SEGUNDA PARTE

¿Crees que la muerte podría ser un barco?

TOM STOPPARD, Rosencrantz y Guildenstern han muerto.

19

¡Vancouver! ¡Vancouver! ¡Ya está!

Último mensaje por radio del vulcanólogo DAVE JOHNSTON desde el Santa Helena.


—¿Sabes qué es? —dijo Richard, pensando que Joanna no podía saberlo. Las sensaciones de reconocimiento del lóbulo temporal eran sólo eso, sensaciones, sin ningún contenido. Pero estaba claro que creía saberlo. Su voz estaba llena de excitación contenida.

—Todo encaja —dijo ella—, el suelo y el frío y la manta, incluso la sensación de que no debería haber desconectado el busca, de que había sucedido algo terrible que debería haber sabido. Todo encaja. —Miró a Richard con expresión radiante—. Te dije que reconocía el lugar pero que nunca había estado allí, y tenía razón. Te dije que sabía qué lugar era.

El casi tuvo miedo de decir: “Bueno, ¿qué lugar era?” Cuando lo hiciera, ella se asombraría o se enfadaría, o ambas cosas, como había hecho durante las dos últimas semanas cada vez que se lo había preguntado. Resultaba sorprendente lo fuerte que era la convicción de poseer un conocimiento con la estimulación del lóbulo temporal, incluso en el caso de alguien como Joanna, que comprendía qué la causaba, que sabía que era inducida artificialmente.

—Te dije que el sonido no era un sonido —dijo ella—, que era algo desconectándose, y lo era. Eso fue lo que los despertó, los motores apagándose. Casi nadie oyó la colisión. Y salieron a cubierta para ver qué había pasado…

—¿A cubierta?

—Sí, y hacía muchísimo frío. La mayoría sólo se echó un abrigo o una manta por encima, iban en pijama. Era más de medianoche y ya se habían ido a la cama. Pero no la mujer del pelo recogido. Su marido y ella debían de estar levantados. Llevaban vestidos de noche —dijo pensativa, como si le estuviera dando vueltas al asunto mientras hablaba—. Por eso llevaba guantes blancos.

—Joanna…

—El pasillo de la tercera planta tiene una depresión, con un escalón al fondo que hace que parezca que se curva hacia arriba —dijo ella—. Y tu bata.

—Joanna, lo que dices no tiene ningún sentido…

—Pero tiene sentido. Un pasajero se acercó por detrás a Jack Phillips y trató de robarle el chaleco salvavidas, y él no se dio cuenta. Estaba tan concentrado enviando el SOS, que…

—¿SOS? ¿Salvavidas? —dijo Richard—. ¿De qué estás hablando, Joanna?

—De lo que es. Te dije que sabía lo que era, y lo sabía.

—¿Y qué era?

—Sabía que la palabra palacio tenía algo que ver. Es así como lo llamaban, un palacio flotante.

—¿Llamaban así a qué?

—Al Titanic.

La respuesta le sorprendió tanto que se quedó mirándola un instante, boquiabierto.

—Te dije que era un lugar que reconocía, pero en el que no había estado nunca —dijo ella.

—El Titanic.

Sí. No se trata de un túnel, sino de un pasillo, y la puerta es la puerta que da a cubierta. Después de que el Titanic chocara contra el iceberg pararon los motores para calibrar los daños y los pasajeros salieron a cubierta a ver qué pasaba. El frío tendría que haber sido una pista. La temperatura había bajado casi doce grados durante la noche a causa del hielo. Yo tendría que haberme dado cuenta de qué era cuando la mujer del camisón dijo: “Hace mucho frío.”

El Titanic. Y él la había llamado una isla de cordura. Le había dicho a Davis que no había manera de que se convirtiera jamás en R. John Foxx.

—Todo encaja —dijo ella ansiosamente—. La sensación que tuve en el pasillo de estar ausente mientras algo terrible sucedía. Eso le pasó al Californian. Desconectó el telégrafo para pasar la noche cinco minutos antes de que el Titanic enviara su primer SOS, y estuvo allí toda la noche, a quince millas de distancia, completamente ajeno al hecho de que el Titanic se estaba hundiendo.

Davis había dicho que todo el mundo que estudiaba las ECM se volvía chalado tarde o temprano. Tal vez tuviera razón. Tal vez era una especie de locura contagiosa. Pero sin duda no era el caso de Joanna, que conocía a Mandrake y sus manipulaciones, que sabía que la ECM era un proceso físico. Tenía que tratarse de algún error.

—A ver si lo he entendido bien —dijo él—. ¿Estás diciendo que estuviste allí? ¿A bordo del Titanic?

Sí —dijo Joanna ansiosamente—. En uno de los pasillos de cubierta. No sé cuál. Creo que tal vez fuera en segunda clase ya que tenía el suelo de madera… era la curvatura de la cubierta lo que hacía que el pasillo pareciera más largo de lo que en realidad era. Los de primera clase habrían tenido alfombras, pero las personas que había en cubierta parecían pasajeros de primera clase, así que tal vez estuviera en primera clase. La mujer del pelo recogido llevaba joyas, y unos guantes blancos. Me pregunto quién sería —murmuró—. Puede que fuese la señora Allison.

—¿Y quién eras tú? —preguntó Richard, enfadado—. ¿Lady Astor?

—¿Qué? —dijo Joanna, sin comprender.

—¿Quién fuiste exactamente en esta vida anterior? —dijo Richard—. ¿La insumergible Molly Brown?

—¿Vida anterior? —dijo Joanna como si no tuviera ni idea de lo que le estaba diciendo.

—¿Fuiste Shirley McLaine? Espera, no me lo digas —dijo él, alzando una mano en gesto de advertencia—. Fuiste Bridey Murphy, que vino de Irlanda en el Titanic.

¿Bridey Murphy? —dijo Joanna, y alzó la barbilla, desafiante—. ¿Crees que me lo estoy inventando?

—No sé qué estás haciendo. Tú eres la que dices que estuviste en el Titanic.

Estuve.

—¿Quién más estaba a bordo? ¿Harry Houdini? ¿Elvis? Ella se lo quedó mirando.

—No puedo creer esto…

—¿Tú no puedes creerlo? ¡Yo no puedo creer que estés ahí sentada diciéndome que tuviste una regresión a una vida pasada!

—Vida pasada…

—”Deberías someterme a la prueba. Seré una observadora imparcial. No caeré presa de ningún Ángel de Luz”, dijiste. ¡Oh, no, viste algo aún mejor! ¿Tienes idea de lo que hará Mandrake cuando se entere de esto, por no mencionar los periódicos sensacionalistas? Ya puedo ver los titulares. —Barrió el aire con una mano—. “Científico que estudia la muerte dice que se hundió en el Titanic.”

Si quisieras escuchar… no he dicho que fuera una regresión a una vida pasada.

—¿No? ¿Entonces qué fue? —dijo él, con aspereza—. ¿Una máquina del tiempo? ¿O fuiste teletransportada por alienígenas? Creo que el día que te conocí dijiste que el catorce por ciento de toda la gente que experimenta ECM también cree haber sido abducida por ovnis. Lo que tendrías que haberme dicho es que formabas parte de ese catorce por ciento.

—No tengo por qué seguir escuchando esto —dijo ella. Se levantó de la mesa de reconocimiento, agarrándose la parte trasera de la bata, y se dirigió, descalza, al vestidor.

Él la siguió.

—Tendría que haberme quedado con el señor Wojakowski, el mentiroso compulsivo —dijo él—. Al menos el único barco en el que estuvo fue el Yorktown.

Muy bien —dijo ella, y le cerró la puerta en la cara. La abrió de nuevo inmediatamente y salió, abotonándose la blusa, con los zapatos en una mano.

—Tendrías que haberle pedido al señor Mandrake que fuera tu socio —dijo, pasando ante él—. Haríais una pareja perfecta. Los dos queréis oír lo que encaja con vuestras teorías preconcebidas y nada más.

Se detuvo en la puerta.

—Para tu información, no fue un viaje en el tiempo ni una regresión a una vida pasada. No era el Titanic. Era… oh, ¿qué más da? No escucharás de todas formas. —Abrió la puerta de un tirón—. Le diré al señor Mandrake que estás buscando un nuevo colaborador.

¿No era el Titanic?

Espera… —dijo él, pero la puerta ya se había cerrado tras Joanna. La abrió. Ella ya había alcanzado los ascensores.

—¡Joanna, espera! —gritó, y corrió pasillo abajo tras ella. El ascensor trinó.

—¡Espera! ¡Joanna!

Ella ni siquiera lo miró. Las puertas se abrieron, y entró en la cabina. Debía de haber pulsado el botón de cierre, porque las puertas empezaron a deslizarse inmediatamente.

—¡Joanna, espera! —Richard abrió las puertas a la fuerza y se metió en el ascensor. Las puertas se cerraron tras él—. Quiero hablar contigo.

—Bueno, pues yo no quiero hablar contigo —respondió ella. Extendió la mano hacia el botón para abrir las puertas. Él se lo impidió. El ascensor empezó a bajar.

—¿Qué querías decir con eso de que no fue una regresión a una vida anterior?

—¿Por qué me lo preguntas? Soy Bridey Murphy, ¿recuerdas?

Intentó alcanzar otra vez los botones, y él agarró la clavija roja de emergencia y la giró. Sonó una alarma increíblemente fuerte, y el ascensor se detuvo con una sacudida.

Joanna lo miró, incrédula.

—Estás loco, ¿lo sabes? —gritó por encima de la alarma—. ¿Y me acusas a mí de estar chalada?

—Lo siento —gritó él—. Me he precipitado al sacar conclusiones, ¿pero qué querías que hiciera cuando vas y me dices que has estado a bordo del Titanic?

Se supone que primero tendrías al menos que dejarme terminar la frase —gritó ella—. Apaga eso.

—¿Vendrás conmigo al laboratorio?

Ella lo miró. La alarma parecía volverse más fuerte por segundos.

—Te prometo que no me precipitaré a sacar conclusiones. Por favor.

Ella asintió, reacia.

—¡Pero para esa cosa! —chilló, cubriéndose los oídos con las manos.

El asintió y giró la llave de emergencia. Siguió sonando. Pulsó para abrir las puertas. Nada. Giró de nuevo la llave de emergencia, y luego los botones de las plantas, uno tras otro. Nada. Intentó girar la llave de emergencia en sentido contrario, pero por lo visto sólo sirvió para que la alarma sonara más fuerte, si eso era posible.

Joanna extendió la mano para pulsar de nuevo el botón de abertura de las puertas, y el ascensor empezó a subir, aunque la alarma no se paró. Richard accionó una vez más la llave de emergencia, y el ruido se apagó bruscamente dejando un eco resonante en sus oídos.

—¿Ha sido un zumbido o un timbrazo? —dijo, esperando que ella sonriera.

No lo hizo. Pulsó el seis y las puertas se abrieron. Richard casi esperaba que hubiera una ansiosa multitud de gente al rescate, o al menos que alguien hubiera salido a ver de dónde procedía todo aquel ruido, pero el pasillo estaba vacío. Joanna salió del ascensor y se encamino al laboratorio, adelantando la barbilla. Una vez dentro, se volvió hacia él y se cruzó de brazos.

—¿Te das cuenta de que podríamos habernos quedado atrapados allí para siempre y nadie habría venido a rescatarnos? —dijo Richard, tratando de romper el hielo.

Nada.

—Mira —dijo—. Lamento haberme puesto así. Es que…

—Creíste que me había convertido en uno de los chalados del señor Mandrake —dijo ella—. ¿Cómo has podido pensar eso?

—Porque a la gente le sucede a menudo. Personas perfectamente racionales anuncian de pronto que han visto la luz y empiezan a farfullar tonterías. Mira a Seagal. Mira a Foxx.

—Pero tú me conoces.

—¿Como tú conocías al señor Wojakowski?

Touché —dijo ella en voz baja—. Pero cuando él me dijo que lo habían derribado, no lo acusé sin más. Fui y lo comprobé. Busqué confirmación externa. Tú ni siquiera escuchaste lo que estaba intentando decirte.

—Ahora te escucho.

Ella volvió a alzar la barbilla.

—¿De veras?

—Sí —dijo él seriamente. Indicó una silla, y ella se sentó, con aspecto cauteloso. Richard también se sentó, y se inclinó hacia delante, las manos entre las rodillas—. Dispara.

—Muy bien. —Ella se subió las gafas sobre la nariz—. Era el Titanic… Él debió de tensarse involuntariamente, porque ella añadió:

—Creí que dijiste que ibas a escuchar.

—Te escucho. Era el Titanic.

—Pero no parecía que yo estuviera en 1912, o que estuviera viendo el barco esa noche. No fue así.

—¿Cómo fue?

Ella adoptó la expresión pensativa y reflexiva que adoptaba cuando intentaba identificar el ruido.

—Era el Titanic, pero no era el Titanic. Sabía que no estaba a bordo del barco real, que lo que estaba viendo no era un acontecimiento de esa noche. Pero, al mismo tiempo, era el Titanic.

¿No parecía real? —preguntó Richard—. ¿Era una visión superpuesta?

—No. La visión era sustancial y tridimensional, igual que las otras veces. La ilusión de que estás de verdad en ese sitio es completa.

Yo estaba allí en el pasillo y de pie en la cubierta, sólo que… —Pareció replegarse en sí misma—. Era como si hubiera algo más detrás, una realidad más profunda… —Lo miró con cautela—. ¿Pero por qué vi el Titanic?

No creo que lo hicieras —dijo él—. Creo que lo imaginaste. No lo reconociste como el Titanic durante la ECM. Llegaste a esa conclusión después, mientras dabas tu testimonio. Estás familiarizada con el proceso. Tu mente consciente…

—No —dijo Joanna—. Reconocí el pasillo la primera vez. Te lo dije. Sabía que lo reconocía pero que nunca había estado allí anteriormente. Y si eran imaginaciones, ¿por qué imaginar nada menos que el Titanic. Las fabulaciones son el resultado de expectativas e influencias. Nunca he oído a nadie decir que ha visto el Titanic en su ECM. Si lo inventé, ¿por qué no vi un Ángel de Luz o una escalera dorada?

—Hay un par de posibilidades. Ven aquí un momento —dijo él, poniéndose en pie y acercándose a la consola. Recuperó las imágenes de su ECM—. Mira esto. —Señaló un puñado de puntos naranja, rojos y amarillos en el córtex frontal de cada escaneo—. Son erupciones neurales aleatorias en la zona del córtex frontal dedicada a la memoria a largo plazo. Una de esas erupciones puede haber sido un recuerdo del Titanic.

Pero no fue sólo un recuerdo, fueron docenas de recuerdos. Los motores parándose y el pasillo y los pasajeros de pie en la cubierta…

—Todo eso pueden ser imaginaciones surgidas de ese recuerdo, las sensaciones de sonido, luz y figuras de blanco que estabas experimentando, y la misma especie de persistencia de significado que hace que los sueños sean una historia coherente en vez de una serie de imágenes inconexas.

Ella no parecía convencida.

—¿Pero por qué se dispararía una neurona del Titanic, de entre… cuántas hay? ¿Millones, miles de millones de recuerdos?

—Eso es lo que significa aleatorio —dijo Richard—, y el hecho de que recordaras algo acerca del Titanic no sería estadísticamente improbable.

Ahora fue Joanna quien lo miró como si estuviera loco.

—¿No?

—No. Después de todo, es un desastre, y te pasas un montón de tiempo hablando de desastres con Maisie. Joanna negó con la cabeza.

—Pero no del Titanic. No creo que haya oído jamás a Maisie mencionar el Titanic.

—Te habló del Lusitania, y apuesto que has visto fotos del Titanic en esos libros suyos —dijo Richard—. El día que la conocí pasó todas las páginas, buscando una foto. Puede que vieras una imagen del Titanic hundiéndose en el agua.

Pero Joanna siguió negando con la cabeza.

—Si fuera por Maisie, lo más probable es que hubiera visto Pompeya, y no es de ahí de donde proviene el recuerdo. “Eso es interesante”, pensó Richard.

—¿Sabes la fuente del recuerdo?

Ella adoptó otra vez aquella extraña expresión introspectiva.

—No. Pero sé que no ha sido a causa del señor Wojakowski ni de Maisie. Y no era aleatoria.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque… lo sé —dijo ella, derrotada—. No parece aleatoria. Parece como si procediera de alguna parte.

—Podría ser —dijo Richard—. Los recuerdos a largo plazo a los que se accede frecuentemente tienen caminos neurales más fuertes que el recuerdo medio, lo cual hace que sean más fáciles de recuperar.

—Pero el Titanic no es un recuerdo al que se acceda fácilmente. No he pensado en él desde…

—¿Desde que estrenaron la película? —dijo Richard—. Ésa es la fuente más obvia. Incluso tiene una escena al final en la que la vieja se ve a sí misma en el Titanic con un vestido blanco rodeada de un halo de luz. Viste la película…

—Hace cinco años —dijo Joanna—, y ni siquiera me gustó.

—Los gustos no tienen nada que ver, y hay referencias al Titanic en todas partes… especiales de televisión, libros. Escuché esa horrible canción de Celine Dion mientras venía camino del hospital esta mañana, y sé con seguridad que has accedido dos veces recientemente a recuerdos relacionados con el Titanic.

¿Cuándo? —demandó ella.

—El día que te conocí, me hablaste del espiritista… ¿cómo se llamaba? ¿Stead? Dijiste que se hundió con el Titanic, y la noche en casa de Vielle dijiste que las cenas de la noche del picoteo eran una zona libre de Titanic, así que el camino neural habría sido no sólo reciente, sino reforzado. Tu recuerdo de la escena de la película en la que se paran los motores y los pasajeros suben a cubierta para ver qué ha sucedido…

Ella estaba ya negando con la cabeza.

—Esa escena, donde todos se reúnen en cubierta, vistiendo batas y trajes de noche, no sale en Titanic.

—Muy bien, entonces un libro o…

—No —dijo ella, pero menos segura—. No creo que fuera un libro.

—O una conversación…

Pero ella volvía a sacudir la cabeza.

—Una conversación no. El recuerdo procedía de otra parte.

—¿De dónde?

—No lo sé. Dices que el hecho de que haya visto el Titanic está determinado por la erupción aleatoria de una sinapsis…

—Y la estimulación del lóbulo temporal.

—Pero casi todos los que experimentan una ECM dicen que han visto el cielo. Si las erupciones aleatorias determinaran el contenido, ¿no informarían de toda una gama de lugares y experiencias?

—No necesariamente —dijo Richard—. La erupción de la sinapsis puede ser demasiado débil para producir una imagen en la mayoría de los casos. O la sensación de significado cósmico puede anular cualquier otra imagen.

—Entonces ¿por qué no fue así en mi caso?

—Porque estabas en guardia contra esas interpretaciones. Como dijiste cuando intentabas convencerme para que te sometiera al tratamiento, cuando vieras una figura radiante, no darías inmediatamente por hecho que era un Ángel de Luz.

—Pero ¿por qué deduje que se trataba del Titanic, nada menos? ¿Por qué no de un túnel de tren? La semana pasada sin ir más lejos Vielle dijo: “¿Y si la luz al final del túnel es un tren que viene de frente?” Y vivo en Colorado. Hay docenas de túneles en las montañas. Uno de ellos habría sido la asociación lógica, no un barco. Nunca he estado en un barco.

—Estás pensando en explicaciones lógicas, pero esas erupciones sinápticas son aleatorias…

Joanna volvió a sacudir la cabeza.

—No parece aleatorio. Tengo la sensación de que vi el Titanic por algún motivo, que significa algo.

“Y aquí estamos —pensó Richard—, de vuelta al lóbulo temporal y la sensación de significado.”

—Esa sensación —dijo—, ¿puedes describirla?

—Tiene que ver con el lugar de donde viene el recuerdo que disparó la imagen del Titanic —respondió ella—. Tengo la fuerte impresión de que sé de dónde venía el recuerdo, y que si pudiera recordar…

—¿Pero no puedes?

—No, lo tengo justo… —extendió la mano, como si intentara agarrar algo—, en la punta…

Se detuvo y apartó la mano.

—No crees que signifique nada, ¿verdad? —dijo enfadada—. Crees que es estimulación del lóbulo temporal.

—Explicaría por qué no puedes recordar de dónde sacaste el recuerdo —dijo él suavemente—. ¿Tienes la sensación ahora? ¿De saber de dónde procedía el recuerdo?

—Sí.

—Sube a la mesa —dijo él, dirigiéndose rápidamente al armario de suministros—. Quiero ver si podemos registrarlo en el escáner. Sacó una jeringuilla.

—¿Quieres que me desnude?

—No, y no voy a molestarme con una intravenosa, ya que sólo voy a inyectar el marcador —dijo Richard, llenando la jeringuilla—. Quítate el jersey y súbete la manga.

Joanna se quitó el jersey de lana y se subió a la mesa, desabrochando el puño de su blusa y subiéndose la manga.

Él empezó a colocar el escáner TPIR.

—Tuviste una sensación de reconocimiento en tus tres primeros escaneos, y en éste reconociste el Titanic. Puede que esas dos cosas no tengan nada que ver entre sí.

—¿Qué quieres decir?

Él frotó su antebrazo con alcohol e inyectó el marcador.

—La sensación de reconocimiento que experimentaste en el pasillo y cuando el calefactor se paró puede que fuera sólo eso, una sensación, provocada por estímulos aleatorios, sin ninguna relación con que reconocieras el Titanic.

—Pero no fueron aleatorios —dijo ella, ruborizándose—. Todo encaja, tu bata y el frío y el…

—Eso podría aplicarse a un montón de situaciones.

—Cita una.

—Tú misma dijiste que la gente que viste podría haber estado en una fiesta o en un baile.

—¡La mujer iba en camisón!

—Concluiste que era un camisón después de darte cuenta de que era el Titanic. Antes, dijiste que era un vestido anticuado. Originalmente pensaste que era la túnica de un ángel. Tiéndete.

—Pero ¿qué hay del suelo curvado —dijo ella, tumbándose en la mesa de reconocimiento—, y tu bata, y…?

—No hables —dijo él, colocando el escáner en posición. Se acercó a la consola—. Muy bien —dijo, poniéndolo en marcha—. Quiero que cuentes mentalmente hasta cinco.

Examinó la imagen de los escaneos.

—Ahora, quiero que visualices el túnel. Piensa en lo que viste.

Varios sitios del córtex frontal se iluminaron, indicando diversas fuentes para el recuerdo, auditivas y visuales, que podían explicar porqué Joanna no recordaba si había oído o leído algo sobre los motores parándose y los pasajeros subiendo a cubierta para averiguar qué había sucedido.

“O visto en una película”, pensó él. Seguía considerando que esa era la posibilidad más probable, a pesar de las protestas de Joanna. La película había sido un éxito enorme, y durante más de un año había sido imposible dar dos pasos sin ser bombardeado con información al respecto: libros, cedes, artículos en los periódicos, especiales de televisión. Y unos cuantos años antes había pasado lo mismo, cuando se descubrieron los restos del barco. Era imposible no saber algo sobre el Titanic, y Joanna obviamente lo sabía. No sólo sabía que había alfombras en los pasillos de primera clase, sino que el telegrafista era Jack Phillips.

—Muy bien, Joanna, ahora concéntrate en la fuente del recuerdo —dijo él, y contempló la zona del lóbulo temporal en la pantalla, esperando que se iluminara.

Lo hizo, un rojo anaranjado encendido. Le hizo varias preguntas más y luego apagó el escáner.

—Puedes incorporarte ya —dijo, y empezó a cotejar los escaneos. Joanna se acercó a la consola mientras se bajaba la manga.

—Todavía no he registrado mi ECM. —Se puso el jersey—. Estaré en mi despacho.

—¿No quieres ver tu sensación de significado? —Recuperó el escaneo—. Ahí está —dijo, señalando el lóbulo temporal—. Por eso consideras que ver el Titanic no es aleatorio.

Ella lo observó, sombría, las manos metidas en los bolsillos de la bata, mientras él le mostraba las áreas de actividad.

—Pero la sensación de que sé de dónde procedía el recuerdo es tan fuerte… —murmuró.

—Como la sensación que tuviste en el vestidor y el pasillo —dijo Richard.

—Sí —admitió ella.

Señaló el lóbulo temporal, rojoanaranjado.

—Tu mente esta simplemente intentando sacar sentido de una sensación irracional dándole un objeto, en este caso la fuente del recuerdo, pero es sólo una sensación.

Pareció que ella iba a contradecirlo, pero lo único que dijo fue:

—Todavía no he registrado mi testimonio. Recogió la grabadora.

—Cuando lo escribas…

—Lo se —dijo Joanna—. No dejaré que caiga en manos del enemigo.

—Mandrake se…

—Lo sé. Se pondría las botas.

Joanna salió del laboratorio. En la puerta se dio la vuelta y miró el escaneo.

—Creo que me gustaba más cuando me acusabas de ser Bridey Murphy —dijo apenada, y se marchó.

20

¡Me niego a contestar a esa pregunta!

ISABEL I, cuando sir Robert Cecil le preguntó en su lecho de muerte si había visto algún espíritu.


“Richard se equivoca —pensó Joanna, abriendo la puerta de su despacho—. No es una sensación carente de contenido. El recuerdo no procedía de la película, y no es la primera cosa con la que se topó mi memoria a largo plazo. Es el Titanic por un motivo concreto.

“Y sin duda él vendrá de un momento a otro para decirme que mis ideas son otro síntoma más de estimulación del lóbulo temporal, y para enseñarme un escaneo que lo demuestra. No quiero verlo, y no quiero oír otro sermón sobre lo que pasará si el señor Mandrake se entera de esto. Registraré mi testimonio en otra parte.”

Cerró la puerta, le echó la llave y recorrió rápidamente el pasillo hasta llegar a las escaleras. Iría a grabar su testimonio en la cafetería, si estaba abierta, o en una de las salas de enfermeras. “En cualquier lugar donde no tenga que escucharlo diciéndome que el Titanic fue una sinapsis aleatoria —pensó mientras bajaba las escaleras—. No es aleatorio. Estoy viendo el Titanic por algún motivo. Lo sé.”

Y pudo oír la voz del señor Darby insistiendo: “Estuve allí. Fue real. Lo se” Hablaba igual que él. Y por eso no quería hablar con Richard, porque sabía que tenía razón.

“No tiene razón —pensó obstinadamente—. Sé que el recuerdo no procede de la película.”

Sí, y el señor Viraldi “sabía” que había visto a Elvis, el señor Suárez “sabía” que había sido abducido por alienígenas, Bridey Murphy “sabia” que había vivido una vida anterior en Irlanda. Su psiquiatra estaba seguro de que los recuerdos de Bridey eran prueba de la reencarnación, aunque más tarde se demostró que estaban relacionados con canciones folklóricas y cuentos medio recordados que le había contado su niñera, y que los sujetos sometidos a hipnosis podían ser convencidos para que hablaran de todo tipo de recuerdos falsos. “¿Y cómo sabes que esto no es lo mismo? ¿Cómo sabes que el recuerdo no procede de la película, como dijo Richard?”

Pero esa escena no salía en la película, se dijo, y supo que bien pudiera ser que saliera. Se había demostrado estudio tras estudio que la memoria era notablemente poco fiable, y Vielle y ella habían tenido más de una discusión sobre qué salía o qué no salía en varias películas. Después de ver Crimen perfecto, un jueves por la noche, Vielle estaba convencida de que Gwyneth Paltrow había apuñalado a Michael Douglas con un termómetro en vez de matarlo a tiros. Joanna tuvo que volver a alquilar el vídeo y mostrarle el final para demostrárselo. Una escena donde los pasajeros preguntaran a un oficial qué había pasado bien podía aparecer en el Titanic, y ella simplemente la había olvidado. Y había una manera muy sencilla de demostrarlo, en cualquier caso. Ver la película.

Pero Richard estaba va convencido de que su ECM se había visto influenciada por la película. Si la veía, su recuerdo de la ECM quedaría completamente contaminado por sus imágenes, igual que cualquier futura ECM que pudiera tener. Y no importaba lo que viera en ellas, Richard diría que el recuerdo procedía de la película.

Necesito que otra persona la vea y compruebe si la escena está allí, pensó. ¿Pero quién? A Vielle le daría un ataque si le decía que había visto el Titanic. Estaría segura entonces de que era una advertencia del subconsciente para que no se sometiera al tratamiento.

¿Maisie? Era experta en desastres, pero, como Joanna le había dicho a Richard, nunca la había oído mencionar siquiera al Titanic, y de todas formas era improbable que la madre de Maisie le permitiera ver la película. Aparte del “tema negativo”, había una escena de desnudo y sexo en el asiento trasero de un Renault.

¿Tish? No, Joanna no podía fiarse de que mantuviera la boca cerrada, y Richard tenía razón, el señor Mandrake se pondría las botas si se enteraba de aquello, lo cual eliminaba a todo el mundo que estuviera relacionado con el hospital Chismorreo General.

Tendría que ser Vielle, quien, esperaba, no haría demasiadas preguntas. Joanna bajó al sótano, pasó ante el depósito de cadáveres y cruzó hasta Urgencias.

Estaba abarrotado, como de costumbre, con gente drogada y de aspecto peligroso, aunque no parecía haber nadie colocado con picara en ese momento. El nuevo guardia de seguridad parecía aburrido, sentado en una silla junto a la puerta. Joanna consiguió llegar hasta Vielle, que entregaba una paciente en una camilla a dos celadores.

—A la cuatro-oeste —les dijo Vielle—. ¿Saben cómo llegar hasta allí?

Los celadores asintieron, inseguros. Vielle les dio complicadas instrucciones, colocó el historial sobre el estómago de la paciente y luego se volvió hacia Joanna.

—Llegas demasiado tarde —dijo—. Hemos tenido un paciente que entró dos veces en parada. Te lo acabas de perder.

—¿Ha muerto?

—No, está bien. Pero si se hubiera muerto habría sido un caso de selección natural. Se electrocutó al quitar las luces de Navidad.

—¿Las luces de Navidad? Pero si estamos en febrero.

—dijo que era el primer día que no nevaba.

—Creía que las luces de Navidad estaban protegidas.

—Lo están. Excepto cuando das con la escalera directamente contra un cable de alta tensión. Una escalera de metal. —Le sonrió a Joanna—. Está arriba en la UCI. Un poco frito, pero puede hablar. Será mejor que subas rápido. Maurice Mandrake acaba de venir buscándote, y lo vi hablar con el médico que atendió a Don Luces de Navidad.

—¿El señor Mandrake me estaba buscando? —preguntó Joanna. ¡Lo que me faltaba!

—Sí. Dijo que si te veía te dijera que iba a subir a tu despacho. Eso fue antes de Don Luces de Navidad, claro, pero si va a tu despacho, puede que llegues antes que él a la UCI.

Se marchó. Joanna la siguió.

—No he bajado a ver si alguien había entrado en parada —dijo—. Vielle, ¿recuerdas la película Titanic? ¿Había una escena donde la gente subía a cubierta para tratar de averiguar qué había sucedido?

—Lo único que recuerdo de Titanic es a aquellos dos chapoteando en agua helada durante dos horas sin pillar una hipotermia. ¿Sabes cuánto tiempo habrían durado en agua tan fría? Unos cinco minutos.

—Lo sé, lo sé. Intenta recordar. Gente en cubierta, preguntándose qué había pasado.

—Está esa escena en la que el iceberg choca y la gente está en cubierta, tirándose bolas de nieve…

—No, no —dijo Joanna, impaciente—. Esa gente no sabía que había chocado con un iceberg. Estaban allí, algunos de ellos todavía en pijama. Cuando los motores se pararon se despertaron, y subieron a cubierta para ver qué había pasado. ¿Recuerdas una escena así? Vielle sacudió la cabeza.

—Lo siento.

—Tengo que pedirte un favor —dijo Joanna—. ¿Podrías alquilar el vídeo y ver si hay una escena parecida?

—¿No sería más fácil que la alquilaras tú misma? Tú eres la que sabe qué está buscando. Si quieres, podemos verla en la noche del picoteo, siempre que te saltes esa estúpida escena del “rey del mundo”.

—No —dijo Joanna—. Mira, te pagaré el alquiler y la gasolina. Necesito ver si hay una escena así. —Rebuscó en el bolsillo de la bata.

—Puedes pagar los vídeos de la noche del picoteo —dijo Vielle, entornando los ojos—. ¿De qué va todo esto? Tiene que ver con vuestro proyecto, ¿verdad? No me digas que uno de tus sujetos se ha visto en el Titanic.

Shh —dijo Joanna, mirando ansiosamente alrededor. Había metido la pata al pedírselo a Vielle donde la gente podía oírla.

—Es eso, ¿no? —dijo Vielle, bajando la voz—. Uno de tus sujetos de ECM vio el Titanic cuando atravesó el túnel.

—No, por supuesto que no. Es algo de lo que estábamos hablando Richard y yo.

“Bueno, es cierto —pensó a la defensiva—. Hablamos de eso, y Vielle me pregunta si uno de mis sujetos lo ha visto, no si lo he visto yo. Y además, no era el Titanic.”

Algo de lo que Richard y tú estuvisteis hablando, ¿eh? —dijo Vielle, cambiando completamente de modales—. Bueno, al menos estáis discutiendo de algo más que de escáneres TPIR y de niveles de endorfinas, aunque no sé por qué habéis tenido que elegir el Titanic.

Joanna se obligó a sonreír y a no mirar alrededor, por si las había oído alguien.

—Seguro que hay mejores películas por las que discutir —dijo Vielle—. Creía que odiabas esa peli. Cuando quise alquilarla, te dio un ataque porque un oficial no se había suicidado…

—El oficial Murdoch —dijo Joanna. Vielle tenía razón. Le dio un ataque. La película estaba llena de imprecisiones históricas. No sólo no había ninguna prueba de que el oficial Murdoch hubiera matado a un pasajero y luego se hubiera suicidado, sino que además la película había hecho que el oficial Lightoller pareciera un cobarde en vez del héroe que fue, usando los salvavidas hinchables de los camarotes de oficiales y manteniendo el salvavidas B a flote toda la noche…

“El recuerdo no puede proceder de la película —pensó—, porque yo sabía ya cosas sobre el Titanic cuando la vi.” “Todo el mundo sabe cosas del Titanic”, había dicho Richard, pero se refería a los hechos básicos. Todo el mundo sabía que se había hundido, sabía lo del iceberg y la falta de salvavidas, y la banda tocando Alas cerca, mi Dios, de Ti mientras el barco se iba a pique. Pero no todos sabían de Murdoch. O del salvavidas B.

—¿Por qué no alquilas la película, lo invitas y preparas un queso fundido picante especial…?

—Es algo relacionado con nuestros recuerdos sobre la película —dijo Joanna—. Así que si puedes alquilarla y ver si hay una escena como la que digo, te lo agradecería. No tienes que ver la peli entera, sólo la parte que viene después del iceberg.

—Cualquier cosa menos tragarme el romance. Dime otra vez qué tengo que buscar.

—Gente de pie en cubierta, preguntándose qué ha pasado y preguntando al sobrecargo por qué se han detenido, algunos con trajes de noche y otros con aspecto de haberse levantado de la cama. Y no están asustados ni gritando, ni intentan llegar a la cubierta de los botes. Están allí sin más.

—Comprendido —dijo Vielle—. No recuerdo nada parecido en la película.

“Yo tampoco”, pensó Joanna.

—¿Puedes verla esta noche?

—No. Tendrá que ser mañana.

—¿Por qué?

—Oh, hay una estúpida reunión esta noche.

—¿Sobre qué?

—No lo sé. La seguridad en Urgencias o algo parecido. Al parecer el memorándum no les pareció suficiente, así que ahora van a someternos a un seminario. “Estén atentos a cuanto los rodea. Eviten movimientos bruscos.” Me pregunto si eso incluye despertarse de golpe después de haberte quedado dormida durante el seminario.

—No hagas chistes —dijo Joanna—. Urgencias es peligroso. Tienes que pedir que te trasladen a otro sitio.

—No puedo —dijo Vielle alegremente—. Estoy demasiado ocupada viendo vídeos para mis amigas.

—Hablo en serio. Si te quedas aquí, te matarán cualquier día. Creo que deberías…

—Sí, mamá —dijo Vielle—. Repíteme qué es lo que tengo que buscar. ¿Gente en el pasillo en pijama, hablando de que han oído apagarse los motores?

—En cubierta. No en los pasillos. ¿Cuándo crees que podrás averiguarlo?

—En cuanto pueda salir de aquí mañana por la noche, ir al Blockbuster y pasar rápido las dos primeras horas con Leo y Kate colgados de la barandilla y diciendo frasecitas como “Tengo mucha suerte de estar en este barco” —dijo Vielle, haciendo el gesto de meterse dos dedos en la garganta—. ¿A las ocho?

“A las ocho de mañana”, pensó Joanna, deseando que fuera antes.

—Llámame en cuanto lo averigües.

—¿Seguro que uno de tus voluntarios no vio el Titanic? —dijo Vielle, preocupada.

—Seguro. ¿Dónde dijiste que estaba Don Luces de Navidad?

—En la UCI.

—UCI —dijo Joanna, y se marchó antes de que Vielle pudiera hacerle más preguntas. No tenía ninguna intención de entrevistar a Don Luces de Navidad hasta que hubiera resuelto aquello. Había preguntado dónde estaba para desviar a Vielle del tema del Titanic, aunque si quería conseguir la declaración de su ECM tenía que hacerlo ahora, y registrarla antes de que tabulara…

“No he registrado la mía”, pensó, sorprendida. Estaba tan distraída queriendo demostrar que las imágenes no procedían de la película que se había olvidado de qué iba a hacer en primer lugar. Y todas estas especulaciones sobre el origen de los recuerdos y lo que significaban serían inútiles si su ECM no estaba documentada.

“Tengo que hacerlo ahora mismo —pensó—, antes de que pase más tiempo”, y corrió al primer piso y la cafetería. A medio camino, Lucille, de la UCI, la detuvo en el pasillo.

—¿La ha encontrado Maurice Mandrake? —preguntó—. La estaba buscando.

—¿Dónde lo ha visto? —preguntó Joanna.

—Arriba, en la UCI. Fue a entrevistar a un paciente.

“Naturalmente —pensó Joanna—, se acabó Don Luces de Navidad.” Pero al menos si estaba allí arriba, no estaba en la cafetería. Le dio las gracias a Lucille y bajó. La cafetería estaba cerrada.

Naturalmente. Joanna tiró de las puertas dobles cerradas y luego se quedó mirando a través de ellas las sillas de plástico rojas colocadas boca arriba sobre las mesas de fórmica, tratando de pensar adonde ir. A su despacho no, obviamente, ni a la sala de los médicos. No podía correr el riesgo de que la oyeran hablar del Titanic. El vestíbulo de visitas en consultas externas solía estar vacío a esa hora del día, pero tendría que atravesar tres alas y dos pasillos elevados para llegar hasta allí, lo que aumentaba el riesgo de toparse con el señor Mandrake.

“Necesito un lugar desierto donde al señor Mandrake no se le ocurra buscarme —pensó Joanna—. ¿Dónde? En mi coche.” Rebuscó las llaves en los bolsillos de su rebeca. No las llevaba encima. Sólo llevaba la de su despacho. Las llaves del coche estaban en su bolso, en un cajón del escritorio, y el coche estaba cerrado. Y hacía demasiado frío para sentarse en el capó.

“La escalera”, pensó, recordando el sitio donde Richard y ella se habían sentado el día en que se conocieron. Pero sin duda ya habrían terminado de pintarla, y la gente estaría utilizándola. Con todo, era un lugar relativamente privado y apartado.

“Y más cálido que el aparcamiento”, pensó Joanna, tomando el ascensor de servicio hasta el tercer piso. Y si se sentaba en el rellano, donde tuviera a la vista ambas puertas, oiría a la gente llegar y podría parar a tiempo la grabación para que nadie la oyera.

La puerta del ascensor se abrió. Joanna se asomó con cautela, buscando indicios del señor Mandrake, pero no había ninguno en el pasillo. Lo recorrió, cruzó el pasillo elevado, dobló la esquina y empezó a atravesar Medicina interna.

—…y entonces mi tío Alvin —decía una voz de mujer tras la puerta entreabierta de una de las habitaciones— tendió la mano hacia mí y dijo: “No hay nada que temer de la muerte.”

“Oh, no”, pensó Joanna, deteniéndose poco antes de la puerta. Creía que la señora Davenport habría recibido el alta hacía tiempo. ¿Qué seguro médico tenía que la dejaba permanecer en el hospital seis semanas? Y más importante, ¿con quién estaba hablando, con el señor Mandrake? ¿Saldría él de la habitación?

Pero otra voz de mujer (¿una enfermera?, ¿una indefensa compañera de habitación?) dijo, sin aliento:

—¿Y qué pasó entonces?

—Una luz brotó de su mano y chisporroteó como diamantes y zafiros y rubíes.

La señora Davenport hablaba ahora a voz en grito y, supuso Joanna, estaría mirando a su público y no hacia la puerta. Pasó rápidamente de puntillas, dejó atrás la habitación y se acercó a la puerta que decía “Sólo personal”.

—Y me tomó de la mano y me llevó a un jardín precioso, precioso —decía la señora Davenport—, y supe que lo que estaba viendo no era un sueño o una alucinación. Era real. Estaba viendo el Otro Lado. ¿Y sabe qué dijo entonces Alvin?

Joanna no esperó a oírlo. Abrió la puerta que daba a las escaleras y se zambulló. No había cambiado nada desde la última vez que estuvo allí. La cinta amarilla “No cruzar” todavía tendida entre los pasamanos y más allá los escalones celeste todavía con aspecto reluciente y húmedo.

No lo estaban, decidió después de tocarlos prudentemente con un dedo. La pintura hacía tiempo que estaba seca, pero eso no importaba. La gente pensaba obviamente que la escalera seguía bloqueada, lo que significaba que la tenía toda emérita para ella sola. Se colocó a la izquierda del rellano, donde podía ver la puerta, y conectó la grabadora.

—Testimonio de ECM, Joanna Lander, sesión cuatro, 25 de febrero —dijo, y luego se detuvo, contemplando los escalones celestes, pensando en los salvavidas hinchables.

Ya sabía de ellos cuando vio la película, y de Eightoller y Murdoch. “Y de Lorraine Allison”, pensó. Recordaba haber dicho: “¿Por qué no cuentan las historias de la gente real que murió en el Titanic, como John Jacob Astor y Lorraine Allison?” Vielle preguntó: “¿Quién fue Lorraine Allison?” Ella le dijo: “Tenía seis años y fue la única niña de primera clase que murió, ¡y su historia es mucho más interesante que la chorradita de Jack y Rose!”

Sabía de Lorraine Allison antes de la película, así que el recuerdo no podía proceder de Titanic, ni de los libros de desastres de Maisie. Tenía que ser de algo anterior. Un libro, no, no era algo que hubiese leído, aunque de algún modo tenía que ver con un libro. Algo que alguien le había leído, o le había contado.

Y lo que le habían dicho estaba relacionado con el hecho de que estuviera viendo el Titanic en vez de un túnel de tren o un pasillo de hospital.

Aquello no la estaba llevando a ninguna parte. “Graba tu testimonio —se dijo—. Describe lo que viste y oíste.” Encendió la grabadora y empezó de nuevo.

—Estaba en el pasillo. Estaba oscuro.

Describió el sonido nunca oído, la luz bajo la puerta, la gente.

—El caballero de la barba iba vestido con traje de noche, con una chaqueta larga de etiqueta y corbata blanca y chaleco, y la mujer llevaba guantes blancos largos y un vestido de pedrería color crema.

“Y acabas de describir el vestido de Kate Winslet —se dijo, apagando la grabadora—. Estás empezando a fabular.”

Rebobinó hasta “mujer” y empezó otra vez.

—Llevaba un largo vestido blanco o una túnica y una luz chispeante parecía brotar de su mano. Dijo: “¿Cree que ha habido un accidente?”, y el sobrecargo se acercó…

No, no era así. El sobrecargo estaba hablando con la mujer del camisón. Ella había dicho: “He oído un ruido rarísimo.” Él dijo: “Sí, señora.” Luego el hombre de la barba se acercó, pero tampoco fue así, porque la mujer de los guantes blancos estaba allí también…

Apagó la grabadora y se llevó los dedos a la frente, tratando de recordar dónde se encontraba el hombre de la barba, qué había dicho el sobrecargo.

La mujer del camisón le habló al sobrecargo y luego se dirigió al hombre de la barba y dijo: “¿Lo ha oído?” Y el hombre de la barba dijo: “Iré a ver qué pasa”, y llamó al sobrecargo. “¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué nos hemos parado?”, le preguntó.

El sobrecargo dijo que no había nada por lo que alarmarse, y el hombre de la barba dijo: “Vaya a buscar al señor Briarley. Él sabrá que pasa.”

—El señor Briarley —dijo ella. Su profesor de lengua inglesa en el último año de instituto.

Podía verlo delante de la pizarra con su chaleco gris de cheviot y su pajarita, una ceja alzada irónicamente, diciendo:

—Bien, señor Inman, ¿puede decirnos qué pasa en La balada del viejo marinero?

Ninguna repuesta.

—¿Señorita Lander? ¿Señor Kennedy? ¿Alguien? Nada todavía.

—¿Qué es eso? —El señor Briarley se llevaba la mano a la oreja, escuchaba, y luego sacudía la cabeza—. Me pareció oír una respuesta, pero era sólo la orquesta tocando Más cerca, mi Dios, de Ti.

¿Cómo podía haberlo olvidado? Olvidar al señor Briarley, que hablaba constantemente del Titanic en clase, que lo usaba como metáfora para todo. “Agua a las calderas —había escrito en un trabajo suyo—. Las mujeres a los botes.” Siempre les estaba contando historias de cómo cargaron los salvavidas y las luces se apagaron, y les leía largos párrafos sobre la orquesta y el Californian y los pasajeros.

—Sabía que no lo había leído —dijo Joanna en voz alta—. Oí al señor Briarley decirlo.

Y él tenía la respuesta. Había dicho algo sobre el Titanic, algo en clase de lengua, y…

—Tengo que encontrarlo —dijo Joanna, guardándose la grabadora en el bolsillo—. Tengo que preguntarle qué dijo.

Subió corriendo las escaleras hasta el puesto de enfermeras.

—Necesito una guía telefónica —dijo, sin aliento.

—¿Páginas blancas o amarillas? —preguntó Eileen—. ¿Estás bien?

—Estoy bien —respondió Joanna—. Blancas.

Eileen depositó el grueso volumen sobre el mostrador, y Joanna buscó rápidamente en la B, tratando de recordar el nombre de pila del señor Briarley. No estaba segura de haberlo oído nunca. Simplemente era Briarley, como todos sus profesores. Bo, Br…

Sonó un timbre. Eileen lo desconectó.

—Llama un paciente —dijo—. ¿Seguro que estás bien?

—Estoy bien —murmuró Joanna, pasando el dedo por la lista de Br. Braun. Brazelton.

—Muy bien —dijo Eileen—, deja la guía sobre la mesa.

Y se fue a atender la llamada del paciente.

Breen. Brentwood. Joanna esperaba que no hubiera docenas de Briarley. Brethauer. No tendría que haberse preocupado por eso. No había ninguno. La lista pasaba de Brian a Briceno. Probablemente tenía un número que no aparecía en la guía, supuso, para que los estudiantes no le hicieran llamadas de mal gusto. Tendré que hablar con él en el instituto.

Miró el reloj. Las tres. Las clases terminaban a las tres y cuarto, o al menos así era cuando ella iba al instituto, pero los profesores tenían que quedarse hasta por lo menos las cuatro. Si se daba prisa, llegaría a tiempo. Cerró la guía y empezó a caminar hacia el ascensor, buscando las llaves del coche mientras lo hacía.

No tenía las llaves encima. Estaban en su despacho, donde el señor Mandrake, y probablemente Richard, acechaban a la espera. “Tendré que pedir prestado un coche”, pensó, y corrió de regreso al puesto de las enfermeras para pedirle el suyo a Eileen, pero no estaba allí, y no había tiempo de buscarla. Tendría que pedírselo a Vielle. Se encaminó otra vez hacia el ascensor.

—Oh, qué bien, doctora Lander —dijo una voz familiar, y Joanna alzó la cabeza para ver horrorizada a la señora Davenport que se dirigía hacia ella vestida con una bata de cuadros amarillos, anaranjados y azul eléctrico—. Es usted justo la persona que quería ver.

21

Encended las luces. No quiero ir a casa a oscuras.

Últimas palabras de O. HENRY. (WILLIAM SYDNEY PORTER)


“Eso es lo que te pasa por no mirar por dónde vas”, pensó Joanna. “Esté atento a cuanto lo rodea”, decía el memorándum del hospital que indicaba cómo protegerse de los pacientes de Urgencias colocados con picara. Joanna tendría que haberle prestado atención.

—He recordado más detalles de mi ECM —dijo la señora Davenport, plantando su cuerpo multicolor entre Joanna y el ascensor. “Parece un escaneo TPIR con esa bata”, pensó Joanna—. Después de que el Ángel de Luz me mostrara el cristal, mi tío Alvin me llevó a una cortina gris titilante y, cuando la descorrió, vi el quirófano y a todos los doctores trabajando sobre mi cuerpo sin vida, y…

—Señora Davenport —la interrumpió Joanna—. Tengo una cita…

—… y Alvin dijo: “Aquí en el Otro Lado sabemos todo lo que pasa en la Tierra” —continuó la señora Davenport, como si Joanna no hubiera abierto la boca—, “y usamos ese conocimiento para proteger y guiar a los vivos”.

—Tengo que estar en la otra punta de la ciudad a las cuatro —dijo Joanna, mirando descaradamente el reloj.

—”Lo único que tenéis que hacer es escuchar, y nosotros os hablaremos”, dijo Alvin, y tenía razón. El otro día me dijo dónde estaba el pendiente de perla que perdí.

“Me pregunto si puede decirme ahora cómo escapar de su sobrina”, pensó Joanna.

—Ojalá pudiera quedarme, señora Davenport, pero tengo que irme.

—Y hace dos noches, en mitad de la noche, le oí decir: “Despierta.” Cuando mire la hora, eran las tres de la madrugada.

La señora Davenport no iba a dejarla ir nunca. Simplemente tendría que rodearla. Lo hizo. La señora Davenport la siguió, todavía hablando.

—Y luego le oí decir, como si estuviera en la habitación: “Enciende la tele.” Lo hice, ¿y sabe qué estaban poniendo?

“¿Los anuncios de la teletienda?”, pensó Joanna. Pulsó el botón de llamada.

—Un programa sobre experiencias paranormales —dijo la señora Davenport—, lo cual prueba que aquellos que han muerto están en comunicación con nosotros.

El ascensor se abrió y Joanna prácticamente lo abordó de un salto, rezando para que la señora Davenport no la siguiera.

—Y esta misma mañana, oí a Alvin decir…

La puerta del ascensor al cerrarse la interrumpió antes de que pudiera comunicar el mensaje de Alvin. Joanna pulsó el cero y, en cuanto el ascensor se abrió, corrió a Urgencias, rezando para que nadie hubiera entrado en parada y Vielle no estuviera intentando reanimarlo.

No había sucedido nada de eso, y Vielle le estaba gritando a un interno.

—¿Quién te ha dado autorización para hacer eso?

—Yo… yo… nadie —tartamudeó el interno—. En la facultad…

—No estás en la facultad de medicina —replicó Vielle—. Estás en mi sala de Urgencias.

—Lo sé, pero él estaba… —Se detuvo y miró esperanzado a Joanna, como si ella pudiera rescatarlo.

—Lo siento —le dijo Joanna a Vielle—. ¿Puedes prestarme tu coche?

—Claro —dijo Vielle al instante, y al interno—: Quédate aquí. Y no toques nada.

Empezó a cruzar la sala de Urgencias.

—Tengo las llaves en la taquilla. ¿Qué ha pasado? Se murió, ¿eh?

—¿Quién? —dijo Joanna, siguiéndola al vestíbulo, y se dio cuenta demasiado tarde de que Vielle se refería al coche—. No. Mi coche está bien.

Respuesta equivocada. Vielle se volvió, la mano en la combinación de la taquilla, y la miró con el ceño fruncido.

—¿Entonces para qué necesitas el mío? Esto no tendrá nada que ver con la escena de Titanic que me pediste que viera, ¿verdad?

—Es que no quiero subir a mi despacho a recoger las llaves. El señor Mandrake anda suelto —dijo a la defensiva—, y no tengo ganas de encontrármelo.

—No te lo reprocho —dijo Vielle, y se volvió hacia la combinación. ¿A qué hora volverás? —preguntó, metiendo la mano en el bolso y sacando a continuación las llaves. Las dejó caer sobre la mano de Joanna—. Yo salgo a las siete.

—¿Dónde está tu coche?

—En la cara norte, segunda o tercera fila, no recuerdo. ¿Adonde vas?

—Regresaré dentro de una hora o así —dijo Joanna, y corrió hacia el aparcamiento.

El coche de Vielle estaba en la cuarta fila, al fondo, y dieron las tres y media antes de que Joanna lo localizara y se dirigiera a Englewood. “Se habrá marchado para cuando llegue”, pensó, pero el señor Briarley siempre se quedaba hasta más tarde que el resto de los profesores, y aunque no estuviera allí, podría conseguir su número de teléfono y su dirección en las oficinas. Y los lugares despertaban siempre un montón de recuerdos: sólo verse en su antigua clase de lengua podría ser suficiente para sacudir su memoria. “Era algo que dijo en una clase —pensó, girando al oeste en Hampden— o que nos leyó.”

Parecía que iba a nevar de un momento a otro. Joanna aparcó lo más cerca posible de la entrada que conducía a las clases de lengua y se acercó a la puerta. Estaba cerrada con llave. Un cartel impreso por ordenador pegado al cristal decía: “No se permiten las visitas al edificio sin autorización. Por favor, regístrese en la oficina principal.” Un diagrama con flechas indicaba cómo llegar hasta allí, lo que implicaba dar toda la vuelta al edificio.

Habían hecho un montón de cambios desde que Joanna estudió allí. Rodeó una larga ala con un nuevo auditorio al fondo y llegó, por fin, a la puerta principal. A uno de sus lados estaban las palabras Instituto Dry Creek, y un tigre con rayas púrpura y doradas saltando.

“Púrpura y dorado”, pensó Joanna, y de pronto recordó a Sarah Dix y Lisa Meinecke con sus uniformes de animadoras llegando tarde a clase y al señor Briarley soltando sus libros sobre la mesa y diciendo: “¿Dónde están los asirios?”

—¿Los asirios? —preguntaron Lisa y Sarah, mirándose intrigadas la una a la otra.

—Su cohorte. “Los asirios llegaron como un lobo al rebaño” —citó el señor Briarley, señalando sus falditas plisadas púrpura y doradas—. “Y sus cohortes brillaban en púrpura y dorado.”

“Sabía que tenía algo que ver con el instituto —pensó Joanna triunfal—. Richard está equivocado. No carece de contenido. Significa algo, y el señor Briarley sabe lo que es.” Abrió una de las puertas dobles y entró en un vestíbulo alfombrado, con escaleras de acero y madera que subían y bajaban uniendo tres niveles diferentes. Y un detector de metales.

Un guardia de seguridad uniformado estaba de pie al lado, leyendo Peligro inminente. Soltó el libro en cuanto Joanna entró, y conectó el detector.

—¿Puede decirme dónde puedo encontrar la oficina? —preguntó ella.

Él asintió e indicó su bolso. Joanna se lo tendió, pensando que a Urgencias le vendría bien un aparato así, y luego trató de imaginar a la gente de las ambulancias tratando de meter por allí una camilla de metal. Vale, tal vez no un detector de metales, pero algo.

El guardia abrió la cremallera de los compartimientos de su bolso, hurgó en ellos y se lo devolvió.

—Estoy buscando a un profesor que tuve cuando era estudiante aquí —dijo ella—. El señor Briarley.

El guardia le indicó más allá del detector.

—Suba esas escaleras y a la izquierda —dijo, señalando, y recogió su libro.

“¿El despacho del señor Briarley?”, se preguntó Joanna mientras subía las escaleras, pero naturalmente él se refería a la oficina. El frontal de vidrio no se parecía al abigarrado cubículo del despacho del director que recordaba, pero había un gran cartel pegado al cristal que decía: “Todas las visitas deben obtener un pase para entrar en el edificio.”

Joanna entró.

—¿Puedo ayudarla? —preguntó una mujer de mediana edad sentada ante un ordenador.

—Estoy buscando al señor Briarley —dijo Joanna, y al ver la expresión de incomprensión de la mujer, añadió—: Da clase aquí.

La mujer se acercó al mostrador y consultó una lista plastificada.

—No tenemos a ningún miembro en el claustro con ese nombre. Joanna ni siquiera había considerado esa posibilidad.

—¿Sabe usted si se ha mudado? ¿O jubilado? La mujer sacudió la cabeza.

—Sólo llevo un año trabajando aquí. Tal vez debería consultarlo con Administración.

—¿Y dónde está eso?

—En el 4522 de la calle Bannock. Pero cierran a las cuatro. Joanna consultó el reloj de pared colgado tras la cabeza de la mujer. Las cuatro menos cinco.

—¿Y algún profesor que estuviera cuando él estaba aquí? —preguntó Joanna, devanándose los sesos para recordar los nombres de sus otros profesores—. ¿Siguen aquí el señor Hobert o la señorita Husted?

¿Cuál era el apellido del profesor de educación física, aquel que todo el mundo odiaba? Un color. ¿Señor Green? ¿Señor Black?

—¿Y el señor Black?

La mujer consultó su lista.

—No. Lo siento.

—Un profesor de lengua, entonces. El señor Briarley enseñaba en el último curso. ¿Quién da esa clase ahora?

—La señora Forrestal, pero ya se ha marchado hoy.

—¿Puede darme su número de teléfono?

—No se nos permite dar esa información. Le sugiero que contacte con las oficinas de Administración. Abren a las diez —dijo, y regresó a su ordenador.

—Gracias —dijo Joanna, y salió al pasillo. “¿Y ahora qué?”, pensó, bajando las escaleras. La oficina de Administración estaba cerrada hasta el día siguiente a las diez, y sólo le dirían lo mismo, que no se les permitía dar información.

Bajó al vestíbulo. El guardia, inmerso en su novela, no levantó la cabeza. Tendría que volver mañana, durante las clases, y ver a la señora Forrestal… si en la oficina le daban un pase de visita. Y no había ninguna garantía de que la señora Forrestal supiera la dirección del señor Briarley. O de que estuviera dispuesta a dársela. Tenía que recorrer los pasillos y hablar con los profesores hasta encontrar a alguien que lo conociera.

Se detuvo, la mano en la barandilla, y miró al guardia. Todavía no la había visto. Retrocedió despacio escaleras arriba, deseando que la oficina no tuviera una ventana tan grande, pero la mujer con la que había hablado estaba enfrascada en el ordenador, tecleando algo. Joanna pasó de largo rápidamente y llegó a las escaleras del fondo. “Esto es ridículo —pensó, subiendo las escaleras—. Vas a conseguir que te echen… o peor”, se corrigió, recordando la sobaquera del guardia de seguridad.

Pero cuando se detuvo a recuperar el aliento en lo alto de las escaleras no hubo ningún sonido de gritos y altos, ni siquiera de pasos siguiéndola. Salió al pasillo. Las clases de lengua estaban en la parte norte del instituto, en la segunda planta. Subió a la segunda a la primera oportunidad y corrió por el pasillo, buscando algo, algo familiar.

El instituto al parecer había empleado a los mismos arquitectos que el Mercy General. Era un laberinto de pasillos flanqueados de taquillas y pasillos de conexión, y todos parecían exactamente iguales a excepción de los pósters en las paredes. E incluso los pósters habían cambiado radicalmente. No había ninguno con cabezas recortadas anunciando el baile de San Valentín o el rastrillo de la clase de primero. Todos eran anuncios de líneas calientes de moda o carteles advirtiendo de los peligros de la anorexia y el suicidio. “¿Conoces a alguien en peligro?”, preguntaban varios de ellos.

La mayoría de las puertas de las clases estaban cerradas. Se asomó a las que estaban abiertas, pero no vio a nadie dentro. El corredor hacía un brusco giro de noventa grados. Joanna dejó atrás un cartel contra los conductores borrachos que proclamaba “¡Puedes salvar una vida!”. Subió cuatro escalones y volvió a zigzaguear. No tenía ni idea de dónde estaba, y no había nadie a quien pudiera preguntar. Los pasillos estaban desiertos.

“Eso es porque no pueden entrar”, pensó Joanna, probando las puertas cerradas de las clases, asomándose a los cristales. El pasillo terminaba en una escalera con una pancarta celeste que decía: “¿Necesitas ayuda?”

Joanna tiró al aire mentalmente una moneda, bajó, y se encontró ante lo que debía de ser la sala de música. Contenía un piano de aspecto ajado, rodeado por un semicírculo de sillas y atriles. Había una tuba apoyada contra la pared.

—Discúlpeme —le dijo Joanna al hombre grueso y calvo que colocaba partituras en el piano. No era nadie conocido, pero tenía la edad adecuada para haber estado allí en la época del señor Briarley, y tenía aspecto simpático—. Estoy buscando al señor Briarley. Daba clases de lengua aquí. Me preguntaba si sabría usted cómo puedo ponerme en contacto con él, señor…

—Crenshaw. ¿Tiene pase de visita? —dijo, mirando sin disimulo la solapa de su rebeca.

—No —dijo, y añadió rápidamente—: Verá, el señor Briarley me dio clase. Era mi profesor favorito y quería…

—No se permite entrar a nadie en el edificio sin un pase de visita —dijo el señor Crenshaw, todavía mirándole severamente el pecho—. Es la política del instituto.

—Yo sólo… —empezó a decir Joanna, pero él ya le estaba abriendo la puerta.

—No tiene usted nada que hacer aquí. Tiene que volver a la oficina y registrarse. Baje por este pasillo —dijo, señalando—, y gire a la derecha, baje las escaleras, y otra vez, a la derecha. —La hizo salir por la puerta—. No quiero tener que llamar a seguridad.

La observó llegar hasta el fondo del pasillo, con los brazos cruzados sobre el pecho, asegurándose de que giraba a la derecha.

Tenía razón en una cosa. Ella no tenía nada que hacer allí. Era una búsqueda infructuosa. El señor Briarley no estaba, y cada vez tenía más claro por qué se había marchado. Podía imaginar cuál habría sido su respuesta a los pases de visita y los detectores de metales.

Giró a la derecha y recorrió el pasillo, pero no había ninguna escalera, sólo un pasillo que se bifurcaba en ángulo recto en ambas direcciones. El señor Crenshaw había dicho a la derecha. Giró a la derecha. El pasillo terminaba en una puerta exterior que decía: “Sólo salida de emergencia. Sonará la alarma.” Volvió sobre sus pasos y giró a la izquierda, preguntándose a qué hora cerraban la puerta principal.

El lugar era un laberinto, de esos donde puedes perderte para siempre. Empezó a anhelar encontrarse con otro señor Crenshaw que le ordenara volver a la oficina. Le pediría que la acompañara para mostrarle el camino. Pero no había nadie en ninguna de las clases. Todas las puertas estaban cerradas con llave.

Aquel pasillo también descendía. Había una habitación acristalada al fondo. ¿El despacho del jefe de estudios? No, estaba en mitad de un pasillo. “La biblioteca”, pensó, reconociéndola aunque tenía un cartel que decía: “Centro de Investigación de Medios.” Había filas de ordenadores donde antes estaban las mesas de estudio, y no vio ningún libro, pero seguía siendo la misma biblioteca. Y eso significaba que estaba en el extremo sur del edificio, tan lejos de las clases de lengua como era posible.

Pero al menos era algo familiar, y las puertas estaban abiertas. Se quitó la rebeca y se la colgó del brazo con una manga colgando, de forma que la bibliotecaria llegara a la conclusión de que tenía el pase de visitante pegado, y entró.

La bibliotecaria era más joven que Joanna, pero al menos no dirigió inmediatamente los ojos a su pecho.

—Vamos a cerrar —dijo—. ¿Puedo ayudarla?

—Lo dudo —respondió Joanna, pensando que lo mejor sería preguntar simplemente cómo volver a la oficina. Y un mapa—. Estoy buscando al señor Briarley. Daba clases de lengua aquí.

—Oh, sí, el señor Briarley —dijo la bibliotecaria—. Mi marido estudió aquí. Le dio clase. Lo odiaba.

—¿Sabe dónde podría encontrarlo?

—Dios, no. No estaba aquí cuando llegué. Me parece recordar que alguien dijo que había muerto.

Muerto. No sabía por qué no se le había ocurrido, cosa ridícula considerando que se pasaba toda la vida tratando con la muerte.

—¿Está segura?

—Un momentito —dijo la bibliotecaria, mirando hacia los estantes—. ¿Myra? ¿No me dijiste que el señor Briarley había muerto? ¿El profesor de lengua?

Una mujer de pelo gris salió de detrás de los estantes, con una pila de libros contra el pecho.

—¿El señor Briarley? No. Se jubiló.

—¿Sabe cómo podría ponerme en contacto con él? —preguntó Joanna—. ¿Hay alguien que sepa su dirección? —Pero la mujer mayor va estaba sacudiendo la cabeza.

—Todo el mundo que pudiera haberlo conocido ya no está tampoco. El distrito ofreció la prejubilación hace tres años, y todo el mundo que llevaba trabajando más de veinte años la aceptó.

—¿Y fue entonces cuando se jubiló el señor Briarley? ¿Hace tres años?

—No, más. Cuatro o cinco.

—Bueno, gracias —dijo Joanna. Sacó su tarjeta del bolso y se la tendió a la mujer—. Si se le ocurre alguien que pudiera saber cómo ponerme en contacto con él, puede localizarme en este número.

—Dudo que haya nadie —dijo Myra, guardándose la tarjeta sin mirarla siquiera.

Joanna se dirigió a la puerta. La joven bibliotecaria estaba cerrando ya. Giró la llave para dejarla salir.

—¿Hubo suerte?

Joanna negó con la cabeza.

—Vivía cerca del distrito universitario. Mi marido me señaló su casa una vez.

El busca de Joanna empezó a sonar. “Ahora no”, pensó, buscándolo en el bolso. Tanteó hasta apagarlo.

—¿Su marido le indicó dónde estaba la casa del señor Briarley? Ella asintió, sonriendo.

—Un puñado de amigos y él la bombardearon con huevos la noche antes de su graduación.

—¿Recuerda la dirección? —preguntó Joanna ansiosamente.

—No. Tampoco recuerdo el nombre de la calle. Estaba cerca el parque del observatorio.

—¿Recuerda cómo era la casa?

—Verde —dijo la bibliotecaria, entornando los ojos mientras pensaba—. O blanca con un reborde verde, no recuerdo. Había un sauce llorón en el patio delantero. Estaba en la zona oeste, creo.

—Gracias —dijo Joanna, y salió por la puerta. La bibliotecaria se dispuso a cerrar tras ella—. Oh, espere —dijo Joanna, apoyando la mano en el marco—. Una pregunta rápida. ¿Suena una alarma si se abren las puertas al exterior?

—No —respondió la bibliotecaria, asombrada, y Joanna bajó por el pasillo y salió por la primera puerta que encontró. Seguía nevando y se encontraba, naturalmente, en el extremo opuesto del edificio, lejos del coche, pero no le importaba. Sabía dónde vivía el señor Briarley. Cerca del distrito universitario. El parque del observatorio. Tampoco sabía el nombre de la calle pero conocía el parque, y se veía el observatorio desde Evans.

Condujo hasta la universidad y giró al norte. Una casa verde con un sauce llorón delante. A menos que hubieran pintado la casa. O que el sauce se hubiera muerto. O se hubiera muerto el señor Briarley. “Creo recordar que alguien dijo que había muerto”, había dicho la bibliotecaria, y el hecho de que Myra no lo hubiera confirmado no significaba que no se lo hubiera oído decir a otra persona. Se había jubilado sólo unos pocos años después de la graduación de Joanna, y desde luego no tendría aún sesenta y cinco años. ¿Y si se había jubilado porque estaba enfermo? ¿Cáncer? Y aunque se hubiera retirado para escribir un libro, ocho años era mucho tiempo. Podría haber enfermado y haberse muerto desde entonces.

“O podría haberse mudado”, pensó, mientras desembocaba en Evans y buscaba el parque. Aquella zona había sido de clase media-alta hacía unos años, pero ahora un montón de casas habían sido convertidas en apartamentos. Había carteles de “Se alquila apartamento” en casi todos los patios. Por lo que sabía, el parque ni siquiera existía ya.

No, allí estaba, y el observatorio al fondo, pero la casa de la esquina tenía un cartel de “Se alquila” y, aparcado delante, había un Cadillac apolillado.

No había visto el parque a tiempo para girar. Condujo hasta la siguiente calle, giró y dio la vuelta, buscando un sauce y deseando haberle preguntado a la bibliotecaria si la casa estaba al final de la manzana o en el centro.

Una casa verde con un sauce. Eso significaba probablemente una casa de ladrillo de una sola planta con un manzano… o que había pertenecido a cualquier otro profesor. “Mi marido lo odiaba”, había dicho la bibliotecaria, cosa que no parecía cuadrar con el señor Briarley. Podía ser sarcástico, y sus exámenes tenían fama de difíciles, pero nadie lo odiaba, incluso Ricky Inman, cuya bocaza lo metía en problemas al menos dos veces por trimestre, lo adoraba. Era al señor Brown a quien odiaban.

Brown, ése era el apellido del profesor de educación física, no Black. No era extraño que la mujer de la oficina no hubiera oído hablar de él. Y eso demostraba lo poco hable que llegaba a ser la memoria. La casa que el marido de la bibliotecaria había señalado podía haber estado frente a un almacén o un Starbucks y flanqueada por abetos.

Desembocó en Fillmore. El señor Brown. Si no era la casa, se enteraría de si el señor Brown seguía todavía en el instituto. Había dicho que no se jubilaría nunca, que tendrían que llevárselo con los pies por delante. Sin duda seguía allí.

Y allí estaba la casa. En el centro de la manzana, una casa de tres plantas con un amplio porche. Joanna aparcó junto a la acera. La casa era verde claro, y había decididamente un sauce llorón delante; parecía una fuente blanca bajo su capa de nieve.

“Pero eso no significa que el señor Briarley siga viviendo aquí”, pensó, bajando del coche. Y ésa era, evidentemente, la cuestión. Había una bicicleta en el porche, y cuando llamó al timbre, una chica en vaqueros con una fina camisa de franela sobre un top apareció en la puerta. Iba descalza y tenía el pelo rubio y corto, como el de Maisie.

El señor Briarley no estaba casado. “Jane Austen tiene razón en su comentario referente a lo que piensa la gente de los solterones —había dicho cuando estaban leyendo Orgullo y Prejuicio—, pero déjenme asegurarles que muchos hombres, incluido yo mismo, no queremos una esposa. Te cambian los libros de sitio para que no puedas encontrarlos.”

De todas formas, esa chica era demasiado joven para ser su esposa, o la esposa de nadie, ya puestos. Tenía unos diecisiete años.

—¿Puedo ayudarla? —dijo, alerta. Tenía una belleza frágil, pero estaba demasiado delgada. Se le notaban las clavículas sobre el top.

—¿Vive aquí el señor Briarley? —preguntó Joanna, aunque era obvio que no.

—Sí.

—Oh… oh —tartamudeó Joanna por la sorpresa—. Yo… yo soy una antigua alumna suya.

Advirtió, mientras hablaba, que la chica no había hecho ningún ademán de abrir la puerta, que en realidad la sujetaba como si Joanna fuera un vendedor a domicilio y fuera a cerrársela de un momento a otro.

—Me llamo Joanna Lander. El señor Briarley fue mi profesor de lengua en el instituto. ¿Podría hablar con él un momentito?

—No sé… —dijo la chica, insegura—. ¿Hay algo en lo que yo pueda ayudarle?

—No. Fue mi profesor en el instituto, y tengo que hacerle un par de preguntas sobre la clase.

—¿Preguntas?

—Sí. Oh, no sobre la nota que me puso en el último examen ni nada por el estilo. —Se echó a reír, sabiendo que parecía una idiota—. Trabajo en el hospital Mercy General y…

—¿La envía mi madre?

—¿Tu madre? —dijo Joanna, aturdida—. No, como decía, tuve a un señor Briarley de profesor. Fui al instituto para ver si todavía daba clase, y una de las bibliotecarias me dijo dónde vivía. He dado con la casa, ¿no? El señor Briarley al que estoy buscando daba clases de lengua en el Instituto Dry Creek.

—Sí, pero me temo que no puede…

—¿Hay alguien en la puerta? —llamó una voz de hombre desde las profundidades de la casa.

—Sí, tío Pat —gritó la chica, y Joanna pensó que no podía tratarse del señor Briarley adecuado. No podía imaginarse que fuera tío de nadie, y mucho menos el tío Pat.

—¿Quién es? —dijo la voz, y esta vez Joanna la reconoció. Era el señor Briarley. Tío Pat.

—¿Es Kevin? —preguntó el señor Briarley.

—No, tío Pat. No es Kevin —dijo la chica, y se volvió hacia Joanna—. Me temo que éste no es un buen…

—Dile que pase —dijo él, y el señor Briarley apareció en la puerta. Tenía exactamente el mismo aspecto, con el pelo todavía oscuro, un poco gris en las sienes, las cejas todavía alzadas sardónicamente. Joanna habría jurado que llevaba el mismo chaleco de cheviot gris.

La chica abrió un poco más la puerta.

—Tío Pat, es…

—Joanna Lander. Soy una antigua alumna suya —dijo Joanna, tendiendo la mano—. Supongo que no me recordará. Me dio usted clase de lengua hace doce años. Ciclo superior —añadió, innecesariamente.

—Tengo una memoria excelente —dijo él—. Kit, ¿dónde están tus modales? No dejes a la señorita Lander ahí en medio del frío. Abre la puerta.

Kit abrió la puerta del todo, y Joanna entró en el estrecho recibidor.

—Pase a mi biblioteca —dijo el señor Briarley, y la condujo a una habitación que era exactamente como Joanna habría esperado. Tres paredes enteras estaban cubiertas de libros del suelo al techo, y en la cuarta, entre las ventanas, colgaban grabados de la abadía de Westminster y el teatro del Globo. Había un escritorio de caoba y dos oscuros sillones de cuero rojo, ambos cubiertos de libros, y también había libros en las mesas del fondo, en los alféizares, en el suelo.

Kit se apresuró a quitar los libros de uno de los sillones e indicó a Joanna que se sentara. Obedeció y él se sentó frente a ella. Kit se quedó de pie junto al sillón, todavía cauta.

Ahora que Joanna tuvo una oportunidad para mirar a Kit, se preguntó si era tan joven como había pensado al principio. Había leves ojeras bajo sus ojos, y arrugas de tristeza en torno a su boca. Tras ella, en una de las estanterías, había una foto suya con un puñado de libros delante del salón de actos de la universidad, y otra de ella y un joven. ¿El Kevin que el señor Briarley había creído que estaba en la puerta? Kit parecía diez kilos más sana en ambas fotos, y considerablemente más feliz. ¿Qué había pasado desde que las tomaron? ¿Anorexia? ¿Drogas? ¿Y por qué vivía allí? No imaginaba al señor Briarley como consejero de rehabilitación, pero claro, tampoco se lo imaginaba como tío de nadie. Y, además, estaba la extraña reacción de la muchacha cuando Joanna le dijo que trabajaba en el Mercy General.

—De verdad que se lo agradezco mucho —empezó a decir Joanna—. Tendría que haber llamado, pero no sabía su número de teléfono. Fui al instituto, esperando que todavía diera usted clases allí, y me dijeron que se había jubilado. ¿Cuándo se jubiló?

—Hace cuatro años —respondió Kit. El la miró con mala cara.

—Kit, no te quedes ahí —dijo—. Ofrécele a nuestra invitada algo…

—Té —dijo Kit, demasiado ansiosamente—. Señora Lander, ¿puedo ofrecerle una taza de té? ¿O de café?

—Oh, no, nada.

—Té —dijo el señor Briarley con firmeza—. “Y a veces acepta consejo —citó—, y a veces té.”

El rizo robado —dijo Joanna, encantada de recordarlo—. Alexander Pope. Recuerdo que nos lo leyó usted en voz alta. Y La balada del viejo marinero de Coleridge. Esa era mi favorita. “Agua, agua por todas partes, y todas las tablas encogieron…” —dijo, y se detuvo, esperando que él dijera los dos versos siguientes.

—Coleridge —murmuró él—, un romántico sobrevalorado. Luego se volvió bruscamente hacia Kit y exclamó:

—¿Dónde está mi té?

Era el tono que se usa con un criado. Joanna lo miró, y luego a Kit, sorprendida, pero Kit dijo solamente:

—Ahora mismo lo traigo. Y se encaminó a la puerta.

—Y quiero el agua hervida —le advirtió el señor Briarley—, no calentada tibia en ese ridículo…

—Microondas —dijo Kit—. Sí, tío Pat.

—Y no tardes todo el día, Kit. Kit —repitió despectivo, volviéndose hacia Joanna—. ¿Qué clase de nombre es ése? Es una etiqueta para una caja llena de tintas de primeros auxilios, no un nombre de persona.

¿Qué estaba pasando?, se preguntó Joanna. ¿Había llegado en mitad de una discusión? Recordó que Kit se había mostrado reacia a dejarla pasar. La miró, esperando que pareciera molesta o furiosa, pero parecía cauta, o preocupada, como cuando abrió la puerta, reacciones inadecuadas para la situación.

—Vamos, Kit —dijo el señor Briarley, recalcando desagradablemente el nombre—. Quiero hablar con mi estudiante.

—Sólo será un minuto —dijo Kit con una última mirada de preocupación a Joanna, y desapareció.

“Espero que eso no haga que ahora se vuelva contra mí”, pensó Joanna, pero el señor Briarley le sonreía de modo benigno.

—Muy bien —dijo—. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Ha dicho que había estado en el instituto…?

—Sí, buscándolo.

—Ya no doy clases allí —dijo él con un tono extraño e inseguro, como si estuviera intentando convencerse a sí mismo—. “Ni carne ni pescado, ni dentro ni fuera.”

“Debe de echarlo de menos”, pensó ella.

—Está tan diferente que apenas lo reconocí. No sé si recuerda usted la clase en la que estuve, con Ricky Inman, y Candy Simons…

—Claro que me acuerdo —dijo él, casi beligerante.

—Bueno, como necesito preguntarle algo que dijo usted en clase sobre…

—El té sólo tardará un minuto —dijo Kit, apareciendo en la puerta con una bandeja. Se había puesto un par de zapatillas. Joanna despejó un puñado de libros de la mesita, y Kit depositó allí la bandeja—, He traído las tazas y los platos, y el azúcar —añadió, innecesariamente.

El señor Briarley miró irritado la bandeja.

—No has traído ninguna…

—Cucharilla —dijo Kit, corriendo a la cocina—. También he olvidado las servilletas.

—Y la leche —dijo el señor Briarley tras ella—. ¿Tan difícil es preparar una taza de té? Me equivoqué —le dijo cuando volvió, con una jarra y los cubiertos—. El nombre Kit te viene perfectamente. Como en Kit de inutilidades. ¿No le parece? —le preguntó a Joanna.

No era así como Joanna recordaba al señor Briarley. Había sido sarcástico, sí, y a veces incluso mordaz, pero nunca despectivo. Nunca habría humillado a Ricky Inman como acababa de hacerlo con Kit.

—Aquí está el té —dijo Kit, trayendo una tetera—. Tomas leche y azúcar, ¿verdad, tío Pat? —preguntó, sirviéndolos ya. Le tendió la taza.

Joanna termo que lucra a quejarse de la cantidad o, después de haber tomado un sorbo, de la temperatura. A pesar de las órdenes del señor Briarley, estaba claro que Kit había utilizado el microondas. El té apenas estaba tibio. Pero él pareció haber perdido interés en la bebida. Y en los defectos de Kit, y en su nombre. Se acomodó en su sillón, la taza y el plato sobre las rodillas, y contempló pensativo las filas de libros.

—Ha sido usted tan amable al venir a visitar al tío Pat —dijo Kit, retirándole la taza a medio beber como si la visita hubiera terminado ya.

—No he venido sólo de visita —le dijo Joanna al señor Briarley—. He venido a preguntarle por algo que dijo en clase de lengua, algo que enseñaba…

—Yo enseñaba muchas cosas. La definición de adverbio, el número de pies métricos de un verso blanco, la diferencia entre asonancia y aliteración… —dijo el señor Briarley—. Tendrá que ser más concreta.

Joanna sonrió.

—Era algo sobre el Titanic.

—¿El Titanic? —preguntó Kit bruscamente.

—Sí, no sé si lo leyó usted en clase o lo comentó —dijo Joanna—. Trabajo en el hospital Mercy General…

—¿Hospital? —dijo él. La taza temblequeó sobre el plato.

Sí. Estoy trabajando en un proyecto relacionado con la memoria, y —Pudo ver por la expresión de su rostro que se estaba explicando mal—. Estoy trabajando con un neurólogo que…

—Tengo una memoria excelente —dijo el señor Briarley, mirando a Kit como si la considerara responsable de que Joanna estuviera allí.

—Seguro que sí —dijo Joanna—. De hecho, cuento con eso. He olvidado algo que usted nos leyó o nos enseñó, y espero que recuerde qué era. Tenía que ver con el Titanic. Una de las partes que recuerdo era que la gente subió a cubierta después de la colisión. Iban en pijama y no sabían qué había ocurrido. Los despertaron los motores al pararse.

Se inclinó hacia delante sosteniendo la taza y el platillo.

—¡Recuerda haber hablado de eso? ;O haber leído algo a la clase al respecto?

Recuerdo —dijo él despectivamente— que apenas tenía tiempo para enseñar a Dickens y a Shakespeare, mucho menos un libro sobre el Titanic.

—No sé si era un libro. Puede que fuese un trabajo, o una clase…

—¿Una clase? ¿De qué? ¿De la onomatopeya del iceberg rozando el costado? ¿O un ejercicio para registrar los gritos de los pasajeros al ahogarse? ¿Qué demonios tiene que ver un naufragio con enseñar literatura inglesa?

—P-pero si hablaba usted de ello todo el tiempo —tartamudeó Joanna—. Sobre la orquesta y Lorraine Allison y el Californian…

—Soy consciente, naturalmente, de que hoy en día las clases de lengua enseñan cualquier cosa menos lengua… Canciones de acampada y cánticos tribales navajos y chorradas desconstructivistas. ¿Por qué no desastres marítimos?

—Tío Pat —dijo Kit, pero él ni siquiera la escuchó.

—Tal vez el Titanic y Tom Morrison son lo que se enseña hoy en día, pero en mis clases yo enseñaba a Wordsworth y Shakespeare.

—Tío Pat…

—Me preguntó usted cuándo me jubilé. Pues voy a decírselo. Cuando ya no pude soportar tener que arrojar mis perlas de literatura inglesa a los cerdos de mis estudiantes, cuando ya no pude tolerar su escandalosa gramática y sus preguntas estúpidas.

Las mejillas de Joanna se ruborizaron de furia. ¿Fue así en los últimos años de su carrera docente? En ese caso, comprendía que le hubieran bombardeado la casa con huevos. Soltó la taza y el platillo y se levantó.

—Lamento haberle molestado —dijo fríamente.

—La acompañaré a la puerta —dijo Kit, levantándose también, con aspecto angustiado.

—No, gracias, encontraré la salida. —Se encaminó hacia la puerta.

—Tal vez si hubiera prestado más atención a mis clases, señorita Lander —lo oyó decir—, no habría tenido que…

Joanna cerró la puerta y caminó a ciegas hacia el coche, una parte de su mente que no estaba furiosa advirtiendo que era tarde, que la luz de la tarde ya menguaba. Abrió la puerta del coche, buscando la llave de contacto.

—¡Espere!

Joanna alzó la cabeza. Kit estaba en el porche. Bajó corriendo los escalones, los fondillos de su camisa de franela ondeando tras ella.

—¡No se marche! ¡Por favor! —dijo—. Por favor. Quería explicárselo. —Colocó la mano sobre la puerta abierta del coche—. Lamento lo que acaba de pasar. Todo es culpa mía. No debería haber… —Se detuvo para recuperar el aliento—. No quiero que piense…

—No tenía derecho a venir sin llamar antes —dijo Joanna—. Él tiene todo el derecho a enfadarse conmigo. Kit sacudió la cabeza.

—El tío Pat no estaba furioso con usted.

—Bueno, pues lo disimuló muy bien —dijo Joanna—. No importa. Estoy segura de que es muy irritante que los ex alumnos lo molesten y le pregunten…

—No comprende. No sabía de lo que estaba usted hablando. Sufre del mal de Alzheimer. Tiene una grave pérdida de memoria. Es…

—¿Alzheimer? —dijo Joanna, aturdida.

—Sí. No sabía quién era usted. Pensaba que era un médico… tiene miedo de que se lo lleven a una residencia. Por eso estaba tan enfadado, porque creía que yo la había hecho venir para que lo examinara.

—Alzheimer —dijo Joanna, tratando de asumirlo—. ¿Tiene el mal de Alzheimer? Kit asintió.

—La furia es parte de la enfermedad. La utiliza para esconder el hecho de que no puede recordar. No pensé que fuera a ponerse así. Estaba teniendo un buen día, y… lo siento mucho.

La vacilación de Kit cuando Joanna dijo que quería hacerle unas preguntas al señor Briarley, el hecho de que terminara sus frases, su alarma cuando mencionó la palabra “hospital”.

—Pero pudo citar El rizo robado —dijo Joanna, y recordó que no había continuado el verso de La balada del viejo marinero—. ¿Es muy grave?

—Varía —dijo Kit—. A veces sólo tiene problemas para recordar algunas palabras, otros días es muy malo.

Muy malo. Difícilmente era la expresión. El Alzheimer era una especie de muerte lenta: la persona pierde la memoria, su capacidad para hablar, el control de las funciones corporales, y se sumerge en la paranoia y la oscuridad. Recordó uno de sus sujetos de ECM cuyo marido había sufrido Alzheimer. En mitad de la entrevista con su sujeto, el hombre se levantó de pronto y dijo con voz asustada: “¿Qué está haciendo esta extraña en mi casa? ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?” Joanna había intentado explicarse, pero él no le hablaba a ella. Se refería a su esposa de cuarenta años.

—¿Y vives con él? —preguntó Joanna—. ¿Cuidas de él?

Kit asintió. “Por eso se jubiló”, pensó Joanna de pronto. No porque el distrito ofreciera una buena paga. Porque ya no podía enseñar. Lo recordó en clase, recitando de memoria páginas y más páginas de Macbeth y La balada del viejo marinero. Fechas y argumentos y medidas. Conjunciones, pareados, citas. La antología Briarley de literatura inglesa, lo había llamado Ricky Inman. Incapaz de recordar la palabra “cuchara”.

—No quería que pensara que es como lo ha visto ahí dentro —dijo Kit, tintando. Tenía que estar congelándose con aquel top y aquellas zapatillas.

—Será mejor que vuelvas dentro —dijo Joanna—. Te vas a resfriar.

—Estoy bien —respondió ella, los dientes castañeando—. Quería decirle que no se rinda, que a veces recuerda cosas de repente y otras responde a una pregunta que se le ha hecho días, incluso semanas antes, como si su mente hubiera estado buscando el recuerdo todo ese tiempo y lo hubiera encontrado por fin. Puede que todavía recuerde. ¿Dijo usted que fue algo que tenía que ver con el Titanic?

Sí. Dijo algo, o lo leyó en voz alta… Kit asintió.

—Es… era un gran fan del Titanic, Si lo recuerda, o dice algo, la llamaré. Puedo localizarla en el Mercy General, ¿verdad?

—Te daré el número —dijo Joanna. Rebuscó en su bolso un boli y algo donde escribir—. Tengo un contestador automático. Deja el mensaje. —Garabateó el número y se lo tendió a Kit—. Y te llamaré… ¿o supondrá un problema?

—No. Si responde él, dígale que quiere hablar conmigo —le dijo el número.

—¿Y debo preguntar por Kit? ¿O te llamas Katherine?

—Es Kit. Kit Gardiner. Me pusieron el nombre por Kit Marlowe, el escritor favorito del tío Pat. Fue él quien lo escogió. “Y lo ha olvidado”, pensó Joanna, asombrada.

—La llamaré si dice algo sobre el Titanic —dijo Kit, guardando el papel en el bolsillo de sus vaqueros.

—Lo agradecería.

—Kit —dijo el señor Briarley, apareciendo en la puerta—. ¿Dónde has puesto mi Trágica historia del doctor Fausto? —Salió al porche.

—Ya lo busco yo, tío Pat —dijo Kit, y corrió hacia el porche, arrebujando su escuálido cuerpo en la camisa de franela—. La llamaré.

—Gracias.

—Te he dicho que no cambies de sitio mis libros —dijo el señor Briarley—. Nunca los encuentro.

Kit corrió por la acera. Joanna subió al coche. Vio cómo la chica llegaba al porche, tomaba al señor Briarley por el brazo y lo conducía al interior de la casa. Puso el vehículo en marcha. Condujo dos manzanas y luego paró junto a la acera y detuvo el motor. Se quedó allí sentada con las manos en el volante, mirando sin ver la luz del invierno.

Él no sabía lo que había dicho sobre el Imítame. El recuerdo había desaparecido, como si él se hubiera muerto. Y se había muerto, se estaba muriendo, sílaba a sílaba, un recuerdo cada vez, Coleridge y el sarcasmo y la palabra para azúcar. Y el nombre de su propia sobrina, que él mismo había escogido.

Tenía que ser una tortura, olvidar los poemas y la gente que había formado parte de tu vida, y una tortura para Kit también ver cómo sucedía. Y el hecho de que no pudiera recordar un comentario hecho en clase sobre el Titanic era el aspecto menos importante de la tragedia de la que acababa de ser testigo. Pero no era a causa de Kit o del señor Briarley por lo que se llevó las manos a la cara, no era por su pérdida por lo que permaneció sentada en el frío coche y lloró mientras atardecía. Era por sí misma.

Él no podía decirle lo que había comentado sobre el Titanic. No lo sabía. No lo recordaba. Y era importante. Era la clave.

22

Usted primero. Tiene hijos esperándola.

Últimas palabras de EDITH EVANS a la señora de John Murray Brown.


“Debería regresar al hospital —pensó Joanna—, todavía no he terminado de grabar mi testimonio.” Pero continuó sentada en el coche, pensando en el señor Briarley. Kit había dicho que a veces recordaba cosas que no había podido recordar el día anterior. Tal vez si seguía preguntándole lo que había dicho…

“No seas ridícula —pensó—. Tiene Alzheimer. Los neurotransmisores se han desconectado y las células cerebrales se están deteriorando y muriendo, y su memoria con ellas, y si alguna vez quieres pruebas de que no hay otra vida, lo único que tienes que hacer es mirar a un paciente en las fases finales del Alzheimer, cuando no sólo ha olvidado a su sobrina y la palabra para azúcar, sino todas las palabras, y cómo hablar, cómo comer, quién es. El alma no sólo no sobrevive a la muerte, con el Alzheimer ni siquiera sobrevive a la vida.” El señor Briarley que sabía lo que había dicho en clase ese día estaba muerto. No podía decirle más de lo que necesitaba saber que Greg Menotti.

“Y necesito saberlo —pensó—. Lo que dijo en clase es el motivo por el que vi el Titanic. Y el motivo es importante. Tiene algo que ver con la naturaleza de la ECM.”

¿Qué había dicho? Podía verlo, apoyado en el borde de su mesa, con el libro de texto en la mano. Alguien había dicho algo, y él cerró el libro de golpe y dijo… ¿qué? Entornó los ojos, intentando recordar. Concentrarse en detalles externos a veces disparaba los recuerdos. ¿Había algo en la pizarra? ¿Dónde estabas sentada?

“En la segunda fila —pensó Joanna—, junto a la ventana, y había niebla. Tanta niebla que el señor Briarley tuvo que pedirle a Ricky Inman, que se sentaba junto al interruptor, que enciendera la luz, y entonces Ricky dijo algo, y él cerró el libro de golpe, y…”

No, no había niebla, estaba nublado. Pero la niebla tenía algo que ver. ¿O había imaginado eso porque Maisie había visto niebla? ¿O a partir de cualquier otro día de clase? ¿Y cuántas veces se había apoyado el señor Briarley en el borde de su mesa y cerrado el libro de golpe para poner énfasis? Estaba gris, nublado. O nevaba, y el señor Briarley dijo algo…

No servía de nada. No conseguía recordar. Muy bien, pues, ¿quién podría? ¿Quién más había estado en aquella clase? Ricky Inman no. Nunca prestaba atención a nada. ¿Candy Sirnons? No, a lo único que le prestaba atención era a su aspecto. Joanna la recordaba sentada delante de ella, peinándose sus largas trenzas rubias y aplicándose maquillaje con el espejito apoyado contra el libro de texto.

¿Quién más estaba en aquella clase? Había perdido el anuario en la mudanza a la facultad. En la biblioteca del instituto habría uno. Eso si conseguía el pase de seguridad para subir allí. Pero si lo de aquella tarde servía de muestra, la escuela no estaría dispuesta a darle ninguna información sobre su paradero, y ella no se había mantenido en contacto con nadie.

La única persona del instituto a la que veía de vez en cuando era Kern Jakes, y eso se debía solamente a que trabajaba en el Mercy General, en Consultas externas, pero Kerry no estaba en su clase. Aunque tal vez recordara quién más estaba con ella.

“La llamaré cuando llegue a casa”, pensó Joanna. No tenía sentido regresar ya al hospital. Debían de ser más de las cinco. Miró el reloj. Santo Dios, las siete y media. Llevaba horas sentada allí. A Vielle le daría un ataque. Le había dicho que podía sufrir hipotermia sentada fuera sin abrigo o en un coche congelado…

En su coche congelado. “Este es el coche de Vielle —pensó Joanna, horrorizada—. Prometí devolverlo hace horas.” Lo puso en marcha y se internó en el tráfico. Vielle había terminado su turno a las siete y probablemente estaba intentando llamarla por el busca en aquel mismo momento.

Hurgó en su bolsillo para sacar el busca y lo conectó. Se había olvidado de que alguien la había llamado mientras se encontraba en la biblioteca del instituto, tan ansiosa estaba por escuchar las indicaciones de la joven bibliotecaria. Probablemente era Vielle, que quería saber dónde estaba su coche. ¿Y qué motivo podía darle para llegar tres horas tarde? “¿Mi profesor de lengua no puede recordar algo que dijo cuando yo estaba en el instituto, y es el fin del mundo?”

“Tal vez haya habido una colisión en cadena y Vielle esté demasiado ocupada para preguntarme dónde he estado”, se dijo Joanna mientras dejaba el coche en el aparcamiento del hospital, pero sólo había los sospechosos habituales en la sala de espera de Urgencias: un adolescente hispano con una bolsa de hielo en un ojo, un mendigo que murmuraba solo, un niño de cinco años que se frotaba el estómago, con su madre sentada a su lado, con una escupidera en la mano y aspecto preocupado.

Al menos Vielle no estaba en la puerta, dando pataditas impacientes en el suelo. Tal vez alguien la había llevado a casa.

Joanna se acercó al mostrador de admisiones y le preguntó a la enfermera.

—¿Sigue aquí la enfermera Howard? Ella sacudió la cabeza.

—Está en la reunión.

—¿Qué reunión? —empezó a preguntar Joanna, y entonces recordó. La reunión sobre seguridad en Urgencias—. ¿Cuánto tiempo cree que durará?

—No lo sé —dijo la enfermera—. El personal estaba muy inquieto. Después del último incidente con picara…

—¿Incidente con picara? Creía que fue un tipo de una banda.

—¿Una banda? No —dijo la enfermera, desconcertada—. Oh, se refiere al de la pistola de clavos. Entonces no se ha enterado del último incidente.

—No.

—Bueno —dijo la enfermera, mirando al hombre hispano y a la madre y luego inclinándose hacia delante en actitud confidencial—. Llega ese tipo, asustado de muerte y hablando sobre el Vietcong y Phnom Penh, y todo el mundo supone que es un chiflado de Vietnam o tal vez un síndrome de estrés prostraumático, y lo próximo que sabes es que saca una jeringuilla ensangrentada de alguna parte y grita que va a usarla para llevarnos a todos por delante. Esa picara es cosa sena, mucho peor que el polvo de ángel.

—¿Cuándo pasó eso?

—El martes. Creía que Vielle se lo habría contado.

—Y yo —dijo Joanna, sombría. Naturalmente, Vielle no le había contado nada. Sabía exactamente lo que le habría dicho. Lo que le diría en cuanto la viera.

—Usted le pidió prestado el coche, ¿verdad? —estaba diciendo la enfermera—. Vielle dijo que dejara las llaves aquí mismo.

“Apuesto a que sí”, pensó Joanna, entregando las llaves, pero de todas formas agradeció no tener que enfrentarse a ella esa noche. Subió al laboratorio. La puerta estaba cerrada con llave. Bien, no tendría que tratar con Richard hasta mañana.

El contestador automático parpadeaba insistentemente. Vaciló y luego pulsó la tecla.

—Tiene dieciocho mensajes.

Pulsó “stop”. Sacó la minigrabadora del bolsillo. Tendría que grabar el resto de su narración esa noche, sin más dilación, pero se sentía demasiado agotada emocionalmente. “Lo haré por la mañana”, pensó; recogió el abrigo, el bolso y las llaves y cerró el despacho.

—Oh, bien, sigues aquí —dijo Richard, que venía por el pasillo—. Temía que te hubieras marchado a casa. Tengo que enseñarte algo. “Más escaneos”, pensó Joanna.

—Intenté llamarte por el busca antes. ¿Dónde estabas?

—Tuve que ir a ver a alguien. ¿Intentaste llamarme? Él asintió.

—Tenía que hacerte unas preguntas, y quería que supieras que Maisie te llamó.

—¿Maisie? —dijo Joanna. Había prometido ir a verla, y luego su ECM y la pelea y el señor Briarley la borraron de su mente—. ¿Se encuentra bien? —preguntó con ansiedad.

—Parecía bien cuando hablé con ella —dijo Richard—. A las tres. Y las cuatro. Y las cuatro y media. Y las seis. ¿Sabías que los habitantes de Pompeya murieron asfixiados por las cenizas y los gases venenosos? Con, debo añadir, muy impresionantes efectos sonoros.

—Me imagino —sonrió Joanna—. Tengo que ir a verla. Miró el reloj. Las ocho. Era tarde, pero sería mejor que se pasara a saludarla o Maisie podría seguir insistiendo en esperarla despierta.

—Supongo que no estará dispuesta a esperar hasta mañana por la mañana, ¿verdad?

—Lo dudo. Dijo que había estado intentando llamarte al busca toda la tarde.

“Ha sido Maisie quien me ha llamado cuando estaba en la biblioteca”, pensó Joanna, y sintió un destello de culpa y temor, como el que había sentido en el pasillo con Barbara. Como el que el capitán del Californian debió de sentir cuando se dio cuenta de que el Titanic se había hundido.

—Me dijo que te comentara que se suponía que irías a verla inmediatamente, que tenía algo importante que decirte.

—¿Dijo qué era?

—No. Imagino que tendrá algo que ver con el Vesubio. ¿Sabías que los arqueólogos encontraron el cadáver de un perro? Se esforzó tirando de la cadena antes de morirse, tratando de permanecer encima de la ceniza que caía.

—Qué desconsiderados, no soltarlo de la cadena y dejarlo allí con un volcán en erupción —dijo Joanna.

—Eso mismo pensó Maisie. Estaba muy enfadada, porque además no tenía chapa.

—¿Chapa? —dijo Joanna, frunciendo el ceño.

—Para que supiéramos cómo se llamaba —dijo él—. Le dije que se llamaba Fido, que todos los perros romanos se llamaban Fido.

¿Te creyó?

—¿Estás de broma? Hablamos de Maisie. Joanna asintió.

—Será mejor que al menos suba a verla para que no crea que me he olvidado de ella. —Se frotó la frente, cansada. Le estaba empezando a doler la cabeza, probablemente porque no había comido nada desde hacía horas.

“Me pasaré un minuto y luego me iré a casa”, pensó.

—Antes de que vayas a ver a Maisie, quiero enseñarte algo —dijo Richard. La condujo hasta el laboratorio—. Tenías razón respecto al Titanic. No fue un recuerdo aleatorio.

—¿No lo fue?

—No —dijo él, deteniéndose ante la puerta y abriéndola—. Acabo de consultar con la doctora Jamison. Cuando te marchaste, empecé a pensar en lo que dijiste de que las ECM no variaban lo suficiente para apoyar una teoría sobre aleatoriedad. —Terminó de abrir la puerta y encendió las luces—. Decidí que debería echar otro vistazo a las erupciones sinápticas del córtex frontal.

Se acercó a la consola y la encendió.

—Y cuando lo hice advertí algo interesante. —Empezó a teclear órdenes—. ¿Conoces el trabajo del doctor Lambert Oswell? Joanna negó con la cabeza.

—Ha investigado ampliamente la memoria a largo plazo, estudiando las pautas de aprendizaje y recuerdo. Cuando le planteas a un sujeto una pregunta directa, como “¿Quién ganó la batalla de Midway?”, obtienes una pauta sencilla A+R.

—A menos que seas el señor Wojakowski —dijo Joanna—, que te cuenta una historia. Richard sonrió.

—O toda una novela. De todas formas, la pauta tiene este aspecto —dijo él, tecleando, y recuperó una serie de escaneos—. Mira lo rápidamente que se localizan las erupciones neurales. Es la mente centrándose en el objetivo, como diría el señor Wojakowski. Ahora bien, no hay dos personas que tengan la misma pauta para “¿Quién ganó la batalla de Midway?”. Porque no sólo no hay ningún lugar de almacenamiento concreto para un recuerdo dado, sino que el mismo recuerdo puede estar almacenado en varias categorías: Segunda Guerra Mundial, islas, océano Pacífico o palabras que empiezan por M, por nombrar unas pocas. La pauta ni siquiera es siempre la misma para una pregunta dada. Oswell hizo preguntas idénticas a intervalos de tres meses y obtuvo cada vez pautas A+R distintas. Pero pudo encontrar las fórmulas matemáticas para las pautas que nos posibilitan decir si una pauta es A+R u otra cosa.

Tecleó un poco más, y la imagen de la derecha desapareció y fue sustituida por otra.

—La pauta es diferente, igual que la fórmula, para una pregunta como “¿Qué es el Yorktow?

O: “¿Qué fue lo que dijo el señor Briarley en clase?”, pensó Joanna, contemplando las pautas neurales parpadear y desaparecer, de rojo a verde, de amarillo a azul, floreciendo como fuegos artificiales y luego desvaneciéndose. Estaba sentado en el borde de su mesa, ¿hablando de qué? ¿De Macbetht ¿De tiempos de subjuntivo? ¿De La balada del viejo marinero”?

—Si hago una pregunta como “¿Qué es el Yorktown?”, suponiendo que no seas el señor Wojakowski, la pauta A+R implica la selección y eliminación de posibilidades y es mucho más compleja. También es más amplia, ya que busca la información a través de una extensa gama de recuerdos. ¿Es un lugar? ¿Una batalla? ¿El nombre de una película? ¿Una carrera de caballos? La pauta tiene un grado mucho más alto de aleatoriedad aparente.

Joanna contempló la pantalla, tratando de seguir lo que estaba diciendo, mientras su dolor de cabeza empeoraba minuto a minuto.

—¿Y ése es el aspecto que tiene la pauta en los escaneos?

—No —respondió él—. Sin embargo, la doctora Jamison me recordó que el doctor Oswell también hizo una serie de experimentos sobre interpretación de imágenes. Les mostró a sus sujetos un…

—¿Tienes algo de comer? —lo interrumpió Joanna. Richard se dio la vuelta y la miró.

—Lo siento, pero no he cenado nada. Ni almorzado, ahora que lo pienso, y pensé que tal vez tú…

—Claro. —Él estaba rebuscando ya en los bolsillos—. Veamos, tengo una tableta de Mars —dijo, examinando los artículos y sacándolos— unos cuantos anacardos… Escucha, podríamos ir a cenar de verdad si quieres. Supongo que la cafetería no estará abierta a esta hora.

—La cafetería no está abierta nunca.

—Podríamos ir a Taco Pierre’s.

—No, todavía tengo que ir a ver a Maisie —dijo ella, tomando la tableta de Mars—. Esto estará bien. ¿Qué estabas diciendo?

—Oh, sí, bueno, en una serie de experimentos independientes, Oswell le mostró a sus sujetos una escena en la que los objetos y las formas eran intencionadamente vagos y abstractos.

—Como un Rorschach —dijo Joanna.

—Como un Rorschach —dijo Richard—. Se preguntaba a los sujetos: “¿De qué es esta imagen?” Aquí tienes una naranja. —Se la tendió—. En la mayoría de los casos la pauta era similar a la del A+R abierto con aumento de actividad en el córtex memorístico, y los sujetos describían la pauta como si fuera… Gusanitos… y un paquete de esas galletitas de queso con mantequilla de cacahuete. Nada de beber, así que la mantequilla de cacahuete tal vez no sea buena idea. Podría traerte una Coca-Cola de la máquina.

—Estoy bien —dijo Joanna, pelando la naranja—. ¿Describieron la pauta como qué?

—Como lo que cabía esperar: un objeto grande, blanco y oblongo sobre fondo azul con una masa redondeada naranja a la derecha. Sin embargo, en algunos casos, los sujetos contestaron: “Es la Antártida. Eso es el hielo y el cielo. Y eso es la puesta de sol.” En tales casos, el sujeto había buscado en la memoria a largo plazo para encontrar un escenario que explicara no sólo las imágenes individuales sino el conjunto metafórico de todas las formas y colores que estaba viendo.

Una metáfora. Algo sobre una metáfora. Eso era lo que había despertado la sensación en la noche del picoteo, se dijo Joanna, cuando Vielle comentó algo sobre una metáfora. No, Vielle había dicho que tener una opción sobre Richard era un símil, y ella la corrigió, le dijo que un símil era una comparación en la que se usa “como” o “igual que”, mientras que una metáfora era una comparación directa. “Él señor Briarley me enseñó eso”, pensó, y trató de recordar exactamente qué había dicho.

Algo sobre la niebla.

—… con una escena abstracta, los escaneos presentaban una pauta completamente diferente —dijo Richard—, mucho más dispersa y caótica…

“Niebla. Ricky Inman —pensó— preguntándole al señor Briarley por un poema.”

—No lo entiendo —dijo, meciéndose en su silla—. ¿Cómo puede venir la niebla con pasitos de gato?

Y el señor Briarley, tras asir un borrador como si fuera a arrojarlo y limpiar la pizarra con amplios gestos, buscando un trozo de tiza, escribiendo las palabras con cortos trazos. Le parecía oír el golpeteo de la tiza contra la pizarra mientras escribía las palabras: “Metáfora (Tap). Una comparación directa o implícita (Tap). “Esto es una pesadilla” (Tap). Opuesta al símil (Tap). “Silencioso como la muerte” (Tap). ¿Le ayuda eso, señor Inman?”

Y Ricky, meciéndose tanto que amenazaba con perder el equilibrio, diciendo: “Sigo sin entenderlo. La niebla no tiene pies.”

—La fórmula matemática para la actividad frontal-cortical es idéntica —dijo Richard—. Tu mente estaba buscando claramente en la memoria a largo plazo una imagen unificadora que explicara todas las sensaciones que estabas experimentando: el sonido, el túnel, la luz, figuras de blanco. Y, como dijiste, todo encajaba. El Titanic fue la imagen unificadora.

—Y por eso lo vi, porque era lo que mejor encajaba con los estímulos surgidos de todas las imágenes en mi memoria a largo plazo.

—Sí —dijo Richard—. La pauta…

—¿Qué hay del Mercy General? ¿O de Pompeya?

—¿Pompeya? —preguntó él, desconcertado.

—El Mercy General encaja en todos los estímulos: largos pasillos oscuros, figuras de blanco, el zumbido de los códigos de alarma… igual que Pompeya. La gente con togas blancas y brazaletes brillantes, el cielo negro por la caída de la ceniza —dijo, contando los motivos con los dedos—, tenía largas columnatas cubiertas, como túneles, el volcán al entrar en erupción resonó de un modo difícil de describir, y Maisie me habló de eso ni dos horas antes de someterme al tratamiento.

—Puede que haya más de una imagen adecuada a largo plazo, y se elige la imagen a la que se accede primero —dijo Richard—. No tendría por qué ser necesariamente el recuerdo más reciente. No lo olvides: los niveles de acetilcolina son elevados, lo cual aumenta la capacidad del cerebro para acceder a recuerdos y establecer asociaciones. O el cerebro puede que sólo sea capaz de acceder a recuerdos en ciertas zonas. Algunas zonas pueden estar bloqueadas o desconectadas.

“Como el recuerdo del Titanic del señor Briarley”, pensó Joanna.

—No es por eso por lo que vi el Titanic —dijo—. Sé de dónde procede el recuerdo.

—¿Lo sabes? —dijo Richard, con cautela.

“Sigue temiendo que vaya a convertirme en Bridey Murphy de un momento a otro”, pensó ella.

—Sí. Procede de mi profesor de lengua del instituto, el señor Briarley.

—Tu profesor… ¿De dónde has sacado eso?

—Esta tarde. —Le contó cómo cuando grababa su testimonio recordó que el sobrecargo había mencionado el nombre del señor Briarley—. Y recordé que él hablaba del Titanic en clase.

Richard parecía encantado.

—Eso encaja perfectamente en lo que la mente intenta unificar en un solo escenario, incluida la fuente del recuerdo. Tu mente hizo un A+R, buscando una imagen unificadora que explicara el contorno de las figuras a la luz y un estímulo en el córtex auditivo, y…

Ella negó con la cabeza.

—No es por eso por lo que lo vi. Hay algo más, algo que tiene que ver con lo que el señor Briarley dijo en clase.

—¿Y fue…?

—No lo sé —tuvo que admitir ella—. No me acuerdo. Pero sé…

—Que significa algo —terminó Richard. Estaba mirándola con aquella enloquecedora expresión de superioridad. Joanna lo miró.

—Crees que es otra vez el lóbulo temporal, pero te dije que reconocía el pasillo, y lo hice, y te dije que sabía que el recuerdo no procedía de la película, y no procedía, y ahora…

—Ahora sabes que el Titanic no fue elegido como imagen unificadora porque encaja con el estímulo.

—Exactamente. Tenía razón las otras veces, y…

—Y cuando descubriste qué era el pasillo, la sensación de casi saber debería haber desaparecido, pero no lo hizo, ¿verdad? Se transfirió a la fuente del recuerdo y ahora a las palabras del señor Briarley. Y si puedes recordar sus palabras, la sensación se transferirá a otro objeto.

¿Era eso cierto?, se preguntó Joanna. Si Kit la llamara ahora mismo y dijera: “Volví a preguntarle al tío Pat, y ha dicho que lo que dijo fue…”, y se lo dijera, ¿transferiría la sensación a otra cosa?

—Una de las cosas que quiero explorar es el cómo la sensación de significado influye en la elección de un escenario —dijo Richard—. Además, ¿sigue siendo el mismo el escenario, o cambia dependiendo de los estímulos, o del estímulo inicial?

—¿El estímulo inicial? Creí que dijiste…

—¿Que el recuerdo unificador encaja en todos los estímulos? Lo hice, pero el estímulo inicial puede ser lo que determine la elección de una imagen adecuada en vez de otra. Eso explicaría por qué predominan tanto las imágenes religiosas. Si el estímulo inicial fuera una sensación de flotar, habría muy pocos recuerdos adecuados, excepto los ángeles.

—O Peter Pan.

Richard ignoró el comentario.

—No tuviste una experiencia extracorpórea. Tu estímulo inicial fue auditivo.

“Y por eso vi un barco que se hundió hace casi cien años”, pensó Joanna.

—Si el estímulo inicial cambia, ¿cambia también la imagen unificadora? Esa es una de las cosas que quiero explorar la próxima vez que te sometas al experimento.

—¿Otra vez? —dijo Joanna. Él quería someterla al experimento de nuevo. Enviarla al Titanic.

Sí, me gustaría programarlo lo más pronto posible. —Miró la agenda—. La señora Troudtheim está citada a la una. Podríamos hacerlo a las tres, ¿o preferirías cambiarte con ella y hacer la tuya a la una?

“A la una”, pensó Joanna. A las tres ya se había hundido.

—¿Joanna? —dijo Richard—. ¿Qué te vendrá mejor? ¿O te viene mejor por la mañana? ¿Joanna?

—A la una —respondió ella—. Puede que tenga que ver a Maisie por la mañana si no logro verla esta noche.

—Lo que más te convenga —dijo Richard, mirando el reloj, que señalaba las ocho y media—. Muy bien, llamaré a la señora Troudtheim y cambiaré su cita. Espero que no tenga que ir al dentista. Y si tienes tiempo… mañana, no esta noche, me gustaría que repasaras tus entrevistas para ver si hay alguna relación entre el estímulo inicial y el escenario subsiguiente.

“No la hay —pensó ella, mientras bajaba a ver a Maisie—. Eso no es la conexión. Es otra cosa.” Pero la única manera de demostrarlo era conseguir pruebas, lo cual significaba averiguar qué había dicho el señor Briarley.

¿Pero cómo? Aunque el señor Briarley no tuviera Alzheimer, probablemente no habría recordado una observación casual hecha en clase hacía doce años, y sus estudiantes probablemente aún menos. Si podía encontrarlos. Si podía recordar siquiera quiénes eran. “Tengo que llamar a Kerri”, pensó de nuevo. Pero primero tenía que ir a ver a Maisie, que esperaba no estuviera dormida.

No lo estaba. Se hallaba recostada contra su montón de almohadas, con aspecto aburrido. Su madre estaba sentada en una silla junto a la cama, leyendo en voz alta un libro de portadas amarillas.

—”Oh, no seas tan cascarrabias, tío Hiram”, dijo Dolly. “Las cosas saldrán bien al final. Sólo hay que tener fe” —leía la señora Nellis—. “Tienes razón, Dolly”, dijo el tío Hiram. “Aunque seas una niña pequeña. No debería rendirme. Cuando hay fe…”

Maisie levantó la cabeza.

—Sabía que vendrías —dijo. Se volvió hacia su madre—. Te lo dije. Se volvió hacia Joanna, las mejillas sonrosadas de excitación.

—Le dije que prometiste que vendrías.

—Tienes razón, lo prometí, y lamento llegar tarde —dijo Joanna—. Ha ocurrido algo…

—Te dije que había pasado algo —le dijo Maisie a su madre—, o habría venido antes. Dijiste que probablemente se le olvidó.

“Se me olvidó —pensó Joanna—, y aún peor, desconecté mi busca y estuve fuera de contacto durante horas, horas durante las cuales podría haberte pasado algo.”

—Le dije a Maisie que estaba usted muy ocupada —dijo la señora Nellis— y que vendría a verla cuando pudiera. Es usted muy amable al pasarse por aquí teniendo tantas otras cosas que hacer.

Y pasarse por allí era todo lo que podría hacer evidentemente con la madre de Maisie en la habitación.

—Me preguntaba si no sería mejor que volviera mañana por la mañana, Maisie…

—Sí —dijo Maisie al momento—. Si te quedas un buen rato.

—¡Maisie! —exclamó la señora Nellis, molesta—. La doctora Lander está muy ocupada. Tiene muchos pacientes a los que atender. No puede…

—Prometo que vendré y me quedaré todo lo que quieras —dijo Joanna.

—Bien —respondió Maisie, y añadió intencionadamente—: Porque tengo montones de cosas que contarte.

—Desde luego que sí —dijo la señora Nellis—. El doctor Murrow le ha dado un nuevo medicamento antiarritmia, y se encuentra mucho mejor. Está completamente estabilizada y sus pulmones suenan mejor, también. Lo cual me recuerda, cielito, que no has hecho tus ejercicios respiratorios esta tarde.

Dejó el libro sobre la cama y se acercó a la encimera situada junto al lavabo para recoger el tubo de inhalación.

—Vendré mañana a primera hora —dijo Joanna, mirando el libro. En grandes letras verdes, el título era: Leyendas y lecciones.

Leyendas y lecciones. Su libro de texto de lengua tenía un título similar: Esto y lo otro. Vio de repente al señor Briarley sentado en la esquina de su mesa, alzándolo y leyéndolo en voz alta. Pudo ver el título en grandes letras doradas. Esto y lo otro. Poemas y placeres o Aventuras y alegorías o Catástrofes y calamidades. No, ése era el libro de desastres de Maisie.

—¿Mañana por la mañana cuándo? —preguntaba Maisie.

—A las diez —dijo Joanna. Algo sobre un viaje. Viajes y apuntes. Historias y viajes.

Eso no es a primera hora de la mañana —dijo Maisie.

—Cariñito, la doctora Lander está muy, muy… V. Empezaba por V. Versos. No, Versos no. Pero algo parecido. Vasos. Voces.

—El doctor Murrow dice que quiere que hagas subir la pelotita ochenta y cinco veces, hasta esta línea —decía la señora Nellis, indicando una línea azul en el cilindro de plástico—, y yo sé que puedes hacerlo.

Maisie se metió obediente el aparato en la boca.

—Te veré mañana, chavalina —dijo Joanna, y salió a toda prisa de la habitación camino de su coche. V. ¿Qué más empezaba por V? Victorianos. Viñetas. Voces y viñetas. No, eso tampoco parecía adecuado, pero desde luego empezaba por V.

Subió al coche y salió del aparcamiento. El parabrisas se empañó inmediatamente. Encendió la calefacción, conectó el dispositivo antihielo y observó el tráfico a través del cristal empañado. Ventaja. Vesubio. Visiones. Voces y visiones. No, eso parecía uno de los libros del señor Mandrake.

Se detuvo en un semáforo, esperando a que se pusiera en verde. ¿De qué color era el libro? ¿Rojo? No, azul. Azul con letras doradas. O púrpura. Púrpura y dorado. “Estás fantaseando”, pensó. No era púrpura. Era azul, con…

El coche que tenía detrás tocó el claxon, y ella alzó la cabeza, sobresaltada. El semáforo se había puesto en verde. Pisó el acelerador, el coche se caló y trató de ponerlo otra vez en marcha. El coche que tenía detrás volvió a tocar el claxon. “No sólo estás fantaseando, no prestas atención a lo que haces”, pensó, girando la llave de contacto. El coche arrancó por fin, aunque no antes de que el coche que tenía detrás la rodeara, peligrosamente cerca, y el conductor agitara el puño. Menos mal que no era una pistola cargada.

“Preste atención a cuanto le rodea”, pensó, y trató de concentrarse en la conducción, pero la imagen del señor Briarley, sentado en la esquina de su mesa, seguía apareciendo. Sujetaba el libro. Era azul, con letras doradas, y había una imagen de un barco en la portada, la proa cortando el agua y levantando chorros de espuma. Podía verla claramente. ¿Y cómo sabía que no era una invención? O tal vez fuese al revés y hubiese imaginado el Titanic a partir de la cubierta de su libro de texto.

Pero no era esa clase de barco. Era un clipper, con velas blancas. El señor Briarley había cerrado el libro de golpe, como si hubiera terminado de leer algo en voz alta. Y si era el recuerdo de una historia o un poema, no importaba que el señor Briarley no se acordara en absoluto de ello. Bastaba simplemente con que lo buscara en el libro… si podía encontrarlo.

No estaría todavía en uso. Ya estaba pasado de moda cuando ella lo estudió y, como había dicho el señor Briarley, ahora se impartía un nuevo curriculum. Pero tal vez el señor Briarley tuviera un ejemplar para el profesor. Por el aspecto que tenían todas aquellas estanterías, no había tirado un libro jamás. Pero no recordaría dónde estaba.

Kit tal vez lo supiera, o podría buscarlo si Joanna le decía cómo era. “Sé que tenía un velero sobre fondo azul —pensó—, y se llamaba…” Entornó los ojos, tratando de ver las letras doradas, y se encontró parada ante otra luz verde, contemplando el 7-Eleven del otro lado de la calle. “Marlboro —decía el cartel—. 19,58 dólares el cartón.”

Por suerte, no tenía a nadie detrás esta vez, ni cruzando, porque consiguió volver a calar el coche a mitad del cruce. “Es una buena manera de conseguir que te maten —se dijo, arrancando—. Así no tendrás que preguntarte qué intentaba decirte Greg Menotti ni por qué viste el Titanic. Podrás averiguarlo de primera mano.”

Se obligó a concentrarse en la carretera, los semáforos, el tráfico, durante el resto del camino. Llegó a su calle, dejó atrás el Burger King. “Figuras de la Patrulla-X —decía un cartel—. Colecciona las 58.” ¿Podría haber estado intentando decirle un número de busca? Pudo ver al señor Briarley tomando el libro azul, abriéndolo: “Muy bien, clase, abran todos el libro de texto por la página 58.”

“Basta —se dijo Joanna, aparcando en su sitio y apeándose del coche—. Richard tiene razón. Te vas a convertir en Bridey Murphy. O en el señor Mandrake. Tienes que subir, darte un baño, ver las noticias y dejar que tu lóbulo temporal derecho se enfríe, porque eso es lo que es esta obsesión con Viajes y viajeros, o como se llame, un síntoma de estimulación del lóbulo temporal.”

Abrió la puerta y encendió las luces.

“Y si la llamaras y la pusieras a buscar Versos y Victorianos, no resolvería nada. Porque aunque hubiera una historia sobre los motores del Titanic parándose en la página cincuenta y ocho, la sensación de significado se transferiría a otra cosa. Además, es demasiado tarde para llamar. Molestarías al señor Briarley, y Kit ya tiene bastante encima. Y la persona a la que tienes que llamar es a Vielle. Tienes que darle las gracias por dejarte su coche y pedirle disculpas por tardar tanto en devolverlo y preguntarle qué quiere que alquiles para la próxima cena. Y que no sea El sexto sentido.

Joanna descolgó el teléfono y marcó el número.

—Hola, Kit, soy Joanna Lander —dijo cuando Kit respondió—. ¿Sigue teniendo tu tío los libros de texto que usaba cuando daba clase?

23

No hay nada en el mundo que dure eternamente.

Palabras grabadas en una pared de Pompeya.


Joanna llamó a Kerri Jakes y luego fue directamente a ver a Maisie en cuanto llegó al hospital a la mañana siguiente. Le había dicho a las diez, pero no quería que la distrajeran con nada y volviera a olvidarse, y también quería llegar antes que la madre de Maisie.

Y Kit había dicho que llamaría en cuanto encontrara el libro. Joanna cruzó el pasillo elevado y tomó las escaleras hasta Pediatría. Posiblemente tuviera que ir a recogerlo. O ir a ver a alguien de la clase de lengua de secundaria. Había tenido que dejar un mensaje a Kerri (las mañanas eran los peores momentos en Consultas externas) y no quería jugar al escondite telefónico, así que le preguntó sobre sus clases y el libro, con la esperanza de que recordara el título. Esperaba que cuando volviera de ver a Maisie, Kerry o Kit hubiesen llamado. “Aunque no sé cómo va a encontrar Kit nada con esa patética descripción que le he dado”, pensó Joanna.

Pero Kit actuó como si su llamada fuera lo más normal del mundo (y tal vez lo era, considerando lo que tenía que estar pasando) y le preguntó inmediatamente en qué año asistió a clase, qué tamaño tenía el libro, qué grosor.

—Y cree usted que el título es Algo y algo —dijo—. Y que empieza por V.

—Eso creo —dijo Joanna—. Lamento tener tan pocos datos que ofrecerte.

—¿Bromea? —dijo Kit—. Soy una experta descubriendo cosas que la gente no recuerda. Puede que tarde un poco. El tío Pat tiene montones de libros. Antes estaban ordenados, pero…

—¿Seguro que no te importa hacer esto?

—Estoy encantada de poder ayudar —dijo Kit, y parecía sincera.

—¿Es Kevin quien llama? —la voz del señor Briarley se oyó de fondo—. Dile que estoy encantado. Y enhorabuena.

—La llamaré mañana —se despidió Kit.

Joanna no estaba segura de que fuera a ser tan pronto, considerando cuántos libros había en aquella casa y cuántos eran azules. Si era azul. Aquella mañana ya no estaba tan segura. Le parecía que el libro en el que Candy Rapunzel Simons había apoyado su espejo era rojo. Estás fantaseando, se dijo severamente, y subió las escaleras hasta Pediatría. El carrito con los desayunos seguía todavía en el pasillo y un flaco celador negro cargaba en él bandejas vacías. Joanna lo saludó y entró a ver a Maisie.

La bandeja con su desayuno, huevos revueltos, tostadas y un vaso de zumo, estaba todavía en la mesita sobre su regazo.

—Hola, chavalina —dijo Joanna, entrando—. ¿Qué tal?

—Me estoy tomando el desayuno —dijo Maisie, lo cual era una exageración. Dos bocaditos de ratón en la tostada que estaba mordisqueando, y los huevos y el zumo parecían intactos.

—Ya veo —dijo Joanna, acercando una silla a la cama y sentándose—. Bueno, venga, háblame de Pompeya.

—Bueno —repuso Maisie, soltando la tostada—, la gente intentaba huir del volcán, y algunos casi lo consiguieron. Estaba esa madre que tenía dos niñas pequeñas y un bebé que casi consiguieron llegar a la puerta. Está en mi libro azul.

Joanna se acercó obediente al armario y sacó Catástrofes y calamidades de la mochila Barbie. Se lo tendió a Maisie, quien apartó la mesita y abrió el libro.

—Aquí está —dijo, llegando a un punto con un chillón dibujo de un volcán en rojo y negro en una página y una foto en blanco y negro en la otra. Maisie señaló la foto con un dedo y se la enseñó a Joanna.

No era una foto en blanco y negro. Lo parecía porque mostraba un conjunto de moldes de escayola que parecían de ceniza gris. Yacían allí donde habían caído, la madre todavía agarrando en brazos al bebé, las dos niñas todavía aferradas a su toga.

—Este es el criado —dijo Maisie, señalando una figura enroscada, tendida cerca de ellas—. Intentaba ayudarlas a salir. —Recuperó el libro—. Montones de niños murieron pisoteados —dijo, hojeando las páginas—. Estaba éste… —Alzó la cabeza de pronto, cerró el libro de golpe y lo guardó bajo las mantas. Acercaba la mesita hacia ella cuando entró Barbara.

—Buenos días, chicas. —Barbara se acercó a mirar con desaprobación el desayuno intacto de Maisie—. No te han gustado los huevos, ¿eh? ¿Quieres cereales?

—No tengo mucha hambre.

—Tienes que comer algo —dijo Barbara—. ¿Y unas gachas de avena? Maisie hizo una mueca.

—No me gustan las gachas. ¿No puedo comer más tarde? Tengo que contarle algo importante a la doctora Lander.

—Que puede esperar hasta después de que desayunes —dijo Joanna, incorporándose inmediatamente y yendo hacia la puerta.

—¡No, espera! —gritó Maisie—. Me lo comeré. —Tomó el triángulo de tostada y dio otro mordisquito minúsculo—. Puedo comer mientras hablo con la doctora Lander, ¿no?

—Si comes —dijo Barbara con firmeza. Se volvió hacia Joanna—. La mitad de los huevos, una tostada entera y todo el zumo. Joanna asintió.

—Entendido.

—Volveré para comprobarlo —cii;o Barbara—. Y nada de esconder cosas en la servilleta.

Se marchó.

Maisie apartó inmediatamente la mesita y se inclinó para abrir el cajón de la mesilla de noche.

—Eh —protestó Joanna—. Ya has oído a Barbara.

—Sí —dijo Maisie—, pero tengo que sacar una cosa.

Metió la mano en el cajón y sacó un papelito doblado, igual que aquel otro en el que había escrito el nombre del tripulante del Hindenburg, y se lo tendió a Joanna.

—¿Qué es esto?

—Mi ECM —dijo Maisie—. Lo anoté cuando te marchaste para que no se me olvidara nada.

Joanna desplegó la hoja. “La niebla era de color gris —había escrito Maisie con elaborada letra redonda—, y oscura, como de noche, o como si alguien apagara las luces. Yo estaba en ese lugar largo y estrecho con paredes altísimas.”

—Probablemente se me olvidó algo —dijo Maisie.

—Come —ordenó Joanna. Le colocó la mesita delante y siguió leyendo. Maisie asió el tenedor y picoteó sin ganas los huevos.

—Si no vas a comer, supongo que tendré que volver en otro momento —dijo Joanna.

Maisie inmediatamente se metió un poco de huevo en la boca. Joanna la observó hasta que terminó de masticar, tragó y tomó un sorbo de zumo de manzana, y luego se sentó en su silla y leyó el resto de la ECM. “No sé si había techo. Parecía que estaba al aire libre, pero no lo sé con seguridad. Me parecía estar dentro y fuera al mismo tiempo.”

—¿Las paredes eran altas? —preguntó Joanna. Maisie asintió.

—Muy altas a ambos lados. —Alzó los dos brazos para demostrarlo—. He pensado un poco en el regreso. Fue diferente de la otra vez. Esa vez no fue tan rápido. Lo anoté.

Joanna asintió.

—¿Puedo quedarme con este papel?

—Claro —dijo Maisie, y Joanna lo dobló y se lo guardó en el bolsillo—. Pero no puedes irte todavía, tengo montones de cosas más que contarte.

—Entonces come —dijo Joanna, señalando los huevos. Maisie tomó el tenedor.

—Están fríos.

—¿Y de quién es la culpa?

—¿Sabías que encontraron huevos cuando excavaron Pompeya? Los cubrió la ceniza y se convirtieron en piedra.

—Cuatro bocados —dijo Joanna, los brazos cruzados—. Y el zumo.

—Vale —dijo Maisie, y tragó cuatro bocados minúsculos, masticando laboriosamente.

—Y el zumo.

—Ya voy. Tengo que abrir la pajita primero.

“La reina de los retrasos”, pensó Joanna. Se acomodó en la silla y vio a Maisie pelar el envoltorio, meter la pajita en el zumo, sorber un poquito. Por fin, cuando Maisie acabó, sorbió para demostrar que estaba vacío.

—Había un perro encadenado, y no saben su nombre porque no llevaba chapa, ¿sabes? Bueno, pues había una niñita así.

—¿En Pompeya?

—No —dijo Maisie, indignada—. En el incendio del circo de Hartford. Tenía nueve años. Bueno, eso es lo que creen, nadie lo sabe, porque no saben quién era. Murió por el humo. No se quemó, y pusieron su foto en el periódico y en la radio y todo. Pero no vino nadie a por ella.

—¿Nunca? —dijo Joanna. Alguien habría tenido que acabar por identificarla. Un niño no podía desaparecer sin que nadie se diera cuenta pero Maisie sacudió la cabeza rubia.

—Aja. Tenían una sala grande donde ponían a todos los cadáveres, y las madres y los padres iban y los identificaban, pero a ésta no la identificó nadie. Y no sabían su nombre, así que tuvieron que ponerle un número.

Joanna de pronto tuvo miedo de preguntar. “Que no sea el cincuenta y ocho —pensó—. No me digas que fue el cincuenta y ocho.”

—1.565 —dijo Maisie—, porque ése era el número del cadáver. Tendría que haber llevado una chapita o el nombre en la ropa o algo, como el señor Astor.

—¿Quién? —preguntó Joanna, enderezándose.

—John Jacob Astor. Estaba en el Titanic. La cara se le aplastó cuando una de las chimeneas se le cayó encima, así que no pudieron saber quién era, pero llevaba las iniciales dentro de la camisa…

Se echó mano a la bata hospitalaria y se tiró del cuello para demostrarlo.

—J. J. A, así fue como pudieron saberlo.

—¿Sabes cosas del Titanic, Maisie?

—Por supuesto. Es el mejor desastre que ha sucedido jamás. Montones de niños murieron.

—Nunca te he oído mencionarlo.

—Eso es porque lo leí antes, cuando estaba en el otro hospital. Quise ver la peli, pero mi madre no me dejó ver el vídeo porque tenía… —se inclinó hacia delante y redujo la voz a un susurro—, S-E-X-O. Pero esa chica, Ashley, a la que le quitaron el apéndice, me dijo que no, que sólo era gente desnuda. Dijo que era muy guay, sobre todo cuando el barco se puso en vertical y todo el mundo empezó a caerse, todos los platos y los muebles y los pianos y lo demás, con un enorme estrépito. ¿Sabías que el Titanic tenía cinco pianos?

—Maisie… —dijo Joanna, lamentando haber sacado el tema.

—Lo sé todo sobre el tema —dijo Maisie, absorta—. Tenían todos esos perros. Un pequinés y un airedale y un pomeranio y un bulldog francés lindísimo, y sus dueños los llevaban a pasear por cubierta, sólo que la mayor parte del tiempo tenían que quedarse en la perrera de la bodega, a excepción de aquel pequeñito, Frou-Frou, que tenía que quedarse en el camarote…

—Maisie… —dijo Joanna, pero Maisie ni siquiera la escuchaba.

—… y cuando chocaron con el iceberg, un pasajero, no sé su nombre, bajó a la perrera y…

—Maisie.

—… soltó a todos los perros —terminó Maisie—. Pero todos se ahogaron.

—No puedes hablarme sobre el Titanic —dijo Joanna—. Estoy haciendo una investigación…

—¿Quieres que te ayude? La señora Sutterly podría traerme algunos libros, y sé montones de cosas ya. No chocó en realidad con el iceberg, sólo rozó con el costado. No fue un corte muy grave, pero los compartimientos estancos…

Tenía que detener aquello.

—El doctor Wright me dijo que encontraron el cadáver de un perro en Pompeya.

—Sí —dijo Maisie. Le habló de la cadena y de cómo trató de escapar de la ceniza—. El doctor Wright me dijo que todos los perros de Pompeya se llamaban Fido, pero no me lo creo. ¿Cómo habrían sabido entonces cuándo los llamaba su amo si todos tenían el mismo nombre?

—Creo que el doctor Wright estaba bromeando. ¿Sabes que Fido significa “fiel” en latín?

—No —dijo Maisie, encantada—. Ese habría sido un nombre bueno para el perro que encontraron.

Sacó el libro de debajo de las mantas y empezó a pasar páginas hasta encontrar otra de las ilustraciones.

—Este estaba intentando salvar a esta niñita. —Le mostró la imagen a Joanna. Los moldes de escayola del perro de largo hocico y la niñita yacían acurrucados contra una pared, los miembros entrelazados—. Pero no pudo. Los dos murieron.

Recuperó el libro.

—Tampoco tenía chapa —dijo y se lanzó de repente hacia el libro otra vez.

Joanna miró hacia la puerta. Maisie alzó las mantas para esconder el libro bajo ellas, pero se detuvo y lo dejó en la cama cuando vio entrar al celador negro.

—Hola, Eugene —dijo, recogiendo su bandeja y entregándosela.

—Hola, Eugene —dijo Joanna—. Tiene que dejar la bandeja. Maisie va a terminar los huevos primero.

—Tiene que recoger todas las bandejas al mismo tiempo —dijo Maisie.

—No, no importa —contestó Eugene, soltando la bandeja—. Puedo regresar por ella más tarde. —Le hizo un guiño a Joanna.

—Gracias —dijo Joanna. Eugene salió. Joanna se levantó—. Yo también tengo que irme.

—No puedes. Prometiste que ibas a quedarte todo el tiempo que quisiera. Tengo que enseñarte esta imagen.

Le enseñó al menos veinte fotos más antes de dejarla ir: ruinas excavadas, baños romanos reconstruidos, un brazalete de oro, un espejo de plata, dibujos de personas con togas blancas huyendo aterrorizadas de un volcán en erupción rojo y dorado, de gente acurrucándose en columnatas oscurecidas por la ceniza. “Y si no veo el Vesubio esta vez —pensó Joanna, camino de su despacho—, entonces la teoría de Richard tiene que estar equivocada.”

Abrió la puerta, entró y comprobó su contestador automático. La luz parpadeaba casi histérica.

—Tiene veintitrés mensajes —escuchó cuando pulsó el botón. “Y todos del señor Mandrake y ninguno de Kit ni de Kerri Jakes”, pensó Joanna, pulsando “play”.

Pues no. Tres eran de Maisie, uno de Richard y cuatro de Vielle, todos tratando de encontrarla la tarde anterior.

—Hola, recuerdas que tienes mi coche, ¿verdad? —empezaba el último de Vielle—. Me marcho ya. Cuando vuelvas, deja las llaves a la enfermera de recepción. Creo que voy a alquilar 60 segundos o Grand Theft Auto para nuestra próxima noche de picoteo.

Hubo una pausa y luego Vielle jadeó:

—Oh, Dios mío, no me vas a creer quién acaba de entrar. ¿Te acuerdas de aquel policía tan guapo que vino a hablarnos del tipo de la pistola de clavos, el que se parece a Denzel Washington? Bueno, está aquí, y parece que va a asistir a la reunión. ¡Oficial Right, allá voy!

Joanna sonrió y pulsó “borrar” y “siguiente mensaje”.

—Hola, soy Kerri Jakes. ¿Que si me acuerdo del nombre de nuestro libro de lengua del instituto? ¿Bromeas? Casi no me acuerdo del instituto. ¿Para qué lo necesitas? No me digas que en realidad no te graduaste y van a examinarte otra vez. Pero no, no recuerdo el nombre del libro, y lo único que recuerdo de secundaria es a Randy Inman porque estaba coladita por él, y me pasaba por delante de la puerta de la clase del señor Briarley esperando a que saliera.

Kerri tenía razón. No recordaba el instituto. Joanna pulsó “siguiente mensaje”.

—Soy Elspeth Haighton. Estoy intentando contactar con la doctora Lander. La sesión que fijamos no va a poder ser. Tengo una reunión de la liga juvenil ese día. Por favor, llámeme y buscaremos otra techa.

“Difícilmente”, pensó Joanna, pero marcó el número de la señora Haighton. Comunicaba. ¿Cómo podía estar comunicando? Nunca estaba en casa. Siguió escuchando mensajes.

Había tres seguidos del señor Mandrake. Todos empezaban por: “Nunca responde usted a los mensajes de su busca, doctora Lander.” Quería hablar con ella sobre unos detalles sorprendentes que había recordado la señora Davenport.

—Son tan vividos y auténticos que no podrán dejar de convencerla de que lo que se experimenta a través de la ECM es, de hecho, real.

“Pero no lo es —pensó Joanna—, aunque tiene razón en que los detalles son vividos y auténticos.” Podía ver los lazos de encaje del camisón de la joven, la expresión asustada de su rostro, la luz de los apliques del pasillo. Pero eso no era el Titanic de verdad, a pesar de la realidad de la visión. Era otra cosa.

—… no sólo el tío Alvin de la señora Davenport, sino los espíritus de Julio César y Juana de Arco la esperaban para darle la bienvenida al Otro Lado —estaba diciendo el señor Mandrake.

Joanna borró el mensaje y siguió con el resto, saltándoselos y olvidándolos, excepto el del señor Wojakowski, que la había llamado para decirle que la investigación sobre audición iba a durar ocho semanas y después de eso estaría disponible de nuevo para el proyecto, pero en realidad para contarle la historia del hundimiento del Yorktown y los hombres colocando los zapatos en fila sobre la cubierta otra vez. Ese no se lo saltó. Lo borró y pulsó “siguiente mensaje”, preguntándose cuánto tardaría en terminar con todos los mensajes.

—Soy Kit Gardener. Estoy intentando contactar con Joanna Lander —dijo la voz de Kit—. Creo que he encontrado el libro.

Al fondo, la voz del señor Briarley decía: “¿Joanna? La novia.” Luego debió de alejarse del teléfono, porque Joanna sólo entendió parte de lo que dijo: “No era… la clave…”

—Es azul con letras doradas, y se llama Voces y Viajes —continuó Kit—. ¿Le suena eso de algo?

No le sonaba, pero el título empezaba por V, como Joanna recordaba.

—Estoy bastante segura de que es ése. Tiene un barco en la portada. El tío Pat —Kit bajó la voz— suele echar una cabezada entre las once y la una, y ésa sería una buena hora.

—La novia ha entrado en el salón —decía la voz del señor Briarley—. Roja es como una rosa. ¿Has visto mi libro de notas, Kit?

—Será mejor que me vaya —dijo Kit—. Adiós.

La máquina pitó indicando el final del mensaje.

Joanna miró el reloj. Las once y media. Recogió el bolso, las llaves y el abrigo y subió al laboratorio. Richard estaba ante la consola, la barbilla apoyada en la mano, contemplando los escaneos.

—Tengo que comprobar una cosa —dijo ella—. Volveré a la una. Él asintió sin darse la vuelta, y ella salió camino del ascensor.

—¡Espera! —Richard se acercó corriendo, y Joanna pensó, al verlo acercarse así: “Sí que es guapo”—. Quería hablar contigo antes de que llegue Tish. Creo que no deberíamos hablar del Titanic delante de ella. Si es que ves el Titanic, cosa que no creo. Voy a aumentar la dosis, lo cual debería cambiar los estímulos del lóbulo temporal, sobre todo el estímulo inicial, y creo que producirá una pauta de A+R completamente distinta.

—Pero por si lo veo, quieres que registre mi testimonio en mi despacho.

—O en la otra punta del laboratorio. Sé que tienes que grabarlo lo antes posible después de la ECM —dijo él. Parecía avergonzado—. No es que crea que Tish vaya a ir a contárselo al señor Mandrake, pero…

—Barcos mejores se han hundido —dijo Joanna.

—En este caso, literalmente —sonrió Richard—. ¿Has dicho que volverás a la una? Joanna asintió.

—Muy bien —dijo él, regresando al laboratorio—. ¿Tuviste ocasión de echarle un vistazo a esas ECM múltiples?

—Todavía no —contestó ella, pulsando el botón para bajar—. Empezaré con ellas en cuanto regrese. Oh, llamó la señora Haighton. No puede venir el jueves.

—Sabía que era demasiado bueno para ser cierto. Te veo a la una.

Richard le dijo adiós con la mano por encima del hombro. El ascensor se abrió. Joanna entró y se encontró cara a cara con Vielle. Iba con su traje hospitalario y su gorrita y llevaba fundas esterilizadas encima de los zapatos.

“Eso te pasa por no mirar por dónde vas”, pensó Joanna.

—Vielle, ¿qué estás haciendo aquí? No habrás tenido otro incidente, ¿verdad?

—¿Incidente?

—Sí, ya sabes, un loco drogado con picara tratando de apuñalar a la gente. Como el último incidente, que te olvidaste de contarme. Vielle, tienes que pedir el traslado…

—Lo sé, lo sé —dijo Vielle, agitando una mano—. Tendrás que soltarme el sermón en otro momento. Estoy en mi rato de descanso. Tengo que volver, y he subido a decirte tres cosas. ¿Vas a bajar? —preguntó, mirando el abrigo y el bolso de Joanna. Obviamente, iba a bajar.

—Sí —dijo, y pulsó para bajar—. ¿Qué tres cosas?

—Una, mañana por la noche vendrá bien para el picoteo si os va bien a Richard y a ti. Dos, la doctora Jamison estuvo en Urgencias el otro día, está trabajando con uno de los internos en algún proyecto, y no tienes nada de lo que preocuparte. Tiene sesenta años como poco. Y tres, descubrí lo que me preguntaste.

—¿Sobre la doctora Jamison? —dijo Joanna, confundida.

—No, sobre la película. Me preguntaste si había una escena con la gente en cubierta cuando los motores se pararon, ¿no? Pues no la hay. Hay una escena con gente asomando la cabeza por la puerta de los camarotes y mozos diciéndoles que suban a la cubierta de los botes…

El ascensor trinó y la puerta se abrió. “Bueno, está vacío, así que nadie nos escuchará”, pensó Joanna, entrando después de Vielle, que pulsó la planta baja.

—… y en otra escena, la madre de Kate Winslet y su espantoso prometido están de pie con los salvavidas junto a la Gran Escalera esperando que arríen su bote.

—Creí que habías dicho que tu reunión duró hasta las once y media —dijo Joanna, confundida. Sin duda Vielle no había salido después de la reunión a alquilar el vídeo.

—Y duró —dijo Vielle—. Te habría llamado anoche para contártelo, pero era demasiado tarde. Hay una escena en cubierta en que los pasajeros juegan con trozos de hielo, y otra donde sueltan vapor, y es tan ensordecedor que nadie oye nada, pero Heidi dice que no recuerda nada con gente de pie por ahí sin saber qué ha pasado.

—¿Heidi? —preguntó Joanna bruscamente.

—Sí, durante uno de los descansos en la reunión vi a Heidi Schlagel. Trabaja en seguros, pero antes trabajaba aquí de tres a once, y es la fan más grande del mundo de Leonardo Di Caprio. Nos volvía locas hablando sobre Titanic. La ha visto unas cincuenta veces. Supuse que si alguien sabía la respuesta a tu pregunta, tenía que ser Heidi, y lo sabía —dijo Vielle, sonriendo, obviamente satisfecha de ser tan lista.

—Te pedí que alquilaras el vídeo —dijo Joanna, mirando ansiosamente el indicador de plantas, esperando que nadie entrara en mitad de la conversación.

—Lo sé. —Vielle parecía sorprendida—. Pero sabía que no podría verla hasta esta noche, y parecía que lo necesitabas rápidamente. Si el señor Mandrake se entera de esto…

—Te dije que no se lo dijeras a nadie. Vielle frunció el ceño.

—No le dije para qué lo quería. Ni siquiera mencioné tu nombre. Ella cree que soy yo quien lo quería saber.

—¿Pero y si te vio hablando conmigo?

—¿Qué? —preguntó Vielle, asombrada—. Estás completamente paranoica. Te lo he dicho, Heidi trabaja en seguros, y aunque nos oyera, no pensaría una cosa así. Piensa que todo el mundo se pasa la vida hablando de Titanic. Cuando le dije que tenía una pregunta que hacerle, tuve que escuchar toda una letanía sobre lo maravilloso que estaba Leo —dijo la palabra con acento de niña pija— en Gángsters de Nueva York y cómo los críticos no lo aprecian antes de que pudiera preguntarle siquiera. Y después de darme la respuesta, se pasó el resto del descanso diciéndome cómo la Gran Escalera era una réplica exacta de la que había en el Titanic, con reloj y claraboya y todo. Confía en mí, no creo que recuerde siquiera que le hice una pregunta, tan contenta estaba de encontrar a alguien que la dejara hablar a sus anchas del tema.

“Eso espero”, pensó Joanna, ¿pero cuánta gente las había oído hablar? Chismorreo General…

—No comprendo por qué una apuesta entre Richard y tú tiene que ser un secreto de Estado, pero si te preocupa, puedo pedirle a Heidi que no le diga nada a nadie…

—¡No! —dijo Joanna. Si Heidi no sospechaba nada, esto sin duda la haría recelar, y si ya sospechaba, lo empeoraría—. No, no pasa nada, no importa —dijo, tratando de parecer intrascendente—. Es que me preocupa que ahora cada vez que la veas te contará lo maravilloso que estaba Leo en La playa. —Trató de sonreír—. ¿Hiciste algún avance con el oficial Right en la reunión?

—No tuve ocasión. Esperaba que no trajeras mi coche de dondequiera que lo tuvieses, para así pedirle que me llevara a casa. Por cierto, ¿adonde fuiste con tanta prisa?

—¿Entonces por devolverte el coche te arruiné el plan? Si lo hubiera sabido…

—No fue culpa tuya. Se marchó antes del descanso. ¿Adónde fuiste? El ascensor se abrió en la planta baja.

—¿Y adonde vas ahora?

—Tengo que hacer un recado —dijo Joanna. Y lo último que quería era ir hasta Urgencias con Vielle, camino del aparcamiento, y darle la oportunidad de acribillarla a preguntas—. Acabo de acordarme de que quería ir a la dos-este —dijo Joanna, pulsando el dos—. Mañana me viene bien para la noche del picoteo —añadió, deseando que la puerta se cerrase—. Le preguntaré a Richard si puede venir.

Vielle impidió con la mano que la puerta se terminara de cerrar.

—¿Te encuentras bien? Ayer me…

—Estoy bien. Sólo muy ocupada. Ha habido tantas ECM…

—¿Por eso saliste ayer a toda prisa? ¿Para entrevistar a un caso? —preguntó Vielle, y la alarma de la puerta empezó a sonar, afortunadamente.

—¿Te toca a ti o a mí alquilar las películas? —preguntó Joanna por encima del sonido.

—A ti —dijo Vielle, y dejó ir la puerta, reacia—. Todavía no has… La puerta empezó a cerrarse.

—Intentaré conseguir alguna en la que salga Denzel Washington. ¿Cómo se llama esa de la Guerra Civil?

Glory.

—Glory —dijo Joanna, y vio cómo la puerta se cerraba ante el preocupado rostro de Vielle.

24

Espera hasta que haya resuelto mi problema.

Últimas palabras de ARQUÍMEDES al soldado romano que le ordenó seguirlo.


Las calles estaban casi tan vacías de tráfico como la noche anterior. Joanna consiguió llegar a casa del señor Briarley en menos de quince minutos. Si al menos el libro que Kit había encontrado fuera…

No lo era. Lo supo en cuanto Kit, descalza y con un top blanco a tiras y vaqueros, la condujo a la biblioteca, explicando en voz baja:

—El tío Pat está descansando.

Le mostró el libro.

Debería haber sido el acertado. Tenía una portada azul, letras doradas, un gracioso clipper a toda vela, la proa cortando bruscamente las olas verdiazules, todo lo que Joanna había descrito. Pero no era ese libro.

—No era un clíper. —Joanna observó la portada—. Era uno de esos barcos como el que tenía sir Francis Drake, una carabela —dijo, recuperando súbitamente la palabra de algún lugar perdido en las profundidades de su memoria a largo plazo—, y era más pequeño. Lo siento. —Sacudió la cabeza, disculpándose—. Es exactamente como te dije, lo sé.

—Si no es, no es —dijo Kit filosóficamente. Agitó la mano ante las alas de libros que llenaban la biblioteca—. Sólo he empezado a buscar. ¿El libro era más pequeño? —preguntó, señalando Voces y viajes.

—No, el libro es del mismo tamaño, pero recuerdo la ilustración más pequeña.

—¿Y el color? ¿Era azul claro o azul oscuro?

—Oscuro, creo —dijo Joanna—. No estoy segura. Lamento ser tan poco concreta. Lo reconocería si lo viera.

Kit asintió, devolviendo el libro a la estantería.

—Llamé al instituto esta mañana por si usaban el mismo libro en sus clases de lengua, pero no pudieron darme ninguna información. Casi parecía que intentaba robarles documentos altamente secretos o algo por el estilo.

Joanna asintió, recordando a la mujer de la oficina.

—No pretendía causarte tantos problemas.

—Oh, no importa —dijo Kit alegremente—. Me da algo en qué pensar… y es una especie de búsqueda del tesoro.

—Bueno, te lo agradezco de veras —dijo Joanna, yendo hacia la puerta—. Y si recuerdo algo más concreto, te llamaré.

—Oh, no se irá a marchar ya, ¿verdad? —preguntó Kit, y lo dijo exactamente igual que Maisie—. Esperaba que tuviera tiempo de tomarse una taza de té.

Joanna miró el reloj.

—Tengo que estar de vuelta a la una —dijo, vacilante.

—Sólo tardaré un minuto en calentar el agua —aseguró Kit, conduciéndola hacia la cocina—. Hice galletas esta… ¡oh, no!

—¿Qué pasa? —preguntó Joanna, intentando ver más allá.

—Creía que estaba dormido —dijo Kit, como si no hubiera oído a Joanna, y corrió por el pasillo y subió las escaleras—. Discúlpeme un momento. Ahora mismo vuelvo.

Joanna se asomó a la cocina, temerosa de lo que pudiera ver allí. Sobre la mesa había un plato vacío con unas cuantas migajas. Al lado había una cacerola y dos sartenes y, en el suelo de losas rojas y blancas, más sartenes y tapas y tazones de latón, moldes de galletas, moldes de tartas y una gran plancha para asar.

Kit bajó las escaleras.

—Lo siento —dijo, tranquila ya. Entró en la cocina y empezó a recoger las sartenes—. Ahora está dormido. Debió de bajar mientras estábamos en la otra habitación.

Metió dos sartenes más pequeñas dentro de otra más grande y las guardó en una alacena, junto al fregadero.

—Sacar las cosas de los cajones y las alacenas es una conducta común de quienes padecen Alzheimer —explicó, guardando la cacerola.

“Y una pesadilla para la gente que vive con ellos”, pensó Joanna.

—¿Puedo ayudar?

—No, ya está —dijo Kit, quitando la tapa de una olla y sacando dos libros. Los colocó sobre la mesa—. Siéntese. Prepararé el té.

Sacó dos tazones de una alacena superior, los llenó de agua y los metió en el microondas. Pulsó los botones.

—El problema es que cada vez duerme menos —confesó, colocando el azúcar y las bolsas de té sobre la mesa—. Antes dormía un par de horas durante el día. —Sacó dos cucharas—. Ahora casi no duerme nada, ni siquiera de noche. La pregunta es —dijo, contemplando la habitación, las manos en las caderas—, ¿dónde ha metido las galletas?

Miró en el frigorífico, el congelador, la basura.

—¿Se las habrá comido? —preguntó Joanna, pensando: “No puedo creer que estemos hablando del señor Briarley, que lo sabía todo sobre Dylan Thomas y las esposas de Enrique VIII y el drama de la época de la Restauración.”

—No suele tomar comida. Casi no tiene apetito. Kit abrió los cajones uno tras otro, y luego contempló la cocina, especulativamente.

—Normalmente hay una lógica en lo que hace y lo que dice, aunque a veces es difícil encontrarla. Se acercó al horno y lo abrió.

—Ah, aquí están —dijo, sacando la parrilla superior, donde estaban las galletas ordenadas en filas. Tomó el plato de las galletas y empezó a colocarlas dentro—. Por suerte, no ha sido en el lavaplatos.

Depositó el plato sobre la mesa. El microondas avisó, y Kit sacó las tazas, le tendió una a Joanna y se sentó frente a ella.

—¿Cuánto tiempo lleva así el señor Bri… cuánto tiempo lleva así tu tío? —preguntó Joanna.

—¿Sacando las cosas de las alacenas, o con Alzheimer? Con las alacenas, sólo un par de meses. El Alzheimer se lo diagnosticaron hace cinco años, pero yo empecé a notar cosas dos años antes.

Eso sorprendió a Joanna. Por lo que Kit había dicho, creía que se había mudado a vivir con su tío cuando descubrieron que tenía Alzheimer, pero al parecer llevaba viviendo con él desde antes. ¿Mientras iba a la facultad?, se preguntó, recordando la foto de Kit delante del salón de actos de la universidad. La facultad estaba sólo a unas manzanas.

—La pérdida de memoria empezó probablemente varios años antes —estaba diciendo Kit, mojando su bolsa de té—. Hace falta tiempo para que se desarrollen los síntomas, y los pacientes de Alzheimer aprenden a esconderlos realmente bien.

Joanna pensó en el señor Briarley murmurando el día antes: “Coleridge, un romántico sobrevalorado.” Se preguntaba si recordaba siquiera quién era Coleridge.

—No sé cuánto sabe usted de la enfermedad —dijo Kit, ofreciéndole a Joanna una galleta—. Los primeros síntomas son leves: olvidarse de citas, colocar cosas en sitios equivocados… El tío Pat no dejaba de perder su libro de calificaciones y un par de veces se olvidó de algún claustro… El tipo de cosas que se achacan a la edad o el estrés. —Puso azúcar en su té y lo removió—. Es gracioso que usted mencionara el Titanic ayer, porque fue así como me di cuenta de que algo iba realmente mal. Fui a ver la película y, después de haber escuchado al tío Pat hablar del tema durante años, la odié.

—Yo también.

—Oh, bueno, entonces sabe a qué me refiero. Volví a casa y le dije al tío Pat que en la película todos parecían unos cobardes, incluso Lightoller y Molly Brown, y que habían tergiversado todo tipo de hechos… ¡como Murdoch disparándole a un pasajero! Y él se puso furioso, como yo esperaba. Dijo que iba a escribirle una carta de protesta a James Cameron por la mañana, y cuando me fui a la cama, había sacado todos sus libros sobre el Titanic, para buscar cosas y así poder citarlas exactamente.

Tomó un sorbo de té.

—A la mañana siguiente le pregunté si había escrito ya la carta —dijo, y toda la desesperación de Amelia Tanaka y Greg Menotti asomó a su voz—. No recordaba nada de la carta ni de nuestra conversación, ni siquiera que yo había ido a ver la película. Ni siquiera sabía quién era Lightoller.

“Y ayer yo entré de sopetón —pensó Joanna—, para hablarle no sólo del Titanic, sino para preguntarle al señor Briarley si recordaba qué había dicho en clase.”

—Kit, lo siento mucho —dijo—. Si hubiera sabido…

—Oh, no, no pasa nada. Sólo quería que supiera por qué actué de esa manera tan peculiar ayer, preguntándole si la había enviado mi madre y todo eso. Mi madre y yo tenemos distintas opiniones en lo referente al tío Pat. Ella siempre está enviando a gente para que intente convencerme de que hay que internarlo en una residencia. Piensa que cuidar de él es demasiado para mí.

“Comprendo por qué lo piensa”, pensó Joanna, mirando las clavículas dolosamente flacas, los ojos ensombrecidos. Había dicho que el señor Briarley no dormía. Joanna supuso que ella tampoco.

—Sé que el tío Pat tendrá que ser ingresado algún día —dijo Kit—, pero quiero que se quede aquí mientras sea posible. Fue muy bueno contigo y… por eso, cuando usted dijo que trabajaba en el Mercy General supuse… ¿Qué hace en el Mercy General? —preguntó con curiosidad.

—Soy psicóloga cognitiva —dijo Joanna, y se preguntó si debía dejarlo ahí, pero Kit le recordaba a Maisie en más de un sentido, y Maisie odiaba que no le dijeran la verdad—. Estoy trabajando en un proyecto de investigación referido a las experiencias cercanas a la muerte. Ya sabes, los fenómenos con luces y túneles.

Kit asintió.

—He leído La luz al final del túnel. Mi primo me obligó a leerlo después de… —Se detuvo, las mejillas coloradas por la ira o la vergüenza.

“¿Y qué podría ser peor que descubrir que tu tío tenía Alzheimer? —pensó Joanna—. Hacer que tu primo te castigara con Maurice Mandrake.”

—No trabaja usted con el señor Mandrake, ¿verdad? —preguntó Kit, desafiante.

—No —respondió Joanna.

—Menos mal. Me pareció un libro espantoso. “No se preocupen, los muertos no están muertos en realidad y no se han marchado en realidad. Todavía pueden enviar mensajes desde el Otro Lado.”

—Lo sé. Trabajo con el doctor Wright. Es neurólogo. Estamos intentando descubrir qué son las experiencias cercanas a la muerte, y por qué las experimenta el cerebro moribundo.

—¿El cerebro moribundo? —dijo Kit—. ¿Significa eso que todo el mundo las tiene? Creía que era algo que sólo le pasaba a unas cuantas personas.

—No, aproximadamente el sesenta por ciento de los pacientes revividos cuentan haber tenido experiencias cercanas a la muerte, y todos ellos han sufrido ciertos tipos de muerte determinados: ataques al corazón, hemorragias, traumatismos.

—¿Se refiere a cosas como accidentes de automóvil?

—Sí, y apuñalamientos, accidentes industriales, tiroteos. Naturalmente, no podemos saber cuántas personas que no reviven las tienen.

—¿Pero son agradables para las que las tienen? Quiero decir, ¿no son aterradoras?

Joanna pensó en la joven, de pie en cubierta, preguntándole al mozo: “¿Qué ha ocurrido?” llena de temor. Y en Amelia, diciendo: “Oh, no, oh, no, oh, no.”

—¿Son aterradoras? —preguntó Kit—. El tío Pat tiene alucinaciones a veces. Ve a gente de pie ante su cama o en la puerta.

En la puerta. Joanna tendría que decírselo a Richard. El Alzheimer lo causaba un mal funcionamiento neuroquímico. Tal vez hubiera una conexión.

—… y a veces las cosas que dice parecen indicar que está reviviendo hechos pasados.

“ A+R”, pensó Joanna.

—La mayoría de la gente que ha tenido experiencias cercanas a la muerte cuentan que se ha sentido cálida, a salvo y amada —dijo tranquilizadoramente—. El doctor Wright ha encontrado pruebas de niveles elevados de endorfinas, lo cual apoya esa teoría.

—Bien —dijo Kit, y luego sacudió la cabeza—. Lo que el tío Pat experimenta son casi siempre cosas inquietantes o aterradoras. Es como si no pudiera olvidarlas y no pudiera recordarlas al mismo tiempo, y las vive una y otra vez. Es como si intentara encontrarles sentido, aunque su recuerdo de ellas ha desaparecido. —Se llevó las manos a la cara un instante—. El libro dice que no hay que enfrentarse a él ni contradecirlo, pero tampoco hay que seguirle la corriente con respecto a la alucinación, lo cual es difícil.

—Parece muy difícil —dijo Joanna. Kit sonrió sin alegría.

—Pensaba que morirte de pronto es lo peor que te podía pasar, y ahora sé obviamente que no. —Se enderezó en su asiento—. Lo siento, usted no quiere oír todo esto. No pretendía ponerme así. Es que apenas puedo hablar con nadie sobre el asunto, y cuando lo hago… —Hizo una mueca—. Está claro que necesito salir más.

—Deberías venir a la noche del picoteo, mañana —dijo Joanna impulsivamente.

—¿Noche del picoteo?

—Sí. No es un acontecimiento organizado ni nada por el estilo, sólo un encuentro casual. Vienen el doctor Wright y mi amiga Vielle… Te encantará. Nos reunimos y vemos pelis en vídeo y comemos y charlamos. Sobre todo charlamos. Lo usamos como válvula de escape, y parece que te vendría bien. ¿Te gusta el cine?

—Sí. No he visto una peli desde hace mucho tiempo. El tío Pat confunde lo que ve en la pantalla con la realidad. Suele pasar con los enfermos de Alzheimer. Sería maravilloso ver una película, pero… —Sacudió la cabeza—. Gracias, pero me temo que no puedo.

—¿Es porque no tienes a nadie que se quede con él?

—Oh, no, mi madre viene cuando tengo que ir a comprar al supermercado, pero… —Estaba mirando la alacena, y Joanna adivinó en qué estaba pensando. Si el señor Briarley volvía a sacar todas las sartenes, su madre usaría el hecho como argumento para internarlo en una residencia.

—¿Has llamado alguna vez a Eldercare? —preguntó Joanna—. El Mercy General tiene un programa de gente que viene a casa. Son muy buenos. Conozco a una de las personas que trabajan en el programa. Si quieres la llamo.

—Pero si la noche del picoteo es mañana…

—Tienen un programa de emergencia de doce horas —dijo Joanna—. Saben que la gente que los llama suele estar apurada. Tienen voluntarios especializados en Alzheimer —dijo, pero Kit estaba sacudiendo ya la cabeza.

—Me parece maravilloso, pero siempre temo que pase algo mientras estoy fuera, y si llamo a casa para comprobarlo, consigo que se preocupe. Gracias por invitarme, pero será mejor que no.

—Deberías comprar un busca —dijo Joanna, sacando el suyo del bolsillo para enseñárselo—. O un teléfono móvil. Así podrán contactar contigo donde estés.

A menos que lo dejara en el coche mientras iba corriendo al supermercado, como la novia de Greg Menotti.

—Un teléfono móvil. No se me había ocurrido. Tendré que ver… ¿Cree que podrán venir mañana por la noche? Joanna asintió.

—Si quieres venir, puedo recogerte.

—No sé… ¿puedo llamarla mañana y decírselo?

—Claro.

—O antes, si encuentro el libro. Si el tío Pat se queda dormido un rato, bajaré al sótano y empezaré por los libros…

—Oh, has hecho galletas —dijo el señor Briarley, entrando en la cocina.

—Creía que te habías echado un rato, tío Pat.

—Lo hice, pero he oído voces y he supuesto que había venido Kevin. Oh, hola —le dijo a Joanna.

—Hola, señor Briarley.

—¿Quieres una taza de té? —preguntó Kit, buscando una taza y un plato de porcelana.

—No, estoy bastante cansado. Creo que iré a echarme. Encantado de conocerla —le dijo a Joanna, y echó a andar pasillo abajo.

—Ahora mismo vuelvo —dijo Kit, y corrió tras él. Joanna les oyó subiendo las escaleras, y luego la voz del señor Briarley que decía:

—Se nota al verlo. Es la viva imagen reflejada. “Será mejor que piense en regresar”, se dijo Joanna, y miró el reloj. Las doce y media.

—Oh, Dios mío —exclamó, y empezó a ponerse el abrigo. Salió al pasillo—. Kit —llamó desde el pie de las estrechas escaleras de madera, la mano en la barandilla—. Tengo que irme. Te llamaré mañana para lo del picoteo.

Kit se asomó en lo alto.

—Vale —dijo—. La llamaré si encuentro el libro. Joanna abrió la puerta principal. Cuando salía, oyó decir al señor Briarley:

—¿No vas a decirle adiós a Kevin?

¿Había un Kevin, se preguntó Joanna, mientras regresaba al hospital conduciendo todo lo deprisa que le permitía el tráfico, o era una de las alucinaciones de las que había hablado Kit? Recordó la foto de Kit y el joven rubio en la biblioteca. ¿No estuvo dispuesto o fue incapaz de lidiar con los cuidados que exigía un enfermo de Alzheimer, o Kid simplemente había renunciado a él, como había renunciado aparentemente al cine, a su educación, a su libertad?

“¿Y cómo acabó cuidando a su tío?”, se preguntó Joanna, saltándose un semáforo en ámbar. Su madre parecía la elección lógica para hacerlo, y estaba preocupada por cómo afectaba a Kit.

—Sin duda, es para preocuparse —murmuró Joanna.

Entró en el aparcamiento del hospital a todo gas. Había un misterio allí, pero, fuera cual fuese, ahora no tenía tiempo para resolverlo. Tenía que llegar arriba.

Era la una menos diez. Ni siquiera tuvo tiempo de tomar la ruta trasera. Tendría que usar el ascensor principal, y por favor, que no se encontrara con el señor Mandrake.

Tuvo suerte. Llegó a la sexta planta sin ver un alma conocida y corrió al laboratorio, quitándose el abrigo por el camino. Richard estaba ante la consola, Tish junto a la mesa de reconocimiento, conectando una bolsa de suero salino a la percha.

—… he encontrado un nuevo sitio para la Hora Feliz —la oyó decir Joanna mientras entraba.

—Lamento llegar tarde —dijo—. He descubierto algo interesante. El señor Briarley…

Richard le dirigió una mirada de advertencia y asintió en dirección a Tish, pero Joanna lo ignoró.

—Tiene Alzheimer, y su sobrina dice que tiene alucinaciones donde ve gente alrededor de su cama o de pie en la puerta.

—Interesante —dijo Richard—. El Alzheimer está causado por una falta de acetilcolina, aunque no en niveles elevados. ¿Dijo si tenía otros elementos de ECM?

—dijo que parecía estar reviviendo acontecimientos pasados.

—La revisión de vida —dijo Richard—. Me pregunto…

—¿Podemos empezar? —preguntó Tish—. Tengo una cita con el oculista.

“Con el dentista”, corrigió mentalmente Joanna, pasando al vestidor.

Se puso la bata, se acercó a la mesa, se subió y se tendió en ella. Tish empezó a colocar las almohadillas de gomaespuma bajo sus brazos y piernas.

—¿Le gusta Tommy Lee Jones? —dijo, mirando a Richard—. Tiene una nueva película que me muero por ver.

Se situó al otro lado de Joanna y empezó a colocar los electrodos. Richard se acercó.

—¿Preparada? —le preguntó a Joanna. Ella asintió, lastrada por los electrodos.

—He ajustado la dosis, y voy a aumentar el tiempo que pases en sueño no-REM. No sé qué veremos.

“¿Qué será?”, se preguntó Joanna, viendo a Tish conectar la intravenosa.

—Me encantó en Volcano —dijo Tish, metiéndola en su sitio—. ¿La ha visto?

“No, pero a este paso es posible —pensó Joanna. Podía ver el reloj de pared desde donde estaba, aunque Richard lo había movido de sitio. La una menos cinco—. Tenemos que bajarlo.”

—Me encantó esa escena en el túnel —dijo Tish, cubriendo los ojos de Joanna con el antifaz y conectando los electrodos—. Veían la luz al fondo y no sabían qué era, y luego se dan cuenta de que es lava fundida y que viene directamente hacia ellos. Y la parte en que la lava atrapa al tipo y…

En ese punto Tish le colocó piadosamente los auriculares y Joanna permaneció tendida, esperando a que Richard se acercara y los levantara para preguntarle si estaba preparada.

“¿Preparada para qué? —se preguntó—. ¿Para una lluvia de ceniza? ¿Para Tommy Lee Jones? El Vesubio entró en erupción a la una”, y apareció en el túnel.

El pasillo estaba silencioso, como si un fuerte ruido hubiera cesado. La luz brillaba, cegadoramente dorada, desde la puerta abierta. “Si es el Vesubio, ponte la mano en la boca y la nariz y regresa”, se dijo, dirigiéndose hacia la puerta. Pero no era el Vesubio, ni un tren de cara, ni el pasillo del tercer piso, y lo supo desde el momento en que llegó. Era el Titanic, y a través de la puerta abierta pudo ver a la mujer del camisón blanco hablando con la mujer de los guantes blancos.

—Estoy segura de que no tenemos que preocuparnos, Edith —dijo la mujer de los guantes.

—Vaya a buscar al señor Briarley —le dijo el hombre de la barba al sobrecargo—. Él nos lo podrá decir.

—Sí, señor —dijo el sobrecargo.

—Estaremos en nuestro camarote.

—Sí, señor —dijo el sobrecargo, y se dirigió hacia la luz.

Joanna intentó ver hacia dónde iba, pero el resplandor era demasiado intenso. Avanzó, intentando ver, y entonces se detuvo. Tengo que cruzar el umbral, pensó, y experimentó de nuevo la sensación de temor.

“Una voz dijo: “No se os permite estar en este lado” ”, había dicho la señora Grant. Y el señor Olivetti: “Supe que si atravesaba esa puerta podía no regresar jamás.” ¿Y si, una vez en cubierta, no podía regresar? ¿Y si Vielle tenía razón, y la ECM era algún tipo de proceso de muerte que podía ser disparado cruzando el umbral?

“No lo es —pensó Joanna—. Los dos están equivocados, y el señor Mandrake también. La ECM no es una puerta al Otro Lado. Es otra cosa, y tengo que averiguar qué.” Pero cuando llegó a la puerta, se detuvo de nuevo y miró el suelo. La luz lo alumbraba y la diferencia entre la madera encerada del pasillo y las tablas sin barnizar de la cubierta estaba claramente marcada.

Joanna se llevó la mano al pecho, como para calmar su corazón.

—Morir será una aventura gigantesca —dijo, y atravesó el umbral y salió a cubierta.

25

Ahora podemos cruzar las cambiantes arenas.

Últimas palabras de L. FRANK BAUM.


—El señor Briarley podrá explicarlo todo —le dijo el hombre de la barba a las mujeres. Ninguna de ellas se había vuelto a mirar a Joanna cuando salió a cubierta. Se preguntó si la veían.

—Mientras tanto —dijo el hombre de la barba—, vuelvan al interior, donde hace más calor.

La mujer joven asintió, arrebujándose en su abrigo.

—Hace mucho frío.

El sobrecargo desapareció en la luz. Joanna se asomó por entre el grupito de gente, intentando ver adonde había ido, más allá de la joven y un hombre rechoncho de pelo blanco y traje de cheviot.

—¿Cuál dicen que es el problema? —le preguntó el hombre rechoncho a un hombre más alto vestido de negro mientras Joanna pasaba a su lado.

—¿Qué está usted haciendo aquí? —dijo en voz alta el hombre de la barba.

Joanna dio un respingo y se volvió hacia él, pero el hombre no hablaba con ella. Se dirigía a un joven vestido con un jersey de aspecto sucio y una gorrita.

—No debería estar aquí —dijo con severidad—. Esta zona está restringida.

—Lo siento —dijo el joven, mirando alrededor nerviosamente—. Oí un ruido y vine a investigar.

“Y yo también —dijo para sí Joanna, y caminó hacia la luz. Mientras se aproximaba, vio que brotaba de una lámpara fija a una pared de metal pintada de blanco—. Una de las luces de cubierta, y todavía debe de ser muy temprano. Hacia el final, las luces empezaron a perder intensidad y todo se volvió rojo porque los maquinistas no pudieron mantener las dinamos en marcha. Y luego se apagaron.”

Pero esta luz era tranquilizadoramente brillante, tanto que no podía ver nada a través de su fulgor, ni siquiera cubriéndose los ojos. Tendría que avanzar para poder ver.

Se detuvo de nuevo, como había hecho en el umbral, la mano en el pecho; luego caminó por cubierta en la dirección que había seguido el sobrecargo, se acercó a la luz, la atravesó, la dejó atrás.

Se había equivocado. No era el exterior, a pesar del frío terrible. La cubierta estaba rodeada de largos y amplios ventanales blancos que se extendían de lado a lado. Joanna se acercó a ellos y miró, pero el cristal reflejaba la luz y no vio más que el reflejo de la pared blanca y la cubierta vacía. Se dio la vuelta y miró la puerta que daba al pasillo. Estaba abierta, y negra.

Los pasajeros debían de haber vuelto adentro. El hombre de la barba le había dicho al sobrecargo que estarían en el camarote, y las mujeres se quejaron del frío. “Deben de haber vuelto a sus camarotes”, pensó Joanna, y se dirigió de vuelta al pasillo.

“No. No quieres volver todavía, no hasta que hayas averiguado por qué estás viendo el Titanic, no hasta que hayas descubierto cuál es la conexión. Ni siquiera mires la puerta. Recuerda lo que le pasó a Orfeo”, pensó, y se dio la vuelta para apartarse de la puerta.

—¿Pero y si no puedo encontrarla cuando esté dispuesta a regresar? —dijo en voz alta, y su voz resonó en la cubierta cerrada. Deseó haber traído consigo algunas miguitas de pan, o un ovillo de hilo de la señora Troudtheim. “Tendrás que mirar por dónde vas”, pensó, “y no quedarte mucho tiempo. Tienes poco más de dos horas y media. O de cuatro a seis minutos”.

Pero no era una ECM real. Aquello era una simulación y sólo duraría hasta que Richard dejara de suministrarle ditetamina, cosa que podía suceder de un momento a otro. “Así que tienes que ponerte en marcha.”

Se dirigió hacia la cubierta. El sobrecargo había desaparecido y la larga cubierta estaba vacía a excepción de las sillas y las taquillas bajas pintadas de blanco con la palabra “Salvavidas” grabada sobre la tapa. A intervalos, había campos de juegos de tejo pintados.

Al fondo de la cubierta vio la chaqueta blanca del sobrecargo cuando salía de una puerta. Su gorra blanca brilló cuando pasó junto a una de las luces de cubierta y luego desapareció en las sombras intermedias, como una luz que se encendiera y se apagara.

Joanna caminó más rápido, tratando de alcanzarlo, pero ya estaba abriendo otra puerta. Corrió para ver adonde había ido, buscando una puerta en la pared interior, pero la pared era lisa, aunque a Joanna le parecía que ya había dejado atrás el punto por donde el hombre había desaparecido.

No, allí estaba, una puerta blanca de metal. Joanna extendió la mano hacía ella, preguntándose qué sucedería. ¿Podría abrirla o la atravesaría su mano como si fuera un fantasma?

Ni una cosa ni otra. Su mano se aferró firmemente a la palanca y tiró, pero estaba cerrada con llave. Lo intentó de nuevo, con ambas manos, y luego se rindió y empezó a caminar por cubierta otra vez. Había otra puerta unos metros más allá, y otra, pero ambas estaban cerradas con llave.

La cubierta comenzó a curvarse hacia dentro, siguiendo la línea del barco, y a hacerse más estrecha. Más allá, directamente bajo una de las luces, había una puerta. Corrió hacia ella y tiró de la manivela.

Cedió bajo su mano, y Joanna hizo ademán de continuar y luego se detuvo y contempló la cubierta por la que había venido. No podía ver el pasillo a causa de la curvatura de la cubierta, y vaciló, preguntándose si debía regresar y asegurarse de que la puerta estuviera todavía abierta, y luego abrió esta puerta y entró.

Era una especie de vestíbulo. Había alfombras en el suelo de madera pulida y altos bancos contra las paredes. En el centro, una escalera de madera recta con pasamanos tallados. Joanna se acercó a examinarla y se apoyó en la barandilla pulida. Vio las escaleras que bajaban hasta el siguiente rellano, y el de más abajo, perdiéndose en la oscuridad.

Alzó la cabeza, intentando ver lo alto de las escaleras pero estaba oscuro allá arriba, y no había ni rastro del sobrecargo. Vaciló, la mano en la barandilla, tratando de decidir qué camino tomar. “Abajo no —pensó—, no en el Titanic”, y empezó a subir las escaleras.

En lo alto había otro tramo de escalones, más estrechos, más empinados, y otro vestíbulo, éste mucho más elegante. Las alfombras del suelo eran persas, y de las paredes empapeladas colgaban cuadros. A la derecha había unas puertas de cristal esmerilado. A través del cristal, Joanna pudo ver una gran sala con una alfombra rosa llena de mesas preparadas para la cena.

“El Salón Comedor de Primera Clase”, pensó Joanna, y trató de abrir las puertas dobles, pero estaban cerradas con llave. No pudo ver a nadie dentro y no había camareros moviéndose entre las mesas cubiertas con manteles de lino. Cada mesa tenía flores y una lamparita con pantalla de seda rosada, y la cubertería y la cristalería y la porcelana brillaban en rosa por su resplandor.

Había lámparas rosa también en las paredes, paneladas con una madera pálida, de color canela, y una lámpara encima del gran piano. El piano estaba hecho de la misma madera pálida, pero muy pulida. Su tapa levantada brillaba dorada a la luz que proyectaba la lámpara del techo. Delante había una jaula dorada, aunque desde aquella distancia Joanna no distinguía si había un pájaro dentro o no. ¿Había pájaros en el Titanic? Maisie no había mencionado ninguno.

Una estrecha escalera de madera subía más allá de las ventanas del salón comedor, y había otro tramo después. Las escaleras terminaban ante una puerta con portilla. “Debe de conducir a la cubierta exterior”, pensó Joanna, pero cuando miró a través de la portilla no vio más que oscuridad. Abrió la puerta.

Siguió sin ver nada. El frío repentino le indicó que estaba fuera, pero no notó viento en la cara, ni siquiera una brisa. “Era una noche completamente tranquila”, pensó. El señor Briarley había hablado de eso en clase, de cómo los supervivientes comentaron lo quietas que estaban las aguas, sin ninguna ola.

Contempló la oscuridad, la mano en la puerta, esperando que sus ojos se acostumbraran. “Tal vez es como el pasillo —pensó—, y no hay luz para que se ajusten”, pero después de lo que pareció mucho tiempo empezó a distinguir sombras. Batayolas, y un conducto de ventilación en forma de cuerno y, alzándose sobre ella a la derecha, una forma grande y alta.

Una de las chimeneas, pensó, contemplando su forma negra contra el cielo aún más negro. Estaba en una zona pequeña rodeada de batayolas. Al principio pensó que las batayolas la rodeaban por completo, pero al cabo de un minuto vio una pequeña escalerilla de metal, cuatro escalones que conducían a una cubierta superior.

Se encaminó hacia ella, soltando la puerta, que empezó a cerrarse. Joanna corrió a agarrar el pomo y se quedó allí, reacia a dejar que se cerrara. Contempló la pequeña cubierta, pero no vio nada con lo que mantener la puerta abierta, y no se atrevía a soltarla por si se cerraba del todo.

Asió el pomo con la otra mano, se agachó y se quitó el zapato. Lo colocó en la puerta, la cerró con cuidado y se acercó a la escalera. Subió los peldaños, agarrándose a ambos pasamanos, y contempló la cubierta superior. Tenía que ser la Cubierta de Botes. Estaban las cuatro gigantescas chimeneas, alzándose sobre ella, y los gruesos cables de los aparejos, las grúas de carga. ¿Pero dónde estaban los botes salvavidas? No los vio. Tendrían que haber estado en cubierta.

“¿Y si ya se han ido?”, pensó, y sintió una punzada de pánico. Pero no podía ser. El bote A no fue arriado hasta las dos y cuarto, cuando la proa estaba ya bajo el agua y la inclinación de la cubierta era tan grande que tuvieron que cortar las cuerdas y dejarlo flotar, y aquí la cubierta estaba nivelada.

E incluso después de que los botes se fueran, había gente en cubierta, los Strauss y los Allison, y todos los hombres que no habían podido subir, todos los pasajeros de segunda clase que consiguieron llegar a cubierta demasiado tarde.

“Y la orquesta —pensó Joanna—. Estaba en la cubierta de los botes, tocando ragtime y valses sin parar, y luego Más cerca, mi Dios, de Ti. Estuvo tocando en cubierta hasta el final.”

“Así que no es posible que los botes se hayan ido”, pensó Joanna, porque no había nadie en la cubierta oscurecida. Nadie en absoluto, y ningún sonido, a excepción del irregular roce y el golpeteo del pie descalzo de Joanna y el zapato restante.

La cubierta terminaba bruscamente en una baja estructura blanca con techo entramado. A su lado, una escalera de metal, más larga que la primera, conducía al tejado de una cubierta tapada. Joanna bajó, mirando hacia atrás para memorizar la ruta por la que había venido y poder rehacer sus pasos, y entonces se dio la vuelta.

Allí estaban los botes. Colgaban en sus blancos pescantes de metal, suspendidos de poleas y gruesos manojos de cuerdas, y el capitán Smith no debía de haber dado todavía la orden de arriarlos. Todavía estaban cubiertos.

Pero tendría que haber oficiales en cubierta. El capitán Smith había enviado a Boxhall y Andrews a valorar los daños, pero él se quedó en el puente con los otros oficiales hasta que regresaron, y algunos de los pasajeros subieron a ver qué pasaba. Y siempre había oficiales de guardia, y pasajeros paseando por cubierta. Nunca estaba completamente desierta como ahora.

“Tal vez no sea el Titanic, tal vez sea el Mary Celeste —pensó Joanna, y luego, metiéndose las manos en los bolsillos—: El barco no está desierto. Hace demasiado frío para que estén aquí. Todos están dentro.”

Eso tenía que ser. Podía ver su propio aliento y el pie descalzo se le estaba helando. Estaban dentro. Muy por delante, vio luz saliendo de una hilera de ventanas. Se proyectaba en un cuadrado dorado en cubierta. “Ahí es donde están”, pensó, y avanzó hacia allí, dejando atrás un largo y bajo bloque blanco. “Zo, la de Oficiales”, decía un cartel en la puerta.

“Ahí es donde guardaban los botes hinchables”, pensó Joanna, y miró el techo plano, tratando de ver los salvavidas, pero estaba demasiado oscuro y no consiguió distinguirlos.

Y si aquello era la zona de oficiales, las luces de lo alto eran del timón, y el puente. Siguió caminando hasta que se encontró de pie en la luz que iluminaba la cubierta. Eran escalones que subían. “Los pasajeros no pueden estar en este puente”, pensó, y subió.

El puente estaba desierto. En el centro estaba el gran timón de madera, delante de las ventanas. Más allá había dos grandes tambores de metal con palancas. Los telégrafos de la sala de calderas y la sala de motores. Tenían escrito: “Popa. Avante. Toda. Alto. Parada.” Las palancas de ambos estaban en “Alto”.

Joanna se acercó a las ventanas y miró, pero no vio otra cosa que oscuridad. Estaba completamente negro. “No es extraño que no pudieran ver el iceberg —pensó, escrutando la oscuridad—. Ni siquiera se puede ver dónde el agua se encuentra con el cielo.” Fue una noche oscura y sin luna, recordó que había dicho el señor Briarley, tan oscura que las estrellas salían justo por el horizonte. Pero ella no pudo ver tampoco ninguna estrella, sólo oscuridad negra y sin rasgos.

—No hay tiempo para eso —dijo una voz de hombre bajo ella, a un lado.

Joanna miró por la ventanilla lateral del puente, pero no pudo ver a nadie. Corrió a lo alto de las escaleras. Había dos hombres bajo ella, uno con el uniforme azul oscuro de oficial, y el otro de blanco, un marinero.

—El capitán quiere que coloques la lámpara Morse —dijo el oficial—. Aquí.

Mientras hablaba, los dos hombres se movieron, y Joanna bajó la escalera tras ellos, esforzándose por ver adonde habían ido en la oscuridad.

—¿La lámpara Morse? —dijo el marinero, y en su voz se notaba la incredulidad—. ¿Para usarla con quién?

—Con eso —dijo el oficial. Estaban junto a la barandilla, y el oficial señalaba la negrura. Ella distinguió al marinero, ambas manos en la barandilla, inclinándose, estirando el cuello.

—¿Con qué? No veo nada.

—La luz —dijo el oficial, señalando de nuevo—. Allí.

“El Californian —pensó Joanna—. Van a hacer señales al Californian.” Escrutó la oscuridad. No vio ninguna luz, sólo una negrura absoluta, pero el marinero debió de verla, porque dijo:

—Dudo que puedan vernos a esta distancia. Tenemos que usar el telégrafo inalámbrico.

—Ya lo están haciendo. No lo reciben. ¿Tienes la llave?

—Está en la…

Joanna se perdió la última palabra cuando el hombre se dio la vuelta. Cruzaron la cubierta y Joanna los siguió, pero esa parte de la cubierta estaba llena de cuerdas enroscadas y cadenas, y cuando logró seguirlos, los dos hombres habían desaparecido.

Joanna vaciló, tratando de decidir por qué camino habían ido; al cabo de un minuto los hombres cruzaron ante ella y se acercaron a la barandilla. El marinero llevaba una linterna de aspecto anticuado.

La colocó en la barandilla del castillo de proa. El oficial encendió una cerilla y metió la mano dentro de la linterna. Destelló una luz amarilla. El marinero movió la linterna, para colocarla en ángulo, y deslizó un trozo de metal delante del cristal, que ocultó la luz. “Un obturador”, pensó Joanna. Hizo un sonido chirriante cuando lo bajó.

—¿Qué quiere que envíe? —preguntó. El oficial sacudió la cabeza.

—Mayday. SOS. Socorro. No sé, cualquier cosa que funcione.

El marinero tiró del obturador hacia arriba y la luz destelló de nuevo. Abajo, arriba, abajo, el obturador rozaba el cristal cada vez que lo subía o lo bajaba. Arriba, abajo, arriba.

Joanna contempló la oscuridad, buscando un destello de respuesta, una luz, pero no había nada, ni siquiera una chispa. Y ningún otro sonido excepto el roce de la linterna. Abajo, arriba, abajo, arriba. Roce, roce. Joanna se apartó un poco de los hombres, para escuchar el lamido del agua, pero no había sonido ninguno de agua bajo el casco, ninguna brisa. “Porque nos hemos parado, porque estamos quietos como muertos en el agua.”

—No responden —dijo el marinero, bajando el obturador—. ¿Está seguro de que es una luz y no sólo una estrella?

—Será mejor que no sea una estrella —dijo el oficial—. Nos estamos hundiendo.

La mano del marinero se sacudió sobre la linterna, haciendo que la luz fluctuara.

—¿No va a venir nadie? —preguntó.

—El Baltic, pero está a más de doscientas millas de distancia.

—¿Y el Frankfurt?

No responde —dijo el oficial, y el marinero empezó a hacer señales de nuevo, y la luz destellaba, se apagaba, volvía a destellar, mientras el obturador rascaba como uñas contra una pizarra…

No recibo nada —dijo—. ¿Cuánto tiempo quiere que siga así?

—Hasta que contactes.

La lámpara Morse siguió comunicando. Luz, oscuridad, roce, roce.

—¿Señor? —llamó una voz, a la izquierda de Joanna, y un oficial pasó corriendo junto a ella y se acercó a los hombres. Efectuó el saludo reglamentario—. Vengo de abajo, señor. Las salas de calderas cinco y seis y la sala de correo están inundadas, y hay agua en la Cubierta D.

La Cubierta D. Ella estaba en la Cubierta C. Por eso los camarotes estaban numerados. C8, CIO, C12. Pero había subido tres escaleras. ¿Estaba en la Cubierta A o en la Cubierta de Paseo B? Y la que tenía el pasillo…

Echó a correr, el sonido de la lámpara Morse rascando firmemente, abajo, arriba, abajo, resonando por toda la cubierta. “Y por favor que la puerta esté abierta —rezó, mientras subía corriendo los escalones de metal—. Que mi zapato esté allí.”

Estaba, y no hubo tiempo para recuperarlo. Abrió la puerta y bajó las escaleras. Un tramo. Dos. Dejó atrás el comedor, con su cristal chispeante y su piano. Tres. Por favor que no esté inundado, rezó, y empujó la puerta.

La cubierta estaba seca, pero a causa de la curvatura no podía ver todo el pasillo. Corrió ante las puertas cerradas, alrededor de la curvatura. Y allí estaba, el rectángulo negro de la puerta del pasillo, todavía abierta, todavía sobre el agua. Corrió hacia ella, el pie descalzo marcando un ritmo torpe con el otro pie calzado.

Bajó a la cubierta, que estaba todavía —gracias a Dios— seca, dejó atrás la cubierta de las sillas, su reflejo fluctuaba en el vidrio de las ventanas mientras pasaba corriendo. Dejó atrás la luz. Entró en el pasillo, y la oscuridad.

Y más oscuridad. “¿Qué ha pasado? —pensó Joanna, atenazada por el pánico—. ¿Por qué no he vuelto?” Y advirtió que estaba de regreso, el antifaz todavía puesto, la intravenosa en el brazo, ruido blanco sonando en sus oídos.

—¿Tish? —dijo, y se quitó el auricular con la mano izquierda.

—… el pulso acaba de dar un repunte —estaba diciendo Tish— pulso 95, PS 130 sobre 90. Espere, está despierta.

—Bien —dijo Richard, y ella oyó sus pasos mientras se acercaba a la mesa de reconocimiento.

Sintió que Tish quitaba los electrodos de su cabeza, y luego el antifaz, y se encontró mirando a Richard.

—¿Bien? —dijo él.

Ella sacudió la cabeza contra la almohada.

—No tuve una visión distinta, como esperabas —dijo, y trató de incorporarse—. Fue…

—Quédate quieta. —El le puso una mano en el hombro.

—Pero tengo que contártelo —dijo Joanna, tendiéndose—, era decididamente…

—Espera. No digas nada hasta que ponga la grabadora en marcha.

Empezó a pulsar botones al azar en la minigrabadora. La portezuela de la cinta se abrió. Sacó la cinta y examinó ambos lados. ¿Qué estaba haciendo? Le había visto colocar una cinta nueva justo antes de empezar.

—Tish, ¿puedes traerle una manta a Joanna? —dijo—. Está tiritando.

“No, no estoy tiritando”, pensó Joanna, y cayó en la cuenta de que él estaba haciendo tiempo para que Tish se marchara en busca de la manta o no pudiera oír lo que decía.

—Claro —dijo Tish, y se acercó al armarito.

—Dime qué viste —dijo Richard en cuanto estuvo lejos.

—El Titanic.

¿Estás segura? ¿Tuviste la misma visión que la última vez? ¿El pasillo y la gente alrededor de la puerta?

—Sí, pero esta vez salí a cubierta, y… —Se detuvo al ver que Tish regresaba con la manta.

—Voy a esperar para grabar el testimonio hasta después de que la hayas examinado —le dijo Richard a Tish—. Sigue y termina de desconectar los electrodos.

Volvió a la consola sin mirar de nuevo a Joanna y empezó a repasar los escaneos. “¿Qué diría cuando Tish se marchara?”, se preguntó Joanna, viendo cómo la enfermera extendía la manta sobre sus piernas y la arropaba hasta los hombros. ¿La acusaría otra vez de ser Bridey Murphy por ver el Titanic?

“No puedo evitarlo”, pensó. Era el Titanic. Repasó mentalmente la ECM mientras Tish retiraba los electrodos y le tomaba el pulso y la tensión para no olvidarse de ninguno de los detalles: la escalera, el Salón Comedor de Primera Clase, la puerta a la Cubierta de Botes…

“Dejé mi zapato en la puerta —pensó, y se sentó en la camilla—. Todavía está en el barco.”

—¿Eh, qué está haciendo? —dijo Tish.

—Yo… —respondió Joanna, y miró su pie calzado con un calcetín del Ejército asomar bajo la sábana. “Pero si estaba descalza”, pensó.

—No le he quitado la intravenosa todavía —dijo Tish, y Joanna obedientemente se tendió. Recordaba el pie descalzo sobre la cubierta helada, recordaba que se quitó el zapato y lo colocó a modo de cuña… Empezó a reírse.

—¿Qué es tan gracioso? —preguntó Tish, colocando un trocito de algodón sobre el lugar del pinchazo.

—Mi zapato…

—Están en la otra habitación —dijo Tish—, pero no va a ir a ninguna parte. Tengo que tomarle las constantes vitales una vez más. ¿Qué es lo que tienen sus zapatos para ser tan graciosos?

“Nada”, pensó Joanna. No eran los que llevaba puestos.

—Venga, dígamelo, ¿cuál es el chiste?

“No puedo —pensó Joanna—, no lo entenderías. Porque el zapato que dejé atascado en la puerta era una zapatilla de tenis roja, como la que supuestamente vio la paciente en el alféizar cuando flotó sobre la mesa de operaciones.”

Tish todavía estaba esperando a que le explicara qué era tan gracioso.

—Nada, lo siento —dijo Joanna—. Creo que todavía estoy un poco desorientada.

Y se tumbó y permaneció quieta mientras Tish le quitaba las almohadillas de gomaespuma de debajo de los brazos y piernas. “Tengo que contárselo a Richard —pensó Joanna—. Me pregunto si esto cuenta como experiencia extracorporal.”

Pero Richard no estaba interesado en qué elementos nucleares había tenido ni en qué había visto. Sólo estaba interesado en si había visto o no el Titanic.

¿Tuviste la misma visión esta vez? —preguntó en cuanto Tish se marchó.

—No —dijo Joanna, sentándose—. No la misma visión exacta. Richard parecía a la vez complacido y aliviado.

—Pero era el mismo sitio, y es el Titanic.

—¿Cómo lo sabes?

Joanna le habló del comedor y la Cubierta de Botes…—Tiene que ser el Titanic. Estaban haciendo señales al Californian con una linterna Morse.

—¿Doctor Wright? —dijo Tish desde la puerta. Joanna se preguntó cuánto tiempo llevaba allí—. Se me olvidó preguntárselo antes de irme. ¿Está interesado?

—¿En qué? —preguntó Richard—. Oh —dijo, y estaba claro por su tono que no tenía ni idea de qué le estaba hablando—. Uh, no, Joanna y yo tenemos que tomar su declaración, y tengo que analizar los escaneos. Probablemente terminaré muy tarde.

—No tiene que ser esta noche —dijo ella, y luego, antes de que él pudiera ponerle otra excusa, añadió—: Ya se lo recordaré mañana.

—¿Mañana?

—Sí. El señor Sage. ¿A las diez?

—Oh, sí. Es verdad. El señor Sage. La veré entonces.

—Espera —dijo Joanna—. ¿Y la señora Troudtheim? ¿No tiene una sesión a las tres?

—Llamó y la canceló.

—Mientras estaba usted bajo los efectos —añadió Tish.

—Dice que cree que ha pillado la gripe y que llamará para concertar una nueva cita cuando se encuentre mejor —dijo Richard, y se volvió hacia Tish, que todavía esperaba en la puerta—. Mañana a las diez.

Tish se marchó, y él se volvió hacia Joanna.

—¿Dijeron que era el Californian a lo que hacían señales?

—No, pero dijeron que se estaban hundiendo y que el Baltic y el Frankfurt venían de camino. Y el comedor tiene que ser el Salón Comedor de Primera Clase…

—Empecemos por el principio. ¿Fue igual?

—Sí, excepto por el joven del jersey.

Le contó cómo el hombre de la barba le había dicho que la zona estaba restringida y el joven replicó que había oído un ruido y había subido a investigar.

—¿Pero el ruido era el mismo?

—Sí.

—¿Y el pasillo, y la puerta? ¿Y la luz?

—Sí —dijo Joanna, sorprendida.

—Y la imagen unificadora era la misma —murmuró él—. Ven aquí. Quiero enseñarte una cosa.

Joanna se cubrió los hombros con la manta, se bajó de la mesa de reconocimiento y lo siguió hasta la consola.

Él ya había recuperado los escaneos.

—Ésta es la ECM que acabas de experimentar —dijo, y tecleó rápidamente. Todas las áreas se pusieron negras menos el córtex frontal—. Lo que estás viendo ahora es la actividad de la memoria a largo plazo. —Tecleó un poco más—. Esto es avanzado —dijo, y los escaneos cambiaron rápidamente, pequeñas zonas dispersas encendiéndose y apagándose, naranjas, rojas y luego azules, explotando en la pantalla como fuegos artificiales siguiendo una pauta compleja.

—Muy bien —dijo él, congelando la pantalla y poniendo otro escaneo al lado—, ésta es la ECM del martes. Realizó el mismo proceso.

—Ahora voy a superponerlas las dos. La de hoy son los tonos más oscuros, la del martes son los más claros.

Joanna vio los colores parpadear, de azul a naranja, luego a rojo y otra vez a verdiazul, encendiéndose al azar y luego apagándose en puntos diferentes, a velocidades distintas.

—No se parecen entre sí.

—Exactamente —dijo Richard—. La A+R es completamente diferente, lo cual debería indicar una experiencia completamente distinta y un recuerdo completamente distinto como imagen unificadora. No hay un solo punto de coincidencia, y sin embargo dices que has experimentado las mismas imágenes y la misma imagen central. —Miró la pantalla—. Tal vez la actividad del córtex frontal sea aleatoria, después de todo, y sea el lóbulo temporal el que dicta la experiencia.

Se volvió hacia ella.

—Me gustaría que registraras un testimonio lo más detallado posible. Di exactamente lo que viste y oíste. —Contempló los escaneos—. Cuando entrevistaste a pacientes que entraron en parada más de una vez, ¿tuvieron siempre la misma ECM?

—No. La señora Woollam vio un jardín una vez, y una escalera, y un lugar oscuro y abierto. Lo vio más de una vez, y dijo que había estado en un túnel dos veces.

Él asintió.

—¿Has tenido otros pacientes con más de una ECM?

—Sí —dijo ella, tratando de recordar—. Tendré que buscar sus testimonios.

—Me gustaría tener una lista con lo que vieron cada vez, sobre todo si era lo mismo. —Volvió a mirar las pantallas—. Tiene que haber una pista en alguna parte que explique por qué sigues viendo el Titanic.

“La hay —pensó Joanna—, pero no está en los escaneos. Está en algo que el señor Briarley dijo en clase, o nos leyó de un libro azul con una carabela en la portada”, y se preguntó si Kit habría encontrado ya el libro. Era improbable. Sólo había tenido unas horas para buscar, y Joanna no le había dado exactamente pistas valiosas, pero comprobó su contestador automático de todas formas. Habían llamado el señor Mandrake y Guadalupe.

—¿Todavía quiere que anotemos lo que dice Carl Aspinall? —preguntó su voz.

“Sí”, pensó Joanna, sintiéndose culpable. No había estado en la cinco-este desde hacía casi dos semanas. Guadalupe probablemente pensaba que se había olvidado de él. Tuvo el impulso de bajar de inmediato, pero ya había pasado más de una hora desde que había salido de la ECM. Sería mejor que anotara su testimonio antes de que olvidara algo. Oh, y había prometido llamar a Eldercare y ponerlos en contacto con Kit.

Lo hizo y luego registró su testimonio, directamente en el ordenador para ahorrar tiempo. Lo imprimió y corrió a ver a Richard, que estaba al teléfono, y luego bajó a hablar con Guadalupe, por las escaleras hasta la quinta y cortando por Patología hasta el pasillo elevado.

Los pintores habían estado allí también. Las puertas del pasillo estaban cubiertas con cintas de “No cruzar”, y alguien había colocado una barra de metal en las asas de la puerta para asegurarse. Tendría que bajar a la tercera planta, lo cual significaba pasar por delante de la habitación de la señora Davenport. Un riesgo inaceptable.

Bajó a la tercera, cruzó el pasillo y tomó el ascensor de servicio hasta la quinta. Y se topó con los pintores en persona, que trabajaban en el techo del pasillo.

—No puede pasar usted por aquí —dijo el más cercano, señalando a su izquierda con un rodillo—. Tiene que bajar a la cuarta y usar la escalera de visitas.

Lo cual la llevaría a Pediatría y a pasar ante la puerta de Maisie, pero mejor Maisie que la señora Davenport, y tal vez la niña estuviera viendo uno de sus vídeos y no se diera cuenta.

Ni hablar.

—¡Joanna! —llamó Maisie en el instante en que empezó a pasar ante la puerta, y cuando Joanna se asomó y saludó, dijo sin aliento—: Tengo que enseñarte una cosa.

Tenía los brazos y las piernas hinchados, y la cara también. “Retención de líquidos”, pensó Joanna. No era un buen síntoma.

—Sólo puedo quedarme un minuto —dijo—. Tengo que ver a un paciente.

—Sólo tardaré un minuto —respondió Maisie, sacando libros de debajo de sus mantas—. Hice que la señora Sutterly me trajera un puñado de libros sobre el Titanic. ¡Mira!

Mostró un gran libro de imágenes. En la portada aparecía la familiar ilustración del Titanic, la popa fuera del agua, las hélices chorreando y un humo improbable surgiendo de las chimeneas, preparado para la zambullida final, las luces todavía encendidas.

—¿Sabías que la orquesta tocó hasta el final?

—Sí —dijo Joanna, pensando que nunca tendría que haberle mencionado el Titanic a la niña—. Tocaron Más cerca, mi Dios, de Ti.

No-no —dijo Maisie—. Nadie sabe con seguridad qué tocaron. Algunas personas piensan que fue Más cerca, mi Dios, de Ti, y otras piensan que fue otra canción, Otoño. Pero nadie lo sabe con seguridad, porque todos murieron.

—¿Tu maestra te trajo todos estos libros? —preguntó Joanna para cambiar de tema.

—No-no —dijo Maisie, buscando de nuevo entre las mantas—. Me trajo un montón más, pero algunos eran libros para niños pequeños. Sabías que hay un ABC del Titanic —dijo, disgustada.

—No —respondió Joanna, contenta de que fuera posible ofender incluso la sensibilidad de Maisie. Se preguntó qué indicarían las letras. ¿I para iceberg? ¿L para Lorraine Allison? ¿A para ahogados?

—¿Sabes qué ponía en la F? —dijo Maisie, despectivamente—. First Class Dining Saloon.

¿Y qué deberían poner? —dijo Joanna, casi temiendo preguntarlo. Salón Comedor de Primera Clase. Maisie le dirigió una mirada tenaz.

—F es para bulldog francés. Ya sabes, el perro del que te hablé. ¿Sabías que había una niña pequeña que jugó con él en la Cubierta de Paseo todo el tiempo?

—Maisie…

—Hay también un libro de imágenes troqueladas del Titanic. Hice que la señora Sutterly se los llevara de vuelta a la biblioteca, pero tenían un montón de cosas, así que si necesitas que te ayude con tu investigación, puedo hacerlo —dijo Maisie, todavía sin aliento. ¿Por el cansancio de rebuscar entre los libros? ¿O por otra cosa? No sólo estaba reteniendo líquidos, sino que sus labios parecían más azules que de costumbre, y cuando inspiraba Joanna pudo oír un leve pitido, como el principio de un jadeo. “Está empeorando”, pensó, mientras la observaba hojear el libro.

—¿Quieres que te busque algo?

—Ahora mismo quiero que leas sobre el Titanic, para que cuando yo tenga las preguntas, estés preparada para responderlas. Y quiero que descanses y hagas todo lo que te digan los médicos y las enfermeras. —Empezó a apilar los libros—. ¿Dónde quieres que los ponga?

—En mi mochila Barbie, en el armario. Menos éste —dijo, y agarró un libro alto y rojo llamado Titanic para niños.

Joanna guardó el resto en la mochila de color rosa y la apartó de la vista, dejándola en un lado del armario.

—Ahora tengo que ir a ver a mi paciente. Vendré a verte pronto, chavalina —dijo, y se dispuso a salir de la habitación.

—¡Espera! —dijo Maisie antes de que hubiera conseguido dar dos pasos—. Tengo que preguntarte una cosa.

Hizo una pausa para tomar aire, y Joanna oyó el pitido en su respiración otra vez.

—¿Qué pasa si el brazalete te queda demasiado estrecho? Extendió la muñeca hinchada con el brazalete identificador de plástico.

—Barbara lo cortará y hará uno más grande —dijo Joanna. ¿Le preocupaba estar hinchándose? El brazalete no estaba ni siquiera estrecho, ni presionaba contra la carne.

—¿Y si después de que lo corten pasa algo malo, como un desastre, y no pueden poner otro?

¿Había estado pensando en el brazalete de oro abandonado que encontraron en las ruinas de Pompeya?

—No habrá ningún desastre —empezó a decir Joanna, pero se corrigió—. Le diré a Barbara que si tiene que cortar éste, te ponga primero el nuevo. ¿De acuerdo?

—¿Sabes que los bomberos van a visitar su tumba cada año?

—¿La de quién?

—De la niña pequeña —dijo Maisie, como si fuera obvio—. La del incendio del circo de Hartford. Van a ponerle flores todos los años. ¿Crees que tal vez su madre murió?

—No lo sé —dijo Joanna. El hecho de que la madre hubiera muerto también en el incendio explicaría por qué no había acudido nadie a identificar a la niñita, pero todos los otros cuerpos habían sido identificados, y si alguien hubiera identificado a la madre, ¿por qué no a la niña?—. No lo sé.

—Los bomberos la enterraron en el cementerio, y todos los años van a poner flores en su tumba —dijo Maisie—. Colocaron una lápida y todo. Dice “Pequeña Señorita 1565”, y el año en que murió y eso, pero no es lo mismo que un nombre.

—No. No lo es.

—Quiero decir, al menos sabían quiénes eran todas las niñas del Titanic, Lorraine Allison y Beatrice Sandstrom y Nina Harper y… ¿Sigrid es nombre de niño o de niña?

—De niña.

—Y Sigrid Anderson. Claro que no tuvieron tumbas, pero si las hubiera…

—Maisie…

—¿Puedes ponerme un vídeo? —dijo la niña, recostándose contra las almohadas.

—Claro. ¿Cuál? ¿Winnie the Pooh? —preguntó Joanna, leyendo los títulos—. ¿El mago de Oz? ¿Alicia en el País de las Maravillas?

—El mago de Oz.

Esa es buena —dijo Joanna, insertando la cinta y pulsando “play”. Maisie asintió.

—Me gusta el tornado.

“Por supuesto —pensó Joanna—. ¿En qué estaría yo pensando?”

—Y la parte en que el reloj de arena se está agotando —dijo Maisie—, y no les queda mucho tiempo.

26

Te veré por la mañana.

Últimas palabras de JOHN JACOB ASTOR a su prometida, mientras la subía a uno de los botes del Titanic.


Joanna no consiguió llegar a la habitación de Coma Carl. Para cuando escapó de la habitación de Maisie (la niña insistió en contarle primero unos cuantos detalles sobre el tornado de Waco, Texas, de 1953), ya eran las cuatro.

“Guadalupe ya se habrá ido a casa”, pensó Joanna. No importaba. Quería hablar con Barbara y preguntarle por el estado de Maisie y descubrir a qué se debía toda esta charla sobre la pulsera hospitalaria. Pero Barbara estaba atendiendo a un niño de tres años con leucemia avanzada, tratando sin éxito de buscarle una vía.

Joanna volvió a su despacho y se pasó el resto de la tarde trabajando en la lista de personas que habían tenido más de una ECM. Formaban dos categorías: los que habían visto escenas radicalmente distintas y los que habían visto siempre lo mismo. El señor Tabb había visto consecutivamente una abertura con una luz surgiendo de ella y “figuras brillantes más allá”, una escalera, una oscuridad rojiza y una sensación de intenso calor, mientras que la señora Burton, una frágil diabética que había entrado en parada cuatro veces distintas, tuvo la misma visión exacta cada vez “y por eso sé que es real”.

A Joanna le parecía que el hecho de que fuera siempre exactamente lo mismo era, más probablemente, la prueba de que se trataba de una experiencia pregrabada, repetida una y otra vez por el cerebro como un disco rayado. Deseó haberle preguntado a la señora Burton qué quería decir con “real”, deseó haberles preguntado a todos sus pacientes si les había parecido un sitio real, si les pareció de verdad que habían estado allí.

Porque eso es lo que parecía, aunque Joanna supiera conscientemente que era una alucinación y que no había ido a ninguna parte, que estaba realmente tendida en la mesa de reconocimiento con los calcetines puestos mientras Tish controlaba su presión sanguínea y flirteaba con Richard. Pero parecía tan real, tan tridimensional, como su oficina con su hiedra sueca y su caja de zapatos llena de entrevistas por transcribir.

Joanna revisó las distintas versiones de la señora Burton y, de hecho, parecían haber sido la misma, pero la del señor Rutledge variaba ligeramente de ECM en ECM, aunque también él dijo que era la misma.

Encontró las dos entrevistas con la señora Woollam. Joanna le había dicho a Richard que había estado dos veces en el túnel, pero la señora Woollam había dicho que no creía que fuera el mismo, que la segunda vez el túnel era más estrecho y el suelo más irregular. Al parecer el “lugar oscuro y abierto” en el que había estado las otras cuatro veces era el mismo, pero, al escuchar la narración de la señora Woollam, Joanna lo dudó. Había dicho que estaba demasiado oscuro para ver nada. Lo mismo pasaba con la niebla de Maisie. Y varias personas habían quedado completamente cegadas por la luz.

Joanna trabajó hasta después de las siete, compilando una lista parcial, y luego se puso el abrigo y llevó la lista al laboratorio. Richard estaba todavía allí, contemplando los escaneos, la barbilla apoyada en las manos. Cuando ella le dio la lista, apenas gruñó al reconocerla.

—Vamos a tener una noche de picoteo mañana. ¿Puedes venir?

—Claro —dijo él, y continuó con los escaneos.

“Bueno, no es exactamente entusiasmo salvaje —pensó Joanna, saliendo al pasillo—, pero al menos no me ha rechazado.” Al fondo del pasillo, el ascensor sonó, y Joanna corrió a tomarlo. Se abrió, y de él salió el señor Mandrake.

—Oh, bueno, doctora Lander —dijo—. Me alegro de que esté todavía aquí. Llevo dos días intentando localizarla. —Frunció los labios.

—Señor Mandrake, me temo que éste no es buen momento para charlar —dijo ella, sabiendo que era inútil. Estaba claro que iba camino de casa, así que no podía decirle que tenía trabajo. ¿Una cita? No, él simplemente diría: “Esto sólo requerirá unos minutos.”

—Esto sólo requerirá unos minutos —dijo—. Quería preguntarle por esas ECM suyas.

¡Sabía que se había sometido al experimento! ¿Cómo lo había descubierto? ¿Tish? Estaba molesta porque Richard no salía con ella. ¿Le había contado la escena a otra enfermera y revelado accidentalmente que Joanna era el sujeto, y entonces la enfermera lo difundió por el resto de Chismorreo General? ¿O las había visto Heidi a ella y a Vielle hablar y de algún modo lo había deducido, y él sabía también lo del Titanic?

—¿ECM mías? —dijo, mirando ansiosamente hacia la puerta del laboratorio.

—Y del doctor Wright, por supuesto —dijo el señor Mandrake—. Es decir, suponiendo que hayan tenido éxito para producir esas supuestas simulaciones ECM con sus sujetos. ¿Lo han tenido?

—Sí —dijo Joanna, aliviada porque no lo sabía, y al instante lo lamentó.

—¿Y los sujetos han experimentado el túnel, la luz y los muertos esperándolos?

“Sí —pensó Joanna—, y la Cubierta de Botes y una lámpara Morse y una zapatilla roja de tenis.”

—Las ECM han variado —dijo.

—Lo que significa que no han experimentado esas cosas. Como ya esperaba. ¿Han experimentado la Revisión de Vida y la Revelación de los Misterios del Cosmos?

—No.

—¿Y la Dotación de Poderes?

—¿Dotación de Poderes? —dijo Joanna. Eso era nuevo.

—Sí, muchos de mis sujetos muestran habilidades paranormales aumentadas después de su regreso: clarividencia, telepatía, comunicaciones con los muertos. Supongo que ninguno de sus sujetos tendrá esas habilidades.

“No —pensó Joanna—, porque si las tuviera, las usaría para enviarle a Richard un mensaje telepático para que venga a salvarme.”

—Asumo que su silencio significa que no, lo cual no es sorprendente. Ninguna estimulación del cerebro en laboratorio podría hacer otra cosa que crear sensaciones físicas, y la ECM no es física sino espiritual. Nos muestra el mundo que se extiende más allá de la muerte, la Realidad más allá de la realidad, y varios de mis sujetos han estado en contacto con esa realidad. La señora Davenport…

“Tal vez sí que tengo poderes telepáticos —pensó Joanna—. Sabía que llegaríamos a la señora Davenport tarde o temprano.”

—… recibió un mensaje de su bisabuela anoche, un mensaje que sabía que era auténtico. ¿Sabe qué era el mensaje?

—¿Rosabelle, cree? —dijo Joanna.

El señor Mandrake la miró con mala cara.

—dijo: “Aquí no hay ningún temor” —entonó el señor Mandrake—, “ni ningún pesar”. ¿Ha hablado alguno de sus sujetos con los muertos? Por supuesto que no, porque esas llamadas simulaciones de ECM son sólo eso, meras imitaciones físicas. La señora Davenport también ha recibido mensajes de varios…

Joanna miró anhelante hacia la puerta, y Richard, cosa increíble, salió con un puñado de copias impresas de escaneos y clasificadores.

—Oh, doctora Lander, está usted aquí —dijo, empezando a cerrar con llave la puerta del laboratorio—. Temía que se hubiera olvidado.

—¿Olvidado?

—De nuestra reunión.

—Ah, nuestra reunión —dijo Joanna, cubriéndose la boca con la mano—, con el doctor Tabb. Sí que se me olvidó. Me iba ya a casa. Lo siento, señor Mandrake. El doctor Wright y yo tenemos una reunión…

—Pasan diez minutos —dijo Richard, mirando significativamente su reloj—. Y ya sabe lo que piensa el doctor Tabb de la puntualidad. Agarró a Joanna del brazo. El señor Mandrake hizo una mueca.

—Esto es extremadamente…

—Llegamos tarde. Sí nos disculpa —le dijo Richard. Tomó a Joanna del brazo y la condujo rápidamente hacia las escaleras y atravesaron la puerta.

—Gracias —dijo Joanna, bajando las escaleras tras él—. Un minuto más y me habría obligado a bajar a ver a la señora Davenport, que ahora está recibiendo mensajes de los muertos. ¿Cómo sabías que estaba ahí fuera?

—Telepatía. —Sonrió él—. Y la voz penetrante de Mandrake. ¿Quién es el doctor Tabb?

—El señor Tabb es un paciente al que entrevisté hace dos años. No quería nombrar a un doctor de verdad por temor a que intentara sonsacarle información.

—Bueno, es de esperar que se pase los próximos días buscando al doctor Tabb en vez de llamándonos a nosotros. —Llegaron al pie de las escaleras—. ¿Por dónde es menos probable que nos topemos con él?

—Por aquí —dijo Joanna, y lo condujo a través del pabellón de Oncología hasta los ascensores de servicio—. Puedo llegar al aparcamiento desde aquí. Oh, pero tú no puedes volver al laboratorio, ¿no? No si se supone que estamos en una reunión.

—No importa. Quería hablar contigo de todas formas, ¿Vamos a comer algo?

—Eso sería magnífico —dijo Joanna, sintiéndose inadecuadamente encantada—. Pero imagino que la cafetería estará cerrada. Lo estaba.

—¿Está abierta alguna vez? —preguntó Richard mientras se asomaban a las puertas de cristal cerradas.

—No. ¿Y ahora qué? No tendrás comida en la bata, ¿verdad? Él buscó y encontró un Mountain Dew y media madalena.

—Tengo que reavituallarme. ¿Qué te parece Taco Pierre’s? Oh, espera. —Rebuscó de nuevo en los bolsillos—. No llevo las llaves encima.

—Yo tengo las mías, pero no llevas abrigo.

—Taco Pierre’s tiene salsa picante, y tu coche tiene calefacción, ¿no?

—Sí.

La puso a toda potencia mientras subían y le tendió sus guantes, pero para cuando llegaron a Taco Pierre’s él estaba tiritando, y ordenó dos cafés con sus tacos.

—Uno para cada mano —explicó, y tomó seis bolsitas de salsa extrapicante camino de la mesa.

El comedor estaba llevo de envoltorios de tacos y servilletas. Joanna tuvo que limpiar su mesa con una antes de sentarse.

—Alguien tendría que abrir un restaurante más cerca del hospital —dijo Richard.

—Un restaurante agradable —susurró Joanna, sonriéndole. El lugar era un lío, el chico rubio y tatuado del mostrador parecía la foto de la ficha policial del criminal de la pistola de clavos, y no era un lugar romántico que digamos, pero era cálido y estaba vacío. “Y es una especie de cita”, pensó Joanna, “Vielle estará encantada”, y ella también se sintió encantada, mientras daba un mordisco a un Tater Torro que llevaba frito al menos una semana—. Al menos aquí se está calentito.

—Y el café está frío. ¿Qué tenía que decir Mandrake? Me perdí la primera parte.

Ella se lo contó mientras comían.

—Y ahora la señora Davenport está recibiendo mensajes de los muertos. —Sorbió reflexiva su Coca-Cola—. Me pregunto si tienen un código.

—¿Un código? —preguntó Richard, sorbiendo su café frío.

—Sí, como el mensaje que Houdini prometió enviar a su esposa después de muerto —dijo Joanna, dando un mordisco al taco—. “Rosabelle, cree”, le dijo; pero el mensaje era en realidad: “Rosabelle responde di reza responde mira di responde di.” Las palabras equivalían a “cree”. Era el código que utilizaban en su actuación para leer mentes.

—¿Lo consiguió?

—No, y si alguien pudo haber enviado un mensaje ese fue Houdini —dijo Joanna, bebiendo Coca-Cola—, aunque sin duda dentro de un par de días la señora Davenport anunciará que ha hablado con él personalmente y que le ha dicho —fingió un tono sepulcral—: “Aquí no hay ningún temor, ni ningún pesar.”

—”Y nadie se atreve a hacer escapadas bajo el agua” —dijo Richard en el mismo tono fantasmal—. ¿Por qué el más allá siempre parece el lugar más aburrido imaginable?

—Lo aburrido tal vez sea bueno —dijo Joanna, pensando en la oscuridad vacía más allá del puente, y en el oficial diciendo: “Hay agua en la Cubierta D.”

—Te refieres a lo opuesto al Titanic —dijo Richard, como si fuera telépata. Arrugó los papeles que envolvían su burrito. Llevó la bandeja al contenedor de basura—. La verdad es que quería hablar de eso contigo. —Rebuscó en los clasificadores que tenía en el asiento de al lado y sacó la transcripción de su ECM—. Sigues diciendo que es el Titanic. ¿Cómo sabes que lo es?

“Se acabó la cita”, pensó Joanna.

—No estoy diciendo que sea el Titanic de verdad —dijo pacientemente—. Ya lo expliqué antes. No es el barco histórico que se hundió en 1912. Es… no sé, una especie de Titanic mental.

—Lo sé. No es eso lo que te pregunto. ¿Cómo sabes que lo que estás viendo es el Titanic?

—¿Cómo lo sé? Oí los motores pararse y vi a los pasajeros en cubierta. Los vi hacer señales al Californian.

Corrección —dijo Richard, mirando sus datos grapados—, los viste hacer señales a algo. No se hizo ninguna mención al Californian. Lo supusiste. —Tomó un sorbo de café—. No hay ninguna mención de las personas que viste a ningún iceberg o ninguna colisión. De hecho, el sobrecargo dice que cree que se trató de un problema mecánico.

—Pero la joven del camisón lo oyó. Richard sacudió la cabeza.

—Oyó un sonido parecido a una tela al rasgarse. Eso podría ser un montón de cosas.

—¿Cómo qué?

—Una explosión, una colisión, el problema mecánico que describió el sobrecargo. ¿Viste algo que identificara al Titanic por su nombre? ¿Algo con SS Titanic escrito?

RMS —corrigió Joanna—. Era un barco correo real.

—Muy bien, con RMS Titanic escrito. —Hojeó nuevamente las páginas grapadas de su testimonio. Vio que varias líneas habían sido destacadas con un marcador amarillo—. Dijiste que viste los botes salvavidas. ¿Aparecía algún nombre en su costado?

—Estaban cubiertos —dijo Joanna, tratando de recordar si había visto el nombre del Titanic en alguna parte. ¿Tenía alguna insignia la chaqueta blanca del sobrecargo? ¿O la gorra del oficial? No podía recordarlo. ¿Qué más tendría una insignia, o el nombre Titanic?

“Los salvavidas”, pensó, tratando de recordar si había visto alguno en la Cubierta de Botes. No, pero al parecer había uno en la pared interior de la cubierta, justo fuera del pasillo, junto a la luz, con RMS Titanic grabado en rojo.

“Estás dejándote llevar por la imaginación —se dijo bruscamente—. Ésa es una imagen de la película, y si estaba junto a la luz de cubierta, no podrías haberlo visto debido al resplandor.”

—No —reconoció—. No vi nada con el nombre Titanic escrito.

—Eso creía. No estoy seguro de que sea el Titanic. He estado repasando tu transcripción. —Pasó a otra página, copiosamente marcada de amarillo, y leyó—: “¿No va a venir nadie?” “El Baltic, pero está a más de doscientas millas de distancia.” ¿Y el Frankfurt?

La miró.

—Fue el Carpathia el que acudió en su ayuda. Y, según tú misma dices en tu testimonio, el Californian fue el barco que no respondió, no el Frankfurt.

Pero habrían mandado mensajes por radio a más de un barco —repuso Joanna—. Dijeron que ambos barcos estaban demasiado lejos para ayudar. Puede que fueran dos de la docena de barcos con los que intentaron contactar.

—También está la escalera. Lo sé —dijo él, levantando las manos a la defensiva—, dijiste que el recuerdo no procedía de la película, pero una cosa que la película mostraba era la escalera ante el comedor, con los peldaños serpenteando y la gran claraboya…

—La Gran Escalera —murmuró Joanna. Él tenía razón. Las escaleras que conducían al Salón Comedor de Primera Clase eran de mármol, con filigranas de oro y balaustradas de hierro forjado y un querubín de bronce en el bolo de la barandilla sujetando una antorcha eléctrica y, en lo alto de las escaleras, un gran reloj, con dos figuras de bronce colocando una hoja de laurel encima. El Honor y la Gloria coronando al Tiempo.

“Debo de haber estado en otra escalera”, pensó, pero no habría habido dos escaleras en el Salón Comedor de Primera Clase, ¿no? Y estaba la cubierta vacía y el puente desierto.

—¿Entonces qué crees? —preguntó Joanna—. ¿Que estoy viendo otro barco?

—Creo que es posible. Nada de lo que has descrito eliminaría que fuera el Lusitania, por ejemplo.

—Excepto que el Lusitania se hundió a plena luz del día. Y nadie va por ahí preguntando qué ha pasado cuando le alcanza un torpedo.

—O tal vez cualquier otro barco del que te haya hablado Maisie —continuó él, imperturbable—. O el señor Wojakowski.

—El Yorktown era un portaaviones. Esto era un trasatlántico. Vi las chimeneas.

—Corrección —dijo él, consultando de nuevo la declaración—. Viste una gran forma negra. La tórrela central de un portaaviones sería una gran sombra negra, ¿no…? —Alzó la cabeza cuando vio al chico del mostrador junto a ellos.

—Vamos a cerrar —dijo, y continuó allí de pie, los brazos tatuados cruzados sobre su pecho mientras Richard apuraba su taza de café y Joanna se ponía el abrigo.

Salieron a la gélida oscuridad. Había empezado a nevar mientras estaban en el restaurante, una nieve húmeda y resbaladiza.

—¿Cuánto tiempo dijo Vielle que podrían sobrevivir los pasajeros antes de sufrir hipotermia? —preguntó Richard, soplándose las manos.

—No era un portaaviones —contestó Joanna, poniendo el coche en marcha y regresando al hospital—. Los portaaviones tienen la cubierta plana, y no tienen salones comedor con lámparas de cristal y grandes pianos.

—Y este barco no tiene una Gran Escalera —dijo él—, lo que me hace pensar que es una amalgama de barcos e imágenes de barcos que tienes almacenada en tu memoria a largo plazo. Tú misma dijiste que podría ser el Mary Celeste.

El Mary Celeste era un velero —dijo ella, pero Richard tenía razón. Había discrepancias. La cubierta estaba vacía y desierta, y no había nadie en el puente.

Llegó al aparcamiento.

—¿Dónde tienes aparcado tu coche? Oh, espera, tienes que ir a recoger tu abrigo.

—Sí, y quiero mirar otra vez tus escaneos. Joanna entró por la puerta norte y se detuvo.

—Gracias por rescatarme de las garras del Maligno —dijo.

—Espero que no esté agazapado ante el laboratorio, esperando.

—Yo espero que la señora Davenport no sea telépata de verdad. Richard se echó a reír y salió del coche. Volvió a asomarse.

—Dijiste antes que sabes que es el Titanic. ¿Es la misma sensación de convicción que tuviste cuando reconociste por primera vez que el pasillo era del Titanic?

“Sé adonde quieres ir a parar”, pensó Joanna, cansada.

—Sí.

Él asintió.

—Eso podría ser. El lóbulo temporal en vez de un recuerdo a largo plazo lo que está produciendo es la sensación espúrea de que es el Titanic. —Dio un golpecito en el techo del coche—. Me estoy congelando. Buenas noches. Te veré por la mañana. —Cerró la puerta del coche.

“Espero que sucumbas a la hipotermia —pensó Joanna mientras se marchaba—. No es una sensación espúrea. Es el Titanic.”

Cuando llegó a casa el teléfono estaba sonando. “Probablemente será el señor Mandrake —pensó—, dejando su enésimo mensaje.” Dejó que el contestador se hiciera cargo.

—Hola, soy Kit Gardiner… Joanna descolgó el teléfono.

—Estoy aquí, Kit, lo siento, acabo de entrar.

—Sé que es tarde, pero he encontrado algo. No el libro de texto —se apresuró a añadir—. Dijo usted que estaba intentando recordar algo que el tío Pat había dicho sobre el Titanic. Bueno, esta tarde he encontrado todos sus libros del Titanic, y se me ocurrió que lo que está usted intentando recordar puede que esté en uno de ellos, así que me pregunté si le interesa echarles un vistazo. O yo puedo mirarlo por usted, si quiere. Dijo que era algo sobre los motores parándose y los pasajeros que subieron a cubierta en pijama.

—Sí. Escucha, Kit, ¿podrías buscar una cosa más? Necesito saber cómo era el Salón Comedor de Primera Clase del Titanic.

Claro, lo buscaré con mucho gusto. ¿Algo más?

—Sí —dijo Joanna, tratando de determinar qué demostraría que el barco era el Titanic—. Necesito que averigües si usaron una lámpara Morse para hacer señales al Californian esa noche. Y los nombres de los barcos con los que contactaron por medio del telégrafo inalámbrico. Si no es pedir demasiado.

—No lo es —dijo Kit alegremente—. ¿Cuándo lo necesita? ¿Le vendrá bien mañana por la noche? Si su invitación a la noche del picoteo todavía sigue en pie. He decidido que me gustaría ir, después de todo. Tenía razón en lo del programa Eldercare. Están dispuestos a venir avisando con tan poco tiempo.

—Magnífico. ¿Puedo recogerte?

—Eso sería maravilloso. No sabe cuánto se lo agradezco —dijo Kit, como si Joanna fuera la que estuviera buscando libros de texto y hechos en vez de ella—.¿A qué hora?

—Solemos empezar a las siete. Te recogeré a las seis y media.

—Magnífico. La veré ma…

De pronto se escuchó un ruido atronador.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Kit—. ¿Puede esperar un momento?

—¿Va todo bien? —preguntó Joanna, pero el único sonido era aquel agudo timbrazo. “O zumbido”, pensó Joanna, preguntándose si debía colgar para que Kit pudiera llamar al 061. O si debería colgar y llamar ella misma.

—No pasa nada, tío Pat —oyó decir tranquilamente a la débil voz de Kit—, todo va bien.

Pero el sonido no se apagó. “Me pregunto qué lo produce”, pensó Joanna.

Parecía una mezcla entre el silbido de una tetera y una alarma… o como debieron de sonar las chimeneas del Titanic soltando vapor con un rugido ensordecedor, y se preguntó si eso, y no los motores al pararse, era el sonido que había oído en el pasillo.

—La mayoría ni siquiera lo oyó —dijo de pronto el señor Briarley al teléfono. Debía de haber entrado en la biblioteca mientras Kit trataba de encargarse de aquel sonido, fuera lo que fuese. —¿Señor Briarley?

—Sí. ¿Quién es?

—Joanna Lander.

—Joanna Lander —repitió él, sin ningún asomo de reconocimiento en la voz.

—Soy antigua alumna suya. Del instituto Dry Creek.

—El instituto —dijo él. Hubo un golpe suave, como si hubiera soltado el auricular, pero al parecer no lo había hecho, porque al cabo de unos segundos dijo—: Fue el súbito cese de la vibración de los motores. Jack Thayer lo oyó, y los Ryerson, y el coronel Gracie, y todos salieron a cubierta para ver qué había sucedido.

“Me está hablando de los motores del Titanic —pensó Joanna, afectándose al teléfono—. Kit dijo que a veces recuerda cosas al día siguiente.

—Nadie parecía saberlo —dijo el señor Briarley—. Howard Case creyó que se había desprendido una hélice. Uno de los mozos dijo que era un problema mecánico menor. Nadie creyó que fuera serio… —Hizo una pausa, como si esperara a que ella dijera algo.

—Señor Briarley —dijo Joanna, el corazón latiéndole dolorosamente—, ¿qué dijo usted sobre el Titanic aquel día en clase?

27

A veces pienso lo maravilloso que sería poder decirse a uno mismo: “La muerte se acabó; ya no hay que volver a enfrentarse a esa experiencia.”

CHARLES DODGSON, poco antes de su muerte.


Durante un buen rato lo único que Joanna oyó fue el agudo chillido repitiéndose una y otra vez, y luego al señor Briarley diciendo:

—Nos hablan.

Joanna esperó, sin comprender, pero temiendo que si interrumpía su cadena de pensamientos la destruiría.

—Artefactos aburridos y polvorientos. Eso es la literatura —dijo entonces, y luego, impaciente—: Sí, señor Inman, esto caerá en el final. Todo caerá en el final.

Y el sonido se interrumpió bruscamente.

Eso es lo que oigo en el pasillo, pensó Joanna, de manera intrascendente, mientras escuchaba resonar el silencio. Es un sonido al interrumpirse.

—Señor Briarley —dijo—, ¿puede recordar lo que dijo en clase aquel día?

—¿Recordar? —dijo él vagamente. Hubo una larga pausa, y entonces dijo—: Lo recordaré siempre.

No tenía derecho a preguntarle nada, se dijo Joanna.

—Lo siento —murmuró—. Yo…

—¿Quién es? —exigió saber el señor Briarley—. ¿Es usted amiga de Kevin?

—Soy una antigua alumna suya, señor Briarley. Joanna Lander.

—Entonces se sentará a este lado —dijo él, y al fondo Joanna pudo oír a Kit.

—No cuelgues, tío Pat. Es para mí.

—No sé quién es —gruñó el señor Briarley—. La gente nunca dice su nombre.

Y entonces Joanna oyó el sonido del teléfono al pasar de mano en mano.

—Lo siento —dijo Kit—. El tío Pat ha conseguido de algún modo que la alarma de humos de la cocina sonara, y no podía apagarla. ¿Dijo usted que estaría aquí a las seis y media?

—Sí. Kit…

—Oh, tengo que irme. Adiós —dijo Kit, y colgó.

Joanna se quedó allí de pie, mirando el auricular. “Lo recordaré siempre”, había dicho el señor Briarley, pero no era verdad. No podía recordarlo, ni ella tampoco. Se sintió de pronto cansada hasta los tuétanos.

Colgó el teléfono. Su contestador parpadeaba. Pulsó el botón de reproducción.

—Tiene un mensaje —dijo la máquina.

—Soy Vielle. ¿Te acordaste de alquilar los vídeos?

—No —dijo Joanna en voz alta—. Lo haré por la mañana.

Se fue a la cama. Pero el Blockbuster no abría hasta las once, descubrió camino del trabajo a la mañana siguiente. ¿Es que no hay nada abierto?, se preguntó, mirando las puertas cerradas y preguntándose cuándo iba a poder volver.

Tendría que ser aquella tarde. La sesión del señor Sage era a las diez, y normalmente tardaba media hora y al menos otras dos más en sonsacarle su testimonio. Eso la llevaba a las doce y media, y luego tenía que transcribir el testimonio. “Al menos eso no requerirá mucho tiempo”, pensó. Pero también tenía que terminar su lista de ECM múltiples para Richard y tratar de ponerse en contacto con la señora Haighton. Y hablar con Guadalupe. Y decirle a Vielle que había invitado a Kit a la noche del picoteo.

Lo hizo en cuanto llegó al trabajo, esperando que Vielle estuviera ocupada para que no volviera a interrogarla. Lo estaba. Urgencias estaba a rebosar.

—¡Ha llegado la primavera! —dijo Vielle, y como Joanna pareció confundida, teniendo en cuenta la nieve que había tenido que sortear para llegar hasta allí, se explicó—: La estación de la gripe, de sopetón. Fiebres, deshidratación, vómitos indiscriminados… Será mejor que salgas de aquí.

—Y tú también. He venido a decirte que he invitado a alguien a la noche del picoteo.

—¡Oh, por favor, dime que es el oficial Denzel!

—Pues no. Es la sobrina de mi profesor de lengua del instituto. Es a él a quien fui a ver el otro día cuando me prestaste el coche. El señor Briarley —dijo Joanna, preguntándose cómo iba a explicar por qué había ido a verlo—. Tiene Alzheimer.

—Alzheimer —dijo Vielle, sacudiendo la cabeza compasiva—. ¿No tenía una orden de No Resucitar? Sus parientes deberían conseguir una si vuelve a pasar. Nos traen pacientes de Alzheimer en fase terminal, y revivirlos no es agradable —dijo Vielle, y Joanna advirtió que Vielle pensaba que el señor Briarley había entrado en parada y luego lo habían revivido, y que había ido a registrar su ECM.

Tal vez podía dejar que siguiera pensando eso, se dijo, pero Kit podría decir algo.

“Y Vielle es tu mejor amiga. No tienes derecho a mentirle a tu mejor amiga.” Pero no podía decirle la verdad. Con sólo mencionar el Titanic…

—¿Recuerdas cuando la otra noche hablamos sobre cuál era la mejor forma de morir? —estaba diciendo Vielle—. Bueno, el Alzheimer tiene que ser la peor; olvidar todo lo que has sabido o amado, o lo que fuiste y saber que está sucediendo. ¿Era buen profesor?

—Sí. Nos solía recitar páginas y páginas de Keats y Shakespeare, y sus exámenes eran increíblemente difíciles.

—Una auténtica joya —dijo Vielle sarcástica.

—Lo era. Tenía un peculiar sentido del humor, y lo sabía todo, todo sobre literatura y escritores e historia. Siempre nos contaba las cosas más fascinantes. ¿Sabes que la hermana de Charles Lamb apuñaló a su madre una noche en la cena con un cuchillo de mesa?

—Parece que prestaste más atención a tus clases de lengua que yo —dijo Vielle.

“Pero no lo suficiente —pensó Joanna—, no lo suficiente, porque no puedo recordar lo que dijo sobre el Titanic.”

Lo sabía todo. Por eso fui a verlo —dijo Joanna, esperando que Vielle no le pidiera que fuese más específica—. No sabía que tenía Alzheimer, y conocí a su sobrina, y tuve que invitarla. Lo cuida a todas horas y no sale nunca, sólo sale de casa cuando tiene que ir al supermercado, y no tienen nunca visitas…

—Gilbert y Sullivan intentan rescatar a otra víctima —murmuró Vielle.

—Yo no… Bueno, de acuerdo, tal vez, pero es muy simpática, te caerá bien.

—¿Por eso te marchaste en mi coche y estuviste fuera más de cuatro horas? —dijo Vielle, escéptica—. ¿Para hacerle una pregunta a tu antiguo profesor de lengua? ¿Sobre la hermana de Charles Lamb?

—No. ¿Hay algún vídeo concreto que quieres que alquile para esta noche? ¿Además de Glory?

—¿Qué tal Conoces a Joe Black? Es de una mujer que se enamora tanto de la Muerte que casi se acaba muriendo.

—Alquilaré una comedia —dijo Joanna, y fue a ver a Guadalupe, que no estaba allí.

—Hoy está de baja —le dijo una enfermera desconocida en el puesto—. Ha pillado la gripe que anda por ahí.

—Oh. Bueno, ¿quiere decirle cuando vuelva que sí, que sigo interesada en que las enfermeras anoten todo lo que diga el señor Aspinall?

—Le dejaré una nota —dijo la enfermera, agarrando una libreta de notas adhesivas—. Todavía interesada… enfermeras… anotar… —dijo, mientras escribía—. ¿Seguro que se refiere al señor Aspinall? Él…

—Sí, soy consciente de que está en coma. Guadalupe sabrá lo que significa el mensaje.

Vio cómo la enfermera terminaba de anotar y pegaba el mensaje en el casillero de Guadalupe, y luego fue a la habitación de Coma Carl. Su esposa estaba sentada junto a su cama, leyendo una novela en voz alta.

—”Ya lo tenemos, dijo Buck, espoleando a su caballo” —leía—. “No podrá escapar por ahí. Incluso un rastreador comanche podría perderse en esos cañones.”

Joanna miró a Carl. En la semana transcurrida había ido claramente cuesta abajo. Su pecho y su cara parecían más hundidos que nunca, y más grises. El número de bolsas colgadas de su perchero para intravenosas se había multiplicado, igual que el número de monitores.

—¡Doctora Lander! —dijo la señora Aspinall, sorprendida y complacida. Cerró el libro.

—Me he pasado un momento a ver cómo le iba a su marido —dijo Joanna.

—Va tirando —dijo la señora Aspinall, y Joanna se preguntó si su actitud de no querer ver era igual que la de la madre de Maisie, pero estaba claro al mirarla que no. También ella había perdido peso, y la tensión se le notaba en la cara—. ¿Carl? —llamó, inclinándose hacia delante para tocarle el brazo—. Carl, la doctora Lander ha venido a verte.

—Hola, Carl.

La señora Aspinall dejó sobre la mesita de noche el libro, que tenía una imagen de un caballo al galope y su jinete en la portada.

—Le he estado leyendo a Carl en voz alta. Las enfermeras dicen que puede oír mi voz. ¿Cree que es cierto?

“No”, pensó Joanna, recordando el silencio de la Cubierta de Botes, la oscuridad más allá de la barandilla. Aunque Tish le hubiera quitado los auriculares y Richard le hubiera gritado al oído, no los habría oído.

—A veces creo que me oye —dijo la señora Aspinall—, pero otras veces parece tan… En cualquier caso, no puede hacerle daño —dijo, sonriéndole a Joanna.

—Y puede ayudarle. Algunos pacientes han contado que eran conscientes de la presencia de sus familiares mientras estaban en coma.

—Eso espero. —La señora Aspinall unió las manos—. Espero que sepa que estoy aquí, y que haría cualquier cosa por él —dijo ferozmente—. Cualquier cosa.

Joanna pensó en Maisie.

—Lo sé —dijo, y la señora Aspinall pareció cohibida, como si hubiera olvidado que Joanna estaba allí.

—Es usted muy amable al venir a ver a Carl —dijo, y volvió a tomar el libro.

—Me alegro de haberla visto, señora Aspinall —dijo Joanna, y aunque estaba convencida de que él se encontraba en algún lugar donde no podía oírla, añadió—: Aguanta, Carl.

Regresó a su despacho, también por el camino trasero y abriendo la puerta de la escalera una rendija antes de salir. El señor Mandrake no estaba, pero había dejado otros tres mensajes en su contestador. También había otro de la señora Troudtheim diciendo que no había pillado la gripe después de todo y que cuándo quería que fuese, pero ninguno de Kit.

Casi esperaba que hubiera noticias suyas, aunque habían quedado para esa noche, y si hubiera algún mensaje suyo probablemente sería para cancelar la cita porque el señor Briarley tenía un mal día. Pero esperaba que Kit llamara para decir: “El Titanic contactó con el Baltic y el Frankfurt”, o “el salón comedor tenía lámparas rosa y una alfombra rosa”, para que así ella pudiera convencer a Richard de que era el Titanic y no una amalgama.

Porque lo era. No era sólo un puñado de imágenes relacionadas con barcos pescadas de la memoria a largo plazo. Había un motivo para que fuese el Titanic. El señor Briarley cerró el libro de golpe y lo dejó sobre la mesa y dijo… Joanna miró el contestador automático, tratando de recordar. “Estaba nublado”, pensó, y tuvo una súbita imagen de un día nevado y soleado, la luz de los copos de nieve destellando, resplandeciendo…

Estás imaginando cosas, se dijo severamente. Tal vez debería seguir una pista diferente, no intentar recordar aquel incidente concreto, sino lo que sabía sobre el Titanic, y tal vez eso disparara el recuerdo.

Muy bien. Sabía que el barco avanzaba a toda máquina, aunque había docenas de mensajes indicando la existencia de icebergs, y los hombres jugaban tranquilamente al bridge en la sala de fumadores de primera clase después de que los botes zarparan. Sabía de la señora Strauss, que se negó a dejar a su marido, y de Benjamin Guggenheim, que bajó a ponerse el chaqué y un chaleco blanco. “Nos vestimos con nuestras mejores galas, y nos preparamos a morir como caballeros”, había dicho. Y sobre el Californian, que no había visto los mensajes con lámpara Morse que el Titanic estaba enviando, no comprendió que los cohetes que veía eran señales de socorro…

—¿Doctora Lander? —dijo Tish, llamando a la puerta—. El doctor Wright me ha dicho que le comunicara que está preparado para iniciar la sesión.

—¿Ya? —dijo Joanna, mirando su reloj. Santo Dios, ya eran casi las diez.

—Lo siento —dijo—, ahora mismo voy.

Recogió su minigrabadora, una cinta nueva y su cuaderno de notas.

—¿Está aquí el señor Sage?

—Sí —respondió Tish—. Charlatán como siempre. Joanna sonrió, cerró la puerta, le echó la llave, por si el señor Mandrake llegaba husmeando. Se dirigieron al laboratorio.

—Pero al menos el señor Sage no tiene la cabeza en sus escaneos TPIR como alguien que yo conozco —dijo Tish sarcástica—. Y por lo menos te escucha cuando le hablas. El motivo por el que he venido a verla —dijo, inclinándose confidencialmente hacia Joanna— es para decirle que he renunciado al doctor Wright. Es todo suyo.

—A mí tampoco me escucha —dijo Joanna, pensando en su conversación en Taco Pierre’s.

—Eso es porque se pasa todo el tiempo pensando en ECM. Y quiero decir todo el tiempo. ¿Sabe lo que dijo cuando le dije que había alquilado esa peli de Tommy Lee Jones de la que habíamos hablado?

“De la que habías hablado”, pensó Joanna.

—¿Y que había comprado filetes y hecho una ensalada? Dijo que no puede, que está ocupado. Probablemente mirando sus escaneos.

“Éste no va a ser un buen momento para hablarle de la noche del picoteo”, pensó Joanna.

—Está completamente obsesionado con esos escaneos. Si no los mira, empezará a creer que las ECM son reales, como el señor Mandrake.

—No sé por qué, pero eso me parece imposible —dijo Joanna, y entró en el laboratorio.

Richard estaba ante la consola, contemplando los escaneos, con la mano en la barbilla.

—¿Ve? —le susurró Tish a Joanna.

Joanna se acercó a la mesa de reconocimiento, donde estaba sentado el señor Sage, con la bata hospitalaria puesta.

—Buenos días, señor Sage. ¿Cómo se encuentra esta mañana? El señor Sage se lo pensó unos cuarenta segundos.

—Bien —dijo. Tish le dirigió a Joanna una mirada significativa.

“Al menos su testimonio no tardará mucho”, pensó Joanna, viendo cómo Tish lo preparaba. Diez minutos para la sesión y otros quince para sacarle el hecho de que estaba oscuro. Se equivocó. Después de dos minutos y cuarenta segundos en sueño no-REM, entró en estado ECM. Y se quedó allí.

Después de diez minutos, Richard preguntó:

—¿Cuánto tiempo estuvo bajo los efectos la última vez?

—Dos minutos, diecinueve segundos —dijo Joanna.

—Tish, ¿cómo están sus constantes vitales?

—Bien. Pulso 65, PS 110 sobre 70. Un minuto después, Richard preguntó:

—¿Y ahora?

—Lo mismo —contestó Tish—. Pulso 65, PS 110 sobre 70. ¿Está en sueño no-REM?

—No —dijo Richard, parecía estupefacto—. Sigue en estado ECM. Paremos la ditetamina.

Tish lo hizo, pero no cambió nada. Diez minutos más tarde, el señor Sage seguía en estado ECM.

—¿Hay algún problema?

—No —dijo Richard—. Su ECG está bien, sus constantes vitales están bien, y las pautas del escáner no muestran ninguna anormalidad. Debe de estar teniendo una ECM larga.

Joanna miró al señor Sage. “¿Y si no puede encontrar el pasillo, o el túnel, o lo que quiera que sea para él? —pensó—. ¿Y si se olvidó de colocar su zapatilla de tenis en la puerta o la verja o la barrera que haya atravesado, y se le ha cerrado detrás?”

A los veintiocho minutos y catorce segundos, Richard dijo:

—Muy bien, ya es suficiente.

Y le dijo a Tish que le administrara norepinefrina y lo recuperara.

.—Una cosa buena —dijo, viendo cómo el escaneo finalmente cambiaba a estado no-REM y luego a la pauta consciente—. El señor Sage tendrá un montón de cosas que decirnos.

Pero se mostró tan poco comunicativo como de costumbre.

—Estaba oscuro… —dijo, deteniéndose una eternidad entre frases— y luego hubo una luz… y luego estuvo oscuro otra vez.

—¿Estuvo allí más tiempo esta vez? —preguntó Joanna.

—¿Más tiempo?

“De verdad creo que es bobo”, pensó Joanna.

—Sí —dijo Joanna pacientemente—. ¿Le pareció que pasaba más tiempo?

—¿Cuándo?

—En la oscuridad —dijo Joanna, y como parecía confundido, añadió—: O en la luz.

—No.

—¿Estuvo en el mismo lugar?

—¿Lugar?

Intentó durante casi dos horas y media sacarle algo, sin conseguirlo.

“Al menos no tardaré mucho en transcribir su testimonio —pensó—, y así podré ir al Blockbuster”, pero cuando le pasó la transcripción a Richard, él le pidió que encontrara todas las referencias al tiempo transcurrido en sus entrevistas de ECM y cualquier información sobre el tiempo real de la muerte clínica, si estaba documentada. Eso le llevó toda la tarde. Hacia la mitad del trabajo, Richard llamó a la puerta.

—Creo que no voy a poder ir al picoteo —dijo—. No he terminado de analizar los escaneos del señor Sage, y todavía tengo que encargarme del análisis del neurotransmisor.

—¿Qué hora es? —preguntó Joanna, mirando el reloj—. Oh, Dios mío, las seis menos cuarto.

Grabó lo escrito y recogió su abrigo. Tenía que recoger a Kit a las seis y media. Y todavía no había alquilado los vídeos.

—Dile a Vielle que lo siento. Tal vez la próxima vez —dijo Richard mientras ella buscaba sus llaves.

—Lo haré —contestó, y corrió al Blockbuster.

“Muy bien —se dijo, resbalando en el aparcamiento—, ahora entra, agarra un par de pelis, y ve a por Kit.” Más fácil de decir que de hacer. Glory estaba alquilada, y también Jumpin Jack Flash, y cuando repasó los estantes, la primera película que encontró era de Woody Allen la segunda estaba protagonizada por Kevin Costner, y todo lo demás parecía haber sido filmado por expertos en demolición.

—¿Ya encuentra lo que busca? —preguntó un chaval bajito con una camisa azul y amarilla.

“No —pensó ella—. ¿Sabes dónde está la Gran Escalera? ¿O por qué estoy viendo el Titanic?”

¿Puedes sugerirme una buena comedia?

—Claro que sí —dijo él, dirigiéndose muy resuelto al pasillo de novedades y tomando una carátula con una foto de Robin Williams disfrazado de payaso—. Muerto de risa, dijo. Trata de un hombre que se muere de una enfermedad del corazón.

Joanna negó con la cabeza.

—¿Y ésta? Eslabón perdido. Es una comedia sobre un tipo con amnesia que no sabe quién es ni cómo se llama…

—¿Qué tal Julia Roberts? —dijo Joanna—. ¿Tienes algo de Julia Roberts?

—Sí, claro —dijo él, y se dirigió a la sección de drama—. Elegir un amor. Julia Roberts y Campbell Scott. Trata de una joven que cuida a un hombre que se está muriendo de leucemia…

—Quiero decir una comedia de Julia Roberts —dijo Joanna, desesperada.

Él frunció el ceño.

—Se acaban de llevar la nueva peli. ¿Qué tal Novia a la fuga?

Magnífico —dijo ella, quitándole de las manos la carátula azul y amarilla, y cuando iba a marcharse, se volvió—: En ésta no se muere nadie, ¿verdad? ¿Ni nadie pierde la memoria?

Él negó con la cabeza.

—Muy bien —dijo ella, y empezó a buscar su carné del Blockbuster.

Sabía que la noche del picoteo tenía que ser un programa doble, pero no sobreviviría a otra ronda de aquello. Tendrían que conformarse con una.

Además, no había tiempo. Había prometido recoger a Kit a las seis y media, y ya eran las seis y veinticinco. Atrapó Novia a la fuga de la mano tendida del chico bajito, esperando que llegar tarde no diera a Kit tiempo de cambiar de opinión, pero la chica la recibió en la puerta con el abrigo puesto.

—Hola, pase —dijo—. Casi estoy lista.

—¿Adónde vas? —llamó bruscamente el señor Briarley desde la biblioteca.

—Voy a salir, tío Pat —respondió Kit—. Con Joanna. Vamos a ver una película.

—Lo siento —susurró Joanna—. ¿Debería haberte esperado en el coche?

Kit sacudió la cabeza.

—Traté de marcharme un par de veces sin que me viera, pero sólo empeoró las cosas. Pase. Tengo que decirle algo a la cuidadora. Encontré las respuestas a algunas de sus preguntas.

La condujo hasta la biblioteca. El señor Briarley estaba sentado en su sillón de cuero rojo oscuro, leyendo un libro. No levantó la cabeza cuando ellas entraron.

Una mujer de pelo gris con camiseta estaba sentada en el sofá. A Joanna le recordó a la señora Troudtheim. Tenía el mismo aspecto amistoso y serio de “puedo sobrevivir a cualquier cosa”, e incluso llevaba una mochila llena de hilo verde oliva y púrpura brillante. “¿Qué pasa con el ganchillo? —se preguntó Joanna—. ¿Es que la gente se vuelve automáticamente daltónica cuando aprende a hacer ganchillo?”

—Ya tiene mi número de móvil —le dijo Kit—. Se lo pedí prestado a mi primo hasta que pueda tener uno propio —le explicó a Joanna.

—Aquí mismo —dijo la señora Gray, palpándose el bolsillo del pecho de su vestido.

—¿Quieres también el número de Vielle? —le preguntó Joanna a Kit, y cuando ésta asintió, se lo dio a la señora Gray.

—¿Y me llamará si pasa cualquier cosa? —dijo Kit ansiosamente—. ¿Cualquier cosa?

—Te llamaré —dijo la señora Gray, sacando su labor—. Ahora ve a pasártelo bien, y no te preocupes. Tengo las cosas bajo control.

—¿Ir? —dijo el señor Briarley, cerrando su libro y marcando el punto de lectura con el pulgar—. ¿Adónde vas?

—Voy a salir, tío Pat. Voy a ver una película. Con Joanna, Joanna Lander —dijo, presentándole a Joanna. El no dio muestras de reconocerla.

—Fue estudiante tuya en Dry Creek. Vamos a ver una película. Joanna pensó en el sobrecargo, marchándose una y otra vez de la cubierta, en la joven del camisón, diciendo una y otra vez: “Hace mucho frío.” ¿Era así tener Alzheimer, estar atrapada en una alucinación en un sueño, repitiendo las mismas frases, las mismas acciones, una y otra vez? ¿Y qué había de Kit? Ella también estaba atrapada en una interminable pesadilla repetida, aunque no se notaba por la forma tranquila y amorosa en que le respondía y le palmeaba el brazo.

—¿Y Kevin? —preguntó él—. ¿No va a ir contigo?

—No, tío Pat. —Ella se volvió hacia Joanna—. ¿Está? Oh, espere, tenía un libro que quería enseñarle antes de irnos —dijo, y corrió escaleras arriba.

Al oír la palabra irnos Joanna miró aprensiva al señor Briarley, pero él se había enfrascado nuevamente en su libro. Kit regresó con dos libros de texto.

—No creo que sea ninguno de éstos, pero ya que está usted aquí… No era ninguno de aquéllos. Joanna lo supo en cuanto los vio.

—Bueno, ha merecido la pena intentarlo —dijo Kit, corrió escaleras arriba y bajó otra vez, con el teléfono móvil en la mano—. Muy bien. Estoy lista. Adiós, tío Pat. —Lo besó en la mejilla.

La balada del viejo marinero no es, contrariamente a la creencia popular, un poema sobre símiles y aliteraciones y onomatopeyas —dijo el señor Briarley, como si estuviera dando clase—. Tampoco trata de albatros y palabras mal dichas. Es un poema sobre la muerte y la desesperación. Y la resurrección. —Se levantó, se acercó a la ventana y apartó las cortinas para asomarse—. ¿Dónde está Kevin? Ya debería estar aquí.

Kit se acercó a él y lo ayudó a regresar a su sillón. Él se sentó.

—Volveré pronto —dijo Kit. Él la miró, inocentemente.

—¿Adónde vas?

—Voy a salir con Joanna. Vamos a ver una película —dijo ella, y alzó su teléfono móvil para enseñárselo a la señora Gray, que estaba atareada haciendo ganchillo—. Llámeme.

—¿Pasa lo mismo cada vez que sales? —preguntó Joanna cuando subieron al coche.

—Prácticamente —respondió Kit, encendiendo el móvil—. Esto ha sido una gran idea. Ahora no me preocupará que la señora Gray intente contactar conmigo y yo no lo sepa.

“Como el Californian”, pensó Joanna, preguntándose cómo abordar el tema de las preguntas cuyas respuestas Kit había dicho encontrar. Si se lo preguntaba ahora, por el camino, parecería que sólo la había invitado a la noche del picoteo para sonsacarle información. Pero si esperaba, Kit podría sacar el tema en medio de la película, con Vielle allí delante, y Vielle estaba ya recelosa.

Tenía que ser ahora. Pero con tiento.

—Me alegra mucho que te decidieras a venir, Kit.

—Y yo también —dijo Kit, metiéndose la mano en el bolsillo del abrigo y sacando un papelito doblado—. Muy bien, la lámpara Morse. Utilizaron una en el Titanic, para hacer señales al Californian. Estaba en el ala del puente de babor, que según el mapa de El Titanic ilustrado estaba delante del puente y a la izquierda. Tuve que buscarlo —dijo, sonriendo—. Nunca recuerdo qué es babor y qué estribor. Babor es la izquierda según se mira a proa. Estribor es la derecha.

Delante del puente y a la izquierda. Allí era donde estaban los dos hombres, haciendo señales con la linterna.

—¿Decía cómo era la lámpara Morse? Kit negó con la cabeza.

—Por desgracia, aunque se llama El Titanic ilustrado, no había ninguna ilustración, ni ninguna descripción. Seguiré buscando. Ahora bien, respecto a los barcos con los que intentaron contactar, no estoy segura de tenerlos todos. La información sobre el telégrafo está dispersa por todas partes, y la mitad de los libros no tienen índice, así que no sé si los tengo todos, pero los que encontré son… —Miró el papel a la luz de las farolas que iban dejando atrás— el Virginian, el Carpathia… ése es el que recogió a los supervivientes… el Burma y el Olympic.

El Virginian, el Carpathia, el Burma y el Olympic. No el Baltic ni el Frankfurt. Pero Kit había dicho que la información sobre los cablegramas estaba dispersa por todas partes, y el Titanic podría haber enviado mensajes a una docena de barcos. Era posible que los libros mencionaran solamente los que estaban lo bastante cerca para ayudar o los que habían respondido. El oficial había dicho que el Frankfurt no respondía.

—Y por supuesto el Californian —dijo Kit—, pero usted dijo “contactar”, y nunca pudieron contactar con ellos. ¿Sabía que el operador del cable desconectó su máquina y se fue a dormir cinco minutos antes de que el Titanic enviara su primer SOS?

Joanna se echó a reír.

—¿Qué pasa? ¿He dicho algo gracioso?

—Acabas de recordarme a alguien, una niña pequeña que siempre empieza sus frases por “¿Sabías?”.

—¿Una paciente suya?

—Más o menos. ¿Pudiste averiguar algo sobre el Salón Comedor de Primera Clase?

—Sí, había montones de cosas. Era… —Kit volvió a consultar sus notas—. Un suntuoso salón a imitación del Haddon Hall inglés y decorado al estilo jacobino.

Jacobino. Joanna no tenía ni idea de cómo eran los muebles jacobinos. Aparcó en el complejo de apartamentos donde vivía Vielle.

—Ahora tengo que advertirte una cosa —dijo, apagando las luces del coche—. Tenemos una regla en la noche del picoteo, y es no hablar de trabajo, así que tendrás que contarme el resto en el camino de vuelta.

—Muy bien —dijo Kit—. Déjeme terminar con lo del salón. Joanna asintió y encendió la luz del techo.

—Estaba localizado en el centro del barco, en la cubierta de los salones, junto a la Gran Escalera. Tenía treinta y cinco metros de largo y era capaz de atender a quinientos pasajeros a la vez. Estaba pintado de blanco y tenía dos filas de columnas blancas en el centro. Las sillas y mesas eran de caoba oscuro, y las sillas estaban tapizadas de terciopelo verde con cabezales bordados con flores de lis.

Kit dobló el papel y lo guardó en el bolsillo de su abrigo.

—Le diré lo que he encontrado sobre los motores al pararse cuando regresemos —dijo, pero eso no seria necesario. Richard tenía razón. No era el Titanic.

28

SOS. Vengan de inmediato… problemas… diez millas al sur de Head Old Kinsale… SOS.

Cablegrama del Lusitania.


A Vielle le dio un ataque cuando Joanna apareció con Kit.

—¿Estás chalada? —susurró cuando Kit llevó las palomitas al salón—. ¿Vas a dejar que se acerque a Richard? ¿La has mirado bien? Es preciosa, y a los tíos les van las de tipo frágil e indefenso. Si le echa un vistazo, podrás despedirte del doctor Right.

—Richard no va a venir —dijo Joanna—. Tuvimos un problema con la sesión de esta tarde, y tuvo que…

—¿Qué clase de problema? —exigió Vielle—. ¿Y de quién fue la sesión? ¿Tuya?

—Regla número uno, no se habla de trabajo. Ya he advertido a Kit de eso.

—¿Por eso la has traído? —preguntó Vielle—. ¿Para que no pueda preguntarte por el proyecto? ¿O por qué de pronto estás tan interesada en esa película que no nos gustó a ninguna de las dos? ¿O por qué no quieres verla…?

Se interrumpió cuando Kit entró en la cocina con el teléfono móvil, estudiando los botones.

—¿Cómo se sabe si está conectado o sólo en espera? —preguntó. Vielle lo miró.

—Está conectado —declaró—. ¿Quieres llamar para comprobar cómo está tu tío?

—No, no importa. La señora Gray tiene este teléfono. Estoy un POCO nerviosa. A veces se desorienta cuando no estoy allí. —Se volvió hacia Joanna—. Lo siento. Sé que no tenemos que hablar de estas cosas durante la noche del picoteo. ¿De qué se supone que tenemos que discutir?

—De películas —dijo Joanna—. O, más bien, de la película. Tuve problemas en el Blockbuster. No tenían Glory. Ni Jumpin’ Jack Flash.

Le tendió el vídeo a Vielle—. Es una comedia. Con Julia Roberts.

Novia a la fuga —dijo Vielle, leyendo la carátula.

¿Novia?—repitió Kit.

—¿La has visto ya?

—No —respondió Kit, pero en un tono que hizo a Joanna preguntarse si lo había hecho y estaba mintiendo para no herir sus sentimientos. Sus mejillas se habían arrebolado—. No he visto ninguna película en los últimos años, y me encantó Julia Roberts en Pretty Woman y Línea mortal.

Excepto que en Línea mortal arriesga innecesariamente la vida —dijo Vielle, mirando a Joanna.

—Y acaba con Kiefer Sutherland —dijo Joanna alegremente—. Me parecía mucho más mono Kevin Bacon. —Le quitó el vídeo a Vielle—. En ésta sale Richard Gere.

Metió la película en el vídeo y encendió la tele.

—Venga, vamos a empezar. Kit no quiere estar fuera mucho tiempo. Entonces sonó el teléfono. Kit corrió a atenderlo.

—Es la señora Gray.

—Puedes hablar desde el dormitorio si quieres —dijo Vielle, y Kit asintió agradecida. Vielle la guió y cerró la puerta tras ella.

—Oh, espero que el señor Briarley no se haya indispuesto como para que tenga que irse a casa —dijo Joanna—. Tenía muchas ganas de pasar esta velada.

—No cambies de tema —dijo Vielle—. Dijiste que hubo un problema con la sesión de hoy. ¿Con quién?

—Conmigo no —respondió Joanna, y Vielle pareció inmediatamente aliviada—. Y no tendría que haber dicho problema. No pasó nada malo. —Miró la puerta del dormitorio.

—¿Y qué hay de tus sesiones? ¿Vas a decirme que tampoco ha pasado nada malo con ellas?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que bajaste corriendo a Urgencias blanca como un fantasma y exigiste saber si hay una escena en la que se paran los motores en Titanic, y luego cuando te lo averiguo, ni siquiera estás interesada, sólo te preocupa que pueda habérselo dicho a alguien. Y luego Barbara de Pediatría me dice que te vio en el pasillo de la quinta planta la noche antes y que parecía que hubieras visto un espectro.

Por supuesto. El viejo Chismorreo General, y por eso precisamente no podía decírselo a Vielle. Porque no existían los secretos en Mercy General.

—¿Te dijo también que acababa de enterarme de que Maisie había vuelto a entrar en parada?

—Me dijo que estaba preocupada por ti. Yo también estoy preocupada por ti. Es el proyecto, ¿verdad? Estás viendo cosas en tu ECM. Estás viendo el Titanic, ¿no?

“No —pensó Joanna—, por lo visto no.”

—No. No estoy viendo el Titanic.

¿Entonces qué estás viendo?

—No lo sé. Es…

La puerta se abrió y salió Kit, todo sonrisas.

—La señora Gray sólo quería llamar para probar el teléfono, para que yo supiera que funciona y para decirme cómo le iba al tío Pat.

—¿Cómo leva?

—No demasiado mal. Sigue mirando por la ventana y preguntándole dónde estoy.

“Creía que alguien tan parecido a la señora Troudtheim tendría el sentido común suficiente para no decirle eso —pensó Joanna—. Sólo la preocupará.” Y debió notársele en la cara, porque Kit dijo:

—Si me hubiera dicho que todo iba bien, no la habría creído. Quiero que me diga la verdad.

“Habla igual que Maisie —pensó Joanna y, cuando se pusieron a ver Novia a. la fuga—: Se parece también a ella, con el pelo rubio corto y los brazos y hombros tan finos.” Pero era más que eso. También tenía el valor de Maisie, su encanto, su formalidad. Miraba la película con tanta atención como si el señor Briarley fuera a poner uno de sus famosos exámenes finales sobre el tema.

Joanna, por otro lado, se puso a divagar. Si no era el Titanic, ¿qué era? Una amalgama de barcos e imágenes relacionadas con barcos, había dicho Richard. ¿Qué imágenes relacionadas con barcos? Había crecido en un estado sin litoral. No había estado en un barco en toda su vida.

Trató de concentrarse en la película. Richard Gere estaba siendo presentado a un montón de mujeres risueñas.

“Soy Betty Trout”, dijo una de ellas, y Joanna pensó en Betty Peterson. “Se sentaba conmigo en clase de lengua. Y siempre sacaba sobresaliente. Sin duda recordaría el nombre del libro de texto. Tal vez incluso recordara qué era lo que había dicho el señor Briarley. Pero no es el Titanic, así que no lo ves por eso.”

—No es justo —dijo Vielle.

—¿El qué? —preguntó Joanna, saliendo de su ensimismamiento.

—Eso —dijo Vielle, señalando la pantalla, donde Richard Gere besaba a Julia Roberts—. Tiene cinco tipos guapos para elegir y yo ni siquiera puedo encontrar a uno, a menos que cuentes a Harvey, el experto embalsamador.

Kit dejó de meterse palomitas en la boca.

—¿Experto embalsamador?

—Sí, y un conversador interesantísimo. ¿Sabes que Ajax es lo mejor que puedes usar para conseguir dientes blancos y relucientes?

—¿Ajax? —Kit dejó el puñado de palomitas sobre una servilleta.

—Regla número dieciocho —dijo Joanna—. Nada de discutir técnicas de embalsamamiento en la noche del picoteo. —Tomó palomitas—. ¿Qué hay del oficial Denzel? Vielle conoce a un oficial de policía que se parece a Denzel Washington —le explicó a Kit.

—Y no se me ocurre un modo de volver a verlo. Tal vez tenga suerte y otro colgado con picara acabe en Urgencias —dijo Vielle, y lamentó inmediatamente haberlo dicho.

—Vielle trabaja en Urgencias —explicó Joanna—, el lugar más peligroso del hospital. No paro de decirle que solicite el traslado…

—Y yo no paro de decirle que no merece la pena jugar a Línea mortal —dijo Vielle, señalando a Joanna.

—¿Línea mortal?

—Se refiere al proyecto de investigación en el que estoy trabajando con el doctor Wright, pero no tiene nada que ver con Línea mortal.

Excepto que estás teniendo experiencias cercanas a la muerte —dijo Vielle.

—Son alucinaciones inducidas por drogas, y son perfectamente seguras. No como trabajar en Urgencias, donde disparan y apuñalan a la gente…

—Regla número uno —dijo Vielle, rebobinando la película hasta la escena del beso—. Nada de hablar del trabajo en la noche del picoteo. ¿No es cierto, Joanna?

—Cierto. ¿Cuál de los vestidos de novia de Julia te gusta más, Kit?

—preguntó Joanna, cambiando de tema.

—No sé —dijo Kit, inclinándose hacia delante para asegurarse de que el teléfono móvil seguía conectado—. Todos son bonitos.

—El de cola —dijo Vielle—. Decididamente quiero un vestido de cola. Y una boda a lo grande, con todos los detalles. Damas de honor, flores, todo. ¿Los oficiales de policía se casan de uniforme?

—Estás pensando en los militares —dijo Kit.

—Y contando los pollitos antes de que salgan del cascarón —dijo Joanna—. Ni siquiera sabe todavía su nombre y ya está pensando” en llevarlo al altar. En medio pueden pasar muchas cosas, ¿verdad, Kit?

—Será mejor que llame y me asegure de que mi tío está bien —dijo Kit, poniéndose de pie.

—Creí que dijiste que si llamabas lo inquietarías.

—Lo sé —dijo ella, insegura.

—¿Quieres que te lleve a casa?

—No, tranquila —dijo, y se sentó—. Estoy segura de que está bien. Y la señora Gray dijo que llamaría si había algún problema. Pero en cuanto terminaron la película, insistió en marcharse.

—Ha sido magnífico, pero será mejor que no me quede demasiado tiempo. El destino es tentador.

—Espero que vuelvas otro día —dijo Vielle—. Prometemos que la próxima vez no hablaremos del trabajo.

—Ni de embalsamamientos —dijo Joanna.

Kit sonrió, pero cuando subieron al coche, dijo muy seria:

—Tengo que hacerte una pregunta.

—¿Sobre embalsamamientos? —dijo Joanna, poniendo el coche en marcha.

—No. Sobre tu proyecto de investigación. Si no te importa. Sé que tenéis por norma no hablar sobre el trabajo.

—Norma que, obviamente, no seguimos —dijo Joanna, saliendo del aparcamiento—. Y, además, la noche del picoteo ha terminado oficialmente. —Salió a la calle y se dirigió a casa de Kit. Explicó cómo funcionaba el proyecto—. No es Línea mortal, si eso es lo que ibas a preguntar.

—No —dijo Kit. Permaneció en silencio durante casi una manzana, y luego, cuando Joanna se detuvo ante un semáforo, añadió—: ¿Qué tiene que ver el Titanic con tu proyecto? ¿Crees que eso es lo que estás viendo cuando tienes esas experiencias cercanas a la muerte?

“No tienes que decírselo —pensó Joanna—. Puedes decirle que los resultados del proyecto son confidenciales.” Pero, como Maisie, ella ya lo había deducido, y, como Maisie, se merecía una respuesta sincera.

Deseó que Kit hubiera formulado la pregunta como lo había hecho Vielle, para poder decirle que no. “Pero creo que es lo que estoy viendo, a pesar de que el Salón Comedor de Primera Clase tenga los colores cambiados, a pesar de que el oficial mencionara a los barcos equivocados. Y tiene algo que ver con lo que dijo el señor Briarley. Kit y él son mi única oportunidad de averiguarlo.”

—Sí, creo que estoy viendo el Titanic —confesó, y Kit contuvo la respiración—. Pero no lo sé con seguridad, y si leo sobre el Titanic para descubrirlo…

—No podrás saber si son las lecturas lo que te hacen verlo. El Titanic —murmuró—. Qué terrible.

—En realidad no. Las visiones son muy extrañas. Parecen completamente reales, pero al mismo tiempo, sabes que no lo son. —Miró a Kit—. Tienes miedo de lo que esto significa en relación con las alucinaciones de tu tío, ¿verdad? Ésta no es la visión que normalmente produce el cerebro que funciona mal. Parece que es cosa mía. La mayoría de la gente tiene una sensación cálida y placentera y ven luces y ángeles. Por eso fui a preguntarle a tu tío qué había dicho en clase, porque creo que mi mente vio alguna conexión entre eso y lo que estaba pasando en la ECM, y esa conexión es lo que disparó esta visión concreta.

—Pero el tío Pat era experto en el Titanic. ¿No habría hecho la misma conexión?

—No necesariamente. —Joanna le explicó lo de la acetilcolina, y el incremento de la capacidad asociativa del cerebro—. El doctor Wright piensa que es una combinación de imágenes aleatorias surgidas de mi memoria a largo plazo, pero estoy convencida de que hay un motivo para la visión, que el Titanic está ahí por algo. —Miró a Kit—. Si no quieres seguir implicada en esto, lo entiendo perfectamente. Me parece una locura incluso a mí misma cuando trato de explicarlo, y no tenía derecho a pedirte nada. Ni a molestar al señor Briarley.

Era un alivio habérselo dicho, aunque Kit dijera “prefiero no seguir implicada”, o la mirara como si fuera una chalada de las ECM.

Pero ella no hizo nada de eso.

—Al tío Pat le habría encantado ayudarte si hubiera podido, y como no puede, yo quiero hacerlo. Por cierto, aún no te he hablado de cuando los motores se pararon. Creo que he encontrado lo que querías. Está en el libro Una noche para recordar de Walter Lord. Los pasajeros advirtieron que el zumbido de los motores había cesado y subieron a cubierta para ver… Espera —dijo, rebuscando en el bolsillo de su abrigo—. Me traje el libro para poder leerte esa parte…

Sacó un libro de bolsillo, y Joanna encendió la luz del techo y luego miró ansiosamente hacia la casa, preguntándose si el señor Briarley vería el coche y a Kit en el halo de luz.

—Aquí está… “deambularon por la cubierta o se acercaron a la barandilla, contemplando la noche negra en busca de alguna pista de cuál era el problema” —leyó Kit, y Joanna miró el libro.

Era una edición antigua, arrugada y amarillenta, con la misma imagen del Titanic que aparecía en el libro de Maisie: la popa surgiendo del agua, los botes en primer plano llenos de personas con mantas sobre los hombros, observando horrorizados; la imagen que aparecía en todos los libros del Titanic, excepto que ésta era en rojo, como una escena surgida del infierno: el mar rojo sangre, el barco burdeos, las enormes chimeneas rojinegras.

Había visto al señor Briarley agitando aquel libro docenas de veces, recalcando un argumento, leyendo un párrafo. Le era tan familiar como el libro de texto de lengua. Pero no lo miraba por eso. Estaba allí, en la mano del señor Briarley, aquel día. Lo cerró de golpe y lo dejó caer sobre la mesa. No era el libro de texto, después de todo. Era Una noche para recordar.

Pero el libro de texto estaba allí también. Podía ver su portada azul y sus letras doradas, y un libro de bolsillo no hacía ruido cuando lo cerrabas de golpe, ni cuando lo dejabas caer. Pero seguía siendo el libro.

—… “sus ropas eran una mezcla de batas, vestidos de noche, abrigos de piel, jerseys de cuello alto” —leyó Kit.

—Kit —la interrumpió Joanna—, ¿era el Salón Comedor de Primera Clase el único salón a bordo?

No, por supuesto que no, tenía que haber salones de segunda y tercera clases, también, pero la plata y el cristal y el piano tenían que ser de primera clase.

—Quiero decir, ¿el único salón de primera clase?

—No. Había varios restaurantes más pequeños. El Palm Court, el Cafe Verandah…

—¿Y escaleras? ¿Habría más de una?

—¿Escaleras de pasajeros o de la tripulación?

—De pasajeros.

—Sé que había al menos dos —dijo Kit, dirigiéndose al final del libro—, y tal vez… Maldición, éste es uno de esos libros que no tiene índice. Puedo ir a casa y…

—No, no importa —dijo Joanna—. No lo necesito ahora mismo. Puedes llamarme cuando lo averigües.

—¿Quieres saber cuántas escaleras y cuántos comedores?

—Sí. En concreto, quiero saber si había un comedor con paneles de madera clara, una alfombra rosa y sillas tapizadas de rosa.

—Y quieres saber con qué otros barcos trató de contactar el Titanic —dijo Kit.

Joanna asintió. “Serán el Baltic y el Frankfurt —pensó, sin apenas oír a Kit darle las gracias y las buenas noches—. Tengo que ver si Betty Peterson está en la guía, y si no, mañana buscaré en Internet.”

Venía en la guía y todavía vivía en Englewood, y cuando Joanna la llamó desde el despacho a la mañana siguiente pareció encantada de oírla. Joanna le preguntó si recordaba el nombre del libro de texto.

—Debería —dijo Betty—. Era azul, recuerdo, con letras doradas, y el título empezaba por L. Y había una “y”. Algo y algo. Pero cuando Joanna le preguntó por el Titanic, dijo:

—Lo único que recuerdo de esa clase es que el señor Briarley me hizo rehacer las notas al pie de mi trabajo del trimestre cuatro veces. ¿Por qué no se lo preguntas a él?

Joanna le explicó que tenía Alzheimer.

—Oh, sí, es verdad —dijo Betty—. Recuerdo haberlo oído mencionar. Qué triste.

—¿Te acuerdas de quién más estaba en clase con nosotras?

—Dios, en esa clase… Ricky Inman. ¿Sabías que ahora es corredor de bolsa? ¿Te imaginas? Joanna no podía.

—John Ferguson, no, está en Japón. ¿Melissa Taylor? Melissa Taylor era una posibilidad.

—¿Qué hay de Candy Simons? —preguntó Joanna—. La llamábamos Rapunzel porque siempre se estaba peinando el pelo. ¿Sabes dónde está?

—Oh, Joanna —dijo Betty, apurada—. Supongo que no te has enterado. Murió hace dos años. De cáncer de ovarios.

—No —dijo Joanna, pensando en Candy, siempre peinándose aquellos largos cabellos rubios. “Perdería el pelo durante la quimioterapia”, pensó, apenada.

Betty siguió charlando, mencionando a varios estudiantes, ninguno de los cuales estaba con ellas en clase de lengua, y hablando de sí misma.

—No puedo creer que no te hayas casado todavía —dijo, hablando igual que Vielle, y Joanna le dijo que tenía que irse y le dio su número.

—Por si recuerdas algo más.

—Lo haré —prometió Betty—. Oh, espera. Recuerdo algo sobre el libro. Tenía una ilustración de la reina Isabel con una de esas gorgueras.

“¿La reina Isabel? ¿No un barco?”

—¿Estás segura?

—Segurísima. Lo sé porque recuerdo que Ricky Inman le pintó gafas y bigote.

Joanna lo recordaba también vagamente, pero también recordaba un barco. Igual que Melissa Taylor, a quien llamó después de almorzar. ¿Y eso qué demostraba? Que la memoria es extremadamente poco de fiar.

Sonó el busca, y cuando llamó a la centralita del hospital era Vielle diciendo:

—Tengo un ya-sabes-qué para ti.

¿Una ECM u otra serie de preguntas? Probablemente ambas cosas, se dijo Joanna, y decidió llamarla en vez de bajar a Urgencias, para poder colgar si Vielle empezaba a echarle una reprimenda. Pero primero tenía que llamar a la señora Haighton. Su criada dijo que estaba en una recolecta de fondos para el Denver Theater Guild.

Joanna llamó a Urgencias. El teléfono sonó un buen rato. “Voy a tener que bajar después de todo y hablar con ella —pensó Joanna, y estaba a punto de colgar cuando contestó un hombre—. Uno de los internos a quien Vielle dirá: “¿Qué te crees que estás haciendo?” de un momento a otro y le arrebatará el teléfono.”

—Soy la doctora Lander. ¿Está por ahí Vielle?

—¿Vielle? —preguntó el joven completamente desconcertado. Decididamente, era uno de los internos.

—Sí, Vielle Howard. ¿Puedo hablar con ella, por favor?

—Yo… Espere un momentito.

Joanna oyó una conversación apagada al fondo y luego otra voz, una voz de mujer, atendió la llamada.

—¿Quiénes?

—Joanna Lander. Estoy intentando contactar con Vielle Howard. Me dejó un mensaje para que la llamara.

—Doctora Lander, hola. Vielle no está aquí. Dijo que si llamaba le dijera que se iba a casa enferma.

—¿Enferma? —Vielle nunca se iba a casa enferma, ni siquiera cuando no podía con su alma—. ¿Está bien? ¿Es la gripe?

—Me dijo que le comentara que la llamaría más tarde.

—¿Dijo algo sobre el mensaje que me dejó? —preguntó Joanna, aunque era improbable que hubiera dejado un mensaje sobre una ECM con Mandrake curioseando por allí constantemente.

Y no lo había hecho.

—No, ningún mensaje. Sólo dijo que la llamaría —dijo la mujer, y colgó.

Joanna esperó que Vielle no hubiera intentado llamarla para ver si podía llevarla a casa mientras llamaba por teléfono a la señora Haighton. La llamó a su casa, pero no hubo respuesta. “Tiene el teléfono descolgado para que no la molesten”, pensó, pero eso la preocupó. Vielle tenía que estar prácticamente a las puertas de la muerte para haberse ido enferma a casa, lo que significaba que probablemente estaba demasiado enferma para conducir.

Joanna llamó de nuevo a Urgencias para averiguar si alguien la había llevado a casa y cuándo se había marchado, pero no respondió nadie. Joanna deseaba no haber citado a la señora Troudtheim. Se habría pasado entonces por casa de Vielle para ver cómo andaba. Era de esperar que la sesión con la señora Troudtheim no durara mucho.

No duró. La señora Troudtheim salió de la ECM después de un instante y no recordó nada. En cuanto se marchó del laboratorio con su ganchillos, Joanna volvió a llamar a Vielle. Esta vez el teléfono estaba comunicando.

—Probablemente ha descolgado —dijo Tish—. Si es la misma gripe que tuvo mi compañera de piso, te golpea como una tonelada de ladrillos. No dura mucho, pero chica, cuando te da, deseas morirte.

“No es exactamente tranquilizador”, pensó Joanna, y lo intentó de nuevo. Esta vez Vielle respondió.

—Hola, soy yo —dijo Joanna—. Ha llegado la primavera, ¿no?

—¿Qué? —dijo Vielle, aturdida.

—En Urgencias me dijeron que te habías ido a casa con gripe. ¿Me llamaste para que te llevara? Si es así, lo siento muchísimo. Estaba al teléfono, intentando concertar una cita con un sujeto.

—No —dijo Vielle. Parecía agotada y a punto de echarse a llorar—. No te he llamado.

—¿Cómo llegaste a casa? —preguntó, pero Vielle no respondió—. No habrás conducido tú misma, ¿no?

—No. Alguien del hospital me trajo.

—Bien. Voy a pasarme a verte. ¿Quieres que te lleve algo? ¿7-Up? ¿Sopa de pollo con fideos?

—No. No quiero que vengas. Estoy bien.

—¿Estás segura? Al menos podría ahuecarte las almohadas y prepararte algo de té.

—No. No quiero pegarte la gripe. Estoy bien. Decidí quedarme en casa por una vez y recuperarme en vez de ignorarla y acabar realmente enferma. En cuanto cuelgue, me voy derechita a la cama.

—Buena idea. ¿Necesitas que haga algo aquí en el hospital? ¿Que les lleve algún mensaje tuyo a los de Urgencias?

—No. Ya saben que estaré de baja unos cuantos días.

—Muy bien. Me pasaré por la mañana para ver si necesitas algo.

—No —dijo Vielle, inflexible—. Voy a desconectar el timbre y el teléfono, y a intentar dormir un poco.

—Vale —dijo Joanna, vacilante—. Llámame si necesitas algo. Tendré el busca conectado, te lo prometo. Y cuídate. Se supone que esta gripe es fuerte. No quiero que tú tengas una experiencia cercana a la muerte.

—No —dijo Vielle, y el cansancio volvió a asomar a su voz.

—Venga, descansa un poco. Hablaré contigo mañana.

—Ya te llamo —dijo Vielle.

En cuando colgó, Joanna se dio cuenta de que se había olvidado de preguntarle a Vielle por el ya-sabes-qué con el que la había llamado inicialmente. Pensó en volver a llamarla, pero de lo último de lo que Vielle necesitaba preocuparse era de una ECM ajena, y además, habían pasado vanas horas. El señor Mandrake probablemente le habría puesto ya las manos encima a quien fuera. Joanna llamó a Kit y le dijo que podía haber quedado expuesta a la gripe.

—En ese caso, mereció la pena. Fue magnífico salir un rato —dijo Kit—. He descubierto la respuesta a una de las preguntas que me hiciste anoche. El comedor que describiste… paneles de madera clara, cortinas rosa, gran piano… es el restaurante A La Carte. Espera, déjame que te lea la descripción: “En el suntuoso restaurante Á La Carte, paneles de castaño contrastan hermosamente con la rica alfombra Rose du Barry. Las sillas están cubiertas de tapizado Aubusson rosa.”

—¿En qué parte del barco estaba?

—En la Cubierta de Paseo, a popa —dijo Kit—. Eso es la parte trasera del barco.

—A popa —oyó Joanna decir al señor Briarley al fondo.

—Eso es, a popa —dijo Kit—. Estaba junto a la escalera de segunda clase. Había decididamente dos escaleras, y creo que tal vez fueran tres, pero no lo puedo decir con seguridad. Un libro menciona una escalera y otro una escalera trasera. No sé si los dos se refieren a la misma. Sí sé que la Gran Escalera estaba en el centro del barco.

“Y yo intento averiguarlo”, pensó Joanna.

Llamó a Vielle por la mañana, pero al parecer había descolgado el teléfono, como había dicho. No hubo respuesta, ni había ningún mensaje en su contestador cuando llegó al trabajo. “Tendría que haberme pasado a verla”, pensó mientras se desnudaba para someterse al experimento. Si no había ningún mensaje después de la sesión, lo haría.

—Acaban de llamar de la centralita —dijo Richard cuando salió del vestidor—. Tish está de baja. Se fue a casa ayer por la tarde con la gripe.

—¿Significa eso que no podemos hacer hoy la prueba? —preguntó Joanna. “Bien.” Podría correr a casa de Vielle y asegurarse de que se encontraba bien.

—Van a enviar a una sustituta en cuanto encuentren una. En centralita dijeron que hay un montón de gente de baja. ¿Cómo te encuentras tú?

—Bien.

—Mejor. Esta vez voy a bajar la dosis. Eso reducirá la cantidad de estimulación en el lóbulo temporal y modificará los niveles de endorfinas. Eso alterará los estímulos, que deberían producir una imagen unificadora diferente.

“No lo hará —pensó Joanna mientras la enfermera sustituta, una estólida sesentona, le ponía los auriculares y le colocaba el antifaz sobre los ojos sin decir ni una palabra—. No puede, porque es el Titanic, y voy a demostrarlo. Voy a encontrar la Gran Escalera.” Y apareció en el pasillo, mirando hacia la puerta. Estaba entornada, y se veía luz alrededor de los bordes, y las voces de más allá sonaban apagadas.

—… ruido… —oyó decir a una voz de hombre.

—¿Qué… sonido…? —preguntó ansiosamente una voz de mujer, y Joanna reconoció a la joven del camisón. Abrió la puerta.

La mujer estaba hablando con el joven que se había acercado para investigar.

—Ha dicho usted que escuchó un ruido —dijo ella, agarrando la manga blanca de su jersey—. ¿Pareció algo al caerse?

—No —dijo el joven—. Parecía el grito de un niño.

Joanna miró la pared interior. Había un salvavidas colgando junto a la luz, pero no consiguió leer lo que decía. El hombre regordete vestido de cheviot se interponía. Se dirigió hacia él.

El hombre regordete, volviéndose hacia su amigo, dijo:

—¿Cuál dicen que es el problema?

Joanna se esforzó por escuchar qué contestaba su amigo, pero habló en voz demasiado baja, y no pudo haber dicho “hemos chocado contra un iceberg” porque el hombre regordete se sentó en una de las sillas de cubierta y abrió su libro; pero al menos se había apartado del salvavidas. Ella alzó la mano, cubriéndose los ojos del resplandor y trató de leer las letras.

Se había equivocado. No había ninguna letra alrededor del anillo blanco del salvavidas, y ninguna letra en la parte trasera de las sillas de cubierta, ni en las taquillas de metal, ni en las puertas. “Pero una de ellas tiene que conducir a la Gran Escalera”, pensó, caminando por cubierta y probándolas una a una.

Las dos primeras estaban cerradas. La tercera se abrió para mostrar una bombilla pelada y una escalera de metal que bajaba. “Una escalera para la tripulación”, pensó Joanna, y probó con la siguiente puerta.

También estaba cerrada, pero la que tenía al lado se abrió a una oscura escalera de madera. Era más ancha que la otra escalera que había subido antes. La talla de las barandillas y los bolos era más elaborada, y los escalones estaban cubiertos por una alfombra rosa.

“Pero las escaleras deberían ser de mármol —pensó—, ¿y por qué está oscuro?” Había lámparas en la pared, pero no veía ningún interruptor. Se acercó a la barandilla y alzó la cabeza. Arriba, varias cubiertas más allá, le pareció ver un destello de gris. ¿La claraboya? ¿O la chaqueta blanca del sobrecargo? ¿O cualquier otra cosa? Sólo había una manera de averiguarlo. Joanna posó la mano en la barandilla y empezó a subir las escaleras.

A medida que fue subiendo se fue volviendo cada vez más oscura, de modo que apenas veía los escalones que tenía delante, y nada de lo que dejaba atrás. “El Salón Comedor de Primera Clase debería estar aquí —pensó, rodeando el rellano—. No, estaba en la otra cubierta, pero el querubín debería estar aquí, y el reloj con el Honor y la Gloria coronando al Tiempo, y la claraboya.”

La claraboya estaba allí, una cúpula gris oscura sobre su cabeza mientras empezaba a subir el tercer tramo. Podía ver su entramado de hierro forjado, más oscuro entre las curvas de cristal ensombrecido, pero no había ningún querubín. El bolo era de madera tallada, con la forma de una cesta de fruta. Había un reloj en lo alto de las escaleras, pero era cuadrado y de madera. Sin embargo aquello tenía que ser la Gran Escalera. No habría dos claraboyas elaboradas en un barco. “¿Y si Richard tiene razón y era una amalgama?”, se dijo, y abrió una puerta en lo alto de las escaleras.

Volvió a la Cubierta de Botes, y todavía estaba desierta y oscura. Ni siquiera había luz en el puente. Miró hacia la proa, intentando distinguir el destello de la lámpara Morse o escuchar el roce del obturador de la linterna, pero la cubierta estaba completamente en silencio. Los botes, a su derecha, todavía colgaban de sus pescantes, envueltos en lona.

“Los botes deberían tener el nombre del barco escrito”, pensó, y trató de levantar la lona del más cercano, pero estaba amarrada con fuerza, las cuerdas convertidas en nudos del tamaño de un puño. No pudo moverla.

Caminó a lo largo de la fila de botes, intentando encontrar uno que tuviera la lona más floja, pero todas resultaron tan imposibles de mover como la primera. Cruzó al otro lado de la cubierta. Había luz en ese lado. ¿Del puente? No, más cerca. Una puerta abierta al fondo de la estructura que albergaba la zona de oficiales. Joanna se acercó y se asomó.

Era una especie de gimnasio. Había palos y pelotas contra la pared interior y piezas de equipo para hacer ejercicio dispersas por el suelo de losas blancas y rojas: un caballo mecánico y una máquina de remo y un alto y negro aparato para levantar pesas, con la misma forma y tamaño que una guillotina. Del techo colgaba un saco de boxear.

Contra la pared de la derecha había un puñado de bicicletas estáticas. Un joven con camiseta y pantalones de chándal grises ocupaba la bicicleta central, pedaleando furiosamente. En la pared que tenía delante había un gran reloj con números y flechas azules y rojas.

El joven pedaleó hasta que las dos flechas llegaron al último número. Hizo un esfuerzo final, inclinado contra el manillar. Los números rojos y azules pasaron al cero, y el joven dejó de pedalear y alzó los puños, como un corredor después de una carrera. Desmontó y se inclinó para recoger una toalla, y entonces ella le vio la cara.

—Oh —dijo, y contuvo la respiración.

Era Greg Menotti.

29

Me estoy muriendo, pero sin la esperanza de una rápida liberación. No es extraño que escenas recientes y escenas de los primeros años de mi vida se hayan apoderado de mi mente…

De una carta escrita por SAMUEL TAYLOR COLERIDGE.


—Yo a usted la conozco —dijo Greg Menotti, frotándose la cara con una toalla. Se acercó a ella—. ¿Verdad?

—Soy… —dijo Joanna, y durante un horrible instante no consiguió dar con su nombre— Joanna Lander.

Y luego al fin recordó que él la había conocido como doctora Lander.

—Doctora Lander.

—¿Doctora Lander? —dijo él, claramente intentando situarla todavía—. Me parece tan familiar… oh, espere, ya me acuerdo. Fue usted quien me hizo todas esas preguntas el día que me golpeé en la cabeza. No quiso darme su número de teléfono. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Ha cambiado de opinión?

—¿Se golpeó la cabeza?

—Sí, con un trozo de hielo semiderretido. Estaba sacando el coche de una zanja y me quedé inconsciente, y me llevaron a Urgencias, y luego vino usted y me hizo un montón de preguntas sobre túneles y luces Y ángeles. No me diga que no se acuerda.

—No —dijo Joanna lentamente—. Sí que me acuerdo.

—Yo no paraba de decírselo a la gente de Urgencias, pero ellos insistían en que había tenido un infarto. —Sacudió la cabeza, divertido—. ¿Por eso ha vuelto? ¿Ha decidido darme su número de teléfono después de todo?

—No —dijo Joanna, pensando: “No sabe que está muerto”—, Vine para averiguar el nombre de este barco.

—¿Barco? —preguntó él, desconcertado—. ¿Qué barco? Esto es un gimnasio. Vengo aquí tres veces por semana. ¿No ha estado aquí antes? Venga, déjeme que se lo muestre. —La agarró por el brazo y la condujo a las bicicletas estáticas—. ¿Ve este dial? La flecha azul mide la distancia viajada y la roja mide la velocidad.

La condujo hasta lo que parecía ser uno de aquellos toros mecánicos que tenían en los bares, pero con una joroba de aspecto incómodo.

—Esto es un camello mecánico, y eso de allí es una máquina de remos. Un excelente ejercicio cardiovascular. También hay una pista de squash, una piscina, una sala de masajes…

Joanna estaba mirando el montón de palos y balones medicinales. Deberían tener escrito “Propiedad de” y el nombre del barco. Se zafó del brazo de Greg y se acercó a examinarlos. Tomó un balón medicinal. Era casi demasiado pesado para levantarlo, pero Greg se lo quitó con facilidad de las manos y lo lanzó contra la pared. Rebotó con un fuerte golpe.

Joanna se agachó y miró el otro balón y luego los palos, pero no había ningún nombre. “Y Greg ni siquiera sabe que esto es un barco, mucho menos cuál”, pensó.

—Greg —dijo—. ¿Ha oído algo? Él volvió a arrojar el balón.

—¿Algo?

—Sí.

—¿Cómo qué? —Golpe.

—¿Cómo los motores parándose? ¿O una colisión? —”Estoy dando pistas”, pensó ella, esperando una respuesta.

—¿Una colisión? No, gracias a Dios. Sobre todo porque era uno de esos Ford Explorer. Son enormes. —Volvió a lanzar el balón—. No, sólo un chichón en la cabeza, pero debió dejarme fuera de combate porque los enfermeros pensaron que me había dado un infarto. Les dije: “No puede ser un infarto…”

—Hago ejercicio tres veces por semana en mi gimnasio —dijo Joanna, y luego lo lamentó porque Greg se detuvo, llevándose el balón al pecho y mirándola temeroso. Se acercó a la máquina de remos y empezó a tirar de los remos hacia sí con golpes fuertes y rítmicos.

—Greg… —dijo Joanna, y captó un atisbo de movimiento por el rabillo del ojo. Corrió hacia la puerta. El sobrecargo. Caminaba hacia el puente con un papel doblado en la mano.

Joanna corrió tras él. Dejó atrás la zona de oficiales y se dirigió a un pasillo oscuro. Joanna lo siguió, dobló una esquina, bajó por un pasillo corto y estrecho, dobló otra esquina. “Como un laberinto”, pensó. Bajó por otro pasillo y salió al otro lado de la cubierta. Había botes en ese lado también. ¿Qué iba a hacer el oficial, destapar los botes?

No. Llamó a una puerta y la abrió. Una luz dorada se desparramó sobre la cubierta, y ella oyó el murmullo de voces.

—Puede que nunca tenga otra oportunidad —dijo el oficial, y volvió a salir, riendo, y se dirigió hacia la popa, obviamente encaminándose hacia las escaleras. Joanna lo siguió, deteniéndose al pasar para asomarse a la puerta aún abierta.

Un hombre rubio con una camisa blanca estaba sentado de espaldas a la puerta, encorvado sobre una mesa, tecleando frenéticamente en su telégrafo inalámbrico. Tenía la chaqueta colgada en el respaldo de la silla y llevaba puestos unos auriculares, anticuados y con una banda alrededor de la nuca además de alrededor de la coronilla. Por encima de su cabeza, una chispa azul saltó entre dos bloques de metal, fluctuando y chasqueando mientras pulsaba la tecla.

“Ésta es la sala de radio”, pensó Joanna, olvidándose del oficial. Y el hombre era Jack Phillips, que estaba ocupado enviando mensajes. Ningún SOS todavía, se dijo mirando la chispa azul bailar alegremente sobre la cabeza del operador y recordando la risa del oficial. Y Jack no llevaba puesto todavía su chaleco salvavidas.

“Deben de ser los mensajes de los pasajeros que estaba enviando, el atraso acumulado de todo el fin de semana.” Joanna recordó que el señor Briarley contó a la clase que los cablegramas eran una novedad tan grande que todos los pasajeros quisieron enviar uno, y Jack Phillips había estado tan ocupado la noche de la colisión que, cuando el Californian trató de enviar su mensaje advirtiendo de la presencia de icebergs, lo interrumpió, le dijo que se callara, que estaba contactando con la estación de relé, Cape Race.

Y los SOS eran sencillos. Tres puntos, tres rayas, tres puntos. Joanna recordó que el señor Briarley les dijo que por eso se había elegido la sigla SOS como señal de socorro, porque era tan sencilla que cualquiera podía enviarla. Los mensajes no eran tan simples. “Me lo estoy pasando maravillosamente —pensó Joanna, escuchando el complicado teclear—. Ojalá estuvierais aquí.”

Se inclinó hacia delante, tratando de escuchar la pauta, tratando de descifrar el mensaje, pero él tecleaba tan rápidamente que Joanna no distinguía los puntos de las rayas, y el zumbido de la chispa la desconcentraba.

Se acercó más, y al hacerlo, oyó un leve murmullo. “Está diciendo las letras mientras las teclea”, pensó.

—C —dijo, dando una serie de golpecitos—. Q… D… C… Q… D.

No era una palabra. ¿Un código? ¿La clave de transmisión del Titanic?

Hubo un golpe en algún lugar de la cubierta. “Greg Menotti —pensó Joanna—, lanzando el balón contra la pared del gimnasio”, y miró hacia atrás. Jack Phillips no alzó la cabeza ni se detuvo en su trabajo.

“No puede oír con los auriculares puestos —pensó Joanna—, igual que yo no puedo oír a Richard o a Tish con los míos, y cuando el Titanic se estaba hundiendo, estaba tan concentrado en enviar mensajes que ni siquiera advirtió al pasajero que se coló tras él, intentando robarle el chaleco salvavidas.” Joanna avanzó otro paso, tratando de escuchar sus murmullos por encima de los firmes golpes.

—Q…D…

Golpe. Era imposible oír el teclear con aquel golpe continuado. Salió a cubierta para decirle a Greg que se detuviera, pero el sonido no procedía del gimnasio, sino de la escalera.

Joanna abrió la puerta de la escalera y entró. Golpe. El sonido procedía de abajo. Se asomó a la barandilla pero no vio más allá del primer tramo de escaleras.

—¡Espere! —dijo una voz de hombre. Joanna la reconoció como la del oficial que había ordenado al marinero que usara la lámpara Morse—. ¿Qué cree que está haciendo?

No hubo respuesta, excepto otro golpe y luego otro más. Joanna bajó al primer rellano. Un hombre con uniforme azul oscuro arrastraba algo pesado escaleras arriba. Parecía un cuerpo.

El oficial estaba al pie de la escalera, subiendo hacia el hombre, con aspecto enfadado.

—No puede subir eso aquí.

—Es el único camino hacia arriba que no está inundado —dijo el hombre de uniforme, y arrastró el cuerpo un peldaño más, y luego otro, hasta que quedó sólo a cinco peldaños por debajo de Joanna. No era un cuerpo. Era un gran saco de lona con una corona grabada. Una saca de correos.

—Hay agua en toda la sala de correo —dijo el hombre, que debía de ser funcionario postal. Abrió el cuello de la saca, metió la mano, y sacó un puñado de cartas empapadas—. ¡Mire esto! —dijo, agitándolas delante de la cara del oficial—. ¡Estropeadas!

Las blandió ante Joanna. Ella dio un respingo.

—¿Cómo voy a entregarlas? —preguntó. Las metió de nuevo en la saca, cerró el cuello, subió el saco un escalón más.

—Entonces tendrá que subirla por otro camino —dijo el oficial, plantándose ante él—. Estropeará el suelo.

Señaló la alfombra. Donde había apoyado la saca, la moqueta rosa estaba húmeda.

—No se puede evitar —dijo el funcionario postal, subiendo la saca otro escalón—. Tengo que hacerlo. Tengo que llevarla a los botes. Écheme una mano —le dijo a Joanna, pero ella estaba mirando la alfombra mojada. El agua la había calado, manchando el rosa hasta convertirlo en un rojo oscuro y perturbador, como sangre.

—¿Cómo está? —preguntó el oficial.

—Hasta la cubierta del salón —dijo el funcionario postal—. No le queda mucho tiempo.

—¿Qué quiere decir con eso de que no le queda mucho tiempo? —dijo Greg Menotti tras Joanna. Ella se dio la vuelta. Estaba en el escalón superior, viendo cómo el funcionario postal aupaba la saca otro escalón más—. ¿Por qué está haciendo esto?

—Porque se está hundiendo —dijo el funcionario postal, y a Joanna—: Será mejor que suba a un bote, señora.

—¿Qué cubierta es la cubierta del salón? —le preguntó Joanna—. ¿Es la Cubierta C?

—¿Qué quiere decir con que se está hundiendo? —dijo Greg—. Esto no es un barco. Es un gimnasio. —Agarró a Joanna del brazo—. Creí que quería ver el resto de las instalaciones.

—No hay tiempo —contestó Joanna, intentando soltarse—. ¿La cubierta del salón es la Cubierta C?

—Tiene que ganar tiempo —dijo Greg, haciéndola subir las escaleras—. Su salud es lo más importante. Tenemos un programa completo de squash, ping pong, tenis.

Él iba demasiado rápido. Joanna perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer.

—Con cuidado, parece que le vendría bien un poco de ejercicio en escaleras —dijo él, ayudándola a incorporarse, pero ella no pudo recuperar el equilibrio. La escalera estaba extrañamente inclinada, y su pie seguía resbalando…

“Oh, Dios —pensó—, está empezando a inclinarse.”

—Tengo que irme —dijo, tirando frenéticamente para zafarse de la mano de Greg—. La cubierta del salón…

— Hago ejercicio tres veces por semana —dijo él, atenazando sin piedad su brazo—. Un régimen regular de ejercicio es esencial para…

Joanna se liberó y corrió hacia las escaleras, tropezando, extendiendo los brazos para equilibrarse, y abrió la puerta que daba a la escalera. El funcionario postal había conseguido llevar la saca casi hasta lo alto de las escaleras. Joanna corrió dejándolo atrás, esquivando la mancha húmeda y oscura donde se había posado la saca.

—No debe correr sin calentar primero —llamó Greg tras ella—. Le dará un tirón…

La puerta se cerró, apagando su voz mientras ella bajaba corriendo las escaleras, deslizando la mano por la barandilla de roble pulido mientras corría. Bajó y bajó, sin contar rellanos ni cubiertas ni puertas, corriendo a ciegas, a ciegas, salió por la puerta, como por la cubierta, abrió la puerta de golpe y se zambulló en el pasillo, en la oscuridad y la oscuridad…

Y la oscuridad. “Sigo en el pasillo”, pensó Joanna desesperada, y oyó a Richard decir:

—Hay que quitarle el antifaz.

Lila abrió los ojos y parpadeó sorprendida ante una completa desconocida. Tardó otro minuto en recordar que Tish estaba de baja con gripe y que era la enfermera sustituía.

—Descansa. No intentes hablar —dijo Richard, y empezó a explicarle los procedimientos posteriores a la sesión. “No quiere que diga que es el Titanic delante de ella”, pensó Joanna.

Pero no era el Titanic. La escalera estaba equivocada y el gimnasio también. El Titanic tenía uno.

Recordó que el señor Briarley había hablado de eso, al contarles lo opulento que era el barco, pero difícilmente habría estado en la Cubierta de Botes. Y, aunque el Titanic hubiera sido un barco correo, no habrían arrastrado las sacas desde la sala de correo. Mil quinientas personas se habían ahogado esa noche. No se habrían preocupado por el correo. “Y Greg Menotti obviamente no estaba en el Titanic”, pensó Joanna, frustrada.

Ni la mitad de frustrada que Richard.

—¡Otra vez has visto el Titanic! —dijo cuando la enfermera terminó de monitorizar sus constantes vitales y se marchó y Joanna pudo contárselo—. ¿Cómo es posible? Mira estos escaneos.

La hizo acercarse a la consola.

—La pauta de actividad del lóbulo temporal es completamente diferente, y el nivel de acetilcolina es mucho más alto que antes.

—Eso parece igual —dijo Joanna, señalando un parche rojo anaranjado en el hipocampo.

—Lo es, igual que la actividad de la almígdala. Son iguales en todas las ECM, pero no tienen nada que ver con la producción de imágenes.

—¿Fue también completamente distinta la pauta a largo plazo? —preguntó Joanna, mirando los cambiantes rojos, azules y amarillos.

—No —admitió él—. Los últimos escaneos encajan, aunque no lo hacen con las fórmulas de A+R. ¿Fue igual el final de tu ECM la última vez?

—No.

Le contó lo de la carrera escaleras abajo y la llegada al pasillo.

—Era el mismo pasillo, pero esta vez la puerta estaba cerrada y tuve que correr mucho más antes de volver al laboratorio.

—¿Dices que el mismo pasillo? ¿Quieres decir que parecía igual?

—No —dijo Joanna—. Quiero decir que es el mismo pasillo. Es en el mismo sitio, siempre da a la misma parte de la cubierta. Es un lugar real. La puerta siempre da a la misma escalera, la Cubierta de Botes siempre está el mismo número de tramos más arriba, los salvavidas y la zona de oficiales y el puente están siempre en igual relación unos con otros.

—Dijiste que esta vez había un gimnasio —dijo Richard, escéptico.

—Siempre estaba allí, pero antes la puerta estaba cerrada. No es como un sueño, donde las cosas cambian de sitio y estás en un lugar y luego en otro sin solución de continuidad. Es un lugar real.

—Real —dijo él, y toda la precaución y el escepticismo volvieron a asomar a su rostro. Dentro de un momento la volvería a acusar de ser Bridey Murphy.

—No quiero decir real —dijo ella, derrotada—. Quiero decir tridimensional. Quiero decir lineal. Él negaba con la cabeza.

—No hay ninguna activación de las zonas del córtex espacial. ¿Qué hay del principio? ¿Fue igual?

—No. Esta vez llegué un poco más tarde, después de que el joven subiera a investigar el ruido.

—¿Pero la gente y lo que decían eran lo mismo?

—Básicamente.

—Básicamente —murmuró, contemplando las pantallas—. Aunque las pautas del lóbulo temporal y la de A+R son completamente diferentes. ¿En qué estabas pensando justo antes de entrar en sueño no-REM? Tal vez tu mente consciente está influyendo en lo que ves.

—En el Titanic —admitió Joanna, y Richard pareció animarse— Pero la última vez estaba pensando en Pompeya, y las tres primeras veces obviamente no pude haber estado pensando en el Titanic, y ha sido el mismo sitio siempre.

—Y oyes el mismo sonido al atravesar —dijo Richard, pensativo y empezó a teclear absorto.

Joanna bajó a su despacho para transcribir su testimonio y comprobar cómo estaba Vielle. No hubo respuesta, pero tenía siete nuevos mensajes. Joanna los escuchó, saltándoselos en cuanto detectaba que no eran de Briarley. Registros. Maisie. Guadalupe.

“No debe de haber recibido el mensaje que le dejé —pensó Joanna—. Y debe de haber vuelto al trabajo, y Tish tenía razón y esta gripe no dura mucho. Tal vez Vielle haya vuelto también y por eso no responde.” Pulsó “siguiente mensaje”. El señor Mandrake. Pulsó “borrar”. Betty Peterson.

—Encontré el título —dijo la voz de Betty, y Joanna retiró el dedo del botón “siguiente mensaje” y escuchó lo que decía su amiga.

—¡Nunca adivinarías cómo! —dijo Betty—. Anoche pesqué mi viejo libro del año del instituto para ver quién más estaba con nosotras en clase, y estaba repasando la sección con nuestras fotos, y… oh, Dios mío, ¡el peinado!, ¡la ropa!, y de pronto veo que Nadine Swartheimer… ¿te acuerdas de Nadine? ¿El pelo todo revuelto y coletitas, incluso en invierno…? ¡Bueno, pues me había firmado la foto, y allí estaba! Pero eso no es todo. Encontré algo más. Tienes que llamarme. Adiós.

“No me lo creo —pensó Joanna—. Al final, no me ha dicho el nombre del libro, y ahora tendré que llamarla, y probablemente me pasaré una semana jugando al escondite telefónico. ¿Cómo es que Betty siempre sacaba sobresalientes?”

Tendría que llamarla, pero no hasta después de haber comprobado si había llamado Vielle. Pasó rápidamente el resto de los mensajes. Otra vez el señor Mandrake. Borrar. Alguien llamado Leonard Fanshawe.

Pero no Vielle. Joanna intentó llamarla otra vez, pero no hubo respuesta tampoco. “Creo que será mejor que baje a Urgencias para ver si ha vuelto, y si no, iré a verla a casa”, pensó, y recogió el abrigo, las llaves y el bolso, pero justo cuando se dirigía hacia la puerta, sonó el teléfono. Joanna dejó que el contestador se ocupara de la llamada.

—Hola —dijo Vielle, y Joanna agarró el receptor.

—¿Cómo estás?

—Mejor —dijo Vielle, y su voz parecía más fuerte y firme que el día anterior—. Todavía voy a quedarme en casa un par de días y no, no necesito que me traigas nada. No quiero que te contagies.

—Vale, aunque ya he estado expuesta. Tish tiene la gripe, y Guadalupe también.

—Bueno, pues no la vas a pillar por mí. Voy a echar la llave a la puerta y no te voy a dejar entrar. Así que ni se te ocurra pasarte por aquí.

—Muy bien —prometió Joanna—, pero tienes que prometerme que llamarás y me dirás cómo estás y si necesitas algo. Y antes de que Vielle pudiera protestar, añadió:

—Puedo dejártelo en la puerta.

—Prometo llamar —dijo Vielle, y se dispuso a colgar.

—Oh, espera. ¿Qué hay del ya-sabes-qué?

—¿El qué?

—No sé. Llamaste para eso. Dejaste un mensaje para que yo te volviera a llamar, que tenías un ya-sabes-qué para mí. Ayer. Antes de que te fueras enferma a casa. Me llamaste al busca.

—Oh —dijo Vielle por fin—. Sí. Vino un paciente con un ataque de vesícula y comentó por casualidad que había tenido una ECM hace un par de años. Lo ingresamos en Cirugía. —Joanna se preguntó si sería el Leonard Fanshawe que la había llamado, pero Vielle dijo—: Se llama Eduardo Ortiz.

—¿Quién más había delante cuando lo mencionó? —preguntó Joanna, pensando en el señor Mandrake.

—Sólo yo. Me pareció interesante porque no lo ingresaron por nada que sea grave para su vida, así que pasará inadvertido para el radar del señor Mandrake.

Joanna estuvo de acuerdo. En cuanto colgó el teléfono, llamó a la centralita y pidió su número de habitación, y después llamó a Quirófanos.

—Lo operaron esta mañana, y sigue dormido —dijo la enfermera.

—¿Cuándo se irá a casa? La enfermera lo comprobó.

—Mañana.

“Es lo que tienen de malo este tipo de operaciones —pensó Joanna—. No están ingresados el tiempo suficiente para decirle a nadie que han tenido una experiencia cercana a la muerte, mucho menos para describirla.” La enfermera pensaba que el señor Ortiz probablemente despertaría a eso del mediodía, lo cual le daría a Joanna tiempo suficiente para grabar y transcribir su propia ECM.

Hizo ambas cosas y luego le llevó la transcripción a Richard, que estaba mirando las pantallas.

—¿Cómo va? —le preguntó, tendiéndole la transcripción.

—Terrible. Pensaba que tal vez el estímulo inicial era lo que determinaba la imagen unificadora, y que por eso seguías viendo el Titanic aunque los estímulos fueran diferentes, pero en esta última ECM no hubo ninguna actividad en el córtex auditivo superior en absoluto. —Se pasó la mano por el pelo—. Es que no tengo datos suficientes. ¿Has podido volver a citar a la señora Haighton?

—No.

—¿Y no sabes cuándo volverá el señor Pearsall? Ella negó con la cabeza.

—Entonces tengo que averiguar qué está abortando el estado ECM de la señora Troudtheim y arreglarlo. La necesitamos.

—Llamaré al señor Pearsall y la señora Haighton —dijo Joanna. “E iré a buscarla al Rastrillo de Primavera, o dondequiera que esté, y la arrastraré hasta aquí yo misma”, pensó, mientras volvía a su despacho para llamarla; pero la criada no sabía dónde estaba.

—En una especie de reunión —dijo—. Tiene tantas que me confundo.

Nadie respondió en el número del señor Pearsall.

Joanna anotó que tenía que intentar llamarlos a ambos más tarde y luego escuchó los mensajes que se había saltado antes. Guadalupe quería que Joanna la llamara. Maisie tenía algo importante que decirle. Leonard Fanshawe dijo:

—Tengo entendido que está usted interesada en las experiencias cercanas a la muerte. Tuve una hace seis meses, y desde entonces he descubierto que tengo poderes musitados: telequinesis, clarividencia, vista a distancia y teletransportación. Me gustaría mucho hablar con usted al respecto.

Y le dio su número.

Joanna lo llamó y le dio el número del señor Mandrake. Luego volvió a llamar al señor Pearsall. No hubo respuesta. Llamó a Betty Peterson. Comunicaba.

Imprimió una copia de la transcripción y se quedó allí sentada mirando la pantalla, intentando hallarle sentido. Era el Titanic, estaba segura, a pesar de la escalera y la saca de correo y la falta de actividad en el córtex auditivo.

Llamó a Kit para preguntarle cuáles eran las letras de llamada en código del Titanic y en qué cubierta estaba el gimnasio. Y si tenía un camello mecánico. “Sin duda no habré imaginado un detalle tan específico”, pensó, marcando el número de Kit, y entonces recordó al señor Wojakowski y los Katzenjammer Kids.

La línea de Kit estaba ocupada. Joanna miró la hora. Las once y media. Decidió correr el riesgo con el señor Ortiz por si había salido pronto de la anestesia y bajó al pabellón quirúrgico. Estaba despierto, pero el cirujano lo acompañaba.

—Y luego tendremos que hacerle el chequeo postoperatorio —dijo la enfermera que sustituía a Patricia—. Serán unos veinte minutos.

Veinte minutos. No lo suficiente para volver a su despacho y hacer algo útil. Podría ir a ver a Maisie (Pediatría estaba dos plantas más arriba y en la misma ala), pero la probabilidad de escapar de Maisie en menos de una hora era inexistente. “Iré mejor a ver a Guadalupe”, pensó Joanna, y se encaminó al ascensor.

Un par de enfermeras a quienes no conocía lo estaban esperando, las cabezas juntas, charlando.

—… y dijo se acabó, no voy a volver a trabajar en Urgencias ni un día más —decía una de las enfermeras.

—No se lo reprocho —dijo la otra.

“Vielle debería escuchar esto”, pensó Joanna, y la puerta del ascensor se abrió.

El señor Mandrake estaba dentro.

—… pruebas que demostrarán a los escépticos que la experiencia cercana a la muerte es real —le estaba diciendo a un hombre que tenía un ejemplar de La luz al final del túnel—. No es posible una supuesta explicación “racional”.

Toda su atención estaba centrada en el hombre, y las dos enfermeras, todavía cotilleando, la ocultaron un momento.

—Sólo una herida superficial, gracias a Dios —dijo una de ellas—, pero con todo…

El señor Mandrake no la había visto todavía. Joanna se dio la vuelta y se marchó rápidamente, la cabeza gacha. “Iré a ver a Guadalupe mas tarde —pensó—. Bajaré y recogeré los impresos.”

—Joanna Lander —dijo el señor Mandrake. Oh, no, la había visto. Joanna siguió andando, resistiendo el impulso de mirar atrás y ver si él la estaba siguiendo.

—… una colega mía.

No la había visto. Sólo estaba hablando de ella.

—Está trabajando en un proyecto que confirmará mis hallazgos. Una colega mía, refunfuñó Joanna, caminando más rápido. Casi merecía la pena darse la vuelta y decirle al hombre que ella no era colega del señor Mandrake y que su proyecto no demostraba nada de eso.

Casi, pensó, y se coló en una escalera. Sólo tenía un tramo de bajada pero al menos escapó del señor Mandrake. Podría tomar el ascensor de servicio y llegar al pasillo elevado del quinto piso. No, tendría que atravesar Medicina interna. No quería correr el riesgo de toparse con la señora Davenport. De la sartén al fuego. Sería mejor que tomara el pasillo de la segunda planta.

Bajó las escaleras y recorrió un pasillo lleno de consultas. Normalmente estaba desierto, pero no ese día. Un puñado de personas mayores sentadas en el recibidor, en sillas de plástico, jugaban a las cartas. Una de ellas se levantó en cuanto la vio y agitó sus cartas ante ella.

—Hola, Doc —dijo.

30

Ven lo más rápido que puedas, viejo. La sala de máquinas está inundada hasta las calderas.

Mensaje del Titanic al Carpathia.


“Éste no es mi día”, pensó Joanna.

—Señor Wojakowski —dijo—. ¿Qué está haciendo usted aquí?

—Ed —corrigió él. Señaló con el pulgar la puerta que tenía detrás—. Éste es el proyecto auditivo del que le hablé. —Se inclinó hacia delante, confidencialmente—. Tengo que decirle, Doc, que su proyecto era mucho más interesante que esto. Lo único que hacemos es sentarnos con unos auriculares y levantar la mano si oímos un pitido.

Joanna miró a los que jugaban a las cartas.

—¿Y jugar al acey-deucy?

Qué va, ninguno de ellos estuvo en la Marina. Sólo saben jugar al burro. He estado intentando convencerlos para jugar al póquer, pero son demasiado gallinas. ¿Sabe?, me he enterado de que a uno de los médicos de Urgencias le han pegado un tiro. ¿Sabe algo de eso?

De eso debían estar chismorreando las dos enfermeras del ascensor.

—No.

—Espero que no sea nada serio. ¿Le he contado lo de aquella vez en el Yorktown cuando me dieron un tiro justo en el… bueno, donde no se puede decir, y empecé a pegar gritos y un tiarrón va y dice…?

—¿Señor Wojakowski? —llamó un técnico vestido con bata desde la puerta.

—Ahora mismo voy —contestó el señor Wojakowski—. Pues bueno, Doc, tenga cuidado y que no le vayan a pegar un tiro. Y si me necesita en su proyecto, cíteme. Como digo, lo único que hacemos es estar sentados. Tengo tiempo de sobra para su proyecto y para éste a la vez.

—Señor Wojakowski —le reprochó el técnico. El señor Wojakowski se acercó a Joanna y susurró:

—4-F.

Joanna no pudo menos que reírse. El técnico parecía aún más molesto.

—Nos vemos, Doc —dijo el señor Wojakowski alegremente, le tendió sus cartas a uno de los voluntarios y desapareció tras la puerta.

Joanna consultó el reloj y subió al pabellón quirúrgico. La puerta de la habitación del señor Ortiz estaba cerrada.

—Se le ha salido uno de los drenajes —le dijo la enfermera sustituía—. Serán otros veinte minutos como mínimo.

Joanna le dio las gracias y subió a ver a Maisie. La señora Nellis salía de la habitación, sonriendo alegremente.

—Maisie está tomando un nuevo medicamento y le está viniendo de perlas. Está estabilizada y ha eliminado por completo el problema de retención de líquidos. Si sigue así, podré llevármela a casa en un periquete.

Tenía razón. Los brazos y piernas de Maisie ya no estaban tan hinchados, pero se notaba lo dolorosamente delgada que se había quedado. El brazalete hospitalario con su identificación le colgaba suelto de la muñeca. “Al menos puede dejar de preocuparse de que tengan que cortárselo”, pensó Joanna.

—He estado leyendo sobre el Titanic para estar preparada para ayudarte con tu investigación —dijo Maisie ansiosamente, buscando inmediatamente en el cajón de la mesilla de noche su lápiz y su libreta—. Venga, ¿qué quieres que busque?

—¿Seguro que no deberías estar descansando? Acabo de ver a tu madre y me ha dicho que te han puesto una nueva medicina.

—No es nueva —dijo Maisie—. Es nadolal, la misma que tomé antes del amidiopril.

“La que no podía estabilizarla”, pensó Joanna. La que estaba tomando cuando entró en parada.

—Y lo único que hago es descansar. Buscar cosas no me cansa, es mucho más divertido que ver estúpidos vídeos. —Señaló la tele, donde se veía a Winnie the Pooh sin sonido.

—De acuerdo. Necesito saber los nombres de todos los barcos a los que el Titanic envió SOS —dijo Joanna. Eso sería seguro, y, según Kit, llevaría su tiempo.

Maisie la miró con el ceño fruncido.

—No se envía un SOS a cualquiera. Se envía y se espera que alguien te oiga.

—A eso me refiero —dijo Joanna—, a los nombres de los barcos con los que el Titanic logró contactar.

Maisie escribió “barcos” con su letra redonda e infantil.

—Apuesto a que hay un montón, porque el operador del cable siguió enviando mensajes hasta que se hundió.

—Maisie…

—Se llamaba Jack Phillips, y el capitán le dijo que podía dejarlo. “En un momento así, es sálvese quien pueda”, dijo, pero él siguió enviando mensajes.

—Maisie —dijo Joanna, seria—, si vas a ayudarme, no puedes decirme cosas sobre el Titanic, sólo contestar a mis preguntas. No cualquier cosa. Es importante. ¿Comprendes?

—Aja. Por eso de las invenciones, ¿verdad? “Es demasiado lista”, pensó Joanna.

—Sí. Contarme cosas podría contaminar el proyecto. ¿Crees que puedes hacerlo? ¿Sólo decirme las respuestas y nada más?

—Aja. ¿Puedo contarte cosas que no sean del Titanic?

Desde luego. ¿Por eso me llamaste, porque tenías algo que contarme?

—Bueno, que pedirte más bien —dijo Maisie, y Joanna se preparó—. ¿Y si el hospital se incendiara?

“¿De dónde ha salido esto?”, se preguntó Joanna.

—Sonarían las alarmas y evacuaríamos a todos los pacientes —dijo Joanna—. Y hay un sistema de aspersores que se conecta automáticamente.

—No, eso ya lo sé. Me refiero a los brazaletes de identificación. Son de plástico, ¿no? Si el hospital se quemara, se derretirían y nadie sabría de quiénes son.

El brazalete otra vez. “Esto tiene que ver con la Pequeña Señorita 1565”, pensó Joanna. Maisie tiene miedo de morirse y de que nadie la identifique. Pero todo el mundo en este hospital la conocía, estaba rodeada de familiares y amigos. ¿Por qué le preocupaba eso? ¿Estaba alimentando una preocupación pequeña y manejable y con ella sustituía las cosas que en realidad la preocupaban, una metáfora para temores a los que no se atrevía a enfrentarse? ¿Como la pérdida de identidad?

“Que es lo que todo el mundo teme cuando se trata de la muerte —pensó Joanna—. No el juicio final o la separación o las llamas del infierno, sino la idea de no existir. Eso es lo que a todo el mundo le gusta del Otro Lado del señor Mandrake. No que prometa luz y calor y sentimientos placenteros. Promete que, a pesar de que el corazón haya dejado de latir y el cuerpo no responda, no sufrirás el destino de la Pequeña Señorita 1565. Que la gente congregada en la puerta sabrá quién eres, y tú también.”

—Tu identificación de doctora se quemaría también —estaba diciendo Maisie. Señaló la placa identificativa que colgaba de su jersey tejido—. Deberían ser de metal.

“Como las chapas de perro”, pensó Joanna.

—Bien, ¿qué más quieres que te busque? —dijo Maisie, como si el asunto hubiera quedado zanjado—. ¿Quieres que anote los cablegramas que envió a los distintos barcos?

—No, sólo el nombre de los distintos barcos —dijo Joanna, y entonces se le ocurrió algo—. Y las letras de llamada del Titanic.

Eso no lo tengo que buscar. Ya las sé. Son MGY, porque… —dijo, y luego se calló.

—¿Porque qué? —preguntó Joanna, pero Maisie no respondió. Se cruzó de brazos y miró a Joanna, beligerante.

—¿Maisie? ¿Qué pasa?

—Me dijiste que tenía que decirte la respuesta y nada más.

—Tienes razón, eso dije. Es justo lo que quería. Sólo que lo que quería realmente era que las letras del código de llamada fueran CQD y no MGY.

—Muy bien, ¿qué más?

—Eso es todo, sólo las letras de llamada y el nombre de los barcos.

—Es poca cosa —protestó Maisie—. Me llevará cinco minutos. ¿No tienes nada más que quieres que te busque?

Era tentador preguntarle por la lámpara Morse. Tendría la respuesta antes que Kit, y Joanna sabía que Maisie sabía guardar un secreto. Era una maestra en ello. Pero entonces tampoco sería capaz de resistir “¿Sabías…?”

—Necesito saber cosas del Carpathia —decidió Joanna. El Carpathia no había aparecido hasta mucho después de que el Titanic se hundiera, así que la información sobre ese otro barco no podría contaminar sus ECM, y había una tonelada de información sobre el Carpathia que mantendría a Maisie ocupada durante días.

Car-pa-thia —dijo Maisie, anotando el nombre—. ¿Qué necesitas saber?

—Todo. Dónde estaba, cuándo descubrió que el Titanic tenía problemas y qué hizo, y cómo recogió a los supervivientes.

—Y quiénes eran —dijo Maisie, muy atareada escribiendo—. Sé quién era uno. El señor Ismay. —Lo dijo en tono despreciativo—. Era el dueño, pero ni siquiera intentó salvar a la gente, sólo se subió a uno de los botes aunque los hombres no podían hacerlo, se suponía que serían las mujeres y los niños primero, y se salvó, el gran cobarde. Todos los demás fueron muy valientes, como…

—Maisie —advirtió Joanna—. Sólo las respuestas que he pedido.

—Vale. ¿Puedo decirte lo que le dijo Molly Brown al señor Ismay? Estaba en el Carpathia cuando lo dijo.

—Muy bien —dijo Joanna, pensando que tal vez habría sido mejor haber elegido el Californian, que no tuvo ningún contacto con el Titanic—. ¿Qué dijo Molly Brown?

—Se acercó al señor Ismay —dijo Maisie, poniendo los brazos en jarras—, y dijo: “De donde yo soy, lo colgaríamos del pino más cercano.” Y creo que deberían haberlo hecho. El cobardica.

—Tal vez tuvo miedo —dijo Joanna, pensando en su propio pánico mientras corría por las escaleras inclinadas hacia el pasillo.

—Pues claro que tuvo miedo. Pero tendría que haber intentado salvar a Lorrai… —Se mordió la lengua—. Iba a decir el nombre de alguien, pero dijiste que sólo la respuesta, así que me callo.

—Buena chica —dijo Joanna, mirando su reloj. Eran casi las dos—. Tengo que irme. —Se levantó.

—Te llamaré cuando descubra algo —dijo Maisie, sacando El Titanic para niños de debajo de las mantas.

—No —contestó Joanna, deduciendo que Maisie sería capaz de llamarla cada quince minutos—. No me llames hasta que sepas todos los barcos.

—Vale —dijo Maisie, abriendo el libro y, sorprendentemente, no intentó impedir que se marchara.

“Tengo que ir a ver al señor Ortiz”, pensó Joanna, mientras atravesaba Pediatría, pero en cambio bajó al centro de audición. El grupo de voluntarios se había reducido a cuatro miembros, pero el señor Wojakowski seguía allí.

Joanna tuvo la impresión de que se quedaba por la compañía incluso cuando ya no era necesario.

—Bueno, hola, Doc —dijo al verla, y parecía genuinamente sorprendido y complacido, y ella se preguntó, avergonzada, si se daba cuenta de cómo intentaba evitarlo.

“No tengo derecho a pedirle un favor —pensó, pero era por Maisie, y si no lo sabía, podría decirlo y sin problemas—. ¿Y cómo puede saberlo? Probablemente ni siquiera estuvo en la Marina. Se lo inventa todo, ¿recuerdas?

—Ed, estuvo usted en la Marina. ¿Sabe dónde podría conseguir unas chapas de perro? Son para una amiga mía.

—Bueno, es algo difícil —dijo él, quitándose su gorra de béisbol y rascándose la cabeza—. Durante la guerra te las daban al enrolarte. Las fabricaban con una prensa de mano, que parecía un cruce entre una máquina de escribir y una de tarjetas de crédito, y te las colgaban del cuello nada más salir de las duchas, antes incluso de que te dieran el uniforme. Le dije al cabo: “¿No nos hacen más falta unos pantalones que la chapa de perro?” Y él va y me dice: “Lo mismo te matan antes de que te den los pantalones, y necesitamos saber quién eres.” Y Fritz Krauthammer dice: “Demonios, si me ven sin los pantalones puestos, no quiero que nadie sepa quién soy.” Fritz era un punto filipino. Una vez…

—¿Sabe dónde se pueden conseguir esas chapas hoy en día? No tendrían que ser auténticas.

—Antes se podían comprar en los baratillos o en la estación de tren. —Se volvió a rascar la cabeza—. Tendré que ver. ¿Qué quiere poner en ella?

—Sólo un nombre —dijo Joanna, sacándose el cuaderno del bolsillo de la rebeca—. Y no tendría que parecer una chapa auténtica. Basta una chapa con el nombre en una cadena para colgar del cuello. De metal —añadió. Escribió el nombre de Maisie, arrancó la hoja del cuaderno, y se la tendió al señor Wojakowski.

—Preguntaré por ahí —dijo él, vacilante—. A veces se encuentran cosas que uno ni se imagina. ¿Le he contado lo de aquella vez que tuve que hacer un aterrizaje forzoso con mi Wildcat y acabé en Malakula?

“Sí”, pensó Joanna, pero acababa de pedirle un favor. Le debía uno, y sabía lo que pasaba cuando nadie escuchaba tus historias, o no te creía. Así que se sentó en una de aquellas sillas de plástico y escuchó toda la historia: la huida en la canoa hecha con el tronco de un árbol, el flotar a la deriva durante días, el Yorktown en lontananza, las banderas ondeando, los marineros gritando, para salvarlo “como Jesús resucitado de entre los muertos”, y tuvo que admitir que, verdadera o no, era una gran historia.

El señor Wojakowski la acompañó hasta el ascensor.

—Veré qué puedo hacer con esas chapas de perro. ¿Cuándo las necesita?

—Lo antes posible —respondió Joanna, pensando en la fina muñeca de Maisie, en sus labios azules.

—Lástima que Chick Upchurch ya no ande por aquí. ¿Le he hablado de Chick? Compañero maquinista en el Viejo Yorky, y podía hacer cualquier cosa, y me refiero a cualquier cosa —dijo el señor Wojakowski, y ella prácticamente tuvo que sacarle la mano del ascensor para librarse de él, aunque no pareció molestarse.

Tampoco se molestó el señor Ortiz, aunque le habían metido tres sondas, dos de las cuales habían tenido que ser sustituidas.

—No me importa. Me siento mejor que en los dos últimos años —dijo—. Tendría que haber hecho esto antes. Se alegró de hablar con Joanna.

—Sigue siendo tan real para mí hoy como lo fue hace dos años —dijo, y le describió su experiencia con detalle: cómo flotó hasta el centro del quirófano, el túnel, la luz, la Virgen María irradiando luz, parientes muertos esperando para darle la bienvenida en el cielo.

“Tal vez el señor Mandrake tiene razón —pensó Joanna, mientras lo escuchaba describir su revisión de vida—, y lo que yo estoy viendo no es una ECM real. Desde luego, nadie más ha visto a un oficial postal arrastrando una saca de cartas mojadas por una escalera alfombrada.”

—Y luego tuve la sensación de que era el momento de regresar —dijo el señor Ortiz—, y volví al túnel al final aparecí en el quirófano.

—¿Puede ser más concreto respecto a la sensación?

—Fue como un tirón —dijo, pero el gesto que hizo con la mano fue un empujón—. No puedo describirlo. Joanna consultó sus notas.

—¿Puede decirme cómo era la Virgen María?

—Iba vestida de blanco. Y una luz irradiaba de ella —dijo, y esta vez el gesto encajó con sus palabras—, como diamantes.

Ella le hizo vanas preguntas más y luego apagó la grabadora y le dio las gracias por su tiempo.

—En realidad no me interesan las experiencias cercanas a la muerte —dijo él—. Mi verdadero interés está en los sueños. ¿Está su proyecto relacionado con las imágenes de los sueños?

—No —contestó Joanna, y se levantó. El señor Ortiz asintió.

—La mayoría de los científicos son demasiado estrechos de mente para creer en los sueños. Analizar las imágenes de los sueños puede curar el cáncer, ¿lo sabía usted?

—No.

El señor Ortiz asintió sabiamente.

—Si sueñas con un tiburón, eso significa cáncer. Una cuerda es la muerte. Si quiere contarme uno de sus sueños, puedo analizárselo.

—Tengo una cita —dijo Joanna, y escapó.

“¿Es que todo el mundo está chalado”, se preguntó, de regreso a su despacho. Imágenes de sueños. Pero una vez en su despacho, mientras repasaba las transcripciones de las ECM múltiples, empezó a preguntarse si las imágenes de los sueños no podrían ser la clave. No las de gente como el señor Ortiz, por supuesto, que asignaba a las imágenes significados arbitrarios: una serpiente significa sexo, un libro significa una visita inesperada. Eso era sólo una especie de adivinación glorificada.

Y el análisis freudiano de los sueños tampoco era mucho mejor. Intentaba reducirlo todo a deseos y temores sexuales básicos cuando soñar era mucho más complejo. Algunas imágenes de los sueños provenían directamente de los acontecimientos del día anterior, algunas de preocupaciones subyacentes, algunas de estímulos externos, y algunas de los elementos neuroquímicos generados durante el sueño REM, sobre todo la acetilcolina, que Richard decía que aumentaba durante las ECM.

Era la acetilcolina la que establecía las conexiones entre los datos recibidos y la memoria a largo plazo, conexiones que la mente que sueña expresaba a veces directamente y a veces simbólicamente, de modo que el despertador al sonar se transformaba en una sirena o un grito, y eso, el pastelito que tomaste para desayunar y el paciente por el que estabas preocupada se incorporaban a una única narrativa soñada. Y era posible, teniendo en cuenta todas esas cosas, analizar el contenido del sueño. Que era lo que había estado haciendo Richard cuando dijo que la acetilcolina hacía que el Titanic fuera una asociación tan probable como un pasillo de hospital, pero él hablaba de las ECM en conjunto, no de las imágenes individuales que las componían.

Joanna no había pensado en analizarlas en términos de imaginería onírica, en parte porque la ECM no parecía un sueño y en parte porque algunas de las imágenes (la luz y el túnel) eran obviamente manifestaciones directas de los estímulos. Pero eso no significaba que todas lo fueran. ¿Y si algunas eran interpretaciones simbólicas de lo que estaba sucediendo en la ECM?

¿Podría ser por eso por lo que seguía recordando la clase del señor Briarley sobre metáforas, porque las imágenes de la ECM eran metáforas? Había concentrado toda su atención intentando averiguar lo que había dicho el señor Briarley, pero tal vez la conexión estaba en la ECM misma, oculta dentro de lo que ella estaba viendo y oyendo.

Recuperó la transcripción de su última experiencia y empezó a repasarla línea a línea. Algunas cosas eran obviamente representaciones directas de estímulos del lóbulo temporal. Las luces de la lámpara Morse y las luces de cubierta y la luz que surgía del gimnasio y del puente lo eran, y se preguntó si todos los casos de ropa blanca (los guantes, el camisón, la chaqueta blanca del sobrecargo) no lo eran también.

Algunas de las imágenes estaban tomadas directamente del Titanic (los botes, los pasajeros en cubierta, las sillas) y otras de su propia vida: Greg Menotti y la zapatilla roja, y tal vez incluso la manta, aunque eso podía ser también de la ilustración de la portada de Una noche para recordar.

Todo lo cual dejaba detalles que no podían atribuirse al Titanic ni al lóbulo temporal y que por tanto podían ser significativos: Jack Phillips teclecando CQD en vez de MGY; el empleado de correos arrastrando la saca mojada escaleras arriba; las escaleras mismas, similares a la Gran Escalera y sin embargo sin el querubín ni el Honor y la Gloria; la localización del gimnasio; el camello mecánico. Si eran símbolos, eran mucho más sutiles que “serpiente quiere decir sexo”.

Si eran símbolos. No tenía sentido intentar descifrarlos si de hecho eran algo que había surgido de sus recuerdos del Titanic. Tenía que hacer que Kit lo averiguara. Hizo una lista de las cosas que necesitaba saber y llamó a la chica. El señor Briarley respondió al teléfono.

—¿Tiene un pase para estar en el pasillo? —exigió, y cuando ella le dijo que tenía que hablar con Kit, añadió—: “Cortó una cuerda de un palo roto y la ató al mástil.”

Kit se puso al teléfono.

—Lo siento —dijo—. Lleva toda la mañana recitando El hundimiento del Hesperus. Pensé que podría ser una pista, pero es de Longfellow, así que debió dar esa clase en primaria, no en secundaria.

—”¡Oh, padre! Oigo sonar las campanas, oh, di, ¿qué puede ser?” —dijo el señor Briarley al fondo—. “Es una campana de alarma en una costa escarpada, y escrutó el mar abierto.”

—Necesito que me busques unas cuantas cosas —dijo Joanna—. Si no es demasiada molestia.

—Ya te he dicho que quiero ayudar.

Joanna le leyó la lista. Cuando llegó al camello mecánico, Kit dijo:

—Eso lo sé. Sí, hay una foto en uno de los libros.

—¿Sabes en qué cubierta estaba el gimnasio?

—Sí, en la…

—¡Dicen que los muertos no pueden hablar, pero pueden! —dijo el señor Briarley.

—Estaba en la Cubierta de Botes —dijo Kit—. Lo descubrí cuando buscaba la lámpara Morse.

“Muy bien, borra el gimnasio.” Le leyó el resto de la lista.

—Me pondré a trabajar en esto esta noche —dijo Kit—. Oh, y he descubierto lo de las escaleras. Había tres. La trasera era la de segunda clase. Estaba en la popa, junto al restaurante A La Carte. La otra escalera estaba entre ésa y la Gran Escalera. Se describe como una versión menos elegante de la Gran Escalera, con su propia claraboya y las mismas balaustradas doradas de hierro forjado.

“Y borra la escalera”, pensó Joanna, y volvió a la transcripción después de colgar el teléfono. Debía de haber almacenado todo lo que el señor Briarley había dicho sobre el Titanic en su memoria a largo plazo. ¿Quién dice que no recordamos lo que aprendimos en la escuela?

Transcribió la ECM del señor Ortiz y luego llamó a Vielle, pero comunicaba. La llamó de nuevo cuando llegó a casa y consiguió despertarla.

—Lo siento —dijo Joanna—. Parece que te encuentras mejor.

—Lo estoy —dijo Vielle.

—¿Volverás mañana al trabajo?

—No. Todavía estoy algo mareada.

“Y debe estarlo”, pensó Joanna después de colgar. O aturdida, porque no había dicho ni una palabra de los peligros de someterse al experimento.

Tish siguió también de baja al día siguiente, y fue imposible encontrar a una enfermera sustituía.

—¿Sabes qué dijeron cuando llamé para pedir una sustituía? —dijo Richard cuando Joanna llegó al trabajo—. “Ha llegado la primavera.” Así que cambié para mañana la cita con el señor Sage. Se supone que es un virus de veinticuatro horas, ¿no?

—No lo sé. Vielle ya lleva un par de días de baja —respondió Joanna, pensando que no importaba si tenían que cancelar el trabajo ese día. Tenía que terminar la lista de personas que habían tenido más de una ECM, y quería revisar sus primeras ECM y analizarlas en busca de posibles pistas.

Se pasó toda la mañana en el despacho haciendo eso e ignorando la luz parpadeante del contestador automático. A la hora del almuerzo bajó al laboratorio y saqueó los bolsillos de la bata de Richard buscando algo que comer. Richard se había pasado la mañana igual que ella, contemplando la pantalla del ordenador.

—¿Cómo te va? —le preguntó ella, aceptando el Butterfinger que le ofrecía.

—Terrible —contestó él, apartándose de la pantalla—. Todavía no he encontrado nada que explique por qué la señora Troudtheim sigue saliendo del proceso. Ni por qué tú sientes el miedo que describes. Sólo se activaron unos cuantos receptores de cortisol.

—Sentí el miedo que describo porque estaba en el Titanic y la Cubierta D estaba inundándose, y temía no poder volver.

—Sigues teniendo la sensación de que es el Titanic, ¿eh?

—Sí, y no es sólo una sensación —dijo ella—. Los lugares que te describí estaban en el Titanic, y el motivo por el que la escalera no tenía escalones de mármol y un querubín es porque no era la Gran Escalera. Era la escalera de segunda clase, y estaba justo donde se suponía que debía estar, junto al restaurante A La Carte. Ese es el comedor que vi, y tenía en efecto paneles de castaño y sillas de color rosa y…

—¿Cómo lo sabes? —dijo Richard, inclinándose hacia delante en su asiento, acusador—. ¿Has estado leyendo sobre el Titanic? No me extraña que sigas viéndolo.

—No, por supuesto que no he estado leyendo nada. Sé que eso contaminaría la ECM. Le pedí a alguien…

¿Le pediste a alguien? —dijo él, levantándose de la silla—. ¿En el Mercy General? Dios mío, si Mandrake…

—No es nadie que trabaje aquí —dijo Joanna rápidamente—. Se lo pedí a una amiga que no tiene ninguna relación con el hospital, y le pedí específicamente que no me diera ninguna información que yo no le hubiera preguntado, sólo que confirmara que las cosas que he visto estaban en el Titanic. Y estaban, el gimnasio con el camello mecánico y la sala de transmisiones y…

Él la estaba mirando otra vez como si fuera Bridey Murphy.

—¿Qué estás diciendo? ¿Que no hay manera posible de que pudieras conocer todos esos detalles, de modo que lo que estás viendo es real?

—No, por supuesto que no.

—Dijiste que tenías miedo de no poder volver…

—Eso es porque parece un lugar real, como si sucediera de verdad, pero sé que no lo es —añadió apresuradamente—. Y el señor Briarley hablaba sobre el Titanic todo el tiempo. Todos los detalles de los que hablo podrían deberse a él o a la película o a Una noche para recordar.

El se relajó visiblemente.

—¿Entonces qué estás intentando decirme?

—Estoy intentando decirte que es el Titanic, no una amalgama o la primera imagen que la A+R encontró para que encajara con todos los estímulos. Es el Titanic por un motivo. Tiene algo que ver con la ECM con su funcionamiento.

—Pero no sabes cuál es el motivo —dijo Richard—. ¿Todo lo que ves encaja con el Titanic?

—No. Tendría que haber gente en la Cubierta de Botes, destapando los botes, y el puente no tendría que estar vacío, y las letras del código de llamada por cable que estaba enviando el operador no eran las correctas.

—Y sigues sin haber visto ni oído el nombre Titanic, ni ninguna referencia a un iceberg. ¿O sí?

—No, pero creo que esas discrepancias y omisiones pueden ser una pista para descifrar la ECM. —Le contó su teoría sobre la imaginería onírica—. Creo que los detalles que no encajan pueden ser simbólicos.

Él asintió como si ésa fuera la respuesta que esperaba. “Y aquí viene”, pensó Joanna.

No se equivocó.

—Tu mente consciente ha inventado una explicación racional para justificar la sensación de significado —dijo él—. El hecho de que sea tan elaborada, incluso para explicar los detalles que no encajan en el escenario, tiene que significar que la estimulación del lóbulo temporal es básica de la ECM. La sensación que tienes de que hay una conexión…

—Lo sé, lo sé, no importa. La sensación que tengo es una sensación de conocimiento incipiente, es una sensación de significado, y está ahí mismo en los escaneos. Sólo tengo una pregunta.

—¿Cuál es?

—¿Cómo serían los escaneos si no fuera sólo una sensación del lóbulo temporal, si realmente hubiera una conexión? ¿Se verían diferentes? No importa.

No iba a convencerlo hasta que tuviera la conexión en sus manos, y pudiera mostrársela.

No podía hacerlo hasta que volviera a someterse al experimento, pero al menos podía intentar descifrar lo que ya había visto. Redujo sus ECM a imágenes individuales y dibujó un mapa con las rutas que había seguido y de la Cubierta de Botes, marcando la sala de transmisiones y el puente y el lugar donde estaba el marinero con la lámpara Morse, y luego hizo una segunda lista para Kit. ¿Había un gran piano en el restaurante A La Carte? ¿Una jaula? ¿Estaba la Cubierta D bajo un techo de cristal o al aire libre? ¿Tenía el Titanic una pista de squash?

A últimas horas de la tarde (o al menos eso pensaba ella, cuando miró su reloj eran casi las seis), alguien llamó a su puerta. “El señor Mandrake”, pensó, y miró al pie de la puerta para ver si se veía luz debajo.

Volvieron a llamar.

—Soy Ed Wojakowski, Doc. Le traigo sus chapas de perro. Ella abrió la puerta.

—No son de verdad —dijo él, tendiéndole una cadena con una chapa metálica. El nombre de Maisie estaba grabado con letras claras—. En realidad es una de esas alertas médicas, pero usted dijo que fuera de metal y con una cadena para el cuello, y encontré esto.

—Perfecto —dijo Joanna, dándole la vuelta a la chapa, esperando ver el símbolo rojo de alerta médica, pero estaba liso.

—Le quité los detalles médicos —dijo el señor Wojakowski, muy satisfecho consigo mismo—. Pregunté por ahí como le dije, pero nadie ha visto una de esas máquinas para hacer chapas desde hace años, y luego fui a que me hicieran una receta y allí estaba esto. Te hacen la chapa mientras esperas.

—Gracias —dijo Joanna—. ¿Cuánto le debo? Él pareció ofendido.

—Me alegré de hacerlo. Me recordó aquella vez que estaba en el Yorktown y Bucky Parteri y yo teníamos que conseguir un par de pases de pernocta, para poder ir a ver a aquellas enfermeritas de Lanai. Bueno, pues fuimos preguntando por ahí, pero el capitán y la patrulla estaban de uñas, así que pensamos: y si alguien nos hace un par, y…

Fue una larga historia, en parte derivada sin duda de acontecimientos reales y en parte simbólica. Joanna no intentó adivinar qué era qué. Esperó hasta que pudo encontrar algo parecido a un intermedio en la acción, y dijo:

—Me encantaría seguir escuchando el resto, pero tengo que llevarle la chapa a Maisie. Él asintió.

—Salúdela de mi parte. Ojalá fuera de verdad, como las que tenía en la Marina. ¿Le he contado alguna vez cómo me caí por la borda y la perdí? íbamos de regreso a Pearl…

Eran más de las ocho cuando Joanna consiguió librarse del señor Wojakowski, y Maisie estaba dormida.

—Se la traeré por la mañana —le dijo a Barbara—. ¿Cómo está?

—Han tenido que retirarle el amiodipril.

—Lo sé. Maisie me dijo que han vuelto a darle nadolal. Barbara asintió.

—Se han quedado sin nuevos medicamentos que probar. Por eso su madre insistió tanto en que le hicieran las pruebas clínicas de amiodipril. Están hablando de ponerle un nuevo bloqueador ECA, pero tiene severos efectos secundarios, daños en el hígado y los riñones, y ya está muy débil.

—¿Y un corazón?

—Reza para que haya un accidente con un autobús escolar —dijo Barbara—. Lo siento. Ha sido un día largo, y creo que he pillado la gripe. Ahora está bien, y quién sabe, tal vez haya un milagro.

—Tal vez —dijo Joanna, y subió a repasar meticulosamente sus ECM, buscando pistas, hasta después de las once.

No encontró ninguna, y por la mañana, cuando volvió a ver a Maisie, la niña estaba en quirófano, donde le estaban introduciendo un catéter en el corazón.

—Hasta ahora no ha fibrilado —le contó Barbara—. Me dijo que si venías te diera esto.

Le entregó a Joanna un papel doblado varias veces. Joanna esperó a desplegarlo a estar de vuelta en su despacho. Escrita a lápiz había una lista de barcos: Carpathia, Burma, Olympic, Frankfurt, Mount Temple, Baltic. “Sí que debí de prestar atención en clase”, pensó, aunque al oír los nombres no recordó que el señor Briarley hubiera hablado de ellos en el instituto.

“Lo cual no significa que no lo hiciera”, pensó. Y había ejemplos de gente que recordaba libros y películas casi al pie de la letra. El fenómeno se llamaba criptomnesia. “Y por eso se determinó que Bridey Murhpy lo tenía”, se dijo Joanna amargamente.

—Tenemos un problema —dijo Richard en cuanto fue a verlo.

—¿Tish sigue de baja?

—No, ya ha vuelto, pero el señor Sage acaba de llamar para cancelar su cita.

—¿También tiene la gripe?

—Las cosas del señor Sage —dijo Richard, irritado—. Tardé diez minutos en llegar al hecho de que estaba cancelando su cita. ¿Puedo trabajar contigo?

—Claro. ¿A qué hora?

—Le dije a Tish que a las once.

Ella asintió y volvió a su despacho. Kit había llamado.

—El gimnasio estaba en la Cubierta de Botes —decía su mensaje—, en la banda de estribor justo delante de la zona de oficiales. La sala de transmisiones estaba a babor, al mismo nivel que la zona de oficiales.

Todo lo que había dicho el señor Briarley. ¿Incluyó también el haberles mostrado un mapa de la Cubierta de Botes? No podía recordarlo, pero era posible. Los libros de desastres de Maisie estaban llenos de mapas y diagramas: la ruta que había seguido el avión de Amelia Earhart, las ruinas de Pompeya, el diseño de la góndola del Hindeburg.

Joanna llamó a Kit. Comunicaba. Visitó a Maisie.

—Maisie, dijiste que MGY eran las letras de llamada del Titanic, y luego empezaste a decirme algo más. ¿Qué era?

—Dijiste que no hablara de nada excepto de lo que me preguntaras.

—Lo sé. Eso todavía vale, menos para esto. ¿Qué ibas a decir?

—Que sabía lo que era MGY por el mensaje que envió el Titanic. “MGY CQD PB. Vengan de inmediato. Hemos chocado con un iceberg.” CQD significa socorro —explicó Maisie.

—Creía que el Titanic envió un SOS.

—Lo hizo, pero… ¿seguro que puedo decirte esto?

—Seguro.

—Bueno, primero envió un CQD, y entonces Harold Bride, que era el otro operador, dijo, riéndose: “Enviemos un SOS. Es un nuevo código de socorro, y tal vez sea tu última oportunidad de enviarlo.”

31

Bueno, qué se le va a hacer.

Últimas palabras de GEORGE C. ATCHESON, ayudante del general MacArthur, cuando vio que el avión en el que viajaba junto a otras doce personas iba a estrellarse en el Pacífico.


Todo el tiempo que estuvieron preparando a Joanna, Tish no paró de hablar sobre lo enferma que había estado.

—Creí que iba a morirme —dijo, y no parecía demasiado triste por ello—. Me dolía todo el cuerpo y estaba marcadísima. —Colocó los electrodos en el pecho de Joanna—. Prácticamente me desmayé camino del coche —dijo, colocando el antifaz sobre los ojos de Joanna—, y ese doctor que iba conmigo en el ascensor tuvo que llevarme a casa. Se llama Ted.

“Bueno, no es extraño que esté tan parlanchína”, pensó Joanna, deseando que Tish se diera prisa y le colocara los auriculares. Quería concentrarse en lo que iba a hacer y adonde iba a ir cuando llegara a bordo.

Si llegaba a bordo. Richard había anunciado que iba a disminuir la dosis:

—Lo cual disminuirá la cantidad de estimulación del lóbulo temporal. Eso debería reducir la intensidad de la sensación de significado, lo cual debería permitir una imagen unificadora diferente.

“No, no lo hará —pensó Joanna—, pero no es eso. Hay una conexión, y voy a averiguar cuál es. Pero primero tengo que asegurarme de que no es una amalgama.”

—Ted insistió en acompañarme y dejarme en la cama antes de marcharse —estaba diciendo Tish, con los auriculares en la mano, dispuesta a colocárselos—. Es nuevo aquí. Es ginecólogo, y… —Se inclinó sobre Joanna y susurró—: Es monísimo, el pelo de un rubio algo más oscuro que el del doctor Wright, y tiene los ojos gri…

—Tish, ¿está lista Joanna? —llamó Richard desde la consola.

—Casi. —Volvió a bajar la voz—. Ojos grises y ningún escáner.

Y afortunadamente le colocó los auriculares.

“Muy bien —pensó Joanna—, voy a intentar encontrar la Gran Escalera, y si eso falla, el Salón Comedor de Primera Clase.” Las sillas de terciopelo verde con la flor de lis demostrarían que era el Titanic, y podría hacer también menús o la lista de precios con RMS Titanic escrito. Pero el restaurante A La Carte estaba cerrado. ¿Y si el salón comedor lo estaba también? Y apareció en el pasillo.

Estaba seco, y plano, y sólo había unas cuantas personas fuera de la puerta.

“Debe de ser más temprano”, pensó Joanna, pero cuando se acercó al umbral, la mujer joven se había cambiado el camisón por un abrigo rojo y una estola de pieles hecha con cabezas de zorro rojo, con morros afilados y brillantes ojos negros de cristal. La mujer con el pelo recogido llevaba también un abrigo, y un salvavidas.

—Hace mucho frío —dijo la joven, tintando—. ¿No deberíamos ir a la Cubierta de Botes?

Joanna deseó que lo hicieran. Entonces sabría dónde estaba la puerta de la Gran Escalera, pero el hombre con barba sacudió la cabeza y dijo:

—He enviado al sobrecargo a que averigüe qué ha pasado. Hasta entonces, creo que lo mejor es que nos quedemos aquí.

—Sí, Edith —dijo la otra mujer, colocando una mano enguantada de blanco sobre el brazo de la joven—, le pediremos al mozo que encienda un fuego.

Y volvieron al pasillo.

Joanna se apartó de su camino y salió a cubierta. La Gran Escalera debería estar en mitad del barco o un poco hacia proa, lo que implicaba que tenía que avanzar. Se preguntó si podría hacerlo, o si algún movimiento en esa dirección la llevaría de vuelta al laboratorio.

“Tendré que arriesgarme”, pensó, mirando hacia proa. Había otra luz de cubierta, brillando con un resplandor tan cegador que no podía ver más allá. Se protegió los ojos y caminó hacia allí.

Y se topó con una pared. Se extendía hasta las ventanas sin ninguna puerta. “¿Y ahora qué? —pensó—. Tendré que acceder a la Gran Escalera desde una de las otras cubiertas”, y recordó que había una entrada desde la Cubierta de Botes. La orquesta se había quedado tras las puertas y había tocado desde allí.

Bajó corriendo a la cubierta hasta la escalera de popa. Estaba cerrada, pero la puerta de la escalera de segunda clase no. Subió tres tramos hasta la Cubierta de Botes.

Su zapatilla de tenis roja estaba todavía en la puerta, impidiendo que se cerrara. La dejó allí y se dirigió hacia la proa, probando todas las puertas. Todas estaban cerradas, incluso la de la sala de comunicaciones. Se acercó al gimnasio.

Greg Menotti salía de allí, vestido con una sudadera Nike blanca y pantaloncitos azul marino, con una botella de agua atada a la pierna.

—Greg —dijo ella—. ¿Sabe dónde está la Gran Escalera?

—¿Gran Escalera? ¿Se refiere a la escalera principal? Está por allí. —Correteó hacia la escalera de popa, seguido de Joanna.

—No, ésa no —jadeó ella—. La Gran Escalera. Tiene los escalones de mármol y un querubín de bronce. El negó con la cabeza.

—No está nada en forma, ¿lo sabe? ¿Con qué frecuencia hace footing?

—¿No ha visto ninguna otra escalera? ¿Y las otras cubiertas? ¿Ha visto alguna otra escalera allí?

—¿En las otras plantas, quiere decir? No. Adiós. Todavía tengo que hacer seis flexiones más.

Corrió hacia la popa, su sudadera blanca surgía y se desvanecía en las sombras.

¿Y ahora qué? Estaba segura de que había una entrada a la Gran Escalera desde la Cubierta de Botes. Heidi había dicho que la madre de Kate Winslet y el novio repulsivo esperaron al pie de la escalera a que llamaran a su bote, de modo que lo único que tenía que hacer era encontrarla. Pero las únicas puertas que le quedaban por probar eran las de la zona de oficiales.

Las probó de todas formas. Todas estaban cerradas, excepto la última. Era un trastero, con montones de mantas. “Tal vez tengan el nombre del Titanic”, pensó, y agarró una, pero era de un gris uniforme y, cuando la devolvió a su sitio, vio, encima de un estante, la lámpara Morse que el marinero había colocado en la amura de proa.

El nombre debería estar en la proa, pensó Joanna, y corrió al castillete y se asomó. Se agarró a la barandilla con ambas manos y se estiró todo lo que pudo, intentando ver el costado del barco bajo ella, pero estaba demasiado oscuro para ver nada. Miró hacia el horizonte, buscando la luz del Californian y luego la negrura de debajo. No había ninguna luz. Nada. Y si eso seguía así…

Empezó a correr, dejó atrás el puente, la zona de oficiales, los salvavidas, pensando: “Por favor que mi zapato siga allí, por favor que la puerta del pasillo esté abierta”, y bajó corriendo las escaleras dejando atrás el restaurante A La Carie antes de poder detenerse, agarrada a la barandilla pulida como si fuera un salvavidas, obligándose a permanecer quieta, a pensar.

—No puedes volver todavía —dijo en voz alta, las manos aferradas a la barandilla—. Tienes que comprobar que es el Titanic.

“Y la cubierta no está inclinada todavía, las escaleras están secas. Hay tiempo de sobra. Y tiene que haber una entrada a la Gran Escalera desde la Cubierta de Paseo.

Se obligó a subir las escaleras hasta el restaurante y seguir el pasillo. Terminaba en una puerta, y la abrió y salió a la Cubierta de Paseo. Estaba oscuro, pero de las ventanas situadas más allá brotaba luz. Ventanas con vidrieras. Brillaban con pautas de rojo y amarillo, azul y verde, sobre la cubierta de madera. Se acercó a ellas y se asomó.

Era una especie de bar. Estaba tenuemente iluminado, lleno de humo, y en una pared pudo ver una barra de caoba con un espejo y montones de botellas de licor y vasos brillantes. En una de las mesas un hombre de bigote oscuro, vestido de etiqueta, repartía cartas. Las iba dando de una en una, boca abajo, y luego las tomaba, las miraba, reagrupaba su mano, las volvía a mirar. Al cabo de un rato devolvió su mano a la baraja y repartió otra vez.

“Podría ir a preguntarle cómo se llama este barco”, pensó Joanna, Contrariamente a Greg Menotti, parecía no hacerse ilusiones sobre dónde estaba y qué hacía allí, pero algo en su cara la hizo apartarse de la puerta y dejarlo barajando cartas, repartiendo, barajando otra vez.

No había nadie en la sala de al lado, que era aún más elegante que el bar. Las paredes y las columnas blancas estaban decoradas con filigrana dorada, y los sillones y sofás tapizados de brocado dorado. Había lámparas de seda amarilla junto a las sillas y en las mesitas, que proyectaban una luz dorada sobre toda la sala. Unos libros cubrían las mesas y las paredes dentro de sus fundas transparentes.

La biblioteca del barco, pensó Joanna, o una especie de sala de escritura. En la pared del fondo, junto a las ventanas de cubierta, había una fila de mesas. También tenían lámparas, y plumas y sobres y papel de escribir color crema pulcramente ordenados. “El nombre del barco estará en el membrete”, pensó Joanna.

Abrió la puerta de cristal esmerilado y entró y se acercó a la mesa más cercana. Demasiado tarde, vio que la sala no estaba desierta, después de todo. Había un hombre sentado ante la última mesa, inclinado sobre una carta. Ella vio su pelo canoso y la manga blanca de su camisa mientras mojaba la pluma en el tintero, escribía, volvía a mojarla.

Vaciló, pero él no levantó la cabeza cuando ella cruzó la sala. Volvió a mojar su pluma en la tinta, la colocó de nuevo sobre el papel. Joanna se acercó de puntillas a la mesa más cercana. Los sobres y papel de escribir estaban allí. Tendió la mano para tomar una hoja.

—¿Tiene usted un pase para el pasillo, señorita Lander? —dijo el hombre severamente, y Joanna se dio la vuelta.

—¡Señor Briarley! —jadeó.

—Joanna Lander —dijo el señor Briarley, sonriendo de oreja a oreja—. ¡No tenía ni idea de que estuviera usted aquí!

Se levantó y caminó hacia ella, chocando contra la mesa al hacerlo. El tintero se tambaleó, y la pluma rodó hasta la alfombra dorada. Él sujetó el tintero y luego tomó su mano.

—¡Qué maravilloso! Siéntese, siéntese —dijo, acercando una silla de otra de las mesas—. No tenía ni idea de que estuviera a bordo.

—¿Me recuerda? —preguntó Joanna.

—Recuerdo a todos mis alumnos, aunque hubo hordas de ellos, brillando en púrpura y oro. Usted estaba en segundo curso. Le gustaba La balada del viejo marinero, que yo recuerde. “Solo, solo, completamente solo, solo en el amplio, amplio mar.” Y usted nunca preguntaba: “¿Esto caerá al final?”

—Es porque sabía lo que contestaría usted —sonrió Joanna—. Siempre decía: “Todo caerá al final.”

—Y así será —dijo el señor Briarley—. Saber eso no impedía que Ricky Inman lo preguntara. Dígame, ¿todavía se mece en su silla y se cae?

—No lo sé —respondió Joanna, riendo—. Hoy en día es corredor de bolsa.

—¿Y usted? Déjeme ver, que yo recuerde, pretendía graduarse en psicología.

—Lo hice —dijo Joanna, pensando alegremente: “Se acuerda. Este es el viejo señor Briarley, tal como solía ser, gracioso y mordaz y listo, y ésta es la conversación que deberíamos haber tenido aquel día en la casa”—. Ahora estoy en el hospital Mercy General. Estoy trabajando en un proyecto de investigación sobre las experiencias cercanas a la muerte.

—Lo cual explica por qué no está en la lista de pasajeros —dijo él—. Estaba seguro de no haber visto su nombre. Experiencias cercanas a la muerte. Testimonios de aquellos que han regresado para contarlo. “Han llegado los tiempos en que, cuando el cerebro se agota, el hombre muere y hay un final, pero ahora vuelven a levantarse.” ¿Y qué ha descubierto en esos viajes al “país de cuyas fronteras ningún viajero regresa”?

—Yo… —dijo Joanna, y al otro lado de la biblioteca la puerta se abrió y entró el sobrecargo.

Se acercó rápidamente a ellos.

—Usted perdone, señorita —le dijo a Joanna, y se volvió hacia el señor Briarley—. Si puedo hablar con usted un momento, señor.

—Por supuesto —contestó el señor Briarley. Los dos hombres se acercaron a los estantes, y el sobrecargo empezó a hablar en voz baja y apremiante. Joanna entendió las palabras “me pidió que le preguntara” y “saber qué ha sucedido”.

—Dígales… —dijo el señor Briarley, y Joanna avanzó un paso, intentando escuchar. Mientras lo hacía, su mano rozó la mesa y volcó el tintero. La tinta salpicó el suelo, empapándolo de oscuro. Joanna se agachó para enderezar el frasco, buscando un pañuelo en su bolsillo.

—Sí, señor, gracias, señor —dijo el sobrecargo—. Se lo diré. Se sentirán muy aliviados.

El sobrecargo salió, y el señor Briarley regresó a la mesa donde Joanna estaba arrodillada, secando la tinta derramada.

—No importa —dijo, tomándola del brazo para ayudarla gentilmente a incorporarse—. No importa. Venga, siéntese y dentro de un momento iremos a tomar té —dijo, sentándose de nuevo a la mesa—. Tengo que terminar de escribir una nota primero.

Recogió la pluma y se puso a escribir.

Joanna había olvidado que había ido allí a buscar el nombre del Titanic en el membrete. Observó la nota que él estaba escribiendo, esperando que la carta estuviera boca arriba para ver el encabezado, pero no era una carta. Era una postal.

—Estaba escribiendo un mensaje para mi sobrina —dijo el señor Briarley. No había ningún membrete impreso en la postal, sólo tres líneas para la dirección y las palabras “Querida Kit”.

—¿Conoce a mi sobrina? —preguntó él, y antes de que ella pudiera responder, dijo—: Le gustaría. Se llama así por Kit Marlowe. “¿Es este el rostro que lanzó mil naves?” Aunque dudo que se refiriera a éste. Y: “El honor se consigue con las obras que hacemos. No se gana hasta que se realiza un acto honorable.” ¿Consiguió ganarlo?, me pregunto. Siempre tenemos menos tiempo del que imaginamos. Tiempo que en su caso terminó bruscamente en una taberna en Deptford.

—Lo sé.

El señor Briarley pareció complacido.

—¿Lo recuerda de sus clases?

—No, vi la película Shakespeare in love. Con Gwyneth Paltrow. “No puedo creer que esté teniendo esta conversación”, pensó.

—Vielle y yo la alquilamos.

—Apuñalado —dijo el señor Briarley—. Una forma rápida de morir, aunque quizá no tan rápida como él imaginaba. O tan serena, aunque tal vez tuviera alguna idea. “Rezad por mí”, dice Fausto, “y sea cual sea el ruido que oigáis, no vengáis a mí, pues nada podrá rescatarme”. Aunque eso no es siempre cierto. Y, en cualquier caso, siempre hay tiempo para tomar el té, aunque es una lástima que no hubiera sabido antes que estaba usted a bordo. Habríamos tenido tiempo de hablar de muchas cosas, “de zapatos y barcos”…

Se levantó, quitó su chaqueta del respaldo de la silla y se la puso.

—Y tiempo para resolver los misterios del universo. Bueno, no se puede evitar, y tendría que haber tiempo para tornar el té, al menos.

Recogió la postal y se la guardó en la chaqueta, demasiado rápidamente para que Joanna pudiera atisbar más que una foto coloreada a mano de un barco y un océano azul claro, el cielo celeste, en el otro lado.

—Tengo que hacer un encargo primero, y luego iremos al restaurante Á La Carte. No, quizá sea mejor ir al Palm Court. Está más hacia popa. —Miró su reloj—. Sí, decididamente el Palm Court, pero he de llevar esto a la oficina de correos primero.

—¿La oficina de correos? —dijo Joanna, pensando en el oficial de correos que arrastraba la saca mojada escaleras arriba—. No, espere, señor Briarley.

Pero ya había salido por la puerta de la biblioteca. Ella corrió tras él y salió a cubierta.

—¡Señor Briarley! —llamó, pero él desapareció por otra puerta—. No puede bajar a la sala de correo —gritó, abriendo la puerta y bajando los escalones de mármol hasta la estatua de bronce situada al pie— Ya está sumergida —dijo, y se detuvo, contemplando la estatua.

Era un querubín, con alas y pelo rizado, alzando una antorcha dorada. “Sabía que había una entrada en la Cubierta de Paseo”, pensó Joanna. Porque no podía haber ningún error y ésa era la Gran Escalera. Y no podía haber ningún error sobre el barco en el que se encontraba.

Se dio la vuelta y miró hacia arriba, y allí, en lo alto de la escalera, estaba el reloj de bronce flanqueado por dos ángeles, con largas túnicas y alas. El Honor y la Gloria coronando al Tiempo. Joanna miró la claraboya. El vidrio curvado tenía el mismo color lechoso dorado que la claraboya de la escalera de popa, pero ésta era mucho más grande, y de su centro colgaba una lámpara de cristal cuya luz irradiaba como chispeantes prismas diamantinos.

—Es el Titanic —dijo Joanna, y se volvió hacia el señor Briarley.

No estaba allí. Mientras ella miraba la claraboya, él había desaparecido. ¿Por qué camino se había ido? Corrió hasta el pie de las escaleras para mirar por encima de la barandilla las cubiertas de abajo.

—¡Señor Briarley! —gritó, pero él no se encontraba en la escalera, y mientras se inclinaba hacia delante, tratando de ver en la oscuridad, oyó una puerta cerrarse a la izquierda. Corrió en la dirección del sonido por un largo pasillo profusamente iluminado, con una alfombra roja, en dirección a la puerta que acababa de cerrarse.

—¡Señor Briarley! —llamó, abriendo la puerta. Más allá, el pasillo se ensanchaba y giraba, y había otra escalera, y en la cubierta de abajo, el sonido de otra puerta cerrándose. Joanna bajó las escaleras. Junto a ella había una salita con una barra roja y blanca. La barbería, y a su lado, en el rincón, una ventanita con un cartel: “Oficina del sobrecargo.” La oficina de correos debía de estar cerca.

Entre la barbería y la oficina del sobrecargo había una puerta. No tenía ningún cartel, pero cuando Joanna apoyó la mano, se abrió con facilidad. Dentro, cables cubiertos de tela roja y blanca se cruzaban y entrecruzaban sobre un gran panel de madera, y saliendo de alguna parte (de los auriculares, situados delante del panel) había un rinrineo insistente.

La centralita del barco, pensó Joanna, corriendo y doblando la esquina. Aquel pasillo no estaba iluminado, y después de las brillantes luces de la escalera no podía ver nada. Dio unos cuantos pasos vacilantes.

—Vaya, si es mi pasillo —dijo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Richard bruscamente.

—Fallecido —dijo Tish—. Creo que está despierta.

—No puede ser —dijo Richard, y Joanna notó que le quitaban el antifaz.

Abrió los ojos.

—Sí que lo estoy, pero no he dicho “fallecido”. He dicho “pasillo”. Entré por error. No me he dado cuenta de que era mi pasillo. —Intento sentarse—. Era el otro extremo. Yo estaba…

—Quédese quieta —dijo Tish, envolviendo un tensiómetro en el brazo de Joanna—. Ni siquiera le he tomado las constantes vitales todavía.

—No habría entrado si me hubiera dado cuenta…

—Quédese quieta —dijo Tish. Joanna obedeció, esperando a que Tish terminara de examinarla y empezara a desconectar los electrodos y la intravenosa.

—¿Cree que fue por la dosis más baja? —preguntó Tish, sacando la intravenosa y guardándola.

—No lo sé —dijo Richard—. Estaba muy por encima del umbral.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Joanna, volviendo la cabeza para ver a Richard.

—Salió despedida de la experiencia —dijo Tish—. Como la señora Troudtheim.

—¿Despedida? —dijo Joanna, asombrada—. Pero no puede ser. Estaba en… —Miró a Tish—. Estaba allí. Estuve un buen rato. Richard la ayudó a sentarse.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé —respondió Joanna, tratando de pensar. Había subido a la Cubierta de Botes y hablado con Greg Menotti y luego tuvo la conversación con el señor Briarley. ¿Cuánto tiempo había durado? Y luego había bajado la Gran Escalera…

—Oh, tengo algo que decirte. Sobre lo que vi. Es decididamente el… lo que discutimos antes.

—¿Cuánto tiempo? —repitió él, como si no la hubiera oído.

—Una hora como mínimo.

—¿Una hora? —estalló Tish.

—¿Tienes un recuerdo continuo de los hechos? —preguntó Richard—. ¿No destellos fragmentados?

—No. Fue igual que las otras veces. Todo sucedió en una secuencia.

—¿Qué hay de la dilatación temporal? Ella negó con la cabeza.

—No había nada acelerado ni más lento. Todo sucedió en tiempo real.

Sólo que obviamente no había sido así.

—¿Cuánto tiempo estuve bajo los efectos?

—Dieciocho segundos —dijo Richard—. ¿Cuánto tiempo fue comparado con las otras veces?

—Más largo —respondió ella sin dudar.

—Entonces esa ECM y la del señor Sage confirman que no hay ninguna correspondencia entre el tiempo subjetivo y el tiempo dilatado —dijo él, y Joanna pensó de pronto en Lavoisier. ¿Cuánto tiempo había estado realmente consciente? ¿Y cuánto tiempo había pasado para él entre parpadeo y parpadeo?

—¿Fue una ECM completa o se cortó por la mitad?

—Ambas cosas —dijo Joanna, deseando que Tish terminara de desconectarla para poderse explicar—. Estaba intentando encontrar al señor Briarley. Iba a la oficina de correos, y yo trataba de alcanzarlo, y empecé a recorrer el pasillo…

—¿Oficina de correos? —dijo Tish—. Creía que se suponía que se ve el cielo.

—… y no me di cuenta hasta que ya estuve en él de que era el mismo, y entonces fue demasiado tarde. Ya había regresado al laboratorio.

—¿Entonces el final fue diferente? —dijo Richard, ansioso.

—Sí y no. Volví por el mismo pasillo, pero fue más súbito que en otras ocasiones. Hubo un corte más brusco.

Richard se acercó a la consola y tecleó rápidamente, y luego contempló la pantalla.

—Justo lo que pensaba. Tu último escaneo es idéntico al de la señora Troudtheim.

Empezó a teclear otra vez.

—Necesito que grabes y transcribas tu testimonio lo antes posible.

—Lo haré —dijo Joanna—, y después quiero hablar contigo sobre lo que vi.

El asintió, ausente, contemplando las pantallas. Joanna lo dejó por imposible y fue a cambiarse, se puso la blusa y la chaqueta y los zapatos, y cuando salió Richard seguía tecleando. Tish enrollaba los cables del monitor. Ya casi había terminado de guardarlo todo. “Esperaré a que se marche y le contaré a Richard lo de la Gran Escalera”, pensó Joanna, y acercó una silla al otro extremo del laboratorio, se sentó y conectó la grabadora.

“Por supuesto él dirá probablemente que lo he imaginado a partir de la conversación que tuvimos”, pensó, y empezó a grabar.

—Joanna Lander, sesión sexta, 2 de marzo. Oí un ruido y aparecí en el pasillo —dijo en voz baja. Describió sus intentos por encontrar la Gran Escalera, su infructuosa conversación con Greg Menotti, su salida a la Cubierta de Paseo—. Caminé por la cubierta hasta la luz del bar —dijo, y se le ocurrió algo.

Ella había dicho una hora, y decididamente había parecido ese tiempo, pero una hora después de la colisión el barco habría tenido una inclinación considerable. Tal vez había dilatación temporal, después de todo, o tal vez era otra discrepancia que significaba algo.

“Tengo que contárselo a Richard”, pensó, y miró hacia la consola. El estaba sacando los papeles de la impresora.

—Joanna —dijo—. Quiero enseñarle estos papeles a la doctora Jamison a ver qué opina.

Y se marchó antes de que ella pudiera apagar la grabadora.

Casi se había levantado de la silla. Volvió a sentarse, frustrada, y continuó grabando desde donde lo había dejado, describiendo al hombre que repartía cartas, la biblioteca, al hombre que vio en el escritorio.

—Y cuando levantó la cabeza, vi que era el señor Briarley, mi profesor de lengua del instituto, pero no era el señor Briarley que vi hace cinco días. Recordaba mi nombre y en qué clase estuve, y parecía bien y feliz…

Bien y feliz. “Mi madre parecía bien y feliz —había dicho la señora Isakson—, no como la última vez que la vi. Se quedó tan delgada al final, y tan amarilla.” Y Joanna pensó que así era como los que experimentaban una ECM describían a sus parientes muertos, con sus miembros y su; facultades restauradas.

El señor Briarley recordaba per qué Kit se llamaba así, había podido citar La Balada del viejo marinero.

“Está muerto —pensó Joanna, y una corriente de temor la atravesó—. Se ha muerto. Por eso lo vi a bordo. Las historias que Mandrake me contó sobre ver a alguien en una ECM y descubrir luego que están muertas son verdad.

“No, no lo son —pensó, mirando la grabadora en su mano—. Sabes perfectamente bien que ninguno de esos casos está documentado, que los sujetos jamás mencionaron haber visto a la persona hasta después de tener confirmación externa de la muerte, como esos médiums que decían haber “visto” a W. T. Stead a las dos y veinte la noche en que se hundió el Titanic. Nadie había dicho nada hasta después de ver el nombre de Stead en la lista de desaparecidos. Esas historias no son ciertas. El señor Briarley no está muerto. Lo viste porque estabas pensando en el, porque te preocupabas por él. ¿Entonces por qué no vi a Vielle? ¿O a Maisie? ¿Y por qué sí vi a Greg Menotti?

“Porque está muerto —pensó—, los muertos son los que están a bordo, y sintió de nuevo el escalofrío de temor. Tengo que averiguarlo. Tengo que llamar a Kit.”

Pero si llamaba y le había pasado algo al señor Briarley, estaría exactamente en la misma situación que los ECM del señor Mandrake.

No tendría pruebas de que no había tenido un conocimiento previo de su muerte, que no había hablado con Kit primero y luego imaginado la presencia del señor Briarley en la biblioteca.

“Tengo que hablarle a Richard sobre mi ECM primero, antes de llamar a Kit —pensó—, pero no sé cuándo va a volver.” Podía tratar de encontrarlo pero, aunque lo hiciera, no había estado con ella todo el tiempo. A su entender, podría haber recibido una llamada de Kit mientras estaba fuera del laboratorio.

Tish podría atestiguar que no había salido del laboratorio, ni recibido ni hecho ninguna llamada, pero Richard no quería que ella supiera nada del Titanic. “Tiene razón —pensó Joanna—. Si el señor Mandrake se enterara de esto…” Ya podía ver los titulares del Star. “¡Veo muertos! Científico recibe mensaje del más allá.”

Pero no había nadie más que pudiera demostrar que no sabía nada de la muerte del señor Briarley. “Y si no me doy prisa, tampoco tendré a Tish —pensó, mirando cómo la enfermera preparaba la sesión del señor Sage—. Dentro de cinco minutos, estará lista para marcharse.”

Joanna se mordió los labios, tratando de decidir qué hacer, y luego encendió la grabadora y empezó a hablar rápidamente, describiendo todo lo que podía recordar sobre el señor Briarley y su aspecto y lo que había dicho. “Siempre hay menos tiempo del que imaginamos”, había dicho. Y: “Sea cual sea el ruido que oigáis, no vengáis a mí, pues nada podrá rescatarme.”

“Estaba intentando decirte que está muerto”, pensó, y tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarse y descolgar el teléfono, y para terminar la grabación de su testimonio.

—El hecho de que el señor Briarley estuviera allí parecía perfectamente natural, pero cuando…

—¿Decía algo? —preguntó Tish desde la mesa de reconocimiento.

—No, estoy grabando mi testimonio.

—Oh. ¿Hay algo más que quiera que haga, o puedo irme ya a almorzar?

—No, necesito que hagas una cosa por mí.

—Oh —dijo Tish, decepcionada—. ¿Qué es? Porque ya es la una y la cafetería…

“Probablemente habrá cerrado a la una menos cuarto —pensó Joanna—, y si te marchas, se acabó mi documentación.”

—Necesito que seas testigo de algo.

—¿Testigo de algo? ¿Quiere decir como en un testamento?

—No, un testamento no —dijo Joanna—. Una declaración. Pero antes de hacerlo, tengo que terminar de grabar el testimonio de mi ECM, así que serán unos minutos.

—¿No puedo irme y volver?

—No. Te necesito aquí. Quiero que seas testigo del hecho de que no recibo ninguna llamada telefónica, ni hago ninguna llamada tampoco.

Encendió la grabadora y empezó a hablar rápidamente.

—… pero cuando salí del estado de ECM y empecé a grabar mi testimonio, experimenté una abrumadora sensación de que el hecho de que estuviera allí significaba que está muerto —dijo, tratando de no distraerse con la visión de Tish, de pie, en medio del laboratorio, dando golpecitos en el suelo con el pie y mirando el reloj cada pocos segundos—. Por lo que sé, el señor Briarley… Tish, no tienes que mirarme.

Tish se encogió de hombros, se acercó a la puerta del vestidor y empezó a aplicarse lápiz de labios en el espejito interior.

—Por lo que sé, el señor Briarley está vivo —dijo Joanna—. Lo vi hace cinco días y hablé con él por teléfono ayer, y, por lo que sé, goza de buena salud, exceptuando que tiene Alzheimer, y está ileso. No he tenido ninguna comunicación con él ni relacionada con él desde entonces. Fin del testimonio de Joanna Lander. Completado a la 1.08 P.M.

Sacó la cinta de la grabadora.

—Muy bien —le dijo a Tish, que se estaba aplicando maquillaje, y se acercó a la mesa de Richard.

Extendió la mano para encender el ordenador y se lo pensó mejor (no debería haber ninguna posibilidad de recibir mensajes externos, incluido el correo electrónico); tomó un trozo de papel. Tish se acercó a la mesa, con el bolso colgado ya del brazo, obviamente con prisa por marcharse. “Lo cual es bueno —pensó Joanna—. No hará muchas preguntas.”

Joanna escribió: “Estuve en presencia de Joanna Lander desde el principio del procedimiento hasta el final de la sesión de grabación. En ningún momento dejó J. Lander el laboratorio ni tuvo comunicación con nadie de fuera”, y le ofreció el papel a Tish.

—Necesito que firmes y feches esto, y pongas la hora —dijo, tendiéndole un boli.

Tish leyó la declaración.

—¿Para qué es esto? No estaré proporcionando una coartada para un crimen, ¿verdad?

—No —dijo Joanna—. Sólo necesito que documentes dónde y cuándo se escribió mi testimonio de esta ECM.

—Nunca me ha pedido que documentara ninguna de las otras —dijo Tish, recelosa.

—El doctor Wright suele documentarlas —mintió Joanna. Miró significativamente su reloj—. Es la una y cuarto.

—¿Ya? —dijo Tish, ansiosa, y firmó el papel—. ¿Es todo lo que necesita?

—No —dijo Joanna, mostrando la cinta—. Ésta es la cinta de mi testimonio.

La envolvió en otra hoja de papel y dobló los extremos.

—Necesito que firmes en la cinta y la feches.

—¿Todo esto por una ECM donde ha visto la oficina de correos? Si alguna vez tengo una ECM, desde luego espero que sea algo más excitante que la oficina de correos.

“No, no lo será”, pensó Joanna. Le tendió el boíl.

—La una y diecisiete.

Tish miró su reloj y luego firmó.

—¿Ya está?

—No, una cosa más —dijo Joanna, descolgando el teléfono—. Quiero que seas testigo de que hago esta llamada telefónica.

Marcó el número de Kit, esperando que, por primera vez, el señor Briarley respondiera al teléfono, y preguntándose qué diría si no lo hacía. “Hola, estamos haciendo un pequeño experimento. ¿Está vivo tu tío Pat?”

Tish volvía a dar golpecitos con el pie. ¿Y si no contestaba nadie? Obviamente no estaría dispuesta a esperar mientras Joanna intentaba llamar…

—¿Diga? —respondió una voz de mujer; no era Kit—. ¿Dígame? “Me he equivocado al marcar”, pensó Joanna.

—Estoy… estoy intentando localizar a Kit Gardiner —tartamudeó—. ¿Está ahí?

—No —respondió la mujer—. Soy la señora Gray, la voluntaria de Eldercare.

—¿Está ahí el señor Briarley?

—No —dijo la señora Grey—. Acaban de salir para Urgencias.

32

CONTROL DE LA MISIÓN: Challenger, pasa a aceleración máxima.

CHALLENGER: Roger, paso a aceleración máxima.

(Estática) (Pausa)

CONTROL DE LA MISIÓN: Los controladores de vuelo estudian con atención la situación. Obviamente, hay un fallo grave.


—A Urgencias —dijo Joanna, aturdida. “El señor Briarley ha muerto, y yo lo sabía, aunque no había manera de que pudiera saberlo.” Colgó el teléfono y se dirigió a la puerta.

—¿Adonde va? —preguntó Tish—. Creí que quería que fuera testigo de su llamada.

Joanna se detuvo, mirándola desconcertada.

—¿Quiere que firme algo diciendo a quién ha llamado y qué ha dicho?

—No —consiguió decir Joanna—. Ya puedes marcharte.

—Muy bien —dijo Tish, vacilante—. Creí que por eso quería que me quedara, para que fuera testigo.

Para que fuera testigo. Para atestiguar el hecho de que no podía haber sabido de antemano que él estaba muerto. Muerto. Y él mismo de nuevo, sin esforzarse más por recordar a su sobrina o la palabra para “té”. Bien y feliz, con la memoria restaurada. En el Otro Lado.

—¿Doctora Lander? —preguntó Tish, mirándola ansiosamente— ¿Se encuentra bien?

”No —pensó Joanna—. Son de verdad. No son una alucinación.”

—Estoy bien. Márchate, Tish. Sé que querías ir a almorzar. Tish asintió.

—El ginecólogo nuevo del que le hablé todavía no ha descubierto cuándo abre la cafetería —dijo, rebuscando en su mochila—. He traído un puñado de monedas para las máquinas expendedoras. ¿Dónde está mi monedero? Admito que comer Doritos y Skittles no es muy romántico, pero ya que no hay ningún restaurante por aquí… Oh, bien, aquí está. —Sacó un monederito rojo y se lo guardó en el bolsillo—. Hace falta que alguien abra un restaurante ahí enfrente —dijo, encaminándose hacia la puerta—. Se forraría.

Y se marchó por fin.

Joanna se obligó a esperar hasta que oyó el pitidito y el arranque del ascensor, y luego salió corriendo del laboratorio y bajó a Urgencias. No podía ser verdad, se dijo, corriendo escaleras abajo. Los médiums eran unos farsantes, y la señora Davenport tonta perdida. No había ni un ápice de verdad en nada de lo que decían. No podía ser cierto. Pero no había otra cosa que explicara cómo pudo haberlo sabido. Nadie había discutido del tema mientras estaba sometida al experimento. Richard y Tish ni siquiera conocían al señor Briarley, y si Kit hubiera llamado para dejarle un mensaje, Richard lo habría mencionado en cuanto recuperó el conocimiento.

Joanna entró por la puerta lateral de Urgencias y se quedó allí de pie, jadeando. No pudo ver a Kit por ninguna parte, ni a los enfermeros ni al equipo de choque. Junto a la entrada de ambulancias, un guardia de seguridad dejó de apoyarse en la pared y la miró. “Tienes que actuar con normalidad”, pensó, y trató de controlar su respiración, de calmar su expresión, de que pareciera que estaba allí tan sólo buscando a alguien.

Trató de localizar a la auxiliar (¿cómo se llamaba, Nina?) a la que Vielle le estaba gritando siempre, o al interno delgaducho, pero al parecer la gripe había hecho estragos. No reconoció a nadie, y no podía entrar sin más en la sala de Traumatología, sobre todo con el guardia de seguridad que no le quitaba ojo de encima, aunque al parecer había visto su identificación y había decidido que no era ajena al hospital. Había vuelto a apoyarse en la pared.

Pero no podía entrar de golpe en la sala de Traumatología. Tendría que preguntarle a la enfermera de recepción. Cruzó Urgencias y llegó al mostrador.

—Estoy buscando a Patrick Briarley —dijo apremiante a la enfermera, a quien no reconoció—. Su sobrina, Kit Gardiner, debe de haber venido con él.

—¿Briarley? —dijo la enfermera, tecleando su nombre y mirando la pantalla unos instantes—. Llega demasiado tarde.

“Demasiado tarde. Lo sabía —pensó Joanna—. Lo vi en el Otro Lado. Puedo documentarlo.”

—Acaba de marcharse —dijo la enfermera.

—¿Marcharse? —la palabra no tenía sentido. La enfermera pareció ponerse a la defensiva.

—No había nada en su historial que dijera que esperase hasta que usted llegara, doctora… —dijo, intentando leer la placa de identificación de Joanna—. ¿Quiere el número de teléfono de su casa? Llamaré por usted, pero no creo que hayan llegado todavía. Acaban de marcharse, no hace ni cinco minutos.

—¿A planta? —No se había muerto, después de todo. El equipo de Urgencias había conseguido reanimarlo—. ¿Lo han ingresado?

—¿Por un corte en el pulgar?

¿Un corte en el pulgar? No una trombosis ni un infarto. Un corte en el pulgar.

No estaba muerto. Se había asustado como una niña supersticiosa, espantada por las sombras.

—Ha dicho usted un corte. ¿Muy grave?

—Tendrá que preguntárselo al residente de guardia —dijo la enfermera, mirando con recelo la identificación de Joanna—. El doctor Carroll. Es quien lo atendió.

Joanna se volvió y entró resuelta en la sala de Urgencias, deseando que lo hubiera atendido un interno en vez de un residente. Hablaban libremente sobre pacientes y tratamientos a cualquiera que les preguntara. Vielle siempre intentaba inculcarles confidencialidad hacia los pacientes. “Al menos, cuando son residentes, han aprendido eso, aunque no hayan aprendido nada más”, le decía a Joanna.

Tendría que preguntarle a una de las auxiliares de clínica. Oh, bien, allí estaba Nina por fin, junto al esterilizador de instrumentos. Se acercó a ella.

—Nina, necesito…

Nina dio un respingo y soltó un par de fórceps.

—Oh, doctora Lander, ¿qué está haciendo usted aquí? —dijo, mirando nerviosa alrededor—. Si está buscando a Vielle, no está.

—Lo sé. Es contigo con quien quiero hablar. ¿Quién asistió al doctor Carroll con el paciente que acaba de llegar con un corte en el pulgar, el señor Briarley?

—¿El señor Briarley? —dijo Nina, y parecía aliviada por algún motivo, pero en vez de contestar indicó a Joanna la sala de comunicaciones. Todavía estaba sin terminar, la radio con los cables sueltos y más cables por todas partes. Nina cerró la puerta—. Así podremos charlar sin todo ese ruido.

No había tanto ruido, pero tal vez Nina no había aprendido todavía lo de la confidencialidad con los pacientes.

—¿Quién asistió al doctor Carroll para vendar el corte en el pulgar del señor Briarley? —preguntó Joanna.

—Nadie —respondió Nina—. No necesitó puntos. El doctor Carroll le puso un lazo y luego un vendaje porque su sobrina dijo que si no se olvidaría de para qué era el lazo y se lo quitaría.

“El señor Briarley se cortó el pulgar. Lo estaban vendando aquí en Urgencias mientras yo lo veía en el Titanic, y la sensación de que estaba muerto vino del lóbulo temporal, no del Otro Lado.” Y si la sensación, no, la convicción de que el señor Briarley estaba muerto era falsa, ¿qué había de la convicción de que el Titanic era. de algún modo la clave de las ECM?

—… un viejo gracioso —decía Nina—. No paraba de decir: “¿Quién habría pensado que el viejo tendría tanta sangre dentro?”, y algo sobre el océano.

—”Con toda el agua del gran océano de Neptuno lavará esta sangre de mi mano” —dijo Joanna.

—Sí, eso es. ¿Es de algún sitio?

—De Macbeth —dijo Joanna.

Podía recordarlo interpretando escenas para ellos, con una regla por espada.

“Los temores presentes son menores que las horribles imaginaciones.”

Horribles imaginaciones. Qué cita tan apropiada. Era exactamente lo que había estado haciendo. “Lady Macbeth sufre de falta de imaginación —había dicho él en clase—, y Macbeth de demasiada, oye voces y ve fantasmas.”

—¿Hay un teléfono en la sala de espera? —le preguntó a Nina bruscamente.

—Claro, pero puedo traerle uno. Salió. Joanna oyó una voz de mujer.

—No comprende, vienen los británi… Pero Nina cerró la puerta.

Volvió al momento con un teléfono inalámbrico. —Habrá teléfonos aquí dentro si terminan alguna vez —dijo, teniéndoselo a Joanna.

—Gracias.

Joanna no esperó a que Nina saliera para marcar el número. Comunicaba. Pulsó “finalizar” y luego “rellamada”.

—¡Tengo que advertirlos! —dijo la misma voz de mujer, y pudo oírse incluso a través de la puerta, cada vez más fuerte y terrible—. ¡Uno por tierra, dos por el mar!

—Oh-oh —dijo Nina, asomándose a la puerta—. Parece que acaba de llegar otro chiflado. Espero que sea sólo una esquizofrénica y no alguien colgado con picara. Después de lo que pasó… —Se detuvo, nerviosa—. Lo que quiero decir es que están tan colocados que no saben lo que hacen. Te miran y ni siquiera te ven. Es como si estuvieran en otro sitio.

Joanna no escuchaba. El teléfono estaba sonando.

—¡Nina! —gritó una voz de mujer—. ¡John! ¡Necesito ayuda aquí!

—Tengo que irme —dijo Nina, mirando la puerta. Tres llamadas. Cuatro.

—¡Estoy bien! —aulló la mujer—. ¡No comprenden, vi la señal! ¡Era real!

—¡Nina! ¡Ven aquí! ¡Guardia!

—Deje el teléfono en el mostrador cuando termine. —Nina salió, cerrando la puerta tras ella. Seis llamadas. Siete.

—Hola —dijo el señor Briarley. Joanna se sintió llena de alivio.

—¿Señor Briarley?

—Sí. ¿Quién llama?

—Yo… soy Joanna Lander —tartamudeó—. Yo…

—Oh, sí, señorita Lander. ¿Quiere hablar con Kit?

—Sí.

—Voy a llamarla. ¡Kit! —lo oyó decir—. Es Joanna Lander. Y Kit se puso al teléfono.

—Oh, hola, Joanna, me temo que no he tenido mucho tiempo para buscar el libro ni las cosas que me pediste. El tío Pat se cortó el pulgar y…

—Lo sé. ¿Se encuentra bien?

—Está bien, aunque me asusté un montón cuando vi toda esa sangre. No sabía que un corte en el pulgar sangrara de esa forma.

—”Sus manos y rostros estaban tintos en sangre” —dijo al fondo la voz del señor Briarley.

—Por suerte, la señora Gray estaba aquí —dijo Kit—. Lo vendó hasta que pude llevarlo a Urgencias.

—¿Cómo se lo hizo?

—Se rompió un vaso de zumo, y trató de recoger los pedazos —contestó Kit, y Joanna se preguntó si ésa era toda la historia, o si él había estado desmantelando la cocina de nuevo.— ¿Pero está bien?

—Está bien. Me preocupaba que la sala de urgencias lo trastornara, pero es uno de sus días buenos. —Se echó a reír—. No dejó de recitarle Macbeth al personal.

—”Igual que sus dagas, que encontramos desenvainadas, sucias de sangre,”

Estaba bien. No sólo bien, sino que tenía un buen día.

—¿Quién está al teléfono? —dijo el señor Briarley—. ¿Es Kevin?

—Será mejor que me vaya —dijo Kit.

—Si es Kevin, dile que el trabajo es “El hundimiento del Hesperus”. Páginas 169 a 180. Dile que caerá en el examen final.

—Me alegro de que esté bien —dijo Joanna.

—”¡Oh, padre, veo una luz brillante! Oh, dime, ¿qué puede ser?” “Y se acabó el buen día”, pensó Joanna.

—Te llamaré en cuanto encuentre el libro —dijo Kit, y colgó.

No estaba muerto. Tenía confirmación exterior. ¿Entonces por qué seguía teniendo aquella sensación? Persistía, a pesar del alivio que había sentido al oír la voz del señor Briarley, a pesar del hecho de que nadie se moría por un corte en el pulgar. Tal vez una especie de mensaje, una premonición.

Sonó un súbito alarido, y un estrépito.

—Señora Rosen —dijo Nina, exasperada—. ¡Los británicos no van a venir!

—¡Sí vendrán! —gritó la mujer, alzando espantosamente la voz—. ¡Vi la luz!

“La sensación es un mensaje, sí —pensó Joanna—, un mensaje de que empiezas a parecer tan loca como la mujer de ahí fuera. Richard tenia razón. Te estás convirtiendo en Bridey Murphy.

“No fue una premonición, ni una precognición, ni una prueba de que el señor Briarley estaba muerto. Fue una sensación sin contenido, provocada por la estimulación del lóbulo temporal. ¿Y qué hay de la sensación de que el Titanic es la clave de la ECM? ¿No demuestra esto que es también algo puramente químico?”

—No —dijo tozudamente a la centralita de la radio y los cables colgantes—. Significa algo, y voy a averiguar qué es.

Lo cual significaba llamar a Betty Peterson otra vez y repasar los testimonios de las ECM línea a línea, buscando pistas.

Nina le había pedido que llevara el teléfono al mostrador. Lo recogió y abrió la puerta. La mujer que decía que venían los ingleses había dejado de gritar. Joanna se asomó a la puerta para ver si seguía allí.

No estaba, y Joanna no vio a Nina por ninguna parte. El guardia de seguridad seguía apoyado contra la pared, y las enfermeras de uniforme se movían tranquilamente por entre las salas de Traumatología. A mitad del pasillo un joven con bata y zapatos de tenis (¿el doctor Carroll?) leía una gráfica.

Pero no se podía saber cuándo aparecería el próximo colgado con picara o el siguiente matón. Joanna se dirigió a la puerta lateral, atenta a todo aquel que pareciera peligroso. “Al menos Vielle no está aquí —pensó, mientras pasaba junto a dos monitores cardíacos—. Y tal vez unos cuantos días lejos de Urgencias le hayan dado una nueva perspectiva.” Joanna se acercó al mostrador y depositó el teléfono. La puerta de la Sala de Traumatología 2 se abrió y salió un celador, hablando con una enfermera negra con gorrito quirúrgico y pijama azul oscu…

—¡Vielle! —dijo Joanna. Empezó a cruzar el abarrotado espacio que las separaba—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Vielle se había vuelto al escuchar su nombre. Al ver a Joanna, se agarró impulsivamente el brazo derecho y lo acercó a su cuerpo, como para protegerlo.

—Creía que no ibas a volver hasta la semana que viene —dijo Joanna—. ¿Qué te ha hecho cambiar de…?

Y entonces vio lo que Vielle estaba protegiendo. No, ocultando. Era un vendaje, y cubría la mitad de su antebrazo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Joanna, desconcertada.

—¿No se ha enterado de que le dispararon a Vielle? —preguntó el celador.

—¿Disparado?

—Llega un tipo, agita una pistola y dice “¿Dónde…?”

—¿No tienes trabajo que hacer? —dijo Vielle bruscamente—. Hay que cambiar la cama de la cuatro. Y limpiar el suelo. —Pero estaba mirando a Joanna.

Joanna no podía apartar los ojos del brazo vendado de Vielle.

—No tenías la gripe —dijo, anonadada—. Te dispararon.

—Joanna…

—Podrían haberte matado. Vielle sacudió la cabeza.

—Es sólo una herida superficial. No…

—Me dijeron que te fuiste a casa con la gripe. ¿Dónde estabas? ¿Arriba en la UCI?

No, por supuesto que no. La bala apenas rozó la piel. Ni siquiera tuvieron que darme puntos.

—Por eso no me dejabas acercarme por tu casa. Dijiste que no querías que pillara la gripe, pero es porque no querías que supiera que te han disparado.

—Joanna…

—Me dijiste que ibas a quedarte en casa para recuperarte. ¿Lo hiciste, o era también mentira, y volviste al trabajo al día siguiente porque no podías esperar a que te pegaran otro tiro?

—No te lo dije porque sabía que te inquietarías, y no veía ningún motivo para…

—¿Que me inquietaría? ¿Que me inquietaría? —dijo Joanna furiosa, y el doctor Carroll y una de las enfermeras se volvieron a mirarlas. El guardia de seguridad empezó a ponerse en pie—. ¿Por qué debería inquietarme, sólo porque le han pegado un tiro a mi mejor amiga?

—Baja la voz —susurró Vielle, mirando ansiosamente hacia el guardia de seguridad—. No te lo dije precisamente por eso, porque sabía que exagerarías…

¿Exagerar?

¿Algún problema, enfermera Howard? —preguntó el guardia de seguridad, acercándose a ellas, la mano en la pistola.

—No, ningún problema.

—Sí —le dijo Joanna—, ¿dónde estaba usted cuando entró el tipo con la pistola? —Se volvió hacia Vielle—. ¿Cuándo planeabas decírmelo exactamente? ¿O no lo planeabas? Si te hubiera atravesado el corazón con una bala, ¿me lo habrías dicho entonces?

Y se dio media vuelta y salió de Urgencias.

—Joanna… —la llamó Vielle.

Atravesó la puerta lateral. Tras ella, oyó decir a Vielle:

—Sustituidme. Volveré en unos minutos. Joanna, espera… Joanna la ignoró y continuó pasillo abajo.

—¡Joanna, por favor! —Vielle la alcanzó antes de que llegara a las escaleras—. No te enfades —dijo, agarrando el brazo de Joanna con la mano izquierda—. El motivo por el que no te lo dije es…

—Porque sabías lo que te diría. Tienes razón. Lo habría dicho. ¿De verdad esperabas que me quedara tan pancha y viera cómo matan a mi mejor amiga?

—Fue sólo un arañazo —protestó Vielle—. No me disparó a mí. Ni siquiera creo que supiera que tenía una pistola. Estaba colgado con Pícara…

—Con picara —dijo Joanna—, que ha causado un aumento del veinticinco por ciento en las bajas de Urgencias.

—No comprendes. La culpa es también mía. Tendría que haber visto que estaba demasiado colocado para intentar razonar con él. Creí que podría calmarlo y lo agarré del brazo. Lo primero que dicen las normas es: “No intenten agarrar al paciente.” No tenía por qué…

—No tienes por qué trabajar en Urgencias —le interrumpió Joanna—. ¿Cuántos avisos más necesitas? No te lo dirán más claro. Tienes que salir de aquí.

—No puedo. Andamos cortos de personal. Dos de nuestras enfermeras están de baja con gripe, y la mala publicidad hace que no podamos encontrar sustitutas. Mira, no volverá a suceder. Han contratado a otro guardia de seguridad más. Empieza mañana, y el hospital está hablando de instalar un detector de metales.

—¿El hospital que respondió al último tiroteo haciendo circular un memorándum? Vielle, escúchame. Tienes que pedir el traslado. Vielle la miraba con expresión extraña.

—De acuerdo —dijo. Joanna parpadeó.

—¿Pedirás el traslado?

—Haremos un trato. Yo pediré que me trasladen de Urgencias y tú le dirás a Richard que no puedes seguir siendo su conejillo de indias. Joanna se la quedó mirando.

— ¿Renunciar al proyecto? ¿Por qué?

—¿No acabas de decir que no podías quedarte tan pancha y ver cómo mataban a tu mejor amiga? Bueno, pues yo tampoco. Estoy preocupada por ti.

—¿Preocupada por mí? Tú eres la que tiene un brazo vendado. Tú eres la que…

—Tú eres la que tiene ojeras prácticamente hasta las rodillas —dijo Vielle—. ¿Te has mirado en un espejo últimamente?

—Estoy bien.

—Eso es lo que decía la mujer que acaba de estar aquí, la que no para de gritar “¡Vienen los ingleses!”; la que no se da cuenta de que está loca. Estás más nerviosa que un gato, te abstraes cuando la gente te habla. Cuando bajaste a Urgencias hace un rato, parecías…

—¿Me viste? —preguntó Joanna, otra vez enfadada—. ¿Qué hiciste, esconderte de mí? Claro —dijo, recordando de repente cómo Nina miraba ansiosamente alrededor y luego la llevaba a la sala de comunicaciones—. Esperaste hasta que creíste que me había ido.

—No cambies de tema —replicó Vielle—. Estabas blanca como un fantasma. Sigues blanca como un fantasma.

—¿Y cómo quieres que esté? Acabo de enterarme de que a mi mejor amiga le ha pegado un tiro un lunático.

Tablas. Se quedaron allí mirándose, midiéndose como un par de perros de pelea durante un largo minuto, y entonces Vielle dijo pacientemente:

—Estás agotada, estás perdiendo peso…

—He estado ocupada —dijo Joanna, a la defensiva—. La cafetería está siempre cerrada…

—La cafetería no tiene nada que ver con que desaparezcas durante horas y des un respingo si alguien te habla. ¿Sabes como quién estás actuando?

—¿Como Julia Roberts en Línea mortal? —dijo Joanna sarcástica.

—Como Julia Roberts en Mary Redly. También tenía ojeras, y casi se muere porque se negaba a dejar de trabajar para el doctor Jekyll.

—Richard no es Mister Hyde.

—Richard no se daría cuenta si te cayeras de bruces a menos que apareciera en uno de sus escaneos. Tienes que decirle que no puedes seguir con el experimento.

—No puedo.

—¿Por qué no?

“Porque significa algo —pensó Joanna—. Porque es importante.”

—Richard no tiene más sujetos, excepto el señor Sage, y es inútil. Hay que entregar un informe de progresos dentro de dos semanas, y ni no descubrimos pronto cómo funciona la ECM… —Se interrumpió y empezó otra vez—. Si es un mecanismo de supervivencia, podría ser utilizado para revivir pacientes que han entrado en parada, y la clave son las imágenes que estoy viendo en mis ECM. Tengo que descubrir qué significan.

Vielle la observaba solemne.

—Es por Maisie Nellis —dijo, asombrada—. Crees que vas a hacer algún gran descubrimiento sobre las ECM que ayude a recuperar a los pacientes cuyos corazones se han agotado. Por eso te uniste al proyecto en primer lugar, no para descubrir de primera mano cómo son las ECM, ni porque el doctor Wright fuera el doctor Right. Lo hiciste porque pensaste que podrías salvar a Maisie de morir ahogada.

—Yo no…

—Enfermera Howard —llamó Nina, asomando la cabeza por la puerta-—. La enfermera Gilbert quiere hablar con usted.

—Dile que voy dentro de un momento.

La cabeza de Nina desapareció y luego volvió a asomar.

—¿Dónde está el escopio de fibra óptica de gastroenterología?

—Sala de Reconocimiento Dos —dijo Vielle—, a mano izquierda en el armario, sobre el lavabo. —Nina desapareció. Vielle se volvió hacia Joanna.

—Cuando empecé en Urgencias, pensé que si trabajaba con todas mis fuerzas podría arreglarlo todo. Podría salvar la vida de todo el mundo. —Sonrió amargamente—. No se puede. Sólo somos humanos.

—Pero hay que intentarlo.

—¿Aunque eso signifique arriesgar tu propia salud? Y no me digas que quieres morir como Sullivan o Gilbert, quienquiera que fuese de los dos, porque, confía en mí, morir no es algo que una quiera hacer. Trabajo con la muerte todos los días. Es algo que hay que evitar a toda costa.

—¿Entonces por qué sigues trabajando aquí? Nina volvió a asomarse.

—Está cerrado.

—La llave está en el mostrador del puesto. Cajón superior, a mano derecha.

—Y Stan quiere saber si tiene que hacer turno doble esta noche. Vielle suspiró.

—Dile que le pregunte al señor Avila. El sabrá qué ha pasado.

Él sabrá qué ha pasado. “Pregunte al señor Briarley —le había dicho el hombre de la barba al sobrecargo—. El sabrá qué ha sucedido.” Tenía razón. El señor Briarley de a bordo recordaba a Ricky Inman y La balada del viejo marinero.

Recordaría lo que dijo en clase. “Tendría que haberle preguntado allí mismo”, pensó Joanna. Habría podido decírselo, y entonces supo, con un estallido de comprensión, por qué estaba allí. No porque estuviera muerto. Porque sabía la respuesta.

—Bueno, entonces pregúntale a ella dónde está el señor Ávila —estaba diciendo Vielle.

“Tengo que decirle a Richard que vuelva a someterme a la prueba —pensó Joanna—, para que pueda preguntarle al señor Briarley qué dijo.”

—Muy bien —decía Vielle, resignada—. Ahora mismo voy. Se volvió hacia Joanna.

—¿Y si las dos lo dejamos ahora mismo y salimos por esa puerta?

—Señaló la puerta que conducía al aparcamiento—. Subimos a mi coche y vamos a alguna parte donde nunca nieve ni haya ninguna Nina.

—Ni colgados con picara.

—Ni gente enferma.

—Ni señoras Davenport. Vielle sonrió.

—Y una cafetería abierta las veinticuatro horas del día.

—Acabas de describir el Otro Lado del señor Mandrake. —Joanna sonrió.

—Excepto la parte de la señora Davenport —dijo Vielle—. ¿Puedes imaginar lo horrible que sería? Te mueres y atraviesas el túnel, y allí, esperándote en la luz, está la señora Davenport. ¿Imaginas algo peor que eso?

“Sí”, pensó Joanna.

—Me contentaré con que no haya nieve —dijo Vielle—. ¿Qué te parece? Nos vamos a Hollywood y nos buscamos trabajo como asesoras de películas. Les diré por qué la gente no puede sobrevivir en agua helada, y tú les dices cuáles fueron las últimas palabras de John Belushi. Tenemos las credenciales. Todas esas noches de picoteo.

Nina volvió a asomar la cabeza.

—El doctor Carroll dice que te diga que llega gente. Un choque entre tres coches en la I-70.

—Ya voy —dijo Vielle, y se encaminó hacia la puerta—. Piénsalo, ¿quieres?

—¿Lo de Hollywood?

—Lo de renunciar. Estoy muy preocupada por ti, ¿sabes?

—ídem —dijo Joanna.

—O, si no dimites, piensa en pedirte un par de semanas libres para recuperar sueño y eliminar cualquier exceso de ditetamina de tu sistema. Prométeme que te lo pensarás.

—Te lo prometo —dijo Joanna, pero en cuanto Vielle entró en Urgencias, corrió escaleras arriba, cruzó el pasillo elevado y llegó al laboratorio para convencer a Richard de que volviera a someterla al tratamiento.

33

Todo ha salido mal, chica.

Ultimas palabras del novelista ARNOLD BENNETT.


Richard no estaba. “Menos mal”, pensó Joanna, viéndose en el espejo del vestidor. Tish había dejado la puerta abierta después de su sesión de maquillaje y el reflejo de Joanna parecía espantado y despeinado, como de alguien escapado de Pompeya.

“Si Richard me viera así, nunca volvería a someterme al tratamiento”, se dijo. Y tenía que hacerlo. Tenía que preguntarle al señor Briarley cuál era la conexión.

La declaración y la cinta sellada que había hecho firmar a Tish estaban en la mesa de Richard, donde las había dejado. Las recogió. Podía romper la declaración y quitarle el sello a la cinta, y Richard nunca tendría que saber nada sobre el asunto. Si Tish decía algo, podía decir que sólo quería documentar el hecho de que había grabado su ECM inmediatamente después de su sesión.

Pero entonces sería tan mala como Vielle. Peor, porque aquello era un experimento científico, y Richard no podría elaborar una teoría sin tener todos los datos. “Tienes que decírselo.” Pero no quería parecer una chalada cuando lo hiciera. Se peinó y se aplicó lápiz de labios para atenuar la palidez, y luego se quedó allí tratando de pensar una manera de explicárselo a Richard, pero la imagen de Vielle y un chico empuñando una pistola seguía apareciéndosele. Si se hubiera movido un poco más a la derecha, si la bala hubiera rebotado de manera algo distinta…

Richard entro y se encaminó directamente a la consola.

— Creo que por fin tenemos algo. Tus lecturas no son idénticas, pero muestran al menos uno de los mismos neurotransmisores que la señora Troudtheim, y tengo que comprobar el grado de cortisol, pero creo que son iguales también. ¿Has redactado ya tu ECM? Necesito una copia. Tengo una reunión con la doctora Jamison a las dos y media, y —Se detuvo— Dios mío, ¿qué ocurre? ¿Te encuentras bien?

— No. Le han disparado a Vielle.

—¿Disparado? Santo Dios, ¿está bien? Ella asintió.

— Es sólo una herida superficial.

— ¡Dios mío! ¿Cuándo ha sido?

— Hace tres días —dijo Joanna, y se echó a llorar. Él cruzó el laboratorio en dos zancadas y la abrazó.

— ¿Qué pasó?

Ella se lo contó entre lágrimas.

— No quiso decírmelo porque sabía lo que le iba a decir.

— No te lo reprocho. Tiene que pedir el traslado. Esto se está volviendo ridículamente peligroso.

— Lo sé, pero no quiere —dijo ella, secándose las lágrimas con la mano— Dice que están escasos de personal.

Richard buscó en el bolsillo de su bata y sacó un paquete de Kleenex, cosa que la hizo reír.

— Lamento llorar así.

— Llora cuanto quieras. ¿Te encuentras mejor ya? Ella asintió y se sonó la nariz.

— No paro de pensar en lo que podría haber sucedido…

—Lo sé. Mira, déjame llamar a la doctora Jamison para cancelar nuestra cita y nos iremos a comer algo.

Parecía maravilloso, pero si se iba con él probablemente acabaría contándole lo que había pasado con el señor Briarley igual que le había contado lo de Vielle y, peor, trataría de explicarle su convencimiento de que el señor Briarley podría decirle el motivo de que estuviera viendo el Titanic, y él decidiría que estaba demasiado tensa o inestable para volver a someterse al experimento.

Y tenía que volver a hacerlo, tenía que preguntárselo al señor Briarley.

¿Qué dijo en clase aquel día? ¿Qué tiene que ver el Titanic con las ECM?

—No, ya estoy bien, de verdad —dijo— No quiero apartarte de lo que estás haciendo, sobre todo si has encontrado algo, y tengo que transcribir mi testimonio. —Tomó la cinta sellada y se la guardo rápidamente en el bolsillo de la rebeca—. ¿Has dicho que lo necesitabas para las dos y media?

—La verdad es que sólo necesito el final. ¿Dijiste que volviste por el mismo pasillo, pero era un lugar diferente?

—No.

Le explicó cómo había seguido al señor Briarley, y cómo abrió la puerta al pasillo, hasta que se dio cuenta de que era el mismo.

—El pasillo siempre está en el mismo sitio. Todo lo está. Es un lugar real. Quiero decir —añadió al ver su expresión— que parece un lugar real.

—¿Y el retorno fue repentino?

—Sí, como si alguien cerrara un libro de golpe… Acabo de recordar algo. La señora Woollam dijo que uno de sus regresos fue así, y creo que esa vez revivió de una parada por su cuenta.

—Me gustaría ver su testimonio también —dijo Richard—. ¿Seguro que estás bien?

—Estoy bien. Gracias por los Kleenex. Y por el hombro. Él sonrió.

—Cuenta conmigo. Y volvió a la consola.

Ella se quedó allí un minuto, contemplando su cabeza rubia inclinada sobre el teclado, deseando contárselo todo, y luego dijo:

—¿Cuándo crees que podrás someterme otra vez al experimento?

—Mañana, si es posible. Me gustaría hacer otra sesión con esta dosis menor y ver si es un factor. Y ver cómo encajan los escaneos.

—Llamaré a Tish —dijo Joanna, y se marchó a su despacho. Quitó de la cinta el papel firmado y empezó a escribir la transcripción.

Escuchar la cinta fue como volver a experimentarlo todo: el asomarse a la proa, contemplar el costado del barco, escrutar la nada. Ver al señor Briarley en la biblioteca. “¿Conoce a mi sobrina?”, tecleó Joanna, y advirtió que no recordaba eso. Repasó la conversación. La había saludado como si no la hubiera visto desde el instituto. No había habido ninguna mención al hecho de que la había visto tan sólo unos días antes.

“Porque no recordaba esas cosas”, pensó. No había visto a un señor Briarley entero y sano, sino al antiguo señor Briarley, al que le dio clase, la parte del señor Briarley que había muerto. “Morir a plazos”, había dicho Vielle. Y su mente amplificada por la acetilcolina le había dado forma concreta a la idea. No era extraño que se hubiera convencido de que estaba muerto. Una parte de él lo estaba, y tal vez por eso, no por el hecho de que tuviera la clave de la conexión, lo había visto en el Titanic. En cuyo caso no podría decirle cuál era la conexión y qué era la ECM.

“Tiene que hacerlo”, pensó, y siguió repasando el testimonio, buscando pistas. “Y sea cual sea el ruido que oigáis, no vengáis a mí, pues nada podrá rescatarme —tecleó—, y he de llevar esto a la oficina de correos primero.”

Contempló la pantalla, la barbilla apoyada en las manos. Cuando dijo eso, ella dedujo que se refería a la sala de correo. Por eso había corrido tras él, porque la sala de correo estaba inundada. Pero estaba casi segura de que había dicho oficina de correos, y era improbable que los pasajeros tuvieran permiso para ir a la Cubierta G. Lo más probable era que entregasen sus cartas a un mozo o las dejaran en un buzón. Pero el señor Briarley había dicho “oficina de correos”, y desapareció por uno de los pasillos de la Cubierta C, y las otras puertas que Joanna había visto (el restaurante A La Carte y el vestíbulo y el gimnasio) habían existido todas.

Llamó a Kit.

—Necesito saber si había una oficina de correos en el Titanic, y si es así, dónde estaba.

—¿No te refieres a la sala de correo? —dijo Kit—. He descubierto su existencia y la del correo, por cierto.

—No, tendría que haber sido una oficina de correos para los pasajeros.

—Oficina… de correos… para pasajeros —dijo Kit, obviamente anotándolo—. ¿Algo más?

“Sí”, pero para eso necesitaba volver a someterse a la prueba: para poder encontrar al señor Briarley. Y si le daba a Kit las otras salas para que las buscara y una lista de citas, tal vez no encontrara la oficina de correos a tiempo.

—No, eso es todo. ¿Qué has descubierto sobre el correo?

—Los empleados de correos sí que subieron el correo a la Cubierta de Botes —dijo Kit—. La sala de correo estaba en la proa, así que fue una de las primeras que se inundó, y los empleados subieron las sacas de correo de primera clase y los certificados para intentar salvarlos.

“Pero el correo estaba ya echado a perder”, pensó Joanna, recordando la saca goteante, la mancha oscura en las escaleras.

—¿Decía qué escalera usaron?

—No, ¿quieres que intente averiguarlo?

—Lo de la oficina de correos es más importante.

Colgó y llamó a Tish, que no estaba disponible hasta el jueves.

—Me tienen sustituyendo en Medicina interna hasta entonces. Esta gripe —explicó. El jueves. Dos días hasta que pudiera preguntarle al señor Briarley cuál era la conexión. Al menos habría tiempo suficiente para que Kit localizara la oficina de correos.

—… ¿y por qué no me dijo que le habían disparado a Vielle Howard? —estaba preguntando Tish—. Acabo de enterarme. “Yo también”, pensó Joanna.

—Supuse que ya lo sabías —mintió.

—¿Está bien?

—Fue sólo una herida superficial —respondió Joanna. Colgó y acabó de transcribir el testimonio. Pensó en quitar el último párrafo, pero era parte de los datos. Llegó a una solución de compromiso al añadir: “Después de comprobarlo, descubrí que el señor Briarley estaba vivo y con buena salud a excepción de su Alzheimer, lo que proporciona un caso documentado que contradice la tesis del señor Mandrake de percepción extrasensorial.”

Sacó una copia impresa de la transcripción y rebuscó un clip en sus bolsillos. En cambio se encontró con las chapas de perro de Maisie. “Que no lo he entregado todavía”, pensó, y decidió bajar en cuanto le llevara la transcripción a Richard.

El no estaba. “Bien”, pensó, y como a la cuatro-oeste.

—Oh, bien —dijo Barbara—. Maisie se alegrará de verte. Está teniendo un día duro.

—He vuelto a fibrilar —dijo Maisie, disgustada, tendida contra las almohadas. Tenía puesta una máscara de oxígeno, que se quitó en cuanto Joanna entró en la habitación—. Intentan revenirlo. ¿Te dio Barbara la lista?

—Sí —dijo Joanna—. Vuelve a ponerte la máscara.

—Puede que hubiera más barcos. No he buscado en Catástrofes y Calamidades, todavía.

—Ponte la…

—Vale —dijo Maisie, y se puso la máscara sobre la boca y la nariz. Inmediatamente se empañó.

—No tienes que buscar más barcos —dijo Joanna—. He descubierto lo que necesitaba saber.

—Buscaré… —dijo Maisie, la voz apagada por la máscara. Se la quitó otra vez—. Buscaré lo del Carpathia esta noche.

—No quiero que hagas nada hasta que salgas de este estado —contesto Joanna, y luego añadió, animosa—: Tengo una sorpresa para ti.

Y la cara de Maisie se asemejó a la de su madre.

—Te he traído algo.

Se sacó el colgante del bolsillo y lo sujetó por la cadena.

—Esto es…

—Chapas de perro —dijo Maisie, sonriente—. Por si el hospital se quema. ¿Me las quieres poner?

—Claro que sí —dijo Joanna, y agarró a Maisie por los hombros para inclinarla un poco hacia delante. Fue como sujetar un gorrión. Le pasó el colgante por la cabeza, cuidando de no engancharlo con los tubos de oxígeno y las sondas, y lo depositó sobre su pecho—. Un amigo mío, el señor Wojakowski, las hizo para ti.

Entonces entró Barbara.

—Mira lo que me ha regalado Joanna. —Maisie se las enseñó para que las admirara—. ¡Chapas de perro! ¿A que son guay?

—Siempre sabes qué hará falta para que se sienta mejor —dijo Barbara, acompañando a Joanna a la salida, pero no era cierto. No había hecho nada. Maisie seguía tan frágil como un pájaro y empeoraba, y ella no estaba más cerca de saber nada sobre las ECM que cuando se sentaba a escuchar a la señora Davenport durante horas. Ni siquiera estaba más cerca de saber lo que había dicho el señor Briarley en clase, ni el nombre del libro de texto.

Sobre eso podía hacer algo al menos. Llamó a Betty Peterson otra vez, pero estaba comunicando. Mientras esperaba para intentarlo otra vez, repasó sus mensajes. El señor Mandrake, el señor Mandrake, el señor Ortiz, para contarle un sueño que había tenido la noche anterior. Guadalupe. No debía de haber recibido la nota que Joanna había dejado a la enfermera sustituía.

Subió a la cuatro-oeste. En cuanto Guadalupe la vio, le tendió un papel con una única línea escrita: “… (ininteligible)… humo… (ininteligible).”

—¿No recibiste mi mensaje? —preguntó Joanna—. Te decía que quería que siguieras anotando todo lo que diga Coma Carl.

—Lo recibí, y esto es todo lo que dijo —respondió Guadalupe—. Ha dejado de hablar.

—¿Cuándo ha sido eso?

—Ha sido una pérdida gradual —dijo Guadalupe—. Murmuraba a intervalos cada vez más amplios y separados, y cada vez ha ido resultando más difícil escucharlo.

Como si se fuera cada vez más lejos, pensó Joanna.

—Cuando te envié el mensaje ya había dejado de hablar, a excepción de unas cuantas palabras ininteligibles. Por eso te llamé ese día, para preguntarte si lo dejábamos.

“Si lo dejábamos.” Joanna pensó en el operador de cable en su estación, encorvado sobre el teclado, transmitiendo incansablemente.

—No ha dicho nada desde hace casi una semana.

—¿Puedo verlo? —preguntó Joanna—. ¿Está su esposa con él? Guadalupe negó con la cabeza.

—Ha ido al aeropuerto. Su hermano viene de camino. Claro, pasa.

Había tres bolsas más colgando de la percha para intravenosas y otros dos monitores. El monitor de la intravenosa empezó a sonar, y una enfermera a quien Joanna no conocía entró a comprobar las sondas. —Puede hablarle —le dijo a Joanna.

¿Y decir qué? ¿”A mi mejor amiga le ha disparado un colgado con picara”, “Esa niñita sabe que se está muriendo”, “El Titanic se hunde”?

Entró la señora Aspinall, acompañada por un hombre alto y grueso.

—Oh, hola, doctora Lander —dijo, y se acercó a la cama y tomó la mano magullada y mortecina de Carl—. Carl, Martin está aquí.

—Hola, Carl —dijo Martin—. Vine en cuanto pude.

Y Joanna casi espero que Carl se agitara, a pesar de la máscara y el tubo, y murmurara: “Demasiado lejos para que él venga.” Permaneció tendido, gris y silencioso en la cama, y Joanna se sintió de pronto demasiado cansada para hacer otra cosa que irse a casa y acostarse.

Por el camino, se le ocurrió con horror que tal vez había pillado la gripe. “Richard no me dejará someterme a la prueba si estoy enferma”, pero por la mañana se sintió mucho mejor, y cuando llegó al trabajo había un mensaje de Betty Peterson en el contestador.

—Acabo de darme cuenta de que no te dije el nombre del libro: Laberintos y espejos.

Laberintos y espejos. Joanna vio instantáneamente el título en su mente, letras doradas sobre una portada azul, aunque extrañamente el nombre no encajaba con el resto de la portada. Entornó los ojos, tratando de recordar un barco bajo el título y luego a la reina Isabel con bigote y gafas, pero ninguna de las dos cosas parecía adecuada. “Probablemente acabará siendo el castillo de Windsor —pensó—, pero al menos sabemos el título.”

—Te dije que empezaba por E —decía la voz de Betty—. Y allí estaba, en el margen, junto a la foto de Nadine. Espera un momento, déjame que te lo lea, lo tengo aquí mismo. —Hubo una pausa, y su voz continuó—: “¡Betty, piensa, se acabaron las aburridas historias del señor Briarley sobre el Titanic, y ya no más Laberintos y espejos! Tu compañera, Nadine.” Pero tendrás que llamarme. He hablado con mi hermana pequeña y me ha contado algo sobre el señor Briarley. Oh, y llamé a Blake Dirkson. Iba un año por delante de nosotras. No podía recordar tampoco el nombre del libro, pero dijo que tenía una de esas plumas y un tintero en la portada. Fumaba un montón de hierba en el instituto, ya sabes, así que no sé. De todas formas, llámame. Adiós.

¿Una pluma y un tintero? Curiosamente, eso le resultaba también vagamente familiar. “Todos estamos dejándonos llevar por la imaginación”, pensó. Llamó a Betty, pero la línea volvía a estar ocupada. “Lo cual no es ninguna sorpresa —pensó Joanna—, considerando lo mucho que charla cuando deja un mensaje”, y llamó a Kit.

Laberintos y espejos —dijo Kit—. Magnífico. Eso hará la búsqueda mucho más fácil.

—Betty dice que cree recordar una ilustración de la reina Isabel con gorguera en la portada, o una pluma y un tintero. Yo sigo pensando que era un barco, pero podría ser cualquier cosa.

—Me pongo a ello —dijo Kit—. No he podido averiguar nada sobre ninguna oficina de correos, pero sigo buscando.

Y si ella no podía localizar la oficina de correos, ¿como podría Joanna encontrar al señor Briarley? Había mencionado el Palm Court. Tenía que preguntarle a Kit dónde estaba y en qué cubierta, aunque la manera más sencilla de encontrarlo sería probablemente seguir al mozo cuando el hombre de la barba le pedía que fuera a buscar al señor Briarley.

Richard asomó la cabeza por la puerta.

—Me preguntaba si habías terminado de pasar tu testimonio y te encontrabas mejor.

—Sí —dijo ella, tendiéndole su transcripción y la de la señora Woollam—. Tish podrá venir mañana a las dos. ¿Cómo van las cosas con la señora Troudtheim?

—Aislamos tres neurotransmisores que estaban presentes en tus escaneos de salida y en los de la señora Troudtheim: LHRH, teta-asparcina y DABA. El LHRH estaba también presente en el escaneo tipo, así que posiblemente no es el culpable, pero el DABA puede ser una posibilidad. Es un inhibidor de endorfinas, y la doctora Jamison cree que las betaendorfinas, en vez de ser sólo un efecto secundario, Pueden ser un factor para sostener el estado ECM, y que el DABA Puede estar inhibiéndolas. —Agitó las transcripciones ante ella—. Gracias. Mañana a las dos.

Sonó el teléfono.

—Nos vemos más tarde —dijo Richard, y Joanna lo atendió pensando demasiado tarde que probablemente era el señor Mandrake.

—No puedo creer que seas tú por fin —dijo Betty Peterson—. Llevo varios días intentando localizarte. ¿Averiguaste lo que fuera que tenías que averiguar?

—¿Averiguar?

—De Laberintos y espejos.

Oh. No, todavía no.

—¿No fue una suerte, encontrar así mi libro del año? Supongo que es buena cosa que Nadine odiara al señor Briarley, ¿no?

—Dijiste que tenías que contarme algo del señor Briarley. Algo que te contó tu hermana.

—Oh, sí. La llamé justo después de que tú me llamaras para ver si sabía el nombre del libro. Iba tres años por detrás de nosotros, pero pensé que tal vez habían tenido el mismo libro. Porque nuestros libros de historia eran antiguos. Decían que John F. Kennedy era presidente.

Era como hablar con una de sus ECM.

—¿Lo sabía? —preguntó Joanna, para que volviera a recuperar el hilo.

—No, pero me contó una historia terrible, y como dijiste que habías ido a ver al señor Briarley, me pareció que debería contártela. ¿Has conocido a su sobrina? Se llama Kathy o Katie o algo así.

—Kit.

—Kit. Bueno, pues iba a casarse, iba a tener una boda por todo lo alto, y el señor Briarley iba a ser el padrino. Mi hermana dijo que hablaba del asunto constantemente en clase, aún más que del Titanic. Supongo que era su sobrina favorita, y entonces su novio… mi hermana me dijo el nombre, pero no lo recuerdo…

—Kevin —dijo Joanna, pensando que tenía razón. No estuvo dispuesto a aceptar la responsabilidad de un enfermo de Alzheimer. Dejó plantada a Kit en el altar.

—Kevin, eso es. Pues resulta que la mañana de la boda fue a comprar película, y un chico se saltó un semáforo en rojo y lo atropello.

Era tan distinto de lo que había pensado que durante un minuto Joanna no pudo asimilarlo.

—Lo mató al instante —dijo Betty—. Fue horrible, y supongo que el señor Briarley fue el que tuvo que decírselo a ella. Mi hermana dice que eso fue lo que le causó el Alzheimer, que está sólo tratando de olvidar.

Una pequeña parte de su mente pensó que eso era ridículo, que eso no era lo que causa el Alzheimer, pero no lo dijo, no pudo decirlo. Entonces comprendió con retraso recuerdos de palabras que no había entendido, que había malinterpretado, y que la golpearon como el balón medicinal contra la pared del gimnasio.

Kit preguntando si la gente que tenía accidentes de coche tenía ECM, y si eran agradables. “No son aterradoras, ¿verdad?”, había dicho. Y “mi primo me hizo leer La luz al final del túnel después…”, y “Tío Pat fue muy amable conmigo”, y “aveces revive hechos pasados”.

Tendría que haberlo comprendido. La delgadez de Kit, sus ojeras, su foto con el joven rubio, sonriendo, y el señor Briarley diciendo: “Kevin debería estar aquí ya”, citando La novia entró en el salón.

“Oh, Dios mío —pensó Joanna horrorizada—. ¡ Le hice ver Novia a la fuga!”

Mi hermana conocía una chica que estuvo allí y dijo que fue trágico. Supongo que ella ya tenía puesto el traje de novia y todo…

“¿Tenía cola?”, se preguntó Joanna, sintiéndose enferma. “¿Qué vestido de novia te gusta más?”, le había preguntado a Kit. “Yo quiero una boda por todo lo alto”, había dicho Vielle.

—Y como dijiste que habías ido a ver al señor Briarley, pensé que debías saberlo para no meter la pata.

“Meter la pata”, pensó Joanna. Se había sentado allí en la cocina, discutiendo tranquilamente sobre experiencias cercanas a la muerte, diciéndole insensible a Kit que el cielo era una alucinación del cerebro moribundo.

“Tengo que llamar a Kit”, pensó, tengo que decirle lo mucho que lo siento, y colgó sin más preámbulos dejando a Betty con la palabra en la boca. Tecleó el número de Kit, pero luego colgó y fue a verla.

Iba a rescatarla, se dijo. Iba a hacer de W. S. Gilbert y salvarla de morir ahogada, así que la invité a casa de Vielle para discutir de bodas y ver una película en la que salían nada menos que cinco. Recordó lo concentrada que estuvo Kit viendo la película, como si tuviera miedo de que aquello fuera una prueba, pero la película en sí era la prueba. No, palabra equivocada. Ordalía. Juicio por el fuego.

“No podría haberlo hecho peor si lo hubiera intentado —pensó, saliendo del coche y recorriendo la acera—. ¿Y qué le digo ahora? ¿Lamento haberte torturado, fui demasiado estúpida para sumar dos y dos?”

No tuvo que decir nada. Kit, con aspecto de haber sido arrestada Por cometer un delito, dijo:

—¿Cómo te has enterado?

Abrió la puerta, temblando con su top, sus pantalones cortos, descalza, y a Joanna le pareció aún más delgada y más triste. ¿O era sólo porque ahora lo sabía?

—¿Por qué no nos lo dijiste aquella noche? —dijo Joanna—. ¡Novia a la fuga, por Dios!

—Regla número uno de la noche del picoteo —dijo Kit—. No se discute de trabajo. No importó. Una de las cosas más terribles es cómo todo el mundo pasa de puntillas a mi alrededor. Todavía lo hacen. —Sonrió amargamente—. Mi primo se casó el verano pasado y no me lo dijo nadie. Lo descubrí por accidente. Y es así, supongo, como lo descubriste tú.

Joanna asintió.

—Me lo dijo Betty Peterson. Es la que descubrió el título del libro. Su hermana pequeña se lo dijo.

—Y yo tendría que habértelo dicho a ti —dijo Kit—. Fue tan agradable que alguien me tratara como una persona en vez de como a una…

“Víctima de un desastre”, pensó Joanna, y advirtió por qué Kit le recordaba tanto a Maisie.

—No tienes ni idea de las cosas que hace la gente para intentar consolarte. Dicen “te volverás a enamorar” y “al menos no sufrió”. ¿Cómo lo sabes?, quise preguntarles. ¿Cómo sabes que no sufrió?

“Le dije que vi el Titanic —pensó Joanna, sintiéndose enferma—. Introduje la posibilidad de que Kevin no muriera instantáneamente, de que experimentara algo terrible, algo aterrador.”

—Mi tía Julia no paraba de decir: “Dios nunca envía más de lo que podemos soportar” —dijo Kit—, y “tienes que agradecer que fuera rápido”. Bueno, lo fue. Tan rápido que ni siquiera le dije adiós.

“Y por eso quieres decirle adiós al señor Briarley —pensó Joanna—. Un adiós eterno, agónico.”

—El único que no dijo nada de eso fue el tío Pat. Fue maravilloso. No intentó decirme que todo iba a salir bien o que Kevin estaba en un lugar mejor o que lo superaría. No me dijo ninguna mentira. Me acogió, me habló sobre Coleridge y Kevin y Shakespeare, me preparó un té, me hizo terminar la universidad. Me salvó la vida —dijo, mirando ciegamente hacia la biblioteca—, y cuando enfermó… Mi madre piensa que niego lo evidente, que creo que puedo salvarlo, o que me estoy castigando a mí misma de algún modo… Él no dice esas cosas a propósito, ya sabes. Él… creo que tiene una memoria fragmentada de Kevin y de que pasó algo malo y de una boda, y sigue intentando unirlo todo en su mente, aunque faltan la mayoría de las piezas. “Como yo”, pensó Joanna, tratando de recordar lo que había dicho el señor Briarley, tratando de establecer la conexión.

—Sé que no puedo salvarlo —dijo Kit—. Sé que tendrá que acabar yendo a una residencia, pero…

—Tienes que intentarlo —dijo Joanna, y Kit le sonrió de pronto.

—Tengo que intentarlo. Me salvó la vida. Quiero quedarme con él mientras pueda.

“Y deja las luces encendidas —pensó Joanna—, para que los pasajeros no sientan pánico.”

—Y quiero ayudarte —dijo Kit—. Todavía no he descubierto nada sobre una oficina de correos, pero…

—No —dijo Joanna—. Rotundamente no. Ya te he hecho ver Novia a la fuga. No voy a obligarte a investigar un desastre.

—Quiero hacerlo. Me encanta la idea de poder ayudar a alguien para variar. Y es un desastre adecuado.

—¿Adecuado? Ella asintió.

—Había ocho parejas en luna de miel a bordo del Titanic. La mayoría tampoco tuvo una oportunidad para despedirse. —Sonrió sin alegría—. No se dieron cuenta de que no iban a volver a verse. Algunos de los hombres incluso hicieron chistes mientras arriaban los botes. Se rieron y dijeron: “Las novias y los novios primero” y “No os dejaremos volver al barco sin un pase”.

—¿Y lo hicieron? ¿Dejaron subir a las novias y los novios primero?

—A dos de ellos —dijo Kit. Se levantó bruscamente, sacó varias hojas mecanografiadas de un cajón y se las tendió a Joanna—. Aquí está todo lo que pude encontrar sobre los motores parándose y lo que oyeron diversos pasajeros y tripulantes cuando chocaron contra el iceberg.

Joanna le echó un vistazo:

“Pareció como si una ola golpeara al barco.”

“… una pequeña sacudida…”

“Fue como si el barco hubiera rodado sobre un millar de canicas.” Esto le resultaba familiar. ¿Lo había mencionado el señor Briarley?

“Pensé que estábamos desembarcando. ¡Qué curioso!”

—Respecto a lo de la oficina de correos —dijo Kit—, no he podido encontrar nada excepto la sala de correos en la Cubierta G. ¿Estás segura de que había una oficina de correos? Las cartas que pudieran escribir los pasajeros no se habrían entregado hasta que el barco llegara a Nueva York, de todas formas. ¿Viste una oficina de correos?

—No —dijo Joanna, y empezó a añadir—: El señor Briarley dijo que iba a…

Se detuvo.

Ya había causado suficiente dolor a Kit sin decirle que había visto a su tío tal como era antes.

—Bueno, seguiré buscando. ¿Algo más? —preguntó Kit, y su expresión convirtió la pregunta en una súplica.

—Sí —dijo Joanna, y Kit mostró de nuevo aquella sonrisa repentina. Igual que Maisie—. Necesito… “¿Qué?”

—Necesito saber si había una biblioteca en el Titanic. En la Cubierta de Paseo, junto al vestíbulo. Y si había alguien a bordo llamado Edith.

—Edith Evans —respondió Kit—. Recuerdo que el tío Pat hablaba de ella. Dejó su sitio en el bote a la madre de dos hijos.

Y murió, dijo Joanna en silencio, y pensó en la joven diciendo ansiosamente: “;No deberíamos subir a la Cubierta de Botes?” Murió igual que W. S. Gilbert. Pero cuando Kit dijo que vería si había otras Edith a bordo, Joanna no la detuvo. Parecía tan ansiosa, en efecto, por ayudar a alguien…

“Tiene razón —pensó Joanna, de vuelta al coche—, es terrible estar ahí mirando al señor Briarley, a Coma Carl, a Maisie, incapaz de ayudar, incapaz de detener sus lentos declives. Por eso tengo que encontrar al señor Briarley y preguntarle qué dijo en clase.”

Miró el reloj. “Oh, Dios mío, mi sesión es dentro de menos de veinte minutos.” Regresó rápidamente al hospital y subió corriendo a su despacho. Tish estaba esperando en la puerta.

—Llega tarde —dijo—, y quiero salir de aquí a tiempo, así que intente tener otra de esas sesiones de dieciocho segundos, ¿de acuerdo?

—¿Tienes una cita con el ginecólogo guapo? —preguntó Joanna, acompañándola al laboratorio.

—No, estoy trabajando. La mitad del hospital está de baja con gripe y me vendrán bien las horas extra. No es que no tenga nada que hacer…

—¿Lo del ginecólogo no salió bien?

—No quiero hablar del tema. Richard no estaba en el laboratorio.

—Está arriba, con la doctora Jamison —dijo Tish—. Me dijo que fuera preparándola, que vuelve ahora mismo.

Joanna se puso la bata y se subió a la mesa.

—¿Qué pasa con los hombres que están tan obsesionados con su trabajo? —preguntó Tish, colocando las almohadillas de gomaespuma bajo ella—. El ginecólogo es igual que el doctor Wright. Se pasa todo el tiempo mirando ecografías. No creo que eso sea sano. Algún día les dará un telele.

Colocó la intravenosa y conectó los electrodos, charlando mientras lo hacía. Joanna trató de ignorarla. Necesitaba concentrarse para encontrar al señor Briarley. “Localiza al sobrecargo en cuanto llegues —se dijo—. No lo pierdas de vista.”

Llegó Richard.

—Lo siento —dijo—. Estuve hablando con la doctora Jamison. ¿Todo preparado? —le preguntó a Tish. Ella asintió—. ¿Y tú? —le preguntó a Joanna.

—Preparada.

Le puso el antifaz. “No mires hacia el pasillo —pensó Joanna—. Mira hacia delante. Encuentra al sobrecargo.”

—Muy bien, Tish —dijo Richard—, administra el sedante.

Empezó a colocarle los auriculares.

“Mira adonde va el sobrecargo —se dijo Joanna—, síguelo escaleras arriba”, y pensó de pronto en el encargado de correos izando la saca mojada por las escaleras, en la mancha oscura en la alfombra, en la cubierta inclinada…

—¡Espera! —dijo, y notó que le quitaban los auriculares—. Richard…

—¿Qué pasa? —oyó decir a Richard—. Estás tintando. ¿Quieres una manta? Tish, tráele a Joanna una manta. Pudo oír a Tish apartándose.

—Richard —dijo, buscando su mano a tientas—. Si empieza a hundirse, prométeme que vendrás a rescatarme.

34

Oiré en el cielo.

Últimas palabras de BEETHOVEN.


“No tendría que haber dicho eso —pensó Joanna casi antes de que las palabras salieran de su boca—. Ahora nunca me someterá al experimento. Tal vez sólo lo he pensado y no lo he dicho.”

Pero él ya le había quitado el antifaz y le preguntaba si se encontraba bien.

—Lo siento —dijo, y le sonrió. Se preguntó si podría fingir que había hecho un chiste. No, no por la manera en que él la agarraba del brazo—. Supongo que estoy un poco desorientada. ¿Ha empezado Tish a aplicar el sedante? —preguntó, sabiendo perfectamente bien que no lo había hecho.

—No —dijo Richard, con semblante adusto.

—Debo de haberme quedado dormida por mi cuenta, entonces. No he dormido mucho desde hace un par de noches, con toda esa preocupación por Vielle… —”No, no digas eso tampoco”— ¿Sabes ese estado cuando estás a punto de quedarte dormido y de pronto sientes como si te estuvieras cayendo y entonces te despiertas de golpe? Así me sentí. Lo siento —dijo de nuevo, y le dedicó una sonrisa que rivalizaba con la de la madre de Maisie—. No quisiera que pensaras que me he vuelto chalada.

Tish regresó, extendió la manta sobre las piernas de Joanna, sobre sus hombros.

—Gracias, Tish —dijo Joanna, mirando a Richard—. Eso está mucho mejor. Ya estoy preparada. ¿Empezamos por fin?

Richard tenía todavía el ceño fruncido. Se acercó a la consola y tecleó unos minutos, pero fuera lo que fuese lo que vio, pareció tranquilizarse, porque dijo:

Muy bien, Tish, aplica el sedante.

Joanna se colocó el antifaz sobre los ojos antes de que él tuviera tiempo de cambiar de opinión, pensando: “No digas nada, no hagas nada estúpido”, y apareció en el pasillo.

La puerta estaba abierta, y más allá vio a las personas congregadas en cubierta. Recorrió el pasillo y salió a cubierta, buscando al sobrecargó. No pudo verlo a causa de la multitud. Había mucha más gente que antes, y varias personas llevaban salvavidas.

“Es más tarde que antes —pensó Joanna ansiosamente—, y el sobrecargo ya se ha ido.” Escrutó la cubierta para ver si había inclinación, y le pareció que sí, pero muy leve, y cuando volvió a mirar vio a la mujer joven. Todavía llevaba el camisón, y el hombre rechoncho vestido de cheviot seguía allí, de pie al otro lado de la multitud y hablando con su amigo.

Joanna estiró el cuello para ver por encima de sus cabezas, cubierta abajo, buscando un atisbo de la chaqueta blanca del sobrecargo moviéndose entre las luces, pero la cubierta estaba vacía.

—Vaya a buscar al señor Briarley —dijo una voz masculina, y era el hombre de la barba hablando con el sobrecargo. Joanna se abrió paso entre la multitud, hacia ellos.

—Él sabrá lo que está sucediendo —dijo el hombre de la barba.

—Sí, señor —respondió el sobrecargo, y se dio la vuelta para irse. Joanna pasó como pudo entre la mujer y el joven del jersey y llegó junto al hombre rechoncho.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo él.

—Un iceberg —respondió su amigo. “Y aquí tienes la prueba de que es el Titanic, Richard”, pensó Joanna, pasando junto a él.

—Icebergs —dijo el hombre rechoncho, asintiendo—. Bueno, supongo que no será nada. —Joanna se volvió a mirarlo, pensando que era W. T. Stead, el espiritista.

—¿No vas a subir a la Cubierta de Botes? —preguntó su amigo.

—No. Creo que leeré un rato —dijo W. T. Stead y se acercó a una de las sillas de cubierta. Se sentó y abrió su libro.

—Señoras, deberían ustedes volver adentro, donde hace más calor —dijo el hombre de la barba, y Joanna se dio la vuelta, pero el sobrecargo ya había desaparecido.

No podía ser. Sólo habían pasado unos segundos. No había tenido tiempo de recorrer toda la cubierta, ni siquiera de llegar a la escalera de popa. ¿Adonde había ido? Recorrió la cubierta, probando puertas. La segunda daba a una estrecha escalera con escalones de metal forjado. Una de las escaleras de la tripulación. Empezó a subirla, pero las escaleras sólo ascendían una cubierta y se acababan, y la puerta en lo alto estaba cerrada con llave. Volvió a bajar y se acercó a la puerta siguiente.

Era igual que la de la escalera de la tripulación, pero cuando la abrió se encontró en un amplio espacio con un suelo alfombrado y escaleras de mármol. La Gran Escalera. La que conducía a la Cubierta de Paseo y la biblioteca, y si el señor Briarley no estaba allí, el Palm Court estaba en la misma cubierta. ¿Pero y si no estaba en ningún sitio? Dijo que iba a la oficina de correos, y ella no tenía ni idea de dónde estaba.

“Pero sabes dónde está la biblioteca —pensó—, así que comprueba eso primero y luego el Palm Court.” Subió las escaleras, levemente inclinadas, dejó atrás el querubín, el Honor y la Gloria, llegó hasta la Cubierta de Paseo y hasta las puertas esmeriladas de la biblioteca.

El señor Briarley estaba allí, sentado no a la mesa, bajo la ventana, sino ante una mesita cerca de las estanterías. Estaba escribiendo afanosamente y la lámpara amarilla trazaba un círculo de luz dorada en el papel blanco de la postal, en los puños de su camisa.

—Señor Briar… —llamó, y vio que no era él. Era el hombre del bigote al que había visto repartir cartas en el vestíbulo. Se le acercó pasando entre las sillas tapizadas de dorado.

El no levantó la mirada. Continuó escribiendo, humedeciendo su pluma en el tintero, alzándola, garabateando una palabra, humedeciéndola otra vez. Joanna miró su carta. No estaba escrita en una hoja con el membrete del Titanic. Era una hoja arrancada de un libro de citas, con un borde irregular. Había escrito hasta la mitad de la página: “Si se salva, informe a mi hermana la señorita F. J. Adams de Findlay, Ohio. Perdido. J. H. Rogers.”

—Señor Rogers —dijo Joanna—, había un hombre aquí, en esa mesa —señaló—. Estaba escribiendo una nota para su sobrina. ¿Ha visto adonde fue?

El hombre continuó con la carta.

—Por favor. Es importante. Estaba aquí antes, escribiéndole una postal a su sobrina.

Él dobló la nota en cuatro partes y escribió algo en el exterior.

—Señor Rogers —dijo Joanna desesperadamente, e intentó agarrarlo por el brazo.

El sacudió la cabeza.

—Señor Rogers no —dijo, como si ella le hubiera preguntado por ese nombre—. Lo siento.

Se guardó la nota en el bolsillo interior de la chaqueta y se levantó.

—Hago falta en la Cubierta de Botes —dijo—, debería subir usted a uno de los botes, señorita.

Y cruzó la sala y salió por la puerta de la Gran Escalera.

—¿Entonces puede decirme dónde está el Palm Court? —preguntó Joanna, persiguiéndolo hasta la puerta y escaleras arriba, pero el hombre ya había desaparecido en la Cubierta de Botes, y ella no pudo ver hacia dónde había ido en la oscuridad. La única luz era de la puerta abierta del gimnasio. Joanna se asomó, pero no estaba allí, ni tampoco Greg Menotti. Las bicicletas y la máquina de remos y el aparato de pesas parecido a una guillotina permanecían inmóviles sobre el suelo de losas blancas y rojas.

Tendría que encontrar el Palm Court ella misma. Tendría que estar en la Cubierta de Paseo o en la Cubierta del Puente, todo hacia popa, lo que significaba que debía tomar la escalera de segunda clase, y se encaminó hacia allí, pero cuando pasó la escalera de popa le pareció oír voces. Entró y se asomó a la barandilla, escuchando. No consiguió oírlas, pero sobre ella, bajando las escaleras, se escuchaba un golpeteo. “El oficial de correos”, pensó Joanna, y miró escaleras arriba.

Era Greg Menotti, vestido con un bañador blanco y sandalias playeras que golpeteaban ruidosamente contra sus talones a cada paso. Llevaba una toalla alrededor de los hombros.

—Iba a la piscina —dijo—. ¿Quiere venir conmigo? El agua está bastante fría, pero eso es bueno para la circulación.

—Estoy buscando al señor Briarley —dijo Joanna—. Es alto, y lleva un chaleco de cheviot gris. ¿Lo ha visto?

—No. —Empezó a bajar las escaleras.

Joanna bajó los escalones delante de él, para bloquearle el paso.

—No hay tiempo para nadar. Tiene que ayudarme a encontrar al señor Briarley. Es importante.

—Quiero bajar temprano —dijo él, rodeándola—. Tengo que jugar al squash a las dos y cuarto…

—No. —Se plantó ante él—. Tiene que ayudarme. Es importante. El señor Briarley sabe por qué es el Titanic.

¿El Titanic? —dijo Greg, y hubo un destello de miedo en sus ojos.

—Sí, el Titanic. Y se está hundiendo. Tiene que ayudarme a encontrarlo.

Un hombre pasó junto a ellos, bajando rápidamente las escaleras.

Joanna lo miró, preguntándose si era el sobrecargo, pero era un señor mayor con un chaleco gris de cheviot y…

—¡Señor Briarley! —exclamó Joanna.

—No puede ser el Titanic —dijo Greg—. Hago ejercicio tres veces por semana.

El señor Briarley estaba ya un tramo y medio bajo ella. Corrió tras él, contando las cubiertas mientras lo hacía. Cubierta B, C, D. “Hay agua en la Cubierta D”, había dicho el oficial de la Cubierta de Botes. Joanna miró ansiosamente la alfombra, buscando la mancha roja oscura de agua.

Cubierta E. Bajo ella se abrió una puerta. Rodeó el rellano justo a tiempo de verla cerrarse. Cubierta F. Abrió la puerta. El señor Briarley ya había recorrido la mitad del pasillo.

—¡Señor Briarley!

Lo siguió. Y se topó directamente con el sobrecargo.

—Lo siento, señorita. Esta zona está restringida.

—Pero tengo que hablar con el señor Briarley —dijo ella, mirando ansiosamente en su dirección.

El sobrecargo se dio la vuelta y miró, pero el señor Briarley ya se había perdido de vista.

—¿El señor Briarley? —dijo, frunciendo el ceño, y ella vio que era un mozo distinto al que el hombre de la barba había enviado a buscar al señor Briarley.

—Es mi… —dijo ella, y se detuvo. “¿Es mi… qué? ¿Mi profesor de lengua del instituto? ¿Existían los institutos en 1912?”

—La acompañaré hasta su camarote, señorita.

—Espere. ¿Adonde lleva este pasillo?

—A la sala de calderas, señorita, pero los pasajeros no pueden…

—El capitán Smith me dijo que tenía permiso para ver… —”¿Qué había en la sala de calderas?”— el telégrafo del barco —dijo al azar—. Estoy enormemente interesada en las comunicaciones modernas.

—Sólo la tripulación puede acceder a la sala de calderas —dijo el mozo, y posó una firme mano sobre su brazo—. La acompañaré a su camarote.

—Por favor. No comprende. Es importante…

—Lamento interrumpir —dijo una voz, y Joanna se dio media vuelta.

—¡Señor Briarley! —dijo, aliviada.

—Señorita Lander —le reprochó él—. ¿Qué está haciendo aquí abajo?

—Necesito hablar con usted. Es sobre… —Pero él negaba con la cabeza.

—Me temo que no podremos tomar el té en el Palm Court, después de todo. Ha sucedido algo.

Llevó aparte al mozo y habló rápidamente con él. Joanna no logró oír lo que decía ninguno de los dos, pero después de un par de frases el señor Briarley hizo una mueca de disgusto.

—¿Cuál es el camino más rápido? —exigió.

—De vuelta a la Cubierta E y bajando por Scotland Road hasta las escaleras que están junto a los ascensores —dijo, y el señor Briarley inmediatamente se encaminó pasillo abajo hacia la escalera.

—¡Señor Briarley! —Joanna corrió tras él—. Necesito hablar con usted —dijo, alcanzándolo.

—¿Qué ocurre? —preguntó él mientras empezaba a subir las escaleras. Ella se acordó de las veces en que lo alcanzaba entre clase y clase, o camino de su despacho, y bailaba a su alrededor, preguntándole cuántas páginas tenía que tener el trabajo.

—Necesito saber qué dijo usted en clase.

—Sabe que nunca doy pistas sobre lo que va a caer en el examen final —dijo el señor Briarley, llegando a lo alto de las escaleras.

—No lo necesito para el final. Dijo usted algo en clase…

—Dije un montón de cosas en clase, ¿puede ser más concreta?

Abrió una puerta y empezó a recorrer un pasillo. Todavía debían de estar en la sección de la tripulación. Las paredes estaban pintadas de gris, y había tubos corriendo por el techo.

—Estaba usted hablando del Titanic, y cerró Laberintos y espejos y lo dejó caer sobre la mesa, y entonces dijo algo sobre el Titanic.

Laberintos —dijo el señor Briarley, pensativo, doblando otra esquina. Abrió una puerta de metal—. Después de usted.

Hizo una reverencia, y Joanna entró antes que él y se internó en otro pasillo. Éste estaba pintado de blanco reluciente y se prolongaba interminablemente en la distancia. El señor Briarley echó a andar a paso rápido.

—Y sea lo que sea —dijo Joanna—, cuando experimenté mi primera ECM mi subconsciente encontró una conexión, y por eso estoy aquí.

—En vez de un túnel con una luz al fondo —dijo el señor Briarley. Se detuvo y miró el largo pasillo y luego se volvió a mirarla—. ¿Y quiere que yo le diga cuál es la conexión?

—Sí.

—Conexión. Fascinante palabra. Del griego “enviar”. Pero debe de saber ya esa conexión, ¿o cómo si no podría haberlo conseguido?

—No lo sé —dijo ella—. Mi mente consciente lo ha olvidado.

—¿Olvidado? Tendría que haber prestado más atención en clase señorita Lander —dijo él con severidad, y empezó a caminar de nuevo—. Y supongo que se ha olvidado también de lo que son una onomatopeya y una aliteración. Y una metáfora.

—¡Señor Briarley, por favor! Esto es importante.

—En efecto. ¿Bien? —dijo, y contempló el pasillo como si fuera un aula—. ¿Qué es una metáfora? ¿Lo sabe alguien?

—Una metáfora es una figura literaria que compara dos elementos.

—No y no —dijo él—. La comparación ya está implícita. La metáfora sólo la muestra. Y no es una simple figura literaria. Es la misma esencia de nuestra mente mientras intentamos extraer el sentido de nuestras inmediaciones, de nuestras experiencias, de nosotros mismos, viendo similitudes, paralelismos, conexiones. No podemos evitarlo. Aunque la mente falle, sigue intentando encontrar sentido a lo que nos sucede.

—Eso es lo que estoy intentando hacer, señor Briarley —dijo Joanna—. Encontrar sentido a lo que me está pasando. Y lo que usted dijo en clase es la conexión. Era sobre el Titanic… —apuntó.

—Hay tantas conexiones… —dijo él, frunciendo el ceño—. El Titanic simboliza tantas, tantas cosas. Arrogancia prometeica, por ejemplo —dijo, caminando incansable por el pasillo—, el hombre desafiando al destino y perdiendo.

Joanna trotó tras él, intentando escuchar y seguirle el ritmo.

—O el orgullo frankensteimano, el hombre poniendo su fe en la ciencia y la tecnología y recibiendo su castigo por parte de la naturaleza.

El pasillo era interminable. Joanna mantuvo los ojos pegados a la puerta del fondo.

—O la futilidad de la empresa humana. “Mira mi obra, poderoso, y desespera” —citó—. Ozymandias. Percy Bysshe Shelley. Que también acabó en el fondo del océano.

Un reguero estrecho e irregular de agua asomaba en mitad de la brillante puerta al fondo del pasillo.

—Señor Briarley —dijo Joanna, tirándole de la manga de la chaqueta—. Mire. Agua.

—Ah, sí —contestó él, sin frenar siquiera el ritmo—. El agua es también un símbolo.

El fino reguero de agua se ensanchaba a medida que se acercaban al final del pasillo, convirtiéndose en dos, en tres pequeños arroyos.

—Cruzar agua es símbolo de la muerte desde tiempos inmemorial —dijo el señor Briarley, pasando con facilidad sobre los arroyuelos—. Los antiguos egipcios viajaban a la Tierra de los Muertos en una barca de oro.

Ya casi habían llegado al final del pasillo. “Va a abrir la puerta”, pensó Joanna, asustada, pero en el último minuto él se giró y bajó por una escalera de metal situada a un lado.

—Eneas cruzó con Caronte la laguna Estigia —dijo, y su voz resonaba en la escalera mientras Joanna lo seguía—, y Frodo zarpó desde los Puertos Grises.

Llegó al pie y empezó a recorrer un pasillo. Joanna vio con alivio que estaba seco, aunque ¿cómo era eso posible si ya había agua en la cubierta superior?

Miró ansiosamente hacia el techo. El señor Briarley, impertérrito, disertaba sobre In Memoriam.

Los amigos muertos de Tennyson zarparon a un mar desconocido, hacia una costa aún más desconocida. —Abrió una puerta—. Y, por supuesto, está el río Jordán. Después de usted, señorita Lander —dijo, haciendo una reverencia, y Joanna cruzó el umbral. Y se encontró con diez centímetros de agua.

Todo el suelo estaba inundado. Cartas, paquetes, postales flotaban en agua hasta los tobillos, la tinta de las direcciones se borraba, corriendo como lágrimas por los sobres. Al otro lado de la sala había un encargado de correos con uniforme azul y gorrita, inclinado delante de una serie de taquillas, tomando las cartas, mojadas ya, de la fila más baja y pasándolas a la de arriba.

“No servirá de nada —pensó Joanna—. Toda la sala quedará sumergida en unos minutos.”

—Señor Briarley, tenemos que salir de aquí —dijo, pero el señor Briarley, ausente, cruzaba la sala en dirección al empleado, sacó un papel doblado del bolsillo de su chaleco y se lo entregó.

El encargado se pasó el fajo de cartas de una mano a la otra para poder desplegar la nota. La leyó, asintió y entregó al señor Briarley el correo empapado. Luego rebuscó dentro del cuello de su uniforme y extrajo un puñado de llaves de hierro con una cadena. Se las sacó por encima de la cabeza y se las entregó al señor Briarley antes de recuperar el correo.

—¿Cuál es? —preguntó el señor Briarley, pero el encargado ya había empezado a ordenar los envíos, poniendo las cartas ilegibles en las taquillas.

El señor Briarley chapoteó por la sala, salió por la puerta y bajó por el pasillo, con la cadena oscilando en su mano. Empezó a subir las escaleras.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Joanna, subiendo tras él.

—Ésa es la cuestión. ¿Al Hades o al cielo? ¿O a la Sala del Juicio de los faraones?

Llegó a lo alto de las escaleras y bajó por Scotland Road, donde el agua era ahora un arroyo que corría por el centro del suelo enlosado.

—¿Y en qué barco? —preguntó él—. ¿En el ferry del faraón? La condujo hasta la escalera de metal y dejó atrás ésta hasta llegar a un ascensor con una reja de bronce.

—¿O a la barca funeraria del rey Arturo? Abrió la reja.

—Después de usted —dijo, haciendo una reverencia. Joanna entró, y él la siguió y cerró la reja—. Frodo zarpó de los Puertos Grises en una barca élfica. —Pulsó un botón de marfil para subir. El ascensor rugió hacia arriba—. Y los muertos de Outward Bound se encontraron en un trasatlántico muy y parecido a éste.

El ascensor se detuvo, y el señor Briarley abrió la reja y se encaminó hacia las puertas que conducían a cubierta.

—Y luego, claro está, el barco del viejo marinero. “Había un barco” —citó, y abrió las puertas. Estaban en la Cubierta de Botes. Ella vio las luces de la sala de comunicaciones y el puente.

—Es adecuado que ése fuera su poema favorito —dijo el señor Briarley, caminando entre los botes salvavidas hacia la sala de comunicaciones—. Tiene icebergs, ya sabe. “Y hielo, alto como el mástil, vino flotando, verde como una esmeralda.”

—¿Ésa es la conexión? —preguntó Joanna—. ¿Es eso lo que leyó usted aquel día?

Él no respondió. Se había detenido ante la sala de comunicaciones, delante de una taquilla de metal cerrada con un candado, y echó mano a las llaves que le colgaban del cuello.

—¿Lo es? —preguntó Joanna, tirándole de la manga. Él se arrodilló delante de la taquilla.

—No —dijo, probando una llave tras otra—, aunque sería adecuado. Los barcos encajan, y el agua. —Insertó una llave. No valía. Probó con otra—. Y la muerte. “Cuatro veces cincuenta hombres vivos cayeron uno a uno.”

La llave no valía. Probó con otra.

—La universalidad de la muerte, ¿es ése el símbolo que está buscando?

La llave encajó. Abrió la taquilla, sacó una caja de madera y se la llevó hasta la barandilla.

—Sin duda eso era el Titanic. Astors, inmigrantes irlandeses y fogoneros pereciendo juntos en las aguas heladas.

Abrió la caja, se agachó, sacó un cilindro de cartón y lo apoyó contra la barandilla, y luego volvió a levantarse.

—Niños y debutantes y jugadores profesionales, todos igualmente indefensos, igualmente condenados.

Se palpó los bolsillos de su chaleco gris como si estuviera buscando algo.

—A menos, por supuesto, que se viajara en segunda, donde tus posibilidades de sobrevivir eran más o menos iguales. —Sacó una caja de cerillas—. En cuyo caso… hágase atrás.

—¿Qué?

—Atrás —dijo él, y extendió la mano para quitarla de en medio. Se arrodilló, prendiendo la cerilla al hacerlo, y la acercó al cilindro.

En el último segundo antes de que encendiera la mecha, ella pensó: “¡Los cohetes! ¡Va a enviar uno de los cohetes de socorro!”, y una llamarada brotó y estalló en una lluvia de chispas blancas. Joanna miró hacia aquellas estrellas blancas que empezaban a caer en el cielo, y al hacerlo, tuvo la impresión de que era algo importante, de que estaba cerca del significado.

—¿Quiere que lo haga yo, señor? —dijo una voz, y Joanna vio que era un oficial con uniforme blanco.

—Gracias.

El señor Briarley le tendió al oficial las cerillas y caminó rápidamente hacia la escalera. Joanna corrió tras él.

—¡Señor Briarley! ¡Espere! —Lo alcanzó en el segundo rellano—. En ese caso, ¿qué?

—En ese caso —dijo él, bajando por las escaleras alfombradas—, el significado del Titanic se vuelve político. Los males de una sociedad estructurada en clases, de la plutocracia, de la represión de las mujeres.

—No era político. Era algo importante.

—Importante —dijo él, llegando al pie de las escaleras. Cruzó el vestíbulo hasta una puerta y la abrió—. Después de usted —dijo, haciendo una reverencia, y ella entró.

Y vio demasiado tarde cuál era el pasillo.

—¡No, espere, no me ha…! —dijo, y regresó al laboratorio. “Todavía no —pensó—. Casi lo tenía. Algo sobre los cohetes, sobre el señor Briarley…”

—¿Joanna? —le estaba diciendo Richard—. ¿Joanna? Abrió los ojos. Tish ya le había quitado la sonda y estaba comprobando sus constantes vitales.

—¿He vuelto a salir despedida?

—No —dijo Richard, y parecía tan preocupado como Vielle en Urgencias—. ¿Estás bien?

“Dije algo al salir —pensó ella—. Le hice prometer que vendría y me rescataría.”

—Estoy bien —respondió, sonriente—. ¿Cuánto tiempo he estado bajo los efectos?

—Cuatro minutos y diez segundos —dijo Tish, levantándole el brazo para retirar el almohadillado.

—¿Sentiste temor durante tu ECM?

“Das pistas —pensó irrelevantemente—. Le pedí que viniera y me rescatara. Cree que creo que es real y no me volverá a someter a la prueba, y tiene que hacerlo. Casi lo tenía.”

—¿Asustada? —dijo, sonriendo—. ¿Por qué? ¿He dicho algo?

—Sí —apuntó Tish—. “Ascensor.”

—¿Ascensor? —dijo Joanna, aliviada y sorprendida ¿Por qué había dicho “ascensor” cuando eran los cohetes…?

—Ha tenido una ECM aburridísima —dijo Tish, mirando su reloj mientras esperaba terminar el periodo de observación—. Primero una oficina de correos y luego un ascensor. ¿Nunca ve nada interesante?

Comprobó el pulso y la tensión de Joanna una última vez, anotándolas en la tabla, y luego le dijo a Richard:

—¿Puedo marcharme? Tengo que ir a ver a alguien antes de que el señor Sage venga a las tres.

El asintió, y en cuanto la enfermera salió de la habitación, volvió a preguntar.

—¿Sentiste temor durante tu ECM?

—¿Por qué? —preguntó Joanna—. ¿Parecía asustada cuando dije “ascensor”?

—No, pero tus escaneos mostraban un nivel de cortisol extremadamente alto. ¿Qué sucedió durante tu ECM?

—Volví a ver al señor Briarley.

Lo contó el viaje hasta la sala de correos, los cohetes, el ascensor.

—Y cuando abrió la puerta, entré antes de darme cuenta de que era el pasillo —dijo—. Por eso tuve miedo de salir expulsada, porque fue como la última vez.

—¿Y no sentiste ningún temor?

—Lo sentí al ver el agua en Scotland Road y cuando vi que la sala de correos estaba inundada —dijo ella, intentando recordar. Estaba tan concentrada buscando al señor Briarley y preguntándole lo que significaba la ECM que no había sentido mucho temor, desde luego no en comparación con el que había sentido cuando contempló la mancha en la alfombra, cuando contempló la nada más allá del costado del barco.

—¿Fue mi índice de cortisol más alto que las dos últimas veces?

—No he mirado todavía el análisis de neurotransmisores, pero según los escaneos, sí. ¿Te sentiste más asustada las otras veces?

Ella pensó en el pánico que sintió al correr por las escaleras, por la cubierta, por el pasillo.

—Sí.

—Me lo temía —dijo él, y se acercó a la consola. Joanna se vistió rápidamente.

—Voy a grabar mi testimonio —dijo—. Volveré a las tres.

Y corrió a su despacho antes de que él pudiera preguntarle nada más. Tenía que pensar en la ECM antes de perder la sensación de que casi, casi tenía la respuesta. Era algo sobre los cohetes y el señor Briarley lanzándolos.

Volvió a repasar la escena, tratando de recordar las palabras exactas del señor Briarley. “Atrás”, había dicho, y el cohete salió despedido y estalló convirtiéndose en estrellas blancas…

Grabó la escena y luego volvió al principio y grabó toda la ECM, tratando de conservar la sensación. Algo sobre los cohetes, aunque no eran una discrepancia, a menos que los que había visto fueran distintos a los del Titanic.

Llamó a Kit y le preguntó cómo eran los cohetes de emergencia.

—Fuegos artificiales blancos —respondió Kit—. Recuerdo que el tío Pat decía que el blanco era el color de la señal de socorro internacional, y había una escena en la película en la que se veía cómo los disparaban.

Por supuesto. La recordaba. El oficial había apoyado el cilindro contra la amura.

—¿Algo más? —preguntó Kit.

—Sí. Quiero saber si había algo llamado Scotland Road a bordo. Tendría que ser un pasillo largo en… —Trató de recordar en qué pasillo estaba—. Las Cubiertas E y F. Y también si había una biblioteca. Tendría que haber estado en la Cubierta de Paseo, junto a un bar. Y algo sobre cómo eran los cohetes y dónde los guardaban.

—Scotland Road, biblioteca, cohetes. Vale —dijo Kit—. Oh, y si tienes un minuto, tengo una lista de las Edith que había a bordo. He encontrado cuatro. No estoy seguro de que eso sea todo. La tripulación sólo aparece por la inicial y el apellido, y alguna de las pasajeras sólo aparece como señora de Tal.

—¿Cuántas se perdieron? ¿De las cuatro?

—Sólo Edith Evans.

Joanna volvió a su ECM. No eran los cohetes, sino algo de esa parte de la ECM. ¿El ascensor? Eso era sin duda un anacronismo. No tenían ascensores en 1912, y aunque los hubieran tenido no habría habido uno a bordo de un barco. Y ella había murmurado “ascensor” al salir.

Volvió a llamar a Kit. El teléfono comunicaba. Miró el reloj. Las dos y cuarto. No había tiempo suficiente para pasarse por allí antes de la sesión del señor Sage. Pero tenía que saberlo ahora, antes de perder la sensación. Tendría que ser Maisie.

Corrió escaleras arriba, esperando que Maisie no hubiera bajado a hacerse pruebas. Estaba tendida en la cama, viendo sin interés Winnie the Pooh. En cuanto vio a Joanna se enderezó contra las almohadas y dijo:

—He descubierto cosas sobre el Carpathia.

—Bien —dijo Joanna—. Tengo que preguntarte algo. ¿Tenía un ascensor el Titanic?

Sí. ¿No recuerdas? En la película, huían del malo y se metieron en el ascensor y bajaron.

—Creí que tu madre no te había dejado ver Titanic.

—No la he visto. Mi amiga me lo contó, me contó esa parte —dijo, y era una historia muy convincente, aunque Joanna no se la creyó ni por un momento.

—¿Te dijo tu amiga cómo era el ascensor?

—Sí. Tenía uno de esos acordeones de los que se tira. —Hizo una demostración.

La reja. Así que el Titanic tenía un ascensor, y no era un anacronismo. Imaginaba lo que diría Richard cuando lo descubriera. Joanna tendría que esperar que cuando terminara su testimonio hubiera alguna otra discrepancia en su ECM, y sería mejor que lo hiciera pronto, antes de que olvidara lo que había dicho el señor Briarley.

—Tengo que irme, chavalina —dijo, palmeando las mantas sobre las rodillas de Maisie.

—No puedes. No te he hablado todavía del Carpathia. Y tengo que hacerte una pregunta. ¿A qué velocidad van los barcos?

—¿A qué velocidad? —El Titanic navegaba demasiado rápido para las advertencias contra icebergs, eso lo sabía, ¿pero qué velocidad era eso?—. No lo sé.

—Porque en mi libro dice que el Carpathia acudió realmente rápido pero otro libro dice que estaba a cincuenta y ocho millas de distancia…

—¿Cincuenta y ocho? —dijo Joanna—. ¿El Carpathia estaba a cincuenta y ocho millas de distancia?

—Sí. Y tardó tres horas en llegar. El Titanic ya llevaba años hundido. Así que no creo que fuera muy rápido porque cincuenta y ocho millas no es demasiada distancia.

35

Creo que es la muerte.

Palabras de TCHAIKOVSKY en su lecho de muerte.


—¿Qué pasa? —preguntó Maisie, mirando atentamente a Joanna—.¿Estás bien?

—No pasa riada —dijo Joanna—. Tienes razón. Cincuenta y ocho millas no es tan lejos. ¿A qué distancia estaba el Californian?

Cincuenta y ocho millas. Ese día en Urgencias, Greg Menotti estaba hablando del Carpathia{En inglés, barco es femenino, de ahí que Joanna relacione las palabras de Greg Menotti con la distancia del Carpathia. (N. del T.)}.

—Pusiste una cara muy rara cuando te dije la distancia —dijo Maisie—. ¿Alguno de tus pacientes ve el Carpathia en sus ECM?

—No. ¿A qué distancia estaba el Californian?

Bastante cerca —dijo Maisie, todavía recelosa—. Vio sus cohetes y todo, y probablemente podría haberlos salvado, pero desconectó el telégrafo, así que no oyó ningún SOS, y ni siquiera se enteró de lo que pasaba hasta la mañana siguiente.

Joanna no estaba escuchando. “El estaba intentando decirme que el Carpathia estaba demasiado lejos, que nunca llegaría allí a tiempo.”

—Creo que no tendrían que haberlo hecho —dijo Maisie—. Desconectar el telégrafo. ¿Y tú?

—No —dijo Joanna. “Por eso las palabras de Greg me acosaban tanto, porque sentía que sabía lo que significaban. Significaban que él estaba en el Titanic.”

—Estaba realmente cerca. La gente del Titanic vio sus luces. Les dijeron a los de los botes salvavidas que intentaran remar hacia allí.

—Tengo que irme —dijo Joanna, y se levantó.

—No te hablaré más del Titanic, lo prometo. Sólo hablaré del incendio del circo de Hartford, ¿vale? —continuó Maisie rápidamente—. La gente intentó salir por la entrada principal, pero la jaula de los leones y los tigres estaba en medio y todos se apretujaron, y el jefe de pista no paraba de gritarles que salieran por la entrada de artistas (por ahí es por donde salen los payasos y los acróbatas y esas cosas cuando les toca el turno de actuar), pero la gente seguía intentando salir por donde había entrado.

Se había convencido a sí misma de que el Titanic no era real, de que era un símbolo de algo, una imagen que había elegido su mente a causa de algo que había dicho el señor Briarley. Pero ¿y si no lo era?

—La cosa es que no tenían que salir por las entradas. Podrían haber levantado la carpa y salido arrastrándose por debajo.

La sala de correo, la escalera de proa, Scotland Road, todo estaba en su sitio. Todo era exactamente tal como fue, incluso las flechas rojas y azules de las bicicletas estáticas. “Porque estuviste allí de verdad.” Porque era realmente el Titanic.

“¿Pero cómo podía ser?”, se preguntó Joanna desesperada. La ECM no era una puerta a la otra vida ni a otro tiempo. Era una alucinación química. Era una amalgama de imágenes de la memoria a largo plazo. Pero Greg había dicho “cincuenta ocho”, y no era un número de teléfono, ni una lectura de su presión sanguínea. Eran millas, y estaba hablando del Carpathia.

“Tengo que salir de aquí —pensó Joanna—. Tengo que ir a alguna parte donde pueda pensar sobre esto.” Se encaminó a ciegas hacia la puerta.

—No puedes irte todavía —suplicó Maisie—. No te he hablado de la orquesta.

—Tengo que irme —dijo Joanna, desesperada, y como en respuesta a una plegaria, su busca sonó—. ¿Ves? Me están llamando.

—Puedes llamarlos por mi teléfono si quieres —dijo Maisie—. Puede que no sea un paciente. O podría ser que te digan que tienen que bajar a Radiología y que no tienes que ir ahora mismo.

Joanna sacudió la cabeza.

—Tengo que irme, y tú necesitas…

—Descansar —dijo Maisie, burlona—. Odio descansar. ¿No puedo investigar algo? ¿Por favor? No me cansa nada, y te prometo que no…

—Muy bien —dijo Joanna, y Maisie inmediatamente se inclinó hacía delante y tomo su libreta y su lápiz—. Necesito… —trató de idear algo inofensivo— una lista de todos los cablegramas que envió el Titanic.

Dijiste que sólo querías los nombres de los barcos.

—Sí —dijo Joanna, tratando de no parecer tan desesperada como se sentía—, pero ahora quiero saber cuáles fueron los mensajes.

—Muy bien. ¿Qué más? “¿Qué más?”

—Y dónde estaba la piscina.

—¿La piscina? ¿En un barco?

—Sí. Quiero saber en qué cubierta estaba.

Mientras Maisie lo anotaba, se encaminó hacia la puerta.

—¿Todos los cablegramas o sólo los que pedían ayuda? —preguntó Maisie.

—Sólo los que pedían ayuda. Ahora tengo que responder a mi busca —dijo, y salió. Y como era imposible escapar de la atención de Maisie, se acercó al puesto de enfermeras y llamó a centralita para ver quién la había llamado.

—Tiene usted cuatro mensajes —dijo la operadora—. El señor Mandrake quiere que lo llame, es muy importante. El doctor Wright quiere que lo llame por la sesión del señor Sage. Vielle Howard quiere que la llame cuando tenga tiempo, está en Urgencias, y Kit Gardiner quiere que la llame inmediatamente. Dice que es urgente. ¿Quiere que la conecte con el despacho del señor Mandrake?

—No —contestó Joanna, y pulsó el botón para cortar la comunicación. No quería estar conectada con nadie, mucho menos con el señor Mandrake. Pero tampoco con Vielle, ni Richard… ¡Oh, Dios, Richard! ¿Qué diría si le contaba que Greg Menotti había estado en el Titanic?

“Tengo que ir a algún sitio donde pueda pensar en todo esto.” Se dispuso a colgar, y entonces pensó: “Kit dijo que era urgente.” ¿Y si el señor Briarley había vuelto a lastimarse? Marcó el número de Kit.

—¿Kit?

—Me alegra que llames —dijo Kit—. ¡Lo tengo!

—¿Lo tienes?

—¡El libro! Laberintos y espejos. Estoy segura de que es ése —dijo, entusiasmada—. Tiene un trabajo fechado el 14 de octubre de 1987. Nunca adivinarías dónde lo he encontrado. Dentro de la olla a presión. Creo que por eso el tío Pat seguía sacándolo todo de las alacenas. Me muero de ganas de que lo veas. ¿Puedes venir esta tarde?

“No —pensó Joanna—. No hasta que haya resuelto esto.”

—Estoy muy ocupada.

—Oh —dijo Kit, parecía decepcionada—. Te lo llevaría al hospital, pero el tío Pat tiene un mal día…

—No, no quiero que tengas que hacer eso. Me pasaré esta noche, dijo Joanna, y colgó rápidamente. Llamaría a Kit más tarde y pondría alguna excusa para no ir.

“No puedo ir porque he estado retrocediendo en el tiempo hasta un barco que se hunde —pensó descabelladamente—. ¿O mejor no puedo ir porque me he convertido en una chiflada de las ECM?”

—Oh, señorita Lander, está usted aquí —dijo una auxiliar de clínica a la que reconoció vagamente—. El señor Mandrake la está buscando. Barbara dijo que no estaba en la planta, y eso es lo que le dije.

Bendita sea Barbara, pensó Joanna, mirando ansiosamente en dirección al ascensor.

—¿Cuándo estuvo aquí?

—Hace unos diez minutos. Dijo que si la veía le dijera que lo llame inmediatamente, que ha encontrado la prueba de que las experiencias cercanas a la muerte son reales.

“Y yo también”, pensó Joanna sombríamente.

—¿Dijo adonde iba?

—No. Puedo llamarlo por el busca —respondió la auxiliar, echando mano al teléfono.

—¡No! No importa. Será más rápido que suba a su despacho —dijo, y se encaminó hacia la puerta de las escaleras.

—Esas escaleras no llegan hasta la séptima —la llamó la auxiliar.

—Un atajo —respondió Joanna, abriendo la puerta.

—Oh —asintió la auxiliar, y Joanna logró escapar. “¿Pero adonde?”, se preguntó, mientras bajaba las escaleras. No podía regresar a su despacho ni al laboratorio, y con él rondando los pasillos no estaría a salvo en ninguna parte. “Y no puedo, no puedo soportar verlo ahora mismo”, pensó, “y escucharlo sermonear sobre el cielo y ser felices para siempre jamás”.

Bajó las escaleras hasta la tercera planta y entonces se detuvo, con la mano en la puerta. Para llegar al aparcamiento desde allí tendría que usar el pasillo elevado y atravesar Medicina interna y pasar ante la habitación de la señora Davenport, y el señor Wojakowski estaba en la segunda planta.

Soltó la puerta y siguió bajando hasta la planta baja. “Un taxi pensó—, siempre hay taxis ahí delante. Si llevo dinero encima.” Rebuscó en los bolsillos. Encontró dos dólares, un cuarto de dólar y tres centavos. Bajó al sótano, dejó atrás el depósito de cadáveres y salió.

Hacía mucho frío y por lo plomizo que estaba el cielo parecía que podía empezar a nevar de un momento a otro. Se arrebujó en la rebeca y dejó atrás las calderas y llegó a la entrada principal. Sólo había un taxi de aspecto desvencijado delante de las puertas de cristal de la entrada. Joanna se sentó en el asiento trasero.

—¿Adonde? —preguntó el taxista. Joanna se inclinó hacia delante.

—Al aparcamiento del hospital.

—¿Es una especie de broma? —dijo el hombre, mirándola por el espejo retrovisor.

—No. Necesito que me lleve hasta mi coche. Está aparcado allí.

El se la quedó mirando como si estuviera chalada. Bueno, ¿no lo estaba? ¿Huir del señor Mandrake como si fuera un monstruo en vez de un pesado? ¿Creer en lo increíble?

—Pretendía ir caminando hasta mi coche, pero hace demasiado frío.

La explicación no tenía sentido, y ella se quedó esperando a que el hombre le dijera: “¿Por qué no vuelve a entrar y cruza por dentro?” Pero el taxista gruñó:

—Mínimo dos pavos.

Puso el coche en marcha y echó a andar. ¿Y por qué no iba a creer en su explicación? Ella creía que se había transportado al Titanic junto a Greg Menotti. El taxista dio un golpecito al taxímetro.

—Dos veinte —dijo. Joanna le tendió el dinero.

—Gracias. Me ha salvado la vida.

Salió del taxi y se acercó a su coche, temerosa de que el señor Mandrake estuviera allí esperándola.

No estaba. Ni en la verja del aparcamiento. Giró al sur en Colorado Boulevard, al oeste en la Sexta Avenida, al sur de nuevo en la Universidad, como si fuera un personaje de una película de Sylvester Stallone tratando de despistar al malo. Un camión de bomberos corrió hacia ella, haciendo ulular las sirenas y sonar el claxon; Joanna se apartó y luego se quedó allí, agarrando el volante con las dos manos y contemplando la nada.

Greg Menotti había estado en el Titanic. Le había visto allí, había asumido que estaba allí, que el señor Briarley estaba allí, porque los había construido a partir de los recuerdos y los deseos. ¿Pero y si el Titanic era real, y estaban allí de verdad, el señor Briarley atrapado en un misterioso limbo entre dos mundos, parte de él muerta ya, y el lugar al que ibas después de morir no era el cielo sino que retrocedías en el tiempo hasta las cubiertas del Titanic?

“No puedes creer esto”, pensó, y se dio cuenta que no se lo creía. Esto tenía sentido, ni siquiera aunque la ECM fuera una experiencia espiritual. El cielo, los Campos Elíseos, el Hades, el Valhalla, incluso la postal Hallmark del Otro Lado del señor Mandrake tenían más lógica que aquello. Aunque los muertos fueran enviados hacia atrás en el tiempo con algún extraño modo de reencarnación inversa, ¿los enviarían al Titanic? ¿Era una especie de castigo? ¿O se suponía que los muertos debían hundirse en las profundidades del Atlántico, y el Titanic daba la casualidad de que estaba allí en medio?

“Y no es el Titanic”, pensó. Ni una sola vez, ni siquiera en aquel primer arrebato de reconocimiento, había pensado que fuera el trasatlántico auténtico. Era otra cosa y el Titanic era solamente una metáfora, no sólo para ella, por difícil que fuera de creer, sino para Greg Menotti también. ¿Y cómo era posible?

Tal vez hubiese ido al instituto Dry Creek y escuchado al señor Briarley decir lo mismo. No, recordó que le había dicho que acababa de mudarse desde Nueva York.

Muy bien, pues tal vez era un fanático del Titanic, igual que el señor Briarley. “¿Estás de broma?”, pensó. Hacía ejercicio en un gimnasio tres veces por semana. Pero, como había dicho Richard, había películas y libros y especiales de televisión sobre el Titanic por todas partes, y en cualquiera de ellos podían haber mencionado que el Carpathia estaba a cincuenta y ocho millas de distancia…

“Si eran cincuenta y ocho millas. Sólo tienes la palabra de Maisie al respecto, y ya la oíste, dijo que el Titanic se había hundido horas antes de que llegara el Carpathia. Podía estar exagerando o haberse equivocado de número, podrían haber sido cincuenta y siete millas, o sesenta, y le estás dando vueltas al coco por nada, como aquella noche que no dejabas de ver el cincuenta y ocho en las matrículas y los carteles del McDonald’s.”

No, se dijo, mirando ciegamente a través del parabrisas mientras la nieve empezaba a caer, eran cincuenta y ocho. Lo supo en el momento en que oyó a Maisie decirlo. “¿Igual que supiste que el señor Briarley había muerto, y bajaste corriendo a Urgencias? Confirmación externa. Necesitas comprobar doblemente los hechos, hacer que Maisie te enseñe el libro o preguntárselo a Kit.”

Kit. Le había pedido que fuera a casa a mirar el libro. Podría pedirle que lo buscara, que lo verificara. Sólo tardaría unos minutos.

Puso el coche en marcha y se dio cuenta de que estaba muy cerca de la casa. En el pánico de su huida casi había llegado al distrito universitario. Condujo el resto del camino hasta la casa del señor Briarley, pensando que ni siquiera tendría que explicarlo. “Le diré que voy a ver el libro. Fingiré que es sólo otro fragmento más de información que necesito.”

Sólo después de encontrarse en el porche, de llamar al timbre y de quedarse allí tiritando con su rebeca, recordó que Kit había dicho que el señor Briarley estaba teniendo un mal día. “No tendría que haber venido”, pensó, pero Kit ya había abierto la puerta.

Llevaba pantalones capri y un top de encaje y un par de zapatillas de ballet. “Debe de tener frío —pensó Joanna como una tonta—. Lleva zapatillas.”

—¡Hola! —saludó, sonriendo—. Pensaba que habías dicho que no ibas a poder venir hoy.

—He podido escaparme después de todo. Espero que no sea un mal momento.

—¡No, es magnífico! —dijo Kit—. Me muero por enseñarte el libro. Supe que era ése en cuanto lo vi. ¿Sabes cómo a veces una sabe las cosas sin más? ¿No dijiste que personas distintas pensaban que tenía cosas distintas en la portada? Bueno, pues todas tenían razón. Vaya, hace frío aquí fuera —dijo, y tiritó. Abrió más la puerta—. ¿Cómo es que no llevas abrigo?

Joanna no supo qué contestar a eso, pero Kit no parecía esperar una respuesta.

—Voy por el libro —dijo, y se marchó a la biblioteca. Volvió en menos de un minuto, cerrando con cuidado la puerta tras ella—. El tío Pat está durmiendo —susurró, e indicó a Joanna que la siguiera pasillo abajo hasta la cocina—. Se despertará dentro de unos minutos. Quiero dejarlo dormir si puede. Anoche pasó una mala noche.

Una mala noche. Había vuelto a desmantelar la cocina, más que antes. Había platos y cubiertos por todas partes, y todo el contenido del frigorífico estaba tirado por el suelo. Un rollo entero de toallitas de papel envolvía los botes y los moldes de las galletas y la porcelana. En la encimera había una botella aplastada de ketchup, goteando roja sobre el fregadero. En la mesa había un recogedor con cristales rotos, y la papelera estaba casi llena.

—El tío Pat estaba buscando el libro —dijo Kit, quitando dos tazas de té del escurridor—. Creo que debe de tener algún vago recuerdo de haberlo puesto en algún lugar de la cocina, y por eso sigue haciendo esto.

Pasó por encima de una lechuga para llegar al fregadero y llenar dos tazas.

Me alegra mucho que pudieras venir. Estoy segura de que esta vez es el libro correcto. Es azul, tal como dijiste, y tiene todas las cosas que dijiste. —Metió las tazas en el microondas y pulsó los botones—. Están dentro de unos paneles grises que supongo que son espejos…

“Laberintos y espejos”, pensó Joanna, y pudo ver los espejos, colocados en ángulo, con imágenes distintas en cada uno: un tintero y una pluma, y la reina Isabel, a quien Ricky Inman le había dibujado bigote y gafas, y la proa de una carabela hendiendo las aguas azules.

—Uno de ellos tiene un barco, como tú dijiste, y un… —dijo Kit, buscando debajo de una pila de ollas.

—… castillo y una corona sobre un cojín de terciopelo rojo —dijo Joanna—. Es ése, sin duda.

—¡Oh, bien! —aplaudió Kit—. Ahora, si puedo encontrar las bolsitas de té…

Buscó bajo una inestable torre de cajas de cereales y especias.

—¿A qué distancia estaba el Carpathia del Titanic? —preguntó Joanna.

—¿El barco que fue en su ayuda? No lo sé. Lo buscaré. Soltó un frasco de canela y se dirigió hacia la puerta, pasando por encima de una sartén, un frasco de aceitunas y un cartón de huevos.

—Ahora mismo vuelvo.

Recorrió el pasillo y subió las escaleras y volvió casi inmediatamente con un puñado de libros.

—Le he echado un vistazo al tío Pat. Sigue durmiendo. Despejó la mesa y depositó allí los libros.

—Veamos —dijo, abriendo el de arriba por el índice—. Carpathia, Carpathia, aquí está. Cincuenta y ocho millas.

—¿Estás segura? —preguntó Joanna. Y por supuesto que estaba segura. “Lo supiste en el momento en que Maisie lo dijo. Te estabas engañando a ti misma buscando confirmación externa.”

—Está aquí mismo. “Cincuenta y ocho millas al suroeste del Titanic cuando recibió su primer SOS” —leyó—. “El Carpathia. se acercó a toda máquina, pero llegó demasiado tarde para rescatar a los pasajeros del barco.”

Cerró el libro para mirar la portada.

—Es El Titanic: símbolo de nuestro tiempo. ¿Quieres que lo compruebe en otro?

—No. No.

—¿Qué pasa? ¿Te encuentras bien, Joanna?

—No.

—Esto tiene algo que ver con tus ECM, ¿verdad? —dijo Kit ansiosamente.

Le contó las últimas palabras de Greg Menotti, y la acuciante sensación de que sabía lo que significaban, y lo que le había dicho Maisie.

—Estaba hablando del Carpathia.

¿Y crees que eso significa que estaba viendo también el Titanic en su ECM?

—Sí. ¿Pero por qué vio la misma imagen que yo? —preguntó Joanna—. Los escaneos TPIR demuestran que la ECM obtiene sus imágenes de la memoria a largo plazo. Esas pautas memorísticas son distintas para cada sujeto. ¿Por qué dos tendrían que tener ECM idénticas? ¿Por qué ver el Titanic?

¿Estás segura de que él lo vio? Quiero decir, cincuenta y ocho podría significar montones de cosas. Direcciones, números PIN… ¿Qué edad tenía?

—Treinta y seis —dijo Joanna—. No era su presión sanguínea ni el número de su móvil ni la combinación de su taquilla. Eran millas. “Está demasiado lejos para llegar a tiempo”, dijo. Estaba hablando del Carpathia. Estoy segura. Estaba a bordo del Titanic, como yo.

—O… hay otra posibilidad, ¿sabes? —dijo Kit, pensativa—. Dices que él tuvo la misma ECM que tú. Tal vez eso no sea cierto. Tal vez sea al revés.

—¿Al revés? ¿Qué quieres decir?

—¿Recuerdas que me dijiste que todo el mundo ve túneles y luces y parientes, porque han sido programados para esperar eso? ¿Y cómo el señor Mandrake influye en todos sus sujetos para que vean al Ángel de Luz?

Joanna asintió, incapaz de ver adonde quería ir a parar.

—Bueno, ¿y si, cuando oíste a ese paciente decir “cincuenta y ocho”, tu subconsciente lo relacionó con el Titanic, a causa de todas las historias que te contó el tío Pat, y por eso cuando te sometiste a la prueba viste el Titanic? Porque te había influido. Pudo haber estado hablando de cualquier cosa, pero tú hiciste la conexión con el Carpathia.

Tenía todo el sentido del mundo. Se había protegido para no ver a los parientes ni los ángeles ni las revisiones de vida de las que hablaba todo el mundo, pero eso no significaba que no hubiera tenido expectativas. Se había pasado los dos últimos años viendo las expresiones de sus sujetos, y su lenguaje corporal, tratando de averiguar cómo eran sus experiencias cercanas a la muerte. “Oh, no, oh, no, oh, no”, había dicho Amelia, y la señora Woollam se llevó la Biblia a su frágil pecho vano: “¿Cómo puede no ser aterrador?”

Y durante el periodo inmediatamente anterior a someterse a la prueba había estado pensando en Greg Menotti, preocupada por lo que había dicho, tratando de encontrarle sentido. Había pensado que “cincuenta y ocho” le resultaba familiar. Su mente subconsciente debió de recordar que ésa era la distancia a la que estaba el Carpathia y disparó los otros recuerdos, disparó la ECM y la referencia al señor Briarley, y no eran los motores al pararse la conexión que estaba buscando, era el señor Briarley diciendo: “El Carpathia estaba a cincuenta y ocho millas de distancia, demasiado lejos para llegar a tiempo.”

—Eso tiene que ser —dijo Joanna—. Tiene todo el sentido del mundo.

—¿Pero cómo encaja el libro? Apuesto a que tiene un poema o algo parecido sobre el Carpathia, y si lo tiene, eso lo demostrará —dijo Kit, entusiasmada—. Esto es igual que una historia de detectives.

Soltó el libro y empezó a abrirse paso entre las sartenes y la comida.

—Iré a traerlo.

—No quiero que molestes al señor Br…

—No haré ruido. Ahora mismo vuelvo —dijo, y salió al pasillo.

Joanna recogió El Titanic: un símbolo de nuestro tiempo y contempló la imagen del barco hundiéndose con un cohete en el cielo. Si Greg Menotti había sido la influencia para su ECM, eso explicaría por qué aparecía en ella. Y el señor Briarley…

—¡Oh, no! —dijo Kit desde el estudio, y Joanna se levantó rápidamente, dándose un golpe en la rodilla contra la pata de la mesa al hacerlo. Un puñado de platos resbaló hacia el borde, y media docena de cuchillos cayó con estrépito al suelo.

Joanna se abalanzó hacia los platos y los apartó del borde.

—¿Qué pasa? —preguntó, mientras conseguía abrirse camino entre el laberinto de sartenes y frascos de salsa para ensaladas.

Kit estaba con los brazos en jarras junto al señor Briarley, y él no estaba muerto. Estaba despierto y miraba desconcertado hacia el frente, hundido en su sillón de cuero rojo, las manos sobre el regazo. Joanna vio con un escalofrío que llevaba mal abrochado el chaleco de cheviot. Al mirarlo, Joanna advirtió que a eso, y no al desastre de la cocina, era a lo que se refería Kit al decir que tenía un mal día.

—No está allí —dijo Kit, disgustada.

—¿El qué no está?

Laberintos y espejos. —Kit se arrodilló delante del señor Briarley—. Tío Pat, ¿has tocado el libro?

Él no respondió, ni dio señal alguna de haberla oído, ni de saber que estaba allí. Contempló atontado el otro lado de la habitación.

—¿Dónde lo has metido, tío Pat? —preguntó Kit, y como no hubo respuesta, se levantó—. Lo ha vuelto a esconder. No puede llevar despierto más de cinco minutos. Estaba todavía dormido cuando bajé los libros sobre el Titanic.

¿Dónde lo dejaste? —le preguntó Joanna.

—Aquí mismo. —Kit señaló un espacio vacío en el extremo de una estantería—. Creí que no lo advertiría en la estantería. Nunca tendría que haberlo dejado aquí. Tendría que haberlo dejado arriba, con los libros sobre el Titanic.

No importa —dijo Joanna, preocupada al ver tan inquieta a Kit—. El libro era una excusa. En realidad vine a preguntarte por el Carpathia, para averiguar por qué Greg Menotti vio el Titanic cuando se estaba muriendo…

—Sí que importa —dijo Kit, casi llorando—. Tendría que haber sabido que no debía dejarlo allí. Ayer lo encontré escondiendo mis botas en el altillo del armario… ¡Espera un momento! ¡Acabo de tener una idea!

Corrió escaleras arriba.

—¿Puedo ayudarte en algo? —llamó Joanna.

—No, será mejor que te quedes con él. ¡Quién sabe qué puede esconder a continuación!

Joanna regresó a la biblioteca, aunque el señor Briarley parecía como si no fuera a moverse nunca más de su sillón, mucho menos a salir de la habitación para dedicarse a esconder cosas. Parecía tan quieto, tan falto de movimiento como Coma Carl, y Joanna se sintió súbitamente avergonzada de estar mirándolo, como si hubiera irrumpido en una casa donde no había nadie. Se dio la vuelta y se puso a mirar las estanterías.

Si había sacado el libro de una estantería, bien podía haberlo puesto en otra. Escrutó los libros que había en lo alto de los estantes primero y luego en las filas de volúmenes ordenados, buscando algo grueso, con aspecto de libro de texto. Y allí estaba, entre Bleak House y Spoon River Anthology. Llamó a Kit.

—He encontra… —Entonces se detuvo, mirándolo.

—¿Lo has encontrado? —dijo Kit desde lo alto de las escaleras.

—No —le gritó Joanna—. Lo siento, es el otro, el que no era.

“El que no era”, pensó, mirando el clipper y el fondo azul y las letras naranja. No era ése, aunque cumpliera todos los requisitos.

Y tampoco lo era la teoría de Kit. Era lógica, encajaba con todas las circunstancias, pero aunque encontraran Laberintos y espejos y tuviera un poema sobre el Carpathia, un poema con una introducción que explicara en cursiva: “La noche del hundimiento del Titanic, el vapor Carpathia se encontraba a cincuenta y ocho millas de distancia, demasiado lejos para ir al rescate del trasatlántico…” seguiría sin ser acertada.

“No vi el Titanic por las últimas palabras de Greg Menotti —pensó—. Fue por algo que dijo en clase el señor Briarley.” Y lo sabría cuando lo oyera, como Kit lo supo cuando encontró el libro adecuado, como había sabido que el sonido que había escuchado eran los motores al pararse.

Joanna se acercó al sillón del señor Briarley.

—Señor Briarley —dijo, arrodillándose junto al brazo del sillón—. Dijo usted en clase algo sobre el Titanic, sobre lo que significaba. ¿Qué era? ¿Puede recordarlo?

El señor Briarley continuó mirando la pared.

—Sé que le resulta difícil recordar —dijo Joanna amablemente—, pero es muy importante. Fue algo sobre el Titanic. Cerró usted el libro, y dijo… —Golpeó el brazo de cuero del sillón, tratando de obligar al recuerdo—. Algo sobre el Titanic. Había niebla y usted sostenía en la mano un libro…

Joanna cerró los ojos, tratando de recordar si era Laberintos y espejos o la ajada edición en rústica de Una noche para recordar.

Por favor, intente recordar lo que dijo, señor Briarley —susurró—. Por favor. Es importante.

No hubo ninguna respuesta.

“Está demasiado lejos para oírme —pensó Joanna—. ¿Dónde está, señor Briarley? ¿En la sala de correo, con agua hasta los tobillos, pidiendo al empleado la llave? ¿O en la sala de lectura, tratando de escribirle un mensaje a Kit?”

O en ninguna parte; las células cerebrales que contenían la conciencia y la comprensión y la identidad destruidas por el Alzheimer, las smapsis que contenían el recuerdo de aquella tarde nublada perdidas sin dejar huella.

—No lo recuerda —dijo, desesperanzada, y se levantó—. No importa. No se preocupe.

Depositó Viajes y versos en la estantería y escrutó con atención el resto de los estantes, aunque fue inútil. “Porque Laberintos y espejos no contiene nada sobre el Titanic.” Lo había recordado no por un poema o un artículo, sino porque el señor Briarley lo tenía en las manos cuando hizo el comentario que era el detonante. Y por eso, cuando Betty le dijo el título, sintió aquel destello de reconocimiento. Porque era la portada que ella recordaba, la portada que ella estaba mirando cuando él pronunció aquellas palabras críticas.

Terminó con los estantes y empezó con los libros apilados junto a la ventana. Se preguntó si el asiento junto a la ventana se levantaba, si el señor Briarley podría haber metido el libro dentro.

—¿Qué más vería? —dijo el señor Briarley desde su asiento.

—¿Qué? —replicó Joanna, sobresaltada. El se había enderezado y miraba hacia el lugar donde ella se había arrodillado.

—¿Quién puede decirme qué es una metáfora? —preguntó, escrutando la habitación. “Su clase”, pensó. “Está viendo su clase de lengua.”

—¿Señorita Lander? —dijo, dirigiendo la mirada al espacio situado junto a su sillón—. ¿Puede definir una metáfora?

Joanna miró hacia las escaleras, preguntándose si llamar a Kit.

—Una metáfora es una comparación implícita o directa de dos cosas que son iguales de algún modo —dijo él—. La muerte es un viaje, una jornada, un pasillo, un tránsito. Y sí, lo sé, señor Inman, nunca ha visto niebla con pies. Eso es porque la mayoría de las cosas sólo se parecen de una o dos formas. Como un gato, la niebla es silenciosa, misteriosa. Por otro lado no come pescado ni, como usted ha señalado, señor Inman, tiene patas.

El señor Briarley se levantó y se acercó a la mesa de la biblioteca, y se sentó en el borde. Joanna contuvo la respiración.

—Normalmente sólo hay unos pocos puntos de comparación, pero a veces, a veces las dos cosas son imágenes reflejadas. ¿Nunca se han preguntado por qué pierdo un valioso tiempo de clase con un naufragio? ¿Nunca se han preguntado por qué, después de todos estos años, todos esos libros y películas y obras de teatro, la gente sigue fascinada?

“Está hablando del Titanic —pensó Joanna—. Recuerda.” Se sentó en el asiento junto a la ventana, esperando.

—Lo saben cuando la ven. La reconocen instantáneamente, aunque nunca la han visto antes. Y no pueden apartar la mirada.

Estaba hablando en acertijos, marañas de recuerdos y metáforas, y aquello podía no significar más que si le preguntara si tenía un pase para permanecer en el pasillo; pero ella permaneció sentada y en silencio, temerosa de moverse, temerosa incluso de respirar.

—Se dicen a sí mismos que no es lo que es, que es una obra moral o una comedia de enredo —dijo el señor Briarley—. Dicen que parece guerra de clases o arrogancia tecnológica o la venganza de un Dios colérico, pero se están mintiendo a sí mismos. Saben, saben lo que es. Y él también.

“Por eso él lo vio —dijo el señor Briarley, y Joanna advirtió de qué estaba hablando. No la había oído cuando se arrodilló junto a su sillón y le pidió que recordara. La había oído antes, cuando hablaba con Kit y le preguntaba por qué Greg Menotti había visto el Titanic, y se había pasado los últimos quince minutos rebuscando pacientemente en los pasillos de su cerebro dañado y bloqueado, tratando de encontrar la respuesta.

“Nunca lo olvidaré —murmuró Briarley—. Lo dijo Edith. —Y, como si ella se lo hubiera preguntado, añadió—: Edith Haisman. Dijo: “Nunca lo olvidaré, la oscuridad y el frío.” Pero no estaba hablando del Titanic. Y el vigía, que lo vio primero, que dio la señal de alarma, se colgó de una farola. Porque supo qué era en realidad. Lo supo en cuanto lo vio, supo…

—No lo encuentro por ninguna parte —dijo Kit, y Joanna la oyó bajar las escaleras.

“No”, pensó Joanna, apretujándose contra el respaldo del asiento como lo había hecho contra la pared de las escaleras el día que Richard y ella se ocultaron del señor Mandrake.

—No estaba en el armario ni debajo de los colchones ni detrás del radiador —dijo Kit, a medio camino. “No —rezó Joanna—. Ahora no…”

—¡Espera! —dijo Kit, sólo a unos pasos del pie de las escaleras—. Se me acaba de ocurrir un sitio. Sé dónde puede estar. —Y corrió escaleras arriba.

El señor Briarley la miró, la cabeza ladeada, como si escuchara su voz, y luego se desplomó de nuevo en su sillón. Joanna esperó, pero Ja voz de Kit, sin pretenderlo, había roto el hechizo, y él había vuelto a hundirse en la inconsciencia.

“¿Cómo es, señor Briarley? —estuvo a punto de preguntarle Joanna pero tuvo miedo de romper la conexión que todavía pudiera haber en su mente—. Espera —pensó, prestando atención ansiosamente a los sonidos que pudiera hacer Kit—. No des pistas. Espera.”

Siempre pierdo mi libro de calificaciones —dijo el señor Briarley y su voz había cambiado. Era introspectiva, incluso amable—. Y no pude recordar los nombres de las hijas de Lear. Advertencias sobre icebergs. Pero no las escuché. “Me hago viejo —me dije—. El típico profesor despistado.” Muy pocos pasajeros oyeron la colisión, ¿sabes? Fueron los motores al pararse lo que los despertó.

El corazón de Joanna latió dolorosamente. “Espera.”

—Me dije a mí mismo que no había nada de qué preocuparme —continuó él—. La medicina moderna había creado un barco imposible de hundir, y las luces seguían encendidas, las cubiertas estaban relativamente niveladas. Pero por dentro…

Miró ciegamente hacia delante un momento y luego continuó.

—La metáfora perfecta —dijo—, surgida de pronto de ninguna parte en mitad de tu primer viaje, invisible hasta que casi lo tienes encima, inevitable incluso cuando tratas de esquivarlo, inesperado incluso cuando ha habido todo tipo de advertencias. La literatura, la literatura es una advertencia —dijo, y luego, temblando, añadió—: “No, no, mi sueño se alargó después de la vida.” Shakespeare lo escribió, tratando de advertirnos de lo que venía. “Creo que crucé el río de la melancolía, con ese triste timonel del que escriben los poetas, hacia el remo de la noche perpetua.”

Contempló la biblioteca como si fuera una clase.

—¿Puede decirme alguien lo que significa eso? En el piso de arriba, Kit cerró un cajón de golpe, y el señor Briarley dijo, como si hubiera sido una pregunta:

—Nada puede salvarte, ni la juventud ni la belleza ni el dinero, ni la inteligencia ni el poder ni el valor. Estáis solos, en mitad de un océano, con las luces apagándose.

Kit cerró una puerta, salió al pasillo. Bajaría de un momento a otro. No había tiempo para esperar.

—¿Por qué vio el Titanic cuando se estaba muriendo? —preguntó Joanna, y el señor Briarley se volvió y la miró sorprendido.

—No lo hizo —contestó—. Vio a la muerte.

—Y se parecía al Titanic —dijo Joanna.

—Y se parecía al Titanic. Kit apareció en la puerta.

—Os he oído hablar —dijo—. ¿Lo encontraste?

36

7 A.M., jueves. Navegamos en el Titanic en su viaje inaugural, destino Nueva York, su primer viaje por el Atlántico. Adiós. Amor, P. D.

Postal enviada por PATRICK DOOLEY a Mary Tonnery de Queenston.


Joanna ni siquiera estaba segura de cómo regresó al hospital. Sólo quiso marcharse, escapar de lo que le había dicho el señor Briarley, y de lo que podría decirle a Kit.

—¿Qué pasa? —preguntó Kit después de mirarla a la cara—. ¿Qué ha ocurrido?

—Nada —dijo Joanna, tratando de ocultar el conocimiento de su rostro—. No encontré el libro de texto.

Kit había entrado en la biblioteca y estaba de espaldas a las fotos enmarcadas, de modo que la imagen de Kevin sonreía por encima de su hombro. “No puedo decírselo —pensó Joanna—. No puedo dejar que lo averigüe.”

—Tengo que irme —dijo, y salió al pasillo.

—El tío Pat no te diría nada, ¿verdad? —preguntó Kit ansiosamente, siguiéndola hasta la puerta—. A veces dice cosas terribles, pero no va en serio. Son parte de su enfermedad. Ni siquiera sabe que las dice.

—No —contestó ella, tratando de sonreír para tranquilizarla—. No dijo nada terrible.

Sólo la verdad. La terrible, terrible verdad.

No había ninguna duda de que fuera verdad, aunque, al escucharlo, ella había sentido ganas repentinas de gritar “¡Eureka!”, sólo una sensación de temor. “Una sensación de hundimiento”, pensó, y torció los labios. Qué adecuado. ¿Cómo lo había llamado el señor Briarley? La viva imagen reflejada de la muerte.

Y por eso había seguido resonando durante años. Todos los desastres (el Hindenburg de Maisie y Pompeya y el incendio del circo de Hartford) tenían algunos de los atributos de la muerte, lo repentino o el pánico o el horror, pero el Titanic los tenía todos: valor y destrucción y casualidad y la temible confluencia de coincidencia y culpabilidad, pánico y galantería y desesperación.

La tragedia del Titanic fue a la vez súbita y lenta, el impacto con el iceberg tan inesperado como un accidente de coche, como un infarto. Pero también fue interminable, los pasajeros sentados silenciosamente en cubierta después de que todos los botes hubieran partido o jugando a las cartas en la sala de fumadores, como pacientes de una residencia, en el pabellón de Oncología, esperando eternamente la muerte.

Todos los atributos. La lesión que parecía menor al principio (un bultito, una sombra en los rayos-X, una tos), nada de lo que preocuparse. La medicina moderna había hecho que el barco fuera casi insumergible, y el capitán sin duda sabe qué hay que hacer.

Pensó en Greg Menotti, protestando porque iba al gimnasio cada día, aunque un dolor de muerte le atenazaba el pecho. En la madre de Maisie, insistiendo en que el nuevo fármaco estaba estabilizando la arritmia de su hija. En los hombres del Titanic asomados a la barandilla y riendo ante las mujeres de los botes, “nos veremos en el desayuno” y “necesitaréis un pase para volver a subir a bordo”.

Negativa, y luego preocupación. El médico ordena una analítica, el TAC demuestra una degeneración progresiva de las células nerviosas corticales, la cubierta empieza a inclinarse. Pero sigue sin haber ningún indicio de que sea algo seno. No hay ninguna necesidad de que venga tu hermano, ninguna necesidad de ponerse un chaleco salvavidas o escribir un testamento, no con las cubiertas todavía iluminadas y la orquesta todavía tocando.

Más negativas, y luego una carrera frenética hacia los botes salvavidas, hacia la quimioterapia, hacia una clínica en México, y por fin, cuando todos los botes han partido, despedidas y aferrarse a la desesperada a las sillas de cubierta, la religión, el pensamiento positivo, los libros del señor Mandrake, una luz al final del túnel. Pero nada funciona, nada se aguanta, porque todo el barco se está haciendo pedazos, rompiéndose, chocando… “por eso lo llaman equipo de choque”, pensó Joanna de repente, el cuerpo se está rompiendo, se sumerge, se hunde y el Titanic no es sólo un reflejo de la muerte, sino de lo que le pasaba al cuerpo, porque no murió de inmediato como no muere de inmediato una persona, sino por etapas: la respiración se detiene y luego el corazón y la sangre en las venas. Un compartimiento estanco tras otro inundándose y rebosando hasta el siguiente: el córtex cerebral, la médula, el cerebelo, todo falla y se apaga, y en sus últimos momentos ven su propio final. El barco se hunde por la cabeza.

Pero tarda una eternidad en hundirse, las pupilas se dilatan aunque se esfuerzan sin remedio por mantener las luces encendidas. Algunas células sobreviven durante horas, el hígado sigue metabolizando, los huesos siguen fabricando médula, como fogoneros en la sala de máquinas, todavía trabajando para alimentar las calderas, para mantener las dinamos en marcha, sin saber que el barco ya ha zozobrado. Se hunde lentamente al principio y luego más rápido, el cuerpo se va oscureciendo gradualmente, se va enfriando.

“Nunca olvidaré la oscuridad y el frío”, pensó Joanna, temblando. Estaba sentada dentro de su coche en el aparcamiento del hospital, las manos dormidas sobre el volante. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí, contemplando el hospital, el cielo gris, sin verlos.

Mucho tiempo. Estaba oscureciendo, el gris del cielo aumentaba, cerrándose, y las luces se habían encendido en casi todas las ventanas del hospital. En algún momento debía de haber desconectado el motor, pero el coche estaba helado. No se notaba los pies. “Vas a morirte de una pulmonía”, pensó, y salió del coche y entró en el hospital. Dentro estaba todo iluminado, los fluorescentes la hicieron entornar los ojos al abrir la puerta. Al otro extremo del pasillo, envuelta en una luz cegadora, pudo ver a una mujer vestida de blanco y a un hombre con un traje oscuro.

“El señor Mandrake”, pensó Joanna. Se había olvidado de él.

—Pero se pondrá bien, ¿verdad? —preguntó la mujer, la voz temblorosa.

—Estamos haciendo todo lo que podemos —dijo el hombre. Un médico, no el señor Mandrake, pero Joanna se dirigió hacia la escalera más cercana y empezó a subir al laboratorio.

“Estamos haciendo todo lo que podemos”, había dicho el médico, pero no había nada que nadie pudiera hacer. Sólo ahora que toda esperanza había desaparecido, advirtió Joanna cuánto había deseado que la ECM fuera un fenómeno físico, un mecanismo de supervivencia, cuándo había querido presentarle triunfalmente a Richard la solución del rompecabezas. Cuánto había querido decirle a Maisie: “Tenemos un nuevo tratamiento.”

Pero eso siempre había sido descabelladamente improbable. Los descubrimientos médicos y los tratamientos adecuados estaban separados por años, a veces por décadas, y la persona que había inspirado la investigación rara vez se beneficiaba de ella. Joanna, más que nadie, tenía que saberlo. Después del Titanic, se aprobó la legislación que desvió las rutas de los trasatlánticos al sur, la obligatoriedad de permanecer en contacto radiado las veinticuatro horas, la necesidad de que hubiera botes salvavidas para todos los pasajeros a bordo. Todo demasiado tarde, demasiado tarde para mil quinientas almas perdidas.

Y aunque la ECM hubiera sido un mecanismo de supervivencia, no había ninguna garantía de que pudiera haberse desarrollado un tratamiento a partir de ella. Pero no lo era. No era ningún tipo de mecanismo de defensa progresivo, y su persistente sensación de que lo era, de que estaba a punto de hacer un descubrimiento médico significativo no había sido más que un deseo, una fabulación inducida por medios químicos.

No era una defensa del cuerpo contra la muerte. Era al revés. Era enfrentarse cara a cara a la muerte sin ninguna defensa, reconociéndola en todo su horror. Y no era extraño que el señor Mandrake y la señora Davenport y todos los demás hubieran optado por luces y parientes y ángeles. La verdad era demasiado terrible de contemplar.

Había llegado al sexto piso. Extendió la mano para abrir la puerta y entonces la dejó caer. “No puedo hacerlo”, pensó. No podía quedarse allí y mirar a Richard someter intencionadamente al señor Sage al tratamiento. Enviarlo a la imagen reflejada de la muerte.

Pero si se lo decía, él le preguntaría qué pasaba. Y no podía decírselo. Él estaría entonces convencido de que se había vuelto chalada, como Seagal y Foxx. La acusaría de haber sido convertida por el señor Mandrake.

“Pondré alguna excusa —pensó—. Le diré…” Pero no podía permitir que la viera. Como Kit, la miraría a la cara y le preguntaría: “¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?” Tendría que llamarlo desde su despacho. “Le diré que me duele la cabeza y que me voy a casa —pensó, volviendo a bajar las escaleras—. Le diré que tenemos que cambiar la cita.”

Había una nota escrita a mano en la puerta de su despacho. “El señor Sage tuvo que cancelar su cita —leyó Joanna y sintió un arrebato de alivio—. Tiene la gripe. Fui a ver al doctor (ilegible) en St. Anthony’s…”

El resto de la nota era ilegible. No tenía ni idea de para qué había ido Richard al St. Anthony’s, o de si era él quien había ido o no. Tal vez el señor Sage quien había tenido que ver al doctor (ilegible) a causa su gripe. La única palabra que entendió era “Richard”, garabateada al pie de la nota. Pero no importaba. Lo único que importaba era que tenía una prórroga.

Al fondo del pasillo, tras ella, sonó el ascensor. “Richard —pensó o el señor Mandrake.” Buscó sus llaves, las sacó. Oyó cómo se abrían las puertas del ascensor. Metió la llave en la cerradura, la giró, puso la mano en el pomo.

—Joanna —llamó Vielle, y no pudo hacer otra cosa sino volverse, sonreír, esperar que sólo quisiera hablar de la noche del picoteo. No hubo tanta suerte.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Vielle. Tenía la expresión de preocupación que siempre tenía en Urgencias—. ¿Ha pasado algo? Te he visto salir del hospital en taxi. Te he llamado, pero no me has oído, supongo. ¿Adonde ibas?

Joanna miró ansiosamente el pasillo. No tendrían que estar allí fuera charlando.

—He ido a ver a Kit —dijo, abriendo la puerta y entrando en su despacho.

—¿En taxi? ¿Se te ha estropeado el coche? Podrías haberme pedido prestado el mío.

—Me seguía el señor Mandrake —dijo Joanna, y trató de sonreír—. Estaba acechando en el aparcamiento. Vielle tuvo que aceptarlo.

—¿Cómo es que fuiste a casa de Kit?

—Tenía que recoger un libro —dijo Joanna. Aunque estaba claro que no llevaba el libro encima.

—Me preocupé por ti cuando vi que no llevabas ni abrigo —dijo Vielle.

—Ya te lo he dicho, me seguía el señor Mandrake. Ni siquiera pude regresar para recoger mi bolso. Me sigue continuamente. Vamos a tener que celebrar la noche del picoteo bajo tierra —dijo, tratando de cambiar de tema—. A propósito, ¿qué noche quieres que sea?

No funcionó.

¿Seguro que estás bien? —dijo Vielle—. Hace un par de semanas que se te ve muy distraída.

—Normal —dijo Joanna—. Mi mejor amiga sigue trabajando en urgencias, aunque un maníaco enloquecido por la droga estuvo a punto de volarle el brazo. —Miró acusadora el brazo vendado de Vielle—. ¿Cómo te ha ido hoy? ¿Algún intento de asesinato?

—Vale, vale. —Vielle alzó las manos en gesto de rendición—. ¿Qué tal mañana por la noche? ¿Para el picoteo? Tú díselo a Richard y yo llamare a Kit.

Y Kit y Vielle compararán notas, me preguntarán por qué me marché con tanta prisa y qué dijo el señor Briarley.

—No puedo —dijo Joanna—. Estoy atascada con un montón de entrevistas que tengo que transcribir. —Se sentó ante su mesa y conectó el ordenador pan dejarlo claro—. No podré irme a casa antes de las diez toda esta semana. ¿Qué tal el sábado?

—Perfecto. Así podré decirle a Harvey el Fantasma que estoy ocupada. ¿Sabías que los de pompas fúnebres inyectan masilla en las mejillas del cadáver para que parezca más sano?

—El sábado, ¿no? —preguntó Joanna, eligiendo una cinta y metiéndola en la micrograbadora.

—Bueno, te dejaré que trabajes —dijo Vielle, con aspecto preocupado otra vez—. Quería asegurarme de que no pasaba nada malo. Se volvió en la puerta.

—Sé que la ditetamina se supone que es inofensiva, pero todo tiene efectos secundarios, incluso la aspirina. ¿Le has dicho a Richard lo de… lo que sea que te tiene preocupada?

“No puedo decírselo a Richard —pensó Joanna—. No puedo decírselo a nadie, ni siquiera a ti. Sobre todo a ti. Tratas con gente que se está muriendo todos los días. ¿Cómo podrías soportarlo si supieras lo que les pasa después?” Miró a Vielle, sonriente.

—No me preocupa nada, excepto cómo voy a transcribir todas estas cintas.

—Entonces será mejor que te pongas a ello —dijo Vielle, y le sonrió—. Es que me preocupo, ya sabes.

—Lo sé —dijo Joanna, y cuando su amiga salía por la puerta, la llamó—: Vielle…

Pero Vielle ya se había dado la vuelta y cerraba la puerta bruscamente.

—El señor Mandrake acaba de salir del ascensor —susurró—. Echa la llave y apaga las luces.

Y salió y cerró la puerta. Joanna corrió a apagar la luz y luego a echar la llave.

—No está aquí —oyó decir a Vielle—. Iba a dejarle una nota.

—¿Sabe cuándo volverá? —preguntó la voz del señor Mandrake.

—La verdad es que no.

—Tengo que decirle algo muy importante, y no responde a su busca, se quejó el señor Mandrake—. ¿Dice que le ha dejado una nota? Creo que será mejor que yo le deje también una.

Hubo sonido de roce, como si Vielle intentara impedirle que llegara a la puerta, y entonces el pomo se sacudió.

—Debo de haberla cerrado sin darme cuenta al salir —dijo Vielle—. LO siento. —Y luego, desde el fondo del pasillo, añadió—: Le diré que quiere verla.

Entonces se escuchó el leve pitido del ascensor. Joanna se quedó junto a la puerta, escuchando el sonido de la respiración del señor Mandrake, sin atreverse a encender las luces por temor a que estuviera esperando allí fuera, dispuesto a asaltarla, y al cabo de un rato se acercó a la mesa y se sentó, tratando de pensar qué hacer.

“Tendré que renunciar al proyecto —pensó—, poner alguna excusa, decirle a Richard que estoy demasiado ocupada, que el proyecto está interfiriendo en mi propio trabajo. Renunciar y volver a… ¿qué? ¿Entrevistar a gente que ha tenido una parada, sabiendo lo que sé? ¿Hablar con Maisie, que se va a morir antes de recibir un corazón nuevo? ¿Con Kit, cuyo prometido se hundió con el Titanic, cuyo tío estaba atrapado allí, lanzando cohetes que nadie podía ver? No puedo —pensó. Tendría que dejar el hospital, irse a algún otro lugar, huir—. Como Ismay, marchándose en un salvavidas. Dejando a las mujeres y los niños para que se ahogaran.” “Era un cobardica”, había dicho Maisie, despectiva, y desde luego Maisie sabía algo sobre el valor. Llevaba mucho tiempo mirando a la muerte de cara y nunca había intentado escapar.

“Sólo porque no puede —pensó Joanna, pero eso era mentira—. Mira al señor Mandrake y la señora Davenport. Y a la propia madre de Maisie. Y a Amelia.”

Por eso había renunciado Amelia, se dijo, y fue como otra revelación. Siempre le había parecido que la excusa que puso Amelia de estar preocupada por sus notas no era toda la verdad, pero había supuesto que su renuncia tenía algo que ver con su atracción por Richard. Pero no fue así. Amelia había reconocido la muerte, había murmurado: “Oh, no, oh, no, oh, no”, y dimitió del proyecto.

Pero Amelia sólo tenía veintidós años. Sólo era una voluntaria, no una socia. No había firmado para intentar averiguar qué eran las ECM, y luego, cuando lo descubrió, sintió pánico, perdió los nervios y corrió hacia el bote salvavidas más cercano.

—”De donde yo soy, le colgaríamos del pino más cercano” —murmuró Joanna.

Pero aunque se quedara, aunque se lo dijera a Richard, ¿qué conseguiría? Richard no la creería. Pensaría que se había convertido en Bridey Murphy. Le diría que estaba experimentando delirios del lóbulo temporal.

“Muy bien, entonces haz que te crea. —Se acercó a la puerta, golpeándose la rodilla contra el archivador, y encendió la luz—. Demuestra tu teoría. Recopila pruebas. Consigue confirmación externa. Empezando por Amelia Tanaka.”

Joanna llamó a Amelia esa noche y otra vez a la mañana siguiente, y le pidió que viniera.

—Ya no estoy en el proyecto —dijo, y Joanna pensó que iba a colgarle el teléfono.

—Ya lo sé —respondió rápidamente—. Pero tengo que hacerte unas preguntas sobre tus sesiones, para los archivos. Sólo serán unos minutos.

—Ahora mismo estoy muy ocupada. Tengo tres exámenes esta semana, y tengo que entregar el proyecto de bioquímica. No tendré tiempo hasta finalizado el semestre —dijo Amelia, y colgó.

¿Necesitaba Joanna más prueba que ésa? Miedo y reluctancia en cada palabra. Joanna sacó el expediente de Amelia del clasificador. En el cuestionario, había especificado concienzudamente no sólo su dirección, sino su horario de clases, junto con los edificios y el número de las aulas. Tenía bioquímica al día siguiente por la tarde, desde la una a las dos menos cuarto.

A la una del día siguiente. Y hasta entonces… Joanna insertó el disquete de Amelia en el ordenador y empezó a repasar su transcripción, buscando pistas. No había ninguna. Calor, paz, una luz brillante, nada en absoluto acerca de agua ni de un suelo curvado hacia arriba o gente de pie en cubierta.

No, un momento. Cuando Joanna le preguntó si la luz estuvo presente todo el tiempo, dijo que no hasta después de que abrieran la puerta. Más tarde, se había corregido: “Supuse que alguien abrió la puerta por la luz que entró”, pero Joanna se preguntó si su primera versión era la auténtica.

Leyó el resto. Cuando le preguntó a Amelia por lo que había sentido, ella dijo: “Calma, tranquilidad.” Eso podría haber sido una referencia a los motores deteniéndose. Y después de cada sesión se quejó del frío. Todo eso no demostraba absolutamente nada, excepto que se podía encontrar todo lo que uno quisiera en una ECM, igual que el señor Mandrake.

Sacó el disco de Amelia, insertó una de las entrevistas del año anterior, imprimió media docena de archivos y empezó a repasarlos con un marcador amarillo, destacando palabras y frases: “Estaba tendido en la ambulancia y de repente salí de mi cuerpo. Fue como si hubiera una portilla en mi cuerpo, y mi alma salió disparada.” Joanna subrayó la palabra “portilla” en amarillo.

“Sentí como si fuera a un largo viaje.”

“Luz por todas partes”, había dicho Kathie Holbeck, mirando al techo, y extendió las manos como una flor que se abre. O un cohete al estallar. La señora Isakson había dicho lo mismo. Joanna miró su archivo. “Toda esparcida”, había dicho. Como el estallido de un cohete.

“Mi padre estaba allí, y me alegré de verlo. Murió en las Solomon. En una patrullera.”

Joanna golpeó el papel con la punta del rotulador, dudosa, pensando en el señor Wojakowski y todas sus historias del Yorktown. ¿Las habría recordado porque estaba en un barco?

Al señor Wojakowski no hacía falta recordarle nada, se dijo. Se lo había inventado todo. Y aunque no hubiese sido así, no era el tipo de prueba que podía presentarle a Richard. Continuó con las transcripciones.

“Oí un sonido, pero fue curioso, como si no fuera ningún sonido, ¿sabe lo que quiero decir?”

“Sentí exactamente como si rodara sobre un montón de canicas.” Canicas. Encontró las notas de Kit sobre la parada de los motores. Y allí estaba. “Fue como si el barco hubiera rodado sobre un millar de canicas”, había dicho Ella White cuando le preguntaron por el sonido del impacto contra el iceberg.

Joanna volvió a empezar con las transcripciones. “Viajaba por el túnel, muy rápido, pero suavemente, como si fuera en un ascensor.”

“Supe que estaba cruzando el río Jordán.”

No le había mentido a Vielle cuando le dijo que no volvería a casa antes de las diez. A las nueve y media sólo había repasado la mitad de las entrevistas. Apagó el ordenador, se puso el abrigo y luego se sentó, con el abrigo puesto, y lo volvió a encender.

Pasó todas sus entrevistas de los dos últimos años a un único archivo y luego escribió “agua” y pulsó “búsqueda global” y “mostrar” y vio qué salía.

“Sentí como si estuviera flotando en el agua.”

“La luz era cálida y titilante, como si estuviera bajo el agua.”

“… estaba en el lago (ésa era de la descripción de Pauline Underhill de su revisión de vida) adonde íbamos cuando era pequeña. Estaba en nuestro viejo bote de remos y había una vía de agua, y entraba agua por el costado…”

“Remando en el lago”, pensó Joanna, y recuperó el archivo de Coma Carl, con su larga lista de palabras aisladas e (ininteligibles).

“Agua” y “atrapado” o “agarrado”. Leyó el resto del archive”. “Oscuro” y “parches” y “corta el cable”. Corta el nudo. Los hombres de la zona de oficiales, tratando de soltar los botes hinchables mientras el agua inundaba la proa. Siguió leyendo. “Agua… (ininteligible)… gran.” La Gran Escalera.

Lo dejó a la una, se fue a casa y leyó La, luz al final del túnel hasta que se quedó dormida, repasando páginas que tenían ECM que mencionaban “agua” y “viaje” y “oscuridad”.

Por la mañana, fue a ver a Coma Carl, esperando que hubiera empezado a hablar otra vez, pero le habían introducido un tubo de alimentación y llevaba máscara de oxígeno.

—No está teniendo un buen día —susurró la señora Aspinall, para expresarlo suavemente. Tenía un color gris cadavérico, y su tino pecho, sus brazos y piernas esqueléticos parecían hundirse en la cama, en la propia muerte.

—Por lo visto no le pueden bajar la temperatura —dijo la señora Aspinall, al borde de las lágrimas. También ella tenía un aspecto terrible. Ojeras profundas y una expresión general de cansancio. Había una almohada y una manta del hospital junto al alféizar de la ventana, lo que significaba que dormía en esa misma habitación. Pero no lograba pegar ojo.

—Parece usted cansada —dijo Joanna—. ¿Quiere que le traiga una taza de café, o acostarse en la sala de espera? Yo me quedaré con él.

—No, él podría… No —respondió la señora Aspinall—. Estoy bien. Pero muchas gracias. Es usted muy amable. —Miró a Carl—. Ha dejado de hablar. Naturalmente, no puede hablar con el tubo, pero ya ni siquiera intenta emitir sonidos. Está ahí tumbado. —Su voz se quebró—. Tan quieto en la cama…

“Pero no está en la cama”, pensó Joanna, y recordó que estuvo allí el día que conoció a Richard, y pensó que estaba en algún lugar muy lejano. Se preguntó dónde. ¿Al pie de la Gran Escalera, esperando que llamaran a su bote? ¿O en uno de los botes salvavidas, remando contra la oscuridad y el frío?

Se acercó a un lado de la cama.

—Carl —dijo, y cubrió su pobre mano ajada con las suyas—. He venido a ver cómo te va —dijo, y luego calló, incapaz de pensar qué decirle—. ¿Vas mejorando? —Estaba claro que no—. ¿Dicen los médicos que estás mejor?

Maisie había dicho que la gente debería decir la verdad aunque fuera mala. O incluso cuando estuvieran demasiado lejos para oírte.

—Tu esposa está aquí —dijo Joanna—. Las enfermeras te están cuidando muy bien. Todos queremos que vuelvas con nosotros.

Tras ella, la señora Aspinall buscaba un Kleenex en su bolso. Joanna se inclinó y lo besó en su mejilla de papel.

—No tengas miedo —susurró, y regresó a su despacho y se puso a trabajar otra vez en las transcripciones.

“No creo que fuera el mismo túnel —había dicho la señora Woollam— Era estrecho, y el suelo era irregular, así que tuve dificultades para caminar.” Y había visto una escalera, y un espacio oscuro y despejado sin nada alrededor a lo largo de kilómetros.

Pero también había visto un jardín “verde y blanco, con enredaderas”. Y estaba Maisie, que no había visto luces ni personas vestidas de blanco, sino niebla.

A la una y media, Joanna fue a la Universidad para ver a Amelia, con tiempo de sobra para encontrar el edificio y la clase, recordando la pesadilla que solía ser aparcar allí. Pero el mal tiempo debía de haber hecho que un montón de estudiantes se quedaran en casa. Encontró aparcamiento en la primera fila.

“Aparcamiento como en las películas —pensó—. Tendré que decírselo a Vielle. —Pero Vielle preguntaría: “¿Qué estabas haciendo en la Universidad?”—. Y si se lo digo —pensó Joanna—, me acusará de acosar a Amelia. Que es lo que estoy haciendo —se dijo mientras caminaba de un lado a otro ante la puerta de la clase, esperando que saliera—. Amelia renunció al proyecto, y dejó claro que no quería hablar conmigo. No tengo derecho a estar aquí.”

Pero cuando Amelia salió, con la mochila al hombro y poniéndose los guantes, Joanna se le acercó y dijo:

—¿Amelia? ¿Podemos hablar unos minutos?

Lo hizo antes de que ella pudiera escapar. Cosa que, después de dirigir una aterrada mirada a Joanna, pareció a punto de hacer, tras echar una mirada nerviosa alrededor, como si intentara encontrar una escalera por la que escabullirse, “Ésa es la cara que yo pongo cada vez que veo al señor Mandrake”, pensó Joanna, y se preguntó si Amelia había dimitido no porque hubiera visto algo que la asustara, sino porque consideraba el proyecto pseudociencia.

Eso podría ser, porque cuando llegaron a la cafetería, que estaba pásmate, abierta a media tarde, y Joanna le preguntó a Amelia si quería una Coca-Cola o un café, Amelia respondió:

—Tengo clase dentro de unos minutos.

Y Joanna sabía que era una mentira descarada.

—Sólo serán unos minutos —dijo Joanna, abriendo un cuaderno— Tengo que completar tu entrevista final. —Eso parecía, esperaba, bastante oficial y necesario—. ¿Cuánto tiempo estuviste en el proyecto?

—Cuatro semanas. Joanna lo anotó.

—¿Motivo para renunciar?

—Ya se lo dije, mis clases son realmente difíciles este semestre. No tenía tiempo.

—Muy bien —dijo Joanna, como si consultara una lista de preguntas—. En la primera sesión que tuviste en la que participé, que debió de ser tu tercera sesión, dijiste que experimentaste una sensación de calor y paz.

—Si —dijo ella, pero esta vez no hubo ninguna sonrisita al recordarlo.

Sus puños se cerraron.

—Y en tu última sesión dijiste que podías ver con más claridad, que viste a gente de pie ante la luz, pero que no pudiste distinguirla.

—No, la luz era demasiado brillante.

—¿Viste algo de tus inmediaciones?

—No —dijo, y sus puños volvieron a cerrarse. Pareció darse cuenta de ello y colocó las manos sobre su regazo.

—¿Cómo te sentiste durante esa cuarta sesión?

—Ya se lo dije, experimenté una sensación de paz. Mire, ¿hay más preguntas? Tengo clase.

—Sí —dijo Joanna—. ¿Fueron las clases el único motivo por el que dimitiste?

—Ya le he dicho…

—Tengo la impresión de que en esa última sesión viste algo que te asustó. ¿Es así?

—No —dijo Amelia, y se levantó—. Ya le he dicho que tengo clases muy difíciles este semestre. ¿Es todo?

—Necesito que firmes esto —dijo Joanna, y le plantó delante el papel y el boli. Amelia se inclinó sobre el impreso, con el largo pelo negro colgando sobre su cara—. Si viste algo que te asustó, necesito que me lo digas. Es importante. Amelia se enderezó.

—Sólo vi una luz —dijo. Le devolvió a Joanna el boli con aire de dar por zanjado el asunto y recogió su mochila—. Sentí calor y paz. Se colgó la pesada mochila al hombro y miró desafiante a Joanna—. No hubo nada que diera miedo en eso.

“Lo cual demuestra exactamente nada —pensó Joanna, viendo cómo se abría paso en la cafetería abarrotada—, excepto que no quiere hablar conmigo.” Desde luego no demostraba que hubiera visto el Titanic. Pero lo había visto. Y estaba aterrorizada ante la perspectiva de que volvieran a someterla al experimento, y por eso había renunciado.

Pero eso apenas era una prueba, y tampoco lo eran las palabras y frases de sus entrevistas. “La palabra plata también aparece en las entrevistas —le parecía oír decir a Richard—. Eso no significa que vieran el Hindenburg.” Tenía razón. Incluso el diablo podía citar las Escrituras. Repasar entrevistas y entresacar sólo las partes que encajaban en su teoría era el modus operandi del señor Mandrake, no de un científico que se preciara, sobre todo cuando había cosas que no encajaban en absoluto, como el jardín de la señora Woollam y la niebla de Maisie.

“Necesito pruebas —pensó—. Testigos.” Pero no había ninguno (excepto ella misma), y Richard ya la había rechazado. Amelia se negaba a testificar, la señora Troudtheim se negaba a dejarse someter a las pruebas y Carl Aspinall estaba en coma. Estaba el señor Briarley, ¿pero por qué demonios iba a creer Richard los farfulleos de un enfermo de Alzheimer, aunque pudiera conseguir que el señor Briarley los repitiera? Tenía que haber alguna confirmación externa, como los hechos sobre Midway y el mar de Coral que había utilizado para demostrar que el señor Wojakowski estaba mintiendo.

Como si lo hubiera conjurado o, peor aún, estuviera alucinando, vio al señor Wojakowski dirigirse hacia ella atravesando la cafetería, con su gorra de béisbol en una mano y sonriendo de oreja a oreja.

—Hola, Doc, ¿qué está haciendo aquí? —dijo—. ¿No tendría que estar en el hospital?

—¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Y usted?

—Una exposición de arte —dijo él, e hizo una mueca—. Esas cosas Modernas hechas con alambres y tazas de váteres. Aspen Gardens nos ha traído a unos cuantos en una furgoneta para verlo. —Agitó su gorra en dirección a la barra, donde Joanna vio a varias damas de pelo teñido sirviéndose café—. ¿Ha resuelto ya lo del nuevo horario?

—No. Todavía no.

—Me lo imaginaba. He estado llamándola a usted y al Doc toda la semana. Empezaba a sentirme como Norman Pichette. Pensé que rae iba a tener que agenciar una ametralladora.

Joanna lo miró, sobresaltada, pero él le sonreía amistosamente.

—Supongo que nunca le he contado cómo se quedó atrás por accidente cuando abandonamos el Yorktown. Estaba en la enfermería y cuando se despierta, no hay nadie a bordo más que él y George Weise que tenía fractura de cráneo y estaba frito. Bueno, todos los demás habíamos sido trasladados al Hamman y el Hughes.

“No se lo puede estar inventando —pensó Joanna de nuevo—. No con todos esos detalles. En parte tiene que ser verdad.”

—Nos llama, pero nosotros no podemos oírlo, estamos demasiado lejos. Bueno, intenta de todo: aulla y agita los brazos. —El señor Wojakowski hizo la demostración, agitando los brazos sobre la cabeza—. Incluso saca una olla de la cocina y empieza a aporrearla, pero estamos demasiado lejos y además hay demasiado ruido. Así que allí se queda, en un barco que se va a pique y no tiene forma de enviar un mensaje a nadie…

—Señor Wojakowski… —dijo ella, pero el estaba ya lanzado.

—¿Y entonces qué hace? Agarra una ametralladora y dispara al agua. Estamos demasiado lejos para oírlo, pero Albóndigas Fratelli ve los impactos en el agua y grita: “¡Submarino!” Todo el mundo mira, pero no conseguimos ver qué pasa. No es un submarino y no parece una carga de profundidad, y entonces yo voy y miro y allí está el tío, de pie en la banda de babor. Muy hábil por su parte, inventar esa forma de hacernos llegar su mensaje, ¿eh?

—Señor Wojakowski, tengo que hacerle una pregunta.

—Ed.

“¿Por qué estoy haciendo esto? —pensó ella—. Sólo le recordara otra historia del Yorktown, y aunque respondiera, Richard difícilmente creería a alguien que es un mentiroso compulsivo.”

—Adelante, Doc, dispare.

—Señor Wo… Ed —dijo ella—. Durante sus entrevistas, habló usted mucho de la Segunda Guerra Mundial. ¿Hubo algo en sus ECM que le hiciera pensar en sus experiencias de la guerra?

—¿En el Yorktown, quiere decir? —Se quitó la gorra de béisbol y se rascó la cabeza—. No que yo recuerde.

“La única vez que quiero que me cuente una historia —pensó ella— y me deja tirada.”

—Nada en concreto, Doc —dijo él—. Lo siento. —No importa —respondió ella, y empezó a recoger sus pertenencias. Es que tenía esa duda. Él volvió a ponerse la gorra. —Quiere decir aparte de que estaba en un barco, ¿verdad?

37

Tengo que irme, la niebla se alza.

Últimas palabras de EMILY DICKINSON.


—¿Estaba usted en un barco? —dijo Joanna cuidadosamente—. ¿En qué barco?

—No lo sé —respondió el señor Wojakowski—. No era el York Town. Me lo conocía palmo a palmo, y allí había un pasillo que nunca había visto antes. Y la puerta no era como las que teníamos. Era más bien como la puerta que había en el camarote del capitán. Lo que me recuerda aquella vez que fui a preguntarle una cosa al capitán, y me veo salir del camarote nada menos que a Stinkpot Malone. Bueno, Stinky no podía estar preparando nada bueno, era el mayor caradura de toda la Marina de Estados Unidos, que ya es decir. Pues Stinky va y me ve y dice…

—¿Qué le hizo pensar que era un barco? —interrumpió Joanna.

—¿Ha estado usted alguna vez a bordo de uno? Cuando has estado, no puedes confundir esa sensación con nada más. Lo notas aunque te venden los ojos y te tapen los oídos. Cosa que, ahora que lo pienso, es como yo estaba.

—¿Pero no pudo distinguir qué barco?

—No. Era un barco de la Marina, eso es todo lo que sé, porque vi marineros ante la puerta.

—¿Vio marineros?

—Gente, al menos. Me parecieron marineros. La luz era demasiado brillante para distinguir gran cosa, pero vi que tenían puestos sus uniformes blancos, así que supuse que debían de ser marineros.

“Un barco, y gente ante la puerta, todos vestidos de blanco.”

—dijo que le pareció que estaba en el mar. ¿Los motores estaban funcionando?

—¿Los motores? —dijo él, sorprendido—. No.

Las señoras de pelo teñido se acercaron, con aspecto decidido.

—Nos espera la furgoneta, Edward —dijo una de ellas, mirando a Joanna.

—Ahora mismo voy —respondió el señor Wojakowski—. Continuad vosotras, chicas. Tengo que despedirme de mi amiga. —Le hizo un guiño a Joanna. Las señoras se apartaron unos cuantos pasos y se quedaron allí, esperando impacientes—. ¿Qué otras preguntas tiene, Doc?

—¿Por qué no me contó esto antes?

—Bueno, se lo diré, no quería que se quedara como Silencioso Eggleton. ¿No le he hablado nunca de él? Le llamábamos así porque cuando estaba cerca nunca se le podía sacar ni una palabra, y…

—Será mejor que se marche —dijo Joanna, indicando a las señoras, que parecían a punto de estallar—. No querrá que la furgoneta se vaya sin usted.

—Me pondrían verde —dijo, y suspiró—. Llámeme en cuanto pueda para concertar esa cita, Doc. Iré cuando quiera. —Se acercó a las mujeres y luego regresó—. He estado pensando… Tal vez fuera el Hamman. O el Franklin. Pero no sé cómo se hundió.

—¿Se hundió?

—No, ahora que lo pienso, no pudo ser el Hamman, porque su espinazo se rompió. Ni tampoco el Wasp, porque se hundió panza arriba, y el Lexington zozobró de costado, y este barco, fuera cual fuese, se hundía por la proa.

Y allí estaba, su confirmación externa. No convencería a Richard. No convencería a nadie, no con el historial del señor Wojakowski, pero seguía siendo la prueba de que estaba sobre la pista correcta. Y donde había alguna prueba, aparecían más. Sólo tenía que encontrarlas.

Condujo hasta el hospital y se pasó el resto del día y del día siguiente atrincherada en su despacho, repasando las transcripciones. Apagó su busca, pero dejó el teléfono conectado para que el contestador atendiera las llamadas, sobre todo para poder seguirle la pista al señor Mandrake.

El llamó a intervalos de dos horas, cada vez más irritado porque no Podía localizarla.

Si no encuentra tiempo para devolverme las llamadas —dijo, y resoplo, al menos debería ir a escuchar lo que tiene que decir la señora Davenport sobre las visiones que ha estado teniendo. Demuestran más allá de toda duda que se pueden enviar mensajes desde más allá de la tumba.

Joanna borró el mensaje, colocó papel negro bajo la puerta para que no pudiera verse luz desde fuera, y continuó leyendo transcripciones.

“Estaba viajando por un túnel largo e inclinado.”

“La sensación era cálida, como si estuviera envuelto en una manta.”

“Había una mujer y un niño pequeño en la puerta, y supe que debían de ser mi madre y mi hermana pequeña, que murió con seis años aunque en realidad no se parecían. La niña pequeña me tomó la mano y me condujo hasta un hermoso jardín.”

Otra vez el jardín. Joanna hizo una búsqueda global. “Estaba en una especie de jardín.” “Elias se encontró en el Jardín del Edén.” “Más allá de la puerta pude ver un jardín.”

Gladys Meers había sido más concreta: “Había árboles alrededor, con arriates blancos y parras que colgaban. “Por favor, siéntate”, dijo el ángel, y yo me senté en una silla de enea blanca, como las que hay en los patios.”

No era posible que hubiera un jardín en el Titanic, se dijo Joanna, y deseó creerlo, pero tenía piscina y baño turco. Tal vez también tuviera un jardín.

Llamó a. Kit, pero comunicaba. Imprimió la lista de referencias a jardines y luego fue a ver a Maisie. La niña estaba tumbada en la cama, viendo la tele, pero la respiración entrecortada y las aletas de la nariz dilatadas la delataban. “Acaba de saltar a la cama”, pensó Joanna, preguntándose qué libro acababa de esconder, y entonces vio que había cables bajo su pijama de Barbie, conectados al monitor cardíaco.

—No he averiguado todavía lo de los mensajes —dijo Maisie cuando vio a Joanna. Apuntó a la tele con el mando a distancia y la apagó— Estoy fibrilando otra vez. Se supone que no puedo ni leer. He encontrado dos. —Inspiró dos veces antes de continuar—. Están en el cajón. —Volvió la cabeza para señalar la mesilla—. Buscaré los demás en cuanto me sienta mejor.

Joanna abrió el cajón y sacó la libreta de Maisie. En la primera pagina había escrito: “Nos hundimos. No puedo oír el ruido del vapor.” Y debajo: “Vengan rápido. Sala de máquinas inundada hasta las calderas.”

“Como tú —pensó Joanna, y trató de no pensar en Maisie en las cubiertas inclinadas del Titanic, en los escalones torcidos de la Gran Escalera—. Pero vio niebla, y la noche en que el Titanic se hundió estaba despejado.” Y si no había un jardín en el Titanic, entonces el señor Briarley estaba equivocado.

—Maisie —dijo—. ¿Tenía un jardín el Titanic?

—¿Un jardín? —preguntó la niña, incrédula—. ¿En un barco?

O algo que pareciera un jardín, con flores y árboles.

Pero Maisie negaba con la cabeza. “Y si hubiera uno —pensó Joanna— no lo sabría.”

—Nunca he oído hablar de ningún jardín. Pero apuesto a que si lo hubiera mi libro tendría una imagen. —Apartó las mantas de la cama y se sentó.

—No —dijo Joanna—. Nada de buscar cosas hasta que te hayas recuperado.

—Pero…

—Prométemelo, o te despediré como ayudante.

—Vaaaale —dijo Maisie a regañadientes—. Lo prometo. —Y, ante la mirada escéptica de Joanna, añadió—: Cruzo mi corazón. “Que no vale nada”, pensó Joanna.

—Descansa un poco, chavalina —dijo, cogiendo el mando a distancia y conectando la tele—. Vendré a verte pronto.

—No puedes irte todavía. No te he contado esa cosa tan guay que he descubierto del Mackay-Benett.

Está bien. Dos minutos y luego a descansar. ¿Qué es el Mackay-Bennett?

El barco que enviaron para recoger los cadáveres.

—Creía que todos los cadáveres se hundieron.

—Eso creía yo también, pero algunos tenían puesto el salvavidas, así que flotaron. —Apoyó la cabeza contra las almohadas, los brazos extendidos, la boca abierta en una grotesca imitación de un cadáver a la deriva—. Y temían que la gente de otros barcos los viera, así que enviaron al Mackay-Bennet a recuperarlos. Llevaba un montón de ataúdes y un sacerdote. ¿Qué es un embalsamador?

—Una persona que prepara los cadáveres para enterrarlos. Para impedir que se descompongan.

—Oh —dijo Maisie—. Bueno, pues llevaban un embalsamador y un montón de hielo. Eso era para impedir que se descompusieran también, ¿no?

—Sí. Muy bien, tus dos minutos se han acabado. Se levantó.

—No. No te lo he contado todavía. Uno de los cuerpos era el de un niño pequeño que nadie sabía quién era, y nadie acudió a reclamarlo, así que el capitán y los tipos del Mackay-Bennett celebraron un funeral por él y lo depositaron en un pequeño ataúd blanco y colocaron una lápida: “Al niño desconocido cuyos restos fueron recuperados después del desastre del Titanic.”

—Igual que la Pequeña Señorita 1565 —dijo Joanna.

—No, porque éste descubrieron quién era. —Envolvió la mano alrededor de sus chapas de perro, como si fueran un rosario—. Gosta Paulson —dijo—. Así se llamaba. Gosta Paulson.

Joanna acabó sentada con Maisie hasta que su madre regresó, rebosante de alegría.

—Las enfermeras dicen que estás mucho mejor —la oyó decir Joanna cuando salía de la habitación—. Te he traído un vídeo nuevo. Rebeca, de Sunnybrook Farm.

Joanna volvió a su despacho, sintiéndose aliviada. No había ningún jardín en el Titanic, ninguna niebla, y Maisie no era la única ECM que había visto niebla. Aparecía como una categoría separada en uno de los libros, Absortos en la luz. Leyó la sección: “Varios pacientes describen haber estado en un lugar abierto, indefinido, neblinoso. Algunos dicen que está oscuro, como niebla de noche, otros que esta iluminado. Casi todos lo describen como un lugar frío y aterrador. Es claramente el Purgatorio, y los que lo ven pueden ser descritos como no religiosos o no salvados.”

Joanna cerró el libro de golpe y hizo una búsqueda global de “niebla” y repasó las referencias. “Hacía frío —había dicho Paul Smetzer—, y había tanta niebla que no podía verme las manos delante de la cara.”

Paul Smetzer. El nombre le sonaba de algo. Recuperó su archivo y leyó el testimonio completo. Oh, sí, Paul. “… no podía verme las manos delante de la cara. Naturalmente, si estaba muerto, supongo que no tendría manos, ;no? Ni cara, ya puestos.”

Paul Smetzer, el Ricky Inman de las ECM. También le había dicho que había visto a un ángel “casi tan guapo como usted”, y que le preguntó si era cierto que no había sexo en el cielo, “porque si es verdad, quiero irme al otro sitio”, le dijo.

Sus comentarios podían ignorarse, pero no era el único que había mencionado la niebla: “Había gente allí, pero no pude ver quiénes eran a causa de la niebla.” “No, estaba oscuro (débil respuesta a la pregunta que Joanna le hizo a Ray Gómez para que describiera el túnel) y todo borroso, como si hubiera niebla o algo.” “Estaba flotando en una especie de niebla.”

Y definitivamente no había habido niebla alguna aquella noche.

Sólo para asegurarse, Joanna llamó a Kit, pero su teléfono seguía comunicando. Imprimió la lista de referencias a la niebla para llevársela a casa y empezó a recoger sus cosas. Sonó el teléfono.

—Hola, soy Richard —le dijo el contestador—. Sólo quería decirte que la señora Troudtheim va a venir mañana a las cuatro si no… Ella descolgó el teléfono.

—Hola, estoy aquí.

—Oh, suponía que ya te habrías ido a casa. Me pasé antes y no vi luz bajo tu puerta.

—No, sigo aquí. He estado trabajando con el archivo de las transcripciones —dijo, lo cual en parte era cierto—. Creí que no ibas a volver a someter a la señora Troudtheim a la prueba hasta que hubieras descubierto por qué es expulsada sin motivo.

—No iba a hacerlo, pero cuando le hablé a la doctora Jamison del DABA, sugirió que hablara con el doctor Friedman del St. Anthony’s. Ha trabajado extensamente con DABA y sucedáneos. Dijo que el DABA por sí solo no podía inhibir las endorfinas, pero combinado con cortisol sí.

—¿Y la inhibición de endorfinas es lo que podría estar expulsándola?

—No lo sé todavía. Le pregunté por la teta-asparcina también, pero no es un inhibidor. Su especialidad son los inhibidores, así que no sabía mucho de eso. Dijo que pensaba que tenía una función reguladora y que se ha sintetizado una versión artificial. Tengo que investigar, pero no hasta que haya comprobado las ECM de la señora Troudtheim para ver si el cortisol ha estado presente en todas ellas. Si es así, hay varias formas de contrarrestar el cortisol y mantenerla bajo los efectos. Así que te veré mañana a las cuatro.

A las cuatro. Para entonces, sabría una cosa u otra. O tal vez antes, si lograba contactar con Kit. La volvió a llamar sin éxito y, en cuanto llegó a casa, levemente preocupada, lo siguió haciendo a intervalos de quince minutos hasta que finalmente la localizó.

—Oh, me alegro de que hayas llamado —dijo Kit—. Quería pedirte disculpas por dejar el libro al alcance del tío Pat. No te reprocho que te marcharas así.

—Ese no fue el motivo… —dijo Joanna, pero Kit no estaba escuchando.

—Fue una estupidez inconcebible. Lo había escondido una vez. Obviamente iba a tratar de esconderlo otra. No te reprocho que estés enfadada.

—No estoy enfadada…

—Bueno, pues deberías. Todavía no lo he encontrado, y he mirado absolutamente por todas partes. Debajo de los radiadores, dentro…

—La verdad es que no te llamaba por el libro de texto.

—Oh, claro, quieres saber las respuestas a las preguntas que me hiciste. No había ninguna biblioteca como tal, pero sí una sala de lectura y escritura en la Cubierta de Paseo que tenía estanterías y escritorios, y estaba ¡unto al Vestíbulo de Primera Clase, que tenía un bar. Y, sí, Scotland Road era un pasillo de la tripulación en la Cubierta E que recorría casi toda la longitud del barco. Era…

—Necesito saber algo más. ¿Sabes si esa noche había niebla?

—No —respondió Kit inmediatamente—. Estaba completamente despejado. Y sin viento. Uno de los supervivientes describió el agua como si fuera un lago. Por eso no vieron olas golpeando el iceberg.

—¿Y no pudo haber niebla más tarde? ¿Después de que chocaran?

—No —dijo Kit igual de rápido—. Todos los supervivientes dijeron que fue la noche más clara que habían visto jamás. Estaba tan clara que se veían las estrellas hasta el horizonte. ¿Quieres que lo averigüe?

—No, ya es suficiente. Gracias. Me has dicho lo que quería saber.

“Lo que va sabía”, pensó después de colgar, y eso, combinado con las imagen frecuente del jardín, significaba que el señor Briarley estaba equivocado.

No, no equivocado respecto a por qué ella había visto el Titanic. Tenía razón, era el reflejo de la muerte. Equivocado sólo en que no todo el mundo, gracias a Dios, estaba condenado a verlo, y tal vez Kit tuviera razón y Greg Menotti estuviera hablando de algo que no tenía nada que ver con el Carpathia.

“Eso espero —pensó, mientras se dirigía a su despacho a la mañana siguiente—. Eso espero.”

Su contestador automático parpadeaba histéricamente. Se quitó el abrigo y pulsó “play”. Richard, diciendo:

—Tish tenía problemas a las cuatro. He pasado a la señora Troudtheim a las dos. Llámame si no te viene bien. Ronald Fanshawe. El señor Mandrake.

—Acabo de oír por una fuente muy digna de crédito que es usted ahora sujeto del proyecto del doctor Wright.

“Oh, no —pensó Joanna—. Lo que me hacía falta.”

—Estoy ansioso por discutir con usted sobre su experiencia para determinar si se trata de una ECM auténtica. Dudo que lo sea.

“Espero que tengas razón —pensó Joanna, borrando el resto del mensaje. Sonó el teléfono—. Y si crees que voy a cogerlo, señor Mandrake, estás loco.”

El contestador automático recogió la llamada.

—Tienes que venir ahora mismo —dijo la voz sin aliento de Maisie—… Necesito que veas algo. Joanna descolgó el teléfono.

—Estoy aquí, Maisie. ¿Qué quieres que vaya a ver?

—Busqué en el… Libro de imágenes del Titanic —dijo la niña, y se detuvo a tomar aire.

—¿Sigues fibrilando? —preguntó Joanna.

—Sí, pero… me siento mucho mejor.

—Te dije que no buscaras nada hasta que te hubieras recuperado.

—Sólo miré en un libro —protestó ella—, pero no sé si es realmente… un jardín, así que tienes que venir.

—¿Qué no es un jardín?

—El Café Verandah —dijo Maisie—. Tiene flores y árboles y enredaderas. Con… esas cosas que no sé como se llaman, son blancas y se entrecruzan…

“Arriates”, pensó Joanna.

—Dime cómo son las sillas —dijo, recuperando el archivo de Gladys Meers.

—Son blancas y están hechas de pequeños… no sé —dijo Maisie, frustrada—. Tienes que venir a verlo.

—Ahora mismo no puedo. ¿Son pequeños qué?

—Cosas largas y redondas. Como una cesta.

Enea. La palabra estaba allí mismo, en el archivo. “Había árboles alrededor, con arriates blancos y parras que colgaban. Me senté en una silla de enea blanca, como las que hay en los patios.”

—¿Hay árboles? —preguntó Joanna, recuperando el archivo de la señora Woollam.

—Sí —respondió Maisie, y Joanna supo lo que iba a decir—. Palmeras, pero tienes que venir a verlo.

No era un jardín celestial. El Café Verandah. En el Titanic.

—¿Puedes venir esta mañana?

“No, la señora Troudtheim va a venir a las dos. Tengo que averiguar con seguridad que no había niebla.”

—Estoy demasiado ocupada para ir esta mañana. —Entonces tienes que venir después de almorzar. He encontrado todos los cablegramas. Dijiste que te lo dijera cuando tuviera terminada la lista, y que entonces vendrías.

—Iré esta tarde.

—¿Inmediatamente después de almorzar?

—Inmediatamente después de almorzar.

—¿Lo prometes? ¿Cruzas tu corazón?

—Cruzo mi corazón —dijo Joanna, y colgó. Recuperó de nuevo la lista de referencias a la niebla, buscando pistas. “Estaba en el techo, mirando la mesa de operaciones, y vi a los médicos poner esa cosa plana sobre mi pecho, como paletas de ping-pong, y entonces no pude ver más, porque todo se nubló”, había dicho el señor James. Y la señora Katzenbaum había contado: “El túnel estaba oscuro, pero al final había una luz dorada, toda difusa, como su hubiera humo o niebla o algo por medio.”

Humo. Coma Carl había dicho también algo sobre humo. ¿Y si no era niebla, sino humo? ¿O vapor? El Titanic era un barco de vapor. “Nos hundimos. No puedo oír el ruido del vapor”, decía el telegrama que había anotado Maisie.

Pero ese vapor habría salido por las chimeneas. No habría estado en las cubiertas. ¿Y el humo? ¿Podrían haberse declarado incendios a bordo cuando el barco empezó a inclinarse? ¿El carbón encendido de los fogones al resbalar por el suelo de la sala de máquinas, o una vela al caer sobre un mantel en el Salón Comedor de Primera Clase?

Llamó a Kit, pero volvía a comunicar. Maisie sabría si había habido algún incendio, sobre todo dado su interés por el incendio del circo de Hartford, y no le estaría preguntando por la niebla. “¿A quién tratas de engañar? —pensó Joanna—. Lo relacionará al momento.”

Probó de nuevo con Kit. Respondió el señor Briarley.

—Señor Briarley, tengo que hablar con Kit.

—No está aquí —contestó él—. Está en la iglesia. Todos están en la iglesia. Excepto Kevin. No sé dónde está.

“A eso se refería Kit cuando dijo que decía cosas terribles —pensó Joanna—. Creí que se refería a obscenidades.”

—”Completamente solos, tal como ha deseado el Cielo, así morimos” —dijo—. Kevin ha ido a comprar película. Kit lo envió. No sé por qué no se le ocurrió antes.

“Son obscenidades —pensó Joanna, y luego—: Kit no puede oír esto.”

—Dígale que he llamado. Adiós —dijo, y se dispuso a colgar, pero fue demasiado tarde. Kit se había puesto ya al teléfono.

—Hola. ¿Quiénes? —dijo con voz alegre—. Oh, hola, Joanna, ¿se te olvidó algo?

“Tal vez no lo ha oído —pensó Joanna—, tal vez estaba bajando las escaleras y lo ha visto con el teléfono en la mano”, y supo que no era cierto, que Kit había oído hasta la última palabra. ¿Y cuántas veces? ¿Docenas? ¿Centenares?

—¿Joanna? —dijo Kit—. ¿Había algo más que quisieras saber sobre el Titanic?

—Sí —respondió Joanna, tratando de parecer tan tranquila como Kit—. ¿Sabes si hubo algún fuego a bordo?

—¿Te refieres a fuegos accidentales o normales?

—¿Incendios normales?

—Quiero decir fuego en las calderas y las chimeneas de los camarotes.

—¿Había chimeneas en el Titanic? —preguntó Joanna, y entonces recordó que la mujer del pelo recogido dijo: “Le pediremos a un mozo que encienda un fuego.”

—Sí, en la sala de fumadores, creo, y en algunos de los camarotes de primera clase.

“Y las encendieron porque los pasajeros tuvieron frío en cubierta —pensó Joanna—, y luego las dejaron encendidas cuando subieron a la Cubierta de Botes y, cuando el barco empezó a inclinarse, la madera y las cenizas resbalaron por la alfombra, llegaron a las cortinas, llenaron el camarote de humo.”

—¿Te refieres a ese tipo de fuego? —estaba preguntando Kit.

—No sé a qué me refiero. Estoy buscando cualquier tipo de incendio que pudiera haber producido un montón de humo. O vapor.

—Recuerdo que el tío Pat hablaba de un incendio en una de las salas de calderas, en la carbonera. Estaba humeando desde que salieron de puerto, pero no creo que hubiera mucha humareda. ¿O vapor, has dicho?

—Sí.

—Estaba pensando en esa escena de la película en la que se escucha un ruido ensordecedor y el vapor envuelve a todos los que estaban en la Cubierta de Botes. Veré qué puedo encontrar. ¿Llamaste antes y te dio comunicando?

—Sí —admitió Joanna.

—Me lo temía. El tío Pat ha empezado a descolgar el teléfono de la horquilla. Lo compruebo a todas horas, pero…

—“Oh, padre, oigo el tronar de cañones” —oyó decir al señor Briarley.

—Te llamaré en cuanto encuentre algo.

—Necesito la información en cuanto…

—”Oh, di, ¿qué puede ser?” —dijo el señor Briarley.

—… sea posible —terminó Joanna, y Kit dijo que de acuerdo, pero Joanna no estaba segura de que la hubiera oído porque el señor Briarley seguía declamando al fondo:

—”Un barco herido que no puede vivir. ¡Nos hablan!”

Joanna colgó el teléfono y se lo quedó mirando, pensando en la posibilidad de que la niebla fuera vapor. Pero ninguna de las personas que había experimentado ECM había dicho nada de niebla congregándose, ni moviéndose, y Maisie había dicho que estaba a cubierto, no en el exterior, en la Cubierta de Botes.

¿O no? Recuperó la primera entrevista que había mantenido con Maisie. “Estaba dentro de aquel sitio, creo que era un túnel, pero no podía ver porque estaba oscuro y todo lleno de niebla”, había dicho, y habló sobre paredes que se alzaban a cada lado. “Eran realmente altas. La parte de arriba estaba tan alta que no podía ni verla.”

Ninguna habitación tenía techos altos en un barco, ni siquiera un barco lujoso como el Titanic. Debió de estar en la Cubierta de Botes, y el ruido que oyó fueron las chimeneas soltando vapor. Había dicho que fue un rugido. Pero no había nada en la Cubierta de Botes que fuera estrecho y con paredes altas a cada lado. Por otro lado, el humo tenía un olor inconfundible.

Joanna escribió “vapor” y “niebla” y “congregarse” e hizo búsquedas globales de cada término, deseando que llamara Kit. A las once, la muchacha lo hizo.

—Hola —dijo, nerviosa—. Lo tengo. Joanna agarró con fuerza el teléfono.

—¿Hubo un incendio en el Titanic?

¿Un incendio? —dijo Kit, aturdida—. Oh, no, no he encontrado nada todavía. La única referencia en los índices era a los fuegos de las calderas y a los fogoneros trabajando para apagarlos antes de que el agua las alcanzara y causara una explosión. Nada sobre humo tampoco, pero sigo buscando. No llamaba por eso. ¡He encontrado el libro!

Ahora le tocó a Joanna el turno de no entender nada.

—¿El libro?

¡Laberintos y espejos! Por fin. He tenido que poner la casa patas arriba. La cocina está peor que cuando la desmanteló el tío Pat. Nunca imaginarás dónde estaba. En el frigorífico. En la bandeja del hielo, así que está un poco húmedo y medio congelado, pero al menos lo tengo, y lo he guardado en sitio seguro, para que el tío Pat no pueda volver a esconderlo. ¿Puedes venir a recogerlo? Puedo prepararte el almuerzo.

—No, tengo mucho trabajo. Yo…

“Ya sé lo que es el Titanic. Ya no necesito el libro. Necesito pruebas.”

—No estoy segura de cuándo voy a poder pasarme. Por aquí las cosas son de locura.

—Puedo llevártelo al hospital —dijo Kit—. Los de Eldercare van a venir esta noche, pero puedo llamar y ver si es posible cambiarlo para esta tarde.

—No —dijo Joanna, y trató de poner más entusiasmo en la voz—. Me pasaré.

—Magnífico. Me muero de ganas de ver si la conexión está ahí. Haré galletas en el horno.

—Oh, no te molestes. No sé exactamente cuándo…

—No es ningún problema. Ya he sacado todos los ingredientes de todas formas. Y el calor del horno ayudará a secar el libro. Te veré esta tarde —dijo, y colgó antes de que Joanna pudiera recordarle que la llamara si descubría algún incendio.

“No lo hará —pensó Joanna—, porque no hubo ninguno.” Si hubiera habido un incendio, sin eluda habría salido en la película, con lo que le gustan a Hollywood los efectos especiales, y el que ella había imaginado, con los leños ardiendo resbalando de la chimenea cuando el barco se inclinaba, prendiendo fuego a la alfombra, se habría apagado casi inmediatamente con el agua. “Tiene que haber sido vapor —pensó—, pero el señor Katzenbaum dijo humo, igual que Coma Carl.”

Sonó el teléfono. “Es Kit que llama”, pensó Joanna. Iba a responder pero apartó la mano y dejó que el contestador automático lo hiciera por ella. Menos mal. Era el señor Mandrake.

—No comprendo por qué no sé nada de usted. La he llamado al busca y he estado en su despacho numerosas veces —dijo, la voz vibrando de irritación—. Tengo pruebas…

“Pruebas —pensó Joanna, despectiva—. ¿De qué? ¿De algo que la señora Davenport ha recordado para usted? ¿Preguntas que dan pistas? ¿Datos sesgados para que encajen con su teoría, dejando fuera los hechos que no encajan?

“¿Y cómo llamas a lo que tú tienes? ¿En qué se diferencian tus pruebas de las del señor Mandrake? Tienes docenas de referencias al Titanic. No demuestra nada excepto que puedes encontrar pruebas de cualquier cosa que quieras si buscas con atención. Porque todo sigue siendo subjetivo, no importa que porcentaje de los testimonios sea consistente. Sigue sin haber ninguna verificación externa. Necesito una zapatilla de tenis roja —pensó—, o un mapa del sur del Pacífico.

“¿Y cómo voy a conseguirlo? El señor Wojakowski es un mentiroso compulsivo, el señor Briarley no puede recordar, Amelia Tanaka se niega a hablar, Coma Carl…”

Coma Carl —dijo en voz alta. Ella no era la única que lo había oído. Guadalupe lo había oído también, y su esposa. Si había algo en sus farfulleos que apuntara claramente al Titanic…

Recuperó su archivo. Había dicho “humo” y “ohhh… gran”, pero eso no era definitivo. Fue bajando por la pantalla. “Agua… tengo que… ido”, había escrito Guadalupe. ¿Los botes se han ido?

Alguien llamó a la puerta. El señor Mandrake, sospechó Joanna, y se quedó quieta.

—¿Joanna? —llamó Richard—. ¿Estás ahí dentro?

—Un momentito —dijo ella. Despejó la pantalla, puso el archivo del señor Wojakowski encima de las transcripciones y abrió la puerta.

—Hola —dijo Richard—. Sólo quería decirte que voy a salir un momento. Estaré en el despacho de la doctora Jamison en la octava si me necesitas para algo. Espero que ella pueda ver en los escaneos de la señora Troudtheim algo que a mi se me haya pasado por alto.

—¿El cortisol no estaba presente en las otras ECM de la señora Troudtheim? —preguntó Joanna, apoyada en el quicio de la puerta para que él no pudiera entrar.

—No, lo había a puñados. —Richard se pasó la mano por el pelo—. Por desgracia, también había cortisol y DABA en una de las de Amelia Tanaka, dos de las tuyas y tres del señor Sage, incluida la de los veintiocho minutos.

—¿Entonces no vas a someter a la prueba a la señora Troudtheim? —preguntó Joanna, esperanzada.

—No, todavía tengo un par de ideas. Una es la teta-asparcina.

—¿No dijiste que no era un inhibidor?

—No lo es, pero podría abortar la ECM de algún modo. Y tú saliste despedida cuando reduje la dosis. Eso podría significar que el umbral de ECM de la señora Troudtheim es más alto de lo normal, así que voy a subir la dosis para ver si eso la mantiene. Por eso he venido. Quería asegurarme de que te vendría bien a las dos. Voy a reunirme con la doctora Jamison a la una, pero volveré con tiempo de sobra, y le dije a Tish que estuviera aquí a la una y media por si la señora Troudtheim llega temprano. Bueno —dijo, golpeando el marco de la puerta con la palma de la mano—. Te veré a las dos.

—Sí. A esa hora ya habré terminado —respondió ella, y algo de! pesar en su voz debió de notarse porque él se volvió y dijo:

—¿Sabes una cosa? Los dos hemos estado trabajando demasiado. Cuanto todo esto termine, nos iremos a cenar. No a Taco Pierre’s. A un restaurante de verdad.

“Cuando todo esto termine.”

—Me encantará —dijo Joanna.

—Y a mí también —dijo él, y le sonrió—. Te he echado de menos estos últimos días.

—Yo también.

—Oh, y yo mantendría cerrada la puerta si fuera tú. Mandrake apareció por el laboratorio buscándote. Le dije que estabas en la cafetería.

—Gracias.

—”Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que sueños en tu filosofía” —recitó, sonriendo, y desapareció en el ascensor.

Joanna cerró la puerta con llave y volvió a estudiar los informes de Guadalupe. “Tengo que… no puedo… parches.” ¿Parches?

“Tengo que mirar las notas que escribió Guadalupe”, pensó Joanna, y sacó el talonario de recetas y trocitos de papel donde Guadalupe había ido anotando las palabras de Coma Carl. La primera, escrita en el dorso de un menú del hospital, decía: “Prisionero de guerra del Vietcong otra vez. Ninguna palabra inteligible. Retiré la sonda.” “Humo… —La siguiente, en la hoja de una receta—, no puedo… lado…” ¿O “demasiado”, como en “demasiado lejos para que venga”? ¿O estaba diciendo otra vez “tengo que”? ¿Tengo que qué?

La mayoría era un texto corto. “Remando en el lago”, o “Murmura mucho. Nada inteligible”, o la ominosa “Un día muy tranquilo”. Había un texto largo, en el dorso de un folleto publicitario de una compañía farmacéutica: “Nada que pudiera distinguir en mi turno de ayer. Sustituta de tres a once y Paula se olvidó de decírselo, así que no hay registros de ese turno. Le pregunté hoy si dijo algo, y respondió que no, sólo murmullos. No identificó tampoco la canción, pero dijo que parecía un himno.”

Un himno. Coma Carl tarareando, largo, largo, corto, corto, largo. Volvió al ordenador y escribió “tarareo”, buscando sus propias notas. “Largo, largo, corto, corto —había escrito—. Escala descendente.”

—Hmmm, hmmm, hm, hm, hm, hmm —tarareó, probando—. Media nota, media nota, cuarto de nota. Más cerca, mi Dios, de Ti.

En la cinta. Confirmación externa. Se levantó de un salto y tomó la caja con las cintas. Fue el día en que conoció a Richard, ¿cuándo fue eso? El quince de octubre. Rebuscó entre el montón de cintas, buscando la fecha. Allí estaba. La metió en la grabadora y pulsó “play”.

—Estaba oscuro… —rezongó la señora Davenport. Avanzó la cinta—. Y entonces me vi en mi octavo cumpleaños. Estaba jugando a colocar la cola al burro y… —Avanzó—. Mi boda. —Avanzó—. Y el ángel me entregó un telegrama.

Volvió a correr la cinta hacia delante, demasiado, sólo había silencio. Rebobinó, y allí estaba. Coma Carl tarareando, agónicamente lento. La volvió a pasar, anotando en una libreta, líneas para la longitud de la nota, flechas para el tono, largo, largo, el tono bajando con cada nota, corto, largo, deseando saber leer música. ¿La melodía de Más cerca, mi Dios, de Ti subía o bajaba?

Tarareó los primeros acordes, tratando de estirar las notas para que encajaran con el glacial tarareo de Coma Carl, pero no sirvió de nada. La melodía podría haber sido cualquiera. “Tengo que acelerarlo”, pensó. Rebobinó hasta el principio y luego corrió rápido la cinta, pero se oía sólo un ruidito y no podía controlar la velocidad con una grabadora tan pequeña.

“Necesito un reproductor bueno”, pensó, y trató de pensar quién tendría uno. ¿Kit? Si lo tuviera, Joanna podría escuchar la cinta y recoger el libro al mismo tiempo, pero no recordaba haber visto ningún equipo de música en la biblioteca del señor Briarley, ni siquiera una grabadora. Kit tal vez tuviera una en su habitación. La llamó, pero la línea estaba ocupada.

Muy bien, ¿y en el hospital? La grabadora de Maisie era de juguete, de esas cosas de plástico rosa, probablemente peor que su minigrabadora. ¿Vielle? No, lo único que tenían en Urgencias era un tocadiscos, “porque nadie ha tenido tiempo de escuchar música aquí desde 1974”, había dicho Vielle una noche.

Contempló la minigrabadora, intentando recordar dónde había visto un aparato mejor. En una de las oficinas, donde escuchaban música mientras trabajaban. Pagos o Personal. Archivos, decidió. Sacó la cinta de la minigrabadora, se la guardó en el bolsillo y bajó a Archivos.

Su memoria no la había engañado. En la pared del fondo, encima de los cubículos, había una hilera de sofisticado equipo estereofónico. Pero primero tendría que pasar ante la mujer del mostrador, que parecía sólida y decidida a seguir las reglas. Casi antes de que Joanna consiguiera decir su nombre, la mujer se volvió hacia un puñado de papeles impresos, con la mano extendida para recoger el impreso adecuado.

—Creo que no hay ningún impreso para lo que necesito… Zaneta —dijo Joanna, leyendo el nombre del cartelito de la mesa de la mujer—. Necesito una grabadora capaz de reproducir una cinta a distintas velocidades.

Pero Zaneta ya se había girado para mirarla.

—Esto es Archivos —dijo—. Equipos está en la puerta de al lado.

—No, no quiero una solicitud para una grabadora. Sólo quiero que me presten la suya un par de minutos para escuchar una cinta —dijo Joanna, sacándose la cinta del bolsillo para demostrarlo—. Mi grabadora no tiene una tecla que me permita controlar la velocidad, y necesito…

—¿Trabaja usted aquí?

—Sí, me llamo Joanna Lander. Trabajo con el doctor Wright en investigación. —Zaneta se volvió hacia su terminal—. Lo único que necesito es…

—¿Lander? —preguntó Zaneta, escribiendo—. ¿L-a-n-d-e-r?

—Sí. Necesito transcribir esta cinta, pero hay que escuchar una sección a más velocidad, y me preguntaba si podría…

Sonó el busca de Joanna. “No”, pensó, y se metió la mano en el bolsillo para apagarlo, pero Zaneta ya le estaba ofreciendo el teléfono.

—La llaman por el busca —dijo severa.

Joanna se rindió. “Por favor, que no sea el señor Mandrake”, rezó, y llamó a la operadora.

—Llame a la cuarta planta al puesto de enfermeras —dijo la operadora—. Extensión 428.

Cuarta planta. “Coma Carl”, pensó, y advirtió que sabía que aquella llamada iba a producirse.

Zaneta estaba ofreciéndole una libreta y un lápiz. Joanna la ignoró y tecleó la extensión. Respondió Guadalupe.

—¿Qué pasa, Guadalupe? ¿Es Coma Carl?

—Sí, he estado intentando localizarte. No has visto a la señora Aspinall, ¿verdad? No la encontramos por ninguna parte. —Su voz desconcertada y estremecida le dijo a Joanna todo lo que necesitaba saber.

—¿Cuándo ha muerto? —preguntó, pensando en él, allí solo en su bote salvavidas, tarareando.

—¿Morir? —dijo Guadalupe con aquella misma voz de desconcierto—. No ha muerto. Se ha despertado.

38

… Morse… indio…

Las dos únicas palabras inteligibles de la última frase de HENRY DAVID THOREAU.


Guadalupe estaba en el puesto de enfermeras, hablando por teléfono, cuando llegó Joanna.

—¿De verdad está despierto? —preguntó, apoyándose en el mostrador.

Guadalupe levantó una mano, indicándole que esperara.

—Sí, estoy intentando contactar con el doctor Cherikov —le dijo al receptor—. Bueno, ¿puedo hablar con su enfermera? Es importante. Cubrió el micrófono del teléfono con la mano.

—Sí, está despierto de verdad —le dijo a Joanna—, y ahora resulta que no podemos encontrar a su médico. Ni a su esposa. No habrás visto a la señora Aspinall al venir para acá, ¿verdad?

—No. ¿Has probado en la cafetería?

—He mandado a una auxiliar a comprobarlo —dijo Guadalupe—. La señora Aspinall se ha pasado aquí dos semanas seguidas, día y noche, y siempre nos dice cuándo sale. Excepto hoy. ¿Cuánto tarda esta enfermera en ponerse al teléfono? —dijo impaciente.

—¿Ha dicho algo Carl?

—Ha preguntado por su esposa. Y dijo que tenía hambre, pero no podemos darle nada de comer porque no tenemos ninguna orden, y no podemos encontrar a su médico. No responde a su busca.

—¿Ha dicho algo sobre el coma? Guadalupe negó con la cabeza.

—La mayoría de los pacientes en coma… Sí —le dijo al teléfono— Soy Guadalupe Santos del Mercy General. Necesito hablar con el doctor Cherikov. Es urgente. Es sobre un paciente llamado Carl Aspinall. Hubo una pausa—. No —dijo Guadalupe, y su tono hizo pensar a Joanna que la enfermera había preguntado, igual que ella, si había muerto—. Está consciente.

Volvió a cubrir el teléfono con la mano.

—Paula fue a comprobar sus constantes hace media hora. Descorrió las cortinas, y él dijo: “No está oscuro.” Le dio un susto de muerte… He intentado llamarlo al busca —le dijo al teléfono—. ¿Sabe adonde ha ido?

Se volvió hacia Joanna.

—La mayoría de los pacientes tienen recuerdos muy difusos del tiempo que han pasado en coma, si es que recuerdan algo.

“Y esos recuerdos se harán aún más difusos con cada momento que pase —pensó Joanna, mirando hacia su habitación—. Tengo que entrar ahí ahora.”

—¿Puede recibir visitas? —preguntó. Guadalupe frunció el ceño.

—No sé quién está con… Sí —le dijo al teléfono—. ¿Harvest?

—Tomó un boli y anotó algo en un talonario de recetas—. Por favor, que me llame en cuanto vuelva. Colgó.

—El doctor Cherikov está almorzando —dijo, disgustada, buscando una guía telefónica—. En el Harvest o el Sfuzzi’s. Tiene los dos nombres en su agenda. —Empezó a buscar en la guía—. La esposa de Carl probablemente ha ido a almorzar también. Harvest, Harvest.

Joanna volvió a mirar hacia la habitación. Tenía que entrar allí y hablar con él antes de que volvieran su esposa y el doctor Cherikov, pero sin duda había alguien con él. Un paciente que acaba de recuperar la conciencia difícilmente se quedaría solo…

El ascensor sonó, y Guadalupe y Joanna miraron hacia allí y vieron salir a una auxiliar de clínica.

—¿La has encontrado? —preguntó Guadalupe. La auxiliar se acercó a ellas, sacudiendo la cabeza.

—No estaba en la cafetería. ¿Y si la llamamos por el busca? Guadalupe negó con la cabeza.

—No quiero darle un susto de muerte. Sólo quiero que venga.

—Descolgó el teléfono.

—¿Y la capilla? —preguntó Joanna.

Corinne ha ido a comprobarlo —dijo Guadalupe. Marcó un número de teléfono, sin dejar de consultar la guía mientras lo hacía— ¿Has mirado en la tienda de regalos? La auxiliar asintió.

—Y en las máquinas expendedoras.

—¿Has comprobado…? Soy la enfermera Santos del Mercy General. Estoy intentando localizar al doctor Antón Cherikov. Está almorzando ahí. —Pausa—. No, no puedo llamarlo por el busca. —Pausa-Bueno, ¿quiere mirar, por favor? Es una emergencia. —Volvió a cubrir el teléfono con la mano—. ¿Has mirado en el solárium? —le preguntó a la auxiliar.

Ninguna de las dos le estaba prestando atención a Joanna. Se apartó del puesto de enfermas y, cuando Guadalupe alzó la cabeza, señaló su reloj e hizo un leve gesto de despedida.

—He mirado por todas partes —dijo la auxiliar—. Apuesto a que se ha ido a casa.

—Ya hemos llamado. No está allí. Le dejé un mensaje.

—¿No la asustará eso también? —preguntó la auxiliar.

Joanna recorrió rápidamente el pasillo, pasando ante la habitación de Carl, hasta que quedó fuera de la vista del puesto de enfermeras. Se detuvo, esperó.

—¿Está seguro de que no está ahí? —dijo Guadalupe, y se oyó cómo colgaba el teléfono y un breve silencio—. ¿Cómo se escribe Sfuzzi’s?

—¿Sfuzzi’s? No lo sé. ¿Qué es eso?

—Un restaurante.

Más silencio. Joanna retrocedió sigilosa por el pasillo hasta que vio el puesto de enfermeras. Guadalupe y la auxiliar estaban las dos inclinadas sobre el mostrador, buscando en la guía telefónica. Joanna se apartó rápidamente y cruzó en silencio el pasillo en dirección a la habitación de Carl.

“Sólo necesito un minuto —pensó, mirando la puerta. No había ninguna enfermera en la habitación. Entró—. Lo único que tengo que hacer es preguntarle si estuvo en el Titanic, dejando la puerta encajada. Antes de que se le olvide, antes de que…”

—Hola —dijo una voz desde la cama. Ella se volvió y miró al hombre de pelo gris que estaba sentado en la cama, vestido con un pijama azul—. ¿Quién es usted? —preguntó.

Durante un largo y angustioso minuto, Joanna pensó que se había equivocado de habitación. “¿Cómo voy a explicarle esto a Guadalupe? ¿Cómo voy a explicárselo a Richard?”

—¿Han encontrado a mi esposa? —preguntó el hombre, y ella vio, como en una de esas fotos de pega que de repente se enfocan, que era Coma Carl.

No es que pareciera una persona diferente. Es que parecía una persona. Antes no era más que un caparazón vacío. Su pecho cóncavo, sus finos brazos parecían rellenos, como si hubiera ganado peso, aunque eso era imposible, y su rostro, cubierto por una barba gris, parecía ocupado, como una casa a la que los propietarios han vuelto de repente. Llevaba el pelo, castaño grisáceo en las sienes, que las auxiliares habían mantenido siempre peinado para despejar la frente, con la raya en medio, y le caía de un modo bastante infantil sobre la frente, y sus ojos, que ella siempre había creído grises cuando los veía a través de los párpados entreabiertos, eran marrón oscuro.

Estaba mirándolo boquiabierta, como una idiota.

—Yo… —dijo, tratando de recordar qué le había preguntado.

—¿Es usted una de mis médicos? —preguntó él, mirándole la bata.

—No. Soy Joanna Lander. ¿Me recuerda, señor Aspinall? Él negó con la cabeza.

—No recuerdo mucho —dijo. Su voz era diferente también, aún ronca, pero mucho más fuerte, más grave que en sus murmullos—. He estado en coma, ¿sabe?

—Lo sé —asintió ella—. De eso me gustaría hablar con usted. De lo que recuerda. Me gustaría hacerle unas preguntas, si no le parece mal.

“Está mal —se dijo—. Necesitas un permiso. El que firmó su esposa sólo valía cuando él estaba inconsciente. Tienes que hacerle firmar un impreso. Esto viola todas las normas.” Pero no había tiempo de escribir nada. El doctor o su esposa llegarían de un momento a otro.

Joanna acercó una silla a la cama, y miró ansiosa hacia la puerta cuando la silla chocó contra la percha de las intravenosas; se sentó.

—¿Puede decirme qué recuerda, señor Aspinall?

—Recuerdo haber venido al hospital. Alicia me trajo.

Joanna buscó la minigrabadora en el bolsillo de su rebeca. No la llevaba. “Me la he dejado en el despacho —pensó—, cuando llevé la cinta a Archivos.”

—Tenía un terrible dolor de cabeza. No podía conducir.

Joanna buscó en su bolsillo algo para escribir, pero ni siquiera tenía uno de aquellos impresos que no le había hecho firmar. Al menos tenia un boli. Miró subrepticiamente alrededor, buscando algo sobre o que escribir, un menú, un sobre, cualquier cosa. Guadalupe se había llevado la gráfica consigo, y no había nada en la mesilla de noche.

—Iba a llevarme al médico, pero el dolor de cabeza era cada vez más fuerte…

Joanna buscó en la papelera y sacó una tarjeta con un dibujo de un pájaro. El pájaro tenía una carta en el pico. “Este mensaje para que te pongas bien vuela hacia ti”, decía el interior de la tarjeta. Joanna le dio la vuelta. No había nada detrás.

—… me llevó a la sala de urgencias, y entonces… —La voz de Carl se apagó y se quedó mirando al frente—. Se puso oscuro.

“Oscuro”, pensó Joanna, y la mano le tembló al escribir la palabra.

—A Alicia no le gusta conducir de noche —dijo él—, pero tuvo que hacerlo. Hacía mucho frío. —Extendió la mano y se tocó la mejilla, con ternura, como si todavía le doliera—. Recuerdo que el doctor dijo que tenía meningitis espinal, y luego recuerdo que me pusieron en una silla de ruedas, y luego recuerdo a la enfermera echando las cortinas, y me sorprendió que no estuviera oscuro. —Le sonrió a Joanna—. Y eso es todo.

Era Greg Menotti otra vez.

—¿Recuerda algo entre la silla de ruedas y las cortinas?

—No. Nada entre una cosa y la otra.

—¿Tuvo sueños? Algunos pacientes sueñan.

—Sueños —repitió él, pensativo—. No.

Y no lo dijo a la defensiva, ni evitó sus ojos. Lo dijo con naturalidad.

Y eso era todo. No recordaba. Y ella debía darle las gracias, decirle que descansara, salir de allí antes de que Guadalupe la pillara con las manos en la masa y sin permiso. Pero no se levantó.

—¿Y sonidos?

El negó con la cabeza.

—¿O voces, Carl? —dijo ella, usando su nombre sin pensarlo—. ¿Recuerda haber oído voces?

Él había empezado a sacudir de nuevo la cabeza, pero se detuvo y se la quedó mirando.

—Recuerdo su voz. Dijo usted que lo sentía. “Lo siento”, había dicho ella, pidiendo disculpas porque su busca sonó, por tener que marcharse.

—Había voces pronunciando mi nombre, diciendo que estaba en coma, diciendo que me había subido la fiebre.

“Eramos nosotras —pensó Joanna—, susurrando sobre su estado, llamándolo Coma Carl. Guadalupe tenía razón, podía oírnos.” Se sintió avergonzada de sí misma.

—¿Estuvo usted aquí? —dijo él, contemplando detenidamente la habitación del hospital.

—Sí. Solía venir a sentarme junto a usted.

—Podía oír su voz —dijo él, como si fuera algo incomprensible—. Así que tuvo que haber sido un sueño. Estuve realmente aquí, todo el tiempo —La miró—. No parecía un sueño.

—¿El qué? Él no respondió.

—¿Podían ustedes oírme? —preguntó.

—A veces —dijo ella cuidadosamente—. A veces usted tarareaba, y una vez dijo: “Oh, gran.” Él asintió.

—Si ustedes me oyeron, entonces debió de ser sólo un sueño.

Joanna necesitó toda su fuerza de voluntad para no preguntar de sopetón: “¿Era “gran” la Gran Escalera? ¿Qué estaba canturreando?” Por no decir: “Estuvo usted en el Titanic, ¿verdad? ¿Verdad?”

—Si me oyeron, entonces no pude haber estado realmente allí —dijo él ansiosamente.

—¿Por qué no?

—Porque estaba demasiado lejos… —Se detuvo y miró hacia la puerta.

“Demasiado lejos para llegar.”

—¿Demasiado lejos para qué? —preguntó ella apremiante, y la puerta se abrió.

—Hola —dijo un técnico de laboratorio, con una cajita de cristal llena de tubos y agujas—. No, no se levante —le dijo a Joanna, que se había puesto en pie, sintiéndose culpable—. Puedo hacerlo desde este lado.

Colocó la cajita en la mesa sobre la cama.

—No dejen que les interrumpa —dijo, poniéndose los guantes—. Solo tengo que extraer un poco de sangre.

Colocó una tira de goma alrededor del brazo de Carl.

Joanna sabía que tendría que haber dicho: “Oh, muy bien”, y seguir charlando mientras le sacaban sangre, pero temía que, si lo hacía, Carl perdiera aquel frágil hilo de memoria.

—¿Demasiado lejos para qué? —preguntó, pero Carl no estaba escuchando. Miraba temeroso la aguja que el técnico había sacado.

—Será sólo una pinchadita —lo tranquilizó el hombre, pero el rostro de Carl ya había perdido su expresión asustada.

—Es una aguja —dijo, con el mismo asombro con que le había preguntado si ella había estado en la habitación, y extendió el brazo para que el técnico pudiera insertar la aguja y acercar el tubo de cristal. La oscura sangre de Carl llenó el tubo.

El técnico terminó diestramente su trabajo, retiró la aguja y colocó algodón sobre el pinchazo.

—Ya está —dijo, cubriéndolo con un poco de esparadrapo—. No ha estado tan mal, ¿no?

—No. —Carl se volvió a mirar la intravenosa en su otro brazo.

—Muy bien, todo listo. Le veré más tarde —dijo el técnico, y la cajita tintineó mientras salía.

No había cerrado la puerta del todo. Joanna se levantó y se dispuso a cerrarla.

—Era sólo la sonda —dijo Carl, mirando con curiosidad el estrecho tubito que colgaba de la bolsa—. Creí que era un crótalo. Joanna se detuvo.

—¿Un crótalo?

—En el cañón —dijo Carl, y Joanna volvió a sentarse, con la tarjeta y el boli en la mano—. Me estaba escondiendo de ellos —continuó Carl—. Sabía que estaban ahí fuera, esperando para emboscarme. Vi a uno al fondo del cañón.

Entornó los ojos mientras lo decía y alzó la mano para protegérselos.

—Traté de subirme a las rocas, pero estaban llenas de crótalos. Estaban por todas partes —su voz se llenó de temor—, sacudiendo la cola. Me pregunto qué sería —dijo, en un tono de voz completamente distinto—. El cascabeleo. —Contempló la habitación—. ¿El calefactor, tal vez? Cuando estaba usted aquí, ¿hacía un ruido entrecortado?

—¿Estuvo usted en un cañón? —preguntó ella, tratando de comprender lo que le estaba diciendo.

—En Arizona. En un cañón largo y estrecho. Joanna escuchó, intentando comprender todavía, tomando notas casi de manera automática. En Arizona. En un cañón.

—Tenía un arroyo, pero estaba seco. Por la fiebre. Estaba oscuro, porque las paredes eran muy altas y empinadas, así que no podía verlos, pero sabía que estaban allí, esperando.

“¿Los crótalos?”

—¿Quién estaba allí esperando?

—Ellos —dijo, temeroso—. ¡Una tribu entera, con flechas y cuchillos y tomahawks! Traté de escapar, pero me hirieron en el brazo. —Se agarro el brazo como si intentara arrancarse una flecha—. Ellos —Le temblaron los hombros y su rostro se contrajo. Alzó el brazo con la intravenosa, como si se defendiera de un ataque—. Mataron a Hardy. Encontré su cuerpo en el desierto. Le habían arrancado el cuero cabelludo. Tenía toda la cabeza roja. Como el cañón. Como las formaciones rocosas. —Cerró y abrió el puño compulsivamente—. Todo rojo.

—¿Quién hizo eso? —preguntó Joanna—. ¿Quién mató a Hardy?

Él la miró como si la respuesta fuera obvia.

—Los apaches.

Apaches. No parches. Apaches. No había estado en el Titanic. Había estado en Arizona. Ella estaba equivocada y el Titanic no era universal. Pero él había dicho: “Oh, gran.” Había hecho movimientos de remo con las manos. Y ahora mismo había dicho que “estaba demasiado lejos…”.

—Estuvo usted en Arizona —empezó a decir ella—. ¿Recuerda haber estado en algún otro lugar?

—¡No! —gritó él, sacudiendo la cabeza vehementemente—. No era Arizona. Creí que lo era, por las piedras rojas. Pero no lo era.

—¿Dónde estaba entonces?

—En otro lugar. Pero en realidad estuve aquí, todo el tiempo —dijo, como para reafirmárselo a si mismo—. Fue sólo un sueño.

—¿Tuvo otros sueños? —preguntó ella—. ¿Hubo otros lugares además de Arizona?

—No hubo ningún otro lugar.

—dijo usted: “Oh, gran.” El asintió.

—Me pareció ver postes de telégrafo. Pensé que debía de estar cerca de una vía de ferrocarril. Me pareció que si conseguía llegar antes que el tren… —dijo, como si fuera una explicación.

—No comprendo.

—Creí que podría llegar hasta Río Grande. Pero no había ninguna vía. Sólo los cables telegráficos. Pero todavía podía enviar un mensaje. Podía subirme a uno de los postes y enviar un mensaje.

Ella escuchaba sólo a medias. Río Grande. No la Gran Escalera. Río Grande.

—…y estaba demasiado lejos para ir a caballo —estaba diciendo Carl mirando hacia el frente—, pero tenía que intentarlo.

Mientras hablaba, se movía suavemente arriba y abajo, los brazos doblados como si sostuviera unas riendas.

“Y Guadalupe creía que estaba remando”, pensó Joanna, aunque Parecía el gesto de remar. Parecía lo que era, Carl montando a caballo. No tarareaba Más cerca, mi Dios, de Ti. Probablemente era Allá en el rancho grande.

Y la señora Woollam había estado en un jardín. La señora Davenport había visto un ángel. Pero ella había querido que fuera una mujer en camisón. Había querido que fueran el Café Verandah y la Gran Escalera. Para que encajara en su teoría. Así que había tergiversado las pruebas para que encajaran, había ignorado las discrepancias, dado pistas a los testigos y creído lo que quería creer. Igual que el señor Mandrake.

Estaba tan obsesionada con esa idea que se había negado a aceptar la verdad: que Carl había sacado su desierto, sus apaches, de los westerns que le leía su esposa, incorporándolos a la extensión roja de su coma igual que ella había incorporado las historias del Titanic del señor Briarley al suyo. Porque estaban allí, en la memoria a largo plazo.

Y las imágenes no significaban nada. No eran universales. Eran aleatorias, tan carentes de significado como que el señor Bendix viera a Elvis. Y la sensación de algo significativo, algo importante, procedía de un lóbulo temporal sobreestimulado. Y mientras tanto, había molestado a Amelia Tanaka, había acosado a un hombre que acababa de salir de un coma y posiblemente había puesto en peligro su salud, rompiendo reglas a diestro y siniestro. Actuando como una chiflada.

—… antes de que oscureciera —estaba diciendo Carl—, pero cuando me acerqué, vi que los apaches ya estaban allí.

Joanna se guardó en el bolsillo el boli y la tarjeta con el pájaro y se levantó.

—Tengo que irme —dijo. “Antes de que me pille Guadalupe. Antes de que el consejo descubra que no ha firmado ningún permiso. Antes de que nadie se entere de cómo he actuado.” Dio una palmadita sobre las mantas—. Tiene que descansar un poco.

—¿Se marcha? —dijo, y su mano se abalanzó hacia su muñeca como una serpiente al ataque—. No se marche. —La apretó con fuerza—. Tengo miedo de volver allí, y aquí cada vez se hace más oscuro. Y más rojo.

—No pasa nada, Carl —la tranquilizó Joanna—. Solamente fue un sueño.

—No. Era un lugar real. Arizona. Lo supe por las formaciones rocosas. Pero no lo era. Y lo era. No puedo explicarlo.

—Sabía usted que Arizona era el símbolo de otra cosa.

—Sí —dijo él, y ella pensó: “En efecto significa algo. La ECM no es sólo erupciones sinápticas aleatorias, asociaciones al azar.”

—¿De qué era un símbolo, Carl? —preguntó, y esperó su respuesta conteniendo la respiración.

—Le quitaron el cuero cabelludo a Cody. Se lo arrancaron y vi su cerebro. Estaba todo rojo —dijo—. Tenía que salir de allí, antes de que oscureciera. Tenía que llevar el correo.

El correo. Las cartas flotando en agua hasta los tobillos de la sala de correo, los nombres de los sobres corridos e ilegibles, y el encargado poniéndolo cada vez más alto, arrastrándolo escaleras arriba.

—¿El correo? —preguntó Joanna, sintiendo la tensión en su pecho.

—Para el Pony Express. Cody era el jinete encargado, pero lo mataron, y yo no podía llevar el correo. Estaba demasiado lejos para ir a caballo, y los apaches habían cortado los cables.

Y el Carpathia estaba demasiado lejos, se dijo Joanna. El Californian no respondía. Pensó en el señor Briarley escribiéndole una postal a Kit, lanzando cohetes, tratando de enviar mensajes. Y ninguno de ellos llegaba a ninguna parte.

—La formación rocosa estaba muy lejos —decía Carl—, y yo temía que no hubiera nada con lo que encender un fuego.

—¿Un fuego? —dijo Joanna, pensando en Maisie.

—Para las señales de humo. Los apaches me dieron la idea. Se coloca la manta sobre la hoguera y se sacude, y el humo sube. —Tendió una manta imaginaria, sujetando con las manos sus lados imaginarios, e hizo un brusco movimiento hacia atrás con ambas manos. Como si remara. Como si remara—. No sabía hablar apache —dijo—. Lo único que conocía era el código Morse.

El marinero manejando la lámpara Morse, y Jack Phillips, tecleando incansable CQD, SOS…

—Un SOS —dijo ella—. Envió usted un SOS.

—Y en cuanto lo hice, la enfermera abrió las cortinas y regresé aquí.

—Volvió usted aquí —dijo Joanna, recordando lo que había dicho el señor Edwards. “La luz empezó a destellar y supe que tenía que volver, y de repente aparecí en el quirófano.” Recordó a la señora Woollam diciendo: “Estaba en el túnel y de repente me vi en el suelo, junto al teléfono.” Entonces recordó a Richard diciendo: “Algo los “pulsa.”

En el salón, una voz dijo, llena de nerviosismo:

—¡La hemos encontrado!

Joanna miró hacia la puerta, la puerta entreabierta que había olvidado cerrar.

—Por fin —dijo la voz de Guadalupe—. ¿Dónde estaba? La hemos estado buscando por todas partes.

Buscando por todas partes. El sobrecargo, dirigiéndose a la escalera de popa hacia la Cubierta de Paseo, comprobando la sala de fumadores, el gimnasio, buscando al señor Briarley. Y el señor Briarley recorriendo la Cubierta G y Scotland Road, hasta la sala de correo, buscando la llave. La llave.

—¡Oh, Dios mío! —susurró Joanna—. ¡Sé lo que es! —Se llevó la mano a la boca—. ¡Recuerdo lo que dijo el señor Briarley!

39

Bien, Wiley ya lo ha calentado. Vamonos.

Última emisión radiofónica de WlLL ROGERS antes de que el avión en el que viajaba con Wiley Post se estrellara.


— ¿Qué? —dijo Carl, alarmado— ¿Qué quiere decir con que sabe qué es?

Pero Joanna no le oía.

“Tengo que decírselo a Richard —pensó— Tengo que decirle que lo he descubierto.”

Se levantó.

— No irá a marcharse, ¿verdad? —dijo Carl, extendiendo la mano otra vez— ¿Sabe lo que es? ¿Lo que es Arizona?

— Está sentado hablando —dijo la voz de Guadalupe en el pasillo. “Vienen hacia aquí”, pensó Joanna. Se levantó y se guardó la tarjeta en el bolsillo.

— Su esposa está aquí —dijo, y corrió hacia la puerta antes de que Carl pudiera protestar.

¿Y cómo iba a explicar su propia presencia allí?, se preguntó, asolándose a la puerta. La señora Aspinall estaba junto al puesto de enfermeras, con Guadalupe y la auxiliar consolándola.

— No debe llorar ahora —decía la auxiliar— Todo ha terminado. No quiero que me vea así —dijo llorosa la señora Aspinall, frotándose los ojos.

—Le traeré un Kleenex —dijo Guadalupe, desapareciendo tras la esquina del puesto de enfermeras.

Joanna no se lo pensó dos veces. Salió por la puerta, cruzó el pasillo y entró en la sala de espera. Justo a tiempo. Guadalupe regresó con el Kleenex, la señora Aspinall se sonó la nariz y las tres se encaminaron hacia la habitación de Carl.

No había nadie en la sala de espera. “Es un SOS —pensó Joanna la comprensión tardía filtrándose en su interior como el agua del mar por la abertura en el costado del Titanic—. Eso es la ECM. Es el cerebro moribundo que envía una llamada de socorro, una petición de ayuda, tecleando mensajes en Morse al sistema nervioso: “Vengan de inmediato. Hemos chocado contra un iceberg.”

Transmitía señales a los neurotransmisores del cerebro, tratando de encontrar uno que pudiera hacer que funcionaran unos pulmones que ya no respiraban, tratando de encontrar uno que pusiera en marcha un corazón que ya no latía. Tratando de encontrar el adecuado.

Y a veces tenía éxito y revivía a pacientes que estaban clínicamente muertos, y los recuperaba bruscamente, milagrosamente. Como el señor O’Reirdon. Como la señora Woollam. Porque el mensaje llegó.

—¡Carl, oh, Carl! —dijo llorosa la señora Aspinall—. ¡Estás bien!

Joanna contempló el pasillo. La señora Aspinall y Guadalupe habían entrado en la habitación, y la auxiliar iba hacia los ascensores, llevando equipo médico.

Joanna esperó a que entrara en el ascensor y como luego al puesto de enfermeras. Descolgó el teléfono de detrás del mostrador, inclinándose para marcar el número del laboratorio. Si Guadalupe la pillaba allí, pensaría que se había marchado y había vuelto.

“Si Carl no ha hablado”, pensó, escuchando sonar el teléfono.

—Responde, Richard —murmuró—. Responde.

Responder. Eso era lo que hacía también la ECM, marcando números y escuchando sonar el teléfono, tratando de comunicar, esperando que alguien respondiera al otro lado. “Y si Richard sabe que es un SOS —pensó—, podrá descubrir cuál es el otro lado.”

Y no era extraño que su mente, al intentar encontrarle sentido, se hubiera ceñido al Titanic. Era la metáfora perfecta. El SOS enviado cinco minutos después de que el operador del Californian se fuera a la cama, la lámpara Morse, los cohetes, los gritos de auxilio desde el agua. Y sobre todo, Phillips sentado en su puesto, tecleando fielmente “SOS CQD”. Tecleando: “Estamos inundados hasta las calderas.” Enviando llamadas de socorro al otro lado.

Richard no respondía. “Está sentado ante la consola —pensó ella contemplando los escaneos de la señora Troudtheim, tratando de resolver el problema.”

—No es un problema, Richard —murmuró—. Es la respuesta.

Y tenía sentido evolutivo, tal como él había predicho. La ECM no preparaba al cuerpo para el trauma, no ponía en movimiento un programa mortal. Estaba intentando detenerlo.

El contestador automático entró en funcionamiento.

—Éste es el despacho del doctor Wright. Si desea dejar… —dijo su voz, pero Joanna ya había colgado el teléfono y subía las escaleras hacia el laboratorio.

Richard no estaba. La puerta se encontraba cerrada con llave, así que no tardaría sólo unos minutos en volver. La abrió y entró; luego se quedó allí, contemplando el laboratorio desierto, tratando de pensar adonde podría haber ido. ¿A la cafetería a almorzar? Miró el reloj. Era la una menos cuarto. La cafetería tal vez estuviera abierta a esa hora del día.

Había dicho que tenía una cita. Trató de recordar sus palabras cuando estuvo en su despacho. “Voy a estar fuera un rato”, dijo. ¿Dónde?

“La doctora Jamison”, pensó, recordando de pronto lo que Richard había dicho. Se acercó rápidamente al teléfono y llamó a centralita.

—Póngame con el despacho de la doctora Jamison. —Escuchó otro largo zumbido.

“¿Es que nadie responde al teléfono?”, pensó Joanna. No, y el cerebro seguía llamando y llamando, probando primero un número y luego, cuando no había respuesta, otro. Marcaba y volvía a marcar, pulsando código tras código, tratando de conectar.

Cortó y volvió a llamar a centralita.

—¿Dónde está el despacho de la doctora Jamison? ¿En qué planta?

—Tendré que mirarlo —dijo la operadora, y después de un enloquecedor minuto, informó—: 841.

—Gracias —dijo Joanna. Se disponía a colgar, pero se lo pensó mejor—. Quiero que la llame al busca.

—¿Quiere que ella la llame al laboratorio?

—No, a mi propio busca. Y quiero que llame al busca del doctor Wright también —dijo, metiéndose la mano en el bolsillo para conectar el suyo, pensando con tristeza que él tampoco lo tendría conectado.

Colgó. La oficina 841 estaba en el ala oeste. El camino más corto seria bajar a la quinta y cruzar por el pasillo elevado. No, estaban pintando el pasillo en la quinta. Bajar hasta el de la tercera. Escribió una nota: “He ido a buscarte. Llámame.” La dejó sobre la mesa de Richard, cerró la puerta, sin molestarse siquiera en echarle la llave, llamó al ascensor una y otra vez, deseando que se abriera, deseando que no se parara en la quinta, en la cuarta.

Cuando el ascensor se abrió en la tercera, como por el pasillo, cruzó el paso elevado y atravesó Medicina interna hasta el otro pasillo “Que la señora Davenport no esté dando un paseo —pensó, mirando nerviosa la puerta de su habitación—. No tengo tiempo de escuchar sus últimas invenciones.”

Joanna se mantuvo pegada a la otra pared y corrió ante la puerta entreabierta, dejó atrás el solárium y el puesto de las enfermeras.

—¡Eh, Doc! —la llamó una voz—. ¡Doc!

El señor Wojakowski. Siguió andando, como si no lo hubiera oído. Llegó al fondo del pasillo. Dobló la esquina. Llegó al pasillo elevado. Se abrió una puerta tras ella.

—¡Doc! —llamó el señor Wojakowski, jadeando—. ¡Doc Lander! ¡Espere!

Y Joanna no tuvo más remedio que darse la vuelta.

—Me pareció que era usted, Doc —dijo él, sonriendo—. La vi allá atrás y traté de alcanzarla, pero iba usted a un ritmo que parecía como si hubiera oído A sus puestos de combate. ¿Adonde va con tanta prisa?

—Estoy buscando al doctor Wright. Tengo que encontrarlo ahora mismo.

—No lo he visto —dijo él alegremente—. He venido a visitar a un amigo mío. —Señaló con la cabeza en dirección a Medicina interna—. Tuvo una embolia. Mala cosa. Tiene un lado paralizado, no puede hablar. Le ocurrió mientras bailaba claque. Se desplomó en mitad de un paso…

—Lamento oírlo —dijo Joanna, mirando hacia el fondo del pasillo—. Ojalá pudiera quedarme a charlar. Tengo…

—¿Sabe a quién me recuerda usted? A Ace Willey. Era alférez en el Yorktown, y siempre tenía prisa. “¿Dónde te crees que vas con tanta prisa?”, le decía yo. “Estás en un maldito barco.” Bueno, pues un día estaba corriendo por la cubierta hangar y pisó una escotilla abierta y…

—Señor Wojakowski, me encantaría escuchar el resto de su historia, pero tengo que irme. Tengo que encontrar al doctor Wright. —Echo a andar con decisión.

—Espere, Doc. —El la alcanzó cuando llegaba a la puerta—. Hay algo que quisiera preguntarle. Ella abrió la puerta.

—Señor Wojakowski, yo…

—Ed.

—Ed —dijo ella, sin detenerse—. Lo siento, pero no tengo tiempo para charlar.

—Sólo quería saber si ya ha solucionado lo de los horarios —contestó él, jadeando para mantener su ritmo.

—No —dijo Joanna, doblando la esquina y llegando, por fin, a los ascensores. Pulsó el botón, rezando para que no tardara una eternidad— Se lo haremos saber en cuanto lo hayamos resuelto.

—Bien. Déme un toque. Puedo hacerlo en cualquier momento.

El ascensor, por fin, se abrió y Joanna entró en él. Durante un horrible instante pensó que el señor Wojakowski pretendía seguirla, pero sólo se acercó al borde de la caja.

—Pues eso, resulta que Ace no miraba por dónde iba y pisó una escotilla abierta y cayó dos cubiertas enteras. Se rompió las dos piernas. Se pasó el año y medio siguiente en un hospital de Oahu.

Joanna pulsó el ocho y la puerta empezó a cerrarse lenta, lentamente.

—”¿Adonde te ha llevado toda esa prisa?”, le pregunté. Tendría que haberlo visto, con las dos piernas colgadas y aquellas dos escayolas que le llegaban hasta los…

Todavía estaba hablando cuando la puerta del ascensor se cerró. “Y probablemente seguirá hablando aún”, pensó Joanna cuando salió del ascensor en la octava y empezó a buscar los carteles con los números de las puertas.

“830-850”, decía uno de ellos, que señalaba hacia el pasillo de la izquierda. Lo tomó, buscando el 841. Dos hombres hispanos ataviados con monos blancos estaban al fondo, inclinados sobre un puñado de cubos, mezclando pintura.

Todas las puertas del pasillo estaban abiertas, excepto la 841. Joanna llamó con los nudillos, cada vez más fuerte cuando vio que nadie respondía. Intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave.

—¿Saben ustedes dónde está la doctora Jamison? —le preguntó a los pintores.

Los dos negaron con la cabeza y siguieron pasando pintura de un cubo a otro. Joanna miró la puerta, frustrada. ¿Dónde estaban? ¿Habían ido a otro lugar a hablar? ¿A la cafetería, tal vez?

Se acercó a los pintores, quienes se enderezaron, como sí esperaran que les echara una reprimenda.

—¿Han visto salir a la doctora Jamison? —preguntó Joanna. Ellos volvieron a negar con la cabeza, con una timidez que la hizo pregunte si entendían el inglés.

—Señor… —empezó a decir, y un joven asomó la cabeza en la puerta de al lado.

—¿Busca usted a la doctora Jamison? Tuvo que ir a ver a alguien en Urgencias.

—Gracias —dijo Joanna—. ¿Sabe si el doctor Wright estaba con ella? Él sacudió la cabeza.

—Acabo de volver de almorzar y he visto su nota.

—¿Su nota?

—En la puerta —dijo él, asomándose para señalar la puerta de la doctora Jamison—. Oh —dijo al ver que no estaba allí—. Alguien debe de haberla quitado.

Richard. Había visto la nota, se la guardó en el bolsillo, bajó a Urgencias tras ella. O la habían quitado los pintores. Pensó en preguntárselo y luego descartó la idea.

—¿Puedo utilizar su teléfono un segundo? —le preguntó al joven.

—Claro —respondió él, abriendo más la puerta para dejarla pasar. Marcó el número del laboratorio, esperó que sonara hasta que el contestador automático respondió y colgó.

—Gracias —dijo, y fue hacia los ascensores, tratando de pensar cuál era el camino más rápido hasta Urgencias: bajar hasta la tercera, tomar el pasillo elevado hasta la planta principal y el ascensor hasta la primera, decidió, pulsando el botón para llamar al ascensor. “Tendría que haber pulsado el botón cuando me bajé. Ya estaría aquí.”

Volvió a pulsar el botón, pensando en el señor Briarley pulsando el botón marfil y oro una y otra vez, golpeando Una noche para recordar contra la mesa de la misma manera, una y otra vez… “¡La literatura es un mensaje!”, había gritado, golpeando el libro para recalcarlo.

Y ésa era la charla que había estado intentando recordar, la charla que surgía de su memoria a largo plazo cuando ya no la necesitaba, cuando ya había descubierto lo que era la ECM. “¡Es un mensaje!”, tronó él, y ella pudo ver a Ricky Inman, encogido en su asiento. Podía verlo todo ahora, la nieve (no era niebla, sino nieve) cayendo ante las ventanas y el título La balada del viejo marinero escrito en la pizarra y el señor Briarley con su chaleco gris de cheviot golpeando el libro en rústica rojo y blanco contra su mesa, gritando:

—¿Qué creen que son estos poemas y estas novelas y estas obras de teatro? ¿Trastos aburridos y polvorientos? ¡Pues no! —Golpe— ¡Son mensajes, como los que envió el Titanic! —Golpe—. ¡Samuel Taylor Coleridge, John Milton, William Shakespeare, les están enviando mensajes!

Agitó ante ellos Una noche para recordar.

¡Dicen que los muertos no pueden hablar, pero sí que pueden! Las personas de este libro murieron hace más de sesenta años, en mitad del océano, sin nadie en kilómetros a la redonda, pero todavía les hablan a ustedes. Todavía nos envían mensajes… ¡mensajes de amor y de valor y de muerte! Eso es la historia, y la ciencia, y el arte. Eso es lo que es la literatura. ¡Son las personas que existieron antes que nosotros, enviando mensajes desde el pasado, desde más allá de la tumba, intentando hablarnos de la vida y la muerte! ¡Escúchenlos!

Ella había escuchado. Y recordado. Y doce años más tarde, mientras experimentaba una ECM, el señor Briarley le había hablado desde el pasado, intentando decirle que la ECM era un mensaje.

El ascensor se abrió y ella entró. Pensándoselo mejor, decidió no arriesgarse hasta la tercera planta. El señor Wojakowski podía estar todavía ante la puerta, esperando para terminar su historia de Ace Willey. Sería mejor que bajase a la segunda, cortara camino por Radiología y tomara el ascensor de servicio. Pulsó el dos.

“Estoy haciendo lo que hace el cerebro durante una ECM —pensó, viendo descender los números de las plantas—. Correr, dar rodeos cuando no hay caminos directos, probar una cosa y luego, cuando eso no funciona, otra.” Preguntarle al señor Briarley la respuesta, y cuando no pudo ayudarla, intentar encontrar el libro, rebuscar en transcripciones, preguntarle a Kit, preguntarle a Maisie.

Igual que en el coma de Carl: dirigirse primero a las vías del tren, y luego, cuando cortaron los cables, tratar de llegar a las formaciones rocosas. Imágenes de buscar y no hallar, de líneas rotas y de puertas cerradas y de pasillos bloqueados. Imágenes del cerebro moribundo.

E imágenes de prisa porque no hay tiempo. La muerte cerebral se produce entre cuatro y seis minutos, y la sala de correos ya está inundada, el ascensor no funciona, se hace oscuro.

Imágenes generadas por endorfinas e impulsos eléctricos, enviando frenéticamente un SOS, buscando desesperadamente algo a lo que aferrarse, como Coma Carl agarrándole la muñeca. Y el resto, los túneles y los parientes y los Ángeles de Luz, los jardines y las cubiertas inclinadas y los desiertos de cal no eran más que efectos secundarios, se dijo, enfilando el pasillo que conducía a Cirugía, pasando ante una enfermera a la que no reconoció, los esfuerzos desesperados de la mente consciente para seguir lo que está experimentando, para encontrar sentido a las sensaciones que no puede comprender, rebuscando en sus recuerdos a largo plazo sus propias conexiones, sus propias metáforas.

“¿Cómo pude no reconocer la metáfora?”, pensó. Y se topó con el señor Mandrake.

—Doctora Lander. Justo la persona que quería ver —dijo él severamente—. La he estado buscando. Nunca responde a los mensajes.

—Éste no es un buen momento, señor Mandrake —dijo ella intentando esquivarlo—. Llevo…

Pero él la había agarrado con fuerza por el brazo.

—Sólo serán unos minutos —dijo suavemente, dirigiéndola hacia un lado del pasillo—. Ahora que se ha convertido en uno de los sujetos del doctor Wright, estoy seguro de que se habrá dado cuenta de que esas alucinaciones producidas en laboratorio no se parecen a las auténticas ECM. O, si por alguna casualidad, ha experimentado una auténtica ECM, entonces sabrá que es real, que lo que está viendo es la otra vida que espera…

—No tengo tiempo para discutir sobre esto ahora —dijo Joanna, y empezó a caminar rápidamente. El corrió para bloquearle el paso.

—Esa es exactamente la cuestión. No tiene tiempo para discutir sus hallazgos conmigo. Todo su tiempo se lo lleva el proyecto del doctor Wright, que posiblemente no conducirá a nada útil.

“Eso es lo que tú te crees”, pensó Joanna.

—Porque los aspectos físicos son completamente insignificantes —estaba diciendo el señor Mandrake—. Lo que cuenta es el aspecto sobrenatural. La ECOV es una experiencia espiritual por la que el Ángel de Luz intenta hablarnos del mundo que nos espera tras la muerte. Es un mensaje…

Joanna se echó a reír, una carcajada que se le escapó a su pesar.

—No veo nada gracioso… —dijo el señor Mandrake, envarándose.

—Lo siento —dijo Joanna, tratando de controlarse—. Es que tiene usted razón. Es un mensaje.

Él se la quedó mirando, sin habla.

—Bueno, me alegro de que finalmente se haya dado cuenta… —dijo al cabo de un momento.

—Tendría que haberle escuchado desde el principio, señor Mandrake —dijo ella, risueña—. Estaba allí en su libro. Telegramas, cohetes, luces… ¿Sabía que el blanco es el color internacional de las señales de socorro?

—¿De socorro…? —preguntó él, frunciendo el ceño, inseguro.

—Nunca se me ocurrió que usted, nada menos… Pero tiene razón.

Le apretó los brazos.

—Y se equivoca cuando dice que la investigación de Richard no conduce a ninguna parte. Va a salvar a Maisie. ¡Va a obrar milagros! —dijo, y lo dejó allí, boquiabierto, sin intentar siquiera seguirla.

Pero no corrió ningún riesgo. En vez del ascensor de servicio, utilizó la escalera más cercana para bajar a la segunda planta y salir al helado aparcamiento, para no toparse con nadie más. Volvía a nevar, y cruzó los brazos sobre el pecho mientras atravesaba corriendo el aparcamiento para llegar a la puerta lateral de la primera planta.

Y su suerte se acabó. Barbara estaba rascando hielo del parabrisas trasero de su coche.

—¡Joanna! —llamó—. ¡Maisie quiere verte! —Y se acercó a ella con el rascador en la mano.

—Dile que iré a verla esta tarde —respondió Joanna, y siguió corriendo.

¿Y a quién me encontraré aquí?, se preguntó, abriendo la puerta y empezando a bajar las escaleras. ¿A Kit? ¿A la señora Davenport? ¿A todos los que conozco? Pero no había nadie en las escaleras, ni ninguna cinta amarilla en el rellano. Bajó los últimos escalones y salió al pasillo que conducía a Urgencias al trote. Abrió la puerta lateral y se quedó allí un momento, buscando a Richard. No lo vio, ni a la doctora Jamison, pero allí estaba Vielle con uno de los internos en una de las salas de reconocimiento atendiendo a un joven, no, a un chico. No era tan alto como Vielle, y la chaqueta marrón que llevaba le estaba dos tallas demasiado grande. Una chaqueta de Avalanche. Joanna distinguió el logotipo blanco y azul en la espalda.

No parecía una emergencia. Estaba allí hablando con Vielle y el interno sin ningún signo de herida que Joanna pudiera ver, al menos desde atrás, y fuera cual fuese su problema, aunque alguien le hubiera disparado con una pistola de clavos, podría esperar un momentito porque tenía que averiguar dónde estaba Richard. Cruzó Urgencias, llamando:

—¡Vielle!

Ninguno de los dos respondió. El residente, todavía con el estetoscopio puesto, se giró y la miró irritado por encima de la gráfica que estaba leyendo, pero el interno y Vielle continuaron observando al chico, que seguía hablando con ellos. Por el aspecto de sus rostros, debía de estar hablándoles de las ventajas de la medicina de hierbas sobre las vacunas contra el tétanos, porque la de Vielle no tenía su tradicional expresión preocupada, y la del interno estaba tensa de desaprobación “Bien —pensó, pasando ante un carrito—. No les importará si los interrumpo.”

—Vielle, ¿has visto al doctor Wright? —dijo, casi junto a ellos, pero siguieron sin volverse.

—Tengo que salir de aquí —dijo el chico con tranquila intensidad—. Van a cerrar la tapa.

—No —dijo Vielle suavemente—. Creo que deberías… Joanna se acercó por detrás al chico.

—Lo dices porque eres la embalsamadora —dijo enfadado—. Sé lo que estás intentando hacer.

—Vielle, lamento interrumpir, pero estoy buscando a…

El chico se volvió hacia ella, alzó el brazo y golpeó, y ella supo, al ver su rostro desesperado y lleno de pánico, que se había movido súbitamente. Pero no le pareció un movimiento precipitado.

Sucedió lenta, lentamente. El interno retrocedió un paso, abriendo la boca alarmado, la manga marrón del chico giró y se alzó, la seda capturó la luz de los fluorescentes del techo, el brazo de Vielle, todavía con su vendaje blanco, se estiró hacia delante para agarrarle la manga. Todos se movieron despacio, morosamente, como si estuvieran cubiertos de melaza.

“La Gran Inundación de la Melaza”, pensó Joanna. Pero la dilatación temporal la causaba la subida de adrenalina que acompañaba al trauma. Y aquélla no era una situación traumática.

Pero tenía que ser dilatación temporal, porque tuvo tiempo de sobra para verlo todo: la cara del interno, casi tan frenética como la del adolescente, volviéndose para llamar al guardia de seguridad, que ya se ponía en pie. La mano de Vielle, que no llegó a alcanzar la manga marrón, intentando agarrarle la mano. Y oírlo todo: la voz de Vielle, también cubierta de jarabe, gritando.

—¡Joanna! ¡No…!

La gráfica que el residente tenía en la mano cayendo al suelo. Y la alarma sonando.

Tuvo tiempo de preguntarse si la dilatación temporal podría ser algún tipo de efecto secundario de la ditetamina. “Tiempo para pensar, tengo que decírselo a Richard.” Pero si no era una situación de emergencia, ¿por qué el guardia, que todavía se estaba poniendo en pie, echaba mano a su arma?

Tiempo para pensar: “El chico debe de tener un cuchillo. Los estaba amenazando con un cuchillo cuando entré. Por eso no se volvieron cuando los llamé, por eso no me vieron hasta que fue demasiado tarje “ Eso era lo que Vielle había intentado agarrar.

Tiempo para pensar: “Le dije que Urgencias era un peligro.”

Tiempo, finalmente, para asimilar el hecho: tenía un cuchillo, aunque ella siguió sin sentir ningún temor. Eran las endorfinas, se dijo, preparando la mente contra el dolor, contra el pánico, para que pudiera pensar con claridad.

“Tiene un cuchillo”, pensó tranquilamente, y se miró la blusa, la mano que golpeaba. Pero aunque el tiempo se movía aún más despacio que el guardia de seguridad, fue demasiado tarde. Novio el cuchillo.

Porque ya había entrado.

40

¡Es terrible! Es la peor de las catástrofes del mundo… el armazón se estrella contra el suelo, completo… ¡oh, la humanidad!

HERB MORRISON, locutor de radio, informando sobre el accidente del Hindenburg.


Había sangre por todas partes, lo cual no tenía sentido, porque donde el cuchillo había entrado apenas había ninguna, sólo una manchita rojo oscuro.

—¡Tenemos una emergencia aquí! —gritó el interno, intentando que Joanna no cayera, pero ya había caído. Estaba tendida en el suelo de losetas, y Vielle arrodillada junto a ella, y había sangre por toda su rebeca, por toda la mano con que Vielle la sujetaba.

“Vielle ha intentado agarrar el cuchillo —pensó Joanna—. Debe de haberle cortado la mano.”

—¿Estás herida? —le preguntó.

—No —respondió Vielle, pero Joanna pensó que debía de estarlo porque había un sollozo ahogado en su garganta.

—Tenemos una herida de arma blanca —le dijo el interno al residente. “Bien, ellos se ocuparán”, pensó Joanna, pero el residente ni siquiera miró a Vielle. Miró el pequeño reguero de sangre que manaba del pecho de Joanna y luego se volvió y empezó a ponerse un par de guantes de látex—. Subidla a la mesa —dijo, tirando del guante—, y hacedme un análisis. ¿Cuál es su PS?

—Noventa sobre sesenta —dijo alguien, no pudo ver quién. Había todo tipo de gente a su alrededor, enganchando cosas y extrayendo sangre. “Qué curioso”, pensó Joanna. “¿Para qué necesitan más sangre? Ya hay más que suficiente.”

—Que el cirujano cardíaco baje ahora mismo —ordenó el residente— y traedme dos unidades más de sangre. Vielle, ve a que te apliquen un punto de sutura en esa mano tuya.

Y Joanna tuvo miedo de que Vielle se marchara y le soltara la mano pero ella continuó arrodillada a su lado.

No intentes moverte, cariño —dijo, y parecía preocupada—. Quédate quieta.

Joanna siempre se había preguntado si la expresión preocupada de Vielle asustaba a sus pacientes, pero no era así. Era reconfortante.

“Me pregunto por qué”, pensó, e intentó ver si era algo en su cara lo que resultaba reconfortante, pero no logró verlo. Sólo pudo ver la coronilla de Vielle y la del residente, ambos con sus gorritas verdes, y la coronilla del guardia de seguridad, de pie sobre el chico de la chaqueta de Avalanche. El chico estaba tumbado boca abajo en el suelo de baldosas, y ella distinguió el logotipo blanco y azul en el dorso de la chaqueta marrón, y una mancha bajo la cara del chico, donde el guardia le había disparado.

La coronilla del guardia era calva y brillante, y reflejaba la luz del fluorescente mientras Joanna la miraba.

—¡Aguanta, Joanna! —dijo Vielle, sosteniéndole la mano, cosa que era curiosa, porque Joanna estaba allí arriba, y Vielle estaba allí abajo.

Pero ella estaba allí abajo también. Todos lo estaban, el interno y el residente y no podía decir quién más porque lo único que veía eran sus coronillas mientras la atendían, tomándole la tensión sanguínea y conectándole vías.

—Setenta y cinco sobre cincuenta —dijo uno de ellos.

—Se está desangrando. Debe de haber alcanzado la aorta —dijo alguien más, no distinguió quién, estaba demasiado por debajo.

“Estoy cerca del techo —pensó Joanna. Podría asomarse y ver el alféizar. Se preguntó si habría una zapatilla roja, y entonces pensó—: Estoy teniendo una experiencia extracorporal. Por fin. Tengo que decírselo a Richard.

“Richard —pensó con una especie de pánico—. Tengo que decirle a Richard lo de la ECM y el SOS.”

—Despejad —dijo el residente, y luego—: ¿Dónde demonios está el cirujano? ¿Lo habéis llamado?

“A Carson no, a Richard”, pensó Joanna, mirando al residente, y ahora pudo verle la cara, no tan preocupada, tranquila e impasible, y eso también era reconfortante.

—Llama a Richard. Es importante —dijo, pero no salió nada, sus labios no se habían movido, y una enfermera intentaba ponerle algo en la boca, tratando de introducírselo en la garganta.

—No —dijo, volviendo la cabeza para esquivarla, buscando a Vielle.

—Estoy aquí, cariño —dijo Vielle, sujetando la mano de Joanna y alguien debía de haberle vendado la mano, porque era blanca, y tan brillante que apenas podía mirarla.

—Llama a Richard —dijo, pero no supo si Vielle la había oído. Había un pitido curioso. Una de las enfermeras debía de haber conectado la alarma de código—. Llama a Richard y dile que he descubierto lo que es la ECM. Es un SOS —dijo, más fuerte, pero el pitido ahogaba su voz.

—¿Qué demonios es eso? —dijo el residente, haciéndole algo en el pecho.

—Su busca —dijo Vielle.

—Bien, pues desconecta el maldito aparato.

“Es Richard —pensó Joanna—. Le dije que me llamara. Dile que la ECM es una señal de auxilio. Dile que tiene que descifrar el código.” Para Maisie, trató de decir, pero ahora había otro sonido ahogándola. Un timbrazo. Un zumbido.

—Está en el laboratorio.

—Sesenta sobre cuarenta —dijo la enfermera.

—Se está desangrando —dijo el residente.

—Aguanta, Joanna —dijo Vielle, sujetándole la mano—. Quédate conmigo.

Pero ella ya no estaba allí. Estaba en el Titanic.

Pero no en el pasillo. Ni en la Gran Escalera. Y un puñado de pasajeros la rodeaba, abarrotando las escaleras. Ataviados con chaquetas de etiqueta y trajes de noche y chalecos salvavidas, subían las escaleras de mármol, arrastrándola consigo. “A la Cubierta de Botes —pensó Joanna—. Todos intentan llegar a la Cubierta de Botes.”

—Tengo que volver a la Cubierta C —dijo Joanna, tratando de darse la vuelta, pero había gente apretujada junto a ella, alrededor de ella, detrás de ella, aplastándola—. Tengo que decirle a Richard que he descubierto el secreto —les dijo—. Tengo que volver al pasillo.

Nadie la oyó, continuaron empujándola escaleras arriba. Miró los pasamanos de hierro forjado, pensando: “Si pudiera alcanzar la barandilla y agarrarme, podría bajar, abriéndome paso entre la multitud.”

Con gran esfuerzo, se puso de lado, esforzándose por mover el brazo, el torso, y empezó a cruzar el flujo de pasajeros hacia la barandilla como alguien que chapotea en aguas profundas. La alcanzó, y tendió la mano hacia ella como si fuera un salvavidas. Pero eso fue peor. La gente usaba la barandilla para ganar impulso mientras subía, y se negaron a dejar pasar a Joanna. La empujaron hacia arriba como si no estuviera allí, llevando maletas y petates, casi derribándola.

—Déjeme… —le dio a una mujer que llevaba un pequinés y un paraguas plegado, y dio un paso, tratando de apartarse del camino de la mujer. Alzó el brazo, intentando alcanzar…

El paraguas la golpeó bruscamente en las costillas, y jadeó y se sujetó el costado. Soltó la barandilla y la multitud la empujó más allá del querubín, más allá de los ángeles del Honor y la Gloria coronando al Tiempo, a través de la puerta esmerilada y hacia la Cubierta de Botes.

Joanna se quedó allí un instante, sujetándose el costado, mientras pasaban ante ella, y luego se acercó a la puerta.

—Disculpe —dijo, pasando ante el hombre uniformado que había ante ella, y vio que era el empleado de la sala de correo. Llevaba una saca de lona al hombro que goteaba sobre la alfombra del vestíbulo. Dio un paso atrás, mirando la alfombra, las gotas oscuras.

—Será mejor que suba a un bote, señorita —dijo el empleado amablemente.

—No puedo. Tengo que volver por donde vine —dijo, tratando de pasar ante él sin pisar la mancha, sin tocar el saco chorreante—. Tengo que decirle a Richard lo que he descubierto.

Él asintió solemnemente.

—El correo debe ser entregado. Pero no puede usted bajar por ahí. Está bloqueado.

—¿Bloqueado?

—Sí, señorita. Tendrá que usar la escalera de popa. —Señaló la Cubierta de Botes—. ¿Sabe dónde está?

—Sí —respondió Joanna, y corrió hacia la popa, dejando atrás la orquesta que sacaba los instrumentos y preparaba los atriles. El violinista colocó la funda negra encima del piano y abrió los cierres.

Alexander’s Ragtime Band —djjo el director, y el contrabajista empezó a buscar la partitura.

Dejó atrás el bote salvavidas número 9, donde un joven se despedía de una muchacha vestida de blanco y con un velo.

—No importa, pequeña —dijo—. Ve tú, yo me quedo un rato.

Dejó atrás el número 11, al que el hombre del bigote que había visto en la sala de lectura y el vestíbulo, repartiendo mano tras mano de cartas, subía a dos niños. Dejó atrás el número 13, donde un oficial llamaba:

—¿Alguien más para este bote? ¿Alguna mujer o niño más? Joanna sacudió la cabeza y pasó de largo. Y se topó con un hombre con una camisa de franela y tirantes.

—No hay que dejarse llevar por el pánico, amigos —dijo, dirigiendo a la gente hacia la proa—. Caminen despacio. No corran. Hay tiempo de sobra.

Joanna se apartó de él. Y chocó con el oficial. Él la agarró del brazo.

—Tiene que subir a un bote, señorita —dijo, dirigiéndola hacia el número 13—. No hay mucho tiempo.

—No —dijo ella, pero él le agarraba el brazo con fuerza, empujándola hacia el pescante del bote.

—Esperen a esta joven —ordenó al tripulante.

—No —dijo Joanna—, no comprende. Tengo que…

—No hay nada que temer —dijo él, y su tenaza sobre su brazo parecía de hierro, le cortaba la circulación—. Es completamente seguro.

—¡No!

Se zafó de él y corrió por la cubierta, dejando atrás al oficial, como si todavía la persiguiera, dejó atrás la orquesta y entró en el vestíbulo de la Gran Escalera, pensando: “El ascensor. El ascensor será más rápido.”

Pulsó el botón dorado y marfil.

—Vamos, vamos —dijo, y lo pulsó otra vez, pero la flecha sobre la puerta no se movió. Lo abandonó y corrió hasta la escalera, bajó hasta la Cubierta B, la Cubierta C, pensando: “¿Y si está bloqueada también?”

No lo estaba. Estaba despejada.

—Otra vez. Despejen —dijo el residente, y Joanna se vio en la sala de emergencias y Vielle le sostenía la mano.

—Tengo pulso.

—Vielle —dijo Joanna, pero Vielle no la miraba, estaba mirando a la auxiliar que había salido al pasillo aquel día que se pelearon.

—Si no responde al busca —le estaba diciendo—, ve y tráelo. Esta en la 602.

—Vielle, dile a Richard que la ECM es una llamada de socorro que el cerebro envía —trató de decir Joanna, pero había algo en su boca, ahogándola.

—Ya viene, Joanna —dijo Vielle, sujetándole con fuerza la mano— Aguanta.

—Si Richard no llega a tiempo, dile que la ECM es una señal de socorro —trató de decir Joanna, a pesar de aquello que tenía en la garganta. “Me han intubado”, pensó, llena de pánico, y trató de sacárselo, pero no era una vía de aire, era sangre. Tosía y escupía, litros y litros de sangre. “¿Quién habría pensado que el viejo tenía tanta sangre dentro?” Surgía de ella y cubría a Vielle y al residente y a la enfermera, asfixiándola, ahogándola.

—Ayuda —gimió—. Tengo que decírselo a Richard. Es un SOS.

Pero no era Vielle, era el hombre del bigote y había vuelto a la Cubierta de Botes. La orquesta tocaba Adiós, Irene y el oficial cargaba el número 4.

—Quiero que haga algo por mí cuando llegue a Nueva York —le estaba diciendo a Joanna el hombre del bigote, y le puso algo en la mano.

Lo miró. Era una nota, escrita con redonda letra infantil: “Si se salva, informe a mi hermana, la señorita F. J. Adams de Findlay, Ohio. Perdido. J. H. Rogers.”

—Por favor, encárguese de que mi hermana lo reciba —dijo el hombre, cerrándole los dedos sobre la nota—. Dígale que es mío.

—Pero yo no voy a… —dijo Joanna, pero él se había fundido ya con la multitud, y el oficial se dirigía a ella, llamándola.

—¡Señorita, señorita!

Joanna se guardó la nota en el bolsillo de la bata y corrió por la cubierta hacia la escalera de proa, esquivando parejas, dejando atrás un par de animadoras con faldas plisadas púrpura y dorada, entre familias que se decían adiós.

—Pero va a ponerse bien, ¿verdad? —le dijo a un oficial una mujer vestida de blanco y con un gorrito de lana. El oficial la miró, compasivo.

—Estamos haciendo todo lo posible.

Joanna dejó atrás a la mujer, pero el camino a la escalera de popa estaba repleto de gente con pañuelos y gorritas que luchaba por llegar a los botes, y de marineros intentando soltar los botes, tratando de arriarlos.

—¡No puede pasar por aquí! —le gritó el marinero que había manejado la lámpara Morse. Señaló con el dedo hacia la proa—. Inténtelo por la escalera de segunda clase.

Y ella se volvió y corrió dejando atrás los pescantes vacíos de los botes que ya habían sido arriados, hacia la escalera de segunda clase.

La puerta estaba todavía abierta, la zapatilla roja a un lado del umbral. Joanna empezó a bajar las escaleras, dejó atrás el restaurante Á La Carte, descendió el siguiente tramo, rodeó el rellano. Y se detuvo.

Dos escalones más allá del rellano, atada a las barandillas a cada lado había una tira de cinta amarilla. “Escenario del crimen —decía—.

No cruzar.” Y debajo, sumergiendo los escalones, azul clara, brillante como pintura, el agua.

—Está bajo el agua —dijo Joanna, y se sentó, sujetándose a la barandilla para apoyarse— El pasillo está bajo el agua.

“Tal vez sólo la escalera —pensó—, tal vez no ha alcanzado el pasillo.” Pero naturalmente que lo había hecho. La escalera de segunda clase estaba en la parte delantera del barco, y el barco se hundía por el morro. Y por debajo de la cinta el agua entraba por todas partes, inundando la sala de correo y Scotland Road y la piscina, la pista de squash y los camarotes y la cubierta acristalada. Y la salida, el camino de vuelta.

“Tiene que haber otra salida —pensó Joanna—, mirando ciegamente el agua azul claro. Los apaches cortaron los cables, pero Carl pudo entregar el correo. Tiene que haber otra salida. ¡Los botes salvavidas!” Se puso en pie, subió las escaleras y regresó corriendo a la Cubierta de Botes.

Los botes se habían ido, y la cubierta estaba vacía a excepción de la orquesta, que había terminado Adiós, Irene. Los músicos buscaban la partitura de la siguiente pieza, recolocando los papeles de sus atriles.

Joanna corrió a la barandilla y se asomó, tratando de ver el bote que el marinero había estado cargando. Estaba a kilómetros bajo ella, casi en el agua. No podía distinguir en la oscuridad más que el pálido brillo del uniforme blanco del marinero. Estaba demasiado lejos para saltar, pero tal vez no lo bastante para que pudieran oírla.

—¡Hola! —llamó, haciéndose bocina con las manos—. ¡Eh, del bote! ¿Pueden oírme?

No hubo ningún movimiento del uniforme blanco, ningún sonido.

—Necesito que transmitan un mensaje por mí —gritó, pero la orquesta había iniciado un vals, y su voz se apagó con el sonido del violín, del piano.

“No me oyen”, pensó. Tenía que lanzarles un mensaje. Rebuscó en sus bolsillos papel y lápiz. Encontró la nota del hombre del bigote, pero ningún boli, ni siquiera un trocito de lápiz.

—¡Un momento! ¡Esperen!

Y corrió por la cubierta hasta la escalera de proa y bajó hasta la sala de lectura de la Cubierta de Paseo, rezando: “Que no esté inundada, que no este inundada.”

No lo estaba. La sala de lectura y escritura estaba vacía, las lámparas amarillas aún encendidas. Joanna tomó un papel, mojó una pluma en el tintero y escribió: “Richard, la ECM es una señal de socorro que el cerebro envía cuando está muriendo…”

—¿Qué pasa? —dijo una voz. Joanna se volvió. Era Greg Menotti. Llevaba pantalones cortos y una camiseta Nike—. Alguien me ha dicho que el barco se está hundiendo —dijo, riéndose.

—Es verdad —contestó Joanna, y escribió: “Y tienes que averiguar qué neurotransmisor está intentando activar.” Garabateó su nombre al pie, arrancó la hoja de papel y corrió a la cubierta.

.—¿Qué quiere decir? —dijo Greg, trotando junto a ella—. Es insumergible.

Ella se inclinó sobre la barandilla, hacia la oscuridad.

—¡Eh, del bote! —gritó, agitando la hoja de papel. No hubo respuesta. Ningún destello blanco. Sólo la negrura insondable.

Se apartó de la barandilla y corrió hasta el vestíbulo de primera clase.

—Pero no puede estar hundiéndose —dijo Greg, corriendo tras ella. Abrió la puerta de cristal esmerilado del vestíbulo.

—Si se está hundiendo —dijo Greg—, será mejor que subamos a uno de los botes.

Corrió hasta la barra de caoba.

—Todos los botes se han marchado.

—No pueden haberse marchado todos —dijo él, jadeando, sujetándose el brazo—. Tiene que haber una salida de este barco.

—No la hay —dijo ella, tomando una botella de vino del bar. El la agarró por la muñeca.

—¡Hago ejercicio en un gimnasio tres veces por semana!

—No importa. El Titanic tenía dieciséis compartimientos estancos, las medidas de seguridad máximas, y no importó. Un iceberg destrozó su costado y… —dijo, y recordó su blusa y el pequeño flujo de sangre.

“No parece un corte muy grande”, había dicho Maisie, escrutando el diagrama del Titanic. Y no lo era, pero bajo las cubiertas, dentro, el agua entraba en los compartimientos estancos, llegando a la sala de máquinas y la cavidad pectoral y los pulmones. “¿Es muy grave?”, había preguntado el capitán Smith, y el arquitecto sacudió la cabeza: “Ha cortado la aorta.”

—¿Qué ocurre? —preguntó Greg, soltándole la muñeca—. ¿Qué pasa?

—Nada —respondió ella, pensando: “Tienes que llevarle el mensaje a Richard”—. Necesito algo para abrir la botella.

—No hay tiempo. Tenemos que subir a la Cubierta de Botes —dijo él, y su rostro era furioso, frenético, como el rostro del chico con la chaqueta de Avalanche, girando hacia ella…

—Primero tengo que hacer esto —dijo Joanna, y empezó a abrir cajones, buscando entre la cubertería.

—He encontrado esto —dijo Greg, y le tendió un cuchillo. Un cuchillo. Tenía un cuchillo. Pero cuando miró, no pudo verlo. Porque ya había entrado. “Tenemos una herida de arma blanca aquí”, había dicho el residente. Pero era demasiado tarde. Bajo las cubiertas avanzaba un rugido, en los camarotes y escaleras, apagando los incendios de las calderas, inundando los pasillos. Inundándolo todo.

—Démelo —dijo Greg, y le quitó la botella de la mano. Sacó el corcho con la punta del cuchillo, torpemente. El vino cayó sobre la alfombra, rojo oscuro, empapando la alfombra y su rebeca y la ropa de Vielle.

“Tenemos una herida de arma blanca aquí”, le había dicho el residente a Vielle, pero no era la sangre de Vielle, era la suya. Se hundió contra la barra, sujetándose el costado.

Greg estaba inclinado sobre ella, tendiéndole la botella abierta.

—¿Podemos subir ahora a la Cubierta de Botes? “Todos los botes se han ido —pensó ella, mirando aturdida la botella—. No hay salida.”

—Me voy —dijo Greg, y le puso la botella en la mano—. Tiene que haber botes al otro lado. No pueden haberse ido todos.

“Pero se han ido —pensó Joanna, viéndolo marchar—. Porque yo soy el barco que se hunde. Me estoy muriendo —pensó asombrada—, me mató antes de que pudiera decírselo a Richard.” Y recordó para qué quería la botella.

Había querido enviar un mensaje, pero era imposible. Los muertos no podían enviar mensajes desde el Otro Lado, a pesar de lo que dijera el señor Mandrake, a pesar de los telegramas psíquicos de la señora Davenport. Estaba demasiado lejos. Pero Joanna se levantó y vertió el vino en la alfombra, mirando fijamente la mancha oscura. Dobló el papel con el membrete de White Star y lo metió en la botella, encajó el corcho y luego lo sacó y metió también la nota para la hermana del señor Roger.

Subió a la Cubierta de Botes, agarrándose a la barandilla con la mano libre porque las escaleras habían empezado a inclinarse, y se acerco a la amura y lanzó la botella, muy lejos, para que no se estrellara en una de las cubiertas inferiores, y se esforzó por oír el golpe contra el agua. Pero no oyó nada, y aunque se puso de puntillas y se asomó a la baranda, contemplando el negro vacío, no vio el agua debajo, ni la luz del Californian, sólo oscuridad.

—SOS —murmuró Joanna—. SOS.

41

¡Oh, Cristo, ven rápido!

Ultimas palabras de una monja franciscana ahogada en el naufragio del Deutschland.


Richard recuperó el análisis de neurotransmisores de la primera sesión de Joanna y estudió la lista. No había ninguna teta-asparcina, y tampoco la había habido en la ECM del señor Sage.

Recuperó su segunda sesión. Ninguna tampoco. La teta-asparcina no era un inhibidor de endorfinas, pero podía afectar al A+R o a la estimulación del lóbulo temporal. La doctora Jamison había dicho que tenía un estudio con nuevos descubrimientos en la investigación de la teta-asparcina. Se preguntó si habría vuelto de su recado, fuera cual fuese.

Miró la hora. Casi las dos. A menos que la doctora Jamison llamara en los próximos quince minutos, no podría reunirse con ella hasta después de la sesión de la señora Troudtheim, y él quería saber si había alguna posibilidad de que fuera la teta-asparcina y no la dosis de ditetamina lo que interrumpía la ECM de la señora Troudtheim.

Recuperó la tercera sesión y contempló la pantalla, frustrado. Allí estaba, grande como la vida, la teta-asparcina, y Joanna había estado en la ECM durante (comprobó el tiempo exacto) tres minutos y once segundos.

“Lo cual me devuelve a la casilla de salida”, pensó, y no tenía sentido repasar las otras sesiones de Joanna. Recuperó de nuevo sus sesiones y las de la señora Troudtheim, buscando alguna diferencia que Pudiera haber pasado por alto, pero todos los demás neurotransmisores estaban presentes en otros escaneos, incluido el cortisol.

¿Podría ser el cortisol solamente lo que abortaba el estado ECM? Estaba presente en otras sesiones, pero sólo la de Amelia Tanaka había mostrado niveles altos similares, y si el umbral de estado ECM de la señora Troudtheim fuera más bajo, podría ser necesario menos cortisol para interferir con las endorfinas. Se lo preguntaría a la doctora Jamison.

¿Y dónde estaba la doctora? ¿Y dónde estaba Joanna? Tish vendría de un momento a otro para preparar la sesión, y él esperaba que Joanna apareciera antes para poder preguntarle sobre su testimonio más reciente. Ella había dicho que había experimentado la sensación de que el señor Briarley había muerto, que era obviamente otra manifestación del sentido de significado, pero sólo había habido activación del lóbulo temporal a nivel medio en la zona de las fisuras silvianas.

Miró de nuevo la hora. Tal vez debería llamar a la doctora Jamison. Había dicho que lo llamaría al busca cuando volviera a su despacho.

“Apagaste el busca para que Mandrake no pudiera llamarte”, pensó, así que no era extraño que no hubiera tenido noticias de la doctora Jamison. Se sacó el busca del bolsillo y lo encendió. Empezó a sonar inmediatamente. Se dirigió al teléfono para llamar a centralita.

—¡Doctor Wright! —dijo una voz desde la puerta, y una joven hispana con uniforme rosa entró corriendo en la habitación—. ¿Es usted el doctor Wright? —preguntó, sin aliento, sujetándose el costado. Había sangre en su ropa.

—Sí —contestó él, colgando el teléfono y corriendo hacia ella—. ¿Qué ocurre? ¿Está usted herida?

Ella negó con la cabeza.

—Vengo… —dijo, jadeando—. Soy Nina. La enfermera Howard… hay una emergencia. Tiene usted que bajar a Urgencias. “Han herido a Vielle”, pensó.

—¿La envía la doctora Lander?

Ella negó con la cabeza, todavía tratando de recuperar el aliento.

—La doctora Lander, ella… Me envía la enfermera Howard. ¡Tiene que venir ahora mismo!

“Maisie —pensó él—. Ha vuelto a tener una parada.”

—¿Es por Maisie Nellis?

—¡No! —dijo ella, frustrada—. ¡Es la doctora Lander! La enfermera Howard me dijo que le dijera que es una emergencia. El la agarró por los hombros.

—¿Qué le pasa a la doctora Lander? ¿Está herida? Nina dejó escapar un sollozo.

—¿Ha dicho Urgencias? —preguntó Richard, y salió de la habitación y corrió al ascensor, donde pulsó una y otra vez el botón de llamada.

—Un tipo entró en Urgencias —dijo Nina, siguiéndolo—, y debía de estar colocado con picara porque de repente sacó un cuchillo…

Richard pulsó de nuevo el botón, una y otra vez. Miró las luces que indicaban la planta. Estaba en la primera. Empezó a bajar las escaleras con Nina pisándole los talones, agarrándose el costado.

—… y no sé qué pasó entonces —dijo—. Todo fue muy rápido.

—¿Está malherida la doctora Lander? —preguntó Richard, bajando las escaleras.

—No lo sé. Había mucha sangre. El guardia de seguridad le disparó al tipo.

Bajó las escaleras, cruzó el pasillo, Medicina interna.

—La enfermera Howard me dijo que lo llamara al busca, pero usted no respondía, así que me dijo que fuera a buscarlo. Vine lo más rápido que pude, pero me equivoqué de ala…

Una escalera de metal bloqueaba el pasillo, y cinta amarilla impedía el paso.

—No podemos pasar por ahí —dijo Nina. Richard atravesó la cinta, pasó bajo la escalera y se encaminó pasillo abajo, esquivando los botes de pintura y sorteando las lonas de plástico.

—No se puede pasar por debajo de una escalera —dijo Nina tras él—. Trae mala suerte.

Llegó a las escaleras de servicio, bajó a la primera planta, cruzó el pasillo. ¿Y si habían llevado a Joanna a la UCI?

Atravesó la puerta lateral, entró en Urgencias. Había policía por todas partes, y el sonido de sirenas en la distancia, acercándose. Dos agentes negros junto a la puerta, otro oficial hablando con un hombre con bata rosa, otros dos más arrodillados en el suelo junto a la mesa, al lado de un cuerpo.

“Joanna no —rezó Richard—. Joanna no. Está en una de las salas de trauma.” Y empezó a cruzar Urgencias. Un guardia de seguridad alzo su arma, y un oficial de policía se plantó delante de Richard.

—No puede pasar nadie.

—Es el doctor Wright. La enfermera Howard lo ha mandado llamar —dijo Nina. El policía asintió y retrocedió un paso, y Nina lo guió rápidamente hasta la sala de trauma. Abrió la puerta.

El no sabía lo que podía encontrarse allí. A Joanna, sentada en una camilla, recibiendo puntos en el brazo, volviendo la cabeza para sonreírle tímidamente. O ruido, actividad, enfermeras colgando bolsas de sangre, insertando tubos, médicos ladrando órdenes. Y a Vielle, apartándose de la camilla para explicarle el estado de Joanna, diciendo: “se pondrá bien.”

No aquello. No a una docena de personas con ropa quirúrgica manchada, con guantes empapados de sangre apartándose de la camilla, aturdidos y silenciosos, sin decir nada, ningún sonido excepto el pitido monocorde del monitor cardíaco.

No al residente entregándole las palas a una enfermera y sacudiendo la cabeza, y a Vielle, agarrando la mano flácida y blanca de Joanna diciendo, en un sollozo:

—¡No, no puede ser! ¡Inténtelo otra vez! La tranquila y profesional Vielle sollozando.

—¡Hagan algo! ¡Hagan algo!

El residente se quitó la mascarilla.

—No sirve de nada. No hemos podido salvarla.

“No hemos podido salvarla”, pensó Richard, y finalmente, finalmente miró a Joanna. Yacía con el cabello en abanico alrededor de la cabeza, como el de Amelia Tanaka, pero su melena castaña estaba manchada de sangre, y había sangre en su boca, en su cuello, en su pecho, sangre por todas partes. Destacaba rojo oscuro contra su piel blanca.

Le habían insertado una vía de aire en la garganta, y había sangre allí también. Tenía los ojos abiertos, mirando a la nada.

—He traído al doctor Wright —dijo Nina absurdamente en mitad del silencio, y el residente se volvió a mirarlo, el rostro solemne.

—Lo siento, doctor Wright. Me temo que la hemos perdido.

—Perdido —repitió Richard estúpidamente. El residente tenía razón. Ella ya no estaba. El cuerpo que allí yacía, con su blanca, blanca piel y sus ojos ciegos estaba vacío, abandonado. Joanna se había marchado.

Marchado. A través de un túnel y un pasillo, donde una luz dorada brillaba desde debajo de una puerta. Y pasajeros congregados en cubierta con sus camisones, preguntándose qué había ocurrido. Y la sala de correo estaba ya sumergida unas pulgadas, la sala de calderas ya estaba llena, y el agua entraba en la Cubierta D, las cubiertas empezaban a inclinarse. “Si el barco se hunde —había dicho Joanna, sin ver bajo el antifaz, tanteando en busca de su mano—, prométeme que vendrás a salvarme.”

“Es real —había dicho ella—. No lo entiendes. Es un lugar real.” Un lugar real, con escaleras y salas de escritura y gimnasios. Y terror. Y una salida, si no estaba bloqueada, si podía llegar a ella a tiempo.

—Inicien la RCP —dijo Richard, y Vielle soltó la mano de Joanna avanzó como para consolarlo—. ¡Vielle, no dejes que desconecten nada! —Se volvió, hacia los demás—. Inicien la RCP. Sigan con las palas.

Y echó a correr.

—¡Richard! —llamó Vielle, pero él ya había atravesado la puerta, cruzado el pasillo, subido las escaleras. Cuatro minutos. Tenía cuatro minutos, seis como máximo, y por qué demonios el Mercy General no podía tener escaleras que subieran más de dos pisos, por qué demonios tenía que tener pasillos elevados en cada planta.

Corrió por el pasillo de la tercera planta, pensando: “¿Cuál es la forma más rápida de llegar al laboratorio? Joanna lo sabría. ¡Joanna!” Abrió las puertas como el corredor que rompe la cinta al final de la carrera y atravesó Medicina interna. El ascensor no. No había tiempo de esperarlo. Tenía cuatro minutos. Cuatro minutos.

Subió por las escaleras de servicio, rodeó el rellano. La cuarta planta. La ditetamina tardaría al menos dos minutos en hacer efecto, incluso usando una intravenosa. “No hay tiempo”, pensó. Pero una vez que estuviera bajo sus efectos, el tiempo no era un factor importante. Joanna había explorado todo el barco en dieciocho segundos. Joanna… La quinta planta. Treinta segundos para que Tish encontrara una vena, otros treinta para que introdujera la intravenosa e inyectara la ditetamina. ¿Y si Tish no estaba? No había tiempo para encontrarla, no había tiempo para…

Atravesó la puerta de la sexta planta, corrió pasillo abajo. Tish tenía que estar allí. La sesión de la señora Troudtheim estaba prevista para las dos. Tenía que estar allí.

—¡Tish! —gritó, y abrió la puerta del laboratorio—. ¡Tish! Tish levantó la cabeza.

—Tiene que llamar usted a Urgencias. Llaman cada dos minutos —dijo ella—. Y hay un mensaje de la doctora Lander. Ha vuelto a desconectar su busca, ¿no…?

Se detuvo al ver su rostro.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

—Busca una vía —dijo, acercándose al armario de las medicinas—. Salino y ditetamina.

—Pero Joanna no está aquí —dijo Tish—. He mirado en su despacho, y no está allí.

—Ha entrado en parada —dijo él, agarrando un frasco de ditetamina y una jeringuilla.

—¿Joanna ha entrado en parada? —dijo Tish, aturdida, acercándose al armarito—. ¿Qué quiere decir? ¿Ha tenido un accidente de coche?

—La han apuñalado —respondió él, llenando la jeringuilla.

—¿Apuñalada? ¿Está bien?

—Ya te lo he dicho, ha entrado en parada —dijo él. Se acercó rápidamente a la mesa de reconocimiento—. ¡Vamos a tener que usar una intravenosa!

Tish se lo quedó mirando.

—¿Intravenosa? Pero… ¿cómo la va a someter a la prueba si…? —Se detuvo, horrorizada—. ¿No ha muerto, verdad, y va a registrar su ECM?

—No ha muerto, y no va a morir —respondió él. Se quitó la bata y la arrojó sobre una silla—. Porque voy a seguirla.

—No comprendo —dijo Tish, asombrada—. ¿Qué quiere decir con que va a seguirla?

—Quiero decir que voy tras ella. Voy a traerla de vuelta. —Se subió la manga.

—Pero usted dijo que las ECM no eran reales —respondió Tish, parecía asustada—. Dijo que eran alucinaciones. Dijo que eran causadas por el lóbulo temporal.

—Dije un montón de cosas. —Richard colocó el brazo sobre la mesa, con la palma hacia arriba—. Busca una vía.

—Pero…

—¡Busca una vía! —dijo él ferozmente, y Tish tomó el tubo y lo enroscó en su brazo. El cerró el puño, y ella empezó a buscar la vena.

—¡Rápido! Sólo tenemos cuatro minutos.

Tish insertó la aguja, la unió al tubo de la intravenosa, ajustó la dosis.

—Empieza con la ditetamina. Inserta una dosis.

—Doctor Wright, no creo que sea buena idea mientras está tan alterado —dijo Tish—. ¿Por qué no llamo al doctor Everett o alguien y…

—Porque no hay tiempo. No importa. Lo haré yo mismo. Asió la jeringuilla con la mano libre y la inyectó en el tubo.

—Inicia el ruido blanco —dijo, y echó mano a los auriculares.

—Doctor Wright… —dijo Tish, insegura, y luego se acercó al amplificador.

Richard tomó los auriculares y buscó el antifaz. No lo encontró por ninguna parte y no había tiempo para buscarlo. Se puso los auriculares y se tumbó.

—Coloca las almohadillas bajo mis brazos y piernas —dijo, incapaz de decidir si Tish podía oírlo o no. No podía oír nada a través de los auriculares—. Pon el…

Pero ella debió de oírlo. Estaba levantando su brazo izquierdo y deslizando la almohadilla debajo de un brazo y luego del otro.

Colocó las almohadillas bajo sus piernas y luego envolvió un tensiómetro en su brazo.

—No te molestes con eso —dijo Richard, pero Tish no le escuchaba. Le estaba colocando los electrodos en el cuero cabelludo.

—No necesito un ECG —dijo él, pero ella no levantó la cabeza, y Richard le estaba hablando a su coronilla—. ¡Tish! —gritó, y se dio cuenta de que estaba demasiado lejos para que lo oyera. Estaba sobre ella, sobre la mesa de reconocimiento en la que estaba tendido, el brazo conectado a una intravenosa. Flotaba lentamente hacia el techo. Miró en lo alto del armarito de las medicinas. Estaba limpio y pelado, excepto por un destello plateado al fondo. Se acercó más, tratando de verlo.

El objeto plateado estaba en un rincón, donde lo había puesto Joanna, detrás del borde elevado del armario. Fuera de la vista excepto para alguien que tuviera una experiencia extracorpórea. Se acercó aún más. Era un zepelín de juguete.

“Por supuesto —pensó—. El Hindenburg. Tendré que decirle a Joanna que lo he visto.” Pero ella no lo creería. Pensaría que se había subido a una silla para ver qué era. Joanna le…

—Joanna! —dijo, recordando bruscamente. Era una experiencia extracorporal, pero no había tiempo para eso—. ¡Envíame! —le gritó a Tish—. ¡Envíame ahora!

Siguió flotando lentamente hacia arriba, meciéndose de un lado a otro, como el Hindenburg flotando en sus puntos de atraque.

—¡Rápido! —gritó, y miró a Tish. Ella había encontrado el antifaz y se lo estaba colocando sobre los ojos. El estaba tendido bajo el escáner TPIR, muy quieto, las manos tensas a los costados.

—¡Vamos! —gritó. El ruido resonó con fuerza, reverberando como si estuviera en un espacio cerrado, y luego se detuvo, y todo se volvió oscuro.

“Estoy en el corredor —pensó. Extendió la mano hacia la completa negrura y notó dureza, pintura. La pared del corredor—. Tendría que haber luz al fondo —pensó, esforzándose por ver. Nada. Ninguna luz en absoluto—. Debe de ser muy tarde, después de apagadas todas las luces. ¿Cuándo se apagaron? Sólo unos pocos minutos antes del final.

Es porque se está hundiendo —pensó. Porque sólo quedan cuatro minutos.”

—¡Joanna! —llamó. ¿Dónde estás?

No hubo respuesta. Rebuscó en los bolsillos de su bata una caja de cerillas, pero estaban vacíos. Rebuscó en el bolsillo de su pantalón. El busca. Lo saco. Estaba apagado. Buscó el interruptor en la oscuridad y lo encendió. La pantalla se iluminó (el numero de Joanna), pero los números no.

Empezó a abrirse paso por el corredor, palpando con una mano cada pared, tratando de darse prisa. “Porque no hay tiempo.” Pero si era tan tarde, entonces el barco estaría en un ángulo extraño, tan inclinado que tendría problemas para permanecer de pie, y no era así. El sucio parecía perfectamente nivelado y seco.

—¡Joanna! —volvió a llamar, y vio una luz ante él. Era una fina línea de blanco surgida de debajo de una puerta, y eso debía de ser lo que había oído: el sonido de la puerta al cerrarse de golpe. Se abrió paso hacia la puerta y buscó el pomo, pensando: “Que no esté cerrada con llave, que no esté cerrada con llave.” Encontró la placa de metal rectangular, encontró el pomo, lo giró. Y salió a otro corredor. Un corredor profusamente iluminado, tan resplandeciente que era casi cegador, y se protegió los ojos y se quedó allí, parpadeando.

Aquel no era el corredor por el que había llegado Joanna. El suyo daba al exterior, a una cubierta flanqueada de ventanas. Este era un corredor interior, con una serie de puertas cerradas y apliques de luces en las parceles entre ellas. Las luces no se habían apagado. Brillaban con fuerza por todo el corredor, y el suelo de madera estaba seco y perfectamente nivelado. Debía de ser mucho más temprano, antes de que nadie advirtiera que se estaban hundiendo, y tal vez el sonido que había oído era el mismo que había oído Joanna, el iceberg arañando el costado, y había sonado di leí eme porque estaba en una parte distinta del barco.

¿Dónde? ¿En segunda clase? Esos apliques de bronce de las luces eran lo bastante elaborados como para que se tratara de primera clase, pero las paredes carecían de adornos, y no había ni ventanas ni portillas. Debe de ser un corredor interior, o bajo cubierta. ¿Tercera clase?

¿Dónde estaba? En la Cubierta, había dicho ella. ¿Pero dónde estaba la Cubierta C? ¿Arriba? ¿Abajo? ¿Contaban las cubiertas de arriba abajo o de abajo arriba?

Recordó que Joanna había comentado que subió a la Cubierta de Botes. ¿Cuantas cubiertas dijo que había subido? No podía recordarlo. Tendría que haber prestado más atención —pensó, echando a correr por el pasillo—. Tendría que haberle hecho caso cuando dijo que era real.”

Porque era real. Ella había intentado decírselo. Había dicho que vio colores, oyó sonidos, sintió la barandilla de las escaleras bajo la mano, había intentado describirle la solidez del barco, pero él estaba con vencido de que se trataba de una alucinación, de que era algo que sucedía en la memoria a largo plazo y en el lóbulo temporal, aunque ella intentaba decírselo, aunque había dicho: “Es un lugar real.”

Tendría que haberle hecho caso, se dijo, buscando una escalera o una puerta al exterior.

“Tendría que haberle dicho adonde iba. No debería haber desconectado mi busca.”

Todas las puertas estaban cerradas con llave.

—¡Eh! —gritó, golpeándolas, sacudiendo los anticuados picaportes—. ¿Hay alguien ahí?

La tercera puerta se abrió. Dentro, un hombre con auriculares transmitía un mensaje. Punto-raya-punto-punto.

—¡Eh! —dijo Richard—. ¿Cómo se llega a la Cubierta C? El hombre no levantó la cabeza.

—Cubierta C —dijo Richard, acercándose a él—. ¿En qué cubierta estamos ahora?

El hombre continuó tecleando, el rostro concentrado en la clave, raya-raya-punto-raya-punto-punto-punto.

“SOS —pensó Richard—. Naturalmente. Está pidiendo ayuda. ¿Cuándo enviaron el primer SOS? No hasta después de medianoche.”

—¿Qué hora es? —le preguntó Richard en voz alta—. ¿Cuánto tiempo lleva transmitiendo?

Una mujer de pelo gris apareció en la puerta, con una blusa y una larga falda negra.

—No puede estar usted aquí —dijo, la mano en el marco de la puerta.

— Estoy buscando a…

—¿Cómo ha llegado aquí? —interrumpió, severa—. Las personas no autorizadas no pueden acceder a esta parte de…

—Estoy buscando a Joanna Lander —dijo él—. Tengo que encontrarla.

—Sí, señor, lo sé, señor —dijo ella, sacándolo de la sala de comunicaciones—, pero esta parte de…

—No comprende. Es urgente. Ella corre peligro. Estará en la Cubierta C. O en la Cubierta de Botes…

—Lo sé, señor —dijo ella, y su voz sorprendentemente, se suavizó—. Si quiere venir conmigo, señor.

Lo condujo por el corredor por el que había venido, la mano apoyada suavemente sobre su brazo.

—Su pasillo está en la Cubierta C —dijo él—. Da a la cubierta.

—Sí, señor. —Ella abrió una puerta y lo condujo por un tramo de escaleras.

—Mide como un metro sesenta y cinco —dijo—. Pelo castaño, gafas. Llevaba una rebeca y… —Se detuvo. No sabía qué más. ¿Una falda? ¿Pantalones? Trató de visualizar el montón de ropa de la camilla, pero no podía decir qué llevaba a causa de la sangre, la sangre—. Tengo que encontrarla inmediatamente.

—Sí, señor —dijo ella, y continuó caminando despacio por el pasillo.

—¡No comprende! ¡Es urgente! Ella…

—Comprendo que esté usted preocupado, señor —dijo ella, pero no avivó el paso.

—¡Corre peligro!

La mujer asintió y lo condujo lentamente por el pasillo hasta una esquina.

Un golpe, El alzó la cabeza, alarmado. Era un reloj, un gran reloj de pared con números romanos y un péndulo. Las dos menos cuarto. Y el Titanic se había hundido a las dos y veinte.

—¡No comprende! —dijo, agarrando a la mujer por los brazos y sacudiéndola—. ¡No hay tiempo! Tengo que encontrarla y hacerla volver. ¡Dígame cómo se llega a la Cubierta C!

Abrió mucho los ojos y se le llenaron de lágrimas.

—Si quiere venir por aquí, señor —dijo, suplicante—. Por favor, señor.

—¡No hay tiempo! ¡La encontraré yo solo!

Y echó a correr por el pasillo y atravesó la puerta del fondo. Y se topó con una masa de gente que se sacudía y agitaba.

“La Cubierta de Botes”, pensó, pero aquello también era una habitación cubierta, con grandes puertas dobles a un lado. Todo el mundo empujaba hacia las puertas. La Cubierta de Botes debía de estar más allá, y esperaban su oportunidad para subir a bordo. Richard estiró el cuello, tratando de ver por encima de los sombreros de copa de los hombres, de los sombreros de plumas de las mujeres, buscando la cabeza destocada de Joanna. No pudo verla.

Joanna había dicho que los pasajeros de la cubierta no tenían ni idea de lo que estaba sucediendo, pero aquella gente obviamente sí. Parecían asustados, los rostros de los hombres preocupados y tensos, los ojos de las mujeres enrojecidos.

Una chica joven se aferró a un hombre mayor, lloriqueando sin control contra un pañuelo de bordes negros.

—Vamos, vamos —dijo el anciano—. No debemos renunciar a la esperanza.

¿Significaba eso que todos los botes habían partido ya? ¿Cuándo arriaron el último? No hasta el mismo final, había dicho Joanna, pero no podía ser el final. La cubierta no estaba inclinada.

Si pudiera atravesar la multitud… Empujó, buscando a Joanna, estirando el cuello, tratando de ver por encima del mar de sombreros, tratando de avanzar, pero la multitud se apretujaba, y mientras él intentaba abrirse paso le bloquearon el camino.

—Disculpe —dijo, empujando a un joven con traje marrón y sombrero. Llevaba un periódico bajo el brazo. “En un momento como éste”, pensó Richard—. Tengo que pasar. Estoy buscando a alguien.

—¿Cómo se llama? —preguntó el joven, sacando de su bolsillo una agenda encuadernada en cuero—. ¿Viaja en primera clase?

—Está en la Cubierta C.

—Cubierta C —dijo el joven, anotándolo—. ¿Viaja sola?

—Sí. Viaja sola.

—¿Nombre? —pregunto, tomando más notas.

—Joanna Lander. Por favor. Tengo que pasar. Tengo que encontrarla.

—Puede que haya subido a uno de los botes.

—No. No puede salir por ahí. Tiene que volver al pasillo de la Cubierta C.

Pero el joven no le estaba escuchando. Se había vuelto hacia las puertas dobles. Y todo el mundo también. Las puertas se abrieron, y alguien debió de llegar porque todos miraron hacia allí, expectantes. Se hizo el silencio y la jovencita que había estado llorando se enderezó y agarró la mano del anciano.

Richard avanzó, abriéndose paso con los codos ante una pareja de mediana edad, una joven con un bebé, dos adolescentes, hasta que consiguió ver al hombre que había entrado por las puertas. Llevaba gatas y una levita y un chaleco negros, tenía un puñado de papeles. Se subió a algo (¿un pedestal?) y alzó las manos para hacer callar a la ya silenciosa multitud. ¿Quién era? ¿El capitán? ¿Uno de los oficiales? ¿Entonces por qué no iba de uniforme?

—Sé que todos están ansiosos por recibir noticias —dijo el hombre, poniéndose las gafas— Todavía no tenemos una lista de supervivientes.

“¿Qué?”

— Estamos en contacto por cable con el Carpathia, y en cuanto tengamos una lista completa…

— ¡No! —dijo Richard.

— Conténgase —dijo el joven, agarrándolo por el hombro— Puede que estuviera en uno de los botes.

— ¡No! —chilló Richard. Le arrancó el periódico de las manos y lo abrió. “El Titanic perdido”, decía. “Mil almas ahogadas.” Avanzó hacia el hombre de gafas y levita negra.

— ¿Que día es hoy? —preguntó, furioso. La mujer de pelo gris se dirigió a él, seguida por un hombre con maletín de médico. Richard agarró por las solapas al hombre de las gafas— ¿Qué día es hoy?

— Dieciocho de abril —respondió el hombre, nervioso— Puedo asegurarle que la compañía White Star lamenta profundamente…

— Señor —dijo la mujer de pelo gris, y el hombre del maletín médico lo asió por el brazo— Está usted tenso. Creo que será mejor que se tienda.

— ¡No! —gritó él, y fue un alarido, un rugido— ¡No!

El doctor intentó volver a agarrarle el brazo, y él se escabulló entre la multitud, empujando, apartando. Se abrió paso hacia la puerta y la atravesó y corrió por el pasillo. Cuatro minutos. ¿Y cuánto tiempo, cuánto tiempo había malgastado ya, se dijo mientras corría, el corazón redoblando, demasiado estúpido para darse cuenta de dónde estaba, de ver que eran las oficinas de la compañía White Star?

El reloj al pie de las escaleras estaba dando la hora. Richard pasó ante él y empezó a subir las escaleras, y una alarma sonó en alguna parte, como una campana de incendios o una alarma de parada, resonando, zumbando, por encima del reloj que todavía daba la hora.

Subió corriendo el resto de las escaleras, dejó atrás la habitación donde estaba sentado el operador de comunicaciones, anotándolo: mensajes recibidos. Del Carphatia, no del Titanic. Tendría que haberse dado cuenta, haber sabido que el Titanic estaría transmitiendo, no recibiendo, y que la sala de radio estaba en la cubierta equivocada. Tendría que haber visto al instante que aquello era un edificio, no un barco, y regresado, para que Tish volviera a enviarlo.

Dobló la esquina, jadeando, y corrió hacia la puerta, agarró el pomo, la abrió. Llegó al corredor oscuro. Y al laboratorio.

—¡Tish! —llamó, intentando quitarse los auriculares, pero no llevaba auriculares. Ni antifaz, porque veía luz. Era dolorosamente brillante. “Tendría que haberla cubierto con papel más grueso”, pensó, y trató de incorporarse. Pero no pudo. Estaba atado con cuerdas— ¡Tish!

—¡Oh, doctor Wright! —dijo Tish, interponiéndose entre la luz y él. Estaba envuelta en un halo y los rayos de luz deslumbrante parecían surgir de ella—. ¡Gracias a Dios que está bien!

—Tienes que volver a enviarme —dijo él—. Era el lugar equivocado, y el momento equivocado. Ella no estaba allí.

—Quédese tumbado.

—No comprendes —dijo él, y trató de incorporarse otra vez —. ¡Ella está en el Titanic! ¡Tengo que ir por ella antes de que se hunda!

—Vamos, vamos —dijo Tish, empujándolo—. Todavía está bajo la influencia de la droga. Tiene que quedarse tendido hasta que se pase el efecto.

—No hay tiempo. La muerte cerebral irreversible se produce entre cuatro y seis minutos. Tienes que volver a enviarme ahora mismo. Y aumenta la dosis de ditetamina.

Tish se quedó allí, envuelta en la luz.

— ¡ Ahora! ¡Antes de que sea demasiado tarde! —gritó él, y vio que ella también agarraba un pañuelo, y que sus ojos estaban rojos.

“No estoy de vuelta en el laboratorio —pensó—. Esto sigue siendo parte de la ECM”, y se volvió para ver dónde estaba el pasillo.

—No, doctor Wright, se arrancará la intravenosa —dijo Tish—. Sigue llevando un gotero glucosalino. Como no se recuperaba, detuve la ditetamina…

El agarró la intravenosa con una mano.

—¡Empieza otra vez! —gritó, y consiguió, por fin, sentarse. No eran cuerdas, sino electrodos, conectados a los monitores del EEG y el KCG, y sí que era el laboratorio. El pañuelo que Tish tenía en la mano era un Kleenex empapado.

—¡Ahora, Tish! —gritó—. ¡O lo haré yo mismo! Pero se había incorporado demasiado rápido y se sintió mareado y helado.

—¡Tish, por favor! No comprendes. ¡Casi se nos ha acabado el tiempo! ¡Tienes que enviarme de vuelta antes de que sea demasiado tarde!

Pero ella se quedó allí, envuelta en la luz, retorciendo el pañuelo de papel en sus manos.

—Pero como no regresaba, a pesar de que detuve la ditetamina, no sabía si administrarle norepinefrina o no. Sus constantes vitales eran normales, y aquella vez que el señor Sage estuvo bajo los efectos durante…

Él se volvió bruscamente y miró el reloj, pero Joanna lo había cambiado de sitio para que no pudiera verse desde la otra pared.

—Tish, ¿cuánto tiempo he estado bajo los efectos? Y esperó con temor la respuesta.

—Lo siento muchísimo, doctor Wright. La señora Troudtheim me lo dijo cuando vino… —Retorció el pañuelo empapado—. Estaba tan inquieta. Todos queríamos a la doctora Lander.

—¿Cuánto tiempo he estado bajo los efectos?—repitió él, aturdido.

—No lo sé. No sé leer los escaneos, así que no sé si estuvo usted en estado ECM o si salió y estaba en sueño no-REM…

—¿Cuánto tiempo, Tish? —preguntó él, pero ya sabía la respuesta. Había oído el reloj del pasillo de las oficinas de la compañía White Star dando las horas—. Dímelo.

—Dos horas —respondió Tish, y empezó a llorar.

Загрузка...