Dejé en la mesa los diarios y el café que había pedido y me encaminé Rambla abajo hacia las oficinas de Barrido y Escobillas. Por el camino crucé frente a cuatro o cinco librerías, todas adornadas con incontables copias de la novela de Vidal. En ninguna encontré un solo ejemplar de la mía. En todas se repetía el mismo episodio que había vivido en la Catalonia.

-Pues mire, no sé qué habrá pasado, porque me tenía que llegar anteayer, pero el editor dice que ha agotado existencias y que no sabe cuándo reimprimirá. Si quiere dejarme un nombre y un teléfono, le puedo avisar si me llega... ¿Ha preguntado en la Catalonia? Si ellos no lo tienen...

Los dos socios me recibieron con aire fúnebre y desafectado. Barrido, tras su escritorio, acariciando una pluma estilográfica, y Escobillas, de pie a su espalda, taladrándome con la mirada. La Veneno se relamía de expectación sentada en una silla a mi lado.

-No sabe cómo lo siento, amigo Martín -explicaba Barrido-. El problema es el siguiente: los libreros nos hacen los pedidos basándose en las reseñas que aparecen en los diarios, no me pregunte por qué. Si va al almacén de al lado encontrará que tenemos tres mil copias de su novela muertas de asco.

-Con el costo y pérdida que ello convelía -completó Escobillas en un tono claramente hostil.

-He pasado por el almacén antes de venir aquí y he comprobado que había trescientos ejemplares. El jefe me ha dicho que no se han impreso más.

-Eso es mentira -proclamó Escobillas.

Barrido le interrumpió, conciliador.

-Disculpe a mi socio, Martín. Comprenda que estamos tan indignados o más que usted con el vergonzoso tratamiento al que la prensa local ha sometido un libro del que todos en esta casa estábamos profundamente enamorados, pero le ruego entienda que, pese a nuestra fe entusiasta en su talento, en este caso estamos atados de pies y manos por la confusión creada por esas notas de prensa maliciosas. Pero no se desanime, que Roma no se hizo en dos días. Estamos luchando con todas nuestras fuerzas por darle a su obra la proyección que merece su mérito literario, altísimo...

-Con una edición de trescientos ejemplares.

Barrido suspiró, dolido por mi falta de fe.

-La edición es de quinientos -precisó Escobillas-. Los otros doscientos vinieron a buscarlos en persona Barceló y Sempere ayer. El resto saldrá en el próximo servicio porque no han podido entrar en éste debido a un conflicto de acumulación de novedades. Si se molestase usted en comprender nuestros problemas y no fuese tan egoísta lo entendería perfectamente.

Los miré a los tres, incrédulo.

-No me diga que no van a hacer nada más.

Barrido me miró, desolado.

-¿Y qué quiere que hagamos, amigo mío? Estamos dando el todo por el todo para usted. Ayúdenos usted un poco a nosotros.

-Si al menos hubiese usted escrito un libro como el de su amigo Vidal -dijo Escobillas.

-Eso sí que es un novelón -confirmó Barrido-. Lo dice hasta La Voz de la Industria.

-Ya sabía yo que iba a pasar esto -prosiguió Escobillas-. Es usted un desagradecido.

A mi lado, la Veneno me miraba con aire compungido. Me pareció que iba a tomarme la mano para consolarme y la aparté rápidamente. Barrido ofreció una sonrisa aceitosa.

-Tal vez sea para mejor, Martín. Tal vez sea una señal de Nuestro Señor, que en su infinita sabiduría le quiere mostrar a usted el camino de regreso al trabajo que tanta felicidad ha llevado a sus lectores de La Ciudad de los Malditos.

Me eché a reír. Barrido se unió y, a una señal suya, otro tanto hicieron Escobillas y la Veneno. Contemplé aquel coro de hienas y me dije que, en otras circunstancias, aquel momento me hubiera parecido de una exquisita ironía.

-Así me gusta, que se lo tome positivamente -proclamó Barrido-. ¿Qué me dice?

¿Cuándo tendremos la próxima entrega de Ignatius B. Samson? Los tres me miraron solícitos y expectantes. Me aclaré la voz para vocalizar con precisión y les sonreí.

-Váyanse ustedes a la mierda.

Al salir de allí anduve vagando por las calles de Barcelona durante horas, sin rumbo. Sentí que me costaba respirar y que algo me oprimía el pecho. Un sudor frío me cubría la frente y las manos. Al anochecer, sin saber ya dónde esconderme, emprendí el camino de regreso a mi casa. Al cruzar frente a la librería de Sempere e Hijos vi que el librero había llenado su escaparate con ejemplares de mi novela. Era ya tarde y la tienda estaba cerrada, pero aún había luz dentro y cuando quise apretar el paso vi que Sempere se había percatado de mi presencia y me sonreía con una tristeza que no le había visto en todos los años que le había conocido. Se acercó a la puerta y abrió.

-Pase dentro un rato, Martín.

-Otro día, señor Sempere.

-Hágalo por mí.

Me tomó del brazo y me arrastró al interior de la librería. Le seguí hasta la trastienda y allí me ofreció una silla. Sirvió un par de vasos de algo que parecía más espeso que el alquitrán y me hizo una seña para que me lo bebiese de un trago. Él hizo lo propio.

-He estado hojeando el libro de Vidal -dijo.

-El éxito de la temporada -apunté.

-¿Sabe él que lo ha escrito usted?

Me encogí de hombros.

-¿Qué más da?

Sempere me dedicó la misma mirada con la que había recibido a aquel chaval de ocho años un día lejano en que se le había presentado en su casa magullado y con los dientes rotos.

-¿Está usted bien, Martín?

-Perfectamente.

Sempere negó por lo bajo y se levantó para coger algo de uno de los estantes. Vi que se trataba de un ejemplar de mi novela. Me la tendió junto con una pluma y sonrió.

-Sea tan amable de dedicármelo.

Una vez se lo hube dedicado, Sempere cogió el libro de mis manos y lo consagró a la vitrina de honor tras el mostrador donde guardaba primeras ediciones que no estaban a la venta. Aquél era el santuario particular de Sempere.

-No hace falta que haga eso, señor Sempere -murmuré.

-Lo hago porque me apetece y porque la ocasión lo merece. Este libro es un pedazo de su corazón, Martín. Y, por la parte que me corresponde, también del mío. Le pongo entre LePére Gorioty La educación sentimental.

-Eso es un sacrilegio.

-Tonterías. Es uno de los mejores libros que he vendido en los últimos diez años, y he vendido muchos -me dijo el viejo Sempere.

Las amables palabras de Sempere apenas consiguieron arañar aquella calma fría e impenetrable que empezaba a invadirme. Volví a casa dando un paseo, sin prisa. Al llegar a la casa de la torre me serví un vaso de agua y, mientras me lo bebía en la cocina, a oscuras, me eché a reír.

A la mañana siguiente recibí dos visitas de cortesía. La primera era de Pep, el nuevo chófer de Vidal. Me traía un mensaje de su amo convocándome a un almuerzo en la Maison Dorée, sin duda la comida de celebración que me había prometido tiempo atrás. Pep parecía envarado y ansioso por marcharse cuanto antes. El aire de complicidad que solía tener conmigo se había evaporado. No quiso entrar y prefirió esperar en el rellano. Me tendió el mensaje que había escrito Vidal sin apenas mirarme a los ojos y tan pronto le dije que acudiría a la cita se marchó sin despedirse.

La segunda visita, media hora más tarde, trajo hasta mi puerta a mis dos editores acompañados de un caballero de porte adusto y mirada penetrante que se identificó como su abogado. Tan formidable trío exhibía una expresión entre el luto y la beligerancia que no dejaba lugar a dudas en cuanto a la naturaleza de la ocasión. Los invité a pasar a la galería, donde procedieron a acomodarse alineados de izquierda a derecha en el sofá por orden descendente de altura.

-¿Puedo ofrecerles algo? ¿Una copita de cianuro?

No esperaba una sonrisa y no la obtuve. Tras un breve prolegómeno de Barrido respecto a las terribles pérdidas que la debacle ocasionada por el fracaso de Los Pasos del Cielo iba a ocasionar a la editorial, el abogado dio paso a una exposición somera en la que en román paladino vino a decirme que si no volvía al trabajo en mi encarnación de Ignatius B. Samson y entregaba un manuscrito de La Ciudad de los Malditos en un mes y medio, procederían a demandarme por incumplimiento de contrato, daños y perjuicios y cinco o seis conceptos más que se me escaparon porque para entonces ya no estaba prestando atención. No todo eran malas noticias. A pesar de los sinsabores motivados por mi conducta, Barrido y Escobillas habían encontrado en su corazón una perla de generosidad con la que limar asperezas y sedimentar una nueva alianza de amistad y provecho.

-Si lo desea puede usted adquirir a un costo preferente de un setenta por ciento de su precio de venta todos los ejemplares que no han sido distribuidos de Los Pasos del Cielo, ya que hemos constatado que el título no tiene demanda y nos será imposible incluirlos en el próximo servicio -explicó Escobillas.

-¿Por qué no me devuelven los derechos? Total, no pagaron un duro por él y no piensan intentar vender ni un solo ejemplar.

-No podemos hacer eso, amigo mío -matizó Barrido-. Aunque no se materializase adelanto alguno a su persona, la edición ha conllevado una importantísima inversión para la editorial, y el contrato que firmó usted es de veinte años, automáticamente renovable en los mismos términos en caso de que la editorial decida ejercer su legítimo derecho. Entienda usted que nosotros también tenemos que recibir algo. No todo puede ser para el autor. Al término de su parlamento invité a los tres caballeros a encaminarse a la salida bien por su propio pie o bien a patadas, a su elección. Antes de que les cerrase la puerta en las narices, Escobillas tuvo a bien lanzarme una de sus miradas de mal de ojo.

-Exigimos una respuesta en una semana, o está usted acabado -masculló.

-En una semana usted y el imbécil de su socio estarán muertos -repliqué con calma, sin saber muy bien por qué había pronunciado aquellas palabras. Pasé el resto de la mañana contemplando las paredes, hasta que las campanas de Santa Maria me recordaron que se acercaba la hora de mi cita con don Pedro Vidal. Me esperaba en la mejor mesa de la sala, jugueteando con una copa de vino blanco en las manos y escuchando al pianista que acariciaba una pieza de Enrique Granados con dedos de terciopelo. Al verme se levantó y me tendió la mano.

-Felicidades -dije.

Vidal sonrió imperturbable y esperó a que me hubiese sentado para hacerlo él. Dejamos correr un minuto de silencio al amparo de la música y las miradas de gentes de buena cuna, que saludaban a Vidal de lejos o se acercaban a la mesa para felicitarle por su éxito, que era la comidilla de toda la ciudad.

-David, no sabes cómo siento lo que ha pasado -empezó.

-No lo sienta, disfrútelo.

-¿Crees que esto significa algo para mí? ¿La adulación de cuatro infelices? Mi mayor ilusión era verte triunfar.

-Lamento haberle decepcionado de nuevo, don Pedro.

Vidal suspiró.

-David, yo no tengo la culpa de que hayan ido a por ti. La culpa es tuya. Lo estabas pidiendo a gritos. Ya eres mayorcito como para saber cómo funcionan estas cosas.

-Dígamelo usted.

Vidal chasqueó la lengua, como si mi ingenuidad le ofendiese.

-¿Qué esperabas? No eres uno de ellos. No lo serás nunca. No has querido serlo, y crees que te lo van a perdonar. Te encierras en tu caserón y te crees que puedes sobrevivir sin unirte al coro de monaguillos y ponerte el uniforme. Pues te equivocas, David. Te has equivocado siempre. El juego no va así. Si quieres jugar en solitario, haz las maletas y vete a algún sitio donde puedas ser el dueño de tu destino, si es que existe. Pero si te quedas aquí, más te vale apuntarte a una parroquia, la que sea. Es así de simple.

-¿Es eso lo que hace usted, don Pedro? ¿Apuntarse a la parroquia?

-A mí no me hace falta, David. Yo les doy de comer. Eso tampoco lo has entendido nunca.

-Le sorprendería lo rápido que me estoy poniendo al día. Pero no se preocupe, porque lo de menos son esas reseñas. Para bien o para mal, mañana no se acordará nadie de ellas, ni de las mías ni de las suyas.

-¿Cual es el problema, entonces?

-Déjelo correr.

-¿Son esos dos hijos de puta? ¿Barrido y el ladrón de cadáveres?

-Olvídelo, don Pedro. Como usted dice, la culpa es mía. De nadie más. El maítre se aproximó con una mirada inquisitiva. Yo no había mirado el menú ni pensaba hacerlo.

-Lo habitual, para los dos -indicó don Pedro.

El maítre se alejó con una reverencia. Vidal me observaba como si fuese un animal peligroso encerrado en una jaula.

-Cristina no ha podido venir -dijo-. He traído esto, para que se lo dediques. Dejó sobre la mesa un ejemplar de Los Pasos del Cielo que venía envuelto en papel púrpura con el sello de la librería de Sempere e Hijos, y lo empujó hacia mí. No hice ademán de cogerlo. Vidal se había puesto pálido. La vehemencia del discurso y su tono defensivo se batían en retirada. Ahí viene la estocada, pensé.

-Dígame de una vez lo que me tenga que decir, don Pedro. No voy a morderle. Vidal apuró el vino de un trago.

-Hay dos cosas que quería decirte. No te van a gustar.

-Empiezo a acostumbrarme.

-Una tiene que ver con tu padre.

Sentí que aquella sonrisa envenenada se me fundía en los labios.

-He querido decírtelo durante años, pero pensé que no te iba a hacer ningún bien. Vas a creer que no te lo dije por cobardía, pero te lo juro, te lo juro por lo que quieras que.... ¿Qué?-corté.

- Vidal suspiró. ’ -La noche que tu padre murió...

-... que lo asesinaron -corregí con tono glacial.

-Fue un error. La muerte de tu padre fue un error.

Le miré sin comprender.

-Aquellos hombres no iban a por él. Se equivocaron.

Recordé las miradas de aquellos tres pistoleros en la niebla, el olor a pólvora y la sangre de mi padre brotando negra entre mis manos.

-A quien querían matar era a mí -dijo Vidal con un hilo de voz-. Un antiguo socio de mi padre descubrió que su mujer y yo...

Cerré los ojos y escuché una risa oscura formarse en mi interior. Mi padre había muerto acribillado a tiros por un lío de faldas del gran Pedro Vidal.

-Di algo, por favor -suplicó Vidal.

Abrí los ojos.

-¿Cuál es la segunda cosa que me tenía que decir?

Nunca había visto a Vidal asustado. Le sentaba bien.

-Le he pedido a Cristina que se case conmigo.

Un largo silencio.

-Ha dicho que sí.

Vidal bajó la mirada. Uno de los camareros se aproximó con los entrantes. Los depositó sobre la mesa deseando “Bon appétit”. Vidal no se atrevió a mirarme de nuevo. Los entrantes se enfriaban en el plato. Al rato cogí el ejemplar de Los Pasos del Cielo y me fui. Aquella tarde, saliendo de la Maison Dorée, me sorprendí a mí mismo caminando Rambla abajo portando aquel ejemplar de Los Pasos del Cielo. A medida que me acercaba a la esquina de donde partía la calle del Carmen empezaron a temblarme las manos. Me detuve frente al escaparate de la joyería Bagues, fingiendo mirar medallones de oro en forma de hadas y flores, salpicados de rubíes. La fachada barroca y exuberante de los almacenes El Indio quedaba a unos pocos metros de allí y cualquiera hubiera creído que se trataba de un gran bazar de prodigios y maravillas insospechados más que de una tienda de paños y telas. Me aproximé lentamente y me adentré en el vestíbulo que conducía a la puerta. Sabía que ella no podría reconocerme, que quizá ni yo mismo podría ya reconocerla, pero aun así permanecí allí casi cinco minutos antes de atreverme a entrar. Cuando lo hice, el corazón me latía con fuerza y sentí que me sudaban las manos.

Las paredes estaban cubiertas de estantes repletos de grandes bobinas con todo tipo de tejidos y, sobre las mesas, los vendedores, armados de cintas métricas y de unas tijeras especiales anudadas al cinto, mostraban a damas de alcurnia escoltadas por sus criadas y costureras los preciados tejidos como si se tratase de materiales preciosos.

-¿Puedo ayudarle en algo, caballero?

Era un hombre corpulento y con voz de pito que iba embutido en un traje de franela que parecía a punto de estallar en cualquier momento y de sembrar la tienda de jirones flotantes de tela. Me observaba con aire condescendiente y una sonrisa entre forzada y hostil.

-No -musité.

Entonces la vi. Mi madre descendía de una escalera con un puñado de retales en la mano. Vestía una blusa blanca y la reconocí al instante. Su figura se había ensanchado un poco, y su rostro, más desdibujado, tenía esa derrota leve de la rutina y el desengaño. El vendedor, airado, seguía hablándome pero yo apenas advertía su voz. Tan sólo la veía a ella acercarse y cruzar frente a mí. Por un segundo me miró, y al ver que la estaba observando, me sonrió dócilmente, como se sonríe a un cliente o a un patrón, y luego siguió con su trabajo. Se me hizo tal nudo en la garganta que apenas pude despegar los labios para acallar al vendedor, y me faltó tiempo para dirigirme a la salida con lágrimas en los ojos. Ya en la calle crucé al otro lado y entré en un café. Me senté a una mesa junto a la ventana desde la que se veía la puerta de El Indio y esperé.

Había pasado casi una hora y media cuando vi salir y bajar la reja de la entrada al vendedor que me había atendido. Al poco, empezaron a apagarse las luces y pasaron algunos de los vendedores que trabajaban allí. Me levanté y salí a la calle. Un chaval de unos diez años estaba sentado en el portal de al lado, mirándome. Le hice una seña para que se acercase. Lo hizo y le mostré una moneda. Sonrió de oreja a oreja y constaté que le faltaban varios dientes.

-¿Ves este paquete? Quiero que se lo des a una señora que va a salir ahora. Le dices que te lo ha dado un señor para ella, pero no le digas que he sido yo. ¿Lo has entendido? El chaval asintió. Le di la moneda y el libro.

-Ahora, esperamos.

No hubo que aguardar mucho tiempo. Tres minutos más tarde la vi salir. Caminaba hacia la Rambla.

-Es esa señora. ¿La ves?

Mi madre se detuvo un momento frente al pórtico de la iglesia de Betlem y le hice una seña al chaval, que corrió hacia ella. Presencié la escena de lejos, sin poder oír sus palabras. El niño le tendió el paquete y ella lo miró con extrañeza, dudando si aceptarlo o no. El niño insistió y finalmente ella tomó el paquete en sus manos y contempló cómo el niño echaba a correr. Desconcertada, se volvió a un lado y a otro, buscando con la mirada. Sopesó el paquete, examinando el papel púrpura en que iba envuelto. Finalmente le pudo la curiosidad y lo abrió.

La vi extraer el libro. Lo sostuvo con las dos manos, mirando la portada, y luego volteando el tomo para examinar la contraportada. Sentí que me faltaba el aliento y quise acercarme a ella, decirle algo, pero no pude. Me quedé allí, a escasos metros de mi madre, espiándola sin que ella reparase en mi presencia, hasta que reemprendió sus pasos con el libro en las manos rumbo a Colón. Al pasar frente al Palau de la Virreina se acercó a una papelera y lo tiró. La vi partir Rambla abajo hasta que se perdió en la multitud, como si nunca hubiese estado allí.

Sempere padre estaba solo en su librería encolando el lomo de un ejemplar de Fortunata y Jacinta que se caía a trozos cuando alzó la mirada y me vio al otro lado de la puerta. Le bastó un par de segundos para ver el estado en que me encontraba. Me hizo señas para que entrase. Tan pronto estuve en el interior, el librero me ofreció una silla.

-Tiene mala cara, Martín. Tendría que ir a ver a un médico. Si le da canguelo, le acompaño. A mí, los galenos también me dan grima, todos con batas blancas y cosas puntiagudas en la mano, pero a veces hay que pasar por el tubo.

-Es sólo un dolor de cabeza, señor Sempere. Ya se me está pasando. Sempere me sirvió un vaso de agua de Vichy.

-Tenga. Esto lo cura todo, menos la tontería, que es una pandemia en alza. Sonreí a la broma de Sempere sin ganas. Apuré el vaso de agua y suspiré. Sentía la náusea en los labios y una presión intensa que me latía detrás del ojo izquierdo. Por un instante creí que me iba a desplomar y cerré los ojos. Respiré hondo, suplicando no quedarme de una pieza allí. El destino no podía tener un sentido del humor tan perverso como para haberme conducido hasta la librería de Sempere para dejarle, en agradecimiento a todo cuanto había hecho por mí, un cadáver de propina. Sentí una mano que me sostenía la frente con delicadeza. Sempere. Abrí los ojos y encontré al librero y a su hijo, que se había asomado, observándome con un semblante de velatorio.

-¿Aviso al doctor? -preguntó Sempere hijo.

-Ya estoy mejor, gracias. Mucho mejor.

-Pues tiene usted una manera de mejorar que pone los pelos de punta. Está usted gris.

-¿Un poquito más de agua?

Sempere hijo se apresuró a rellenarme el vaso.

-Perdonen ustedes el espectáculo -dije-. Les aseguro que no lo traía preparado.

-No diga tonterías.

-A lo mejor le iría bien tomar algo dulce. Puede haber sido una bajada de azúcar... apuntó el hijo.

-Acércate al horno de la esquina y trae algún dulce -convino el librero. Cuando nos hubimos quedado solos, Sempere me clavó la mirada.

-Le juro que iré al médico -ofrecí.

Un par de minutos más tarde el hijo del librero regresó con una bolsa de papel que contenía lo más granado de la bollería del barrio. Me la tendió y elegí un brioche que, en otra ocasión, me hubiese parecido tan tentador como el trasero de una corista.

-Muerda -ordenó Sempere.

Me comí el brioche dócilmente. Lentamente me fui sintiendo mejor.

-Parece que revive -observó el hijo.

-Lo que no curen los bonitos de la esquina...

En aquel instante escuchamos la campanilla de la puerta. Un cliente había entrado en la librería y, a un asentimiento de su padre, Sempere hijo nos dejó para atenderle. El librero se quedó a mi lado, intentando medirme el pulso presionándome la muñeca con el índice.

-Señor Sempere, ¿se acuerda usted, hace muchos años, cuando me dijo que si algún día tenía que salvar un libro, salvarlo de verdad, viniese a verle? Sempere echó una mirada al libro que había rescatado de la papelera donde lo había tirado mi madre y que aún llevaba en las manos.

-Déme cinco minutos.

Empezaba a oscurecer cuando descendimos por la Rambla entre el gentío que había salido a pasear en una tarde calurosa y húmeda. Apenas soplaba un amago de brisa, y balcones y ventanales estaban abiertos de par en par, las gentes asomadas mirando el desfilar de siluetas bajo el cielo encendido de ámbar. Sempere caminaba a paso ligero y no aminoró la marcha hasta que avistamos el pórtico de sombras que se abría a la entrada de la calle del Are del Teatre. Antes de cruzar me miró con solemnidad y me dijo:

-Martín, lo que va a ver usted ahora no se lo puede contar a nadie, ni a Vidal. A nadie.

Asentí, intrigado por el aire de seriedad y secretismo del librero. Seguí a Sempere a través de la angosta calle, apenas una brecha entre edificios sombríos y ruinosos que parecían inclinarse como sauces de piedra para cerrar la línea de cielo que perfilaba los terrados. Al poco llegamos a un gran portón de madera que parecía sellar una vieja basílica que hubiese permanecido cien años en el fondo de un pantano. Sempere ascendió los dos peldaños hasta el portón y tomó el llamador de bronce forjado en forma de diablillo sonriente. Golpeó tres veces la puerta y descendió de nuevo a esperar junto a mí.

-Lo que va a ver ahora no se lo puede usted contar...

-.. .a nadie. Ni a Vidal. A nadie.

Sempere asintió con severidad. Esperamos por espacio de un par de minutos hasta que se oyó lo que parecían cien cerrojos trabándose simultáneamente. El portón se entreabrió con un profundo quejido y se asomó el rostro de un hombre de mediana edad y cabello ralo, de expresión rapaz y mirada penetrante.

-Éramos pocos y parió Sempere, para variar -espetó-. ¿Qué me trae hoy? ¿Otro letra herido de los que no se echan novia porque prefieren vivir con su madre? Sempere hizo caso omiso del sarcástico recibimiento.

-Martín, éste es Isaac Monfort, guardián de este lugar y dueño de una simpatía sin parangón. Hágale caso en todo lo que le diga. Isaac, éste es David Martín, buen amigo, escritor y persona de mi confianza.

El tal Isaac me miró de arriba abajo con escaso entusiasmo y luego intercambió una mirada con Sempere.

-Un escritor nunca es persona de confianza. A ver, ¿le ha explicado Sempere las reglas?

-Sólo que no puedo hablar de lo que vea aquí a nadie.

-Ésa es la primera y más importante. Si no la cumple, yo mismo iré y le retorceré el pescuezo. ¿Se impregna del espíritu general?

-Al cien por cien.

-Pues andando -dijo Isaac, indicándome que pasara al interior.

-Yo me despido ahora, Martín, y los dejo a ustedes. Aquí estará seguro. Comprendí que Sempere se refería al libro, no a mí. Me abrazó con fuerza y luego se perdió en la noche. Me adentré en el umbral y el tal Isaac tiró de una palanca al dorso del portón. Mil mecanismos anudados en una telaraña de rieles y poleas lo sellaron. Isaac tomó un candil del suelo y lo alzó a la altura de mi rostro.

-Tiene usted mala cara -dictaminó.

-Indigestión -repliqué.

-¿De qué?

-De realidad.

-Póngase a la cola -atajó.

Avanzamos por un largo corredor en cuyos flancos velados de penumbra se adivinaban frescos y escalinatas de mármol. Nos adentramos por aquel recinto palaciego y al poco se vislumbró al frente la entrada a lo que parecía una gran sala.

-¿Qué trae usted? -preguntó Isaac.

-Los Pasos del Cielo. Una novela.

-Menuda cursilada de título. ¿No será usted el autor?

-Me temo que sí.

Isaac suspiró, negando por lo bajo.

-¿Y qué más ha escrito?

-La Ciudad de los Malditos, tomos del uno al veintisiete, entre otras cosas. Isaac se volvió y sonrió, complacido.

-¿Ignatius B. Samson?

-Que en paz descanse y para servirle a usted.

El enigmático guardián se detuvo entonces y dejó descansar el farol en lo que parecía una balaustrada suspendida frente a una gran bóveda. Levanté la mirada y me quedé mudo. Un colosal laberinto de puentes, pasajes y estantes repletos de cientos de miles de libros se alzaba formando una gigantesca biblioteca de perspectivas imposibles. Una madeja de túneles atravesaba la inmensa estructura que parecía ascender en espiral hacia una gran cúpula de cristal de la que se filtraban cortinas de luz y tiniebla. Pude ver algunas siluetas aisladas que recorrían pasarelas y escalinatas o examinaban con detalle los pasadizos de aquella catedral hecha de libros y palabras. No podía dar crédito a mis ojos y miré a Isaac Monfort, atónito. Sonreía como zorro viejo que saborea su truco favorito.

-Ignatius B. Samson, bien venido al Cementerio de los Libros Olvidados. Seguí al guardián hasta la base de la gran nave que albergaba el laberinto. El suelo que pisábamos estaba remendado de losas y lápidas, con inscripciones funerarias, cruces y rostros diluidos en la piedra. El guardián se detuvo y deslizó el farol de gas sobre algunas de las piezas de aquel macabro rompecabezas para mi deleite.

-Restos de una antigua necrópolis -explicó-. Pero que eso no le dé ideas y decida caérseme muerto aquí.

Continuamos hasta una zona frente a la estructura central que parecía hacer las veces de umbral. Isaac me iba recitando de corrido las normas y deberes, clavándome de vez en cuando una mirada que yo procedía a aplacar con manso asentimiento.

-Artículo uno: la primera vez que alguien acude aquí tiene derecho a elegir un libro, el que desee, de entre todos los que hay en este lugar. Artículo dos: cuando se adopta un libro se contrae la obligación de protegerlo y de hacer cuanto sea posible para que nunca se pierda. De por vida. ¿Dudas hasta el momento?

Alcé la mirada hacia la inmensidad del laberinto.

-¿Cómo elige uno un solo libro entre tantos?

Isaac se encogió de hombros.

-Hay quien prefiere creer que es el libro el que le escoge a él... el destino, por así decirlo. Lo que ve usted aquí es la suma de siglos de libros perdidos y olvidados, libros que estaban condenados a ser destruidos y silenciados para siempre, libros que preservan la memoria y el alma de tiempos y prodigios que ya nadie recuerda. Ninguno de nosotros, ni los más viejos, sabe exactamente cuándo fue creado ni por quién. Probablemente es casi tan antiguo como la misma ciudad y ha ido creciendo con ella, a su sombra. Sabemos que el edificio fue levantado con los restos de palacios, iglesias, prisiones y hospitales que alguna vez pudo haber en este lugar. El origen de la estructura principal es de principios del siglo xvm y no ha dejado de cambiar desde entonces. Con anterioridad, el Cementerio de los Libros Olvidados había estado oculto bajo los túneles de la ciudad medieval. Hay quien dice que en tiempos de la Inquisición gentes de saber y de mente libre escondían libros prohibidos en sarcófagos y los enterraban en los osarios que había por toda la ciudad para protegerlos, confiando en que generaciones futuras pudieran desenterrarlos. A mediados del siglo pasado se encontró un largo túnel que conduce desde las entrañas del laberinto hasta los sótanos de una vieja biblioteca que hoy en día está sellada y oculta en las ruinas de una antigua sinagoga del barrio del Cali. Al caer las últimas murallas de la ciudad se produjo un corrimiento de tierras y el túnel quedó inundado por las aguas del torrente subterráneo que desciende desde hace siglos bajo lo que hoy es la Rambla. Ahora es impracticable, pero suponemos que durante mucho tiempo ese túnel fue una de las vías principales de acceso a este lugar. La mayor parte de la estructura que usted puede ver se desarrolló durante el siglo 19. No más de cien personas en toda la ciudad conocen este lugar y espero que Sempere no haya cometido un error al incluirle a usted entre ellas...

Negué enérgicamente, pero Isaac me observaba con escepticismo.

-Artículo tres: puede usted enterrar su libro donde quiera.

-¿Y si me pierdo?

-Una cláusula adicional, de mi cosecha: procure no perderse.

-¿Se ha perdido alguien alguna vez?

Isaac dejó escapar un soplido.

-Cuando yo empecé aquí, años ha, contaban lo de Darío Alberti de Cymerman. Supongo que Sempere no le habrá hablado de eso, claro...

-¿Cymerman? ¿El historiador?

-No, el domador de focas. ¿Cuántos Daríos Alberti de Cymerman conoce usted? El caso es que en el invierno de 1889, Cymerman se adentró en el laberinto y desapareció en él por espacio de una semana. Le encontraron escondido en uno de los túneles, medio muerto de terror. Se había emparedado detrás de varias hileras de textos sagrados para evitar ser visto.

-¿Visto por quién?

Isaac me miró largamente.

-Por el hombre de negro. ¿Seguro que Sempere no le ha contado esto?

-Seguro que no.

Isaac bajó la voz y adoptó un tono confidencial.

-Algunos de los miembros, a lo largo de los años, han visto a veces al hombre de negro en los túneles del laberinto. Todos le describen de una manera diferente. Hay quien incluso afirma haber hablado con él. Hubo un tiempo en que corrió el rumor de que el hombre de negro era el espíritu de un autor maldito a quien uno de los miembros traicionó tras llevarse de aquí uno de sus libros y no mantener su promesa. El libro se perdió para siempre y el difunto autor vaga eternamente por los corredores buscando venganza, ya sabe usted, ese tipo de cosas a lo Henry James que le van tanto a la gente.

-No me va a decir que usted se cree eso.

-Claro que no. Yo tengo otra teoría. La de Cymerman.

-¿Que es...?

-Que el hombre de negro es el patrón de este lugar, el padre de todo conocimiento secreto y prohibido, del saber y de la memoria, portador de la luz de cuentistas y escritores desde tiempos inmemoriales... Es nuestro ángel de la guarda, el ángel de las mentiras y de la noche.

-Me toma usted el pelo.

-Todo laberinto tiene su minotauro -apuntó el guardián. Isaac sonrió enigmáticamente y señaló hacia la entrada del laberinto.

-Todo suyo.

Enfilé una pasarela que conducía a una de las entradas y penetré lentamente en un largo corredor de libros que describía una curva ascendente. Al llegar al final de la curva, el túnel se bifurcaba en cuatro pasadizos y formaba un pequeño círculo desde el que ascendía una escalera de caracol que se perdía en las alturas. Subí las escaleras hasta encontrar un rellano desde el que partían tres túneles. Elegí uno de ellos, el que creía que conducía hacia el corazón de la estructura, y me aventuré. A mi paso rozaba los lomos de centenares de libros con los dedos. Me dejé impregnar del olor, de la luz que conseguía filtrarse entre rendijas y de las linternas de cristal horadadas en la estructura de madera y que flotaba en espejos y penumbras. Caminé sin rumbo por espacio de casi treinta minutos hasta llegar a una suerte de cámara cerrada en la que había una mesa y una silla. Las paredes estaban hechas de libros y parecían sólidas a excepción de un pequeño resquicio del que daba la impresión que alguien se había llevado un tomo. Decidí que aquél iba a ser el nuevo hogar de Los Pasos del Cielo. Contemplé la portada por última vez y releí el primer párrafo, imaginando el instante que, si así lo quería la fortuna, y muchos años después de que yo estuviese muerto y olvidado, alguien recorrería aquel mismo camino y llegaría a aquella sala para encontrar un libro desconocido en el que había entregado todo cuanto tenía que ofrecer. Lo coloqué allí, sintiendo que era yo el que se quedaba en el estante. Fue entonces cuando sentí la presencia a mi espalda, y me volví para encontrar, mirándome fijamente a los ojos, al hombre de negro. Al principio no reconocí mi propia mirada en el espejo, uno de los muchos que formaban una cadena de luz tenue a lo largo de los corredores del laberinto. Eran mi rostro y mi piel los que veía en el reflejo, pero los ojos eran los de un extraño. Turbios y oscuros y rebosantes de malicia. Aparté la mirada y sentí que la náusea me rondaba de nuevo. Me senté en la silla frente a la mesa y respiré profundamente. Imaginé que incluso al doctor Trías le podría resultar divertida la idea de que al inquilino de mi cerebro, el crecimiento tumoral como él gustaba de llamarle, se le hubiese ocurrido darme la estocada de gracia en aquel lugar y concederme el honor de ser el primer ciudadano permanente del Cementerio de los Novelistas Olvidados. Enterrado en compañía de su última y lamentable obra, la que le llevó a la tumba. Alguien me encontraría allí dentro de diez meses o diez años, o tal vez nunca. Un gran final digno de La Ciudad de los Malditos.

Creo que me salvó la risa amarga, que me despejó la cabeza y me devolvió la noción de dónde estaba y lo que había venido a hacer. Me iba a levantar de la silla cuando lo vi. Era un tomo tosco, oscuro y sin título visible en el lomo. Estaba encima de una pila de cuatro libros más en el extremo de la mesa. Lo tomé en las manos. Las cubiertas parecían estar encuadernadas en cuero o en algún tipo de piel curtida y oscurecida, más por el tacto que por un tinte. Las palabras del título, que habían sido grabadas con lo que supuse era algún tipo de marca a fuego en la tapa, estaban desdibujadas, pero en la cuarta página se podía leer el mismo título con claridad.

Lux Aeterna

D. M.

Supuse que las iniciales, que coincidían con las mías, correspondían al nombre del autor, pero no había ningún otro indicio en el libro que lo confirmara. Pasé varias páginas al vuelo y reconocí por lo menos cinco lenguas diferentes alternándose en el texto. Castellano, alemán, latín, francés y hebreo. Leí un párrafo al azar que me hizo pensar en una oración que no recordaba en la liturgia tradicional, y me pregunté si aquel cuaderno sería una suerte de misal o compendio de plegarias. El texto estaba punteado con numerales y estrofas con entradas subrayadas que parecían indicar episodios o divisiones temáticas. Cuanto más lo examinaba más me daba cuenta de que a lo que me recordaba era a los evangelios y catecismos de mis días de escolar.

Hubiera podido salir de allí, escoger cualquier otro tomo entre cientos de miles y abandonar aquel lugar para no volver nunca jamás. Casi creí que lo había hecho hasta que me di cuenta de que recorría de vuelta los túneles y corredores del laberinto con el libro en la mano, como si fuese un parásito que se me hubiese pegado a la piel. Por un instante me cruzó por la cabeza la noción de que el libro tenía más ganas de salir de aquel lugar que yo y que, de algún modo, guiaba mis pasos. Tras dar algunos rodeos y pasar frente al mismo ejemplar del cuarto tomo de las obras completas de LeFanu un par de veces, me encontré sin saber cómo frente a la escalinata que descendía en espiral, y de allí atiné a encontrar el camino que conducía a la salida del laberinto. Había supuesto que Isaac estaría esperándome en el umbral, pero no había señal de su presencia, aunque tuve la certeza de que alguien me observaba desde la oscuridad. La gran bóveda del Cementerio de los Libros Olvidados estaba sumida en un profundo silencio. -¿Isaac? -llamé.

El eco de mi voz se perdió en la sombra. Esperé unos segundos en vano y me encaminé rumbo a la salida. La tiniebla azul que se filtraba por la cúpula se fue desvaneciendo hasta que la oscuridad a mi alrededor fue casi absoluta. Unos pasos más allá distinguí una luz que parpadeaba en el extremo de la galería y pude comprobar que el guardián había dejado el farol al pie del portón. Me volví por última vez para escrutar la oscuridad de la galería. Tiré de la manija que ponía en marcha el mecanismo de rieles y poleas. Los anclajes del cerrojo se liberaron uno a uno y la puerta cedió unos centímetros. La empujé justo lo suficiente para pasar y salí al exterior. En unos segundos la puerta empezó a cerrarse de nuevo y se selló con un eco profundo.

A medida que me alejaba de aquel lugar sentí que su magia me abandonaba y me invadía de nuevo la náusea y el dolor. Me caí de bruces un par de veces, la primera en la Rambla y la segunda al intentar cruzar la Vía Layetana, donde un niño me levantó y me salvó de ser arrollado por un tranvía. A duras penas conseguí llegar a mi puerta. La casa había estado cerrada todo el día, y el calor, aquel calor húmedo y ponzoñoso que cada día ahogaba un poco más la ciudad, flotaba en el interior en forma de luz polvorienta. Subí hasta el estudio de la torre y abrí las ventanas de par en par. Apenas corría un soplo de brisa bajo un cielo lapidado de nubes negras que se movían lentamente en círculos sobre Barcelona. Dejé el libro sobre mi escritorio y me dije que tiempo habría para examinarlo con detalle. O tal vez no. Tal vez el tiempo ya se me había acabado. Poco parecía importar ya. En aquellos instantes apenas me tenía en pie y necesitaba tenderme en la oscuridad. Rescaté uno de los frascos de píldoras de codeína del cajón y engullí tres o cuatro de un trago. Me guardé el frasco en el bolsillo y enfilé escaleras abajo, no del todo seguro de poder llegar al dormitorio de una pieza. Al alcanzar el pasillo me pareció ver un parpadeo en la línea de claridad que había bajo la puerta principal, como si hubiese alguien al otro lado de la puerta. Me acerqué lentamente a la entrada, apoyándome en las paredes.

-¿Quién va? -pregunté.

No hubo respuesta ni sonido alguno. Dudé un segundo y luego abrí y me asomé al rellano. Me incliné a mirar escaleras abajo. Los peldaños descendían en espiral, difuminándose en tinieblas. No había nadie. Me volví hacia la puerta y advertí que el pequeño farol que iluminaba el rellano parpadeaba. Entré de nuevo en casa y cerré con llave, algo que muchas veces olvidaba hacer. Fue entonces cuando lo vi. Era un sobre de color crema de reborde serrado. Alguien lo había deslizado bajo la puerta. Me arrodillé para recogerlo. Era papel de alto gramaje, poroso. El sobre estaba lacrado y llevaba mi nombre. El escudo sellado en el lacre trazaba la silueta del ángel con las alas desplegadas. Lo abrí.

Apreciado señor Martín:

Voy a pasar un tiempo en la ciudad y me complacería mucho poder disfrutar de su compañía y tal vez de la oportunidad de recuperar el tema de mi oferta. Le agradecería mucho que, si no tiene compromiso previo, me acompañase para cenar el próximo viernes 13 de este mes alas 10 de la noche en una pequeña villa que he alquilado para mi estancia en Barcelona. La casa está situada en la esquina de las calles Oloty San José de la Montaña, junto a la entrada del Park Güell. Confío y deseo que le sea posible venir. Su amigo,

ANDREAS CORELLI

Dejé caer la nota al suelo y me arrastré hasta la galería. Allí me tendí en el sofá, al abrigo de la penumbra. Faltaban siete días para aquella cita. Sonreí para mis adentros. No creía que fuese a vivir siete días. Cerré los ojos e intenté conciliar el sueño. Aquel silbido constante en los oídos me parecía ahora más estruendoso que nunca. Punzadas de luz blanca se encendían en mi mente con cada latido de mi corazón. No podrá usted ni pensar en escribir.

Abrí de nuevo los ojos y escruté la tiniebla azul que velaba la galería. Junto a mí, en la mesa, reposaba todavía aquel viejo álbum de fotografías que Cristina había dejado. No había tenido el valor de tirarlo, ni de tocarlo apenas. Alargué la mano hasta el álbum y lo abrí. Pasé las páginas hasta dar con la imagen que buscaba. La arranqué del papel y la examiné. Cristina, de niña, caminando de la mano de un extraño por aquel muelle que se adentraba en el mar. Apreté la fotografía contra el pecho y me abandoné a la fatiga. Lentamente, la amargura y la rabia de aquel día, de aquellos años, se fueron apagando y me envolvió una cálida oscuridad llena de voces y manos que me estaban esperando. Deseé perderme en ella como no había deseado nada en toda mi vida, pero algo tiró de mí y una puñalada de luz y de dolor me arrancó de aquel sueño placentero que prometía no tener fin. Todavía no -susurró la voz-, todavía no.

Supe que pasaban los días porque a ratos me despertaba y me parecía ver la luz del sol atravesando las láminas de los postigos en las ventanas. En varias ocasiones creí oír golpes en la puerta y voces que pronunciaban mi nombre y que al rato desaparecían. Horas o días después me levanté y me llevé las manos a la cara para encontrar sangre en los labios. No sé si bajé a la calle o soñé que lo hacía, pero sin saber cómo había llegado allí me encontré enfilando el paseo del Born y caminando hacia la catedral de Santa María del Mar. Las calles estaban desiertas bajo la luna de mercurio. Alcé la vista y creí ver el espectro de una gran tormenta negra desplegar sus alas sobre la ciudad. Un soplo de luz blanca abrió el cielo y un manto tejido de gotas de lluvia se desplomó como un enjambre de puñales de cristal. Un instante antes de que la primera gota rozase el suelo, el tiempo se detuvo y cientos de miles de lágrimas de luz quedaron suspendidas en el aire como motas de polvo. Supe que alguien o algo caminaba a mi espalda y pude sentir su aliento en la nuca, frío e impregnado del hedor de la carne putrefacta y el fuego. Sentí cómo sus dedos, largos y afilados, se cernían sobre mi piel y en aquel instante, atravesando la lluvia suspendida, apareció aquella niña que sólo vivía en el retrato que sostenía contra mi pecho. Me tomó de la mano y tiró de mí, guiándome de nuevo hasta la casa de la torre, dejando atrás aquella presencia helada que reptaba a mi espalda. Cuando recobré la conciencia, habían pasado siete días. Amanecía el 13 de julio, viernes.

Pedro Vidal y Cristina Sagnier se casaron aquella tarde. La ceremonia tuvo lugar a las cinco en la capilla del monasterio de Pedralbes y a ella acudió sólo una pequeña parte del clan Vidal, con lo más granado de la familia, incluyendo al padre del novio, en ominosa ausencia. De haber habido malas lenguas hubiesen dicho que la ocurrencia del benjamín de contraer matrimonio con la hija del chófer había caído como un jarro de agua fría en las huestes de la dinastía. Pero no las había. En un discreto pacto de silencio, los cronistas de sociedad tenían otras cosas que hacer aquella tarde y ni una sola publicación se hizo eco de la ceremonia. Nadie estuvo allí para contar que a las puertas de la iglesia se había reunido un ramillete de antiguas amantes de don Pedro, que lloraban en silencio como una cofradía de viudas marchitas a las que sólo les quedaba por perder la última esperanza. Nadie estuvo allí para contar que Cristina llevaba un manojo de rosas blancas en la mano y un vestido color marfil que se confundía con su piel y hacía pensar que la novia acudía desnuda al altar, sin más adorno que el velo blanco que le cubría el rostro y un cielo de color ámbar que parecía recogerse en un remolino de nubes sobre la aguja del campanario. Nadie estuvo allí para recordar cómo descendía del coche y, por un instante, se detenía para alzar la vista y mirar hacia la plaza que había enfrente del portal de la iglesia hasta que sus ojos encontraron a aquel hombre moribundo al que le temblaban las manos y murmuraba, sin que nadie pudiese oírle, palabras que iba a llevarse consigo a la tumba.

-Malditos seáis. Malditos seáis los dos.

Dos horas después, sentado en la butaca del estudio, abrí el estuche que años atrás había llegado a mis manos y que contenía lo único que me quedaba de mi padre. Extraje la pistola envuelta en el paño y abrí el tambor. Introduje seis balas y cerré el arma de nuevo. Apoyé el cañón en la sien, tensé el percutor y cerré los ojos. En aquel instante sentí cómo aquel golpe de viento azotaba de súbito la torre y los ventanales del estudio se abrían de par en par, golpeando la pared con fuerza. Una brisa helada me acarició la piel, portando el aliento perdido de las grandes esperanzas.

El taxi ascendía lentamente hasta los confines de la barriada de Gracia rumbo al solitario y sombrío recinto del Park Güell. La colina estaba punteada de caserones que habían visto mejores días asomando entre una arboleda que se mecía al viento como agua negra. Vislumbré en lo alto de la ladera la gran puerta del recinto. Tres años atrás, a la muerte de Gaudí, los herederos del conde Güell habían vendido al ayuntamiento aquella urbanización desierta, que nunca había tenido más habitante que su arquitecto, por una peseta. Olvidado y desatendido, el jardín de columnas y torres hacía pensar ahora en un edén maldito. Indiqué al conductor que se detuviese frente a las rejas de la entrada y le aboné la carrera.

-¿Está seguro el señor de que quiere bajarse aquí? -preguntó el conductor, que no las tenía todas consigo-. Si lo desea, puedo esperarle unos minutos...

-No será necesario.

El murmullo del taxi se perdió colina abajo y me quedé a solas con el eco del viento entre los árboles. La hojarasca se arrastraba a la entrada del parque y se arremolinaba a mis pies. Me acerqué a las rejas, que estaban cerradas con cadenas corroídas de herrumbre, y escruté el interior. La luz de la luna lamía el contorno de la silueta del dragón presidiendo la escalinata. Una forma oscura descendía los peldaños muy lentamente, observándome con ojos que brillaban como perlas bajo el agua. Era un perro negro. El animal se detuvo al pie de las escaleras y sólo entonces advertí que no estaba solo. Dos animales más me observaban en silencio. Uno se había aproximado con sigilo por la sombra que proyectaba la casa del guarda, apostada a un lado de la entrada. El otro, el más grande de los tres, se había aupado al muro y me contemplaba desde la cornisa apenas a un par de metros. La bruma de su aliento destilaba entre sus colmillos expuestos. Me retiré muy lentamente, sin quitarle la mirada de los ojos y sin darle la espalda. Paso a paso, gané la acera opuesta a la entrada. Otro de los perros había trepado al muro y me seguía con los ojos. Escrita el suelo en busca de algún palo o de una piedra que poder utilizar como defensa si decidían saltar y venir a por mí, pero cuanto había eran hojas secas. Sabía que, si apartaba la mirada y echaba a correr, los animales me darían caza y que no podría ni completar una veintena de metros antes de que se me echasen encima y me despedazasen. El mayor de los animales se adelantó unos pasos sobre el muro y tuve la certeza de que iba a saltar. El tercero, el único que había visto al principio y que probablemente actuaba de señuelo, empezaba a escalar la parte baja del muro para unirse a los otros dos. Aquí estoy, pensé.

En aquel instante un destello de claridad prendió e iluminó los rostros lobunos de los tres animales, que se detuvieron en seco. Miré por encima del hombro y vi el montículo que se elevaba a medio centenar de metros de la entrada del parque. Las luces de la casa se habían encendido, las únicas en toda la colina. Uno de los animales emitió un gemido sordo y se retiró hacia el interior del parque. Los otros le siguieron un instante más tarde. Sin pensarlo dos veces, me encaminé en dirección a la casa. Tal como había indicado Corelli en su invitación, el caserón se levantaba sobre la esquina de la calle Olot con San José de la Montaña. Era una estructura esbelta y angulosa de tres pisos en forma de torre coronada de mansardas que contemplaba como un centinela la ciudad y el parque fantasmal a sus pies.

La casa quedaba al final de una empinada pendiente y unas escalinatas que dejaban a su puerta. Halos de luz dorada exhalaban de los ventanales. A medida que ascendía las escaleras de piedra me pareció distinguir una silueta recortada en una balaustrada del segundo piso, inmóvil como una araña tendida sobre su red. Llegué al último peldaño y me detuve a recuperar el aliento. La puerta principal estaba entreabierta y una lámina de luz se extendía hasta mis pies. Me acerqué lentamente y me detuve en el umbral. Un olor a flores muertas emanaba del interior. Golpeé la puerta con los nudillos y cedió unos centímetros hacia el interior. Frente a mí había un recibidor y un largo corredor que se adentraba en la casa. Pude detectar un sonido seco y repetitivo, como el de un postigo golpeando la ventana por el viento, que provenía de algún lugar de la casa y que recordaba el latido de un corazón. Me adentré unos pasos en el recibidor y vi que a mi izquierda se encontraban las escaleras que ascendían por la torre. Creí oír pasos ligeros, pasos de niño, escalando los últimos pisos.

-¿Buenas noches? -llamé.

Antes de que el eco de mi voz se perdiese por el corredor, el sonido percusivo que latía en algún lugar de la casa se detuvo. Un silencio absoluto descendió a mi alrededor y una corriente de aire helado me acarició el rostro.

-¿Señor Corelli? Soy Martín. David Martín...

Al no obtener respuesta, me aventuré por el corredor que avanzaba hacia el interior de la casa. Las paredes estaban recubiertas con fotografías de retratos enmarcadados en diferentes tamaños. Por las poses y las ropas de los sujetos supuse que la mayoría tenían por lo menos entre veinte y treinta años. Al pie de cada marco había una pequeña placa con el nombre del retratado y el año en que había sido tomada la imagen. Estudié aquellos rostros que me observaban desde otro tiempo. Niños y viejos, damas y caballeros. A todos los unía una sombra de tristeza en la mirada, una llamada silenciosa. Todos miraban a la cámara con un anhelo que helaba la sangre.

-¿Le interesa la fotografía, amigo Martín? -dijo la voz a mi lado. Me volví sobresaltado. Andreas Corelli contemplaba las fotografías junto a mí con una sonrisa prendida de melancolía. No le había visto ni oído aproximarse y cuando me sonrió sentí un escalofrío.

-Creía que no vendría.

-Yo también.

-Entonces permítame que le invite a una copa de vino para brindar por nuestros errores.

Le seguí hasta una gran sala con amplios ventanales orientados hacia la ciudad. Corelli me indicó que tomase asiento en una butaca y procedió a servir dos copas de una botella de cristal que había sobre una mesa. Me tendió la copa y tomó asiento en la butaca opuesta.

Probé el vino. Era excelente. Lo apuré casi de un sorbo y pronto sentí que la calidez que me descendía por la garganta me templaba los nervios. Corelli olfateaba su copa y me observaba con una sonrisa serena y amigable.

-Tenía usted razón -dije.

-Suelo tenerla -replicó Corelli-. Es un hábito que raramente me proporciona alguna satisfacción. A veces pienso que pocas cosas me agradarían más que tener la certeza de haberme equivocado.

-Eso tiene fácil arreglo. Pregúnteme a mí. Yo siempre me equivoco.

-No, no se equivoca. Me parece que ve usted las cosas casi tan claras como yo y que eso tampoco le reporta satisfacción alguna.

Escuchándole se me ocurrió que en aquel instante lo único que me podía proporcionar alguna satisfacción era prenderle fuego al mundo entero y arder con él. Corelli, como si hubiese leído mi pensamiento, sonrió enseñando los dientes y asintió.

-Yo puedo ayudarle, amigo mío.

Me sorprendí a mí mismo esquivando su mirada y concentrándome en aquel pequeño broche con un ángel de plata en su solapa.

-Bonito broche -dije, señalándolo.

-Recuerdo de familia -respondió Corelli.

Me pareció que ya habíamos intercambiado suficientes gentilezas y trivialidades para toda la velada.

-Señor Corelli, ¿qué estoy haciendo aquí?

Los ojos de Corelli brillaban con el mismo color del vino que se mecía lentamente en su copa.

-Es muy sencillo. Está usted aquí porque por fin ha entendido que éste es su lugar. Está usted aquí porque hace un año le hice una oferta. Una oferta que en aquel momento no estaba usted preparado para aceptar, pero que no ha olvidado. Y yo estoy aquí porque sigo pensando que usted es la persona que busco y por eso he preferido esperar doce meses antes de pasar de largo.

-Una oferta que nunca llegó usted a detallar -recordé.

-De hecho, lo único que le di fueron los detalles.

-Cien mil francos por trabajar un año entero para usted escribiendo un libro.

-Exactamente. Muchos pensarían que eso era lo esencial. Pero no usted.

-Me dijo que cuando me explicase qué clase de libro quería que escribiese para usted, lo haría incluso si no me pagaba.

Corelli asintió.

-Tiene usted buena memoria.

-Tengo una memoria excelente, señor Corelli, tanto que no recuerdo haber visto, leído u oído hablar de ningún libro editado por usted.

-¿Duda de mi solvencia?

Negué intentando disimular el anhelo y la codicia que me corroían por dentro. Cuanto más desinterés mostraba, más tentado por las promesas del editor me sentía.

-Simplemente me intrigan sus motivos -apunté.

-Como debe ser.

-En cualquier caso le recuerdo que tengo un contrato en exclusiva con Barrido y Escobillas por cinco años más. El otro día recibí una visita muy ilustrativa de su parte en compañía de un abogado de aspecto expeditivo. Pero supongo que tanto da, porque un lustro es demasiado tiempo y si algo tengo claro es que lo que menos tengo es tiempo.

-No se preocupe por los abogados. Los míos tienen un aspecto infinitamente más expeditivo que los de ese par de pústulas y nunca pierden un caso. Deje los detalles legales y la litigación de mi cuenta.

Por el modo en que sonrió al pronunciar aquellas palabras pensé que más me valía no tener nunca una entrevista con los consejeros legales de Editions de la Lumiére.

-Le creo. Supongo que eso deja entonces la cuestión de cuáles son los otros detalles de su oferta, los esenciales.

-No hay un modo sencillo de decir esto, así que lo mejor será que le hable sin ambages.

-Por favor.

Corelli se inclinó hacia adelante y me clavó los ojos.

-Martín, quiero que cree una religión para mí.

Al principio pensé que no le había oído bien.

-¿Cómo dice?

Corelli me sostuvo aquella mirada con sus ojos sin fondo.

-He dicho que quiero que cree una religión para mí.

Le contemplé durante un largo instante, mudo.

-Me está tomando el pelo.

Corelli negó, saboreando su vino con deleite.

-Quiero que reúna todo su talento y que se dedique en cuerpo y alma durante un año a trabajar en la historia más grande que haya usted creado: una religión. No pude más que echarme a reír.

-Está usted completamente loco. ¿Esa es su oferta? ¿Ése es el libro que quiere que le escriba?

Corelli asintió serenamente.

-Se ha equivocado de escritor. Yo no sé nada de religión.

-No se preocupe por eso. Yo sí. Lo que busco no es un teólogo. Busco un narrador.

¿Sabe usted lo que es una religión, amigo Martín?

-A duras penas recuerdo el Padrenuestro.

-Una oración preciosa y bien trabajada. Poesía aparte, una religión viene a ser un código moral que se expresa mediante leyendas, mitos o cualquier tipo de artefacto literario a fin de establecer un sistema de creencias, valores y normas con los que regular una cultura o una sociedad.

-Amén -repliqué.

-Como en literatura o en cualquier acto de comunicación, lo que le confiere efectividad es la forma y no el contenido -continuó Corelli.

-Me está usted diciendo que una doctrina viene a ser un cuento.

-Todo es un cuento, Martín. Lo que creemos, lo que conocemos, lo que recordamos e incluso lo que soñamos. Todo es un cuento, una narración, una secuencia de sucesos y personajes que comunican un contenido emocional. Un acto de fe es un acto de aceptación, aceptación de una historia que se nos cuenta. Sólo aceptamos como verdadero aquello que puede ser narrado. No me diga que no le tienta la idea.

-No.

-¿No le tienta crear una historia por la que los hombres sean capaces de vivir y morir, por la que sean capaces de matar y dejarse matar, de sacrificarse y condenarse, de entregar su alma? ¿Qué mayor desafío para su oficio que crear una historia tan poderosa que trascienda la ficción y se convierta en verdad revelada? Nos miramos en silencio durante varios segundos.

-Creo que ya sabe cuál es mi respuesta -dije finalmente. Corelli sonrió.

-Yo sí. El que creo que no lo sabe todavía es usted.

-Gracias por la compañía, señor Corelli. Y por el vino y los discursos. Muy provocativos. Ándese con ojo a quién se los suelta. Le deseo que encuentre a su hombre y que el panfleto sea todo un éxito.

Me incorporé y me dispuse a marcharme.

-¿Le esperan en algún sitio, Martín?

No contesté pero me detuve.

-¿No siente uno rabia cuando sabe que podría haber tantas cosas por las que vivir, con salud y fortuna, sin ataduras? -dijo Corelli a mi espalda-. ¿No siente uno rabia cuando se las arrancan de las manos?

Me volví lentamente.

-¿Qué es un año de trabajo frente a la posibilidad de que todo cuanto uno desea se haga realidad? ¿Qué es un año de trabajo frente a la promesa de una larga existencia de plenitud?

Nada, dije para mis adentros, a mi pesar. Nada.

-¿Es ésa su promesa?

-Ponga usted el precio. ¿Quiere prenderle fuego al mundo y arder con él? Hagámoslo juntos. Usted fija el precio. Yo estoy dispuesto a darle aquello que usted más quiera.

-No sé qué es lo que más quiero.

-Yo creo que sí lo sabe.

El editor sonrió y me guiñó un ojo. Se incorporó y se aproximó a una cómoda sobre la que reposaba una lámpara. Abrió el primer cajón y extrajo un sobre de pergamino. Me lo tendió, pero no lo acepté. Lo dejó sobre la mesa que había entre nosotros y se sentó de nuevo, sin decir palabra. El sobre estaba abierto y en su interior se entreveía lo que parecían varios fajos de billetes de cien francos. Una fortuna.

-¿Guarda usted todo ese dinero en un cajón y deja su puerta abierta? -pregunté.

-Puede contarlo. Si le parece insuficiente, mencione la cifra. Ya le dije que no iba a discutir de dinero con usted.

Miré aquel pedazo de fortuna durante un largo instante, y finalmente negué. Al menos lo había visto. Era real. La oferta y la vanidad que me compraba en aquellos momentos de miseria y desesperanza eran reales.

-No puedo aceptarlo -dije.

-¿Cree que es dinero sucio?

-Todo el dinero es sucio. Si estuviese limpio nadie lo querría. Pero ése no es el problema.

-¿Entonces?

-No puedo aceptarlo porque no puedo aceptar su oferta. No podría aunque quisiera. Corelli sopesó mis palabras.

-¿Puedo preguntarle por qué?

-Porque me estoy muriendo, señor Corelli. Porque me quedan sólo semanas de vida, tal vez días. Porque no me queda nada que ofrecer.

Corelli bajó la mirada y se sumió en un largo silencio. Escuché el viento arañar las ventanas y reptar sobre la casa.

-No me diga que no lo sabía usted -añadí.

-Lo intuía.

Corelli permaneció sentado, sin mirarme.

-Hay muchos otros escritores que pueden escribir ese libro para usted, señor Corelli. Le agradezco su oferta. Más de lo que imagina. Buenas noches. Me encaminé hacia la salida.

-Digamos que pudiera ayudarle a superar su enfermedad -dijo. Me detuve a medio pasillo y me volví. Corelli estaba apenas a dos palmos de mí y me miraba fijamente. Me pareció que era más alto que cuando le había visto por primera vez en el corredor y que sus ojos eran más grandes y oscuros. Pude ver mi reflejo en sus pupilas encogiéndose a medida que éstas se dilataban.

-¿Le inquieta mi aspecto, amigo Martín?

Tragué saliva.

-Sí -confesé

-Por favor, vuelva a la sala y siéntese. Déme la oportunidad de explicarle más.

¿Qué tiene que perder?

-Nada, supongo.

Me puso la mano sobre el brazo con delicadeza. Tenía los dedos largos y pálidos.

-No tiene nada que temer de mí, Martín. Soy su amigo. Su tacto era reconfortante. Me dejé guiar de nuevo a la sala y tomé asiento dócilmente, como un niño esperando las palabras de un adulto. Corelli se arrodilló junto a la butaca y posó su mirada sobre la mía. Me tomó la mano y la apretó con fuerza.

-¿Quiere usted vivir?

Quise responder pero no encontré palabras. Me di cuenta de que se me hacía un nudo en la garganta y los ojos se me llenaban de lágrimas. No había comprendido hasta entonces lo mucho que ansiaba seguir respirando, seguir abriendo los ojos cada mañana y poder salir a la calle para pisar las piedras y ver el cielo y, sobre todo, seguir recordando. Asentí.

-Voy a ayudarle, amigo Martín. Sólo le pido que confíe en mí. Acepte mi oferta. Déjeme ayudarle. Déjeme que le entregue lo que más desea. Ésa es mi promesa. Asentí de nuevo.

-Acepto.

Corelli sonrió y se inclinó sobre mí para besarme en la mejilla. Tenía los labios fríos como el hielo.

-Usted y yo, amigo mío, vamos a hacer grandes cosas juntos. Ya lo verá -murmuró. Me brindó un pañuelo para que me secase las lágrimas. Lo hice sin sentir la vergüenza muda de llorar frente a un extraño, algo que no había hecho desde que murió mi padre.

-Está usted agotado, Martín. Quédese aquí a pasar la noche. En esta casa sobran las habitaciones. Le aseguro que mañana se encontrará mejor y verá las cosas con más claridad.

Me encogí de hombros, aunque comprendí que Corelli tenía razón. Apenas me tenía en pie y tan sólo deseaba dormir profundamente. No me veía con ánimos ni de levantarme de aquella butaca, la más cómoda y acogedora en la historia universal de todas las butacas.

-Si no le importa, prefiero quedarme aquí.

-Por supuesto. Le voy a dejar descansar. Muy pronto se sentirá mejor. Le doy mi palabra.

Corelli se aproximó a la cómoda y apagó la lámpara de gas. La sala se sumergió en la penumbra azul. Se me desplomaban los párpados y una sensación de embriaguez me inundaba la cabeza, pero atiné a ver la silueta de Corelli cruzar la sala y desvanecerse en la sombra. Cerré los ojos y escuché el susurro del viento tras los cristales. Soñé que la casa se hundía lentamente. Al principio, pequeñas lágrimas de agua oscura empezaron a brotar de las grietas de las baldosas, de los muros, de los relieves de la techumbre, de las esferas de las lámparas, de los orificios de las cerraduras. Era un líquido frío que se arrastraba lenta y pesadamente, como gotas de mercurio, y que paulatinamente iba formando un manto que cubría el suelo y escalaba las paredes. Sentí que el agua me cubría los pies y que iba ascendiendo rápidamente. Permanecí en la butaca, viendo cómo el nivel del agua me cubría la garganta y cómo en apenas unos segundos llegaba hasta el techo. Me sentí flotar y pude ver que luces pálidas ondulaban tras los ventanales. Eran figuras humanas suspendidas a su vez en aquella tiniebla acuosa. Fluían atrapadas por la corriente y alargaban las manos hacia mí, pero yo no podía ayudarlas y el agua las arrastraba sin remedio. Los cien mil francos de Corelli flotaban a mi alrededor, ondulando como peces de papel. Crucé la sala y me aproximé a una puerta cerrada que había en el extremo. Un hilo de luz emergía de la cerradura. Abrí la puerta y vi que daba a unas escaleras que caían hacia lo más profundo de la casa. Bajé.

Al final de la escalera se abría una sala oval en cuyo centro se distinguía un grupo de figuras congregadas en círculo. Al advertir mi presencia se volvieron y vi que vestían de blanco y portaban máscaras y guantes. Intensas luces blancas ardían sobre lo que me pareció una mesa de quirófano. Un hombre cuyo rostro no tenía facciones ni ojos ordenaba las piezas sobre una bandeja de instrumentos quirúrgicos. Una de las figuras me tendió una mano, invitándome a acercarme. Me aproximé y sentí que me tomaban la cabeza y el cuerpo y me acomodaban sobre la mesa. Las luces me cegaban, pero alcancé a ver que todas las figuras eran idénticas y tenían el rostro del doctor Trías. Me reí en silencio. Uno de los doctores sostenía una jeringuilla en las manos y procedió a inyectármela en el cuello. No sentí punzada alguna, apenas una placentera sensación de aturdimiento y calidez esparciéndose por mi cuerpo. Dos de los doctores me colocaron la cabeza sobre un mecanismo de sujeción y procedieron a ajustar la corona de tornillos que sostenían una placa acolchada en el extremo. Sentí que me sujetaban brazos y piernas con unas correas. No ofrecí ningún tipo de resistencia. Cuando todo mi cuerpo estuvo inmovilizado de pies a cabeza, uno de los doctores tendió un bisturí a otro de sus gemelos y éste se inclinó sobre mí. Sentí que alguien me asía de la mano y me la sostenía. Era un niño que me miraba con ternura y que tenía el mismo rostro que yo había tenido el día que mataron a mi padre.

Vi el filo del bisturí descender en la tiniebla líquida y sentí cómo el metal hacía un corte sobre mi frente. No experimenté dolor. Sentí que algo emanaba del corte y vi cómo una nube negra sangraba lentamente de la herida y se esparcía por el agua. La sangre ascendía en volutas hacia las luces, como humo, y se torcía en formas cambiantes. Miré al niño, que me sonreía y me sostenía la mano con fuerza. Lo noté entonces. Algo se movía dentro de mí. Algo que hasta apenas hacía un instante estaba aferrado como una tenaza alrededor de mi mente. Sentí que algo se retiraba, como un aguijón clavado hasta la médula que se extrae con tenazas. Sentí pánico y quise levantarme, pero estaba inmovilizado. El niño me miraba fijamente y asentía. Creí que me iba a desvanecer, o a despertar, y entonces la vi. La vi reflejada en las luces que había sobre la mesa del quirófano. Un par de filamentos negros asomaban de la herida, reptando sobre mi piel. Era una araña negra del tamaño de un puño. Corrió sobre mi rostro y antes de que pudiese saltar de la mesa uno de los cirujanos la ensartó con un bisturí. La alzó a la luz para que pudiese verla. La araña agitaba las patas y sangraba contra las luces. Una mancha blanca cubría su caparazón y sugería una silueta de alas desplegadas. Un ángel. Al rato, sus patas quedaron inermes y su cuerpo se desprendió. Quedó flotando y cuando el niño alzó la mano para tocarla se deshizo en polvo. Los doctores desligaron mis ataduras y aflojaron el mecanismo de sujeción que me había atenazado el cráneo. Con la ayuda de los doctores me incorporé sobre la camilla y me llevé la mano a la frente. La herida se estaba cerrando. Cuando volví a mirar a mi alrededor me di cuenta de que estaba solo.

Las luces del quirófano se extinguieron y la sala quedó en penumbra. Regresé hacia la escalinata y ascendí los peldaños que me condujeron de nuevo a la sala. La luz del amanecer se filtraba en el agua y atrapaba mil partículas en suspensión. Estaba cansado. Más cansado de lo que lo había estado jamás en toda mi vida. Me arrastré hasta la butaca y me dejé caer. Mi cuerpo se desplomó lentamente y al quedar finalmente en reposo sobre la butaca pude ver que estelas de pequeñas burbujas empezaban a corretear por el techo. Una pequeña cámara de aire se formó en lo alto y comprendí que el nivel del agua empezaba a descender. El agua, densa y brillante como gelatina, se escapaba por las grietas de las ventanas a borbotones como si la casa fuese un sumergible que emergiese de las profundidades. Me acurruqué en la butaca, entregado a una sensación de ingravidez y paz que no deseaba abandonar jamás. Cerré los ojos y escuché el susurro del agua a mi alrededor. Abrí los ojos y vislumbré una lluvia de gotas que caían muy lentamente desde lo alto, como lágrimas que se podían detener al vuelo. Estaba cansado, muy cansado y sólo deseaba dormir profundamente. Abrí los ojos a la intensa claridad de un mediodía cálido. La luz caía como polvo desde los ventanales. Lo primero que advertí fue que los cien mil francos seguían sobre la mesa. Me incorporé y me aproximé a la ventana. Corrí los cortinajes y un brazo de claridad cegadora inundó la sala. Barcelona seguía allí, ondulando como un espejismo de calor. Fue entonces cuando me di cuenta de que el zumbido de mis oídos, que los ruidos del día solían enmascarar, había desaparecido por completo. Escuché un silencio intenso, puro como agua cristalina, que no recordaba haber experimentado jamás. Me escuché a mí mismo reír. Me llevé las manos a la cabeza y palpé la piel.

No sentía presión alguna. Mi visión era clara y me pareció como si mis cinco sentidos acabasen de despertar. Pude oler la madera vieja del artesonado de techos y columnas. Busqué un espejo, pero no había ninguno en toda la sala. Salí en busca de un baño o de otra cámara donde encontrar un espejo en que comprobar que no me había despertado en el cuerpo de un extraño, que aquella piel que sentía y aquellos huesos eran míos. Todas las puertas de la casa estaban cerradas. Recorrí el piso entero sin poder abrir una sola. Volví a la sala y comprobé que donde había soñado una puerta que conducía al sótano había sólo un cuadro con la imagen de un ángel recogido sobre sí mismo en una roca que asomaba sobre un lago infinito. Me dirigí a las escaleras que ascendían a los pisos superiores, pero tan pronto enfilé el primer vuelo de peldaños me detuve. Una oscuridad pesada e impenetrable parecía habitar más allá de donde la claridad se desvanecía.

-¿Señor Corelli? -llamé.

Mi voz se perdió como si hubiese impactado con algo sólido, sin dejar eco ni reflejo alguno. Regresé a la sala y observé el dinero sobre la mesa. Cien mil francos. Cogí el dinero y lo sopesé. El papel se dejaba acariciar. Me lo metí en el bolsillo y me encaminé de nuevo por el corredor que conducía a la salida. Las decenas de rostros de los retratos seguían contemplándome con la intensidad de una promesa. Preferí no enfrentarme a aquellas miradas y me dirigí a la salida, pero justo antes de salir advertí que entre todos los marcos había uno vacío, sin inscripción ni fotografía. Sentí un olor dulce y apergaminado y me di cuenta de que provenía de mis dedos. Era el perfume del dinero. Abrí la puerta principal y salí a la luz del día. La puerta se cerró pesadamente a mi espalda. Me volví para contemplar la casa, oscura y silenciosa, ajena a la claridad radiante de aquel día de cielos azules y sol resplandeciente. Consulté mi reloj y comprobé que pasaba de la una de la tarde. Había dormido más de doce horas seguidas en una vieja butaca y, sin embargo, no me había sentido mejor en toda mi vida. Me encaminé colina abajo de regreso a la ciudad con una sonrisa en el rostro y la certeza de que, por primera vez en mucho tiempo, tal vez por primera vez en toda mi vida, el mundo me sonreía.

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