15 Minas Leales y espíritus destrozados

Un ruido entre la maleza hizo que Maldred retrocediera violentamente, mientras sus manos se movían veloces en dirección a la empuñadura de la espada sujeta a su espalda, aunque se detuvieron al reconocer a los dos exploradores ogros que había enviado a reconocer el terreno. Las criaturas se mostraron anonadadas ante las secuelas de la batalla, y Maldred les proporcionó una versión reducida de los acontecimientos.

Los exploradores informaron con rapidez a Maldred y Dhamon, quienes escuchaban atentamente, mientras Fiona dedicaba a Rig una mirada inquisitiva.

—¿Estás seguro de que no nos encontramos cerca de Takar? —preguntó.

—Sí, pero no sé dónde estamos —repuso él.

—Yo lo sé. Estamos a menos de un kilómetro y medio de las minas Leales —contestó Dhamon, mirando cara a cara al marinero, mientras sus ojos danzaban bajo la luz de la antorcha—. Si queréis rescatar a alguien, hay muchos prisioneros allí que lo necesitan.

Fiona paseó una incrédula mirada entre Dhamon y Rig, luego soltó aire con fuerza por entre los dientes y dio un enfurecido paso en dirección a Maldred. La mano de Dhamon chocó con fuerza contra su peto, deteniéndola. El hombretón hablaba a los exploradores en el idioma de los ogros, señalando con ademanes al ejército de mercenarios y luego al sur.

—Los está preparando —explicó Dhamon—. Dando unas cuantas órdenes. Ya sabes cómo es esto, Fiona. Los soldados necesitan instrucciones antes de una batalla.

—Tú y Maldred le mentisteis —Rig hizo descender el brazo del otro de una palmada—. Le prometisteis un pequeño ejército de mercenarios.

—Yo no le prometí nada.

—Maldred, Donnag…

—Bien, Rig, quedan treinta mercenarios, después de las serpientes.

—Para Takar —declaró Rig, tajante—. Debían ser para Takar.

—Nosotros no queríamos ir a Takar —replicó Dhamon—. Yo desde luego no tenía intención de ir ahí… ni a ninguna otra parte de este bendito pantano, en realidad. Deberías haberte dado cuenta de ello hace días, Rig. —Su voz era gélida, la mirada dura y firme—. Maldred tenía su propio plan, y pensó que podría utilizar vuestra destreza con las armas. Sois buenos en combate, los dos. Y él parece tenerle mucho cariño a Fiona.

—Fiona —afirmó Rig con suavidad—. Todo esto gira alrededor de ella. Maldred siente más que cariño por ella. Le mintió sólo para mantenerla cerca.

Dhamon no respondió a eso.

—Sospecho que los dos habríais venido con nosotros desde el principio si no hubierais estado tan empeñados en ir a Takar para pagar el rescate de un caballero solámnico. Lo siento, el cadáver de un caballero. El plan de Maldred es tan noble como el vuestro. Sólo que no tan peligroso… o inútil.

—No vamos a seguir adelante. —Fiona retrocedió, cerrando los dedos sobre la empuñadura de su espada—. Con ninguno de vosotros. —Su tono era tan venenoso como el de Dhamon, su postura rígida—. Rig tenía razón desde el principio, y yo fui una estúpida al no escucharlo. ¿En qué pensaba? Están mis sentidos tan confundidos que…

Rig la tomó del brazo y la arrastró unos pasos lejos de Dhamon.

—No podemos permitirnos una confrontación aquí —susurró, mientras sus ojos se movieron veloces entre Dhamon y Maldred, que seguía ocupado dando órdenes; varios ogros se habían reunido con el hombretón.

—Ojalá pudiera entender lo que dicen —refunfuñó—. No se puede confiar en ellos. No sé qué dicen. —Su expresión se suavizó al contemplar el rostro ovalado de la mujer—. Escucha, realmente son demasiados, y sé ahora con seguridad que no se puede confiar en uno solo de ellos.

—Estoy de acuerdo. ¿Podemos hallar el camino a Takar solos? Si mi hermano está realmente muerto… —Dejó que el pensamiento se apagara, aspiró con fuerza y adoptó de nuevo su actitud militar—. Es culpa mía por no encontrar otra vía para conseguir las monedas y las joyas. Y ahora el rescate que había conseguido sacarle al caudillo Donnag ha desaparecido. —Apartó los dedos del pomo del arma y unió las yemas de ambas manos en su acostumbrado gesto de nerviosismo.

—Fiona…

—Oh, Rig. Quizá no necesite las monedas. Si vamos a Takar puedo encontrar al viejo draconiano. Lo reconocería al instante. Quizá podría persuadirlo para que me dijera con toda seguridad si mi hermano está realmente muerto. Debo obtener algo más que tu visión. Tal vez, sólo tal vez, la hembra Negra podría entregarlo… —Hizo una pausa—. Mi espada tiene un valor, mi armadura. Tal vez no todo está perdido.

—Fiona por favor —Rig posó las manos en sus hombros—. Pongamos fin a esto. Olvida Takar. Si quieres honrar a tu hermano, olvida su situación. Olvida todo esto. Vayamos a Shrentak en su lugar, intentemos rescatar a los prisioneros que aún siguen vivos. Puede que donde una guarnición fracasó, dos personas tengan éxito. Inadvertidos. Escabulléndonos de un lado a otro. Eso sería una acción honrosa.

El rostro de la mujer se suavizó por un momento, sus ojos se llenaron de lágrimas y su postura se relajó. Parecía como si pudiera darle la razón, pero entonces Maldred se aproximó, extendió el brazo y la tocó en el hombro, atrayendo su atención. Los ojos de Fiona se encontraron con los suyos y se iluminaron al instante.

—Fiona —empezó a decir el hombretón; sujetaba una antorcha, que mostraba con toda claridad los ángulos de su rostro y las heridas que había sufrido, los grandes ojos oscuros que sostenían la mirada de ella a pesar de su furia—. Pensamos liberar a los ogros que la Negra hace trabajar como esclavos en las minas Leales. Son gente de Donnag, buenas personas todos ellos, y la hembra de dragón los está matando a trabajar. Dhamon y yo queremos vuestra ayuda.

—¡No pensamos ayudar! —respondió Rig, dirigiendo una venenosa mirada a Dhamon y a Maldred—. ¡No pensamos seguir ni un paso más con gentes como vosotros!

—Teníamos nuestro propio plan —admitió el hombretón—. Sólo resultó conveniente que quisierais viajar a través del pantano de la Negra. Pensamos que podríamos utilizar vuestras habilidades para el combate durante el trayecto. Sois buenos en una pelea, los dos. Sin duda habríamos perdido más ogros contra las serpientes de no haber estado vosotros.

Maldred hizo un gesto con la mano y dio la vuelta. Fiona lo siguió, mientras Rig contemplaba anonadado cómo ambos se encaminaban hacía los ogros que estaban reunidos. Maldred empezó a hablarles.

—¿Fiona? ¿Qué estás haciendo?

Ella se mantuvo a la altura del hombretón y no respondió al marinero.

—Ojalá pudiera comprenderte, Fiona —refunfuñó Rig—. No puedo. Ni tampoco puedo confiar en ellos. No comprendo nada de lo que dicen. —Su expresión se suavizó un poco al mirar a Fiona; el rostro de la mujer estaba en calma, lo que le inquietó.

—Dama guerrera —empezó Maldred, hablando en voz baja, para que el marinero no pudiera oírlo—. Queridísima Fiona, es cierto que tenemos nuestro propio plan, uno que evidentemente me equivoqué al ocultarte. —Su voz era profunda y uniforme, tan agradable al oído, que era casi un melódico canto—. Pero sinceramente quiero rescatar a tu hermano al mismo tiempo. Liberaremos a estos ogros, luego iremos directamente a Takar. Tienes mi palabra. Puedes confiar en mí, mi amor.

—Rig cree que mi hermano está muerto. —La mujer siguió mirándolo fijamente a los ojos—. Dice que vio una imagen…

—Lo oí. Y Dhamon también me lo contó. Pero no puedes confiar en una visión, Fiona. No puedes confiar en Rig. Recuerda, él no te merece. Por encima de todo, debes mantener la esperanza de que tu hermano está vivo. Me gustaría mucho conocerlo, ya lo sabes. Continúa hasta las minas con nosotros y luego iremos a Takar y encontraremos a ese viejo draconiano del que hablaste.

—El de la cicatriz —repuso ella con suavidad—. El que lleva un grueso collar de oro.

—Sí, lo encontraremos. Quédate conmigo. Y obtendremos la liberación de tu hermano.

—Pero no tengo el rescate.

—Ya pensaremos algo. Las minas mismas están llenas de plata.

La guerrera sacudió la cabeza, con las rojas trenzas azotando el aire a su espalda como un látigo. De todos modos, sus ojos no abandonaron los de él, y sus dedos siguieron firmemente cerrados sobre la empuñadura de su espada. Fiona parpadeó con furia, como si intentara despejar su cabeza. Por un instante se sintió débil, y dobló las rodillas para no perder el equilibrio. Cuando recuperó la serenidad, sus ojos brillaban y estaban llenos de ira.

—No. —Fiona devolvió la sorprendida mirada de Maldred—. No sé en qué estoy pensando. Hablando contigo. Un ladrón. Y un embustero. No obtendrás ninguna ayuda mía en estas minas a las que vas, Maldred. Este engaño que has ideado, alejándome de Takar. Os dejo a ti y a tu pequeña banda. Creo a Rig. Creo que mi hermano está muerto. Y creo que podría haber impedido esta tragedia si hubiera encontrado otro modo de conseguir el rescate. Si al menos hubiera actuado antes.

Rig permanecía en silencio, observando a ambos, aunque su mirada se posaba de vez en cuando en Dhamon, que se hallaba a sólo unos pocos metros de distancia. Alrededor, los ogros se reunían formando una columna al tiempo que inspeccionaban sus armas, sin dejar de parlotear en voz baja en una lengua que sonaba primitiva y tosca. Finalmente, Rig se deslizó más cerca de la mujer, resuelto a oír la conversación entre ella y Maldred.

—Hermosa dama guerrera.

Las palabras del hombre se tornaron más suaves, más musicales, y su expresión se relajó, también. Una mano oculta en los pliegues de la capa empezó a gesticular para aumentar el efecto de su conjuro. La cólera de la mujer había disminuido el control de Maldred sobre ella, y tenía que corregir la situación.

—Dama guerrera, desde las alturas donde fui retenido cautivo en los árboles te vi combatir a las serpientes. Vales como cuatro de estos hombres, eres más formidable de lo que creí en un principio. Necesito tu ayuda. Por favor.

La expresión de la solámnica se calmó un poco, y sus dedos se aflojaron sobre la empuñadura de la espada.

—Docenas de ogros se ven obligados a trabajar en la mina —prosiguió la lírica voz de Maldred—. Son azotados, apenas se los alimenta para vivir. Es esclavitud, dama guerrera, de la peor clase. Y hay que detenerla. Es un problema que había pensado rectificar antes de que tú aparecieras. Tú sencillamente haces la tarea menos molesta. —Los dedos de su mano oculta revolotearon aún más veloces—. Debiera haber sido honrado contigo, me doy cuenta ahora. Pero temí que no nos acompañases. Te lo prometo, dama guerrera, si nos ayudas a liberar a los ogros, descubriremos la verdad sobre tu hermano. Si vive, será rescatado. Tienes mi palabra. Quédate conmigo.

—De acuerdo. Me quedaré contigo.

—No —rugió Rig, que había avanzado hasta estar lo bastante cerca para oír algo de lo que el otro había dicho—. Fiona, no puedes confiar en él. No puedes confiar en Dhamon. No puedes creer nada de esto. —Se interpuso entre la solámnica y Maldred—. No puedes hablar en serio.

—La esclavitud está mal, Rig —su expresión era extraña, con los ojos fijos sin parpadear—, y liberar a los ogros de las minas es justo y honorable. Ayudaré a Maldred. Y luego todos iremos a Takar.

La mujer dio media vuelta y ocupó una posición en la cabeza de la columna. Dhamon fue a colocarse a su lado.

Maldred evaluó al marinero durante unos instantes.

—Tiene fuego —dijo por fin—. Y una rara habilidad con el arma.

—Esto no es normal en ella —afirmó el otro—. Aceptar ayudar a tipos como vosotros. Ladrones. Embusteros. Liberar ogros. No lo entiendo.

El hombretón se encogió de hombros y se encaminó hacia la cabeza de la columna.

—No es propio de ella —repitió Rig—. Por la bendita memoria de Habbakuk, ¿qué le está pasando? ¿Y a mí?

Debería marcharme —pensó—. Pero no puedo dejarla. No sola con esta clase de gente. Y quiero recuperar mi maldita alabarda.

El grupo inició la marcha. El marinero dedicó una última mirada a los cadáveres de los ogros que rodeaban el enorme ciprés. Los lagartos empezaban ya a corretear sobre los cuerpos, mordiendo la carne que quedaba al descubierto. Un cuervo estaba posado sobre el estómago de un fornido ogro, picoteando la piel a través de un desgarrón en la armadura. Con un escalofrío, el marinero siguió al último de los ogros, con los dedos apretando aún la empuñadura de su espada, y los ojos moviéndose veloces en todas direcciones por si detectaba movimiento en las enredaderas. Por un instante deseó que más serpientes-enredaderas aparecieran y se llevaran con ellas a Dhamon y a Maldred y a todos los ogros. Entonces estarían sólo él y la dama solámnica otra vez.

Los mercenarios se vieron obligados a avanzar en fila india, pues la ciénaga estaba tan atestada de plantas que en ocasiones prácticamente tenían que abrirse paso entre troncos de cipreses. Rig perdió de vista a Fiona, Maldred y Dhamon poco después de que hubieran abandonado el claro. Le preocupaba la solámnica y se sentía furioso por la pérdida de su alabarda. En el fondo de su mente seguía viendo las pequeñas huellas de pies y diciéndose que debería volver a hablar con Fiona, obligarla a escucharlo, abandonar todo aquello y salir de allí. Alrededor sólo veía las oscuras formas de los árboles, apenas distinguibles a la luz de las pocas antorchas que sostenían los ogros.

—Moriré aquí —se dijo, aunque no fue su intención decirlo en voz alta—. Víctima de serpientes o de una traición.

No habían viajado mucho, un kilómetro y medio o tal vez un poco más, cuando la oscuridad de la noche dio paso a las luces de antorchas y fogatas que ardían alegremente algo más allá. Percibieron ruidos: chasquidos, gritos, maldiciones, gruñidos. Los ogros avanzaron con rapidez.

En la cabeza de la marcha, Dhamon apartó a un lado un manto de musgo y echó una primera ojeada a las minas Leales. Cajas llenas de rocas ocupaban un tramo de terreno pantanoso que se había desbrozado a hachazos y estaba salpicado de tocones en descomposición. La mina en sí era un enorme agujero en el suelo, un foso abierto del que surgían haces de luz, y a cuyo interior conducían gruesas sogas atadas alrededor de unos cuantos cipreses gigantes. Existía una boca más pequeña, abierta en una colina baja, y también surgía luz de ella.

Había ogros moviéndose por la zona, sombras de las criaturas que seguían a Dhamon y a Maldred. Tenían un aspecto demacrado, con la carne y lo que quedaba de sus ropas colgando sobre sus cuerpos, y la mirada inexpresiva. Algunos salían en aquellos momentos del agujero trepando por las sogas, con cajas repletas de mineral atadas a sus espaldas. Parecía como si tuvieran que hacer un supremo esfuerzo para llegar a la superficie, gateando en cuatro patas hasta que los dracs negros que eran sus guardianes soltaban las abrazaderas que sostenían las cargas. Una vez vaciadas las cajas, volvían a sujetarlas a las espaldas de los ogros, y éstos regresaban a las minas.

Los dracs eran repugnantes, se parecían a los draconianos hasta cierto punto, pero eran de un negro profundo como una noche sin estrellas, y sus alas eran cortas y opacas comparadas con las escamas de sus torsos que relucían húmedas bajo la luz. Sus hocicos eran ligeramente equinos, cubiertos con escamas diminutas, y los ojos de un amarillo pardusco, entrecerrados en expresión malévola. Lucían unas colas negras cortas, que agitaban sin cesar, y una achaparrada cresta de espinas descendía desde lo alto de sus cabezas casi hasta las puntas de las colas. El aliento escapaba de sus hocicos en un siseo, lo que provocaba que el claro pareciera infestado de serpientes y les trajera de inmediato el recuerdo de las enredaderas hechizadas.

La visión de los dracs provocó a Dhamon un escalofrío a lo largo de la espalda. Eran monstruos repulsivos, y se preguntó cuántos de ellos habían conseguido eliminar las fuerzas de Donnag en el nido que el caudillo ogro afirmaba que habían encontrado. Dhamon sabía por su relación con Palin Majere que los dracs eran creados por los señores supremos dragones; que los grandes dragones usaban algo de sí mismos y algo de un auténtico draconiano, y empleaban cautivos humanos para obtener los cuerpos. Aquellos ingredientes asociados con un poderoso conjuro daban vida a los dracs, y de algún modo los convertía en inquebrantablemente leales al dragón que los había creado. Obedecían a su señor sin reparos y parecían deleitarse matando.

Dhamon había luchado en el pasado con alguno de su raza, como el drac rojo de Malys, y su labio se crispó involuntariamente hacia arriba en una mueca ante el recuerdo mezclado con lo que tenía delante.

Varios dracs portaban látigos, y era evidente que disfrutaban usándolos sobre los esclavos ogros. El humano contempló a un esclavo de aspecto especialmente frágil, que no se movía con la suficiente velocidad para el gusto de un drac. La criatura azotó al ogro con furia, luego se adelantó y escupió una gota de ácido que chisporroteó sobre la espalda lacerada del cautivo. Pero éste no aulló de dolor, como esperaba Dhamon; se limitó a regresar a las sogas arrastrando los pies y a volver al agujero del suelo en busca de otra carga.

Del agujero más pequeño abierto en la colina, humanos y enanos sacaron más cajas de mineral, seguidos por otros dos esclavos ogros que estaban tan encorvados que parecía que se arrastraban por el suelo.

—Podrías haberme contado la verdad sobre este lugar y habría venido —dijo Fiona a Dhamon, estremeciéndose—. Sólo por este motivo.

—No lo sabía —respondió él.

—Maldred sí.

Entonces mi amigo Maldred no habría necesitado usar su hechizo sobre ti, pensó Dhamon, recordando la rectitud de la solámnica cuando los acompañó a la Ventana a las Estrellas. La mujer dijo algo más, hablando en voz baja otra vez, en esta ocasión a Maldred. Dhamon no le prestó atención, absorto en la observación de los dracs que azotaban a los mineros, escupían a los que se movían demasiado despacio y clavaban sus zarpas al más decidido del grupo para mantener a raya al resto. Contaba el número de aquellos seres, buscaba a otros guardias y capataces y se preguntaba si debería haber dejado todo ese asunto a Maldred y su títere solámnico y haberse adentrado más en el pantano por su cuenta, en busca de su cura. La mano derecha de Dhamon se deslizó hacia su espada. Vibraba ligeramente, y eso lo desconcertaba.

Había una docena de dracs en la zona, y no consiguió detectar ninguna otra criatura en el follaje que rodeaba el perímetro. Pero había más en la mina, estaba seguro de ello. Y necesitaba averiguar exactamente cuántos eran.

Hizo unos cuantos gestos con los dedos a Maldred: el silencioso lenguaje de los ladrones que Rikali le había enseñado. Por un instante se preguntó cómo le iría a la semielfa; estaría furiosa por haber sido abandonada, eso era seguro. De todos modos, estaba más segura así, se dijo. Y él estaba mucho mejor sin una relación, aunque descubrió que la echaba de menos.

El hombretón asintió e hizo otra seña a Dhamon, agitando los dedos a gran velocidad. Luego empezó a susurrar órdenes a los ogros.

Dhamon alzó el brazo, la hoja de Tanis el Semielfo centelleando bajo la luz. A continuación lo dejó caer como indicación y echó a correr al frente, con los ogros y Maldred atacando detrás de él. Fiona se unió a la carga, dirigiéndose hacia un drac de impresionante tamaño que azotaba a un enano recalcitrante, aunque estuvo a punto de resbalar, ya que el suelo era fangoso a pesar de la ausencia de lluvia. El golpeteo de los pies del reducido ejército era como un trueno ahogado, y el agua y el barro rociaban el aire a su paso.

Los dracs se sobresaltaron, pero reaccionaron con sorprendente rapidez. Unos pocos agarraron esclavos y los utilizaron como escudos; otros inhalaron con fuerza, para a continuación expulsar gotas de ácido con las que bañar a los ogros atacantes. Los hombres de Donnag chillaron sorprendidos y doloridos, pero no retrocedieron.

—¡Desplegaos! —vociferó Maldred en Común, para repetirlo a continuación en ogro.

La palabra atormentó a Dhamon. Era lo que Gauderic había gritado a los mercenarios en los bosques Qualinestis cuando se enfrentaban a la hembra de Dragón Verde. Por un instante, el humano volvió a ver el bosque, a los elfos y humanos corriendo junto al río, en dirección a la Verde; corriendo porque él había revocado la orden de Gauderic de que huyesen. ¡Desplegaos! oyó gritar a Gauderic en su cabeza. Pero aquel bosque se encontraba muy lejos de allí, y los hombres que se habían enfrentado al dragón estaban todos muertos. Y Gauderic, amigo de Dhamon y su segundo en el mando, también estaba muerto, por la mano del propio Dhamon. Muerto y enterrado.

—¡Desplegaos! —aulló de nuevo Maldred.

Tragando saliva con fuerza, Dhamon corrió hacia el drac más próximo, se agachó bajo una nube de escupitajos ácidos y, a continuación, saltó al frente y clavó el hombro en el estómago de la criatura. Sus brazos se movían arriba y abajo a toda velocidad. La hoja de Tanis acuchilló el pecho de la bestia una y otra vez mientras la empuñadura vibraba alegremente.

La criatura cayó debatiéndose, y él hundió la espada una vez más, observando que la escritura élfica a lo largo de la hoja relucía con un tenue tono azul. Luego se apartó con un empujón del caído, justo en el momento en que éste se disolvía en una lluvia de ácido, que milagrosamente no cayó sobre el humano. Oyó en derredor el restallar de látigos y el ruido sordo de las armas al golpear carne de drac y, sin detenerse un segundo, prosiguió con su ataque lanzándose sobre otra criatura, rodeando veloz a un par de demacrados ogros que permanecían de pie inmóviles contemplando con incredulidad lo que ocurría. Saltó por encima de una caja de mineral y estrelló el pie en el pecho de otro drac, al que hizo perder el equilibrio al tiempo que el látigo abandonaba sus afilados dedos para salir disparado por los aires. Pero el ser agitó con furia las alas para mantenerse en pie, inhaló con fuerza y lanzó un enfurecido escupitajo a Dhamon; el ácido aliento lo golpeó en el pecho, mientras sus zarpas desgarraban lo que quedaba de su jubón de cuero. La corrosiva sustancia no afectó a Dhamon, aunque cayó alrededor de él, y el hombre comprendió que se debía a la magia de la espada que lo mantenía a salvo. Los zumbidos persistían.

—Indica la presencia de progenie de dragón —conjeturó sobre la hormigueante sensación.

Y desde luego los dracs tenían su origen en magia de dragón. A continuación, Dhamon se concentró únicamente en la batalla; apretó los dientes y echó la espada hacia atrás y luego la lanzó al frente con todas sus fuerzas contra la criatura, a la que acertó en la cabeza, atravesando con facilidad el hueso y el cerebro. Luego extrajo el arma y se alejó a toda velocidad, mientras su adversario se disolvía en una nube de ácido que cayó sobre el suelo.

Se encaminó hacia la mina más pequeña, de la que emergía un drac deforme.

—Una abominación —musitó Dhamon.

Por grotescos que fueran los dracs, esa criatura era mucho peor. La cabeza descansaba sobre un grueso cuello en el que sobresalían venas que parecían sogas; las alas eran achaparradas, una de ellas festoneada como la de un murciélago, la otra redondeada y un poco más larga. La bestia tenía tres brazos, el tercero surgiendo de su costado derecho, varios centímetros por debajo del de aspecto más normal. Y la mano que remataba la tercera extremidad aparecía pequeña y suave, del tamaño de la de un kender o un gnomo. Los ojos de la abominación eran inmensos y sobresalían de su cabeza, dispuestos a ambos lados de una ancha nariz chata. Lucía una cola, más larga que la de los dracs, y en su extremo se hallaban las chasqueantes fauces de una serpiente.

—Monstruo —escupió Dhamon.

Las abominaciones eran creadas mediante el mismo proceso que los dracs, según había averiguado. Pero, en lugar de humanos, el dragón utilizaba elfos, kenders, enanos y gnomos. No había dos abominaciones que se parecieran, y no se tenía conocimiento de que los otros señores supremos dragones las crearan a propósito. Excepto la Negra. La corrupta señora suprema del pantano prefería a sus hijos corrompidos.

—Eres el siguiente —le dijo Dhamon.

Pero Fiona se hallaba cerca y llegó antes que él a la criatura. La espada describió un arco por encima de la cabeza de la solámnica y rebanó el tercer brazo del ser, que intentó arañarla furiosamente con las dos extremidades restantes, cuyas uñas arañaron inútilmente el metal de su armadura.

Cuando Dhamon miró en derredor en busca de otro blanco, vio a la guerrera, que alzaba la espada en alto y la descargaba sobre la clavícula de la bestia. Se oyó un nauseabundo crujido, y luego ella se apartó al estallar aquella cosa en una corrosiva nube de ácido. Los ojos de ambos se encontraron por un instante, los de ella llenos de una mezcla de cólera y ansia por el combate, los de Dhamon con idéntica y fiera determinación.

Sin una palabra, el hombre corrió hacia Maldred. Mientras los mercenarios ogros se ocupaban de los dracs restantes, el hombretón interrogaba a uno de los esclavos.

—¿Cuántos en las minas? —Las palabras eran en la lengua de los ogros, pero eran sencillas, y Dhamon sabía lo suficiente para comprenderlas—. Dracs. Las criaturas negras. ¿Cuántas? —El esclavo no respondió—. Los amos —probó Maldred—. Vuestros amos. Y háblame de las minas de ahí abajo.

Surgió una respuesta, pero la voz del esclavo ogro resultaba confusa, y Dhamon no se hallaba aún lo bastante cerca para oír las palabras.

—Diez dracs —gritó el hombretón a Dhamon, señalando la mina más pequeña y usando el Común—. Otros doce en la más grande. Unos cuantos draconianos. —Indicó con la cabeza la enorme boca abierta del suelo—. Fiona y yo nos ocuparemos de la mina grande.

Dhamon hizo una mueca de disgusto, pues su espada lo convertía en el mejor para ocuparse de dracs, draconianos y cualquier abominación que pudiera anclar por ahí. Y por un momento pensó en discutir el asunto; pero la mina más pequeña presentaba menor peligro.

—De acuerdo —contestó—. En ese caso, Rig y yo tomaremos la otra mina.

Maldred asintió. El marinero se encontraba ya en el claro, avanzando por entre los ogros mercenarios y zigzagueando entre esclavos atónitos y cajas de mineral. Sostenía una espada larga en una mano, y tres dagas con la otra, y se encaminaba hacia Fiona que acababa de despachar a otra abominación.

—¡Dama guerrera! —tronó Maldred desde el otro extremo del claro—. ¡Necesito tu ayuda!

La mujer alzó la mirada y, al ver al hombretón, echó a correr hacia él, sin ver a Rig o, tal vez, haciendo como si no lo viera. El marinero abrió los ojos de par en par al verla pasar por su lado a toda velocidad y tuvo la intención de seguirla, pero entonces vio a dos oscuras figuras que surgían de la mina más pequeña. Un drac y una abominación. Sacudió la cabeza y corrió hacia ellos, con los pies batiendo sobre el fangoso mantillo. Echando el brazo hacia atrás, arrojó las dagas, y las tres dieron en el pecho de la abominación a la que convirtieron en una nube de vapor ácido. El drac avanzó a su encuentro.

La solámnica apenas oía a Maldred por encima de los sonidos de la batalla y los gritos de los mercenarios ogros. El hombretón gesticulaba, con los ojos fijos en los de la mujer.

—Dama guerrera. Tú y yo nos aventuraremos en la mina principal.

Mientras exponía su plan, un drac surgió del agujero, y Dhamon se abalanzó contra él, descargando su espada sobre la cresta de espinas y partiéndole la cabeza en dos antes de que pudiera abandonar la entrada.

—Hay muchos ogros trabajando abajo. Y algunos humanos. —Esto último Maldred se lo dijo a Fiona como una ocurrencia tardía—. Debemos matar a los dracs y liberar a los mineros. Dhamon y Rig se ocuparán de la otra mina mientras los mercenarios montan guardia aquí arriba y se ocupan de cualquier drac que hagamos huir.

—Como desees —repuso ella, asintiendo y con los ojos fijos en él.

—Esto es tan poco propio de ti, ese espíritu sojuzgado. Cedes ante mí con demasiada facilidad —dijo él, lamentando tal vez el hechizo que había lanzado sobre ella; la tomó del brazo y la condujo hasta el pozo principal, y no tardaron en empezar a descender usando las cuerdas.

Dhamon, que corría en dirección a la mina más pequeña, agitó la espada para llamar la atención de Rig. El marinero acababa de eliminar a un drac, y su piel era una masa de furúnculos provocados por el ácido, en tanto que la camisa estaba hecha jirones por culpa de las garras de la criatura. Unido a los mordiscos de serpiente en su rostro y sus manos, todo él daba la impresión de que no debería seguir en pie; pero su espalda se mantenía erguida, su mirada nítida, y observaba cómo Fiona y Maldred descendían con ayuda de las sogas.

—¡Fiona! —llamó—. ¡No vayas con él!

Dhamon meneó la cabeza y señaló la entrada de la mina más pequeña situada a la espalda del ergothiano.

—Hay diez dracs ahí dentro. Tal vez más —le dijo mientras entraba en el pozo—. Hemos de acabar con ellos para poder sacar a los demás esclavos.

Rig permaneció inmóvil, indeciso, por un instante; luego, sacudió la cabeza y siguió al otro, arrojando sus dolores y penas al fondo de su mente al tiempo que se decía que cuando hubieran acabado allí, él y Fiona seguirían su camino y todo aquello no sería más que un mal recuerdo. No tendrían que volver a mirar jamás a Dhamon Fierolobo.

La mina más pequeña tenía túneles estrechos de apenas un metro ochenta de altura; en ella trabajaban esclavos humanos y enanos, que excavaban diligentemente las gruesas vetas de plata. Rig y Dhamon se orientaron por los sinuosos pozos guiados por la mortecina luz de las antorchas y el sonido de látigos y rugidos.

Tropezaron con dos dracs que no tenían ni idea de lo que sucedía en la superficie, ya que el ruido de los picos chocando contra la roca era lo bastante fuerte para ahogar el de la batalla que se libraba sobre sus cabezas. Dhamon mató a uno antes de que pudiera reaccionar, cerrando con fuerza los ojos al aparecer la nube de ácido. Luego se abalanzó sobre el segundo, hundiéndole la espada en el pecho. La criatura le provocó un profundo desgarrón con las zarpas al desplomarse y luego se disolvió en forma de ácido y una nube.

—De modo que el ácido de dragón de los dracs no puede hacerme daño —masculló Dhamon—. Gracias enteramente a ti. —Dirigió una veloz mirada a Wyrmsbane—. Pero las zarpas de las criaturas son otra cosa. —Se limpió un trazo de sangre que manaba de una herida a lo largo del pecho.

Rig no se detuvo a ver cómo le iba a su compañero.

—No quiero estar aquí —siseó, admitiendo para sí, sin embargo, que liberar a esa gente distaba mucho de ser una mala idea.

Echó a correr túnel abajo, gritando a los humanos y enanos que soltaran sus picos, para a continuación empezar a tirar de sus cadenas, que eran débiles y estaban oxidadas por culpa de la humedad del pantano de la hembra de Dragón Negro. Sus músculos se hincharon, a medida que fue soltando un eslabón tras otro, sin prestar atención a las voces de agradecimiento.

—Si tuviera mi alabarda, cortaría este metal como si fuera mantequilla.

Innumerables manos lo rozaron en señal de agradecimiento.

—Shrentak —farfulló al tiempo que levantaba otras cadenas y las partía e indicaba a los que estaban libres que se dirigieran a la superficie—. Debería estar haciendo esto en Shrentak.

Una vez que hubieron liberado a más de una docena de esclavos, Dhamon y Rig descendieron por otro pasadizo, agachándose y preparando sus armas al distinguir el apagado resplandor amarillento de los ojos de los dracs.


* * *


En el túnel principal, Maldred y Fiona estaban enfrascados liberando ogros. Encontraron a uno demasiado débil para moverse, hambriento y apaleado, y Maldred lo mató deprisa, hablando con suavidad en la lengua de los ogros al tiempo que cerraba los ojos del esclavo muerto.

—¿Es una causa lo bastante justa para ti, dama guerrera? ¿Incluso aunque sean ogros? —inquirió, y frunció el entrecejo al ver la expresión vacía de la mujer. ¿Había puesto demasiado esfuerzo en su último hechizo de seducción, y ella se encontraba excesivamente bajo su influencia?—. ¿He extinguido toda tu pasión, dama guerrera? —preguntó—. Más tarde tendré que ocuparme de devolverte al menos un poco de ella.

La solámnica no pareció oírlo. En su lugar, se encaminó hacia un siseo que surgía de una oquedad en sombras. Un draconiano salió a la luz de la antorcha, y desde unos cuantos metros de distancia la contempló con cautela.

La criatura era un bozak, surgido de un huevo corrompido de Dragón de Bronce hacía mucho tiempo cuando Takhisis caminaba por la faz de Krynn y usaba a esas criaturas como sus comandantes durante la Guerra de la Lanza. Sus escamas de color broncíneo relucían bajo la luz de la antorcha, dándole un aspecto casi regio. Las escamas eran del tamaño de monedas sobre su cuerpo, más pequeñas en el rostro y las manos, donde eran planas y lisas como las escamas de un pez. Las alas eran cortas, demasiado reducidas para permitirle volar. Pero, de no hallarse en un lugar de dimensiones tan reducidas, podría usarlas para deslizarse en distancias cortas.

El bozak no era mucho más alto que Fiona, ni tan fornido como Maldred, pero parecía poderoso. Curtido en mil batallas y viejo. Lucía un collarín de oro en el cuello, que estaba tachonado de púas de bronce y que, en intervalos regulares, tenía desperdigados por su superficie pedazos de ónice, zafiros y granates. Era una excepcional pieza de joyería, y una parte de la mente de Fiona la reconoció. Reconoció la joya y las profundas cicatrices en zigzag de su pecho.

Se trataba del draconiano que había aparecido ante Fiona y el Consejo Solámnico, el que se suponía que estaba en Takar y que poseía información sobre su hermano. Pero sólo una pequeña parte del cerebro de la mujer registró tal irónico dato.

La criatura abrió la boca como si fuera a hablar, pero Fiona lo interrumpió.

—¡Bestia asquerosa! —vociferó al tiempo que alzaba la espada por encima de su cabeza.

Momentáneamente perplejo, el bozak dio un paso atrás y empezó a gesticular con las manos para formar al instante una reluciente telaraña gris en el pasadizo que mantuviera a la mujer y a Maldred lejos de él.

—Essstúpidosss —escupió—. Reluciente dama, no conquistarásss essstasss minasss. Pertenecen a la ssseñora, como le pertenecen otras cosas, y podrías…

Fiona clavó la espada en la telaraña y se abrió paso a través de la pegajosa masa. Luego prosiguió con su ataque, a pesar de que el ser se hallaba en medio de otro conjuro, y le rebanó el vientre, sin dejar que finalizara su repugnante encantamiento. Totalmente bajo el poder del hechizo de Maldred, la solámnica no recordaba que ésa era la criatura con que había pensado reunirse en las ruinas de Takar, la criatura para la que había reunido el rescate. El ser que era su esperanza de recuperar a su hermano. Únicamente una pequeña parte de su mente advirtió el hecho de que el esbirro de la Negra estuviera en las minas Leales, a las que la habían conducido mediante engaños.

Echó la espada hacia atrás de nuevo y lanzó una estocada al cuello del bozak. La cabeza se dobló hacia adelante al tiempo que el ser se disolvía en un montón de huesos, dejando atrás el collarín de oro. Maldred la apartó de un tirón justo a tiempo, pues los huesos estallaron, proyectando mortíferos fragmentos por el aire que rebotaron en la armadura de la guerrera.

Enseguida, ella y Maldred penetraron corriendo en el túnel.

Hicieron falta dos horas para que las dos minas de plata quedaran limpias de dracs y abominaciones y de dos enormes boas constrictoras que se habían usado para mantener a raya a los esclavos. Maldred y Fiona registraron huecos y recovecos, ella llamando en Común y él en la lengua de los ogros para localizar a más esclavos. Las minas eran inmensas, y habrían necesitado más de un día entero para explorarlas, tiempo que Maldred no estaba dispuesto a dedicar, pues quería llevar a los ogros liberados de regreso a Bloten antes de que más dracs u otros habitantes de la ciénaga aparecieran por allí. Dijo a Fiona que tal vez Donnag enviaría más hombres allí más adelante, si los ogros rescatados proporcionaban información que precisara de un nuevo viaje al lugar.

—Detrás de ti, dama guerrera —Maldred hizo una reverencia y extendió una mano, y Fiona sujetó una soga y se elevó a la superficie.

—Ha cumplido su propósito —reflexionó él en voz alta, mientras la seguía—. Posee una extraordinaria habilidad con la espada.

Dhamon y Rig se encontraban ya en el claro, formando a los esclavos liberados en algo que se pareciera a un orden, al tiempo que colocaban a los que apenas podían andar bajo el cuidado de los mercenarios ogros. Tres mercenarios habían muerto a manos de los dracs y las abominaciones, incluido el chamán de piel blanca.

El marinero tenía una nueva preocupación. No quería regresar a Bloten, ni tampoco que los humanos y enanos liberados fueran allí, pues sabía lo mal que lo pasaban los que no eran ogros en aquella ciudad. Se le hizo un nudo en el estómago. Llevarlos más lejos de allí significaba tiempo, lo cual retrasaría su plan de introducirse en la guarida de la Negra y liberar a quienquiera que estuviera aún con vida en sus mazmorras.

—Shrentak —dijo, y la palabra sonó como una maldición.

—¿Shrentak? ¿Y qué quieres tú de ese lugar tan maravilloso y venerable? —La voz era melodiosa y acalló los murmullos de los esclavos liberados y los mercenarios.

Rig ladeó la cabeza, y miró en derredor en busca del que había hablado. Todo lo que pudo ver fueron los cuerpos cubiertos de verrugas de los mercenarios y las figuras agotadas y débiles de aquellos que habían rescatado. Fiona salía en aquellos instantes de la mina mayor, y no se trataba de su voz. Maldred trepó al exterior tras ella.

—¿Te has quedado mudo, hombre del color de la noche? —insistió la voz.

También Dhamon buscaba a quien hablaba y sentía cómo se le erizaban los pelos del cogote. Sujetó con fuerza su espada e hizo una seña para que los hombres de Donnag rodearan a los esclavos rescatados y los protegieran. Luego dio un paso en dirección a una fila de cipreses. Le pareció que algo se escabullía detrás de un tronco, entrecerró los ojos y dio otro paso.

—¡Dhamon! —chilló Maldred; el enorme ladrón indicaba con las manos el dosel de ramas.

El guerrero alzó la mirada, y sus ojos se desorbitaron por la sorpresa. Las hojas de los cipreses caían, como si el árbol se estuviera muriendo de golpe; pero las hojas no revolotearon hasta el suelo, sino que empezaron a flotar y, al cabo de un instante, se alzaron y descendieron en picado… directamente hacia Dhamon y Rig.

—Por la bendita memoria de Habbakuk… —empezó a decir el marinero, y desenvainó la espada para enfrentarse a esta nueva amenaza, que Dhamon ya intentaba atacar.

Las hojas relucieron bajo la luz de las antorchas, y el verde se desvaneció de ellas para ser reemplazado por tonos grises, negros y marrones, muchos de los cuales eran difíciles de distinguir en las sombras del pantano. Las hojas siguieron transformándose, y les salieron alas y colas.

—¿Qué son? —preguntó Rig a gritos.

Dhamon se encogió de hombros y se dispuso a enfrentarse a esa nueva amenaza misteriosa.

Había cientos de aquellas cosas, que tenían aproximadamente el tamaño de mirlos, aunque no eran pájaros. Sus alas recordaban a las de los murciélagos, pero eran más membranosas que correosas, y sus cabezas parecían las de los mosquitos, incluidos hocicos afilados como agujas de los que goteaba algo viscoso.

Dhamon alzó la mano para apartar a uno de un golpe, y descubrió que sus cuerpos estaban segmentados y eran duros como el caparazón de una cucaracha. Lanzó un mandoble contra otro, que lo partió en dos, liberando una repugnante sangre roja.

—¡Estirges! —chilló Fiona.

—¿Qué? —preguntó Dhamon.

—Estirges. Son… son insectos. ¡Se beberán tu sangre!

El guerrero reaccionó con rapidez, pues las criaturas se arremolinaban ya sobre su persona. Pero, aunque agitó la espada en alto sobre su cabeza, partiendo algunas en dos, varias se lanzaron sobre su pecho, hincando sus aguijones en su carne. Aulló de sorpresa y dolor cuando empezaron a darse un banquete con su sangre.

Oyó a Fiona a su espalda, con la espada silbando mientras atravesaba a las repugnantes criaturas. La solámnica se hallaba protegida por su cota de mallas, y las estirges que se lanzaban sobre ella quedaban atontadas al estrellarse contra el metal, aunque la mujer tenía la precaución de cubrirse el rostro con un brazo. De ese modo siguió golpeando una tras otra a aquellas criaturas mientras se encaminaba hacia Rig.

El claro estaba inundado por los gruñidos de los ogros, que no se habían tropezado jamás con tan malévolos insectos y que los arrancaban de sus cuerpos y aplastaban con las manos desnudas; los alaridos de los esclavos liberados; el sordo golpear de las estirges muertas contra el suelo; el chupeteo de las criaturas atiborrándose de sangre.

Con el pecho desnudo, Dhamon era un blanco fácil para las pequeñas bestias, y una docena estaba aferrada a su pecho y su espalda. Se quitó algunas de las piernas, pisoteándolas antes de pudieran volver a elevarse.

—¡No son tan difíciles de matar! —chillaba Maldred.

—No —masculló Dhamon, mientras acuchillaba las estirges que llegaban para ocupar el lugar de sus camaradas muertas—. ¡Pero hay muchas! ¡Demasiadas! —Se sentía débil y comprendió que se debía a que le habían quitado mucha sangre—. Podrían destruirnos —gritó a sus amigos.

—¡No pienso morir aquí, Dhamon Fierolobo! —replicó Maldred—. Prometí ayudarte con esa escama, ¿recuerdas?

No tendría que preocuparse por la escama, se dijo Dhamon. Si no conseguía deshacerse de esos mortíferos parásitos, la escama sería muy pronto la menor de sus preocupaciones. Levantó a Wyrmsbane con una mano, usándola para repeler a las criaturas que se lanzaban sobre él, y con la otra mano empezó a arrancar los insectos, estrujándolos en la mano hasta que la cáscara quitinosa se rompía, para arrojarlos a continuación al suelo y pisotearlos por si acaso. Tenía la mano pegajosa por la propia sangre que las criaturas le habían extraído, y giró en redondo observando que las manos de los ogros también estaban cubiertas de sangre. Todos habían abandonado sus armas, y usaban las manos para acabar con la vida de las estirges. Dhamon consideró la posibilidad de hacerlo también, pero se sentía reacio a soltar la larga espada, y no estaba dispuesto a quedar demasiado al descubierto perdiendo un tiempo en envainarla.

Oyó un gruñido a su espalda; era Mulok. El enorme ogro le arrancaba las estirges de la espalda, y Dhamon sintió cómo la sangre lo salpicaba con cada criatura que su compañero aplastaba. A continuación notó la espalda del ogro contra la suya, cubierta de sangre. Otros imitaron a Mulok, colocándose espalda con espalda; los que no lo hacían sucumbían.

—¡No! ¡Mugwort! —gritó Maldred al ogro de mayor tamaño, el que había transportado el cofre de Fiona con las joyas por el pantano.

El enorme mercenario se desplomó bajo una nube de negros cuerpos alados. Agitó los brazos sobre el fangoso suelo durante un momento y luego se quedó inmóvil. Más criaturas descendieron sobre el cuerpo, y el sonido de sus chúpeteos resultaba repugnante.

—¡Ya es suficiente!

Maldred combatía a la vez contra varias de las criaturas; se arrancó unas cuantas y luego empezó a mover las manos. A los pocos instantes, el cuerpo de Mugwort —y todas las estirges que lo cubrían— quedaron envueltos en una chisporroteante bola de fuego.

Los ogros de las proximidades empezaron a arrancarse aquellos seres del cuerpo y a arrojarlos a la hoguera, lo que provocaba que los insectos chillaran y estallaran, soltando un hedor nauseabundo. Hubo otra llamarada, y luego otra, a medida que Maldred prendía fuego a los cadáveres de otros ogros y esclavos.

Finalmente, se ocupó de sí mismo, extirpando un hinchado insecto tras otro de sus brazos y piernas, mientras retrocedía hacia un par de los ogros de Donnag y les gritaba que le quitaran los últimos que quedaban de la espalda.

Rig y Fiona se hallaban espalda contra espalda, con un círculo de criaturas muertas a sus pies. La solámnica luchaba contra los insectos sin decir una palabra, con una mano firmemente cerrada sobre la espada y la otra extendida para agarrar estirges en pleno vuelo y aplastarlas. El marinero era más ruidoso, y se dedicaba a maldecir el pantano y a los insectos, a Maldred, a Dhamon, al caudillo Donnag, a todos los dioses desaparecidos. Cuanto más deprisa surgían las palabras de sus labios, más rápido se movían sus manos; había abandonado la espada, que había dejado caer a sus pies, prefiriendo agarrar y triturar a sus atacantes.

—Estirges, ¿eh? —dijo Rig—. Sólo condenados mosquitos grandes, si me preguntas a mí. ¿Te has enfrentado antes a ellos?

—Uh, uh. —También Fiona estaba atareada.

—¿Tantos como éstos?

Ella sacudió la cabeza.

—¿Dónde?

—Una vez. Cuando visitaba la isla de Crystine. Pero sólo había unas pocas. Habíamos molestado un nido y salimos de allí a toda prisa.

—¡Estamos venciendo! —chilló Maldred desde el otro extremo del claro.

Sólo quedaban unas pocas docenas de las aladas criaturas, que no tardaron en estar muertas también. El suelo estaba cubierto de cuerpos negros, una alfombra de insectos que crujió cuando los ogros y los esclavos la pisaron para comprobar si alguno de sus compañeros caídos había sobrevivido.

Rig pateó el montón que tenía delante, localizó su espada y la recupero a toda velocidad. Sacudió la cabeza. Estaba llena de sangre, la suya y la de las estirges. Hizo una mueca de disgusto cuando Dhamon se acercó a él, seguido por Maldred.

Las hogueras se consumían alrededor del claro, pero Dhamon atisbaba en los espesos cipreses que los rodeaban.

—Estoy seguro de haber oído una voz…

Maldred asintió.

—La oí justo antes de que las criaturas aparecieran.

—Sí —dijo el marinero—, suave y bonita… aunque estas… estirges… eran cualquier cosa menos eso. Apuesto a que también nos envió las serpientes, nuestra misteriosa dama. No nos quiere en el pantano. O, tal vez, no nos quiere cerca de Shrentak. Las estirges aparecieron justo después de que mencionara el lugar.

Los ojos de Dhamon se entrecerraron, ya que le había parecido distinguir algo con un destello metálico moviéndose entre las hojas de helecho.

—Shrentak… —La voz era femenina y velada, la misma que habían oído antes del ataque de los insectos—. Shrentak te daría la bienvenida, hombre del color de la noche —continuó la voz—. Siempre hay algunas celdas vacías.

Una cortina de bejucos se separó y la figura de una niña se deslizó al interior del claro, con los cobrizos cabellos agitados por un continuo movimiento. No parecía tener más de cinco o seis años, sin embargo hablaba como una mujer mucho mayor, con la voz de una seductora. Y en la menuda mano sujetaba la alabarda de Rig, un arma que no debería haber podido levantar. La hoja brillaba tenuemente bajo la luz.

—La niña… —empezó a decir el marinero.

—La de la visión de Trajín —afirmó Dhamon.

Los ojos de ambos se abrieron aún más cuando una neblina de un gris plateado se formó y rodeó su mano libre. Dhamon se abalanzó hacia adelante, pero sólo consiguió dar unos pocos pasos antes de verse paralizado, con el suelo tapizado de estirges brillando alrededor de sus botas y sujetándolo como una tenaza. La plateada neblina se derramaba de la mano de la niña, cubriendo el suelo como una niebla baja y arremolinándose alrededor de las piernas de todos.

Retorciéndose, Dhamon vio que Rig y Fiona se encontraban igualmente inmovilizados. Pero Maldred estaba libre, pues la bruma de algún modo era incapaz de retenerlo, y ahora el hombretón cargaba en dirección a la niña, sacando la espada de dos manos que llevaba a la espalda mientras avanzaba.

—Estúpido —se limitó a decir ella, gesticulando otra vez—. Mi señora Sable, que espera en Shrentak, se enojará contigo. Pedirá más de mi insignificante lluvia y mis terremotos para que perturben tu reino.

Un haz plateado salió disparado como un rayo de su diminuta mano, creció hasta convertirse en una centelleante nube diáfana y luego envolvió a Maldred como una red. En su nebulosa luz, la figura del hombretón se estremeció y expandió, su piel rojiza onduló con más músculos todavía, al tiempo que su viva tonalidad se desvanecía hasta tornarse prácticamente blanca. Luego volvió a cambiar de tono, convirtiéndose en azul pálido salpicado aquí y allí de verrugas y furúnculos; la corta melena roja creció y se tornó más espesa, pero adquirió un color totalmente blanco y cayó sobre los hombros como la melena de un león.

—¿Qué le está haciendo? —exclamó Fiona.

—Desenmascararlo —replicó la criatura en tono tranquilo—. Ahuyentar su hechizo que pinta una hermosa forma humana sobre su horrible cuerpo de ogro. Dejar al descubierto al hijo de Donnag de Blode… ¡el enemigo de mi señora!

Cuando la transformación se completó, Maldred medía más de dos metros setenta de estatura, un ogro más impresionante e imponente físicamente que cualquiera de aquellos que los habían acompañado a las minas. Sus ropas estaban ahora hechas jirones, sin apenas cubrir su enorme cuerpo.

Dhamon contempló anonadado a la criatura que había considerado su amigo más íntimo. No quedaba ni rastro del Maldred que conocía, ni siquiera reconocía sus ojos.

Fiona y Rig se quedaron igualmente asombrados. La solámnica se sintió desfallecer ante la visión, y el sobresalto recibido fue suficiente para eliminar al menos parte de la magia que Maldred había lanzado sobre ella. Sacudió la cabeza, intentando ahuyentar… algo, no podía decir qué. La memoria de la guerrera parecía nebulosa. No obstante, una docena de pensamientos la asaltaron: los engaños de que habían sido víctimas ella y Rig, el viaje por las ruinas enanas, la lucha en las minas. Una imagen centelleó en el fondo de su cerebro, la de un draconiano bozak. Uno con un collarín de oro. ¿Lo había matado ella?

Dhamon sacudió la cabeza con incredulidad, como si la visión del ogro de pellejo azul pudiera desaparecer y Maldred regresar en su lugar. Torció la cabeza para mirar otra vez a la niña.

—¡No estás desenmascarando nada! —escupió—. ¡Nos estás haciendo creer que nuestro amigo es una de esas criaturas! ¡Igual que creaste las estirges y las serpientes!

—Vuestro amigo es un mago ogro —continuó ella—. Que pronto será un mago muerto. Disfrutaré dando la noticia a mi señora personalmente. Sable me recompensará bien.

Echó la cabeza hacia atrás y rió, con un sonido agudo del todo incongruente con su menuda figura. Unos rayos plateados en miniatura surgieron en arco de sus dedos y danzaron en dirección a Maldred, que seguía inmovilizado por la reluciente neblina.

—¡Muy bien, ya lo creo que muy bien!

—¡No! —chilló Dhamon, y se liberó de sus botas que estaban aprisionadas por la magia de la niña. Corrió hacia ella, desenvainando a Wyrmsbane mientras avanzaba.

La pequeña fue más veloz. Los rayos golpearon al ogro en el pecho, y su piel chisporroteó, estalló y ardió. Maldred se retorció, pero no gritó; en su lugar, forcejeó con el nebuloso hechizo que lo inmovilizaba, gesticulando y canturreando en voz alta su propio conjuro.

Dhamon había llegado casi hasta la infantil figura cuando nuevos rayos salieron disparados en dirección al enorme ogro. Volvieron a dar en el blanco, pero un segundo después de que Maldred se hubiera desquitado con su propia magia.

Finalizado su conjuro, una llamarada surgió de las agitadas manos del ogro. Fue un derroche de colores, verdes y azules, chisporroteando violentamente y saltando al frente como una gota de aliento de dragón. Creció y cambió de color, convirtiéndose en una llameante bola de un rojo anaranjado que, con un silbido casi ensordecedor, engulló a la niña y a varios de los árboles que la rodeaban. A pesar de la humedad de la ciénaga, los árboles ardieron, convirtiéndose en cenizas en un instante.

Dhamon frenó en seco y contempló fijamente los humeantes troncos. La pequeña se había vaporizado y desaparecido. ¿O no?

El mago ogro se dejó caer al fangoso suelo, con las manos apretadas contra el azulado pecho como si ello pudiera mitigar el dolor. Dhamon corrió a su lado y desgarró tiras de lo que quedaba de su propia capa, presionando con ellas las heridas.

—Soy lo que parezco, amigo mío —declaró Maldred, y su dolorida voz resultaba difícil de oír.

—Parece que eres un experto en engaños —replicó él—. Eres un mentiroso tan consumado como tu padre. —Mantuvo la voz baja, pues no deseaba que los otros lo oyeran—. Creía que eras… eres… un hombre, como yo.

Maldred jadeó, intentando llevar aire a sus pulmones.

—En ocasiones los engaños ayudan a forjar amistades —respondió—. Pero aparte de la forma que lucía, jamás te he mentido, Dhamon Fierolobo. Creo que eso lo sabes.

—Simplemente jamás te molestaste en completar la verdad. —Dhamon siguió secando las heridas, confiando en lo que había aprendido en numerosos campos de batalla—. ¿Lo sabe Rikali?

Su compañero negó con la cabeza.

—Trajín lo sabía. Es uno de los pocos secretos que consiguió guardar. —Los ojos del ogro escudriñaron el rostro de su amigo—. Lamento que hayas tenido que averiguarlo así. Yo…

—No importa, supongo. Un cuerpo no es más que una cáscara, al fin y al cabo. Sólo dime si tienes algún otro secreto interesante. Odio las sorpresas.

Rig y Fiona avanzaron hacia ellos, pues también habían quedado libres de la magia de la niña. Los ogros y los esclavos liberados se habían reunido en un círculo alrededor, en tanto que unos cuantos de los exploradores tuvieron la prudencia de mantener una guardia en dirección a las minas y el anillo de cipreses.

—El cachorro de Donnag —dijo el marinero con amargura—. No me sorprende que encajaras tan bien en Bloten. —Meneó la cabeza y luego se aproximó a un grupo de mercenarios ogros y se deslizó hasta el lugar donde había estado la niña—. Ya te dije que no se podía confiar en él.

Fiona no dijo nada, sentía tal opresión en el pecho que no habría podido hablar aunque hubiera querido hacerlo. La solámnica intentó imaginar el rostro del humano Maldred, el de los ojos hipnóticos, pero sólo existía ese ogro de piel azul, que la hacía estremecerse de rabia y disgusto. Sus manos temblaban, las palmas estaban sudorosas. Intentó sujetar la empuñadura de su espada, pero los dedos carecían de fuerza.

La imagen del draconiano de bronce volvió a aparecer en su mente. Vio un collarín de oro que caía al suelo de las minas. ¿Lo había soñado? ¿Había soñado ver a la criatura que se suponía debía encontrar en Takar? ¿Verlo morir? ¿Lo había matado ella? A decir verdad, ¿cuánto de todo por lo que había pasado era real?

De improviso los ojos de Maldred atrajeron los suyos, reteniéndolos como había hecho cuando tenía aspecto humano. Con un gesto y un pensamiento reconcentrado, la liberó por completo del hechizo, y ella parpadeó con energía, sacudiendo la cabeza para despejarla.

Dhamon ayudó al mago ogro a ponerse en pie, atónito ante lo enorme y pesado que realmente era.

—Llevaremos a esta gente a Bloten —anunció Maldred, con una voz más profunda y potente que antes—. Sombrío Kedar se ocupará de curarlos, y mi padre correrá con los gastos. A los humanos y a los enanos se les dará un lugar en el que quedarse.

—Y luego… —quiso saber Dhamon.

El guerrero pensaba internarse más en el pantano, y aunque su amigo era un ogro de piel azul, seguía prefiriendo tener a Maldred a su lado. Wyrmsbane le había proporcionado visiones del pantano cuando le había preguntado por una cura para la escama de su pierna, y no tenía intención de abandonar ese lugar hasta que estuviera libre del objeto y del dolor.

—No sé qué haréis vosotros, pero yo voy tras la niña —dijo Rig—. Tiene mi alabarda. Y pienso recuperarla.

—¿No está muerta? —Dhamon parecía sorprendido, pues estaba seguro de que se había convertido en cenizas como los trolls.

—¡Qué va! —el marinero negó con la cabeza—. Veo las huellas de sus pies que se alejan. Y puesto que todavía tiene mi alabarda, voy a seguirlas. Se dirigen al oeste. Nosotros vamos en la misma dirección. Hacia Shrentak.

Dhamon se apartó de Maldred y se acercó al ergothiano, que estudiaba con suma atención las huellas. Wyrmsbane seguía en su mano. Sintió la vibración de la empuñadura.

Lo que buscas.

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