TERCERA PARTE

Queda otro acto. Supongo que ya imaginan de qué trata.

THORNTON WILDER, Our Town.

42

Nadie tiene noticias del Titanic desde hace dos horas.

Cablegrama del La Provence al Celtic


Esa noche Richard volvió a su laboratorio, aunque trabajar era imposible, impensable: la policía había dicho que tal vez necesitaran una declaración suya, y además no se le ocurría ningún otro sitio al que ir. Urgencias fue acordonada, y todos los pacientes fueron desviados al Swedish y al St. Luke’s, y el vestíbulo de los médicos y los pasillos y la cafetería estaban llenos de gente preguntándole: “¿Cómo lo llevas?” y “¿Dónde demonios estaban los guardias de seguridad? Llevo tres años diciendo que Urgencias era una bomba en potencia. ¿Por qué no tenían un detector de metales?” y “¿Han determinado la causa de la muerte?”. Todas eran preguntas que él no tenía ni idea de cómo responder.

Ha muerto ahogada, quiso decirles. Se hundió con el Titanic.

En un momento dado (¿la primera noche?, ¿al día siguiente?), bajó al depósito de cadáveres.

—¡Oh! vaya, lo siento —dijo el auxiliar, avergonzado—. Se la llevaron a la universidad.

—“Para la autopsia”, pensó Richard. Cuando había un crimen por medio, no la hacían en el Mercy General. Enviaban el cadáver al patólogo ¡órense del hospital universitario.

—Tal vez, podría usted… —empezó a decir el auxiliar. “Ir allí”, pensó Richard, pero el auxiliar no terminó la frase, y Richard supo que lamentaba haber hablado, que estaba pensando en la incisión en forma de Y el pecho, las costillas y el esternón extraídos, el corazón pesado, diseccionado. El corazón de Joanna.

—No importa —dijo Richard—. Sólo quería…

¿Quería qué? Convencerse a sí mismo de que estaba a salvo allí, envuelta en una bolsa de plástico dentro de un cajón metálico, a salvo y muerta. En vez de estar todavía en el Titanic, aferrándose a la barandilla de la cubierta inclinada, esperando hundirse.

—¿Por qué no se va para casa e intenta dormir un poco, doctor Wright? —dijo el auxiliar amablemente, y Richard asintió y se dio la vuelta, y luego se quedó allí de pie estúpidamente, mirando la pared.

—¿Cómo se sale de aquí? —preguntó por fin. —Siga por este pasillo y luego gire a la derecha —lo instruyó el auxiliar, señalando, y fue como si le clavaran un cuchillo. “Sigue por ese pasillo. Luego hay una escalera. Subes las escaleras hasta la séptima y cruzas el pasillo elevado hasta Cirugía. Joanna, señalando. “Hay un pasillo a la derecha. Lo sigues hasta los ascensores y eso te llevará a Personal.” El, incrédulo: “¿No hay un atajo?” Joanna, riendo: “Ese es el atajo.”

El auxiliar lo había tomado del brazo.

—Espere, le acompaño —dijo. Lo condujo hasta la primera planta, sosteniéndole el brazo como si fuera una anciana, por el pasillo hasta la escalera y el vestíbulo.

Y debía de ser de día, porque el señor Wojakowski estaba allí, esperando el ascensor, el rostro pecoso sonriente.

— Buenos días, Doc —dijo, acercándose a él—. Dígame, ¿llegó a encontrarlo Joanna Lander?

Junto a él, el auxiliar jadeó, y su tenaza sobre el brazo de Richard se tenso, pero el señor Wojakowski, ajeno, continuó:

— La vi en Medicina interna —dijo—, y estaba… Miró al auxiliar y luego a Richard.

—Oiga, Doc, ¿está usted bien?

El auxiliar lo apartó a un lado, susurrando, y Richard vio cómo su cara empalidecía, bruscamente envejecida, las pecas destacando sobre la piel.

— Demonios, si lo hubiera sabido, no habría… ¿Cómo ocurrió? El auxiliar susurró algo más y el ascensor se abrió, vacío. Richard se lo quedó mirando.

—Quiero decirle que no tenía ni idea… —dijo el señor Wojakowski, mirando ansiosamente en dirección de Richard.

—Ahora no— dijo el auxiliar, y lo condujo por el brazo hasta el ascensor, y se quedo allí como un portero, los brazos cruzados, hasta que se cerro.

Volvió con Richard.

— ¿Se encuentra bien, doctor Wright? —dijo, tomando de nuevo posesión del brazo de Richard—. ¿Quiere que llame a alguien?

“Sí —pensó Richard—. Al Carpathia. Al Californian. Pero su telégrafo está desconectado. El capitán se ha ido a la cama.”

—¿A su novia? ¿A alguien con quien trabaja? ¿A un amigo?

— No.

—Bueno, creo que no es buena idea que se ponga usted al volante ahora mismo. ¿Hay algún sitio donde pueda acostarse?

—Sí —dijo Richard, y volvió al laboratorio. Durmió en el suelo, envuelto en la manta con la que había arropado a Amelia Tanaka, a Joanna, con el busca al lado, encendido, como si no fuera demasiado tarde, como si lo que había ocurrido fuese de algún modo reversible.

Se preguntó si el operador del Californian había hecho eso, permanecido incansable junto a la clave, los auriculares puestos, escuchando otros mensajes, esperando una segunda oportunidad. O si, después de dos días, había acabado por desconectar, como había hecho él, incapaz de soportar las preguntas, las condolencias.

El residente que había intentado salvar a Joanna llamó, y tres periodistas, y Tish.

—He decidido volver a planta —dijo—. A la luz de todo lo que ha ocurrido… he cursado una solicitud formal. Necesitaré su firma. “A la luz de todo lo que ha ocurrido.”

— Con mucho gusto le enseñaré los procedimientos a mi sustituía, naturalmente. —Vaciló—. No le he dicho a nadie… No quiero que tenga problemas con el hospital por someterse así a la prueba. No querría que perdiera su beca y sé que reaccionó por pánico y no era responsable de lo que hacía…

“Responsable. Dejé a Joanna en el Titanic —pensó—. Dejé que Joanna se ahogara.”

—¿Doctor Wright? —estaba diciendo Tish—. ¿Sigue usted ahí?

—Sí.

— Creo que sería buena idea que hablara con alguien. Hay una doctora muy buena en el personal. La doctora Ainsworth. Es psiquiatra y está especializada en casos como este.

“¿Cómo qué? —se preguntó él—. ¿Casos de abandono? ¿De traición?” Pensó en Tish a su lado, las lágrimas corriéndole por las mejillas maquilladas.

— Lamento haberte asustado —le dijo al teléfono.

— Lo se —respondió ella, y su voz tembló—. No pude recuperarlo de su… Su voz se quebró—. Creí que estaba muerto.

— Tish-dijo él, pero ella se había recuperado.

—La extensión de la doctora Ainsworth es la 308 —dijo con firmeza— Especializada en desórdenes por estrés traumático. Creo que debería llamarla.

Richard aguantó dos días con el busca encendido. Llamó Carla de Oncología, para hablarle de un libro maravilloso titulado Tratar con la tragedia en el puesto de trabajo y la doctora Ainsworth, y un agente de policía.

—Necesito hacerle algunas preguntas —dijo— Para el informe. ¿Estaba usted presente cuando ocurrió el incidente?

— No —contestó Richard— No estaba allí.

Estaba en las oficinas de White Star en Nueva York, demasiado estúpido para advertir la diferencia entre un edificio de oficinas y un barco, demasiado tarde para servir de ayuda.”

—Oh, lo siento —contestó el policía— Me habían dicho que fue usted testigo del crimen.

—No.

El policía colgó y Richard desconectó el teléfono. Y apagó el busca. Pero eso sólo empeoró las cosas. Cuando no pudieron localizarlo por teléfono, fueron a verlo. Eileen de Medicina interna, para traerle un libro maravilloso, El libro de la ayuda curativa. Y Maureen de Radiología, con Nuevos pasos para recuperarse de la tragedia personal, y la doctora Jamison traía un libro. ¿La guía del luto para los idiotas?, se pregunto Richard, pero era una revista medica.

Es el estudio del que te hablé —dijo— He descubierto que estar en el trabajo es la mejor manera de superar una pérdida.

—Trató de entregarle la revista — Es el artículo de Barstow y Skal. Es todo un estudio de las endorfinas aspartáticas, y la teta-asparcina…

Su proyecto ha sido cancelado.

Su rostro se volvió enloquecedoramente compasivo.

— Entiendo cómo te sientes, pero dentro de una semana o dos…

Dejó la revista sobre la mesa. Richard cerró la puerta cuando salió hacia Ginecología, llamó tímidamente y luego abrió la puerta como si él fuera uno de sus pacientes, y el residente que estaba de guardia en Urgencias ni siquiera llamó.

—Creí que querría saber los resultados de la autopsia.

Y Richard se preguntó durante un largo y terrible momento si iba a decir: “Encontraron agua en sus pulmones.”

La causa de la muerte fue hemorragia aguda que produjo un shock hipovolémico —dijo el residente—. Fue mala suene que el cuchillo alcanzara la aorta. Noventa y nueve de cada cien veces el cuchillo habría golpeado una costilla, o, como mucho, perforado un pulmón. Para que luego digan lo de estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno. Agitó una hoja.

—Se desangró en menos de dos minutos. No había nada que hubiera podido hacerse.

“Podría haber tenido encendido mi busca —pensó Richard—. Podría haberme sometido a la prueba dos minutos antes. A tiempo para llegar al Titanic ”

—También tenemos los resultados de Calinga.

¿Calinga? Debía de ser el adolescente. Nunca había oído su nombre.

—Suficiente picara para matar a un elefante. —El residente sacudió la cabeza—. Dieciséis años. —Cerró el informe—. Bueno, supuse que querría saber que la doctora Lander no sufrió. —Se dirigió hacia la puerta—. Debió de perder la conciencia en menos de un minuto. Probablemente ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta de lo que pasaba.

Esa tarde fue a verlo Vielle.

—Venía… —dijo, y luego vaciló.

—¿A traerme una copia de La guía de la pena para bobos? —preguntó Richard amargamente.

—Lo sé —respondió ella—. La doctora Chaffey me dio una copia de Enfrentarse a la muerte de un colega. ¡ Un colega!

Parecía que ella tampoco había estado en casa. Todavía llevaba el mismo uniforme azul oscuro y la gorrita quirúrgica. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados, con Ojeras marrones, como magulladuras, y tenía la mano y el brazo vendados.

—Una sigue pensando que no puede empeorar, y entonces empeora.

—Lo sé —dijo él, y le acercó una silla. Ella se desplomó.

—He venido porque… sigo viéndola allí en Urgencias, sigo pensando en lo que debió de pasar esos últimos… Había un tipo en Urgencias que sufrió un infarto de miocardio, Joanna lo entrevistó, y justo antes de morirse dijo “Demasiado tarde para que ella llegue”. Joanna dijo que estaba intentando decirle algo, no paraba de hablar de ello, y entonces se… —Miró a Richard—. Sé que parece una locura, y supongo que en parte lo es. Sigo viéndola corriendo hasta mí, y a el volviéndose, y el cuchillo… —dijo, y entonces él se dio cuenta de que, por arrugada que estuviera su ropa, no podía ser la misma. La otra estaba cubierta de sangre.

— Me quedé allí plantada —dijo Vielle, mirando ciegamente la nada—. No luce nada. Tendría que haber…

—¿Qué? ¿Intentado detenerlo? Estaba colocado.

—Podría haberla advertido. Si le hubiera gritado, si le hubiera dicho que no se acercara más… Ni siquiera la vi hasta que estuvo junto a el. Estaba Mirando el cuchillo que empuñaba, y para cuando la vi… Se encamino directamente hacia el.

“¿Y por qué no vio Joanna lo que estaba pasando? —se preguntó el—. ¿Por qué no advirtió el silencio forzado, las expresiones asustadas de sus rostros?”

Vielle se sonó la nariz.

—Sigo repasándolo una y otra vez mentalmente, lo de ella. Y tengo que preguntártelo, aunque parezca una locura. Cuando Joanna se sometió a los experimentos de ECM, ¿qué vio?

El se le quedó mirando.

—¿Vio el Titanic? —preguntó ella, y antes de que él pudiera contestar, continuó entre sollozos—. El motivo por el que te lo pregunto es porque ella me hizo un montón de preguntas sobre la película, sobre una escena, y cuando le pregunté por qué no la alquilaba y la veía ella misma, me dijo que no podía, y ayer Kit me dijo que hace un par de semanas que Joanna la había puesto a investigar sobre el Titanic, y parecía tan preocupada durante estas últimas semanas… ¿Es eso lo que vio en su ECM? ¿El Titanic?

Sí —contestó él, y vio cómo su cara se quedaba rígida de horror.

— No sabía —susurró ella—. Oh, Dios, y yo me quedé allí. Si…

—No es culpa tuya. Fue culpa mía.

— No comprendes —dijo ella, angustiada—. Quería que pidiera el traslado a Pediatría. —Se levanto—. Decía que Urgencias era peligroso. ¡Peligroso!

El la tomó la mano.

—Vielle, escúchame. No fue culpa tuya. Yo tenía el busca desconectado. Si…

Ella se zafó de su mano, sintiéndose culpable.

Ni siquiera habría estado en Urgencias si yo la hubiera escuchado. ¡ Bajo allí para hablar de la noche del picoteo, por una estúpida película! —dijo, y salió de la habitación y echo a correr por el pasillo.

— ¡Vielle, espera! —dijo él, y corrió tras ella, pero ya había desaparecido en el ascensor.

Pulsó el botón de bajada impaciente, y el otro ascensor se abrió.

—Oh, bien —dijo una mujer de mediana edad vestida de verde—. Venía a verlo. Soy Salí y Zimmerman de Cirugía. Sólo quería traerle esto.

Le tendió un libro con portada amarilla y naranja cuyo título era Ocho grandes ayudas contra la pena.

—Es muy bueno —dijo—. Tiene todo upo de ejercicios y actividades.

—Cuando uno piensa que no puede empeorar —murmuro Richard.

—Eso también aparece allí —dijo ella, recuperando el libro y pasando las páginas—. Aquí está. “Cómo elevar tu cociente de esperanza.”

Al día siguiente vino el señor Wojakowski.

—Lamento haber metido la pata de esa forma con Joanna —dijo—. Nadie me había contado lo que pasó. —Sacudió la cabeza—. Morirse así. Uno nunca se acostumbra. Los tienes a tu lado un minuto en la cubierta de cañones y al siguiente ya no están. Bucky Tobías, mí compañero de catre. Diecinueve años. ¿Crees que los japos saben dónde estamos?, me dijo, y diez segundos más tarde, ¡zas, media cubierta desaparece y no queda nada! He oído decir que estaba drogado —dijo, y por un instante Richard pensó que estaba hablando de su camarada del Yorktown—. Dieciséis años —dijo el señor Wojakowski—. Maldito desperdicio. Sigo sin poder creerlo. —Sacudió la cabeza—. La vi aquel día en Medicina interna buscándolo.

— ¿Buscándome? —preguntó Richard, y sintió dolor en el costado, como si lo atravesara un cuchillo.

— Sí, y fuera lo que fuese lo que intentaba averiguar para usted, debía de ser importante. Prácticamente me atropello a la carrera. “¿Ha llamado alguien a los puestos de combate?”, le pregunté, de rápido que iba.

—¿Cuándo fue eso? —exigió saber Richard.

— El lunes por la mañana. Yo estaba visitando a un amigo mío (le dio un jamacuco bailando claque), después de mi sesión de investigación auditiva, matando el tiempo.

— ¿A que hora la vio?

— Vamos a ver —dijo, rascándose la cabeza—. Debía de ser cosa de la una. Me la encontré cuando salía de los ejercicios de recuperación para la artritis, que son desde las once a la una menos cuarto.

—La una —pensó Richard—. Debía de ir camino de Urgencias.”

—¿Y le dijo que me estaba buscando?

—Sí, dijo que tenía que encontrarlo inmediatamente, y que no tenía tiempo para charlar.

Joanna no estaba buscando a Vielle. Lo estaba buscando a el. Tenía que decírselo, para que no siguiera pensando que fue culpa suya. Era lo menos que podía hacer.

Solo quería que supiera lo mal que me siento —dijo el señor Wojakowski, recogiendo su gorra—. Era una chica magnífica. Me recordaba a una enfermera de la Marina con la que salí en Honolulu. Bonita como un pimpollo. La mataron en Tarawa. Los japos hundieron el transporte en el que la traían a casa.

En cuanto el señor Wojakowski se marchó, Richard conectó el teléfono y llamó a Urgencias. Vielle no estaba. Hizo que la llamaran al busca, y luego se quedó sentado junto al teléfono, esperando que lo llamara. No lo hizo, pero sí la señora Brightman. Y su antiguo compañero de habitación.

—Estaba viendo la CNN —dijo Davis, sin más preámbulos—. ¿En qué puñetera clase de hospital estás trabajando? ¿Conocías a esa Lander?

—Sí.

¿Pero estás bien? —preguntó Davis, y fue más una aseveración que una pregunta.

Richard se preguntó que diría Davis si le decía: “Las ECM no son alucinaciones del lóbulo temporal. Son reales.” Ya lo sabía: “¡No puedes creer eso en serio!” y “¿Primero Foxx y ahora tú? ¡Sabia que era un virus!” y “¿Has llamado ya al Star? Haz que te paguen una exclusiva, al menos. Vas a necesitar el dinero ahora que te vas a quedar sin trabajo.

—Estoy bien —dijo.

—¿Seguro? —preguntó Davis, y parecía verdaderamente preocupado.

—Si —contestó Richard, y bajó a Urgencias a hablar con Vielle. Habían retirado la cinta amarilla, pero había policías en todas las puertas. Comprobaron la identificación de Richard en un ordenador antes de dejarle pasar. Vielle estaba en el mostrador principal, escribiendo en una gráfica con la mano vendada.

— No fue culpa tuya —dijo él—. No te estaba buscando ese día para hablar de la noche del picoteo. Me estaba buscando a mí.

—¿A ti? —dijo ella, aturdida—. Pero tú no estabas…

— Le dije que iba a hablar con la doctora Jamison.

Y la doctora Jamison acababa de estar aquí —dijo ella, y él pudo ver el alivio en su rostro, como si le hubieran quitado un peso de encima.

—Cuando te preguntó por la película Titanic, ¿dijo lo que estaba intentando…?

Richard vio que ella no le escuchaba. Había alzado la cabeza, mirando hacia la puerta, y de pronto se quedó inmóvil. Richard se volvió.

Joanna estaba en la puerta. El corazón de Richard empezó a latir frenéticamente, como un pájaro enjaulado que sacude sus alas contra los barrotes. No estaba muerta. Todo, todo, la sanare y la línea plana y las oficinas de la compañía White Star, todo era un sueño, y sólo había parecido real por los niveles elevados de acetilcolina y la estimulación del lóbulo temporal.

—Joanna —susurró, y dio un paso hacia ella.

—Soy June Wexler, la hermana de Joanna Lander —dijo la mujer de la puerta, y fue como oír de nuevo la noticia, “hila está muerta”, pensó, y finalmente lo creyó. Llevaba tres días muerta.

—Me alegro de haberlos encontrado a los dos juntos —dijo la hermana de Joanna, subiéndose las galas sobre la nariz—. Tengo entendido que los dos trabajaban con Joanna. Me preguntaba si podría hablar con ustedes sobre ella.

Su voz se parecía también a la de Joanna, pero un poco más ronca. “Es de llorar”, pensó Richard, mirándole los ojos enrojecidos, el Kleenex en sus manos.

— Hacía varios meses que no hablaba con ella y… —Se frotó los ojos con el pañuelo—. Siempre creernos que habrá tiempo de sobra y de repente ya no hay tiempo… Me estaba preguntando si sabían ustedes si se salvo.

Richard se preguntó si de algún modo la mujer se había enterado de que el la había seguido y había fracasado.

—¿Si se salvó? —dijo Vielle.

—Si aceptó a Nuestro Señor Jesucristo como su salvador personal —dijo la hermana de Joanna—. Intente varias veces atraerla al Señor, pero siempre Satán endureció su corazón contra mi.

—Satán —dijo Vielle.

—Si. Intenté advertirla, hablarle de la destrucción que espera a quienes no se arrepienten, del juicio de Dios y del fuego que nunca se apagará. —Se trotó de nuevo los ojos.

Richard se la quedó mirando. No se parecía a Joanna en absoluto. Sólo era un ilusión del color del pelo, de las gafas.

—Seguí rezando para que al trabajar con ustedes —le dijo a Richard—, y al hablar con gente que había visto a Cristo cara a cara llegara a creer.

Richard advirtió al cabo de un momento que estaba hablando de las experiencias cercanas a la muerte.

—¿Lo hizo? ¿Le dijo que se había salvado?

—No —replicó Vielle.

—¿Y está segura de que no cambió de opinión en el último minuto? —Se volvió hacia Vielle—. Me han dicho que estaba usted con ella cuando murió. ¿Dijo algo?

Richard esperó que fuera a decir que no otra vez., pero en cambio Vielle vaciló una fracción de segundo antes de decir:

— El cuchillo segó la aorta. Joanna perdió la conciencia casi inmediatamente.

—Pero aunque fuera en el último segundo, nunca es demasiado tarde para que Jesús perdone nuestros pecados, aunque pidas perdón con el ultimo aliento. ¿Lo hizo? —preguntó la hermana de Joanna ansiosamente—. ¿dijo algo?

—No —respondió Vielle.

“Está mintiendo —pensó Richard—. Sí que dijo algo.”

—¿Está segura? —insistió la hermana de Joanna—. He leído sobre las experiencias cercanas a la muerte. Sé que ven a Jesús esperando para darles la bienvenida al cielo, y “los que han visto han creído”. Sin duda el corazón de Joanna no estaba tan encallecido para no arrepentirse cuando vio el destino que le esperaba.

—Estoy segura —dijo Vielle firmemente—. No dijo nada.

— Entonces no hay esperanza —dijo la hermana de Joanna, frotándose los ojos—, y está en el infierno.

—¿Joanna? —exclamó Vielle, airada—. ¿Cómo se atreve…?

—No soy yo quien la ha condenado, sino Dios —dijo la hermana de Joanna—. ¿Pues no está escrito: “Pero los que no quieran serán arrojados a las sombras, y habrá llanto y crujir de dientes”?

— Márchese.

La hermana de Joanna miró a Richard, como esperando apoyo por su parte. El se preguntó cómo había podido pensar que se parecía a Joanna.

Rezare por ustedes —dijo la mujer, y se marchó.

—Ni se atreva —gritó Vielle tras ella, y uno de los agentes de policía que estaban junto a la puerta alzó la cabeza, alerta—. Arrogante y retorcida santurrona,…

— ¿Qué dijo Joanna? —la interrumpió Richard.

Vielle se volvió a mirarlo, la luna apagándose en su rostro.

—Richard…

—dijo algo, ¿verdad? ¿Qué?

—No puedo creer que haya venido así. ¡Menuda zorra! Te diré a quién envía el Señor a las sombras. A esos supuestos cristianos como ella.

—¿Qué dijo Joanna?

—Joanna me dijo que ella y su hermana no eran íntimas —dijo Vielle, acercándose al puesto de enfermeras—. Pero más bien parece que estaban separadas por años luz. —Tomo una gráfica—. ¿Cómo es posible que la dulce, amable y sensata Joanna pudiera tener una hermana como ésa, que está más allá…?

Richard la agarro por el brazo.

— ¿Qué dijo?

—Mira, tengo pacientes a los que atender. Vamos retrasadísimos.

—Para eso viniste a verme al laboratorio, ¿verdad? Dijiste que el tipo del infarto dijo: “Demasiado tarde para que ella llegue.” Que estabas pensando lo que ella debió de pasar en aquellos últimos momentos. Fue por lo que Joanna dijo, ¿verdad? —Apretó su brazo—. ¿Qué es lo que dijo?

El policía de la puerta echó a andar hacia ellos, la mano en la pistola.

—Richard…

—Es importante. Dímelo.

—dijo: “Dile a Richard…” —Hizo una pausa, contemplando la gráfica.

Richard esperó, temeroso de hablar.

Ella contempló la gráfica sin verla, y luego volvió a levantar la cabeza, con la misma expresión que Tish en el laboratorio.

—”Dije a Richard que es…” —dijo, y tragó saliva— “SOS. SOS.”

43

Por el amor de Dios, cuida de nuestra gente…

Ultima entrada en el diario de ROBERT FALCON SCOTT, encontrado con su cadáver en la Antártida.


—¿Has llamado a Joanna? —le preguntó Maisie a su madre.

—Sí —respondió la madre, muy ocupada colocando las cosas en la bandeja—. ¿Quieres un poco de zumo? ¿O un polo?

—¿Cuándo la llamaste? ¿Ayer?

—Probablemente tenga montones de cosas que hacer. ¿Y un poco de gelatina?

—dijo que iba a venir el jueves, y no vino el jueves ni ayer —insistió Maisie—. ¿Estas segura de que la enfermera Barbara la ha llamado?

—Estoy segura —dijo la madre, quitando la tapa de la jarrita de agua y sirviendo—. ¿Sabes quién me ha dicho la enfermera Barbara que va a venir a visitar la planta mañana por la tarde? ¡Un payaso!

—¿Como Emmett Kelly? —dijo Maisie, alzando la cabeza.

—¿Emmett Kelly? —pregunto la madre, sorprendida—. ¿Cómo sabes quien es Emmett Kelly?

—Estaba en uno de mis videos —dijo Maisie—. Uno de los de Disney. No recuerdo cual. Sobre el circo.

—Este payaso hace trucos de magia. ¿No será divertido?

—La doctora Lander me habló de un payaso que se sacaba un pañuelo del bolsillo, y que estaba enganchado a otro y a otro y a otro más —dijo Maisie—. Tal vez tiene mucho trabajo y se le olvidó. A lo mejor tendrías que llamarla.

—Si está ocupada, no deberíamos molestarla. Mira, te he traído algunos vídeos nuevos. El mejor verano y La trampa de los padres. ¿Cuál quieres ver?

—Ella siempre viene cuando dice que va a venir. Aunque tenga mucho trábalo. Tal vez esté enferma, la enfermera Amy estuvo de baja con gripe.

— Tienes que pensar en positivo, no preocuparte —dijo la madre, metiendo El mejor verano en el vídeo—. Recuerda lo que dijo el doctor Murrow. Tienes que trabajar para prepararte para tu nuevo corazón.

Encendió la tele, tomó la jarra de agua de Maisie y la llevó al lavabo.

—Y eso significa no preocuparse.

Tiró el agua y los cubitos al lavabo y se acercó a la puerta, con la jarra en la mano.

— Ahora mismo vuelvo. Voy a pedirles más hielo.

—Pregúntales si la han llamado al busca —dijo Maisie—. Diles que he descubierto las cosas que me pidió.

La madre se detuvo a mitad de camino.

—¿Que cosas?

—Unas cosas de las que estabamos hablando cuando venía a verme.

—El personal del hospital es muy amable al venir a visitarte, pero llenes que recordar que tienen trabajo que hacer, y que eso es lo primero.

— Pero esto era cosa de su trabajo —empezó a decir Maisie, pero si lo decía, su madre querría saber qué le había pedido Joanna, así que no lo hizo. Simplemente dijo—: Pregúntales si la han llamado al busca.

Cuando la madre regresó, con la jarra y una lata de zumo, dijo:

—¿Se lo preguntaste?

—Mira, zumo de piña —dijo la madre, quitando la tapa de la lata y tendiéndoselo—. Es tu favorito.

—¿Lo hiciste?

—Sí —dijo la madre, colocando el zumo sobre la mesita de noche—. La enfermera dice que la doctora Lander encontró un nuevo empleo y que se marchó. ¿Quieres una pajita?

—¿Adónde se marchó?

—No lo sé —respondió la madre, sacando el papel de la pajita.

—No se iría sin decírmelo.

—Probablemente no tuvo tiempo. Las enfermeras dijeron que tenía que empezar ese nuevo trabajo inmediatamente. —Le ofreció el zumo. Me dijeron que había pedido que te dijeran adiós de su parte y que quería que pensaras cosas felices y que lucieras lo que te dice el doctor Murrow. —Subió el volumen de la tele—. Ahora descansa y mira la película. Es sobre una niña pequeña que se pone bien. Igual que tu. —Le entregó a Maisie el mando a distancia—. Volveré cuando sea la cena —dijo, y le dio un beso de despedida y se marchó.

Al cabo de un momento, Maisie se levantó de la cama, caminó de puntillas hacia la puerta y se asomó al pasillo. Su madre estaba en el puesto de enfermeras, hablando con Barbara y la otra enfermera. Volvió a la cama, se sentó en el borde, donde podía taparse rápidamente si escuchaba venir a alguien, y vio la primera parte de El mejor verano.

La niña de la película estaba en una silla de ruedas. Tenía un gran lazo en el pelo y un chal sobre las rodillas y parecía muy triste.

—Nunca te pondrás bien con ese aspecto —decía su medico—. Para ponerse bien hace falta sonreír.

—No me quedan sonrisas —decía la niña.

—Debes tomar una de mis píldoras de la felicidad —decía el médico, y sacaba un perrito de detrás de su espalda.

—¡Oh, un perrito! —exclamaba la niña—. ¡Qué ricura! ¿Cómo se llama?

Ulla —dijo Maisie, y se levantó de la cama para ver si su madre seguía allí.

Se había ido. Maisie apagó la tele y dejó el mando a distancia en el suelo, bajo la cama.

Luego se metió en la cama y arregló bien las mantas. Esperó un poco a que su respiración no fuera tan agitada y pulsó el botón de llamada.

La enfermera tardó un rato en venir, era Barbara. Maisie se alegró, la enfermera Amy siempre tenía prisa.

—¿Qué necesitas, cariño?

—Se me ha caído el mando —dijo Maisie, señalando el suelo, y luego, cuando Barbara se agachó para recogerlo, añadió—: Mi madre dice que la doctora Lander se ha marchado.

Barbara permaneció agachada, buscando el mando. Maisie se preguntó si lo había colocado demasiado lejos bajo la cama, y por eso tardaba tanto en responder.

—Sí, eso es —dijo por fin.

—¿Ya se ha ido?

—Sí —dijo Barbara, y su voz sonaba rara desde debajo de la cama —. Se ha ido.

¿Estás segura?

—Sí —respondió Barbara. Se levantó y encendió la tele— ¿Qué canal estabas viendo? —preguntó sin darse la vuelta.

—Un vídeo. Tal vez no se ha ido todavía. Quiero decir, ¿la gente no tiene que hacer las maletas y alquilar sus apartamentos y todas esas cosas antes de mudarse?

Barbara pulsó “play”. El perrito lamía la cara de la niña de la silla de ruedas. La niña se reía. Barbara le entregó el mando a distancia a Maisie.

—¿Todo bien ya? —preguntó, palpando las mantas sobre las rodillas de Maisie.

—Tal vez no se ha ido todavía. Todavía estará preparándose y volverá y se despedirá de todo el mundo.

— No —dijo Barbara—, se marchó.

Y salió de la habitación antes de que Maisie pudiera preguntarle nada más.

Maisie siguió viendo El mejor verano. La niña se levantó de la silla de ruedas y caminó con muletas de aspecto anticuado.

—Tenía usted razón. Me dijo que lo que hacía falta para ponerme bien es sonreír —le dijo al doctor.

“Apuesto a que las enfermeras se han olvidado de llamar a Joanna —pensó Maisie—, y ella estaba tan atareada haciendo las maletas que ni siquiera se acordó de los cablegramas que envió el Titanic. Apuesto que cuando llegue adondequiera que se haya mudado, se acordará.” Pulsó el botón de llamada otra vez, y cuando entró Barbara, le preguntó:

—¿Adonde se ha mudado Joanna?

Barbara pareció enfadada, como si lucra a decirle a Maisie que no insistiera con el timbre, pero no lo hizo. Extendió la mano por encima de la cabeza de Maisie y lo desconectó.

—De vuelta al este.

—¿De vuelta al este dónde?

—No lo sé, Nueva Jersey —dijo Barbara, y salió.

Nueva Jersey era el lugar donde se había estrellado el Hindenburg. Maisie se preguntó si Joanna había ido allí para entrevistar al tripulante que había tenido la experiencia cercana a la muerte.

Pero el vivía en Alemania. Tal vez había descubierto que alguien más del Hindenburg había tenido una experiencia cercana a la muerte, y por eso se había marchado con tanta prisa. “Me llamará en cuanto llegue”, pensó Maisie.

Se pregunto cuanto tiempo tardaría en llegar a Nueva Jersey. Le pareció mejor no volver a pulsar el botón de llamada. Esperó a que Eugene le trajera la bandeja con la cena.

—¿Cuánto tiempo se tarda en llegar a Nueva Jersey, Eugene?

Eugene le sonrío.

—Estás intentando escaparte.

—No. ¿Cuántos días se lardaría en licuar en coche?

—Olí, vas a ir en coche. ¿No eres un poco joven para conducir?

— Hablo en serio, Eugene. ¿Cuantos días tardaría?

—No lo sé —dijo él—. Tres, tal vez cuatro. Depende de lo rápido que conduzcas. ¡Me da en la nariz que tu eres uno de esos conductores rápidos! ¡Será mejor que tenga cuidado, no vaya a ser que la poli te pare y te pida el carné!

Maisie calculó que Joanna probablemente tardaría cuatro días si se trasladaba con todas sus cosas, pero ya se había puesto en marcha. ¿Cuándo? ¿El día anterior o el martes? Si se había marchado el martes, podría llamar pasado mañana.

Cuando su madre vino justo antes de la cena, se lo preguntó:

—¿Sabes cuándo se marcho Joanna?

—No —respondió su madre. ¿Viste El Mejor Verano? Te he traído otro video, El Jardín secreto.

Maisie decidió que Joanna probablemente se había marchado el día anterior. “Así que probablemente llamará el sábado —pensó—, y será mejor que averigüe todo lo que pueda sobre los mensajes, para tener montones de cosas que decirle,” Repaso los libros sobre el Titanic otra vez y anotó los que habían enviado antes del iceberg, por si Joanna decidía que también los quería, y espero a que llamara.

Pero no llamó el sábado, ni el domingo. “Probablemente está ocupada entrevistando al superviviente del Hindenburg” pensó Maisie, viendo el vídeo de El jardín secreto. En este había un niño en una silla de ruedas, y una niña muy protestona. A Maisie le cayó bien la niña.

La niña no dejaba de oír ruidos raros, como si alguien llorara. Cuando le preguntaba al respecto a la gente de la casa, le decían que no oían nada y trataban de cambiar de tema, así que iba al piso de arriba e investigaba por su cuenta, encontró al niño en la silla de ruedas y empezó a sacarlo a tomar el aire sin decírselo a nadie.

“Apuesto a que también se pone bien”, pensó Maisie disgustada, y se quedó dormida. Cuando se despertó, la niña le estaba escribiendo una carta a su tío.

—¿Adónde la envío? —le preguntó a la criada, y la criada le dijo la dirección.

Cuando llego Barbara para tomarle la tensión, Maisie esperó a que se quitara el estetoscopio y pregunto:

—¿Sabes la dirección de la doctora Lander?

—¿Su dirección? —preguntó Barbara, colocándose el estetoscopio al cuello.

—La dirección del sitio al que se ha mudado. Barbara retiró el tensiómetro del brazo de Maisie y lo colocó en su horquilla en la pared.

—Maisie… —dijo, y se quedó allí mirándola.

—¿Qué?

—Se me ha olvidado el termómetro —dijo, palpando sus bolsillos—. Ahora vuelvo.

—¿Pero lo hizo? ¿Dejó una dirección?

—No —dijo Barbara, y se quedó allí igual que antes—. No sé dónde está.

“Pero apuesto a que el doctor Wright si lo sabe”, pensó Maisie. Estaban trabajando juntos en un proyecto. Joanna tenía que haberle dicho la dirección a la que iba. Pensó en pedirle a Barbara que lo llamara al busca, pero recordó que Joanna decía que a veces desconectaba el busca, así que llamó a la centralita del hospital por su cuenta.

—¿Puede darme el teléfono del doctor Wright? —le pidió a la operadora, tratando de parecer su madre.

—¿El doctor Richard Wright?

—Aja. Quiero decir, sí.

—Se lo paso —dijo la operadora.

—No, quiero… —dijo Maisie, pero la operadora ya la había conectado. El teléfono estaba comunicando.

Maisie esperó hasta la noche, a que la operadora del nuevo turno estuviera de guardia, y lo intentó de nuevo.

—El número del doctor Wright, por favor —dijo esta vez.

—El doctor Wright se ha marchado a casa.

—Lo sé —dijo Maisie—. Necesito su número para poder llamarlo mañana. Para fijar una cita —añadió.

— ¿Una cita? —dijo la operadora, vacilante, pero le dio el número. Maisie llamó, por si no se había marchado a casa, pero no respondió nadie. Tampoco respondió nadie al día siguiente, aunque llamó cada media hora.

Tendría que ir a verlo. Llamó de nuevo a la operadora y le preguntó cuál era el despacho del doctor Wright.

—Seiscientos once —le informó la operadora.

Era buena cosa. Tendría que tomar el ascensor, pero su habitación era la 422, así que el despacho estaría justo encima, y no tendría que caminar mucho.

Lo difícil sería llegar hasta el ascensor sin que nadie la viera. La niña del jardín secreto salió de noche, pero el doctor Wright no estaría en su despacho entonces, y no podía hacerlo por la mañana porque entonces hacían la cama y la ayudaban a darse una ducha y traían el carrito con los libros. Y a las dos venía su madre.

Tendría que hacerlo después de que recogieran las bandejas del almuerzo. En cuanto hicieron la cama, fue al armario, sacó su ropa y la puso bajo las mantas. Dejó uno de los libros sobre el Titanic abierto sobre el montón, para que no se notara, y luego se acostó y descansó para tener suficiente energía para caminar.

Comió buena parte de su almuerzo también, y Eugene, cuando vino a recoger la bandeja, dijo:

—¡Muuuuuy bien! ¡Eso es lo que quiero ver! ¡Sigue comiendo así y saldrás de aquí en un santiamén!

Se había puesto los pantalones y los calcetines antes de almorzar. En cuanto retiraron la bandeja, se puso los zapatos y un jersey de cuello alto. Se puso la bata sobre la ropa, se arropó y se acostó, conteniendo la respiración y escuchando.

El niño de la 420 empezó a llorar. Sonaron unos pasos en el pasillo y entraron en su habitación.

Sería mejor que encendiera la tele para que las enfermeras pensaran que estaba viendo un vídeo y no vinieran a ver qué estaba haciendo. Tomó el mando a distancia de la mesilla de noche, rebobinó El jardín secreto y pulsó “play”.

Los llantos” cesaron. Después de unos minutos los pasos salieron de la habitación y volvieron al puesto de enfermeras. En la tele, la niña subía por una larga escalera serpenteante. Maisie se levantó de la cama y se quitó la bata.

La colocó bajo las mantas y se acercó de puntillas a la puerta. No había nadie en el pasillo, y no vio a Barbara ni a nadie más en el puesto de enfermeras. Se dirigió rápidamente hacia los ascensores, pulsó el botón y esperó tras la puerta de la sala de espera hasta que la luz del ascensor se encendió. La puerta de la cabina se abrió y Maisie corrió y pulsó el seis.

El corazón le latía con fuerza, pero eso era en parte porque temía que alguien la viera antes de que se cerrara la puerta.

— ¡Vamos! —susurró, y finalmente se cerró, muy despacio, y el ascensor empezó a subir.

Muy bien. Ahora todo lo que tenía que hacer era encontrar la 611. Cuando el ascensor se abrió, salió y miró alrededor. Había montones de puertas, pero ninguna de ellas tenía número. TTY-TDD, decía uno de los carteles.

Recorrió el pasillo. LHS, decían las puertas, y OT, pero ningún número. Una mujer con un clasificador salió por una puerta que decía PT. Se detuvo al ver a Maisie y frunció el ceño y, por un instante, Maisie temió que supiera que era una paciente. La mujer se le acercó, el clasificador contra su pecho.

— ¿Buscas a alguien, cariño? —preguntó.

—Sí —dijo Maisie, tratando de parecer muy segura—. Al doctor Wright.

— Está en el ala este —dijo la mujer—. ¿Sabes cómo llegar allí? Maisie negó con la cabeza.

—Tienes que bajar a la quinta planta y girar a la derecha, y verás un cartel que dice “Recursos humanos”. Atraviesa esa puerta, y te llevará al ala este.

¿Está muy lejos?, quiso preguntar Maisie, pero tenia miedo de que la mujer le preguntara de dónde había salido.

—Muchas gracias —dijo en cambio, y volvió al ascensor, caminando rápido para que la mujer no se diera cuenta de que era una paciente.

Descansó en el ascensor y luego salió y giró a la derecha, como había dicho la mujer, y recorrió el pasillo. El cartel estaba muy al fondo. La cabeza empezó a latirle con fuerza. Se detuvo y descansó un minuto, pero de una de las puertas salió un hombre con una bandeja llena de tubos con sangre, así que tuvo que echar a andar otra vez.

La puerta que daba al pasillo era pesada. Tuvo que empujar con fuerza el pomo para abrirla. Dentro había un pasillo recto y gris. Maisie no sabía si era muy largo, pero sin duda lo era mucho más de lo que era prudente para ella andar. Tal vez fuese mejor que no lo recorriera. Pero el camino de vuelta a los ascensores también era largo, y después de que encontrara al doctor Wright y el le dijera la dirección de Joanna, pudría decirle que necesitaba que la llevara de regreso, y podría conseguirle una silla de ruedas o algo. Y podría caminar despacito.

Empezó a recorrer el pasillo. Era un pasillo extraño. No tenía ventanas ni puertas ni nada, ni pasamanos al lado para apoyarse como el resto del hospital. Puso una mano en la pared, pero no sirvió de nada, así te cansabas mucho más.

— Creo que será mejor que descanse un ratito —dijo, y se sentó apoyando la espalda contra la pared, pero no sirvió de nada. Seguía sin poder recuperar el aliento, y las luces de la pared seguían titilando a su alrededor de manera curiosa—. No me siento bien —dijo, y se tendió en el suelo.

Hubo un fuerte ruido, y las luces cobraron brillo y luego casi se apagaron, volviéndose de un rojo oscuro. “Como las luces del Titanic”.

—pensó Maisie—, justo antes de apagarse. Espero que éstas no se apaguen, o el pasillo estará oscuro de verdad.” Pero no era el pasillo. Era el túnel en el que ya había estado antes. Pudo sentir las paredes altas y rectas a cada lado.

“Esto es una ECM”, pensó, y se sentó en el suelo de baldosas. Sólo que no eran baldosas. Era curioso. Deseaba que no estuviera tan oscuro y verlo. Tenía que observarlo todo para contárselo a Joanna.

“Y escucharlo todo —pensó, recordando el sonido antes de que las luces se volvieran rojas. Había sido un retumbar o una palmada fuerte. O tal vez una explosión. No lo recordaba con exactitud—. Tendría que haber prestado más atención. Se supone que debo contar todo lo que he visto.”

Su corazón había dejado de latir, y ya no se sintió mareada. Se levantó y empezó a caminar a lo largo del túnel entre las paredes altas y rectas, estaba oscuro y neblinoso, como antes, y hacía calor. Se volvió y miró atrás. Estaba oscuro y neblinoso en ambas direcciones.

— Le dije al señor Mandrake que no había ninguna luz —dijo, y justo entonces una luz fluctuó al final del túnel. Era roja, como las luces del pasillo, y temblequeaba, como si alguien corriera llevando una linterna o algo así, y eso debía de ser, porque vio a gente corriendo hacia ella, aunque no pudo ver quiénes eran a causa de la niebla.

—¡Rápido! —gritaron—. ¡Por aquí! ¡Llamada de emergencia! ¡Ahora!

Pasaron de largo corriendo. Ella los miró al pasar, intentando ver sus caías a través de la niebla. El señor Mandrake había dicho que se suponía que eran personas que sabías que habían muerto, como tu abuela, pero Maisie no conocía a ninguna.

—¡Traed aquí el carrito! —dijo una de las mujeres mientras pasaba corriendo. Llevaba un vestido blanco y guantes blancos—. ¡Palas!

—Despejad —dijo un hombre. Llevaba un traje de chaqueta, como el doctor Murrow—. Otra vez. Despejad.

—¿Sabes quién es? —preguntó la mujer de los guantes blancos.

—Me llamo Maisie —intentó decir ella, pero no la escuchaban. Siguieron corriendo.

—Debe de ser una paciente —dijo el hombre—. ¿Sabes quién es? —le preguntó a alguien más.

—Está en mis chapas de perro —dijo Maisie.

—¿Qué está haciendo aquí arriba? —dijo el hombre—. Despejad.

La luz destelló con fuerza, como una explosión, y ella regreso al pasillo y un puñado de médicos y enfermeras estaban arrodillados a su alrededor.

—¡Muy bien! —dijo el hombre.

—Tengo pulso —informó una de las enfermeras, y otra preguntó:

—¿Puedes oírme, cariño?

—He tenido una experiencia cercana a la muerte —dijo Maisie, tratando de sentarse—. estaba en un túnel y…

—Tranquila, tranquila, tiéndete —dijo la enfermera, igualita que tía Em en El mago de Oz.—. No intentes moverte. Vamos a cuidar de ti.

Maisie asintió. La pusieron en una camilla y la cubrieron con una manta, y cuando lo hicieron, vio que ya no llevaba el jersey de cuello alto y buscó sus chapas de perro, temerosa de que se las hubieran quitado también. Eso era lo malo de las chapas de perro, la gente te las podía quitar.

—Quédate quieta —dijo la enfermera, sujetándole el brazo, y Maisie vio que estaban buscando una vía y colgaban una bolsa de suero de un gancho. Tenía el otro brazo bajo las mantas. Alzó la mano muy despacio sobre su pecho hasta que pudo sentir la cadena. Bien, todavía las tenía puestas.

—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó la enfermera.

—Maisie Nellis —dijo, aunque estaba allí mismo en el brazalete y en sus chapas de perro. ¿De qué servía tener chapas de perro si la gente no las leía?—Tienen que decirle al doctor Wright que llame a la doctora Lander. Tienen que decirle…

—No intentes hablar, Maisie —dijo la enfermera—. ¿Es la doctora Lander tu médico?

—No. Ella…

—¿Es el doctor Wright tu médico?

—No. El conoce a la doctora Lander. Están trabajando juntos en un proyecto.

Llegó otra enfermera.

—Es de Pediatría. Endocarditis viral. El doctor Murrow viene de camino.

—Jesús —dijo el hombre que había gritado “muy bien”, y alguien más a quien no podía ver:

—A alguien se le va a caer el pelo por esto.

Al mismo tiempo, la enfermera que le había buscado la vía dijo “Listos”, y empezaron a conducirla a toda velocidad por el pasillo por el que había venido.

—¡No, esperen! —dijo Maisie—. Primero tienen que decirle al doctor Wright que llame a la doctora Lauden. Está en la otra ala. Díganle que le diga que no he visto niebla esta vez, que he visto todo tipo de cosas. Una luz y gente y una señora vestida de blanco…

Las enfermeras se miraron.

—Quédate quieta —dijo la que le había puesto la intravenosa—. Te vas a poner bien.

—Has tenido un mal sueño —dijo la otra.

—No ha sido un sueño. Ha sido una ECM. Tienen que decirle al doctor Wright que la llame.

La primera enfermera le dio una palmadita en la mano.

—Se lo diré a la doctora.

—No —dijo Maisie —. Se ha mudado a Nueva Jersey. Tiene que decirle al doctor Wright que se lo diga.

— Se lo diré. Ahora descansa. Vamos a cuidar de ti.

— Prométamelo.

—Te lo prometo.

—Ahora Joanna llamara —pensó Maisie feliz—. Llamará en cuanto se entere de que he tenido una experiencia cercana a la muerte.” Pero no lo hizo.

44

Morir es diferente a lo que la gente imagina.

Últimas palabras de SAN BONIFACIO, antes de verterle plomo fundido en la garganta.


Joanna permaneció en la barandilla largo rato, contemplando la oscuridad, y luego se dirigió hacia las sillas de cubierta y se sentó.

Se sujetó las rodillas con las manos y contempló la Cubierta de Botes, estaba desierta y las lámparas creaban charcos de luz, amarilla que iluminaban los pescantes vacíos de los botes, las sillas de cubierta alineadas contra la pared de la timonera y el gimnasio. No había ni rastro de los oficiales que habían estado cargando los botes, ni de J. H. Rogers o la orquesta. Ni de Greg Menotti.

Bueno, por supuesto que no. “Solos, como ha querido el cielo, morimos”, había dicho el señor Briarley, leyendo en voz alta Laberintos y Espejos, y la señora Woollam había dicho: “La muerte es algo que cada uno de nosotros debe experimentar solo.”

—”Solo, solo, completamente solo, solo en el ancho, ancho mar” —dijo Joanna, y su voz sonó débil y autocompasiva en la distancia. “No seas niña”, se dijo. “ Tu fuiste la que dijo que quería entender la muerte. Bueno, pues ahora vas a hacerlo. De primera mano”—. Morir será una aventura gigantesca —dijo con firmeza, pero su voz siguió sonando temblorosa e insegura.

La cubierta estaba muy silenciosa, incluso pacífica. “Como esperar y no esperar”, había dicho el señor Wojakowski, hablando de los días anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Sabiendo que iba a venir, esperando a que empezara.

Se preguntó si había algo que tuviera que hacer. Benjamín Guggenheim y su mayordomo bajaron a su camarote y se pusieron sus trajes de etiqueta. “ Cero los camarotes están ya sumergidos, y no puedes hacer nada —pensó—. Estás muerta. Nunca volverás a hacer nada. Ni siquiera estás aquí. Estás en Urgencias, o en la mesa de reconocimiento donde te moriste, con una sábana sobre la cara, y no eres capaz de hacer nada en absoluto.”

—Excepto pensar —dijo en voz alta a la silenciosa Cubierta de Botes—, excepto saber que te está ocurriendo.

Y recordó a Lavoisier, que había seguido consciente después de ser decapitado, que había parpadeado doce veces, sabiendo, sabiendo, reflexionó, el horror atenazándole la garganta, que estaba muerto.

“Pero sólo durante unos pocos segundos”, pensó, y se preguntó cuánto duraban doce parpadeos. “Bud Roop se fue, bam, así —había dicho el señor Wojakowski—. Ni siquiera supo qué lo había golpeado. Murió instantáneamente.”

Sólo que no era instantáneo. La muerte cerebral tardaba entre cuatro y seis minutos, y Richard creía que no había ninguna correlación entre el tiempo en la ECM y el tiempo real. La vez que ella había explorado todo el barco, sólo había estado bajo los efectos de la prueba unos segundos.

Podría estar aquí durante horas —dijo, alzando la voz.

“Pero ya llevas aquí mucho rato —se dijo—. Bajaste a la sala de escritura y al Salón Comedor de Primera Glasé. Ya llevas aquí mucho rato, y las células cerebrales se están muriendo, las sinapsis se desconectan una a una. Pronto no habrá suficientes para que mantengan la imagen unificadora central y todo empezará a desmoronarse. Y al cabo de cuatro a seis minutos, todas las células estarán muertas y no tendrás memoria, ni pensamientos, ni miedo, y no habrá nada. Nada. Ni siquiera silencio u oscuridad, ni la conciencia de ellos. Nada.”

—Nada —dijo, las manos engaritadas en los duros brazos de madera de la silla.

“No sabrás que no es nada —dijo—. No hay nada que temer. Estarás inconsciente, ajena, dormida.”

—”Dormir, tal vez soñar” —murmuró Joanna, pero no había ninguna posibilidad de soñar. No había sinapsis con las que soñar, ninguna antilcolina, ninguna serotonina. Nada.

— No existirás —se dijo—. No estarás aquí.” Ni allí. Ni en ningún sitio. Y no era extraño que a la gente le encantara el libro del señor Mandrake: no eran los parientes y los Angeles de Luz lo que les gustaba, era la confirmación de que seguían existiendo, de que había algo, cualquier cosa, después de la muerte, incluso el infierno, o el Titanic, era mejor que nada.

“Pero el Titanic se está hundiendo —pensó, y el pánico subió como vómito en su garganta. Su corazón empezó a latir—. Tengo miedo, y eso demuestra que la ECM no es una protección de las endorfinas. Se miró la palma de la mano, agarrotada y sudorosa, y se la llevó al pecho. Su corazón latía con fuerza, su respiración era entrecortada: todos los síntomas del miedo. Se llevó dos dedos a la muñeca y se tomó el pulso. Noventa y cinco. Buscó en el bolsillo papel y lápiz para anotarlo y poder decírselo a Richard.

Y poder decírselo a Richard.

“Sigues sin creértelo —pensó, y bajó la mano—. Todavía no puedes aceptar que estás muerta.”

“Es imposible que la mente humana comprenda su propia muerte”, le había dicho claramente a Richard, imaginando que eso sería un consuelo, una protección contra el horrible conocimiento de la destrucción. Pero no lo era. Era una especie de broma, una burla más allá de su alcance, como la luz del Californian, prometiendo rescate incluso después de que todos los botes hubieran zarpado y las luces se hubieran apagado.

“ “La esperanza es eterna” no es un dicho de Poli y anua, es una amenaza”, pensó Joanna, y se preguntó, horrorizada, si Lavoisier había estado haciendo señales de ayuda, punto punto punto, raya raya raya, punto punto punto. Había parpadeado doce veces. SOS. SOS.

“La esperanza no es una protección, es un castigo —pensó Joanna—. Y esto es el infierno.” Pero no podía ser, porque el cartel sobre la entrada del milenio decía: “Quien entre aquí, abandone toda esperanza.” Pero eso era una orden, no una declaración, y tal vez ésa era la ver dadora tortura del infierno, no el fuego y el azufre, y la condena era seguir teniendo esperanza incluso mientras la popa empezaba a alzarse del agua, mientras las llamas, o la lava, o el tren te arrollaban, creer que todavía había una salida, que de algún modo podrías salvarte en el ultimo inmuto. Igual que en las películas.

“Y a veces era cierto”, pensó, a veces podías llamar a la caballería.

—Eso es lo que intentaba decirle a Richard. —Recordó que había intentado mover los labios cuando el rostro preocupado de Vielle se acerco, tratando de escuchar, la mano aferrándole con fuerza la suya.

“No me despedí de Vielle —pensó Joanna—. Pensará que fue culpa suya.”

—Fue culpa mía, Vielle —dijo, como si Vielle pudiera escucharla—. No estuve atenta a lo que me rodeaba. Estaba demasiado ocupada intentando conectar con Cape Race. Ni siquiera lo vi venir.

“No le dije adiós a nadie —dijo, y se levantó corriendo, como si todavía Hubiera tiempo de hacerlo. Kit. Había dejado a Kit sin despedirse. Kit, cuyo prometido y cuyo tío ya se habían marchado sin decirle nada.

“Ni siquiera le dije adiós a Richard —dijo—. Ni a Mame.

Maisie. Le había prometido que iría a verla. “Estará esperando —pensó Joanna, el pánico llenando su pecho—, y Barbara tendrá que ir a decirle que me he muerto.” Había dado un paso hacia la cubierta como para detener a Barbara, pero no podía detener a nadie, y se equivocaba respecto al castigo de los muertos: no era la esperanza ni el olvido, sino recordar las promesas rotas y los adioses olvidados y no poder rectificarlos.

—Oh, Maisie —dijo Joanna, y se sentó al borde de la silla. Se llevó las manos a la cabeza.

—¿Puede estar aquí afuera, señorita Lander? —dijo una voz severa—. ¿Dónde está su pase?

Ella levantó la cabeza. El señor Briarley estaba allí, con su chaleco de cheviot gris.

—Señor Briarley… ¿que? —Se atropello—. ¿Por qué está usted aquí? ¿Ha muerto también?

—¿Me muerto? —Él sopesó la pregunta—. ¿Es una pregunta de opción múltiple? “Ni carne ni pescado, ni dentro ni fuera.” —Le sonrió y luego dijo en serio—: ¿Qué está haciendo aquí sola?

—Intentaba enviar un mensaje —dijo ella, contemplando la. oscuridad más allá de la barandilla.

—¿Lo consiguió?

“No”, pensó ella, recordando la voz preocupada de Vielle diciendo: “Shh, cariño, no intentes hablar”, y la suya propia, ahogada con la sangre que salía de sus pulmones, de su garganta, la voz del residente abriéndose paso, diciendo: “Despejad. Otra vez. Despejad.” Y detrás, encima, alrededor, la alarma sonando, ahogándolo todo, todo.

“No —pensó—, Vielle no me oyó, no entendió, no se lo dijo a Richard”, y esa certeza era peor que darse cuenta de que estaba muerta, aún peor que Barbara diciéndoselo a Maisie. Peor que ninguna otra cosa.

—No —dijo, aturdida—. No lo conseguí.

—Lo sé —dijo él, mirando más allá de la barandilla—. Lo sé, A veces lo intento. Pero está demasiado lejos.

Y le puso la mano en el hombro. Ella puso su propia mano sobre la de él, y se quedaron así durante un minuto. Luego el señor Briarley le palmeó la mano con su mano libre.

— Hace frío aquí fuera. —La hizo ponerse en pie— Vamos —dijo, y empezó a andar.

— ¿Adónde vamos? —dijo Joanna, tratando de alcanzarlo.

— Al Salón de Fumadores de Primera Clase —dijo él por encima del hombro— Hay mucho humo, me temo, como indica su propio nombre, pero está más hacia la popa, y el humo ambiental es algo de lo que ya no tenemos que preocuparnos.

Joanna lo alcanzó.

— ¿Por qué vamos allí?

— Es una de las ventajas de la muerte, no tener miedo a morir —continuó él, como si no la hubiera oído— Al haber muerto por un medio, se eliminan los otros. Como escribió Carlyle… —Miró severamente a Joanna— ¿Recuerda a Tilomas Carlyle? ¿Tu autor británico de…? Caerá en el final.

La Revolución Francesa —dijo Joanna, pensando en Lavoisier decapitado, parpadeando.

— Muy bien —dijo el señor Briarley, refrenando el paso momentáneamente— También escribió: “El choque de todos los sistemas solares y estelares sólo podría matarte una vez.”

Caminó rápidamente por cubierta, como había hecho antes en Scotland Road, de modo que Joanna casi tuvo que correr para mantener el ritmo. Fue difícil. Joanna no veía que la cubierta estuviera inclinada, pero debía de estarlo. Parecía extrañamente insegura y Joanna se golpeó los dedos de los pies contra las tablas de madera vanas veces.

— Siempre tuve miedo de morir en un accidente de avión —dijo el señor Briarley— Y de ser decapitado, supongo que por su relación con la literatura inglesa. Sydney Cartón y Raleigh y sirThomas Moro. Moro le dijo al verdugo: “Yo veré adonde subo, tú verás cómo caigo.” Ingenioso basta el final.

Sacudió la cabeza.

— También temía morirme de un ataque al corazón, aunque a toro pasado veo que cualquiera de esas tres muertes habría sido una bendición. Todas rápidas, casi indoloras y con la mente funcionando plenamente hasta el final. —Abrió la puerta que daba a la Gran Escalera. La orquesta estaba en lo alto, tocando una canción de Gilbert y Sullivan— Ya no hay que temer los volcanes ni los accidentes de zepelín ni los torpedos. Ni ahogarse —dijo, y empezó a bajar los escalones.

—No puede ser el final todavía —pensó Joanna, deteniéndose para mirar a la orquesta—. No están tocando Más cerca, mi Dios, de Ti. Ni Otoño —pensó, y luego, intrigada—: Ahora averiguaré cuál tocaron.”

—Vamos —dijo el señor Briarley desde abajo—. Están esperando. Ella contempló los escalones.

—¿Quién?

El señor Briarley estaba de pie en la sombra, justo ante el primer rellano, y bajo el los escalones se curvaban hacia la oscuridad. Y el agua.

—¿Quién me está esperando? —dijo ella, bagando despacio.

—Hay iodo ti pode muertes que ya no tiene que temer —dijo el señor Briarley—. Sobredosis de droga. Heridas de bala…

Heridas de bala. El adolescente del cuchillo, muerto en el suelo de Urgencias. Muerto. Joanna se detuvo, agarrada al pasamanos.

—¿Está todo el mundo aquí? —preguntó inquieta—. ¿Todos los que han muerto? ¿En el barco?

—¿Todos? El Titanic fue un gran desastre, pero sólo había dos mil personas a bordo. Eso es sólo una fracción de los que mueren cada día —dijo el señor Briarley, y continuó bajando las escaleras.

—No me refería a eso —contestó ella, y pensó: “¿Está él aquí, bajo la cubierta, esperando?”— Quiero decir: ¿está aquí la gente que murió cuando yo lo hice? —dijo en voz alta—. ¿En el Mercy General?

El señor Briarley se detuvo justo ante el rellano y la miró.

—Sólo vamos a bajar a la Cubierta de Paseo —dijo, y señaló la amplia puerta.

Joanna se aterró al pasamanos.

—¿Estaba diciendo la verdad cuando dijo que no podemos morir mas de una vez? El asintió.

—Después de la primera muerte, no hay otra” —Bajó los dos últimos escalones y se acercó a la puerta—. Dylan Tilomas. “Negativa a llorar la muerte, por fuego, de una niña…” —dijo y, todavía hablando, salió por la puerta.

— ¿Qué quiere decir, la muerte de una niña? —dijo Joanna. Soltó el pasamanos y bajó los escalones tras él—. ¿Qué quiere decir, por fuego?

El señor Briarley caminaba ya rápidamente por la Cubierta de Paseo.

—El verso “no hay otra” tiene un doble significado. Alude al hecho de que otra muerte nos despierta a nuestra propia mortalidad, y a la Resurrección, pero también puede ser aceptado literalmente. No hay otra. Tras haber tenido nuestra primera muerte, no puede matarnos el rayo o ni una enfermedad de corazón…

— ¿Está aquí Maisie? —dijo Joanna.

—Ni la tuberculosis ni un fallo renal, ni Ébola ni la fibrilación ventricular.

—¿Ha muerto Maisie?—preguntó Joanna, desesperada—. ¿Cuando Barbara le dijo que me habían matado? ¿Fibriló?

—Ya no hay que temer la horca —prosiguió el señor Briarley. Hacía más frío allí abajo, aunque esa parte de la Cubierta de Paseo estaba bajo techo. Joanna se estremeció—. Ni la guillotina. —Él se tocó el cuello torpemente—. Ni ser envenenado con estricnina. Ni un colapso generalizado…

Y ella se vio en un pasillo oscuro, tanteando hacia el teléfono que sonaba locamente, metiendo un brazo en la bata, buscando el interruptor de la luz y el teléfono, y casi derribó el auricular, el corazón desbocado, sabiendo lo que iba a escuchar: “Es tu padre…”

¿Qué ha sido eso? —preguntó Joanna. Se aplastó contra una de las ventanas y contempló su reflejo asustado.

—¿Qué ha sido qué? —dijo irritado el señor Briarley desde la mitad de la cubierta.

— Acaba de pasar algo —dijo ella, temerosa de moverse por miedo a que volviera a suceder—. Un recuerdo o un…

— Es el frío. Vamos, se está mejor en el Salón de Fumadores. Hay fuego.

—¿Fuego? —dijo Joanna. Humo y fuego. La muerte de una niña por luego. Se apartó de las ventanas y lo alcanzó—. Por favor, dígame que Maisie no está aquí.

— El fuego es otra muerte que no hay que temer —dijo el señor Briarley —. Una muerte larga y desagradable. Juana de Arco, el arzobispo Crammer, la Pequeña Señorita… Ah, ya estamos —dijo, y se de tuvo delante de una puerta de madera oscura.

45

No estar de cuerpo presente en ninguna parte… una ceremonia sencilla… nada de discursos… que no embalsamen el cuerpo…

Parte de las instrucciones de Franklin Delano Roosevelt para su funeral, encontradas posteriormente e ignoradas por completo.


El funeral de Joanna no era hasta el martes. Vielle subió a decírselo.

—La hermana no se ha de ninguno de luz sacerdotes locales. Insiste en traer de Wisconsin a su propio especialista en infierno y condena eterna.

—El martes —dijo Richard. Parecía a una eternidad de distancia.

—A las diez. —Le dio la dirección del tanatorio. Quería que lo supieras. Tengo que volver a Urgencias.

Cero no se marchó. Se quedó junto a la puerta, acariciandose el brazo vendado y con aspecto triste.

—Lo que dijo Joanna… puede que no significara nada. La gente dice todo tipo de locuras. Recuerdo aun anciano que no paraba de murmurar: “Los anacardos están sueltos.” Y a veces una cree que te están intentando decir una cosa y en realidad intentan decirte otra distinta. Tuve una paciente de isquemia que decía “agua” una y otra vez, pero cuando se la trajimos la rechazó. Estaba llamando a Walter.

—Y… ¿qué? —preguntó Richard amargamente—. ¿Joanna estaba diciendo tos? ¿O dos? Tú y yo sabemos lo que estaba intentando decir. Estaba pidiendo ayuda. Estaba intentando decirme que estaba en el Titanic.

Desconectó el monitor del ECG.

—Bajó corriendo a Urgencias para decirme eso —dijo él, enrollando el cable—, con tanta prisa que se topó con un cuchillo. Para decirme que no era una alucinación. Que era de verdad el Titanic.

—¿Pero cómo podría ser? Las experiencias cercanas a la muerte son un fenómeno del cerebro moribundo.

—No lo sé —dijo él, y se sentó y se llevó las manos a la cabeza—. No lo sé.

Vielle se marchó, pero más tarde, o tal vez al día siguiente, regresó.

—He hablado con Patty Messner —dijo—. Se encontró con Joanna cuando salía de Urgencias, y preguntó por la doctora Jamison. Dijo: “Tengo que encontrar al doctor Wright. ¿Sabes dónde está?”

El todavía debía de albergar alguna esperanza de que algo, de que otra persona hubiera llevado a Joanna a Urgencias, porque mientras Vielle hablaba, fue como oír a Tish decirle que Joanna estaba muerta otra vez. Se preguntó aturdido por qué Vielle había subido hasta allí para contarle eso.

—Patty dijo que Joanna tenía prisa, que estaba sin aliento. Creo que estás equivocado —dijo Vielle—. Respecto a lo que iba a decirte.

Hizo una pausa, esperando a que él preguntara por qué, y luego, cuando no lo hizo, continuó.

—Cuando me dispararon, no se lo dije a Joanna porque sabía lo que me iba a decir. Siempre me estaba diciendo que pidiera el traslado, que me fuera de Urgencias, que me iban a herir. Lo último que quería era que ella lo averiguara. —Lo miró, expectante.

—¿Y Joanna sabía que yo la acusaría de haberse vuelto loca si me decía que era el Titanic, eso es lo que quieres que comprenda?

—Lo que quiero que comprendas es que evité a Joanna durante días para que no me viera el vendaje —dijo Vielle—. Lo último que habría hecho Joanna si era realmente el Titanic es buscarte por todo el hospital. ¿No lo ves? —insistió—. Lo que descubrió debió de ser algo bueno, algo que consideraba que te haría feliz.

Era un buen intento. Incluso tenía sentido, hasta cierto punto. “Tenía tanta prisa que casi me atropello”, había dicho el señor Wojakowski. Y tal vez iba a decirle “algo bueno”, algo que uno de sus sujetos le había dicho, pero fuera lo que fuese, había quedado anulado por la realidad de lo que le estaba ocurriendo, el pánico y el terror de quedarse atrapada a bordo. “SOS”, había dicho, y no había ninguna duda acerca de lo que significaba, a pesar de los bienintencionados argumentos de Vielle. Significaba: “Estoy en el Titanic. Nos hundimos.”

—Creo que deberías intentar averiguar que era eso que iba a decirte —dijo Vielle, y se fue, esta vez definitivamente.

Pero vinieron más personas, trayendo libros y consejos. La señora Dirksen, de Personal, con un ejemplar de Siete estrategias contra la pena.

— No es sano estar sentado aquí solo. Tiene que salir y relacionarse con gente, intentar no pensar en ello.

Y Ann Collins con Palabras de Consuelo para tiempos difíciles.

— Dios nunca envía más de lo que puedes soportar.

Y alguien de Relaciones de personal con un panfleto del Taller para enfrentarse al estrés postraumático que el hospital había previsto para el miércoles.

Y una muchachita de aspecto frágil con el pelo corto y rubio. Su fragilidad, su juventud fueron de algún modo la gota que desbordó el vaso, y Richard la interrumpió enfadado cuando ella tartamudeó:

— Soy… era amiga de Joanna Lander. Me llamo Kit Gardiner y he venido…

— ¿A decirme que no fue culpa mía, que no hay nada que hubiera podido hacer? ¿O que al menos fue rápido y no sufrió? ¿O cómo Dios aprieta pero no ahoga? ¿O tal vez todo a la vez?

— No. He venido a traerle este libro. Es…

— Oh, claro, un libro —dijo el, enfadado— La respuesta para todo. ¿Cuál es? ¿Cinco fáciles pasos para olvidar?

No sabía qué esperaba. ¿Que ella pareciera herida y sorprendida, las lágrimas asomándole en los ojos, que cerrara la puerta de golpe y le dijera que se fuera al infierno?

No hizo nada de eso. Lo miró tranquilamente, sin rastro de lágrimas en los ojos, y luego, en tono amistoso, dijo:

— Abofeteé a mi tía Martha. Cuando mi prometido murió. Me dijo que Dios lo necesitaba en el cielo, y yo fui y la abofeteé, a una mujer de sesenta años. Dijeron que estaba fuera de mí por la pena, que no sabía lo que hacía, pero no era verdad. La gente te dice cosas increíble;. Se merecen que las abofeteen.

Y se la quedó mirando, aliviado.

—Ellos…

— … te dicen que lo superarás —dijo Kit— Lo sé. Y que es insano estar trastornado. Y que no deberías echarte la culpa, que no fue culpa tuya…

— Que no pudiste hacer nada —dijo él— Pero es mentira. Si hubiera llegado antes, si hubiera tenido conectado el busca… —Se detuvo, temeroso de pronto de que ella fuera a decir: “No podría haberlo sabido. Pero no lo dijo.

—Todos me dijeron que no fue culpa mía. Excepto el tío Pat. —Calló, contemplando el libro que traía, y luego continuó—: Es terrible que te digan que no es culpa tuya cuando sabes que lo es. Mire —dijo, y se encaminó hacia la puerta—, vendré en otro momento. Tiene muchas cosas que hacer.

No, espere. Lamento haber sido tan brusco. Es que…

—Lo se. Mi madre dice que es porque no saben qué decir, que sólo intentan consolarte, pero el tío Pat dice… dijo que no hay ninguna excusa para que te digan cosas estúpidas como que lo superarás. —Lo miró. No se supera, sabe. Nunca. Te dicen que te sentirás mejor también. Tampoco es cierto.

Sus palabras deberían de haber sido deprimentes, pero extrañamente le resultaron reconfortantes.

— Uno piensa que las cosas no pueden empeorar, y entonces empeoran” —dijo él, citando a Vielle. Kit asintió.

— Encontré este libro que Joanna me pidió, el día en que la mataron. La llamé y me ofrecí a traérselo, pero me dijo que no, que iría a recogerlo más tarde.

“Y si le hubieras traído el libro, tal vez no hubiera estado en Urgencias cuando el adolescente sacó el cuchillo”, pensó Richard, maravillado de cómo todo el mundo encontraba un modo de echarse la culpa. Si los vigías hubieran visto el iceberg cinco minutos antes, si el oficial de comunicaciones del Carpathia no se hubiera ido a la cama, si el Carpathia hubiera estado más cerca.

Era sorprendente cuánta culpa y responsabilidad y cuántos “si” había para repartir.

Pero quedaba el hecho de que iban demasiado rápido, de que no había suficientes salvavidas, de que él había desconectado su busca.

— Fue culpa mía, no suya —empezó a decir, pero ella estaba todavía hablando.

— Llevaba semanas buscándole el libro y, cuando lo encontré, fue demasiado tarde para que le resultara de ayuda. Quería tanto descubrir qué causaba las experiencias cercanas a la muerte, cómo funcionaban. Por eso le he traído el libro. Ella no tuvo posibilidad de terminar lo que empezó, pero tal vez le ayude a usted en su investigación.

Le ofreció el libro.

El no lo tomó.

—He clausurado el proyecto —dijo. Y ahora ella diría: “Eso es lo que ahora cree.” No lo hizo.

—Es el libro de texto que usaban en la clase de lengua de Joanna —dijo, como si él no hubiera hablado—. Mi tío era su profesor en el Instituto. Joanna me pidió que lo buscara. Creía que en él podía haber algo que hacía que sus ECM tomaran la forma del Titanic. —Le tendió el libro.

—No lo necesito. Ya sé la respuesta.

—He hablado con Vielle —dijo ella—. Me contó su teoría, que cree que ella estuvo de verdad en el Titanic.

—No lo creo. Lo sé.

—Joanna no lo creía. Tensaba que el Titanic era un símbolo de algo. Estaba intentando averiguar de qué. Por eso necesitaba el libro.

—Lo dejó en la mesa entre ambos—. Estaba convencida de que algo que dijo mi tío Par en su clase había provocado la imagen del Titanic, pero él tiene Alzheimer y no puede recordarlo, así que me pidió a mí que la ayudara. Estaba convencida de que había alguna relación entre eso y la naturaleza de las experiencias cercanas a la muerte, y que el libro la ayudaría a averiguar por qué estaba viendo el Titanic.

—Sé por qué lo estaba viendo. Porque era real. Tengo verificación externa.

—¿Se refiere a que ella dijo “SOS”? Eso podría significar montones de…

—No.

—¿Entonces qué?

—Porque fui tras ella.

Se lo quedó mirando durante un largo instante.

—¿Tras ella? ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que me sometí al tratamiento para in tentar salvarla.

—Indicó el escáner TPIR, la mesa de reconocimiento entre ambos—. Autoinduje una ECM y fui tras ella para intentar traerla de vuelta.

— Fue usted tras ella —dijo Kit, esforzándose por comprender—. ¿Al Titanic?

—No —contestó él amargamente—. Llegué demasiado tarde para eso.

—No entiendo.

—Al parecer hay diversos infiernos. El mío fue encontrarme en medio de una multitud en las oficinas de la White Star y escuchar a un oficial leer los nombres efe los pasajeros que se habían perdido.

—¿Estuvo usted allí?

—Estuve allí. Sucedió de verdad. Ella se hundió con el Titanic. Y me pidió ayuda. Y llegué demasiado tarde.

Lo había dicho por fin, y hacerlo, compartirlo, escupirlo, se suponía que te hacía sentirte mejor, ¿no? Según Ocho grandes ayudas contra la pena. Pues no.

Y ahora que estaba dicho, Kit diría… ¿qué? “¿La dejó que se ahogara?”, o “lo siento mucho”, o “no sabe lo que está diciendo, está trastornado de dolor”.

Nacía de eso.

—¿Cómo lo sabe? —dijo—. ¿Que estuvo de verdad en la oficina de la White Star?

—Lo sé. Era un sitio real —respondió él, y sabía que hablaba igual que los chalados del señor Mandrake, jurando que habían visto a Jesús, pero Kit se limitó a asentir.

—Joanna dijo que parecía real, no como un sueño. Dijo que era una alucinación muy convincente.

Le estaba ofreciendo una salida, como “no es culpa suya” y “hay un motivo para todo”, sólo que ésta era aún mejor: era sólo acetilcolina y sinapsis aleatorias y tabulación. El había conjurado las oficina de la White Star por los testimonios de Joanna y la película, había creado una imagen unificadora a partir del pánico y la pena y la estimulación del lóbulo temporal.

Casi funcionó. Excepto que Joanna, al morir, lo había llamado pidiéndole ayuda: “SOS. SOS.”

—No, gracias —dijo, y le devolvió el libro.

Y ahora ella diría: “Le debe a Joanna continuar con su investigación. Es lo que ella habría querido.” Pero no lo hizo.

—Muy bien —dijo, y guardó el libro en su bolso y luego se acercó a la mesa y escribió en una libreta—. Aquí tiene mi número de teléfono por si decide que lo necesita.

Se acercó a la puerta, la abrió, y luego se dio la vuelta.

—No sé a quién más decírselo. Joanna me salvó la vida. Mi tío… vivir con alguien… —Calló y lo intentó de nuevo—. Me estaba hundiendo y ella me sacó, me convenció para que utilizara Eldercare, me invitó a la noche del picoteo. Me dijo —tomó aire—, que deseaba morir salvando la vida de alguien. Y lo hizo. Salvó la mía.

Se marchó entonces, pero la jefa de Personal vino, para recordarle lo del taller para enfrentarse al estrés postraumático, y la enfermera Lawley con Control práctico de la pena, y un celador apareció con un ejemplar del libro de Mormón. Y el martes, Eileen y otras dos enfermeras de la tres-oeste, para acompañarlo al funeral.

— No aceptaremos un no por respuesta —dijeron—. No es bueno estar solo en un momento como éste.

Suponía que Tish las había enviado, pero aunque por fin había dormido, seguía sintiéndose extenuado e incapaz, de concentrarse, incapaz de pensar en una excusa aceptable para ellas. Y tal vez fuese buena idea, se dijo, metiéndose en el coche abarrotado. No estaba seguro de ser capaz de conducir.

—Sigo sin poder creer que haya muerto —dijo una de las enfermeras en cuanto salieron del aparcamiento.

—Al menos, no sufrió —dijo otra—. ¿Qué estaba haciendo en Urgencias, por cierto?

—¿Ha pensado en pedir asesoramiento para superar la pena, Richard? —preguntó Eileen.

—Tengo un libro magnífico que debería leer —ofreció la primera enfermera—. Se llama El manual contra la pena y tiene un montón de ejercicios contra la depresión.

Había una multitud en la iglesia, casi todos gente del hospital, con aspecto extraño sin sus balas y uniformes. Richard vio al señor Wojakowski y a la señora Troudtheim. La hermana de Joanna estaba junto al pórtico de entrada, flanqueada por dos niñas pequeñas. Se preguntó si Maesie estaría allí, y luego recordó que su madre la protegía implacablemente de las “experiencias negativas”.

Mira, ahí está el policía guapo que nos tomó declaración —dijo una de las enfermeras, señalando a un negro alto con un traje gris oscuro.

—No veo a Tish por ninguna parte —dijo la otra, girando el cuello.

—No va a venir —dijo Eileen— dijo que odia los funerales.

—Y yo también.

—No es un funeral —dijo Eileen—. Es un memorial.

—¿Cuál es la diferencia?

—No hay cadáver. La Familia va a tener una ceremonia privada más tarde.

Pero cuando llegaron al santuario, había un ataúd de bronce delante, con media tapa alzada y la otra mitad cubierta de crisantemos blancos y claveles.

— No tendremos que ponernos en tila y mirarla, ¿no? —preguntó la enfermera más bajita.

—Desde luego, yo no —dijo Eileen, y pasó a uno de los bancos. Las otras dos enfermeras se sentaron junto a ella. Richard se quedó un momento mirando el ataúd, los puños cerrados, y luego recorrió el pasillo. Cuando llegó al ataúd, se quedó allí un buen rato, temiendo mirar, temiendo que el terror de Joanna y su pánico estuvieran reflejados en su rostro, pero no había ningún signo de ello.

Yacía con la cabeza en una almohada de satén color marfil, el pelo arreglado a su alrededor con rizos extraños. El vestido que llevaba era también desconocido, de cuello alto, con encajes, y alrededor de su cuello había una cruz de plata. Tenía las manos blancas dobladas sobre el pecho, ocultando la aorta cortada, la incisión en forma de Y.

Una mujer de pelo gris se acercó a él.

—¿Verdad que parece natural? —dijo. Natural. El embalsamador le había puesto las gafas sobre el puente de la nariz y le había pintado de carmín las mejillas blancas y de lápiz de labios rojo oscuro sus labios sin sangre. Joanna nunca había usado lápiz de labios. En la vida.

—Parece tan pacífica —dijo la mujer del pelo gris, y él observó el rostro de Joanna, esperando que fuera verdad, pero no lo era. Su rostro ceniciento, cubierto de maquíllale, no tenía expresión alguna.

Continuó allí de pie, mirándola sin ver, y al cabo de un rato Eileen vino y lo condujo hasta el banco. Se sentó. La enfermera que le había recomendado el libro le tendió un folleto. Se titulaba “Cuatro apuntes para comportarse en el funeral”. El organista empezó a tocar.

Kit llegó, llevando del brazo a un hombre alto y canoso. Vielle los acompañaba. Se sentaron varias filas más adelante.

—¿Quién se casa? —preguntó el hombre, y Kit se inclinó hacia él, susurrando. No era extraño que ella no se hubiera sentido sorprendida por lo que Richard le había contado. Veía horrores cada día.

Y el funeral fue uno de ellos. Un solista cantó En las orillas del Jordán estoy, y entonces el sacerdote dio un sermón sobre la necesidad de ser salvado “cuando aún hay tiempo, pues nadie sabe el día ni la hora en que se encontrará de repente cara a cara con el juicio de Dios”.

—Como dicen las Sagradas Escrituras —entonó—, cuando llegue ese juicio los que hayan confesado sus pecados y tomado a Jesucristo como su salvador personal entrarán en la vida eterna, pero aquellos que no lo hayan aceptado sufrirán un castigo eterno. ¿Quieren ahora pasar al himno 419 de sus misales?

El himno 419 era Más cerca, mi Dios, de Ti. “No puedo soportar esto”, pensó Richard, buscando desesperadamente una salida, pero había una fila entera de gente a cada lado.

El sacerdote bajo las manos en un gesto ampuloso.

— Podéis sentaros. Y ahora, un colega y querido amigo de Joanna quisiera deciros unas palabras sobre su vida —dijo, e hizo un ademan a Mandrake, quien se levanto, con unos papeles en la mano y se acerco al altar. Al aproximarse al ataúd, se volvió para sonreírle a la hermana de Joanna.

Y si Richard necesitaba alguna prueba de que Joanna no estaba allí, de que se encontraba a océanos, a años de distancia, atrapada en el Titanic, allí la tenía.

Porque si ella hubiera estado allí, aunque estuviera muerta, nunca se habría quedado impasible en el satén fruncido, los ojos cerrados, las manos cruzadas, con Mandrake acercándose. Habría salido del ataúd y habría echado a correr hacia el coro, para lardarse por la puerta lateral diciendo como aquel primer día: —Si me quedo a hablar con él, es probable que lo mate.”

Ella no se movió. Mandrake se acercó al ataúd, la contempló, todavía con aquella sonrisa repulsiva, y se inclinó para besarle la frente. Richard debió de hacer algún ruido, debió de hacer algún gesto para levantarse, porque hicieron le puso una mano sobre el brazo, sujetándolo con fuerza, frenándolo.

Mandrake se acerco al púlpito y se quedo allí, las manos a los lados, sonriendo a la congregación.

—Yo era amigo de Joanna Lander —dijo—, tal vez su mejor amigo. Richard miro a Vielle. Kit la tenía agarrada firmemente de la mano.

— Lo digo porque no solo trabajé con ella, como muchos de ustedes hicieron, sino porque compartí con ella un objetivo común, una pasión común. Ambos habíamos dedicado nuestras vidas a descubrir el misterio de la muerte, un misterio que para ella ya no es tal. —Sonrío amablemente en dirección al ataúd—. Naturalmente, todos tenemos nuestros defectos. Joanna siempre tenía prisa.

—Si, para intentar escapar de ti.

— A veces era demasiado escéptica —dijo, y se rió como si fuera una salida divertida—. Y el escepticismo es una excelente cualidad.

—¿Y tu como lo sabes?

Pero Joanna a menudo lo llevaba al extremo y se negaba a creer en la evidencia que tenía tan claramente delante, la evidencia de que la muerte no es el final. Sonrío a la congregación—. Puede que hayan leído ustedes mi libro, La luz al del túnel.

—No puedo creerlo —murmuró Eileen—. Está haciendo propaganda de su libro en un funeral.

—Si lo han leído, sabrán que no hay que temer a la muerte, que aunque morir pueda parecer doloroso, aterrador para aquellos que quedan atrás, no lo es. Pues nuestros seres amados nos esperan, y un Ángel de Luz. Lo sabemos de boca de aquellos que han visto la luz, visto a esos seres queridos, por el mensaje que han traído desde el Otro Lado.

Dirigió una sonrisa enfermiza hacia el ataúd.

—Joanna no lo creía. Era escéptica… creía que las experiencias cercanas a la muerte eran una alucinación, causada por las endorfinas o la falta de oxígeno. —Descartó la posibilidad con un gesto—. Por eso su testimonio, el testimonio de una escéptica, es tan decisivo.

Hizo una pausa dramática.

—Yo oí las últimas palabras de Joanna. Me las dijo momentos antes de su muerte, cuando bajaba a aquel fatídico encuentro. Joanna se dirigía al ascensor que la conduciría a Urgencias. ¿Y saben qué dijo? —Se detuvo, expectante.

“ Busco frenéticamente una escalera —pensó Richard—, por donde escapar.”

— Les diré lo que dijo. Me detuvo y dijo: “Señor Mandrake, quena decirle que tenía razón respecto a la experiencia cercana a la muerte. Era un mensaje del Otro Lado.” “¿Ha visto entonces lo que hay al otro Lado?”, le pregunte, y vi la respuesta en su rostro, radiante de alegría. Ya no era una escéptica. “Tenía usted razón, señor Mandrake. Era un mensaje del Otro Lado”, me dijo. ¿Qué más pruebas necesitamos de que la otra vida nos espera? La propia Joanna nos lo ha dicho, con su último aliento, con. sus últimas palabras.

“Sus últimas palabras”, pensó Richard. “¿Por qué la gente en las películas dice siempre cosas como “El asesino es… aaaghh” —había dicho Joanna en la noche del picoteo—. Si tuvieran algo importante que decir, lo dirían en primer lugar.”

Joanna usó sus últimas palabras para enviar un mensaje desde el Otro Lado —dijo el señor Mandrake—. ¿Cómo podemos no oír ese mensaje? Yo al menos pretendo hacerlo mientras completo mi nuevo libro, Misterios desde el Otro Lado.

—Lo estas haciendo mal —había dicho ella—. Las palabras importantes primero.” “Dile a Richard… SOS.”

—Joanna sólo tenía unos pocos minutos de vida —dijo Mandrake— y como decidió vivirlos? Compartiendo su visión de la otra vida con nosotros.

—No creía que fuera el Titanic. dijo que deseaba morir salvando la vida de alguien”, había dicho Kit.

Mandrake debía de haber terminado. El órgano estaba tocando ¿Nos reuniremos en el río?, y la gente empezaba a salir. Richard los siguió al pasillo, y se quedó allí, contemplando el ataúd de Joanna.

“No creo que fuera eso lo que estaba intentando decirte. Creo que estaba intentando decirte algo bueno”, había dicho Vielle.

La gente desfiló ante él, hablando de las flores, la música, el ataúd.

—No puede haberse ido —sollozó Nina a un residente largirucho—. No puedo creerlo.

“No puedo creerme lo de Foxx —decía el mensaje de Davis en el contestador—. Adviérteme antes de que salga en la estrella”, y Richard no había entendido el mensaje en absoluto. “No paraba de pedir agua —había dicho Vielle—. En realidad estaba diciendo Walter.”

El sacerdote le colocó una mano en el brazo.

—¿Desea decirle adiós a la difunta? —susurró—. Van a cerrar el ataúd.

Richard miró pasillo arriba. Dos hombres de negro, cruzados de brazos, esperaban junto al ataúd.

—Habrá un tentempié en el salón de la hermandad —dijo el sacerdote—. Esperamos que se quede.

Apretó amablemente el brazo de Richard y se marchó, asintiendo a los hombres. Ellos empezaron a retirar las flores.

“El mejor plan sería decidir con antelación cuáles quieres que sean tus últimas palabras y luego memorizarlas para estar preparada”, había dicho Joanna.

Los dos hombres bajaron la tapa del ataúd.

“Fuera lo que fuese debía de ser importante —había dicho el señor Wojakowski—. Tenía tanta prisa por decírselo, que casi me atropello.”

—¿Se encuentra bien? —preguntó Eileen, acercándose. Los hombres aseguraron la tapa del ataúd y empezaron a retirarla capa de flores para que quedara en el centro.

—Mire, vamos a ir a Santeramo’s a tomar una pizza —dijo Eileen, tomándolo por el brazo y sacándolo de la iglesia—. ¿Por qué no viene con nosotras?

—No —dijo él, buscando a Kit y Vielle. No pudo verlas.

—Le haría bien —dijo la enfermera que le había dado el panfleto—. Le serviría de distracción.

—Tiene que comer algo.

—He de volver al hospital. Vielle va a llevarme —dijo firmemente, y se internó entre la multitud para buscarla.

El sacerdote y la hermana de Joanna conversaban con Mandrake.

— … reconocer solamente que hay otra vida no es suficiente— estaba diciéndole testarudamente la hermana de Joanna a Mandrake. —Hay que confesar los pecados antes de poder salvarse.

No vio a Vielle por ninguna parte, ni a Kit. Debían de haberse marchado, o bajado al salón de la comunidad. Empezó a bajar las escaleras y se encontró con el señor Wojakowski, que entretenía a un grupo de señoras teñidas.

— Hola, Doc —dijo— Triste, muy triste. He visto un montón de funerales. En el Yorktown, los…

— Guando vio usted a Joanna ese último día, ¿dijo lo que quería decirme?

— No. Tenía demasiada prisa. Ni siquiera me oyó el primer par de veces que la llame. “¿Ha llamado alguien a los puestos de combate?, le pregunté. En Midway, cuando llamaban a los puestos de combate, chico, todo el mundo corría a buscar sus cascos, porque sabía que en cinco minutos se desencadenaría el infierno. Corrían por las cubiertas a tanta velocidad que a veces ni siquiera tenían tiempo de ponerse los pantalones, asustados como conejos…

— ¿Estaba asustada Joanna? —preguntó Richard— ¿Parecía asustada, preocupada?

— ¿Joanna? Demonios, no. Tenía el aspecto que solía tener mi camarada Frankie Cocelli durante una batalla. Era un tipo delgadito, parecía que lo podías romper por la mitad, pero no tenía miedo de nada. “¡Dejádmelos!”, gritaba cuando sonaban las sirenas, y empezaba a moverse y parecía que no podía esperar a que le dispararan. Y lo hicieron, claro. ¿Le he contado alguna vez, lo que hizo cuando aquel Zero de los japos?…

— ¿Y qué aspecto tenía Joanna? —insistió Richard— ¿Ansiosa? ¿Nerviosa?

— Sí. Dijo que tenía que encontrarlo a usted, que tenía algo importante que decirle.

— ¿Pero no dijo qué?

— No. Pues va ese Zero y…

Richard divisó a Vielle, justo tras la puerta.

— Disculpe —dijo, y se abrió paso hacia ella entre la multitud— Te he estado buscando.

— Estaba fuera con Kit. Tuvo que llevarse a su tío a casa —dijo Vielle— No paraba de preguntar quién había muerto, una y otra vez. —Sacudió la cabeza— Pobre hombre. O tal vez es el afortunado. Al menos no recordará este funeral.

—Tengo que hablar contigo. Necesito saber exactamente que le dijo Joanna en Urgencias.

—Si te preocupa lo que ha dicho Mandrake, olvídalo. Está mintiendo. Joanna nunca le dijo voluntariamente dos palabras en su vida, mucho menos que las ECM fueran un mensaje del Otro Lado.

—Lo sé —dijo el, impaciente—. Necesito saber que te dijo.

—No tiene sentido que te tortures…

—Las palabras exactas. Es importante. Ella lo miró con curiosidad.

—¿Ha ocurrido algo?

—Eso es lo que estoy intentando averiguar. ¿Qué dijo? Exactamente.

—dijo: “Dile a Richard…” —dijo Vielle, entornando los ojos en un esfuerzo por recordar—. “Es…” El residente estaba intentando abrirle una vía para que respirara y ella lo apartó. Y luego: “SOS. SOS.”

El se sacó un bolígrafo del bolsillo y anotó las palabras en el programa de la ceremonia.

—”Dile a Richard… es… SOS, SOS.” ¿Eso es todo?

—Sí. No. Justo antes, me agarró la mano y dijo: “Importante.” Importante.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo él, contemplando el papel. Dile a Richard que es… ¿que? ¿Qué estaba intentando decir cuando la interrumpieron para ponerle la vía de aire?

—Mira, no creo que sea buena idea que te quedes solo ahora, sobre todo después de esta parodia de funeral —dijo Vielle, y vio al otro lado de la sala a Mandrake y la hermana de Joanna—. El oficial Washington y yo vamos a ir a comer algo. ¿Por qué no vienes con nosotros?

—No. Tengo que volver al hospital.

Se dirigió rápidamente al aparcamiento y consiguió que la señora Duksen, de Personal, lo llevara.

—¿No ha sido un sermón maravilloso? —le preguntó ella—. Me encamó la música.

—Umm —dijo él, sin escuchar. Dile a Richard que es… Importante, había intentado decirle algo. Algo importante.

¿Pero y si él estaba fabulando? ¿Manipulando sus palabras para no tener que enfrentarse al hecho de que ella estaba pidiéndole ayuda? “El problema con las ECM es que no hay manera de conseguir información externa”, había dicho Joanna.

Y las palabras del señor Mandrake fueron maravillosas —dijo la señora Dirksen. Llegaron al aparcamiento del hospital—. ¿No le parece?

— Gracias por traerme —dijo Richard, y tomó por el atajo para llegar al laboratorio.

Acercó una silla al armario, se subió encima, y buscó en lo alto, estirando el brazo. No había nada. Palpó por toda la parte superior con la palma de la mano y luego llegó hasta la pared y barrió con la mano hasta el borde.

Era un trocito de cartón. Lo atrajo con los dedos hasta que pudo atraparlo. Era una postal de una puesta de sol tropical, rosa chillón, roja y dorada, con palmeras recortadas contra el océano anaranjado. Le dio la vuelta, temeroso de lo que pudiera decir, pero no era la letra de Joanna.

En la parte superior alguien había escrito, con letra clara y picuda, una cosa debajo de la otra: “Pretty Woman, Titanes, Lo que la verdad esconde.” La otra letra, que tampoco era de Joanna, apenas era un garabato ininteligible. No pudo leer la firma, y le costó trabajo entender el mensaje. “Me lo estoy pasando maravillosamente. Ojalá estuvieras aquí.”

Un mensaje de los muertos.

Bajó de la silla, enchufó el teléfono y buscó el número de Kit Gardiner.

— Kit —dijo cuando ella contestó—. Necesito que venga al hospital. Y traiga el libro.

46

Decidme si se ha hecho algo alguna vez.

Frase repetida una y otra vez en los cuadernos de Leonardo da Vinci.


Se reunieron en la cafetería. Richard llamó a Vielle en cuanto terminó de hablar con Kit, y ella lo sugirió para que estuvieran cerca de Urgencias por si la llamaban al busca.

—Si está abierta —añadió—. Cosa que dudo.

Sorprendentemente, lo estaba. “Joanna nunca se lo habría creído”, pensó Richard, y fue la primera vez que pensó en ella y no sintió un golpe en el estómago.

La cafetería estaba casi vacía. “Porque todo el mundo da por supuesto que está cerrada”, pensó Richard, poniéndose en la fila para recoger su calé, pero Vielle dijo, mientras llenaba de Coca-Cola un vaso de papel:

—Todo el mundo está en el taller para afrontar el estrés postraumático.

Pagaron a una cajera de aspecto aburrido uniformada de rosa y se sentaron en la mesa del fondo, donde Kit les estaba esperando.

—Bueno —dijo Vielle, depositando el refresco sobre la mesa— ¿Por dónde empezamos?

—Reconstruyamos los movimientos de Joanna ese día —propuso Richard—. La última vez que la vi estaba en su despacho. Estaba transcribiendo entrevistas. Fui a decirle que iba a reunirme con la doctora Jamison a la una, pero que volvería a tiempo para la sesión con la señora Troudtheim. Estaba en su despacho, transcribiendo entrevistas. Eso fue a las once y media. Poco después de la una le dijo al señor Wojakowski que tenía que decirme algo importante, tan importante que no podía esperar a que yo volviera al laboratorio, aunque le había dicho que estaría allí antes de las dos.

—Yo hable con ella por teléfono a eso de las once y media —dijo Kit—. Debió de ser justo antes o después de que Ja viera.;. Llamé para decirle que había encontrado el libro que me había pedido que buscara.

—¿Y cómo te pareció que estaba?

— Atareada. Distraída.

—¿Pero no nerviosa? —intervino Vielle. Kit negó con la cabeza.

—El señor Wojakowski dice que cuando la vio tenía prisa, que estaba muy nerviosa —dijo Richard—. Y Diane Tollafson la vio entonces, bajando a Urgencias, lo que nos deja un margen de una hora y media.

Vielle sacudió la cabeza.

—Una hora. Hablé con Susy Coplis. Dice que vio a Joanna entrar en el ascensor a la una menos diez, también con prisa.

—¿Y nerviosa? —preguntó Richard. Vielle negó con la cabeza.

—Sólo vio a Joanna de espaldas, pero Susy iba a tomar el mismo ascensor, y también tenía prisa, porque volvía tarde de almorzar, pero Joanna tenía tanta prisa que cuando Susy llegó al ascensor las puertas ya se habían cerrado.

—¿Vio a qué planta iba Joanna?

—Sí —respondió Vielle, complacida—, porque tuvo que quedarse allí y esperar a que volviera. Dice que subió directamente a la octava.

—¿Que hay en la octava? —preguntó Kit.

—El despacho de la doctora Jamison —informó Richard—. Obviamente subió allí buscándome y encontró la nota que la doctora Jamison había dejado en la puerta, diciendo que había bajado a Urgencias, y supuso que yo también había bajado.

—Entonces iba de camino cuando se encontró con el señor Wojakowski —intervino Kit.

—Sí —dijo Richard—. ¿En qué planta estaba Susy cuando la vio?

— La tres-oeste —dijo Vielle.

—La UCI está en el ala oeste, ¿no? —preguntó Richard, y Vielle asintió—. ¿Llamaste a Joanna diciéndole que algún paciente había entrado en parada esa mañana?

—No, no tuvimos ningún caso de parada en Urgencias ese día… esa mañana —se corrigió Vielle, y Richard supo que estaba pensando en la alarma que zumbaba mientras atendían a Joanna.

—¿Pero no podría haber entrado en parada un paciente después de que lo enviaran a planta? —preguntó rápidamente—. ¿Tuvisteis algún infarto esa mañana?

—No recuerdo. Comprobare a ver si tuvimos algún caso de gravedad —dijo ella, anotándolo—. Y averiguare si alguien entró en parada en la UCI o la UCI cardíaca ese día. Si fue así, puede que alguna de las enfermeras le telefoneara.

— Y si cuando los entrevistó le dijeron algo —dijo Kit.

—Sí. ¿Hay alguna manera de descubrir quién entró en parada ese día, y no sólo en la UCI o la unidad cardíaca? —le preguntó Richard a Vielle.

Hila asintió.

—¿No podría Joanna haber hablado con un paciente al que hubiera entrevistado antes, y haber descubierto algo nuevo? —dijo Kit—. ¿O descubrir algo en la transcripción y por eso fue a verlos? Dijiste que estaba transcribiendo entrevistas cuando la viste.

Richard asintió.

—¿Sabes si alguno de sus sujetos anteriores sigue en el hospital? —le preguntó a Vielle.

— La señora Davenport —respondió Vielle, pero Richard dudaba muy mucho que Joanna hubiera ido voluntariamente a ver a la señora Davenport, o creyera nada de lo que ésta tuviera que decirle. ¿A quién más había mencionado? La señora Woollam. No, la señora Woollam había muerto. Tendría que comprobar los nombres en las transcripciones, era improbable que alguno de los casos que había entrevistado en las ultimas semanas siguiera en el hospital en esa época de recortes presupuéstanos, pero anotó que tenía que comprobar los nombres en las transcripciones.

—Todavía tenemos una hora por explicar —dijo Richard—. Vielle, ¿no has encontrado a nadie más que viera a Joanna durante ese tiempo? Todavía no.

—¿Y Maurice Mandrake? —preguntó Kit. Richard y Vielle se volvieron a mirarla.

—En el funeral, dijo que habló con Joanna.

—Estaba mintiendo —dijeron los dos a la vez.

—Ya se que mintió en lo que dijo Joanna, ¿pero no hay ninguna posibilidad de que sea verdad que la vio?

— Tiene razón —dijo Vielle—. Joanna pudo haberse topado con él accidentalmente, y si ése es el caso, Mandrake podrá decirnos en qué parte del hospital estaba y qué dirección tomó.

“Para alejarse de él lo más rápido posible”, pensó Richard.

— Muy bien —dijo.

— Joanna tal vez encontrara algo en las transcripciones y fue a interrogar a alguien, pero ¿no pudo haber descubierto algo en ellas y fue a buscarle, por si la respuesta estuviera en las transcripciones? —dijo Vielle.

Richard negó con la cabeza.

— Habría ido al laboratorio y luego subido al despacho de la doctora Jamison en la octava, no bajado a la tres-oeste.

— Oh, es verdad —dijo Vielle— Espera, Kit llamo y le dijo a Joanna que había encontrado mi libro. Joanna pudo intentar ir a recogerlo y bajó al apareamiento y entonces pensó en algo que había visto en las transcripciones. No, eso tampoco la habría llevado al ala oeste.

— Y me dijo que no iba a poder recoger el libro hasta después del trabajo.

— Puede que cambiara de opinión —dijo Vielle, pero Kit volvía a negar con la cabeza.

—No mostró ningún interés en el libro. La primera vez que lo encontré se entusiasmó, dijo que vendría a recogerlo inmediatamente. Esta vez me dio la impresión de que no le importaba.

—¿Que dijo? —pregunto Richard—. ¿Sus palabras exactas?

— Dijo que estaba muy ocupada y que no sabía cuándo podría ir a recogerlo —dijo espacio, tratando de recordar—. Dijo: “Las cosas están un poco revueltas por aquí.” Pero no parecía que estuviera atareada y agobiada.

— ¿Cómo parecía?

Distraída. Cuando le mencione el libro, me dio la impresión de que no sabía de qué le estaba hablando. Parecía… distante, preocupada. No feliz, ni nerviosa, desde luego.

—¿Y no dijo por qué estaba ocupada ni en que estaba trabajando?

— No —dijo Kit, pero vacilo antes de responder, sin mirarlo a la cara.

Dijo algo. Tenemos que oírlo, aunque sea malo. ¿Qué dijo? Kit jugueteo con la pajita de su coca cola.

—Me pregunto si había descubierto si hubo algún incendio en el Titanic.

—¿Un incendio? dijo Vielle, incrédula—. El Titanic choco contra un iceberg, no se incendió.

Lo se, pero ella quería saber si había habido algún incendio a bordo después de chocar con el iceberg.

—¿Lo hubo?—preguntó Richard, curioso.

—Sí y no —respondió Kit—. Había el rescoldo de un fuego en el carbón de la Sala de Calderas Número 6 desde antes de que el barco zarpara, y había chimeneas en el vestíbulo de primera clase y en la sala de fumadores, pero no se produjo ningún incendio fatal.

—Has dicho que te preguntó si lo habías descubierto. ¿Te lo había preguntado antes? Kit asintió.

—El día que encontré el libro. La primera vez, quiero decir. Lo encontré cuatro días antes pero, cuando ella vino a recogerlo, mi tío lo había vuelto a esconder.

—¿Y te preguntó por los incendios entonces?

—Sí.

“Y cuatro días más tarde seguía sobre la misma pista —pensó Richard—. Fuera cual fuese.”

—Ese fue el día en que la vi subir a un taxi —dijo Vielle—. Parecía tener muchísima prisa, Y no llevaba el abrigo, ni el bolso. Kit, ¿llevaba abrigo cuando fue a verte?

—No, sólo una rebeca, pero no vino en taxi. Vino en su coche.

—¿Y te preguntó por incendios en el Titanic?—preguntó Richard.

—Sí, y le dije que no sabía de ninguno, pero que lo comprobaría.

—¿Y estás segura de que fue en su propio coche y no en taxi? —preguntó Vielle.

—Sí, porque se marchó con mucha prisa. Cuando bajé las escaleras después de buscar el libro, dijo que tenía que irse, y salió y se metió en el coche sin despedirse siquiera. Pensé que se había trastornado porque mi tío le había dicho algo… lo hace a veces, no puede evitarlo, es la enfermedad… o porque yo no pude encontrar el libro…

Vielle sacudió la cabeza.

—Ya estaba trastornada cuando yo la vi. Me pregunto adonde iría en aquel taxi. ¿A qué hora llegó a tu casa?

—A las dos.

—¿Estás segura? —preguntó Vielle, frunciendo el ceño.

—Sí. Me sorprendió verla. Me había dicho antes que iría por la tarde. ¿Por qué?

—Porque era la una menos cuarto cuando subió al taxi, y tendría que haber ido a otro sitio, fuera cual fuese, y luego volver, tomar su propio coche y llegar hasta tu casa… ¿A qué distancia está del hospital?

—Veinte minutos.

—Veinte minutos, a las dos. El cual significa que a donde fue en taxi tuvo que estar sólo a unas pocas manzanas de distancia. ¿Qué hay a unas pocas manzanas del hospital?

—¿Adónde quieres ir a parar, Vielle? —preguntó Richard—. ¿Crees que descubrió lo que fuera cuatro días antes en vez del día en que la mataron?

—O una parte —dijo Vielle—, y luego se pasó los siguientes tres días intentando averiguar la otra parte, o intentando demostrar lo que había descubierto. Y tenía algo que ver con un incendio en el Titanic.

—Pero no hubo ningún incendio en el Titanic —dijo Kit—, al menos no de la clase que ella quería. Cuando le hablé de la Sala de Calderas 6 me preguntó si había causado mucho humo y, como le dije que no, me preguntó si había habido algún otro incendio. Y no estaba excitada. Parecía preocupada e inquieta. ¿Instaba excitada cuando la viste subir al taxi, Vielle?

—No —concedió Vielle—. La vi esa noche después de que volviera, y parecía que había recibido malas noticias. Me preocupé por ella. Temí que el proyecto la estuviera haciendo enfermar.

Y cuatro días después, excitada y feliz, corrió a la muerte en su ansia por contarle algo.

—¿Han terminado con esto? —dijo una voz. Richard se dio la vuelta. La mujer de la cafetería estaba allí de pie, señalando el café.

Él asintió, y la mujer retiró el café y las Coca-Colas de la mesa y la limpió con un trapo gris.

—Tienen que terminar. Cerramos dentro de diez minutos —dijo, y se dirigió hacia la puerta.

—Necesitamos más tiempo —dijo Vielle. Richard sacudió la cabeza.

—Lo que necesitamos son más datos. Tenemos que averiguar adonde fue en el hospital.

—Y en ese taxi —dijo Vielle. Richard asintió.

—Necesitamos averiguar qué estaba haciendo en la tres-oeste, qué estaba buscando en las transcripciones…

—Y qué sucedió entre ella y mi tío cuando yo estaba en el piso de arriba —dijo Kit.

—¿Lo recordará él?

—No lo sé. A veces responde una pregunta directa, si es lo bastante casual… Lo intentaré.

—Quiero que revises el libro de texto también —dijo Richard—, a ver si encuentras algo sobre el Titanic.

—Pero ella había perdido el interés en ese libro.

—Tal vez, o tal vez, ya había recordado lo que era y no lo necesitaba —dijo Richard—. Y mira a ver qué puedes averiguar sobre un incendio. El barco se estaba inclinando. Tal vez, una vela en uno de los camarotes se volcó y prendió las cortinas.

—Hablaré con el personal —dijo Vielle—, por si alguien entró en parada ese día, y si alguien más vio a Joanna. E intentaré encontrar al conductor del taxi que tomó.

—Y yo repasaré las transcripciones —dijo Richard.

—No —dijo Kit, y él la miró sorprendido—. Yo puedo repasar las transcripciones. Tú tienes que seguir con la investigación.

—Averiguar lo que ella dijo es más importante… —empezó a decir Richard.

Ella sacudió la cabeza violentamente.

—Sólo hay una cosa que Joanna pudo tener que decirte que fuera tan importante para no poder esperar, y es que descubrió qué es la ECM, y cómo funciona.

—¿Cómo fun…? —dijo Richard—. Pero Joanna no sabía leer los escaneos ni interpretar los ciatos de neurotransmisores… Kit lo interrumpió.

—Tal vez, no el mecanismo en sí de la ECM, sino su esencia, la conexión, ella estaba decidida a averiguar qué dijo mi tío en clase sobre el Titanic, estaba convencida de que era la clave de la ECM, de cómo funcionaba. Por eso quería el libro de texto, porque pensaba que podría ayudarla a recordar —dijo Kit, y su convicción le recordó a Joanna, diciendo: “El Titanic significa algo. Lo sé.” Y él había dicho: “Es una sensación sin contenido. Está causada por el lóbulo temporal.”

—¿Crees que descubrió la conexión? —preguntó Richard. Kit asintió.

—Es lo único que la habría hecho intentar con tanta insistencia decírtelo cuando la… —Kit vacilo—. Tuvo que haber recordado la conexión. Tal vez encontró algo en las transcripciones, o alguien con quien hablo dijo algo que hizo saltar la chispa, pero fuera lo que fuese, tuvo que ver con las ECM y los escaneos, así que tienes que seguir trabajando en ellos.

— Muy bien —dijo el—. Hablaré también con la señora Davenport. ¿Qué más?

—Tienes que comprobar sus mensajes —dijo Vielle—. Puede que la haya llamado alguien. La gente que había experimentado ECM la llamaba continuamente.

Richard anotó “contestador automático” y “centralita”.

—Nos reuniremos otra vez,… ¿cuándo? ¿El viernes? ¿Nos da eso tiempo a todos?

Kit y Vielle asintieron.

—¿El mismo sitio, y la misma hora? —preguntó Vielle.

—Cerramos los viernes —dijo la mujer de la cafetería desde la puerta. Señaló su reloj—. Cinco minutos.

—En el laboratorio —dijo Richard, colocando la silla bajo la mesa—. O, si alguien descubre algo antes, nos llamamos y ya quedamos.

La mujer de la cafetería les abrió la puerta. Desfilaron ante su mirada desaprobadora.

—¿Quieres subir conmigo al despacho de Joanna y recoger las transcripciones? —le preguntó Richard a Kit.

—No puedo —dijo ella, mirando ansiosamente la hora—. Eldelcare sólo puede quedarse hasta las cuatro. Vendré a por ellas mañana por la mañana. ¿Te vendrá bien a las diez?

—Claro.

—Te veré entonces —dijo ella, y corrió hacia el ascensor.

—Y yo tengo que volver a Urgencias —dijo Vielle—. Te llamaré si descubro quien más vio a Joanna.

Se encaminó hacia las escaleras. A medio camino, se detuvo.

—¡Maldición! —exclamo, y regreso junto a Richard.

—¿Qué pasa?

—Siempre se me olvida que no puedo llegar desde aquí —dijo, exasperada—. Están pintando la primera planta entera. Está completamente bloqueada. —Fue hacia el ascensor—. Tengo que subir a la segunda y tomar el ascensor de servicio para bajar.

Y ése era exactamente el problema, se dijo él, mirándola. La mitad de las escaleras y pasillos de conexión del hospital estaban bloqueados en momentos determinados, e incluso cuando no lo estaban era casi imposible llegar de una parte del Mercy General a otra. Y Joanna tenía a Mandrake pisándole los talones. Tal vez, se hubiera colado en un ascensor o recorrido un pasillo para evitarlo, o tomado un atajo para evitar un pasillo bloqueado. Lo cual significaba que el hecho de que la hubieran visto en la tres oeste no significaba nada. A menos que consiguieran un plano de trabajos del Mercy General, y no un plano cualquiera: uno diario del Mercy General. Lo que significaba hablar con Mantenimiento.

Bajó al sótano y hablo con un hombre llamado Podell, quien evidentemente creyó que Richard iba a quejarse por algo y que, a regañadientes, le mostró un plan de trabajo.

—Puede que no hayan estado pintando donde dicen. Pero era un comienzo. Richard copió el plan y se lo guardó en el bolsillo.

—¿Tiene usted un plano?

Podell lo miro con incredulidad.

—¿Del Mercy General?

Richard se contentó con preguntarle cuál era el camino más rápido para llegar a la tres-oeste, y anotó cuidadosamente sus instrucciones. Luego subió a planta para ver a la señora Davenport. No estaba: le estaban haciendo un TAC. Richard preguntó cuánto tiempo tardaría en volver y cómo podría llegar a la octava planta. Anotó también esas instrucciones y dibujó los principios de un plano rudimentario de pasillos y ascensores por el camino.

Hizo lo mismo en la octava, abriendo puertas a varios trasteros y salas de almacenamientos y cuando encontró una escalera la siguió hasta donde llegaba. Para cuando regreso al laboratorio, el papel era un laberinto de rayas y cuadros entrecruzados. Metió los datos en el ordenador, esbozó plantas y pasillos, marcó las rutas que había seguido y las que conocía, y destacó las secciones que tenía que rellenar.

Iodo lo cual era una complicada manera de perder el tiempo para no tener que entrar en el despacho de Joanna y recoger las transcripciones. Pero Kit vendría por la mañana a buscarlas y tenía que hacerlo tarde o temprano, tomó las llaves y bajo al despacho.

No había estado allí desde su fallecimiento. Se quedó fuera, preparándose durante varios minutos, antes de abrir la puerta y entrar. El ordenador estaba todavía encendido. Libros y montones de transcripciones se amontonaban a cáela lado, con una caja de zapatos llena de cintas. La minigrabadora de Joanna estaba encima, la tapa abierta como si acabara de sacar una cinta. La luz, de los mensajes de su contestador destellaba.

Era imposible no imaginar, contemplando el despacho, que ella no había salido simplemente un segundo. Que no volvería de un momento a otro, que aparecería en la puerta, sin aliento, diciendo: “Siento llegar tarde. ¿Recibiste mi mensaje?

Pero los mensajes del contestador tenían ya una semana, la plantita de encima del armario estaba reseca y agostada, y él tendría que descifrar el mensaje por su cuenta. A menos que quien fuera que ella había ido a ver la hubiera llamado, y ella hubiera escuchado el mensaje y no lo hubiera borrado. Se acerco al contestador y se quedó allí, el dedo detenido sobre el botón reproductor, preparándose para oír el sonido de su voz. Pero su voy, no estaría allí, solo las voces de las personas que dejaron los mensajes y, esperaba, una pista. Pulsó “play”.

El señor Mandrake con una larga parrafada sobre que Joanna nunca devolvía sus llamadas. El señor Wojakowski. La criada de la señora Haighton, diciendo que la señora Haighton no podía ir el miércoles, que tenía una reunión importante y tendrían que cambiarle la cita. Otra vez, el señor Mandrake, intentando convencerla de que fuera a ver a la señora Davenport, que tenía “pruebas abrumadoras de poderes psíquicos concedidos por el Ángel de… Contestador lleno. No se pueden grabar más mensajes”.

Llamó a la centralita del hospital. Todas las llamadas al busca eran confidenciales, le dijo la operadora, cosa que en cualquier otra circunstancia le habría parecido gracioso y, en todos casos, no se llevaba un registro permanente de las llamadas.

Colgó y empezó a revisar las transcripciones apiladas sobre la mesa.

Había frases y palabras marcadas de amarillo. “Me sentí feliz y en paz —había dicho una tal señora Sanderson—, como si hubiera llegado al final de un largo viaje y estuviera por fin en casa.” La palabra “viaje” estaba subrayada, y en toda la transcripción “agua” y “frío”, lo cual tenía sentido, y “gloria”, que no lo tenía. En la siguiente transcripción “frío” estaba marcado también, y “pasillo”, y “un sonido como un ondear”. En la siguiente, “oscuridad” y “humo” y una frase entera: “Me encontraba al pie de una hermosa escalera que subía hasta donde podía ver, y supe que conducía hasta el cielo.”

“O a la Cubierta de Botes”, pensó Richard, era evidente que Joanna estaba buscando una conexión con el Titanic. Todas las palabras y frases que había marcado, con la excepción de “gloria”, estaban relacionadas con el Titanic. Y “humo”. No, “humo” podía referirse a los posibles incendios en el Titanic. ¿Había visto humo? Pero no había mencionado luego en ninguno de sus testimonios. ¿O si? Las dos últimas veces que se había sometido a la prueba él apenas había prestado atención a sus testimonios, tan concentrado estaba en averiguar por que había sido expulsada del trance. ¿Podría haber algo en una de ellas que hubiera disparado el descubrimiento, fuera cual fuese? Y eso la hizo salir con tanta prisa que dejo el ordenador encendido y olvido la minigrabadora.

Pero había tenido su ultima sesión cuatro días antes de morir. Y fue a alguna parte en taxi, con aspecto inquieto. Había aparecido en casa de Kit una hora después sin abrigo y luego se marchó bruscamente.

“Eso es —pensó—, había algo en esa ECM”, y empezó a rebuscar en el montón de transcripciones, para encontrar las de Joanna. No estaban y, cuando recuperé sus archivos, tampoco estaban las dos últimas. Debían de estar todavía en las cintas.

Empezó a buscarlas, pero una tercera parte de ellas no estaban etiquetadas, y las que si lo estaban tenían una especie de código. Tendría que llevárselas a casa y reproducirlas. Metió todas las cintas en la caja de zapatos y se las llevo al laboratorio junto con la minigrabadora de Joanna y los disquetes del ordenador, y luego regresó por las transcripciones.

Le hicieron falta dos viajes. Pensó en llevarse la planta, pero parecía imposible salvarla ya. Cerró la puerta con llave, se llevo las transcripciones al laboratorio, las deposito en la mesa de reconocimiento y fue a ver a la señora Davenport. A mitad de camino hacia el ascensor, dio la vuelta, regreso al laboratorio por una jarra de agua y volvió al despacho de Joanna para regar la planta.

47

Si, perdido.

SHOLOM ALEICHEN, después de la última partida de cartas que jugó en su lecho de muerte, cuando le dijeron que había perdido.


—El Salón de Fumadores de primera clase —dijo el señor Briarley, y condujo a Joanna hacia una amplia sala alfombrada de rojo. Estaba panelada con madera oscura, con sillones de cuero rojo oscuro. Al fondo, cerca de una chimenea, estaba sentado un grupo de personas, jugando a las cartas alrededor de una mesa.

Joanna no distinguió de quienes se trataba debido al humo azulado que notaba sobre la sala, pero pudo ver que todos eran adultos. “Maisie no está aquí —pensó, aliviada, y luego—: listos deben de ser los pasajeros de primera clase que se pusieron a jugar al bridge mientras el Titanic se hundía; el coronel Butt y Arthur Kyerson y…”

Pero había mujeres a la mesa también, y no estaban jugando al bridge. Jugaban al póquer. Vio las fichas rojas amontonadas delante de los jugadores y dispersas en el centro. Y la mesa no era una de las mesas de roble del salón, era una de las mesas de fórmica de la cafetería.

El señor Briarley la condujo hacia ellos. Los jugadores alzaron la cabeza y los vieron, y uno de ellos soltó sus cartas y se acercó a recibirlos. Era Greg Menotti, vestido con pantalones de chandal y una chaqueta de nailon blanca.

¿Donde han estado? —exigió saber—. No había botes salvavidas al otro Lado. ¿Hay alguno en secunda clase?

—Ya conoce al señor Menotti, por supuesto —dijo el señor Briarley, guiando a Joanna hacia la mesa.

—Pido —dijo un hombre con chaleco blanco, acariciando sus cartas, y Joanna vio que era el hombre del bigote que le había dado la nota. Empezó a juguetear con las fichas rojas.

—Señora Lander, déjeme que le presente… —empezó a decir el señor Briarley, y el hombre soltó las fichas y se levantó poniéndose una chaqueta.

—J. H. Rogers —dijo Joanna—. Metí su mensaje en una botella y la arrojé al agua.

Mi sacudió la cabeza. “Sabe que no llegó a su hermana”, pensó ella.

—Lo siento, señor Rogers —dijo Joanna, y él volvió a sacudir la cabeza.

—No es J. H. Rogers —le susurro el señor Briarley al oído— Jay Yates. Jugador profesional que trabaja en los trasatlánticos de la White Star usando diversos alias.

— Usted fue el que se esforzó tanto para cargar los botes —dijo Joanna—. Fue usted un héroe.

—¿Cargar los botes? —dijo Greg Menotti, colocándose entre Joanna y Vales —¿Donde están los demás?

—¿Los demás? —pregunto Yates, asombrado.

—Los otros botes.

—No hay más botes —dijo una de las mujeres, y Joanna vio que era la mujer que estaba en cubierta en camisón. Llevaba su abrigo rojo y la estola de piel de zorro.

— La señorita Edith Evans —le susurró el señor Briarley a Joanna—. Cedió su sitio en el último bote a una mujer con dos hijos.

—¡No puede haber sido el último! —dijo Greg—. ¡Tiene que haber otros! —dijo para enfrentarse a Yates—. Usted estuvo cargando los botes. ¿Que dijeron? Había algunos en segunda clase, ¿no? ¿No?

Yates frunció el ceno.

— Recuerdo que alguien mencionó bajar los botes a la Cubierta de Paseo y cargarlos desde allí —dijo.

—Pero cuando llegaron, las ventanas estaban cerradas —dijo el señor Briarley—, y tuvieron que enviar a todo el mundo a la Cubierta de Botes.

Pero Greg ya había echado a correr, abriéndose paso hacia la puerta que conducía a la Cubierta de Botes.

—¡Greg! —llamo Joanna, y se volvió hacia el señor Briarley—. ¿No deberíamos…?

Pero él se sentó a la mesa, y Yates estaba acercando una silla para ella. Joanna se sentó y contemplo la mesa. W. T. Stead se sentaba a su izquierda, concentrado en las cartas, que había colocado delante como una mano de tarot y volvía una a una.

—Ya conoce al señor Stead —dijo el señor Briarley. Stead miró impaciente a Joanna, asintió cortante, y siguió volviendo las cartas.

—Y creo que conoce a todos los demás —dijo el señor Briarley, señalando la mesa.

“No, no los conozco”, pensó Joanna, pero cuando el señor Briarley se los fue presentando, advirtió que eran pacientes de ECM a los que había entrevistado: el señor Funderburk, que estaba muy molesto porque no había tenido una experiencia extracorporal, y la calva y demacrada señora Grant, que tenía tanto miedo.

—Y por ultimo —dijo el señor Briarley, indicando a una mujer frágil de pelo blanco—, la señora Woollam.

“Oh, no —pensó Joanna—, la señora Woollam no. No se merece estar aquí. Se suponía que debía de estar en un jardín hermoso, hermosísimo, con Jesús. Pero el jardín es el Café Verandah.”

—Oh, señora Woollam —dije.

—”Sí, aunque camine a través del valle de la sombra de la muerte, no temeré ningún mal” —dijo la señora Woollam, pero mientras hablaba, se llevó la Biblia al frágil pecho, como si fuera un escudo.

—¿Esto es lo que es? —dijo ansiosamente la señora Grant—. ¿El valle de la sombra de la muerte?

—No —contestó con firmeza el señor Funderburk—. Esto no se le parece en nada. He estado allí. Hay un túnel y al final se ve una luz. Y se revisa la vida. —Contempló escéptico la sala de fumadores—. No sé qué es esto.

—Se reparten cinco cartas —dijo Yates. Recogió las cartas que Stead había vuelto y las devolvió a la baraja—. Ases boca arriba —dijo, y empezó a barajar.

Joanna tomó sus cartas cuando le sirvió.

Un cinco. Un ocho.

—Si esto no es el valle el de la sombra de la muerte —dijo la señora Grant, mirando a Joanna—, ¿qué es?

—No lo sé —respondió Joanna.

—¿De verdad? —dijo el señor Stead, arqueando una ceja—. Tenía entendido que era usted experta en el fenómeno de la muerte.

—No —dijo Joanna—. Creí que lo era, pero no sabía nada. “Ni ustedes tampoco —pensó—. Nadie sabe nada.”

—En ese caso —dijo Stead—, yo se lo explicaré. No hay nada que temer, señora Grant. La muerte no es un fin, sino un tránsito. No hacemos más que navegar al Otro Lado, donde esperan los espíritus de nuestros seres queridos. Nos recibirán en esa orilla lejana, donde todo es paz, y sabiduría.

—Y una revisión de vicia —dijo el señor Funderburk.

—Y todos comprenderemos todos los misterios —dijo Stead, y recogió sus cartas.

—¿Tienen razón? —preguntó la señora Grant. Miraba esperanzada a Joanna, y también la señora Woollam. Y Yates.

Joanna miró al señor Briarley, pero su rostro era cuidadosamente impasible, como en clase de lengua, sin ofrecer ninguna pista sobre la respuesta, ninguna ayuda.

—¿Tienen razón? —dijo en voz baja Edith Evans, y Joanna recordó de pronto, Maisie preguntando: “¿Dolerá?” Diciendo: “La gente debería decir la verdad, aunque sea mala.”

—No —dijo Joanna, y un suspiro recorrió la mesa, aunque no supo si de alivio o de desesperación—. Esto no es real. Es todo una alucinación. La mente moribunda…

—¿Una alucinación? —dijo el señor Stead, arqueando otra vez la ceja—. ¿Está diciendo que esta chimenea, esta mesa, estas cartas…? —dijo, extrayendo dos de su mano y empujándolas hacia Yates al otro lado de la mesa—. Dos —dijo, y Yates le sirvió un par. Las recogió, las organizó en su mano—. ¿Que estas cartas no son reales, y que sólo imaginamos que las vemos?

Se levantó y se acercó a la chimenea.

—¿Sólo imaginamos que sentimos el calor de este fuego? —dijo, tendiendo las manos ante las llamas—. ¿O nosotros somos también parte de la alucinación?

“No lo sé”, pensó Joanna.

—”Solos, como ha querido el cielo, morimos” —murmuró el señor Briarley junto a ella. Lo miró, preguntándose qué era, qué eran todos. ¿Invenciones? ¿Fragmentos de memoria y sonido y color, destellando aleatoriamente? ¿O metáforas? ¿Símbolos de su miedo y su fe y su negativa?

—La mente intenta encontrar sentido a lo que experimenta —dijo, intentando explicarlo. ¿A quién? ¿A Edith Evans y Jay Yates, que habían muerto hacía noventa años? ;O a ella misma?

— La mente no puede evitarlo. Sigue haciéndolo aunque experimenta un fallo generalizado del sistema. El cerebro se está desconectando y las smapsis se disparan aleatoriamente a medida que las células mueren, pero la mente sigue intentando encontrarle un sentido, aunque no puede.

La señora Woollam estaba rezando, moviendo los labios en silencio. Edith Evans tenía la barbilla levantada, orgullosamente.

—Busca asociaciones en la memoria a largo plazo, busca metáforas que expliquen lo que está sucediendo —dijo Joanna—, y como el cuerpo está dañado y sus sistemas se colapsan lentamente, imagina el Titanic.

—La viva imagen reflejada de la muerte —dijo el señor Briarley.

—Pero no es real —dijo Joanna—. Sólo lo parece.

—Mi hundimiento —dijo temerosa la señora Grant—. ¿Parecerá real?

—Mi alma no puede hundirse —dijo severamente el señor Stead—. Es inmortal, y si esto —indicó con la mano las cartas, la chimenea, toda la sala— es, como dice la señorita Lander, un símbolo, ¿qué más puede simbolizar sino el barco del alma, eterna, indestructible? —Le sonrió a la señora Grant—. Un barco semejante no se hundirá nunca.

Joanna pensó en el señor Wojakowski diciendo tranquilamente: Todos los barcos se hunden tarde o temprano.”

—¿Imaginaremos el hundimiento? —repitió la señora Grant, y estaba mirando a Joanna.

“Sí”, pensó Joanna, asustada.

—No lo sé —respondió—. Todo esto no es más que una metáfora para lo que está experimentando la mente, y a medida que la experiencia cambia, a medida que el cerebro se desconecta y las sinapsis empiezan a disparar más y más erráticamente, y…

Pensó en lo que le había sucedido allí, los recuerdos destellando como una cerilla y luego apagándose.

—¿Y qué? —dijo asustada la señora Grant—. ¿Qué sucederá?

—Nada —contestó Joanna—. A medida que mueren las células, no habrá suficiente para mantener la imagen unificadora y el Titanic se desvanecerá, o se destruirá. Ya está sucediendo. Esta mesa es una mesa del Mercy General, y ustedes… —Se interrumpió y empezó de nuevo—: Y hace un momento, en las escaleras, yo no estaba en el Titanic. Estaba en el pasillo de mi apartamento la noche que murió mi padre. Y antes, en la Cubierta de Botes, he visto a dos animadoras de mi instituto. Eso sucederá cada vez más, hasta que la imagen del Titanic se rompa por completo.

—¿Y si no lo hace? —dijo la señora Grant.

—¿Qué le paso al Titanic? —preguntó Edith—. ¿Después de que se fueran los botes?

Joanna miró al señor Briarley, pero él estaba ocupado clasificando las cartas de su mano.

— La proa se hundió y empezó a inclinarse a babor —dijo—. El agua engulló la cubierta de proa y la Cubierta A. Las luces…

—Las luces se apagaron —dijo Edith Evans.

—¿Cree que eso será parte de la metáfora? —dijo temerosa la señora Grant—. ¿Que las luces se apaguen?

“¿Como puede no serlo? —pensó Joanna—. Esto es: las luces apagándose, una a una, recuerdo a recuerdo, sensación a sensación, llamadas telefónicas y regalos de cumpleaños y la noche del picoteo, M M’s de cacahuete y nieve y estar sentada en la cama de Maisie, mirando las ilustraciones de la riada de Johnstown.”

—¿Qué pasa entonces? —preguntó Edith—. ¿Después de que se apaguen las luces?

“La proa se alza al cielo —pensó Joanna—, ascendiendo como un nadador ahogado, como un alma moribunda, y nos sumimos en la oscuridad.”

La muerte es sólo una ilusión —dijo Stead. Avivó el fuego—. Una trampa de ciencia e incredulidad. —Hurgó con el atizador en el fuego, levantando ceniza y chispas—. Hay más cosas en el cielo y la tierra, señorita Lander, que sueños en su filosofía —dijo, y salió de la sala.

—¿Qué pasa entonces? —insistió la señora Grant.

“Te llevan al depósito de cadáveres —pensó Joanna—, y te abren el pecho en forma de Y para medir la herida del cuchillo, para determinar la causa de la muerte. Y luego te llevan a la funeraria y te inyectan en las venas fluido embalsamador y masilla en las mejillas y le limpian los dientes con Ajax. Y te entierran.”

—¿Que pasa entonces? —repitió Edith—. Cuando se han apagado las luces.

Todos la estaban mirando, esperando su respuesta.

—Se hunde —dijo Joanna.

Se produjo el silencio, y entonces la señora Woollam dijo:

— “Cuando atravieses las aguas estaré contigo, pues soy el Señor tu Dios.” —Tomó aire, temblando—. Lo importante es confiar en Jesús.

—Y ser buenos —dijo Edith, la barbilla alzada.

— Y jugar la mano que te toca —dijo Yates.

—Sí, eso deberíamos hacer —dijo Joanna, y recogió el resto de sus cartas. Un dos. Un seis. Un as.

—¿Cuántas cartas quiere?—preguntó Yates.

—Dos —dijo ella, y descartó otras dos. Yates le sirvió dos más, y ella supo cuáles eran antes incluso de recogerlas.

—Abriré con cien —dijo el señor Funderburk.

— Veo sus cien y subo otros cien —dijo Edith. Los demás, incluso el señor Stead, incluso la señora Woollam, hicieron sus apuestas.

Veo —les dijo Joanna a todos—, y subo con mi resto. —Empujó el montón de fichas rojas hasta el centro de la mesa.

—Cuando llegue el final —dijo Edith, extendiendo la mano para recoger las cartas—. Cuando llegue, ¿qué deberíamos hacer?

“Ya lo han hecho”, pensó Joanna, mirándolos con envidia, todas aquellas madres, todos esos niños, renunciaron a sus sitios y sus vidas y los salvaron.

—El final no puede llegar todavía —dijo el señor Funderburk—. Primero tiene que haber una revisión de vida.

“ Y es esto —pensó Joanna, mirando a Edith, a Vates—, esta es la revisión de vida, saber que has fracasado donde otros tuvieron éxito. Ser juzgado en la balanza y considerado indigno. Maisie —pensó desesperada—. Maisie es lo importante. Y no lo hice.” Pido —dijo Yates, y Joanna mostró sus cartas.

— Dos parejas —dijo—. Ases y ochos.

La mano del muerto.

Las puertas se abrieron de repente y Greg entró en tromba.

—Media Cubierta C está sumergida —anunció—, y todo el Salón Comedor de Primera Clase.

La señora Grant se levantó, retorciendo las manos.

—¿Cuánto tiempo creen que falta para el final?

—No lo sé —dijo Joanna—. La muerte cerebral irreversible se produce entre cuatro y seis minutos, pero las smapsis continúan funcionando durante varios minutos después de…

— Ha pasado más tiempo —dijo la señora Grant, esperanzada—. Tal vez…

Joanna sacudió la cabeza. El tiempo no…

El último bote salvavidas normal fue arriado a la 1.55 —dijo el señor Briarley—. Las luces se apagaron a las 2.15, y cinco minutos más tarde el barco se hundió. Eso significa que pasaron aproximadamente veinte minutos entre…

—¿Botes salvavidas normales? —preguntó Greg Menotti—. ¿Qué es eso de botes normales?

¿Que pasa con el tiempo?

—También había cuatro botes hinchables con costados de lona —dijo el señor Briarley—, pero sólo se arriaron dos. El bote hinchable A resbaló por la cubierta y se rompió, y el bote B se volcó. Los hombres que consiguieron subirse tuvieron que…

—¿Dónde están? —le preguntó Greg a Joanna.

—Greg…

—¿El tiempo no qué?

Greg la agarró por el brazo y la puso en pie, derribando cartas y fichas al suelo.

—¿Dónde tenían los botes hinchables?

—En el techo de la zona de oficiales —dijo el señor Briarley.

—¿Donde está la zona de oficiales? —exigió saber Greg.

—No lo entiende —dijo Joanna—. Esto no es el Titanic. Es una metáfora. Nosotros…

La tenaza de Greg se tensó con saña sobre su brazo.

—¿Dónde está la zona de oficiales? ¿En qué cubierta?

—Aunque estén allí, es demasiado tarde —dijo Joanna—. Tuvo usted un infarto. Le…

—¿Qué cubierta?

—La Cubierta de Botes —dijo Joanna.

—¿Dónde?

—En la banda de estribor —dijo Joanna—. Entre la timonera y la sala de…

La sala de comunicaciones. Donde Jack Phillips había seguido enviando SOS mucho después de que los botes partieran. Donde había estado enviando señales hasta el mismo final.

—¿Entre la timonera y qué? —exigió saber Greg. Pero ella ya se había zafado de su brazo, va estaba corriendo.

48

¡Aguanta!

Últimas palabras de KARL WALLENDA.


La señora Davenport le dijo a Richard que había hablado con Joanna justo el día anterior.

—Tenía un mensaje para usted —dijo—. Me dijo que le dijera que es feliz y que no quiere que llore por ella, porque la muerte no es el final, es sólo un tránsito al Otro Lado.

—Necesito saber cuándo fue la última vez que la vio usted en este lado —insistió Richard—. ¿La vio el día en que la mataron?

—No la mataron —dijo la señora Davenport—. Sólo a su cuerpo. Su espíritu vive eternamente.

“Estoy perdiendo el tiempo, la señora Davenport no sabe nada”, pensó Richard. Pero había demasiado en juego para ciarse media vuelta y marcharse.

—¿La vio el día en que mataron su cuerpo?

—Sí. La vi caminando hacia una luz brillante, y en la luz había un ángel, que extendió su mano hacia ella, guiándola a la luz, y supe entonces que había cruzado, y me alegré, pues no hay temor ni pesar ni soledad en el Otro Lado, sólo felicidad.

—Señora Davenport —dijo Richard, y sus poderes psíquicos debieron decirle que su paciencia se estaba acabando.

—No la vi en su cuerpo terrenal ese día —dijo—. No la veía desde haría vanas semanas, aunque la llamé varias veces. —Sonrió beatíficamente—. Ahora hablo con ella cada día. Me dijo que le dijera que no se puede encontrar la verdad de la muerte, ni de la vida, a través de la ciencia. En cambio, debe usted buscar la luz.

—¿Dijo también “Rosabelle, cree”?

—Sí, ahora que lo menciona, recuerdo que dijo eso —respondió la señora Davenport ansiosamente—. Dijo: “Dígale a Richard: “Rosabelle, cree.” ” ¿Qué significa eso?

“Que está usted tan en contacto con el Otro Lado como todos esos falsos espiritistas que consultó la esposa de Houdini”, pensó Richard.

—Tengo que irme —dijo.

—Pero no puede. Tiene que decirme qué significa “Rosabelle, cree”. ¿Es algún tipo de código secreto? ¿Qué significa?

—Significa que no está usted recibiendo mensajes de Joanna, sino de Houdini.

—¿De verdad? —dijo la señora Davenport, encantada—. Sabe, tenía esa impresión. Oh, tengo que decírselo al señor Mandrake.

Richard escapó mientras estaba buscando el teléfono, y volvió al laboratorio y la ciencia. Recuperó los escaneos de Ameba Tanaka, y luego, al cabo de un momento, borró la orden. El secreto, si lo había, se encontraba en algo que Joanna había experimentado, algo que Joanna había visto. Recuperó los datos de Joanna.

Su escaneo apareció en la pantalla, una pauta de púrpura y amarillo y azul. Diciéndole algo. “¿Es algún tipo de código secreto?”, había preguntado la señora Davenport. Lo era, y como el código para leer las mentes de Houdini, tenía que ser descifrado poco apoco. Empezó a revisar los escaneos, analizando las pautas cuadrícula a cuadrícula, cartografiando las zonas de actividad, los receptores, los neurotransmisores.

La última vez que habló con Joanna, le habló de la presencia de DABA en los escaneos suyos y de la señora Troudtheim. ¿Podría haber descubierto algo sobre…? Pero ella no sabía nada sobre inhibidores, y el DABA estaba presente en otras ECM.

Con todo, era un comienzo. Comprobó su presencia en cada una de las sesiones de Joanna. Estaba presente en altos niveles en sus tres ultimas sesiones y de manera testimonial en la primera. Repaso los escaneos del señor Sage. No había DABA, pero en los de Amelia Tanales, había altos niveles en todos menos uno, y niveles testimoniales en la muestra. Maravilloso.

Empezó con los datos de cada sesión, siguiendo los neurotransmisores. Cortisol en un sesenta por ciento, betaendorfinas en un ochenta por ciento, endefalina en un treinta por ciento. Y una larga lista de neurotransmisores presentes en sólo un panel sanguíneo: taurina, neuroteosina, triptamina, AMP, glicina, adenosma y todas las endorfinas y las píldoras existentes.

“Muy bien, combinaciones de neurotransmisores —pensó, y empezó a buscar endorfinas en tándem, pero no había ninguno—. Es totalmente aleatorio”, pensó a las diez y media. Agarró un puñado de transcripciones para examinarlas, y se fue a casa.

Pero la respuesta no estaba en la de la señora Kobald: “ El ángel me tocó la frente, y supe que la Muerte era sólo el principio.” Ni en la del señor Stockhausen: “Brighman Young estaba en la luz, rodeado por los mayores “ Estaba en el Titanic.

Miro la hora. Las once y media. La librería Tattered Cover y la Barnes and Noble estarían cerradas. ¿Quién tendría libros sobre el Titanic? Había dicho que Joanna le había pedido que investigara sobre incendios y niebla, y el señor Briarley era experto en el Titanic.

Richard descolgó el teléfono, pero lo soltó. Era demasiado tarde ¡tara llamarla, pero en cuanto llegó al hospital a la mañana siguiente, la llamo y dijo:

—Cuando vengas a recoger las transcripciones, ¿puedes traerme un relato del hundimiento del Titanic?

Sí, pero tengo un problema. Los de Eldercare no pueden enviar a nadie hasta esta tarde, y tenía muchas ganas de empezar con las transcripciones.

Podría llevártelas a tu casa —se ofreció Richard. No, no quiero que tengas que molestarte. Mira, puedo llevar al tío Pat conmigo, pero no puedo dejarlo solo en el coche, ¿te importaría reunirte con nosotros en el aparcamiento a las diez, con las transcripciones?

Claro —dijo él, pero nada más mirar las transcripciones supo que era imposible llevarlas todas al aparcamiento en un solo viaje. Necesitaba una caja. Bajó a Suministros para conseguir una. No teman.

En el Registro puede que tengan alguna —dijo una empleada muy mona, sonriéndole con simpatía—. Reciben un montón de papel para ordenador.

Richard fue al Registro y le dijo a una mujer de aspecto mandón, con el nombre “Zaneta” en su placa:

Necesito una caja…

Pero ella ya se había girado en la silla hacia una pila de impresos. ¿Una caja de qué? —dijo, la mano posada para recoger el impreso adecuado.

Solo una caja. Una caja vacía. Y sorprendentemente, ella le tendió un impreso.

—Rellene con el tamaño y el número de cajas que necesita —dijo, señalando un recuadro del impreso—, y el número de su despacho. Tardará entre una semana y diez días.

—Lo único que quiero es una caja de ordenador vacía —dijo él, y su busca sonó. Lo desconectó. Zaneta le acercó el teléfono.

—Llamaré desde mi despacho —dijo él, y recorrió el pasillo y salió por una puerta trasera para llegar a los contenedores de basura. Encontró una caja de paquetes de suero vacía y se la llevó. De vuelta en el laboratorio, la llenó con las transcripciones, sin dejar de mirar el reloj, y bajó al aparcamiento. En el ascensor, se acordó de que no había contestado a su busca, y arrastró la pesada caja de vuelta al laboratorio por si era Vielle quien había llamado.

No lo era. Era la señora Haighton, preguntando si podía cambiarle la cita. No la llamó. Miró la hora y se puso otra vez en marcha, contento de conocer ya el camino más rápido al aparcamiento y pensando que necesitaba añadirlo a su mapa. El coche de Kit estaba aparcado junto a la entrada de discapacitados, con el motor en marcha, cuando llego allí.

—Lamento llegar tarde —dijo Richard, asomándose a la ventanilla que Kit había bajado.

—¿Tiene una excusa para su profesor de primero? —exigió una voy de hombre, y Richard vio junto a ella al hombre canoso que había visto en el funeral. El señor Briarley.

—No se quede ahí —dijo el señor Briarley—. Siéntese. Estamos en la pagina cincuenta y ocho, La balada del viejo marinero.

—Tío Pat —dijo Kit, posando una mano sobre su brazo—, este es Richard Wright. Es…

—Sé quién es. ¿Cuándo va a casarse con esta sobrina mía?

—Richard es sólo un amigo, tío Pat —dijo Kit—. Tengo que hablar con el un momentito. Quédate aquí, ¿vale?

— “Es un viejo marinero, y detuvo a uno de tres” —dijo el señor Briarley—. “Por tu larga barba y ojo chispeando, ¿por qué me detienes? Las puertas de la casa del novio están abiertas de par en par, y yo soy su pariente.” —Acercó la mano a la puerta, buscando la manivela.

—No, tú quédate aquí —dijo Kit, echando el seguro—. Solo será un momento. Tengo que guardar algo en el maletero. Quédate aquí.

El señor Briarley dejó que su mano cayera sobre su regazo.

—Eso es la Historia y la ciencia, y el arte —dijo con voz temblorosa—, eso es la literatura.

—Ahora mismo vuelvo —dijo Kit, abriendo la puerta. Richard dio un paso atrás, y Kit salió y se acercó a la parte trasera del coche para abrir el maletero—. ¿Qué dijo la señora Davenport? —preguntó.

—Un montón de tonterías.

—¿Había ido Joanna a verla? Kit levantó la tapa del maletero.

—No. —Richard metió la pesada caja—. ¿Y el libro de texto? ¿Encontraste algo?

La balada del viejo marinero —dijo ella con tristeza—, pero nada sobre el Titanic.

Cerró el maletero y rodeó el coche para abrir la puerta trasera. Se inclinó y sacó un puñado de libros.

—Aquí está el material sobre el Titanic —dijo, entregándoselo—. Tengo más si lo necesitas.

—Esto me mantendrá ocupado un rato —comentó él, mirando los libros.

—Lo mismo digo —respondió Kit, indicando el maletero. Entró en el coche y lo puso en marcha—. Te llamaré si descubro algo.

—”Lo sostiene con su mano huesuda” —dijo el señor Briarley—. Había un barco.

—¿Un barco?—preguntó Richard.

Kit apagó el motor y se volvió a mirar al señor Briarley.

—Tío Pat, ¿hablasteis Joanna y tú de un barco?

—¿Joanna? —preguntó él vagamente.

—Joanna Lander —respondió Kit con amabilidad—. Era una de tus estudiantes. Vino a verte. Te preguntó por lo que dijiste en clase. Sobre el Titanic. ¿Lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo —refunfuñó el señor Briarley.

—¿Qué le dijiste a Joanna? —preguntó Kit, y Richard esperó su respuesta, temeroso de moverse, temeroso de respirar.

—Joanna —dijo él, contemplando el parabrisas—. “Roja como la rosa era.” —Se volvió y miró a Richard—. Es una metáfora. Tienen que saberlo para el final.

Y eso fue todo. Luí del trayecto. “Intenta otra cosa”, pensó Richard, llevando los libros al laboratorio. Empezó con los escaneos, comparando en las pautas del córtex frontal la presencia de diferentes neurotransmisores y luego los elementos nucleares, buscando correspondencias.

No había ninguna, pero midió las longitudes de las ECM, y vio que Joanna se había despertado espontáneamente después de su primera sesión, y que era una en las que la teta-asparcina estaba presente. “Me presumo si ésa es la ECM en la que se dio la vuelta y regresó por el pasillo, pensó.

Lo era. Comprobó los testimonios de las otras dos donde aparecía a teta-asparcina. La ECM de la que había sido expulsada y la otra, donde había salido del ascensor al pasillo. Pero no la ECM donde había corrido por las escaleras hasta llegar al pasillo. Y había estado bajo los electos durante casi cuatro minutos en la ECM del ascensor.

Trabajó hasta las doce y media y luego bajó a la cafetería, compró un sandwich, y empezó a repasar los libros que le había traído Kit. Busco en los índices la palabra “ascensor”, aunque no esperaba encontrarla, y ni lo hizo. Iba a tener que leer los libros.

Empezó con un librito llamado el Titanic en color, con detallados dibujos del salón de fumadores, el gimnasio, la gran escalera. “En lo alto de las escaleras de estilo William and-Mary había un gran reloj tallado que representaba al Honor y la Gloria coronando al Tiempo.” Gloria, la palabra que Joanna había subrayado. Pero ni rastro de un ascensor.

El Titanic inédito no mencionaba tampoco ninguno. Se concentraba en la zona bajo cubierta y la tripulación, de la que prácticamente nadie había sobrevivido: los oficiales que cargaron los botes, el telegrafista, los maquinistas que habían permanecido en su puesto, trabajando en las uníamos para el telégrafo y las luces hasta el final. El auxiliar de maquinista Harvey, que había vuelto a la sala de calderas inundadas para rescatar a un tripulante con la pierna rota. Y todos los bomberos y ribeteadores y empleados postales que habían permanecido en sus puestos mucho después de que fueran relevados de su deber.

Richard leyó hasta que no pudo soportarlo mas y luego bajó a Urgencias a ver si Vielle había encontrado a alguien más que hubiera visto a Joanna.

—Nadie —dijo ella, vendando el codo de una niña pequeña—. Hable con un taxista que recogió a una mujer sin abrigo, pero no recordaba que aspecto tenía, así que tal vez, no fuera Joanna.

—¿Dijo adonde la llevó?

Vielle negó con la cabeza.

—No pueden dar ese tipo de información excepto a la policía. Hay un tipo en el cuerpo a quien voy a llamar para ver si nos puede ayudar.

Richard volvió arriba a través del edificio principal, anotando el emplazamiento de ascensores y escaleras. Cuando regresó al laboratorio, Kit estaba esperándolo ante la puerta.

—¿Que estás haciendo aquí?

—He encontrado algo, e iba a llamarte, pero el voluntario de Eldercare llegó… me olvidé de llamarlos esta mañana y decirles que no vinieran… así que pensé que sería más fácil si le lo enseñaba. El abrió la puerta y ambos entraron.

—Encontré un par de transcripciones extrañas. La mayoría son formularios tipo pregunta y respuesta. —Le tendió tres hojas grapadas—. Pero éste es un monólogo, y el nombre, Joseph Leibrecht, no aparece en su lista de entrevistados.

Joseph Leibrecht. El nombre le resultaba familiar. Miró la transcripción. Una ballena, manzanos en flor.

—Esto no es una entrevista —dijo—. Es el testimonio de la ECM que tuvo un tripulante del Hindenburg.

Se preguntó qué estaba haciendo junto al resto de las transcripciones. Le pareció recordar que Joanna había dicho que la habían registrado mucho tiempo después de los hechos, demasiado para resultar útil, pero había subrayado las palabras mar y fuego. Otra vez, el fuego.

—¿Dijiste que encontraste otra transcripción extraña? —le preguntó a Kit.

—Sí, hice una lista de los pacientes a los que Joanna entrevistó durante los últimos meses, y hay uno que sale vanas veces.

—¿Cómo se llama? —preguntó Richard, tomado un lápiz.

—Bueno, ésa es la cosa —dijo Kit, sacando la transcripción de su bolso—. El nombre de la transcripción es Carl, pero no sé si es un nombre propio o un apellido. Todos los demás pacientes constan por una inicial y un apellido, y estas transcripciones son distintas de las demás también. —Señaló una sección—. Las otras son todas preguntas y respuestas, pero ésta son solo tirases y palabras sueltas, y no tiene mucho sentido.

Richard miro la línea que estaba señalando: “¿Mecho?… rojo… parches”, decía.

—¿Cuándo se hicieron estas entrevistas, o lo que sean? Kit consultó su lista.

— La primera es del cuatro de diciembre, y la última del dieciocho de este mes.

—Entonces, sea quien sea ese tipo, cabe la posibilidad de que todavía estuviera en el hospital ese día.

—Puede ser una mujer.

—Tienes razón —dijo Richard, y descolgó el teléfono—. Veamos si Vielle sabe quién es.

Marcó Urgencias, esperando no poder establecer comunicación y tener que llamarla al busca, pero una auxiliar de enfermería respondió y dijo que iba a llamarla, y después de un corto intervalo Vielle se puso al teléfono.

— ¿Oíste a Joanna mencionar alguna vez, a un paciente llamado Carl?

— Si, pero no será ése el que fue a ver.

—¿Por qué no?

— Porque no estaba en situación de decirle nada. Estaba en coma. En coma.

— A veces murmuraba cosas —explico Vielle—, y Joanna hizo que las enfermeras anotaran lo que decía.

Y eso explicaba las palabras y frases inconexas, los signos de interrogación detrás de las palabras. Representaban las suposiciones de las enfermeras sobre los murmullos de Carl.

—¿Hablaste con ese amigo policía?

—No, pero hablé con el coordinador del equipo de choque, y no hubo ninguna alarma de parada esa mañana, así que si Joanna fue a ver a un pariente de ECM, tuvo que ser alguien a quien hubiera entrevistado antes de… ¿Qué? —le dijo a otra persona—. Un tiroteo, tengo que irme.

Y colgó.

— Callejón sin salida —dijo Richard, colgando a su vez—. Carl está en coma.

—Oh —comentó Kit, decepcionada—. Bueno, aquí hay más nombres de pacientes. —Iba a entregarle la lista pero se la quedó—. Y uno de ellos… —pasó el dedo por la lista— mencionó niebla. Pensé que ésa tal vez, lucra la causa por la que Joanna me preguntó si había niebla la noche del Titanic. —Encontró el mimbre—. Maisie Nellis. “Maisie.”

Creo que sé adonde fue Joanna —dijo él, camino de la puerta, y luego si detuvo. Ni siquiera sabía si Maisie seguía en el hospital— Espera.

Descolgó el teléfono y llamo a la centralita.

—¿Tenemos a una paciente llamada Maisie Nellis? —pregunto.

—Si…

— Gracias —dijo el, y colgó—. Vamos, Kit.

— Le hablo de Maisie por el camino.

— Me dijo que había visto niebla en su ECM el primer día que la vi, y Joanna me dijo que vio niebla en su segunda ECM.

Llegaron a Pediatría. La puerta de la 422 estaba abierta.

¿Maisie? —pregunto él, asomándose. La habitación estaba vacía, la cama desnuda, y al pie había sábanas plegadas y una almohada. La mesita de noche había sido despejada y la puerta del armario estaba abierta y mostraba que estaba vacío.

“Ha muerto —pensó él, y fue como lo de Joanna otra vez—. Maisie ha muerto y ni siquiera me he enterado.”

—Hola —dijo una voz de mujer, y él se dio la vuelta. Era Barbara—. Los he visto pasar y he supuesto que estaban buscando a Maisie. la han trasladado. A la UC1 cardiaca. Volvió a entrar en parada, y esta vez hubo danos. La han pasado arriba a la lista de trasplantes.

—¿Eso significa que recibirá el primer corazón que haya?

—Recibirá el primer corazón que tenga el tamaño adecuado y el tipo sanguíneo adecuado. Por suerte Maisie es tipo A, así que le valdrá un tipo A o un tipo O, pero ya sabe usted la escasez de donantes que hay, sobre todo de niños.

—¿Cuánto tiempo puede pasar hasta que haya un corazón disponible?—pregunto Kit.

— No puede saberse. Con suerte, no mas de unas pocas semanas. Sería mejor unos días.

— ¿Como se esta tomando su madre esto? —preguntó Richard. Barbara se envaró.

—La señora Nellis… —empezó a decir, enfadada, pero se contuvo—. Es posible llevar cualquier cosa a los extremos, incluso el pensamiento positivo.

—¿Puede recibir visitas Maisie? Barbara asintió.

—Está muy débil, pero estoy segura de que le encantará verlo. Pregunto por usted el otro día.

—¿Sabe si Joanna vino a verla el día que la asesinaron?

—No lo se. No estaba de guardia. Se que vino a verla o la llamó o algo el día anterior, porque Maisie estaba muy atareada buscando algo para ella en su libro de desastres.

— No sabrá lo que era, ¿no?

— No —respondió Barbara—. Algo sobre el Titanic. Esa fue la última manía de Maisie. ¿Sabe como llegar a la UCI cardíaca?

Les dio unas complicadas instrucciones, que Richard anotó para su plano, y se dirigieron hacia el ascensor.

—Doctor Wright, espere —dijo Barbara, corriendo tras ellos—. Algo que tiene que saber. Maisie no… —Se detuvo.

— ¿Maisie no que?

Barbara se mordió los labios.

—Nada. Olvídelo. Iba a advertirle que tiene muy mal aspecto. Este último episodio… —Calló de nuevo.

—Entonces tal vez no debería…

—No. Creo que verlo es justo lo que necesita. Se alegrará mucho.

Pero no fue así. Maisie yacía acostada, lánguida y desinteresada contra las almohadas, rodeada de máquinas y monitores que casi llenaban la habitación. Tenía la tele encendida y el mando a distancia a mano, pero no estaba mirando la pantalla, sino la pared. Respiraba de manera entrecortada.

Había al menos seis bolsas colgando del perchero. Los tubos iban hasta sus pies, y cuando Richard le miró la mano, comprendió por qué. Parecía que hubiese tenido una pelea, todo el dorso cubierto de magulladuras púrpura y verdes y negras. Una chapa de identificación metálica colgaba de su cuello.

—Hola, Maisie —dijo Richard, tratando de que el horror que sentía no se reflejara en su voz.—. ¿Me recuerdas? Soy el doctor Wright.

—Aja —respondió ella, pero no había ningún entusiasmo en su voz.

—Traigo alguien a quien quiero que conozcas. Maisie, ésta es Kit. Es amiga mía.

—Hola, Maisie.

—Hola —dijo Maisie, aturdida.

—Le di de a Kit que eras experta en desastres —dijo Richard. Se volvió hacia Kit—. Maisie lo sabe todo sobre el Hindenburg y el incendio del circo de Hartford y la inundación de la Gran Melaza.

—¿La inundación de la Gran Melaza? —le preguntó Kit a Maisie—. ¿Qué es eso?

—Una gran inundación —dijo Maisie, en el mismo tono monótono y desinteresado—. De melaza.

El se preguntó si aquello era lo que había querido advertirle Barbara. Si se trataba de eso, entendió por que había cambiado de opinión. Nunca habría creído que Maisie, no importaba lo enferma que estuviese, pudiera verse reducida a aquel estado pasivo y sombrío. No, pasivo no. Chafado.

—¿Murió gente? —le estaba preguntando Kit—. ¿En la inundación de la Gran Melaza?

La gente siempre muere —dijo Maisie—. Eso son los desastres, gente muriendo.

—El doctor Wright me ha dicho que eras amiga de la doctora Lander. Venia a verme a veces —dijo Maisie, y sus ojos se dirigieron al televisor.

—También era amiga mía. ¿Cuándo fue la última vez que la doctora Lander vino a verte, Maisie?

—No lo recuerdo —dijo Maisie, los ojos fijos en la pantalla.

—Es importante, Maisie —dijo Kit, tomando el mando a distancia. Apagó la tele—. Creemos que la doctora Lander descubrió algo importante, pero no sabemos qué. Estamos intentando averiguar qué era y con quien habló…

—¿Porqué no le escriben y se lo preguntan?

—¿Escribir y preguntárselo? —dijo Richard, desconcertado. Maisie lo miró.

—¿No le dejó tampoco una dirección?

—¿Una dirección?

—Cuando se mudó a Nueva Jersey.

—¿Mudarse a…? Maisie, ¿no te lo ha dicho nadie?

—¿Decirme qué? —preguntó Maisie. Intentó sentarse. La línea de su monitor cardíaco empezó a subir. Richard miró a Kit, al otro lado de la cama.

—Algo le ha pasado a Joanna, ¿verdad? —dijo Maisie, alzando la voz— ¿Verdad?

Su madre, intentando protegerla, le había dicho que Joanna se había mudado, había impedido que Barbara y las otras enfermeras le dijeran la verdad. Y ahora él… Tras la cabeza de Maisie la línea del monitor cardíaco zigzagueaba bruscamente. ¿Y si se lo decía y volvía a fibrilar a causa de la impresión? Ya había entrado en parada dos veces.

—Tiene que decírmelo —dijo Maisie, pero eso no era cierto. El monitor cardíaco enviaba alarmas al puesto de enfermeras. Dentro de un momento llegaría una enfermera para echarlos, para tranquilizarla, y él no tendría que ser quien se lo dijera—. Por favor —dijo Maisie, y Kit asintió.

—Joanna no se ha mudado, Maisie —dijo él amablemente—. Ha muerto.

Maisie se le quedó mirando boquiabierta, los ojos espantados, sin moverse siquiera. Tras ella, en la pantalla del monitor, la línea verde pespunteó y luego se desplomó. “Lo he hecho —pensó Richard—. La he matado.”

—Lo sabía —dijo Maisie—. Por eso no vino a verme después de que entrara en parada. —Sonrió, una sonrisa radiante—. Sabía que no se marcharía sin despedirse antes —dijo feliz—. Lo sabía.

49

El verdugo es, creo, un experto, y mi cuello muy fino. Oh, Dios, ten piedad de mi alma, oh, Dios, ten piedad de mi alma…

Últimas palabras de ANA BOLENA, antes de ser decapitada.


Joanna corrió por la Cubierta de Paseo. “Que el operador esté todavía allí —rezó mientras corría—. Que siga transmitiendo.”

La inclinación de la cubierta había empeorado mientras estuvo en la sala de fumadores, y el barco había empezado a escorarse. Tuvo que extender la mano para no caer contra las ventanas mientras corría. “Que las escaleras no estén sumergidas —pensó, y luego—: Había una escalera para la tripulación. Subí por ella antes. Estaba junto a la despensa”, y empezó a probar puertas.

Cerrada. La segunda cedió para mostrar una maraña de cuerdas que cayeron a la cubierta. La siguiente estaba cerrada. “¿Dónde está?”, pensó, tirando del pomo, y la puerta se abrió bruscamente dando paso a una escalera de metal.

No era la que había usado antes. Era más estrecha, más empinada, y los peldaños, de rejilla metálica, estaban al descubierto. La otra escalera solo bajaba dos pisos desde la Cubierta de Botes. Vio, al mirar hacia abajo a través de los peldaños, que ésta llegaba hasta abajo del todo. “¿Y si el está ahí abajo?”, pensó Joanna, la mano todavía aferrada al pomo. Miró hacia la Cubierta de Paseo. Greg Menotti venía corriendo velozmente, agitando brazos y piernas.

—Tiene que decirme dónde están los botes hinchables —gritó, y Joanna se zambulló en la escalera. La puerta se cerró con un chasquido. Subió los escalones, los pies resonando con fuerza sobre el metal.

Las escaleras se inclinaban hacia delante, de modo que sus pies seguían resbalando. Necesitaba abarrarse a la barandilla de metal, pero no pudo. Se miró las manos. Llevaba una bandeja de la cafetería. “La has llevado hasta Pediatría sin ciarte cuenta —pensó, y trató de dársela a la enfermera sin caderas, pero no estaba en Pediatría, estaba en las escaleras y Greg se acercaba—. Tienes que soltarla”, pensó, y soltó la bandeja, que cayo por las escaleras, golpeando los escalones y cayendo, abajo y más abajo, cubierta tras cubierta tras cubierta.

Joanna se agarró a la barandilla de metal con ambas manos. Estaba adiada, tanto que le cortó las palmas, y húmeda.

Alzó la cabeza. Manaba agua desde arriba. “Es demasiado tarde —pensó, la barandilla clavándose en sus manos como un cuchillo—. Se está hundiendo.”

Pero Jack Phillips había continuado transmitiendo hasta el mismo final, incluso después de que la proa quedara sumergida, incluso después de que el capitán le dijera sálvese quien pueda. Joanna apartó la mano izquierda de la barandilla y empezó a subir otra vez, tambaleándose un poco por el extraño ángulo de los escalones, golpeándose las caderas contra la mesa, derribando el Koolaid, su madre diciendo: “Oh, Joanna”, y buscando el vaso y una toalla al mismo tiempo, empapando el Koolaid, la toalla roja, más roja, manando, y Vielle diciendo: “¡Rápido! La película va a empezar!” Tendiéndole el cubo de palomitas, y Joanna abriéndose paso por el pasillo oscuro, incapaz de ver nada, temiendo que la película hubiera empezado ya, deseando que fueran sólo los avances, viendo luz delante, fluctuante, dorada, como un juego… Estaba de rodillas, los dedos atrapados en el entramado de metal del escalón que tenía encima. “No —pensó—, todavía no, tengo que enviar el mensaje”, y se puso en pie. Empezó a subir los escalones.

Hubo un sonido y se preparó para sumergirse en la oscuridad, otra vez, en el túnel. El sonido se repitió desde abajo, resonando, metálico. “ El está en las escaleras —pensó—. Está subiendo.” Miró hacia abajo, pero no era él, era Greg Menotti quien subía las escaleras.

Rápido, se dijo, y subió los últimos escalones, atravesó la puerta y salió a la Cubierta de Botes, corriendo. Dejo atrás el respiradero, dejó atrás el techo elevado de la Gran Escalera. Tras ella, una puerta se cerro. Rápido, rápido. Corrió ante los pescantes vacíos de los botes salvavidas. La luz estaba todavía encendida en la sala de comunicaciones. Podía verla bajo la puerta. “El operador siguió transmitiendo hasta que falló la energía —pensó—, siguió…”

Se le enganchó el fondillo de la rebeca, y cayó torpemente sobre una rodilla.

—¿Dónde están los…? —exigió Greg Menotti, y hubo un súbito y ensordecedor rugido de vapor. El humo revoloteó alrededor de ellos, y ella pensó: “Tal vez pueda escapar en la niebla.” Pero cuando lo intento, él le agarró la muñeca, atrapando con la otra mano un pliegue de la rebeca.

Se puso en pie de un tirón.

—Los botes hinchables —gritó por encima del rugido del vapor—. ¿Dónde están?

—Encima de la zona de oficiales —dijo Joanna. Señaló con la mano atrapada en dirección a la proa—. Allí abajo.

El la empujó, retorciéndole la muñeca a la espalda.

—Enséñemelo —dijo. La empujó, más allá de la chimenea, más allá de la sala de comunicaciones.

—Tengo que enviar un mensaje —dijo Joanna, los ojos clavados en la luz que asomaba bajo la puerta—. Es importante.

—Lo importante es salir de este barco antes de que se hunda —dijo él, empujándola hacia delante.

—No es real —pensó Joanna, deseando que desapareciera—. Son imaginaciones, es una metáfora, un disparo perdido. Lo he inventado a partir de mi desesperación por encontrarle sentido a lo que está sucediendo, de mi propio pánico y mi negativa. No está realmente aquí. Murió hace seis semanas. No puede hacerle nada a nadie.” Pero aunque cerró los ojos con fuerza y trató de ver su cuerpo sin vida en Urgencias, los dedos de Greg todavía se clavaban en su muñeca, su mano siguió empujándola ferozmente hacia delante, más allá de la sala de mapas, hacia la zona de oficiales.

—Están ahí arriba —dijo Joanna, señalando con la barbilla el techo plano sobre ellos.

— ¿Dónde? Está demasiado oscuro. No veo nada.

— lisos son los camarotes de los oficiales. Están almacenados encima. Pero no están allí. Esto no es el Titanic, es…

El se subió a una silla de cubierta, todavía agarrándola por la muñeca, haciéndola subir tras él a un cabrestante. Extendió la mano hacia un puma! y le soltó la muñeca. Joanna no esperó. Saltó del cabrestante, de la silla, y corrió hacia la sala de comunicaciones.

La puerta estaba cerrada, y en ella había un gran cartel. “¿Conoce a alguien en peligro? —decía—. Puede salvar una vida.”

Abrió la puerta, rezando: “Por favor, que siga aquí, por favor, que esté todavía transmitiendo.”

Lo estaba. Estaba sentado, encorvado sobre el telégrafo, sin la chaqueta, los cascos sobre el pelo rubio, pulsando ferozmente la clave. La chispa azul saltaba entre los polos de la dinamo. “Sigue funcionando”, pensó ella, sintiendo una oleada de alivio.

—Tengo que enviar un mensaje —dijo, sin aliento—. Es importante.

Jack Phillips no alzó la cabeza, no dejó de teclear firmemente. “No puede oírme —pensó ella— por culpa de los auriculares.”

—Jack —dijo, tocándole el hombro.

El se volvió, impaciente, quitándose uno de los auriculares.

—Señor Phil… —dijo ella, y se detuvo, boquiabierta.

50

Estamos a 157-337, Norte y Sur. Esperen a escuchar en 6210.

Ultimo mensaje de radio de Amelia Earhart y Fred Noonan.


Maisie insistió en saberlo todo.

—¿Cómo murió? —le pregunto a Richard—. ¿En un desastre?

—No.

— La apuñaló un hombre drogado en Urgencias —dijo Kit, y Maisie asintió, como si eso significara que, en efecto, había sido en un desastre. ¿Y no había sitio así? Una muerte inesperada, inmerecida, causada por estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno. ¿En qué se diferenciaba de estar en Pompeya cuando el Vesubio entró en erupción? ¿O en el Lusitana?

¿La apuñaló muchas veces?—preguntó Maisie. Richard miró hacia la puerta, preocupado. La enfermera de la unidad de cuidados intensivos cardiacos ya había venido una vez y quiso saber que estaban haciendo.

— Me sentía rara antes —le había dicho Maisie, tan tranquila—. Pero luego el doctor Wright y la señorita Gardiner han venido a verme y me he sentido mejor.

Era cierto. Incluso tenía mejor aspecto, aunque Richard no podría haber explicado como. Todavía tenía ojeras, y los labios de un leve color azulino, pero la fuerza había regresado a su voz, y el interés.

—¿La atendió el equipo de emergencias? ¿Usaron las palas?

—Hicieron todo lo posible para salvarla —dijo Richard, y no tenía sentido utilizar términos profanos con una experta como Maisie—, pero el cuchillo había cortado la aorta. Murió de hemorragia masiva.

Maisie asintió, comprendiendo.

—¿Qué le pasó al hombre que la apuñaló?

—La policía lo mató —dijo Kit.

—Bien. —Maisie se recostó contra las almohadas, y luego volvió a incorporarse—. Dijo usted que Joanna descubrió algo importante. ¿Que?

—No lo sabemos —respondió Richard. Le explicó que Joanna le había dicho al señor Wojakowski que tenía algo importante que decirle, que había intentado decir algo mientras moría.

—¿Era sobre el Titanic? Richard miró a Kit.

—¿Por qué dices eso?

—Siempre me estaba preguntando cosas sobre el Titanic. ¿Era sobre un mensaje telegráfico?

—¿Por qué? —dijo Richard, temeroso de preguntar.

—Me pidió que le buscara los mensajes la última vez que vino a verme.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Richard. Iba a decir “Murió el catorce…”. Le pareció oír a Joanna diciendo: “No des pistas, no des pistas.”

— Umm —respondió Maisie, frunciendo el ceño—. Me pidió que buscara los mensajes, y tardé un montón porque mi madre estaba aquí siempre y estuve a punto de fibrilar un par de veces y tuvieron que hacerme todas esas pruebas. Y entonces ella vino y me preguntó si había un jardín en el Titanic, y tuve que buscar eso también…

—¿Un jardín? —preguntó Kit—. Había una lista de referencias a jardines en las ECM de sus pacientes —le dijo a Richard.

—¿Había un jardín? —le preguntó Richard a Maisie.

—Más o menos. Había una foto del Café Verandah en uno de mis libros, y parecía un jardín. Ya sabe, con flores y enredaderas y árboles y esas cosas. La llamé y le dije que podía venir a mirarlo y que había terminado con los mensajes.

—¿Fue el mismo día que vino y te preguntó por el jardín?

—No, me lo pregunto el día antes, y cuando la llamé dijo que no podía venir, que estaba muy ocupada, y me prometió que vendría más tarde, pero no lo luxo. Creí que se había olvidado, pero no fue así. —Miró a Richard—. No sé exactamente qué día fue. Puede preguntarle a la enfermera Barbara. Apuesto a que ella lo sabrá.

No había necesidad. A quienquiera que Joanna hubiera visto el día que murió, no fue a Maisie.

— ¿Cuándo la llamaste, Maisie? ¿A qué hora del día?

— Justo después de que mi madre se fuera a ver a su abogado. Creo que a las nueve.

A las nueve, y le había dicho a Maisie lo mismo que le había dicho a Kit, que estaba ocupada, que iría a verla más tarde.

— ¿Dijo cuándo iba a venir a verte?

— Dijo que después de almorzar.

— ¿Y cuándo es el almuerzo? —preguntó Kit.

— A las once y media.

Joanna pretendía ir a ver a Maisie y luego no lo hizo. Eso confirmaba que había sucedido algo, pero no qué.

— ¿Dijo en qué estaba trabajando?

— Creo que en los mensajes del Titanic, porque me pidió que buscara cuáles habían enviado. Richard y Kit se miraron.

—¿Dijo por qué quería saber eso? Maisie negó con la cabeza.

— Me dijo que los anotara, y eso hice. —Extendió la mano hacia la mesilla de noche, y la línea del monitor cardíaco empezó a saltar.

— Espera, déjame —dijo Kit rápidamente, rodeando la cama. Maisie se tendió, y la línea se aplanó. Kit abrió el cajón —No lo veo— dijo.

— Esta dentro de la carátula de El Jardín secreto —informó Maisie. Kit tomó el vídeo, sacó la cinta, miró en la caja y luego la sacudió. Del interior cayó un papelito muy bien doblado.

Se lo tendió a Maisie, quien lo desplegó con mucho cuidado.

— Muy bien, el primero… Los ordene por las veces que los enviaron —explicó— El primero fue a las doce y cinco. El último a las dos y diez. Se hundió a las dos y veinte. —Calló para tomar aire— Muy bien, el primero decía “CQD”, que significa “auxilio a todas las estaciones”.

— Respiró otra vez —MGY, que es el nombre del Titanic— Inspiró —Y luego su posición.

Le ofreció el papel a Richard.

El miró desconcertado el primer mensaje de la página, escrito con la letra infantil de Maisie: “CQD. CQD. MGY. 41.46 N, 50.14 O. CDQ. MGY.”

— ¿El Titanic no usó SOS en su señal de socorro? —preguntó, sintiendo cómo en su interior brotaba la esperanza.

— Joanna también me preguntó eso. Lo hicieron más tarde. —Maisie se inclinó hacia delante para quitarle el papel— Aquí está. —Le mostró el lugar— “MGY. SOS”, a las doce y cuarto.

SOS. ¿Había visto Joanna al operador tecleando uno de esos mensajes y quería confirmación externa? ¿O estaba intentando averiguar otra cosa, y la pista estaba allí, en la lista De Maisie? Pero no podía ser, porque Maisie nunca la había visto.

— Maisie —preguntó—, cuando llamaste a Joanna, ¿le hablaste de los mensajes que encontraste?

— No. Sólo le dije que los había encontrado. Le mostré dos antes.

— ¿Cuáles? —preguntó Richard, tendiéndole la lista.

— Este —señaló ella— y este otro.

— “Vengan rápido. Sala de máquinas inundada hasta las calderas.” Y: “Nos hundimos. No puedo oír el ruido del vapor.”

Joanna le había preguntado a Kit por el vapor y los incendios del Titanic pudieran haber producido humo.

— ¿Te preguntó otras cosas sobre el Titanic? —quiso saber Kit.

— Sí, me preguntó si tenía ascensor y piscina. Y también me preguntó por el Carpathia.

Una enfermera mayor asomó la cabeza a la puerta.

— Han pasado cinco minutos. Richard asintió. Kit se levantó.

— No, no pueden irse todavía —dijo Maisie, y el monitor zigzagueó— No me han dicho qué creen que descubrió o cómo van a averiguarlo. Por favor, enfermera Lucille —le suplicó a la enfermera— sólo dos minutos más, y luego descansaré, lo prometo. —Se tendió obediente contra las almohadas, como para demostrarlo— Me tomaré mi Ensure.

— Muy bien —dijo Lucille, derrotada— Dos minutos más, y eso será todo. —Salió.

En cuanto se fue, Maisie se incorporó.

— Muy bien, díganme. Creen que fue a ver a alguien y que le dijeron algo, ¿verdad? Por eso han venido a verme, porque piensan que fui yo, ¿no? Pero no fui. Apuesto a que fue uno de sus pacientes de ECM, así que lo primero que tenemos que hacer…

— ¿Tenemos? —dijo Richard— Tú no vas a hacer más que descansar.

— Pero podría… —Maisie se detuvo y se recostó contra las almohadas.

— ¿Maisie? —dijo él, mirando ansiosamente a Kit, que había mirado el monitor y luego otra vez a Maisie. La niña estaba mirando la puerta.

Lucille entró con una lata con una pauta. La colocó en la bandeja que había en la cama.

— Todo entero —dijo.

— Es de vainilla —se quejó Maisie—. ¿No lo hay de chocolate?

— Todo entero —dijo Lucilo., y salió.

—Odio la vainilla —murmuró Maisie, y apartó la lata—. Apuesto a que el señor Mandrake sabrá quiénes son los ECM. Podríamos ir a preguntarle…

— No vas a ir a ninguna parte, Maisie. Lo digo en seno —le advirtió Richard—. No vas a hacer otra cosa sino descansar y ponerte fuerte para que estés preparada para tu nuevo corazón. Kit y yo averiguaremos con quién habló Maisie.

— Yo no haría nada —dijo Maisie, dirigiéndose a Kit—. Sólo le pediría a la gente cuando venga a verme si la vieron hablar con alguien, el tipo que limpia la papelera y esas cosas. Ni siquiera me levantaría de la cama. —Miró a Richard—. Por favor. Joanna dijo que yo era muy buena averiguando cosas.

“Y pretendes continuar, te dé permiso o no”, pensó él. Se preguntó cómo podía manejarla Joanna, y entonces se dio cuenta de que sabía cómo. La había puesto a trabajar buscando mensajes e islas del Pacífico.

— Muy bien —dijo, mirando a Kit, quien asintió—, puedes ayudarnos, pero tienes que prometer que descansarás…

— Y hacer todo lo que te digan las enfermeras —dijo Kit.

— Lo haré —dijo Maisie mansamente.

— Lo decimos en serio. Sólo tienes que hacer preguntas. No vas a hacer nada ni ir a ninguna parte.

— No me dejarán de todas formas —dijo Maisie, disgustada, y Richard se preguntó qué historia había detrás—. Lo prometo. Sólo haré preguntas.

— Muy bien. La hora que estamos investigando es después de las once y antes de las doce y cuarto.

Maisie intentó estirar la mano hacia la mesita de noche, y Kit saltó a alcanzarle el lápiz y la libreta.

— Once y doce y cuarto —dijo Maisie, anotándolo—. ¿Quiere que lo llame al busca cuando lo averigüe? Richard sonrió.

Puedes llamarme —dijo. Se sacó una de sus tarjetas del bolsillo de la bata.

¿Y si no contesta?

— Puedes dejar un mensaje en mi contestador —dijo él, y ante su mirada escéptica añadió—: Prometo que vendré en cuanto reciba el mensaje.

Miró la hora.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Kit, poniéndose en pie—. Han pasado dos minutos.

—No puedes irte todavía. No tengo tu número —dijo Maisie—. Por si el contestador del doctor Wright no funciona.

La retrasadora maestra en acción. Anotó el número de Kit y luego el de Vielle.

—Pero no llames a Urgencias —dijo Richard severamente—. Están muy ocupados. Llámame a mí.

—Lo haré.

—Ahora bébete el Ensure y descansa —dijo Richard, y se dirigieron hacia la puerta.

—¿Sabe cómo es esto? —dijo Maisie.

—¿Qué?

—Es como el Titanic. Tuvieron que averiguar qué había sucedido gracias a la gente, sólo que estaban muertos, así que tuvieron que hablar con otra gente y averiguar qué hicieron y quién los vio y esas cosas.

Recomponiendo la tragedia, pieza a pieza, conversaciones y atisbos y últimas palabras.

—Joanna estaba loca por ti, ¿sabes? —dijo Richard, y Maisie asintió solemnemente.

—Sabía que no podía irse y dejarme.

—¿Vas a ponerte bien, Maisie?—preguntó Kit.

—Aja. Casi es la hora de que venga la señora con las revistas. Va por todo el hospital repartiendo revistas. Apuesto a que tal vez, vio a Joanna. Kit, ¿puedes ahuecarme las almohadas antes de irte?

Tardaron otros cinco minutos e hizo falta que Lucille volviera para que pudieran marcharse.

—Tienes razón —dijo Kit mientras esperaban el ascensor—. Es toda una valiente.

—¿Cómo sabias que no sabía lo de Joanna?

—Tenía la misma cara de mi tío Pat el día que le dieron el diagnóstico —dijo ella, mirando la puerta cerrada del ascensor—. Hay cosas peores que la muerte.

—Como dejar tirado a alguien. Kit lo miró.

—No vamos a dejar tirada a Joanna. Vamos a descifrar su mensaje.

¿Pero cómo, exactamente? Recomponiendo trocitos de información. Kit le trajo la lisia de referencias a jardines que Joanna había encontrado entre las transcripciones, y otra con el título “Regresos bruscos de la ECM”.

— Es de hace varias semanas. Ya lo he visto —le dijo él. Pero cuando volvió a mirarlo, advirtió en la lista el nombre de Amelia Tanaka, y cuando comprobó su testimonio con el escaneo de esa sesión, encontró que había salido del estado ECM por su cuenta., y que la teta-asparcina estaba presente.

Revisó todas sus ECM y luego empezó con las del señor Sage. El testimonio no servía de nada con el señor Sage, pero cuando Richard comprobó los escaneos, descubrió que había pasado directamente del estado ECM al despertar dos veces. Ambas veces la teta-asparcina estuvo presente. Pero no estaba presente en las ECM del señor Pearsall ni en las del señor O’Reirdon.

Trabajó con los escaneos hasta que los ojos empezaron a arderle, y entonces se marchó al ala oeste y terminó de cartografiar el resto de las plantas, preguntando a varias enfermeras y celadores.

— ¿Cómo puedo llegar más rápido a la ocho-oste desde aquí? ¿Cuál es el camino más rápido a Urgencias?

Y anotó las repuestas y fue añadiendo las rutas a su plano.

Entretanto, reflexionó sobre la lista de mensajes de Maisie. Eran casi imposibles de leer, una letanía de desastre y desesperación cada vez mayor : “Hay hielo”; “Estamos subiendo las mujeres a los botes”; “Requerimos ayuda inmediata”; “Nos hundimos rápidamente”. “SOS. SOS. SOS.”

Había una pista en alguna parte, una conexión. Joanna había tenido un motivo para pedirle a Maisie que los buscara, pero él lo entendía tan poco como los barcos que respondieron al SOS del Titanic. “¿Qué os pasa?”, había preguntado el Olympic, y luego, increíblemente: “¿Viráis al sur para encontraros con nosotros?” El Frankfurt estaba tan despistado que el telegrafista le recriminó: “¡Idiota, permanece a la escucha y atiende!” Incluso el operador del Carpathia preguntó: “¿Debo decírselo al capitán?” Idiotas obtusos, todos ellos, incapaces de comprender un mensaje perfectamente sencillo. “Igual que yo.”

Llamó Vielle.

— Encontré a alguien más que vio a Joanna. Wanda Rosso. Es radióloga. Dice que vio a Joanna en la cuatro-oeste a eso de las once y media.

— ¿Dónde en la cuatro-oeste? —preguntó Richard, recuperando el plano del Mercy General.

— Estaba entrando en un ascensor.

Había dos ascensores para pacientes y dos ascensores de servicio en la cuatro-oeste.

—¿Qué ascensor?

—No lo dijo. Supongo que el que está junto al pasillo.

—Pregúntaselo. ¿Sabía esa tal Wanda en qué dirección iba Joanna?

—No podía recordarlo —dijo Vielle—. Cree recordar que la flecha “abajo” estaba encendida, pero no está segura. Le pregunté si Joanna parecía excitada o feliz, y dijo que no notó nada, excepto que parecía tener prisa porque no paraba de mirar los números de las plantas y de dar golpéalos con el pie.

Con prisa, iba a alguna parte en el ala oeste. ¿Pero adonde? La tercera planta era Ortopedia, lo cual no parecía probable, y debajo todo eran oficinas de administración. Y esta Wanda había dicho que no estaba segura de que la flecha estuviera encendida. La cuarta era Pediatría, y no había ido a ver a Maisie. La sexta era Cardiología, una posibilidad en lo referido a las ECM, pero Joanna no se había llevado la minigrabadora consigo.

—¿Dijo si Joanna llevaba un cuaderno?

—No.

—¿Averiguaste lo de la cinta? ¿La tiene la policía?

—No —dijo Vielle, y hubo un extraño cambio en su voy.—. Su ropa fue destruida.

—¿Destruida? ¿Estás segura? Era una prueba.

—No hay caso. El sospechoso está muerto, y hubo testigos, así que no había ningún motivo para conservarla.

—Pero no habrán tirado las cosas que llevaba en los bolsillos —dijo él—. Las habrán devuelto a sus parientes. Tal vez su hermana tenga la cinta. Y escucha, he estado pensando, puede que también haya notas. Joanna siempre tomaba notas cuando hacía las entrevistas, y sabemos que no llevaba la grabadora consigo. Puede que haya un cuaderno, un trozo de papel…

—Todo fue destruido —dijo Vielle, y su voz sonó cortante, definitiva—. En la papelera de residuos contaminados.

—¿La papelera de resi…? —dijo él, y entonces comprendió lo que Vielle había estado intentando decirle de manera implícita. La ropa de Joanna estaba empapada de sangre, y todo lo que llevara en los bolsillos se habría empapado también. Estropeado. Ilegible.

—Lo siento —dijo Vielle—. Todavía no he encontrado al taxista, pero tengo un par de pistas. Te llamaré en cuanto encuentre algo.

—Bien.

Richard regresó al Titanic y buscó “restaurante A La Carte”, “gimnasio”, “Salón Comedor de Primera Clase”. Jim Farrell, un joven emigrante irlandés, había acompañado a cuatro jóvenes que había prometido cuidar y las condujo desde tercera clase hasta la Cubierta de Botes, sorteando un laberinto de pasillos y cubiertas y escaleras, y luego regreso, incapaz de escapar él mismo.

Buscó “Cubierta de Botes”. Archibald Butt y el coronel Grade y un jugador llamado J. H. Rogers ayudaron a cargar bote tras bote, entregando bebés y niños mientras eran arriados por el costado.

Maisie no llamo, cosa que le sorprendió. En realidad él no creía que pudiera descubrir lo que Vielle, con todas sus relaciones entre el personal, no había podido esclarecer, pero no esperaba que eso la detuviera. Pero no había ningún mensaje en su contestador, ninguna llamada urgente al busca. Se preguntó si la niña estaría bien. Pareció tomarse bien la noticia de la muerte de Joanna, pero con los niños nunca se sabía, y a veces las malas noticias tardaban algún tiempo en hacer mella.

Como siguió sin llamar durante la tarde siguiente, Richard fue a verla. No estaba (le estaban haciendo un reconocimiento cardíaco), pero la enfermera, que no era la misma que los había sacado de la habitación, le dijo que estaba bien.

— Su estado de ánimo ha mejorado mucho estos últimos días —dijo, sonriendo— Memos tenido que obligarla a quedarse en la cama.

— Dígale que el doctor Wright ha venido a saludarla, ¿quiere? Y que vendré más tarde —dijo el. Dio unos cuantos pasos hacia el ascensor y luego se volvió, con aspecto adecuadamente contuso— Necesito ira Urgencias. ¿Cuál es el camino más fácil para llegar?

Repitió el proceso con una enfermera y dos celadores. Obtuvo tres respuestas completamente diferentes, y volvió al laboratorio y las añadió al plano. Tenía terminada la planta principal y toda el ala oeste, Las cuatro plantas superiores del ala este alas y el plano empezaba a parecer tan complicado como sus diagramas de los escaneos, e igual de ininteligible.

Joanna había salido de su despacho y había bajado a la dos oeste y luego subió al despacho de la doctora Jamison y, de allí, bajó a Urgencias. ¿Y entre una cosa y la otra? No tenía ni idea. Todo lo que podía deducir con seguridad era que no había ido a ningún sitio de la cuatro-oeste, va que bajaba (o subía) desde allí, y que probablemente había bajado a la cuatro-oeste desde su despacho y cruzó el pasillo. Si de verdad había salido de su despacho, si no había ido a algún otro lugar primero.

Trabajo un rato en el plano y luego hizo una serie de superposiciones de la teta-asparcina, buscando otras similitudes. No había ninguna. “Completamente aleatorio”, pensó. Pero había una conexión en alguna parte. Joanna la había visto, y estaba en algún lugar de los escaneos o las transcripciones de sus ECM. O de la de Joseph Leibrecht. Leyó el testimonio del tripulante que le había dejado Kit. Había visto una ballena y un pájaro en una jaula y manzanos en flor.

Richard volvió a los escaneos, tratando de decidir si había alguna similitud entre los que no teman teta-asparcina. No la había. Recupero del caos de su mesa la revista que había dejado la doctora Jamison y levo el artículo sobre la teta asparcina. Se había producido una versión oficial y se estaba probando para determinar su intención, todavía desconocida.

“llene algo que ver con las ECM”, pensó. ¿Pero cómo? ¿Era un inhibidor, después de todo?, o su presencia era un efecto secundario de la estimulación del lóbulo temporal o la acetilcolina?

Trabajó hasta que pudo justificar el tener que irse a casa, y entonces llamo a Kit, quien tampoco había encontrado nada.

— Decididamente tiene algo que ver con el Titanic —dijo ella, y parecía cansada, lóelas las palabras que ha subrayado tienen relación.

—¿Es la señorita Lander? —dijo el señor Briarley al fondo—. Es la segunda vez que llega tarde a clase.

— Es el doctor Wright, tío Pat —dijo Kit pacientemente.

— Dile que la respuesta es la C, la viva imagen reflejada.

—Lo haré —le dijo Kit, y a Richard—: Lo siento. Lo que estaba diciendo es que todo lo que marco, ascensor” y “gloria” y “escalera”, son cosas que describió haber visto en el Titanic durante sus ECM.

—¿Hay subrayada alguna referencia a los mensajes telegráficos?

—No, aunque la palabra mensajes aparece en casi todas las transcripciones. Tengo que colgar. ¿Alguna noticia de Maisie?

—Todavía no —respondió el, y empezó a leer otra vez, sobre el Titanic, buscando pistas. Pero lo único que encontró fueron más historias de terror: los encargados postales bajando a por mas sacas de correo y quedando atrapados por el agua; los pasajeros de tercera clase atrapados en la sentina mientras dos miembros de la tripulación guiaban a grupos pequeños por la escalera de segunda clase hasta la Cubierta, a través del vestíbulo de tercera clase, por la cubierta central, hasta el pasillo que conducía a primera clase y la gran Escalera y la Cubierta de Botes; el capitán Smith nadando hacia uno de los botes con un bebé en sus brazos y desapareciendo luego.

Richard no tuvo noticias de Maisie tampoco al día siguiente, ni al otro. Vielle llamó para decir que había hablado con Wanda Rosso, y que, en efecto, eran los ascensores de los pacientes junto al pasillo.

—Y dice, ahora que ha tenido la oportunidad de pensarlo, que recuerda haber visto a Joanna pulsar el botón para bajar.

“Apuesto a que sí”, pensó él, sacudiendo la cabeza. Un caso clásico de tabulación, de rellenar un recuerdo que no estaba allí con imágenes de otros tiempos, otros ascensores, y que no servía de nada.

—¿Y no has encontrado a alguien más en el ala oeste que la viera? —pregunto.

— No he tenido ocasión de hablar con ellos. Sigo trabajando en lo del taxista.

Muy bien, pues, él iría a preguntar. Pero nadie en la cuatro-oeste, ni en la tercera, ni en la sexta, recordaba haberla visto. Sí que averiguó algo. La quinta estaba completamente cerrada por reformas y llevaba así desde enero. Un cartel ante el ascensor decía que Rehabilitación había sido trasladada temporalmente a la segunda planta del edificio Brightman.

Volvió al laboratorio y lo marcó en el plano, agradecido de poder eliminar algo. Y al menos había acotado la zona a la que ella había podido ir en el ala oeste. A menos que hubiera bajado a la segunda y al pasillo hasta la principal.

Se rindió y volvió a los escaneos. Hizo una serie de superposiciones de los escaneos donde estaba presente la teta-asparcina, buscando oirás similitudes. No había ninguna, lo que significaba que la teta-asparcina era sólo un efecto secundario. O el producto de una smapsis disparada aleatoriamente.

Y Kit había dicho: “Tiene decididamente algo que ver con el Titanic. “ La respuesta estaba en algún lugar del montón de libros. Se sentó, saco El trágico fin del Titanic del montón y empezó a leer, la cabeza apoyada en la mano.

“Los testimonios de los que quedaron a bordo después de que se marcharan los últimos botes son, por supuesto, difusos —leyó—. Aunque todos están de acuerdo en que no hubo pánico. Los hombres se apoyaron contra la barandilla o se sentaron en las sillas de cubierta, turnando y charlando tranquilamente. El padre Tilomas Byles caminó cutre los pasajeros de tercera clase, rezando y ofreciendo la absolución. La cubierta empezó a inclinarse, y las luces se redujeron a un resplandor rojizo…”

Richard cerró el libro y volvió a la monotonía de estudiar los escaneos. Trazo los niveles de cortisol y acetilcolina, y luego conectó con Internet e hizo una búsqueda sobre la teta-asparcina. Sólo había dos artículos. El primero era un estudio de su presencia en los pacientes de corazón, que…

Alguien llamó a la puerta. Richard se dio la vuelta, esperando que fuera Kit, o Vielle, pero no. Era una mujer con un vestido rosa y tacones altos. ¿Podría ser la señora Haighton, finalmente allí, varios con es tarde, para su primera sesión?

—¿Doctor Wright? —dijo la mujer—. Soy la señora Nellis. La madre de Maisie.

“Oh, justo lo que me hacía falta —pensó él, cansado—. No tenía derecho a decirle a Maisie que Joanna ha muerto, es terriblemente importante que sólo tenga experiencias alegres y animosas. El pensamiento positivo es muy importante.”

—Maisie me ha hablado mucho de usted —dijo la señora Nellis—. Agradezco que fuera a visitarla. Es difícil mantenerla animada, aquí en el hospital, y su visita la ha alegrado enormemente.

—Me gusta Maisie —dijo él, cauto—. Es una gran chica. La señora Nellis asintió. Todavía sonreía, pero la sonrisa era un poco forzada.

—Está bien, ¿verdad? —preguntó Richard—. ¿No le ha pasado nada?

—Oh, no, no —dijo la señora Nellis—. Lo está haciendo enormemente bien. Ese nuevo bloqueador ECA está haciendo maravillas. Me ha dicho que es usted neurólogo investigador.

El se sorprendió. No tenía ni idea de que Maisie supiera nada de él, excepto que era amigo de Joanna. ¿Y de qué iba todo aquello? Si venía a echarle un sermón por haberle contado a Maisie lo de Joanna, mejor que dejara de sonreír y fuera directa al grano.

—Sí, eso es —contestó él, y para darle la ocasión que aparentemente estaba buscando, añadió—: Estoy investigando las experiencias cercanas a la muerte.

—Eso me han dicho. Tengo entendido que cree usted que las experiencias cercanas a la muerte pueden ser algún tipo de mecanismo de supervivencia. También tengo entendido que espera usar su investigación para desarrollar una técnica para revivir pacientes que hayan experimentado un paro cardíaco, un tratamiento para traerlos de vuelta.

¿Con quien había estado hablando? Joanna nunca le habría dicho nada de eso, sobre todo conociendo su tendencia al optimismo desbordado, ni tampoco Maisie. ¿Mandrake? Difícilmente. ¿Quién entonces? ¿Tish? ¿Uno de los sujetos de la investigación? No importaba. Tenía que detener aquello antes de que llegara más lejos.

—Señora Nellis, mi investigación está sólo en fases muy preliminares. Ni siquiera tenemos claro todavía qué es la experiencia cercana a la muerte ni qué la causa, mucho menos cómo funciona.

—Pero cuando averigüe cómo funciona —insistió ella—, y cuando desarrollen un tratamiento, podrá ayudar a pacientes que han entrado en parada. Como Maisie.

—No… señora Nellis —dijo él, sintiéndose como si intentara detener un tren sin frenos—. En algún momento del lejano futuro, la información que estamos recopilando podrá ser aplicada a un uso práctico, pero cuál pueda ser ese uso, o si podrá de hecho ser…

—Comprendo —dijo ella—. Sé lo incierta y consumidora que es la investigación médica, pero también sé que se obtienen logros científicos constantemente. Mire la penicilina. Y la clonación. Cada día se desarrollan tratamientos nuevos.

“No un tren sin frenos, un flujo piroclástico”, pensó él, viendo mentalmente la foto que Maisie tenía del volcán Santa Helena, la nube negra rugiendo imparable en la boca de la montaña, arrasándolo todo a su paso, y se preguntó si de ahí habría sacado Maisie su interés original por los desastres.

—Aunque hubiera un logro en la comprensión de las experiencias cercanas a la muerte —dijo él, sabiendo que era inútil—, no tendría por qué tener una aplicación médica, e incluso si así fuera, tendría que haber experimentos, pruebas clínicas…

—Comprendo.

“No, no comprende —pensó él—. No comprende nada de lo que he dicho.”

—Aunque hubiera un tratamiento, que no hay, tiene que haber una aprobación por parte del hospital y un permiso por parte del consejo de investigación…

—Sé que habrá obstáculos —dijo ella—. Cuando se aprobó el amoclipril para pruebas clínicas, pasaron meses antes de que Maisie fuera incluida en la lista de espera, pero mi abogado es muy bueno superando obstáculos.

“Me lo imagino”, pensó Richard.

—Por eso es esencial tener a Maisie en su proyecto ahora, para que todos los problemas puedan ser solucionados con antelación. Naturalmente, todo es pura precaución. Maisie lo está haciendo extraordinariamente bien con el bloqueador ECA. Está completamente estabilizada, y puede que ni siquiera necesite el tratamiento. Pero si lo hace, quiero que todo esté preparado. Por eso he venido a verlo en cuanto Maisie me contó lo de su cura para las paradas cardíacas. Si ella está en su proyecto, ya habrá sido aprobada y todo el papeleo estará completado cuando el tratamiento esté disponible, y no habrá ningún retraso innecesario para administrarlo —dijo, pero él había dejado de escuchar a partir de “en cuanto Maisie me contó”.

¿Maisie se lo había dicho a su madre? ¿Qué él podía recuperar a la gente de la muerte? ¿De dónde había sacado esa idea? La única persona que podría haberle hablado del proyecto era Joanna, y Joanna siempre había sido completamente sincera con ella. Nunca le habría dado falsas esperanzas.

Y aunque le hubiera dicho a Maisie que había una cura milagrosa (cosa que Richard se negaba a creer), Maisie no la habría creído. No la endurecida Maisie, que llevaba chapas de perro al cuello para que supieran su identidad si moría mientras le estaban haciendo pruebas. Si el Hindenburg y el incendio del circo de Hartorfd y el Titanic le habían enseñado algo a Maisie era que no había rescates de último momento. Su madre podía creer en curas milagrosas, pero Maisie no. Y aunque lo creyera, no se lo habría dicho a su madre, especialmente a ella.

Joanna había dicho que Maisie nunca le contaba nada A su madre. Le ocultaba sus libros, su interés en los desastres, incluso el hecho de que él le había contado la muerte de Joanna, y su madre sólo permitía conversaciones positivas. Nunca habría dejado que Maisie sacara el tema de la muerte clínica. Debía de haber pasado algo. Maisie debía de haber mencionado accidentalmente su nombre y, para encubrirlo, para que su madre no se enterara de que él le había contado lo de Joanna, había dicho algo sobre el proyecto, y su madre se había dejado llevar, y través de sus poderes de pensamiento positivo, convirtiéndolo en una cura milagrosa.

—Necesitará una copia de su historial médico —dijo la señora Nellis, muy ocupada haciendo planes—. Recogeré la solicitud en Archivos. Maisie estará encantada. Estaba tan nerviosa cuando me habló de su proyecto. La posibilidad de entrar de nuevo en parada la tiene muy preocupada, lo sé. Le dije a sus médicos que no dejaré que le suceda nada, pero ella tiene miedo.

Pero había entrado en parada dos veces sin temblar siquiera. Y estaba enterada de lo del trasplante cuando Kit y él fueron a verla y no parecía asustada. Su único pensamiento fue ayudarlos a averiguar adonde había ido Joanna.

—Naturalmente, soy consciente de que una cura semejante tendrá una demanda enorme, y que habrá pacientes compitiendo por ella. Es otro de los motivos por los que quiero que Maisie esté en el proyecto en esta etapa —dijo la señora Nellis—. Hablaré con mi abogado para preparar un permiso de participación de una menor. Iba a verlo ahora, y de paso le preguntaré por cualquier otro posible obstáculo.

¿Por qué se lo habría dicho Maisie? Tenía que saber que ella se agarraría incluso a una mención casual de un posible tratamiento y lo convertiría en domina de fe. Entonces, ¿por qué se lo había dicho? Tenía que saber que ella haría exactamente lo que había hecho, ir corriendo al laboratorio y…

“Eso es —pensó—. Por eso Maisie se lo ha dicho. Para que viniera aquí. Para que insistiera en que fuera a verla. Ha descubierto donde estuvo Joanna y ésta es su forma de decírmelo. ¿Pero por qué no ha telefoneado? ¿O hecho que me llamaran al busca?”

—Tendré que hablar con Maisie antes de tomar ninguna decisión referida al proyecto —dijo.

—Por supuesto. Lo notificaré a la UCI cardíacos. Maisie no tiene teléfono en su habitación, pero le diré a la enfermera del sector que le deje hablar con ella.

“Maisie no tiene teléfono —pensó él, y no podía hacer que nadie transmitiera un mensaje suyo—. Ésta es su forma de comunicármelo.”

—… y si tiene problemas para que le dejen pasar, dígale a los de la UCI que me llamen —dijo ella—. Me encargaré de que lo pongan en la lista de visitantes aprobados, y después de ver a mi abogado, hablare con Archivos sobre el proceso de solicitud. Y le dejo para que trabaje en su proyecto. ¡Se que sus logros van a producirse pronto! —dijo, sonriendo alegremente, y se marchó.

Richard espero a oír sonar el ascensor, y entonces agarró su bata y su placa de identificación, una carpeta de aspecto oficial por si las moscas, y abrió la puerta. Kit estaba allí, con la mano a punto de llamar.

—Vamos —dijo él— Maisie ha descubierto dónde estuvo Joanna. La condujo hasta la séptima y luego cruzaron un pasillo, pensando: tantas estas horas haciendo mapitas han dado su fruto. Puedo llegar a cualquier parte del hospital en cinco minutos.”

—¿Te ha llamado? —preguntó Kit, trotando para mantener su ritmo.

—En cierto modo —contesto él, abriendo la puerta al fondo del pasillo. ¿Qué estas haciendo aquí, Kit? ¿Has descubierto algo?

— No estoy segura, pero si tienes razón sobre Maisie, no importará. De todas formas, puede esperar.

El la condujo hasta la sexta y luego recorrieron el pasillo de la UCI cardíaca, donde una voluntaria guardaba la puerta. Richard le tendió la carpeta a Kit y pasaron de largo y atravesaron las puertas dobles. La enfermera miró brevemente su identificación y sonrió. Richard condujo a Kit hasta la habitación de Maisie. La enfermera que había ante la puerta se levantó.

—¿Puedo ayudarles? —preguntó, moviéndose para bloquear la puerta.

—Soy el doctor Wright. He venido a ver a Maisie Nellis.

—Oh, sí, la señora Nellis dijo que vendría —dijo la enfermera, y les franqueó el paso. Maisie estaba tumbada, viendo la tele. El doctor Wright ha venido a verte —informó la enfermera, rodeando la cama para comprobar los goteros. Pulsó un botón.

—Hola —dijo Maisie, sin interés, y siguió mirando la tele.

“¿Y si estoy equivocado y no intentaba enviar un mensaje? —pensó Richard, observándola—. ¿Y si me lo he inventado todo?

La enfermera enderezó el tubo de la intravenosa, pulsó de nuevo el botón y salió, cerrando la puerta tras ella.

—Ya era hora —dijo Maisie, sentándose en la cama—. ¿Por qué ha tardado tanto?

51

Más cerca, mi Dios, de Ti.

Ultimas palabras del presidente WILLIAM McKINLEY, asesinado de un disparo.


Joanna contempló el pelo rubio del operador del telégrafo, su rostro joven y despejado, el rostro que reía feliz desde la foto de la biblioteca del señor Briarley.

—Eres el prometido de Kit —dijo.

—¿Conoce a Kit? —dijo él, quitándose los auriculares—. No está aquí, ¿verdad? —Dio un salto y agarró a Joanna por los hombros—. Dígame que no está aquí.

—No —respondió Joanna rápidamente—. Está bien, está… Pero él ya había vuelto a sentarse, y seguía transmitiendo.

—Tengo que enviarle un mensaje —dijo, tecleando el código—. Tengo que decirle que lo siento, fue culpa mía, no miré por dónde iba.

—Ni yo tampoco —dijo Joanna.

—Tengo que decirle que la quiero —dijo Kevin, el índice tecleando incansable el código—. No se lo dije. Ni siquiera le dije adiós. —Tomo los auriculares y se los llevó al oído—. No hay respuesta. Está demasiado lejos.

—No, no lo está —dijo Joanna, arrodillándose junto a él, la mano en su brazo—. El mensaje llego, ella sabe que la amabas. Entiende que no pudieras decirle adiós.

—¿Y estará bien? —preguntó él ansiosamente—. La dejé sola.

—No esta sola. Tiene a Vielle, y a Richard.

—¿Richard? —Una expresión de dolor cruzó su rostro y fue sustituida por algo triste—. Temía que estuviera sola. Temía que estuviera demasiado lejos para que llegara el mensaje. —Dejó los auriculares sobre la mesa.

— No lo estaba —dijo Joanna, todavía arrodillada junto a el— No lo está. Y tengo que enviar un mensaje. Es importante. Por favor. El asintió, puso el dedo sobre la tecla.

— ¿Qué quiere decir?

“Adiós —pensó Joanna— Lo siento. Os quiero.” Miró la chispa. Undulaba, titilaba.

— Dile a Richard que la ECM es una señal de socorro del cerebro a todos los sistemas del cuerpo. Dile que…

Alguien la hizo ponerse brutalmente en pie.

— Los botes hinchables no estaban allí —gruñó Greg, agarrándola por los hombros— ¿Dónde están? —La sacudió— ¿Dónde están?

— No lo entiende —dijo Joanna, mirando frenéticamente a Kevin— Tengo que enviar un…

Pero Greg la había soltado y había agarrado el brazo de Kevin.

— ¡Es un telégrafo inalámbrico! —dijo— ¡Está enviando un SOS! Hay barcos que van a venir a salvarnos, ¿verdad? ¿Verdad? Kevin sacudió la cabeza.

— El Carpathia viene de camino. Pero está a cincuenta y ocho millas de aquí. No llegará a tiempo. Está demasiado lejos para que llegue. Joanna tomó aire.

— ¿Qué quiere decir con que está demasiado lejos? —dijo Greg, y Joanna comprendió por fin lo que había oído en su voz en Urgencias. Había creído que era desesperación, pero no lo era. Era incredulidad, furia— ¿Cincuenta y ocho? —dijo, sacudiendo a Kevin para que se volviera a mirarlo— Tiene que haber algo más cerca. ¿A quién más está transmitiendo?

—El Virginia, el Olympic, el Mount Temple…, pero ninguno está lo bastante cerca para ayudar. El Olympic está a más de quinientas millas de distancia.

— Entonces envíe el SOS a alguien más —dijo Greg, y empujó a Kevin a la silla— Envíelo a alguien que esté más cerca. ¿Y ese barco, el de la luz que vio todo el mundo?

— No responde.

— Tiene que responder —dijo Greg, y forzó la mano de Kevin contra la tecla— Transmita. SOS. SOS.

Kevin miró a Joanna y luego se inclinó hacia delante y empezó a tecleare! mensaje. Punto-punto-punto. Raya-raya-raya. Sobre su cabeza, la chispa azul saltó, fluctuó, desapareció, volvió a arquearse.

“Se está apagando”, pensó Joanna, y se interpuso entre ellos.

— ¡No! Es demasiado tarde para enviar un SOS. Dile a Richard que es un SOS, dile que las ECM de la señora Troudtheim son la clave.

—¡Siga enviando el SOS! —gritó Greg, agarrando a Joanna por la muñeca—. Usted muéstreme dónde están los chalecos salvavidas.

—Tienes que hacer que el mensaje le llegue a Richard —le dijo ella a Kevin—. dile que es un código, que los neurotransmisores…

Pero Greg ya la había sacado de la sala de comunicaciones a la cubierta.

—¿Dónde están los salvavidas? ¡Tenemos que permanecer a flote hasta que llegue el barco! ¿Dónde los guardan?

—No lo sé —dijo Joanna, indefensa, mirando hacia la puerta de la sala de comunicaciones. De ella irradiaba luz, dorada, pacífica, y en la luz estaba sentado Kevin, su cabeza dorada inclinada sobre la clave del telégrafo sin hilos, la chispa sobre su cabeza como un halo. “Por favor”, rezó Joanna. “Que logre comunicar.”

—¿Dónde los guardan? —Los dedos de Greg se clavaron en sus muñecas.

—En un baúl junto a los camarotes de oficiales —dijo Joanna—. Pero no servirán de nada. No va a venir ningún barco…

Pero él ya la estaba empujando hacia la proa. Por delante, Joanna oía un lamido, un sonido suave, como agua, como sangre.

—Muéstreme dónde está el arcón…

“… para que pueda ver lo que estoy haciendo!”, decía el residente, y Joanna se apartó de Lis tijeras, temerosa de que tuviera un cuchillo, ¡un cuchillo! Vielle diciendo: “Aguanta, cariño. Cierra los ojos.” Las luces apagándose, la habitación súbitamente oscura, y luego una puerta adhiriéndose a la luz, a un cántico: “¡Cumpleaños feliz!” Las velas de la tarta encendiéndose, y su padre diciendo: “¡Apágalas de un soplo!” Y ella, inclinándose hacia delante, los mofletes llenos de aire, soplando, y las velas titilando en rojo y apagándose, las luces de cubierta oscureciéndose, brillando rojas y luego encendiéndose otra vez, pero no tan brillantes, no tan brillantes.

Joanna estaba tendida sobre un cofre de metal blanco.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Greg, arrodillado junto a la barandilla—. ¿Qué está pasando? —Su voz denotaba miedo, Joanna se levantó.

— La imagen unificadora se está quebrando —dijo—. Las sinapsis se disparan al azar.

—¡Tenemos que ponernos los chalecos! —gritó Greg, poniéndose un pie como loco. Abrió el cofre, sacó un chaleco salvavidas y se lo lanzó. ¡ Tenemos que abandonar el barco!

Joanna lo miro fijamente.

—¡No podernos!

El arrojó el salvavidas a sus pies, agarró otro y empezó a ponérselo.

—¿Por que no? —dijo, luchando con las correas. Ella lo miro con infinita piedad.

—Porque nosotros somos el barco.

Ella se detuvo, las manos todavía agarrando las correas, y la miró temeroso.

—Murió usted, Greg, y yo también, en Urgencias. Tuvo un infarto masivo.

—Hago ejercicio en el gimnasio todos los días, ella sacudió la cabeza.

—No importa. Chocamos contra un iceberg y nos hundimos, y todo esto… —indicó con la mano la cubierta, los pescantes vacíos, la oscuridad, es una metáfora de lo que está sucediendo realmente, las neuronas sensoras desconectándose, las smapsis apagándose.

La pobre mente mortalmente herida conectando por reflejo sensaciones e imágenes a su pesar, intentando encontrarle sentido a la muerte mientras mona.

El se la quedó mirando, la cara abotargada, llena de desesperación.

— Pero si eso es verdad, si eso es verdad —dijo, y su voz fue un sollozo airado—, ¿qué vamos a hacer?

— ¿Por qué me lo pregunta todo el mundo a mí? —pensó Joanna—. No lo se. Confiar en Jesús. Ser buenos. Jugar la mano que tenemos. Intentar recordar qué es importante. Tratar de no tener miedo.”

— No lo sé —dijo, infinitamente apenada por él, por sí misma, por todos. Mire, es demasiado tarde para salvarnos nosotros, pero todavía existe la posibilidad de que podamos salvar a Maisie. Si pudiéramos hacer llegar un mensaje…

¿Maisie? —gritó él, la voz llena de furia y desprecio—. Tenemos que salvarnos nosotros, es sálvese quien pueda. —Hizo un nudo con las correas—. No hay suficientes salvavidas para todos, ¿no? Por eso no quiere decirme donde están, porque tiene miedo de que le robe el sitio, están bajo cubierta, verdad?

—No, ahí no hay nada excepto agua!

“Y oscuridad. Y un hombre con un cuchillo”

—¡No baje ahí! —dijo Joanna, tendiendo la mano hacia él, pero Greg ya estaba en la puerta— ¡Greg!

Corrió tras él.

Greg abrió la puerta a la oscuridad, a la destrucción.

— ¡Espere! —llamó Joanna— ¡Kevin! ¡Señor Briarley! ¡Ayuda! ¡SOS!

Sonaron pasos, gente corriendo desde popa.

— ¡Rápido! —dijo ella, y se volvió hacia el sonido— Tienen que ayudarme. Greg…

Era un perro pequeño y achatado, blanco, con orejas de murciélago, que trotaba por cubierta hacia ella arrastrando una correa de cuero. “Es el bulldog francés —pensó Joanna—, el que tanto entristecía a Maisie.”

— ¡Eh, bonito! —llamó, agachándose. Pero el perro la ignoró, trotando con el aspecto frenético y simple de un perro perdido que intenta encontrar a su amo.

— ¡Espera! —dijo Joanna, y corrió tras él, agarrando el extremo de la correa. Acunó al perrito en sus brazos— Tranquilo, tranquilo. No pasa nada.

El perro la miró con sus ojos saltones, jadeando.

— No tengas miedo. Yo te…

Hubo un sonido. Joanna alzó la cabeza. Greg estaba en el último escalón de la escalera de la tripulación, asomado a la oscuridad. Bajó un escalón.

— ¡No baje ahí! —gritó Joanna. Se colocó al perrito bajo el brazo y corrió hacia la puerta— ¡Espere!

Pero la puerta ya se había cerrado tras él.

— ¡Espere!

Agarró el pomo de la puerta con la mano libre. No giraba. Soltó al perro, enroscando el extremo de la correa en su muñeca, y trató de abrirla de nuevo. Estaba cerrada con llave.

— ¡Greg! ¡Abra la puerta!

Puso todo su peso contra la puerta y empujó.

— ¡Abra la puerta!

Golpeando el cristal de la puerta, gritando: “¿Qué clase de cafetería es esta?” Golpeaba tan fuerte que el cristal se sacudió, el cartel que decía “ De 11 a 1 “ se estremeció, tratando de que la mujer de dentro soltara los platos y mirara, gritando: “¡No es la una todavía!”, señalando su reloj como prueba, pero cuando ella lo miró, no decía la una menos diez, decía las dos y veinte.

Estaba de rodillas, agarrada a uno de los pescantes vacíos de los botes. El pequeño bulldog se acurrucaba a sus pies, mirándola, tiritando.

La correa flotaba tras él en la cubierta inclinada. “Lo he soltado —pensó Joanna horrorizada—. No puedo soltarlo.”

Se enroscó la correa en torno a su muñeca dos veces, tensa, y la agarró con fuerza, lomo en brazos al perrito, tambaleándose. La cubierta ya estaba muy empinada.

—Tengo que conseguir un salvavidas para ti —dijo Joanna, y echó a andar con el perro en brazos, subiendo por la pendiente de la cubierta, tratando de evitar las sillas que resbalaban, las jaulas de pájaros, los carros de emergencia.

“Estoy en el ala equivocada —pensó—, tengo que llegar a la Cubierta de Botes”, y ovó a la orquesta.

—La orquesta estaba en la Cubierta de Botes —dijo Joanna, y ascendió hacia el sonido.

Los músicos habían apoyado el piano en el ángulo entre la Gran Escalera y la chimenea. Estaban delante, los violines en el pecho como si fueran pequeños escudos. Cuando Joanna los alcanzó, el director de la orquesta alzó la batuta, y los músicos se colocaron los violines bajo la barbilla y empezaron a tocar. Joanna esperó, el bulldog apretado contra ella, pero era una música de ragtime, animada, entrecortada.

—Todavía no es el fin —le dijo Joanna al perro, pasando junto a ellos, junto al vestíbulo de primera clase—. Todavía tenemos tiempo, no se acaba hasta que tocan Más cerca, mi Dios, de Ti.

Y allí estaba el cofre. Joanna quitó de en medio una percha para intravenosas y un carrito, arrastrando una sábana blanca, y asió un chaleco salvavidas. Puso al perrito sobre el cofre blanco para colocarle el salvavidas, envolviéndolo en torno a su cuerpo chaparro y haciendo pasar sus patas delanteras por los agujeros para los brazos. Tomó las correas, abrazando… “ Ven, ¡déjame abrazarte!”, entonó el señor Briarley, recitando Macbeth. “No le tengo y sin embargo aún te veo. ¿.Eres una daga de la mente…?” Ricky Inman se mecía en su silla; Joanna lo observaba fascinada, esperando que se cayera… “¿Una falsa creación, surgida del cerebro oprimido?”, y Ricky se cayó de espaldas, agarrándose a la pared, al interruptor de la luz mientras caía, y el señor Briarley dijo, mientras la luz se apagaba: “Exactamente, señor Inman, apague la luz y luego apague la luz”, y toda la clase se rió, pero no era gracioso, estaba oscuro. “Estaba oscuro”, dijo la señora Davenport, deteniéndose con cada palabra; Joanna, aburrida, desinteresada, preguntando: “¿Puede describirlo?” Y el señor Briarley respondiendo: “El sol no brillaba y las estrellas no daban luz.”

Estaba agarrada a la barandilla de la cubierta, con medio cuerpo fuera. Había vuelto a soltar al bulldog, y el perro le arañaba las piernas, gimoteando, resbalando por la empinada cubierta.

Lo agarro, lo abrazo contra su pecho y fue abriéndose paso en busca de apoyo hacia la mitad de la cubierta, agarrándose a la barandilla mientras pudo y luego soltándose y medio resbalando medio cayendo hacia la seguridad de la columna de madera. Las luces de cubierta se redujeron a la nada y luego volvieron a encenderse, rojo oscuro.

—El córtex visual se está apagando —dijo Joanna, y se abalanzó hacia la columna. Envolvió la correa en torno a su cintura, esforzándose por amarrarse a la columna sin soltarla. Un carrito pasó ante ellos, ganando velocidad. Un tigre, su piel de rayas rojas y negras con la luz, pasó de largo.

Joanna envolvió la correa en torno a su cintura, el perro y la columna y la anudó.

—De esta manera no te soltaré. Como El hundimiento del Hesperus —dijo, y deseó que el señor Briarley estuviera allí—. “Cortó una cuerda de un palo roto y la ató al mástil” —recitó, pero cuando dijo el siguiente verso, no encajaba—. “Y cuando murieron, los petirrojos tan rojos, rociaron sobre ellos hojas de fresa.”

El barco empezaba a desequilibrarse, como Ricky Inman en su pupitre. El bulldog, entre su pecho y la columna, la miraba con ojos espantados.

—No tengas miedo —susurró—. No puede durar mucho más.

Empezó a nevar, grandes copos blancos que caían sobre la cubierta como capullos de manzana, como ceniza. Joanna alzó la cabeza, casi esperando ver el Vesubio sobre ellos. Un marinero, todo de blanco, arrastrando tacos de aterrizaje, gritaba:

—¡Zeros en novecientos!

La orquesta se paró, hizo una pausa, empezó a tocar.

—Ya está —susurró Joanna—. Más cerca, mi Dios, de Ti. Pero no era ésa la canción.

—Bueno, al menos hemos resuelto el misterio de si tocaron Más cerca, mi Dios, de Tí u Otoño.

Pero tampoco era Otoño. Tampoco era un himno. Era Barras y estrellas para siempre.

—Oh, Maisie —murmuró.

Un apache paso galopando, blandiendo un cuchillo. Empezó a caer agua de los pescantes de los botes salvavidas, de las barandillas, del cofre.

—¡Esta es la peor de las catástrofes del mundo! —lloriqueó por un micrófono un reportero, en el techo de la zona de oficiales. —¡Es un choque terrible, damas y caballeros, el humo y las llamas! ¡Oh, la humanidad!

La alarma de parada empezó a sonar.

Joanna alzó la cabeza, la popa del barco se alzaba sobre ella, suspendida contra la negrura. Abrazó al perro y trató de protegerle la cabeza. Las luces se apagaron, parpadearon, rojo oscuro, se fueron, volvieron. Como un código Morse. Como Lavoisier.

Hubo un sonido terrible, y todo empezó a caer, la sillas de cubierta y el gran piano y las chimeneas gigantes, violines y bastones y cartas, postales y granadas y platos y la noche del picoteo, transcripciones y arriates y telegramas. Cayeron libros de sus estantes, Laberintos y espejos y El ABC del Titanic y La luz al final del túnel. Los pescantes se soltaron de sus puntos de atraque, y el camello mecánico, y la máquina de pesas, más parecida que nunca a una guillotina. Los pantales cayeron, y el telégrafo de la sala de motores, fijo en Parada, y los escápeos y los antifaces para dormir y los atajos, arterias, viejos marineros, minigrabadoras, metáforas, chapas de perro, ventanas de ventilación, cuchillos, neuronas, noche.

Cayeron sobre Joanna y el pequeño bulldog con un rugido ensordecedor, y en el último momento, antes de que los alcanzaran, ella comprendió que se había equivocado respecto al sonido que oyó al llegar. No era el sonido de los motores parándose ni de una alarma zumbando, del iceberg cortando el costado del barco, sino el sonido de toda su vida, chocando, chocando, chocando contra ella.

52

Permanezcan a la espera

Mensaje del Frankfurt al Titanic


— Llevo intentando llamarlo desde el miércoles —le dijo Maisie a Richard, disgustada. Tomó el mando a distancia y apagó el sonido de Sonrisas y lágrimas. Pero no te dejan tener teléfono en esta habitación, hay que decírselo a la enfermera de planta y ella hace las llamadas por ti, marca y todo, y no permiten teléfonos móviles por culpa de los marcapasos, se puede alterar la señal y entran en fibrilación o alto así dijo ella, lanzada, así que le pedí a la enfermera Lucille que lo llamara, y ella me pregunto para qué, y no podía decirle el verdadero motivo porque se supone que no estoy enterada de lo de Joanna. Necesitamos un código para la próxima vez.

—Muy bien, elaboraremos Lino —dijo Richard—. ¿Descubriste a quien fue a ver Joanna?

—Si. Pues bueno, le dije que tenía que verle, y le dije que usted no era una visita, sino un medico, pero ella siguió sin llamarlo.

Hizo una pausa para tomar aire, su respiración silbaba un poco, y luego continuo.

Así que le pedí que le dijera a la señora Sutterly que me trajera mis libros, porque ella no es una visita, y tengo que tener mis libros para poder hacer mis deberes Pensé cuando vino que podría entregarle en secreto una nota con su numero de teléfono, pero la enfermera Lucille dijo: “Solo familiares.” Esto es como una prisión.

¿Y entonces le dijiste a tu madre que he descubierto una cura para las paradas cardiacas?dijo Richard.

Ella asintió.

—Se me ocurrió la idea viendo La trampa de los padres, la parte donde encañan a la madre. No se me ocurrió otra cosa —dijo, a la defensiva—. Supuse que ella le haría venir si pensaba que había descubierto usted una forma de recuperar a la gente después de que estén clínicamente muertos. Y lo hizo. —Se puso sena—. Sé que no sabe cómo hacerlo. ¿Está enfadado?

—No. Tendría que haber venido a verte antes, ya que no llamabas. Vine hace un par de días, pero te estaban haciendo unas pruebas, ella asintió.

—Un ecocardiograma. Otra vez,. Todo el tiempo que estuve abajo intenté que lo llamaran al busca, pero no lo hizo nadie. Dicen que los buscas son para asuntos del hospital solamente.

—Pero me hiciste llegar el mensaje —dijo Richard—. Eso es lo importante. Y descubriste dónde estuvo Joanna y con quién habló, ella asintió enfáticamente.

—Eso fue aún mas difícil que hacerle llegar el mensaje, porque no puedo ir a ninguna parte ni llamar a nadie, y sabía que si se lo preguntaba a las enfermeras me preguntarían para qué quería saberlo, así que le pregunté a Eugene. Es el tipo que trae las comidas. Cuando estuve en Pediatría, traía también la comida, así que calculé que se encargaba de todas las plantas y veía a montones de personas.

—¿Y él vio a Joanna? —preguntó Richard, intentando que Maisie fuera directa al grano.

—No. Tuve que ponerme muy sena para que Eugene les preguntara si habían visto a Joanna. No quería. Dijo que los pacientes siempre intentaban que hiciera cesas que no podía hacer, como traerles galletas de más en las bandejas y piezas y esas cosas, y que podía perder el empleo si lo hacía, y yo le dije que no le estaba pidiendo que me trajera nada, sino que hiciera algunas preguntas, y que estaba realmente enferma, y que necesitaba un trasplante y todo eso, y que si él no lo hacía tendría que preguntárselo yo misma y que probablemente entraría en parada.

Maisie Maquiavelo.

— Así que él dijo que lo preguntaría.

—Sí, y una de las internas la vio en el ala oeste, subiendo a la quinta planta con mucha prisa.

La quinta planta. ¿Qué había en la quinta planta?

— Hice que Eugene hablara con todos los celadores y el personal que trabaja en la quinta planta, pero nadie más la había visto. Y entonces me puse a pensar que hay un pasillo que comunica con la quinta planta y que tal vez, fuera allí.

—¿Cómo sabías que hay un pasillo que conecta con la quinta planta?

—Oh, ya sabe —dijo Maisie con evasivas, mirando la televisión, donde los niños von Trapp le metían a Mana una rana en el bolsillo—. A veces me llevan a hacerme pruebas y esas cosas. Pues bien, pensé que tal vez pudiera haber ido al ala este, así que le pedí a Eugene que preguntara a toda la gente que lleva la comida y que trabaja allí, pero nadie la había visto, así que intente pensar quién más, aparte de las enfermeras y el servicio, suele estar en los pasillos, como los tipos que barren y usan las aspiradoras.

—¿Fue uno de ellos?

—No —dijo Maisie—. Pues bien, Eugene me dijo que uno de los celadores vio a Joanna bajar a Urgencias, pero eso no servía de nada, ustedes ya lo sabían, pero anote su nombre de todas formas por si querían hablar con él.

Tendió la mano hacia la mesita de noche, sacó una hoja de papel doblada parecida a la hoja donde había escrito los mensajes, y la desplegó. Richard vio que había en ella dos nombres escritos.

—Bob Yancey —dijo Maisie.

—¿Es el nombre de la persona con la que fue a hablar Joanna? —preguntó Richard, inclinándose hacia delante para ver el otro nombre. Maisie apartó el papel de su alcance.

—Ahora llego a eso —dijo, doblándolo—. Pues entonces esa señora de la UCI cardíaca fibriló, y le hicieron un bypass cuádruple, y el capellán vino, y pensé: “Apuesto a que va a ver a las personas que están realmente enfermas, vino a verme una vez cuando se me paró el corazón, así que si la persona a la que fue a ver Joanna tuvo una ECM, puede que él la haya visto.”

El capellán. Naturalmente. A Richard ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

—¿El capellán la vio?

—Ahora voy a eso.

Y era obvio que iba a tener que escuchar la historia entera de cómo había descubierto lo que él quería saber.

—Así que iba a pedirle a Eugene que le dijera que viniera a verme, pensó cuando llegó la comida no la traía él, sino otro tipo, y cuando le pregunté dónde estaba Eugene, me dijo: “Se ha tomado unos cuantos días libres”, muy cabreado. Y yo le dije: “No lo habrán despedido, ¿verdad?” Y él me dijo: “No, y no cuenta con ello ni yo tampoco, así que no me pidas que juegue a los detectives.” Y ni siquiera quiso escuchar cuando le dije que quería hablar con el capellán, dejó la comida y se fue. Así que entonces intenté pensar una manera de que el capellán viniera a verme. Se me ocurrió decirle a la enfermera de planta que estaba preocupada por el cielo y esas cosas, pero supuse que ella se lo diría a mi madre y a mi madre le daría un sofoco. Pensé que podría fingir que entraba en fibrilación-A si no se me ocurría otra cosa… “¡Fibrilación-A! he creado un monstruo”, pensó él.

—… pero mientras me decidía, llegó un tipo a sacarme sangre, y me estaba poniendo los tubos de goma en el brazo y me dice: “¿Tú eres la que iba preguntando por Joanna?” Y yo le digo: “Sí, ¿la vio usted?” Y él dice que la vio en la habitación con ese paciente y sabe el nombre y la habitación y todo, porque tenía que escribirlo en los tubitos.

Le tendió el papel, triunfante.

Richard lo desplegó.

—Habitación 508. Carl Aspinall.

—Me dijo que estaba en coma.

El corazón de Richard se le vino a los pies.

—¿Qué pasa?

Richard miró el rostro ansioso, expectante. Lo había intentado con tantas fuerzas y había tenido éxito donde los demás habían fracasado. Parecía una crueldad decepcionarla, no importaba que Joanna hubiera dicho que siempre había que decir la verdad.

—¿Qué pasa? ¿No es ése?

—No —dijo Richard—. Ya sabía lo de Carl. Joanna hizo que las enfermeras anotaran las palabras que dice en estado inconsciente. Joanna fue probablemente a hablar con las enfermeras.

—No… no —dijo Maisie—. Carl habló con ella. Lo dijo el tipo de la sangre. Dijo que se sorprendió mucho de que estuviera despierto, y las enfermeras le dijeron que había salido del coma esa mañana de repente, y todo el mundo decía que fue un milagro.

Carl había salido del coma. Y le dijo a Joanna lo que había visto, le tonto algo que le dio la clave… Habitación 508. Richard echó mano su teléfono móvil y recordó que lo había dejado en el mostrador de la puerta.

—Gracias —dijo, dirigiéndose hacia la salida—. Tengo que ir a hablar con él.

—No está. El tipo de la sangre me dijo que se fue a casa. Hace una semana.

Tendría que llamar a Archivos, ver si podía convencerlos para que le dieran una dirección, y si no, hablar con las enfermeras.

—Tengo que irme, Maisie. He de descubrir dónde vive.

—3348 S. Jackson Way —dijo Maisie al instante—, pero no está allí. Se fue a su cabaña en las montañas.

—¿Te dijo eso el analista?

—No. Eugene. —Tendió la mano hacia la mesita de noche y agarró otra hoja de papel—. Así se llega hasta allí.

Richard leyó las instrucciones. La cabaña estaba justo en las afueras de Timberline.

—tires capaz de hacer milagros, Maisie —dijo él, metiéndose el papel en el bolsillo—. Te debo una. Se encaminó hacia la puerta.

—No puede irse todavía. No me ha dicho si quiere que siga buscando a gente que vio a Joanna.

—No —pensó Richard—. Es este. Tiene mucho sentido.” Carl Aspinall había salido del coma y le había dicho a Joanna algo de lo que había visto que encajaba con las propias experiencias de ella, algo que la había hecho advertir que era la ECM, cómo funcionaba.

Maisie esperaba, expectante.

—Ya has descubierto a la persona que estaba buscando. Y se supone que debes descansar. Descansa y sigue viendo tu vídeo.

—Odio Sonrisas y Lágrimas. —Se hundió en las almohadas—. Es tan dulce. La única parte buena es cuando las monjas engañan a los nazis para que se puedan escapar.

—Maisie…

—¿Y si Coma Carl no es el tipo que está buscando? ¿O si vuelve a entrar en coma? ¿O si se muere? El se rindió.

—Muy bien, puedes seguir investigando, pero no le pidas a Eugene que haga nada que pueda hacer que lo despidan. Y nada de fingir fibrilaciones, ¿ch? Vendré a verte en cuanto haya visto a Carl.

—¿Va a llevarse a Kit?

—No. ¿Porqué?

—Es simpática —dijo Maisie, mirando la pantalla, donde el capitán Von Trapp estaba cantándole a Mana—. Creo que ella sería buena haciendo preguntas. Tiene que venir inmediatamente y decirme que le dijo.

—Lo haré —dijo él, y regresó al laboratorio para llamar a Carl Aspinall, pero no había ningún número de la cabaña en la guía. Debía tener un teléfono móvil, se dijo Richard. No se habría marchado a pasar una semana en las montañas después de haber sido dado de alta en el hospital sin una manera de permanecer en contacto. Pero el móvil tampoco estaba en ninguna guía.

Tendría que ir hasta allí, lo que después de todo no era mala idea. Si llamaba, corría el riesgo de que le dijeran que Aspinall estaba demasiado enfermo para verlo, o de que la señora Aspinall le dirá: “¿Qué tal la semana que viene?” No podía esperar hasta la semana siguiente, ni siquiera hasta mañana, no cuando estaba tan cerca. Llamó a Kit. Dudaba de que pudiera encontrar a alguien que cuidara de su tío con tan poco tiempo de antelación para acompañarlo a él, pero al menos podría pedirle las transcripciones de Carl. Quería echarles un vistazo antes de entrevistarlo.

El teléfono de Kit estaba comunicando. Miró el reloj. Eran más de las dos, y Timberline estaba a más de hora y media, intentó llamar de nuevo. Comunicando todavía. Tendría que irse sin las transcripciones.

Tomó las llaves y se encaminó a la puerta, pero se detuvo. Estaba haciendo exactamente lo mismo que Joanna, marcharse sin decirle a nadie adonde iba. Llamó a Urgencias y pidió que lo pusieran con Vielle.

—No puede ponerse al teléfono —dijo el interno o quien fuera—. Tenemos un auténtico caos aquí abajo. Colisión de veinte coches en la 1-70. Niebla.

“Tenías que tomar la 1-70 oeste para llegar a Timberline.”

—¿Dónde? —preguntó Richard.

—Al este, junto a Bennett —dijo el interno—. ¿Quiere que le dé un mensaje?

—Sí. Dígale que voy a entrevistar a Carl Aspinall. Carl. —Richard deletreó el nombre y luego el apellido lentamente—. Dígale que la llamaré en cuanto vuelva.

—Claro. Conduzca con cuidado.

Richard colgó y trató de llamar a Kit una vez más. El señor Briarley contestó al teléfono.

—¿Quién llama? —preguntó.

—Richard Wright. ¿Puedo hablar con Kit?

—Está muerto. Lo apuñalaron en una taberna de Deptford.

—Es para mí, tío Pat —dijo la voz de Kit. Y una voz de mujer, dijo al fondo:

—Lo siento. Me pidió una taza de té, y…

No oyó el resto. Kit se puso al teléfono y, sorprendentemente, ya había alguien allí para cuidar de su tío.

—Iba a ir a la biblioteca por si podía encontrar algo de un incendio en el Titanic —dijo.

—¿Que más verían? —oyó Richard al señor Briarley al huido—. Es la viva imagen reflejada de la muerte.

—¿Cuánto tiempo puede quedarse la voluntaria? —preguntó.

—Hasta las seis. Has encontrado a la persona a la que fue a ver Joanna, ¿verdad?

—Sí. Quiero que vengas conmigo a verlo. ¿Puedes?

—¡Sí!

—Bien. Trae las transcripciones de Carl Aspinall.

—Las metáforas no son sólo figuras literarias —dijo el señor Briarley.

—Será mejor que cuelgue —dijo Kit, y le dio su dirección—. fe veré en unos minutos.

—Son la esencia y la pauta de nuestra mente —dijo el señor Briarley. Richard colgó y se marchó al aparcamiento. Casi en los ascensores un joven con traje lo interceptó.

—¿Doctor Wright? —dijo, tendiéndole la mano—. Me alegro de haberlo pillado. Soy Hughes Dutton, de Daniels, Dutton y Walsh, el abogado de la señora Nellis.

“Tendría que haber ido por las escaleras”, pensó Richard.

—Ahora mismo no puedo hablar. Voy a…

—Sólo será un minuto —dijo el señor Dutton, abriendo su chaqueta y sacando un Palm Pilot—. Estoy negociando la aprobación de este tratamiento que ha desarrollado usted y necesito clarificar unos cuantos detalles. ¿Está clasificado como procedimiento médico o como fármaco?

—Ni una cosa ni la otra. No hay ningún tratamiento. Intenté explicárselo a la señora Nellis, pero no me quiso escuchar. Mi investigación de la experiencia cercana a la muerte está en las fases preliminares. Es puramente teórica.

El abogado escribió en su Palm Pilot.

—Tratamiento en tase de predesarrollo.

—Es tan tremendo como la madre de Maisie”, pensó Richard.

—No está en fase de predesarrollo. No hay ningún tratamiento, y aunque lo hubiera, nunca sería aprobado para que se experimentara con una niña…

—En circunstancias ordinarias, estaría de acuerdo con usted. Pero si el tratamiento implicado fuese utilizado en una situación postparada, hay varias opciones, la menos problemática de las cuales es clasificar ese tratamiento como un procedimiento experimental post mortam.

—Está hablando de Maisie”, pensó Richard, apretando los dientes.

—Tengo que irme —dijo, al abogado y dirigiéndose a los ascensores—. Tengo que reunirme con alguien…

—Le acompaño —dijo el abogado, adelantándose para pulsar el botón de bajada—. Ya que el paciente está técnicamente muerto, se podrían emplear los mismos permisos legales que se requieren para la donación de órganos.

Llegó el ascensor y Richard y el abogado entraron.

—¿A que planta va?

—Planta baja.

—Por desgracia, el Mercy General tiene una política que prohibe la experimentación con los recién muertos, aunque como con ella se pretende impedir que los internos practiquen procedimientos como cateterizaciones de arterias femorales, podemos argumentar que su tratamiento no entra dentro de esa prohibición. Nuestra segunda opción es una orden de Medidas Extremas, que exige que se tomen todas las medidas posibles para salvar la vida de un paciente.

El ascensor se abrió en la planta baja. El abogado siguió a Richard, que salía.

—Una orden de ME entraña más riesgo legal, pero tiene la ventaja de permitir que se realice el procedimiento antes que un post morten. En este punto, estoy sopesando todas las opciones —dijo, y volvió al ascensor cuando la puerta empezaba a cerrarse.

“Gracias a Dios —pensó Richard, yendo al trote hacia su coche—. Creí que iba a venir conmigo.” Pensó en llamar a Kit para decirle que llegaría tarde, pero no quería ponerse a buscar un teléfono, y si el señor Briarley volvía a contestar, tardaría más, sobre todo si el tráfico cooperaba.

No lo hizo. Había niebla, como había dicho el interno, y el tráfico se arrastraba lentamente. Eran las tres y veinte cuando llegó.

“Y tardaré otra media hora en evitar al señor Briarley”, pensó, pero Kit salió con los manuscritos en cuanto aparcó.

—Me he traído el móvil —dijo nada más arrancar—. ¿Quién es?

—No te lo vas a creer.

Le contó lo de Carl Aspinall mientras se dirigían a Santa Fe y tomaban la 1-25.

—Aspinall debe de haberle dicho lo que experimentó mientras estaba en coma, y algo de eso, o algo combinado con las palabras que murmuró mientras estaba inconsciente, fue la clave.

—¿Crees que sabrá qué fue?

—No lo sé. Espero que Joanna dijera algo, que gritara “eureka” y luego explicara por qué estaba tan nerviosa. Si no, tendremos que encontrar también nosotros la conexión. ¿Por qué no lees las transcripciones en voz alta?

Kit asintió y empezó a revisar las notas de Joanna. Richard entro en la 1-70 y se dirigió al oeste. La niebla se redujo un poco hacia Golden y luego se volvió mas densa cuando empezaron a subir a las montañas. Los coches que tenían delante desaparecieron, igual que los macizos rocosos a cada lado. “Una colisión de veinte coches”, pensó Richard. Encendió los faros y redujo la velocidad.

—… “mitad” —leyó Kit— “para… (ininteligible) ruego… hacer…” — lzó la cabeza—¿Dónde estamos? —preguntó, contemplando el paisaje inexistente.

— En la 1-70; vamos a Timberline —dijo Richard, tendiéndole la página con las direcciones que le había dado Maisie— Aspinall y su esposa están en su cabaña en las montañas. ¿Qué salida tomo?

Ella consultó las direcciones.

— Esta —dijo, señalando un cartel verde, apenas visible a través de la niebla— Y luego al norte por la 58.

Los dos se inclinaron hacia delante, esforzándose por ver los carteles y hacer el giro a la Autovía 58. Luego Kit siguió leyendo.

— “Agua… oh, gran (ininteligible)… humo.” Se detuvo, contemplando la niebla.

— ¿Eso es todo?

— No. Estaba pensando que tal vez el humo sea la clave.

Creí que dijiste que no habías encontrado ningún incendio en el Titanic esa noche.

— No, pero es eso. Todo lo demás que vio Joanna… los encargados de correos arrastrando sacas a la Cubierta de Botes y los pasaderos congregándose y los cohetes… todo eso sucedió de verdad, y sus descripciones del gimnasio y la Gran Escalera y la sala de escritura podían haber salido directamente de los libros del tío Pat.

— Pero no el humo.

—No, no el humo, ni la niebla, ni lo que fuera que vio. No encaja, y tal vez al tratar de averiguar por que no encajaba encontró la respuesta. En ciencia, ¿no es la pieza que no encaja la que lleva al descubrimiento?

— Sí —dijo él— O tal vez ella estaba intentando demostrar que no encajaba, porque eso demostraría que no era realmente el Titanic. Tal vez por eso te hizo todas esas preguntas sobre la sala de correo y el Salón Comedor de Primera Clase, porque esperaba que sus descripciones no encajaran.

—¿Pero entonces por qué no anotó lo que vio? Si estaba intentando demostrar la existencia de discrepancias, habría querido documentarlas, pero no hay ninguna mención a humo ni a fuego ni a niebla en ninguno de sus testimonios, grabados o escritos. Y la hay en el testimonio de Maisie, y en el de la señora Schuster. Creo que es la clave.

—Bueno, lo sabremos dentro de unos minutos —dijo Richard, señalando un cartel apenas visible en la niebla: “Timberline, 12 km.”

La niebla se fue haciendo más espesa y la carretera más serpenteante. Richard tuvo que prestar toda su atención a la mediana.

—”… agua” —leyó Kit—, “no… apagado…” Y luego dos palabras con signos de interrogación detrás, “abajo” o “debajo”.

—Túnel —dijo Richard.

—¿Túnel? ¿Cómo deduces “túnel” a partir de “abajo” o “debajo”?

—Túnel —repitió él, y señaló. La boca arqueada de un túnel apareció ante ellos, negra en la niebla informe.

—Oh, un túnel —dijo Kit, y se internaron en él.

Estaba oscuro, lo que significaba que debía de ser corto. Los túneles más largos, como el Hisenhower y los de Glenwood Canyon, estaban iluminados con luces doradas de vapor de sodio. liste estaba negro como boca de lobo mas allá del alcance de los faros, y con niebla.

“¿Por qué tuve que ver el Titanic, nada menos? —había dicho Joanna—. Vivo en Colorado. Hay docenas de túneles en las montañas.” Y tenía razón, pensó él. Un túnel como aquél era la asociación obvia. Los lados estrechos, la sensación de rápido movimiento hacia delante, la oscuridad. Este túnel debía curvarse, porque no veía el final, ¡ no podía ver la luz!

La luz. No tenía la sensación de haber descrito una curva, pero debió de hacerlo, porque allí estaba la boca del túnel cegadoramente brillante y casi sobre ellos. Richard entornó los ojos ante la súbita blancura.

“Un túnel de montaña habría sido la asociación lógica”, había dicho Joanna. La sensación de desembocar en la luz, en el espacio, el brillo cegador, los ojos que se ajustan de la negrura a la luz del día, no, más brillante aún. Deslumbrante, resplandeciente. “Es demasiado brillante —pensó Richard, y sintió una punzada de miedo—. ¿Por qué es tan brillante?”

Junto a él, Kit alzó una mano para protegerse los ojos, y el movimiento pareció defensivo, como si se estuviera preparando para un golpe. “¿Dónde estamos?”, pensó Richard, y fue salir del túnel y entrar en otro mundo. Cielo azul y nieve resplandeciente y faldas cubiertas de pinos blancos.

—¿Qué le ha pasado a la niebla? —preguntó Kit, asombrada.

—La hemos dejado por debajo de nosotros —dijo Richard, aunque tampoco había habido ninguna sensación de subida, pero en la siguiente curva de la carretera vieron la capa blanca de nubes bajo ellos, cubriendo el cañón.

—El cielo —murmuró Kit, y Richard supo que estaba pensando lo mismo que el.

—Todo excepto el zumbido o el timbrazo —dijo, y entonces sonó el móvil de Kit.

—Señora Gray, ¿va todo bien? —preguntó Kit ansiosamente. Debía de ser la voluntaria de Eldercare—. Oh. En la alacena sobre el fregadero, tras los copos de avena. Espero.

Kit pulsó “terminar”.

—No encontraba el azúcar —le dijo a Richard, con aspecto aliviado. Recogió las transcripciones—. Será mejor que termine con esto. Ya casi hemos llegado.

—Corrección, ya hemos llegado —dijo Richard, señalando un cartel que decía Timberline. Pasó a una carretera estrecha y nevada, y luego a otra más estrecha, más nevada, y paró el coche delante de un chalé de aspecto estudiadamente rústico.

—No puedo creerlo —dijo Kit mientras se acercaban a la puerta—. Vamos a averiguar lo que Joanna intentaba decirnos.

Una mujer los recibió en la puerta, sorprendida y un poco alertada.

—¿Señora Aspinall? —dijo Richard, preguntándose de pronto cómo explicarle su presencia allí sin parecer loco—. Soy el doctor Wright. Esta es la señorita Gardiner. Somos del Mere y General. Nos…

—Oh, pasen —dijo ella, abriendo de par en par la puerta—. ¡Qué amables de venir hasta aquí! Carl está en el salón. Le encantará verlos. —Tomó el abrigo de Richard y lo colgó—. El doctor Cherikov estuvo aquí ayer mismo. —Tomó el abrigo de Kit—. Todos sus doctores han sido muy amables al venir a verlo.

—Señora Aspinall… —empezó a decir Richard, pero ella ya los estaba conduciendo por un largo pasillo panelado de pino, hablándoles del estado de Carl.

— Está haciendo unos progresos maravillosos, sobre todo ahora que está aquí. Ha dejado de tener pesadillas…

— Señora Aspinall —dijo Richard, incómodo—. Me temo que ha habido un malentendido. No soy uno de los doctores de su marido.

La señora Aspinall se detuvo en mitad del pasillo y se volvió a mirarlos.

—Pero ha dicho que eran del Mercy General.

—Lo somos —dijo Richard—. Eramos amigos de Joanna Lander. Ella era mi colaboradora en un proyecto de investigación.

—Oh —dijo la señora Aspinall. Vaciló, como si fuera a mostrarles la puerta, y luego los condujo hasta el final del pasillo. No era el salón familiar. Era una cocina decididamente poco rústica—. ¿Les apetece un poco de té?

—No, gracias —dijo Richard—. Señora Aspinall, el motivo por el que hemos venido…

—Lamenté tanto lo de la muerte de la doctora Lander —dijo la señora Aspinall—. Fue muy amable con Carl y conmigo. Solía venir a sentarse con Carl para que yo pudiera ir a comer algo. —Sacudió la cabeza, apenada—. ¡Una tragedia terrible! ¡Hay tanta violencia hoy en día! Trastornó terriblemente a Carl.

“Bueno, al menos lo sabe —pensó Richard—, y no nos meteremos en un nido de avispas como hicimos con Maisie”, pero preguntó, por si acaso:

—¿Le contó a su marido lo de su muerte?

— No iba a hacerlo. Estaba todavía muy frágil y no la conocía. —Sonrió, como pidiendo disculpas—. Me cuesta mucho recordar que todas las personas que se preocuparon por él durante todas esas semanas y a quienes conozco tan bien son completamente desconocidas para él.

Richard y Kit se miraron el uno a la otra.

— Pero Carl oyó hablar a las enfermeras —continuó la señora Aspinall—, y cuando Guadalupe entró en la habitación, vio que había estado llorando y supo que algo iba mal. Estaba convencido de que yo le ocultaba algo sobre su enfermedad, así que acabé por tener que decírselo.

—Señora Aspinall, el día que la doctora Lander murió, estaba en la pista de algo importante, algo que tiene que ver con el proyecto en el que estábamos trabajando, listamos hablando con todo el mundo que la vio ese día, y por eso estamos aquí. Nos gustaría…

La señora Aspinall sacudió la cabeza.

—No la vi ese día. Las enfermeras me dijeron que había ido a ver a Carl dos días antes, pero yo no estaba. La última vez que la vi fue una semana antes, así que me temo que no puedo ayudarles. Lo siento.

—En realidad, con quien queremos hablar es con su marido.

— ¿Con Carl? —dijo ella, asombrada—. Pero si ni siquiera conoció a Joanna. Creo que no entiende, mi marido estuvo en coma hasta…

—La mañana en que murió Joanna —dijo Richard—. Tuvo una conversación con él esa misma mañana, justo después de recuperar la consciencia.

—¿Está seguro? Carl no dijo nada de que hubiera hablado con ella —dijo, y entonces frunció el ceño—, pero sí que se trastorno mucho cuando le conté lo que le había pasado. Pensé que era porque él mismo había estado tan cerca de la muerte, porque estaba muy asustado, pero… ¿Cuándo pudo ir a verlo? Volví en cuanto me dijeron que estaba despierto, y estuve con él el resto del día.

—A las once y media —dijo Richard, esperando tener razón.

—Oh.—La señora Aspinall asintió—.Justo antes de que yo regresara. “Y justo después de que Carl recuperara el conocimiento —pensó Richard—, cuando su visión habría estado fresca en su memoria.”

—Pero sigo sin comprender —dijo la señora Aspinall—. ¿Dice usted que estaba en la pista de algo relacionado con su proyecto de investigación? ¿Por qué le habría hablado a Carl de eso?

—Pensamos que…

Hubo un súbito golpe en la habitación de al lado, como alguien que diera martillazos.

—Es Carl —se disculpó la señora Aspinall—. Golpea con su bastón cuando necesita algo. Traje una campanita, pero no he podido encontrarla.

El golpeteo empezó otra vez, pesado, rítmico.

—Si me disculpan —dijo la señora Aspinall, poniéndose en pie—. Ahora mismo vuelvo.

Salió de la habitación. Los golpes continuaron un momento y luego se detuvieron, y Richard y Kit oyeron una voz de hombre preguntando, quejumbrosa:

—¿Quién ha venido? He oído llegar un coche.

—Unas personas del hospital, pero no tienes que verlas si no te apetece, puedo decirles que vuelvan cuando te encuentres mejor. Kit miró ansiosamente a Richard.

—Me encuentro bien —dijo la voz del hombre—. El doctor Cherikov dijo que estaba haciendo unos progresos excelentes.

—Es verdad, pero no quiero que te agotes. Estuviste muy enfermo. Richard no pudo oír su respuesta, pero la señora Aspinall regresó.

—Si pueden hacer que su visita sea breve… —dijo—. Se cansa fácilmente. Esa conversación que creen que tuvieron Carl y la doctora Lander, ¿qué…?

Un golpe, el bastón resonando, más fuerte que antes.

—Ya vamos —dijo la señora Aspinall, y condujo a Kit y Richard a una habitación panelada de pino con una chimenea y amplias ventanas que daban a un panorama de calendario: picos cubiertos de nieve, pinos, un arroyo helado. La televisión estaba encendida, y Richard miró hacia la silla que había delante, esperando ver a un inválido en bata y con una manta sobre las rodillas, pero la silla estaba vacía, y la única persona que había en la habitación era un hombre bronceado y de buen aspecto con un jersey blanco y pantalones caqui, de pie junto a la ventana. ¿MI doctor?, se preguntó Richard, y entonces advirtió el bastón que llevaba el hombre, el doctor Cherikov tenía razón, estaba haciendo excelentes progresos.

La señora Aspinall se acercó rápidamente a un termostato que había en la pared, subió la temperatura y se aproximó a la chimenea. El fuego se avivó.

—Carl —dijo, yendo hacia la silla. Tomó un mando a distancia y quitó el sonido de la tele—. Estos son el doctor Wright y la señorita Gardiner.

—¿Cómo está usted, doctor Wright? —dijo Carl, acercándose para estrecharle la mano. Parecía igual de sano de cerca. Su rostro estaba bronceado, y su apretón fue fuerte. A excepción de las magulladuras oscuras y las marcas de pinchazos en el dorso de su mano, Richard no hubiese creído que había estado hospitalizado hacía tan sólo tres semanas, mucho menos en coma—. ¿Es usted uno de los médicos que me clavaron todas esas agujas y cables y tubos? —preguntó Carl—. ¿O nos hemos visto antes? No paro de ver a gente que me conoce, y yo no tengo ni idea de quiénes son.

—No. No nos hemos visto antes. Soy…

—Y se que a usted no la conozco —dijo Carl, avanzando para estrecharle la mano a Kit—. Sin duda la recordaría.

—¿Cómo está usted, señor Aspinall? —Kit sonrió—. ¿Cómo se siente?

— Bien. Sano como una pera. Como nuevo.

—Siéntense, siéntense —dijo la señora Aspinall, indicándoles el sofá. Se sentaron, y Carl también, apoyando su bastón contra el brazo de su sillón. La señora Aspinall permaneció de pie. “Montando guardia”, pensó Richard.

—Señor Aspinall, no le robaremos mucho tiempo. Sólo queríamos hacerle algunas preguntas sobre Joanna Lander.

— ¿Recuerdas a la doctora Lander, Carl? —dijo la señora Aspinall—. Le he hablado de tanta gente que sé que es confuso…

“No des pistas”, pensó Richard, y miró ansiosamente a Carl, pero él asentía.

—Joanna —dijo—. Vino a verme. El día que yo… —Su voz se apagó, y miró más allá de la ventana, el arroyo helado.

“El agua”, pensó Richard. Fluía oscura y clara, medio por debajo y medio por encima de una fina película de hielo.

—¿El día que recuperó la consciencia? —lo animó Kit.

—Si. Murió —dijo Carl, y luego, tras un momento—: ¿Verdad?

—Sí —contestó Richard—. La mataron ese mismo día.

—Eso tenía entendido. A veces me confundo, qué pasó en realidad y qué… —Su voz volvió a apagarse.

—El doctor Cherikov dijo que estarías un poco confuso al principio —dijo la señora Aspinall—, a causa de la medicación.

—Eso es. La medicación. ¿Están haciendo algo en memoria de Joanna? ¿Un fondo de caridad o algo? Me gustaría contribuir.

—No, no hemos venido por eso…

—Hay algo que estamos intentando hacer por Joanna —dijo Kit inmediatamente—, y necesitamos su ayuda. Creemos que Joanna descubrió algo importante ese día, sobre la investigación que llevaba acabo con el doctor Wright. Intentamos averiguar qué fue. Creemos que pudo haberle comentado algo a alguien.

—¿Y creen que ese alguien puedo ser yo? —dijo Carl, negando ya con la cabeza—. No dijo nada sobre ningún descubrimiento…

—No, no creemos que dijera nada directamente —se apresuró a decir Kit—. Pero creemos que hablando con quienes conversaron con ella ese día podríamos encontrar alguna pista.

“Por eso te he traído”, pensó Richard, mirándola agradecido.

—¿Puede decirnos de qué hablaron ustedes, Carl?

—¿De qué hablamos? —El contempló de nuevo el agua oscura. Sus manos juguetearon con los brazos del sillón.

—Sí —dijo Kit—. ¿Puede decirnos de qué hablaron Joanna y usted?

—¿Estás seguro de que te encuentras bien, Carl? —preguntó ansiosamente la señora Aspinall, interponiéndose entre ellos—. Sin duda que el doctor Wright y la señorita Gardiner lo comprenderían si…

—Estoy bien. Deja de preocuparte. ¿Por qué no vas a preparar un poco de té?

—Dijeron que no querían…

—Bueno, pues yo sí quiero. Ve a preparar una taza de té y deja de cuidarme como una madre gallina.

La señora Aspinall se marchó, todavía con aspecto nervioso, y Carl le sonrió a Kit y dijo:

—¿Qué íbamos diciendo?

—De qué hablaron Joanna y usted.

—De nada muy importante. Me preguntó cómo me sentía. Me dijo que se alegraba de ver que estaba despierto y me dijo que me pusiera bien. Y eso es lo que he estado haciendo, descansar, recuperar fuerzas, hacer lo que dice el doctor Cherikov. Concentrarme en el presente. No pensar en lo pasado. Lo pasado pasado está. Pensar en recuperarme.

— Mencionó que estuvo usted en coma —dijo Richard—. ¿Le pregunto Joanna qué había sucedido mientras estuvo en ese estado? ¿Le preguntó si tuvo sueños?

— No eran sueños.

El corazón de Richard dio un brinco.

— ¿Qué eran? —preguntó, la voz y el rostro cuidadosamente impasibles.

El señor Aspinall miró hacia la puerta, como deseando que su esposa volviera.

—Señor Aspinall, esto es importante —dijo Richard—.Joanna intentó decirnos algo mientras agonizaba. Creemos que tiene relación con algo que usted le dijo, algo que usted vio mientras estuvo en coma.

Pero Carl había dejado de escuchar.

—Creía que había muerto instantáneamente —dijo, acusador—. Las enfermeras me dijeron que murió al instante.

Richard lo miró sorprendido. ¿Qué estaba pasando?

— Dice que habló con ustedes —dijo Carl, alzando la voz—. Dice que intentó decirles algo.

—Lo hizo, pero no vivió lo suficiente para decírnoslo. Murió casi instantáneamente.

—No se pudo hacer nada —dijo Kit. El la ignoró.

— ¿Como murió?

Richard miró a Kit. Parecía tan asombrada como él. Se preguntó si debían llamar a la señora Aspinall, pero si lo hacían sería el final de la entrevista.

— ¿Cómo murió? —exigió saber Carl.

—Fue apuñalada por un paciente drogado.

— ¿Apuñalada? —dijo Carl, y sus manos se retorcieron sobre su regazo, incontrolables—. ¿Con qué?

— Con un cuchillo —dijo Richard, y, sorprendentemente, la respuesta fue la adecuada. Carl abrió los puños y se acomodó en su sillón.

—Y murió casi instantáneamente —murmuro—. Sólo estuvo allí unos minutos.

—¿Dónde, Carl? ¿Donde estuvo usted cuando estuvo en coma? Las manos de Carl volvieron a cerrarse, y sus ojos se dirigieron hacia la televisión muda. Como Maisie cuando no quería hablar.

—Dice usted que no fue un sueño —dijo Richard, inclinándose hacia delante para interponerse entre el televisor y Carl—. ¿Qué era? ¿Era un lugar?

—Un lugar —dijo él, y miro más allá de ellos, hacia el arroyo helado y oscuro. ¿Que estaba viendo allí? ¿el agua, reptando por la cubierta? ¿O entrando a raudales por el costado abierto?

—Dice que Joanna estuvo allí solo unos minutos. ¿Dónde? ¿Con qué temía que la hubieran apuñalado?

Los puños de Carl se tensaron, la piel entre los maratones blanca. Su rostro bronceado también había empalidecido. Parecía hinchado, como algo sacado del agua.

—¿Donde estuvo, Carl? —repitió Richard.

—Richard… —dijo Kit, posando una mano en su brazo.

—¿Donde estuvo?

—Yo… —dijo Carl, y tomo aire, temblando—. Es… “Ya —pensó Richard—. Nos lo va a decir.”

—Brinn. El sonido del teléfono móvil explotó en el silencio como una bomba.

“¡No! —pensó Richard, viendo cómo Kit se apresuraba a sacarlo del bolso—. Ahora no.”

—Lo siento —dijo Kit, tratando de apagar el sonido—. No sabía que estaba encendido.

—No importa —dijo Carl. Su color había vuelto. “Parece alguien que acaba de oír la corneta de la caballería al rescate”, pensó Richard.

—Adelante —dijo Carl—. Responda a su llamada.

Kit miro agónicamente a Richard y se llevó el teléfono al oído.

—¿Diga?

“Será la señora Gray, queriendo saber dónde está el azúcar —pensó Richard—. O la mostaza.”

—Oh, hola, Vielle —dijo Kit—. Sí, está aquí. Le tendió el móvil a Richard.

— Discúlpeme —dijo Richard, y se acerco a la chimenea—. Vielle…

—¿Que pasa? Uno de los internos me dio un mensaje ininteligible.

Sinceramente, no comprendo cómo son incapaces de transmitir un mensaje sencillo…

—No puedo hablar ahora —dijo Richard, una mano sobre el receptor—. Te llamaré luego.

—Nunca lo conseguirás. Esto es un auténtico desastre. La niebla… Richard desconecto el teléfono.

—Adiós —le dijo al tono de llamada, y le devolvió el teléfono a Kit—. Lo siento —se disculpó, volviéndose hacia Carl.

— No importa. ¿Donde estábamos? Oh, sí, me estaban preguntando qué recuerdo de mi coma, y me temo que la respuesta es nada en absoluto.

“Maldita seas, Vielle —pensó Richard—. Iba a decírnoslo.”

—Lo último que recuerdo es a mi esposa metiéndome en un coche para llevarme al hospital —dijo Carl. Sus manos sobre el sillón estaban relajadas, firmes—. Tenía problemas para ajustarme el cinturón de seguridad, y lo siguiente que recuerdo es a una enfermera a quien nunca había visto antes descorriendo las cortinas, y esa amiga suya entra y habla conmigo durante unos minutos, tal vez cinco minutos como máximo. Me preguntó cómo me encontraba y charlamos un poco, y luego se levantó y dijo que tenía que irse.

Volvió a sonreírle a Kit.

—¿De qué hablaron? —preguntó Richard.

—La verdad es que no lo recuerdo. —Carl se encogió de hombros—. Me temo que hay muchas cosas que no recuerdo de los dos o tres primeros días. La medicación. Supongo que lo mismo debe de pasar con los sueños que tuve mientras estuve en coma.

—dijo usted que no eran sueños.

—¿Eso dije? Quena decir que no recordaba haber tenido sueños. “Estas mintiendo”, pensó Richard.

—Aquí está tu té, Carl —dijo la señora Aspinall, entrando en la habitación. Le tendió la taza—. Y cuando te lo hayas bebido, creo que deberías acostarte. Estas pálido. —Le puso una mano en la frente—. Y parece que tienes fiebre. Estoy segura de que el doctor Wright y la señora Gardiner lo comprenderán.

—Lamento no haber podido ayudarles —dijo Carl, y se volvió hacia su esposa—. Tienes razón, estoy cansado. Creo que me echare un rato.

—Les indicaré la salida al doctor y la señorita, y luego volveré para ayudarte.

Se levantaron.

—Si recuerda algo —dijo Kit—, llámenos, por favor.

—Dudo que recuerde nada. El doctor Cherikov dijo que cuanto más tiempo pase, menos me acordare de todo el asunto.

—Lo cual es bueno —dijo la señora Aspinall—. Tienes que olvidar lo que ha pasado y concentrarte en el presente, y el futuro. ¿Verdad, doctor Wright? Quiero darle las gracias por venir.

Fin de la entrevista.

La señora Aspinall los condujo rápidamente por el pasillo hasta la puerta y los ayudó a ponerse los abrigos, obviamente ansiosa por librarse de ellos para poder regresar con su marido.

—Han sido muy amables al venir hasta aquí —dijo, abriendo la puerta.

Salieron al porche.

—Lamento que mi marido no pudiera ayudarles.

—Tal vez, pueda ayudarnos usted —dijo Richard—. Su marido le dijo a Joanna algo que la puso en la pista correcta. Algo que él recordó de su coma.

—Ya les ha dicho que no lo recuerda. Su memoria de su estancia en el hospital es muy neblinosa…

—Pero tal vez, le haya dicho algo a usted después de despertar —dijo Kit—. Tal vez alguna referencia a lo que vio o…

—Su marido dijo que las cosas que vio no eran sueños —la interrumpió Richard—. ¿Dijo qué eran?

La señora Aspinall miró insegura hacia el salón al fondo del pasillo.

—Por favor —dijo Kit—. Su marido es la única persona que puede ayudarnos. Es muy importante.

— Lo que es importante es la recuperación de mi marido. Todavía está muy débil. Sus nervios… No creo que comprendan lo terrible que ha sido lo que acaba de pasar. Estuvo tan cerca de la muerte… No podría soportar volver a perderlo. Tengo que pensar en su bienestar…

—dijo que Joanna fue amable con usted… —dijo Richard.

—Lo fue —dijo la señora Aspinall, y retiró la mano de la puerta.

—¿Dijo algo sobre dónde estuvo? —preguntó Richard rápidamente—. ¿Mencionó una Gran Escalera?

El sonido del bastón al golpear llegó súbitamente desde el fondo del pasillo.

—Mi marido está llamando. Tengo que acostarlo.

—dijo que ella estuvo allí sólo unos minutos, y la idea de que estuviera en el mismo sino obviamente lo asustó —dijo Richard, por encima de los golpes—. ¿Dijo dónde estuvo o por qué le daba miedo?

—Tengo que irme.

—Espere —dijo Richard, rebuscando en su bolsillo—. Aquí tiene mi tarjeta. Es el número de mi busca. Si usted o su marido recuerdan algo…

—Lo llamaré. Gracias otra vez por haber venido hasta aquí —dijo ella amablemente, y les cerró la puerta en las narices.

53

V…V…

Ultimo mensaje del Titanic, oído levemente por el Virginian.


Joanna se hundió.

Se vio rodeada de pronto por agua y oscuridad. No veía nada, la lluvia en el parabrisas fue de pronto un aguacero, tan fuerte que los limpia parabrisas no podían seguirle el ritmo. Los puso a toda potencia, pero no sirvió de nada, la lluvia se convirtió en escarcha, en hielo. Iba a tener que aparcar a un lado de la carretera, pero ni siquiera veía el arcén, no podía sentir el fondo. Estiró desesperadamente los dedos de los pies, intentando tocar la arena, la cabeza hacia abajo. Abajo. Caía y boqueaba en busca de aire, tragando, atragantándose. Ahogándose.

“Ahogarse es la peor forma de morir”, había dicho Vielle, pero todas eran terribles. Infarto, fallo renal, decapitación, sobredosis de droga, aortas cortadas y ser aplastado por una chimenea. Joanna alzó la cabeza, tratando de ver el Titanic, pero sólo había agua sobre ella. Y oscuridad.

Extendió las manos hacia la superficie, pero estaba demasiado por encima, y después de un rato dejó caer los brazos, y cayó. Su pelo se abrió en abanico a su alrededor como había hecho el de Amelia Tanaka, tendida en la mesa, las manos muertas flácidas y abiertas en el agua oscura.

“Solté al bulldog francés”, pensó, y supo que no podía haber retenido al perro ni su recuerdo, ni el recuerdo de Ulla o del perro de Pompeya, debatiéndose contra su cadena, ni el del pasajero del Titanic soltando los perros de sus jaulas, porque la caída misma era una forma de soltarse, y mientras caía se olvidó no sólo del perro, sino del significado de la palabra perro y azúcar y pena.

Cayeron de ella como nieve, como ceniza, recuerdos de haber dicho: “¿Puede ser más especifica?” De comer palomitas con mantequilla, de encontrarse en el pasillo de la tercera planta, mirando la niebla, y de estar sentada junto a la cama de la señora Woollam, escuchándola leer pasajes de la Biblia: “Cuando pases las aguas estaré contigo.” Y “Rosabelle, recuerda”, y “Pon las manos sobre mis hombros y no te muevas”.

Los nombres caían de ella en oleadas, los nombres de sus pacientes y de sus mejores amigos de tercer curso, de la estrella de cine a quien se parecía el oficial de policía de Vielle y de la capital de Wyoming. Los nombres de los neurotransmisores y de los días de la semana y de los elementos nucleares de la ECM.

El túnel, pensó, tratando de recordarlos, y la luz, y el del señor… ¿cómo se llamaba? Lo había olvidado. Insistía mucho. La revisión de vida. “Se supone que tiene que haber una revisión de vida”, había dicho, pero se equivocaba. No era una revisión sino una evacuación, acontecimientos y hechos y conocimientos arrojados por la borda uno a uno: números y fechas y rostros, el sabor de Tater Torros, y el olor de los lápices de cera, rojo y dorado y verde mar, la combinación de su taquilla en el instituto y su número de socia del Blockbuster, y la mejor forma de llegar desde Medicina interna a la UCI.

Alarmas de código y huertos de la victoria y rascar nieve del parabrisas, y en algún lugar un incendio, ardiendo fuera de control, lanzando al aire columnas de acre humo negro. Y el olor de la pintura fresca, el sonido de la voz de Amelia Tanaka, diciendo: “Estuve en un túnel.” “Un túnel”, pensó Joanna, mirando el agua en la que se hundía, la oscuridad que se estrechaba.

Pero no había ninguna luz al final de este túnel, ningún ángel, ningún ser querido, y aunque los hubiera, los habría olvidado, padres y abuelos y Candy Simons. Habría dejado el recuerdo de todos ellos, parientes y amigos, vivos y muertos, detrás, en el agua. Guadalupe y Coleridge y Julia Roberts. Ricky Inman y la señora Haighton y Lavoisier.

Llevaba mucho tiempo cayendo. No puedo caer eternamente, pensó. El Titanic no había caído eternamente. Había acabado por posarse en el fondo del mar, asentándose en el suave lodo, rodeado de escupideras y lámparas y zapatos.

¿Me rodearán también zapatos?, se preguntó, y pudo verlos en la oscuridad: la zapatilla roja, atrancando la puerta, y los enormes zapatos de payaso de Emmet Kelly y el zapatito del juego del Monopoly, y los zapatos abandonados de los marineros, alineados en la cubierta del Yorktown. El Yorktown había acabado por descansar, también, y el Lusitania y el Hindenburg, y Jay Yates y Lorraine Allison y la Pequeña Señorita 1565, después de haberlo olvidado todo, incluso sus nombres. Descansen en paz.

¿Cómo se decía en latín “descansa en paz”? “Eloi, eloi, lama sabacthani”, pensó, pero no era eso. Era otra cosa en latín. Había olvidado el latín de “descanse en paz”, y las palabras de Más cerca, mi Dios, de Ti y El hundimiento del Hesperus y Sonrisas y lágrimas.

Todo lo que había aprendido de memoria caía de ella, línea tras línea, desenrollándose en el agua oscura como la cinta que escapa de un vídeo roto. “Los asirlos cayeron como el lobo sobre el rebaño”, y “en un momento como éste, es sálvese quien pueda”, “Houston, tenemos un problema”, y “Oh, no recuerdas, hace mucho tiempo, había dos niños pequeños cuyo nombre no conozco”.

Las palabras se perdieron en el agua, llevándose la memoria consigo, arrastrando electrodos y lazos de salvavidas y la cinta amarilla. “No cruzar.” Y madejas de hilo amarillas, zapatillas amarillas como las que llevaba Whoopi Goldberg en Jumpm’ Jack Flash, Jack en el Tallo de Habichuelas, Jack Phillips.

Y eso era importante. Había algo importante referido a Jack Phillips. Algo sobre una bata, o una manta. O un calefactor, desconectándose. Están desconectándose, pensó, los receptores y transmisores y neuronas, y esto es sólo un símbolo de… Pero había olvidado la palabra para metáfora. Y para desastre. Y para muerte.

Medio olvidado el sabor de los cheetos y el color de la sangre y el número cincuenta y ocho, olvidado el Mercy General y la piedad infinita, zepelines y besos, su talla de ropa, su primer apartamento, dónde había puesto las llaves del coche, la respuesta a la pregunta número quince en el examen final del señor Briarley. El sonido en el túnel y el impreso 1040.

Mis impuestos. No envié mi declaración de la renta. Hay que entregarla el quince de abril, pensó, y recordó que el Titanic se había hundido la noche del catorce. Toda esa gente, pensó, no entregaron tampoco su declaración de la renta. No, se equivocaba. No había declaraciones de la renta entonces. Por eso eran tan ricos. Pero había otras cosas que no habían hecho y que pretendían hacer: reunirse con amigos en los muelles de Nueva York, enviar un telegrama anunciando su llegada a salvo, casarse, tener hijos, ganar el premio Nobel.

“Nunca aprendí a tocar el piano —pensó Joanna—. No le dije al señor Wojakowski que no podíamos utilizarlo en el proyecto, y ahora le dará la lata a Richard. No transcribí la ECM del señor Sage.

“No importa. Pero no pagué la factura del gas. Me olvidé de regar mi planta. No recogí el libro de Kit. Le prometí que iría a recogerlo. Prometí que iría a ver a Maisie.

“¡Maisie! —pensó horrorizada—. No se lo dije a Richard, tengo que decírselo, pero no podía recordar qué era lo que quería decirle. Algo sobre el Titanic. No, el Titanic no. El señor Briarley estaba equivocado, no era sobre el Titanic. Era algo sobre los indios. Y Río Grande. Y un perro. Algo sobre un perro.”

No, tampoco era un perro. “Niebla”, pensó, y recordó estar de pie en el pasillo, contemplando la niebla. Era fría y difusa, como el agua, como la muerte. Lo nublaba todo, la memoria y el deber y el deseo. “Déjalo —se dijo, contemplando la nada—. No es importante. Déjalo.”

Informes de progresos y entregar el correo y lamentarlo. No era importante. “Nada es importante. Ni demostrar que es el Titanic ni tener un pase de pasillo o evitar al señor Mandrake. Nada de eso importa. Ni el señor Wojakowski ni que la señora Haighton nunca me devuelva las llamadas, ni Maisie.

“Eso es mentira. Maisie sí importa. Tengo que encontrar a Richard. Tengo que decírselo.”

—Richard, escucha —gritó, pero su boca, su garganta, sus pulmones estaban llenos de agua.

Pataleó frenéticamente, extendiendo las manos, los brazos hacia arriba. “Tengo que decírselo —pensó, agarrándose al agua como si fuera la barandilla de una escalera, tratando de auparse mano sobre mano—. Tengo que hacer llegar el mensaje. Por Maisie.”

Deseó ascender, pataleando, golpeando con los brazos, tratando de llegar a la superficie.

Y continuó cayendo.

54

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Ultimas palabras de JESÚS en la cruz.


Jo, igual que Ismay —dijo Maisie cuando le contaron lo que había sucedido con Carl—. ¡Qué cobardica!

Nadie como Maisie para resumir las cosas. Richard se preguntó si, al subir al bote salvavidas, las manos de Ismay estaban tan blancas y agarrotadas como las de Carl Aspinall, su rostro con aspecto tan hinchado.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Vielle. Lo había llamado en el camino de vuelta, exigiendo saber qué habían descubierto, y Richard, incapaz de soportar la perspectiva de contarlo dos veces, le dijo que se reuniera con ellos en la habitación de Maisie.

—Podríamos hablar con el analista que vio a Carl y Joanna —dijo Richard—. Puede que oyera lo que decían.

—No lo oyó —dijo Maisie—. Se lo pregunté. Dijo que dejaron de hablar cuando entró en la habitación.

—Puede que oyera algo mientras entraba —dijo Richard—, o al salir. O tal vez haya visto entrar a alguien. Si había un analista en la habitación extrayendo sangre, puede que hubiera otros haciendo pruebas —dijo, con una confianza que no sentía—. O enfermeras. ¿A quién mencionó la señora Aspinall?

—A Guadalupe —dijo Kit.

—Hablaré con Guadalupe y el resto del personal de la cinco-este. Vielle, sigue buscando a gente que pueda haber visto a Joanna en los pasillos, y no te limites al personal del hospital. Habla con los voluntarios y el personal de cocinas.

—¡Se supone que ése es mi trabajo! —protestó Maisie.

—Tu trabajo es descansar y ponerte fuerte para que estés preparada para tu nuevo corazón.

Maisie se desplomó contra las almohadas.

—¡No es justo! Yo fui quien descubrió lo del señor Aspinall. Además, si no tengo nada que hacer o en qué pensar, empezaré a preocuparme por mi corazón y por cuánto me dolerá la operación, y en morirme y esas cosas, y puede que se me pare el corazón.

Era buena, tenía que admitirlo.

—Muy bien —dijo, severo—, puedes ayudar a Vielle.

—Se me ocurre alguien más a quien preguntar —dijo ella inmediatamente—. Los pintores. Apuesto a que ven a un montón de gente. Y la señora de la terapia respiratoria. ¿Te llamo cuando se me ocurra más gente?

—Nada de llamar a Vielle a todas horas —intervino Richard—. Trabaja en Urgencias, y allí siempre están ocupados. Vendrá a verte cuando pueda, y cuando lo haga, nada de hacerle perder el tiempo.

Se volvió hacia Vielle.

—Si Maisie descubre algo, no te contará la historia entera de cómo lo descubrió, porque ya sabe que tienes que volver a Urgencias.

—Pero… —dijo Maisie.

—Prométemelo —dijo Richard—. Cruza tu corazón.

—Vaaale —dijo ella a regañadientes. Le sonrió a Vielle—. Hablaré con la señora que vacía las papeleras y con el tipo que pasa la aspiradora. Y descansaré —añadió rápidamente.

—Y bébete tu Ensure —dijo Richard.

—¿Y si no había nadie más en la habitación para oírlos? —preguntó Maisie.

—Tal vez la señora Aspinall cambie de opinión —dijo Kit.

—Eso es —comentó Richard, aunque no lo creía ni por un instante. Su única preocupación era su marido, y la única preocupación de él era sobrevivir. Y nada, nada podría hacerle volver allí, ni siquiera para salvar a Joanna.

—¿Pero y si no lo hace? —dijo Maisie.

—Entonces tendremos que esperar que el analista sepa algo —dijo Richard—. ¿Sabes su nombre, Maisie?

—Sí. Lo vi en su placa cuando se inclinó para colocarme la intravenosa, y…

—Maisie —dijo Richard, severo—. Nada de perder el tiempo. Lo prometiste.

—Se lo prometí a Vielle —dijo ella, y ante su mirada, se apresuró a añadir—: Vale. Rudy Wenck. ¿Pero y si no sabe nada?

—Entonces encontraremos a alguien que lo sepa.

—¿Pero y si no hay nadie? —insistió Maisie—. ¿Y si nadie más los oyó hablar?

“No lo sé —pensó él—. No lo sé.”

—Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él —dijo alegremente, pensando: “Hablas igual que la madre de Maisie.”

Y hablando del diablo, allí estaba, en la puerta, con un pato de peluche amarillo, un paquete con una cinta de vídeo con su lazo y una sonrisa deslumbrante.

—¡Doctor Wright! —dijo la señora Nellis—. Y la señorita Gardiner. Justo las personas que necesitaba ver. —Le sonrió a Vielle—. Creo que no nos conocemos.

—Es la enfermera Howard —dijo Richard.

—Trabaja en Urgencias —informó Maisie.

—Nos marchábamos ya. —Kit y Vielle aprovecharon la ocasión y se dirigieron hacia la puerta.

—Oh, pero no puede irse todavía, doctor Wright —dijo la señora Nellis.

Bueno, ahora sabemos a quién sale Maisie. Asintió a Kit y Vielle para que continuaran.

—Me temo que tengo una reunión.

—Sólo será un minuto —dijo la señora Nellis, colocando el regalo y el pato al pie de la cama. Empezó a rebuscar en su bolso—. Tengo los impresos con los permisos para el proyecto y los permisos de menores, todos firmados ante notario.

Sacó un sobre manila y se lo tendió a Richard.

—Mi abogado está trabajando en un testamento y en las órdenes de resucitación. ¿Ha hablado con usted?

—Sí. La verdad es que tengo que irme.

—¿Puedo abrir mi regalo ya? —trinó Maisie, y la señora Nellis, distraída momentáneamente, se dispuso a tomar el paquete.

“Buena chica”, pensó Richard, y se largó, pero no lo bastante rápido. La señora Nellis lo pilló justo en la puerta.

—Quería preguntarle por la enfermera Howard —dijo ansiosamente—. Dice usted que trabaja en Urgencias, y supongo que eso significa que es experta en procedimientos de parada. ¿Está trabajando con usted en el tratamiento? ¿Significa eso que han hecho un descubrimiento?

—No.

—Pero están cerca, ¿verdad?

—¡Mami, ven aquí! —dijo Maisie, excitada—. ¡No puedo abrir mi vídeo!

La señora Nellis miró hacia la habitación, y luego a Richard, vacilante.

—¡Mami! ¡Quiero verlo ahora mismo!

—Discúlpeme —dijo la señora Nellis y corrió hacia la puerta. Richard no dudó. Corrió pasillo abajo. Tras el pudo oír a la señora Nellis preguntando:

—¿Te gusta el vídeo, cariñín?

—¡Me encanta! —decía Maisie—. ¡Heidi es mi película favorita! Kit y Vielle lo estaban esperando en la puerta de la UCI cardíaca.

—Creíamos que Íbamos a tener que mandar la caballería al rescate —dijo Kit.

—No, Maisie me ha rescatado. Con considerable sacrificio por su parte.

—¿Entonces cuál es el plan? —preguntó Vielle.

—Kit, quiero que revises otra vez las transcripciones de Carl Aspinall y veas si en ellas aparece algo sobre una espada o… —miró alrededor, intentando pensar con qué más podían apuñalarte— un abrecartas o algo por el estilo. Y mira si hay alguna referencia a apuñalamientos la noche del Titanic. Vielle, a ver si puedes averiguar quién estuvo en la cuatro-oeste ese día. Yo hablaré con Rudy Wenck.

—Creía que Maisie había dicho que no recordaba haber oído nada —dijo Vielle.

—Lo dijo, pero una cosa que aprendí de Joanna es que la gente recuerda más de lo que cree. Y tiene que haber oído o visto algo.

Pero Rudy Wenck no recordaba nada, ni siquiera sometido a presión.

— Tenía miedo de que le sacara sangre, eso es todo lo que recuerdo, como si estuviera intentando matarlo o algo. Parecía acojonado.

—¿Puede ser más específico? —preguntó Richard.

— No, ya sabe, los ojos espantados y asustado.

—¿Dijo algo?

—No.

—¿Y la doctora Lander? ¿Dijo ella algo?

—Sí, me preguntó si quería que se apartara, y le dije que no, que podía hacerlo desde donde estaba.

—¿Dijo algo más?

—¿A mí?

—O al señor Aspinall, cualquier cosa. Él se encogió de hombros.

—Tal vez. La verdad es que no estaba prestando atención.

—Si pudiera intentar recordar —dijo Richard—, es muy importante.

Él sacudió la cabeza.

—La gente siempre está hablando cuando estoy en la habitación. He aprendido a ignorarlos.

Guadalupe le sirvió aún menos.

—Ni siquiera sabía que Joanna hubiera ido a verlo.

—¿Pero la vio usted en la planta ese día? —preguntó Richard. Ella asintió.

—La hice llamar porque no podíamos encontrar a la esposa del señor Aspinall y pensé que Joanna tal vez supiera dónde estaba. No lo sabía, pero subió a la planta, y hablé con ella un par de minutos. Preguntó por el estado del señor Aspinall, y sugirió un par de sitios donde podría estar su esposa y luego supuse que se marchó.

—¿Pero no la vio marcharse?

—No. Las cosas se desmadraron entonces. No esperábamos que Co… que el señor Aspinall recuperara la conciencia. Llevaba hundiéndose varios días, y de repente se despertó y todos nos pusimos a correr de un lado a otro intentando encontrar a su esposa y su médico, así que es muy posible que Joanna estuviera allí. ¿Por qué es importante?

Él se lo explicó.

—¿Le dijo algo el señor Aspinall sobre lo que había experimentado mientras estuvo en coma?

—No. Le pregunté, porque se agitaba mucho… “Ahogándose —pensó Richard—. Se estaba ahogando.”

—… y gritaba. Normalmente era después de que le hubiéramos hecho algo, como recolocarle las intravenosas, y me preguntaba si era consciente de lo que hacíamos, pero dijo que no, que no había nadie más allí, que estaba completamente solo.

—¿Dijo dónde era “allí”? Ella negó con la cabeza.

—Hablar del asunto parecía trastornarlo. Le pregunté si había tenido malos sueños… un montón de pacientes en coma recuerdan haber soñado… pero dijo que no.

“Porque no eran sueños”, pensó Richard.

—¿Ha intentado hablar con el señor Aspinall? —preguntó Guadalupe.

—Dice que no recuerda nada. Ella asintió.

—Estaba sometido a un montón de medicación, que puede confundir la memoria, y los comas son curiosos. Algunos pacientes recuerdan haber oído voces y creen ser conscientes de haber sido movidos o intubados, y luego hay otros que no recuerdan nada.

“Y algunos de ellos recuerdan y no quieren decirlo”, pensó Richard amargamente, repasando la lista que Vielle le había dado de gente que había estado en la cuatro-este aquel día. Tampoco sabían nada.

—Estuve trabajando en el otro extremo de la planta ese día —dijo Linda Hermosa—, y teníamos un montón de sustituías a causa de la gripe.

—¿Sustituías? —preguntó Richard—. ¿Recuerda quiénes eran? No lo recordaba, ni tampoco lo recordaban las auxiliares a quienes interrogó, pero una de ellas dijo:

—Recuerdo que una era muy mayor y que debía de haber trabajado en la cinco-este porque no paraba de gritarme: “Así no hacíamos las cosas en la cinco-este.” Pero no creo que trabajara en esa parte de planta.

Richard subió a la quinta y le dio a la enfermera encargada esa pobre descripción.

—Oh, la señora Hobbs —dijo ella—. Sí, es una enfermera jubilada que a veces hace sustituciones cuando no encuentran a nadie más. No sabía su número de teléfono.

—De eso se encarga Personal.

Richard le dio las gracias y bajó a Personal. ¿Y si la señora Hobbs, que no parecía prometedora, no había estado tampoco en la habitación de Carl? ¿Y si, como decía Maisie, no había nadie que los hubiera oído hablar? Era perfectamente posible que Joanna se hubiera aprovechado del caos generalizado para hablar a solas con Carl antes de que el recuerdo de sus alucinaciones se difuminara y luego se fuera a buscarlo a el y no le dijera nada a nadie por el camino. ¿Entonces qué?

“Tiene que haber alguien”, pensó, cruzando el pasillo hasta el ala oeste. Se acercó a los ascensores. El central trinó, y de él salió un hombre con un Palm Pilot.

Mierda. El abogado de la madre de Maisie. La última persona a la que quería ver. Se dio rápidamente media vuelta y corrió pasillo abajo, deseando haber terminado de hacer el plano de aquella parte del hospital. Entonces al menos sabría dónde estaban las escaleras.

Había una al fondo del pasillo. Se escabulló por ella y bajó corriendo. Sólo llegaba al tercer piso, pero al menos sabía dónde estaban los ascensores en esa planta. Abrió la puerta y se internó en el pasillo.

—Anoche tuve otra visita —dijo una voz de mujer; venía hacia él por el pasillo—. Esta vez vi a mi tío Alvin al pie de mi cama, tan real como usted o como yo.

Mierda. No era el abogado de la señora Nellis la última persona a la que quería ver en el mundo. Ese honor le correspondía a la señora Davenport, y venía hacia allí. Richard miró hacia los ascensores, midiendo la distancia, y luego los números de las plantas sobre la puerta. Ambos indicaban la octava. Mierda. Se dio media vuelta y se encaminó hacia el puesto de enfermeras.

—Llevaba su uniforme blanco de marinero, y una luz radiante surgía de él —decía la voz de la señora Davenport—. ¿Y sabe que dijo, señor Mandrake?

Mandrake también. Mierda, mierda, mierda. Richard miró desesperadamente alrededor, buscando una vía de escape, una escalera, un hueco de la ropa sucia, lo que fuera. Incluso un trastero. Pero no había más que habitaciones de pacientes.

—dijo: “Ven a casa” —continuaba la señora Davenport, cada vez mas cerca—. Sólo esas palabras: “Ven a casa.” ¿Qué puede eso significar, señor Mandrake?

—Le enviaba un mensaje desde el Otro Lado, diciéndole que los muertos no se han marchado —dijo la voz del señor Mandrake—, que están aquí con nosotros, protegiéndonos, hablándonos. Todo lo que tenemos que hacer es escuchar…

Estaban doblando la esquina. Richard se coló por una puerta sin letreros. Una escalera. Magnífico. “Y esperemos que llegue hasta el sótano”, pensó, rodeando el rellano, para llegar a…

Se detuvo. Dos escalones por debajo del rellano, una cinta amarilla se extendía de un lado a otro, cortando el paso y, por debajo, los escalones celestes brillaban húmedos, aunque no podían estarlo. Los habían pintado hacía más de dos meses.

Se preguntó qué había sucedido. ¿Se habían olvidado los pintores de esta escalera, o habían sido incapaces de encontrarla en el laberinto de pasillos de conexión y corredores y callejones sin salida del Mercy General? ¿Y los técnicos y enfermeras, al ver la cinta, pensaban que estaba aún bloqueada y habían encontrado otras rutas, otros atajos?

Eso debía de ser, porque los escalones pintados bajo la cinta amarilla parecían brillantes e intactos, ni una sola huella en ellos, y la escalera todavía olía a pintura. Era evidente que nadie había estado allí desde el día en que Joanna y él se escondieron ocultándose de Mandrake, desde el día en que ella se sentó en los escalones para comer sus M M’s de cacahuete y se quejó de que la cafetería no estaba nunca abierta, y él había intentado convencerla de que trabajara con él en el proyecto y ella le preguntó si era peligroso, y él dijo: “No, es perfectamente seguro…”

De pronto le fallaron las piernas. Tanteó en busca de la barra de metal y se sentó en el tercer escalón sobre el rellano, donde se habían sentado entonces, donde había sobornado a Joanna con manzanas y capuchino embotellado.

“Los muertos no se han ido”, había dicho la señora Davenport, y si eso fuera cierto, si Joanna estuviera en alguna parte, estaría allí, en el aire embalsamado y vacío de aquella escalera donde no había estado nadie desde hacía dos meses, donde nada había perturbado los ecos de su voz.

Deseó de pronto que la señora Davenport tuviera razón, que Joanna se le apareciera, de pie en los escalones celestes, irradiando luz, y diciendo: “Lamento no haberte podido decir lo que he descubierto. Hice igual que toda esa gente en las películas. “SOS.” ¿Cómo ibas a saber lo que eso significaba? Me sorprende que no dijeras: “¿Puedes ser más específica?” ” Casi podía verla, subiéndose las gafas sobre la nariz, riéndose de él.

Casi.

Y eso era lo que hacía que la gente creyera en los ángeles y pusiera a farsantes como el señor Mandrake en la lista de éxitos de ventas, aquel deseo de creer. Pero eso no los traía de vuelta. Y no era la presencia de los muertos lo que acechaba a la gente, lo que la hacía imaginar que los veía en sus ECM. Era su ausencia. En lugares donde deberían haber estado.

Porque Joanna no estaba allí, ni siquiera en aquel lugar donde habían estado juntos, aplastados contra la pared, su brazo extendido sobre su corazón latiente. Allí no había nada, ni siquiera polvo. “Está muerta”, pensó, y fue como enfrentarse con aquel hecho otra vez.

De algún modo había conseguido negarlo, con todos sus paseos, dibujando planos, midiendo escaneos, interrogando a auxiliares de enfermería, y se preguntó ahora si de eso se trataba, si su obsesión por las últimas palabras de Joanna había sido simplemente otra forma de negativa, su propio Seminario Privado para Enfrentarse a la Pena.

Porque si podían descifrar las últimas palabras de Joanna, eso compensaría el que no hubieran sido capaces de salvarla. Le daría a la historia un final distinto. ¿Y en que se diferenciaba de lo que estaba intentando hacer Mandrake?

Se preguntó de pronto si había sido igual de engañado, si Joanna había murmurado unas cuantas palabras inconexas en su delirio y el y Kit y Vielle se habían dejado llevar por la imaginación, convirtiéndolas en un mensaje porque eso les daba algo en qué pensar, algo que hacer además de llorar, además de rendirse a la desesperación, y las palabras de Joanna no significaban nada en absoluto.

¡No!

—Estabas intentando decirme algo —le dijo, aunque ella no estaba allí—. Se que lo intentaste.

Pero no tuvo éxito. La máquina se había apagado antes de que pudiera terminar. Pensó en el mensaje que le había dejado en su contestador automático. El lo había reproducido una y otra vez, tratando de descifrar lo que había empezado a decir, pero no sirvió de nada. Había demasiadas posibilidades y no la suficiente información. “Como ahora”, pensó, y supo, a pesar de lo que le había dicho a Kit, que no lo descubrirían nunca.

En las películas siempre descubrían quién era el asesino, aunque la víctima moría antes de que pudiera decirlo. En las películas siempre descifraban el mensaje, resolvían el misterio, salvaban a la chica. En las películas.

Y tal vez en el Otro Lado. Pero no allí. Allí nunca averiguaron qué causó el incendio del circo de Hartford ni si había una bomba en el Hindenburg. Allí el doctor no pudo detener la hemorragia, la ayuda no llegó a tiempo, el mensaje estaba demasiado roto y manchado para poder ser leído.

“Si alguien hubiera podido hacer llegar un mensaje —había dicho Joanna en Taco Pierre’s aquella noche—, ése era Houdini.” Pero no era cierto. Si alguien hubiera podido hacer llegar un mensaje, ésa era Joanna. Lo había intentado, aunque se estaba ahogando en su propia sangre, aunque tendría que haber estado inconsciente. Si pudiera haber venido desde donde estaba (la tumba o las cubiertas del Titanic o el Otro Lado) para darle el mensaje, lo habría hecho.

Pero no pudo. Porque no estaba en ninguna parte. “Se ha ido”, pensó, y enterró la cara en sus manos.

Permaneció allí sentado largo rato. Su busca sonó una vez, rompiendo en silencio, y él lo sacó inmediatamente del bolsillo, rezando para que fuera la señora Aspinall diciéndole que Carl había cambiado de opinión, pero era solamente Vielle, llamándolo para que la llamara y así poder informar que había encontrado a otra sustituía que había trabajado en el extremo opuesto de la planta ese día, o que había acotado la búsqueda del taxi que Joanna había tomado a Yellow y Shamrock.

Eso no era justo. Vielle lo había intentado cuanto había podido. Todos lo habían hecho, faltaban demasiadas piezas. La respuesta se encontraba en alguna de las transcripciones del Titanic” no en los escaneos o en la literatura inglesa, pero Joanna no podía decirles dónde, y el señor Briarley, si lo sabía, no lo recordaba. Y Carl se negaba a decirlo.

Y él, Richard, no podía imaginarlo. Era hora de admitirlo. Era hora de encarar los hechos, de hacer las maletas, ponerse el sombrero y admitir la derrota.

Joanna sin duda lo comprendería. Había visto al equipo de choque intentar con norepinefrina, salino, palas, RCP, uno tras otro. Y había estado en el Titanic, que lo había intentado y fracasado. El vigía no vio el iceberg a tiempo, el California no oyó el SOS, no vio la señal de la lámpara Morse, no comprendió los cohetes. El maquinista Harvey y el hombre por el que volvió para salvarlo habían muerto ahogados los dos.

Si había una lección que aprender del Titanic era que los intentos fracasaron, que el rescate llegó demasiado tarde, que los mensajes no llegaron a su destino, y supo, mientras lo pensaba, que no era cierto.

La lección del Titanic era que la gente siguió intentándolo aunque sabía que no había esperanza: enviaron SOS, soltaron los botes hinchables, bajaron y trajeron el correo, soltaron a los perros… todos estaban decididos a salvar algo, a alguien, aunque sabían que no podían salvarse a sí mismos.

“No puedes rendirte —pensó Richard— Jack Phillips no lo hizo. Joanna no lo hizo.”

— Muy bien —dijo, y aunque no lo sabía, su voz sonó igual que la de Joanna en el contestador automático.

Se levantó. “Muy bien. Consigue en Personal el número de la señora Hobbs. Averigua quienes más fueron pacientes de la cinco-oeste ese día. Averigua quien los visitó. Repasa otra vez los escaneos y las transcripciones. Habla con Vielle. Habla con Bob Yancey. Sigue intentándolo.”

Volvió a conectar su busca y subió las escaleras, extendió la mano para abrir la puerta, y luego bajó de nuevo al rellano. Arrancó la cinta amarilla y quitó los restos de la barandilla.

Llevó la maraña de cinta arriba, hasta el puesto de enfermeras. Una enfermera estaba al teléfono, de espaldas a él.

—La escalera al segundo piso está despejada. La pintura está seca —dijo, dejando caer la masa de cinta sobre el mostrador—. ¿Está todavía Maurice Mandrake con la señora Davenport?

—Espere —dijo la enfermera al teléfono. Se volvió a medias y asintió.

—Gracias —dijo él, y se encaminó hacia el ascensor.

—No, espere, doctor Wright —llamó la enfermera, la mano sobre el micrófono—. No me di cuenta de que era usted… Richard regresó al puesto de enfermeras.

—Ha llamado alguien de Urgencias preguntando por usted. No sabía que estaba usted en la planta o habría ido a buscarlo. Fue hace sólo unos minutos.

—¿Era Vielle Howard? —interrumpió él.

—Sí, creo que sí. Le pregunté a las otras enfermeras, pero no sabían que usted…

—¿Dijo que quería que la llamara o que bajara a Urgencias?

—dijo que había alguien esperándolo en su laboratorio.

—¿Hombre o mujer?

—Hombre —dijo la enfermera.

“Carl Aspinall —pensó él, y corrió hacia el ascensor—. Ha cambiado de opinión. Debe de haber pensado en lo que dijo Kit.”

Pero cuando llegó a la sexta planta, no era Carl quien esperaba en la puerta del laboratorio.

Era el señor Pearsall.

55

Un poco más y ya no estaré con vosotros, dónde estaré no puedo decirlo. De la nada venimos, a la nada vamos. ¿Qué es la vida? El destello de una luciérnaga en la noche.

Últimas palabras de PIE DE CUERVO, jefe de los indios pies negros.


Había luciérnagas. Se encendían y se apagaban en la oscuridad que la rodeaba. “Estoy en Kansas —pensó Joanna—. Esto debe de ser parte de la Revisión de Vida.” Y debía de estar acercándose al final si estaba recordando su infancia, visitando a sus parientes en Kansas, corriendo en la oscuridad con sus primos, con una jarra vacía en la mano para capturar luciérnagas y la tapa de latón en la otra, dispuesta a cerrarla cuando capturara una, la hierba húmeda contra sus tobillos, el rico y dulce olor de las peonías llenando el aire de la tarde.

Pero no era por la tarde…, era de noche. Y no importaba hasta qué hora les permitieran estar despiertos, nunca se había hecho completamente oscuro como ahora. Siempre había habido un tono azul purpúreo en el cielo, e incluso después de que salieran las estrellas todavía podía verse el contorno de las casas, de los álamos retorcidos. “Todavía podías ver a los adultos en el porche oscuro, y nos veíamos unos a otros.”

No distinguía la hierba en la que estaba sentada, ni la casa, ni su propia mano, que colocó delante de su cara. Estaba completamente negro, a pesar de las luciérnagas.

—La luna no brillaba —dijo en voz alta—, y las estrellas no daban ninguna luz.

Las estrellas. Eran estrellas, chispeando clara, firmemente, en el cielo negro, ¿y por qué había pensado que eran luciérnagas? Obviamente eran estrellas y se extendían hasta el horizonte, claras y chispeantes. Los supervivientes del Titanic habían recalcado eso, cómo las estrellas no se oscurecían cerca del horizonte, sino que brillaban hasta la línea del agua.

El agua. “He sobrevivido al hundimiento —pensó—. Estoy flotando en algo del Titanic, una silla de cubierta” Pero las sillas de cubierta eran de tablas. La superficie que tenía debajo era ancha y lisa. Un piano. El gran piano del restaurante A La Cárte.

Pero los pianos no flotaban. En la película El piano, éste se hundió como una piedra, arrastrándola a las aguas frías y desintegradoras. “Tal vez, es el piano de aluminio del Hindenburg. Sólo pesaba ochocientos kilos.”

“Se hundiría de todas formas”, pensó. Y tal vez se estaba hundiendo. “Todos los barcos se hunden tarde o temprano”, había dicho el señor Wojakowski, y tal vez aquél se hundía muy despacio, porque el océano estaba muy tranquilo. Todos los supervivientes habían dicho que el agua era lisa como el cristal esa noche, tan quieta que los reflejos de las estrellas apenas se distorsionaban.

Joanna extendió la mano hacia el borde del piano, palpando el teclado y luego el agua debajo y, al hacerlo, advirtió que estaba agarrada a algo con la otra mano, sosteniéndolo con fuerza en el hueco del codo. “El pequeño bulldog francés —pensó—, debo haberlo sujetado mientras caía”, aunque recordaba haberlo soltado todo, todo en el agua, recordaba sus manos abiertas agitándose vacías en la oscuridad. “El chaleco salvavidas”, pensó, y palpó en busca de las correas colgantes pero no pudo encontrarlas. Se inclinó sobre el perrito, tratando de verlo. Estaba demasiado oscuro, pero pudo sentir su suave cabeza, su cuerpecito contra su costado. No se movía.

—¿Estás bien, perrito? —preguntó, acercándose más para oír el sonido de sus jadeos, el latido de su pequeño corazón, pero no oyó nada.

“Tal vez se ha ahogado”, pensó ansiosamente, pero mientras lo pensaba, el perrito se apretujó más contra su costado.

—Estás bien —dijo—. Maisie estará muy contenta.

“Maisie”, pensó, y recordó haberse debatido contra la abrumadora oscuridad, esforzándose por no olvidar hasta que fuera enviado el mensaje.

—En cuanto nos rescaten —le dijo al pequeño bulldog—, tengo que enviarle a Richard un mensaje.

Contempló la oscuridad. El Carpathia llegaría dentro de dos horas. Escrutó el horizonte, buscando sus luces, pero sólo había estrellas.

Las miró, tratando de encontrar la Osa Mayor. El Carpathia había llegado desde el suroeste. Si localizaba la Osa Mayor, podría seguir el mango hasta la estrella del Norte y sabría en qué dirección vendría.

Habían buscado la Osa Mayor en aquellas noches de verano en Kansas. Habían corrido por la fría hierba, tratando de capturar luciérnagas con las manos, y cuando un coche aparecía en la calle, gritaban “¡Automóvil!” y se tumbaban boca arriba en la hierba, inmóviles bajo el barrido de sus faros. Haciéndose los muertos. E incluso después de que el coche hubiera pasado, permanecían allí tendidos, contemplando las estrellas, señalando las constelaciones. “Aquélla es la Osa Mayor —decían, señalando—. Esa es la Vía Láctea. Allí está el Can.”

No había ninguna constelación. Joanna dobló el cuello, tratando de encontrar la forma de Sagitario, la larga mancha de la Vía Láctea en el centro del cielo. Pero sólo había estrellas. Y chispeaban brillantes, claras, hasta el agua, que estaba tan quieta que no oía su lamido contra los lados del piano, tan quieta que los reflejos de las estrellas no estaban distorsionados en absoluto. Chispeaban firme, claramente, como si no hubiera ningún reflejo, como si hubiera cielo bajo ella en vez de agua.

Abrazó al perro.

—Creo que ya no estamos en Kansas, Totó —dijo, y apartó los pies del borde.

No estaban en el Atlántico, y la cosa a la que se abrazaban no era un piano. Era otra cosa, una mesa de reconocimiento, o un cajón del depósito de cadáveres. O una metáfora de los supervivientes del naufragio de su conciencia, flotando en el cascarón de su cuerpo, sus últimas smapsis chispeando como estrellas, como luciérnagas.

Y el Atlántico era una metáfora de otro lugar. La laguna Estigia o el río Jordán o el Otro Lado del señor Mandrake. No, no un Otro Lado. Otra cosa distinta, sin ninguna relación con el mundo.

“El país lejano”, pensó, pero tampoco era adecuado. No era un país. Era un lugar tan lejano que ni siquiera era un lugar. Un lugar tan lejano que el Carpathia no podría llegar nunca, tan lejano que no había ninguna posibilidad de ser rescatada, de regresar. Y del cual nunca se sabía nada, a pesar de lo que dijera Maurice Mandrake, a pesar de los mensajes que decía haber recibido de los muertos.

E incluso las últimas palabras de los moribundos no eran mensajes, sólo ecos inútiles de los vivos. Mentiras inútiles. “Nunca te abandonaré”, decían, y se marchaban para siempre. “No te olvidaré”, decían, y luego lo olvidaban todo en las aguas oscuras y desintegradoras.

“Estaremos juntos de nuevo”, y ésa era la mayor mentira de todas. No había padres esperando en la orilla brillante. No había profetas, ni ancianos, ni Angeles de Luz. No había luz ninguna. Y nunca estarían juntos. Nunca volvería a verlos, ni podría decirles adonde había ido.

“Me marché sin despedirme”, pensó, y sintió una puñalada de dolor, como un cuchillo en las costillas.

—¡Adiós! —gritó, pero su voz no se transmitió en el agua—. ¡Adiós, Vielle! —gritó—. ¡Adiós, Kit! ¡Adiós, Richard!

Trató de hacerse entender, pero estaban demasiado lejos. Demasiado lejos incluso para que recordara la cara de Richard, o la de Maisie…

Maisie, pensó, y supo por qué había pensado que las estrellas eran luciérnagas. Insectos en código Morse las llamaban en Kansas. Encendiéndose, apagándose, enviando mensajes codificados en la oscuridad.

—Tengo que transmitirle el mensaje a Richard —dijo, y se levantó sobre el piano, haciendo que se agitara salvajemente—. ¡Richard! —llamó, llevándose las manos a la boca como si fueran un megáfono—. ¡La ECM es la forma que tiene el cerebro de pedir ayuda!

Estaba demasiado lejos. Nunca le llegaría. Houdini, diciendo “¡Rosabelle, cree!” a su esposa a través del vacío, no pudo hacerse oír. Ni ella tampoco.

—¡Es un SOS! —llamó Joanna, pero suavemente—. Un SOS.

El pequeño bulldog gemía a sus pies, asustado de estar solo. Joanna se sentó y extendió la mano para asirlo, incapaz de encontrarlo al principio en la oscuridad, y lo rodeó con ambas manos y lo atrajo hacia si.

—No sirve de nada —dijo, acariciando la suave cabeza que no podía ver—. Nunca les llegará.

El perrito gimió, desconsolado, parecía el llanto de un niño.

—No pasa nada —dijo Joanna, aunque no era verdad—. No llores, estoy aquí. Estoy aquí.

Estoy aquí. ¿Donde estás? Las luciérnagas, capturadas en una jarra, capturadas en las manos cerradas de las que no podía escapar ninguna luz, seguían enviando mensajes, encendiéndose y apagándose, encendiéndose y apagándose, aunque no servía de nada, y Jack Phillips, aunque el Carpathia estaba demasiado lejos, aunque no había otros barcos que lo oyeran, había seguido transmitiendo, tecleando SOS, SOS, hasta el final.

—SOS —llamó, deseando que sus pensamientos llegaran a Richard y Kit y Vielle como mensajes de radio, a través de la nada, a través de las vastas y oscuras distancias de la muerte—. Adiós. No pasa nada. No te apenes.

El pequeño bulldog se tranquilizó y se quedó dormido, acurrucado contra ella, pero Joanna siguió acariciándole la cabeza.

—No llores —dijo, deseando que Mandrake oyera, deseando que Richard escuchara—. Es un SOS.

“Nunca les llegará”, pensó, pero permaneció sentada en la oscuridad, abrazando con fuerza al perrito, rodeada de estrellas, enviando señales de amor y lástima y esperanza. Los mensajes de los muertos.

56

Vamos a toda máquina.

Mensaje del Carpathia al Titanic.


—Señor Pearsall —dijo Richard, incapaz de impedir que la decepción se le notara en la voz— ¿Qué está haciendo aquí?

—Me preguntaba si todavía me necesita para el proyecto. Acabo de regresar de Indiana. Tuve que quedarme más tiempo de lo previsto. Mi padre murió. —Tuvo que aclararse la garganta antes de continuar—. Y tuve que resolver unos asuntos. Volví ayer mismo. —Se volvió a aclarar la garganta—. Me he enterado de lo de la doctora Lander. Lo siento muchísimo.

“Eso es lo que dijo Carl Aspinall”, pensó Richard amargamente.

—Es duro de creer —dijo el señor Pearsall, sujetando el sombrero con ambas manos—. En un minuto están aquí, y al siguiente… Siempre pensé que las experiencias cercanas a la muerte eran una especie de alucinación, pero ahora no lo sé. Justo antes de morir, mi padre me dijo… Tuvo una embolia y le costaba trabajo hablar, sólo murmuraba, pero dijo, claro como el agua: “¡Bueno, y tú qué sabes!”

Richard se enderezó, atento.

—¿Dijo algo más?

El señor Pearsall negó con la cabeza. “Naturalmente”, pensó Richard.

—Lo dijo como si acabara de descubrir algo importante —dijo el señor Pearsall, sacudiendo de nuevo la cabeza—. Me gustaría saber qué era.

“Y a mí también”, pensó Richard.

—Por eso pensé que si todavía necesitan voluntarios, yo podría…

—El proyecto se ha suspendido.

El señor Pearsall asintió como si ésa fuera la respuesta que esperaba.

—Si empieza de nuevo, me alegraría…

—Le llamaré —dijo Richard, mostrándole la salida. Cerró la puerta y se sentó a su mesa, con las cintas. Pero apenas había empezado a trabajar cuando llamaron a la puerta. “Y tampoco será Carl Aspinall”, pensó.

Era Amelia Tanaka.

—Amelia. ¿Qué estás haciendo aquí?

Ella se detuvo en la puerta y se quedó allí, con el abrigo y la mochila puestos. Como el día en que vino a decirles que dimitía.

—He venido… —dijo Amelia, y tomó aire—. La doctora Lander fue a verme a la universidad.

“Para eso tomó el taxi”, pensó Richard, y quiso preguntarle qué día fue, pero a Amelia ya le estaba costando lo suficiente. No quería trastornarla.

—No le conté la verdad de por qué dimití —dijo Amelia—. La doctora Lander me preguntó si fue porque había experimentado algo inquietante, y le dije que no, pero no era cierto. Sí que lo experimenté, y me asusté tanto que no pude soportar someterme de nuevo al tratamiento, pero entonces me enteré de que se había muerto, y me puse a pensar en lo que le ha pasado, sólo que ella no tuvo oportunidad, no pudo volver.

Las palabras salían a trompicones de ella, como lágrimas.

—Me puse a pensar en lo cobarde que había sido. Ella siempre fue muy amable conmigo. Una vez, cuando le pedí que hiciera algo por mí, lo hizo y…

Se interrumpió, ruborizándose.

—dijo que era muy importante que le contara lo que vi. No tendría que haber mentido. Tendría que habérselo dicho. ¿Cómo voy a ser médico, si dejo que mi miedo…?

Miró a Richard.

—Es demasiado tarde para decírselo a ella, pero dijo que era importante, y usted es su compañero…

—Es importante —dijo Richard—. Ven, quítate el abrigo y siéntate. Ella negó con la cabeza.

—No puedo quedarme. Tengo una práctica de anatomía. —Se no, temblando—. Ni siquiera tendría que haber venido, pero quería decirle…

—Muy bien, no tienes que quitarte el abrigo, pero al menos siéntate.

Pero ella negó con la cabeza. “Y se marchará si la presionas”, pensó Richard.

—¿Qué viste que te asustó, Amelia?

—El… —Se mordió los labios—. ¿Ha tenido alguna vez uno de esos sueños locos, donde cuando intentas explicarlos no hay nada que dé miedo en ellos, como un cuchillo o…? —Calló, parecía avergonzada—. No pretendía decir eso. En serio, yo…

—No viste ningún asesino ni ningún monstruo —dijo Richard—, pero te asustaste de todas formas…

—Sí. Estaba en el túnel, como otras veces, sólo que esta vez me di cuenta de que no era un túnel, era… —Miró anhelante hacia Ja puerta. Richard se colocó con disimulo entre ella y Ja salida.

—¿Qué era? —preguntó, aunque ya lo sabía. Y ella tenía razón, no había nada aterrador en la visión de gente con ropa antigua de pie ante una puerta, en el sonido de motores desconectándose. “¿Qué ha pasado?”, De preguntó Lawrence Beesley a su criado. El criado respondió: “Supongo que poca cosa.” Y Beesley volvió a la cama, sin sentirse asustado en lo más mínimo.

—¿Qué era, Amelia? —dijo Richard.

—Yo… parece una locura, creerá…

“¿Que eres Bridey Murphy? —pensó él—, como hice con Joanna.”

—Sea lo que sea, te creeré.

—Lo sé. Muy bien. —Tomó aire—. Tengo bioquímica este semestre. La teoría es durante el día, pero las prácticas de laboratorio son de noche, los martes y jueves, en esa vieja sala. Es larga y estrecha, con todos esos armarios de madera oscura en las paredes donde guardan los productos, así que parece un túnel.

Una habitación larga y estrecha con altos armarios a cada lado. Richard se preguntó qué era realmente. ¿La enfermería? Tendría que preguntarle a Kit dónde estaba la enfermería en el Titanic.

—Era la práctica final de laboratorio —dijo Amelia—. Teníamos que obtener una reacción enzimática, pero no podía conseguirla, y era muy tarde. Ya habían apagado las luces y me estaban esperando para que terminara.

—¿Quiénes? —preguntó Richard, pensando: “¿Práctica final?, ¿reacción enzimática?”

—Mis profesores —dijo Amelia, y él notó el miedo en su voz—. Estaban en el pasillo, esperando. Pude verles esperando ante la puerta con sus batas blancas, esperando a ver si aprobaba el final.

El final de bioquímica y profesores con bata. Había tenido semanas para racionalizar lo que había visto, pensó él, para inventar algo que tuviera sentido. O al menos más sentido que el Titanic.

—¿Cuándo te diste cuenta de que habías estado en el laboratorio de bioquímica?

Ella lo miró, asombrada.

—¿Qué quiere decir?

—¿Fue días después de tu sesión o más recientemente?

—Fue justo entonces —dijo Amelia—, cuando estaba teniendo la ECM. No se lo dije a ustedes porque tenía miedo de que volvieran a someterme al tratamiento. Dije que vi las mismas cosas que antes, la puerta y la luz y la sensación de paz y felicidad, pero no era cierto. Vi el laboratorio.

“No era el Titanic —pensó Richard—. No vio el Titanic.”

Pero en realidad no era el laboratorio —dijo Amelia—, porque los armarios no tienen llave, como en la ECM, y no era mi profesor de bioquímica, era el doctor Eldritch de anatomía y un director que tuve cuando estudiaba teatro musical. Y estaba muy asustada.

—¿De qué?

—De suspender —dijo ella, y él detectó el miedo en su voz—. Del final.

“No estuvo en el Titanic —pensó él—, tratando de asimilarlo. Estuvo en su laboratorio de bioquímica.”

—¿Qué pasó entonces? —consiguió preguntar.

—Empecé a buscar la llave. Tenía que encontrarla. Tenía que abrir el armario y sacar el producto adecuado. Busqué bajo las mesas y en los cajones —dijo, la voz tensa—, pero estaba oscuro, no veía nada…

La conexión no era el Titanic. Y eso era lo que Joanna había comprendido cuando habló con Carl Aspinall.

…y las etiquetas de los cajones DO reñían ningún sentido —estaba diciendo Amelia—. Había letras en ellas, pero no eran palabras, eran sólo letras y números, todo junto, como un código. Y yo estaba tan asustada… y entonces regresé al laboratorio, así que supongo que lo encontré y que aprobé. No sé qué nota saqué. —Se rió, avergonzada—. Le dije que parecía una locura.

—No. Has sido de gran ayuda.

Ella asintió, pero no estaba convencida.

—Tengo que irme al laboratorio de anatomía, pero… —Tomó aire otra vez—. Si quiere, me someteré de nuevo a la prueba. Se lo debo a la doctora Lander.

—Tal vez no sea necesario —dijo él, y en cuanto se marchó llamó a Carl Aspinall.

Temía que fuera su esposa quien contestara al teléfono, pero fue Carl.

—Hola, residencia de los Aspinall.

—Señor Aspinall, soy el doctor Wright. No, espere, no cuelgue. Comprendo que no quiera hablar de su experiencia. Sólo quería que me respondiese a una pregunta. ¿Su experiencia tuvo lugar en el Titanic?

¿El Titanic! —dijo Carl, y su asombro le dijo a Richard todo lo que necesitaba saber.

No había estado en el Titanic. Y ésa era la revelación que había hecho que Joanna bajara corriendo a Urgencias. No era lo que le hubiera contado sobre su ECM, sino el hecho de que no había estado en el Titanic, y Joanna, al advertir que ésa no era la conexión, que había estado siguiendo la pista equivocada, había visto cuál era la verdadera respuesta, y había corrido a contárselo.

Tenía que asegurarse. Llamó a Maisie.

—Cuando tuviste tu ECM, Maisie, ¿estuviste en un barco? —le preguntó cuando ella respondió.

—¿Un barco? —dijo ella, y él imaginó la cara que estaba poniendo—. No.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé. No se parecía nada a un barco.

—¿A qué se parecía?

—No lo sé —dijo ella, pensativa—. Le dije a Joanna que pensaba que estaba dentro de algo, pero también era fuera. Un lugar a la vez dentro y fuera.

Y el cuidado que puso en su respuesta le convenció más que ninguna otra cosa de que tenía razón, de que si hubiera estado en un barco lo habría sabido, y que la solución se encontraba en otra parte.

¿Pero dónde? Tenía que estar en algún lugar de las ECM, en un hilo común que compartieran, aunque ni la de Amelia ni la de Maisie ni la de, presumiblemente, Carl Aspinall, fueron como la de Joanna.

—Pero tiene que estar allí —le dijo a Kit por teléfono—, porque en cuanto Joanna advirtió que Carl no estuvo en el Titanic, supo qué era.

—Y tiene que ser algo que esté en todas ellas. ¿Has grabado lo que Amelia acaba de contarte?

—No. Estaba demasiado nerviosa. Pero he transcrito todo lo que recuerdo.

—¿Y tu ECM? ¿La has transcrito?

—¿La mía? —dijo él, aturdido—. Pero fue…

—Estaba relacionada con el Titanic. Lo sé, pero puede que hubiera una pista. Creo que tienes razón. Creo que tiene que haber un hilo común, y cuantas más ECM tengamos, más probable es que lo encontremos.

Ella tenía razón. Richard se preguntó si, llamando de nuevo a Carl Aspinall y explicándole que sus pesadillas, fueran lo que fuesen, eran puramente subjetivas, estaría dispuesto a hablar con él. Lo dudaba.

Lo cual dejaba la ECM de Amelia, y la suya propia, y la de Maisie. Y la visión del tripulante del Hindenburg. Hizo una lista de los elementos de cada una de ellas. Joseph Leibrecht había visto campos nevados, ballenas, un tren, un pájaro en una jaula y a su abuela, y había oído campanas de iglesia y el sonido de metal. Amelia había visto enzimas, cajones de laboratorio y a sus profesores. Joanna había visto escaleras y bicis estáticas, y él no había visto nada de todo eso.

La de Joseph era claramente como un sueño, con imágenes inconexas sucediéndose rápidamente, completamente distinta a la de Joanna. La de Amelia parecía una cosa intermedia. No había saltos temporales ni de imágenes, pero sí saltos arguméntales, mientras que en la suya propia…

Advirtió que no sabía si había incongruencias, excepto por el zepelín de juguete. Había asumido que era real, que las ECM de Joanna eran reales, y más tarde, al repasar los libros del tío de Kit, se había concentrado en el Titanic.

Sacó de nuevo los libros. La gente en efecto se había congregado en las oficinas de la compañía White Star y en el edificio del New York Times, pero no dentro. Lo habían hecho en la calle, esperando noticias del Carpathia. Cuando finalmente llegaron, no hubo ninguna lectura pública de la lista de supervivientes. Se publicó una lista en el Times: la madre de Mary Marvin, que estaba allí con la madre de su yerno, gritó de alegría cuando localizó el nombre de su hija y luego se detuvo, aterrada, cuando vio que el de Daniel no estaba al lado… pero en su mayor parte los parientes habían acudido a preguntar uno a uno al edificio de la White Star. El hijo de John Jacob Astor se había vuelto inmediatamente, el rostro enterrado en las manos.

Y no había una sala de radio en el edificio de la White Star. Había habido una en el Times, pero en el último piso. El operador colocaba los mensajes descifrados en una caja atada a una cuerda, sacudía la cuerda contra las paredes metálicas de un respiradero para avisar a los periodistas de abajo, y dejaba caer la caja por el agujero.

¿Qué le decía todo eso? ¿Que no había estado realmente en las oficinas de la White Star? Eso ya lo sabía. Que había construido su ECM a partir de imágenes de las películas y de las ECM de Joanna. Pero no le decía por qué. No le decía cuál era la conexión.

Hizo una lista de todos los elementos: su busca, la mujer con la blusa de cuello alto hablando por teléfono, el hombre inclinado sobre el telégrafo, el reloj de la pared, las escaleras, el hombre con el periódico bajo el brazo… y luego llamó a Amelia y le pidió que viniera.

—¿Va a volver a someterme a la prueba? —preguntó, y él notó el miedo en su voz.

—No. Sólo tenemos que hacerte unas preguntas. ¿Te viene bien mañana a las nueve?

—No, tengo un examen de anatomía.

“Está poniendo excusas —pensó él—, como la última vez que Joanna intentó citarla antes de que dimitiera”, pero tras de una pausa, ella dijo:

—¿Le vale a las once?

Y, sorprendentemente, apareció puntual.

Richard le había pedido a Vielle que estuviera presente.

—Amelia, queremos que nos cuentes todo lo que recuerdes de tus ECM, empezando por la primera —dijo él, y Vielle conectó la minigrabadora de Joanna.

Amelia asintió.

—Prometí hacer todo lo que me pidieran —dijo, y se lanzó a una descripción detallada, que fue completada por sus preguntas y las de Vielle.

—¿Cuántos profesores había en el despacho? —le preguntó Vielle.

—Cuatro —respondió Amelia—. El doctor Eldridge y mi director y la señorita Ashley, mi profesora de lengua del instituto, y mi profesor de prácticas de laboratorio de primero. En realidad no era un profesor. Era un estudiante graduado. Lo odiaba. Si le hacías una pregunta, sólo contestaba: “Es algo que tienes que descubrir por ti misma.”

—¿Tu profesora de lengua estaba allí? —preguntó Richard, pensando en el señor Briarley. Amelia asintió.

—En realidad no llegó a darme clase. Murió un mes antes de que empezaran las clases.

Vielle le preguntó por las etiquetas de los frascos de productos químicos.

—Cómo en las fórmulas, con los números bajo la línea, ¿sabe? Todas estaban en fila.

—¿Puede recordar alguna de las letras? No podía.

—¿Recuerda algo más que no encajara? Amelia miró la nada.

—El frío —dijo por fin—. Siempre hace calor en esa sala. Tiene uno de esos sistemas anticuados de calefacción. Pero en mi ECM hacía mucho frío, como si hubieran dejado abierta una puerta en alguna parte.

—Joanna también dijo que tenía frío —dijo Vielle después de que Amelia se marchara—. ¿Y Joseph Liebrecht?

—dijo haber visto campos nevados, pero también habló de un mar hirviente y de ser arrojado a las llamas. Y no hubo nada frío ni caliente en mi ECM.

—Amelia y tú estabais buscando algo —apuntó Vielle.

—Y Joanna también, pero Joseph Leibrecht no.

—¿Y el hecho de que su profesora de inglés fuera una persona muerta?

El sacudió la cabeza.

—Es uno de los elementos nucleares.

—¿No hay ninguna posibilidad de que puedas convencer a Carl Aspinall para que hable contigo?

—No contestan al teléfono. Vielle asintió sabiamente.

—Identificación de llamada. Supongo que no merece la pena volver a subir hasta allí.

“No”, pensó él, y de todas formas allí no estaba la respuesta. Estaba en el señor Briarley, y no podía extraerla tampoco de él. “Es algo que tienes que descubrir por ti mismo”, había dicho el graduado auxiliar.

—¿Podrías volver a someter a Amelia a la prueba? —preguntó Vielle mientras iba hacia a la puerta del laboratorio.

—Tal vez, aunque existe la posibilidad de que repita la misma imagen unificadora.

—Oh, bien, está usted ahí —dijo una voz, y la madre de Maisie entró, vestida con un esplendoroso traje amarillo—. ¿Es mal momento?

—Me marchaba ya. Seguiré trabajando en ello y luego te llamo —dijo Vielle, y escapó.

—No pretendía interrumpir —dijo la madre de Maisie—. Tome. Le tendió una cajita.

—¿Qué es esto? —preguntó él. Parecía un Palm Pilot muy pequeño.

—Su busca. Dijo que un problema para aplicar su procedimiento era que la franja de oportunidad era demasiado corta, sólo de cuatro a seis minutos.

“Lo que dije fue que la muerte cerebral irreversible se produce entre los cuatro y los seis minutos —pensó él—, pero ella no puede aceptar esas palabras ni admitir que lo que quiere es que rescate a Maisie de entre los muertos.”

—Este busca resuelve ese problema —dijo ella, más contenta que unas castañuelas.

—Ya tengo un busca —dijo él. Y aunque ése sonara en el momento en que Maisie entrara en parada, todavía tendría que buscar un teléfono y averiguar dónde estaba. Si alguien se molestaba en responder al teléfono durante una emergencia.

—No es un busca corriente —dijo la señora Nellis—. Es un localizador. Maisie tiene uno, igual que todos sus médicos y enfermeras, y, en el caso de una situación de parada, tienen instrucciones para pulsar este botón inmediatamente —señaló un botón rojo al final de la caja—, y su busca sonará. Tiene un sonido distintivo, así que no lo confundirá con su propio busca.

“Probablemente suena Sonríe y sé feliz”, pensó él.

—En cuanto lo oiga sonar —continuó la señora Nellis—, pulse este botón —indicó un botón negro en el lado—, y la localización dentro del hospital donde se ha producido la señal aparecerá en esta pantallita. Dirá “Unidad de Cuidados Intensivos Cardíaca” o “ala oeste, cuarta planta” o donde sea. Maisie estará en su habitación en la UCI cardíaca la mayor parte del tiempo, por supuesto, pero como usted dijo, puede que la lleven a hacer pruebas o que esté —cruzó los dedos tímidamente— en quirófano, preparándose para un corazón nuevo, y de esta forma sabrá usted exactamente dónde está. Quería uno que también indicara dónde está usted y señalara la ruta más corta, pero el ingeniero informático que lo diseñó dijo que esa tecnología no existe todavía.

—La tecnología para revivir a pacientes que han entrado en muerte clínica no existe todavía tampoco, señora Nellis —dijo él, tratando de devolverle el busca.

—Pero existirá —dijo ella, confiada—, y cuando exista no tendrá que preocuparse por el problema de localizarla. Me doy cuenta de que sigue existiendo el problema de llegar rápidamente, pero tengo otro programador trabajando en eso.

“Y yo conozco la ruta más corta —pensó Richard—. Tengo todo el plano del hospital en la cabeza, todas las escaleras, todos los atajos.

Podría llegar hasta Maisie a tiempo, si tuviera un modo de revivirla. Si supiera lo que Joanna estaba intentando decirme.”

—Naturalmente, esto no es más que una precaución. Los doctores de Maisie esperan que reciba un corazón de un día a otro, y lo está haciendo realmente bien, estamos muy contentos con sus datos. Ahora bien —dijo, colocándole firmemente el busca en la mano—, sabía que querría verlo usted en acción, así que Maisie va a activar su busca a las dos y diez para que oiga el pitido y vea cómo funciona la pantalla localizadora.

—¿A las dos y diez?

—Sí, yo sugerí a las dos para que supiera con seguridad que es una prueba, pero ella insistió en que a las dos y diez. No tengo ni idea de por que.

“Yo sí —pensó Richard—. Es un código. Ha descubierto algo.”

—A veces la llevan a hacerle pruebas a las dos, y puede que piense que si estuviera en otro sitio que no sea su habitación la prueba será mejor. Es una niña muy inteligente.

“Sí que lo es”, pensó Richard.

—¿Y dónde se supone que tengo que estar a las dos y diez?

—Usted no. Ésa es la cuestión. Dondequiera que este usted, el busca sonará y le dirá dónde está ella. Por desgracia, tengo que reunirme con mi abogado a la una y media, así que no estaré allí, pero Maisie probablemente podrá responder cualquier pregunta que tenga.

“Esperemos que sea así —pensó el, viendo cómo la señora Nellis se encaminaba al ascensor—. Maisie debe de haber encontrado a alguien más que vio a Joanna en el ascensor o en uno de los pasillos.” O, si había suerte, en la habitación con Carl Aspinall. La señora Nellis entró en el ascensor. Richard esperó a que la puerta se cerrara y luego se encaminó a la UCI cardíaca.

—Me preocupaba que no fuera capaz de descifrarlo —dijo Maisie en cuanto entró en la habitación—. Creí que tal vez debería haber dicho a las dos y veinte, cuando se hundieron, en vez de cuando enviaron el último mensaje.

—¿Que has averiguado?

—Eugene ha hablado con el celador que vio a Joanna ese día. En la dos-este. Dice que la vio hablar con el señor Mandrake.

Mandrake. Entonces la había visto de verdad, no había inventado el incidente para su egoísta responso. Debió de emboscarla cuando subía a ver a la doctora Jamison.

—¿Bien? —exigió Maisie.

Richard sacudió la cabeza.

—Joanna tal vez se topara con Mandrake, pero no le habría dicho nada. ¿Oyó el celador lo que dijo Mandrake? Maisie negó con la cabeza.

—Le pregunté a Eugene. Dijo que estaba demasiado lejos, pero que el señor Mandrake habló un buen rato, y ella también. Dijo que ella se estaba riendo.

—¿Que se estaba riendo? ¿Con Mandrake?

—Lo se —dijo Maisie, haciendo una mueca—. Tampoco me parece muy gracioso. Pero es lo que dice Eugene que dijo su amigo.

Era una historia de tercera mano, no, de cuarta, de alguien que estaba demasiado lejos para oír lo que decían, y la posibilidad de que Joanna le hubiera revelado a Mandrake algo trascendente era nula, pero Richard le había prometido a Joanna que seguiría intentándolo.

Y no se podía llegar mucho más lejos.

—Estaba esperando que me llamara —dijo Mandrake cuando Richard le telefoneó desde el mostrador de la UCI cardíaca—. La señora Davenport me ha dicho que habló con usted de los mensajes que ha estado recibiendo.

“No puedo, hacer esto —pensó Richard, y estuvo a punto de colgar el teléfono—. Es traicionar a Joanna. A ella no le importaría —pensó de repente—. Lo único que le importaba era llevarme el mensaje.”

—Quiero verlo —dijo—. ¿Está en su despacho?

—Sí, pero me temo que tengo vanas citas esta tarde, y mi editor… —Hubo una pausa, presumiblemente mientras comprobaba su agenda—. ¿Le vendría bien a las dos…? No, tengo una reunión… y mi publicista viene a las tres. ¿Le viene bien a la una?

—A la una —dijo Richard, y colgó, pensando que con suerte en la próxima hora y media encontraría la respuesta y no tendría que hablar con él.

Revisó de nuevo las transcripciones de Joanna, haciendo una lista de todo lo que contenían: la piscina, Scotland Road, la sala de correo, la llave… la llave. ¿Qué era la llave? Cohetes, gimnasio, bicicletas mecánicas, sala de comunicaciones, sacas de correo… Buscaba elementos comunes en su ECM y la de Amelia Tanaka. Las dos habían mencionado puertas y frascos, un frasco de productos químicos en el caso de Amelia y de tinta en el de Joanna, pero no había habido ninguno en su caso. ¿Una llave? El tuvo que girar la llave para abrir la puerta del pasillo, el señor Briarley había ido a la sala de correo para tomar la llave del armario que contenía los cohetes, el marinero que había manejado la lámpara Morse había dicho algo sobre una llave, y Amelia, al hablar del catalizador, había dicho: “Tenía que encontrar la llave.”

“Eso es demasiado forzado”, pensó, y Joseph Leibrecht no había dicho nada de ninguna llave. Y llave no era una de las palabras subrayadas en las transcripciones.

Muy bien, pues, ¿cuáles eran esas palabras? ¿Agua? No había habido agua en su ECM ni en las de Amelia, ni niebla tampoco. Tiempo, pensó, recordando el reloj de la pared del pasillo de la White Star. A Amelia le preocupaba terminar su examen a tiempo, y Joseph Leibrecht había mencionado que oyó sonar la campana de una iglesia y supo que eran las seis. Y el Titanic trataba de ganar tiempo.

Y hablando de tiempo, ¿qué hora era? La una menos diez. Tiempo suficiente para ir a preguntarle a Vielle que otras palabras había subrayado Joanna en las transcripciones y luego pasarse por el despacho de Mandrake.

Bajó a la tercera. El pasillo tenía un gran tablón, “Cerrado por reparaciones”. Debían de haberse quedado sin cinta amarilla. Tendría que bajar al sótano y salir. Empezó a recorrer el pasillo. El busca de su bolsillo sonó, un timbrazo apremiante y agudo. “La señal de Maisie”, pensó, sacándoselo del bolsillo. Pulsó el botón rojo: “Seis-oeste”, leyó, y debajo, la hora, las 12.58.

Seis-oeste. ¿Qué estaba haciendo allí? Luego se fijó en la hora, las 12.58.

—dijo a las dos y diez.

Echó a correr hasta la tercera, cruzó el pasillo, subió las escaleras de servicio.

Consiguió llegar a la sexta planta en tres minutos y diecinueve segundos y se desplomó, sin aliento, contra el puesto de enfermeras.

—Rápido. Maisie Nellis. ¿Dónde está?

—Allí abajo, segunda puerta —dijo la sorprendida enfermera, y a él no se le ocurrió, mientras corría por el pasillo, que la enfermera no habría estado tan tranquila en una emergencia, que no había ninguna alarma de código sonando.

Entró en la sala, donde Maisie yacía tan tranquila en una camilla, mirando su busca.

—¿Ha hablado ya con el señor Mandrake? —dijo ansiosamente.

—¿Cómo… quieres… que hable? —dijo él, entre jadeos—. Me has… llamado. ¿Para qué?

Y se desplomó en una silla junto a la pared.

—El simulacro.

—Se suponía que el simulacro iba a ser a las dos y diez, no a la una y cincuenta y ocho.

—Lo de las dos y diez era un código. Me han traído aquí a hacerme unas pruebas, y he pensado que sería buena idea hacer lo del busca en un sitio donde no supiera dónde estaba, para ver si funcionaba o no.

—Bueno, pues funcionó, así que ningún simulacro más. Sólo quiero que me llames en una emergencia real. ¿Comprendido?

—¿Pero no deberíamos practicar unas cuantas veces? —dijo ella, mirando reacia el busca—. ¿Para que pueda llegar más rápido?

“Ya he sido lo bastante rápido —pensó él—. He llegado en menos de cuatro minutos, desde una punta del hospital hasta casi la otra. A tiempo.” Y no tenía ningún medio para salvarla.

—No. Llámame si entras en parada, y sólo si entras en parada.

—¿Y si veo que voy a entrar en parada y luego resulta que no?

—Entonces será mejor que no resulte, que sólo querías hablarme del incendio del circo de Hartford. Y lo digo en serio.

—Vale —dijo ella, reacia.

—Muy bien. —Richard miró su reloj. La una y diez—. Llego tarde a mi cita con Mandrake. Y no digas “no puede irse todavía”.

—No iba a hacerlo —dijo ella, indignada—. Iba a desearle buena suerte.

Iba a hacerle falta más que suerte, se dijo Richard mirando a Mandrake sentado tras una enorme mesa pulida.

—Le esperaba a la una —dijo Mandrake, mirando su reloj—. Ahora me temo que tengo… Sonó el teléfono.

—Discúlpeme —dijo Mandrake, y lo atendió—. Al habla Maurice Mandrake. ¿Una firma de libros? ¿Cuándo?

Richard contempló el despacho. Era aún más suntuoso de lo que habría imaginado. Un enorme sillón de cuero marrón, un enorme escritorio de caoba, un retrato casi de tamaño natural de sí mismo colgando detrás, una estantería llena de ejemplares de La luz al final del túnel, una alfombra persa. “No desentonaría en el Titanic”, pensó.

Mandrake colgó el teléfono.

—Me temo que será mejor dejarlo para otro día. A las dos, tengo…

—Seré breve —dijo Richard, y se sentó—. Dijo usted en su discurso en el entierro que habló con Jo… con la doctora Lander el día que la mataron.

Mandrake cruzó las manos sobre la mesa.

—Ese día, y muchas veces desde entonces. “No puedo hacer esto”, pensó Richard.

—Veo por su expresión que no cree que los muertos puedan comunicarse con los vivos.

“Si lo hicieran, Joanna me habría dicho lo que descubrió en la habitación de Carl Aspinall.”

—No —dijo.

—Eso es porque insiste usted en creer sólo en lo que ve en sus escaneos TPIR —dijo el señor Mandrake, y su expresión era condescendiente—. La doctora Lander, afortunadamente, llegó a comprender que la experiencia cercana a la muerte poseía dimensiones que la ciencia nunca podría explicar. Ahora, si me disculpa, tengo otra cita…

Empezó a levantarse.

Richard permaneció sentado.

—Necesito saber qué dijo ella ese día.

—Exactamente lo que dije en su responso, que había comprendido que la ECM, o más bien la ECOV, no era solamente una alucinación física, sino una revelación espiritual del Otro Lado.

“Estás mintiendo”, pensó Richard.

—¿Qué dijo? Sus palabras exactas.

Mandrake se acomodó en su sillón, las manos sobre los brazos tapizados.

—¿Por qué? ¿Para que pueda descartarla considerándola una loca? Comprendo que debe de ser difícil tener que enfrentarse al hecho de que su compañera llegó a una conclusión diferente respecto a la ECM que aquella de la que intentó con tanto ímpetu convencerla. —Mandrake se inclinó hacia delante—. Por fortuna, no se dejó engañar por sus argumentos científicos —puso un desagradable énfasis en la palabra—, y encontró la verdad por sí misma.

Miró la puerta y luego descaradamente su reloj.

—Me temo que es todo el tiempo que tenemos. Esta vez se levantó. Richard no.

—Necesito saber lo que dijo.

Mandrake miró de nuevo la puerta, incómodo. “Me pregunto con quién será la cita —pensó Richard—. Obviamente con alguien que no quiere que vea. ¿Alguien a quien está sonsacando sobre el proyecto? ¿La señora Troudtheim? ¿Tish?”

—Joanna iba camino de Urgencias para decirme algo. Estoy intentando averiguar qué era.

—Yo pensaría en lo obvio —dijo Mandrake; pero sus ojos se llenaron de pronto… ¿de temor?, ¿de culpa?

“Lo sabe —pensó Richard y, aunque no tenía sentido—: Joanna se lo dijo.”

—No —dijo despacio—. No es obvio. Los ojos de Mandrake volvieron a fluctuar.

—Estaba intentando decirle lo que desde entonces nos ha dicho a mi y a la señora Davenport, hablando de esa otra vida en la que usted se niega a creer, que hay más cosas en el cielo y la tierra, doctor Wright, que sueños en sus escaneos TPIR.

Rodeó la mesa y se dirigió a la puerta.

—Me temo que no puedo concederle más tiempo, doctor Wright. : Un caballero está citado…

“¿Un caballero? ¿El señor Sage? Buena suerte si consigues sonsacarle algo del proyecto. O de cualquier otra cosa.”

—Necesito saber exactamente qué le dijo ella —repitió. ¡Mandrake abrió la puerta!

—Si le importa concertar una cita para otro día, podríamos…

—Joanna murió intentando decirme lo que era. Necesito saberlo. Es importante.

—Muy bien. —Cerró la puerta, volvió a su mesa y se sentó—. Si es tan importante para usted. Richard esperó.

—dijo: “Tuvo usted razón todo el tiempo, señor Mandrake. Ahora me doy cuenta. La ECOV es un mensaje del Otro Lado.”

—Hijo de puta —dijo Richard, levantándose de su silla. Llamaron a la puerta, y el señor Wojakowski se asomó. Llevaba puesta su gorra de béisbol.

—Hola, Manny —le dijo a Mandrake, y luego a Richard—. Eh, qué tal Doc. Lamento entrar así, pero…

—Ya hemos terminado —dijo Mandrake.

—Eso es —dijo Richard—. Terminado.

Salió del despacho, dejando atrás al señor Wojakowski, y se encaminó hacia el pasillo.

—Espere, Doc —dijo el señor Wojakowski, alcanzándolo—. Es justo el tipo que quería ver.

—No lo parece —dijo Richard, señalando con el pulgar en dirección a la puerta de Mandrake—. Parece que él es el tipo a quien quería ver, señor Wojakowski.

—Ed —corrigió él—. Sí, me llamó el otro día, dijo que quería hablar conmigo sobre su proyecto. Le dije que hacía tiempo que no trabajaba en eso, pero me dijo que no importaba, que quería hablar conmigo de todas formas, así que dije que bueno, pero que tenía que hablar primero con usted y ver si no importaba, porque a veces los médicos no quieren que uno vaya hablando por ahí de sus investigaciones, y desde entonces estoy intentando ponerme en contacto con usted. Se dio un golpe en la rodilla.

—Chico, sí que es difícil de cazar. He intentado por todos los medios que se me han pasado por la cabeza preguntarle si estaba bien. Sé que tenía otras cosas en qué pensar, con todo lo de la pobre doctora Lander y demás, pero estaba a punto de renunciar a toda esperanza de encontrarlo. Como Norm Pichette. ¿Le he hablado alguna vez de él? Se quedó atrás cuando abandonamos el Yorktown, en la enfermería, y cuando se despierta, está el tío solo en un barco que se va a pique, así que grita a todo pulmón —dijo, llevándose las manos a la boca—, pero está demasiado lejos para que nadie lo oiga, así que intenta pensar en un modo de hacerle señales al Titanic. Agita las manos como un loco, grita y silba y aulla, pero ni por ésas.

Richard pensó en Maisie, tratando de hacerle señales, tratando de conseguir que la enfermera Lucille lo llamara al busca, que la dejara llamarlo, sobornando a Eugene para que llevara un mensaje, y por fin hablándole a su madre del proyecto como último recurso.

—Y entonces intenta usar la radio —estaba diciendo el señor Wojakowski—, pero la puerta de la sala de radio está cerrada. ¿Puede imaginárselo? ¿Cerrar con llave las puertas de un barco que se hunde? ¿Quién iba a querer entrar?

Cerrado. Él mismo, probando una puerta tras otra, tratando de encontrar el camino de vuelta al laboratorio, y Joanna, probando la puerta de la escalera y descubriendo que estaba cerrada, bajando a la sala de correo para encontrar la llave de la taquilla con los cohetes. La llave. Amelia diciendo: “Tenía que encontrar la llave.”

—Pichette da vueltas por todo el barco —decía el señor Wojakowski—, buscando algo con lo que llamar la atención.

Por todo el barco. Joanna subiendo a la Cubierta de Botes, bajando a la Cubierta de Paseo, caminando por Scotland Road. Corriendo por todas partes. Subiendo al laboratorio para hablarle de Coma Carl y, al no encontrarlo allí, al despacho de la doctora Jamison y luego a Urgencias.

Y él y Kit y Vielle, corriendo también. Subiendo a Timberline y a la cuatro-oeste, preguntando a enfermeras y taxistas, haciendo planos de escaleras, tratando de averiguar adonde había ido Joanna, con quién había hablado. Repasando las transcripciones y Laberintos y metáforas, haciendo gráficas de escaneos, registrando el hospital y sus recuerdos y el Titanic, probando todo lo que se les pasaba por la cabeza.

—Pichette prueba todo lo que se le ocurre —dijo el señor Wojakowski—. Incluso se quita la camisa y la hace ondear como una bandera, pero eso tampoco funciona, y el barco se está hundiendo. Tiene que pensar en una forma de hacer señales antes de que sea demasiado tarde.

Una forma de hacer señales. El señor Briarley lanzando cohetes. El contramaestre operando la lámpara Morse. El telegrafista enviando mensajes al Carpathia y el Californian y el Frankfurt. Mensajes. El hombre de la barba enviando al sobrecargo con un mensaje para el señor Briarley, y el encargado de correos arrastrando sacas de cartas mojadas hasta la Cubierta de Botes, y J. H. Rogers escribiéndole una nota a su hermana.

—Mensajes —murmuró Richard—. Son mensajes.

Su ECM estaba llena de ellos: el telegrafista anotando los nombres de los supervivientes, y el periodista con su cuaderno y la secretaria con el teléfono al oído.

El señor Sage había oído sonar un teléfono, se le ocurrió de pronto. Y la señora Davenport había recibido un telegrama diciéndole que volviera. “Tiene que haber un hilo común entre todas esas ECM”, había dicho Kit, y debía de ser esto. Mensajes. Todas las ECM trataban de mensajes.

Pero no había ningún telegrama en la ECM de Amelia Tanaka, ni cohetes, ni teléfonos. No había ningún mensaje, sólo un examen y un armario cerrado lleno de productos químicos. Y había probado una llave tras otra, un producto tras otro, tratando de encontrar el que funcionara.

Como Joanna. Tuvo una súbita visión del equipo de choque atendiéndola, probando la RCP, las palas, la epinefrina, probando técnica tras técnica. “Buscando algo que funcionara”, pensó, y tuvo la sensación que Joanna había descrito, la sensación de casi saber.

“Sé que tiene algo que ver con el Titanic”, había dicho Joanna. El Titanic, que había enviado cohetes, arriado botes, enviado mensajes en código Morse, buscando algo que funcionara.

—Y resulta que yo estaba en la cubierta del Hughes, mirando el agua —dijo el señor Wojakowski, pero Richard no lo escuchaba, tratando de aprehender el conocimiento que casi tenía, que casi estaba a su alcance.

Código Morse. Código. “Era como si las etiquetas estuvieran escritas en código”, había dicho Amelia. Y Maisie, diciéndole alegremente por qué había elegido las dos y diez: “Lo envié en código.” Código. Fórmulas químicas y metáforas y “un idioma extraño”, puntos y rayas y “Rosabelle, recuerda”. Código.

“Dile a Richard que es… SOS”, había dicho Joanna, y él había creído que intentaba decirle algo y fracasó. Pero no lo había hecho. Ése era el mensaje: “Es un SOS.”

Un SOS. Un mensaje enviado en todas direcciones con la esperanza de que alguien lo oiga. Un mensaje lanzado por el cerebro moribundo al córtex frontal, la amígdala, el hipocampo, tratando de conseguir que alguien venga al rescate.

—Bastante ingenioso, ¿verdad? —estaba diciendo el señor Wojakowski.

—¿Qué? Lo siento —dijo Richard—. No he oído cómo consiguió finalmente llamar su atención.

—Parece que tendría que apuntarse usted a ese estudio de audición —dijo el señor Wojakowski, y le dio una palmada a Richard en el hombro—. Con una ametralladora. Verá, yo estaba allí en el Hughes mirando el agua por si había submarinos japos, y de pronto veo esas fuentecitas. “¡Un submarino!”, grito. El teniente mira y dice: “Un submarino no levanta el agua de esa forma. Eso es una carga de profundidad.” Pero yo miro las salpicaduras y la verdad es que no me parecen cargas de profundidad tampoco, porque están en línea recta, y miro a ver de dónde vienen, y hay un tipo en el pasillo elevado, asomándose a la barandilla y disparando al agua con una ametralladora. No puedo oírlo, está demasiado lejos, y él lo sabe, sabe que tiene…

Demasiado lejos y el camino está bloqueado. La mitad de las sinapsis ya se han desconectado por la falta de oxígeno, la mitad de los caminos están bloqueados o tienen carteles de cerrado por reparaciones. Así que el lóbulo temporal prueba una ruta tras otra, un producto químico tras otro, carnosma, NPK, amiglicina, intentando encontrar un atajo, intentando que la señal llegue al córtex motor para que ponga en marcha el corazón, los pulmones. “Era muy tarde —había dicho Amelia—. Todo lo que quería era encontrar el producto adecuado e irme a casa.” Y el ángel de la señora Brandéis había dicho: “Debes regresar a la tierra. Todavía no es tu hora.”

“La orden de regreso aparece en un sesenta por ciento de los casos”, había dicho Joanna, pero no era una orden. Era un mensaje que había llegado por fin, un producto químico que por fin había conectado, una smapsis que por fin se había disparado, como una llave girando en el encendido. “La ECM es un mecanismo de supervivencia —pensó Richard—, un esfuerzo final que el cerebro hace para arrancar el sistema. La version del cuerpo de un equipo de choque.” Miró sin ver al señor Wojakowski, que seguía hablando.

—Así que tomamos un bote y nos llegamos hasta allí y le lanzamos una escalerilla —dijo—, pero él no venía. Sigue gritándonos algo, sólo que con el motor no nos enteramos. Creemos que debe de estar en mal estado para bajar por la escalerilla, así que el primer oficial me envía por el, y está mal, le han dado un tiro en la barriga y ha perdido un montón de sangre, pero no es eso lo que intenta decirnos. Parece que hay otro tío en la enfermería, y ése sí que está chungo, inconsciente por una fractura de cráneo. —Sacudió la cabeza—. La habría palmado si a Pichette no se le hubiera ocurrido lo de la ametralladora.

Al fondo de! pasillo se abrió una puerta. Richard se volvió y vio a Mandrake acercare. Y de repente supo lo que le había dicho Joanna. El celador la había visto reírse, y naturalmente que se reía. “Tenía usted razón —le había dicho—. La ECM es un mensaje.”

Pero no del Otro Lado. De este lado, mientras el cerebro, al desconectarse, hacia un último y valeroso esfuerzo por salvarse, recurriendo a todo cuanto tenía en su arsenal: endorfinas para bloquear el dolor y el miedo y despejar las cubiertas para la acción, adrenalina para reforzar las señales, acetilcolina para abrir caminos y conectores. Muy ingenioso.

Pero la acetilcolina tenía un efecto secundario. Aumentaba la capacidad asociativa del córtex cerebral, y la memoria a largo plazo, al esforzarse por encontrar sentido a las sensaciones y visiones y emociones que se le venían encima, convirtiéndolas en túneles y ángeles y el Titanic. En metáforas que la gente confundía con la realidad. Pero la realidad era un sistema complejo de señales enviadas al hipocampo para activar un neurotransmisor que arrancara de nuevo el sistema.

Y sé lo que es —pensó Richard, asombrado—. Lo he tenido ante las narices todo el tiempo. Por esto estaba en todas las ECM de la señora Troudtheim y en aquella de la que Joanna salió expulsada. Estaba buscando un inhibidor, y tenía razón, la teta-asparcina no es un inhibidor. Es un activador. Es la clave.”

—¿Que le está diciendo a mi sujeto, doctor Wright? —pregunto Mandrake. ¿Que las ECM no son reales, que no son más que un fenómeno físico? —Se volvió hacia el señor Wojakowski—. El doctor Wright no cree en milagros.

“Sí que creo —pensó Richard—, sí que creo.”

—El doctor Wright se niega a creer que los muertos se comunican con nosotros. ¿Es eso lo que le estaba diciendo?

—No me estaba diciendo nada —contestó el señor Wojakowski—. Yo le estaba contando al Doc aquella vez que en el Yorktown…

— Estoy seguro de que el doctor Wright le permitirá contárselo en otro momento. Tengo un plan de trabajo muy apretado, y si vamos a reunimos…

El señor Wojakowski se volvió hacia Richard.

— ¿No importa que hable con él, Doc?

— No importa. Cuéntele todo lo que quiera —dijo Richard, y se dirigió hacia el ascensor.

Necesitaba realizar pruebas para ver si la teta-asparcina podía sacar a los sujetos del estado ECM por su cuenta, o si era la combinación de la teta-asparcina y la acetilcolina y el cortisol. “Tengo que llamar a Amelia —pensó—. Dijo que estaba dispuesta a someterse a la prueba.”

Pulsó el botón de subida del ascensor. “Tengo que mirar los escaneos y hablar con la doctora Jamison. Y con la madre de Maisie”, pensó, y miró pasillo abajo. El señor Wojakowski y Mandrake casi habían llegado al despacho. Richard corrió tras ellos.

— Señor Wojakowski. Ed —dijo, alcanzándolos—. ¿Qué le pasó?

—Doctor Wright —dijo el señor Mandrake—, ya ha ocupado usted más de la mitad del tiempo de mi cita con el señor Wojakowski aquí presente…

Richard lo ignoró.

—¿Qué le pasó al marinero, al que disparó la ametralladora?

—¿A Norm Pichette? No lo consiguió. —Sacudió la cabeza. No lo consiguió.

—Doctor Wright —dijo Mandrake—, si ésta es su manera de minar mi investigación…

—Peritonitis —dijo el señor Wojakowski—. Murió al día siguiente.

—¿Qué le pasó al otro?

—Doctor Wright —insistió Mandrake.

—¿El que estaba frito en la enfermería? ¿George Weise? Se recupero bien. Recibí una carta de él desde Soda Pop Papachek el otro día.

—Quiere decir un mensaje —dijo Richard alegremente—. Tenía usted razón, Mandrake, es un mensaje.

Mandrake hizo una mueca.

—¿De qué está hablando?

Richard le dio una palmada en el hombro.

—No lo entendería. Hay más cosas en el cielo y la tierra, Manny, muchachote, que sueños en su filosofía. Y está a punto de descubrir cuáles son.

57

Estoy… yo… un mar de… solo.

ALFRED HITCHCOCK, poco antes de su muerte.


Después de mucho tiempo, la oscuridad pareció remitir un poco, la negrura fue adquiriendo un tinte gris, las estrellas empezaron a palidecer.

—Está saliendo el sol —le dijo Joanna al pequeño bulldog francés, aunque todavía no podía verlo, y empezó a escrutar el cielo al este en busca de una claridad delatora en el horizonte. Pero no distinguió el horizonte, y la luz, si era luz, se filtraba por igual desde todas direcciones hacia el cielo, si era cielo.

Se fue iluminando tan despacio que Joanna pensó que se había confundido, que sólo había imaginado la disminución de la negrura, pero al cabo de un tiempo interminable las estrellas se apagaron, no una a una, sino todas juntas, y el cielo se volvió de carbón y luego de pizarra. Se levantó un poco de viento, y la noche adquirió el frío de la madrugada.

“Son las cuatro —pensó Joanna—. Fue a esa hora cuando apareció el Carpathia, tras haber recorrido cincuenta y ocho millas a toda máquina, primero las luces y luego la alta columna de humo negro.” Pero aunque Joanna se quedó mirando hacia el suroeste, los ojos entornados, no hubo ninguna luz, ningún humo.

Allí no hay nada, pensó, pero a medida que la oscuridad continuaba disminuyendo, distinguió un horizonte escarpado, como de montañas lejanas. “Los Puertos Grises”, pensó ella, la esperanza aleteando en su interior. O la isla de Avalón.

—Tal vez nos hemos salvado después de todo —dijo ella, mirando al perro, y al hacerlo vio que no estaba abrazando al bulldog francés, sino a la niña pequeña del incendio del circo de Hartford, la Pequeña Señorita 1565. Tenía la cara manchada de hollín, y la ceniza había estropeado sus tirabuzones.

—Nunca he tenido un perro —dijo la niñita—. ¿Cómo se llama? Y Joanna vio que la niña sostenía en brazos al perro. Apartó un copo de ceniza del pelo de la niña.

— No lo sé —dijo.

—Te pondré un nombre entonces —le dijo la niña al perro, alzándolo, abarrándolo con las manos manchadas por el grueso torso—. Te llamaré Ulla.

Ulla.

—¿Quién eres? —preguntó Joanna—. ¿Cómo te llamas?

Y esperó, temerosa, la respuesta. Maisie no. Por favor que no fuera Maisie.

—No lo sé —dijo la niña, tomando al perro por las palas—. ¿Sabes hacer cosas, Ulla? —dijo, y se volvió hacia Joanna—. El perro del circo podía saltar por un aro. Tenía un collar púrpura. De ese color.

Señaló, y Joanna vio que el cielo se había vuelto de un pálido y hermoso color lavanda y, alrededor de ellas, rosa y lavanda a la luz creciente, chispeaban icebergs.

—El campo de hielo —murmuró Joanna, y contempló el agua de color jacinto.

Estaban sentadas en el gran piano del restaurante A La Carte, la ancha tapa de nogal con los lacios curvos flotando en la superficie. Una partitura todavía abierta en el atril.

—Supongo que los pianos flotan, después de todo —dijo Joanna, y vio que el teclado estaba bajo agua, las teclas de marfil y ébano brillaban en rosa pálido y negro a través del agua lavanda.

—Había una tuba en el circo —dijo la niña—. Y un gran tambor. ; Va a venir el Carpathia a salvarnos?

No, pensó Joanna. Porque aquello no era el Atlántico, a pesar del agua, a pesar de los icebergs, y aunque lo hubiese sido, era demasiado larde. El Carpathia había aparecido mucho antes del amanecer.

El sol saldría de un momento a otro, manchando de rosa el cielo y el hielo y el agua, y luego inundando el este de luz. Los icebergs destellarían con un brillo níveo.

“Tal vez eso era lo que veían los sujetos de Mandrake”, pensó Joanna. Creían que era un Ángel de Luz, pero no lo era. Era el campo de hielo, chispeando como diamantes y zafiros y rubíes a la luz cegadora del sol.

— ¡Salta! —ordenó la niñita. Unió los brazos para formar un aro— ¡Salta!

El bulldog la miró con curiosidad, la cabeza ladeada. La niñita bajó los brazos.

— ¿Qué pasará cuando llegue el Carpathia?

“El Carpathia no va a venir —pensó Joanna— Está demasiado lejos para que venga, demasiado lejos para que venga nada o nadie a salvamos.”

— Comprueban tu nombre en una lista cuando subes a bordo —dijo la niña. Se había quitado el lazo del pelo y lo estaba atando alrededor del cuello del perro. Estaba chamuscado en los extremos— ¿Qué les diré cuando me pregunten mi nombre? Si no sabes tu nombre, no te dejan subir.

“No importa, no va a venir”, pensó Joanna, pero dijo:

— ¿Y si te pongo un nombre, como tú has bautizado a Ulla? La niñita pareció escéptica.

— ¿Qué nombre?

Maisie no, pensó Joanna. El nombre de alguna niña que hubiera estado en el Titanic, Lorraine. Pero Lorraine Allison se había ahogado, la única niña de Primera Clase que no se salvó. Lorraine no. Ni el nombre de ninguna niña que hubiera muerto en el Titanic. No Beatrice Sandstrom ni Nina Harper ni Sigrid Anderson.

La niñita que estaba en el Lusitania cuando se separó de su madre… ¿Cómo se llamaba? La niña a la que había salvado el desconocido. “La lanzó al bote —pudo oír decir a Maisie— Luego subió él, y los dos se salvaron.”

Helen. Se llamaba Helen.

— Helen —dijo Joanna— Voy a llamarte Helen. La niña estrechó la pata delantera del perro.

— ¿Cómo estás? —dijo— Me llamo Helen. —Puso una voz grave y ronca— ¿Cómo está usted? Me llamo Ulla —Le soltó la pata.

—¡Tiéndete, Ulla! —ordenó— ¡Hazte el muerto!

El bulldog francés se sentó, la oreja ladeada, sin comprender. El viento se calmó, y el agua, lisa ya como el cristal, se volvió aún más lisa, pero el cielo no cambió. Continuó reflejando su luz rosácea sobre el agua y el hielo y el nogal pulido del piano.

— ¡Quieto! —le dijo Helen al perro inmóvil, y todos obedecieron, el cielo y el agua y el mar.

Pasó un eón. Helen dejó de intentar enseñarle trucos al perro y se lo puso en el regazo. El agua, calmado el viento, se calmó aún más, hasta que fue indistinguible del cielo rosa. Pero no salió el sol. Y no apareció ningún barco en el horizonte.

—¿Esto es todavía la ECM? —preguntó Helen. Había soltado al perro y se asomaba por el costado del piano, contemplando el agua.

—No lo sé —dijo Joanna.

—¿Cómo es que estamos aquí sentadas?

—No lo sé.

—Apuesto a que estamos al pairo —dijo Helen, pasando la mano perezosamente de un lado a otro por el agua quieta—. Como en ese poema.

—¿Qué poema?

—Ya lo sabes, el del pájaro.

¿La balada del viejo marinero?—preguntó Joanna, y recordó al señor Briarley diciendo: “La balada del viejo marinero no es, contrariamente a lo que se cree, un poema sobre símiles y aliteraciones y onomatopeyas. Tampoco trata de albatros y de palabras mal escritas. Es un poema sobre la resurrección.”

“Y el Purgatorio”, pensó Joanna, el barco eternamente a la deriva, la tripulación muerta, “sola en un ancho, ancho mar”, y se preguntó si eso era, un lugar de castigo y penitencia. En La balada del viejo marinero había empezado a llover, y la brisa, al lavar los pecados, los liberó. Joanna escrutó el cielo, pero no había ninguna nube, ni sol, ni viento. Estaba tan quieto como la muerte.

—¿Cómo es que estamos al pairo? —preguntó Helen.

—No lo sé.

—Apuesto a que estamos esperando a alguien. “No —pensó Joanna—, a Maisie no. Que no sea Maisie a quien estamos esperando.”

—Tenemos que esperar algo —dijo Helen, pasando la mano perezosamente por el agua rosácea—. O sucederá algo.

Algo estaba sucediendo. La luz cambiaba, los escarpados picos de hielo pasaban de rosa a albaricoque, el sol pasaba de rosa a coral. El sol se está poniendo, pensó Joanna, aunque no había habido sol ninguno, sólo la luz rosada, continua.

—¿Qué está pasando? —preguntó Helen, arrastrándose hasta Joanna.

—Está oscureciendo —contestó Joanna, pensando con alegría en las claras y brillantes estrellas.

Helen sacudió la cabeza, agitando los oscuros tirabuzones.

—No, no —dijo—. Se está poniendo rojo.

Era cierto, el agua se manchaba de formaciones rojas de arenisca, el rojo de los cañones.

—Está todo rojo ahí arriba —dijo Helen—. Todo alrededor. Joanna la rodeó con el brazo, y a Ulla, atrayéndolos, protegiéndolos del cielo.

—Que no sea Maisie —susurró—. Por favor. El cielo continuó enrojeciéndose, hasta que fue del color del fuego, del color de la sangre. El rojo del desastre.

58

No pasa nada, pequeña. Ve tú. Yo me quedo.

Últimas palabras de DANIEL MARVIN a su esposa Mary, mientras la hacía subir a uno de los botes del Titanic.


Maisie se portó muy bien. No pulsó el botón de su busca, aunque el doctor Wright no fue a verla en mucho tiempo.

Después de una semana entera, empezó a preocuparse de que tal vez le hubiera sucedido algo, como a Joanna, y le pidió a la enfermera Lucille que lo llamara, que había una pregunta sobre su busca que tenía que hacerle, y la enfermera Lucille le dijo que en aquel momento estaba ocupado con algo importante, y le preguntó si quería ver un vídeo.

Maisie dijo que no, pero la enfermera Lucille puso Sonrisas y lágrimas de todas formas. Siempre ponía Sonrisas y lágrimas. Era su película favorita, probablemente porque era igualita que una de aquellas viejas monjas arrugadas.

Por fin apareció Kit. Estaba muy guapa, muy nerviosa.

—¿Habló el doctor Wright con el señor Mandrake? —le preguntó Maisie.

—Sí —dijo Kit—. Toma. Esto es un regalo de Richard… del doctor Wright. Dijo que es para darte las gracias por hablarle del señor Mandrake.

Le tendió a Maisie un paquetito envuelto en papel rojo que parecía una cinta de vídeo.

—¿Qué dijo el señor Mandrake? Habló con Joanna ese día, ¿verdad? ¿Le dijo lo que el doctor Wright estaba intentando averiguar?

—Abre el regalo y luego te lo contaré todo. —Kit se acercó rápidamente a la puerta y corrió las cortinas—. El doctor Wright dijo que lo abrieras y lo escondieras antes de que vuelva tu madre.

—¿De verdad? ¿Qué es? —Empezó a rasgar el papel—. ¡El Hindenburg! —dijo, contemplando feliz la foto del zepelín en llamas de la carátula.

—El doctor Wright dijo que te advirtiera que la película no es exactamente igual que la historia real del Hindenburg. Dice que cambiaron el final para que sobreviva el perro.

—¡No me importa! —dijo Maisie, abrazando el vídeo contra su pecho—. ¡Es perfecto!

—¿Dónde quieres que lo ponga?

—Saca uno de mis vídeos del fondo de la mesita de noche. No, El jardín secreto no. A la enfermera Evelyn le encanta El jardín secreto. La pone cada vez que está de guardia.

—¿Qué tal Winnie the Pooh?

—Sí, ésa está bien.

Kit le entregó la carátula del vídeo. Maisie le tendió Hindenburg.

—Ten, abre esto —dijo, abrió Winnie the Pooh y sacó la película. Kit arrancó el celofán de la cinta del Hindenburg y se la devolvió a Maisie, que la sacó de su caja, y le tendió a Kit el vídeo de Winnie the Pooh.

Ponlo en el fondo —dijo.

Kit la guardó detrás de los otros vídeos.

—Y supongo que querrás que me lleve esto —preguntó, mostrando la carátula de Hindenburg. Maisie asintió—. Sabes, Maisie —dijo Kit, en serio—, cuando consigas tu nuevo corazón, vas a tener que dejar de mentir y engañar a tu madre.

—¿Qué dijo el señor Mandrake? ¿Le contó al doctor Wright lo que dijo Joanna?

—No. Pero Richard lo descubrió de todas formas. Joanna intentaba decirnos que la ECM era una especie de SOS. Es un mensaje que el cerebro envía a los diferentes elementos químicos del cerebro para que encuentren uno que envíe la señal al corazón para que empiece a latir y el paciente empiece a respirar.

—Después de que entren en parada —dijo Maisie.

—Sí, y ahora que Richard sabe lo que es puede diseñar un método para enviar esos mismos productos químicos a…

—¿De verdad tiene un tratamiento? —preguntó Maisie, excitada—. Pero si me lo invente. Kit sacudió la cabeza.

—Todavía no, pero está trabajando en ello. Ha desarrollado un prototipo, pero aún hay que probarlo —se puso realmente seria—, y aunque funcione…

—Puede que no lo consiga a tiempo —dijo Maisie, y temió que Kit fuera a mentir y decir: “Por supuesto que lo conseguirá”, pero no lo hizo.

—Me dijo que te dijera que, no importa lo que pase, hiciste algo importante. Ayudaste a hacer un descubrimiento que puede que salve montones y montones de vidas.

Unos cuantos días más tarde Richard la visitó y les hizo a las enfermeras un montón de preguntas sobre cuánto pesaba y esas cosas. Apenas habló con Maisie, excepto justo al marcharse. Miró la tele y dijo:

—¿Has visto alguna buena película últimamente?

—¡Sí! Una película buenísima, aunque el perro es un dálmata en vez de un pastor alemán. Y se dejaron al tipo que tuvo la ECM, pero el resto es muy chuli. Me encanta esa parte donde ese tipo va y suelta al perro.

La veía una y otra vez. Hacía que el hombre que traía las comidas se la pusiera cuando venía a llevarse la bandeja de la cena y que la auxiliar del turno de noche se la llevara antes de irse a dormir.

A veces no le apetecía ver la tele ni nada. Le costaba trabajo respirar, y se hinchó toda a pesar de la dopamina. Los médicos del corazón vinieron y le dijeron que iban a ponerle dobutamina, y después de eso se sintió un poco mejor y le apetecía hablar con Kit cuando vino a verla.

—¿Todavía tienes tu busca? —preguntó Kit.

—Sí —dijo Maisie, y le mostró cómo lo llevaba colgado de una cadena junto a sus chapas de perro.

—Es muy importante que lo lleves a todas horas. Si empiezas a sentir que puedes entrar en parada, o si oyes que tu monitor empieza a pitar, pulsa el botón. No esperes. Púlsalo inmediatamente.

—¿Y si no entro en parada? ¿Me meteré en problemas?

—No, en absoluto. Púlsalo, y luego intenta aguantar. El doctor Wright vendrá inmediatamente.

—¿Y si no está en el hospital?

—Estará.

—¿Pero y si está muy lejos, como el Carpathia? —insistió Maisie—. Es un hospital muy grande.

—Se conoce todos los atajos —dijo Kit.

El doctor Wright se presentó otra vez con tres de los médicos del corazón de Maisie y el abogado de su madre, y le preguntaron cómo se sentía y miraron sus monitores y luego salieron al pasillo. Maisie los vio hablar, aunque estaban demasiado lejos para que oyera lo que decían. El doctor Wright habló un ratito, y luego un médico del corazón habló un montón, y luego el abogado habló durante un rato larguísimo y les tendió un montón de papeles y todos se marcharon.

Un par de días después, Vielle acudió a verla. Llevaba también un busca.

—No me dejarán trabajar en Urgencias hasta que se me cure la mano —dijo, haciendo como si estuviera enfadada, pero no era verdad—, así que me han enviado aquí arriba a cuidar de ti. —Vielle miró la tele—. ¿Qué es eso? —Hizo una mueca—. ¿Sonrisas y lágrimas? Odio Sonrisas y lágrimas. Siempre me ha parecido que María era demasiado alegre. ¿No tienes buenos vídeos por aquí? Estoy viendo que voy a tener que traerte alguno de los míos.

Lo hizo, pero Maisie no pudo verlos porque su madre había empezado a quedarse en la habitación todo el tiempo, incluso de noche. No importaba. La mayor parte del tiempo estaba demasiado cansada para ver siquiera Sonrisas y lágrimas y sólo se quedaba allí acostada pensando en Joanna.

Seguían haciéndole ecocardiogramas y una de las veces que la estaban poniendo en posición, el botón de su busca sonó, y Vielle y un equipo de choque de unos cien doctores y enfermeras llegaron corriendo, y un par de minutos más tarde llegó corriendo el doctor Wright, todo jadeante y sin aliento, y después de eso ella ya no se sintió tan preocupada, pero seguía siendo terrible. Le costaba trabajo respirar, incluso con la máscara de oxígeno, y le dolía la cabeza.

Sus médicos del corazón vinieron y le dijeron que iban a ponerle una válvula especial que ayudara a su corazón a hacer su trabajo.

—¿Una L-Vad o una bivad? —preguntó ella.

—Una L-Vad —dijeron, pero no lo hicieron.

—Han decidido esperar a que te encuentres mejor —dijo su madre—. Y, de todas formas, tu nuevo corazón llegará de un día a otro.

—Cuando te ponen un corazón nuevo —le preguntó a Vielle en la siguiente ocasión en que acudió a comprobar su estado—, ¿te abren el pecho?

—Sí, pero no duele.

—¿Y te ponen intravenosas en los brazos y todo eso?

—Sí, pero estarás anestesiada. No sentirás nada.

—¿Puedes traerme un poco de cinta adhesiva? ¿Y unas tijeras?

Y cuando su madre bajó a cenar a la cafetería, Maisie se quitó las chapas de perro y se durmió.

—Tienes que pensar pensamientos positivos, cariño —le dijo su madre al día siguiente—. Tienes que decirte: “Mi nuevo corazón vendrá dentro de unos cuantos días, y entonces todo esto se acabará, y me olvidaré de lo que es sentirme incómoda. ¡Iré de nuevo al colé y jugaré al fútbol!”

Y un poco después, entró Vielle y dijo:

—Tienes que aguantar un poco más, cariño.

Pero no pudo. Estaba demasiado cansada incluso para pulsar el botón de su busca especial, y entonces apareció en el túnel.

Esta vez no había humo, ni luz. El túnel era completamente negro. Maisie tanteó con la mano, intentando sentir la pared, y tocó una varilla metálica. Al lado no había más que un pequeño espacio y luego otra varilla metálica, en un ángulo distinto, y otra.

—Apuesto a que es el Hindenburg —dijo—. Apuesto a que estoy dentro del zepelín.

Alzó la cabeza, tratando de ver el interior del gran globo plateado en lo alto, pero estaba demasiado oscuro, y el suelo por el que caminaba no era un pasillo de metal, era suave y demasiado ancho. Ni siquiera cuando se agarró a la varilla de metal y extendió los dos brazos al máximo notó otra cosa que espacio al otro lado del túnel.

“Así que no debe de ser el Hindenburg”, pensó, pero no se atrevió a soltarse de la varilla por miedo a que lo fuera y se cayese.

Avanzó, caminando muy despacio por el suave suelo y agarrándose a una varilla y luego a otra, y al cabo de unos minutos las varillas del lado en el que se encontraba desaparecieron, y no quedó nada a lo que aferrarse. “Debo de estar al final del túnel”, pensó, contemplando la oscuridad.

Una luz brilló repentinamente, implacable sobre sus ojos. Alzó una mano para protegérselos, pero era demasiado brillante. “¡La explosión!”, pensó.

La luz se alejó súbitamente de ella. Vio su largo rayo mientras oscilaba, como el rayo de una linterna. Había pequeñas motitas de polvo en él. Trazó un gran arco, iluminando unas vigas mientras avanzaba, y Maisie vio que eran la parte inferior de una grada, llena de gente. En lo alto del túnel en el que ella se encontraba había un gran cartel rojo y dorado que decía: “Entrada principal.”

La luz osciló ante ella y entonces se detuvo e iluminó a un hombre que estaba de pie sobre una caja redonda, completamente vestido de blanco. Incluso sus botas eran blancas, y su sombrero de copa. La luz trazó un círculo a su alrededor.

—¡Daaamas y caballeros! —dijo, muy muy fuerte—. ¡Dirijan amablemente su atención a la pista central!

—Esta es la parte que más me gusta —dijo alguien. Maisie se volvió. A su lado había una niña pequeña. Elevaba un vestido blanco y un gran lazo azul. Sostenía una gran nube de algodón de caramelo en un cono de papel.

— Me llamo Pollyana —dijo la niña—. ¿Y tú?

—Maisie.

—Me encanta el circo, ¿y a ti, Mary? —dijo Pollyana, comiendo algodón de caramelo.

—Mary no. Maisie.

¡Damas y caballeros! —dijo el jefe de pista, a pleno pulmón—: ¡Ahora presentamos para su diversión un número tan sensacional, tan estupendo, tan sorprendente, que nunca hasta ahora se había intentado!

Apuntó con el látigo haciendo una floritura, y el foco giró de nuevo para iluminar una pequeña plataforma en lo alto de una estrecha escalera. Había gente allí, vestida con leotardos blancos.

Maisie se quedó boquiabierta mirándolos. Parecían muñecas Barbie, tan lejos estaban. Sus leotardos chispeaban con la luz azulina del toco.

—… ¡esos magos de la carpa —estaba diciendo el jefe de pista—, esos héroes del alambre!

Sonó una fanfarria, y Maisie buscó dónde estaba la banda, al otro lado de la pista. Los músicos estaban sentados en un gran tendido blanco, vestidos con chaquetas rojas con entorchados de oro en los hombros. Uno de ellos sostenía una tuba.

—¡Mira! —dijo Pollyana, señalando con el algodón de caramelo. Maisie alzó de nuevo la cabeza. La gente de la plataforma se inclinaba y sonreía, agitando uno de los brazos en un amplio arco mientras se agarraba a la escalera con la otra mano.

—Orgullosamente presentamos —decía el jefe de pista— a los atrevidos, los deslumbrantes, los arriesgados… —hizo una pausa, y la banda tocó otra fanfarria—, los que desafían a la muerte… ¡Los Wallenda!

—Oh, no —dijo Maisie.

La banda empezó a tocar una canción lenta y bonita, y una de las chicas Wallenda tomó una larga pértiga blanca y pasó a un extremo del alambre. Elevaba el pelo rubio corto, como Kit.

—¡Tienes que bajar! —le gritó Maisie.

La chica Wallenda empezó a cruzar el alambre, sosteniendo la pértiga con ambas manos.

—¡Va a haber un desastre! —gritó Maisie—. ¡Vuelve! ¡Vuelve!

La chica continuó caminando, colocando los pies calzados con zapatos planos blancos con cuidado, con cuidado. Maisie echó la cabeza atrás, tratando de ver lo alto de la carpa. Podía ver a los Wallenda esperando su turno de subir al alambre, pero todo lo que había arriba era negro, como si no hubiera carpa encima, sólo cielo.

Si era el cielo, habría estrellas, y justo entonces vio una. Chispeó, un diminuto punto de luz blanca, muy por encima de las cabezas de los Wallenda. “Entonces tal vez no pase nada”, pensó Maisie, mirando la estrella. Chispeó de nuevo y luego destelló, más brillante que el foco, y se volvió roja.

—¡Fuego! —gritó Maisie, pero los Wallenda no le prestaron atención. La chica llegó al centro del alambre, y un hombre empezó a caminar hacia ella.

Maisie corrió lo más rápido que pudo hacia el centro de la pista, hundiendo los pies en el suelo de serrín, hasta llegar a la gracia de la orquesta.

—¡La carpa está ardiendo! —gritó, pero la banda tampoco le prestó atención.

Corrió hacia el director de la banda.

—¡Tiene que tocar la canción del pato! —chilló—. ¡La canción que significa que el circo tiene problemas! ¡Barras y estrellas para siempre! Pero el hombre ni siquiera se volvió.

—¡Mire! —dijo Maisie, tirándole de la manga y señalando el fuego. Ardía en una línea desde el techo de la carpa, dibujando una irregular lágrima roja.

—¡Bajaos! —les gritó a los Wallenda, señalando, y uno de ellos vio el fuego y empezó a bajar por la escalerilla. La chica Wallenda que se parecía a Kit estaba todavía en el centro del alambre. Uno de los hombres le lanzó una cuerda, y ella dejó caer la pértiga blanca y la agarró. Enroscó las piernas alrededor de la cuerda, y se deslizó hacia abajo.

—¡Fuego! —gritó alguien en la gradería, y toda la gente miró hacia arriba, la boca abierta como la de Maisie, y empezó a bajar corriendo.

El fuego ardió en un cable, por las líneas entrecortadas del techo. “Como mensajes —pensó Maisie—. Como SOS.” Alguien la agarró del brazo. Se dio la vuelta. Era Pollyana.

—¡Tenemos que salir de aquí! —dijo Pollyana, empujando a Maisie hacia la entrada principal.

—¡No podemos salir por ahí! —dijo Maisie, resistiéndose—. ¡Por ahí está la jaula para la entrada de los animales!

—Deprisa, Molly —dijo Pollyana.

—¡Molly no, Maisie!

Pero la banda había empezado a tocar Barras y estrellas para siempre, y Pollyana no la oyó.

—Mira —dijo Maisie, buscando bajo su bata de hospital—. Me llamo Maisie. Está escrito aquí, en mis chapas.

No estaban. Palpó enloquecida su cuello, buscando sus chapas de perro. Debían de habérsele caído cuando estaba en la entrada, mirando a los Wallenda.

—Bueno, Margie o como te llames, será mejor que salgamos de aquí —dijo Pollyana. Agarró la mano de Maisie.

—¡No! —gritó ella, zafándose—. ¡Tengo que encontrarla! Corrió sin freno hacia el centro de la pista.

—Tengo que hacerlo —gritó por encima de su hombro—, o no sabrán quién soy cuando encuentren mi cuerpo.

—Creía que habías dicho que no podemos salir por ahí —le dijo Pollyana—. Que estaba bloqueado.

—Despejad —dijo su cardiólogo, y la descarga la sacudió con fuerza, pero pareció no funcionar. El monitor cardíaco seguía gimiendo.

—Muy bien —dijo el cardiólogo—. Si tiene usted algo, es el momento de probarlo.

Y el doctor Wright dijo:

—Administre teta-asparcina. Administre acetilcolina.

—Aguanta, cariño —dijo Vielle—. No nos dejes.

Pero ella tenía que encontrar sus chapas de perro, que no estaban en la entrada principal. Cayó de rodillas y rebuscó en el serrín, cribándolo con las manos.

Una mujer pasó corriendo, haciendo volar el serrín.

—No… —dijo Maisie, y una niña mayor pasó también, y un hombre con un niño pequeño en brazos—. ¡Alto! ¡Lo están revolviendo todo! ¡Tengo que encontrar mis chapas!

Pero no la escucharon. Pasaron corriendo hacia la oscuridad del túnel.

—¡No se puede salir por ahí! —gritó Maisie, agarrando la falda de la niña mayor—. La jaula para la entrada de animales está por ahí.

—¡Está ardiendo! —dijo la niña mayor, y tiró de la falda con tanta fuerza que la rompió.

—¡Hay que salir por la entrada de artistas! —dijo Maisie, pero la niña mayor ya había desaparecido en la oscuridad, y un puñado de personas corrían tras ella, removiendo el serrín, pisoteándolo, pisando las manos de Maisie.

—Lo están revolviendo todo —dijo, frotándose los dedos lastimados con la otra mano. Se puso en pie—. ¡Esa no es la salida! —gritó, alzando las manos para detener a la gente, pero no podían oírla. Gritaban y chillaban tan alto que ni siquiera oía a la banda tocar Barras y estrellas para siempre. Chocaban contra ella, empujándola, arrastrándola hacia el túnel.

Estaba oscuro en el túnel, y lleno de humo. Alguien le dio un empujón a Maisie, que todavía estaba apoyada en una rodilla, y ella cayó hacia delante, las manos extendidas, y chocó contra unos duros barrotes metálicos. “La jaula de la entrada de animales”, pensó, y trató de ponerse en pie, pero la apretaban contra los barrotes, lastimándole el pecho.

—¡Abrid la jaula! —gritó alguien.

—¡No! ¡Los leones y tigres saldrán! —trató de gritar, pero el humo era demasiado espeso, le estaban aplastando las costillas contra los barrotes de la jaula. Tenía que salir de allí.

Empezó a subir por el lado del túnel de los animales, una mano tras otra, tratando de escapar de la gente. Si podía llegar a lo alto del túnel de los animales, tal vez pudiera arrastrarse hasta la puerta.

Pero era demasiado alto. Subió y subió, y seguía habiendo barrotes. Se aupó mano sobre mano, alejándose de la gente que gritaba, y ahora sí que oyó a la banda. Estaba tocando una canción distinta. Una canción alemana, como la de Sonrisas y lágrimas, sólo que no era. la banda, era un piano con un sonido ligero y metálico, como el del Hindenburg.

Se había equivocado. Era el Hindenburg, después de todo. No era la entrada de los animales, estaba en los cordajes del globo, y tenía que agarrarse fuerte para no caer del cielo. Como Ulla.

Muy por debajo de ella, en Nueva Jersey, los niños se apiñaban contra la jaula, gritando.

—¡No podéis salir por ahí! —les gritó. El fuego la rodeaba, las llamas rugientes como campos nevados, tan brillantes que no podías mirarlas, y sabía que si se soltaba caería y caería, y no sabrían su nombre.

—Me llamo Maisie —dijo—. Maisie Nellis. Pero no le quedaba aire en los pulmones, sólo el humo, denso como la niebla, y los barrotes estaban calientes, no podría aguantar mucho más, se estaban fundiendo bajo sus manos. Los campos nevados bajo ella se hicieron más brillantes, y vio que no era nieve, eran capullos de manzano. Hermosos, suaves, blancos capullos de manzano.

“Si caigo sobre ellos, no me dolerá nada”, pensó. Pero no podía soltarse. No sabrían quién era. La enterrarían en una tumba con sólo un número, y nadie sabría jamás lo que le había pasado.

—¡Joanna! —gritó—. ¡Joanna!

—Nada —dijo el cardiólogo de Maisie.

—Aumente la acetilcolina —dijo el doctor Wright.

—Han pasado cuatro minutos —dijo el cardiólogo—. Me parece que es hora…

—No —dijo el doctor Wright, y parecía enfadado—. Vamos, Maisie, eres un genio ganando tiempo. Ahora te toca ganar tiempo una vez más.

—Aguanta, cariño —dijo Vielle, agarrando con fuerza su mano blanca y sin vida—. Aguanta.

—Vamos —dijo alguien bajo ella. Maisie miró. No podía ver más que humo.

—Suéltate —dijo la voz, y una mano salió del humo, una mano con un guante blanco.

—Está demasiado lejos —dijo Maisie—. Tengo que esperar a que el Hindenburg esté más cerca del suelo.

—No hay tiempo. Suéltate. —Extendió más la mano enguantada, y ella pudo ver una manga negra rasgada.

Maisie entornó los ojos, intentando ver a través del humo, tratando de ver si llevaba la nariz roja y un sombrero negro aplastado.

—¿Eres Emmett Kelly? —preguntó.

—No hay nada que temer, chavalina. Yo te atraparé. —Extendió la mano enguantada muy muy lejos, pero todavía quedaba un buen trecho—. Tenemos que sacarte de aquí.

—No puedo —dijo ella, agarrándose a los barrotes ardientes—. Cuando me encuentren, no sabrán quién soy.

—Yo sé quién eres, Maisie —dijo, y Maisie se soltó. Y cayó y cayó y cayó.

—No hay pulso —dijo Vielle.

—Su corazón estaba demasiado dañado —dijo su cardiólogo—. No pudo soportar la tensión.

—Despejen —dijo el doctor Wright—. Otra vez. Despejen.

—Han pasado cinco minutos.

—Aumente la acetilcolina.

La sostuvo. No pudo verlo por el humo, pero notó sus brazos bajo ella. Y de repente el humo se despejó y le vio la cara: la nariz roja, la barba pintada de marrón, la boca hacia abajo pintada de blanco.

—Eres Emmett Kelly —dijo Maisie, entornando los ojos, tratando de ver su verdadero rostro bajo el maquillaje de payaso—. ¿Verdad?

La soltó para que quedara de pie sobre el suelo de serrín, y se llevó la mano al sombrero aplastado e hizo una reverencia graciosa.

—No hay mucho tiempo —dijo. Agarró su mano y empezó a correr hacia la entrada de artistas, arrastrando a Maisie consigo.

Todo el techo estaba ardiendo ya, y los palos que sostenían la carpa, y los cordajes. Un gran pedazo de lona ardiente cayó justo delante de la banda, y el hombre que tocaba la tuba emitió un divertido “bla-a-a-t-t-t” y siguió tocando.

Emmett Kelly corrió con Maisie más allá de la banda, sus grandes zapatos de payaso haciendo un sonido aleteante. Un payaso con un gorrito de bombero corrió arrastrando una gran manguera. Un elefante pasó corriendo, y un pastor alemán.

Emmett Kelly la guió entre ellos, apartándola del camino de un caballo blanco. Su cola estaba ardiendo.

—Esa es la entrada de artistas —dijo mientras corría, señalando una puerta con un telón negro—. Casi hemos llegado. Se detuvo de repente, haciendo que Maisie se parara.

—¿Por qué? —preguntó Maisie, y uno de los palos en llamas se estrelló, aplastando la entrada de artistas consigo, y la escalerilla en la que se encontraban los Wallenda. El techo de la carpa cayó encima, ardiendo, cubriéndolo, y salió humo por todas partes.

—¡No hay salida! —gritó el payaso con el gorro de bombero.

—Sí que la hay, chavalina —dijo Emmett Kelly—. Y sabes cuál es.

—No hay salida. La entrada principal está bloqueada. La jaula de los animales se interpone.

—Conoces la salida —dijo Emmett Kelly, agachándose y asiéndola por los hombros—. Me lo dijiste, ¿recuerdas? ¿Cuando estábamos mirando tu libro?

—La carpa —dijo Maisie—. Podrían haber salido arrastrándose por debajo de la carpa.

Emmett Kelly condujo a Maisie, corriendo, de vuelta hacia la pista, hasta el otro lado de la carpa.

—Hay un jardín de la victoria al otro lado del solar —dijo mientras corrían—. Quiero que vayas allí y esperes a que llegue tu madre. Maisie lo miró.

—¿No vas a venir conmigo? Emmett Kelly negó con la cabeza.

—Sólo las mujeres y los niños.

Llegaron al otro lado de la carpa. La lona estaba sujeta con estacas. Emmett Kelly se agachó con sus pantalones demasiado grandes y desató la cuerda. Alzó la lona para que Maisie pudiera pasar por debajo.

—Quiero que corras hasta el jardín de la victoria. —Alzó más la lona.

Maisie miró por debajo. Fuera estaba oscuro, aún más oscuro que en el túnel.

—¿Y si me pierdo? —dijo, y empezó a llorar—. No sabrán quién soy.

Emmett Kelly se incorporó y rebuscó en uno de sus ajados bolsillos y sacó un pañuelo con motas púrpura. Empezó a secar los ojos de Maisie con él, pero no terminaba de salirle del bolsillo. Tiró, y al final salió en un gran nudo, atado a un pañuelo rojo. Tiró del pañuelo rojo, y salió un pañuelo verde y luego uno naranja, todos anudados entre sí.

Maisie se rió.

Tiró y tiró, con expresión de sorpresa, y un pañuelo lavanda salió, y uno amarillo, y uno blanco con capullos de manzano. Y una cadena con las chapas de perro de Maisie al final.

Le colocó la cadena alrededor del cuello.

—Ahora deprisa —dijo—. Todo está en llamas.

Lo estaba. En lo alto, el techo de la carpa era una gran hoguera, y las gradas y la pista central y la grada de los músicos ardían, pero los músicos seguían tocando, soplando sus trompetas y tubas con sus uniformes rojos. Sin embargo, no tocaban Barras y estrellas para siempre. Tocaban una canción muy lenta, muy triste.

—¿Qué es eso?

Más cerca, mi Dios, de Ti —dijo Emmett Kelly.

—Como en el Titanic.

—Como en el Titanic. Significa que es hora de irse.

—No quiero ir —dijo Maisie—. Quiero quedarme aquí contigo. Sé mucho sobre desastres.

—Por eso tienes que irte. Para que puedas llegar a ser una gran desastróloga.

—¿Por qué no puedes venir tú también?

—Tengo que quedarme aquí —dijo, y ella vio que sujetaba un cubo de agua.

—Y salvar vidas —dijo Maisie.

El payaso sonrió bajo su expresión pintada y triste.

—Y salvar vidas.

Se agachó y alzó de nuevo la lona.

—Ahora vete, chavalina. Quiero que corras como una bala.


Maisie pasó bajo la lona y se quedó quieta un momento, agarrada a sus chapas de perro, y luego se volvió a mirarlo.

—Sé quién eres —dijo—. En realidad no eres Emmett Kelly, ¿verdad? Esto es sólo una metáfora.

El payaso se llevó un dedo enguantado a la bocaza pintada de blanco en un gesto de silencio.

—Quiero que corras hacia el jardín de la victoria. Maisie le sonrió.

—No puedes engañarme —dijo—. Sé quién eres de verdad. Y corrió en la oscuridad, lo más rápido que pudo.

59

¡Tome! Si el barco se hunde, usted me recordará.

Palabras dichas a Minnie Coutts por un marinero del Titanic que le dio su chaleco salvavidas a su hijo pequeño.


Dos días después de revivir con éxito a Maisie, la alarma de Richard volvió a sonar. Esta vez, tratando de no pensar en lo que la tensión de dos paradas en tres días podría causarle al sistema de Maisie o qué letal efecto secundario podría haber producido la teta-asparcina, logró llegar a la UCI cardíaca en tres minutos justos.

Evelyn lo recibió mientras corría hacia la unidad, toda sonrisas.

—Ha llegado su corazón —dijo—. La están preparando. Intenté llamarlo.

—Sonó mi busca especial —dijo él, todavía no convencido de que no hubiera ningún desastre.

—Ella insistió bastante en que usted y la enfermera Howard estuvieran informados —dijo Evelyn, impertérrita—, y supongo que se encargó ella misma.

Lo había hecho, en más de un aspecto. Después del trasplante, que tardó ocho horas y no tuvo ningún problema, una de las enfermeras le dijo que Maisie se había pegado las chapas de perro a la planta del pie y que se enfadó porque se las habían quitado.

—¿Y si me hubiera muerto? —exigió indignada en cuanto le quitaron la respiración asistida, y a pesar del peligro de infección debido a los inmunodepresores que estaba tomando, le permitieron que llevara las chapas en una muñeca, bañadas en desinfectante, “por si acaso”.

La madre de Maisie, absolutamente insoportable ahora que su fe en el pensamiento positivo había sido confirmada, había intentado, según la enfermera, convencerla para que se las quitara, sin ningún éxito.

—Las necesito —había dicho Maisie—. Por si hay complicaciones. Puede que tenga un coágulo de sangre o rechace mi nuevo corazón.

—No sucederá nada de eso —le contestó su madre—. Te vas a poner bien y vas a volver a casa y al colegio. Vas a ir a clase de ballet…

Era algo que Richard no podía imaginar hacer a Maisie ni en sus sueños más descabellados, a menos que fuera un ballet relacionado con una inundación o una erupción volcánica.

—… y crecerás y tendrás hijos.

A lo cual, Maisie, siempre realista, replicó:

—Me moriré algún día. Todo el mundo muere tarde o temprano.

Después de una semana en la que sólo pudo verla la familia, permitieron visitas, siempre que llevaran vestidos de papel, botas y mascarillas, y en sesiones limitadas a cinco minutos, dos personas como máximo cada vez. Eso significaba que su madre estaba siempre presente, lo cual reprimía considerablemente el estilo de Maisie, aunque aun así le contó a Richard un montón de detalles sanguinolentos sobre su operación.

—Entonces te abren el pecho —hizo la demostración—, y te sacan el corazón y te ponen uno nuevo. ¿Sabía que lo traen en una nevera, como la cerveza?

—Maisie… —protestó su madre—. Hablemos de algo alegre. Tienes que darle las gracias al doctor Wright. Te revivió después de que entraras en parada.

—Eso es —dijo Evelyn, entrando para comprobar los numerosos monitores—. El doctor Wright te salvó la vida.

—No, no lo hizo.

—Sé que no realizó el trasplante, como el doctor Templeton —dijo la señora Nellis, algo cortada—, pero ayudó a poner en marcha tu corazón para que pudieras recibir el nuevo.

—Lo sé, pero…

—Un montón de personas trabajaron para conseguirte un nuevo corazón, ¿no? Las enfermeras de Pediatría y el doctor…

—Maisie —dijo Richard, inclinándose hacia delante—. ¿Quién te salvó la vida?

Maisie abrió la boca para responder, y Evelyn, ajustando su intravenosa, dijo:

—Sé a quién se refiere. A la persona que donó el corazón, ¿verdad, Maisie?

—Sí —contestó Maisie al cabo de un instante, y Richard pensó: “Eso no es lo que iba a decir”—. Ojalá te dijeran cuál es su nombre. No te dicen nada, ni cómo murió ni si era un niño o una niña.

—Eso es porque no quieren que te preocupes por eso —dijo la señora Nellis—. Se supone que has de tener pensamientos positivos que te ayuden a ponerte bien.

—Es positivo que me salvaran la vida.

—Temas alegres —la reprendió la señora Nellis—. Cuéntale al doctor Wright lo que te ha traído el doctor Murrow.

El doctor Murrow le había traído un globo gigantesco en forma de corazón.

—Tiene helio dentro, no hidrógeno, así que no hay que preocuparse de que estalle como el Hindenburg —le dijo Maisie, y tuvieron que advertirle de nuevo que hablara de temas alegres.

En la semana que siguió, al globo rojo en forma de corazón se unieron otros globos con caras de smileys y ositos (no se permitían globos normales en la UCI cardíaca., ni flores), y la habitación de Maisie se llenó de muñecas y animales de peluche y visitantes. Barbara subió desde Pediatría para verla y se pasó por el laboratorio para decirle a Richard que Maisie quería verlo y darle las gracias.

—Le salvó usted la vida —dijo, y eso le recordó lo que Maisie había dicho, o más bien no había, dicho, en su primera visita. Se preguntó si por eso quería verlo.

—¿Estaba su madre delante cuando fue a visitarla? —le preguntó a Barbara.

—Sí —contestó ella, poniendo los ojos en blanco—. Yo no bajaría ahora mismo. El señor Mandrake entraba justo cuando yo salía. Yo en su lugar me mantendría lejos de él. Anda de un humor de perros últimamente, gracias a Mabel Davenport.

—¿Mabel Davenport? ¿Se refiere a la señora Davenport? —preguntó Richard—. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

—¿Es que no se ha enterado? —Se inclinó hacia él, con aire confidencial—. No creerá lo que ha pasado. Su nuevo libro, Mensajes del Otro Lado, se publica el mes que viene. —Hizo una pausa—. El día veinte, para ser exactos.

—Maravilloso —dijo Richard, preguntándose qué tenía la noticia para que su sonrisita fuera tan sibilina—. ¿Y?

—Y Comunicaciones desde el Más Allá sale el día diez. Con una gira por toda la nación.

¿Comunicaciones desde el Más Allá?

—Escrito por Mabel Davenport. El señor Mandrake dice que se lo ha inventado todo. Ella dice que él intentó que recordara cosas que nunca había visto y que lo entendió todo mal, que no hay ningún Ángel de Luz, ninguna Revisión de Vida, sólo un aura dorada que concede poderes psíquicos, que la señora Davenport sostiene que posee. Dice que ha estado en contacto con Houdini y Amelia Earhart. No puedo creerme que no se haya enterado de nada de eso. Ha salido en todos los periódicos. El señor Mandrake está furioso. Así que yo esperaría a más tarde para bajar a ver a Maisie.

Lo hizo, pero cuando bajó estaba allí la señora Sutterly, y tuvo la sensación de que Maisie quería hablar con él en privado, así que simplemente le hizo señas desde la puerta y regresó por la tarde, pero tanto entonces como durante los días siguientes la habitación estuvo siempre llena de gente, a pesar de la regla de los dos visitantes. Y él también estuvo ocupado, con reuniones con el jefe de investigación y las propuestas de becas para seguir investigando sobre la teta-asparcina. Tuvo que seguir los progresos de Maisie llamando a la UCI cardíaca.

Los informes de las enfermeras eran casi tan optimistas como los de la madre de Maisie. La niña no mostraba ningún signo de rechazo, el fluido en sus pulmones disminuía paulatinamente, y estaba empezando a comer (esto último se lo contó Eugene, que, al estar a cargo de sus menúes, se tomaba el asunto de su apetito como una responsabilidad personal).

Cuando Richard bajó el lunes, todo el personal de Pediatría estaba allí, y el martes y el miércoles estaba su madre. Finalmente, el viernes, se encontró con la señora Nellis que salía de la UCI cardíaca, quitándose la mascarilla y los guantes.

—Oh, bueno, doctor Wright, está usted aquí —dijo velozmente—. Tengo una reunión con el doctor Templeton y me preocupaba dejar a Maisie con… —Dirigió una mirada hacia la habitación—. Pero ahora sé que puedo confiar en usted para que la conversación sea tranquila y positiva.

Richard entró, curioso por ver de quién estaba protegiendo a Maisie, y esperando que no fuera de Mandrake. No lo era. Era el señor Wojakowski, con mascarilla y gorra de béisbol.

—… y lo hizo, plantó esa bomba justo en la cubierta del Shokaku —estaba diciendo el señor Wojakowski.

—¿Y ya estaba muerto? —preguntó Maisie, los ojos desorbitados de emoción.

—Ya estaba muerto. Pero lo consiguió. —El señor Wojakowski alzó la cabeza— Hola, Doc. Estaba hablándole a Maisie de Jo-Jo Powers.

—No sabía que se conocieran ustedes.

—El señor Wojakowski me hizo las chapas de perro que me dio Joanna —dijo Maisie—. Estuvo en el Yorktown. Cuenta las mejores historias.

“Sí que las cuenta —pensó Richard—, y ha encontrado al público perfecto. Alguien tendría que haberlo pensado antes.”

—No puedo quedarme. Sólo he venido a ver cómo estabas.

—Muy bien —respondió Maisie—. La enfermera Vielle me trajo un póster de Los ángeles de Charlie, y el abogado de mi madre me trajo ese globo —señaló un globo con una mariposa—, y Eugene me trajo esto.

Maisie sacó una llamativa gorra de béisbol rosa de debajo de la almohada. “De vuelta de la tumba y dispuesta para ir de fiesta”, llevaba escrito en letras púrpura. Richard se echó a reír.

—Lo sé —dijo Maisie—. Creo que es guay del todo, pero mi madre no me dejará ponérmela. Dice que tengo que pensar en cosas positivas, nada de tumbas ni esas cosas. Todo el mundo ha venido a verme excepto Kit. No ha podido porque tiene que cuidar de su tío, pero dijo que mañana todos me van a traer una sorpresa.

“¿Ah, sí?”, pensó Richard.

—¿Qué es? —exigió saber Maisie, y luego, suplicante—: Creo que ya tengo suficientes globos. Y ositos de peluche.

—Es una sorpresa. Tendrás que esperar hasta mañana —dijo él. Sería mejor que llamara a Kit y averiguara de qué se trataba.

—Parece que tienen un montón de cosas de qué hablar, así que mejor me largo —dijo el señor Wojakowski.

—¡No, espera! —protestó Maisie—. Tienes que contarme lo de aquella vez que casi se cargan al Yorktown. —Se volvió hacia Richard—. Los japoneses creían que lo habían hundido, y tuvieron que repararlo a toda prisa.

—En tres días nada más —dijo el señor Wojakowski, sentándose otra vez—. Y el carpintero del barco va y dice: “¡Tres días!”, y tira el martillo con tanta fuerza que hace otro agujero en el casco. Y el encargado del astillero va y le dice: “Un agujero más que vas a tener que reparar.” Y…

Ni siquiera se dieron cuenta de que Richard se marchaba. Una pareja ideal.

Llamó a Kit en cuanto regresó al laboratorio.

—Maisie le dijo a Vielle que siempre había deseado poder ir a la noche del picoteo —dijo Kit—, así que vamos a preparar una para ella. Las enfermeras nos dejan y vamos a hacerlo mañana a las cuatro, en la sala de reuniones de la UCI cardíaca, después de considerables negociaciones, y me preguntaba si podrías traer los vídeos. Vielle pensó que podrían ser Volcano o El coloso en llamas.

—¿Qué hay de la madre de Maisie?

—Ningún problema. Tiene una reunión con Daniels, Dutton y Walsh a las cuatro. Está litigando para que apliquen a Maisie un nuevo fármaco antirrechazo.

Alquiló Volcano y, como El coloso en llamas no estaba, Twister.

—Desastres, ¿eh? —dijo el chico bajito que le atendió—. Debería alquilar Titanic.

—Ya la he visto.

Cuando subió a la UCI cardíaca, Kit y Vielle estaban ya en la habitación de Maisie con las mascarillas y las batas, y Maisie flotaba más que sus globos de helio.

—¡Está aquí! —dijo, en el momento en que él entró—. Dijeron que tenía que esperar a que viniera para averiguar cuál es la sorpresa. ¿Cuál es?

—Te lo diremos cuando lleguemos —dijo Vielle, trayendo una silla de ruedas. Evelyn entró para preparar el monitor cardíaco y las intravenosas. Richard y Kit la ayudaron a sentarse en la silla, y Richard la llevó tres puertas más abajo hasta la sala de reuniones.

—¡Noche de picoteo! —dijo Maisie cuando vio los pósters de las películas.

—No sólo noche de picoteo —dijo Kit—, sino programa doble de desastres.

Richard le mostró los vídeos.

—En realidad, el doctor Templeton dijo que sólo podías ver uno hoy —dijo Evelyn.

—Entonces tendremos que ver el otro en nuestra próxima noche de picoteo —dijo Kit—. Cuando hayas salido del hospital.

—¿Voy a tener una noche de picoteo auténtica? —dijo Maisie, transportada, y Richard esperó que no fuera demasiada excitación para ella. Le tendió los vídeos, y Kit y Vielle se inclinaron sobre ella, una a cada lado, discutiendo cuál ver y explicándole las reglas de la noche del picoteo.

—Regla número uno, no se habla de trabajo —dijo Kit—. En tu caso, eso significa no hablar de tu trasplante.

—Ni de cajas torácicas. Ni de neveras de cerveza —dijo Vielle—. Regla número dos, sólo se puede comer comida de películas.

—El doctor Templeton dice que nada de palomitas todavía —dijo Kit—. Tendremos que dejarlo para la próxima noche de picoteo. Por ahora dijo que podrías comer un helado. —Sacó un cono de nata y dos frascos de sirope—. ¿Rojo o azul?

—¡Azul!

Richard se apoyó contra la puerta, observándolas. A Vielle le habían quitado la venda del brazo, aunque todavía tenía la de la mano, y el aspecto dolorido y magullado había desaparecido de sus ojos. Kit tenía casi tan buen humor como Maisie. Todavía estaba muy delgada, pero había color en sus mejillas. La recordó de pie en el laboratorio, pálida y decidida, agarrada al libro de texto, diciendo: “Joanna me salvó la vida.”

“Nos salvó la vida a todos”, pensó Richard, y se preguntó si a eso se refería Maisie cuando dijo que no había sido él quien la había salvado a ella, si se daba cuenta de que fueron las últimas palabras de Joanna las que le salvaron la vida.

—Regla número tres, nada de películas de Woody Allen —dijo Kit.

—Y nada de Kevin Costner.

—Y nada de películas de Disney —dijo Maisie vehemente.

Richard las observó, pensando en Joanna aquella primera noche de picoteo, riendo, diciendo: “Ésta es una zona libre de Titanic.”

“Hay un motivo por el que estoy viendo el Titanic”, le había dicho, y tenía razón. El Titanic era la metáfora perfecta para las llamadas de socorro que el cerebro enviaba frenéticamente en todas direcciones, por todos los métodos disponibles, pero él se preguntó, apoyado contra la puerta y mirando a Maisie y Vielle y Kit, si ésa era la única conexión. Porque el Titanic no trataba principalmente de mensajes. Trataba de personas que, en mitad del océano, en mitad de la noche, habían hecho un esfuerzo sobrehumano por salvar esposas, novias, amigos, bebés, niños, perros y el correo de primera clase. Por salvar a alguien además de a sí mismas.

Joanna había querido morir como W. S. Gilbert, y el Titanic estaba lleno de Gilberts. El ayudante de maquinista Harvey y Edith Evans y Jay Yates. Daniel Buckley protegiendo a las niñas a las que había prometido cuidar por todo el Salón Comedor de Primera Clase, hasta la Gran Escalera, hasta los botes; Robert Norman dándole su chaleco salvavidas a una mujer y su hijo; John Jacob Astor poniéndole un sombrero con flores a un niño y diciendo: “Ahora es una niña y puede irse.” El capitán Smith, nadando hacia uno de los botes con un bebé en brazos.

Y Jack Philips. Y la orquesta. Y los bomberos, fogoneros, maquinistas, ribeteadores, trabajando para mantener las calderas y las dinamos y el telégrafo en marcha, las luces encendidas. Para que no oscureciera.

—Apaga las luces —estaba diciendo Vielle—. Tenemos que empezar. Ya son las cuatro y media.

—Tiene una cita —dijo Maisie sabiamente.

—¿Cómo lo has descubierto? —le preguntó Vielle a Maisie, las manos en las caderas.

—¿Tienes una cita? —dijo Kit—. ¿Con quién? Por favor, dime que no es con Harry el embalsamador.

—No —dijo Maisie—. Es con un poli.

—¿El que se parece a Denzel Washington? ¿Por fin vas a sal ir con él? Vielle asintió.

—Lo llamé por si podía ayudarme a encontrar el taxi que tomó Joanna. ¿Cómo lo has averiguado, pequeña chismosa? Maisie se volvió hacia Richard.

—Así que supongo que Kit y usted tendrán que comer en la cafetería, los dos solos.

—Creo que es hora de empezar a ver la película —dijo Kit, dando un golpecito a Maisie con la carátula de Volcano. Le tendió a Vielle el vídeo, y Vielle encendió la tele y metió la película en el reproductor.

—¡Espera! ¡No empecéis todavía! Me he olvidado la gorra de “De vuelta de la tumba y lista para ir de fiesta” que me regaló Eugene —dijo Maisie, y añadió a la defensiva—. Tengo que ponérmela. Es una fiesta.

—Yo iré por ella —dijo Richard.

—No. Tengo que ir yo. Usted no sabe dónde está.

—Podrías decírmelo —empezó a decir Richard, y entonces miró la cara de Maisie, inocente y decidida. Obviamente tenía un motivo para querer regresar a su habitación, aunque eso significara tener que cargar con su monitor y la percha de las intravenosas.

—Ahora mismo volvemos —dijo Richard, y la sacó con todo el equipo al pasillo.

En cuanto llegaron a la habitación, Maisie dijo:

—Mi gorra está bajo la almohada. Acérqueme a la mesita de noche. Abrió el cajón y sacó varias páginas de una libreta, dobladas en cuatro partes.

—Es mi ECM de cuando entré en parada —dijo, entregándoselas—. No pude anotarla inmediatamente.

—No pasa nada —dijo Richard, conmovido porque ella lo había escrito todo—. No importa.

—Joanna dijo que siempre hay que escribirlas inmediatamente, para no dejarse llevar por la imaginación.

—Eso es verdad, pero no siempre se puede hacer al instante. Esto será muy útil.

Maisie pareció aliviada.

—¿Cree que el señor Wojakowski dice siempre la verdad? Gol por la banda izquierda.

—¿La verdad? —dijo Richard, intentando ganar tiempo. Se preguntó si ella había empezado a notar las inconsistencias del señor Wojakowski, como Joanna.

—Aja. Le pregunté si Jo-Jo Powers, el tipo que iba a poner la bomba en la cubierta, si sabía que lo hizo. Alcanzar el Shokaku, quiero decir. Porque ya había muerto cuando lo alcanzó. Y el señor Wojakowski dijo: “¡Puedes apostar a que sí! ¡Estaba allí en las Puertas de Perla viéndolo todo!” ¿Cree que lo estaba?

—¿En las Puertas de Perla? —dijo Richard, confundido.

—No, diciendo la verdad. Es como un sueño, ¿no? La ECM. Vielle me dijo que son como señales que el cerebro envía para poner en marcha el corazón, y tú conviertes las señales en una especie de sueño. Un símbolo, dijo Vielle.

—Eso es.

—Entonces no es real.

—No. Parece de verdad, pero no lo es. Maisie reflexionó sobre eso.

—Me lo supuse, porque allí estaba Pollyana. No es una persona real, y ninguno de los animales llegó a soltarse. En el incendio del circo de Hartford —dijo, al ver su mirada de asombro—. Ahí es adonde fui. En mi ECM.

“Dios mío. El incendio del circo de Hartford.”

—Y después de la ECM no hay nada y ni siquiera sabes que estás muerta —dijo ella—. A causa de la muerte cerebral. Él asintió.

—Pero eso no se sabe con seguridad. Joanna dijo que nadie sabe con seguridad qué pasa después de morir, excepto las personas que han muerto, y ésas no pueden decirlo —dijo Maisie, siguiendo una línea de razonamiento propia—, y la cosa que representa el sueño es real, aunque el sueño no lo sea.

—Maisie, ¿viste a Joanna en tu ECM?

—Hmmmm… El señor Mandrake dice que la gente que ha muerto puede decirnos cosas. ¿Cree que pueden?

“Quiere que Joanna siga todavía allí, que hable con ella —pensó él—. ¿Y quién puede reprochárselo?”

—Nos hablan al corazón —dijo cuidadosamente.

—No me refiero a eso. Quiero decir de verdad.

—No. Maisie asintió.

—Le dije a Mandrake que no podían porque si pudieran, la Pequeña Señorita 1565 les habría dicho quién era.

“Y Joanna me habría dicho qué significaban sus últimas palabras”, pensó Richard. Pero lo había hecho. Maisie era la prueba viviente de eso. Y si no volvía con ella a la noche del picoteo, a Kit y Vielle les daría un ataque.

—Será mejor que volvamos para ver la película —dijo, y le puso en la cabeza la gorra rosa.

Maisie asintió, pero cuando él se disponía a empujarle la sillita de ruedas, dijo:

—Espere, no podemos irnos. Cuando dije que no fue usted quien me salvó la vida, tampoco me refería al tipo que me dio el corazón.

—¿A quién te referías?

—A Emmett Kelly.

Demasiado lejos por la banda izquierda para seguir la pelota.

—¿Emmett Kelly?

—Sí, ya sabe, el payaso de aspecto triste con la ropa rota, ese que parece que no se ha afeitado. Salvó a una niña en el incendio del circo de Hartford. Le dijo que esperara en el jardín de la victoria. Y me lo dijo a mí también, y me mostró cómo salir de la carpa, así que por eso digo que me salvó la vida.

Richard asintió, intentando comprender.

—Sólo que en realidad no era él. Se parecía a él y todo, pero no lo era. Era como Vielle dijo que es la ECM, y Emmett Kelly era un símbolo de quién era de verdad. Pero el hecho de querer que algo sea real no significa que lo sea.

—¿Quién era de verdad, Maisie?

—Pero Joanna dijo que porque uno quiera que sea verdad no significa tampoco que no lo sea, y creo que era real; aunque Pollyana y el incendio y lo demás no lo fueran.

—Maisie, ¿quién te salvó?

Ella le dirigió una mirada que indicaba que la respuesta era bien obvia.

Joanna.

60

Suposiciones, por supuesto, sólo suposiciones. Si no son ciertas, será otra cosa mejor.

C. S. LEWIS, escribiendo sobre la resurrección,

en Cartas a Malcolm, sobre la oración.


Mira —dijo Helen. Estaba sentada junto a Joanna, con el pequeño bulldog francés en el regazo, desatando el lazo de su cuello y luego volviéndolo a atar, ignorando el cielo cada vez más rojo, pero había alzado la cabeza—. Creo que está pasando algo.

“El rojo se está volviendo más oscuro —pensó Joanna, mirando temerosa el cielo ensangrentado—. La luz se va, y esta vez no será una noche de estrellas chispeantes y claras.” Pero el color no se volvía más fuerte, estaba cambiando, el tono pasaba de rojo sangre a carmín.

—El cielo no —dijo Helen, señalando al lado del piano—. ¡El agua!

Joanna contempló el agua, y era carmín también, del color rojo anaranjado de las llamas. “Pero los temerosos y los incrédulos tendrán su parte en el lago que arde con fuego —recordó a su hermana citando a la Biblia—, que es la segunda muerte.”

Extendió la mano para atraer a Helen, pero la niña se zafó de sus brazos y se acercó al borde. Se tumbó boca abajo, con el perrito a su lado, y metió la mano en el agua.

—Creo que ya no estamos al pairo —dijo, pero el agua roja como las llamas estaba tan quieta y lisa como el cristal, tan quieta que la mano de Helen no dejaba ninguna estela.

—Vamos a la deriva —dijo Helen, como si Joanna hubiera hablado—. ¡Mira!

Volvió la cabeza hacia el campo de hielo, y tenía razón, porque aunque el piano no se había movido, aunque el agua seguía quieta y lisa, ya no estaban rodeadas de hielo. Los icebergs estaban muy por detrás, sus agudos picos de color cobre contra el cielo ardiente.

“Hemos vagado a la deriva por el campo de hielo —pensó Joanna—. Ahora no nos encontrarán nunca.”

—Te dije que íbamos a la deriva —dijo Helen, y se levantó, haciendo que el piano se agitara y el agua lamiera sus lados—. Apuesto a que lo que estábamos esperando ha pasado ya.

“No —pensó Joanna—. Por favor.”

—¿Qué crees que…? —preguntó Helen, y se calló, mirando hacia el campo de hielo.

Joanna siguió su mirada. Ya no veía los icebergs. Por todas partes, extendiéndose hacia un horizonte infinito, se veía el agua quieta y pulida.

—¿Qué crees que pasará ahora? —repitió Helen.

—No lo sé.

—Creo que pronto encontraremos tierra —dijo Helen, y se sentó con las piernas cruzadas en el centro del piano. Se llevó las manos a los ojos como si fueran un telescopio y contempló el horizonte, buscando tierra—. ¡Mira! —gritó, y apuntó al este—. ¡Allí está!

Al principio Joanna no pudo ver nada, pero luego divisó una diminuta mota en el horizonte. Se inclinó hacia delante, entornando los ojos. “Es un bote salvavidas”, pensó, y se esforzó por ver, esperando que fueran el señor Briarley y la señora Woollam, a salvo en el bote hinchable D.

—¡Es un barco! —gritó Helen, y, mientras Joanna miraba, la mota se convirtió en algo oblongo, parecido a una columna de humo—. ¡Es el Carpathia! —dijo Helen feliz.

“No puede ser —pensó Joanna—. Está demasiado lejos para que llegue. Y el Carpathia había aparecido por el suroeste.”

—Apuesto a que lo es —dijo Helen, como si Joanna hubiera hablado—. ¿Qué más podría ser?

“El Mackay-Bennett”, pensó Joanna, viendo el vapor del barco acercarse a ellas. Zarpó de Halifax con un sacerdote y un cargamento de hielo para recoger los cadáveres, para enterrarlos en el mar. “Debe de ser cerca del fin”, pensó Joanna, contemplando el barco a través del agua. El cielo cambiaba de nuevo, oscureciéndose, volviéndose amarillento, como carne corrompida.

“Las últimas neuronas deben de estar muriendo, las últimas células del córtex cerebral y el hipocampo y la amígdala se desconectan, se cierran, las sinapsis aletean débilmente, sin contactar. V… V… ¿y luego qué? Muerte cerebral irreversible —pensó—, y el Mackay-Bennett.”

Si es el Carpathia, estamos salvadas —dijo Helen alegremente, y recogió al pequeño bulldog como si estuviera recogiendo el equipaje, preparándose para desembarcar.

El cielo se había vuelto de un color bronce oscuro. La columna de humo del Mackay-Bennett se recortaba contra él, negra. “No sabrán quiénes somos —pensó Joanna, y buscó su placa de identificación del hospital, pero se había caído al agua—. Tendría que haberle pedido al señor Wojakowski que me hiciera unas chapas de perro.”

Reconocieron a John Jacob Astor por las iniciales bordadas dentro del cuello de su camisa. Joanna hurgó en sus bolsillos, buscando un boli para escribir el nombre de Helen en el cuello de su vestido, pero no había nada en sus bolsillos, ni siquiera una moneda para Carente, el barquero.

—Creo que tienes razón —dijo Helen—, no parece el Carpathia.

Joanna alzó la cabeza, preparándose para ver la cubierta repleta de ataúdes, al embalsamador preparándose. El barco estaba todavía muy lejos, pero su silueta se recortaba claramente contra el cielo color bronce. Lo que al principio había confundido con una columna de humo era la picuda isleta central, con mástiles y antenas, y debajo la ancha cubierta plana y la proa triangular.

—¿Es el Carpathia? —preguntó Helen.

—No —dijo Joanna, asombrada—. Es el Yorktown.

¿El Yorktown? Creía que el Yorktown se hundió en el mar de Coral.

—Lo hizo —dijo Joanna. Podía ver la cabina de radio ahora, en lo alto de la isleta, y las antenas cruzadas—. Y resucitó al cabo de tres días.

—¿Qué está haciendo aquí?

—No lo sé.

—¿Cómo sabes que es el Yorktown, si no puedes leer el nombre? —dijo Helen, pero ya no había duda. Veía los aviones. Los marineros se alineaban en cubierta, sus uniformes blancos cegadoramente brillantes.

—¿Crees que nos verán? Tal vez deberíamos hacerles señales o algo.

—Ya lo hacemos —dijo Joanna—. SOS. SOS. Se levantó y se encaró al barco como si fuera un pelotón de fusilamiento.

—¿Estamos salvadas? —preguntó Helen, mirando a Joanna.

—No lo sé.

Aquello podía ser una última sinapsis disparando, un último intento de encontrarle sentido al hecho de morir y la muerte, una metáfora final. O algo distinto. Miró el cielo. Cambiaba de nuevo, volviéndose más denso, pasando a dorado. El Yorktown avanzó hacia ellas, enorme, veloz, su estrecha proa cortando como un cuchillo las brillantes aguas.

—¿Estás asustada? —preguntó Helen.

El Yorktown ya casi las había alcanzado. En la torre y los mástiles y las antenas y en la cubierta ondeaban banderas, los marineros estaban de pie en la amura, saludando. En el centro, el capitán, todo vestido de blanco, alzó un par de binoculares y miró en su dirección, las lentes brillando doradas.

—¿Lo estás?

—Sí —dijo Joanna—. No. Sí.

—Yo también estoy asustada.

Joanna la rodeó con el brazo. Los marineros gritaban desde la amura, lanzando al aire sus gorros blancos. Tras ellos, sobre la torre, salió el sol, cegadoramente brillante, tiñendo de dorado las cruces y al capitán.

—¿Y si vuelve a hundirse?—preguntó Helen, asustada—. El Yorktown se hundió en Midway.

Joanna le sonrió, miró el pequeño bulldog, y luego de nuevo el Yorktown.

Todos los barcos se hunden tarde o temprano —dijo, y alzó la mano para saludar—.

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