Al amanecer, los mercenarios ogros se reunieron frente al palacio de Donnag, en posición de firmes bajo la llovizna. El caudillo los acompañaba y les inculcaba su misión, que era seguir a la Dama de Solamnia hasta las ruinas de Takar. Allí la mujer entregaría el rescate, y allí ellos tendrían que ayudarla a recuperar a su hermano o el cadáver de su hermano, si llegaba el caso.
—Protegedla a ella y a todas esas chucherías como si nos protegierais a nos —salmodió.
Los que pasaban contemplaban boquiabiertos la reunión, murmurando algunos lo insólito que era ver al gobernador de Bloten en la calle a hora tan temprana, mientras otros se preguntaban por qué estaba reunido el ejército ogro y por qué una dama solámnica deambulaba con tanta libertad y, además, parecía disfrutar del favor del caudillo.
Donnag iba vestido regiamente. Una larga capa roja ribeteada de joyas y brocado de oro se arrastraba por el barro a su espalda, y su porte era rígido y autoritario, el paso decidido. Había pasado los últimos dos días en sus aposentos, recuperándose de las heridas que Dhamon le había infligido, y se sentía bien. La magia de Sombrío era poderosa, y lo había dejado tan rebosante de salud como lo estaba antes del incidente, puede que incluso más en forma aún. Pero la magia del anciano ogro no era lo bastante fuerte para hacer que volvieran a crecerle los pocos dientes que había perdido en la refriega o para apaciguar su ira por haber sido vencido por un humano.
—Me sorprende que Donnag cumpliera su palabra, Fiona —musitó el marinero.
El ergothiano indicó con la cabeza un cofre de madera repleto de joyas y monedas. El caudillo se había detenido ante la caja y observaba su contenido, al tiempo que dejaba caer en su interior unas cuantas joyas más. Cuando terminó, hizo una seña para que cerraran la tapa, que se aseguró con dos gruesas tiras de cuero que rodeaban el cofre, y a continuación éste se sujetó a la espalda del ogro de mayor tamaño.
—El mundo nos da sorpresas —respondió la mujer al marinero.
—Es posible. Pero, realmente no deberías hacer esto. —Rig elevó un tanto la voz, una vez que Donnag reanudó su paseo y se hallaba ahora a bastante distancia—. Te dije que vi morir a tu hermano. Hoy hace una semana. En el interior de aquella… aquella… montaña. Trajín utilizó ese estanque en forma de ojo que habían dejado allí los Túnicas Negras, y conjuró una imagen de las mazmorras de Shrentak. —Había pasado la mayor parte de la tarde contando a la solámnica el viaje del grupo a las ruinas por el río subterráneo y las visiones que el kobold había hecho aparecer—. Vi morir a Aven, Fiona.
Y luego también vi morir a Trajín, añadió el marinero para sí en silencio.
Ella le devolvió la mirada, con ojos en los que brillaba la determinación, aunque bordeados de lágrimas que intentaba contener.
—Rig, eso no lo sabes con seguridad —manifestó tozuda, repitiendo las palabras que le había dicho la noche anterior—. Era una visión. No te encontrabas realmente en Shrentak. Podría estar vivo aún.
Su compañero cerró los ojos y aspiró con fuerza, los abrió y observó que el labio de la mujer temblaba de modo casi imperceptible.
—Era totalmente real, Fiona. ¿Cuántas veces tengo que describírtelo?
—Incluso aunque fuera real. Quiero que me devuelvan su cuerpo. Si está muerto, merece un auténtico entierro solámnico. No pienso dejar que se pudra en la guarida de la Negra. Usaré el rescate para recuperar su cadáver.
La guerrera echó los hombros hacia atrás, alzó la barbilla y reprimió las lágrimas.
—Un entierro como debe ser.
Hizo intención de alejarse de Rig, pero éste extendió la mano y la cerró con suavidad sobre su brazo, obligándola a mirarlo a la cara.
—Fiona… —empezó.
—No vas a conseguir que cambie de idea. —Como si se le acabara de ocurrir, añadió en voz baja—: Lo comprenderé si no quieres acompañarme.
—Oh, ya lo creo que te acompañaré. No pienso dejarte a ti y a…
La dama tiró de la camisa del hombre, interrumpiéndolo, y se volvió para mirar a los ogros, señalando a uno situado en el centro de la primera línea.
—Ése ha estado ya en las ruinas de Takar. Él nos guiará.
Era un ogro de pecho fornido cubierto con un traje de cuero rígido, la piel de color marrón oscuro cubierta de verrugas y los ojos grises como las nubes de tormenta que cubrían el cielo.
—Su nombre es Mulok, y es viejo, según me han dicho, para ser un ogro. Estuvo en las ruinas cuando la Negra empezaba a instalarse en su pantano.
Rig giró la cabeza para aliviar el tortícolis del cuello, y le soltó el brazo al tiempo que decía en voz baja:
—Yo podría llevarte a Takar. Solos. Tú y yo y ese cofre de piedras preciosas.
—Ni tú ni yo hemos estado allí, sólo tenemos instrucciones para llegar. Es una suerte que uno de los hombres de Donnag haya estado en las ruinas.
—Pero la información de que disponemos es de fiar.
—Tener a Mulok con nosotros es mejor, creo. —Retrocedió un paso—. Maldred confía en él. Además, tú te orientas por las estrellas, y no hemos visto otra cosa que nubes desde hace algún tiempo.
—No sé qué decirte. —Rig introdujo los pulgares en el cinturón y sus dedos tamborilearon sobre el cuero—. No me gusta, Fiona. No me gusta este plan.
Ella soltó una larga bocanada de aire y juntó las yemas de los dedos, dejando que el silencio descendiera sobre ellos. Él estaba acostumbrado a aquel gesto, que ella ponía en práctica inconscientemente cuando se sentía trastornada. Tras unos minutos, la mujer continuó:
—Rig, el plan es simple, y lo hemos repasado ya. El bozak, el viejo draconiano que se dirigió al Consejo de Caballeros Solámnicos, está destinado en Takar. Yo lo reconoceré. Por el collar de oro tachonado de joyas, por las cicatrices del pecho. Cuando lo vi… bueno, resultaba tan característico que no tendré problemas para distinguirlo. Lo encontramos. Le damos las joyas. Y él me entrega a mi hermano… o el cadáver de mi hermano. Hay suficientes gemas y monedas para pagar el rescate de otros prisioneros. El plan funcionará. Tiene que hacerlo.
—No creo que puedas confiar en el esbirro de Sable, en ese viejo draconiano —Rig frunció el entrecejo—. Podría no estar esperándote en Takar. Podría haberse cansado de esperar. O podría haberte mentido, a ti y al consejo desde el principio, que es lo que sospecho. No confío ni me gusta su señoría Donnag. Y desde luego no me gusta Maldred, que admitió ser un ladrón. Y no me gusta Dhamon. Ya no.
—¿Te gustó alguna vez?
Su voz tenía un deje mordaz. Abrió la boca para decir algo más, pero Maldred se acercó entonces, atrayendo su atención.
Iba vestido con una armadura negra de cuero, y una capa verde oscuro colgaba de sus enormes espaldas. Una espada para dos manos sobresalía por detrás de su cuello, y sus cabellos habían sido cortados muy cortos, lo que daba a su rostro un aspecto aún más anguloso y llamativo.
Dhamon lo acompañaba, cubierto con un jubón de cuero verde, oscuro y adornado con un elaborado dibujo de hojas. Iba atado al frente con cintas, pero quedaba abierto lo suficiente para mostrar los músculos del pecho. Los pantalones, cortos y tejidos con gruesa lona teñida de negro, terminaban en mitad del muslo Dhamon no intentaba en absoluto ocultar la escama de su pierna. Su capa estaba hecha de piel de reptil de color oliváceo, fina y flexible; llevaba el pelo algo más corto, justo por debajo de la mandíbula, y su rostro estaba perfectamente afeitado. Una larga espada colgaba de una vaina de cuero negro labrado, y Dhamon mantenía una mano sobre la empuñadura mientras andaba. La otra mano estaba envuelta por un vendaje.
—Me alegro de que cambiases de idea —decía Maldred a Dhamon.
—No lo he hecho… exactamente.
El guerrero había explicado al hombretón unos minutos antes la pregunta que había hecho a la espada y la visión que ésta le había proporcionado de la ciénaga.
—De todos modos, me alegro de que vengas con nosotros, aunque haya sido Wyrmsbane quien te convenciera.
—Os acompañaré durante un tiempo —repuso él, encogiéndose de hombros.
—¿Hasta que te dé más información? —Maldred dirigió una mirada al arma.
—La espada da a entender que debo viajar al interior del pantano —contestó Dhamon, asintiendo—. Y prefiero hacerlo con compañía. Sí, al menos durante un tiempo. Así que me trago mis palabras. Os ayudaré con las minas primero. Y luego nos separaremos, y yo seguiré con mi propia búsqueda.
—No vamos a separarnos, amigo mío. —Maldred bajó la voz al darse cuenta de que Rig los observaba—. Estoy contigo hasta el final. Encontraremos un remedio para esa escama que te aflige. Así que después de las minas, con la hermosa solámnica a mi lado o sin ella, te seguiré a donde sea que te conduzca la espada.
Dhamon sorprendió la mirada fija del marinero y se giró para quedar de espaldas a Rig.
—Ya hablaremos de la espada y de dónde podría conducir más tarde…
—Cuando nos hallemos lejos de Donnag —finalizó Maldred.
—Sí, temo que busque vengarse.
—Su señoría no te hará nada en absoluto —indicó el hombretón—. No levantará una mano contra tu persona. Pero probablemente no volverá a hacer un trato contigo en la vida.
—Eso es una certeza por mi parte.
—En cualquier caso, Donnag y yo hemos tenido varias largas charlas durante los últimos dos días; mientras se hacía venir a Sombrío Kedar de modo intermitente para que lo atendiera. Sobre cómo tenías la espada que querías, y él su vida. Sobre mantener la palabra dada y el precio de engañar a otros.
Dhamon enarcó una ceja.
—También me engañó a mí, amigo. Lobos. ¡Ja! —Maldred sonrió malicioso—. Y si quiere mantener nuestra amistad, dejarte tranquilo es el precio.
—Está lleno de mentiras.
La voz de Dhamon sonó apagada. El guerrero vigilaba a Donnag con el rabillo del ojo, mientras el caudillo ogro volvía a pavonearse ante sus mercenarios.
—Bueno, aquí tienes una mentira que encontrarás divertida —Maldred rió por lo bajo—. Dijo a Sombrío que había rodado por las escaleras de su mansión y se había roto la mandíbula. Y Donnag contó a sus guardias la misma historia. —Maldred alzó la mano y jugueteó con una cadena de platino que colgaba alrededor de su cuello y se alargaba por debajo de su túnica de cuero; había un bulto en el pecho, donde descansaba la Aflicción de Lahue—. El soberano de Blode no puede admitir que ha sido vapuleado por un humano insignificante.
—De todos modos —dijo Dhamon—, me sentiré mejor lejos de aquí.
—¿Y qué hay de Rikali? —Maldred palmeó la espalda de su amigo.
—Todavía se está reponiendo en casa de Sombrío. Las heridas que sufrió en la caída evidentemente eran más graves de lo que pensé. Estará allí unos cuantos días más.
—¿Y sabe que no vas a esperarla, que marchas con nosotros?
—Sí —asintió él—. Y no está demasiado contenta.
—¿Sabe que no vas a regresar? —La expresión de Maldred se ensombreció.
Dhamon sabía, por una breve conversación con Rig, que la semielfa había estado fluctuando entre la conciencia y la inconsciencia durante el viaje de regreso a Bloten y que no sabía que él la había dejado atrás. Rig no se lo había dicho, al parecer considerando que ese asunto no era de su incumbencia. Dhamon la había visitado la víspera, entrada la noche, en la casa del sanador ogro, y le había dicho que iría a verla cuando regresaran a Bloten de su viaje al pantano.
—No —respondió—. No lo sabe. Y al menos no tengo que preocuparme de que vaya a seguirnos. Odia la idea de tener que arrastrarse por una ciénaga.
—Hasta el mismo fondo del Abismo contigo, Dhamon Fierolobo —susurró Rig, que se había deslizado hasta ellos lo bastante cerca como para escuchar la última parte de su conversación.
* * *
El pantano se cerró alrededor. Era bochornoso, caluroso y sofocante, y si bien lo poco que podían ver del cielo aparecía notablemente encapotado, estaba exento de la lluvia que seguía azotando las montañas. Fiona se esforzaba por mantener el paso de los ogros y aunque su armadura solámnica la hacía sentirse fatal, rehusaba quitársela. Ni siquiera Maldred pudo convencerla.
Tenían los pulmones saturados por el embriagador perfume de los bejucos mezclado con el olor fétido de las charcas estancadas. Cientos de ojos los observaban: serpientes que se dejaban caer como enredaderas desde las ramas de los cipreses, loros de brillantes colores rojos y amarillos que descendían revoloteando desde las alturas para pasar justo por encima de sus cabezas antes de desaparecer de nuevo entre el follaje.
Su mundo se tornó verde; enredaderas, hojas, musgo, helechos, incluso la espuma verde que reposaba sobre los charcos de agua. Los enormes árboles formaban un extenso dosel, y en los excepcionales días en que el sol se introducía a través de las nubes pasado el mediodía, sólo rayos difusos se abrían paso hasta el pantanoso suelo del bosque. De vez en cuando, los mercenarios ogros recurrían a las antorchas, cuando la ciénaga era tan tupida y oscura que parecían hallarse en una noche perpetua. Dhamon se preguntó cómo conseguía crecer algo allí. Magia de dragón, se dijo.
Los lagartos salían corriendo debajo de sus pies. Algo entre la maleza se movía junto a la columna de ogros, invisible pero a todas luces siguiendo un curso paralelo al suyo. Un enorme felino negro se repantigó en una rama baja, con los amarillos ojos fijos en ellos, bostezando. Había ruidos que indicaban la presencia de otros observadores. El parloteo de los monos, el rugido y el chasquido de un caimán, el grito lúgubre de una criatura desconocida que sonaba incómodamente cercano. Había algunas huellas de criaturas enormes de pies palmeados, y los ogros hablaban de cazar cocodrilos gigantes cuando oscureciera, en un deseo de completar las raciones de carne fresca que Donnag les había dado.
Una neblina flotaba sobre el suelo por todas partes; también era verde y tenía su origen en el calor del verano que evaporaba parte de la humedad del pantano. Aquello puso en guardia a Dhamon, que sospechó que podía ocultar toda clase de cosas. El pantano adoptó un aspecto casi encantado, con la neblina convertida en un conjunto de espectros de color verde pálido entre los que tenían que deambular.
El guerrero pasó los primeros días avanzando detrás de los ogros, que abrían camino por entre el follaje. Interrogaba a la espada cada día, preguntándole de nuevo por un remedio. En ocasiones no recibía ninguna respuesta. Y a veces obtenía más visiones de la ciénaga, imágenes idénticas a lo que había visto representado en el callejón de Bloten.
A la cabeza de la columna, Fiona prestaba mucha más atención a Maldred que a Rig, quien a veces se rezagaba para andar con Dhamon, aunque no conversaban. A menudo el marinero permanecía alrededor de la parte central de la fila, donde podía vigilar a la Dama de Solamnia, y echar de vez en cuando un vistazo por encima del hombro para no perder de vista a Dhamon.
Dhamon se decía que el ergothiano se había vuelto prácticamente invisible u olvidado, y que nadie le prestaba la menor atención; se sentía satisfecho al ver que el marinero lo dejaba tranquilo, pues prefería mantenerse apartado, hablando sólo cuando Fiona o Maldred se retrasaban para comprobar que seguía allí o cuando uno de los ogros intentaba hacerle participar en un juego de azar.
La mañana del quinto día llegaron a un río. Los insectos abundaban alrededor del agua, que en la zona de mayor profundidad le llegaba a Dhamon hasta las axilas. Pero los insectos no parecían preocupar a los ogros, ni los caimanes y cocodrilos que ganduleaban en abundancia a lo largo de las orillas. Dhamon sospechó que era sólo el número en su séquito y el tamaño de los ogros lo que impedía a los habitantes del pantano darse un banquete con ellos.
Entrada la mañana, Rig se rezagó para volver a andar junto al humano. Los dos hombres no se hablaban, a pesar de avanzar pesadamente por el cenagoso terreno casi hombro con hombro. Cuando las sombras crecieron tanto que comprendieron que el sol se había puesto, la columna aminoró la marcha, y los ogros empezaron a montar el campamento. Rig se adelantó para ir al encuentro de Fiona, pero la dama solámnica estaba absorta conversando con Maldred, de modo que el marinero se alejó, tornándose invisible otra vez.
Dhamon se distanció del campamento, aunque teniendo buen cuidado de mantenerlo a la vista. Tras clavar el extremo de su antorcha en el suelo, se agachó frente a una charca estancada, sacó a Wyrmsbane y agitó el agua con la punta de la espada.
—Una cura —musitó—. Un remedio para esta escama.
Se concentró con intensidad, acurrucado frente a la charca, hasta que los músculos de las piernas le dolieron de verse forzados a mantener esa posición durante tanto tiempo. No se produjo ningún hormigueo por parte del arma, no apareció ninguna imagen, ni la empuñadura se heló. Nada.
—Una cura —repitió.
Dhamon recordó que el viejo Sabio de Kortal había dicho que la espada no funcionaba siempre, que tenía voluntad propia. Y, a decir verdad, no le había respondido todos los días. De modo que Dhamon se negó a perder la esperanza de hallar lo que quería. Mantuvo su posición unos cuantos minutos más y centró todos sus pensamientos en el arma y en la escama de su muslo.
—Una cura.
Nada.
Soltó un profundo suspiro, y el aire silbó con suavidad por entre sus apretados dientes. Volvería a intentarlo por la mañana, antes de ponerse en marcha otra vez. Regresaría junto a Maldred y… la empuñadura se tornó fría en sus manos. Era una sensación grata, que disolvía el calor de la ciénaga y hacía que su corazón diera un vuelco. Removió el agua y volvió a concentrar todos sus pensamientos en la escama de su pierna y en la busca de alivio. Al cabo de un instante distinguió una imagen en la charca.
Volvía a ser una visión verde, hojas gruesas y enredaderas, lagartos y aves moviéndose dentro y fuera de su vista, flores del pantano y helechos gigantes. De nuevo, no se produjo ningún tirón que le indicara en qué dirección seguir, y ni sol ni luna visibles en el agua para ayudarlo a indicar el camino. Pero en esta ocasión había más. Por entre una ligera abertura en las hojas, Dhamon distinguió piedra; ladrillo o una estatua, no lo sabía. Pero era algo hecho por el hombre, liso y labrado. Cuando se concentró en ello, la empuñadura vibró.
Le rogó mentalmente que le mostrara más, pero la visión se disolvió. Se recostó sobre las caderas y envainó la espada. Tal vez volvería a intentarlo cuando llegaran a las minas; quizás obtendría mejores imágenes si daba un descanso a la magia.
Regresó al campamento y se instaló a varios metros de distancia del marinero; en el único trozo de tierra firme que no había sido delimitado por los ogros. Vio que Rig lo observaba. El marinero había apoyado su alabarda contra el tronco de un inmenso nogal, y Dhamon reflexionó que el otro parecía coleccionar las armas que él desechaba; aunque el marinero no conseguiría esa espada, porque Dhamon sabía que no desecharía a Wyrmsbane mientras viviera.
El guerrero recostó la espalda en un árbol, con una retorcida raíz que se clavaba embarazosamente en su pierna, y cerró los ojos en un vano intento de dormir. Los sonidos lo molestaban demasiado, emponzoñando su mente. Los gritos de pájaros y grandes felinos ocultos, el movimiento de hojas en la parte más baja del dosel de ramas. Y más que eso: las conversaciones de los ogros lo inquietaban; deseaba poder entenderlos mejor y captar más que unas palabras sueltas aquí y allí. No conseguía confiar en ellos, ya que eran mercenarios de Donnag, y deseaba saber exactamente de qué hablaban, y quería que Maldred compartiera su preocupación por su lealtad.
Oyó el chapoteo de unas pisadas y abrió los ojos. El ogro llamado Mulok se aproximaba. Dhamon pensó en agitar una mano indicando que se fuera, pues prefería estar solo, pero al ver que la enorme criatura llevaba un enorme odre de licor, le indicó con la mano que se acercara más.
Dhamon advirtió que Rig seguía observándolo. Fiona estaba unos metros más allá, suavemente iluminada por la luz de una alta antorcha clavada en el suelo. Dedicaba a Dhamon alguna que otra mirada, pero casi toda su atención estaba puesta en Maldred. Permanecía de pie muy cerca del hombretón, y éste había rodeado la mano de ella con la suya.
Mulok tomó un buen trago del odre y se lo pasó a Dhamon. El ogro tenía ciertos conocimientos del Común e intentó entablar conversación con el humano sobre un gran jabalí que había descubierto a primeras horas de aquel día e intentó cazar infructuosamente. El hombre lo escuchó con educación y tomó varios largos tragos de alcohol. Éste era un poco amargo, pero no del todo desagradable, aunque lo encontró fuerte, y tras un sorbo más lo devolvió y le dio las gracias con un gesto de la cabeza.
Mulok introdujo la mano en el bolsillo en busca de piedras pintadas, elementos de un sencillo juego que gustaba mucho a los ogros. Dhamon accedió a jugar de mala gana y, mientras rebuscaba en su bolsillo para localizar unas cuantas monedas de cobre, el alarido de un ogro atravesó el campamento. El humano se incorporó de un salto y desenvainó la espada. Mulok soltó las piedras y estiró la mano hacia su garrote.
La luz era escasa, puesto que sólo había dos antorchas encendidas; la justa para hacer que el claro que los ogros habían hecho pisoteando a un lado y a otro pareciera realmente espectral. Las criaturas habían estado dando vueltas, aplastando las últimas juncias de la maleza, sus oscuras figuras difíciles de distinguir debido al alto y denso follaje que circundaba el claro. Dhamon se encaminó hacia la antorcha más cercana, hacia el lugar donde había visto por última vez a Fiona, con Mulok corriendo pesadamente tras él.
Pero antes de dar más de una docena de pasos, Dhamon se sintió alzado del suelo, por unas serpientes que descendieron desde el dosel de hojas y se enrollaron a sus brazos y pecho para izarlo hacia las alturas. El aire se llenó con el siseo de cientos de ofidios.
En cuestión de segundos, el brazo izquierdo de Dhamon quedó inmovilizado, pero el que empuñaba el arma permaneció libre, y con él asestó mandobles a más serpientes que se dejaban caer sobre él con la intención de rodearlo aún más. Sus frenéticos mandobles consiguieron impedir que otras culebrearan hasta él, al menos por el momento. Sin perder de vista a los otros reptiles que se amontonaban en lo alto, esgrimió a Wyrmsbane contra las serpientes que ya lo asían con firmeza, liberándose mediante veloces tajos para a continuación dejarse caer en cuclillas sobre el blando suelo.
Dhamon sospechó que no habían transcurrido más que unos minutos. Y, en ese lapso de tiempo, varios ogros de la compañía se vieron arrastrados, forcejando y maldiciendo al interior de la parte baja del dosel de hojas. Maldred se hallaba entre ellos. Los brazos del hombretón estaban sujetos a los costados, y una serpiente se había enroscado a sus piernas, inmovilizando por completo sus extremidades. Maldred intentaba con toda su considerable fuerza extender los brazos y romper las ligaduras, pero las serpientes eran resistentes y desafiaban sus intentonas para arrollarse con más fuerza en torno a él. Hendieron la carne de sus brazos que quedaba al descubierto y lo hicieron sangrar.
En el suelo, Dhamon apenas conseguía esquivar a los ofidios que descendían de las alturas. Se agachó cuando uno intentó azocarle el pecho, y blandió Wyrmsbane contra una constrictor que se deslizaba hacia él, acertándole pero sin conseguir otra cosa que apartarla de un palmetazo. Con las venas abultadas como cuerdas en los brazos y el cuello, esgrimió el arma por segunda vez, rebanando el cuerpo de la constrictora y proyectando un surtidor de sangre de color gris verdoso.
En unos instantes, había partido a varias serpientes en dos y estaba de pie sobre una parte seccionada que seguía retorciéndose. Con la escasa luz de la antorcha distinguió la boca que se abrió para mostrar hileras de púas finas como agujas. Resultaba curioso. Miró con más atención. No eran dientes, exactamente. Había algo más que resultaba extraño en las serpientes muertas y moribundas que yacían alrededor.
Más que serpientes, tenían el aspecto de enredaderas, y se parecían a los bejucos que colgaban por todas partes en el pantano. Se agachó bajo un siseante reptil, y extendió una mano para palpar una de las serpientes muertas. También tenían el tacto de enredaderas y carecían de escamas.
—¿Qué son estas bestias? —murmuró para sí, pero no tardó en dejar de lado su curiosidad, para dar un brinco y acuchillar a otra de aquellas criaturas que se acercaba.
—¡Dhamon! —llamó Maldred desde lo alto; estaba oculto entre las ramas bajas, pero el otro podía oírlo debatirse—. ¡Necesito ayuda aquí!
Más ogros fueron atrapados y desaparecieron en las alturas. Otros blandían espadas y garrotes contra reptiles que seguían descendiendo desde las ramas y se lanzaban sobre más víctimas. Las criaturas emitían un siseo que aumentó en intensidad, un sonido que tapaba virtualmente los gritos de los ogros.
Fiona hendió a una serpiente especialmente gruesa que se retorcía en dirección a Dhamon. Él la vio y asintió, luego se dejó caer sobre el estómago al sentir que una serpiente se restregaba contra su espalda. Rodó y lanzó una cuchillada hacia lo alto, decapitando a otra. Alzó la mano libre y agarró a otro reptil que se había dejado caer para enroscarse alrededor de su cuerpo. Sujetando su espada mágica entre los dientes, trepó por esta última serpiente como si fuera una cuerda retorcida.
—¡Dhamon! —llamó Fiona—. ¡No veo a Maldred!
La guerrera se había abierto paso a través de una docena de criaturas, y partes de ellas se retorcían y abrían las fauces en el suelo intentando morder. La luz de la antorcha mostró que su cota de malla estaba salpicada de cieno verde. Su rostro era lúgubre y tenía los ojos desorbitados.
—Debe de estar arriba junto con los otros. ¡Dhamon!
El susodicho no pudo responder, pues llevaba la espada en la boca mientras proseguía su ascensión. Se detuvo a unos seis metros de altura sobre el suelo y, mientras se agarraba fuertemente con una mano, con los pies cerrados alrededor de la serpiente constrictora para impedir que lo sacudiera en exceso, blandió salvajemente la espada, atravesando a una serpiente negra que se arrojaba sobre él. La hendió con facilidad, cerrando bien los ojos cuando la sangre lo roció. Acida, le quemó la piel, y él casi se soltó debido a la sorpresa. Distinguió unas cuantas serpientes negras entre la mayoría verde, enroscadas a los ogros, mordiéndoles los rostros y las manos. Tras unos instantes de forcejeo, sus víctimas quedaban colgando inertes entre sus anillos. Dhamon gritó una advertencia a los ogros que combatían en el suelo para que tuvieran cuidado con las serpientes negras, pero el siseo de tantos reptiles era tan estridente que sus compañeros no consiguieron oírlo.
Trepó aún más, maravillándose ante la longitud de las serpientes. Se encontraba a más de cincuenta metros del suelo, y las criaturas eran aún más largas; Dhamon no conseguía ver dónde terminaba la que él escalaba.
—¡Maldred! —chilló el nombre de su amigo a todo pulmón—. ¡Maldred!
Intentó no oír el siseo de las serpientes que seguían descendiendo desde el dosel de ramas hasta el suelo, y le pareció oír la profunda voz familiar de su amigo surgiendo de algún punto por encima de él. Ascendió otro trecho y luego se detuvo otra vez, cuando la serpiente por la que escalaba empezó a dar violentas sacudidas, amenazando con arrojarlo al suelo. Extendió el brazo en dirección a una gruesa rama y se soltó del reptil que había usado para ascender; luego con un veloz movimiento partió a la criatura en dos. El ser cayó al suelo, y él se dio la vuelta y continuó árbol arriba, para desaparecer entre las amplias hojas de la capa de hojas más baja.
En el suelo, el ogro cauteloso llamado Mulok había recostado la espalda contra un ciprés y blandía un hacha frente a él como si fuera una guadaña, mientras con la otra mano extendía la espada hacia lo alto por encima de su cabeza, para evitar que otras serpientes cayeran sobre su persona.
Fiona corría de un lado a otro haciendo estragos entre las criaturas. Sólo una había conseguido enroscarse alrededor de ella, pero la mató antes de que pudiera alzarla del suelo. Su armadura solámnica resultaba útil —era lo único bueno de llevarla puesta dentro del pantano— pues a los reptiles les resultaba difícil sujetar el metal. Resbalaban y se convertían en blancos fáciles para su habilidad con la espada.
Los ogros no tardaron en advertir el éxito que obtenía, contemplándola mientras combatían contra sus propias serpientes, y al instante adquirieron un gran respeto por esa humana a la que en un principio sólo habían tolerado.
De improviso se oyó un estrépito en las alturas de ramas que se partían. El cuerpo de uno de los ogros de piel verdosa cayó como una piedra, y el impacto lanzó una lluvia de agua pantanosa por todo el suelo. Los mercenarios que se hallaban más cerca rugieron enfurecidos. El caído estaba evidentemente muerto, y su piel moteada era una masa de mordiscos y heridas.
Cayó otro, y Fiona gritó órdenes a los aturdidos ogros, con la esperanza de que algunos la entenderían. Uno lo hizo, el chamán de piel blanca que Maldred le había presentado. No recordaba su nombre, pero le hizo un gesto con la mano, y él interrumpió el conjuro que estaba lanzando, y gritó en el idioma de los ogros en un esfuerzo por traducir las palabras de la mujer a sus camaradas. Al poco rato los guerreros se habían reagrupado junto a la dama solámnica en el centro del claro, espalda contra espalda y con las espadas centelleando en la exigua luz de las antorchas. El suelo estaba cubierto de pedazos seccionados de serpientes, que seguían retorciéndose y chasqueando las fauces; algunas hallaban botas que morder, en tanto que otras eran aplastadas bajo los tacones.
—¡Maldred!
Dhamon seguía chillando desde lo alto. Había conseguido trepar a una gruesa rama entre un dosel y otro, que estaban recubiertos de reptiles, y mientras se dirigía al tronco, partió en rodajas unos cuantos. Otras de aquellas criaturas colgaban de ramas más altas, y las esquivó, arrojando de vez en cuando alguna al suelo mientras avanzaba.
—¡Maldred!
—¡Aquí! ¡Estoy aquí arriba, Dhamon! —La profunda voz sonaba ahogada, pero bastante clara.
—Sigue hablando para que pueda localizarte.
Otra voz se inmiscuyó, una que Dhamon reconoció: la de Rig. El marinero también había sido capturado y conducido a lo alto por las serpientes y parecía hallarse muy cerca. La luz de la luna que se filtraba a través de las capas más elevadas mostró a un hombre de piel oscura atado al tronco de un árbol adyacente. Cuatro serpientes muy gruesas se habían enroscado alrededor de él, mientras una quinta intentaba morderle la cara. Dhamon rebanó otro de aquellos seres al tiempo que se dirigía hacia el marinero, pero luego cambió de idea y giró hacia donde había oído la voz de Maldred. Igual que un experto funámbulo, el guerrero mantuvo el equilibrio sobre una rama, saltó a otra que surgía de un enorme olmo y siguió adelante, sujetándose a las serpientes que colgaban para utilizarlas como medio de mantener el equilibrio. Se detuvo en dos ocasiones para sacarse la espada de la boca y eliminar a un par de transgresoras serpientes negras, haciendo una mueca cuando la acida sangre cayó sobre su piel.
Su camarada se encontraba a casi seis metros por encima de él, atado con serpientes a una gruesa rama. Alrededor de Maldred, el follaje del ciprés se agitaba, rebosante de criaturas que medían hasta treinta metros de longitud. Dhamon trepó, agarrándose primero con una mano y luego con la otra, por una delgada serpiente que recordaba a una soga, matándola al llegar a la siguiente rama. Avanzó furtivamente en dirección al tronco, evitando a otro par de víboras negras. Usó la espada para ayudarse a escalar, hundiendo la hoja en la madera mientras ascendía hacia su amigo. Las serpientes, más abundantes allí, cubrían a su prisionero, y Dhamon se abrió paso a mandobles por entre una cortina de delgados reptiles verdes, aunque estuvo a punto de caer de su elevada percha cuando notó que una se deslizaba por el interior de su jubón. Su mano libre buscó a tientas a la infractora mientras ésta lo mordía. Por fin, palpando al ser con los dedos, lo arrancó fuera del jubón y lo arrojó bien lejos. Acabó con unas cuantas serpientes más antes de conseguir llegar junto a Maldred, que tenía el rostro salpicado de señales de mordiscos, y las mejillas terriblemente hinchadas.
El guerrero empezó a cortar serpientes con su arma como si serrara una cuerda. Chorros de sangre verde y negra lo salpicaron, y él sólo se detuvo para apartar de un golpe a una muy delgada que descendió de lo alto e intentó enrollarse a su cuello.
—Ya casi estoy allí —indicó a Maldred.
Una criatura enorme se dejó caer entonces y cerró los dientes con fuerza en su desamparado muslo, pero Dhamon golpeó con fuerza el pomo de la espada sobre la cabeza del reptil y lo aturdió.
—Unas cuantas más y conseguiré liberar tus brazos.
—Y será la tercera vez que me salvas la vida, amigo mío —consiguió jadear el fornido ladrón—. Te deberé…
—Nada —terminó por él Dhamon—. Me ayudaste a conseguir a Wymsbane, Ya. Casi lo conseguí. Sólo un poco… —Se quedó rígido, pues sintió algo que se apretaba dolorosamente alrededor de su cintura—. Un poco más —jadeó, mientras se inclinaba para finalizar la tarea.
Aún no había acabado de cortar hasta el final las serpientes que aprisionaban a su amigo cuando éste finalizó el trabajo por él, flexionando los músculos y arrancando a la última de su cuerpo. Resollando, el hombretón extendió la mano y cerró los dedos sobre la constrictora que rodeaba la cintura de Dhamon y la oprimió con fuerza. Trituró a la criatura, y el limo rezumó al exterior, manchando su enorme mano.
—No tiene huesos —manifestó, mientras apartaba los cuerpos sin vida e intentaba mantener un precario equilibrio sobre la rama—. Todo esto es producto de la magia, amigo mío, y me encantaría estudiarlo si las circunstancias fueran distintas. Alguien con considerable poder ha dado vida a las enredaderas.
—Sí —asintió el otro, señalando en dirección a las ramas donde había ogros retenidos—. Y ese alguien está destrozando el ejército de Donnag.
Se abrieron paso a toda prisa de rama en rama; al mantenerse juntos podían apartarse las serpientes el uno al otro mientras liberaban a los restantes ogros. Los que quedaban libres, por su parte, se dedicaban a rescatar a sus congéneres, aunque a los ogros les costaba mucho más avanzar con sus enormes cuerpos por las ramas.
Abajo, Fiona seguía ordenando a los ogros que alteraran el círculo, sin permanecer en el mismo lugar durante más de unos instantes. Nadie más había sido atrapado desde que la mujer los había hecho colocar en formación de círculo. El mercenario de piel blanca se hallaba en el centro, moviendo las manos en el aire, que relucía alrededor de las puntas de sus dedos. Luego el resplandor se extendió hacia el exterior para adoptar el aspecto de una nube de luciérnagas. Las luces, de tonos amarillo y naranja pálido, danzaron y se arremolinaron alrededor de las serpientes que seguían descendiendo del dosel de hojas. A medida que las luces aumentaban en intensidad, los reptiles dejaban de retorcerse, y tras unos instantes quedaban colgando, inmóviles, con el aspecto de enredaderas cubiertas de flores en medio de unas luces que se desvanecían.
La Dama de Solamnia mandó a sus hombres que volvieran a cambiar el círculo para que se adaptara al alcance mágico del chamán. No tardaron en hallarse bajo otra miríada de serpientes que se retorcían y, de nuevo, los dedos del ogro empezaron a agitarse.
En las alturas, Rig atisbo por entre las sombras y vio cómo Dhamon liberaba a Maldred y luego a varios ogros. El marinero siguió debatiéndose contra las cada vez más apretadas criaturas que lo inmovilizaban contra el tronco del nogal. Le escocían las mejillas y sentía correr la sangre por su rostro.
—Serpientes apestosas —escupió, cuando una saltó al frente para morderle la nariz—. Al Abismo con Dhamon Fierolobo y todas estas serpientes.
Comprendió que Dhamon tardaría un poco en ayudarlo, si es que lo hacía, y que si él no actuaba con rapidez para soltarse, moriría, pues empezaba a costarle respirar. Casi consiguió escapar en dos ocasiones, pero cada vez más serpientes acudían a reemplazar a las que él había arrojado lejos.
Parecía una situación desesperada, pero Rig se concentró; no en la situación en que se hallaba, sino en el romance que empezaba a florecer entre Fiona y Maldred.
—No permitiré que se quede con ella —consiguió jadear, mientras otra serpiente descendía amenazadora.
Abriendo la boca de par en par, los dientes del marinero se cerraron con energía sobre la negra serpiente, y mordió con fuerza hasta que el ser dejó de moverse. Sintió ganas de vomitar cuando la acida sangre inundó su boca, pero la escupió y siguió con su tarea.
—No voy a dejarla sola con él y con Dhamon Fierolobo. No pienso hacerlo, no puedo hacerlo… ¡Por fin! —exclamó, al liberar por fin una mano; sus dedos palparon su cintura, hasta que se cerraron sobre una de las empuñaduras de sus numerosas dagas y consiguieron desenvainarla—. Ahora ya sólo sois carroña, serpientes viscosas —siseó, mientras acuchillaba con fiereza a un reptil y luego a otro, luego a dos y a tres más, arrojando los cadáveres con aspecto de cuerdas lo más lejos como podía.
Tras varios minutos, seccionó la última criatura y se dejó caer contra el tronco para recuperar el aliento. Escupió una y otra vez, intentando eliminar el sabor de la sangre de su boca; luego rebuscó en su cintura para localizar el odre de agua y engulló todo su contenido. Aquello pareció servir de algo, pero la lengua aún le ardía. Sus ojos oscuros escudriñaron las hojas sobre su cabeza, con el ojo alerta por si había más serpientes.
Al descubrir a tres que descendían hacia él, saltó a otra rama. La luz de las estrellas penetraba hasta allí, por una abertura en el dosel más alto justo encima de su cabeza. Rig alzó la mirada, agradecido de obtener siquiera un atisbo del cielo, pues había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que viera las estrellas. Fiona tenía razón, él acostumbraba usarlas para guiarse, siempre lo había hecho, para gobernar cada barco en el que navegaba hasta algún nuevo puerto de atraque. El marinero sostenía que jamás podía perderse, no mientras hubiera estrellas que lo guiaran. Se sintió mejor al verlas, sintió que se encontraba en compañía de viejas amigas; unas que no cambiarían para convertirse en ladrones y que no contemplarían boquiabiertas a hombres llamados Maldred.
—Vaya, vaya —susurró.
El marinero realmente miraba las estrellas ahora, no se limitaba a admirarlas únicamente. Rig trepó un poco más, sin prestar atención a los sonidos de la batalla que se libraba en el suelo. Veía más superficie de cielo desde ese punto de observación y estudió algunas de las constelaciones. Eran distintas antes de la Guerra de Caos, lo sabía perfectamente por haber visto gran cantidad de mapas estelares de la época en que colgaban tres lunas del cielo. Y conocía a un anciano capitán de carabela de níveos cabellos que había navegado bajo aquellas constelaciones.
Pero ésas eran las estrellas con las que había crecido y que había llegado a considerar sus amigas. Levantó una mano, para trazar el contorno de un ala de dragón. Quería estudiar el cielo un poco más, pero un sonoro silbido lo hizo descender a una rama más baja a toda velocidad. Era como trepar por las jarcias de una nave, y por lo tanto no le resultaba especialmente difícil, aunque llevaba varios meses apartado del mar. Demasiado tiempo, se dijo.
Debajo del marinero, Dhamon se abría paso a tajos por entre un velo de reptiles que descendían y se encaminaba a una rama baja. El guerrero saltó al suelo, y el pantano absorbió su peso y proyectó un chorro de maloliente agua pulverizada en todas direcciones.
Dhamon volvió a oír el siseo, más fuerte al resonar en los gruesos árboles, oyó a Fiona gritando órdenes, a un ogro que gruñía una colección de palabras farfulladas como respuesta y a Maldred que saltaba al suelo.
La dama solámnica se encontraba cerca, y Dhamon y Maldred se encaminaron hacia su voz, golpeando a diestro y siniestro las serpientes-enredaderas mientras avanzaban. Les pareció que transcurría una eternidad hasta que consiguieron regresar al claro que habían abierto los ogros. El hombretón se apresuró a unirse al círculo de ogros que la guerrera dirigía con suma pericia, en tanto que Dhamon se quedaba atrás, moviendo los ojos a un lado y a otro en busca de más serpientes y acuchillando a las que descendían sobre él.
El guerrero arrugó la nariz, al tiempo que decidía que la sangre olía peor que el bálsamo curativo que le habían puesto en el hospital de Estaca de Hierro. No le habría importado un poco de lluvia ahora, para lavar parte del olor. Habían matado a tantas serpientes-enredaderas que prácticamente pisaba una alfombra de ellas, y el hedor iba en aumento. Sintió náuseas mientras se concentraba en blandir a Wyrmsbane contra las criaturas que seguían descendiendo, aunque en número decreciente ahora. Había menos de aquellos seres sencillamente porque él y los ogros habían hecho pedazos a la mayoría de las enredaderas hechizadas.
Hizo caso omiso de la súplica de Maldred para que se uniera al círculo. Desde luego no deseaba combatir hombro con hombro con ogros que blandían sus armas con tanta fiereza que eran capaces de herirlo a él al hacerlo. Además, allí, fuera de la horda de ogros, podía concentrarse en mantenerse a salvo, al no tener que preocuparse de proteger a nadie que estuviera junto a él.
Había una gruesa cortina de serpientes en el linde del campamento, donde ninguno de los ogros había estado luchando, y el humano se dirigió hacia allí, eliminando a unas cuantas serpientes-enredaderas negras mientras lo hacía. Se aproximó con cautela, pues sus siseos ahogaban los sonidos de los ogros del círculo, que se encontraba ahora bastante lejos a su espalda.
—¿Qué magia os ha engendrado? —masculló, mientras se acercaba a la cortina desde un extremo, seccionando varias serpientes con un solo mandoble—. ¿Qué puede haber hecho que todas vosotras…? ¡Ah!
Una de las criaturas se había dejado caer a su espalda, y los dientes finos como agujas se hundieron en su hombro. La criatura empezó a enroscar el cuerpo alrededor del cuello del guerrero, obligándolo a soltar a Wyrmsbane. Sus manos salieron disparadas hacia su garganta, para tirar de los anillos. De improviso la serpiente se quedó inerte, y él pudo retirarla con facilidad.
—No te molestes en darme las gracias.
Era el marinero. Rig había descendido de las alturas y acabado con la criatura.
Dhamon recuperó rápidamente su arma y, sin decir una palabra, se colocó espalda contra espalda con el marinero mientras se abrían paso por la cortina de serpientes, que finalmente acabaron eliminando por completo.
Cuando había transcurrido más de una hora desde el inicio del ataque, consiguieron acabar con la última enredadera. Rig engulló el contenido de otra odre de agua, intentando aún desprenderse del sabor de la sangre que tenía en la boca. Recogió la larga espada que había soltado, mientras Dhamon pateaba pequeños montones de serpientes-enredaderas, para asegurarse de que estaban todas muertas.
Habían muerto nueve ogros, bien por culpa de mordiscos venenosos, bien por caídas desde las alturas. Un décimo seguía desaparecido. Fiona consideró al mercenario muerto y decidió que nadie debía trepar al dosel de hojas en su busca, porque entonces podrían ser dos los que desaparecieran.
—Nuestro número se ha visto reducido en una cuarta parte —anunció Maldred.
—Por alguien que no nos quiere aquí —añadió Dhamon.
—Eso es evidente —farfulló Rig.
Murmullos de Sable recorrieron como una oleada el grupo de ogros que quedaban, la palabra claramente distinguible en su gutural lengua.
Dhamon se volvió a Mulok y escupió una serie de sencillas palabras en ogro, señalando los cadáveres. Luego miró a Maldred.
—Puede que sea la Negra, como dicen algunos de los ogros, pero yo no lo creo. Lo más probable es que se trate de uno de sus esbirros. De haber sido Sable, estaríamos todos muertos.
Y si hubiera sido ella u otro dragón —pensó para sí el guerrero—, lo habría percibido. La escama de la pierna me lo habría dicho.
Como había hecho cuando el dragón sobrevoló el valle de Caos, o como le había advertido sobre la gran hembra de Dragón Verde en los bosques de Qualinesti.
—Yo lo habría sabido —dijo en voz alta.
Rig se dedicaba a limpiarse la sangre de las mejillas, presionando con suavidad las heridas producidas por mordiscos y soltando su último odre de agua, que vació sobre su rostro porque sabía que podría volver a llenarlo en un arroyo cercano. Las lesiones le escocían, y varias estaban hinchadas y le dolían. A Maldred parecía haberle ido igual de mal, pero no hacía nada para ocuparse de sus heridas. Los ogros sí se ocupaban cuidadosamente de sí mismos, usando su agua, mientras algunos se aplicaban incluso savia procedente de raíces que desenterraban. Rig consideró la posibilidad de probar eso, pero luego cambió de idea. Tal vez tales cuidados eran el motivo de que estuvieran cubiertos de furúnculos y verrugas y de que, en conjunto, resultaran tan feos. Dhamon parecía haber sufrido sólo unos pocos mordiscos, que secó con un pedazo de tela empapada en alcohol.
Convencido de que no había nada más que pudiera hacer por sus heridas, el marinero empezó a rebuscar alrededor de la base del nogal donde había apoyado su alabarda. Estaba seguro de haber localizado el árbol correcto, pues reconocía raíces nudosas que parecían patas de arañas gigantes. Sí, ése era el árbol. —musitó—. ¿Dónde está mi arma?
—¿Dónde?
Se arrodilló, palpó el suelo y encontró la marca que el mango de la alabarda había hecho, aunque estaba demasiado oscuro para ver detalles, y el árbol se hallaba demasiado lejos de las antorchas.
—Ya veremos —anunció, incorporándose y avanzando a grandes zancadas hacia Fiona.
Se detuvo unos pocos metros antes de llegar a ella, arrancó una antorcha y la llevó de vuelta al árbol, sin darse cuenta de que la mujer lo seguía y que Dhamon y Maldred lo observaban. El marinero clavó la antorcha en un trozo de tierra firme y volvió a arrodillarse.
—¿Qué buscas? —le preguntó la solámnica.
—Mi alabarda. La deposité aquí cuando intentaba dormir. Antes de que aparecieran las serpientes. Es el árbol correcto. Estaba justo aquí. ¿Ves? —Clavó el dedo en la señal—. Luego llegaron las serpientes y…
—Maldred dice que estaban hechizadas. Que no eran realmente serpientes. Simples enredaderas que un conjuro dotó de vida. Él lo sabe porque juguetea con la magia.
—Vaya, está lleno de sorpresas, ¿verdad? —Los dedos de Rig golpeaban el suelo—. De todos modos, tiene que ser un hechizo poderoso para lanzar a todas esas criaturas viscosas sobre nosotros. Algo que podría haber surgido del reino de Feril.
—Dhamon cree…
—Sí, ya sé, podría ser un esbirro de la hembra de Dragón Negro. O Sable en persona. Tengo oídos. Pero no lo creo. Los dragones dejan huellas mayores. Y además, no me importa lo que piense Dhamon.
—Él no dijo un dragón, dijo un…
Rig desechó sus palabras con un ademán para que se acercara. Había localizado una pisada, una pequeña, no mayor que su mano abierta; luego otra y otra, estrechas e infantiles. Las señaló con el dedo; las huellas se alejaban en dirección a una ciénaga.
—Tal vez un elfo —dijo la guerrera, deslizándose más cerca para examinarlas por sí misma—. ¡Maldred!
Su compañero hizo una mueca de disgusto al oír al fornido ladrón chapoteando por el barro hacia ellos. Maldred se arrodilló junto a Rig, y Dhamon se movió en silencio algo más allá, para estudiar aquellas diminutas pisadas.
—Fiona tiene razón —declaró el hombretón—. Podría tratarse de un elfo. Había gran cantidad de elfos en estos bosques antes de que se instalara en ellos la Negra y lo convirtiera todo en un pantano.
Rig se alejó de Maldred y Fiona y se acercó con cautela a la ciénaga que se extendía hacia el oeste hasta donde alcanzaba la luz de la antorcha.
—Maldita sea. Se llevó mi alabarda, algún hada o elfo, puede que lo que fuera que provocó la lluvia de serpientes. Tal vez cayeron serpientes para que el pequeño demonio pudiera largarse con mi arma. Mi arma mágica. Será mejor que hagáis que vuestros amigos ogros echen una ojeada por el campamento por si falta algo más. A ver si localizan mi alabarda.
Puso a prueba el suelo en el borde de la ciénaga, y su bota se hundió profundamente.
—No vas a ir tras tu arma —declaró Fiona—. Es demasiado peligroso.
Tal vez no sería tan peligroso si tú vinieras conmigo, reflexionó él para sí. Estuvo a punto de decirlo en voz alta, pero no necesitó hacerlo, pues ella sin duda captó su pensamiento.
—Si las circunstancias fuera distintas —empezó la mujer—, si no nos dirigiéramos a Takar a pagar el rescate por mi hermano, todos te acompañaríamos y te ayudaríamos a encontrar tu alabarda. Pero un arma no vale…
Un gesto de la mano del marinero ahogó sus palabras. Un rictus de desagrado se marcaba profundamente en la frente del ergothiano. Valoraba las armas, lo había hecho desde que era un joven, y se introdujo a bordo de un barco para escapar de una desgraciada vida en su hogar. La alabarda que había transportado por todas partes estaba notablemente hechizada, y la apreciaba por encima de todas las otras que llevaba sujetas a su cuerpo, pues era un artefacto, como lo había denominado Palin Majere, de una época muy lejana. Un Dragón de Bronce se la había entregado a Dhamon Fierolobo, que la había tirado después de estar casi a punto de matar a sus amigos con ella… incluido el marinero. Rig se había apresurado a recogerla. El arma partía el metal como si fuera pergamino.
—Se llevó mi alabarda —repitió—. ¿Ahora cómo voy a recuperarla?
Dhamon insistió en su examen de las pisadas mientras oía los continuos rezongos del otro. Por un breve instante pensó en la posibilidad de preguntar a Wyrmsbane dónde estaba el arma, pero rechazó la idea rápidamente, ya que no deseaba hacerle ningún favor al marinero. Guardaría la magia de la espada de Tanis para sus propias preguntas, que a la mañana siguiente podrían tener que ver con esas pequeñas huellas que le preocupaban.
—Demasiado oscuro —dijo Dhamon, abandonando finalmente la cuestión de las pisadas.
El guerrero fue a reunirse de nuevo con los ogros, buscando a Mulok para compartir con él un poco más de la amarga bebida, y luego empezó a examinar los cadáveres de los mercenarios.
Fiona se apartó del nogal y de Rig e indicó a sus subalternos, a través de Maldred, que rebuscaran entre las pertenencias de los ogros muertos.
—Sólo por si faltan otras cosas —dijo—. Asegúrate de que recojan todas las raciones que encuentren.
Mulok y sus compañeros se dedicaron a amontonar a sus camaradas caídos alrededor de la base de un ciprés. No resultaba práctico enterrarlos allí, o quemarlos. Maldred dijo que los dejarían a merced de los carroñeros, una vez que les hubieran quitado cualquier arma o parte de armadura que pudiera usarse.
Rig observó que Dhamon arrancaba un gran anillo de plata de la mano de un cadáver y se lo guardaba en el bolsillo. Luego tomaba una muñequera de plata del brazo de otro y la introducía en su morral, para a continuación seguir adelante, fingiendo interés en las lianas. El marinero sintió repugnancia, sacudiendo la cabeza al tiempo que deseaba ardientemente no haberse cruzado jamás en el camino de Dhamon Fierolobo y que los Caballeros de Solamnia hubieran accedido a pagar este rescate. Podrían haberlo hecho por Fiona, que había dedicado su vida a la Orden, y ello les habría ahorrado a la mujer y a él mucho tiempo: semanas. No tendrían que haberse abierto paso a lo largo de las Khalkist siguiendo a Dhamon y a Maldred, y no habrían ido al poblado de cabreros por encargo de un arrogante caudillo ogro.
Y podrían haberse reunido con el viejo draconiano bozak en Takar a tiempo. El hermano de Fiona podría haber vivido.
—Si pudiéramos confiar en que el dragón aceptará el rescate —refunfuñó Rig—. Si el draconiano estuviera en Takar. Si. Si. Si.
Un ronco gruñido surgió de las profundidades de su garganta. Quería desesperadamente ir en pos de su alabarda. Pero si la persona —o criatura— que la había cogido era la responsable de todas las serpientes, sospechaba que aquello le costaría la vida. Y deseaba ir a Shrentak, una idea con la que se había permitido obsesionarse, y rescatar a toda la gente prisionera allí.
—Shrentak —siseó.
El marinero distinguió a Dhamon y a Maldred conferenciando junto a una de las antorchas y, abriendo y cerrando las manos con fuerza, se encaminó hacia ellos. Fiona estaba muy cerca. Bien, se dijo, así se enteraría de lo que él tenía que decir.
—El cofre. —Fiona daba vueltas en un cerrado círculo mientras hablaba; sus manos temblaban y sus hombros estaban atípicamente encorvados—. Algo se llevó el cofre. Con las joyas y las monedas. ¡El rescate de mi hermano!
—Del cadáver de tu hermano —corrigió Rig.
Los ojos de la mujer llameaban cuando se detuvo a pocos centímetros del marinero, y sus labios se movían en silencio. El ergothiano sabía lo que pensaba. Si no hubieran perdido tiempo intentando reunir un rescate con Dhamon y su grandullón amigo —si el Consejo Solámnico sencillamente le hubiera entregado lo que necesitaba— su hermano podría seguir aún con vida. Tal vez.
—No habría importado —le dijo el marinero, aunque no lo creía por completo—. Rescate o no, esa hembra de dragón no iba dejarlo libre ni a él ni a ninguno de esos otros caballeros. Probablemente no era más que un juego morboso. De modo que deambulamos por esta condenada ciénaga para nada. Toda esta expedición carece de sentido, Fiona. ¿Cuántas veces tengo que decirte que vi morir a tu hermano?
Ella empezó a decir algo, pero él la interrumpió.
—Así que quieres su cuerpo para darle un entierro adecuado. Eso es admirable. Pero hasta ahora ha costado las vidas de diez ogros. Y mi alabarda. Y ahora el cofre con todo el botín ha desaparecido. No hay rescate, no hay cuerpo. No nos hallamos donde se supone que debemos estar. Regresemos a casa. Podemos honrar a tu hermano…
—No puedes decir eso —replicó Fiona con desesperación—. No puedes decir que todo esto carece de sentido. Maldred había enviado exploradores por delante… antes de que aparecieran las serpientes. Ellos encontrarán las ruinas de Takar y…
Dhamon asintió con la cabeza. Se había aproximado silenciosamente hasta la pareja, escuchando atentamente su conversación.
—Maldred envió a dos buenos exploradores. —Señaló hacia el sur—. Deberían estar de vuelta pronto, si nos hallamos tan cerca del lugar como Mal cree.
—Creo que nos encontramos prácticamente encima de ello. —Las palabras provenían de Maldred, que seguía mirando en derredor para asegurarse de que no descendían más serpientes.
—¿Encima de qué? —tronó Rig—. Desde luego no de Takar. Estamos demasiado al sur de las ruinas de Takar. ¿Así que adonde, por todas las capas del Abismo, nos estás llevando, Maldred?
El hombretón dedicó al otro una mirada de perplejidad.
—Ya me oíste —repitió Rig—. ¿Adonde nos estáis conduciendo tú y ese tipo llamado Mulok?
—A Takar como acordamos.
—¡Ni hablar! —El marinero retrocedió unos pasos, para poder mirar a Dhamon, Maldred y Fiona; apoyó los puños en la cintura, con los hombros echados hacia atrás en actitud desafiante y los labios fruncidos en una mueca despectiva—. No estamos ni mucho menos cerca de Takar. Ni por lo más remoto donde se suponía que deberíamos estar. Y tú lo sabes, Dhamon.
—¿Rig? —Fiona se acercó más, aunque se colocó de modo que quedó entre Maldred y Dhamon.
Tres contra uno, pensó el marinero.
—Eché una buena mirada a las estrellas cuando era carnada de las serpientes. Sé leer las estrellas, ya lo sabes, me oriento por ellas. Acostumbraba vivir de ellas. Estamos al sudeste de Bloten. Y sí, las ruinas están en esa dirección. Pero nos hallamos demasiado al sur, y no lo bastante al este.
—¿Es eso cierto? —Una mirada suspicaz cruzó el rostro de la solámnica, que alzó los ojos hacia Maldred.
—Impresionante —declaró el hombretón; se rascó la barbilla, pensativo, y sus ojos devolvieron la mirada del marinero.
—Así que decidme, Maldred, Dhamon —insistió Rig—, ¿adonde vamos y por qué?