7 Sombrío Kedar

—¡Estás loca! ¿Unirte a él?

Los ojos del marinero estaban abiertos de par en par y su boca se movía silenciosamente mientras intentaba imaginar qué otra cosa decir a Fiona.

—¿Unirte a mí?

También Dhamon se quedó momentáneamente estupefacto, pero luego su rostro se puso rápidamente su máscara estoica y sus ojos se endurecieron. Chasqueó ligeramente los dientes y cerró y abrió los dedos alternativamente mientras aguardaba a que la mujer se explicara.

—¿Unirte a una banda de bandoleros? Yo diría que no es eso algo muy solámnico, precisamente. Podría deslustrar tu brillante armadura. —Rikali se acercó furtivamente a la dama—. Además, Fee-ohn-a, no queremos que te unas a nosotros. Los cuatro solos nos las arreglamos divinamente. Vosotros dos no encajaríais. Y no seríais bienvenidos.

Fiona apartó a la semielfa con un codazo bastante brusco, provocando que ésta hinchara el pecho, alzara la barbilla y levantara un puño en actitud desafiante. Maldred posó una mano sobre el hombro de Rikali, impidiendo así que golpeara a la solámnica.

—Necesito monedas, Dhamon. Gemas, joyas, en grandes cantidades. Las necesito con rapidez. Inmediatamente. Y tú pareces saber cómo conseguirlas.

Rig se dio una palmada en la frente, y dijo en voz baja:

—No funcionará, Fiona. No puedes hacer tratos con el diablo. No puedo creer que lo consideres. Por todos los dioses desaparecidos, no tenía ni idea de lo que pasaba por tu cabeza. —El marinero contempló a su compañera, y una avalancha de emociones se reflejaron en su rostro… por encima de todo, enojo.

—Mi hermano es uno de los Caballeros de Solamnia que están cautivos en Shrentak —empezó Fiona, que ahora tenía puesta en ella la atención de todos—. Lleva allí casi dos meses. Y yo pienso liberarlo.

—Shrentak, el corazón de la ciénaga —susurró Rikali—. Ése sí que es un lugar asqueroso al que no me gustaría ir a parar. —La semielfa arrugó la nariz y se apoyó en Dhamon, quien por su parte se recostó con más fuerza en su bastón.

—Sable, la señora suprema Negra, los retiene a ellos, y a otros, en su guarida. Y yo pienso liberar a mi hermano y a tantos otros caballeros como pueda. Tendré que usar muchas monedas para pagar su rescate.

Dhamon permaneció en silencio un buen rato; la lluvia y las palabras de la mujer disipaban su embriaguez. Tenía los negros cabellos llegados a los costados de la cabeza, mientras la suciedad del rostro y las manos desaparecía despacio bajo el constante torrente de agua. La hoguera situada tras él se había apagado, sumiendo el campamento en tinieblas. No obstante, los relámpagos que bailoteaban en las alturas proporcionaban luz suficiente para iluminar su torva expresión. Un atisbo de cólera ardía en sus ojos, y la piel de su rostro estaba tensa como la de un tambor.

—Deberías escuchar a Rig —dijo a la mujer—. Pagar un rescate, hacer un trato con un dragón, eso es una auténtica locura. Ya deberías saberlo.

—No tengo elección.

—Ponte en contacto con tu poderoso consejo solámnico. Sin duda fueron ellos quienes ordenaron a los caballeros que penetraran en la ciénaga. Pueden enviar a más caballeros a rescatarlos.

—Sí —repuso ella, sacudiendo la cabeza—, el consejo envió a mi hermano y a los otros hombres. Con qué propósito es un misterio. Y sí, el consejo ha intentado rescatarlos. Dos veces han enviado allí a una guarnición, y en ambas ocasiones, nadie ha regresado.

—Enviad otra. —Sus palabras sonaron duras e irritadas—. Será una causa honorable.

Rikali se mordió el labio inferior y asintió con la cabeza.

—El consejo se niega —siseó, prácticamente, la dama—. En toda su infinita sabiduría ha decretado que no se… desperdiciarán, fue la palabra, más vidas.

—Entonces contrata mercenarios —intervino Maldred.

—Lo hemos intentado —repuso Rig—. Pero no hay monedas suficientes, al parecer, para atraer a nadie a la ciénaga de Sable.

—Gente inteligente —intervino la semielfa.

—Pero las monedas sacarán de allí a mi hermano —continuó Fiona—. Uno de los servidores del dragón se puso en contacto recientemente con el consejo y dijo que Sable liberaría a los hombres a cambio de suficientes monedas y piedras preciosas. La clase de tesoro que gusta a los dragones.

—Pero no puedes confiar en un dragón. —Las palabras de Dhamon sonaron gélidas.

Eso le he dicho, articuló Rig en silencio.

—No tengo ninguna elección —repitió ella con firmeza—. Es mi hermano.

—Y probablemente esté muerto. —Dhamon sacudió la cabeza—. O por su propio bien deberías esperar que así fuera.

—No lo creo. Lo sabría si estuviera muerto. De algún modo lo sabría.

Dhamon dejó escapar un resoplido por entre los apretados dientes y ladeó la cabeza para vislumbrar el largo zigzag de un relámpago. Bizqueó a través de la lluvia.

—Y el consejo, Fiona, ¿con qué ha contribuido al rescate?

El trueno estremeció el campamento y los relámpagos de las alturas se intensificaron, como dedos afilados saltando de nube en nube. La lluvia tamborileaba más veloz aún ahora.

—Con nada —respondió la mujer por fin—. Ni una sola pieza de acero. Dijeron que no querían saber nada de esto, que no creían en la oferta del esbirro de pagar un rescate por los hombres. Han borrado a los caballeros de sus listas, el consejo lo ha hecho, pues los da por perdidos a todos. Muertos.

—Entonces por qué… —empezó Dhamon.

—Esto lo hago por mi cuenta. Estoy arriesgando mi posición como Dama de Solamnia. —Cruzó los brazos; Dhamon no recordaba haberle visto jamás una expresión tan desafiante en el rostro—. No me importa cómo consigo esas riquezas, Dhamon Fierolobo. Robaré hospitales contigo. Carros de mercaderes. Haré lo que sea necesario excepto matar. Me…

—Te unirás a nuestra admirable, pero humilde compañía de ladrones, por lo que parece, dama guerrera —finalizó por ella Maldred.

Rikali escupió al suelo, y los ojos de Trajín refulgieron rojos. La expresión de Dhamon era inescrutable, aunque sus inmutables ojos estaban puestos en Maldred ahora, no en Fiona.

—Es una lástima, sin embargo, que no tengamos riquezas en estos momentos para contribuir a tu digno empeño, dama guerrera —continuó el hombretón—. Nada. Despilfarramos casi todo lo que Dhamon sacó del hospital. Pero nos dirigimos a Bloten, para dejar algunas provisiones. Y allí, estoy seguro de que podremos organizar algún modo de obtener considerables riquezas. Suficiente para tu rescate.

—Tengo que encontrarme con el sirviente de Sable en Takar —explicó Fiona, cuya envarada postura se relajó un poco—. Vive allí, en alguna parte. No debería resultar difícil localizarlo y…

—Y este hombre es… —instó Dhamon.

—No es un hombre, Dhamon. Es un draconiano. La hembra de dragón lo ha destinado allí.

—Encantador —interpuso Rikali—. Y lo reconocerás, supongo.

—Lleva un collarín de oro soldado alrededor del cuello —dijo la solámnica, asintiendo—. Y tiene una profunda cicatriz en el pecho. Lo reconoceré.

—Una persona deliciosa, estoy segura —observó la semielfa.

Fiona hizo caso omiso de la mujer, que refunfuñaba con respecto a la ciénaga y la dama, y sobre que cuatro ladrones eran más que suficiente para su pequeño grupo. La solámnica siguió observando a Dhamon y a Maldred.

—Bloten no está muy lejos de la ruta —dijo por fin—. Iré con vosotros.

Detrás de ella, Rig hundió el rostro entre las manos.


* * *


La lluvia se tornó más suave, pero mantuvo un aguacero constante hasta el amanecer, una torrencial cortina gris que los empapó hasta los huesos, y convirtió en barro el sendero que discurría entre los escarpados riscos.

—Deberíais regresar a Khur —dijo Dhamon a Rig mientras el marinero ensillaba su enorme yegua. El animal no era tan bueno como el que Dhamon le había robado; su lomo se balanceaba y había un gran bulto en una de las patas traseras—. La región es más hospitalaria, más segura para ti y para Fiona. Quítale esa estupidez de la cabeza. Dragones… y draconianos… son seres en los que no se puede confiar. Está malgastando su tiempo.

El otro aseguró la silla de montar y de su garganta brotó una especie de chasqueo.

—Me alegra ver que te preocupa tanto nuestra seguridad.

—No es cierto. —El rostro de Dhamon era impasible, y su voz firme—. Es sólo que prefiero no disfrutar de vuestra compañía.

—Más motivo aún, en ese caso, para que Fiona y yo vayamos con vosotros. Sé que cuando se le mete una idea en la cabeza no puedo hacer que cambie de opinión. Pero no os voy a ayudar a birlar una sola moneda de acero.

—Una pérdida de tiempo —repitió su amigo.

—Es nuestro tiempo.

El sendero que tomaron se había convertido en una tortuosa serpiente marrón que se ondulaba con espesos riachuelos. En ocasiones se curvaba con suavidad por entre las montañas con escarpadas rocas alzándose en ambos lados; pero a menudo se enroscaba alrededor del borde de la ladera occidental, como hacía en ese momento, ascendiendo una cara casi vertical del risco, cuya cima desaparecía en el interior de oscuras nubes grises en un lado, mientras en el otro había una pendiente perpendicular de sesenta metros que daba al inmenso pantano de Sable. Una fina franja de nubes flotaba sobre una zona de la ciénaga, y unos cuantos de los cipreses gigantes se estiraban a través de ella, con las copas decoradas por enormes loros.

Rikali iba en cabeza chapoteando en el barro mientras sondeaba con el bastón de Dhamon para asegurarse de que el camino era seguro para los caballos y el carro. Aunque se quejaba por la tarea, era ella quien había sugerido que se llevara a cabo y que fuera ella misma la encargada de hacerlo.

—Mis ojos son mejores que los vuestros —había dicho a los hombres y, en voz más baja, para que Rig y Fiona no la oyeran, había añadido—: Y no quiero que les suceda nada a nuestras piedras preciosas. Ningún vuelco por la ladera que nos las haga perder después de todo lo que hemos padecido para obtenerlas.

Sabía que a Dhamon aún le dolían las costillas y que Maldred no podía usar el brazo derecho. Y si bien sus propios rasguños y contusiones no habían curado aún, reconocía que ella era la mejor elección como guía. En cuanto a Trajín, su único problema parecía ser el repulsivo olor que exudaba al estar tan mojado, pero Rikali no se fiaba del kobold para guiar el carromato.

Maldred estaba sentado en el pescante del vehículo, con los ojos dirigidos hacia la semielfa, y el brazo herido bien pegado aún al pecho. Dhamon, sentado a su lado, era muy consciente de que su amigo tenía fiebre, y mientras sujetaba las riendas, tampoco él perdía de vista a Rikali, aunque quedaba claro por su vacua expresión que sus pensamientos estaban en otra parte.

Trajín estaba detrás de ellos, sentado con las piernas cruzadas sobre la lona alquitranada que cubría los abultados sacos de piedras preciosas, y que había colocado bien extendida y sujeta siguiendo órdenes de Maldred. Rig había estado observando la lona con interés, y el kobold estaba seguro de que intentaba adivinar qué había debajo. Provisiones, ¡ja! Desde el principio, la criatura había decidido que no le gustaba el hombre de piel oscura; no le gustaba el modo en que se contoneaba, la manera en que sus ojos llameaban beligerantes de vez en cuando, ni la forma en que se vestía, y desde luego estaba seguro de que no le gustaban todas las armas que el marinero llevaba.

Al kobold tampoco le gustaba la dama, pero sabía que Maldred se sentía al menos ligeramente interesado por ella, de modo que expresar demasiado resentimiento sería malgastar aliento.

Fiona y Rig cabalgaban uno junto al otro detrás del carro, la comitiva avanzando despacio, con el marinero dedicando frecuentes ojeadas a la lona.

—Están hablando —informó el kobold a Maldred, manteniendo los redondos ojillos fijos en el marinero con la esperanza de acobardarlo—. Toda esta lluvia, el repiqueteo y todo eso, me impiden oír bien lo que dicen. Es algo sobre caballeros y prisioneros y Shren… algo, no consigo entender el resto. Además el carro cruje también. Espero que no se haga pedazos. Cargado como está con gemas y agua. Agua. Agua. Agua.

—Pensaba que querías que lloviera.

—No tanto, Mal —respondió él, profiriendo un sonido que recordó el resoplido de un cerdo—. Ni siquiera puedo encender a mi viejo. El tabaco está todo húmedo. En toda mi vida no había visto llover tanto de una vez en estas montañas. No está bien. No es natural. Podría parar en cualquier momento y… —Un retumbante trueno interrumpió al kobold, que clavó las pequeñas zarpas en la lona—. ¿Y qué es todo eso de ayudar a esa dama solámnica a conseguir monedas, joyas y esas cosas? ¿Desde cuándo compartimos nuestro botín con gentes como ella?

—Lo cierto es que no tengo intención de ayudarla —respondió Maldred con una risita—. Y desde luego no voy a compartir nada de lo que tenemos en el carro.

—Ya, ya, es para la espada de Dhamon —refunfuñó el kobold—. Una espada condenadamente cara.

—Pero ella cree que la ayudaré —prosiguió el hombretón—. Y ese pensamiento conforta mi corazón.

—Y la mantiene rondando por aquí. —Trajín hizo una mueca—. Pero ella es… bueno, es una Dama de Solamnia. Problemas. Grandes problemas. Además, se va a casar con ese hombre.

—Pero no se ha casado aún. Y a mí me gusta ella.

—Te gusta. —El ser volvió a gruñir—. La última mujer que te gustó era la esposa de un rico comerciante de Sanction y…

—No tenía tanto carácter como ésta —replicó él—. Y no era tan bonita. Además, la dama guerrera y el hombre oscuro se dirigen a Takar, y después, penetrarán más en el pantano. Sospecho que podríamos obtener buenos beneficios si seguimos con ellos… al menos una parte del camino.

Ante la mención del pantano, Dhamon prestó atención de improviso, y lanzó al hombretón una mirada de protesta.

—No puedes…

—¿Qué es eso de beneficios? —interpuso Trajín—. ¿Cuánto beneficio?

—Hay gente en Bloten que esta preocupada con respecto a Sable y su ciénaga. Pagarán bien por cualquier información obtenida de un grupo de reconocimiento.

—Yo no pienso estar en vuestro grupo de reconocimiento —indicó Dhamon—. Ya es bastante malo que invitaras a Rig y a Fiona a venir.

—Si no lo hubiera hecho, nos habrían seguido igual —repuso él, encogiéndose de hombros—. La dama es testaruda. Es mejor tenerlos controlados.

—Pero a mí no tiene por qué gustarme —Dhamon se vio obligado a darle la razón.

El humano estiró la mano por detrás del asiento en busca de la jarra. La agitó y frunció el entrecejo; no quedaba gran cosa. La destapó, vació hasta la última gota de licor, luego arrojó el recipiente por la ladera de la montaña y observó cómo desaparecía en la neblina.

Justo entonces, Rikali resbaló, el bastón salió despedido de entre sus dedos y cayó ruidosamente por el borde. Dhamon tiró de las riendas, deteniendo a los caballos antes de que la pisotearan. Escupiendo y maldiciendo, la semielfa se incorporó y se limpió el barro de la espalda, luego alzó la cabeza para mirar a Maldred y sacudió la cabeza con vehemencia. La larga melena blanca estaba pegada a los costados de su cuerpo, veteada de barro.

—¡Es como un maldito río ahí delante! —gritó—. Cerdos, el agua baja a borbotones. Resulta demasiado resbaladizo. Tendremos que detenernos.

—¡Trajín! —Dhamon hizo una seña al kobold.

Rezongando todo el tiempo, la pequeña criatura descendió del carromato y resbaló en dirección a la semielfa, cayendo dos veces antes de conseguir llegar junto a ella. Echó una ojeada al sendero que discurría por el borde de las Khalkist, con los ojillos como pequeños faros por entre la cortina gris de agua, luego pasó junto a Rikali patinando y dirigió una rápida mirada al otro lado de la siguiente curva. Hizo una mueca y alzó la vista, bizqueando cuando la lluvia le golpeó el rostro.

—Tiene razón. Está muy mal —explicó a Dhamon—. Pero esperar no ayudará. —Señaló con el dedo—. No hay ningún indicio de que vaya a aflojar dentro de poco. No hará más que empeorar.

El hombretón indicó sendero adelante, y Rikali y Trajín avanzaron despacio, deteniéndose en el recodo para esperar a que el carro los alcanzara y guiar luego a los caballos para rodear el siguiente peñasco. Era una marcha difícil, pues buena parte del sendero iba siendo arrastrada por las aguas, y lo que quedaba apenas tenía la anchura suficiente para el vehículo. Cuando el carromato rodeó otro recodo, el pequeño ser lanzó una exclamación. Sus pies salieron despedidos por los aires y, con las manos agitándose desesperadamente, el kobold resbaló en dirección al precipicio.

Rikali lo sujetó por la huesuda muñeca justo en el momento en que su cuerpo salía disparado por el borde, y lo dejó colgando en el vacío unos instantes, atesorando la expresión de terror que inundó el rostro de la criatura antes de levantarlo a lugar seguro y subirlo al lomo de uno de los caballos.

—Inútil —farfulló, dándose la vuelta para reanudar su tarea de guía único—. Eres una completa nulidad, Trajín.

Lo que podrían haber llevado a cabo en sólo unas pocas horas, necesitó casi todo un día y estuvo a punto de terminar en catástrofe cuando una rueda resbaló fuera del camino. Hicieron falta Rig, Fiona y Dhamon para volver a colocarla sobre el sendero.

Aquella noche acamparon en una pequeña meseta que estaba libre de barro, pues la lluvia había arrastrado toda la tierra, dejando al descubierto una capa de pizarra que relució con un negro oleoso cuando la luna realizó una breve visita. La lluvia amenazaba también con desalojar a los pocos arbolillos que brotaban en grietas de la ladera, y los pequeños árboles eran sacudidos sin piedad por el viento que había aumentado su fuerza y lanzaba la lluvia de modo casi horizontal.

El diluvio continuó toda la noche, aflojando con la mañana para luego volver a aumentar con el crepúsculo. El cielo estaba oculto por nubes, hinchadas y oscuras que retumbaban constantemente. De vez en cuando el suelo se estremecía bajo sus pies, y aunque las sacudidas no eran tan amenazadoras como las anteriores, aquello atemorizaba a Trajín, a Rikali y a Maldred. Dhamon permanecía impasible ante el tiempo y los pequeños temblores.

Rig y Fiona se mantuvieron apartados la mayor parte del tiempo, y Dhamon se las arregló para evitar su compañía dejándose caer en los brazos de Rikali, aunque la semielfa receló lo suficiente para preguntarse por qué su compañero se mostraba tan cariñoso repentinamente. No pudo evitar observar cómo se entrecerraban los ojos del marinero cada vez que besaba a Dhamon.

—Sé que amas a tu hermano —dijo Rig en voz baja a Fiona—. Pero no creo que él aprobara esto. Diablos, yo no lo apruebo. —Estaban sentados el uno al lado del otro sobre una roca plana, acostumbrados ya a la lluvia—. Asociarse con esta gente y dirigirse a Bloten. Eso es el corazón mismo del país ogro. No parece correcto. Y es condenadamente peligroso.

—Tengo que conseguir un rescate, Rig. ¿De qué otro modo puedo obtenerlo? Esta… gente… son mi mejor posibilidad. No poseo nada; durante todos estos años lo he dado todo como diezmo a la orden. Tú no tienes suficiente. Y tampoco tienes una idea mejor.

El marinero lanzó un bufido y le pasó un brazo por los hombros, frunciendo el entrecejo cuando ella no se dejó caer contra él como acostumbraba hacer. Su postura era tan rígida como su armadura, y el agua goteaba por entre las rendijas en las láminas de metal y rebosaba por encima de los bordes de sus botas.

—No confío en Dhamon. Y ¿qué hay de ese Maldred? No sabemos nada de él, excepto que es un ladrón.

—Recuerdo que me contaste que tú fuiste un ladrón en una ocasión.

—Eso fue hace una eternidad, Fiona. —El marinero sacudió la cabeza, haciendo rechinar el tacón contra la pizarra—. Al menos lo parece. Y yo no era un ladrón. Era un pirata. Existe una gran diferencia. Al menos la hay para mí.

—Aquellos a quienes robaste podrían no estar de acuerdo. —Suspiró y dulcificó su tono—. Mira, Rig, realmente necesito conseguir ese rescate. Y pronto. Esta es mi mejor idea. Tal vez si hubiera más tiempo… pero no lo hay. Su vida está en juego.

—¿De verdad crees que este draconiano nos estará esperando?

—Contó al consejo solámnico que estaba estacionado en Takar.

—¿Y confías en él?

—¿Qué elección tengo? —La mujer se encogió de hombros—. Además, no tendría por qué mentir al consejo sobre su paradero si realmente deseaba recoger algunas riquezas para Sable. Y tampoco se habría puesto en contacto con él en primer lugar para hablar de un rescate, si la hembra de dragón no estuviera interesada en aumentar su tesoro.

—Y si consigues obtener el rescate y llegar a Takar, todavía tendrás que localizar a ese draconiano. Apuesto a que hay unos cuantos draconianos y dracs allí.

—Eso, estoy segura, será la parte fácil —dijo ella, suspirando profundamente—. Lo reconoceré, Rig. Lo sé. Su nombre es Olarg, y la cicatriz es muy peculiar.

—Fantástico. Así que estás segura de poder encontrarlo. Y estás igualmente segura de que el draconiano se limitará a entregarte a tu hermano a cambio de un gran saco de…

—No tengo otra alternativa que creerlo. Y Dhamon y Maldred son nuestra mejor posibilidad de obtener las monedas. Puede que nuestra única posibilidad. Mi hermano debe ser liberado. Luego podremos dejar todo esto atrás y casarnos.

Rig enarcó las cejas y se inclinó hacia adelante para mirarla a la cara. La mujer observaba a Maldred que, con el torso desnudo, estaba apoyado en el carro, mientras mantenía el rostro alzado hacia la lluvia.

—Y ¿qué hay de Dhamon? Una vez termine todo esto… ¿de un modo u otro?

—Dhamon necesita que creamos en él, y tú lo sabes. Necesita otra oportunidad. Es un buen hombre, Rig. En lo más profundo de su ser. Demasiado bueno para meterlo en prisión, no importa lo que haya hecho últimamente.

—No pareces tú, Fiona. —Las palabras de la solámnica lo sorprendieron sinceramente—. Creía que dijiste que la justicia exige que la gente pague por sus errores.

—Justicia —repitió ella—. ¿Dónde está la justicia en este mundo? Mi hermano está en Shrentak. Y Dhamon va a ayudarme a conseguir que lo suelten. Ésa es la justicia que quiero, que mi hermano quede libre. Además, Dhamon es en realidad una buena persona. Bueno interiormente.

Yo también soy una buena persona, pensó el marinero pesaroso, mientras escogía un lugar en el suelo y se acomodaba en él para pasar otra noche en blanco y empapado de agua.

Dos días más tarde, lloviendo aún, aunque con más suavidad, se encontraron ante las puertas de Bloten, en el pasado una gran ciudad situada en las alturas de las Khalkist, con las cimas de las montañas circundándola como una corona de espinas.

Una muralla desmoronada de casi doce metros de altura rodeaba la antigua capital, aunque en algunas secciones se había derrumbado, y los huecos se habían rellenado alternativamente con rocas amontonadas sujetas con argamasa y con vigas clavadas profundamente en el rocoso terreno y sujetas entre sí con abrazaderas de oxidado hierro. En la parte superior, donde las paredes parecían en peor estado, se habían incrustado lanzas, inclinadas hacia el exterior y hacia el interior.

—Hay cristales rotos y abrojos repartidos por toda la zona superior —informó Trajín al marinero—, con el propósito de mantener fuera a los que no han sido invitados.

—O de mantener a todo el mundo dentro —replicó el hombre de piel oscura—. A mí me parece una prisión enorme.

En lo alto de una barbacana que parecía tan erosionada que podría venirse abajo en cualquier momento, se hallaban dos ogros entrecanos. De espaldas encorvadas y cubiertos de verrugas, y con sus pellejos gris verdosos empapados por la lluvia, contemplaron con expresión colérica al pequeño séquito. El de mayor tamaño tenía un diente que sobresalía de su mandíbula inferior en un curioso ángulo, y una lengua de un oscuro tono violeta que serpenteó hacia fuera para enrollarse sobre sí misma. Gruñó algo y golpeó su escudo con su garrote claveteado, luego volvió a gruñir, profiriendo una retahíla de palabras guturales que nadie entendió, con excepción de Maldred y Dhamon.

El hombretón descendió del carro, tambaleándose un poco a causa de la fiebre, y avanzó despacio en dirección a las macizas puertas. Levantó los ojos hacia la pareja y alzó el brazo sano, apretó el puño y describió un círculo con él en el aire, luego lo bajó y se golpeó la cintura. A continuación habló, casi a gritos, y sus palabras sonaron como una serie de gruñidos y rugidos.

Acto seguido, Maldred indicó con la mano a Dhamon, realizando un gesto que Rig reconoció como riqueza o moneda, una palabra por signos que su amigo sordo Groller le había enseñado. El marinero pensó inmediatamente en su compañero, preguntándose si habría encontrado trabajo en un barco en alguna parte o si había elegido alguna causa que defender. A lo mejor ayudaba a Palin Majere. El antiguo pirata lamentó no haberse mantenido en contacto con Groller y empezó a pensar lo mucho que le gustaría que el semiogro estuviera allí. Resultaría valioso en esa ciudad, aunque no pudiera oír lo que se decía, y además era alguien en quien Rig podía confiar. Si salgo de ésta —reflexionó—, una vez que el asunto del hermano de Fiona quede resuelto, iré en busca de mi viejo amigo.

Dhamon se quitó el anillo de la Legión de Acero de la mano y lo arrojó a Maldred, quien volvió a emitir una retahíla de gruñidos y rugidos y lanzó el anillo a los ogros. El brazo del ogro de mayor tamaño se elevó a la velocidad del rayo, y unos dedos llenos de verrugas se cerraron sobre la pieza. La acercó a sus ojos y luego sonrió, dejando al descubierto unos dientes rotos y amarillentos. Contestó con un rugido satisfecho.

—No es bueno —musitó Rig a Fiona—. Ese hombre Maldred conoce la lengua de los ogros. Peor aún, parece que Dhamon también la conoce. Y no me digas que los ogros son buenos en el fondo. Sé bien de lo que hablo. No me gusta esto.

—Es buena cosa que alguien entienda a esos brutos —respondió ella con suavidad—. De lo contrario, dudo que pudiéramos atravesar las puertas.

—Oh, entraremos, ya lo creo —replicó el marinero con aire de suficiencia—. Pero tal vez no volvemos a salir. —Observó cómo las puertas se abrían de par en par, al tiempo que los dos malcarados ogros les hacían señas para que entraran—. Lo cierto es que no considero esto una buena idea.

Fiona no le hizo el menor caso, azuzando con las rodillas a su caballo para que siguiera al carro. Rig lanzó un juramento, pero la siguió a distancia, manteniendo los ojos alerta. Las puertas se cerraron con un crujido a sus espaldas, y un enorme tablón descendió para mantenerlas fijas en esa posición. Vieron grandes ballestas cargadas en lo alto de los muros, y escalas que conducían a ellas.

—Maravilloso —masculló el marinero—. Hemos ido a parar a un lugar encantador. Deberíamos pasar las vacaciones aquí.

La ciudad se extendía ante ellos, demasiado extensa para poder abarcarla con una única mirada. Los imponentes edificios, con sus fachadas deterioradas a causa de la edad y la falta de mantenimiento, se alzaban hacia las nubes que flotaban en lo alto. Había letreros colgados en algunos de los edificios, con dibujos que indicaban tabernas, armeros y posadas, aunque era dudoso que esos edificios fueran realmente establecimientos abiertos y en funcionamiento, ya que algunos daban la impresión de que podían derrumbarse en cualquier momento y muy pocas luces brillaban en el interior. Las inscripciones de los letreros, escritas en alguna lengua extranjera, parecían bichos desportillados y descoloridos bailoteando en una línea irregular. Idioma ogro, imaginó Rig, aunque nunca antes lo había visto escrito.

Charcos cada vez mayores salpicaban las amplias calles bordeadas de carros y enormes caballos de tiro de lomos hundidos. Una ogra tuerta cepillaba a un buey de gran tamaño delante de lo que parecía ser una panadería. La mujer dedicó una furiosa mirada a la solámnica y cepilló al animal con más energía mientras el grupo pasaba en tropel por su lado.

Casi todos los otros ciudadanos que divisaron eran ogros, criaturas humanoides de dos metros setenta de altura o más. Todos tenían los rostros anchos con grandes narices gruesas, algunas de las cuales estaban adornadas con aros de plata y oro y huesos. Las espesas cejas casi ocultaban unos ojos oscuros y muy separados que miraban raudos a los recién llegados y luego se desviaban. Las orejas eran extremadamente grandes y deformes, en general puntiagudas como las de los elfos, pero sin su elegancia. Y su piel iba del color marrón pálido a un caoba vivo. Unos cuantos eran de un verde grisáceo, y uno que cruzó lentamente la calle frente a ellos tenía el color de las cenizas apagadas. Se movían perezosamente, como si el insólito tiempo lluvioso hubiera conseguido desanimarlos.

Muchos lucían armaduras de cuero y cargaban con grandes garrotes claveteados. Los escudos que colgaban de muchas de sus espaldas estaban abollados y desgastados, algunos con símbolos pintados encima, otros con galones que daban fe de las victorias, o toscos dibujos pintados de animales temibles que probablemente habían matado. Algunos ogros llevaban ropas harapientas y pieles desgarradas de animales, y se calzaban con sandalias o iban descalzos. Todos tenían un aspecto inmundo; sólo unos pocos se vestían con prendas que parecían bien cortadas y razonablemente limpias.

Había algunos semiogros entre la muchedumbre, y éstos también iban vestidos con harapos, aunque sus facciones eran más parecidas a las de los humanos. Uno era un buhonero que pregonaba tiras ahumadas de carne grisácea debajo de un toldo que se abombaba a partir de un edificio tapiado. Un trío de niños ogros revoloteaba alrededor, pidiendo ora comida ora mofándose de él.

—Nuestro buen amigo Groller es un semiogro —dijo Rig en voz baja con la intención de que sólo lo oyera Fiona—. Pero es muy distinto de estas criaturas.

—Esta gente, Rig —repuso ella, asintiendo—. Los ogros fueron en una ocasión la raza más bella de Krynn. Se dice que ninguna otra raza igualaba su aspecto.

—Bella. ¡Puaf!

—Eran hermosos. Pero cayeron en desgracia ante los dioses durante la Era de los Sueños. Ahora son feos y brutales, sombras de lo que fueron sus antepasados.

—Bueno, pues no me importan estas sombras —dijo él—. Y no estaría aquí si no fuera por ti. —Sus manos sujetaron con fuerza las riendas de su yegua, el cuero húmedo cortando las articulaciones de los dedos, mientras sus ojos se movían de un lado a otro de la calle, en busca de un rostro con el más leve destello amistoso—. Definitivamente estamos fuera de lugar aquí, Fiona. Me siento tan incómodo que me parece como si miles de hormigas me corrieran por todo el cuerpo.

—Aguarda, hay algunos humanos aquí. —Fiona se inclinó hacia adelante en la silla y señaló al oeste, al final de una callejuela ante la que pasaban.

Desde luego allí había aproximadamente una docena de hombres, peor vestidos aún que los ogros, que sacaban sacos de un edificio y los arrojaban a un carromato que se combaba y parecía enterrado en el lodo. Había palabras talladas en el letrero que colgaba del edificio, pero ni Rig ni Fiona tenían la menor idea de su significado. Dos Enanos de las Montañas trabajaban con los humanos y, al contrario que los ogros y semiogros, ninguno de ellos parecía llevar armas visibles.

—La verdad es que no me gusta nada esto —continuó el marinero—. De hecho… —Volvió la cabeza por encima del hombro y miró hacia las puertas cada vez más lejanas a su espalda—. Fiona, creo que deber…

—¡Maldred! ¡Arrogante canalla! —Una voz atronadora atravesó el aire, seguida por unas sonoras y chapoteantes pisadas—. ¡Hace mucho tiempo, ya lo creo!

El que hablaba era un ogro, uno de los mejor vestidos del grupo, que avanzaba chapoteando entre los charcos hacia ellos. Tenía unas espaldas enormes, de las que colgaba una piel de oso negro, con la cabeza del animal descansando a un lado del grueso cuello, y las zarpas posteriores colgando sobre el suelo arañando el barro. Siguió hablando a grandes voces, aunque en idioma ogro ahora, mientras la cabeza del oso se bamboleaba al ritmo de sus exageradas gesticulaciones.

Maldred se precipitó a los brazos del ogro, pero éste retrocedió enseguida al observar el estado en que se hallaba el otro. Señalando el brazo herido de Maldred, la criatura contempló al resto de la comitiva y comprendió rápidamente que la semielfa y el otro humano también estaban heridos. Lanzó una prolongada risita al descubrir a Trajín, y éste descendió raudo del carro y prácticamente nadó a través de un charco para llegar junto a la pareja.

—¡Durfang! —chirrió el kobold—. ¡Es Durfang Farnwerth!

—¡Trajín! ¡Rata apestosa! ¡No te veía desde hacía años! —tronó el ogro en Común, al parecer en honor a Trajín; luego se inclinó y rascó la cabeza del kobold—. Parece que no has cuidado muy bien a mi amigo… ni a sus compañeros.

El ser se encogió de hombros y profirió una risita aguda.

—Amigos, necesitáis un sanador —continuó el ogro, irguiéndose y clavando la mirada en Maldred—. Uno bueno.

—Mis amigos primero —asintió Maldred, señalando a Dhamon y a Rikali.

El otro los contempló ceñudo e hizo una mueca.

—Como desees, Maldred —respondió por fin Durfang.

Sus ojos se posaron entonces en Fiona y se entrecerraron curiosos. Regresó al idioma ogro, para hablar con Maldred en tono veloz y bajo, con el rostro vivaz y preocupado, que se relajó cuando el hombretón dijo algo que aparentemente lo tranquilizó.

—Muy bien, seguidme todos vosotros.

—¿A ver a Sombrío Kedar? —inquirió Maldred.

—Es el mejor.

—Entonces me reuniré con vosotros allí dentro de un rato, Durfang. Tengo un cargamento que debo poner a buen recaudo. Y eso tiene prioridad por encima de mi bienestar.

El enorme ogro le dirigió una mirada torva, pero no protestó.

Dhamon saltó del carromato, encogiéndose por el esfuerzo. Avanzó pesadamente hacia Maldred, usando gestos más que palabras, y la velocidad de sus manos insinuaba una discusión.

—El cargamento estará a salvo conmigo —susurró Maldred.

Los ojos de Dhamon se convirtieron en rendijas, que se movían raudas entre Maldred y Durfang.

—Por mi vida, Dhamon —añadió el hombretón—. Sabes que tenemos que guardar el carro en alguna parte esta noche, o tal vez unos cuantos días dependiendo de cuándo nos quiera ver Donnag para negociar sobre la espada que deseas. Tal vez no esté disponible inmediatamente. Y no podemos dejar el carro en medio de la calle. No en esta ciudad. Y si lo custodiamos, sólo conseguiremos que esta gentuza sienta curiosidad. No podemos correr ese riesgo.

—¿Y un establo?

—No es lo bastante seguro —repuso Maldred, negando con la cabeza—. Demasiado público. Demasiada gente entrando y saliendo.

—¿Dónde pues? —quiso saber Dhamon, y a Maldred le costó oír su voz por encima de la lluvia.

—Tengo amigos en esta ciudad en los que puedo confiar y que me deben unos cuantos favores. Veré quién de entre ellos parece más digno de confianza hoy.

—Por tu vida, pues —asintió su compañero—. Pero, por si acaso, me quedaré con algunas chucherías. —Regresó al carro, estirando una mochila de debajo del asiento y echándosela al hombro—. Y ve deprisa, Mal. Necesitas más atención tú que Riki o yo.

Rikali y Trajín reclamaron cada uno un pequeño morral repleto de gemas antes de que Maldred se llevara el carro, eludiendo con habilidad las persistentes preguntas del marinero sobre qué clase de suministros habían traído a Bloten para vender. Dhamon sabía que Rig no creía ni por un instante que hubiera auténticas provisiones bajo la lona.

Rig y Fiona llevaron sus caballos al paso detrás del trío, con el marinero maldiciendo en voz baja, sin dejar de repetir lo mala que era esa idea en cada oportunidad que se le presentaba. Su guía ogro, que no había pronunciado una palabra desde la marcha de Maldred, los condujo por una callejuela tras otra. Algunos edificios estaban tapiados, otros en ruinas a causa del fuego. Había unos cuantos ogros sentados en un banco frente a una casa consumida por las llamas, que charlaban y gruñían en voz alta sin dejar de contemplar al pequeño grupo; uno de ellos se puso en pie y se golpeó la pierna con un garrote, pero volvió a sentarse rápidamente en cuanto Durfang lanzó un rugido en dirección a ellos.

—¿Tienes hambre? —preguntó Trajín, alzando la vista hacia la solámnica—. Yo estoy muerto de hambre. No he comido desde hace al menos un día.

Fiona, que no se había dado cuenta de que el kobold se dirigía a ella, siguió andando.

—He perdido el apetito —respondió Rig por ambos.

El establecimiento de Sombrío Kedar era un edificio bajo comparado con los que se alzaban alrededor. La parte frontal era gris como el cielo sobre sus cabezas, y una acera de tablones de madera que en el pasado había estado pintada de rojo se combaba frente a ella bajo un toldo de lona que parecía tan lleno de agujeros como un queso de Karthay. Un letrero deteriorado por la intemperie situado sobre la entrada mostraba un almirez y una maja con hilillos de humo elevándose del cuenco para formar un espectral cráneo ogro.

—Muy mala idea —refunfuñó Rig mientras ataba los caballos a un poste y seguía a Fiona al interior.

Trajín los acompañó hasta una mesa con sillas de un tamaño enorme que se tambaleaban bajo patas desiguales. Dos ogros ocupaban la única otra mesa de la estancia, sujetando humeantes jarras que dejaban escapar un aroma amargo. Las criaturas hacían alarde de una colección de pequeñas bolsas y dagas, y el kobold, que trepó por la pata de la mesa para sentarse junto a Fiona, explicó que los ogros estaban ocupados haciendo trueques —aunque no pudo especificar qué intercambiaban porque apenas conocía nada de su idioma— y que se hacía ostentación de las dagas para prevenir traiciones. Los ojos del ser centellearon con avidez, con la esperanza de contemplar una pelea.

Rikali y Dhamon permanecían de pie ante un pequeño mostrador, tras el que se alzaba, con apenas dos metros y medio de altura, un ogro descolorido con unos pocos mechones verde oscuro en la moteada cabeza. Las puntiagudas orejas estaban perforadas con docenas de aros pequeños, y un husillo de metal le atravesaba el puente de la nariz. Sonrió abiertamente a sus clientes, mostrando unos dientes amarillentos tan despuntados e idénticos que parecía como si los hubieran limado.

—Ése es Sombrío —susurró Trajín a Fiona, sin molestarse en dirigirse al marinero, aunque le lanzó alguna que otra siniestra mirada—. Es un sanador. El mejor de Bloten, probablemente el mejor de todo Krynn. Vende té del que se dice que previene las enfermedades y es famoso por poseer hierbas que neutralizan la mayoría de los venenos. —El kobold indicó con un ademán las jarras que bebían los ogros—. Tal vez deberíamos tomar un poco, también nosotros. Toda esta lluvia no puede ser buena para vosotros humanos. Podría haber algo flotando por ahí.

Rig lanzó un gruñido.

—Dejará a Dhamon y a Riki como nuevos. A lo mejor incluso hará algo con respecto a la escama… —La criatura se interrumpió.

—Lo sabemos todo sobre la escama de la pierna de Dhamon —indicó la solámnica.

—Pero no sabéis que ella… —El kobold no terminó la frase, y siguió con la mirada a Rikali y a su compañero, que pasaron al otro lado del mostrador y desaparecieron tras una cortina de cuentas que entrechocaron ruidosamente cuando las atravesaron—. Ahí es donde Sombrío realiza todas sus curaciones importantes. Yo entré ahí una vez con Maldred cuando recibió un buen tajo en una pelea de taberna. Claro que los otros ogros que tomaron parte en la reyerta no tuvieron arreglo.

Rig hizo intención de levantarse y seguir a Dhamon, pero el pequeño ser frunció el entrecejo y sacudió la cabeza negativamente.

—Quedémonos aquí —sugirió Fiona, dejando caer la mano bajo la mesa para posarla sobre la pierna del marinero—. Y permanezcamos alerta.

—No me gusta este lugar —repitió el otro—. Estoy aquí sólo por ti. —Sus ojos se pasearon de la puerta delantera a los ogros y de allí regresaron a la cortina de cuentas, mientras su mandíbula se movía nerviosamente—. No me gusta esto en absoluto.

Detrás de la cortina había unas cuantas mesas manchadas de sangre y otras sustancias sin identificar. Dhamon se subió a una de las más limpias y se quitó la camisa, dejando al descubierto su pecho; el costado derecho era un enorme cardenal de un negro violáceo.

Sombrío permaneció silencioso, con los ojos fijos en la lesión, y Dhamon, por su parte, inspeccionó al ogro más de cerca. Era anciano y tenía la pálida piel cubierta de pequeñas arrugas. La carne colgaba de sus brazos y alrededor de las mandíbulas, lo que le confería el aspecto de un bulldog, y las venas resultaban visibles en su frente, que estaba fruncida en profunda concentración. Sólo las manos parecían lisas y finas, en aparente incongruencia con el resto de su cuerpo. Las uñas estaban bien arregladas y no se detectaba ni una mota de suciedad. Un sencillo anillo de acero rodeaba su pulgar derecho, y había algo escrito en él, aunque Dhamon no consiguió descifrarlo. El ogro desprendía un olor que al humano le recordó vagamente el hospital de Estaca de Hierro, pero sin ser tan acre.

La semielfa parloteaba en voz baja con Dhamon y el ogro, aunque ninguno de los dos le prestaba atención. La mujer se subió a otra mesa y se sentó a observar cómo el sanador tumbaba a Dhamon de espaldas e inspeccionaba sus costillas.

Sombrío hundió los dedos en las costillas del herido y rezongó en idioma ogro, para sí, no para su paciente. Luego volvió su atención a la escama, que podía ver a través de los harapientos pantalones del hombre. La rozó lleno de curiosidad y recorrió sus bordes con los dedos, luego pasó una gruesa uña sobre la línea plateada. Dhamon se sentó en la mesa y sacudió la cabeza.

—No hay nada que puedas hacer por ella —explicó, y volvió a intentarlo, pero esta vez en un entrecortado dialecto ogro.

Pero el sanador volvió a tumbarlo sobre la mesa, agitó un dedo y señaló los labios de Dhamon para indicarle que debía permanecer callado. A continuación, Sombrío sacó un cuchillo de fina hoja de una funda que llevaba a la espalda, y el herido, al darse cuenta de que el otro pensaba cortarle los pantalones, rodó a un lado, haciendo una mueca de dolor, se desvistió apresuradamente, colocó las andrajosas ropas, el morral y la espada a un lado, e intentó de nuevo explicar qué era la escama al tiempo que era empujado otra vez contra la superficie de madera, con más rudeza que antes.

El ogro sabía cómo manejar pacientes difíciles, e hizo que Dhamon se sintiera vulnerable e incómodo mientras proseguía con tu brusco examen, que debió de durar al menos media hora e incluyó la ávida contemplación del diamante que pendía de la tira de cuero que rodeaba el cuello de Dhamon. Luego profirió una especie de parloteo e, introduciendo una mano en uno de los innumerables bolsillos de su remendada túnica, sacó una raíz y la partió, dejando que el jugo se derramara sobre el pecho de su paciente donde lo esparció formando un dibujo.

El parloteo continuó y se transformó en algo primitivamente musical mientras sus largos dedos nudosos se movían sobre las evidentes heridas y cardenales, regresando siempre a la escama. Toda aquella actuación hizo que Dhamon recordara a Jaspe Fireforge, que lo había curado en más ocasiones de las que podía contar. Aunque la forma de actuar del enano le había parecido mucho más cuidadosa, las acciones del sanador ogro eran uniformes y expertas, pero indiferentes y a veces casi rudas.

Dhamon deseó fervientemente que Maldred estuviera allí o que él mismo estuviera en otra parte. Entonces sintió que un calorcillo empezaba a fluir por su cuerpo; pero en esta ocasión no se trataba de la dolorosa sensación asociada con la escama del dragón, sino de una parecida a la relajante tranquilidad que sentía cuando Jaspe lo atendía. El ogro interrumpió su parloteo y dio la bienvenida a Maldred, que acababa de llegar, y poseía un buen dominio del extraño lenguaje. Dhamon empezaba a sumirse en un letargo cuando el dolor se intensificó de nuevo repentinamente. El sanador estaba tirando de la escama.

—¡No! —chilló él, sentándose de golpe muy erguido y colocando las manos sobre la escama—. ¡Déjala!

Sombrío intentó obligarlo a tumbarse de nuevo, pero Dhamon consiguió impedirlo con sus forcejeos, al tiempo que razonaba con palabras que estaba seguro que el sanador no comprendía pero cuyo significado no podía por menos que reconocer. El descolorido ogro meneó la cabeza y gruñó, luego señaló la escama y realizó un gesto quirúrgico muy claro.

Quítate la escama y morirás. La palabras se repitieron en la mente de Dhamon, y a continuación el maldito objeto empezó a calentarse como un hierro de marcar, enviando terribles oleadas de dolor por todo su cuerpo. No hubo un suave y burlón calorcillo de advertencia esta vez; el dolor golpeó como un martillo, una y otra vez, como si quisiera aplastarlo contra la mesa. Sus músculos se contrajeron y empezó a temblar sin control, rechinando los dientes y cerrando las manos con tanta fuerza que las uñas se clavaron en las palmas. Levantó la cabeza e inhaló grandes bocanadas de aire. Intentó no chillar, pero un gemido ahogado escapó de sus labios y la cabeza cayó violentamente hacia atrás sobre la mesa.

Rikali estaba junto a él, acariciándole el rostro con los dedos al tiempo que alternaba miradas severas y preocupadas entre Sombrío y Maldred.

La mano del hombretón estaba puesta sobre la escama ahora, y éste discutía con el sanador. Dhamon deseó poder comprender más cosas de las que se decían. Finalmente, Sombrío se retiró, sacudiendo la cabeza mientras emitía con la lengua un chasqueo casi humano.

—¿Qué está pasando aquí dentro? —La cabeza de Rig apareció a través de la cortina de cuentas e, inmediatamente, todos los ojos se posaron en el marinero.

—Nada —dijo Maldred—. Espera fuera.

—¿Qué le estáis haciendo a Dhamon. —El marinero vio que Dhamon se estremecía y que el sudor le cubría las extremidades, igual que aquel líquido de extraño color de su pecho que había brotado de la raíz tirada en el suelo.

El sanador ogro dio un paso hacia Rig, con los ojos entrecerrados y un siseo de palabras guturales surgió veloz por su boca.

—Todo va bien —intervino Dhamon jadeante, mientras el ataque remitía por fin.

A una parte de él le preocupaba que el marinero pareciera inquieto por su bienestar, pues deseaba romper todos sus lazos con él.

Refunfuñando, Rig se escabulló al exterior para reunirse con Fiona, y sus ojos se abrieron de par en par al advertir que la cortina de cuentas que había apartado a un lado no era realmente de cuentas. Era una colección de huesos de dedos, pintados.

—Rig es un poco nervioso —explicó Dhamon a Maldred—. Siempre ha sido un tipo nervioso. Te dije que deberíamos haberles vuelto a robar los caballos e impedir que nos siguieran.

—¿Te sientes mejor? —El hombretón le entregó sus ropas.

—Notablemente mejor.

El ogro le proporcionó un trapo, y Dhamon se limpió la mezcla del pecho, abriendo mucho los ojos al descubrir que el cardenal había desaparecido y no quedaba marca alguna. Incluso unas cuantas de sus viejas cicatrices se habían esfumado.

—Notable —musitó—. ¿Qué le debo a este hombre?

El sanador se volvió y señaló el diamante que colgaba de su cuello.

—De modo que en realidad comprendes la lengua de los humanos —dijo éste, arrancando la gema y entregándosela, a pesar de las protestas de Rikali—. ¿Servirá también esto como pago por Mal y Riki?

El otro asintió y se puso a trabajar en la semielfa, mientras Maldred se desvestía y, con la ayuda de Dhamon, se subía a otra mesa. Las heridas de Rikali eran fáciles de curar y requirieron poco tiempo. Cuando el sanador terminó con ella, la mujer se acercó a Dhamon y le hundió los dedos aquí y allí, declarando que el trabajo del ogro había sido satisfactorio.

—Mal, ¿qué hay de nuestro carro? —musitó a continuación, temiendo que los que estaban en la otra habitación pudieran oírla—. Todas esas… hum… nuestro cargamento. ¿Qué hiciste con el carromato y…?

Sombrío agitó una mano en dirección a la semielfa, intentando acallarla mientras trabajaba, pero Rikali no se dejó disuadir y revoloteó alrededor de la mesa de Maldred, fuera del alcance del sanador, al que esquivaba cada vez que intentaba apartarla.

El ogro lanzó un gruñido cuando retiró el vendaje del brazo del hombretón y descubrió indicios de gangrena. Dhamon también reconoció la gravedad de la herida, pues había atendido a muchos Caballeros de Takhisis heridos en los campos de batalla y se había visto obligado a amputar extremidades. Apartó a Riki de allí y la sujetó con fuerza mientras Maldred gemía, y el sanador se ocupaba de aplicar otra raíz a la herida.

El ogro miró por encima de su hombro, encontrándose con los ojos de Dhamon.

—Mañana —dijo; era la primera palabra que había pronunciado en Común—. Volved entonces. A buscar a Maldred. Después de mediodía.

Sugirió varias zonas razonablemente seguras donde podían pasar el tiempo y luego los despidió con un ademán.

Pero Maldred indicó a su amigo que se acercara y, con rapidez y discreción, le dio instrucciones para localizar el carro.

—En el caso de que Sombrío no pueda recomponerme del todo, tendrás que ocuparte tú de él.

El hombretón quiso decir más cosas, pero el sanador gruñó y apartó a Dhamon de la mesa, para a continuación guiarlo enérgicamente a él y a Rikali a través de la cortina de cuentas una vez que hubieron recogido sus morrales. Trajín los aguardaba encima del mostrador. Rig se puso en pie y apoyó las manos en las caderas como diciendo ¿y bien?.

—Maldred necesita permanecer aquí un tiempo —empezó Dhamon, que no pensaba decirles que al hombretón, posiblemente, tendrían que amputarle el brazo—. Rikali y yo vamos a darnos un largo baño, en un lugar que actúa como casa de baños calle abajo. Luego tenemos que realizar unas compras… eso si encontramos las tiendas adecuadas y algunas ropas en Bloten que sean de nuestra talla.

—Cena —intervino la semielfa—. Carne casi cruda y algo dulce. —Rodeó la cintura de Dhamon con los brazos y se estiró hacía arriba para acurrucarse en su hombro—. Y vino, del caro.

—¡Voy con vosotros! —decidió Trajín, y en voz más baja, indicó—. Pero aquí no encontraréis nada mejor que cerveza amarga.

—Dudo que Rig y Fiona quieran seguirnos durante el resto del día —dijo Dhamon—. Así que…

—Al contrario, Dhamon —repuso la solámnica, carraspeando—. Rig y yo ni soñaríamos en abandonaros a ti y a la hermosa Rikali en esta guarida de ogros.

—Gracias por hablar por mí —masculló Rig en voz baja, luego en tono más alto, siguió—: Un baño caliente parece una maravillosa idea.


* * *


El día siguiente halló a Dhamon vestido con ropas distintas. No eran nuevas ni de su talla exacta, pues las calzas eran demasiado holgadas para su flexible cuerpo. De todos modos, estaban limpias, y eran de un amarillo oscuro, como el color de las hojas secas de abedul. Llevaba también una túnica con unas curiosas rayas en descoloridos tonos azules y rojos, que era demasiado grande y le llegaba a las rodillas. Mediante el empleo de unas cuantas piezas de acero había conseguido convencer a una ogra, que era una costurera bastante satisfactoria, para que le hiciera unos lazos alrededor de los tobillos de modo que las perneras de los pantalones se ablusonaran y cayeran formando pliegues. Un elegante cinturón de cuero rodeaba su cintura dándole sólo dos vueltas. La costurera también había sido capaz de proporcionarle un chaleco de gamuza que le caía casi a la perfección; estaba poco desgastado, y adornado con brillantes tachuelas de latón que formaban una media luna en el centro de la espalda. Unas botas del tamaño adecuado para humanos, que había descubierto en la tienda de la mujer, completaban su nuevo atuendo. Dhamon sospechaba que las botas habían sido obtenidas en un saqueo o arrebatadas a algún desdichado que habían convertido en esclavo allí, pero estaban magníficamente confeccionadas y le habrían costado cuatro veces más en una ciudad humana.

—Qué guapo estás, Dhamon Fierolobo. No te había visto con un aspecto tan elegante desde el día en que te conocí —le dijo Rikali—. Tenemos un aspecto muy distinguido, tú y yo.

Los cabellos de la semielfa, amontonados en mechones en lo alto de su cabeza, estaban decorados con pasadores de jade en forma de mariposas y colibríes, joyas que había sacado de uno de los carros de los mercaderes. Volvía a llevar el rostro maquillado, los párpados en un azul brillante, con las pestañas alargadas artificialmente, y los labios pintados en un rojo profundo.

Introdujo un brazo bajo el de él, esperando acompañarlo a recoger el carro, pero Dhamon les indicó a ella y a Trajín que se reunieran con él ante la puerta de Sombrío Kedar al cabo de un rato.

Solo, Dhamon descendió por una calle que conducía al este, donde las cimas de las Khalkist desaparecían en el interior de unas nubes bajas. Lo cierto era, se dijo para sí, que no había visto un cielo despejado desde la noche en que Rig y Fiona habían ido a parar a su campamento.

Se detuvo ante un edificio achaparrado, uno en mucho mejor estado que sus vecinos. Al parecer, el ogro a cargo del lugar estaba bastante orgulloso de él. En cuanto penetró en su interior, fue recibido con un gruñido y unos ojos entrecerrados, y el ogro situado tras una gran mesa que servía de mostrador estiró un dedo rechoncho e indicó a Dhamon que se fuera.

Pero éste negó con la cabeza y agitó una pequeña bolsa que colgaba de su cinturón.

El dedo descendió y los gruñidos cesaron, pero los ojos se entrecerraron aún más. La criatura ladeó la cabeza y echó una veloz mirada a la pared trasera, de la que pendían toda clase de armas de larga empuñadura; todas demasiado voluminosas para el humano.

—Quiero un arco —empezó Dhamon, agitando de nuevo la bolsa.

El otro sacudió la cabeza y encogió unos hombros deformes. Dhamon profirió un profundo suspiro.

—Será mejor que aprenda un poco más del idioma ogro si sigo andando mucho más tiempo por estas montañas o tengo que regresar alguna vez a este sumidero —masculló, luego apretó los labios en una fina línea, miró fijamente al otro, y fingió tensar un arco y colocar una flecha al tiempo que pronunciaba unas cuantas palabras en entrecortado lenguaje ogro.

Minutos más tarde, Dhamon seguía andando por la sinuosa y estrecha calle, con un largo arco y un carcaj lleno de flechas sujeto a la espalda. Tras el incidente con los enanos en el valle, había resuelto conseguir un arma para atacar a distancia.

Hizo otra parada y adquirió tres odres del licor más fuerte que podía hallarse en la ciudad. Dos los dejó colgando del cinturón, y el tercero lo sostuvo en la mano, para tomar un buen trago de él antes de sujetarlo también al cinto.

Los numerosos ogros junto a los que pasó lo evitaron. Estaba claro que no sentían ningún respeto por los humanos, pues escupían al suelo cuando él se acercaba, gruñendo y arrugando las aguileñas narices repletas de verrugas. Pero había algo en el porte y la expresión del hombre que les impedía abordarlo. En cuanto él posaba la mano sobre la empuñadura de su espada, ellos se marchaban al otro lado de la calle, sin atreverse a mirar por encima del hombro hasta encontrarse a varios metros de distancia.

Su siguiente parada fue en el punto donde la calle finalizaba ante un enorme edificio. No tenía tejado, sólo paredes de piedra y madera, y una amplia puerta doble medio podrida que permanecía ligeramente abierta.

Dhamon introdujo la cabeza en el interior y la retiró al instante, al tiempo que se dejaba oír un zumbido y un golpe sordo producidos por una enorme hacha de armas de dos manos al descender en el lugar donde había estado su cuello momentos antes. Barro y agua salieron despedidos por los aires al chocar la hoja contra el suelo, salpicando la túnica de Dhamon y arrancándole sonoros juramentos.

Abrió la puerta de una patada y desenvainó la espada al mismo tiempo; se precipitó al interior y apuntaló los pies para enfrentarse a un ogro de impresionante tamaño, uno que sin duda medía unos tres metros, con unas amplias espaldas y una considerable barriga que sobresalía por encima de un grueso cinturón de cuero. El ogro volvió a alzar el hacha, mientras una retorcida sonrisa amarillenta se extendía por el rechoncho rostro, y sus opacos ojos verdes relucían.

Dhamon retrocedió, pisando un profundo charco. Al no haber techo, llovía con la misma fuerza en el interior del edificio como en el exterior.

—¡Maldred! —gritó, sin prestar atención al lodo—. ¡Estoy con Maldred!

El ogro se detuvo un instante, y la sonrisa desapareció. La peluda frente se arrugó. Sus manos seguían sujetando el hacha, pero la amenaza había disminuido en su mirada.

—Maldred —repitió Dhamon, cuando la enorme bestia dio un paso al frente con un amenazador bufido. En entrecortado idioma ogro, añadió—: Nuestro carro. Maldred te pidió que vigilaras. Lo has hecho. He venido a recoger nuestro carro.

El ogro miró hacia la parte trasera del edificio, y la mirada fue suficiente para dar a entender al humano que el otro lo comprendía con claridad. El carromato estaba envuelto en las sombras. Dhamon avanzó hacia él, sin perder de vista al ogro y con la espada lista. Sólo había un caballo atado a poca distancia, y el humano lo enganchó rápidamente al carro mientras escudriñaba la zona en busca del otro animal.

—Maldición —juró por lo bajo al descubrir sangre en la pared trasera; distinguió una madeja de crines y, debajo de un montón de paja húmeda y mohosa, una pata ungulada que sobresalía—. ¿Tenías hambre, no es cierto? —No esperaba que el otro lo comprendiera o respondiera—. Elegiste al más grande para comértelo.

La criatura se acercó más, arrastrando los pies por el barro. Sujetaba todavía el hacha ante él, y sus ojos se movían veloces de un lado a otro.

Dhamon se dedicó a comprobar lo que había bajo la empapada lona alquitranada, sin perder de vista al ser.

—También te atacó la codicia, ¿no? O al menos, la curiosidad.

Se dio cuenta de que los sacos se hallaban colocados de un modo distinto en el fondo del carro, y aunque no podía estar seguro de si faltaba algo, decidió echarse un farol y apuntó al ogro con la espada.

—Devuelve. Los sacos que cogiste. Devuelve.

—¡Thwuk! ¡Thwuk! —rugió el ogro acercándose y alzando el hacha sobre su cabeza en un gran alarde amenazador—. ¡Thwuk no coger de Maldred!

Pero Dhamon no estaba de humor para dejarse intimidar. Se precipitó hacia adelante y barrió con la espada el vientre de su atacante, luego dio un salto atrás mientras una cortina de oscura sangre brotaba al exterior. El ogro aulló, y el hacha resbaló de sus dedos, que sujetaban ahora furiosamente su estómago. La sangre se derramó por encima de las manos de la bestia mientras ésta caía de rodillas, con una mezcla de cólera y sorpresa reflejada en el feo rostro.

Lanzó un gutural gruñido a Dhamon, y una baba roja se derramó por el bulboso labio. Luego gritó una vez más cuando el humano volvió a adelantarse y le rebanó la garganta. El ogro se desplomó de bruces sin vida.

—Espero que no fueras demasiado buen amigo de Maldred —reflexionó Dhamon, mientras limpiaba la espada en las ropas del muerto y volvía a envainarla; arrojó rápidamente un montón de paja sobre el ogro muerto, evitando los insectos que se arremolinaban sobre la grupa del caballo.

A continuación utilizó la lluvia para lavarse las manos y echar un buen vistazo por todas partes. Plantas altas crecían en la mitad septentrional del edificio. Parecían bien cuidadas, y sus extremos casi llegaban al lugar donde había estado el techo. Había una enorme hamaca colgada entre lo que había servido como vigas de soporte del tejado, y debajo toda una colección de pequeños barriles y morrales, posiblemente las posesiones del ogro.

Dhamon se arrancó la túnica recién adquirida, que estaba empapada de sangre y barro, y la arrojó tras una hilera de plantas; rebuscando en el carro bajo un saco de piedras preciosas, recuperó la elegante camisa que había guardado del botín de los mercaderes y se apresuró a ponérsela. Al ser negra, complementaba a la perfección los abombados pantalones y el chaleco de gamuza. El hombre admiró su oscuro reflejo en un charco que había cerca de la hamaca del ogro.

Registró luego las posesiones del muerto, sin encontrar más que un pequeño saco de gemas, que éste podría haber robado o que probablemente le habían entregado como pago por vigilar el carro. Dhamon lo arrojó al interior del vehículo y prosiguió su registro de las posesiones materiales de la criatura, hallando una bolsa repleta de piezas de acero, una daga con empuñadura de marfil y trozos de alimentos secos, que olfateó sin demasiado entusiasmo. Había unas cuantas cosillas más, una sirena rota de jade y un brazalete de bronce, cubierto de barro, que agitó en el agua que llenaba la hamaca.

Tras decidir que no había gran cosa de valor, el humano sacó el caballo y el carro de la cuadra y apuntaló la puerta para cerrarla.

—Una última parada —se dijo en voz baja—. La más importante.

Al cabo de una hora, se encaminaba hacia el establecimiento de Sombrío Kedar.

Rig estaba en el otro lado de la calle, apoyado contra un edificio de piedra abandonado, vigilando la entrada de la casa. Sus ojos hundidos, con círculos negros por debajo de ellos, demostraban que había dormido poco la noche anterior. Un humano de aspecto desaliñado permanecía encogido junto a él, asintiendo y sacudiendo la cabeza mientras Rig lo asaba a preguntas. El marinero no había descubierto a un solo humano que no estuviera vestido con harapos o pareciera remotamente feliz.

Fiona hizo una seña a su compañero para que se reuniera con ellos, pero el marinero negó con la cabeza y siguió hablando con el desconocido. La solámnica se encogió de hombros y devolvió su atención al kobold.

—Un nombre insólito —dijo, inclinándose hacia él hasta que sus rostros quedaron frente a frente.

—No es mi auténtico nombre —replicó él—. Imagino que tú lo llamarías un… —Arrugó las facciones y dio un golpecito a su nariguera.

—¿Apodo? —arriesgó ella.

—Mi auténtico nombre es Ilbreth —asintió la criatura—. Simplemente me llaman Trajín porque…

—¡Trajín! —Rikali estaba de pie en la combada acera y hacía señas con los pintados dedos al kobold—. Busca mi morral y ven dentro. ¡Deprisa!

—… voy de un lado a otro trayendo y llevando cosas —terminó a toda prisa, precipitándose a obedecer.

Dhamon instó al caballo a dirigirse a la hundida acera de madera, lo ató a un poste y pasó veloz junto a Rikali, a la que indicó que custodiara el carro… con su vida. Al entrar en el establecimiento comprobó que, a pesar de que acababa de ser la hora del almuerzo, no había bebedores de té ni aparentes pacientes. Golpeó sobre el mostrador, y los otros entraron tras él. Momentos más tarde, Maldred se asomaba entre las cuentas.

Una enorme sonrisa recorría el rostro del hombretón, y tenía los brazos extendidos a los costados. Giró sobre sí mismo para ser inspeccionado. No había ni rastro de lesión, y Dhamon contempló boquiabierto a su fornido amigo.

—Pensé que tendría que cortarte el brazo —dijo el humano en tono uniforme.

—También lo pensaba Sombrío —replicó Maldred—. ¡Lo cierto es que lo intentó! Pero yo no le dejé. Le dije que tenía que llevar a cabo su magia y sanarme o le diría a todo el mundo que no era otra cosa que un simple charlatán. Y él no podía permitirse esa reputación, al menos no aquí. Desde luego, esto me costó un poco más de lo que le diste ayer.

Dhamon hizo una mueca.

—Lo valía, amigo mío. Sombrío es el mejor. Por desgracia, sin embargo, no es tan poderoso como para detener toda esta lluvia. Dudo que estas montañas hayan visto tanta agua desde hace años. Al menos le está dando a Bloten un muy necesario baño. —Rió por lo bajo, luego se tornó serio al instante—. ¿El carro?

Dhamon señaló con la cabeza en dirección a la calle.

—¿Te pidió Thwuk algo más por vigilarlo?

—Nada más. —Movió la cabeza negativamente—. Soy un negociador hábil.

—Por eso me gustas. —Maldred se acercó a Fiona, con los ojos centelleando alegremente y atrayendo los de ella—. Ahora pasemos a ese asunto de obtener para ti un rescate, dama guerrera.

—Tenemos una cita esta noche —carraspeó Dhamon.

Maldred enarcó las cejas como diciendo ¿también has negociado eso?.

—Tenemos que cenar con Donnag hoy para discutir diversos asuntos.

—Entonces será mejor que me busque algo presentable que ponerme —respondió él—. ¿Me acompañas, dama guerrera?

—¿Mi rescate? —El rostro de Fiona estaba aún crispado por la preocupación—. ¿Es el rescate parte de los diversos asuntos?

—Sí. Creo que esta noche podremos conseguirte algo de dinero.

Maldred no vio la severa expresión y los ojos entrecerrados de Dhamon, pues dedicaba todos sus encantos y atención a la solámnica. El Hombretón alargó el brazo, y ella lo tomó, abandonando la tienda con él y recibiendo una furiosa mirada de la semielfa. Fiona miró al otro lado de la calle, pero no vio al marinero por ninguna parte.

Rig había ido a parar a una callejuela adoquinada, una de las pocas que había en Bloten. Casi todas las calles parecían anchos ríos de lodo, y tenía que rodear los charcos más grandes, pues evitarlos por completo era imposible. Cuando los adoquines desaparecían y se abría una nueva extensión de barro, los negocios y viviendas que bordeaban la calle eran aún más destartalados. Observó que unos pocos tenían como propietarios, o al menos como encargados, humanos y enanos, y que éstos parecían abastecer a los habitantes que no eran ogros. Ninguna de las tiendas poseía toldos o tablones en la parte delantera, sólo franjas de profunda y fangosa arcilla. El marinero echó una ojeada a su reflejo en un rebosante abrevadero para caballos. Su estómago rugía, pues apenas había tocado su cena la noche anterior, mientras sus compañeros comían con fruición, y ese día no había comido nada, ya que no deseaba nada que perteneciera a este lugar. Pero se sentía algo débil, la cabeza le dolía y las manos le temblaban, y sabía que tendría que comer alguna cosa. Alzó la mirada, buscando un establecimiento que pudiera vender alimentos reconocibles.

—¿Gardi? ¿Erezzz tú Gardi?

Rig se dio cuenta de que un joven larguirucho que acababa de inclinarse fuera de un sinuoso pórtico le hablaba a él.

—Oh, perdón. Pensar tu zer Gardi.

Se dio la vuelta y desapareció por la puerta, al tiempo que el marinero daba un salto al frente y lo agarraba por la muñeca. El joven escupió una palabra que parecía extranjera, luego tragó saliva y sus ojos se abrieron de par en par cuando advirtió todas las armas que lucía el marinero.

—Está bien —dijo Rig—. No voy a hacerte daño. Sólo quiero hablar. Soy nuevo en la ciudad, y me preguntaba…

—¡Qué pena! —respondió él, relajándose un poco cuando el otro lo soltó.

Rig ladeó la cabeza.

—¡Qué pena que hayas venido aquí! —siguió el hombre, con una genuina expresión de tristeza en el rostro—. Bloten no es un buen lugar en el que estar… si puedes elegir estar en otra parte. Y no puedo perder el tiempo contigo. Tengo que ganar dinero. Impuestos que pagar. Impuestos, impuestos, impuestos y más impuestos.

Rig sacó una moneda de acero del bolsillo y la introdujo en la mano del joven.

—Háblame de este lugar.

—Impuestos —repitió él.

—Sí, ya lo sé —contestó Rig—. Ahora dime dónde puedo conseguir algo para comer.

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