar la sonrisa amable y experta, me tomó del brazo y me sacó de aquella mazmorra.

-Confío en que el trato recibido por parte de estos agentes haya sido correcto, señor Martín.

-Sí -atiné a balbucear.

-Un momento -llamó Grandes a nuestras espaldas.

Valera se detuvo e, indicándome con un gesto que me callase, se volvió.

-Cualquier cuestión que tenga usted para el señor Martín la puede dirigir a nuestro despacho donde se le atenderá con mucho gusto. Entretanto, y a menos que disponga usted de alguna causa mayor para retener al señor Martín en estas dependencias, por hoy nos retiraremos deseándole muy buenas noches y agradeciéndole su gentileza, que tendré a bien mencionar a sus superiores, en especial el inspector jefe Salgado, que como usted sabe es un gran amigo.

El sargento Marcos hizo ademán de adelantarse hacia nosotros, pero el inspector le retuvo. Crucé una última mirada con él antes de que Valera me asiera de nuevo del brazo y tirase de mí.

-No se detenga -murmuró.

Recorrimos el largo pasillo flanqueado por luces mortecinas hasta unas escaleras que nos condujeron a otro largo corredor para llegar a una portezuela que daba al vestíbulo de la planta baja y a la salida, donde nos esperaba un Mercedes-Benz con el motor en marcha y un chófer que tan pronto vio a Valera nos abrió la portezuela. Entré y me acomodé en la cabina. El automóvil disponía de calefacción y los asientos de piel estaban tibios. Valera se sentó a mi lado y, con un golpe en el cristal que separaba la cabina del compartimento del conductor, le indicó que emprendiera la marcha. Una vez el coche hubo arrancado y se alineó en el carril central de la Vía Layetana, Valera me sonrió como si tal cosa y señaló a la niebla que se apartaba a nuestro paso como maleza.

-Una noche desapacible, ¿verdad? -preguntó casualmente.

-¿Adónde vamos?

-A su casa, por supuesto. A menos que prefiera usted ir a un hotel o...

-No. Está bien.

El coche descendía por la Vía Layetana lentamente. Valera observaba las calles desiertas con desinterés.

-¿Qué hace usted aquí? -pregunté finalmente.

-¿Qué le parece que estoy haciendo? Representarle y velar por sus intereses.

-Dígale al conductor que pare el coche -dije.

El chófer buscó la mirada de Valera en el espejo retrovisor. Valera negó y le indicó

que siguiera.

-No diga tonterías, señor Martín. Es tarde, hace frío y le acompaño a su casa.

-Prefiero ir a pie.

-Sea razonable.

-¿Quién le ha enviado?

Valera suspiró y se frotó los ojos.

-Tiene usted buenos amigos, Martín. En la vida es importante tener buenos amigos y sobre todo saber mantenerlos -dijo-. Tan importante como saber cuándo uno se empecina en seguir por un camino erróneo.

-¿No será ese camino el que pasa por Casa Marlasca, en el número 13 de la carretera de Vallvidrera?

Valera sonrió pacientemente, como si estuviera reprendiendo con afecto a un niño díscolo.

-Señor Martín, créame cuando le digo que cuanto más alejado se mantenga de esa casa y de este asunto, mejor para usted. Acépteme aunque sólo sea ese consejo. El chófer torció por el paseo de Colón y fue a buscar la entrada al paseo del Born por la calle Comercio. Los carromatos de carne y pescado, de hielo y especias, se empezaban a apilar frente al gran recinto del mercado. A nuestro paso cuatro mozos descargaban la carcasa de una ternera abierta en canal dejando un rastro de sangre y vapor que podía olerse en el aire.

- Un barrio lleno de encanto y vistas pintorescas el suyo, señor Martín. El chófer se detuvo al pie de Flassaders y descendió del coche para abrirnos la puerta. El abogado se apeó conmigo.

- Le acompaño hasta el portal - dijo.

- Van a pensar que somos novios.

Nos adentramos en el cañón de sombras del callejón rumbo a mi casa. Al llegar al portal, el abogado me ofreció la mano con cortesía profesional.

- Gracias por sacarme de ese lugar.

- No me lo agradezca a mí - respondió Valera, extrayendo un sobre del bolsillo interior de su abrigo.

Reconocí el sello del ángel sobre el lacre incluso en la penumbra que goteaba del farol que pendía del muro sobre nuestras cabezas. Valera me tendió el sobre y, con un último asentimiento, se alejó de regreso al coche que le estaba esperando. Abrí el portal y ascendí las escalinatas hasta el rellano del piso. Al entrar fui directo al estudio y deposité el sobre en el escritorio. Lo abrí y extraje la cuartilla doblada sobre la caligrafía del patrón.

Amigo Martín:

Confío y deseo que esta nota le encuentre en buen estado de salud y ánimo. Se da la circunstancia de que estoy de paso en la ciudad y me complacería mucho poder disfrutar de su compañía este viernes a las siete de la tarde en la sala de billares del Círculo Ecuestre para comentar el progreso de nuestro proyecto.

Hasta entonces le saluda con afecto su amigo,

ANDREAS CORELLI

Doblé de nuevo la cuartilla y la introduje cuidadosamente en el sobre. Encendí un fósforo y sosteniendo por una esquina el sobre lo acerqué a la llama. Lo contemplé arder hasta que el lacre prendió en lágrimas escarlata que se derramaron sobre el escritorio y mis dedos quedaron cubiertos de cenizas.

-Váyase al infierno -murmuré mientras la noche, más oscura que nunca, se desplomaba tras los cristales.

Esperé un amanecer que no llegaba sentado en la butaca del estudio hasta que me pudo la rabia y salí a la calle dispuesto a desafiar la advertencia del abogado Valera. Soplaba aquel frío cortante que precede al alba en invierno. Al cruzar el paseo del Born me pareció oír pasos a mi espalda. Me volví un instante, pero no pude ver a nadie excepto a los mozos del mercado que descargaban los carromatos y continué mi camino. Al llegar a la plaza Palacio, avisté las luces del primer tranvía del día esperando entre la neblina que reptaba desde las aguas del puerto. Serpientes de luz azul chispeaban sobre la catenaria. Abordé el tranvía y me senté al frente. El mismo revisor de la otra vez me cobró el billete. Una docena de pasajeros fue goteando poco a poco, todos solos. A los pocos minutos, el tranvía arrancó e iniciamos el trayecto mientras en el cielo se extendía una red de capilares rojizos entre nubes negras. No hacía falta ser un poeta o un sabio para saber que iba a ser un mal día.

Para cuando llegamos a Sarria, el día había amanecido con una luz gris y mortecina que impedía apreciar los colores. Ascendí por las callejuelas solitarias del barrio en dirección a la falda de la montaña. A ratos me pareció volver a escuchar pasos tras de mí, pero cada vez que me detenía y miraba a mi espalda no había nadie. Finalmente llegué hasta la boca del callejón que conducía a Casa Marlasca y me abrí camino entre el manto de hojarasca que crujía a mis pies. Crucé el patio lentamente y ascendí los escalones hasta la puerta principal, escrutando los ventanales de la fachada. Tiré del llamador tres veces y me retiré unos pasos. Esperé un minuto sin obtener respuesta alguna y llamé de nuevo. Oí el eco de los golpes perderse en el interior de la casa.

-¿Buenos días? -llamé.

La arboleda que envolvía la finca pareció absorber el eco de mi voz. Rodeé la casa hasta el pabellón que albergaba la piscina y me aproximé a la galería acristalada. Las ventanas quedaban oscurecidas por postigos de madera entornados que impedían ver el interior. Una de las ventanas junto a la puerta de cristal que cerraba la galería estaba entreabierta. El pestillo que aseguraba la puerta podía verse a través del cristal. Introduje el brazo por la ventana entreabierta y liberé el pestillo de la cerradura. La puerta cedió con un sonido metálico. Miré a mi espalda una vez más, asegurándome de que no había nadie, y entré. A medida que mis ojos se ajustaban a la penumbra, empecé a adivinar los contornos de la sala. Me acerqué a los ventanales y entreabrí los postigos para ganar algo de claridad. Un abanico de cuchillas de luz atravesó la tiniebla y dibujó el perfil de la cámara.

-¿Hay alguien? -llamé.

Escuché el sonido de mi voz hundirse en las entrañas de la casa como una moneda cayendo en un pozo sin fondo. Me dirigí hacia el extremo de la sala donde un arco de madera labrada daba paso a un corredor oscuro flanqueado por cuadros que apenas podían verse sobre los muros de terciopelo. Al otro extremo se abría un gran salón circular con suelos de mosaico y un mural de cristal esmaltado en el que se distinguía la figura de un ángel blanco con un brazo extendido y dedos de fuego. Una gran escalinata de piedra ascendía en una espiral que rodeaba la sala. Me detuve al pie de la escalera y llamé de nuevo.

-¿Buenos días? ¿Señora Marlasca?

La casa estaba sumida en un silencio absoluto y el eco mortecino se llevaba mis palabras. Ascendí por la escalera hasta el primer piso y me detuve en el rellano desde el que se podía contemplar el salón y el mural. Desde allí pude ver el rastro que mis pasos habían dejado en la película de polvo que cubría el suelo. Aparte de mis pisadas, el único signo de paso que pude advertir era una suerte de pasillo trazado sobre el polvo por dos líneas continuas separadas por dos o tres palmos y un rastro de pisadas entre ellas. Pisadas grandes.

Observé aquellas marcas, desorientado, hasta que comprendí lo que estaba viendo. El paso de una silla de ruedas y las huellas de quien la empujaba. Me pareció oír un ruido a mi espalda y me volví. Una puerta entreabierta en el extremo de un pasillo se balanceaba levemente. Un vaho de aire frío provenía de allí. Me aproximé lentamente hacia la puerta. Mientras lo hacía eché un vistazo en las habitaciones que quedaban a ambos lados. Eran dormitorios cuyos muebles estaban cubiertos con lienzos y sábanas. Las ventanas cerradas y una penumbra densa sugerían que no habían sido utilizados en mucho tiempo, a excepción de una cámara más amplia que las demás, un dormitorio de matrimonio. Entré en aquella habitación y comprobé que olía a esa rara mezcla de perfume y enfermedad que acompaña a las personas ancianas. Supuse que aquélla era la habitación de la viuda Marlasca, pero no había signos de su presencia. La cama estaba hecha con pulcritud. Frente al lecho había una cómoda sobre la que reposaban una serie de retratos enmarcados. En todos ellos aparecía, sin excepción, un niño de cabello claro y expresión risueña. Ismael Marlasca. En algunas imágenes aparecía posando con su madre o con otros niños. No había rastro de Diego Marlasca en ninguna de aquellas fotografías.

El ruido de una puerta en el pasillo me sobresaltó de nuevo y salí del dormitorio dejando los retratos como los había encontrado. La entrada de la habitación que quedaba en el extremo del pasillo seguía meciéndose. Me dirigí hacia allí y me detuve un instante antes de entrar. Respiré hondo y abrí la puerta.

Todo era blanco. Las paredes y el techo estaban pintados de blanco inmaculado. Cortinas de seda blancas. Un lecho pequeño cubierto de lienzos blancos. Una alfombra blanca. Estanterías y armarios blancos. Después de la penumbra que reinaba en toda la casa, aquel contraste me nubló la vista durante unos segundos. La estancia parecía sacada de una visión de ensueño, una fantasía de cuento de hadas. Había juguetes y libros de cuentos en los estantes. Un arlequín de porcelana de tamaño real estaba sentado frente a un tocador, mirándose al espejo. Un móvil de aves blancas pendía del techo. A simple vista parecía la habitación de un niño consentido, Ismael Marlasca, pero tenía el aire opresivo de una cámara mortuoria.

Me senté sobre el lecho y suspiré. Sólo entonces advertí que había algo allí que parecía fuera de lugar. Empezando por el olor. Un hedor dulzón flotaba en el aire. Me incorporé y miré a mi alrededor. Sobre una cajonera había un plato de porcelana con una vela de color negro, la cera caída en un racimo de lágrimas oscuras. Me volví. El olor parecía provenir de la cabecera de la cama. Abrí el cajón de la mesita de noche y encontré un crucifijo quebrado en tres partes. Sentí el hedor más próximo. Di un par de vueltas por la habitación, pero fui incapaz de encontrar la fuente de aquel olor. Fue entonces cuando lo vi. Había algo debajo de la cama. Me arrodillé y miré bajo el lecho. Una caja de latón, como la que los niños emplean para guardar sus tesoros de infancia. Saqué la caja y la coloqué encima del lecho. El hedor ahora era mucho más claro y penetrante. Ignoré la náusea y abrí la caja. En el interior había una paloma blanca con el corazón atravesado por una aguja. Di un paso atrás, tapándome la boca y la nariz, y retrocedí hasta el pasillo. Los ojos del arlequín con su sonrisa de chacal me observaban desde el espejo. Corrí de regreso a la escalinata y me lancé escaleras abajo, buscando el corredor que conducía a la sala de lectura y la puerta que había conseguido abrir en fl jardín. En algún momento creí que me había perdido y que la casa, como una criatura capaz de desplazar sus pasillos y salones a voluntad, no quería dejarme escapar. Finalmente avisté la galería acristalada y corrí hacia la puerta. Sólo entonces, mientras forcejeaba con el cerrojo, escuché aquella risa maliciosa a mi espalda y supe que no estaba solo en la casa. Me volví un instante y pude apreciar una silueta oscura que me observaba desde el fondo el pasillo portando un objeto reluciente en la mano. Un cuchillo. La cerradura cedió bajo mis manos y abrí la puerta de un empujón. El impulso me hizo caer de bruces sobre las losas de mármol que rodeaban la piscina. Mi rostro quedó a apenas un palmo de la superficie y sentí el hedor de las aguas corrompidas. Por un instante escruté la tiniebla que se entreveía en el fondo de la piscina. Un claro se abrió entre las nubes y la luz del sol se deslizó a través de las aguas, barriendo el fondo de mosaico desprendido. La visión apenas duró un instante. La silla de ruedas estaba caída hacia adelante, varada en el fondo. La luz siguió su recorrido hacia la parte más honda de la piscina y fue allí donde la encontré. Apoyado contra la pared yacía lo que me parecía un cuerpo envuelto en un vestido blanco deshilachado. Pensé que se trataba de una muñeca, los labios escarlata carcomidos por el agua y los ojos brillantes como zafiros. Su pelo rojo se mecía lentamente en las aguas putrefactas y tenía la piel azul. Era la viuda Marlasca. Un segundo después, el claro en el cielo se cerró y las aguas volvieron a transformarse en un espejo oscuro en el que sólo atiné a ver mi rostro y una silueta materializándose en el umbral de la galería a mi espalda con el cuchillo en la mano. Me levanté rápidamente y eché a correr hacia el jardín, cruzando la arboleda, arañándome la cara y las manos con los arbustos hasta ganar el portón metálico y salir al callejón. Seguí corriendo y no me detuve hasta llegar a la carretera de Vallvidrera. Una vez allí, sin aliento, me volví y comprobé que Casa Marlasca había quedado de nuevo oculta tras el callejón, invisible al mundo.

Fui a casa en el mismo tranvía, recorriendo la ciudad que se oscurecía a cada minuto bajo un viento helado que levantaba la hojarasca de las calles. Al apearme en la plaza Palacio escuché a dos marineros que venían de los muelles hablar de una tormenta que se acercaba desde el mar y que golpearía la ciudad antes del anochecer. Levanté la vista y vi que el cielo empezaba a cubrirse de un manto de nubes rojas que se esparcían sobre el mar como sangre derramada. En las calles que rodeaban el Born las gentes se afanaban a asegurar puertas y ventanas, los tenderos cerraban sus comercios antes de hora y los niños salían a la calle para jugar contra el viento, alzando los brazos en cruz y riendo ante el estruendo de truenos lejanos. Los faroles parpadeaban y el destello de los relámpagos velaba de luz blanca las fachadas. Me apresuré hasta el portal de la casa de la torre y subí las escaleras a toda prisa. El rumor de la tormenta se sentía tras los muros, aproximándose.

Hacía tanto frío dentro de la casa que podía ver el contorno de mi aliento en el pasillo al entrar. Fui directo al cuarto donde había una vieja estufa de carbón que sólo había usado cuatro o cinco veces desde que vivía allí y la encendí con un pliego de periódicos viejos y secos. Prendí también la hoguera de la galería y me senté en el suelo frente a las llamas. Me temblaban las manos y no sabía si era de frío o de miedo. Esperé a entrar en calor, contemplando la retícula de luz blanca que dejaban los rayos sobre el cielo. La lluvia no llegó hasta el anochecer y cuando empezó a caer se desplomó en cortinas de gotas furiosas que en apenas unos minutos cegaron la noche y anegaron tejados y callejones bajo un manto negro que golpeaba con fuerza paredes y cristales. Poco a poco, entre la estufa de carbón y la hoguera, la casa se fue caldeando, pero yo seguía teniendo frío. Me levanté y fui hasta el dormitorio en busca de mantas con que envolverme. Abrí el armario y empecé a urgar en los dos grandes cajones de la parte inferior. El estuche seguía allí, escondido al fondo. Lo cogí y lo coloqué sobre el lecho. Lo abrí y contemplé el viejo revólver de mi padre, cuanto me quedaba de él. Lo sostuve, acariciando el gatillo con el índice. Abrí el tambor e introduje seis balas de la caja de munición que había en el doble fondo del estuche. Dejé la caja sobre la mesita de noche y me llevé el revólver y una manta a la galería. Una vez allí me tumbé en el sofá envuelto en la manta con el revólver sobre el pecho y abandoné la mirada a la tormenta tras los ventanales. Podía oír el sonido del reloj que reposaba en la repisa de la hoguera. No me hacía falta mirarlo para saber que quedaba apenas una media hora para mi encuentro con el patrón en el salón de billares del Círculo Ecuestre.

Cerré los ojos y le imaginé recorriendo las calles de la ciudad, desiertas y anegadas de agua. Le imaginé sentado en la parte de atrás de la cabina de su coche, sus ojos dorados brillando en la oscuridad y el ángel de plata sobre el capó del Rolls-Royce abriéndose camino en la tormenta. Le imaginé inmóvil como una estatua, sin respiración ni sonrisa, sin expresión alguna. Al rato escuché el rumor de la leña arder y la lluvia tras los cristales, me dormí con el arma en las manos y la certeza de que no iba a acudir a la cita.

Poco después de medianoche abrí los ojos. La hoguera estaba casi extinguida y la galería yacía sumida en la penumbra ondulante que proyectaban las llamas azules que apuraban las últimas brasas. Seguía lloviendo intensamente. El revólver estaba todavía en mis manos, tibio. Permanecí allí tendido unos segundos, sin apenas pestañear. Supe que había alguien a la puerta antes de oír el golpe. Aparté la manta y me incorporé. Oí de nuevo la llamada. Nudillos sobre la puerta de la casa. Me levanté con el arma en la mano y me dirigí hasta el corredor. De nuevo la llamada. Di unos pasos en dirección a la puerta y me detuve. Le imaginé sonriendo en el rellano, el ángel en su solapa brillando en la oscuridad. Tensé el percutor del arma. De nuevo el sonido de una mano golpeando la puerta. Quise dar la luz, pero no había electricidad. Seguí avanzando hasta llegar a la puerta. Iba a deslizar la mirilla, pero no me atreví. Me quedé allí inmóvil, casi sin respirar, sosteniendo el arma en alto apuntando hacia la puerta.

-Márchese -grité, sin fuerza en la voz.

Escuché entonces aquel llanto al otro lado y bajé el arma. Abrí la puerta a la oscuridad y la encontré allí. Tenía la ropa empapada y estaba temblando. Su piel estaba helada. Al verme estuvo a punto de desplomarse en mis brazos. La sostuve y, sin encontrar palabras, la abracé con fuerza. Me sonrió débilmente y cuando llevé mi mano a su mejilla la besó cerrando los ojos.

-Perdóname -murmuró Cristina.

Abrió los ojos y me ofreció aquella mirada herida y rota que me hubiera perseguido hasta el infierno. Le sonreí.

-Bien venida a casa.

La desnudé a la luz de una vela. Le quité los zapatos impregnados de agua encharcada, el vestido empapado y las medias rayadas. Le sequé el cuerpo y el pelo con una toalla limpia. Todavía temblaba de frío cuando la acosté en el lecho y me tendí junto a ella abrazándola para darle calor. Permanecimos así durante un largo rato, en silencio, escuchando la lluvia. Lentamente sentí cómo su cuerpo se hacía tibio bajo mis manos y empezaba a respirar profundamente. Creía que se había dormido cuando la oí hablar en la penumbra.

-Tu amiga vino a verme.

-Isabella.

-Me contó que te había escondido mis cartas. Que no lo hizo por mala fe. Creía que lo hacía por tu bien y a lo mejor tenía razón.

Me incliné sobre ella y busqué sus ojos. Le acaricié los labios y por primera vez sonrió débilmente.

-Pensaba que te habías olvidado de mí -dijo.

-Lo he intentado.

Tenía el rostro marcado de cansancio. Los meses de ausencia habían dibujado líneas sobre su piel y su mirada tenía un aire de derrota y vacío.

-Ya no somos jóvenes -dijo, leyéndome el pensamiento.

-¿Cuándo hemos sido jóvenes tú y yo?

Eché la manta a un lado y contemplé su cuerpo desnudo tendido sobre la sábana blanca. Le acaricié la garganta y el pecho, rozando apenas su piel con la yema de los dedos. Dibujé círculos en su vientre y tracé el contorno de los huesos que se insinuaban bajo las caderas. Dejé que mis dedos jugueteasen en el vello casi transparente entre sus muslos. Cristina me observaba en silencio, con su sonrisa rota y los ojos entreabiertos.

-¿Qué vamos a hacer? -preguntó.

Me incliné sobre ella y la besé en los labios. Me abrazó y nos quedamos tendidos mientras la luz de la vela se extinguía lentamente.

-Algo se nos ocurrirá -murmuró.

Poco después del alba desperté y descubrí que estaba solo en la cama. Me incorporé de golpe, temiendo que Cristina se hubiese marchado de nuevo en mitad de la noche. Vi entonces que su ropa y sus zapatos seguían sobre la silla y respiré hondo. La encontré en la galería, envuelta en una manta y sentada en el suelo frente al hogar, donde un tronco en brasas desprendía un aliento de fuego azul. Me senté a su lado y la besé en el cuello.

-No podía dormir -dijo, la mirada clavada en el fuego.

-Haberme despertado.

-No me he atrevido. Tenías cara de haberte dormido por primera vez en meses. He preferido explorar tu casa.

-¿Y?

-Esta casa está embrujada de tristeza -dijo-. ¿Por qué no le prendes fuego?

-¿Y dónde íbamos a vivir?

-¿En plural?

-¿Por qué no?

-Creía que ya no escribías cuentos de hadas.

-Es como ir en bicicleta. Una vez se aprende...

Cristina me miró largamente.

-¿Qué hay en esa habitación al final del pasillo?

-Nada. Trastos viejos.

-Está cerrada con llave.

-¿Quieres verla?

Negó.

-Es sólo una casa, Cristina. Un montón de piedras y recuerdos. Nada más. Cristina asintió con escaso convencimiento.

-¿Por qué no nos vamos? -preguntó.

-¿Adonde?

-Lejos.

No pude evitar sonreír, pero ella no me correspondió.

-¿Hasta dónde? -pregunté.

-Hasta donde nadie sepa quiénes somos ni les importe.

-¿Es eso lo que quieres? -pregunté.

-¿Y tú no?

Dudé un instante.

-¿Y Pedro? -pregunté, casi atragantándome con las palabras. Dejó caer la manta que le cubría los hombros y me miró desafiante.

-¿Te hace falta su permiso para acostarte conmigo?

Me mordí la lengua. Cristina me miraba con lágrimas en los ojos.

-Perdona -murmuró-. No tenía derecho a decir eso.

Tomé la manta del suelo e intenté cubrirla, pero se echó a un lado y rechazó mi gesto.

-Pedro me ha dejado -dijo con voz quebrada-. Se fue ayer al Ritz a esperar a que yo me hubiese ido. Me dijo que sabía que no le quiero, que me casé con él por gratitud o por lástima. Me dijo que no desea mi compasión, que cada día que paso a su lado fingiendo quererle le hago daño. Me dijo que hiciese lo que hiciese él me querría siempre y que por eso no deseaba volver a verme.

Le temblaban las manos.

-Me ha querido con toda su alma y yo sólo he sido capaz de hacerle desgraciado murmuró. Cerró los ojos y su rostro se torció en una máscara de dolor. Un instante después dejó escapar un gemido profundo y empezó a golpearse el rostro y el cuerpo con los puños. Me abalancé sobre ella y la rodeé en mis brazos, inmovilizándola. Cristina forcejeaba y gritaba. La presioné contra el suelo, sujetándola por las manos. Se rindió lentamente, exhausta, el rostro cubierto de lágrimas y saliva, los ojos enrojecidos. Permanecimos así casi media hora, hasta que sentí que su cuerpo se relajaba y se sumía en un largo silencio. La cubrí con la manta y la abracé por detrás, ocultándole mis propias lágrimas.

-Nos iremos lejos -le murmuré al oído sin saber si podía oírme o entenderme-. Nos iremos lejos donde nadie sepa quiénes somos ni les importe. Te lo prometo. Cristina ladeó la cabeza y me miró. Tenía la expresión robada, como si le hubiesen roto el alma a martillazos. La abracé con fuerza y la besé en la frente. La lluvia seguía azotando tras los cristales, y atrapados en aquella luz gris y pálida del alba muerta pensé por primera vez que nos hundíamos.

Abandoné el trabajo para el patrón aquella misma mañana. Mientras Cristina dormía subí al estudio y guardé la carpeta que contenía todas las páginas, notas y apuntes del proyecto en un viejo baúl que había junto a la pared. Mi primer impulso había sido prenderle fuego, pero no tuve el valor. Toda mi vida había sentido que las páginas que iba dejando a mi paso eran parte de mí. La gente normal trae hijos al mundo; los novelistas traemos libros. Estamos condenados a dejarnos la vida en ellos, aunque casi nunca lo agradezcan. Estamos condenados a morir en sus páginas y a veces hasta a dejar que sean ellos quienes acaben por quitarnos la vida. Entre todas las extrañas criaturas de papel y tinta que había traído a este miserable mundo, aquélla, mi ofrenda mercenaria a las promesas del patrón, era sin duda la más grotesca. No había nada en aquellas páginas que mereciese otra cosa que el fuego y, sin embargo, no dejaba de ser sangre de mi sangre y no tenía el coraje de destruirla. La abandoné en el fondo de aquel baúl y salí del estudio apesadumbrado, casi avergonzado de mi cobardía y de la turbia sensación de paternidad que me inspiraba aquel manuscrito de tinieblas. Probablemente el patrón hubiese sabido apreciar la ironía de la situación. A mí, simplemente, me inspiraba náusea.

Cristina durmió hasta bien entrada la tarde. Aproveché para acercarme a una vaquería junto al mercado para comprar algo de leche, pan y queso. La lluvia había cesado por fin, pero las calles estaban encharcadas y la humedad se palpaba en el aire como si fuese un polvo frío que calaba en la ropa y los huesos. Mientras esperaba turno en la vaquería, tuve la impresión de que alguien me estaba observando. Al salir de nuevo a la calle y cruzar el paseo del Born miré a mi espalda y comprobé que un niño de no más de cinco años me seguía. Me detuve y le miré. El niño se paró y me sostuvo la mirada.

-No tengas miedo -le dije-. Acércate.

El niño se aproximó unos pasos y se detuvo a un par de metros. Tenía la piel pálida, casi azulada, como si nunca hubiese visto la luz del sol. Vestía de negro y llevaba zapatos de charol nuevos y relucientes. Tenía los ojos oscuros y las pupilas tan grandes que apenas se veía el blanco de sus ojos.

-¿Cómo te llamas? -pregunté.

El niño sonrió y me señaló con el dedo. Quise dar un paso en su dirección pero echó a correr y le vi perderse por el paseo del Born. Al regresar al portal encontré un sobre encajado en la puerta. El sello de lacre rojo con el ángel todavía estaba tibio. Miré a un lado y otro de la calle, pero no vi a nadie. Entré y cerré el portón a mi espalda con doble vuelta. Me detuve al pie de la escalera y abrí el sobre.

Querido amigo:

Lamento profundamente que no pudiese usted acudir a nuestra cita de anoche. Confío en que esté usted bien y no se haya producido ninguna emergencia o contratiempo. Siento no haber podido disfrutar del placer de su compañía en esta ocasión, pero espero y deseo que sea lo que fuese lo que le impidiera reunirse conmigo, la cuestión tenga una pronta y favorable resolución y que la próxima vez sea más propicia a facilitar nuestro encuentro. Tengo que ausentarme de la ciudad por unos días, pero tan pronto esté de vuelta le haré llegar mis noticias. A la espera de saber de usted y de sus progresos en nuestro común proyecto, le saluda como siempre con afecto su amigo,

ANDREAS CORELLI

Apreté la carta en el puño y me la metí en el bolsillo. Entré en el piso con sigilo y acompañé la puerta con suavidad. Me asomé al dormitorio y comprobé que Cristina seguía dormida. Fui a la cocina y empecé a preparar café y un pequeño almuerzo. A los pocos minutos oí los pasos de Cristina a mi espalda. Me observaba desde el umbral enfundada en un viejo jersey mío que le llegaba a medio muslo. Llevaba el pelo revuelto y tenía los ojos hinchados. Tenía marcas oscuras de los golpes en labios y pómulos, como si la hubiese abofeteado con fuerza. Rehuía mi mirada.

-Perdona -murmuró.

-¿Tienes hambre? -pregunté.

Negó, pero ignoré su gesto y le indiqué que se sentase a la mesa. Le serví una taza de café con leche y azúcar y una rodaja de pan recién horneado con queso y un poco de jamón. No hizo ademán de tocar el plato.

-Sólo un bocado -sugerí.

Tonteó con el queso sin ganas y me sonrió Débilmente.

-Está bueno -dijo.

-Cuando lo pruebes te parecerá mejor.

Comimos en silencio. Cristina, para mi sorpresa, apuró la mitad de su plato. Luego se escondió tras la taza de café y me observó de refilón.

-Si quieres, me iré hoy -dijo al fin-. No te preocupes. Pedro me dio dinero y...

-No quiero que te vayas a ninguna parte. No quiero que vuelvas a irte nunca más.

¿Me oyes?

-No soy buena compañía, David.

-Ya somos dos.

-¿Lo decías de verdad? ¿Lo de irnos lejos?

Asentí.

-Mi padre solía decir que la vida no da segundas oportunidades.

-Sólo se las da a aquellos a los que nunca les dio una primera. En realidad son oportunidades de segunda mano que alguien no ha sabido aprovechar, pero son mejores que nada.

Sonrió débilmente.

-Llévame de paseo -dijo de pronto.

-¿Adonde quieres ir?

-Quiero despedirme de Barcelona.

A media tarde el sol despuntó bajo el manto de nubes que había dejado la tormenta. Las calles relucientes de lluvia se transformaron en espejos sobre los que caminaban los paseantes y se reflejaba el ámbar del cielo. Recuerdo que anduvimos hasta el pie de la Rambla, donde la estatua a Colón asomaba entre la bruma. Caminábamos en silencio, contemplando las fachadas y el gentío como si fuesen un espejismo, como si la ciudad estuviese ya desierta y olvidada. Barcelona nunca me pareció tan hermosa y tan triste como aquella tarde. Cuando empezaba a anochecer nos acercamos hasta la librería de Sempere e Hijos. Nos apostamos en un portal al otro lado de la calle, donde nadie podía vernos. El escaparate de la vieja librería proyectaba un soplo de luz sobre los adoquines húmedos y brillantes. En el interior se podía ver a Isabella aupada a una escalera ordenando libros en el último estante, mientras el hijo de Sempere hacía como que repasaba un libro de contabilidad tras el mostrador y le miraba los tobillos de refilón. Sentado en un rincón, viejo y cansado, el señor Sempere les observaba a ambos con una sonrisa triste.

-Éste es el lugar donde he encontrado casi todas las cosas buenas de mi vida -dije sin pensar-. No le quiero decir adiós.

Cuando volvimos a la casa de la torre ya había oscurecido. Al entrar nos recibió el calor del fuego que había dejado encendido antes de salir. Cristina se adelantó por el corredor y, sin mediar palabra, se fue desnudando y dejando un rastro de ropa en el suelo. La encontré tendida en el lecho, esperando. Me tendí a su lado y dejé que guiase mis manos. Mientras la acariciaba vi cómo los músculos de su cuerpo se tensaban bajo la piel. En sus ojos no había ternura sino un anhelo de calor y de urgencia. Me abandoné en su cuerpo, embistiéndola con rabia mientras sentía sus uñas en mi piel. La escuché gemir de dolor y de vida, como si le faltase el aire. Finalmente caímos exhaustos y cubiertos de sudor el uno junto al otro. Cristina apoyó la cabeza sobre mi hombro y buscó mi mirada.

-Tu amiga me dijo que te habías metido en un lío.

-¿Isabella?

-Está muy preocupada por ti.

-Isabella tiene tendencia a creer que es mi madre.

-No creo que los tiros vayan por ahí.

Evité sus ojos.

-Me contó que estabas trabajando en un libro nuevo, un encargo de un editor extranjero. Ella le llama el patrón. Dice que te paga una fortuna, pero que tú te sientes culpable por haber aceptado el dinero. Dice que tienes miedo de ese hombre, el patrón, y que hay algo turbio en ese asunto.

Suspiré irritado.

-¿Hay algo que Isabella no te haya contado?

-Lo demás quedó entre nosotras -replicó guiñándome un ojo-. ¿Acaso mentía?

-No mentía, especulaba.

-¿Y de qué trata el libro?

-Es un cuento para niños.

-Isabella ya me dijo que dirías eso.

-Si Isabella ya te dio todas las respuestas, ¿para qué me preguntas? Cristina me miró con severidad.

-Para tu tranquilidad, y la de Isabella, he abandonado el libro. C’estfini-aseguré.

-¿Cuándo?

-Esta mañana, mientras dormías.

Cristina frunció el entrecejo, escéptica.

-¿Y ese hombre, el patrón, lo sabe?

-No he hablado con él. Pero supongo que se lo imagina. Y si no, lo va hacer muy pronto.

-¿Le tendrás que devolver el dinero, entonces?

-No creo que el dinero le importe lo más mínimo.

Cristina se sumió en un largo silencio.

-¿Puedo leerlo? -preguntó al fin.

-No.

-¿Por qué no?

-Es un borrador y no tiene ni pies ni cabeza. Es un montón de ideas y notas, fragmentos sueltos. Nada que sea legible. Te aburriría.

-Igualmente me gustaría leerlo.

-¿Por qué?

-Porque lo has escrito tú. Pedro dice siempre que la única manera de conocer realmente a un escritor es a través del rastro de tinta que va dejando, que la persona que uno cree ver no es más que un personaje hueco y que la verdad se esconde siempre en la ficción.

-Eso debió de leerlo en una postal.

-De hecho lo sacó de uno de tus libros. Lo sé porque yo también lo he leído.

-El plagio no lo eleva del rango de bobada.

-Yo creo que tiene sentido.

-Entonces será verdad.

-¿Lo puedo leer entonces?

-No.

Cenamos lo que quedaba del pan y el queso de aquella mañana, sentados el uno frente al otro a la mesa de la cocina, mirándonos ocasionalmente. Cristina masticaba sin apetito, examinando cada bocado de pan a la luz del candil antes de llevárselo a la boca.

-Hay un tren que sale de la estación de Francia para París mañana al mediodía dijo-. ¿Es demasiado pronto? No podía quitarme de la cabeza la imagen de Andreas Corelli ascendiendo las escaleras y llamando a mi puerta en cualquier momento.

-Supongo que no –convine-.

-Conozco un pequeño hotel frente a los Jardines de Luxemburgo que alquila habitaciones por mes. Es un poco caro, pero... -añadió. Preferí no preguntarle de qué conocía el hotel.

-El precio no importa, pero no hablo francés -apunté.

-Yo sí.

Bajé la mirada.

-Mírame a los ojos, David.

Alcé la vista a regañadientes.

-Si prefieres que me vaya...

Negué repetidamente. Me asió la mano y se la llevó a los labios.

-Saldrá bien. Ya lo verás -dijo-. Lo sé. Será la primera cosa en mi vida que salga bien.

La miré, una mujer rota en la penumbra con lágrimas en los ojos, y no deseé otra cosa en el mundo que poder devolverle lo que nunca había tenido. Nos acostamos en el sofá de la galería al abrigo de un par de mantas, contemplando las brasas del fuego. Me dormí acariciando el pelo de Cristina y pensando que aquélla sería la última noche que pasaría en aquella casa, la prisión en la que había enterrado mi juventud. Soñé que corría por las calles de una Barcelona plagada de relojes cuyas agujas giraban en sentido inverso. Callejones y avenidas se torcían a mi paso como túneles con voluntad propia, conformando un laberinto vivo que burlaba todos mis intentos por avanzar. Al final, bajo un sol de mediodía que ardía en el cielo como una esfera de metal candente, conseguía llegar a la estación de Francia y me dirigía a toda prisa hacia el andén donde el tren empezaba a deslizarse. Corría tras él, pero el tren ganaba velocidad y pese a todos mis esfuerzos no conseguía más que rozarlo con la punta de los dedos. Seguía corriendo hasta perder el aliento y, al llegar al final del andén, caía al vacío. Cuando alzaba la vista, ya era tarde. El tren se alejaba en la distancia, el rostro de Cristina mirándome desde la última ventana.

Abrí los ojos y supe que Cristina no estaba allí. El fuego se había reducido a un puñado de cenizas que apenas chispeaban. Me incorporé y miré a través del ventanal. Amanecía. Pegué el rostro al cristal y advertí una claridad parpadeante en los ventanales del estudio. Me dirigí hacia la escalera de caracol que ascendía a la torre. Un resplandor cobrizo se derramaba sobre los peldaños. Subí lentamente. Al llegar al estudio me detuve en el umbral. Cristina estaba de espaldas, sentada en el suelo. El baúl junto a la pared estaba abierto. Cristina tenía la carpeta que contenía el manuscrito del patrón en las manos y estaba deshaciendo el lazo que la cerraba.

Al oír mis pasos se detuvo.

-¿Qué haces aquí? -pregunté intentando ocultarla alarma en mi voz. Cristina se volvió y sonrió.

-Fisgonear.

Siguió la línea de mi mirada hasta la carpeta que tenía en las manos y adoptó una mueca maliciosa.

-¿Qué hay aquí dentro?

-Nada. Notas. Apuntes. Nada de interés...

-Mentiroso. Apuesto a que éste es el libro en que has estado trabajando -dijo, empezando a desanudar el lazo-. Me muero de ganas por leerlo...

-Preferiría que no lo hicieses -dije en el tono más relajado del que fui capaz. Cristina frunció el entrecejo. Aproveché el momento para arrodillarme frente a ella y, delicadamente, arrebatarle la carpeta.

-¿Qué pasa, David?

-Nada, no pasa nada -aseguré con una sonrisa estúpida estampada en los labios. Até de nuevo el lazo de la carpeta y la volví a dejar en el baúl.

-¿No vas a echarle la llave? -preguntó Cristina.

Me volví, dispuesto a ofrecerle una excusa, pero Cristina había desaparecido escaleras abajo. Suspiré y cerré la tapa del baúl.

Encontré a Cristina abajo, en el dormitorio. Por un instante me miró como si fuese un extraño. Me quedé en la puerta.

-Perdona –empecé-.

-No tienes por qué pedirme perdón -replicó-. No debería haber metido las narices donde nadie me llama.

-No es eso.

Me ofreció una sonrisa bajo cero y un gesto de despreocupación que cortaban el aire.

-No tiene importancia-dijo.

Asentí dejando el segundo asalto para otro momento.

-Las taquillas de la estación de Francia abren pronto -dije-. He pensado que voy a acercarme para estar allí en cuanto abran y compraré los billetes para hoy al mediodía. Luego iré al banco y sacaré dinero.

Cristina se limitó a asentir. –

Muy bien.

-¿Por qué no preparas una bolsa con algo de ropa mientras tanto? Yo estaré de vuelta en un par de horas como máximo.

Cristina sonrió débilmente.

-Aquí estaré.

Me aproximé a ella y le tomé el rostro en las manos.

-Mañana por la noche, estaremos en París -le dije-.

La besé en la frente y me fui.

El vestíbulo de la estación de Francia tendía un espejo a mis pies en el que se reflejaba el gran reloj suspendido del techo. Las agujas marcaban las siete y treinta y cinco minutos de la mañana, pero las taquillas seguían cerradas. Un ordenanza armado de un escobón y un espíritu preciosista sacaba lustre al firme silbando una copla y, dentro de lo que le permitía su cojera, meneando las caderas con cierto garbo. A falta de otra cosa que hacer me dediqué a observarle. Era un hombrecillo menudo al que el mundo parecía haber arrugado sobre sí mismo hasta quitarle todo menos la sonrisa y el placer de poder limpiar aquella parcela de suelo como si se tratase de la Capilla Sixtina. No había nadie más en el recinto, y finalmente cayó en la cuenta de que estaba siendo observado. Cuando su quinta pasada transversal le llevó a cruzar frente a mi puesto de vigilancia en uno de los bancos de madera que bordeaban el vestíbulo, el ordenanza se detuvo y, apoyándose en el mocho con ambas manos, se animó a mirarme abiertamente.

-Nunca abren a la hora que dicen -explicó haciendo un gesto hacia las taquillas.

-¿Y entonces para qué ponen un cartel que dice que abren a las siete? El hombrecillo se encogió de hombros y suspiró con talante filosófico.

-Bueno, también ponen horarios a los trenes y en los quince años que llevo aquí no he visto ni uno solo que llegase o saliese a la hora prevista -ofreció. El ordenanza siguió con su barrido en profundidad y quince minutos más tarde oí

cómo se abría la ventanilla de la taquilla. Me aproximé y sonreí al encargado.

-Creí que abrían ustedes a las siete -dije.

-Eso dice el cartel. ¿Qué quiere?

-Dos billetes de primera clase a París en el tren del mediodía.

-¿Para hoy?

-Si no le supone una gran molestia.

La expedición de los billetes le llevó casi quince minutos. Una vez hubo finalizado su obra maestra, los dejó caer sobre el mostrador con desgana.

-A la una. Andén cuatro. No se retrase.

Pagué y, al no retirarme, fui obsequiado con una mirada hostil e inquisitiva.

-¿Algo más?

Le sonreí y negué, oportunidad que aprovechó para cerrar la ventanilla en mis narices. Me volví y crucé el vestíbulo inmaculado y reluciente por cortesía del ordenanza, que me saludó de lejos y me deseó bon voyage.

La oficina central del Banco Hispano Colonial en la calle Fontanella hacía pensar en un templo. Un gran pórtico daba paso a una nave flanqueada de estatuas que se extendía hasta una fila de ventanillas dispuestas como un altar. A ambos lados, a modo de capillas y confesionarios, mesas de roble y butacones de mariscal, todo ello atendido por un pequeño ejército de interventores y empleados pulcramente trajeados y armados de sonrisas cordiales. Retiré cuatro mil francos en efectivo y recibí las instrucciones sobre cómo retirar fondos en la oficina que el banco tenía en el cruce de la rué de Rennes y el boulevardRa.spa.il en París, cerca del hotel que había mencionado Cristina. Con aquella pequeña fortuna en el bolsillo me despedí desoyendo los consejos del apoderado respecto a lo imprudente de circular con semejante cantidad en metálico por las calles.

El sol se alzaba sobre un cielo azul con el color de la buena fortuna y una brisa limpia traía el olor del mar. Caminaba a paso ligero, como si me hubiese desprendido de una tremenda carga, y empecé a pensar que la ciudad había decidido dejarme ir sin rencor. En el paseo del Born me detuve a comprar unas flores para Cristina, rosas blancas anudadas con un lazo rojo. Subí las escaleras de la casa de la torre de dos en dos, con una sonrisa estampada en los labios y la certeza de que aquél sería el primer día de una vida que había creído ya perdida para siempre. Estaba a punto de abrir cuando, al introducir la llave en la cerradura, la puerta cedió. Estaba abierta.

La empujé hacia adentro y me adentré en el vestíbulo. La casa estaba en silencio.

-¿Cristina?

Dejé las flores sobre la repisa del recibidor y me asomé al dormitorio. Cristina no estaba allí. Recorrí el pasillo hasta la galería del fondo. No había señal de su presencia. Me acerqué hasta la escalera del estudio y llamé desde allí en voz alta.

-¿Cristina?

El eco me devolvió mi voz. Me encogí de hombros y consulté el reloj que había en una de las vitrinas de la biblioteca de la galería. Eran casi las nueve de la mañana. Supuse que Cristina habría bajado a la calle a buscar alguna cosa y que malacostumbrada por su existencia en Pedralbes a que negociar con puertas y cerrojos fueran cuestiones dirimidas por sirvientes, había dejado la puerta abierta al salir. Mientras esperaba decidí tumbarme en el sofá de la galería. El sol entraba por la cristalera, un sol limpio y brillante de invierno, e invitaba a dejarse acariciar. Cerré los ojos y traté de pensar en lo que iba a llevarme conmigo. Había vivido media vida rodeado de todos aquellos objetos y ahora, en el momento de decirles adiós, era incapaz de hacer una lista breve de los que consideraba imprescindibles. Poco a poco, sin darme cuenta, tendido bajo la cálida luz del sol y de aquellas tibias esperanzas, me fui quedando dormido plácidamente.

Cuando desperté y miré el reloj de la biblioteca eran las doce y media del mediodía. Faltaba apenas media hora para la salida del tren. Me incorporé de un salto y corrí hacia el dormitorio.

-¿Cristina?

Esta vez recorrí la casa, habitación por habitación, hasta que llegué al estudio. No había nadie, pero me pareció percibir un olor extraño en el aire. Fósforo. La luz que penetraba por los ventanales atrapaba una tenue red de filamentos de humo azul suspendidos en el aire. Me adentré en el estudio y encontré un par de cerillas quemadas en el suelo. Sentí una punzada de inquietud y me arrodillé frente al baúl. Lo abrí y suspiré, aliviado. La carpeta con el manuscrito seguía allí. Me disponía a cerrar el baúl cuando lo advertí. El lazo de cordel rojo que cerraba la carpeta estaba deshecho. La tomé y la abrí. Repasé las páginas pero no eché de menos nada. Cerré de nuevo la carpeta, esta vez con doble nudo, y la devolví a su lugar. Cerré el baúl y bajé al piso de nuevo. Me senté en una silla en la galería, encarado al largo corredor que conducía a la puerta de entrada y dispuesto a esperar. Los minutos desfilaron con infinita crueldad.

Lentamente la conciencia de lo que había pasado se fue desplomando a mi alrededor y aquel deseo de creer y confiar se fue tornando hiél y amargura. Pronto escuché las campanas de Santa María redoblar las dos. El tren para París ya había dejado la estación y Cristina no había regresado. Comprendí entonces que se había ido, que aquellas horas breves que habíamos compartido habían sido un espejismo. Miré tras los cristales aquel día deslumbrante que ya no tenía color de buena suerte y la imaginé de vuelta en Villa Helius, buscando el abrigo de los brazos de Pedro Vidal. Sentí que el rencor me iba envenenando la sangre lentamente y me reí de mí mismo y de mis absurdas esperanzas. Me quedé, incapaz de dar un paso, contemplando la ciudad oscurecerse con el atardecer y las sombras alargarse sobre el suelo del estudio. Me levanté y me aproximé a la ventana. La abrí de par en par y me asomé. Una caída vertical de suficientes metros se abría ante mí. Suficientes para pulverizarme los huesos, para convertirlos en puñales que atravesaran mi cuerpo y lo dejasen apagarse en un charco de sangre en el patio. Me pregunté si el dolor sería tan atroz como imaginaba o si la fuerza del impacto bastaría para adormecer los sentidos y entregar una muerte rápida y eficiente.

Escuché entonces los golpes en la puerta. Uno, dos, tres. Una llamada insistente. Me volví, aturdido todavía por aquellos pensamientos. La llamada de nuevo. Había alguien abajo, golpeando mi puerta. El corazón me dio un vuelco y me lancé escaleras abajo, convencido de que Cristina había regresado, que algo había sucedido por el camino y la había retenido, que mis miserables y despreciables sentimientos de recelo habían sido injustificados, que aquél era, después de todo, el primer día de aquella vida prometida. Corrí hasta la puerta y la abrí. Estaba allí, en la penumbra, vestida de blanco. Quise abrazarla, pero entonces vi su rostro lleno de lágrimas y comprendí que aquella mujer no era Cristina.

-David -murmuró Isabella con la voz rota-. El señor Sempere ha muerto.

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