La lluvia convertía la pared de roca en despiadadamente resbaladiza, y Maldred tuvo que emplear todas sus fuerzas para trepar por ella, hundiendo los dedos en hendiduras, gateando furiosamente con los pies y forzando los músculos al máximo, hasta que por fin consiguió izarse sobre una amplia repisa. Tras recuperar el aliento, arrojó su cuerda por encima del borde, afianzó los pies y tiró de Fiona hacia arriba para que se reuniera con él. La sostuvo entre sus brazos unos instantes, mientras los otros aguardaban abajo.
—Es una suerte que decidieras unirte a nosotros —le dijo la solámnica.
—Sí, decidí que los asuntos que tenía que tratar en la ciudad podían esperar.
El rostro de Maldred mostró una expresión sombría, al recordar las órdenes de Donnag de que se quedara. El caudillo no tardaría en averiguar que Maldred y Trajín se habían unido a la misión de Talud del Cerro. El hombretón se preguntaba qué podría ser tan peligroso en esas colinas, y esperaba que su presencia y habilidad con la espada fueran suficientes para impedir que aquello se convirtiera en una misión mortal.
—¿Algo te inquieta?
—Lobos, dama guerrera. Los lobos que atacan a las cabras. —Maldred dudaba de que los lobos fueran realmente la causa de los problemas de los cabreros.
—Enviaremos a los lobos a buscar su comida en otra parte —respondió ella.
El rostro del hombre se iluminó al tiempo que desterraba sus pensamientos sobre la muerte y Donnag.
—Eres realmente hermosa —dijo, y sus ojos capturaron los de ella y centellearon con una luz interior—. Juro por todo lo que más quiero que me dejas sin respiración. —Sus palabras sonaron dolorosamente sinceras.
—Creo que es esta altura la que te impide respirar bien, Maldred.
—No —rió—. Eres tú, dama guerrera. —Agachó la cabeza y fue al encuentro de sus labios, en un beso prolongado y contundente.
Cuando él se apartó, ella enrojeció y se retiró, sujetando un mechón de pelo tras la oreja al tiempo que echaba un vistazo al fondo de la empinada cresta. Estaban a demasiada altura para ver los desmoronados edificios, los ogros deformes y los pobres humanos y enanos que se esforzaban por ganarse la vida en Bloten. La lluvia, combinada con el calor del verano, había engendrado una neblina alrededor de la ciudad de los ogros, una aureola de color rosa pálido y gris que daba al lugar un aspecto sereno y bello y muy remoto desde este observatorio en las alturas; una ciudad mágica extraída de los cuentos que se cuentan a los niños al ir a dormir donde todos vivían bien y eran felices. Al no estar acostumbrada a la altura, una sensación de vértigo se apoderó de la solámnica y ésta retrocedió para apoyarse en Maldred.
—¿Estás bien, dama? Aunque no es que me moleste.
—No me parezco demasiado a una dama con estas ropas —repuso ella.
El hombretón había conseguido convencer a la solámnica de que abandonara su cota de malla en casa de Donnag, puesto que no era la vestimenta apropiada para escalar montañas. Ella había discrepado tenaz, y Rig la había respaldado sólo para tomar partido en contra de Maldred, pero luego la guerrera había echado una buena mirada a la perpendicular y peligrosa ladera de la montaña. Por lo tanto, llevaba puestos sólo unos pantalones color marrón y una túnica negra de manga larga, una prenda masculina, metida por dentro a la altura de la cintura. Rikali había ofrecido de mala gana compartir sus ropas más elegantes y coloridas, y se sintió secretamente complacida al descubrir que eran demasiado pequeñas para la fornida dama.
—A decir verdad, Maldred, tengo el aspecto de un jornalero.
—No te gustan mucho los cumplidos, dama guerrera —dijo él, echando la cuerda por el borde—. Tal vez se deba a que las personas a las que frecuentas nunca los ofrecen. Y quizá carecen del buen sentido de darse cuenta de lo que tienen ante ellos. Me refiero a ese estúpido y grandullón marinero… Rig. No puedes casarte con él, Fiona.
—¿Realmente vive gente aquí? —preguntó ella, cambiando de tema, y sin apartar la mirada de Maldred.
—Cabreros en la aldea de Talud del Cerro y en otras aldeas más pequeñas. Ellos conocen mejores caminos para moverse por estas montañas que yo, y sin duda habrían elegido una senda más sencilla. El caudillo Donnag dice que trepan por estas rocas con la misma facilidad o más con que la mayoría de la gente anda por tierra firme. Y, claro está, las cabras también viven aquí arriba.
—Y los lobos, al parecer —añadió Rig, que fue el siguiente en llegar.
Usó la soga principalmente como seguridad, pues trepó como había hecho Maldred, como si hubiera nacido para ello. Como trepar por los mástiles de un barco, se dijo con cariño cuando finalizó su parte de la ascensión, aunque el peso de sus armas y de la alabarda sujeta a su espalda había obstaculizado en parte su empresa. Dhamon lo siguió, con Trajín sujeto a los hombros.
Maldred inició la siguiente sección de roca, acompañado del kobold, mientras Dhamon se quedaba atrás esperando a Rikali. La semielfa correteaba montaña arriba como una araña, sin necesidad de cuerda, puesto que sus dedos y pies cubiertos con sandalias hallaban grietas y hendiduras que a los otros les pasaban inadvertidas. Era una habilidad aprendida del gremio de ladrones de Sanction: encajar los dedos de las manos y pies en las estrechas rendijas que había entre los ladrillos que constituían el exterior de las casas amuralladas de los nobles. Dhamon la ayudó a subir a la repisa, justo en el instante en que Fiona se daba ya la vuelta para marchar.
En ese instante, la montaña tembló ligeramente, igual que había hecho unas pocas veces desde que iniciaran la ascensión. Rikali se aferró a Dhamon, fingiendo temor y luego continuó así, realmente asustada, cuando el temblor prosiguió sin menguar de intensidad. Sus manos friccionaron nerviosamente los músculos de los brazos de su compañero y, cuando la sacudida finalizó por fin, soltó un profundo suspiro y sonrió maliciosa.
La lluvia había proseguido sin parar durante los últimos días, en ocasiones cayendo con fuerza, y en otras, como en ese momento, en forma de fina llovizna, cuyo único propósito parecía ser evitarles soportar el impacto del caluroso día. La semielfa alzó el rostro hacia el cielo para atrapar un poco del agua de lluvia en la boca y luego descansó la barbilla de nuevo en el pecho de él.
—Dhamon Fierolobo, te amo.
—Rikali, yo…
—¿Vais a reuniros con nosotros, tortolitos?
Rig había conseguido llegar a la repisa siguiente y los miraba desde lo alto. Trajín se hallaba sobre su hombro, con los rojos ojos centelleando traviesos.
Dhamon extendió la mano para coger la cuerda, sin observar la sombría expresión del rostro de su compañera. Casi había llegado al siguiente saliente cuando sintió un calorcillo en la pierna procedente de la escama, que apenas le dio tiempo a prepararse, pues se tornó al instante en un calor abrasador. Agarró firmemente la cuerda, cerrando los ojos con fuerza, al tiempo que hundía los dientes en el labio inferior. Sintió el sabor de la sangre en la boca y, a continuación, dedicó todos sus esfuerzos a colgarse mientras se veía atormentado por una oleada tras otra de intenso calor y frío entumecedor.
El dolor era cada vez más intenso. Y cada vez era distinto, más caliente y luego terriblemente helado, alternando de forma súbita de un extremo a otro. Tras los párpados lo veía todo rojo: las llamas de un fuego, el aliento de la señora suprema que lo había maldecido con la escama que llevaba en la pierna. Luchó por concentrarse en algo que no fueran las llamas, real o imaginario, no importaba; cualquier cosa que disminuyera el dolor. Por un instante vio el rostro de una kalanesti, dulce y hermoso, pero entonces el rojo lo dominó todo y contempló un par de parpadeantes ojos rojos.
—Soñando —chirrió, y se mordió los labios con fuerza, casi como si saboreara aquel dolor.
—¿Dhamon? —Rig miraba por encima del borde, esperando para izarlo.
Rikali daba nerviosos brincos sobre la repisa, comprendiendo lo que sucedía.
—¡Dhamon! —chilló el marinero.
—¡Déjalo tranquilo! —siseó la mujer a Rig, e inició el ascenso por la pared—. Agárrate —lo instó—. Limítate a agarrarte, amor.
La semielfa llegó hasta él, extendió el brazo y sujetó el cinturón del que colgaban la espada y los odres de cerveza, pero los estremecimientos de su compañero amenazaban con arrancarla de la pared del risco.
En cuestión de segundos Dhamon empezó a temblar aún más. Rig tiró de la cuerda, con Rikali trepando junto con ella, una mano en una grieta vertical, la otra aferrada aún al cinturón de su compañero; entre los dos consiguieron arrastrarlo hasta la repisa, donde le quitaron el arco y el carcaj y lo tendieron en el suelo lejos del borde. La semielfa se inclinó sobre él y apartó al marinero, cloqueando como una gallina clueca.
—Sigue adelante —indicó al otro, agitando el brazo—. Dhamon y yo estaremos perfectamente aquí. Os alcanzaremos dentro de unos minutos. —Luego cambió rápidamente de parecer sobre la situación—. ¡Mal! —chilló—. ¡Necesita ayuda!
Parecía como si Dhamon fuera víctima de una convulsión. La semielfa soltó de un tirón uno de los odres que su compañero llevaba al cinto, le alzó la cabeza y vertió la bebida en su boca, aunque buena parte de ella se derramó por su barbilla y sobre la camisa. Friccionó los músculos de su garganta para ayudar al líquido a descender.
—Eso no lo ayudará, Riki. —Maldred había descendido desde el saliente situado más arriba; apartó a Rig para acuclillarse junto a su amigo—. Sólo lo deja un poco aturdido, eso es todo. —Cogió el brazo de Dhamon y lo sujetó con fuerza al tiempo que él le devolvía el apretón con todas sus fuerzas, clavando las uñas en los músculos del hombretón—. Eso es —animó Maldred, mientras la preocupación se reflejaba profundamente en las arrugas que rodeaban sus ojos y su boca—. Aguanta, amigo.
Rikali volvió a dejar el odre en su lugar, haciendo caso omiso deliberadamente del marinero y de Fiona, que hacían preguntas desde lo alto.
—Dhamon no es cosa vuestra —les dijo por fin.
Minutos más tarde, Dhamon dejó de temblar. Aspiró con fuerza el húmedo aire y abrió los ojos.
—Estoy bien ahora —anunció, sin discutir cuando Maldred lo ayudó a ponerse en pie y a sujetar el carcaj y el arco a su espalda. Sus ojos se clavaron en la fija mirada de Rig—. Estoy bien. —repitió con más énfasis.
—Y un cuerno —protestó el otro—. Es esa maldita escama, ¿no es cierto?
Maldred pasó junto a los dos y empezó a escalar de nuevo, dejando caer la cuerda cuando llegó a lo alto al tiempo que se apuntalaba para izar a su amigo.
—Sí, es la escama. —Dhamon agarró la cuerda, confiando casi por completo en la fuerza de Maldred para levantarlo, pues el ataque lo había agotado.
Rikali hizo una seña al marinero para que fuera el siguiente.
—Dhamon sufre estos temblores de vez en cuando. Eso es todo —indicó—. Los supera y se queda como nuevo. Mal lo ayuda a vencerlos. Mal es su mejor amigo. Dhamon no necesita vuestra compasión.
El resto de la ascensión transcurrió en silencio hasta que, entrada la tarde llegaron a una estrecha meseta, en la que vivían los cabreros. Se trataba de una comunidad pequeña, cuyas casas eran una colección de cuevas diminutas y cobertizos construidos con troncos de pino y pieles apoyados en la ladera de la montaña, que se alzaba sobre ellos al menos otros ciento veinte metros más. Los moradores eran humanos y Enanos de las Montañas, los primeros bajos y delgados, casi desproporcionados, pero evidentemente ágiles como monos; los segundos eran rubicundos y achaparrados, al parecer igualmente en su elemento en ese emplazamiento elevado. Todos los hombres lucían cortas barbas puntiagudas, como si hubieran adoptado el aspecto de sus compañeros de cuatro patas. El aire transportaba un aroma acre a cabras mojadas, gente mojada, y algo irreconocible —y nada agradable— que se cocinaba en una fogata situada en un agujero cubierto para resguardarla de la lluvia.
Rikali rebuscó en su morral un frasco de aceite perfumado y se lo aplicó generosamente, añadiendo una gota bajo la nariz.
—Mejor —declaró.
—Soy Kulp —se presentó un humano de edad avanzada, extendiendo la mano hacia Dhamon. Los dos se hallaban cerca de la hoguera, donde se habían reunido varios pastores—. Gobierno esta aldea, llamada Talud del Cerro, y soy quien notificó a su eminente señoría Donnag que nuestro rebaño está menguando. Agradecemos al lord cualquier ayuda que nos podáis proporcionar, aunque lo cierto es que me sorprende mucho que nos la haya enviado. Su señoría no es famoso por preocuparse del bienestar de estas aldeas.
¿Su señoría?, articuló Rig en silencio.
Maldred paseó por el poblado, acompañado de Fiona, en busca de alguna señal de los temidos lobos, y mientras deambulaban charlaron animadamente con la gente que encontraban, respondiendo preguntas sobre la ciudad situada allá abajo, las hechuras de los vestidos de las mujeres, la música que era popular, la amenaza de la hembra de Dragón Negro llamada Sable, lo que sucedía en el mundo al este de las Khalkist. Cuando Maldred reveló que Fiona era una Dama de Solamnia que se había enfrentado a los señores supremos dragones, toda la atención se centró en ella, y las preguntas, en los grandes dragones. Todos los aldeanos habían oído hablar de los señores supremos y sabían lo que habían hecho a Krynn. Sin embargo, ninguno de ellos había visto un dragón, con excepción de una poco frecuente silueta en las alturas, y todos ellos mostraban su incredulidad ante el hecho de que lord Donnag hubiera enviado a alguien tan importante como Fiona a ayudarlos.
En el extremo opuesto del poblado, Rikali pasó el brazo alrededor del de Dhamon mientras éste se presentaba a sí mismo y a la semielfa.
—Estos lobos que están masacrando vuestras cabras, Kulp…
—¿Lobos? —El cabrero arrugó el rostro en expresión interrogativa—. No viven lobos en estas montañas. Son gigantes. Son gigantes los que roban nuestras cabras. —Al instante apareció una enorme tristeza en el rostro de Kulp, como si hubiera perdido un hijo—. Nuestro rebaño es la mitad de lo que era en primavera. Si esto continúa, al llegar el invierno estaremos arruinados. Se llevaron cuatro cabritos anoche que estaban siendo amamantados en ese risco.
La mente de Dhamon trabajaba veloz, mientras sus dedos tamborileaban sobre el cinturón irritados.
—¿Gigantes?
—Eso dijeron nuestros mensajeros a Donnag —asintió el hombre.
Los dedos de Dhamon tamborilearon con mayor velocidad. ¿Confiar en Donnag? —pensó para sí—. Maldred dijo que podía confiar en él. Sus ojos llamearon coléricos, y Kulp dio un paso atrás, sobresaltado.
—¿Así que esos gigantes en realidad no os han hecho daño a vosotros? —preguntó finalmente Dhamon.
—¿Daño? —el otro pareció escandalizarse—. ¡Nos han hecho un daño terrible! Llevarse nuestras cabras es hacernos daño, son nuestro sustento. Las cabras son todo lo que poseemos. No tendremos con qué pagar los impuestos de Donnag si esto continúa. No tendremos nada con que comerciar y perderemos nuestro hogar.
—¿Pagar a Donnag? —interrumpió Rig, que se había ido acercando a ellos durante la conversación.
—Pagamos al caudillo en leche y carne por el derecho a vivir en su montaña. Desde luego, ése es el motivo por el que os envió, para detener a los gigantes de modo que podamos seguir pagando sus cuotas e impuestos.
—¿Gigantes?
El marinero gruñó y miró en derredor buscando a Fiona. ¿Dónde estaba?, tenía que escuchar esa prueba de la crueldad del caudillo ogro. La descubrió junto con Maldred inclinada sobre un pequeño corral donde descansaban una cabra y sus tres crías recién nacidas.
—¿Y dónde están esos gigantes…? —Dhamon se aclaró la garganta.
—Creemos que las criaturas viven en aquellas cuevas, señor Fierolobo. —Kulp señaló en dirección a un pico que se elevaba muy por encima de la aldea—. Algunos de nuestros pastores se enfrentaron a uno y creyeron haberlo matado. Dijeron que era una criatura imponente con brazos largos y zarpas afiladas. Sin duda sólo estaba aturdida y luego despertó, huyendo cuando intentaban arrastrarla hasta aquí. Unos cuantos siguieron sus huellas, que se dirigieron hasta ese pico. —Bajó la mirada y sacudió la cabeza—. Pero esos jóvenes no regresaron.
—Seguir las huellas de los gigantes ahora, seguir las de cualquier cosa, no es posible —dijo Dhamon, mirando al terreno.
La poca tierra que allí había formaba amplias parcelas de barro de las que brotaba una maleza alta; también había pequeños jardines, razonablemente protegidos de toda la lluvia por una red de pieles y cobertizos. Pero la mayor parte del terreno consistía en esquisto y granito y excrementos de cabra.
Dhamon dirigió la mirada al elevado pico, bizqueando a través de la lluvia para distinguir las cuevas donde tal vez vivían los gigantes que robaban los animales.
—Kulp, eso significa varias horas más de ascensión. Nos gustaría quedarnos aquí durante el resto del día y ponernos en marcha mañana temprano.
—Prepararemos alojamientos para los hombres de Donnag —dijo el jefe del poblado, dando fuertes palmadas—. Y los alimentaremos bien. —A continuación marchó a desalojar a una familia para acomodar al grupo.
La lluvia había parado unas cuantas horas durante la noche, y bajo las escasas estrellas que asomaban por entre las finas nubes se les proporcionó una comida de raíces hervidas, caldo picante y pan duro. El caldo era lo que había estado hirviendo a fuego lento durante todo el día y tenía un sabor sorprendentemente bueno a pesar de su fuerte olor. El pan se hallaba entre los alimentos que los pastores recibían regularmente de Bloten como parte de su trueque de provisiones. Tenían también un fuerte licor que los aldeanos destilaban ellos mismos y que Dhamon encontró aceptable.
Maldred ordenó a la semielfa que no perdiera de vista al kobold mientras estuvieran en el poblado, pues no quería que ocasionara problemas. Luego conversó en susurros con Dhamon, jurando que cuando regresaran a Bloten se aseguraría de que Donnag cumpliera su parte del trato. La espada sería suya, junto con gran cantidad de otros objetos por haber tenido que ocuparse de gigantes en lugar de lobos, Cuando el hombretón abandonó su compañía, Fiona lo siguió hasta que se encontraron solos junto a una roca alargada. Fue entonces cuando Maldred la tomó en sus brazos.
Al descubrirlos Dhamon, echó una veloz mirada en dirección a Rig, que estaba absorto en una conversación con uno de los aldeanos. Luego volvió a mirar a Maldred y a Fiona que se besaban; los ojos del hombretón estaban fuertemente enredados en los cabellos de la mujer.
Dhamon se encogió de hombros y se sentó frente a Rig, entablando conversación con él para mantenerlo ocupado.
Preguntó al marinero sobre sus planes de boda y sobre si Fiona había conseguido convencerlo de unirse a la Orden.
Rig no tuvo inconvenientes en hablar de lo primero y prefirió evitar lo segundo.
—Nos casaremos el día de su cumpleaños, una tradición entre las mujeres de la familia de Fiona —explicó alegremente, aunque había un deje de irritación en su voz—. No falta tanto ya. Dos meses y medio. De hecho, hemos… —Sus palabras se apagaron cuando distinguió a la dama que avanzaba hacia ellos.
—¿Dónde has estado? —Rig se puso en pie rápidamente y le tomó la mano—. Has estado…
—Visitando a algunos de los aldeanos —respondió ella.
Dhamon se sobresaltó ante la mentira y se alejó; se encontró con Rikali, que estaba encaramada en una repisa desde la que se contemplaba Bloten. Al mirar por encima del hombro vio a Fiona y a Rig conversando.
—Fiona, ese Donnag está muy lejos de ser una buena persona —dijo el marinero, manteniendo la voz baja.
Y le habló del impuesto de leche y carne que se pagaba allí, de los elevados impuestos que los humanos soportaban en Bloten, del temor que todos sentían por el caudillo ogro. Cómo oprimía a todos los habitantes de su reino. Cómo los lobos se habían convertido en gigantes.
—Lo sé —respondió ella por fin, con expresión conciliadora y algo entristecida—. Y está bien que te preocupe. Me preocupa también a mí. Pero no podemos corregir todas las injusticias de este mundo, Rig. Hemos de elegir nuestras batallas. Y por malo que sea Donnag, la Negra de la ciénaga es mucho peor. El ogro protege a estas gentes de ella, y sus tropas se esfuerzan por impedir que el pantano engulla estas montañas. Así pues, ayudando a Donnag, combatimos contra ella. Si eliminas a Donnag, el pago de impuestos abusivos se convertiría en la menor de las preocupaciones de estas gentes.
El marinero permaneció sentado en silencio, digiriendo sus palabras.
—De todos modos no tiene por qué gustarme, ni tengo por qué estar de acuerdo contigo —repuso, suspirando mientras gotas de lluvia resbalaban por la punta de su nariz—. Y no tiene por qué gustarme el hecho de que vayamos a aceptar monedas y joyas para el rescate de tu hermano de esa criatura… malvada. Siempre y cuando cumpla su palabra, cosa que dudo. Y tampoco tiene por qué gustarme esta lluvia. Aquí hay algo extraño. Estas montañas deberían estar secas como un desierto.
—No hace mucho te quejabas de que no había llovido en semanas.
—Eso no quería decir que deseara que lloviera durante semanas.
Intentó rodearla con el brazo, pero ella volvió a incorporarse y se dirigió hacia el cobertizo que les habían prestado, desde donde observaron cómo la lluvia azotaba la rocosa meseta durante el resto del día.
La mañana no fue distinta, pues la lluvia continuó golpeando las rocas y empapándolo todo y a todos. Sólo las cabras parecían indiferentes a ella. Los relámpagos describían arcos en el cielo, y los truenos que los seguían resonaban potentes y pavorosos en las montañas.
—Ahí arriba —explicó Maldred, señalando hacia una serie de agujeros negros—. Tal vez haya gigantes en todos ellos si están desperdigados, o quizás están agrupados en uno solo; pero yo espero que no sea así. Preferiría ocuparme de ellos de uno en uno. En cualquier caso, tendremos que buscar un poco para encontrarlos. Los enanos con los que hablé anoche están seguros de que son sólo tres debido a las huellas que han descubierto.
—Sólo tres —murmuró Rikalí—. Son gigantes. Yo diría que tres es mucho más que suficiente.
—Bueno, al menos sabemos a qué nos enfrentamos —intervino Dhamon.
—¿Has luchado alguna vez contra gigantes? —inquirió la semielfa en tono burlón mientras él iniciaba la ascensión a la montaña.
—Una vez. Cuando estaba con los Caballeros de Takhisis. Eran dos, y cada uno tenía dos cabezas. Ettins los llamó mi comandante.
—Bien, es evidente que saliste victorioso. Estás aquí. ¿Eran muy duros? ¿A qué velocidad corren los gigantes? —quiso saber Rikali.
El meneó la cabeza, sin preocuparse de responder a su sucesión de preguntas hasta que llegaron de nuevo a terreno llano. Tras una ascensión de unas cuantas decenas de metros, le hizo una seña, indicándole las pruebas de la existencia de los gigantes: el cuerpo destripado de una cabra incrustado profundamente entre dos rocas, los huesos de otro animal a unos quince metros más arriba.
Rikali se tapó la boca para no vomitar.
—Son unos puercos comiendo —comentó Trajín mientras arrancaba un retorcido cuerno al cadáver y se lo llevaba al oído como si pudiera oír el océano; tras eliminar unos pedazos de carne podrida, sujetó el cuerno a su cinturón—. Sus padres jamás les enseñaron a limpiar después de haber comido. Gigantes malos.
* * *
—Tres cuevas, y nada. Nada excepto lluvia y huesos de cabra. Han estado aquí, pero no están ahora. No parece que hayan estado aquí desde hace unas dos semanas.
Rig se apoyó en el risco y alzó los ojos hacia Dhamon, que había trepado algo más arriba, con las ropas brillando negras como el carbón bajo el plomizo cielo. El marinero se palmeó el estómago y refunfuñó:
—El cielo y las tripas me indican que es casi el atardecer. Y no queda gran cosa de montaña por ver. —Sacó un pedazo de raíz cocida del bolsillo, lo partió en dos y se metió un trozo en la boca.
Trajín subió correteando en pos de Dhamon, seguido por Rikali, que regañaba al kobold con respecto a algo.
—Tal vez se han ido —sugirió Maldred.
—Necesito la recompensa que Donnag prometió —dijo Fiona, hundiendo los hombros—. Necesito esos cuarenta hombres.
—Ogros —interpuso Rig—. Te prometió ogros, Fiona. —En voz más baja, masculló que la promesa del caudillo valía tanto como los restos de cabra que habían encontrado.
—Los ogros son hombres, Rig —replicó ella—. Y agradeceré su ayuda.
—Conseguirás los hombres, dama guerrera —indicó Maldred, colocándose entre ambos y mirando a la solámnica con ojos brillantes—. Registraremos una o dos cuevas más y luego nos marcharemos. Explicaré al caudillo que hicimos todo lo que pudimos y que quizá se han ido y ya no supondrán una amenaza para Talud del Cerro. Siempre y cuando la amenaza haya desaparecido, Donnag mantendrá su palabra con respecto a los hombres.
¿Lo hará? inquirieron las cejas enarcadas del marinero.
—¡Aquí arriba! —llamó Dhamon.
El guerrero estaba de pie sobre un saliente ante un alto y estrecho tajo en las rocas. La entrada de la cueva tenía un aspecto serrado e irregular, como si la zarpa de una criatura enorme hubiera desgarrado la montaña.
—¿Encontraste algún rastro de ellos? —quiso saber Maldred desde abajo.
—Ningún rastro. —Dhamon negó con la cabeza—. Pero encontré otra cosa muy interesante. —Y desapareció en el interior de la gruta, con Trajín y Rikali tras él.
—Las damas primero. —Maldred hizo una reverencia a Fiona, que inició la ascensión, y luego hizo intención de seguirla, pero Rig le puso una mano en el hombro.
—Es mi compañera —explicó sencillamente el marinero—. Nos casaremos dentro de unos meses. No me gusta el modo en que la miras siempre. Y estoy harto de que ocupes su tiempo.
—Yo diría que ella se pertenece a sí misma —repuso él con una amplia sonrisa—. Y aún no estáis casados. —Acto seguido, se colocó delante del marinero antes de que el asombrado Rig pudiera decir nada.
El ergothiano permaneció solo sobre la repisa durante varios minutos, escuchando el repiqueteo de la lluvia repiqueteaba contra las rocas y contemplando el poblado, que daba la impresión de un conjunto de casas de muñecas desperdigadas, la gente y las cabras simples insectos que vagaban sin rumbo entre los charcos, que deseó se convirtieran en un lago y engulleran Talud del Cerro.
* * *
Desde el exterior se filtraba muy poca luz, pero era más que suficiente para que Dhamon advirtiera enseguida que no se trataba de una cueva corriente. Se detuvo en el interior de la alta y estrecha entrada, sobre un antiguo suelo de mosaico hecho con pedacitos de piedra de diferentes colores. Seis elevados pilares, de al menos doce metros de altura, se elevaban desde el suelo hasta el techo. Eran gigantescos troncos de árbol, todos de un grosor prácticamente idéntico; se preguntó qué proeza de ingeniería los habría llevado a lo alto de esa montaña para luego colocarlos en ese lugar. Prácticamente blancos debido a su antigüedad, estaban tallados con imágenes de enanos colocados unos encima de los hombros de los otros. El que se hallaba encima de todo de cada columna lucía una corona, y sus brazos extendidos parecían sostener el techo de la cueva.
—¡Por mi vida! —Rikali se introdujo en el interior detrás de él, y Trajín se deslizó entre la pareja.
—Una antorcha —indicó Dhamon—. Quiero ver mejor todo esto.
—Fee-ohn-a las lleva en su mochila —dijo Rikali en tono arisco.
Cuando los otros se reunieron por fin con ellos y se encendió una antorcha, aparecieron muchas más imágenes de enanos. Talladas en las paredes de la cueva, cada rostro era distinto e increíblemente pormenorizado: hombres, mujeres, niños, algunos guerreros a juzgar por sus cascos y rostros llenos de cicatrices, otros sacerdotes por los símbolos que colgaban de sus cuellos. Los rostros mostraban una amplía variedad de emociones: felicidad, orgullo, dolor, amor, sorpresa y muchas más.
El suelo era liso y llano, y los pedacitos de piedra pintada estaban dispuestos sobre él de modo que formaban el rostro de un enano de aspecto imponente, con los alborotados cabellos extendidos hasta tocar las paredes de la caverna, y las columnas enmarcando prácticamente a un cabecilla anciano y de semblante inteligente. El color se había apagado, pero Dhamon supuso que la trenzada barba había sido de un rojo brillante en el pasado, y las cuentas entretejidas en ella teñidas de plata y oro. Los ojos muy separados estaban hundidos y eran negros, formando braseros que tal vez habían sido utilizados en alguna ancestral ceremonia.
—Reorx —dijo Dhamon, y su mano se deslizó hacia la empuñadura de la espada.
Sentía un hormigueo en la nuca. Algo no encajaba en ese lugar, pero no conseguía identificar qué era. Contempló con fijeza los ojos de la imagen. Era como si alguien lo observara, una sensación que había aprendido a identificar cuando estaba con los Caballeros de Takhisis. Deseó estar de vuelta en Bloten, con su nueva espada y en marcha otra vez. Desvió la mirada y la dirigió a las columnas.
—Éste debe ser uno de los templos de Reorx.
—¿Quién? —Rikali le tiró de la manga—. ¿Quién es Re-or-ax?
—¿No lo sabes? —Era Trajín quien preguntaba.
La semielfa negó con la cabeza.
—Un dios —respondió Dhamon en voz baja—. Un enano que conocí, Jaspe, me habló mucho de él. Jaspe se consideraba un sacerdote de Reorx. Incluso después de que los dioses se marcharan.
—Y ese Jaspe, ¿se encontró alguna vez con Re-or-ax?
Dhamon sacudió la cabeza negativamente.
Rikali emitió un chasqueo con la lengua y susurró que era una necedad venerar a alguien que no has conocido jamás. Luego alzó la voz.
—Bueno, ¿consiguió gran cosa ese Re-or-ax cuando andaba por ahí? ¿Aparte de que le construyeran templos en lo alto de alguna montaña estúpida?
—Según los relatos elfos, Riki, el Dios Supremo, se sentía molesto ante el confuso caos que lo rodeaba, de modo que talló veintiún palos, el más grueso de los cuales se convirtió en el dios Reorx. —Dhamon señaló la imagen del suelo—. Reorx dijo que construiría un mundo, redondo y resistente, a su propia imagen. Lo llamaron el Forjador, y al golpear con su martillo la confusión, las chispas se convirtieron en estrellas. El último golpe dio vida a Krynn. Yo diría que eso es conseguir bastante.
—Eso dicen los relatos —rió la semielfa—. ¿No te creerás todas esas tonterías, verdad? Aunque ninguna de ellas importa, al menos no ahora que los dioses se han ido.
—Cuando los dioses estaban aquí —repuso Dhamon, encogiéndose de hombros—, los enanos consideraban a Reorx el más importante de todos los poderes. Los humanos lo veían sólo como el ayudante de Kiri-Jolith, pero los enanos… —Su voz se apagó y de nuevo se encontró mirando los fosos que constituían los ojos de la imagen—. Se dice que la siguiente gran creación de Reorx fue la Gema Gris de Gargath, que llevó a la creación de enanos, gnomos y kenders.
—Eso dicen los relatos —añadió Trajín.
—Gema Gris. De modo que hizo una piedra. ¿Y veneraste alguna vez a ese Re-or-ax, amor? Pareces saber mucho sobre él.
—El único dios desaparecido que he venerado jamás era Takhisis —respondió él, tajante.
Recordaba haber sido obsequiado con relatos sobre la Reina de los Dragones del Mal en la época en que había pertenecido a los Caballeros de Takhisis. Pero ninguno de los antiguos templos de culto de sus sacerdotes resultaba tan impresionante como ese sitio. Definitivamente, el lugar le intrigaba, en parte, tal vez, porque seguía sintiendo aquella especie de hormigueo. Decidió que echaría un vistazo durante unos instantes, luego volvería a descender la montaña y exigiría a Donnag que le entregara la espada.
—¿Y por qué estás tan condenadamente seguro de que este lugar era un templo dedicado a Re-or-ax y no simplemente un palacio que pertenecía a un viejo enano rico?
Dhamon apartó a un lado a la semielfa y miró en dirección al fondo de la sala, donde había un altar tallado para parecer una fragua con un yunque encima de ella. Dos nichos en sombras se abrían detrás de él.
—Desde luego, esto era un templo dedicado a Reorx el Forjador. Me sorprende que la gente de Talud del Cerro no lo mencionara, en especial los Enanos de las Montañas.
—Probablemente no sabían que estaba aquí. —Maldred estaba en la entrada, examinando la roca—. Las rocas son afiladas, Dhamon, no están erosionadas como lo están en todas partes por esta montaña y alrededor de otras entradas de cuevas. Yo diría que uno de los temblores abrió el lugar, y no hace mucho tiempo. —Sus dedos revolotearon sobre los bordes, retirándose cuando se cortó; se lamió la sangre y fue a reunirse con su amigo—. Yo diría que esto se ha abierto hace menos de un mes. ¿Notas lo seco que está todo aquí dentro? ¿A pesar de la lluvia?
—Huele a viejo —indicó la semielfa, arrugando la nariz—. Huele como el sótano mohoso de la casa de alguien. —Se detuvo frente a una de las columnas, y sus dedos recorrieron las facciones de un rostro que quedaba a la altura de sus ojos—. Dije que estaba harta de enanos, eso dije —reflexionó en voz alta—. Pero a lo mejor haré una excepción. Podría haber algo valioso aquí en este templo de Re-or-ax. —Señaló la imagen de un sacerdote enano situado a unos tres metros y medio por encima del suelo. La figura lucía pedacitos de ónice incrustados a modo de ojos.
—No deberíamos tocar nada —dijo Fiona, mientras contemplaba otra columna, llena de los amplios rostros de mujeres guerreras—. Profanar un templo está mal. Es sacrílego, no importa qué fe se tenga.
La otra profirió una risita entrecortada y adoptó una exagerada expresión dolida.
—Carezco de fe. Los dioses se han ido, dama guerrera. Por lo tanto, esto es un templo en honor a nada. Absolutamente nada. ¡Cerdos! puedo coger lo que desee. No estaré profanando nada ni a nadie. Y no hay ningún dios por ahí que vaya a venir a maldecirme por ello.
Trajín había empezado a trepar por un pilar, usando las orejas de las figuras como asideros y las bocas para introducir los dedos de los pies.
Maldred alzó los ojos en dirección al kobold y sacudió la cabeza.
—Baja, Ilbreth —ordenó con tono severo.
La cabeza de la criatura giró veloz, sorprendida porque Maldred hubiera usado su auténtico nombre —algo que hacía sólo cuando estaba muy furioso o cuando quería muy en serio llamar su atención—, y el kobold estuvo a punto de soltarse de la columna.
—Los dioses enanos no son cosa nuestra. Tenemos que encontrar unos gigantes, amigo mío, y luego…
Trajín se aferraba a una oreja con una mano y gesticulaba violentamente con la otra. Tenía la boca abierta, como para hablar, pero su sorpresa impedía que brotaran las palabras.
Dhamon giró instintivamente, al tiempo que cogía el arco. Sacó una flecha del carcaj, la encajó y apuntó… a ¿qué?
—Me pareció ver que la cueva se movía —consiguió por fin jadear el kobold—. Realmente pensé que… ¡ahí! ¡Un gigante!
—¡Algo sí nos estaba observando! Dhamon disparó la flecha contra una enorme criatura que surgió de improviso de la pared, arrastrando los pies. Pero no se trataba de un auténtico gigante. Era sólo un poco más grande que un ogro, con brazos muy largos y manos en forma de zarpas; parecía hecho de piedra.
La criatura extendió un brazo, desvió con la mano la flecha de Dhamon antes de que alcanzara su objetivo, y rugió con ferocidad. El ser tenía el rostro de un anciano, con las arrugas como grietas sobre piedra, las mejillas exageradamente angulosas, y la nariz larga y curvada hacia abajo como un pico. Los ojos, de color gris oscuro, carecían de pupilas y los dientes eran afilados y veteados de negras líneas, que les daban el aspecto de fragmentos de granito.
Dhamon montó al instante otro proyectil y disparó, en esta ocasión errando a la criatura por varios centímetros. Su mano se movió veloz como el rayo mientras colocaba un tercero y apuntaba con más cuidado esta vez. Los ojos del ser se clavaron en los suyos, justo cuando Dhamon tensó la cuerda y la soltó.
—Maldición —juró, mientras observaba cómo la flecha rebotaba en el hombro de aspecto huesudo de aquella cosa; bajó el arco y se despojó del carcaj—. Malgasté mi dinero en esto en Bloten. Debería mantenerme fiel a lo que conozco. —Desenvainó su espada y avanzó.
Los otros hacían ya lo mismo, sacando sus armas y moviéndose con cautela, mientras estudiaban a la criatura, cuyo aspecto no se parecía a nada que hubieran visto jamás. Formaron un semicírculo alrededor de él, en tanto que su oponente mantenía la espalda contra la pared y los miraba fijamente a todos.
—¿Qu…qu…qué es esto? —chirrió Trajín desde su puesto en la columna.
—¡Cerdos si lo sé! —escupió Rikali—. Es feo, sea lo que fuere. Probablemente el gigante que se ha estado comiendo las cabras.
—Yo no sé lo que es, pero no es un gigante. Los gigantes tienen un aspecto mucho más humano que eso —reflexionó Rig—. ¡Eh! ¡Por aquí!
Su grito atrajo la atención del ser, y éste dio un paso en dirección al marinero y abrió las fauces, rugiendo ahora como una bestia enloquecida.
—¡Te destriparé como a un…!
—¡Aguarda, Rig! —intervino Fiona—. Somos intrusos aquí. No deberíamos atacar así a la bestia. No sabemos qué es, ni sabemos si realmente quiere hacernos daño.
—Tienes razón —convino Maldred—. Yo venero la vida y…
—Oh, ya lo creo que quiere hacernos daño —replicó veloz Rig—. Mírala.
La criatura permaneció inmóvil unos instantes, moviendo la cabeza espasmódicamente, para abarcar a Rig, Fiona, Maldred, Dhamon y Rikali. Una gruesa lengua negra osciló al exterior para humedecer su labio inferior, luego volvió a gruñir y, con una velocidad que parecía peculiar para su cuerpo deforme, se abalanzó sobre Maldred.
Dhamon también atacó en ese instante. Más veloz que el pétreo atacante, se colocó rápidamente entre él y su compañero.
—Me irá bien el ejercicio. ¡Yo me ocuparé de él! —dijo a voz en cuello, al tiempo que aspiraba con fuerza, echaba el brazo hacia atrás y lanzaba una estocada.
Se afirmó en el suelo, esperando experimentar una sacudida violenta al golpear el pétreo pecho de su adversario, pero la carne de éste era blanda como la de un hombre, y cedió cuando la espada la atravesó, al tiempo que los huesos crujían debido al fuerte impacto.
Tanto el ser como Dhamon se sorprendieron. La criatura echó una mirada a la línea de oscura sangre verde que se formaba en su cintura y frotó una mano sobre la herida, alzando a continuación las zarpas hacia los ojos, como si quisiera estudiar su propia sangre. A continuación profirió un aullido, largo y colérico, y lanzó un zarpazo contra su atacante.
Dhamon apenas tuvo tiempo de agacharse para esquivar el ataque de sus uñas afiladas como agujas. Luego volvió a atacar, y en esta ocasión alcanzó el hinchado abdomen. El otro chilló de dolor, y el sonido resonó espectral en los muros de la cueva y arrancó un agudo grito a Trajín.
Con el rabillo del ojo, Dhamon vio que Rig y Maldred se acercaban.
—¡Dije que era mío! —gritó al marinero; no era que no quisiera ayuda para derrotar a la criatura, sino que no sentía el menor deseo de volver a combatir hombro con hombro con Rig—. ¡Retroceded!
—Es tu cuello —repuso el otro al tiempo que se apartaba.
Dhamon se colocó a un lado para situarse entre el marinero y la criatura. Esta aulló una vez más, clavando la mirada en su oponente, que se dio cuenta de que las heridas del pecho y el vientre habían dejado de sangrar.
—Así que te curas pronto —comentó—. Puedo arreglar eso.
Realizó una finta a su derecha, y la criatura lo siguió con los dos brazos tan extendidos como le era posible. Entonces el guerrero giró a la izquierda, se agachó bajo las zarpas de la bestia y lanzó la espada hacia arriba, atravesando a su adversario. La sangre empezó a manar a borbotones, liberando con ella el abrumador olor de las hojas podridas. Dhamon dio una boqueada y retrocedió, recuperando la espada de un tirón mientras esperaba ver desplomarse al ser.
En lugar de ello, su oponente chilló enloquecido y se sujetó la herida con las garras, mientras sus ojos pasaban veloces de la contemplación de la sangre que manaba por encima de las zarpas a Dhamon.
—¡Cerdos, amor! —gritó Rikaíi—. ¡Mata al animalejo y acaba con esto!
—Es duro de pelar —refunfuñó él mientras daba un paso al frente otra vez.
—¡Mi turno! —intervino Maldred; se puso en movimiento con la enorme espada de dos manos alzada por encima del hombro—. ¡Mantente agachado! —indicó a Dhamon al tiempo que blandía el arma en un alto y amplio arco.
El metal centelleó al entrar en contacto con la carne del ser y luego siguió adelante, atravesando el cuello. La cabeza cayó pesadamente al suelo, y el cuerpo de la criatura la siguió al cabo de un segundo.
—Impresionante —declaró Dhamon.
—Imagino que vosotros dos no necesitasteis ayuda alguna —observó Fiona.
Acercó más la antorcha para ver mejor a la criatura, luego miró a Maldred, y a continuación a Dhamon.
—Pero sigo pensando que os precipitasteis un poco. Es posible que no fuera hostil. Dhamon la atacó primero. La provocó con las flechas. No todo lo que parece distinto de nosotros es un enemigo.
—Ya lo creo que era mala. —La semielfa envainó su cuchillo—. Y fea. ¿Qué ibas a hacer, Fee-oh-na? ¿Matarla con tu cháchara? ¿O tal vez invitarla a unirse a los Caballeros de Solamnia?
El marinero se acercó silencioso hasta Fiona, con la alabarda bien sujeta entre las manos. Miró con atención la espada de Maldred, la sangre verde oscura que la cubría, y observó cómo el hombretón sacaba un trapo del bolsillo y limpiaba la sangre, deteniéndose para olisquear la tela antes de sujetarla en su cinturón.
—Huele mucho a cobre —comentó al marinero.
—La sangre es sangre, no importa a qué huela o de qué color sea. Al menos la bestia está muerta. —Tras una corta pausa, Rig señaló con la cabeza la espada de dos manos—. Hermosa arma.
—Fue un regalo de Donnag. Para reemplazar una que perdí hace muchos días.
El marinero valoraba las armas. La alabarda que empuñaba tenía poderes mágicos, pues era capaz de atravesar armaduras como si fueran pergamino, y también sentía propensión a coleccionar tales objetos, codiciando especialmente los que estaba hechizados. Volvió a echar otra ojeada a la espada de Maldred, preguntándose si no habría algo de magia en ella debido a la facilidad con que había atravesado a la criatura. Encogiéndose de hombros, decidió rápidamente que no le importaba; si se trataba de un regalo de lord Donnag, no era nada en lo que él estuviera interesado. A continuación se agachó junto a la criatura muerta y examinó sus pies.
—Tiene que haber sido uno de esos gigantes de los que hablaban. Dejaría huellas lo bastante grandes como para que un hombre corriente pensara que se trataba de un gigante.
—Probablemente —dijo Dhamon, acercándose más—. Pero será mejor que nos aseguremos. Podemos examinar esos huecos, ver si encontramos restos de cabras y… —El hormigueó regresó por un instante. ¿Lo observaba alguna otra cosa? Se volvió y lanzó una mirada a Rikali.
La semielfa estaba pegada a la pared de la cueva, estudiando algunas de las imágenes talladas de niños enanos, trazando algo con los dedos y haciendo muecas. Por un instante pareció como si una de las cabezas talladas le devolviera una mueca. Dhamon parpadeó y miró con más atención.
—¡Riki! —advirtió.
¡Demasiado tarde! Una segunda bestia se apartó de la pared y extendió los brazos hacia la semielfa, rodeando su esbelto talle con una zarpa al tiempo que la alzaba sobre el suelo. Cuando Dhamon se abalanzó hacia la criatura, ésta acercó la otra zarpa al cuello de la mujer y gruñó con fuerza.
Dhamon frenó en seco, y los otros lo imitaron detrás de él. Rikali forcejeaba frenética, pero no conseguía liberarse de la criatura. Era más grande que la primera, aunque no tan alta. Tenía un amplio torso y un vientre enorme; sus piernas era gruesas como troncos de árboles, y los pies largos y terminados en zarpas que se curvaban sobre sí mismas. Los ojos del ser se encontraron con los de Dhamon, y cuando éste se adelantó despacio, estrechó a la mujer con más fuerza. Rikali lanzó un chillido.
—¡Detente! —ordenó Maldred a Dhamon—. Nos está amenazando.
—Sí —repuso él—. Eso está muy claro. Si nos acercamos más la matará, según parece. —Oyó un siseo a su espalda, y comprendió que Rig estaba desenvainando sus dagas.
—Probablemente quiere que nos vayamos —prosiguió Maldred—. No quiere acabar muerto como su amigo. Fiona tiene razón. Somos intrusos. Pero si nos vamos…
—Seguramente matará a Riki de todos modos —finalizó Dhamon por él.
Dicho eso, el guerrero saltó hacia la criatura, echándose la espada sobre el hombro para enseguida asestar un fuerte mandoble que se hundió profundamente en el costado del ser. Acto seguido dio un veloz salto atrás. La bestia aulló sorprendida y arrojó con violencia a la semielfa contra el suelo, pisoteándola al avanzar hacia Dhamon.
Fiona bajó la antorcha y se precipitó hacia adelante, lanzada contra una de las columnas por otra criatura. Esta tercera bestia había emergido también de los muros y, tras abandonar su camuflaje, golpeó de nuevo con fuerza a la solámnica, cuya arma y antorcha salieron despedidas por los aires. La antorcha chisporroteó en la entrada, dificultando aún más poder distinguir a las dos criaturas.
Aturdida, la dama guerrera consiguió incorporarse de rodillas y sacudió la cabeza para aclarar su mente.
—Por todos los dioses desaparecidos, ¿qué son estas cosas? —exclamó Rig, incrédulo, mientras atisbaba entre las sombras y giraba en redondo para enfrentarse a la criatura que atacaba a Fiona; el marinero blandió la alabarda, rebanando por completo un brazo y a continuación hundió la hoja en forma de medialuna en la caja torácica del ser—. Desde luego no son auténticos gigantes.
Al contrario que su hermana, esta criatura no gritó de dolor. Se limitó a echar una ojeada al muñón donde había estado el brazo, a la sangre que manaba de él, y al arma alojada profundamente en su carne. Gruñó una vez al marinero y se arrancó la alabarda con la mano que le quedaba, arrojándola al otro extremo de la caverna donde se perdió en la oscuridad. Luego la criatura volvió su atención a Fiona, que empezaba a incorporarse.
—¿Qué son estas cosas? —repitió el marinero mientras desenvainaba una espada larga y una daga y volvía a avanzar.
Fiona retrocedió para dar a su compañero espacio en el que combatir, en tanto que escudriñaba el suelo en busca de su propia espada.
A pesar de las profundas heridas, el ser siguió luchando con ferocidad, intentando atrapar al marinero con el brazo que le quedaba. Rig mantenía la espada por encima de su cabeza, y empezó a bajarla como si fuera el hacha de un verdugo. Impelida por toda la fuerza que el ergothiano pudo reunir, la hoja seccionó el otro brazo del atacante. Sin detenerse, el marinero se acercó más y hundió una y otra vez la daga en el estómago de la bestia, lanzando un gemido al verse salpicado por un chorro de sangre verde. La cosa cayó de rodillas, pero se negó a morir.
Entretanto, Maldred se concentraba en la otra criatura, apartándola de Rikali al tiempo que daba a Dhamon una oportunidad de escabullirse detrás de ella.
Dhamon recogió una de las dagas de Rikali y atacó, con la intención de apuñalar a su adversario por la espalda, pero éste percibió su presencia y lanzó un golpe contra Maldred con una zarpa, para luego girar sobre sí mismo y atacar a su otro adversario.
El guerrero se agachó bajo los brazos de la bestia y hundió la daga hacia arriba en la caja torácica de su adversario, al tiempo que en el mismo movimiento asestaba un golpe con la espada en el muslo del ser. Un chorro de sangre color verde oscuro cayó sobre él y lo cegó. Pero lanzó una estocada y blandió su arma una y otra vez, mientras Maldred atacaba desde el otro lado.
Con el rabillo del ojo, la bestia descubrió a Rikali, que gruñía y se incorporaba perezosamente; haciendo caso omiso de Dhamon y de Maldred, dirigió la lucha hacia la mujer y le asestó una patada y le arañó la pierna con sus curvadas uñas. La semielfa lanzó un grito ahogado y cayó de espaldas.
—¡Cerdos! ¿Es que entre vosotros dos no podéis matar a este bicho?
—Lo intentamos —respondió Dhamon, mientras hundía la daga tan profundamente en el estómago del ser que quedó alojada allí.
Al mismo tiempo, Maldred había dejado caer su arma con fuerza, rebanando la pierna de la criatura y dejándola tullida. Mientras su adversario caía y se retorcía en el suelo, el hombretón continuó asestándole cuchilladas. Dhamon se agachó sobre la bestia y hundió su espada donde imaginó que se hallaba el corazón, cerrando los ojos con fuerza cuando un nuevo chorro de sangre cayó sobre él.
Detrás de ellos, el marinero seguía forcejeando con su oponente.
—¡Son difíciles de matar! —gritó Rig.
Aunque el ser carecía de brazos, seguía lanzándose sobre él, arrastrándose de rodillas y mordiendo. Consiguió ponerse en pie y, cuando Rig retrocedió para asestar otro mandoble, le lanzó una patada con un pie que era una garra.
Fiona recuperó su espada y se unió a él.
—No tenía malas intenciones, ¿verdad? —le dijo él pensativo mientras, agotado, le hundía la larga espada en el estómago.
La criatura se dobló hacia adelante sobre Rig, derribándolo y enterrándolo bajo su pesado cuerpo. Fiona hizo rodar el cuerpo lejos de él, y el marinero se incorporó y le asestó una cuchillada más para asegurarse de que estaba muerto.
—¡Qué porquería! —exclamó el ergothiano, tirando de su camisa empapada de sangre; luego se encaminó al lugar donde la criatura había arrojado su alabarda—. Ah, ahí está.
Entretanto, Rikali se sujetaba la garganta y tosía con fuerza.
—¡Cerdos! —escupió—. ¡Creí que esa horrible bestia iba a matarme! —Sacudió brazos y piernas y avanzó tambaleante hacia Dhamon—. Pero tú me salvaste, amor. —Lo besó sonoramente en la mejilla, luego se inclinó sobre la criatura, arrancando la daga, no sin cierto esfuerzo—. ¡Esto es mío! —afirmó, agitando el arma ante el cadáver.
Dhamon envainó su espada y estudió la pared donde habían estado ocultas las criaturas. No pudo hallar huecos ocultos. Su coloración parecía ser todo el camuflaje que necesitaban.
Rig golpeaba la pared con la punta de la empuñadura de su arma, para asegurarse de que no habría más sorpresas. Fiona había recuperado la antorcha y la sostenía en alto detrás de él.
—Tres de ellos —anunció el marinero, tras haber comprobado todas las paredes—. Igual que el número de huellas que la gente de Kulp dijo que había descubierto. Supongo que eso significa que ya puedes bajar, Trajín. —Alzó los ojos hacia el kobold, que seguía aferrado al pilar, pero éste sacudió la cabeza, gesticulando con energía—. Acabamos con todos. Estás a salvo.
El otro meneó la cabeza de un modo aún más exagerado, casi cómico.
—Tiene razón —indicó Rikali, con el rostro más pálido que de costumbre—. No acabamos con ellos. —La semielfa señaló al primero que habían eliminado, el que estaba decapitado.
De algún modo, la cabeza y el cuerpo, se habían movido la una hacia el otro, y los camaradas observaron boquiabiertos cómo las dos piezas empezaban a ensamblarse otra vez. La carne color piedra fluyó como agua desde el muñón que había sido el cuello y capturó la base de la cabeza, ajustándola hasta que encajó debidamente. Al mismo tiempo, las heridas del resto del cuerpo se fueron cerrando. El pecho empezó a subir y bajar de modo regular, y los párpados se abrieron. Instantes después se incorporaba, gruñendo.
Maldred se lanzó hacia adelante, desenvainando su espada y blandiéndola.
—¡Ése también! —indicó Dhamon, y a continuación se volvió y se unió a Maldred en la lucha contra la criatura que se había alzado de entre los muertos.
El cadáver sin brazos de la criatura que Rig había matado estaba retorciéndose, y las heridas del pecho y el estómago comenzaban a sellarse mientras ellos la observaban. El rostro del ser estaba contraído en una expresión concentrada. Un apenas audible chirrido surgió de algún punto cercano.
—¡Por Vinas Solamnus! —susurró Fiona—. Mirad esto.
El ruido lo producían las zarpas que se movían por el suelo de baldosas. Los brazos que el marinero había cortado a la derribada criatura reptaban en dirección al cuerpo. Se movían decididos, colocándose contra los hombros, mientras la piel fluía para volver a sujetarlos.
—¡Ahh! —refunfuñó Rig—. Desde luego no son gigantes. Son condenados trolls.
Avanzó a grandes zancadas, inmovilizando uno de los serpenteantes brazos bajo su bota, al tiempo que levantaba el otro y lo arrancaba del hombro antes de que pudiera encajarse de nuevo por completo. Luego sacó la espada y golpeó el torso una y otra vez, lanzando una lluvia de sangre por toda la cueva.
—Golpeadlos una y otra vez —explicó entre mandobles—, o volverán otra vez a la vida.
—Yo creía que los trolls eran verdes —dijo Fiona al tiempo que se acercaba a la tercera criatura, a la que Maldred había rebanado la pierna.
La pierna rodaba en dirección a su dueño, y la solámnica le aplicó la llama de la antorcha y observó cómo la piel borboteaba y reventaba.
—Bueno, la mayoría lo es —repuso Dhamon, mientras él y Maldred ensartaban simultáneamente a su adversario—. Buena idea, Fiona. Hay que quemarlos. Los trolls no pueden resucitar si están convertidos en cenizas. Trae tu antorcha hacia aquí cuando termines.
—Creía que estos seres apestosos sólo se encontraban en las ciénagas y los bosques —continuó la solámnica.
La mano libre de la guerrera sacó la espada y acuchilló a su objetivo, que intentaba inútilmente alejarse cojeando. Entonces oyó un movimiento a su espalda y giró en redondo, pensando que sería otro troll que atacaba por detrás. Pero era la semielfa, que se acercaba para ver mejor.
El troll aprovechó la momentánea distracción para extender la mano y golpear el rostro de la mujer; hundió las zarpas en la mejilla e hizo que ella lanzara un grito. La solámnica giró en redondo instintivamente y le asestó un mandoble que le seccionó el brazo a la altura del codo. No obstante, las zarpas permanecieron aferradas a su rostro, como si la extremidad tuviera vida propia.
—Esto es repulsivo —escupió la semielfa, al tiempo que arrancaba el brazo, llevándose un poco de carne de Fiona con él.
A continuación arrojó la extremidad al suelo de la cueva y arrebató la antorcha que la otra mujer sostenía, acercando las llamas al brazo y conteniendo las ganas de vomitar producidas por el olor que despedía la carne de troll quemada.
—¡Condenada bestia! —maldijo Fiona.
Con la mano libre apoyada en la mejilla herida, atacó a la criatura con más fiereza, cortándole el otro brazo. El ser aulló furioso e intentó rodar lejos, pero ella prosiguió con el ataque, acuchillándolo repetidamente hasta que se quedó inmóvil. Luego arrojó los pedazos descuartizados lejos del torso y buscó con la mirada su antorcha.
La semielfa se la había llevado a Dhamon, que se dedicaba a quemar al troll que él y Maldred habían eliminado por segunda vez. La solámnica introdujo la mano en su mochila, sacó una segunda antorcha y la encendió a toda prisa para iniciar su tarea.
A su espalda, Rig pedía que alguien le llevara fuego.
—Uf.
La exclamación procedía de la semielfa, que había recogido un pie de troll, cuyos dedos seguían retorciéndose. Lo arrojó hacia donde estaba Fiona y se dedicó a recuperar los otros pedazos que la mujer había desperdigado, quejándose cada vez que hallaba algo que se agitaba.
—¡Aquí! —vociferó Trajín—. ¡Mirad aquí!
Gesticulaba en dirección a la base de la columna a la que estaba aferrado. Una cabeza había rodado hasta allí, y seguía rodando en dirección a la entrada como si intentara huir.
—La atraparé —replicó Rig. Corrió hacia la columna e impulsó una pierna hacia atrás, con la intención de patear la cabeza fuera de la cueva.
—¡Detente! —Dhamon llevó hasta allí su antorcha y la aplicó a la cabeza, haciendo una mueca cuando ésta abrió la boca y chirrió—. Hay relatos que dicen que de extremidades amputadas de trolls pueden volver a crecer cuerpos enteros.
—¿Desde cuándo crees todo lo que oyes? —El marinero lo apartó a un lado y fue a ver qué hacía Fiona.
Tardaron casi una hora en despedazar a los trolls y quemarlos en una gran hoguera, que hizo que la cueva apestara a carne carbonizada.
—No estoy seguro de que hayamos cogido todos los trozos —indicó Dhamon mientras estaban en la entrada de la cueva, a donde todos se habían retirado para respirar aire fresco. Mantenía los ojos fijos en las llamas, dirigiendo de vez en cuando miradas a las paredes y las columnas, donde las imágenes talladas de los enanos estaban más iluminadas ahora.
Mientras Maldred y Rig se turnaban para vigilar la hoguera que se consumía, usando las espadas para empujar hacia ella de nuevo los dedos y pies que intentaban escabullirse, Dhamon se ocupó de Fiona.
—Podría dejar una cicatriz —le dijo mientras limpiaba la desgarrada mejilla con un poco de su alcohol—. Pero el sanador de Bloten, Sombrío Kedar, es asombroso. Podría ayudarte.
—Estaré bien.
—Tienes una herida que llega hasta el hueso. Me gustaría que te echara una mirada. Podrías coger una infección o enfermedad. No deberías correr riesgos con algo como esto. Las zarpas de esas criaturas estaban mugrientas.
—Me sorprende que te preocupes.
—No lo hago —respondió él con rotundidad—. Pero está muy claro que Maldred sí.
—Muy bien. De acuerdo, pues. Veré a este Sombrío Kedar cuando regresemos a Bloten.
—Oh, no sé, amor —Rikali se había deslizado junto a la pareja—, creo que una cicatriz daría a nuestra dama guerrera un poco más de carácter.
Luego la semielfa se alejó sin ruido, antes de que a Fiona se le ocurriera una respuesta. Dhamon sofocó una risita.
—¿No podríais haber hecho esto fuera? —preguntó Trajín a sus compañeros, cuando descendió por fin de la columna, tapándose la nariz.
El kobold señaló el montón de cenizas humeantes mientras lo decía, pues se había negado a moverse hasta estar totalmente seguro de que los trolls no iban a resucitar.
—Apesta más que yo —concluyó, agitando una mano ante el rostro.
—Eso es discutible —repuso el marinero—. De todos modos, sigue lloviendo, así que no podríamos haberlos quemado fuera. —Hizo una pausa y luego, añadió con aspereza—: Gracias por tu ayuda con todo esto. —Señaló con la mano los humeantes restos.
—Siempre a tu disposición.
El kobold se alejó, para inspeccionar el altar donde estaba sentada Rikali, comiéndose con los ojos su rostro reflejado en la pulida superficie durante unos minutos antes de aburrirse de tal actividad y desaparecer para explorar uno de los huecos.
—Casi con seguridad éstos eran los gigantes que importunaban a los aldeanos —dijo Rig tras varios minutos de silencio—. Aunque no tenemos ningún recuerdo de ellos para mostrarlo a Donnag como prueba de que solucionamos el problema de Talud del Cerro. —Dirigió una ojeada a Maldred—. ¿Aceptará el ogro nuestra palabra?
—Una pregunta mejor —interpuso Fiona—, ¿cumplirá la suya?
—Lo hará. —El hombretón miraba el cielo gris oscuro; no había el menor indicio de luz, lo que le indicaba que el sol se había puesto hacía más de una hora—. O bien los trolls quedaron atrapados aquí dentro y salieron cuando esta hendidura se abrió, o bien llevaban un tiempo por las montañas y empezaron a matar las cabras cuando lo que fuera que comían se les acabó… o se lo llevó toda esta lluvia.
—¿Importa eso? —inquirió Rikali—. Las bestias están muertas. Así que podemos considerar concluida la tarea, arranquemos las gemas de las columnas y salgamos de aquí. Además, estamos…
—¡Desde luego que eran los gigantes! —anunció Trajín, arrastrando los restos de un cabrito al interior de la estancia—. Ahí atrás hay toda clase de huesos. Y una escalera. Pero no estaba dispuesto a bajar por ella solo. —Calló y dejó caer los huesos—. Por si acaso hay más de esos trolls.
Maldred hizo una seña a Fiona para que se acercara y le cogió otra antorcha de la mochila.
—Deberíamos asegurarnos de que no haya otros tres más. —En tono más bajo, para que sólo ella lo oyera, añadió—: Eres realmente una luchadora impresionante, dama guerrera. Observé cómo manejabas la espada. Podrías competir con cualquiera de los hombres que conozco. Probablemente incluso con dos a la vez.
—No debería importar si hay más. —Dhamon agarró la antorcha que habían usado para encender la hoguera de trolls—. Pero para hacerte feliz, Mal, yo iré por el pasillo de la derecha.
—Y yo por el de la izquierda, amigo mío.
—¡So! —Rig pasó corriendo ante ellos, luego giró, con las manos alzadas para cerrar el paso—. Estoy de acuerdo con la semielfa. Hemos cumplido las condiciones de Donnag. Matamos a los lobos, gigantes, como queráis llamarlos. Ahora regresemos a Bloten y veamos si lord Donnag cumple su parte del trato. Prometió a Fiona un cofre lleno de riquezas y hombres para custodiarlo durante el viaje a Takar. No corramos más riesgos.
—Vayamos de exploración, amor. —Rikali se colgó del brazo de Dhamon—. Iré contigo, sólo un trocito. Podríamos encontrar toda clase de bonitas chucherías para mi pequeño y hermoso cuello. —Alargó subrepticiamente una mano y tocó a Rig en el hombro—. Después podemos regresar al apestoso Bloten, una vez que hayamos echado una rápida mirada abajo. Luego quiero venir a arrancar para mí esos ojos de ónice —señaló la columna—, antes de que regresemos a ver a Donnag. Quédate aquí arriba si tienes miedo. —Dicho esto, tiró de Dhamon en dirección al hueco, y al cabo de un instante habían desaparecido en su interior.
—No confío en ninguno de los dos —refunfuñó Rig.
—Entonces ve con ellos —respondió Maldred—. Yo me quedaré aquí con Fiona.
El marinero apretó los labios hasta formar una fina línea con ellos y sus ojos se encontraron con los de Fiona. Su mirada le indicó que tampoco confiaba en Maldred.
—Estaré bien —respondió ella—. Es una buena idea no perder de vista a Dhamon.
El marinero se volvió para seguir a Dhamon, aunque sus pensamientos estaban puestos en Maldred y Fiona.
—¡Tres horas como máximo! —gritó el hombretón a Rig—. ¡Intenta calcular el tiempo y regresar aquí en tres horas! Tu antorcha no durará mucho más de eso. —En voz más baja, añadió a Fiona—: A la izquierda, pues, mi amor. —Tomó la antorcha y la condujo hacia la oscuridad—. Trajín —dijo, finalmente—, quédate aquí sin moverte y espéranos.
El kobold hizo una mueca de desagrado. Conocía aquel tono. Se sentó en el suelo, contemplando con fijeza las ascuas que relucían entre el montón de cenizas.