TERCERA PARTE

37

—¡El mundo de los púas! ¡Puedo verlo, Pham!

La ventana principal mostró una vista real del sistema: un sol a menos de doscientos millones de kilómetros, luz diurna sobre el puente de mando. La posición de los planetas identificados se indicaba con flechas rojas y parpadeantes, pero uno de ellos —a sólo veinte millones de kilómetros— estaba etiquetado como «terraforme». Al salir de un salto interestelar, no podía pedirse una posición más favorable.

Pham miró la ventana en huraño silencio. Algo se había roto en él después de la batalla con la Plaga. Había confiado en su esquirla divina y estaba desconcertado por las consecuencias. Desde entonces estaba más ensimismado que nunca. Parecía creer que los enemigos supervivientes no les causarían daño si se movían con la prisa suficiente. Desconfiaba más que nunca de Vaina Azul y Tallo Verde, como si representaran una amenaza mayor que las naves que aún les perseguían.

—Demonios —rezongó—. Mira la velocidad relativa. —Setenta kilómetros por segundo.

La concordancia de posiciones no era problema. En cambio…

—La concordancia de velocidades nos llevará tiempo, caballero Pham.

Pham miró a Vaina Azul con cara de pocos amigos. —Hablamos de esto con los lugareños hace tres semanas, ¿recuerdas? Tú te encargaste de la entrada.

—Y tú revisaste mi labor, caballero Pham. Debe ser otro error informático en el sistema de navegación… aunque no esperé que hubiera inconvenientes con un simple problema de balística. —Un signo invertido, setenta kilómetros por segundo de velocidad de aproximación en vez de cero. Vaina Azul se dirigió a la consola secundaria.

—Quizá —dijo Pham—. En este momento, prefiero que salgas del puente, Vaina Azul.

—¡Pero puedo ayudar! Deberíamos comunicarnos con Jefri para realizar nuevos cálculos y…

—Fuera del puente, Vaina Azul. Ya no tengo tiempo para observarte.

Pham cruzó flotando el espacio que les separaba y se topó con Ravna. Ella se interpuso entre ambos, hablando deprisa, ansiando ser convincente y apaciguar los ánimos.

—Está bien, Pham. Él se va.

Ravna acarició una de las palpitantes frondas de Vaina Azul. Vaina Azul cedió.

—Me iré, me iré.

Ella siguió tocándole para tranquilizarle, y se mantuvo entre él y Pham mientras el escrodita se retiraba afligido. Cuando el escrodita se marchó, Ravna preguntó:

—¿No podría ser un error de navegación, Pham?

El otro no prestó atención a la pregunta. En cuanto se cerró la compuerta, regresó a la consola de mando. La última estimación de la FDB calculaba que la Plaga llegaría en menos de cincuenta y tres horas. Y ahora debían perder tiempo rehaciendo una concordancia de velocidades que presuntamente habían concluido tres semanas atrás.

—Algo o alguien nos ha jodido —masculló Pham mientras completaba la secuencia de control—. Tal vez fue un error informático. Esta desaceleración va a ser literalmente manual. —Sonaron las alarmas de aceleración. Pham miró las ventanas de rastreo buscando cabos sueltos que pudieran representar un peligro—. Sujétate —añadió mientras desconectaba el temporizador.

Ravna cruzó el puente, desplegó la silla de caída libre, se acomodó en ella y se sujetó. Pham habló por el canal de anuncios generales, advirtiendo que el temporizador estaba desactivado. Entonces encendió el impulsor, aplastándoles blandamente contra los asientos. Cuatro décimas de g, todo lo que podía lograr la pobre FDB.

La operación fue literalmente manual, como Pham había anunciado. La ventana principal parecía el eje de un taladro. La vista no cambiaba según el antojo del piloto, y no había inscripciones ni esquemas que fueran de ayuda. Estaban presenciando una vista real a lo largo del eje principal de la FDB. Las ventanas periféricas se mantenían en geometría fija con la principal. Pham miraba de una a la otra mientras sus manos corrían sobre el tablero de mando. En la medida de lo posible, volaba valiéndose de sus propios sentidos y sin confiar en nadie más.

Pero Pham aún podía utilizar el ultraimpulso. Tenían un desvío de veinte millones de kilómetros, un salto submicroscópico. Pham Nuwen alteró los parámetros de impulso, procurando efectuar un salto preciso, más pequeño que el intervalo estándar. Cada pocos segundos, la luz del sol se desplazaba una fracción, bañando primero el hombro izquierdo de Ravna y luego el derecho impidiéndole reanudar las comunicaciones con Jefri.

De pronto, la ventana que tenían a los pies se llenó con un mundo, enorme y giboso, azul y blanco. El mundo de los púas era tal como Jefri Olnsdot lo había explicado, un planeta terraforme normal. Después de tantos meses en el espacio y la pérdida de Sjandra Kei, la vista dejó a Ravna sin aliento. Era un mundo principalmente oceánico, pero cerca del polo había oscuras masas terrestres. Una luna diminuta era visible allende el limbo.

Pham contuvo el aliento.

—Estamos a diez mil kilómetros. Perfecto. Excepto que nos acercamos a setenta kilómetros por segundo. —El mundo crecía, lanzándose hacia ellos. Pham observó unos segundos más—. No te preocupes. Erraremos y sobrevolaremos el limbo norte.

El globo se hinchaba debajo de ellos, eclipsando la luna. Ravna siempre había amado la apariencia de Herte en Sjandra Kei. Pero ese mundo tenía mares más pequeños y estaba entrecruzado de accidentes dirokimes. Este lugar era tan bello como Relé, y parecía realmente prístino. La luz del sol bañaba el pequeño casquete polar y Ravna pudo seguir la línea costera que descendía al sur. ¡Estoy viendo la costa noroeste y ahí está Jefri! Tendió la mano hacia el teclado» pidiendo a la nave que intentara una comunicación ultraonda y un enlace de radio.

—Contacto ultraonda —anunció al fin.

—¿Qué dice?

—Es confuso. Tal vez sólo una respuesta ping. —Reconocimiento de la señal de la FDB. Jefri se alojaba cerca de la nave últimamente. A veces Ravna recibía respuestas casi inmediatas, incluso de noche. Estaría bien hablarle de nuevo, aunque…

El mundo de los púas llenaba ahora las ventanas de popa y del flanco, y su limbo era un horizonte combado. Los colores del cielo se derretían en la negrura del espacio. El casquete polar y los témpanos revelaban detalle tras detalle, perfilándose contra el mar bajo sombras de nubes. Seguían la costa hacia el sur, con islas y penínsulas tan entrelazadas que costaba distinguir una de otra. Montañas negruzcas y glaciares estriados de negro. Valles verdes y pardos. Ravna trató de recordar la geografía que les había enseñado Jefri. ¡Isla Oculta! Pero había tantas islas…

—Tengo contacto radial con la superficie del planeta —dijo la voz de la nave. Simultáneamente una flecha parpadeó señalando una posición cercana a la costa—. ¿Conecto el audio en tiempo real?

—¡Sí, sí! —exclamó Ravna, y pulsó el teclado cuando la nave tardó en reaccionar.

—Hola, Ravna. ¡Oh, Ravna! —dijo la excitada voz del niño. Sonaba tal como ella la había imaginado.

Ravna pidió comunicación bidireccional. Estaban a menos de cinco mil kilómetros de Jefri, aunque se desplazaran a setenta kilómetros por segundo. Cercanía suficiente para una conversación radial.

—¡Hola, Jefri! Al fin estamos aquí, pero necesitamos… —Necesitamos toda la colaboración que puedan brindarnos tus cuadrúpedos amigos. ¿Cómo decirlo con prontitud y claridad?

Pero el niño ya tenía sus propias preocupaciones.

—… necesitamos ayuda ahora, Ravna. Los tallamaderas están atacando.

Se oyó un ruido seco, como si el transmisor hubiera botado. Habló una voz aguda y extrañamente confusa.

—Aquí Acero, Ravna. Jefri razón. Tallamadera…

La voz se disolvió en un cloqueo jadeante.

—«Emboscada», la palabra es «emboscada» —intervino la voz de Jefri.

—Sí… Tallamadera ha preparado gran, gran emboscada. Nos rodean ahora. Morimos en horas si no ayudas.


Tallamadera nunca había deseado ser guerrera. Pero gobernar durante medio milenio requería mucha habilidad, y había aprendido a hacer la guerra. Había tenido que «desaprender» ciertas cosas —confiar en la plana mayor, por ejemplo— en los últimos días. Se había producido una emboscada en el Declive de Margrum, pero no la que el señor Acero había planeado.

Miró a Vendaz desde el campo cubierto de tiendas. Esa manada estaba semioculta tras sus ruidos, pero ya no estaba tan crispada como antes. Un interrogatorio mina el temple de cualquiera. Vendaz ahora sabía que su supervivencia dependía de que la reina cumpliera su promesa. Aun así… era espantoso pensar que Vendaz viviría después de haber matado y traicionado a tantos. Notó que dos de sus miembros hervían de furia, frunciendo los labios y apretando los dientes. Sus cachorros se acurrucaban como temiendo una amenaza. El lugar apestaba a sudor y al ruido mental de demasiada gente en un espacio muy reducido. Necesitó un gran esfuerzo de voluntad para calmarse. Lamió a sus cachorros, se concentró en pensamientos apacibles.

Sí, cumpliría sus promesas. Y quizás el precio valiera la pena. Vendaz sólo contaba con especulaciones sobre los secretos más íntimos de Acero, pero sabía mucho más sobre la situación táctica de Acero de lo que el otro bando podía suponer. Vendaz sabía dónde se ocultaban los reductoristas y en qué número. La gente de Acero había confiado excesivamente en sus superarmas y su agente secreto. Cuando las tropas de Tallamadera les sorprendieron la victoria fue fácil… y ahora la reina poseía algunos de esos maravillosos cañones.

Del otro lado de las colinas, esos cañones aún seguían disparando, utilizando las municiones ocultas cuyo paradero habían revelado los artilleros capturados. Vendaz el traidor la había perjudicado mucho, pero Vendaz el prisionero quizá le trajera la victoria.

—¿Tallamadera? —dijo Escrúpilo. La reina le indicó que se acercara. El comandante de artilleros se sentó a sólo cuatro metros. Las condiciones de combate habían desquiciado todas las reglas del decoro.

El ruido mental de Escrúpilo era un angustiado farfulleo donde se mezclaban el agotamiento, la euforia y el desánimo.

—Podemos avanzar hasta la colina del castillo, majestad. El enemigo casi no responde al fuego. Hemos demolido parte de las murallas. Éste es el fin de los castillos, mi reina. Sería así hasta con nuestros modestos cañones.

Tallamadera asintió. Escrúpilo pasaba mucho tiempo con el dataset, procurando aprender a fabricar cañones. Tallamadera procuraba aprender adónde conducían esos inventos. A estas alturas ya sabía incluso más que Johanna acerca de los efectos sociales de los armamentos, desde los más primitivos hasta otros tan extraños que ni siquiera parecían armas. Millones de veces los castillos habían dejado de existir al aparecer los cañones. ¿Por qué su mundo había de ser diferente?

—Entonces avanzaremos.

Más allá de la sombra de la tienda se oyó un silbido sordo, un proyectil que se acercaba. Cubrió a los cachorros y aguardó un instante. A veinte metros, Vendaz reunió sus miembros. La explosión fue una detonación ahogada en la colina. Es posible que sea uno de los nuestros.

—Ahora nuestras tropas deben sacar partido de la destrucción. Quiero que Acero sepa que pedir rescate y torturar prisioneros sólo le costará más caro. —Quizá recobremos la nave estelar y al niño humano. La pregunta era si alguno de ambos estaría vivo cuando llegaran allá. Esperaba que Johanna jamás supiera de las amenazas y riesgos que planeaba para las próximas horas.

—Sí, majestad… —pero Escrúpilo se quedó donde estaba y, de pronto, pareció más preocupado y abatido que nunca—. Tallamadera, me temo…

—¿Qué? La marea nos favorece. Aprovechemos para navegar.

—Sí, majestad… Pero mientras avanzamos, nuestros flancos y nuestra retaguardia corren grave peligro. Por los exploradores enemigos y los incendios.

Escrúpilo tenía razón. Los reductoristas que operaban detrás de sus líneas eran mortíferos. No eran muchos; las tropas enemigas del Declive de Margrum estaban muertas o dispersadas. Los pocos guerreros que acuciaban los flancos de Tallamadera estaban equipados con ballestas y hachas comunes, pero su coordinación era extraordinaria. Y su táctica era brillante. En esa brillantez se veían los hocicos y las púas del mismísimo Reductor. Su maligno hijo vivía de algún modo. Como una plaga del pasado, regresaba al mundo. Con el correr del tiempo, esas manadas guerrilleras crearían grandes problemas de abastecimiento. Con el correr del tiempo… Dos miembros de Tallamadera se levantaron y miraron a Escrúpilo a los ojos.

—Razón de sobra para avanzar, amigo mío. Somos nosotros quienes estamos lejos de casa. Somos nosotros los que tenemos limitaciones en número y alimentos. Si no vencemos pronto, seremos diezmados —reducidos, pensó—, poco a poco.

Escrúpilo se incorporó obedientemente.

—Eso dice Errabundo también. Y Johanna desea penetrar en las murallas del castillo… Pero hay algo más, majestad. Aunque debamos avanzar… Trabajé diez decadías, valiéndome de todos los datos que me brindaba el dataset para fabricar nuestro cañón. Sé que es una tarea difícil, pero las armas que capturamos en Margrum tienen tres veces más alcance y mucho menos peso. ¿Cómo pudieron lograrlo? —La voz trasuntaba furia y humillación—. El traidor —Escrúpilo señaló a Vendaz con un hocico— piensa que quizá tengan al hermano de Johanna, pero Johanna dice que no tienen nada parecido al dataset. Majestad, Acero posee una ventaja que aún desconocemos.


Ni siquiera las ejecuciones ayudaban. Día a día, Acero sentía crecer su furia. A solas en el parapeto, se paseaba crispadamente, sin sentir nada salvo esa furia. La furia nunca había sido tan intensa desde que había estado bajo el cuchillo de Reductor. Recobra el control antes que te corte más, decía la voz de un Acero más joven.

Se aferró a ese pensamiento, recobró la compostura. Miró su baba sanguinolenta y saboreó cenizas. Tenía tres hombros cubiertos de dentelladas. Se había lastimado, otro hábito que Reductor le había quitado tiempo atrás. Hiere hacia fuera, nunca hacia ti mismo. Acero se lamió mecánicamente las heridas y se aproximó al borde del parapeto.

En el horizonte, una bruma gris oscurecía el mar y las islas. En los últimos días, los vientos estivales que soplaban desde tierra adentro eran un hálito tórrido con sabor a humo. Ahora los vientos parecían fuego y azotaban el castillo llevando humo y cenizas. Todo el último día el otro lado de Garganta Amarga había sido un borrón de fuego. Hoy veía las laderas. Estaban negras y pardas, coronadas por un humo que llegaba hasta el horizonte. En pleno verano los incendios forestales eran comunes, pero este año los fuegos se habían multiplicado, como si la naturaleza fuera una divina manada de guerra. Era culpa de los cañones. Y ese año no podía replegarse a la frescura de Isla Oculta y dejar que los pobladores de la costa afrontaran el sufrimiento.

Acero ignoró los hombros doloridos y caminó con ánimo más meditabundo, casi analítico. Vendaz no le había sido leal, había traicionado su traición. Acero había previsto esa posibilidad y tenía otros espías destinados a comunicarle esa eventualidad, pero no había recibido ningún mensaje… hasta el desastre del Declive de Margrum. Ahora la duplicidad de Vendaz había trastocado todos sus planes. Tallamadera llegaría muy pronto, y no como víctima.

¿Quién hubiera adivinado que necesitaría a la gente del espacio para salvarse de Tallamadera? Había trabajado con empeño para enfrentar a la gente del sur antes de la llegada de Ravna. Pero ahora necesitaba ayuda del cielo y tardaría más de cinco horas en llegar. Ese pensamiento le ofuscó nuevamente. A fin de cuentas, ¿de qué había servido engañar a Amdijefri? Ah, cuando esto haya terminado, cuánto disfrutaré matando a esos dos. Merecían la muerte más que cualquiera de los demás. Habían causado muchos trastornos. Le habían exigido su conducta más benévola, como si ellos le gobernaran a él. Le habían abrumado con más insolencias que diez mil súbditos normales.

Desde el patio del castillo llegaba el ruido de las manadas de peones, las cabrias chirriantes, el crujido de las rocas desplazadas. El núcleo profesional del imperio de Reductor sobrevivía. Si contaban con algunas horas, podrían reparar las brechas de las murallas y traer nuevas armas desde el norte. Y el gran plan aún puede triunfar. Mientras mantenga mi propia unidad, puede triunfar, al margen de otras pérdidas.

Casi inaudible en esa algarabía, llegó el chasquido de zarpas sobre la escalinata. Acero volvió todas las cabezas. ¿Shreck? Pero Shreck se habría anunciado primero. Se distendió. Era el sonido de un solo miembro, un singular que subía las escaleras.

El miembro de Reductor subió la escalera y se inclinó ante Acero, una reverencia inconclusa porque no había otros miembros para imitarla. La túnica radial tenía un lustre limpio y oscuro. El ejército admiraba esas túnicas, así como a esos singulares y dúos que parecían más listos que la manada más brillante. Hasta los tenientes de Acero, que comprendían para qué servían las túnicas y entre ellos Shreck, les trataban con cautela y vacilación. Y ahora, Acero necesitaba al Fragmento de Reductor más que a nadie, más que nada, excepto la credibilidad de los visitantes del espacio.

—¿Qué novedades hay?

—¿Me permites sentarme? —¿La socarrona sonrisa de Reductor asomaba detrás de esa solicitud?

—Siéntate —rugió Acero.

El singular se acomodó en las piedras, la parodia de una manada insolente. Pero Acero le vio la mueca de dolor: hacía veinte días que el Fragmento estaba diseminado por todo el Dominio. Salvo por breves períodos, había pasado todo ese tiempo envuelto en las túnicas radiales. Una tortura oscura y áurea. Acero había visto a este miembro sin la túnica, cuando le bañaban. Tenía los hombros y las caderas despellejadas, cubiertas de ampollas sanguinolentas. A solas y sin la túnica, el aturdido singular había lloriqueado de dolor. Acero disfrutaba de estos encuentros, aunque este miembro no era muy hablador. Era como si ahora Acero fuese el maestro con su cuchillo, y Reductor su discípulo.

El singular calló un momento, y Acero oyó sus mal disimulados jadeos.

—El último día anduvo bien, mi señor.

—Aquí no. Hemos perdido casi todos nuestros cañones. Estamos atrapados dentro de estas murallas —y quizá la gente del espacio llegara demasiado tarde.

—Quiero decir allá afuera —el singular señaló los espacios abiertos que se extendían más allá del parapeto—. Tus exploradores están bien entrenados, señor, y tienen algunos comandantes brillantes. En este momento estoy desplegado en torno de la retaguardia y los flancos de Tallamadera. —El singular hizo un gesto risueño—. La retaguardia y los flancos… para mí todo el ejército de Tallamadera es como una sola manada enemiga. Nuestras infanterías de ataque son como púas en mis zarpas. Estamos infligiendo profundas heridas a la reina, mi señor. Incendié la Garganta Amarga; pero además, podía ver exactamente dónde se extendía el fuego, dónde matar. Dentro de cuatro días las provisiones de la reina se habrán agotado. Ella será nuestra.

—Demasiado tarde, si esta tarde estamos muertos.

—Sí. —El singular ladeó la cabeza. Se ríe de mí. Como en esas ocasiones, bajo el cuchillo de Reductor, cuando se planteaba un problema y la muerte era el castigo por no resolverlo—. Pero Ravna y compañía deben llegar dentro de cinco horas, ¿no? —Acero asintió—. Bien, te garantizo que eso será horas antes del principal asalto de Tallamadera. Cuentas con la confianza de Amdijefri. Parece que sólo necesitas adelantar y comprimir tu plan anterior. Si Ravna está muy desesperada…

—La gente de las estrellas está desesperada, lo sé. —Ravna podía ocultar sus motivos precisos, pero su desesperación era evidente —Y si puedes demorar a Tallamadera… —Acero se concentró en el plan. Sus temores se aplacaron un poco. Planificar siempre era estimulante—. El problema es que ahora debemos hacer dos cosas y coordinarlas a la perfección. Antes se trataba de fingir un sitio e inducir a la nave estelar a aterrizar en las Fauces del castillo. —Volvió una cabeza hacia el patio. El domo de piedra que cubría la nave estaba en pie desde la primavera. La artillería le había causado algunos daños y el mármol estaba carcomido, pero no había recibido impactos directos. Al lado estaba el campo de las Fauces, con tamaño suficiente para recibir a la nave de rescate, pero rodeado por columnas de piedra, los dientes de las Fauces. Usando bien la pólvora, derrumbarían los dientes sobre los visitantes. Eso sería un último recurso, si no mataban y capturaban a los humanos cuando bajaran al encuentro del querido Jefri. Este plan se había refinado exquisitamente durante muchos decadías con la ayuda de los comentarios de Amdijefri sobre la psicología humana y sus conocimientos sobre el modo de aterrizar de las naves estelares. Pero ahora—: Ahora necesitamos su ayuda de veras. Mi petición debe cumplir la doble función de engañarles y de destruir a Tallamadera.

—Es difícil hacer todo a la vez —admitió el Fragmento—. ¿Por qué no hacerlo en dos pasos, el primero más o menos sincero? Pedirles que destruyan a Tallamadera y luego preocuparse por su captura.

Acero raspó una púa contra la piedra.

—Sí, pero me temo que sospechen algo. No pueden ser tan cándidos como Jefri. Él dice que la humanidad tiene una historia que incluye castillos y guerras. Si nos sobrevuelan demasiado tiempo, verán cosas que Jefri nunca vio ni entendió… Tal vez podría lograr que aterricen dentro del castillo y monten armas sobre las murallas. Les tendremos como rehenes en cuanto se encuentren en las Fauces. Demonios, eso requeriría actuar muy astutamente con Amdijefri. —El placer de la planificación abstracta se esfumó durante un instante de furia—. Cada vez me resulta más difícil tratar con ese par.

—Ambos son cachorros, por amor de la Manada —exclamó el Fragmento, e hizo una pausa—. Por cierto, Amdiranifani debe tener más inteligencia en bruto que cualquier manada que yo haya visto. ¿Crees que puede ser tan listo como para entrever el engaño a pesar de ser un chiquillo? —Usó la palabra samnorsk.

—No, no es eso. Tengo sus pescuezos entre mis fauces y aún no lo han notado. Tienes razón, Tyrathect. Ellos me aman —Y por eso les odio—. Cuando estoy cerca del humano, se me acerca tanto como para cortarme la garganta o arrancarme los ojos, pero me abraza y me acaricia; y espera que le devuelva ese afecto. Sí, creen todo lo que digo, pero el precio consiste en aceptar insolencias sin fin.

—Calma, querido discípulo. La clave de la manipulación consiste en enfatizar sin dejarse tocar —el Fragmento calló, como de costumbre, a un paso del borde. Acero perdió los estribos casi sin darse cuenta.

—¡No me sermonees! ¡Tú no eres Reductor! ¡Eres un fragmento! ¡Qué va! Ahora eres un fragmento de un fragmento. Una palabra más y te haré cortar en mil pedazos. —Trató de dominar el temblor que sacudía a sus miembros. ¿Por qué no le he matado antes? Odio a Reductor más que nada en el mundo, y sería muy fácil. Pero el fragmento siempre se hacía indispensable, y parecía ser lo único que se interponía entre Acero y el fracaso. Y, a fin de cuentas, Acero le dominaba. Al menos, el fragmento parecía aterrado—. ¡Siéntate, digo! Dame consejos en vez de discursos y vivirás… Sea cual fuere la razón, me resulta imposible continuar la farsa con esos cachorros. Tal vez pueda hacerlo pocos minutos por vez, o cuando hay otras manadas para mantenerlos alejados de mí, pero no soporto ese afecto continuo. Otra hora de eso y sé que los mataré. Quiero que tú hables con Amdijefri, que le expliques la situación, que le expliques…

—Pero… —El singular le miraba atónito.

—Yo estaré observando. No pienso dejarles en tus manos. Sólo encárgate de la diplomacia.

El Fragmento se agachó, sin disimular el dolor de sus hombros.

—Si eso deseas, mi señor.

Acero mostró todos los dientes.

—Eso deseo. Sólo recuerda que estaré presente para todo lo importante, sobre todo para las comunicaciones radiales directas. Ahora márchate y seduce a esos niños. Aprende a controlarte.

Cuando el Fragmento se marchó, Acero llamó a Shreck al parapeto. Pasó las siguientes horas recorriendo las defensas y elaborando planes con su plana mayor. Acero se sorprendió de la lucidez que había obtenido al deshacerse del problema de los cachorros. Sus asesores parecieron contagiarse y se distendieron al punto de presentarle sugerencias atinadas. Donde no pudieran taponar las brechas de las murallas, construirían pozos. El cañón de los talleres del norte llegaría antes de que acabara el día y un subalterno de Shreck ya había elaborado un plan alternativo para reaprovisionarse de comida y agua. Los informes de los exploradores revelaban progresos y un debilitamiento de la retaguardia enemiga. Perderían la mayor parte de sus municiones antes de llegar a la Colina de la Astronave. La frecuencia de sus disparos ya estaba decreciendo.

Mientras el sol se elevaba en el sur, Acero regresó a los parapetos, pensando qué les diría a la gente de las estrellas.

Era casi como en días anteriores, cuando los planes salían bien y el triunfo era maravilloso y parecía accesible. Sin embargo, no dejaba de sentir las zarpas del miedo desde que había hablado con el Fragmento. En apariencia, Acero gobernaba y el Fragmento de Reductor obedecía. Pero aunque estaba extendido en varios kilómetros, el Fragmento parecía más integrado que nunca. En otros tiempos, el Fragmento a menudo fingía equilibrio, pero su tensión interior era manifiesta. Últimamente parecía más aplomado, casi socarrón. El Fragmento de Reductor era responsable de las fuerzas que estaban al sur de la Colina de la Astronave y, a partir de ahora —a partir del momento en que Acero le había impuesto esa responsabilidad—, estaría todos los días con Amdijefri. No importaba que Acero hubiera impartido la orden. No importaba que el Fragmento estuviese muerto de agotamiento. En la plenitud de su genio, el Maestro habría logrado que un lobo del bosque creyera que Reductor era su reina. ¿Y cómo saber qué les dice a las manadas cuando yo no oigo? ¿Es posible que mis espías me estén mintiendo acerca de él?

Ahora que tenía una pausa en las preocupaciones inmediatas, estas pequeñas zarpas se hundían más. Le necesito, sí. Pero ahora el margen de error es más pequeño. Al fin soltó un acorde triunfal, aceptando el riesgo. Si era preciso, usaría lo que había aprendido con el segundo conjunto de túnicas radiales, algo que había ocultado a Reductor Tyrathect. Si era preciso, el fragmento descubriría cuan rápida era la muerte por radio.


Mientras preparaba la concordancia de velocidad, Pham manejaba el ultraimpulso. Esto les ahorraría varias horas de vuelo de retroceso, pero era un juego peligroso para el cual la nave no estaba diseñada. La FDB brincaba por todo el sistema solar. Sólo necesitaban un salto afortunado. (Y tan sólo un salto infortunado, una aparición dentro del planeta, para matarse. Una razón que explicaba por qué este juego no era muy popular.)

Al cabo de varias horas de manipular las automatizaciones de vuelo, de jugar a la ruleta con el ultraimpulso, a Pham le temblaban las manos. Cada vez que el mundo de los púas reaparecía en pantalla —a menudo un remoto punto de luz azul— lo miraba con furia. Ravna notaba que empezaba a dudar. Sus recuerdos le decían que era un experto en automatizaciones de baja tecnología, pero algunos componentes primitivos de la FDB eran casi impenetrables. O quizá sus recuerdos del Qeng Ho fueran mentiras baratas.

—La flota de la Plaga. ¿Cuánto falta? —preguntó Pham.

Tallo Verde miraba la ventana de navegación desde la cabina de los escroditas. Era la quinta vez que le hacían la pregunta en una hora, pero respondió con calma y paciencia. Tal vez las preguntas repetidas le parecieran algo natural.

—Distancia cuarenta y nueve años-luz. Tiempo estimado de llegada, cuarenta y ocho horas. Siete naves más han abandonado.

Ravna hizo la resta: aún quedaban ciento cincuenta y dos naves. Oyó el vóder de Vaina Azul.

—En los últimos doscientos segundos han avanzado con mayor velocidad que antes, pero creo que se trata de una variación local en las condiciones del Fondo. Caballero Pham, lo estás haciendo bien, pero yo conozco mi nave. Podríamos obtener un poco más de tiempo si me permitieras tomar los controles. Por favor…

—Cállate —replicó Pham, aunque automáticamente. Esa conversación (y esa interrupción) se repetían cada vez que Pham pedía información sobre la flota de la Plaga.

En las primeras semanas de viaje, Ravna había supuesto que esa esquirla divina era sobrehumana. En cambio, era un cúmulo de fragmentos, automatizaciones cargadas en medio del pánico. Quizás estuviera funcionando correctamente, pero quizá se hubiera desbocado y estuviera destrozando a Pham con sus errores.

Una luz tenue y azul rompió súbitamente aquel ciclo de dudas y temores. ¡El mundo de los púas! Al fin, un salto milagrosamente preciso, casi tan bueno como el éxito de cinco horas antes. A veinte mil kilómetros colgaba una angosta media luna, el borde iluminado del planeta. El resto era una mancha oscura contra las estrellas, excepto donde el anillo de la aurora rodeaba el polo sur con un fulgor verdoso. Jefri Olsndot estaba al otro lado del mundo, en el día ártico. No tendrían comunicación por radio hasta que llegaran y Ravna no había logrado recalibrar el ultraonda para transmisiones de corto alcance.

Ravna se volvió hacia Pham, quien aún miraba el cielo.

—Pham, ¿de qué nos sirven cuarenta y ocho horas? Quizá sólo logremos que destruyan el Antídoto. —¿Qué será de Jefri y de la gente de Acero?

—Quizá. Pero hay otras posibilidades. Tiene que haberlas. No es la primera vez que me persiguen y he estado en bretes peores.

Pham eludió los ojos de Ravna.

38

Jefri no había visto el cielo más de una hora en los dos últimos días. Él y Amdi se hallaban a salvo bajo el gran domo de piedra que cubría la nave, pero no había modo de ver afuera. Si no fuera por Amdi, no habría aguantado un minuto. En cierto modo era peor que sus primeros días en Isla Oculta. Los que habían matado a mamá, papá y Johanna estaban a pocos kilómetros. Habían capturado algunos cañones de Acero y los últimos días las explosiones habían continuado durante horas, un estruendo que sacudía el suelo y a veces despedazaba las murallas del domo.

Les llevaban la comida y, cuando no estaban sentados en la cabina de mando de la nave, ambos paseaban por las estancias donde estaban los niños dormidos. Jefri había realizado las sencillas tareas de mantenimiento que recordaba, pero temía mirar la helada transparencia de las cajas de sueñofrío. La temperatura interna parecía demasiado elevada, y él y Amdi no sabían qué hacer.

Pero ahora reinaba la alegría. El largo silencio de Ravna había concluido. ¡Amdijefri y Acero le habían hablado con la voz! ¡Dentro de tres horas su nave estaría aquí! El bombardeo había cesado, como si Tallamadera comprendiera que su hora tocaba a su fin.

Tres horas más. Si hubiera estado solo, Jefri hubiera sido presa de la ansiedad. A fin de cuentas, tenía nueve años, un adulto con problemas de adultos. Pero estaba con Amdi. La manada era mucho más lista que Jefri en ciertos sentidos, pero era muy joven. Unos cinco años, según sus cálculos. Salvo cuando se concentraba en sus reflexiones, no podía estarse quieto. Después de la llamada de Ravna, Jefri quería sentarse a pensar, pero Amdi comenzó a perseguirse en torno de las columnas. Gritaba con la voz de Jefri y Ravna y chocaba con el niño. Jefri miró con severidad a los traviesos cachorros. Sólo un chiquillo. Y, de pronto, feliz y triste al mismo tiempo: ¿Es así como me veía Johanna? Y ahora él también tenía responsabilidades. Como la de ser paciente. Cuando un miembro de Amdi le rozó las rodillas, Jefri le dio un manotazo y le alzó en el aire mientras el resto de la manada confluía alegremente, golpeándole por todas partes.

Cayeron al musgo seco y lucharon unos segundos.

—¡Exploremos, exploremos!

—Tenemos que estar aquí para Ravna y el señor Acero.

—No te preocupes. Nos acordaremos.

—De acuerdo.

De cualquier modo, no había adonde ir. Caminaron a la luz de las antorchas hasta el triforio que bordeaba el linde interior del domo. Por lo que veía Jefri, estaban a solas. Eso no era inusitado. Acero temía que los espías de Tallamadera se introdujeran en la nave. Ni siquiera sus propios soldados iban allí con frecuencia.

Amdijefri había investigado antes la pared interna. Detrás del revestimiento, la piedra estaba fresca y húmeda. Había algunos hoyos que daban al exterior, destinados a la ventilación, pero tenían casi diez metros de altura donde la pared comenzaba a combarse hacia la punta del domo. La piedra estaba áspera, sin pulir. Los obreros habían trabajado con frenética prisa para terminar las obras antes que llegara el ejército de Tallamadera. Nada estaba pulido y los revestimientos no estaban decorados.

Adelante y atrás de Jefri, Amdi olisqueaba las fisuras y la argamasa fresca. El que estaba en brazos de Jefri se retorció.

—¡Ja! ¡Allá adelante! Sabía que la argamasa se estaba soltando —dijo la manada. Jefri dejó que todo su amigo se lanzara hacia un recoveco de la muralla. Se veía igual que antes, pero Amdi escarbaba con cinco pares de patas.

—Aunque puedas aflojarla, ¿de qué te servirá?

Jefri había visto esos bloques cuando los instalaban. Tenían cincuenta centímetros de lado y estaban puestos en filas alternas. Si sorteaban uno, se toparían con más piedra.

—No lo sé. He postergado esto hasta el momento en que tuviéramos tiempo libre. Puah, esta argamasa me quema los labios.

Siguió escarbando hasta arrancar un fragmento grande como la cabeza de Jefri. Había un agujero entre los bloques, con tamaño suficiente para Amdi. Uno de los miembros se internó en la pequeña gruta.

—¿Satisfecho? —Jefri se tendió junto al agujero y trató de mirar adentro.

—¡Adivina qué! —chilló un miembro de Amdi junto al oído de Jefri—. Aquí hay un túnel, no otra capa de piedra. —Un miembro pasó junto a Jefri y desapareció en la oscuridad. ¿Túneles secretos? Eso parecía un cuento de hadas nyjorano—. Tienen tamaño suficiente para un miembro adulto, Jefri; podrías meterte a gatas. —Otros dos miembros de Amdi desaparecieron en el agujero.

El túnel que había descubierto quizá tuviera tamaño suficiente para un niño humano, pero el orificio de la entrada era estrecho incluso para los cachorros. Jefri sólo podía escrutar la oscuridad. Las partes de Amdi que quedaban en la entrada hablaban sobre el hallazgo.

—Continúa un largo trecho. He doblado un par de recodos. Una parte de mí está cinco metros arriba, encima de tu cabeza. Esto es muy raro. Me estoy estirando —Amdi hablaba con voz más graciosa que de costumbre. Dos cachorros más se metieron en el agujero. Esto se estaba transformando en una gran aventura… en la cual Jefri no podría intervenir.

—No te alejes demasiado. Podría ser peligroso.

Uno de los dos cachorros que se habían quedado le miró.

—No te preocupes, no te preocupes. El túnel no es un accidente. Abrieron surcos en las piedras cuando las instalaron. Esto es una ruta de escape que preparó el señor Acero. Estoy bien, estoy bien. ¡Hurra! —uno más desapareció en el agujero. Al cabo de un instante se metió el último que quedaba, pero permaneció cerca de la entrada para hablar con Jefri. La manada lo pasaba bomba, cantando y dando vivas. Jefri sabía qué se proponía. Era otro de esos juegos a los que él no podía jugar. En esta postura, los pensamientos de Amdi eran ondas vertiginosas. ¡Narices! Ahora que estaba jugando dentro de la piedra, debía ser aún más divertido que antes, ya que estaba totalmente aislado de todo pensamiento excepto los que intercambiaban los miembros adyacentes.

Ese estúpido canturreo se prolongó un poco más y, al fin, Amdi habló con voz medianamente razonable.

—Oye, este túnel se ramifica. Frente a mí tengo una bifurcación. Un lado va hacia abajo… ¡Ojalá tuviera miembros suficientes para ir hacia ambos lados!

—¡Pues no lo hagas!

—Vaya, vaya; hoy exploraré el de arriba. —Unos segundos de silencio—. ¡Aquí hay una puertecita! Parece la puerta de una estancia con tamaño para un miembro. No tiene llave —Amdi reprodujo el sonido de la piedra rechinando contra la piedra—. ¡Ja! ¡Veo luz! Unos metros más arriba desemboca en una ventana. Escucha el viento. —Reprodujo el soplido del viento y el graznido de las aves marinas que se elevaban desde Isla Oculta. Era un sonido maravilloso—. Oh, oh; esto es ir muy lejos, pero quiero mirar afuera… ¡Jefri, veo el sol! Estoy afuera, sentado en un costado del domo. Veo todo alrededor hasta el sur. Vaya, cuánto humo hay allá.

—¿Qué hay de la ladera? —preguntó Jefri al miembro más próximo, cuyo pelaje blanquecino apenas se entreveía por el agujero de la entrada. Al menos Amdi permanecía en contacto.

—Un poco más parda que en el último decadía. No veo ningún soldado allá afuera. —Reprodujo el estampido de un cañonazo—. Caracoles. Están disparando. Estalló a este lado de la cresta. Hay alguien allá, por debajo de mi línea de visión. —Tallamadera había llegado al fin. Jefri tiritó: le enfurecía no poder ver, pero le espantaba pensar en lo que vería. A menudo tenía pesadillas con Tallamadera, acerca de lo que había hecho con mamá y papá y Johanna. Las imágenes nunca cuajaban del todo, pero eran casi recuerdos. El señor Acero pillará a Tallamadera.

—Oh, oh. Tyrathect viene hacia aquí por el patio del castillo. —Se oyeron pisadas en el agujero cuando Amdi bajó precipitadamente. No tenía objeto dejar que Tyrathect supiera que había un túnel oculto en la muralla. Tal vez les ordenara que no se acercaran allí. Uno, dos, tres, cuatro… medio Amdi asomó por la pared. Los cuatro caminaban aturdidos. Jefri no sabía si era por la experiencia del estiramiento o porque estaban momentáneamente separados de la otra mitad de la manada—. Actúa con naturalidad, actúa con naturalidad.

Luego llegaron los otros cuatro y Amdi se apaciguó. Echó a andar al trote.

—Vayamos al comset. Fingiremos que estábamos tratando de hablar con Ravna.

Amdi sabía que la nave estelar tardaría treinta minutos en regresar. Más aún, era él quien había verificado los datos matemáticos, No obstante, subió la escalinata de la nave y bajó la radio. Los dos estaban enchufando la antena en un amplificador de señales cuando se abrieron las puertas públicas del oeste del domo. Contra la luz del día se perfilaron varios miembros de un guardia y un solo miembro de Tyrathect. El guardia se retiró, cerrando las puertas y Tyrathect se acercó lentamente.

Amdi se lanzó hacia él y parloteó sobre sus intentos de usar la radio. Jefri pensó que era un poco forzado. Los cachorros aún estaban aturdidos por su viaje a través de las paredes.

El singular miró el polvo de argamasa que cubría el pelaje de Amdi.

—Has estado trepando por las paredes, ¿verdad?

—¿Qué? —Amdi se miró, vio el polvo. Habitualmente era más astuto—. Sí —dijo avergonzado. Se sacudió el polvo—. No se lo contarás a nadie, ¿verdad?

No creo que nos ayude, pensó Jefri. Tyrathect había aprendido el samnorsk incluso mejor que Acero, y además de Acero era el único que tenía tiempo suficiente para hablar con ellos. Pero ya antes de que le pusieran las túnicas radiales, era un sujeto irascible y prepotente. Jefri había tenido niñeras como él. Tyrathect era simpático hasta cierto punto, pero luego se ponía sarcástico o decía cosas hirientes. Últimamente había mejorado, pero Jefri no le profesaba mucha simpatía.

Sin embargo, Tyrathect no habló de inmediato. Se sentó despacio, como si le dolieran las ancas.

—No, no lo contaré.

Jefri intercambió una mirada de sorpresa con un cachorro de Amdi.

—¿Para qué es el túnel? —preguntó tímidamente.

—Todos los castillos tienen túneles ocultos, especialmente en mis… en los dominios del señor Acero. Se necesitan vías de escape, modos de espiar a los enemigos. —El singular meneó la cabeza—. No importa. ¿La radio recibe bien, Amdijefri?

Amdi inclinó una cabeza hacia el comset. —Creo que sí, pero aún no se recibe nada. Veamos, la nave de Ravna tenía que desacelerar y… podría mostrarte las cifras… —Pero era evidente que Tyrathect no tenía interés en jugar con pizarras—. Bien, según la suerte que tengan con el ultraimpulso, pronto deberíamos comunicarnos.

La pequeña ventana del comset no mostraba ninguna señal de entrada. La miraron vanos minutos. Tyrathect bajó el hocico como si se adormilara. Cada pocos segundos tiritaba como en sueños.

Jefri se preguntó qué estarían haciendo el resto de sus miembros.

Un fulgor verde iluminó la ventana de comunicaciones. Se oyó un charloteo mientras el aparato separaba las señales del ruido de fondo.

—… dentro de cinco minutos —dijo la voz de Ravna—. Jefri, ¿me escuchas?

—Sí, estamos aquí.

—Déjame hablar con Acero, por favor.

Tyrathect se acercó al comset.

—Ahora no está aquí, Ravna.

—¿Quién habla?

Tyrathect rió entre dientes. No conocía otra clase de risa.

—¿Yo? —emitió el acorde que sonaba como «Tyrathect»—. ¿O te refieres a un nombre adoptado, como Acero? No conozco la palabra exacta. Puedes llamarme… Mondador —Tyrathect rió de nuevo—. Por ahora, puedo hablar en nombre de Acero.

—Jefri, ¿estás bien?

—Sí, sí. Escucha a Mondador. —Qué nombre más extraño. El comset emitió sonidos confusos. Se oyó una colérica voz de hombre. Luego volvió Ravna, un poco tensa, como mamá cuando se enfadaba.

—Jefri… ¿cuál es el volumen de una esfera de diez centímetros de diámetro?

Amdi no cesaba de moverse. Durante el último año Jefri le había contado historias de humanos y no dejaba de soñar con Ravna. Ahora tenía la oportunidad de lucirse. Saltó hacia el comset y le sonrió a Jefri.

—Es fácil, Ravna —dijo con voz de Jefri y con total fluidez—. Son 523.598 centímetros cúbicos… ¿o quieres más dígitos?

Sonidos confusos.

—No, está bien. Vale, señor Mondador. Tenemos imágenes de nuestros vuelos anteriores y una sintonía general de radio. ¿Dónde estáis exactamente?

—Bajo el domo del castillo de la Colina de la Astronave. Está en la costa, junto a…

Intervino una voz de hombre. ¿Pham? Tenía un acento raro. —Lo tengo en el mapa. Aún no podemos veros directamente.

Demasiada bruma.

—Es humo —dijo el fragmento—. El enemigo está muy cerca de nosotros, al sur. Necesitamos vuestra ayuda de inmediato… —El singular apartó la cabeza del comset, cerró y abrió los ojos un par de veces. ¿Pensando?—. Humm, sí. Sin vuestra ayuda, nosotros y Jefri estamos perdidos. Por favor, aterrizad en el patio del castillo. Lo hemos reforzado especialmente para vuestro descenso. Una vez que bajéis, podéis utilizar vuestras armas para…

—De ningún modo —replicó el hombre—. Sólo separad a los amigos de los enemigos y dejad que nos hagamos cargo.

La voz de Tyrathect cobró un tono implorante, como un niño plañidero. Nos ha estudiado de veras.

—No, no. No quise ser descortés. Actuad como os plazca. En cuanto las fuerzas enemigas: todos los que están cerca del castillo del lado sur son enemigos. Una sola pasada con la… tobera… de la nave les ahuyentará.

—No puedo encender la tobera dentro de una atmósfera. ¿De veras tu papá aterrizó con el cohete principal, Jefri? ¿Sin agrávido?

—Así es. El cohete era lo único que teníamos.

—Tu padre era un genio afortunado.

—Tal vez podamos sobrevolarlos a pocos miles de metros —intervino Ravna—. Eso podría ahuyentarlos.

—Sí, es posible… —comenzó Tyrathect.

Se abrieron las puertas públicas del lado norte del domo. El señor Acero se perfiló contra la luz del día.

—Déjame hablar con ellos —dijo.

La meta de esa larga travesía se hallaba a veinte kilómetros de la FDB. Estaban tan cerca, pero esos veinte mil metros podían resultar tan difíciles de franquear como los veinte mil años-luz que habían recorrido.

Flotaban en agrávido justo encima de la Colina de la Astronave. El sensor multiespectral de la FDB no funcionaba muy bien, pero los sensores ópticos eran capaces de contar las agujas de los árboles en los lugares donde el humo no impedía la visión. Ravna veía las fuerzas de Tallamadera alineadas en las laderas del sur del castillo. Había más efectivos, y al parecer cañones, ocultos en los bosques que rodeaban el fiordo que estaba más al sur. Con un poco más de tiempo podrían localizarlos también, pero tiempo era precisamente lo que les faltaba.

Tiempo y confianza.

—Cuarenta y ocho horas, Pham. Luego la flota estará aquí y nos rodeará. —Quizá, quizá la esquirla divina pueda obrar un milagro. Nunca lo sabrían si se quedaban revoloteando ahí arriba. Inténtalo—. Tienes que confiar en alguien, Pham.

Pham la fulminó con la mirada y, por un instante, Ravna temió que él se derrumbara.

—¿Aterrizarías en medio de ese castillo? Los villanos medievales son tan listos como los que has visto en el Allá, Ravna. Podrían enseñar un par de artimañas a esas mariposas. Una flecha en la cabeza es tan mortífera como una bomba de antimateria.

¿Más recuerdos falsos? Pero Pham tenía razón. Pensó en la conversación que acaban de entablar. La segunda manada, Acero, había insistido demasiado. Había sido bueno con Jefri, pero era evidente que estaba desesperado. Y le creía cuando él decía que un sobrevuelo ahuyentaría a los tallamaderas. Necesitaban aproximarse al suelo con cierta potencia de fuego. Pero ahora la única potencia de fuego con que contaban estaba en el arma de rayos de Pham.

—¡Pues bien! Haz lo que propuso Acero. Desciende con la lanzadera sobre las líneas de Tallamadera y destrózalas con el láser.

—Demonios, sabes que no puedo conducir esa cosa. Esta lanzadera no se parece a las naves que conocemos, y sin las automatizaciones yo…

—Sin las automatizaciones —dijo Ravna con un hilo de voz—, necesitas a Vaina Azul, Pham.

Pham puso cara de horror. Ella le tendió los brazos, pero él se encerró en su silencio.

—Ya —dijo al fin, con voz estrangulada—. Vaina Azul, sube aquí.

La lanzadera de la FDB tenía espacio suficiente para el escrodita y Pham Nuwen. La nave estaba construida especialmente para su uso por los escroditas. Si las automatizaciones superiores funcionaran, pilotarla habría resultado fácil para Pham, y hasta para un niño. Ahora la nave no podía volar en forma estable y los controles «manuales» causaban dificultades incluso a Vaina Azul. Malditas automatizaciones, maldita optimización. Pham había pasado casi toda su vida adulta en la Lentitud. Durante esas décadas, había manejado naves y armas que habrían reducido ese imperio feudal a cenizas. Pero ahora, con un equipo que debía ser mucho más potente, ni siquiera podía pilotar una condenada lanzadera.

Vaina Azul ocupaba el asiento del piloto. Sus frondas se extendían sobre una telaraña de soportes y controles. Había desconectado toda automatización de pantalla: sólo la ventana principal estaba encendida, una vista natural desde la cámara de proa. La FDB flotaba cien metros adelante, apareciendo y desapareciendo a medida que ellos giraban en el aire.

El crispado nerviosismo de Vaina Azul —que Pham interpretaba como evasividad— desapareció en cuanto se puso a pilotar la nave. La voz del vóder se volvió enérgica y concentrada, y los bordes de las frondas ondeaban sobre los controles, un ejercicio que habría resultado imposible para Pham aunque hubiera practicado toda una vida con ese equipo.

—Gracias, caballero Pham. Te demostraré que puedes confiar… —La nariz se inclinó hacia abajo y tuvieron una vista directa de los fiordos que jalonaban la costa a veinte kilómetros de distancia. Bajaron en caída libre medio minuto mientras las frondas del escrodita se aferraban de los soportes. ¿Un piloto desaforado? No—. Lo lamento, lo lamento. —Aceleración, y Pham se hundió en el asiento bajo un empellón gravitatorio que oscilaba entre un décimo de g y un peso intolerable. El paisaje rotó y tuvieron un breve atisbo de la FDB, ahora un insecto diminuto en la lontananza.

—¿Es necesario matar, caballero Pham? Tal vez nuestra mera aparición sobre la batalla…

Nuwen apretó los dientes.

—Limítate a descender.

Acero había exigido que frieran toda la ladera. A pesar de las sospechas de Pham, era probable que tuviera razón. Se las veían con una caterva de asesinos que no habían vacilado en emboscar una nave estelar. Los tallamaderas necesitaban una buena demostración.

La lanzadera devoraba los kilómetros. Las fortalezas de Acero ya estaban a la vista: el tosco polígono que custodiaba la nave fugitiva, la estructura mucho más vasta que se extendía en una isla, varios kilómetros al oeste. Me pregunto si así se vería el castillo de mi padre para los visitantes del Qeng Ho. Esas murallas eran altas y abruptas. Era evidente que los púas desconocían la pólvora hasta que Ravna se la había enseñado.

El valle del sur del castillo era una mancha de humo oscuro que se deslizaba hacia el mar. Aun sin amplificación de datos, Pham veía zonas calientes, listones anaranjados festoneando la negrura.

—Estáis a dos mil metros —anunció Ravna—. Jefri dice que puede veros.

—Pásame con ellos.

—Lo intentaré, caballero Pham. —Vaina Azul jugó con los mandos, y su falta de atención les hizo trazar un rizo completo. Pham había visto hojas que caían con mayor control.

—¿Estáis bien? —tartamudeó una voz de niño—. ¡No os estrelléis!

Y luego la voz de Acero, un híbrido de Ravna y el niño:

—¡Al sur! ¡Al sur! Usa arma de fuego. Quema pronto.

Vaina Azul no vaciló en seguir estas instrucciones. Ya se estaba zambullendo en el humo, y durante unos segundos volaron a ciegas. Una rendija en el humo mostraba la ladera a menos de doscientos metros, acercándose deprisa. Antes que Pham pudiera insultar a Vaina Azul, el escrodita dio la vuelta y llevó la lanzadera hacia una zona más despejada… Luego se inclinó para que pudieran ver hacia abajo.

Tras treinta semanas de charla y planificación, Pham pudo ver a los púas por primera vez. Aun desde aquí, era evidente que eran distintos de todos los sofontes que él conocía. Grupos de cuatro, cinco o seis miembros caminaban tan juntos como si fueran una única criatura arácnida. Y cada manada se mantenía a diez o quince metros de distancia de las demás.

Un cañón centelleó en el aire turbio. La manada que lo manipulaba se movía como una mano, echando el tubo hacia atrás para introducir otra carga por la boca.

—Pero si éste es el enemigo, caballero Pham, ¿dónde consiguió las armas?

—Las robaron. —¿Cañones que se cargaban por la boca? No tuvo tiempo de seguir ese pensamiento.

—¡Estás encima de ellos, Pham! Puedo verte a través del humo, Vuelas al sur a quince metros por segundo, perdiendo altitud —dijo el niño con su habitual e increíble precisión. —¡Mátalos, mátalos!

Pham se zafó de sus amarras y se arrastró hacia la compuerta donde habían montado el cañón de rayos. Era lo único que habían logrado salvar del incendio del taller, pero al menos era algo que él sabía hacer funcionar.

—¡Mantén la nave estable, Vaina Azul! Si empiezas a botar, terminaré friéndote a ti.

Abrió la compuerta y el humo le sofocó. Luego los agrávidos de Vaina Azul les mantuvieron sobre un espacio despejado y Pham apuntó el arma contra las manadas.

Tallamadera había ordenado que Johanna permaneciera en el campamento. Johanna había respondido con una ofuscación que aún ahora la sorprendía. Era la primera vez, desde sus primeros días en ese mundo, que sentía tantas ansias de atacar una manada. Nadie le impediría averiguar dónde estaba Jefri. Al final habían acordado una solución intermedia: Johanna aceptaría a Errabundo como guardaespaldas. Podría seguir al ejército mientras obedeciera sus instrucciones.

Johanna miró a través de la humareda. Demonios. Errabundo siempre se tomaba las cosas a la ligera. Según contaba, se había hecho matar una y otra vez a través de los años, y ahora ni siquiera le permitía acercarse a los cañones de Escrúpilo. Los dos atravesaron una terraza de la ladera. El incendio forestal había arrasado ese sitio horas antes y el olor a especias de las cenizas del musgo flotaba a su alrededor. Y con ese olor llegó el brillante recuerdo del horror, un año atrás, allí mismo…

Guardias de confianza avanzaban por ambos flancos, a veinte metros. Se suponía que aquella zona estaba a salvo de infiltrados y hacía horas que la artillería reductorista había callado, pero Errabundo se negaba terminantemente a permitir que ella se acercara.

No es como el año pasado. Entonces sólo se veían cielos azules y soleados y aire limpio… y la muerte de sus padres. Ahora ella y Errabundo habían regresado y el cielo azul estaba amarillento y las laderas estaban negras. Y ahora las manadas que la rodeaban peleaban por su causa. Y ahora existía la oportunidad…

—¡Deja que me acerque, maldición! Tallamadera tendrá el Elefante Rosa, sin importar lo que pase conmigo.

Errabundo sacudió el cuerpo, un gesto negativo. Uno de sus cachorros asomó del bolsillo de una casaca para coger la manga de Johanna.

—Aguarda un poco más —repitió Errabundo por décima vez—. Aguarda al mensajero de Tallamadera. Entonces podremos…

—¡Quiero estar allá! ¡Soy la única persona que conoce la nave! —Jefri, Jefri. Ojalá Vendaz tenga razón en cuanto a ti…

Estaba dándose la vuelta para abofetear a Cicatriz cuando sucedió: un estallido de calor a sus espaldas, un relámpago humeante. Una y otra vez. Y luego el fragor del trueno.

Errabundo se puso a temblar.

—¡Ésos no son cañones! —gritó—. Dos de mis miembros están casi ciegos. Vamos.

La rodeó y casi la tumbó mientras la empujaba y arrastraba colina abajo.

Por un segundo Johanna se dejó llevar, más aturdida que dócil. De algún modo habían perdido a sus escoltas.

Colina arriba habían cesado los gritos de batalla. El clamoroso estruendo lo había silenciado todo. Al disiparse el humo, Johanna pudo ver uno de los cañones de Escrúpilo, con el tubo asomando de un charco de acero derretido. El artillero estaba hecho trizas. No eran cañonazos. Johanna se zafó de las zarpas de Errabundo. No eran cañonazos.

—¡Gente del espacio! Errabundo, debe ser el fuego de una tobera.

Errabundo la aferró y continuó bajando la ladera.

—¡No es una tobera, yo las he oído antes! Esto hace menos ruido… y alguien lo está apuntando.

Habían oído un tableteo seguido de explosiones. ¿Cuánta gente de Tallamadera había perecido?

—Deben creer que estamos atacando la nave, Errabundo. Si no hacemos algo, liquidarán a todo el mundo.

Las mandíbulas de Errabundo soltaron las mangas y los pantalones de Johanna.

—¿Qué podemos hacer? Si nos quedamos aquí, también nos matarán.

Johanna escrutó el cielo. No se veía aeronaves, pero había mucho humo. El sol era una esfera opaca y sanguinolenta. Si tan sólo los visitantes supieran que estaban matando a sus amigos, si pudieran ver… Hundió los pies en el suelo.

—Si puedo llegar adonde puedan verme… ¡Suéltame, Errabundo! Iré colina arriba, lejos del humo.

El se había detenido, pero la sujetaba con fuerza. Cuatro rostros adultos y dos rostros de cachorro la miraban con indecisión.

—Por favor, Errabundo. Es la única forma.

Las manadas descendían, algunas sangrando, otras en fragmentos.

Los asustados ojos de Errabundo la miraron un instante más. Al fin la soltó y le tocó la mano con un hocico.

—Creo que esta colina siempre me llevará a la ruina. Primero Gramil, ahora tú… todos estáis locos. —La típica sonrisa de Errabundo asomó en todos sus rostros—. De acuerdo, vamos a intentarlo. Los dos que no llevaban cachorros se lanzaron colina arriba buscando la ruta más segura.

Johanna y el resto de Errabundo les siguieron. Se desplazaban por una terraza en declive. La sequía estival había evaporado el agua pantanosa que ella recordaba del aterrizaje y el musgo ennegrecido estaba firme bajo sus pies. La marcha habría debido ser fácil, pero Errabundo correteaba entre las lomas, agachándose de vez en cuando para mirar hacia todas partes. Llegaron al linde de la terraza e iniciaron el ascenso. Había lugares tan abruptos que Johanna debía aferrar las hombreras de dos miembros de Errabundo y permitir que él la ayudara a subir. Pasaron frente a los restos del cañón más próximo. Johanna nunca había visto disparar armas excepto en los cuentos, pero la salpicadura de metal y los cuerpos incinerados sólo podían significar un arma de rayos. A lo largo de la colina había cráteres similares, cicatrices de destrucción en una tierra ya quemada. Johanna se apoyó en una protuberancia lisa y rocosa. —Un esfuerzo más y estaremos en la terraza siguiente —le dijo al oído la voz de Errabundo—. Deprisa. Oigo gritos.

Dos miembros de Errabundo se agacharon, inclinando las hombreras para que ella las cogiera con las manos. Johanna las aferró, poniéndose en pie. Por un instante estuvo a punto de rodar y luego se desplomó de bruces sobre el musgo intacto y pardo. Errabundo la rodeó para ocultarla. Ella espió a través de las patas. Desde aquí se veían las murallas externas del castillo de Acero. Los arqueros se erguían audazmente en las almenas, aprovechando el caos que reinaba entre las tropas de Tallamadera. Las fuerzas de la reina no habían perdido muchas manadas durante el ataque aéreo, pero incluso las que estaban ilesas corrían de aquí para allá. Los soldados de la reina no eran cobardes, como bien sabía Johanna, pero se las veían contra una fuerza contra la cual no podían defenderse.

El humo se disipaba en lo alto. El campo de batalla se extendía bajo un cielo diáfano. Antes de ir a Laboratorio Alto, Johanna y su madre habían hecho muchas excursiones en la marisma Bigby de Straum. Los sensores de sus mochilas detectaban sin dificultad a otras criaturas. Aunque la automatización de la aeronave no estuviera buscando humanos, tendría que reparar en ella. —¿Ves algo? Las cuatro cabezas adultas oscilaron en pares coordinados.

—No. La nave debe estar muy lejos, o detrás del humo.

¡Narices! Johanna se levantó, trotó hacia las murallas del castillo. ¡Desde allá debían estar observando!

—A Tallamadera no le gustará esto.

Dos soldados de la reina corrían hacia ellos, atraídos por sus movimientos o por la presencia de Johanna. Errabundo les indicó que retrocedieran.

A solas en un campo abierto, a menos de doscientos metros de la muralla del castillo. No podían dejar de verles, ni siquiera con visión normal. De hecho, alguien les vio. Se oyó un silbido y una flecha de un metro se clavó en el suelo a poca distancia. Cicatriz la cogió del hombro, obligándola a agazaparse. Los cachorros cambiaron de posición. Errabundo se usó a sí mismo de barricada mientras retrocedía para ponerse fuera del alcance de los arqueros. De regreso hacia el humo.

—¡No! ¡Corre paralelamente! Quiero que me vean.

—Vale, vale. —Silbidos mortíferos los rodeaban. Johanna mantenía una mano apoyada en el hombro de Errabundo mientras corrían a campo traviesa. Notó que Cicatriz vacilaba. Una flecha le había acertado en el hombro, a centímetros de un tímpano—. ¡Estoy bien! Agáchate.

La primera línea de las fuerzas de Tallamadera descendía hacia ellos, varias manadas atravesando la terraza. Errabundo brincaba gritando con una voz potente como un puñetazo, avisándoles que no avanzaran, que había peligro en el cielo. No logró detenerles.

—Quieren que te alejes de las flechas.

Y de pronto los arqueros del castillo dejaron de disparar. Errabundo escrutó el cielo.

—¡Ha regresado! Viene desde el este y está a un kilómetro.

Johanna miró hacia donde él señalaba. Era un objeto macizo cuya base debía estar en el espacio, aunque no tenía espinas de ultraimpulso. Se movía desmañadamente. No se veían toberas. ¿Una especie de agrávido? ¿No humanos? Los pensamientos le cruzaban la mente con celeridad.

Un mástil asomaba del vientre del aparato. Lanzó una luz pálida que levantó un géiser de polvo entre las tropas que corrían a proteger a Johanna. De nuevo el tartamudeo del trueno, sólo que ahora la luz avanzaba entre sus amigos y hacia ella.

Amdijefri estaba en las almenas y Acero procuraba disimular su enfado. No podía evitarlo: Ravna había exigido que Jefri estuviera junto a la radio para guiar el ataque. La humana no era totalmente estúpida, pero eso no cambiaría las cosas. Un ejército amigo es igual que un ejército enemigo. Pronto el ejército enemigo dejaría de existir.

—¿Cómo anduvo el primer ataque? —preguntó la voz de Ravna por el comset.

Pero no fue Jefri quien respondió. Los ocho miembros de Amdi correteaban por las murallas, algunos practicando visión estéreo desde las almenas, otros mirando a Acero y la radio. Era inútil decirle que se apartara. Amdi respondió la pregunta con la voz de Jefri.

—Bien, conté quince pulsaciones. Sólo diez acertaron. Apuesto a que yo podría disparar mejor.

—Demonios, no lo puedo hacer mejor con este [palabras desconocidas].

La voz no era de Ravna y destilaba irritación. Todos pueden hallar algo odioso en estos cachorros. Este pensamiento le puso sobre aviso.

—Por favor —dijo Acero—. De nuevo, de nuevo. —Miró a lo lejos. El ataque aéreo había liquidado un grupo de enemigos en el borde de la terraza cercana. Era una destrucción espectacular, como enormes cañonazos, o el aterrizaje de veinte astronaves. Y todo con una navecilla que revoloteaba como una hoja al caer. La primera línea enemiga se disolvía presa del pánico. En las murallas, las tropas de Acero bailaban de contento. Las cosas habían ido mal desde que les habían destruido el cañón. Necesitaban un motivo para alegrarse—. ¡Los arqueros, Shreck! Dispara contra los supervivientes. —Y continuó en samnorsk—: Las líneas frontales aún avanzan. Lo hacen… lo hacen… —Cuernos, ¿cómo se dice «confiadamente»?—. Nos matarán sin más ayuda.

El niño humano miró a Acero con asombro. Si decía que eso era mentira, entonces…

—No sé —intervino Ravna—. Están lejos de vuestras murallas, por lo que veo desde aquí. No quiero exterminar… —una rápida conversación con el humano de la navecilla, tal vez ni siquiera en samnorsk. El artillero no parecía complacido—. Pham se alejará unos kilómetros. Podemos regresar al instante si el enemigo avanza.

—¡Ssst! —El chistido de Shreck en altohabla fue como una punzada. Acero dio media vuelta, enfurecido. ¿Cómo osas…? Pero su lugarteniente miraba el campo de batalla con ojos desorbitados. Claro que Acero miraba en esa dirección con un par de ojos, pero no había prestado atención: ¡La niña dos-patas!

La mantis cayó detrás de una manada, por suerte sin que Amdijefri la viera. Gracias a la Manada de Manadas, los cachorros son miopes. Acero se adelantó, rodeando a parte de Amdi, diciendo a los demás que se alejaran del parapeto. Ambos miembros de Tyrathect se aproximaron, cogiendo a los desobedientes.

—¡Abajo! —ordenó Acero en su idioma. Por un segundo reinó la confusión, cuando sus sonidos mentales se mezclaron con los ruidos mentales de los cachorros. Amdi se alejó, totalmente confundido por la algarabía y los empellones. Y luego Acero añadió en samnorsk—: Allí hay más cañones. Bajad antes de que os lastimen. Jefri enfiló hacia el parapeto. —Pero no veo…

Afortunadamente no había nada especial que ver. La niña dos-patas aún estaba agazapada detrás de una manada de Tallamadera. Shreck empujó al niño con zarpas y mandíbulas. Él y un miembro de Tyrathect arrearon a los reacios chiquillos escalera abajo. Tyrathect ya se dedicaba a adornar la historia de Acero, informando sobre las tropas que veía bajo la cresta de la colina.

—Vuela el depósito inferior de pólvora —le ordenó Acero a Shreck. Ese depósito estaba casi vacío, pero la explosión tal vez convenciera a los visitantes del espacio más que las palabras.

Cuando se fueron, Acero se detuvo en silencio un instante, sintiendo un escalofrío. Nunca había eludido el desastre por tan escaso margen. Desde las almenas, sus arqueros disparaban andanadas de flechas sobre la manada enemiga y la dos-patas. Demonios. Casi estaban fuera de su alcance.

En el patio del castillo, Shreck hizo detonar el depósito. La explosión fue satisfactoria, mucho más estruendosa que un impacto de artillería y voló una de las torres. Los escombros llovieron sobre el patio y algunos guijarros saltaron hasta la muralla donde se encontraba Acero.

Ravna gritaba en samnorsk, demasiado rápido para que Acero entendiera qué decía. Todos los planes, todas las esperanzas, oscilaban sobre el filo de un cuchillo. Debía apostarlo todo. Acero se inclinó sobre el comset y dijo:

—Lo lamento. Aquí todo va muy deprisa. Más tallamaderas suben bajo el humo. ¿No podéis matar a todos los de la ladera? —¿Verían los mantis a través del humo? Ésa era parte de la apuesta.

—Puedo intentarlo —respondió el artillero—. Observad esto.

Una tercera voz, aguda y saltarina.

—Tardaremos cincuenta segundos más, caballero Acero. Tenemos problemas para girar.

Bien. Concentraos en volar y matar. No miréis con atención a vuestras víctimas. Los arqueros habían hecho retroceder a la humana hacia el humo. Otras manadas acudían a protegerla. Cuando los visitantes regresaran, habría muchos blancos, la humana perdida entre ellos.

Dos miembros de Acero vieron la aeronave que surcaba la bruma. Los visitantes no tendrían una visión clara de sus blancos. Una luz pálida brotó de la nave. Una guadaña barrió la ladera desplazándose hacia las tropas de Tallamadera.

Pham saltó en su puesto mientras Vaina Azul regresaba hacia el blanco. No se movían con celeridad. La corriente de aire no superaba los treinta metros por segundo. Pero cada segundo era una catarata de sacudidas y trompicones. Por momentos Pham tenía que aferrar la montura del arma para no caerse. Dentro de cuarenta horas llegará aquí la criatura más mortífera del universo y yo disparando contra perros.

¿Cómo acertar en la ladera? La voz chillona de Acero aún le retumbaba en los oídos y Ravna no sabía bien qué veía debajo del humo. Nos arreglaríamos mejor sin automatizaciones que con esta mezcla bastarda. Al menos su arma tenía un control manual. Pham abrazó el cañón con un brazo mientras extendía el otro. En dispersión amplia el rayo no servía contra un blindaje, pero podía reventar ojos e incinerar piel y cabello, y la anchura del haz abarcaría decenas de metros en el suelo.

—Cincuenta segundos, caballero Pham —dijo Vaina Azul.

Volaban a baja altura. Las brechas en el humo pasaban como pantallazos. El suelo era una quemadura negra, había barrancos de roca desnuda y hollinosas extensiones de nieve atrapadas en grietas y depresiones. Vieron cuerpos amontonados, un cañón fundido.

—Allá hay un grupo, caballero Pham. Corriendo cerca del castillo.

Pham se arqueó hacia delante. El grupo estaba a cuatrocientos metros. Corría paralelamente a las murallas del castillo, a través de un campo erizado de flechas. Apretó el botón de disparo, hizo una barrida con el haz. Había agua en abundancia debajo de ese suelo reseco y el haz arrancó géiseres de vapor. Pero más allá, la dispersión amplia no servía de mucho. Necesitaría unos segundos más para lanzar un buen disparo contra los desdichados perros.

Una pausa para las pequeñas sospechas. ¿Cómo era posible que el enemigo tuviera cañones que se cargaban por la boca? Tenían que haberlos fabricado por su cuenta, en un mundo donde no existían las armas de fuego. Acero era el clásico manipulador medieval; Pham le había calado mil años-luz atrás. Estaban haciendo el trabajo sucio de esa criatura, era evidente. Cállate, luego te las verás con Acero.

Encañonando las manadas, Pham disparó de nuevo, abatiendo cuerpos vivientes esta vez. Disparó delante de ellos, del lado del castillo, para evitar más muertes. Asomó la cabeza tratando de ver mejor. Delante de las manadas había cien metros de campo abierto, una manada de cuatro y… una figura humana, morena y delgada, saltando y agitando los brazos.

Pham aplastó el cañón contra el casco, apretando el seguro. El relampagueo lanzó una ola de calor que le quemó las cejas.

—¡Vaina Azul! ¡Abajo, abajo!

39

—Un malentendido. Mintieron a la niña.

Ravna trató de interpretar el tono de voz. El samnorsk de Acero era crujiente como de costumbre, y el tono era aniñado y chillón, muy diferente de antes. Pero su versión resultaba poco creíble después de lo que había ocurrido. O bien era un maestro galáctico del impudor… o bien su historia era cierta.

—Tallamadera debió lastimar a la humana y después le mintió. Esto explica mucho, Ravna. Sin ella, Tallamadera no podría atacar. Sin ella, todos pueden estar seguros.

Pham habló a Ravna por un canal privado.

—La niña estaba inconsciente durante parte de la emboscada, Ravna. Pero casi me arrancó los ojos cuando le sugerí que podía estar equivocada en cuanto a Acero y Tallamadera. Y la manada que la acompaña es mucho más convincente que Acero.

Ravna miró inquisitivamente a Tallo Verde. Pham no sabía que ella estaba allí, pero Tallo Verde era una isla de cordura en medio de ese manicomio y conocía la FDB infinitamente mejor que Ravna.

Acero intentó persuadirla.

—Como ves, nada ha cambiado, salvo para bien. Una humana más está con vida. ¿Cómo puedes dudar de nosotros? Habla con Jefri, él comprende. Hemos hecho lo posible por cuidar de los niños que están en…

Un cloqueo.

—Sueñofrío —dijo otra voz.

—Debemos hablar de nuevo con él, Acero. Él es la mejor prueba de tus buenas intenciones.

—De acuerdo, dentro de unos minutos Ravna. Pero verás, él es también mi mejor protección contra vuestra posible traición. Sé cuán poderosos sois los visitantes… y os temo. Necesitamos —cloqueos de consulta— adaptarnos mutuamente en nuestros temores.

—Bien, hallaremos una solución. Ahora déjame hablar con Jefri.

—Sí.

Ravna cambió de canal.

—¿Qué opinas, Pham?

—Ya no me cabe la menor duda. Johanna no es una niña ingenua como Jefri. Siempre hemos sabido que Acero era una criatura implacable, pero además teníamos mal otros datos. La zona de aterrizaje está en medio de su territorio. Él es el asesino —Pham continuó con voz más calmada, casi un susurro—. Lo lamentable es que quizás esto no cambie nada. Acero aún tiene la nave. Tengo que entrar en ella.

—Habrá otra emboscada.

—Lo sé. Pero ¿qué importa? Si podemos ganar tiempo para llegar al Antídoto, puede valer la pena. —¿Qué importa una misión suicida dentro de una misión suicida?

—No sé, Pham. Si se lo damos todo, nos matará antes de que nos acerquemos a la nave.

—Lo intentará. Mira, sigue hablando. Tal vez podamos guiar un rayo direccional hacia la radio y volar a ese bastardo en pedazos. —No parecía muy convencido.


Tyrathect no les llevó de vuelta a la nave ni a sus aposentos. Bajaron la escalera que estaba dentro de la muralla externa, parte de Amdi primero, luego Jefri con el resto de Amdi, luego el singular de Tyrathect.

—No lo entiendo, no lo entiendo —se quejaba Amdi—. Podemos ayudar.

—Yo no vi cañones enemigos —dijo Jefri.

El singular no cesaba de dar explicaciones, aunque parecía más inquieto que de costumbre.

—Yo los vi con mis otros miembros, en el valle. Estamos ordenando a nuestras tropas que se replieguen. Debemos resistir, o ninguno de nosotros quedará vivo para ser rescatado. Por ahora, éste es el mejor sitio para vosotros.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Jefri—. ¿Puedes hablar con Acero en este momento?

—Sí, uno de los míos está arriba con él.

—Bien, dile que tenemos que ayudar. Podemos hablar samnorsk mejor que tú.

—Se lo diré enseguida —respondió el fragmento.

Ya no había ventanas en las murallas. La única luz venía de antorchas instaladas cada diez metros a lo largo del túnel. El aire era frío y rancio, y la humedad brillaba sobre la piedra desnuda. Las diminutas puertas no eran de madera bruñida. En cambio había barrotes, y oscuridad. ¿Adonde vamos? De pronto Jefri recordó las mazmorras de los cuentos, la traición que sufrieron las Dos Grandes y la Condesa del Lago. Amdi no parecía alarmado. A pesar de su pícaro temperamento, los cachorros eran confiados. Amdi siempre había dependido del señor Acero. Pero los padres de Jefri nunca habían actuado así, ni siquiera al escapar de Laboratorio Alto. El señor Acero parecía repentinamente distinto, como si ya no se molestara en fingir amabilidad. Y Jefri nunca había confiado de veras en el huraño Tyrathect, que ahora actuaba con aire decididamente furtivo.

No había ningún peligro en la ladera.

El miedo, la tozudez y la suspicacia se unieron. Jefri dio media vuelta, enfrentándose al fragmento.

—No iremos más lejos. No tenemos por qué ir. Queremos hablar con Ravna y Acero. —Una comprensión súbita, liberadora—: Y no tienes tamaño suficiente para detenernos.

Él singular retrocedió abruptamente, se sentó. Agachó la cabeza, pestañeó.

—¿Conque no confías en mí? Tienes derecho a no hacerlo, aquí sólo podéis confiar en vosotros mismos. —Miró hacia todas partes—. Acero no sabe que os he traído aquí.

La confesión fue tan espontánea que Jefri tragó saliva.

—Nos trajiste aquí para matarnos.

Todo Amdi miraba a Jefri y a Tyrathect, los ojos desorbitados.

El singular sonrió.

—¿Creéis que soy un traidor? Después de tanto tiempo, un poco de saludable suspicacia. Me enorgullezco de vosotros. Estáis rodeados por traidores, Amdijefri. Pero yo no soy uno de ellos. Estoy aquí para ayudaros.

—Lo sé —Amdi se adelantó para tocar al singular con un hocico—. No eres ningún traidor. Eres la única persona que puedo tocar, aparte de Jefri. Siempre hemos querido amarte, pero…

—Ah, pero os conviene sospechar. De lo contrario todos moriréis. —Tyrathect miró a los cachorros, al ceñudo Jefri—. Tu hermana está viva, Jefri. Ella está allí afuera y Acero lo ha sabido siempre. Él mató a tus padres. Hizo casi todo lo que le atribuye a Tallamadera —Amdi retrocedió, sacudiéndose en espasmódicas negativas—. ¿No me creéis? Qué gracioso. En una época yo mentía tan bien que podía convencer a un pez de entrar en mi boca. Pero ahora, cuando sólo la verdad puede dar resultado, no soy convincente. Escuchad…

El singular habló con la voz humana de Acero, Acero hablando con Ravna sobre Johanna, que estaba viva y excusando el ataque que acababa de ordenar contra ella.

Johanna. Jefri se lanzó hacia delante, cayó de rodillas ante Tyrathect. Irreflexivamente cogió al singular por el pescuezo, sacudiéndole. El otro le lanzó dentelladas, tratando de liberarse. Amdi se le abalanzó, le tiró de las mangas. Al fin Jefri desistió. El singular le miró con ojos oscuros que relucían a la luz de las antorchas.

—Las voces humanas son tan fáciles de imitar… —comentó Amdi.

—Desde luego —replicó desdeñosamente el fragmento—. Y no afirmo que ésta haya sido una retransmisión directa. Lo que habéis oído ya tiene varios minutos. He aquí lo que Acero y yo planeamos en este mismo instante. —Dejó de hablar en samnorsk y el túnel se llenó con los cloqueos del lenguaje intermanada. Aun después de un año, Jefri apenas entendía la conversación. Parecían dos manadas. Una de ellas quería que la otra hiciera algo, que llevara a Amdijefri —ese acorde era claro— arriba.

Amdiranifani se quedó tieso, tensándose al oír los sonidos.

—¡Basta! —chilló. El túnel quedó silencioso como una tumba—. El señor Acero, oh, el señor Acero. —Todo Amdi se acurrucó contra Jefri—. Está diciendo que te lastimará si Ravna no obedece. Quiere matar a los visitantes cuando aterricen. —Sus grandes ojos estaban cubiertos de lágrimas—. No lo comprendo.

Jefri señaló a Tyrathect.

—Tal vez él lo esté fingiendo.

—No sé. Yo nunca pude imitar tan bien a dos manadas… —Los cuerpecitos tiritaban contra Jefri, sollozando como humanos, como un chiquillo abandonado—. ¿Qué haremos, Jefri?

Jefri guardaba silencio, recordando y comprendiendo al fin lo que había sucedido cuando las tropas de Acero le rescataron o capturaron. Recuerdos reprimidos por bondades posteriores afloraron desde los rincones de su mente. Mamá, papá, Johanna. Pero Johanna aún vive, detrás de esas murallas…

—¿Jefri?

—Yo tampoco lo sé. ¿Ocultarnos?

Se miraron un instante, y al fin el fragmento habló:

—Podéis hacer algo mejor. Ya conocéis los pasadizos que atraviesan estas murallas. Conociendo los pasadizos de acceso, y yo los conozco, es posible llegar a cualquier parte. Incluso al exterior.

Johanna.

Amdi dejó de llorar. Tres de sus miembros observaban a Tyrathect por todas partes, el resto se aferraba a Jefri.

—Aún no confiamos en ti, Tyrathect —dijo Jefri.

—Bien, bien. Soy una manada compuesta por varias partes. Quizá no sea del todo de fiar.

—Muéstranos todos los túneles. —Nosotros decidiremos.

—No habrá tiempo…

—Bien, pero empieza a mostrárnoslos y, mientras tanto, continúa repitiendo lo que dice el señor Acero.

El singular asintió y continuó reproduciendo el lenguaje de manada. Se incorporó penosamente y condujo a los dos niños por un túnel lateral, donde las antorchas estaban casi extinguidas. El ruido más fuerte era el suave goteo del agua. El lugar tenía menos de un año pero —salvo por los agudos bordes de la piedra cortada— parecía antiguo.

Los cachorros lloraban de nuevo. Jefri acarició el lomo del que se le apoyaba en el hombro.

—Por favor, Amdi, tradúceme.

Al cabo de un instante Amdi le dijo al oído:

—Acero pregunta de nuevo dónde estamos. Tyrathect dice que estamos atrapados por la caída de un techo en el ala interior. —De hecho, habían oído un estruendo de argamasa minutos antes, pero muy lejos—. Acero acaba de enviar al resto de Tyrathect en busca de Shreck, para que nos liberen. Acero habla con la voz muy cambiada.

—Tal vez no sea él —susurró Jefri.

Un largo silencio.

—No, es él. Pero parece muy enfadado y usa palabras extrañas.

—¿Palabras largas?

—No, palabras temibles. Habla de cortar y matar… A Ravna, a ti y a mí. Él no nos quiere, Jefri.

El singular se detuvo. Habían dejado atrás la última antorcha y estaba demasiado oscuro para ver algo más que sombras. Se acercó a una pared. Amdi se adelantó y empujó la roca. En el ínterin Tyrathect seguía hablando, comunicando lo que se decía afuera.

—Bien —dijo Amdi—, ésta se abre. Y tiene tamaño suficiente para ti, Jefri. Creo…

La voz humana de Tyrathect dijo:

—Los visitantes han regresado. Veo su navecilla… Escapé justo a tiempo. Acero está sospechando algo. Dentro de poco ordenará buscar por todas partes.

Amdi inspeccionó el oscuro pasadizo.

—Yo opino que sigamos —murmuró con tristeza.

—Ya. —Jefri cogió un hombro de Amdi y el miembro lo guió hacia un agujero abierto en la puntiaguda piedra. Si encogía los hombros tendría lugar suficiente para entrar a rastras. Un miembro de Amdi le precedió. El resto le seguiría—. Espero que no se vuelva más angosto.

—No creo —dijo Tyrathect—. Todos estos pasajes están diseñados para manadas con armadura ligera. Lo importante es seguir los túneles que se curvan hacia arriba y al final llegaréis al exterior. La nave volante de Pham está a menos de quinientos metros de las murallas.

Jefri ni siquiera podía volver la cabeza para hablar.

—¿Y si Acero nos persigue por las murallas?

Hubo un breve silencio.

—Tal vez no lo haga, si no sabe por dónde entrasteis. Tardaría mucho en encontraros. Pero hay aberturas en la parte superior de las murallas. Si los soldados enemigos intentaran penetrar desde el exterior, tiene que haber un modo de matarles en los túneles. Podría verter aceite.

Esa posibilidad no asustó a Jefri. En aquel momento le parecía demasiado exótica.

—Entonces debemos darnos prisa.

Jefri avanzó mientras el resto de Amdi se arrastraba a sus espaldas. Ya se había internado varios metros en la piedra cuando oyó la voz de Amdi en la entrada:

—¿Estarás bien, Tyrathect?

¿O todo esto es otra mentira?, pensó Jefri.

—Espero caer de pie —respondió el otro con su cínica voz de costumbre—. Por favor, recordad que os ayudé.

La compuerta se cerró y ambos se internaron en la oscuridad.


Negociaciones, un cuerno, pensó Pham. Era evidente que para Acero una «reunión segura para ambas partes» era un pretexto para liquidarles. Ni siquiera Ravna se dejaba engatusar por las nuevas propuestas. Al menos Acero hablaba desembozadamente, renunciando a sus intrigas. El problema era que aún no les daba ninguna apertura. Pham habría muerto alegremente por pasar unas horas sin molestias con el Antídoto, pero la trampa de Acero les mataría antes que llegaran a ver el interior de la nave fugitiva.

—Sigue desplazándote, Vaina Azul. Quiero que Acero nos tenga en cuenta, sin que ofrezcamos un buen blanco.

El escrodita asintió y la lanzadera se elevó del musgo, voló paralelamente a las murallas del castillo y descendió. Estaban en la tierra de nadie que separaba ambos ejércitos.


Johanna Olsndot dio media vuelta para mirarlo. La lanzadera estaba atestada. Vaina Azul se arqueaba sobre los controles de proa, y Pham y Johanna iban apretados en los asientos de atrás, con una manada llamada Errabundo ocupando todos los intersticios.

—Aunque localices el comset, no dispares. Jefri podría estar cerca.

Hacía veinte minutos que Acero prometía la reaparición de Jefri Olsndot. Pham miró la cara sucia de Johanna.

—De acuerdo, no dispararemos sin saber exactamente contra qué.

La muchacha asintió. No debía de tener más de catorce años, pero era una buena guerrera. La mitad de la gente que él había conocido en el Qeng Ho se habría puesto histérica después de este rescate. En cuanto al resto, pocos habrían presentado un mejor informe que Johanna y su amigo.

Miró de reojo a la manada. Costaba acostumbrarse a esas criaturas. Al principio había pensado que a dos de los perros les estaban saliendo más cabezas, hasta que notó que los pequeños eran cachorros que iban en bolsillos de la casaca. El «peregrino» estaba por todas partes, y no sabía a qué parte debía hablarle. Escogió la cabeza que miraba hacia él.

—¿Alguna propuesta para vérselas con Acero?

El samnorsk de la manada era mejor que el de Pham.

—Acero y Reductor son más taimados que cualquier criatura que haya visto en el dataset y Reductor es muy despiadado.

—¿Reductor? No sabía que existía una persona con ese nombre. Nosotros hablamos con un tal «Mondador», una especie de asistente de Acero.

—Humm. Es tan artero como para jugar con las palabras… ojalá pudiéramos regresar y hablar de esto con Tallamadera.

La solicitud estaba hábilmente insinuada en la entonación. Pham se preguntó cuántas de esas criaturas serían tan flexibles. Serían una magnífica raza de mercaderes si alguna vez llegaban al espacio.

—Lo lamento, no hay tiempo para eso. Peor aún, si no hallamos una solución pronto, lo habremos perdido todo. Espero que Acero no se dé cuenta.

Las cabezas cambiaron de posición. El miembro más grande, el que tenía un asta de flecha clavada en el cuerpo, se acercó a la muchacha.

—Bien, si Acero está a cargo, hay una posibilidad. Es muy listo, pero creemos que pierde la chaveta cuando la situación se pone difícil. Es probable que tu encuentro con Johanna le haya puesto muy nervioso. Si impides que recobre el equilibrio, cometerá grandes errores.

—Podría matar a Jefri —intervino Johanna.

O volar la nave estelar.

—Ravna, ¿has tenido suerte con Acero?

—No —respondió Ravna—. Las amenazas son más transparentes y su samnorsk se vuelve más incomprensible. Está tratando de desplazar cañones desde el norte del castillo. No creo que sepa cuánto puedo ver yo… Aún no ha traído a Jefri hasta la radio.

La muchacha palideció, pero no dijo nada. Cogió una de las patas de Errabundo.

Vaina Azul había permanecido en silencio, primero porque estaba muy ocupado con los controles, luego porque la muchacha y la manada tenían mucho que contar. Pham había notado que una parte de Errabundo olfateaba amablemente al escrodita. Vaina Azul no parecía molesto: su especie tenía mucha experiencia con otras criaturas.

Pero ahora el escrodita soltó un brap reclamando atención.

—Caballero Pham, hay acción frente al castillo.

Errabundo se puso a observar al instante, valiéndose de un telescopio.

—Sí, están abriendo la puerta principal. Pero, ¿por qué Acero envía manadas al ataque? Tallamadera las hará trizas.

Se trataba de una fuerza de infantería. Las manadas salieron de la ancha abertura en una feroz embestida, al igual que las tropas que recordaba Pham. Pero después de abandonar la entrada se dividieron en grupos de cuatro a seis perros cada uno y se dispersaron por el perímetro del castillo.

Pham se inclinó para ver mejor.

—Tal vez no. Esos sujetos no avanzan. Permanecen al alcance de los arqueros de las murallas.

—Sí, pero aún tenemos cañones. —Errabundo dejó de imitar la voz humana para soltar un acorde en su lengua—. Hay algo raro. Es como si intentaran impedir que alguien saliera.

—¿Hay otras entradas?

—Quizás. Y muchos túneles pequeños, por donde sólo puede pasar un miembro por vez.

—¿Ravna?

—Acero no me habla. Dijo que tenía traidores infiltrados en el castillo. Ahora sólo recibo cloqueos.

De una aspillera a otra, los soldados enemigos recorrían las murallas por arriba y por abajo. Algo había removido ese nido de ratas.

Johanna Olsndot se concentraba con esfuerzo, cerrando la mano libre, un temblor en los labios.

—Todo este tiempo le creí muerto. Si le matan ahora… ¿Qué están haciendo? —gritó de pronto. Habían arrastrado marmitas de hierro a las murallas.

Pham podía adivinarlo. Había visto cosas similares en los sitios de Canberra. Miró a la muchacha, cerró la boca. Nada podemos hacer.

Errabundo no fue tan benévolo, ni tan paternalista.

—Es aceite, Johanna. Quieren matar a alguien que está dentro de las murallas. Pero si puede salir… Vaina Azul, he leído acerca de los altavoces, ¿puedo usar uno? Si Jefri está en las murallas, Tallamadera puede atacar a los efectivos que Acero tiene en el campo y en las almenas.

Pham iba a oponerse, pero el escrodita ya había abierto un canal. La voz de Errabundo retumbó en la ladera. En las murallas del castillo, todos volvieron la cabeza. Para ellos esa voz debía sonar como la de un dios. Los cloqueos y gorjeos continuaron un momento más, cesaron.

Poco después oyeron la voz de Ravna.

—No sé que acabáis de hacer, pero Acero se ha puesto frenético. Apenas logro comprenderle. Creo que está describiendo cómo torturará a Jefri si no obligamos a los tallamaderas a replegarse.

—Bien —gruñó Pham—. Elevémonos, Vaina Azul. —Era un alivio despedirse de las sutilezas.

La lanzadera se elevó. Avanzaron a poca velocidad. Detrás de ellos más tropas de Tallamadera cruzaban la cresta de la colina. Esos guerreros habían retrocedido bastante después del ataque de Pham, así que quizá fuera posible resolver la situación antes que las tropas llegaran al castillo. Pero la artillería de Tallamadera aún tenía un efecto mortífero: salpicaduras de humo y fuego florecieron en las almenas, seguidas por estampidos. Matar a Jefri Olsndot le resultaría muy costoso a Acero.

—¿Puedes usar el rayo para ahuyentar a las tropas de Acero de esa muralla? —preguntó Johanna.

Pham iba a asentir, pero notó lo que sucedía junto al castillo.

—Mira el aceite.

Charcos oscuros crecían entre las manadas enemigas y las murallas que éstas custodiaban. Mientras no supieran por dónde saldría el niño, más valía no iniciar un incendio.

Errabundo lanzó una interjección y dijo algo más por el altavoz. La artillería de Tallamadera dejó de disparar.

—Bien —dijo Pham—; ahora, todos los ojos en las murallas. Rodea el perímetro, Vaina Azul. Si podemos ver al niño antes que la gente de Acero, quizá tengamos una oportunidad.

—Están desperdigados por todos lados menos por el norte, Pham —informó Ravna—. Creo que Acero no tiene la menor idea de dónde está Jefri.


Cuando se desafía al Cielo, las apuestas son altas. Y pude haber ganado. Si él no me hubiera traicionado, pude haber vencido. Pero ahora todos se habían quitado la máscara y la aplastante fuerza física del enemigo era todo lo que contaba. Acero se repuso del arranque histérico de los últimos minutos. Si no puedo tener el Cielo, al menos puedo arrastrarles al Infierno. Matar a Amdijefri, destruir la nave que buscaban los visitantes… ante todo, destruir a esa maestra traicionera.

—¿Señor? —preguntó Shreck.

Acero se volvió hacia Shreck, recobrando el aplomo.

—¿Habéis anegado los túneles? —murmuró. Ya no preguntaría más por Tyrathect.

—Ya hemos terminado. El aceite está formando charcos junto a las murallas. —Ambas manadas se agazaparon cuando una bomba de Tallamadera explotó más allá de la almena. Las tropas de la reina se lanzaban al ataque… y los arqueros de Acero estaban ocupados anegando túneles y vigilando salidas—. Tal vez ya hayamos sacado a los traidores, señor. Antes de que Tallamadera reiniciara el bombardeo, oímos algo junto a la pared sureste. Pero me temo que los visitantes verán todo lo que hagamos allí. —Sacudió las cabezas espasmódicamente.

Era extraño ver que Shreck perdía los estribos, pensó Acero. Shreck era pura lealtad, pero su ordenado mundo se desmoronaba y no quedaba nada para sostenerlo. Sólo le quedaba la locura de la cual había nacido.

Si Shreck estaba a punto de derrumbarse, el sitio de la Colina de la Astronave estaba llegando a su fin. Sólo un poco más, es todo lo que pido. Acero impuso a sus miembros una expresión confiada.

—Comprendo. Has actuado bien, Shreck. Todavía podemos vencer. Sé cómo piensan los dos-patas. Si puedes matar al niño, especialmente ante sus ojos, les quebrarás el espíritu, tal como se domina a un cachorro con los terrores adecuados.

—Sí, señor —respondió Shreck. Había en sus ojos una opaca incredulidad, pero esto le sostendría, era una excusa viable para prolongar la farsa.

—Enciende el aceite más allá de las murallas. Desplaza las tropas al sitio por donde crees que saldrá Amdijefri. Los visitantes deben ver esto para que surta el efecto apropiado. Y… —¡Vuela la nave! Contuvo la lengua a tiempo. Los explosivos alojados en la Fauces y el domo de la Astronave derrumbarían todo lo que estuviera dentro de las murallas externas y mataría a la mayoría de las manadas del interior. Si impartía esa orden a Shreck, los verdaderos propósitos de Acero quedarían en evidencia—. Y actúa deprisa, antes que se aproximen las tropas de Tallamadera. Esta es la última esperanza del Movimiento, Shreck.

La manada bajó sumisamente la escalera. Acero conservó una actitud altiva, oteando el campo de batalla hasta que el otro se perdió de vista. Luego se aproximó a las almenas y estrelló la radio contra la vereda de piedra. No se rompió, y la voz de mantis de Ravna ahora sonaba quejumbrosa. Acero bajó la escalera a los brincos.

—No obtendrás nada —le gritó en su lengua—. ¡Todo lo que quieres morirá!

Cruzó el patio a la carrera, se internó furtivamente en el pasadizo que rodeaba las Fauces de Bienvenida. Podía volarlas fácilmente, pero era probable que el domo y la nave sobrevivieran. No, debía ir al corazón. Matar la nave y a todas las criaturas dormidas. Entró en una estancia secreta, cogió dos ballestas y la túnica radial que había preparado. Dentro de esa túnica había una pequeña bomba. Había probado la idea con el segundo conjunto de radios y el que la usaba había muerto al instante.

Bajó otro tramo de escaleras, entró en un corredor de abastecimiento. El bullicio de la batalla quedó atrás. El ruido más fuerte era el chasquido de sus púas. Alrededor se amontonaban cajas de pólvora, alimentos, madera fresca. Las mechas y las cargas estaban a sólo cincuenta metros. Acero aminoró el paso, curvó las zarpas para que el metal no hiciera ruido. Escuchando. Mirando hacia todas partes. De algún modo sabía que el otro estaría allí. El Fragmento de Reductor. Reductor le había acosado desde el principio de su existencia, le había acosado incluso cuando casi todo Reductor había muerto. Pero sólo esta descarada traición había permitido a Acero liberar su odio. Lo más probable era que el fragmento pensara escapar con los niños, pero quizá Reductor planeara ganarlo todo. Quizás hubiera regresado. Acero sabía que él moriría pronto, pero aún podía obtener un triunfo. Si pudiera matar al Maestro con sus propias fauces y zarpas… Ojalá estés aquí, querido Maestro. Ojalá estés aquí, pensando que puedes engañarme una vez más.

Un deseo otorgado. Oyó débiles sonidos mentales. Cerca. Se irguieron cabezas detrás de las cajas. Dos miembros del Fragmento aparecieron en el corredor.

—Discípulo.

—Maestro. —Acero sonrió. Allí estaban los cinco. Todo el Fragmento había regresado. Pero se había quitado las túnicas. Los miembros estaban desnudos, la piel cubierta de llagas purulentas. La bomba radial sería inútil. Tal vez no importara. Acero había visto cadáveres cuyo aspecto era más saludable que el del fragmento. Alzó las ballestas sin que el otro lo viera.

—He venido a matarte.

—Has venido a intentarlo.

Con zarpas y mandíbulas, Acero no tendría problemas en matar al otro. Pero el Fragmento había apostado tres de sus miembros arriba, junto a cajas que no parecían estar muy firmes. Lanzarse hacia arriba sería fatal. Pero si lograba lanzar dos buenos disparos… Acero se adelantó, apartándose del sitio donde caerían las cajas.

—¿De veras esperas vivir, Fragmento? No soy tu único enemigo, —señaló hacia atrás con un hocico—. Afuera hay miles que anhelan tu muerte.

El otro movió las cabezas en una sonrisa siniestra. Más sangre brotó de las llagas.

—Querido Acero, nunca entiendes. Tú has permitido que yo sobreviviera. ¿No lo ves? He salvado a los niños. En este momento, impido que dañes la nave estelar. Al final esto me permitirá una rendición condicional. Estaré débil durante unos años, pero sobreviviré.

El viejo Reductor asomaba a través del dolor de las heridas. El viejo oportunismo.

—Pero tú eres un fragmento. Tres quintas partes de ti son…

—¿Esa maestrilla? —Reductor bajó las cabezas, parpadeó tímidamente—. Era más fuerte de lo que yo esperaba. Durante un tiempo dominó esta manada, pero poco a poco la obligué a retroceder. Al final, incluso sin los demás, estoy entero.

Reductor entero una vez más. Acero reculó, casi en retirada. Sin embargo, había algo extraño. Sí, el Reductor estaba en paz, satisfecho consigo mismo. Pero ahora que Acero veía junta a toda la manada, notaba algo en sus gestos… Entonces lo comprendió con un relampagueo de intenso orgullo. Por una vez en mi vida, comprendo mejor que el Maestro.

—¿Entero, dices? Piensa. Ambos sabemos cómo batallan las almas en nuestro interior, las pequeñas racionalizaciones, las grandes incógnitas. Crees que la has matado, pero ¿de dónde nace tanta confianza? Estás haciendo precisamente lo que haría Tyrathect. Ahora el pensamiento es tuyo, pero el cimiento es su alma. Al margen de lo que pienses, la maestrilla ha vencido.

El Fragmento titubeó, comprendiendo. Su distracción duró sólo una fracción de segundo, pero Acero estaba preparado: brincó hacia delante, soltando sus flechas, lanzándose hacia las gargantas del otro.

40

En cualquier otro momento, internarse en las murallas habría sido divertido. A pesar de la total oscuridad, Amdi estaba delante y detrás de él, y sus hocicos le permitían guiarse. En cualquier otro momento, habría sentido la emoción del descubrimiento, la diversión de ver el estiramiento mental de Amdi.

Pero ahora la confusión de Amdi sólo le daba miedo. Los cachorros tropezaban continuamente con los talones de Jefri.

—Voy tan rápido como puedo. —Jefri ya se había rasgado los pantalones en la áspera piedra, pero se arrastraba sin pensar en sus doloridas rodillas. Chocó con el cachorro que le precedía. El cachorro se había detenido, intentaba darse la vuelta—. Hay una bifurcación. Opino que… ¿Qué debo opinar, Jefri?

Jefri rodó hacia atrás, golpeándose la cabeza. Durante casi un año el aplomo y la traviesa inteligencia de Amdi le habían dado ánimos. Ahora sentía de repente el peso de las toneladas de roca que le rodeaban por todas partes. Si el túnel se estrechaba unos centímetros más, quedarían atascados allí para siempre.

—¿Jefri?

—¡Piensa! ¿Qué lado sube?

—Sólo un segundo. —El cachorro se internó en un lado de la bifurcación.

—¡No te alejes demasiado! —gritó Jefri.

—No te preocupes. Sabré regresar. —Se oyeron pisadas, y el cachorro le acercó el hocico a la mejilla—. El de la derecha sube.

No habían avanzado más de quince metros cuando Amdi comenzó a oír ruidos.

—¿Nos persiguen? —preguntó Jefri.

—No. Es decir, no estoy seguro. Aguarda. Escucha. ¿Oyes eso? Gotas. Espesas. —Aceite.

No se detuvieron más. Jefri avanzó a toda prisa túnel arriba. Se dio de cabeza contra el techo y cayó sobre los codos, se recobró sin pensar y continuó la marcha. Un hilillo de sangre le humedecía la mejilla.

También él oía ahora el goteo del aceite.

Los lados del túnel le apretaban los hombros.

—Final del camino… o una salida —dijo Amdi. Rasguños—. No puedo moverla. —El cachorro se volvió y se escurrió entre las piernas de Jefri—. Empuja hacia arriba, Jefri. Es como la que encontré en el domo. Se abre arriba.

El maldito túnel se estrechaba justo frente a la puerta. Jefri encogió los hombros y avanzó con esfuerzo. Empujó la parte superior de la puerta. Se movió un centímetro. Se arrastró un poco más, quedó tan estrujado entre las paredes que apenas podía respirar. Empujó con todas sus fuerzas. La piedra giró y la luz le dio en la cara. No era pleno día. Estaban ocultos detrás de ángulos de piedra… pero era el paisaje más atractivo que Jefri había visto jamás. Medio metro más y saldría… sólo que ahora estaba atorado.

Se contorsionó, pero sólo empeoró las cosas. Detrás de él se apiñaban los miembros de Amdi.

—Jefri! Mis patas traseras están hundidas en aceite. Todo el túnel está anegado.

Pánico. Por un segundo Jefri no pudo pensar. Tan cerca, tan cerca. Ahora veía colores, las manchas de sangre en sus manos.

—¡Retrocede! Me quitaré la chaqueta y lo intentaré de nuevo.

Retroceder era casi imposible, atascado como estaba. Al final lo consiguió. Se volvió de costado, se quitó la chaqueta.

—Jefri! Dos de mí están bajo el… aceite. No puedo respirar.

Los cachorros se acurrucaban contra él, el pelaje resbaloso por el aceite. ¡Resbaloso!.

—Un segundo —Jefri le acarició el pelaje, se embadurnó los hombros con el aceite. Extendió los brazos y usó los talones para empujarse. La piedra se cerró sobre sus hombros. Atrás, lo que quedaba de Amdi emitía silbidos. Atascado. Empuja, empuja. Un centímetro, otro. Al fin logró salir hasta las axilas, y entonces fue fácil.

Cayó al suelo y metió los brazos para coger al cachorro más próximo. El cachorro se le escabulló, farfullando algo. Jefri pudo ver las oscuras sombras de varios miembros que tiraban de algo. Un segundo después, recibió en los brazos un húmedo y frío guiñapo de piel. Un segundo más, y recibió otro. Jefri les dejó en el suelo y les limpió la viscosidad de los hocicos. Uno se puso en pie y comenzó a sacudirse. El otro tosió y carraspeó.

Mientras tanto, el resto de Amdi salió del agujero. Los seis estaban cubiertos de aceite. Se amontonaron desmañadamente, lamiéndose los tímpanos. Sus zumbidos y graznidos no tenían sentido.

Jefri caminó hacia la luz. Estaban escondidos detrás de un recodo de piedra… afortunadamente, ya que a la vuelta del recodo se oían las voces marciales de los guerreros de Acero. Trepó hasta el borde y miró en torno. Por un instante pensó que él y Amdi estaban nuevamente en el patio del castillo, por la cantidad de soldados. Entonces vio la ladera y el humo que se elevaba del valle.

¿Y ahora? Miró a Amdi, quien todavía se lamía frenéticamente los tímpanos. Sus acordes y zumbidos sonaban ahora más racionales y todo Amdi se movía. Miró de nuevo la colina. Por un instante sintió ganas de lanzarse hacia los soldados. Habían sido sus protectores por mucho tiempo.

Un cachorro tropezó con sus patas, y también echó un vistazo.

—Vaya. Hay un lago de aceite entre nosotros y los soldados de Acero. Yo…

Se oyó un estruendo, pero no era una explosión de pólvora. Duró una fracción de segundo y se transformó en fragor. Amdi asomó dos pescuezos más por el recodo. El lago se había transformado en un rugiente mar de llamas.

Vaina Azul había llevado la lanzadera hasta doscientos metros de la muralla del castillo, frente al lugar donde se habían reunido las manadas. Ahora flotaba a un par de metros del suelo.

—Nuestra sola presencia aquí está ahuyentando a los soldados —dijo Errabundo.

Pham miró por encima del hombro. Las tropas de Tallamadera habían recobrado el campo y se dirigían hacia las murallas. Dentro de poco se trabarían en lucha con las manadas de Acero.

El vóder de Vaina Azul emitió un estentóreo brap, y Pham miró hacia delante.

—Por la Flota —murmuró. Las manadas de las almenas habían usado lanzallamas para encender las lagunas de aceite que había al pie de las murallas. Vaina Azul se aproximó un poco más. Largos estanques de aceite se extendían junto a las murallas. Ahora las manadas enemigas del exterior estaban aisladas del castillo. Salvo por una brecha de treinta metros de anchura, la sección que antes custodiaban era un telón de llamas.

La lanzadera se elevó, ladeándose en el aire arremolinado por las llamas. El aceite lamía la base curva de las murallas. Esas murallas eran más intrincadas que los castillos de Canberra. En muchos sitios parecía haber pequeños laberintos o cavernas. Parece una estupidez en una estructura defensiva.

—¡Jefri! —exclamó Johanna, señalando la sección que no ardía. Pham entrevió una figura que se ocultaba detrás de la piedra.

—Yo también lo vi —dijo Vaina Azul, enfilando hacia la muralla.

Johanna cerró la mano sobre el brazo de Pham.

—Por favor, por favor —gritó angustiada.

Por un instante pareció que podrían lograrlo. Las tropas de Acero estaban a gran distancia y los estanques de aceite que había bajo la lanzadera aún no estaban ardiendo. Hasta el aire parecía más estable. Aun así, Vaina Azul perdió el control. No corrigió una inclinación y la lanzadera se deslizó de costado hacia el suelo. Fue una colisión lenta, pero Pham oyó el crujido de uno de los soportes de aterrizaje. Vaina Azul jugó con los controles y el otro lado de la lanzadera se posó en tierra. El cañón de rayos quedó enterrado en el suelo.

Pham miró con furia al escrodita. Sabía que esto ocurriría.

—¿Qué sucedió? —preguntó Ravna—. ¿Podéis elevaros?

Vaina azul movió los controles, se encogió de hombros.

—Sí, pero llevará mucho tiempo.

Se aflojó las correas y alzó las trabas que sujetaban el escrodo a la cubierta. La compuerta delantera se abrió, y de repente oyeron el estruendo de la batalla y del fuego.

—¿Qué demonios haces, Vaina Azul?

El escrodita volvió las frondas hacia Pham.

—Rescatar al niño. Todo esto estará pronto en llamas.

—Y esta nave se freirá si la dejamos aquí. No irás a ninguna parte, Vaina Azul.

Pham se inclinó para aferrar al otro por las frondas inferiores. Johanna les miraba sin comprender, presa del pánico.

—¡No! Por favor…

Ravna también gritaba. Pham se tensó, concentrando su atención en el escrodita.

Vaina Azul se le acercó en el estrecho espacio y acercó su frondas al rostro de Pham.

—¿Y qué harás si desobedezco? —chimó el vóder—. Me necesitas entero, o esta nave es inservible. Me iré, caballero Pham. Demostraré que no soy cautivo de un Poder. ¿Puedes tú demostrar lo mismo?

Ambos se miraron intensamente y Pham le soltó.

Brap. Vaina Azul retiró sus frondas. Rodó hacia el borde de la compuerta. El escrodo tocó el suelo con su tercer eje y descendió con mesurado vaivén. Pham aún seguía inmóvil. No soy el programa de un Poder.

—¿Pham? —La muchacha le miraba, tirándole de la manga. Nuwen despertó de su pesadilla y vio de nuevo. Errabundo ya había salido de la nave. Los cuatro adultos sostenían espadas cortas en las bocas, garras de acero en las zarpas.

—De acuerdo. —Pham abrió un panel, extrajo la pistola que había escondido allí. Ya que Vaina Azul había estrellado la maldita lanzadera, no quedaba más remedio que afrontar la situación.

Esta comprensión fue una fresca bocanada de libertad. Se zafó de las correas y descendió. Errabundo le rodeaba. Los dos miembros que llevaban los cachorros prepararon escudos. Aunque tenía todas las bocas llenas, la criatura habló con voz clara.

—Tal vez hallemos un camino si nos acercamos… —Entre las llamas. Ya no llovían flechas desde las murallas. El calor del fuego era inaguantable para los arqueros.

Pham y Johanna siguieron a Errabundo mientras éste eludía lagunas de viscosidad negra.

—Manteneos lejos del aceite.

Las manadas de Acero rodeaban las llamas. Pham no pudo distinguir si acometían contra la lanzadera o simplemente huían de las tropas de Tallamadera. Tal vez no importaba. Se apoyó en una rodilla y disparó su pistola. No era tan potente como el cañón de rayos, y menos a esa distancia, pero surtía sus buenos efectos. Los perros del frente tropezaron, otros cayeron sobre ellos. Llegaron al linde del aceite, pero sólo algunos se aventuraron en la viscosidad, ya que sabían bien en qué se convertiría. Otros se perdieron de vista, ocultándose detrás de la lanzadera.

¿Había algún lugar seco? Pham corrió por el borde del aceite. Tenía que haber una brecha en el «foso», o de lo contrario el fuego se habría propagado. Delante, las llamas se elevaban veinte metros y el calor golpeaba la piel. Un humo resinoso se elevaba sobre el campo, enturbiando la luz del sol.

—¡No veo nada! —dijo Ravna con desesperación.

—Todavía hay una oportunidad, Ravna. —Si podía resistir el tiempo suficiente para que las tropas de Tallamadera…

Las manadas de Acero habían encontrado un camino seguro hacia el interior y se aproximaban. Oyó un silbido de flecha. Se arrojó al suelo y roció a las manadas enemigas con plena potencia. Si hubieran sabido que el arma pronto se descargaría, habrían continuado su avance, pero se detuvieron tras unos segundos de carnicería. La acometida enemiga se desbarató y los perros echaron a correr en sentido contrario, prefiriendo enfrentarse con las manadas de Tallamadera.

Pham se volvió, miró hacia el castillo. Johanna y Errabundo estaban más cerca de las murallas. La manada aferraba a la muchacha, que miraba hacia arriba. Allá estaba el escrodita. Vaina Azul no había prestado atención a las manadas que corrían cerca del fuego. Rodaba sin cesar, dejando huellas aceitosas. El escrodita había recogido todos sus elementos externos y había aproximado su pañol de carga al tallo central. Embestía a ciegas en el aire recalentado, internándose en la brecha que separaba las llamas.

Estaba a menos de quince metros de las murallas. Extendió dos frondas hacia el calor. Allá. A través de las vaharadas de calor, Pham pudo ver al niño que salía con incertidumbre de su refugio, rodeado por figuras pequeñas. Pham corrió hacia la muralla. En ese terreno podía moverse más de prisa que un escrodita. Tal vez hubiera tiempo.

Un borbotón de llamas cayó del castillo al estanque que lo separaba del escrodita. Lo que era un angosto pasaje se cerró y el telón de llamas se alzó ante él sin ninguna brecha.


—Aún hay mucho espacio despejado —dijo Amdi. Se alejó unos metros de su escondrijo para investigar los rincones—. ¡La aeronave ha descendido! Algo extraño viene hacia nosotros, ¿Vaina Azul o Tallo Verde?

Había muchas manadas de Acero en las inmediaciones, pero no estaban cerca, quizá por la aeronave. Era un aparato extraño, con algunas de las simetrías de las naves straumianas. Yacía de flanco como si se hubiera estrellado. Un humano alto corría hacia ellos, disparando contra las tropas de Acero. Jefri miró más allá y estrujó al cachorro más próximo. Un vehículo con ruedas se aproximaba, como una imagen salida de una crónica nyjorana. Los flancos estaban pintados con estrías. Una estaca gruesa salía del tope.

Los dos niños se alejaron un poco del escondrijo. El vehículo se acercaba chapoteando en el aceite y el musgo. Dos apéndices frágiles brotaron del tronco azulado. Habló en un samnorsk chillón.

—Pronto, caballero Jefri. Tenemos poco tiempo.

Detrás de la criatura, más allá del lago de aceite, Jefri vio a… Johanna.

Entonces el lago estalló y el fuego cubrió todas las rutas de escape. La criatura aún agitaba los zarcillos, indicándoles que saltaran a su casco chato. Jefri manoteó las pocas agarraderas disponibles. Los cachorros saltaron tras él, aferrándose de su camisa y sus pantalones. De cerca, Jefri comprobó que el tallo era la persona: la piel estaba manchada y seca, pero era blanda y móvil.

Dos cachorros de Amdi estaban todavía en el suelo, moviéndose a ambos lados del vehículo para ver mejor el fuego.

—Caracoles —le gritó Amdi al oído, y aun así el fragor del fuego impedía oírle con claridad—. No podremos pasar por ahí, Jefri. Nuestra única escapatoria es quedarnos aquí.

La criatura habló por una lámina que tenía en la base del tallo.

—No, si os quedáis aquí moriréis. El fuego se está propagando.

Jefri se había acurrucado detrás del tallo del escrodita y aun así sentía el calor. El aceite que embadurnaba la piel de Amdi ardería pronto.

El escrodita alzó los zarcillos y el paño de color que cubría su casco.

—Echaos esto encima —agitó un zarcillo ante el resto de Amdi—. Todos vosotros.

Los dos que estaban en el suelo se habían agazapado detrás de las ruedas frontales de la criatura.

—Demasiado calor, demasiado calor —gimió Amdi. Pero los dos subieron de un brinco y se cubrieron con esa tela.

—¡Cúbrete! —exclamó Jefri.

El escrodita les acomodó el paño. El vehículo ya retrocedía hacia las llamas. Entraba calor por cada abertura. El niño procuró taparse bien las piernas. Corrían dando tumbos y Jefri apenas podía sostenerse. A su alrededor Amdi usaba las mandíbulas libres para mantener el paño en su sitio. El fuego era una bestia rugiente y la tela le quemaba la piel. Cada sacudida le hacía saltar del casco, amenazando con derribarle. El pánico le anuló el pensamiento. Sólo más tarde recordaría los sonidos que emitía la lámina vóder y comprendería qué significaban.

Pham corrió hacia las nuevas llamas. Dolor. Se cubrió el rostro y sintió ampollas en las manos. Retrocedió.

—¡Por aquí, por aquí! —dijo Errabundo a sus espaldas, guiándole. Echó a correr, tambaleándose. La manada estaba en una zanja de poca profundidad. Había alzado los escudos para protegerse del nuevo telón de llamas. Dos miembros le dejaron lugar para que se protegiera.

Johanna y la manada le palmearon la cabeza.

—¡Tienes el cabello encendido! —gritó la muchacha. Apagaron el fuego en segundos. Errabundo también parecía un poco chamuscado. Los bolsillos del hombro estaban cerrados y, esta vez, los cachorros no intentaban asomarse.

—Aún no veo nada, Pham —dijo Ravna desde la nave—. ¿Qué está pasando?

Pham echó una rápida ojeada hacia atrás.

—Estamos bien —jadeó—. Las manadas de Tallamadera están destrozando a las de Acero. Pero Vaina Azul… —atisbó entre los escudos. Era como mirar un horno. Junto a la muralla del castillo quizá quedara un pequeño espacio, una pequeña esperanza…

—Algo se acerca —dijo Errabundo, asomando una cabeza. La bajó enseguida, lamiéndole la nariz desde ambos lados.

Pham miró de nuevo. Vio sombras en el fuego, contornos ondulantes.

—Yo también lo veo.

Johanna también asomó la cabeza.

—Es Vaina Azul, Ravna… ¡Por la Flota! Vaina Azul avanza en medio del fuego.

El escrodo salió del aceite, lentamente, pero sin detenerse. Y ahora Pham veía fuego dentro del fuego, el tronco de Vaina Azul ardiendo en hilillos de llamas. Sus frondas ya no estaban recogidas, sino extendidas, contorsionándose en su propio fuego.

El escrodo salió del telón de llamas, rodó a tumbos declive abajo. Vaina Azul no se volvió hacia ellos, pero las seis ruedas frenaron antes de llegar a la lanzadera.

Pham corrió hacia el escrodita. Errabundo bajó los escudos para seguirle. Johanna Olsndot se irguió un segundo; triste, menuda y sola, mirando con angustia el fuego y el humo. Un miembro de Errabundo le cogió la manga, la alejó de las llamas.

Pham se acercó al escrodita. Miró un segundo en silencio.

—Vaina Azul ha muerto, Ravna.

Las frondas se habían quemado, dejando muñones a lo largo del tallo. El tallo mismo había estallado.

—¿Atravesó las llamas mientras ardía? —preguntó Ravna con voz trémula.

—Imposible. Debió morir en los primeros metros. Debe haber operado con piloto automático.

Pham trató de olvidar las frondas que ondulaban en el fuego. Sintió un mareo al ver la carne achicharrada.

El escrodo mismo irradiaba calor. Errabundo olisqueó, apartándose de golpe cuando acercó demasiado una nariz. Tendió una zarpa y tiró del paño que cubría el casco.

Johanna gritó, acercándose a la carrera. Las formas que yacían debajo estaban inmóviles, pero ilesas. Aferró a su hermano por los hombros, arrastrándole al suelo. Pham se arrodilló junto a ella. ¿El niño respira? Notó con aire distante que Ravna le gritaba al oído, que Errabundo bajaba a unos cachorros.

Segundos después el niño se puso a toser, agitando los brazos.

—¡Amdi, Amdi! —Abrió los ojos, quedó boquiabierto—. ¡Hermana! —Y luego repitió—: ¿Amdi?

—No sé —dijo Errabundo, junto a las ocho formas embadurnadas de grasa—. Hay sonidos mentales, pero no son coherentes.

Olfateó tres cachorros, haciendo algo que debía ser la respiración boca a boca.

Al cabo de un momento el niño rompió a llorar, un sonido que se perdió entre los rugidos del fuego. Se arrastró hacia los cachorros. Johanna le seguía, sosteniéndole los hombros, mirando a Errabundo y a las criaturas tiesas.

Pham se arrodilló y miró el castillo. El fuego había menguado un poco. Miró largo rato al tocón ennegrecido que había sido Vaina Azul, preguntándose y recordando. Preguntándose si tanta suspicacia había sido en vano. Preguntándose qué combinación de coraje y piloto automático habían permitido el rescate.

Recordando todos los meses que había pasado con Vaina Azul, el amor y luego el odio. ¡Oh, Vaina Azul, amigo mío!

Las llamas murieron lentamente. Pham recorrió el linde del calor. Sentía que la esquirla divina regresaba. Por una vez le alegró que así fuera, le alegró que ese impulso demencial sofocara sus sentimientos. Miró a Errabundo, Johanna, Jefri y los cachorros que se recobraban. Una distracción, un desvío que había retardado su marcha hacia lo que importaba de veras.

Miró hacia arriba. Había abertura entre las negras nubes, lugares donde el azul alternaba con el rojizo resplandor de las cenizas. Las almenas del castillo parecían abandonadas y la batalla había cesado en torno de las murallas.

—¿Qué noticias hay? —preguntó con impaciencia, mirando el cielo.

—Aún no puedo ver mucho —respondió Ravna—. Gran cantidad de púas, tal vez enemigos, se repliegan hacia el norte. Parece una retirada rápida y ordenada. No es como esa lucha sin cuartel que veíamos antes. No hay incendios dentro del castillo, ni indicios de ninguna manada.

Una decisión. Pham se volvió hacia los demás. Procuró transformar órdenes abruptas en requerimientos razonables.

—¡Errabundo! Necesito la ayuda de Tallamadera. Debemos entrar en el castillo.

Errabundo no necesitaba que le convencieran, pero tenía muchas preguntas.

—¿Volarás por encima de las murallas? —preguntó mientras brincaba hacia él.

Pham ya corría hacia la lanzadera. Ayudó a Errabundo a subir, trepó. No, no intentaría hacer volar esa maldita cosa.

—No, sólo usa el altavoz para pedirle a tu jefe que encuentre un modo de entrar.

Segundos después, el parloteo de los púas resonaba en la ladera. Unos minutos más, unos minutos más y hallaré el Antídoto. Y aunque ignoraba qué resultaría de ello, sentía la efervescencia de la esquirla divina, su afán de cumplir la voluntad de Antiguo.

—¿Dónde está la flota de la Plaga, Ravna?

La respuesta llegó de inmediato. Ella había observado la batalla que se libraba abajo y el martillazo que se descargaba desde arriba.

—A cuarenta y ocho años-luz. —Un murmullo de conversación—. Han acelerado un poco. Entrarán en el sistema dentro de cuarenta y seis horas… Lo lamento, Pham.


Cripto: 0

Recepción: Nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Triskweline, unidades SjK

Origen aparente: Inteligencia de Arbitraje Sandor [No es la fuente habitual, pero está verificada por instalaciones intermedias. Es posible que la fuente sea una filial o una base alejada]

Asunto: ¿Nuestro mensaje final?

Distribución: Amenaza de la Plaga

Grupo de Intereses Analistas de Guerras

Dónde Están Ahora, Registro de Extinciones

Fecha: 72,78 días desde la caída de Arbitraje Sandor

Texto del mensaje:

Por lo que sabemos, la Plaga ha absorbido todas nuestras bases del Allá Alto. Por favor, ignorad los mensajes enviados por dichas bases. Hasta hace cuatro horas, nuestra organización abarcaba veinte civilizaciones en el Tope. Lo que ha quedado de nosotros no sabe qué decir ni qué hacer. Ahora las cosas son lentas, turbias y confusas: no estamos preparados para vivir tan abajo. Tenemos la intención de desbandarnos después de este mensaje. Para quienes puedan continuar, deseamos informar sobre lo que sucedió. El nuevo ataque fue abrupto. Nuestros últimos recuerdos de Arriba son la Plaga extendiéndose por doquier, sacrificando su seguridad inmediata para adquirir la mayor potencia de proceso posible. No sabemos si habíamos subestimado su poder, o si la Plaga está desesperada y ha corrido riesgos desesperados. Hace tres mil segundos sufríamos intensos ataques en las redes internas de nuestra organización. Ahora han cesado. ¿Momentáneamente? ¿O éste es el límite del ataque? Lo ignoramos, pero en caso de recibir nuevas noticias nuestras, sabréis que la Plaga nos domina. Adiós.


Cripto: 0

Recepción: nave FDB ad hoc

Senda lingüística: Óptima—»acquileron—»triskweline, unidades SjK

De: Sociedad Pro Investigaciones Racionales [Probablemente un sistema del Allá Medio, a 5.700 años-luz de Sjandra Kei]

Asunto: Amplitud de Miras

Frases clave: La Plaga, belleza de la naturaleza, oportunidades sin precedentes

Síntesis: La vida continúa

Distribución: Amenaza de la Plaga

Sociedad para la Gestión Racional de la Red

Grupo de Intereses Analistas de Guerras

Fecha: 72,80 días desde la caída de Sjandra Kei

Texto del mensaje:

Siempre es divertido ver gente que se cree el centro del universo. Tomemos como ejemplo la reciente propagación de la Plaga [siguen referencias para lectores que no están en dichas series ni grupos de noticias]. La Plaga constituye un cambio sin precedentes en una porción limitada del Tope del Allá, lejos de la mayoría de mis lectores. Sin duda es una catástrofe extrema para muchos, y por cierto los compadezco, aunque también me hace gracia que esta gente crea que su desastre es el final de todo. La vida continúa, amigos.

Al mismo tiempo, es evidente que muchos lectores no prestan la debida atención a estos acontecimientos, o que al menos no distinguen qué es lo significativo en ellos. Durante el último año hemos presenciado el aparente asesinato de varios Poderes y el establecimiento de un nuevo ecosistema en una parte del Allá Alto. Aunque son remotos, estos acontecimientos no tienen precedentes.

A menudo he afirmado que ésta es la Red de un Millón de Mentiras. Bien, gente, ahora tenemos la oportunidad de encarar las cosas mientras la verdad todavía es manifiesta. Con suerte podemos resolver algunos misterios fundamentales sobre las Zonas y los Poderes.

Exhorto a los lectores a observar los acontecimientos que se suceden debajo de la Plaga con la mayor cantidad de perspectivas posibles. Ante todo, debemos aprovechar el Relé que aún existe en Debley Inferior para coordinar observaciones sobre ambos lados de la región afectada por la Plaga. Esto será caro y tedioso, pues sólo dispondremos de bases en el Allá Medio y Bajo en la región afectada, pero valdrá sobradamente la pena.

Temas generales a tratar:

Naturaleza de las comunicaciones de Red de la Plaga: la criatura es en parte Poder y en parte Allá Alto, e infinitamente interesante.

Naturaleza de la reciente gran ola en el Allá Bajo, debajo de la Plaga: otro acontecimiento sin precedentes. Ahora es el momento de estudiarlo.

Naturaleza de la flota que ahora se aproxima a un lugar del Allá Bajo que está fuera de la Red; esta flota ha despertado gran interés entre Analistas de Guerras en las últimas semanas, pero principalmente por razones pueriles (a quién le importan Sjandra Kei y la Hegemonía Aprahanti: la política local es para los locales). La verdadera pregunta resulta obvia para cualquiera que no padezca lesiones cerebrales: ¿por qué la Plaga realiza tamaño esfuerzo tan lejos de su profundidad natural?

Si todavía quedan naves en las inmediaciones de la flota de la Plaga, las exhorto a mantenerse en contacto con Analistas de Guerras. En caso contrario, es preciso reembolsar a las civilizaciones locales el envío de rastros de ultraonda.

Todo esto es muy caro, pero merece la pena, es la observación de la época. Y el gasto no se prolongará por mucho tiempo. La flota de la Plaga pronto llegará a la estrella de su destino.

¿Se detendrá y se retirará? ¿O veremos cómo un Poder destruye los sistemas que se le oponen? De un modo u otro, es una oportunidad sin precedentes.

41

Ravna caminó hacia las manadas que la aguardaban en el campo. La densa humareda se había disipado, pero el olor aún impregnaba el aire. La ladera era una desolación carbonizada. Desde arriba, el castillo de Acero le había parecido el centro de un gran pezón negro, hectáreas de destrucción coronando la colina.

Los soldados le abrieron paso en silencio. Algunos echaban una mirada inquieta a la nave estelar que estaba posada a sus espaldas. Ravna caminó en silencio hacia los que esperaban. Resultaba perturbador verles ahí sentados, guardando una prudente distancia. Esto debía ser para ellos el equivalente de una atestada reunión de la plana mayor. Ravna avanzó hacia la manada del centro, la que estaba sentada sobre esteras sedosas. Intrincadas filigranas de madera colgaban del pescuezo de los adultos, pero algunos de ellos parecían enfermos. Y había dos cachorros sentados al frente.

Se adelantaron cuando Ravna cruzó el último tramo de terreno abierto.

—¿Tú eres Tallamadera? —preguntó.

Uno de los miembros contestó con una voz de mujer increíblemente humana:

—Sí, Ravna. Soy Tallamadera. Pero tú buscas a Errabundo. Está en el castillo, con los niños.

—Ah.

—Tenemos una carreta. Podemos llevarte allá de inmediato. —Uno de los miembros señaló un vehículo que subía por la ladera—. Pero podrías haber aterrizado mucho más cerca, ¿verdad?

Ravna meneó la cabeza.

—No. Ya no. —Era el mejor aterrizaje que ella y Tallo Verde habían podido lograr.

Todas las cabezas se volvieron hacia ella en un gesto coordinado.

—Pensé que llevabas mucha prisa. Errabundo dice que una flota de naves del espacio os persigue.

Ravna calló un instante. ¿Conque Pham les había hablado de la Plaga? Se alegró de que así fuera. Sacudió la cabeza, tratando de superar el aturdimiento.

—Sí, llevamos mucha prisa.

El dataset que llevaba en la muñeca estaba enlazado con la FDB. Su pequeña pantalla indicaba que la flota de la Plaga continuaba acercándose. Todas las cabezas se movieron, un gesto que Ravna no supo interpretar.

—Y desesperas. Me temo que te comprendo.

¿Cómo puedes comprender? Y en tal caso, ¿cómo puedes perdonarnos? Pero Ravna sólo dijo:

—Lo lamento.

Subieron a la carreta y marcharon por la ladera hacia las murallas del castillo. Ravna miró hacia atrás una vez. Colina abajo, la FDB parecía una mariposa moribunda. Las espinas de impulso se erguían cien metros en el aire con un resplandor verde, húmedo y metálico. El aterrizaje no había sido desastroso, porque el agrávido anulaba parte del peso de la nave, pero las espinas del lado de tierra estaban destrozadas. Más allá de la nave, la ladera descendía abruptamente hacia el agua y las islas. El sol bajaba hacia el oeste arrojando sombras desconcertantes en las islas y el castillo que se erguía allende el estrecho. Una escena de fantasía: castillos y naves estelares.

La pantalla del dataset contaba serenamente los segundos.

—Acero instaló bombas de pólvora en torno del domo.

Tallamadera irguió un par de hocicos. Ravna siguió el gesto. Los arcos evocaban una catedral de la Era de las Princesas, más que una construcción militar: mármol rosado desafiando el cielo. Y si todo se derrumbaba, sin duda destruiría la nave espacial aparcada debajo.

Tallamadera dijo que Pham estaba dentro. Cruzaron por unas habitaciones oscuras y frescas. Ravna vio hilera tras hilera de cajas de sueñofrío. ¿Cuántos estarán en condiciones de revivir? ¿Alguna vez lo averiguaremos? Las sombras eran profundas.

—¿Estás segura de que las tropas de Acero se han ido?

Tallamadera titubeó, mirando hacia varios lados. Hasta ahora, Ravna no lograba entender los gestos de la manada.

—Razonablemente segura. Cualquiera que se encuentre aún en el castillo tendría que estar oculto detrás de toneladas de piedra, pues de lo contrario mis cuadrillas de búsqueda le habrían encontrado. Más importante aún, tenemos lo que ha quedado de Acero. —La reina pareció comprender perfectamente la mirada inquisitiva de Ravna—. ¿No lo sabías? Parece que el señor Acero bajó aquí para detonar todas las bombas. Era un suicidio, pero esa manada siempre estuvo fuera de sus cabales. Alguien le detuvo. Había sangre por doquier. Dos de él han muerto. Hallamos el resto deambulando por allí, gimoteando… Quien haya vencido a Acero dirige esa rápida retirada. Alguien se empeña en evitar una confrontación. Tardará en regresar, aunque me temo que a la larga tendré que vérmelas con mi querido Reductor.

Dadas las circunstancias, Ravna sospechaba que ese problema nunca se presentaría. Su dataset indicaba que faltaban cuarenta y cinco horas para la llegada de la Plaga.

Jefri y Johanna estaban junto a la nave estelar, bajo el domo principal. Estaban sentados en la escalinata de la rampa de descenso, cogidos de la mano. Cuando se abrieron las anchas puertas y entró la carreta de Tallamadera, la muchacha se levantó y agitó la mano. Entonces vieron a Ravna. El niño se aproximó.

—¿Jefri Olsndot? —murmuró Ravna. Él adoptó una postura arrogante que parecía excesiva para un chiquillo de ocho años. El pobre Jefri había sufrido muchas pérdidas y había vivido mucho tiempo con muy poco. Ravna bajó de la carreta y caminó hacia él.

El niño salió de las sombras. Estaba rodeado por un grupo de cachorros. Uno de ellos le colgaba del hombro, los otros correteaban a su alrededor sin entorpecerle el paso. Jefri se detuvo a cierta distancia.

—¿Ravna? Ravna asintió.

—¿Puedes acercarte un poco más? La mente de la reina se oye demasiado cerca. —Era la voz del niño, pero no había movido los labios. Ravna recorrió los pocos metros que les separaban. Los cachorros y el niño avanzaron dubitativamente. De cerca, Ravna vio la ropa rasgada, los vendajes en los hombros, los codos y las rodillas. Jefri tenía la cara recién lavada, pero su pelo era un pegote. Jefri la miró solemnemente y alzó los brazos para abrazarla—. Gracias por venir —dijo con voz ahogada, pero sin llorar—. Sí, gracias, y gracias a Vaina Azul. —De nuevo, la voz procedía de la manada de cachorros que les rodeaba.

Johanna Olsndot se les había acercado. ¿Sólo tiene catorce años? Ravna le tendió una mano.

—Por lo que he oído, tú sola fuiste una fuerza de rescate.

—En efecto —dijo Tallamadera desde la carreta—, Johanna cambió nuestro mundo.

Ravna señaló la nave, el fulgor de la iluminación interior. —¿Pham está allí?

La muchacha iba a responder, pero los cachorros se le adelantaron. —Sí, está ahí. Él y Errabundo están dentro. Los cachorros se separaron y subieron la escalera. Uno se quedó atrás para arrastrar a Ravna. Ella les siguió acompañada por Jefri.

—¿Quién es esta manada? —preguntó Ravna, señalando los cachorros.

—Amdi, claro —respondió sorprendido el niño. —Lo lamento —dijeron los cachorros con la voz de Jefri—. He hablado tanto contigo que me olvido de que no lo sabes… —Un coro de modulaciones y acordes culminó en una risita humana. Ravna miró las movedizas cabezas y comprendió que el muy pícaro tenía plena conciencia de sus engaños. Un misterio quedaba resuelto.

—Mucho gusto en conocerte —dijo Ravna, enfadada y encantada al mismo tiempo—. Ahora…

—Exacto, ahora hay cosas más importantes. —La manada siguió subiendo la escalera. Amdi parecía oscilar entre una tristeza tímida y una actividad frenética—. No sé qué se proponen. Nos echaron en cuanto les señalamos el lugar.

Ravna siguió a la manada, acompañada por Jefri. No se oía nada. El interior del domo era como una tumba donde retumbaba el parloteo de las pocas manadas que lo custodiaban. Pero aquí, en la escalera, ni siquiera se oía ese sonido.

—¿Pham?

—Está allá arriba —dijo Johanna desde el pie de la escalera—. No sé si se encuentra bien. Después de la batalla tenía un aspecto extraño.

Tallamadera movió las cabezas como si intentara verles a través del resplandor de las luces.

—La acústica de esa nave es espantosa. ¿Cómo pueden soportarlo los humanos?

—Oh, no está tan mal —dijo Amdi—. Jefri y yo pasamos mucho tiempo allá. Yo me acostumbré. —Empujó la compuerta con dos cabezas—. No sé por qué Pham y Errabundo nos echaron. Podríamos habernos quedado en la otra estancia, sin molestar.

Ravna subió cuidadosamente entre los cachorros y golpeó el casco de metal. La compuerta no estaba cerrada herméticamente. Ahora oía el zumbido de la ventilación de la nave.

—Pham, ¿algún progreso?

Se oyó un susurro y un chasquido de zarpas. La compuerta se abrió. Una luz intensa y vibrante bañó la rampa. Asomó una cabeza canina. Ravna le vio el blanco en torno de los ojos. ¿Significaba algo?

—Hola —dijo el perro—. Mira, la situación es un poco tensa ahora. No creo que debas molestar a Pham.

Ravna metió la mano en la rendija.

—No estoy aquí para molestarle, pero entraré. —Cuánto hemos luchado por este momento. Cuántos millones han perecido a lo largo del camino. Y ahora un perro parlante me dice que la situación es un poco tensa.

Errabundo le miró la mano.

—De acuerdo.

Abrió la compuerta para dejarla entrar. Los cachorros quisieron meterse, pero retrocedieron ante la severa mirada de Errabundo. Ravna ni lo notó.

La «nave» era el compartimento de un carguero. Habían quitado el cargamento —las cajas de sueñofrío—, dejando el suelo liso, sembrado de accesorios.

Apenas reparó en ello porque otra cosa le llamó la atención: la luz que nacía de las paredes y se concentraba con un brillo cegador en el centro del compartimento. Su forma cambiaba sin cesar, y sus colores pasaban del rojo al violeta y al verde. Pham estaba sentado dentro de ella, con las piernas cruzadas. Tenía la mitad del cabello chamuscado. Le temblaban las manos y los brazos, y murmuraba en un idioma que Ravna no reconoció. La esquirla divina. Dos veces había sido la compañera del desastre. La locura de un Poder moribundo… y ahora era la única esperanza. Oh, Pham.

Ravna avanzó un paso, sintió unas mandíbulas que le apretaban la manga.

—Por favor, no debemos molestarle. —El que le aferraba el brazo era un perro grande, con cicatrices. El resto de la manada miraba a Pham. El perro grande la miraba fijamente y notó que Ravna se enfadaba—. Mira, tu Pham está en una especie de estado de fuga. Su personalidad normal fue reemplazada por programas.

¿Qué? Ese Errabundo dominaba la jerga, pero quizá no entendiera lo que decía. Pham debía de haberle hablado. Hizo un gesto tranquilizador.

—Sí, sí, entiendo.

Escrutó la luz. La forma cambiante, tan difícil de mirar, se parecía a los gráficos que se pueden generar en la mayoría de las pantallas, los croquis de espumas multidimensionales. Relucía en un purísimo tono monocromo, pero saltaba de color en color. La mayor parte de esa luz debía ser coherente: manchas de interferencia se arrastraban por todas las superficies sólidas. En ciertos lugares la interferencia subía de banda, con estrías oscuras y claras que se deslizaban por el casco mientras cambiaba el color.

Ravna se acercó despacio, fijando los ojos en Pham y en… el Antídoto. ¿Pues qué otra cosa podía ser? La viscosidad de las paredes, que ahora había crecido para reunirse con la esquirla divina. No eran simples datos, un mensaje a retransmitir. Era una máquina Trascendente. Ravna había leído sobre esas cosas, ingenios fabricados en el Trascenso, para ser usados en el fondo del Allá. No eran sentientes, no violaban las restricciones de las Zonas Inferiores, pero utilizaban la naturaleza del mejor modo posible para ejecutar los deseos de su constructor. ¿Su constructor? ¿La Plaga? ¿Un enemigo de la Plaga?

Se acercó más. La cosa penetraba en el pecho de Pham, pero no había sangre ni carne desgarrada. Parecía una holografía trucada, excepto que Pham temblaba al son de sus vibraciones. Los brazos fractales estaban sujetos por largos dientes que le escarbaban. Ravna jadeó, quiso llamarle. Pero Pham no se resistía. Parecía más esquirla divina que nunca, pero parecía en paz. La esperanza y el temor salieron de su escondrijo, la esperanza de que la esquirla divina pudiera hacer algo ante la Plaga; el temor de que Pham muriera en el proceso.

El artefacto giraba a menor velocidad. La luz pendía en el borde pálido del azul. Pham abrió los ojos, se volvió hacia ella.

—El mito de los escroditas es verdadero, Ravna —dijo con una voz distante donde flotaba la sombra de una carcajada—. Creo que los escroditas deberían saberlo. Lo aprendieron la última vez. Hay cosas que no gustan de la Plaga, cosas que mi Antiguo apenas intuyó…

¿Poderes más allá de los Poderes? Ravna se desplomó en el piso. La pantalla del dataset parpadeaba. Quedaban menos de cuarenta y cinco horas.

Pham le vio mirar la pantalla.

—Lo sé. Nada ha detenido a la flota. Aquí abajo es una cosa lamentable, pero tiene poder suficiente para destruir este mundo, este sistema solar. Y eso desea ahora la Plaga. Sabe que puedo destruirla… tal como fue destruida antes.

Errabundo se acercó, mirando con todos los ojos la espuma azul y al humano que había adentro.

—¿Cómo, Pham? —susurró Ravna.

Un silencio. Luego:

—La turbulencia zonal… eso era el Antídoto procurando actuar, pero sin coordinación. Ahora yo lo estoy guiando. He comenzado la ola a la inversa. Está absorbiendo fuentes energéticas locales. ¿No lo sientes?

¿Ola a la inversa? ¿De qué hablaba Pham? Miró de nuevo el dataset… y jadeó. La velocidad de la flota había saltado a veinte años-luz por hora, todo lo que podía esperarse en el Allá Medio. En vez de dos días de gracias, ahora quedaban apenas dos horas. Y la pantalla ya indicaba veinticinco años-luz por hora. Treinta.

Alguien golpeaba la compuerta.


Escrúpilo faltaba a sus deberes. Le correspondía supervisar el desplazamiento ladera arriba. Lo sabía y se sentía culpable, pero persistió en su falta. Como un adicto masticando hojas de krimo. Algunas cosas son demasiado deliciosas para abandonarlas.

Escrúpilo se rezagaba, llevando el dataset con cuidado entre sus miembros, de modo que las blandas orejas rosadas no se arrastraran por el suelo. En definitiva, cuidar del dataset era más importante que impartir órdenes a sus tropas. De todos modos, estaba a distancia suficiente como para dar consejos. Y sus lugartenientes eran más capaces que él para las tareas cotidianas.

Durante las últimas horas, los vientos costeros habían arrastrado las nubes de humo tierra adentro y el aire estaba limpio y salobre. De este lado de la colina, no todo estaba quemado. Incluso había algunas flores y semillas plumosas. Aleteaban pájaros en el aire que ascendía del valle marino y sus gorjeos eran una música feliz que parecía prometer que el mundo pronto sería igual que antes.

Escrúpilo sabía que aquello era imposible. Volvió todas las cabezas para mirar ladera abajo, hacia la nave estelar de Ravna Bergsndot. Calculó que esas espinas de impulso medirían cien metros de longitud. El casco medía más de ciento veinte. Se agazapó en torno del dataset y abrió la acolchada cara del Elefante. El dataset sabía mucho sobre naves espaciales. Esta nave no era de diseño humano, pero la forma era bastante común, según él sabía por sus lecturas previas. Veinte a treinta mil toneladas, equipada con flotadores antigravedad y motor más rápido que la luz. Todo muy común para el Allá… ¡Pero verla aquí, con los ojos de sus propios miembros! Escrúpilo no podía apartar los ojos de esa cosa. Tres de sus miembros trabajaban con el dataset mientras los otros dos miraban el casco verde e iridiscente. Los soldados y las carretas le resultaban intrascendentes. A pesar de su masa, la nave parecía reposar blandamente sobre la ladera. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que podamos construir algo semejante? Siglos sin ayuda externa, según sostenían las crónicas históricas del dataset. ¡Qué no daría por pasar un día a bordo!

Pero alguien más poderoso perseguía esa nave. Escrúpilo tiritó bajo el sol estival. A menudo había oído el relato de Errabundo sobre el primer aterrizaje y había visto el arma de rayos del humano. En el dataset había leído sobre bombas que destruían planetas y otras armas del Allá. Mientras trabajaba en los cañones de Tallamadera —las mejores armas que él podía fabricar— había soñado y se había maravillado, pero nunca había sentido la realidad de todo ello hasta ver la nave estelar flotando en el cielo. Ahora la sentía. Conque una flota de asesinos le pisaba los talones a Ravna Bergsndot. Tal vez las horas del mundo estuvieran contadas. Tecleó los caminos de búsqueda del dataset, buscando artículos sobre pilotaje en el espacio. Si sólo quedan horas, al menos aprende todo lo que puedas.

Así que Escrúpilo estaba absorto en los sonidos e imágenes del dataset. Tenía tres ventanas abiertas, cada cual con un aspecto de la experiencia de pilotaje.

Unos gritos resonaron en la ladera. Irguió una cabeza con irritación. No era una alarma, sólo una inquietud general. Qué extraño, el aire vespertino parecía agradablemente fresco. Miró hacia arriba con dos cabezas, pero no había resplandor.

—¡Escrúpilo! ¡Mira, mira!

Sus artilleros bailaban de pánico. Señalaban el cielo… el sol. Tapó la cara del dataset con las cubiertas rosadas, mientras miraba el sol protegiéndose los ojos. El sol aún estaba alto en el sur y su brillo era deslumbrante. Pero el aire seguía siendo fresco y los pájaros emitían los arrullos del atardecer. Y entonces comprendió que miraba directamente el disco del sol, que lo había mirado cinco segundos sin dolor ni lágrimas en los ojos. Y sin embargo no veía resplandor. Sintió un escalofrío.

La luz del sol se desvanecía. Veía puntos negros sobre la superficie. Manchas solares. Las había visto a menudo con los telescopios de Gramil. Pero para ello usaban gruesos filtros. Algo se interponía entre él y el sol, algo que sorbía la luz y el calor.

Las manadas gemían en la ladera. Era un sonido de temor que Escrúpilo jamás había oído en la batalla, el sonido de alguien que afrontaba un terror insondable.

El azul del cielo se desvaneció. De pronto el aire se enfrió como una noche profunda y oscura. La luz del sol era un fulgor gris, como una luna desleída. Escrúpilo tocó el suelo con los vientres. Algunos de sus miembros emitían un silbido gutural. Armas, armas. Pero el dataset nunca habló de esto.

Sólo las estrellas alumbraban la ladera.

—Pham, Pham, llegarán dentro de una hora. ¿Qué has hecho? —¿Un milagro, pero de maldad?

Pham Nuwen se mecía en el rutilante abrazo del Antídoto. Habló con voz casi normal, saliendo del trance.

—¿Qué he hecho? No demasiado. Y más que cualquier Poder.

Antiguo apenas llegó a intuirlo, Ravna. La cosa que trajeron los straumianos es el mito de los escroditas. Nosotros, yo, él… acabamos de empujar hacia atrás el límite zonal. Un cambio local, pero intenso. Ahora estamos en el equivalente del Allá Alto, tal vez en el Trascenso Bajo. Por eso la flota de la Plaga se desplaza con tanta rapidez. —Pero…

Errabundo regresó. Interrumpió los balbuceos de Ravna con una frase cortante.

—El sol acaba de apagarse.

Movió las cabezas en una expresión que Ravna no comprendió. —Eso es momentáneo —respondió Pham—. Algo tiene que impulsar esta maniobra.

—¿Por qué, Pham? —Aunque la victoria de la Plaga fuera segura, ¿por qué ayudarla?

El hombre perdió toda expresión y Pham Nuwen se diluyó detrás de los programas que funcionaban en su mente.

—Estoy… enfocando el Antídoto. Ahora veo qué es el Antídoto… Fue diseñado por algo que está allende los Poderes. Tal vez haya Gente de las Nubes, tal vez esto sea una señal para ellos. O quizás esto es como una picadura de insecto, algo que causará una reacción mucho más grande. El Fondo del Allá acaba de retroceder como la línea de agua ante una ola gigante. —El Antídoto irradió un resplandor rojizo, abrazando a Pham con más fuerza—. Y ahora que hemos saltado a una zona decente… pueden suceder las cosas. Oh, el fantasma de Antiguo está contento, casi valió la pena morir con tal de ver allende los Poderes.

Los informes del dataset parpadeaban en la muñeca de Ravna. La Plaga se aproximaba a creciente velocidad. —Cinco minutos, Pham. Aunque todavía estaban a treinta años-luz. Una risa.

—Oh, la Plaga también lo sabe. Esto es lo que siempre temió. Esto es lo que mató a la Plaga hace millones de años. Ahora se apresura, pero es demasiado tarde. —El fulgor aumentó, la máscara de luz que envolvía el rostro de Pham se distendió—. Algo… muy… lejano… me ha oído, Ravna. Está viniendo.

—¿Qué? ¿Qué cosa está viniendo?

—La ola. Tan grande… la que chocó contra nosotros parecería una pequeña onda en comparación. Es la ola en quien nadie cree, porque no quedó nadie para registrarla. El Fondo volará más allá de la flota.

Súbita comprensión. Súbita esperanza.

—Y quedará atrapada allá, ¿verdad?

Conque Kjet Svensndot no había luchado en vano y el consejo de Pham no había sido descabellado: ahora no quedaba un solo estatocolector en la flota de la Plaga.

—Sí. Están a treinta años-luz. Liquidamos a todas las naves que pueden ganar velocidad. Tardarán mil años en llegar aquí… —El artefacto se contrajo abruptamente, y Pham gimió—. No queda mucho tiempo. Estamos en recesión máxima. Cuando llegue la ola… —Un nuevo jadeo de dolor—. ¡Puedo verla! Por los Poderes, Ravna, tendrá gran altura y durará mucho tiempo.

—¿Cuánta altura, Pham? —murmuró Ravna. Pensó en todas las civilizaciones de arriba. Estaban las Mariposas, y los traidores que habían respaldado el pogrom en Sjandra Kei… Y había billones que vivían en paz y procuraban elevarse a las alturas.

—¿Mil años-luz? ¿Diez mil? No estoy seguro. Los fantasmas del Antídoto… Arne y Sjana pensaban que se elevaría tanto que se incrustaría en el Trascenso, enquistaría a la Plaga donde está… Eso debe ser lo que ocurrió antes.

¿Arne y Sjana?

Las contorsiones del Antídoto habían cesado. Su luz parpadeó. Fulgor y apagón, fulgor y apagón. Ravna oyó el jadeo de Pham. Antídoto, un salvador que mataría un millón de civilizaciones. Y que mataba al hombre que lo había activado.

Casi sin pensar, se lanzó hacia Pham, pero se topó con navajas y cuchillos que le lastimaron los brazos.

Pham la miraba. Intentaba decir algo más. La luz se apagó por última vez. De la oscuridad circundante brotaron un siseo y un olor creciente y amargo que Ravna jamás olvidaría.

Para Pham Nuwen no hubo dolor. Los últimos minutos de su vida superaban toda descripción que se pudiera realizar en la Lentitud o aun en el Allá.

Salvo con metáforas o símiles. Era como si Pham estuviera con Antiguo en una vasta playa desierta. Ravna y los púas eran criaturas diminutas a sus pies. Los planetas y estrellas eran los granos de arena. Y el mar se había retirado brevemente, dejando que el resplandor del pensamiento llegara donde antes reinaba la oscuridad. La Trascendencia sería breve. En el horizonte, el mar replegado crecía, una oscura muralla más alta que cualquier montaña, regresando hacia ellos. Él miraba esa cosa gigantesca. Ni Pham, ni la esquirla divina, ni Antídoto sobrevivirían a ese embate, ni siquiera por separado. Habían activado una catástrofe impensable: una vasta sección de la galaxia se despeñaba en la Lentitud para quedar sepultada a igual hondura que la Vieja Tierra.

Arne, Sjana, los straumianos y Antiguo estaban vengados… y el Antídoto estaba completo.

¿Y Pham Nuwen? Una herramienta fabricada, usada y desechada. Un hombre que nunca existió.

La ola le alcanzó, le cubrió. Desde la luz Trascendente. Afuera, el sol del mundo de los púas volvería a brillar, pero dentro de la mente de Pham todo se cerraba, los sentidos se replegaban hacia aquello que los ojos no pueden ver y los oídos no pueden oír. Antídoto se deslizaba hacia la nulidad, habiendo cumplido su misión sin haber tenido un solo pensamiento consciente. El fantasma de Antiguo perduró un poco más, acurrucándose y retirándose mientras menguaba el potencial del pensamiento. Pero dejó que la conciencia de Pham aflorase. Por una vez no le apartó. Por una vez fue gentil, rozando la superficie de la mente de Pham como un humano acariciaría a un perro leal.

Aunque eres más bien un lobo valiente, Pham Nuwen. Sólo faltaban segundos para que quedaran sumergidos en las profundidades donde los cuerpos fusionados de Antídoto y Pham Nuwen morirían para siempre y todo pensamiento cesaría. Los recuerdos se desplazaron. El fantasma de Antiguo se hizo a un lado, revelando certezas que había ocultado hasta ahora. Sí, te construí a partir de varios cuerpos que hallé en el cementerio de chatarra de Relé. Pero había una sola mente y un solo conjunto de recuerdos que podía revivir. Un lobo fuerte y valiente… tan fuerte que nunca pude controlarte sin primero sumirte en la duda…

En alguna parte se apartaron barreras, el fallo final del control de Antiguo… o el regalo final. Pero al margen de lo que dijera el fantasma, Pham Nuwen vislumbraba una verdad innegable.

Canberra, Cindi, los siglos de viaje con el Qeng Ho, el vuelo final del Ganso Silvestre. Todo era real.

Miró a Ravna. Ella había hecho tanto. Había aguantado tantas cosas. Y aun sin creer, había amado. Está bien, está bien. Trató de tocarla, de hablarle. Oh, Ravna, soy real.

Entonces le aplastó el peso de la marejada, y no supo nada más.

Más golpes en la puerta. Errabundo fue a abrir. Entró una rendija de luz. Ravna oyó la aguda voz de Jefri.

—¡El sol ha vuelto! ¡El sol ha vuelto! Eh, ¿por qué está tan oscuro aquí?

—El artefacto —respondió Errabundo—, la cosa a la cual ayudaba Pham… su luz se ha apagado.

—¿Qué? ¿Habéis apagado las luces principales? —La compuerta se abrió y la cabeza del niño, junto con la de varios cachorros, se recortó contra la luz de las antorchas. Entró seguido por la muchacha—. El control está aquí… ¿veis?

Y una luz tenue y blanca brilló sobre las paredes curvas. Todo era común y humano, excepto… Jefri se quedó tieso, los ojos desencajados, la mano en la boca. Se volvió para abrazar a su hermana.

—¿Qué es? ¿Qué es? —chilló.

Ravna deseó no poder ver. Cayó de rodillas.

—¿Pham? —musitó, sabiendo que no habría respuesta. Lo que quedaba de Pham Nuwen yacía en medio del Antídoto. El artefacto ya no resplandecía. Sus tortuosos límites eran romos y oscuros. Parecía madera podrida, pero una madera que abrazaba y empalaba al hombre. No había sangre ni quemaduras. Donde el artefacto perforaba a Pham, había una mancha cenicienta, y la carne y la cosa parecían fusionarse.

Errabundo la rodeaba y sus hocicos rozaban esa forma yerta. El olor amargo aún impregnaba el aire. Era el olor de la muerte, pero no la mera putrefacción de la carne. Lo que había muerto allí era carne y algo más.

Ravna miró el dataset. La pantalla sólo mostraba líneas alfanuméricas. No se detectaban ultraimpulsos. El control de estado de la FDB indicaba problemas con el control de actitud. Estaban en las honduras de la Zona Lenta, adonde no podía llegar ninguna ayuda, adonde no podía llegar la flota de la Plaga. Miró el rostro de Pham.

—Lo lograste, Pham. Lo lograste de veras —murmuró.

Las nervaduras del Antídoto ahora eran frágiles y quebradizas. El cuerpo de Pham Nuwen formaba parte de ello. ¿Cómo romper esas nervaduras sin romper…? Errabundo y Johanna sacaron a Ravna del compartimento. Ella no recordaría los siguientes minutos, cuando ellos sacaron el cuerpo. Vaina Azul y Pham, ambos perdidos.

La dejaron al cabo de un rato. No era por falta de compasión, sino por exceso de desastres, imprevistos y emergencias. Estaban los heridos. Estaba la posibilidad de un contraataque. Reinaba gran confusión y una desesperada necesidad de orden. Ella apenas reparó en todo ello. Estaba al final de una carrera desesperada y había agotado todas sus energías.

Ravna pasó gran parte de la tarde junto a la rampa, tan ensimismada que no podía pensar, oyendo apenas el cantar marino que Tallo Verde entonaba por el dataset. Al final comprendió que no estaba sola. Además del consuelo de Tallo Verde, contaba con el niño. Estaba sentado junto a ella, y en torno estaban los cachorros, todos en silencio.

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