3 Un golpe de suerte

—Preferiría no matarte.

Maldred estaba de pie en el centro de un sendero muy transitado que atravesaba el corazón de las montañas Khalkist. Llevaba el pecho desnudo, con la camisa de gamuza atada alrededor de la cintura, y el sol del mediodía achicharraba su ya tostada piel y provocaba gotas de sudor que descendían despacio por su pecho y se acumulaban en el cinturón de sus pantalones. La constante brisa que jugueteaba en sus cortos cabellos rojizos hacía girar el polvo alrededor de sus botas en forma de tormentas de arena. El hombretón sujetaba la espada de doble empuñadura en sus húmedas manos, sosteniéndola como si no pesara más que una ramita y apuntaba con ella a un hombre entrecano cargado de espaldas que ocupaba la plataforma del conductor en un carro cubierto por una abultada lona.

—Tu muerte no me serviría de nada, anciano.

El hombre farfulló algo pero no dijo nada, sujetó las riendas con más fuerza y contempló a Maldred con incredulidad; luego parpadeó varias veces, como si con ello pudiera hacer desaparecer al hombretón.

—Ahora —advirtió éste.

—Por todos los dioses desaparecidos, no —dijo el hombre, no en respuesta a la orden de Maldred, sino a la inconcebible y muy real situación en que se hallaba—. Esto no puede ser real.

—Es tan real como este condenado verano sin lluvia. Baja del carro. Ahora. Antes de que pierda la paciencia.

—¡Abuelo no lo escuches! —Un joven larguirucho sacó la cabeza a través de una abertura en la lona y trepó a la parte delantera—. Es un único hombre.

—Debería escucharlo, hijo.

Dhamon salió de detrás de una roca, espadón en mano, con la hoja capturando la luz solar y reflejándola con tanta fuerza que el anciano entrecerró los ojos. Tenía la piel enrojecida y despellejada en los hombros, las mejillas y la nariz, y el resto de su sudorosa piel estaba tan oscurecida por el sol que parecía tallada en cedro aceitado. Tenía un aspecto descuidado y primitivo, con los pies descalzos, restos de finas costras en el pecho desnudo, y cubierto sólo con unos pantalones hechos jirones, que no ocultaban precisamente la extraña escama de su pierna. No se había afeitado desde que Rikali se ocupara de él, de modo que su barbilla aparecía sombreada, oscurecida por su nueva barba. Cuando sus labios se curvaron hacia arriba en un gruñido y entrecerró los oscuros ojos, el joven se estremeció.

Rikali se deslizó desde detrás de un afloramiento rocoso en el otro lado del desfiladero, con un largo cuchillo extendido y apuntó al hombre de piel oscura sentado en lo alto del segundo carro. Trajín se encontraba junto a ella, gruñendo y arañando el aire en un razonable esfuerzo por parecer amenazador.

—Baja, anciano, y levanta las manos. —La voz de Maldred era firme y autoritaria—. Y di a los otros que hagan lo mismo. Vuestras vidas valen más que lo que sea que transportáis. Necesitamos vuestra cooperación. No quiero tener que decirlo otra vez.

Había tres carromatos parados en el desfiladero, cada uno pesado y arrastrado por varios enormes caballos de tiro. Un hallazgo suntuoso, había declarado Rikali cuando divisó la pequeña comitiva durante su excursión de reconocimiento.

El anciano tragó saliva con fuerza y soltó las riendas. Susurró algo al muchacho y descendió del carro con paso inseguro, temblando de miedo y paseando la mirada de un lado a otro entre Maldred y la extraña criatura kobold. El joven lo siguió hasta el suelo, mirando enfurecido al gigantón y arrojando preocupadas ojeadas en dirección a Dhamon.

—Bandidos —resolló el anciano cuando recuperó la voz de nuevo—. Nunca me habían robado en mi vida. Jamás. —En voz más alta, dijo—: Es mejor que hagas lo que dicen, hijo. ¡Todos fuera! —Mirando a Maldred añadió—: No hagas daño a ninguno de los míos. ¡Ni a uno! ¿Me oyes?

—Apartad las manos de los costados —continuó el hombretón, haciendo una seña con la cabeza a Dhamon, quien, en respuesta, se adelantó con cautela y cogió un delgado cuchillo del cinto del anciano, que arrojó lejos a un lado del camino, sin dejar de observar con atención al joven por si llevaba armas.

—Ahora colocaos aquí. Y no habléis —ordenó Dhamon. Hizo un gesto con la espada al lado opuesto del sendero, donde una grisácea pared rocosa se alzaba hacia el brillante y despejado cielo azul—. Todo lo que quiero oír es el sol tostando vuestros miserables rostros.

Trajín se precipitó a la parte posterior de la pequeña caravana, jupak en mano, usándola para empujar a los restantes comerciantes fuera del carro. El hombre que descendió en último lugar se movía demasiado despacio para el gusto del kobold, de modo que éste lo golpeó detrás de las rodillas. El hombre cayó, y Trajín lo azotó con su arma unas cuantas veces. El caído se alzó a toda prisa.

Sin su encapuchada capa, que Rikali había dicho que debía tirar porque olía tan mal, el kobold ofrecía un aspecto aterrador a los humanos, a pesar de su pequeño tamaño. Escupió a una corpulenta mujer de mediana edad que sujetaba con fuerza un saco de lona ante ella, y señaló con la jupak, indicando que debía soltarlo en el suelo. Ella sacudió la cabeza con energía, lo agarró con más fuerza, y chilló:

—¡Demonio!

—Déjala —dijo Rikali acercándose al kobold—. Hay muchas otras cosas para nosotros. Deja que la vieja se quede con su preciosa antigualla. —Lanzó una risita ante su propio agudo sentido del humor.

Rikali y Trajín empujaron a los comerciantes hacia delante. Eran nueve en total, ocho de ellos adultos, y a juzgar por su piel oscura, dos eran ergothianos como Rig, que se hallaban muy lejos de su hogar. Todos alternaban expresiones de temor con maldiciones musitadas. El hombre de pelo canoso era quien las pronunciaba en voz más sonora.

—¡No podéis ganaros la vida honradamente! ¡Qué vergüenza! —masculló.

—Esto es bastante honrado para nuestro gusto —replicó Rikali. Hizo que los comerciantes formaran una hilera y examinó a cada uno con atención, alargando la mano veloz para agarrar el brazo de uno de los ergothianos—. El brazalete de plata. Quítatelo. Eso es. Ahora entrégamelo. Sin trucos. Despacio. Ah, es una belleza. —Intentó deslizado en su muñeca, pero resultó demasiado grande, de modo que llamó a Trajín a gritos, y éste fue hacia ella corriendo y le sujetó el brazalete alrededor de la rodilla, justo por encima del borde de la bota.

—De nada, Riki querida —dijo el kobold, sonriendo ampliamente, cuando varios de los comerciantes lanzaron una exclamación ahogada al comprobar que la diabólica criatura era capaz de hablar.

—¡Trajín! —Esta vez era Dhamon quien llamaba—. Registra los carros. Asegúrate de que no haya sorpresas en su interior.

Dhamon y Maldred volvieron toda su atención a la fila de mercaderes sudorosos y derrotados que buscaban cierta misericordia.

Dhamon contempló burlón a los ergothianos y tamborileó con los dedos de la mano libre sobre su cinturón. Sus ojos se entrecerraron, como diciéndoles dadme una excusa para pelear.

—No hay necesidad de que nadie resulte herido —dijo Maldred, inspirando cierta tranquilidad a los comerciantes.

Unos cuantos se relajaron ante sus palabras, pero los ergothianos contemplaron a Dhamon con cautela. El anciano mostró un poco de valentía y hundió los talones en el borde del sendero.

—¿Herido? ¿Robarnos no es hacernos daño? Estáis cogiendo todo lo que…

—Chist, Apryl —susurró la mujer corpulenta—. No los provoques. Tienen a un pequeño diablo como servidor.

La montaña retumbó de improviso. Pero en lugar de disiparse rápidamente, el temblor creció en intensidad, derribando al anciano al suelo y provocando que Dhamon y todos los demás se tambalearan intentando mantener el equilibrio. Trajín estaba introduciéndose en el carromato que iba en cabeza cuando se inició la sacudida, y lanzó un juramento agudo en su curiosa lengua al golpearse la cabeza contra una caja del interior. Volvió a maldecir y sacó la cabeza por debajo de la solapa de lona, aullando en un curioso idioma gutural.

—No es nada —consoló el hombretón al kobold—. Un ligero temblor. Ocurre todo el tiempo en las Khalkist, desde la Guerra de Caos.

—No es un temblor. ¡Es la tierra que está enojada con vosotros! —interpuso la mujer corpulenta—. ¡Robar a la gente decente! ¡Los espíritus de los dioses están furiosos con vosotros! —Retrocedió al instante y encorvó los hombros, asustada ante los bandidos y temerosa de que sus palabras pudieran provocarlos.

Los otros también parecían acobardados, con excepción del anciano que seguía con su expresión enfurecida mientras Maldred explicaba que había un arroyo a unos dos días de camino a pie, tal vez un poco más, donde podrían beber y pasar la noche, antes de seguir adelante. Les arrojó su odre de mayor tamaño para que lo compartieran con frugalidad hasta que llegaran allí. Y más allá de aquel lugar, siguió el hombretón, había un sendero en dirección sur que los conduciría a una u otra de dos poblaciones enanas, si bien la más lejana podría disponer de menos alojamientos.

—Pero, sin duda conocéis esas ciudades —terminó—. Seguramente os dirigíais a una de ellas o a un asentamiento humano de mayor tamaño que está más al sur.

—No. Se dirigían a la costa —supuso Dhamon, sonriendo débilmente cuando una mirada hosca del joven confirmó que su sospecha era correcta. Paseó ante los ergothianos, observando que también ellos se habían relajado un poco; todo bravatas, se dijo—. Tal vez a Kalin Akphan. Es bastante grande. Llevan mercancías suficientes para vender a algún capitán de barco allí. En especial con todos estos caballos.

—Bien, pues —indicó Maldred—. Os hemos ahorrado un largo viaje, ¿no es así? La costa está a una distancia considerable, demasiado lejos para viajar hasta allí con este calor.

—Así que podéis darnos las gracias —se mofó Rikali; hundió la punta de la bota en el pedregoso terreno y lo removió—. Desde luego, hemos…

Se detuvo al distinguir un destello de oro que surgía de debajo de la manga de un ergothiano, y se acercó más para examinarla. En un santiamén, el hombre, que había parecido tan condescendiente, se abalanzó sobre ella y consiguió agarrarla, haciéndola girar hacia él al tiempo que le arrebataba el cuchillo de la mano. El mercader, sorprendentemente fuerte, apoyó la afilada hoja del arma bajo la garganta de la mujer.

—¡Quieto! —gritó a Maldred.

—¡Suéltala! —espetó el hombretón—. ¡Ahora!

—No todos los comerciantes son presas fáciles —replicó el ergothiano—. ¡No entregamos nuestras mercancías fácilmente a los bandidos! —Su compañero introdujo las manos bajo la camisa y sacó dos dagas de hoja ondulada de unas fundas ocultas—. Oímos hablar de robos por estos senderos y venimos bien preparados. ¡Ahora retroceded vosotros! ¡Y soltad las armas!

Maldred y Dhamon no se movieron, y ninguno de ellos hizo el menor gesto de soltar las armas.

—Si la matas —dijo Dhamon tajante—, sólo significará menos gente entre la que dividir el botín. —Observó la expresión enfurecida de Riki pero mantuvo la expresión indiferente—. Además, se pasa el día quejándose. Y nos iría bien un poco de silencio.

Tras lo que parecieron varios minutos larguísimos, en los que el único sonido era el viento susurrando por el desfiladero, Dhamon movió los hombros, una señal dirigida a Maldred de que había evaluado a los ergothianos y estaba listo.

El hombretón dio un paso en dirección a los dos hombres, observando a los otros comerciantes con el rabillo del ojo.

—Estaréis muertos antes de que podáis cortarle el cuello —afirmó—. Soy más rápido que vosotros. Y realmente preferiría no mataros. Sin duda tenéis parientes en alguna parte que preferirían que siguierais con vida. Así pues, ¿por qué no soltáis las espadas? Viviréis para ver el día de mañana.

Los ergothianos mantuvieron su posición por un segundo, luego Dhamon se encogió forzándolos a la acción. El que empuñaba las dos dagas arremetió, y Maldred describió un arco con su espada sin el menor esfuerzo y rebanó el brazo derecho de su atacante. La extremidad cayó al suelo, y el ergothiano se desplomó de rodillas, aullando y sosteniendo el muñón mientras la sangre rociaba a los horrorizados mercaderes.

Al mismo tiempo, su compañero apretó el cuchillo contra la garganta de Rikali, pero la semielfa fue más rápida, y antes de que el hombre pudiera degollarla, la mujer extendió velozmente sus manos hacia arriba para sujetar el brazo. Lanzando toda su energía y peso contra él, la semielfa consiguió bajar el brazo de su adversario, y se escabulló en el mismo momento en que Dhamon se adelantaba y blandía su arma, hundiéndola profundamente bajo las costillas del ergothiano y acabando con su vida al instante.

La mujer corpulenta chilló aterrorizada, y el muchacho entró en acción entonces, batiendo los pies con energía sobre la grava hasta llegar junto a Maldred. El joven se lanzó contra la espalda del hombretón y lo sujetó rodeándole el grueso cuello con los brazos, sin hacer caso de los atemorizados gemidos de su abuelo. Rikali giró en dirección al cadáver, le arrancó la muñequera de oro de la muñeca y se la introdujo en la parte alta del brazo; luego recuperó su cuchillo.

Dhamon sostuvo la ensangrentada espada en posición de ataque, indicando a los comerciantes que permanecieran en fila o serían los siguientes en morir.

—No soy tan caritativo como mi grandullón amigo —siseó—. No tendré reparos en matar a cualquiera de vosotros.

Todos obedecieron nerviosamente, con los ojos clavados en la escena que se desarrollaba ante ellos, mientras el anciano rogaba por la vida de su nieto. Los brazos del muchacho rodeaban el cuello de Maldred, y sus rodillas aporreaban la espalda del gigante; pero éste parecía insensible al ataque.

Rikali se deslizó detrás de la pareja y arrancó al joven, arrojándolo al suelo al tiempo que le oprimía el estómago con el tacón de la bota.

—Lamentaría ver como Maldred te mataba, chico —siseó, agitando el cuchillo para dar más énfasis a sus palabras—. Nos mantendría en vela durante días atormentándose por ello, quejándose de lo sagrada que es la vida y toda esa porquería. Claro que Dhamon podría hacerlo y evitar esa pena a Maldred. —El muchacho forcejeó un instante más, hasta que la mirada gélida de la mujer lo acalló y se quedó inmóvil.

—¡Trajín! —Dhamon limpió la sangre de su espada en la camisa del ergothiano muerto—. ¿Qué encontraste?

La cabeza del kobold asomó por el segundo carro, con una gorra roja descansando desgarbadamente sobre su pequeña cabeza.

—¡El primero está repleto de ropas y cosas así! —chilló, ululando cuando Rikali lanzó un hurra—. Este tiene comida y alcohol y haar…mo…sas pipas de fumar. —Exhibió una muestra exquisitamente tallada de un anciano con barba, cuyo tubo surgía de su cabeza—. Pipas para mí, tabaco. Mucho tabaco. Hay unas cajas en las que no puedo meterme. Tienen muchos clavos. —Salió raudo del carromato y corrió hacia el tercero—. A lo mejor nuestra suerte mejorará aquí.

—Ropas. Bien. Necesitas ropas —indicó Rikali a Dhamon—. Y a ti también te irían bien algunas —añadió en dirección a Maldred—. Desde luego, yo siempre puedo… —Hizo una mueca, y el ergothiano que había perdido un brazo gimió con más fuerza—. ¡Cállate! —Saltó sobre él y lo golpeó en la cabeza con el mango del cuchillo, dejándolo sin sentido.

El hombre quedó tumbado en un charco cada vez mayor de sangre que rezumaba bajo las puntas de las botas de Rikali. Volviéndose hacia la rechoncha mujer, que había empezado a sollozar, la semielfa añadió:

—Si no quieres que muera, será mejor que te quites un trozo de falda y ates ese muñón. Apriétalo un poco. De todos modos, no hace falta llevar tanta ropa con este calor. —Giró sobre los talones y se volvió hacia Dhamon, frotando las suelas en el suelo para intentar deshacerse de la sangre—. Ahora, con respecto a las nuevas ropas…

Toda una serie de agudos chillidos procedentes del tercer carromato la interrumpió.

—Vigílalos —indicó a Dhamon y Maldred, satisfecha consigo misma por poder dar una orden ella, para variar—. Es un inútil, ese Trajín. —A continuación salió corriendo hacia el sonido.

—¡Un monstruo! —aulló Rikali al cabo de un momento—. ¡Hay un monstruo horrible aquí dentro!

Dhamon, manteniendo su posición, paseó la mirada por los comerciantes y la pequeña caravana, luego indicó con la cabeza el último carro, y Maldred fue hacia él con paso lento. El hombretón introdujo la cabeza tras el faldón y volvió a sacarla al punto. Rikali abandonó el carromato tras él, sosteniendo sólo el mango de su cuchillo. La hoja había desaparecido. Trajín la siguió de cerca, con finos cortes recorriendo su diminuto torso.

—¡Cerdos! —bufó la semielfa—. Cerdos, hay una bestia de aspecto raro atada en este carro. —Dirigió una airada mirada a los comerciantes, agitando el mango del cuchillo.

—No es un monstruo —manifestó a toda prisa uno de los hombres—. No es más que un animal. Dejadlo tranquilo. Por favor.

Dhamon seleccionó al gimoteante mercader y le indicó que fuera al carromato. Maldred empujó al hombre al interior, mientras Dhamon se probaba las botas del ergothiano muerto y declaraba que le iban razonablemente bien.

Instantes después, el comerciante salía llevando a una insólita criatura sujeta por una gruesa soga que le había pasado alrededor del cuello. El ser era tan grande como un ternero cebado, pero se parecía más a un insecto, con seis patas quitinosas y antenas que se agitaban despacio en el aire. Sus ojos negros, con aspecto de platillos, giraban a un lado y a otro para abarcarlo todo, y su pequeño hocico, que se estremecía, estaba dirigido hacia Maldred. El animal empezó a olfatear, al tiempo que disparaba su lengua morada para lamer los bulbosos labios.

—¡Traedlo hacia aquí! —ordenó Dhamon—. Mal, apártate de eso. Oí hablar de ellos cuando estaba estacionado en Neraka. Esa cosa come metal.

—Ya lo he descubierto —se quejó Rikali—. Ése era mi cuchillo favorito. Se lo hurté a un apuesto noble en Sanction el año pasado. Tenía un gran valor sentimental.

El comerciante condujo a la criatura como a un perro y la colocó en fila junto con los mercaderes, al tiempo que parloteaba con ella en voz baja y la llamaba Ruffels.

—Queréis que eso viva… queréis vivir vosotros… pues empezad a andar montaña abajo —exigió Dhamon—. Ahora. Todos vosotros… y esa bestia. Seguid andando y no miréis atrás. Como dije, no soy tan generoso como mi grandullón amigo. Realmente no me remorderá la conciencia si os mato a todos y cada uno de vosotros.

El muchacho agarró a su abuelo y ambos empezaron a andar por el sendero, seguidos por la rechoncha mujer que continuaba sollozando histérica, y con dos hombres que transportaban al ergothiano herido cerrando la marcha. El hombre con el insecto mascota fue el último en moverse.

—¡Aguarda! —llamó Rikali, corriendo tras él—. ¿Es valioso ese animalejo?

—No —respondió él, sacudiendo la cabeza sin dejar de andar.

La mujer entrecerró los ojos y se rascó la barbilla, decidiendo que el hombre la estaba insultando o, al menos, no le había respondido adecuadamente. Esperó un instante y luego corrió para alcanzarlo.

—Entonces, si no vale nada, no te importará dejarla aquí.

—Por favor —dijo el hombre acercando la bestia hacia él y hablando con dulzura—. Habéis cogido todo lo que era de valor. No os llevéis a Ruffels. Es una mascota.

—Me quedaré también con esto —dijo ella, inclinándose al frente y arrancándole la soga al tiempo que empujaba al comerciante con la mano libre—. Este bichejo seguro que vale algo. Apostaría a que sí. Lo venderé en alguna parte por una buena cantidad de monedas. —Sacudió el puño ante la extraña criatura—. Y está en deuda conmigo por mi cuchillo de valor sentimental. —Luego hizo una seña al hombre para que siguiera colina abajo—. Será mejor que alcances al resto antes de que decidamos venderte también a ti. No eres tan viejo ni tan feo. ¡Podría sacar unas cuantas monedas de acero por ti en una ciudad de ogros!

Hicieron falta unas cuantas maniobras para girar los carros en el desfiladero y enfilarlos hacia el oeste. Mientras Maldred, Dhamon y Trajín se ocupaban de aquella tarea, Rikali inspeccionó a la criatura devoradora de metal.

—Te venderé, ya lo creo —le dijo—. Me compraré unos hermosos anillos con las monedas. Alguien querrá a un bicho raro como tú. La gente rica siempre quiere cosas extrañas. Ruffels. Primero te cambiaré el nombre. Te llamaré Fee-ohn-a, creo. Sí, me gusta eso. Fee-ohn-a, el bicho raro.

—Esto tampoco será suficiente, ¿verdad? —Dhamon había estado en los carros, mirando su contenido, cogiendo cosas y acariciándolas con los dedos. Observó marcas de los fabricantes en algunas de ellas, lo que en algunos círculos aumentaba su valor. Pero no encontró nada que mereciera especialmente tantas molestias.

—Es valioso desde luego, pero no de algo excepcional. Y no es lo que necesitamos para tratar con cierta persona. Todavía necesitamos visitar el valle. Pero… conozco un campamento de bandidos donde podemos vender todo esto. Debería conseguir a Rikali y a Trajín suficiente para que no se quejaran durante un tiempo —indicó Maldred a Dhamon mientras se aseguraban de que los caballos de los mercaderes estaban bien sujetos—. Podríamos sacar más en una población.

—No —su compañero frunció los labios en una fina línea, y sus oscuros ojos centellearon—. No debemos arriesgarnos a tropezamos con gentes que hubieran visto anteriormente a los mercaderes… o a otros con los que nos hayamos tropezado.

—Muy bien, pues —Maldred asintió con la cabeza—. Nos quedaremos uno de estos carros o conseguiremos uno nuevo… que es lo que yo prefiero. En el campamento de los bandidos. Nos hará falta al menos un buen carromato para el valle.

—Las gemas que mencionaste, y la mina… —El rostro de Dhamon se tornó grave, su mirada intensa; alzó una mano para rascarse la incipiente barba de su barbilla, luego sus ojos se posaron en los de Maldred.

—Si la suerte nos favorece, ya no tendremos que robar mercaderes durante un tiempo. Ésta es la primera vez que una de estas caravanas ofrece resistencia. La próxima vez tal vez nos tropecemos con mercenarios.

—¡Me muero por una buena pelea! —Trajín danzaba alrededor del hombretón y hacia girar su jupak—. Podemos enfrentarnos a cualquier cosa. ¿No es cierto, Dhamon? ¡Jamás has perdido un combate!

Haciendo caso omiso del kobold, Dhamon saltó al interior del segundo carro. Había un enorme barril de agua dentro, y abrió de un codazo la tapa, bebiendo profundamente y echándose agua en el pecho y el rostro a continuación. Tras ello empezó a arrancar las tapas de las cajas que Trajín no podía abrir, en tanto que Maldred recogía sus propios caballos y los ataba al último carro.

Un chillido los interrumpió.

Rikali estaba en medio del sendero, insultando a la criatura devoradora de metal y agitando los puños. Las hebillas de sus botas habían desaparecido, al igual que el brazalete de su rodilla y el aro de oro del brazo. En su mano derecha no quedaban anillos.

—¡La mataré! —siseó—. Mis joyas. ¡Veloz como un conejo este bicho maldito las ha cogido y se las ha comido!

El hocico de la criatura se contrajo y la lengua salió disparada al exterior para lamer sus labios. A continuación, el animal avanzó tambaleante hacia la mujer, con los ojos fijos en los anillos que centelleaban todavía en su mano izquierda.

—¡Dhamon! —La semielfa se revolvió contra él furiosa, y sus uñas afiladas como garras arañaron la tierna piel del ser, que profirió un sonido sollozante y retrocedió presurosa unos metros, aunque su nariz siguió contrayéndose—. ¡Dhamon, ven aquí!

El hombre atisbo desde el carro, sonriendo ante el apuro en que se encontraba la mujer.

—¡Trajín! —El kobold acudió a la carrera—. Tú no llevas nada de metal. Coge a esa cosa y vuelve a atarla en el carro donde la encontraste.

Rezongando, el otro hizo lo que le decían, obteniendo algo de ayuda por parte de Maldred para subir la criatura e introducirla bajo la lona, al tiempo que se mantenía lejos de sus patas delanteras y de su boca devoradora de metal. El carromato en cuestión estaba sujeto mediante clavos de madera y no había ni rastro de metal en todo él.

—No conservaremos este carro —afirmó el hombretón—. O esta criatura durante mucho tiempo. Pongámonos en marcha.


* * *


Dhamon se movía con mucho tiento por el sendero montañoso, explorando en avanzadilla mientras el sol se fundía con el horizonte y pintaba las Khalkist con un suave resplandor anaranjado. Disfrutaba con estos instantes de soledad, sin nadie que lo importunara con conversaciones triviales y preguntas que no quería contestar. Sin nadie que le exigiera nada.

Cuando se hallaba en compañía de Maldred y Rikali a menudo se adelantaba, como hacía ahora, para ver si había algún obstáculo en la ruta que seguirían por la mañana. O si había extranjeros en la zona que pudieran molestarlos durante la noche. Era su excusa para obtener un poco de silencio y paz.

No obstante la cercanía del atardecer, el calor no parecía disminuir. El aire estaba enrarecido a esa altura en las montañas y, unido a la temperatura, Dhamon lo encontraba un tanto fastidioso. Se detuvo para descansar sobre una roca plana, rebuscando en su bolsillo para localizar un pedazo de caramelo. Trajín había encontrado un pequeño saco lleno de dulces en uno de los carros de los comerciantes, y Dhamon se aseguró de que se repartieran, antes de que el kobold se las arreglara para devorarlos todos.

Durante un buen rato, contempló fijamente el sol que se desvanecía, aspirando tan profundamente como le era posible y saboreando el azúcar de su lengua. Luego echó una ojeada al camino, que tenía la anchura justa para que pasara el carro. Tomarían la bifurcación hacia el norte, según las instrucciones de Maldred. El hombre al que necesitaba ver se hallaba al sur, pero existía la cuestión de obtener más riquezas antes de que pudieran tomar esa senda.

La bifurcación hacia el norte parecía menos transitada, con matorrales que crecían en algunas zonas aquí y allá, y surcos de ruedas tan superficiales que apenas conseguía distinguirlos. Dhamon se alejó veloz de la roca y se dirigió hacia el norte. Sólo unos minutos, se dijo, únicamente unos minutos más.

No era que a Dhamon no le gustaran sus acompañantes, simplemente creía que necesitaba un poco de soledad de vez en cuando. Maldred se había convertido en su compañero y camarada más íntimo, y Trajín poseía unas pocas cualidades atractivas y útiles. Rikali… bueno, ella no se parecía en nada a Feril, la elfa a la que había cortejado y en la que pensaba a menudo. Pero cuando miraba más allá de los maquillajes y de su constante cháchara, Rikali estaba bien. Ella estaba allí, y Feril…

—Se fue —declaró en voz baja.

Tenía la mirada fija en el suelo, en una hoja de árbol que había caído revoloteando a un lado del camino. Feril tenía un tatuaje de una hoja de roble en el rostro. Cerró los ojos e imaginó a la kalanesti, y el recuerdo le resultó agridulce. Una parte de él deseaba que ella estuviera a su lado, pero la mujer no aprobaría su actual modo de vida. Sin embargo, reflexionó, tal vez le gustaría Maldred.

Dhamon frunció el entrecejo cuando, al doblar un recodo del sendero, se encontró con que un desprendimiento de rocas impedía el paso. Probablemente lo habían provocado los temblores, pensó, mientras escalaba el derrumbe y atisbaba por la parte superior para averiguar cuánto trecho había obstruido. Un muro de roca se alzaba en el lado este del camino, y gran parte de su ladera se había desmoronado para cortar el paso. Se dio cuenta de que no habría excesivas dificultades más allá de ese punto, una vez que se hubiera apartado el montón de rocas.

Maldred era fuerte. Entre él y Dhamon, y con alguna ayuda de Rikali y Trajín, tendrían que poder arreglárselas sin demasiados problemas. Siempre y cuando no hubiera más temblores en esa zona de las montañas. Las sacudidas lo habían inquietado considerablemente, pues la fuerza de la naturaleza era algo a lo que él no podía enfrentarse; pero al parecer los temblores eran algo que tendría que soportar allí, incluidos los resultados, como ese sendero obstruido.

Dhamon se aplicó a la tarea de despejar el camino él mismo; la actividad le produjo una agradable sensación y apartó de su mente a Feril y a otras cosas que lo emponzoñaban cuando se tornaba introspectivo. Trabajó hasta oscurecer, momento en que el calor aminoró aunque sólo un poco. No lo había despejado todo, pero lo peor ya estaba fuera del paso; podría volver a abordarlo por la mañana para finalizar la tarea. Agotado, empapado de sudor y muy hambriento, regresó sobre sus pasos por el sendero, de vuelta al lugar donde había dejado a los otros acampando.


* * *


La noche no suavizó las facciones de Dhamon. Los ángulos de su rostro seguían siendo duros, los ojos oscuros, su porte indescifrable como de costumbre. La barba incipiente se había espesado, y Dhamon frotó la punta de los dedos sobre ella, produciendo un sonido casi imperceptible. Su mandíbula se movió y los músculos del brazo con el que empuñaba la espada se tensaron y relajaron mientras pensaba en el botín del carro y la venta de las mercancías y, en silencio, maldecía a los comerciantes por no haber tenido más carromatos o algo de extraordinario valor en ellos.

Él y Maldred estaban sentados lo bastante cerca de una pequeña fogata para ver las monedas que contaban. Trajín aparecía de tanto en tanto para girar la carne que se asaba en el espetón y para asegurarse de que no lo estafaban ni en cuestiones de comida ni de dinero. Rikali se hallaba en las inmediaciones, probándose una prenda tras otra de las que había reclamado como suyas del botín de los carromatos e intentando infructuosamente atraer la atención de Dhamon.

—Aceptable —anunció Maldred cuando hubo hecho cuatro montoncitos de monedas y los hubo colocado en cuatro bolsitas de cuero; dos eran más grandes, y arrojó una a Dhamon y ató la otra de gran tamaño a su propio cinto—. Monedas y comida.

—Bebida —añadió su compañero, abandonando sus sombríos pensamientos; señaló una jarra de fuerte alcohol destilado que se hallaba al alcance de su mano y estiró el brazo hacia ella, cerrando los dedos alrededor del asa—. Buena bebida.

—Y ropas nuevas, mi buen amigo.

Maldred había abandonado sus calzas y su camisa de gamuza por unos pantalones livianos y una fina y ondulante túnica del color de pálidas azucenas. Sólo había encontrado unas pocas cosas de su tamaño en los pertrechos de los comerciantes, suficiente para dos cambios de atuendo con una camisa extra y una capa que le llegaba justo por debajo de las rodillas. Aunque era sólo unos centímetros más alto que Dhamon, sus hombros eran mucho más anchos, su pecho, brazos y piernas gruesos y fornidos.

Dhamon tuvo más para escoger, y eligió prendas caras de colores oscuros que envolvían su larguirucho cuerpo. También, ante la insistencia de Rikali, se había quedado con una cadena de oro gruesa como un cordón, y se la había colgado del cuello, donde centelleaba bajo la luz de las llamas.

Trajín había conseguido hallar algunas ropas infantiles que se ajustaban a su talla, aunque los colores y estampados le arrancaron siseos de disgusto: azul cielo con pájaros y setas bordados en las mangas. Por suerte, también consiguió encontrar una capa con capucha de lana de color negro de la talla de un kender, que juró llevar puesta cuando se acercaran a la civilización, sin importar el calor que hiciera. Si bien otros miembros de su raza raramente se preocupaban por su vestimenta, Trajín había llegado a apreciar las prendas bien confeccionadas, aunque sólo fuera porque ayudaban a disimular su raza. Farfulló que necesitaba encontrar un atuendo más apropiado en algún punto del camino y que, desde luego, no quería penetrar en ninguna ciudad de buen tamaño con un aspecto como el que entonces tenía.

En aquel instante, se disponía a fumar en su apreciada adquisición, la pipa del anciano, como la llamaba. Canturreando y gesticulando con los dedos, empezó a ejecutar un sencillo conjuro. Introdujo los dedos en la tallada barba que formaba la cazoleta y apretó con fuerza el tabaco en el fondo; el hechizo ayudó mágicamente a que el tabaco prendiera y dio unas chupadas para mantenerlo encendido, haciendo chasquear los dientes tranquilamente sobre la boquilla.

Rikali era la que había salido mejor parada, según su propia modesta opinión, al descubrir toda clase de túnicas, faldas, pañuelos y baratijas. Llevaba ocupada más de una hora desde que se habían detenido, probándose una prenda detrás de otra y girando al compás de una música que nadie oía.

Las cosas que no se acomodaban a su sentido de la moda, junto con prácticamente todo lo demás que contenían las carretas, se había vendido en el campamento de los bandidos, donde Dhamon había dirigido las negociaciones, obteniendo más de lo que Maldred había imaginado posible por todo el lote. Allí adquirieron un nuevo carro, uno que tenía altas paredes laterales y una enorme lona alquitranada. Maldred opinó que era aún más resistente y apropiado para el viaje al valle que los que vendían. Y se quedaron con dos caballos de tiro para arrastrarlo.

—El sendero que quieres tomar es estrecho —le dijo Dhamon.

—Lo sé, lo he usado antes. Es mi ruta favorita para entrar en el valle. No es fácil de recorrer y, por lo tanto, no se usa demasiado.

—Y bien, ¿vas a decirme exactamente qué hay en este valle? —instó su compañero—. ¿Diamantes, dijiste?

—Sí.

—¿Por qué tan reservado?

—Creía que te gustaban las sorpresas.

—Jamás lo dije. Debes de estar pensando en Riki.

Maldred sonrió de oreja a oreja y sacudió la cabeza, extendiendo el brazo para arrancar un pedazo de carne.

—Obtendremos ganancias inmensas, socio —dijo—, si podemos llevarlo a cabo. Ni me plantearía intentarlo sin ti.

Los oscuros ojos de Dhamon centellearon, reflejando la luz y su curiosidad.

—Resultará fácil, creo. Todo lo que tenemos que hacer es… —Maldred pescó a Rikali escuchando y sacudió la cabeza—. Será mejor que me guarde los detalles para mí mismo hasta que lleguemos allí. —Bajó la voz hasta el punto que Dhamon tuvo que esforzarse por oírlo—. Trajín hará lo que queramos, irá donde le digamos. Pero es mucho mejor que Rikali no se ponga nerviosa y alterada. Confía en mí.

—Con mi vida —repuso él—. Guarda tu sorpresa un poco más.

El hombretón se puso de pie y echó la cabeza hacia atrás para contemplar el cielo nocturno. Un aluvión de estrellas parpadearon desde las alturas, y él alzó un dedo para trazar un dibujo en ellas.

—También yo confío en ti con mi vida, amigo. No le había dicho esto a ningún hombre antes. Pero en los cuatro meses transcurridos desde que fuiste a parar a mi lado he acabado considerándote como un hermano.

Dhamon alargó la mano hacia la jarra y la destapó, bebiendo con avidez durante un buen rato.

—Yo también he tenido… pocos amigos en los que pudiera confiar así.

—Puedo leer tu mente, amigo —rió el otro—. ¿En qué piensas? ¿En Palin Majere y la mística Goldmoon? —Maldred dejó de trazar el contorno de las estrellas—. Yo diría que tus viajes a requerimiento suyo influyeron en tu carácter Dhamon Fierolobo. Y te enseñaron el auténtico significado de la amistad.

—Sí, es posible —asintió él, alzando la jarra en un brindis—. La amistad es importante. —Volvió a tomar un buen trago y luego clavó sus ojos en los de su compañero, sin parpadear—. Te he contado bastantes cosas de mi pasado —dijo con calma—. Pero sé muy poco sobre ti.

—No hay mucho que contar. Soy un ladrón, que juguetea con la magia. —Se apartó del fuego y se tendió sobre una manta, con las manos ahuecadas detrás de la cabeza a modo de almohada.

Trajín corrió hacia él, dio una última chupada a su pipa, sacudió el tabaco de su interior y, tras guardarla con cuidado, se enroscó entre los pies del hombretón, empezando a roncar profundamente al poco rato.

Dhamon arrancó un pedazo de carne chamuscada y lo masticó en actitud casi pensativa. La extraña criatura llamada Ruffels era sabrosa y tierna. Él mismo la había sacrificado a su regreso del viaje de exploración. Nadie en el campamento de bandidos quiso comprar el maldito animal, y éste había engullido unas cuantas joyas más de Rikali.

—¿Te gusta esto? —La semielfa se había deslizado detrás de él, colocando un hermoso pañuelo de seda ante sus ojos.

—Muy bonito —repuso él, estirando el cuello y alzando la mirada hacia ella.

El rostro de la semielfa estaba profusamente maquillado, con los párpados y labios pintados del color de una ciruela madura, y los rizos plateados amontonados en lo alto de la cabeza y sujetos por una peineta de jade que la mujer había encontrado en uno de los carros. Se cubría con una túnica de color verde oscuro de tela satinada, que resultaba demasiado ajustada, aunque eso a ella parecía satisfacerle.

—¿Y no crees que yo también soy muy bonita?

Dhamon asintió e hizo intención de alzarse. Pero ella le echó el pañuelo sobre el rostro y se dejó caer con delicadeza junto a él, que contempló apreciativo su algo nebulosa y celestial figura.

—Riki, eres muy bonita. —Le dedicó un atisbo de sonrisa—. Y lo sabes. No necesitas que yo te lo diga.

La mujer agitó los dedos ante él, exhibiendo los nuevos anillos, que se había quedado de las mercancías de los comerciantes. Había intentado sin éxito convencer a su compañero para que le diera el viejo anillo de perlas que había robado en el hospital, y también cualquiera de las mejores piezas de aquel botín. Pero lo obtenido en el hospital no había sido dividido equitativamente. De todos modos, había varios brazaletes nuevos en cada una de sus muñecas y alrededor de uno de los tobillos. Había desechado sus botas y escogido unas sandalias de suave cuero de las que también se había apropiado, y se las había apañado para encontrar un grueso anillo de oro que se ajustara alrededor de uno de los dedos de los pies.

—No necesitas toda esa… decoración —indicó el hombre.

—Ah, amor, pero sí que la necesito. —Besó el enjoyado anillo de la Legión de Acero del dedo de su compañero—. Es más fácil transportar mis chucherías que un pesado saco de monedas. Y son mucho más deliciosas de contemplar que las piezas de acero acuñadas. Pero algún día cambiaré todo esto por una hermosa casa lejos de los dragones y los caballeros y este inaguantable clima caluroso. En una isla, creo. Una que capture las brisas frescas cuando el verano resulte demasiado insoportable. Una donde jamás nieve. Una isla bella y perfecta. Estaremos solos tú y yo allí… y las visitas que invitemos. Y tendremos un enorme jardín de fresas rodeado por un campo de margaritas. —Se inclinó más cerca y lo besó, permaneciendo allí un buen rato para que él pudiera oler el dulce perfume almizcleño que se había aplicado generosamente—. Y a lo mejor tendremos un bebé o dos que acunar y ver crecer. —Se estremeció y rió nerviosamente—. Pero no por el momento, Dhamon Fierolobo. Soy demasiado joven para todo eso y tengo mucho mundo que ver todavía. —Tiró del pañuelo para soltarlo y volvió a besarlo.

Cuando se apartó, su rostro estaba serio.

—Dime que me amas, Dhamon Fierolobo.

—Te amo, Riki. —Pronunció las palabras, pero no había ardor en ellas, y sus ojos no le devolvieron la mirada.

Ella sonrió desilusionada y acarició los cabellos que colgaban sobre la amplia frente de su compañero.

—Algún día lo dirás en serio.

Se tumbaron, acurrucados uno contra otro, pero la mente de Dhamon estaba en otra parte. Una vez más había notado que la escama empezaba a arder. Era una sensación tenue al principio, un calorcillo nada desagradable. Siempre empezaba así, con un suave calor, hasta cierto punto casi reconfortante, que iba importunándolo. Al cabo de unos minutos, en ocasiones incluso una hora, el calor aumentaba.

Dhamon apretó los dientes, intentando concentrarse en las sensuales divagaciones de Rikali, pero todo lo que sintió fue el progresivo calor. Ardiente como una llama, parecía fundir su carne, y todo lo que oía era el tamborileo de su corazón, tan fuerte en sus oídos que resultaba ensordecedor. A continuación se iniciaron los pinchazos helados que alternaron con el ardor hasta que fuego y hielo vibraron emergiendo de la escama con cada inspiración que realizaba. El dolor lo consumía. Cerró la boca con fuerza y sintió que sus dientes rechinaban involuntariamente, como sus dedos se retorcían y los músculos de las piernas se movían incontrolables.

En las profundidades de su mente vio a la hembra de Dragón Rojo y al caballero negro que, tiempo atrás, lo había maldecido con la escama.

—Quítatela y morirás —había dicho el guerrero, repitiendo las palabras en un susurro que sonó como un coro de espectros enloquecidos.

Vio también una alabarda, la alabarda que ahora llevaba Rig, aunque en una ocasión había pertenecido a Dhamon. Vio el arma en sus manos y cómo descendía sobre Jaspe Fireforge, hendiendo el pecho del enano e hiriéndolo gravemente. Vio sus brazos que alzaban de nuevo el arma y la dejaban caer sobre Goldmoon, matándola, o eso pensó. Sintió algo entonces, en una pequeña y remota zona de su mente, pesar y horror y el deseo de estar muerto en lugar de Goldmoon.

A medida que el dolor aumentaba, observó y observó. Vio cómo todo sucedía de nuevo, cómo se desvanecían los meses hasta el instante en que un Dragón de las Tinieblas y él se encontraron en una cueva, y una hembra de Dragón Plateado usó su magia para alterar la escama. Entonces el recuerdo se esfumó a medida que el dolor se intensificaba, impidiéndole por completo pensar en nada más.

Rikali se arrimó aún más y besó su húmeda frente. Las lágrimas afloraron a los ojos de la semielfa, y sus dedos se cerraron sobre su brazo.

—Pasará, amor —dijo—. Como sucede siempre.

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