CUARTA PARTE

¿Es un veneno la ambición? ¿Es la búsqueda y la consecución de poder por parte de la sociedad del Phylum sinónimo de condena?

Las culturas antiguas advertían a su gente contra la soberbia: ese impulso innato de los seres humanos de perseguir el poder del propio Dios a cualquier precio. Los sabios pueblos tribales se abstenían de tan fervorosas búsquedas, excepto a través del espíritu y el arte, la aventura y la canción. No forzaban y acosaban incesantemente la Naturaleza a su capricho.

Cierto, esos antepasados vivían apenas mejor que los animales, en los bosques primigenios de la Vieja Tierra. La vida era dura, sobre todo para las mujeres, aunque tenía sus recompensas: armonía, estabilidad, conocimiento seguro de quién eras, de dónde encajabas en el diseño del mundo.

Esos tesoros se perdieron cuando nos embarcamos en el «progreso».

¿Hay una relación inversa entre conocimiento y sabiduría? En ocasiones parece que cuanto más sabemos, menos comprendemos.

No soy la primera en advertir este conflicto. Un erudito escribió recientemente: «Lysos y sus seguidoras persiguen el canto de sirena del pastoralismo, como incontables románticos antes que ellas, idealizando una Era Dorada pasada que nunca existió, persiguiendo una serenidad posible sólo en la imaginación.»

Comprendo su punto de vista. Sin embargo, ¿no deberíamos intentarlo?

No se me escapa la paradoja: pretendemos emplear avanzadas herramientas mecánicas para crear las condiciones de un mundo estable… un mundo que, a partir de entonces, no volverá a necesitar de esas herramientas.

Así que volvemos al tema en cuestión. ¿Están los seres humanos verdaderamente condenados al descontento?

Pillados entre ansias en conflicto, nos esforzamos por convertirnos en dioses aunque ansiamos seguir siendo los hijos amados de la Naturaleza.

Que el primer deseo sea la caótica condena de la frenética Phylum Civitas. Las que partimos en esta búsqueda hemos elegido una relación más amable con el Cosmos y menos contraria a él.

LYSOS, Mi vida

26

La pérdida de consciencia no fue el resultado de sus heridas, ni siquiera del gaseoso y punzante olor de la anestesia. Lo que la hizo dejarse llevar esta vez fue una moral agotada más allá del cansancio. Sensaciones distantes le decían que el mundo continuaba. Había ruidos: gritos ansiosos y los ecos reverberantes de los disparos. Cuando cesaron, fueron seguidos por fuertes gritos de triunfo y desesperación. Nuevos sonidos se interpusieron, rodeándola, asomándose a ventanas y puertas, pero ninguno consiguió que lo tuviera en cuenta.

Unos pasos resonaron. Unas manos tocaron su cuerpo, retirando objetos para que el dolor de una cura sustituyera el de las heridas aplastantes. Maia permaneció indiferente. Unas voces hablaron a su alrededor, tensas, argumentando. Se daba cuenta, sin que le importara, de que más de dos facciones se enzarzaban en un fiero debate, cada una demasiado débil o insegura para imponer su voluntad, ninguna de ellas lo bastante confiada para dejar a la otra actuar por su cuenta.

No había indicios de venganza en la forma en que la levantaron y la retiraron de la brillante cámara empapada de ozono. Agitándose en una camilla, gimiendo a cada sacudida, sabía en abstracto que no pretendían hacerle daño. La trataban bien. Eso debería significar algo.

Sólo deseó que se fueran y la dejaran morir.

La muerte no vino. En cambio, Maia fue tratada, atendida, drogada, cortada, cosida. Con el tiempo, fue la más elemental de las sensaciones la que le devolvió un deseo parcial de vivir.


Tortitas.

El olor de tortas frescas inundó su nariz. Las heridas y la anemia no fueron suficientes para contener el flujo que aquel leve aroma desató en su boca. Maia abrió los ojos.

La habitación era blanca. Un techo color marfil se unía a unas hermosas molduras blancas y a unas paredes pálidas de color nieve. A través del estupor producido por los soporíferos químicos, Maia tuvo dificultades para enfocar las llanas superficies. De forma inconsciente, su mente empezó a jugar con una extensión blanca, imaginando una capa de pautas granulosas, abstractas, rítmicas. Gimió y cerró los ojos.

No pudo cerrar la nariz. Los atractivos olores insistieron. Lo mismo hicieron los gruñidos de su estómago. Y el sonido de voces.

—Bien, ¿lista para unirte a los vivos por fin?

Maia volvió la cabeza a la izquierda, y entreabrió un ojo. Una pequeña figura morena apareció ante ella, con una sonrisa amarga.

—¿No te dije que dejaras de darte golpes, pequeña var? Al menos esta vez no te has ahogado.

Tras varios intentos, Maia recuperó la voz.

—Tendría… que haber sabido… que lo conseguirías.

Naroin asintió.

—Mm. Ésa soy yo. Una superviviente nata. Tú también, muchacha. Aunque te encanta demostrarlo a la tremenda.

Maia dejó escapar un suspiro involuntario. La presencia de la contramaestre—policía le evocaba sentimientos dolorosos, a pesar de la inmovilidad producida por las drogas.

—Supongo que… contactaste con tu jefa.

Naroin sacudió la cabeza.

—Cuando nos recogieron, decidí tomar la iniciativa. Pedí favores, hice tratos… Lástima que no pudiéramos llegar antes.

Los pensamientos de Maia se negaron a centrarse con claridad.

—Sí, lástima.

Naroin sirvió un vaso de agua y ayudó a Maia a alzar la cabeza para beber.

—Por si te lo estás preguntando, los médicos dicen que te pondrás bien. Tuvieron que cortar y remendar un poco. Tienes una ventosa agónica conectada a la cabeza, así que no te revuelvas ni te la golpees, ahora que estás despierta.

—… ¿ventosa?

Con pesada inercia, el brazo de Maia obedeció a su deseo de alzarlo y doblarlo. Palpó con los dedos el objeto cuadrado que había sobre su frente, más pequeño que su pulgar.

—Yo no la tocaría si fuera… —empezó a decir Naroin, cuando Maia dio un golpecito a la caja. Por un instante, todo lo que parecía confuso y borroso se lleno de claridad y color. Junto con la viveza llegó una descarga de dolor. La mano de Maia retrocedió, de vuelta a las sábanas.

—¿No te lo he advertido? Mm. Nunca he visto a nadie que no lo intentara la primera vez. Supongo que a mí me pasó lo mismo, a tu edad.

El aturdimiento regresó (y esta vez fue de agradecer) extendiéndose desde el cuero cabelludo de Maia por su cuerpo, como un bálsamo líquido. Había visto anteriormente a mujeres heridas con ventosas, aunque normalmente las ocultaban entre el cabello. Debo de estar más malherida de lo que me siento, comprendió, sin lamentar ya el aturdimiento. Aquella breve pausa en el funcionamiento de la ventosa había revelado otra sensación bloqueada, más temible que el dolor físico. Por un instante, se había visto abrumada por oleadas de pesar.

—Te hace sentir como un zombie, ¿verdad? —comentó Naroin—. La irán retirando a medida que mejores. Ya deberías estar recuperando algunos sentidos.

Maia inhaló profundamente.

—Yo… puedo oler…

Naroin sonrió.

—Ah, el desayuno. ¿Tienes hambre?

Era extraño. Su insistente estómago parecía ajeno a la náusea que inundaba el resto de su cuerpo.

—Sí. Yo…

—Ésa es una buena señal. Las Gentilleschi dan muy bien de comer. Espera, voy a ver.

La policía se levantó y se dispuso a marcharse; sus movimientos fueron demasiado rápidos y difusos para que Maia los siguiera con claridad. Maia los percibía como una serie de imágenes en retroceso mientras sus ojos permanecían cerrados a intervalos cada vez más largos. Luchaba por mantenerlos abiertos cuando Naroin se detuvo, se dio la vuelta y habló una vez más, la voz perdiéndose en la bruma de su cerebro.

—Oh… casi lo olvidaba. Hay una nota de… tu amigo y tu hermana sobre… la mesa, junto a tu cama. Pensé… ría saber que están bien.

Las palabras contenían significado. Maia estuvo segura de ello mientras la cubrían, inundándola a través de sus oídos y poros, y encontraban una resonancia interior. En algún lugar, una aplastante carga de preocupación se convirtió en alegría. Sin embargo, aquella emoción le resultó demasiado agotadora. El sueño acudió a reclamarla, de modo que apenas fue consciente de las últimas palabras de Naroin.

—Me temo que no muchos más lo consiguieron.

Los ojos de Maia se cerraron y el mundo permaneció oscuro durante un tiempo largo, silencioso, inconmensurable.


Despertó para encontrar a una mujer de mediana edad inclinada sobre ella, tocándole amablemente la cabeza. Hubo leves chasquidos, y la visión pareció aclarársele un poco. Se envaró debido a una oleada de mareo.

—No está demasiado mal, ¿verdad? —preguntó la mujer. Por su aspecto, debía de ser médico.

—Yo… supongo que no.

—Bien. Lo dejaremos así durante un tiempo. Ahora echemos un vistazo a nuestro trabajo.

La doctora abrió rápidamente la bata de Maia, dejando al descubierto una zona de piel púrpura que ambas observaron con desapasionado interés. Cicatrices lívidas asomaban en las zonas donde la habían intervenido; un semicírculo bordeaba su rodilla izquierda. La doctora chasqueó la lengua, emitiendo sonidos tranquilizadores y algo maternalistas y al final ruidos que nada querían decir; luego se marchó.

Cuando la puerta se abrió, Maia vio a una mujer alta de aspecto militar que montaba guardia, vestida con el uniforme de alguna milicia de tierra. Más allá se encontraban los paneles aflautados de recolectores solares. Maia oyó el suave rumor del agua a lo largo de un casco laminado. El firme balanceo del barco indicaba que hacía buen tiempo, y la presencia de tecnología. Era un navío dedicado normalmente al transporte de personalidades.

Pero el personaje para el que fue enviado hizo lo que nadie esperaba. Se hizo con su propio medio de transporte, y casi se escapó.

Aquella herida era todavía demasiado fuerte, demasiado grande para poder soportarla. Lo que más le dolía de la imagen que conservaba en su mente era lo hermosa que había sido la explosión. Una maravillosa convulsión de chispas y espirales deslumbrantes, que esparció brillantes fragmentos por un cielo limpio y azul. ¡No tenía derecho a ser tan hermosa! El recuerdo le llenó los ojos de lágrimas, que se le acumularon en los párpados y le marcaron surcos salinos y silenciosos por las mejillas.

Su último momento consciente no parecía más real que un sueño. ¿Había visto de verdad a Naroin? Recordó que la ex contramaestre dijo algo acerca de una carta. Al volverse y mirar hacia la mesa, Maia vio un papel doblado, sellado con cera. Con un gran esfuerzo consciente extendió la mano para cogerlo torpemente, debatiéndose contra oleadas de dolor. Alzó la carta y reconoció su nombre escrito en ella.

De Brod y Leie, recordó. Ahora pudo sentir alegría… de un tipo abstracto y descolorido. Alegría porque aún vivían dos personas a las que amaba. Aquello contribuyó a aliviar la sensación de desolación y abandono que se alojaba en su corazón, dispuesta a salir en cuanto la doctora redujera un poco más la presencia de la ventosa agónica.

Su visión era aún demasiado borrosa para poder leer, así que permaneció inmóvil, acariciando el papel hasta que llamaron a la puerta. Se abrió y Naroin entró en la habitación.

—Ah, has vuelto con nosotras. Te perdiste el desayuno. ¿Dispuesta a intentarlo otra vez?

Se marchó de nuevo sin esperar la respuesta de Maia. Así que no lo imaginé, pensó, empezando a preguntarse por las implicaciones de aquello. ¿Por qué estaba allí Naroin? ¿Dónde estaba? ¿Y por qué ayudaba Naroin a cuidarla? Sin duda la mujer policía tenía cosas más importantes que hacer que jugar a enfermeras con una veraniega insignificante.

A menos que tenga que ver con todas las leyes que he quebrantado… los lugares en los que he estado cuando se suponía que no estaba permitido… Cosas que he visto y que el Consejo no quiere que se sepan.

Otra vez llamaron a la puerta. Esta vez entró una mujer joven que llevaba una bandeja cubierta. Maia se frotó los ojos, y entonces los abrió de par en par, sorprendida.

—¿Dónde quiere que le ponga esto, señora? —preguntó la muchacha. Su voz era más suave, un poco más aguda, pero por lo demás casi idéntica a la última que Maia había oído. La cara era una versión más joven de la última que había visto. Comprendió rápidamente.

—Clónicas —murmuró—. ¿Un clan de policías?

La joven ni siquiera tenía la edad de Maia. Una invernal de cinco años, entonces. Sin embargo, había algo en su sonrisa… Un atisbo de la relajada seguridad de Naroin. Colocó la bandeja a un lado de la cama, y se dedicó a arreglar las almohadas antes de ayudar a Maia a incorporarse.

—De detectives, en realidad. Por libre. Nuestro clan es pequeño a propósito. Nos especializamos en trabajo de campo individual. Normalmente, nunca se ve a dos de nosotras juntas fuera de la mansión, pero me convocaron cuando recibimos la llamada urgente de Naroin.

Era difícil de creer. La muchacha hablaba con un fuerte acento de clase alta. No tenía ninguna de las cicatrices de Naroin. Sin embargo, en sus ojos brillaba el mismo celo vigoroso, la misma desafiante ansiedad.

—Supongo que no me consideraréis una amenaza para vuestra tapadera —sugirió Maia.

—No, señora. He recibido instrucciones de ser franca con usted.

Claro. ¿Qué daño puedo hacer? Maia confiaba en Naroin hasta cierto punto, lo suficiente para creer que tiraría de los hilos a fin de que la próxima jaula de Maia fuera más agradable que ninguna de las que había ocupado antes. Eso no significaba que fueran a dejarla suelta por Stratos para que comentara lo que había visto.

La muchacha colocó la bandeja sobre el regazo de Maia y alzó la tapa. No había tortitas, sino el predecible cuenco de gachas por prescripción médica. Sin embargo, olían tan fuerte que Maia se mareó. Ríos de zumo de naranja corrieron por sus dedos cuando agarró el vaso con ambas manos temblorosas. El líquido rojizo sabía a cielo refinado y exprimido.

—Esperaré fuera —dijo la joven invernal—. Llámeme si necesita algo.

Maia se limitó a soltar un gruñido. Concentrándose para controlar los temblores, se metió una cucharada de gachas en la boca. Mientras su cuerpo tiritaba con los placeres sencillos y animales de sabor y hartazgo, una pequeña parte de ella permaneció apartada, preguntándose: ¿Cuál será el apellido de su familia? Tendría que haberme dado cuenta. Naroin siempre fue demasiado competente para tratarse de otra var única.

Maia sabía que, tarde o temprano, debía empezar a catalogar sus numerosas pérdidas en contraposición a sus escasos logros. Cuanto más tarde, mejor. Paso a paso… así era como planeaba vivir a partir de ahora. Maia no tenía ninguna intención de dejarlo, pero tampoco estaba preparada todavía para pensar linealmente.

A pesar de su anterior apetito, apenas pudo terminarse la mitad de la comida. Sintiéndose súbitamente fatigada, dejó que la versión más joven de Naroin se llevara la bandeja. Ni una sola vez miró directamente la carta cerrada, pero continuó en contacto físico con ella, como una mujer que se ahoga podría agarrarse a una tabla de un barco naufragado.

Cuando despertó de nuevo, fuera estaba oscuro. Los fragmentos del sueño se evaporaron, como tímidos fantasmas que huyeran de la lámpara eléctrica que tenía junto a la cama. Tenía el cuerpo perlado de sudor, la carne de gallina. Sus pensamientos aún parecían dispersos, enfocados y coherentes un momento, y a continuación desbocados, como hojas arrastradas por el viento.

Eso le hizo recordar al viejo Bennett y su escoba, allá en el patio de la Casa Lamatia. ¿Qué pensaría de donde he estado… de lo que he visto? Probablemente, el anciano ya no vivía. Lo que tal vez sería mejor, dado lo que había hecho Maia: entregar inadvertidamente a las archirreaccionarias manos de la Iglesia y el Consejo los últimos restos de aquella secreta esperanza que el anciano había guardado en su corazón. Un sueño que se había vuelto difuso al ser transmitido de generación en generación a través de logias secretas… como si los hombres pudieran conocer alguna vez la constancia de las clones.

Renna, Bennett, Leie, Brod, las rads, los hombres del Manitú… había espacio de sobras para todos en el cuadro de honor de aquellos a quienes había abandonado.

Basta, se dijo aturdida. La cubierta fue aprestada hace tiempo. No te eches la culpa de cosas que no podías impedir.

Pero combatir aquella sensación de fracaso, que resultaba menos evitable por ser tan vaga, era como pedir a los vientos y a las mareas que se detuvieran.

Maia vio que aún aferraba con fuerza la carta. Pedazos rojos de cera arrugada se esparcían sobre la colcha. Intentó alisar el papel con las manos. Alzándolo a la luz, se esforzó por distinguir, entre las arrugas, una escritura menuda y fluida.


Querida Maia,

Ojalá pudiera estar contigo, pero dicen que hacemos falta aquí. Tengo que hacer de guía turístico, mostrando a toda clase de gente importante el Centro de Defensa. (Actúan como unas locas, así que supongo que esto era un secreto para un montón de altas madres de Caria, no sólo para el público.) Leie también tiene un trabajo…


Naroin había dicho que ambos vivían, pero aquella confirmación era más sólida. Maia sollozó bruscamente, y se le nubló la vista cuando la emoción la abrumó.


… Leie también tiene un trabajo, haciendo demostraciones con esa increíble pared de simulación que encontraste. Ninguno de nosotros puede sustituirte, pero nos ayudamos mutuamente, y ansiamos hablar contigo en cuanto estés bien.

Supongo que ya te habrán informado, y escribo apresuradamente antes de que las Gentilleschi se te lleven. Desde mi punto de vista, esto es lo que pasó.

Cuando no regresaste una hora antes del amanecer, tiré del cable, como me hiciste prometer. Odié hacerlo, pero entonces algo me hizo cambiar de opinión. Poco después de que saliera el sol, estalló una batalla a bordo de los dos barcos. Me enteré más tarde de que fueron las vars a las que tú ayudaste a escapar…


Maia parpadeó. ¿Que yo qué? Lo único que había hecho fue prometer a Thalla algo que nunca pudo cumplir. A menos que la gran var hubiera conseguido emplear las tijeras de algún modo. ¿Como ganzúa, tal vez? ¿Para soltar sus cadenas y luego engañar a las guardianas?

O tal vez Baltha y Togay se las quitaron cuando pareció inminente la batalla con los hombres.


… La revuelta salió bien, al principio. Pero entonces las saqueadoras contraatacaron antes de que las rads pudieran zarpar. Hubo disparos. Algunas rads huyeron en un pequeño bote antes de prender fuego a ambos barcos.

No me pareció un buen momento para bajar. Caminé de un lado a otro como un loco, preocupado por ti, hasta que llegué al extremo oriental del diente, de cara al mar.

Entonces vi la flotilla de Halsey que se acercaba. ¡No sólo el viejo Audaz, que estaba de servicio la última vez que estuve allí, sino la Morsa y el León Marino también! Supongo que la cofradía decidió por fin que ya estaba harta de sus antiguas clientas, y venía a saldar cuentas.

Corrí al ascensor, bajé al cuarto de baño y rompí un espejo. Cogí un trozo y volví a subir. Que el sol estuviera en el este me facilitó hacer señales a los barcos. Para darles una idea de lo que podían esperar. Hubo disparos cuando intentaron entrar en la laguna, y entonces el León Marino penetró en ella justo cuando llegaba todo el mundo.

Un par de hermosos barcos aparecieron por el extremo sur de Jellicoe, haciendo ondear los estandartes del templo. Y por el norte vi aparecer varios cruceros rápidos. ¡Más tarde supe que eran del Departamento de Policía Comercial de Ursulaborg! Un poco fuera de su jurisdicción, ¿pero a quién le importa? Parece que Naroin las había convocado como milicia. Policías locales y honradas sin conexión con el Consejo.

¡Justo cuando aquella multitud llegaba a la laguna, y empezaba a salir humo del viejo santuario, apareció un enorme zep’lin! No me gustó el aspecto de las clones que se asomaban a la góndola. (¡Estaban enfadadas de veras!) Así que me conecté al torno y bajé. Llegué a tiempo de ayudar a mi cofradía a convencer a las monjas del templo y a la partida de Naroin de que todos estábamos del mismo bando.

Llevó un rato vencer a la retaguardia de las saqueadoras (son unas luchadoras magníficas), y luego corrimos tras ellas mientras os perseguían…


Los ojos de Maia se nublaron. Aunque el sencillo relato de Brod era apasionante, sus fuerzas eran limitadas y sentía la mente llena hasta reventar. Sin querer apresurar las cosas, esperó a que su visión se aclarara antes de continuar.


Estaba todo hecho un desastre, sobre todo ante el auditorium, donde la gente del Manitú había combatido a las saqueadoras. Por fortuna, había médicos para cuidar de los heridos.

Esa pared de luces nos detuvo en seco un momento, y me asusté cuando vi a Leie, gimiendo en el suelo; pensé que eras tú. Está bien, por cierto, pero eso ya te lo he dicho. Leie quería perseguir a las que te perseguían. Pero me dijeron que ayudara a sacarla donde el aire era más limpio, mientras que las profesionales de Naroin dirigían la persecución desde allí.

Salimos justo a tiempo de ser derribados por lo que pareció un trueno. Alzamos la cabeza y vimos la lanzadera espacial lanzar su vaina al cielo… y lo que sucedió después.

Lo siento, Maia. Sé que debe de ser horrible, como cuando sacamos tu pobre cuerpo y pensé que te estabas muriendo. Yo me sentí como debiste sentirte tú al ver volar en pedazos a tu amigo alienígena.


Una vez más, a Maia se le partió el corazón. Sin embargo, esta vez pudo sonreír amargamente. El bueno de Brod, pensó. Era la cosa más romántica que jamás le había dicho nadie.


Leie y yo esperamos fuera mientras las monjas—médico te operaban (ése es el grupo que aún no comprendo de dónde salió, ni por qué. ¿Las llamaste tú?). Mientras tanto, hubo muchas preguntas. Mucha gente insistía en oír lo que todo el mundo sabía, aunque eso significaba repetirlo una y otra vez. La historia siguió desvelándose, poco a poco, mientras que continuamente llegaban más barcos y zeps.

¡Oh, demonios! Me llaman otra vez, así que esto tendrá que ser todo por ahora. Te escribiré más adelante. Mejora pronto, Maia. ¡Te necesitamos, como de costumbre, para descubrir qué tenemos que hacer!

Con calor invernal, tu amigo y compañero,

BROD


Había una posdata con otra letra: unos garabatos zurdos que Maia reconoció al instante.


Hola, hermanita:

Ya me conoces. Escribo fatal. Recuerda que somos un equipo. Te alcanzaré, dondequiera que te lleven. Cuenta con ello. Con amor,

L.


Maia releyó los últimos párrafos, y luego dobló la carta y la guardó bajo la almohada. Se dio la vuelta, para apartarse de la suave luz, y se quedó dormida. Esta vez sus sueños, aunque dolorosos, fueron menos desconsolados y solitarios.


Cuando al día siguiente la subieron a cubierta en silla de ruedas para que tomara un poco el sol, Maia descubrió que no era la única pasajera convaleciente a bordo. Media docena de mujeres vendadas yacían en diversos estados de mejoría, bajo la vigilancia de un par de milicianas. La joven clon de Naroin (se llamaba Hullin) le dijo que otras descansaban abajo, demasiado enfermas para poder ser trasladadas.

Los hombres heridos viajaban por separado, naturalmente, a bordo del León Marino, que podía verse siguiendo un rumbo paralelo, tan esbelto y poderoso que casi mantenía el ritmo de esta veloz fragata. Hullin no pudo darle ninguna información sobre qué miembros de la tripulación del Manitú habían sobrevivido al combate en el Santuario Jellicoe, aunque prometió averiguarlo. Sabía que no eran muchos. Las doctoras, inexpertas en el tratamiento de las heridas de bala, habían perdido a varios en la mesa de operaciones.

Esa noticia hizo que Maia se quedara contemplando el agua azul, deprimida, hasta que una presencia se situó a su lado.

—Hola, virgie… Me alegro de verte.

La voz era una sombra de su melifluo y persuasivo tono de antes. La piel casi negra de la líder rad tenía ahora un aspecto manchado, casi pálido por la enfermedad y la anemia.

—Ése no es mi nombre —le contestó Maia a Kiel—. Y el resto no es de tu incumbencia. Nunca lo fue.

Kiel asintió, aceptando la reprimenda.

—Hola pues, Maia.

—Hola. —Haciendo una pausa, Maia lamentó su dura respuesta—. Me alegra ver que lo conseguiste.

—Mm. Lo mismo digo. Dicen que la supervivencia es la única lisonja de la Naturaleza. Supongo que es cierto, incluso para prisioneras como nosotras.

Maia no estaba de humor para filosofías amargas, y demostró lo que sentía guardando silencio.

Con un pesado suspiro, Kiel se alejó unos pasos, dejándola contemplar en paz el océano. Sabía que había preguntas que sin duda tendría que hacer. Tal vez lo hiciera dentro de poco. Pero en aquel preciso momento su mente permaneció rígida, como su cuerpo, demasiado inflexible para rápidos cambios de inercia.

Poco antes del almuerzo, el aburrimiento empezó a restarle atractivo incluso al mal humor. Maia releyó la carta de Brod y Leie unas cuantas veces más, empezando a preguntarse qué se escondía entre las líneas apresuradamente garabateadas. Había allí tensiones y alianzas, tanto manifiestas como implícitas. ¿Policías locales y sacerdotisas? ¿Actuando independientemente de sus jefas oficiales, en Caria? ¿Se habían unido a los Pinniped sólo para eliminar a una banda de piratas? ¿O su intención iba más lejos?

¿Y los clanes defensivos especiales y secretos que también habían llegado a Jellicoe para asegurar la base oculta? Que ya no lo era, después de todo. Y también estaban las radicales de Kiel, en tierra. Y las Perkinitas, por supuesto. Todas tenían sus propios planes. Todas se sentían en peligro ante cualquier posible cambio en el orden social de Stratos.

Podría haber sido una situación fraguada con más violentos peligros, quizás el riesgo de una guerra abierta, si el objeto de su litigio no se hubiera evaporado en el aire ante los ojos de todas. Eliminada la pieza central de la lucha, el frenético ambiente de excesos tal vez se hubiera aliviado. Al menos las muertes habían cesado, por ahora.

Era demasiado complicado para concentrarse en ello durante mucho tiempo. Se alegró cuando una asistenta la llevó de regreso a su habitación, donde comió y luego echó una larga siesta. Más tarde, cuando Naroin apareció, Maia se sentía algo mejor, con la mente un poco más en camino de elaborar pensamientos racionales.

La ex contramaestre llevaba un puñado de delgados volúmenes encuadernados en cuero.

—Los enviaron antes de que zarpáramos, para cuando te sintieras mejor. Un regalo del comodoro Pinniped.

Maia miró a Naroin. El acento de la detective se había suavizado bastante. No es que ahora fuera refinado, ni de lejos. Pero había perdido gran parte de su duro tono náutico.

Los libros se encontraban junto a la cama. Maia acarició el lomo de uno, lo tomó, y abrió las finas páginas blancas.

Vida. Reconoció el tema al instante y suspiró. ¿Quién la necesita?

Sin embargo, el papel era un placer para el tacto. Incluso su olor era voluptuoso. Breves miradas a las ilustraciones, que contenían incontables muestras de diminutas casillas y puntos, parecieron tirar de un rincón de su mente igual que una luz brillante y brusca podría iniciar los principios de un estornudo.

—Siempre he creído que para algunos hombres era, bueno, casi adictivo, como una droga. ¿Es lo que tú sientes? —Naroin parecía sentir respeto y una auténtica curiosidad.

Maia apartó el libro. Tras varios segundos, asintió.

—Es agradable. —Tenía la garganta demasiado pastosa para decir más.

—Mm. Con todo el tiempo que he pasado entre marineros, se podría pensar que a mí también me gusta. —Naroin sacudió la cabeza—. No puedo decir que así sea. Me gustan los hombres. Me llevo bien con ellos. Pero supongo que algunas cosas están más allá del gusto o la repulsa.

—Supongo.

Hubo un momento de silencio, y entonces Naroin se acercó para sentarse en el borde de la cama.

—Por esto estaba en el viejo Wotan la primera vez que subiste a bordo, en Puerto Sanger. Mi experiencia como marinera me da cobertura para mi misión. El barco carbonero haría muchas paradas a lo largo de la costa. Me permitiría buscar pistas en los lugares adecuados.

—¿Para encontrar a un alienígena perdido?

—¡Lysos, no! —Naroin se echó a reír—. Oh, ya lo habían secuestrado entonces, pero mi clan no fue llamado a intervenir. Nuestras madres sabían que había pasado algo sucio, claro. Pero una agente de campo como yo se ciñe a su misión… al menos hasta que encuentre un motivo claro para cambiar de pista.

—El polvillo azul, entonces —dijo Maia, recordando el interés de Naroin por los acontecimientos de Lanargh.

—Eso es. Sabíamos que un grupo había empezado a distribuir la droga otra vez, a lo largo de la costa fronteriza. Sucede cada dos o tres generaciones. A menudo gastamos unas cuantas barras de monedas para localizarlas.

Allí estaba otra vez, el cambio de perspectiva que separaba a las vars de las clónicas. Lo que una veraniega había visto como urgente debía parecer menos acuciante desde el paciente punto de vista de las colmenas stratoianas.

—El polvillo existe desde hace tiempo, entonces. Déjame adivinar. Cada aparición es un poco menos preocupante que la anterior.

—Cierto —asintió Naroin—. Después de todo, las potenciaciones de invierno no tienen ningún efecto genético. Sólo se producen nuevas variantes en verano, cuando los esfuerzos del hombre se recompensan con auténticos retoños. Los varones que reaccionan menos a la droga son un poco más tranquilos y transmiten mejor esa tendencia. Cada aparición es un poco más suave, más fácil de reprimir.

—¿Entonces por qué es ilegal el polvillo?

—Tú misma lo has visto. Causa accidentes, violencia durante la época de tranquilidad. Da a los clanes ricos ventajas injustas sobre los pobres. Pero hay más. El polvillo se inventó con un propósito.

Maia parpadeó una, dos veces, entonces comprendió.

—A veces… puede ser útil tener hombres…

—Calientes como el fuego, incluso en mitad de la estación de la escarcha. Eso es.

—El Enemigo. Usamos esa droga durante la Defensa.

—Eso es lo que yo pienso. Lysos respetaba a Mamá Naturaleza. Si quieres que una tendencia pase a segunda fila, muy bien, pero eso no quiere decir que haya que olvidarla. Es mejor ponerla en un estante, de donde pueda volver a cogerse algún día.

Los pensamientos de Maia ya se habían desbocado. Las legisladoras del Consejo debieron de inundar Stratos con la droga durante la batalla para expulsar la nave del Enemigo.

Imagina a cada guerrero varón. Casi de la mañana a la noche, podría haber multiplicado la fuerza de la colonia, completando la habilidad y planificación femenina con una furia sin parangón en el universo.

¿Pero qué sucedió después de la victoria?

Los hombres buenos (los que podrían haber sido dignos de confianza en cualquier mundo del Phylum, incluso antes de Lysos) habrían renunciado voluntariamente al polvillo. O al menos conservado la cabeza hasta que se agotara. Pero hay todo tipo de hombres. No es difícil imaginar una plaga como la Revuelta de los Reyes estallando durante el caos posterior a la guerra. Sobre todo con toneladas de droga flotando alrededor.

¿Fue causa suficiente para traicionar a los Guardianes de Jellicoe?

Maia sabía que el Consejo no hacía las cosas sin un motivo.

—Supongo que tu misión cambió la siguiente vez que nos vimos —espoleó a Naroin.

La pequeña morena se encogió de hombros.

—Oí algunas cosas raras. Mercenarias conocidas recibían ofertas por toda la costa. Se informó de la presencia de agentes radicales deambulando por Grange Head. No fue difícil averiguar dónde podía echar un vistazo de cerca a lo que pasaba.

Maia frunció el ceño.

—No sospechaste que Baltha…

—¿Su traición, al pasarse a las saqueadoras? ¡No! Sabía que había tensión, por supuesto. Ahora que lo pienso, tal vez debería haberlo deducido… —Naroin se detuvo, sacudió la cabeza—. Haz caso a lo que te dice una experta, muchacha. No merece la pena echarte la culpa por algo que no puedes impedir. No mientras lo intentes.

Maia apretó los labios. Eso era exactamente lo que se había estado diciendo. Por la expresión en los ojos de Naroin, no se volvía mucho más creíble a medida que te hacías mayor.


Esa noche se enteró de quién había podido sobrevivir, y de quién había muerto.

Thalla, el capitán Poulandres, Baltha, Kau, la mayoría de las rads, la mayoría de las saqueadoras, casi todos los tripulantes del Manitú, incluido el joven navegante que había ayudado a Maia y a su gemela a encontrar el camino en la deslumbrante complejidad de la pared—mundo. La cifra era sorprendente. Incluso la endurecida Naroin, que había visto muchas batallas formales e informales, apenas podía creer que hubiesen encontrado tantísimos cadáveres en Jellicoe. ¿Es así la guerra?, pensó Maia. Por primera vez le pareció comprender, no sólo de modo abstracto, sino visceralmente, lo que había impulsado a las Fundadoras a tomar decisiones tan drásticas. Sin embargo, estaba decidida a no dejar que las propagandistas Perkinitas se aprovecharan de aquel episodio. Si conservo alguna libertad de acción, voy a asegurarme de que se sepa. Poulandres y sus hombres fueron obligados a luchar. Esto fue algo más que un simple caso de hombres convertidos en salvajes.

¿Qué era, pues? Sin duda alguna considerarían a Renna culpable, un transmisor de plagas cuya sola presencia, y la amenaza de traer a más de los de su especie, inflamó lo peor en varios sectores de la sociedad de Stratos. Para Maia, aquello era como echar la culpa a la víctima. Sin embargo, podrían utilizar tales argumentos.

Después de cenar, mientras Hullin la llevaba a cubierta, Maia se encontró con Kiel por segunda vez. En esta ocasión vio más claramente a la otra mujer, no a través de una cortina de resentimiento por cosas que ya eran historia. La agente rad lo había perdido todo: a sus amigas, su libertad, la esperanza de su causa. Maia fue más amable con su antigua compañera de vivienda. Apesadumbrada, extendió la mano para consolar y perdonar. Agradecida, la fuerte e indomable Kiel se vino abajo y se echó a llorar.

Más tarde, mientras anochecía, el horizonte occidental empezó a titilar. Maia contó cinco, seis… y finalmente diez faros que cortaban rítmicamente los kilómetros de océano con tranquilizadora constancia. Por los mapas estudiados en su juventud, reconoció sus frecuencias y colores y supo sus nombres: Conway, Ulam, Turing, Gardner… famosos santuarios—faro de la costa de Méchant. Y, más allá del Faro Rucker, una gran extensión de suaves diamantes que cubrían una bahía y las colinas cercanas. El panorama nocturno de la gran Ursulaborg.


La llevaron a un templo. No el grandioso monumento de mármol que dominaba la ciudad desde los acantilados del norte, sino un retiro modesto de una sola planta que se extendía a lo largo de una hectárea vallada de bosques bien atendidos, a varios kilómetros río arriba del corazón de la atestada metrópoli. Maia podía ver que el ambiente semirrural era un artificio cuidadosamente atendido por los pequeños pero prósperos clanes que compartían el vecindario. Claros arroyos corrían entre jardines, montañas de paja, molinos y talleres industriales. Era un lugar donde generaciones de niñas, y las hijas de sus hijas, podrían jugar, crecer y atender los asuntos familiares a un ritmo reposado; confiadas en un mundo cuyos cambios serían lentos.

Los amurallados terrenos del templo eran poco atractivos. La capilla contenía los símbolos adecuados para venerar a la Madre Stratos y a las Fundadoras como era debido, aunque Maia sospechaba que no todo era ortodoxo. Guardianas vestidas de cuero patrullaban la empalizada. En el interior, el esperado aire de cultivada serenidad quedaba anulado por un barniz de tensión latente.

A excepción de Naroin y de su hermana más joven, ninguna de las mujeres se parecía.

Tras dejar atrás la capilla, los lúgars que transportaban el palanquín de Maia se acercaron a una modesta casa de madera, apartada del conjunto principal, rodeada de un porche. La doctora que había tratado a Maia a bordo del barco Gentilleschi conversó con dos mujeres, una alta y de aspecto severo, vestida con hábitos sacerdotales, y la otra rotunda, con túnica de diaconisa. Naroin, que las había acompañado desde el muelle fluvial, dio un largo rodeo a la casa para comprobar su seguridad, mientras Hullin echaba una rápida ojeada a su interior. Tras reunirse cerca del porche, ambas intercambiaron movimientos de cabeza.

Con la ayuda de una monja—enfermera, Maia bajó del palanquín, soportando estoicamente el profundo dolor de su rodilla y su costado. La ayudaron a subir una corta rampa hasta la casa, y se detuvieron en la entrada, cuando la alta sacerdotisa se inclinó para mirarla a los ojos.

—Aquí tendrás paz, hija. Hasta que decidas marcharte, ésta será tu casa.

La mujer gruesa vestida de diaconisa suspiró, como si no aprobara que se hiciesen promesas que después resultaran difíciles de cumplir. A pesar del dolor y la fatiga, a Maia le pareció que había aprendido más de lo que las otras deseaban.

—Gracias —dijo roncamente, y dejó que las enfermeras la condujeran por el porche hasta una habitación con puertas deslizantes hechas de paneles de madera, finos como el papel, que daban a un jardín y un pequeño estanque. Las sábanas de la cama eran más blancas que una nube. Maia no recordó que la ayudaran a acostarse. Los murmullos del agua y el viento entre las ramas la arrullaron en su sueño.

Despertó para encontrar, junto a su cama, los delgados volúmenes que le habían regalado los Pinniped, además de una cajita y un papel doblado. Abrió la nota.

Me iré durante una temporada, pequeña var, decía. Dejo a Hullin para que mantenga un ojo abierto. Aquí son buena gente, aunque tal vez un poco locas. Te veré pronto. Naroin.

La partida de la detective no supuso ninguna sorpresa. Maia se había preguntado ya por qué Naroin se quedaba con ella tanto tiempo. Sin duda tenía trabajo que hacer.

Maia abrió la caja. Dentro del papel de envolver encontró una funda hecha de cuero aromático, atada con una cinta. La abrió y halló en su interior un brillante instrumento de bronce y cristal. El sextante era hermoso, perfecto, y tan bien fabricado que le resultó imposible de determinar su antigüedad, salvo por el hecho de que no poseía pantalla ni ninguna forma obvia de acceder a la Vieja Red. Con todo, a simple vista era mucho más valioso que el que había dejado en Jellicoe.

Maia desplegó los brazos y acarició el aparato. De todas formas, esperaba que Leie consiguiera recuperar el antiguo. Aunque estaba viejo y medio roto, lo consideraba suyo.

Se cubrió la cabeza con la manta y yació hecha un ovillo, deseando que su hermana estuviera allí. Que estuviese Brod. Deseando no tener la mente tan llena de visiones de espirales de humo y chispas resplandecientes que esparcían cenizas entre las nubes estratosféricas.

Pasó lentamente una semana. La médica la visitaba cada mañana para examinarla, reducir gradualmente los efectos anestésicos de la ventosa agónica, e insistir en que la paciente debía dar pequeños paseos por los terrenos del templo. Por las tardes, después de almorzar y echar una siesta, Maia era transportada en litera hasta un parque de la ciudad que daba al centro de Ursulaborg. La acompañaban varias monjas de duro aspecto, cada una de ellas blandiendo un «bastón para caminar» de hierro con mango en forma de cabeza de dragón. Maia se preguntó por qué tantas precauciones. Entonces advirtió que sus asistentas miraban hacia atrás, pendientes de cuatro mujeres idénticas de aspecto formidable que las seguían a unos metros de distancia, vestidas de civiles pero caminando con la calmada precisión de las militares. Aquello echaba a perder la sensación de normalidad que experimentaba al recorrer los concurridos mercados.

Por primera vez desde que Leie y ella exploraron Lanargh, Maia se sintió de nuevo inmersa en la vida corriente de Stratos. Comercio, tráfico y conversaciones fluían en todas direcciones. Incontables rostros desconocidos aparecían en tríos, quintetos, o incluso en octetos de mediana edad. Sin duda les habría parecido terriblemente exótico a dos inocentes gemelas del lejano noreste que hubieran desembarcado allí tras su primer viaje. Ahora, sus múltiples aunque sutiles diferencias con Puerto Sanger sólo le parecían triviales e irrelevantes. Lo que Maia advertía eran las similitudes, vistas con nuevos ojos.

Dentro de un taller de ladrillo, abierto a la calle, se podía ver a una familia de artesanas fabricando una delicada vajilla. Una anciana matriarca supervisaba los libros de cuentas, y discutía por un vagón de barro que habían traído tres mujeres idénticas. Tras ella, clónicas de mediana edad trabajaban encendiendo los hornos, y ágiles jóvenes aprendían el arte de usar sus largos dedos para hacer girar el barro y moldear bultos informes hasta convertirlos en los delicados objetos por los que su clan, sin duda, era bien conocido en la localidad.

Maia sólo tuvo que cambiar una lente mental para imaginar otra escena.

Las paredes retrocedieron, perdiéndose en la distancia. Los sencillos bancos y los tornos de alfarera fueron sustituidos por las claras líneas de la maquinaria premoldeada, programada para introducir barro en moldes diseñados por ordenador, que pasaban luego bajo un deslumbrante chorro, y después bajo lámparas de vapor, para emerger en grandes cantidades, perfectos, sin haber sido tocados por ninguna mano humana.

El placer del trabajo. La tranquila y serena aceptación de que cada obrera de un clan tenía un lugar… un lugar que sus hijas también podrían llamar suyo. Todo aquello se perdería.

Entonces, mientras sus porteadores se abrían paso entre la multitud del mercado, Maia vio el puesto donde el clan alfarero vendía su mercancía. Echó una ojeada a los precios… por un solo plato, más de lo que una var ganaba en cuatro días de trabajo. Tanto, que un clan modesto repararía un plato desconchado muchas veces antes de pensar en comprar un sustituto. Maia lo sabía. Incluso en la rica Casa Lamatia, las niñas del verano rara vez cenaban en vajilla intacta.

Multiplica eso ahora por mil productos y servicios, todos los cuales podían ser ampliados, reproducidos, abaratados inconmensurablemente y puestos más al alcance de todas gracias a la tecnología aplicada. ¿Cuánto se ganaría?

Todavía más: ¿Y si alguna de aquellas hijas clónicas quería algún día hacer algo diferente, para variar?

Espió a un grupo de niños que corrían en círculos alrededor de los pacientes lúgars, y luego continuaron hacia el parque. Eran los únicos varones que había visto, incluso ahora, a mediados de invierno. Todos los demás estarían más cerca del agua, aunque nadie les prohibía el paso en aquella época del año. A Maia, después de haber pasado tanto tiempo en compañía de hombres, le pareció extraño no tener a ninguno cerca. Tampoco las vars eran tan comunes. A excepción de en los terrenos del templo, eran también una escasa minoría.

Al llegar al parque, Maia se bajó torpemente de la litera y caminó hasta un saliente amurallado que daba a Ursulaborg. Ante sí tenía una de las grandes ciudades del mundo, que Leie y ella habían soñado poder visitar algún día. Ciertamente, superaba todo cuanto había visto, aunque ahora le parecía insignificante. Sabía que cabría en el bolsillo de cualquier metrópoli, en casi cualquier mundo del Phylum… a excepción de aquellos otros que habían elegido el pastoralismo en lugar del frenético genio del Homo technologicus.

Renna había mostrado su respeto por los logros de Lysos y las Fundadoras, aunque creía claramente que estaban equivocadas.

¿Y yo, qué creo?, se preguntó Maia. Hay problemas. Eso sí lo sabía. ¿Pero hay soluciones?

Aún le resultaba terriblemente difícil pensar en Renna. En un rinconcito de su mente, una vocecita persistente se negaba a dejarlo estar. Los muertos han vuelto antes, insistía, recordándole el milagroso regreso de Leie. Otras personas habían creído muerta a la propia Maia, para descubrir luego que los informes eran prematuros.

La esperanza era un ascua dolorosa… y en aquel caso absurda. Cientos de personas habían sido testigos de la volatilización del Visitante.

Déjalo. Se dijo que debía alegrarse simplemente de haber sido su amiga durante un tiempo. Quizás, algún día, habría una oportunidad de honrarlo, encendiendo una luz aquí o allá.

Todo lo demás era fantasía. Todo lo demás era polvo.


A medida que fue mejorando, Maia empezó a recibir visitas.

Primero llegó un grupo de erguidas y elegantes clones de ojos grandes y narices estrechas, vestidas con hermosos tejidos modestamente teñidos. Las sacerdotisas se las presentaron como las madres mayores del Clan Starkland, de la cercana Joannaborg, un nombre que a Maia sólo le resultó vagamente familiar hasta que las mujeres se sentaron frente a ella, y empezaron a hablar de Brod. Al instante, reconoció el parecido de familia. Su nariz, sus ojos grandes y honestos.

Su amigo no había exagerado. El clan de bibliotecarias, en efecto, seguía preocupándose por sus hijos, e incluso, al parecer, por sus hijas del verano, después de su marcha de casa. Las ancianas se habían enterado de los infortunios de Brod, y querían confirmación de primera mano. Maia se sintió conmovida por su amabilidad y sus ansiosas expresiones de preocupación.

Mientras les contaba un relato abreviado de sus viajes con su hijo, les mostró la carta que demostraba que se encontraba bien.

—Estilo pobre —rezongó una de ellas—. Y mira qué mala letra.

Otra, un poco más vieja, la reprendió.

—¡Lizbeth! Ya has oído hablar a la joven de lo que ha sufrido el pobre muchacho. —Se volvió hacia Maia—. Por favor, disculpa a nuestra hermana. Parió a nuestro Brod, y está exagerando. Continúa.

Maia apenas consiguió no sonreír. Una dulzura modesta y algo dispersa parecía una tendencia básica de aquel linaje. Pudo ver de dónde procedían algunas de las cualidades que admiraba en Brod. Cuando se levantaron para marcharse, las mujeres instaron a Maia a llamarlas si alguna vez necesitaba algo. Maia les dio las gracias, y respondió que dudaba que fuera a quedarse mucho tiempo en la ciudad.

La noche anterior, había oído a la sacerdotisa y a la diaconisa discutir mientras pasaban cerca de su ventana, sin duda creyendo que estaba dormida.

—No ves la situación como la veo yo —dijo la rotunda laica—. Mientras las idealistas vars os quedáis aquí sentadas en esta fortaleza rústica, haciendo declaraciones morales, la presión aumenta. Las Teppin y las Prost…

—Las Teppin no me quitan el sueño —respondió la sacerdotisa.

—Deberían. El templo de Caria gira a capricho de…

—Los clanes eclesiásticos —replicó la otra—. Las sacerdotisas de campo y las monjas son otra cosa. ¿Pueden las jerarquías anatemizar a tantas? Se arriesgan a que las herejes superen en número a las ortodoxas en la mitad de las poblaciones costeras.

—Ojalá estuviera tan segura. Parece un riesgo demasiado grande para una pobre muchacha herida.

—Sabes que no es por ella.

—En general no. Pero en cierto modo, es un símbolo. Los símbolos cuentan. Mira lo que sucede con los hombres…

¿Hombres?, se preguntó Maia, mientras las voces se perdían en la distancia. ¿Qué han querido decir con eso? ¿Qué hombres?

Recibió una respuesta parcial más tarde, después de que las matronas del Clan Starkland se marcharan, cuando se produjo un altercado a las puertas del templo. Maia se encontraba ya lo bastante bien para salir al porche de su casita de invitadas y ser testigo de la feroz discusión que tenía lugar cerca de la carretera. Las vars que hacían de guardianas observaban atentas a un grupo de clones como las que Maia había visto antes seguir su litera por la ciudad. Éstas, a su vez, intentaban impedir la entrada a un tercer grupo: una delegación de varones que llevaban los uniformes reglamentarios de una de las cofradías marineras. Los hombres, a primera vista, parecían mansos. Contrariamente a las mujeres de ambos grupos, no llevaban armas, ni siquiera bastones para caminar. Con los ojos gachos y las manos cerradas, asentían amablemente a todo lo que se les gritaba. Mientras tanto, seguían avanzando, poco a poco, hasta que las clónicas se encontraron acorraladas contra la pared, sin espacio para maniobrar. Fue una táctica cómica pero efectiva por parte de los hombres, pensó Maia, que compensaban la docilidad propia del invierno a fuerza de tamaño y obstinación. No tardaron en atravesar la puerta, dejando a las exasperadas soldados—clones resoplando de frustración. Las divertidas sacerdotisas del templo dieron la bienvenida a los hombres, y les indicaron que siguieran a la hermana de Naroin. Sacudiendo la cabeza, Hullin guió a la pequeña compañía hasta el bungaló de Maia.

El líder del grupo llevaba los emblemas de las medias lunas gemelas de comodoro en las mangas de un uniforme limpio aunque algo gastado. Su porte era erguido, aunque caminaba cojeando. Bajo una mata de pelo gris oscuro y unas tupidas cejas, sus ojos recordaron a Maia los mares de casa, en el norte. Se estremeció, y se preguntó por qué.

Una vez dentro, los oficiales se sentaron en esterillas mientras las monjas servían refrescos. Maia se esforzó por recordar las lecciones de cortesía para con los hombres durante aquella época del año. Allá en la escuela de las veraniegas, todo parecía tremendamente abstracto. Ni en los más descabellados sueños que Leie y ella habían compartido en su ático, habían imaginado tener que verse ante una asamblea tan numerosa como aquélla.

Lo normal era hablar de nimiedades, empezando por el tiempo, y luego pasar a escuetas observaciones sobre lo bonitos que consideraban los hombres su porche y su jardín. Ella confesó su ignorancia en materia de plantas exóticas, así que dos oficiales le explicaron los nombres y orígenes de algunas variedades que habían sido transplantadas desde lejanos valles para preservar sus especies. Mientras tanto, el corazón de Maia se desbocaba de tensión.

¿Qué quieren de mí?, se preguntó, a la vez excitada y aterrada.

El comodoro le preguntó qué le parecía el sextante que había recibido como sustituto del que había abandonado en Jellicoe. Ella le dio las gracias, y el arte de la navegación se convirtió en un absorbente tema de conversación durante unos cuantos minutos más, A continuación, discutieron acerca de los libros del Juego de la Vida, más sobre su condición de finos ejemplares del arte de la impresión y la encuadernación que sobre la información que contenían.

Maia intentó relajarse. Había presenciado incontables veces ese tipo de conversación, mientras servía bebidas en la casa de invitados de Lamatia. El primer mandamiento era paciencia. Sin embargo, suspiró aliviada cuando el comodoro finalmente fue al grano.

—Hemos recibido informes —empezó a decir con voz grave, mientras se frotaba los tendones de una mano con la otra—. De miembros de nuestra cofradía que participaron en los… incidentes de Faro Jellicoe. Los Pinniped también hemos compartido observaciones con nuestros hermanos de la Cofradía de la Golondrina de Mar…

—¿Quiénes? —Maia sacudió la cabeza, confusa.

—Aquellos para quienes la pérdida del Manitú… de Poulandres y su tripulación… fue como una puñalada en el corazón.

Maia dio un respingo. No conocía el nombre de su cofradía. En el mar, con Renna, no le había parecido importante. Al volver a encontrarse de nuevo con la tripulación del Manitú, bajo tierra, no había tenido tiempo de preguntarlo.

—Ya veo. Continúa.

El hombre inclinó brevemente la cabeza.

—Entre las muchas cofradías y logias, hay demasiada confusión sobre lo que se hizo, lo que se hace y lo que debe hacerse. Nos sorprendimos al enterarnos de que el Formador Jellicoe existía realmente. Ahora, sin embargo, nos dicen que este descubrimiento carece de importancia. Que tiene significado sólo para las arqueólogas. Las leyendas no significan nada, se dice. Los hombres de verdad no buscan construir lo que no pueden crear con sus manos.

Alzó las suyas, callosas y llenas de cicatrices por haber pasado muchos años en el mar, tan arrugadas como los ojos que habían pasado toda una vida escrutando el sol, el viento y las aguas. Maia advirtió que eran unos ojos tristes. La soledad parecía teñir sus profundidades.

—¿Quién os ha dicho eso?

Él se encogió de hombros.

—Aquellas a quienes nuestras madres nos enseñaron a aceptar como guías espirituales.

—Oh. —A Maia le pareció comprender. Pocos muchachos nacían de vars solas o de microclanes. Para la mayoría, la educación conservadora que Maia compartía con Leie y Albert en Lamatia era la norma. Era tan importante para el Plan de las Fundadoras como cualquier manipulación genética de la naturaleza masculina, y explicaba por qué hechos importantes como la Revuelta de los Reyes estuvieron condenados desde el principio.

—Hay más —continuó el comodoro—. Aunque habrá compensación por nuestras pérdidas, y las de la Gaviota, nos dicen que no hay deuda de sangre con la muerte del llamado Hombrecillo Listo. No formaba parte de ninguna cofradía, de ningún barco, de ningún santuario. «No le debemos ningún recuerdo ni honor.» Eso se dice.

Se refiere a Renna, comprendió Maia. Su amigo había mencionado aquel cruel mote a bordo del Manitú. Aunque admiraba la sana habilidad de los marineros, Renna había dado a entender que atrapaba a los hombres en una obsesión ritualista, limitando eternamente la dimensión de sus ambiciones.

Después de que Jellicoe fuera evacuado por la fuerza, ¿cuántas generaciones hicieron falta para que los grandes clanes consiguieran esto? No puede haber sido fácil. La leyenda debe de haber contraatacado, aferrada a la vida, a pesar de su supresión en las rodillas de casi todas las madres.

Aprendiera o no alguna vez la historia completa, Maia estaba ya segura de algunas cosas. Antiguamente hubo una gran conspiración. Y estuvo a punto de tener éxito. Una conspiración que podría haber alterado para siempre la vida en Stratos.

En aquellos días el Consejo no anduvo falto de razón cuando usó el pretexto de la Revuelta de los Reyes para apoderarse de Faro Jellicoe y expulsar a los antiguos «Guardianes», como los había llamado el médico del Manitú. Aquellos guardianes de la ciencia habían sido más subversivos, más amenazadores para el status quo que el cegato intento de los reyes. La existencia del cañón lanzadera orbital utilizado por Renna lo dejaba bien claro.

Un plan para reclamar el espacio exterior. Y con él, una forma radicalmente distinta de vivir en el universo. .

Aún más, los Guardianes consiguieron mantener en secreto el emplazamiento de su gran factoría, su «Formador». El Consejo confiscó rápidamente los grandes motores de defensa sin imaginar lo cerca que seguía trabajando un secreto remanente. Aquello debió de continuar durante generaciones. Hombres y mujeres, entrando y saliendo de Faro Jellicoe, reclutando cuidadosamente a sus propios sustitutos, perdiendo experiencia y habilidad con cada traspaso de la antorcha hasta que, por fin, la inexorable lógica de la sociedad stratoiana condenó a la extinción a su valiente grupo olvidado. Al cabo de más de un millar de años no era otra cosa que una pobre fábula.

Renna debió de encontrar la nave y la lanzadera casi terminadas. Usó el Formador, y lo programó con su propia experiencia y conocimientos para fabricar las últimas piezas necesarias.

Era todo un logro haber conseguido tanto en tan pocos días. Quizá lo habría logrado si no se hubiera visto obligado a avanzar el lanzamiento de la nave debido al prematuro descubrimiento de su escondite.

La voz de la culpa era más insistente que la de la razón. Pero ahora Maia sentía algo que podía con ambas: el deseo de contraatacar. Sería inútil, desde luego, sobre todo a la larga. Pero a corto plazo tenía la oportunidad de descargar un golpe de venganza.

—Yo… no conozco la historia completa —empezó a decir, vacilante. Hizo una pausa, inhaló profundamente y continuó con la voz más firme—. Pero lo que os han contado es injusto. Es mentira. Conocí al marino del que habláis; vino a nuestras costas como invitado… con las manos abiertas, tras cruzar un mar mucho más grande y solitario que los que ningún hombre de Stratos ha conocido…


La tarde moría cuando los hombres se pusieron por fin en pie para marcharse. Hullin ayudó a Maia a acompañarlos al porche, donde el comodoro le tomó la mano. Sus oficiales permanecieron cerca, con expresiones reflexivas y sombrías.

—Te doy las gracias por tu tiempo y sabiduría, señora —dijo el cofrade, haciendo que Maia parpadeara—. Al alquilar uno de nuestros barcos a las salvajes piratas, perjudicamos inintencionadamente a las de tu casa. Sin embargo, has sido generosa con nosotros.

—Yo… —Maia se quedó sin habla al ser interpelada de aquella manera.

El comodoro continuó.

—Si llega un invierno en que tu casa busque a hombres diligentes, preparados para cumplir su deber con orgullo y placer, cualquiera de éstos —hizo un gesto hacia sus camaradas más jóvenes, que asintieron—, acudirá alegremente, sin pensar en recompensas del verano. —Hizo una pausa—. Sólo yo debo declinar, por la Regla de Lysos.

Mientras Maia permanecía en silencio, atónita, él hizo una nueva reverencia. Con confundido decoro, añadió:

—Espero que volvamos a vernos, Maia. Mi nombre… es Clevin.


Hubo escarcha de gloria esa noche. Cayó lentamente desde la estratosfera en una bruma cuyos suaves tentáculos de polvo titilante se posaron sobre las barandillas de madera, las losas y los lirios del estanque. La mayor parte se deshizo enseguida, llenando el aire de un leve perfume seductor. Maia vio los tentáculos iridiscentes caer, y le pareció estar ascendiendo a través de una bruma de estrellas microscópicas. Hasta pasado un buen rato no pudo dormir, temerosa de lo que pudiera suceder. Tendida en la cama, la piel cargada de extrañas sensaciones, se preguntó qué sucedería si soñaba. ¿Qué rostro acudiría a ella? ¿El de Brod? ¿El de Bennett? ¿Los de los hombres de la Cofradía de Pinniped?

¿Dispararían las hormonas femeninas un renovado y doloroso anhelo por Renna, su primer, aunque casto, amor masculino?

La impresión de haber conocido a su padre natural no había remitido. Sus pensamientos se agitaban, confundiéndola. Cuando por fin soñó, fue una fantasía extrañamente intangible: caía, flotaba, entre las sorprendentes y abstractas figuras de la pared de las maravillas de Jellicoe, siempre cambiantes.

Poco después del amanecer, llegó la doctora y anunció con satisfacción que sería su penúltima visita. Cuando quitó la ventosa agónica, Maia tuvo oportunidad de mirar de cerca la caja que había reprimido la viveza del dolor de su cuerpo y la pena de su corazón. Parecía un artículo modesto, producido en cadena para ser utilizado incluso por los médicos más humildes, en cualquier lugar de Stratos. Ahora Maia sabía también que era otro producto de un Formador inferior, una de aquellas fábricas automáticas que aún funcionaban bajo la atenta vigilancia del Consejo Reinante. Claramente, algunos artículos manufacturados eran demasiado importantes para ser dejados al puritanismo pastoral. Sin embargo, si el Perkinismo prevalecía, incluso aquellas piadosas cajitas desaparecerían.

—Aún necesitarás seguir descansando y recuperándote aquí, en Ursulaborg —le explicó Naroin más tarde, esa misma mañana, cuando regresó de su urgente misión—. Luego irás a Caria para declarar ante un grupo de sabias como nunca has visto. ¿Qué te parece?

Maia desplegó los brazos de su nuevo sextante y enfocó una flor cercana.

—Me parece que eres una policía, y que no debería decir nada más hasta que no vea a una abogada.

—¿Una abogada? —La otra mujer frunció el ceño—. ¿Para qué necesitas a una?

¿Para qué? Naroin podía ser su amiga, pero una clónica nunca era dueña de sí misma. Cuando la llevaran a Caria, habría una docena de excusas que los poderes que legislaban la Iglesia y el Consejo podrían emplear para encerrarla. En una prisión de verdad, esta vez. Una sin caminos secretos, patrullada por guardianas clónicas probadas durante siglos, potenciadas genéticamente para llevar a cabo su labor de vigilancia.

Maia había decidido no llegar a eso. Esta vez, actuaría primero. Antes de que se la llevaran de Ursulaborg, alguna oportunidad tendría de escaparse. Quizá durante su paseo diario. En cuanto pudiera confundirse entre la multitud, en la ciudad, buscaría refugio en algún lugar apartado donde la gente importante no pudiera encontrarla. Una ciudad costera tranquila y perdida. Encontraré un medio de ponerme en contacto con Leie y Brod. Abriremos una tienda para reparar los sextantes dañados por los marinos perezosos.

Quizá pudiera persuadir a Naroin para que mirara hacia otro lado en el momento adecuado. Pero sería mejor no contar con ello.

—No importa —le dijo a la mujer morena—. He tenido una pesadilla. No puedo escapar de la sensación de que aún estoy viviéndola.

—¿Quién podría reprochártelo, después de todo lo que te ha pasado? —Naroin sonrió. Como Maia no respondía, se inclinó hacia delante—. ¿Piensas que estás arrestada o algo así? ¿Es eso?

—¿Podría salir por la puerta principal, si quisiera hacerlo?

La delgada ex contramaestre frunció el ceño.

—No sería aconsejable, ahora mismo.

—Eso pensaba.

—No es lo que crees. Hay gente que no cuidaría de ti como nosotras.

—Claro. —Maia asintió—. Sé que sois mucho más amables que algunas. Olvida lo que he dicho.

Naroin se mordió el labio inferior tristemente.

—Quieres saber qué es lo que pasa. Pero todo cambia tan rápidamente… Mira, se supone que no puedo decir nada hasta que ella llegue, pero mañana vendrá alguien para hablar contigo, y luego escoltarte hasta la capital. Sé que no suena bien, pero es necesario. ¿Puedes confiar en mí hasta entonces? Te prometo que luego todo tendrá sentido.

Maia, en parte de mal humor, quería aferrarse al resentimiento. Pero era difícil desconfiar de Naroin. Habían soportado muchas cosas juntas. Preferiría estar muerta antes que no poder confiar en nadie.

—Muy bien —dijo—. Hasta mañana.

Naroin volvió a marcharse. Más tarde, Maia y sus escoltas estaban a punto de salir a dar su pequeño paseo de la tarde cuando llegó Hullin para entregarle una segunda hoja de papel sellada con cera roja. El corazón de Maia dio un brinco al ver la letra de Brod. Esperó a que el palanquín llegara a la plaza del mercado, y entonces la abrió.


Querida Maia:

Leie está bien y te envía su amor. Los dos te echamos de menos y nos alegramos de saber que estás en buenas manos. Esperamos que la vida sea bonita y aburrida para ti durante una temporada.


Maia sonrió. ¡Espera a que recibieran su próxima carta! ¡Leie se retorcería de envidia por no haber conocido a Clevin primero! Había otros asuntos más serios que discutir, pero sería bueno que supiera que una de sus fantasías infantiles se había cumplido.

¡Lysos, cómo añoraba a Brod y a Leie! Maia deseó desesperadamente que vinieran pronto.


Hemos estado menos ocupados últimamente. Nos pasamos casi todo el tiempo mirando mientras las madres de clase alta señalan y agitan los brazos y gritan un montón. De hecho, me sorprende que todavía estemos aquí, ya que un puñado de sabias llegaron de la universidad con grandes consolas, que han conectado a tu pared de imágenes. Han estado haciendo cosas sorprendentes. Dejaron de preguntarle a Leie cosas al respecto, así que supongo que piensan que la entienden.


¿Por qué esto hace que me sienta celosa?, se preguntó Maia. Ahora que el secreto se había difundido, tenía sentido que las eruditas investigaran las maravillas de otra era. Quizás aprendiesen un par de cosas… e incluso cambiaran de opinión respecto a algunos estereotipos.


Todos los hombres se han ido ya, excepto los que sirven en los barcos que traen suministros. También se han ido las vars y las policías locales que ayudaron a liberar Jellicoe de las saqueadoras. Nos han dicho que no hablemos con ninguno de los marineros, que tienen prohibido acercarse al Santuario y al Formador. Los hombres pasan el tiempo cargando y descargando cajas, remando por la laguna, explorando cuevas, viendo el paisaje. Creo que no tendré problemas entregando esta carta para…


La litera se sacudió, rompiendo la concentración de Maia. El mercado estaba inusitadamente abarrotado ese día. Asomándose por encima de la multitud, Maia vio que sucedía algo a una docena de metros por delante.

Un trío de compradoras discutía vehementemente con una vendedora. De repente, una de ellas cogió un paño de tela y se volvió para marcharse, por lo que la mercadera gritó. Maia captó la palabra «¡Ladrona!» por encima del rumor general. Ondas de agitación se extendieron hacia fuera mientras las hermanas clónicas de la vendedora salían del edificio situado tras ella. Otras acudieron en auxilio de las compradoras. Los gritos y empujones aumentaron con sorprendente rapidez para convertirse en forcejeos, y luego en golpes que se extendían en dirección a Maia.

Las guardianas del templo se colocaron en posición, mientras que Hullin tiraba de los inquietos lúgars, instándolos a darse la vuelta. Consiguieron esquivar la oleada metiéndose en un callejón lateral, la única vía de escape, agachándose torpemente bajo una jungla de cordeles de ropa.

—Uh —empezó a sugerir Maia—. Tal vez debería bajarme…

Hullin emitió un grito de sorpresa. La cabeza de la muchacha desapareció bajo una sábana arrojada desde un oscuro portal cercano, que se cerró con un cordón. Los lúgars gruñeron de pánico y soltaron un poste de la litera que catapultó a Maia hacia fuera mientras ésta intentaba inútilmente coger la carta de Brod.

De repente, se encontró mirando directamente el rostro rubio de… ¡Tizbe Beller!

Maia sólo tuvo un instante para abrir la boca antes de que la tela negra la rodeara también, acompañada por el rudo roce de muchas manos. En medio del tumulto que siguió, intentó respirar mientras la arrastraban por un camino retorcido que cambiaba bruscamente de sentido. Si la experiencia era físicamente dolorosa, la frustración de no poder luchar resultaba peor.

Por fin, le quitaron la tela negra. Maia inspiró profundamente, desorientada ante el cegador regreso de la luz. Unas manos tiraban y empujaban, pero esta vez Maia se revolvió y consiguió dar un codazo a una de sus captoras y alcanzar a otra en el estómago con el pie derecho, antes de que alguien la golpeara en la sien y la redujese. Logró entrever hacia dónde la llevaban: tras subir unas escaleras entraron en el vientre de un brillante aparato en forma de pájaro, hecho de madera pulida y acero.

Un avión.

—Relájate, virgie —le dijo Tizbe Beller mientras la sentaban en un asiento acolchado—. Bien podrías disfrutar del espectáculo. No muchas vars como tú llegan a volar.

Diario de la Nave Peripatética

CYDONIA — 626 Misión Stratos

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He observado y escuchado desde la explosión. Desde que recibí noticia de la desesperada maniobra de Renna. Las agencias oficiales stratoianas dicen cosas distintas, a menudo contradictorias, y allá abajo todo parece un caos. Sin embargo, al menos se ha conseguido una cosa. La lucha ha cesado. Eliminada la molestia, los preparativos de guerra entre las facciones han remitido, por ahora.

¿Tenía Renna razón? ¿Era necesario un sacrificio?

¿Será suficiente?

Era urgente no perturbar Stratos más de lo que ya lo hemos hecho. Sin embargo, el deber pide a veces de nosotros más de lo que podemos soportar.

También yo habré de cumplir con mi deber. Pronto.

27

Después del forcejeo inicial, aquél resultó ser con diferencia el secuestro más cómodo de Maia. Atada, sin posibilidad de resistirse, sacó el mejor partido posible contemplando a través de una ventanilla de doble panel la enormidad del Continente del Aterrizaje. Pronto, incluso su dolor de cabeza se disipó.

Luminosas granjas amarillas y verde pálido se extendían hasta donde alcanzaba la visión. Estaban rodeadas de largos dedos de oscuro bosque, entrelazados para dejar corredores migratorios a las criaturas nativas, desde la costa a las brumosas montañas que empezaban a asomar al norte. Ciudades pequeñas y mansiones como castillos aparecían a intervalos regulares, agazapadas como arañas entre los surcos de las carreteras y los pueblecitos circundantes. Los arroyos de los lagos eran recalcados por piscifactorías regularmente espaciadas que deslumbraban a Maia con su luz reflejada.

Gruesas gabarras de vela gris remontaban lentamente ríos y canales, mientras que bandadas de rápidos mero—dragones aleteaban en formaciones de doscientos o más, sorteando hábilmente las granjas y zonas habitadas en su camino hacia sus tierras de descanso. Pesados heptoides chapoteaban en marjales y bajíos, sus anchas espaldas—abanico vueltas para irradiar el calor del día. Y luego estaban los flotadores (los zoors y sus primos inferiores), que se agitaban con la brisa, conectados como alegres globos a las copas de los árboles donde pastaban.

Maia había viajado hasta muy lejos en los últimos meses, pero ahora comprendió que sólo se puede obtener una verdadera perspectiva desde arriba. Stratos era más grande de lo que jamás había imaginado. En todas direcciones había signos de la humanidad en rústico condominio con la naturaleza. Renna dijo que los humanos a menudo convierten los mundos en desiertos, a causa de su miopía. Es una trampa que aquí evitamos. Nadie podría acusar a Lysos, ni a los clanes stratoianos, de pensar a corto plazo.

Pero Renna también dio a entender que hay otros modos de hacerlo, sin renunciar a tanto.

Maia vio cómo la piloto tocaba interruptores y comprobaba pequeñas pantallas indicadoras cuando el avión entró en un banco de nubes y viró al oeste antes de llegar a las montañas. El interior del avión era una mezcla bien conseguida de paneles y mobiliario de madera, completados con una compacta selección de instrumentos. De haberse encontrado en compañía de una amiga, Maia la habría asaltado a preguntas. Sin embargo, sus manos atadas eran un adecuado recordatorio. Así que guardó silencio, ignorando a Tizbe y bostezando cuando la joven Beller intentaba entablar conversación. La implicación no podía ser pasada por alto. Ya había escapado de Tizbe dos veces, estropeando sus planes, y no pensaba hacerlo de nuevo. Maia notaba que su actitud molestaba a la clon Beller.

Estoy aprendiendo, pensó. Ellas Siguen cometiendo errores y yo me hago más fuerte. A este ritmo, quizás algún día consiga controlar mi vida.

La piloto advirtió a la pasajera de que habría turbulencias aéreas. Pronto el avión empezó a agitarse bruscamente, subiendo y bajando. Tizbe y sus rufianas palidecieron, despavoridas, cosa que a Maia le encantó ver. Empeoró los síntomas mirando a la correo Beller como si fuera un desagradable espécimen de un orden de vida inferior. Tizbe maldijo entre dientes, y Maia se rió, implacable en su desprecio. Curiosamente, las sacudidas no parecían afectarla como a las otras. Incluso la piloto parecía un poco inquieta cuando por fin llegaron a una zona más tranquila. La tormenta a bordo del Wotan fue mucho peor, recordó Maia.

Entonces una luz dorada llamó su atención, haciendo que entornara los ojos maravillada por lo que se encontraba más allá del parabrisas delantero. Un reflejo titilante que procedía de un espacioso territorio que rodeaba y cubría un puñado de montañas en la intersección del delta de un río.

Caria, se dijo. Maia contempló la capital acercarse, sus contornos amarillos por las losas de incontables tejados, su tiara de piedra blanca rodeando la famosa planicie de la acrópolis. En su cima, divisó dos basílicas gemelas, impresionantes más allá de ninguna medida. Cualquier estudiante conocía nada más verlas aquellas formas, la Biblioteca Universal a un lado y al otro el Gran Templo dedicado a guiar el culto mundial a Madre Stratos. Toda su vida, Maia había oído a las mujeres hablar de peregrinaciones a Caria, de venerar en solemne recogimiento al espíritu planetario (y a sus apóstoles, las Fundadoras) bajo la enorme cúpula iridiscente de la derecha, con su gigantesco dragón forjado en plata y oro. El otro palacio, construido a la misma gloriosa escala, no tenía adornos y casi nunca se mencionaba. Sin embargo, se convirtió en el centro de atención de Maia mientras el avión se dirigía hacia un campo de aterrizaje, situado al sur de la ciudad.

Lysos nunca habría construido la Biblioteca igual que el Templo si hubiera pretendido que fuera privativa de unas cuantas sabias presumidas.

Contempló el grandioso edificio hasta que el descenso lo ocultó tras una colina cercana cubierta de mansiones de clanes de clase media. Desde ese momento hasta el aterrizaje final, Maia se concentró en observar a la piloto, aunque sólo fuera para no preocuparse inútilmente por su destino.

Sus secuestradoras la instalaron en una habitación empapelada con motivos florales y con su propio baño, elegante pero sin pretensiones. Una estrecha galería conducía a un jardín cerrado. Un par de fuertes criadas—guardianas le sonrieron, manteniéndola discretamente vigilada en todo momento. Llevaban librea con bonitos bordados en los hombros y una letra P dorada, supuso que por el nombre de su clan—empleador.

Maia creyó que iban a llevarla a una de las casas de placer dirigidas por las Beller, quizás a la misma donde Renna había sido secuestrado. Allí tal vez sería vendida a las clientas Perkinitas de Tizbe, en venganza por lo que había hecho en Valle Largo, meses atrás. Sin embargo, aquello no parecía un establecimiento comercial, ni las colinas que rodeaban el complejo eran propias de un barrio de burdeles. Pintorescos estandartes de seda ondeaban en torreones fantásticos, y las almenas sobresalían por encima de las crecidas arboledas de fincas verdaderamente antiguas. Era un barrio de clanes nobles, tan por encima de la familia de Tizbe en la escala social como las Beller lo estaban sobre la propia Maia. Tras la muralla del jardín, a un lado, a menudo oía los compases de un cuarteto de cuerda, junto con gritos de niñas jugando, y riendo todas con el mismo divertimento sincopado. En la dirección opuesta, procedentes de una habitación de la torre cuyas luces permanecían encendidas por las noches hasta tarde, se oían sonidos recurrentes de ansiosas discusiones adultas, la misma voz en diversos papeles.

Después del aterrizaje, y de su primer viaje en coche, Maia no vio más a Tizbe, ni a ninguna otra Beller. Tampoco le importaba demasiado. A aquellas alturas, se había dado cuenta de que se había convertido en un peón en un juego de poder librado en las altas esferas de la sociedad stratoiana. Debería sentirme halagada, pensó sardónicamente. Es decir, si sobrevivo hasta el equinoccio.

A petición suya, le proporcionaron libros para leer. Había entre ellos un tratado sobre el Juego de la Vida, escrito trescientos años antes por una anciana sabia que había pasado varios años con hombres, tanto en el mar como en los santuarios, como invitada especial, estudiando aspectos antropológicos de sus interminables torneos. Maia encontró fascinante el relato, aunque algunas de las conclusiones de la autora sobre sublimación ritualista le parecieron un poco exageradas. De más difícil lectura fue un detallado y lógico análisis del juego en sí, escrito un siglo antes por otra erudita. Las matemáticas eran difíciles de seguir, pero en conjunto resultó más ordenado y convincente que los libros que los Pinniped le habían proporcionado en Ursulaborg, que hacían hincapié en trucos y técnicas para ganar antes que en la teoría básica. Aquello fue un alimento mental que la dejó con ganas de más.

Los libros la ayudaron a pasar el tiempo mientras su cuerpo terminaba de sanar. Gradualmente, emprendió un régimen de ejercicios para recuperar fuerzas mientras sus ojos buscaban cualquier posibilidad de huida.

Pasó una semana. Maia leía y estudiaba, paseaba por el jardín, ponía a prueba la implacable vigilancia de las guardianas, y se preocupaba incesantemente por el destino de Leie y Brod. Ni siquiera podía preguntar si había más cartas, ya que al parecer Brod se había visto obligado a pasarle de contrabando la última. Preguntarlo podría traicionar a su amigo.

Se negó a demostrar su frustración, para que sus captoras no tuvieran la menor satisfacción, pero de noche la imagen de la fatal explosión de Renna acechaba sus sueños. Varias veces despertó para encontrarse sentada en la cama, con ambas manos sobre su desbocado corazón, jadeando como si se hallara atrapada en un espacio sin aire, bajo tierra.

Un día, las guardianas le anunciaron que tenía una visita.

—Tu graciosa anfitriona, Odo, del Clan Persim —proclamó la criada, y luego se apartó obsequiosamente para dejar paso a una mujer mayor y alta, de cara ancha y porte aristocrático.

—Sé quién es usted —le dijo Maia—. Renna dijo que preparó su secuestro.

La patricia se sentó en una silla y suspiró.

—Era un buen plan, aunque tú ayudaste a estropearlo en diversos sentidos.

—Gracias.

La noble asintió, un gesto amable.

—No hay de qué. ¿Te gustaría saber por qué corrimos tantos riesgos y nos tomamos tantas molestias?

Una pausa.

—Hable si quiere. No voy a ir a ninguna parte.

Odo abrió los brazos. .

—Había numerosos individuos e incontables grupos que querían eliminar al Exterior. La mayoría por motivos viscerales e irreflexivos, como si su eliminación pudiera volver atrás el reloj, borrando de facto el redescubrimiento de Stratos por parte del Phylum Homínido.

»Algunas fantaseaban con la idea de que su eliminación detendría la venida de las hielonaves. —Odo sacudió la cabeza con aristocrático desprecio—. Esos enormes transportes llenos de pacíficos invasores llegarán mucho después de que nosotras hayamos muerto. Hay tiempo suficiente para pensar una solución. Vengarse de un pobre correo sólo debilitaría nuestra posición, cuando el contacto pleno se restableciera, si eso llega a ocurrir.

—Eso en cuanto a los motivos de las demás. Naturalmente, usted tenía motivos de más peso para apresar a Renna. Como sonsacarle información.

La anciana asintió.

—Había elementos de interrogatorio, ciertamente. Nuestras aliadas Perkinitas estaban interesadas en los nuevos métodos de división de genes, que podrían llevar a la autoclonación sin varones. Otras buscaban mejorar la tecnología defensiva, o conocer las debilidades de las hielonaves para que pudiéramos destruirlas lejos de Stratos.

—Lejos del público, querrá decir. Para que la mayoría no supiera que asesinamos a cientos de miles de personas.

—Me dijeron que reaccionabas bastante rápido para ser un ratón —replicó Odo—. No eran ésas las únicas ideas para utilizar a tu amigo alienígena y su conocimiento.

Maia recordó a las radicales de Kiel, que esperaban alterar la biología y la cultura de Stratos tanto como las Perkinitas, aunque en direcciones opuestas. Maia sabía que Renna habría desaprobado ser utilizado por cualquier grupo.

—Déjeme pensar en las Beller. Su motivo era estrictamente económico, ¿no? Pero ustedes las Persim, las de sangre azul, tenían motivos propios.

Odo asintió.

—Su presencia en Caria se volvía… preocupante. El Consejo y la curia tenían asuntos vitales que discutir, pero se volvían impredecibles cada vez que él estaba cerca. Su tranquila contención durante el verano había desafiado nuestras expectativas; le había valido aliadas, y nos dimos cuenta de que aquello sólo podría empeorar con el invierno y la primera escarcha. ¡Imagina lo persuasivo que podría ser entonces un varón al antiguo estilo en pleno funcionamiento para las débiles de voluntad y mente! Eso describe a muchas de las llamadas «moderadas» que escapaban rápidamente al control de nuestra facción.

»Por razones de conveniencia política, se consideró necesario eliminarlo.

¿Qué? —Maia se levantó—. Zorra altanera, ¿está diciendo que por eso…?

Odo alzó una mano y esperó hasta que Maia volvió a sentarse antes de continuar en voz baja:

—Tienes razón. Hay más. Verás, hicimos una promesa… una promesa que no pudimos cumplir.

Maia parpadeó.

—¿Qué promesa?

—Enviarle de regreso a su nave, por supuesto. Y entregarle nuevos suministros cuando su misión terminara. Por eso bajó en una simple lanzadera de aterrizaje, en vez de hacer otras disposiciones. —La anciana resopló pesadamente—. Durante meses, aquellas que creyeron en él trabajaron para reparar las instalaciones de despegue, no lejos de aquí. La maquinaria funcionaba cuando se utilizó por última vez, hace unos cuantos siglos. Nuestros registros están intactos.

»Pero han fallado demasiados componentes. Demasiada habilidad se ha perdido. No pudimos enviarlo a casa, después de todo.

Odo se apresuró antes de que Maia pudiera interrumpir.

—Para empeorar las cosas, estaba en contacto permanente con su nave. Algunas querían eliminarlo ya para impedir que transmitiese información útil para futuros invasores. Esas demandas aumentaron cuando empezó a pedir amablemente inspeccionar nuestros preparativos de lanzamiento. Pronto, se vería obligado a informar de que Stratos ya no tenía acceso al espacio.

—Pero Renna…

—Una noche me confesó que los peripatéticos, correos interestelares, son considerados prescindibles. Con tantas vidas sacrificadas ya en la nueva cruzada que surca el espacio del Phylum, la que quiere volver a entablar contacto con los mundos homínidos perdidos, ¿qué importa otra? Irónico, ¿no? Sus propias palabras convencieron finalmente a mi clan y a otros para aliarse con las Perkinitas.

Sí, así era Renna, desde luego, pensó Maia tristemente. La extraña mezcla de sofisticación e ingenuidad de su difunto amigo había sido una de sus características más atractivas, y más extrañas.

—Supongo que la nueva lanzadera de Jellicoe habrá hecho cambiar algunas opiniones.

La anciana clónica ladeó la cabeza.

—Eso crees, ¿no? De hecho, es complejo. Hay una marejada política en acción. El Gran Formador y sus instalaciones hermanas están siendo el origen de muchas disputas.

No me extraña. Ya veo que estás muerta de miedo.

—¿Por qué me cuenta todo esto? —preguntó Maia—. ¿Qué le importa lo que piense una var como yo?

Odo se encogió de hombros.

—Normalmente, no mucho. Pero resulta que necesitamos tu cooperación. Se te requerirán ciertas cosas…

Maia se echó a reír.

—En nombre de Lysos, ¿qué le hace pensar que yo haría algo por ustedes? .

Había una respuesta preparada. Odo sacó de su amplia manga una pequeña fotografía brillante. Los dedos de Maia temblaron cuando la cogió y vio en ella a Brod y Leie, de pie junto a un enorme y cristalino tubo en espiral: la boca del gran cañón lanzador de la isla de Jellicoe. La hermana de Maia parecía ocupada dibujando un boceto de una de las muchas partes de la máquina, mientras que Brod pasaba el dedo por un mapa cubierto de cifras, al tiempo que le decía algo a Leie. Sólo sus hombros encorvados revelaban la tensión que Maia sintió emanar de la foto. Cerca, al menos una docena de mujeres conversaban o posaban de manera informal para la fotógrafa. Casi una tercera parte de ellas eran clones del matriarcado al que pertenecía la mujer que estaba sentada ahora mismo frente a Maia.

—Pienso que te preocupas por la salud y el bienestar de tu hermana y de su actual compañero. Eso me permite suponer que nos harás un favor o dos.

La noble pareció ajena a la mirada de odio total de Maia.

—Como primera tarea —continuó Odo—, quiero que me acompañes esta noche. Vamos a ir a la ópera.


La elegancia de todo aquello no la pilló completamente por sorpresa. Había estado en el teatro Capital muchas veces, a través de teleemisiones y escenas en drama—clips. De niña, había imaginado vestir los hermosos trajes de las ricas clónicas, y asistir a magníficas producciones mientras, a su alrededor, las intrigas susurradas de las grandes casas se llevaban a cabo entre sonrisas falsas y abanicos protectores.

Las fantasías eran una cosa; otra muy distinta luchar con broches y cierres poco familiares, y enfrentarse a aquella ingente cantidad de tela cuya función no era otra que indicar la posición y el dinero de quien la vestía y de su casa. Finalmente, un par de mujeres jóvenes de la colmena de Odo acudieron para ayudarla a prepararse para su primera sesión de engaños. Consiguieron arreglar las mangas hinchadas y los pantalones plisados para que ocultaran la mayoría de sus recientes cicatrices, pero Maia se negó a usar maquillaje, que consideraba repulsivo. Cuando llegó Odo, la anciana estuvo de acuerdo por motivos propios.

—Queremos que la reconozcan —ordenó—. Una pequeña magulladura o dos llamarán la atención. Además, ¿no tiene una figura soberbia?

Maia se volvió ante un precioso espejo de cuerpo entero, sorprendida por lo que veía. El atuendo reforzaba lo que apenas había advertido hasta entonces: que tenía un cuerpo de mujer. Era cuatro centímetros más alta y mucho más rotunda que la muchachita flacucha que había salido tímidamente de Puerto Sanger hacía unos meses. Sin embargo, fue su propio rostro lo que le pareció más sorprendente: desde una fina cicatriz que sanaba bajo su oreja derecha, pasando por sus pómulos, ahora completamente libres de toda grasa infantil, hasta la maraña de pelo castaño, ahora peinado por una de las atentas criadas de Odo. Lo más sorprendente eran sus ojos. Seguían sin arrugas, aparentemente jóvenes e inocentes, hasta que los observabas bien. Levemente entornados, parecían a la vez escépticos y serenos, y de perfil reconoció la frente de su padre, señor de barcos y tormentas.

Era una imagen de sí misma que nunca había visto.

¡Muy bien!, pensó, asintiendo. Toma las cosas tal como vienen. Y que estén atentas, si me dejan una sola oportunidad.

Por desgracia, eso no parecía probable. Leie y Brod dependían de su buena conducta para conservar la vida. De todas formas, Maia se volvió con una sonrisa para Odo. Has cometido un error al dejarme ver esto. Averigüemos cuántos errores más cometes.

El Gran Teatro se encontraba a poca distancia de la explanada de la acrópolis, cerca del Templo y la Biblioteca. Carruajes tirados por caballos, literas de lúgars, y más que unas cuantas limusinas motorizadas subían la pendiente, trasladando la capa superior de la sociedad de Caria al estreno de una ópera clásica, Wendy y Fausto. Altas sacerdotisas, consejeras, juezas y sabias subían las amplias escalinatas. En muchos casos, las matronas de los grandes clanes iban acompañadas de hijas y sobrinas clónicas, demasiado inexpertas para ejercer un poder real, pero de la edad adecuada para la procreación. Estas jóvenes, a su vez, escoltaban pequeños grupos de hombres, altos y erguidos, impresionantes con los uniformes de sus cofradías. La flor y nata invernal de los varones de Stratos acudía para ser mimada y entretenida.

Maia lo observaba todo desde el carruaje que compartía con Odo y media docena de mujeres mayores de varios clanes aristocráticos. Fue un viaje glacial. Parte del antiguo nerviosismo regresó ante su desprecio. Esa enemistad se basaba en una amplia gama de fanatismos, pero lo que hacía poderosas a estas mujeres era mucho más profundo, y llegaba hasta el núcleo de la sociedad establecida por Lysos hacía tanto tiempo.

Desde el momento en que se bajó del carruaje, Maia sintió que todas las miradas se volvían hacia ella. Comentarios entre susurros la siguieron escalinatas arriba, a través del pórtico ornamentado y a lo largo de las ceremoniales escaleras hasta el palco donde Odo había dispuesto que se sentara, a la vista del público. Para alivio de Maia, las luces no tardaron en apagarse. La directora de orquesta alzó la batuta, y comenzó la obertura.

La ópera tenía sus alicientes. La partitura era hermosa. Sin embargo, Maia apenas prestó atención al libreto, que desarrollaba un tema manido: la antigua pugna entre el pragmatismo femenino y los espasmódicos y peligrosos entusiasmos de los machos a la vieja usanza. Sin duda el drama había sido revivido a instancias de ciertos partidos políticos, como parte de una campaña de propaganda contra la restauración del contacto con el Phylum. La presencia de Maia allí pretendía dar a entender su aprobación.

Durante el intermedio, las escoltas de Maia la condujeron al elegante vestíbulo, donde camareras var circulaban con bandejas de bebidas y dulces. Allí le habría resultado fácil eludir a sus guardianas… si Leie y Brod no hubiesen dependido de ella. Maia reprimió su frustración y trató de hacer lo que le habían dicho. Sonriendo, aceptó una bebida burbujeante que le ofrecía una asistenta, una var como ella, con la mirada baja.

La sonrisa de Maia se amplió con súbita sinceridad cuando vio acercarse a ella un tenso grupo de personas, dos de las cuales reconoció. La más baja de todas, pero también la más intensa, era la detective Naroin, que parecía fuera de lugar con un sencillo y oscuro vestido de noche. Junto a ella, el doble de alto, caminaba ceñudo Clevin, el comodoro de la Cofradía de Pinniped. Mi padre, se dijo Maia. La realidad parecía tan apartada de sus sueños de infancia que era difícil detectar auténticas emociones, excepto para apreciar la luz de orgullo cuando sus ojos grises la vieron.

Dos mujeres acompañaban a Naroin y Clevin. Una de ellas era alta, de cabellos plateados, y elegante; la otra morena y hermosa, con misteriosos ojos verdes. A Maia nada le decían sus rostros.

Odo se colocó junto a Maia mientras el grupo se acercaba.

—Iolanthe, cuánto me alegro de volver a verte en sociedad. ¡Resultaba tan aburrido sin ti!

La mujer alta asintió. Llevaba un peinado sencillo; su cara, de huesos delicados, poseía un aire de tranquila inteligencia.

—La Casa Nitocri ha estado llorando por su amigo, que vino desde tan lejos, sólo para encontrar traición y al final la muerte.

—Una muerte cargada de ironía, y por su propia mano —señaló Odo—. Con el rescate a pocos metros de distancia, si lo hubiera sabido.

Maia habría matado a Odo en aquel momento, alegremente y sin remordimientos. Permaneció rígida e inmóvil, excepto para saludar con un rápido ademán de cabeza a Naroin y a su padre.

—¿Entonces te sientes liberada de tu crimen? —preguntó la mujer llamada Iolanthe, la voz severa, como la de una sabia—. Encontraremos otras testigos, otros testimonios. Un grupo tan grande de intereses tan diversos en tensión no puede aguantar. Practicas juegos peligrosos, Odo.

Odo se encogió de hombros.

—Puedo ser sacrificada en cualquier momento. En Macro Ajedrez, un bando puede perder muchas reinas, y al final ganar el juego. Así es la vida.

Clevin intervino entonces, para sorpresa de las dos mujeres que discutían.

—Mala metáfora —recalcó con una voz tersa y grave—. Vuestro juego no es la vida.

Odo se quedó mirando al hombre, como incapaz de dar crédito a su osadía. Finalmente, se echó a reír, despectiva. Detrás de Maia, otras miembros de la conspiración la imitaron. El comodoro Pinniped no pestañeó. En su silencio, Maia sintió un argumento de más peso que todas sus burlas. Sabía lo que había querido decir, y así lo expresó con los ojos.

Naroin dio un paso hacia Maia.

—Te he echado de menos, pequeña var. Lo siento, no pensé que te cogerían así. Subestimé tu importancia una vez más.

Ésa era la parte que Maia no podía comprender aún. ¿Qué hay en mí que sea tan importante?

—¿Estás bien? —concluyó Naroin.

—Muy bien —respondió Maia, casi en un susurro—. ¿Y tú?

—Bien. Dejándome llevar por los demonios por haber permitido que te cogieran. ¿Cómo iba yo a saber que te convertirías en una leyenda viviente?

La gente los observaba. Maia sintió sobre ella la atención no sólo de las impresionantes matronas, sino también de unos cuantos varones curiosos.

Iolanthe volvió a hablar.

—No servirá de nada, Odo. No puede seguir siendo vuestra prisionera. —La sabia se volvió hacia Maia—. Ven con nosotras, hija. No pueden impedirlo. Te protegeremos como si fueras nuestra, con poderes que no puedes imaginar.

De algún modo, Maia lo dudaba. Últimamente había visto fuerzas muy superiores a las que aquella pálida intelectual podía conocer. Aún más, así como la espada de Lysos rompía las simbólicas cadenas del reloj de las estatuas de Lanargh, los acontecimientos habían liberado todas las ataduras de su imaginación.

A otro nivel, sentía que la oferta era indudablemente sincera. Aunque el bando de Iolanthe estaba sin duda condenado en el conflicto político, casi con toda seguridad podría proteger a Maia. Todo lo que tenía que hacer era echar a andar.

Hay muchos tipos de prisiones, pensó ácidamente.

—Muy amable por su parte —replicó—. En otra ocasión, tal vez.

La anciana sabia dio un respingo ante la negativa, pero Naroin no pareció sorprendida.

—Ya veo. ¿Te gusta estar en la Casa Persim? ¿Son tus amigas ahora?

Al principio, Maia pensó que Naroin expresaba su amargura. Entonces leyó algo en los ojos de la ex contramaestre. Un brillo feroz y conspirador. Su sarcasmo tenía otro objetivo.

Maia asintió. Inspiró profundamente.

—Oh—sí, Odo—es… mi—amiga… tanto—como—lo—fue… de—Renna.

Era el mensaje general que le habían ordenado transmitir, pero lo hizo de forma tan fría y automática que nadie con sensibilidad podría creer una palabra. Maia oyó a Odo sisear bruscamente su furia contenida.

Leie, Brod, ¿acabo de asesinaros? Por otro lado, tal vez Naroin sumara ahora dos y dos, y comprendiese que la estaban coaccionando. Tal vez aún hubiera facciones honestas en el Gobierno a las que recurrir para rescatar a dos muchachos inocentes del cautiverio. Transmitir aquel mensaje merecía poner a prueba la paciencia de la Persim. Sólo una vez.

Clevin gruñó. Maia vio que cerraba y abría las manos nudosas. En mitad del invierno, sintió un arrebato de ardiente calor hacia aquel hombre. Su problema no era cómo formar un puño, sino controlar su ira. Naroin le cogió del codo, aplicando urgente presión a su brazo.

—Esto no detendrá la huelga —murmuró.

¿Huelga?, se preguntó Maia.

Odo se echó a reír.

—Vuestra «huelga» es un simple incordio, que ya se está viniendo abajo. En unos días, quizá semanas, se acabará. Todas las mujeres se unirán para rechazar a los participantes. No obtendrán más pases de verano. No más hijos. ¿No es cierto, Maia?

Maia no hizo más intentos de transmitir mensajes. Sólo obedeció.

—Sí —asintió, completamente ajena a lo que quería decir. Naroin y Clevin comprendieron su situación. Lo único que importaba era su hermana y su amigo.

—Nuestras diferencias pasadas se evaporaron junto con el desafortunado Visitante —continuó Odo—. Ahora Maia quiere unirse a la causa de restaurar la paz y el orden al Plan de las Fundadoras.

Por primera vez, la cuarta miembro del grupo de Naroin tomó la palabra. La mujer morena era de estatura media, porte sereno, y poseía un característico rostro oval y una mirada intensa.

—En ese caso, ¿no te importa si te hago una visita, en la Casa Persim? —le preguntó a Maia.

Antes de que Maia pudiera contestar, Odo quiso saber:

—¿Quién eres? ¿Cuál de las Upsala?

A Maia le pareció una pregunta decididamente extraña, como si la individualidad de las clones importara.

—Soy Brill, de las Upsala. —La agraciada morena inclinó la cabeza—. Realizo pruebas para el Servicio Civil.

Maia notó la tensa reacción de Odo, como si se hubiera topado con algo más preocupante que cualquier gambito de Naroin, o Clevin, o incluso de la aristocrática Iolanthe.

—Me sentiría honrada, Brill de Upsala —respondió Maia impulsivamente; sudaba de nervios bajo el pesado vestido y se notaba pegajosa—. Venga cuando quiera.

Las luces del atrio se atenuaron al compás de un suave timbre, señalando el final del intermedio. Odo la cogió de la mano y le dio un breve y doloroso apretón.

—Es hora de que volvamos a nuestros asientos —dijo a Iolanthe y las demás—. Disfrutad del espectáculo. Vamos, Maia.

Hubo un helado silencio durante el largo ascenso hasta el palco. Mientras volvían a ocupar sus asientos y las luces se apagaban, Maia percibió que Odo se inclinaba.

—Si intentas otra acción como ésa, mi querida semilla esparcida, vivirás para lamentarlo. Algo más que tu propia vida depende de que te comportes como es debido.

Maia tenía aún menos ganas de asistir al segundo acto.

La música sonaba a motores entrechocando; los pintorescos disfraces resultaban exagerados, ridículos. Sólo una cosa llamó su atención, distrayéndola momentáneamente de su miseria. Mientras escrutaba aburrida el mar de extravagancias de debajo, su letárgica mirada captó un par de rostros, ambos idénticos al de la mujer, Brill, que acababa de conocer en el vestíbulo.

El primero pertenecía a la directora de la orquesta. El segundo era el de la tenor, que con la barbilla cubierta por una barba artificial, saltaba y cantaba con masculino abandono, interpretando el arquetipo del engreído retador de la Naturaleza, el epítome de la soberbia: Fausto.


Pasó otra semana. Cada mañana, Odo se encargaba de que vistieran a Maia con un sorprendente vestido nuevo antes de llevarla a pasear por la explanada en un carruaje descubierto. La mostraba a las viandantes y paseantes sin arriesgarse a más contactos personales.

Al principio, Maia se sintió cautivada por las vistas de Caria (el Salón del Consejo, la universidad, el Gran Templo), casi tanto como cualquier turista. Sin embargo, la fascinación no duró mucho. Cada vez que regresaba a su habitación en la Casa Persim, se quitaba rápidamente las grotescas vestiduras y se lanzaba a una orgía de ejercicio para desahogar su frustración. Las guardianas se habían ido ya, aunque se sentía más prisionera que en Valle Largo, o en la isla de Grimké.

Un día, durante el paseo matutino, Maia vio una escena que tenía lugar ante uno de los majestuosos edificios públicos. Soldados uniformadas y procuradoras se esforzaban por repeler a varios grupos de manifestantes. Uno, formado por hombres ataviados con túnicas de diversas cofradías, parecía apático, desmoralizado. Maia sólo pudo leer parte de una de sus pancartas caídas: JELL… MADOR, decía la porción visible entre los pliegues.

De repente, el corazón de Maia dio un brinco. Justo delante, en el pavimento por el que el carruaje estaba a punto de pasar, Clevin, su padre, conversaba ansiosamente con Iolanthe. Odo le dijo algo a la conductora, que chasqueó las riendas. Los caballos aceleraron justo cuando Clevin alzaba la cabeza, miraba a Maia a los ojos, y empezaba a levantar una mano.

El momento pasó demasiado rápidamente. Odo dejó escapar un breve gruñido de satisfacción mientras Maia se hundía en la mullida tapicería.

Los hombres necesitan ayuda, pensó tristemente. Si fuera libre, tal vez pudiera animarlos. Si al menos…

Sacudió la cabeza. Nada merecía la vida de su hermana o la de Brod. Ciertamente, no una causa que estaba perdida desde el principio. Ningún esfuerzo por su parte cambiaría el destino.

Regresaron a la Casa Persim sin decir nada más. Maia se quitó sus estiradas ropas, hizo ejercicio, comió y se metió en la cama.

Al día siguiente, en la bandeja de su desayuno, junto al zumo de naranja, Maia encontró un periódico; una publicación de tamaño reducido, de cuatro páginas, impresa en papel grueso. Por el precio y la tirada, ambos indicados en la cabecera, estaba dedicado sólo a subscriptoras situadas en la cúspide de los estratos sociales de Caria. Habían recortado varios artículos. El principal, sin embargo, estaba intacto.


PERSPECTIVAS POSITIVAS PARA EL CESE DE LA HUELGA

Mientras el tráfico marítimo permanece detenido en la mayoría de los puertos de Méchant, las analistas predicen ahora una rápida conclusión del paro efectuado por diecisiete cofradías marinas y sus afiliados. Las deserciones han debilitado ya la resolución de sus líderes, cuyo objetivo, presionar al Consejo Planetario Reinante para volver a abrir el infame santuario de Jellicoe ya no parece tener ninguna posibilidad realista de éxito…


Vaya, pensó Maia. Era la primera información parcial que recibía acerca de los acontecimientos sucedidos desde su captura. También la primera pista de su estatus como peón en la lucha.

Las saqueadoras fueron aplastadas. Las rads de Kiel están destrozadas. Alianzas sueltas de liberales, como esas vars de los templos, podrían conducir a un cambio, pero carecen de cohesión. Los altos clanes tienen experiencia en manejar estas situaciones.

Pero hay otro grupo que las asusta. Las cofradías marineras.

En Ursulaborg, los Pinniped habían hablado de propaganda. El Gran Formador no significa nada, les habían dicho. El Hombrecillo Listo no era de vuestra especie…

Maia no dio demasiada importancia a su propia contribución. Los marineros habrían rechazado la versión oficial de todas formas, tal vez. Pero su narración debió de ayudarles cuando dijo lo que había aprendido sobre los antiguos Guardianes… sobre la tenaz lucha mantenida por hombres y mujeres para diseñar otra forma de vida. Una forma de incluir más que una parte de tierra, mar y cielo en el relato de Stratos. Una forma de enmendar, sin rechazar, lo que las Fundadoras habían deseado para sus herederas.

Y les había hablado de Renna, el valiente marino cuyo océano era la galaxia. El hombre que volaba, como no lo había hecho ningún hombre de este mundo desde el destierro. Cuando partieron ese día, estaba segura de que los marineros conocían a su amigo de las estrellas. Que sabían que era uno de ellos. Que tenían con él una deuda de honor.

Las Persim me trajeron aquí para ayudarlas a acabar con la huelga. Por eso me exhiben. Los hombres de la ópera deben de haber informado a sus cofradías. Yo estaba en compañía de Odo, ¿cómo pude decir en serio que fui camarada del Hombre de las Estrellas?

Leyendo entre líneas, quedaba claro por qué los altos clanes estaban preocupados. La acción de los marineros les estaba haciendo daño.


… la mitad de la estación de potenciaciones pasó antes de que se tomaran medidas. Con todo, está claro que la falta de cooperación masculina reducirá el programa reproductor de este invierno.


Eso hizo que Maia sonriera, orgullosa de que Clevin y los otros no hubiesen pasado un truco por alto.


La abogada—sacerdotisa Perkinita Jeminalte Cever exigió hoy que «se haga pagar a los responsables de esta negligente falta al deber».

Por fortuna, esta radicalización tuvo lugar después del Día del Lejano Sol, así que las políticas no temen que los varones acudan en masa a las urnas. El voto de su airada minoría podría haber alterado el resultado de las nuevas elecciones.

¿Seguirá siendo un factor a tener en cuenta el próximo invierno? Las estimaciones hechas sobre recientes episodios de inquietud masculina hace seis, diez y trece décadas llevaron a las sabias del Instituto de Tendencias Sociológicas a sugerir que este interludio algo más severo tal vez no acabe a tiempo de impedir pérdidas económicas a corto plazo para muchas de nuestras subscriptoras. Sin embargo, predicen que, para el próximo otoño, sólo quedará un fermento residual, en el ámbito de…


Continuaba prediciendo cómo las cofradías se distanciarían predeciblemente unas de otras, aceptando generosos tratos y compromisos, incapaces de mantener su ira en una estación en que la sangre se enfriaba. Maia suspiró al plantearse el posible, incluso predecible panorama. La mano muerta de Lysos ganaba siempre.

No me extraña que me dejaran ver esto. Comprendía que el informe era tendencioso e incompleto. Sin embargo, el periódico la dejó deprimida.

Odo llegó cuando Maia terminaba de vestirse. Esperaba que la matriarca Persim alardeara sobre el artículo, pero al parecer tenía otros asuntos en mente. Claramente agitada, la anciana despidió a las doncellas y ordenó a Maia que se sentara.

—Hoy no habrá paseo —dijo—. Tienes una visita.

Maia alzó una ceja, pero no dijo nada.

—Dentro de poco, te reunirás con Brill Upsala en el conservatorio del este. Se te suministrarán lápices, papel, y otros materiales. Brill ha sido informada de que estás dispuesta a ser examinada, según establece la antigua ley, pero que no deseas discutir asuntos que tengan que ver con el alienígena.

Odo miró a Maia a los ojos.

—Estaremos escuchando. Si nos dejas por mentirosas, o das a entender algún tipo de inquietud, bien podrías acompañar a la Upsala cuando se marche… y vivir para siempre con la culpa del destino de tu hermana. Pesará sobre tu cabeza.

Maia sabía que había puesto a prueba la paciencia de Odo una vez, casi hasta el límite. La Persim y sus cohortes estaban ocupadas tirando de un millar de hilos políticos, sociales y económicos, tanto abiertamente como a escondidas. Si consideraban que Maia, Leie y Brod eran más un estorbo que peones útiles en su juego, serían implacables. Maia asintió, y siguió a Odo hacia la puerta.

Ya conocía bien la Casa Persim. Había allí doncellas Yuquinn, cocineras Venn y criadas Bujul, todas las cuales parecían felices y contentas en sus nichos heredados, sin necesitar ninguna orden ni incentivo para anticipar cualquier capricho Persim. ¿Por qué no? Cada una de ellas descendía de una var que había servido intachablemente, y había sido recompensada con un tipo de inmortalidad. Una inmortalidad que podía terminar en el momento en que las Persim acabaran con su patrocinio. No haría falta violencia ninguna. Ninguna tendría siquiera que ser despedida. Las Persim sólo tenían que dejar de patrocinar caros apareamientos de invierno para sus empleadas, y luego esperar el breve intervalo de una generación o dos.

¿Era una relación depredadora? ¿Injusta? Maia dudaba que las Yuquinn o las Venn lo vieran así. De habérselo planteado en esos términos, sus linajes habrían terminado con la muerte natural de sus primeras antepasadas var. En los últimos tiempos, Maia había adoptado la actitud de Renna. Todo esto estaba bien diseñado, era lo más natural posible y, desde otro punto de vista, era sorprendente.

Ya no soy una hija de Lysos, advirtió. Nunca me ajustaré a un mundo cuya premisa básica no puedo soportar.

—Aquí dentro —dijo Odo, señalando una puerta doble—. Compórtate.

La amenaza, implícita, fue suficiente. Odo se dio la vuelta y se marchó. Maia entró en el conservatorio, donde la sorprendente mujer de pelo oscuro que había conocido en la ópera repasaba unos papeles ante una mesa carísima que consistía en un armazón de metal que sujetaba paneles de cristal casi perfecto. Mientras una de las hermanas—clónicas más jóvenes de Odo observaba desde un rincón, Brill le señaló una silla.

—Gracias por atenderme. ¿Empezamos?

Maia se sentó.

—¿Empezar qué?

—Tu examen, por supuesto. Empezaremos por un simple estudio de preferencias. Coge estos Impresos. Cada pregunta propone cinco actividades…

—Uh, perdóneme… ¿qué tipo de examen?

Brill se enderezó y la observó enigmáticamente. Maia experimentó una extraña sensación de profundidad. Como si la mujer ya viera claramente a través de ella, y no tuviera ninguna necesidad real de exámenes.

—Un test de aptitudes ocupacionales. He accedido a tu expediente escolar en Puerto Sanger; indica un trabajo preparatorio adecuado. ¿Hay algún problema?

Maia casi se rió en voz alta. Entonces dudó. ¿Es un truco? ¿Es posible que haya sido enviada por Iolanthe Nitocri y sus aliadas?

Pero entonces Odo habría comprobado la buena fe de Brill. Se suponía que el reducido Servicio Civil de Stratos estaba por encima de la política; sus examinadoras podían ir a todas partes. Si aquello era un truco, Brill lo hacía verosímil. Maia decidió seguirle el juego.

—Uh, ningún problema. —Miró a izquierda y a derecha—. ¿Dónde están sus calibradores? ¿Medirá los bultos de mi cabeza?

La clon Upsala sonrió.

—La frenología tiene sus seguidoras. Para empezar, sin embargo, ¿por qué no nos dedicamos a esto?

Siguió una implacable confrontación con el papel. Preguntas rápidas sobre sus intereses, gustos, conocimientos gramaticales, conocimientos científicos, climáticos, conocimiento de…

Después de dos horas, se le concedió un breve descanso. Fue al cuarto de baño, comió un bocado, caminó por el jardín para desentumecerse la espalda. Siempre tan profesional, la clon Upsala pasó aquel tiempo procesando los resultados. Si la habían enviado para transmitirle un mensaje de Naroin o de Clevin, ocultaba muy bien el hecho.

—Vi a dos de sus hermanas después de que habláramos en la ópera —comentó Maia, consciente de que una clon Persim las vigilaba—. Una de ellas interpretaba a Fausto…

—Sí, sí. La prima Gloria. Y Surah, a la batuta. ¡Malditas inútiles!

Maia parpadeó sorprendida.

—Me pareció que eran muy buenas en lo que hacían.

—¡Naturalmente que eran buenas! —Brill la miró bruscamente—. El tema es en qué decide una ser buena. Las artes están bien, como afición. Yo toco seis instrumentos. Pero eso no representa ningún gran desafío para una mente madura.

Maia se la quedó mirando. Resultaba muy extraño oír a una clónica despreciar a su propia familia. Aún más extraño era lo que implicaban sus palabras.

—¿Ha dicho decidir? ¿Entonces su clan no…?

—¿Se especializa? —Brill terminó la frase con un zumbido despectivo—. No, Maia. No nos especializamos. ¿Continuamos ahora el trabajo?

El regreso a la neutral profesionalidad cortó en seco el interrogatorio de Maia. Brill sacó a continuación una caja de madera, y le pidió a Maia que sujetara dos palancas mientras contemplaba un tubo forrado de cuero en cuyo interior una línea horizontal se mecía adelante y atrás.

Le recordaba un instrumento que había visto en el avión que la trajo de Ursulaborg.

—Esto es un horizonte artificial —empezó a decir Brill—. Tu tarea, mientras yo aumento la dificultad, será corregir las desviaciones…

Una hora más tarde, los ropajes de Maia estaban húmedos de sudor, le dolía el cuello debido a la concentración, y gimió cuando Brill le indicó que se detuviera.

—Ooooh —comentó sorprendida—. Ha sido… divertido.

La clon Upsala respondió con una breve sonrisa.

—Ya veo.

Después de más pruebas físicas, hubo otra pausa para cenar en el más cercano de los muchos comedores de la Casa Persim. Para irritación de Odo, Brill pareció dar por sentado que estaba invitada a la mesa, por lo que obligó a la matriarca Persim a asistir también, para no quitarle ojo de encima.

No tendría por qué haberse molestado. La conversación no fue nada apasionante, separadas como estaban por una enorme mesa de madera Yarri, un montón de lino bordado y fina porcelana, a la luz de chispeantes candelabros.

Brill no dejó de repasar sus papeles excepto para agradecer meticulosamente a las criadas cada plato servido. Maia disfrutó del efecto que todo aquello tenía sobre Odo. Claramente, la matrona consideraba la visita de la examinadora un movimiento de ajedrez realizado por las contrarias a su facción, y estaba que se moría por saber cuál era. Además, era evidente que Odo se sentía frustrada por tener que malgastar tanto tiempo preocupándose de un simple peón.

¿Era eso todo? ¿Un gambito para hacer perder tiempo a la enemiga? Si era así, Maia se sentía encantada de ayudar. Los exámenes eran agotadores, pero resultaban una diversión agradable. Sólo deseaba que Brill pareciera más sensible a sus esfuerzos por dar a entender mensajes que fuesen transmitidos a Naroin y a su padre.

—Las Upsala son muy curiosas —comentó Odo mientras retiraban el plato principal, y apuraba su tercer vaso de vino—. ¿Sabes algo de ellas, niña del verano?

Maia sacudió la cabeza.

—Déjame informarte entonces. Son un clan de éxito según los cánones, y alcanzan cien…

—Ochenta y ocho adultas —la corrigió Brill, observando relajadamente a Odo.

—Y según mis fuentes su fortuna es sólida. No de primera fila, pero sólida. Hay dos Upsala en el Consejo Reinante, y cuarenta y nueve ocupan sillas de sabia en diversas instituciones; diecinueve en la propia Universidad de Caria, en varios departamentos. Y sin embargo, ¿sabes qué es lo más peculiar en ellas? —Una criada volvió a llenar el vaso de Odo mientras se inclinaba hacia delante—. ¡No tienen ninguna mansión! No poseen casa, ni terrenos, ni criadas. ¡Nada!

Maia frunció el ceño.

—No comprendo.

—¡Todas viven por su cuenta! En casas o apartamentos que compran como individuos. Cada una se gana la vida. ¡Cada una establece sus propios acuerdos de potenciación con hombres individuales! ¿Y sabes por qué? —Odo soltó una risita—. ¡Se odian a muerte!

Cuando Maia se volvió a mirar a Brill, la examinadora se encogió de hombros.

—La típica historia de éxito en Stratos no sólo exige talento, educación y suerte para encontrar un nicho. El gregarismo es otro requisito común… autosacrificio por el bien de la colmena. La solidaridad fraternal ayuda a un clan a sobrevivir.

»Pero las humanas no somos hormigas —continuó—. No todas nacemos predispuestas a llevarnos bien con otras idénticas a una misma.

Los nervios y el alcohol habían transformado a Odo, normalmente serena, que se rió roncamente.

—¡Bien dicho! Muchas veces una joven var inteligente consigue poner algo en marcha, sólo para ver cómo lo estropean sus propias hijas. Sólo aquellas que están en paz consigo mismas pueden usar de verdad el Don de las Fundadoras.

Maia recordó las incontables veces que Leie y ella se habían peleado mientras crecían. Lo habían atribuido a la dura situación de la educación veraniega, ¿pero era así? ¿Podía el tenso afecto entre ellas empeorar con la prosperidad, en vez de convenirse en un perfecto trabajo de equipo? Maia sintió un imperativo evolutivo en funcionamiento. A lo largo de generaciones, la selección favorecería la tendencia de llevarte bien con distintas versiones de ti misma. Si era así, el plan de las gemelas siempre había sido discutible, de éxito tan improbable como la escarcha en verano.

—Hay excepciones —intervino esperanzada—. Su clan lo consigue, de algún modo.

Brill suspiró, como si el tema la aburriera.

—Con el tiempo, las Upsala aprendimos a mantener las funciones necesarias de un clan evitando toda cortapisa o restricción.

—Quiere decir que celebran grandes reuniones, una vez cada año de la Vieja Tierra. ¡La mitad de ellas no asisten, envían abogadas! —Odo parecía encontrarlo divertido—. Ni siquiera les gustan sus propias hijas clónicas. Por eso su número crece tan despacio…

—¡No es verdad! —exclamó Brill, mostrando la primera emoción fuerte que Maia veía en ella. La mujer se detuvo a recuperar la compostura—. Todo va bien hasta la adolescencia, cuando… —Se calló por segunda vez, y terminó en voz baja—. Me llevo muy bien con mis otras hijas.

—Tus vars, quieres decir. Ésa es otra cosa. ¡Las Upsala prefieren la reproducción veraniega! Eso les da popularidad entre los hombres, claro.—El habla de Odo se volvió pastosa mientras tomaba más vino.

—Su forma de vida nunca funcionará en el campo —le dijo Maia a Brill, fascinada.

—Cierto, Maia. La vida en la ciudad ofrece servicios públicos, muchas posibilidades de carrera…

—¡Háblale de posibilidades de carrera! ¿No escogéis todas profesiones distintas porque odiáis incluso encontraros por la calle?

Mientras Odo se reía, Maia se las quedó mirando. Al parecer, las Upsala sobresalían en todo lo que se proponían, empezando de cero con cada vida clonada. Maia se preguntó si Renna, su difunto amigo, se había topado con aquella maravilla durante su estancia en Caria. Si no cargaban con el lastre de una tendencia defectuosa, las Upsala bien podían llegar a poseer toda Stratos algún día. No era extraño que la presencia de ésta pusiera nerviosa a Odo, a pesar de la profesión escogida por Brill, aparentemente Inocua.

En su caso, el genio superó una carencia de armonía. Leie y yo no somos genios, pero tampoco nos odiamos. Tal vez una postura intermedia sea posible. Si las dos salimos con vida de este lío, quizá podamos aprender de las Upsala.

Brill sacó un reloj de bolsillo y se aclaró la garganta.

—Ha sido francamente agradable, ¿verdad? ¿Podemos volver ahora al trabajo? Me gustaría acabar pronto. Mi niñera me cobra el doble después de las diez.


La siguiente serie trató del «talento criptomatemático» de Maia, o su imprevista afinidad hacia juegos como la Vida. Durante una hora, se enzarzó en batallas en miniatura en una pantalla computerizada como la de Renna, intentando (normalmente en vano) impedir que el artilugio sembrara el caos en sus pautas. Brill no dejaba de pedirle a Maia que emplease nuevas «reglas de repetición», modos de hacer las cosas progresiva y luego imposiblemente difíciles. Fue un ejercicio tenso y cansado de hacer conjeturas y de habilidad. A Maia le encantó… hasta que las pautas empezaron a difuminarse y su capacidad de aguante se agotó.

—¿Por qué me hace esto? —gimió al final.

—Se sospecha que tal vez puedas calificarte para un nicho —respondió Brill secamente, tras desconectar la máquina.

Maia se frotó los ojos.

—¿Qué nicho?

Brill hizo una pausa.

—Puedo decirte lo que no debes esperar. No esperes entrar en la universidad basándote en tu talento para las pautas y los sistemas de símbolos. Si se transmite a lo largo de generaciones, una hija del invierno tuya podría solicitarlo sobre esa base, pero para ti ya es demasiado tarde para ser matemática.

Gracias, pensó Maia, con una amargura que la sorprendió. ¿Quién lo ha pedido, de todas formas?

—Aún más, pareces tener un potencial de acción demasiado alto para la vida contemplativa —continuó Brill, estudiando una gráfica—. Eso no es un inconveniente para mi clienta, aunque otros factores…

Maia se incorporó rápidamente.

—¿Clienta? ¿Quiere decir que esto no es para el Servicio Civil? —Notó que la clon Persim se acercaba, súbitamente alerta. Brill se encogió de hombros, como si no importara.

—He sido enviada por una miembro de mi propia familia que busca trabajadoras para una nueva empresa. Sinceramente, es un nicho un poco descabellado, en modo alguno seguro.

—Pero… —Maia sintió furia en el tenso silencio de la clon Persim—. Odo supuso que esto era para…

—No soy responsable de las suposiciones de Odo. Cualquier patrona potencial puede contactar con el servicio examinador. Esto poco tiene que ver con las actuales luchas políticas del clan Persim, así que Odo no tiene motivos para preocuparse. ¿Volvemos al trabajo? Nuestro último punto será…

—¡Soy una buena navegante! —estalló Maia—. Y soy bastante hábil con las máquinas. Mi gemela es mejor. Somos gemelas de espejo, ya sabe. Así que tal vez… entre nosotras… —La voz de Maia se apagó, sofocada por la vergüenza debida a su estallido. Algún resto infantil al acecho había saltado, planteando un caso que ya ni siquiera le importaba.

—Esos factores pueden ser relevantes —comentó Brill al cabo de un momento. Hubo un breve destello de amabilidad en los ojos de la examinadora—. El último punto es un ensayo. Quiero que describas tres episodios en los que resolvieras acertijos de puertas para entrar en cámaras ocultas. Anota sucintamente qué factores, lógicos e intuitivos, te guiaron hasta alcanzar las respuestas correctas. Limita cada respuesta a un centenar de palabras. Coge el lápiz. Empieza.

Maia suspiró y empezó a escribir. Al parecer, todo el mundo conocía sus aventuras en la isla de Jellicoe. Ahora el lugar había vuelto a las mismas manos conservadoras que habían mantenido durante siglos el Centro de Defensa. Pero el secreto se había destapado.

… así que nuestro éxito ante la puerta de metal rojo fue en parte debido a la suerte, escribió. Una vez oí unas palabras que me hicieron intuir lo que podían significar los símbolos de los hexágonos…

Maia sabía que no estaba exponiendo sus ideas de forma coherente. Pensar en Jellicoe también le recordó problemas más reales que aquellas estúpidas pruebas. ¡Si al menos Leie y Brod hubieran advertido la gradual transición de poder que tenía lugar allí, y hubieran escapado con las amigas de Naroin mientras aún era posible! Ahora, al parecer, era demasiado tarde.

Maia terminó de describir la puerta escarlata que Brod y ella habían descubierto en la cueva marina, y pasó a resumir su lógica en el auditorio del santuario. Empezó reconociendo el mérito de Leie y del desgraciado navegante por su contribución en la resolución del acertijo que llevó al descubrimiento del Gran Formador. Pero eso también significaba compartir la culpa por lo que siguió: la violenta invasión de aquellas instalaciones ocultas, que obligó a Renna a interrumpir sus preparativos e intentar aquel mortal lanzamiento prematuro hacia un terrible cielo azul.

Es culpa mía. Sólo mía. Tuvo que cerrar los ojos e inspirar profundamente. No puedo pensar en eso ahora. Guárdalo. Guárdalo para más tarde.

Maia terminó aquel segundo resumen y lo colocó encima del primero. Contempló la tercera hoja en blanco, y alzó la cabeza, aturdida.

—¿Cuál es la tercera cerradura con acertijo? No recuerdo…

—La primera. Cuando tenías cuatro años. Para irrumpir en el almacén de tus madres.

Maia se la quedó mirando, sorprendida.

—¿Cómo sabe…?

—Eso no importa. Por favor, termina. Este test mide la respuesta espontánea bajo presión, no la habilidad o la perfección del recuerdo.

Maia sospechaba que la jerga escondía algo; había un significado oculto en las palabras, pero se le escapaba. Suspirando, se inclinó para anotar lo que podía recordar de aquel lejano día, cuando el chirriante montacargas llevó por última vez a dos jóvenes gemelas a las catacumbas situadas bajo las cocinas Lamai.

Maia llevaba en la mano un garabato con la solución, su último esfuerzo por derrotar la testaruda cerradura. Mientras Leie sostenía una linterna, presionó las figuras de piedra (serpientes enroscadas, estrellas, y otros símbolos) que encajaron en su sitio con un chasquido, una a una. Ambas hermanas contuvieron el aliento mientras la desafiante puerta de acero se apartaba por fin para revelar…

Huesos. Fila tras fila de ordenados huesos. Fémures. Tibias. Peronés. Cráneos sonrientes. Maia dio un salto atrás, y el sorprendido grito de Leie sacudió los estantes de botellas de vino que había tras ellas. Con los ojos desorbitados entraron temblorosas en la cámara secreta, boquiabiertas ante generaciones y generaciones de antepasadas… cada una las cuales había sido genéticamente su propia madre. Había un montón de madres allí abajo.

El osario era frío, silenciosamente extraño. Maia no vio afortunadamente esqueletos completos. El sentido del orden Lamai, que había clasificado y colocado los huesos según su tipo, hacía más difícil imaginarlos retorciéndose para cobrar vida y vengarse.

Había otras cosas ocultas en la cámara. Cajones helados contenían polvorientos registros. Luego, hacia el fondo, encontraron más artículos amenazantes. Armas. Viciosas máquinas de muerte, prohibidas a las milicias familiares, pero almacenadas para cumplir el lema del Clan Lamatia: «Mejor seguras que arrepentidas».

Después, ambas gemelas tuvieron sueños espeluznantes, pero pronto sustituyeron los remordimientos por bromas desdeñosas hacia aquella gran cadena de individuas que conducía a un mítico y perdido conjunto de abuelos genéticos. La intermediaria (la persona Lamai) había conquistado el tiempo, pero al parecer nunca podría superar su profunda inseguridad. En el fondo, lo que Maia recordaba mejor eran los meses pasados en la resolución del acertijo. Una vez resuelto, comprendió, un rompecabezas que había parecido atractivo resulta demasiado a menudo insípido.


Después de que Brill se fuera a casa, Maia se metió entre las sábanas de seda, agotada, pero incapaz de dejar de pensar. También Renna era inmortal a su modo. Lysos habría considerado tonto su método, igual que él el suyo.

Quizás ambos tenían razón.

Por fin logró quedarse dormida. No soñó, pero sus manos se retorcían, como sintiendo una vaga pero potente necesidad de coger herramientas.

Al día siguiente amaneció extraño mientras Maia observaba la escarcha evaporarse de las flores del jardín, perfumando el aire con aroma de rosas y soledad. Cuando Odo la recogió para dar el paseo diario, ninguna de las dos mujeres habló. Maia seguía reflexionando sobre las palabras de despedida de Brill Upsala de la noche anterior.

—No puedo decir mucho sobre la empresa —comentó la examinadora, refiriéndose a la que preparaba su clan—. Excepto que tiene que ver con transportes y comunicaciones por medio de técnicas tradicionales mejoradas. —La sonrisa de Brill era débil, amarga—. A nuestro clan le gusta todo aquello que nos permita extendernos más y más.

—¿Entonces no tiene nada que ver con el Formador, o con la lanzadera espacial?

Los ojos verdes de Brill destellaron.

—¿Qué te ha dado esa idea? Oh. Porque yo estaba con Iolanthe y los Pinniped la otra noche. No, sólo fui a que me presentaran. En cuanto a los hallazgos de Jellicoe, han sido sellados por orden del Consejo. —Brill alzó su mochila—. Tendrías que haber sabido que no había otra posibilidad. La inercia de un dragón no cambia por tirarle de la cola.

Consciente de la presencia cercana de la clon Persim, Maia hizo una última pregunta, ya en la puerta.

—Sigo sin saber por qué sabía lo de nuestra visita al osario de Lamatia. Las Lamai no llegaron a averiguarlo nunca, ¿no?

—No que yo sepa.

—Entonces debe de haber hablado con Le…

—No hagas suposiciones —cortó la otra mujer. Luego, tras un segundo de silencio, extendió la mano—. Buena suerte, Maia. Espero que volvamos a vernos.

No fue difícil interpretar el significado de Brill. Espero que volvamos a vernos… si sobrevives.

Recordó esas palabras mientras el carruaje conducía a Maia y a Odo al pórtico de mármol de la Cámara del Consejo. Había menos manifestantes con pancartas, que colgaban más flácidas que nunca. No había ningún signo de Naroin o de su padre.

La huelga está fracasando, comprendió Maia. Aunque aún fuera activa en la costa, ¿cómo podían hombres mal organizados vencer a los grandes clanes y recuperar cosas olvidadas siglos antes? ¿Qué significaban de todas formas los antiguos Guardianes, o el Gran Formador, para el marinero medio? ¿Cuánto tiempo puede sostenerse la pasión por una afrenta abstracta, sucedida casi un millar de años antes?

Algo inquietante se le ocurrió. El examen de Brill había evaluado muchas de las habilidades necesarias para ser piloto o navegante de un barco. ¿Podría ser parte de un plan para reclutar esquiroles? Había suficientes marineras para cubrir la dotación de algunos cargueros, después de todo. Sin oficiales, esos barcos pronto se irían a pique, ¿pero y si se encontraran mujeres como sustitutas para el puente también?

Me negaría, juró Maia. Aunque resultara ser la única cosa para la que he nacido, nunca ayudaría a privar a los hombres de su único nicho, su único motivo de orgullo en el mundo. La solución Perkinita sería más piadosa.

Sabía que se apresuraba al sacar conclusiones. La situación la volvía paranoica y depresiva.

Mientras contemplaba la débil manifestación, vio a Odo sonreír.

Al día siguiente llovió y no hubo paseo por el parque. Maia intentó leer, pero la lluvia le recordaba a Renna. Curiosamente, le resultaba difícil visualizar su rostro. De todas formas, se habría marchado tarde o temprano, se dijo. Nunca habrías tenido con él nada duradero.

¿Se le endurecía el corazón? No, aún lloraba por su amigo, y lo haría siempre. Pero se debía a los vivos. A Leie. Y echaba muchísimo de menos a Brod.

Esa noche, Maia se despertó al oír hablar en el pasillo. Oyó pasos, y las sombras ocultaron brevemente la línea de luz bajo la puerta.

—… ¡Sabía que no podía durar!

—Todavía no ha terminado —comentó otra voz, más cautelosa.

—¡Viste los informes! Los hombres aceptan la oferta y se contentan con ella. ¡Trasladaremos nuestros cargamentos antes de la primavera!

Las palabras y los pasos se alejaron. Maia apartó las mantas y corrió hacia la puerta en camisón, a tiempo de ver tres figuras doblar una lejana esquina, todas Persim, de diversas edades. Tras un momento de tentación, Maia decidió no seguirlas y se volvió por donde había venido, sin hacer ruido al pisar con sus pies descalzos la alfombra tejida a mano. Ya no había guardianas que la retuvieran prisionera. O bien se sentían seguras de su presa, o les importaba menos lo que hiciese.

Dejó atrás el vestíbulo principal de aquel ala y pasó a la siguiente, donde unas escaleras conducían a una antigua torre.

Oyó voces que subían. Maia se agazapó entre las sombras cuando divisó a otra pareja de Persim.

—… no estoy segura de que me guste sacrificar tanto, maldición.

—Diez es lo mínimo que las Reece dicen que aprobarán. A veces hay que confiar en tu clan de abogadas.

—Supongo que sí. Pero vaya farsa. ¡Sobre todo cuando hemos ganado!

—Mm. Es duro para las que pierden. Me alegro de no ser yo.

La pareja pasó ante Maia, y la segunda voz continuó con un suspiro.

—Clan y causa, eso es lo que cuenta. Que la ley tenga su…

Cuando el camino quedó despejado, Maia subió corriendo las escaleras. El primer rellano estaba a oscuras, y supo que su objetivo se encontraba más arriba. Desde su habitación, había visto una luz encenderse muchas veces, acompañada por los ecos de tensas discusiones. Esa noche había habido júbilo.

Tres pisos más arriba, encontró unas puertas abiertas. Una bombilla eléctrica brillaba bajo una pantalla de pergamino, proyectando sombras sobre los altos estantes de la biblioteca. Había una recargada mesa de madera llena de papeles, rodeada de sillas de metal tapizadas de cuero en aparente desorden. Presumiblemente, lo limpiarían todo por la mañana.

Maia entró, vacilante. A su juicio, era una habitación más impresionante que el palacio de la ópera. Anhelaba los volúmenes que cubrían las paredes, pero se acercó primero a los restos de la reunión, y alisó trocitos de papel arrugado y páginas al parecer arrancadas de libros de cuentas cubiertas de cifras… hasta que encontró algo más fácil de interpretar. Otro periódico, completo esta vez.


PROCESO CONTRA LAS SECUESTRADORAS DEL VISITANTE

Los trágicos acontecimientos que tuvieron lugar en los Dientes del Dragón, durante la Semana del Lejano Sol, alcanzaron su clímax hoy cuando la Fiscalía Planetaria presentó cargos contra catorce personas supuestamente responsables del secuestro de Renna Aarons, emisario peripatético del Phylum Homínido. Este hecho, que desembocó en la desgraciada y accidental muerte del alienígena, agravó un desagradable año de tumultos que comenzaron cuando su nave…


Maia se saltó algunos párrafos.


… se espera que las delincuentes aisladas de los clanes Hutu, Savani, Persim, Wayne, Beller y Jopland se declaren culpables, así que no es probable que el caso llegue a los tribunales. «Se hará justicia —anunció la fiscal Pudu Lang—. Si el Phylum aparece alguna vez, no tendrá motivo de queja. Un huésped no invitado provocó acciones desafortunadas de algunas de nuestras ciudadanas, pero éstas habrán sido tratadas según las tradiciones de nuestras antepasadas.» A las demandas de un juicio público, las oficialas del Tribunal Supremo replican que no ven necesidad de empeorar una atmósfera ya rayana en la histeria. Mientras las culpables sean castigadas, añadir sensacionalismo no servirá al interés general…


Esto explicaba algunas de las cosas que había oído. La buena noticia era que ni siquiera las ganadoras de la pugna política, el bando de Odo, podrían eludir por completo a los tribunales. Según los estrechos baremos de Stratos, las funcionarias públicas estaban cumpliendo la ley.

Sin embargo, abundaban las ironías. La ley recalcaba que los hechos habían sido cometidos por personas aisladas. Eso podría haber tenido sentido en el Phylum, pero aquí, las acciones solían ser dictadas por grupos de clanes. Como en las elecciones, la ley pretendía derechos universales, mientras aseguraba los intereses de las casas poderosas.

Había otro artículo.


DOCE COFRADÍAS ACEPTAN UN COMPROMISO

Parecen haberse alcanzado acuerdos en la disputa laboral que ahora paraliza el comercio en Méchant. Al renunciar a sus demandas más absurdas, como el gobierno compartido de la recién creada Reserva Técnica de Jellicoe, las cofradías marítimas han entrado finalmente en razón. A cambio, el Consejo promete erigir un monumento en honor del Visitante, Renna Aarons, y aprobar regulaciones que permitan a tripulaciones masculinas ayudar a componer las dotaciones de varios tipos de naves auxiliares que por tanto…


Así que Brill tenía razón. Los hombres y sus aliadas no podían ir contra la inercia, la tendencia de todas las cosas de Stratos a recuperar el equilibrio. Las cofradías habían obtenido un par de concesiones honoríficas (Maia se sentía especialmente alegre de que Renna fuera honrado), y el bando de Odo en la pugna tendría que sacrificar tal vez a unas cuantas de sus miembros. Sin embargo, Jellicoe era devuelto a sus antiguas guardianas, que ahora reemprenderían tranquilamente sus letales ejercicios, haciendo prácticas para volar en pedazos grandes y desarmadas hielonaves.

Maia miró la foto que acompañaba el artículo.

«Comodoros e inversoras discuten una nueva empresa», decía el texto.

Había retratados varios marinos ataviados con galones de oficial, junto con tres mujeres que mostraban una maqueta de barco. Maia se inclinó para mirar con más atención.

—Que me…

Una de las mujeres de la foto era una versión más joven de Brill Upsala, el ansia iluminando sus ojos como fuego. El diseño del estilizado barco no era ninguno que Maia conociera, pues carecía de velas o chimeneas. Entonces inspiró profundamente.

Era, de hecho, un zep’lin.

¿Es ésta la «nave auxiliar» de la que hablan? Pero eso significaría…

Una voz brotó de ninguna parte.

—Bien. Siempre llevando la iniciativa.

Maia giró como un gato, los brazos extendidos. Tras la puerta, en un oscuro rincón de la habitación, una figura solitaria yacía tendida en un diván, con un cigarro en la mano. Una larga columna de ceniza colgaba del extremo encendido.

—Lástima que la iniciativa no te lleve más que a la tumba.

—Eres tú la que va a alimentar al dragón, Odo —dijo Maia con satisfacción—. Tu clan va a echarte la culpa de haber quebrantado la ley.

La anciana Persim se la quedó mirando, luego asintió.

—Nos enseñan a considerarnos células en un cuerpo superior… —Hizo una pausa—. Nunca pensé, hasta ahora… ¿y si una célula no quiere ser sacrificada por el todo?

—Gran noticia, Odo. Eres humana. En el fondo, eres igual que una var. Única.

Odo desoyó el insulto.

—En otro momento, podría haberte contratado, brillante niña del verano. Y habría dejado un diario advirtiendo a nuestras tataranietas de que traicionen a tus herederas. Ahora me contentaré con una venganza más cálida… llevarte conmigo al dragón.

Maia retrocedió un paso.

—Tú… ya no me necesitas. Ni a Leie ni a Brod.

—Cierto. En realidad, ya están en manos de las Nitocri. Su barco atracará antes de una semana.

El corazón de Maia dio un brinco ante la noticia. Pero Odo continuó antes de que pudiera reaccionar.

—Normalmente, te dejaría marchar también, y vería con placer cómo todas tus amistades se marchitan bajo el peso de sus promesas incumplidas, dejándote con un diminuto apartamento y un trabajo, y vagos relatos para contar a las niñas del invierno… sobre la época en que te codeaste con las poderosas.

»Pero yo no estaré presente para disfrutarlo, así que me contentaré con otra cosa. ¡Las Persim me deben un favor!

—Me odias —susurró Maia—. ¿Por qué?

—¿La verdad? —respondió Odo en voz baja y áspera—. Por celos, pequeña var. Por todo cuanto has tenido y yo no pude tener.

Maia se la quedó mirando en silencio.

—Yo le conocía —continuó Odo—. Viril, exhibiendo verano en la estación de la escarcha, y sin embargo con el autocontrol de una sacerdotisa. Pensé que un placer por delegación sería suficiente, y lo llevé a la Casa Beller, con las Beller y mis hijas más jóvenes. ¡Sin embargo, mi alma continuó vacía! ¡El alienígena despertó en mí una envidia enfermiza de mis propias hermanas! —Odo se inclinó hacia delante, los ojos cargados de odio—. Nunca te tocó, pero fue y sigue siendo tuyo. Por eso, mi pequeña virgen, mi clan maldito de Lysos, al que serví toda mi vida, tendrá que pagarme. Quiero tu compañía en el infierno.

Las palabras pretendían ser frías. Pero al intentar asustarla, Odo dio en cambio a Maia un regalo más precioso de lo que imaginaba.

… fue y sigue siendo tuyo …

Maia cuadró los hombros y alzó la cabeza mientras dirigía a Odo una última mirada de piedad que quemaba. Entonces, simplemente, se dio la vuelta.

—¡No intentes marcharte! —gritó Odo a sus espaldas—. Las guardianas saben…

La voz de Odo se apagó mientras Maia dejaba la habitación silenciosa y a su amargada ocupante. Bajó las escaleras, pero en vez de dirigirse hacia su habitación, continuó hasta la planta baja, y luego cruzó un amplio atrio iluminado bajo estatuas que reproducían docenas de rostros idénticos, sin alegría. Empuñó el pomo de una enorme puerta, que se abrió despacio, pesadamente.

El frío aire del jardín le acarició el rostro, despejando el desagradable olor a humo y a ira. Maia salió a un amplio camino de grava y contempló el cielo. Las constelaciones de invierno titilaban, excepto allí donde la luminosa cúpula del Gran Templo proyectaba un brillante halo justo encima de la colina cercana. Las luces de la ciudad se extendían bajo la acrópolis y por ambas orillas de un río negro con muchos puentes.

El camino cruzaba un parque despejado, y luego dejaba atrás un jardín de antiguos árboles terrestres, para terminar por fin en una verja de hierro forjado emplazada en una alta muralla. Maia se acercó sin ningún sigilo.

Una centinela salió de la garita de guardia, y la saludó con una leve inclinación de cabeza.

—¿Puedo ayudarla, señorita? —preguntó la mujer musculosa y fornida.

—Me marcho.

La guardiana sacudió la cabeza.

—No sé, señorita. Es terriblemente…

—¿Tienes órdenes de detenerme?

—Uh… no desde hace unos cuantos días. Pero…

—Entonces no te interpongas entre otra hija de Lysos y sus derechos.

Era una frase que recordaba de una novela de basura—var y que resultaba irónicamente apropiada. La guardiana se apoyó incómodamente sobre un pie y luego sobre el otro, y finalmente se acercó a la verja. Cuando ésta se abrió, Maia le dio las gracias y salió a una extraña calle, en una ciudad extraña, descalza en mitad de la noche.

Naturalmente, el Clan Persim lo quería así. Ya no les era necesaria; constituía una molestia, en realidad. Pero asesinarla era arriesgado. ¿Y si con aquello recomenzaba la huelga de los marineros? ¿Y si su desaparición impulsaba la perezosa maquinaria de la ley más allá de algún amable umbral de tolerancia? De esta forma, las Persim quizás incluso resolvieran su situación con Odo, que ya no era útil al clan. La huida de Maia podía conducir a que la pieza rota de la colmena terminara las cosas limpiamente, evitando un degradante ritual de sentencias y castigos.

Todavía me están utilizando. Pero estoy aprendiendo, eligiendo los usos con los ojos abiertos.

Y ahora… ¿qué elegiré?

No sería la fundadora de alguna dinastía inmortal, eso lo sabía. Un hogar e hijos eran aún cosas que deseaba, igual que el calor del corazón. Pero no de esa forma. No según los fríos y desapasionados ritmos de Stratos. Si Leie elegía esa ruta, buena suerte. La gemela de Maia era lo bastante lista para fundar un clan, con o sin ella. Pero los objetivos de la propia Maia estaban ahora más allá de todo eso.

Antes, se había declarado libre de todo deber hacia el legado de Lysos. Eso no tenía nada que ver con regresar a las antiguas pautas sexuales, o con preferir los antiguos terrores del patriarcado. Para su mente ya decidida, aquellos temas eran independientes.

Pero había decidido que si no podía vivir en un tiempo de apertura, de ideas y riesgo, entonces podría al menos comportarse como si así fuera: como una ciudadana de una era científica.

No estaba sola. Otras sin duda tenían lo mismo en mente. Brill lo había dado a entender. La concesión «simbólica» conseguida por las cofradías (recuperar para los hombres el derecho a volar) cambiaría Stratos con el tiempo, y había incontables movimientos más para impulsar a la sociedad de formas siempre sutiles. Para frenar gradualmente el poderoso impulso del dragón.

Renna puso las cosas en marcha. Y yo contribuí también. Por su bien y por el mío, seguiré contribuyendo.

Sin embargo, las Upsala y las Nitocri podrían sorprenderse por su reacción, cuando le hicieran una oferta. Ella escucharía, con amabilidad. Pero, por otro lado…

¿Por qué no hacer lo que quiero, para variar?

Era la ironía definitiva.

Se enfrentaba a los desafíos de la independencia voluntariamente, preparada para resistir sola, al mismo tiempo que estaba dispuesta a compartir su corazón.

Parecía una etapa natural de su renacimiento personal, al pasar de la adolescencia a la auténtica madurez.

Stratos tal vez tardara un poco más, pero también los mundos deben despertar de los sueños ilusorios de constancia. La cuna construida por Lysos ya no protegía, sino que restringía.

Al llegar a un recodo del camino, Maia se encontró frente a un promontorio que daba al oeste. Allí, posándose lentamente más allá de las montañas, estaba la gran nebulosa que las stratoianas llamaban la Garra, conocida en el espacio del Phylum como el Ceño de Dios. En algún lugar de las heladas y vacías extensiones intermedias, enormes naves cristalinas llegaban para acabar con un aislamiento cuyo fin Lysos debió de haber previsto siempre. Sólo entonces quedaría claro si las humanas habían alcanzado allí alguna clase de sabiduría, una nueva pauta de vida digna de ser añadida a un todo mayor.

De repente, el cielo se iluminó con un intenso resplandor. Maia se volvió para mirar hacia arriba, donde una sola estrella latía rítmicamente; cada vez más brillante, llegó a serlo más que ninguna luna, o incluso más que la Estrella Wengel, la señal del verano. Oleadas de color le lastimaron los ojos, haciendo que los entornara, asombrada.

Al principio, Maia pensó que asistía a esa maravilla ella sola, en una ciudad de cien mil almas.

Entonces llegaron los sonidos: puertas abriéndose, personas saliendo de sus casas y mansiones, murmurando mientras se volvían al cielo y señalaban. Mujeres y niñas (y esporádicamente algún hombre) salieron a las calles, señalando al cielo, algunas temerosas, otras asombradas.

Tardaron horas en asegurarse, pero al amanecer pudieron confirmarlo. La chispa se movía. Dejaba a la gente de Stratos sola una vez más.

Temporalmente.

PALABRAS FINALES

Este libro comenzó contemplando lagartos. Concretamente varias especies del suroeste americano que se reproducen partenogenéticamente: las madres dan a luz a hijas clónicas. Copias perfectas de sí mismas. A partir de ahí, descubrí los áfidos, insectos diminutos agraciados con dos tipos de reproducción. Durante los periodos de plenitud y estabilidad, se autoclonan, produciendo múltiples duplicados, como si fueran diminutas fotocopiadoras. Pero cuando los buenos tiempos se acaban, pasan rápidamente al anticuado apareamiento sexual, y tienen hijas e hijos cuya imperfecta variedad es la argamasa de la supervivencia de la naturaleza.

Estos milagros de diversidad me hicieron preguntarme: ¿Y si los humanos pudiéramos hacer lo mismo?

La idea de la clonación ha sido explorada ampliamente en la ficción, pero siempre en términos de tecnología médica donde aparecen complejas máquinas, esa obsesiva afición por parte de los muy ricos. Esto puede servir a una clase mimada y obsesionada durante algún tiempo, pero no es un proceso en el que una especie pueda confiar tanto en los malos momentos como en los buenos. Al no ser una forma de vida, la clonación asistida mecánicamente es la contrapartida biosocial de los hobbies.

¿Y si la autoclonación fuese en cambio otra de las muchas sorprendentes capacidades del útero humano? Una premisa interesante. Pero claro, de los humanos, sólo las hembras tienen útero, por lo que una reflexión sobre la clonación derivó en una novela sobre unas relaciones radicalmente diferentes entre los sexos. La mayoría de los aspectos de la sociedad del planeta Stratos surgieron de esta idea.

Hoy en día, nada es políticamente neutral. Los lagartos a los que me refería antes han sido citados hace poco en un tratado feminista radical, interesante aunque provocador, que planteaba la pregunta: «¿Quién necesita a los hombres, al fin y al cabo?» Muchas veces, a lo largo de los tiempos, filósofas insurgentes han propuesto conseguir la independencia a través de la segregación. Dada la situación de incontables mujeres y niños en el mundo, apenas cabe reprochárselo. De hecho, el nombre «Perkinita» se debe a Charlotte Perkins Gilman, cuya novela Herland es una de las mejores y más enérgicas utopías separatistas jamás escritas. Su aislacionismo sexual es mucho más suave que la doctrina extremista que yo describo, y que da mal uso a su nombre en el planeta Stratos.

Por desgracia para las segregacionistas sexuales (aunque no, tal vez, para los hombres) la biología tiende a frustrar una secesión simplista. Los mamíferos parecen requerir un componente masculino a un nivel más profundo que los insectos, los peces, o los reptiles. Estudios recientes indican que los «genes procesados por los machos» desencadenan importantes procesos de desarrollo fetal. Por tanto, aunque la autoclonación sin máquinas fuera posible, la concepción podría seguir requiriendo al menos la intervención testimonial de los hombres.

De todas formas, las historias que excluyen totalmente a los hombres resultan casi tan ridículas como las que invierten burdamente el planteamiento, con ingenuas fantasías de inversión de roles. (¿Guerreras amazonas luchando por harenes de fornidos pero mansos hombres—objeto? El subgénero es una notable fuente de diversión, pero no tiene ninguna relación con la manera en que funciona la biología en este universo.)

Por otro lado, no hay motivos científicos para no mostrar a los varones relegados a un papel secundario en la historia, convertidos en una clase social periférica, como con demasiada frecuencia ha sucedido a las mujeres en nuestra propia civilización. Los hombres siguen siendo hombres en Stratos, con alguna alteración más o menos. Su sociedad no está diseñada a propósito para oprimirlos, sólo para terminar la era de dominación y lucha que acompañaron el patriarcado. En consecuencia, la gente de Stratos se pierde algunas de las alegrías que buscamos (y a veces encontramos) en la vida familiar monógama. También se evita mucho dolor familiar.

¿Haría la autoclonación que los linajes imitaran la vida social de las hormigas o las abejas, viviendo en «colmenas» con hermanas genéticamente iguales? También esta idea ha sido tratada antes, a menudo aplicando la conducta de las hormigas a cuerpos bípedos. En Stratos, las hijas de un antiguo clan demostrarían una solidaridad y un conocimiento de sí mismas inimaginables para vars como nosotros, pero eso no las convertiría necesariamente en autómatas, ni dejarían por ello de ser humanas.

Intenten verlo desde su punto de vista. Nuestro mundo de variación sexual—genética casi infinita podría parecer demasiado caótico para ser civilizado. Una sociedad de vars sería inherentemente incapaz de planificar más allá de una sola generación… que es exactamente nuestro problema actual, según muchos críticos contemporáneos. La excesiva igualdad de la ficticia Stratos resulta quizá sofocante, pero la falta de sentido de continuidad podría estar acabando con la Tierra real aquí y en estos momentos.


Podrían acusarme de predicar el determinismo genético. Nada más lejos de la realidad. Hombres y mujeres son criaturas ingeniosas, maravillosamente capaces de aprender. La sociedad stratoiana es tanto una cuestión de evolución social como de bioingeniería. Una de las lecciones de la aventura de Maia es que ningún plan, ningún sistema o estereotipo, puede detener a un individuo que está decidido a ser diferente.

En el extremo opuesto, algunos de los primeros lectores dijeron: «Las mujeres son por naturaleza cooperadoras. Nunca competirían de la forma en que usted lo describe.» Respondo citando las obras de la conductista animal Sarah Blaffer Hardy (autora de The Woman That Never Evolved) y de otros investigadores que demuestran que la competitividad es tan propia de los varones como de las hembras. Las mujeres tienen buenos motivos para diferir de los hombres en el estilo, pero habría que estar ciego para decir que su mundo está exento de luchas. El intento de la Colonia de Stratos fue crear una sociedad cuyos mecanismos naturales de retroalimentación templaran los inevitables estallidos de egoísmo. Sus Fundadoras buscaron potenciar al máximo la felicidad y reducir al mínimo la confusión de la violencia. Las hazañas de Maia son excepciones que tienen lugar en una época de tensión desusada, pero ilustran que una cultura basada en el inmovilismo pastoral tiene sus inconvenientes.

En otras palabras, no creé la Colonia de Stratos como una utopía ni como una antiutopía. Muchos occidentales encontrarían el lugar aburrido, pero no más injusto que nuestro mundo. Aunque espero que mis descendientes vivan en un lugar mejor, pocas culturas dirigidas por los hombres en la Tierra lo han hecho tan bien.

Dejando a un lado ese sentimiento, es peligroso hoy en día para un hombre escribir sobre temas feministas. ¿Atacó alguien el derecho de Margaret Atwood de extrapolar el machismo religioso en The Handmaid’s Tale? Las escritoras parecen capacitadas para reflexionar sobre las almas de los hombres… algo que apenas sucede al revés. Es una suposición sexista y ofensiva, que no fomenta la comprensión.

Este autor sólo presenta un gedankenexperiment, un experimento imaginario sobre un mundo hipotético y concebible. Espero que provoque discusiones.

En otro ámbito, el juego de autómatas celulares, llamado «vida» por sus inventores, es un tema fascinante que decidí incluir en la sociedad stratoiana por diversos motivos. Me tomé ciertas libertades con las reglas, diseñadas originalmente por Conway Co. en los sesenta, y descritas en los excelentes libros de Martin Gardner (la trama y la historia pueden más que la precisión). Sin embargo, agradezco los consejos del doctor Rudy Rucker y otros, que me ayudaron a corregir los errores más graves.

Más allá de las alegorías obvias de reproducción, creatividad y ecología, el juego permitía discutir sobre el talento, y la diferencia esencial entre individuos y promedios. Es absurdo decir que es malo hacer generalizaciones acerca de los grupos. La generalización es un proceso mental natural del ser humano, y muchas generalizaciones son ciertas… por término medio. Lo que a menudo promueve la mala conducta es el hábito perezoso y desagradable de creer que las generalizaciones tienen algo que ver con los individuos. No tenemos derecho a dar por sentado de antemano que un hombre en concreto no pueda amamantar, o que una mujer en concreto no pueda luchar. O que una muchacha no pueda dominar un juego que durante generaciones fue del dominio de los hombres.


Ya que tengo la palabra, hay una cuestión que lleva algún tiempo molestándome. ¿Por qué tan pocos escritores de fantasía heroica o épica tratan con el problema fundamental de sus novelas: el hecho de que tantas de ellas tengan lugar en culturas que son rígidas, jerárquicas, estratificadas, y en esencia opresivas? ¿Qué tiene de atractivo el feudalismo para que a tantos ciudadanos libres de una comunidad educada como la nuestra les guste leer e imaginar la vida bajo el dominio de señores cuyo poder es hereditario?

¿Por qué tienen que ser el príncipe o la princesa depuestos en cada historia tópica, los elegidos para liderar la lucha contra el Señor Oscuro? ¿Por qué no elegir a un nuevo líder según sus méritos, en vez de aferrarse a los hijos endogámicos de un linaje real fracasado? ¿Por qué no pedir al pomposo y santurrón mago «bueno» que haga algo útil, como retretes con cisterna portátiles, o que proporcione electricidad para todas las casas del reino? Si tuvieran la menor oportunidad, los hijos e hijas de los campesinos no querrían vivir siendo siervos. Parece extraño que la gente moderna se aferre a una forma de vida que nuestros antepasados lucharon desesperadamente por evitar.

Sólo Aldous Huxley describió un orden social completamente autoconsistente y estable, aunque glacial. No se tiene ninguna sensación de opresión, ni hay ninguna posibilidad de rebelión, en una sociedad donde la gente nace verdaderamente para su función, como en Un mundo feliz.

Puede que también resulte así en Stratos.


Por último, el tema del pastoralismo merece algunos comentarios. Incontables libros malos (y algunos muy buenos) han defendido las virtudes de un ritmo más lento y enfatizado la vida pastoral por encima de la urbana, lo predecible sobre el caos, la intuición sobre la ciencia. A menudo, se presenta en términos de sabiduría femenina sobre la avaricia de conocimiento de la rapaz sociedad occidental (léase «masculina»). Un desafortunado resultado ha sido la tendencia a asociar feminismo con oposición a la tecnología.

Esta novela describe una sociedad que es conservadora por diseño, no a causa de alguna razón intrínseca de un mundo dirigido por mujeres (muchas buenas historias han propuesto culturas matriarcales con alta tecnología). En Stratos, el objetivo de las Fundadoras fue una solución pastoral al problema de la naturaleza humana: una solución que hoy tiene muchos inteligentes y vehementes defensores.

Tienen sus razones. Cualquiera que ame la naturaleza, como es mi caso, lamenta la destrucción causada por los humanos en todo el globo. Las presiones de la vida urbana pueden ser aterradoras, igual que la ambigüedad moral que nos ataca, tanto en casa como a través de los medios de comunicación. La tentación de buscar certidumbres sin complicaciones envía a algunos en busca de terapia, mientras que muchos otros se zambullen en el refugio del fundamentalismo, y otros buscan tiempos mejores Y «más simples». Ciertos escritores populares prescriben urgentemente regresar a modos de vida más antiguos y nobles.

Modos de vida más antiguos y nobles. Es una imagen encantadora… y una auténtica mentira. John Perlin, en su libro A Forest Journey, cuenta cómo cada cultura anterior, de la tribal a la pastoral a la urbana, provocó calamidades sobre los suyos y su entorno. He estado en la isla de Pascua y he visto el desierto que su pueblo nativo creó allí. El daño superior que causamos hoy se debe a nuestro gran número y poder, no a que haya algo de por sí maligno en la humanidad moderna.

La tecnología produce más alimento y comodidad y permite que mueran menos niños. «Regresar a los usos antiguos» restauraría un tanto el equilibrio, sí, pero implicaría un holocausto de proporciones inimaginables, seguido por la reanudación de una aplastante miseria jamás experimentada por aquellos que ahora suspiran por las fantasías medievales y los romances neolíticos. Una forma de vida que era desagradable, brutal y casi siempre catastrófica para las mujeres.

Esto no quiere decir que la imagen pastoral no ofrezca esperanza. Al defender la naturaleza y un estilo de vida más apegado a la Tierra, algunos escritores pueden estar ayudando a crear el mismo tipo de sabiduría que imaginan que existió en el pasado. Algún día pueden diseñarse culturas pastorales verdaderamente idílicas con el objetivo de proporcionar placidez y felicidad para todos, pero conservando suficiente tecnología para mantener una existencia decente.

Pero para llegar hasta allí el camino se extiende hacia delante, no zambulléndose en un pasado oscuro, pestilente y miserable. Sólo hay un camino al pastoralismo sereno y ecológicamente sano que tantos buscan. Esa ruta pasa, irónicamente, por la feliz consumación de ésta, nuestra primera y última oportunidad, nuestra era científica.


Los comentarios y criticas de mucha gente me ayudaron a eliminar textos aún peores que los que el lector encuentra en esta versión publicada. Algunos de mis inteligentes ayudantes son Bettyann Kevles, Carol Shetler, Jean Lee, Steven Mendel, Brian Kjerulf, Trevor Placker, Dave Clements, Amanda Baker, Brian Stableford, Eric Nilsson, el doctor Peter Markiewicz, la doctora Christine Carmichael, Jonathan Post, Deanna Brigham, Joy Crisp y Diane Clark; ellos me ofrecieron su inestimable ayuda durante esta fase.

Gracias también a los miembros de Caltech Spectre, que revisaron un borrador inconcluso y me enviaron por correo muchos comentarios mientras mi esposa y yo vivíamos en Francia. Los miembros participantes son Marti DeMore, Kay Van Lepp, Ann Farny, Teresa Moore, Dustin Laurence, Eric C. Johnson, Gorm Nykreim, Erik de Schutter, Steve Bard, Greg Cardell, Stein Sigurdsson, Alex Rosser, Gil Rivlis, Michael Coward, Michael Smith, David Coufal, Dustin Laurence, David Palmer, Andrew Volk, Mark Adler, Gregory Harry, D. J. Byrne, Gail Rohrbach, Carl Dersheim y Vena Pontiac.

Por sus consejos técnicos sobre biología, así como por sus criticas generales, doy las gracias a Karen Anderson, Jack Cohen, el profesor William H. Calvin, Janice Willar, el doctor Mickey Zucker, y los profesores Jim Moore, Carole Sussman y Gregory Benford.

Como siempre se merecen un agradecimiento especial Ralph Vicinanza y Lou Aronica, así como Jennifer Hershey, Betsy Mitchell, y Amy Stout por su paciencia, Gavin Claypool por su inestimable ayuda, y, sobre todo, la doctora Cheryl A. Brigham, sin los cuales nada de lo bueno habría sido posible. Échenme a mí la culpa de todo lo malo.

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