TERCERA PARTE

Cuaderno de Bitácora del Peripatético

Misión Stratos

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Hoy les he hablado de la ley a las herederas de Lysos. Una ley en cuya aprobación no tuvieron parte. Una ley que no pueden cambiar ni desobedecer.

Las sabias, consejeras y sacerdotisas reunidas escucharon mi discurso en absoluto silencio. Aunque ya había informado en privado a algunas de ellas, aún podía notar la sorpresa y la incredulidad tras muchos de los rígidos rostros.

—Después de milenios, los del Phylum hemos aprendido la dura lección de la especialización —les dije—. Separados por vastos abismos de espacio, los primos lejanos pierden su sensación de poseer una herencia común. Las tribus humanas aisladas se separan, emergiendo muy lejos en la corriente del tiempo, cambiadas más allá de cualquier posibilidad de reconocimiento. Se trata de una pérdida mucho mayor que la simple pérdida de memoria.

La seriedad de mi público era inquietante. Sin embargo, Iolanthe y las otras habían aconsejado franqueza, no eufemismos diplomáticos, así que expuse ante las líderes los informes de los archivos de mi servicio: una letanía de desgracia y horror, de catastróficos malentendidos y tragedias provocadas por visiones estrechas del mundo. De rectos espasmos éticos y mortales vendettas en las que cada bando estaba convencido (y armado con pruebas) de tener razón. De explotaciones peores que las que antaño consideramos superadas en el pasado remoto de la Tierra. Peores por ser perpetradas por primos que se negaban ya a reconocerse mutuamente, o a escuchar.

Tragedias que finalmente provocaron la ley.

—Hasta ahora, he descrito cómo renovar el contacto podría resultar ventajoso. Artes y ciencias serían compartidas, y enormes bibliotecas con soluciones a incontables problemas. Muchas de vosotras me miráis ahora, y pensáis: «Bueno, no es más que un hombre solo. Para disfrutar de esas cosas buenas, podemos soportar visitas esporádicas de enviados solitarios. Escogeremos de la cornucopia, sin perturbar nuestro ordenado destino.» Otras sospechabais que habría mucho más en juego. Mucho más. Así es.

Convoqué una imagen holográfica para que destellara en el centro de la sala del Consejo, un brillante copo de nieve tan ancho como un planeta, tan fino como un árbol, que reflejaba la luz de galaxias.

—Hoy, un segundo servicio más importante que el proporcionado por los peripatéticos, enlaza los mundos del Phylum. Es un servicio que algunas de vosotras sin duda repudiaréis, como si fuera medicina de agrio sabor. La gran hielonave se mueve entre diez mil soles… más despacio que los mensajeros como yo. Pero su camino es inexorable. Transporta estabilidad. Trae el cambio.

Una delegada Perkinita se incorporó de un salto.

—¡Nunca los aceptaremos! ¡Lucharemos!

Me esperaba eso.

—Haced lo que penséis que tenéis que hacer. Volad la primera hielonave, o diez de ellas, sin preocuparos por los incontables inocentes que entregaréis así a la muerte. Algunos mundos insensibles han asesinado a cientos de hiberninaves heladas, y al final se han rendido.

»Intentad lo que queráis. El derramamiento de sangre os transformará. Inevitablemente, la culpa y la vergüenza desviarán a vuestras hijas, o a vuestras nietas, del camino que elegisteis para ellas. Incluso la resistencia pasiva cederá con el tiempo, cuando la curiosidad haga mella en vuestras descendientes, tentándolas para que prueben las brillantes lunas nuevas que orbitarán en el cielo.

»Ninguna flota de guerra brutal os obligará a acceder. Jurad expulsarnos, si queréis. Los planetas son pacientes; también lo son vuestros espléndidos y antiguos clanes, más longevos que ningún ser humano individual o que ningún gobierno.

»Pero el Phylum y la Ley son aún más persistentes. No aceptarán un “no”por respuesta. Hay más en juego que el mito de la misión y el gran aislamiento de un solo mundo.

Las palabras fueron duras, pero fue bueno soltarlas. Sentí el apoyo de muchas miembros del Consejo que habían patrocinado mi presentación para impedir que el asunto se quedara estancado. Es una suerte que aquí, al contrario que en Mundo Watari o en Nuevo Levante, una minoría respetable vea lo que es obvio: que la soledad y la especialización no son modos humanos.

—Miradlo de esta forma —concluí—. Lysos y las Fundadoras buscaron aislamiento para perfeccionar su experimento. ¿Pero no habéis sido puestas a prueba por el tiempo y validadas en su contexto como pueda serlo cualquier otra forma de vida? ¿No es hora de asomarse y mostrar a vuestros primos lo que habéis forjado?

Un largo silencio recibió mi conclusión. Iolanthe inició un aplauso incómodo que aleteó por el salón y escapó por las claraboyas como un pájaro huido. Entre las frías miradas del resto, la portavoz se aclaró la garganta, y secamente levantó la sesión.

A pesar de la tensión, me marché sintiéndome más fuerte de lo que me había sentido en meses. Me pregunté cuánto era debido a haberme quitado un peso de encima al ser sincero, y cuánto se debía a las atenciones que había recibido últimamente gracias a Odo, bajo el signo de la campana.

Si sobrevivo a este día, a esta semana, debo regresar a esa casa, y celebrarlo mientras pueda.

21

Los Dientes del Dragón. Fila tras fila de agudos incisivos, apuntando ferozmente al cielo.

Tendría que haberme dado cuenta, pensó Maia. Al ver por primera vez estas islas en la distancia, tendría que haber sabido su nombre.

Los Dientes del Dragón. Una frase legendaria. Sin embargo, al reflexionar sobre ello, Maia cayó en la cuenta de que apenas sabía nada de la cadena de montañas marinas, cuyas enormes raíces de cristal columnar surgían de la corteza oceánica, alzándose para taladrar las olas de la superficie y arañar grandes pedazos de cielo. Sus lustrosos y ondulados costados parecían ajenos a la erosión del tiempo. Los árboles se aferraban a las escarpadas alturas donde cascadas, alimentadas por arroyuelos impulsados por la presión, caían desde cientos de metros, formando altos arco iris que remedaban las auroras, y producían a Maia y Brod dolorosas tortícolis mientras pasaban con su barca y las contemplaban asombrados.

Su esquife recorría el archipiélago tropical como un parásito que se abriera camino a través de la espina dorsal de una poderosa bestia semisumergida. Las islas se apiñaban más densamente cuanto más se internaba el pequeño bote. Unidas de forma natural, muchas de las islas estaban conectadas por estrechos puentes naturales. Brod siempre hacía un signo sobre sus ojos al pasar por debajo de alguno de ellos. Un gesto no de temor, sino de reverencia.

Aunque Brod había vivido entre los Dientes varios meses antes de ser tomado como rehén, sólo conocía la zona próxima a Faro Halsey, la única habitada de forma oficial. Por eso Maia se encargaba de la navegación mientras él llevaba el timón. Su carta advertía de la existencia de bajíos y arrecifes y letales corrientes a lo largo del curso que ella había elegido, por lo que el rumbo era adecuado para gente como ellos, que no deseaban ser vistos.

Estaba claro que Maia y Brod no eran los primeros en llegar a esa conclusión. Varias veces detectaron pruebas de asentamientos pasados y presentes. Había chozas y rudos refugios de piedra encaramados en rendijas, a veces equipados con burdos montacargas para hacer bajar botes de concha aún más pequeños que el suyo. Una vez, Brod señaló y Maia llegó a ver a una ermitaña que recogió rápidamente sus redes cuando localizó el esquife. Ignorando sus gritos, la anciana se puso a los remos y desapareció en una oscura serie de cavernas y grutas.

Se acabó esperar recibir consejo de los habitantes, pensó Maia. En otra ocasión, atisbó a una figura furtiva que los observaba desde una fila de oquedades, medio derrumbadas por el tiempo, parte de una galería de ventanas talladas mucho atrás, en la zona superior de una torre. La construcción le recordó el santuario—prisión de Valle Largo, sólo que éste era más grande, e indescriptiblemente más viejo.

Las sombras proyectadas por las innumerables torres de piedra peinaban las oscuras aguas azules, todas señalando en la misma dirección provisional, como si los pináculos de piedra fueran gnómons, medio millar de ardientes relojes de sol que siguieran al unísono la serena marcha de las horas, de los eones.

Aquél era un lugar antaño lleno de historia, y ahora completamente carente de voz.

—Los reyes libraron aquí su última batalla —había explicado Naroin poco antes de partir con las supervivientes en su queche capturado. Maia y Brod estaban a punto de abordar el esquife, ya con nuevos suministros, preparándose para virar al sur—. Todos los clanes y ciudades—estado unidos enviaron fuerzas para aplastar finalmente el imperio masculino. No se habla mucho del tema, para que las vars desistan de volver a aliarse con los hombres contra las grandes casas. Pero nada pudo detener una leyenda tan grande —Naroin señaló las secas torres—. Piénsalo. Aquí es donde los que deseaban convertirse en patriarcas y sus ayudantes entablaron su última batalla.

Maia se detuvo a compartir la reflexión de su amiga.

—Es como algo surgido de un cuento de hadas. Irreal. Apenas puedo creer que estoy aquí.

La policía—marinera suspiró.

—Yo tampoco. Esta zona no se visita mucho hoy en día. Está apartada de las rutas de navegación. Nunca imaginé nada semejante. Te hace preguntarte tantas cosas…

Así era. Mientras Brod y ella se internaban entre los Dientes del Dragón, Maia reflexionó sobre la poca confianza que le inspiraba la historia oficial. Cuanto más lejos iban, más segura estaba de que Naroin le había contado la verdad tal como la había aprendido. Y esa verdad era una mentira.

Maia recordó el acertijo del pozo, aquel horrible y vítreo cráter de la isla de Grimké, donde ella y las demás habían sido abandonadas. Desde que pusieron rumbo sur viajando por separado, Brod y ella habían visto otros picos con estigmas similares. Huellas calcinadas de piedra derretida bajo un feroz calor, a veces a consecuencia de un fuerte golpe, y a veces…

Ninguno de los dos habló mientras el firme viento los hacía pasar ante una torre destruida, unos restos que habían sido derribados por un poder de un alcance inimaginable.

No sé nada de reyes y similares. Tal vez los patriarcales y sus aliadas entablaron su última batalla aquí. Pero me apuesto un nicho y todos mis derechos de invierno a que nunca causaron esta… devastación.

Había otra historia, más antigua. Un acontecimiento del que rara vez se hablaba, casi tan importante para la colonia de Stratos como su fundación.

Maia estaba segura de que aquí se había combatido a otro enemigo, hacía mucho tiempo. Y por el aspecto del entorno, había costado trabajo derrotarlo.

La Gran Defensa. Es curioso que nadie de nuestro grupo lo relacionara al contar historias alrededor del fuego, pero puede que esa batalla también se librase aquí, en los Dientes del Dragón.

Era como si la leyenda de los reyes sirviera para encubrir un relato más antiguo. Uno en el que el papel de los hombres había sido admirable. Como si aquellas que ostentan el poder quisieran que su recuerdo quedase sólo para ermitañas y piratas. Recordó el antiguo y erosionado bajorrelieve que había encontrado entre las ruinas enterradas del templo, en Grange Head, donde formas humanas con barba y lampiñas luchaban contra demonios cornudos bajo las alas protectoras de una vengadora Madre Stratos. Maia añadió el detalle a su creciente colección de pruebas… Pero ¿de qué? ¿Para llegar a qué conclusión? Todavía no estaba segura.

Una formación de nubes bajas se apartó, descubriendo la extensión de mar y piedra a un diluvio de brillante luz. Parpadeando, Maia se sintió apartada del implacable fluir de sus amargos pensamientos. Sonrió. Oh, he cambiado, desde luego, y no sólo por haberme hecho más dura. Es resultado de todo lo que he visto y oído. Renna, sobre todo, me hizo pensar en el tiempo.

Los clanes instaban a las vars a dejar de pensar en inútiles reflexiones sobre siglos y milenios. Las veraniegas debían concentrarse en tener éxito aquí y ahora. Pensar a largo plazo sólo era asunto tuyo cuando habías establecido tu casa y tenías una posteridad de la que preocuparte. Maia no había sido educada para considerar Stratos un mundo, con un pasado que podía ser indagado y un destino que podría ser cambiado.

Pero no es tan difícil aprender a verte como parte de una gran cadena. Una cadena que empezó mucho antes que tú, y que continuará mucho después.

Renna había empleado la palabra continuum para referirse a un puente entre generaciones, incluso hacia la propia muerte. Una noción preocupante, sin duda. Pero las mujeres y los hombres de antaño se habían enfrentado a ello antes de que hubiera clones, o de otro modo nunca habrían abandonado la Vieja Tierra. Y si pudieron hacerlo, entonces una humilde var como yo también puede.

Esos pensamientos eran más desafiantes que medir constelaciones, o incluso que dedicarse a los rompecabezas del Juego de la Vida, que a fin de cuentas no eran más que asunto de hombres. Ahora se atrevía a poner en duda el juicio de las sabias—historiadoras. Se atrevía a ver a través de una propaganda materialista y conservadora en busca de un fragmento de verdad. Los fragmentos son casi tan peligrosos como nada en absoluto, lo sabía. Sin embargo, debía de ser posible penetrar aquel velo de algún modo, calcular cómo todo lo que había visto y sufrido encajaba.

¿Cómo le explicaré esto a Leie?, reflexionó Maia. ¿Debo robársela primero a sus amigas saqueadoras? ¿Arrastrarla, atada y amordazada, a algún lugar para arrancarle la maldad?

Maia ya no meditaba tristemente sobre la alegría perdida de la experiencia compartida con su hermana. La Leie de antaño nunca habría comprendido lo que Maia pensaba y sentía ahora. La nueva Leie, aún menos. Maia todavía añoraba a su gemela, pero también experimentaba resentimiento hacia su dura conducta y sus aires de superioridad cuando por fin se reunieron brevemente.

Maia anhelaba más ver a Renna.

¿Me convierte eso en una niña de papá? El juvenil epíteto no la molestaba. ¿O soy una pervertida que alberga sentimientos de calor hacia un hombre?

Dilemas filosóficos como el «porqué» y el «qué» parecían menos importantes que el «cómo». De algún modo, debía llevar a Renna a sitio seguro. Y si Leie elegía acompañarlos, perfecto.


—Será mejor que empecemos a pensar en atracar en algún sitio. De lo contrario nos arriesgamos a chocar contra las rocas en la oscuridad.

Brod sujetaba el timón, ajustando constantemente su dirección para mantener rumbo al sur. Con la otra mano, se frotó la barbilla, un gesto masculino común, aunque en su caso aún tendría que pasar otro lejano verano antes de que le saliera barba.

—Normalmente sugeriría salir al océano abierto —continuó diciendo—. Echaríamos el ancla, vigilaríamos el viento y la marea, y volveríamos al archipiélago al amanecer.

Brod sacudió la cabeza tristemente.

—Ojalá no me sintiera tan ciego sin un informe meteorológico. Una tormenta podría acechar más allá del horizonte, y nunca lo sabríamos a tiempo.

Maia estuvo de acuerdo.

—En el mejor de los casos, malgastaríamos horas y volveríamos agotados. —Desenrolló el mapa—. Mira, en esta zona hay una isla grande con un ancla pintada. No está demasiado lejos de nuestra ruta, cerca de la zona más occidental de los Dientes.

Brod se inclinó hacia delante para leer en voz alta. .

—Faro Jellicoe… Debió de ser un santuario—faro antiguamente, como Halsey. «Fuera de servicio y desocupado», dice.

Maia frunció el ceño, con la repentina sensación de haber oído el nombre antes. Aunque el sol aún estaba a cierta altura sobre el horizonte, tiritó, achacando la sensación a lo terrible del lugar.

—Uh… ¿entonces nos dirigimos al suroeste, capitán?

Maia se había estado medio burlando de él todo el día usando el título honorífico. Sonriendo, Brod respondió con un acento enormemente exagerado.

—Bien hecho estará, señora propietaria. Si es usted tan amable de echar una mano con la vela.

—¡A la orden, señor! —Maia cogió la tensa botavara con una mano, plantando un pie sobre la gaza para sujetarla—. ¡Preparada!

—¡Allá vamos!

Brod dio un golpe de timón, impulsando bruscamente la proa del esquife hacia el viento. La vela se desinfló y aleteó, indicando a Maia que tirara de la botavara de babor a estribor, donde se hinchó de pleno con un audible chasquido y los envió velozmente a un nuevo rumbo, hacia la alargada sombra de una isla alta situada al oeste. El sol de la tarde encendía una luminosa aureola de vapor de agua, un halo sonrosado, que convertía el promontorio rocoso en una fiera lanza que apuntaba más allá de las nubes.

—Suponiendo que encontremos refugio en la laguna de Jellicoe —dijo Brod—, volveremos hacia el sur al amanecer. Mañana a media tarde, podemos virar al este, y llegaremos al canal principal cerca de Faro Halsey.

—El santuario activo. Háblame de ese sitio —pidió Maia.

—Es la única ciudadela que aún funciona en los Dientes del Dragón, permitida por el Consejo Reinante para mantener el orden. Mi cofradía fue obligada a habitar el faro, así que enviaron dos barcos y las tripulaciones de las que podían prescindir fácilmente… es decir, inútiles como yo. Con todo, nunca esperé que el capitán intentara sacar un dinero extra alquilándose a las saqueadoras. —Frunció el ceño tristemente—. No todo el mundo piensa de esa forma. A algunos les gusta ver pelear a las mujeres. Dicen que les produce calor de verano.

—¿No pudiste conseguir un traslado, o algo así?

—¿Bromeas? Los alféreces no cuestionan a los capitanes, ni siquiera cuando éstos faltan a una tradición no escrita de la cofradía. De todas formas, saquear es legal, dentro de unos límites. Para cuando me di cuenta de que el capitán Corsh se estaba vendiendo a auténticas piratas, era demasiado, tarde. —Brod sacudió la cabeza—. ¡Debía notarse cómo me sentía, porque se alegró de ofrecerme como rehén, mientras gritaba en voz alta a las saqueadoras la pérdida tan grande que eso le suponía, y que sería mejor que cuidaran bien de mí!

El muchacho se rió roncamente.

Somos iguales, pobrecillo, pensó Maia. ¿Es culpa mía no tener talentos adecuados para el mundo de las mujeres? ¿O es culpa suya ser un muchacho que nunca quiso ser marinero? Su amarga reflexión era claramente rebelde. Tal vez es un error hacer generalizaciones de este tipo, sin tener en cuenta las excepciones. ¿No deberíamos tener todos el derecho de intentar ser aquello para lo que más servimos?

También eran iguales en el hecho de haber sido abandonados por personas en las que confiaban. Sin embargo, él era más vulnerable. Los muchachos esperaban ser adoptados por una cofradía que sería su hogar a partir de entonces, mientras que las muchachas del verano crecían sabiendo exactamente qué les esperaba: una vida de lucha solitaria.

—Entonces será mejor que tengamos cuidado cuando lleguemos a Halsey. Tu capitán no…

—¿Se alegrará de verme? —interrumpió Brod—. Buf. Estaba en mi derecho de escapar contigo y las demás. Sobre todo después de lo de Inanna y sus planes asesinos. Pero tienes razón. No creo que Corsh lo vea de esa forma. Probablemente ya está preocupado por cómo va a explicar todo esto a los comodoros.

»Así que intentaremos llegar mañana al anochecer. Conozco un canal para entrar en la bahía. Es demasiado poco profundo para que pasen los barcos, pero adecuado para nosotros. Conduce a un embarcadero apartado. Desde allí, tal vez podamos llegar a la sala del navegante y echar un vistazo a sus cartas. Estoy seguro de que habrá escrito dónde está el escondite pirata. Dónde tienen a tu Hombre de las Estrellas.

Había un extraño retintín en la voz de Brod, como si dudara acerca de algo. ¿De sus posibilidades de éxito? ¿O de la misma idea de aliarse con alienígenas?

—Si al menos Renna estuviera prisionero allí, en Halsey… —Suspiró ella.

—Lo dudo. Las saqueadoras no dejarían a un prisionero allí donde pudiera hablar con otros hombres. Tienen demasiados planes para él.

En Grimké, Brod le había contado a Maia las acciones del Visitante justo después de la captura del Manitú. Según el relato de Brod, Renna había irrumpido entre las jubilosas vencedoras, protestando por todas las violaciones de la ley de Stratos. Se negó desafiante a trasladarse al Intrépido hasta que todas las heridas fueron atendidas. Tan firme fue su semblante extranjero, su furia y su contención, que Baltha y las otras saqueadoras retrocedieron en vez de verse obligadas a golpearlo. Brod nunca mencionó que Renna prestara especial atención a ninguna víctima en particular, pero a Maia le gustaba imaginar que las fuertes y amables manos de su amigo alienígena aliviaron su delirio, y que su voz, hablando en tonos profundos, le prometía firmemente que volverían a verse.

Brod tenía poco más que decir acerca de Leie. Había advertido a la hermana de Maia entre la banda de saqueadoras, sobre todo por sus ojos ansiosos y su intenso interés en las máquinas. Al jefe de máquinas le alegró contar con ella, y no le importó un comino qué sexo tenía un tripulante bajo su camisa y su taparrabos manchados de hollín, siempre que trabajara duro.

—Sólo hablamos una vez en privado —dijo Brod, protegiéndose los ojos mientras navegaban hacia el sol poniente. Ajustó el timón para tensar la vela—. Supongo que me eligió porque no iba a importarle a nadie que yo me riera de ella.

—¿De qué quería hablar?

Brod frunció el ceño, tratando de recordar.

—Me preguntó si alguna vez había conocido a un viejo comodoro o capitán, allá en el principal santuario de mi Cofradía de Joannaborg. ¿Se llamaba Kevin? ¿Calvin?

Maia se incorporó rápidamente.

—¿No querrás decir Clevin?

Él se dio un golpecito en la sien, ausente.

—Sí, eso es. Le dije que había oído ese nombre. Pero me embarcaron muy poco después de mi adopción, y había tantas tripulaciones en el mar que no llegué a conocerlo. Pero el barco, el León Marino, era uno de los nuestros.

Maia se quedó mirando al muchacho.

—Tu Cofradía es la Pinniped.

Lo dijo como un hecho consumado, y Brod se encogió de hombros.

—Claro…, no podías saberlo. Arriamos nuestra bandera poco antes del ataque. Muy vergonzoso. Entonces supe que las cosas no iban bien.

Maia volvió a sentarse, escuchando a través de una oleada de emociones en conflicto, la principal de ellas el asombro.

—El Clan Starkland conoce a los Pinniped desde hace generaciones. Las madres dicen que antiguamente fue una gran cofradía. Transportaba importantes cargamentos, y sus oficiales eran bien recibidos en las grandes ciudades, en invierno y en verano por igual. Hoy en día, los comodoros aceptan trabajos como habitar el Faro Halsey, y ahora incluso se alquilan a las saqueadoras —se rió amargamente—. No es gran cosa, ¿eh? Pero claro, yo tampoco soy ningún premio.

Maia examinó a Brod con renovado interés. Por lo que había dicho el muchacho, podía ser su primo lejano en varios grados… sólo un estudio genético podría determinarlo con seguridad. Era un concepto que Maia tuvo que barajar junto con la ironía de, después de tantas frenéticas aventuras, haber entablado por fin contacto con la cofradía de su padre. No había imaginado que sucedería precisamente de aquel modo.

Siguieron navegando en silencio, cada uno de ellos sumido en sus propios pensamientos. En un momento dado, un banco de oscuras y estilizadas formas apareció varios metros por debajo de su pequeña embarcación, ondulando silenciosamente con sinuosa velocidad. La más grande de las criaturas habría superado en envergadura el mástil del Manitú, y tardó varios minutos en pasar, pero su suave tránsito apenas provocó una ondulación en el agua. Maia apenas llegó a ver la cola del monstruo, y luego el misterioso convoy submarino desapareció.

Al cabo de unos cuantos minutos, Brod se inclinó hacia delante en su asiento y se protegió los ojos con una mano, el cuerpo bruscamente tenso.

—¿Qué ocurre? —preguntó Maia. .

—Yo… no estoy seguro. He creído por un segundo que algo pasaba ante el sol. —Sacudió la cabeza—. Se hace tarde. ¿Nos falta mucho para llegar a Jellicoe?

—Lo avistaremos pasada la siguiente torre. —Maia desplegó la carta—. Parece formado por unas dos docenas de dientes, todos pegados. Tiene dos fondeaderos, y aquí hay algunas cuevas importantes anotadas. —Alzó la cabeza y calibró el ritmo de la puesta del sol—. Llegaremos justo, pero con tiempo para explorar un canal antes de que oscurezca.

El joven asintió, aún con el ceño fruncido.

—Estemos preparados, entonces.

La maniobra continuó bien, con el viento hinchando su ajada vela como había hecho todo el día. Tal vez nuestra suerte haya cambiado por fin, pensó Maia, sabiendo bien que estaba tentando el destino. Cuando navegaban firmemente siguiendo el nuevo rumbo, volvió a hablar, despertando otra inminente preocupación.

—Naroin me hizo prometer que intentaría llamar a sus superioras, si encontrábamos una radio en Halsey.

No era un juramento que quisiera cumplir. Maia confiaba en Naroin, ¿pero y en sus superioras? Tantos grupos tienen sus propios motivos para querer a Renna… Tiene enemigas en el Consejo. E incluso suponiendo que respondan a la llamada policías honradas, ¿dejarán las saqueadoras que se lleven a Renna con vida?

Acudía a su mente una sucesión de ideas preocupantes. ¿Y si el Consejo aún tiene armas como las que quemaron Grimké? ¿Y si llegan a la conclusión de que un alienígena muerto es mejor que uno en manos de sus enemigas?

La respuesta de Brod fue tan tibia como los sentimientos de la propia Maia.

—Supongo que podríamos intentarlo en la sala de comunicaciones. A lo mejor de noche no está vigilada. Pero la idea me revuelve las tripas.

—Lo sé. Sería terriblemente arriesgado hacerlo además de entrar en la sala de mapas…

—No es eso —la interrumpió Brod—. Es que… preferiría que otra persona llamara a la policía para delatar a mi cofradía.

Maia lo miró.

—¿Lealtad? ¿Después de la forma en que te han tratado?

—No es eso —dijo él, sacudiendo la cabeza—. No me quedaré con ellos después de esto.

—¿Entonces, qué? Ya me estás ayudando a buscar a Renna.

—No lo comprendes. Otra cofradía podría respetarme por ayudarte a salvar a un amigo. ¿Pero quién va a contratar a un hombre que ha traicionado a sus propios compañeros de tripulación?

—Oh. —Maia no había advertido el riesgo añadido que Brod estaba corriendo. Aparte de la vida y la libertad, podía perder toda posibilidad de carrera. Algo que yo nunca tuve, murmuró para sí Maia, pero recapacitó. Hace falta valor para que una persona con perspectivas de futuro se lo juegue todo por un asunto de honor.

El esquife empezó a rodear el promontorio más cercano. Más allá, como Maia había predicho, una isla grande y convulsa empezó a aparecer gradualmente. A Maia le pareció una gigantesca zarpa que alguien hubiera dejado allí petrificada mientras sondeaba el mar. Algún misterioso proceso geológico había soldado los espolones parecidos a dedos, uniendo múltiples espirales en un amasijo de arcos de piedra.

Antiguamente, la isla de Jellicoe había sido aún más grande. Restos rechonchos y soldados mostraban los lugares donde una red más extensa de islitas externas había sido destruida por un antiguo poder, presumiblemente el mismo que socavó Grimké. Huellas lineales de roca abrasada brillaban como tejido cicatrizado a lo largo de los acantilados, complicando todavía más los revueltos contornos ordenados por la naturaleza. La costa resultante tenía el perfil horizontal de una retorcida estrella de muchas puntas, con filos redondeados en lugar de vértices y bordes. Aberturas irregulares rompían la rítmica silueta.

Unos cuantos minutos después, una de aquellas aberturas dejó ver a Maia una laguna en su interior, tan plácida como si fuera de cristal.

—¡Allí está! —anunció—. Perfecto. Podemos entrar y anclar…

¡Shiva y Zeus! —maldijo Brod—. ¡Maia, agáchate!

Obedeció apenas a tiempo, mientras Brod viraba con fuerza y hacía que la botavara cruzara volando el pequeño bote, silbando en el lugar donde un momento antes se hallaba la cabeza de Maia.

—¿Qué haces? —chilló ella. Pero el joven no respondió. Agarradas al timón, tenía las manos blancas por la tensión, la mirada fija. Tras alzar la cabeza para poder ver, Maia jadeó—. ¡Es el Intrépido!

La goleta de tres palos se dirigía hacia ellos desde el suroeste, casi surgida del sol poniente. La visión de sus velas hinchadas, que se esforzaban por adquirir velocidad, era impresionante y aterradora. Mientras Maia y Brod luchaban con su pequeño bote dando bordadas contra el viento, el barco pirata ya había recorrido la mayor parte de la distancia que separaba las islas.

—¿Crees que nos han visto? —Maia se sentía como una tonta por preguntar. Sin embargo, Brod contaba claramente con ello, ya que intentaba ocultarse tras la espira que acababan de pasar. Si tan sólo las saqueadoras tuvieran vigías perezosas…

La esperanza se desvaneció con el sonido de un silbato: un alarido de vapor y deleite depredador. Entrecerrando los ojos contra el resplandor del sol, Maia vio un puñado de siluetas congregadas a proa, señalando. La imagen podría haberle provocado un déja vu, recordándole la manera en que había empezado el día; pero en esta ocasión no se trataba de un pequeño queche, sino de un carguero mejorado para ser más veloz y mortífero. Columnas de humo anunciaban que las calderas estaban funcionando. La nariz de Maia se arrugó ante el olor del carbón quemado. Hizo un rápido cálculo mental.

—¡No tiene sentido correr! —le dijo a Brod—. Tienen velocidad, cañones, tal vez radar. ¡Aunque escapemos, buscarán toda la noche, y nos aplastarán en la oscuridad!

—¡Acepto sugerencias! —replicó su compañero. El sudor perlaba su labio superior y su frente.

Maia lo agarró por el brazo.

—¡Vira hacia poniente! Podemos cambiar de bordada más ceñidos al viento. El Intrépido tendrá que plegar velas para seguirnos. Sus motores tal vez estén aún fríos. Con suerte, podremos esquivarlo en ese laberinto. —Señaló la irregular costa de la isla de Jellicoe.

Brod vaciló, y luego asintió.

—Al menos las sorprenderá. ¿Preparada?

Maia se preparó y agarró la botavara, lista para la maniobra.

—¡Preparada, capitán!

Él respondió con una mueca ante el chiste. Maia reprimió el retortijón de su estómago, al cual había regresado la familiar conmoción biliar de temor y adrenalina como si fuera su obsesión favorita.

Se acabó la racha de buena suerte, pensó. Tendría que haberlo imaginado.

—Muy bien —dijo Brod con un suspiro entrecortado, compartiendo claramente el mismo pensamiento—. Allá vamos.


Todo dependía del siguiente paso. ¿Hasta qué punto podría virar el navío mayor? ¿Qué armas llevaría?

Como esperaban, el diminuto esquife maniobraba mejor usando directamente el viento. El Intrépido vaciló demasiado después de que Brod cambiara de rumbo. Cuando el barco pirata viró por fin, lo hizo de mala forma y contra la brisa. Brod y Maia ganaron impulso hacia el oeste mientras las marineras se esforzaban en cubierta, trincando las velas para que los motores aún en fase de calentamiento no tuvieran que luchar contra ellas. ¿Reconocen el esquife?, se preguntó Maia. A estas alturas seguro que ya saben que algo les ha sucedido a Inanna y a sus amigas del queche. ¡Lysos, parecen furiosas!

Incluso con el barco lastrado por su peso, llegaría un momento en que los dos navíos se encontrarían a poco más de un centenar de metros. ¿Qué harían las piratas entonces?

Esforzándose para ayudar a Brod a maniobrar lo mejor posible, Maia orientó la vela para conseguir la máxima eficacia. Esto significaba tener que lanzarse de un lado a otro del bote, apoyando su peso cada vez que era necesario restablecer el equilibrio.

Nunca había dirigido un bote pequeño de esta forma, rozando literalmente la superficie del agua. Era impresionante, y habría sido divertido de no tener el estómago revuelto. Giró la cabeza para ver si, por casualidad, Renna podía encontrarse en el barco pirata. Había hombres en el alcázar de la goleta, como durante la toma del Manitú, pero ni rastro de los peculiares rasgos de Renna.

Cuando el esquife abarloó el barco, Maia oyó furiosos gritos sobre las aguas que los separaban. Las palabras eran ininteligibles, pero reconoció el rostro lívido y arrebolado del capitán del barco, que discutía con varias mujeres que llevaban pañuelos rojos. El hombre señalaba a otras piratas que cargaban con un largo tubo negro en la banda de babor de la goleta. Sacudiendo la cabeza, hizo imperiosos gestos de prohibición.

A pesar de su estallido de furia, el capitán parecía plenamente consciente de su autoridad. Tanto, que no albergó ninguna sospecha cuando más mujeres, armadas con tridentes y cuchillos, se acercaron para rodearlo a él y a sus oficiales… hasta que el tono de mando del hombre se interrumpió bruscamente, silenciado bajo un súbito destello de violentos golpes.

Desde la distancia, horrorizada, Maia no pudo distinguir si usaban bastones o cuchillas para reducir a los hombres, pero el ataque continuó muchos segundos más de lo que parecía necesario. Fuertes y vibrantes gritos de placer demostraban cuánto gozaban las piratas tomándose un desquite que debían de haber ansiado desde hacía tiempo, rompiendo a la vez una alianza molesta y las últimas ataduras con la ley.

—¡Nos separamos! —gritó Brod. Había estado intensamente concentrado, por lo que no había podido mirar siquiera a sus antiguos camaradas, ni sacar nada en claro del reciente tumulto de gritos y gemidos. Menos mal, pues la caída de los oficiales había sido sólo parte del golpe. Cuando Maia encontró un momento para volver a examinar el aparejo, la mayoría de los miembros masculinos restantes de la tripulación habían desaparecido de donde trabajaban un momento antes.

Los Pinniped tal vez estén pasando un mal momento, reflexionó Maia, aún aturdida por lo que había visto. Pero saben distinguir un asesinato deliberado. Y por eso comparten nuestro destino.

Aquellas saqueadoras eran unas fanáticas. Maia lo sabía, y la idea se había reforzado tras la emboscada de esa misma mañana. ¿Pero esto? ¿Atacar y matar a hombres deliberadamente y a sangre fría? Era tan obsceno como aquello contra lo que las Perkinitas las prevenían constantemente: la antigua violencia hombre—contra—mujer que antaño condujo al Éxodo de las Fundadoras, hacía tanto tiempo.

Renna, pensó angustiada. ¿Qué has traído a mi mundo?

Maia recitó una breve plegaria para que su hermana, parte de la tripulación de la sala de máquinas, no estuviera implicada en el espontáneo derramamiento de sangre. Tal vez Leie ayudara a salvar a algún hombre bajo cubierta, aunque no parecía probable que las piratas fueran a dejar testigos.

Ahora mismo, lo que importaba era que el motín les había concedido a Maia y a Brod segundos, minutos. Tiempo que canjearon por los metros imprescindibles de distancia mientras las saqueadoras se reorganizaban y terminaban de hacer virar el barco.

—¡Preparada! —gritó Brod, advirtiendo de otra maniobra con la botavara.

—¡Preparada! —respondió Maia. Cuando su compañero viró, se deslizó bajo la botavara y ejecutó una compleja serie de acciones simultáneas, moviéndose con una fluida gracia que habría sorprendido a sus antiguas profesoras, o incluso a sí misma unos cuantos meses antes. De la práctica, combinada con la necesidad, se deriva una especie de concentración capaz de aumentar las habilidades más allá de toda expectativa.

Cuando volvió a mirar el Intrépido, éste navegaba varios cientos de metros por detrás, pero ganaba velocidad. Las artilleras tenían que seguir cambiando de posición sus rifles sin retroceso cada vez que la goleta tomaba un nuevo rumbo para seguir a los fugitivos. Se las podía ver gritándole a la nueva timonel para que fijara un rumbo. Ir en línea recta no valía, ya que el puente de proa del barco bloqueaba la visión. Al final, el Intrépido fijó un rumbo a treinta grados del viento. Eso reducía el ritmo de aproximación, pero permitía disparar con claridad.

¿Se lo advierto a Brod?, reflexionó Maia, con más frialdad de lo que esperaba.

No, mejor dejar que se concentre todo lo posible.

Vio cómo su amigo se volvía a mirar la vela temblorosa, las aguas revueltas, su destino, el macizo de enormes monolitos que se acercaba rápidamente. Usando todos estos datos, el muchacho hizo ajustes demasiado sutiles para ser calculados, basados en un tipo de instinto que antes había negado poseer, consiguiendo velocidad de una improbable combinación de velamen, madera y viento.

Se hace mayor mientras lo observo, se maravilló Maia. Los jóvenes e inmaduros rasgos de Brod se transformaban por aquel intenso ejercicio de habilidad. La mandíbula y la frente se le marcaban y algo en él, según Maia, destilaba tanto las esencias maduras como las inmaduras de la masculinidad: una firme resolución unida a un intenso placer por lo que estaba haciendo. Aunque los dos murieran en los próximos minutos, su joven amigo no dejaría este mundo sin haberse convertido en un hombre. Maia se alegró por él.

Una vibrante sacudida agitó el aire tras ellos. Era un gruñido más profundo y de mayor calibre que el del pequeño cañón de aquella mañana.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Brod, casi ausente, sin distraerse de su labor.

—Un trueno —mintió Maia con una sombría sonrisa, dejando que la cálida gloria de su concentración durara unos cuantos segundos más—. No te preocupes. No lloverá hasta dentro de un rato.


El agua caía del cielo empapando su ropa y casi inundando el pequeño bote. Caía en oleadas, y entonces, bruscamente, paró. La cascada, provocada por otra explosión, hizo que Maia corriera al pantoque con un cubo, y achicara furiosamente.

Las fuentes del océano que caían sobre ellos no eran su única preocupación. Un proyectil cercano casi había conseguido que el esquife girara como una peonza, haciendo que el casco gruñese con el sonido de tablas y pernos al aflojarse. Todo cuanto Maia sabía era que su labor de achique debía superar la entrada de agua todo el tiempo que Brod necesitara para encontrar un medio de sacarlos de aquel lío.

Las artilleras del Intrépido habían tardado algún tiempo en calmarse, después de su amotinamiento. Disparaban en un ángulo amplio, frustradas en parte por el zigzagueo del esquife, antes de centrarse por fin en la oscuridad cada vez mayor del crepúsculo. Durante minutos, Maia acarició la ilusión de que la seguridad estaba a su alcance: un canal abierto que conducía al embarcadero de la laguna Jellicoe. Entonces vio algo familiar y sorprendente: el Manitú capturado, anclado en esa misma torre de piedra, su cubierta repleta de más pañuelos escarlata. De inmediato, comprendió la horrible verdad.

¡Jellicoe debe de ser la base pirata! ¡He traído a Brod directamente a sus manos!

—¡Vira a la derecha, Brod, rápido!

Un súbito giro de último minuto evitó a duras penas la fatal entrada. Ahora corrían a lo largo de la retorcida costa de la propia Jellicoe, empapados alternativamente por los proyectiles que caían cerca y por la espuma más normal de las olas que chocaban contra las rocas. Las maniobras delicadas se habían terminado. Estaban atrapados en una poderosa corriente, y Brod dedicaba todos sus esfuerzos a impedir que chocaran con la serrada costa de la isla.

La oscuridad podría haber ayudado, pero las tres lunas principales estaban altas en el cielo y proyectaban su luminosidad perlada sobre la inminente derrota de los dos jóvenes. Era una noche clara y hermosa. Pronto saldrían las amadas estrellas de Maia; quizá durara lo suficiente para poder decirles adiós.

Una y otra vez llenaba el cubo, y lanzaba luego su contenido por la borda para no tener que ver la brillante proximidad del «diente de dragón» que se alzaba casi en vertical, como una cortina ondulante y convulsa. Sus redondeados pliegues indicaban una fingida suavidad. La piedra cristalina y adamantina estaba, en realidad, esperando pasivamente el momento de aplastarlos.

Maia no podía soportar aquella horrible visión. Lanzaba cubo tras cubo en la dirección opuesta, lo que la salvó en parte cuando las saqueadoras probaron una nueva táctica.

Una súbita detonación se produjo detrás de Maia, haciendo que el esquife se sacudiera con oleadas de aire comprimido y vacío que la lanzaron contra la cubierta. Para su sorpresa, se mantuvo consciente mientras las sacudidas pasaban y se convertían en una vibración que podía sentir a través de las tablas. Instintivamente se acarició la nuca dolorida, y encontró un trozo de piedra granítica cubierto de sangre. Mientras sus ojos veían puntitos púrpura, Maia miró la afilada pieza de metralla natural. El mundo giraba ante ella. Se volvió y descubrió que también Brod había sobrevivido, aunque del lado izquierdo de su cara manaba un torrente de sangre. Gracias a Lysos los fragmentos de roca habían sido pequeños. Esta vez.

—¡Alejate del acantilado! —gritó Maia. O lo intentó. No podía distinguir siquiera su propia voz, sólo oír un horrible redoblar de campanas. Con todo, Brod pareció comprender. Con los ojos dilatados por la impresión, asintió y movió el timón. Consiguieron ganar una cierta distancia antes de que el siguiente proyectil golpeara, arrancando más piedras de la cara del promontorio. Esta vez no los alcanzó la metralla, pero la maniobra implicaba navegar más cerca del Intrépido y de su arma, que ahora los apuntaba casi a bocajarro. Mientras contemplaba la boca del cañón, Maia vio cómo la tripulación cargaba otra bala y disparaba. La sintió pasar ardiente por el aire, no muy lejos, a la izquierda. Tras un intervalo demasiado corto para darle nombre, en el arrecife se produjo otro estallido terrible que casi arrancó a los dos muchachos del bote. Cuando Maia volvió a alzar la cabeza, vio que su vela estaba rota. Pronto estaría hecha pedazos.

En ese momento, el retorcido borde de la isla dio otro giro. De repente, una abertura apareció a babor. Con manos temblorosas, Brod viró hacia aquel callejón sin salida. Habría sido una locura absoluta en cualquier otra circunstancia, pero ahora Maia lo aprobó de todo corazón. Al menos las zorras no nos verán morir a sus manos.

Un lado de la abertura explotó mientras la atravesaban, agrietando todo el macizo e impulsando el esquife hacia delante entre cascadas de roca. La siguiente bala pareció golpear el acantilado con rugidos de frustrada furia. Las grietas se multiplicaron. Un tremendo trozo de piedra, la mitad de grande que el propio Intrépido, empezó a soltarse. Con graciosa morosidad, su sombra acechante cayó sobre Brod y Maia…

El peñasco cayó tras el pequeño bote, empujándolos con la fuerza de un tsunami enano, apuntando a un profundo agujero negro.

Maia sabía que tenía valor. Pero no lo suficiente para ver cómo su bote destrozado se abalanzaba contra aquel antiguo titán, el Faro Jellicoe. Que sea rápido, pidió. La oscuridad los barrió, apagando toda visión.


Querida Iolanthe:

Como puedes ver por esta carta, estoy vivo… o lo estaba en el momento de escribirla… y disfruto de buena salud, exceptuando los efectos de haber pasado varios días atado y amordazado.

Bueno, parece que he picado con el truco más antiguo que existe. La rutina del Viajero Solitario. Estoy en buena compañía. Incontables diplomáticos con más talento que yo han sido las víctimas de sus propias y frágiles necesidades humanas…

Mis secuestradoras me ordenan que no divague, así que intentaré ser conciso.

Se supone que debo decirte que no informes de mi desaparición hasta dos días después de recibir esta carta. Sigue fingiendo que me puse enfermo después de mi discurso.

Algunas sospecharán que hay juego sucio, mientras que otras dirán que me estoy burlando del Consejo. No importa. Si no consigues para mis captoras el tiempo que necesitan, amenazan con enterrarme donde no pueda ser encontrado.

También dicen que tienen agentes entre las oficialas de policía. Sabrán si son traicionadas.

Se supone que debo suplicarte que cooperes para que respeten mi vida. El primer borrador de esta carta fue destruido porque fui un poco sarcástico en este punto, así que déjame decirte que, por muy viejo que sea, no pondré reparos a seguir vivo un poco más o a continuar viendo el universo.

No sé adónde me llevan, ahora que el verano ha terminado y los viajes no están sometidos a ninguna restricción. De cualquier forma, si anoto las pistas de lo que veo y oigo a mi alrededor, ellas simplemente me obligarán a reescribir la carta. Me duele demasiado la cabeza, así que lo dejaremos como está.

No voy a decir que no lo lamento. Sólo los tontos dicen eso.

Con todo, estoy contento. He ido, hecho, visto y servido. Uno de los tesoros de mi existencia ha sido esta oportunidad de vivir durante algún tiempo en Stratos.

Mis captoras dicen que se pondrán en contacto pronto. Mientras, recibe un saludo de

RENNA

22

En medio de una oscuridad casi total, acarició la frente de Brod, apartando con cuidado el pelo empapado de sus heridas. El joven gimió, agitando la cabeza, que Maia había apoyado sobre sus rodillas. A pesar de multitud de heridas, se sentía agradecida por un puñado de pequeñas cosas, como este estrecho trozo de arena en el que se encontraban, justo por encima de una negra extensión de frías y turbulentas aguas. También estaba agradecida por no haber despertado esta vez en algún lugar lúgubre, después de un golpe en la cabeza. Mi cráneo ha recibido ya tanto, que un nuevo golpe me mataría. Y eso no sucederá hasta que el mundo haya acabado de divertirse empujándome.

—Mm… ¿Qué…? —murmuró Brod. Maia sentía más sus palabras a través de sus manos que de sus aturdidos oídos. Todavía inconsciente, Brod parecía sin embargo ansioso, como si aún sintiera que era su deber finalizar alguna tarea urgente.

—Tranquilo, no pasa nada —le dijo ella, aunque apenas pudo distinguir sus propias palabras—. Descansa, Brod. Me encargaré de todo durante un rato.

La oyera o no, el muchacho pareció calmarse un poco. Los dedos de ella aún notaban alguna soñolienta preocupación en su frente, pero dejó de agitarse. Los suspiros de Brod dejaron de ser audibles para sus ensordecidos oídos.

En el último momento, el bote moribundo los había escupido al interior de aquella cueva, mientras más explosiones a sus espaldas cegaban la entrada con una lluvia de piedra masacrada. En medio de un torbellino de agua y arena, su cabeza resonaba con el estrépito de los cañonazos, pero Maia buscó frenéticamente a Brod, lo agarró por el pelo y tiró de él hacia la superficie, revuelta y poco definida. Fueron sacudidos arriba y abajo durante aquellos violentos instantes en que mar, costa y atmósfera fueron uno, pero la práctica le había enseñado a Maia el truco de buscar aire. Racionando el que contenían sus doloridos pulmones, luchó contra las corrientes que parecían demonios hasta que por fin, remolcando al pobre Brod, sus pies sintieron el lodo de una pendiente. Maia consiguió salir arrastrándose del agua, sacó a su amigo y comprobó su respiración en medio de la total oscuridad. Por fortuna, Brod tosió y escupió el agua que había tragado. No tenía ningún hueso roto, al parecer. Viviría… hasta lo que sucediera a continuación.

En conjunto, sus heridas eran leves. Si el bote hubiera permanecido intacto, habríamos sido impulsados por las olas contra esa pared subterránea, advirtió con un escalofrío. Sólo la destrucción del bote les había salvado la vida. Al hundirse, había suavizado su última caída.

Maia se sentía medio muerta. Incluso los cortes superficiales le dolían de una manera infernal. Cada laceración estaba llena de sucia arena, y cada granito, al parecer, había sido asignado a su propio conjunto de nervios. Para empeorar las cosas, la evaporación absorbía el calor de su cuerpo, haciéndole castañetear los dientes.

Pero no estamos muertos, señaló desafiante otra voz en su interior. Y no lo estaremos, si puedo encontrar un medio de salir de aquí antes de que suba la marea.

No era una tarea fácil, admitió, tiritando. Esta cueva probablemente se llena y se vacía dos veces al día, librándose por rutina de escoria como nosotros.

Maia calculó que tenían al menos unas cuantas horas. Más tiempo de vida del que había esperado durante aquellos momentos finales, cuando se abalanzaban hacia una negra y horrible cavidad en el costado de un alto diente de dragón. Tendría que dar las gracias por esta breve suspensión de la sentencia, pensó, sacudiendo la cabeza. Pero perdóname si no le veo del todo las ventajas.

En retrospectiva, parecía una patética estupidez haber ido al rescaté de Renna (y a redimir a su hermana) sólo para fracasar de forma tan total y miserable. Maia lo sentía sobre todo por Brod, su compañero y amigo, cuyo único error fatal había sido seguirla.

Nunca tendría que habérselo pedido. Es un hombre, después de todo. Cuando muera, su historia se terminará.

Lo mismo se podía decir de ella, por supuesto. Hombres y vars carecían por igual del consuelo del final de la vida que se permitía a las personas normales (las clónicas), que sabían que continuarían a través de sus compañeras de clan, en todos los sentidos menos en el del recuerdo directo.

Supongo que aún tengo una oportunidad en ese sentido. Leie podría tener éxito en lo que se propone, llegar a grande, fundar un clan. Arrugó el gesto, sardónicamente. Tal vez ponga una estatua mía en el patio de su mansión. La primera de una larga serie de ceñudas efigies, todas sacadas del mismo molde.

Había otras posibilidades más modestas que Maia apreciaba más. Aunque las diferencias menores entre las gemelas las habían fastidiado, las cosas importantes, como su aprecio por la gente, siempre habían sido parecidas. Así, había una posibilidad de que Leie se sintiera atraída por Renna, como le había sucedido a Maia. Tal vez Leie olvidaría a sus compañeras piratas y ayudaría al hombre del espacio exterior, incluso intimaría con él.

Eso debería hacer que me sintiera mejor, reflexionó. Me pregunto por qué no es así.

En sucesivos flujos y reflujos, el nivel del agua había ido subiendo gradualmente a lo largo del banco de arena donde se encontraban. Pronto el helado líquido le lamió las piernas, además de la cintura de Brod. Ahí viene la marea, pensó Maia, sabiendo que era el momento de obligar a su reacio y agotado cuerpo a ponerse de nuevo en marcha. Con un gruñido, se enderezó. Cogiendo al muchacho por debajo de los brazos, Maia apretó los dientes y se esforzó para arrastrarlo pendiente arriba tres, cuatro metros… hasta que su espalda chocó bruscamente con algo duro e irregular.

—¡Oh! Maldita oscuridad…

Maia depositó a Brod sobre la arena y trató de frotarse la espalda. Se dio la vuelta y con la otra mano empezó a explorar delicadamente la barrera ondulada y puntiaguda que había surgido de la oscuridad para bloquear su retirada. Con cuidado al principio, siguió lo que resultó ser una pared casi vertical de objetos colocados sin ningún orden… leves formas ovoides cubiertas de suciedad. Conchas, dedujo. Montones de criaturas parecidas a percebes que se aferraban tenazmente a la superficie de piedra del acantilado mientras esperaban pacientemente otra comida, la siguiente oleada de materia orgánica traída por el mar.

Supongo que hasta aquí hemos llegado, se dijo con resignación. La depresión y la fatiga casi la hicieron tumbarse en la arena junto a Brod, para pasar en paz los últimos minutos que le quedaban. En cambio, con un suspiro, Maia empezó a palpar el camino a lo largo de la pared, intentando no gemir cada vez que otra puntiaguda concha pinchaba o arañaba su mano. La gruesa franja de caparazones cubiertos de algas continuaba hasta más allá de su alcance, confirmando que la pleamar llegaba mucho más arriba que ella.

Sin embargo, se movió de izquierda a derecha, esperando que algo cambiara. Al avanzar de lado, sus pies encontraron una leve pendiente… por desgracia, no subía más de un metro. Sin embargo, suponía una diferencia crucial. De puntillas, con los brazos extendidos al límite, las yemas de sus dedos pasaron por encima de la sucia concentración de conchas y rozaron piedra lisa.

Hasta aquí llega el agua. ¡Éste es el techo de la marea alta! Esto ofrecía posibilidades. Supongamos que lo despierto a tiempo. ¿Podríamos Brod y yo nadar y flotar con la corriente, manteniendo la cabeza seca?

No sin algo fuerte y estable a lo que poder agarrarse, comprendió con disgusto. Lo más probable era que la acción de las olas los aplastara contra las afiladas paredes y luego expulsase sus fragmentos para que se unieran con los demás restos del bombardeo de las piratas.

La única esperanza real era encontrar una grieta o un asidero, por encima. Si hay algún modo de llegar hasta allí a tiempo.

Volvió a comprobar cómo se encontraba Brod; dormía pacíficamente. Maia se inclinó por segunda vez para arrastrar al muchacho un poco más arriba de la pendiente que había hallado. Entonces empezó a explorar la caverna en profundidad, abriéndose paso hacia la derecha, palpando la capa de percebes en busca de alguna ruta, alguna vía por encima de la zona asesina. Poco después dio un respingo, y apartó la mano tras sentir un pinchazo más fuerte de lo normal. Al meterse un dedo en la boca, Maia saboreó la sangre y se dio cuenta de la extensión del corte. Ojalá vivas para disfrutar de otra cicatriz, pensó, y siguió buscando una protuberancia, una rendija, algo que ofreciera un atisbo de ruta hacia arriba.

Un minuto o dos después, Maia casi resbaló cuando algo se le enganchó en el tobillo. Se inclinó para soltarlo y sus manos palparon madera, un tablón arrancado con un trozo de vela y cuerda empapada, fragmentos del pequeño esquife que habían hundido sin darle siquiera un nombre.

Tiritando, continuó su monótona tarea, cuya principal recompensa consistía en la desagradable familiaridad con el contorno de una extraña y bien defendida forma de vida marina. Un poco después, el banco de arena empezaba a descender de nuevo, apartándola aún más de su objetivo, y acercándola al agua helada.

Bueno, aún queda esa zona donde he puesto a Brod. Albergaba pocas esperanzas de que la topografía fuera diferente.

A punto de renunciar y dar la vuelta, la mano de Maia encontró… un agujero. Temblando, exploró sus contornos. Era una especie de hendidura, a un metro por encima del banco de arena. Podría servir para apoyar el pie e iniciar una escalada; pero con una clara pega: el procedimiento propuesto implicaba usar los afilados y resbaladizos percebes como asideros.

Maia se dio la vuelta, contó los pasos, y se arrodilló ante los restos del naufragio que había encontrado antes. Con los restos de la vela, hizo tiras para envolverse las manos. Se enrolló también al hombro la mayor cantidad de cuerda que pudo encontrar. No era mucho. Rápido, pensó. La marea llegará pronto.

Con dificultad, volvió a encontrar la hendidura. Por fortuna, las suelas de sus zapatos de cuero estaban casi intactas, así que Maia sólo dio un respingo de incomodidad cuando colocó el pie en el hueco y extendió las manos, agarrando con fuerza dos puñados de conchas. Incluso a través de la tela, aquellas cosas la apuñalaron dolorosamente. Apretando los labios, empujó, usando primero una pierna y luego la otra, aupándose con ambos brazos hasta que se quedó suspendida de un pie, apretada contra la pared. Ahora los agudos picos atacaban todo su cuerpo, no sólo las extremidades.

Muy bien, ¿y después qué?

Con el pie libre, empezó a buscar otro peldaño. Parecía arriesgado pedir a un puñado de conchas que soportaran todo su peso. Sin embargo, tenía que intentarlo.

Para su asombro, Maia encontró otra alternativa mejor. Otro agujero en la pared… ¡y a la altura adecuada!

No lo creo, pensó, metiendo dentro el pie izquierdo y apoyando torpemente su peso. No puede ser coincidencia. Esto debe significar…

Comprobando su conclusión, liberó una mano y palpó hasta que, naturalmente, encontró otro hueco. Uno que tenía que estar exactamente donde estaba. Los agujeros son obra de la mano de la mujer… del hombre, ya que este lugar solía ser un santuario. Me pregunto qué antigüedad tiene esta «escalera».

No, ni hablar. Cierra el pico, Maia. ¡Sólo concéntrate y sigue adelante!

Los huecos le facilitaban la ascensión. Con todo, la escalada fue difícil incluso cuando su rostro hubo sobrepasado la dolorosa capa de conchas y sólo tuvo que enfrentarse a los lisos e irregulares cortes en la cara de una pared casi vertical. Para cuando sus manos doloridas encontraron una anilla de metal clavada en la roca, le latían los músculos. El oxidado aro demostró ser útil como último asidero antes de que pudiera por fin pasar un pierna, y luego otra, por el redondeado borde de un saliente de piedra.

Maia se tumbó de espaldas, jadeando, escuchando el rugido de su propia respiración entrecortada. Tardó unos momentos en apreciar que no todo el sonido era interno. Puedo oír. Mis oídos se recuperan, advirtió, demasiado cansada para alegrarse. Permaneció inmóvil, mientras los ecos de su respiración resonaban en las paredes, junto con el susurro acuático de la marea.

Su pulso aún no se había regularizado cuando se obligó a incorporarse, apoyándose sobre un codo. Tengo que volver con Brod, pensó Maia, agotada. Volver a bajar sería duro, y aún no había pensado cómo subir a su amigo hasta allí si le resultaba imposible despertarlo. Como siempre, el futuro parecía inquietante, aunque Maia se alegró de haber encontrado un refugio. Eso contrarrestaba la sensación de desesperación que le minaba las fuerzas.

Se sentó, dejando escapar un gemido.

Algo más que su propio eco la alcanzó entonces, sofocado por las reverberaciones.

¿M—Maia—aia—aia?

Siguió un ataque de tos.

D—Dios mío—ío—ío… ¿qué ha pasado? ¿Dónde estás? ¡Maia—aia—aia!

Los ecos, al repetirse, le hicieron dar un respingo.

—¡Brod! —chilló—. ¡No pasa nada! ¡Estoy encima…!

Sus llamadas y las de él se solaparon, ahogando todo sentido en un mar de ecos. La alegre respuesta de Brod habría sido más gratificante si no tartamudeara tanto, ofreciendo agradecidas bendiciones tanto a Madre Stratos como a su patriarcal dios del trueno.

—Estoy encima de ti —repitió ella, cuando las molestas resonancias se apagaron—. ¿Puedes decirme cuánto ha subido la marea?

Oía un chapoteo.

—Ya me tiene acorralado en un montoncito de arena, Maia. Intentaré retroceder… ¡Oh!

La exclamación de Brod anunciaba su descubrimiento de la pared de conchas.

—¿Puedes ponerte en pie? —preguntó ella. Si era así, se ahorraría tener que bajar a buscarlo.

—Estoy… un poco mareado. Tampoco puedo oír bien. Déjame intentarlo. —Hubo sonidos de esfuerzo—. Sí, estoy de pie. Más o menos. ¿Debo entender… que todo está negro porque estamos bajo tierra? ¿O me he quedado ciego?

—Si estás ciego, yo también. Ahora, si puedes andar, por favor ponte de cara a la pared e intenta ir hacia la derecha. Ten cuidado y sigue mi voz hasta que estés justo debajo de mí. Intentaré ver cómo te ayudo a subir hasta aquí arriba. Lo prioritario es rebasar el nivel de la marea alta.

Maia siguió hablando para guiar a Brod, y mientras tanto se inclinó sobre el saliente para atar un extremo de su cuerda alrededor del aro de metal. Debía de haber sido puesto allí hacía mucho tiempo para que los botes atracaran en aquella diminuta cueva, aunque Maia no podía imaginar el motivo. Parecía un lugar horrible para ser utilizado como embarcadero. Mucho peor que el túnel oculto de Inanna en la isla de Grimké.

—Aquí estoy —anunció Brod justo debajo de ella—. ¡Escarcha! Estos malditos percebes son afilados. No encuentro la cuerda, Maia.

—La agitaré de un lado a otro. ¿La notas ahora?

—No.

—Debe de ser demasiado corta. Espera un momento.

Con un suspiro, retiró la cuerda. A juzgar por la voz entrecortada de Brod, no podría escalar del mismo modo que lo había hecho ella, sin ayuda. No había elección, entonces. Tanteando las presillas con sus dedos magullados, se desabrochó los pantalones y se los quitó. Ató una pernera a la cuerda con dos nudos, y también unió un lazo al otro lado de la otra pernera, y lo lanzó todo por la pared. Hubo un gratificante sonido apagado de tela golpeando la cabeza de alguien.

—Oh. Gracias —respondió Brod.

—No hay de qué. ¿Puedes pasarte el lazo por un brazo, hasta el hombro?

Él gruñó.

—Apenas. ¿Ahora qué?

—Asegúrate de que agarra bien. Allá va.

Con cuidado, paso a paso, Maia indicó a Brod dónde encontraría el primer hueco. Lo oyó sisear de dolor, y recordó que sus sandalias de cuerda estaban en peor estado que sus zapatos y eran inadecuadas para soportar los afilados percebes. Sin embargo, no se quejó. Maia se preparó y tiró de la cuerda, no tanto por elevar al muchacho como para prestarle estabilidad y confianza mientras él pasaba temblorosamente de hueco en asidero, uno cada vez.

Pareció durar mucho más que su propia escalada. Los agotados músculos de Maia temblaban más que nunca cuando los entrecortados jadeos de él se acercaron.

De algún modo, sacando fuerzas de flaqueza, mantuvo la tensión en la cuerda hasta que por fin Brod asomó por el borde con un último esfuerzo y cayó casi encima de ella. Agotados, permanecieron así durante algún tiempo, los latidos de sus corazones resonando pecho con pecho, cada uno respirando las agotadas exhalaciones del otro, saboreando la sal de la piel del otro.

Tenemos que dejar de vernos así, pensó una lejana y burlona parte de ella. Con todo, es más de lo que la mayoría de las mujeres consiguen de un hombre en esta época del año. Para sorpresa de Maia, su peso le resultaba agradable de un modo extraño, nunca imaginado.

—Uh… lo siento —dijo Brod mientras rodaba para quitarse de encima—. Y gracias por salvarme la vida.

—No es más que lo que hiciste por los dos en el barco, esta mañana —respondió ella, disimulando su rubor—. Aunque supongo que a estas alturas fue ayer.

—Ayer. —Él se detuvo a reflexionar, luego gritó bruscamente—. ¡Eh, mira eso!

Maia se sentó en el suelo, aturdida. Como no podía ver a Brod lo bastante bien para distinguir adónde señalaba, empezó a buscar por su cuenta, y acabó encontrando algo entre la horrible penumbra. Frente a su saliente, a unos cuarenta grados más arriba hacia el cenit, distinguió el delicado brillo de, según contó, cinco hermosas estrellas.

Creo que es parte del Hogar…

Tras recordar bruscamente, Maia palpó en su brazo izquierdo y suspiró aliviada cuando halló su olvidado sextante, todavía guardado en la arañada pero intacta bolsa de cuero. Probablemente estará estropeado. Pero es mío. La única cosa que es mía.

—Bien, señora navegante —preguntó Brod—. ¿Puedes decirme a partir de esas estrellas dónde estamos?

Maia sacudió la cabeza vigorosamente.

—Demasiados pocos datos. Además, sabemos dónde estamos. Si se viera más, podría decirte la hora…

Se interrumpió, envarándose cuando Brod se echó a reír en voz alta. Entonces, viendo sólo afecto en su amable burla, Maia se relajó. Se rió también, dejándose llevar mientras comprendía que vivirían un poco más, para seguir luchando. Las saqueadoras no habían ganado, todavía no. Y Renna estaba cerca. Brod se tendió a su lado; compartieron el calor mientras contemplaban su única y diminuta ventana al universo. Stratos giraba lentamente bajo ellos, y contemplaron un desfile de breves actuaciones estelares. Juntos, disfrutaron de un espectáculo que ninguno de los dos había esperado volver a ver.


De día, la cueva parecía a la vez menos misteriosa… y mucho más.

Menos, porque la luz filtrada del amanecer revelaba contornos que antes parecieron ilimitados y sofocantes en la negra oscuridad. Una montaña de escombros bloqueaba lo que antes fuera una generosa entrada. La luz del sol y las mareas entraban por estrechas y afiladas aberturas en la avalancha, más allá de la cual los dos jóvenes pudieron distinguir un nuevo arrecife, creado por el reciente bombardeo.

No podrían escapar por donde habían llegado; eso estaba claro.

El misterio aumentó asociado con la esperanza y la frustración. Poco después de despertar al nuevo día, Maia se levantó y siguió el saliente hasta su extremo final, donde se unía a una serie de peldaños tallados en la pared de la cueva. En lo alto había otro rellano, aún más profundo, que terminaba en una enorme puerta de más de tres metros de ancho.

Al menos, pensaba que era una puerta. Parecía el lugar adecuado para emplazar una. Necesitaban desesperadamente una puerta en aquel punto.

Sin embargo, parecía más una escultura. Varias docenas de placas hexagonales cubrían una ancha y lisa superficie vertical hecha de alguna mezcla endurecida e impenetrable de color sangre.

Impenetrable porque otras personas habían intentado al parecer atravesarla en el pasado. En cada grieta o rendija entre las partes, Maia encontró bordes pulidos allí donde alguien había intentado hacer palanca, y sólo había conseguido arrancar una lasca enmohecida. Las zonas manchadas de hollín indicaban los sitios donde se había empleado fuego, posiblemente con la idea de debilitar el metal, y otras zonas estriadas mostraban signos de ácido… nada de lo cual había servido.

—Aquí tienes tus pantalones —dijo Brod, llegando por detrás y sobresaltando a Maia, que estaba enfrascada en su intensa inspección—. He supuesto que los querrías —añadió con desenfado.

—Oh, gracias —respondió ella, cogiendo los pantalones. Se hizo a un lado para ponérselos. Estaban rasgados por tantos sitios que no merecía la pena contarlos, y casi ni siquiera valían el esfuerzo de volver a usarlos. Con todo, ella sentía vergüenza de no llevarlos, a pesar de la fatigada intimidad de la noche anterior.

Mientras luchaba por ponerse los pantalones, evitando torpemente los peores cortes y contusiones, Maia advirtió que los brazos se le habían aclarado una vez más, así como el pelo que podía ver. Sin un espejo, no podía estar segura, pero sus recientes y múltiples inmersiones parecían haber lavado los efectos del improvisado teñido de Leie.

Mientras, Brod contemplaba las placas, algunas apiñadas, otras separadas, muchas de ellas embellecidas con símbolos de animales, objetos o formas geométricas. El joven parecía ignorar su propio estado físico, aunque bajo su camisa rasgada Maia veía incontables arañazos y magulladuras. Se movía cojeando, intentando no apoyar los talones. Al mirar por donde había venido, Maia vio manchas de sangre en el suelo, dejadas por las heridas de sus pies. Evitó deliberadamente catalogar sus propias heridas, aunque sin duda su aspecto era muy similar al del muchacho.

Se habían pasado toda la noche escuchando las olas acercarse cada vez más, preguntándose si el supuesto «nivel del agua» significaba algo cuando había tres lunas alineadas en la misma zona del cielo. Ráfagas de aire a presión los obligaron a bostezar repetidas veces para aliviar sus doloridos oídos. El saliente se volvió resbaladizo debido a las salpicaduras de espuma. Durante lo que parecieron horas, los dos veraniegos se abrazaron mientras las olas rompían cerca, extendiendo sus dedos de espuma…

—Ni siquiera puedo imaginar de qué está hecha esta cosa —dijo Brod, examinando con más atención la misteriosa barrera—. ¿Tienes idea de para qué sirve?

—Sí, eso creo. Me temo que sí.

Él la miró mientras se acercaba. Maia extendió los brazos ante la pared de metal.

—He visto cosas similares antes —le explicó a su compañero—. Es un acertijo.

—¿Un acertijo?

—Mm. Uno que al parecer es tan difícil que montones de personas intentaron hacer trampa, y fracasaron.

—Un acertijo —repitió él, reflexionando.

—Uno con cuya resolución se obtiene un gran premio, imagino.

—¿Ah, sí? —Los ojos de Brod se iluminaron—. ¿Qué premio crees que es?

Maia retrocedió un par de pasos, ladeando la cabeza para contemplar el elaborado portal desde otro ángulo.

—No puedo decir qué buscaban los demás —dijo en voz baja—. Pero nuestro objetivo es sencillo. Debemos resolverlo… o morir.


Había otro acertijo en una pared, hacía mucho tiempo. Uno que no estaba hecho de extraño metal, sino de piedra y hierro y madera corrientes, aunque era lo bastante difícil para llenar a un par de inteligentes niñas de cuatro años de curiosidad y determinación. ¿Qué ocultaban las madres Lamai tras la pared tallada de la bodega, llena de estrellas cinceladas y serpientes enroscadas? Contrariamente al rompecabezas que ahora tenía delante, aquél no era un trabajo inaudito de artesanía, pero seguía claramente el mismo principio. Era una cerradura de combinación. Una donde el número de objetos que colocar excedía con mucho cualquier posibilidad de acertar por casualidad. Una cuya respuesta correcta debía de ser inolvidable, intuitivamente obvia para los iniciados, y eternamente oscura para los extraños.

Contexto compartido. Ésa era la clave. La simple memoria, a lo largo de generaciones, demostraba no ser de fiar. Pero con una cosa se podía contar: si fundabas un clan, tus lejanas tataranietas, con una educación similar y un cerebro casi idéntico al tuyo, pensarían de forma muy parecida a ti. Lo que había sido olvidado lo recuperarían recreando tus procesos de pensamiento.

Esa reflexión había abierto una vía, después de que Maia fracasara en sus primeros intentos en la bodega de la Casa Lamatia, y de que los esfuerzos de Leie con un pequeño gato hidráulico amenazaran con romper el mecanismo, en vez de persuadirlo. Incluso Leie había reconocido que la curiosidad no merecía el castigo que eso acarrearía. Así que Maia reconsideró el problema, esta vez intentando pensar como una Lamai. No fue tan fácil como parecía.

Había crecido rodeada por madres, tías, medio hermanas Lamai, conociendo sus pautas de comportamiento en cada fase de la vida. El cauto entusiasmo de los tres años, por ejemplo, que se escudaba rápidamente tras una cínica máscara para cuando cada una de aquellas muchachas con trenzas cumplía cuatro. Un estallido romántico en la adolescencia, seguido por la introversión y un claro desdén por todo aquello y toda persona que no fuera Lamai, un desdén que era tanto mayor cuanto más digna parecía la extraña. Y finalmente, al final de la mediana edad, se suavizaba, la armadura se relajaba lo suficiente para que el grupo de gobernantas estableciera alianzas y se relacionase con éxito con el mundo exterior. La primera joven Lamai var, la Fundadora, debía de haber sido afortunada, o muy lista, para llegar por sí misma a la edad del tacto. A partir de ese momento, los asuntos se hacían más fáciles a medida que cada generación mejoraba el arte de ser aquella continua entidad individual: Lamatia.

Reflexionando sobre el problema, Maia había advertido que no sabía nada de cómo se sentían interiormente las Lamai individuales. Haciendo un esfuerzo mental, imaginó a una hermana Lamai mirándose al espejo y usando palabras como «integridad… honor… dignidad». No se veían a sí mismas como maliciosas, caprichosas o rencorosas. En cambio, veían a las demás como inherentemente indignas de confianza, peligrosas.

Miedo. ¡Ésa era la clave! Maia se había quedado sin habla después de aquel primer ramalazo de intuición, cuando comprendió lo que impulsaba a su clan materno.

Era más que miedo. Era un temor que ni el dinero ni la seguridad podían apaciguar, porque estaba entretejido en la matriz de personalidad del tipo.

El azar genético respaldado por una educación en la que el yo reforzaba sin cesar al yo, comprendiendo y aumentando una y otra vez.

No era un terror paralizador, o de lo contrario las hijas de aquella única var nunca habrían llegado a ser una nación. Lamatia racionalizaba más bien aquel miedo, lo usaba para motivarse, como fuerza impulsora. Las Lamai no eran felices. Pero tenían éxito. Incluso criaban a más progenie veraniega de éxito de lo habitual.

Las hay peores, recordó haber pensado Maia el día en que se hizo aquella reflexión, mientras giraba una manivela para hacer bajar el montacargas a la cripta, bajo las cocinas. ¿Quién soy yo para juzgar nada?

Barajando varias posibilidades, Maia se acercó a la pared con nuevas ideas en mente. Las Lamai no son lógicas, aunque pretenden serlo. ¡He estado intentando resolver el acertijo racionalmente, como si de una serie de símbolos ordenados se tratara, pero apuesto a que será una secuencia basada en la emoción!

Ese día (parecía que hacía siglos), alzó su linterna para escrutar las familiares pautas de figuras de piedra. Estrellas y serpientes, dragones y cuencas boca arriba. El símbolo del Hombre. El símbolo de la Mujer. El emblema de la Muerte.

Imagínate aquí de pie con un encargo que cumplir, pensó Maia. Eres una Lamai confiada, ocupada y mayor. Hija de clase alta de un noble clan. Orgullosa, digna, impaciente.

Ahora añade un ingrediente más, por debajo de todo. Una capa oculta de terror…

Un largo año más tarde, y casi al otro extremo del mundo, Maia intentó realizar el mismo ejercicio, tratando de ponerse en los zapatos de otro tipo de persona. De la clase de persona que habría dejado un complejo rompecabezas de placas hexagonales sobre una pared de metal. Un enigma que se alzaba entre dos desesperados supervivientes y su única esperanza de escapar de una trampa mortal.

—Este sitio es antiguo —le dijo a Brod en voz baja.

—¿Antiguo? —Él se echó a reír—. ¡Era un mundo distinto! Ya has visto las ruinas. Todo este archipiélago estaba lleno de santuarios, más grandes que ninguno de los que hoy se conocen. Debe de haber sido el foco, el mismo centro de la Gran Defensa. Podría incluso haber sido el único sitio de Stratos donde, en toda la historia, los hombres tuvieron algo que decir… hasta que a esos reyes fanáticos se les subió a la cabeza y lo estropearon todo.

Maia asintió.

—Toda una región, dirigida por hombres.

—En parte. Hasta el destierro. Sé que es difícil de creer. Supongo que es por eso que la Iglesia y el Consejo fueron capaces de suprimir incluso el recuerdo de su existencia.

Lo que Brod decía tenía sentido. Incluso teniendo las pruebas a su alrededor, Maia tenía problemas para entenderlo. Oh, no podía negarse que los varones podían ser bastante inteligentes, pero planear más allá del lapso de vida de un solo humano se suponía que estaba fuera del alcance incluso de sus líderes más brillantes. Sin embargo, ante ella se alzaba un ejemplo de lo contrario.

—En ese caso, este acertijo fue diseñado para ser resuelto por hombres, quizá con el propósito específico de mantener a las mujeres fuera.

Brod se frotó la mandíbula.

—Tal vez. De todas formas, quedarnos aquí mirando no nos servirá de mucho. Veamos qué sucede si empujo una de estas placas hexagonales.

Maia ya había acariciado la superficie de metal, que era curiosamente fría y suave al tacto, pero aún no había intentado mover nada, prefiriendo evaluar primero. Estuvo a punto de abrir la boca para hablar, luego se detuvo. Diferencias de personalidad… uno proporciona lo que al otro le falta. Es una debilidad del sistema de clanes, donde el mismo tipo se amplifica a sí mismo. Maia ya no sentía un escalofrío hereje al pensar de modo crítico en Lysos, Madre de Todas.

Brod intentó empujar una placa hexagonal que tenía grabado un círculo encima y se encontraba sola en una zona despejada de la pared de metal. La presión directa no dio ningún resultado, pero una fuerza deslizante a lo largo del plano de la pared hizo que se moviera. La pieza pareció resbalar Como si se deslizara por un fluido increíblemente viscoso. Cuando Brod la soltó, Maia esperaba que se detuviese, pero siguió avanzando en la misma dirección unos cuantos segundos antes de frenar y por fin pararse. Luego, mientras seguía contemplándola sorprendida, la placa hexagonal empezó a deslizarse hacia atrás, en dirección diametralmente opuesta, volviendo sobre sus pasos sin prisas hasta detenerse finalmente en el lugar donde Brod la había encontrado primero.

—¡Vaya! —comentó el joven—. Cuesta creer que de esta forma vayamos a conseguir gran cosa.

Lo probó con otras placas, y descubrió que aproximadamente una tercera parte de ellas se movía, pero sólo en línea recta siguiendo seis direcciones perpendiculares a las placas hexagonales situadas en el borde. No había signo alguno de ningún tipo de sistema de surcos que mantuviera las placas en línea, así que la extraña conducta se debía a algún mecanismo situado tras el plano de la misma pared, utilizando fuerzas que estaban más allá de todo lo que Maia había aprendido de física.

No es magia, se dijo mientras Brod seguía empujando, probando variantes. Maia se estremeció, y supo que no era debido al asombro o al temor supersticioso, sino a algo parecido a la envidia. La deslizante interrelación de materia y movimiento era dolorosamente hermosa de contemplar. Ansiaba comprender cómo y por qué funcionaba.

Renna dice que las sabias de Caria aún conocen esas energías, pero que no quieren utilizar nada que pudiera «desestabilizar una cultura pastoral».

Si aquél era un uso benigno del mismo poder que había arrasado Grimké, y otras muchas islas del archipiélago, Maia comprendía por qué Lysos y las Fundadoras eligieron ese camino. Quizá tenían razón a una grandiosa escala sociológica. Tal vez el ansia que sentía en su interior era inmadura, obstinada y peligrosa, una curiosidad ardiente como la que Renna había mencionado, de esa que impulsaba lo que él había llamado una «era científica».

Maia recordó el doloroso anhelo en los ojos de Renna mientras rememoraba aquellos tiempos, que había considerado raros en la historia humana. Ella experimentó un profundo dolor interior; envidiaba lo que no había conocido ni llegaría a conocer nunca.

—Las placas siempre parecen volver a su lugar de origen —comentó Brod—. Vamos, Maia. Veamos si podemos empujar dos a la vez.

—Muy bien —suspiró ella—. Yo probaré con la que tiene un caballo grabado. ¿Preparado ? Vamos.

Al principio pensó que la placa que había elegido era una de las que no se moverían, pero luego empezó a deslizarse bajo su mano, acumulando impulso en respuesta a su presión constante. La soltó en cuanto hubo recorrido el espacio correspondiente a tres veces su volumen, pero siguió avanzando, perdiendo velocidad a cada segundo que pasaba, hasta que chocó en ángulo con el hexágono que Brod había empujado, uno con la imagen de un barco de vela. Entonces las dos placas invirtieron el rumbo, y la pareja ejecutó una versión negativa de la misma colisión. Finalmente, las dos placas se quedaron inmóviles en sus puntos de partida. Dos minutos después de empezar el experimento, la pared tenía el mismo aspecto que cuando la encontraron: seguía cubierta por un puñado de hexágonos colocados siguiendo una pauta que no parecía tener ningún sentido. Maia resopló pesadamente.

Tiene que haber una lógica en todo esto. Un objetivo. El Juego de la Vida también parece un montón sin sentido de piezas que saltan, hasta que captas la belleza que en él subyace.

Como en el caso del juego, los hombres que diseñaron esto tal vez lo consideraran lo bastante extraño para mantener apartadas a las mujeres. Ésa podría ser una pista importante, sobre todo teniendo a Brod aquí para ayudarme.

Por desgracia, había un problema inherente a la idea del «contexto compartido». Por lo que Brod y ella sabían, cabía la posibilidad de que el acertijo se basara en alguna moda de mil años de antigüedad, ahora olvidada. Tal vez en una canción de francachela popular en esos días y que contenía la mayoría de aquellos símbolos. Casi cualquier hombre de la época habría sabido cuál era la relación existente entre, por ejemplo, la abeja de una placa y la casa grabada en otra. Uno de los grabados parecía una rebanada de pan que rezumaba manteca o mermelada. Otro representaba una punta de flecha en llamas.

Maia cambió de opinión. El acertijo tenía que estar basado en algo duradero.

Quien se tomó tantas molestias en esto obviamente pretendía que durara, y que sirviese a su propósito mucho tiempo después de su muerte. ¿Y no es bien sabido que los hombres piensan con antelación?

Claramente, todas las reglas tenían excepciones.

La distrajo un gruñido acompañado de una desagradable quemazón en el estómago. Su magullado cuerpo pedía alimento, cuanto antes mejor. Sin embargo, para tener una oportunidad de dárselo, debía ignorarlo. De algún modo, Brod y ella tendrían que atravesar lo que al parecer había detenido a incontables predecesoras… con una diferencia además. Las otras (ermitañas, turistas, exploradoras, piratas) habían llegado allí en barco, pacíficamente, y pudieron marcharse. La motivación de Maia y Brod, era más fuerte que la avaricia o la curiosidad: su única posibilidad de sobrevivir consistía en atravesar aquella pared.


—Lamento que no haya salsa, ni fuego para freírlo, pero está fresco. ¡Cómetelo!

Maia contempló la criatura que yacía en el suelo, ante sus piernas cruzadas, aún agitándose ligeramente. Emergiendo de un trance de concentración, parpadeó ante la inesperada aparición de un pescado. Se giró para mirar a Brod, y vio nuevas heridas que marcaban finas líneas sangrantes a lo largo de sus piernas, brazos y pecho.

—No habrás vuelto a bajar, ¿no?

El muchacho asintió.

—Marea baja. He visto algunos peces varados en la arena. De todas formas, necesitábamos agua. Toma, echa atrás la cabeza y abre bien la boca.

Maia vio que llevaba en el brazo un amasijo de tela empapada, compuesto por trozos de vela y por su propia camisa. Se lo tendió, goteante. Con una súbita ansiedad surgida de una sed en la que no había reparado hasta entonces, Maia hizo lo que le decía. Brod dejó caer en su boca un fino chorro de agua salada con un ligero sabor a sangre. Ella tragó con ansia, ignorando el desagradable regusto. Cuando terminó de beber, cogió el pescado y lo mordió con ganas, como había visto hacer a los marineros.

—Mm… afias, Broth… Mm… delizioz…

De pie a su lado, Brod masticaba su propia ración.

—Puro egoísmo. Conservo tus fuerzas para que puedas sacarme de aquí.

La confianza del muchacho en su habilidad para resolver enigmas era halagadora. Maia sólo deseaba que tuviera fundamento. Oh, había hecho progresos en las últimas diez horas o así. Ahora sabía qué placas se movían y cuáles no. De las fijas, algunas servían como simples barreras o zonas donde las piezas que se movían podrían rebotar. Unas cuantas más, por un proceso que no acababa de determinar, parecían absorber todas las placas que chocaban contra ellas. El hexágono en movimiento se mezclaba con ellas o se metía debajo, y se quedaba allí aproximadamente medio minuto, luego reaparecía para regresar por donde había venido. Cada vez que se producía una de aquellas absorciones temporales, a Maia le parecía oír un sonido grave y lejano, como el zumbido de un gong.

Por desgracia, no se podía llegar directamente a todos los hexágonos rígidos con los móviles. Ni todas las combinaciones daban como resultado la absorción y el golpe de gong. Maia no tardó en comprender que para dar con la solución debía poner en marcha varias placas a la vez y disponer múltiples colisiones para que las piezas entraran en rendijas específicas durante el breve intervalo permitido.

Por un momento, he pensado que el hecho de que el acertijo sea reversible, de que todo vuelva a su estado inicial, significaba algo. La variante del Juego de la Vida que Renna utilizó para enviar su mensaje de radio era una versión «reversible». Pero, ahora que lo pienso, eso no me parece tan probable. Tiene que ser algo más simple, relacionado con los símbolos grabados en las placas.

Para eso contaba con Brod. El muchacho conocía muchos de aquellos símbolos, ya que se usaban en las etiquetas que solían encontrarse a bordo de un barco. Caja, lata y barril representaban un contenedor, y aparecían, de forma bastante apropiada, en las placas fijas o «blancos». Varios productos alimenticios estaban grabados sobre los hexágonos móviles. La cerveza era una jarra rebosante de espuma. También estaba bizcocho, galleta y el símbolo del pan con mermelada que había visto antes. Otros símbolos que Brod identificó fueron brújula, timón y gancho de carga. Unos cuantos más seguían siendo incomprensibles. Brod no tenía ni idea de lo que podía significar la flecha ardiente, ni las representaciones de una abeja, una espiral, o los cuartos traseros de un caballo. Con todo, Maia se reafirmó en su idea. Aquel acertijo estaba dispuesto de modo que los hombres lo entendieran con facilidad.

O aún más sencillo. No creo que todos los hombres fueran bienvenidos, tampoco. Haría falta saber algún truco. Algo lo bastante simple para ser transmitido de maestro a aprendiz durante generaciones.

Aliviados por la comida y la bebida, aunque no plenamente saciados, siguieron haciendo pruebas mientras duró la tenue luz. Por desgracia, no fue mucho tiempo. Fuera seguiría habiendo luz durante unas cuantas horas más. Pero incluso para sus iris hendidos, a través de las rendijas de la cueva entraba demasiada poca iluminación para permitirles trabajar hasta tarde, así que tuvieron que dejarlo.

En la oscuridad, permanecieron juntos y abrazados para darse calor, escuchando subir la marea. Mientras yacía con la cabeza apoyada en el hombro de Brod, Maia se preocupaba por Renna. ¿Qué iban a hacer con él las saqueadoras? ¿Qué propósito tenían en mente para el Hombre de las Estrellas?

Baltha y su grupo tenían claramente motivos para hacer causa común con las radicales de Kiel cuando Renna languidecía en manos Perkinitas. El Perkinismo predicaba llevar la vida en Stratos mucho más allá de la senda diseñada por Lysos, hacia un mundo casi carente de variedad, completamente dedicado a la autoclonación y la estabilidad. A ambos grupos de vars les convenía combatir eso.

Las rads querían lo contrario, una moderación del Plan: que las clónicas no dominaran completamente la vida política y económica, y que hombres y vars fueran más fuertes, aunque nunca tan dominantes como en el antiguo y poco recomendable Phylum. Su idea era sacrificar cierta estabilidad en aras de la diversidad y la oportunidad. Eso hacía que el programa radical fuera tan herético como el Perkinismo, si no más.

Irónicamente, la banda de cortagargantas saqueadoras de Baltha tenía un objetivo de menos envergadura, más enfocado hacia el interés propio. Como habían dado a entender a bordo del Manitú, Baltha y su grupo no querían cambiar la forma de vida que Lysos había ordenado, sólo sacudir un poco las cosas.

Maia recordó la novela de aventuras de basura—var que había leído en prisión, donde un mundo daba la vuelta y los clanes poderosos caían al derrumbarse las condiciones estables en las que se basaba su supervivencia, lo que abría nuevos nichos a ocupar por variantes en alza. También recordó los comentarios de Renna sobre la biología de Lysos, inspirada en ciertos lagartos e insectos de la Vieja Tierra: «La clonación os permite conservar la perfección. ¿Pero perfección para qué? Mira los áfidos. En un entorno sin cambios, se reproducen copiándose a sí mismos. Pero cuando llega una sequía, o la nieve, o la enfermedad, de repente se lanzan a un frenesí sexual, mezclando genes en busca de nuevas combinaciones con las que afrontar nuevos desafíos.»

Baltha y las saqueadoras querían crear el caos suficiente para derribar a algunos antiguos clanes, pero sólo para ocupar ellas su lugar. El suyo era un planteamiento más clásicamente lysiano que los dogmas Perkinitas o radicales. Las Fundadoras incluyeron en su plan a las vars como yo porque una nunca puede estar segura de que la estabilidad vaya a durar. Debieron de saber que eso implicaba que algunas vars ayudarían a la naturaleza a seguir adelante.

De hecho, era algo que debía de suceder más a menudo de lo que imaginaba. Cada vez que un plan tenía éxito, se le quitaba importancia. ¡No tenía sentido animar a otras vars a intentar lo mismo! Si Baltha conseguía fundar una gran casa, sus herederas no dirían que era una pirata. Eso hizo que Maia pusiera en duda aquellos relatos en los que se glorificaba a la Lamai original. ¿Fue, en realidad, una ladrona? ¿Una confabuladora? Tal vez Leie había acertado eligiendo sus compañías. Si la gemela de Maia había encontrado el aspecto implacable de su naturaleza conjunta, ¿había que aplaudirla en vez de reprochárselo?

¿Cómo encaja Renna en todo esto?, se preguntó Maia. ¿Planean las saqueadoras provocar algún tipo de lucha entre las facciones del Consejo Reinante? ¿O quizá cobrar rescate de las estrellas? Eso sacudiría las cosas, desde luego. Tal vez más de lo que creen.

Se preocupó. ¿Qué estará haciendo Renna ahora mismo?

Antes, con la llegada del crepúsculo, Maia le había contado a Brod sus preocupaciones. Él era un buen oyente, para ser hombre, y parecía comprenderla sinceramente. Maia se sentía agradecida por su compañía y su amistad. Sin embargo, al cabo de un rato se quedó sin fuerzas. En la oscuridad, acabó por guardar silencio, dejando que el calor corporal de Brod paliara un tanto el frío de la noche. Maia se quedó dormida respirando su aroma masculino, mientras una extraña sensación de bienestar la inundaba dentro del círculo de sus brazos. Medio en sueños, dejó que las imágenes se deslizaran por su mente: imágenes de auroras, corrientes esmeralda y telones de cielo azul—dorado sobre los glaciares de casa. Y la Estrella Wengel, más brillante que la luz del santuario—faro, y la bocana del puerto. Esos temas veraniegos se mezclaron con su recuerdo predilecto del otoño, cuando los hombres regresaban del exilio, cantando alegremente entre remolinos de hojas multicolores recién caídas.

Las estaciones se confundieron en la fantasía de Maia. Aún dormida, las aletas de su nariz se hincharon con un súbito recuerdo involuntario… un aroma distante de escarcha.

Despertó, parpadeando rápidamente, sabiendo que había pasado demasiado poco tiempo para que hubiera amanecido ya. Sin embargo, podía ver un poco. La luz de la luna brillaba a través de las rendijas de la entrada de la cueva. El blanco de los ojos de Brod era visible.

—Estabas temblando. ¿Algo va mal?

Ella se sentó, avergonzada, aunque no sabía por qué. Por dentro sentía una extraña agitación, un vacío que nada tenía que ver con el hambre.

—Yo… estaba soñando con casa.

Él asintió.

—Yo también. Toda esta charla acerca de herejes, rads y reyes me ha hecho pensar en una familia que conocí, allá en Joannaborg. Seguían el camino Yeown.

—¿Yeown? —Maia frunció el ceño, desconcertada—. Oh, he oído hablar de ellas. ¿No son ésas las que… aquéllas cuyas hijas clónicas salen a buscar nichos mientras que las vars se quedan?

—Eso es. Algunas de las ciudades que hay a lo largo de la costa de Méchant tenían barrios enteros dedicados a enclaves Yeown, rodeados por murallas Getta. He visto láminas. La mayoría de los chicos no salían al mar, sino que se quedaban y aprendían alguna habilidad junto con sus hermanas del verano; y se casaban dentro de otros clanes Yeown. Es un poco difícil de imaginar, pero en cierto modo la idea es agradable.

Maia comprendía el punto de vista de Brod. Esa forma de vida ofrecía más opciones a un chico… y a las muchachas del verano que se quedaban donde nacían, viviendo con sus madres…

Y padres, supuso, algo que le costó trabajo imaginar.

Sin sus recientes estudios, Maia no habría podido entender que, por desgracia, el modo de vida Yeown iba en contra de las tendencias de la biología de Stratos. Había razones genéticas básicas por las que el tiempo reforzaba la tendencia a necesitar primero nacimientos de invierno, o hacer que las madres sintieran una devoción más intensa hacia sus hijas clónicas que hacia sus retoños var. Las humanas eran criaturas flexibles, y el fervor ideológico podría vencer esas tendencias durante una generación, o durante varias, pero no era sorprendente que herejías como la Yeown siguieran siendo raras.

—Me puse a pensar en ellas porque, bueno, mencionaste ese libro sobre la forma en que vivía la gente en mundo Florentina —continuó Brod—. Ya sabes, donde aún sigue habiendo matrimonios. Pero puedo decirte que no era así en el hogar Yeown que conocí. Los maridos… —Pronunció la palabra con evidente rubor—, los maridos no hacían mucho ruido ni alborotaban. No se hablaba entre las vecinas de violencia, ni siquiera en verano. Naturalmente, los hombres eran aún una minoría frente a sus esposas e hijas, así que no era exactamente como un mundo del Phylum. Con todo el mundo mirando, se comportaban con total discreción, para no dar a las agitadoras Perkie ninguna excusa…

Brod divagaba, y a Maia le resultó difícil ver adónde quería ir a parar. ¿Tenía el muchacho sus propias simpatías herejes? ¿Soñaba con vivir en un hogar todo el año, en mantener un contacto duradero con compañeras e hijos, experimentando menos continuidad que una madre, pero mucho más de lo que los hombres conocían normalmente en Stratos? Podía sonar bien en teoría, ¿pero cómo conseguían los dos sexos no atacarse mutuamente los nervios? Estaba claro que el pobre Brod era un idealista de primera clase.

Maia recordó al único hombre que había tenido cerca mientras crecía. Un clan ortodoxo como Lamatia nunca permitiría que se diera una situación como la que Brod describía de una comuna Yeown, pero ofrecía, según la tradición, refugio puntual a los retirados como el viejo Bennett.

Maia sintió un escalofrío al recordar la última vez que miró los ojos acuosos de Bennett. Las hojas caídas giraban en ciclones otoñales, como en la imagen de su reciente sueño… como si inconscientemente ya hubiera estado pensando en el viejo. Me preguntaba entonces si sería el único hombre que llegaría a conocer más que de pasada. Pero Renna, y ahora Brod, me han hecho pensar cosas curiosas. Sigue así, y te convertirás en una hereje militante, tú también.

Esto se volvía demasiado intenso. Intentó devolver las cosas a un plano abstracto.

—Imagino que las Yeown se llevarían bien con Kiel y sus radicales.

Brod se encogió de hombros.

—No creo que las pocas Yeown que quedan se arriesgaran a correr riesgos tomando partido en política. Ya tienen suficientes problemas hoy en día. Con la tasa de nacimientos veraniegos creciendo en toda Stratos, poniendo nervioso a todo el mundo, las Perkinitas siempre andan buscando chivos expiatorios entre las amantes de las vars.

»Pero, ¿sabes una cosa? Estaba pensando en la gente que vivía aquí, en los Dientes del Dragón. Tal vez empezaron siendo seguidoras Yeown, en la época de la Defensa.

»Piénsalo, Maia. Apuesto a que estos santuarios no eran originalmente sólo para hombres. ¡Imagina la tecnología que debieron de tener! Los hombres no podían mantener todo eso ellos solos. Ni podrían haber derrotado al Enemigo solos. Estoy seguro de que había mujeres viviendo aquí todo el año, junto con los hombres. De algún modo, debieron conocer un secreto para conseguirlo.

Maia no estaba convencida del todo.

—Si es así, no duró. Tras la Defensa, llegaron los reyes.

—Sí —admitió él—. Más tarde se corrompió y cayó en el patriarcado. Pero todo se convirtió en un caos después de la guerra. ¡Nuestra breve aberración, no importa lo terrible que fuera, no es excusa para que el Consejo haya enterrado la historia de este lugar! Durante siglos o quizá más, hombres y mujeres debieron de trabajar juntos aquí, cuando era uno de los enclaves más importantes de Stratos.

La tentación de discutir era fuerte, pero Maia se abstuvo de echar agua fría sobre la entusiasta teoría de su amigo. Renna le había enseñado a mirar a través de una lupa, uno o dos mil años atrás, y sabía lo engañosa que podía ser esa lente. Quizá, teniendo acceso a la Gran Biblioteca de Caria, la especulación de Brod condujera a algo. Sin embargo, ahora mismo, el pobre muchacho parecía obsesionado con aquel mundo, basado más en la esperanza que en los datos, donde mujeres y hombres conseguían de algún modo permanecer juntos. ¿Imaginaba algún antiguo paraíso entre aquellas afiladas islas, en la difusa época antes de que el egoísmo de los reyes chocara con los Grandes Clanes? Parecía un derroche de energía mental.

Maia sintió una abrumadora modorra subir por sus cansados brazos y piernas. Cuando Brod empezó a hablar de nuevo, le dio una palmadita en la mano.

—Es suficiente por ahora, ¿de acuerdo? Hablaremos más tarde. Hasta mañana, amigo.

El joven hizo una pausa, entonces la rodeó con su brazo y ella bajó la cabeza una vez más.

—Sí. Que descanses bien, Maia.

—Mm.

Esta vez le resultó más fácil cerrar los ojos, y durmió bien, durante un rato.

Entonces tuvo más sueños. Una imagen mental de la cercana puerta de metal sangriento titilaba ante ella, espectral, superpuesta sobre el acertijo de piedra, mucho más pequeño, de la Casa Lamatia. Emblemas y mecanismos totalmente diferentes, aunque una voz en su interior sugirió: La verdadera elegancia es la sencillez.

Siguieron ilusiones aún más vívidas. Desde aquellas catacumbas de Puerto Sanger, su espíritu pareció alzarse sobre capas rocosas, dejando atrás las cocinas Lamai, para atravesar grandes salones y dormitorios, y seguir hasta las altas almenas donde, dentro de una torre situada en una esquina, el clan conservaba su magnífico telescopio. Como la pared de hexágonos, era un instrumento de metal pulido cuyas engrasadas juntas parecían moverse casi con tanta suavidad como las placas. Por encima del sueño de Maia se extendía un vasto universo de estrellas. Un reino de limpia física y honrada geometría. Un terreno lleno de esperanza que aprender de memoria.

La enorme mano de Bennett se posó sobre la suya, pequeña. Una presencia cálida y reconfortante que la guiaba, ayudándola a marcar las principales estrellas guía, las nebulosas iridiscentes, los parpadeantes satélites de navegación.

De repente fue un año después… y allí estaba. Según la lógica de los sueños, tenía que estarlo. Cruzando el cielo como un brillante planeta, sin serlo, se movía con voluntad propia, situándose en órbita tras venir de muy lejos. Una nueva estrella. Una nave, erigida para viajar a las estrellas.

Asombrada por esta nueva visión, deseando poder compartirla con alguien, esta Maia mayor fue a buscar a su viejo amigo, guió sus frágiles pasos por las escaleras hacia el brillante instrumento de bronce. Ahora lento y torpe, el anciano tardó algún tiempo en comprender aquella anomalía en los cielos. Entonces, para desazón de Maia, su hirsuta cabeza se echó atrás, y gritó hacia la noche…

Maia se incorporó de un salto, el corazón acelerado por la alarma hormonal. Brod roncaba cerca, sobre el frío suelo de piedra. La luz del amanecer se internaba por las grietas de la pared demolida. Sin embargo, ella permaneció mirando al frente durante muchos latidos, sin ver, deseando poder calmarse sin olvidar.

Finalmente, Maia cerró los ojos.

Sabiendo por fin por qué le habían parecido tan familiares, pronunció en voz alta dos palabras:

—Faro Jellicoe…

Un contexto compartido. Estaba segura de que sería muy sencillo. Algo transmitido de maestro a aprendiz a lo largo de generaciones, incluso dentro de la paupérrima continuidad del mundo de los hombres. ¡Lo que nunca había imaginado era que la suerte jugaría un papel importante en ello!

Oh, sin duda existía la posibilidad de que Brod y ella lo hubieran descubierto por su cuenta, antes de morir de hambre. Pero el viejo Bennett había pronunciado aquellas palabras, farfulladas entre algún resquicio de memoria dominada por la emoción, la última vez que lo oyó hablar. Y las frases se habían almacenado en su subconsciente desde entonces.

¿El anciano había sido miembro de alguna antigua conspiración? ¿Una conspiración que aún seguía en marcha, tantos siglos después de la desaparición de los reyes? Lo más probable era que hubiera empezado como tal, pero que ahora no fuese más que un resto disperso. Un culto o logia, una de tantas, con frases rituales que sus miembros se enseñaban unos a otros, sin que tuvieran ya más significado que algún vago sentido de portento.

—Estoy preparado, Maia —anunció Brod, agachado junto a un hexágono en blanco. Ella colocó su mano sobre otro.

—Bien —replicó—. Un intento más, a la de tres. ¡Una, dos, tres!

Empujaron con fuerza, situando las placas elegidas a lo largo de la pared en trayectorias oblicuas, cuidadosamente planeadas. Cuando las dos primeras estaban ya en camino, Maia y Brod pasaron a otra pareja de hexágonos. El segundo de Maia llevaba grabada la estilizada imagen de un insecto, mientras que en el de Brod aparecía una rebanada de pan con mermelada. Habían tardado todo el día en calcular bien los tiempos de lanzamiento y las velocidades, para que su primera pareja llegara justo al lugar adecuado cuando las otras dos salieran a su encuentro. Lo normal era que se produjera una carambola doble, dos colisiones simultáneas en extremos opuestos de la pared, para enviar a los hexágonos con inscripciones que se deslizaban desde direcciones distintas hacia el mismo blanco estacionario, situado arriba.

Parecía bastante sencillo, pero hasta el momento no habían conseguido fijar el tiempo necesario para probar la corazonada de Maia. Ahora la luz del día empezaba a difuminarse otra vez. Aquél tendría que ser su último intento. Maia vio con el corazón en la garganta cómo los cuatro hexágonos en movimiento se acercaban al punto de intersección escogido, chocaban, y se separaban en ángulo recto… ¡exactamente como querían!

—¡Sí! —gritó Brod, sonriéndole.

Maia se contuvo mejor. Hasta ahí, muy bien.

Deslizándose en diagonal por la brillante superficie de metal, la pareja seleccionada de placas convergió desde direcciones opuestas hacia una única placa fija cuya superficie tenía grabado un sencillo cilindro… el símbolo usado en los barcos para indicar un cierto tipo de contenedor.

Bee—can! —había gritado el viejo Bennett, aquella aciaga noche en que ella le mostró la nave de Renna. Incluso entonces, Maia había supuesto que la frase quería decir beacon, faro, puesto que muchos santuarios también lo eran. El resto de su cháchara, sin embargo, no tenía sentido. Fuera de contexto, no podía tenerlo.

Pero no se trataba de la convulsa habla masculina, como ella había pensado. Ni eran farfulleos al azar, sino un sentido grito de desesperada fe, de ansia. Una invocación.

—… ¡Jelly puede! ¡Bee—can, Jelly puede!

Hubo otras sílabas, pero ésa era la expresión que contaba. Fuera lo que fuese lo que Bennett creía estar diciendo aquella noche, originalmente debió de significar «Jellicoe».

Jellicoe Beacon, el Faro Jellicoe de los Dientes del Dragón. Los mismos motivos que habían atraído a Maia y a Brod hasta allí, por los que las saqueadoras habían escogido su embarcadero fácil de defender, habían contribuido a hacer de aquella isla un lugar especial en épocas pasadas. Uno de los baluartes de la Gran Defensa, y del desafortunado imperio masculino de «los reyes». Un lugar cuya historia de orgullo y vergüenza podían suprimir, pero nunca ocultar completamente.

Dos hexágonos móviles se deslizaron ante ella: uno con la imagen de una abeja, el otro con el símbolo común en los barcos para la mermelada almacenada… o jelly. Maia contuvo la respiración mientras las dos placas se dirigían al unísono hacia el mismo objetivo.

Los códigos más elegantes son los más sencillos, pensó. ¡Todo lo que nos piden es que pronunciemos el nombre del lugar a cuya puerta llamamos![1]

Es decir, suponiendo que no nos estemos engañando a nosotros mismos con nuestra astucia. Si no se trata de un nivel entre los muchos a resolver. Si funciona.

¡Por favor, que funcione!

Las placas convergieron hacia el objetivo con el símbolo de la lata grabado en su superficie. Se tocaron… y el hexágono fijo simplemente las absorbió a ambas. De inmediato, se produjo un doble golpe de gong, grave y decisivo, que fue aumentando de intensidad hasta que la ensordecedora vibración obligó a Brod y Maia a retroceder, cubriéndose los oídos. Tosieron cuando el hollín y el polvo se desprendieron de la gran puerta y su marco. Entonces, por unas juntas que de tan finas eran invisibles, se abrió una hendidura en diagonal. El zumbante portal se dividió vertiendo sobre el oscuro vestíbulo un torrente de luz intensa y mareante.

Diario de la Nave Peripatética

CYDONIA — 626 Misión Stratos

Llegada + 53.605 Ms


No he recibido noticias de Renna desde su último informe, hace más de doscientos kilosegundos. Mientras tanto, he estado captando las señales de radio y de los rayos focales de abajo; parecen indicar una emergencia policial de primer orden. Por los datos contextuales, debo llegar a la conclusión de que mi enviado peripatético ha sido secuestrado.

Habíamos discutido la posibilidad de una acción precipitada después de su discurso. Ya se ha producido. Calculo que nada de esto habría sucedido si la aproximación de los hielonaves del Espacio del Phylum no hubiera obligado a revelar prematuramente su presencia. Es un inconveniente que no necesitábamos, por decirlo con pocas palabras. Un inconveniente que puede tener trágicas consecuencias que llegarán más allá de este mundo.

¿Por qué fueron enviados las hielonaves? ¿Por qué tan pronto, incluso antes de que nuestro informe pudiera ser evaluado? Ahora parece claro que los enviaron aproximadamente cuando empecé a reducir la velocidad para entrar en este sistema, antes de que Renna y yo supiéramos qué clase de civilización vivía en Stratos.

Debo decidir qué hacer, y decidirlo sola. Pero los datos disponibles no son suficientes ni siquiera para una unidad de mi nivel.

Es un dilema.

23

Maia ya había tenido problemas antes. Su vida había peligrado de modo más inminente. Pero aquello no tenía comparación. Los problemas parecían gravitar alrededor de los dos jóvenes vars desde el momento en que dejaron nerviosamente atrás los terrores conocidos de la cueva sellada para internarse en aquel estallido de misterioso fulgor, oyendo sólo la enorme puerta cerrarse tras ellos con un sonoro eco. Un largo pasillo se extendía por delante, con paredes de piedra pulida y casi cristalina, iluminado por paneles que arrojaban una luz uniforme y artificial que no se parecía a nada que ninguno de ellos conociera, excepto al sol. Una capa regular de polvo fino absorbía las gotas de sangre que dejaban los pies de Brod. A Maia le parecía que ambos eran intrusos delincuentes que manchaban de barro la casa de una deidad poderosa y quisquillosa. Casi esperaba ser desafiada de un momento a otro por una vibrante e incorpórea voz de mujer, una voz de contralto dura y estereotipada, como en alguna fantasía cinemática barata.

Aquel primer tramo de pasillo no era recto, sino que describía varios giros en zigzag antes de llegar a otra puerta, similar a la primera, cubierta con más hexágonos pulidos. Los muchachos gruñeron en voz alta ante la perspectiva de tener que enfrentarse a otra combinación enigmática. Pero esta vez, como en respuesta a su aproximación, varias placas empezaron a moverse bruscamente por su cuenta. Para cuando Maia y Brod llegaron, el portal ya se había dividido, abriéndose a una serie de giros y vueltas brillantemente iluminados. La atravesaron con rapidez, y Brod suspiró aliviado.

¿Sentía un rinconcito de la mente de Maia un momentáneo atisbo de decepción? ¿Como si en realidad hubiera estado anhelando otro desafío? Cierra el pico, le ordenó Maia a la fanática de los acertijos que llevaba dentro. Mientras tanto, su sentido de la orientación le decía que se internaban cada vez más en las profundidades de la convulsa montaña que era la isla de Jellicoe.

La siguiente barrera por poco malogra todo el viaje. Al doblar una esquina, los jóvenes se desconcertaron al enfrentarse de pronto a un montón de piedras rotas y cascotes que cegaba el pasillo que tenían delante. El techo se había desplomado, llenando de escombros el pasillo. Sólo un destello de luz artificial asomaba a través de una abertura en lo alto, sugiriendo un posible camino al otro lado. Brod y Maia tuvieron que subir por una pendiente de fragmentos rocosos y empezar a apartar gruesos pedazos de piedra, cavando para abrir un pasadizo lo bastante ancho para poder atravesarlo. Era una sensación extraña cavar con las manos desnudas, bajo tierra, mientras tu vida dependía del resultado, y hacerlo al mismo tiempo bajo una luz tan pura y sintética. La conclusión era inevitable.

Si alguien más hubiera llegado hasta aquí desde que se desplomó el túnel, habría dejado huellas, como hacemos nosotros. Toda esa otra gente que intentó atravesar la puerta… ¡y somos los primeros en conseguirlo!

O al menos los primeros desde la calamidad que había causado la avalancha. Su origen natural o artificial quedaba todavía por determinar.

Por fin los dos jóvenes var consiguieron pasar, deslizándose pendiente abajo hasta lo que parecía un sótano cubierto de basura. Lo que antaño podrían haber sido barriles aplastados se extendían en montones oxidados a lo largo de las paredes. La única salida era una escalera de hierro medio destruida a la que le faltaban muchos peldaños, y que parecía haberse desplomado en contacto con altas temperaturas. Podían subirla… con mucho cuidado. Tras ayudarse mutuamente para llegar al rellano superior, Brod y Maia giraron el pomo de una sencilla puerta de metal. Juntos, empujaron para forzar las retorcidas bisagras, y por fin consiguieron introducirse ansiosamente en un pasillo el doble de ancho que el anterior.

Un terrible calor debía de haber atravesado la zona más cercana al torturado sótano, hacía mucho tiempo. Varias puertas de metal estaban cerradas y soldadas, mientras que otras conducían a cámaras cegadas por peñascos. No quedaba ningún indicio de para qué propósito podrían haber servido. Incluso las fuertes paredes del túnel mostraban estigmas allí donde el yeso se había fundido y fluido antes de congelarse en capas chorreantes. El panorama recordó a los dos veraniegos su horrible deshidratación.

Tras rebasar la zona afectada, pronto recorrieron el corredor más claro y majestuoso de todos, que se extendía bajo un techo arqueado más alto que ningún otro que Maia hubiera visto. Tenía los hombros tensos y sus ojos querían mirar a todas partes a la vez. Seguía esperando oír pasos y gritos… o al menos susurros misteriosos. Pero el lugar estaba vacío incluso de fantasmas.

Como en Grimké, había signos de una retirada ordenada. La mayoría de las habitaciones a las que se asomaron carecían de muebles. Debieron de peinar toda esta zona de la isla, pensó. Al mismo tiempo, Maia recordó su promesa a Brod: atravesar la puerta misteriosa podría ser la clave de su supervivencia. Hasta ahora, todo aquello era grandioso e impresionante, pero no demasiado útil para mantenerlos con vida.

Tal vez alguna futura exploradora encontrará nuestros huesos, se dijo, sombría. Y se preguntará cuál fue nuestra historia.

Entonces Brod dejó escapar un grito.

—¡Hurra!

Avanzó cojeando, y condujo a Maia a una habitación a la que se había asomado. Las luces se encendieron cuando entró y se acercó a una pila de loza mientras murmuraba:

—¡Oh, Señor, que funcione!

Como en respuesta a su plegaria, de un brillante grifo de metal empezó a manar un líquido claro: agua fresca, olió Maia rápidamente. Brod metió la cabeza bajo el chorro, y bebió ansiosamente, haciendo que Maia casi se desmayara por la súbita sed. Nerviosa, metió apresuradamente la cabeza en un cuenco de porcelana situado junto al de él, y sació su garganta reseca con un sabor que superaba el del vino que robaba en Lamatia, bebiendo como si el chorro fuera a cortarse en cualquier momento.

Finalmente, mareados, embotados, y jadeando en busca de aire, se volvieron para observar aquella extraña e impresionante habitación.

—¿Crees que es una enfermería? ¿O será alguna especie de fábrica? —preguntó Maia. Se acercó con cuidado a uno de los anchos cubículos enlosados, cada uno con una puerta de cristal entornada—. ¿Para qué son estos tubos?

Tras inclinarse hacia dentro para mirar una docena de orificios en la cerámica, Maia soltó un alarido cuando éstos cobraron vida de repente, soltando fieros chorros de ardiente vapor.

—¡Ay, ay! —gimió, saltando hacia atrás y agitando un brazo enrojecido—. ¡Es una máquina para quitar pintura!

Brod sacudió la cabeza.

—Sé que parece absurdo, Maia, pero este lugar sólo puede ser…

—¡Nunca!

—Lo es. Se trata de una ducha.

—¿Para quemar el pelo de los lúgars? —Le parecía dudoso—. ¿Eran gigantescas las antiguas para necesitar tanto espacio? ¿Tenían la piel de cuero?

Brod se mordió el labio. Para probar, se apoyó contra el marco de la puerta y empezó a introducir el brazo.

—Esas ventanitas del tamaño de un pulgar… vi unas cuantas en el edificio más viejo de la biblioteca de Kanto, allá en la ciudad. Sienten cuándo se acerca alguien. Por eso los grifos se abrieron para nosotros.

Salió un nuevo chorro, que Brod evitó cuidadosamente mientras agitaba la mano delante de un sensor, luego de otro. Rápidamente, el chorro pasó de caliente a helado.

—Ahí lo tienes, Maia. Justo lo que necesitamos. Todas las comodidades del hogar.

De tu hogar, tal vez, pensó ella, recordando su última ducha templada en Grange Head, cuidadosamente racionada con tuberías de barro y un estrecho surtidor. En aquella época, le había parecido todo un lujo. Allá en Puerto Sanger, la Casa Lamatia estaba orgullosa de su fontanería moderna. Pero este lugar, con sus resplandecientes superficies, sus luces brillantes, y aquellos extraños olores, era alarmante. Incluso Brod, que había crecido en ambientes aristocráticos en el Continente del Aterrizaje, decía no haber imaginado nunca extensiones tan grandes de vidrio y cerámica, todo aparentemente diseñado para servir simples necesidades corporales.

—Los caballeros primero —le dijo Maia a su amigo, citando la tradición e indicándole que se adelantara a ella—. El hombre invitado es quien recibe primero los privilegios.

Brod no estuvo de acuerdo.

—Uh… estamos en un santuario, o en lo que debió de ser uno hace muchísimo tiempo, así que, estrictamente hablando, la invitada eres tú. Vamos, Maia. Veré si puedo encontrar algo para curarme los pies.

Maia frunció el ceño cuando la contradijo, pero no tenía sentido seguir discutiendo. Los dos necesitaban urgentemente limpiarse sus muchas heridas, para que no se les infectaran. Más tarde habría tiempo de preocuparse por otros asuntos, como el de su alimentación.

—Bien, no te vayas muy lejos, ¿quieres? —pidió, acercando la mano a los controles—. Por si tengo problemas.

Maia aprendió pronto el truco de agitar la mano ante aquellos círculos oscuros de la pared. Ajustó la ducha a una temperatura entre tibia y muy caliente, con la fuerza adecuada. Luego, tras internarse entre los múltiples chorros, se olvidó de todo en un torbellino de sensaciones corporales.

Todo excepto un pensamiento triunfal.

Esas tramposas asesinas y sus cañones… piensan que estoy muerta. Incluso Leie lo cree probablemente. Pero no lo estoy. Brod y yo distamos mucho de estarlo.

De hecho, sin duda, ninguna de sus enemigas había experimentado jamás algo ni remotamente parecido a lo que ella disfrutaba ahora. Incluso cuando llegó el momento de frotarse y quitarse los granos de arena pegados a las heridas, el escozor no le pareció un precio demasiado alto.


Sentada ante un espejo lo bastante ancho para docenas de personas, Maia tocó sus desordenados rizos, que habían crecido durante semanas enmarañados, sucios, despeinados. Al menos, se habían librado ya del tinte que su hermana le había aplicado rápidamente mientras Maia se debatía, atada y amordazada, indefensa, a bordo del Intrépido. Tendría que cortármelo todo, decidió.

Brod cantaba mientras terminaba de ducharse. Su voz parecía quebrarse menos, o tal vez fuera un efecto de la sorprendente resonancia del compartimento enlosado, sin duda una maravilla de la tecnología, diseñado para algún misterioso propósito perdido en el tiempo. Cerca, en la encimera, Maia vio la aguja ensangrentada y el hilo que el muchacho había empleado para coser sus peores cortes. No lo había oído gemir ni una sola vez.

El pequeño botiquín que había encontrado tras uno de los espejos estaba terriblemente mal surtido. Buena cosa, pues gracias a eso lo habían pasado por alto cuando evacuaron el lugar. Contenía unas cuantas vendas selladas, que sisearon y soltaron un curioso olor neutro al abrirlas, y una diminuta botella de oloroso desinfectante, que decidieron no tocar. Y finalmente un par de tijeras, que Maia cogió después de que todos los demás asuntos hubieran sido atendidos, para dar algunos cortes inseguros a su pelo. No había ninguna otra cosa útil entre la basura.

Tras ella, el clamor del agua cesó, y pudo oír cómo las mismas espitas soltaban aire caliente sobre el cuerpo de su compañero. Brod chilló, tan ruidoso en el placer como estoico en el dolor.

—¡Eh, Maia! ¿Por qué no usamos esta máquina para lavar también nuestra ropa? Limpia y seca en cinco minutos. Lánzame la tuya.

Ella se inclinó para recoger su sucia túnica y los pantalones con dos dedos, y los lanzó en su dirección.

—Muy bien —dijo—. Me has convencido. Los hombres sirven para algo, después de todo.

Brod se echó a reír.

—¡Pruébame la próxima primavera! —gritó por encima del renovado rugir del chorro de vapor—. ¡Si quieres ver para qué sirve un hombre!

—¡Bla, bla, bla! —respondió ella—. ¡Lysos tendría que haber quitado todos los genes charlatanes del cromosoma Y, y añadido más acción!

Era el tipo de discusión desenfadada que había envidiado en Naroin y los hombres y mujeres del mar, que no implicaba ninguna amenaza real pero tenía un tinte de amable desafío. Maia sonrió, y su sonrisa transformó su aspecto en el espejo. Se enderezó en el asiento, usó los dedos como peine y se sacudió el flequillo trasquilado. Esto está mejor, pensó. Ahora no asustaría a una niña de tres años por la calle.

No podía decirse que sus cicatrices fueran vergonzantes en lo más mínimo, pero Maia se alegraba de que la mayor parte de los golpes hubieran evitado su rostro. Un rostro que, sin embargo, se había transformado en los últimos meses. Cierta redondez adolescente aún asomaba en los pómulos, y su tez era clara y arrebolada tras el lavado. Sin embargo, tantas privaciones y luchas habían esculpido una nueva firmeza en su contorno. Era una cara diferente a la que recordaba de cuando compartía un pequeño espejo de mesa con su gemela, en un desvencijado ático lleno de sueños imposibles.

—Aquí tienes —anunció Brod, colocando dos prendas dobladas sobre la encimera, junto a ella. Como la propia Maia, la ropa tenía un aspecto y un olor distintos, aunque necesitaba un buen arreglo. Lo mismo podía decirse de la de Brod, pensó Maia, tras darse la vuelta. El joven se puso la camisa y los pantalones, sonriendo mientras asomaba los dedos entre largos rasgones.

—Nos llevaremos un poco de hilo, y a lo mejor podremos coserlas más tarde. Pero ahora propongo que continuemos avanzando. ¿Quién sabe? Puede que tengamos suerte y encontremos el apartamento de alguien, con un armario lleno.

—¿Más tres cuencos de gachas para comer y tres camitas donde dormir? —Maia bostezó al levantarse, dirigiendo una última mirada al espejo.

Cada vez que contemplaba mi reflejo solía ver a Leie además de a mí misma. Pero esta persona que tengo delante es única. No hay otra como ella en el mundo.

Extrañamente, Maia no sintió ninguna decepción ante aquella idea. Ninguna.


Limpios y descansados en parte, siguieron explorando y pronto se encontraron atravesando otra zona en ruinas; grietas enormes habían resquebrajado todas las paredes. En algunos sitios, los daños habían sido reparados burdamente, mientras que en todas partes los desperfectos dejaban al descubierto la piedra desnuda y resquebrajada. Maia y Brod caminaban con cuidado por allí donde el suelo se inclinaba o las grietas habían partido en dos un pasillo. Algunos de los daños podían deberse a la edad, a la acción natural de los milenios desde que aquel refugio fuera evacuado. Pero a Maia le parecía más probable otra hipótesis. Impactos procedentes del espacio, cuyas marcas aún se podían notar en Jellicoe y otras islas, debían de haber estado a punto de destruir incluso aquellos poderosos muros.

Grimké era sólo un puesto avanzado, comprendió. Esto debió de ser una fortaleza principal.

Pronto descubrieron que los habitantes no se lo habían llevado todo cuando fueron desterrados. Llegaron a una zona repleta de compleja maquinaria, una sala enorme tras otra, todas llenas de aparatos. Algunos, claramente, producían electricidad (parientes lejanos de los útiles transformadores y de los pequeños generadores que ella conocía), pero a una escala muy superior a la usual en la economía de Stratos. La magnitud de las cosas la hizo vacilar. ¡Allí había más metal que en todo Puerto Sanger! Y era probable que Brod y ella hubieran arañado sólo la superficie.

Una cámara se extendía un centenar de metros, y parecía elevarse al menos hasta tres veces esa altura. Llenando casi todo el espacio se alzaba un enorme bloque de un material ambarino y transparente que ella nunca había visto, sujeto por pesados refuerzos del mismo metal rojizo y duro de la puerta enigma.

Dentro de la sorprendente gema, pequeñas lucecitas anunciaban que sus poderes estaban dormidos, pero no muertos. Eso los indujo a escabullirse de puntillas para evitar que despertara aquella cosa dormida, fuera lo que fuese.

El santuario—fortaleza parecía interminable. Maia se preguntó si su destino sería deambular eternamente como espíritus malditos, buscando la salida de un purgatorio al que con tanto trabajo habían entrado. Entonces el pasillo desembocó en otro más amplio, de paredes todavía más reforzadas. A su izquierda se alzaba una enorme puerta de metal escarlata, ésta de casi un metro de grosor y sujeta por unos fabulosos goznes. Abierta. A este lado, alguien había colocado un caballete de madera que sostenía un cartel con un escrito poco amistoso.


QUEDAN ADVERTIDOS
¡FUERA!

El mensaje era tan imprevisto, tan inapropiado, que Maia sólo pudo pensar en respuesta: No digas tonterías. Quienquiera que seas, nunca nos has advertido de nada.

Como si nos importara.

—¿Crees que lo dejaron las saqueadoras? —preguntó Brod. Maia se encogió de hombros.

—No es típico de ellas hacer advertencias. Gritar y saltar es más su estilo.

Se inclinó hacia el letrero, que no parecía obra de aficionados.

—Puede que sea una sala importante —dijo Brod—. Vamos. Tal vez descubramos algo.

Siguiéndolo de cerca, Maia pensó: Si es tan importante, ¿por qué emplean carteles? ¿Por qué no cierran la puerta y echan el cerrojo?

La respuesta era obvia. Quienesquiera que sean, no pueden cerrar la puerta. Si lo hacen, nunca volverán a abrirla. ¡No saben la combinación!

La larga cámara tubular cubría unos cuarenta metros, siempre reforzada por contrafuertes triples del duro metal rojo, presumiblemente para resistir incluso un impacto directo… aunque Maia no era capaz de imaginar de qué. Reconoció, eso sí, las consolas de ordenador, mucho más grandes que las pequeñas unidades de comunicación manufacturadas y distribuidas por Caria City, pero claramente relacionadas con ellas. Todo tenía el aspecto de haber sido utilizado un día antes, en vez de hacía más de mil años. Mentalmente, Maia vio operadoras fantasma trabajando en la estación, hablando en susurros ansiosos, liberando horribles fuerzas con sólo pulsar un botón.

—¡Maia, mira esto!

Ella se dio la vuelta. Brod se encontraba ante otro cartel.


Propiedad del Consejo Reinante.
Si está aquí, se arriesga a una ejecución sumarísima por intrusión.
Su entrada ha sido registrada. Su única opción es llamar de inmediato a
la Autoridad del Equilibrio Planetario.
Use la unidad de comunicación de abajo.
Recuerde: Si confiesa obtendrá clemencia. ¡Si se obstina morirá!

—«Su entrada ha sido registrada» —leyó Brod en voz alta—. ¿Crees que han manipulado todas las puertas? ¡Eh, tal vez nos estén escuchando y viendo ahora mismo!

Abrió mucho los ojos, como queriendo ver a un tiempo en todas direcciones. Pero Maia se sentía extrañamente distanciada.

De modo que el Consejo conoce este lugar. Era una ingenuidad pensar lo contrario. Después de todo, esto fue el corazón de la Gran Defensa. No habrían dejado tanto poder abandonado, sin supervisión. Puede ser necesario, algún día.

Pero entonces, ¿qué hay de mi idea… de que el viejo Bennett dijo lo que dijo porque había heredado algún misterioso secreto?

Tal vez existía, en efecto, un secreto, residuo de los días gloriosos de Jellicoe. Algo que sobrevivió a la vergüenza y la ignominia que siguieron al breve episodio de los reyes. O tal vez era sólo producto de la leyenda, del ansia por el hogar y el estatus perdido; algo transmitido por un pequeño grupo de hombres a lo largo de un destierro de siglos, que había ido perdiendo significado y ritualizándose a medida que pasaba a nuevos hombres y muchachos reclutados de sus clanes maternos.

—Podríamos seguir la antena hasta la entrada que usan normalmente. —Brod se acercó a la unidad de comunicación mencionada en el anuncio: una unidad completamente estándar, conectada a cables burdamente sujetos con grapas a las paredes. Esos cables se cortarían si la gran puerta llegaba a cerrarse alguna vez—. ¿Sabes? ¡Apuesto a que ni siquiera conocen la ruta que hemos seguido! Tal vez no sepan que estamos aquí, después de todo.

Buen argumento, pensó Maia. Junto a la unidad de comunicación, otro artículo llamó su atención. Un grueso cuaderno negro. Lo cogió, repasó varias de sus páginas, suspiró.

—¿Qué es eso, Maia?

Ella pasó más páginas.

—No sólo conocen este lugar, sino que se entrenan aquí… cada diez años o así, según parece. Mira las fechas y las firmas. Veo tres, no, cuatro nombres de clanes. Deben de ser colmenas militares especializadas, subvencionadas en sus nichos por fondos del Consejo de Seguridad. Vienen aquí una vez cada generación y se ejercitan. ¡Brod, este lugar sigue todavía en funcionamiento!

El joven parpadeó dos veces al pensar en ello, luego resopló pesadamente. Un resignado resentimiento tiñó su voz.

—Tiene sentido. Después de que el Enemigo fuera derrotado, los técnicos, tanto hombres como mujeres, debieron de volverse exigentes y pedir cambios. Las sacerdotisas y sabias y altos clanes se asustaron. ¡Tal vez incluso provocaron la Revuelta de los Reyes, para tener una excusa para expulsar a toda la gente que vivía aquí!

Brod lo estaba haciendo de nuevo: iba más allá de la evidencia. Sin embargo, el panorama que pintaba resultaba convincente.

—Pero habría sido una estupidez olvidar el lugar, o desmantelarlo —continuó diciendo—. Así que eligieron a guerreras adecuadas para el trabajo y les dieron un empleo fijo para mantenerlas entrenadas y disponibles por si se producía otra visita del Enemigo.

¿O de parientes no deseados?, se preguntó Maia. La entrada más reciente del registro no seguía los esquemas previos, pues databa de la época en que la nave de Renna había sido vista entrando en el sistema. La instrucción había durado cinco veces más de lo normal. Hasta que, advirtió, su lanzadera abandonó la nave peripatética camino del espaciopuerto de Caria.

Tampoco había ninguna garantía de que los clanes luchadores se mantuvieran apartados del lugar. Con el Consejo convertido en un clamor por el secuestro de Renna, podían regresar en cualquier momento.

Podría haber sido una idea reconfortante, una forma de reducir a las saqueadoras con una sola llamada a larga distancia, si Maia no hubiera actuado con prevención. Renna podría estar aún peor en las garras de ciertos clanes.

La unidad de comunicaciones se encontraba allí, presumiblemente lista para ser utilizada. Sin embargo, el dilema seguía siendo el mismo. ¿A quién llamar? Sólo Renna sabía quiénes eran sus amigas y quién lo había traicionado en Caria, un largo cuarto de año stratoiano antes.

Cada vez que creo llegar al fondo de la cuestión parece haber algo más debajo. ¡Comparado con esto, el polvillo azul de Tizbe es una ridiculez, una minucia!

Maia sabía lo que tenía que hacer.


Resultó sencillo localizar el camino utilizado por los clanes guerreros. Maia ni siquiera tuvo que seguir el cable de la antena. La entrada principal sólo podía estar en un sitio.

Desde la sala de control, Brod y ella siguieron el corredor principal a lo largo de varias rampas y escaleras, y atravesaron una serie de pesadas escotillas cilíndricas abiertas; gruesas cuñas impedían que se cerraran de modo accidental. En un momento dado, los jóvenes se detuvieron ante una pared demolida que antiguamente parecía haber contenido un mapa. Una porción aún legible en la esquina inferior izquierda presentaba una parte del convulso contorno de la isla de Jellicoe. El resto del mapa estaba tan quemado que no sólo había desaparecido el yeso, sino también el primer centímetro de roca.

—Muy bien —le dijo Maia a Brod—. Vamos. Éste debe de ser el camino.

Siguieron más escaleras, más escudos arrasados, antes de que el pasillo terminara en un puñado de puertas cerradas de acero, de aspecto ordinario. Un botón situado a un lado cobró vida cuando Maia lo pulsó. La puerta no tardó en abrirse con un leve rumor, revelando una diminuta habitación sin muebles, con un grupo de luces indicadoras en una pared.

—Bueno, esto sí que es una sorpresa —exclamó Brod—. ¡Un ascensor! Algunas casas grandes de Joannaborg los tienen. Utilicé uno en la biblioteca. Subía treinta metros.

—Supongo que será seguro —dijo Maia, sin plantearlo como una pregunta, pues no tenía sentido. No le gustaba que sólo hubiera una entrada o salida, pero los dos debían utilizar el aparato, fuera seguro o no—. Dejaré que con tu amplia experiencia pilotes esta cosa.

Brod se metió en el ascensor torpemente. Maia lo siguió, prestando atención a cómo se hacía.

—¿Hasta arriba del todo? —preguntó el muchacho. Ella asintió, y él extendió una mano y tocó con un dedo el botón superior. El botón brilló. Pasado un segundo, las puertas se cerraron.

—¿Es todo lo que hay que hacer? ¿No deberíamos…?

Maia se interrumpió cuando el estómago le dio un sobresalto. La gravedad tiró de ella hacia abajo, como si Stratos o su persona hubieran ganado masa de golpe. Hay ventajas en no haber comido, pensó. Sin embargo, después de los primeros segundos, encontró un perverso placer en la sensación. Los indicadores fluctuaban, cambiando a una muestra alfanumérica que Maia no pudo leer porque la mitad inferior estaba apagada. ¿Y si otras partes más críticas fallan mientras estamos en movimiento?

Rechazó aquella idea. Después de todo, ¿quién era ella para dudar de algo que aún funcionaba después de milenios? ¡La pasajera, eso es lo que soy!

Se produjo otra sensación entre desconcertante y excitante. La presión bajo sus pies cesó bruscamente, y ahora sintió una reducción de peso. Una experiencia no muy distinta de caer o remontar una ola en cubierta. O de volar, supuso. Involuntariamente, se echó a reír, y se cubrió la boca con una mano. Con la otra, descubrió, aferraba con fuerza el codo de Brod.

—¡Ay! —se quejó él sucintamente, mientras el ascensor se detenía y los dos reaccionaban con un respingo.

Las puertas se abrieron, haciéndoles parpadear y cubrirse los ojos.

—¿Se quedarán abiertas? —preguntó Maia mientras pasaba a una plataforma de piedra cubierta por un fantástico cielo cuajado de nubes.

—Meteré la sandalia entre ambas —respondió Brod—. Si me sueltas el brazo un momento.

Maia se rió nerviosa y soltó al muchacho. Mientras él aseguraba la retirada, ella avanzó un par de pasos y contempló el panorama del océano que rodeaba el archipiélago conocido como los Dientes del Dragón. La luz del sol sobre el agua era sólo un bello reflejo entre otros muchos que no esperaba volver a ver. Su contacto sobre la piel fue un regalo que no podía expresarse con palabras.

¡Lo sabía! Los clanes militares de Caria no iban a venir en barco. Su casta es demasiado elevada, están demasiado ocupadas. Además, no se arriesgarían a que alguien las viera, y advirtiese una pauta. Así que sólo vienen aquí muy raramente, a entrenarse, y sólo por el aire.

La superficie plana se extendía varios centenares de metros hacia el sur, el oeste, y el este. Allí, en la zona norte de la plataforma, la caja del ascensor contenía varias máquinas, entre ellas un torno usado probablemente para atracar y desplegar dirigibles. Maia también vio grandes tambores de cable.

Los Dientes del Dragón parecían aún más magníficos vistos desde arriba. Torre tras torre de piedra se sucedían, dispuestas como picas afiladas a lo largo de la espalda de una bestia acorazada. Muchas de las torres tenían puntas truncadas o arrecifes, como Grimké, mientras que otras brillaban al sol de la tarde, productos desnudos y prístinos de fuerzas que superaban con mucho el dominio de la mujer sobre Stratos.

Ningún diente de los que quedaban a la vista era más alto que aquél, situado en el extremo norte de Jellicoe. A causa de su posición, Maia no podía ver bien hacia el sur, donde se encontraban otros grandes macizos de islas, como Halsey, el único lugar habitado de forma oficial y legal. Sin duda los clanes bélicos contaban con este efecto protector, y cronometraban sus raras visitas para reducir al mínimo el riesgo de ser vistos. Con todo, Maia se preguntó si los hombres que poblaban Halsey llegaban a sospechar algo.

Tal vez por eso la asignación de destino entre las cofradías de bajo rango se hace de forma rotativa. Así hay menos posibilidades de que se detecte un ritmo, incluso aunque los hombres vieran un zep de vez en cuando. Sobre todo con visitas que sólo se producen tres veces en la vida.

Se dio la vuelta y fue hacia la derecha, desde donde eran visibles más de dos docenas de monolitos apiñados, algunos de los muchos picos que, en conjunto, hacían de Jellicoe la muela principal de aquella legendaria cadena de los Dientes. Cuando Maia se acercó lo bastante para ver lo grande que era la colección, advirtió que incluso la extensa red de túneles subterráneos podía camuflarse fácilmente en aquel laberinto de piedra semicristalina.

Maia tuvo que bajar por una erosionada escalera para llegar a una terraza inferior, y luego salvar cierta distancia antes de acercarse por fin a la vista que deseaba. Brod le gritó para que lo esperara, pero la impaciencia la impulsaba. Tengo que saberlo, pensó, y se apresuró aún más.

Por fin, se detuvo ante un precipicio tan impresionante que empequeñecía el de Grimké como una gaviota podía hacerlo con un escarabajo. El pulso le latía en los oídos. Era tan agradable encontrarse al aire libre, respirando la dulce brisa marina, que Maia se olvidó de experimentar vértigo al acercarse al borde y contemplar la laguna de Jellicoe.

El embarcadero ya estaba en penumbra, abandonado por el sol tras una breve visita al mediodía. Maia recorrió con la mirada paredes de piedra aún brillantes, hasta que por fin encontró lo que esperaba ver. Dos barcos, advirtió con un escalofrío. El Intrépido y el Manitú.

Temía que hubieran cambiado de escondite. Deberían hacerlo, ya que su queche fue capturado. Tal vez planeen hacerlo pronto.

Maia se dio cuenta, no sin cierta incredulidad, de que la huida de Grimké con Brod y Naroin y las demás había sido sólo tres o cuatro días antes. Eso podría significar que aún tenemos tiempo.

Sintió la presencia de Brod cuando el muchacho se le acercó, y oyó su entrecortado suspiro de alivio.

—No llegamos demasiado tarde, después de todo. —Se volvió a mirarla, los ojos brillantes—. Espero que tengas un plan, Maia. Te ayudaré a rescatar a tu Hombre de las Estrellas y a tu hermana. Pero primero hay una banda de saqueadoras allí abajo con una despensa que saquear. Si no como pronto…

—Lo sé —interrumpió Maia, agitando una mano, y citó:

Una cosa mucho peor

que el celo del verano

es interponerse entre un hombre hambriento

y el pan que tiene en la mano.

Brod sonrió, mostrando un montón de dientes. Cuando habló, lo hizo en un dialecto cerrado.

—Ajajá, zagala. No querrás verme forzado a masticar lo primero que tenga cerca, ¿no?

Ella se echó a reír, y él la imitó. Confiaba de tal modo en su naturaleza y en su amistad que a Maia nunca se le habría pasado por la cabeza tomarse en serio sus palabras, como podría haber sucedido meses antes.


…εη(οητrαr |ο qυε εζτα ο(υ|το…

βαjο εχτrαñαζ εζτrε||αζ ρεrδιδαζ

Libro de los acertijos

24

Maia bajó su sextante y observó por segunda vez los calibres. El ángulo del horizonte, donde se había colocado el sol, fijaba un extremo; el otro, casi directamente encima, caía dentro de la constelación Boadicea.

—¿Sabes que pienso que puede ser la Víspera del Lejano Sol? —comentó tras un rápido cálculo mental—. Con tanto ajetreo, he perdido la cuenta de los días. Es medio invierno y no me he dado cuenta —suspiró—. Nos estamos perdiendo toda la diversión en la ciudad.

—¿Qué ciudad? —preguntó Brod, mientras anudaba con gruesos lazos el cable en el borde del acantilado—. ¿Y qué diversión? ¿Bebida gratis, para que no nos demos cuenta de los susurros de las madres clónicas sobornando a la gente para que vote? ¿Recibir pellizcos por la calle de borrachas que no distinguen la escarcha del granizo?

—Típico de los hombres —Maia hizo una mueca—. Los gruñones nunca entráis en el espíritu de la fiesta.

—A veces sí. Dadnos una fiesta en mitad del verano, y tal vez seamos menos protestones medio año más tarde. —Se encogió de hombros—. De todas formas, nos vendría bien si las saqueadoras estuvieran celebrándolo esta noche, todas con gorritos de papel y con ganas de jarana. Tal vez las piratas no se den cuenta de que llegamos mientras están ocupadas acosando a los prisioneros varones.

Es una idea, pensó Maia, mientras plegaba su sextante. Suponiendo que los hombres estén todavía vivos. Tras la masacre a bordo del Intrépido, el siguiente paso lógico de las saqueadoras sería eliminar al resto de los testigos antes de dirigirse a un nuevo escondite. Eso incluía no sólo a los hombres del Manitú, sino también a las rads, y quizás a las reclutas recientes, como Leie. Renna seguía siendo probablemente demasiado valioso, pero ni siquiera su destino era seguro si el grupo de Baltha se veía acorralado.

Esos sombríos pensamientos teñían de urgencia su espera mientras veían cómo la oscuridad caía sobre el archipiélago. Con la mengua de luz, las muchas torres de la isla de Jellicoe se fundían en un único contorno serrado que se ocultaba a intervalos en el cielo estrellado. Debajo, en la negra oscuridad de la laguna, diminutos charcos de color indicaban las lámparas colocadas en el estrecho embarcadero donde los dos barcos estaban atracados. De vez en cuando, podían ver linternas más pequeñas moverse rápidamente, acompañadas de estiradas siluetas bípedas. Leves gritos indescifrables llegaban a oídos de Maia, transmitidos por los estrechos confines de la cavidad de la isla.

—Parece que están de fiesta, después de todo —comentó Brod cuando una compañía de sombras con antorchas bajó del barco más grande, recorrió el muelle y se internó en un amplio portal de piedra situado en la base del acantilado—. Tal vez deberíamos esperar. Al menos hasta que se hayan acostado.

Maia también lo habría preferido, pero dos lunas empezaban ya a salir por el este, y otra más lo haría pronto. En unas pocas horas, habría luz suficiente para iluminar la laguna y los acantilados que la rodeaban.

—No. —Sacudió la cabeza—. Ahora es el momento. En marcha.

Brod la ayudó a preparar el arnés que había fabricado cortando con las tijeras los carteles de advertencia tan amablemente dejados por el Consejo Reinante. Maia cubrió su trasero y muslos con tiras de frases amenazantes, y se metió en un doble lazo de cable cuya función era amarrar los zep’lines de transporte. El sistema era antiguo, e incluso tal vez fuera anterior al destierro, remontándose a los días en que se decía que los hombres surcaban los cielos, así como los mares. Maia sólo esperaba que los clanes guerreros que ahora usaban el equipo los mantuvieran en buen estado.

A continuación Brod le tendió dos trozos de gruesa tela de sus propios pantalones, que había cortado para que ella los utilizara como guantes. Con las manos envueltas en ellos, Maia asió el áspero cable.

—¿Seguro que has anotado las señales? —preguntó.

Él asintió.

—Dos tirones significarán alto. Tres significarán que vuelva a subirte. Cuatro, una pausa. Y cinco que baje. —El muchacho frunció el ceño tristemente—. Escucha, Maia, sigo pensando que tendría que ser yo el primero en bajar.

—Ya lo hemos discutido, Brod. Soy más pequeña y mi estado no es tan malo como el tuyo. Una vez esté abajo, podría pasar por una de la banda en la oscuridad. Además, tú entiendes la máquina. Cuento con que me subas cuando vuelva al cable, después de explorar los alrededores.

Esperaba poder hacerlo seguida de Renna, rescatado justo ante las narices de las saqueadoras. Pero contar con un milagro semejante sería como creer en sabias lúgars.

Aún remota, pero más concebible, era la posibilidad de acercarse lo suficiente para susurrarle algo a Renna a través de los barrotes de su celda, o para intercambiar breves golpecitos en código morse. Con sólo unos minutos de contacto disimulado, Maia estaba segura de que podría volver con información valiosa: los nombres de las oficialas del Consejo en las que Renna confiaba, por ejemplo. Los dos muchachos podrían entonces usar la unidad de comunicación secreta con la esperanza de no estar invitando a otra banda de hamponas más aristocráticas.

Es decir, suponiendo que el comunicador no estuviera intervenido, o preparado para llamar a un solo sitio. Había una docena de otras malignas posibilidades, ¿pero qué más podían hacer? El mejor motivo de todos para buscar a Renna era la certeza casi absoluta de que a él se le ocurriría un plan mejor.

—Mm —gruñó Brod—. ¿Y si te capturan?

Ella sonrió, dándole una juguetona palmada en el hombro.

—Ya sé que te preocupa no tener qué comer. —Maia también tenía que robar algo de alimento por el camino. Pero Brod pareció molesto por la broma, así que le habló con más amabilidad—. En serio, querido amigo, usa tu propio juicio. Si te sientes lo bastante fuerte para esperar, te sugiero que aguantes hasta mañana por la noche, antes de amanecer. Baja e intenta robar el bote que está amarrado a la popa del Manitú. Dirígete a Halsey. Al menos allí…

—¿Abandonarte? —objetó Brod—. No haré nada de…

—Claro que sí. He estado encarcelada antes; me las apañaré… Además, si me capturan en el santuario esta noche, estarán en guardia. No tendrás otra forma de ayudarme que intentando algo diferente. Cuéntale a tu cofradía cómo fue asesinado Corsh. Rodeado de testigos, con un comunicador no intervenido, puedes llamar a la policía y a todos los miembros del maldito Consejo. Sigue siendo arriesgado, pero las conspiradoras tal vez se lo piensen dos veces antes de jugar sucio con los Pinniped delante.

—Mm. Supongo que tienes razón. —Él sacudió la cabeza, removió la grava con las sandalias—. Pero desearía… Ten cuidado, ¿de acuerdo?

Maia lo abrazó.

—Sí, desde luego.

Lo apretó con fuerza, sintiendo cómo se envaraba brevemente en una típica hostilidad de invierno; luego se relajó y le devolvió el abrazo con sincero entusiasmo. Maia le miró a la cara, captando brevemente la humedad en sus ojos antes de que se diera la vuelta sin decir nada más. Lo vio cruzar la amplia terraza y luego desaparecer tras los escalones de piedra. Como habían previsto, su compañero tardaría varios minutos en llegar a la caseta de la maquinaria. Mientras tanto, ella se acercó al borde de la plataforma y tensó la cuerda, se afianzó con los pies y retrocedió hasta que la mayor parte de su peso colgó del precipicio.

Debería estar aterrorizada, pero no lo estoy.

Maia parecía haber perdido progresivamente su miedo a las alturas, hasta reducirlo tan sólo a un estado de excitación que le aceleraba el pulso. Es curioso, puesto que las Lamai padecen todas de acrofobia. Tal vez se deba a que crecí en aquel ático. O quizás he salido a mi padre… quienquiera que fuese el bastardo. A pesar de las revelaciones de Brod, de él sólo tenía un nombre: Clevin. Ninguna imagen se formó en su mente, aunque su aspecto podría estar entre el de Renna y el del viejo Bennett.

Siempre atenta a posibles nichos, Maia se preguntó si aquella tranquilidad suya al borde de un precipicio podría ser indicio de algún talento útil. Debo comentárselo a Leie cuando tenga la oportunidad, juró. Tal vez la meta en una jaula, suspendida de las alturas, para ver si es algo genético, o simplemente el resultado de las influencias del entorno que he experimentado desde que nos separamos.

Naturalmente, Maia no haría nada de eso. Pero la fantasía descargó algo de la tensión que sentía ante la posibilidad de encontrarse de nuevo con su gemela. Notó en la cintura la presión de una porra de madera que había fabricado con la pata de un caballete roto. Si era necesario, la utilizaría incluso contra su hermana. Las pequeñas tijeras, envueltas en tela, completaban el armamento de Maia.

Será mejor que no tenga que pelearme con nadie, se recordó. El sigilo era la única posibilidad real que tenía.

Una súbita vibración recorrió el cable, haciéndole castañetear los dientes. Maia apretó la mandíbula y se preparó. A la cuenta de cinco, el cable empezó a desenrollarse lentamente. Maia venció un momentáneo retortijón instintivo y permitió que su peso se hundiera con la improvisada silla. Sus pies empezaron a caminar hacia atrás, primero por el borde del acantilado, luego dando saltitos a lo largo de la cara vertical del precipicio. La plataforma se alzó ante sus ojos, ocultando el leve y lejano brillo de la caja del ascensor.

Todo lo que quedó en el cielo fue lo que Jellicoe permitía ver dentro de su irregular círculo: un contorno en forma de sierra que se estrechaba a cada momento.

Sólo una cuña de luz de luna reflejada teñía de plata las puntas de los monolitos más altos, al oeste. Maia se zambulló en la penumbra.

A pesar de la oscuridad, prestó atención a cualquier signo que indicara que había sido localizada. Sus manos estaban preparadas para tirar con fuerza del cable, indicando a Brod que invirtiera el funcionamiento del mecanismo. Ninguno de ellos estaba seguro de que el burdo sistema de señales fuera a funcionar cuando se hubiera desenrollado una buena cantidad de cable. Tampoco importaba demasiado. Todas sus esperanzas se encontraban puestas en avanzar. Detrás, sólo les aguardaba la muerte por inanición.

A medida que sus ojos se adaptaban durante el descenso, Maia escrutó las inmediaciones. La laguna era más grande de lo que parecía a simple vista, ya que varias pequeñas bahías se extendían más allá de aberturas parciales en el primer círculo de agujas. El muelle y los barcos se encontraban a cierta distancia hacia el sur y el este, cerca de la entrada de la bahía que Brod y ella habían visto mientras eludían a la desesperada el bombardeo de las piratas. El embarcadero conducía a un labio de roca que bordeaba parte de la circunferencia interior de la isla a nivel del mar. Todavía podían verse linternas agitándose de un lado a otro, la mayoría con destino al gran portal de piedra iluminado a ambos lados por brillantes candelabros. La iluminación interior se colaba por otras aberturas que flanqueaban la entrada principal.

Es el viejo santuario—residencia. La porción de Jellicoe que el Consejo no selló, advirtió. Por lo que atañe a la historia, es la única parte de ella que nadie conoce. Ruinas largamente abandonadas de una era perdida, libre para el uso de cualquier banda de desesperadas que aparezca.

Bajo ella no había barcos, ni reborde de piedra, ni ventanas. Su destino era darse un baño. No es el deporte que mejor se me da, como he podido comprobar. Para Maia la perspectiva no era agradable, pero la experiencia le daba confianza. Puede que no nade bien, o rápido, pero soy difícil de ahogar.

Era difícil calibrar la distancia, ya que sólo unos cuantos reflejos permitían distinguir la negra superficie de la laguna. Mientras descendía, Maia combatió una insistente sensación de vulnerabilidad. Si la localizaban ahora, sería presa fácil para las tiradoras antes de que pudiera escalar para ponerse fuera de su alcance, aunque Brod interpretase su señal de inmediato e invirtiera la tracción. Maia se consoló pensando que las vigías estarían mirando hacia el mar, por si se acercaba algún barco. Además, fiarse de las linternas sólo arruinaba la capacidad de adaptación a la oscuridad de las mujeres. El viejo Bennett se lo había enseñado hacía mucho tiempo, cuando aprendió a leer las cartas celestes a la luz de las estrellas.

No soy más visible que una araña que cuelga del extremo de una tela. Cierta o no, la imagen mental la animó. Para proteger la sensibilidad de sus ojos, resistió la tentación de mirar las linternas, incluso cuando distinguió unos gritos que flotaron junto a ella como el humo de una chimenea. Maia apartó la mirada, permitiéndose contemplar los contornos de dos docenas de poderosos picos que se alzaban sobre ella como los dedos extendidos de Madre Stratos, apuntando al cielo.

Señalaban concretamente una oscura nebulosa conocida como la Garra, que se encontraba justo encima. Era un símbolo apropiado, a la vez de oscuridad y de misterio. Tras aquella gran extensión sin estrellas se encontraba el Phylum Homínido. Todos los mundos que Renna conocía. Todo lo que Lysos y las antepasadas de Maia habían preferido dejar atrás.

Estaban en su derecho, pensó. ¿Pero en qué posición deja eso a sus descendientes? ¿Hasta qué punto debemos lealtad al sueño de nuestras creadoras? ¿Cuándo nos habremos ganado el derecho a soñar por nosotras mismas?

Era hora de comprobar una vez más su progreso hacia la helada superficie del agua. Sin embargo, al bajar los ojos captó un destello. Tenue como una sola estrella, brillaba allí donde no debería brillar ninguna, en la negrura del flanco interno de Jellicoe, donde una extensión de piedra oscura debería bloquear la luz con la misma fuerza que la Garra. Maia parpadeó mientras la débil chispa rojiza brillaba brevemente, antes de apagarse.

¿Lo he imaginado?, se preguntó después. Había sido al otro lado de la laguna, lejos de su propio pico, que ocultaba la base defensiva del Consejo, o del adyacente, que contenía el antiguo santuario público. Al observar la muralla de oscuridad, era fácil convencerse de que no había visto otra cosa que una mota en sus ojos.

Tan de cerca, el acantilado era un enigma en blanco que ocasionalmente extendía la mano para rozar los pies o las rodillas de Maia. Los brazos empezaban a dolerle de tanto sujetar el cable. Comenzaba a notar un hormigueo en las piernas debido a la disminución de la circulación sanguínea, a pesar del improvisado acolchado de Brod; sin embargo, sólo podía moverse ligeramente, no fuera a ser que el arnés se soltase y acabara cayendo a la negra superficie de abajo.

Los olores del agua salada se alzaron a saludarla. Los gritos que antes eran confusos se convirtieron en palabras que surgían y se perdían entre ecos y llegaban a oídos de Maia a capricho de los reflejos en la roca.

—… llamando a todo el mundo…

—… deja eso y ven a ayudar! Te he dicho que no…

—… no ha sido culpa mía!

A Maia aquello no le parecía demasiado festivo, desde luego, no era el normal frenesí de la Víspera del Lejano Sol. Tal vez sus cálculos fueran erróneos. O, ya que no había escarcha, y los únicos varones presentes eran presumiblemente hostiles, las saqueadoras no estaban de humor para celebraciones.

En ese caso, toda aquella actividad nocturna le preocupaba. Tal vez las piratas se preparaban para marcharse. Un movimiento sensato, desde su punto de vista, pero un maldito inconveniente, posiblemente fatal, para los planes de Maia.

Otros sonidos la alcanzaron. Un suave ondular, el lamido de las olas contra las rocas. Debo de estar cerca. Miró hacia abajo, intentando calcular la distancia restante hasta una vaga frontera entre sombras de negro.

Sus pies, al agitarse, tocaron bruscamente el helado líquido, rompiendo la tensión de la superficie con ondas que sonaron aceitosas y fuertes. Maia encogió las rodillas y tiró con fuerza, en sentido perpendicular a la cuerda, repitiendo el movimiento para avisar a Brod de que parara. No hubo respuesta; el cable siguió desenrollándose desde las alturas. Una vez más, las piernas de Maia encontraron el agua y se hundieron en un helado abrazo que le provocó temblores en toda la espalda. Muslos, glúteos, y torso siguieron deslizándose hacia un frío helado que le sorbió el calor y la respiración con jadeante velocidad. Frenética, Maia se enfrentó a los espasmos musculares y trató de quitarse el arnés, zafándose torpemente con una aliviada sensación de libertad. Sólo cuando estuvo segura de no volver a engancharse regresó, y buscó el cable para intentar de nuevo hacer señales a Brod.

Al agarrarlo, se sorprendió al descubrir que había parado. Brod debe de haber advertido un cambio cuando mi peso ha abandonado el cable. Tendríamos que haberlo esperado. De todas formas, funcionó.

Agarró el cable con ambas manos, y tiró cuatro veces de él para confirmar que estaba bien. Su amigo debió de detectar las vibraciones, pues el cable se agitó a su vez con dos rápidos movimientos ascendentes. Luego se quedó quieto.

Maia permaneció agarrada a él un poco más, sacudiéndose el hormigueo de las piernas. La impresión inicial del contacto con el agua se difuminó. Con la mano libre, tiró del cable hasta que su antiguo asiento volvió a aparecer. Algunos trozos de cartel se soltaron y volvió a atarlos para que flotaran cerca de la superficie. Si todo salía bien en el rato que le esperaba (o muy mal), necesitaría aquel indicador para encontrar de nuevo el cable colgante. Maia estaba segura de que ninguna pirata lo vería hasta la mañana siguiente, y Brod tenía que recuperarlo antes, hubiera regresado ella o no.

Al darse la vuelta para memorizar su situación, alzó la cabeza hacia el estrecho pedazo de cielo que se encontraba directamente encima, hacia el lugar donde debía de hallarse Brod, mirando hacia abajo. Aunque era imposible que pudiera verla, Maia agitó una mano. Luego se soltó del cable y empezó a nadar lo más silenciosamente posible en dirección a la oscura sombra del desafortunado barco: el Manitú.


En la cueva derrumbada, la marea alta casi había estado a punto de serle fatal. Ahora, mientras Maia buscaba una forma de llegar a tierra, le resultó conveniente.

Se internó entre los gruesos pilares del embarcadero, cubiertos hasta el nivel del agua de criaturas de concha puntiaguda. Las tablas de madera formaban un techo no muy por encima de la cabeza de Maia mientras ésta se acercaba a la oscura masa del barco más grande. No había más gritos de excitación. Al parecer la mayor parte de la tripulación pirata había entrado en el santuario de la montaña para cumplir alguna misión urgente. Sin embargo, no todo estaba en silencio. Podía oír un bajo murmullo de conversación, voces apagadas que procedían de algún lugar cercano.

Maia dejó atrás el botecito que había divisado desde las alturas. Se mecía suavemente, atado a la popa del Manitú, y parecía hacerle señas, ofreciendo una salida fácil a esta calamitosa aventura: deslizarse primero en silencio hasta la salida de la laguna, luego emplazar el pequeño mástil y largar velas… Después de eso sólo tendría que enfrentarse a la persecución, la posible muerte por inanición, y el salvaje mar.

La idea era tentadora, y Maia la descartó. El bote era de Brod, por si se daba el caso. De todas formas, ella tenía otro destino, otros planes.

El desgastado flanco del Manitú pasó a su lado mientras nadaba en silencio, buscando una forma de subir. El embarcadero estaba equipado con una escalera cercana a la pasarela del barco. Por desgracia, una de las potentes linternas colgaba directamente encima de ese punto, proyectando un círculo de peligrosa claridad. Por eso, Maia lo intentó por otro lado. Uno de los cabos que ataba el carguero al muelle se extendía hacia la mitad del navío, lo bastante lejos para que la linterna no atenuara la oscuridad.

Maia se situó bajo el cabo, en su punto más cercano al agua. Dejó que su cuerpo se hundiera y luego se impulsó hacia arriba, estirándose al máximo. Sin embargo, a pesar de la marea alta, se detuvo cuando apenas le faltaba medio brazo y cayó de nuevo con una molesta sacudida. Maia volvió a ocultarse bajo el embarcadero y esperó hasta asegurarse de que nadie la había oído. Pasó un minuto. Todo parecía tranquilo. Las voces seguían susurrando en la distancia.

Desabrochó los botones restantes de su ajada camisa y se libró de la ropa empapada. Cuando te haga falta, usa lo que tengas a mano. Parecía que cada vez utilizaba más la ropa como herramienta que para vestirse. Maia se envolvió la muñeca derecha con una manga y la sujetó con la palma, luego echó atrás el brazo y, tan fuerte como pudo, lanzó la masa suelta para que se enroscara en el cabo. Sosteniendo un extremo, Maia pudo hacer que la otra manga cayera. Esta vez, cuando se lanzó hacia arriba, tuvo algo a lo que agarrarse. Aferrando ambas mangas, salió del agua. El Manitú parecía cooperar. La cuerda se arqueó un poco bajo su peso mientras ella tensaba el estómago y pasaba las piernas alrededor del cable.

Permaneció allí colgada, respirando entrecortadamente durante medio minuto, y luego empezó a avanzar, centímetro a centímetro, a lo largo de la cuerda. El movimiento pronto se hizo tan vertical como horizontal. Maia se esforzaba tanto que apenas notó el frío terrible cuando el agua se evaporó de su piel. Se agarró a la gruesa maroma con los pies, las rodillas, las manos, avanzando poco a poco hacia la borda.

El casco chocó contra su cabeza. Maia se dio la vuelta y contempló un oscuro panorama de madera extendiéndose en ambas direcciones. También divisó una fila de portillas, de una anchura no superior a los dos palmos, que se sucedían en el costado del barco, por debajo del nivel de sus rodillas. Eran demasiado pequeñas para entrar por ellas, pero la más cercana permanecía abierta y estaba a su alcance. Agarrando fuertemente la cuerda con ambas manos, Maia soltó las piernas para que pudieran oscilar hacia la diminuta abertura. Al segundo intento, metió un pie dentro y se apoyó en él, girando. Ahora pudo descansar casi todo el peso de su cuerpo en el alféizar y dar un respiro a sus manos, que todavía se aferraban a la cuerda. Oleadas de fatiga le recorrieron los brazos, las piernas y la espalda, hasta que su pulso se asentó en un rugido sordo.

Hasta aquí, muy bien. Sólo te quedan un par de metros más por escalar.

Algo le tocó el pie. Se enroscó alrededor de su tobillo y apretó. Maia estuvo a punto de gritar. Mordiéndose los labios con fuerza, se obligó a soltar el nudo de pánico en su estómago y a abrir los ojos. Por fortuna, la sorpresa era el único demonio a derrotar, ya que la presencia de abajo no le hacía daño, todavía. Por ahora, parecía contentarse con frotar rítmicamente su pie.

Maia inhaló y dejó escapar un suspiro entrecortado. Consiguió girar la cabeza, y vio una mano salir por la pequeña portilla. Una mano de mujer que la llamaba.

¿Por qué no da la alarma?, se preguntó Maia, aturdida.

¡Espera! Esto es el nivel superior de carga. ¿Vivirían aquí las saqueadoras? No es probable.

Es más probable que tengan ahí a las prisioneras.

Hizo falta una molesta contorsión para que la cuerda girara y ella pudiese sujetarse con una mano mientras se acercaba más a la portilla. Al inclinarse, la porra de madera se le clavó en el vientre. El pie derecho empezaba a dolerle de tanto soportar todo su peso.

Con la mano libre, tocó la muñeca de quienquiera que la llamaba en silencio. La mano ajena se quedó rígida un instante, luego se retiró. Cerca de la abertura, Maia vio un tenue contorno acercarse… el perfil de un rostro humano. Entonces oyó un levísimo susurro.

—Me pareció reconocer mis zapatos de repuesto. ¿Cómo te va, virgie?

El murmullo era indistinguible; sin embargo, Maia conocía a la mujer.

—¡Thalla! —susurró. ¡Así que allí tenían retenidas a las vars radicales!

Oyó un leve tintineo de cadenas cuando la prisionera se acercó más a la portilla.

—Soy yo, sí. Estoy aquí con Kau y las demás.

—¿Y Kiel?

Hubo una pausa.

—Kiel está mal. Primero por la lucha, luego por discutir con nuestras anfitrionas.

Maia parpadeó.

—Oh, lo siento.

—No importa. Me alegro de verte, pequeña. ¿Qué estás haciendo aquí?

La sorpresa y el placer por aquel descubrimiento fueron rápidamente sustituidos por el dolor, tanto por la postura retorcida que mantenía como por el temor de que incluso sus susurros pudieran ser oídos en alguna parte. No sabía nada de las condiciones de prisión de Thalla, y no le apetecía experimentarlas de primera mano.

—Voy en busca de Renna. Luego a buscar ayuda.

Otra larga pausa.

—Si salimos de aquí, podremos ayudarte.

Sí, como un lúgar en una tienda de porcelana, pensó Maia. Las idealistas rads no eran enemigas para las saqueadoras. Eso ya había quedado demostrado, y esta vez eran aún menos y estaban todavía más débiles. Además, no os debo nada.

Con todo, Maia vaciló. ¿Tenía un plan mejor? Si una fuga rad conseguía aunque no fuera nada más que soltar los dos barcos, pudiera ser que incluso una rebelión abortada mereciese la pena.

—¿Haríais lo que yo mande? —preguntó.

Si no hubiera habido un momento de vacilación, Maia habría sabido que Thalla mentía.

—Muy bien, Maia. Tú eres la jefa.

—¿Cuántas guardianas hay?

—Dos, a veces tres, justo ante la puerta. Una de ellas ronca muchísimo.

Maia quería preguntar más cosas, pero el temblor de su pierna derecha iba en aumento. Un poco más y acabaría en la laguna, justo donde empezó. Suspiró pesadamente.

—Veré qué puedo hacer. ¡Pero nada de promesas!

El agradecido apretón de Thalla tembló. Maia cambió de postura para reemprender el ascenso. La presión de la porra de madera disminuyó y suspiró aliviada, sólo para hacer una mueca de dolor cuando otra cosa le lastimó el muslo. Con la mano libre, Maia rebuscó debajo del cinturón y sacó las tijeras envueltas en tela. Impulsivamente, se inclinó una vez más y las lanzó a través de la pequeña y oscura abertura. La mano desapareció de su tobillo.

Maia no se entretuvo más. Aunque le dolían la espalda y la pierna derecha, sentía los brazos descansados, por lo que al principio hicieron la mayor parte del trabajo. Pronto estuvo deslizándose casi en vertical, con el casco rozándole la espalda. Era un viaje que nunca habría imaginado hacer cuando salió de su clan materno. Ahora sólo pensaba en el siguiente paso, en el siguiente movimiento coordinado de manos, rodillas y tobillos. Cuando, por fin, una de sus piernas pasó por encima de la borda, Maia rodó por la cubierta inferior del barco y rápidamente se refugió a la sombra del palo mayor. Jadeó en silencio con la boca abierta, esperando a que el dolor remitiera, a poder escuchar una vez más los sonidos de la noche.

Se oía el leve crujido del barco anclado al mecerse. El lamer de las olas contra el casco. Un bajo murmullo de conversación. Maia alzó la cabeza para contemplar el barco pirata, el Intrépido, al otro lado del muelle. Un par de mujeres con pañuelo rojo se acurrucaban junto a un barril volcado sobre el que habían colocado una lámpara. Aunque jugaban a los dados, no había varas de monedas a la vista, lo que explicaba la aburrida naturaleza del juego. Las jugadoras no parecían llevar la cuenta mientras alternaban su uso de las piezas de marfil y conversaban en voz baja.

Tras darse la vuelta, Maia advirtió con cierta sorpresa que el Manitú parecía desierto. Naturalmente, por lo que Thalla decía, había un par de gruesas vars de guardia ante la puerta de la bodega de carga. Con todo, lo que había sacado de allí al resto de las saqueadoras tenía que ser terriblemente importante.

La vista y el oído eran vitales para advertir del peligro. Sin embargo, en cuanto se sintió más segura, Maia experimentó un súbito tropel de otras sensaciones, sobre todo olfativas. Comida, advirtió de pronto, agudamente, y corrió hacia popa con todo el sigilo posible. Justo debajo del alcázar, encontró el lugar donde se preparaba y se comía la cena. Había montones de platos sucios en remojo dentro de una olla de guiso, empapados en una bazofia. El potaje resultante era poco apetecible, incluso en el estado en que se hallaba Maia, así que siguió buscando, y obtuvo por fin su recompensa cuando encontró en un rincón un montoncito de galletas duras y una jarra abierta de agua fresca sobre una mesa ajada.

Bebió con ansia, mojando alternativamente las galletas. Mientras las devoraba, Maia buscó un saco, un trozo de tela, cualquier cosa con la que pudiera envolverlas y llevárselas a Brod. Al menos podría dejar un poco de comida para él en el pequeño bote.

No había nada a la vista que utilizar como bolsa, pero Maia sabía en qué otro sitio buscar. Con galletas en ambas manos, corrió hacia una fila de estrechas puertas situadas en la parte de atrás de la cubierta principal. Al abrir una, encontró una escalerilla que conducía a la habitación en la que ella misma había vivido hasta hacía unas cuantas semanas, junto con otra docena de mujeres, entre camastros apilados de cuatro en cuatro. Maia bajó en silencio, prestando atención hasta que verificó que en ninguna cama había saqueadoras durmiendo. No le había parecido probable, pues todo el mundo se había marchado a cumplir algún misterioso encargo.

Había entrado en busca de una bolsa, pero Maia se dio cuenta entonces de que estaba tiritando. ¿Por qué no buscar también ropa nueva?

Empezó con su antiguo camastro. Pero alguien mucho más grande, y más apestoso, lo había ocupado desde la batalla en alta mar. Siguió su camino en la oscuridad hasta que por fin encontró una camisa y unos pantalones aproximadamente de su talla, perfectamente doblados en un extremo de una cama. Todavía masticando el pan rancio, Maia se quitó los pantalones y se puso los artículos robados. Tuvo que ajustarse al máximo el cinturón de cuerda, pero todo lo demás le venía bien. Una chaqueta limpia, aunque algo deshilachada, completó su atuendo, aunque no se la abrochó, por si le hacía falta volver a zambullirse. La idea la hizo estremecerse. Por lo demás, Maia se sintió mejor, y un poco culpable por el pobre Brod, helado y hambriento, a casi medio kilómetro de distancia.

¿Y ahora qué?, se preguntó, recogiendo la porra y guardándosela bajo el nuevo cinturón. Las rads podían estar prisioneras en el Manitú, pero dudaba de que Renna se hallara retenido en un lugar tan inseguro. Probablemente, estaba en el santuario. ¿Se atrevería a entrar a buscarlo? Cuanto más lo pensaba, más parecía tener sentido la idea de liberar a Thalla y a las demás. Si las rads podían apoderarse del Manitú y no alertar a nadie mientras Maia se acercaba a la entrada del santuario, podrían llegar a crear suficiente distracción para permitirle la entrada.

La primera tarea es eliminar a sus guardianas. Parece sencillo. ¿Pero cómo podré hacerlo?

Sopesó las posibilidades. Podría acercarme a la puerta de la bodega y fingir ser una mensajera… gritar pidiendo ayuda. Cuando una salta, la derribo y entonces… ¿lo intento de nuevo? ¿O bajo a por la otra?

¿Y si hay tres? ¿O más?

Era un plan digno del cerebro de un lúgar… y Maia se sentía ferozmente decidida a hacerlo funcionar. Al menos, cuando hubiera superado esa fase ya no estaría sola. Tal vez las rads tuvieran alguna idea. Miró una vez más a su alrededor, en busca de armas. Sólo encontró un pequeño cuchillo, clavado al poste de madera de uno de los camastros. Lo arrancó y se lo metió en el bolsillo de la casaca.

Había subido ya la mitad de la escalera cuando la puerta se abrió de pronto, iluminando su cara y revelando una silueta grande. Maia sólo pudo quedarse mirando, aturdida.

—Me pareció haber oído a alguien allá abajo —gruñó una voz de mujer—. Vamos, no te escondas. ¡No daré la cara por ti la próxima vez!

La silueta se volvió, y Maia se quedó parpadeando, sorprendida. La siguió rápidamente, esperando coger a la saqueadora por la espalda mientras aún permanecían fuera de la vista del Intrépido. Sin embargo, al llegar a la puerta, el corazón se le encogió al ver a otras cuatro mujeres en cubierta. Abrían una caja, de la que sacaron cuatro objetos brillantes.

Rifles, advirtió Maia. Aquellas piratas parecían bien equipadas. Ni siquiera la Guardia de Puerto Sanger estaba mejor armada. No obstante, no se sorprendió. Las vencedoras escriben la historia, ahora lo sabía. Si Baltha y su banda tienen éxito en el caos que quieren crear, nadie pondrá reparos a unos cuantos crímenes más o menos.

—¿Y bien? ¡Vamos!

La primera mujer llamó a Maia, que avanzó reticente con la cabeza gacha. Disimuló su sorpresa cuando le pusieron en las manos tres de las finas y pesadas armas, y las agarró con fuerza, sin saber qué más hacer.

—No te olvides de traer suficiente munición, Racila —dijo la líder a una pirata con la cara llena de cicatrices, que volvió a cerrar la caja—. Muy bien, regresemos o Togay nos tendrá a dieta de aire durante una semana.

Maia intentó quedarse la última, pero la jefa insistió en que fuese la primera. Cruzaron la pasarela, pasaron al muelle, y recorrieron los escandalosos tablones de madera hacia el lugar donde unos brillantes candelabros proyectaban charcos gemelos de luz a ambos lados de la entrada del santuario.


Rifles cargados, gritos, grupos de mujeres ansiosas corriendo en la noche. Sin duda aquello no era la celebración de la Víspera del Lejano Sol. En nombre de las Fundadoras, ¿qué estaba pasando? Para Maia, el peor momento fue cuando subieron los amplios y resquebrajados peldaños y pasaron bajo el feroz parpadeo eléctrico de los candelabros. Como no la descubrieron en el acto, comprendió que no era la oscuridad lo que la había salvado en el barco.

O bien hay tantas mujeres en la banda que no se conocen todas entre sí (lo que parecía altamente improbable), o bien piensan que soy Leie.

La posibilidad de contar con ese factor, el de hacerse pasar por su hermana, ya se le había ocurrido a Maia. Pero parecía demasiado previsible, demasiado arriesgado. Todas las niñas stratoianas, fueran clónicas o vars, aprendían a advertir sutiles diferencias entre mujeres «idénticas». Leie sin duda llevaba el pelo de forma diferente, tenía cicatrices distintas, y un millar de detalles diferentes que aquellas mujeres que eran unas completas desconocidas para Maia reconocerían. Además, ¿qué hacer cuando Leie apareciera por fin?

Maia había decidido al final probar el subterfugio sólo si todo lo demás fallaba. Ahora no tenía elección. Sólo podía intentar prolongar la situación.

—¡Este maldito agujero es grande como una ciudad! —le dijo en voz baja una var bajita y de aspecto duro mientras se acercaban al ancho pórtico y atravesaban las altas puertas abiertas—. Debemos de haber registrado ya cien habitaciones. No puedo reprocharte que intentaras escaquearte y echar una cabezada.

Encogiéndose de hombros como una escolar pillada haciendo novillos, Maia murmuró, imitando el tono agrio de la otra mujer:

—¡Y que lo digas! No me alisté para corretear de esta forma. ¿No ha habido suerte todavía?

—No. No he visto ni rastro de ese maldito desde el cambio de guardia, a pesar de la recompensa que ofreció Togay.

Eso confirmaba las sospechas de Maia. Están buscando a alguien. Un hombre. Su corazón redobló. Renna. Controló sus sentimientos. Todavía no puedes estar segura de eso. Podría tratarse de otro prisionero; de un miembro de la tripulación del Manitú, por ejemplo.

La entrada mostraba signos de aquella antiquísima batalla que había sacudido Jellicoe con explosiones venidas del espacio exterior. Un improvisado portal abierto en la roca conducía a un vestíbulo que antaño debió de ser hermoso, con pilastras finamente acanaladas y ya muy agrietadas. Las rudimentarias reparaciones con cemento estaban desconchadas por los efectos de la sal y del tiempo.

Estos efectos se redujeron cuando el grupo se internó en el santuario propiamente dicho, cuyas gruesas paredes habían protegido un gran vestíbulo. A partir de allí, amplios pasillos se extendían hacia el norte, el sur y el este. Ristras de bombillas eléctricas alimentadas por un generador de carbón proyectaban tenues islitas de luz a intervalos de diez metros. Tras aquellos charcos luminosos, cada pasillo se perdía en la oscuridad, rota por breves destellos de linternas que se agitaban. Gritos distantes anunciaban una acción febril, casi engullida por la fría oscuridad.

A primera vista, el lugar le recordó a Maia su primera prisión, aquel santuario más pequeño y nuevo de Valle Largo; otra ciudadela de pasadizos tallados y gruesos pilares masculinos. Sólo que aquí el olor de los siglos gravitaba en el aire. Manchas de hollín y pintadas en las paredes y techos indicaban incontables visitantes anteriores, desde eremitas hasta buscadoras de tesoros, que debían de haber venido a explorar a lo largo de los siglos, antorcha en mano. En comparación, las piratas parecían bien equipadas.

Había otra diferencia. En este lugar, un friso grabado profundamente recorría horizontalmente las paredes a la altura de los ojos. Por lo que Maia podía apreciar, el adorno tallado cubría cada pasillo, entrando y saliendo de cada habitación, y consistía únicamente en secuencias de letras del alfabeto litúrgico de dieciocho símbolos.

Siguiendo la ruta central, que se internaba profundamente en la montaña, el grupo de Maia atravesó un imponente salón donde las llamas chisporroteaban en una espaciosa chimenea, bajo una cúpula gótica. No había muebles, sólo unas cuantas alfombras en el suelo. Había botellas diseminadas por el suelo, junto con jarras y juegos, todo abandonado con prisas.

—Resulta una lata —sondeó Maia, eligiendo a la var más cercana que había hablado antes—. Supongo que nadie ha sugerido que levemos anclas y lo dejemos atrás, ¿no?

Una mirada horrorizada de la hosca saqueadora se lo dijo todo a Maia. La respuesta fue apenas un susurro.

—¡Ve y sugiérelo tú! Si Togay y Baltha no te ponen a nadar como a un lúgar, lo haría yo.

Maia ocultó una sonrisa. Sólo la pérdida de su pieza principal provocaría tanta furia. Aunque aquello dificultaría su tarea de buscar a Renna, era una gran noticia saber que les había dado esquinazo. Ahora tengo que encontrarlo antes de que se desesperen de verdad.

Bruscamente, Maia recordó lo que llevaba en brazos: largos utensilios de madera y metal y muerte. Las armas desprendían un fuerte olor a aceite rancio y pólvora. Al parecer, tras horas de búsqueda, alguien había decidido que lo que no podía volver a ser capturado no debería quedar para que lo encontraran otras.

El curioso friso ayudó a Maia a distraerse de su nerviosa amenaza. Mientras el grupo iba de habitación en habitación, aquella fila de imponentes letras grabadas, recalcadas por alguna ocasional grieta mal reparada, continuaba. De vez en cuando reconocía alguna cita del Cuarto Libro de Lysos, el llamado Libro de los acertijos. Otros textos parecían decir cosas sin sentido, como si los símbolos hubieran sido elegidos por un artista analfabeto más preocupado por el aspecto que tenían los unos al lado de los otros que por lo que decían. Sin embargo, el efecto inspiraba una gran reverencia.

Se permitía a los varones seguir la doctrina de la Iglesia ortodoxa, que incluso les atribuía un alma verdadera. Con todo, aquello no era lo que una esperaba encontrar en un lugar construido sólo para hombres. Tal vez, mucho tiempo atrás, los hombres estaban más estrechamente en comunión con la vida espiritual de Stratos, antes de la era de gloria, terror y doble traición situada entre la Gran Defensa y la Caída de los Reyes.

El grupo siguió atravesando puertas abiertas y habitaciones vacías y negras que debían de haber sido registradas ya hacía horas. Finalmente llegaron a otro enorme vestíbulo del cual partían seis espaciosas escaleras de piedra, tres hacia abajo y tres hacia arriba, divididas una vez más entre las direcciones norte, sur y este. Era una sala monumental, y el friso de enigmáticos salmos se ensanchaba para glorificar cada superficie desnuda, aún más misterioso por las sombras que proyectaban unas cuantas bombillas peladas que brillaban frente a las letras grabadas. Toda aquella grandiosa arquitectura habría impresionado a Maia, si no hubiese conocido las maravillas aún mayores que se encontraban apenas a un par de kilómetros de allí: las catacumbas secretas que contenían un poder inimaginable para aquellas ambiciosas saqueadoras. El recuerdo de la falibilidad de sus enemigas la animó un poco.

Dos luchadoras de aspecto aburrido montaban guardia en aquel punto, armadas con bastones cruelmente afilados. Hablaban entre sí en voz baja, y casi no miraron al grupo que pasaba. Eso le vino muy bien a Maia. Agachó la cabeza, de todas formas.

La hilera de luces eléctricas continuaba sólo por la escalera de la derecha, pero el grupo de Maia cruzó el vestíbulo y tomó por los oscuros escalones centrales, que subían y se perdían en el corazón del diente de dragón. Dos de las mujeres encendieron los pábilos de sus lámparas de aceite. Mientras subían, Maia miró hacia abajo y vio varias figuras, dos pisos más abajo, al principio del pasillo iluminado. Cuatro mujeres discutían acaloradamente, señalando y gritando. Maia sintió que un escalofrío le recorría la espalda al oír una de las roncas voces. Reconoció una cara en sombras.

Baltha. La antigua mercenaria se encontraba junto a otra de las traidoras del Manitú, una var delgada que Maia conocía como Riss. Discutían con dos mujeres que Maia no había visto nunca. Para recalcar uno de sus argumentos, Baltha se volvió y señaló las escaleras, por lo que Maia se agachó y corrió detrás de sus compañeras. Evitar todo contacto con aquella var en concreto era su principal prioridad, ya que Baltha podría reconocerla al instante.

El grupo de Maia continuó internándose en la montaña. Cuando dejaron atrás la última luz eléctrica, sombras con zancos parecieron escapar de sus piernas y cuerpos, huyendo de las linternas como caricaturas animadas del miedo. A Maia le pareció que el efecto hacía burla de las breves preocupaciones de los vivos. Cada vez que una de las negras siluetas entraba en las habitaciones vacías, era como si un espíritu pródigo regresara a intercambiar saludos con las sombras de quienes habían muerto mucho tiempo atrás.

Si la experiencia había enseñado a Maia a soportar el agua, e incluso a disfrutar de las alturas, estaba segura de que su habituación a los profundos túneles nunca iría más allá de la tolerancia a regañadientes. Podía soportarlos, pero nunca encontraría atractivos tales lugares. Últimamente había empezado a preguntarse si a los hombres les sucedía lo mismo. Tal vez los construían porque no tenían más remedio.

Maia se inclinó hacia la guerrera con la que había intercambiado unas cuantas palabras antes.

—Uh, ¿adónde van… vamos a buscarlo ahora? —preguntó en voz baja.

Sus palabras parecieron deslizarse por las paredes.

—Arriba —replicó la hosca pirata—. Cinco, seis pisos. Hemos encontrado algunas ventanas que dan al mar y a la laguna. Tenemos que impedir que nadie entre o salga por ellas, ésas son las órdenes. También tenemos que buscar algún indicio de si ha llegado tan alto; pisadas en el polvo, y cosas así. Alégrate, tal vez nos llevemos la recompensa.

La var de cara roja que dirigía el grupo se volvió brevemente hacia la que hablaba con Maia; ésta hizo una mueca insultante cuando la líder volvió a darle la espalda.

—¿Y la habitación donde estaba? —preguntó Maia—. ¿No hay allí ninguna pista?

La mujer se encogió de hombros.

—Pregúntaselo a Baltha. —La saqueadora señaló hacia atrás con un leve movimiento de cabeza—. Todavía comprobaba la celda cuando todas las demás ya le habían echado un vistazo.

La saqueadora se estremeció, como si no le gustara recordar algo extraño, incluso aterrador.

Maia reflexionó mientras continuaban caminando en silencio. Claramente aquella expedición no la conducía a ninguna pista útil. ¿Pero cómo escapar?

Por fin, el grupo llegó al final del largo pasillo, donde un estrecho portal conducía a una escalera en espiral construida en el interior de un cilindro de piedra. Las mujeres tuvieron que entrar en fila india. Maia se quedó atrás, pasando su peso de una pierna a la otra. Cuando la jefa la miró, Maia se hizo la avergonzada y le tendió los rifles a la otra mujer.

—Tengo que… ya sabes.

La líder del pelotón suspiró, alzando una linterna.

—Esperaré.

Maia fingió mortificación.

—No. De verdad. Subir es sencillo. No hay forma de perderse, y además hay una barandilla. Os alcanzaré antes de que hayáis subido dos pisos.

—Mm. Bien, date prisa entonces. Si te quedas muy por detrás de la lámpara, te merecerás perderte.

La jefa se volvió y Maia se metió en una habitación vacía cercana. Cuando los pasos se perdieron en la distancia, salió y, con sólo un brillo distante para guiarse, volvió rápidamente sobre sus pasos. ¿Podría haberme escapado con un rifle?, se preguntó, y llegó a la conclusión de que había tomado la decisión adecuada. Nada habría provocado más sospechas y alarma. En aquellas circunstancias, el arma habría sido un inconveniente.

Pronto llegó al gran salón central y se asomó con cuidado. Dos guardianas seguían vigilando el lugar donde la hilera de luces giraba escaleras abajo. Maia tendría que pasar junto a ellas, y junto a Baltha y Riss, para llegar al lugar donde habían tenido encerrado a Renna antes de que éste desapareciera. Sin duda, aquél era el mejor lugar para buscar pistas.

¿Me atrevo? El plan parecía imprudente, más que audaz. Tal vez haya otra forma. Si todos los pasillos terminan en escaleras de caracol, puede que haya una al final del salón sur…

A sus oídos llegaron sonidos de conmoción. Maia se agachó junto a la balaustrada de piedra y vio cómo dos mujeres salían del puesto de guardia desde dos direcciones distintas. De abajo llegaron Baltha, Riss y dos vars altas, una de ellas con tanto aire de autoridad como Baltha. En el rellano, las cuatro se volvieron y miraron hacia el oeste, hacia la entrada del santuario, por donde apareció una sola figura precedida de una fina sombra. Maia se estremeció al reconocer la silueta.

—¿Me has mandado llamar, Togay? —preguntó la recién llegada a la saqueadora más alta, cuyos fuertes rasgos destacaban a la luz.

—Sí, Leie —dijo la comandante con un educado acento de Caria City—. Me temo que ahora ya no está en mis manos. Permanecerás encerrada hasta que encontremos al alienígena, y hasta que zarpemos.

La hermana de Maia tenía el rostro apartado de la luz. Con todo, su malestar quedó claro.

—Pero Togay, ya expliqué…

—Lo sé. Les dije que eres una de nuestras jóvenes más inteligentes y trabajadoras. Pero desde los acontecimientos de Grimké, y sobre todo de esta noche…

—¡No es culpa mía que Maia escapara! ¿No es suficiente que muriese por ello? ¡En cuanto al prisionero, desapareció sin más! Yo no estaba cerca…

La compañera de Baltha la interrumpió.

—¡Se te ha visto hablar con el Exterior, igual que tu hermana! —Riss se volvió hacia Togay, haciendo un movimiento cortante con la mano—. Todas las semillas son iguales. ¿No es eso lo que dicen? Puedes tener razón en que no sea una clónica, y supongo que no huele a policía. Pero ¿y si quiere vengar a su hermana? ¿Recuerdas cómo se opuso a que aniquiláramos a Corsh y los muchachos? Yo digo que la tiremos a la laguna, sólo para asegurarnos.

—¡Togay! —imploró Leie. Pero la mujer alta y de fuerte mandíbula la miró fijamente y sacudió la cabeza. Con expresión satisfecha, Baltha hizo un gesto a las dos guardianas, que avanzaron hacia la muchacha y la cogieron por los brazos. Los hombros de Leie se hundieron mientras se la llevaban. Las siete mujeres bajaron por las escaleras, dejando detrás un vacío polvoriento y silencioso.

Arrastrándose en silencio, atenta a cualquier sombra que pudiera traicionarla, Maia las siguió.

Un solo cable eléctrico continuaba hasta el piso inferior, con las bombillas bien separadas entre sí. Maia dejó que las saqueadoras y su cautiva cogieran una buena delantera antes de correr tras ellas en pequeños tramos, ocultándose en las sombras cada vez que alguna de las mujeres parecía sugerir siquiera que iba a darse la vuelta. Cuando se internaron en un corredor lateral, echó a correr y se detuvo en la esquina para echar una cautelosa mirada.

El grupo se detuvo delante de la primera de varias puertas metálicas, ante la que ya había otra pareja de guardianas. Esta vez, una de ellas iba armada con un arma de fuego de aspecto impresionante. Maia sólo había visto una así una vez. No era un rifle de caza que usaran para perseguir a seres humanos, sino una ametralladora automática fabricada para esparcir muerte en dosis masivas.

Hubo conversaciones en voz baja y tintineo de llaves. Cuando la puerta se abrió, Maia entrevió figuras en su interior que se agitaban sorprendidas. Empujaron a su hermana hacia dentro. Una saqueadora se rió.

—Sé amable con tus nuevos amigos, virgie. ¡Tal vez puedas quitarte el mote de encima antes de ahogarte con ellos!

—Cállate, Riss —ladró Baltha mientras Togay cerraba la puerta. Entonces, todas menos la segunda pareja de guardianas, recorrieron en fila los veinte metros restantes de pasillo y se metieron en una cámara cercana.

Desde su posición, Maia vio filas de bancos a lo largo de una de las paredes. Pudo ver a Baltha y a las demás deambulando por la habitación con la frustración pintada en sus rostros cada vez que reaparecían. Se oían gritos de furia y recriminaciones. Una vez, la voz de Baltha se elevó tanto que Maia pudo distinguir claramente:

—… de la ciudad no van a sentirse felices por esto! ¡En absoluto!

Maia estaba tan concentrada que apenas oyó los pasos hasta que resonaron a su espalda. Se le pusieron los pelos de punta cuando se dio cuenta, y se volvió rápidamente, lista para echar a correr. Vio acercarse una figura solitaria que entraba y salía de los círculos de luz. Resultó ser una mujer fornida de tez cetrina con el pelo rojo sujeto por un pañuelo del mismo color. Llevaba un cubo en cada mano y lucía una ancha sonrisa, además de un delantal sucio. La sonrisa dejó a Maia inmóvil, petrificada por la indecisión.

—Cielos, no hace falta que te acerques tanto, pajarito. ¡Las he oído discutir todo el camino desde el pasillo principal! ¿Qué les pasa ahora? ¿Han encontrado ya a su hombre de humo? ¿O planean tenernos despiertas toda la noche, buscando?

Maia forzó una sonrisa. Fingir ser su hermana sólo le valdría hasta que la noticia del arresto de Leie se extendiera… una cuestión de minutos, en el mejor de los casos.

—Me temo que toda la noche, sí —respondió con lo que esperaba fuera la nota adecuada de amarga resignación—. ¿Qué hay en los cubos?

La saqueadora se encogió de hombros mientras se acercaba y los depositaba en el suelo con un suspiro.

—La cena para los tipos. Llega tarde por culpa de toda la agitación. Algunas dicen que no vale la pena, dado lo que les espera. Pero yo digo que incluso un hombre tiene que ser alimentado antes de unirse con Lysos.

Las aletas de la nariz de Maia se ensancharon. Tenía aún menos tiempo de lo que pensaba. En cuanto la fregona entrara en la celda y viese a Leie, todo estaría perdido.

—Sé por qué estás aquí —confesó la otra mujer, acercándose un poco más.

—¿Ah, sí? —Maia acercó la mano al cinturón.

Un guiño.

—Buscas pistas. ¡Observas a las jefas y luego te pones en marcha rápidamente, a por la recompensa! —La var se echó a reír—. Muy bien. Yo también fui joven… llena de ideas de escarcha. Conseguirás fundar tu clan, niña del verano.

Maia asintió.

—Yo… creo que ya he encontrado una pista. Una que todas las demás han pasado por alto.

—¿De verdad? —La fregona se acercó, con los ojos relucientes—. ¿Cuál es?

—Harán falta dos para levantarla —confesó Maia—. Ven, te la mostraré.

Señaló la puerta más cercana, empujando a la ansiosa mujer hacia delante. Mientras la seguía, con la mano derecha Maia se sacó la porra del cinturón y la usó.

Después, a pesar de todas las razones válidas que tenía para haberlo hecho, siguió sintiéndose culpable y despreciable.


La habitación oscura no estaba completamente vacía; quedaban en ella indicios de su pasado. Estantes desnudos de piedra y restos de antiguos anaqueles de madera probaban que, hacía mucho tiempo, pudo haber contenido una biblioteca importante. A excepción de algunos trozos ondulados de antiguas tapas de cuero, todo lo que quedaba de los libros era polvo. Tras arrastrar el cuerpo inconsciente de la cocinera al interior y coger rápidamente los cubos, Maia se cambió de casaca y cogió el pañuelo de su víctima; se lo ató bajo, casi sobre sus ojos. Terminó a tiempo de oír acercarse voces y pasos. Desde las sombras, Maia contó las figuras que pasaban de largo, de vuelta hacia las escaleras. Seis mujeres, aún discutiendo. De cerca, Maia pudo ver la furia ardiendo en los ojos de Baltha.

—… no se contentarán con recibir sólo una cajita llena de mierda de alien. ¡Algunos bichos sacados de la tripa de un Exterior podrían ayudar a derribar un clan o dos, pero necesitamos también un acuerdo político, para protegernos! Sin su tecnología, no importa cuántas malditas clónicas mueran…

Sus voces se apagaron. No obstante, Maia se obligó a esperar, aunque sabía que le quedaba poco tiempo. El primer grupo, el que la había encontrado a bordo del Manitú, no tardaría en informar de la desaparición de «Leie». Eso haría que las piratas se preguntaran cómo una muchacha podía estar en dos lugares al mismo tiempo.

Con el corazón martilleándole en el pecho, Maia se bajó aún más el pañuelo, cogió los cubos de comida, y salió de la habitación oscura. Se acercó a la esquina, la dobló, y procuró adoptar un paso cansino mientras se acercaba a las dos fornidas vars que guardaban la puerta cerrada. Intentando calmar su frenético pulso, Maia se recordó que tenía una ventaja. Las guardianas no tenían motivos para esperar peligro en forma de mujer. Aún más, su llegada tan poco tiempo después de la partida de sus líderes implicaba que debía de haberse cruzado con ellas en el camino. También eso reduciría la vigilancia. Sin embargo, oyó un chasquido de advertencia, y vio que la guerrera del arma automática alzaba ésta de la manera tierna pero firme con que las mujeres solían sostener a sus bebés. Maia sólo había oído rumores de máquinas asesinas semejantes, hasta que tuvo cuatro años y por fin supo cuántos secretos guardaba el mundo.

Recordó una breve imagen de un portal que se abría por fin para revelar lo que las madres y hermanas Lamai no querían que viera nadie. A la luz de las muchas cosas de las que Maia había sido testigo desde entonces, lo que aquel día le había parecido tan horrible no pasaba de ser aburrido y mundano. La ironía era más que suficiente para hacerla reír. O llorar.

Maia no podía malgastar tiempo ni concentración en ninguna de las dos cosas. Siguió avanzando, la cabeza gacha, y murmuró en voz baja:

—Bazofia para los tipos.

La mujer que empuñaba el arma se echó a reír.

—¿Por qué seguimos molestándonos?

Maia se encogió de hombros, meciéndose de un lado a otro, como si estuviera fatigada.

—¿Y a mí qué me cuentas? Deja que me libre del olor.

La segunda guardiana apoyó su bastón de combate en un hombro, y con la mano libre alzó unas llaves tintineantes.

—No sé —comentó—. Me parece una lástima desperdiciar a todos esos muchachos. Dentro de poco caerá escarcha. Podríamos pasarla, y hacer un fuego grande y bonito…

—Oh, cállate, Glinn —dijo la guardiana del rifle de asalto, mientras se colocaba detrás y a la izquierda de Maia, dispuesta a disparar a cualquiera que intentara salir de la celda—. Te colocarás del todo y…

Maia se había estado preparando. Cuando la puerta se abrió, avanzó un paso y luego hizo volar el cubo de la mano derecha en arco, dirigiéndolo contra la guardiana del arma.

Los ojos de la mujer apenas demostraron sorpresa antes de que el cubo la alcanzara en el estómago, derribándola sin un sonido. ¡Una menos!, pensó Maia, alborozada.

Y prematuramente. La dura saqueadora, aturdida e incapaz de respirar, clavó una rodilla en tierra y trató de apuntar a Maia con su arma… sólo para desplomarse cuando el segundo cubo la golpeó en la nuca con un profundo crujido.

Maia aceleró su movimiento oscilatorio, soltando el cubo para que volara contra la segunda guardiana, que ya esgrimía el bastón. Con la gracia de una soldado entrenada, esquivó el cubo, que chocó contra la puerta, esparciendo sopa marrón como una fuente. Maia atacó, y recibió un golpe en el hombro antes de clavarse en el vientre de la pirata y hacer que ambas cayeran al suelo, dentro de la habitación.

Segundo a segundo, la lucha se convirtió en una sucesión confusa de puñetazos; sus propios golpes parecían ineficaces, mientras que su oponente era una experta. Desesperada, Maia se apretó contra su enemiga, pero ésta la empujó, consiguiendo espacio suficiente para alzar su bastón. Un ramalazo de dolor barrió el costado izquierdo de Maia. Otro golpe la alcanzó debajo de la rodilla.

Maia era débilmente consciente de que había figuras cerca. Unos hombres de aspecto macilento intentaron ayudarla, pero estaban encadenados a dos filas de bancos que bordeaban las paredes. Mientras tanto, el caliente aliento de la pirata quemaba el rostro de Maia con su olor a cebollas; la manchó de saliva mientras luchaban por el bastón. No puedo aguantar, comprendió desesperada.

De repente, otras manos aparecieron de la nada y rodearon el cuello de la saqueadora. Con un aullido, la enemiga de Maia la apartó. Un mandoble del afilado bastón estuvo a punto de alcanzarla, luego el arma voló cuando la bandida la soltó para agarrar a su nueva atacante, una mujer mucho más pequeña que se agarró a su espalda como una gata salvaje. Aunque su cuerpo agotado se negaba, Maia se obligó a realizar un último esfuerzo. Jadeando de fatiga, se lanzó hacia delante y, con una serie de fieros tirones, su aliada y ella consiguieron por fin poner a la guardiana al alcance del capitán Poulandres y sus hombres.

Cuando todo acabó, permanecieron tendidas juntas en el suelo, jadeando. Finalmente, la hermana de Maia le cogió la mano y apretó.

—Muy bien —dijo Leie entre jadeos; Maia no había visto una expresión tan contrita en su rostro en todos sus años de crecer juntas—. Supongo que mi plan no… funcionó tan bien. Oigamos el tuyo.


La esquina cercana desde la que Maia había espiado a Baltha y Togay les proporcionaría un buen punto de tiro hacia el otro lado. Sin embargo, al principio Poulandres se mostró reacio. Los otros hombres y él eran valientes, estaban furiosos y eran plenamente conscientes de lo que les esperaba si volvían a capturarlos. Sin embargo, ninguno quería tocar el rifle automático.

—Mira, es bastante simple. Ya había visto otro. Sólo hay que levantar esta palanca…

—Ya veo cómo funciona —replicó Poulandres. Entonces negó con un gesto de cabeza y alzó una mano—. Mira, te estoy agradecido… Os ayudaremos en todo lo que podamos. ¿Pero no puede una de vosotras dos manejar esa cosa? —Disgustado, apartó la mirada de la máquina de metal.

Antes de conocer a Renna, Maia podría haber reaccionado de manera distinta ante su conducta: con incomprensión, o con desdén. Ahora sabía cómo las pautas establecidas por Lysos habían ido reforzándose a lo largo de miles de años, en parte a través de mitos y condicionamientos, y también de forma genética y visceral, de forma que los hombres tendían a repudiar la violencia contra las mujeres.

Sin embargo, los humanos son seres flexibles. La esencia guerrera no estaba anulada, sólo reprimida, moldeada, controlada. Haría falta una fuerte motivación para persuadir a un hombre decente como Poulandres de que matara, pero Maia no tenía duda de que podía hacerse.

Cerca, los demás hombres de la tripulación se frotaban los tobillos, magullados por las cadenas que los habían sujetado a los bancos de piedra situados en forma de cuenco en aquel lugar parecido a un coso. Tres mujeres medio inconscientes languidecían ahora en aquel lugar, amordazadas. Unos cuantos hombres picoteaban con disgusto uno de los cubos volcados. Alguien debería intentar conservar la comida, pensó Maia. Podría esperarles un largo asedio.

Otros asuntos debían resolverse primero.

—No tengo tiempo para esto —le dijo a Leie—. Explícaselo tú. ¡Y no te olvides de buscar otras escaleras en este piso! No queremos que nos sorprendan.

—Muy bien, Maia —respondió Leie, sumisa. No habían tenido tiempo para estar juntas más que un instante, mientras se recuperaban de la lucha. Maia tampoco estaba preparada para una reconciliación completa. Habían pasado demasiadas cosas desde que aquella lejana tormenta separó a un par de veraniegas soñadoras. Con el tiempo, quizá considerara la posibilidad de volver a confiar de nuevo en Leie, suponiendo que su hermana se lo ganara.

Sujetando torpemente la horrible arma de fuego, Leie escoltó a Poulandres y a varios tripulantes pasillo abajo. También Maia tenía una misión que cumplir. Pero cuando se puso en marcha, un tirón en la pierna la detuvo.

—¡Espera un segundo! —ordenó el médico de a bordo, que terminaba de vendarle el tobillo con pedazos de tela rasgada—. Ya está, ésa es la peor. En cuanto a tus otras heridas…

—Tendrán que esperar. —Maia terminó perentoriamente la frase, sacudiendo la cabeza de una forma que no daba pie a protestar—. Gracias, Doc —dijo, y se marchó cojeando del coso—prisión. En la puerta, giró a la izquierda y se encaminó hacia la segunda habitación grande, donde antes había visto discutir a Baltha y a las otras comandantes saqueadoras. Un varón la acompañaba, el grumete que había formado parte del equipo contrario en el Juego de la Vida a bordo del Manitú. Él mismo había elegido poner a Maia al día acerca de lo sucedido desde que fue abandonada con Naroin y las marineras en la isla de Grimké.

—Al principio mantuvieron al Hombre de las Estrellas con nosotros —explicó el muchacho—. Nos pusieron a todos juntos en una parte diferente del santuario, más cerca de la puerta. Pero él no dejaba de dar la lata diciendo que necesitaba el juego. ¡Siempre el juego! Eso nos extrañó mucho, sobre todo porque aún tenía ese tablero electrónico suyo. Pero decía que no era lo bastante bueno. Necesitaba más. Dijo que no comería ni hablaría con las saqueadoras hasta que nos trasladaran a todos aquí, donde se encontraban los viejos patios de competición.

Maia se detuvo en la entrada de la segunda habitación. Esperaba otra cámara como la primera: un gran anfiteatro ovalado rodeando una extensión de líneas entrecruzadas. Pero esta sala era diferente. Había bancos en ella, sí, que descendían formando semicírculos cada vez más pequeños. Sólo que esta vez sus filas se orientaban hacia una gran pared desnuda con una plataforma y un estrado. La sala le recordó un salón de conciertos o de conferencias, como el Edificio Cívico de Puerto Sanger.

—Todos pensamos que estaba loco. —El grumete continuó con su historia de Renna—. Pero le seguimos el juego, sabiendo que con su conducta molestaba a las guardianas. Así que el capitán les dijo que también nosotros necesitábamos el juego, por razones religiosas. —El muchacho se echó a reír—. Así que fueron a buscar al barco nuestros libros y piezas, y nos los trajeron al coso donde nos encontraste.

—Pero luego trajeron a Renna a este otro —apuntó Maia.

—Sí. Al cabo de un par de días, empezó a quejarse otra vez… que si nuestros ronquidos, que si nuestra compañía… Se comportaba como un verdadero quejica remilgado. Así que lo trasladaron a la habitación de al lado. No oímos más quejas después de eso, así que supusimos que debía de ser feliz.

—Ya veo.

Maia maldijo por dentro. Después de oír que Renna había desaparecido de un modo que ninguna de las saqueadoras podía imaginar ni duplicar, su primer pensamiento fue que debía de haber encontrado otra de las esculturas de metal rojo, cubierta de arcanos símbolos hexagonales. Una puerta—laberinto explicaría muchas cosas, y sería natural que confundiera a las piratas al tiempo que permitía escapar a Renna. Y, naturalmente, su propia experiencia le daría también ventaja.

Pero no había nada de metal rojo. Ningún acertijo de símbolos móviles. Sólo fila tras fila de bancos. El único otro rasgo digno de mención eran las frases talladas que cubrían todas las paredes, menos la que se alzaba detrás del estrado, con epigramas en el dialecto litúrgico del Cuarto Libro de Lysos. Por lo demás, era sólo un maldito y desierto salón de conferencias.

Maia miró a su alrededor mientras bajaba por el pasillo, entre los bancos, preguntándose por qué Renna se había esforzado tanto para que lo trasladaran allí.

—¿Qué es este sitio? —preguntó el grumete, asombrado—. No es un coso de Vida. Ni un terreno de juego. ¿Rezaban aquí?

Maia sacudió la cabeza, aturdida.

—Tal vez, con todas esas inscripciones en las paredes… aunque estoy segura de que no todas esas líneas son textos sagrados.

—¿Entonces qué…?

—Ahora cállate, por favor. Déjame pensar.

El muchacho guardó silencio, mientras Maia fruncía el ceño y se concentraba.

Renna escapó de aquí. Ése es el dato clave. Podemos suponer que las saqueadoras lo registraron de arriba abajo en busca de puertas ocultas y pasadizos secretos, así que no te molestes en repetir ese esfuerzo. En cambio, trata de seguir el razonamiento de Renna.

Primero, ¿cómo sabía que tenía que ser trasladado aquí? Se tomó muchas molestias para conseguirlo.

Aunque Renna, como ella, había estado antes encarcelado en un santuario, nada de esa experiencia anterior podía haberle llevado a prever un lugar como éste.

A la propia Maia le habría costado trabajo creer lo que veía si no hubiera visto antes la cercana catacumba de defensa.

Tengo que resolver esto, y más rápido que él. Las saqueadoras se volverán locas cuando averigüen lo que hemos hecho.

Otro aguijonazo aumentó su ansiedad.

Con todo el mundo en alerta de guerra, seguro que localizarán a Brod cuando intente bajar. Lo abatirán como a un indefenso conejo—alado.

Concentrándose, Maia intentó mirar la sala con otros ojos, para ver qué había visto Renna.

Pasó unos minutos rebuscando entre las mantas y la paja apilada allí donde él debió de tener su cama, deshecha ya por las otras mujeres que habían buscado pistas antes que ella. Maia siguió avanzando, sin encontrar nada de interés hasta que su mirada se volvió una vez más hacia los epigramas cincelados que recorrían las paredes laterales y la posterior. Conocía bien algunos, pues se los había aprendido de memoria durante las largas y tediosas horas pasadas en la Capilla Lamatia, cuando entonaban pesadas letanías a Madre Stratos.


…εη(οητrαr |ο qυε εζτα ο(υ|το…
βαjο εχτrαñαζ εζτrε||αζ ρεrδιδαζ

Lo que, escrito en letra normal, se traducía así:


… encontrar lo que está oculto… bajo extrañas estrellas perdidas

Maia hizo una mueca. Era una imagen apropiada, ya que tal vez no viviera para volver a ver las estrellas. Me pregunto qué hora será, se dijo mientras se volvía para escrutar las paredes. Entonces se detuvo, observando una zona anómala.

A pesar de sus heridas, Maia corrió escaleras abajo, y luego sorteó el escenario semicircular central. Le había parecido ver ordenadas manchas marrones allí donde las líneas de símbolos inscritos se acercaban a la pared delantera, carente de adornos. No eran letras. A Maia le resultaban mucho más interesantes.

—¿Qué te parece? —le preguntó al grumete, señalando el puñado de manchas situado justo debajo de uno de los arcanos símbolos del alfabeto litúrgico. El joven entornó los ojos, y Maia deseó fervientemente que Brod estuviera allí en su lugar.

—No lo sé, señora. Parece que alguien tiró la comida. La misma bazofia que la nuestra, supongo.

—Fíjate con más atención —insistió Maia—. No la tiró. La utilizó. ¿Ves? Puntos cuidadosamente pintados… un puñado, bajo una sílaba. Y aquí hay otro grupo.

Maia contó. Había un total de dieciocho grupitos de puntos, ninguno de ellos igual.

—¿Ves? No se repite ninguna letra. ¡Cada símbolo del alfabeto tiene su propio conjunto único! ¿No es interesante?

—Uh… si usted lo dice, señora.

Maia sacudió la cabeza.

—Me pregunto cuánto tiempo tardó en hacerlo.

Consideró la situación de Renna. Prisionero por segunda vez en un mundo extraño, aburrido de muerte, desesperado y exhausto, debía de haber contemplado las enigmáticas frases hasta que se mezclaron con las manchas que flotaban bajo sus párpados cargados. Sólo entonces debió de ocurrírsele jugar a un juego, usando las palabras talladas como puntos de partida. Pero primero las palabras escritas debían ser transformadas en…

Unos súbitos gritos llegaron desde el pasillo. Maia se dio la vuelta, y segundos más tarde apareció un hombre en la entrada del coso, agitando los brazos vigorosamente. .

—¡Tres de las zorras acaban de doblar la esquina y han caído en nuestras manos! La mala noticia es que gritaron antes de que pudiéramos amordazarlas. Se cuece jaleo en las escaleras. El capitán dice que pronto tendremos problemas.

Maia asintió con un breve ademán, y volvió a contemplar las primitivas marcas de la pared. Renna debió de utilizarlas como código de referencia, mientras trabajaba en esta sala.

¿Pero trabajar en qué? Aún tenía consigo su tablero de juego electrónico (que las saqueadoras no habían considerado más que un juguete), así que podía haber probado incontables combinaciones de puntos y de reglas para manipularlos. Muy bien, imagínatelo jugueteando con los símbolos de la sala donde los prisioneros y él estuvieron primero. Supongamos que se enteró de algo por las escrituras de las paredes. Se enteró de que, en alguna otra parte del santuario, había un lugar mejor… y se las arregló para que lo llevaran a ese sitio. Muy bien, ¿y luego qué?

Eso aún dejaba por resolver la cuestión del modo. Un juego intelectual era una cosa. Atravesar paredes era otra muy distinta. Incluso la puerta que se había alzado ante Maia y Brod en la cueva marina contenía un enigma con un propósito claro: servir de combinación a la cerradura que abría la puerta. Al observar esta habitación, no vio nada parecido a una puerta. No había otra forma de salir de ella más que el camino por el que habían entrado. Ninguna en absoluto.

—¡Ah! —exclamó Maia, cerrando los puños. Le dolían el costado izquierdo y la pierna y empezaba a tener jaqueca. Sin embargo, de algún modo debía rehacer los pasos mentales seguidos por un alienígena tecnológicamente avanzado, sin tener siquiera acceso a las mismas herramientas que él poseía.

Gruñendo, se sentó en uno de los bancos de la primera fila, y hundió la cabeza entre las manos. Ni siquiera levantó sus cansados ojos cuando una salvaje descarga de fusil sacudió las paredes, haciendo que el antiguo polvo flotara en suaves velos.


—Creo que ya se lo he hecho entender a Poulandres. Por el momento tirará a no dar, una bala cada vez. Eso las detendrá. En caso de que nos ataquen, creo que hará lo que sea necesario.

Leie estaba sentada junto a Maia, a medio metro de distancia. Su voz era vacilante, como si no estuviese segura de que quisieran oírla. Leie había empezado a hablar dos veces, y Maia estaba convencida de que iba a comentarle lo sucedido entre ambas, su larga separación y el pesar que sentía por la forma en que había llevado su relación. No llegó a pronunciar esas palabras, aunque el esfuerzo bastó para aliviar parte de la tensión. En el fondo de su corazón, Maia sabía que probablemente no obtendría otra disculpa. Ni tampoco la exigiría.

—¿Y bien? —resumió Leie con voz forzada—. ¿Qué hará falta para saber qué ha pasado aquí?

Maia suspiró pesadamente, sin saber por dónde empezar.

Comenzó resumiendo la clave cifrada que Renna había dibujado en la pared, cómo cada puñado de puntos probablemente representaba una disposición de piezas de un tablero del Juego de la Vida. O, más probablemente, una variante del juego que difería en su detallada ecología. Maia podía percibir que cada configuración trazada en la pared podría ser contenida en sí misma con el sistema de reglas adecuado, aunque era difícil explicar cómo lo sabía.

Mientras se lo contaba a Leie, fueron interrumpidas dos veces más por sonoros informes: simples tiros de advertencia, disparados para mantener a las saqueadoras a raya. No había gritos que indicaran un ataque a gran escala, así que ninguna de las dos se movió. La embelesada atención de Leie animó a Maia a acelerar su historia, y pasó rápidamente por alto la violencia, el tedio y el peligro de los últimos meses, pero reveló su sorprendente descubrimiento de un talento, un talento que se basaba en un extraño reino intelectual y artístico.

—¡Lysos! —susurró Leie cuando supo los datos esenciales—. ¡Y yo que pensaba que me habían pasado cosas raras! Después de enterarme de que desembarcaste en Grange Head y de que tenías un trabajo seguro en Valle Largo, decidí permanecer embarcada durante algún tiempo con… —Se detuvo y sacudió la cabeza—. Pero eso puede esperar. Continúa. ¿Nos ayudará este asunto de la Vida a descubrir cómo salió Renna de una habitación cerrada y sin otra salida?

Maia se encogió de hombros.

—¡Ya te digo que no! Oh, el juego puede transmitir datos, como un lenguaje transformado en otro tipo de sistema de símbolos. Renna debe de haber traducido algunas de las frases de las paredes… tal vez por el contexto de algo que aprendió en la Gran Biblioteca, en Caria.

»¡Pero aunque tengas información, y sepas cómo leerla, sigues necesitando un modo de actuar! Aplicar esos datos al mundo real. Hacer que se produzcan hechos físicos.

—Como salir de la cárcel.

—Exactamente. Como salir de la cárcel.

Leie se levantó y se detuvo junto a la primera fila de bancos, ante el escenario semicircular donde se levantaba un atrio rectangular de piedra pulida.

—Después de que desapareciera, la mayoría de nosotras registró por turnos esta sala —dijo—, esperando encontrar paneles secretos y cosas así. No es que yo intentara serles útil, no después de que matasen al capitán Corsh y a sus hombres… y sobre todo después de que creyera que te habían volado en pedazos… —Leie cerró brevemente los ojos, el recuerdo del dolor escrito en su rostro—. Ante todo, buscaba una forma de seguir a Renna, de escapar también. Por eso puedo decirte que no hay ningún panel secreto. Al menos ninguno que yo pudiera descubrir. Sin embargo, advertí un par de cosas.

El sombrío estado de ánimo de Maia impidió que ésta alzara la cabeza y dejase de mirarse las manos.

—¿Qué advertiste? —preguntó, deprimida.

—Levanta el culo y ven a verlo por ti misma —replicó Leie, con un atisbo de su antigua brusquedad. Maia frunció el ceño, pero se levantó y se acercó. Leie la esperaba junto al amplio atrio; señaló una fila de diminutos objetos empotrados a un lado del gigantesco bloque de piedra. Algunos parecían botones. Otros eran pequeños agujeros de bordes metálicos.

—¿Para qué sirven? —preguntó Maia.

—Esperaba que tú me lo dijeras. Cada una de nosotras intentó pulsarlos. Los botones chasquean como si tuvieran que hacer algo, pero no pasa nada.

—Tal vez servían para encender las luces. Lástima que no haya energía en el santuario.

Por falta de tiempo, Maia había pasado por alto los detalles sobre las catacumbas militares que Brod y ella habían explorado, y que aún zumbaban con titánicas energías. Maia daba por supuesto que las dos redes de cuevas artificiales estaban completamente separadas, con el fin de que las eremitas y buscadoras de tesoros que recorrían esta parte nunca se toparan con las ocultas instalaciones defensivas emplazadas justo al lado.

—He dicho que no pasa nada —replicó Leie—. Eso no quiere decir que no haya energía.

Maia se quedó mirando a su hermana.

—¿A qué te refieres?

En ese momento sonó otro disparo cuyo eco repercutió dentro de la cámara e hizo que los dientes de Maia castañetearan. Las dos muchachas esperaron, y suspiraron cuando no se escucharon más tiros. Con un dedo, Maia señaló un par de diminutas anillas de metal, situadas a un centímetro de distancia, en el borde del atril, cerca de los botones. Las anillas rodeaban unos agujeros pequeños y profundos. Maia apretó el dedo contra una, y levantó la cabeza, perpleja.

—No siento nada.

—¿Tienes un trozo de metal? —preguntó Leie—. ¿Como una vara de dinero? Medio crédito valdrá.

Maia sacudió la cabeza. Entonces recordó.

—Tal vez tenga algo.

Con la mano derecha soltó la funda de cuero del sextante portátil que llevaba en el antebrazo izquierdo. Torpemente, sacó el diminuto instrumento.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Leie, observando abrirse la tapa con el grabado del zep’lin. Maia se encogió de hombros.

—Es complicado. Digamos que de vez en cuando me resulta útil.

Desplegó los brazos. Uno de ellos terminaba en una punta afilada (normalmente se utilizaba para leer los números de una rueda medidora), que podía volverse hacia fuera. Parecía lo bastante estrecha para usarla como sonda.

—Bien —dijo Leie—. No voy a decirte que fui la única que tuvo la idea y se puso a buscar electricidad. Otras lo intentaron, y no sintieron nada. Pero se me ocurrió que tal vez la corriente era demasiado baja para ser detectada con la mano. ¿Recuerdas cómo comprobábamos aquellas lastimosas baterías salinas tan flojas que la Sabia Madre Claire nos hacía fabricar en clase de química? Bueno, pues hice lo mismo aquí. Cuando no miraba nadie, inserté una vara de monedas y toqué el metal con la lengua.

—¿Sí? —preguntó Maia, cada vez más interesada, mientras insertaba la estrecha punta en uno de los diminutos agujeros.

—¡Sí! Te juro que se nota un leve cosquilleo de…

La voz de Leie se apagó cuando vio lo que pasaba. También Maia contemplaba asombrada el pequeño sextante.

En el centro de su arañada y erosionada superficie, una ventanita en blanco había cobrado vida, quizá por primera vez en siglos. Parpadearon letras diminutas e imperfectas, a las que faltaban esquinas y bordes, hasta que se fijaron en un brillo constante.


…εη(οητrαr |ο qυε εζτα ο(υ|το…

—¡Gran Madre de vida!

La exclamación hizo que ambas muchachas levantaran la cabeza del asombroso espectáculo. Todavía parpadeando por la sorpresa, Maia vio que el capitán Poulandres y uno de sus oficiales se encontraban en la puerta, en lo alto del pasillo, observando con expresión aturdida.

El pensamiento inicial de Maia fue pragmático: ¿Cómo han podido ver el sextante desde tan lejos?

—Yo… —Poulandres deglutió con dificultad— venía a deciros que las piratas quieren hablar. Dicen… —Sacudió la cabeza, incapaz de concentrarse en su urgente mensaje—. Por Lysos y el mar, ¿cómo habéis conseguido hacer eso?

Maia comprendió que el capitán no podía ver las diminutas letras que brillaban en la cara del sextante. Debía de estar mirando otra cosa. Algo alto, y a su espalda. Juntas, como tiradas del mismo hilo, la dos gemelas se volvieron, y abrieron la boca al unísono.

Allí, cubriendo la enorme pared frontal del salón, había un inmenso entramado de líneas microscópicas sobre las que danzaban partículas multicolores, innumerables, más pequeñas que motas. Un espectáculo orgiástico y colorista de pautas que fluían en corrientes, remolinos, junglas de simulada estructura y confusión… caos y orden… muerte y vida…

A pesar de todas sus aventuras y de su experiencia, algunos aspectos del carácter están demasiado arraigados para que una cambie. Una vez más, fue Leie la primera en recuperarse para comentar con una voz seca y ronca, mirando de reojo a Maia:

—Uh. Eureka… ¿no?


El efecto fue aún más espectacular cuando, poco después, las piratas trataron de intimidar a los fugados cortando la luz. Ya no fluía energía a través de la sarta de bombillas eléctricas. Sin embargo, los miembros de la tripulación del Manitú que no estaban de guardia se habían reunido a esas alturas en la antigua celda de Renna, bajo la tormenta de formas de colores que giraban lentamente sobre la «Pared de Vida», como la llamaban. Los hombres permanecían sentados en grupos, o arrodillados ante la muestra, abriendo sus preciados libros de referencia, pasando páginas bajo el suave brillo multiespectral, y discutiendo. Aunque habían confirmado que las dieciocho pautas simples formaban parte de aquel particular pseudomundo, ni siquiera el jugador más experto era capaz de encontrarle un sentido al panorama de formas giratorias.

—Es magia —concluyó el cocinero jefe, asombrado.

—No, no es magia —replicó el médico de a bordo—. Es mucho más. Es matemática.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó un joven alférez al que Maia había conocido en el Manitú, hablando con acento de clan superior y tratando de parecer hastiado—. Las dos cosas son sistemas de símbolos. Te hipnotizan con abstracciones.

El viejo médico sacudió la cabeza.

—No, muchacho, te equivocas. Como el arte y la política, la magia consiste en persuadir a los demás para que vean lo que tú quieres que vean, haciendo encantamientos y agitando los brazos. Siempre se basa en la idea de que la fuerza de voluntad del mago es más fuerte que la naturaleza.

Los colores del techo dibujaron reflejos móviles en la calva del viejo cuando éste se rió a carcajadas.

—¡Pero a la naturaleza le importa un bledo la fuerza de voluntad de nadie! La naturaleza es demasiado fuerte para ser doblegada, y demasiado justa para caer en favoritismos. Es tan cruel e implacable con un clan materno como con el más bajo var. Sus reglas se aplican a todo el mundo. —Sacudió la cabeza, suspirando—. Y ama profundamente las matemáticas.

Contemplaron en silencio las asombrosas figuras giratorias. Finalmente, el joven alférez se quejó enfadado.

—¡Pero los hombres no son buenos matemáticos!

—Eso nos han dicho —respondió el médico con voz grave—. Eso nos han dicho. .

Oyendo la conversación, Maia comprendió que los tripulantes le serían de escasa ayuda. Como ella, carecían de formación en las elevadas artes en las que debía basarse aquel prodigio. Su amado juego estaba bien, pero las sencillas simulaciones de Vida que jugaban en los barcos y santuarios modernos no eran más que trucos secretos acumulados e intuición. Era como un cuenco de agua en comparación con el gran mar que tenían delante. Ella había intentado mirar los puntos individuales, para descifrar las reglas del juego posición a posición. Al principio creyó poder distinguir un total de nueve colores, que respondían cuatro veces tan poderosamente a los vecinos más cercanos como a los siguientes, y así sucesivamente. Luego miró con más atención, y advirtió que cada punto estaba formado por una masa de manchas más pequeñas, cada una interactuando con las que la rodeaban. A distancia, la combinación producía la ilusión de ser una mancha sólida.

—Maia… —Era la voz de Leie, acompañada de un golpecito en su hombro. Se dio la vuelta. Su hermana señaló el fondo del salón, donde un mensajero corría velozmente escaleras abajo. Era un riesgo, dada la iluminación siempre cambiante. El grumete llegó sin aliento. Sólo tenía tres palabras para Maia.

—Ya vienen, señora.

No fue fácil apartarse de la deslumbrante pared. Estaba segura de que sería más útil allí. Pero después de varios intentos, las saqueadoras enviaban por fin una delegación. Poulandres insistió en que Maia se uniera a él para hablar en nombre de los fugados.

—¿Por qué no lo haces tú mismo? —había preguntado antes, a lo que él había respondido enigmáticamente:

—Ningún viaje llega a puerto sin capitán. Ningún cargamento se vende sin propietaria. Es necesario.

Poulandres se reunió con ella en la puerta. Lentamente, en consideración a la cojera de ella, se acercaron a la esquina estratégica. Los colores cambiantes los siguieron y Maia no dejaba de mirar hacia atrás, como atraída por una fuerza palpable. Tuvo que hacer un esfuerzo para liberarse. Las perspectivas de tener éxito en la negociación no parecían buenas, y así se lo había dicho al oficial.

—Sí. Ningún bando puede atacar sin afrontar graves pérdidas. Por ahora, estamos en tablas, pero nosotros nos encontramos atascados en un callejón sin salida. Con el tiempo suficiente, podrán superarnos de varias formas.

—Así que es una sentencia de muerte. ¿De qué tenemos que hablar, entonces?

—De muchas cosas, muchacha. Las piratas saben que pasa algo ahí abajo. No nos atacarán hasta que lo hayan intentado primero con la persuasión.

Maia y el capitán encontraron al navegante del barco en la esquina, con el rifle, atento a un leve resplandor que dejaba entrever el lejano tramo de escaleras. Las saqueadoras conservaban aquella luz para poder detectar cualquier ataque efectuado por los hombres. Por otra parte, una carga por sorpresa en la oscuridad podría costarles su ventaja en armas, número y posición. El callejón sin salida se sostenía, por ahora.

Dos leves manchas se destacaron contra la distante penumbra. Incluso al máximo de su adaptación a la oscuridad, los ojos de Maia tardaron algún tiempo en discernir dos siluetas femeninas que se acercaban a buen ritmo.

—¿Preparada? —preguntó Poulandres. Maia asintió, reacia, y ambos se pusieron en marcha mientras el navegante los cubría con el rifle. Ahora que era cuestión de proteger a sus camaradas, ella estaba segura de que el oficial podría sobreponerse a sus reparos, si era necesario. Al otro lado, las tiradoras sin duda apuntaban más allá de sus emisarias.

Las difusas siluetas cobraron forma, convirtiéndose en brazos, piernas, cabezas, rostros. Maia a punto estuvo de detenerse en seco cuando reconoció a Baltha. La otra delegada era la mano derecha de la líder pirata, Togay. Maia tragó saliva y consiguió seguir caminando, medio paso detrás del capitán, a su derecha.

Los dos grupos se detuvieron a varios metros de distancia. Baltha sacudió la cabeza, un roce de pelo corto y rubio.

—Bien. ¿Qué demonios pensáis que estáis haciendo? —preguntó.

—No mucho —replicó Poulandres con desgana—. Permanecer con vida, sobre todo. Durante un tiempo.

—Durante un tiempo, sí. Todavía seguís aquí, así que no finjáis haber encontrado una salida secreta. ¿Qué te apetece, capitán? ¿Quieres que tus hombres mueran por el fuego o por el agua?

Maia venció su boca seca.

—No creo que vayáis a usar nada de eso.

—¡Manténte apartada de esto, minucia! —replicó Baltha—. Nadie te ha preguntado nada.

Poulandres contestó en un tono tranquilo, grave y helado.

—Sé amable con nuestra propietaria adoptada.

Maia luchó contra su reacción natural, la de girarse y mirar al hombre, que hablaba como si aquello fuera una negociación sobre un cargamento en disputa. Claramente, su finta tenía por objetivo conmocionar a sus enemigas.

¿Ésta? —preguntó Baltha, señalando a Maia, tan incrédula como Poulandres pudiera haber deseado—. ¿Esta basura veraniega única? Es aún más inútil que su hermana muerta.

—Baltha, usa los ojos —dijo Maia tranquilamente—. No estoy muerta del todo. Y por cierto, ¿desde cuando una robamierdas como tú se dedica a poner motes a las demás?

¿Robamierdas…? —Atragantándose con la palabra, Baltha se detuvo bruscamente y la miró. Avanzó involuntariamente y jadeó—. ¿Tú?

El placer pudo más que la reserva de Maia.

—Siempre tan rápida aprendiendo, Baltha. Enhorabuena.

—Pero vi cómo volabas…

—¿Volvemos al tema que nos ocupa? —interrumpió el capitán Poulandres, en el momento más apropiado—. Cada bando tiene ciertas necesidades urgentes, y otras a las que cabe renunciar. Yo, por ejemplo, tengo una necesidad personal de ver cómo os cargan de cadenas y acabáis trabajando como lúgars en la granja de rehabilitación de un templo. Pero admito que es más prioritario, pongamos por caso, salir de este lío con todos mis hombres vivos —sonrió sin ganas—. Dime, ¿qué es lo que vosotras más deseáis, y a qué renunciaríais por conseguirlo?

Baltha siguió mirando a Maia. Por eso fue la otra mujer la que respondió con un claro acento de la costa de Méchant.

—Queremos al Exterior. No renunciaremos a su recuperación. Todo lo demás es negociable.

—Mm. Tendría que haber garantías, por supuesto.

—Por supuesto. —La mujer parecía acostumbrada a regatear—. Quizás a cambio de…

Baltha se sacudió visiblemente la perplejidad que le causaba la presencia de Maia. La var interrumpió ácidamente.

—Esto es una locura. Si supieran dónde está el alienígena, lo seguirían. Veo tu farol, capitán. No tienes nada con lo que negociar.

El marinero se encogió de hombros.

—Echa un vistazo detrás de nosotros. ¿Ves esa extraña luz? Incluso desde aquí, te darás cuenta de que hemos conseguido más que vosotras en casi dos días de búsqueda.

Baltha miró por encima de sus hombros y contempló los leves reflejos multicolores sobre la lejana pared. La frustración se dibujó en sus duros rasgos.

—Ayudadnos a recuperarlo, y os dejaremos vivir, y también el Manitú, cuando zarpemos.

Poulandres se mordió el labio inferior. Entonces, para sorpresa de Maia, asintió.

—Eso estaría bien… si creyéramos que podemos confiar en vosotras. Se lo diré a los hombres. Mientras tanto, un gesto de buena voluntad sería volver a conectar la luz. Dentro de un rato hablaremos de comida y agua. ¿Te parece bien por ahora, Maia?

¡Y un cuerno!, pensó ella. Sin embargo, contestó con un breve ademán. Sin duda, el capitán se limitaba a ganar tiempo.

Baltha hizo una mueca y se dispuso a responder, pero la otra mujer se lo impidió.

—Hablaremos entre nosotras y os enviaremos noticias dentro de una hora.

Las dos piratas se dieron la vuelta y se marcharon. Baltha lanzó una mirada envenenada por encima de su hombro cuando Maia y Poulandres empezaron a volver sobre sus pasos.

—¿De verdad estás dispuesto a entregar a Renna? —le preguntó Maia al hombre en voz baja.

—Eres una var. No sabes lo que representa que tantas vidas dependan de ti… —Poulandres hizo una pausa de varios segundos—. No pretendo cumplir ese trato endiablado, si puedo evitarlo. Pero no te lo tomes como una promesa, Maia. Por eso tenías que venir a este encuentro, para que lo supieras. Protege tus propios intereses. No siempre tienen por qué coincidir con los nuestros.

El honor de los marinos, pensó Maia. Está obligado a advertirme de que más tarde tal vez tenga que volverse en mi contra. Es un código extraño.

—Sabes que no pueden permitirse dejaros marchar —dijo—. Habéis visto demasiado. No pueden dejar que se conozcan sus identidades.

—Eso también depende —dijo Poulandres crípticamente—. Ahora mismo, lo importante es que hemos ganado un poco de tiempo.

¿Pero qué pasará cuando no quede tiempo? ¿Cuando a las saqueadoras se les acabe la paciencia? «Fuego o agua», ha dicho Baltha. Y si eso no funciona, si no pueden vencernos ellas solas, no descarto que busquen ayuda. Tal vez incluso recurran a sus enemigas.

No era descabellado imaginar a la banda llegando a un acuerdo con sus opuestas políticas, las Perkinitas, a cambio de lo que hiciera falta para destruir la ciudadela rocosa. En el fondo, ambos extremos tenían más en común de lo que parecía.

Los oscuros rasgos del joven navegante se relajaron de alivio cuando doblaron la esquina y volvió a poner el seguro al arma. Leie abrazó a Maia; ésta sintió que sus hombros se relajaban, la feroz tensión que no había notado hasta el momento cedía.

—Vamos —le dijo Maia a su gemela—. Volvamos al trabajo.

Pero fue difícil concentrarse al principio cuando Maia se plantó de nuevo ante el enorme atril de piedra, mirando alternativamente el pequeño sextante y la enorme y siempre cambiante pared. Su misión era encontrar un milagro, alguna pista para seguir a Renna fuera de aquel lugar. Sin embargo, la oferta de Baltha y la preocupante respuesta de Poulandres la enervaban. Suponiendo que lograra resolver el problema, ¿conseguiría eso tan sólo condenar a Renna,. y demostrar al final ser inútil para todos los demás?

Pronto, el fascinante panorama de pautas siempre cambiantes venció su resistencia, atrayéndola. Tanto, que apenas se dio cuenta cuando la hilera de mortecinas bombillas volvió a cobrar vida al fondo de la sala, prueba de que las saqueadoras consideraban al menos la posibilidad de mantener nuevas discusiones.

Fue Leie quien consiguió el siguiente logro, cuando descubrió que el sextante podía ser empleado para cambiar la escena de la pared. Jugando con los diales graduados, que Maia normalmente usaba para leer los ángulos relativos de las estrellas, Leie giró uno mientras la pequeña herramienta estaba conectada al enchufe de datos. ¡De inmediato las pautas cambiaron, a izquierda y a derecha! Se movieron hacia arriba cuando giró la otra rueda, desapareciendo por la parte superior de la pantalla a medida que nuevas formas aparecían por abajo.

—¡Impresionante! —comentó Maia, probándolo ella misma. Aquello confirmaba lo que ya sospechaba: que la gran pared—pantalla era sólo una ventana hacia algo mucho más grande, un reino simulado que se extendía mucho más allá de los bordes rectangulares que tenían delante. Sus límites teóricos podían estar a cientos de metros figurados más allá de aquella sala. Quizá no tuviera límite.

Sus ojos seguían buscando analogías entre las pautas giratorias. En un momento dado eran dedos peludos entrelazados. Al siguiente, chocaban como olas espumosas contra una orilla. Configuraciones convulsas se rebullían sin detenerse en los bordes de la pantalla. Al girar una pequeña rueda del sextante, las humanas podían seguirlas, pero sólo en abstracto, como observadoras. Únicamente las propias formas conocían la auténtica libertad. Parecían no tener necesidades, no temer ninguna amenaza, no admitir ninguna limitación física. Aquella idea producía a Maia una sensación de libertad inenarrable, que envidiaba.

¿Se cambió de algún modo Renna a sí mismo?, se preguntó. ¿Conocía una forma secreta de unirse al mundo de ahí dentro, dejando atrás éste de roca y carne? Era una idea fantástica. ¿Pero quién sabía qué poderes había desarrollado el Phylum durante los milenios transcurridos desde que las Fundadoras establecieron un mundo de estabilidad pastoral en Stratos, apartándose de la «locura» de una era científica?

Impulsivamente, Maia intentó pulsar los botones que habían encontrado antes en el enorme podio, cerca de los pequeños agujeros. Pero demostraron ser tan inútiles como antes. Quizá controlaban realmente algo tan corriente como las luces de la sala.

Entonces Leie hizo otro descubrimiento. Doblando uno de los brazos del sextante consiguió otro tipo de movimiento simulado. Varios de los hombres que estaba observando, transfigurados, gimieron de asombro cuando el punto de vista compartido pareció de repente saltar hacia delante, dejando atrás los simulacros de primer término, abriéndose paso entre objetos tan intangibles como nubes.

Maia también lo sintió. Una oleada de vértigo, como si todos cayeran juntos a través de un cielo infinito. Jadeando momentáneamente, tuvo que apartar la mirada y descubrió que con las manos se aferraba al atril de piedra. Una mirada a los otros le demostró que no era la única. Los anteriores logros habían sido sorprendentes, pero no tanto como éste. Nunca había oído hablar de una simulación de vida en tres dimensiones. La velocidad de la «caída» pareció aumentar. Formas que habían dominado la escena se ampliaron, revelando detalles de sus estructuras convulsas. Las centrales se dirigieron hacia fuera y las de los bordes desaparecieron.

La sensación de caída era una ilusión, naturalmente, y con un poco de concentración Maia pudo hacer que se evaporara en un súbito reajuste mental. Moverse «hacia delante» pareció ser ahora un ejercicio para explorar detalles. Los objetos centrados ante ellas se sometían a escrutinio, revelando sus estructuras internas cada vez más y más finas. No parecía haber límite a lo minuciosamente que podía ser explorada una formación.

—Para… —Maia tragó saliva con dificultad—. Leie, para. Vuelve atrás.

Su hermana se volvió y le sonrió.

—¿No es magnífico? ¡Jamás imaginé que los hombres tuvieran estas cosas! ¿Has dicho algo?

—¡He dicho que pares y vuelvas atrás!

—No tengas miedo, Maia. Como me has explicado, es sólo una simulación…

—¡No tengo miedo! Invierte los controles y vuelve atrás. ¡Y hazlo ahora mismo!

Leie alzó las cejas.

—Como tú digas, Maia. Invirtiendo el rumbo.

Dejó de empujar y empezó a tirar suavemente del pequeño brazo de metal. La apariencia de zambullida hacia delante frenó, se detuvo y empezó a retirarse. Ahora las pautas retrocedieron hacia un punto central mientras objetos más y más brillantes y complejos aparecían en la periferia. La sensación visceral fue de apartarse, de subir, de forma que cada segundo que pasaba implicaba que conseguían un punto de vista más amplio, más digno de dioses.

Fue una sensación brevemente gloriosa; Maia imaginaba que volar debía de ser así. Aún más, experimentó una sensación de renovado contacto con Renna, aunque sólo fuera por compartir esta cosa que él debía de haber probado antes.

Al mismo tiempo, otra parte de ella se sentía abrumada. Renna le había explicado que el Juego de la Vida era uno de los más simples entre una vasta familia de sistemas generadores de pautas llamados «autómatas celulares». Cuando la gran pared se encendió por primera vez, Maia albergó la esperanza de que los marineros y sus libros pudieran ayudar a resolver aquel «ecosistema» muchísimo más complejo, a pesar de que ninguno de ellos era sabio. Pero si los hombres se encontraban tan aturdidos como ella por la antigua complicación, la suma de una tercera dimensión acababa con todas las esperanzas de hacer un análisis fácil.

En el fondo de su corazón, Maia estaba segura de que había reglas comprensibles. Algo en las pautas (sus giros y piruetas, divergentes aunque extrañamente repetitivos) requería intuición. Podría resolverlo si tuviera el tablero de juego computerizado para trabajar, en vez de este rudimentario sextante, y muchas horas que pasar aquí a solas, como tuvo Renna. Y algo de sus conocimientos matemáticos.

Por desgracia, en su lista el déficit superaba los activos. Frustrada, dio un golpe a la mesa que sacudió la pequeña herramienta.

—¡Eh! —gritó Leie, y siguió quejándose de que no era fácil manejar el aparato para que no acabara todo convertido en un enorme borrón. Las ruedas y brazos del sextante eran viejos, estaban flojos, y necesitaban una simple reparación mecánica. Alguien había dejado que la pobre máquina se echara a perder, insinuó Leie por encima del hombro.

Lo milagroso es que todavía funcione, pensó Maia.

Al principio, le sorprendió la coincidencia de que su viejo utensilio de navegación de segunda mano pudiera ser empleado de esa forma. Pero claro, muchos de los instrumentos que había visto a bordo poseían diminutas pantallas en blanco. En la antigüedad debía de ser costumbre conectar con frecuencia con la Vieja Red… aunque Maia dudaba que espectaculares paredes de maravillas como aquélla fuesen comunes, incluso antes de la Gran Defensa. O de la Fundación.

Se inclinó hacia delante. Algo había cambiado. Hasta ahora, las nuevas formas que entraban girando desde la periferia eran siempre vagamente similares a las pautas más pequeñas que desaparecían por el centro. Pero ahora, dedos de negrura aparecían por los lados. Las formas parecían rodar cada vez más apretadas, y adquirían el aspecto de gigantescas pelotas que flotaban hacia dentro como unidades diferenciadas y no como remolinos parecidos a nubes. Desde arriba y desde abajo, a izquierda y a derecha, aparecían cuerpos esferoides que rebotaban y se perdían uno tras otro mientras la pared frontal en conjunto se volvía más negra.

El último y más grande grupo de pelotas se convirtió en una entidad nueva: una gruesa plancha fosforescente. La rebanada de color chillón pareció tensarse como una cuerda de arco desde la parte inferior derecha. Mientras seguían con la mirada su aparente ascensión, la plancha disminuyó de tamaño. Más membranas similares entraron en escena, conectándose para formar una celdilla vibrante de muchos lados, como la de un tembloroso panal de miel. Más celdillas aparecieron para unirse en un conglomerado espumoso de color iridiscente.

Leie sudaba mientras tiraba con suavidad del diminuto brazo. Maia se inclinó hacia delante para ver la masa difuminarse y desaparecer en un instante.

La pared se convirtió en un vacío terrible.

—¡Oh! —gruñó la gemela de Maia, desazonada, sus rasgos brillando a la leve luz de las bombillas eléctricas—. ¿Lo he roto?

—No —le aseguró Maia—. La pared ya estaba así antes. La máquina sigue conectada. Continúa.

—¿Estás segura? Puedo volver atrás.

—Continúa —repitió Maia, esta vez con firmeza.

—Bueno, iré un poco más rápido, entonces —dijo Leie. Antes de que Maia pudiera responder, tiró con más fuerza del pequeño brazo. La negrura duró otra fracción de segundo, lo suficiente para que un enjambre de puntitos chispeara a la vista. ¡De pronto, todos los colores volvieron! Una vez más, el punto de vista simulado retrocedió, mientras oleadas de convulso brillo irisado aparecían en los bordes. Todo esto sucedió en el tiempo que Maia tardó en gritar:

—¡No! ¡Alto!

El movimiento cesó, excepto la lenta danza de las pautas y de sus partículas constituyentes, que se mezclaban y separaban como volutas de humo.

—¿Qué? —inquirió Leie, volviéndose para mirar a su hermana—. Vuelve a funcionar…

—Nunca ha dejado de funcionar. Vuelve atrás —insistió Maia, reprimiendo el impaciente impulso de apartar a su hermana y manejar la máquina ella misma. La coordinación de Leie, algo mejor, podría constituir toda la diferencia—. Vuelve a la parte negra.

Con un suspiro, Leie se dio la vuelta y empujó delicadamente la diminuta palanca. Una vez más, experimentaron la sensación de zambullida hacia delante, hacia abajo… de hacerse más pequeñas mientras todo a su alrededor crecía y se precipitaba hacia fuera.

La negrura regresó con un destello, y desapareció de nuevo, aún más rápidamente que la primera vez. Ya la habían cruzado y se encontraban entre los panales de espuma centelleante antes de que Leie pudiera detener el movimiento de su mano.

—¡No es fácil, maldición! —se quejó—. Las palancas se mueven a sacudidas. Yo nunca permitiría que una máquina llegara a un estado semejante.

Maia casi replicó que Leie nunca había tenido que cargar con el diminuto aparato mientras montaba a caballo, en trenes, barcos, mientras se ahogaba, la golpeaban, escalaba acantilados y luchaba por su vida… Pero lo dejó estar mientras Leie se inclinaba sobre la herramienta, intentando tirar del brazo poco a poco. Como antes, las estructuras celulares se convirtieron en espuma y luego se perdieron en la negrura, una negrura que no variaba, salvo por algún ocasional borrón que cruzaba la escena demasiado rápido para poder seguirlo.

—¿Te importa… decirme… qué estamos buscando? —gruñó Leie.

—Tú sigue —instó Maia. Notaba la confusión de los hombres que la rodeaban. Sorprendidos por la desaparición de las pautas giratorias, pero asombrados por su apasionamiento, avanzaron y se quedaron mirando la pared en blanco como si se asomaran a una espesa niebla en busca del milagro de la luz de una bahía. Su compañía fue bienvenida, sobre todo cuando uno de ellos exclamó:

—¡Alto!

Lo hizo antes de que Maia pudiera articular palabra. Esta vez, Leie reaccionó con rapidez. La zona de luz que el hombre había advertido todavía seguía en la esquina superior izquierda. A primera vista, era casi totalmente blanca, aunque tenía puntitos azules y anaranjados. Leie pasó a las ruedas medidoras, que controlaban el movimiento lateral. Girándolas con suavidad, centró el objeto.

Era una brillante forma parecida a un molinete. Un «ciclón», según dijo un marinero. Un huracán, o un remolino, sugirieron otros.

Pero Maia sabía que no. El viejo Bennett la habría identificado nada más verla. Renna la percibiría como una amiga y una señal.

Contempló asombrada la majestuosa forma que cubría la pared frontal: una rueda galáctica, el esplendor de su espiral lleno de brillantes estrellas.


…ε| τιεμπο ηο εζρεrα

ε| (αρrι(hο δε ηαδια…

25

El capitán Poulandres la mandó llamar. Había otro parlamento con las enemigas. La cortante respuesta de Maia, transmitida por el grumete, sugirió irritada que el capitán escogiera a otra persona.

—¡Necesito tiempo! —gritó por encima del hombro cuando Poulandres vino en persona—. La última vez fui para que me vieran. ¡Todo lo que pido es que nos consigas más tiempo!

Maia apenas oyó su murmurada promesa de intentarlo.

—Y envíame a tu navegante, ¿quieres? —añadió, llamándolo cuando ya se marchaba—. ¡Nos vendrá bien la ayuda de un profesional!

Relevado de la guardia con el rifle, el joven oficial llegó cuando Leie y Maia consiguieron retroceder desde la nebulosa en espiral, revelando su inclusión en un puñado de brillantes galaxias. Y ese puñado demostró no ser más que una resplandeciente onda en un sinuoso arco que se extendía a través del vacío, titilando como una aurora cósmica. El navegante soltó una exclamación al ver la maravillosa imagen.

Maia reconoció que era todo un espectáculo, ¿pero qué significaba? ¿Era una pista hacia el camino que Renna había emprendido? Tenía que dar por entendido que sí, puesto que nada más en el enorme juego—simulación parecía tener el menor sentido. ¿Se suponía que tenían que encontrar un destino concreto en aquel macrocosmos, e «ir» allí? ¿O eran aquellas convulsas entidades indicadores de otra clase?

Los problemas concretos lastraban el progreso en muchos sentidos. Manejar los controles era como intentar pilotar una barcaza de carbón por un canal estrecho y retorcido, toda una prueba de arranques, pausas y ajustes.

La inercia y los fallos mecánicos seguían ampliando demasiado la imagen para luego reducirla excesivamente. Más aún; Maia no tardó en darse cuenta de que nadie, ni siquiera el navegante, tenía idea de dónde «estaban».

—No usamos las galaxias para guiarnos en el mar —empezó a explicar—. Son demasiado difusas y hace falta un telescopio para verlas. Pero si pudierais mostrarme estrellas

Incapaz de contener su frustración, Maia murmuró:

—¿Quieres estrellas? ¡Te mostraré las malditas estrellas!

Cogió los controles y, de un tirón, centró el punto de mira directamente en una de las ruedas galácticas, que se abalanzó hacia fuera a terrible velocidad, haciendo que algunos de los hombres que la contemplaban gimieran. De repente, la pared se llenó de agudos puntitos individuales que se extendieron para llenar el cielo artificial de constelaciones. .

¿Pero qué constelaciones? Entre las pautas que acudieron a su mente, no apareció ninguna amiga familiar.

Ningún indicador bien conocido señalaba la longitud, la latitud y la estación al ojo entrenado.

—Oh —murmuró el navegante lentamente—. Ya veo. Serían diferentes, dependiendo de… la forma en que miráramos y desde dónde… —Hizo una pausa, debatiéndose con las nuevas ideas que implicaba lo que mostraba la pared—. Probablemente no es ni siquiera nuestra galaxia, ¿verdad?

—¡Magnífica observación! —replicó Leie, mientras la irritación de la propia Maia se convertía en conmiseración. Aquellos conceptos eran probablemente difíciles de entender para un hombre enraizado en las artes tradicionales.

—No sabemos si alguna de esas galaxias es la nuestra —comentó—. Puede que todas sean modelos artificiales, surgidos de un juego complicado, sin nada que ver con el universo real. Ojalá no sea así, si queremos conseguir algo. Vuelve atrás, Leie. Tenemos que intentar hallar algo familiar.

Mientras el paisaje estelar retrocedía para ocupar su lugar una vez más entre los demás, Maia supo que la búsqueda podía resultar imposible. El único objeto intergaláctico que tenía alguna esperanza de reconocer era Andrómeda, la vecina más cercana de la Vía Láctea. ¿Qué posibilidades había de dar con esa espiral en concreto, desde el ángulo adecuado, por larga que fuera la búsqueda?

Todo esto suponiendo que mi corazonada sea cierta… que maniobrar dentro de esta curiosa realidad fingida tenga algo que ver con la forma en que escapó Renna.

Si era así, a él debía de haberle sido mucho más fácil. El Visitante podía programar su tablero de juego para buscar características específicas de la Vía Láctea. Una forma de los brazos de la espiral, o tal vez incluso un perfil de color. Una vez programada, la máquina haría el resto.

Mientras que yo no tengo un tablero. Ni sus conocimientos. Ni la menor idea de la relación de todo esto con su huida de las piratas.

—¿Lo mueves girando ese pequeño sextante? —preguntó el navegante mientras se inclinaba para ver cómo Leie manejaba delicadamente los diminutos y recalcitrantes controles—. ¿Tiene que ser éste?

—No lo creo. No tiene nada de particular, excepto una conexión de datos.

—Muchos de los antiguos la tienen. Si lo hubiera sabido, habría convencido a una saqueadora para que trajera el mío del Manitú. Es más grande, y está mejor conservado.

Maia hizo una mueca. Todo el mundo parecía pensar que trataba mal sus herramientas.

—¿Qué es lo que dice aquí, en la ventana de datos? —continuó él—. ¿Son una especie de coordenadas?

—No —replicó Leie, sin volverse—. Frases enigmáticas, principalmente. Cosas de religión. El Acertijo de Lysos.

Toda su atención estaba centrada en manejar los controles mientras Maia observaba cuidadosamente el avance de los grupos galácticos, que fluían de izquierda a derecha por la pared, buscando algo familiar. Ausente, Maia corrigió a su hermana:

—Es lo que parecen ser. En realidad, creo que son órdenes. Las condiciones de inicio para la partida que se jugaba aquí.

—Mm —comentó el navegante—. Pues me habrían engañado. Habría jurado que eran coordenadas.

Maia se volvió y lo miró.

—¿Qué?

Él tenía la barbilla sobre la parte superior del atril, junto al pequeño aparato, casi rozando la muñeca de Leie. Señaló la fila de minúsculas letras rojas.

—Nunca he visto nada así escrito en un templo. Los números siguen cambiando a medida que ella toca los controles. Más bien parece…

—Déjame ver. —Maia intentó colocarse entre ambos.

—¡Eh! —se quejó Leie.

Amablemente, el joven se retiró para que Maia pudiera ver los cuatro grupos de símbolos que brillaban en la pequeña pantalla.


A ≤ Q Θ 41E+18 –35E+14 69E+15

Aparte del primer enigmático grupo, los otros tres conjuntos de números se agitaban en un constante estado de cambio. Mientras Maia observaba, el «41» pasó a ser un «42», y luego brevemente un «43» antes de ser de nuevo un «40». Maia miró a Leie.

—¿Estás moviendo algo?

—No, lo juro. —Leie mostró ambas manos.

—Bien, continúa. Empuja un poco, despacio.

Leie se inclinó para agarrar con dos dedos una de las ruedas medidoras. De inmediato, el segundo grupo empezó a difuminarse.

—¡Alto! —exclamó Maia.

Los números bailaron, y luego se fijaron en el valor 12E+18.

—Otra vez. Sigue así.

Maia se levantó, y contempló la pantalla mientras Leie continuaba. Las galaxias pasaron de izquierda a derecha a gran velocidad. Sólo uno de los grupos de números de la ventanita parecía afectado por ello. La «E» brillaba invariable, pero Maia vio cómo el «+8» se convertía en «+7»… y al final en «+6».

—Tienes razón —le dijo al navegante—. Son coordenadas. Me pregunto por qué han reemplazado lo que había escrito antes. —Se volvió hacia el otro lado—. Leie, intentemos bajar a cero…

Sus palabras fueron interrumpidas por ondas de choque que reverberaron por toda la sala. Los ecos de estampidas se extendieron desde la entrada. Esta vez, no se trataba de un solo tiro de aviso, sino de una rápida serie de descargas seguidas de gritos. Los hombres que observaban la pantalla desde sus bancos se pusieron en pie de un salto y corrieron hacia la puerta, dispuestos a ayudar a sus camaradas de guardia en el pasillo. El navegante vaciló sólo un segundo antes de tomar la misma decisión y unirse al grupo.

Leie miró a Maia.

—Iré yo.

Maia sacudió la cabeza.

—No, debo ser yo. Pero si logran superarnos…

—Romperé el sextante —prometió Leie.

—¡Mientras tanto, reduce los números tanto como puedas! —gritó Maia mientras seguía a los hombres, cojeando. La rodilla se le había hinchado y le dolía más que nunca. Tras ella, el modelo del universo continuó su difusa carrera a lo largo de la pared.

Los marineros se apretujaban cerca de la esquina del pasillo. Los disparos habían cesado cuando ella llegó, y la conversación de los varones indicaba consternación y miedo; no un combate inminente. Maia tuvo que abrirse paso a codazos entre el fuerte olor a hombre. Cuando llegó a primera fila se quedó con la boca abierta. El médico del barco estaba arrodillado junto a la forma postrada del primer oficial del Manitú, intentando detener los borbotones de sangre que escapaban de una herida. Un cuchillo manchado de escarlata yacía en el suelo, muy cerca. No había rastro del capitán Poulandres.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó al alférez con el que había hablado antes. El joven parecía inquieto y estaba tan pálido como el herido.

—Era una trampa, señora. O tal vez las saqueadoras se han vuelto locas. Oímos muchos gritos. El capitán intentó calmarlas, pero pudimos ver que lo acusaban de algo. Una de ellas sacó un cuchillo mientras otra la emprendía a patadas con el capitán —gimió al recordar—. Se lo llevaron a rastras mientras nos disparaban desde ese lado, impidiéndonos intervenir.

Maldición, pensó Maia, conteniendo su natural impulso de conmiseración por el pobre Poulandres. ¡Contaba con que consiguiera tiempo, no con que provocara una guerra abierta! ¿Qué quedaba ahora, prepararse para el ataque con el que había amenazado Baltha?

El primer oficial murmuraba algo al médico. Maia se agachó para poder oírlo.

—… dijo que debíamos haber ayudado a las rads… El capitán no dejaba de preguntar cómo… ¿Cómo y por qué ayudaríamos a un puñado de únicas a hacerse con nuestro barco? Pero no quisieron escuchar…

Maia sintió un doloroso pinchazo en la rodilla herida cuando se apoyó en el suelo, junto al oficial.

—¿Qué has dicho? ¿Quieres decir que el Manitú se ha…?

—Ido… —Suspiró el marinero—. No dijeron cómo. Pero cogieron al capitán y… —Puso los ojos en blanco y perdió el conocimiento.

Tras un momento de aturdido silencio los hombres empezaron a discutir, muchos de ellos sacudiendo la cabeza con la irremediable pasividad de la desesperación.

—No veo otra posibilidad. ¡Tenemos que rendirnos!

—El capitán la cagó con algo que dijo. Deberíamos enviar otra delegación…

—¡Vendrán y nos cortarán en pedazos!

Alguien ayudó a Maia a incorporarse. De repente, pareció que todo el mundo la miraba.

Sólo porque os ayudé a salir de la cárcel, y os metí en un lío aún mayor, eso no me convierte en una líder, pensó cáusticamente, viendo el incipiente pánico en los ojos dilatados de los hombres. Privados de sus oficiales de rango, recurrían a las viejas costumbres de la infancia, buscando una figura autoritaria de mujer. La época del año no los ayudaba. «Indeciso como un hombre en invierno», decía un refrán. Sin embargo, Maia sabía que las estaciones por sí solas no eran decisivas. La tripulación podía plantar cara, si alguien mantenía a los hombres ocupados y aumentaba en ellos la necesidad de pasar a la acción. Vio a un veterano contramaestre junto al rincón, empuñando el rifle automático.

—¿Puedes encargarte de esta situación? —preguntó.

El veterano marinero asintió, sombrío.

—Sí, señora. Supongo. Sólo quedan la mitad de las balas, pero puedo esperar y hacer que cuenten.

Esa fiera declaración ayudó a cambiar un poco el estado de ánimo. Otros varones murmuraron que estaban de acuerdo. Maia asomó la cabeza a la esquina y contempló los oscuros pasillos.

—Hay un montón de basura y escombros en las habitaciones cercanas. Los más rápidos de vosotros podrían correr de una a otra, bien rápido para que ellas puedan distinguiros en la oscuridad, y lanzarlo todo al salón principal. Si no conseguimos levantar una barricada, al menos la basura servirá para refrenar una carga.

El alférez asintió.

—Buscaremos tablas y piedras… cosas que usar como armas.

—Bien. —Maia se volvió hacia el doctor—. ¿Qué podemos hacer, en caso de que usen humo?

El anciano se encogió de hombros.

—Rasgar trozos de tela, supongo. Humedecerlas con…

Un agudo grito a sus espaldas los interrumpió. Era la voz de Leie, que resonaba incluso aquí.

—¡Maia! ¡Ven a ver esto!

Dividida entre sus deberes en conflicto, Maia se mordió los labios. Si los hombres se venían abajo ahora, se rendirían o incluso algo peor en cuanto las saqueadoras decidieran atacar. Por otro lado, ni siquiera una tenaz resistencia serviría de mucho a la larga, a menos que se encontrase una solución definitiva. Y la esperanza para eso se encontraba al fondo del pasillo.

—Como oficial de rango, debería quedarme —le dijo el navegante, y Maia supo que tenía razón, según las normas. Pero las presentes circunstancias no eran normales.

—Por favor —instó—. Te necesitamos abajo. —Se volvió hacia el joven alférez—. ¿Pueden confiar en ti tu cofradía y tus compañeros?

El joven apenas era un año mayor que Maia. Sin embargo, se irguió y cuadró los hombros.

—Sí —respondió, y pareció tan aliviado como Maia al oír las palabras—. ¡Cuenta con ello! —dijo con determinación, y se volvió para encararse a los hombres. Unas breves órdenes complementaron las sugerencias de Maia.

—Muy bien —dijo el navegante, tranquilizado—. Pero démonos prisa.

Cuando se dieron la vuelta para recorrer el pasillo, Maia estuvo a punto de caerse, ya que su pierna izquierda amenazaba con ceder. El joven oficial la rodeó con un brazo, y la ayudó a avanzar cojeando hacia la sala que contenía la pared milagrosa. Tras ellos, sonidos de rápida y organizada actividad sustituyeron lo que, sólo unos momentos antes, había estado a punto de degenerar en pánico total. Durante el breve trayecto, Maia reflexionó. Algo le ha pasado al Manitú. Algo que hizo que las saqueadoras se retractaran de su promesa a Poulandres.

¿Había mencionado el primer oficial que tenía algo que ver con las rads? ¿Habían escapado Thalla y las otras prisioneras? La posibilidad alegraba a Maia, pero de una forma seca y sin esperanzas, pues todo aquello que irritara aún más a las piratas de arriba sólo aumentaba la amenaza allí abajo. Maia reprimió sus inquietudes mientras dejaba que el navegante la ayudara a acercarse a la luz de las estrellas que podía entrever. Por un momento, la ilusión fue completa. Como si la pantalla fuese sólo una gran abertura en la pared, deseó. Directo desde aquí a una noche de invierno.

Al llegar a la puerta, su compañero y ella dejaron escapar una exclamación al mismo tiempo, en alegre reconocimiento. Ante ellos, esparcida en un parpadeante firmamento parecido a una gran mancha, se encontraba la nebulosa de múltiples tentáculos conocida como la Garra. Se fue haciendo más pequeña, poco a poco, hasta que pautas familiares de estrellas se apiñaron a cada lado.

—¡Habéis tardado bastante! —los reprendió Leie mientras se acercaban—. Mira, no puedo reducirlo más.

Maia miró la diminuta ventana y vio que la pantalla había cambiado mucho. Los números a la derecha de cada letra «E» estaban más próximos al cero.


A ≤ Q Θ –94E–1 13E+0 –69E+1

—¡Es un sistema de coordenadas! —gritó el navegante—. Y tiene que estar centrado en Stratos. ¿No puedes reducirlas más?

—Si eres tan listo, ¿por qué no lo intentas tú? —replicó Leie.

—Buena idea, Leie —asintió Maia—. Él ha trabajado con herramientas como ésta toda su vida. Adelante —le dijo al joven, que frunció el ceño, inseguro, mientras ocupaba el lugar de Leie. La hermana de Maia se desperezó, intentando ponerse derecha.

—Con cuidado, amigo —dijo—. Es delicado como…

Soltó un gritito cuando la escena cambió bruscamente. La imagen simulada de la oscura nebulosa se abalanzó hacia delante, cubrió la escena de negrura, y luego se movió hacia un lado con una confusión que mareó brevemente a las dos hermanas.

Las cantidades de la pantalla aumentaron. Leie se rió, desdeñosa, y el joven hizo una mueca.

—Es un poco inseguro —comentó. Luego se inclinó, concentrándose—. Siempre puedo impedir que las ruedas se agiten si me retuerzo un poco mientras las giro. Eso reduce la vibración.

Las cantidades dejaron de aumentar y se redujeron. Las constelaciones, que habían empezado a agitarse por la alteración de la perspectiva, asumieron gradualmente formas que Maia conocía. La nebulosa Garra pasó de nuevo, situándose en su posición normal.

Entonces, desde la izquierda, un objeto entró en el campo de visión, tan grande y radiante que toda la sala se iluminó.

—¡Es nuestro sol! —exclamó el navegante. Un momento después, se quedó boquiabierto cuando otra entidad más pequeña apareció por la derecha. Su brusco y penetrante color blanco salpicado de azul apuñaló los ojos de Maia, provocándole un escalofrío que le recorrió toda la espalda. El efecto fue indudablemente menor que el que provocó en el joven teniente. Éste se tambaleó, cubriéndose los ojos con una mano, y gimió en voz baja:

—¡La Estrella Wengel!

La luz pasó ante ellos, atravesó la puerta abierta y salió al pasillo. No hubo ningún clamor, así que tal vez nadie se diera cuenta conscientemente. No obstante, Maia se preguntó si los restos de la indecisión invernal masculina habrían desaparecido bajo aquel brillo, para ser sustituidos por la certidumbre hormonal del verano. Era muy posible que la luz infundiera fuerzas a los hombres para lo que les aguardaba.

Maia contempló cómo la diminuta pantalla del sextante giraba rápidamente a medida que el navegante manipulaba los tres controles.


A ≤ Q Θ –42E–0 17E–0 –12E–0

—Nos acercamos al límite de lo que puedo conseguir —gruñó, concentrándose en los brillantes dígitos. De repente, el sextante emitió un extraño sonido, un chasquido audible. Los diminutos números quedaron fijos y la pantalla parpadeó.


A ≤ Q Θ 10E–0 10E–0 10E–0

Los números desaparecieron un instante. Cuando la pantalla volvió a iluminarse, los viejos símbolos fueron sustituidos por otros nuevos.


P ≠ R Θ –1103.095 SIDERAL

—¿Qué significa…? —empezó a decir Leie, sólo para ser interrumpida por un grito del navegante.

—¡Eh! ¡Algo ha cambiado también en los controles!

—¿Qué quieres decir?

—La respuesta ahora es diferente. Los toco y las estrellas apenas cambian. Mirad.

Empujó una de las ruedas, y las constelaciones se movieron, pero sólo levemente. Un minuto antes, un giro semejante los habría hecho cruzar la galaxia. Maia contempló la pantalla del sextante, y vio que la nueva lectura no había cambiado nada. Comprendió rápidamente.

—¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡Es una prueba!

—¿Una qué?

Maia extendió los brazos.

—Una prueba. Hay que superar cada fase para llegar a la siguiente. Primero tuvimos que descubrir cómo conectar la máquina. Luego cómo encontrar un modelo de universo dentro del gran Juego de la Vida. El siguiente paso fue hallar nuestro propio sistema solar. Ahora debemos averiguar cómo maniobrar dentro del sistema.

No añadió que eran habilidades poco corrientes en Stratos. En cualquier momento podrían atravesar una barrera que superara sus limitadas habilidades.

El navegante respiraba con dificultad, a pesar de que mantenía la mano alzada para bloquear la cortante luz de la Estrella Wengel.

—Bueno, en ese caso… —dijo—. El siguiente paso debería ser fácil. Ambos conocemos estas estrellas. Ahora mismo estamos en el lejano Sol. Mediado el invierno. Así que Wengel está a un lado del Sol y queremos que esté en el opuesto. —Empezó a girar de nuevo el sextante.

—Déjame a mí —dijo Maia, advirtiendo que la luz lo había distraído. El navegante retrocedió para permitirle acceder a los controles. Maia cogió su pequeña herramienta astronómica y dio unos cuantos giros de prueba. El diminuto compañero blanquiazul del Sol desapareció en los límites de la pantalla. El joven suspiró, medio aliviado, medio pesaroso.

Comenzaron a zambullirse directamente hacia la otra bola de fuego, más grande y familiar, que se abalanzó hacia fuera velozmente, una superficie rojiza cada vez más grande y detallada a cada segundo que pasaba. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Maia cuando una sensación de abrumador movimiento la envolvió. El calor imaginario encendió sus mejillas mientras el Sol pasaba ardiendo por su derecha, lo bastante cerca como para que tuviera la sensación de que podía extender la mano y tocarlo. Leie jadeó.

Desapareció en un instante, perdido «tras» ellos. En el punto de más proximidad, Maia había advertido que el grado de detalle era bajo, como si la simulación nunca hubiera pretendido representar cada destello de la cromosfera de la estrella. Eso encajaba con su idea de que el universo contenido en el ordenador de pared no era una copia perfecta de la realidad.

Pero se parecía mucho. Como si hubieran sido liberadas de repente, las constelaciones surcaron los cielos simulados. Hola, amigas, las saludó Maia. Mientras buscaba las pautas conocidas del invierno, prestó atención al destello azul de un planeta, su mundo natal. Pronto todas las posiciones de las estrellas fueron las adecuadas. Frenó el ritmo, giró, y ejecutó un barrido en espiral. Pero por mucho que buscara, ninguna canica azul aparecía ante ellos.

—No lo entiendo. Stratos debería estar por aquí.

Contemplaron juntos el cielo vacío. Maia oyó que un mensajero llegaba y le murmuraba a Leie que la tensa situación del pasillo se mantenía, pero que los signos de actividad al otro lado hacía que los hombres estuvieran preocupados y nerviosos. Era evidente que algo iba a suceder, y pronto.

Mientras tanto, Maia se debatía entre la frustración y el orgullo. Mucho tiempo atrás, al menos unas cuantas personas de su mundo estaban lo bastante familiarizadas con el vuelo espacial para simularlo y emplearlo en juegos y pruebas. Sin duda, de vez en cuando, incluso se aventuraban a salir… al menos para poder seguir haciéndolo. Eso significaba que Lysos nunca había insistido en que sus herederas estuvieran eternamente ancladas al suelo. Aquella innovación debía de haber sido posterior.

También el navegante parecía aturdido, frustrado. De pronto, señaló:

—¡Allí! ¡Un planeta! —Frunció el ceño—. Pero no es Stratos. Es Demeter.

Maia vio que tenía razón. El gigante gaseoso, miembro dominante del sistema planetario, era una imagen familiar.

—Es Demeter, sí. Clavado en mitad de la Cola del Pez. ¡Oh, Lysos! —gruñó.

—¿Qué pasa? —preguntó Leie—. ¿No puedes utilizar Demeter para sintonizar…?

—¡Está en la parte equivocada del cielo! —interrumpió Maia—. Hace unos días, Demeter estaba en el Tridente. Eso significa…

—Tiempo —coincidió el navegante, mirándola—. Estamos desplazados en el tiempo. —Sus ojos se dilataron, al parecer compartiendo los pensamientos de Maia. Sus cabezas estuvieron a punto de chocar cuando los dos se inclinaron para ver la pequeña pantalla del sextante—. ¿Sideral? ¿No es una palabra empleada por los astrónomos?

—Sí —respondió Maia—. Tiene que ver con medir el tiempo por las estrellas. Entonces el número debe de ser…

—Una coordenada —terminó él—. ¿Una fecha? Pero es un número negativo.

—Del pasado, entonces. Con una fecha fijada en decimales, en vez de en años y meses. Digamos que está basada en el mismo calendario. Sólo hay una pequeña fracción tras el decimal, lo que implica…

—… que la fecha es justo posterior a Año Nuevo, con el Sol en el equinoccio vernal.

—¡Así que estamos desviados un cuarto de órbita y noventa grados! ¡Estamos viendo un cielo de primavera!

Esta vez el hombre tomó los controles, mientras que Maia lo guiaba. Empezaban a cogerle el truco, y las cosas se movieron velozmente.

—Sigue así… así… A la izquierda diez grados… abajo cinco…

Las estrellas y los planetas pasaron fugaces, hasta que Leie dejó escapar un grito de alegría. El Sol y la Estrella Wengel habían desaparecido, pero su luz combinada se veía una vez más, iluminando un globo azul, marrón, blanco y verde que aumentó rápidamente de tamaño, sus continentes y mares resaltados por casquetes polares y finas películas de nubes estratosféricas. Una cohorte de lunas plateadas pasó de largo mientras la escena se fijaba en la gran bola azulada.

Esto debe de ser lo que vio Renna cuando se acercaba en su astronave, dedujo Maia. La envidia nunca había fluido con tanta fuerza por sus venas. Nunca imaginé que fuera tan hermoso. Mi mundo natal.

Era un festín para el alma que satisfacía ansias más acuciantes que el hambre de su estómago. A pesar de las prédicas de los templos ortodoxos y herejes por igual, la deidad materna, Madre Stratos, no era más que una hermosa abstracción en comparación. ¿Cómo podía nadie conocer o apreciar un mundo sin mirarlo a la cara?, se preguntó Maia. No se pedía algo tan absurdo a los amantes humanos.

¿Cómo pudimos abandonar esto?, se maravilló, reconociendo rasgos de atlas y globos exentos de todas las líneas y etiquetas que hacían que la presencia humana pareciera tan urgente. De hecho, las grandes extensiones de montaña y bosque y desierto parecían casi intactas. La visión era una cura instantánea para la vanidad. La aproximación se hizo más lenta cuando se produjo un cambio subjetivo. Si antes la perspectiva parecía moverse en horizontal hacia el planeta, ahora, con el océano y sus islas llenándolo todo, la sensación era de movimiento vertical. De pronto estaban cayendo.

El contorno del Continente del Aterrizaje se amplió hacia la izquierda. La costa de Méchant brilló. Maia captó brevemente los parches de las tierras de cultivo y los ríos plateados cruzados por puentes que parecían arañas antes de que la masa de tierra virara y los mares del sur llenasen la escena, centelleando con multitud de reflejos del sol, acariciados por falanges de densas nubes. Al sureste se alzaba una cadena de estrechos picos que, desde la distancia, eran apreciables sobre todo por la forma en que las grandes corrientes se dividían en un millar de torrentes a su paso por ellas. El mar cambiaba de color cerca de las puntiagudas torres.

Maia reconoció el contorno del archipiélago en el que se encontraban: los Dientes del Dragón, por la carta de navegación que Brod y ella habían empleado al zarpar de la isla de Grimké.

—¿Cómo puedes controlar de manera tan precisa la aproximación? —preguntó Leie al navegante. En respuesta, él se apartó del atril, y alzó los brazos.

—Oí otro chasquido hace unos segundos. Desde entonces, no lo controlo yo. Tal vez se ha activado un programa de regreso a casa, o algo parecido.

Maia divisó Grimké, en el extremo norte de la cadena de islas. Aquel monolito, donde la habían abandonado junto con Naroin y las otras, no mostraba signos de tener ningún cráter. No había ningún agujero vidrioso en su centro. En cambio, vio brevemente algunos edificios que relucían a la luz de la mañana antes de que la isla se perdiera en el borde superior de la pantalla. En el centro, mientras tanto, un gran amasijo de torres de piedra conectadas entre sí avanzó hacia ellos.

Jellicoe.

Y sin embargo, no era Jellicoe. No la Jellicoe actual. La isla que se hacía más grande a cada segundo que pasaba era de una belleza sin igual. Una gloriosa cavidad tanto natural como artificial. Todas las torres estaban adornadas con edificios de piedra pulida o con el destello metálico de las naves aéreas atracadas. Dentro de la laguna, contó tres grandes cruceros, con velas no de sucio lienzo, sino de un negro y fino material que parecía absorber la luz del sol sin reflejarla.

Los tres gimieron de asombro cuando uno de los Dientes situado al este de Jellicoe se abalanzó hacia ellos. Hubo un impresionante fluir de roca y vegetación, y al instante la escena quedó envuelta en una borrosa corriente de piedra oscura que pasaba a su lado como líquido.

—¡Ah! —comentó Leie. Nadie dijo nada más. Es una maldita simulación, pensó Maia, aturdida.

Desde el fondo de la sala, alguien gritó unas palabras tensas y agitadas. Pero ella sólo tenía ojos para aquel movimiento envolvente que perdía velocidad ante ellos.

La luz regresó y el movimiento cesó con tanta brusquedad que les hizo tambalear. Los jóvenes se encontraron contemplando, como a través de una ventana, una sala que era una clon de la que ocupaban. Una clon más joven y mejor decorada. Cojines rojos adornaban los bancos, y las paredes no estaban agrietadas; habían sido pulidas hasta adquirir un brillo resplandeciente y cubiertas de alegres estandartes.

—Hace mucho tiempo de esto —dijo Maia—. Nos está mostrando cómo era este lugar hace mucho tiempo.

Carraspeó y se inclinó sobre el sextante.


P ≠ R Θ –1103.095 SIDERAL

—La cuarta coordenada. —El navegante se aclaró la garganta—. El tiempo debe ser el siguiente paso.

Leie habló apresuradamente.

—Si pudiéramos avanzar hasta el presente, ¿sería posible ver qué sucede fuera ahora mismo?

—¿Podría mostrar lo que sucederá en el futuro? —añadió el hombre, entre susurros.

Maia tenía un barullo mental. La pregunta de Leie implicaba que una máquina mantenía archivos y continuaba registrando acontecimientos, incluso mientras hablaban. Poder contar con una cosa semejante sería una gran ventaja, dada su situación actual. Sin embargo, dudaba que fuera así. ¿Y las galaxias y todo lo demás? No podía imaginar una máquina capaz de escrutar el universo, constantemente, a lo largo de miles de años.

La idea del navegante era aún más descabellada. Sin embargo, en cierto modo, tenía más sentido. Maia todavía creía que todo aquello era una simulación, un enorme y divino pariente del Juego de la Vida. Si era así (si el facsímil tenía en cuenta cada variable), ¿podría proyectar hechos probables del futuro? Las implicaciones eran sorprendentes, y lo afectaban todo, desde su difícil situación actual a las enseñanzas de la Iglesia sobre el libre albedrío.

—Intentemos hacer algo con esa cuarta coordenada —sugirió, frotándose los ojos doloridos.

El joven navegante tosió dos veces y se inclinó.

—Ya hemos empleado todas las partes móviles más obvias. —Suave, delicadamente, tocó las piezas del sextante, hasta que su mano acarició el visor por el que normalmente se avistaban el horizonte y las estrellas. La imagen que tenían delante se agitó un poco, y la cantidad de la pequeña pantalla indicadora cambió ligeramente—. Claro —dijo, tosiendo otra vez—. Es el ajuste de la profundidad de campo. Dejadme sitio, por favor.

Maia retrocedió un paso. Le picaban los ojos y le parecía oler a humo. Bruscamente, justo en el mismo momento, Leie y ella estornudaron. Se miraron y, por primera vez desde hacía varios minutos, contemplaron la sala. El ambiente había cambiado ostensiblemente. El aire era brumoso, negruzco.

De atrás llegaron gritos. Maia se dio la vuelta y vio al grumete bajar corriendo las escaleras, gritando y agitando los brazos. Llevaba una tira de tela cubriéndole la nariz.

—El oficial y el doctor quieren saber… si han tenido suerte.

—Eso depende —replicó Maia—. Hemos hecho algunas excitantes reflexiones filosóficas, pero no hemos conseguido muchas aplicaciones prácticas.

El muchacho pareció desconcertado por su respuesta, y ansioso.

—Tenemos humo, señora. El médico dice que tardará un rato, ya que estamos debajo de las piratas, pero que con el tiempo nos quedaremos sin aire. Puede que ataquen antes, cuando nos resulte difícil ver.

Por el picor de su nariz y de sus pulmones, Maia ya lo había calculado. Esta vez habló ansiosamente.

—Por favor, diles al doctor y al alférez… —Se volvió para señalar la pared, y al instante se olvidó de lo que pretendía decir.

La imagen del pasado de la habitación cambiaba por momentos. Lo que había tenido el aspecto de ser una elegante y bien equipada sala de lectura empezó a deteriorarse rápidamente. Primero desaparecieron los estandartes y los cojines. Luego, de golpe, bruscamente, las grietas se propagaron por las paredes. La luz artificial, que había bañado la cámara hasta el momento, se apagó; la sala representada siguió siendo visible gracias a una extraña luminosidad, que aparentemente manaba de las propias rocas.

En las imágenes aceleradas podía verse el polvo asentarse y extenderse en finas ondas, como olas al lamer la orilla. Después, incluso el polvo permaneció inmóvil.

—Ya está —dijo el hombre, levantándose. En el dial del sextante, el número indicaba:


P Ë R Å +0000.761 SIDERAL

Hubo otro chasquido. La pantalla se apagó durante dos segundos, y luego volvió a encenderse.


…εη(οητrαr |ο qυε εζτα ο(υ|το…

Maia resopló. Casi esperaba, cuando la simulación alcanzó su «presente», encontrarse frente a frente con la imagen de ellos mismos observándolos, como desde un espejo. Pero la habitación permaneció a oscuras, vacía.

—No avanzará más, por si os lo estáis preguntando —dijo el navegante, con una nota de decepción.

Leie tosió.

—Todo esto es muy interesante. ¿Pero cómo nos va a ayudar a salir de aquí?

Maia apretó los labios.

—¡Estoy pensando!

Miró hacia atrás y vio que el mensajero se había marchado. La bruma, que ya había reducido la visibilidad, lo empeoró todo cuando el escozor de sus ojos disparó las membranas nictitantes interiores. En el pasillo, oyó toses y murmullos frenéticos.

¿Están planeando salir de aquí huyendo? Puede que haya que hacerlo, si las saqueadoras están dispuestas a esperarnos fuera.

Pero si el humo y el calor eran malos allí, serían todavía peores arriba, y el suministro de madera de las piratas era limitado. Así que tal vez aquello fuera el preludio de un ataque.

Maia sacudió la cabeza, intentando escapar de una espiral de desolación. Buscó ideas, y no encontró ninguna. La pantalla permanecía estática ante ellos, mostrando, si no la desolación actual, la que posiblemente reinaba en el lugar la última vez que la simulación había sido puesta al día.

Podríamos averiguar cuándo fue eso usando los otros controles para salir y comprobar las estrellas… ¡O, aún mejor, centrándonos en la ciudad más cercana y leyendo la fecha en un periódico! Suponiendo que la simulación sea tan completa.

Estaba segura de que aquellos pensamientos eran una prueba de la falta de oxígeno. Maia tosió, bajando la cabeza. Al menos Renna debe de estar bien, dondequiera que haya ido. Aún más fuerte, su constante preocupación por Brod hizo que rezara brevemente a la Madre de Todas, y también al dios de la justicia honrado por los hombres. Que Brod salga de esto. Por favor, dejadlo vivir.

—Supongo —gimió Leie tras un puño cerrado—, que deberíamos reunirnos con los muchachos. Ayudarles a prepararse… para lo que vaya a suceder. .

El aire empeoraba más rápido de lo que Maia había esperado. La visibilidad menguaba, y al respirar le dolía el pecho.

—Supongo que tienes razón —reconoció entre toses. Con todo, no tenía deseos de marcharse. No puedo dejar de pensar que estamos cerca. ¡Tan cerca!

Leie le tendió la mano. Con una sonrisa sombría, Maia se dio la vuelta y avanzó un paso para cogérsela. Sin embargo, cuando apoyó el peso sobre la rodilla izquierda, ésta le cedió y cayó, golpeando el duro suelo de piedra, junto al atril. El impacto envió descargas de dolor por sus brazos. Las manos de Leie la ayudaron, solícitas, y Maia sintió un arrebato de alegría. Al final se reconciliarían. Alzó la cabeza para mirar a su hermana a los ojos, y se sintió refrescada por una oleada de punzante amor.

¿Refrescada? Su cuerpo se bañó en una oleada de agradable frescor. La sensación no era psicológica, advirtió, sino física.

—¿Lo notas? —le preguntó a su gemela. Tras un momento de desconcierto, Leie asintió.

—¿Notar qué? —les dijo el navegante, agachado ansiosamente junto a ellas—. ¡Vamos! Nos llaman para…

—¡Calla! —susurró Leie—. ¿De dónde viene?

Empezó a arrastrarse, mirando a izquierda y derecha, en busca de la fuente de la suave brisa.

—¡Es por aquí!

Ayudada por el hombre, Maia la siguió por instinto, pues ya no había otra fuente de aire fresco. La corriente parecía surgir de una grieta que había allí donde el pesado atril se unía a una plataforma semicircular. Una fina brisa emanaba de aquella estrecha rendija, aunque nunca habría sido detectada excepto en las actuales circunstancias.

La humareda se acumulaba sobre sus cabezas. Las columnas de humo se agitaron visiblemente cuando varias explosiones sacudieron el aire. Los hombres del pasillo disparaban, bien para repeler un ataque o preparando el suyo propio.

—¡Ve! —instó Maia al navegante—. ¡Haz que aguanten un poco más!

Sin decir una palabra, él se levantó y se fue.

—Ayúdame a levantarme —le dijo Maia a su hermana, aunque dejar la corriente de aire fresco fue como apartarse de la propia vida. Tosiendo, las dos consiguieron alcanzar el sextante—. ¡Apunta hacia abajo! —jadeó Maia mientras Leie cogía una de las ruedas medidoras.

Cada vez era más difícil ver la imagen de la tenue sala representada en la pared mágica. Se sacudió al contacto de Maia, y luego dio un tirón hacia arriba. Hubo una fugaz visión de roca desnuda, un oscuro vacío, un rápido destello de color, y luego roca oscura otra vez.

—¡No lo digas! —exclamó Leie, inclinándose para enfocar con el pulgar y el índice, a pesar de los temblores de su cuerpo. Maia se maravilló ante la intensa concentración de su gemela. En su propio caso, ya no era capaz de hacer más que no arquearse y vomitar.

La pared de la imagen se agitó, a trompicones.

Debo romper el sextante si las saqueadoras consiguen pasar, se recordó Maia. No deben ver la simulación… o sabrán que la pared puede cobrar vida.

Sonaron más explosiones, y fuertes gritos. ¿Había comenzado la batalla? Si era así, resultaba terriblemente pecaminoso imaginar siquiera la escena… hombre contra mujer… un sueño propagandístico Perkinita hecho realidad. De hecho, el sexo no tenía nada que ver con los temas en cuestión: crimen contra ley, ambición contra honor. El sexo era incidental, pero la leyenda diría lo contrario cuando se extendiera la noticia, si eso llegaba a suceder.

La imagen volvió a agitarse. Una resplandeciente cuña apareció en el quinto superior de la pared, dañina en su fulgor. Leie gruñó y volvió a intentarlo; el brillante parche descendió de golpe, de modo que ahora la mitad inferior de la pantalla destelló.

Parpadeando a través de la asfixiante bruma, Maia vio algo que no había esperado. No era una imagen simulada de una sala, de alguna cámara situada debajo de aquélla, sino un conjunto abstracto de rectángulos. Sobre un fondo radiante, había tres cuadrados con símbolos brillantes distintos: un copo de nieve, una flecha de fuego, y un barco de vela. Mientras Leie manipulaba gradualmente la escena para que llenara la pared que tenían enfrente, los bordes de los cuadrados empezaron a latir.

Apareció un punto rojo. Respondiendo a los controles que manejaba Leie, deambuló sobre las imágenes. Ambas gemelas llegaron a la conclusión obvia al mismo tiempo.

—Elegiré el barco —dijo Leie.

—¡No! —gritó Maia. Tosió, una serie de dolorosas sacudidas, y meneó la cabeza—. Demasiado evidente… ve… hacia la flecha.

Tras ellas se oyeron gritos. Más disparos y un furioso clamor de lucha.

Leie frunció el ceño, cubierto de sudor, los ojos clavados en la pantalla. Jadeando por el esfuerzo, dirigió el punto rojo hacia la casilla elegida por Maia.

Un sonido grave creció bajo sus pies. Un gruñido, más profundo que los gritos procedentes del pasillo. Éstos fueron acercándose mientras Maia y Leie se retiraban del atril, que empezó a vibrar notablemente. Temblando debido a su antigüedad y a la falta de uso, un mecanismo oculto desplazó la pesada piedra. La luz surgió de la abertura, junto con una agradable ráfaga de aire fresco.

Figuras enmascaradas corrían por el pasillo tras ellas. Los primeros hombres llegaron de forma ordenada, cargando a sus camaradas heridos. Tras ellos llegaron los demás, aterrados, casi doblados en dos, sus improvisadas mascarillas torcidas. No había tiempo para organizar nada.

—¡Por aquí! —gritó Leie, guiando a los refugiados hacia las escaleras que habían aparecido bajo el atril. Los marineros se abalanzaron hacia la abertura, en masa, aunque Maia se preguntó ahora:

¿Qué he hecho?

Una retaguardia seguía luchando; cinco o seis hombres se enfrentaban desesperados a figuras mucho más pequeñas que blandían bastones de combate y que les doblaban en número. Sonó un disparo y uno de los hombres se llevó las manos al vientre y cayó.

—¡Vamos, Maia! —gritó Leie, empujándola hacia la brillante abertura. Aullidos de furiosa persecución se alzaron cuando tres saqueadoras se zafaron de la pelea para saltar filas de bancos y perseguirlas. Una tropezó y cayó, pero Maia estaba demasiado ocupada sorteando los escalones para mirar. Abajo, un hombre que esperaba la cogió del brazo e impidió que se volviera.

No importa, Leie venía justo detrás de mí, se dijo Maia mientras huía con otros fugitivos por un estrecho pasadizo, de techo bajo y luminoso, entre cables y conductos. El pasillo se llenó de sonidos, ya que todos parecían gritar al mismo tiempo. Caminar le producía oleadas de dolor en la rodilla. Por fin llegaron a una puerta doble hecha de metal. Un improvisado pelotón de hombres heridos usaba todo lo que podían encontrar para cerrar una de las puertas. En cuanto Maia pasó, empezaron a cerrar la otra.

—¡Esperad! —gritó—. ¡Mi hermana!

Siguió gritando mientras ellos terminaban, ignorando sus demandas. Fue el doctor quien cogió entre sus manos el rostro de Maia y le repitió, una y otra vez:

—Había saqueadoras detrás de ti, cariño. ¡Sólo saqueadoras, un poco por detrás!

Como confirmación; las puertas se sacudieron al ser golpeadas repetidamente desde el otro lado.

—¡Vamos! —los instó un hombre moreno, manchado de sangre, que se apoyaba contra el portal—. ¡Salgamos de aquí!

Parpadeando, Maia reconoció a su reciente compañero investigador… el navegante.

—Pero… —se quejó, antes de ser alzada en brazos por un enorme marinero que se dio la vuelta y echó a correr, dejando tras él manchas escarlata sobre el frío suelo de piedra.


Lo que siguió fue una confusión de salvajes y temblorosos giros y súbitas vueltas. Sin embargo, junto con el dolor, el miedo y la pérdida llegó una extraña sensación, una que Maia no había experimentado desde la infancia: la de ser transportada y cuidada por alguien mucho más grande. A pesar de conocer incontables formas en que los hombres eran tan frágiles como las mujeres (y a veces mucho más frágiles), fue una especie de alivio verse rodeada de tanta amabilidad y de tanto poder. Aquello empujaba a una parte profunda de sí misma a dejarse ir. En medio de la carrera por los extraños pasillos, perseguida por la desesperación, Maia lloró por su hermana, por los valientes marineros, y por sí misma.

El pasadizo parecía estirarse indefinidamente, en ocasiones descendiendo como una rampa y otras veces subiendo. Remontaron unas empinadas escaleras donde algunos hombres tuvieron que agachar la cabeza y otros se quedaron atrás. Los sonidos de persecución, que habían remitido hacía un rato, se acercaban nuevamente. En lo alto, la menguada banda de fugitivos encontró otra puerta de metal. Varios hombres soltaron a sus camaradas heridos, formaron una última retaguardia, y juraron aguantar mientras Maia, el marinero que la transportaba, el doctor y el grumete seguían adelante.

¿Qué sentido tiene?, pensó Maia tristemente. Los hombres parecían creer en su capacidad para lograr milagros, pero en verdad, ¿qué había conseguido ella? Aquella «ruta de escape» era intrínsecamente inútil si las enemigas podían seguirlos. Lo más probable era que acabase conduciendo a las saqueadoras directamente hasta Renna.

Su primera idea fue que había encontrado un camino secreto hacia los antiguos pabellones de defensa que el Consejo de Caria había conservado durante milenios. Ahora Maia sabía que habían caminado demasiado, sin duda atravesando uno tras otro los estrechos puentes de piedra de los Dientes del Dragón que comprendían Jellicoe. A excepción de Renna, tal vez fueran los primeros humanos en recorrer aquellos salones desde el gran destierro que siguió a la Era de los Reyes.

No oyeron más ruido a su espalda. El último destacamento debía de estar aún aguantando en su barricada. Tras llegar a una zona llana, Maia insistió en que el marinero la soltara. Torpemente, se apoyó sobre la rodilla, que se quejó, pero pudo andar. El marinero expresó su disposición a volver a cargarla si necesitaba ayuda.

—Ya veremos —dijo Maia, palmeando su gran antebrazo, y avanzó.

Pronto llegaron a otro conjunto de puertas. Al atravesarlas, el grupo se detuvo.

Una enorme cámara se extendía ante ellos, más alta que el templo de Lanargh, ancha como un almacén. Maia se maravilló, pensando que toda la montaña—espira debía de estar hueca. Sus ojos no podían abarcarla por entero, sólo a trozos.

A la derecha, habían sido talladas varias entradas semicirculares en la roca; cada una medía de diez a cincuenta metros de diámetro y contenía extraños mecanismos o montones de cajas apiladas. Pero fue la pared de la izquierda la que los llenó de asombro. Parecía consistir en una sola máquina que se extendía a lo largo de toda la cámara; estaba hecha de una sorprendente combinación de metales, extrañas substancias empotradas en piedra, y formas cristalinas, como la gran entidad fluctuante que Brod y ella habían visto en el Centro de Defensa. En toda su longitud, a intervalos, parecía haber puertas, aunque no resultaban adecuadas para permitir el paso a personas. Maia supuso que su misión era facilitar la entrada o salida de materiales, y así se le planteó al doctor.

El viejo asintió.

—Debe de ser… Todos creíamos que se había perdido. Que lo tenía el Consejo. O que había sido destruido.

—¿Qué? —preguntó Maia, asombrada por el tono reverente del hombre—. ¿Qué se perdió?

—El Formador —susurró él, como si temiera estropear un sueño—. El Formador Jellicoe.

Maia sacudió la cabeza.

—¿Qué es un formador?

Mientras caminaban, el doctor la miró, luchando por encontrar las palabras.

—Un formador… fabrica cosas. ¡Puede fabricarlo todo!

—¿Quieres decir como una autofactoría? ¿Donde producen radios y…?

Él se encogió de hombros.

—El Consejo mantiene en funcionamiento algunos menores, para no olvidar cómo. Pero las leyendas hablan de otro, del Gran Formador, atendido por la gente de Jellicoe.

Parpadeando, Maia comprendió lo que quería dar a entender.

—¿Esto lo crearon los hombres?

—No los hombres como tales. Los Antiguos Guardianes. Hombres y mujeres. Todos desterrados tras la Revuelta de los Reyes, aunque los Guardianes no tuvieron nada que ver con esos traidores.

»El Consejo y el Templo se asustaron, ¿sabes? Se asustaron de tanto poder. Usaron a los reyes como excusa para expulsar a todo el mundo de Jellicoe y de los otros lugares. Siempre pensamos que Caria se guardó los instrumentos para sí.

—Lo hicieron con algunos. —Y Maia le habló brevemente del Centro de Defensa, ubicado en otro lugar de aquella isla hueca, mantenido por clanes especializados.

—Justo lo que pensábamos —dijo el doctor, taciturno—. ¡Pero parece que nunca encontraron esto!

Hasta ahora, se dijo Maia tristemente. Habría sido mejor que todos hubieran muerto en el santuario. A corto plazo, aquel descubrimiento daría a Baltha y a sus saqueadoras más poder, dinero e influencia de la que necesitaban para establecer sus propias dinastías; suficiente para escalar altas posiciones en la pirámide social de Stratos. Sin embargo, una vez establecidas, se convertirían rápidamente en defensoras del status quo, como cualquier clan conservador. A la larga, no importaría que unas criminales se hubieran apoderado de aquel trofeo. El Consejo y el Templo lo controlarían.

Esto debe de ser lo que fabricó las armas que vimos Brod y yo, las que fueron utilizadas contra el Enemigo. Ahora Caria podrá manufacturar todo lo que quiera, para derribar la nave de Renna y cualquier otra que se arriesgue a acercarse.

Oh, Lysos, ¿qué he hecho?

—Si al menos tuviéramos tiempo —continuó el doctor—, podríamos fabricar cosas. Armas para defenderlo. Radios para llamar a nuestra cofradía y a algunos clanes honorables.

Mientras recorrían la instalación, el hombre se volvió para observar la fila de zonas de almacén situadas a la derecha.

—Tal vez los Guardianes dejaron algo detrás. ¿Ves algo útil?

Maia suspiró. La mayoría de los enclaves contenían máquinas u otros artículos que eran completamente irreconocibles. Sin embargo, aprendió algo de lo que acababa de ver y oír. Lysos y las Fundadoras no abandonaron completamente la ciencia. Consideraron necesario conservar esta instalación. Fue una generación posterior, asustada, la que se echó atrás, aterrada ante lo que podían hacer mentes entrenadas e independientes.

Aquello la enfureció. Las consejeras de Caria no conocían aquel lugar… todavía no. Pero sin duda las sabias de la universidad tenían libros que contenían la sabiduría básica sobre la que se había construido toda aquella tecnología. ¿Cómo?, se preguntó. ¿Cómo podía la gente con acceso a tanto conocimiento renunciar a él?

La cuestión subrayaba mucho de su dolor por la muerte y la fútil lucha. Como un rastro de piezas rotas, había dejado en su estela primero a Brod, luego a Leie y a muchos otros. Y por delante… ¿Dónde estaba Renna? ¿Era una traidora que estaba estropeando su brillante huida?

Ahora los huecos de la derecha revelaron restos de cortinas que colgaban de ajadas barras. Había camas, sillas, ropa.

—La leyenda dice que después del destierro, una logia secreta permaneció con el Formador. —El doctor suspiró—. Nadie sabe para qué. Con el tiempo, los que conocían el secreto murieron.

En Stratos, la continuidad estaba reservada a los clanes. Las compañías comerciales, los gobiernos, e incluso las cofradías marinas tenían que reclutar miembros entre los hijos de las colmenas, que controlaban la educación y la religión. Aquellos barracones, aquella triste muestra de perseverancia, había sido condenada a la futilidad. Quizás el esfuerzo durara muchas generaciones… demasiado poco tiempo para que supusiera ninguna diferencia.

Maia se preguntó si Renna habría dormido en alguna de las alcobas. ¿Había combatido el hastío, y saciado su curiosidad, completando el melancólico relato de aquel refugio perdido? ¿Había encontrado algo de comer? Maia temía descubrir su cadáver, y saber por tanto que todo aquello (perderlo todo) no había servido de nada.

Habían cruzado más de tres cuartas partes de la enorme cámara cuando el grumete oyó un sonido.

—¡Escuchad! —pidió. Se detuvieron, y Maia lo detectó. Un grave rumor que procedía de las alturas.

—Vamos —dijo.

El doctor miró anhelante la gigantesca máquina, el Formador.

—Podríamos intentar…

Se oyó otro sonido, un leve choque de metal tras ellos, acompañado de agudos y excitados gritos.

—Vamos —los apremió el marinero grande. Continuaron avanzando y atravesaron unas puertas situadas al fondo de la cámara. Justo a tiempo de mirar atrás y ver a un grupo de guerreras asomar por la lejana entrada. El tiempo conseguido por la valiente retaguardia se había acabado.

Los fugitivos se zambulleron en un nuevo corredor, esta vez oscuro como una mina. Un único resplandor los ayudaba en su camino. A medida que Maia y los demás se acercaron, vieron que se trataba de un agujero en la pared derecha del pasadizo. Ella suspiró ante el agradable contacto de la luz solar y el aire fresco. Por un momento, a pesar del temor de la persecución, los cuatro se detuvieron a contemplar la laguna y cada uno, a su modo, expresó su asombro.

Muy por debajo, donde antes había dos veleros atracados a un estrecho embarcadero, ahora sólo había uno parcialmente intacto: el Intrépido, con las velas quemadas y el mástil chamuscado. Del Manitú sólo quedaba la popa carbonizada, atada todavía al muelle cubierto de humo. El marinero y el grumete gimieron ante el espectáculo. Pero había más.

La bahía albergaba ahora otros barcos. Uno, según vio Maia claramente, llevaba en su proa puntiaguda la figura de un león marino. Unos botes de remos que transportaban a hombres de rostro ceñudo zarparon mientras los contemplaban hacia la entrada del santuario. Quizá, deseó, uno de ellos fuera Brod, que de algún modo había conseguido escapar y llamar a sus compañeros de cofradía.

—¡Mirad! —El grumete señaló mucho más alto. Maia giró la cabeza y pudo distinguir las puntas de los esbeltos monolitos de piedra. Abrió la boca ante aquella imagen de poder y belleza. Un zep’lin, mucho más grande y más potente que los correos que había visto, flotaba sobre uno de los picos, atado a un tenso cable.

Su presencia ha sido advertida… Recordó el cartel del Centro de Defensa. Habría sido aconsejable creer en la palabra del Consejo.

Mientras tanto, el sonido aumentaba, tan trepidante era que notaban sus vibraciones en las plantas de los pies.

—Tenemos que irnos —les recordó el marinero grande. A pesar de su fascinación por el espectáculo exterior, Maia asintió.

—Sí, démonos prisa.

Corrieron con la luz ahora a sus espaldas, esforzándose por alcanzar el otro extremo del pasadizo antes de que las desesperadas piratas, con sus largos rifles, aparecieran tras ellos. Sin embargo, tardaron algún tiempo en acercarse a los graves sonidos procedentes de delante. Ahora distinguían dos tonos, uno bajo, grave, rugiente, que sacudía los huesos, y otro que subía de tono y se hacía más penetrante a cada segundo que pasaba.

El grumete atravesó las puertas del fondo y la luz se desparramó a su alrededor. Más luz del sol, esta vez cayendo desde arriba. Se encontraron en una enorme sala cilíndrica con las paredes cubiertas de maquinaria. En lo alto descubrieron la fuente del rumor: un arco iris de metal escarlata se ensanchaba poco a poco.

Pero lo que asombró a los cuatro fugitivos era un objeto que llenaba el centro de la sala, una espiral vertical de material cristalino y transparente, que empezaba en las alturas y bajaba hasta una cavidad central. La espiral latía con la luz aprisionada en su interior. Dentro de aquellas volutas, vieron una forma fina, puntiaguda y dorada, que ya había empezado a descender lentamente por el tubo. En segundos, la punta desapareció de la vista.

—¡Vamos! —Maia llamó a los otros, y se adelantó, cojeando.

Llegaron a la espiral, pero fueron detenidos por una fuerza que no podían ver, y que resistía de manera palpable todos los esfuerzos por seguir aproximándose. El pelo se les erizó. Maia pudo ver entonces que el pozo caía vertiginosamente hasta profundidades insondables, espiral tras espiral.

Dentro de aquel tenso abrazo, la fina forma de jabalina continuaba su descenso.

—¡Espera! —gritó—. ¡Oh, espéranos!

Le era casi imposible oír su propia voz por encima del ruido. Alguien le tiró del brazo. Se resistió, y entonces parpadeó sorprendida al divisar un objeto extraño y diminuto. Un cilindro de metal, no más grande que su dedo meñique, había llegado por la izquierda, avanzado hacia el inexorable campo y perdido velocidad rápidamente. Se detuvo, invirtió el rumbo, acelerando velozmente por donde había venido, para ser expulsado con un estampido de aire hendido.

Volvió a suceder lo mismo. Esta vez, Maia reconoció una bala antes de que también fuera expulsada hacia atrás, hacia su fuente. Dejó de luchar contra el tirón de su brazo. Acompañados por un rugido y una sensación de vértigo, los cuatro corrieron tangencialmente a la espiral y el impenetrable campo que la rodeaba. A su izquierda, Maia vio a las tiradoras arrodilladas que les disparaban, mientras otras mujeres, armadas con bastones y cuchillos, se acercaban cautelosamente, los rostros arrebolados encendidos con emociones en conflicto: ira y temeroso asombro.

—¡Ah! —gimió el marinero grande, y se desplomó, agarrándose el muslo. Maia y el grumete lo cogieron por los brazos y lo ayudaron a avanzar hacia otro conjunto de puertas situadas al fondo de la cámara. Mientras más balas picoteaban a su alrededor, pudieron sentir un horrible poder acumulándose cerca, intensificándose hacia algún titánico clímax.

Las puertas estaban aún a treinta metros de distancia cuando el gran marinero volvió a desplomarse.

—¡Seguid! —gritó roncamente—. ¡Sacadla de aquí! —urgió a los otros hombres. Pero las balas golpeaban ya las puertas de metal.

—¡Por allí! —señaló Maia.

Arrastraron al herido hacia lo que parecía ser un montón de basura. Una mezcla de cajas, embalajes y máquinas rotas y descartadas. Detritus de algún proyecto que había creado aquel increíble y misterioso edificio. Cuando estaban a punto de zambullirse tras el montón de escombros más cercano, Maia dejó escapar un gemido. Una punzada de dolor había arañado su pantorrilla derecha, como un atizador caliente.

El doctor la arrastró el resto del camino. Una bala le había rozado la piel, marcando sobre ella un largo sendero rojo.

—¡No tiene importancia! —instó al médico—. ¡Cuide de él! —El marinero estaba sin duda mucho peor.

Ignorando su propia herida, Maia buscó a su alrededor algún arma que poder emplear. Había trozos de metal, pero ninguno tenía una forma útil. A falta de otra cosa mejor, se sacó del bolsillo de la casaca el pequeño cuchillo que había encontrado a bordo del Manitú. El grumete la ayudó a levantarse, y los dos se agazaparon bajo la pila de escombros. Oyeron gritos. Pasos acercándose.

De repente, el agudo ruido cesó. El rumor se había detenido momentos antes, cuando el arco iris del techo terminó de abrirse. El brusco silencio se cargó de expectación. Entonces, como si Maia lo hubiera sabido todo el tiempo, se produjo una combinación de sonido, visión y otras sensaciones que parecían las trompetas del Día del Juicio Final. El mundo se estremeció, mientras que poderes parecidos, pero mucho más potentes que los que había experimentado cerca de la espiral, intentaban llenar todo el espacio. Eso incluía el espacio que antes había ocupado ella sola, obligando a cada una de sus moléculas a luchar por el derecho a existir. El aire necesario para respirar voló como una presencia que pasa a terrible velocidad, en busca del cielo.

A su espalda, Maia apenas pudo ver cómo un estilizado objeto se lanzaba hacia las alturas, dejando una llamarada de aire encendido en su estela.

Una flecha de fuego…, pensó, aturdida. Entonces, con apenas algo más de coherencia, le dirigió una silenciosa llamada.

¡Renna!

El aire regresó, acompañado por un sonido similar a un trueno. La montaña de escombros se estremeció, y luego se desplomó, lanzando pesados y afilados fragmentos contra sus piernas. Sin embargo, pudo continuar mirando, de pie. Sin hacer caso a un lejano dolor, Maia tuvo una clara visión de la chispa que se perdía en el cielo, y deseó con todo su corazón formar parte de ella… que él hubiera esperado sólo un poquito más, y se la hubiese llevado consigo.

¡Pero lo consiguió!, pensó, abrumada por la alegría. No lo capturarán. Ahora está fuera de su alcance. Vuelve a…

Su alegría se cortó en seco. Arriba, casi en los límites de la visión, la chispeante luz viró bruscamente a la izquierda, resplandeció, y explotó en medio de una orgía de caos, de fuego ardiente, lanzando ascuas por el oscuro firmamento azul de la estratosfera.

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