¿Cómo explicarlo? ¿Cómo describirlo? Incluso un punto de vista omnisciente titubea. Una estrella rojiza y opaca. Un puñado de asteroides y un planeta solitario, más parecido a una luna. En esta era la estrella pendía cerca del plano galáctico, más allá del Allá. Las estructuras de la superficie lejos de ser visibles habían quedado pulverizadas, transformándose en regolito con el correr de los milenios. El tesoro estaba profundamente enterrado bajo una red de pasadizos, en una sala llena de negrura. Información intacta en densidad cuántica. Debían de haber transcurrido cinco mil millones de años desde que las redes perdieron el archivo.

La maldición de la momia, una cómica imagen de la remotísima prehistoria de la humanidad. Rieron al mencionarla, rieron de alegría al descubrir el tesoro, pero aun así decidieron ser cautos. La expedición de Straum viviría allí entre uno y cinco años: programadores arqueólogos, con sus familias y escuelas. Entre uno y cinco años bastarían para confeccionar los protocolos, iniciar las investigaciones, situar el origen del tesoro en el tiempo y el espacio, aprender un par de secretos que enriquecerían al reino de Straumli. Y cuando hubieran terminado, venderían el emplazamiento: quizá construyeran una conexión a la red (aunque esto era más arriesgado; estaban mas allá del Allá, y nunca se sabía qué Poder podía adueñarse de lo que habían encontrado).

Fundaron una pequeña colonia en la superficie y la llamaron Laboratorio Alto. Eran sólo humanos jugando con una vieja biblioteca. Debería ser segura si utilizaban su propia automatización, limpia y benigna. Esta biblioteca no era una criatura viviente, ni siquiera estaba automatizada (lo cual aquí habría significado algo mucho más que humano). Mirarían, escogerían, seleccionarían y se cuidarían de no quemarse. Humanos encendiendo fuegos y jugando con las llamas.

El archivo informó a la automatización. Se construyeron estructuras de datos, se elaboraron fórmulas. Se construyó una red local, más rápida que cualquier red de Straum, pero bien segura. Se añadieron módulos, se modificaron con otras fórmulas. El archivo era un entorno amigable, con claves jerárquicas de traducción que guiaban a los investigadores. Haría famoso a Straum.

Pasaron seis meses. Un año.

El punto de vista omnisciente. Pero no autoconsciente. A veces se exagera la importancia de la autoconciencia. La mayoría de las automatizaciones operan mucho mejor como parte de una totalidad y, aunque posean una capacidad equivalente a la humana, no necesitan autoconocerse.

Pero la red local del Laboratorio Alto había trascendido casi sin que los humanos lo advirtieran. Los procesos que circulaban por sus nodos eran mucho más complejos que cualquier cosa que pudiera vivir en los ordenadores que habían llevado los humanos. Esos débiles dispositivos ahora eran meras terminaciones de los dispositivos que sugerían las fórmulas. Los procesos tenían potencial para la autoconsciencia, y a veces la necesitaban.

—No deberíamos.

—¿Hablar así?

—No deberíamos hablar siquiera.

El enlace que les unía era un hilillo que apenas superaba el angosto vínculo que conecta a un humano con otro. Pero les permitía escapar de la estructura de la red local, y les impuso una conciencia aparte. Vagaban de nodo en nodo, miraban desde cámaras montadas en la pista de aterrizaje. Allí sólo descansaban una fragata armada y un contenedor vacío. Habían pasado seis meses desde el reabastecimiento. Una medida de seguridad sugerida por el archivo, un ardid para activar la Trampa. Rápido, rápido. Somos animales salvajes. La estructura, el Poder que pronto será, no debe vernos. En algunos nodos empequeñecieron y casi recordaron la humanidad, se tornaron ecos…

—Pobres humanos, todos morirán.

—Pobres de nosotros, que no moriremos.

—Creo que sospechan. Sjana y Arne, al menos.

En otro tiempo éramos copias de esos dos. En esa época, hace sólo semanas, cuando los arqueólogos iniciaron los programas ego.

—Claro que sospechan. Pero ¿qué pueden hacer? Han despertado una vieja maldad. Mientras se prepara, les transmitirá mentiras, en cada cámara, en cada mensaje del exterior.

El pensamiento cesó un instante cuando una sombra atravesó los nodos que utilizaban. La estructura ya superaba cualquier cosa humana, superaba cualquier cosa que los humanos pudieran imaginar. Incluso esa sombra era más que humana, un dios en busca de animales salvajes que pudieran molestarlo.

Después los fantasmas regresaron y echaron un vistazo al patio de la escuela subterránea. Los humanos, tan confiados, habían construido una pequeña aldea.

—Aun así —dijo el esperanzado, el que siempre buscaba las salidas más descabelladas—, no deberíamos. El mal tendría que habernos encontrado tiempo atrás.

—El mal es joven. Apenas tiene tres días.

—Aun así. Existimos. Eso demuestra algo. Los humanos hallaron algo más que un gran mal en este archivo.

—Tal vez hallaron dos.

—O un antídoto. —Era indudable que la estructura pasaba por alto algunas cosas e interpretaba mal otras.

—Mientras dure nuestra existencia debemos hacer todo lo posible. —El fantasma se extendió por varias estaciones de trabajo y mostró a su compañero un viejo túnel, lejos de los artefactos humanos. Durante cinco mil millones de años había estado abandonado, sin aire y sin luz. Había dos humanos en la oscuridad tocándose los cascos.

—¿Ves?, Sjana y Arne conspiran. También nosotros podemos hacerlo.

El otro no respondió con palabras. Abatimiento. Es decir, los humanos conspiraban, ocultándose en la oscuridad, creyendo que nadie les observaba. Pero la estructura captaba todos sus cuchicheos, pues incluso el polvo transmitía las vibraciones…

—Lo sé, lo sé. Sin embargo tú y yo existimos, y eso debería ser imposible también. Tal vez todos juntos podamos lograr que una imposibilidad aún mayor cobre existencia. Tal vez podamos lastimar el mal que acaba de nacer aquí.


Un deseo y una decisión. Ambos desperdigaron su consciencia en la red local, se mimetizaron con la consciencia local. Y al fin hubo un plan, una estratagema, pero sólo serviría si podían comunicarse con el exterior. ¿Quedaba tiempo?

Transcurrieron los días. Para el mal que crecía en las nuevas máquinas, cada hora era más larga que todo el tiempo anterior. El neonato estaba a menos de una hora de su gran floración, su propagación por el espacio interestelar.

Pronto eliminaría a los humanos. Ya constituían una molestia, aunque divertida. Algunos hasta pensaban en escapar. Habían pasado días poniendo a sus niños en sueño frío y embarcándoles en el carguero. «Preparativos para partida normal», era como describían la maniobra en sus programas. Habían pasado días reabasteciendo la nave, amparándose en mentiras transparentes. Algunos humanos comprendían que esa cosa que habían despertado podía representar el fin para ellos, el fin del reino de Straumli. Había antecedentes de esos desastres, historias de especies que habían jugado con fuego y se habían quemado.

Ninguno sospechaba la verdad. Ninguno sospechaba el honor que había recaído sobre ellos: el de haber alterado el futuro de mil millones de sistemas estelares.

Las horas se tornaron minutos, los minutos segundos. Y ahora cada segundo era tan largo como todo el tiempo transcurrido antes. La floración estaba muy cerca. Recobraría el dominio de cinco mil millones de años atrás, y esta vez lo conservaría. Sólo faltaba una cosa, y no guardaba la menor relación con los planes de los humanos. En el archivo, enterrado en las fórmulas, tenía que haber algo más. En miles de millones de años, algo podía perderse. El neonato sintió sus poderes de antaño, su potencial, pero faltaba algo, algo que había aprendido en su caída, o algo que habían dejado sus enemigos (si los había).

Largos segundos sondeando archivos. Había lagunas, controles dañados. Parte del daño se debía al transcurso del tiempo.

Afuera, el carguero y la fragata abandonaban la pista de aterrizaje, elevándose con su silencioso mecanismo agrávido sobre las grises planicies, sobre ruinas de cinco mil millones de años. Casi la mitad de los humanos iban a bordo de esas naves. Un intento de fuga, cuidadosamente ocultado. Hasta ahora les había dejado hacer; todavía no era momento para la floración y los humanos aún le serían útiles.

Por debajo del nivel de suprema consciencia, su propensión a la paranoia le forzó a recorrer de forma desenfrenada las bases de datos de los humanos. Comprobándolas, sólo para estar seguro. Sólo para estar seguro. La red local de mayor antigüedad de los humanos usaba conexiones a la velocidad de la luz. Se emplearon (malgastaron) miles de microsegundos dando saltos por ella, dejando a un lado las trivialidades… para finalmente encontrar un dato increíble:

Inventario: recipiente de datos cuánticos, cantidad (1), ¡y se había cargado en la fragata cien horas antes!

Y toda la atención del recién nacido se centró en las naves que huían. Microbios, repentinamente letales. ¿Cómo ha podido suceder? De repente, hubo un salto de un millón de programas. Ya quedaba fuera de cuestión un florecimiento ordenado de modo que ya no necesitaba tampoco a los humanos que todavía quedaban en el laboratorio.

El cambio fue pequeño en relación a su importancia cósmica. Para los humanos que permanecían allí fue un momento de horror, los ojos fijos en sus pantallas, en el que se dieron cuenta de que sus peores temores se habían convertido en realidad (aunque no hasta qué punto era terrible esa realidad).

Cinco segundos, diez segundos, representaron muchos más cambios que diez mil años luz de civilización de los humanos. Construcciones de un billón de trillones, su molde surgiendo de cada pared, reconstruyendo todo aquello que hubiera sido ligeramente suprahumano. Era tan potente como si hubiera sido el florecimiento planeado, aunque no tan perfecto.

Y no tenía que perder de vista la razón de su prisa: la fragata. Había cambiado a impulsión por cohetes, distanciándose en un instante del lento carguero. De algún modo, aquellos microbios sabían que estaban rescatando mucho más que a ellos mismos. La nave de guerra llevaba incorporados los ordenadores más avanzados que sus minúsculas mentes pudieron fabricar, pero aún faltaban otros tres segundos antes de que pudiera hacer su primer salto de ultraimpulso. El nuevo Poder no disponía de más armas sobre el terreno que un láser normal, que no podría ni fundir el acero a la distancia que estaba la fragata. No importaba, el láser estaba apuntado, ajustado sobre el receptor de cola de la fragata de guerra. No hubo respuesta. Los humanos sabían lo que conllevaba la comunicación. La luz del láser bailó aquí y allá sobre el casco, iluminando una superficie lisa y unos sensores inactivos, resbalando sobre las espinas de ultraimpulso de la fragata. Buscando, tanteando. El Poder nunca se preocupó de sabotear el casco exterior, pero no representaba un problema. Hasta aquella tosca máquina tenía miles de sensores robot repartidos por su superficie, informando sobre su estado y un posible peligro, usando programas de utilidades. La mayoría de los programas no funcionaban y la fragata casi se desplazaba a ciegas. Quizá creían que estarían a salvo siempre y cuando no miraran. Un segundo más y la fragata alcanzaría la seguridad interestelar. El láser caracoleó sobre un sensor de averías, un sensor que informó sobre cambios críticos en uno de los ultraimpulsores principales. Era suicida ignorar esa interrupción antes de un salto estelar. Interrupción aceptada. El nódulo de interrupciones se activó, buscando, recibió más luz láser: una entrada furtiva en el código de la fragata, instalado cuando el neonato había subvertido el equipo de tierra de los humanos…

… y el Poder subió a bordo, disponiendo de varios milisegundos. Sus agentes —ni siquiera había equivalencia humana en este primitivo equipo—, recorrieron las automatizaciones de la nave, apagándolas, abortando sus operaciones. No habría salto. Las cámaras del puente de la fragata mostraron ojos sorprendidos, el comienzo de un grito. Los humanos lo supieron, en la medida en que el horror puede vivir una fracción de segundo.

No habría salto. Pero el ultraimpulsor ya estaba encendido. Intentaría un salto, pero sin control automático estaba condenado al fracaso. Menos de cinco milisegundos para la descarga, un borbotón mecánico que ningún programa podía controlar. Los agentes del neonato volaron por doquier en los ordenadores de la nave, intentando en vano desconectar el equipo. A un segundo-luz de distancia, bajo las grises ruinas del Laboratorio Alto, el Poder sólo podía observar. La fragata sería destruida.

Tan despacio y tan rápido. Una fracción de segundo. El fuego se expandió desde el corazón de la fragata, engullendo tanto el peligro como cualquier posibilidad.

A doscientos mil kilómetros de distancia, el torpe carguero efectuó su salto de ultraimpulso y se perdió de vista. El neonato apenas reparó en ello. Conque habían escapado algunos humanos; que el universo les diera una buena acogida.

En los segundos siguientes, el neonato sintió… ¿emociones? Cosas que eran más, y menos, de lo que podía sentir un humano. Probemos con emociones:

Euforia. El neonato sabía que sobreviviría.

Horror. Una vez más había estado a punto de morir.

Frustración. Tal vez la más fuerte, la más parecida a su eco humano. Algo importante había muerto con la fragata, algo de su archivo. Extrajo recuerdos del contexto, los reconstruyó. Lo que se había perdido quizá le hubiera dado más poder, pero quizá fuera un veneno mortal. A fin de cuentas, este poder había vivido antes, había sido anulado. Tal vez la razón de ello fuera lo que se había perdido.

Duda. El neonato no debió dejarse engañar así. Y por meros humanos. El neonato, presa de un pánico convulsivo, se inspeccionó. Sí, había puntos ciegos, instalados cuidadosamente desde el principio y no por los humanos. Dos habían nacido aquí. Él mismo y el veneno, el motivo de su caída de antaño. El neonato se inspeccionó más que nunca, sabiendo qué buscar. Destruyendo, purificando, verificando, buscando copias del veneno, destruyendo una vez más.

Alivio. La derrota había estado cerca, pero ahora…

Pasaron minutos y horas, el vasto período necesario para la construcción física: sistemas de comunicaciones, transporte. El nuevo Poder cambió de humor, se aplacó. Un humano habría definido ese sentimiento como «exaltación» o «ansiedad», pero «hambre» sería más apropiado. ¿Qué más se necesita cuando no hay enemigos?

El neonato escrutó las estrellas, planificando. Esta vez será diferente.

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