Tentáculos de luz negra rodeaban sus brazos, su garganta y su rostro para arrastrarla con fuerza hacia la oscuridad.

Desperté al sonido de mi nombre en labios del inspector Víctor Grandes. Me incorporé de golpe, sin reconocer el lugar donde me encontraba y que, de parecerse a algo, se semejaba a la suite de un gran hotel. Los latigazos de dolor de las docenas de cortes que me recorrían el torso me devolvieron a la realidad. Estaba en el dormitorio de Vidal en Villa Helius. Una luz de media tarde se insinuaba entre los postigos entornados. Había un fuego prendido en el hogar y hacía calor. Las voces provenían del piso inferior. Pedro Vidal y Víctor Grandes. Ignoré los tirones y aguijonazos mordiéndome la piel y salí de la cama. Mi ropa sucia y ensangrentada estaba tirada sobre una butaca. Busqué el abrigo. El revólver seguía en el bolsillo. Tensé el percutor y salí de la habitación, siguiendo el rastro de las voces hasta la escalera. Descendí unos peldaños arrimándome contra la pared. -Lamento mucho lo de sus hombres, inspector -oí decir a Vidal-. No dude de que si David se pone en contacto conmigo, o sé algo de su paradero, se lo comunicaré inmediatamente.

-Le agradezco su ayuda, señor Vidal. Lamento tener que molestarle en estas circunstancias, pero la situación es de extraordinaria gravedad.

-Me hago cargo. Gracias por su visita.

Pasos hacia el vestíbulo y el sonido de la puerta principal. Pisadas en el jardín alejándose. La respiración de Vidal, pesada, al pie de la escalera. Descendí unos peldaños más y le encontré con la frente apoyada contra la puerta. Al oírme abrió los ojos y se volvió. No dijo nada. Se limitó a mirar el revólver que sostenía en las manos. Lo dejé sobre la mesita que había al pie de la escalinata.

-Ven, vamos a ver si te encontramos algo de ropa limpia-dijo. Le seguí hasta un inmenso vestidor que parecía un verdadero museo de indumentarias. Todos los exquisitos trajes que recordaba de los años de gloria de Vidal estaban allí. Docenas de corbatas, zapatos y gemelos en estuches de terciopelo rojo.

-Todo esto es de cuando yo era joven. Te irá bien.

Vidal eligió por mí. Me tendió una camisa que probablemente valía lo que una pequeña parcela, un traje de tres piezas hecho a medida en Londres y unos zapatos italianos que no hubieran desmerecido en el guardarropía del patrón. Me vestí en silencio mientras Vidal me observaba pensativo.

-Un poco ancho de hombros, pero te tendrás que conformar -dijo, tendiéndome dos gemelos de zafiros.

-¿Qué le ha contado el inspector?

-Todo.

-¿Y le ha creído usted?

-¿Qué importa lo que yo crea?

-Me importa a mí.

Vidal se sentó en una banqueta que reposaba contra una pared cubierta de espejos del suelo al techo.

-Dice que tú sabes dónde está Cristina -dijo.

Asentí.

-¿Está viva?

Le miré a los ojos y, muy lentamente, asentí. Vidal sonrió débilmente, esquivando mi mirada. Luego se echó a llorar, dejando escapar un gemido que le brotaba de lo más hondo. Me senté junto a él y le abracé.

-Perdóneme, don Pedro, perdóneme...

Más tarde, cuando el sol empezaba a caer sobre el horizonte, don Pedro recogió mis ropas viejas y las entregó al fuego. Antes de abandonar el abrigo a las llamas extrajo el ejemplar de Los Pasos del Cielo y me lo tendió.

-De los dos libros que escribiste el año pasado, éste era el bueno -dijo. Le observé remover mis ropas ardiendo en el fuego.

-¿Cuándo se dio cuenta?

Vidal se encogió de hombros.

-Incluso a un tonto vanidoso es difícil engañarle para siempre, David. No acerté a saber si había rencor en su voz o sólo tristeza.

-Lo hice porque creí que le ayudaba, don Pedro.

-Ya lo sé.

Me sonrió sin acritud.

-Perdóneme -murmuré.

-Tienes que irte de la ciudad. Hay un carguero amarrado en el muelle de San Sebastián que zarpa a medianoche. Está todo arreglado. Pregunta por el capitán Olmo. Te espera. Llévate uno de los coches del garaje. Lo puedes dejar en el muelle. Pep irá a buscarlo mañana. No hables con nadie. No vuelvas a tu casa. Necesitarás dinero. -Tengo suficiente dinero -mentí. -Nunca es suficiente. Cuando desembarques en Marsella, Olmo te acompañará a un banco y te hará entrega de cincuenta mil francos. -Don Pedro...

-Escúchame. Esos dos hombres que Grandes dice que has matado...

-Marcos y Gástelo. Creo que trabajaban para su padre, don Pedro. Vidal negó.

-Ni mi padre ni sus abogados tratan nunca con mandos intermedios, David. ¿Cómo crees que esos dos sabían dónde encontrarte a los treinta minutos de salir de la comisaría?

La fría certidumbre se desplomó, transparente. -Por mi amigo, el inspector Víctor Grandes. Vidal asintió.

-Grandes te dejó salir porque no quería ensuciarse las manos en la comisaría. Tan pronto saliste de allí, sus dos hombres estaban tras tu pista. La tuya era una muerte telegrafiada. Sospechoso de asesinato se fuga y fallece al resistirse al arresto.

-Como en los viejos tiempos de la sección de sucesos -dije.

-Algunas cosas no cambian nunca, David. Tú deberías saberlo mejor que nadie. Abrió su armario y me tendió un abrigo nuevo, sin estrenar. Lo acepté y guardé el libro en el bolsillo interior. Vidal me sonrió.

- Por una vez en la vida te veo bien vestido.

- A usted le sentaba mejor, don Pedro.

- Eso por descontado.

- Don Pedro, hay muchas cosas que.

- Ahora ya no tienen importancia, David. No me debes ninguna explicación.

- Le debo mucho más que una explicación.

- Entonces háblame de ella.

Vidal me miraba con ojos desesperados suplicando que le mintiese. Nos sentamos en el salón, frente a los ventanales desde los que se dominaba toda Barcelona, y le mentí con toda el alma. Le dije que Cristina había alquilado un pequeño ático en la rué de Soufflot bajo el nombre de madame Vidal y que me había dicho que me esperaría cada día a media tarde frente a la fuente de los jardines de Luxemburgo. Le dije que hablaba constantemente de él, que nunca le olvidaría y que yo sabía que por muchos años que pasase a su lado nunca podría llenar la ausencia que él había dejado. Don Pedro asentía, la mirada perdida en la distancia.

- Tienes que prometerme que cuidarás de ella, David. Que nunca la abandonarás. Que pase lo que pase, estarás a su lado.

- Se lo prometo, don Pedro.

En la luz pálida del atardecer apenas pude reconocer en él más que a un hombre viejo y vencido, enfermo de recuerdos y remordimiento, un hombre que nunca había creído y al que ahora sólo le quedaba el bálsamo de la credulidad.

- Me hubiera gustado ser un amigo mejor para ti, David.

- Ha sido usted el mejor de los amigos, don Pedro. Ha sido usted mucho más que eso.

Vidal alargó el brazo y me tomó la mano. Estaba temblando.

-Grandes me habló de ese hombre, ese que tú llamas el patrón... Dice que le debes algo y que crees que el único modo de pagar tu deuda es entregándole una alma pura...

-Son tonterías, don Pedro. No haga ni caso.

-¿No te sirve una alma sucia y cansada como la mía?

-No conozco alma más pura que la suya, don Pedro.

Vidal sonrió.

-Si pudiera cambiarme con tu padre, lo haría, David.

-Lo sé.

Se incorporó y contempló el atardecer abatiéndose sobre la ciudad.

-Deberías ponerte en camino -dijo-. Ve al garaje y coge un coche. El que quieras. Yo voy a ver si tengo algo de dinero en metálico.

Asentí y recogí el abrigo. Salí al jardín y me dirigí hacia las cocheras. El garaje de Villa Helius albergaba dos automóviles relucientes como carrozas reales. Elegí el más pequeño y discreto, un Hispano-Suiza negro que parecía no haber salido de allí más de dos o tres veces y aún olía a nuevo. Me senté al volante y lo puse en marcha. Saqué el coche del garaje y esperé en el patio. Transcurrió un minuto y, al ver que don Pedro no salía, bajé del coche dejando el motor en marcha. Volví a entrar en la casa para despedirme de él y decirle que no se preocupase por el dinero, que ya me las arreglaría. Al cruzar el vestíbulo recordé que había dejado allí el arma, sobre la mesita. Cuando fui a recogerla ya no estaba.

-¿Don Pedro?

La puerta que daba a la sala estaba entornada. Me asomé al umbral y le vi en el centro de la sala. Se llevó el revólver de mi padre al pecho y colocó el cañón sobre su corazón. Corrí hacia él pero el estruendo del disparo ahogó mis gritos. El arma se le cayó de las manos. Su cuerpo se ladeó contra la pared y se deslizó lentamente hasta el suelo dejando un rastro escarlata sobre el mármol. Caí de rodillas a su lado y lo sostuve en mis brazos. El disparo había abierto un orificio humeante sobre sus ropas del que brotaba sangre oscura y espesa a borbotones. Don Pedro me miraba fijamente a los ojos mientras su sonrisa se llenaba de sangre y su cuerpo dejaba de temblar y caía derribado, oliendo a pólvora y a miseria. Volví al coche y me senté, las manos teñidas de sangre sobre el volante. Apenas podía respirar. Esperé un minuto y luego bajé la palanca del treno. El atardecer había cubierto el cielo con un sudario rojo bajo el que latían las luces de la ciudad. Partí calle abajo dejando atrás la silueta de Villa Helius en lo alto de la colina. Al llegar a la avenida Pearson me detuve y miré por el espejo retrovisor. Un coche torcía desde un callejón escondido y se situaba a unos cincuenta metros. No había encendido las luces. Víctor Grandes. Continué por la avenida de Pedralbes hacia abajo hasta rebasar el gran dragón de hierro forjado que guardaba el pórtico de la Finca Güell. El coche del inspector Grandes seguía allí, a unos cien metros. Al llegar a la Diagonal torcí a la izquierda en dirección al centro de la ciudad. Apenas circulaban vehículos y Grandes me siguió sin dificultad hasta que decidí girar a la derecha con la esperanza de perderle a través de las estrechas calles de Las Corts. Para entonces el inspector ya se había percatado de que su presencia no era un secreto y había encendido los faros, acortando distancias. Por espacio de veinte minutos sorteamos una trenza de calles y tranvías. Me deslice entre ómnibus y carros, siempre para encontrar los faros de Grandes a la zaga, sin tregua. Al rato se alzó al frente la montaña de Montjuic. El gran palacio de la Exposición Universal y los restos de los demás pabellones habían sido clausurados apenas dos semanas antes, pero ya se perfilaban en la bruma del crepúsculo como las ruinas de una gran civilización olvidada. Enfilé la gran avenida que escalaba hacia la cascada de luces fantasmales y fuegos fatuos de las fuentes de la Exposición y aceleré hasta donde alcanzaba el motor. A medida que ascendíamos por la carretera que rodeaba la montaña y serpenteaba hacia el Estadio Olímpico, Grandes fue ganando terreno hasta que pude distinguir claramente su rostro en el espejo. Por un instante me sentí tentado de tomar la carretera que subía hasta el castillo militar en lo alto de la montaña, pero si algún lugar no tenía salida era aquél. Mi única esperanza era ganar el otro lado de la montaña que miraba al mar y desaparecer en alguno de los muelles del puerto. Para eso necesitaba arrancar un margen de tiempo. Grandes estaba ahora a unos quince metros por detrás. Las grandes balaustradas de Miramar se abrían al frente con la ciudad tendida a nuestros pies. Tiré de la palanca del freno con todas mis fuerzas y dejé que Grandes se estrellase contra el Hispano-Suiza. El impacto nos arrastró a ambos casi veinte metros, levantando una guirnalda de chispas sobre la carretera. Solté el freno y avancé una corta distancia. Mientras Grandes intentaba recobrar el control, puse la marcha atrás y aceleré a fondo. Para cuando Grandes se dio cuenta de lo que estaba haciendo, ya era tarde. Le embestí con la fuerza de una carrocería y un motor cortesía de la escudería más selecta de la ciudad, notablemente más robustos que los que le amparaban a él. La fuerza del choque le sacudió en el interior de la cabina y pude ver su cabeza golpearse contra el parabrisas y astillarlo completamente. Un aliento blanco brotó de la capota de su coche y los faros se extinguieron. Calcé la marcha y aceleré, dejándole atrás y dirigiéndome hacia la atalaya de Miramar. A los pocos segundos advertí que el choque había aplastado el guardabarros trasero contra el neumático, que giraba ahora sufriendo la fricción con el metal. El olor a goma quemada inundó la cabina. Veinte metros más adelante el neumático estalló y el coche empezó a serpentear hasta detenerse envuelto en una nube de humo negro. Abandoné el automóvil y dirigí la vista hacia el lugar donde había quedado el coche de Grandes. El inspector se arrastraba fuera de la cabina, incorporándose lentamente. Miré a mi alrededor. La parada del teleférico que cruzaba el puerto de la ciudad desde la montaña de Montjuic a la torre de San Sebastián quedaba a una cincuentena de metros de allí. Distinguí la silueta de las cabinas suspendidas de los cables deslizándose sobre el escarlata del crepúsculo y corrí hacia allí. Uno de los empleados del teleférico estaba preparándose para cerrar las puertas del edificio cuando me vio acercarme a toda prisa. Me sostuvo la puerta abierta y señaló hacia el interior.

-Último trayecto del día -advirtió-. Más vale que se dé prisa. La taquilla estaba a punto de cerrar cuando adquirí el último billete de la jornada y me apresuré a unirme a un grupo de cuatro personas que esperaban al pie de la cabina. No reparé en su indumentaria hasta que el empleado abrió la portezuela y los invitó a pasar. Sacerdotes.

-El teleférico fue construido para la Exposición Universal y está dotado con los mayores adelantos de la técnica. Su seguridad está garantizada en todo momento. Tan pronto se inicie el recorrido esta puerta de seguridad, que sólo puede abrirse por fuera, quedará trabada para evitar accidentes o, Dios no lo quiera, intentos de suicidio. Claro que con ustedes, eminencias, no hay peligro de...

-Joven -interrumpí-. ¿Puede agilizar el ceremonial, que se hace de noche? El encargado me dirigió una mirada hostil. Uno de los sacerdotes advirtió las manchas de sangre en mis manos y se santiguó. El encargado continuó con su perorata.

-Viajarán ustedes a través del cielo de Barcelona a unos setenta metros de altitud por encima de las aguas del puerto, gozando de las vistas más espectaculares de toda la ciudad, hasta ahora sólo al alcance de golondrinas, gaviotas y otras criaturas dotadas por el Altísimo de ensamblaje plumífero. El viaje tiene una duración de diez minutos y realiza dos paradas, la primera en la torre central del puerto, o, como a mí me gusta llamarla, la torre Eiffel de Barcelona, o torre de San Jaime, y la segunda y última en la torre de San Sebastián. Sin más dilación, les deseo a sus eminencias una feliz travesía y les reitero el deseo de la compañía de volverlos a ver a bordo del teleférico del puerto de Barcelona en una próxima ocasión.

Fui el primero en abordar la cabina. El encargado dispuso la mano al paso de los cuatro sacerdotes, en espera de una propina que nunca llegó a rozar sus manos. Con visible decepción cerró la portezuela con un golpe y se dio la vuelta, dispuesto a darle a la palanca. El inspector Víctor Grandes le esperaba al otro lado, maltrecho pero sonriente, con su identificación en la mano. El encargado le abrió la compuerta y Grandes entró en la cabina saludando con la cabeza a los sacerdotes y guiñándome un ojo. Segundos más tarde, estábamos flotando en el vacío.

La cabina se elevó desde el edificio terminal rumbo al borde de la montaña. Los sacerdotes se habían arremolinado todos a un lado, claramente dispuestos a gozar de las vistas del anochecer sobre Barcelona y a ignorar cualquiera que fuese el turbio asunto que nos había reunido a Grandes y a mí allí. El inspector se aproximó lentamente y me mostró el arma que sostenía en la mano. Grandes nubes rojas flotaban sobre las aguas del puerto. La cabina del teleférico se hundió en una de ellas y por un instante pareció que nos hubiéramos sumergido en un lago de fuego. -¿Había subido usted alguna vez? -preguntó Grandes; Asentí.

-A mi hija le encanta. Una vez al mes me pide que hagamos el viaje de ida y vuelta. Un poco caro, pero vale la pena,

-Con lo que le paga el viejo Vidal por venderme, seguro que podrá traer a su hija todos los días, si le da la gana. Simple curiosidad. ¿Qué precio me ha puesto? Grandes sonrió. La cabina emergió de la gran nube escarlata y quedamos suspendidos sobre la dársena del puerto, las luces de la ciudad derramadas sobre las aguas oscuras.

-Quince mil pesetas -respondió palmeándose un sobre blanco que asomaba del bolsillo de su abrigo.

-Supongo que debería sentirme halagado. Hay quien mata por dos duros. ¿Incluye eso el precio de traicionar a sus dos hombres?

-Le recuerdo que aquí el único que ha matado a alguien es usted. A estas alturas los cuatro sacerdotes nos observaban atónitos y consternados, ajenos a los encantos del vértigo y el vuelo sobre la ciudad. Grandes les lanzó una mirada somera.

-Cuando lleguemos a la primera parada, si no es mucho pedir, les agradecería a sus eminencias que se apeasen y nos dejaran discutir de nuestros asuntos mundanos. La torre de la dársena del puerto se levantaba al frente como un cimborio de acero y cables arrancado de una catedral mecánica. La cabina penetró en la cúpula de la torre y se detuvo en la plataforma. Cuando se abrió la portezuela, los cuatro sacerdotes salieron a escape. Grandes, pistola en mano, me indicó que me dirigiese al fondo de la cabina. Uno de los curas, al apearse, me miró con preocupación.

-No se preocupe usted, joven, que avisaremos a la policía -dijo antes de que se cerrase de nuevo la puerta.

-No duden en hacerlo -replicó Grandes.

Una vez la puerta quedó trabada, la cabina continuó el trayecto. Emergimos de la torre de la dársena e iniciamos el último tramo de la travesía. Grandes se acercó a la ventana y contempló la visión de la ciudad, un espejismo de luces y brumas, catedrales y palacios, callejones y grandes avenidas entramadas en un laberinto de sombra.

-La ciudad de los malditos -dijo Grandes-. Cuanto más de lejos se ve, más bonita parece.

-¿Es ése mi epitafio?

-No le voy a matar, Martín. Yo no mato a la gente. Usted me va a hacer ese favor. A mí y a usted mismo. Sabe que tengo razón.

Sin más, el inspector descerrajó tres tiros sobre el mecanismo de cierre de la compuerta y la abrió de una patada. La portezuela quedó colgando en el aire, una bocanada de viento húmedo inundando la cabina.

-No sentirá nada, Martín. Créame. El golpe no lleva ni una décima de segundo. Instantáneo. Y luego, paz.

Miré hacia la compuerta abierta. Una caída de setenta metros al vacío se abría al frente. Miré hacia la torre de San Sebastián y calculé que quedaban unos minutos para que llegásemos hasta allí. Grandes leyó mi pensamiento.

-En unos minuto’s todo se habrá acabado, Martín. Me lo tendría que agradecer.

-¿Realmente cree usted que maté a todas esas personas, inspector? Grandes alzó el revólver y me apuntó al corazón.

-Ni lo sé ni me importa.

-Creí que éramos amigos.

Grandes sonrió y negó por lo bajo.

-Usted no tiene amigos, Martín.

Oí el estruendo del disparo y sentí un impacto en el pecho, como si un martillo industrial me hubiese golpeado en las costillas. Caí de espaldas, sin aliento, un espasmo de dolor prendiendo por mi cuerpo como gasolina. Grandes me había agarrado por los pies y tiraba de mí hacia la portezuela. La cima de la torre de San Sebastián apareció entre velos de nubes al otro lado. Grandes cruzó por encima de mí y se arrodilló a mi espalda. Me empujó por los hombros hacia la portezuela. Sentí el viento húmedo en las piernas. Grandes me dio otro empujón y noté que mi cintura rebasaba la plataforma de la cabina. El tirón de la gravedad fue instantáneo. Estaba empezando a caer.

Alargué los brazos hacia el policía y le clavé los dedos en el cuello. Lastrado por el peso de mi cuerpo, el inspector quedó trabado en la compuerta. Apreté con todas mis fuerzas, hundiéndole la tráquea y aplastándole las arterias del cuello. Intentó forcejear para librarse de mi presa con una mano mientras con la otra tanteaba en busca de su arma. Sus dedos encontraron la culata de la pistola y se deslizaron por el gatillo. El disparo me rozó la sien y se estrelló contra el borde de la compuerta. La bala rebotó hacia el interior de la cabina y le atravesó la palma de la mano limpiamente. Hundí las uñas sobre su cuello, sintiendo que la piel cedía. Grandes emitió un gemido. Tiré con fuerza y me aupé de nuevo hasta quedar con más de medio cuerpo dentro de la cabina. Una vez pude aferrarme a las paredes de metal, solté a Grandes y conseguí echarme a un lado.

Me palpé el pecho y encontré el orificio que había dejado el disparo del inspector. Me abrí el abrigo y extraje el ejemplar de Los Pasos del Cielo. La bala había atravesado la parte delantera de la cubierta, las casi cuatrocientas páginas y asomaba como la punta de un dedo de plata por la cubierta trasera. A mi lado Grandes se retorcía en el suelo, aferrándose el cuello con desesperación. Tenía el rostro amoratado y las venas de la frente y las sienes le pulsaban como cables tensados. Me dirigió una mirada de súplica. Una telaraña de vasos quebrados se esparcía por sus ojos y comprendí que le había aplastado la tráquea con mis manos y que se estaba asfixiando sin remedio.

Le contemplé sacudirse en el suelo en su lenta agonía. Tiré del borde del sobre blanco que asomaba en la solapa de su bolsillo. Lo abrí y conté quince mil pesetas. El precio de mi vida. Me guardé el sobre. Grandes se arrastraba por el suelo hacia el arma. Me incorporé y la aparté de sus manos con un puntapié. Me aferró el tobillo implorando misericordia.

-¿Dónde está Marlasca? -pregunté.

Su garganta emitió un gemido sordo. Posé mis ojos sobre los suyos y comprendí que se estaba riendo. La cabina había entrado ya en el interior de la torre de San Sebastián cuando le empujé por la portezuela y vi su cuerpo precipitarse casi ochenta metros a través de un laberinto de rieles, cables, ruedas dentadas y barras de acero que lo despedazaron por el camino.

La casa de la torre estaba enterrada en la oscuridad. Ascendí a tientas los peldaños de la escalinata de piedra hasta llegar al rellano y encontrar la puerta entreabierta. La empujé con la mano y me quedé en el umbral, escrutando las sombras que inundaban el largo corredor. Me adentré unos pasos. Permanecí allí, inmóvil, esperando. Palpé la pared hasta encontrar el interruptor de la luz. Lo hice girar cuatro veces sin obtener resultado. La primera puerta a la derecha conducía a la cocina. Recorrí lentamente los tres metros que me separaban de ella y me detuve justo al frente. Recordé que guardaba un farol de aceite en una de las alacenas. Fui hasta allí y lo encontré entre latas de café todavía por abrir traídas del emporio de Can Gispert. Dejé el farol sobre la mesa de la cocina y lo encendí. Una tenue luz ámbar impregnó las paredes de la cocina. Tomé el farol y salí de nuevo al corredor. Avancé lentamente, la luz parpadeante en alto, esperando ver algo o alguien emerger en cualquier instante de alguna de las puertas que flanqueaban el corredor. Sabía que no estaba solo. Podía olerlo. Un hedor agrio, a rabia y odio, flotaba en el aire. Alcancé el extremo del corredor y me detuve frente a la puerta de la última habitación. El resplandor del farol acarició el contorno del armario apartado de la pared, las ropas tiradas en el suelo exactamente como las había dejado cuando Grandes había venido a detenerme dos noches atrás. Continué hasta el pie de la escalera en espiral que ascendía al estudio. Subí lentamente, atisbando a mi espalda cada dos o tres pasos, hasta que alcancé la sala del estudio. El aliento rojizo del crepúsculo penetraba desde los ventanales. Crucé rápidamente hasta la pared donde estaba el baúl y lo abrí. La carpeta con el manuscrito del patrón había desaparecido. Me dirigí de nuevo hacia la escalera. Al cruzar frente a mi escritorio pude ver que el teclado de mi vieja máquina de escribir estaba destrozado, como si alguien hubiese estado golpeándolo con los puños. Descendí lentamente las escaleras. Al enfilar de nuevo el corredor me asomé a la entrada de la galería. Incluso en la penumbra pude ver que todos mis libros estaban tirados por el suelo y la piel de las butacas hecha jirones. Me volví y examiné los veinte metros de corredor que me separaban de la puerta. La claridad que proyectaba el farol sólo permitía discernir los contornos hasta la mitad de aquella distancia. Más allá, la sombra se mecía como agua negra.

Recordaba haber dejado la puerta del piso abierta al entrar. Ahora estaba cerrada. Avancé un par de metros, pero algo me detuvo al cruzar de nuevo frente a la última habitación del pasillo. Al entrar no lo había advertido porque la puerta de la habitación se abría hacia la izquierda y al pasar frente a ella no me había asomado lo suficiente para verlo, pero ahora, al aproximarme, lo vi claramente. Una paloma blanca con las alas desplegadas en cruz estaba clavada sobre la puerta. Las gotas de sangre descendían por la madera, frescas. Entré en la habitación. Miré detrás de la puerta, pero no había nadie. El armario seguía apartado a un lado. El aliento frío y húmedo que salía del orificio de la pared inundaba la habitación. Dejé el farol en el suelo y posé las manos sobre la masilla reblandecida que rodeaba el agujero. Empecé a arañar con las uñas y sentí que se deshacía en mis dedos. Busqué a mi alrededor y encontré un viejo abrecartas en el cajón de una de las mesitas apiladas contra el rincón. Clavé el filo en la masilla y empecé a escarbar. El yeso se desprendía con facilidad. La capa no tenía más de tres centímetros. Al otro lado encontré madera. Una puerta.

Busqué los bordes con el abrecartas y lentamente el contorno de la puerta fue dibujándose en la pared. Para entonces había olvidado ya aquella presencia próxima que envenenaba la casa y acechaba en la sombra. La puerta no tenía manija, apenas un cerrojo herrumbroso que había quedado anegado con el yeso reblandecido por años de humedad. Hundí el abrecartas y forcejeé en vano. Empecé a propinarle puntapiés hasta que la masilla que sostenía el cierre fue deshaciéndose lentamente. Acabé de liberar el anclaje de la cerradura con el abrecartas y, una vez suelto, un simple empujón derribó la puerta. Una bocanada de aire putrefacto exhaló del interior, impregnando mis ropas y mi piel. Tomé el farol y entré. La estancia era un rectángulo de unos cinco o seis metros de profundidad. Los muros estaban recubiertos de dibujos e inscripciones que parecían hechos con los dedos. El trazo era marronáceo y oscuro. Sangre seca. El suelo estaba cubierto con lo que en principio creí que era polvo pero que al bajar el farol se desveló como restos de pequeños huesos. Huesos de animales, quebrados en una marea de ceniza. Del techo pendían innumerables objetos suspendidos de un cordel negro. Reconocí figuras religiosas, estampas de santos y vírgenes con el rostro quemado y los ojos arrancados, crucifijos anudados con alambre de púas y restos de juguetes de latón y muñecas de ojos de cristal. La silueta quedaba al fondo, casi invisible.

Una silla de cara al rincón. Sobre ella se distinguía una figura. Vestía de negro. Un hombre. Las manos estaban sujetas a la espalda con unas esposas. Un alambre grueso aferraba sus miembros al armazón de la silla. Me invadió un frío como no había conocido hasta entonces.

-¿Salvador? -conseguí articular.

Avancé lentamente hacia él. La silueta permaneció inmóvil. Me detuve a un paso de la figura y alargué la mano lentamente. Mis dedos rozaron su pelo y se posaron sobre el hombro. Quise girar el cuerpo, pero sentí entonces que algo cedía bajo mis dedos. Un segundo después de tocarlo me pareció escuchar un susurro y el cadáver se deshizo en cenizas que se derramaron entre las ropas y las ataduras de alambre para elevarse en una nube de tiniebla que quedó flotando entre los muros de aquella prisión que lo había ocultado durante años. Contemplé el velo de cenizas sobre mis manos y me las llevé al rostro, esparciendo los restos del alma de Ricardo Salvador sobre mi piel. Cuando abrí los ojos vi que Diego Marlasca, su carcelero, esperaba al umbral de la celda portando el manuscrito del patrón en la mano y fuego en los ojos.

-He estado leyéndolo mientras le esperaba, Martín -dijo Marlasca-. Una obra maestra. El patrón sabrá recompensarme cuando se la entregue en su nombre. Reconozco que yo nunca fui capaz de resolver el acertijo. Me quedé por el camino. Me alegra comprobar que el patrón supo encontrarme un sucesor con más talento.

-Apártese.

-Lo siento, Martín. Crea que lo siento. Le había tomado aprecio -dijo extrayendo lo que parecía un mango de marfil del bolsillo-. Pero no puedo dejarle salir de esta habitación. Es hora de que ocupe usted el lugar del pobre Salvador.

Presionó un botón en el mango y una hoja de doble filo brilló en la penumbra. Se abalanzó sobre mí con un grito de rabia. La hoja de la navaja me abrió la mejilla y me hubiera arrancado el ojo izquierdo de no haberme echado a un lado. Caí de espaldas sobre el suelo recubierto de pequeños huesos y polvo. Marlasca aferró el cuchillo con ambas manos y se dejó caer sobre mí, apoyando todo su peso en el filo. La punta del cuchillo quedó a un par de centímetros de mi pecho, mientras mi mano derecha sujetaba a Marlasca por la garganta.

Volvió el rostro para morderme en la muñeca y le propiné un puñetazo en la cara con la mano izquierda. Apenas se inmutó. Le impulsaba una rabia más allá de la razón y el dolor y supe que no me dejaría salir con vida de aquella celda. Embistió con una fuerza que parecía imposible. Sentí la punta del cuchillo perforándome la piel. Le golpeé de nuevo con todas mis fuerzas. Mi puño se estrelló sobre su rostro y sentí quebrarse los huesos de la nariz. Su sangre impregnó mis nudillos. Marlasca gritó de nuevo, ajeno al dolor, y hundió el cuchillo un centímetro en mi carne. Una punzada de dolor me recorrió el pecho. Le golpeé de nuevo, buscando las cuencas de los ojos con los dedos, pero Marlasca alzó la barbilla y no pude clavarle las uñas más que en la mejilla. Esta vez sentí sus dientes sobre mis dedos. Hundí el puño en su boca, partiéndole los labios y arrancándole varios dientes. Le oí aullar y su embestida vaciló un instante. Le empujé a un lado y cayó al suelo, el rostro una máscara de sangre temblando de dolor. Me aparté de él, rogando que no se levantase de nuevo. Un segundo después se arrastró hasta el cuchillo y empezó a incorporarse. Tomó el cuchillo y se lanzó hacia mí con un aullido ensordecedor. Esta vez no me cogió por sorpresa. Alcancé el asa del farol y lo balanceé con todas mis fuerzas a su paso. El farol se estrelló en su rostro y el aceite se derramó sobre sus ojos, sus labios, su garganta y su pecho. Prendió en llamas al instante. En apenas un par de segundos el fuego tendió un manto que se esparció por todo su cuerpo. Su cabello se evaporó de inmediato. Vi su mirada de odio a través de las llamas que le devoraban los párpados. Recogí el manuscrito y salí de allí. Marlasca todavía sostenía el cuchillo en las manos cuando intentó seguirme fuera de aquella estancia maldita y cayó de bruces sobre la pila de ropas viejas, que prendieron al instante. Las llamas saltaron a la madera seca del armario y a los muebles apilados contra la pared. Huí hacia el pasillo y le vi todavía caminar a mi espalda con los brazos extendidos, intentando alcanzarme. Corrí hacia la puerta, pero antes de salir me detuve a contemplar a Diego Marlasca consumirse entre las llamas golpeando con ira las paredes que prendían con su roce. El fuego se esparció hasta los libros desparramados sobre la galería y alcanzó los cortinajes. Las llamas se derramaron en serpientes de fuego por el techo, lamiendo los marcos de puertas y ventanas, reptando por las escaleras del estudio. La última imagen que recuerdo es la de aquel hombre maldito cayendo de rodillas al final del corredor, las vanas esperanzas de su locura perdidas y su cuerpo reducido a una antorcha de carne y odio que quedó engullida por la tormenta de llamas que se extendía sin remedio por el interior de la casa de la torre. Luego abrí la puerta y corrí escaleras abajo.

Algunas gentes del barrio se habían congregado en la calle al ver las primeras llamaradas asomar por las ventanas de la torre. Nadie reparó en mí mientras me alejaba calle abajo. Al poco oí estallar los cristales del estudio y me volví para ver el fuego rugir y abrazar la rosa de los vientos en forma de dragón. Poco después me alejé hacia el paseo del Born caminando contra una marea de vecinos que acudían con la vista en alto, sus miradas prendidas en el brillo de la pira que se elevaba en el cielo negro. Aquella noche volví por última vez a la librería de Sempere e Hijos. El cartel de cerrado colgaba de la puerta, pero al aproximarme vi que todavía había luz en el interior y que Isabella estaba tras el mostrador, sola, la mirada absorta en un grueso libro de cuentas que a juzgar por la expresión de su rostro prometía el fin de los días para la vieja librería. Viéndola mordisquear su lápiz y rascarse la punta de la nariz con el índice supe que mientras ella estuviese allí aquel lugar nunca desaparecería. Su presencia lo salvaría, como me había salvado a mí. No me atreví a romper aquel instante y me quedé observándola sin que ella reparase en mi presencia, sonriendo para mis adentros. De repente, como si hubiese leído mi pensamiento, alzó la vista y me vio. La saludé con la mano y vi que a su pesar se le llenaban los ojos de lágrimas. Cerró el libro y salió corriendo de detrás del mostrador para abrirme la puerta. Me miraba como si no pudiese creer que estaba allí.

-Ese hombre dijo que se había fugado usted... que nunca más volveríamos a verle. Supuse que Grandes le había hecho una visita.

-Quiero que sepa que no creí una sola palabra de lo que me contó -dijo Isabella-. Deje que avise a... -No tengo mucho tiempo, Isabella. Me miró, abatida.

-Se va, ¿verdad? Asentí. Isabella tragó saliva. -Ya le dije que no me gustaban las despedidas. -A mí menos. Por eso no he venido a despedirme. He venido a devolver un par de cosas que no me pertenecen.

Extraje el ejemplar de Los Pasos del Cielo se lo tendí. -Esto nunca debió salir de la vitrina con la colección personal del señor Sempere.

Isabella lo tomó y al ver la bala todavía atrapada en sus páginas me miró sin decir nada. Extraje entonces el sobre blanco con las quince mil pesetas con que el viejo Vidal había intentado comprar mi muerte y lo dejé en el mostrador.

-Y esto es a cuenta de todos los libros que Sempere me regaló durante todos estos años.

Isabella lo abrió y contó el dinero, atónita. -No sé si puedo aceptarlo...

-Considéralo mi regalo de bodas, por adelantado. -Y yo que aún tenía esperanzas de que me llevase usted algún día al altar, aunque fuese como padrino.

-Nada me hubiera gustado más.

-Pero tiene usted que irse. -Sí.

-Para siempre. -Por un tiempo. -¿Y si me voy con usted? La besé en la frente y la abracé.

-Dondequiera que vaya, tú siempre estarás conmigo, Isabella. Siempre.

-No le pienso echar de menos.

-Ya lo sé.

-¿Puedo al menos acompañarle al tren o a lo que sea?

Dudé demasiado tiempo para negarme a aquellos últimos minutos de su compañía.

-Para asegúrame de que se va de verdad y de que me he librado de usted para siempre -añadió.

-Trato hecho.

Descendimos lentamente por la Rambla, Isabella cogida de mi brazo. Al llegar a la calle del Are del Teatre, cruzamos hacia el oscuro callejón que se abría camino a través del Raval.

-Isabella, lo que vas a ver esta noche no se lo puedes contar a nadie.

-¿Ni a mi Sempere júnior?

Suspiré.

-Claro que sí. A él puedes contárselo todo. Con él casi no tenemos secretos. Al abrir las puertas, Isaac el guardián nos sonrió y se hizo a un lado.

-Ya era hora de que tuviésemos una visita de categoría -dijo, ofreciendo una reverencia a Isabella-. ¿Intuyo que prefiere usted hacer de guía, Martín?

-Si no le importa...

Isaac asintió y me ofreció la mano. Se la estreché.

-Buena suerte -dijo.

El guardián se retiró hacia la sombras, dejándome a solas con Isabella. Mi antigua ayudante y flamante nueva gerente de Sempere e Hijos lo observaba todo con una mezcla de asombro y aprensión.

-¿Qué clase de lugar es éste? -preguntó.

La tomé de la mano y lentamente la conduje el resto del trayecto hasta llegar a gran sala que albergaba la entrada.

-Bienvenida al Cementerio de los Libros Olvidados, Isabella.

Isabella alzó la vista hacia la cúpula de cristal en lo alto y se perdió en aquella visión imposible de haces de luz blanca acribillando un babel de túneles, pasarelas y puentes tendidos hacia las entrañas de aquella catedral hecha de libros.

-Este lugar es un misterio. Un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. En este lugar los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar a las manos de un nuevo lector, un nuevo espíritu...

Más tarde dejé a Isabella esperando a la entrada del laberinto y me adentré a solas en los túneles portando aquel manuscrito maldito que no había tenido el valor de destruir. Confié en que mis pasos me guiaran para encontrar el lugar en el que debía enterrarlo para siempre.

Doblé mil esquinas hasta creer que me había perdido. Entonces, cuando tuve la certeza de que ya había recorrido aquel mismo camino diez veces, me encontré a la entrada de la pequeña sala en la que me había enfrentado a mi propio reflejo en aquel pequeño espejo en el que la mirada del hombre de negro siempre estaba presente. Avisté un hueco entre dos lomos de cuero negro y, sin pensarlo, hundí la carpeta del patrón. Me disponía a abandonar aquel lugar cuando me volví y me aproximé de nuevo al estante. Tomé el volumen junto al que había confinado el manuscrito y lo abrí. Me bastó leer un par de frases para sentir de nuevo aquella risa oscura a mi espalda. Devolví el libro a su lugar y tomé otro al azar, hojeándolo rápidamente. Tomé otro y otro más, y así sucesivamente hasta que hube examinado docenas de los volúmenes que poblaban la sala y comprobado que todos ellos contenían diferentes trazados de las mismas palabras, que las mismas imágenes los oscurecían y que la misma fábula se repetía en ellos como un paso a dos en una infinita galería de espejos. Lux Aeterna. Al salir del laberinto encontré a Isabella esperándome sentada sobre unos peldaños con el libro que había elegido en las manos. Me senté a su lado e Isabella apoyó la cabeza sobre mi hombro.

-Gracias por traerme aquí -dijo. Comprendí entonces que nunca jamás volvería a ver aquel lugar, que estaba condenado a soñarlo y a esculpir su recuerdo en mi memoria sabiéndome afortunado por haber podido recorrer sus pasillos y rozar sus secretos. Cerré los ojos un instante y dejé que aquella imagen se grabase para siempre en mi mente. Luego, sin atreverme a mirar de nuevo, tomé de la mano a Isabella y me dirigí hacia la salida dejando atrás para siempre el Cementerio de los Libros Olvidados.

Isabella me acompañó hasta el muelle donde esperaba el buque que habría de llevarme lejos de aquella ciudad y de todo cuanto había conocido.

-¿Cómo dice que se llama el capitán? -preguntó Isabella.

-Carente. -No le veo la gracia.

La abracé por última vez y la miré a los ojos en silencio. Por el camino habíamos pactado que no habría despedidas, ni palabras solemnes ni promesas por cumplir. Cuando las campanas de medianoche repicaron en Santa María del Mar subí a bordo. El capitán Olmo me dio la bienvenida y se ofreció a acompañarme a mi camarote. Le dije que prefería esperar. La tripulación soltó amarras y lentamente el casco se fue separando del muelle. Me aposté en la popa, contemplando la ciudad alejarse en una marea de luces. Isabella permaneció allí, inmóvil, su mirada en la mía, hasta que el muelle se perdió en la oscuridad y el gran espejismo de Barcelona se sumergió en las aguas negras. Una a una las luces de la ciudad se extinguieron en la distancia y comprendí que ya había empezado a recordar.

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