Silencio, silencio, estoy intentando contactar con Cape Race.
¡Más luz!
—Oí un ruido —dijo la señora Davenport—, y entonces empecé a atravesar ese túnel.
—¿Puede describirlo? —preguntó Joanna, acercándole un poquito la minigrabadora.
—¿El túnel? —dijo la señora Davenport, contemplando la habitación del hospital, como si buscara inspiración—. Bueno, estaba oscuro…
Joanna esperó. Cualquier pregunta, incluso “¿Cómo de oscuro?”, podría dar pistas cuando se trataba de entrevistar a la gente sobre sus experiencias cercanas a la muerte, y la mayoría de la gente, cuando se enfrentaba al silencio, se disponía a llenarlo, y todo lo que el entrevistador tenía que hacer era esperar. No, sin embargo, la señora Davenport. Contempló su intravenosa durante un rato, y luego miró inquisitivamente a Joanna.
—¿Hay algo más que pueda recordar sobre el túnel? —preguntó Joanna.
—No… —dijo la señora Davenport después de un minuto—. Estaba oscuro.
“Oscuro”, anotó Joanna. Siempre tomaba notas por si se acababa la cinta o algo iba mal con la grabadora, y así podía comparar los modales y la entonación del sujeto entrevistado. “Introvertida —escribió—. Reacia.” Pero a veces los reacios resultaban ser los mejores sujetos si tenías paciencia.
—dijo usted que oyó un ruido. ¿Puede describirlo?
—¿Un ruido? —dijo vagamente la señora Davenport. Si tenías la paciencia de Job, se corrigió Joanna.
—Usted ha dicho —repitió, consultando sus notas—: “Oí un ruido, y entonces empecé a atravesar ese túnel.” ¿Oyó el ruido antes de entrar en el túnel?
—No… —respondió la señora Davenport, frunciendo el ceño—. Sí. No estoy segura. Era una especie de timbre… —Miró a Joanna, vacilante—. ¿O tal vez un zumbido?
Joanna mantuvo una expresión cuidadosamente impasible. Una sonrisa de ánimo o un ceño fruncido podrían dar pistas también.
—Un zumbido, creo —dijo la señora Davenport por fin.
—¿Puede describirlo?
“Debería haber comido algo antes de empezar con esto”, pensó Joanna. Eran las doce y no había tomado nada para desayunar, excepto café y un pastelito. Pero quería contactar con la señora Davenport antes de que lo hiciera Maurice Mandrake, y cuanto más largo fuera el intervalo entre la ECM y la entrevista, más confabulación habría.
—¿Describirlo? —dijo la señora Davenport, irritada—. Un zumbido.
No servía de nada. Iba a tener que hacer preguntas más específicas, dieran pistas o no, o no lograría sacarle nada.
—¿Qué tipo de zumbido era, firme o intermitente?
—¿Intermitente? —La señora Davenport estaba confusa.
—¿Empezaba y se paraba? ¿Cómo alguien llamando a la puerta de un apartamento? ¿O era un sonido continuo como el zumbido de una abeja?
La señora Davenport miró su intravenosa un poco más.
—Una abeja —dijo finalmente.
—El zumbido ¿era fuerte o suave?
—Fuerte —dijo, pero insegura—. Se paró.
“No voy a poder utilizar nada de esto”, pensó Joanna.
—¿Qué sucedió cuando cesó?
—Estaba oscuro —dijo la señora Davenport—, y entonces vi una luz al final del túnel y…
El busca de Joanna empezó a sonar. “Maravilloso —pensó, tratando de apagarlo—. Lo que me hacía falta.” Tendría que haberlo desconectado antes de empezar, a pesar de la regla del hospital Mercy General de mantenerlo conectado a todas horas. Las únicas personas que la llamaban eran Vielle y el señor Mandrake, y eso había estropeado más de una entrevista de ECM.
—¿Tiene usted que irse?
—No. Vio una luz…
—Si tiene que irse…
—No —dijo Joanna firmemente, metiéndose el busca en el bolsillo sin mirarlo—. No es nada. Vio usted una luz. ¿Puede describirla?
—Era dorada —dijo rápidamente la señora Davenport. Demasiado rápidamente. Y parecía relamidamente complacida, como un niño que sabe la respuesta.
—Dorada —dijo Joanna.
—Sí, más brillante que ninguna otra luz que yo haya visto, pero no me lastimaba los ojos. Era cálida y reconfortante, y al mirarla pude ver que era un ser, un Ángel de Luz.
—Un Ángel de Luz —dijo Joanna, con una sensación de pesadumbre.
—Sí, y alrededor del Ángel había conocidos míos que ya han muerto. Mi madre y mi pobre padre y mi tío Alvin. Estuvo en la Marina en la Segunda Guerra Mundial. Lo mataron en Guadalcanal, y el Ángel de Luz dijo…
—Antes de que entrara usted en el túnel —interrumpió Joanna—, ¿tuvo una experiencia extracorporal?
—No —respondió ella, con la misma rapidez—. El señor Mandrake dijo que a veces pasa, pero lo único que vi fue el túnel y la luz. El señor Mandrake. Naturalmente. Tendría que haberlo sabido.
—Me entrevistó anoche —dijo la señora Davenport—. ¿Lo conoce usted?
“Oh, sí”, pensó Joanna.
—Es un autor famoso —dijo la señora Davenport—. Escribió La luz al final del túnel. Fue un best seller, ¿sabe?
—Sí, lo sé.
—Está trabajando en un libro nuevo. Mensajes del Otro Lado. ¿Sabe?, nadie diría que es famoso. Es muy simpático. Tiene una forma maravillosa de hacer preguntas.
“Desde luego que sí”, pensó Joanna. Lo había oído hacerlas: “Cuando atravesó usted el túnel, oyó un zumbido, ¿verdad? ¿Describiría la luz que vio al final del túnel como dorada? Aunque fuera más brillante que nada que hubiera visto antes, no le lastimó los ojos, ¿no? ¿Cuándo se encontró con el Ángel de Luz?” Dar pistas no era ni siquiera la expresión adecuada.
Y sonreía, asintiendo para alentar las respuestas que quería. Fruncía los labios y preguntaba: “¿Está segura de que era un zumbido y no un timbre?” Fruncía el ceño e inquiría preocupado: “¿Y no recuerda haber flotado sobre la mesa de operaciones? ¿Está segura?”
Ellos lo recordaban todo por él, cómo dejaban su cuerpo y entraban en el túnel y se encontraban a Jesús, recordaban la Luz y la Revisión de Vida y los Encuentros con los Seres Queridos Difuntos. Olvidaban convenientemente las visiones y sonidos que no encajaban e inventaban los que sí lo hacían. Y anulaban por completo lo que hubiera sucedido de verdad.
Ya era bastante malo tener por ahí los libros de Moody y Abrazados por la. luz y todos los otros libros sobre experiencias cercanas a la muerte y los especiales de televisión y los artículos en las revistas diciéndole a la gente lo que podía esperar ver sin que alguien del hospital Mercy General le metiera esas ideas en la cabeza.
—El señor Mandrake me contó que, excepto por la parte referida a salir del cuerpo —dijo orgullosamente la señora Davenport—, mi experiencia cercana a la muerte fue una de las mejores que había registrado.
“No me extraña”, pensó Joanna. No tenía sentido continuar con aquello.
—Gracias, señora Davenport —dijo—. Creo que tengo suficiente.
—Pero no le he hablado todavía de la Revisión de Vida —dijo la señora Davenport, dispuesta a colaborar de repente—. El Ángel de Luz me hizo mirar un cristal, y me mostró todas las cosas que había hecho, buenas y malas, toda mi vida.
“Que ahora procederá a contarme”, pensó Joanna. Se metió la mano en el bolsillo y volvió a conectar el busca. “Pita —ordenó—. Ahora.”
—…y entonces el cristal me mostró aquella vez que me dejé las llaves dentro del coche, y me puse a buscarlas en el bolso y en los bolsillos del abrigo y…
Ahora que Joanna quería que el busca sonara, el aparato permaneció obstinadamente en silencio. Necesitaba uno con un botón que pudieras pulsar para que sonara en casos de emergencia. Se preguntó si en Radio Shack tendrían uno.
—… y entonces me mostró que entraba en el hospital y mi corazón se detenía —dijo la señora Davenport—, y entonces la luz empezó a encenderse y apagarse, y el Ángel me tendió un telegrama, igual que el que recibimos cuando mataron a Alvin, y dije: “¿Significa esto que estoy muerta?” El Ángel respondió: “No, es un mensaje diciéndote que debes regresar a tu vida terrenal.” ¿Está anotando todo esto?
—Sí —dijo Joanna, escribiendo: “Hamburguesa con queso, patatas fritas, Coca-Cola grande.”
—”Todavía no ha llegado tu hora”, dijo el Ángel de Luz, y lo siguiente que vi fue que estaba de vuelta en la sala de operaciones.
“Si no salgo pronto de aquí —escribió Joanna—, cerrarán la cafetería, así que por favor, que alguien me llame.”
El busca, por fin, gracias al cielo, sonó durante la descripción que la señora Davenport hacía de la luz como “brillantes prismas de diamantes y zafiros y rubíes”, una cita literal de La luz al final del túnel.
—Lo siento, tengo que irme —dijo Joanna, sacando el busca de su bolsillo—. Es una emergencia.
Recogió su grabadora y la apagó.
—¿Dónde puedo ponerme en contacto con usted si recuerdo algo más sobre mi ECM?
—Puede hacer que me llamen por el busca —dijo Joanna, y huyó. Ni siquiera comprobó quién la llamaba hasta que estuvo a salvo fuera de la habitación. No reconoció el número, pero era de dentro del hospital. Bajó al puesto de enfermeras para llamar.
—¿Sabes de quién es este número? —le preguntó a Eileen, la enfermera jefa.
—Así a bote pronto, no —dijo Eileen—. ¿No es el del señor Mandrake?
—No, tengo el número del señor Mandrake —dijo Joanna, sombría—. Consiguió llegar a la señora Davenport antes que yo. Es la tercera entrevista que me estropea esta semana.
—Está bromeando —dijo Eileen, compasiva. Seguía mirando el número del busca—. Puede que sea el doctor Wright. La ha estado buscando.
—¿El doctor Wright? —Joanna frunció el ceño. El nombre no le resultaba familiar. Por costumbre, dijo—: ¿Puedes describirlo?
—Alto, joven, rubio…
—Guapo —dijo Tish, que acababa de llegar con una carpeta. La descripción no encajaba con nadie que Joanna conociera.
—¿Dijo qué quería? Eileen sacudió la cabeza.
—Me preguntó si era usted la persona que estaba investigando las ECM.
—Maravilloso —dijo Joanna—. Probablemente querrá contarme como recorrió un túnel y vio una luz, a todos sus parientes muertos y a Maurice Mandrake.
—¿Eso cree? —preguntó Eileen, vacilante—. No sé, después de todo es médico.
—Como si eso fuera una garantía para no estar chalado —respondió Joanna—. ¿Conoces al doctor Abrams del Monte Sinaí? La semana pasada consiguió convencerme para almorzar con la promesa de que hablaría con el consejo del hospital para que me dejara hacer entrevistas allí, y luego me contó su propia ECM, en la cual vio un túnel, una luz y a Moisés, quien le dijo que regresara y leyera la Tora en voz alta a la gente. Cosa que hizo. Durante todo el almuerzo.
—Está bromeando —dijo Eileen.
—Pero ese doctor Wright era guapo —intervino Tish.
—Por desgracia, eso no es tampoco ninguna garantía. Conocí a un interno muy guapo la semana pasada que me dijo que había visto a Elvis en su ECM. —Joanna miró el reloj. La cafetería estaría todavía abierta, pero por poco más tiempo—. Me voy a almorzar. Si el doctor Wright vuelve a aparecer, decidle que a quien tiene que ver es al doctor Mandrake.
Se dirigió hacia la cafetería del edificio principal, por las escaleras de servicio en vez de tomar el ascensor, para evitar encontrarse con ninguno de los dos. Suponía que el doctor Wright era el que la había llamado antes a través del busca, cuando estaba hablando con la señora Davenport. Por otro lado, podría haber sido Vielle, que la llamaba para hablarle de un paciente que había tenido un infarto y podría haber experimentado una ECM. Sería mejor que lo comprobara. Bajó a Urgencias.
Estaba hasta los topes, como de costumbre, con sillas de ruedas por todas partes, un niño con una mano envuelta en una toalla empapada de rojo en una camilla, dos mujeres hablando rápida y furiosamente en español a la enfermera de recepción, alguien en una de las salas de trauma gritando obscenidades en inglés a todo pulmón. Joanna se abrió paso entre el laberinto de goteros y carritos, buscando la bata azul de Vielle y su rostro negro y preocupado. Siempre parecía preocupada en Urgencias, estuviera atendiendo un infarto o quitando una astilla, y Joanna a menudo se preguntaba qué efecto tenía eso sobre sus pacientes.
Allí estaba, junto a la mesa, leyendo una gráfica y con aspecto preocupado. Joanna se abrió paso entre una silla de ruedas y un montón de mantas para llegar hasta ella.
—¿Me has llamado? —preguntó.
Vielle sacudió la cabeza, rematada por un gorrito azul.
—Esto parece una tumba. Literalmente. Un tiroteo, dos sobredosis, una neumonía causada por sida. Todos ingresaron cadáveres, excepto una de las sobredosis, que murió después de llegar.
Soltó la carpeta y señaló una de las salas de trauma. La camilla había sido retirada y habían introducido equipo eléctrico, entre una maraña de cables.
—¿Qué es esto? —preguntó Joanna.
—La sala de comunicaciones —dijo Vielle—, si alguna vez la terminan. Para que podamos estar en contacto continuado con las ambulancias y el helicóptero y dar instrucciones médicas a los enfermeros que vienen de camino. Así sabremos si nuestros pacientes están muertos antes de que lleguen aquí. O si están armados. —Se quitó la gorrita quirúrgica y sacudió sus trenzas negras—. El drogadicto que no estaba muerto trató de dispararle a uno de los celadores que lo trasladaban a la camilla. Estaba colocado con esa droga nueva, picara, que está haciendo furor. Por suerte había tomado demasiada y se murió antes de conseguir apretar el gatillo.
—Tienes que solicitar que te trasladen a Pediatría —dijo Joanna. Vielle se estremeció.
—Los niños son aún peor que los drogatas. Además, si me trasladan, ¿quién te va a avisar de que hay ECM antes de que Mandrake se apodere de ellos?
Joanna sonrió.
—Eres mi única esperanza. Por cierto, ¿conoces a un tal doctor Wright?
—Llevo años buscándolo —dijo Vielle.
—Bueno, no creo que sea éste. No sería uno de los internos o los residentes de Urgencias, ¿no?
—No lo sé —dijo Vielle—. Por aquí pasan tantos que ni siquiera me molesto en aprender sus nombres. Sólo les digo “Basta”, o “¿Qué crees que estás haciendo?”. Lo comprobaré.
Regresaron a Urgencias. Vielle tomó un clasificador y repasó una lista.
—Nada. ¿Estás segura de que trabaja aquí en el Mercy?
—No. Pero si viene buscándome, estaré en la siete-oeste.
—¿Y si aparece una ECM y necesito llamarte? Joanna sonrió.
—Estoy en la cafetería.
—Te llamaré —dijo Vielle—. Esta tarde va a ser movida.
—¿Por qué?
—Clima propio para los infartos —dijo ella, y al ver la expresión de despiste de Joanna, señaló hacia la entrada de Urgencias—. Lleva nevando desde las nueve de la mañana.
Joanna miró asombrada en la dirección que Vielle señalaba, aunque no podía ver las ventanas desde allí.
—Llevo atendiendo pacientes con las cortinas corridas toda la mañana —dijo. Y en despachos y pasillos y ascensores sin ventanas.
—Resbalones en el hielo, o esfuerzos despejando nieve, o accidentes de coche —dijo Vielle— No nos va a faltar trabajo. ¿Tienes conectado el busca?
—Sí, mamá —dijo Joanna—. No soy uno de tus internos.
Se despidió de Vielle y subió a la primera planta.
La cafetería, sorprendentemente, estaba abierta. Tenía el horario de apertura más breve que Joanna hubiera visto en ningún hospital, y siempre que bajaba a almorzar se encontraba con sus puertas dobles de cristal cerradas y sus sillas de plástico rojo colocadas en lo alto de las mesas de fórmica. Pero hoy estaba abierta, aunque uno de los camareros retiraba las ensaladas y otro recogía un montón de platos. Joanna agarró una bandeja antes de que pudieran llevárselas y se puso en la cola de la comida caliente. Y se detuvo en seco. Maurice Mandrake estaba junto a la máquina de bebidas, sirviéndose una taza de café. “No —pensó Joanna—, ahora no. Es probable que acabe matándolo.”
Giró sobre sus talones y salió rápidamente. Se metió en el ascensor, pulsó el cierre de la puerta y luego vaciló con un dedo sobre los botones. No podía salir del hospital, le había prometido a Vielle que estaría disponible. La máquina de aperitivos estaba en el ala norte, pero no estaba segura de llevar dinero encima. Rebuscó en los bolsillos de su rebeca, pero lo único que encontró, además de su minigrabadora, fue un boli, un centavo, un impreso, un puñado de Kleenex usados y una postal de un océano tropical al atardecer con palmeras recortadas contra el cielo rojo y aguas coralinas. ¿De dónde había sacado eso? Le dio la vuelta. “Me lo estoy pasando maravillosamente. Ojalá estuvieras aquí”, había escrito alguien encima de una firma ilegible, y al lado, con la letra de Vielle, Pretty Woman, Titanes, Lo que la verdad esconde: la lista de películas que Vielle quería que alquilara para su próxima noche de picoteo.
Por desgracia, tampoco tenía las palomitas de aquella cena, y lo más barato que había en la máquina costaba setenta y cinco centavos. Tenía el bolso en el despacho, pero el doctor Wright podría estar acampado fuera, esperándola.
¿Dónde más podría haber comida? Tenían tabletas en Oncología, pero no tenía tanta hambre. Paula en la cuatro-este, pensó. Siempre tenía un montón de M M’s y, además, debería ir a ver a Carl Aspinall. Pulsó el botón del quinto piso.
Se preguntó cómo le iría a Coma Carl (así era como lo llamaban las enfermeras). Llevaba en estado semicomatoso desde que lo admitieron hacía dos meses con meningitis espinal. No respondía en absoluto casi nunca, y las contadas ocasiones en que lo hacía, sus brazos y piernas se retorcían y murmuraba. Y a veces hablaba con perfecta claridad.
—Pero no está teniendo ninguna experiencia cercana a la muerte —había dicho Guadalupe, una de sus enfermeras, cuando Joanna recibió permiso de su esposa para que las enfermeras anotaran todo lo que dijese—. Quiero decir, no ha sufrido ningún síncope.
—Las circunstancias son similares —le había dicho Joanna. Y era un sujeto al que Maurice Mandrake no podía alcanzar.
Nada podía alcanzarlo, aunque su esposa y las enfermeras fingían que podía oírlas. Las enfermeras tenían cuidado de no usar el mote Coma o discutir sobre su estado cuando ella estaba en la habitación, y animaban a Joanna a hablar con él.
—Ha habido estudios que demuestran que los pacientes en coma pueden oír lo que se dice en su presencia —le había dicho Paula, ofreciéndole unos M M’s.
“Pero yo no lo creo —pensó Joanna, esperando a que la puerta del ascensor se abriera en la quinta planta—. No oye nada. Está en algún otro lugar, fuera de nuestro alcance.”
La puerta del ascensor se abrió, y ella recorrió el pasillo hasta el puesto de las enfermeras. Una enfermera desconocida con pelo rubio y sin caderas trabajaba ante el ordenador.
—¿Dónde está Paula? —preguntó Joanna.
—De baja por enfermedad —dijo la delgadísima enfermera con cautela—. ¿Puedo ayudarla, doctora…? —Miró la tarjeta de identificación que colgaba del cuello de Joanna—. ¿Lander?
No tenía sentido pedirle comida. Parecía que nunca había comido un M M’s en su vida, y por la forma en que miraba el cuerpo de Joanna, parecía que no aprobaba que ella tampoco lo hubiera hecho.
—No, gracias —dijo Joanna fríamente, y advirtió que todavía llevaba la bandeja de la cafetería. Debía haberla tenido todo el tiempo en el ascensor y no se había dado cuenta.
—Hay que devolver esto a la cocina —dijo rápidamente, y se la tendió a la enfermera—. He venido a ver a Com… al señor Aspinall —dijo y se dirigió hacia la habitación de Carl.
La puerta estaba abierta, y Guadalupe se encontraba al otro lado de la cama colgando una bolsa de suero. El sillón que solía ocupar la esposa de Carl estaba vacío.
—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó Joanna, acercándose a la :ama.
—Mucho mejor —dijo Guadalupe alegremente, y luego añadió en un susurro—: Le ha vuelto la fiebre. —Desenganchó la bolsa y la acercó a la ventana—. Está oscuro aquí dentro —dijo—. ¿Quieres un poco de luz, Carl?
Descornó las cortinas.
Vielle tenía razón. Estaba nevando. Grandes copos caían de un cielo gris encapotado.
—Está nevando, ¿sabes, Carl? —dijo Guadalupe.
“No”, pensó Joanna, contemplando al hombre en la cama. Su cara mortecina bajo los tubos de oxígeno se veía pálida e inexpresiva a la luz gris de la ventana, los ojos sin cerrar del todo, una rendijita de blanco asomaba bajo los pesados párpados, la boca medio abierta.
—Parece que hace frío ahí fuera —dijo Guadalupe, acercándose al ordenador—. ¿Ya hay nieve acumulada en las calles?
Joanna tardó un momento en darse cuenta de que Guadalupe le hablaba a ella y no a Carl.
—No lo sé —dijo, combatiendo el impulso de susurrar y no molestarlo—. Llegué antes de que empezara.
Guadalupe fue marcando los iconos en la pantalla, introduciendo la temperatura de Carl y el inicio de una nueva bolsa de suero.
—¿Ha dicho algo esta mañana? —preguntó Joanna.
—Ni una palabra. Creo que está remando otra vez en el lago. Antes estuvo tarareando.
—¿Tarareando? ¿Puedes describirlo?
—Ya sabes, tarareando —dijo Guadalupe. Se acercó a la cama y cubrió con las sábanas el brazo sondado de Carl por encima del pecho—. Es como una canción, pero no la reconocí. Ahí tienes, calentito y cómodo —dijo, y se encaminó hacia la puerta con la bolsa vacía—. Tienes suerte de estar aquí y no ahí fuera con toda esa nieve, Carl.
“Pero no está aquí”, pensó Joanna.
—¿Dónde estás, Carl? —preguntó—. ¿Remando en el lago?
Remar en el lago era una de las escenas que las enfermeras habían inventado para sus murmullos. Hacía movimientos con los brazos que podrían haber sido el gesto de remar, y en esas ocasiones nunca se mostraba agitado ni gritaba, por lo que pensaban que era algo idílico.
Había varias escenas: La marcha de la muerte de Bataan, durante la cual gritaba una y otra vez “¡Agua!”, y correr detrás del autobús, y una para la que cada enfermera tenía un nombre distinto (Quemado en la hoguera y Emboscada vietcong y Los tormentos del infierno), durante la cual agitaba los brazos salvajemente y se destapaba y se quitaba la intravenosa. Una vez le había puesto a Guadalupe un ojo morado cuando intentaba contenerlo. “Atrapado”, gritaba una y otra vez, o posiblemente “Agarrado” o algo parecido. Y una vez, con pánico: “Corta el cable.”
—Tal vez cree que las sondas son cuerdas —dijo entonces Guadalupe, con el ojo hinchado, mientras le tendía a Joanna una transcripción del episodio.
—Tal vez —respondió Joanna, pero no lo creía. “No sabe que tiene puestas intravenosas, ni que está nevando o hay enfermeras a su alrededor. Está muy lejos de aquí, viendo algo completamente distinto”, pensó. Como todos los pacientes de infartos y accidentes de coche y hemorragias que había entrevistado en los dos últimos años, moviéndose entre ángeles y túneles y parientes que habían sido inducidos a ver, en busca del comentario casual, el detalle aparentemente irrelevante que podía dar una pista de que lo habían visto, de dónde habían estado.
—La luz me envolvió, y me sentí feliz y cálida y segura —había dicho Lisa Andrews, cuyo corazón se había detenido durante una intervención. Pero temblaba al decirlo, y luego se quedó allí sentada un buen rato, con la mirada perdida.
Y Jake Becker, que se había caído por un precipicio mientras hacía montañismo en las Rocosas, dijo, tratando de describir el túnel:
—Estaba muy, muy lejos.
—¿El túnel estaba muy lejos de usted? —preguntó Joanna.
—No —respondió Jake enfadado—. Yo estaba allí mismo. Dentro. Estoy hablando de dónde estaba. Muy muy lejos.
Joanna se acercó a la ventana y contempló la nieve. Ahora caía con más fuerza, cubriendo los coches del aparcamiento de visitantes. Una mujer mayor con un abrigo gris y un gorrito de plástico limpiaba con esfuerzo la nieve de su parabrisas. Tiempo propio de infartos, había dicho Vielle. Tiempo de accidentes de coche. Tiempo de muerte.
Corrió las cortinas y volvió a la cama y se sentó en la silla que había al lado. Él no iba a hablar, y la cafetería cerraría al cabo de diez minutos. Tenía que irse de inmediato si quería comer. Pero continuó sentada, contemplando los monitores, con sus líneas ondulantes, sus números cambiantes, contemplando el movimiento casi imperceptible del pecho hundido de Carl subiendo y bajando, contemplando las ventanas cerradas con la nieve cayendo silenciosamente al otro lado.
Advirtió un leve sonido. Miró a Carl, pero él no se había movido y seguía teniendo la boca medio abierta. Miró los monitores, pero el sonido procedía de la cama. “¿Puede describirlo?”, pensó automáticamente. Un sonido profundo, regular, como una sirena, con largas pausas intermedias, y después de cada pausa, un sutil cambio de tono.
Está tarareando, pensó. Buscó su minigrabadora y la conectó, y se la acercó a la boca.
—Nmnmnmnmn —zumbó él, y luego una pausa más breve, mientras tomaba aliento y continuaba, “nmnmnmnm”, cada vez más grave. Era decididamente una canción, aunque ella tampoco lograba reconocerla, porque los intervalos entre los sonidos eran demasiado largos. Pero era evidente que canturreaba.
¿Cantaba en un lago veraniego en alguna parte, mientras una chica hermosa tocaba un ukelele? ¿O cantaba al compás del coro celestial de la señora Davenport, envuelto en la cálida luz al final del túnel? ¿O estaba en algún lugar de las oscuras junglas de Vietnam, cantando para así para mantener sus miedos bajo control?
El busca empezó a sonar de repente.
—Lo siento —dijo, apagándolo con la mano izquierda—. Lo siento. Pero Carl continuó impertérrito, nmnm, nmnm, nmnm, nmnm, nm, nm. Ajeno. Inalcanzable.
El número que aparecía en el busca era el de Urgencias.
—Lo siento —repitió Joanna, y apagó la grabadora—. Tengo que irme.
Le palmeó la mano, que permanecía inmóvil junto a su costado.
—Pero volveré a verte pronto —dijo, y se encaminó hacia Urgencias.
—Un ataque al corazón —dijo Vielle cuando llegó—. Sacaba su coche de una zanja. Estuvo a punto de morir en la ambulancia.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Joanna—. ¿En Cuidados intensivos?
—No. Está aquí mismo.
—¿En Urgencias? —dijo Joanna, sorprendida. Nunca había hablado con pacientes en Urgencias, aunque había ocasiones en que deseaba poder hacerlo, para entrevistarlos antes de que lo hiciera el señor Mandrake.
—Se recuperó muy rápido, y ahora se niega a ser ingresado hasta que llegue el cardiólogo —dijo Vielle—. Lo hemos llamado, pero mientras tanto el tipo está volviendo loco a todo el mundo. No tuvo un ataque al corazón. Hace ejercicio en un gimnasio tres veces por semana. —Acompañó a Joanna a la sala de traumatología.
—¿Seguro que está lo bastante recuperado para hablar conmigo?
—preguntó Joanna, siguiéndola.
—No para de intentar levantarse de la cama y de exigir hablar con alguien que esté al mando —dijo Vielle, deslizándose expertamente entre un carrito de suministros y una máquina portátil de rayos X—. Si puedes distraerlo y mantenerlo en la cama hasta que llegue el cardiólogo, le harás un favor enorme a todo el mundo. Incluido él. Escucha, ahora es tu paciente.
—¿Por qué no está aquí mi médico ya? —exigió una voz de barítono procedente del otro extremo de la sala de reconocimiento—. ¿Y dónde está Stephanie?
Hablaba fuerte y de manera despierta para tratarse de alguien que había sufrido un infarto y luego había sido revivido. Tal vez tuviera razón y no se trataba de un ataque al corazón.
—¿Cómo que no se han puesto en contacto con ella? Tiene un teléfono móvil —gritó—. ¿Dónde hay un teléfono? La llamaré yo mismo.
—No puede levantarse usted, señor Menotti —dijo una voz de mujer—. Está lleno de cables.
Vielle abrió la puerta y condujo a Joanna a la habitación, donde una enfermera intentaba en vano impedir que un hombre joven arrancara los electrodos que tenía conectados al pecho. Un hombre muy joven, de no más de treinta y cinco años, bronceado y musculoso. Parecía verdad que hacía ejercicio tres veces por semana.
—Basta —dijo Vielle, y lo empujó contra la cama, que estaba dispuesta en ángulo de cuarenta y cinco grados—. Tiene que estarse tranquilito. Su médico llegará en unos minutos.
—Tengo que ponerme en contacto con Stephanie —dijo él—. No necesito ninguna intravenosa.
—Sí que la necesita —dijo Vielle—. Nina la llamará por usted. Miró el monitor cardíaco y luego le tomó el pulso.
—Ya lo he intentado —dijo la otra enfermera—. No responde.
—Bueno, inténtalo otra vez —respondió Vielle, y la enfermera se marchó—. Señor Menotti, ésta es la doctora Lander. Ya le hablé de ella.
—Lo empujó firmemente contra la cama—. Los dejo para que se conozcan.
—No dejes que se levante —le silabeó en silencio a Joanna, y se marchó.
—Me alegro de que esté usted aquí —dijo el señor Menotti—. Usted es médico, así que tal vez pueda hacerlas entrar en razón. No paran de decir que he sufrido un ataque al corazón, pero es imposible. Hago ejercicio tres veces por semana.
—No soy doctora en medicina. Soy psicóloga cognitiva —dijo Joanna—, y me gustaría hablar con usted respecto a su experiencia en la ambulancia. —Sacó un impreso de su rebeca y lo desplegó—. Esto es un impreso estándar, señor Menotti…
—Llámeme Greg. El señor Menotti es mi padre.
—Greg.
—¿Y yo cómo la llamo? —preguntó él, y sonrió. Era una sonrisa bonita, aunque un poco lobuna.
—Doctora Lander —dijo ella secamente. Le tendió el impreso y un boli—. El impreso dice que da usted permiso para…
—Si lo firmo, ¿me dirá cómo se llama? ¿Y su número de teléfono?
—Creía que su novia venía de camino, señor Menotti —dijo ella, tendiéndole el boli.
—Greg —corrigió él, tratando de sentarse de nuevo. Joanna se adelantó y le sujetó el impreso para que pudiera firmarlo sin esforzarse.
—Aquí tiene, doctora —dijo él, devolviéndole el papel y el boli—. Mire, aunque no sea usted médico, sabe que los tipos de mi edad no tienen infartos, ¿no?
“Te equivocas —pensó Joanna—, y normalmente no tienen tanta suerte como para poder revivir después del infarto.”
—El cardiólogo llegará dentro de unos minutos —dijo—. Mientras tanto, ¿por qué no me cuenta lo que ha sucedido? Conectó la minigrabadora.
—Vale. Iba de regreso a la oficina después de jugar al pádel… juego al pádel dos veces por semana, Stephanie y yo vamos a esquiar los fines de semana. Por eso me trasladé aquí desde Nueva York, por el esquí. Hago bajadas y marchas a campo traviesa, así que ya puede ver que es imposible que haya tenido un ataque al corazón.
—Iba usted de regreso a la oficina… —instó Joanna.
—Sí —dijo Greg—. Está nevando, y la carretera está resbaladiza, y ese idiota en un Jeep Cherokee intenta adelantarme, y acabo en el arcén. Tengo una pala en el coche, así que empiezo a trabajar para sacar el coche, y no sé qué sucedió luego. Supongo que un trozo de hielo desprendido por un camión debió de golpearme en la cabeza y dejarme inconsciente, porque lo siguiente que supe es que sonaba una sirena, y estoy en una ambulancia y un enfermero me está colocando estas ventosas heladas en el pecho.
“Por supuesto —pensó Joanna, resignada—. Por fin encuentro a un sujeto al que Maurice Mandrake no ha corrompido aún, y no recuerda nada.”
—¿Puede recordar algo entre el momento en que… en que recibió el golpe en la cabeza y cuando se despertó en la ambulancia? —preguntó Joanna, esperanzada—. ¿Algo que oyera? ¿O que viera?
Él negó con la cabeza.
—Fue como cuando me operaron de ligamentos el año pasado. Me los rompí jugando al fútbol. En un segundo el anestesista estaba diciendo: “Respire profundamente”, y al siguiente estaba en la sala de recuperación. Y, mientras, nada, cero, niet.
Oh, bueno, al menos lo estaba entreteniendo hasta que llegara el cardiólogo.
—Le dije a la enfermera que no pude haber tenido una experiencia cercana a la muerte porque no estuve a punto de morirme. Cuando habla con gente que ha muerto, ¿qué dicen? ¿Le cuentan que han visto túneles y luces y ángeles como dicen en la tele?
—Algunos.
—¿Cree que es verdad o que se lo inventan?
—No lo sé. Eso es lo que trato de averiguar.
—¿Sabeloqueledigo? Si alguna vez sufro un infarto y tengo una experiencia cercana a la muerte, será usted la primera persona a la que llame.
—Se lo agradezco mucho.
—En ese caso, necesito su número de teléfono —dijo él, y mostró de nuevo aquella sonrisa lobuna.
—Vaya, vaya, vaya —dijo el cardiólogo, que venía acompañado por Vielle—. ¿Qué tenemos aquí?
—Desde luego, no un infarto —dijo Greg, tratando de sentarse—. Hago ejercicio…
—Vamos a ver qué está pasando —dijo el cardiólogo. Se volvió hacia Joanna—. ¿Quiere disculparnos unos minutos?
—Desde luego —dijo Joanna, recogiendo su grabadora. Salió de la habitación. No había probablemente motivos para esperar, Greg Menotti había dicho que no había experimentado nada, pero aveces, al ser interrogados de nuevo, los sujetos recordaban algo. Y él estaba dispuesto a negarlo todo. Admitir que había tenido una ECM sería admitir que había tenido un infarto.
—¿Por qué no lo han llevado a la UCI? —dijo la voz del cardiólogo, evidentemente hablando con Vielle.
—No me van a llevar a ninguna parte hasta que llegue Stephanie —dijo Greg.
—Viene de camino —contestó Vielle—. Me he puesto en contacto con ella. Llegará dentro de unos minutos.
—Muy bien, escuchemos ese corazón suyo y veamos qué está pasando —dijo el cardiólogo—. No, no se incorpore. Quédese ahí. Muy bien…
Hubo un minuto de silencio, mientras el cardiólogo escuchaba su corazón, y luego dio unas instrucciones que Joanna no pudo oír.
—Sí, señor —dijo Vielle.
Más instrucciones entre murmullos.
—Quiero ver a Stephanie en cuanto llegue —dijo Greg.
—Puede verle arriba —dijo el cardiólogo—. Vamos a llevarlo a la UCI, señor Menotti. Parece que ha tenido un infarto de miocardio, y tenemos que…
—Eso es ridículo. Estoy bien. Me desmayé porque me golpeó un trozo de hielo, eso es todo. No he tenido un infar… Y entonces, bruscamente, silencio.
—¿Señor Menotti? —dijo Vielle—. ¿Greg?
—Está entrando en parada —dijo el cardiólogo—. Baje esa cama y traiga un desfribilador.
El zumbido de la alarma de código de parada empezó a sonar, y llegó gente corriendo. Joanna se apartó.
—Comenzamos la RPC —dijo el cardiólogo, y algo más que Joanna no logró oír. La alarma seguía sonando, un zumbido intermitente y ensordecedor. ¿Era un zumbido o un timbre?, pensó Joanna tontamente. Y entonces, se preguntó si ése era el sonido que oían antes de entrar en el túnel.
—Traigan esas palas —dijo el cardiólogo—. Y desconecten esa maldita alarma.
El zumbido cesó. Una percha para intravenosas cayó ruidosamente al suelo.
—Preparados para desfibrilar, apártense —dijo el cardiólogo, y se produjo un tipo distinto de zumbido—. Otra vez. Apártense. Una pausa.
—Demasiado lejos —dijo la voz de Greg Menotti, y Joanna dejó escapar el aliento.
—Ha vuelto —dijo alguien, y alguien más—: Ritmo smoidal normal.
—Ella está demasiado lejos —dijo Greg—. Nunca llegará a tiempo.
—Sí, lo hará —dijo Vielle—. Stephanie ya viene de camino. Estará aquí dentro de unos minutos.
Hubo otra pausa. Joanna se esforzó por oír el pitido tranquilizador del monitor.
—¿Cuál es la PS? —dijo el cardiólogo.
—Cincuenta y ocho. —Pero era la voz de Greg Menotti.
—Ochenta sobre sesenta —dijo otra voz.
—No —dijo Greg Menotti, enfadado—. Cincuenta y ocho. Ella nunca llegará a tiempo.
—Estaba a unas cuantas manzanas nada más —dijo Vielle—. Probablemente estará aparcando. Aguante, Greg.
—Cincuenta y ocho —dijo Greg Menotti, y una rubia bonita con un anorak azul llegó corriendo a Urgencias, seguida por la enfermera que estaba antes en la habitación.
—¿Señora? —decía la enfermera—. ¿Señora? Tiene usted que esperar en la sala. Señora, no puede entrar ahí. La rubia entró en la habitación.
—Stephanie está aquí, Greg —oyó decir Joanna a Vielle—. Le dije que llegaría.
—Greg, soy yo, Stephanie —dijo la rubia entre sollozos—. Estoy aquí.
Silencio.
—Setenta sobre cincuenta —dijo Vielle.
—Dejé el móvil en el coche mientras entraba en el supermercado. Lo siento mucho. Vine en cuanto pude.
—Sesenta sobre cuarenta y bajando.
—No —dijo Greg débilmente—. Demasiado lejos para que ella llegue.
Y luego la firme línea plana del monitor cardíaco.
Sobre el río Forked. Rumbo a Lakehurst.
—¿Está segura de que le dijo que yo la andaba buscando? —le preguntó Richard a la enfermera.
—Estoy segura, doctor Wright. Le dí su número cuando estuvo aquí esta mañana.
—¿Y cuándo fue eso?
—Hace como una hora. Estaba entrevistando a una paciente.
—¿Y no sabe adonde fue luego?
—No. Puedo darle el número de su busca.
—Ya tengo el número de su busca —dijo Richard. Llevaba toda la mañana intentando llamarla sin conseguir respuesta—. No creo que lo lleve encima.
—Las reglas del hospital exigen que todo el personal lleve su busca en todo momento —dijo la enfermera con tono de reproche, y extendió la mano hacia un talonario de recetas como para registrar la infracción.
“Bueno, sí”, se dijo él, y si ella lo llevaba eso haría que su vida fuera mucho más sencilla, pero era una regla ridícula: él desconectaba su propio busca la mitad de las veces. De lo contrario le interrumpían constantemente. Y si metía en problemas a la doctora Lander, ella no se sentiría inclinada a trabajar con él.
—Intentaré llamarla otra vez —dijo rápidamente—. Dijo usted que estaba entrevistando a una paciente. ¿Qué paciente?
—La señora Davenport. En la 314.
—Gracias —dijo él, y recorrió el pasillo hasta la habitación 314—. ¿Señora Davenport? —le dijo a una mujer canosa postrada en cama—. Estoy buscando a la doctora Lander, y…
—Y yo también —respondió la señora Davenport algo molesta—. Llevo llamándola toda la tarde.
De vuelta a la casilla número uno.
—Me dijo que podía hacer que la enfermera la llamara por el busca si recordaba algo más sobre mi experiencia cercana a la muerte —dijo la señora Davenport—, y he estado aquí sentada recordando todo tipo de cosas, pero ella no ha venido.
—¿Y no dijo adonde iba después de entrevistarla?
—No. Su busca sonó cuando yo iba por la mitad, y tuvo que marcharse corriendo.
Su busca sonó. Así que, al menos en ese momento, lo tenía conectado. Y si había salido corriendo, debía de tratarse de otro paciente. ¿Alguien que había entrado en parada y lo habían revivido? ¿Dónde podría ser? ¿En la UCI?
—Gracias —dijo él, y se encaminó hacia la puerta.
—Si la encuentra, dígale que he recordado que tuve una experiencia extracorporal. Fue como si estuviera flotando sobre la mesa de operaciones, mirando hacia abajo. Pude ver a los médicos y las enfermeras operándome, y el doctor dijo: “No sirve de nada, la hemos perdido”, y fue entonces cuando oí aquel zumbido y entré en el túnel. Yo…
—Se lo diré —dijo Richard, y salió al pasillo y regresó al puesto de las enfermeras.
—La señora Davenport dice que llamaron por el busca a la doctora Lander cuando la estaba entrevistando —le dijo a la enfermera—. ¿Tiene un teléfono que pueda usar? Tengo que llamar a la UCI.
La enfermera le tendió un teléfono y se dio media vuelta.
—¿Puede decirme cuál es la extensión de la UCI? Yo no…
—La 4502 —dijo una enfermera rubia que se acercaba al puesto—. ¿Está buscando a Joanna Lander?
—Sí —contestó él, agradecido—. ¿Sabe dónde está?
—No —dijo ella, mirándolo a través de sus largas pestañas—, pero sé dónde podría estar. En Pediatría. La llamaron de allí antes.
—Gracias —respondió él, colgando el teléfono—. ¿Puede decirme cómo llegar a Pediatría? Soy nuevo aquí.
—Lo sé —dijo ella, sonriendo con recato—. Es usted el doctor Wright, ¿verdad? Yo soy Tish.
—Tish, ¿en qué planta está Pediatría? Los ascensores están por allí, ¿verdad?
—Sí, pero Pediatría está en el ala oeste. La forma más sencilla de llegar es pasar por Endocrinología —dijo ella, señalando en la otra dirección—, luego suba las escaleras hasta el quinto, y cruce… —Se detuvo y le sonrió—. Será mejor que le acompañe. Es complicado.
—Ya me he dado cuenta —dijo él. Había necesitado casi media hora y preguntar a tres personas diferentes para llegar desde su despacho a Medicina Interna. “No se puede llegar desde aquí”, le había dicho una enfermera con bata rosa. El creyó que estaba bromeando. Ahora sabía que no.
—Eileen, voy a subir a Pediatría —le dijo Tish a la enfermera jefa, y le acompañó pasillo abajo—. Todo es porque el hospital Mercy General era antes el South General y Mercy Lutheran y además una guardería, y cuando los unieron no derribaron nada. Simplemente levantaron todos esos pasillos superiores y los corredores de conexión para que la cosa funcionara. Fue como hacer un bypass o algo por el estilo.
Abrió una puerta que decía “Sólo personal del hospital”, y empezó a subir las escaleras.
—Estas escaleras llevan al cuarto, quinto y sexto pisos, pero no al séptimo y el octavo. Si quiere ir a esas plantas, tiene que bajar por el pasillo en el que estábamos y usar el ascensor de servicio. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Seis semanas.
—¿Seis semanas? —dijo Tish—. ¿Entonces cómo es que no nos hemos visto antes? ¿Cómo es que no lo he visto en la Hora Feliz?
—No he podido encontrarla —dijo él—. Suerte tengo de encontrar mi despacho.
Tish dejó escapar una risita tintineante.
—Todo el mundo se pierde en el Mercy General. Lo más que la gente suele saber es cómo llegar del aparcamiento a la planta en la que trabaja y volver —dijo ella, adelantándose en las escaleras. “Para que pueda verle las piernas”, pensó él—. ¿Cuál es su especialidad médica?
—Soy neurólogo. Estoy aquí por un proyecto de investigación.
—¿De verdad? —dijo ella ansiosamente—. ¿Necesita una ayudante?
“Necesito un compañero”, pensó él.
Tish abrió una puerta marcada como “5” y lo condujo al pasillo.
—¿Qué clase de proyecto es? —preguntó—. La verdad es que quiero pedir el traslado.
Él se preguntó si estaría tan ansiosa por pedir el traslado después de enterarse de qué trataba el proyecto.
—Estoy investigando las experiencias cercanas a la muerte.
—¿Está intentando demostrar que hay vida después de la muerte? —preguntó Tish.
—No —replicó él, sombrío—. Es una investigación científica. Estoy investigando las causas físicas de las experiencias cercanas a la muerte.
—¿De veras? ¿Y qué cree que las causa?
—Eso es lo que estoy intentando averiguar. Estimulación del lóbulo temporal, para empezar, y anoxia.
—Oh —dijo ella, otra vez ansiosa—. Cuando dijo usted experiencias cercanas a la muerte, pensé que se refería a lo que hace el señor Mandrake. Ya sabe, creer en la vida después de la muerte y todo eso.
“Igual que todo el mundo —pensó Richard con amargura—, y por eso cuesta tanto trabajo que subvencionen la investigación de las ECM. Todos piensan que está lleno de gente que ve túneles y colorines, y tienen razón. El señor Mandrake y su libro, La luz al final del túnel, son los típicos ejemplos.” Pero ¿qué había de Joanna Lander?
Tenía buenas referencias, licenciada en Emory y doctorada en psicología cognitiva por Stanford, pero un doctorado, ni siquiera un doctorado en medicina era garantía de cordura. Mira al doctor Seagal. Y a Arthur Conan Doyle.
Doyle era médico. Había creado a Sherlock Holmes, por el amor de Dios, el creyente definitivo en la ciencia y el método científico, y sin embargo creía que era posible comunicarse con los muertos y las hadas.
Pero la doctora Lander había publicado artículos en Psychology Quarterly Review y en Nature, y tenía la experiencia en entrevistar a sujetos con ECM que él necesitaba.
—¿Qué sabe usted de la doctora Lander? —le preguntó a Tish.
—No mucho. Sólo llevo un mes en planta. Ella y el señor Mandrake vienen de vez en cuando a entrevistar a los pacientes.
—¿Juntos? —preguntó él bruscamente.
—No, no habitualmente. Él suele venir antes y ella después. ¿Para completar el trabajo? ¿O trabajaba de forma independiente?
—¿Cree la doctora Lander en la “vida después de la muerte y todo eso”, como usted lo llama?
—No lo sé. Nunca he hablado con ella excepto para ver si un paciente puede o no tener visitas. Es un poquito tímida. Lleva gafas. Creo que su investigación parece muy interesante, así que si necesita una ayudante…
—La tendré en mente —dijo él. Habían llegado al final del pasillo.
—Supongo que será mejor que regrese —dijo ella, lamentándolo—. Baje por ese pasillo —señaló a la izquierda—, y luego gire a la derecha. Verá el pasillo. Atraviéselo, luego gire a la derecha y después a la izquierda, y se encontrará con un bloque de ascensores. Baje al cuarto piso, gire a la derecha, y ya está. No tiene pérdida.
—Gracias —dijo él, esperando que ella tuviera razón.
—No hay de qué. —Le sonrió a través de sus pestañas—. Encantada de conocerle, doctor Wright. Si quiere ir a la Hora Feliz, llámeme, y me alegrará enseñarle el camino.
“A la derecha hasta el pasillo, y luego a la derecha y la izquierda”, pensó, mirando pasillo abajo, decidido a llegar a Pediatría antes de que la doctora Lander se marchara. Porque si lo hacía, no podría encontrarla nunca, no en aquella madriguera de conejos. Había tantas alas y pasillos de conexión y corredores que podían estar en la misma planta y no encontrarse nunca. Por lo que sabía, ella podía haberse pasado el día buscándolo, o perdida en huecos de escalera y túneles.
Tomó el ascensor y giró a la derecha y sí, allí estaba Pediatría. Se notaba porque la enfermera jefa llevaba una bata estampada con payasos y racimos de globos.
—Estoy buscando a la doctora Lander —le dijo. La enfermera negó con la cabeza.
—La llamamos antes, pero no ha aparecido todavía. “Mierda.”
—¿Pero va a venir?
—Aja. —Una voz sonó al fondo del pasillo, y una criatura con una bata de cuadros rojos, descalza, apareció en la puerta de una de las habitaciones. El… ¿niño? ¿La niña? No podía asegurarlo. Parecía tener unos nueve años. ¿El? ¿Ella? Tenía el pelo corto y rubio oscuro, y llegaba una bata de hospital debajo de la bata de cuadros. Un niño. Las niñas llevaban batas rosa de Barbie, ¿no?
Decidió no arriesgarse.
—Hola —dijo, acercándose—. ¿Cómo te llamas?
—Maisie —respondió la niña—. ¿Quién es usted?
—Soy el doctor Wright. ¿Conoces a la doctora Lander? Maisie asintió.
—Va a venir a verme hoy.
“Bien —pensó Richard—. Me quedaré aquí hasta que venga.”
—Viene a verme cada vez que estoy ingresada —dijo Maisie—. A las dos nos interesan los desastres.
—¿Desastres?
—Como el Hindenburg. ¿Sabía que había un perro? No se murió. Saltó.
—¿De veras? —dijo él.
—Está en mi libro. Se llamaba Ulla.
—Maisie —dijo una enfermera, no la que estaba en el puesto. Se acercó a la puerta—. No puedes estar levantada.
—El me ha preguntado dónde estaba Joanna —replicó Maisie, señalando a Richard.
—¿Joanna Lander? —dijo la enfermera—. No ha estado por aquí hoy. ¿Y dónde están tus zapatillas? —le preguntó a Maisie—. Venga, A la cama —ordenó, pero sin acritud—. Ahora.
—¿Pero puedo seguir hablando con él, enfermera Barbara?
—Un ratito —dijo Barbara, mientras llevaba a Maisie a la cama y la ayudaba a acostarse. Acomodó la cama—. Quiero que descanses.
—Tal vez yo debería… —empezó a decir Richard.
—¿Qué es un alsaciano? —preguntó Maisie.
—¿Un alsaciano? —dijo Barbara, perdida.
—Es lo que era Ulla —dijo Maisie, pero a Richard—. El perro del Hindenburg.
La enfermera le sonrió, palmeó el pie de Maisie cubierto por las sábanas, y dijo:
—No te levantes de la cama. Y salió.
—Creo que un alsaciano es un pastor alemán —dijo Richard.
—Apuesto a que sí, porque el Hindenburg era de Alemania. Estalló mientras aterrizaba en Eakehurst. Eso está en Nueva Jersey. Tengo una foto —dijo Maisie, levantándose de la cama y acercándose el armario—. Está en mi libro.
Rebuscó en una mochila rosa (allí estaba Barbie, en el bolsillo lateral de la mochila) y sacó un enorme libro con una foto del monte Santa Helena en la cubierta y el título Desastres del siglo XX.
—¿Puede llevármelo a la cama? No puedo cargar con cosas pesadas.
—Claro que sí —dijo Richard. Tomó el libro y lo depositó sobre la cama. Maisie lo abrió, de pie junto a ella.
—Una niña y dos niños pequeños. Se quemaron. La niña murió —dijo, sin aliento—, Pero Ulla no murió. Mire, aquí está la foto.
Él se inclinó hacia el libro, esperando ver una foto del perro, pero se trataba de una foto del Hindenburg ardiendo.
—Joanna me regaló este libro —dijo Maisie, pasando las páginas—. Trae todo tipo de desastres. Mire, ésta es la inundación de Johnstown.
Él contempló obediente una foto de casas aplastadas contra un puente. Un árbol asomaba por la ventana del primer piso de una de ellas.
—¿Así que la doctora Lander y tú sois buenas amigas? Ella asintió, y siguió pasando páginas.
—Vino a hablarme cuando entré en parada —dijo ella, como si tal cosa—, y entonces descubrimos que a las dos nos gustan los desastres. Ella estudia las experiencias cercanas a la muerte, ¿sabe?
Richard asintió.
—Tuve una fibrilación. Tengo cardiomiopatía —dijo ella, sin darle ninguna importancia—. ¿Sabe lo que es?
“Sí —pensó él—. Un corazón maltrecho, incapaz de bombear adecuadamente, propenso a entrar en fibrilación ventricular.” Eso explicaba lo agitado de su respiración.
—Oí un sonido extraño, y entonces aparecí en el túnel —dijo Maisie—. Algunas personas recuerdan todo tipo de cosas, como que vieron a Jesús y el cielo, pero yo no. Apenas podía ver nada porque el túnel estaba oscuro y nublado. El señor Mandrake dijo que vi una luz al final del túnel, pero yo no vi ninguna luz. Joanna dice que sólo debe una decir lo que ves, no lo que alguien más dice que deberías ver.
—Tiene razón —dijo Richard—. ¿El señor Mandrake te entrevistó también?
—Aja —respondió Maisie, y puso los ojos en blanco—. Me preguntó si vi gente esperándome, y dije que no, porque no pude, y él dijo: “Trata de recordar.” Joanna dice que no debes hacer eso porque a veces te inventas cosas que no sucedieron de verdad. Pero el señor Mandrake dice: “Trata de recordar. Hay una luz, ¿verdad, nena?” Odio que la gente me llame “nena”.
—¿La doctora Lander no lo hace?
—No —dijo ella, y al enfatizar la palabra su respiración se volvió más dificultosa—. Ella es simpática.
Bueno, ahí tienes una buena referencia. La doctora Lander no era una investigadora con planes predeterminados. Y obviamente era consciente de las posibilidades de fabulación tras una ECM. Y le había regalado un libro a una niña pequeña, aunque fuera un libro peculiar para una niña.
—Mire —dijo Maisie—. Esta es la Inundación de la Gran Melaza. Sucedió en 1919. —Señaló una borrosa foto en blanco y negro de lo que parecía aceite—. Tres enormes depósitos llenos de melaza… eso es una especie de jarabe —confesó.
Richard asintió.
—Esos enormes depósitos se rompieron y toda la melaza se salió y ahogó a todo el mundo. Veintiuna personas. No sé si algunos serían niños pequeños. Debe de ser curioso ahogarse en jarabe, ¿no le parece? —preguntó, mientras su respiración empezaba a emitir un silbidito peculiar.
—¿No te dijo la enfermera que te quedaras en la cama?
—Enseguida me acuesto. ¿Cuál es su desastre favorito? El mío es el del Hindenburg —dijo la niña, volviendo a la foto en la que el dirigible caía de cola, envuelto en llamas—. Había un miembro de la tripulación en la parte del globo cuando estalló y todos los demás cayeron, pero él se agarró a las cosas de metal. —Señaló el armazón metálico visible entre las llamas.
—Los puntales.
—Se quemó las manos, pero no se soltó. Tengo que hablarle de él a Joanna cuando venga.
—¿Cuándo dijo que iba a venir?
Ella se encogió de hombros, inclinada sobre la foto, tocándola prácticamente con la nariz, como si estuviera buscando al desdichado tripulante entre las llamas. O al perro.
—No sé si sabe que estoy aquí. Le dije a la enfermera Barbara que la llamara. A veces ella desconecta el busca, pero siempre viene a verme en cuanto se entera de que estoy aquí, y tengo un montón de fotos más del Hindenburg que enseñarle. Mire, éste es el capitán. Murió. ¿Sabía…?
El la interrumpió.
—Maisie, tengo que irme.
—Espere, no puede irse todavía. Sé que ella vendrá muy pronto. Siempre viene en cuanto…
Barbara asomó la cabeza por la puerta.
—¿Doctor Wright? Hay un mensaje para usted.
—¿Ve? —dijo Maisie, como si eso demostrara algo.
—Me parece que te dije que volvieras a la cama —dijo Barbara, y Maisie se metió rápidamente en la cama—. Doctor Wright, Tish Vanderbeck me pidió que le dijera que se ha puesto en contacto con la doctora Lander y que tiene que subir a Medicina Interna.
—Gracias —dijo él—. Maisie, tengo que ir a ver a la doctora Lander. Me ha gustado mucho hablar contigo.
—Espere, no puede irse todavía. No le he hablado de la niña y los niños pequeños.
Parecía verdaderamente molesta, pero él no quería perder de nuevo a la doctora Lander.
—Muy bien —dijo—. Me lo cuentas rápido y luego me voy.
—Vale. Bueno, la gente tuvo que saltar porque todo estaba en llamas. La niña saltó, pero los niños pequeños estaban demasiado asustados para hacerlo, y a uno de ellos se le quemó el pelo, así que su madre lo lanzó. El tipo de la tripulación también estaba ardiendo, sus manos, pero no se soltó. —Alzó la cabeza, inocentemente—. ¿Cómo cree que debe de ser eso de quemarse?
—No lo sé —dijo Richard, preguntándose si hablar de cosas tan desagradables con una niña enferma era buena idea—. Terrible, supongo.
Maisie asintió.
—Creo que yo me soltaría. Estaba aquel otro tipo… Hablando de soltarse…
—Maisie, tengo que ir a buscar a la doctora Lander. No quiero perderla.
—¡Espere! Cuando la vea, dígale que tengo algo que decirle. Sobre las experiencias cercanas a la muerte. Dígale que estoy en la habitación 456.
—Lo haré —dijo él, y se encaminó hacia la puerta.
—Es sobre el tipo de la tripulación. Estaba en la parte del globo cuando el Hindenburg explotó y…
A ese ritmo, pasaría allí el día entero.
—Tengo que irme, Maisie —dijo, y no esperó a que ella protestara. Corrió pasillo abajo, giró a la izquierda y se perdió inmediatamente. Tuvo que pararse y preguntar a un celador cómo llegar al pasillo de conexión.
—Vuelva por este pasillo, gire a la derecha y luego siga hasta el fondo —dijo el celador—. ¿Adónde intenta llegar?
—A Medicina Interna.
—Eso está en el edificio principal. La forma más rápida es bajar por este pasillo y girar a la izquierda hasta que vea una puerta que dice “Personal”. Hay una escalera. Le llevará a la segunda planta. Siga entonces el corredor y luego corte camino por Radiología hasta el ascensor de servicio, luego suba a la tercera.
Richard lo hizo, corriendo prácticamente en el último tramo, temeroso de que la doctora Lander se hubiera ido ya. No había llegado todavía.
—O al menos no la he visto —dijo la enfermera encargada—. Puede que esté con la señora Davenport.
Richard se acercó a la habitación de la señora Davenport, pero ella no estaba allí.
—Ojalá viniera —dijo la señora Davenport—. Tengo tantas cosas que contarles a ella y al señor Mandrake. Mientras flotaba por encima de mi cuerpo, oí al doctor decir…
—¿El señor Mandrake?
—Maurice Mandrake. Escribió La luz al final del túnel. Va a entusiasmarle que yo haya recordado…
—Creí que la estaba entrevistando la doctora Lander.
—Me entrevistan los dos. Trabajaban juntos, ¿sabe?
—¿Trabajan juntos?
—Sí, eso creo. Los dos vienen y me entrevistan.
“Eso no significa que trabajen juntos”, pensó Richard.
—… aunque he de decir que ella no es tan simpática como el señor Mandrake. A él le interesa tanto todo lo que digo…
—¿Le dijo ella que trabajaban juntos?
—No exactamente —dijo la mujer. Parecía confusa—. Supuse… el señor Mandrake está escribiendo un nuevo libro sobre los mensajes del Otro Lado.
Ella no sabía con certeza que estuvieran trabajando juntos, pero si eso era siquiera una posibilidad… Mensajes de los muertos, por el amor de Dios.
—Discúlpeme —dijo él bruscamente, y salió de la habitación para chocar directamente con un hombre alto y canoso vestido con un traje de rayas—. Lo siento —se excusó Richard, y se dispuso a continuar, pero el hombre lo agarró por el brazo.
—Usted es el doctor Wright, ¿verdad? —dijo, estrechando la mano de Richard en un confiado apretón—. Iba a verlo. Quiero discutir sobre su investigación.
Richard se preguntó quién era. ¿Un colega investigador? No, el traje era demasiado caro, el pelo demasiado repeinado. Un miembro del consejo del hospital.
—Tenía intención de ir a verlo después de visitar a la señora Davenport, y aquí está usted —dijo—. Supongo que habrá estado escuchando el testimonio de su ECM, o, como yo prefiero llamarla, su ECO V, experiencia cercana a la otra vida, porque eso es lo que son. Un atisbo de la otra vida que nos espera, un mensaje de más allá de la tumba.
“Maurice Mandrake”, pensó Richard. Mierda. Tendría que haberlo reconocido por las fotos de la solapa de sus libros. Y debía prestar más atención por dónde iba.
—Me encanta que se haya unido a nosotros en el Mercy General —decía Mandrake—, y que la ciencia por fin reconozca la existencia de la otra vida. La ciencia y el estamento médico suelen cerrarse en banda cuando se trata de la inmortalidad. Me alegro de que usted no. ¿Qué abarca exactamente su investigación?
—En realidad ahora mismo no puedo hablar. Tengo una cita —dijo Richard, pero Mandrake no tenía ninguna intención de dejarlo marchar.
—El hecho de que la gente que ha tenido experiencias cercanas a la muerte informe consistentemente que ha visto las mismas cosas demuestra que no se trata de una simple alucinación.
—¿Doctor Wright? —llamó la enfermera encargada desde el puesto—. ¿Sigue buscando todavía a la doctora Lander? La hemos localizado.
—¿Jo? —dijo Mandrake, complacido—. ¿Ésa es su cita? Encantadora muchacha. Ella y yo trabajamos juntos. El alma se le cayó a Richard a los pies.
—¿Trabajan ustedes juntos?
—Oh, sí. Hemos trabajado estrechamente en varios casos. “Tendría que haberlo supuesto”, pensó Richard.
—Naturalmente, nuestro énfasis es distinto —dijo Mandrake—. Yo estoy interesado en el aspecto de los mensajes de las ECM. Y tenemos métodos de entrevista distintos —añadió, frunciendo levemente el ceño—. ¿Tenía que encontrarse aquí con la doctora Lander? A menudo es difícil de localizar.
—La doctora Lander no es la persona con la que tengo la cita —dijo Richard. Se volvió hacia la enfermera encargada—. No. No necesito verla.
Mandrake volvió a agarrarle la mano.
—Encantado de conocerlo, doctor Wright, y espero ansiosamente que trabajemos juntos.
“Por encima de mi cadáver —pensó Richard—. Y no le enviaré ningún mensaje desde más allá de la tumba.”
—Tengo que ir a ver a la señora Davenport —dijo Mandrake, como si Richard fuera quien lo había entretenido, y lo dejó allí plantado.
Tendría que haberlo imaginado. Los investigadores de ECM podían recopilar datos y elaborar muestras estadísticas, podían publicar artículos en The Psychology Quarterly Review, podían incluso caer bien a los niños, pero todo era fachada. En realidad eran espiritualistas modernos que usaban trampas pseudocientíficas para otorgar credibilidad a lo que en realidad era religión. Se dirigió hacia los ascensores.
—¡Doctor Wright! —lo llamó Tish. Se dio la vuelta.
—Ella está aquí —dijo Tish, y se volvió para correr detrás de una mujer joven vestida con falda y rebeca que se encaminaba hacia el puesto de enfermeras—. Doctora Lander —dijo cuando la alcanzó—. El doctor Wright quiere hablar con usted.
—Dígale que yo…
—Está aquí mismo —dijo Tish, acercándolo—. Doctor Wright, la he encontrado.
“Maldición, Tish —pensó él—. Un minuto más y habría salido de aquí. ¿Y ahora qué voy a decirle a la doctora Lander que quiero de ella?”
Se acercó. No era, como había dicho Tish, tímida, aunque llevaba gafas de montura de alambre que daban a su rostro un aspecto picante. Tenía los ojos almendrados y el pelo castaño, recogido hacia atrás con pinzas plateadas.
—Doctora Lander, yo…
—Mire, doctor Wright —dijo ella, alzando una mano para detenerlo—. Estoy segura de que ha tenido usted una experiencia cercana a la muerte fascinante, pero éste no es el momento adecuado. He tenido un día bastante malo, y no soy la persona con la que quiere hablar. Tiene usted que ver a Maurice Mandrake. Puedo darle el número de su busca.
—Está ahí dentro, con la señora Davenport —dijo Tish, servicial.
—Ahí tiene, Tish le enseñará dónde está. Seguro que querrá saber todos los detalles. Tish, llévalo con el señor Mandrake. Y pasó de largo.
—No se moleste, Tish —dijo él, airado por su rudeza—. No me interesa hablar con el socio de la doctora Lander.
—¿Socio? —La doctora Lander se volvió a mirarlo—. ¿Quién le ha dicho que somos socios? ¿Ha sido él? ¡Primero me roba a todos mis sujetos y los estropea y ahora va por ahí diciéndole a la gente que trabajamos juntos! ¡No tiene derecho! —Dio una patadita en el suelo—. ¡ Yo no trabajo con el señor Mandrake!
Richard la agarró por el brazo.
—Espere. Guau. Tiempo muerto. Creo que tenemos que empezar de nuevo.
—Bien. No trabajo con Maurice Mandrake. Estoy intentando llevar a cabo una investigación científica legítima sobre las experiencias cercanas a la muerte, pero él está haciendo que sea absolutamente imposible…
—Y yo he estado intentando hablar con usted al respecto —dijo él, tendiéndole la mano—. Richard Wright. Llevo a cabo un proyecto sobre las causas neurológicas de la experiencia cercana a la muerte.
—Joanna Lander —dijo ella estrechando su mano—. Mire, lo siento de veras. Yo… Él sonrió.
—Ha tenido un mal día.
—Sí —dijo, y él se sorprendió por la amargura de la mirada que le dirigía.
—Si éste es mal momento para hablar, no tenemos por qué hacerlo ahora mismo —dijo él rápidamente—. Podíamos quedar mañana, si le viene bien.
Ella asintió.
—Hoy no es… uno de mis sujetos… —Se rehízo—. Mañana estará bien. ¿A qué hora?
—¿A las diez? O podríamos vernos para almorzar. ¿Cuándo abre la cafetería?
—Casi nunca —respondió ella, y sonrió—. A las diez me va bien. ¿Dónde?
—Mi laboratorio está en la seis-este.
—Mañana a las diez —dijo ella, y empezó a caminar por el pasillo, pero no había dado cinco pasos cuando se dio la vuelta y se puso a caminar hacia él.
—Qué…
—Shh —dijo, pasando de largo—. Maurice Mandrake —murmuró, y abrió una puerta blanca que indicaba “Sólo personal”.
El miró hacia atrás, vio un traje de mil rayas doblando la esquina, y se metió por la puerta tras ella. Daba a una escalera de bajada.
—Lo siento —dijo ella, mientras empezaba a bajar los escalones de cemento pintados de gris—, pero me temo que si tuviera que hablar con él ahora mismo, lo mataría.
—Conozco la sensación —respondió Richard, y empezó a bajar las escaleras tras ella—. Ya he tenido un encuentro con él hoy.
—Por aquí llegaremos a la primera planta, y luego a los ascensores. Llegó al rellano y se detuvo en seco, con aspecto desazonado.
—¿Qué pasa? —preguntó él, alcanzándola. Una tira de cinta amarilla que anunciaba “No cruzar” bloqueaba el paso. Por debajo, las escaleras resplandecían de brillante pintura celeste aún húmeda.
¡Oh, mierda!
—Tal vez la pintura esté ya seca —dijo el doctor Wright, aunque estaba claro que seguía húmeda. Joanna se agachó y la tocó.
—No —dijo, alzando el dedo para mostrarle la manchita celeste en la punta.
—¿Y no hay otra salida?
—Por donde vinimos. ¿Le dijo el doctor Mandrake adonde iba?
—Sí. A ver a la señora Davenport.
—Oh, no, se pasará allí una eternidad. La revisión de la vida de la señora Davenport es más larga que la vida de la mayoría de la gente. Y han pasado tres horas desde la última vez que la vi. Sin duda habrá “recordado” todo tipo de detalles mientras tanto. Y lo que no haya recordado lo inventará el señor Mandrake.
—¿Cómo pudo conseguir un chiflado como Mandrake permiso para realizar sus investigaciones en un hospital reputado como el Mercy General?
—Dinero —dijo ella—. Les ha donado la mitad de los derechos de La luz al final del túnel. Ha vendido más de veinticinco millones de ejemplares.
—Lo cual confirma la verdad del refrán, que nace un tonto cada minuto.
—Y que la gente cree lo que quiere creer. Sobre todo Esther Brightman.
—¿Quién es Esther Brightman?
—La viuda de Harold Brightman, de Industrias Brightman, la miembro más anciana del consejo de dirección del Mercy General. Y una devota discípula de Mandrake, creo que porque puede cruzar al Otro Lado de un momento a otro. Ha donado más dinero al Mercy General que Mandrake, y que todo el Instituto de Investigación, cuando muera, recibirán toda la herencia. Si no cambia el testamento antes.
—Lo cual significa permitir que Mandrake contamine el lugar. Ella asintió.
—Y cualquier otro proyecto conectado con las ECM. Que es lo que yo estoy haciendo aquí. Él frunció el ceño.
—¿No teme la señora Brightman que una investigación científica legítima socave la idea de la vida después de la muerte? Ella negó con la cabeza.
—Está convencida de que las pruebas demostrarán la existencia de la otra vida, y de que yo acabaré por ver la luz. Tendría que estarles agradecidos. La mayoría de los hospitales no quieren acercarse a la investigación sobre las ECM ni con un palo de tres metros. Yo no soy agradecida. Sobre todo ahora. —Miró especulativamente hacia la puerta—. Podríamos intentar pasar de largo mientras la señora Davenport le cuenta la apasionante historia de su examen de ortografía de tercero.
Subió de puntillas las escaleras y abrió la puerta una rendija.
El señor Mandrake estaba en el pasillo, charlando con Tish.
—La señora Davenport y todos los demás han sido enviados como emisarios —decía—, para comunicarnos la noticia de lo que nos espera al Otro Lado.
Joanna cerró la puerta con cuidado y volvió junto al doctor Wright.
—Está charlando con Tish —susurró—, contándole cómo las ECM son mensajes del Otro Lado. Y mientras tanto, nosotros estamos atrapados en Este Lado. —Se acercó al rellano—. No sé usted, pero no puedo soportar la idea de tener que escuchar sus teorías sobre la vida después de la muerte. Hoy no. Así que creo que esperaré aquí hasta que se marche.
Rodeó el rellano y se sentó donde no pudieran verla desde arriba, con los pies en el escalón situado por encima de la cinta amarilla.
—No se quede si no quiere, doctor Wright. Estoy segura de que tiene cosas más importantes…
—Mandrake ya me ha pillado una vez hoy —dijo él—. Y quería hablar con usted, ¿recuerda? Para que trabajara conmigo en mi proyecto. Este lugar parece ideal. No hay ruido, ni interrupciones… Pero no me llame doctor Wright. No cuando estamos atrapados en una escalera recién pintada. Soy Richard. —Le tendió la mano.
—Joanna —dijo ella, estrechándosela. Se sentó frente a ella.
—Hábleme de su mal día, Joanna. Ella apoyó la cabeza contra la pared.
—Ha muerto un hombre.
—¿Algún amigo íntimo? Ella negó con la cabeza.
—Ni siquiera lo conocía. Lo estaba entrevistando en Urgencias… y…
“Estaba allí —pensó—, y al momento siguiente ya no estaba.” Y no era una forma de hablar, un eufemismo para expresar la muerte como “pasó a mejor vida”. Eso había parecido. Mientras lo miraba allí tendido en Urgencias, con el monitor gimiendo, el cardiólogo y las enfermeras trabajando frenéticamente, no fue como si Greg Menotti se hubiera desconectado o dejado de existir. Fue como si se hubiera desvanecido.
—¿Tuvo una ECM? —preguntó Richard.
—No. No lo sé. Tuvo un ataque al corazón y se recuperó en la ambulancia, y dijo que no recordaba nada, pero mientras el doctor lo examinaba volvió a sufrir otro ataque, y dijo: “Demasiado lejos para que ella llegue.” —Miró a Richard—. Las enfermeras pensaron que estaba hablando de su novia, pero no, porque ella ya estaba allí.
“Y él estaba en algún otro lugar —pensó Joanna—. Igual que Coma Carl. Un lugar demasiado lejano para que ella llegara.”
—¿Qué edad tenía?
—Treinta y seis años.
—Y probablemente ningún daño previo —dijo él, enfadado—. Si hubiera sobrevivido otros cinco minutos, podrían haberlo llevado a quirófano, practicarle un bypass, y le habrían concedido diez, veinte, incluso cincuenta años más. —Se inclinó hacia delante, ansiosamente—. Por eso esta investigación es tan importante. Si podemos averiguar qué sucede en el cerebro cuando está muriendo, entonces podremos diseñar estrategias para impedir muertes innecesarias como la de esta tarde. Y creo que las ECM son la clave, que se trata de un mecanismo de supervivencia…
—¿Entonces no está de acuerdo con Noyes y Linden en que la ECM es causada por las endorfinas y que su propósito es preparar a la mente para el trauma de la muerte?
—No, y no estoy de acuerdo con la teoría del doctor Roth de que es un despegue psicológico del miedo. No hay ninguna ventaja evolutiva en que morir sea más fácil o más agradable. Cuando el cuerpo está herido, el cerebro inicia una serie de estrategias de supervivencia. Deja sin sangre todas las partes del cuerpo que pueden pasar sin ella, aumenta el ritmo de la respiración para producir más oxígeno, concentra la sangre donde más falta hace…
—¿Y cree que la ECM es una de esas estrategias? —preguntó Joanna.
Él asintió.
—La mayoría de los pacientes que experimentan ECM fueron revividos con el desfibrilador o con norepinefrina, pero algunos empezaron a respirar otra vez por su cuenta.
—¿Y cree que la ECM fue lo que los revivió?
—Creo que los procesos neuroquímicos que causaron la ECM los revivieron, y que la ECM es un efecto secundario de esos procesos. Y una pista de lo que son y de cómo funcionan. Y si puedo descubrirlo, ese conocimiento podría llegar a ser utilizado para revivir a pacientes. ¿Está familiarizada con el nuevo escáner TPIR?
Joanna negó con la cabeza.
—¿Es similar al escáner TEP? Él asintió.
—Ambos miden la actividad cerebral, pero el TPIR es exponencialmente más rápido y más detallado. Además, usa marcadores químicos, no radiactivos, así que el número de escaneos por sujeto no tiene que quedar limitado. Fotografía simultáneamente la actividad electroquímica en diferentes subsecciones del cerebro para conseguir una imagen tridimensional de la actividad neural en el cerebro en funcionamiento. O en el cerebro moribundo.
—¿Quiere decir que teóricamente podría sacar una foto de una ECM?
—Teóricamente no —dijo Richard—. He…
La puerta se abrió.
Los dos se quedaron inmóviles.
Por encima de ellos, sonó una voz de hombre:
—… sesión muy productiva. La señora Davenport ha recordado que experimentó la Orden de Regreso y la Revisión de Vida mientras estuvo muerta.
—Oh, Dios —susurró Joanna—. Es Mandrake. Richard se asomó con cuidado.
—Tiene razón —susurró—. Ha abierto la puerta.
—¿Puede vernos desde allí? Él sacudió la cabeza.
—¿Entonces es verdad? —preguntó desde la puerta la voz de una mujer joven.
—Ésa es Tish —susurró Joanna.
Richard asintió, y los dos permanecieron absolutamente inmóviles, la cabeza vuelta hacia las escaleras y la puerta, escuchando atentamente.
—¿Toda tu vida te pasa por delante antes de morir? —preguntó Tish.
—Sí, los acontecimientos de la vida te son mostrados en un panorama de imágenes llamado Revisión de Vida —dijo el señor Mandrake—. El Ángel de Luz guía al alma en su examen de la vida y del significado de esos acontecimientos. Acabo de hablar con la señora Davenport. El Ángel le mostró los hechos de su vida y dijo: “Ve y comprende.” No sólo comprenderemos nuestras propias vidas, sino también la vida misma, el vasto océano de comprensión y amor que será nuestro cuando alcancemos la eternidad.
Richard miró a Joanna.
—¿Cuánto tiempo puede seguir así? —susurró.
—Eternamente —respondió ella.
—¿Entonces cree usted de verdad que hay otra vida? —preguntó Tish.
“¿Es que no tiene pacientes que atender?”, pensó Joanna, exasperada. Pero se trataba de Tish, para quien flirtear era tan natural como respirar. No podía dejar de tirarle los tejos a cualquier varón, aunque fuera el señor Mandrake. Y Richard ya la había conocido, obviamente. Joanna se preguntó cómo había conseguido librarse.
—No creo que hay otra vida —respondió Mandrake—. Lo sé. Tengo pruebas científicas de que existe.
—¿De verdad? —dijo Tish.
—Tengo testigos. Mis sujetos explican que el Otro Lado es un lugar maravilloso, lleno de luz dorada y de los rostros de los seres queridos.
Hubo una pausa. “Tal vez se marcha ya”, pensó Joanna, esperanzada.
La puerta se abrió un poquito más y alguien empezó a bajar las escaleras. Richard se puso en pie de un brinco y cruzó el rellano en un instante, obligando a Joanna a ponerse en pie, y ambos se apretujaron contra la pared, su brazo cubriéndola, sujetándola. Esperaron, sin respirar.
La puerta se cerró y los pasos bajaron hacia ellos. “Llegará al rellano en un momento, ¿y cómo vamos a explicarle que estamos aquí agazapados como un par de niños jugando al escondite?” Joanna miró a Richard. Él se llevó un dedo a los labios. Los pasos se acercaron.
—¡Señor Mandrake! —llamó la lejana voz de Tish, y oyeron que la puerta volvía a abrirse—. ¡Señor Mandrake! No puede bajar por ahí. Está recién pintado.
—¿Cómo? —dio el señor Mandrake.
—Han estado pintando todas las escaleras.
Otra pausa. El brazo de Richard se tensó contra Joanna, y entonces oyeron el sonido de pasos que subían.
—¿Adonde iba usted, señor Mandrake? —preguntó Tish.
—A Urgencias.
—Oh, entonces tiene que ir a Ortopedia y tomar el ascensor. Venga, déjeme que le muestre el camino. Otra larga pausa, y la puerta se cerró. Richard se asomó para mirar.
—Se ha ido.
Retiró el brazo y se volvió para encararse a Joanna.
—Temí que fuera a insistir en ver con sus propios ojos que las escaleras estaban recién pintadas.
—¿Bromea? —dijo Joanna—. Ha basado toda su carrera en aceptar las cosas por un acto de fe.
Richard se echó a reír y subió las escaleras hacia la puerta.
—Yo no lo haría si fuera usted —dijo ella—. Sigue ahí fuera. Richard se detuvo y la miró, confuso.
—dijo que iba a Urgencias. Ella sacudió la cabeza.
—No mientras tenga público.
Richard abrió la puerta con cautela y volvió a cerrarla.
—Tiene usted razón. Le está contando a Tish cómo el Ángel de Luz le explicó a la señora Davenport los misterios del universo.
—Eso le llevará un mes —dijo Joanna. Se desplomó resignada en un escalón—. Usted es médico. ¿Cuánto tiempo tarda una persona en morir de inanición?
El pareció sorprenderse.
—¿Tiene hambre?
Ella apoyó la cabeza contra la pared.
—Me tomé un pastelito para desayunar. Hace como un millón de años.
—Bromea —dijo él, rebuscando en los bolsillos de su bata—. ¿Quiere una barrita energética?
—¿Tiene usted comida?
—La cafetería está siempre cerrada cuando intento comer allí. ¿Abre alguna vez?
—No —dijo Joanna.
—Tampoco parece haber restaurantes por aquí cerca.
—No los hay. Taco Pierre’s es el más cercano, y está a diez manzanas.
—¿Taco Pierre’s? Ella asintió.
—Burritos preparados y mucha ensalada.
—Umm —dijo él. Sacó una manzana, la frotó contra su solapa, y se la tendió—. ¿Quiere una manzana? Ella la aceptó, agradecida.
—Primero me salva del señor Mandrake y luego de morir de hambre —dijo, dando un bocado—. Sea lo que sea lo que quiere de mí, lo haré.
—Bien —respondió él, buscando en su otro bolsillo—. Quiero que defina para mí la experiencia cercana a la muerte.
—¿Definir? —dijo ella con la boca llena.
—Las sensaciones. Lo que la gente experimenta cuando tiene una ECM. —Sacó una barrita energética Nutri-Grain y se la tendió—. ¿Experimentan todos lo mismo, o es diferente para cada individuo?
—No —dijo ella, tratando de sacar la barrita de su envoltorio brillante—. Decididamente parece haber una experiencia nuclear, como la llama el señor Mandrake. —Mordió el papel de estaño, intentando rasgarlo—. Definirla es otra cuestión.
Richard tomó la barrita de sus manos, la abrió y se la devolvió.
—Gracias. El problema es el libro del señor Mandrake y todo el material sobre la experiencia cercana a la muerte que hay. Le han dicho a la gente lo que debe ver, y naturalmente todos lo ven.
Él frunció el ceño.
—¿Entonces cree usted de verdad que la gente ve un túnel y una luz y una figura divina?
Ella le dio un mordisco a la barrita.
—No he dicho eso. Las ECM no empezaron con el señor Mandrake ni con esta moda de libros que ahora sufrimos. Hay registros que se remontan a la antigua Grecia. En la República de Platón se narra que un soldado llamado Er murió y atravesó pasillos que conducían a los reinos de la otra vida, donde vio espíritus y algo que se parecía al cielo. El Libro tibetano de los muertos, del siglo VIH, habla de abandonar el cuerpo, quedar suspendido en un vacío neblinoso y entrar en un reino de luz. Y la mayoría de los elementos nucleares parecen remontarse a tiempos muy lejanos. Dio otro bocado.
—No es que la gente no vea el túnel y todo lo demás. Es que es difícil separar el grano de la paja. Y hay toneladas de paja. La gente tiende a usar las ECM para llamar la atención. O para reforzar su creencia en lo paranormal. El veintidós por ciento de las personas que sostienen haber tenido ECM dicen también ser clarividentes o telequinéticos, o haber tenido regresiones a vidas pasadas como Bridey Murphy. El catorce por ciento dicen haber sido abducidos por extraterrestres.
—¿Entonces cómo separa usted el grano de la paja? Ella se encogió de hombros.
—Observando el lenguaje corporal. Tuve una paciente el mes pasado que dijo: “Cuando vi la luz, comprendí el secreto del universo”, cosa que, por cierto, es un comentario común. Cuando le pregunté cuál era, me dijo: “Le prometí a Jesús que no lo diría.” Pero al decirlo, extendió la mano, como si buscara algo situado fuera de su alcance.
—Imitó el gesto a modo de demostración—. Y buscando experiencias alejadas de los tópicos comunes para encontrar detalles consistentes. La gente tiende a incluir muchos más detalles específicos, algunos aparentemente irrelevantes, cuando describe lo que ha experimentado de verdad en vez de lo que piensa que debería haber visto.
—¿Y qué ha experimentado de verdad? —preguntó Richard.
—Bueno, decididamente hay una sensación de oscuridad, y una sensación de luz, normalmente en ese orden. También parece haber algún tipo de sonido, aunque por lo visto nadie consigue poder describirlo muy bien. El señor Mandrake dice que es un zumbido…
—… y por tanto todos sus pacientes dicen que es un zumbido —dijo Richard.
—Sí, pero ni siquiera ellos parecen demasiado convencidos —dijo Joanna, recordando la incertidumbre en la voz de la señora Davenport—. Y mis sujetos dicen todo tipo de cosas. Es un chasquido, un rugido, un roce y un alarido.
—¿Pero parece ser un sonido?
—Oh, sí, el ochenta y ocho por ciento de mis pacientes lo mencionaron. Sin que les indujera a ello.
—¿Qué hay de lo de flotar por encima de tu cuerpo en la mesa de operaciones? —preguntó Richard, sacándose una cajita de pasas del bolsillo.
—El señor Mandrake sostiene que el sesenta por ciento de sus pacientes tiene una experiencia extracorporal, pero sólo el once por ciento de los míos lo hacen. El setenta y cinco por ciento de los míos mencionan sensaciones de paz y calor, y casi el cincuenta por ciento dicen haber visto una especie de figura, normalmente religiosa, normalmente vestida de blanco, a veces brillante o resplandeciente de luz.
—El Ángel de Luz de Mandrake —dijo Richard.
Ella extendió la mano, y él depositó vanas pasas en su palma.
—Los que han pasado por el lavado de cerebro del señor Mandrake ven a un Ángel de Luz y a sus parientes muertos, esperando saludarlos en el Otro Lado, pero para todos los demás parece ser cosa de su religión. Los cristianos ven a ángeles o a Jesús, a menos que sean católicos, porque entonces ven a la Virgen María. Los hindúes ven a Krishna o a Vishnú, los no creyentes ven a sus parientes. O a Elvis. —Se comió una pasa—. A eso me refería al hablar del grano y la paja. La gente acarrea tantas cosas de su propia educación, que es casi imposible saber qué vieron en realidad.
—¿Qué hay de los niños? —preguntó él—. ¿No tienen menos ideas preconcebidas?
—Sí, pero también son más tendentes a querer complacer al adulto que los entrevista, como se demostró en los casos de abusos en las guarderías de los años ochenta. Se puede manipular a los niños para que digan cualquier cosa.
—No sé —dijo él, dudoso—. Hoy he conocido a una niña pequeña que no parecía demasiado influenciable. Usted la conoce. Maisie.
—¿Ha hablado con Maisie Nellis? —dijo ella, y luego frunció el ceño—. No sabía que la hubieran vuelto a ingresar. Richard asintió.
—Me dijo que le dijera que tiene algo importante que decirle. Hablamos un rato sobre el Hindenburg. Ella sonrió.
—¿Ése es el desastre de la semana? Él asintió.
—Eso y la Gran Inundación de la Melaza. ¿Sabía que veintiuna personas murieron ahogadas en dulce en 1919?
—¿Cuánto tiempo estuvo usted allí? —Ella rió—. No, déjeme adivinar. Maisie es maravillosa inventando excusas para que le hagan compañía más tiempo. Es una de las mejores retardadoras del mundo. Y una de las chicas más grandes del mundo. Él asintió.
—Me dijo que tiene cardiomiopatía y que ha entrado en fibrilación. Joanna asintió.
—Endocarditis viral. No pueden estabilizarla, y sigue teniendo reacciones a los medicamentos antiarritmia. Es un desastre ambulante.
—De ahí el interés en el Hindenburg. Ella asintió.
—Creo que es una forma de abordar indirectamente sus miedos. Su madre no la deja hablar de ellos directamente, ni siquiera quiere reconocer la posibilidad de que Maisie puede morir. Pero aparte de eso, creo que Maisie está intentando sacarle sentido a su propia situación leyendo sobre otras personas que de repente han experimentado desastres inexplicables. —Comió otra pasa—. Además, a los niños les fascina siempre la muerte. Cuando yo tenía la edad de Maisie, mi canción favorita era Pobres bebés en el bosque. Hablaba de dos niños que son “secuestrados un brillante día de verano” y los dejan en el bosque para que se mueran. Mi abuela me la solía cantar, para horror de mi madre. A los mayores también les fascina la muerte.
—¿De veras? —preguntó Richard con curiosidad—. ¿Se murieron? ¿Los bebés del bosque? Ella asintió.
—Después de vagar en la oscuridad durante varias estrofas. “La luna no brillaba y las estrellas no dieron luz —recitó—. Lloraron y gimieron, y amargamente sollozaron, y los pobrecitos niños se acostaron y murieron.” Después los pájaros los cubrieron de hojas de fresa. —Suspiró nostálgica—. Me encantaba esa canción. Creo que porque había niños. En la mayor parte de los desastres de Maisie participan niños. O perros.
Richard asintió.
—Había un perro en el Hindenburg. Se llamaba Ulla. Sobrevivió al accidente.
Ella no estaba escuchando.
—¿Dijo de qué quería hablar conmigo?
—De experiencias cercanas a la muerte.
—Oh, cielos, espero que no haya vuelto a fibrilar y haya entrado en parada.
—No creo. Estaba levantada. A la enfermera le costó lo suyo meterla en la cama.
—Debería ir a verla —dijo Joanna, mirando las escaleras. Subió y abrió la puerta una rendija.
—… un Ángel de Luz, con luz dorada brotando de él como diamantes chispeantes —decía el señor Mandrake. Cerró con cuidado la puerta.
—Sigue ahí.
—Bien —dijo Richard—, porque no he tenido todavía la oportunidad de convencerla para que venga a trabajar conmigo en mi proyecto, y usted no ha terminado de contarme qué experimenta la gente durante una ECM. Y aún no hemos tomado el postre. —Rebuscó en su bata y sacó un paquete de M M’s de cacahuete.
Ella sacudió la cabeza.
—No, gracias. Me dan sed.
—Oh, en ese caso… —dijo él. Metió la mano en el bolsillo derecho—. Mocha Frappuchino —dijo, sacando una botella y colocándola en el escalón, y luego sacó otra—. O… —leyó la etiqueta— té verde mandarín con ginseng.
—Es usted sorprendente —dijo Joanna eligiendo el Frappuchino—. ¿Qué más lleva ahí? ¿Champán? ¿Langosta a la Thermidor? Yo no llevo en los bolsillos más que una postal y mi grabadora y… —Rebuscó en los bolsillos de su rebeca—. Mi busca…, será mejor que lo apague. No vaya a ser que suene y descubra nuestra posición al señor Mandrake. —Lo apagó—.Y tres Kleenex usados. —Abrió el Frappuchino—. No tendrá una pajita, ¿no?
El sacó una envuelta en papel de su bolsillo.
—dijo usted que hay una sensación de oscuridad —comentó, tendiéndosela—. ¿No un túnel? Ella desenvolvió la pajita.
—La mayoría lo llaman túnel, pero no es eso lo que describen. Para algunos se asemeja a un vórtice giratorio, para otros a un pasillo o un corredor o una habitación estrecha. Varios de mis sujetos han descrito la oscuridad colapsándose a su alrededor.
Richard asintió.
—El nervio óptico cerrándose. —Señaló con un pulgar hacia la puerta—. ¿Qué hay de la Revisión de Vida?
—Sólo una cuarta parte de mis sujetos la describen —dijo Joanna, sorbiendo su Frappuccino—, pero el destello de tu vida ante tus ojos es un fenómeno bien documentado en los accidentes. El señor Mandrake dice que la ECM, o la experiencia cercana a la otra vida, como él prefiera llamarla…
—Me lo dijo —dijo Richard, haciendo una mueca.
—… dice que tiene diez elementos nucleares: experiencia extracorporal, sonido, túnel, luz, parientes muertos, Ángel de Luz, una sensación de paz y amor, la revisión de vida, la muestra del conocimiento universal y la orden de regreso. La mayoría de mis sujetos experimentan tres o cuatro de los elementos, normalmente el sonido, el túnel, la luz y la sensación de que hay presentes personas o ángeles, aunque cuando se les pregunta tienen problemas para describirlos.
—Eso parece una estimulación del lóbulo temporal —dijo él—. Puede causar una sensación de estar delante de una presencia santa sin ninguna imagen visual que la acompañe. También puede causar flash-backs y sonidos diversos, voces incluidas, aunque lo mismo hacen la acumulación de dióxido de carbono y ciertas endorfinas. Eso es parte del problema: hay varios procesos físicos que podrían causar los fenómenos descritos en las ECM.
—Y el señor Mandrake sostendrá que los efectos producidos en el laboratorio no son los mismos que experimentan quienes tienen una ECM. En su libro, dice que las visiones de luces y del túnel producidas durante experimentos de anoxia son completamente distintas a las que describen sus pacientes.
—Y sin un modelo objetivo, no hay manera de rebatirlo —dijo Richard—. Los testimonios de las ECM no son sólo subjetivos, son de oídas.
—Y vagos —dijo Joanna—. ¿Entonces su proyecto es poder desarrollar un modelo objetivo?
—No. Tengo uno. Hace tres años usé el escáner TPIR para cartografiar la actividad cerebral. Se le pide al sujeto que cuente hasta cinco, cuál es su color favorito, cómo huelen las rosas, y se localizan las zonas de actividad sináptica. Y en medio del experimento, uno de los sujetos tuvo un paro cardíaco.
—¿A causa del escáner?
—No. El escáner en sí mismo no es más peligroso que un TAC. Menos, porque no hay radiación de por medio. Fue un colapso masivo. No tenía nada que ver.
—¿Murió? —preguntó Joanna, pensando en Greg Menotti.
—No. El equipo desfibrilador lo revivió, le hicieron un bypass y se puso bien.
—¿Y tuvo una ECM? Richard asintió.
—Y sacamos una foto.
Rebuscó en su bata y sacó una tira de papel plegada como un acordeón.
—Pasaron tres minutos antes de que el equipo desfibrilador llegara. El escáner TPIR estuvo funcionando todo el tiempo.
Se sentó al lado de Joanna y desplegó la larga tira de fotos. Mostraban la misma sección negra del cerebro que ella había visto en las fotos TEP, con zonas coloreadas de azul y verde y rojo, pero mucho más detallada, y con filas y filas de datos codificados a cada lado.
—El rojo indica el nivel más acusado de actividad y el azul el más bajo —dijo Richard. Señaló una zona anaranjada de las fotos—. Esto es el lóbulo temporal, y esto —señaló una mancha más pequeña de rojo— es el hipocampo. —Le tendió la tira—. Está usted viendo una ECM.
Joanna contempló las manchas de naranja, amarillo y verde llena de fascinación.
—De modo que es real.
—Eso depende de lo que entendamos por real —dijo él—. ¿Ve esta zona donde no hay ninguna actividad? Es el córtex visual, y esto y esto son zonas sensoras, donde se procesa la información exterior. El cerebro no recibe ningún dato del exterior. Los únicos estímulos proceden del interior del cerebro, lo cual es una mala noticia para la teoría de Mandrake. Si el paciente estuviera viendo de verdad una luz brillante o un ángel, el córtex visual aquí y aquí —señaló— se activaría.
Joanna observó las manchas azul oscuro.
—¿Qué es lo que vio? El paciente.
—El señor O’Reirdon. Un túnel, una luz y varias escenas de su infancia, todas en sucesión.
—La Revisión de Vida —murmuró Joanna.
—Mi idea es que esas imágenes son lo que explica esta actividad de aquí —dijo él, señalando los puntos amarillo-verdosos en una sucesión de fotos—. Son disparos aleatorios de sinapsis de memoria a largo plazo.
—¿Vio una figura brillante vestida de blanco? —preguntó Joanna. El negó con la cabeza.
—Sintió una presencia santa que le dijo que volviera, y entonces se vio sobre la mesa.
Indicó una de las últimas fotos.
—Aquí se ve cuando salió del estado ECM. Como puede verse, la pauta es radicalmente distinta. La actividad cae bruscamente en el lóbulo temporal y aumenta en los córtex visual y auditivo.
Joanna no estaba escuchando. Estaba pensando: siempre hablan de ir y volver, como si se tratara de un sitio real. Todos los que experimentaban la ECM hablaban de esa forma. Decían: “Entonces volví a la ambulancia”, o “Atravesé el túnel”, o “Todo el tiempo que estuve allí, me sentí en paz y a salvo”. Y Greg Menotti había dicho: “Demasiado lejos para que ella llegue”, como si no estuviera ya en Urgencias sino en otro lugar. Lejos. “Ese lejano país de cuyas fronteras ningún viajero regresa”, había llamado Shakespeare a la muerte.
—El nivel mayor de actividad está aquí —estaba diciendo Richard—, junto a la fisura silviana en el lóbulo temporal anterior, lo cual indica que la causa puede ser la estimulación del lóbulo temporal. Los epilépticos del lóbulo temporal dicen oír voces, percibir una presencia divina, euforia y auras.
—Varios de mis sujetos describen auras que rodean a las figuras de blanco —dijo Joanna—, y luz irradiando de ellas. Varios, cuando hablaron de la luz, extendieron las manos como si indicaran rayos. —Hizo la demostración.
—Ésa es exactamente la clase de información que necesito —dijo Richard—. Quiero que venga a trabajar conmigo en este proyecto.
—Pero no sé leer los escáneres TPIR.
—No tiene que hacerlo. Ése es mi cometido. Necesito que me diga exactamente el tipo de cosas que me ha estado contando…
La puerta se abrió de golpe y una enfermera bajó las escaleras. Joanna y Richard corrieron hacia el rellano, pero demasiado tarde. Ya los había visto.
—Oh —dijo la enfermera, sorprendida y luego interesada—. No sabía que estuviera pasando algo parecido. —Le dedicó a Richard una sonrisa complaciente.
—No se puede pasar por aquí —dijo Joanna—. Han pintado la escalera.
Ella alzó una ceja, especulativa.
—¿Y ustedes están esperando a que se seque?
—Sí —dijo Richard.
—¿Está el señor Mandrake todavía arriba? —preguntó Joanna—. ¿En el pasillo?
—No —respondió la enfermera, todavía sonriéndole a Richard.
—¿Está segura?
—Lo único que hay en el pasillo es el carrito con la cena.
—¿El carrito con la cena? —dijo Joanna—. Santo Dios, ¿qué hora es? —Miró su reloj—. Oh, demonios, son más de las seis.
La ceja otra vez.
—Han perdido el sentido del tiempo, ¿eh? Bueno, diviértanse —dijo, y saludó a Richard. Volvió a subir las escaleras y salió.
—No tenía ni idea de que fuera tan tarde —dijo Joanna, haciendo una bolita con el envoltorio de la barrita energética y guardándosela en el bolsillo. Se levantó y recogió la botella de Frappuccino y el corazón de la manzana.
Richard subió dos escalones y se dio la vuelta, bloqueándole el paso.
—No puede irse todavía. No ha accedido a trabajar conmigo en el proyecto.
—Pero ya entrevisto a todo el mundo que ingresa en el hospital. Me alegrará compartir mis transcripciones con usted…
—No estoy hablando de esa gente. Quiero que entreviste a mis voluntarios. Es usted una experta, como dice, en separar el grano de la paja. Eso es lo que quiero que haga: entrevistar a mis sujetos, separar sus experiencias reales para que yo pueda ver cómo se relacionan con sus mapas escaneados del TPIR.
—¿Sus mapas escaneados? —dijo Joanna, asombrada—. No comprendo. Muy poca gente sufre paradas cardíacas en el hospital, y aunque lo hagan, sólo tendrá entre cuatro y seis minutos para llevar su escáner a Urgencias y…
—No, no —dijo él—. No entiende. No voy a observar ninguna ECM. Voy a provocarlas.
Usted perdone, monsieur. Ha sido sin querer.
—¿Provoca usted ECM? ¿Quiere decir como en Línea mortal? —estalló Joanna, y luego pensó: “No deberías haber dicho eso. Estás sola en una escalera con él, y está claro que es un chalado.”
—¿Línea mortal? —dijo él, horrorizado—. ¿Se refiere a esa película donde paraban el corazón de la gente y los revivían antes de que llegaran a la muerte cerebral? Por supuesto que no. Provocar no es la palabra adecuada. Tendría que haber dicho simular.
—Simular —dijo Joanna, todavía recelosa.
—Sí, empleando una droga psicoactiva llamada ditetamina. Espere, déjeme empezar por el principio. El señor O’Reirdon tuvo una parada cardíaca, y grabamos su ECM, pero como puede imaginar no corrí a publicar el hecho. El libro del señor Mandrake acababa de salir, aparecía en todas las tertulias televisivas diciendo que la otra vida era real, y me imaginé lo que sucedería si yo aparecía con una prueba fotográfica. —Movió la mano en el aire, como si trazara una línea plana—. “Científico dice que experiencia cercana a la muerte es real.”
—No, no —dijo Joanna—. “Científico saca foto del cielo”, con una foto trucada de las Puertas Celestiales superpuestas a un diagrama del cerebro.
—Exactamente —dijo Richard—, y además no tenía nada que ver con el proyecto cartografiador en el que estaba trabajando. Así que documenté los escaneos y el testimonio del señor O’Reirdon sobre su ECM y los guarde en un cajón. Y entonces, dos años después, leí un estudio sobre los efectos de las drogas psicoactivas en la actividad del lóbulo temporal. Había una foto de un escáner TEP de un paciente que tomaba ditetamina; me resultó familiar, y saqué los escaneos del señor O’Reirdon. Seguían la misma pauta.
—¿Ditetamina?
—Es una droga similar al PCP —dijo él, rebuscando en los bolsillos de su bata, y Joanna se preguntó si iba a sacar un frasquito lleno de droga. Sacó un paquete de caramelitos de menta—. ¿Quiere uno? —dijo, ofreciéndole el paquete. Ella aceptó uno—. No produce efectos psicóticos —continuó Richard, desliando el papel que cubría los caramelos—, ni su cuelgue, pero sí causa alucinaciones, y cuando llamé al doctor que llevaba a cabo el estudio y le pedí que las describiera, dijo que sus sujetos contaban que se sentían flotar por encima de sus cuerpos y que luego entraban en un túnel oscuro con una luz al fondo y un ser radiante. Y supe que tenía algo.
Poder descubrir qué pasaba después de la muerte era algo que siempre había fascinado a la gente, como demostraba la popularidad de los libros de los espiritistas y del señor Mandrake. Nadie había descubierto un método científico para hacerlo, descontando a Harry Houdini, cuyos intentos por comunicarse con su esposa desde la tumba habían fracasado, y a Lavoisier.
Sentenciado a morir en la guillotina, el gran químico francés propuso un experimento para demostrar o rebatir la hipótesis de que el decapitado conservaba la conciencia después de muerto. Lavoisier dijo que parpadearía mientras conservara la conciencia, y lo hizo. Parpadeó doce veces.
Pero pudo no ser más que un acto reflejo, como el de las gallinas que corren con la cabeza cortada, y no había forma de verificar qué había sucedido. Hasta ahora.
—¿Entonces su proyecto implica suministrarle ditetamina a los pacientes y someterlos aun escáner TPIR? —dijo Joanna—. ¿Y luego entrevistarlos?
—Sí, y ellos hablan de túneles y luces y ángeles, pero no sé si son el mismo tipo de fenómenos que se experimentan durante las ECM, o si es un tipo de alucinación totalmente distinto.
—¿Y para eso me quiere a mí, para que entreviste a sus sujetos y le diga si me parece que sus descripciones son iguales a las de la gente que ha tenido ECM?
Richard asintió.
—Y quiero que consiga un testimonio detallado de lo que han experimentado. Su experiencia subjetiva es un indicador de qué zonas cerebrales están siendo estimuladas y qué neurotransmisores están implicados. Necesito su experiencia en el proyecto —dijo Richard—. Los testimonios que he conseguido de mis pacientes no han sido muy reveladores.
—Entonces deben de ser ECM —dijo Joanna—. A menos que el señor Mandrake les haya estado diciendo lo que tienen que decir, quienes experimentan las ECM son notablemente vagos, y si intentas presionarlos en busca de detalles, se corre el riesgo de influir en su testimonio.
—Exactamente, y por eso la necesito. Usted sabe cómo hacer preguntas que no provoquen respuestas predeterminadas, y tiene experiencia con las ECM. A excepción de los elementos nucleares, yo no tengo forma de comparar las alucinaciones provocadas por la ditetamina con las ECM reales. Y creo que también sería útil para usted —añadió ansiosamente—. Tendría la oportunidad de entrevistar a sujetos en un entorno controlado.
«Y sin tener que preocuparme de que el señor Mandrake llegue a ellos primero», pensó Joanna.
—¿Y bien, qué me dice?
—No sé —respondió Joanna, frotándose la sien, cansada—. Parece maravilloso, pero tengo que pensármelo.
—Claro. Por supuesto. Es mucho de sopetón, y sé que ha tenido usted un mal día.
«Sí», pensó ella, y vio el cuerpo de Greg Menotti tendido en la mesa de reconocimiento, pálido y frío. Y deshabitado. Ido.
—No tiene que decidirlo ahora —decía Richard—. Querrá ver cómo está organizado, leer mi propuesta. No tiene que tomar una decisión esta noche.
—Bien —dijo Joanna, súbitamente agotada—. Porque no creo que pueda.
Se levantó.
—Tiene usted razón, ha sido un día duro, y aún debo transcribir algunas entrevistas antes de irme a casa. Y tengo que ir a ver a Maisie…
—Comprendo —dijo él—. Piénselo esta noche, y mañana le mostraré las instalaciones. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. A las diez —dijo ella, y empezó a subir las escaleras—. Y gracias por la cena. Su bata es el mejor restaurante de los alrededores.
Llegó cautelosamente a lo alto de las escaleras, abrió un poco la puerta y se asomó. El pasillo estaba vacío.
—No hay moros en la costa —dijo, y los dos salieron al corredor.
—La veré a las diez —dijo él, y le sonrió—. O llámeme si tiene alguna pregunta.
Sacó una tarjeta del bolsillo de su bata. «Es como uno de esos payasos —pensó ella— que no paran de sacarse pañuelos y bocinas de bicicleta y conejos de los bolsillos.»
—Creo que formaríamos un equipo magnífico.
—Quiero pensármelo —respondió ella—. Se lo haré saber mañana. Él asintió.
—Tengo muchas ganas de que trabaje conmigo. Creo que podríamos conseguir grandes cosas. —Empezó a recorrer el pasillo y de pronto se volvió, con aspecto desconcertado—. ¿Cómo vuelvo a mi despacho?
Ella se echó a reír.
—Vaya en ascensor hasta la séptima planta, cruce el pasillo y baje las escaleras que están ante Resonancias Magnéticas hasta la sexta. El sonrió.
—¿Ve? No puedo hacer nada sin usted. Tiene que decir que se unirá al proyecto.
Ella sacudió la cabeza, sonriendo, y se volvió para dirigirse al ala este, donde estaba Maisie. Y se topó directamente con Maurice Mandrake.
—No pude localizarla a través de su busca —dijo él, severamente—. Supuse que estaba entrevistando a un paciente. ¿Ahí se dirige ahora?
—No —respondió Joanna, sin dejar de andar.
—He oído que un sujeto tuvo un paro cardíaco y lo llevaron a Urgencias esta tarde —dijo él—. ¿Dónde está?
«Ésa es la cuestión —pensó Joanna—. ¿Dónde está?»
—Murió.
—¿Murió?
—Sí. Justo después de que lo trajeran.
—Lástima —dijo el señor Mandrake—. Las víctimas de infarto tienen las ECM más detalladas. ¿Adonde va ahora?
Debía de pensar que tenía otro caso oculto en alguna parte.
—A casa —dijo, y continuó caminando decididamente, para dejarlo atrás.
Él la alcanzó.
—He hablado con la señora Davenport esta tarde. Ha recordado bastantes detalles adicionales sobre su ECM. Recuerda una escalera clorada, y en lo alto, dos ángeles con resplandecientes alas blancas.
—¿De veras? —dijo Joanna, sin dejar de andar. Había un ascensor de personal al fondo del pasillo… si podía librarse de él un momento, cosa que no parecía probable.
—Entre los ángeles estaba su tío Alvin, con su uniforme blanco de la Marina —dijo el señor Mandrake—, lo cual demuestra que la experiencia fue real. La señora Davenport no tenía forma de saber qué llevaba puesto cuando lo mataron en Guadalcanal.
«A excepción de las fotos de familia y de todas las películas sobre la Segunda Guerra Mundial», pensó Joanna, preguntándose si el señor Mandrake pretendía seguirla hasta su destino. Al parecer sí, lo que significaba que no podía ir a ver a Maisie. Maisie podía defenderse contra el señor Mandrake, pero él no sabía que había vuelto al hospital, y Joanna quería que siguiera siendo así.
—Estoy ansioso por contarle al doctor Wright la experiencia de la señora Davenport —dijo él—. Una de las enfermeras me dijo que está intentando reproducir la ECM en el laboratorio, cosa que es, por supuesto, imposible. Varios investigadores lo han intentado, usando privación sensorial y drogas y vibraciones sónicas, pero ninguno de ellos ha podido reproducir la ECM porque es algo espiritual, no físico.
Joanna vio que dos mujeres venían hacia ellos por el pasillo, con la esperanza de que fueran conocidas, pero estaba claro que sólo eran visitantes. Una de ellas llevaba un ramo de tulipanes.
—La ECM no puede explicarse por la anoxia, endorfinas o sinapsis que se disparan al azar, como demostré en mi libro La luz al final del túnel —dijo el señor Mandrake mientras dejaban atrás a las visitantes—. La única explicación es que han estado de verdad en el Otro Lado. En mi nuevo libro, exploro los muchos mensajes que…
—Discúlpeme —dijo una voz tras ellos. Era la mujer de los tulipanes—. No he podido dejar de oírlo. Es usted Maurice Mandrake, ¿verdad? Sólo quería decirle…
Joanna no vaciló.
—Los dejo —dijo, y corrió hacia las escaleras.
—He leído su libro, y me dio tanta esperanza —oyó decir a la mujer mientras abría la puerta. Bajó a la segunda planta, cruzó corriendo Radiología hasta el pasillo que conectaba con el ala oeste y subió las escaleras hasta la cuarta planta.
Maisie no estaba allí. Debían de haberla llevado a hacerle alguna pruebas, supuso Joanna al asomarse a la habitación 456. La cama estaba deshecha, las sábanas revueltas, la tele encendida y en la pantalla un puñado de huérfanas bailaba subiendo y bajando escaleras. Annie.
Joanna se encaminó hacia el puesto de las enfermeras para averiguar cuándo volvería, y entonces vio a la madre de Maisie en el pasillo, sonriente.
—¿Estaba buscando a Maisie, doctora Lander? —preguntó—. Le están haciendo un ecocardiograma.
—Me he pasado a verla, señora Nellis. ¿Quiere decirle que vendré mañana?
—No sé si estará aquí mañana —dijo la señora Nellis—. Ha venido a hacerse unas pruebas de rutina. El doctor Murrow probablemente le dará el alta en cuanto terminen.
—¿Sí? ¿Cómo le va?
—Realmente bien —dijo entusiasmada la señora Nellis—. La nueva medicación para la arritmia está funcionando maravillosamente, mucho mejor que la anterior. He visto una mejora enorme. Creo que tal vez pueda empezar a ir otra vez a la escuela dentro de poco.
—Eso es maravilloso —dijo Joanna—. La echaré de menos, pero me alegro de que le vaya bien. Dígale que vendré a verla mañana temprano antes de que se vaya a casa.
—Lo haré —dijo la señora Nellis. Miró la hora—. Será mejor que me vaya. Tengo que comer algo, y quiero estar aquí cuando Maisie regrese. —Corrió hacia los ascensores.
«Espero que no cuente con la cafetería», pensó Joanna, y se dirigió hacia las escaleras.
—¡No te vayas! —gritó una voz. Joanna se dio la vuelta. Era Maisie, haciendo gestos frenéticos desde una sillita de ruedas que empujaba una enfermera.
Joanna se acercó a ellas.
—¿Ves? —le decía Maisie a la enfermera, triunfante—. Te dije que siempre viene a verme en cuanto se entera de que estoy aquí. —Se volvió hacia Joanna—. ¿Te dijo el doctor Wright que tenía algo que contarte?
—Sí —respondió Joanna, y se dirigió a la enfermera—. Puedo llevarla de vuelta a su habitación. La enfermera sacudió la cabeza.
—Tengo que conectarla a los monitores y encargarme de que se meta en la cama y descanse —le dijo entre bromas y veras a Maisie.
—Lo haré —dijo Maisie—, pero primero tengo que decirle algo a Joanna. Sobre las ECM. He estado leyendo ese libro sobre el Hindenburg —le dijo a Joanna mientras la llevaban a su habitación—. Es tope guai. ¿Sabes que tenían un piano? ¿En un globo?
La enfermera introdujo la silla de ruedas en la habitación y la acercó a la cama.
—¡Era un piano de aluminio, nada menos! —dijo Maisie, saltando de la silla antes de que la enfermera pudiera recoger los reposapiés. Rebuscó en el cajón de la mesilla de noche—. Apuesto a que se le cayó encima a alguien cuando el Hindenburg explotó.
«Apuesto a que sí», pensó Joanna.
—Maisie —dijo la enfermera, preparando los cables y el tubo de gel para conectar los electrodos a los monitores.
—¿Por qué no te acuestas? —sugirió Joanna—. Yo buscaré el libro.
—El libro no —dijo Maisie, todavía buscando—. El papel. El piano pesaba ochocientos kilos.
—Maisie —dijo la enfermera firmemente.
—¿Sabías que había un periodista presente? —dijo ella, quitándose la bata desenfadadamente para que la enfermera pudiera conectar los electrodos a su pecho plano de niña—. Informó de todo. «¡Oh, es terrible!» ¡Ay, está frío! «Oh, la humanidad.»
Siguió parloteando mientras la enfermera comprobaba el monitor, ajustaba diales y leía los indicadores.
No tenía nada que ver con las ECM, pero Joanna no esperaba que lo tuviera.
Maisie se había pasado casi tres años en hospitales: sabía exactamente cómo distraer a las enfermeras, retrasar procedimientos desagradables y, sobre todo, hacer que la gente se quedara a hacerle compañía.
—Muy bien, ahora no te levantes de la cama —ordenó la enfermera—. Encárguese de que descanse —le dijo a Joanna, y se marchó.
—Ya has oído lo que ha dicho —dijo Joanna, levantándose—. ¿Y si vengo a verte mañana por la mañana?
—No. No puedes irte todavía. No te he contado lo de la ECM. Sabes que no vi nada esa vez que estuve a punto de morirme, y el señor Mandrake dijo que sí, que todo el mundo ve un túnel y un ángel. Bueno, pues no. Este tipo, el que trabajaba en el Hindenburg, estaba dentro de la parte del globo cuando estalló, y todos los demás se cayeron, pero él no. Se agarró a las vigas de metal, que quemaban un montón. Se quemó las manos y se le convirtieron en garras negras —hizo la demostración—, y quería soltarse, pero no lo hizo. Cerró los ojos… y vio todas estas cosas diferentes.
Desplegó el papel y se lo tendió a Joanna. Era una fotocopia de una página de un libro.
—No sé si fue una experiencia cercana a la muerte o no porque, si estaba muerto, se habría soltado, ¿no? Pero vio cosas como éstas. Nieve y un tren y una ballena agitando la cola en el océano.
Se inclinó hacia delante, con cuidado para no desenganchar los electrodos, y le tendió a Joanna el papel doblado.
—Me gusta más la parte en que está en la jaula de pájaros y tiene que colgarse de los pies como si fuera de un trapecio para no caer al fuego.
Joanna desplegó el papel y leyó el testimonio de lo que el tripulante había visto: resplandecientes campos blancos y la ballena que Maisie había descrito y luego la sensación de que pasaba un tren. Le sorprendió que no se parara, decidió que debía de ser un expreso, pero eso no podía ser. No había expresos a Bregenz.
Joanna levantó la cabeza.
—Creo que tienes razón, Maisie. Creo que esto fue una experiencia cercana a la muerte.
—Lo sé —dijo Maisie—. Supuse que lo era cuando leí que veía la nieve, porque es blanca como la luz que todo el mundo dice que ve. ¿Ha llegado a la parte en la que la nieve se convierte en flores?
—No —dijo Joanna, y volvió a leer. El tripulante había visto a su abuela, sentada junto al fuego, y luego a sí mismo como un pájaro en una jaula que caía hacia el fuego, y luego otra vez los campos blancos, pero no de nieve, de capullos de manzana en flor, que se extendían bajo él en interminables prados celestiales.
—Bien, ¿qué te parece? —preguntó Maisie, impaciente.
«Ojalá fuera uno de los sujetos a los que entrevisto», pensó Joanna. Su testimonio estaba lleno de detalles y, exceptuando la mención de los prados celestiales, libre de la imaginería religiosa estándar y de los túneles y las luces blancas y brillantes. La clase de testimonio de ECM que soñaba y casi nunca obtenía.
—Creo que fue muy valiente al aguantar, ¿no te parece? —dijo Maisie—. Con las manos tan malheridas y todo eso.
—Sí —dijo Joanna—. ¿Puedo quedarme con esto?
—Para eso hice que la enfermera Barbara sacara una copia, para que puedas usarlo en tu investigación.
—Gracias —dijo Joanna, y volvió a doblar el papel.
—Yo no creo que hubiera podido. Creo que lo más probable es que me hubiera soltado.
Joanna se detuvo antes de guardarse el papel en el bolsillo.
—Apuesto a que habrías aguantado. Maisie la miró sena un buen rato.
—¿Te he ayudado con la investigación?
—Claro. Puedes ser mi ayudante cuando quieras.
—Voy a buscar otros casos. Apuesto a que a montones de personas en casos de desastre les pasó lo mismo, como en los terremotos y esas cosas.
«Apuesto a que sí», pensó Joanna.
—Apuesto que a la gente del monte Santa Helena le pasó. —Apartó las mantas y empezó a levantarse de la cama.
—No tan rápido —dijo Joanna—. Estás conectada. Sólo puedes ser mi ayudante si haces lo que te dicen las enfermeras. Lo digo en serio. Se supone que tienes que descansar.
—Iba a buscar mi libro de terremotos —dijo Maisie—. Está en la ventana. Puedo descansar y leer al mismo tiempo.
«Apuesto a que sí», pensó Joanna, acercándole el libro.
—Puedes leer quince minutos, no más.
—Lo prometo —aseguró Maisie, abriendo ya el libro—. Diré que te llamen cuando encuentre más casos. Joanna asintió.
—Te veré luego, chica —dijo, dándole al pie de Maisie cubierto por las mantas un apretoncito, y se acercó a la puerta.
—¡No te vayas! —dijo Maisie, y Joanna se dio la vuelta—. Tengo que enseñarte la foto del piano.
—Vale. Una sola foto, y luego tengo que irme.
Después de tres fotos del piano y el humeante armazón del Hindenburg, por fin consiguió escapar de Maisie y volver a su despacho. En algún punto del camino, su columna de apoyo desertó y se sintió completamente exhausta.
Demasiado exhausta para regar su enredadera sueca o escuchar sus mensajes de voz, aunque el contestador parpadeaba a toda velocidad para indicar que estaba lleno. Dejó el busca apagado sobre la mesa, tomó el abrigo y los guantes, y al salir cerró el despacho con llave.
—Oh, bien, no te has ido todavía —dijo Vielle. Joanna se dio la vuelta. Vielle se dirigía hacia ella, todavía con su bata azul marino y su gorrita quirúrgica.
—¿Qué estás haciendo aquí arriba? Por favor, no me digas que hay otra ECM.
—No, sin novedad en el frente —dijo ella, quitándose la gorrita quirúrgica y sacudiendo una maraña de estrechas trenzas negras—. Venía a ver si el doctor Right* llegó a encontrarte y a preguntarte qué películas querías que alquilara para la noche de picoteo del jueves. La noche de picoteo era su reunión semanal para ver películas.
—No sé —dijo Joanna, cansada—. Algo que no tenga muertes.
—Lo imagino —dijo Vielle—. No he tenido oportunidad de hablar contigo después… Estuvimos atendiéndolo otros veinte minutos, pero fue en vano. No pudimos hacerle regresar.
«Regresar», pensó Joanna. Los que experimentaban la ECM no eran los únicos que hablaban de ir y volver en relación a la muerte. También lo hacían los médicos y las enfermeras. El paciente pasó a mejor vida. Descansó. Dejaba esposa y dos hijos. La madre de Joanna le había dicho a la gente que su padre «se marchó de este mundo», y el sacerdote del funeral de su madre habló de los «seres queridos que parten» y de «aquellos que se han marchado antes que nosotros». ¿Marchado adonde?
—Siempre es angustioso cuando se van así, sin previo aviso —dijo Vielle—, sobre todo siendo tan joven. Quería asegurarme de que estabas bien.
*Vielle siempre hace el juego de palabras entre el apellido del doctor Wright y la palabra right, que aquí sería «adecuado», «idóneo». (N. del T.)
—Estoy bien. Es sólo que… ¿qué crees que quiso decir con aquello de «Está demasiado lejos para que ella llegue»?
—Ya casi lo habíamos perdido cuando llegó su novia. No creo que se diera cuenta de que estaba allí.
«No —pensó Joanna—, no era eso.»
—No dejó de decir cincuenta y ocho. ¿Por qué diría eso? Vielle se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Tal vez repetía lo que estaban diciendo las enfermeras. Su presión sanguínea era de ochenta-cincuenta. «Era setenta-cincuenta», pensó Joanna.
—¿Tenía el teléfono móvil de su novia un cincuenta y ocho?
—No lo recuerdo. Por cierto, ¿llegó a encontrarte el doctor Right? Porque si no, creo que deberías dejar de intentar evitarlo. Me encontré con Louisa Krepke al venir para acá, y me dijo que es neurólogo, guapísimo y soltero.
—Me encontró —dijo Joanna—. Quiere que trabaje con él en un proyecto de investigación. Para estudiar las ECM.
—¿Y…?
—Y no sé —dijo Joanna, cansada.
—¿No es guapo? Louisa dijo que tenía el pelo rubio y los ojos azules.
—No, es guapo. Él…
—Oh, no, por favor, no me digas que es uno de esos pirados por la muerte.
—No es un pirado —dijo Joanna—. Cree que las ECM son el efecto colateral de un mecanismo de supervivencia neuroquímico. Ha descubierto un modo de simularlas. Quiere que trabaje con él, entrevistando a su sujetos.
—Y le dijiste que sí, ¿no? Joanna sacudió la cabeza.
—Le dije que lo pensaría, pero no sé.
—No quiere que tú hagas esa simulación, ¿verdad?
—No. Todo lo que quiere es que consulte, entreviste sujetos, y le diga si sus experiencias son iguales a la experiencia nuclear de las ECM.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—No lo sé… Estoy muy retrasada en mi propio trabajo. Tengo docenas de entrevistas que no he transcrito. Si acepto ese proyecto, ¿cuándo tendré tiempo para mis propios sujetos?
—¿Cómo la señora Davenport, quieres decir? Tienes razón. Un tipo guapo, un proyecto legítimo, nada de Maurice Mandrake, nada de la señora Davenport. Desde luego, parece mal asunto.
—Lo sé. Tienes razón —dijo Joanna, suspirando—. Parece un proyecto magnífico.
Lo era. Una oportunidad de entrevistar a pacientes a quienes el señor Mandrake no había contaminado y hablar con ellos inmediatamente después de su experiencia. Casi nunca tenía la oportunidad de hacerlo. Un paciente lo bastante enfermo para sufrir un paro cardíaco casi siempre estaba demasiado enfermo para ser entrevistado en el acto, y cuanto mayor era el periodo de espera, más fabulación había. Además, éstos serían sujetos conscientes de que sufrían alucinaciones. Serían mucho mejores en las entrevistas. ¿Entonces por qué no se lanzaba sobre la oportunidad?
«Porque en realidad no son ECM», pensó. El doctor Wright veía las ECM como un simple efecto colateral, un… ¿cómo lo había expresado? «Un indicador de qué zonas están siendo estimuladas y qué neurotransmisores están implicados.»
«Es más que eso», pensó Joanna. Están viendo algo, experimentando algo, y es importante. A veces sentía, como aquella tarde con Greg Menotti, o con Coma Carl, que le estaban hablando directamente a ella, tratando de comunicar algo que les estaba sucediendo, sobre el acto de morir, y que era su deber descifrar de qué se trataba. ¿Pero cómo podía explicárselo a Vielle o al doctor Wright sin parecer una de las chifladas de Maurice Mandrake?
—Le dije que lo pensaría —dijo Joanna rehuyendo el asunto—. Mientras tanto, ¿quieres hacer algo por mí, Vielle? ¿Quieres comprobar el expediente de Greg Menotti y ver si el número de teléfono de su novia tenía un cincuenta y ocho, o si había algún otro número del que pudiera estar hablando, su propio número de teléfono o su número de la seguridad social o algo por el estilo?
—Los expedientes de Urgencias son…
—Confidenciales. Lo sé. No quiero saber cuál es el número, sólo quiero saber si había algún motivo para que dijera cincuenta y ocho.
—Vale, pero dudo que encuentre algo —dijo Vielle—. Probablemente intentaba decir: «No puedo haber sufrido un infarto. Hice cincuenta y ocho flexiones esta mañana.» —Agarró a Joanna por el brazo—. Creo que deberías participar en el proyecto. ¿Qué es lo peor que podría suceder? Él ve lo buena entrevistadora que eres, se enamora locamente de ti, os casáis, tenéis diez niños y ganáis el premio Nobel. ¿Sabes qué es lo que creo? Creo que tienes miedo.
—¿Miedo? —repitió Joanna. Vielle asintió.
—Creo que te gusta el doctor Right, pero tienes miedo de correr el riesgo. Siempre me estás diciendo que corra riesgos, y aquí estás, rechazando una oportunidad magnífica.
—No te digo que corras riesgos. Al revés, intento impedir que los corras. Todo ese trabajo en Urgencias, y si no pides el traslado… El ascensor trinó.
—Salvada por la campana —dijo Vielle, y entró rápidamente en la cabina—. Esta podría ser la oportunidad de tu vida. Aprovéchala —le aconsejó—. Nos vemos el jueves por la noche. Nada de muertes. Y recuerda —empezó a canturrear—: «¡Te queda mucho por vivir!»
—Y nada de musicales —dijo Joanna—. Ni de musicales almibarados —añadió mientras la puerta se cerraba. Joanna pulsó el botón para subir, sacudiendo la cabeza. Amor, matrimonio, hijos, el premio Nobel.
¿Y luego qué? ¿Remar en el lago? ¿Un Ángel de Luz? ¿El gemir y crujir de dientes? ¿O nada en absoluto? Las células cerebrales empezaban a morir momentos después de la muerte. Entre los cuatro y los seis minutos el daño era irreversible, y la gente que volvía de la muerte después no hablaba de túneles y revisiones de vida. No hablaba en absoluto. Ni comía sola, ni respondía a la luz, ni registraba ninguna actividad cortical en los escáneres TPIR de Richard. Muerte cerebral.
Pero si se enfrentaban a la aniquilación, ¿por qué no decían «¡Se acabó!» o «Me apago»? ¿Por qué no decían, como la bruja de El mago de Oz, «me derrito, me derrito»? ¿Por qué decían «¡Qué bonito es todo esto!» y «¡Ya voy, mamá!», y «Ella está demasiado lejos. Nunca llegará aquí a tiempo»? ¿Por qué decían cosas ininteligibles como «cincuenta y ocho»?
El ascensor se abrió en la quinta planta, y Joanna cruzó el pasillo hasta los ascensores del otro lado. El Otro Lado. Se preguntó si así era como el señor Mandrake imaginaba las ECM, un pasillo como aquél. Era obvio que pensaba en el Otro Lado como una versión refinada de este lado, todo ángeles y abrazos y buenos deseos: todo volverá a estar bien, todo será perdonado, no estarás solo.
«Sea lo que sea la muerte —pensó Joanna, mientras bajaba en el ascensor hasta el aparcamiento—, sea la aniquilación o la otra vida, no es lo que piensa el señor Mandrake.»
Abrió la puerta al exterior. Seguía nevando. Los coches del aparcamiento estaban cubiertos y los copos revoloteaban dorados, cayendo silenciosamente al suelo envueltos en la luz de las farolas de sodio. Alzó la cara a la nieve y se quedó allí, contemplándola.
¿Y qué hay del doctor Wright? ¿Era la muerte lo que él pensaba, una estimulación del lóbulo temporal y un fluctuar aleatorio de sinapsis antes de apagarse?
Se dio la vuelta y miró hacia el ala este, donde Coma Carl yacía remando en el lago. «Voy a decirle al doctor Wright que no», pensó, y se dirigió hacia su coche.
Tendría que haberse puesto botas por la mañana. Resbalaba en la nieve, y la nieve le llenaba los zapatos, empapándole los pies. Su coche estaba completamente cubierto. Limpió la ventanilla lateral con la mano, esperando inútilmente que sólo fuera nieve y no hielo. No hubo suerte. Abrió el coche, arrojó su bolso al asiento trasero y se puso a buscar el rascador.
—¿Joanna? —dijo una voz de mujer desde atrás. Joanna salió del coche y se volvió a mirarla. Era Barbara, de Pediatría.
—Tengo un mensaje de Maisie Bells —dijo Barbara—. Me ha pedido que te dijera que ha vuelto y que tiene algo importante que contarte.
—Lo sé —contestó Joanna—. Ya he ido a verla. Tengo entendido que está bastante bien.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Su madre. Me ha dicho que Maisie había venido a hacerse unas pruebas y que el nuevo medicamento antiarritmia estaba haciendo maravillas. ¿No?
Barbara sacudió la cabeza.
—Ha venido a hacerse unas pruebas, pero es porque el doctor Murrow cree que hay más daños que los que se apreciaron antes. Está intentando decidir si ponerla en la lista para los trasplantes de corazón o no.
—¿Lo sabe su madre?
—Eso depende de lo que entiendas por saber. Has oído hablar de gente que lo niega todo, ¿no? Bueno, la madre de Maisie es Cleopatra, la rema de las negativas. Y del pensamiento positivo. Todo lo que Maisie tiene que hacer es descansar y tener pensamientos felices, y se pondrá bien en un santiamén. ¿Cómo te dio permiso para que interrogaras a Maisie por su ECM? A nosotras no nos deja usar el término problema de corazón, mucho menos muerte.
—No fue ella. Su ex marido firmó la autorización —dijo Joanna—. ¿Un trasplante de corazón? ¿Cuáles son las posibilidades de Maisie?
—¿De sobrevivir a un trasplante? Bastante buenas. El Mercy tiene un promedio de supervivencia del setenta y cinco por ciento, y las estadísticas de rechazos mejoran continuamente. ¿Las posibilidades de mantenerla con vida hasta que haya disponible un corazón de nueve años? No tan buenas. Sobre todo porque no han encontrado un modo de controlar la fibrilación atrial. Ya ha sufrido una parada cardíaca. Pero eso lo sabes.
Joanna asintió.
—Bueno, sólo quería que supieras que ha vuelto. Le encanta que la visites. ¡Dios, sí que hace frío aquí fuera! ¡Se me están congelando los pies! —dijo Barbara, y se encaminó hacia su Honda.
Joanna encontró el rascador y empezó por el parabrisas delantero. La espera para un corazón era de un año, aunque te pusieran a la cabeza de la lista, un año durante el cual el corazón dañado seguía deteriorándose, arrastrando consigo los pulmones y los riñones y las posibilidades de sobrevivir.
Y eso en cuanto a un corazón adulto. La espera para los niños era aún más larga, a menos que tuvieras suerte. Y suerte significaba un niño ahogado en una piscina o muerto en un accidente de tráfico o congelado en una nevada. Incluso entonces, el corazón tenía que estar ileso. Y sano. Y servir. Y el paciente tenía que estar todavía vivo cuando llegara.
—Si podemos descubrir cómo funciona el proceso de la muerte —había dicho Richard—, ese conocimiento podría ser utilizado para revivir a pacientes que sufren parada cardíaca.
Joanna se inclinó sobre el parabrisas trasero y empezó a quitar la nieve. Como la mujer mayor que había visto desde la ventana de la habitación de Coma Carl. Tiempo de infartos, había dicho Vielle. Tiempo de muerte. Tiempo de desastres.
Entró en el hospital y le pidió al voluntario del mostrador un teléfono. Solicitó la extensión del doctor Wright.
No estaba.
—Deje un mensaje después de oír la señal —dijo el contestador. Pitó.
—Ah…, muy bien —le dijo Joanna al contestador—. Lo haré. Trabajaré con usted en su proyecto.
CQD CQD SOS SOS CQD SOS. Vengan de inmediato. Hemos chocado con un iceberg. CQD OM. Posición 41° 40’ N, 50° 14’ O. CQD SOS.
En cuanto llegó al trabajo a la mañana siguiente, Richard comprobó el contestador para ver si Joanna había llamado.
—Tiene doce mensajes —le reprochó la máquina. Era lo que te ocurría por pasarte todo el día corriendo por el hospital buscando a alguien.
Empezó a escuchar los mensajes, pasando al siguiente en cuanto la persona que llamaba se identificaba. La señora Bendix, la señora Brightman.
—Quería darle la bienvenida al Mercy General —dijo una voz anciana y temblorosa—, y decirle lo encantada que estoy de que esté investigando las experiencias cercanas a la muerte o, más bien, las experiencias cercanas a la otra vida, pues estoy segura de que sus experimentos lo convencerán de que lo que estos pacientes están viendo es la vida y los seres queridos que volverán a encontrar al otro lado de la tumba. ¿Sabe que Maurice Mandrake está también en el Mercy General? Supongo que ya ha leído La luz al final del túnel.
—Oh, sí —le dijo Richard a la máquina.
—Somos enormemente afortunados de tenerlo aquí —continuó el mensaje de la señora Brightman—. Estoy segura de que ustedes dos tendrán muchas cosas que decirse.
—No si hay una buena escalera a mano —dijo él, y pulsó el botón para pasar al mensaje siguiente. Un tal señor Edelman de la Asociación Nacional de Experiencias Paranormales, un tal señor Wojakowski.
—Comprobaba otra vez lo de mañana —dijo el señor Wojakowski—. Intenté llamarlo antes, pero no pude localizarlo. Eso me recuerda esos teléfonos que teníamos en el Yorktown para enviar mensajes al puente. Había que darles cuerda con una manivela y…
El señor Wojakowski, una vez que empezaba con el Yorktown, podía continuar eternamente. Richard pasó al mensaje siguiente. La oficina de becas, diciéndole que había un impreso que no había entregado.
—¿Wright? —dijo una voz de hombre. Peter Davis, su compañero de habitación cuando eran interinos. Nunca se molestaba en identificarse—. Supongo que te has enterado. No me puedo creer que Fox también. Esto es una especie de virus, ¿no? Si es así, mejor que te vacunes. O al menos llama y adviérteme antes de que lo veas en la estrella. Llámame.
Se preguntó de qué estaba hablando. El único Fox que conocía en R. John Foxx, un neuropsicólogo que estaba haciendo experimento: sobre la anoxia como causa de la experiencia cercana a la muerte. Richard pasó al mensaje siguiente.
Alguien de la Sociedad Paranormal Internacional. Otra vez el se ñor Wojakowski.
—Hola, Doc. No he tenido noticias suyas, así que pensé que era mejor intentarlo de nuevo. Quería asegurarme de que sea mañana a la dos. O a las catorce campanadas, como solíamos decir en el Yorktown.
Amelia Tanaka, diciendo:
—Puede que llegue unos minutos tarde, doctor Wright. Tengo un examen de anatomía, y la última vez duró dos horas. Estaré allí en cuanto pueda.
El señor Suárez, que quería cambiar su sesión para mañana. Otra vez Davis, aún más incomprensible que antes.
—Se me olvidó decirte dónde. En la diecisiete. Bajo el fantasma Y siguió un irreconocible canturreo monótono. Como si estuviera limpiando la casa.
—¿Doctor Wright? Soy Joanna Lander. Ah…
—Su cinta está llena —dijo el con testador.
—No —exclamó Richard—. Maldito Davis. Maldito señor Wojkowski, con sus interminables recuerdos del Yorktown. El único mensaje que necesitaba oír de verdad…
Pulsó «repetir» y escuchó de nuevo el mensaje.
—¿Doctor Wright? Soy Joanna Lander. Ah…
¿Era el principio de una frase como «Al final he decidido que me encantaría trabajar en su proyecto», o «Ahórrese las molestias, he decidido rechazar su oferta»?
Lo escuchó otra vez.
«Ah», decidió. ¿Pero de «Ah, olvídelo» o de «Al fin se me presenta la oportunidad de trabajar en un proyecto como éste»? Tendría que esperar hasta las diez para ver si ella se presentaba. O tendría que ir a buscarla.
O no, considerando cómo era aquel hospital. Era lo único que le hacía falta, que ella estuviera allí esperándolo y mirando el reloj, mientras él trataba de encontrar el camino de vuelta desde el ala este. Descolgó el teléfono y la llamó al busca, por si lo tenía conectado, y luego volvió a pulsar la repetición del mensaje. Tal vez hubiera algo en el tono que le diera una pista sobre…
—Todos sus mensajes han sido borrados —dijo la máquina. «¡No!» Saltó hacia el contestador, pulsó repetir—. No tiene ningún mensaje.
Richard agarró un talonario de recetas. «Wojakowski», garabateó. «Cartwright Chemical, Davis.» «¿Quién más?», pensó, tratando de reconstruir mentalmente los mensajes. La señora Brightman, y alguien de Northwestern. ¿Geneva Carlson? Sonó el teléfono. Richard lo descolgó, esperando que fuera Joanna.
—¿Diga?
—¿La has visto ya? —dijo Davis.
—¿Ver qué, Davis?
—¡La estrella!
—¿Qué estrella? Llamas y dejas un mensaje indescifrable…
—¿Indescifrable? —dijo Davis, ofendido—. Estaba clarísimo. Incluso te dije en qué página estaba el artículo.
No se trataba de una estrella, sino de The Star, el periódico sensacionalista.
—¿De qué trataba el artículo?
—¡De Foxx! Se ha vuelto majara y ha anunciado que ha demostrado que hay vida después de la muerte. Espera un momento, lo tengo aquí mismo, deja que te lo lea…
Se oyó un golpe cuando soltó el teléfono y luego un crujir de papel.
—«El doctor R. John Foxx, respetado científico en el campo de la investigación de la experiencia cercana a la muerte, ha declarado: “Cuando comencé mi investigación, estaba convencido de que se trataba de alucinaciones causadas por la privación de oxígeno, pero tras análisis exhaustivos, he llegado a la conclusión de que son un avance de la otra vida. El cielo es real. Dios es real. He hablado con él.”»
—Oh, Dios mío —murmuró Richard.
—Va a dejar la medicina para inaugurar el Instituto de la Vida Eterna —dijo Davis—. Y mi pregunta es: ¿hay algo que afecte a todo el mundo que se dedica a investigar las ECM? Primero Seagal dice que ha localizado el alma en el lóbulo temporal y que tiene fotos donde se ve cómo abandona el cuerpo, y ahora Foxx.
—Seagal siempre estuvo loco.
—Pero Foxx no. ¿Y si hay algún virus que infecta a todo el mundo que estudia las ECM y lo vuelve majareta?¿Cómo sé que de pronto no te pondrás a anunciar que se te ha aparecido la imagen de la Virgen María en la pantalla de un escáner?
—Confía en mí, no lo haré.
—Bueno, si lo haces —dijo Davis—, llámame primero, antes de llamar al Star. Siempre he querido ser ese amigo al que entrevistan, el que dice: «No, nunca he advertido nada raro en él. Siempre fue tranquilito, tímido, un solitario.» Hablando del asunto, ¿alguna chavala en el horizonte?
—No —respondió Richard, pensando en Joanna. Miró el reloj de pared. Eran más de las diez. Fuera lo que fuese aquel «Ah» en el contestador, no era positivo. Ella probablemente había leído el Star y había decidido que hablar con alguien relacionado con ese tipo de investigación sobre la muerte era demasiado arriesgado. Lástima. Tenía muchas ganas de hablar con ella. «Tendría que haberle ofrecido algo más sustancioso que una barrita energética», pensó.
—No hay enfermeritas macizas, ¿eh? —dijo Davis—. Eso es porque te dedicas a la especialidad equivocada. Yo las tengo en cola ante la puerta. —Conociendo a Davis, probablemente era verdad—. Naturalmente, hay otra explicación.
—¿Para tener a las mujeres haciendo cola ante tu puerta? —dijo Richard.
—No, para que todo el mundo asociado con la investigación de ECM de repente se convierta en creyente. Tal vez todo sea cierto, el túnel y el cielo y el alma, y haya de verdad otra vida. —Empezó a tararear, el mismo canturreo extraño que había dejado en el contestador automático.
—¿Qué se supone que es ese sonido tan raro? ¿Dimensión desconocida?
Davis hizo una mueca.
—Es el tema de Expediente X. Es una posibilidad, ya sabes. Los que experimentan las ECM tienen razón, y cuando nos morimos acabamos rodeados de figurines de Momentos Preciosos. En ese caso, que no cuenten conmigo.
—Ni conmigo tampoco —dijo Richard riendo.
—Y agradecería que me llamaras y me avisaras para poder empezar mi investigación sobre la inmortalidad de inmediato.
—Lo haré —prometió Richard. Llamaron a la puerta. Richard alzó la cabeza, ansioso—. Tengo que irme —dijo, colgó y cruzó corriendo el laboratorio para abrir la puerta.
—Ah, doctor Wright —dijo el señor Mandrake, entrando—. Esperaba que estuviese aquí. No tuvimos oportunidad de hablar ayer. Richard resistió el impulso de buscar frenéticamente una salida.
—Me temo que no es buen momento…
El señor Mandrake se acercó al escáner TPIR.
—¿Con esto espera capturar la ECOV? —preguntó, mirando bajo su estructura curvada—. No podrá hacerlo, ¿sabe? La ECOV no puede ser fotografiada.
«¿Como los fantasmas? —pensó Richard—. ¿Y los ovnis?»
—Un buen número de investigadores han intentado ya encontrar una causa física que explique las ECOV, ¿sabe? —dijo—. Acumulación de dióxido de carbono, endorfinas, el funcionamiento aleatorio de las sinapsis. —Le dio un golpecito despectivo al escáner y se acercó al EEG—. Hay un montón de fenómenos de ECOV que la ciencia no puede explicar.
«Nombra uno», pensó Richard.
—¿Cómo explica el hecho de que cada persona que ha experimentado la ECOV diga que no fue un sueño, sino que sucedió realmente?
«La experiencia subjetiva difícilmente prueba nada», pensó Richard.
—¿Y cómo podrían las endorfinas o la acumulación de CO2 otorgar conocimiento al sujeto que experimenta la ECOV? —preguntó el señor Mandrake—. ¿Conocimiento que la ciencia reconoce que el sujeto no pudo haber adquirido por medios normales?
«¿Qué científicos? —pensó Richard—. ¿El doctor Foxx? ¿El doctor Seagal?»
—Varios de mis sujetos han contado haber visto a un pariente al Otro Lado a quien creían vivo, y se sorprendieron de verlo allí —dijo Mandrake—. Cuando los sujetos regresaron, telefonearon a otros familiares que les confirmaron que ese pariente acababa de morir. En cada uno de tales casos no había forma de que el sujeto supiera de antemano la muerte del pariente.
—¿Tiene una lista de nombres? —preguntó Richard.
—Sería muy poco profesional por mi parte hacer públicos los nombres de los sujetos de mis estudios —dijo el señor Mandrake con reproche—. Pero ha habido numerosos casos documentados del fenómeno.
—¿De verdad? —preguntó Richard—. ¿En qué publicaciones?
—Por desgracia el estamento científico es enormemente cegato cuando se trata de publicar los resultados de la investigación sobre la cercanía a la muerte —dijo el señor Mandrake, envarado—. A excepción de unos cuantos valientes pioneros como el doctor Seagal y la doctora Lander, no pueden ver las realidades superiores que los rodean.
Ante la mención de Joanna, Richard volvió a mirar el reloj. Las diez y media.
—«Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que sueños en tu filosofía» —citó el señor Mandrake—. También ha habido numerosos casos de personas que han vuelto de la experiencia cercana a la otra vida y han desarrollado dones paranormales. Uno de mis sujetos…
—La verdad es que éste no es un buen momento —dijo Richard—. Tengo que hacer una llamada telefónica, así que si me disculpa… Tomó el teléfono.
—Por supuesto —dijo el señor Mandrake—. Tengo que ir a ver a la señora Davenport. Me encantará discutir con usted sus hallazgos.
Salió. Richard iba a colgar el teléfono pero lo pensó de nuevo y marcó el número de Amelia Tanaka. Justo entonces el señor Mandrake reapareció.
—Quería darle un ejemplar de La luz al final del túnel —dijo, extendiendo la mano para alcanzar el boli de Richard—. No, no, no interrumpa su llamada. —Hizo un gesto para que Richard siguiera marcando—. Es Wright con W, ¿verdad?
—Sí —dijo Richard, marcando el resto del número. Empezó a sonar. Mandrake garabateó algo en la página del título—. ¿Señorita Tanaka? —dijo Richard al teléfono—. Soy el doctor Wright.
El señor Mandrake cerró el libro y se lo tendió a Richard.
—Creo que lo encontrará útil —dijo, y se dispuso a marcharse.
—Era para contestar a su llamada, señorita Tanaka —dijo Richard al continuo ring-ring—. Sí. A las once.
«Y espero que apruebe ese examen de anatomía», pensó.
—Bien. No, no será ningún problema.
El señor Mandrake se marchó, cerrando la puerta tras él. Richard colgó el teléfono y miró el reloj. Las once menos cuarto. Decididamente, Joanna no iba a venir.
Abrió el libro para ver qué había escrito Mandrake. «Para ayudarle en su viaje hacia la muerte y más allá», decía. Richard se preguntó si aquello era una amenaza.
Llamaron a la puerta. Sin duda era Mandrake, para darle algún otro motivo por el que el CO, no podía causar una ECM. Descolgó de nuevo el teléfono y dijo:
—Sí, pase.
Joanna abrió la puerta.
—Lamento llegar tarde… Oh, está usted hablando por teléfono.
—No, no lo estoy —dijo él, y colgó—. Pase, pase.
—Lamento llegar tarde, de verdad. ¿Recibió mi mensaje?
—No.
—Oh, bueno, le dejé un mensaje, pero pretendía estar aquí a las diez para hablar con usted.
«Va a decir que no —pensó él—. Ha venido a decirme que no está interesada.»
—Pero tuve que ir a ver a Maisie y me costó trabajo librarme de ella. —Sacudió la cabeza, sonriendo—. Como de costumbre.
—¿Sigue hablando del Hindenburg?—preguntó él. Sólo era retrasar lo inevitable, pero tal vez si hablaban ella cambiara de opinión. Joanna asintió.
—¿Sabía que un puñado de niños que fueron al aeródromo a recibir a sus padres los vieron caer envueltos en llamas?
—No lo sabía. A Maisie le encantan los detalles sangrientos, ¿no? ¿Quería verla para eso?
—No —dijo Joanna—. Encontró un testimonio de una ECM relacionada con el Hindenburg y tenía que preguntarle al respecto. Quería saber si el testimonio era de segunda mano o si lo escribieron en el momento, o poco después.
—¿Lo sabía Maisie? Ella negó con la cabeza.
—Sus libros no decían nada de las circunstancias, ni el nombre del tripulante, pero dijo que intentaría averiguarlo.
—¿La ECM fue de un tripulante del Hindenburg? ¿Tuvo una parada cardíaca durante el accidente y experimentó una ECM?
—No, una visión —dijo Joanna—. La tuvo mientras estaba colgado del entramado metálico del zepelín en llamas.
—¿Pero vio un túnel y ángeles?
—No, una ballena y una jaula para pájaros. No tiene ninguna de las imágenes de rigor, por eso es interesante. Es anterior a Moody y compañía, así que la imaginería no ha sido contaminada, y sin embargo hay claras correspondencias con la ECM típica. Oye un sonido (el chirrido del metal al quebrarse) y ve a su abuela y una deslumbrante luz blanca que interpreta como campos nevados. Y hay varias imágenes que son paralelas a la revisión de vida. Podría ser útil, pero no quiero albergar demasiadas esperanzas hasta que sepa cómo y cuándo dio su testimonio. Podría ser un caso de fabulación, sobre todo si lo contó semanas o meses después del accidente.
»De todas formas —dijo, subiéndose las gafas sobre la nariz—, me costó un rato librarme de Maisie y, cuando venía de camino, vi al señor Mandrake dirigirse a su laboratorio.
«Y te metiste en el hueco de las escaleras más cercanas», pensó Richard.
—¿Qué quería? —preguntó ella—. ¿Trató de sonsacarle cosas sobre el proyecto?
—No. Estaba más interesado en decirme por qué estaba condenado a fracasar.
—¿Qué discurso fue? ¿Su discurso de «la mera ciencia no puede explicar la ECOV», o el de «si parece real, es que es real», o el de «hay más cosas en el cielo y la tierra»?
—Todos —dijo Richard—. Me dijo que había casos documentados de personas que obtenían conocimientos durante las ECM que de otro modo no podrían haber conseguido.
Ella asintió.
—Una de las personas que esperan para saludarlos es la tía Ethel, y cuando los reviven llaman a Minnesota y descubren que, de hecho, la tía Ethel acaba de morir en un accidente de coche.
—¿Entonces hay casos? Ella sacudió la cabeza.
—Esas historias llevan circulando desde los tiempos de los espiritistas Victorianos, pero no hay ninguna prueba documental. Todas son de tercera mano, alguien conocía a alguien que le dijo qué le había pasado a su tía Ethel, o todo el asunto fue convenientemente destapado después de la llamada de Minnesota donde se informaba de la muerte y los apellidos siempre son convenientemente dejados al margen en bien de «la intimidad de los sujetos», así que no hay forma de verifica o rebatir la historia. Además, nadie se molesta en contar que ha visto alguien al Otro Lado que resulte que no está muerto. ¿Mencionó el se ñor Mandrake a W. T. Stead?
—No. ¿Quién es ése?
—Un famoso espiritista y psíquico que no era tan psíquico, según se demostró, o nunca habría reservado pasaje en el Titanic. Todos los demás psíquicos y médiums dijeron más tarde haber tenido visiones o premoniciones de su muerte, pero a ninguno se le ocurrió mencionarlo hasta después de que el naufragio apareciera en las primeras planas de los periódicos, cuando Stead salió en la lista de desaparecidos. Y la última persona que habló con Stead contó que cuando le dijeron que el barco había chocado contra un iceberg dijo: «No creo que sea nada.» —Frunció el ceño—. ¿El señor Mandrake no le preguntó por su proyecto?
—Miró el escáner TPIR y el EEG, pero no hizo ninguna pregunta. ¿Por qué? ¿Debería haberlo hecho? Ella seguía frunciendo el ceño.
—Se pasa la mitad del tiempo husmeando y tratando de averiguar quiénes son mis pacientes para poder contactar con ellos primero. ¿No le preguntó nada?
—No. Cuando entró, dijo que quería discutir el proyecto, pero luego se puso a parlotear sobre cómo las causas físicas no podían explicar la ECM, y sobre la estrechez de miras del estamento científico. Con la excepción de valientes pioneros como usted y el doctor Seagal.
—No le dijo que íbamos a trabajar juntos, ¿no?
—No —dijo él, tratando de no mostrar el súbito arrebato de placer que sentía—. ¿Vamos a hacerlo?
—Sí. ¿No recibió mi mensaje?
—No, mi contestador…
—Oh, bueno, dije que sí, que me gustaría trabajar en su proyecto. La verdad es que creo que dije: «Ah, muy bien, lo haré.» O algo igual de críptico. Dejé el mensaje anoche.
No era «Ah, olvídelo», sino «Ah, muy bien».
—Magnífico —dijo él, y sonrió—. Estoy encantado. Va a ser maravilloso trabajar juntos.
—Quiero seguir entrevistando también a los pacientes que ingresen en el hospital —dijo ella—, a menos que le parezca que es mala idea.
—No, cuantos más datos tengamos sobre ECM reales, mejor podremos comparar las nuestras. Sólo tengo previstas una o dos sesiones al día, dado el tiempo que se tarda en analizar los escáneres. Estoy seguro de que podremos satisfacer su calendario.
—Lo agradecería.
—Magnífico. Hablaré esta tarde con la oficina de becas para que sea oficial.
Ella asintió.
—Muy bien. Pero no se lo diga al señor Mandrake. Cuanto más tiempo se lo tengamos oculto, menos tiempo tendré que pasar tratando de evitarle. Bueno —le sonrió—, ¿quiere mostrarme las instalaciones?
—Haré algo mejor. Uno de mis voluntarios va a venir dentro de…—Miró el reloj. Las once y cuarto—. Bueno, de un momento a otro. Mientras tanto —la condujo a la consola—, ésta es la consola del escáner. Las imágenes aparecen aquí. —Señaló los monitores apagados sobre la consola—. Éste es el cerebro en estado de funcionamiento normal —dijo, tecleando instrucciones, y la pantalla se iluminó con una imagen naranja, amarilla y azul. Tecleó un poco más—. Y éste es el cerebro en un estado de sueño REM. Mire cómo el córtex prefontal (ésta es la zona del pensamiento consciente y la percepción de la realidad) y las zonas de influjo sensorial casi no muestran ninguna actividad. Y esto —tecleó de nuevo—, es el cerebro en estado de ECM, o al menos lo que espero que sea un estado de ECM.
Joanna se subió las gafas y contempló la pantalla.
—Parece similar al estado de sueño.
—Sí, pero no hay ninguna actividad en el córtex prefrontal ni aumento de actividad en el lóbulo anterior, aquí —dijo, señalando las zonas rojas—, ni en el hipocampo, ni en la amígdala.
—¿Y éstos son los recuerdos a largo plazo? —preguntó ella, señalando un puñado de puntitos rojos y naranjas en el córtex frontal.
—Sí. —Apagó las pantallas y recuperó el escáner del señor O’Reirdon—. Esto es el escaneo patrón —dijo, tecleando—, y esto es el escaneo de la primera sesión del señor Wojakowski. —Los superpuso en una tercera pantalla—. Puede ver que la pauta, excepto por la actividad en el córtex frontal, es similar, pero no idéntica. Es uno de los motivos por los que la necesito en el proyecto.
Se acercó al escáner y colocó la mano sobre la cúpula en forma de, arco.
—Y esto es el escáner TPIR. El sujeto se coloca aquí —indicó la mesa de reconocimiento—, bajo el escáner, y luego esto se coloca sobre la cabeza. El marcador y luego un sedante leve y la ditetamina si suministran por medio de una intravenosa, y se toman muestras de sangre antes, durante y después de la ECM. Tengo una enfermera. He estado utilizando a varias distintas.
Joanna contemplaba pensativa el aparato.
—¿Algún problema? —preguntó Richard. Ella asintió.
—Parece un túnel. ¿Hay alguna forma de cubrirlo, de ponerle algo delante hasta que el sujeto esté colocado? Hay que eliminar cualquier posible explicación física para la visión.
—Claro. Puede hacerse. Ella miró al techo.
—¿Necesita la luz del techo durante el procedimiento?
—No, pero los ojos del sujeto están cubiertos.
—¿Con qué?
—Un antifaz negro para dormir —respondió él. Sacó uno del armarito para enseñárselo—. También llevan auriculares, a través de los que se les suministra ruido blanco.
—Bien —dijo ella—, pero creo que también deberíamos enmascarar la luz. La explicación de Garland a la luz brillante que ven los sujetos es la luz del quirófano, y el motivo de que sea cegadoramente brillante es que sus pupilas están dilatadas.
Richard la miró feliz.
—Éstas son precisamente las cosas en las que esperaba que me ayudase. La cubriré con papel negro ahora mismo. Vamos a formar un equipo de primera.
Joanna le sonrió, y luego se acercó y miró el armarito gris de suministros y el alto armario de madera con sus puertas de vidrio, residuo de una época anterior del hospital, las manos apoyadas en las caderas.
—¿Hay algo más que quiera cambiar? —preguntó Richard.
—No. Añadir. —Rebuscó en el bolsillo de su rebeca y sacó un objeto envuelto en papel de periódico—. Esto es nuestra zapatilla de tenis.
—¿Zapatilla de tenis? —dijo Richard, mirando el objeto envuelto. Estaba claro que no era lo bastante grande para ser un zapato, aunque fuera de niño.
—¿No le ha contado todavía el señor Mandrake lo del zapato? Me sorprende. Le cuenta a todo el mundo que el zapato es la prueba científica de las ECM. Incluso más que la tía Ethel.
Se metió el objeto envuelto en papel en el bolsillo y se acercó a la mesa.
—Una mujer llamada María tuvo una parada cardíaca durante una operación. —Arrastró la silla—. Después, contó que flotaba sobre su cuerpo en la mesa de operaciones, y describió los procedimientos a los que la estaban sometiendo con todo detalle.
—Muchos pacientes lo han hecho —dijo él—. Describieron la intubación y las palas. ¿Pero no podrían haber obtenido la información en visitas anteriores al hospital?
—O en un episodio de Urgencias —dijo Joanna secamente—. Pero María describió algo más, y eso constituye la «prueba científica» a la que siempre se refiere el señor Mandrake. —Colocó la silla delante del gabinete de metal—. María dijo que cuando estaba cerca del techo, vio un zapato en el alféizar de la ventana, una zapatilla de tenis roja.
Se encaramó a la silla, miró en lo alto del armario, frunció el ceño, y se bajó.
—La zapatilla no era visible desde ninguna otra parte de la habitación, pero cuando el doctor subió a la otra planta y se asomó a la ventana, allí estaba.
—Lo cual demostró que el alma había abandonado el cuerpo y flotaba por encima —dijo Richard.
—Y, por extensión, que todo lo que el sujeto experimenta durante una ECM es real y no sólo una alucinación. —Arrastró la silla hasta el armario de madera y se subió a ella—. Bastante convincente, ¿no? El único problema es que nunca sucedió. Cuando los investigadores trataron de verificarlo, resultó que no hubo semejante caso, ni semejante paciente, ni semejante hospital.
Se sacó del bolsillo el objeto envuelto en papel.
—Naturalmente, aunque hubiera sido una historia verdadera, no habría significado nada. La zapatilla podría haber sido visible desde alguna otra parte del hospital, o el paciente o el investigador podrían haberla colocado allí. Cuando algún sujeto nos diga que ha visto esto, si lo hace —dijo, alzando el objeto—, consideraré la posibilidad de que ha salido realmente de su cuerpo.
—¿Qué es? —preguntó Richard.
—Algo que nadie imaginará —dijo ella, alzándose de puntillas y estirando el brazo para colocarla en lo alto del armario—. Usted incluido. Si no lo sabe, no podrá comunicarle accidentalmente ese conocimiento a nadie.
Recogió el papel y se bajó de la silla.
—Le daré una pista —dijo, colocándole el trozo de papel en la mano—. No es una zapatilla.
Se dio la vuelta y miró el reloj, calibrándolo.
—¿Quiere que retire también el reloj?
—No, aunque tal vez sea buena idea colocarlo en un sitio que el paciente no pueda ver. Cuantos menos objetos tenga el sujeto para fabular, mejor. De hecho, estaba pensando en su sujeto. ¿A qué hora dijo que estaría aquí?
—Tenía cita a las once, y llamó para decir que tenía un examen y tardaría unos minutos. Es estudiante de medicina —dijo, mirando el reloj—. Pero ya tendría que estar aquí.
—¿Sus sujetos son estudiantes de medicina?
—No, sólo la señorita Tanaka. Los otros voluntarios son…
—¿Voluntarios? ¿Está utilizando voluntarios? ¿Cómo describe el proyecto en su solicitud de voluntarios?
—Investigación neurológica. Tengo una copia aquí mismo —dijo él, acercándose a su mesa.
—¿Menciona las ECM?
—No —contestó él, buscando entre los montones de papeles—. Les dije qué pretendía el proyecto cuando vinieron a la selección.
—¿Qué tipo de selección?
—Un perfil físico y psicológico. —Encontró la petición de voluntarios y se la entregó—. Y les pregunté qué sabían sobre la experiencia cercana a la muerte y si alguna vez habían tenido alguna. Ninguno de ellos la había tenido.
—¿Y ya ha experimentado con alguno?
—Sí. Con la señora Bendix una vez, y dos veces con el señor Wojakowski y la señorita Tanaka, que es la que va a venir hoy.
—¿Escogió todas las solicitudes a la vez y luego los hizo venir para seleccionar?
El sacudió la cabeza.
—Empecé la selección inmediatamente para no tener que posponer el inicio de las sesiones. ¿Por qué?
Llamaron a la puerta, y Amelia Tanaka entró.
—Siento llegar tan tarde —dijo, soltando su mochila en el suelo y quitándose los guantes de lana. Se los guardó en los bolsillos—. Recibió mi mensaje, ¿verdad?
Tenía el pelo largo y liso veteado de nieve. Se la sacudió.
—El examen de anatomía ha sido horrible —dijo, asegurándose el cabello con una pinza—. No contesté ni la mitad de las preguntas. —Se desabrochó el abrigo—. No había mencionado en clase ni la mitad de las cosas. «¿Dónde está el pliegue vestigial de Marshall?» No lo sé. Dije que en el pericardio, pero igual podría ser en el hígado. —Se quitó el abrigo, lo dejó caer encima de la mochila, y se acercó a ellos—. Y luego empezó a nevar, todo el camino…
De pronto pareció darse cuenta de la presencia de Joanna.
—Oh, hola —dijo, y miró intrigada a Richard.
—Le presento a la doctora Lander, señorita Tanaka.
—Amelia —corrigió ella—. Pero tendré que cambiarme de nombre si el examen me salió tan mal como creo.
—Hola, Amelia —dijo Joanna.
—La doctora Lander va a trabajar conmigo en el proyecto. Llevará a cabo las entrevistas.
—No irá a preguntar cosas como dónde está el pliegue vestigial de Marshall, ¿verdad?
—No. —Sonrió Joanna—. Sólo voy a preguntarle qué ha visto y oído, y hoy me gustaría hacerle unas preguntas sobre usted misma, para conocerla.
—Claro —dijo Amelia—. ¿Quiere hacerlo ahora o después de que me prepare para la sesión?
—¿Por qué no se prepara primero? —dijo Joanna, y Amelia se volvió expectante hacia Richard. Él abrió el gabinete de metal y le tendió unas prendas dobladas. Amelia desapareció en la pequeña habitación del fondo.
Richard esperó a que cerrara la puerta y entonces le preguntó a Joanna:
—¿Qué iba a decir antes de que llegara la señorita Tanaka? ¿Sobre la selección?
—¿Puedo ver su lista de voluntarios?
—Claro —respondió él, y volvió a buscar entre los papeles de su mesa—. Aquí está. Todos han sido aceptados, pero aún no he concertado ninguna cita con ellos.
Le tendió la lista a Joanna, y ella se sentó en la silla a la que se había subido para esconder la «zapatilla» en lo alto del armario de las medicinas y fue pasando el dedo por los nombres.
—Bueno, al menos esto explica por qué el señor Mandrake no trató de sonsacarle. No tenía que hacerlo.
—¿A qué se refiere? —preguntó Richard. Se situó tras ella para mirar la lista.
—Me refiero a que uno de sus sujetos es también sujeto del señor Mandrake, hay otro que creo que probablemente lo es, y ésta —dijo, señalando a Dvorjak, A.— tiene un síndrome de atención compulsiva. Es una forma de desorden de personalidad incompleta. Se inventan ECM para llamar la atención.
—¿Cómo se inventa una ECM?
—La mitad de los supuestos casos del libro de Mandrake, del cual veo que tiene aquí un ejemplar, no son en realidad ECM. Visiones durante el parto y las operaciones quirúrgicas, incluso episodios de desmayo valen si la persona experimenta el túnel, la luz y los ángeles de marras. Amy Dvorjak está especializada en desmayos, los cuales, convenientemente, no tienen ningún síntoma externo, así que no se puede demostrar que no sucedieron. Ha tenido veintitrés.
—¡Veintitrés! Joanna asintió.
—Ni siquiera el señor Mandrake la cree ya, y eso que se cree todo lo que le dicen.
Richard le quitó la lista de las manos y tachó «Dvorjak, A.».
—¿Cuáles son los sujetos de Mandrake? Ella lo miró compungida.
—No le va a gustar oír esto. Uno de ellos es May Bendix.
—¡May Bendix! ¿Está segura? Joanna asintió.
—Es una de los sujetos favoritos de Mandrake. Incluso aparece en su libro.
—dijo que ni siquiera sabía lo que era una experiencia cercana a la muerte —protestó él, escandalizado—. ¡No puedo creerlo!
—Creo que antes de tratar a nadie más, será mejor que compruebe el resto de los nombres de esta lista.
Richard miró hacia la puerta de la habitación.
—Le diré a Amelia que el escáner se ha estropeado y no podemos realizar la sesión hoy. Joanna asintió.
—También me gustaría entrevistarla, junto con el resto de los sujetos, después de comprobar si tienen algo que ver con el señor Mandrake o la comunidad de afectados por las experiencias cercanas a la muerte.
—Bien. Espere, dijo usted que había otro que pensaba que podría estar relacionado con Mandrake. ¿Cuál?
—Éste —dijo ella, señalando el nombre en la lista—. Thomas Suárez. Me llamó la semana pasada y me dijo que había tenido una ECM. Le sugerí que llamara al señor Mandrake.
—Creí que había dicho que intentaba conseguir sujetos antes de que Mandrake pudiera corromperlos.
—Lo hago. Normalmente —dijo ella—. Pero el señor Suárez forma parte de ese catorce por ciento que también cree haber sido abducido por un ovni.
Eh, ¿dónde demonios están los paracaídas?
Cuando Joanna comprobó el resto de la lista con los miembros de la Sociedad de Estudios sobre la Cercanía a la Muerte, encontró dos nombres más.
—En total, cinco —le dijo a Richard.
—¿Todos espías de Mandrake? —preguntó Richard, escandalizado.
—No, no necesariamente. Bendix y Dvorjak son ambos perfectamente capaces de haberse presentado por su cuenta. Los creyentes siempre están al acecho de cualquier cosa que pueda validar sus creencias.
—¿Pero cómo pueden haberse enterado?
—Esto es el Mercy General —dijo Joanna—. También conocido como el Chismorreo General. Tal vez alguien del primer grupo de entrevistados ha informado a los otros de qué trataba su investigación. Los que experimentan las ECM tienen toda una red (organizaciones, Internet), y es sabido que el Instituto hace investigaciones sobre ECM. Puede que el señor Mandrake no sepa nada de esto.
—No lo dirá en seno, ¿verdad?
—No.
—Sigo opinando que deberíamos denunciarlo al consejo.
—Eso no servirá de nada —dijo ella—. No con la señora Brightman de por medio. Y lo último que le hace falta es una confrontación con él. Necesitamos…
—¿Escondernos en una escalera?
—Si es necesario —dijo Joanna—. Y asegurarnos de que ninguno de los otros voluntarios está relacionado con Mandrake ni con la comunidad cercana a la muerte.
—Y de que no sean unos lunáticos perdidos —dijo él—. Sigo sin creer que el perfil psicológico no los detectara.
—Creer en la otra vida no es una enfermedad mental —dijo Joanna—. Un montón de religiones importantes llevan haciéndolo desde hace siglos.
—¿Qué hay de los ovnis del señor Suárez?
—Gente mentalmente competente cree todo tipo de cosas raras. Por eso quiero entrevistarlos en cuanto haya terminado de comprobar las conexiones.
Se pasó el resto de la tarde dedicada a eso e imprimió las listas de miembros de la Sociedad Internacional para el Avance del Espiritismo y la Sociedad Paranormal para llevárselas a casa.
El señor Mandrake había dejado tres mensajes en su contestador diciendo que quería hablar con ella, así que fue dando un rodeo hasta el aparcamiento, cruzando la quinta planta hasta el ala oeste, bajando a la tercera, cruzando otra vez y pasando por Oncología hasta llegar al ascensor de los pacientes.
Una pareja de mediana edad estaba esperando el ascensor.
—Ve tú —le estaba diciendo el hombre a la mujer—. No hay motivo para que nos quedemos los dos.
La mujer asintió, y Joanna advirtió que sus ojos estaban enrojecidos.
—¿Me llamarás si hay algún cambio?
—Te lo prometo —dijo el hombre—. Descansa un poco. Y come algo. No has probado bocado en todo el día. Los hombros de la mujer se hundieron.
—Muy bien.
El ascensor sonó y se abrió la puerta. La mujer besó al hombre en la mejilla y entró en la cabina. Joanna la siguió. Pulsó «B» y la puerta empezó a cerrarse.
—¡Espera! ¿Tienes el número de mi móvil? —llamó la mujer a través de la puerta.
El hombre asintió.
—329-6058 —dijo él, y la puerta se cerró del todo. «Cinco-ocho —pensó Joanna—. Cincuenta y ocho.» Vielle había dicho que Greg Menotti estaba probablemente intentando decir un número de teléfono, pero cuando la gente da su número de teléfono dice las cifras una a una. No sucedía lo mismo con las direcciones. Decían: “Vivo en él dos mil ciento quince de la calle Pearl.” Se preguntó cuál sería la dirección de Greg Menotti.
Se inclinó hacia delante y pulsó el dos, y cuando el ascensor llegó al segundo piso, salió, recorrió el vestíbulo de visitas y buscó su dirección en la guía telefónica: 1903, South Wyandotte, y su número de teléfono era 771-0642. Ni siquiera un cinco o un ocho, mucho menos un cincuenta y ocho. La dirección que intentaba decir podría haber sido la de su novia, claro, o la de sus padres. “Pero no lo era”, pensó Joanna. Había intentado decir algo crucial. ¿Y qué información crucial contenía el número cincuenta y ocho?
Cerró la guía de teléfonos y volvió hasta el ascensor. Una auxiliar de enfermería pasó junto a ella, llevando una taza de plástico, y se detuvo para preguntarle a una enfermera:
—¿En qué habitación dijiste que estaba?
—La dos cincuenta y ocho.
¿Podría haber conocido Greg Menotti a alguien en el hospital y trataba de hacer que contactaran con esa persona? Eso no tenía sentido. Lo habría mencionado antes, cuando exigía que se pusieran en contacto con su novia. ¿Qué otro tipo de habitaciones tenían números? ¿Una oficina? ¿Un apartamento?
Joanna bajó hasta el aparcamiento. Cincuenta y ocho. ¿El número de una caja de seguridad? ¿Una fecha? No, era demasiado joven para haber nacido en el 58. Se metió en el coche. Cincuenta y ocho no era el número de nada famoso, como el trece o el 666. Salió del aparcamiento y llegó a Colorado Boulevard. El coche que tenía delante llevaba una luz de neón púrpura alrededor de la matrícula. “WV-58.” Joanna miró hacia la gasolinera de la derecha: “Sin plomo”, decía el cartel. “1,58,99.”
Un escalofrío de temor supersticioso recorrió a Joanna y le erizó el vello de la nuca. “Es esa película que alquilamos Vielle y yo, la de los accidentes de avión con todas aquellos presagios. Destino final.”
Hizo una mueca. Realmente era una conciencia ampliada hacia algo que estaba presente en todo momento. El número cincuenta y ocho siempre había estado allí, igual que cualquier otro número, pero su cerebro estaba atento como un excursionista cauteloso ante la presencia de serpientes. Eso eran las supersticiones, un intento de dar sentido a datos aleatorios y acontecimientos al azar: estrellas y golpes en la cabeza y números.
“No significa nada —se dijo—. Estás dando significado a lo que no lo tiene.” Pero cuando llegó a casa entró en la Red e inició una búsqueda del número cincuenta y ocho. Encontró varios obituarios (“Elbert Hodgins, de cincuenta y ocho años”), una autopista nacional y catorce estatales, y tres libros en Amazon.com: La política de la guerra fría rusoamericana, 1946-1958; A la deriva en el par alelo cincuenta y ocho, y Mejor en la cama: 58 formas para mejorar su vida sexual.
“No es precisamente algo propio de la Dimensión desconocida”, pensó Joanna, divertida, y empezó a repasar la lista de miembros de la Sociedad Paranormal. Amelia no era miembro, ni tampoco ninguno de los otros voluntarios, pero cuando repasó la lista de la SIAE encontró el nombre de un voluntario, y cuando comprobó el sitio web de las ECM a la mañana siguiente, encontró a dos más, lo que los dejaba con ocho sujetos. Antes de haber entrevistado a ninguno.
—Lo siento mucho —le dijo a Richard—. Mi objetivo era asegurarme de que no se le colara ningún falsario, no diezmar el proyecto.
—Lo que habría diezmado mi proyecto habría sido que uno de mis sujetos apareciera en el libro de Mandrake. O en la primera plana del Star —dijo él—. Tenía usted razón. No debería denunciar a Mandrake ante el consejo. Tendría que estrangularlo.
—No tenemos tiempo —dijo Joanna—. Tenemos que seleccionar a los sujetos que nos quedan y buscar otros nuevos. ¿Cuánto tiempo llevará el proceso de aprobación?
—De cuatro a seis semanas para recibir permiso del consejo y el comité de proyectos. El papeleo para este grupo tardó cinco semanas y media.
—Entonces será mejor que empecemos a buscar inmediatamente —dijo Joanna—, y yo me dedicaré a esas entrevistas. Estoy preparada para hablar con Amelia Tanaka. Parece buena. No he encontrado nada cuestionable en ella, excepto el hecho de que dice que tiene veinticuatro años y sigue siendo estudiante de medicina, pero mi instinto me dice que no es una chalada.
—Instinto —sonrió Richard—. Creía que los científicos no tenían instinto.
—Claro que sí. Pero no se fían de él. Pruebas —dijo, agitando la lista de miembros de la SIAE—, ésa es la cuestión. Información externa. Por eso voy a llamar a sus referencias y por eso quiero entrevistarla. Pero si todo va bien, no veo ningún motivo para que no continúe con ella como estaba previsto.
Volvió a su despacho y llamó a las referencias de Amelia y luego a Amelia y concertó una entrevista. Fue difícil. Amelia tenía clases y prácticas de laboratorio, y tenía que estudiar para un examen de bioquímica. Joanna finalmente acordó verla a la una del día siguiente.
Le agradó que concertar la cita hubiera sido tan difícil. Su propia falta de ansiedad era prueba de que no era una creyente. Joanna comprobó el nombre entre los miembros de la Sociedad Teosófica y luego repasó los archivos de los otros siete voluntarios.
Parecían prometedores. La señora Coffey era directora de un sistema de datos, el señor Sage era soldador, la señora Haighton voluntaria de su comunidad, el señor Pearsall agente de seguros. Ninguno de sus nombres, ni el de Ronald Kelso ni el de Edward Wojakowski, aparecía en ninguno de los sitios de ECM. La única que le preocupaba era la señora Troudtheim, que no vivía en Denver.
—Vive en las llanuras del este —le dijo a Richard al día siguiente—, cerca de Deer Trail. El hecho de que tenga que venir en coche (¿cuántos kilómetros hay, noventa?) para participar en un proyecto de investigación es un poco sospechoso, pero todo lo demás es correcto, y los otros parecen de fiar. —Miró el reloj. La una menos cuarto—. Veré a Amelia Tanaka dentro de unos minutos.
—Bien —dijo él—. Si no encuentra nada negativo, me gustaría iniciar una sesión. Le diré a la enfermera que esté preparada. Llamaron a la puerta.
—Viene temprano —dijo Joanna, y fue a abrir. Era un hombre mayor y bajito, con el pelo rojo algo escaso ya y flequillo.
—¿Está aquí el doctor Wright? —dijo, asomándose al laboratorio. Espió a Richard—. Hola, Doc. Se me ha ocurrido pasarme por aquí para comprobar cuándo será mi próxima sesión. Soy uno de los conejillos de indias de Doc Wright.
—Doctora Lander, le presento a Ed Wojakowski —dijo Richard, acercándose a la puerta—. Señor Wojakowski, la doctora Lander va a trabajar conmigo en el proyecto.
—Llámeme Ed. El señor Wojakowski es mi padre. —Le hizo un guiño.
Joanna recordó que Greg Menotti había hecho el mismo chiste. Se preguntó qué edad tendría el señor Wojakowski. Parecía tener al menos setenta, y el proyecto había especificado voluntarios de entre veintiún y sesenta y cinco años.
—Conocí a una Joanna una vez —dijo el señor Wojakowski—, cuando estaba en la Marina, durante la Segunda Guerra Mundial. La Segunda Guerra Mundial y la Marina otra vez, pensó Joanna.
Primero la señora Davenport y ahora el señor Wojakowski. ¿Significaba eso que ella había hablado con él? ¿O que el señor Mandrake había hablado con ambos? Esperaba que no… a este paso se quedarían sin sujetos en un santiamén.
—Trabajaba en la cantina de oficiales de Honolulu —estaba diciendo el señor Wojakowski—. Muy bonita, aunque no tanto como usted. Stinky Johannson y yo la colamos una noche a bordo para enseñarle nuestro Wildcat, y…
—Todavía no hemos concertado nuestra próxima cita —dijo Richard.
—Oh, vale, Doc —dijo el señor Wojakowski—. Por eso pensé en pasarme por aquí.
—Ya que ha venido, ¿le importaría que le hiciera algunas preguntas? —dijo Joanna. Se volvió hacia Richard—. La señorita Tanaka no vendrá hasta dentro de otros quince minutos.
—Claro —dijo Richard, pero parecía indeciso.
—O podríamos concertarle una cita más tarde.
—No, ahora está bien —dijo Richard, y ella se preguntó si lo había interpretado mal—. ¿Tiene tiempo para responder a unas cuantas preguntas, señor Wojakowski?
—Ed —corrigió él—. Claro que tengo tiempo. Ahora que estoy jubilado tengo todo el tiempo del mundo.
—Sí, bien —dijo Richard, y otra vez parecía vacilante—, tenemos fijada otra cita para la una.
—Lo capto, Doc. Seré dulce y breve. —Se volvió hacia Joanna—. ¿Qué quiere saber, Doc?
Joanna miró a Richard, sin alcanzar a entender si quería que continuara o no, pero él asintió, así que le ofreció una silla al señor Wojakowski, pensando que tenían que establecer algún tipo de código para situaciones como aquélla.
—Sólo quería saber unas cuantas cosas sobre usted, señor Wojakowski, para conocerlo, ya que vamos a trabajar juntos —dijo Joanna, sentándose frente a él—. Su historial, por qué se presentó voluntario para el proyecto.
Joanna conectó la grabadora.
—Mi historial, ¿eh? Bueno, le diré que soy un viejo marino. Serví en el USS Yorktown. El mejor barco de la Segunda Guerra Mundial hasta que los japos lo hundieron. Lo siento —dijo al ver su expresión—. Es así como los llamábamos entonces. El enemigo, los japoneses.
Pero ella no estaba pensando en el uso ofensivo del término japos.
Estaba calculando su edad. Si había participado en la Segunda Guerra Mundial, tenía que tener casi ochenta años.
—¿Dice usted que sirvió en el Yorktown? —dijo ella, mirando su archivo. Nombre. Dirección. Número de Seguridad Social. ¿Por qué no estaba incluida su edad?—. Era un acorazado, ¿no? —preguntó, intentando ganar tiempo.
—¡Acorazado! —bufó él—. Portaaviones. El mejor del maldito Pacífico. Hundió cuatro portaaviones en la batalla de Midway antes de que un sumarino japo lo hundiera. Un torpedo. Se llevó por delante a un destructor que estaba en medio también. El Hammann. Se hundió del tirón. Sin darse cuenta. Dos minutos. Con todos a bordo.
Ella seguía sin encontrar su edad. Alergias a medicamentos. Historial clínico. Había marcado “no” en todo, desde tensión alta a diabetes, y parecía activo y alerta, pero si tenía ochenta años…
—… el Yorktown tardó más tiempo en hundirse —estaba diciendo—. Dos días enteros. Un espectáculo terrible.
Historial de trabajo, referencias, personas con quienes contactaren caso de emergencia, pero ninguna fecha de nacimiento. ¿Adrede?
—… la orden de abandonar el barco, y todos los marineros se quitaron los zapatos y los pusieron en fila en cubierta. Cientos y cientos de pares de zapatos…
—Señor Wojakowski, no puedo encontrar…
—Ed —corrigió él, y entonces, como si supiera lo que iba a preguntarle, añadió—: Me enrolé cuando tenía trece años. Mentí respecto a mi edad. Les dije que el hospital donde tenían mi certificado de nacimiento había sido destruido en un incendio. No es que comprobaran ese tipo de cosas después de Pearl. —La miró, desafiante—. Usted es demasiado joven para saber lo que es Pearl Harbor, supongo.
—¿El ataque sorpresa japonés a Pearl Harbor?
—¿Sorpresa? Relámpago, más bien. Los Estados Unidos de América estaban sentados tan tranquilos, metiditos en lo suyo, y ¡zas! Ninguna declaración de guerra, ninguna advertencia, nada de nada. Nunca lo olvidaré. Era domingo, y yo estaba leyendo los suplementos de los periódicos. “Los Katzenjammer Kids”, todavía puedo verlo. Levanto la cabeza y entra la vecina de dos puertas más abajo, sin aliento, y va y dice: “¡Los japos acaban de bombardear Pearl Harbor!” Bueno, ninguno de nosotros sabía siquiera dónde estaba Pearl Harbor, excepto mi hermana mayor. Lo había visto en un noticiario en el cine la noche anterior. Desesperados, con Randolph Scott. Y al día siguiente, me fui al centro de reclutamiento de la Marina y me alisté.
Hizo una pausa para tomar aire, y Joanna dijo rápidamente:
—Señor… Ed, ¿qué le hizo presentarse voluntario para este proyecto? ¿Cómo se enteró de su existencia?
—Vi un anuncio en el centro recreativo de Aspen Gardens. Ahí es donde vivo. Y entonces cuando vine y hablé con el doc, me pareció interesante.
—¿Había estado relacionado con algún proyecto de investigación aquí en el hospital?
—No. Ponen carteles con frecuencia. Para la mayoría tienes que tener algo malo, hernias, o no ver bien, o algo por el estilo, y yo no tenía nada de eso, así que no pude participar.
—Ha dicho que el proyecto le pareció interesante. ¿Puede ser más específico? ¿Le interesaban las experiencias cercanas a la muerte?
—He visto programas de televisión sobre el tema.
—¿Y por eso quiso participar en el proyecto? Él sacudió la cabeza.
—Tuve experiencias cercanas a la muerte más que suficientes en la guerra. —Hizo un guiño—. Los túneles y las luces, déjeme que se lo diga, no son nada comparado con ver un Zero que viene hacia ti y la ametralladora que tienes que disparar se atasca. Esas malditas 1,1 milímetros estaban atascándose siempre, y hacía falta que un compañero artillero se pusiera debajo con un martillo y la desatascara. Recuerdo una vez que Recto Holecek, lo llamábamos así porque siempre estaba dibujando rectas, bueno, pues va y…
No era extraño que Richard se hubiera mostrado reacio a dejarla interrogar al señor Wojakowski con Amelia citada al cabo de unos pocos minutos.
Ahora estaba de pie detrás de él. Joanna lo miró, y Richard le sonrió.
—… y justo entonces un Zero entró en picado contra nosotros, y Recto suelta un grito y deja caer el martillo en mi pie, y…
—¿Entonces, si no le interesaban las ECM, qué fue lo que le interesó del proyecto? —preguntó Joanna.
—Ya le he dicho que serví en el Yorktown, y déjeme que le diga que era un barco magnífico. Flamante y brillante como un botón, y con camas de verdad donde dormir. Incluso tenía una fuente de soda. Podías entrar allí y pedir un chocolate malteado o un refresco de cereza, como en el drugstore de al lado de casa. —Sonrió al recordado—. Bueno, después de que llegáramos a Rabaul, pusieron al Viejo Yorky, así es como lo llamábamos, de patrulla en el mar de Coral, y durante seis semanas estuvimos allí, jugando a los dados y apostando a ver a quién le crecían más rápido las uñas.
Joanna se preguntó qué tenía esto que ver con el hecho de que se hubiera presentado voluntario. Tenía la sospecha de que no había ninguna relación, que él simplemente aprovechaba cualquier oportunidad que le dieran para hablar de la guerra, y si ella no lo detenía, empezaría a contarle la batalla de Midway.
—Señor Wojakowski, iba usted a decirme por qué se presentó voluntario para este proyecto.
—A eso voy —dijo él—. Bueno, pues allí estábamos, rascándonos la barriga, y una semana después estábamos tan aburridos que nos moríamos de ganas de que los japos nos lanzaran una bomba. Al menos tendríamos algo que hacer. Hablando de bombas, ¿le he contado alguna vez lo que hizo Jo-Jo Powers en el mar de Coral? La primera vez su escuadrón no derriba nada, fallan todos sus torpedos, y así que está preparándose para su segunda batida, y dice: “Voy a alcanzar esa cubierta aunque tenga que poner allí la bomba yo mismo”, y…
—Señor Wojakowski —dijo Joanna con firmeza—. Sus motivos para presentarse voluntario.
—¿Ha estado alguna vez en Aspen Gardens? Ella negó con la cabeza.
—Tiene suerte. Es como estar de patrulla en el mar de Coral, sólo que sin jugar a los dados. Así que pensé en venir y hacer algo interesante.
Lo cual era un motivo excelente.
—¿Ha tenido usted mismo alguna vez una experiencia cercana a la muerte, señor Wojakowski?
—No hasta que el doc me conectó ese donut y me hizo parecer Frankenstein. Siempre había pensado que el túnel y la luz y ver a Jesús y todo eso era una trola, pero cierto, vi un túnel. Pero no vi a ningún Jesús. Sigo diciendo que es una patraña. Vi demasiadas cosas en la guerra para dar mucho crédito a la religión. Una vez, en el mar de Coral…
Ella lo dejó hablar, satisfecha de que no fuera uno de los espías del señor Mandrake. Estaba claro que el verdadero motivo por el que se había ofrecido voluntario era tener a alguien nuevo a quien contarle sus historias de guerra. “Y si el señor Mandrake intenta sonsacarle, le estará bien merecido”, pensó, sonriendo. Se enteraría de toda la guerra en el Pacífico. Y si Amelia no llegaba pronto, también lo contaría ahora. Miró el reloj. Eran casi las dos. ¿Dónde estaba?
El busca de Joanna sonó.
—Discúlpeme —dijo, e hizo la comedia de sacarlo del bolsillo y mirarlo—. Lo siento. Tengo que hacer una llamada.
—Claro, Doc —dijo él, como decepcionado—. Esos aparatitos son cojonudos. Ojalá los hubiéramos tenido en la Segunda Guerra Mundial. Sin duda nos habría servido de ayuda aquella vez que…
—Lo llamaremos en cuanto terminemos de fijar los calendarios —dijo Joanna, escoltándolo firmemente hasta la puerta del laboratorio mientras él seguía hablando. Abrió la puerta—. Lo sabremos dentro de un par de días.
—Cualquier momento me vendrá bien. Tengo todo el tiempo del mundo —dijo, y Joanna sintió de pronto remordimientos.
—Ed —dijo—, no ha terminado de contarme lo del bombardero, el que dijo que alcanzaría la cubierta aunque tuviera que poner la bomba allí él mismo. ¿Qué le pasó?
—¿Se refiere a Jo-Jo? Bueno, se lo diré. Dijo que hundiría aquel portaaviones aunque fuera la última cosa que hiciera, y lo hizo. Fue todo un espectáculo, verlo atacar directamente el Skokaku, la cola ardiendo, todo rodeado de Zeros. Pero hizo lo que dijo que iba a hacer, colocó la bomba en la maldita cubierta, aunque no podía estar a más de treinta metros cuando la soltó, y entonces, bam, su avión se estrelló en el océano.
—Oh —dijo Joanna.
—Pero lo hizo, aunque ya estaba muerto cuando la bomba estalló. Lo hizo.
A bordo del Pacific, de Liverpool a Nueva York. Confusión a bordo. Nos rodean icebergs por todas partes. Sé que no puedo escapar. Escribo la causa de nuestra pérdida para que los amigos no vivan en la duda. Quien encuentre esto, por favor, que lo publique. Wm. Graham.
Hicieron falta otros veinte minutos y dos historias más sobre el Yorktown para librarse del señor Wojakowski.
—Santo Dios —dijo Joanna, apoyándose contra la puerta que finalmente había conseguido cerrar tras él—, es más difícil de evitar que Maisie.
—¿Cree que es uno de los tipos de Mandrake? —preguntó Richard.
—No, si fuera un creyente nos lo habría contado todo. La verdad es que será un sujeto muy bueno si consigo impedir que hable del tema del USS Yorktown. Tiene buen ojo y oído para los detalles, y habla.
Richard sonrió.
—Por los codos. ¿Seguro que eso es una ventaja?
—Sí. No hay nada peor que un sujeto que responde con monosílabos, o que se queda ahí sentado. Prefiero de largo a los charlatanes.
—¿Entonces puedo darle una cita?
—Sí, pero yo se la daría antes de la sesión con otro sujeto. De lo contrario, nunca lo haremos callar. —Se acercó a la mesa y soltó el expediente del señor Wojakowski—. Sigo esperando que Amelia Tanaka llegue y resulte ser una buena excusa para terminar. Ya tendría que estar aquí. ¿Suele llegar tarde?
—Siempre. Pero normalmente llama.
—Oh, tal vez lo hizo —dijo Joanna, sacando su busca—. Le di el número de mi busca. —Llamó rápidamente a centralita y preguntó por sus mensajes.
—Amelia Tanaka dijo que llegaría tarde, que estaría allí sobre las dos —respondió la operadora—. Y la enfermera Howard quiere que la llame.
Esa era Vielle, y no debía tratarse de una ECM. Cuando era el caso de alguien que había tenido una parada cardíaca, simplemente dejaba un mensaje para que Joanna bajara a Urgencias.
Ha descubierto lo que quería decir Greg Menotti con “cincuenta y ocho”, pensó Joanna. Miró el reloj. Las dos menos veinte.
—Voy a bajar a Urgencias —le dijo a Richard, colgando el teléfono—. Amelia estará aquí a las dos. Volveré antes.
—¿Qué ocurre? ¿Una ECM?
—No. Vielle me tiene que explicar algo.
“Qué significa cincuenta y ocho.”
“Y probablemente no será nada”, se dijo a sí misma, mientras bajaba corriendo a la quinta planta.
Vielle probablemente le diría que Greg Menotti estaba intentando decir algo completamente vulgar, como: “Prueben en la oficina de Stephanie. El número es 818-2258.” O: “No puedo haber sufrido un infarto. He hecho cincuenta y ocho abdominales en el gimnasio esta mañana.”
“Pero no era eso —pensó mientras cruzaba el pasillo hacia el edificio principal y el ascensor—. No estaba hablando de abdominales ni de números de teléfono. Estaba hablando de otra cosa. Estaba tratando de decirnos algo importante.”
Bajó a la primera planta en ascensor y luego por las escaleras hasta Urgencias. Vielle estaba en el puesto central, anotando entradas en una gráfica. Joanna corrió hacia ella.
—Has descubierto lo que significa, ¿verdad? —dijo—. ¿Qué intentaba decir?
—¿Quién? —dijo Vielle, en blanco—. ¿De qué estás hablando?
—De Greg Menotti. El paciente que tuvo el ataque al corazón el martes.
—Oh, ya, el infarto de miocardio que no dejaba de decir “cincuenta y nueve”.
—Cincuenta y ocho.
—Eso es. Lo siento. Iba a comprobar el número de teléfono de su novia —dijo ella, quitándose la gorrita de la frente—. Se me olvidó. Lo comprobaré esta tarde, te lo prometo. ¿Por eso has bajado?
—No. Me has llamado, ¿recuerdas?
—Oh, es verdad —dijo Vielle, y parecía algo incómoda—. No estabas allí. —Volvió a concentrarse en la gráfica.
—¿Y bien? ¿De qué querías hablarme?
—De nada. No me acuerdo. Probablemente de la cena del jueves. ¿Sabes lo difícil que es encontrar películas en las que no haya muertes? Incluso comedias. Shakespeare enamorado, Algo para recordar, Cuatro bodas y un funeral. Me pasé hora y media en el Blockbuster anoche, buscando algo que no tuviera muertes.
“Y estás, evidentemente, tratando de cambiar de tema”, pensó Joanna. ¿Por qué? ¿Y para qué había llamado? Obviamente, había cambiado de opinión.
—Ni siquiera valen las películas infantiles —continuó Vielle—. El padre de Cenicienta, la madre de Bambi, la Malvada Bruja del Este… ¿Qué ocurre, Nina? —le preguntó a una auxiliar que se acercaba, y eso también era extraño. Vielle solía gritarles a las auxiliares que la interrumpían.
—La señora Edwards del control me dijo que te diera esto —dijo Nina, entregándole una foto a Vielle. Era una foto de un adolescente rubio y tatuado, con una gorrita de lana, obviamente la foto de una ficha policial, ya que tenía una larga fila de números debajo.
—No habréis tenido otro tiroteo, ¿no? —preguntó Joanna.
—No —dijo Vielle, a la defensiva—. Hemos estado todo el día tan tranquilos como en una iglesia. Nada más que tobillos torcidos y cortes con papel. ¿Por qué te ha dicho la señora Edwards que me entregaras esto? —le preguntó a Nina.
—Dice la policía que los llames si aparece este tipo. Le ha disparado a otro en la pierna con una pistola de clavos.
—Gracias, Nina —dijo Vielle, devolviéndole el papel—. Ve a enseñárselo al doctor Thayer.
—Si aparece el tipo al que ha disparado, también tienes que llamarlos —dijo Nina—. Los dos son miembros de bandas…
—Gracias, Nina.
En cuanto Nina se marchó, Joanna comentó:
—¡Una pistola de clavos! Vielle, ¿cuándo vas a pedir que te trasladen? Este sitio es peligroso…
—Lo sé, lo sé, ya me lo has dicho otras veces —contestó ella, mirando más allá de Joanna—. Oh, tengo que irme.
Empezó a caminar hacia la recepción de Urgencias, donde dos hombres sujetaban por los sobacos a una mujer que tenía la cara muy pálida.
—Vielle…
—Te veré mañana por la noche en la cena —dijo Vielle, echando a correr.
Demasiado tarde. La mujer vomitó por todo el suelo y sobre los dos hombres. Uno de ellos la soltó y saltó hacia atrás para escapar de la línea de fuego, y la mujer se deslizó de lado hacia el suelo. Vielle, de nuevo con su expresión preocupada de siempre, la agarró antes de que cayera.
No tenía sentido seguir esperando. Estaba claro que la mujer iba a requerir un rato de atención, y ya eran casi las dos. ¿Y qué podía decir si se quedaba? “Vielle, ¿por qué me has llamado? ¡Y no me digas que fue por la madre de Bambi!”
Joanna volvió a subir las escaleras. Amelia no había llegado todavía.
—¿Descubrió lo que quería? —preguntó Richard.
—No —dijo Joanna. En más de un sentido.
—Por cierto, Vielle…
Llamaron a la puerta, y entonces entró Amelia, exclamando:
—Lamento muchísimo llegar tan tarde. ¿Pueden creer que todos mis profesores decidieron poner el examen la misma semana? —Se liberó de la mochila, los guantes y el abrigo con la misma velocidad que dos días antes, en el mismo tiempo—. Sé que he suspendido. ¡Odio la bioquímica!
Llevaba el largo pelo negro recogido en el desordenado moño de todas las estudiantes universitarias modernas. Lo sacudió y lo retorció de nuevo en un moño aún más revuelto.
—He suspendido, lo sé —dijo, asegurándoselo con una gran pinza dorada de plástico—. ¿Quiere que me vaya desnudando, doctor Wright?
—Todavía no —dijo él—. La doctora Lander tiene que hacerle primero unas preguntas.
—Amelia —dijo Joanna, indicando una de las tres sillas. Ella se sentó también, y Richard dio la vuelta y ocupó la otra—. Es usted estudiante de primer ciclo de medicina, ¿.verdad?
Amelia se encogió de hombros.
—No después del examen de bioquímica que acabo de hacer. Ha sido aún peor que el de anatomía. Era estudiante. Ahora soy un cero a la izquierda.
Joanna anotó “medicina”.
—¿Y qué edad tiene?
—Veinticuatro años —dijo Amelia—. Lo sé, soy demasiado mayor para estar todavía en el primer ciclo. Pero hice un módulo profesional de teatro musical antes de decidir que no quería ser actriz.
Una actriz. Buena interpretando papeles. Y engañando a la gente.
—¿Por qué decidió que no quería ser actriz?
—Me di cuenta de que los únicos papeles que iba a conseguir serían Tuptim y Miss Saigón, y que nunca iba a conseguir interpretar a Marión la bibliotecaria, o Annie, Get Your Gun, así que me decidí por la medicina. Al menos los médicos siempre se llevan algo. —Le sonrió a Joanna—. Ya sabe, riñones, vejigas, hígados.
Un chiste, cosa que los verdaderos creyentes nunca hacían. Si había una característica que los locos de las ECM, las experiencias extrasensoriales y los abducidos por los ovnis tenían en común era su completa falta de sentido del humor. Y Amelia tenía también conocimientos de ciencia y la voluntad de ofrecer información que indicara que no tenía nada que ocultar. “Creo que tenemos una ganadora”, pensó Joanna.
—¿Puede decirme por qué se presentó voluntaria para el proyecto? Amelia miró a Richard, sintiéndose culpable.
—¿Por qué me presenté voluntaria? —dijo, y apartó la mirada—. Bueno…
“Justo cuando pensabas que era seguro volver al agua”, pensó Joanna.
—dijo usted que le interesaba la neurología —dijo Richard. “No le des pistas”, pensó Joanna, mirándolo con mala cara.
—Estoy interesada en la neurología —dijo Amelia—. Es lo que quiero hacer, pero lo que no le dije —retorció las manos sobre su regazo— es que no me presenté voluntaria por mi cuenta.
“Aquí viene —pensó Joanna—, la contrató el señor Mandrake. O peor, las voces que oye en su cabeza.”
—Mi profesor de psicología está a favor de la idea de que los estudiantes de medicina también sean pacientes, para que cuando sean médicos puedan comprender a sus pacientes —dijo Amelia, mirándose las manos—. Da créditos extra por participar en proyectos de investigación, y me hacen falta los puntos. Me va fatal en psicología. —Miró a Richard, como pidiendo disculpas—. No se lo dije porque temía que no me aceptara.
“¿Aceptarte? —pensó Joanna—. Ojalá hubiera una docena más como tú.” Los estudiantes que se ofrecían voluntarios para conseguir puntos extra eran perfectos. No tenían planes predeterminados ni ningún interés concreto en la materia, por lo cual era muy improbable que leyeran el libro de Mandrake o cualquier otro libro sobre las ECM.
—¿Su profesor la asignó al proyecto? —preguntó.
—No —respondió Amelia, y miró otra vez a Richard con expresión de culpabilidad—. Escogemos el proyecto que nos interesa.
—¿Y te interesaban las ECM? —preguntó Joanna, con el corazón encogido.
—No, no sabía que trataba de las ECM cuando me presenté. —Empezó otra vez a retorcer las manos—. Creí que sería uno de esos experimentos sobre la memoria. No es que lo deseara —dijo, ruborizándose—, esto es mucho más interesante.
Miró otra vez a Richard, y entonces Joanna cayó en la cuenta.
—Necesitaré una copia de tu horario de clases para que podamos elegir un buen momento para las sesiones, Amelia —dijo. Richard la miró sin entenderla. Joanna lo ignoró.
—¿Te parece bien, Amelia? —dijo.
—Sí —respondió Amelia ansiosamente—. Incluso puedo quedarme esta tarde y tener una sesión, si quieren.
—Magnífico —dijo Joanna—. ¿Por qué no vas a desnudarte? Se levantó, todavía evitando los ojos de Richard, y se dirigió a la mesa de reconocimiento.
—Sé dónde está todo —dijo Amelia, recogiendo las ropas de la mesa, y luego desapareció en el cuarto de vestir.
—¿Está segura de que es una buena idea? —preguntó Richard en cuanto la puerta se cerró tras ella—. ¿Ha visto su reacción cuando le ha preguntado por qué se ofreció voluntaria para el proyecto? Se incomodó mucho. No creo que estuviera diciendo la verdad.
—No la decía —contestó Joanna—. ¿Me necesita para que le ayude a colocar las cosas?
—Si estaba mintiendo, ¿cómo puede estar segura de que no es una de los espías de Mandrake?
—Porque era una mentira periférica —dijo Joanna—. Mentía por un motivo personal que no tiene nada que ver con el asunto en cuestión, el tipo de mentira que siempre hace que la gente se meta en líos en los misterios con asesinato. —Le sonrió—. No es una creyente. El perfil de personalidad está equivocado y también su testimonio de su primera ECM. Sus referencias encajan, y su entrevista confirma lo que pensé cuando la vi por primera vez. Es exactamente lo que parece ser: una estudiante de medicina que se dedica a esto para ganar unos cuantos puntos.
—Vale —dijo él—. Magnífico. Empecemos. Iré a buscar a la enfermera Hawley.
Salió del laboratorio. Al cabo de un momento, Amelia salió del cuarto de vestir con una bata hospitalaria encima de sus vaqueros y la mascarilla colgándole del cuello. Miró alrededor, vacilante.
—El doctor Wright ha ido a buscar a la enfermera —dijo Joanna.
—Oh, bien —dijo Amelia, acercándose a ella—. No quise decírselo con él delante. No le dije la verdad antes. Respecto a por qué escogí este proyecto.
“No des pistas —pensó Joanna—, sobre todo cuando crees saber la respuesta.” Amelia ladeó la cabeza, como había hecho antes.
—El motivo real fue el doctor Wright. Me pareció guapo. Eso no me descalifica para ser voluntaria, ¿no?
—No —dijo Joanna. Era lo que ella había pensado—. Es guapo.
—Lo sé. No vea lo adorable… —Se interrumpió bruscamente, y las dos se volvieron hacia la puerta.
—La enfermera Hawley no estaba —dijo Richard, entrando—. Tendré que llamarla por el busca. —Se acercó al teléfono—. Necesito una enfermera que me ayude. —Marcó centralita.
—Mientras esperamos, Amelia —dijo Joanna—, ¿por qué no me cuentas qué viste durante tu primera sesión?
—¿La primera vez que me puse debajo? —preguntó Amelia, y Joanna se preguntó si su uso de aquella expresión era significativo—. La primera vez todo lo que vi fue una luz brillante. Era tan brillante que en realidad no podía ver nada. La segunda vez no fue tan brillante, y vi gente.
—¿Puedes ser más concreta?
—En realidad no. Quiero decir que no pude verla, a causa de la luz, pero sabía que estaban allí.
—¿Cuántas personas?
—Tres —dijo Amelia, entornando los ojos como si viera la escena—. No, cuatro.
—¿Y qué estaban haciendo?
—Nada. Estaban allí de pie, esperando.
—¿Esperando?
—Sí. Esperándome, creo. Mirando. Mirar y esperar no eran la misma cosa.
—¿Hubo alguna sensación asociada con lo que viste? —preguntó Joanna.
—Sí, sentí calor y… —Vaciló—. Y paz.
Calor y paz eran dos palabras usadas frecuentemente por los que experimentaban ECM para describir sus sensaciones, también seguridad, y rodeado de amor, sentimientos también asociados con la liberación de endorfinas.
—¿Se te ocurren otras palabras para describir la sensación?
—Sí —dijo Amelia, pero guardó silencio varios segundos—. Serenidad —dijo por fin, pero la inflexión al final de la palabra ascendió, como si fuera una pregunta—. Calidez —dijo con más certeza—, como estar delante de una chimenea. O envuelta en una manta.
Sonrió, como si recordara la sensación.
—¿Qué sucedió después de que vieras las figuras en la luz?
—Nada. Eso es todo lo que recuerdo, sólo la luz y a ellos allí de pie, mirando.
Richard se acercó, irritado.
—La enfermera Hawley no responde al busca. Tendremos que apañárloslas sin ella. Amelia, cuando quiera puede subir a la mesa. Amelia saltó a la mesa y se tendió de espaldas.
—Oh, qué bien —dijo—. Ha cubierto esa luz. No dejaba de cegarme.
Richard dirigió a Joanna una mirada de aprobación y luego tomó un indicador de oxígeno y lo colocó en el dedo de Amelia.
—Controlamos constantemente el pulso y la presión sanguínea.
Se retiró hasta la consola y tecleó algo. Los monitores situados sobre el terminal se iluminaron. En la pantalla inferior izquierda aparecieron las indicaciones. Niveles de oxígeno, noventa y ocho por ciento; pulso, sesenta y siete. Regresó a la mesa.
—Amelia, voy a colocar los electrodos.
—Muy bien.
Richard le bajó el cuello de la bata y colocó los electrodos en su pecho.
—Éstos controlan el ritmo cardíaco —le dijo a Joanna. Colocó en el brazo de Amelia un tensiómetro—. Muy bien. Es hora de que se ponga el antifaz.
—De acuerdo —dijo ella, alzando levemente la cabeza mientras se colocaba el antifaz sobre los ojos, y luego se tendió. Richard empezó a colocar electrodos en sus sienes y cuero cabelludo.
—¡Espere! —Ella trató de sentarse.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joanna—. ¿Algo va mal?
—Sí —dijo Amelia. Palpó a ciegas con la mano izquierda en busca de su pinza para el pelo, la quitó, y sacudió su larga melena—. Lo siento, me la estaba clavando en la nuca —dijo, tumbándose de nuevo—. No he desconectado nada, ¿verdad?
—No, tranquila —dijo Richard, volviendo a colocar los electrodos en sus sienes. Empezó a colocar otros electrodos más pequeños por su cuero cabelludo.
Joanna la miró, tendida allí, con el pelo negro extendido en abanico alrededor de su cara pálida. “Parece la Bella Durmiente”, pensó, y se preguntó si la Bella Durmiente había tenido visiones durante sus cien años de estar en coma. Y si las había tenido, ¿de qué? ¿Túneles y luces, o un bote en un lago?
Una enfermera de mediana edad llegó resoplando.
—Lamento llegar tarde. Estaba con un paciente.
—Puede empezar con suero salino —dijo Richard, alzando los bordes del antifaz de Amelia para pegar electrodos en las comisuras de sus ojos—. Estos electrodos registran los movimientos oculares durante el periodo en que los sujetos están en el sueño REM.
La enfermera había atado un trozo de tubo de goma alrededor del brazo de Amelia y estaba buscando diestramente una vena. Richard alzó el otro brazo de Amelia y colocó un trozo de gomaespuma de cinco centímetros debajo. “Para reducir los estímulos externos”, pensó Joanna, mirando cómo los colocaba también bajo las rodillas y las piernas.
—¿Está colocada la intravenosa? —le preguntó Richard a la enfermera—. Muy bien, empecemos con los marcadores. —Se inclinó sobre Amelia—. ¿Le duele algo? ¿Algún pinchazo? ¿Cosquillas? ¿Hormigueo?
—No —contestó Amelia—. Estoy bien.
—Bien —dijo él. Tomó unos auriculares, los enchufó y se los puso. Escuchó un instante, luego se los quitó y los acercó a Amelia.
—Estamos preparados para comenzar —dijo—. Voy a colocarle los auriculares. ¿Preparada?
—¿Pueden darme una manta? —preguntó Amelia—. Siempre tengo frío.
“¿Frío?”, se preguntó Joanna. Había dicho que se sentía cálida y cómoda. Joanna pensó en Lisa Andrews, que temblaba mientras decís que se sentía cálida y segura.
—¿Cuándo tienes frío, Amelia? —preguntó.
—Después. Cuando despierto, estoy helada.
—La temperatura corporal baja cuando se está tendido —dijo la enfermera Hawley, y a Joanna le dieron ganas de estrangularla.
—¿Te despiertas y tienes frío, o ya tienes frío cuando te despiertas? —preguntó Joanna.
—No lo sé. Después, creo. —Pero había el mismo tono interrogativo en su voz.
Richard extendió una manta de algodón blanco sobre el cuerpo de Amelia, dejando destapado el brazo con la intravenosa.
—¿Qué tal ahora?
—Bien.
—De acuerdo, voy a ponerle los auriculares —le dijo. Los colocó al revés, la banda para la cabeza bajo la barbilla. “Para que no obstruyan el escáner”, pensó Joanna.
—A través de los auriculares se suministra ruido blanco —le explicó Richard a Joanna—. Enmascara cualquier ruido disperso del oído interno junto con cualquier ruido exterior. ¿Amelia? —preguntó en voz alta. No hubo respuesta—. Muy bien —dijo, rodeando a Joanna y retirando el protector de la pantalla—. ¿Preparada?
—Sí —dijo Joanna, pero al mirar a Amelia, tendida inmóvil y silenciosa bajo la manta blanca, el pelo esparcido alrededor de la cabeza, sintió un escalofrío de ansiedad—. ¿Seguro que el procedimiento no entraña riesgos?
—Seguro. Y no tiene que susurrar. Amanda no puede oírla. Es perfectamente seguro.
“Eso pensaron los pasajeros del Hindenburg”, pensó Joanna. Y el señor O’Reirdon había tenido un paro cardíaco en mitad de un escáner.
—¿Pero y si algo sale mal mientras Amelia está en el proceso?
—Hay un programa que controla continuamente las lecturas vitales y las imágenes del escáner TPIR —dijo Richard—. Cualquier anormalidad en la función cerebral o la actividad cardíaca dispara una alarma que automáticamente detiene la ditetamina y administra norepinefrina. Si es un problema serio, el ordenador está conectado al código de alarma para un equipo de primeros auxilios cardiovasculares.
—¿En esta planta? —preguntó Joanna, tratando de imaginar a un equipo semejante abriéndose paso desde la quinta-oeste.
—En esta planta —le aseguró Richard—. En esta ala. Pero no lo necesitaremos. El procedimiento es perfectamente seguro, y los sujetos son controlados continuamente durante y después de la sesión.
—Creo que debería decirles que no está pasando nada —dijo Amelia, la voz cargada con el excesivo énfasis de quien no puede oír. Richard alzó un auricular unos centímetros y dijo:
—Ahora mismo vamos.
Colocó el auricular con cuidado sobre la oreja.
—¿Cree que hay alguna otra precaución que debiéramos tomar? “Sí”, pensó Joanna.
—No.
—Muy bien, entonces allá vamos. Enfermera, empiece con el zalepam. Primero someto a los sujetos a sueño REM —explicó a Joanna—, aunque es posible que consigan un estado ECM sin eso.
La enfermera Hawley empezó a suministrar la droga. Richard se situó delante de la consola. Un minuto después, las manos de Amelia se relajaron, los dedos se abrieron un poco, abandonando la posición que habían mantenido conscientemente. Su rostro, medio oculto por el antifaz y los electrodos, pareció relajarse, los labios se entreabrieron ligeramente, la respiración se volvió más calmada. Joanna miró los indicadores. El pulso de Amelia había aumentado levemente y sus ondas cerebrales eran más suaves.
—Mire cómo la actividad cambia de los córtex motor y sensor al cerebelo —dijo él, señalando la pantalla—. Ahora está en un sueño no-REM. Bien, ahora vamos con la ditetamina. Observe.
Señaló de nuevo la imagen, donde el color en el lóbulo temporal anterior pasaba de amarillo a rojo y cambiaba de forma.
—El lóbulo temporal adquiere la pauta característica de la ECM —dijo, mientras el lóbulo temporal se volvía rojo—. Y tenemos el despegue.
—¿Está experimentando una ECM? —Joanna miró la imagen y luego a Amelia—. ¿Ahora mismo? El asintió.
—Debería estar viendo la luz, y sintiéndose cálida y en paz.
Joanna miró a Amelia. No había ningún indicio de que estuviera viendo un túnel o una luz brillante, ni tampoco notaba ninguna sensación, como había sentido con Coma Carl o Greg Menotti, de que Amelia estuviera en algún lugar lejano, fuera de alcance. Simplemente parecía dormida, los labios ligeramente entreabiertos todavía, el rostro relajado, sin dar ninguna pista de lo que estaba experimentando.
Joanna miró la pantalla, pero sus brillantes parches de azul y rojo y amarillo no le dijeron más que la expresión de Amelia.
Richard había dicho que su actividad cerebral y sus signos vitales estaban siendo controlados y que sonaría una alarma si había algún cambio en su presión sanguínea o su funcionamiento cerebral, pero ¿y si no aparecía en los monitores? El catorce por ciento de las personas que pasaban por una ECM contaban experiencias aterradoras, con diablos y monstruos y una oscuridad asfixiante. ¿Y si a Amelia le estaba ocurriendo algo terrible en aquel preciso momento y no podía decírselo?
Pero no parecía aterrorizada. De hecho, sonreía un poco, como si estuviera viendo algo agradable. ¿Angeles? ¿Música celestial?
—¿Cuánto dura la ECM? —preguntó Joanna.
—Depende —dijo Richard, ocupado ante la consola—. La del señor O’Reirdon duró tres minutos, pero no hay ningún motivo físico para que no puedan durar entre diez y quince minutos.
Pero cuatro o seis minutos pueden causar muerte cerebral, pensó Joanna, todavía incapaz de desprenderse de la sensación de que aquello era una ECM real y no una simulación.
—Teóricamente, podría durar mientras se le suministre ditetamina —dijo él—, pero la mitad de las veces… ¡maldición!
—¿Qué? ¿Pasa algo? —preguntó Joanna, mirando ansiosamente los monitores y luego a Amelia.
—Ha salido de la ECM espontáneamente. No sé si es un problema de la dosis o si está relacionado con la ECM. Es una de las cosas que tenemos que averiguar, qué los saca del estado ECM y los devuelve a la conciencia.
—¿Está despierta?
—No —dijo Richard, echando otra ojeada a los monitores—. Ha vuelto al sueño no-REM.
Joanna observó a Amelia. Sus manos yacían flácidas sobre la gomaespuma. La sonrisita semicomplacida permanecía en su rostro.
—Si la ECM lo está causando, puede que sea el mismo mecanismo que hace que revivan los pacientes que experimentan una ECM, y si ése es el caso…
Se produjo un sonido.
—Shh —dijo Joanna, y se inclinó sobre Amelia.
—¿Está despierta? —preguntó Richard, mirando las pantallas—. No debería estarlo. La pauta indica que está en un sueño no-REM.
—Shh —insistió Joanna, y se inclinó hacia la boca de Amelia.
—Oh, no —murmuró Amelia, y su voz era ronca y desesperada—. Oh, no, oh, no, oh, no.
Morir debe de ser una aventura colosal.
Amelia Tanaka no recordaba nada negativo de su ECM.
—Fue igual que la última vez —le dijo a Joanna—. Había una luz, y una sensación maravillosa.
—¿Puedes describirla?
—¿La sensación? —dijo Amelia, ensoñadora—. Calma… tranquilidad. Me sentí envuelta en amor.
“No parecías envuelta en amor —pensó Joanna—. Parecías aterrorizada.”
—¿Tuviste esa sensación todo el tiempo?
—Sí.
Joanna lo dejó correr por el momento.
—¿Puedes describir la luz?
—Era preciosa. Brillante, pero no me lastimaba los ojos.
—¿De qué color era?
—Blanca. Como un lámpara, pero realmente deslumbrante —dijo, y esta vez entornó los ojos, como si le hubiera dolido mirarla, a pesar de lo que había dicho.
—¿Estuvo la luz presente todo el tiempo?
—No, al principio no, no hasta después de que abrieran la puerta; Richard miró bruscamente a Joanna. “Voy a tener que decirle que no puede estar presente durante estas entrevistas”, pensó ella.
—¿Dónde estaba la puerta? —preguntó, impasible.
—Al fondo de… No lo sé —dijo Amelia, el ceño fruncido—. Estaba en un pasillo, o un túnel, o… —Sacudió la cabeza.
Joanna esperó, dándole tiempo para que dijera algo más. Como no lo hizo, intervino.
—Has dicho que abrieron la puerta. ¿Puedes concretar más?
—Um, la verdad es que no vi a nadie abrir la puerta. Estaba oscuro, y de repente hubo luz, como cuando alguien abre una puerta de noche y la luz entra, y pude ver gente. —Entornó de nuevo los ojos—. Iban vestidos de blanco.
—¿Oíste algo?
Ella negó con la cabeza.
—Hubo un sonido al principio.
—¿Puedes describirlo?
—Era un…
“Un zumbido o un timbre”, pensó Joanna, resignada.
—No puedo describirlo —dijo Amelia—. Oí un sonido, y luego aparecí en aquel pasillo y la puerta se abrió y vi la luz. Fue muy real.
—¿Cómo de real?
—No fue como en un sueño. Estuve realmente allí. —Pero cuando Joanna insistió en las sensaciones táctiles y la implicación sensorial, empezó de nuevo a divagar—. La luz me rodeaba. Me sentía cálida… y cómoda.
—¿Y antes de la luz? ¿Cuando estabas en el sitio oscuro? Amelia sonrió.
—En paz.
—¿Eras consciente de la temperatura?
—No, en absoluto.
“Acabas de decir que te sentías cálida”, pensó Joanna, pero no dijo nada. Centró sus preguntas en la puerta y la gente de blanco, y luego, al cabo de varios minutos, de nuevo en sus sensaciones, pero Amelia simplemente repitió que se sentía tranquila, cómoda, cálida.
—El calor me rodeaba, como la luz —dijo—, y entonces el doctor Wright me quitó los auriculares y me preguntó cómo me sentía.
Cuando Joanna le dijo que había terminado de hacer preguntas, Amelia dijo ansiosamente:
—¿Cuándo tendré una nueva sesión?
Y más tarde, después de vestirse, volvió a preguntar:
—¿Cuándo será mi próxima sesión? —Se colocó la mochila al hombro—. Esto es mucho más divertido que la bioquímica.
—Joanna, ha estado magnífica —dijo Richard en cuanto Amelia se marchó—. Es increíble cuánto ha sacado de ella.
—No descubrí por qué decía “Oh, no, oh, no, oh, no”.
—Puede que fuera parte del proceso del despertar y no de la ECM —dijo él—. El señor Wojakowski dijo algo la primera vez que salió de la ditetamina.
—¿Qué?
—No lo recuerdo. Conociéndolo, probablemente tuviera algo que ver con el Yorktown.
—Cuando lo dijo, ¿parecía asustado?
—Me parece que no. No me acuerdo. La enfermera tal vez lo recuerde. Su nombre está en las transcripciones de la sesión. No pudo ser parte de la ECM. No es posible hablar en el estado ECM. El cerebro externo, incluyendo el córtex del habla, está desconectado.
“Pero podía ser el recuerdo de la ECM inmediatamente después de ser revivido”, pensó Joanna. Un recuerdo muy distinto de la ECM que Amelia contaba.
—Lo que realmente me interesa —dijo Richard—, es cómo se relaciona su testimonio con los sujetos que ha entrevistado antes.
—Ha tenido tres de los diez elementos nucleares: el sonido, la luz y la sensación de paz.
—Y el túnel —dijo Richard. Joanna negó con la cabeza.
—Demasiado vago. No pudo describir ni la oscuridad ni el túnel-corredor-pasillo, y ni siquiera lo mencionó hasta que le pregunté si la luz estuvo allí todo el tiempo. Puede que simplemente hubiera un es pació en blanco entre el sonido y la luz, y se imaginara algo para rellenarlo.
—Pero si no cuenta el túnel porque no pudo describirlo, ¿qué ha; del sonido? —preguntó Richard—. Tampoco pudo describirlo.
—Nadie es capaz de describir el sonido con certeza. La mayoría no lo describen en absoluto, y los que pueden dicen que es una especie de timbre la primera vez que se les pregunta y una ráfaga de aire la s guíente, o un grito o un roce o un golpe. O las tres cosas. El señor Steirhorst lo describió como alguien susurrando, y luego, la segunda ve que le pregunté, como si todo un estante de latas de un supermercado se cayera al suelo. No creo que tengan idea de lo que oyen.
—¿Describen con la misma imprecisión lo que han visto?
—Sí y no. Son más precisos, pero a menos que hayan sido aleccionados por el señor Mandrake tienden a usar términos generales y vagos. La luz es “brillante”, el lugar en el que están es “hermoso”. Apenas usan términos sensoriales específicos ni colores, con la excepción de “blanco” y “dorado”.
—Eso podría indicar que el córtex lingüístico está sólo implicado de manera marginal —dijo él, tomando nota—. Lo cual podría causar esa vaguedad para describir el sonido también.
Ella sacudió la cabeza.
—No es lo mismo. Cuando describen lo que han visto, se muestran vagos, pero saben lo que han visto, aunque tengan problemas para describirlo. Pero con el sonido no parecen tener idea de lo que han oído. Tengo la impresión de que están haciendo suposiciones.
—Ha dicho usted que Amelia tuvo tres de los elementos nucleares. ¿La mayoría de los sujetos tienen los diez?
—Sólo los del señor Mandrake. La mayoría de los sujetos que he entrevistado han tenido entre dos y cinco. Algunos sólo tuvieron uno. O ninguno —dijo ella, pensando en que Maisie había visto niebla y nada más—. Los tres de Amelia, más la sensación de que hay gente o “seres” presentes, son los más comunes.
—¿Hubo algo que indicara que no fue una ECM? Me dio la impresión de, que le preocupaba que Amelia pareciera asustada. ¿El miedo es una indicación de que no se trata de una ECM?
—No, el veinte por ciento de las experiencias que he registrado han tenido un elemento negativo, como experimentar miedo o ansiedad o una sensación de amenaza inminente.
—Comprensible dadas las circunstancias. Joanna sonrió.
—El once por ciento cuenta una experiencia completamente negativa: un vacío gris y vacuo o figuras aterradoras. Sólo he tenido un sujeto que haya experimentado un infierno tradicional: llamas, humo, demonios. —Frunció el ceño—. Pero Amelia dijo que no sintió nada negativo. Y normalmente si informan de una sensación negativa no informan también de sensaciones de paz y calor.
—Eso es interesante —dijo Richard—. Podría significar que en algunas ECM los niveles de endorfinas son más bajos y no pueden enmascarar por completo las sensaciones de ansiedad. Quiero echar un vistazo a los indicadores de endorfinas de Amelia —dijo, acercándose a la consola—. ¿Hubo algo que le hiciera pensar que no se trataba de una ECM?
—No, no hubo ningún elemento anómalo y nada que indicara que fue algún otro tipo de experiencia, una visión superpuesta o un sueño.
De hecho, su insistencia en que no se trató de un sueño es un fenómeno común entre quienes experimentan las ECM. Casi todos mis sujetos dicen que es real y se inquietan si se les sugiere que podría haber sido un sueño o una visión. Puedo recordar al señor Farquahar gritando: “¡Estuve allí! ¡Fue real! ¡Lo sé!”
—¿Entonces decididamente piensa que fue una ECM?
—Eso creo, sí. Su testimonio fue igual que el de los pacientes revividos que he interrogado.
—No fue demasiado parecido, ¿no? —preguntó él—. ¿No cree que ella pudiera ser una espía de Mandrake y haberlo falsificado todo? Joanna se echó a reír.
—Si fuera una de las espías de Mandrake, habría contado los diez elementos y habría traído un mensaje del Otro Lado, diciéndonos que hay cosas que la ciencia no puede explicar. —Se levantó—. Será mejor que transcriba esto antes de que se enfríe. Y aún tengo que preparar las entrevistas con los otros tres voluntarios —dijo ella. Recogió los expedientes—. Estaré en mi despacho por si me necesita. Por lo demás, lo veré mañana.
—¿Mañana? —dijo él, sorprendido.
—Sí. ¿Por qué? ¿Me necesita para algo esta tarde?
—No —contestó él, frunciendo el ceño—. No. Iba a mirar en los indicadores para ver qué endorfinas actuaron en el caso de Amelia.
Joanna volvió a su despacho para transcribir la entrevista, pero primero tenía que llamar al resto de los voluntarios. Concertó entrevistas con el señor Sage, la señora Coffey y la señora Troudtheim, y también llamó a la señora Haigthon, que al parecer nunca estaba en casa. Vielle telefoneó a las cuatro.
—¿Puedes venir temprano? —preguntó—. ¿Digamos a las seis y media?
—Supongo que sí —respondió Joanna—. Mira, si quieres acostarte temprano, podemos dejarlo para otro día.
—No. Sólo quiero hablar contigo de algo.
—¿De qué? —dijo Joanna, recelosa—. Ese tipo de la pistola de clavos no apareció y mató a alguien, ¿verdad?
—No. Pero el herido sí apareció, y tendrías que haber visto al oficial de policía que enviaron para detenerlo. ¡Monísimo! Metro noventa, y se parece a Denzel Washington. Por desgracia, yo estaba limpiando el pus de un dedo del pie infectado y no llegué a conocerlo.
—¿Me quieres hablar de Denzel, es eso? —preguntó Joanna, divertida.
—Oh, tengo que irme. Llega una ambulancia. ¿Puedes creértelo? Justo cuando me marchaba.
—Si vas a llegar tarde, podríamos…
—Alas seis y media. ¿Puedes comprar queso cremoso? —dijo Vielle, y colgó.
¿De qué iba todo aquello? Sus noches de picoteo eran completamente informales. La mitad de las veces no empezaban a ver las películas hasta que había pasado media velada, así que si Vielle quería hablar, podrían hacerlo en cualquier momento. Ya antes había hecho todo lo posible para evitar hablar.
“Ha descubierto de qué estaba hablando Greg Menotti, y es algo terrible —pensó Joanna—, tan terrible que no pudo decírmelo en Urgencias.”
Pero cuando se lo había preguntado, parecía haberse olvidado sinceramente de él. “Va a pedir el traslado”, pensó Joanna. Oh, ahora estaba dejando que su imaginación se disparara por completo.
Transcribió el testimonio de Amelia a partir de sus anotaciones. Cuando llegó a los “oh, no” de la cinta, se detuvo, rebobinó y los escuchó un par de veces más. Miedo, y desesperación, y algo más. Joanna rebobinó de nuevo y los escuchó otra vez. “Oh, no, oh, no, oh, no.” “Como si alguien le acabara de decir algo que no soporta oír”, pensó Joanna.
Regresó al laboratorio, tomó el informe del señor Wojakowski y buscó el nombre de la enfermera que había ayudado a Richard en esa sesión. Ann Collins. Joanna no la conocía. Llamó a la centralita del hospital y descubrió en qué planta trabajaba, pero se había marchado en el turno de las tres.
—Tiene varios mensajes —dijo severa la operadora.
—Lo siento. ¿Cuáles son? Creo que a mi busca le pasa algo. La operadora se lo dijo. El señor Mandrake, por supuesto, y la señora Davenport, y Maisie. —dijo que le dijera que ha descubierto algo importante sobre… —vaciló—, ¿el Hildebrand?
—El Hindenburg —corrigió Joanna. Miró su reloj. Eran más de las cinco. Si iba a ver a Maisie ahora, posiblemente la entretendría y aún no había redactado sus conclusiones. Sería mejor que terminara el trabajo primero y se pasara por la habitación de Maisie al marcharse.
Justo antes de irse, intentó llamar de nuevo a la señora Haighton y, sorprendentemente, obtuvo una respuesta.
—Soy su sirvienta. La señora Haighton está en su reunión del comité de la Orquesta Sinfónica. ¿Es Victoria? Me dijo que le dijera que llegaría tarde a la reunión mañana porque tiene una reunión con la Ópera de Colorado.
—No soy Victoria —dijo Joanna, y le pidió que le dijera a la señora Haighton que por favor la llamase mañana, recogió su abrigo y su bolso y bajó a ver a Maisie. Cuando salía del ascensor junto al pasillo de la quinta planta, vio al señor Mandrake al fondo, explicando la otra vida a un paciente sentado en una silla de ruedas. Joanna volvió rápidamente al ascensor, pulsó el tres y enfiló el pasillo de la tercera planta, cortó por Medicina Interna y la Unidad de Quemados y subió cuarta por las escaleras de servicio.
Maisie estaba tumbada contra sus almohadas, leyendo Peter Pan. Todo muy inocente. Pero tenía un aire de secretismo, de movimientos apresurados, como si la hubiera pillado dando volteretas o balanceándose en las barras de tracción que colgaban de la cama si hubiera llegado un segundo antes.
— ¿Has llamado, chavalina? —dijo Joanna, y al instante Maisie cerró el libro y se sentó.
— Hola —saludó alegremente— Sabía que vendrías. La enfermera Barbara no quería llamarte, pero le dije que querrías saber esto enseguida. ¿Recuerdas al tipo del Hindenburg que tuvo la ECM?
— Sí. ¿Averiguaste su nombre?
— Todavía no, pero he descubierto una forma de hacerlo. La bibliotecaria de mi colegio, la señora Sutterly, siempre me trae libros para leer, así que la próxima vez que venga voy a pedirle que lo busque. Es muy buena encontrando cosas.
“Tú sí que eres buena ideando motivos para hacerme bajar aquí —pensó Joanna.
— ¿No es una buena idea? —dijo Maisie.
— Sí. Cuando lo descubras, puedes hacer que me llamen. “Y no antes”, pensó Joanna en silencio. Se encaminó hacia la puerta.
— Espera, no puedes irte todavía —dijo Maisie— Acabas de llegar. Tengo un montón de cosas que contarte.
— Dos minutos —dijo Joanna—, luego me voy.
— ¿Tienes una cita?
— No, es una noche de picoteo.
— ¿Noche de picoteo? ¿Qué es eso?
Joanna explicó cómo Vielle y ella se reunían para comer palomitas, y ver películas.
— Así que tengo que irme de verdad —dijo, dando una palmadita a los pies de Maisie a través de las mantas—. Adiós, chavalina. Volveré a verte mañana y podrás contarme lo que quieras sobre el Hindenburg.
—Sobre el Hindenburg no. Ya no me gusta. Joanna la miró, sorprendida.
—¿Cómo es eso?
¿Era posible que el desastre se hubiera vuelto demasiado horrible incluso para ella?
—Era aburrido.
—¿Qué estás leyendo ahora? —preguntó Joanna, inclinándose para recoger el libro que Maisie había soltado—. Peter Pan. Buen libro, ¿eh? Maisie se encogió de hombros.
—Creo que la parte en que Campanita casi se muere y la salvan porque todo el mundo cree en las hadas es estúpida. “Me lo imagino”, pensó Joanna.
—Me gusta la parte en que Peter Pan dice que morir debe de ser una aventura gigantesca —dijo—. ¿Sabes que había un montón de bebés en el Lusitania?
—¿El Lusitania? ¿Te refieres al barco que fue torpedeado por los alemanes en la Primera Guerra Mundial?
—Sí —contestó Maisie feliz. Rebuscó bajo las mantas y sacó un libro enorme con un tornado en la cubierta. Eso explicaba la sensación de movimiento brusco que Joanna había notado al entrar—. Había un montón de bebés en el barco —dijo Maisie, abriendo el libro—. Ataron salvavidas a sus cestitos, pero no sirvió de nada. Los bebés se ahogaron.
Bueno, se acabó la teoría de lo “horrible”.
—Estos son Dean y Willie —dijo Maisie, mostrando a Joanna una foto de dos niños pequeños vestidos de marineritos—. Se ahogaron también. Y esto es el funeral.
Joanna miró diligente la foto de una falange de sacerdotes ataviados de blanco oficiando sobre filas de ataúdes.
—Uno de los mozos del Lusitania no paraba de decir que todo iba bien, que no se estaban hundiendo, y que no había nada de qué preocuparse. No debería haberlo hecho, ¿verdad?
—No, no si el barco se estaba hundiendo.
—Odio que la gente mienta. ¿Te acuerdas de aquel perro llamado Ulla del Hindenburg?
—¿El pastor alemán? Maisie asintió.
—No se salvó. Los padres dijeron que sí. Se quemó, y los padres compraron otro pastor alemán y le dijeron a sus hijos que era Ulla. Para que no se sintieran mal. —Miró beligerante a Joanna—. Creo que los padres no deberían mentir a sus hijos sobre la muerte, ¿y tú?
—No —dijo Joanna, temiendo adonde iría a parar, y qué iba a preguntar Maisie a continuación—. Creo que no.
—Había un perrito de lanas en el Lusitania —dijo Maisie, y le mostró una foto en la que aparecía junto a otros cuerpos flotando, mientras el Lusitania se hundía en las aguas, completamente cubierto de humo y fuego.
—Tengo que irme, Maisie. Le dije a mi amiga que llevaría queso cremoso, y tengo que pasarme por el supermercado a comprarlo.
—¿Queso cremoso? Creía que comíais palomitas.
—Es lo que hacemos normalmente —dijo Joanna, preguntándose otra vez qué pretendía Vielle y sobre qué quería hablar para que fuera necesario que llegara temprano—. Pero esta vez vamos a comer queso cremoso y tengo que comprarlo.
Hizo un amago de marcharse.
—¡Espera! —aulló Maisie—. Tengo que hablarte de Helen.
—¿Helen?
—La niñita del Lusitania —dijo Maisie, y continuó rápidamente antes de que Joanna pudiera detenerla—. Estuvo buscando a su madre, pero no pudo encontrarla por ninguna parte, así que corrió hacia un hombre y le dijo: “Por favor, señor, ¿quiere llevarme con usted?” Y él dijo: “Quédate aquí, Helen”, y corrió a buscar un chaleco salvavidas.
“Y nunca volvió a verla”, pensó Joanna, conocedora del tipo de historia que solía contar Maisie. Pero, sorprendentemente, la niña estaba diciendo:
—… y volvió y le puso el salvavidas y luego la agarró y se fue con ella a buscar un bote, pero ya se estaba hundiendo. —Maisie hizo una pausa dramática—. ¿Qué crees que hizo él?
“Trató de salvarla pero no pudo —pensó Joanna, mirando a Maisie—. Y la niña se ahogó.”
—No lo sé —dijo Joanna.
—Lanzó a Helen al bote —dijo Maisie, triunfante—, y entonces él saltó también a bordo y los dos se salvaron.
—Me gusta esa historia.
—A mí también, porque la salvó. Y no le dijo que todo iría bien.
—A veces la gente hace eso porque espera que las cosas salgan bien —dijo Joanna—, o porque tiene miedo de que la persona se asuste o se ponga triste si se entera de la verdad. Creo que probablemente por eso los padres les mintieron a sus hijos respecto a Ulla, porque querían protegerlos.
—No deberían haberlo hecho —dijo Maisie, la barbilla firme—. La gente debería decirte la verdad, aunque sea mala. ¿No?
—Sí —dijo Joanna, y esperó, conteniendo la respiración ante la pregunta inminente, pero Maisie simplemente dijo:
—¿Quieres guardar mi libro primero? En mi mochila. Para que mi habitación esté ordenada.
“Y para que tu madre no te pille leyéndolo”, pensó Joanna. Llevó el libro al armario, lo guardó en la mochila rosa y le tendió a Maisie Peter Pan.
Y justo a tiempo. La madre de Maisie apareció en la puerta con un osito de peluche enorme y una sonrisa resplandeciente.
—¿Cómo está mi Maisie-Daisy? Doctora Lander, ¿no tiene un aspecto magnífico? —Le tendió a Maisie el osito—. Bien, ¿de qué habéis estado hablando?
—De perros —dijo Maisie.
Mildred, ¿por qué no está preparada mi ropa? Tengo una visita a las siete.
Joanna no consiguió llegar a casa de Vielle hasta las siete menos cuarto.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Vielle—. Dije a las seis y media.
—Me atrapó Maisie. Y su madre —dijo Joanna, quitándose el abrigo—. Quería contarme lo bien que está Maisie.
—¿Y lo está?
—No. Vielle asintió.
—Barbara me ha dicho que la han puesto en la lista de trasplantes. Lástima. Es una gran chica.
—Lo es —dijo Joanna, y se llevó el abrigo al dormitorio.
—¿Has traído el queso cremoso? —preguntó Vielle desde la cocina.
Joanna se lo llevó.
—¿Qué vas a preparar?
—Esta maravillosa salsa de queso —dijo Vielle, inclinándose sobre un libro de cocina con un cuchillo en la mano—. Tiene jamón picante. Y chiles.
Miró el reloj.
—Escucha, el motivo por el que quería que vinieras temprano era para que tuviéramos una oportunidad para hablar antes de que llegue el doctor Wright. ¿Cómo os lleváis?
—¿Has invitado a Richard a la noche del picoteo? —preguntó Joanna—. No me extraña que me mirara de forma rara cuando le dije que lo vería mañana.
—Richard, ¿eh? ¿Entonces ya os tuteáis?
—Nosotros no… —Se le ocurrió entonces una idea—. Por eso llamaste desde Urgencias, ¿no? Y por eso te comportabas de una manera tan rara.
—Llamé para decirte que no podía encontrar ninguna película que no tuviera muertes, para ver si tenías alguna sugerencia —dijo Vielle, abriendo el frigorífico y sacando un puñado de cebollas tiernas—, y tú no estabas, así que le dije que algunas chicas nos reuníamos para tomar un piscolabis y ver películas y que si quería pasarse.
—¡Algunas chicas! —exclamó Joanna—. Cuando llegue aquí y vea que sólo somos tú y yo, ¿crees que no se dará cuenta de que estás haciendo de casamentera? ¿O planeabas darme la salsa de queso con jamón picante y salir por la puerta trasera? No puedo creer que hayas hecho esto.
—¿No te gusta?
—Apenas le conozco. Empezamos a trabajar juntos hace sólo dos días.
Vielle agitó el manojo de cebollas ante ella.
—Y nunca tendrás una oportunidad para conocerlo cuando las enfermeras del Mercy General le pongan las manos encima. ¿Sabes quién me preguntó esta tarde si era soltero? Tish, de la tres-este. No la verás esperando porque “apenas lo conoce”. Si no tienes cuidado, acabarás con alguien como Harvey.
—¿Harvey? ¿Quién es Harvey?
—El conductor de Funeraria Fairhill. Me pide salir cada vez que viene a recoger un cadáver.
—¿Es guapo?
—Me cuenta historias de embalsamamientos. ¿Sabes que en Fairhill les encanta el monóxido de carbono porque vuelve a los cadáveres de un bonito color sonrosado, en contraste con el habitual gris? Me soltó esa perla el martes y luego me invitó a salir y cenar sushi.
El martes.
El día en que murió Greg Menotti. Joanna se preguntó si ése era el cadáver que había recogido.
—¿Averiguaste si había un cincuenta y ocho en el número del seguro médico de Greg Menotti?
—¿Greg Menotti? —dijo Vielle, como si nunca hubiera oído el nombre antes—. Ah, ya. Sí, lo comprobé. No había ningún cincuenta y ocho. Comprobé su dirección, su oficina, los números de teléfono de su casa y el móvil, el número del seguro médico…
—¿Y su número de la seguridad social? Ella asintió.
—El número de su carné de conducir constaba en el informe de los enfermeros. Lo comprobé también. Lo mismo hice con la dirección de su novia y sus números de teléfono. Nada. —Se inclinó para recoger una tabla de cortar—. Como te decía, la gente in extremis dice cosas sin sentido. Tuve a un tipo que no dejaba de decir “Lucille”, y todos pensábamos que era su esposa. Resultó que era su perra.
—Entonces significaba algo —dijo Joanna.
—Eso sí, pero muchas otras veces no. Un traumatismo craneoencefálico que tuve la semana pasada no paraba de decir “camello” y, obviamente, no se refería a su mujer ni a su gato.
—¿Qué era?
—No tuvimos oportunidad para preguntárselo —dijo Vielle tranquilamente—, pero creo que no significaba nada. La gente que tiene infartos no recibe suficiente oxígeno, se siente desorientada y dice sinsentidos.
Tenía razón. Cuando estaba muriendo, el autor Tom Dooley le dijo a un amigo suyo que fuera al aeropuerto y le reservara un asiento en el avión, y la bailarina Anna Pavlova ordenó a sus médicos que prepararan su traje de cisne.
—Volviendo al doctor Wright —dijo Vielle—. No estoy diciendo que tengas que casarte con él. Lo único que estamos haciendo es optar por él. En Hollywood lo hacen constantemente. —Colocó las cebollas en fila sobre la tabla—. Optas al papel, lo cual no significa necesariamente que vayas a hacer la película, pero más tarde, si decides que quieres, por lo menos no hay otra persona que te lo haya quitado mientras tanto.
—El doctor Wright no es un papel.
—Era un símil.
Joanna sacudió la cabeza.
—Una metáfora. Un símil es una comparación directa y se construye con “como” o “igual que”. Una metáfora es indirecta. Mi profesor de lengua se pasó todo un año enseñándome la diferencia. —Se detuvo, contemplando la tabla.
—Tu profesor de lengua debería haberse dedicado a cosas más importantes, como enseñarte que cuando el señor Right, o el doctor Wright, aparezca por la puerta, hay que…
Sonó el timbre.
—Ya está aquí —dijo Vielle, pero Joanna no la oyó. Por un instante, mientras miraba a Vielle cortar cebollas verdes, tuvo la repentina sensación de que sabía de qué había estado hablando Greg Menotti, de que sabía lo que significaba “cincuenta y ocho”.
Debía tener que ver con algo que Vielle o ella habían dicho. Estaban hablando del doctor Wright y…
—Pasa —dijo Vielle desde el salón—. Joanna está en la cocina. Lamento lo del cuchillo. Estoy preparando queso.
Algo sobre una opción a un guión. No. La idea se quedó flotando al borde de la memoria, fuera de su alcance.
—Mira quién está aquí —dijo Vielle, conduciendo a Richard a la cocina—. Creo que ya os conocéis.
—Lamento llegar tarde —dijo Richard, tendiéndole a Vielle un paquete con seis cervezas—. Mandrake me pilló al salir. Oh, Joanna, creo que ya tengo una enfermera para ayudarnos. Tish Vanderbeck. Trabaja en la tercera.
Tras él, Vielle silabeó: “¿Qué te dije? Dile que no.” Joanna la ignoró.
—Dice que te conoce —dijo Richard.
—Sí que la conozco. Será magnífica. ¿Qué quería Mandrake?
—Quería saber si…
—¡Basta! —dijo Vielle, blandiendo el cuchillo—. Ésta es la noche del picoteo. No se permite hablar del trabajo ni del hospital.
—Oh —dijo Richard—. Lo siento. No sabía que hubiera reglas. Esto no es como El club de la lucha, ¿no?
—No. —Rió Joanna.
Tras él, Vielle hizo un gesto de aprobación y silabeó: “Señor Right.”
—No es un club. Vielle y yo nos pusimos a charlar un día y descubrimos que a las dos nos gustaba hablar de cine.
—En vez de chismorrear sobre los pacientes y los doctores y sobre que la cafetería no está nunca abierta —dijo Vielle.
—No, ¿verdad? Siempre que bajo la encuentro cerrada. Vielle alzó un dedo de advertencia.
—Regla número uno.
—Así que decidimos reunimos una vez por semana y ver un programa doble —dijo Joanna.
—Y comer —dijo Vielle, sacando un paquete de perritos calientes del frigorífico—. Regla número dos, sólo se permite comida basura: palomitas, panchitos…
—Queso con jamón picante. Vielle la miró con mala cara.
—Regla número tres, hay que quedarse hasta el final de la sesión…
—Pero no hay que prestarle atención —dijo Joanna—. Se permite hablar durante la película y hacer comentarios despectivos sobre la película en concreto o el cine en general.
Vielle asintió.
—Bailando con lobos cumple todos los requisitos.
—Regla número cuatro, nada de películas donde salga Sylvester Stallone, nada de películas de Woody Allen y nada de Titanic. Ésta es una zona libre de Titanic.
—Por cierto, Vielle, ¿dónde están las películas?
—Aquí —se las tendió a Joanna—. ¿Por qué no empezáis a verlas? Tengo que terminar el queso. —Los empujó hacia el salón. “¿No podrías ser más disimulada?”, pensó Joanna.
—Quiero pedir disculpas por mi amiga idiota —dijo—. Y por el malentendido de esta tarde. Se olvidó de decirme que ibas a venir. Él le sonrió.
—Me lo supuse.
Joanna miró hacia la cocina.
—¿Qué quería el señor Mandrake?
—dijo que había oído que tenía un compañero nuevo.
—El viejo Chismorreo General. —Joanna sacudió la cabeza—. ¿Sabía que soy yo?
—No lo creo. Él…
—Regla número uno —gritó Vielle desde la cocina.
—¿Qué película quieres ver primero? —gritó Joanna a su vez—. ¿Voluntad para ganar o…? —Miró la segunda carátula—. ¿La Dama y el Vagabundo?
—Dijiste que fuera algo donde no hubiera muertes.
—¿Eso es también una regla? —preguntó Richard.
—No —dijo Joanna, encendiendo la tele. Un anuncio de viajes en barco. Una pareja en la cubierta, apoyada en la amura—. ¿Qué dijo Mandrake?
Richard sonrió.
—Entró cuando estaba examinando los escáneres, que, por cierto, mostraban que Amelia Tanaka tenía un nivel inferior de actividad en los receptores de endorfinas, y dijo que había oído que tenía un nuevo compañero, y que esperaba que no hubiera tomado aún la decisión final, porque tenía varias personas excelentes que podía recomendarme.
—Apuesto a que sí —dijo Joanna, introduciendo Voluntad para ganar en el vídeo y pasando los avances hasta los títulos de crédito. Pulsó “pausa”.
—dijo también que esperaba que el compañero que eligiese no fuera de mente estrecha y tendente a la interpretación tradicional, supuestamente científica, de la ECM, sino que estuviera abierto a posibilidades no racionalistas.
Joanna se echó a reír.
—Bueno, obviamente no podéis estar hablando del trabajo —dijo Vielle, apareciendo con dos botellas de cerveza. Se las tendió—. ¿Qué pasa con la peli?
—Nada. Te estábamos esperando.
—Empezad sin mí. Ahora mismo vengo. Sentaos.
Se sentaron en el sofá. Joanna tomó el mando a distancia, quitó la pausa del vídeo y vieron cómo una familia se reunía en torno a la cama de un anciano.
Una enfermera le estaba tomando el pulso.
—Os he reunido a todos aquí porque me estoy muriendo —dijo el anciano.
—Eh, Vielle —llamó Joanna—, creía que Íbamos a ver una película donde no hubiera muertes.
—No las hay —dijo Vielle, apareciendo en la puerta con el cuchillo y una lata de chiles—. ¿O sí?
Joanna señaló la pantalla; el anciano se agarraba el pecho y jadeaba: “¡Mis píldoras!”
—Las hay —dijo Richard—. He visto un avance. El viejo se muere sin decirle a nadie dónde está escondido su testamento y todos los herederos corren a buscarlo.
El anciano empezó a jadear y a gemir: “Tengo que… deciros… —se atragantó, y todos, incluida la enfermera, se inclinaron hacia delante— mi testamento.”
—Esto no pasaría jamás —dijo Vielle—. Ya habrían llamado al 061, y estarían todos representando la escena en mi sala de Urgencias.
—Oh, es verdad, trabajas en Urgencias —dijo Richard—. Me he enterado del incidente de esta tarde.
—¿Qué incidente? —preguntó Joanna bruscamente.
—Estás quebrantando la regla número uno —dijo Vielle—. Nada de discutir sobre el trabajo.
Joanna se volvió hacia Richard.
—¿De qué te has enterado?
—De que una mujer colocada con esa droga nueva, entró blandiendo una cuchilla.
—Una cuchilla —dijo Joanna—. Vielle, tienes que…
—Terminar de preparar mi salsa de queso. —Les apuntó con el cuchillo—. Seguid. Ved la peli. Ahora mismo vuelvo. Y desapareció.
—Discúlpame un momento —dijo Joanna, y la siguió a la cocina—. ¿Por qué no me lo has contado?
—Es la noche del picoteo —dijo Vielle, echando chiles a la salsa—. Además, no fue nada. Nadie resultó herido.
—Vielle…
—Lo sé, lo sé, tengo que salir de ahí. ¿Crees que necesitaremos un cuchillo para untar, o valdrá con mojar?
—No necesitaremos un cuchillo —se rindió Joanna. Vielle le entregó el plato de galletitas y recogió la salsa, y las dos volvieron al salón.
—¿Qué nos hemos perdido? —preguntó Vielle, colocando la salsa en la mesita.
—Nada. Lo he parado —dijo Richard. Tomó el control a distancia y apuntó a la pantalla.
“Os he reunido… aquí. —El anciano, recostado contra un montón de almohadas, jadeó—. No me queda mucho tiempo de vida… —La familia se inclinó hacia delante como una bandada de buitres—. Hice un nuevo testamento… lo oculté en… en… —Agitó los brazos y se hundió pacíficamente contra las almohadas, los ojos cerrados. Los familiares se miraron unos a otros. Una de las mujeres, haciendo falsas muecas de dolor y secándose los ojos con un pañuelo de encaje, preguntó si había muerto.”
—Una muerte de cine —criticó Vielle despreciativa, metiendo una galletita en la salsa de queso. La galletita se rompió.
—¿Muerte de cine? —preguntó Richard, recogiendo la salsa con la galleta a modo de pala. También se rompió.
—Quiere decir que es totalmente irreal —dijo Joanna—. Como aparcar en las películas. El héroe siempre encuentra aparcamiento justo delante de la tienda o de la comisaría.
—O la iluminación de cine —dijo Vielle, sacando trocitos de galleta de la salsa.
—Déjame adivinar. Poder ver en el fondo de una cueva de noche.
—Deberíamos añadir una nueva categoría a este tipo de cosas —dijo Joanna, señalando la pantalla, donde los parientes se congregaban alrededor del cadáver del viejo—. Quiero decir: ¿por qué en las películas la gente siempre dice cosas como “El secreto es… ¡aargh!” o “El asesino es…” “¡Bang!” Si tuvieran algo importante que comunicar lo dirían lo primero; no dirían “El testamento está en el roble”, dirían “¡Roble! ¡Testamento! ¡Allí!”. Si yo me estuviera muriendo, diría primero lo importante, para no correr el riesgo de hacer “aaaargh” antes de conseguir decirlo.
—No, no lo harías —dijo Vielle—, porque para empezar no dirías algo así. Sólo se habla de secretos y pistas en las películas. En los seis años que llevo en Urgencias, nunca he tenido un paciente cuyas últimas palabras fueran sobre un testamento o sobre quién es el asesino. Y eso incluye a las víctimas de asesinato.
—¿Cuáles son sus últimas palabras? —preguntó Richard con curiosidad.
—Obscenidades en su mayor parte, por desgracia. También “me duele el costado”, “no puedo respirar”, “denme la vuelta”. Joanna asintió.
—Eso es lo que le dijo Walt Whitman a su enfermera. Y Robert Kennedy dijo: “No me levanten.”
—Por si hablar con los pacientes sobre sus ECM no fuera bastante, en su tiempo libre Joanna investiga las últimas palabras de los famosos —explicó Vielle.
—Quería saber si hay similitudes entre lo que ellos dicen y lo que la gente informa en sus ECM.
—¿Y las hay? —preguntó Richard.
—A veces. Las últimas palabras de Thomas Edison fueron: “Qué hermoso es todo esto”, pero estaba sentado junto a una ventana. Puede que estuviera contemplando el paisaje. O tal vez no. John Wayne dijo: “¿Habéis visto ese destello de luz?” Pero Vielle tiene razón. La mayoría dicen cosas como: “Me duele la cabeza.”
—O “no me siento bien”, o “no puedo dormir”, o “tengo frío”. Joanna pensó en Amelia Tanaka pidiendo una manta.
—¿Dicen alguna vez “oh, no, oh, no, oh, no”? —preguntó. Vielle asintió.
—Bastantes, y muchos piden hielo —dijo, tomando un sorbo de Coca-Cola—. O agua. Joanna asintió.
—El general Grant pidió agua, y Marie Curie también. Y Lenin.
—Qué curioso —dijo Richard—. Uno espera que las últimas palabras de Lenin fueran “¡Trabajadores, levantaos!”, o algo por el estilo. Vielle sacudió la cabeza.
—La gente no tiene en mente las verdades eternas cuando se está muriendo. Está mucho más preocupada por lo que se trae entre manos.
—”Pon tus manos en mis hombros y no te resistas” —murmuró Joanna.
—¿Quién dijo eso? —preguntó Richard.
—W. S, Gilbert. Ya sabes, de Gilbert y Sullivan. Piratas de Penzance. Murió salvando a una niña de morir ahogada. Siempre he pensado que, si pudiera elegir, es así como me gustaría morir.
—¿Ahogada? —preguntó Vielle—. No, no quieras morir ahogada. Es una forma terrible de morir, créeme.
—Gilbert no se ahogó —dijo Joanna—. Tuvo un ataque al corazón. Quiero decir que me gustaría morir salvando la vida de otra persona.
—Yo quiero morir mientras duermo —dijo Vielle—. Aneurisma masivo. En casa. ¿Y tú, Richard?
—La verdad es que yo no quiero morirme —dijo Richard, y todos se rieron.
—Por desgracia, eso no es una opción —suspiró Vielle, rompiendo otra galletita en la espesa salsa—. Todos nos morimos tarde o temprano y no podemos elegir el modo. Tenemos que aceptar lo que nos llega. Tuvimos a un viejecillo esta tarde en Urgencias, fases finales de diabetes, ambos pies amputados, ciego, con el riñón hecho polvo, todo el cuerpo desmoronándose. Sus últimas palabras fueron, como era de esperar: “Déjenme en paz.”
—Ésas fueron también las últimas palabras de Lady Di —dijo Joanna.
—Creí que le había pedido a alguien que cuidara de sus hijos —comentó Richard.
—Me creo mejor la primera versión —dijo Vielle—. “Dile a Laura que la quiero” es para películas como Titanic. Los pacientes que tenemos en Urgencias rara vez dejan mensajes para nadie. Están demasiado ocupados concentrándose en lo que les pasa, aunque supongo que Joanna conoce a algunos famosos que enviaron últimos mensajes a sus seres queridos. ¿No, Joanna?
Joanna no prestaba atención. Mientras Vielle hablaba había vuelto a experimentar aquella sensación de que sabía lo que significaba “cincuenta y ocho”.
—¿No, Joanna?
—Oh. Sí. John Wayne y la reina Victoria y P. T. Barnum. Anne Bronté dijo: “Ten valor, Charlotte, ten valor.” Esta salsa no es una salsa. Nos va a hacer falta un cuchillo después de todo —dijo, y escapó a la cocina.
¿De qué estaban hablando que disparó esa sensación? ¿De Lady Di? ¿De la diabetes? No, debía de ser algo que repetía su conversación anterior. Joanna sacó un cuchillo del cajón y se quedó con él en la mano, tratando de reconstruir mentalmente la escena. Habían estado hablando de opciones de películas y…
—¿No puedes encontrar los cuchillos? —llamó Vielle desde el salón—. Están en el cajón superior, junto al lavaplatos.
—Lo sé. Ahora mismo voy.
¿Podría haber una película con el número cincuenta y ocho en el título? ¿O una canción? Vielle había mencionado “Dile a Laura que la quiero”…
—Joanna, ¡te estás perdiendo la película!
Aquello era ridículo. Greg Menotti no había intentado decir nada. Había repetido las palabras de la enfermera que indicaba su tensión sanguínea, y ella había creído que significaba algo por algún cincuenta y ocho en su memoria, un cincuenta y ocho que había disparado su conversación. Una frase de una película o un número de su pasado, la dirección de su abuela, el número de su taquilla en el instituto…
El instituto. Tenía algo que ver con el instituto…
—¡Joanna! —llamó Vielle.
—Si no vienes pronto —dijo Richard—, nuestras últimas palabras van a ser: “Joanna, nos morimos de ham… ¡aarghh!”
Todos untaron la salsa de queso con jamón picante en sus galletitas.
—Tal vez el mejor plan sería decidir por adelantado cuáles quieres que sean tu últimas palabras y memorizarlas, para estar preparado —dijo Joanna.
—¿Como qué? —preguntó Richard.
—No sé. Palabras sabias o algo.
—¿Como “Un penique ahorrado es un penique ganado”? —dijo Vielle—. Prefiero “me duele el costado”.
—¿Qué tal “Aquí está por fin, el hecho distinguido”? —sugirió Joanna—. Es lo que dijo Henry James antes de morir.
—No, esperad —dijo Richard—. Lo tengo. —Abrió los brazos para conseguir un efecto dramático—. “Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que sueños en tu filosofía.”
¡Agua! ¡Agua!
—Decididamente, le gustas —dijo Vielle cuando la llamó entre pacientes a la mañana siguiente—. ¿No te alegra que lo invitara anoche?
—Vielle, estoy ocupada…
—Es guapo, listo, divertido. Pero eso significa que va a haber un montón de competencia, así que vas a tener que ir de verdad a por él. Y lo primero que tienes que hacer es impedir que contrate a Tish.
—Es demasiado tarde —dijo Joanna—. La ha contratado esta mañana.
—¿Y tú le dejaste? —chilló Vielle—. Coquetea con todo lo que se mueve. ¿En qué estabas pensando?
En que, al contrario que Karen Goebel, la otra única solicitante para el puesto, Tish no era una espía del señor Mandrake. Y como el principal objetivo de Tish era ir detrás de Richard, probablemente no pondría en peligro sus posibilidades yéndose de la lengua con el señor Mandrake. Y era muy buena enfermera.
—¡No me puedo creer que le dejaras contratarla!
—¿Has llamado por algún motivo, Vielle? Porque si no tengo que comprobar unas cuantas cosas, tengo que entrevistar al resto de nuestros voluntarios y Maisie lleva toda la mañana llamando para que vaya a verla.
“Y tengo que intentar recordar qué provocó anoche la sensación de saber qué significaba “cincuenta y ocho”.”
—Acabas de responder a la pregunta —dijo Vielle—. No tienes tiempo.
—¿Para qué? ¿Un sujeto de ECM? ¿Algún ingreso en Urgencias?
—Sí. Una tal señora Woollam. Ya la han llevado arriba. Intenté llamarte por el busca, pero no respondías. Pensé que si te llamaba por el intercomunicador, el señor Mandrake bajaría…
—”Como un lobo hacia el rebaño” —dijo Joanna, y se detuvo. Otra vez aquella sensación de saber de qué hablaba Greg Menotti. ¿Cómo era el resto de la cita? “Algo púrpura y dorado.”
—¿Joanna? —dijo Vielle—. ¿Sigues ahí?
—Sí. Lo siento. ¿Cómo has dicho que se llama?
—Señora Woollam. Y, escucha, no es sólo una ECM corriente. Es de las de muerte súbita.
—¿De las de muerte súbita?
—Su corazón tiende a fibrilar de pronto y dejar de bombear. Por suerte, también tiende a empezar de nuevo con una dosis de epi y un buen shock de las palas, pero ha tenido ocho paros cardíacos en el último año. Estamos hablando de experiencia.
—¿Por qué no la hemos visto antes?
—La última vez que estuvo en el Mercy General fue antes de que tú vinieras —dijo Vielle—. Normalmente la llevan al Porter. Su médico acaba de cambiar de destino y ahora la traen aquí. Dice que ha experimentado ECM todas las veces menos una.
Alguien que había tenido varias ECM y podía compararlas y contrastarlas. Parecía perfecto.
—¿Adonde la han llevado?
—A la UCI. Hace unos diez minutos.
Y pasarían otros quince antes de que la tuvieran preparada y pudiera recibir visitas. Joanna miró su reloj. Ronald Kelson estaría allí al cabo de diez minutos. Tendría que esperar hasta después de su entrevista, y de la siguiente, con la señora Coffey, y para entonces el señor Mandrake ya la habría convencido de que había visto a un Ángel de Luz y había tenido una revisión de vida, pero no podía hacer otra cosa.
—Iré en cuanto pueda —le prometió a Vielle—. Lamento lo de mi busca, pero el señor Mandrake no para de llamarme. Dice que tiene algo urgente que discutir conmigo. Me temo que eso significa que ha descubierto que estoy trabajando en el proyecto.
—Tenía que descubrirlo tarde o temprano. Pero tal vez estará tan ocupado buscándote para echarte la bronca que no se enterará de lo de la señora Woollam —dijo Vielle, y colgó.
Como un lobo hacia el rebaño. “Y sus cohortes brillaban en púrpura y dorado.” Ése era el verso. ¿Pero de dónde diablos había salido?
¿Y qué tenía que ver con nada, mucho menos con el hecho de que Greg Menotti murmurara “cincuenta y ocho”?
No había tiempo para preocuparse por eso. Tenía que examinar el archivo de Ronald Kelso y preparar el laboratorio por si, al contrario que Amelia Tanaka, llegaba a tiempo.
Llegó, y muy bien vestido, con pantalones de pinza, camisa y corbata.
—Trabajo en el Hollywood Vídeo —dijo cuando Joanna le pidió que hablara un poco de sí mismo—, pero estoy estudiando para ser programador informático. Voy a clases en la facultad técnica de Metro.
—¿Puede decirme por qué se presentó voluntario para este proyecto?
—Quiero conocer la muerte.
—¿Conocer la muerte? —dijo Richard, volviéndose levemente verde.
—¿Cómo sabía que el proyecto está relacionado con experiencias cercanas a la muerte? —preguntó Joanna.
—Uno de los miembros de mi chat me lo dijo.
—¿Quién? —preguntó Richard.
—No lo sé. Su nombre on Une es Osiris. —Se inclinó hacía delante ansiosamente—. Nuestra sociedad no comprende la muerte. Las personas ni siquiera hablan sobre ella. Fingen que no existe, que no va a llegarles y, cuando intentas hablar del tema, te miran como si estuvieras loco. ¿Han visto alguna vez la película Haroldy Maude?
—Sí —dijo Joanna.
—Es mi película favorita de todos los tiempos. La habré visto unas cien veces, sobre todo la escena en que él se ahorca.
—Y por eso piensa que este proyecto…
—Me dará la oportunidad para experimentar la muerte de primera mano, para mirarla a la cara y descubrir cómo es realmente.
—No hemos cerrado aún nuestra lista de participantes —dijo Joanna, acompañándolo a la puerta—. Ya se lo haremos saber.
—No puedo creerlo —dijo Richard después de que ella cerrara la puerta—. ¡Otro! Y parecía perfectamente normal.
—Probablemente lo es. Haroldy Mande es una película muy buena, y no dijo nada que no fuera verdad. Nuestra sociedad no quiere hablar de la muerte. Todos fingen que no existe y que no va con ellos.
—No estarás sugiriendo en serio que lo aceptemos en el proyecto.
—No —dijo Joanna—. Está demasiado fascinado por el tema, y sus comentarios sobre la escena del ahorcamiento fueron preocupantes. Y tenemos una regla sobre las películas con muertes. —Le sonrió.
—Esto no es divertido. ¿Cuántos voluntarios nos quedan en la lista? ¿Tres?
—Cuatro. La señora Coffey es la siguiente. Estará aquí a las diez.
—La directora de sistemas de datos —dijo Richard, animándose un poco—. Magnífico. Tiene un título universitario y trabaja para Colotech.
“Eso no es ninguna garantía”, pensó Joanna, aunque tenía que estar de acuerdo con Richard. Los universitarios no eran de los del tipo de Harold y Mande, y la señora Coffey pareció enormemente prometedora nada más llegar. Iba vestida con un elegante traje negro, y con su bonito peinado, su maquillaje, era la viva imagen de la Mujer Corporativa. Cuando Joanna le pidió que hablara un poco sobre sí misma, abrió su portafolios y sacó una hoja doblada de un sobre color crema.
—Sé que tienen mi solicitud —dijo—, pero he supuesto que un resumen podría ser útil también. —Sonrió y se lo tendió a Richard.
—¿Por qué se presentó voluntaria para el proyecto? —preguntó Joanna.
—Como puede ver en mi resumen… —dijo la señora Coffey, y sacó otra hoja doblada. Sonrió—. He traído uno de más, por si acaso. En mi trabajo, los detalles cuentan. —Le tendió el resumen a Joanna—. Como puede ver, aquí en “Servicio” —señaló el lugar—, hago un montón de trabajos con la comunidad. El año pasado participé en un estudio sobre el sueño en el Hospital Universitario. —Le sonrió cálidamente a Richard—. Y cuando el doctor Wright describió el proyecto, me pareció interesante.
—¿Ha tenido alguna vez una experiencia cercana a la muerte? —preguntó Joanna.
—¿Quiere decir que si estuve a punto de morir y luego vi un túnel y una luz? No.
—¿Alguna experiencia extracorporal?
—¿Eso que la gente imagina de salir del cuerpo? —dijo ella, frunciendo el ceño, escéptica—. No.
—¿Está familiarizada con la obra de Maurice Mandrake? —preguntó Joanna, observándola con atención, pero no hubo ninguna indicación de reconocimiento mientras sacudía su cabeza perfectamente peinada.
Richard trató de llamar la atención de Joanna. Obviamente, estaba convencido, y no había nada sospechoso en el historial de la señora Coffey.
—Si le pidiéramos que participara en el proyecto —preguntó Joanna—, ¿cuándo estaría disponible?
—Los miércoles por la mañana y los jueves por la tarde, pero los lunes me vendrían mejor. Mis poderes psíquicos son más fuertes los días gobernados por la diosa lunar. A causa de las vibraciones armónicas consonantes.
—Se lo haremos saber —dijo Joanna. La señora Coffey les dio una tarjeta a cada uno—. Aquí están los números de mi casa y mi despacho, y el de mi móvil. O pueden contactar conmigo por e-mail.
—O por telepatía. ¡Por Dios! —explotó Richard en cuanto la puerta se cerró tras ella—. ¿Es que están todos locos?
“Espero que no”, pensó Joanna, y sacó el expediente de la señora Troudtheim. Anotó que tenía que preguntarle por qué se había presentado para participar en un proyecto si tenía que conducir desde Deer Trail, y esperó que hubiera una respuesta racional. El Colorado rural tenía tendencia a tener más abducidos por ovnis y más teorías conspiratorias de mutilación de ganado de la cuenta.
—Oh, pero si no tengo que venir —le dijo a Joanna—. Tienen que hacerme un arreglo dental completo, y nunca se sabe cómo estará el tiempo en esta época del año, así que me alojo con mi hijo hasta que acaben. Pero ya sabe cómo es vivir con los hijos. Me pareció que participar en un estudio era una forma de salir de vez en cuando del cubil de mi nuera. Y odio estar sentada sin hacer nada.
Así era, por lo visto.
—¿Le importa si hago ganchillo mientras hablamos? —le había preguntado a Joanna al principio de la entrevista. Y cuando Joanna dijo que no, sacó un ovillo de lana y un cubrecama amarillo, naranja y verde a medio terminar y empezó a trabajar en él con manos ajadas por el esfuerzo de toda una vida.
Joanna le preguntó por Deer Trail y su vida en el rancho. Las respuestas de la señora Troudtheim fueron sencillas y desenfadadas, y cuando Joanna le pidió que describiera el rancho, le impresionó la imagen vivida y detallada que le daba de la tierra y el ganado. Si participaba en el proyecto, sería una buena observadora. Joanna también se impresionó por sus modales amistosos y sencillos y por su rostro despejado.
—Le dijo usted al doctor Wright que no ha tenido nunca una experiencia cercana a la muerte —dijo Joanna, consultando sus notas—. ¿Ha conocido a alguien que tuviera una?
—No —respondió la señora Troudtheim, pasando el hilo por el ganchillo y tirando hasta el borde del cubrecama—. El día antes de morirse, mi tía dijo que vio a su hermana (a mi madre) al pié de la cama, vestida con un largo vestido blanco. Mi madre llevaba muerta varios años, pero mi tía dijo que la vio allí de pie, claro como el día, y que supo que había venido a por ella. Se murió al día siguiente.
—¿Y usted qué pensó de eso?
—Oh, no sé —dijo ella, tirando pensativa del hilo—. El médico se había pasado con la medicación. Y no me imagino a mi madre con un vestido blanco. Odiaba las faldas anchas. La gente ve a veces lo que quiere ver.
“Pero apuesto a que usted no”, pensó Joanna, y le preguntó a qué horas estaría disponible.
—Es el sujeto más prometedor hasta ahora —le dijo a Richard después de que la señora Troudtheim volviera a guardar el cubrecama en su bolso y se marchara—. Me recuerda a mis parientes de Kansas, duros y amables y realistas, el tipo de personas que pueden sobrevivir a cualquier cosa y probablemente lo han hecho. Creo que será perfecta para el proyecto. Me ha impresionado especialmente su capacidad de observación.
—Excepto que está claro que es daltónica. ¿Has visto ese cubrecama? —preguntó Richard, estremeciéndose.
—Está claro que nunca has estado en Kansas —dijo Joanna—. Ése no estaba tan mal.
—Lo que tú digas. Joanna sonrió.
—Digo que será un sujeto excelente.
—Me contentaría con que fuera simplemente un sujeto.
“Y yo también”, pensó Joanna, aliviada de poder tener al fin a alguien así. Miró el horario. El siguiente era el señor Sage, y luego el señor Pearsall, pero no hasta la una y media. Si la entrevista con el señor Sage no duraba demasiado, podría bajar a ver a la señora Woollam. No habría tiempo para una entrevista completa, pero podría al menos conocerla, hacer que firmara un permiso y concertar una entrevista para esa tarde. Si el señor Sage no se enrollaba demasiado.
No se enrolló. En realidad, Joanna tuvo problemas para sacarle algo. El señor Sage daba respuestas breves y entrecortadas a todo lo que ella preguntaba, cosa que preocupó un poco a Joanna. Se preguntó qué podría contar de lo que viera en una ECM. Pero no era psíquico, ni estaba interesado en la muerte. Y dio la mejor respuesta de todos a la pregunta de por qué se había presentado voluntario para el proyecto.
—Mi esposa me obligó.
—¿Cuál es su opinión sobre las experiencias cercanas a la muerte?
—No lo sé —dijo él—. Nunca he pensado mucho en ellas. “Bien”, pensó Joanna, y le preguntó qué horario le vendría mejor.
—Muy silencioso, ¿no? —comentó Richard después de que se marchara.
—Nos valdrá. La gente tiene distintas capacidades descriptivas. —Se levantó—. Richard, voy a ir a… —empezó a decir, y su busca sonó.
Ya se había buscado problemas con Vielle aquel día por no contestarlo; sería mejor que viese quién era. Llamó a la operadora, que le dio el número de la habitación de Maisie.
—dijo que era una emergencia y que tenía que llamarla de inmediato. Yo, por mi parte, agradecería que lo hiciera —dijo la operadora—. Lleva llamando toda la mañana, insistiendo que la llame a usted por el intercomunicador.
—De acuerdo. —Rió Joanna, y llamó a Maisie.
—¡Tienes que venir ahora mismo! —dijo una agitada Maisie—. La señora Sutterly ha descubierto cómo se llamaba el tripulante del Hindenburg que querías, y tienes que bajar para que yo pueda decírtelo.
—Ahora mismo no puedo, Maisie. Tengo una cita…
—¡Pero me voy a casa, y si no bajas ahora mismo será demasiado tarde! ¡Ya me habré ido!
Parecía verdaderamente inquieta.
—Muy bien, ahora voy —dijo Joanna—. Sólo puedo quedarme un par de minutos —añadió, aunque no había ninguna posibilidad de que pudiera escapar a tiempo para ver a la señora Woollam. Tendría que esperar hasta la tarde.
—Voy a bajar a despedirme de Maisie —le dijo a Richard—. Se va a casa.
—¿Y la entrevista con el señor Pearsall?
—Si no he vuelto cuando llegue, llámame —dijo, agitando el busca ante él para que viera que lo llevaba encima, y corrió hasta la quinta y cruzó el pasillo, pero estaba bloqueado por un caballete y más cinta amarilla.
—Están poniendo losas nuevas en el suelo —le dijo un técnico de laboratorio que venía por el otro lado—. ¿Quiere llegar al ala oeste? Tendrá que tomar el ascensor hasta la séptima o bajar a la tercera planta.
Joanna regresó a los ascensores y vio al señor Mandrake acercándose a ella. No había ningún lugar al que huir, ningún hueco de escaleras en el que escabullirse, ni siquiera una puerta abierta y, de todas formas, ya la había visto.
—Hola, señor Mandrake —dijo, tratando de no parecer un conejo acorralado.
—Me alegro de haberla encontrado —dijo él—. Llevo toda la mañana intentando localizarla.
—Éste no es un buen momento —dijo Joanna, mirando descaradamente su reloj—. Tengo una cita.
—¿Con un paciente de ECM? —preguntó él, interesado al instante.
—No —respondió Joanna, agradecida de que no la hubiera pillado entrando a ver a la señora Woollam. O a Maisie—. Una reunión, y ya voy tarde.
—Esto sólo será un momento —dijo él, plantándose delante—. Hay dos asuntos de los que tengo que hablar con usted. Primero, la señora Davenport me contó que no ha vuelto a verla para anotar el resto de su ECM. Ha recordado detalles adicionales sobre su regreso. El Ángel de Luz…
—… le dio un telegrama dictándole que tenía que volver, lo sé. Ya me lo contó.
—No, no, ha recordado muchas más cosas. El telegrama fue sólo el principio. El Ángel le dijo que tenía que ser una mensajera, y alzó Su brillante mano… —El señor Mandrake alzó la suya, ilustrando el gesto—. Los misterios de la vida y la muerte le fueron revelados, y ella lo comprendió todo. Tiene muchas ganas de compartir con usted el conocimiento que le fue dado.
“Apuesto a que sí”, pensó Joanna.
—Cuando oiga lo que ha aprendido, no habrá ninguna duda en su mente de que la señora Davenport ha traído noticias del Otro Lado.
—Señor Mandrake…
—Lo segundo de lo que quería hablarle: no sé si lo sabe pero hay un nuevo investigador en el hospital que pretende socavar la credibilidad de nuestra investigación sobre la cercanía a la muerte. Se llama doctor Wright. Dice que puede reproducir la ECOV en laboratorio por medio de drogas. Por supuesto, eso es imposible. La ECOV es una realidad espiritual, no una alucinación por drogas, pero la gente es crédula. Pueden creerlo, sobre todo si enmascara sus supuestos con las trampas de la tecnología y la ciencia.
—Tengo que irme —dijo Joanna, y se encaminó hacia el ascensor, pero el señor Mandrake la acompañó.
—Me preocupa mucho el efecto de esta supuesta investigación sobre nuestros estudios. Traté de expresarle mis inquietudes, pero no me hizo ningún caso. Tiene un compañero, o eso tengo entendido, aunque no lo he visto, y espero que sea más cooperativo. Ahí es donde entra usted.
—¿Yo? —dijo Joanna, llegando al ascensor. Pulsó el botón.
—No he podido descubrir quién es su colaborador. Quiero que usted lo averigüe.
El ascensor anunció su llegada. Joanna esperó a que se abriera la puerta.
—Ya lo sé.
—¿Lo sabe? —dijo él, claramente sorprendido—. ¿Quién es? ¿Quién es su ayudante?
Joanna entró en el ascensor, pulsó el botón para cerrar la puerta y esperó a que ésta se deslizara.
—Soy yo —dijo.
Casi deseó poder haber visto la expresión de su cara antes de que la puerta se cerrara, pero en tal caso no habría podido escapar. No tendrías que haberlo hecho, se dijo, mientras subía a la séptima y cruzaba hasta el ala oeste. Ahora nunca te dejará en paz. Pero su red de espías y él lo habrían descubierto tarde o temprano, y si no se lo hubiera dicho, la habría acusado de engañarlo a sabiendas. Ahora, por supuesto, la acusaría de ser una crédula. ¡Ella, crédula!
Atajó por la UCI y tomó el ascensor de servicio hasta Pediatría. Maisie estaba sentada al borde de la cama, vestida con un chándal rosa con bolsillos en forma de mariposa. “Que debe de detestar”, pensó Joanna.
—¿Has llamado, chavalina? —preguntó Joanna, y entonces vio que la madre de Maisie estaba en la habitación, guardando la bata y las zapatillas de la niña en una bolsa de plástico del hospital.
—El doctor Murrow está tan contento con sus progresos con la inderona que nos dijo que podíamos irnos a casa un día antes —le dijo animosa a Joanna. Abrió la puerta del armario y sacó la mochila de Barbie de Maisie.
Joanna miró a Maisie, que no parecía preocupada.
—El doctor Murrow dice también que Maisie podría empezar a pensar en volver al colegio —dijo la señora Nellis. Dejó sobre la silla la mochila—. Las dejaré un momento para que charlen. Tengo que hablar con el doctor Murrow sobre un bloqueador ECA experimenta para Maisie antes de marcharnos.
En cuanto la madre salió, Maisie dijo:
—Temía que cuando llegaras ya me hubiera marchado. Y sacó un papelito doblado de un bolsillo y se lo tendió a Joanna, Joanna lo desplegó. Decía: “Joseph Leibrecht. 1968.”
—La señora Sutterly dijo que el tipo que escribió el libro fue a Alemania y entrevistó a ese tal Leibrecht. En 1968. ¿Puedes usarla? ¿Su ECM?
Probablemente no. El Hindenburg se había estrellado en 1937, más de treinta años antes. Los acontecimientos recordados tras tanto tiempo inevitablemente estarían distorsionados, se olvidaban detalles o se añadían, los espacios en blanco se rellenaban con fabulaciones. Era virtualmente inútil, pero no quería decepcionar a Maisie.
—Apuesta a que… —empezó a decir, y advirtió que Maisie estaba esperando su respuesta, conteniendo la respiración, como si aquello fuera una especie de prueba.
“Me temo que no —dijo Joanna—. Las entrevistas sobre las ECM tienen que hacerse inmediatamente después de la experiencia, o la gente olvida cosas.
—O se las inventa —dijo Maisie.
—Eso es. Lo siento.
—No importa —dijo Maisie, sin contrariarse lo más mínimo. De hecho, estaba sonriendo.
Joanna le devolvió la sonrisa.
—¿Así que te vas a casa? ¿Estás contenta? Ella asintió.
—La señora Sutterly se llevó los libros por mí —dijo, con una significativa mirada a la mochila.
—Bien. ¿Cómo va el Lusitania?
—Ya no me interesa. No tardó mucho en hundirse. ¿Has ido alguna vez al circo?
Joanna nunca se acostumbraría a los súbitos cambios de conversación de Maisie.
—Sí, cuando era pequeña.
—¿Era divertido? ¿Había payasos?
—Sí y sí —dijo Joanna, pensando que incluso la señora Nellis aprobaría aquella conversación—. Recuerdo a un payaso que tenía la nariz roja y los pantalones anchos, y se sacó un enorme pañuelo de lunares del bolsillo para sonarse la nariz, pero estaba atado a un gran pañuelo rojo, y ése a uno azul y a uno verde y a uno amarillo, y seguía tirando y tirando y tirando y sacando pañuelos del bolsillo, buscando el final.
—Apuesto a que es divertido —dijo Maisie—. ¿Sabes lo que es un jardín de la victoria?
—¿Un jardín de la victoria? —dijo Joanna, perdida otra vez—. No estoy segura. Sé que durante la Segunda Guerra Mundial, la gente plantaba jardines para cultivar comida para el Ejército. Y la Marina —añadió, recordando al señor Wojakowski—, para ayudar a ganar la guerra, y se llamaban jardines de la victoria. ¿Te refieres a eso?
—Creo que sí. Había un circo en Hartford, que está en Connecticut, y la carpa se incendió y todos murieron quemados. “Tendría que haberlo sospechado”, pensó Joanna.
—Murieron ciento sesenta y ocho personas —dijo Maisie—. Te mostraría la foto, pero no tengo los libros. Los traeré la próxima vez que venga al hospital.
“¿Cómo sabes que habrá una próxima vez? Tu madre dice que estás bien”, estuvo a punto de decir Joanna, pero se controló.
—¿Cómo empezó el fuego? —preguntó en cambio. Maisie se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Sucedió sin más.
“Sucedió sin más”, pensó Joanna. Un cigarrillo, una chispa, en el serrín o la lona y, así de fácil, ciento sesenta y ocho personas muertas. “Y probablemente niños en su mayoría”, pensó Joanna, sabiendo cómo eran los circos. Y Maisie.
—Murieron montones de niños —dijo Maisie, como si le leyera el pensamiento—. ¿Crees que duele morir? En un incendio, quiero decir.
—No lo sé —contestó Joanna, bien consciente de a lo que estaba respondiendo en realidad—. Probablemente sólo un ratito. La mayoría probablemente murieron por inhalación de humo. Creo que lo peor sería el miedo.
—Yo también —dijo Maisie—. Cuando se me paró el corazón, sólo dolió un momento. Y tampoco tenía miedo. —Miró seriamente a Joanna—. ¿Crees que para eso son las ECM, para impedirte que tengas miedo?
—Eso es lo que el doctor Wright y yo estamos tratando de averiguar.
—¿Qué crees que pasa después de eso, después de la ECM?
Joanna sabía que aquello iba a suceder, desde su conversación sobre Ulla. Miró hacia la puerta, deseando que la madre de Maisie apareciese por arte de magia con una silla de ruedas y pensamientos felices.
—Quiero saber la verdad —dijo Maisie.
—La verdad es que no lo sé —respondió Joanna—. Creo que probablemente nada. Cuando el corazón deja de latir, el cuerpo deja de enviar oxígeno al cerebro y las células cerebrales empiezan a morir, ; cuando mueren, ya no puedes pensar, y es como quedarte dormido apagar una luz.
—Como desconectar a C3PO —dijo Maisie ansiosa.
—Sí, igual que eso —dijo Joanna, pensando que si aquella conversación estaba inquietando o asustando a Maisie desde luego no se notaba.
—¿Estaría oscuro?
—No. No sería nada.
—Y ni siquiera sabes que estás muerto.
—No, ni siquiera sabes que estás muerto —dijo Joanna, y por algún motivo pensó en Lavoisier.
—¿Por qué dices que probablemente no pasa nada? ¿Por qué probablemente?
—Porque nadie lo sabe con certeza. Ninguna persona muerta ha vuelto jamás para contarnos cómo es la muerte.
—El señor Mandrake dice que lo sabe. —Maisie hizo una mueca—. Cuando vino a verme la otra vez, dijo que sabía exactamente qué pasa después de que te mueras.
—Bueno, pues no lo sabe. Maisie asintió sabiamente.
—Dice que todas las personas que conoces y han muerto están allí esperándote, y que luego todos vais al cielo. Creo que eso es lo que quiere que sea verdad. Pero querer que algo sea verdad no hace que sea verdad. Como Campanita.
—No —dijo Joanna—. Pero querer que algo sea verdad no implica tampoco necesariamente que no lo sea.
—Entonces podría haber un cielo.
—Podría —dijo Joanna—. Nadie lo sabe.
—Excepto las personas que han muerto. Y no pueden decírnoslo. “No —pensó Joanna—, no pueden decírnoslo. A pesar de los mejores esfuerzos míos y de Richard.”
—Entonces todo el mundo tiene que averiguarlo por sí mismo —dijo Maisie—, y nadie te acompaña. ¿No?
“No —pensó Joanna—. Ojalá pudiera, pequeña. Odio pensar que tengas que hacer el viaje sola. Pero todo el mundo tiene que morir solo, no” importa lo que diga el señor Mandrake.”
—No —dijo.
—A menos que sea un desastre —dijo Maisie—. Entonces un puñado de gente muere a la vez. Como en el incendio del circo de Hartford. No pudieron escapar porque las jaulas de los animales, ya sabes, los tigres y los leones, estaban en medio, y todos siguieron empujando y murieron aplastados excepto los que inca… inha… —frunció el ceño, buscando la palabra.
—Los que inhalaron el humo —dijo Joanna.
—Todo listo —dijo alegremente la madre de Maisie, que llegaba con una silla de ruedas—. En cuanto la enfermera te traiga el alta, podemos irnos. —Empezó a ayudar a Maisie a sentarse en la silla.
—Yo también tengo que irme —dijo Joanna—. Adiós, chavalina. Sé buena.
Volvió al laboratorio. Barbara estaba en el puesto de enfermeras cumplimentando papeleo. Joanna miró al fondo del pasillo para asegurarse de que Maisie y su madre siguieran dentro de la habitación.
—La madre de Maisie dice que está mejor —le preguntó a Barbara—. ¿Es verdad?
—Eso depende de cómo definas “mejor” —respondió Barbara— Su estado básico no ha cambiado, pero su corazón funciona un poquito mejor, y la inderona parece que está estabilizando su ritmo cardíaco aunque no sé cuánto tiempo podrán mantenerlo. Los efectos secundarios son bastante malos: daños en el hígado y en el riñón, pero sí, su madre está diciendo la verdad para variar. Está mejor.
—Bien —dijo Joanna, aliviada—. No habrás visto al señor Mandrake en esta planta, ¿verdad?
—No.
—Tanto mejor —dijo Joanna. Dio un golpe al mostrador con ambas manos—. Te veré luego.
—Oh, vaya, sigue usted aquí —dijo la madre de Maisie, acercándose al puesto de las enfermeras—. Sólo quería darle las gracias por pasar tanto tiempo con Maisie. Le encantan las visitas, pero muchos insisten en hablar de cosas deprimentes, de enfermedades y… la trastornan. Pero le encanta que la visite usted. No sé de qué hablan, pero siempre está muy contenta después de sus visitas.
Jesús… Jesús… Jesús…
Joanna no consiguió ver a la señora Woollam hasta pasadas las tres. El señor Pearsall llegó tarde, y su entrevista (que estuvo bien) fue interrumpida por una llamada de la señora Haighton, quien al parecer llamaba desde su feria de artesanía, porque no paraba de gritar a una tal Ashley y una tal Felicia, que por lo visto colgaban cosas.
—Esta semana es imposible —le dijo a Joanna—, pero la semana que viene… espere un momento, déjeme ver mi agenda… podría ser… oh, no, está demasiado alto por ese lado.
El señor Pearsall esperaba pacientemente, y Joanna sabía que lo adecuado sería decirle a la señora Haighton que llamara más tarde, pero tenía la sensación de que, si lo hacía, nunca volvería a saber de ella.
—¿A qué horas estará disponible el lunes que viene? —le preguntó Joanna, sonriendo a modo de disculpa al señor Pearsall.
—El lunes, déjeme ver… hace falta más cuerda… no, por la tarde no podrá ser, y, veamos, ¿qué hay por la mañana? Tengo una reunión de la AAUW a las diez. ¿Le vendría bien a las doce menos cuarto?
—Sí —dijo Joanna, aunque ya había citado ala señora Troudtheim a las once. Incluso teniendo en cuenta las citas con el dentista de la señora Troudtheim, podría hacerle un hueco con más facilidad que a la señora Haighton—. Las doce menos cuarto estará bien.
—Doce menos cuarto —dijo la señora Haighton—. Oh, no, estaba mirando el miércoles, no el lunes. No puedo el lunes, por lo que veo.
—¿Y el martes?
Joanna pasó los diez minutos siguientes escuchando una letanía de reuniones de la señora Haighton, intercalada con instrucciones a una tal Felicia, antes de finalmente acordar hacerle un hueco el viernes entre el consejo de la biblioteca y la clase de yoga.
—Aunque estoy casi segura de que tenía otra cosa que hacer ese día.
Joanna colgó antes de que tuviera oportunidad de recordar qué era y continuó interrogando al señor Pearsall, que nunca había sido operado y, mucho menos, había experimentado una cercanía a la muerte.
—Nunca me han extirpado el apéndice, ni las amígdalas. Ni tampoco a nadie de mi familia. Mi padre tiene setenta y cuatro años y jamás ha pasado un día enfermo.
El señor Pearsall nunca había visto al señor Mandrake ni había leído sus libros, y cuando Joanna le preguntó si creía en el espiritismo, él dijo, levemente escandalizado:
—Esto es una investigación médica, ¿no?
—Sí —respondió Joanna, y lo dejó marchar. Todavía tenía que concertar la cita, y tuvo que contarle a Richard su encuentro con el señor Mandrake.
—Cree que vas a intentar estropear su investigación —le dijo.
—Es verdad. ¿Qué le pareció que trabajaras conmigo?
—Escapé antes de que pudiera decírmelo —dijo Joanna—. Imagino que tratará de convencerme de lo contrario. Si puede pillarme —añadió—. Voy a la Unidad de cuidados cardíacos a ver un caso de ECM. Si llama el señor Mandrake, dile que he ido a ver a Maisie.
—Creí que le habían dado el alta.
—Así es —dijo Joanna, y bajó a la Unidad de cuidados cardíacos, sólo para descubrir que la señora Woollam ya había sito trasladada a una habitación normal.
Para cuando llegó a la habitación, eran las cuatro y cuarto pasadas. La señora Woollan llevaba ingresada más de siete horas. Mandrake había tenido tiempo no sólo de echarla a perder para entrevistas posteriores, sino de convertirla en otra señora Davenport. A menos que la señora Woollam no pudiera recibir visitas, en cuyo caso tampoco ella podría verla.
Pero sí, la señora Woollam podía tener visitas, dijo Luann. Estaba bien. La iban a tener ingresada un par de días en observación.
—¿Ha venido a verla el señor Mandrake?
—Lo intentó —dijo Luann—. La señora Woollam lo expulsó.
—¿Lo expulsó? Luann sonrió.
—Es un hueso duro de roer. Pasa. Joanna llamó suavemente a la puerta.
—¿Señora Woollam? —dijo tímidamente.
—Pase —dijo una voz suave, y Joanna se encontró ante una frágil anciana no mucho más grande que Maisie. Su pelo blanco era tan fino y carente de sustancia como el pelillo de un diente de león, y la propia señora Woollam parecía a punto de echar a revolotear con la primera brisa. Desde luego no parecía capaz de expulsar a nadie, mucho menos al inamovible señor Mandrake. Estaba sentada en la cama, conectada a unos monitores por medio de un puñado de cables. Leía un libro de tapas blancas, que guardó en el cajón de la mesilla de noche en cuanto vio a Joanna.
—Soy Joanna Lander. Yo…
—La amiga de Vielle —dijo la señora Woollam—. Me habló de usted. —Sonrió—. Vielle es una enfermera maravillosa. Cualquier amiga suya es amiga mía. —Mostró de nuevo una sonrisa de increíble dulzura—. Me ha dicho que está usted estudiando las experiencias cercanas a la muerte.
—Sí —dijo Joanna. Sacó un impreso del bolsillo, lo describió, y se lo entregó para que lo examinase.
—No siempre experimento lo mismo —dijo la señora Woollam, el boli detenido sobre el impreso—, y nunca he flotado por encima de mi cuerpo ni he visto ángeles, si eso es lo que está buscando…
—No estoy buscando nada —dijo Joanna—. Me gustaría que me contara qué ha experimentado.
—Bien. —Firmó el impreso con letra temblorosa—. Maurice Mandrake estaba decidido a que viera un túnel y un Ángel de Luz la última vez que estuve aquí. Un hombre terrible. No trabajará usted con él, ¿no?
—No —respondió Joanna—, no importa lo que él diga.
—Bien. ¿Sabe qué me dijo? —preguntó la señora Woollam, indignada—. Que las experiencias cercanas a la muerte son mensajes de los muertos.
—¿No cree usted que lo sean?
—Por supuesto que no. Eso no son el tipo de mensajes que los muertos envían a los vivos. “Oh, no”, pensó Joanna.
—¿Qué clase de mensajes envían? —preguntó con cuidado.
—Mensajes de amor y perdón, porque a menudo no podemos perdonarnos a nosotros mismos. Mensajes que sólo nuestros corazones pueden oír. —Le tendió a Joanna el impreso y el bolígrafo—. ¿Qué quería preguntarme? He estado en un túnel, aunque no se lo dije al señor Mandrake.
—¿Qué clase de túnel?
—Estaba demasiado oscuro para ver exactamente qué era, pero sé que era más pequeño que un túnel de metro. He estado en un túnel dos veces, la primera vez y la penúltima.
—¿El mismo túnel?
—No, uno era más estrecho y su suelo era más irregular. Tuve que agarrarme a las paredes para no caer.
—¿Y las otras veces? —preguntó Joanna, deseando que la señora Woollam no tuviera problemas de corazón ni ochenta años. Sería una voluntaria magnífica.
—Estaba en un lugar oscuro. No un túnel. En el exterior, en un lugar abierto, oscuro… —Miró más allá de Joanna—. No había nada en kilómetros a la redonda.
—¿Estuvo en ese lugar oscuro todas las otras veces?
—Sí. No, una vez estuve en un jardín.
“Maisie no me llegó a decir por qué quería saber qué era un jardín de la victoria”, pensó Joanna.
—Estaba sentada en una silla blanca en un jardín precioso, precioso —dijo la señora Woollam, añorante.
Los jardines eran una experiencia común en las ECM.
—¿Puede describirlo?
—Había viñedos —dijo la señora Woollam, contemplando las paredes de la habitación—, y árboles.
—¿Qué clase de árboles? —instó Joanna.
—Palmeras.
Viñedos y palmeras. La imaginería religiosa estándar.
—¿Recuerda algo más acerca del jardín?
—No, sólo estar allí sentada, esperando algo.
—¿A qué?
—No lo sé —dijo ella, sacudiendo la blanca cabeza—. Ésa fue la primera vez que se me paró el corazón. Hace casi dos años. No lo recuerdo muy bien.
—¿Y esta última vez?
—Estaba al pie de una hermosa escalera, contemplándola.
—¿Puede describirla?
—Se parecía a esto —dijo la señora Woollam, tomando el libro de la mesilla de noche. Joanna vio para su desazón que se trataba de una Biblia. La señora Woollam hojeó las finísimas páginas hasta llegar a una lámina en color y se la mostró a Joanna. Era una imagen de una amplia escalera dorada, con ángeles de pie en cada peldaño y en lo alto un rayo de luz en el que se veía el contorno de una figura con los brazos extendidos.
“Tendría que haber previsto que era demasiado bueno para ser verdad”, pensó Joanna.
—¿La escalera era así?
—Sí, pero se curvaba hacia arriba. Y la luz de lo alto chispeaba, como diamantes.
“Y zafiros y rubíes”, pensó Joanna.
—Pero no había ningún ángel, no importa lo que dijera el señor Mandrake. No paraba de intentar convencerme de que había visto el cielo.
—¿Y usted cree que no?
—No lo sé. Todo podría ser el cielo: el túnel y el jardín y el lugar oscuro y despejado. —Sostuvo la Biblia y pasó a otra página—. Juan 14, versículo 2: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones.” O podría ser otra cosa.
—Lamento interrumpirlas, señoras —dijo Luann—, pero es hora de llevarla abajo, señora Woollam.
—¿Al catéter? —dijo la señora Wollam, cerrando la Biblia.
—Aja —respondió Luann. Su busca sonó—. Lo siento —dijo, sacándolo del bolsillo—. Ahora mismo vuelvo.
—dijo usted que lo que vio en sus ECM podría ser otra cosa —dijo Joanna—. ¿A qué se refería? ¿Qué cree que podría ser?
—No lo sé. A veces… —Su voz se apagó—. Pero sé que sea lo que sea, Jesús estará allí conmigo. —Abrió de nuevo la Biblia—. Isaías 45, versículo 2: “Cuando atravieses las aguas, estaré contigo. Cuando camines a través del fuego, no te quemarás.”
Luann regresó, apurada.
—Me gustaría volver a hablar con usted —le dijo Joanna a la señora Woollam—. ¿Puedo?
—Si todavía estoy aquí —respondió la señora Woollam, e hizo un guiño—. Cada vez me tienen menos tiempo ingresada. A mí también me gustaría hablar con usted. Me gustaría saber qué piensa que son estas experiencias y qué opina de la muerte.
“Opino que cuanto más averiguo menos sé”, pensó Joanna, volviendo a las escaleras. Deseó no tener todavía por delante dos horas o más de transcripción. No podía dejarlas para el día siguiente, no con tantas sesiones programadas, y ya llevaba una semana de retraso. Entro en su despacho, tomó una cinta de la caja de zapatos donde guardaba todas las cintas por transcribir y conectó el ordenador.
—Oh, qué bien, estás de vuelta —dijo Richard, asomando la cabeza por la puerta—. He tenido que cambiar la primera sesión del señor Sage para esta tarde. No debería durar mucho. Tish ya lo tiene preparado.
Richard se equivocó. Tardó una eternidad. Pero no porque el señor Sage tuviera mucho que contar. Hacer que dijera algo fue como arrancarle los dientes.
—Dice usted que estaba oscuro —preguntó Joanna después de otros quince minutos de preguntas—. ¿Pudo ver algo?
—¿Cuándo?
—Cuando estaba en la oscuridad.
—No. Ya le dije que estaba oscuro.
—¿Estuvo oscuro todo el tiempo?
—No —dijo, seguido de una pausa interminable mientras Joanna esperaba a que añadiera algo.
—Después de que estuviera oscuro, ¿qué sucedió?
—¿Sucedió?
—Sí. Dijo usted que no estuvo oscuro todo el tiempo.
—No.
—¿Hubo luz parte del tiempo?
—Sí.
—¿Puede describir la luz? Él se encogió de hombros.
—Una luz.
No le fue mejor cuando le preguntó qué sensaciones había experimentado durante la ECM.
—¿Sensaciones? —repitió él, como si nunca hubiera oído la palabra antes.
—¿Se sintió feliz, triste, preocupado, nervioso, tranquilo, cálido, frío?
Él volvió a encogerse de hombros.
—¿Diría que se sentía bien o mal? —preguntó ella.
—¿Cuándo?
—En la, oscuridad —dijo Joanna, apretando los dientes.
—¿Bien o mal respecto a qué? Y así durante más de una hora.
—Vaya —dijo Richard cuando el señor Sage se marchó silenciosamente—, cuando dijiste que la gente tiene distintas capacidades de descripción, no bromeabas.
—Bueno, al menos establecimos que estaba oscuro, y luego hubo luz —dijo Joanna, sacudiendo la cabeza.
Estaban solos en el laboratorio. Tish se había quedado hasta la mitad del interrogatorio y luego se marchó, diciéndole a Richard:
—Voy a la Hora Feliz en el Río Grande con un grupo de amigos, por si le interesa. A los dos —añadió, como si se lo pensara mejor.
—Lamento no haber podido sacarle nada de lo que sentía, si es que sentía algo —dijo Joanna—. No creo que tuviera ninguna sensación negativa. No me respondió cuando le pregunté si se sentía preocupado o asustado.
—No respondió para nada —dijo Richard, acercándose a la consola—, pero al menos tenemos otro conjunto de escáneres que examinar. —Empezó a teclear números—. Quiero comparar sus niveles de endorfinas con los de Amelia Tanaka.
“Y se acabó la Hora Feliz en el Río Grande”, pensó Joanna, pero no importaba. Tenía que transcribir el testimonio del señor Sage, tal como estaba, y todas las otras cintas que no había transcrito todavía. Regresó a su despacho.
Su contestador automático estaba parpadeando. “Que no sea el señor Mandrake”, pensó, y pulsó el botón.
—Soy Maurice Mandrake —dijo el contestador—. Quería decirle lo contento que estoy de que esté usted trabajando con el doctor Wright. Estoy seguro de que será una influencia excelente. ¿Cuándo puede reunirse conmigo para planear estrategias?
Había mensajes de la señora Haighton y Ann Collins, la enfermera que había ayudado en la sesión del señor Wojakowski, las dos pidiéndole a Joanna que las llamara. “Y empezar otra ronda del escondite telefónico”, pensó cansada, pero las llamó a ambas. Ninguna estaba en casa. Dejó un mensaje en ambos contestadores y se sentó ante el ordenador y transcribió la sesión del señor Sage.
Sólo tardó cinco minutos. Sacó la cinta y metió otra.
—Era… —Una pausa interminable—. Oscuro… —Otra—. Creo… —La señora Davenport—. Estaba en… —Pausa muy larga—. Una especie de… —Pausa muy, muy larga, y luego su voz alzándose interrogante—. ¿Túnel?
Aquello era ridículo. Podía poner la cinta a toda velocidad y aún así teclearía más rápido de lo que la señora Davenport hablaba. “¿Y por qué no?”, pensó, tendiendo la mano hacia la grabadora. Aunque tuviera que rebobinar para completarlo, sería una mejora.
No funcionó. Cuando pulsó el botón de avance rápido, se oyó un chirrido agudo. Trató de pulsar “play” y “avance rápido” al mismo tiempo. El botón de avance se detuvo y sonó un gemido ensordecedor. Una voz de hombre dijo:
—Apaguen esa maldita alarma.
Un súbito silencio y la misma voz diciendo:
—Déjenme ver el pulso.
“El infarto de Greg Menotti —pensó Joanna—. Debí de tener la grabadora encendida”, así que pulsó para rebobinar.
—Ella está demasiado lejos —decía Greg, la voz distante y desesperada, y Joanna apartó el dedo del botón y escuchó—. Nunca llegará a tiempo.
Joanna tomó la caja de zapatos con las cintas sin transcribir y rebuscó mientras la cinta seguía en marcha, buscando las fechas. Veinticinco de febrero. Nueve de diciembre.
—Estará aquí dentro de unos minutos —dijo la voz de Vielle desde la cinta.
Luego el cardiólogo preguntó:
—¿Cuál es la PS?
Veintitrés de enero, marzo… allí estaba.
—Ochenta sobre sesenta —dijo la enfermera, y Joanna pulsó para rebobinar, dejó que corriera, pulsó “play”.
—Cincuenta y ocho —dijo Greg, y Joanna detuvo la cinta. La sacó de la grabadora, metió otra, avanzó hasta la mitad.
—Fue precioso —dijo Amelia Tanaka. Demasiado lejos. Joanna rebobinó, escuchó, rebobinó de nuevo, pulsó “play”.
—Está recuperándose —dijo la voz de Richard. Joanna se inclinó hacia delante.
—Oh, no —dijo Amelia—, oh, no, oh, no, oh, no.
Joanna la escuchó dos veces, luego sacó la cinta y metió la otra, aunque ya sabía cómo sonaría, por qué la voz de Amelia era tan inquietante. Lo había oído antes. “Demasiado lejos para que ella venga”, había dicho Greg Menotti, y en su voz había el mismo terror, la misma desesperación.
Pulsó para rebobinar y reprodujo la cinta otra vez, pero ya estaba segura. Había oído un tono idéntico dos veces aquel día, la primera vez leyendo la Biblia: “Cuando atravieses las aguas, estaré allí. Cuando camines a través del fuego, no te quemarás.”
Y si hubiera grabado la voz de la señora Woollam, las tres voces habrían sonado exactamente igual. Como la de Maisie, diciendo:
—¿Crees que duele?
Vamos, hombre, no podrían darle a un elefante a esta distan…
El señor Wojakowski llegó puntual a la mañana siguiente.
—Es una cosa que te enseñan en la Marina, a ser puntual —le dijo a Richard, y se lanzó a contar una historia de GeeGaw Rawlins, un compañero artillero que siempre llegaba tarde—. Lo mataron en Iwo. Una bala trazadora le atravesó el ojo —terminó de decir alegremente, y entró en el cuartito adjunto para ponerse la bata del hospital.
Richard recuperó los escaneos de la última sesión del señor Wojakowski. Todavía no había tenido oportunidad de mirar su nivel de endorfinas. Había pasado los dos últimos días analizando los escaneos de las dos últimas sesiones de Amelia Tanaka. Como esperaba, el nivel de actividad era significativamente inferior en su sesión más reciente, y estaban implicados menos sitios receptores, aunque había recibido la misma dosis de ditetamina. ¿Desarrollaban los sujetos una resistencia a los efectos de la droga después de exposiciones repetidas?
Dividió la pantalla e hizo un análisis paralelo de las sesiones del señor Wojakowski, buscando una reducción de la actividad de endorfinas en la segunda, pero había aumentado un poco. Las superpuso y miró los receptores.
—Hola —dijo Tish al entrar—. Le eché de menos anoche en la Hora Feliz.
—¿Ha visto a la doctora Lander? —le preguntó Richard, y cuando Tish negó con la cabeza, añadió—: Voy a buscarla.
Joanna salía de su despacho.
—Lo siento —dijo, sin aliento—. Estaba intentando cambiar la cita de la señora Haighton, pero nunca está en casa. No hago más que hablar con su sirvienta. Estoy pensando seriamente en pedirle que venga y entrevistarla a ella. Por cierto, he solicitado nuevos voluntarios, expresándolo con nuevos términos y dando un teléfono de contacto distinto que la señora Bendix y sus colegas no reconocerán.
Entraron en el laboratorio. El señor Wojakowski estaba tendido en la mesa de reconocimiento, viendo cómo Tish preparaba la intravenosa.
—Hola, Doc —dijo, y se volvió hacia Joanna—. Esta vez pretendo averiguar para usted qué es ese sonido, Doc.
—¿Puede hacerlo? —preguntó Joanna, interesada.
—No lo sé —respondió él, y le hizo un guiño—. Nunca se sabe si no lo intentas. Olie Jorgenson solía decirlo. Era el oficial de mantenimiento del Yorktown. Siempre buscaba la manera de quebrantar las reglas. Una vez el capitán…
—Estamos preparados para empezar —dijo Richard—. Tish, ¿puede colocarle al señor Wojakowski los auriculares y el antifaz?
Vio que Joanna le sonreía.
Cegado y con los auriculares filtrando ruido blanco, el señor Wojakowski fue mucho más fácil de manejar. La próxima vez tendría que decirle a Tish que se los pusiera primero.
—¿Preparados? —preguntó Richard. Le dijo a Tish que empezara a administrar el sedante y luego la ditetamina, y volvió a la consola para observar el escáner.
El señor Wojakowski entró en estado de ECM casi de inmediato, y Richard contempló la llamarada anaranjada de la actividad en el lóbulo temporal, el hipocampo y los movimientos aleatorios en el córtex frontal. Se concentró en los receptores de endorfinas. No hubo ninguna disminución. Todos los que habían sido activados en las sesiones anteriores eran naranjas o rojos, y había varios nuevos.
La sesión del señor Wojakowski duró tres minutos.
—Localicé ese ruido para usted, Doc —le dijo a Joanna en cuanto el periodo de control terminó y Tish le quitó los electrodos.
—¿Sí?
—Le dije que lo haría. Me recuerda aquella vez…
—Empiece por el principio —le interrumpió Joanna, ayudándolo a sentarse.
—Muy bien, estoy ahí tendido con los ojos cerrados y, de repente, oigo un sonido, y me paro y escucho con atención. Estoy en el túnel intentando pensar qué me recuerda, y al cabo de un minuto caigo en la cuenta. Suena como aquella vez que alcanzaron mi ala, en la batalla del mar de Coral. ¿Se lo he contado alguna vez? íbamos a por el Shoho y un Zero se plantó detrás de mí…
—¿Y el ruido que oyó en el túnel sonó como el ala de un avión acribillada por las balas? ¿Puede describir el sonido? —preguntó Joanna rápidamente, tratando de detenerlo. Pero ya estaba metido de lleno en su historia.
—Mi copiloto y mi artillero murieron en el ataque, y mi ala izquierda quedó hecha puré. Intento volver al Yorktown, pero ando corto de combustible y, cuando por fin lo diviso, hay Zeros por todas partes, y el Viejo Yorky tiene fuego en la popa. Bueno, demonios, no tengo suficiente combustible para llegar, mucho menos para enfrentarme a un puñado de Zeros, y estoy intentando pensar cómo voy a aterrizar cuando ¡blam! —Dio felizmente una palmada con sus manos moteadas por la edad—. El Yorktown recibe uno en el centro, y yo dejo de preocuparme de cómo voy a aterrizar porque dentro de un par de minutos no va a haber portaaviones al que llegar. Sale humo por todo el centro, y empieza a bandear, así que me voy lo más lejos que puedo y hundo el avión en el agua, y cuando llego a la costa de Malaluka al día siguiente, los nativos me dicen que han oído decir a los japos que se hundió durante la noche.
—Creí que había dicho usted que el Yorktown se hundió en Midway —dijo Joanna.
—Y así fue. No se había hundido. Regresó como pudo a Pearl para ser reparado, pero yo no lo sabía. Fue una hazaña, se lo aseguro. Llegó arrastrándose, chorreando combustible como un tamiz, y lo pusieron en dique seco y…
“Oh, no —pensó Richard—, ya está empezando con otra historia.” Miró a Joanna, tratando de indicarle por señas que hiciera otra pregunta, pero sus ojos estaban clavados en el señor Wojakowski.
—… dice: “¿Cuánto tiempo va a tardar en repararlo?” Y el práctico del puerto dice: “Seis meses, quizás ocho.” Y el capitán va y dice:, “Tienen tres días.” —El señor Wojakowski se dio una palmada en la rodilla, lleno de regocijo—. ¡Tres días!
—¿Y lo repararon en tres días?
—Puede estar segura de que sí. Repararon las vías de agua y soldaron sus entrañas y lo enviaron de vuelta a Midway. Resurgió de entre los muertos en tres días. Demonios, parecía que los japos habían visto a un fantasma cuando apareció allí y hundió a tres de sus portaaviones.
Se dio otro golpe en la rodilla.
—Pero entonces yo no sabía nada de eso. Creí que se había hundido de todas, todas, y que estaba perdido. Los japoneses habían llegado ya a Malakula. Hablé con los nativos para que me llevaran escondido a Vanikalo, pero la Marina jopo estaba desembarcando en todas esas islas, así que me conseguí una canoa y unos cuantos cocos, y me marché hacia Port Moresby. Pensé que morir en el mar era mejor que ser capturado por los japos. Y eso es lo que hice. Me quedé sin comida y sin agua, y los tiburones empezaron a acecharme, y yo pensaba que había llegado el final cuando vi algo en el horizonte.
Se inclinó hacia delante, señalando más allá de Joanna.
—Es un barco, y al principio pienso que estoy viendo visiones, pero sigue acercándose y, cuando se acerca más, veo que tiene una torreta encima. Puedo ver los mástiles y las antenas. Bueno, lo único con una torreta así es un portaaviones, y si es un portaaviones japo, será mejor que salga de aquí pitando. Trato de distinguir si hay un sol naciente en la bandera, pero no lo veo, tengo el sol de cara, y no puedo ver nada, excepto que viene derechito hacia mí. Y entonces veo el número en su casco, CV-5, y sé que es el Yorktown, surgido de la tumba. Entonces supe que nada ni nadie podría hundirlo.
—Pero se hundió en la batalla de Midway, ¿no? El se la quedó mirando.
—No antes de hundir tres portaaviones y ganar la guerra.
—Lo siento —dijo Joanna—. No pretendía…
—No importa —dijo el señor Wojakowski—. Todos los barcos se hunden tarde o temprano. Pero no ese día. No ese día. Ese día parecía que iba a permanecer a flote eternamente. Nunca he visto un espectáculo más hermoso en toda mi vida. —Miró más allá de ellos, recordando, su rostro moteado encendido.
“Creí que se había hundido, y que no iba a volver a verlo nunca más. Pensé que estaba perdido, y allí estaba el barco, avanzando hacia mí por las aguas, las banderas ondeando y todos los marineros a bordo asomados a la baranda de la cubierta, todos con sus uniformes blancos, lanzando sus gorros al aire y aullando para que subiera a bordo. ¡Fue el mejor día de mi vida! —Le sonrió a Joanna, y luego a Richard—. ¡El mejor puñetero día de mi vida!
Joanna tardó otros diez minutos en conseguir que el señor Wojakowski recuperara el hilo lo suficiente para decirles que el túnel era en realidad un pasillo y que había una puerta al fondo, con una luz brillante y gente vestida de blanco cuando la abrió.
—La luz se reflejaba en ellos y no pude ver una maldita cosa. Joanna le preguntó cómo se sentía durante la ECM.
—¿Sentir? No sé si sentí nada. Estaba demasiado ocupado observándolo todo. Fue como cuando los japos nos alcanzaron aquella primera vez en el mar de Coral. Recuerdo que pensé que iba a cagarme en los pantalones, pero no lo hice. Mac McTavish estaba de pie a mi lado y…
Hizo falta toda la habilidad de Joanna y otros diez minutos para impedir que se embarcara en otra historia, y nunca consiguieron una respuesta.
—Lo siento —se disculpó Joanna después de que el señor Wojakowski se marchara por fin—. No quise arriesgarme a volver a preguntarle.
—Lástima que su testimonio de la ECM no sea tan detallado como esa historia del rescate del Yorktown —dijo Richard.
—La verdad es que nos ha contado bastante. El hecho de que recordara el ataque de los Zeros indica que sintió algún temor, aunque dijo que no.
—También recordó el mejor día de su vida —dijo Richard—. Comentó que la luz era más brillante que la última vez. ¿Dijo algo Amelia Tanaka comparando el brillo o el resplandor de sus ECM?
—No lo recuerdo. Puedo cotejar sus descripciones —dijo ella, y se levantó como para ir a su despacho.
—No lo necesito ahora mismo. Estaba sólo divagando. Los niveles de endorfinas del señor Wojakowski fueron elevados esta vez, y he pensado que podrían estar produciendo el efecto de la luz.
—”La luz se reflejaba en ellos y no pude ver una maldita cosa” —leyó Joanna sus notas—. No es eso lo que me sorprendió de su declaración. Lo que me sorprendió es que abrió la puerta.
—¿Abrió la puerta? —dijo Richard, preguntándose qué había de extraordinario en eso.
—Sí, es la primera vez que tengo noticias de que alguien que experimenta una ECM actúa con voluntad. Todos los testimonios que he oído tienen una visión pasiva, en la que el sujeto ve y experimenta cosas o recibe la acción de otras figuras, pero el señor Wojakowski no sólo abrió la puerta, sino que también se detuvo y prestó atención al sonido. —Se encaminó hacia la puerta— Comprobaré lo del brillo.
Volvió al cabo de menos de una hora para notificar que no había nada en las descripciones de Amelia comparando los resplandores.
—La he llamado y se lo he preguntado. Me ha dicho que la luz fue mucho más brillante en la primera sesión. También le he preguntado por la sensación de calor y amor que describió, y ha dicho que estuvo presente en las tres sesiones y fue más fuerte en la primera. Naturalmente, hay que tener en cuenta que han pasado más de diez días desde esa primera sesión, y cuatro desde la última, así que su memoria puede que no sea fiable.
Pero concordaba con los escaneos, que mostraban un nivel mucho más alto de endorfinas en la primera sesión que en la segunda, y el análisis de los neurotransmisores lo confirmó. Niveles más altos de endorfinas alfa y beta en el primero. No sólo eso, sino que en la primera había TRH y en la segunda no.
Él comparó los datos con los escaneos que acababan de obtener del señor Wojakowski. En ambos había NPK y endorfinas beta, y en mayores cantidades que en ninguna de las experiencias de Amelia. Cuando Joanna llegó para la sesión de la señora Troudtheim, Richard le preguntó si podía repasar las entrevistas que había hecho sobre las ECM en los dos últimos años, para ver qué decían sobre luces brillantes y sentimientos cálidos.
Ella ya lo había hecho.
—Parece que hay una correlación —dijo—. Es difícil asegurarlo con descripciones de segunda mano, sobre todo puesto que “brillante” es un término subjetivo, pero los sujetos que describen la sensación como “envolviéndome de amor y paz” o “una abrumadora sensación de seguridad” también describen una luz muy brillante, y a veces nada más que luz, como si el resplandor fuera tan deslumbrante que no les dejara ver nada.
—”No pude ver una maldita cosa” —dijo Richard, citando al señor Wojakowski—. Interesante. Tendremos que ver qué dice la señora Troudtheim al respecto.
Pero la señora Troudtheim no dijo nada. Y no fue “nuestra mejor observadora”, como dijo Joanna justo antes de que Tish le administrara la ditetamina. Fue una gran decepción.
No es que no fuera tan sensata y tan tranquila como Joanna había predicho.
Se desvistió y se subió a la mesa de reconocimiento sin decir nada, ella misma se colocó bien el antifaz cuando no cubrió del todo sus ojos, y contó lo que había experimentado con clara precisión.
El problema fue que no había ninguna experiencia que contar. No entró en estado ECM. En cambio, después de cinco minutos de sueño no-REM, la pauta del escáner cambió bruscamente a la de un cerebro consciente.
—¿Qué ha pasado? —le dijo Richard a Tish—. ¿Está bien la señora Troudtheim?
Joanna miró a la señora Troudtheim, alarmada.
—Las constantes vitales son normales —informó Tish.
—Está despierta —empezó a decir Richard, y la voz de la señora Troudtheim lo interrumpió.
—¿Están preparados para empezar?
Resultó, después de que Joanna la interrogara con sumo cuidado, que se había quedado adormilada un instante y “despertó” al sentir la mano de Tish en su muñeca, tomándole el pulso.
—Lo siento mucho —dijo—. Trataré de permanecer despierta la próxima vez.
—¿Recuerda el momento en el que se quedó dormida? —preguntó Joanna.
—No, estaba ahí tumbada, y todo estaba tan silencioso y oscuro… —dijo, haciendo claramente un esfuerzo por recordar—. No sé qué me pasó. No suelo quedarme adormilada de esa forma.
—¿Cambió la cualidad del silencio o la oscuridad en algún momento? ¿La despertó algo? ¿Un sonido?
Pero no sirvió de nada. La señora Troudtheim le había contado todo lo que recordaba.
—Con mucho gusto lo intentaré otra vez, y esta vez prometo mantenerme despierta —dijo.
Richard le explicó que no podían volver a someterla al experimento tan pronto.
—Eso no me descalifica, ¿no? —preguntó ella, preocupada.
—En absoluto —contestó Richard—. Normalmente al principio hay problemas con la dosis adecuada. Me gustaría programarle otra sesión esta semana. ¿Puede venir pasado mañana?
Eso le daría tiempo para examinar los escaneos y los datos y ver cuál era el problema. Probablemente la señora Troudtheim requería una dosis mayor para conseguir el estado ECM. Pero era una lástima. Le habría venido bien tener otro conjunto de escaneos para comparar los niveles de endorfinas.
—Se me acaba de ocurrir una cosa —dijo Joanna cuando la señora Troudtheim se hubo marchado—. La sometieron a cirugía bucal anteayer. ¿Podría haber interferido la anestesia con la ditetamina?
—No debería —dijo él, pero hizo que Joanna la llamara y le preguntara qué estaba tomando, y resultó ser novocaína de efecto a corto plazo y óxido nitroso, ninguno de los cuales debería haber permanecido en su sistema más de unas pocas horas, pero él comprobó de todas formas el análisis de sus neurotransmisores y luego recuperó el del señor Wojakowski y luego el del señor O’Reirdon.
Se pasó el resto del día analizando las endorfinas. Ambos análisis indicaban la presencia de endorfina beta. Las endorfinas beta estaban presentes en el escaneo del señor Wojakowski, pero no en el del señor O’Reirdon, Tish volvió a las cinco para recoger una bufanda que había olvidado y para preguntarle si quería ir a cenar a Conrad’s, “vamos a ir una pandilla”, dijo, pero Richard quería terminar con el resto de los análisis antes de la sesión de Amelia, así que le dijo que no.
—Tanto trabajo es malo —dijo Tish, y luego, al acercarse a las pantallas, preguntó—: ¿En cualquier caso, qué es lo que ve en esas cosas?
Buena pregunta. No había tampoco NPK en el análisis del señor O’Reirdon, y cuando comprobó el del señor Sage, no encontró ni rastros ni de endorfinas alfa. Sin embargo, indicaba la presencia de dimorfina. Y niveles altos de endorfinas beta, que debían de ser la clave.
Investigó un poco. En los experimentos de laboratorio, las endorfinas beta habían producido sensaciones de calor y euforia y sensaciones de luz y de ingravidez. Recuperó de nuevo el escaneo de la tercera sesión de Amelia, la siguiente al famoso “oh, no”, y examinó los centros receptores de endorfinas beta. Como esperaba, mostraban niveles inferiores de actividad. La mayoría de los centros registraban amarillo en vez de rojo, y dos eran de un amarillo verdoso. Además, varios centros receptores de cortisol, un neurotransmisor productor de miedo, estaban encendidos.
¿Podría necesitar la señora Troudtheim una dosis mayor de ditetaminapara generar esas endorfinas? Repasó su análisis, pero su despertar y los niveles de endorfinas normales al entrar en el sueño no-REM así como los escaneos de su sueño no-REM eran idénticos a los de Amelia Tanaka y el señor Wojakowski. Cuando Joanna le preguntó al día siguiente si había descubierto qué había salido mal, contestó:
—Ni la menor idea.
—Todavía no he podido ponerme en contacto con la señora Haighton —explicó Joanna—. Estaba en el Seminario de Mujeres Empresarias o en el Club de Inversiones Femenino, no recuerdo en cuál. Y hay un problema con el señor Pearsall. No podía venir mañana ni el jueves, así que lo he citado para hoy después de Amelia.
—Bueno —dijo él. Si la ECM del señor Pearsall mostraba los mismos niveles de endorfinas beta…
—Lamento llegar tarde —se excusó Tish—. Estuve en la Hora Feliz hasta después de medianoche. Tendría que haber venido, doctor Wright.
—Umm —dijo Richard—. Joanna, ¿ha usado alguno de tus sujetos la palabra “flotar” para describir la experiencia extracorporal?
—Casi todos ellos.
—¿Sabes si hay una correlación entre las experiencias extracorporales y una luz brillante y cegadora?
—No, puedo comprobarlo.
—Hola, doctor Wright —dijo Amelia al entrar. Se quitó la mochila—. Lamento llegar tarde. Otra vez. Tish le tendió una bata doblada.
—Me llamo Tish —dijo—. Voy a atenderla hoy. Amelia la ignoró.
—¡Saqué un nueve en el examen de bioquímica, doctor Wright! Y un diez en mi análisis de enzimas.
—Qué bien —dijo Richard—. ¿Por qué no se desviste mientras nosotros terminamos de prepararnos?
Se acercó a la consola para mirar de nuevo los escaneos mientras Tish preparaba a Amelia y le colocaba la intravenosa. Luego se acercó a la mesa.
—¿Todo listo? —le preguntó a Amelia. Ella asintió.
—¿Pueden traerme una manta primero? Siempre tengo tanto frío después…
—¿Tienes siempre el mismo frío? —preguntó Joanna—. ¿O más frío una vez que otra?
Amelia reflexionó al respecto.
—Tuve más frío la última vez, creo.
Eso podía significar que era un efecto de los niveles inferiores de endorfinas, más que de una bajada de la temperatura corporal. Richard hizo que la enfermera empezara a administrar la droga y volvió a la consola para ver la ECM de Amelia. Tanto la intensidad de la actividad como el número de centros fueron mayores esta vez, así que la variación no debía deberse a una resistencia desarrollada.
Miró hacia la camilla. Joanna, que parecía ansiosa al principio de la sesión, se había relajado, y el rostro de Amelia tenía la misma sonrisa de Mona Lisa que durante las sesiones previas.
Richard la mantuvo sedada durante cuatro minutos. Cuando se recuperó, no hubo murmullos de temor y, como esperaba, Amelia describió la luz como más brillante y “como si resplandeciera hacia fuera”, extendiendo las manos con un gesto para indicar rayos. Decididamente, generada por las endorfinas.
—¿Tuvo una sensación cálida y de seguridad? —preguntó, y sintió una brusca patada en el tobillo.
—¿Puedes describir las sensaciones que tuviste durante la ECM?
—preguntó Joanna, el rostro impasible.
—Me sentí cálida y segura, como acaba de decir el doctor Wright —dijo Amelia, sonriéndole, y él supo que Joanna lo acusaría de dar pistas, pero Amelia mencionó el calor y la luz varias veces más mientras contaba lo que había visto, y cuando Joanna le preguntó, con cara de póquer, si había experimentado algo que la asustara, la respuesta fue un no rotundo.
Lo que había visto era una habitación larga y oscura, “como un pasillo”, con una puerta abierta al fondo y gente de pie detrás de la puerta.
—¿Reconociste a la gente? —preguntó Joanna. Hubo una pausa antes de que Amelia sacudiera la cabeza.
—Iban vestidos de blanco —comentó.
—¿Qué sucedió entonces? —preguntó Joanna. Amelia se acurrucó en la manta.
—Simplemente se quedaron allí.
Joanna no pudo sacarle mucho más, excepto que había oído un sonido (que no pudo identificar) mientras entraba en el pasillo, y que justo antes de eso tuvo una momentánea sensación de flotar.
“Decididamente, las endorfinas beta”, pensó Richard. Tenía que echarle un vistazo al análisis de neurotransmisores y de sangre, pero si eran más altos que en las dos sesiones anteriores de Amelia, entonces posiblemente todos los elementos nucleares eran generados por las endorfinas. Y eso significaría que las ECM podrían ser lo que Noyes y Linden pensaban: un mecanismo protector para escudar al cerebro de las emociones traumáticas de la muerte y no un mecanismo de supervivencia después de todo.
Si los niveles de endorfinas se relacionaban de modo consistente, y si el aumento de esos niveles producía más elementos nucleares. Necesitaba más datos para demostrar cualquiera de esas premisas, lo que significaba tratar de nuevo a Amelia en cuanto fuera posible, pero fijar otra sesión con ella resultó casi tan difícil como concertar una cita con la señora Haighton.
—Tengo un examen importante de anatomía la semana que viene —dijo Amelia, sonriendo a modo de disculpa a Richard—. ¿Podríamos dejarlo para la otra?
—Me gustaría citarla antes.
—Muy bien, doctor Wright —dijo Amelia, sonriéndole—, pero quiero que sepa que es usted la única persona por la que lo hago, y si suspendo anatomía, será por su culpa.
Para cuando concertaron la cita, el señor Pearsall había llegado. Después de lo que había ocurrido el día antes, a Richard le preocupaba un poco que el señor Pearsall pudiera alcanzar el estado ECM, pero no sólo lo consiguió, sino que fue directo al grano. Su escáner era el estándar, casi tan perfecto como el de Tanaka, y en la entrevista posterior, comentó cinco elementos nucleares, incluida una experiencia extracorpórea.
—Estaba tendido en la camilla, esperando que usted y el doctor empezaran —le dijo a Joanna—. No veía nada, por supuesto, a causa del antifaz y porque tenía los ojos cerrados, y de repente pude. Estaba sobre la mesa y podía verlo todo, a la enfermera comprobando mi tensión sanguínea, y a usted, acercando una pequeña grabadora a mi boca, y al doctor junto al ordenador. Había pautas de colores en las pantallas, y no paraban de cambiar, de amarillo a naranja y de azul a verde.
—dijo que estaba sobre la mesa —dijo Joanna—. ¿Podría ser más específico?
—Estaba casi junto al techo —respondió Parsall—. Podía ver la parte superior de la ventana y los armarios.
“Pero no lo que Joanna puso en lo alto del armario de las medicinas”, pensó Richard, y todo lo demás que había descrito lo estaba mirando ahora o podría haberlo visto cuando entró en la habitación.
Se sintió de nuevo impresionado por la sabiduría de Joanna. Se estremeció al pensar en lo que habría sucedido si no le hubiera pedido a ella que colaborara en el proyecto. Titulares del Star: “Científico demuestra la existencia de vida después de la muerte”, con un testimonio del señor Mandrake y entrevistas complementarias con el doctor Foxx y la señora Coffey, la psíquica lunar. Y nunca más subvenciones, ni siquiera del Mercy General. Ninguna credibilidad.
Joanna le daba credibilidad al proyecto sólo estando en él. Sentada allí, con su rebeca y sus gafas metálicas, era una isla de cordura y sentido común en un mar lleno de chalados y lunáticos. Nunca abriría el Star y descubriría que ella había decidido que el Otro Lado era real. Y no era sólo sensata, era también inteligente, y una entrevistadora sorprendente. Sin que pareciera hacer gran cosa, extraía mucha más información de la que él habría podido obtener.
—¿Qué sucedió entonces? —le estaba preguntando al señor Pearsall.
—Oí un sonido y luego me vi en un sitio oscuro.
—¿Puede describir el sonido?
—Era una especie de… rumor, como un camión al pasar… o un tableteo.
“O balas alcanzando el ala de un Wildcat”, pensó Richard, preguntándose qué era el sonido para que todos tuvieran tantos problemas para identificarlo. ¿Era un sonido completamente extraño?
—Y cuando llegué al final del túnel, había una verja bloqueando el camino. Quise atravesarla, pero no pude —dijo el señor Pearsall, pero sin ninguna ansiedad en la voz, y cuando Joanna le pidió que describiera la luz, explicó—: Fue más brillante que nada que yo haya visto, y me hizo sentirme en paz, cálido y seguro.
Pero cuando Richard revisó los escaneos, menos de la mitad de los centros de endorfinas beta estaban activos, y se veían o bien en azul o en verde, los niveles de actividad más bajos, y sólo había rastros mínimos de endorfinas beta y NPK. Si embargo, había niveles altos de endorfinas alfa, y de GABA, un inhibidor de las endorfinas.
Recuperó el análisis del escaneo más reciente de Amelia. No había endorfinas beta, ni NPK, y los niveles de endorfinas alfa eran bajos.
Y el nivel de cortisol se salía de la tabla.
Es divertido.
Si Joanna tenía alguna esperanza de que los sujetos de un experimento controlado fueran más fáciles de entrevistar que los pacientes, las dos semanas siguientes la convencieron de lo contrario. No consiguió que el señor Sage hablara ni que el señor Wojakowski se callara, y la señora Troudtheim, a pesar de los intentos de Richard por ajustar su dosis, seguía sin tener una ECM.
—No sé qué ocurre —dijo Richard, disgustado, después del tercer intento—. Creía que el problema podía ser el sedante, ya que se despierta, así que aumenté la dosis la última vez, y esta vez he usado diprital en vez de zalepam, pero nada.
—¿Podría ser la señora Troudtheim una de esas personas que simplemente no tienen ECM? —preguntó Joanna—. El cuarenta por ciento de los pacientes que han tenido una parada cardíaca y luego han sido revividos no recuerdan nada.
—No, no es eso.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque sólo tenemos cinco voluntarios —dijo—. Voy a comprobar los niveles de cortisol. Tal vez la dosis siga siendo demasiado baja.
Pero eso sólo empeoró las cosas. Cuando Joanna entró en el laboratorio para la siguiente sesión de Amelia, él le preguntó bruscamente:
—¿No me dijiste que tus pacientes decían frecuentemente que la ECM no es un sueño?
—Sí. Fue una de las cosas que más me sorprendieron cuando empecé a entrevistarlos. Uno de los grandes argumentos de Mandrake para la realidad de la ECM era que todos sus sujetos decían que era real. Naturalmente, la experiencia subjetiva no es prueba de nada, como he intentado decirle, y supuse que había convencido a sus sujetos para que hicieran el comentario fuera como fuese. Pero cuando empecé las entrevistas, descubrí que no estaba exagerando: casi todos ellos dijeron voluntariamente que su experiencia fue real, “no como un sueño”.
—¿Y has podido conseguir que sean más concretos?
—¿Tienes algo de comer? —preguntó Joanna—. Me he pasado todo el almuerzo intentando localizar a la señora Haighton.
—Claro —dijo Richard, rebuscando en sus bolsillos—. Vamos a ver, zumo V-8, una bolsa de chucherías vanadas, galletas de queso y cacahuete… y una naranja. Escoge.
—Respondiendo a tu pregunta, no —dijo Joanna, rasgando el celofán de las galletas—. Siguen repitiendo que parece real. Puede que sea porque la ECM no tiene incongruencias ni discontinuidades.
—¿Discontinuidades?
—Sí, ya sabes, estás en pijama haciendo un examen final de una asignatura que nunca has tenido, y de repente estás en París, que está más o menos al sur de Denver y a la orilla del mar. Los sueños están llenos de sitios y momentos que cambian sin transición, yuxtaposiciones de cosas y personas, de lugares y momentos distintos, inconsistencias. —Tomó un sorbo de V-8—. Ninguno de mis sujetos informó jamás de esas cosas. La ECM parece desarrollarse de modo lógico y lineal.
Comió una galleta y luego dijo:
—También parece haber una retención mucho más larga en las ECM. La memoria de un sueño se desvanece rápidamente, normalmente a los pocos minutos de despertar, pero los que experimentan las ECM conservan el recuerdo durante días, a veces durante años. ¿Por qué esa pregunta sobre los sueños?
—Porque cuando cotejé los niveles de cortisol de la señora Troudtheim con el modelo, advertí que sus niveles de acetilcolina son iguales a los del sueño REM, y cuando comprobé los otros sujetos, tenían niveles altos similares.
—¿Entonces piensas que la ECM es similar a un sueño, a pesar de lo que dicen?
—No, porque no hay una caída paralela de norepinefrina, como habría soñando. No sé qué pensar. No hay ninguna correlación en los niveles de endorfinas, y encontré niveles de cortisol en todas las ECM del señor Wojakowski, a pesar de que dice que no siente ningún temor.
—Pero habla mucho de Zeros y de gente muerta —dijo Joanna.
—También los encontré en la última ECM de Amelia. No tengo ni idea de lo que está pasando.
Joanna tampoco. La sesión de Amelia del día anterior había sido la más eufórica hasta el momento. Cuando Joanna le pidió que describiera sus sensaciones, le sonrió a Richard y dijo feliz:
—¡Cálida, segura, maravillosa!
Ninguno de los demás había demostrado tampoco signos de ansiedad. Joanna había conseguido por fin ponerse en contacto con Ann Collins, la enfermera que había asistido a la sesión en la que el señor Wojakowski murmuró algo al despertar.
—dijo “¡Orden de batalla!” —contó Ann, cosa que no resultaba demasiado sorprendente. Cuando Joanna preguntó en qué tono lo dijo, respondió—: Excitado, jubiloso.
Así que el cortisol no explicaba que Amelia dijera “oh, no”. Ni el “cincuenta y ocho” de Greg Menotti, cuyo significado todavía la atormentaba. Después de su segunda visita a la señora Woollam (muy breve porque iban a hacerle una radiografía del pecho), Joanna incluso fue a la capilla del hospital, tomó una Biblia y buscó el Salmo 58. Pero trataba de los pecados de los injustos, que iban a disolverse “como aguas derramadas”.
Joanna se pasó los siguientes minutos hojeando el resto de la Biblia, sintiéndose culpable, y descubrió que la mayoría de los capítulos no tenían un versículo 58 y que, los que lo tenían, solían decir cosas como: “Las puertas de Babilonia se quemarán con fuego, y la gente se esforzará en vano, y arderá”, lo cual no era precisamente reconfortante. Sobre todo lo de esforzarse en vano.
Pero aunque la respuesta no estuviera en la Biblia, estaba en alguna parte. La sensación de que sabía lo que significaba persistía y, a veces, al escuchar las interminables pausas del señor Sage o al escabullirse en un ascensor para escapar del señor Mandrake, casi sentía que lo tenía, que si tuviera una media hora sin interrupciones para concentrarse, podría descubrirlo.
Pero no tenía ni media hora. La señora Haighton llamó para decir que el jueves no podía ser, y Vielle, y Maisie, para decirle a Joanna que había vuelto al hospital.
—He vuelto a fibrilar —dijo la niña desenfadadamente—. Llevo aquí un día entero. ¿Respondes alguna vez al busca?
No, pensó Joanna. Siempre eran mensajes del señor Mandrake, tratando de averiguar quiénes eran sus sujetos y qué habían experimentado.
—Tengo que verte ahora mismo —dijo Maisie— Estoy en la misma habitación que antes.
Joanna prometió que bajaría a verla después de la sesión con el señor Sage. Éste vio un túnel (oscuro), una luz (brillante) y algunas personas (tal vez), cosa que tardó hora y media en escupir. Fue un verdadero placer hablar con Maisie.
—No me llegaste a decir por qué querías saber qué era un jardín de la victoria —dijo Joanna, tratando de no parecer impresionada por la carita hinchada de Maisie. “Retención de líquidos”, pensó. Mala señal.
—Oh. Porque Emmett Kelly, el payaso de cara triste con la ropa rota, tengo por ahí una foto… el libro gordo y rojo con el volcán —dijo—. Está en mi mochila Barbie.
—Veo que la señora Sutterly te ha traído tus libros —dijo Joanna, examinando la mochila. Los 100 peores desastres de la Historia, con el Hindenburg envuelto en llamas en la portada; Desastres del mundo, con un mapa mundi salpicado de banderas rojas; Grandes desastres, con una foto en blanco y negro del terremoto de San Francisco. Allí estaba. Desastres del siglo XX, con un chillón dibujo en blanco y negro de un volcán.
—¿Qué es esto? —preguntó Joanna, acercándolo a la cama—. ¿Pompeya?
—Pompeya es la ciudad —la corrigió Maisie—. El volcán es el Vesubio. Pero eso es el monte Pelee. Mató a treinta mil personas en unos dos minutos.
Abrió el libro y empezó a pasar páginas llenas de fotos y mapas y titulares de periódicos. El incendio de la Fábrica Triangle Shirtwaist, el hundimiento del Castle-Morro, el huracán de Galveston.
—Aquí está —dijo Maisie, con un poco de pitido en la respiración. ¿Por el simple esfuerzo de pasar las páginas? Le mostró a Joanna una página doble de fotos. La de arriba del todo era de Emmett Kelly, con su boca pintada de blanco hacia abajo, el sombrero aplastado y sus enormes zapatones, corriendo hacia la carpa del circo con un cubo de agua. Había una expresión de horror y desesperación en su cara, visible incluso bajo el maquillaje de payaso, pero Maisie no parecía consciente de ello.
—Emmett Kelly ayudó a todos esos niños a salir del fuego —dijo—, y había una niña pequeña, la salvó, y después de rescatarla de las llamas le dijo: “Ve al jardín de la victoria y espera a tu madre.” Y ella se fue.
—Oh, ¿y pensaste que era algún tipo de sitio especial que los circos tenían entonces?
—No —dijo Maisie—. Pensé que una victoria era una especie de verdura.
Le dio la vuelta al libro para que la otra mitad de la doble página quedara de cara a Joanna, y señaló a un hombre con sombrero de copa, agitando un bastón.
—Es el director de la banda de música. Cuando el incendio empezó, hizo que la banda tocara Barras y estrellas para siempre. ¿Sabes cómo es?
—Sí. —Joanna tarareó unas cuantas notas.
—Oh, conozco esa canción —dijo Maisie—. Es la canción del pato. Sé amable con tus amigos palmípedas. Si estás en un circo y escuchas esa canción, hay que salir por piernas. Significa que hay un incendio o un león suelto o algo por el estilo.
—No lo sabía.
Maisie asintió sabiamente.
—Es como una señal. Cada vez que la banda toca eso, toda la gente del circo sabe que es porque hay una emergencia. Como cuando alguien tiene una parada cardíaca. ¿Cómo es que la ropa de Emmett Kelly está toda rota?
Joanna le explicó que porque se suponía que debía parecer un vagabundo, y después, como tararear Barras y estrellas para siempre le recordó el canturreo de Coma Carl, subió a verlo unos minutos.
Su esposa dijo que estaba teniendo un buen día, lo que significaba que no se había arrancado las intravenosas ni había sido emboscado por el Vietcong, pero a Joanna le pareció mucho más delgado. Cuando salió y fue al puesto de enfermeras, Guadalupe le dio una tarjeta con sus murmullos.
—No ha dicho mucho últimamente.
—¿Sigue remando en el lago?
—No.
Joanna miró la tarjeta. Había dicho: “No… tengo que… varón… parches…”, y debajo, escrito con letra distinta, “rojo”.
Joanna transcribió las palabras y las sumó al archivo informático de Carl junto con “agua” y “oh, gran” y los comentarios de Guadalupe sobre sus movimientos.
Al examinarlo, advirtió que no había transcrito sus tarareos. Debían de estar en una de las docenas de cintas guardadas en una caja de zapatos que no había podido rescatar todavía y que no rescataría pronto. Las cintas del proyecto tenían prioridad, y realizar entrevistas y concertar citas. Y volver a concertarlas.
La señora Haighton no podía venir el viernes (esta vez era la gala del Museo de Arte) y Amelia necesitaba cambiar la cita también. Tenía otro examen importante a la vista, y su profesor había concertado una sesión de repaso que no podía perderse, y no, tampoco podía el jueves. Tenía un examen de estadística ese día.
—¿Cuántos exámenes hacen en la facultad hoy en día? —explotó Richard cuando Joanna se lo dijo—. Creía que el trimestre había terminado. ¿Qué pasa? ¿Se ha echado un nuevo novio?
“Más bien habrá renunciado a que te fijes alguna vez en ella”, pensó Joanna, porque aunque Amelia no dejaba de sonreír y tontear, Richard estaba completamente absorto con su fracaso a la hora de tratar a la señora Troudtheim.
—No sé qué más intentar —le dijo a Joanna, exasperado.
Lo peor de la señora Troudtheim era que si hubiesen tenido una buena batería de voluntarios simplemente la habría declarado no válida y habría pasado a otros sujetos. Pero no había otros sujetos con los que continuar. Estaba claro que Joanna no iba a conseguir nunca fijar una entrevista con la señora Haighton, y mucho menos una sesión, y el señor Pearsall había llamado para decir que su padre, el que no había estado enfermo ni un solo día de su vida, había sufrido una embolia, y que iba a ir a Ohio y no sabía cuándo iba a regresar. Lo cual dejaba al señor Sage el Silencioso, a la cada vez más difícil Amelia Tanaka y al señor Wojakowski. Al menos él estaba disponible. Y más que dispuesto a hablar.
—Estaba en el túnel —dijo al inicio de su quinta declaración.
Estaban solos en el laboratorio. Richard, ansioso por analizar su sangre o tal vez sin muchas ganas de escuchar otra de las interminables historias del señor Wojakowski, había llevado él mismo la muestra de sangre al laboratorio.
—Estaba oscuro, no podía ver nada, pero no sentía miedo. Tenía una especie de sensación de paz, como cuando sabes que algo va a pasar, pero no sabes qué, y no sabes cuándo. Como el día que bombardearon Pearl.
“Sabía que encontraría un modo de meter al Yorktown en esto”, pensó Joanna.
—Todavía puedo recordar esa mañana. Era domingo… Joanna asintió, preguntándose si debería intentar que retomara el hilo, o si eso simplemente lo desviaría hacia otra historia. Normalmente acababa por volver a la pregunta. Joanna apoyó la barbilla en su mano y se dispuso a esperar.
—Yo volvía de un permiso en Virginia Beach, el Yorktown estaba en Norfolk, y vi a aquel marinero subir a la torreta…
Rebuscó en su bolsillo y sacó una ajada foto del Yorktown.
—Esto es la torreta —dijo, señalando la alta torre en mitad del barco. Tenía tres mástiles cruzados que, Joanna supuso, eran antenas de radio o de radar, y un puñado de escalas.
—Mire, esto es el mástil del radar, y esto es el puente —señaló el señor Wojakowski—. Pues bien, el tipo parece que se va a romper el cuello, tan rápido baja de la torreta, y sostiene un papel en la mano derecha.
Dobló la foto y se la guardó con cuidado en la cartera.
—Tendría que haber sabido que pasaba algo… lo único que había allá arriba era la cabina de radio… pero ni siquiera se me ocurrió. Me quedé allí, esperando a ver si se rompía el cuello, y como no lo hizo, bajé a cambiarme de ropa, y entonces los oí anunciar por los altavoces que los japos habían bombardeado Pearl Harbor, y supe que lo que debía llevar en la mano era un telegrama. —Sacudió la cabeza admirado de su propia lentitud—. Tuve esa misma sensación en el túnel, esperando que sucediera algo, sin saber qué ni cuándo.
Miró expectante a Joanna, pero ella no lo estaba escuchando. Intentaba recordar qué había dicho aquel primer día, cuando le preguntó por su edad. Le había dicho que se había enrolado el día después de Pearl Harbor, estaba segura de ello.
—Algunos de los tipos no lo creyeron, ni siquiera aunque lo anunciaron por los altavoces —dijo el señor Wojakowski—. Woody Pikeman entra y dice: “¿Quién es el gracioso?”, refiriéndose al anuncio. “El emperador Hirohito”, le digo yo.
—Señor Wojakowski —dijo Joanna—, acabo de recordar que tengo una reunión. —Se levantó y desconectó la minigrabadora—. Si no le importa…
—Claro, Doc. ¿Quiere que vuelva más tarde?
—Sí. No. No sé cuánto tiempo durará la reunión. —Recogió la grabadora y su cuaderno de notas.
—Tengo muchas más cosas que contarle.
—Lo llamaré y fijaremos otro momento para que termine su declaración —dijo ella con firmeza.
—Cuando quiera, Doc —dijo él, y salió. En cuanto se marchó, Joanna descolgó el teléfono con intención de llamar a Richard, pero luego cambió de opinión. Necesitaba comprobar las transcripciones antes de hacer una acusación.
Colgó y se quedó allí de pie, tratando de recordar qué había dicho exactamente el señor Wojakowski sobre su reclutamiento. Ella apenas había escuchado sus historias de guerra, pero estaba segura de que había dicho que se alistó el día después de Pearl. Nadie sabía dónde estaba Pearl Harbor, excepto su hermana, que había visto un noticiario en el cine la noche antes.
Bajó a su despacho. No había transcrito todavía aquella declaración. Rebuscó en la caja de zapatos hasta encontrar la cinta adecuada, la puso en la grabadora y avanzó hacia la mitad.
—Bueno, después de llegar a Rabaul… Demasiado lejos. Rebobinó.
—Murió sin darse cuenta… Más adelante.
—Las tiras cómicas… Ahí estaba.
—La vecina de dos puertas más abajo, sin aliento, va y dice: “¡Los japos acaban de bombardear Pearl Harbor!”
Joanna hizo avanzar la cinta. La hermana, el noticiario, Desesperados.
—Y al día siguiente, fui al centro de reclutamiento de la Marina y me alisté.
Se llevó la mano a la boca, pensando: “Oh, Dios mío, se lo ha inventado.” ¿Pero qué? ¿O había inventado ambas versiones? No importaba. Si esta parte de su testimonio era inventada, eso significaba que sus descripciones de las ECM eran mutiles.
A menos que le hubiera contado que se enroló después de Pearl Harbor para ocultar su verdadera edad. Ella había pensado la primera vez que lo vio que tenía que tener casi ochenta años. Podría haber inventado la historia para ocultar su edad y luego, en el apasionamiento de describir la ECM, se le había olvidado y le había dicho la verdad. Si sólo era una cuestión de mentir respecto a la edad, todo lo demás que les había contado podría ser cierto,.
¿Pero cómo podían estar seguros? Pensó en sus otras historias sobre la fuente de soda, el hundimiento del Hammann con todos a bordo en dos minutos, su alegre rescate por el Yorktown milagrosamente resucitado, las banderas ondeando, los marineros lanzando sus gorros blancos al aire. Todo había parecido absolutamente creíble. Pero también lo habían parecido sus dos versiones del siete de diciembre de 1941.
Necesitaba algún tipo de confirmación externa. Podía llamar a la biblioteca y preguntar dónde estaba el Yorktown aquel siete de diciembre, pero eso no demostraría que el señor Wojakowski hubiera estado allí. Supuso que podría llamar al Departamento de Veteranos o a la Marina y descubrir si un tal Edward Wojakowski había servido en el Yorktown, pero eso requeriría tiempo, y probablemente un montón de papeleo burocrático. Tenía que averiguarlo ahora, antes de que Richard volviera a someterlo a la prueba.
Hojeó las transcripciones, buscando algo que pudiera ser verificable de manera independiente. El artillero… ¿cómo se llamaba? Allí estaba, Jo-Jo Powers. Se había estrellado colocando su bomba en la cubierta. No, eso podría haber aparecido en un libro, o una película. Había una película llamada Midway, ¿no? Recordó haberla visto en la sección de acción del Blockbuster. Entonces, nada de Midway. ¿Y cuando estrelló su avión en el mar de Coral? La historia estaba llena de datos que podían ser verificados independientemente… fechas y acontecimientos y nombres de lugares.
Repasó las transcripciones, buscando el testimonio del rescate. Allí estaba. Había estrellado su avión en el mar de Coral, nadado hasta Malakula, unos nativos amigos lo habían llevado a escondidas a otra isla, se dirigió en una canoa hecha con un tronco hueco a Port Moresby. El Yorktown, mientras tanto, había regresado a duras penas a Pearl Harbor para ser reparado, lo hicieron en tres días, y navegó de vuelta a Midway.
Necesitaba un mapa. ¿Quién podría tener uno en el hospital? “Maisie”, se dijo, recordando el mapa de la cubierta de uno de sus libros de desastres, y anotó los detalles.
Mar de Coral, Malakula, Vanikalo. Anotó también las fechas, por si el hundimiento del Yorktown estaba considerado un desastre, y bajó corriendo a la cuarta planta.
Maisie estaba apoyada contra las almohadas, mirando un vídeo.
—Pollyanna —le dijo a Joanna, disgustada—. Lo único que hace es decirle a la gente que esté alegre. Es vomitivo. —Apuntó con el mando a distancia a Hayley Mills, que llevaba un vestido blanco y un gran cinturón azul, y apagó el vídeo.
—Más tarde se cae de un árbol —dijo Joanna.
—¿De verdad? —preguntó Maisie, enderezándose—. ¿Quieres oír una cosa guay del incendio del circo de Hartford? Los Wallenda Voladores, una familia de acróbatas, estaban en la cuerda floja, y oyeron a la banda tocar la canción del pato, y…
—Ahora no. Maisie, necesito un mapa de las islas del océano Pacífico. ¿Tienes uno en tus libros de desastres?
—Aja —dijo la niña, levantándose de la cama.
—Quédate ahí. Yo lo traeré. ¿Sabes en qué libro está?
—Creo que en Los peores desastres de todos los tiempos. En la parte que habla del Krakatoa. Es el libro que tiene en la portada el Andrea Doria.
Joanna lo sacó de la mochila y lo acercó a la cama, y Maisie empezó a buscar.
—El Krakatoa fue el mayor volcán que ha existido jamás. Hizo que hubiera puestas de sol rojas por todo el mundo. Rojo sangre. Aquí está.
Joanna se inclinó sobre su hombro. Había un mapa, sí, pero no era más que un recuadrito celeste con los contornos de la India y Australia en negro y una estrella roja que indicaba “Krakatoa”.
—Tenías un libro con un mapa en la portada.
—Sí, Desastres del mundo —dijo Maisie—. Pero tampoco es muy bueno. —Se quitó las mantas de encima—. Creo que hay uno en Terremotos y volcanes.
—Maisie —protestó Joanna, pero la niña ya se había levantado de la cama y sacaba el libro del montón.
—Voló toda la isla. El Krakatoa —dijo, hojeando el libro—. Hizo un ruido enorme, como una andanada de cañones. —Maisie pasó las páginas—. Sabía que había uno —dijo triunfante, y arrojó el libro a la cama—. ¿Ves? Aquí está el Krakatoa.
Y allí estaban Hawai y las islas Salomón y las Marshall, repartidas por una extensión azul.
—¿Ves la isla de Midway por alguna parte? —preguntó Joanna, inclinándose sobre el mapa.
Maisie señaló ansiosamente.
—Aquí mismo. En el centro.
Por supuesto. Por eso se llamaba isla de Midway. Y allí estaba Pearl Harbor. ¿Dónde estaba Malakula? Se acercó más, tratando de leer la letra diminuta. La isla de Necker y Nikoa y Kaula, y un montón de puntitos sin nombre. Si Malakula no aparecía en el mapa no sería prueba de nada. Había docenas de islas minúsculas entre Midway y Hawai.
—¿Qué estás buscando? —demandó Maisie, respirando con dificultad.
Joanna la miró. Sus labios estaban cárdenos.
—Vuelve a la cama —ordenó, tirando de las mantas.
—Quiero ayudarte.
—Puedes hacerlo en la cama.
Diligente, Maisie se tumbó contra las almohadas.
—¿Qué estás buscando? —repitió.
—Una isla llamada Malakula —dijo Joanna, abriendo el libro sobre las rodillas de Maisie para que ambas pudieran verlo—. Y el mar de Coral.
—El mar de Coral… —repitió Maisie, examinando el mapa, el pelo corto cayéndole sobre las mejillas hinchadas. Tenían menos color que la última vez que Joanna la había visto, y había ojeras violeta bajo sus ojos. Era fácil olvidar lo enferma que estaba.
—Aquí está —exclamó Maisie.
—¿Malakula? —preguntó Joanna, siguiendo el dedo de Maisie.
—No. El mar de Coral.
Joanna se sintió desfallecer. El mar de Coral estaba cerca de Australia. No era posible que el señor Wojakowski hubiera llegado hasta allí en una canoa de troncos. Ni en una lancha motora tampoco. Estaba a cientos, no, a miles de kilómetros de distancia, corrigió mirando la escala del mapa.
Se lo había inventado: los cocos y las ametralladoras atascadas y los Katzenjammer Kids. “Tal vez haya una explicación”, pensó, examinando de nuevo el mapa. Tal vez se refería a otra isla, con un nombre parecido a Malakula. Marakei. O Maleolap. Pero ninguna de esas islas estaba más cerca de Hawai que Malakula, y Midway era la única isla a cientos de kilómetros a la redonda que empezaba por M. “Y han pasado sesenta años desde la Segunda Guerra Mundial. Tal vez se equivocó con los nombres. Tengo que hablar con el señor Wojakowski”, pensó.
Cerró el libro y se levantó.
—Gracias. Me has sido de gran ayuda. Eres una investigadora muy buena.
—No puedes irte todavía —dijo Maisie—. Tengo que hablarte de la gente del circo. Todos trataron de salir por la entrada principal, pero no pudieron, porque los animales se habían escapado, y los Wallendas y otros trataron de detenerlos para salir por la entrada de artistas, pero…
—Maisie, de verdad que tengo que irme.
—Lo sé, pero tengo que contarte esto. No pudieron salir tampoco. Podrían haber alzado la lona y pasado por debajo…
—Te prometo que volveré para que puedas contarme lo de la lona y los Wallendas Voladores. ¿Vale? —Se encaminó hacia la puerta.
—Vale —dijo Maisie—. ¿Se muere? Joanna se detuvo en seco.
—¿Quién?
—Pollyanna. Cuando se cae del árbol.
—No —dijo Joanna. Se acercó a la cama, tomó el mando a distancia y encendió otra vez la tele. Pulsó “play”—. Es una película de Disney.
—Oh —dijo Maisie, decepcionada.
—Pero se lastima la espalda y no puede caminar —puntualizó Joanna. Le entregó el mando a Maisie—. Y está muy enfadada por eso.
—Oh, bien. ¿Tuvo alguien una ECM en el mar de Coral?
—No más preguntas —dijo Joanna firmemente—. Mira la película.
Volvió a su despacho para escuchar otra vez la cinta. El señor Wojakowski había dicho claramente Malakula y el mar de Coral. Lo llamó y dejó un mensaje para que viniera a las tres, y luego repasó de nuevo las transcripciones, buscando alguna discrepancia definitiva que hiciera innecesaria la entrevista. Y, al leer sus descripciones, cada vez se convenció más de que tenía que haber algún error.
Los términos navales (escotillas, torretas, cubiertas) y los detalles gratuitos: no sólo una canoa, sino una canoa hecha con un tronco hueco; no sólo una fuente de soda, sino de refresco de cereza. Sin duda no podía haberse inventado a los Katzenjammer Kids y a la vecina de dos puertas más abajo y el noticiario sobre Pearl Harbor. Incluso sabía el nombre de la película que proyectaban.
Pero no pudo haber estado en el Yorktown y en su pueblo natal cuando bombardearon Pearl Harbor. Y la historia del Norfolk estaba llena de detalles creíbles, también, desde el sistema de altavoces hasta Woody Pikeman preguntando “¿Quién es el gracioso?”. “Tengo que hablar con Richard”, pensó.
Sonó el teléfono. Respondió, esperando que fuera él. Era la señora Haighton.
—Recibí su mensaje —dijo—. Me temo que ni el martes ni el jueves me vendrán bien. Tengo una reunión del consejo del hospital el martes, y el jueves es mi tarde como voluntaria en el centro de crisis.
“Aquí sí que tenemos una crisis”, pensó Joanna.
—¿Qué tal el miércoles por la tarde? —dijo—. ¿A las dos? ¿A las cuatro? O podríamos hacerlo por la noche.
—Oh, no, las noches son aún peor —dijo ella, y se puso a recitar una letanía de reuniones de consejos y comités organizadores.
—Más temprano entonces —dijo Joanna obstinadamente—. Tengo que citarla esta semana, si es posible. Es importante.
Pero aquella semana era absolutamente imposible. Tal vez la semana siguiente. No, era la recaudación de fondos del Centro de la Mujer. La otra.
“Y para entonces ya no tendremos ningún voluntario”, pensó Joanna. Imprimió las transcripciones y se las llevó junto con las cintas para enseñárselas a Richard.
—Hola, Doc —dijo el señor Wojakowski. Estaba ante la puerta, en el mismo sitio donde lo había dejado.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó Joanna, volviéndose rápidamente a abrir la puerta para que no pudiera ver la expresión de asombro de su cara.
—Pensé que haría bien en quedarme hasta que terminara su reunión —dijo él, siguiéndola al laboratorio—. Me acordé de lo que dijo usted de que había que hablar de las cosas que uno ve mientras aún están frescas, y no tenía ningún sitio al que ir, así que pensé, esperaré hasta que vuelva, para que pueda anotarlo todo antes de que mi memoria se confunda.
Se sentó en la silla y se inclinó hacia delante, su rostro arrebolado, ansioso, sonriente, esperando que ella empezara a hacerle preguntas, y ella pensó de nuevo que tenía que haber algún error.
¿Pero cómo descubrir cuál? No podía preguntarle directamente: “¿Por qué me ha contado dos historias diferentes sobre dónde estaba cuando bombardearon Pearl Harbor?”, ni “¿Tiene alguna prueba de que sirvió en el Yorktown”. No con él sentado allí, el rostro ansioso y despejado.
—Le estaba contando la sensación de paz que tuve en el túnel, como si algo fuera a suceder —dijo él—, así que avancé un poco hasta que llegué a una puerta, y de repente apareció esa luz brillante, y quiero decir brillante de verdad. La única vez que he visto algo tan brillante fue cuando una bomba de un Aichi-99 atravesó el hangar de cubierta y voló Reparaciones 5. Recibió tres impactos ese día.
—¿Eso fue en la batalla del mar de Coral? —preguntó Joanna, sintiéndose como una traidora, como un nazi torturando a un espía, intentando atraparlo cuando cometiera un error, cuando dijera una incongruencia. Y si le contaba una versión distinta esta vez, si nombraba una isla diferente, un tipo diferente de canoa, ¿qué demostraría? Sólo que su memoria estaba confusa. La batalla del mar de Coral había tenido lugar hacía sesenta años, y las fabulaciones crecían con el tiempo.
—Una de las cargas de profundidad alcanzó los depósitos de combustible —estaba diciendo el señor Wojakowski—, y el combustible salía por el costado. Se habría desangrado de muerte si no lo hubiéramos llevado a Pearl cuando lo hicimos. Chico, sí que nos alegramos de ver Diamond Head…
—¿Fue usted con el Yorktown de vuelta a Pearl Harbor? —estalló Joanna.
—Aja —dijo el señor Wojakowski—, y ayudé a repararlo con mis propias manos. Trabajamos sin descanso, soldando sus entrañas y reparando su quilla. Trabajé con la tripulación reparando sus cámaras estancas. Trabajamos setenta y ocho horas seguidas y todavía seguíamos trabajando cuando salimos de Oahu. Estaba tan cansado que cuando terminamos el trabajo dormí todo el camino de vuelta a Midway.
Mamá nunca contactó conmigo. Si… sucede algo… tienes que estar preparada. Recuerda el mensaje: Rosabelle, cree. Cuando oigas esas palabras… sabrás que es Houdini quien habla…
—¿Se lo inventó todo? —dijo Richard—. ¿Incluso el haber estado en el Yorktown?
—No lo sé —respondió Joanna, caminando de un lado a otro, las menos metidas en los bolsillos de su rebeca—. Lo único que sé es que no pudo estar en Pearl Harbor reparando el Yorktown y flotando en el mar a fe deriva a mil kilómetros de distancia al mismo tiempo.
—¿Pero tiene que significar que esté mintiendo? ¿No podría ser sólo un lapsus de memoria? Después de todo, tiene sesenta y cinco años, y la guerra fue hace más de cincuenta. Puede que haya olvidado dónde estuvo exactamente en un momento determinado.
—¿Cómo se olvida que te han derribado y que pierdes a tu copiloto y tu artillero? Le oíste contar esa historia. Fue el maldito mejor día de su vida.
—¿Estás segura de que dijo que estuvo en Pearl Harbor mientras reparaban el barco? —preguntó Richard—. Tal vez hablaba de manera general…
Pero ella negó violentamente con la cabeza.
—También me dijo que estaba a bordo del Yorktown el día en que bombardearon Pearl Harbor, y que estaba leyendo las tiras cómicas de los periódicos en casa. Los Katzenjammer Kids —añadió amargamente—. No me vayas a decir que no se acuerda de dónde estaba cuando se enteró de lo de Pearl Harbor. ¡Toda una generación recuerda dónde estaba en ese momento!
—Pero ¿por qué mentiría en algo así?
—No lo sé —dijo ella con tristeza—. Tal vez intenta impresionarnos. Tal vez ha escuchado tantas historias de guerra que las ha confundido todas. O tal vez es algo más serio, como Alzheimer, o un síncope. Lo único que sé es…
—Que no podemos utilizarlo —dijo Richard—. Mierda. Joanna asintió.
—Volví y comprobé las transcripciones y luego las cintas. Están llenas de discrepancias. Según el señor Wojakowski, fue —sacó del bolsillo un papel y empezó a leer—: piloto, artillero de segunda, encargado de farmacia especializado en entierros, señalizador y mecánico de aviones. También comprobé la película que dijo que estaban proyectando la noche del sábado anterior al bombardeo de Pearl Harbor. Desesperados no se rodó hasta 1943.
Hizo una bola con el papel.
—Me siento como una estúpida por no haberme dado cuenta antes. Me gano la vida distinguiendo si la gente dice la verdad o se inventa cosas, pero de verdad pensé… su lenguaje corporal, los detalles irrelevantes… —Sacudió la cabeza, asombrada—. Lo siento mucho. Me contrataste para evitar este tipo de cosas, y me engañó por completo.
—Al menos te has dado cuenta a tiempo. —La miró—. ¿Crees que también mintió en sus ECM? —Vio la respuesta en la cara de Joanna—. No te preocupes, sé que tiene que irse. Era sólo una pregunta.
—No lo sé —dijo Joanna sacudiendo la cabeza—, y no hay manera de saberlo sin confirmación externa. Algunas de las historias que nos contó sobre el Yorktown eran reales. Lo comprobé antes de venir a hablar contigo. Hubo de verdad un Jo-Jo Powers que “plantó su bomba en la cubierta” y murió al hacerlo, y es verdad que repararon el Yorktown y volvieron a Midway a tiempo para la batalla. Fue lo que inclinó la balanza a nuestro favor, porque la Armada japonesa creía haberlo hundido.
—Pero no hay manera de conseguir una confirmación externa de una ECM —terminó Richard—. Aparte de los escáneres, que no nos dicen lo que vio el sujeto.
—Lo siento muchísimo. Todo lo que he hecho desde que me uní a este proyecto es diezmar tu lista de sujetos, cuando debería haber pillado…
—Lo pillaste —dijo Richard—. Eso es lo importante. Y lo hiciste a tiempo, antes de que publicáramos ningún resultado. No te preocupes por eso. Todavía nos quedan cinco sujetos. Es más que suficiente…
Se detuvo al ver la expresión de la cara de ella.
—Sólo tenemos cuatro —dijo Joanna apenada—. Llamó el señor Pearsall. Su padre ha muerto, y tiene que quedarse en Ohio para el funeral y resolver sus asuntos.
Cuatro. Y eso incluía al señor Sage, a quien ni siquiera Joanna podía sacarle nada. Y la señora Troudtheim.
—¿Y la señora Haighton? ¿Has podido concertar ya una entrevista?
Ella negó con la cabeza.
—Sigue posponiéndola. Creo que no deberíamos contar con ella. Sólo somos un punto en una lista muy larga de actividades sociales. ¿Cómo va la autorización para los nuevos voluntarios?
—Despacio. Me han dicho que seis semanas más, si el consejo vota continuar con el proyecto.
—¿Qué quieres decir? Creía que tenías subvención para seis meses.
—La tenía —dijo él—. Esta mañana me llamó el director del instituto. Parece que la señora Brightman le ha estado contando a todo el mundo las grandes esperanzas que tiene puestas en el proyecto, y que ya hemos encontrado signos de fenómenos sobrenaturales.
—El señor Mandrake —dijo Joanna con los dientes apretados.
—Bingo. Así que ahora el director del instituto quiere un informe de progresos que podamos utilizar para tranquilizar al consejo de que estamos haciendo una investigación legítima.
—¿No le dijiste…?
—¿Qué? ¿Que la mitad de nuestros sujetos resultaron ser lunáticos, espías y psíquicos? ¿Que al proceso le pasa algo que impide que nuestro mejor sujeto responda? —dijo él amargamente—. ¿O quieres que les hable del imaginativo señor Wojakowski? No sabía lo suyo cuando llamó el director.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que haya que entregar ese informe de progresos?
—Seis semanas. Nada más.
—Tienes los escaneos de Amelia, y los del señor Sage, y uno del señor Pearsall. Tal vez no tarde mucho en resolver los asuntos pendientes de su padre.
—Cierto, y después de acabar de enterrar a su padre, será clarísimamente un observador imparcial —dijo Richard, y entonces se sintió avergonzado de sí mismo. No era culpa de Joanna. Era él quien había aprobado una lista de gente poco de fiar.
—Lo siento.
El se pasó la mano por el pelo.
—Creo que… debería someterme al experimento.
—¿Qué? —dijo Joanna—. No puedes.
—¿Por qué no? Uno: nos dará un conjunto de escaneos más y una descripción más con la que contar. Como poco seré tan buen observador como el señor Sage —dijo él, contando los motivos con los dedos—. Dos: no soy ni un espía ni un lunático. Y tres: podría someterme ahora, hoy, en vez de esperar la autorización.
—¿Por qué no tendrías que tener autorización?
—Porque es mi proyecto, así que sería considerado autoexperimentación. Como Louis Pasteur. O el doctor Werner Forssman…
—O el doctor Jekyll —dijo Joanna—. Eso sí que pondría en peligro la credibilidad del proyecto. El doctor Foxx experimentó consigo mismo, ¿no?
—No voy a anunciar de pronto que he descubierto el alma —dijo Richard—, y hay una tradición larga y legítima de autoexperimentación: Walter Reed, Jean Borel, el investigador de trasplantes, J. S. Haldane. Todos ellos experimentaron consigo mismos exactamente por el mismo motivo, porque no pudieron encontrar sujetos dispuestos y cualificados.
—¿Pero quién supervisaría la consola? Tendrías que entrenar a alguien para que controlara la dosis y los escaneos. Tish no puede hacerlo.
—Tú podrías…
—Ni hablar. ¿Y si algo sale mal? Es una idea terrible.
—Es mejor que quedarnos sentados durante las próximas seis semanas intentando sacarle dos palabras al señor Sage y esperando a que nos corten el presupuesto. ¿O tienes una idea mejor?
—No —dijo ella con tristeza—. Sí. Podrías experimentar conmigo.
—¿Contigo? —dijo él, asombrado.
—Sí. Si uno de nosotros va a someterse al experimento, yo soy la elección lógica. Uno: no voy a necesitar autorización tampoco, porque soy parte del experimento. Dos: no voy a ver una luz brillante y a asumir que es Jesús. Tres: el señor Mandrake no puede convertirme —dijo ella, contando los motivos con los dedos igual que había hecho él.
Cuatro: no soy indispensable durante las sesiones como lo eres tú. Lo único que hago es acercar mi grabadora. Puedo conectarla fácilmente antes de someterme a la prueba. O podría hacerlo Tish. O tú mismo.
—Pero ¿y después? La entrevista…
—Cinco —ella mostró el pulgar—, no necesito que me entreviste nadie. Ya sé lo que quiero saber. Y estoy segura de que puedo hacerlo mejor que “estaba oscuro” o “me sentí en paz”. Podría describir lo que viera, las sensaciones que experimentara.
—Podrías ser más específica —dijo él, pensativo. Era una idea tentadora. En vez de sonsacar respuestas a observadores no formados, Joanna sabría qué había que buscar, cómo describirlo. Podría decirle si lo que veía eran visiones superpuestas o una alucinación y lo que querían decir los sujetos cuando insistían en que no era un sueño.
Más que eso, reconocería las sensaciones por lo que eran. Sabría que ciertos efectos eran debidos a la estimulación del lóbulo temporal o a las endorfinas, y podría suministrar una valiosa información sobre el proceso que causaba las sensaciones. Sabría…
Y ése era el problema.
—No funcionará —dijo él—. Tú misma dijiste que un sujeto no debería tener ideas preconcebidas sobre lo que va a experimentar. Has entrevistado a más de cien personas. Has leído todos los libros. ¿Cómo sabes que tu experiencia no estará totalmente deformada por ellos?
—Es una posibilidad. Por otro lado, tendría la ventaja de estar en guardia. Si me encontrara en un lugar cerrado y oscuro no supondría automáticamente que es un túnel, y si viera una figura irradiando luz, decididamente no daría por supuesto que es un ángel. La miraría, la miraría con atención, y luego te diría lo que he visto, sin tener que esperar a que me preguntaras.
Richard alzó las manos, rindiéndose.
—Me has convencido. Si uno de nosotros fuera a someterse a la prueba, tú eres la mejor, pero ninguno de nosotros va a hacerlo. Todavía nos quedan cuatro voluntarios, y lo que deberíamos estar haciendo es concentrándonos en cómo hacer que sean más efectivos.
—O presentes.
—Exacto. Quiero que llames a la señora Haighton y la traigas para una sesión.
—Ni siquiera la he entrevistado todavía —dijo Joanna, vacilante.
—Hazlo por teléfono si es necesario. Dile cuánto la necesitamos. Mientras tanto, yo trabajaré con la señora Troudtheim.
—¿Qué hay del señor Sage?
—Conseguiremos una palanca —dijo él, y le sonrió.
Joanna salió para llamar a la señora Haighton, y él volvió a comparar los datos de la señora Troudtheim con los escaneos de otros sujetos justo antes del estado ECM, buscando diferencias, pero eran idénticos. Joanna había dicho que algunos pacientes no tenían ECM. Se preguntó cuáles.
Bajó a su despacho a preguntárselo. Ella salía, con el abrigo puesto.
—¿Adónde vas?
—Al Club de Campo de Wilshire —dijo con aire afectado y aristocrático—. No pude conseguir que la señora Haighton se pusiera al teléfono, pero su criada me dijo que iba al Rastrillo de Primavera de la Hermandad Juvenil, sea lo que demonios sea, así que voy a ver si la pillo allí.
—¿Rastrillo de Primavera? ¡Pero si estamos en pleno invierno!
—Lo sé —dijo Joanna, poniéndose los guantes—. Llamó Vielle. Dice que está nevando. Volveré a tiempo para la sesión de la señora Troudtheim.
Se encaminó hacia el ascensor.
—Espera un momento —dijo Richard—. Tengo que hacerte una pregunta sobre los pacientes que tienen ECM y los que no. ¿Hay una pauta?
—Ninguna digna de confianza —contestó ella, pulsando el botón—. Las ECM suelen darse en ciertos tipos de muerte: ataques al corazón, ahogamientos, accidentes de coche, complicaciones en el parto… pero es posible que sea porque los pacientes con ese tipo de traumas pueden ser revividos mejor que los pacientes con, digamos, una embolia o heridas traumáticas internas.
El ascensor se abrió.
—¿Y los pacientes que no tienen ECM tienden a fallecer por otras causas?
Ella asintió.
—Pero naturalmente no sabemos si no han tenido una ECM, o si la han tenido pero simplemente no la recuerdan —dijo ella, y entró en el ascensor—. No olvides que antes de las técnicas para grabar el sueño REM se creía que algunas personas no soñaban.
La puerta se cerró. “Ataques al corazón, ahogamientos, accidentes de coche”, pensó Richard, mirando la puerta sin verla. Todos hechos traumáticos, con un alto nivel de epinefrina. Y cortisol.
Volvió al laboratorio y recuperó el análisis de la señora Troudtheim y comprobó el nivel de cortisol. Era alto, pero no más que el de Amelia Tanaka durante su cuarta sesión, en la que había estado inconsciente durante casi cinco minutos. La epinefrina era ligeramente inferior, pero no más baja que la del señor Sage, y éste no había tenido problemas para conseguir el estado ECM, aunque fuera enloquecedoramente vago a la hora de describirlo.
Tal vez el problema estuviera en la escasez de centros receptores. Repasó los escaneos de la señora Troudtheim y empezó a examinarlos, concentrándose en el hipocampo. Actividad amarilla en los bordes del hipocampo, donde había mayor número de centros receptores de cortisol. Avanzó las imágenes y luego fue hacia atrás, comprobando las zonas de actividad. El hipocampo anterior pasaba de amarillo a naranja y luego a rojo. Retrocedió otro paso, contemplando los bordes y luego examinó los centros receptores de epinefrina en el…
Contempló la pantalla, pulsó “alto”, retrocedió tres imágenes y luego avanzó hasta la anterior. Contempló de nuevo la pantalla, la dividió y recuperó la imagen estándar y la del escáner de Amelia Tanaka.
No había posibilidad de error.
—Bueno, al menos sé que no es falta de epinefrina —murmuró, porque lo que estaba contemplando era inequívocamente el cerebro en estado ECM.
Superpuso la imagen al escáner del señor O’Reirdon para asegurarse, pero ya estaba claro. La señora Troudtheim había tenido una ECM.
La pauta sólo duraba un fotograma, pero cambiaba toda la naturaleza del problema. Richard se había concentrado en lo que impedía que la señora Troudtheim alcanzara el estado ECM, pero había tenido uno. El problema era que no había podido mantenerlo. ¿Por qué no? ¿Por qué había salido inmediatamente de él para volver a despertar? ¿Había sucedido esto antes?
Empezó a estudiar el fotograma de la ECM, buscando anomalías que explicaran la insostenibilidad de la ECM. Nada. Mostraba la misma actividad rojiza en el lóbulo temporal anterior derecho, la amígdala y el hipocampo, la misma pauta dispersa de actividad anaranjada y amarilla en el córtex frontal.
Joanna regresó, el pelo en desorden y las mejillas sonrosadas por el frío y le tendió una flor de ganchillo naranja, amarilla y verde en una pequeña vasija de barro.
—Del Rastrillo de Primavera —dijo.
—¿Qué es esto? —preguntó él, dándole la vuelta a la vasija.
—Una caléndula. Una caléndula de ganchillo. He pensado en ti en cuanto la he visto. Ya sé lo mucho que te gustan el naranja y el verde bilis.
—¿Viste a la señora Haighton?
—Sí, y la entrevisté, y está bien, no tiene ninguna creencia sobrenatural, y acordamos que vendría el jueves por la tarde. Ya lo sé, es la hora del señor Sage, pero entre la Hermandad Filarmónica y el desfile de modas para caridad, era el único momento que tenía disponible, así que decidí que merecía la pena cambiarlo a él. Voy a llamarlo.
—Espera un momento —dijo Richard—. Quiero enseñarte algo. Le mostró las imágenes de la ECM estándar y la de la señora Troudtheim.
—¿Tuvo una ECM? —dijo Joanna—. ¿Crees que nos está mintiendo al decir que no la recuerda?
Esa idea no se le había ocurrido a él.
—No. Sólo duró una décima de segundo, como mucho. Dudo que sea consciente de lo que sucedió. Si lo fue, probablemente sólo captó un destello de luz. O de oscuridad. Pero eso cambia la naturaleza del problema. Consigue el estado ECM, pero algo lo cortocircuita. Tengo que descubrir qué.
Trabajó en eso el resto del día y la mañana siguiente. Analizó las imágenes antes y después de la ECM, y luego volvió a los escáneres de las otras sesiones de la señora Troudtheim. Descubrió una pauta idéntica en su segundo conjunto de escaneos. No había ninguna en las otras sesiones, pero las imágenes TPIR estaban distanciadas una centésima de segundo. Si el estado ECM era más corto, sólo aparecería un instante, y las imágenes que seguían inmediatamente a las dos ECM eran idénticas a las de las otras.
Las estudió. No encajaban con las de los otros sujetos. Mostraban un brusco descenso de acetilcolina y una subida de norepinefrina, ambas cosas relacionadas con el despertar. La señora Troudtheim tenía razón. Se había despertado de golpe. Cuando las comparó con las imágenes del despertar de los otros sujetos, los niveles eran idénticos.
Examinó los otros neurotransmisores. Cortisol alto, ninguna endorfina alfa ni beta, restos de carnosina, amiglicina y teta-asparcina. La carnosma era una variedad de péptido, pero nunca había oído hablar de la amiglicina ni de la teta-asparcina. Tendría que hablar con un experto en neurotransmisores. Llamó a la doctora Jamison, que tenía un despacho en la octava, y quedó en verla, pero no resultó de gran ayuda.
—La amiglicina está presente en la glándula pituitaria anterior. Actúa como inhibidor. La teta-asparcina es una endorfina que parece relacionada principalmente con la digestión.
“La digestión”, pensó Richard. Maravilloso.
—La han producido de manera artificial —ofreció ella—. Creo que alguien ha hecho un estudio hace poco. Veré si puedo encontrarlo. Puede que tenga otras funciones. Las endorfinas suelen tener funciones múltiples.
“Y tal vez una de ellas sea inhibir las ECM”, pensó Richard mientras regresaba al laboratorio. Pero cuando examinó las otras ECM, la teta-asparcina estaba presente en una del señor Sage y dos de Amelia Tanaka, y no encontró ninguna otra anomalía en el análisis de neurotransmisores o el hemograma que pudiera explicar su inestabilidad.
Pasó los dos días siguientes repasando de nuevo los escaneos, pero inútilmente. Cuando la señora Troudtheim llegó, seguía sin tener ni idea de cuál era el problema.
Ella babeó de lo lindo ante la caléndula de ganchillo.
—¿No es de lo más cuco? —le dijo a Joanna—. No tendrá el patrón, ¿verdad?
—Pues no, lo siento. La compré en un mercadillo.
—Apuesto a que podría sacar el patrón —dijo la señora Troudtheim, inclinándose sobre la consola para examinar las hojas de hilo—. Es sólo un doble pilar con un pespunte…
—Puede llevársela a casa si le gusta —dijo Richard, ofreciéndole la vasija.
—¿Está seguro?
—Estoy seguro. Quédesela todo el tiempo que quiera. Para usted.
—Vaya, qué amable —dijo ella, encantada—. Mire, Tish, ¿no es monísima?
Tish babeó también, y las dos se pusieron a examinar los pétalos. “Tal vez el problema no sea más que simple ansiedad —pensó Richard—, y hablar así la calmará hasta el punto de que pueda sostener la ECM”, pero no lo hizo. Se mantuvo en la ECM el espacio de un único y perfecto fotograma, y luego despertó.
—Me siento muy avergonzada de no poder hacerlo —dijo la señora Troudtheim—. No sé cuál es mi problema.
“Yo tampoco”, pensó Richard, examinando los escaneos después de que se marchara con la caléndula de ganchillo. La imagen de la ECM era idéntica a la del señor O’Reirdon.
Llegó Joanna.
—Acaba de llamar la señora Haighton —dijo—. Al final no puede venir el jueves. Una reunión de los Amigos de Emergencia del Ballet.
—¿Le diste otra cita?
—Sí. Para el viernes de la otra semana. Escucha, he estado pensando en lo que hablamos, y hay otro motivo por el que deberías utilizarme. Me convertiría en una entrevistadora mejor. Las descripciones son vagas, incluso con buenas observadoras como Amelia Tanaka, y creo que el motivo es que simplemente no sé qué preguntar. Es como si le preguntaras a alguien que describiera un cuadro sin saber si es un Monet o un Dalí. No, peor, es como si trataras de que te describan un cuadro sin haber visto un cuadro tú mismo. Ahora no tengo ni idea de qué es lo que experimentan. Todos dicen que no se trata de un sueño, que es real. ¿Qué significa eso?
“Si me sometiera al experimento y viera ese cuadro por mí misma, lo sabría. Sabría si oscuro significa oscuro como en las cavernas de Carlsbad o el aparcamiento del hospital a las nueve de la noche. Sabría si en paz significa “tranquilo” o “anestesiado”. Y sabría qué experimentan los sujetos y no lo mencionan porque no se dan cuenta de que es importante, y no sé cómo preguntárselo. Creo que deberías hacerlo. Creo que deberías someterme a la prueba.
Él sacudió la cabeza.
—No he renunciado todavía a la señora Troudtheim, y aún nos queda Amelia Tanaka. ¿Todavía tenemos a Amelia? Ella asintió.
—A las once.
—Eso significa que será mejor que me ponga a trabajar. —Volvió su atención hacia la consola—. Quiero reducir otra vez la dosis. La falta de detalles que tanto te preocupa puede que no tenga nada que ver con las preguntas. Puede ser debida a los niveles de endorfinas, y si es así, es simplemente cuestión de encontrar el nivel adecuado, y entonces incluso el señor Sage se convertirá en un caudal de observación.
—¿Y si no? ¿Entonces qué?
—Resolveremos ese problema cuando se presente. Ahora mismo tienes que llamar a Tish y decirle que venga. Amelia llegará de un momento a otro.
—Hay tiempo de sobra —dijo Joanna—. Amelia siempre llega tarde. No vendrá hasta dentro de quince minutos por lo menos.
Pero Amelia llegó a tiempo, cargando con su mochila. Richard le dirigió a Joanna una mirada triunfal.
—Pase y prepárese, Amelia —dijo él, y se encaminó hacia la consola.
—¿Puedo hablar con ustedes un momentito, doctor Wright, doctora Lander? —preguntó Amelia, y Richard vio que no había intentado quitarse la mochila ni el abrigo.
—Claro.
—El caso es que mi profesor de bioquímica nos está apretando las tuercas, y me estoy quedando rezagada…
—¿Y necesita cambiar la cita? Eso no es ningún problema —dijo Richard, tratando de no parecer decepcionado—. ¿A qué hora le vendrá bien? ¿El jueves?
Ella negó con la cabeza.
—No es sólo bioquímica. Son todas mis clases. El profesor de anatomía nos pone un examen por semana, y mi clase de genética… hay demasiado trabajo, y las prácticas de laboratorio son cada vez más difíciles. Las de bioquímica… —Se detuvo, con una expresión extraña en el rostro, y luego continuó—. Necesito todos los puntos y créditos extra, pero no me servirán de nada si no apruebo la asignatura. Todas las asignaturas. —Inspiró profundamente—. Creo que lo mejor es dejarlo, y que busquen ustedes a otra persona.
“Buscar a otra persona —pensó él, desesperado—. No hay nadie más.”
—Estoy seguro de que eso no será necesario —dijo él, evitando mirar a Joanna—. Ya se nos ocurrirá algo. ¿Y si reducimos sus sesiones a una por semana? Y si la próxima semana le viene mal, podríamos saltárnosla.
Pero Amelia estaba ya negando con la cabeza.
—No es sólo la semana que viene —dijo, incómoda—. Son todas las semanas. Tengo demasiadas cosas a la vez.
—Seré sincero. Andamos escasos de sujetos, y es usted una de mis mejores observadoras. La necesito en el proyecto.
Por un momento pensó, por la mirada que le dirigió Amelia, que la había convencido, pero ella volvió a sacudir la cabeza.
—No puedo…
—¿Es a causa del proyecto? —preguntó Joanna, y Richard la miró sorprendido—. ¿Te sucedió algo durante alguna de tus sesiones? ¿Por eso quieres renunciar?
—No, por supuesto que no —dijo Amelia, volviéndose para sonreírle a Richard—. El proyecto es muy interesante, y me encanta trabajar con usted, con ustedes dos —añadió, mirando brevemente a Joanna—. No es el proyecto. Es que estoy muy preocupada por mis clases. Como en psicología…
—Comprendo —dijo Richard—, y, confíe en mí, lo último que quiero es que suspenda psicología, pero tampoco quiero perderla. Por eso estoy tan decidido a encontrar una solución.
—Oh, doctor Wright —dijo Amelia.
—¿Qué tal los fines de semana? —dijo él, aprovechándose de su ventaja—. Podríamos fijar sus sesiones los sábados por la mañana, si le viene mejor. O el domingo. Usted díganos qué le vendría bien y lo haremos. —Le sonrió—. Nos sería de gran ayuda.
Ella se mordió los labios, y lo miró insegura.
—O por las noches. Podríamos fijar las sesiones por la noche si le viene mejor.
—No —dijo Amelia, y alzó la barbilla—. Ya lo he decidido. No tiene sentido cambiarlo. Quiero dejar el proyecto.
¡Adieu, amigos míos! ¡Parto hacia la gloria!
A Vielle le dio un patatús.
—¿Cómo que te va a someter a la prueba? —dijo cuando Joanna bajó a Urgencias para hablar sobre la noche del jueves—. Eso no formaba parte del trato. Se supone que él tiene que tratar a los voluntarios y tú entrevistarlos después.
—Ha habido complicaciones —respondió Joanna.
—¿Qué clase de complicaciones?
—Algunos de los sujetos han resultado inadecuados —dijo Joanna, pensando que eso era expresarlo de manera muy superficial—, y dos han renunciado, y no tendremos la aprobación para un nuevo grupo de voluntarios hasta dentro de al menos seis semanas, así que…
—Así que el doctor Right, o debería decir el doctor Frankenstein, decide experimentar contigo.
—¿Experimentar…? ¡No puedo creer que esté escuchando esto! Tú fuiste la que me empujó a trabajar con él.
—Trabajar con él haciendo experimentos, para que salieras a la Hora Feliz después del trabajo, no para que te convinieras en un conejillo de indias humano. No puedo creer que te deje hacer algo tan peligroso.
—No es peligroso. No te preocupaba que sus sujetos se sometieran al proceso.
—Eran voluntarios.
—Yo también. Fue idea mía, no de Richard. Y el procedimiento es perfectamente seguro.
—Eso dices tú.
—Richard ha realizado más de veinte sesiones sin ningún efecto secundario adverso.
—¿De veras? ¿Entonces cómo es que no podéis conservar a los voluntarios?
—Su renuncia no tiene nada que ver con el proyecto —dijo Joanna—. Y la ditetamina se ha utilizado en docenas de experimentos sin ningún efecto secundario.
—Sí, bueno, y la gente toma aspirinas sin efectos secundarios, y se limpian los dientes, y toman penicilina, y un día aparecen en Urgencias con shock anafiláctico. O parada cardíaca. Hay efectos secundarios para todo.
—Pero…
Vielle la interrumpió.
—Y aunque no hubiera efectos secundarios, vas a tomar una droga que imita una experiencia cercana a la muerte, ¿no?
—Sí…
—¿Y si convence tan bien al cerebro de que se está muriendo que el cuerpo le hace caso?
—No funciona así.
—¿Cómo lo sabes? Creí que me habías dicho que una de las teorías era que la experiencia cercana a la muerte servía como mecanismo de desconexión para el cuerpo.
—No ha habido ninguna indicación de que sea así en nuestros experimentos —respondió Joanna—. De hecho, puede que se trate de lo contrario, que la ECM sea un mecanismo de supervivencia. Es lo que estamos intentando averiguar. ¿Por qué estás tan inquieta?
—Porque entrevistar a pacientes y discutir sobre la muerte en la noche del picoteo es una cosa. Morirse es completamente distinto. Créeme, veo la muerte todos los días, y el mejor mecanismo de supervivencia es permanecer lo más lejos posible de ella.
—No voy a morirme. No voy a tener una experiencia cercana a la muerte real. Voy a experimentar una simulación.
—Que produce una pauta cerebral idéntica a la de verdad —dijo Vielle—. ¿Y si algo sale mal? ¿Y si la luz al final del túnel resulta ser un tren que viene de frente? Joanna se echó a reír.
—Me preocupa más ver un Ángel de Luz que me diga que el señor Mandrake tiene razón y el Otro Lado es real. No te preocupes —dijo en serio—. Estaré bien. Y por fin voy a ver lo que sólo conozco de segunda mano. —Abrazó a Vielle—. Tengo que volver. Vamos a realizar una sesión a las once.
—¿Contigo? —demandó Vielle.
—No, con la señora Troudtheim. —No le dijo a su amiga que iba a hacerlo aquella tarde. Eso sólo la preocuparía—. El motivo por el que he venido es para preguntarte si nos vamos a ver el jueves y qué películas quieres que alquile.
—Coma —dijo ella—. Esa donde la chica muere en la primera escena porque confía en que nada puede salir mal en la mesa de operaciones.
Joanna la ignoró.
—¿Nos veremos el jueves, o vas a salir con Harvey, el de las conversaciones apasionantes?
—¿Bromeas? Estuvo aquí esta mañana, explicando los detalles del embalsamamiento. El jueves me vendrá bien… Espera un momento —dijo, y se volvió hacia la auxiliar que llegaba con aspecto preocupado—. ¿Qué pasa, Nina?
—El tipo de Trauma 2 está actuando de manera muy rara —dijo Nina—. Creo que está colocado con picara.
—Ahora mismo voy para allá —dijo Vielle, y se volvió de nuevo hacia Joanna.
—¿Pícara? Mencionaste eso antes…
—Es la última variedad de PCP —dijo Nina—, y da miedo. Alucinaciones psicóticas con episodios violentos.
—He dicho que ahora mismo voy para allá, Nina —dijo Vielle fríamente.
—Vale. Empezó en Los Angeles —continuó Nina, como si tal cosa—. Los ataques al personal de Urgencias han aumentado en un veinticinco por ciento, y ahora ha llegado aquí. La semana pasada una enfermera sueca…
—¡Nina! —la cortó Vielle amenazadora—. He dicho que ahora mismo voy para allá.
—Sí, señora —dijo Nina, se dio la vuelta y se marchó. Joanna esperó hasta que ya no pudiera oírla, y entonces dijo:
—¿Los ataques al personal de Urgencias han aumentado en un veinticinco por ciento y me das sermones porque voy a hacer algo peligroso?
—Muy bien —dijo Vielle, alzando las manos—. Una tregua. Pero sigo pensando que estás loca.
—Es algo mutuo. —Y, al ver la expresión escéptica de Vielle, añadió—: Estaré bien. No hay por qué preocuparse.
Pero, tendida en la mesa esa tarde, al mirar la luz cubierta y mientras esperaba a que Tish le colocara la intravenosa, Joanna sintió un retortijón de ansiedad. “Es el nerviosismo que siempre siente el paciente —pensó—. Esa causa de la bata hospitalaria y porque te has quitado las gafas. Y por estar tendida de espaldas, esperando a que una enfermera te haga cosas.”
Y no una enfermera cualquiera. Tish, que había dicho, cuando Joanna salió del camarín:
—¿Cómo ha conseguido convencer al doctor Wright para que la utilice?
Joanna se preguntó, considerando la exagerada reacción de Vielle, si Tish de pronto pondría también todo tipo de objeciones, y lo hizo, pero no como Joanna esperaba.
—¿Cómo es que usted puede hacer esto, y yo no? —preguntó, como si Joanna hubiera convencido a Richard para que la llevara a la Hora Feliz. Joanna se explicó lo mejor que pudo desde su posición tendida y casi ciega.
—Oh, claro, lo olvidé, es usted doctora, y yo una simple enfermera —dijo Tish, y empezó a colocar electrodos sobre el pecho de Joanna.
Lo más lógico era que a Tish le gustara la perspectiva de tener a Joanna ausente y a Richard para ella sola durante la duración de la sesión. “Tendría que estar nerviosa”, pensó Joanna. Es probable que Tish empiece a coquetear con Richard y se olviden de mí. O que decida que es buen momento para librarse de la competencia de una vez por todas, y tire del enchufe.
Pero no había ningún enchufe del que tirar. Aunque los dos se marcharan a la Hora Feliz y la dejaran allí tumbada, Joanna simplemente se despertaría cuando la ditetamina se consumiera. O despertara de su estado de ECM como la señora Troudtheim.
Otra cosa de la que preocuparse. ¿Y si ella, como la señora Troudtheim, resultaba incapaz de alcanzar un estado ECM? La señora Troudttheim había vuelto a salir de nuevo en su última sesión, aún más rápido que antes, a pesar de que Richard había ajustado la dosis.
—No sé qué más intentar —había dicho Richard, estudiando sus escaneos después de la sesión—. Tal vez tengas razón, y sea parte del cuarenta por ciento que no tiene ECM.
“¿Y si yo también soy una de ellos?”, se preocupó Joanna. ¿Qué harían entonces?
—Relájese —ordenó Tish, levantándole la rodilla para poner la almohadilla debajo—. Está tiesa como una tabla.
Colocó una almohadilla debajo del brazo izquierdo de Joanna y le dio la vuelta a la mesa para hacer lo mismo por el otro lado.
Joanna trató conscientemente de relajarse, respirando despacio y luego soltando el aire, deseando que sus brazos y sus piernas se quedaran flácidos. “Relájate. Dejarte ir.” Contempló el aplique de la luz, ahora cubierto. Sin previo aviso, Tish rodeo con un tubo de goma su antebrazo y le hizo un nudo. Joanna giró la cabeza para ver qué estaba haciendo.
—¡Relájese! —ordenó Tish, y empezó a buscar una vena.
“En cualquier caso, sabré mucho más sobre cómo tratar a nuestros sujetos”, pensó Joanna. Tenían que saber todo lo que iba a pasar. Había que decirles: “Voy a introducir la intravenosa ahora. Una pinchadita”, pensó Joanna.
Tish no dijo nada. Pinchó el brazo de Joanna, clavó la aguja, colocó el tubo de la intravenosa, todo sin decir palabra. Desapareció del campo de visión de Joanna, y ésta sintió que le colocaban el antifaz para dormir sobre los ojos y algo helado en la frente.
—¿Qué está haciendo? —preguntó involuntariamente.
—Colocándole los electrodos en la cabeza —dijo Tish, irritada—. Dicen que los doctores son los peores pacientes, y tienen razón. ¡Relájese!
Joanna decidió contar al señor Sage y la señora Troudtheim una descripción detallada de los procedimientos la próxima vez que fueran sometidos a la prueba. Y no deberían quedarse tendidos allí largo rato sin tener ni idea de qué pasaba, se dijo, esforzándose por oír voces o pasos o lo que fuera. Se preguntó si Tish y Richard se habrían ido a la Hora Feliz. No, habría oído cerrarse la puerta. ¿Podría haberle puesto Tish los auriculares sin que se diera cuenta?
—¿Todo listo? —dijo bruscamente la voz de Richard en su oreja izquierda, y ella tanteó a ciegas en busca de su brazo—. ¿Seguro que quieres hacer esto? —preguntó Richard, preocupado, y la ansiedad de su voz hizo que la de Joanna se desvaneciera por completo.
—Estoy segura —dijo, y sonrió en lo que esperaba fuese su dirección—. Estoy decidida a resolver el misterio del zumbido o el timbrazo de una vez por todas.
—Muy bien. Tal vez no veas gran cosa. A veces hacen falta un par de intentos para conseguir la dosis adecuada.
—Lo sé.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer?
—Estoy segura —dijo ella, y era verdad—. Empecemos. Le soltó el brazo.
—Muy bien —dijo él, y alguien (¿Richard?, ¿Tish?) le colocó los auriculares. Joanna se relajó con el silencio del ruido blanco y la oscuridad, esperando a que el sedante hiciera efecto. Inhaló profundamente. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. “No está funcionando”, pensó, y oyó un sonido.
“Tish no me ha puesto bien los auriculares”, pensó.
—Richard —empezó a decir, y advirtió que no estaba en el laboratorio. Estaba en un espacio estrecho. Notaba las paredes a cada lado. “Un ataúd”, pensó, pero era demasiado ancho, y estaba de pie. Miró su cuerpo, pero no pudo ver nada, el lugar estaba completamente oscuro. Alzó la mano delante de la cara, pero tampoco pudo verla, ni sentir el movimiento de su brazo.
“No puedo ver a causa del antifaz”, pensó, y trató de quitárselo, pero no lo llevaba puesto. Llevaba sus gafas. Se palpó la frente. No había electrodos en su cabeza, ni auriculares. Se palpó el brazo. No había ninguna intravenosa.
“Estoy en la ECM —pensó—, en el túnel”, pero eso tampoco era cierto. No era un túnel. Era un pasillo. “¿Puedes ser más específica?”, se preguntó en silencio, y miró a su alrededor en la oscuridad.
“Es estrecho”, pensó, sin tener ni idea de por qué lo sabía. O de por qué sabía que había paredes a cada lado, que no las había delante o detrás y que el techo era bajo. Miró hacia el techo invisible, deseando que sus ojos se acostumbraran, pero la oscuridad continuó siendo absoluta. ¿Y cómo sabía que no era el techo de un túnel?
Miró al suelo, que tampoco pudo ver, y tanteó con el pie.
El suelo (si era un suelo) parecía duro y liso, como de losa o madera, pero su pie no produjo ningún sonido.
“Tal vez voy descalza —pensó. Paul McCartney iba descalzo en la cubierta de aquel álbum de Los Beatles, y por eso se sabía que había muerto. Pero Joanna no pudo sentir el suelo contra su piel, como habría notado de haber estado descalza—. Tal vez no tengo pies. O tal vez no puedo oír.” Sus pacientes hablaban de que el Ángel de Luz les hablaba, “pero con pensamientos, no con palabras”. Tal vez la ECM era sólo visual.
Pero recordó haber oído un sonido al llegar. Volvió la cabeza tratando de recordarlo. Había sido un sonido fuerte. Lo había oído claramente después de llegar. ¿O al atravesar? No, estaba en el laboratorio, y luego, bruscamente, allí.
Mientras pensaba en ello, tuvo la súbita sensación de que sabía dónde era “allí”, que era algún lugar familiar. No, ésa era la palabra equivocada. Algún lugar que reconocía, aunque el pasillo estuviera completamente oscuro.
“Es un lugar, un lugar real. Sé dónde está.” Y la luz apareció en el pasillo delante de ella. Se volvió a mirarla. Llenaba el corredor, cegadoramente brillante. Ahora vería dónde estaba, pero la luz era demasiado resplandeciente. Era como tratar de mirar directamente a unos faros. No se veía nada.
Faros. “¿Y si la luz al final del túnel resulta ser un tren que viene de frente?”, había dicho Vielle. Joanna miró instintivamente a sus pies, buscando raíles, pero la luz procedía de todas direcciones, y el resplandor era tan intenso desde abajo como desde delante, tan brillante que tuvo que cerrar los ojos para evitar el dolor que provocaba aquel brillo.
No era extraño que sus sujetos entornaran los ojos. Era como si alguien encendiera una luz en mitad de la noche, o te apuntara con una linterna a la cara. Pero tampoco eso, porque la luz era dorada.
Sus pacientes decían también eso (“era dorada”) y cuando ella preguntaba “¿no era blanca?”, contestaban, irritados: “No, era blanca y dorada.” Ahora sabía lo que querían decir. La luz era blanca, pero no el blanco verdoso de una luz fluorescente ni el blanco azulado de una luz de arco. Tenía un tono dorado, como una vela, sólo que mucho, mucho más brillante.
Alzó una mano para protegerse los ojos. La luz, aunque estaba por todas partes, procedía del fondo del pasillo. “Donde alguien abría una puerta —se dijo—. La luz viene de fuera, de más allá de la puerta.”
Empezó a caminar hacia el final del pasillo, entornando los ojos y, mientras caminaba, la luz pareció disminuir un poco. No, no era eso, el brillo era igual, pero ahora casi podía distinguir una figura recortada en la luz. Una figura de blanco.
“El Ángel de Luz del señor Mandrake”, pensó, caminando hacia ella; pero la figura no adquirió nitidez. No estaba segura de que fuera realmente una figura, ni de que fuera solamente un efecto de la luz.
Entornó los ojos, tratando de ver, y regresó al laboratorio.
—Lo hice —dijo, pero no se oyó ningún sonido, y pensó: “Debo de estar en el estado no-REM”, y se quedó dormida.
Despertó al oír que Richard la llamaba desde muy lejos. Eso era lo que quiso decir Greg Menotti con “demasiado lejos”, comprendió. “Todavía debo de estar cerca de donde fue la ECM.”
—¿Joanna? —dijo Richard, mucho más cerca, y ella abrió los ojos. Richard estaba inclinado sobre ella y Joanna pensó que Vielle tenía razón, que sí que era guapo, y se volvió a quedar dormida.
—Está despierta —dijo Tish—. ¿Dejo de grabar? Estaba sujetando la grabadora, y Joanna pensó: “Oh, Dios, espero no haber dicho en voz alta que es guapo.”
—¿He dicho algo?—preguntó. Richard se inclinó sobre ella, sonriendo.
—No creerás lo que has dicho. “Oh, no”, pensó Joanna.
—¿Qué?
—dijo: “Estaba oscuro” —intervino Tish.
—Como todos los demás —dijo Richard.
—Estaba oscuro —dijo Joanna, tratando de sentarse—. Negro como boca de lobo, como en una cueva, sólo que no era una cueva, ni un túnel. Era un pasillo.
—No te sientes —dijo Richard—, y no intentes hablar hasta que pase el efecto del sedante. Joanna se tumbó.
—No, quiero describirlo antes de que se me olvide. ¿Está funcionando la grabadora? —le preguntó a Tish.
—Está en marcha —dijo Tish, entregándosela a Richard. Él se la acercó a la boca.
—Estaba en el laboratorio, y entonces aparecí en un pasillo.
—¿Nada intermedio? —preguntó Richard—. ¿Ninguna sensación de abandonar el cuerpo o de flotar sobre él?
—No hay que darle pistas al sujeto —le reprochó Joanna—. No, ninguna experiencia extracorporal. Me encontré de pronto en el pasillo.
—Sigues utilizando ese término, pasillo. ¿Qué quieres decir? ¿Un pasillo subterráneo?
—Estás dando pistas otra vez —dijo Joanna—. No, no era un pasillo subterráneo. Y no era uno de los pasillos que el soldado griego Ek siguió hasta los reinos de la otra vida. Era una especie de pasillo o corredor, y había una puerta al fondo.
Joanna describió el pasillo y la luz y la figura entrevista. Tish le tomó el pulso y lo anotó en una gráfica.
—Parecía una experiencia real en un sitio real —dijo Joanna—. No era un sueño o una visión superpuesta. No había ninguna sensación de que lo que estaba viendo estuviera superpuesto al lugar donde estaba en realidad, como san Pablo en el camino de Damasco o Bernadette en la cueva de Lourdes, que aunque vieron una luz cegadora o a la Virgen María, seguían conscientes de dónde estaban. No tenía conciencia ninguna de estar en el laboratorio, o tendida en la mesa. —Tish empezó a tomarle la tensión—. Sentía como si estuviera realmente allí, en un lugar real.
—¿Sabes qué tipo de lugar era? —preguntó Richard.
—No, pero tenía la sensación de que sabía dónde estaba.
—¿Lo reconociste?
—Sí. No. Tuve la sensación de que lo reconocía, pero no puedo…
—Sacudió la cabeza, frustrada. No era extraño que sus sujetos terminaran encogiéndose mansamente de hombros.
Tish volvió a tomarle el pulso y empezó a quitarle los electrodos de la cabeza.
—Reconocí el lugar, pero…
—¿Pero al mismo tiempo sabías que nunca habías estado allí?
—dijo Richard—. ¿Tuviste una sensación de deja vu, de experimentar algo nuevo y sentir que lo habías experimentado antes?
—No —dijo ella, tratando de recordar la huidiza sensación. Le había parecido familiar, no, familiar no, pero sí tuvo la sensación de que la reconocía—. Tal vez. Puede que haya sido un deja vu —dijo, vacilante.
—Hay un fuerte indicador de la intervención del lóbulo temporal —dijo él, y no pudo evitar que la emoción asomara a su voz—. La sensación de deja, vu ha sido localizada claramente en el lóbulo temporal. Tish terminó de quitarle la intravenosa y retiró el equipo.
—¿Me necesitan para algo? —preguntó.
—Creo que no —dijo Richard, ausente—. Implicación del lóbulo temporal… ¿Tuviste una experiencia extracorporal?
—Estás dando pistas —dijo Joanna—. No. Estaba en el laboratorio y de pronto aparecí en el pasillo, con nada intermedio.
—¿Sentiste…? —Se interrumpió y empezó otra vez—. ¿Qué sensaciones experimentaste?
—La luz no me hizo sentirme cálida y segura, ni amada. Me sentí… tranquila. Supongo que se podría describir como en paz, pero era más bien… tranquilidad. No estaba asustada.
—Interesante. ¿Te sentiste despegada? ¿Sentiste que estabas separada de lo que estaba pasando, que lo que estaba pasando era irreal, como un sueño?
—No fue un sueño —dijo Joanna firmemente.
—Si no me necesitan para nada, me marcho —dijo Tish, y los dos la miraron, sorprendidos de que todavía estuviera allí—. ¿Me necesitarán mañana?
—Todavía no lo sé —dijo Richard—. Creo que sí. Ya la llamaré, Tish, gracias.
Se volvió expectante hacia Joanna.
—¿En qué se diferenciaba de un sueño?
—Los… sueños parecen reales mientras los tienes, pero cuando te despiertas te das cuenta de que no lo eran. Pero la ECM todavía parece real, incluso ahora. Es algo que casi todos mis sujetos han dicho, que lo que experimentaron era real. No sabía qué querían decir, pero tenían razón. No se parece al recuerdo de un sueño. Se parece al recuerdo de algo que ha pasado de verdad.
—¿Puedes ser más específica? Joanna sonrió.
—Yo… podía moverme de manera normal. No había sensación de flotar o de movimientos rápidos en el pasillo como han descrito algunos de mis sujetos, y no había interrupciones o incongruencias como en los sueños. Parecía que estaba ocurriendo de verdad.
—Has dicho que sentiste la presencia de alguien en la luz. Ella asintió.
—Me pareció que podía ver a alguien, pero la luz era demasiado brillante.
—La sensación de una presencia es también un efecto del lóbulo temporal —dijo él—. Yo había supuesto que la luz y la sensación de paz eran generadas por las endorfinas, pero tal vez sea el lóbulo temporal el que las causa… Quiero mirar tus escaneos.
Joanna asintió y empezó a levantarse de la mesa de reconocimiento.
—Espera —dijo Richard—. No hemos acabado todavía. Aún no has respondido la gran pregunta.
—¿La gran pregunta? ¿Quieres decir que si lo que vi era real? ¿Era el cielo? ¿O la puerta al Otro Lado?
—No. La gran pregunta —dijo él, y sonrió—. Dijiste que habías oído un sonido. ¿Bueno? ¿Era como un timbre o era un zumbido?
—Era… —dijo ella, y se detuvo, asombrada—. No tengo ni idea. Sé que lo oí. Estaba en el túnel…
—¿Fue fuerte o flojo?
“Fuerte”, pensó ella. Lo había oído con bastante claridad. Pero, al intentar recordarlo ahora, descubrió que no podía reconstruirlo, ni siquiera identificar el tipo de sonido que era. ¿Un timbre? ¿Un zumbido? ¿Un estrépito horrible, como un estante entero de latas desplomándose, como lo había descrito el señor Steinhorst?
—¿Se ha borrado el recuerdo? —preguntó Richard.
Ella reflexionó al respecto. Debía de ser eso, porque no podía recordarlo, pero tenía el resto de la ECM tan clara como cuando la estaba experimentando, y recordaba haber pensado que había oído el sonido y se volvió en su dirección para identificarlo. Así que no supo qué era ni siquiera durante la ECM.
—¿Joanna? —instó Richard.
—No, no es que lo haya olvidado, no creo. No puedo recordarlo. No, tampoco es eso. Lo siento —dijo, derrotada—. No soy mejor que el señor Sage.
—¿Estás de guasa? Eres maravillosa. Tendría que haber empezado contigo y haber mandado al infierno a todos los demás sujetos. Me has dado más detalles que todos ellos juntos, y esto es sólo la primera vez. Quiero someterte de nuevo a la prueba en cuanto sea posible, lo que significa en cuanto hayas eliminado la ditetamina de tu sistema. Tarda unas doce horas. ¿Qué te parece mañana por la tarde?
—Magnífico —dijo Joanna—. No puedo esperar.
Y era cierto. No quería más que volver allí y descubrir qué era el sonido, dónde estaba el lugar. No había habido nada peligroso o aterrador en la experiencia. Pero entonces ¿por qué cuando Richard le había pedido repetirla había sentido un súbito estremecimiento de miedo?
¿Lo había experimentado también Amelia Tanaka? ¿Por eso había renunciado?
Ni siquiera en el valle de las sombras de la muerte dos y dos serán seis.
—Es un efecto residual de la ditetamina —dijo Richard cuando Joanna le explicó el miedo que sentía.
—O una advertencia de que algo malo va a pasarte si vuelves a someterte a la prueba —dijo Vielle cuando fue a verla el jueves por la noche.
—No va a pasar nada malo —respondió Joanna, sacando un paquete de palomitas de la caja—. Mírame. Estoy bien. Mi cuerpo no se confundió cuando vio el túnel y la luz no disparó un proceso de muerte. No tuvieron problemas para recuperarme. No pasó nada.
—¿Entonces viste un túnel y una luz? —preguntó Vielle con curiosidad—. ¿Estaba allí Mandrake?
—No —Joanna rió—. No, ni el señor Mandrake ni el Ángel de Luz. Le contó a Vielle lo del pasillo y la luz que surgía de detrás de la puerta.
—No tuve tampoco ninguna experiencia extracorporal, ni una revisión de vida, al menos no esta vez. —Abrió el frigorífico—. ¿Qué quieres beber? Tengo Coca-Cola, ginger ale y… ginger ale.
—Coca-Cola —dijo Vielle—. ¿Qué quieres decir con “esta vez”? No vas a repetirlo, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Joanna, sacando del frigorífico dos Coca-Colas.
—¿Pero y esa sensación de miedo que tuviste? ¿Y si intentaba advertirte de que algo terrible te espera detrás de esa puerta?
—No tuve esa sensación cuando miré la puerta —dijo Joanna, entregándole a Vielle una Coca-Cola—. No la tuve durante toda la ECM, ni hasta casi una hora después.
—Cuando el doctor Right te pidió que volvieras a someterte a la prueba.
—Sí, pero sólo durante unos segundos, y no la tuve cuando fijó la hora para la sesión. Richard me mostró el cortisol en mis indicadores. Los niveles eran decididamente elevados, y el cortisol permanece en el sistema después de despertar. Es lo que causa esa sensación de miedo que no puedes evitar después de una pesadilla.
—¿Pero y si el cortisol aumenta por lo que viste? Dijiste que el túnel parecía familiar. ¿Y si el temor viene porque lo reconociste? ¿Y si se debe a que sabes lo que te espera al otro lado?
Sonó el microondas. “Salvada por la campana”, pensó Joanna, y tardó lo suyo en abrir la bolsa, encontrar un cuenco y servir las palomitas.
—¿Y si…? —dijo Vielle.
—Regla número uno —recordó Joanna. Llevó las palomitas al salón—. ¿Qué películas has traído?
—Línea mortal —dijo Vielle—. Trata de un grupo de estudiantes de medicina que empiezan a jugar con experiencias cercanas a la muerte con resultados trágicos. Piensan que van a ver ángeles, pero empiezan a tener terribles…
—Ya sé de qué va. No puedo creer que hayas…
—Sale Julia Roberts —dijo Vielle inocentemente—. El doctor Right dijo que le gustaba Julia Roberts. ¿O sigue vigente la prohibición sobre la muerte?
Joanna la ignoró.
—Richard no va a venir. Tiene una reunión con la doctora Jamison. Vielle entornó los ojos.
—Es experta en neurotransmisores.
—No me digas. Y apuesto a que tienen que verse de noche. ¿Dónde? ¿En Rimaldi’s? Desde luego… primero Tish, y ahora esto. Si no planteas una opción sobre él, el doctor Right quedará fuera de la circulación.
—Sí, mamá —dijo Joanna. Miró el otro vídeo. ¿Quemas había traído Vielle? ¿Estados alterados?
—Es El informe Pelícano —informó Vielle, quitándole la cinta de las manos y metiéndola en el vídeo—. También con Julia Roberts. Tendrías que haberme dicho que el doctor Right no iba a venir. Al menos aquí sale Denzel Washington.
Pulsó “play”. Bueno, al menos no era Línea mortal.
—¿La has visto? —preguntó Vielle, acomodándose en el sofá— Trata de una mujer que se mete en líos porque no presta atención a las señales de advertencia.
—Sólo tuve la sensación de temor una vez, durante unos diez segundos —dijo Joanna—. No la he vuelto a tener desde entonces.
Y no la volvió a tener, ni siquiera cuando se tendió en la mesa la tarde siguiente y Tish empezó a ponerle electrodos, ni siquiera cuando Richard preguntó si estaba preparada. Lo único que sentía era ansiedad Estaba decidida a identificar el sonido esta vez, y a ver qué había detrás de la puerta. Y a descubrir qué era el lugar y por qué parecía tan familiar. No, familiar no era la palabra adecuada, y tampoco era un deja.
Hubo un sonido, y Joanna estaba de nuevo en el pasillo. En el mismo lugar, se dijo, aunque estaba completamente oscuro, y vio la luz. Seguía siendo cegadora, pero en vez de un borrón radiante era una estrecha rendija dorada a ambos lados y debajo de la puerta.
La puerta parecía mucho más lejana que la primera vez, y el pasillo increíblemente largo, o tal vez era porque la puerta sólo estaba abierta un centímetro o así. La luz que surgía de ella inundaba los primeros palmos del suelo y las paredes, y Joanna pudo distinguir formas en la oscuridad. A ambos lados del pasillo había puertas situadas a intervalos regulares, como en un hotel.
“No es un hotel”, pensó. ¿Qué más tenía pasillos largos flanqueados por puertas? ¿El Mercy General? No, tampoco era un hospital. Las puertas de las habitaciones de los pacientes estaban casi siempre abiertas. Todas éstas estaban cerradas, y el pasillo era más estrecho que el corredor de un hospital.
Y desde luego ella había estado en muchos hospitales. “Nunca he estado aquí antes”, pensó. ¿Qué más tenía pasillos estrechos flanqueados por puertas que reconociera sin haber estado nunca allí? ¿Versalies? No, tenía espejos, ¿verdad? ¿Una mansión?
“En la casa de mi padre hay muchas mansiones”, le había dicho la señora Woollam, pero se refería a una mansión celestial. ¿Un palacio? Eso parecía probable, aunque un palacio tendría alfombras y no suelos de madera, ¿no? Y podía ver el suelo en el pequeño charco de luz que surgía de debajo de la puerta. Estaba hecho de tablas estrechas, largas y pulidas. Increíblemente largas. “Como el pasillo”, pensó, pero cuando empezó a caminar hacia la puerta, no estaba tan lejos como parecía.
“Es el suelo —pensó, deteniéndose a medio camino—. Hay algo en él que hace que el pasillo parezca más largo de lo que es, o algo en la forma en que el suelo se encuentra con la puerta.” Entornó los ojos para ver el sitio donde se encontraba, y al hacerlo la luz pareció temblar, volviéndose más tenue, luego más brillante, luego se oscureció de nuevo, titilando. No, moviéndose.
No, la luz no se movía. Era algo que había delante. Había alguien o algo detrás de la puerta, caminando, bloqueando la luz mientras se movía. “¿Y si es algo terrible?”, había dicho Vielle. Un tigre, caminando de un lado a otro.
“Nadie ha mencionado jamás un tigre en su ECM”, pensó. Era una persona caminando de un lado a otro, y le pareció oír un murmullo de voces. Avanzó, manteniendo la mirada fija en la rendija de luz, esforzándose por oír.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo una mujer, y la pauta de luz cambió, como si la mujer hubiera dado un paso hacia la puerta. Joanna se acercó más.
—Estoy seguro de que no es nada —dijo una voz de hombre. Más sombras mientras caminaban entre ella y la luz.
—Hace mucho frío —dijo la mujer.
—Te traeré una manta —dijo Richard, y envolvió sus hombros con una.
—No, a mí no. A la mujer —dijo Joanna, y advirtió que estaba en el laboratorio.
Abrió los ojos.
Le habían quitado el antifaz para dormir y los auriculares, y Tish la estaba cubriendo con la manta blanca de algodón. El rostro de Richard apareció sobre ella.
—¿Viste lo mismo esta vez?
—No des pistas —dijo Joanna—. ¿Dónde está la grabadora?
—Aquí mismo —respondió Richard, y la conectó—. ¿Qué viste esta vez?
—Era el mismo sitio de antes. Es un pasillo, con puertas a los lados y una puerta en el fondo.
Le contó que el pasillo parecía más largo de lo que era y lo de las voces.
—La mujer dijo: “¿Qué ha ocurrido?” Y el hombre dijo: “Estoy seguro de que no es nada.” Y entonces la mujer, creo que era la misma, dijo: “Hace mucho frío.”
—¿Estás segura de que oíste a la mujer decirlo? —preguntó Richard, y entonces explicó—: Dijiste “hace mucho frío” cinco minutos después de la ECM, mientras te encontrabas en el sueño no-REM.
—Por eso le traje la manta —dijo Tish.
—No, estoy segura de que lo dijo —respondió Joanna—. Debí de repetirlo después. Yo no tenía ningún motivo para decirlo. No tenía frío.
—Está tiritando —comentó Tish.
—No, yo no… —empezó a decir Joanna, y se dio cuenta de que sus dientes castañeaban. “Amelia también tiene frío”, pensó.
—¿No tuviste frío durante la ECM? —preguntó Richard.
—No, no hacía frío en el pasillo.
—Ha dicho usted que la mujer dijo que lo hacía —recalcó Tish.
—Pero ella estaba fuera.
—¿Viste qué había detrás de la puerta? —preguntó Richard.
—No, yo… —dijo Joanna, y se detuvo, preguntándose cómo sabía que la gente estaba fuera. No parecía una puerta al exterior, y ella no había visto más que sombras—. No sé por qué creo que estaban fuera. Es sólo una impresión.
—Dijiste que no hacía frío en el pasillo. ¿Hacía calor?
—No. No advertí nada raro en la temperatura. Y cuando vi la luz no sentí el calor y el amor que otra gente ha descrito. Sentí ansiedad por lo que podría haber tras la puerta pero, por lo demás, nada.
—¿Te sentiste despegada, como si te estuvieras observando a ti misma?
—No —dijo ella, decidida—. Estaba allí, experimentando el pasillo y la luz bajo la puerta y las voces. La visión es muy convincente. Parece completamente real.
—¿Y oíste voces, pero no viste a nadie?
—No a menos que cuentes las sombras de sus pies bajo la puerta. Richard estaba muy ocupado tomando notas.
—Muy bien, túnel, luz, voces. ¿Experiencia extracorporal?
—No.
—¿Y el sonido? ¿Lo oíste esta vez?
—El sonido —dijo Joanna, disgustada—. Quería con toda mi alma escucharlo e identificarlo, pero cuando llegué allí me olvidé al tratar de recordar de qué conocía el pasillo.
—¿Experimentaste de nuevo el deja, vu?
—No es un deja vu. He tenido esa sensación: parece como si hubieras estado en algún sitio o hecho algo antes, aunque sabes que no. No era esto. Sentí… —Hizo una pausa—. Sabía que nunca había estado allí, pero… lo reconocí.
—¿Lo reconoció? —preguntó Tish, curiosa—. ¿Dónde estaba?
—No lo sé —dijo Joanna, frustrada—. Sentí que casi podía…
Extendió la mano, como para agarrar el conocimiento. “Una de mis pacientes hizo un gesto igual —pensó—. Tengo que encontrar su historial y ver de qué estaba hablando.”
—¿Sigues teniendo la sensación? —preguntó Richard.
—No.
—Sonido, túnel, luz, voces, sensación de reconocimiento —dijo, descontándolas—. ¿Qué hay de la orden de regresar?
—No, nadie me ordenó regresar. Ni siquiera sabían que estaba allí.
—Siguen siendo cuatro de los elementos nucleares —dijo Richard, parecía feliz—. Creo que si ajusto la dosis, podremos conseguir los diez. Y esta sensación de reconocimiento es muy interesante.
Los dientes de Joanna habían empezado a castañear otra vez.
—¿Podemos terminar con esto después de que me vista? Me estoy congelando. ¿Has terminado conmigo, Tish?
Tish asintió, y Joanna se levantó de la mesa y cruzó el laboratorio hasta el cuartito adjunto, arrebujándose en la manta. Entró en el camarín, cerró la puerta y extendió la mano para tomar su blusa. Al hacerlo, vio su imagen en el espejo de la puerta y la sensación de reconocimiento volvió a asaltarla. “Lo sé, sé dónde está”, pensó.
La sensación sólo duró un instante. En el tiempo que tardó en darse le vuelta y mirar directamente el espejo se disolvió, y ella se quedó contemplando su imagen, preguntándose qué era lo que la había disparado. ¿La manta o la puerta?
En cuanto se vistió, se lo contó a Richard.
—¿Podría haber sido el mismo espejo? —dijo él, mirando el espejo de la puerta—. ¿Viste un espejo en tu ECM? ¿O el reflejo de algo?
—Das pistas —dijo Joanna—. No.
—¿Pero era la misma sensación de deja, vu?
—No es deja vu. Nunca he estado allí, pero sabía dónde estaba. Era como saber que estás en París porque reconoces la torre Eiffel, aunque nunca hayas estado allí anteriormente. Excepto que no puedo situarlo —dijo mansamente.
—¿Sigues teniendo esa sensación?
—No, viene y va.
—Interesante. Quiero que me avises si vuelve a suceder.
—O si descubro dónde está —dijo ella, y se pasó el resto de la tarde y la noche tratando de situarlo. Tenía algo que ver con una manta y un suelo de madera. Y un palacio. No, un palacio no, pero sí algo con la palabra palace. ¿El hotel Palace? Pero no era un hotel. ¿El teatro Palace?
No llegó a ninguna parte. “Es el síndrome de la olla a presión”, pensó, mientras iba en coche al trabajo al día siguiente, y decidió no pensar en el asunto con la esperanza de que el escurridizo recuerdo apareciera espontáneamente. Se concentró en transcribir su relato y en ayudar a preparar a la señora Troudtheim, quien se recuperó rápidamente sin recordar haber tenido una ECM.
—Fue igual que la última vez —dijo—. Estaba allí tendida en la oscuridad, tratando de no quedarme dormida, pero supongo que debí de dormirme. Lo siento mucho. Incluso eché una cabezadita esta mañana para que no me pasara.
—Estaba usted tendida en la oscuridad —dijo Joanna—. ¿Cambió la oscuridad en algún momento? ¿Se hizo más oscura? ¿O adquirió una cualidad distinta?
—No.
—Dice que se quedó dormida. ¿Tiene algún recuerdo de haberse quedado dormida?
—No. Estaba allí tumbada, y de pronto me desperté.
—¿La despertó algo? ¿Un movimiento? ¿Un sonido?
—No.
—Buen intento —dijo Richard cuando la señora Troudtheim se marchó—, pero no sirve de nada. No recuerda.
“Ni yo tampoco”, pensó Joanna, mientras pasaba la pobre transcripción de la señora Troudtheim. No pensar en el túnel no le había funcionado mejor que intentar situar el pasillo.
Hizo una búsqueda global de “suelo” y luego de “manta”, pero no encontró ninguna correlación. Probó con “hace mucho frío”. Nada. Buscó luego “frío”, y esta vez encontró varios casos. La mayoría eran referencias vagas a sensaciones que los sujetos habían tenido en el túnel o al regresar, y un par aparecían en las notas de Joanna. “Durante la entrevista el sujeto me preguntó repetidas veces si pensaba que hacía frío en la habitación”, y “el sujeto parecía tener frío, se puso una bata, y luego metió las manos dentro de las mangas”.
Todo lo cual era muy interesante, pero no le decía dónde estaba el túnel, y cuando Richard le dijo que quería someterla al experimento otra vez al día siguiente, su primer pensamiento fue: “Tal vez cuando vuelva a verlo, lo sepa.” El segundo fue: “Pero primero voy a identificar ese sonido de una vez por todas”, y mantuvo ese pensamiento en mente mientras Tish colocaba los electrodos, la intravenosa y le ponía el antifaz para dormir.
—El sonido —murmuró para sí mientras Tish le colocaba los auriculares—. Primero identifica el sonido, luego el pasillo.
Hubo un sonido, y apareció en el pasillo. La rendija de luz allí donde el suelo se encontraba con la puerta parecía extrañamente lejana, pero ella sabía que debía de estar más cerca de la puerta que la última vez. Oía claramente el sonido de voces detrás de la puerta.
¡El sonido! Había querido escuchar el sonido, y se había vuelto a olvidar. Se volvió para mirar atrás, al túnel oscuro.
Era un sonido que… ¿qué? Recordaba claramente haber oído algo, ¿pero qué era?
—¿Fue un zumbido o un timbre? —dijo, frustrada, y su voz sonó sorprendentemente fuerte en el pasillo. Miró hacia la puerta y la luz, casi esperando que las voces se detuvieran sorprendidas, pero continuaron hablando.
—Seguro que no es nada —dijo el hombre, y Joanna se preguntó si estaría hablando de ella.
—¿No deberíamos enviar a alguien a averiguarlo? —dijo otro hombre. “Tal vez sus voces son lo que oí al llegar”, pensó Joanna, y supo que no era así. No habían empezado hasta la mitad la última vez, y la primera vez no había oído nada. Después de que el sonido cesara, el pasillo estuvo completamente en silencio.
Y era un sonido, no voces. Un sonido como… No podía recordarlo. Pero venía de allí, y contempló el pasillo. Venía del fondo de…
Y volvió al laboratorio. “Oh, no —pensó—, he salido, igual que la señora Troudtheim.”
—Lo siento —dijo, pero Tish la ignoró y continuó quitando los auriculares y despegando los electrodos como si no hubiera sucedido nada catastrófico.
—¿Estás despierta? —preguntó Richard desde la consola, y tampoco él parecía molesto.
—¿Has cambiado la dosis? —preguntó Joanna, buscando el borde de la mesa para sentarse.
—¿Por qué? —dijo Richard, apareciendo junto a ella—. ¿Ha sido diferente tu experiencia?
—No, pero cuando he vuelto a…
—Espera —dijo él, buscando la minigrabadora en su bolsillo—. Desde el principio.
Ella lo miró sin comprender.
—¿No he sido expulsada?
—¿Expulsada? No. ¿No has experimentado una ECM esta vez?
—Sí, he estado en el pasillo —dijo Joanna, y él le acercó la grabadora a la boca—, y me he dado la vuelta para ver de dónde procedía el sonido. Esta vez estaba decidida a identificarlo, y he empezado a recorrer el pasillo hacia él, y…
—¿Lo has identificado? —cortó Richard.
—No. Es tan extraño. Sé que lo oigo, pero cuando trato de reconstruirlo, no puedo.
—¿Porque es un sonido extraño que nunca has oído antes?
—No, no es eso. Es como cuando te despiertas en mitad de la noche y sabes que algo te ha despertado, pero ya no puedes oírlo, ni lo oíste realmente porque estabas dormida, así que no sabes si fue una rama rozando contra la ventana o el gato derribando algo en la encimera. Eso es lo que parece.
—¿Entonces piensas que el sonido es algo que oyes antes de entrar en el estado ECM?
Joanna reflexionó sobre eso.
—Tal vez. No estoy segura. —Lo miró, pensativa—. Cuando el paciente al que estaba entrevistando en Urgencias tuvo un paro cardíaco y una enfermera pulsó la señal de alarma, recuerdo que pensé que tal vez eso era lo que la gente oía en sus ECM. Una especie de mezcla de timbrazo y zumbido.
—No hay ningún código de alarma aquí —dijo Tish. Richard la miró sorprendido, como si hubiera olvidado su presencia—. No habría tampoco podido oír una alarma, si la hubiera habido. Llevaba auriculares, ¿recuerda?
—Tiene razón —dijo Joanna—. No puede ser un sonido externo. Es…
—Y dijiste que ninguno de los pacientes a los que entrevistaste pudo describirlo tampoco —dijo Richard, pensativo.
—No con seguridad —dijo Joanna—, ni de manera coincidente. Ahora me siento culpable por haberme mostrado tan impaciente con ellos.
—En cuanto termines tu descripción, quiero echar un vistazo al córtex auditivo superior.
—Ésta es mi descripción. Me volví para ver de dónde venía el sonido y empecé a recorrer el pasillo, y volví al laboratorio. Por eso pregunté si había sido expulsada de la ECM.
Richard soltó la grabadora, sorprendido.
—¿Cuánto tiempo estuviste en el túnel?
—No lo sé —dijo Joanna—. El tiempo que se tarda en dar la vuelta y caminar un par de pasos.
—¿Cuánto tiempo estuviste la vez anterior?
—No lo sé, varios minutos. Más que la primera.
Richard estaba ya ante la consola, recuperando los escaneos.
—¿El tiempo era normal? —preguntó, y cuando ella no supo qué responder, dijo—: ¿Hubo alguna sensación de dilatación temporal, de que el tiempo se refrenara o acelerara?
—No. ¿Porqué?
—Porque las dos primeras veces estuviste en estado ECM poco más de dos minutos —dijo él, recuperando listas de números—. Y esta vez casi cinco. —La miró—. ¿Has preguntado alguna vez a tus pacientes cuánto tiempo duraron sus ECM?
—No. No se me ha ocurrido nunca.
Siempre había dado por descontado que experimentaban la ECM en lo que Richard llamaba tiempo normal. Algunos de ellos decían haberse movido rápidamente por el túnel, y ella les pedía que explicaran qué entendían por “rápidamente” para ver si intentaban describir algún tipo de sensación de aceleración del tiempo, pero nunca se le había ocurrido preguntarles cuánto tiempo habían contemplado la luz o cuánto había durado la revisión de la vida. Simplemente había supuesto que la duración de la ECM equivalía a la de las actividades que habían descrito. Y nunca se le había ocurrido comparar su experiencia subjetiva con la cantidad de tiempo que habían estado clínicamente muertos.
—¿Qué hay del final de tu ECM? —preguntó Richard—. ¿Hubo dilatación temporal como cuando recorrías el túnel?
—No llegué a recorrer el túnel. Empecé a hacerlo, y de repente estuve de vuelta en el laboratorio. No fue como las otras veces que he regresado. Fue mucho más… brusco —dijo ella, tratando de encontrar una forma de describirlo. Pero Richard volvió al tema de la dilatación temporal.
—¿No experimentaste dilatación temporal las otras veces tampoco?
—No.
“Tengo que preguntarle a la señora Woollam si la duración de sus ECM varía —pensó—. Y a Maisie.” La niña había dicho que sólo había visto una niebla, y Joanna había dado por supuesto que su ECM había durado solamente unos pocos segundos. Ahora lo dudaba.
—Mira esto —dijo Richard, señalando la pantalla de la consola. La duración del estado de ECM de Amelia Tanaka llega a variar hasta en cuatro minutos.
Tish se acercó para situarse a su lado y mirar interesada las pantallas.
—Tal vez es como el tiempo en un sueño. Puedes soñar días enteros entre el momento en que suena el despertador y cuando te despiertas unos segundos más tarde —dijo—. Tuve un sueño así el otro día. Soñaba que iba a la Hora Feliz en el Río Grande y luego estaba esquiando en Breckenndge y todo sucedió en los dos segundos que pasan entre que el tipo de la radio dice “Son las seis” y “se prevé más nieve en la zona de las Montañas Rocosas para hoy”.
Pero Richard no la oyó. Seguía tecleando, completamente absorto.
—¿Puedo vestirme ya? —preguntó Joanna, pero tampoco la oyó—. Voy a vestirme —dijo, se levantó de la mesa de reconocimiento y entró en la habitacioncita contigua.
Cuando salió, Richard seguía ante la consola, contemplando intensamente las imágenes. Tish se estaba poniendo el abrigo.
—Me marcho —dijo disgustada—. No es que se vaya a dar cuenta. Si consigue entrar en contacto con él, dígale que me llame si quiere que esté aquí mañana antes de las dos. —Lo miró con tristeza—. Al menos sé que no se trata sólo de mí. Tampoco sabe que usted existe.
—Tish terminó de ponerse el abrigo—. Hay más cosas en la vida… “Que sueños en tu filosofía, Horacio”, pensó Joanna.
—… que sólo trabajo, ¿sabe? —terminó Tish. Se puso los guantes—. La Hora Feliz es en Rimaldi’s esta noche, por si quiere llevar al Doctor-Todo-Trabajo-y-Nada-de-Diversión.
—Gracias —dijo Joanna, sonriendo—, pero tengo que registrar mi ECM mientras todavía la tengo fresca en la memoria. Tish se encogió de hombros.
—Será mejor que haya cosas mejores en la muerte que el trabajo —dijo, subiéndose la cremallera del abrigo—, o no pienso morirme. Adiós, doctor Wright —saludó alegremente al salir. Richard ni siquiera levantó la cabeza.
—Las ECM del señor Sage varían en dos minutos y quince segundos —dijo—. Suponía que había una relación directamente proporcional entre el tiempo real y el tiempo subjetivo de la ECM, pero si no la hay…
“Si no la hay, entonces la muerte cerebral no se produce entre los cuatro y los seis minutos —pensó Joanna—. Tal vez sea más corta. O más larga.”
—¿Puedes buscar referencias de dilatación temporal en tus entrevistas? —preguntó Richard.
—Sí —respondió ella. “Pero no hay ninguna”, pensó. Si el tiempo hubiera parecido dilatarse o acelerar, no habrían dicho que no era un sueño, que parecía real.
Y parecía real, se dijo mientras regresaba a su despacho para registrar su descripción. Parecía estar sucediendo en tiempo real, en un lugar real. “Y no puedes identificarlo.”
Ni era capaz de reconocer el sonido, lo que significaba que sólo tardó unos minutos en registrar toda su ECM. Describió las voces y lo que dijeron, el hecho de haberse dado la vuelta y regresado…
“Me pregunto si eso fue lo que puso fin a la ECM”, pensó, y revisó las transcripciones, buscando específicamente los finales. Varios sujetos describían sus regresos como “bruscos” o “repentinos”. “Sentí como si me arrastraran de vuelta a mi cuerpo”, había dicho la señora Ankrum, y el señor Zamora había descrito el final de su ECM “como si alguien me agarrara por el cuello y me expulsara”.
Ninguno de los dos había mencionado el túnel en la vuelta, pero la señora Irwin había dicho: “Jesús me dijo: “Tu tiempo no se ha cumplido todavía”, y me encontré de nuevo en el túnel.” Y casi una docena de sujetos habían dicho que habían vuelto a entrar en el túnel. “El espíritu señaló la luz y dijo: “¿Eliges pues la muerte?” Entonces señaló el túnel y dijo: “¿O eliges pues la vida? Elige sabiamente.”
¿Por qué todos los espíritus y figuras religiosas y parientes muertos hablaban de aquella manera retorcida y pseudorreligiosa, en una mezcla del Antiguo Testamento y Obi-Wan Kenobi?
Joanna hizo una lista de las referencias para enseñársela a Richard, deseando haber ido a la Hora Feliz, donde al menos habría nachos o algo que comer. No había almorzado por culpa de la sesión. Abrió el cajón del escritorio buscando una barra de chocolate olvidada o una manzana, pero lo único que encontró fue media tableta de chicle, tan rancio que se desmoronó cuando le quitó el envoltorio.
Tendría que haber registrado los bolsillos de la bata de Richard antes de salir del laboratorio. “No se habría dado cuenta”, pensó, y de nuevo experimentó la sensación de que casi sabía dónde estaba el túnel. Permaneció sentada absolutamente inmóvil, tratando de agarrar la sensación, pero ya había desaparecido. ¿Qué la había disparado? Algo referido a registrar la bata de Richard. ¿O pudo haber sido el chicle? ¿Y en qué lugar famoso no había estado nunca donde había suelos de madera, mantas y chicle rancio?
“Es el hambre —pensó—. La gente cuando tiene hambre tiende a ver espejismos, ¿no?” Pero Richard le había dicho que se lo dijera si la sensación regresaba, así que volvió al laboratorio y se lo contó.
—No tienes que robar, lo sabes —dijo él, sacando de sus bolsillos un paquete de Cheetos, una pera y una botella de leche—. Sólo tienes que pedirlo.
—No ha sido por la comida —dijo ella, abriendo la leche—. Era la idea de que estabas tan concentrado en lo que hacías que no te darías cuenta.
—¿Tienes esa sensación ahora?
—No.
—Me parece que podría tratarse del lóbulo temporal. —Se acercó a la consola—. He estado examinando tus escaneos. Háblame otra vez del sonido. ¿Lo oíste, pero no puedes identificarlo?
Ella asintió, mordiendo la pera.
—Creo que puede ser porque no está produciéndose. Mira esto —dijo él, señalando una zona azul en el escáner—. No hay ninguna actividad en el córtex auditivo. Yo daba por hecho que había un estímulo auditivo real dentro del cerebro, pero creo que se trata más bien de un estímulo del lóbulo temporal.
—¿Y eso significa…?
—Significa que no puedes identificar el sonido porque no lo oyes. Sólo experimentas la sensación de haber oído algo, sin ningún sonido que la acompañe.
“Pero lo oí”, pensó Joanna.
—La estimulación del lóbulo temporal explicaría por qué hay tantas variaciones en la descripción. Los pacientes tienen la impresión de que han oído un sonido, así que simplemente inventan uno, relacionado con lo último que puede que hayan oído.
“Como el sonido de una alarma de código —pensó Joanna—, o el zumbido del monitor cardíaco pasando a línea plana.”
—También podría explicar alguno de los otros elementos nucleares —dijo Richard—. Suponía que la ECM era generada por las endorfinas, pero tal vez… —Empezó a teclear—. luz, voces, dilatación temporal, incluso deja vu, son también efectos de la estimulación de lóbulo temporal.
—No fue deja vu —dijo Joanna, pero Richard estaba ya perdido en los escáneres, así que se comió los Cheetos y bajó a preguntarle a la señora Woollam la duración de sus ECM y su modo de regresar.
—Yo estaba allí contemplando la escalera —dijo la señora Woollam, con aspecto aún más frágil con su chaqueta de hilo blanco tricotado—, y de pronto aparecí en la ambulancia.
—¿No estaba haciendo nada? ¿Regresar por el túnel, por ejemplo? ¿Estaba plantada allí sin más?
—Sí. Oí una voz, y supe que tenía que volver, y allí estuve.
—¿Qué dijo la voz?
—No era una voz exactamente. Era más bien una sensación, interior, y supe que tenía que volver, que no era mi hora. —Se echó a reír—. Cabría esperar que lo fuera, ¿no?, con lo vieja que soy. Pero nunca se sabe. Había una chica en mi misma habitación del Porter la última vez. Una chica joven, no podía tener más de veinte años, con apendicitis. Bueno, las apendicectomías no son nada. Ya las practicaban cuando yo era niña. Pero el día después de la operación se murió. Nunca se sabe cuándo te llega la hora.
La señora Woollam había abierto una Biblia y hojeaba las páginas finas como papel de fumar. Encontró el pasaje y leyó:
—”Pues nadie conoce la hora de su venida.”
—Creía que se refería a Cristo, no a la muerte —dijo Joanna.
—Y así es —respondió la señora Woollam—, pero cuando llegue la muerte, Jesús estará allí también. Por eso vino a la tierra, para que no tuviéramos que soportarla solos. Nos ayudará a enfrentarnos a ella, no importa lo aterradora que sea.
—¿Cree que será aterradora? —preguntó Joanna, y tuvo de nuevo la sensación de temor.
—Por supuesto —dijo la señora Woollam—. Sé que el señor Mandrake dice que no hay nada que temer, que todo serán ángeles y reuniones alegres y luz. —Sacudió la cabeza blanca, molesta—. Estuvo aquí otra vez ayer, ¿sabe usted? Diciendo todo tipo de tonterías. Dijo: “Estará usted en la Luz. ¿Qué hay que temer?” Bueno, pues se lo diré. Dejar el mundo y tu cuerpo y tus seres queridos. ¿Cómo puede eso no dar miedo, aunque vayas al cielo?
“¿Y cómo sabe que hay un cielo? —pensó Joanna—. ¿Cómo sabe que no hay un tigre tras la puerta, o algo peor?” Y recordó la voz de Amelia, llena de conocimiento y terror: “Oh, no, oh, no, oh, no.”
—Por supuesto que tendré miedo —dijo la señora Woollam—. Incluso Jesús lo tuvo. “Aleja de mí este cáliz”, dijo en el Huerto, y en la cruz exclamó “Eloi, eloi, lama sabactham”. Eso significa “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Abrió la Biblia y pasó las páginas. La piel de sus manos era tan fina como las hojas de filo dorado.
—Incluso en los Salmos, no dice: “Sí, aunque camine a través del valle de la sombra de la muerte, no la temeré.” Dice… —y la voz de la señora Woollam cambió, volviéndose más suave y de algún modo más ominosa, como si realmente estuviera atravesando aquel valle—: “Sí aunque camine a través del valle de la sombra de la muerte, no temeré ningún mal.”
Cerró la Biblia y se la llevó al pecho de pajarillo como si fuera un escudo con el que protegerse.
—Porque Jesús estará conmigo. “Estaré con vosotros hasta el final de los tiempos.”
Le sonrió a Joanna.
—Pero no ha venido a recibir sermones. Ha venido a preguntarme por mi ECM. ¿Qué más quiere saber?
—Las otras veces que tuvo ECM, ¿fue igual el regreso?
—Excepto en una ocasión. Esa vez estuve en el túnel y de pronto aparecí en el suelo, junto al teléfono.
—¿En el suelo?
—Sí. La ambulancia no había llegado todavía.
—¿Y la transición fue rápida?
—Sí —dijo la señora Woollam. Abrió de nuevo su Biblia y, por un momento, Joanna pensó que iba a leerle algo como “en un abrir y cerrar de ojos todos cambiaremos”, pero en cambio la alzó y la cerró de golpe—. Así.
—Lo describió como algo brusco, como un libro cerrándose de golpe —le dijo Joanna a Richard al día siguiente, mientras esperaban al señor Sage—. Y la señora Davenport también dijo que su regreso fue repentino.
—¿La señora Davenport? —dijo Richard, incrédulo.
—Lo sé, lo sé, dirá cualquier cosa que el señor Mandrake quiera que diga. Pero a él no le interesan los regresos, y la palabra “repentino” aparece varias veces en su declaración. Y en ambos casos sus corazones empezaron a latir espontáneamente otra vez, sin ninguna intervención médica.
—¿Qué hay de tus otras entrevistas? —preguntó Richard—. ¿Hay alguna correlación entre su modo de volver a la vida y su modo de salir de la ECM?
—Lo comprobaré en cuanto terminemos con el señor Sage.
—Pregúntale por la dilatación temporal —dijo Richard—, y por si regreso.
Y Joanna así lo hizo, pero no sirvió de gran cosa. Después de veinte minutos de luchar contra la dilatación temporal, lo dejó correr y preguntó:
—¿Puede describir cómo despertó? ¿Fue rápido o lento?
—No lo sé —respondió el señor Sage—. Fue simplemente despertar.
—¿Despertar como cuando suena el despertador? —preguntó ella, y Richard le dirigió una mirada interrogativa.
“Sé que estoy dando pistas —pensó—. He abandonado toda esperanza de sacarle algo sin darle indicaciones.”
—¿Como cuando suena su despertador —repitió—, o como un sábado por la mañana, cuando se despierta gradualmente?
—Trabajo los sábados —dijo el señor Sage.
Fue un alivio volver a su oficina y buscar regresos abruptos, aunque no pareciera haber un paralelismo evidente entre éstos y el revivir espontáneo. “Abraham dijo: “¡Regresa!” —había dicho el señor Sameshima—, ¡y zas, volví a la mesa de operaciones.”
Pero cuando Joanna comprobó su historial, descubrió que habían usado con él las palas desfribiladoras cuatro veces. La señora Kantz, por otro lado, que había empezado a respirar por sí sola después de un accidente de coche dijo: “Estuve flotando durante mucho rato en una especie de espacio neblinoso.”
A las cuatro, Joanna recopiló lo que tenía. Mientras lo imprimía, escuchó sus mensajes. Vielle, que quería saber si había hecho ya algún progreso con el doctor Wright. El señor Wojakowski, que quería saber si lo necesitaban. La señora Haighton, diciendo que necesitaba concertar otra cita porque tenía una reunión de emergencia del Comité Primaveral. El señor Mandrake. Se saltó ese mensaje. Guadalupe.
—Llámame cuando tenga un momento.
“Probablemente querrá saber si sigo interesada en Coma Carl —pensó Joanna—. No he ido a verlo desde hace varios días.”
Le llevó las listas a Richard, quien apenas levantó la cabeza de los escaneos, y luego bajó a ver a Guadalupe. Estaba en la habitación de Carl, introduciendo sus datos en la pantalla del ordenador. Joanna se acercó a la cama. Estaba inclinada cuarenta y cinco grados, y Carl, rodeado de almohadas por todas partes, parecía que iba a resbalarse hasta el pie de la cama de un momento a otro. Una mascarilla de oxígeno transparente le cubría la nariz y la boca.
—¿Cómo le va? —le preguntó a Guadalupe, obligándose a hablar en tono normal.
—No muy bien —susurró Guadalupe—. Ha tenido una pequeña congestión estos dos últimos días.
—¿Neumonía? —susurró Joanna.
—Todavía no —dijo Guadalupe, comprobando sus intravenosas Había dos bolsas más en la percha.
—¿Dónde está su esposa?
—Se marchó a comer algo —dijo Guadalupe, pulsando unos números en la percha de las bolsas—. No ha comido en todo el día y la cafetería estaba cerrada cuando bajó. La verdad, ¿para qué se molestan en tener siquiera una cafetería?
Joanna miró a Carl, que yacía quieto y silencioso en la cama inclinada. Se preguntó si podía oírlas, si sabía que su esposa había salido y ella estaba allí, o si se encontraba en un jardín precioso, como la señora Woollam. O en un pasillo oscuro con puertas a cada lado.
—¿Ha dicho algo? —le preguntó a Guadalupe.
—Hoy no. Ayer dijo unas cuantas palabras durante el turno de Pam, que por lo visto tuvo problemas para entenderlas a causa de la mascarilla.
Guadalupe rebuscó en su bolsillo, sacó un papelito y se lo entregó a Joanna.
Carl gimió de nuevo y murmuró algo. Joanna se acercó más a la cama.
—¿Qué es, Carl? —dijo, y le tomó la mano flácida.
Sus dedos se movieron cuando ella le tomó la mano, y Joanna se sorprendió tanto que casi lo soltó. “Me ha oído —pensó—, está tratando de comunicarse conmigo.” Luego se dio cuenta de que no era así.
—Está temblando —le dijo a Guadalupe.
—Lleva así un par de días. Su temperatura es normal. Joanna se acercó al respiradero de la calefacción y alzó la mano para ver si salía aire. Salía, levemente cálido.
—¿Hay un termostato?
—No. Pero tiene usted razón. Hace frío aquí dentro. Le traeré otra manta.
Guadalupe salió y Joanna se sentó junto a la cama y leyó la tira de papel que la enfermera le había dado. Sólo había unas pocas palabras: “agua” y “mitad” con una interrogación detrás, y “oh, gran”.
Carl gimió y su pie se agitó débilmente. ¿Apartaba algo de una patada? ¿Escalaba algo? Murmuró unas palabras ininteligibles y su mascarilla se empañó. Joanna se inclinó hacia él.
—Ella —murmuró Carl—. Aprisa —dijo, levantando la cabeza de la almohada—. Tengo que…
—¿Tienes que hacer qué, Carl? —preguntó Joanna, tomándole de nuevo la mano—. ¿Tienes que hacer qué?
Pero se había vuelto a hundir en las almohadas, tiritando. Joanna lo cubrió con la colcha sin que él ofreciera ninguna resistencia, y se preguntó que había pasado con Guadalupe y la manta, y luego se quedó allí, sosteniéndole la mano entre las suyas. Tengo que. Agua.
Se produjo un súbito cambio en la habitación, un silencio. Joanna miró a Carl, alarmada, temiendo que hubiera dejado de respirar, pero no. Vio su pecho subir y bajar débilmente, el leve vaho de su mascarilla de oxígeno.
Pero algo había cambiado. ¿Qué? Los monitores estaban funcionando todos, y si hubiera habido algún cambio en las constantes vitales de Carl habrían empezado a sonar. Joanna observó el ordenador, la percha con las intravenosas, el calefactor. Colocó las manos delante del respiradero. No salía aire.
“El calefactor se ha estropeado —pensó, y luego—, lo que oí no fue un sonido. Fue el silencio posterior. Eso es lo que oí en el túnel. Por eso no puedo describirlo. Porque no era un sonido. Era el sonido después de que algo se desconecta.” Y casi, casi lo tuvo.
—Allá vamos, Carl, una bonita manta caliente —dijo Guadalupe, desplegando un cuadrado azul—. Te la he calentado en el microondas. —Se detuvo y miró la cara de Joanna, sus puños cerrados—. ¿Qué pasa?
“Casi lo tenía y ahora se ha vuelto a perder —pensó Joanna—, eso es lo que pasa.”
—Estaba intentando recordar algo —dijo, abriendo los puños.
Vio cómo Guadalupe colocaba la manta sobre Carl y lo tapaba hasta los hombros. Algo referido a una manta y un calefactor. No, no un calefactor, a pesar de la manta, a pesar de que la mujer dijo “hace tanto frío”. Era otra cosa, algo que tenía que ver con el instituto y con rebuscar en los bolsillos de la bata de Richard y con un lugar en el que no había estado nunca. Un lugar que tenía en la punta de la mente.
“Lo conozco, sé lo que es”, pensó, y la sensación de temor regresó, más fuerte que nunca.
Y en mi sueño vino a mí un ángel de alas blancas, sonriendo.
—Interesante —dijo Richard cuando Joanna le habló del episodio del calefactor—. Describe de nuevo la sensación.
—Es una… —Buscó la palabra adecuada—. Una convicción de que sé dónde está el pasillo de mi ECM.
—No estás hablando de un flashback, ¿verdad? No volviste a encontrarte allí otra vez.
—No. Y no, no es un deja vu —contestó, anticipándose a su siguiente pregunta—. Sé que no he estado allí anteriormente.
—¿Y si es un jamáis vu? Es la sensación de que estás en un lugar extraño aunque has estado allí muchas veces. También es un fenómeno del lóbulo temporal.
—No —dijo ella pacientemente—. Es un lugar en el que sé que no he estado nunca, pero lo reconozco. Sé lo que es, pero no se me ocurre. Es como… —Se subió las gafas sobre la nariz, tratando de dar con un buen ejemplo—. Bueno, es como… Un día estaba en el cine con Vielle, y vi a una mujer comprando palomitas. Sabía que la había visto en algún sitio, pero no pude situarla. Tuve la sensación de que era algo negativo, así que no quise ir y preguntarle, y me pasé toda la película pensando en si trabajaba en el hospital o si vivía en mi edificio o si había sido una paciente mía. Es esa sensación. —Miró a Richard, expectante.
—¿Quién era?
—Una de las seguidoras de Mandrake —dijo, y sonrió—. Casi al final de la película, Meg Ryan va a que le lean la mano y pensé: “De eso la conozco. Es una de las amigas del señor Mandrake”, y Vielle y yo nos largamos antes de los créditos.
Richard parecía pensativo.
—Y crees que el hecho de que el calefactor se apagara es igual que la lectura de la mano.
—Sí, pero no funcionó. Las tres veces sentí que tenía la respuesta al alcance de mi mano… —Advirtió que estaba a punto de hacer el gesto de nuevo y se detuvo—. Pero no pude cogerla.
—Cuando se produjo la sensación, ¿experimentaste náuseas?
—No.
—¿Olores o sabores no habituales?
—No.
—¿Imágenes parciales?
—¿Imágenes parciales? —preguntó ella.
—Como cuando estás intentando recordar el nombre de alguien, y recuerdas que empieza por T.
Ella sabía qué quería decir. Cuando Meg Ryan tendió la mano a la adivinadora, recordó de pronto al señor Mandrake llamándola.
—No.
Él asintió vigorosamente.
—No lo esperaba. Creo que estás experimentando una sensación de conocimiento incipiente, una sensación de significado. Es una sensación visceral de poseer conocimiento unida a la incapacidad de saber cuál es el contenido de ese conocimiento. Es un efecto de estimulación del lóbulo temporal, que conecta una señal significativa en el sistema límbico, pero sin ningún contenido adjunto.
—Como el sonido —dijo Joanna.
—Exactamente. Apuesto a que eso y la sensación de reconocer el túnel son efectos del lóbulo temporal.
—Pero conozco… Él asintió.
—Hay una intensa sensación de conocimiento. La persona que la experimenta declara decididamente que comprende la naturaleza de Dios o del cosmos, pero cuando se le pide que lo explique, no puede. Es un síntoma común en los epilépticos del lóbulo temporal.
—Y de los que experimentan ECM —dijo Joanna—. Más del veinte por ciento de ellos creen que recibieron un conocimiento especial o una reflexión sobre la naturaleza del cosmos.
—Pero no pueden explicarla, ¿verdad?
—No —dijo ella, recordando una entrevista con una tal señora Kelly. “El ángel dijo: “Mira la luz”, y al hacerlo comprendí el significado del universo”, había dicho la señora.
Joanna esperó, la minigrabadora en marcha, el lápiz preparado.
—¿Cuál es? —preguntó por fin, y entonces, como la señora Kelly no respondía, repitió—: ¿Cuál es el significado del universo?
—Nadie que no lo haya experimentado podría comprenderlo —dijo rápidamente la señora—. Sería como tratar de explicarle la luz a un ciego.
Pero Joanna todavía recordaba la expresión frenética y asustada de su rostro: no tenía ni la menor idea.
—Pero el conocimiento de los que experimentan una ECM es metafísico —le dijo a Richard—. Esa sensación no tiene nada que ver con la religión ni con la naturaleza del cosmos.
—Lo sé, pero en el caso de alguien con una base científica, esa sensación de conciencia cósmica podría tomar otra forma más secular.
—Como creer que reconozco la localización del túnel. Él asintió.
—Y atribuir significado a cosas aleatorias, como la manta y el calefactor, que también es un fenómeno común. Lo que interpretas como reconocimiento es solamente sobreestimulación del lóbulo temporal.
—Te equivocas. Sé lo que es. Pero no puedo…
—Exactamente —dijo Richard—. No puedes decirme qué es porque se trata de una emoción, no de conocimiento real. Sentimiento sin contenido.
La teoría de Richard tenía sentido. Explicaba por qué, a pesar de los incidentes repetidos, no estaba más cerca de la respuesta, y por qué los estímulos parecían no estar relacionados: una manta, un calefactor que se paraba, la bata de Richard, un suelo que no encajaba. “Y algo que tiene que ver con el instituto —pensó—, no te olvides de eso.”
—Pero parece tan real…
—Eso es porque están presentes los mismos neurotransmisores que cuando el cerebro experimenta una comprensión real —dijo Richard—. Si tienes otro incidente, documenta todo lo que puedas al respecto. Circunstancias, síntomas relacionados…
—¿Y si la próxima vez descubro qué es? Él sonrió.
—Entonces no será estimulación del lóbulo temporal. Pero apuesto a que sí. Explicaría la presencia de endorfinas tan diversas, y casi todos los elementos nucleares son también síntomas del lóbulo temporal: sonidos, voces, luz, sensaciones de inefabilidad y calor…
“No hacía calor —pensó Joanna obstinadamente—, hacía frío. Y sé dónde está. Y la próxima vez que tenga un incidente, lo descubriré.”
Pero no hubo más incidentes. Fue como si saber la causa la hubiera curado. Y estaba bien. Joanna estuvo demasiado ocupada los tres días siguientes para poder respirar siquiera, mucho menos para recordar nada. Hubo un súbito aluvión de pacientes que fibrilaban y luego eran revividos. La señora Jacobson, a quien había entrevistado hacía semanas, fue ingresada por problemas cardíacos, y hubo dos ataques de asma no relacionados.
Joanna los escuchó describir el túnel (oscuro), la luz (brillante) y el sonido que habían oído (no podían). Lo único en lo que estaban de acuerdo era que parecía que la ECM había sucedido de verdad.
—Estuve allí —dijo el señor Darby, casi violentamente—. Fue real. Lo sé.
Entre entrevistas, Joanna dejó mensajes para que la señora Haighton la llamara y estudió las transcripciones en busca de casos de conocimiento incipiente o inefabilidad e hipersignificado. Varios casos de ECM hablaban de haber regresado a la tierra para cumplir una misión, aunque ninguno pudo explicar exactamente cuál era esa misión.
—Es una misión —había dicho vehementemente el señor Edwards. “El tema le molesta”, había escrito Joanna en sus notas.
Los casos de hipersignificado eran más raros. La señorita Hodges había dicho: “Ahora, cada vez que miro una flor o un pájaro, significa mucho más.” Pero eso podía ser simplemente un aprecio aumentado por la vida, y ninguno de los sujetos había hablado de conocer la clave del universo. Todos ellos, por lo que sabía, estaban convencidos de que ya poseían ese conocimiento, no de que estuviera fuera de su alcance.
Hizo una búsqueda global de “elusivo”, pero no encontró nada, y tuvo que abandonar “en la punta de la lengua” en mitad de la búsqueda porque llamaron con más casos de infarto, y mientras estaba entrevistando al segundo, Vielle le envió un mensaje diciendo que tenían además un shock anafiláctico.
Joanna subió a verlo inmediatamente, pero no lo bastante pronto.
—Entrenen un túnel —dijo él en cuanto ella entró en la habitación—. ¿Por qué no dejé primero mi cuerpo y subí flotando al techo? Creía que eso era lo que pasa primero.
“Uh-oh”, pensó Joanna.
—¿Ha venido a verlo el señor Mandrake, señor Funderburk?
—Acaba de marcharse. Me dijo que la gente sale del cuerpo y flota sobre él y ve a los médicos que la están atendiendo.
—Algunas personas tienen experiencias extracorporales y otras no dijo —Joanna—. Cada ECM es distinta.
—El señor Mandrake dijo que todo el mundo tenía una experiencia extracorpórea, un túnel, una luz —dijo él, contando con los dedos—, parientes, un ángel, una revisión de vida y la orden de regreso.
“¿Por qué me molesto siquiera?”, pensó Joanna, pero sacó su minigrabadora, la encendió y preguntó:
—¿Puede describir su experiencia, señor Funderburk? Había experimentado, como era de esperar, un túnel, una luz, parientes, un ángel, una revisión de vida y una orden de regreso.
—¿Le parecieron familiares sus inmediaciones?
—No, ¿tendrían que haberlo sido? —dijo él, como si le hubieran estafado en algo más—. El señor Mandrake no dijo nada al respecto.
—Hábleme de su regreso, señor Funderburk.
—Primero tengo que contarle la revisión de vida.
—Muy bien, hábleme de la revisión de vida.
Pero fue extremadamente vago en cuanto a su forma y su contenido.
—Es una revisión —dijo—. De la vida. Y entonces el ángel me ordenó regresar, y lo hice.
—¿Puede describir su regreso?
—Regresé.
Ella empezó a apreciar al señor Sage.
—Durante su ECM, ¿recuerda haber oído algo?
—No. El señor Mandrake dijo que se suponía que debería haber habido un sonido cuando entré en el túnel, pero no lo oí tampoco —dijo, quejándose exactamente igual que alguien que protesta porque el postre tiene que venir con la comida, tal como decía el menú.
Las otras entrevistas fueron mejores, aunque ninguna de ellas aportó muchos detalles sobre el modo de su regreso o el sonido.
La señora Isakson no pudo describir el sonido.
—¿Está segura de que era un sonido? —preguntó Joanna.
—¿Qué quiere decir?
—¿Podría haber sido el silencio después de un sonido lo que oyó en vez del sonido mismo? —preguntó Joanna, sabiendo que era una pregunta con pistas, pero incapaz de pensar en otra forma de preguntar lo que necesitaba saber, y su sugerencia no tuvo ningún efecto sobre la señora Isakson.
—No, era decididamente un sonido. Lo oí al entrar en el túnel. Era un golpeteo. O un gemido. En realidad no lo recuerdo porque me alegré tantísimo de ver a mi madre… —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Parecía tan bien y tan feliz, no como la última vez que la vi. Se quedó tan delgada al final, y tan amarilla.
Un comentario clásico. Siempre se describía a los parientes muertos como más sanos que cuando estaban en su lecho de muerte, con el peso o los miembros o las facultades que habían perdido en vida restaurados.
—Estaba de pie en la luz, tendiéndome los brazos —dijo la señora Isakson.
—¿Puede describir la luz?
—Era preciosa —dijo ella, levantando la cabeza y abriendo las manos—. Tan brillante.
—¿Puede describir el túnel?
—Estaba muy oscuro —dijo, vacilante—. Me recordó un pasillo. Más o menos.
—¿Le pareció familiar?
—No —respondió rápidamente. Bueno, eso era todo, se dijo Joanna. Comprobó sus notas, tratando de ver si se le había olvidado preguntar algo.
—Tuve la sensación —comentó pensativa la señora Isakson— de que dondequiera que estuviese, estaba muy muy lejos.
“Tiene razón”, pensó Joanna, recordando el pasillo. Estaba muy muy lejos. A eso se refería Greg Menotti cuando dijo que estaba demasiado lejos para que su novia llegara.
“Le mentí a Richard —pensó Joanna—. Le dije que sólo había tenido tres incidentes, pero fueron cuatro.” Se había olvidado de Greg murmurando “cincuenta y ocho”. Cuando lo dijo, ella tuvo la misma sensación de que casi sabía de qué estaba hablando. “Y eso no pudo haber sido sobreestimulación del lóbulo temporal —pensó—. Ni siquiera me había sometido al tratamiento. Ni siquiera había conocido a Richard.”
—Gracias por su colaboración —le dijo a la señora Isakson, apagando la minigrabadora. Se guardó en el bolsillo la libreta y el permiso de la señora Isakson, se despidió y salió de la habitación. Y se topó con el señor Mandrake.
—Doctora Lander —dijo; parecía sorprendido de verla y molesto porque le había ganado a la hora de llegar a una paciente—. ¿Estaba viendo a la señora Isakson?
—Sí, acabamos de terminar —respondió ella, y se encaminó rápidamente pasillo abajo.
—Espere —dijo él, cortándole la huida—. Hay varias cosas que quiero discutir con usted.
“Por favor, que no haya descubierto que me he sometido al tratamiento”, rezó Joanna, mirando ansiosamente los ascensores del fondo del pasillo, pero él la había arrinconado entre un carrito de suministros y la puerta abierta de la habitación de la señora Isakson.
—Siento curiosidad por saber cómo progresa su investigación y la del doctor Wright.
“Apuesto a que sí —pensó ella—, sobre todo ahora que ha perdido a todos sus espías.”
—He de confesar que me sentí decepcionado cuando me dijo que estaba trabajando con el doctor Wright. Si hubiera sabido que estaba interesada en colaborar, le habría pedido que me ayudara, pero siempre me ha dado la impresión de que prefería trabajar sola.
El ascensor trinó levemente y Joanna lo miró, rezando para que saliera alguien conocido. Cualquiera. Incluso el señor Wojakowski.
—¡Y haber elegido un proyecto tan dudoso! ¡Intentar reproducir una experiencia metafísica por medios físicos!
El ascensor se abrió y salió un hombre regordete con un gran crisantemo en una maceta.
—Todo lo que cualquiera de esos supuestos experimentos ha podido producir son unas cuantas luces o una sensación de flotar. En ninguno ha visto nadie ángeles o el espíritu de los difuntos. ¿Ha visto a la señora Davenport?
“¿Es que ha muerto?—pensó Joanna, sobresaltada, y luego divertida—. Lo que me hacía falta, ver a la señora Davenport de pie al final del túnel.”
El señor Mandrake estaba esperando que respondiera.
—¿Sigue la señora Davenport en el hospital? —preguntó Joanna—. Creía que se había marchado a casa. El sacudió la cabeza.
—Ha desarrollado varios síntomas cuyas causas los doctores no han podido localizar y ha tenido que quedarse para someterse a pruebas adicionales —dijo—. Como resultado, he podido entrevistarla varias veces, y cada vez ha recordado detalles adicionales sobre su experiencia.
“Apuesto a que sí”, pensó Joanna, apoyando la cabeza contra la pared.
—Sé que considera usted que las entrevistas deberían ser realizadas lo más cerca posible del acontecimiento —dijo él—, pero he descubierto que la memoria de los pacientes mejora con el tiempo. Ayer mismo la señora Davenport recordó que el Ángel de Luz levantó la mano y dijo “Contempla”, y vio que la Muerte no era la Muerte, sino sólo un tránsito.
—¿Un tránsito? —exclamó Joanna, y lo lamentó al momento, pero el señor Mandrake no pareció darse cuenta.
—Un tránsito al Otro Lado —respondió él—, que le fue revelado a la señora Davenport en toda su gloria. Y mientras contemplaba las bellezas de la próxima vida, los secretos del pasado y el futuro le fueron revelados, y comprendió los secretos del cosmos.
—¿Dijo cuáles eran esos secretos?
—dijo que las simples palabras eran incapaces de expresarlos —replicó el señor Mandrake, con aspecto irritado—. ¿Puede producir el doctor Wright una revelación como ésa en su laboratorio? Por supuesto que no. Una revelación semejante sólo puede venir de Dios.
“O del lóbulo temporal —pensó Joanna—. Tiene razón. Son todos síntomas del lóbulo temporal.”
—”Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que sueños en tu filosofía” —entonó el señor Mandrake, y Joanna decidió que era una frase tan buena para hacer mutis como otra cualquiera.
—Tengo que ver a otro paciente, en la seis-oeste —dijo. Lo esquivó y se encaminó al ascensor. Cuando éste llegó, pulsó el ocho, y, en cuanto subió un piso, el cinco. “Eso debería mantener al señor Mandrake ocupado durante un rato”, pensó, mientras se bajaba en la quinta planta. Y, esperaba, también dejaría en paz a la pobre señora Isakson. Se dirigió hacia las escaleras.
—Hola, Doc —la llamó una voz.
“Es culpa mía —pensó—, cuidado con lo que pides.”
—¿Qué está haciendo usted aquí, señor Wojakowski? —dijo ella, intentando sonreír.
—Un amiguete mío se cayó y se rompió la cadera —respondió él alegremente—. Iba a su clase de cerámica y un momento después estaba tumbado de espaldas. Eso me recuerda aquella vez en el mar de Coral, cuando nos golpeó una carga de profundidad. Bud Roop y yo estábamos en el hangar de cubierta reparando la magneto de un Wildcat cuando golpeó, y una de las hélices salió volando y se llevó por delante la mitad de la cabeza del bueno de Bud. ¡Bam! —Hizo un movimiento cortante con la mano—. Así de fácil. En un momento estaba vivo mascando chicle y hablándome (siempre mascaba chicle Blackjack, no lo he visto desde hace años) y al siguiente había perdido media cabeza. Ni siquiera supo qué le había golpeado. —Sacudió la cabeza—. No es mala forma de irse, supongo. Mejor que a mi amigo de ahí —señaló con el pulgar en dirección al pasillo—. Cáncer, fallo cardíaco generalizado y ahora esto de la cadera. Prefiero con diferencia una bomba japo, pero uno no puede elegir, ¿no?
—No.
—Bueno, por cierto, me alegro de habérmela encontrado —dijo el señor Wojakowski, sonriendo—. Llevo intentando localizarla para preguntarle por el horario.
—Lo sé, señor Wojakowski. El caso es que…
—Porque tengo un problema. Le dije a un amigo mío de Aspen Gardens que me apuntaría con él a un cursillo de audición. Fue antes de apuntarme al suyo, y se me había olvidado, y ahora estoy apuntado a dos cosas a la vez. El suyo es muchísimo más interesante y no estoy tan mal del oído, excepto por un pequeño zumbido en uno. Lo tengo desde el mar de Coral, cuando aquella bomba alcanzó el ascensor número Dos y…
—Pero si ya había firmado antes —dijo Joanna, decidiendo que no podía esperar a tener otra oportunidad—, el estudio sobre audición tiene preferencia.
—No quiero dejarla tirada.
—No lo está haciendo.
—Es terrible dejar tirado a un amigo. ¿Le he contado lo de aquella vez que Ratsy Fogle le dijo a Art Blazaukas que le haría la guardia para que Art pudiera ver a aquella chica nativa de Maui?
—Sí —le dijo Joanna, pero no sirvió de nada. Tuvo que escuchar la historia entera, y la de Jo-Jo Powers antes de que finalmente la dejara marchar.
Se encaminó directamente a su despacho y se quedó allí, buscando ejemplos de revelaciones inefables y sabiduría absoluta hasta que llegó la hora de su sesión, y entonces se llevó la lista al laboratorio.
Richard estaba ante la consola, examinando los escaneos.
—¿Dónde has estado? —preguntó, sin apartar los ojos de la pantalla.
—Discutiendo de filosofía con el señor Mandrake —dijo ella. Le tendió las transcripciones y entró a ponerse la bata. Al verse en el espejo recordó que no le había hablado a Richard del incidente con Greg Menotti, y en cuanto salió, le dijo—: Richard, me preguntaste si había tenido algún otro incidente, aparte de…
—Hola a todos —dijo Tish al entrar, agitando un papel—. Noticias de la alturas.
Le tendió el papel a Richard.
—¿Qué es esto? —preguntó él.
—Estaba en su puerta.
—”Atención, a todo el personal hospitalario” —leyó Richard en voz alta—. “Ante la reciente serie de hechos relacionados con las drogas en Urgencias…” —Levantó la cabeza—. ¿Qué hechos?
—Dos tiroteos y un apuñalamiento —dijo Joanna.
—Y un ataque con una percha para intravenosas —añadió Tish mientras conectaba los cables de los electrodos al monitor.
—”… de hechos relacionados con las drogas en Urgencias” —continuó Richard—. “Se aconseja a todo el personal que tome las siguientes precauciones. Uno: presten atención a cuanto les rodea.”
—Oh, eso ayudará mucho cuando un pistolero drogado saque una semiautomática —dijo Tish.
—”Dos: no hagan ningún movimiento brusco. Tres: estén atentos a todas las salidas disponibles.”
—Cuatro: no trabajen en Urgencias —dijo Joanna.
—Y que lo diga —comentó Tish, sacando el equipo de intravenosas—. El consejo ha decidido contratar a un guardia de seguridad más. Creo que tendrían que haber contratado a unos diez. Estoy preparada ya, Joanna.
Joanna se tumbó en la mesa. Tish empezó a colocar los parches en la espalda y las piernas.
—”Cuatro” —dijo Richard, leyendo todavía—: “no intenten luchar o desarmar al paciente. Cinco”. —Hizo una pelota con el papel y lo tiró a la basura.
—Jenni Lyons me ha dicho que ha solicitado el traslado al Aurora Memorial —dijo Tish, anudando el tubo de goma en el brazo de Joanna—. Dice que allí al menos tienen detector de metales.
Sondeó el brazo de Joanna con el dedo, tratando de encontrar una vena.
“Tengo que sacar de allí a Vielle”, pensó Joanna mientras Tish conectaba los electrodos y le ponía los auriculares.
“Tengo que convencerla para que pida el traslado antes de que ocurra algo”, pensó, y apareció en el túnel, pero mucho más lejos de la puerta que antes, y esta vez la puerta estaba abierta. La luz dorada inundaba el pasillo hasta la mitad.
No vio sombras ni movimientos, como en otras ocasiones, ni oyó ninguna voz. Permaneció quieta, intentando percibir algún murmullo, y entonces pensó: “Lo has vuelto a hacer. Te has olvidado de prestar atención al sonido.”
Pero no era un sonido, o más bien, un cese de sonido. Era una sensación de haber oído un sonido producida por el lóbulo temporal. No había ningún sonido real.
Pero de pie en el pasillo, estaba segura de que lo había habido. Un sonido como… ¿qué? Un rugido. O algo cayendo. Sintió un fuerte impulso de darse la vuelta y mirar hacia lo oscuro del pasillo como si eso fuera a ayudarla a identificarlo.
“No —pensó, permaneciendo cuidadosamente quieta, sin volver siquiera la cabeza—, te enviará de vuelta al laboratorio. No hagas eso. No hasta que veas qué hay más allá de la puerta.” Y empezó a caminar hacia ella.
La luz pareció hacerse más brillante mientras se acercaba, iluminando las paredes y el suelo de madera, que todavía daba una impresión de longitud casi infinita. Las paredes eran blancas, igual que las puertas, y mientras se acercaba al fondo del pasillo, vio que estaban numeradas.
“¿Y si una de ellas es la cincuenta y ocho?”, pensó, apretando los puños, y continuó. “C8”, se leía en las puertas, las letras y los números dorados, “CIO, C12”. La luz continuaba haciéndose más brillante.
Esperaba que la luz se hiciera insoportablemente brillante mientras se acercaba, pero no fue así, y cuando se aproximó más a la puerta distinguió formas en ella. Figuras con túnicas blancas, irradiando luz dorada.
Ángeles.
Temo enormemente el viaje.
El primer pensamiento de Joanna fue: “¡Angeles! El señor Mandrake se pondrá furioso.”
Su segundo pensamiento fue: “No, ángeles no. Personas.” Tenían la luz detrás, alrededor, recortándolas en dorado de manera que parecía irradiar de ellas, de su ropa blanca. Y no eran túnicas. Eran vestidos blancos con faldas que se arrastraban por el suelo. Vestidos anticuados.
“Los parientes muertos”, pensó Joanna, pero no estaban congregados en torno a la puerta, esperándola para darle la bienvenida al Otro Lado. Se movían, o permanecían en pequeños grupos de dos o tres, murmurando en voz baja entre sí. Joanna se acercó a la puerta, tratando de distinguir lo que decían.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó una joven con un largo vestido de cuello alto. El pelo le caía por la espalda casi hasta la cintura.
“Una pariente muerta hace mucho tiempo”, pensó Joanna, intentando ver al hombre con el que hablaba. Él habló, en voz demasiado baja para que Joanna la oyera. Entornó los ojos para tamizar la luz que lo rodeaba, como si eso fuera a hacer su voz más clara, y vio que llevaba una chaqueta blanca y tenía un rostro agradable. Un rostro desconocido. Igual que el de la mujer. Joanna nunca había visto a ninguno de los dos.
La joven dijo algo más y el hombre hizo una especie de reverencia y se acercó a otras dos personas, un hombre y una mujer, que esperaban juntos. Esta mujer también iba vestida de blanco, pero llevaba el pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Sus manos eran también blancas, y cuando las colocó sobre el brazo del caballero, destellaron, chispeando. El hombre lucía una barba blanca recortada que parecía sacada de un viejo álbum familiar, igual que el pelo de la mujer, pero sus rostros eran desconocidos. Si eran parientes muertos, se dijo Joanna, debían de ser parientes de otra.
La mujer con el pelo suelto le habló al hombre de la barba. Joanna avanzó otro paso, casi hasta la puerta, tratando de oír.
—Estoy seguro de que no es nada —dijo el hombre de la barba.
Joanna dirigió una ansiosa mirada hacia el pasillo. Eso era lo que había dicho la última vez el hombre. Y la mujer había dicho: “Hace mucho frío.” Y la ECM se terminó. Si iba a probar su teoría de que el pasillo era el camino de vuelta, que regresar al túnel sería el fin de la ECM, tenía que hacerlo ahora, antes de que la ECM terminara por su cuenta, pero quería quedarse y oír de qué estaban hablando.
“Es una pista sobre dónde están”, pensó, vacilando, un pie preparado, dispuesta a correr, tratando de decidir. Como Cenicienta en el baile, con el reloj a punto de dar la medianoche, se dijo, y entonces cuando miró de nuevo a las mujeres con sus largos vestidos blancos, advirtió que eso debía de ser, un baile. Por eso la mano de la mujer era blanca, porque llevaba guantes blancos, y el chisporroteo al retirar la mano eran las joyas de un brazalete. Y el joven iba vestido con una chaqueta blanca, adecuada para la cena. Se protegió los ojos de la luz, tratando de ver cómo iba vestido el hombre de la barba blanca.
—Hace mucho frío —dijo la joven, y Joanna le dirigió una última mirada llena de frustración; luego se dio la vuelta y corrió pasillo abajo. Y llegó al laboratorio.
—Quiero que me hables de tu regreso —dijo Richard en cuanto Tish terminó de observarla y de retirar los electrodos y la intravenosa.
—¿Fue…? —dijo él, y se interrumpió—. Háblame de tu regreso. Ella le dijo lo que había hecho.
—¿Por qué? ¿Fue distinto en los escáneres?
—Radicalmente —dijo él, complacido, y se dirigió a la consola, como si hubiera terminado.
—Espera, tengo que contarte el resto de la ECM —dijo Joanna—. Vi otro de los elementos nucleares esta vez. Angeles.
—¿Ángeles? —dijo Tish—. ¿De veras?
—No. Eran figuras vestidas todas de blanco, o con “atuendos níveos”, como diría el señor Mandrake.
—¿Tenían alas? —preguntó Tish.
—No. No eran ángeles. Eran personas. Iban vestidas con largas túnicas blancas, y había luz a su alrededor —dijo Joanna—. Siempre había pensado que la gente veía algo que consideraba ángeles y que les añadía las tradicionales túnicas blancas y los halos porque así les habían descrito a los ángeles en la escuela dominical. Pero ahora me pregunto si no es al revés, que ven la ropa blanca y la luz rodeándolos y eso los hace pensar que son ángeles.
—¿Le hablaron? —preguntó Tish.
—No, no parecían saber que yo estaba allí —contestó Joanna. Le contó a Richard lo que había dicho la mujer.
—Pudiste oírlos hablar —dijo él.
—Sí, y no era la comunicación telepática de la que hablan algunos. Estaban hablando, y pude oír parte de lo que decían, y parte no, porque estaban demasiado lejos.
—O porque carecía de contenido —dijo Richard—, como el ruido o la sensación de reconocimiento.
“No —pensó Joanna, mientras tecleaba esa tarde en el ordenador su testimonio—, porque no sé lo que decían, y sé dónde está el túnel. Estoy segura.”
Un lugar con números en las puertas y una puerta al fondo, donde había gente de pie, vestida de blanco. ¿Una fiesta? ¿Una boda? Eso explicaría la preponderancia del blanco. ¿Pero por qué no dejaban de preguntarse “¿Qué ha ocurrido”? ¿Había dejado colgado el novio a la novia? ¿Y por qué iban también los hombres vestidos de blanco? ¿Cuándo fue la última vez que viste a un puñado de hombres y mujeres vestidos de blanco, de pie y quejándose del frío?
“Durante una emergencia en el hospital”, pensó. Los hospitales están llenos de gente vestida de blanco, y allí era donde la mayoría de los pacientes experimentaban sus ECM. La enorme mayoría experimentaban su ECM en la sala de urgencias, rodeados de médicos y enfermeras, con el código de alarma zumbando y un residente inclinado sobre el paciente inconsciente, iluminándole los ojos con una lucecita y preguntando “¿Qué le ha pasado?”. Tenía todo el sentido del mundo.
Excepto que el personal de urgencias no vestía de blanco, vestía de verde o de azul o de rosa, y las salas de trauma no estaban numeradas C8, CIO, C12. C. ¿Qué significaba la C?
“Confabulación —pensó—. Deja de pensar en eso. Ponte a trabajar”, cosa que resultó más sencilla de lo que pensaba. El torrente de ECM continuó, y durante varios días Joanna los entrevistó diligentemente a todos, aunque no fueron nada útiles. Fueron sin excepción incapaces de describir lo que habían experimentado, como si la inefabilidad hubiera contagiado cada aspecto de su ECM: el tiempo que estuvieron allí, la forma de su regreso, las cosas que habían visto, incluidos los ángeles.
—Parecían ángeles —dijo irritado el señor Torres cuando Joanna le pidió que describiera las figuras que había visto de pie ante la luz, y cuando le pidió que fuera más específico, le espetó—: ¿Es que no ha visto nunca a un ángel?
“Tengo que hablar con alguien inteligente”, pensó Joanna, y bajó a Urgencias, pero estaban cargados de trabajo.
—Choque frontal entre un autobús de la iglesia y una furgoneta —informó Vielle brevemente mientras corría a recibir una camilla que traían los enfermeros—. Te llamaré.
—Olvídense de éste —dijo el residente—. Está muerto.
Muerto al llegar. ¿Al llegar adonde?, se preguntó Joanna, y subió a ver a la señora Woollam. Le había prometido volver a visitarla, y quería preguntarle si había visto alguna vez a gente en el jardín o en las escaleras.
La señora Woollam no estaba, y era evidente que no la habían llevado a hacerle pruebas a alguna parte. La cama estaba perfectamente hecha, con una manta doblada al pie y una bata de hospital encima. “Se le debe de haber acabado la cobertura del seguro”, pensó Joanna, decepcionada, y se dirigió al puesto de las enfermeras.
—¿Han traslado a la señora Woollam a otra habitación, o se ha marchado a casa? —le preguntó a una enfermera que no conocía.
La enfermera alzó la cabeza, sobresaltada, y luego se tranquilizó al ver la placa de identificación hospitalaria de Joanna, y Joanna supo instantáneamente lo que iba a decir.
—La señora Woollam murió esta mañana temprano. “Espero que no tuviera miedo”, pensó Joanna, recordando cómo aferraba su Biblia contra su frágil pecho como si fuera un escudo.
—Se fue tranquilamente, mientras leía su Biblia —estaba diciendo la enfermera—. Tenía una expresión pacífica.
“Bien”, pensó Joanna, y deseó que estuviera en el jardín hermoso, hermosísimo. Volvió a la puerta de su habitación y se quedó allí, imaginando a la señora Woollam tendida, el pelo blanco sobre la almohada, la Biblia abierta caída de sus frágiles manos.
“Espero que todo sea verdad —pensó Joanna—, la luz y los ángeles y la brillante figura de Cristo. Por su bien, espero que todo sea verdad.” Regresó al laboratorio. Pero Richard estaba ocupado trabajando con los escaneos de la señora Troudtheim, y tenía que transcribir todas aquellas cintas y le quedaban por entrevistar dos personas que habían experimentado ECM. Tomó algunas cintas vírgenes de su despacho y bajó a ver a la señora Pekish.
Era tan poco comunicativa como el señor Sage, lo cual fue una bendición. El esfuerzo por arrancarle las respuestas le impedía pensar en la señora Woollam, sola en algún lugar en la oscuridad. Sola no, se corrigió. La señora Woollam estaba segura de que Jesús estaría con ella.
—Y entonces vi mi vida —dijo la señora Pekish.
—¿Puede ser más específica?
La señora Pekish frunció el ceño, concentrándose.
—Cosas que pasaron.
—¿Puede decirme cuáles fueron algunas de esas cosas? Ella sacudió la cabeza.
—Todo pasó muy rápido.
Fue igualmente vaga a la hora de describir la luz, y ni siquiera quiso aventurarse respecto al sonido. La señora Grant, al menos, sí lo hizo.
—Parecía música —dijo, su fino rostro alzado como si la estuviera oyendo en aquel preciso momento—. Música celestial.
La señora Grant había entrado en parada durante la terapia de sustitución celular para su cáncer de pulmón. Era calva y tenía esa expresión chupada, como de campo de concentración, de quienes sufren durante mucho tiempo de cáncer. A Joanna le sorprendió que estuviera dispuesta a hablar de su experiencia, pero cuando le tendió el impreso con el permiso (el último que le quedaba, tendría que tomar más de la oficina), ella lo firmó ansiosamente.
—Era un lugar precioso —dijo antes de que Joanna pudiera preguntarle nada—. Había luz a mi alrededor, y no sentí ningún miedo, sólo paz.
Obviamente había experimentado la clásica ECM positiva que según el señor Mandrake demostraba que existía un cielo, y Joanna no pudo evitar alegrarse.
—Estaba en una puerta, y más allá pude ver un lugar precioso, todo blanco y dorado y con luces resplandecientes. Quise ir allí, pero no pude. Una voz dijo: “No se te permite entrar en este lugar.”
Eso también era clásico. Los que experimentaban la ECM hablaban de querer cruzar, pero les decían que no podían hacerlo, o los detenía una barrera, una verja o una especie de umbral. La señora Jarvis, el primer caso que Joanna había entrevistado, le dijo: “Supe que el puente separaba la tierra de los vivos de la tierra de los muertos.” Y la señora Olivetti dijo: “Supe que si atravesaba aquella puerta no regresaría nunca.”
—Y entonces volví aquí —dijo la señora Grant, indicando la cama del hospital—, y me estaban atendiendo.
—Ha dicho usted que oyó música —dijo Joanna—. ¿Podría concretar más? ¿Voces? ¿Instrumentos?
—Voces no, sólo música. Música hermosa, hermosísima.
—¿Cuándo la oyó?
—Estuvo allí todo el tiempo, hasta el final —dijo la señora Grant—, a mi alrededor, como la luz y la sensación de paz.
—Creo que es todo —dijo Joanna, y cerró su cuaderno. Extendió la mano para apagar la grabadora.
—¿Qué dicen que han visto las otras personas? —preguntó la señora Grant.
Joanna alzó la cabeza, preguntándose si tenía a otro señor Funderburk entre manos, decidido a conseguir todo aquello a lo que tenía derecho.
—No suelo…
—¿Han visto un lugar como ése, blanco y dorado y lleno de luces? —preguntó la señora Grant, la voz más agitada que ansiosa. Joanna miró las bolsas de suero, pensando “tengo que comprobar qué medicamentos le están dando”.
—¿Lo han visto? —insistió la señora Grant.
—Sí, algunos sujetos hablan de un lugar hermoso —dijo Joanna con cuidado.
—¿Dicen qué pasa si no vuelves? —preguntó, y no había agitación en su voz, sino miedo. Joanna se preguntó si debería llamar a la enfermera—. ¿Habla alguien alguna vez de que le hayan pasado cosas malas?
—¿Vio algo que la asustara? —preguntó Joanna.
—No —dijo ella, y luego, como si la pregunta de Joanna la hubiera tranquilizado, añadió—: No. Todo era hermoso. La luz y la música y la sensación de paz. No sentí ningún temor mientras estuve allí.
“Y después, temor —pensó Joanna, camino del despacho—. ¿Cómo podemos no tener miedo a la muerte?”, había dicho la señora Woollam. Joanna abrió la puerta del pasillo elevado del tercer piso que conectaba con el edificio principal. Fuera estaba oscuro, las amplias ventanas reflejaban la negrura. ¿Qué hora era ya? Miró su reloj. Las seis y media, y todavía tenía que transcribir todas aquellas ECM. El pasillo estaba helado. Se arrebujó en la rebeca y empezó a cruzarlo.
Se detuvo. Algo en el pasillo elevado le recordó al túnel. ¿Qué? No el sonido de un calentador apagándose, ya que obviamente no había estado conectado en todo el día, y de todas formas había un leve zumbido procedente del generador del hospital.
Y esa impresión no era la abrumadora sensación de conocimiento que había experimentado antes. Era menos intensa, como ver a alguien que te recuerda a otra persona. “El pasillo elevado es como el túnel —pensó—, pero ¿en qué?” El pasillo elevado era más alto y más ancho, y no tenía puertas, sino ventanas.
“Es algo que tiene que ver con el suelo —pensó Joanna, súbitamente segura—. Pero éste no se parece en nada al suelo del túnel.” Estaba alicatado con feas baldosas grises moteadas de naranja y amarillo.
“No es este pasillo —pensó, observando las baldosas—, pero es un pasillo del hospital en el que he estado.” Pero ninguno de los pasillos tenía el suelo de madera. El de la segunda planta tenía una alfombra, y los que conducían al ala este estaban alicatados. Sólo el edificio del Instituto Sloper era lo suficientemente viejo para tener suelos de madera, pero el pasillo del sótano que corría bajo la calle era de cemento.
“Pero es uno de ellos”, pensó, corriendo el resto del camino hasta atravesar la puerta y seguir por el corredor hasta el ascensor. Se estaba abriendo, y venía vacío. Pulsó el dos y se apoyó contra la pared, los ojos cerrados, tratando de recordar cuál era, tratando de visualizar sus suelos. El pasillo del tercer piso tenía baldosas beige y era un palmo más bajo que los demás pasillos. La alfombra del segundo piso era azul, no, verdiazul…
“No debería estar haciendo esto —pensó Joanna, abriendo los ojos—, debería ir derecha al laboratorio. Richard dijo que si tenía de nuevo la sensación de significado me fuera directamente al laboratorio para que pudiera capturarla en el TPIR.” Extendió la mano para pulsar el botón de la sexta planta y luego la dejó caer. Los números sobre la puerta parpadearon “dos”, y recorrió rápidamente el corredor hasta el pasillo elevado. Supo al instante, al mirar la gastada alfombra color ciruela oscuro, que tampoco era aquél.
“Sí, bueno, y sabías que la alfombra era verdiazul también —pensó, volviendo sobre sus pasos—, ¿y cómo sabes que esta compulsión por averiguarlo no es resultado de la estimulación del lóbulo temporal?” Pero cuando llegó el ascensor, pulsó el tres y bajó en esa planta para echar un vistazo al pasillo del ala oeste.
Aquella parte del hospital estaba recién alfombrada de gris cálido, con líneas de colores del código, que indicaba el camino a Consultas externas y la clínica de urología y los rayos-X. “Siga el camino de losas amarillas”, había oído que le decía una enfermera a un paciente un día que tomaba un atajo para ver a Coma Carl. Siguió la línea roja (¡qué apropiado!) hasta Consultas externas y giró a la izquierda, esperando que no hubieran realfombrado hasta el pasillo exterior.
No lo habían hecho, pero habían pintado. La puerta medio abierta del pasillo estaba bloqueada no sólo por cinta amarilla como la de la escena de un crimen, sino también por dos conos de tráfico de color naranja. Cuando los esquivó para echar un vistazo a la puerta, vio que todo estaba cubierto con plástico.
—No puede pasar por ahí —le dijo un celador—. Tendrá que subir a la quinta y cruzar desde allí.
“El viejo Mercy General —pensó Joanna—. No se puede llegar desde aquí.” El ascensor más cercano estaba al fondo de Consultas externas. Tomó por las escaleras, esperando no encontrarse con más pintura ni más cintas. Sorprendentemente, Mantenimiento no arreglaba los dos pasillos a la vez.
Abrió la puerta y entró. Supo antes de dar cinco pasos que tampoco era aquél. El suelo estaba alicatado con cuadritos negros y blancos, como un tablero de ajedrez, y su ángulo de encuentro con la puerta era perfectamente recto. “Pero también lo era el del túnel —pensó, retrocediendo para mirar al fondo del pasillo. No se curvaba—. ¿Por qué pienso que se curvaba? La perspectiva hacía que las filas de losas blancas y negras parecieran estrecharse al fondo, por lo que el pasillo se veía más largo de lo que en realidad era. ¿Cómo el túnel? Parecía imposiblemente largo, ¿pero podía deberse a alguna ilusión óptica?” Se agachó y observó el lugar donde la puerta y las losas se encontraban. ¿Era algo de las planchas de madera que se estrechaban por causa de la perspectiva, haciendo que el suelo pareciera curvarse? No, no se curvaba.
—¿Has perdido algo? —dijo alguien, alzándose sobre ella. Joanna alzó la vista. Era Barbara.
—Sólo la cabeza —dijo Joanna, y se levantó, sacudiéndose las manos—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Barbara mostró dos latas de Pepsi y una barra de Snickers.
—Las máquinas expendedoras de nuestra ala están estropeadas. Esto es la cena. Me alegro de haberme encontrado contigo. Quería decirte que Maisie Nellis entró de nuevo en parada esta tarde…
—¿Se encuentra bien? —interrumpió Joanna.
Barbara asintió, y el corazón de Joanna volvió a latir de nuevo.
—Sólo estuvo inconsciente unos segundos, y no parecía que hubiera ningún daño importante. Te dejé un mensaje en el contestador.
—No he estado en mi despacho desde esta mañana temprano.
—Me lo suponía —dijo Barbara—. Te habría llamado por el busca si hubiera sido algo malo.
“Tenía el busca apagado”, pensó Joanna, sintiéndose culpable.
—De todas formas, Maisie está en la UCI, y quiere verte. Tengo que regresar —dijo, girando la mano con la que sujetaba las dos Pepsis para ver el reloj.
—Te acompaño —dijo Joanna, abriéndole la puerta del pasillo—. ¿Puede recibir visitas?
—Si todavía está despierta.
—¿Qué hora es? —preguntó Joanna, mirando el reloj mientras recorrían el pasillo. Las nueve menos cuarto. Había estado recorriendo obsesivamente todo el hospital durante casi dos horas, ajena a todo y a todos, mientras Maisie…
La sensación de casi saber la asaltó bruscamente, de manera casi enfermiza, y miró instintivamente al suelo, al fondo del pasillo, pero allí no había ninguna puerta, sólo una hilera de teléfonos. Y no era eso. Tenía que ver con lo que estaba pensando, con lo de ser ajena a lo que estaba ocurriendo y tener el busca desconectado y…
—¿Estás bien? —preguntó Barbara, mirándola preocupada, y Joanna se dio cuenta de que se había detenido en seco, la mano en el estómago—. Maisie está bien, de verdad. No quería asustarte. Sé lo mucho que la aprecias. Está bien. Cuando me marché, le estaba contando a Paula historias sobre el Vesubio. Apuesto a que tampoco has cenado. Toma.
Barbara abrió una de las Pepsis y se la tendió.
—El nivel de azúcar en tu sangre es probablemente todavía más bajo que el mío. Tendrían que pegarle fuego a esa cafetería.
Desapareció tan súbitamente como había llegado, y si hubiese ido en aquel momento al laboratorio, las huellas sin duda habrían aparecido en su TPIR, tan fuerte había sido. Pero ya había dejado tirada a Maisie una vez aquel día. No iba a hacerlo de nuevo.
Dio un agradecido sorbo a la Pepsi.
—Tienes razón —dijo—. No he probado nada desde esta mañana.
Se sintió mejor de inmediato. Tal vez sólo tenía un nivel muy bajo de azúcar en la sangre, reflexionó mientras se dirigía a Pediatría; eso y la preocupación por Maisie.
Y desde luego había motivos para preocuparse.
—Los doctores no pueden mantenerla estable —le dijo Barbara en el ascensor—. Le han suministrado antiarrítmicos más y más fuertes, y todos tienen serias contraindicaciones para el hígado y los riñones, pero parece que nada le hace efecto. Excepto en la mente de la señora Nellis, donde todo es maravilloso, Maisie mejora día a día y sus paradas son sólo un pequeño chispazo. Así lo llamó —dijo, disgustada—. Un pequeño chispazo.
“Cosa que en el Yorktown debió ser un Zero japonés —se dijo Joanna, pensando en el señor Wojakowski—. O un torpedo.”
Subió a la UCI. Maisie estaba dormida, con un tubo de oxígeno en la nariz y electrodos conectados al pecho, la intravenosa enganchada a casi tantas bolsas como la señora Grant. Joanna entró de puntillas en la habitación en penumbra y se quedó mirándola unos minutos. No hacía falta que se preguntara esta vez de dónde procedía la sensación de temor. Porque una cosa era simular la muerte y otra muy distinta estar mirándola a la cara.
“¿Qué viste, pequeña, cuando entraste en parada? —le preguntó Joanna en silencio—. ¿Una puerta parcialmente abierta, gente de blanco diciendo: “¿Qué ha pasado?”, diciendo: “Hace frío”? Espero que vieras un lugar hermoso, todo dorado y blanco, con música celestial sonando, como la señora Grant. No, no como la señora Grant. Como la señora Woollam. Un jardín, todo verde y blanco.”
Joanna permaneció a oscuras largo rato y luego volvió a su despacho.
—Estaré por aquí hasta al menos las once —le dijo a Barbara—. Llámame por el busca.
Se dedicó a transcribir entrevistas hasta casi después de medianoche, esperando que el busca o el teléfono sonaran.
Pero por la mañana Maisie estaba tan animada como siempre.
—Vuelvo a mi habitación normal mañana. Odio estas máscaras de oxígeno —le dijo a Joanna—. No se te quedan en la nariz. ¿Dónde estuviste ayer? Creía que dijiste que ibas a contarme lo que viste en tu ECM para que no se te olvidara o tabularas cosas.
—¿Qué viste tú? —preguntó Joanna.
—Nada —dijo Maisie, disgustada—. Sólo niebla, como la última vez. Sólo que un poco más fina. Seguí sin ver nada. Aunque oí algo.
—¿Qué fue?
Maisie arrugó la cara en un gesto de concentración.
—Creo que fue una explosión.
—Una explosión.
—Sí, como un volcán en erupción o una bomba o algo. ¡Boom! —gritó, alzando las manos.
—Con cuidado —dijo Joanna, mirando la vía en el brazo de Maisie. Maisie la miró con indiferencia.
—Fue una gran explosión.
—Pero has dicho que creías que fue una gran explosión. ¿Qué quieres decir con eso?
—No pude oírla exactamente —dijo Maisie—. Estaba ese ruido, y luego aparecí en ese lugar de niebla, pero cuando intenté pensar en qué clase de ruido era, no pude recordarlo. Pero estoy bastante segura de que fue una explosión.
“Como un volcán en erupción”, pensó Joanna, y casualmente estaba leyendo sobre el Vesubio justo antes de entrar en parada. Pero Maisie seguía siendo un sujeto mejor que todos los que había entrevistado últimamente.
—¿Qué sucedió entonces?
—Nada. Sólo niebla. Y entonces regresé a mi habitación.
—¿Puedes hablarme del regreso? ¿Cómo fue?
—Rápido —dijo Maisie—. En un momento estaba intentando ver qué había en la niebla y al siguiente volví, así de fácil, y el tipo de la unidad de urgencias frotaba las palas y decía “apartaos”. Me alegro de haber regresado cuando lo hice. Odio que usen las palas.
—¿Entonces no te dieron la descarga? —preguntó Joanna, pensando que tenía que consultarlo con Barbara.
—No, porque el tipo dijo: “Buena chica, has vuelto por tu cuenta.”
—Dijiste que estabas mirando la niebla —dijo Joanna—. ¿Puedes contarme exactamente qué hiciste?
—Más o menos me di la vuelta. ¿Quieres que te lo demuestre? —preguntó, y empezó a retirar las mantas.
—No, estás toda conectada. Toma —dijo, agarrando un osito de peluche rosa—, demuéstramelo con esto.
Maisie hizo que el osito diera media vuelta.
—Yo estaba allí —dijo, sujetando el osito de frente—, y miré alrededor —hizo volverse al oso en un círculo hasta que quedó de espaldas a ella—, y entonces regresé.
“Estaba mirando el túnel cuando regresó”, pensó Joanna. Si era un túnel.
—¿Caminaste hacia aquí antes de volver? —preguntó, haciendo la demostración con el oso.
—Aja, porque no sabía qué podía haber allí dentro. “Un tigre”, pensó Joanna.
—¿Qué crees que podía haber?
—No lo sé —respondió Maisie, apoyándose cansada contra las almohadas, y ésa fue la señal para Joanna.
Apagó la grabadora y se levantó.
—Es hora de descansar, chavalina.
—Espera, no puedes marcharte todavía —dijo Maisie—. No te he hablado de cómo era la niebla. Ni del volcán Santa Helena.
—¿El Santa Helena? Creí que estabas leyendo sobre el Vesubio.
—Los dos son volcanes —dijo Maisie—. ¿Sabes que en el Santa Helena había un tipo que vivía encima del volcán, y la gente le decía que no podía quedarse allí, que iba a estallar, pero él no quiso hacerles caso? Cuando estalló, no pudieron encontrar su cuerpo.
“Tengo que contarle esa historia a Vielle”, pensó Joanna.
—Vale, ya me has hablado del Santa Helena —dijo—. Ahora tienes que descansar. Barbara dijo que no debo cansarte.
—Pero no te he hablado del Vesubio. Hubo un montón de terremotos y luego cesaron; a eso de la una, un montón de humo y todo se volvió oscuro, y la gente no sabía qué pasaba, y de pronto empezaron a caer rocas y cenizas, y la gente se protegió bajo esos porches…
—Columnatas —dijo Joanna.
—Columnatas, pero no sirvió de nada, y luego…
—Puedes contármelo mañana.
—… y todos trataron de recoger sus cosas y escapar de la ciudad. Una mujer tenía un brazalete de oro y …
—Puedes contármelo mañana, cuando hayas descansado. Ponte la cánula del oxígeno.
Se dirigió hacia la puerta. Pero no llegó a salir.
—¿Cuándo vas a venir? —exigió saber Maisie.
—Mañana —dijo—. Te lo prometo.
Y subió a su despacho. A medio camino se topó con Tish.
—Le pregunté al doctor Wright si podíamos adelantar su sesión a la una, y él me dijo que se lo preguntara —dijo la enfermera—. Tengo cita con el dentista.
“O con un ligue”, pensó Joanna.
—Claro. ¿Está en el laboratorio?
—No, acaba de salir a ver a la doctora Jamison —dijo Tish—, pero dijo que volvería a mediodía. ¿No le vuelve loca que esté tan ausente?
“Ausente”, pensó Joanna. Algo de estar ausente de algo terrible que estaba pasando.
—Claro que no la vuelve loca —dijo Tish, disgustada—, porque es usted exactamente igual. ¿Ha oído algo de lo que acabo de decir?
—Sí —dijo Joanna—. A la una.
—Y me dijo también que le preguntara si había podido localizar a la señora Haighton. La señora Haighton.
—Intentaré localizarla ahora —dijo Joanna, y se dirigió a su oficina para pasar lo que quedaba de la mañana dejando mensajes infructuosos a la señora Haighton y contemplando su yedra suiza, y tratando de recordar dónde había visto el túnel.
Algo relacionado con estar ausente y con la bata de laboratorio de Richard y la manera en que el suelo se encontraba con la puerta. Y cohortes resplandeciendo en púrpura y oro. Y el instituto. Tenía suelos de madera. Vio mentalmente el largo pasillo del primer piso, el suelo de madera pulida. Había una puerta al fondo de aquel pasillo. El despacho del jefe de estudios, donde Ricky Inshaw se pasaba la mitad del tiempo. ¿Era eso lo que estaba recordando, el instituto? ¿Junto con la hermosa imagen de un juicio a cargo de una figura autoritaria?
Tenía sentido. Aquellos pasillos eran largos y estaban flanqueados por puertas numeradas. La bata del laboratorio podría ser la del profesor de química… ¿cómo se llamaba? Señor Hobert. Y el sonido podría ser el timbre de clase, que sonaba a la vez como un zumbido y un timbrazo, y la puerta del despacho del jefe de estudios…
Pero no era la puerta de un despacho. La puerta del túnel daba al exterior. “Tengo que abrir esa puerta y ver qué hay fuera —pensó Joanna—. Cuando lo haga, sabré dónde está.”
Y a la una y cuarto, mientras dormitaba con los auriculares y la mascarilla y esperaba que la ditetamina surtiera efecto, pensó: “La puerta, la respuesta está más allá de la puerta…”
Y apareció en el túnel. La puerta estaba cerrada. Sólo una finísima rendija de luz asomaba al pie de la puerta. Joanna avanzó palpando el oscuro túnel hacia la puerta, con una mano apoyada en la pared.
La rendija de luz era demasiado estrecha para proyectar ninguna sombra, y no pudo oír ningún murmullo de voces. El túnel estaba completamente en silencio, como la habitación de Coma Carl cuando se apagó el calefactor. No, no era un calefactor. Otro sonido suave y firme que no advertías hasta que se había parado.
—… parado —dijo suavemente una voz desde el otro lado de la puerta, y Joanna esperó, prestando atención.
Silencio. Joanna se quedó en la oscuridad un largo minuto, y luego empezó a avanzar otra vez hacia la puerta, pensando: “¿Y si está cerrada con llave?” Pero no lo estaba. El pomo giró con facilidad, y ella abrió la puerta para dar entrada a un chorro de luz deslumbrante. La golpeó con fuerza casi física, y retrocedió, alzando la mano para protegerse el rostro.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo una asustada voz femenina, y Joanna supuso por un momento que se refería a la luz y que había estallado sobre todos ellos como una bomba al abrir ella la puerta.
—Estoy seguro de que no es nada, señorita —dijo una voz de hombre.
Cuando los ojos de Joanna se fueron aclimatando vio al hombre de la chaqueta blanca. Estaba hablando con la mujer que tenía el pelo suelto hasta la espalda.
—He oído un ruido rarísimo —dijo ella.
“Ruido”, pensó Joanna. Entonces era un sonido, después de todo.
El hombre de la chaqueta blanca dijo algo, pero Joanna no consiguió oír qué, ni lo que respondía la mujer. Avanzó hasta la puerta, y al instante vio a la gente con más claridad. La joven llevaba un abrigo sobre el vestido blanco y la chaqueta blanca del hombre tenía botones dorados en la parte delantera. La mujer de los guantes blancos llevaba una capa corta de piel blanca.
—Sí, señorita —dijo el hombre, y Joanna pensó: “Es un criado. Y esa chaqueta blanca es un uniforme.”
—Sonó como una tela al rasgarse —dijo la mujer joven, y se acercó al hombre de la barba blanca—. ¿Lo ha oído usted?
—No —respondió él.
Y la mujer del pelo recogido inquinó:
—¿Cree que habrá habido un accidente?
Se llevó a la garganta la mano enguantada de blanco, sujetándose la capa de piel, como si tuviera frío, y Joanna pensó que eso era porque estaban fuera, y trató de mirar alrededor, pero tenían la luz de espaldas y no pudo ver más que la pared blanca contra la que se apoyaban. Miró al suelo. Era de madera, como el suelo del pasillo, pero sin pulir. “Una especie de porche —pensó—, o un patio.”
—Hace mucho frío —dijo la mujer joven, acurrucándose en su abrigo. “No me extraña que tenga frío”, pensó Joanna, mirando su vestido bajo el abrigo abierto. Confeccionado con fina muselina, demasiado fina para aquel clima, le caía hasta los pies como un camisón.
—Iré a ver qué ha pasado —dijo el hombre de la barba. Iba vestido con traje de noche, con una camisa blanca de pecho duro y una pajarita. Llamó con un imperioso gesto de barbilla al criado, que se acercó corriendo.
—¿Sí, señor?
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué nos hemos parado?
—No lo sé, señor. Puede que sea alguna dificultad técnica. Estoy seguro de que no hay nada de lo que alarmarse.
—Vaya a buscar al señor Briarley —dijo el hombre de la barba—. Él podrá decírnoslo.
—Sí, señor —dijo el criado. Desapareció en la luz.
—El señor Briarley podrá explicarlo todo —le dijo el hombre de la barba a las mujeres—. Mientras tanto, vuelvan ustedes adentro, donde hace más calor, señoras.
“Sí —pensó Joanna—, de vuelta a donde hace más calor”, y regresó al laboratorio, donde Tish la atendía con disgusto.
—Ha estado mucho tiempo bajo los efectos —dijo Tish, tomándole la tensión sanguínea. Introdujo las vitales de Joanna en la tabla, le quitó el electrodo, retiró la intravenosa mirando su reloj cada pocos minutos.
—Muy bien —dijo por fin—. Puede sentarse. Richard se acercó.
—Decididamente hubo un ruido —le dijo Joanna—. Una de las mujeres lo oyó. Dijo que parecía ropa al rasgarse.
—¿Pueden guardar el resto del equipo? —dijo Tish, retirando las intravenosas—. Ya llego tarde.
—Sí —dijo Richard—. ¿Qué hay de la duración? ¿Cuánto tiempo estuviste allí?
—Diez minutos tal vez —dijo Joanna—, mientras la gente en la puerta hablaba, y era un exterior. El hombre de la barba blanca dijo: “Tienen que entrar, señoras.” Hablaban del ruido y entonces el hombre de la barba le dijo al criado que fuera a averiguar qué había sucedido.
—¿El criado? —preguntó Richard.
—Me marcho —dijo Tish—. ¿A qué hora mañana?
—A las diez —dijo Richard, y Tish se marchó—. ¿Uno de ellos era un criado?
—Sí —respondió Joanna—. Pude ver los botones dorados de su uniforme y el bordado del vestido blanco de la mujer, sólo que no era un vestido. Era un camisón. Elevaba un abrigo encima…
Frunció el ceño, recordando a la mujer que se lo apretujaba.
—No, no era un abrigo, sino una manta, porque… Se detuvo de pronto, respirando con dificultad.
—Oh, Dios mío —dijo—. Sé qué es.