SEGUNDO ACTO

LUX AETERNA

Celebré mi retorno al mundo de los vivos rindiendo pleitesía en uno los templos más influyentes de toda la ciudad: las oficinas centrales del Banco Hispano Colonial en la calle Fontanella. A la vista de los cien mil francos, el director, los interventores y todo un ejército de cajeros y contables entraron en éxtasis y me elevaron a los altares reservados a aquellos clientes que inspiran una devoción y una simpatía rayana en la santidad. Solventado el trámite con la banca, decidí vérmelas con otro caballo del Apocalipsis y me aproximé a un quiosco de prensa de la plaza Urquinaona. Abrí un ejemplar de La Voz de la Industria por la mitad y busqué la sección de sucesos que en su día había sido mía. La mano experta de don Basilio se olfateaba todavía en los titulares y reconocí casi todas las firmas, como si apenas hubiera pasado el tiempo. Los seis años de tibia dictadura del general Primo de Rivera habían traído a la ciudad una calma venenosa y turbia que no le sentaba del todo bien a la sección de crímenes y espantos. Apenas venían ya historias de bombas o tiroteos en la prensa. Barcelona, la temible “Rosa de Fuego”, empezaba a parecer más una olla a presión que otra cosa. Estaba por cerrar el periódico y recoger mi cambio cuando lo vi. Era apenas un breve en una columna con cuatro sucesos destacados en la última página de sucesos.

UN INCENDIO A MEDIANOCHE EN EL RAVAL DEJA UN MUERTO Y DOS

HERIDOS GRAVES

Joan Marc Huguet / Redacción. Barcelona

En la madrugada del viernes se produjo un grave incendio en el número 6 de la plaza deis Ángels, sede de la editorial Barrido y Escobillas, en el que resultó fallecido el gerente de la empresa, Sr. D. José Barrido, y gravemente heridos su socio, Sr. D. José Luis López Escobillas, y el trabajador Sr. Ramón Guzmán, que fue alcanzado por las llamas cuando intentaba auxiliar a los dos responsables de la empresa. Los bomberos especulan con que la causa de las llamas pudiera haber sido la combustión de un material químico que estaba siendo empleado en la renovación de las oficinas. No se descartan por el momento otras causas, ya que testigos presenciales afirman haber visto salir a un hombre instantes antes de que se declarase el incendio. Las víctimas fueron trasladadas al Hospital Clínico, donde una ingresó cadáver y las otras dos permanecen ingresadas con pronóstico muy grave. Llegué tan rápido como pude. El olor a quemado se podía apreciar desde la Rambla. Un grupo de vecinos y curiosos se habían congregado en la plaza frente al edificio. Briznas de humo blanco ascendían de un montón de escombros apilados a la entrada. Reconocí a varios empleados de la editorial intentando salvar de entre las ruinas lo poco que había quedado. Cajas con libros chamuscados y muebles mordidos por las llamas se amontonaban en la calle. La fachada había quedado ennegrecida, los ventanales reventados por el fuego. Rompí el círculo de mirones y entré. Un intenso hedor se me prendió en la garganta. Algunos de los trabajadores de la editorial que se afanaban por rescatar sus pertenencias me reconocieron y me saludaron cabizbajos.

-Señor Martín... una gran desgracia -murmuraban.

Atravesé lo que había sido la recepción y me dirigí a la oficina de Barrido. Las llamas habían devorado las alfombras y reducido los muebles a esqueletos de brasa. El artesonado se había desplomado en una esquina, abriendo una vía de luz al patio trasero. Un haz intenso de ceniza flotante atravesaba la sala. Una silla había sobrevivido milagrosamente al fuego. Estaba en el centro de la sala y en ella estaba la Veneno, que lloraba con la mirada caída. Me arrodillé frente a ella. Me reconoció y sonrió entre lágrimas.

-¿Estás bien? -pregunté.

Asintió.

-Me dijo que me fuese a casa, ¿sabes?, que ya era tarde y que fuera a descansar porque hoy íbamos a tener un día muy largo. Estábamos cerrando toda la contabilidad del mes... si me hubiese quedado un minuto más...

-¿Qué es lo que pasó, Herminia?

-Estuvimos trabajando hasta tarde. Era casi medianoche cuando el señor Barrido me dijo que me fuese a casa. Los editores estaban esperando a un caballero que venía a verlos...

-¿A medianoche? ¿Qué caballero?

-Un extranjero, creo. Tenía algo que ver con una oferta, no lo sé. Me hubiese quedado de buena gana, pero era muy tarde y el señor Barrido me dijo...

-Herminia, ese caballero, ¿recuerdas su nombre?

La Veneno me miró con extrañeza.

-Todo lo que recuerdo ya se lo he contado al inspector que ha venido esta mañana. Me ha preguntado por ti.

-¿Un inspector? ¿Por mí?

-Están hablando con todo el mundo.

-Claro.

La Veneno me miraba fijamente, con desconfianza, como si tratase de leer mis pensamientos.

-No saben si saldrá vivo -murmuró, refiriéndose a Escobillas-. Se ha perdido todo, los archivos, los contratos.. . todo. La editorial se acabó.

-Lo siento, Herminia.

Una sonrisa torcida y maliciosa afloró en sus labios.

-¿Lo sientes? ¿No es esto lo que querías?

-¿Cómo puedes pensar eso?

La Veneno me miró con recelo.

-Ahora eres libre.

Hice ademán de tocarle el brazo pero Herminia se incorporó y retrocedió un paso, como si mi presencia le produjese miedo.

-Herminia...

-Vete -dijo.

Dejé a Herminia entre las ruinas humeantes. Al salir a la calle me tropecé con un grupo de chiquillos que estaban hurgando entre las pilas de escombros. Uno de ellos había desenterrado un libro de entre las cenizas y lo examinaba con una mezcla de curiosidad y desdén. La cubierta había quedado velada por las llamas y el reborde de las páginas ennegrecido, pero por lo demás el libro estaba intacto. Supe por el grabado en el lomo que se trataba de una de las entregas de La Ciudad de los Malditos.

-¿Señor Martín?

Me volví para encontrarme con tres hombres ataviados con trajes de saldo que no acompañaban al calor húmedo y pegajoso que flotaba en el aire. Uno de ellos, que parecía el jefe, se adelantó un paso y me ofreció una sonrisa cordial, de vendedor experto. Los otros dos, que parecían tener la constitución y el temperamento de una prensa hidráulica, se limitaron a clavarme una mirada abiertamente hostil.

-Señor Martín, soy el inspector Víctor Grandes y éstos son mis colegas, los agentes Marcos y Gástelo, del cuerpo de investigación y vigilancia. Me pregunto si sería usted tan amable de dedicarnos unos minutos.

-Por supuesto -respondí.

El nombre de Víctor Grandes me sonaba de mis años en la sección de sucesos. Vidal le había dedicado alguna de sus columnas y recordé particularmente una en la que lo calificaba como el hombre revelación del cuerpo, un valor sólido que confirmaba la llegada a la fuerza de una nueva generación de profesionales de élite mejor formados que sus predecesores, incorruptibles y duros como el acero. Los adjetivos y la hipérbole eran de Vidal, no míos. Supuse que el inspector Grandes no habría hecho sino escalar posiciones en Jefatura desde entonces y que su presencia allí evidenciaba que el cuerpo se tomaba en serio el incendio de Barrido y Escobillas.

-Si no tiene inconveniente podemos acércanos a un café donde hablar sin interrupciones -dijo Grandes sin aflojar un ápice la sonrisa de servicio.

-Como gusten.

Grandes me condujo hasta un pequeño bar que quedaba en la esquina de las calles Doctor Dou y Pintor Fortuny. Marcos y Gástelo caminaban a nuestra espalda, sin quitarme los ojos de encima. Grandes me ofreció un cigarrillo, que rechacé. Volvió a guardar la cajetilla. No despegó los labios hasta que llegamos al café y me escoltaron a una mesa, al fondo, donde los tres se apostaron a mi alrededor. Si me hubiesen llevado a un calabozo oscuro y húmedo me hubiera parecido que el encuentro era más amigable.

-Señor Martín, creo que ya habrá tenido conocimiento de lo sucedido esta madrugada.

-Sólo lo que he leído en el periódico. Y lo que me ha contado la Veneno...

-¿La Veneno?

-Perdón. La señorita Herminia Duaso, adjunta a la dirección. Marcos y Gástelo intercambiaron una mirada impagable. Grandes sonrió.

-Interesante mote. Dígame, señor Martín, ¿dónde se encontraba usted ayer por la noche?

Bendita ingenuidad, la pregunta me pilló de sorpresa.

-Es una pregunta rutinaria -aclaró Grandes-. Estamos intentando establecer la presencia de todas las personas que pudieran haber tenido relación con las víctimas en los últimos días. Empleados, proveedores, familiares, conocidos...

-Estaba con un amigo.

Tan pronto abrí la boca lamenté la elección de mis palabras. Grandes lo advirtió.

-¿Un amigo?

-Más que un amigo se trata de una persona relacionada con mi trabajo. Un editor. Ayer por la noche tenía concertada una entrevista con él.

-¿Podría decir hasta qué hora estuvo usted con esta persona?

-Hasta tarde. De hecho, acabé pasando la noche en su casa.

-Entiendo. ¿Y la persona que usted define como relacionada con su trabajo se llama?

-Corelli. Andreas Corelli. Un editor francés.

Grandes anotó el nombre en un pequeño cuaderno.

-Parecería que el apellido fuese italiano -comentó.

-La verdad es que no sé con exactitud cuál es su nacionalidad.

-Es comprensible. Y este señor Corelli, sea cual sea su ciudadanía, ¿podría corroborar que ayer por la noche se encontraba con usted? Me encogí de hombros. f--Supongo que sí.

-¿Lo supone?

-Estoy seguro de que sí. ¿Por qué no iba a hacerlo?

-No lo sé, señor Martín. ¿Hay algún motivo por el cual usted cree que no fuera a hacerlo?

-No.

-Tema zanjado, entonces.

Marcos y Gástelo me miraban como si no me hubiesen oído pronunciar más que embustes desde que nos habíamos sentado.

-Para acabar, ¿podría usted aclararme la naturaleza de la reunión que mantuvo usted ayer noche con este editor de nacionalidad indeterminada?

-El señor Corelli me había citado para formularme una oferta.

-¿Una oferta de qué índole?

-Profesional.

-Ya veo. ¿Para escribir un libro, tal vez?

-Exactamente.

-Dígame, ¿es habitual que tras una reunión de trabajo se quede usted a pasar la noche en el domicilio de la, digamos, parte contratante?

-No.

-Pero me dice usted que se quedó a pasar la noche en el domicilio de este editor.

-Me quedé porque no me encontraba bien y no creí que pudiese llegar a mi casa.

-¿Le sentó mal la cena, quizá?

-He tenido algunos problemas de salud últimamente.

Grandes asintió con aire de consternación.

-Mareos, dolores de cabeza... -completé.

-¿Pero es razonable asumir que ya se encuentra usted mejor?

-Sí. Mucho mejor.

-Lo celebro. Lo cierto es que tiene usted un aspecto envidiable. ¿No es así? Gástelo y Marcos asintieron lentamente.

-Cualquiera diría que se ha quitado usted un gran peso de encima -apuntó el inspector.

-No le entiendo.

-Me refiero a los mareos y las molestias.

Grandes manejaba aquella farsa con un dominio del tempo exasperante.

-Disculpe mi ignorancia respecto a los pormenores de su ámbito profesional, señor Martín, ¿pero no es cierto que tenía usted suscrito un contrato con los dos editores que no expiraba hasta dentro de seis años?

-Cinco.

-¿Y no le ligaba ese contrato en exclusiva, por así decirlo, a la editorial de Barrido y Escobillas?

-Ésos eran los términos.

-Entonces, ¿por qué motivo habría usted de discutir una oferta con un competidor si su contrato le impedía aceptarla?

-Era una simple conversación. Nada más.

-Que sin embargo devino en una velada en el domicilio de este caballero.

-Mi contrato no me impide hablar con terceras personas. Ni pasar la noche fuera de mi casa. Soy libre de dormir donde quiera y hablar con quien quiera de lo que quiera.

-Por supuesto. No pretendía insinuar lo contrario, pero gracias por aclararme este punto.

-¿Puedo aclararle algo más?

-Sólo un pequeño matiz. En el supuesto de que fallecido el señor Barrido y, Dios no lo quiera, el señor Escobillas no se recuperase de sus heridas y falleciese también, la editorial quedaría disuelta y otro tanto ocurriría con su contrato. ¿Me equivoco?

-No estoy seguro. No sé exactamente en qué régimen estaba constituida la empresa.

-Pero ¿es probable que así fuera, diría usted?

-Es posible. Tendría que preguntárselo al abogado de los editores.

-De hecho ya se lo he preguntado. Y me ha confirmado que, de suceder lo que nadie quiere que suceda y el señor Escobillas pasara a mejor vida, así sería.

-Entonces ya tiene usted su respuesta.

-Y usted su plena libertad para aceptar la oferta del señor...

-...Corelli.

-Dígame, ¿la ha aceptado ya?

-¿Puedo preguntarle qué relación tiene eso con las causas del incendio? -espeté.

-Ninguna. Es una simple curiosidad.

-¿Es todo? -pregunté.

Grandes miró a sus colegas y luego a mí.

-Por mi parte, sí.

Hice ademán de levantarme. Los tres policías permanecieron clavados en sus asientos.

-Señor Martín, antes de que se me olvide -dijo Grandes-, ¿puede confirmarme si recuerda que hace una semana los señores Barrido y Escobillas le visitaron en su domicilio en el número treinta de la calle Flassaders en compañía del antes citado abogado?

-Lo hicieron.

-¿Se trataba de una visita social o de cortesía?

-Los editores vinieron a expresarme sus deseos de que me reintegrase al trabajo en una serie de libros que había dejado de lado para dedicarme unos meses a otro proyecto.

-¿Calificaría usted la conversación de cordial y distendida?

-No recuerdo que nadie levantase la voz.

-¿Y tiene usted memoria de haberles respondido, y cito textualmente, que “en una semana estarán ustedes muertos”? Sin levantar la voz, por supuesto. Suspiré.

-Sí -admití.

-¿A qué se refería?

-Estaba enojado y dije lo primero que se me pasó por la cabeza, inspector. Eso no significa que hablase en serio. A veces se dicen cosas que uno no siente.

-Gracias por su sinceridad, señor Martín. Nos ha sido usted de gran ayuda. Buenos días.

Me fui de allí con las tres miradas clavadas como puñales en la espalda y la certeza de que si hubiese respondido a cada cuestión del inspector con una mentira no me habría sentido tan culpable.

El mal sabor de boca de mi encuentro con Víctor Grandes y la pareja de basiliscos que llevaba por escolta apenas sobrevivió a cien metros de paseo al sol caminando en un cuerpo que apenas reconocía: fuerte, sin dolor ni náusea, sin silbidos en los oídos ni punzadas de agonía en el cráneo, sin fatiga ni sudores fríos. Sin memoria alguna de la certeza de una muerte segura que me asfixiaba hacía apenas veinticuatro horas. Algo me decía que la tragedia acaecida aquella noche, incluyendo la muerte de Barrido y la práctica defunción en ciernes de Escobillas, debería haberme llenado de pesar y congoja, pero entre mi conciencia y yo fuimos incapaces de sentir algo más allá de la más placentera indiferencia. Aquella mañana de julio la Rambla era una fiesta y yo su príncipe.

Dando un paseo me acerqué hasta la calle Santa Ana, dispuesto a hacerle una visita sorpresa al señor Sempere. Cuando entré en la librería, Sempere padre andaba tras el mostrador cuadrando cuentas mientras su hijo se había aupado a una escalera y estaba reordenando los estantes. Al verme, el librero me brindó una sonrisa cordial y me di cuenta de que, por un instante, no se había dado cuenta de quién era yo. Un segundo más tarde se le borró la sonrisa y, boquiabierto, rodeó el mostrador para abrazarme.

-¿Martín? ¿Es usted? ¡Santa Madre de Dios... si está usted irreconocible! Me tenía preocupadísimo. Fuimos varias veces a su casa, pero no contestaba usted. He estado preguntando en hospitales y comisarías.

Su hijo se me quedó mirando desde lo alto de la escalera, incrédulo. Tuve que recordar que apenas una semana antes me habían visto en un estado que no desmerecía el de los inquilinos de la morgue del distrito quinto.

-Lamento haberles dado un susto. Me ausenté unos días por un asunto de trabajo.

-Pero ¿qué? Me hizo usted caso y fue al médico, ¿verdad? Asentí.

-Resultó ser una tontería. Cosas de la tensión. Unos días tomando un tónico y como nuevo.

-Pues ya me dirá el nombre del tónico, a ver si me doy una ducha con él... ¡Qué gusto y qué alivio verle así!

La euforia se desinfló rápidamente al desplomarse la noticia del día.

-¿Ha oído lo de Barrido y Escobillas? -preguntó el librero.

-De allí vengo. Cuesta creerlo.

-Quién lo iba a decir. No es que me inspirasen ninguna simpatía, pero de ahí a algo así... Y, dígame, todo esto a usted, a efectos legales, ¿cómo le deja? Disculpe lo crudo de la pregunta.

-La verdad es que no lo sé. Creo que los dos socios ostentaban la titularidad de la sociedad. Habrá herederos, supongo, pero es posible que, si ambos fallecen, la sociedad como tal se disuelva. Y mi vínculo con ellos también. O eso creo.

-O sea, que si Escobillas, que Dios me perdone, también palma, es usted un hombre libre.

Asentí.

-Menudo dilema... -murmuró el librero.

-Que sea lo que Dios quiera -aventuré.

Sempere asintió, pero advertí que algo en todo aquello le inquietaba y prefería cambiar de tema.

-En fin. El caso es que me viene de perlas que se haya pasado por aquí porque quería pedirle un favor.

-Está hecho.

-Le advierto que no le va a gustar.

-Si me gustase no sería un favor, sería un placer. Y si el favor es para usted, lo será.

-De hecho no es para mí. Yo se lo cuento y usted decide. Sin compromiso, ¿de acuerdo?

Sempere se apoyó sobre el mostrador y adoptó el aire narrativo que me traía tantos recuerdos de infancia pasados en aquella tienda.

-Es una muchacha, Isabella. Debe de tener diecisiete años. Lista como el hambre. Viene siempre por aquí y le presto libros. Me cuenta que quiere ser escritora.

-Me suena la historia -dije.

-El caso es que hace una semana me dejó uno de sus relatos, nada, veinte o treinta páginas, y me pidió mi opinión.

-¿Y?

Sempere bajó el tono, como si lo que me estaba contando fuese una confidencia de secreto de sumario.

-Magistral. Mejor que el noventa y nueve por ciento de lo que he visto publicado en los últimos veinte años.

-Espero que me cuente usted en el restante uno por ciento o daré mi vanidad por pisoteada y apuñalada a la trapera.

-Ahí es adonde iba yo. Isabella le adora.

-¿Me adora? ¿A mí?

-Sí, como si fuese usted la Moreneta y el Niño Jesús a una. Se ha leído La Ciudad de los Malditos entera diez veces y cuando le dejé Los Pasos del Cielo me dijo que si ella pudiera escribir un libro así ya se podría morir tranquila.

-Esto me suena a encerrona.

-Ya sabía yo que se me iba a escabullir usted.

-No me escabullo. No me ha dicho usted en qué consiste el favor.

-Imagíneselo.

Suspiré. Sempere chasqueó la lengua.

-Le dije que no le iba a gustar.

-Pídame otra cosa.

-Sólo tiene que hablar con ella. Darle ánimos, consejos... escucharla, leerse alguna cosa y orientarla. No le costará tanto. La chica tiene la cabeza rápida como una bala. Le va a caer a usted divinamente. Se harán amigos. Y ella puede trabajar como su ayudante.

-No necesito una ayudante. Y menos una desconocida.

-Tonterías. Y, además, conocerla, ya la conoce. O eso dice ella. Dice que le conoce a usted desde hace años, pero que seguramente usted no se acuerda. Al parecer, el par de benditos que tiene por padres están convencidos de que esto de la literatura la va a condenar al infierno o a una soltería laica y dudan entre meterla a monja o casarla con algún cretino para que le haga ocho hijos y la entierre para siempre entre sartenes y cacerolas. Si no hace usted algo para salvarla, es el equivalente a un asesinato.

-No dramatice, señor Sempere.

-Mire, no se lo pediría porque ya sé que a usted esto del altruismo le va tanto como lo de bailar sardanas, pero cada vez que la veo entrar aquí y mirarme con esos ojillos que se le salen de inteligencia y de ganas y pienso en el porvenir que le espera se me parte el alma. Lo que yo podía enseñarle ya se lo he enseñado. La chica aprende rápido, Martín. Si me recuerda a alguien es a usted de chaval.

Suspiré.

-¿Isabella que más?

-Gispert. Isabella Gispert.

-No la conozco. No he oído ese nombre en mi vida.

Le han colocado a usted un embuste.

El librero negó por lo bajo.

-Isabella dijo que diría usted exactamente eso.

-Talentosa y adivina. ¿Y qué más le dijo?

-Dijo que sospecha que es usted bastante mejor escritor que persona.

-Un cielo, esta Isabelita.

-¿Puedo decirle que le vaya a ver? ¿Sin compromiso?

Me rendí y asentí. Sempere sonrió triunfante y quiso sellar el pacto con un abrazo, pero me di a la fuga antes de que el viejo librero pudiese completar su misión de intentar hacerme sentir buena persona.

-No se arrepentirá, Martín -le oí decir cuando salía por la puerta.

Al llegar a casa me encontré al inspector Víctor Grandes sentado en el escalón del portal saboreando un cigarrillo con calma. Al verme me sonrió con aquel donaire de galán de sesión de tarde, como si fuese un viejo amigo en visita de cortesía. Me senté a su lado y me ofreció la pitillera abierta. Gitanes, advertí. Acepté.

-¿Y Hansel y Gretel?

-Marcos y Gástelo no han podido venir. Hemos tenido un chivatazo y han ido a recoger a un viejo conocido al Pueblo Seco que probablemente precisaba de cierta persuasión para refrescar la memoria.

-Pobre diablo.

-Si les hubiese dicho que venía a verle a usted seguro que se apuntaban. Les ha caído usted divinamente.

-Un auténtico flechazo, ya lo he notado. ¿Qué puedo hacer por usted, inspector?

¿Le puedo invitar a un café arriba?

-No osaría invadir su intimidad, señor Martín. De hecho sólo quería darle la noticia en persona antes de que se enterase por otros medios.

-¿Qué noticia?

-Escobillas ha muerto esta tarde a primera hora en el Hospital Clínico.

-Dios. No lo sabía -dije.

Grandes se encogió de hombros y siguió fumando en silencio.

-Se veía venir. ¿Qué le vamos a hacer?

-¿Ha podido averiguar algo de las causas del incendio? -pregunté. El inspector me miró largamente y luego asintió.

-Todo parece indicar que alguien derramó gasolina encima del señor Barrido y le prendió fuego. Las llamas se propagaron cuando él, presa del pánico, intentó escapar de su despacho. Su socio y el otro trabajador que acudió en su ayuda quedaron atrapados por el fuego.

Tragué saliva. Grandes sonrió tranquilizadoramente.

-Me comentaba esta tarde el abogado de los editores que, dada la vinculación personal que existía en el redactado del contrato que tenía usted suscrito con ellos, al fallecimiento de los editores éste queda disuelto, aunque los herederos mantienen los derechos sobre la obra ya publicada con anterioridad. Supongo que le escribirá a usted una carta informándole, pero he pensado que le gustaría saberlo antes, por si tiene que tomar alguna decisión respecto a la oferta de ese editor que mencionó.

-Gracias.

-No se merecen.

Grandes apuró su cigarrillo y lanzó la colilla al suelo. Me sonrió afablemente y se incorporó. Me dio una palmada en el hombro y se alejó rumbo a la calle Princesa.

-¿Inspector? -llamé.

Grandes se detuvo y se volvió.

-No pensará usted...

El inspector me ofreció una sonrisa cansina. -Cuídese, Martín. Me fui a dormir temprano y me desperté de golpe creyendo que ya era el día siguiente para comprobar acto seguido que apenas pasaban unos minutos de las doce de la noche.

En sueños había visto a Barrido y Escobillas atrapados en su despacho. Las llamas ascendían por sus ropas hasta cubrir cada centímetro de sus cuerpos. Tras la ropa, su piel se caía a tiras y los ojos prendidos de pánico se quebraban debido al fuego. Sus cuerpos se sacudían en espasmos de agonía y terror hasta caer derribados en los escombros mientras la carne se desprendía de sus huesos como cera fundida y formaba a mis pies un charco humeante en el que veía reflejado mi propio rostro sonriendo al tiempo que soplaba el fósforo que sostenía entre los dedos.

Me levanté para buscar un vaso de agua y, suponiendo que ya se me había escapado el tren del sueño, subí al estudio y extraje del cajón del escritorio el libro que había rescatado del Cementerio de los Libros Olvidados. Encendí el flexo y torcí el brazo que sostenía la lámpara para que enfocase directamente sobre el libro. Lo abrí por la primera página y empecé a leer.

Lux Aeterna D.M.

A primera vista, el libro ofrecía una colección de textos y plegarias que no alumbraba sentido alguno. La pieza era un original, un puñado de páginas mecanografiadas y encuadernadas en piel sin excesivo mimo. Seguí leyendo y al rato me pareció intuir cierto método en la secuencia de eventos, cantos y reflexiones que puntuaban el texto. El lenguaje tenía su propia cadencia y, lo que al inicio parecía una completa ausencia de diseño o estilo, poco a poco iba desvelando un canto hipnótico que calaba lentamente en el lector y lo sumía en un estado entre el sopor y el olvido. Lo mismo sucedía con el contenido, cuyo eje central no se evidenciaba hasta bien entrada una primera sección, o canto, pues la obra parecía estructurada al modo de viejos poemas compuestos en épocas en que el tiempo y el espacio discurrían a su libre albedrío. Me di cuenta entonces de que aquel Lux Aeterna era, a falta de otras palabras, una suerte de libro de los muertos.

Pasadas las primeras treinta o cuarenta páginas de circunloquios y acertijos, uno se iba adentrando en un preciso y extravagante rompecabezas de oraciones y súplicas cada vez más inquietante en el que la muerte, referida en ocasiones en versos de dudosa métrica como un ángel blanco con ojos de reptil y en otras como un niño luminoso, era presentada como una deidad única y omnipresente que se manifestaba en la naturaleza, en el deseo y en la fragilidad de la existencia.

Quienquiera que fuese aquel enigmático D. M., en sus versos la muerte se desplegaba como una fuerza voraz y eterna. Una mezcla bizantina de referencias a diversas mitologías de paraísos y avernos se torcía aquí en un solo plano. Según D. M. sólo había un principio y un final, sólo un creador y destructor que se presentaba con diferentes nombres para confundir a los hombres y tentar su debilidad, un único Dios cuyo verdadero rostro estaba dividido en dos mitades: una, dulce y piadosa; la otra, cruel y demoníaca.

Hasta ahí pude colegir, porque más allá de estos principios el autor parecía haber perdido el rumbo de su narrativa y apenas resultaba posible descifrar las referencias e imágenes que poblaban el texto a modo de visiones proféticas. Tormentas de sangre y fuego precipitándose sobre ciudades y pueblos. Ejércitos de cadáveres uniformados recorriendo llanuras infinitas y arrasando la vida a su paso. Infantes ahorcados con jirones de banderas a las puertas de fortalezas. Mares negros donde millares de ánimas en pena flotaban suspendidas durante toda la eternidad bajo aguas heladas y envenenadas. Nubes de cenizas y océanos de huesos y de carne corrompida infestados de insectos y serpientes. La sucesión de estampas infernales y nauseabundas continuaba hasta la saciedad. A medida que pasaba las páginas del manuscrito tuve la sensación de recorrer paso a paso el mapa de una mente enferma y quebrada. Línea a línea, el autor de aquellas páginas había ido documentando sin saberlo su descenso a un abismo de locura. El último tercio del libro me pareció un amago de deshacer el camino, un grito desesperado desde la celda de su sinrazón por escapar al laberinto de túneles que había abierto en su mente. El texto moría a media frase de súplica, una solución de continuidad sin explicación alguna. Llegado ese punto se me caían los párpados. Desde la ventana me alcanzó una brisa leve que venía del mar y barría la niebla de los tejados. Me disponía a cerrar el libro cuando advertí que algo se había quedado atascado en el filtro de mi mente, algo que tenía que ver con la composición mecánica de aquellas páginas. Volví al inicio y empecé a repasar el texto. Encontré la primera muestra en la quinta línea. A partir de allí la misma marca aparecía cada dos o tres líneas. Una de las letras, la S mayúscula, aparecía siempre ligeramente ladeada hacia la derecha. Extraje una página en blanco del cajón y la metí en el tambor de la Underwood que había sobre el escritorio. Escribí una frase al azar. Suenan las campanas de Santa María del Mar.

Extraje la hoja y la examiné a la luz del flexo.

Suenan... de Santa María

Suspiré. Lux Aeterna había sido escrito en aquella misma máquina de escribir y, supuse, probablemente en aquel mismo escritorio.

A la mañana siguiente bajé a desayunar a un café que quedaba frente a las puertas de Santa María del Mar. El barrio del Born estaba repleto de carromatos y gentes que acudían al mercado, y de comerciantes y mayoristas que abrían sus tiendas. Me senté a una de las mesas de fuera y pedí un café con leche. Un ejemplar de La Vanguardia había quedado huérfano en la mesa de al lado y lo adopté. Mientras mis ojos resbalaban sobre titulares y entradillas advertí que una silueta ascendía la escalinata hasta la entrada de la catedral y se sentaba en el último peldaño para observarme con disimulo. La muchacha debía de rondar los dieciséis o diecisiete años y simulaba anotar cosas en un cuaderno mientras me iba lanzando miradas furtivas. Degusté mi café con leche con calma. Al rato le hice una seña al camarero de que se aproximase.

-¿Ve a esa señorita sentada a la puerta de la iglesia? Dígale que pida lo que le apetezca, que invito yo.

El camarero asintió y se dirigió hacia ella. Al ver que alguien se aproximaba, la muchacha hundió la cabeza en el cuaderno, asumiendo una expresión de absoluta concentración que me arrancó una sonrisa. El camarero se detuvo frente a ella y carraspeó. Ella alzó la vista del cuaderno y le miró. El camarero le explicó su misión y acabó por señalarme. La muchacha me lanzó una mirada, alarmada. La saludé con la mano. Se le encendieron los carrillos como brasas. Se levantó y se acercó a la mesa con pasos cortos y la mirada clavada en los pies.

-¿Isabella? -pregunté.

La muchacha levantó la mirada y suspiró, molesta consigo misma.

-¿Cómo lo ha sabido? -preguntó.

-Intuición sobrenatural -respondí.

Me ofreció la mano y se la estreché sin entusiasmo.

-¿Puedo sentarme? -preguntó.

Tomó asiento sin esperar mi respuesta. Durante medio minuto, la muchacha cambió de postura unas seis veces hasta retomar la inicial. Yo la observaba con calma y calculado desinterés.

-No se acuerda usted de mí, ¿verdad, señor Martín?

-¿Debería?

-Durante años le subía cada semana la cesta con su pedido de la semana de Can Gispert.

La imagen de la niña que durante tanto tiempo me traía los comestibles del colmado me vino a la memoria y se diluyó en el rostro más adulto y ligeramente más anguloso de aquella Isabella mujer de formas suaves y mirada acerada.

-La niña de las propinas -dije, aunque de niña le quedaba poco o nada. Isabella asintió.

-Siempre me he preguntado qué hacías con todas aquellas monedas.

-Comprar libros en Sempere e Hijos.

-Si lo llego a saber...

-Si le molesto, me voy.

-No me molestas. ¿Quieres tomar alguna cosa? -La muchacha negó.

-El señor Sempere me dice que tienes talento.

Isabella se encogió de hombros y me devolvió una sonrisa escéptica.

-Por norma general, cuanto más talento se tiene, más duda uno de tenerlo -dije-. Y a la inversa.

-Entonces yo debo de ser un prodigio -replicó Isabella.

-Bien venida al club. Dime, ¿qué puedo hacer por ti?

Isabella inspiró profundamente.

-El señor Sempere me dijo que a lo mejor podía usted leer algo de lo que tengo y darme su opinión y ofrecerme algún consejo.

La miré a los ojos durante unos segundos sin responder. Me sostuvo la mirada sin pestañear.

-¿Eso es todo?

-No.

-Ya me lo parecía. ¿Cuál es el capítulo dos?

Isabella apenas vaciló un instante.

-Si le gusta lo que lee y cree que tengo posibilidades, me gustaría pedirle que me permitiese ser su ayudante.

-¿Qué te hace suponer que necesito una ayudante?

-Puedo ordenar sus papeles, mecanografiarlos, corregir errores y faltas...

-¿Errores y faltas?

-No pretendía insinuar que cometa usted errores...

-¿Qué pretendías insinuar, entonces?

-Nada. Pero siempre ven más cuatro ojos que dos. Y además puedo ocuparme de la correspondencia, de hacer recados, ayudarle a buscar documentación. Además, sé guisar y puedo...

-¿Me estás pidiendo un puesto de ayudante o de cocinera?

-Le estoy pidiendo una oportunidad.

Isabella bajó la mirada. No pude reprimir una sonrisa. Aquella curiosa criatura me resultaba simpática, a mi pesar.

-Haremos una cosa. Tráeme las mejores veinte páginas que hayas escrito, las que tú creas que demuestran lo mejor que sabes hacer. No me traigas ni una más porque no pienso leérmela. Las miraré con calma y, según lo vea, hablaremos.

Se le iluminó el rostro y por un instante aquel velo de dureza y tirantez que anclaba su gesto se desvaneció.

-No se arrepentirá -dijo.

Se incorporó y me miró nerviosamente.

-¿Está bien si se lo traigo a casa?

-Déjamelo en el buzón. ¿Es todo?

Asintió repetidamente y se fue retirando con aquellos pasos cortos y nerviosos que la sostenían. Cuando estuvo a punto de volverse y echar a correr la llamé.

-¿Isabella?

Me miró solícita, la mirada nublada con una súbita inquietud.

-¿Por qué yo? -pregunté-. Y no me digas que porque soy tu autor favorito y todas las lisonjas con las que Sempere te ha aconsejado que me enjabones, porque si lo haces, ésta será la primera y última conversación que tengamos.

Isabella dudó un instante. Me ofreció una mirada desnuda y respondió sin miramientos.

-Porque es usted el único escritor que conozco.

Me sonrió azorada y partió con su cuaderno, su paso incierto y su sinceridad. La contemplé rodear la esquina de la calle Mirallers y perderse tras la catedral. Al volver a casa apenas una hora después, me la encontré sentada en mi portal, esperando con lo que supuse era su relato en las manos. Al verme se levantó y forzó una sonrisa.

-Te he dicho que me lo dejases en el buzón -dije.

Isabella asintió y se encogió de hombros.

-Como muestra de agradecimiento le he traído un poco de café de la tienda de mis padres. Es colombiano. Buenísimo. El café no pasaba por el buzón y he pensado que era mejor esperarle.

Aquella excusa sólo se le podía ocurrir a una novelista en ciernes. Suspiré y abrí la puerta.

-Adentro.

Subí las escaleras con Isabella siguiéndome unos peldaños por detrás como un perro faldero.

-¿Siempre se toma tanto tiempo para desayunar? No es que me importe, claro, pero como llevaba aquí casi tres cuartos de hora esperando, he empezado a preocuparme, digo, no vaya a ser que se le haya atragantado algo, para una vez que encuentro a un escritor de carne y hueso, con mi suerte no sería raro que fuera y se tragase una oliva por el lado que no toca y ahí tiene usted el fin de mi carrera literaria -ametralló la muchacha. Me detuve a medio tramo de escaleras y la miré con la expresión más hostil que pude encontrar.

-Isabella, para que las cosas funcionen entre nosotros vamos a tener que establecer una serie de reglas. La primera es que las preguntas las hago yo y tú te limitas a responderlas. Cuando no hay preguntas por mi parte, no proceden por la tuya ni respuestas ni discursos espontáneos. La segunda regla es que yo me tomo para desayunar o merendar o mirar las musarañas el tiempo que me sale de las narices y ello no constituye objeto de debate.

-No quería ofenderle. Ya entiendo que una digestión lenta ayuda a la inspiración.

-La tercera regla es que el sarcasmo no te lo tolero antes del mediodía. ¿Estamos?

-Sí, señor Martín.

-La cuarta es que no me llames señor Martín ni el día de mi entierro. A ti te debo de parecer un fósil, pero a mí me gusta creer que todavía soy joven. Es más, lo soy, punto.

-¿Cómo debo llamarle?

-Por mi nombre: David.

La muchacha asintió. Abrí la puerta del piso y le indiqué que pasara. Isabella dudó

un instante y se coló de un sal tito.

-Yo creo que tiene usted todavía un aspecto bastante juvenil para su edad, David. La miré, atónito.

-¿Qué edad crees que tengo?

Isabella me miró de arriba abajo, calibrando.

-¿Algo así como treinta años? Pero bien llevados, ¿eh?

-Haz el favor de callarte y preparar una cafetera con ese mejunje que has traído.

-¿Dónde está la cocina?

-Búscala.

Compartimos aquel delicioso café colombiano sentados en la galería. Isabella sostenía su tazón y me miraba de reojo mientras yo leía las veinte páginas que me había traído. Cada vez que pasaba una página y levantaba la vista me encontraba con su mirada expectante.

-Si te vas a quedar ahí mirándome como una lechuza, esto va a llevar mucho tiempo.

-¿Qué quiere que haga?

-¿No querías ser mi ayudante? Pues ayuda. Busca algo que necesite ordenarse y ordénalo, por ejemplo.

Isabella miró alrededor.

-Todo está desordenado.

-La ocasión la pintan calva.

Isabella asintió y partió al encuentro del caos y el desorden que reinaban en mi morada con determinación militar. Escuché sus pasos alejarse por el pasillo y seguí leyendo. El relato que me había traído apenas tenía hilo argumental. Relataba con una sensibilidad afilada y palabras bien articuladas las sensaciones y ausencias que pasaban por la mente de una muchacha confinada en una estancia fría en un ático del barrio de la Ribera desde la cual contemplaba la ciudad y las gentes ir y venir en las callejas angostas y oscuras. Las imágenes y la música triste de su prosa delataban una soledad que bordeaba la desesperación. La muchacha del cuento pasaba las horas prisionera de su mundo y, a ratos, se enfrentaba a un espejo y se abría cortes en los brazos y en los muslos con un cristal roto, dejando cicatrices como las que podían adivinarse bajo las mangas de Isabella. Estaba a punto de finalizar la lectura cuando advertí que la muchacha me miraba desde la puerta de la galería.

-¿Qué?

-Perdone la interrupción, pero ¿qué hay en la habitación al fondo del pasillo? -Nada.

-Huele raro. -Humedad.

-Si quiere puedo limpiarla y... “

-No. Esa habitación no se usa. Y, además, tú no eres mi criada y no tienes por qué

limpiar nada.

-Sólo quiero ayudar.

-Ayúdame sirviéndome otra taza de café.

-¿Por qué? ¿El relato le da sueño?

-¿Qué hora es, Isabella?

-Deben de ser las diez de la mañana.

-¿Y eso significa?

-... que no hay sarcasmo hasta el mediodía -replicó Isabella. Sonreí triunfante y le tendí la taza vacía. La tomó y partió con ella rumbo a la cocina.

Cuando regresó con el café humeante, ya había finalizado la última página. Isabella se sentó frente a mí. Le sonreí y degusté con calma el exquisito café. La muchacha se retorcía las manos y apretaba los dientes, lanzando ** miradas furtivas a las cuartillas de su relato que yo había dejado boca abajo en la mesa. Aguantó un par de minutos sin abrir la boca.

-¿Y? -dijo finalmente.

-Soberbio.

Se le iluminó el rostro.

-¿Mi relato?

-El café.

Me miró, herida, y se levantó a recoger sus cuartillas.

-Déjalas donde están -ordené.

-¿Para qué? Está claro que no le han gustado y que piensa que soy una pobre idiota.

-No he dicho eso.

-No ha dicho nada, que es peor.

-Isabella, si realmente quieres dedicarte a escribir, o al menos escribir para que otros te lean, vas a tener que acostumbrarte a que a veces te ignoren, te insulten, te desprecien y casi siempre te muestren indiferencia. Es una de las ventajas del oficio. Isabella bajó la mirada y respiró profundamente.

-Yo no sé si tengo talento. Sólo sé que me gusta escribir. O, mejor dicho, que necesito escribir.

-Mentirosa.

Levantó la mirada y me miró con dureza.

-Muy bien. Tengo talento. Y me importa un comino si usted cree que no lo tengo. Sonreí.

-Eso ya me gusta más. No podía estar más de acuerdo.

Me miró confundida.

-¿En lo de que tengo talento o en lo de que usted no cree que lo tengo?

-¿A ti qué te parece?

-Entonces, ¿cree usted que tengo posibilidades?

-Creo que tienes talento y ganas, Isabella. Más del que crees y menos del que esperas. Pero hay muchas personas que tienen talento y ganas, y muchas de ellas nunca llegan a nada. Ése es sólo el principio para hacer cualquier cosa en la vida. El talento natural es como la fuerza de un atleta. Se puede nacer con más o menos facultades, pero nadie llega a ser un atleta sencillamente porque ha nacido alto o fuerte o rápido. Lo que hace al atíeta, o al artista, es el trabajo, el oficio y la técnica. La inteligencia con la que naces es simplemente munición. Para llegar a hacer algo con ella es necesario que transformes tu mente en una arma de precisión.

-¿Y lo del símil bélico?

-Toda obra de arte es agresiva, Isabella. Y toda vida de artista es una pequeña o gran guerra, empezando con uno mismo y sus limitaciones. Para llegar a cualquier cosa que te propongas hace falta primero la ambición y luego el talento, el conocimiento y, finalmente, la oportunidad.

Isabella consideró mis palabras.

-¿Le suelta usted este discurso a todo el mundo o se le acaba de ocurrir?

-El discurso no es mío. Me lo soltó, como tú dices, alguien a quien hice las mismas preguntas que tú me estás haciendo a mí. De eso hace muchos años, pero no hay día que pase que no me dé cuenta de la razón que tenía.

-¿Entonces puedo ser su ayudante?

-Lo pensaré.

Isabella asintió, satisfecha. Se había sentado a una esquina de la mesa sobre la que descansaba el álbum de fotografías que había dejado Cristina. Lo abrió casualmente por la última página y se quedó mirando un retrato de la nueva señora de Vidal tomado a las puertas de Villa Helius dos o tres años antes. Tragué saliva. Isabella cerró el álbum y paseó la mirada por la galería hasta volver a posarla sobre mí. Yo la observaba con impaciencia. Me sonrió azorada, como si la hubiese sorprendido curioseando donde no debía.

-Tiene usted una novia muy guapa -dijo.

La mirada que le lancé le borró la sonrisa de un plumazo.

-No es mi novia.

-Ah.

Medió un largo silencio.

-Supongo que la quinta regla es que mejor no me meta donde no me llaman, ¿verdad?

No respondí. Isabella asintió para sí misma y se incorporó.

-Entonces, mejor que le deje en paz y no le moleste más por hoy. Si le parece, vuelvo mañana y empezamos.

Recogió sus cuartillas y me sonrió tímidamente. Correspondí con un asentimiento. Isabella se retiró discretamente y desapareció por el pasillo. Escuché sus pasos alejándose y luego el sonido de la puerta al cerrarse. En su ausencia, noté por primera vez el silencio que embrujaba aquella casa.

Quizá fuera el exceso de cafeína que corría por mis venas o tan sólo mi conciencia que intentaba volver como la luz después de un apagón, pero pasé el resto de la mañana dándole vueltas a una idea de todo menos reconfortante. Resultaba difícil pensar que el incendio a resultas del cual habían perecido Barrido y Escobillas, por un lado; la oferta de Corelli, de quien no había vuelto a tener noticia, por otro -lo cual me escamaba-, y aquel extraño manuscrito rescatado del Cementerio de los Libros Olvidados, que sospechaba había sido escrito entre aquellas cuatro paredes, no estuviesen relacionados. La perspectiva de regresar a la casa de Andreas Corelli sin invitación previa para preguntarle acerca de la coincidencia de que nuestra conversación y el incendio se hubiesen producido prácticamente al mismo tiempo se me antojaba poco apetecible. Mi instinto me decía que cuando el editor decidiese que quería volver a verme lo haría motu proprio y que si algo no me inspiraba aquel inevitable encuentro era prisa. La investigación en torno al incendio ya estaba en manos del inspector Víctor Grandes y sus dos perros de presa, Marcos y Gástelo, en cuya lista de personas favoritas me consideraba incluido con mención de honor. Cuanto más alejado me mantuviese de ellos, mejor. Eso dejaba como única alternativa viable el manuscrito y su relación con la casa de la torre. Tras años de decirme a mí mismo que no era casualidad que hubiera acabado viviendo en aquel lugar, la idea empezaba a cobrar otro significado. Decidí empezar por el lugar al que había confinado buena parte de los objetos y pertenencias que los antiguos residentes de la casa de la torre habían dejado atrás. Recuperé la llave de la última habitación del pasillo del cajón de la cocina en el que había pasado años. No había vuelto a entrar allí desde que los trabajadores de la compañía eléctrica habían instalado el tendido por la casa. Al introducir la llave en la cerradura sentí una corriente de aire frío que exhalaba el orificio del cerrojo sobre mis dedos y constaté que Isabella tenía razón; aquella habitación desprendía un olor extraño que hacía pensar en flores muertas y tierra removida.

Abrí la puerta y me llevé la mano al rostro. El hedor era intenso. Palpé la pared buscando el interruptor de la luz, pero la bombilla desnuda que prendía del techo no respondió. La claridad que entraba del pasillo permitía entrever los contornos de la pila de cajas, libros y baúles que había confinado a aquel lugar años atrás. Lo contemplé todo con hastío. La pared del fondo estaba completamente cubierta por un gran armario de roble. Me arrodillé frente a una caja que contenía viejas fotografías, gafas, relojes y pequeños objetos personales. Empecé a hurgar sin saber muy bien qué buscaba. Al rato abandoné la empresa y suspiré. Si esperaba averiguar algo necesitaba un plan. Me disponía a dejar la habitación cuando escuché la puerta del armario abrirse poco a poco a mi espalda. Un soplo de aire helado y húmedo me rozó la nuca. Me volví lentamente. La puerta del armario estaba entreabierta y se podían apreciar en el interior los antiguos vestidos y trajes que colgaban de las perchas, carcomidos por el tiempo, ondeando como algas bajo el agua. La corriente de aire frío que portaba aquel hedor procedía de allí. Me incorporé y me aproximé lentamente hacia el armario. Abrí las puertas de par en par y separé con las manos las prendas que colgaban de los percheros. La madera del fondo estaba podrida y se había empezado a desprender. Al otro lado se podía intuir un muro de yeso en el que se había abierto un orificio de un par de centímetros de amplitud. Me incliné para intentar ver qué había al otro lado, pero la oscuridad era casi absoluta. La claridad tenue del pasillo se filtraba por el orificio y proyectaba un filamento vaporoso de luz al otro lado. Apenas se apreciaba más que una atmósfera espesa. Acerqué el ojo intentando ganar alguna imagen de lo que había al otro lado del muro, pero en aquel instante una araña negra apareció en la boca del orificio. Me retiré de golpe y la araña se apresuró a trepar por el interior del armario y desapareció en la sombra. Cerré la puerta del armario y salí de la habitación. Eché la llave y la guardé en el primer cajón de la cómoda que quedaba en el pasillo. El hedor que había quedado atrapado en aquella cámara se había esparcido por el corredor como un veneno. Maldije la hora en que se me había ocurrido abrir aquella puerta y salí a la calle confiando en olvidar, aunque fuese sólo por unas horas, la oscuridad que latía en el corazón de aquella casa.

Las malas ideas siempre vienen en pareja. Para celebrar que había descubierto una suerte de cámara oscura oculta en mi domicilio me acerqué hasta la librería de Sempere e Hijos con la idea de invitar a comer al librero en la Maison Dorée. Sempere padre estaba leyendo una preciosa edición de El manuscrito encontrado en Zaragoza de Potocki y no quiso ni oír hablar del tema.

-Si quiero ver a esnobs y papanatas dándose tono y congratulándose mutuamente no me hace falta pagar, Martín.

-No me sea gruñón. Si invito yo.

Sempere negó. Su hijo, que había asistido a la conversación desde el umbral de la trastienda, me miraba, dudando.

-¿Y si me llevo a su hijo qué pasa? ¿Me retirará la palabra?

-Ustedes sabrán en qué desperdician el tiempo y el dinero. Yo me quedo leyendo, que la vida es breve.

Sempere hijo era el paradigma de la timidez y la discreción. Si bien nos conocíamos desde niños, no recordaba haber mantenido con él más de tres o cuatro conversaciones a solas de más de cinco minutos. No le conocía vicio ni pecadillo alguno. Me constaba de buena tinta que entre las muchachas del barrio se le tenía por no menos que el guapo oficial y soltero de oro. Más de una se dejaba caer por la librería con cualquier excusa y se detenía frente al escaparate a suspirar, pero el hijo de Sempere, si es que se percataba, nunca daba un paso para hacer efectivos aquellos pagarés de devoción y labios entreabiertos. Cualquier otro hubiese hecho una carrera estelar de calavera con una décima parte de aquel capital. Cualquiera menos Sempere hijo, a quien a veces uno no sabía si atribuir el título de beato.

-A este paso, éste se me va a quedar para vestir santos -se lamentaba a veces Sempere.

-¿Ha probado a echarle algo de guindilla en la sopa para estimular el riego en puntos clave? -preguntaba yo.

-Usted ríase, granuja, que yo ya voy para los setenta y sin un puñetero nieto. Nos recibió el mismo maître que recordaba de mi última visita, pero sin la sonrisa servil ni el gesto de bienvenida. Cuando le comuniqué que no había hecho reserva asintió con una mueca de desprecio y chasqueó los dedos para invocar la presencia de un mozo que nos escoltó sin ceremonia a la que supuse era la peor mesa de la sala, junto a la puerta de las cocinas y enterrada en un rincón oscuro y ruidoso. Durante los siguientes veinticinco minutos nadie se aproximó a la mesa, ni para ofrecer un menú ni servir un vaso de agua. El personal pasaba de largo dando portazos e ignorando completamente nuestra presencia y nuestros gestos para reclamar atención.

-¿Quiere decir que no deberíamos irnos? -preguntó Sempere hijo al fin-. Yo, con un bocadillo en cualquier sitio, me apaño...

No había acabado de pronunciar estas palabras cuando los vi aparecer. Vidal y señora avanzaban hacia su mesa escoltados por el maître dos camareros que se deshacían en parabienes. Tomaron asiento y en un par de minutos se inició la procesión de besamanos en la que, uno tras otro, comensales de la sala se aproximaban a felicitar a Vidal. Él los recibía con gracia divina y los despachaba poco después. Sempere hijo, que se había dado cuenta de la situación, me observaba.

-Martín, ¿está usted bien? ¿Por qué no nos vamos?

Asentí lentamente. Nos levantamos y nos dirigimos hacia la salida, bordeando el comedor por el extremo opuesto a la mesa de Vidal. Antes de abandonar la sala cruzamos frente al maître, que ni se molestó en mirarnos, y mientras nos dirigíamos a la salida pude ver en el espejo que había sobre el marco de la puerta que Vidal se inclinaba y besaba a Cristina en los labios. Al salir a la calle, Sempere hijo me miró, mortificado.

-Lo siento, Martín.

-No se preocupe. Mala elección. Es todo. Si no le importa, de esto, a su padre...

-... ni una palabra -aseguró.

-Gracias.

-No se merecen. ¿Qué me dice si soy yo el que le invita a algo más plebeyo? Hay un comedor en la calle del Carmen que tira de espaldas. Se me había ido el apetito, pero asentí de buena gana.

-Venga.

El lugar quedaba cerca de la biblioteca y servía comidas caseras a precio económico para las gentes del barrio. Apenas probé la comida, que olía infinitamente mejor que cualquier cosa que hubiese olfateado en la Maison Dorée en todos los años que llevaba abierta, pero a la altura de los postres ya había apurado yo sólito una botella y media de tinto y la cabeza me había entrado en órbita.

-Sempere, dígame una cosa. ¿Qué tiene usted en contra de mejorar la raza?

¿Cómo se explica si no que un ciudadano joven y sano bendecido por el Altísimo con una planta como la suya no se haya beneficiado a lo más prieto del patio de figuras? El hijo del librero rió.

-¿Qué le hace pensar que no lo he hecho?

Me toqué la nariz con el índice, guiñándole un ojo. Sempere hijo asintió.

-A riesgo de que me tome usted por un mojigato, me gusta pensar que estoy esperando.

-¿A qué? ¿A que el instrumental ya no se le ponga en marcha?

-Habla usted como mi padre.

-Los hombres sabios comparten el pensamiento y la palabra.

-Digo yo que habrá algo más, ¿no? -preguntó. –

-¿Algo más? “Sempere asintió.

-Qué sé yo -dije.

-Yo creo que sí lo sabe.

-Pues ya ve cómo me aprovecha.

Iba a servirme otro vaso cuando Sempere me detuvo.

-Prudencia -murmuró.

-¿Ve cómo es usted un mojigato?

-Cada cual es lo que es.

-Eso tiene cura. ¿Qué me dice si nos vamos usted y yo ahora mismo de picos pardos?

Sempere me miró con lástima.

-Martín, creo que es mejor que se vaya a casa y descanse. Mañana será otro día.

-No le dirá a su padre que he pillado una cogorza, ¿verdad?

De camino a casa me detuve en no menos de siete bares para degustar sus existencias de alta graduación hasta que, con una u otra excusa, me ponían en la calle y recorría otros cien o doscientos metros en busca de un nuevo puerto en el que hacer escala. Nunca había sido un bebedor de fondo y a última hora de la tarde estaba tan ebrio que no me acordaba ni de dónde vivía. Recuerdo que un par de camareros del hostal Ambos Mundos de la plaza Real me levantaron cada uno de un brazo y me depositaron en un banco frente a la fuente, donde caí en un sopor espeso y oscuro.

Soñé que acudía al entierro de don Pedro. Un cielo ensangrentado atenazaba el laberinto de cruces y ángeles que rodeaban el gran mausoleo de los Vidal en el cementerio de Montjuíc. Una comitiva silenciosa de velos negros rodeaba el anfiteatro de mármol ennegrecido que formaba el pórtico del mausoleo. Cada figura portaba un largo cirio blanco. La luz de cien llamas esculpía el contorno de un gran ángel de mármol abatido de dolor y pérdida sobre un pedestal a cuyos pies yacía la tumba abierta de mi mentor y, en su interior, un sarcófago de cristal. El cuerpo de Vidal, vestido de blanco, yacía tendido bajo el cristal con los ojos abiertos. Lágrimas negras descendían por sus mejillas. De entre la comitiva se adelantaba la silueta de su viuda, Cristina, que caía de rodillas frente al féretro bañada en llanto. Uno a uno, los miembros de la comitiva desfilaban frente al difunto y depositaban rosas negras sobre el ataúd de cristal hasta que quedaba cubierto y sólo podía verse su rostro. Dos enterradores sin rostro hacían descender el féretro en la fosa, cuyo fondo estaba inundado de un líquido espeso y oscuro. El sarcófago quedaba flotando sobre el lienzo de sangre, que lentamente se filtraba entre los resquicios del cierre de cristal. Poco a poco, el ataúd se inundaba y la sangre cubría el cadáver de Vidal. Antes de que su rostro se sumergiese por completo, mi mentor movía los ojos y me miraba. Una bandada de pájaros negros alzaba el vuelo y yo echaba a correr, extraviándome entre los senderos de la infinita ciudad de los muertos. Tan sólo un llanto lejano conseguía guiarme hacia la salida y me permitía eludir los lamentos y ruegos de oscuras figuras de sombra que salían a mi paso y me suplicaban que los llevase conmigo, que los rescatase de su eterna oscuridad.

Me despertaron dos guardias dándome golpecitos en la pierna con la porra. Ya había anochecido y me llevó unos segundos dilucidar si se trataba del orden público o agentes de la parca en misión especial.

-A ver, caballero, a dormir la mona a casita, ¿estamos?

-A sus órdenes, mi coronel.

-Andando o le encierro en el calabozo, a ver si le encuentra el chiste. No me lo tuvo que repetir dos veces. Me incorporé como pude y puse rumbo a casa con la esperanza de llegar antes de que mis pasos me guiaran de nuevo a otro tugurio de mala muerte. El trayecto, que en condiciones normales me hubiese llevado diez o quince minutos, se prolongó casi el triple. Finalmente, en un giro milagroso, llegué a la puerta de mi casa para, como si de una maldición se tratase, volver a encontrarme a Isabella sentada esta vez en el vestíbulo interior de la finca, esperándome.

-Está usted borracho -dijo Isabella.

-Debo de estarlo, porque en pleno delírium trémens me ha parecido encontrarte a medianoche durmiendo a las puertas de mi casa.

-No tenía otro sitio adonde ir. Mi padre y yo hemos discutido y me ha echado de casa.

Cerré los ojos y suspiré. Mi cerebro embotado de licor y amargura era incapaz de dar forma al torrente de negativas y maldiciones que se me estaban apelotonando en los labios.

-Aquí no puedes quedarte, Isabella.

-Por favor, sólo por esta noche. Mañana buscaré una pensión. Se lo suplico, señor Martín.

-No me mires con esos ojos de cordero degollado -amenacé.

-Además, si estoy en la calle es por su culpa -añadió.

-Por mi culpa. Ésa sí que es buena. Talento para escribir no sé si tendrás, pero imaginación calenturienta te sobra. ¿Por qué infausto motivo, si puede saberse, es culpa mía que tu señor padre te haya puesto de patitas en la calle?

-Cuando está usted borracho habla raro.

-No estoy borracho. No he estado borracho en mi vida. Contesta a la pregunta.

-Le dije a mi padre que usted me había contratado como ayudante y a partir de ahora me iba a dedicar a la literatura y ya no podría trabajar en la tienda.

-¿Qué?

-¿Podemos pasar? Tengo frío y el trasero se me ha quedado petrificado de dormir sobre los escalones.

Sentí que la cabeza me daba vueltas y me rondaba la náusea. Alcé la vista a la tenue penumbra que destilaba de la claraboya en lo alto de la escalera.

-¿Es éste el castigo que me envía el cielo para que me arrepienta de mi vida disoluta?

Isabella siguió el rastro de mi mirada, intrigada.

-¿Con quién habla?

-No hablo con nadie, monologo. Prerrogativa del beodo. Pero mañana a primera hora voy a dialogar con tu padre y poner fin a este absurdo.

-No sé si es una buena idea. Ha jurado que cuando le vea le va a matar. Tiene una escopeta de dos cañones escondida debajo del mostrador. Él es así. Una vez mató a un burro con ella. Fue en verano, cerca de Argentona...

-Cállate. Ni una palabra más. Silencio.

Isabella asintió y se me quedó mirando, expectante. Reanudé la búsqueda de la llave. Ahora no podía lidiar con el embolado de aquella locuaz adolescente. Necesitaba caer sobre la cama y perder la conciencia, preferentemente por ese orden. Busqué durante un par de minutos, sin resultados visibles. Finalmente, Isabella, sin mediar palabra, se me adelantó y hurgó en el bolsillo de mi chaqueta por el que mis manos habían pasado cien veces y encontró la llave. Me la mostró y asentí, derrotado.

Isabella abrió la puerta del piso y me ayudó a incorporarme. Me guió hasta el dormitorio como a un inválido y me ayudó a tumbarme en la cama. Me acomodó la cabeza sobre las almohadas y me quitó los zapatos. La miré confundido.

-Tranquilo, que los pantalones no se los voy a quitar. Me aflojó los botones del cuello y se sentó a mi lado, observándome. Me sonrió con una melancolía que no se merecían sus años.

-Nunca le he visto tan triste, señor Martín. ¿Es por esa mujer, verdad? La de la foto. Me tomó la mano y me la acarició, tranquilizándome.

-Todo pasa, hágame caso. Todo pasa.

A mi pesar, se me llenaron los ojos de lágrimas y volví la cabeza para que ella no me viese la cara. Isabella apagó la luz de la mesita y permaneció sentada a mi lado, en la penumbra, escuchando llorar a aquel miserable borracho sin hacer preguntas ni ofrecer más juicio que su compañía y su bondad hasta que me dormí. Me despertó la agonía de la resaca, una prensa cerrándose sobre las sienes, y el perfume de café colombiano. Isabella había dispuesto una mesita junto a la cama con una cafetera recién hecha y un plato con pan, queso, jamón y una manzana. La visión de la comida me produjo náuseas, pero alargué la mano hacia la cafetera. Isabella, que me había estado observando desde el umbral sin que lo advirtiese, se me adelantó y me sirvió una taza, deshecha en sonrisas. -Tómelo así, bien cargado, y le irá de maravilla. Acepté el tazón y bebí. ¿Qué hora es? -La una de la tarde. Dejé escapar un soplido. -¿Cuántas horas llevas despierta?

-Unas siete.

-¿Haciendo qué?

-Limpiando y ordenando, pero aquí hay faena para varios meses -replicó Isabella. Tomé otro sorbo largo de café.

-Gracias -murmuré-. Por el café. Y por ordenar y limpiar, pero no tienes por qué hacerlo.

-No lo hago por usted, si es lo que le preocupa. Lo hago por mí. Si voy a vivir aquí, prefiero pensar que no me voy a quedar pegada a algo si me apoyo por accidente. -¿Vivir aquí? Creí que habíamos dicho que... Al levantar la voz, una punzada de dolor me cortó la palabra y el pensamiento.

-Siiihhhh -susurró Isabella.

Asentí a modo de tregua. Ahora no podía ni quería discutir con Isabella. Tiempo habría para devolverla a su familia más tarde, cuando la resaca se batiese en retirada. Apuré la taza de un tercer sorbo y me incorporé lentamente. De cinco a seis púas de dolor se me clavaron en la cabeza. Dejé escapar un lamento. Isabella me sostenía del brazo.

-No soy un inválido. Puedo valerme por mí mismo. Isabella me soltó tentativamente. Di algunos pasos hacia el pasillo. Isabella me seguía de cerca, como si temiese que fuera a desplomarme por momentos. Me detuve frente al baño.

-¿Puedo orinar a solas? -pregunté. -Apunte con cuidado -musitó la muchacha-. Le dejaré el desayuno en la galería. -No tengo hambre. -Tiene que comer algo. -¿Eres mi aprendiz o mi madre? -Se lo digo por su bien.

Cerré la puerta del baño y me refugié en el interior. Mi ojos tardaron un par de segundos en ajustarse a lo que estaba viendo. El baño estaba irreconocible. Limpio y reluciente. Cada cosa en su sitio. Una pastilla de jabón nueva sobre el lavabo. Toallas limpias que ni siquiera sabía que habían estado en mi posesión. Olor a lejía.

-Madre de Dios -murmuré.

Metí la cabeza bajo el grifo y dejé correr el agua fría durante un par de minutos. Salí al corredor y me dirigí lentamente a la galería. Si el baño estaba irreconocible, la galería pertenecía a otro mundo. Isabella había limpiado los cristales y el suelo y ordenado muebles y butacas. Una luz pura y clara se filtraba por las cristaleras y el olor a polvo había desaparecido. Mi desayuno me esperaba en la mesa frente al sofá, sobre el que la muchacha había tendido un manto limpio. Las estanterías repletas de libros parecían reordenadas y las vitrinas habían recobrado la transparencia. Isabella me estaba sirviendo un segundo tazón de café.

-Sé lo que estás haciendo, y no va a funcionar-dije. -¿Servir una taza de café? Isabella había ordenado los libros desperdigados en pilas sobre las mesas y por los rincones. Había vaciado revisteros que llevaban anegados más de una década. En apenas siete horas, había barrido de un plumazo años de penumbra y tinieblas con su afán y su presencia, y todavía le quedaban tiempo y ganas para sonreír.

-Me gustaba más como estaba antes -dije.

-Seguro. A usted y a las cien mil cucarachas que tenía de inquilinas y que he despedido con viento fresco y amoniaco.

-¿Así que ése es el pestuzo que se huele?

-El pestuzo es olor a limpio -protestó Isabella-. Podría estar un poco agradecido.

-Lo estoy.

-No se nota. Mañana subiré al estudio y...

-Ni se te ocurra.

Isabella se encogió de hombros, pero su mirada seguía determinada y supe que en veinticuatro horas el estudio de la torre iba a sufrir una transformación irreparable.

-Por cierto, esta mañana me he encontrado un sobre en el recibidor. Alguien debió de colarlo por debajo de la puerta anoche.

La miré por encima de la taza.

-El portal de abajo está cerrado con llave -dije.

-Eso pensaba yo. La verdad es que me ha parecido muy raro y, aunque llevaba su nombre...

-... lo has abierto.

-Me temo que sí. Ha sido sin querer.

-Isabella, abrir la correspondencia de los demás no es indicio de buenos modales. En algunos sitios incluso es delito castigable con penas de cárcel.

-Eso le digo yo a mi madre, que siempre me abre las cartas. Y sigue libre.

-¿Dónde está la carta?

Isabella extrajo un sobre del bolsillo del delantal que se había enfundado y me lo tendió evitando mi mirada. Tenía los bordes serrados y era de papel grueso y poroso, amarfilado, con el sello del ángel sobre lacre rojo –roto y mi nombre en trazo carmesí y tinta perfumada. Lo abrí y extraje una cuartilla doblada.

Estimado David:

Confío en que se encuentre bien de salud y que haya ingresado los fondos acordados sin problemas. ¿Le parece que nos veamos esta noche en mi domicilio para empezar a discutir los pormenores de nuestro proyecto? Se servirá una cena ligera a eso de las diez. Le espero.

Su amigo,

ANDREAS CORELLI

Cerré la cuartilla y la guardé de nuevo en el sobre. Isabella me observaba intrigada.

-¿Buenas noticias?

-Nada que te concierna.

-¿Quién es ese tal señor Corelli? Tiene la letra bonita, no como usted. La miré con severidad.

-Si voy a ser su ayudante, digo yo que tendré que saber con quién tiene tratos. Por si he de mandarlos a paseo, quiero decir.

Resoplé.

-Es un editor.

-Debe de ser bueno, porque mire qué papel de carta y qué sobres que se gasta.

¿Qué libro está escribiendo para él?

-Nada que te incumba.

-¿Cómo voy a ayudarle si no me dice en lo que está trabajando? No, mejor no conteste. Ya me callo.

Durante diez milagrosos segundos, Isabella permaneció callada.

-¿Cómo es el tal señor Corelli?

La miré fríamente.

-Peculiar.

-Dios los cría y... no digo nada.

Observando a aquella muchacha de corazón noble me sentí, si cabe, más miserable y comprendí que cuanto antes la alejase de mí, aun a riesgo de herirla, mejor sería para ambos.

-¿Por qué me mira así?

-Esta noche voy a salir, Isabella.

-¿Le dejo algo de cena preparada? ¿Volverá muy tarde?

-Cenaré fuera y no sé cuándo regresaré, pero sea a la hora que sea, cuando vuelva quiero que te hayas ido. Quiero que cojas tus cosas y te marches. Adonde, me es indiferente. Aquí no hay lugar para ti. ¿Entendido?

Su rostro palideció y los ojos se le hicieron agua. Se mordió los labios y me sonrió con las mejillas surcadas de lágrimas.

-Estoy de sobra. Entendido.

-Y no limpies más.

Me levanté y la dejé a solas en la galería. Me escondí en el estudio de la torre. Abrí las ventanas. El llanto de Isabella llegaba desde la galería. Contemplé la ciudad tendida al sol del mediodía y dirigí la vista al otro extremo donde casi creí poder ver las tejas brillantes que cubrían Villa Helius e imaginar a Cristina, señora de Vidal, arriba en las ventanas del torreón, mirando hacia la Ribera. Algo oscuro y turbio me cubrió el corazón. Olvidé el llanto de Isabella y tan sólo deseé que llegase el momento de encontrarme con Corelli para hablar de su libro maldito, comprobé que la muchacha se había marchado. Antes de hacerlo, sin embargo, se había entretenido en ordenar y limpiar la colección de obras completas de Ignatius B. Samson que durante años habían atesorado polvo y olvido en una vitrina que ahora relucía sin mácula. La muchacha había tomado uno de los libros y lo había dejado abierto por la mitad sobre un atril de pie. Leí una línea al azar y me pareció viajar a un tiempo en el que todo parecía tan simple como inevitable.

”La poesía se escribe con lágrimas, la novela con sangre y la historia con agua de borrajas”, dijo el cardenal mientras untaba de veneno el filo del cuchillo a la luz del candelabro.”

La estudiada ingenuidad de aquellas líneas me arrancó una sonrisa y me devolvió una sospecha que nunca había dejado de rondarme: tal vez habría sido mejor para todos, sobre todo para mí, que Ignatius B. Samson nunca se hubiese suicidado y que David Martín hubiese tomado su lugar.

Permanecí en el estudio de la torre hasta que el atardecer se esparció sobre la ciudad como sangre en el agua. Hacía calor, más del que había hecho en todo el verano, y los tejados de la Ribera parecían vibrar a la vista como espejismos de vapor. Bajé al piso y me cambié de ropa. La casa estaba en silencio, las persianas de la galería entornadas y las vidrieras teñidas de una claridad ámbar que se esparcía por el pasillo central.

-¿Isabella? -llamé.

No obtuve respuesta. Me acerqué hasta la galería.

Anochecía ya cuando salí a la calle. El calor y la humedad habían empujado a numerosos vecinos del barrio a sacar sus sillas a la calle en busca de una brisa que no llegaba. Sorteé los improvisados corros frente a portales y esquinas y me dirigí hasta la estación de Francia, donde siempre podían encontrarse dos o tres taxis a la espera de pasaje. Abordé el primero de la fila. Nos llevó unos veinte minutos cruzar la ciudad y escalar la ladera del monte sobre el que descansaba el bosque fantasmal del arquitecto Gaudí. Las luces de la casa de Corelli podían verse desde lejos.

-No sabía que alguien viviese aquí -comentó el conductor. Tan pronto le hube abonado el trayecto, propina incluida, no perdió un segundo en largarse a toda prisa. Esperé unos instantes antes de llamar a la puerta, saboreando el extraño silencio que reinaba en aquel lugar. Apenas una sola hoja se agitaba en el bosque que cubría la colina a mis espaldas. Un cielo sembrado de estrellas y pinceladas de nubes se extendía en todas direcciones. Podía oír el sonido de mi propia respiración, de mis ropas rozándose al andar, de mis pasos aproximándose a la puerta. Tiré del llamador y esperé. La puerta se abrió momentos más tarde. Un hombre de mirada y hombros caídos asintió ante mi presencia y me indicó que pasara. Su atavío sugería que se trataba de una suerte de mayordomo o criado. No emitió sonido alguno. Le seguí a través del corredor que recordaba flanqueado de retratos y me cedió el paso al gran salón que quedaba en el extremo y desde el cual se podía contemplar toda la ciudad a lo lejos. Con una leve reverencia me dejó allí a solas y se retiró con la misma lentitud con la que me había acompañado. Me aproximé hasta los ventanales y miré entre los visillos, matando el tiempo a la espera de Corelli. Habían transcurrido un par de minutos cuando advertí que una figura me observaba desde un rincón de la sala. Estaba sentado, completamente inmóvil, en una butaca entre la penumbra y la luz de un candil que apenas revelaba las piernas y las manos apoyadas en los brazos de la butaca. Le reconocí por el brillo de sus ojos que nunca pestañeaban y por el reflejo del candil en el broche en forma de ángel que siempre llevaba en la solapa. Tan pronto posé la vista en él se incorporó y se aproximó con pasos rápidos, demasiado rápidos, y una sonrisa lobuna en los labios que me heló la sangre.

-Buenas noches, Martín.

Asentí intentando corresponder a su sonrisa.

-He vuelto a sobresaltarle -dijo-. Lo siento. ¿Puedo ofrecerle algo de beber o pasamos a la cena sin preámbulos?

-La verdad es que no tengo apetito.

-Es este calor, sin duda. Si le parece, podemos pasar al jardín y hablar allí. El silencioso mayordomo hizo acto de presencia y procedió a abrir las puertas que daban al jardín, donde un sendero de velas colocadas sobre platillos de café conducía a una mesa de metal blanca con dos sillas apostadas frente a frente. La llama de las velas ardía erguida, sin fluctuación alguna. La luna arrojaba una tenue claridad azulada. Tomé asiento y Corelli hizo lo propio mientras el mayordomo nos servía dos vasos de una vasija que supuse era vino o algún tipo de licor que no tenía intención de probar. A la luz de aquella luna de tres cuartos, Corelli me pareció más joven, los rasgos de su rostro más afilados. Me observaba con una intensidad rayana en la voracidad.

-Algo le inquieta, Martín.

-Supongo que ha oído lo del incendio.

-Un fin lamentable y sin embargo poéticamente justo.

-¿Le parece justo que dos hombres mueran de ese modo?

-¿Un modo menos cruento le parecería más aceptable? La justicia es una afectación de la perspectiva, no un valor universal. No voy a fingir una consternación que no siento, y supongo que usted tampoco, por mucho que lo pretenda. Pero si lo prefiere guardamos un minuto de silencio.

-No será necesario.

-Claro que no. Sólo es necesario cuando uno no tiene nada válido que decir. El silencio hace que hasta los necios parezcan sabios durante un minuto. ¿Alguna cosa más que le preocupe, Martín?

-La policía parece creer que tengo algo que ver con lo sucedido. Me preguntaron por usted.

Corelli asintió con despreocupación.

-La policía tiene que hacer su trabajo y nosotros el nuestro. ¿Le parece que demos el tema por zanjado?

Asentí lentamente. Corelli sonrió.

-Hace un rato, mientras le esperaba, me he dado cuenta de que usted y yo tenemos pendiente una pequeña conversación retórica. Cuanto antes nos la quitemos de encima, antes podremos entrar en harina-dijo-. Me gustaría empezar preguntándole qué es para usted la fe. Cavilé unos instantes.

-Nunca he sido una persona religiosa. Más que creer o descreer, dudo. La duda es mi fe.

-Muy prudente y muy burgués. Pero echando balones fuera no se gana el partido.

¿Por qué diría usted que creencias de todo tipo aparecen y desaparecen a lo largo de la historia?

-No lo sé. Supongo que por factores sociales, económicos o políticos. Habla usted con alguien que dejó de ir a la escuela a los diez años. La historia no es mi fuerte.

-La historia es el vertedero de la biología, Martín.

-Me parece que el día que daban esa lección no fui a clase.

-Esa lección no la dan en las aulas, Martín. Esa lección nos la dan la razón y la observación de la realidad. Esa lección es la que nadie quiere aprender y, por tanto, la que mejor debemos analizar para poder hacer bien nuestro trabajo. Toda oportunidad de negocio parte de una incapacidad ajena de resolver un problema simple e inevitable.

-¿Hablamos de religión o de economía?

-Elija usted la nomenclatura.

-Si le estoy entendiendo bien, usted sugiere que la fe, el acto de creer en mitos o ideologías o leyendas sobrenaturales, es consecuencia de la biología.

-Ni más ni menos.

-Una visión un tanto cínica para provenir de un editor de textos religiosos -apunté.

-Una visión profesional y desapasionada -matizó Corelli-. El ser humano cree como respira, para sobrevivir.

-¿Esa teoría es suya?

-No es una teoría, es una estadística.

-Se me ocurre que tres cuartas partes del mundo, por lo menos, estarían en desacuerdo con esa afirmación -apunté.

-Por supuesto. Si estuviesen de acuerdo, no serían creyentes potenciales. A nadie se le puede convencer de verdad de lo que no necesita creer por imperativo biológico.

-¿Sugiere usted entonces que está en nuestra naturaleza vivir engañados?

-Está en nuestra naturaleza sobrevivir. La fe es una respuesta instintiva a aspectos de la existencia que no podemos explicar de otro modo, bien sea el vacío moral que percibimos en el universo, la certeza de la muerte, el misterio del origen de las cosas o el sentido de nuestra propia vida, o la ausencia de él. Son aspectos elementales y de extraordinaria sencillez, pero nuestras propias limitaciones nos impiden responder de un modo inequívoco a esas preguntas y por ese motivo generamos, como defensa, una respuesta emocional. Es simple y pura biología.

-Según usted, entonces, todas las creencias o ideales no serían más que una ficción.

-Toda interpretación u observación de la realidad lo es por necesidad. En este caso, el problema radica en que el hombre es un animal moral abandonado en un universo amoral y condenado a una existencia finita y sin otro significado que perpetuar el ciclo natural de la especie. Es imposible sobrevivir en un estado prolongado de realidad, al menos para un ser humano. Pasamos buena parte de nuestras vidas soñando, sobre todo cuando estamos despiertos. Como digo, simple biología.

Suspiré.

-Y después de todo esto, quiere usted que me invente una fábula que haga caer de rodillas a los incautos y los persuada de que han visto la luz, de que hay algo en lo que creer, por lo que vivir y por lo que morir e incluso matar.

-Exactamente. No le pido que invente nada que no esté inventado ya, de una u otra forma. Le pido simplemente que me ayude a dar de beber al sediento.

-Un propósito loable y piadoso -ironicé.

-No, una simple propuesta comercial. La naturaleza es un gran mercado libre. La ley de la oferta y la demanda es un hecho molecular.

-Tal vez debería usted buscar a un intelectual para esta labor. Hablando de hechos moleculares y mercantiles, le aseguro que la mayoría no han visto cien mil francos juntos en toda su vida y apuesto a que estarán dispuestos a venderse el alma, o a inventársela, por una fracción de esa cantidad.

El brillo metálico en sus ojos me hizo sospechar que Corelli iba a dedicarme otro de sus ácidos sermones de bolsillo. Visualicé el saldo que reposaba en mi cuenta del Banco Hispano Americano y me dije que cien mil francos bien valían una misa o una colección de homilías.

-Un intelectual es habitualmente alguien que no se distingue precisamente por su intelecto -dictaminó Corelli-. Se atribuye a sí mismo ese calificativo para cornpensar la impotencia natural que intuye en sus capacidades. Es aquello tan viejo y tan cierto del dime de qué alardeas y te diré de qué careces. Es el pan de cada día. El incompetente siempre se presenta a sí mismo como experto, el cruel como piadoso, el pecador como santurrón, el usurero como benefactor, el mezquino como patriota, el arrogante como humilde, el vulgar como elegante y el bobalicón como intelectual. De nuevo, todo obra de la naturaleza, que lejos de ser la sílfide a la que cantan los poetas es una madre cruel y voraz que necesita alimentarse de las criaturas que va pariendo para seguir viva.

Corelli y su poética de la biología feroz empezaban a producirme náuseas. La vehemencia e ira contenidas que destilaban las palabras del editor me incomodaban y me pregunté si habría algo en el universo que no le pareciese repugnante y despreciable, incluida mi persona.

-Debería usted dar charlas de inspiración en escuelas y parroquias el Domingo de Ramos. Obtendría un éxito abrumador -sugerí.

Corelli rió con frialdad.

-No cambie de tema. Lo que yo busco es el opuesto a un intelectual, es decir, alguien inteligente. Y ya lo he encontrado.

-Me halaga.

-Mejor aún, le pago. Y muy bien, que es el único halago verdadero en este mundo meretriz. No acepte usted nunca condecoraciones que no vengan impresas al dorso de un cheque. Sólo benefician al que las concede.

Y ya que le pago, espero que me escuche y siga mis instrucciones. Créame cuando le digo que no tengo interés alguno en hacerle perder el tiempo. Mientras esté usted a sueldo, su tiempo es también mi tiempo.

Su tono era amable, pero el brillo de sus ojos resultaba acerado y no dejaba lugar a equívocos.

-No es necesario que me lo recuerde cada cinco minutos.

-Disculpe mi insistencia, amigo Martín. Si le mareo a usted con todos estos circunloquios es para quitarlos de en medio cuanto antes. Lo que quiero de usted es la forma, no el fondo. El fondo siempre es el mismo y está inventado desde que existe el ser humano.

Está grabado en su corazón como un número de serie. Lo que quiero de usted es que encuentre un modo inteligente y seductor de responder a las preguntas que todos nos hacemos y lo haga desde su propia lectura del alma humana, poniendo en práctica su arte y su oficio. Quiero que me traiga una narración que despierte el alma.

-Nada más...

-Y nada menos.

-Habla usted de manipular sentimientos y emociones. ¿No sería más fácil convencer a la gente con una exposición racional, simple y clara?

-No. Es imposible iniciar un diálogo racional con una persona respecto a creencias y conceptos que no ha adquirido mediante la razón. Tanto da que hablemos de Dios, de la raza o de su orgullo patrio. Por eso necesito algo más poderoso que una simple exposición retórica. Necesito la fuerza del arte, de la puesta en escena. La letra de la canción es lo que creemos entender, pero lo que nos hace creerla o no es la música.

Traté de absorber todo aquel galimatías sin atragantarme.

-Tranquilo, por hoy no hay más discursos -atajó Corelli-. Ahora, a lo práctico: usted y yo nos reuniremos aproximadamente cada quince días. Me informará de sus progresos y me mostrará el trabajo realizado. Si tengo cambios y observaciones, se lo haré notar. El trabajo se prolongará durante doce meses, o la fracción necesaria para completar el trabajo. Al término de ese plazo, usted me entregará todo el trabajo y la documentación generada, sin excepción, como corresponde al único propietario y garante de los derechos, es decir, yo. Su nombre no figurará en la autoría del documento y se compromete usted a no reclamarla con posterioridad a la entrega ni a discutir el trabajo realizado o los términos de este acuerdo en privado o en público con nadie. A cambio, usted obtendrá el pago inicial de cien mil francos, que ya se ha hecho efectivo, y al término, y previa entrega del trabajo a mi satisfacción, una bonificación adicional de cincuenta mil francos más.

Tragué saliva. No es uno plenamente consciente de la codicia que se esconde en su corazón hasta que oye el dulce tintineo de la plata en el bolsillo.

-¿No desea usted formalizar un contrato por escrito?

-El nuestro es un acuerdo de honor. El suyo y el mío. Y ya ha sido sellado. Un acuerdo de honor no se puede romper porque rompe a quien lo ha suscrito -dijo Corelli con un tono que me hizo pensar que hubiera sido preferible firmar un papel aunque fuese con sangre-.

¿Alguna duda?

-Sí. ¿Por qué?

-No le entiendo, Martín.

-¿Para qué quiere usted ese material, o como quiera llamarlo? ¿Qué piensa hacer con él?

-¿Problemas de conciencia, Martín, a estas alturas?

-Tal vez me tome usted por un individuo sin principios, pero si voy a participar en algo como lo que me propone, quiero saber cuál es el objetivo. Creo que tengo derecho. Corelli sonrió y posó su mano sobre la mía. Sentí un escalofrío al contacto de su piel helada y lisa como el mármol.

-Porque quiere usted vivir.

-Eso suena vagamente amenazador.

-Un simple y amistoso recordatorio de lo que ya sabe. Me ayudará usted porque quiere vivir y porque no le importa el precio ni las consecuencias. Porque no hace mucho se sabía a las puertas de la muerte y ahora tiene usted una eternidad por delante y la oportunidad de una vida. Me ayudará porque es usted humano. Y porque, aunque no lo quiere aceptar, tiene fe.

Retiré la mano de su alcance y le observé levantarse de la silla y dirigirse al extremo del jardín.

-No se preocupe, Martín. Todo saldrá bien. Hágame caso -dijo Corelli en un tono dulce y adormecedor, casi paternal.

-¿Puedo irme ya?

-Por supuesto. No le quiero retener más de lo necesario. He disfrutado de nuestra conversación. Ahora le dejaré que se retire y le vaya dando vueltas a todo lo que hemos comentado. Verá cómo, pasada la indigestión, se dará cuenta de que las verdaderas respuestas vienen a usted. No hay nada en el camino de la vida que no sepamos ya antes de iniciarlo. No se aprende nada importante en la vida, simplemente se recuerda. Se incorporó e hizo una señal al taciturno mayordomo que esperaba en los confines del jardín.

-Un coche le recogerá y le llevará a casa. Nosotros nos veremos en dos semanas.

-¿Aquí?

-Dios dirá -dijo relamiéndose los labios como si aquello le pareciese un chiste delicioso.

El mayordomo se aproximó y me hizo una seña para que le siguiese. Corelli asintió y volvió a tomar asiento, su mirada de nuevo perdida en la ciudad.

El coche, por llamarlo de algún modo, esperaba a la puerta del caserón. No era un automóvil cualquiera, era una pieza de coleccionista. Me hizo pensar en una carroza encantada, una catedral rodante de cromados y curvas hechas de ciencia pura tocada por la figura de un ángel de plata sobre el motor como un mascarón de proa. En otras palabras, un Rolls-Royce. El mayordomo me abrió la puerta y me despidió con una reverencia. Entré en el habitáculo, que parecía más la habitación de un hotel que la cabina de un vehículo de motor. El coche arrancó tan pronto me recosté en el asiento y partió colina abajo.

-¿Sabe la dirección? -pregunté. El chófer, una figura oscura al otro lado de una partición de cristal, hizo un leve asentimiento. Cruzamos Barcelona en el silencio narcótico de aquella carroza de metal que apenas parecía rozar el suelo. Vi desfilar calles y edificios a través de las ventanas como si se tratase de acantilados sumergidos. Pasaba ya la medianoche cuando el Rolls-Royce negro torció en la calle Comercio y se adentró en el paseo del Born. El coche se detuvo al pie de la calle Flassaders, demasiado estrecha para permitir su paso.

El chófer descendió y me abrió la puerta con una reverencia. Bajé del coche y él cerró la puerta y volvió a abordar el vehículo sin decir ni una palabra. Le vi partir hasta que la silueta oscura se deshizo en un velo de sombras. Me pregunté qué era lo que había hecho y, prefiriendo no dar con la respuesta, me dirigí hacia mi casa sintiendo que el mundo entero era una prisión sin escapatoria.

Al entrar en el piso me dirigí directamente al estudio. Abrí las ventanas a los cuatro vientos y dejé que la brisa húmeda y ardiente penetrase en la sala. En algunos terrados del barrio podían verse figuras tendidas sobre colchones y sábanas intentando escapar del calor asfixiante y conciliar el sueño. A lo lejos, las tres grandes chimeneas del Paralelo se alzaban como piras funerarias, esparciendo un manto de cenizas blancas que se extendía sobre Barcelona como polvo de cristal. Más cerca, la estatua de la Mercé alzando el vuelo desde la cúpula de la iglesia me recordó al ángel del Rolls-Royce y al que Corelli siempre lucía en su solapa. Sentía que la ciudad, después de muchos meses de silencio, volvía a hablarme y a contarme sus secretos.

Fue entonces cuando la vi, acurrucada en el escalón de una puerta de aquel miserable y angosto túnel entre viejos edificios que llamaban calle de las Moscas. Isabella. Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí y me dije que no era asunto mío. Iba a cerrar la ventana y retirarme al escritorio cuando advertí que no estaba sola. Un par de figuras se aproximaban a ella lentamente, quizá demasiado, desde el extremo de la calle. Suspiré, deseando que las figuras pasaran de largo. No lo hicieron. Una de ellas se apostó al otro lado, bloqueando la salida del callejón. La otra se arrodilló frente a la muchacha, alargando el brazo hacia ella.

La muchacha se movió. Instantes después las dos figuras se cerraron sobre Isabella y la oí gritar. Me llevó cerca de un minuto llegar hasta allí. Cuando lo hice, uno de los dos hombres tenía agarrada a Isabella por los brazos y el otro le había arremangado las faldas. Una expresión de terror atenazaba el rostro de la muchacha. El segundo individuo, que se estaba abriendo camino entre sus muslos a risotadas, sostenía una cuchilla contra su garganta. Tres líneas de sangre manaban del corte. Miré a mi alrededor. Un par de cajas con escombros y una pila de adoquines y materiales de construcción abandonados contra el muro. Aferré lo que resultó ser una barra de metal, sólida y pesada, de medio metro. El primero en advertir mi presencia fue el que sostenía el cuchillo. Di un paso al frente, blandiendo la barra de metal. Su mirada saltó de la barra a mis ojos y vi que se le borraba la sonrisa de los labios. El otro se volvió y me vio avanzar hacia él con la barra en alto. Bastó que le hiciese una señal con la cabeza para que soltase a Isabella y se apresurase a situarse tras su compañero.

-Venga, vámonos -murmuró.

El otro ignoró sus palabras. Me miraba fijamente con fuego en los ojos y el cuchillo en las manos.

-¿A ti quién te ha dado vela en este entierro, hijo de puta? Tomé a Isabella del brazo y la levanté del suelo sin despegar la mirada del hombre que sostenía el arma. Busqué las llaves en mi bolsillo y se las tendí.

-Ve a casa -dije-. Haz lo que te digo.

Isabella dudó un instante, pero pude oír sus pasos alejarse por el callejón hacia Flassaders. El individuo del cuchillo la vio partir y sonrió con rabia.

-Te voy a rajar, cabrón.

No dudé de su capacidad y de sus ganas de cumplir con su amenaza, pero algo en su mirada me hacía pensar que mi oponente no era del todo un imbécil y que si no lo había hecho todavía era porque se estaba preguntando cuánto pesaría aquella barra de metal que sostenía en la mano y, sobre todo, si tendría la fuerza, el valor y el tiempo de usarla para aplastarle el cráneo antes de que pudiera hincarme el filo de aquella navaja.

-Inténtalo -invité.

El tipo me sostuvo la mirada varios segundos y luego rió. El muchacho que le acompañaba suspiró de alivio. El hombre cerró el filo de la navaja y escupió a mis pies. Se dio la vuelta y se alejó hacia las sombras de las que había salido, su compañero correteando tras él como un perro fiel.

Encontré a Isabella acurrucada en el rellano interior de la casa de la torre. Temblaba y sostenía las llaves con ambas manos. Me vio entrar y se levantó de golpe.

-¿Quieres que llame a un médico?

Negó.

-¿Estás segura?

-No habían llegado a hacerme nada todavía -murmuró, mordiéndose las lágrimas.

-No es eso lo que me ha parecido.

-No me han hecho nada, ¿de acuerdo? -protestó.

-De acuerdo -dije.

La quise sostener del brazo mientras ascendíamos las escaleras, pero rehuyó el contacto.

Una vez en el piso la acompañé al baño y encendí la luz.

-¿Tienes una muda de ropa limpia que puedas ponerte?

Isabella me mostró la bolsa que llevaba y asintió.

-Venga, lávate mientras preparo algo de cenar.

-¿Cómo puede tener hambre ahora?

-Pues la tengo.

Isabella se mordió el labio inferior.

-La verdad es que yo también...

-Discusión cerrada entonces -dije.

Cerré la puerta del baño y esperé a oír correr el agua. Volví a la cocina y puse agua a calentar. Quedaba algo de arroz, panceta y algunas verduras que Isabella había traído la mañana anterior. Improvisé un guiso de restos y esperé casi media hora a que Isabella saliese del baño, apurando casi media botella de vino. La oí llorar con rabia al otro lado de la pared. Cuando apareció en la puerta de la cocina tenía los ojos enrojecidos y parecía más niña que nunca.

-No sé si aún tengo apetito -murmuró.

-Siéntate y come.

Nos sentamos a la pequeña mesa que había en el centro de la cocina. Isabella examinó con cierta sospecha el plato de arroz y tropezones varios que le había servido.

-Come -ordené.

Tomó una cucharada tentativa y se la llevó a los labios.

-Está bueno -dijo.

Le serví medio vaso de vino y llené el resto con agua.

-Mi padre no me deja beber vino.

-Yo no soy tu padre.

Cenamos en silencio, intercambiando miradas. Isabella apuró el plato y el pedazo de pan que le había cortado. Sonreía tímidamente. No se daba cuenta de que el susto aún no le había caído encima. Luego la acompañé hasta la puerta de su dormitorio y encendí la luz.

-Intenta descansar un poco -dije-. Si necesitas algo, da un golpe en la pared. Estoy en la habitación de al lado.

Isabella asintió.

--Ya le oí roncar la otra noche.

-Yo no ronco.

-Debían de ser las cañerías. O a lo mejor algún vecino que tiene un oso.

-Una palabra más y te vuelves a la calle.

Isabella sonrió y asintió.

-Gracias -musitó-. No cierre la puerta del todo,

por favor. Déjela entornada.

-Buenas noches -dije apagando la luz y dejando a

Isabella en la penumbra.

Más tarde, mientras me desnudaba en mi dormitorio, advertí que tenía una marca oscura en la mejilla, como una lágrima negra. Me acerqué al espejo y la barrí con los dedos. Era sangre seca. Sólo entonces me di cuenta de que estaba exhausto y me dolía el cuerpo entero.

A la mañana siguiente, antes de que Isabella se despertase, me acerqué hasta la tienda de ultramarinos que su familia regentaba en la calle Mirallers. Apenas había amanecido y la reja de la tienda estaba a medio abrir. Me colé en el interior y encontré a un par de mozos apilando cajas de té y otras mercancías sobre el mostrador.

-Está cerrado -dijo uno de ellos. -Pues no lo parece. Ve a buscar al dueño. Mientras esperaba me entretuve examinando el emporio familiar de la ingrata heredera Isabella, que en su infinita inocencia había renegado de las mieles del comercio para postrarse a las miserias de la literatura. La tienda era un pequeño bazar de maravillas traídas de todos los rincones del mundo. Mermeladas, dulces y tés. Cafés, especias y conservas. Frutas y carnes curadas. Chocolates y fiambres ahumados. Un paraíso pantagruélico para bolsillos bien calzados. Don Odón, padre de la criatura y encargado del establecimiento, se personó al poco vistiendo una bata azul, un bigote de mariscal y una expresión de consternación que le situaba a una alarmante proximidad del infarto. Decidí saltarme las gentilezas.

-Me dice su hija que guarda usted una escopeta de dos cañones con la que ha prometido matarme -dije, abriendo los brazos en cruz-. Aquí me tiene.

-¿Quién es usted, sinvergüenza?

-Soy el sinvergüenza que ha tenido que alojar a una muchacha porque el calzonazos de su padre es incapaz de tenerla a raya.

La ira le resbaló del rostro y el tendero mostró una sonrisa angustiada y pusilánime.

-¿Señor Martín? No le había reconocido... ¿Cómo está la niña? Suspiré.

-La niña está sana y salva en mi casa, roncando como un mastín, pero con el honor y la virtud impolutos.

El tendero se santiguó dos veces consecutivas, aliviado.

-Dios se lo pague.

-Y usted que lo vea, pero entretanto le voy a pedir que me haga usted el favor de venir a recogerla sin falta durante el día de hoy o le partiré a usted la cara, con escopeta o no.

-¿Escopeta? -musitó el tendero, confundido.

Su esposa, una mujer menuda y de mirada nerviosa, nos espiaba desde una cortina que ocultaba la trastienda. Algo me decía que no iba a haber tiros. Don Odón, resoplando, pareció desplomarse sobre sí mismo.

-Que más quisiera yo, señor Martín. Pero la niña no quiere estar aquí -argumentó, desolado.

Al ver que el tendero no era el villano que Isabella me había pintado me arrepentí del tono de mis palabras.

-¿No la ha echado usted de su casa?

Don Odón abrió los ojos como platos, dolido. Su esposa se adelantó y tomó la mano de su esposo.

-Tuvimos una discusión. Se dijeron cosas que no se debían haber dicho, por ambas partes. Pero es que la niña tiene un genio que déjela correr... Amenazó con marcharse y dijo que no íbamos a verla nunca más. Su santa madre por poco se queda de la taquicardia. Yo le levanté la voz y le dije que la iba a meter en un convento.

-Un argumento infalible para convencer a una joven de diecisiete años -apunté.

-Es lo primero que se me ocurrió... -argumentó el tendero-. ¿Cómo iba yo a meterla en un convento?

-Por lo que he visto, sólo con la ayuda de todo un regimiento de la Guardia Civil.

-No sé qué le habrá contado la niña, señor Martín, pero no se lo crea. No seremos gente refinada, pero no somos ningunos monstruos. Yo ya no sé cómo manejarla. No soy hombre que sirva para quitarse la correa y hacer entrar la letra con sangre. Y mi señora aquí presente no se atreve a levantarle la voz ni al gato. No sé de dónde ha sacado la niña ese carácter. Yo creo que es de leer tanto. Y mire que nos avisaron las monjas. Ya lo decía mi padre, que en gloria esté: el día que a las mujeres se les permita aprender a leer y escribir, el mundo será ingobernable.

-Gran pensador, su señor padre, pero eso no resuelve ni su problema ni el mío.

-¿Y qué podemos hacer? Isabella no quiere estar con nosotros, señor Martín. Dice que somos lerdos, que no la entendemos, que la queremos enterrar en esta tienda... ¿Qué más quisiera yo que entenderla? Llevo trabajando en esta tienda desde que tenía siete años, de sol a sol, y lo único que entiendo es que el mundo es un sitio malcarado y sin contemplaciones para una jovencita que sueña con las nubes -explicó el tendero, recostándose sobre un barril-. Mi mayor temor es que, si la obligo a volver, se nos escape de verdad y caiga en manos de cualquier... No quiero ni pensarlo.

-Es la verdad -añadió su esposa, que hablaba con una pizca de acento italiano-. Crea usted que la niña nos ha partido el corazón, pero no es ésta la primera vez que se va. Ha salido a mi madre, que tenía un carácter napolitano...

-Ay, la mamma -rememoró don Odón, aterrado sólo de conjurar la memoria de la suegra.

-Cuando nos dijo que se iba a alojar en la casa de usted unos días mientras le ayudaba en su trabajo pues nos quedamos más tranquilos -continuó la madre de Isabella-, porque sabemos que es usted una buena persona y en el fondo la niña está aquí al lado, a dos calles. Sabemos que sabrá usted convencerla para que vuelva. Me pregunté qué les habría contado Isabella acerca de mí para persuadirlos de que un servidor caminaba sobre el agua.

-Anoche mismo, a un tiro de piedra de aquí, destrozaron de una paliza a un par de jornaleros que volvían a casa. Ya me dirá usted. Se ve que les dieron de palos con un hierro hasta reventarlos como perros. Dicen que no saben si uno vivirá y al otro lo dan por tullido de por vida -dijo la madre-. ¿En qué mundo vivimos?

Don Odón me miró, consternado.

-Si la voy a buscar, volverá a irse. Y esta vez no sé si dará con alguien como usted. Ya sabemos que no está bien que una jovencita se aloje en casa de un caballero soltero, pero al menos de usted nos consta que es honrado y sabrá cuidarla. El tendero parecía a punto de echarse a llorar. Hubiese preferido que corriera a por la escopeta. Siempre cabía la posibilidad de que algún primo napolitano se presentase por allí para salvaguardar la honra de la niña trabuco en mano. Porca miseria.

-¿Tengo su palabra de que me la cuidará hasta que ella entre en razón y vuelva? Resoplé.

-Tiene mi palabra.

Volví a casa cargado de manjares y exquisiteces que don Odón y su esposa se empeñaron en endosarme a cuenta de la casa. Les prometí que iba a cuidar de Isabella durante unos días hasta que ella se aviniese a razón y comprendiese que su lugar estaba con su familia. Los tenderos insistieron en pagarme por su manutención, extremo que decliné. Mi plan era que en menos de una semana Isabella volviese a dormir a su casa aunque para ello tuviese que mantener la ficción de que era mi asistente durante las horas del día. Torres más altas habían caído.

Al entrar en casa la encontré sentada a la mesa de la cocina. Había fregado todos los platos de la noche anterior, había hecho café y se había vestido y peinado como si fuese una santa salida de una estampita. Isabella, que no tenía un pelo de tonta, sabía perfectamente de dónde venía y se armó con su mejor mirada de perro abandonado y me sonrió, sumisa. Dejé las bolsas con el lote de delicias de don Odón sobre el fregadero y la miré.

-¿No le ha disparado mi padre con la escopeta?

-Se le había acabado la munición y ha decidido lanzarme todos estos tarros de mermelada y trozos de queso manchego.

Isabella apretó los labios, poniendo cara de circunstancias.

-¿Así que lo de Isabella es por la abuela?

-La mamma -confirmó-. En su barrio la llamaban la Vesuvia.

-Me lo creo.

-Dicen que me parezco un poco a ella. En lo de la persistencia. No hacía falta que un juez levantase acta al respecto, pensé.

-Tus padres son buena gente, Isabella. No te comprenden menos de lo que tú los comprendes a ellos.

La muchacha no dijo nada. Me sirvió una taza de café y esperó el veredicto. Tenía dos opciones: echarla a la calle y matar del soponcio al par de tenderos o hacer de tripas corazón y armarme de paciencia durante un par o tres de días. Supuse que cuarenta y ocho horas de mi encarnación más cínica y cortante bastarían para romper la férrea determinación de una jovencita y enviarla, de rodillas, de regreso a las faldas de su madre implorando perdón y alojamiento a pensión completa.

-Puedes quedarte aquí por el momento...

-¡Gracias!

-No tan rápido. Puedes quedarte a condición de que, uno, cada día pases un rato por la tienda a saludar a tus padres y decirles que estás bien, y, dos, que me obedezcas y sigas las normas de esta casa.

Aquello sonaba patriarcal pero excesivamente pusilánime. Mantuve el semblante adusto y decidí apretar un poco el tono.

-¿Cuáles son las normas de esta casa? -inquirió Isabella.

-Básicamente, lo que a mí me salga de las narices.

-Me parece justo.

-Trato hecho, entonces.

Isabella rodeó la mesa y me abrazó con gratitud. Pude sentir el calor y las formas firmes de su cuerpo de diecisiete años contra el mío. La aparté con delicadeza y la situé a un mínimo de un metro.

-La primera norma es que esto no es Mujeratas y que aquí no nos damos ni abrazos ni nos echamos a llorar a la primera de cambio.

-Lo que usted diga.

-Ése será el lema sobre el que construiremos nuestra convivencia: lo que yo diga. Isabella rió y partió rauda hacia el pasillo.

-¿Adonde crees que vas?

-A limpiar y ordenar su estudio. ¿No pretenderá dejarlo como está, no?

Necesitaba encontrar un lugar donde pensar y ocultarme del celo doméstico y la obsesión por la pulcritud de mi nueva ayudante, así que me acerqué hasta la biblioteca que ocupaba la nave de arcos góticos del antiguo hospicio medieval de la calle del Carmen. Pasé el resto del día rodeado de tomos que olían a sepulcro papal, leyendo acerca de mitología e historias de las religiones hasta que mis ojos estuvieron a punto de caer sobre la mesa y salir rodando biblioteca abajo. Tras horas de lectura sin tregua, calculé que apenas había arañado una millonésima parte de lo que podía encontrar bajo los arcos de aquel santuario de libros, por no decir todo lo que se había escrito sobre el tema. Decidí que volvería al día siguiente, y al otro, y que dedicaría al menos una semana entera a alimentar la caldera de mi pensamiento con páginas y páginas sobre dioses, milagros y profecías, santos y apariciones, revelaciones y misterios. Cualquier cosa menos pensar en Cristina y don Pedro y en su vida de matrimonio. Ya que disponía de una ayudante solícita, le di instrucciones para que se hiciese con copias de los catecismos y textos escolares que se empleaban en la ciudad para la enseñanza religiosa y que me redactase resúmenes de cada uno de ellos. Isabella no discutió las órdenes, pero frunció el entrecejo al recibirlas.

-Quiero saber con pelos y señales cómo se les enseña a los niños toda la pesca, desde el arca de Noé al milagro de los panes y los peces -expliqué.

-¿Y eso por qué?

-Porque yo soy así y tengo un amplio abanico de curiosidades.

-¿Se está documentando para una nueva versión del Jesusito de mi vida?

-No. Planeo una versión novelada de las aventuras de la monja alférez. Tú limítate a hacer lo que te digo y no me discutas o te envío de regreso a la tienda de tus padres a vender dulce de membrillo a tutiplén.

-Es usted un déspota.

-Me alegra que nos vayamos conociendo.

-¿Tiene esto que ver con el libro que va a escribir para ese editor, Corelli?

-Podría ser.

-Pues me da en la nariz que ese libro no tiene posibilidades comerciales.

-¿Y qué sabrás tú?

-Más de lo que usted se cree. Y no tiene por qué ponerse así, porque sólo intento ayudarle. ¿O es que ha decidido dejar de ser un escritor profesional y transformarse en un diletante de café y melindros?

-De momento tengo las manos ocupadas haciendo de niñera.

-Yo no sacaría a relucir el debate de quién es la niñera de quién porque ése lo tengo ganado de antemano.

-¿Y qué debate se le antoja a vuecencia?

-El arte comercial versus las estupideces con moraleja.

-Querida Isabella, mi pequeña Vesuvia: en el arte comercial, y todo arte que merezca ese nombre es comercial tarde o temprano, la estupidez está casi siempre en la mirada del observador.

-¿Me está llamando estúpida?

-Te estoy llamando al orden. Haz lo que te digo. Y punto. Chitón. Señalé hacia la puerta e Isabella puso los ojos en blanco, murmurando algún improperio que no alcancé a oír mientras se alejaba por el pasillo. Mientras Isabella recorría colegios y librerías en busca de libros de texto y catecismos varios que extractar, yo acudía a la biblioteca del Carmen a profundizar en mi educación teológica, empeño que acometía con extravagantes dosis de café y estoicismo. Los primeros siete días de aquella extraña creación no alumbraron más que dudas. Una de las pocas certezas que encontré fue que la vasta mayoría de los autores que se habían sentido llamados a escribir sobre lo divino, lo humano y lo sacro debían de haber sido estudiosos doctos y píos en grado sumo, pero como escritores eran una birria. El sufrido lector que debía patinar sobre sus páginas se las veía y se las deseaba para no caer en un estado de coma inducido por el aburrimiento a cada punto y aparte.

Tras sobrevivir a miles de páginas sobre el tema, empezaba a tener la impresión de que los cientos de creencias religiosas catalogadas a lo largo de la historia de la letra impresa resultaban extraordinariamente similares entre sí. Atribuí esta primera impresión a mi ignorancia o a una falta de documentación adecuada, pero no podía alejar de mí la noción de haber estado repasando el argumento de docenas de historias policíacas en las que el asesino resultaba ser el uno o el otro, pero la mecánica de la trama era, en esencia, siempre la misma. Mitos y leyendas, bien sobre divinidades o sobre la formación y la historia de pueblos y razas, empezaron a parecerme imágenes de rompecabezas vagamente diferenciadas y construidas siempre con las mismas piezas, aunque en diferente orden. A los dos días me había ya hecho amigo de Eulalia, la bibliotecaria jefe, que me seleccionaba textos y tomos de entre el octano de papel a su cargo y de vez en cuando hacía visita^ a mi mesa del rincón para preguntarme si necesitaba algo más. Debía de tener mi edad y le rebosaba el ingenio por las orejas, normalmente en forma de puyas afiladas y vagamente venenosas.

-Mucho santoral está usted leyendo, caballero. ¿Ha decidido hacerse monaguillo ahora, a las puertas de la madurez?

Es solo documentación.

Ah, eso dicen todos.

Las broncas y el ingenio de la bibliotecaria ofrecían un bálsamo impagable con que sobrevivir a aquellos textos de factura pétrea y seguir con mi peregrinaje documental. Cuando Eulalia tenía un rato libre se acercaba a mi mesa y me ayudaba a poner orden en todo aquel galimatías. Eran páginas en las que abundaban relatos de padres e hijos madres puras y santas, traiciones y conversiones, profecías y profetas mártires, enviados del cielo o e la gloria, bebés nacidos para salvar el universo, entes maléficos de aspecto espeluznante y morfología habitualmente animal, seres etéreos y de rasgos raciales aceptables que ejercían como agentes del bien y héroes sometidos a tremendas pruebas del destino. Se percibía siempre la noción de la existencia terrenal como una suerte de estación de paso que invitaba a la docilidad y a la aceptación del sino y de las normas de la tribu porque la recompensa siempre estaba en un más allá que prometía paraísos rebosantes de todo aquello de lo que se había carecido en la vida corpórea.

El mediodía del jueves, Eulalia se aproximó a mi mesa durante uno de sus descansos y me preguntó si, amén de leer misales, comía de vez en cuando. La invité a almorzar en Casa Leopoldo, que acababa de abrir sus puertas cerca de allí. Mientras degustábamos un exquisito estofado de rabo de toro, me contó que llevaba dos años en su puesto y dos más trabajando en una novela que no se dejaba y que tenía por escenario central la biblioteca del Carmen y por argumento una serie de misteriosos crímenes que acontecían en ella.

-Me gustaría escribir algo parecido a aquellas novelas de hace años de Ignatius B. Samson -dijo-. ¿Le suenan?

-Vagamente -respondí.

Eulalia no acababa de encontrarle el qué a su libro y le sugerí que le diese a todo un tono ligeramente siniestro y que centrase su historia en un libro secreto poseído por un espíritu atormentado, con subtramas de aparente contenido sobrenatural.

-Es lo que haría Ignatius B. en su lugar -aventuré.

-¿Y qué es lo que hace usted leyendo tanto sobre ángeles y demonios? No me diga que es un ex seminarista arrepentido.

-Estoy tratando de averiguar qué tienen en común los orígenes de diferentes religiones y mitos -expliqué.

-¿Y qué ha aprendido hasta ahora?

-Casi nada. No la quiero aburrir con el miserere.

-No me aburre. Cuente.

Me encogí de hombros.

-Bueno, lo que me ha resultado más interesante hasta ahora es que la mayoría de todas estas creencias parten de un hecho o de un personaje de relativa probabilidad histórica, pero rápidamente evolucionan como movimientos sociales sometidos y conformados por las circunstancias políticas, económicas y sociales del grupo que las acepta. ¿Sigue usted despierta?

Eulalia asintió.

-Buena parte de la mitología que se desarrolla en torno a cada una de estas doctrinas, desde su liturgia hasta sus normas y sus tabúes, proviene de la burocracia que se genera a medida que evolucionan y no del supuesto hecho sobrenatural que las ha originado. La mayor parte de anécdotas simples y bonancibles, una mezcla de sentido común y folclore, y toda la carga beligerante que llegan a desarrollar proviene de la posterior interpretación de aquellos principios, cuando no tienden a desvirtuarse, a manos de sus administradores. El aspecto administrativo y jerárquico parece clave en su evolución. La verdad es revelada en principio a todos los hombres, pero rápidamente aparecen individuos que se atribuyen la potestad y el deber de interpretar, administrar y, en su caso, alterar esa verdad en nombre del bien común y con tal fin establecen una organización poderosa y potencialmente represiva.

Este fenómeno, que la biología nos enseña que es propio de cualquier grupo animal social, no tarda en transformar la doctrina en un elemento de control y lucha política. Divisiones, guerras y escisiones se hacen inevitables. Tarde o temprano, la palabra se hace carne y la carne sangra.

Me pareció que empezaba a sonar como Corelli y suspiré. Eulalia sonreía débilmente y me observaba con cierta reserva.

-¿Es eso lo que busca usted? ¿Sangre? -Es la letra la que entra con sangre, no a la inversaí -No estaría yo tan segura de eso.

-Intuyo que acudió usted a un colegio de monjas, de -Las damas negras. Ocho años. -¿Es verdad lo que dicen, que las alumnas de los colegios de monjas son las que albergan los deseos más oscuros e inconfesables?

-Apuesto a que le encantaría descubrirlo.

-Apueste todas las fichas al sí.

-¿Qué más ha aprendido en su cursillo acelerado de teología para mentes calenturientas?

-Poco más. Mis primeras conclusiones me han dejado un sinsabor de banalidad e inconsecuencia. Todo esto ya me parecía más o menos evidente sin necesidad de tragarme enciclopedias y tratados sobre las cosquillas de los ángeles, tal vez porque soy incapaz de entender más allá de mis prejuicios o porque no hay más que entender y el quid de la cuestión radica simplemente en creer o no, sin detenerse a pensar por qué. ¿Qué tal mi retórica? ¿La sigue impresionando?

-Me pone la piel de gallina. Lástima no haberle conocido en mis años de colegiala de oscuros anhelos. -Es usted cruel, Eulalia. La bibliotecaria rió con ganas y me miró largamente a los ojos.

-Dígame, Ignatius B., ¿quién le ha roto el corazón a usted con tanta rabia?

-Veo que sabe usted leer más que libros.

Permanecimos sentados a la mesa unos minutos, contemplando el ir y venir de camareros por el comedor de Casa Leopoldo.

-¿Sabe lo mejor de los corazones rotos? -preguntó la bibliotecaria. Negué.

-Que sólo pueden romperse de verdad una vez. Lo demás son rasguños.

-Ponga eso en su libro.

Señalé su anillo de compromiso.

-No sé quién será ese tontaina, pero espero que sepa que es el hombre más afortunado del mundo.

Eulalia sonrió con cierta tristeza y asintió. Regresamos a la biblioteca y cada cual volvió a su lugar, ella a su escritorio y yo a mi rincón. Me despedí de ella al día siguiente, cuando decidí que no podía ni quería leer una línea más de revelaciones y verdades eternas. De camino a la biblioteca le compré una rosa blanca en un puesto de la Rambla y la dejé sobre su escritorio vacío. La encontré en uno de los pasillos, ordenando libros.

-¿Me abandona ya, tan pronto? -dijo al verme-. ¿Quién me va a soltar piropos ahora?

-¿Quién no?

Me acompañó a la salida y me estrechó la mano en lo alto de la escalinata que descendía al patio del viejo hospital. Me encaminé escaleras abajo. A medio camino me detuve y me volví. Seguía allí, observándome.

-Buena suerte, Ignatius B. Espero que encuentre lo que busca. Mientras cenaba en la mesa de la galería con Isabella advertí que mi nueva ayudante me miraba de reojo.

-¿No le gusta la sopa? No la ha tocado... -aventuró la muchacha. Miré el plato intacto que había dejado enfriar sobre la mesa. Tomé una cucharada e hice amago de saborear el más exquisito manjar.

-Buenísima -ofrecí.

-Tampoco ha dicho una palabra desde que ha vuelto de la biblioteca -añadió

Isabella.

-¿Alguna queja más?

Isabella desvió la mirada, molesta. Me tomé la sopa fría sin apetito, una excusa para no tener que conversar.

-¿Por qué está tan triste? ¿Es por esa mujer?

Dejé la cuchara sobre el plato a medias.

No respondí y seguí remando en la sopa con la cuchara. Isabella no me quitaba los ojos de encima.

-Se llama Cristina -dije-. Y no estoy triste. Estoy contento por ella porque se ha casado con mi mejor amigo y va a ser muy feliz.

-Y yo soy la reina de Saba.

-Lo que tú eres es una entrometida.

-Me gusta usted más así, cuando está de mala baba y dice la verdad.

-Pues a ver cómo te gusta esto: lárgate a tu cuarto y déjame en paz de una puñetera vez.

Intentó sonreír pero para cuando alargué la mano hacia ella se le habían llenado los ojos de lágrimas. Cogió mi plato y el suyo y huyó rumbo a la cocina. Oí los platos caer sobre el fregadero y, segundos después, la puerta de su dormitorio cerrándose de un golpe. Suspiré y saboreé el vaso de vino que quedaba, un caldo exquisito traído de la tienda de los padres de Isabella. Al rato me acerqué hasta la puerta de su habitación y golpeé suavemente con los nudillos. No respondió, pero pude oírla sollozar en el interior. Intenté abrir la puerta, pero la muchacha había cerrado por dentro.

Subí al estudio, que tras el paso de Isabella olía a flores frescas y parecía el camarote de un crucero de lujo. Isabella había ordenado todos los libros, había quitado el polvo y había dejado todo reluciente y desconocido. La vieja Underwood parecía una escultura y las letras de las teclas podían volver a leerse sin dificultad. Una pila de folios nítidamente ordenados descansaba sobre el escritorio con los resúmenes de varios textos escolares de religión y catequesis junto con la correspondencia del día. En un platillo de café había un par de cigarros puros que desprendían un perfume delicioso. Macanudos, una de las delicias caribeñas que un contacto en la Tabacalera le pasaba de tapadillo al padre de Isabella. Tomé uno y lo encendí. Tenía un sabor intenso que dejaba intuir que en su aliento tibio se encontraban todos los aromas y venenos que un hombre podía desear para morir en paz. Me senté al escritorio y repasé las cartas del día. Las ignoré todas menos una, de pergamino ocre y tocada con aquella caligrafía que hubiera reconocido en cualquier lugar. La misiva de mi nuevo editor y mecenas, Andreas Corelli, me citaba el domingo a media tarde en lo alto de la torre del nuevo teleférico que cruzaba el puerto de Barcelona. La torre de San Sebastián se elevaba a cien metros de altura en un amasijo de cables y acero que inducía al vértigo a simple vista. La línea del teleférico había quedado inaugurada aquel mismo año con motivo de la Exposición Universal que había puesto todo patas arriba y sembrado Barcelona de portentos. El teleférico cruzaba la dársena del puerto desde aquella primera torre hasta una gran atalaya central con trazas de torre Eiffel que servía de meridiano y de la cual partían las cabinas suspendidas en el vacío en la segunda parte del trayecto hasta la montaña de Montjuic, donde se ubicaba el corazón de la Exposición. El prodigio de la técnica prometía vistas de la ciudad hasta entonces sólo permitidas a dirigibles, aves de cierta envergadura y bolas de granizo. Tal y como yo lo veía, el hombre y la gaviota no habían sido concebidos para compartir el mismo espacio aéreo y tan pronto puse los pies en el ascensor que subía a la torre sentí que el estómago se me encogía al tamaño de una canica. El ascenso se me hizo infinito, el traqueteo de aquella cápsula de latón, un puro ejercicio de náusea.

Encontré a Corelli mirando por uno de los ventanales que contemplaban la dársena del puerto y la ciudad entera, la mirada perdida en las acuarelas de velas y mástiles que resbalaban sobre el agua. Vestía un traje de seda blanca y jugueteaba con un azucarillo entre los dedos que procedió a engullir con voracidad lobuna. Carraspeé y el patrón se volvió, sonriendo complacido.

-Una vista maravillosa, ¿no le parece? -preguntó Corelli. Asentí, blanco como un pergamino.

-¿Le impresionan las alturas?

-Soy animal de superficie -respondí, manteniéndome a una distancia prudencial de la ventana.

-Me he permitido comprar billetes de ida y vuelta -informó.

-Todo un detalle.

Le seguí hasta la pasarela de acceso a las cabinas que partían de la torre y quedaban suspendidas en el vacío a casi un centenar de metros de altura durante lo que me parecía una barbaridad.

-¿Cómo ha pasado la semana, Martín?

-Leyendo.

Me miró brevemente.

-Por su expresión de aburrimiento sospecho que no a don Alejandro Dumas.

-Más bien a una colección de casposos académicos y a su prosa de cemento.

-Ah, intelectuales. Y usted quería que contratase a uno. ¿Por qué será que cuanto menos tiene que decir alguien lo dice de la manera más pomposa y pedante posible? -preguntó

Corelli-. ¿Será para engañar al mundo o a sí mismos?

-Posiblemente las dos cosas.

El patrón me entregó los billetes y me indicó que pasara delante. Se los tendí al encargado que sostenía abierta la portezuela de la cabina. Entré sin entusiasmo alguno. Decidí quedarme en el centro, tan lejos de los cristales como fuera posible. Corelli sonreía como un niño entusiasmado.

-Quizá parte de su problema es que ha estado usted leyendo a los comentaristas y no a los comentados. Un error habitual pero fatal cuando uno quiere aprender algo útil -apuntó

Corelli.

Las puertas de la cabina se cerraron y un tirón brusco nos colocó en órbita. Me agarré a una barra de metal y respiré hondo.

-Intuyo que los estudiosos y teóricos no son santo de su devoción –dije.

-No soy devoto de ningún santo, amigo Martín, y menos de los que se canonizan a sí mismos o entre ellos. La teoría es la práctica de los impotentes. Mi sugerencia es que se aparte usted de los enciclopedistas y sus reseñas y vaya a las fuentes. Dígame, ¿ha leído usted la Biblia?

Dudé un instante. La cabina salió al vacío. Miré al suelo.

-Fragmentos aquí y allá, supongo -murmuré.

-Supone. Como casi todo el mundo. Grave error. Todo el mundo debería leer la Biblia. Y releerla. Creyentes o no, tanto da. Yo la releo por lo menos una vez al año. Es mi libro favorito.

-¿Y es usted un creyente o un escéptico? -pregunté.

-Soy un profesional. Y usted también. Lo que creamos o no es irrelevante para la consecución de nuestro trabajo. Creer o descreer es un acto pusilánime. Se sabe o no, punto.

-Confieso entonces que no sé nada.

-Siga por ese camino y encontrará los pasos del gran filósofo. Y por el camino lea la Biblia de cabo a rabo. Es una de las más grandes historias jamás contadas. No cometa el error de confundir la palabra de Dios con la industria del misal que vive de ella. Cuanto más tiempo pasaba en compañía del editor, menos creía entenderle.

-Creo que me he perdido. ¿Estamos hablando de leyendas y fábulas y me dice usted ahora que debo pensar en la Biblia como en la palabra de Dios? Una sombra de impaciencia e irritación nubló su mirada.

-Hablo en sentido figurado. Dios no es un charlatán. La palabra es moneda humana. Me sonrió entonces como se le sonríe a un niño que es incapaz de entender las cosas más elementales, por no darle una bofetada. Observándole me di cuenta de que resultaba imposible saber cuándo el editor hablaba en serio o bromeaba. Tan imposible como adivinar el propósito de aquella extravagante empresa por la que me estaba pagando un sueldo de monarca regente. A todo esto, la cabina se agitaba al viento como una manzana en un árbol azotado por un vendaval. Nunca me había acordado tanto de Isaac Newton en toda mi vida.

-Es usted un cobardica, Martín. Este ingenio es completamente seguro.

-Lo creeré cuando vuelva a pisar tierra firme.

Nos íbamos aproximando al punto medio de la ruta, la torre de San Jaime, que se levantaba en los muelles próximos al gran Palacio de las Aduanas.

-¿Le importa que nos bajemos aquí? -pregunté.

Corelli se encogió de hombros y asintió a regañadientes. No respiré tranquilo hasta que estuve en el ascensor de la torre y lo oí tocar tierra. Al salir a los muelles encontramos un banco que se enfrentaba a las aguas del puerto y a la montaña de Montjuic y nos sentamos a ver volar el teleférico en las alturas; yo con alivio, Corelli con añoranza.

-Hábleme de sus primeras impresiones. De lo que le han sugerido estos días de estudio y lectura intensiva.

Procedí a resumir lo que creía que había aprendido, o desaprendido, durante aquellos días. El editor escuchaba atentamente, asintiendo y gesticulando con las manos. Al término de mi informe pericial sobre mitos y creencias del ser humano, Corelli se pronunció positivamente.

-Creo que ha hecho usted una excelente labor de síntesis. No ha encontrado la proverbial aguja en el pajar, pero ha comprendido que lo único que de verdad interesa en toda la montaña de paja es un condenado alfiler y que lo demás es alimento para los asnos. Hablando de pollinos, dígame, ¿le interesan las fábulas?

-De niño, durante un par de meses, quise ser Esopo.

-Todos abandonamos grandes esperanzas por el camino.

-¿Qué quería ser usted de niño, señor Corelli?

-Dios.

Su sonrisa de chacal borró la mía de un plumazo.

-Martín, las fábulas son posiblemente uno de los mecanismos literarios más interesantes que se han inventado. ¿Sabe lo que nos enseñan?

-¿Lecciones morales?

-No. Nos enseñan que los seres humanos aprenden y absorben ideas y conceptos a través de narraciones, de historias, no de lecciones magistrales o de discursos teóricos. Eso mismo nos enseña cualquiera de los grandes textos religiosos. Todos ellos son relatos con personajes que deben enfrentarse a la vida y superar obstáculos, figuras que se embarcan en un viaje de enriquecimiento espiritual a través de peripecias y revelaciones. Todos los libros sagrados son, ante todo, grandes historias cuyas tramas abordan los aspectos básicos de la naturaleza humana y los sitúan en un contexto moral y un marco de dogmas sobrenaturales determinados. He preferido que pasase usted una semana miserable leyendo tesis, discursos, opiniones y comentarios para que se diese cuenta por sí mismo de que no hay nada que aprender de ellos porque de hecho no son más que ejercicios de buena o mala voluntad, normalmente fallidos, para intentar aprender a su vez. Se acabaron las conversaciones de cátedra. A partir de hoy quiero que empiece a leer los cuentos de los hermanos Grimm, las tragedias de Esquilo, el Ramayana o las leyendas celtas. Usted mismo. Quiero que analice cómo funcionan esos textos, que destile su esencia y por qué provocan una reacción emocional. Quiero que aprenda la gramática, no la moraleja. Y quiero que dentro de dos o tres semanas me traiga ya usted algo propio, el principio de una historia. Quiero que me haga usted creer.

-Pensaba que éramos profesionales y no podíamos cometer el pecado de creer en nada.

Corelli sonrió, enseñando los dientes.

-Sólo se puede convertir a un pecador, nunca a un santo.

Los días pasaban entre lecturas y tropiezos. Acostumbrado a años de vivir en solitario y a ese estado de metódica e infravalorada anarquía propia del varón soltero, la presencia continuada de una mujer en la casa, aunque fuese una adolescente díscola y de carácter volátil, empezaba a dinamitar mis hábitos y costumbres de una manera sutil pero sistemática. Yo creía en el desorden categorizado; Isabella no. Yo creía que los objetos encuentran su propio lugar en el caos de una vivienda; Isabella no. Yo creía en la soledad y el silencio; Isabella no. En apenas un par de días descubrí que era incapaz de encontrar nada en mi propia casa. Si buscaba un abrecartas o un vaso o un par de zapatos debía preguntarle a Isabella dónde había tenido a bien inspirarla la providencia a esconderlos.

-No escondo nada. Pongo las cosas en su sitio, que es diferente. No pasaba un día en que no sintiese el impulso de estrangularla media docena de veces. Cuando me refugiaba en el estudio en busca de paz y sosiego para pensar, Isabella aparecía a los pocos minutos para subirme una taza de té o unas pastas, sonriente. Empezaba a dar vueltas por el estudio, se asomaba a la ventana, empezaba a ordenarme lo que tenía en el escritorio y luego me preguntaba qué estaba haciendo allí arriba, tan callado y misterioso. Descubrí que las muchachas de diecisiete años poseen una capacidad verbal de tal magnitud que su cerebro las impulsa a ejercitarla cada veinte segundos. Al tercer día decidí que necesitaba encontrarle un novio, a ser posible sordo.

-Isabella, ¿cómo es posible que una muchacha tan agraciada como tú no tenga pretendientes?

-¿Quién dice que no los tengo?

-¿No hay ningún chico que te guste?

-Los chicos de mi edad son aburridos. No tienen nada que decir y la mitad parecen tontos de remate.

Iba a decirle que con la edad no mejoraban, pero no quise agriarle el dulce.

-¿Entonces de qué edad te gustan?

-Mayores. Como usted.

-¿Te parezco yo mayor?

-Bueno, ya no es usted un pipiólo precisamente.

Preferí creer que me estaba tomando el pelo antes que encajar aquel golpe bajo en plena vanidad. Decidí salir al paso con unas gotas de sarcasmo.

-Las buenas noticias son que a las jovencitas les gustan los hombres mayores, y las malas, que a los hombres mayores, y especialmente a los decrépitos y babosos, les gustan las jovencitas.

-Ya lo sé. No se crea que me chupo el dedo.

Isabella me observó, maquinando algo, y sonrió con malicia. Ahí viene, pensé.

-¿Y a usted también le gustan las jovencitas?

Tenía la respuesta en los labios antes de que me formulase la pregunta. Adopté un tono de magisterio y ecuanimidad, como de catedrático de geografía.

-Me gustaban cuando tenía tu edad. Generalmente me gustan las chicas de la mía.

-A su edad ya no son chicas, son señoritas o, si me apura, señoras.

-Fin del debate. ¿No tienes nada que hacer abajo?

-No.

-Entonces ponte a escribir. No te tengo aquí para que laves los platos y me escondas las cosas. Te tengo aquí porque me dijiste que querías aprender a escribir y yo soy el único idiota que conoces que puede ayudarte a hacerlo.

-No hace falta que se enfade. Es que me falta inspiración.

-La inspiración acude cuando se pegan los codos a la mesa, el culo a la silla y se empieza a sudar. Elige un tema, una idea, y exprímete el cerebro hasta que te duela. Eso se llama inspiración.

-Tema ya tengo.

-Aleluya.

-Voy a escribir sobre usted.

Un largo silencio de miradas encontradas, de oponentes que se miran a través del tablero.

-¿Por qué?

-Porque me parece usted interesante. Y raro.

-Y mayor.

-Y susceptible. Casi como un chico de mi edad.

A mi pesar estaba empezando a acostumbrarme a la compañía de Isabella, a sus puyas y a la luz que había traído a aquella casa. De seguir así las cosas se iban a cumplir mis peores temores e íbamos a acabar por hacernos amigos.

-¿Y usted, tiene ya tema con todos esos libracos que está consultando? Decidí que cuanto menos le contase a Isabella acerca de mi encargo, mejor.

-Todavía estoy en fase de documentación.

-¿Documentación? ¿Y eso cómo funciona?

-Básicamente se lee uno miles de páginas para aprender lo necesario y llegar a lo esencial de un tema, a su verdad emocional, y luego lo desaprende uno todo para empezar de cero.

Isabella suspiró.

-¿Qué es verdad emocional?

-Es la sinceridad dentro de la ficción.

-¿Entonces hay que ser honesto y buena persona para escribir ficción?

-No. Hay que tener oficio. La verdad emocional no es una cualidad moral, es una técnica.

-Habla usted como un científico -protestó Isabella.

-La literatura, al menos la buena, es una ciencia con sangre de arte. Como la arquitectura o la música.

-Yo pensaba que era algo que brotaba del artista, así, de pronto.

-Lo único que brota así de pronto es el vello y las verrugas. Isabella consideró aquellas revelaciones con escaso entusiasmo.

-Todo esto lo dice usted para desanimarme y para que me vaya a casa.

-No caerá esa breva.

-Es usted el peor maestro del mundo.

-Al maestro lo hace el alumno, no a la inversa.

-No se puede discutir con usted porque se sabe todos los trucos de la retórica. No es justo.

-Nada es justo. A lo máximo que se puede aspirar es a que sea lógico. La justicia es una rara enfermedad en un mundo por lo demás sano como un roble.

-Amén. ¿Es eso lo que pasa cuando uno se hace mayor? ¿Que deja de creer en las cosas, como usted?

-No. A medida que envejece, la mayoría de la gente sigue creyendo en bobadas, generalmente cada vez mayores. Yo voy contracorriente porque me gusta tocar las narices.

-No lo jure. Pues cuando yo sea mayor seguiré creyendo en las cosas -amenazó

Isabella.

-Buena suerte.

-Y además creo en usted.

No apartó los ojos cuando la miré.

-Porque no me conoces.

--Eso es lo que usted se cree. No es tan misterioso como se piensa.

-No pretendo ser misterioso.

-Era un sustituto amable de antipático. Yo también me sé algún truco de retórica.

-Eso no es retórica. Es ironía. Son cosas diferentes.

-¿Siempre tiene usted que ganar las discusiones?

-Cuando me lo ponen tan fácil, sí.

-Y ese hombre, su patrón...

-¿Corelli?

-Corelli. ¿Se lo pone él fácil?

-No. Corelli sabe todavía más trucos de retórica que yo.

-Eso me parecía. ¿Se fía usted de él?

-¿Por qué me preguntas eso?

-No sé. ¿Se fía de él?

-¿Por qué no iba a fiarme de él?

Isabella se encogió de hombros.

-¿Qué es concretamente lo que le ha encargado? ¿No me lo va a decir?

-Ya te lo dije. Quiere que escriba un libro para su editorial.

-¿Una novela?

-No exactamente. Más bien una fábula. Una leyenda.

-¿Un libro para niños?

-Algo así.

-¿Y va usted a hacerlo?

-Paga muy bien.

Isabella frunció el entrecejo.

-¿Es por eso por lo que escribe usted? ¿Porque le pagan bien?

-A veces.

-¿Y esta vez?

-Esta vez voy a escribir ese libro porque tengo que hacerlo.

-¿Está usted en deuda con él?

-Podría decirse así, supongo.

Isabella sopesó el asunto. Me pareció que iba a decir algo, pero se lo pensó dos veces y se mordió los labios. A cambio me ofreció una sonrisa inocente y una de sus miradas angelicales con las que era capaz cambiar de tema en un simple batir de pestañas.

-A mí también me gustaría que me pagasen por escribir -ofreció.

-A todo el que escribe le gustaría, pero eso no significa que nadie vaya a hacerlo. ¿Y cómo se consigue?

-Se empieza bajando a la galería, cogiendo el papel...

-...hincando los codos y exprimiendo el cerebro hasta que duele. Ya. Me miró a los ojos, dudando. Hacía ya semana y media que la tenía en casa y no había hecho amago de enviarla de regreso a la suya. Supuse que se preguntaba cuándo iba a hacerlo o por qué no lo había hecho todavía. Yo también me lo preguntaba y no encontraba la respuesta.

-Me gusta ser su ayudante, aunque sea usted de la manera que es -dijo finalmente. La muchacha me miraba como si su vida dependiese de una palabra amable. Sucumbí a la tentación. Las buenas palabras son bondades vanas que no exigen sacrificio alguno y se agradecen más que las bondades de hecho.

-A mí también me gusta que seas mi ayudante, Isabella, aunque sea como soy. Y me gustará más cuando ya no haga falta que seas mi ayudante y no tengas nada que aprender de mí.

-¿Cree usted que tengo posibilidades?

-No tengo ninguna duda. En diez años tú serás la maestra y yo el aprendiz -dije, repitiendo aquellas palabras que aún me sabían a traición.

-Mentiroso -dijo besándome dulcemente en la mejilla para, a continuación, salir corriendo escaleras abajo.

Por la tarde dejé a Isabella instalada en el escritorio que habíamos dispuesto para ella en la galería, enfrentada a las páginas en blanco, y me acerqué hasta la librería de don Gustavo Barceló en la calle Fernando con la intención de hacerme con una buena y legible edición de la Biblia. Todos los juegos de nuevos y viejos testamentos de que disponía en casa estaban impresos en tipografía microscópica sobre papel cebolla semitransparente y su lectura, más que a un fervor e inspiración divina, inducía a la migraña. Barceló, que entre otras muchas cosas era un persistente coleccionista de libros sagrados y textos apócrifos cristianos, disponía de un reservado en la parte de atrás de la librería repleto de un formidable surtido de evangelios, memorias de santos y beatos y toda suerte de textos religiosos. Al verme entrar en la librería, uno de los dependientes corrió a avisar a su jefe a la oficina de la trastienda. Barceló emergió de su despacho, eufórico.

-Alabados sean los ojos. Ya me había dicho Sempere que había usted renacido, pero esto es de antología. A su lado, Valentino parece recién llegado de la huerta. ¿Dónde se había metido usted, granuja?

-Aquí y allá -dije.

-En todas partes menos en el convite de boda de Vidal. Se le echó a usted en falta, amigo mío.

-Permítame dudarlo.

El librero asintió, dando a entender que se hacía cargo de mi deseo de no entrar en aquel tema.

-¿Me aceptará una taza de té?

-Hasta dos. Y una Biblia. A ser posible, manejable.

-Eso no va a ser problema-dijo el librero-. ¿Dalmau?

Uno de sus dependientes acudió solícito a la llamada.

-Dalmau, aquí el amigo Martín precisa de una edición de la Biblia de carácter no decorativo sino legible. Estoy pensando en Torres Amat, 1825. ¿Cómo lo ve? Una de las particularidades de la librería de Barceló era que allí se hablaba de los libros como de vinos exquisitos, catalogando buqué, aroma, consistencia y año de cosecha.

-Excelente elección, señor Barceló, aunque yo me inclinaría por la versión actualizada y revisada.

-¿Mil ochocientos sesenta?

-Mil ochocientos noventa y tres.

-Por supuesto. Adjudicado. Envuélvasela al amigo Martín y apúntela a cuenta de la casa.

-De ninguna manera -objeté.

-El día que le cobre yo a un descreído como usted por la palabra de Dios será el día que me fulmine un rayo destructor, y con razón.

Dalmau partió raudo en busca de mi Biblia, y yo seguí a Barceló hasta su despacho, donde el librero sirvió dos tazas de té y me brindó un puro de su humidificador. Lo acepté y lo prendí con la llama de una vela que me tendía Barceló.

-¿Macanudo?

-Veo que está usted educando el paladar. Un hombre ha de tener vicios, a ser posible de categoría, o cuando llega a la vejez no tiene de qué redimirse. De hecho, le voy a acompañar, qué diantre.

Una nube de exquisito humo de puro nos cubrió como marea alta

-Estuve hace unos meses en París y tuve la oportunidad de hacer algunas averiguaciones sobre el tema que le mencionó usted al amigo Sempere tiempo atrás -explicó

Barceló.

-Éditions de la Lumiére.

-Efectivamente. Me hubiera gustado poder rascar algo más, pero lamentablemente desde que la editorial cerró no parece que nadie haya adquirido el catálogo, y me fue difícil arañar gran cosa.

-¿Dice que cerró? ¿Cuándo?

-Mil novecientos catorce, si no me falla la memoria.

-Tiene que haber un error.

-No si hablamos de Éditions de la Lumiére, en el boulevard St.-Germain.

-Esa misma.

-Mire, de hecho lo apunté todo para no olvidarme cuando nos viésemos. Barceló buscó en el cajón de su escritorio y extrajo un pequeño cuaderno de notas.

-Aquí lo tengo: “Éditions de la Lumiére, editorial de textos religiosos con oficinas en Roma, París, Londres y Berlín. Fundador y editor, Andreas Corelli. Fecha de apertura de la primera oficina en París, 1881.”

-Imposible -murmuré.

Barceló se encogió de hombros.

-Bueno, puedo haberme equivocado, pero...

-¿Tuvo oportunidad de visitar las oficinas?

-De hecho lo intenté, porque mi hotel estaba frente al Panteón, muy cerca de allí, y las antiguas oficinas de la editorial quedaban en la acera sur del boulevard, entre la rué St. Jacques y el boulevard St.-Michel.

-¿Y?

-El edificio estaba vacío y tapiado, y parecía que hubiera habido un incendio o algo parecido. Lo único que quedaba intacto era el llamador de la puerta, una pieza realmente exquisita en forma de ángel. Bronce, diría yo. Me la hubiera llevado de no ser porque un gendarme me miraba de reojo y no tuve el valor de provocar un incidente diplomático, no fuera que Francia decidiera invadirnos otra vez.

-A la vista del panorama, a lo mejor nos hacían un favor.

-Ahora que lo dice... Pero volviendo al asunto, al ver el estado de todo aquello me acerqué a preguntar en el café contiguo y me dijeron que el edificio llevaba así más de veinte años.

-¿Pudo averiguar algo acerca del editor?

-¿Corelli? Por lo que entendí, la editorial cerró cuando él decidió retirarse, aunque no debía de tener todavía ni cincuenta años. Creo que se trasladó a una villa del sur de Francia, en el Luberon, y que murió al poco tiempo. Picadura de serpiente, dijeron. Una víbora. Retírese usted a la Provenza para eso.

-¿Está seguro de que murió?

-Pére Coligny, un antiguo competidor, me enseñó su esquela, que atesoraba enmarcada como si se tratase de un trofeo. Dijo que la miraba cada día para recordarse que aquel maldito bastardo estaba muerto y enterrado. Sus palabras exactas, aunque en francés sonaba mucho más bonito y musical.

-¿Mencionó Coligny si el editor tenía algún hijo?

-Tuve la impresión de que el tal Corelli no era su tema favorito y, tan pronto pudo, Coligny se me escabulló. Al parecer, hubo un escándalo en el que Corelli le robó a uno de sus autores, un tal Lambert.

-¿Qué sucedió?

-Lo más divertido del asunto es que Coligny ni siquiera había llegado a ver nunca a Corelli. Todo su contacto se reducía a correspondencia comercial. La madre del cordero, diría yo, era que, al parecer, monsieur Lambert suscribió un contrato para escribir un libro para Éditions de la Lumiére a espaldas de Coligny, para quien trabajaba en exclusiva. Lambert era un adicto terminal al opio y arrastraba suficientes deudas como para pavimentar la ruede Rivoli de punta a punta. Coligny sospechaba que Corelli le ofreció una suma astronómica y el pobre, que se estaba muriendo, aceptó porque quería dejar situados a sus hijos.

-¿Qué clase de libro?

-Algo de contenido religioso. Coligny mencionó el título, un latinajo al uso que ahora no me viene a la memoria. Ya sabe que todos los misales suenan por un estilo. Pax Gloria Mundi o algo así.

-¿Qué pasó con el libro y con Lambert?

-Ahí se complica el asunto. Al parecer, el pobre Lambert, en un acceso de locura, quiso quemar el manuscrito y se prendió fuego con él en la misma editorial. Muchos creyeron que el opio había acabado por freírle los sesos, pero Coligny sospechó que era Corelli quien le había impulsado a suicidarse.

-¿Por qué iba a hacer eso?

-¿Quién sabe? Quizá no quería satisfacer la suma que le había prometido. Quizá todo fuesen fantasías de Coligny, que yo diría era aficionado al Beaujoláis los doce meses del año. Sin ir más lejos, me dijo que Corelli había intentado matarle para liberar a Lambert de su contrato y que sólo le dejó en paz cuando decidió rescindir su contrato con el escritor y dejarle marchar.

-¿No decía que no le había visto nunca?

-Más a mi favor. Yo creo que Coligny deliraba. Cuando le visité en su piso vi más crucifijos, vírgenes y figuras de santos que en una tienda de belenes. Tuve la impresión de que no estaba del todo fino de la cabeza. Al despedirme me dijo que me mantuviese alejado de Corelli.

-Pero ¿no dijo que había muerto?

-Ecco qua.

Me quedé callado. Barceló me miraba, intrigado.

-Tengo la impresión de que mis averiguaciones no le han causado una gran sorpresa.

Esbocé una sonrisa despreocupada, quitando importancia al asunto.

-Al contrario. Le agradezco que se tomase el tiempo de hacer las pesquisas.

-No se merecen. Ir de chismes por París me resulta un placer en sí mismo, ya me conoce.

Barceló arrancó de su libreta la página con los datos que había anotado y me la tendió.

-Para lo que pueda servirle. Aquí está todo cuanto pude averiguar. Me incorporé y le estreché la mano. Me acompañó hasta la salida, donde Dalmau me tenía preparado el paquete.

-Si quiere alguna estampita del Niño Jesús de esas en las que abre y cierra los ojos según se miran, también tengo. Y otra con la Virgen rodeada de corderitos que, si se gira, se convierten en querubines mofletudos. Un prodigio de la tecnología estereoscópica.

-De momento tengo suficiente con la palabra revelada.

-Así sea.

Agradecí los esfuerzos del librero por animarme, pero a medida que me alejaba de allí empezó a invadirme una fría inquietud y tuve la impresión de que las calles y mi destino estaban pavimentados sobre arenas movedizas.

Camino de casa me detuve frente al escaparate de una papelería de la calle Argentería. Sobre un pliego de paños relucía un estuche que contenía unos plumines y una empuñadura de marfil a juego con un tintero blanco grabado con lo que parecían musas o hadas. El conjunto tenía cierto aire de melodrama y parecía robado del escritorio de algún novelista ruso de los que se desangraban de mil en mil páginas. Isabella tenía una caligrafía de ballet que yo envidiaba, pura y limpia como su conciencia, y me pareció que aquel juego de plumines llevaba su nombre. Entré y le pedí al encargado que me lo mostrase. Los plumines estaban chapados en oro y la broma costaba una pequeña fortuna, pero decidí que no estaría de más corresponder a la amabilidad y paciencia que mi joven ayudante me dedicaba con algún detalle de cortesía. Pedí que me lo envolviese en un papel púrpura brillante y un lazo del tamaño de una carroza.

Al llegar a casa me dispuse a disfrutar de esa satisfacción egoísta que da el presentarse con un obsequio en la mano. Me disponía a llamar a Isabella como si fuese una mascota fiel sin más quehacer que esperar con devoción el regreso de su amo, pero lo que vi al abrir la puerta me dejó mudo. El pasillo estaba oscuro como un túnel. La puerta de la habitación del fondo estaba abierta y proyectaba una lámina de luz amarillenta y parpadeante sobre el suelo.

-¿Isabella? -llamé, la boca seca.

-Estoy aquí.

La voz provenía del interior de la habitación. Dejé el paquete sobre la mesa del recibidor y me dirigí hacia allí. Me detuve en el umbral y miré dentro. Isabella estaba sentada en el suelo de la estancia. Había colocado una vela dentro de un vaso largo y estaba dedicada con afán a su segunda vocación después de la literatura: poner orden y concierto en inmuebles ajenos.

-¿Cómo has entrado aquí?

Me miró sonriente y se encogió de hombros.

-Estaba en la galería y he oído un ruido. He pensado que sería usted, que había vuelto, y al salir al pasillo he visto que la puerta de la habitación estaba abierta. Pensaba que había dicho usted que la tenía cerrada.

-Sal de aquí. No me gusta que entres en esta habitación. Es muy húmeda.

-Menuda tontería. Con la de trabajo que hay aquí. Mire, venga. Mire todo lo que he encontrado.

Dudé.

-Entre, vamos.

Entré en la habitación y me arrodillé a su lado. Isabella había separado los artículos y las cajas por clases: libros, juguetes, fotografías, prendas, zapatos, lentes. Miré todos Hquellos objetos con aprensión. Isabella parecía encantada, como si hubiese dado con las minas del rey Salomón.

-¿Todo esto es suyo?

Negué.

-Es del antiguo propietario.

-¿Lo conocía usted?

-No. Todo eso llevaba aquí años cuando me mudé.

Isabella sostenía un paquete de correspondencia y me lo mostró como si se tratase de una prueba de sumario.

-Pues yo creo que he averiguado cómo se llamaba.

-No me digas.

Isabella sonrió, claramente encantada con sus afanes detectivescos.

-Marlasca -dictaminó-. Se llamaba Diego Marlasca. ¿No le parece curioso?

-¿El qué?

-Que las iniciales sean las mismas que las suyas: D. M.

-Es una simple coincidencia. Decenas de miles de personas en esta ciudad tienen esas mismas iniciales.

Isabella me guiñó un ojo. Estaba disfrutando como nunca.

-Mire lo que he encontrado.

Isabella había rescatado una caja de latón repleta de viejas fotografías. Eran imágenes de otro tiempo, viejas postales de la Barcelona antigua, de los palacios derribados en el Parque de la Ciudadela tras la Exposición Universal de 1888, de grandes caserones derruidos y avenidas sembradas de gentes vestidas al uso ceremonioso de la época, de carruajes y memorias que tenían el color de mi niñez. En ellas, rostros y miradas perdidas me contemplaban a treinta años de distancia. En varias de aquellas fotografías me pareció reconocer el rostro de una actriz que había sido popular en mis años mozos y que había caído en el olvido hacía mucho tiempo. Isabella me observaba, silenciosa.

-¿La reconoce? -preguntó.

-Me parece que se llamaba Irene Sabino, creo. Era una actriz de cierta fama en los teatros del Paralelo. Hace ya mucho de eso. Antes de que tú nacieses.

-Pues mire esto.

Isabella me tendió una fotografía en que Irene Sabino aparecía apoyada contra una ventana que no me costó identificar como la de mi estudio en lo alto de la torre.

-¿Interesante, verdad? -preguntó Isabella-. ¿Cree que vivía aquí? Me encogí de hombros.

-A lo mejor era la amante del tal Diego Marlasca...

-En cualquier caso no creo que sea asunto nuestro.

-Qué soso que es a veces.

Isabella guardó las fotografías en la caja. Al hacerlo le resbaló una de las manos. La imagen quedó a mis pies. La recogí y la examiné. En ella, Irene Sabino, con un deslumbrante vestido negro, posaba con un grupo de gentes trajeadas de fiesta en lo que me pareció reconocer como el gran salón del Círculo Ecuestre. Era una simple imagen de fiesta que no me hubiese llamado la atención de no ser porque, en segundo término, casi borroso, se distinguía a un caballero de cabello blanco en lo alto de la escalinata. Andreas Corelli.

-Se ha puesto usted pálido -dijo Isabella.

Tomó la fotografía de mis manos y la examinó sin decir nada. Me incorporé e hice una señal a Isabella para que saliese de la habitación.

-No quiero que vuelvas a entrar aquí -dije sin fuerzas.

-¿Por qué?

Esperé a que Isabella saliese de la habitación y cerré la puerta. Isabella me miraba como si no estuviese del todo cuerdo.

-Mañana avisarás a las hermanas de la caridad y les dirás que pasen a buscar todo esto. Que se lo lleven todo, y lo que no quieran, que lo tiren.

-Pero...

-No me discutas.

No quise afrontar su mirada y me dirigí hacia la escalera que ascendía al estudio. Isabella me contemplaba desde el corredor.

-¿Quién es ese hombre, señor Martín?

-Nadie -murmuré-. Nadie.

Subí al estudio. Era noche cerrada, sin luna ni estrellas en el cielo. Abrí las ventanas de par en par y me asomé a contemplar la ciudad en sombras. Apenas corría un soplo de brisa y el sudor mordía la piel. Me senté sobre el alféizar y prendí el segundo de los puros que Isabella había dejado sobre mi escritorio días atrás a esperar un hálito de viento fresco o una idea algo más presentable que toda aquella colección de tópicos con que acometer el encargo del patrón. Escuché entonces el sonido de los postigos del dormitorio de Isabella abriéndose en el piso inferior. Un rectángulo de luz cayó sobre el patio y vi el perfil de su silueta recortarse en él. Isabella se acercó a la ventana y miró hacia las sombras sin advertir mi presencia. La contemplé desnudarse despacio. La vi aproximarse al espejo del armario y examinar su cuerpo, acariciándose el vientre con la yema de los dedos y recorriendo los cortes que se había hecho en la cara interna de los muslos y los brazos. Se contempló largamente, sin más prenda que una mirada derrotada, y luego apagó la luz.

Volví al escritorio y me senté frente a la pila de anotaciones y apuntes que había ido recopilando para el libro del patrón. Repasé aquellos esbozos de historias repletas de revelaciones místicas y profetas que sobrevivían a tremendas pruebas y regresaban con la verdad revelada, de infantes mesiánicos abandonados a las puertas de familias humildes y puras de alma perseguidos por imperios laicos y maléficos, de paraísos prometidos en otras dimensiones a quienes aceptasen su sino y las reglas del juego con espíritu deportivo y de deidades ociosas y antropomórficas sin nada mejor que hacer que mantener una vigilancia telepática sobre la conciencia de millones de frágiles primates que habían aprendido a pensar justo a tiempo de descubrirse abandonados a su suerte en un remoto rincón del universo y cuya vanidad, o desesperación, los llevaba a creer a pies juntillas que cielo e infierno se desvivían por sus triviales y mezquinos pecados. Me pregunté si era aquello lo que el patrón había visto en mí, una mente mercenaria y sin reparo en urdir un cuento narcótico capaz de enviar a los niños a dormir o de convencer a un pobre diablo sin esperanza de asesinar a su vecino a cambio de la gratitud eterna de deidades suscritas a la ética del pistolerismo. Días atrás había llegado otra de aquellas misivas citándome con el patrón para comentar el progreso de mi trabajo. Cansado de mis propios escrúpulos, me dije que apenas quedaban veinticuatro horas para la cita y al paso que llevaba iba a presentarme con las manos vacías y la cabeza llena de dudas y sospechas. Sin más alternativa, hice lo que había hecho durante tantos años en situaciones similares. Puse un folio en la Underwood y, con las manos sobre el teclado como un pianista a la espera de compás, empecé a exprimir el cerebro, a ver qué salía. Interesante -pronunció el patrón al finalizar la décima y última página-. Extraño, pero interesante. Nos encontrábamos sentados en un banco en la tiniebla dorada del umbráculo del Parque de la Cindadela. Una bóveda de láminas filtraba la luz hasta reducirla a polvo de oro y un jardín de plantas esculpía las sombras y claros de aquella extraña penumbra luminosa que nos rodeaba. Encendí un cigarrillo y contemplé el humo ascender de mis dedos en volutas azules.

-Viniendo de usted, extraño es un adjetivo inquietante -apunté.

-Me refería a extraño en oposición a vulgar -precisó Corelli.

-¿Pero?

-No hay peros, amigo Martín. Creo que ha encontrado usted una vía interesante y con muchas posibilidades.

Para un novelista, cuando alguien le dice que alguna de sus páginas es interesante y tiene posibilidades es señal de que las cosas no van bien. Corelli pareció leer mi inquietud.

-Le ha dado usted la vuelta a la cuestión. En vez de ir a las referencias mitológicas ha empezado por las fuentes más prosaicas. ¿Puedo preguntarle de dónde sacó la idea de un mesías guerrero en vez de pacífico?

-Usted mencionó la biología.

-Todo cuanto necesitamos saber está escrito en el gran libro de la naturaleza. Basta con tener la valentía y la claridad de mente y espíritu para leerlo -convino Corelli.

-Uno de los libros que consulté explicaba que en el ser humano el varón alcanza su punto álgido de fertilidad a los diecisiete años de edad. La mujer lo alcanza más adelante, y lo mantiene, y de algún modo actúa como selector y juez de los genes que acepta reproducir y de los que rechaza. El varón, en cambio, simplemente propone y se consume mucho más rápido. La edad en que alcanza su máxima potencia reproductiva es cuando su espíritu combativo está en su punto álgido. Un muchacho es el soldado perfecto. Tiene un gran potencial de agresividad y un escaso o nulo nivel crítico para analizarlo y para juzgar cómo canalizarlo. A lo largo de la historia, numerosas sociedades han encontrado el modo de emplear ese capital de agresión y han hecho de sus adolescentes soldados, carne de cañón con la que conquistar a sus vecinos o defenderse de sus agresiones. Algo me decía que nuestro protagonista era un enviado de los cielos, pero un enviado que en su primera juventud se alzaba en armas y liberaba la verdad a golpe de hierro.

-¿Ha decidido usted mezclar la historia con la biología, Martín?

-De sus palabras creí entender que eran una sola cosa. Corelli sonrió. No sé si se daba cuenta, pero cuando lo hacía parecía un lobo hambriento. Tragué saliva e ignoré aquel semblante que ponía la piel de gallina.

-Estuve pensando y me di cuenta de que la mayoría de las grandes religiones se habían originado o habían alcanzado sus puntos álgidos de expansión e influencia en los momentos de la historia en que las sociedades que las adoptaban tenían una base demográfica más joven y empobrecida. Sociedades en las que el setenta por ciento de la población tenía menos de dieciocho años, la mitad de ellos adolescentes varones con las venas ardiendo de agresividad e impulsos fértiles, eran campos abonados para la aceptación y el auge de la fe.

-Eso es una simplificación, pero veo por dónde va, Martín.

-Lo sé. Pero teniendo en cuenta esas líneas generales me pregunté por qué no ir directo al grano y establecer una mitología en torno a ese mesías guerrero, de sangre y de rabia, que salva a su pueblo, a sus genes, a sus hembras y a sus ancianos garantes del dogma político y racial de sus enemigos, es decir, de todos aquellos que no aceptan o se someten a su doctrina. -¿Qué hay de los adultos?

-Al adulto llegaremos apelando a su frustración. A medida que avanza la vida y se tiene que renunciar a las ilusiones, a los sueños y a los deseos de la juventud, crece la sensación de sentirse víctima del mundo y de los demás. Siempre encontramos a alguien culpable de nuestro infortunio o fracaso, a alguien a quien queremos excluir. Abrazar una doctrina que positive ese rencor y ese victimismo reconforta y da fuerzas. El adulto se siente así parte del grupo y sublima sus deseos y anhelos perdidos a través de la comunidad.

-Tal vez -concedió Corelli-. ¿Y toda esa iconografía de la muerte y de banderas y escudos? ¿No le parece contraproducente?

-No. Me parece esencial. El hábito hace al monje, pero, sobre todo, al feligrés.

-¿Y qué me dice de las mujeres, de la otra mitad? Lo lamento, pero me cuesta ver a una parte sustancial de las mujeres de una sociedad creyendo en banderines y escudos. La psicología del boy-scout es cosa de niños.

-Toda religión organizada, con escasas excepciones, tiene como pilar básico la subyugación, represión y anulación de la mujer en el grupo. La mujer debe aceptar el rol de presencia etérea, pasiva y maternal, nunca de autoridad o de independencia, o paga las consecuencias. Puede tener su lugar de honor entre los símbolos, pero no en la jerarquía. La religión y la guerra son negocios masculinos. Y, en cualquier caso, la mujer acaba a veces por convertirse en cómplice y ejecutora de su propia subyugación.

-¿Y los viejos?

-La vejez es la vaselina de la credulidad. Cuando la muerte llama a la puerta, el escepticismo salta por la ventana. Un buen susto cardiovascular y uno cree hasta en Caperucita Roja.

Corelli rió.

-Cuidado, Martín, me parece que se está usted volviendo más cínico que yo. Le miré como si fuese un alumno dócil y ansioso por obtener la aprobación de un maestro difícil y exigente. Corelli me palmeó la rodilla, asintiendo complacido.

-Me gusta. Me gusta el perfume de todo eso. Quiero que le vaya usted dando vueltas y encontrándole forma. Le voy a dar más tiempo. Nos encontraremos de aquí a dos o tres semanas, ya le avisaré con unos días de antelación.

-¿Tiene que salir de la ciudad?

-Asuntos de la editorial me reclaman y me temo que tengo por delante algunos días de viajes. Pero me voy contento. Ha hecho usted un buen trabajo. Ya sabía yo que había encontrado a mi candidato ideal.

El patrón se incorporó y me tendió la mano. Sequé en la pernera del pantalón el sudor que empapaba la palma de mi mano y se la estreché.

-Se le echará en falta -improvisé.

-No se pase, Martín, que iba usted muy bien.

Le vi partir en las tinieblas del umbráculo, el eco de sus pasos desvaneciéndose en la sombra. Me quedé allí un buen rato, preguntándome si el patrón habría picado el anzuelo y se habría tragado aquella pila de patrañas que acababa de colocarle. Tenía la certeza de que le había contado exactamente lo que quería oír. Confiaba en que así fuese y que, con aquella sarta de barbaridades, hubiese quedado satisfecho por el momento y convencido de que su servidor, el infeliz novelista fracasado, se había convertido al movimiento. Me dije que cualquier cosa que me pudiese comprar algo de tiempo para averiguar dónde me había metido merecía el intento. Cuando me levanté y salí del umbráculo, aún me temblaban las manos. Años de experiencia escribiendo intrigas policíacas proporcionan una serie de principios básicos por los que empezar una investigación. Uno de ellos es que casi cualquier intriga de mediana solidez, incluidas las pasionales, nace y muere con olor a dinero y propiedad inmobiliaria. Saliendo del umbráculo me dirigí a la oficina del Registro de la Propiedad en la calle del Consejo de Ciento y solicité consultar los volúmenes en los que se hacía referencia a la compra, venta y propiedad de mi casa. Los tomos de la biblioteca del Registro contienen casi tanta información esencial sobre las realidades de la vida como las obras completas de los más atildados filósofos, o quizá más.

Empecé por consultar la sección que recogía el proceso de alquiler por mi parte del inmueble ubicado en el número 30 de la calle Flassaders. Allí encontré las indicaciones necesarias para rastrear la historia del inmueble previa a la asunción de su propiedad por parte del Banco Hispano Colonial en 1911 como parte de un proceso de embargo a la familia Marlasca, que al parecer había heredado el inmueble al fallecer el propietario. Allí se mencionaba a un abogado llamado S. Valera, que había actuado como representante de la familia durante el pleito. Un nuevo salto al pasado me permitió encontrar los datos correspondientes a la compra de la finca por parte de don Diego Marlasca Pongiluppi en 1902 a un tal Bernabé Massot y Caballé. Anoté en hoja aparte todos los datos, desde el nombre del abogado y los participantes en las transacciones hasta las fechas correspondientes. Uno de los encargados avisó en voz alta de que quedaban quince minutos para el cierre del registro y me dispuse a irme, pero antes de hacerlo me apresuré a consultar el estado de la propiedad de la residencia de Andreas Corelli junto al Park Güell. Transcurridos los quince minutos, y sin éxito en mi pesquisa, levanté la vista del volumen de registros para encontrar la mirada cenicienta del secretario. Era un tipo consumido y reluciente de gomina desde el bigote hasta los cabellos que destilaba esa desidia beligerante de quienes hacen de su empleo una tribuna con la que obstaculizar la vida de los demás.

-Disculpe. No consigo encontrar una propiedad -dije.

-Pues eso será porque no existe o porque no sabe usted buscar. Hoy ya hemos cerrado.

Correspondí al alarde de amabilidad y eficiencia con la mejor de mis sonrisas.

-A lo mejor la encuentro con su experta ayuda -sugerí. Me dedicó una mirada de náusea y me arrebató el tomo de las manos.

-Vuelva usted mañana.

Mi siguiente parada fue el ceremonioso edificio del Colegio de Abogados en la calle Mallorca, a sólo unas travesías de allí. Ascendí las escalinatas custodiadas por arañas de cristal y lo que me pareció una escultura de la justicia con busto y maneras de estrella del Paralelo. Un hombrecillo de aspecto ratonil me recibió en secretaría con una sonrisa afable y me preguntó en qué podía ayudarme.

-Busco a un abogado.

-Ha dado con el lugar idóneo. Aquí no sabemos ya cómo quitárnoslos de encima. Cada día hay más. Se reproducen como conejos.

-Es el mundo moderno. El que yo busco se llama, o se llamaba, Valera. S. Valera. Con uve.

El hombrecillo se perdió en un laberinto de archivadores, murmurando por lo bajo. Esperé apoyado en el mostrador, paseando los ojos por aquel decorado que olía al contundente peso de la ley. A los cinco minutos, el hombrecillo regresó con una carpeta.

-Me salen diez Valeras. Dos con ese. Sebastián y Soponcio.

-¿Soponcio?

-Usted es muy joven, pero años ha ése era un nombre con caché e idóneo para el ejercicio de la profesión legal. Luego vino el charlestón y lo arruinó todo.

-¿Vive don Soponcio?

-Según el archivo y su baja en la cuota del Colegio, Soponcio Valera y Menacho fue recibido en la gloria de Nuestro Señor en el año 1919. Memento morí. Sebastián es el hijo.

-¿En ejercicio?

-Constante y pleno. Intuyo que deseará usted la dirección.

-Si no es mucha la molestia.

El hombrecillo me la anotó en un pequeño papel y me la tendió.

-Diagonal, 442. Le queda^ a tiro de piedra de aquí, aunque ya son las dos y a estas horas los abogados de categoría sacan a comer a ricas viudas herederas o a fabricantes de telas y explosivos. Yo esperaría a las cuatro.

Guardé la dirección en el bolsillo de la chaqueta.

-Así lo haré. Muchísimas gracias por su ayuda.

-Para eso estamos. Vaya con Dios.

Me quedaban un par de horas que matar antes de hacerle una visita al abogado Valera, así que tomé un tranvía que bajaba hasta la Vía Layetana y me apeé a la altura de la calle Condal. La librería de Sempere e Hijos quedaba a un paso de allí y sabía por experiencia que el viejo librero, contraviniendo la praxis inmutable del comercio local, no cerraba al mediodía. Le encontré como siempre, a pie de mostrador, ordenando libros y atendiendo a un nutrido grupo de clientes que se paseaban por las mesas y estanterías a la caza de algún tesoro. Sonrió al verme y se acercó a saludarme. Estaba más flaco y pálido que la última vez que nos habíamos visto. Debió de leer la preocupación en mi mirada porque se encogió de hombros e hizo un gesto de quitarle importancia al asunto.

-Unos tanto y otros tan poco. Usted hecho una figura y yo una piltrafilla, ya lo ve dijo.

-¿Está usted bien?

-Yo, como una rosa. Es la maldita angina de pecho. Nada serio. ¿Qué le trae por aquí, amigo Martín?

-Había pensado en invitarle a comer.

-Se le agradece, pero no puedo dejar el timón. Mi hijo se ha ido a Sarria a tasar una colección y no están las cuentas como para ir cerrando cuando los clientes están en la calle.

-No me diga que tienen problemas de dinero.

-Esto es una librería, Martín, no un despacho de notaría. Aquí, la letra da lo justo, y a veces ni eso.

-Si necesita ayuda...

Sempere me detuvo con la mano en alto.

-Si me quiere ayudar, cómpreme algún libro.

-Usted sabe que la dada que tengo con usted no se paga con dinero.

-Razón de más para que ni se le pase por la cabeza. No se preocupe por nosotros, Martín, que de aquí no nos sacarán como no sea en una caja de pino. Pero si quiere puede compartir conmigo un suculento almuerzo de pan con pasas y queso fresco d Burgos. Con eso y el conde de Montecristo se puede sobrevivir cien años. Sempere apenas probó bocado. Sonreía con cansancio y fingía m> en mis comentarios, pero pude ver que a rato le costaba respirar.

-Cuénteme, Mi, ¿en qué está trabajando?

-Difícil de explicar. Un libro de encargo.

-¿Novela?

-No exactamente. No sabría bien cómo definirlo.

-Lo importante es que esté trabajando. Siempre he dicho que el ocio aúna el espíritu. Hay que mantener el cerebro ocupado no se tiene cerebro, al menos las manos.

-Pero a veces soaja más de la cuenta, señor Sempere. ¿No debería de tomarse un respiro? ¿Cuántos años lleva usted al pie del cañón sin parar? Sempere miró alrededor.

-Este lugar es ida, Martín. ¿Adonde voy a ir? ¿A un banco del parquesol a darles de comer a las palomas y a quejarme? Me moriría en diez minutos. Mi sitio está aquí. Mi hijo todavía no está preparado para tomar las riendas, aunque lo piense.

-Pero es un b trabajador. Y una buena persona.

-Demasiado buena persona, entre nosotros. A veces le miro y me pregunto qué va a ser de él el día que yo falte. Cómo se las va a arreglar...

-Todos los padres hacen eso, señor Sempere.

-¿Lo hacía también el suyo? Perdone, no quería...

-No se preocupe. Mi padre tenía ya suficientes preocupaciones por su cuenta como para cargar encima con las que yo le causaba. Seguro que su hijo tiene más tablas de las que usted cree.

Sempere me miraba, dudando.

-¿Sabe lo que creo yo que le falta?

-¿Malicia?

-Una mujer.

-No le faltarán novias con todas las tortolitas que se apiñan en el escaparate para admirarlo.

-Yo hablo de una mujer de verdad, de las que le hacen a uno ser lo que tiene que ser.

-Es joven todavía. Déjele divertirse unos años.

-Esa es buena. Si al menos se divirtiese. Yo, a su edad, de haber tenido ese coro de mozas, habría pecado como un cardenal.

-Dios le da pan a quien no tiene dientes.

-Eso le hace falta: dientes. Y ganas de morder.

Me pareció que algo le rondaba por la cabeza al librero. Me miraba y se sonreía.

-A lo mejor le puede ayudar usted...

-¿Yo?

-Usted es hombre de mundo, Martín. Y no me ponga esa cara. Seguro que si se aplica le encuentra una buena muchacha a mi hijo. La cara bonita ya la tiene. El resto se lo enseña usted.

Me quedé sin palabras.

-¿No quería ayudarme? -preguntó el librero-. Ahí lo tiene.

-Yo hablaba de dinero.

-Y yo hablo de mi hijo, del futuro de esta casa. De mi vida entera. Suspiré. Sempere me tomó la mano y apretó con la poca fuerza que le quedaba.

-Prométame que no dejará que me vaya de este mundo sin ver a mi hijo colocado con una mujer de esas por las que vale la pena morirse. Y que me dé un nieto.

-Si lo llego a saber, me quedo a comer en el café Novedades. Sempere sonrió.

-A veces pienso que tendría usted que haber sido hijo mío, Martín. Miré al librero, más frágil y viejo que nunca, apenas una sombra del hombre fuerte e imponente que recordaba de mis años de niñez entre aquellas paredes, y sentí que se me caía el mundo a los pies. Me acerqué a él y, antes de darme cuenta, hice lo que nunca había hecho en todos los años que le había conocido. Le di un beso en aquella frente picada de manchas y tocada de cuatro pelos grises.

-¿Me lo promete?

-Se lo prometo -le dije, camino de la salida.

El despacho del abogado Valera ocupaba el ático de un extravagante edificio modernista encajado en el número 442 de la avenida Diagonal, a un paso de la esquina con el paseo de Gracia. La finca, a falta de mejores palabras, parecía un cruce entre un gigantesco reloj de carillón y un buque pirata, tocado de grandiosos ventanales y un tejado de mansardas verdes. En cualquier otro lugar del mundo, aquella estructura barroca y bizantina hubiese sido proclamada una de las siete maravillas del mundo o un engendro diabólico obra de algún loco artista poseído por espíritus del más allá. En el Ensanche de Barcelona, donde piezas similares brotaban por doquier como tréboles tras la lluvia, apenas conseguía levantar una ceja. Me adentré en el vestíbulo para encontrar un ascensor que me hizo pensar en lo que hubiese dejado a su paso una gran araña que tejiese catedrales en lugar de redes. El portero me abrió la cabina y me encarceló en aquella extraña cápsula que empezó a ascender por el tracto central de la escalinata. Una secretaria de semblante adusto me abrió la puerta de roble labrado y me indicó que pasara. Le di mi nombre e indiqué que no tenía cita previa concertada, pero que me traía un asunto relacionado con la compraventa de un inmueble del barrio de la Ribera. Algo cambió en su mirada imperturbable.

-¿La casa de la torre? -preguntó la secretaria.

Asentí. La secretaria me guió hasta un despacho vacío y me indicó que pasara. Intuí que aquélla no era la sala de espera oficial.

-Espere un momento, por favor, señor Martín. Avisaré al abogado de que está usted aquí.

Pasé los siguientes cuarenta y cinco minutos en aquel despacho, rodeado de estanterías repletas de tomos del tamaño de losas funerarias con inscripciones en los lomos del tipo de “1888-1889, B.C.A. Sección primera. Título segundo” que invitaban a la lectura compulsiva. El despacho disponía de un amplio ventanal suspendido sobre la Diagonal desde el que podía contemplarse toda la ciudad. Los muebles olían a madera noble envejecida y macerada en dinero. Alfombras y butacones de piel sugerían una atmósfera de club británico. Traté de levantar una de las lámparas que dominaban el escritorio y calculé que debía de pesar no menos de treinta kilos. Un gran óleo que reposaba sobre un hogar por estrenar mostraba la oronda y expansiva presencia de quien no podía ser otro que el inefable don Soponcio Valera y Menacho. El titánico letrado lucía patillas y bigotes que semejaban la melena de un viejo león y sus ojos, de fuego y acero, dominaban cada rincón de la estancia desde el más allá con una gravedad de sentencia de muerte.

-No habla, pero si se queda uno mirando el cuadro un rato parece que se vaya a poner a hacerlo en cualquier momento -dijo una voz a mi espalda. No le había oído entrar. Sebastián Valera era un hombre de andar discreto que parecía haber pasado la mayor parte de su vida intentando salir a rastras de debajo de la sombra de su padre y ahora, a los cincuenta y tantos años, ya estaba cansado de intentarlo. Tenía una mirada inteligente y penetrante que amparaba ese ademán exquisito que sólo disfrutan las princesas reales y los abogados realmente caros. Me tendió la mano y la estreché.

-Lamento la espera, pero no contaba con su visita -dijo, indicándome que tomase asiento.

-Al contrario. Le agradezco su amabilidad al recibirme. Valera sonreía como sólo puede hacerlo quien sabe y fija el precio de cada minuto.

-Mi secretaria me dice que su nombre es David Martín. ¿David Martín, el escritor? Mi cara de sorpresa debió de delatarme.

-Vengo de una familia de grandes lectores -explicó-. ¿En qué puedo ayudarle?

-Quisiera consultarle respecto a la compraventa de una finca situada en...

-¿La casa de la torre? -cortó el abogado, cortés.

-Sí.

-¿La conoce usted? -inquirió.

-Vivo en ella.

Valera me miró largamente sin abandonar la sonrisa. Se enderezó en la silla y adoptó una postura tensa y cerrada.

-¿Es usted el actual propietario?

-En realidad resido en la finca en régimen de alquiler.

-¿Y qué desearía usted saber, señor Martín?

-Quisiera conocer, si es posible, los detalles de la adquisición del inmueble por parte del Banco Hispano Colonial y recabar algo de información sobre el antiguo propietario.

-Don Diego Marlasca -murmuró el abogado-. ¿Puedo preguntar la naturaleza de su interés?

-Casuística. Recientemente, en el curso de una remodelación de la finca, he encontrado una serie de artículos que creo le pertenecían. El abogado frunció el entrecejo.

-¿Artículos?

-Un libro. O, más propiamente dicho, un manuscrito.

-El señor Marlasca era un gran aficionado a la literatura. De hecho, era el autor de numerosos libros de derecho y también de historia y otros temas. Un gran erudito. Y un gran hombre, aunque al final de su vida hubiera quienes tratasen de empañar su reputación. El abogado advirtió la extrañeza en mi rostro.

-Asumo que no está usted familiarizado con las circunstancias de la muerte del señor Marlasca.

-Me temo que no.

Valera suspiró como si debatiese si seguir hablando o no.

-¿No va usted a escribir sobre esto, verdad, ni sobre Irene Sabino?

-No.

-¿Tengo su palabra?

Asentí.

Valera se encogió de hombros.

-Tampoco podría decir nada que no se dijera en su día, supongo -dijo, más para sí mismo que para mí.

El abogado miró brevemente el retrato de su padre y luego posó sus ojos sobre mí.

-Diego Marlasca era el socio y mejor amigo de mi padre. Juntos fundaron este bufete. El señor Marlasca era un hombre muy brillante. Lamentablemente, era también un hombre complejo y afectado por largos períodos de melancolía. Llegó un punto en que mi padre y el señor Marlasca decidieron disolver su vínculo. El señor Marlasca dejó la abogacía para consagrarse a su primera vocación: la escritura. Dicen que casi todos los abogados desean secretamente dejar el ejercicio y convertirse en escritores..

-hasta que comparan el sueldo.

-El caso es que don Diego había entablado una relación de amistad con una actriz de cierta popularidad en la época, Irene Sabino, para quien quería escribir una comedia dramática. No había más. El señor Marlasca era un caballero y nunca fue infiel a su esposa, pero ya sabe usted cómo es la gente. Habladurías. Rumores y celos. El caso es que corrió el bulo de que don Diego estaba viviendo un romance ilícito con Irene Sabino. Su esposa nunca le perdonó por ello y el matrimonio se separó. El señor Marlasca, destrozado, adquirió la casa de la torre y se mudó allí. Por desgracia, apenas llevaba viviendo allí un año cuando murió en un desafortunado accidente.

-¿Qué clase de accidente?

-El señor Marlasca murió ahogado. Una tragedia.

Valera había bajado los ojos y hablaba en un suspiro.

-¿Y el escándalo?

-Digamos que hubo lenguas viperinas que quisieron hacer creer que el señor Marlasca se había suicidado tras sufrir un desengaño amoroso con Irene Sabino.

-¿Y fue así?

Valera se quitó los lentes y se frotó los ojos.

-Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Ni lo sé ni me importa. Lo pasado, pasado está.

-¿Y qué fue de Irene Sabino?

Valera se colocó los lentes de nuevo.

-Creí que su interés se limitaba al señor Marlasca y a los aspectos de la compraventa.

-Es simple curiosidad. Entre los efectos personales del señor Marlasca encontré numerosas fotografías de Irene Sabino, así como cartas suyas dirigidas al señor Marlasca...

-¿Adonde quiere llegar con todo esto? -espetó Valera-. ¿Es dinero lo que quiere?

-No.

-Lo celebro, porque nadie se lo va a dar. A nadie le importa ya el asunto. ¿Me entiende?

-Perfectamente, señor Valera. No pretendía importunarle ni hacer insinuaciones fuera de lugar. Lamento haberle ofendido con mis preguntas. El abogado sonrió y dejó escapar un suspiro gentil, como si la conversación hubiese ya terminado.

-No tiene importancia. Discúlpeme usted a mí.

Aprovechando aquella vena conciliadora en el abogado adopté mi más dulce expresión.

-Tal vez doña Alicia Marlasca, su viuda...

Valera se encogió en la butaca, visiblemente incómodo.

-Señor Martín, no quisiera que me malinterpretase, pero parte de mi deber como abogado de la familia es preservar su intimidad. Por obvios motivos. Ha pasado mucho tiempo, pero no quisiera ahora que se abriesen viejas heridas que no conducen a ninguna parte. -Me hago cargo.

El abogado me observaba, tenso.

-¿Y dice usted que encontró un libro? -preguntó.

-Sí... un manuscrito. Probablemente no tenga importancia.

-Probablemente no. ¿Sobre qué trataba la obra?

-Teología, diría yo.

Valera asintió.

-¿Le sorprende? -pregunté.

-No. Al contrario. Don Diego era una autoridad en la historia de las religiones. Un hombre sabio. En esta casa aún se le recuerda con gran cariño. Dígame, ¿qué aspectos concretos de la compraventa deseaba usted conocer?

-Creo que ya me ha ayudado usted mucho, señor Valera. No quisiera robarle más tiempo.

El abogado asintió, aliviado.

-¿Es la casa, verdad? -preguntó.

-Es un lugar extraño, sí -convine.

-Recuerdo haber estado allí de joven una vez, al poco de comprarla don Diego.

-¿Sabe por qué la compró?

-Dijo que había estado fascinado por ella desde que era joven y que siempre pensó

que le gustaría vivir allí. Don Diego tenía esas cosas. A veces era como un muchacho capaz de entregarlo todo a cambio de una simple ilusión.

No dije nada.

-¿Se encuentra usted bien?

-Perfectamente. ¿Sabe usted algo del propietario al que se la compró el señor Marlasca? ¿Un tal Bernabé Massot?

-Un indiano. Nunca pasó más de una hora en ella.

La compró a su regreso de Cuba y la tuvo vacía durante años. No dijo por qué. Él vivía en un caserón que se hizo construir en Arenys de Mar. La vendió por dos reales. No quería saber nada de ella.

-¿Y antes de él?

-Creo que vivía allí un sacerdote. Un jesuita. No estoy seguro. Mi padre era quien llevaba los asuntos de don Diego y, a la muerte de éste, destruyó todos los archivos.

-¿Por qué haría algo así?

-Por todo lo que le he contado. Para evitar rumores y preservar la memoria de su amigo, supongo. La verdad es que nunca me lo dijo. Mi padre no era hombre dado a ofrecer explicaciones de sus actos. Tendría sus razones. Buenas razones, sin duda alguna. Don Diego había sido un gran amigo, amén de socio, y todo aquello fue muy doloroso para mi padre.

-¿Qué fue del jesuita?

-Creo que tenía problemas disciplinarios con la orden. Era amigo de mosén Cinto Verdaguer y me parece que estuvo implicado en algunos de sus líos, ya sabe usted.

-Exorcismos.

-Habladurías.

-¿Cómo se puede permitir un jesuita expulsado de la orden una casa así? Valera se encogió de nuevo de hombros y supuse que había llegado al fondo del barril.

-Me gustaría poder ayudarle más, señor Martín, pero no sé cómo. Créame.

-Gracias por su tiempo, señor Valera.

El abogado asintió y presionó un timbre sobre el escritorio. La secretaria que me había recibido apareció en la puerta. Valera ofreció su mano y se la estreché.

-El señor Martín se marcha. Acompáñele, Margarita.

La secretaria asintió y me guió. Antes de salir del despacho me volví para mirar al abogado, que había caído abatido bajo el retrato de su padre. Seguí a Margarita hasta la puerta y justo cuando empezaba a cerrarme la puerta me volví y le brindé la más inocente de mis sonrisas.

-Disculpe. El abogado Valera me ha dado antes la dirección de la señora Marlasca, pero ahora que lo pienso no estoy seguro de recordar el número de la calle correctamente... Margarita suspiró, ansiosa por desprenderse de mí.

-Es el trece. Carretera de Vallvidrera, número trece.

-Claro.

-Buenas tardes -dijo Margarita.

Antes de que pudiera corresponder a su despedida, la puerta se cerró en mis narices con la solemnidad y el empaque de un santo sepulcro.

Al volver a la casa de la torre aprendí a ver con otros ojos el que había sido mi hogar y mi cárcel durante demasiados años. Entré por el portal sintiendo que cruzaba las fauces de un ser de piedra y sombra. Ascendí la escalinata como si me adentrase en sus entrañas y abrí la puerta del piso principal para encontrarme aquel largo corredor oscuro que se perdía en la penumbra y que, por primera vez, me pareció el vestíbulo de una mente recelosa y envenenada. Al fondo, recortada en el resplandor escarlata del crepúsculo que se filtraba desde la galería, distinguí la silueta de Isabella avanzando hacia mí. Cerré la puerta y prendí la luz del recibidor.

Isabella se había vestido de señorita fina, con el pelo recogido y unas líneas de maquillaje que la hacían parecer una mujer diez años mayor.

-Te veo muy guapa y elegante -dije fríamente.

-Casi como una chica de su edad, ¿verdad? ¿Le gusta el vestido?

-¿De dónde lo has sacado?

-Estaba en uno de los baúles de la habitación del fondo. Creo que era de Irene Sabino. ¿Qué le parece? ¿A que me queda que ni pintado?

-Te dije que avisaras para que vinieran a llevárselo todo.

-Y lo he hecho. Esta mañana he ido a la parroquia a preguntar y me han dicho que ellos no pueden venir a recoger nada, que si queremos podemos llevarlo nosotros. La miré sin decir nada. -Es la verdad -dijo ella.

-Quítate eso y ponlo donde lo encontraste. Y lávate la cara. Pareces...

-¿Una cualquiera? -terminó Isabella. Negué, suspirando.

-No. Tú nunca podrías parecer una cualquiera, Isabella.

-Claro. Por eso es por lo que le gusto tan poco -murmuró dándose la vuelta y dirigiéndose a su habitación.

-Isabella -llamé. Me ignoró y entró en la habitación. -Isabella -repetí, levantando la voz. Me dirigió una mirada hostil y cerró de un portazo. Oí que empezaba a remover cosas en el dormitorio y me acerqué a la puerta. Llamé con los nudillos. No hubo respuesta. Llamé de nuevo. Ni caso. Abrí la puerta y la encontré recogiendo las cuatro cosas que había traído consigo y metiéndolas en su bolsa.

-¿Qué estás haciendo? -pregunté. -Me voy, eso es lo que hago. Me voy y le dejo en paz. O en guerra, porque con usted no se sabe. -¿Puedo preguntar adonde?

-¿Y qué más le da? ¿Es ésa una pregunta retórica o irónica? A usted, claramente, todo le da lo mismo, pero como yo soy una imbécil no sé distinguir.

-Isabella, espera un momento y...

-No se preocupe por el vestido, que ahora me lo quito. Y los plumines puede usted devolverlos, porque ni los he usado ni me gustan. Son una cursilada de niña de párvulos. Me aproximé a ella y le puse una mano en el hombro. Se apartó de un salto, como si la hubiese tocado una serpiente.

-No me toque.

Me retiré hasta el umbral de la puerta, en silencio. A Isabella le temblaban las manos y los labios.

-Isabella, perdóname. Por favor. No quería ofenderte. Me miró con lágrimas en los ojos y una sonrisa amarga.

-Si no ha hecho otra cosa. Desde que estoy aquí. No ha hecho otra cosa más que insultarme y tratarme como si fuese una pobre idiota que no entiende nada.

-Perdona -repetí-. Deja las cosas. No te vayas.

-¿Por qué no?

-Porque te lo pido por favor.

-Si quiero lástima y caridad, la puedo encontrar en otro sitio.

-No es lástima, ni caridad, a menos que la sientas tú por mí. Te pido que te quedes porque el idiota soy yo, y no quiero estar solo. No puedo estar solo.

-Qué bonito. Siempre pensando en los demás. Cómprese un perro. Dejó caer la bolsa sobre la cama y se me encaró, secándose las lágrimas y sacando la rabia que llevaba acumulada. Tragué saliva.

-Pues ya que estamos jugando a decir las verdades, déjeme que le diga que usted estará solo siempre. Estará solo porque no sabe querer ni compartir. Es usted como esta casa, que me pone los pelos de punta. No me extraña que su señorita de blanco le dejase plantado ni que todos le dejen. Ni quiere ni se deja querer.

La contemplé abatido, como si acabasen de darme una paliza y no supiese de dónde habían caído los golpes. Busqué palabras y sólo encontré balbuceos.

-¿De verdad no te gusta el juego de plumines? -conseguí articular al fin. Isabella puso los ojos en blanco, exhausta.

-No ponga cara de perro apaleado, porque seré idiota, pero no tanto. Me quedé en silencio, apoyado en el marco de la puerta. Isabella me observaba entre el recelo y la compasión.

-No quería decir eso de su amiga, la de las fotos. Disculpe -murmuró.

-No te disculpes. Es la verdad.

Bajé la mirada y salí de la habitación. Me refugié en el estudio a contemplar la ciudad oscura y enterrada en la neblina. Al rato oí sus pasos en la escalera, dudando.

-¿Está usted ahí arriba? -llamó.

-Sí.

Isabella entró en la sala. Se había cambiado de ropa y se había lavado el llanto de la cara. Me sonrió y le correspondí.

-¿Por qué es usted así? -preguntó.

Me encogí de hombros. Isabella se aproximó y se sentó en el alféizar, a mi lado. Disfrutamos del espectáculo de silencios y sombras sobre los tejados de la ciudad vieja sin necesidad de decir nada. Al rato, Isabella sonrió y me miró.

-¿Y si encendemos uno de esos puros que le regala mi padre y nos lo fumamos a medias?

-Ni hablar.

Isabella se sumió en uno de sus largos silencios. A veces me miraba brevemente y sonreía. Yo la observaba de reojo y me daba cuenta de que sólo con mirarla se me hacía menos difícil creer que tal vez quedaba algo bueno y decente en este perro mundo y, con suerte, en mí mismo.

-¿Te quedas? -pregunté.

-Déme una buena razón. Una razón sincera, o sea, en su caso, egoísta. Y más le vale que no sea un cuento chino o me largo ahora mismo. Se parapetó tras una mirada defensiva, esperando alguna de mis lisonjas, y por un instante me pareció la única persona en el mundo a la que no quería ni podía mentir. Bajé la mirada y por una vez dije la verdad, aunque sólo fuera para oírla yo mismo en voz alta.

-Porque eres la única amiga que me queda.

La dureza de su expresión se desvaneció y, antes de reconocer lástima en sus ojos, aparté la vista.

-¿Qué hay del señor Sempere y de ese otro tan pedante, Barceló?

-Eres la única que me queda que se atreve a decirme la verdad.

-¿Y su amigo el patrón, no le dice él la verdad?

-No hagas leña del árbol caído. El patrón no es mi amigo. Y no creo que haya dicho la verdad en su vida.

Isabella me miró con detenimiento.

-¿Lo ve? Ya sabía yo que no se fiaba usted de él. Se lo vi en la cara desde el primer día.

Intenté recuperar algo de dignidad, pero tan sólo encontré sarcasmo.

-¿Has añadido la lectura de caras a tu lista de talentos?

-Para leer la suya no hace falta talento alguno -rebatió Isabella-. Es como un cuento de Pulgarcito.

-¿Y qué más lees en mi rostro, estimada pitonisa?

-Que tiene miedo.

Intenté reír sin ganas.

-No le dé vergüenza tener miedo. Tener miedo es señal de sentido común. Los únicos que no tienen miedo de nada son los tontos de remate. Lo leí en un libro.

-¿El manual del cobardica?

-No hace falta que lo admita si eso pone en peligro su sentimiento de masculinidad. Ya sé que ustedes los hombres creen que el tamaño de su tozudez se corresponde con el de sus vergüenzas.

-¿Eso también lo leíste en ese libro?

-No, eso es de cosecha propia.

Dejé caer las manos, rendido ante la evidencia.

-Está bien. Sí, admito que siento una vaga inquietud.

-Usted sí que es vago. Está muerto de miedo. Confiese.

-No saquemos las cosas de quicio. Digamos que tengo ciertas dudas respecto a mi relación con mi editor, lo cual, dada mi experiencia, es comprensible. Por lo que sé, Corelli es un perfecto caballero y nuestra relación profesional será fructífera y positiva para ambas partes.

-Por eso le hacen ruido las tripas cada vez que sale su nombre a relucir. Suspiré, sin más fuelle para el debate.

-¿Qué quieres que te diga, Isabella?

-Que no va a trabajar más para él. -No puedo hacer esc.

-¿Y por qué no? ¿No puede devolverle su dinero y enviarle a paseo?

-No es tan sencillo.

-¿Por qué no? ¿Está usted metido en algún lío?

-Creo que sí.

-¿De qué clase?

-Es lo que estoy intentando averiguar. En cualquier caso, yo soy el único responsable y el que lo tiene que resolver. No es nada que deba preocuparte. Isabella me miró, resignada por el momento pero no convencida.

-Es usted un completo desastre de persona, ¿sabe?

-Voy haciéndome a la idea.

-Si quiere que me quede, las reglas, aquí, tienen que cambiar.

-Soy todo oídos.

-Se acabó el despotismo ilustrado. A partir de hoy, esta casa es una democracia.

-Libertad, igualdad y fraternidad.

-Vigile con lo de la fraternidad. Pero no más mando y ordeno, ni más numeritos a lo mister Rochester.

-Lo que usted diga, miss Eyre.

-Y no se haga ilusiones, porque no me voy a casar con usted aunque se quede ciego.

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