Cuaderno de Bitácora del Peripatético
Misión Stratos
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Las Fundadoras de esta colonia eligieron un lugar excelente para ocultar su utopía. Escondido en parte por un cúmulo nebular, orbitando en un extraño sistema multiestelar en el cual la mayoría de los exploradores no se molestarían en buscar mundos habitables… Stratos debió de haberles parecido ideal para aislar a sus descendientes de las luchas y tumultos que se producen en cualquier otro lugar de la galaxia.
Sin embargo, el Enemigo acabó por encontrarlas. Y ahora lo he hecho yo…
Es una prueba de su fiera independencia que nunca intentaran pedir ayuda cuando llegó la nave enemiga. La gente de Stratos simplemente combatió al Enemigo, y venció. Las colonizadoras tenían motivos para enorgullecerse. Sin ayuda directa del Phylum Homínido, contrarrestaron un ataque por sorpresa y aniquilaron a los invasores. Su victoria se ha convertido en materia de leyendas, alterando su estructura social incluso cuando parece validarla.
Sostienen que esto ratifica su secesión, obviando cualquier necesidad de alianza con sus primos lejanos.
Hasta ahora, en las conversaciones mantenidas de nave a tierra, me he abstenido de citar nuestros registros, que mencionan que esa nave enemiga era un cascarón destrozado, que huía tras la batalla de Taranis para lamerse las heridas o morir. Stratos no ha probado nunca el terror completo que acecha en las estrellas. Aunque lo ignora, se ha beneficiado de la protección del Phylum. Ninguna parte vive si no es en contacto con las demás.
Me temo que este concepto no será fácil de impartir. Algunas de estas radicales Herlandistas parecen encontrar mi llegada aún más traumática que la tan lejana del Enemigo. Una afrenta a ignorar si es posible.
¿Qué temen sus líderes del contacto renovado con su especie distante?
Las negociaciones para mi aterrizaje, tan largamente retrasado, han concluido por fin. Me aseguran que habrá instalaciones adecuadas para poner de nuevo mi aeroconcha en órbita cuando la visita haya terminado, así que no habrá necesidad de autominar un asteroide y construir una nave multipropósito. Mañana descenderé para iniciar las conversaciones en persona.
Nunca había estado tan nervioso antes de una misión. Esta subespecie tiene mucho que ofrecer. Sus atrevidos experimentos pueden enriquecer a la humanidad. Es una lástima que la casualidad haya hecho que sea redescubierta por un peripatético varón.
Las posibilidades podrían haber sido mejores si yo fuera una mujer.
Maia se desorientó pronto por los oscuros pasadizos y escaleras. Kiel, que abría el camino, seguía avanzando y sobresaltándola cada vez que se detenía bruscamente para usar una pequeña linterna y consultar un mapa dibujado a mano.
—¿De dónde has sacado eso? —susurró Maia en una ocasión, señalando el tosco diagrama.
—Una amiga trabajó en los equipos de construcción. Ahora cállate.
Maia no se ofendió. Unas cuantas palabras tensas no eran nada comparado con lo que Kiel y Thalla habían hecho. El corazón de Maia se sentía pleno porque sus amigas habían recorrido todo este camino, corriendo riesgos inenarrables, para rescatarla.
Y a Renna, se recordó. Mientras recorrían los oscuros pasadizos, intentó no mirar a la persona que acababa de ver por primera vez, y a la que antes había creído conocer tan bien. Una criatura del espacio exterior. Advirtiendo tal vez su incomodidad, Renna permaneció unos cuantos pasos por detrás. Maia se sentía molesta con él, y consigo misma, porque sus sentimientos fueran tan obvios.
—¿Está diciendo la verdad? —susurró a Thalla, mientras Kiel consultaba su mapa una vez más cerca de la unión de dos enormes dormitorios—. Sobre ser… ya sabes…
Thalla se encogió de hombros.
—Con los machos nunca se sabe. Siempre exageran con respecto a sus viajes. Tal vez éste haya ido más lejos que la mayoría.
Maia quiso creer en la indiferencia de Thalla.
—Podíais haber sospechado algo cuando detectasteis el mensaje de radio.
—¿Qué mensaje? —preguntó Thalla. Mientras Kiel volvía a indicarles que avanzaran, Maia sintió crecer su confusión. Siguió susurrando preguntas mientras caminaban.
—Si no recibisteis un mensaje, ¿cómo nos habéis encontrado?
—No resultó fácil, virgie. El día después de que te capturaran, tratamos de seguir la pista. Parecía que te llevaban hacia el este, pero entonces apareció un numeroso grupo de hermanas del Clan Keally y nos obligó a desviarnos. Para cuando terminamos de dar el rodeo, las huellas se habían enfriado. Resulta que se desviaron en Flake Rock, así que no se dirigían al este, después de todo.
Maia sacudió la cabeza. Había estado inconsciente o delirando durante la mayor parte del trayecto, así que no tenía ni idea de cuánto había durado el viaje. Thalla sonrió. La pálida cara de la mujer apenas era visible con el reflejo que la linterna de Kiel arrancaba de las paredes de piedra.
—Finalmente, vimos a esa criatura Beller, acompañada por una escolta. Kiel tuvo la corazonada de que podía dirigirse hacia este lugar abandonado. Reunimos a algunas amigas y conseguimos seguirla sin que nos viera. Y aquí estamos.
Thalla hacía que pareciera muy sencillo. De hecho, debía de haber supuesto un montón de sacrificios, por no mencionar los riesgos.
—¿Entonces no habéis venido sólo… por él? —Maia volvió la cabeza hacia atrás, indicando al hombre que cerraba la marcha. Thalla hizo una mueca.
—¿No es un hombre siempre un hombre? Pero las Perkies se volverán locas cuando vean que se ha escapado. Motivo más que suficiente para llevárnoslo, al menos hasta la costa. Allí podrá reunirse con los de su especie.
En la oscuridad, Maia no podía leer los rasgos de Thalla. El tono de la mujer era tenso y tal vez no estuviera diciéndole toda la verdad. Pero el mensaje era suficiente.
—Habéis venido a por mí, después de todo.
Thalla extendió una mano mientras caminaban, y dio un apretón a Maia en el hombro.
—¿Para qué son las amigas—var? Nosotras contra un mundo sin Lysos, virgie.
Era como una línea del libro de aventuras que Maia había leído, en el que las mujeres del verano forjaban un mundo nuevo a partir de las ruinas de un ayer roto y destrozado. De repente, Kiel las interrumpió con un brusco siseo. Su guía apagó la luz y les indicó que se estuvieran quietos. En silencio, casi de puntillas, se reunieron con ella cerca de una intersección, allí donde su oscuro corredor desembocaba en otro, más brillantemente iluminado. Kiel se asomó cuidadosamente a la izquierda, luego a la derecha. contuvo el aliento.
—¿Qué pasa? —preguntó el hombre desde detrás, con voz grave. Thalla le hizo un gesto cortante con la mano y él no añadió más. Inmóviles, pudieron oír leves sonidos: un chasquido, un rumor sordo, voces alzándose brevemente y luego convirtiéndose en un murmullo. Kiel movió las manos para indicar que había gente a la vista, a cierta distancia pasillo abajo.
¿Y ahora qué?, se angustió Maia, con un nudo en la garganta. Quedaba claro que el mapa de Kiel era incompleto. ¿Ofrecería una ruta alternativa? ¿Había suficiente tiempo?
Para sorpresa de Maia, Kiel no les indicó que dieran media vuelta, sino que inspiró profundamente, se preparó, y ¡salió osadamente a la luz!
Maia sabía que era sólo la reacción de sus ojos adaptados a la oscuridad. Con todo, cuando Kiel entró en la leve iluminación del pasillo, le pareció como si por un instante se cubriera de llamas. ¿Cómo podía nadie no notar una presencia tan brillante?
Pero nadie lo hizo. La var cruzó suavemente la zona expuesta sin un sonido, y volvió a sumergirse en la oscuridad, al otro lado. No hubo cambios en el murmullo de la conversación. Thalla la siguió, tratando de imitar el fluido y silencioso paso de Kiel. El súbito reflejo de su piel clara pareció aún más deslumbrante e imposible de ignorar, y se prolongó dos larguísimos segundos. Luego, también ella llegó al otro lado.
Maia miró al hombre, Renna, que le sonrió y le tocó el codo, instándola a avanzar. Fue un gesto amistoso, una demostración de confianza, y Maia lo odió brevemente por eso. Apenas podía distinguir a las dos mujeres, figuras borrosas al otro lado de la iluminada intersección, esperándola. Se preparó, hinchando las aletas de la nariz, y dio un paso adelante.
El tiempo pareció proyectarse, los segundos convertidos en horas subjetivas. Los pies de Maia se movían por su cuenta, lejanos, obligándola a mirar hacia delante, hacia una brillante imagen de luz enclaustrada… de muebles rotos ardiendo en un hogar mientras unas siluetas bebían y se inclinaban para contemplar la caída de los dados sobre una mesa de madera. Sus grititos hicieron que a Maia se le pusiera la piel de gallina.
La escena era tan deslumbrante que se desorientó y se desvió del rumbo para chocar con una afilada esquina de la intersección. Thalla tuvo que tirar de ella el resto del camino. Maia se frotó la frente lastimada por la piedra, y parpadeó para volver a acostumbrar sus ojos a la oscuridad.
Alzó la cabeza rápidamente.
—¿Renna? —susurró, mirando a su alrededor.
—Estoy aquí, Maia —fue la suave respuesta.
Se volvió hacia la izquierda. El hombre estaba junto a Kiel, un poco más abajo en el pasillo. Maia no lo había oído ni visto cruzar. Avergonzada por su arrebato, miró hacia otro lado. Esta persona no era la mujer mayor y sabia que había imaginado. Aunque no había habido mentiras, se sentía sin embargo traicionada, si no por otra cosa, por su tendencia demasiado humana a hacer suposiciones.
A menos que tenga relación con los barcos o la potenciación, siempre se supone que una persona es mujer hasta que te enteras de lo contrario. Supongo que eso no está demasiado bien.
Sin embargo… ¡tendría que habérmelo dicho!
Ahora Thalla y ella cubrían la retaguardia mientras Renna y Kiel avanzaban por delante. Por primera vez, Maia advirtió que el hombre llevaba una bolsita azul en el cinturón y algo mucho más grande atado a la espalda. Un fino estuche de metal pulido.
Un tablero del Juego de la Vida, comprendió. ¡Oh, es un hombre, por supuesto!
Fui una idiota al imaginar que era una noble sabia que había ideado cómo enviar mensajes inteligentes. No creo que esos trucos sean difíciles para un hombre que se ha pasado toda la vida practicando ese juego.
Ahora era bastante obvio. Pero atrapada en su celda, con sólo los chasquidos nocturnos por compañía, había atendido más a los deseos que a la razón. Qué extraño, experimentar una sensación de pérdida por alguien que se encontraba a sólo unos metros de distancia, vivo, sano, y por el momento libre. Sin embargo, la Renna que Maia había imaginado estaba muerta, igual que Leie. Este nuevo Renna era un sustituto no deseado.
¿Injusta? Maia lo sabía.
La VIDA es injusta. ¿Y qué? Busca a Lysos y demándala.
Minutos después, Kiel les condujo hasta una estrecha puerta, a la que llamó dos veces. El portal de madera se abrió, revelando a una fornida mujer rubia que sujetaba una palanca como arma. La puerta mostraba signos de haber sido forzada; tenía los goznes arrancados y había un candado roto en el suelo.
—¿Los tienes? —preguntó la guardiana de la puerta. Era alta, fuerte, rubia, de aspecto duro.
Kiel se limitó a asentir.
—Vamos —dijo Thalla, conduciéndolos hacia otro tramo corto de escaleras. Maia olió la noche incluso antes de que el viento helado le tocara la piel. Tenía una frescura que nunca había sentido desde la ventana abierta de su celda. Luego estuvieron fuera, bajo las estrellas.
Salieron por la puerta trasera a un amplio porche de piedra situado a un metro de altura sobre el nivel del suelo. Kiel se acercó al borde, se llevó los dedos a la boca, y silbó la llamada del pájaro gannen. Desde la oscuridad llegó una chirriante respuesta, como un eco, seguida del sonido de cascos de caballos. La rubia alta volvió a cerrar la puerta mientras cuatro mujeres llegaban cabalgando, cada una de ellas sujetando las riendas de una o dos monturas de refresco.
Tras soltar los bultos atados a lomos de un animal, Thalla entregó a Maia una burda chaqueta de lana, que ésta se puso agradecida. Aún se estaba abrochando cuando Kiel la cogió del brazo y la llevó hacia el borde de la plataforma, al que habían acercado un caballo. La luz de la luna brillaba en los flancos listados de la bestia, que bufaba y pateaba. Maia no pudo evitar apretar los dientes. Su experiencia como amazona se reducía a haber montado las bestias domadas por las hábiles Trevero, contratadas durante las salidas de verano para que las vars Lamai pudieran cumplir un artículo más del compendio de «preparación para la vida» de la forma más rápida y barata posible.
—No te morderá, virgie —dijo la mujer que sujetaba las bridas, riendo.
El orgullo pudo más que la aprensión, y Maia consiguió agarrarse al pomo de la silla sin temblar. Apoyó el pie izquierdo en el estribo y montó a horcajadas. El caballo danzó, probando su paso. Ella extendió la mano para coger las riendas, alegrándose de que la criatura no se encabritara de inmediato. Aliviada, Maia se inclinó para acariciarle el cuello.
—¿Qué demonios es eso?
Eran palabras de protesta. Maia se volvió para ver cómo el hombre, Renna, señalaba la bestia que tenía delante. Kiel se acercó y le tocó el brazo, como para despejar sus temores.
—Es un caballo. Aquí los usamos para cabalgar y…
Renna ladeó la cabeza.
—Sé lo que es un caballo. Me refiero a esa cosa que lleva a lomos.
—¿A lomos? Bueno… es una silla, para montar.
Perplejo, él sacudió la cabeza.
—¿Esa cosa gruesa es una silla? ¿Por qué es distinta de las demás?
Todas las mujeres, incluso Maia, se echaron a reír. Maia no pudo evitarlo. La pregunta era tan incongruente, tan inesperada… ¡Tal vez él viniera del espacio exterior, después de todo! La expresión de preocupada consternación de Renna no conseguía sino hacerla reír todavía más, de modo que tuvo que cubrirse la boca con la mano libre.
También Kiel intentó ocultar la risa.
—Naturalmente, es una silla para montar de lado. Sé que preferirías una carreta o un palanquín, pero no hemos podido… —La mujer se interrumpió en mitad de la frase y se lo quedó mirando—. ¿Qué estás haciendo?
Renna había saltado del porche y palpaba bajo la montura que estaba destinada a él.
—Sólo… un ligero… ajuste —gruñó—. Ya está.
Para sorpresa de Maia, la gruesa silla acolchada resbaló y chocó contra el suelo. ¡Entonces, de forma aún más sorprendente, el hombre cogió con ambas manos la crin del caballo y de un salto se montó sobre el animal, a horcajadas, como una mujer! Las otras reaccionaron con un gemido audible. Maia dio un respingo al notar un involuntario retortijón en los riñones.
—¿Cómo puedes…? —empezó a preguntar Thalla, la boca seca.
—No me vendrían mal unos estribos —la interrumpió él—. Pero podremos montar a pelo por turnos hasta que encontremos algo. Ahora salgamos de aquí.
Kiel parpadeó.
—¿Estás seguro de que sabes lo que estás…?
Por respuesta, Renna cogió las riendas y puso a su montura al trote, en dirección hacia donde el sol se había ocultado horas antes. En dirección al mar. Mientras ellas le observaban, dejó escapar un grito de júbilo tan intenso que Maia sintió un escalofrío. El hombre había dado voz a lo que ella quería expulsar de sus propios pulmones. La sorpresa dio paso a la pura alegría cuando también ella picó espuelas. Su montura obedeció al instante y echó a correr en la misma dirección, lanzando polvo hacia el recuerdo de su encarcelamiento.
El grupo no siguió la ruta directa hacia la seguridad, la salida de Valle Largo. Sin duda las Perkinitas buscarían allí primero. Kiel y las demás tenían un plan. Tras aquel primer trote jubiloso, la caravana continuó a paso vivo rumbo sur suroeste.
Aproximadamente una hora después de su partida, oyeron un leve sonido en la distancia, tras ellas. Un grave resonar. Al volverse, Maia vio la fina columna de piedra iluminada por la luna, que disminuía con la distancia y empezaba a hundirse en el horizonte. Varios puntos brillantes encendidos indicaban que las ventanas cobraban vida a lo largo de su oscura superficie.
—¡Maldita puesta de luna! —exclamó Kiel, azuzando su montura e imprimiendo un ritmo más rápido—. Esperaba que la tuviéramos hasta el amanecer. Dejemos huellas.
Maia comprendió pronto que Kiel no hablaba figuradamente.
La banda se internó a propósito en terreno despejado, donde la velocidad era buena pero los cascos de los caballos dejaban también marcas fáciles de seguir.
—Es parte de nuestro plan, para que las Perkinitas se vuelvan perezosas —explicó Thalla mientras seguían cabalgando—. Tenemos pensado un truco. No te preocupes.
—No lo hago —respondió Maia. Estaba demasiado contenta para preocuparse. Tras cabalgar durante un rato, se detuvieron, y la rubia alta de duro aspecto se alzó en sus estribos para mirar hacia atrás con un catalejo—. No hay rastro de nadie pisándonos los talones —dijo, cerrando el aparato. Entonces redujeron el ritmo, para no agotar a sus monturas.
Al responder a una breve insinuación de Thalla, que preguntó cómo la habían tratado en prisión, Maia se encontró narrando de cabo a rabo su llegada a la ciudadela de piedra, la terrible cocina de las carceleras Guel, lo horrible que había sido pasar el Día del Final del Otoño en un sitio como aquél, y cómo esperaba no volver a ver jamás el interior de un santuario masculino. Sabía que estaba farfullando tonterías, pero si Thalla y las demás parecían divertidas, no le importaba. Cualquiera diría tonterías después de un cambio tan súbito de fortuna, de la desesperación a la excitación, con el fresco aire de la libertad llenando sus pulmones como un vino fuerte.
Siguió otro período de trote veloz y paso ligero. Pronto una luna inferior, Aglaia, se alzó para unirse a Durga en el cielo, y alguien empezó a tararear una saloma marinera. Otra mujer se unió a ella con la letra, cantando con una rica y fluida voz de contralto. Maia se incorporó ansiosamente al coro.
¡Oh, soplad, vientos del mar occidental,
y soplad, soplad hei—ho!
¡Sed clementes con estos pobres marineros
y soplad, soplad hei—ho!
Tras escuchar unas cuantas estrofas, Renna añadió al estribillo su profunda voz de tenor, que resultaba apropiada para una balada marinera. Miró a Maia a los ojos en un momento dado, le hizo un guiño, y ella se encontró respondiéndole con timidez, no demasiado disgustada.
Siguieron más canciones. Maia comprendió pronto que había una división entre las mujeres. Kiel, Thalla y la otra (una morena pequeña llamada Kau), eran sofisticadas, educadas en la ciudad, y Kiel era su líder intelectual. En un determinado momento, las tres se unieron en un himno cuya letra era decididamente política.
¡Oh, agrupaos hijas de la tormenta,
lo que parece tallado en piedra aún puede ser cambiado!
¿A quién le importará qué parezcáis
cuando el orden de la vida haya sido alterado?
Maia recordaba la melodía de aquellas noches pasadas en la cabaña compartida de la Casa Lerner, cuando escuchaban la emisora de radio clandestina. La letra encerraba una furiosa determinación por alterar el orden actual, rompiendo decididamente con el pasado. Las otras cuatro mujeres conocían también la canción, y pusieron voz al estribillo. Pero había una sensación de contención, como si las demás no estuvieran de acuerdo con algunos fragmentos y pensaran que los versos eran demasiado blandos en otros. Cuando llegó de nuevo su turno, las otras cantaron una vez más baladas que Maia conocía del colegio y del hogar infantil. Baladas tradicionales de aventuras. Canciones de linternas mágicas y tesoros secretos. De cálidos hogares dejados atrás. De talentos revelados, y de deseos hechos realidad. Las melodías eran reconfortantes, aunque las cantantes no lo fueran. Por sus acentos y rasgos, Maia calculó que las dos mujeres más bajas y fornidas debían de ser de las islas del Sur, legendario hogar de saqueadoras y hábiles comerciantes, mientras que las otras dos, incluyendo a la rubia fornida, hablaban con el fuerte acento típico de aquella parte del Continente Oriental. Maia se enteró de que la rubia se llamaba Baltha, y le pareció que era la jefa de las otras cuatro.
En conjunto, parecían un grupo de vars duras y confiadas. No aparentaban tener ningún miedo, ni siquiera de que por alguna casualidad Tizbe Beller y sus guardianas las alcanzaran.
La canción se acabó antes de su siguiente pausa para ajustar el rumbo y cambiar de monturas. Tras reemprender la marcha, todas guardaron un rato de silencio, dejando que el ritmo de los cascos de los caballos hiciera grave música de percusión de naturaleza más terrena. Sin la distracción de las canciones, Maia notó el frío. Notaba los dedos especialmente sensibles, y acabó metiéndose las manos en los bolsillos del grueso abrigo y sujetando las riendas a través de la ropa.
Renna se adelantó para cabalgar junto a Kiel, lo que provocó algunos murmullos entre las otras mujeres. Baltha lo desaprobaba abiertamente.
—No es cosa de hombres cabalgar así —dijo, viendo desde detrás cómo lo hacía Renna, las piernas a horcajadas de su montura—. Es obsceno.
—Parece que sabe lo que se hace —dijo Thalla—. Pero me da escalofríos. Incluso ahora que tiene una silla normal. No comprendo cómo no se hace daño.
Baltha escupió en el suelo.
—No se debería permitir a los hombres hacer ciertas cosas.
—Cierto —añadió una de las fornidas mujeres del sur—. Los caballos están hechos para las mujeres. Está claro por la diferencia de constitución entre nosotras y los hombres. Lysos así lo ha querido.
Maia sacudió la cabeza, sin saber qué pensar. Más tarde, cuando por casualidad acabó cabalgando junto a la montura de Renna, el hombre se volvió y le dijo en voz baja:
—La verdad es que estos animales no son muy diferentes a los que conocí en la Tierra. Un poquito más gruesos, y con estas extrañas franjas. Creo que tienen el cráneo más grande, pero me resulta difícil recordarlo.
Maia parpadeó, sorprendida.
—¿Tú eres… de la Tierra? ¿La auténtica…?
Él asintió, con una expresión de tristeza en el rostro.
—Lejana y olvidada. Sé que creías que tal vez fuera de Florentina o de algún otro sistema cercano. Me temo que no hubo tanta suerte.
»Pero lo que quería decir es que tus amigas se equivocan. La mitad de los mundos del Phylum Homínido. tienen caballos de diferentes clases, algunos mucho más extraños que éstos. Las mujeres cabalgan más a menudo que los hombres, es cierto. ¡Pero ésta es la primera vez que oigo decir que la constitución de los varones no es apta para hacerlo! —Se echó a reír—. Ahora que lo mencionáis, supongo que parece extraño que no nos hagamos daño.
—¿Lo has oído todo.? —preguntó Maia. En ese momento, él cabalgaba muy por delante del resto.
Renna se cubrió una oreja.
—La atmósfera es aquí mucho más densa que en mi mundo de nacimiento, con diferencia. Transmite mejor el sonido. Puedo oír susurros a cierta distancia, aunque esto también significa que sufro dolores de cabeza cuando la gente grita. No se lo dirás a nadie, ¿verdad?
Le hizo un guiño por segunda vez esa noche, y la sensación de extrañeza de Maia se evaporó. En un instante fue sólo otro marinero amistoso e inofensivo, de permiso tras un largo viaje. Su tono confidencial era natural, una expresión de confianza basada en el hecho de que se habían conocido y compartido secretos antes.
Maia contempló la bóveda estrellada.
—Señálame la Tierra —pidió.
Alzándose sobre los estribos, Renna escrutó el cielo. Por fin, volvió a sentarse.
—Lo siento. Si aún estamos despiertos al amanecer, podré encontrar el Trífido. El Sol está cerca de su apéndice izquierdo. Naturalmente, la mayoría de las estrellas más cercanas del Phylum están ocultas bajo la nebulosa del Ceño de Dios, lo que vosotras llamáis la Garra, justo al este del Trífido.
—Para llevar aquí menos de un año, sabes mucho de nuestro cielo.
Renna exhaló un suspiro. Su expresión se hizo más grave.
—Tenéis unos años muy largos en Stratos.
Maia notó que tal vez sería mejor abstenerse por el momento de hacer más preguntas. El rostro de Renna, que parecía joven a primera vista, era ahora un rostro preocupado y cansado. Es mayor de lo que parece, advirtió. ¿Qué edad hay que tener para viajar tan lejos como él lo ha hecho? Aunque tengan congeladores en las naves estelares y se muevan casi a la velocidad de la luz.
No podía echar toda la culpa de su ignorancia a la educación selectiva de Lamatia. Siempre le había parecido que aquellos temas tenían muy poca relación con los asuntos que esperaba que le concernieran. No por primera vez, Maia se preguntó: ¿Por qué abandonamos prácticamente el espacio? ¿Lo planeó Lysos de esa forma? ¿Quizá para asegurarse de que nadie volviera a encontrarnos?
Si así era, la impresión sufrida por las sabias, consejeras y sacerdotisas de Caria City tenía que haber sido todavía peor cuando la Nave Visitante entró en órbita el invierno anterior. Debían de haberse visto sumidas en un caos total.
¡De esto estaba hablando la vieja cacatúa en la tele de Lanargh!, comprendió Maia. Renna ya debía de haber sido secuestrado entonces. Lo que intentaban hacer era encontrarlo sin alertar al público.
Maia supo en qué pensaría Leie en aquel momento. ¡En la recompensa!
Probablemente, eso buscaban Thalla, Kiel y las demás. Naturalmente. Thalla le había mentido en los pasillos del santuario. No habían acudido a por ella, después de todo. O al menos no sólo a por ella. Su principal objetivo había sido Renna todo el tiempo, lo que explicaba la silla para cabalgar de lado. ¿Por qué si no llevar una cosa así todo el camino, a menos que fuera para recoger a un hombre?
Pero no se lo reprochaba. Maia estaba acostumbrada a no ser importante. El hecho de que se hubieran molestado en llevarla consigo era suficiente para que les estuviera agradecida. Y el intento de Thalla por mentir había sido amable.
La llanura abierta terminó bruscamente cuando llegaron a un terreno de cañadas rotas similar al que Maia recordaba, donde el Clan Lerner cavaba sus minas y escupía residuos de sus fundiciones. Suponía que ahora se encontraban mucho más lejos, al noreste, pero los contornos eran similares: cañones erosionados que cruzaban la pradera como cicatrices de una antigua batalla. Con cuidado, el grupo se internó en el primer grupo de estrechas cañadas, pasando junto a los nidos cuyas colonias hicieron ruidos amenazantes para expulsar a los humanos y los caballos. Los trinos y graznidos se volvieron triunfales cuando sus esfuerzos parecieron dar fruto y la amenaza pasó.
Baltha se encargó de guiarlos por el retorcido laberinto; en algunos puntos, sólo los sesenta grados superiores del cielo eran visibles, lo que las obligó a reducir el ritmo incluso después de encender dos lámparas de aceite.
Hicieron un alto junto a un borboteante arroyuelo y todo el mundo desmontó. Algunas lo hicieron con torpeza, pero ninguna con más torpeza que el hombre, que silbó y se frotó las piernas, intentando caminar para desentumecerse. De hecho, sólo la vergüenza impidió a Maia comportarse como él. En cambio, se desperezó disimuladamente detrás de su caballo. Las líderes se reunieron cerca, alrededor de una lámpara.
—Éste debe de ser el lugar —dijo Kiel, señalando un mapa trazado sobre piel de cordero, mucho más resistente que el papel. Baltha sacudió la cabeza.
—Hay otro arroyo a un kilómetro más o menos. Yo os diré dónde.
—¿Estás segura? No querríamos perder…
—No lo haremos —cortó la alta rubia—. Ahora montemos. Estamos perdiendo el tiempo.
Maia vio a Thalla y Kiel mirarse con expresión dubitativa en cuanto Baltha se marchó.
—Ahora conoce el lugar como si fuera la palma de su propia mano —murmuró Thalla—. ¿Cómo es posible? Por aquí sólo crecen Perkinitas.
Maia hizo un signo de precaución a su amiga.
—Una cosa está clara. No es una maldita Perkinita.
Thalla se encogió de hombros mientras Kiel enrollaba el mapa.
—Las hay peores —dijo entre dientes. Cuando las dos pasaron ante Maia, Thalla le dio un golpecito en la cabeza. El gesto habría parecido condescendiente si no hubiera habido en él algo similar al afecto.
Con el júbilo de la huida convirtiéndose poco a poco en fatiga física, Maia comprendió: Aquí hay en juego más de lo que yo pensaba. Será mejor que empiece a prestar más atención.
Media hora más tarde, llegaron a otro arroyo que corría entre las altas paredes de un cañón. Esta vez, Baltha indicó que todo el mundo guiara su montura hasta el riachuelo antes de hablar.
—Aquí nos separamos. Riss, Herri, Blene y Kau se dirigirán hacia Demeterville, dejando huellas y confundiendo la pista. Maia, tú irás con ellas. El resto seguiremos corriente arriba unos dos kilómetros antes de girar hacia el oeste, y luego hacia el sur. Nos reuniremos al suroeste de Ciudad Barro el día siete, si Lysos nos guía.
Maia miró a las desconocidas a las que tenía que acompañar, y sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—No —dijo con fuerza—. Quiero ir con Kiel y Thalla.
Baltha se la quedó mirando con mala cara.
—Tú irás a donde se te diga.
El pánico atenazó el pecho de Maia. Parecía una repetición de su despedida de Leie, cuando se separaron en Lanargh por última vez para subir a barcos distintos. Le abrumó la certeza de que, si las perdía de vista, nunca volvería a ver a sus amigas.
—¡No lo haré! ¡No después de esto! —Señaló con una mano en dirección a la torre prisión en la que tan recientemente había estado atrapada.
Maia se volvió hacia sus amigas en busca de apoyo, pero éstas no quisieron mirarla a los ojos.
—El grupo que vaya corriente arriba debe ser lo más pequeño posible… —trató de explicar Kiel.
Pero Maia dedujo algo más de la inquieta conducta de la mujer. Esto estaba preparado con antelación, concluyó. ¡No quieren que yo escape con su precioso alienígena! Una pesada resignación se posó sobre su corazón, abrumando incluso su ardiente resentimiento.
—Maia viene con nosotros.
Era Renna. Tras acercar su caballo al de ella, continuó:
—Vuestro plan cuenta con que nuestras perseguidoras sigan por el camino fácil tras el grupo más grande mientras los demás escapamos. Por mí, muy bien. Gracias. Pero no será tan bueno para Maia cuando las alcancen.
—La muchacha es sólo una larva —replicó Baltha—. No les preocupa. Probablemente ni siquiera la están buscando.
Renna sacudió la cabeza.
—¿Quieres arriesgar su libertad en una apuesta como ésa? Olvídalo. No dejaré que la lleven de vuelta a ese lugar.
Abrumada por la emoción, Maia fue testigo de un silencioso debate entre las mujeres. Habían considerado a Renna una simple mercancía, pero ahora él se hacía valer. Los hombres podían ocupar un peldaño bajo en la escala social de Stratos, pero de todas formas era más alto que el de la mayoría de las vars. Aún más, aquéllas puede que hubieran servido en barcos, en una u otra época. Sin duda, el hecho de que Renna tuviera una bien cultivada «voz de capitán» tuvo su importancia.
Kiel se encogió de hombros. Thalla se volvió y le sonrió a Maia.
—Por mí, muy bien. Me alegra tenerte con nosotras, virgie.
Baltha maldijo en voz baja, aceptando el cambio de opinión general de mala gana. La fornida rubia se acercó a caballo a sus amigas, que tomaban la otra ruta, y se inclinó para estrecharles el antebrazo. Del mismo modo, Thalla y Kiel abrazaron a Kau. Los grupos se separaron entonces, y Baltha dirigió con cuidado su montura hacia el centro de la corriente. Cerrando la marcha, Maia y Renna se despidieron de sus benefactoras, que ya habían empezado a subir un estrecho sendero por la pared del cañón. Una de ellas (Maia no pudo distinguir cuál) alzó una mano para decir adiós, y luego las cuatro mujeres desaparecieron tras un recodo.
—Gracias —le dijo Maia a Renna en voz baja, mientras sus monturas chapoteaban. Aún se notaba la voz pastosa por el momento de desconcierto e intranquilidad.
—Eh —dijo el hombre con una sonrisa—. Los parias tenemos que estar unidos, ¿no? Además, pareces bastante dura para tenerte cerca si nos encontramos con problemas.
Naturalmente, estaba bromeando con ella. Pero sólo en parte, advirtió Maia con cierta sorpresa. Realmente parecía contento, incluso aliviado, de que fuera con él.
Viajando en fila india, guardaron silencio y dejaron que los caballos eligieran un sendero por el irregular lecho del río. Por fortuna, estaban al socaire del viento. Pero las rocas heladas del invierno parecían sorber el calor del ambiente. Maia se metió las manos bajo los sobacos, apretando con fuerza el abrigo, exhalando un aliento que se convirtió en niebla visible.
De todas formas, era tranquilizador saber que cada minuto ponía más distancia entre ellas. El plan de huida era arriesgado, ya que contaba con el pánico y la prisa excesiva por parte de sus perseguidoras. Las verdaderas profesionales (como el clan de cazadoras Sheldon de Puerto Sanger) no se dejarían engañar por un truco tan simple. Maia no había oído que las granjeras de Valle Largo fueran famosas por su habilidad como rastreadoras, pero no dejaba de ser una suposición.
Aunque escaparan de sus perseguidoras inmediatas, seguían estando rodeadas de enemigas. Pocos lugares de Stratos eran políticamente más homogéneos que aquella colonia de extremistas, con clanes Perkinitas aliados extendiéndose hasta Grange Head. Cuando la noticia les llegara, habría partidas y grupos buscándolas por todas partes.
A Maia le pareció poder ver el panorama completo, lo desesperadas que debían estar las Perkinitas. Había muchas más cosas implicadas que su plan radical para utilizar una droga que promoviera la impregnación invernal. Los matriarcados colmenares de Valle Largo se habían enzarzado en un plan mucho más osado: secuestrar al Visitante interestelar, Renna, justo ante el Consejo de Caria City. Era una empresa arriesgada. ¿Pero qué mejor forma de reducir, tal vez de eliminar, la posibilidad de restaurar el contacto con el Phylum Homínido?
Nada volvería más locas a las Perkinitas extremistas que abrir los cielos. Naves espaciales llegando regularmente de esos viejos mundos de «celo animal y tiranía sexual». Mundos en los que la mitad de los habitantes son hombres.
La mitad.
A pesar de haber leído aquellas fantasiosas novelas, era difícil de imaginar. ¿Qué, en nombre de Lysos, necesitaba un mundo de tantos machos de más? ¡Aunque fueran tranquilos y se comportaran bien la mayor parte del tiempo, sólo había un número limitado de tareas que pudiese confiarse a los hombres! ¿Qué había que pudieran hacer?
El contacto cambiaría a Stratos para siempre, contaminándola con ideas extrañas, costumbres extrañas. A pesar de su odio hacia quienes la habían encarcelado, Maia se preguntó si no tendrían razón.
Reaccionó con tensión otra vez cuando Renna hizo maniobrar su montura para cabalgar a su lado. Pero él sólo le dirigió una sonrisa y le preguntó el nombre de una especie de matorral que se aferraba tenazmente a las paredes del cañón. Maia respondió, suponiendo que estaba relacionado con un tipo que se encontraba en el templo ortodoxo de Grange Head. No pudo decirle si era una forma de vida puramente nativa o si descendía de la bioingeniería aplicada por las Fundadoras a las variedades terrestres.
—Estoy tratando de hacerme una idea de cómo las formas introducidas fueron diseñadas para encajar, y cuánta adaptación tuvo lugar después. Tenéis algunas ecologistas muy sofisticadas en la universidad, pero las cifras no pueden compararse con salir y verlo por uno mismo.
Aunque eran difíciles de distinguir a la tenue luz de la luna, sus rasgos parecían recuperados de la anterior melancolía. Maia se preguntó si sus ojos brillarían con extraños colores de día, o si su piel, que sólo había visto a la luz de la lámpara o de la luna, resultaría de algún tono extraño y exótico.
Tal vez era un error interpretar las expresiones faciales de un alienígena por experiencias pasadas, pero Renna parecía excitado de encontrarse aquí, lejos de ciudades y sabias y, sobre todo, de su celda, explorando por fin la superficie de Stratos misma. Era contagioso.
—En conjunto, parece que vuestras Fundadoras fueron diseñadoras bastante buenas al hacer inteligentes cambios en los humanos, plantas y animales que depositaron aquí, antes de encajarlos en el ecosistema. Naturalmente, cometieron algunos errores. No es extraño…
Parecía blasfemo oír a un externo decir tales cosas. Se sabía que las Perkinitas y otras herejes criticaban algunas de las opciones tomadas por Lysos y las otras Fundadoras, pero nunca antes había oído Maia hablar a nadie de aquel modo sobre su competencia.
—… el tiempo ha borrado la mayoría de los errores, por extinción o adaptación. Ha pasado tiempo suficiente para que las cosas se asienten, al menos entre las formas de vida inferiores.
—Bueno, después de todo, han pasado cientos de años —respondió Maia.
Renna ladeó la cabeza.
—¿Eso es lo que piensas que lleváis los humanos viviendo en Stratos?
Maia frunció el ceño.
—Um… claro. Bueno, en realidad no recuerdo una cifra exacta. ¿Importa?
Él la miró de una forma extraña.
—Supongo que no. Con todo, eso encaja con la forma en que vuestros calendarios… —Renna sacudió la cabeza—. No importa. Dime, ¿es éste el sextante del que me hablaste? ¿El que utilizaste para corregir mis cifras de latitud?
Maia se miró la muñeca y el pequeño instrumento envuelto en su funda de cuero. Renna estaba siendo amable otra vez. Sus mejoras a sus coordenadas, allá en la prisión, habían sido mínimas.
—¿Te gustaría verlo? —preguntó. Desenvolvió el sextante y se lo entregó.
Él lo trató con cuidado, usando primero las yemas de sus dedos para acariciar el zep’lin grabado en la tapa de bronce, y luego lo desplegó y probó delicadamente los brazos.
—Una herramienta muy bonita —comentó—. ¿Dices que está hecha a mano? Me encantaría ver el taller.
Maia se estremeció ante la idea. Ya había visto suficientes santuarios masculinos.
—¿Éste es el dial que utilizas para ajustar el azimut? —preguntó él.
—¿El azimut? Oh, te refieres a la altura de las estrellas. Naturalmente, necesitas un buen horizonte…
Pronto estuvieron inmersos en la conversación sobre el arte de la navegación, sorteando entre ambos un laberinto de términos heredados de tradiciones completamente distintas: la de él empleando complejas máquinas para cruzar vacíos inimaginables, y la de ella herencia de incontables vidas pasadas refinando reglas aprendidas a las duras, combatiendo contra los elementos en los caprichosos mares de Stratos. Renna hablaba con respeto de técnicas que ella sabía que tenían que parecerle primitivas, puesto que venía de muy lejos… de esas mismas luces que Maia usaba como puntos de referencia en el cielo.
A veces, cuando una luna brillaba en las paredes del cañón e iluminaba directamente el rostro de Renna, Maia se sorprendía por alguna diferencia sutil que resaltaba de pronto. La larga sombra de sus pómulos, o la forma en que, con la escasa luz, sus pupilas parecían abrirse más de lo normal para los ojos de Stratos. ¿Se habría dado cuenta si no supiera ya quién, o qué, era?
Interrumpieron la conversación cuando Baltha anunció un descanso. Su guía indicó un sendero por el que conducir a sus cansadas monturas hasta una playa de piedra, donde el grupo descabalgó y pasó algún tiempo frotando y secando las patas y tobillos de los caballos, restaurando la circulación a las partes entumecidas por el agua helada. Fue un trabajo duro, y Renna no tardó en quitarse la chaqueta. Maia pudo sentir el calor irradiando de su cuerpo mientras trabajaba cerca. Recordó a los marineros del Wotan, cuyos poderosos torsos siempre parecían repletos de energía, y que gastaban la mitad de lo que comían y bebían en sudor y radiación. Como Maia tenía frío, sobre todo en los dedos de las manos y de los pies, la proximidad de Renna le resultaba bastante agradable. Se sintió tentada a acercarse más, estrictamente para compartir el calor que él derrochaba tan libremente. Ni siquiera el inevitable olor masculino era demasiado desagradable.
Renna se levantó, con una expresión de asombro en el rostro. Al escrutar el cielo, entornó los ojos y frunció las cejas. Sólo cuando se incorporó para acercarse a él empezó Maia a advertir también algo, un sonido suave procedente de arriba, como el zumbido distante de un enjambre de abejas.
—¡Allí! —gritó él, señalando al oeste, justo por encima del borde del cañón.
Maia trató de seguir la dirección de su brazo.
—¿Dónde? No puedo… ¡Oh!
Rara vez había visto máquinas voladoras, ni siquiera a la luz del día. El pequeño aeródromo de Puerto Sanger quedaba oculto tras las colinas, y las rutas de vuelo se escogían para no molestar a las habitantes de la ciudad. Sin contar el dirigible que traía el correo semanal, sólo se veían aviones de verdad unas cuantas veces al año. ¿Pero qué otra cosa podían ser aquellas luces? Maia contó dos… tres pares de puntos parpadeantes en el cielo, mientras el rumor aumentaba y seguía los resplandores hacia el este.
—¡Cy debe de haberlo oído! —gritó Renna, mientras el cañón hacía que las estrellas móviles se perdieran de vista—. Contactó con Groves. ¡Han venido a buscarnos!
A buscarte, querrás decir, pensó Maia. Con todo, se sentía alegre, inmensamente alegre. Aquello probaba sin lugar a dudas la importancia de Renna, por el hecho de que Caria hubiera enviado una fuerza hasta tan lejos, violando la soberanía de la Comunidad de Valle Largo, e incluso arriesgándose a una batalla.
Baltha, Thalla y Kiel se negaron a considerar siquiera volver atrás.
—¡Pero es un grupo de rescate! Sin duda han venido con fuerzas suficientes para…
—Muy bien —reconoció Kiel—. Eso distraerá a las zorras. Las mantendrá lejos de nuestra pista. Tal vez se entretengan tanto arañándose y discutiendo, que podamos llegar sin contratiempos a la costa.
Maia comprendió lo que estaba sucediendo. Kiel y sus amigas habían invertido mucho en el rescate de Renna. Al parecer, no estaban dispuestas a entregarlo a un pelotón de mujeres policía, que podrían decir que lo habían liberado esta noche de todas formas. Desde el punto de vista de Kiel, era mucho mejor entregarlo en persona a una magistrada en Grange Head, donde su éxito sería indiscutible y la recompensa estaría garantizada.
Maia vio que Renna lo consideraba. ¿Intentarían las mujeres detenerlo si se daba la vuelta? La fuerza de un hombre podría no compensar la mundana ferocidad de Baltha, que parecía una luchadora nata y siempre tenía a mano su palanca. Las fuerzas serían dudosas en invierno, cuando los temperamentos masculinos se dirigían a su nadir. Las probabilidades de Renna aumentarían con Maia de su parte, pero no estaba segura de poder luchar contra Thalla y Kiel.
De todas formas, suponiendo que en efecto él se diera la vuelta… Tizbe no habría esperado mucho para seguir su pista. Aunque las fuerzas carianas tomaran la ciudadela—prisión, era probable que Renna y Maia se toparan con la Beller y sus guardianas en la pradera abierta. Sólo serían capturados y llevados a otro agujero, probablemente mucho peor que el que acababan de abandonar.
Realmente no tenemos muchas opciones, comprendió Maia.
Sin embargo, en ese momento sus lealtades cristalizaron. Se situó junto a Renna, dispuesta a apoyar lo que él decidiera. Hubo una larga pausa mientras el sonido de los motores se convertía gradualmente en un susurro, y luego en nada. Por fin, el hombre se encogió de hombros.
—Muy bien, sigamos cabalgando.
Cuaderno de Bitácora del Peripatético
Misión Stratos
Llegada + 40.157 Ms
Cy se quejaba de tener que utilizar códigos arcaicos para guiar mi lanzadera por el antiguo rayo de tracción para el aterrizaje. Yo estaba demasiado nervioso para ponerme en su lugar.
—¿Quién tuvo que aprender un idioma completamente nuevo? —gruñí, mientras las llamaradas blancas lamían las escotillas y una densa atmósfera aplastaba mi crisálida como una uva en un lagar—. Se supone que es un dialecto basado en el Florentiniano, pero tienen voces que nadie ha visto antes: femeninas, masculinas, neutras y clonales… con casos redundantes, declinaciones y partículas intercambiables…
Yo charlaba para no caer en el terror más absoluto. Incluso esa distracción se desvaneció cuando Cy me pidió que me callara y la dejara concentrarse en soltarme abajo de una sola pieza. Eso no me dejó otra cosa que escuchar los alaridos del caliente viento contra el casco, a centímetros de mis orejas. Los aterrizajes normales son malos. Pero nunca había oído sonidos como aquéllos. Los stratoianos respiran un aire tan denso que se puede nadar en él.
Como era verano cuando el Consejo votó por fin concederme permiso para aterrizar, las auroras me siguieron, cortinas de electricidad recubiertos de hilos electromagnéticos que fluyen de la compañera enana del sol rojo. Yo me dirigía a altitudes bajas, pero aun así, lazos de relámpagos iónicos hacían que las chispas crepitaran sobre una consola, incómodamente cerca de mi brazo.
La crisis balística pasó. Pronto la lanzadera cortó túneles a través de enormes nubes de vapor de agua, y luego giró en un arco de frenado sobre un manto de oscuros bosques y brillantes prados. Finalmente, los destellos junto a un arroyo indicaron claros signos de vida e industria. Durante casi un año terrestre, yo había contemplado aquel terreno desde el espacio, medio muerto por el tedio de la espera. Ahora me apretaba contra la ventana, absorbiendo la hermosura de Stratos… el sombrío brillo de la vegetación nativa y el verdor más luminoso de la vida derivada de la Tierra, el titilar de sus lagos multicolores, la refracción atmosférica que da a cada horizonte una sutil curvatura cóncava. Las montañas se alzaron para rodearme. Con una zambullida final que hizo que mi estómago diera vueltas, Cy fijó la lanzadera sobre veinte hectáreas de pavimento, moteado aquí y allá por parches de hierba intrusa. Para cuando la lanzadera se enfrió lo suficiente para tender una estrecha rampa, ya me estaba esperando un comité de bienvenida.
Imagino que sus túnicas bordadas habrían alcanzado precios de magnate en Pleasence, o incluso en la Tierra. Ninguna de las cinco mujeres de mediana edad sonreía. Mantuvieron la distancia mientras yo descendía, y cuando intercambiamos reverencias. Ninguna se ofreció a estrecharme la mano.
Me han dispensado acogidas más cálidas… y también mucho peores. Dos de las mujeres se identificaron como miembros del Consejo reinante. Una tercera llevaba hábitos de religiosa y alzó los brazos en lo que parecía ser una cautelosa bendición. El par restante eran decanas universitarias con las que ya había hablado por videx. La Sabia Iolanthe, que parecía a la defensiva, con sus ojos grises penetrantes y evaluadores, y la Sabia Melonni, que había parecido amistosa durante las largas negociaciones, pero que ahora se mantenía a distancia, observándome como si fuera un espécimen de una especie rara y dudosa. Una especie con fama de morder.
Durante los meses que me he pasado contemplando el planeta lleno de frustración desde la órbita, he visto cómo la mayoría de los asentamientos confían en la energía eólica, solar y animal para el transporte, siempre dentro de la línea de lo que conozco de la ideología Lyso—Herlandista. No obstante, las regiones industrializadas hacen algún uso de los vehículos de combustión. Así que me condujeron a un cómodo coche equipado con un motor de hidrógeno y oxígeno. Para mi asombro, casi todo lo demás, desde el chasis a la decoración, estaba tallado en madera fina. Más tarde comprendí que esto no era solamente un reflejo de la escasez de metales del planeta. Se trata de una especie de declaración de principios.
Me senté solo en un compartimento, aislado de las demás por un cristal. No me importó. Mis intestinos se quejaban ruidosamente del tratamiento previo al aterrizaje y, a pesar de haber pasado varios megasegundos aclimatándome a una atmósfera de Stratos simulada, mis pulmones trabajaban audiblemente en el denso aire. Un asalto de extraños olores me mantenía ocupado conteniendo estornudos, y la presión parcial del dióxido de carbono me provocaba repetidos bostezos. Debo de haber sido todo un espectáculo.
Sin embargo, nada de esto parecía importar en mi júbilo por haber aterrizado por fin. Parece un mundo y una gente sofisticada y digna, sobre todo en comparación con la que encontré en Digby, o en Cielo, dejado de la mano de Dios. Estoy seguro de que podemos llegar a un entendimiento.
Cuando nuestro vehículo llegaba a borde del campo de aterrizaje, se nos situaron escoltas delante y detrás… escuadrones perfectamente dispuestos de caballería; formaban un espectáculo espléndido con sus corazas y yelmos brillantes. La impresión de uniformidad y disciplina aumentó cuando vi que la unidad estaba compuesta enteramente por altas mujeres de una misma familia de clones de Stratos, idénticas hasta el último botón y rizo de pelo. Las soldados tenían un aspecto formidable. Mi primer contacto directo con la especialización de los clanes en acción.
Al salir de la zona de aterrizaje pasamos por el otro sector del espaciopuerto, las instalaciones de despegue, con sus rampas y raíles de impulsión para enviar cargamentos al cielo (algo que quizá deban hacer con mi propia lanzadera cuando llegue el momento de partir).
No vi ningún signo de actividad. A través de un intercomunicador, una de las eruditas me explicó que las instalaciones eran plenamente operativas.
—Cuidadosamente conservadas para su uso ocasional —dijo, agitando alegremente una mano.
No pude imaginarme qué significaba «ocasional» para aquella gente. Pero la palabra me inquietó.
El océano la rodeaba, amenazando con engullirla. Se aferró a una tabla rota y resbaladiza, sacudiéndose y agitándose mientras las olas contrarias luchaban por apoderarse de ella. La lluvia caía en ráfagas cegadoras, impulsada por los vientos de la galerna. En la distancia, vio un barco de vela alejarse, abriéndose paso entre las altas olas, ignorando sus llamadas, sus súplicas para que volviera.
En la cubierta del barco que se alejaba, una muchacha miraba en su dirección, ciegamente, sin ver.
La muchacha tenía su propio rostro…
El temor aumentó. Maia quiso escapar. Pero los sueños tenían su modo de atraparla haciéndola olvidar que había un mundo «real» al que huir. Hizo falta un susurro de verdadero sonido entrometiéndose en el paisaje del sueño para proporcionar algo que la hiciera volverse hacia arriba, hacia fuera, hacia el estado consciente.
Se preguntó aturdida cómo estaba allí, envuelta en una áspera manta de lana, tendida sobre el duro suelo. Las paredes de piedra del cañón se parecían a las de su celda, frías y enclaustrantes, y las nubes bajas que gravitaban en el cielo semejaban un techo gris. Se apoyó en un codo, se frotó los ojos, y contempló las ascuas de una diminuta hoguera, luego los caballos amarrados que mordisqueaban hierba junto al arroyo. Dos formas acurrucadas yacían lo bastante cerca para darle calor por un lado. Por el pelo desordenado que asomaba de las mantas, reconoció a Thalla y Kiel y se relajó un poco, recordando que se encontraba entre amigas. Maia sonrió, pensando una vez más en lo que habían hecho, al rescatarla del pozo en donde Tizbe Beller y las Jopland y las Lerner la habían encerrado.
Volviéndose hacia el otro lado, Maia vio dos mantas vacías. La más cercana seguía estando levemente cálida al contacto. La marcha de aquella persona era lo que probablemente habría interrumpido su sueño, sacándola de la pesadilla y apartándola del recuerdo de Leie.
Oh, sí. Renna. El Exterior había sido una agradable fuente de calor en el frío anterior al amanecer, cuando se desplomaron agotados tras su dura cabalgada. Ver su bolsa azul y el tablero del Juego de la Vida la tranquilizó, pues indicaban que no se había marchado para siempre.
La rubia grande, Baltha, había estado durmiendo un poco más allá. Maia se recostó, y contempló el cielo. ¿Por qué querrían los dos levantarse al mismo tiempo? ¿Importaba? No le sería difícil volver a conciliar el sueño… y esperaba que no fuera una pesadilla…
Un leve sonido (guijarros rodando por una pendiente) acabó de despejarla e hizo que tomara una decisión mientras se incorporaba. Tras ponerse los zapatos, Maia se arrastró para apartarse de la forma inmóvil de Thalla antes de levantarse y dirigirse hacia la fuente del ruido, en algún lugar corriente arriba, donde los acantilados se habían desmoronado para dar paso a un terreno en pendiente. Un destello de movimiento atrajo su atención cuando rodeaba la loma más cercana. Se encaminó en esa dirección y pronto estuvo escalando peñascos, pulidos y congelados por las sucesivas inundaciones del verano.
El cañón, al ensancharse, protegía menos del frío. Maia exhaló vaho y los dedos se le entumecieron cuando se agarró a las rocas cubiertas de escarcha. Un aroma vagamente familiar le abrió las aletas de la nariz y la arrastró a revivir los inviernos en la Casa Lamatia, cuando Leie abría como solía los postigos de par en par las mañanas de invierno, se golpeaba el pecho e inhalaba el aire helado mientras Maia se quejaba y se acurrucaba entre las mantas. El recuerdo provocó en ella una sonrisa leve y triste mientras escalaba.
Maia se detuvo, prestó atención. Hubo un roce, una piedra cayendo pendiente abajo un poco más adelante, a su derecha. El camino parecía peligroso. Se detuvo, dividida entre la curiosidad y la creciente urgencia de su vejiga repleta. Ahora que estaba completamente despierta, parecía un poco absurdo seguir a personas que estaban haciendo sin duda lo que ella misma debería hacer tras encontrar el lugar adecuado. Vamos a ocuparnos del asunto, ¿eh? Empezó a buscar a su alrededor un hueco convenientemente resguardado del viento.
El primer lugar donde lo intentó ya tenía un ocupante. O varios. Un chirrido siseante hizo que Maia se apartara atemorizada de un salto mientras un arco iris viviente se agitaba ante ella. Se alejó apresuradamente del hueco donde una madre zim—rozadora cuidaba a sus pequeños: un puñado de diminutas bolsas de gas que se inflaban y desinflaban rápidamente, silbando en imitación de su beligerante progenitora. Primos pequeños de los flotadores—zoor, los rozadores tenían mucho peor temperamento, y unas púas venenosas que espantaban a los pájaros descendientes de la Tierra que buscaban su tierna carne. Las espinas causaban feroces erupciones alérgicas al humano que tenía la desgracia de rozar una. Maia retrocedió, sin dejar de observar aquellas formas engañosamente diáfanas. Una vez estuvo a salvo fuera de vista, se dio la vuelta y corrió por el estrecho sendero.
Fue entonces cuando, al rodear un recodo, vio a alguien delante.
Baltha.
La mujer alta estaba agachada, mirando por entre unos peñascos algo situado pendiente abajo, fuera del campo de visión de Maia. En el suelo, junto a la var, había una pequeña pala de campamento y una caja de madera cerrada, lo bastante pequeña para guardarla en una mano. Mientras miraba fijamente hacia delante, Baltha extendió la mano para acariciar una roca cercana, luego se llevó los dedos a la cara, y olisqueó.
Maia parpadeó. Por supuesto. Observó las rocas cercanas y vio, entre pequeños montones de nieve normal, vetas que brillaban con un destello diamantino. Escarcha de gloria. Es invierno, claro. El efecto de las estaciones era mayor sobre los altos vientos estratosféricos que sobre la enorme masa de mar y tierra y aire de debajo. Variedades de turbulencias desconocidas en otros mundos reciclaban vapor de agua a través de flujos iónicos hasta que formaban un hielo adenoide. Ocasionalmente, los cristales llegaban al suelo antes del amanecer en suaves neblinas; esas neblinas eran la única manifestación del invierno, así como las deslumbrantes auroras de la Estrella Wengel lo eran del verano. Maia extendió la mano hacia la escarcha de gloria más cercana. La estática atrajo las brillantes pseudogemas a sus dedos, que notaron las cosquillas a pesar del entumecimiento de la mañana. Luces púrpuras y doradas chisporrotearon bajo innumerables facetas mientras las volvía hacia la luz. Un vapor de sublimación se alzó visiblemente desde los puntos de contacto.
En inviernos anteriores, cada vez que aparecía gloria en su alféizar, Maia y Leie solían reírse y trataban de inhalar o de saborear la fina nieve luminiscente. La primera vez la atrevida fue ella, no su hermana.
—Dicen que es sólo para las adultas —dijo Leie nerviosamente, repitiendo como un loro las lecciones de las madres. Naturalmente, eso sólo lo hacía más excitante.
Los efectos fueron decepcionantes. Aparte de una sensación burbujeante que hacía cosquillas en la nariz, las gemelas nunca notaron nada anormal o provocativo.
Pero ahora soy mayor, reflexionó Maia, viendo cómo el calor de su cuerpo convertía el fino polvillo en vapor. Había algo levemente distinto en el aroma aquella vez. Al menos, podía jurar…
Un sonido la hizo agacharse en busca de resguardo. Era un silbido grave. Un hombre (Renna, claro) se acercaba. Pronto pudo verlo, emergiendo de uno de los incontables afluentes que alimentaban el río durante la estación de las lluvias. También él llevaba una pala de campamento y un puñado de hojas takawq, lo que dejaba claro el motivo de su excursión.
¿Por qué se ha alejado tanto del campamento, entonces?, se preguntó Maia. ¿Tan tímido es?
¿Y por qué le está espiando Baltha?
Tal vez la alta var temía que el Exterior escapara e intentase contactar con las fuerzas de Caria City que habían visto la noche anterior. Si era así, Baltha debía de sentirse aliviada al ver a Renna pasar de largo silbando extrañas melodías, de regreso al campamento. No te preocupes, tu recompensa está a salvo, pensó Maia, disponiéndose a marcharse sin ser vista. Tenía perfecto derecho a estar allí, pero no conseguiría nada enfrentándose a la otra mujer, o siendo capturada espiando ella también.
Pero para sorpresa de Maia, la alta rubia no se volvió para seguir a Renna colina abajo sino que, en cambio, en cuanto el hombre desapareció de la vista, Baltha cogió su caja y su pala y se acercó al lugar de donde venía Renna. Poseída por la curiosidad, Maia se arrastró hacia delante para usar el mismo macizo rocoso que había servido como parapeto a Baltha.
La fornida mujer se dirigió hacia un hueco situado unos veinte metros al este, justo sobre la línea del agua. Entonces utilizó la pala para cavar en un montón de terreno recién removido y empezó a llenar la cajita. ¿Qué demonios de caos atip está haciendo?, se preguntó Maia.
—¡Eh, todo el mundo!
El grito, procedente del campamento, hizo que Maia casi se saliera de su piel.
—¡Baltha! ¡Maia! ¡El desayuno!
Era sólo Thalla, que llamaba alegremente desde el campamento. Otra madrugadora maldita de Lysos. Maia retrocedió antes de que Baltha pudiera verla. Acordándose de dar un amplio rodeo para evitar la madre rozadora, empezó a bajar por la erosionada pendiente.
La comida consistió en queso y bizcochos, calentados sobre rocas sacadas de la hoguera. Ya hacía un rato que había amanecido, y como probablemente era más seguro viajar de día por aquellos profundos cañones, los cinco viajeros volvieron a montar antes de que el sol se alzara demasiado por el borde suroriental de las cavernas. Avanzaron a buen ritmo, a pesar de tener que detenerse cada media hora para calentar las patas de los caballos.
Aproximadamente una hora después del mediodía, Maia advirtió que algo maloliente y de feo color había entrado en la corriente.
—¿Qué es esto? —preguntó, arrugando la nariz.
Thalla se echó a reír.
—¡Pregunta qué es el mal olor! ¡Qué pronto olvidamos el dolor cuando somos jóvenes!
También Kiel sacudió la cabeza, sonriendo. Maia inhaló otra vez, y de pronto lo recordó.
—¡Las Lerner! Naturalmente. Arrojan sus vertidos a un cañón lateral, y debemos estar pasando…
—Justo corriente abajo. Ayuda a la navegación, ¿eh? Como ves, nos las apañamos bien sin tus bonitas estrellas para guiarnos.
Maia sintió un abrumador resentimiento hacia sus antiguas jefas.
—¡Malditas sean! —exclamó—. ¡Lysos maldiga a las Lerner! ¡Espero que todo el lugar arda!
Renna, que cabalgaba a su derecha, frunció el ceño ante su estallido.
—Maia, cuida lo que dices. No puedes hablar…
—¡No me importa! —Sacudió la cabeza, llena de ira acumulada—. Calma Lerner me entregó al grupo de Tizbe como si yo fuera una plancha de hierro barato en venta. ¡Espero que se pudra! .
Thalla y Kiel se miraron la una a la otra, incómodas. Maia sintió un placentero aunque vil escalofrío por haberlas sorprendido. Renna apretó los labios y guardó silencio. Pero Baltha respondió de forma más abierta, tirando de las riendas y riéndose irónicamente.
—¡De tu boca directo a los oídos de Madre Stratos, virgie!
Rebuscó en una de sus alforjas y sacó un fino tubo forrado de cuero: su telescopio.
—Aquí tienes.
Confusa, Maia superó su súbita reluctancia a coger el instrumento. Lo apuntó hacia el lugar que señalaba Baltha.
—Adelante, sigue esa pendiente, luego un poco más al oeste y un poco al norte. A lo largo de la línea montañosa. Eso es. ¿Lo ves?
Mientras aprendía a compensar la suave respiración del caballo, no captó con el telescopio más que imágenes convulsas, borrones cambiantes. Por fin, Maia enfocó un destello de color y se fijó en un trozo de brillante tejido, que ondeaba al viento y hacía que un alto poste se cimbreara. Vio luego otras banderas que lo flanqueaban.
—Estandartes de oración —identificó por fin. En la mayor parte de Stratos se utilizaban en fiestas y ceremonias, pero sabía que en zonas Perkinitas también ondeaban para anunciar nuevos nacimientos… y muertes.
—Ahí tienes a tu Calma Lerner, virgie. Pudriéndose, como pedías. Junto con la mitad de sus hermanas. Me temo que van a andar escasas de metal en el valle durante un par de añitos.
Maia tragó saliva.
—Pero… ¿cómo? —Se volvió hacia Kiel y Thalla, que miraban sus huellas—. ¿Qué ha pasado? —quiso saber.
Thalla se encogió de hombros.
—Sólo un microbio de la gripe, Maia. Hubo una epidemia de estornudos en la ciudad, un par de semanas o dos antes, poca cosa. Cuando llegó a la casa, una de las obreras var estuvo en cama unos cuantos días, pero…
—Pero entonces, un puñado entero de Lerner la espicharon. ¡Así de fácil! —exclamó Baltha, chasqueando los dedos con deleite.
Maia se sintió fatal, con un vacío en el estómago y la garganta pastosa, aunque luchó por no manifestar ninguna emoción. Sabía que su expresión debía de parecer pétrea, fría. Por el rabillo del ojo, vio que Renna se estremecía brevemente.
No puedo reprochárselo. Soy terrible.
Recordó cómo, de niña, la asustaban las historias macabras que las jóvenes madres Lamai contaban a las mocosas del verano en las cálidas noches, allá en los parapetos. A menudo, la moraleja de aquellos horribles relatos parecía ser: «Cuidado con lo que deseas. A veces podría hacerse realidad.» Racionalmente, Maia sabía que su estallido de furia no era la causa de que la muerte se hubiese cebado en el clan metalúrgico. Sin embargo, la vena vengativa que había demostrado tener era preocupante.
Unos momentos antes, si hubiera podido hacer algo para causar algún mal a sus enemigas, no habría conocido piedad. ¿Era aquello moralmente lo mismo que si hubiera matado a las Lerner en persona?
No es la primera vez que una enfermedad acaba con medio clan, pensó, tratando de encontrarle sentido a todo aquello. Había un refrán: «Cuando una clónica estornuda, sus hermanas van a buscar un pañuelo.» Se basaba en un hecho de la vida que Leie y Maia conocían bien siendo gemelas: la sensibilidad a una enfermedad era a menudo genética. En este caso, el hecho de que la Casa Lerner se encontrara lejos de los cuidados médicos existentes en Valle Largo había jugado en su contra. Con todas ellas en cama al mismo tiempo, ¿quién podía cuidar de las Lerner? Sólo las empleadas var, que no rebosaban de afecto hacia sus matronas.
Qué forma de morir… todas a la vez, por culpa de lo que es tu mayor orgullo: la uniformidad.
Los del grupo continuaron cabalgando en silencio, inmersos en sus propios pensamientos. Un poco después, cuando Maia se volvió hacia Renna con la esperanza de que éste la distrajera, el hombre del espacio siguió mirando hacia delante mientras su montura avanzaba lentamente, las cejas fruncidas en lo que parecía una sólida línea de oscura reflexión.
Salieron del laberinto de cañones después del anochecer, ascendiendo por un estrecho sendero situado al suroeste de los oscuros y silenciosos hornos Lerner. A pesar de que las temperaturas eran más bajas en la llanura, salir a terreno despejado fue un alivio. La luz de las estrellas se extendía por el cielo de la pradera, y una de las lunas más pequeñas, Iris la de la buena suerte, brillaba alegremente, dándoles ánimos.
Thalla y Kiel saltaron de sus monturas al divisar una gran mancha de escarcha de gloria, preservada por la sombra de un peñasco. Rodaron por la nieve, se la refregaron mutuamente por la cara, riendo. Cuando volvieron a montar, Maia vio una luz en sus ojos y no estuvo segura de que le gustara, Aprobó aún menos que cada una de ellas empezara a acercarse para cabalgar junto a Renna, rozando de vez en cuando su rodilla, entablando conversación con él y respondiendo con exclamaciones interesadas a todo lo que el hombre decía.
Sola con sus pensamientos, Maia ni siquiera alzó la cabeza para medir el progreso de las constelaciones. Tenía la impresión de que pasarían muchos días antes de que llegaran a ver la cordillera de la costa y empezasen a buscar un paso que las condujera hasta el mar. Suponiendo, claro está, que no las localizaran las Perkinitas por el camino.
¿Y luego? ¿Aunque consigamos llegar a Grange Head? ¿Luego qué?
La libertad tenía sus propias penalizaciones. En prisión, Maia sabía qué podía esperar de un día al siguiente. Volver a ser una pobre var, en busca de un nicho en un mundo hostil, era en cierto sentido más aterrador que la cárcel. Maia empezaba ahora a comprender cuánto la había lastrado ser gemela. En vez de la ventaja que había imaginado, aquel accidente de la biología la había hecho vivir con la fantasía de que siempre tendría a alguien en quien apoyarse. Otras muchachas del verano se marchaban de casa conociendo la verdad: que ningún plan, ninguna amistad, ningún talento harían por sí solos que tus sueños se cumplieran. Para el resto, necesitabas suerte.
Tras haber cabalgado la mayor parte del día y la mitad de la noche, acamparon una vez más en el refugio de un barranco. Kiel consiguió encender una hoguera con palos recogidos cerca del lecho seco de un río. A excepción de tazas de té caliente, tomaron viandas frías de sus cada vez más vacías alforjas.
Mientras las mujeres se preparaban para acostarse, Renna reunió varios artículos pequeños de su bolsa azul. Uno era un cepillo fino que Maia no había visto jamás. También cogió una pala de campamento, una cantimplora, y hojas de takawq antes de volverse para marcharse. Baltha no pareció interesada, y Maia se preguntó si sería debido a que no había ningún sitio al que pudiera huir en esta vasta llanura. ¿O había conseguido ya Baltha lo que quería de él? Maia había pretendido llevar a Renna a un lado la mañana anterior y contarle las extrañas acciones de la mujer del sur, pero acabó olvidándolo. Ahora, sus sentimientos hacia él eran de nuevo ambivalentes, sobre todo con Thalla y Kiel actuando todavía de forma decididamente invernal.
—¡No te pierdas por ahí! —le gritó Thalla a Renna—. ¿Quieres que te acompañe y te coja de la mano?
—Puede que haga falta cogerle otra cosa —comentó Kiel, y las otras vars se echaron a reír. Todas excepto Maia. Le molestó la reacción de Renna a la broma: el hombre se ruborizó, y estaba obviamente cortado. También parecía disfrutar de la atención.
—Toma —dijo Kiel, arrojándole su linterna—. ¡No la confundas con otra cosa!
Maia dio un respingo ante la broma chabacana, pero las otras lo consideraron terriblemente gracioso. Renna observó la cajita de madera cilíndrica con el interruptor y la lente en un extremo. Sacudió la cabeza.
—No creo que tenga problemas para advertir la diferencia.
Las tres mujeres mayores volvieron a reírse.
¿No se da cuenta de que las está animando?, pensó Maia, irritada. Sin auroras ni otras claves veraniegas para provocar el celo masculino, no era probable que nada de esto llegara a ninguna parte, y ahora mismo el ambiente era ligero. Pero si él fingía el suficiente interés para provocar a las mujeres, podría causar problemas.
Mientras Renna pasaba junto a ella, llevando la pala de campamento torpemente, Maia parpadeó sorprendida y luchó por no quedarse mirando. ¡Por un brevísimo instante, hasta que Renna desapareció de la luz, le pareció ver una distensión, un bulto que, gracias a Lysos, ninguna de las otras parecía haber advertido!
El fuego se hizo más débil y salió la luna grande, Durga. Thalla roncaba junto a Kiel, y Baltha lo hacía cerca de los caballos. Maia daba cabezadas con los ojos cerrados, imaginando las altas torres de Puerto Sanger sobre las cristalinas aguas de la bahía, cuando un golpe volvió a despertarla. Miró a la izquierda, donde un objeto macizo había caído sobre la manta de Renna. El hombre se sentó a su lado y empezó a quitarse los zapatos.
—He encontrado algo interesante ahí fuera —susurró.
Ella se apoyó en un brazo, y tocó el bloque macizo.
—¿Qué es?
—Oh, sólo un ladrillo. Encontré un muro… y un antiguo sótano. No es el primero que he visto. Hemos estado pasando junto a ellos todo el día.
Maia lo observó mientras se quitaba la camisa. Sin afeitar ni lavar desde hacía varios días, él exudaba masculinidad de una forma que Maia no había visto ni olido desde aquellos marineros a bordo del Wotan, y eso, después de todo, había sido en el mar. Si un hombre se presentaba en aquel estado en cualquier ciudad civilizada, sería arrestado por escándalo público. ¡Eso ni siquiera podía consentirse en verano, y mucho menos en invierno! Al ser extranjero, tal vez Renna no conocía las reglas de la modestia que se enseñaban a los muchachos a corta edad, reglas que se seguían sobre todo cuando había caído la gloria. El atractivo, en los momentos equivocados, puede ser una molestia.
—No he visto ningún muro —respondió ella, ausente—. ¿Quieres decir que vivió gente cerca de aquí?
—Mm. Por la erosión, yo diría que hace unos quinientos años.
Maia se quedó boquiabierta.
—Pero yo creía…
—Creías que este valle se colonizó hace sólo un siglo o cosa así, lo sé. Y el planeta sólo unos cuantos centenares de años antes.
Renna se tendió sobre la silla que utilizaba como almohada, y suspiró. Al parecer el frío no le preocupaba. Cogió el gastado ladrillo y lo volvió. Los músculos de sus brazos y su pecho se anudaban y retorcían. Ahora que Maia se había acostumbrado, su aroma masculino no le parecía tan fuerte como el de los marineros del Wotan. ¿O es que el invierno la estaba afectando a ella también?
—Um —dijo, intentando seguir el hilo de la conversación—. ¿Quieres decir que me equivoco al respecto?
Él sonrió con una luz de afecto en los ojos y Maia sintió un ligero escalofrío.
—No es culpa tuya. Las sabias manipularon a propósito las historias a las que se tiene acceso fuera de Caria City. No mintiendo exactamente, sino provocando impresiones equivocadas y dando a entender que la precisión de las fechas no importa. Es cierto que Valle Largo fue colonizado hace un siglo, por antepasadas pioneras de los clanes Perkinitas que hoy viven aquí. Casi nadie había vivido en este lugar desde hacía mucho tiempo; pero varios centenares de años antes, esta llanura albergaba una gran población. Calculo que oleadas de colonización y emigración deben de haber cruzado esta zona al menos cinco o seis veces…
Maia agitó una mano ante su cara.
—Espera. ¡Espera un momento! —Su voz fue algo más que un susurro, y se detuvo para bajar el tono—. ¿Qué estas diciendo? ¿Que las humanas llevan en Stratos… un millar de años?
Renna siguió sonriendo, pero frunció el ceño como cada vez que tenía algo serio que decir.
—Maia, por lo que he podido determinar tras hablar con vuestras sabias, Lysos y sus colaboradoras plantaron vida homínida en este mundo hace más de tres mil años. Eso no se contradice con su fecha de partida de Florentina, aunque depende en gran parte del medio de transporte que emplearan.
Maia sólo pudo parpadear, como si el hombre acabara de decirle sin más que la especie femenina descendía de las salamandras.
—Pretendieron que su diseño durara —dijo él, mirando el cielo—. Y tengo que reconocer que lo lograron. Hicieron un trabajo impresionante.
Con eso, Renna soltó el viejo ladrillo y abrió su manta para acurrucarse dentro.
—Que duermas bien, Maia.
—Que duermas bien —respondió ella, automáticamente, y se tendió con los ojos cerrados, pero pasó un rato antes de que sus pensamientos se apaciguaran. Cuando por fin se quedó dormida, Maia soñó con formas enigmáticas, talladas en antigua piedra. Bloques y formas alargadas que se movían y cambiaban como serpientes enroscadas en un muro de misterios.
Maia se había preguntado si, ahora que estaban al descubierto, la huida cambiaría de ritmo. ¿Se escondería el grupo durante el día, manteniéndose fuera de la vista hasta el anochecer? Tras la escapada, agitada y casi continua, no le importaba el resto.
Ése, al parecer, no era el plan. El sol estaba aún bajo cuando Baltha la despertó.
—Vamos, virgie. Tómate el té y los bizcochos. Nos iremos en un dos por tres.
Thalla ya estaba atendiendo la hoguera recién avivada mientras Kiel se encargaba de preparar los caballos. Tras incorporarse y frotarse los ojos, Maia buscó a Renna y lo encontró por fin corriente abajo, sentado en un semicírculo de objetos. Cuando se acercó, Maia reconoció el ladrillo de la noche anterior, y varias piezas dobladas de aluminio (una bisagra y lo que debía haber sido un gran tornillo), así como varios utensilios imposibles de identificar. El hombre tenía el Juego de la Vida sobre su regazo. Tras examinar cada una de las muestras durante un rato, usaba un punzón para escribir una cadena de puntos sobre el ancho tablero, y luego pulsaba un botón para que la pauta desapareciera. Ella supuso que la almacenaba en la memoria.
—¡Hola! —saludó alegremente cuando la vio acercarse con dos tazas de té—. ¿Una de ésas es para mí?
—Sí. Toma. ¿Qué estás haciendo?
Renna se encogió de hombros.
—Mi trabajo. Encontré un modo de utilizar este tablero como si fuera una especie de cuaderno de notas, para almacenar observaciones. Es rudimentario, pero resulta mejor que nada.
—Tu trabajo —musitó ella—. No te lo he preguntado nunca. ¿Cuál es tu trabajo?
—Soy lo que llaman un peripatético, Maia. Eso significa que voy de un mundo homínido a otro, negociando el Gran Acuerdo. Parece una gran cosa. Pero en realidad sólo me mantiene ocupado. Mi verdadero trabajo es… bueno, seguir moviéndome y permanecer con vida.
Maia pensó que comprendía un poco lo que él acababa de decir.
—Se parece mucho a mi trabajo. Moverme. Permanecer con vida.
El hombre que había sido su compañero de prisión se rió de buena gana.
—Dicho así, me parece que es igual para todo el mundo. No hay otro juego.
Maia recordó la noche anterior, la forma en que el viento traía su aroma mientras dormía inquieta, hasta que despertó una vez y descubrió que estaba empleando su pecho como almohada, y que él dormía con una mano sobre sus hombros. Esta mañana, parecía una persona distinta. De algún modo, había encontrado un medio de lavarse. Se había arreglado la barba de varios días, cortando acá y allá, hasta convertirla en el principio de una barba hermosa. Ahora mismo, Maia podía olerse más a sí misma que a él.
Mientras se colocaba a favor del viento, preguntó:
—¿Entonces no has venido a invadirnos?
Lo dijo como un chiste, para burlarse de los rumores esparcidos por la histeria desde que su nave había aparecido en el cielo, hacía un año largo. Pero Renna sonrió débilmente.
—En cierto modo, exactamente a eso he venido… a prepararos para una invasión.
Maia tragó saliva. No era la respuesta que esperaba.
—Pero tú…
No llegó a terminar la frase. Thalla, que conducía un par de caballos, los llamó.
—¡Moved el culo, vosotros dos! ¡El día se nos va, así que en marcha!
—¡Sí, señora! —replicó Renna con un saludo amistoso y sólo levemente burlesco. Dejó sus muestras arqueológicas donde estaban y se levantó, plegando el tablero. Maia corrió a atar su manta a la silla de montar, y miró hacia atrás para ver a Renna comprobar la cincha de su caballo. Me pregunto qué quería decir con ese comentario. ¿Puede ser que el Enemigo vaya a regresar? ¿Ha venido de las estrellas para advertirnos?
Mientras Maia miraba al hombre, Kiel se cruzó entre ellos y, sin miramientos, con tranquilidad, extendió la mano para pellizcarlo al pasar.
—¡Eh! —gritó Renna, enderezándose y frotándose el trasero, pero claramente más sorprendido que ofendido. De hecho, su sonrisa de pesar traicionaba un atisbo de diversión, lo que hizo que Kiel se echara a reír.
Lysos, qué acoso más desvergonzado, gruñó Maia para sí. La irritación hizo que olvidara su anterior cadena de pensamientos. Molesta sin saber por qué, después de eso ignoró las miradas del hombre y cabalgó delante con Baltha durante la mayor parte de la tarde. Su molestia sólo aumentó cuando Renna se desvió varias veces con Thalla y Kiel para mostrarles las ruinas que divisaba y explicar qué estructura debía de haber sido una casa y cuál un taller. Las dos mujeres eran embarazosamente efusivas en sus demostraciones de interés. Baltha hizo una mueca.
—Estúpidas rads —murmuró—. Armar un alboroto como ése para hablar con un hombre cuando no las va a llevar a ninguna parte. Como si esas dos pudieran manejar una potenciación si ahora consiguieran una.
—¿No creerás que están intentando…?
—No. Sólo coquetean, probablemente. No tiene ningún sentido. Ya conoces el refrán:
Nicho y Casa son lo primero que cuenta,
luego hermanas y aliadas, que hablan la misma lengua,
sólo entonces y por último, un hombre que te atienda.
—Para mí sigue teniendo sentido —concluyó.
—Mm —respondió Maia—. ¿Qué es una… rad?
Baltha la miró de reojo.
—Eres bastante inocente, ¿no, virgie? ¿Es que no sabes nada de nada?
Maia notó que se ponía colorada. Sé lo que llevas oculto en la mochila, pensó en decir, pero se abstuvo.
—Rads viene de «radicales»: un grupo de jóvenes vars de ciudad con exceso de educación e ideas absurdas sobre cambiar el mundo. Piensan que son todas más listas que Lysos. Idiotas.
Maia recordó entonces la pequeña radio de la cabaña de la Casa Lerner. En la emisora clandestina utilizaban el término para referirse a las mujeres que defendían volver a plantearse la sociedad de Stratos desde cero. En muchos aspectos, las rads se oponían a las Perkinitas, y luchaban por dar poder a la clase var mediante la reforma de todas las reglas, ya fuesen políticas o biológicas.
—Estás hablando de mis amigas —le dijo a Baltha, en lo que esperaba que fuera un tono severo.
Baltha respondió con una mueca sarcástica.
—¿De verdad? Pues es toda una idea. Tus amigas. Gracias por informarme.
Se echó a reír, haciendo que Maia se sintiera como una tonta sin saber por qué. Se volvió hacia el frente, ignorando a la otra mujer, y cabalgaron algunos minutos en silencio. Sin embargo, la curiosidad acabó por ser más fuerte en ella que el resentimiento. Maia se volvió y formuló la pregunta en un tono cuidadosamente neutral.
—Entonces, por lo que dices, supongo que tú no quieres cambiar el mundo.
—No del todo. Sólo sacudirlo un poquito. Derribar algunos árboles muertos para hacer sitio en el bosque, como si dijéramos. Que entre luz suficiente para un árbol nuevo o dos.
—Y contigo como raíz fundadora, supongo.
—¿Por qué no? ¿No te parezco una madre Fundadora? ¿No imaginas esta cara en un cuadro bien grandote, colgando algún día sobre la chimenea de algún bonito salón? —Alzó la cabeza, con la barbilla hacia fuera.
El problema era que Maia sí podía imaginárselo. Las madres Fundadoras debían de haber sido unas piratas tan duras y despiadadas como aquella var.
—Muy bien. Digamos que despejas un claro y pones tu propia semilla allí. Digamos que tu árbol familiar crece hasta convertirse en un gigante en el bosque, con cientos de ramas clónicas extendiéndose en todas direcciones. ¿Cuál será la política de tu clan hacia los nuevos retoños que intenten echar raíces cerca algún día?
—¿Política? Muy simple… —Baltha se echó a reír—. ¡Extender nuestras ramas y cortarles la luz!
—¿No se merecen también las demás un lugar bajo el sol?
Baltha miró a Maia, como sorprendida por tanta ingenuidad.
—Que luchen por ello, como yo lucho ahora mismo. Es el único modo justo. Lysos fue sabia —pronunció la última frase con solemnidad, y dibujó el signo del círculo sobre su pecho. Maia reconoció una mirada de auténtica religiosidad en los ojos de la otra mujer. Una versión e interpretación que convenientemente justificaban lo que ya había sido decidido.
Tras eso se produjo un largo silencio. Siguieron cabalgando y la tarde se desdibujó. Baltha consultó la brújula, corrigiendo su rumbo suroeste varias veces. De vez en cuando, se alzaba sobre los estribos y estudiaba el horizonte con su telescopio, buscando signos de persecución, pero sólo matorrales retorcidos de ramas retorcidas rompían la monotonía, recordando a Maia las mujeres legendarias que quedaron petrificadas tras encontrar al Hombre Medusa.
Cuando el grupo de fugitivos se detuvo, fue sólo para estirar las piernas y comer de pie. No hubo más chistes sobre la acomodación de Renna a su silla. A aquellas alturas, todos estaban doloridos. Anocheció y Maia esperó la señal para acampar, pero al parecer la idea era seguir cabalgando. Nadie me dice nada, pensó con un suspiro. Al menos Renna parecía tan cansado e ignorante como ella misma.
Dos horas después de la caída de la noche, cuando la diminuta y plateada Aglaia se alzaba en la constelación de la Cuchara, Baltha se detuvo de pronto, indicando silencio. Escrutó la oscuridad, luego se llevó las manos a la boca y emitió una suave llamada de pájaro.
Pasaron unos segundos.
En la oscuridad aulló una respuesta, luego siguieron una pausa y otro aullido. Una chispa destelló, seguida por la luz de una linterna que apenas revelaba una forma gruesa, como una loma redonda, a varios cientos de metros por delante. El objeto parecía plano por un extremo, bulboso por el otro. Siseando suavemente, se alzaba donde un par de líneas rectas se cruzaban desde el lejano horizonte. La forma oscura se aclaró, y Maia reconoció bruscamente una pequeña máquina de mantenimiento para el ferrocarril solar, en una vía muerta, rodeada de caballos atados y mujeres que murmuraban.
Hubo gritos de alegre reunión mientras Baltha cabalgaba para saludar a sus amigas. Thalla y Kiel abrazaron a Kau. Renna desmontó y sujetó las bridas de Maia mientras ésta desmontaba, agotada. Tras rodear con sus bestias la oscura máquina, entregaron las riendas a una gruesa mujer que vestía las ropas del Clan Musseli. Otra Musseli dio a Renna un paquete doblado que resultó ser un uniforme de una de las cofradías ferroviarias masculinas.
De modo que las Musseli no estaban conchabadas con los clanes granjeros Perkinitas. No era extraño, dada su estrecha relación con los hombres de las cofradías, algunos de los cuales eran sus propios hermanos e hijos. Lástima que nunca tuviera la oportunidad de ver cómo es la vida en un clan como ése. Debe de ser curioso conocer tan bien a algunos hombres.
Al parecer, el grupo iba a intentar transportar a Renna de manera rápida, en un veloz trayecto en tren. Sin vagones que la frenaran, la máquina podría llegar a Grange Head al mediodía del día siguiente, suponiendo que ningún bloqueo de vías o grupo de búsqueda le cortara el paso. Thalla, Kiel y las demás podrían estar cobrando su recompensa a la hora de la cena. Maia calculó que incluso proporcionarían una buena comida y el alojamiento de una noche a su mascota virgen, antes de perderla de vista.
Renna sonreía feliz, y dio a Maia un apretón en el hombro, pero por dentro ella se sentía ya poniendo distancia entre ambos, protegiéndose de otra inevitable y dolorosa despedida.
Cuaderno de Bitácora del Peripatético
Misión Stratos
Llegada + 40.177 Ms
Caria, la capital, rodea y adorna una altiplanicie que domina la desembocadura en el mar de tres ríos. Sus habitantes la llaman la «Ciudad de Oro», por los tejados amarillos de los clanes que cubren las famosas trece colinas. Pero desde la órbita he visto un panorama más digno de ese nombre. Al amanecer, las paredes de piedra cristalina de Caria reciben la luz del sol, y la devuelven al espacio en un espectro que los paneles de Cy presentan como un halo ámbar. Es una maravilla, incluso para alguien que ha visto ballenas flotantes pastar en nubes de espumosa creill por encima y entre las metrotorres de Zaminin.
A menudo, a lo largo del último año, he deseado tener a alguien para compartir esas visiones.
Las viajeras entran en Caria a través de una ancha puerta de granito rematada por un majestuoso friso: Palas Atenea, antigua protectora de las habitantes de las ciudades, con el sabio rostro de la jefa fundadora de la colonia. Por desgracia, la escultora no consiguió captar la sonrisa sardónica (que yo he llegado a conocer tras estudiar los archivos de a bordo) de Lysos cuando era una simple profesora—filósofo en Florentina y hablaba en términos abstractos sobre cosas que más tarde pondría en práctica.
Como nuestra procesión llegó desde el espaciopuerto, todo parecía pacífico y en orden, aunque sin duda aquellas majestuosas murallas de la ciudad no habían sido construidas sólo por decoración. Delimitan claramente el exterior del interior. Son una defensa.
El tráfico fluía bajo el caduceo extendido de Atenea, cuyas serpientes entrelazadas representaban la espiral del ADN. Para evitar llamar la atención, nuestra escolta a caballo se detuvo en ese punto mientras que mis guías y yo seguimos en coche.
Mi aterrizaje no es un secreto, pero no se le ha dado demasiada importancia. Como en la mayoría de los mundos deliberadamente pastorales, los medios de comunicación en competencia están prohibidos. El Consejo censuró cuidadosamente las emisiones, que en cierto modo retratan el contacto renovado con el Phylum como un acontecimiento menor aunque teñido de una amenaza de calamidad.
Escuchando la radio nunca he podido hacerme una idea de cómo piensa la mujer media de la calle. Me pregunto si tendré la oportunidad de averiguarlo.
Al pensar en la vida en un planeta de clones, no pude dejar de imaginar falange tras falange de rostros uniformes… enjambres de bípedos idénticos con los ojos en blanco moviéndose con lentos pasos coordinados. Una caricatura de los humanos como hormigas, o como abejas.
Tendría que haber sabido que no. La multitud se apiñaba en las puertas, aceras y puentes de Caria, discutiendo, mirando, regateando y riendo como en cualquier otro mundo homínido. Sólo de vez en cuando distinguía claramente a una pareja, o un trío o un quinteto de clones, e incluso dentro de esos grupos las hermanas se diferenciaban en edad y vestimenta. Estadísticamente, la mayoría de las mujeres que vi debían de ser miembros de algún clan partenogenético. Sin embargo, las personas no son abejas, y ninguna ciudad humana será jamás una colmena. Mi primera impresión mostraba un amasijo de tipos, altos y bajos, delgados y gruesos, de todos los colores… difícilmente un estereotipo de homogeneidad.
A excepción de la ausencia casi total de varones, claro. Vi a algunos niños pequeños jugando, y a un puñado de viejos con las bandas verdes en los brazos que indicaban que estaban «retirados». Pero, al ser verano, los hombres maduros eran más escasos que los albinos al mediodía, y el doble de sospechosos. Cuando vi a uno, pareció fuera de lugar, claramente consciente de su altura, y se hacía a un lado para dejar paso a los grupos de mujeres. Sentí que, como yo, estaba allí como invitado, y lo sabía.
La ciudad no fue construida por o para gente como nosotros.
Las líneas clásicas de los edificios públicos de Caria remitían a los de la Vieja Tierra, con amplias escalinatas y fuentes esculpidas donde las viajeras se refrescaban y daban agua a sus bestias. La clara preferencia por patas y cascos sobre el tráfico rodado me recuerda la planificación urbana de Dido, donde los coches y camiones son conducidos a su destino sin que se los vea, dejando las principales avenidas con ritmos más plácidos. Siguiendo una guía oculta, nuestro coche hecho a mano pasó junto a los bajos bloques de apartamentos y los rebosantes mercados de un barrio populoso que Iolanthe llamó «Ciudad Var», y luego ascendió hacia estructuras más elegantes, parecidas a castillos, con jardines y pulidas torretas, cada una ondeando el estandarte heráldico de algún noble linaje.
Mis escoltas se detuvieron brevemente en la empalizada interna que guarda la acrópolis. Allí, vi por primera vez de cerca a los lúgars, criaturas velludas descendientes de los Ursimios de Vega, arrastrando bloques de piedra bajo la batuta de una paciente cuidadora. Al parecer Lysos diseñó a los lúgars para eliminar uno de los argumentos para tener hijos: la ocasional necesidad de fuerza bruta. Otra solución, los robots, habría requerido una perpetua base industrial, peligrosa para el programa de las Fundadoras. Así que, como es típico, propusieron en cambio algo autosuficiente.
Al ver a los lúgars manejar grandes planchas, no pude dejar de sentirme debilucho en comparación… lo que tal vez formara también parte del plan.
No estoy aquí para juzgar a las stratoianas por elegir una solución pastoral a la ecuación humana. Todos los caminos tienen su precio. Mi orden requiere que un peripatético, sea hombre o mujer, aprecie todo lo que ve, en cualquier mundo del Phylum. «Apreciar» en el sentido estricto de la palabra. Las reglas no dicen que tenga que aprobarlo.
Las constructoras de Caria usaron los contornos naturales de la altiplanicie central para construir templos y teatros, tribunales, escuelas y campos de deporte… todo lo cual describieron con orgulloso detalle mis apasionadas guías. Zonas ajardinadas acompañaban el paseo central junto a complejos impresionantes (la Autoridad del Equilibrio y la majestuosa universidad), hasta que por fin nos acercamos a un par de ciudadelas de mármol con altos pórticos con columnas. Los corazones gemelos de Caria. La Gran Biblioteca a la izquierda, y a la derecha, el Templo principal, dedicado a la Madre Stratos.
… Y Lysos es su profeta.
Con el trayecto habían conseguido su objetivo evidente. Su capital es un espectáculo digno de cualquier mundo. Yo estaba impresionado, y me encargué de dejarlo bien claro.
La maquinista Musseli colocó a sus pasajeras lejos de los controles, cerca de las cálidas pilas de células energéticas que ponían en marcha a la locomotora.
Maia arrugó la nariz ante el familiar olor a polvo de carbón que se alzaba del depósito de reserva, aunque se sentía demasiado excitada para dejar que eso la perturbara. La libertad era una fragancia fuerte que la afectaba como una borrachera. Su corazón se aceleró cuando se inclinó tras la cubierta de la batería y abrió una estrecha y polvorienta ventanilla para dejar que el aire fresco le golpeara la cara.
La pradera corría en el exterior, iluminada por la luz perlada y difusa de la recién salida Durga. Había barrancos y cañadas, postes y ajados batallones de haces de heno, y de vez en cuando bosquecillos allí donde el terreno poroso retenía la suficiente agua de lluvia para mantener los árboles nativos.
Maia había llegado a odiar estas llanuras, aunque ahora, con la huida al fin creíble, la tierra parecía susurrar su propia versión de la historia, extendiéndose para persuadirla con su extraña belleza.
Las tormentas de verano me afectan. El viento y el ardiente sol resecan mi suelo empapado. En invierno, el hielo rompe los guijarros dispersos y los convierte en polvo. El pobre barro se escurre y rezuma. Yo sangro.
Y lo que dejan el viento y el sol y el hielo, las humanas lo rompen con arados de hierro, o lo cuecen en forma de ladrillos, o lo convierten en dorado grano que transportan por el mar.
¿Dónde están mis saltarines linguros? ¿Las pantoteras que pastaban, o los vivaces boks enroscados, que solían recorrer mi llanura en gran número? No pudieron competir con las vacas y ratones. O, si lo hicieron, las humanas intervinieron, mejorando las tendencias que eligieron. Nuevos cascos marcan mis senderos, mientras que los viejos se marchitan en los zoos.
No importa. Que las invasoras desplacen a las criaturas nativas, que desplazaron a otras a su vez. Que mi suelo se convierta en roca, en arena, en suelo otra vez. ¿Qué diferencia crean los cambios, cribados por el tamiz del tiempo?
Yo espero, permanezco, con la paciencia de la piedra.
Renna, y luego Kiel, instaron a Maia a acostarse donde otra media docena de mujeres yacían juntas como balas de algodón, todas en la misma postura a falta de espacio para volverse. Pero la incomodidad no las mantenía despiertas. En palabras de Thalla, no eran clones melindrosas a las que molestaba un guisante bajo el colchón. Sus sincronizados ronquidos pronto ahogaron el suave rumor de los motores eléctricos.
—No, gracias —dijo Maia a sus amigos—. No podría dormir. Ahora no. Todavía no.
Kiel se limitó a asentir, acomodándose en un hueco cerca de la caja de frenos para dormir sentada. También Renna llegó a su límite. Tras acribillar a la maquinista con preguntas durante media hora, consideró que ya era suficiente, algo extraño en él, y se derrumbó sobre las mantas que habían colocado para su disfrute en el espacio más amplio, una plataforma que cubría la caja de marchas de la locomotora. Su sonido, como una nana, pronto lo hizo roncar como las mujeres.
Maia abrió su sextante y avistó unas cuantas estrellas familiares. Aunque la fatiga y la vibración de la máquina eran un impedimento, pudo verificar que seguían la dirección adecuada. Eso no excluía del todo la posibilidad de traición (¿Me estoy volviendo cínica con la edad?, se preguntó secamente), pero era tranquilizador saber que cada segundo que pasaba los acercaba más al mar. Maia olvidó sus recelos. Kiel y las demás saben más que yo, y parecen bastante confiadas.
Maia no era la única insomne que hacía silenciosa compañía a la maquinista. Baltha montaba guardia junto a la ventanilla de babor, acariciando su palanca igual que si fuera un bastón de combate corto, como si estuviera ansiosa por asestar un solo golpe a las enemigas antes de culminar su huida. Una vez más, la fornida mujer intercambió una larga y enigmática mirada con Maia. Baltha se pasó la mayor parte del viaje mirando hacia delante y acechando el peligro, mientras Maia procuraba hacer lo mismo en la parte de estribor. Aunque ninguna de las dos podía ver mucho en la oscuridad. A esta velocidad, difícilmente veremos nada antes de golpearlo.
Los reflejos de la luna en los rectos raíles se difractaban hipnóticamente en sus párpados entrecerrados. Maia los dejó cerrarse, sólo un minuto o dos. Sin embargo, las imágenes no se interrumpieron. Siguió imaginando la locomotora, atravesando una quimérica versión de la estepa, al principio igual que la llanura de fuera, luego cada vez más como el paisaje de un sueño. Las gentiles y congeladas ondulaciones de la pradera empezaron a moverse, a rodar como olas del océano que lamieran cada lado de los firmes raíles de acero.
Una fiera certeza asaltó a Maia. Había algo delante, fuera de la vista. La premonición se manifestó como una imagen vívida y presciente de la veloz máquina dirigiéndose inalterable hacia un choque con una alta montaña de rocas que la sonriente Tizbe Beller acababa de colocar sobre las vías.
—Corre si quieres —canturreaba amenazante su antigua torturadora, como una bruja de cuento—. ¿Crees de verdad que podrás escapar al poder de los grandes clanes, si realmente quieren detenerte?
Maia gimió, incapaz de moverse o despertar. La barricada fantasma se alzó, gráfica y aterradora. Entonces, momentos antes del impacto, las piedras que formaban la pared se transformaron. En un breve instante, se metamorfosearon en brillantes huevos, que se abrieron, liberando gigantescas aves pálidas. Las aves extendieron sus enormes alas y escaparon de los fragmentos de huevo y, exhalando fuego, volaron sin ataduras para reunirse con sus hermanas, las brillantes estrellas.
En su sueño, Maia no sintió ningún alivio por verlas marchar. En cambio, oleadas de soledad la asaltaron, como una sacudida.
¿Cómo es posible?, se preguntó. Una vieja queja de la infancia. ¿Cómo es posible que ellas vuelen… mientras que yo debo quedarme atrás?
La mañana llegó mientras Maia seguía dormida, acurrucada en una sábana que humeó cuando la alcanzó el sol recién salido. Renna sacudió amablemente su hombro, y le puso una taza de tcha caliente entre las manos. Parpadeando ante su rostro despejado, Maia sonrió agradecida.
—¡Creo que vamos a conseguirlo! —comentó el hombre con una tensa confianza que Maia encontró encantadora. Se habría sentido dolida si él lo hubiera dicho sólo para contentarla. Pero más bien parecía que ella fuera la adulta, encantada e indulgentemente atraída por el ingenuo optimismo de él. Maia no tenía ni idea de la edad que Renna pudiera tener, pero ponía en duda que el hombre olvidara alguna vez su ardiente y alocado entusiasmo por las cosas nuevas.
El desayuno consistió en mijo y azúcar moreno mezclados con agua caliente de la caldera auxiliar de la máquina. El tren fugitivo no se detuvo mientras comían, ni redujo la marcha siquiera. En las praderas se veían ahora rebaños pastando. De vez en cuando, una vaquera desconocida alzaba el brazo para saludar a la veloz locomotora.
Mientras comprobaba sus instrumentos, la maquinista Musseli dijo a Maia y a los demás lo que había oído el día anterior, antes de acudir a la cita. Había habido lucha en el santuario—prisión, la misma noche que Maia y Renna vieron aparatos voladores cruzar el cielo. Agentes de la Autoridad Planetaria, sirviéndose del elemento sorpresa para compensar su escaso número, aterrizaron en la torre de piedra y se apoderaron de la antigua cárcel. Demasiado tarde para servirnos de algo, pensó Maia con ironía. Excepto para distraer a las Perkies. Con eso nuestras posibilidades podían mejorar un poco.
Al día siguiente, se convocaron milicias locales por todo Valle Largo. Las matriarcas de los principales cIanes granjeros juraron «defender la soberanía local y nuestros sagrados derechos contra la intromisión de las autoridades federales». Volaron acusaciones en ambas direcciones, aunque ningún bando mencionó absolutamente nada del visitante de las estrellas. En términos prácticos, todavía podía haber multitud de problemas para el grupo de fugitivos, y no era probable que recibieran más ayuda de las fuerzas de Caria City hasta que alcanzaran el mar.
Para empeorar las cosas, la población del valle era más densa a medida que se acercaban a la cordillera costera. La locomotora pasó ante poblados y granjas dormidas, luego ante grandes centros comerciales y zonas de fábricas ligeras. Varias veces tuvieron que refrenar el ritmo para maniobrar torpemente junto a vagonetas cargadas de trigo o maíz amarillo.
Con mucha más frecuencia, el camino parecía abrirse como por arte de magia ante ellos. En las ciudades, casi siempre las saludaban las jefas de estación, que debían formar parte de la conspiración, según advirtió Maia. Poco a poco, la magnitud de la empresa pareció crecer ante sus ojos.
¿Están implicados todos los clanes ferroviarios? No son Perkies, pero pensaba que al menos dirían que son neutrales. Tiene que ser algo muy serio para que un grupo de estiradas como las Musseli se arriesguen a poner en peligro sus relaciones comerciales por una causa.
Maia reflexionó sobre cómo, una vez más, no captaba la enormidad de la cuestión. Pensaba que todo esto iba de una droga que hace que los hombres se acaloren en invierno. Pero eso es sólo una parte… no tan importante como Renna, por ejemplo.
¿Podría ser que él no sea también más que una pieza? No un peón como yo, pero tampoco un rey. Podrían matarme sin que nadie se tomara la molestia de explicarme por qué.
No era de extrañar. Una ventaja de la educación de Lamatia era que su hermana y ella no habían sido educadas para esperar justicia del mundo.
—¡Rueda con el golpe! —había gritado la Sabia Claire, golpeando a Maia una y otra vez con un bastón acolchado durante lo que se suponía que era una «práctica de combate» para las vars, una sesión de tortura que se prolongaba interminablemente, hasta que Maia aprendió por fin a caer con el impacto, no contra él.
Cómo te odio todavía, Claire, recordó Maia. Pero empiezo a comprender lo que querías decir.
El éxodo a través de las llanuras tenía una cadencia sincopada: largos intervalos de aburrimiento punteados por ansiosos minutos donde el corazón se paraba cada vez que atravesaban una ciudad. Sin embargo, todo pareció ir bien hasta poco antes del mediodía. Entonces, en una ciudad llamada Maíz Dorado, fueron recibidas por una visión desagradable: una barrera bajada que les cortaba el paso. En vez de la jefa de estación Musseli, unas cuantas pelirrojas altas esperaban en el andén, todas ellas armadas y vestidas con el cuero de la milicia; comparaban las marcas de la locomotora con los números de una carpeta. Maia y las vars se agacharon para no ser vistas, pero a pesar de las quejas de la maquinista, las guardianas insistieron en inspeccionar la locomotora. En masa, se agarraron a la escalerilla y empezaron a subir a bordo por ambos lados.
Siguió un larguísimo momento mientras dos grupos de mujeres se miraban mutuamente en incómodo silencio. Una guardiana vio a Renna, abrió la boca para gritar…
Un chirriante ulular sonó en lo alto. La jefa de las pelirrojas alzó la cabeza… demasiado tarde para esquivar el extremo romo de la barra de Baltha, que la golpeó en la mandíbula. Desde el techo de metal, donde se había tendido la robusta var del sur, Baltha se arrojó sobre la apiñada masa de milicianas.
Al instante, una lucha a brazo partido se desarrolló en la estrecha cabina. Las mujeres gritaban y atacaban. No había espacio para hacer filigranas con los bastones, así que ambos bandos cambiaron los palos pulidos por los puños y las porras improvisadas.
Al principio, Maia y Renna permanecieron petrificados al fondo. A pesar de todas sus aventuras, la primera batalla cogió a Maia desprevenida. El estómago se le revolvía y oyó su corazón latiendo con fuerza por encima de la algarada. Al alzar la cabeza, vio los ojos alienígenas de Renna abrirse de manera imposible. El sudor le picaba y las venas se le hinchaban. No era miedo lo que veía en él, sino una preocupación de otro tipo.
La barahúnda se precipitó hacia ellos. Una pelirroja puso la zancadilla a la amiga de Thalla, Kau, derribándola. Cuando la miliciana alzó la pierna para continuar golpeándola, Renna exclamó:
—¡No!
Dio un paso, los puños apretados. De repente, le tocó a Maia el turno de gritar.
—¡Atrás! —chilló y, colándose entre Renna y la guardiana, consiguió empujarlo en dirección opuesta. Un puño golpeó su sien derecha, haciendo que ambos oídos le zumbaran. Otro puñetazo se internó entre dos de sus costillas, y entonces contraatacó, golpeando algo blando con un codo. Ignorando el agudo dolor, debatiéndose en la tensa presa de las mujeres en lucha, Maia consiguió por fin sacar a la caída Kau de la refriega.
—Cuida de ella —le gritó a Renna—. ¡Y no luches! ¡Los hombres no pueden hacerlo!
Mientras él asimilaba eso, Maia se volvió y se lanzó de nuevo a la pelea. Era una lucha desordenada y feroz, que no seguía ningún ritual, carente de toda cortesía o elegancia. Por fortuna, era fácil distinguir amigas de enemigas, incluso en la sofocante oscuridad. Para empezar, las enemigas se habían bañado aquel mismo día y olían mucho mejor que sus camaradas. Con cierto resentimiento por la comparación, prestó sus fuerzas para luchar contra mujeres que eran mucho más grandes y fuertes que ella.
Aterradora en la duda, la batalla se convirtió en un placer cuando advirtió que su bando estaba ganando. Maia ayudó a sujetar a una pelirroja para que Thalla pudiera amarrarla con lazos de cuerda preanudada. Al levantarse, Maia vio que Baltha sostenía a dos clones por el cuello y que hacía entrechocar sus cabezas. Allí no hacía falta ninguna ayuda, así que corrió a auxiliar a una var del sur que impedía que una última miliciana escapara por la puerta.
Despejado el camino, Kiel saltó como una sombra oscura del lento tren y se adelantó para levantar la barrera justo a tiempo. Unas manos asomaron para recogerla cuando la conductora aumentó la velocidad.
En el extrarradio de la ciudad, las victoriosas refugiadas frenaron lo suficiente para arrojar al escuadrón de magulladas pelirrojas junto a las vías. Entonces la Musseli aceleró a fondo de nuevo. La locomotora gimió, dirigiéndose al oeste a toda velocidad.
Maia y las otras estaban demasiado excitadas para relajarse, y hablaron en voz alta y caminaron de un lado a otro hasta que sus corazones empezaron a apaciguarse. La única excepción fue Renna, cuya actitud siguió siendo deliberadamente helada mientras aplicaba los primeros auxilios en varios cortes, magulladuras y en una muñeca rota. Fue una presencia tranquilizadora, mientras hubo algo que hacer. Sin embargo, cuando terminó, empezó a tiritar y a sudar. Maia vio sus puños cerrados mientras se dirigía envarado a la puerta abierta junto a la maquinista y alzaba la cabeza al viento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Maia, tras acercarse a él, viendo cómo sus tendones se tensaban como cuerdas de arco.
—Yo… —Él sacudió la cabeza—. Prefiero no decirlo.
Pero a Maia le parecía comprender. En otros mundos, los hombres solían librar la mayoría de las batallas. Luchas terribles y sangrientas, según contaban. Por lo que ella sabía, aún era así, ahí fuera. Durante la batalla, Maia había leído brevemente sus ojos. Le había evocado algo que a él no le gustaba demasiado.
—Supongo que Lysos sabía de lo que hablaba, a veces —dijo Maia en voz baja.
Renna la miró, con el ceño fruncido. Entonces, lentamente, una sonrisa se extendió sobre su rostro. Una sonrisa irónica que esta vez contenía respeto además de afecto.
—Sí —respondió—. Supongo que de vez en cuando lo sabía.
Por fortuna, aquélla era la última ciudad de importancia antes de la cordillera costera. La máquina tuvo que desacelerar para subir la pendiente. Pero lo mismo habría tenido que hacer cualquier grupo perseguidor enviado después de la lucha en Maíz Dorado. Kiel y Baltha consultaron un mapa, y Maia comprendió que les preocupaba más lo que tenían por delante. Tras mirar por encima de sus hombros, Maia supuso que las Perkinitas tenían una oportunidad más de detenerlas, cerca de una aldea llamada Atalaya, donde un estrecho desfiladero parecía perfecto para un bloqueo organizado rápidamente.
Demasiado perfecto, según descubrió más tarde. En efecto, les habían preparado una emboscada. Los clanes cercanos enviaron escuadrones en respuesta a las advertencias de Maíz Dorado, y empezaron a levantar barricadas. Sin embargo, para cuando la locomotora alcanzó Atalaya, el peligro había pasado. Las vars locales habían sorprendido a la milicia con una turba, y las habían expulsado antes de la llegada del tren.
El contragolpe no resultó ser tan espontáneo como parecía. Varias de las líderes de la turba subieron al tren, uniéndose al último tramo del éxodo en cuanto las últimas barreras fueron derribadas. Maia no tardó en ver que eran amigas de Thalla y Kiel.
Ya comprendo. Kiel y sus amigas pueden leer un mapa, igual que las Perkies. Si un lugar es perfecto para una emboscada, también puede ser adecuado para emboscar a las emboscadoras. Maia supo que las recién llegadas acababan de empezar a trabajar en la aldea, por si se producía una eventualidad como ésta.
¿Cómo podían estar tan bien organizadas unas cuantas vars? Un pensamiento de tan largo alcance se suponía limitado a las familias clónicas, con generaciones de experiencia y una visión de la vida que se extendía más allá de la del individuo.
No importa, se dijo. ¡Lo que cuenta es que funcionó!
Gritando vítores, las refugiadas se despidieron por fin de Valle Largo. La locomotora estuvo más abarrotada que nunca durante el último tramo sobre el paso, pero a nadie le importó. La primera vista del océano azul provocó un estallido de canciones que duró todo el camino hasta Grange Head.
Otras dos amigas de Kiel esperaban en la ciudad, de modo que un contingente bastante numeroso se despidió agradecido de la maquinista y luego dejó atrás la estación para dirigirse al Albergue del Evangelio de las Fundadoras, una hostería que daba a la bahía. Las nuevas mujeres vestían atuendos marineros, cosa que no era de extrañar en un puerto. Sin duda, la mayoría de las integrantes del grupo de Kiel, y de Baltha, habían trabajado en cargueros como los que había atracados en la bahía.
Tal vez alguien haga correr la voz… y me consiga trabajo en uno de esos barcos.
Pensar seriamente en el futuro no era algo que hubiera hecho en mucho tiempo. Una compensación a la indefensión, a vivir como una hoja llevada por vientos mucho más fuertes que ella misma. Pronto se presentaría el inconveniente de la libertad: la maldición de tomar decisiones.
Kiel instaló a las jubilosas aventureras en el porche del hotel, dispuso las habitaciones, y se marchó con Baltha «a hacer negocios». Presumiblemente eso significaba que iban a contactar con la magistrada local, y tal vez a hacer llamadas a las oficialas que se hallaban al otro lado del mundo. El resto del grupo tenía que permanecer unido, atento a cualquier movimiento de último minuto por parte de los clanes de Valle Largo. Todavía no estaban a salvo del alcance Perkinita. La seguridad aún dependía de su número.
Eso le pareció muy bien a Maia. Por primera vez, parecía de verdad que no iba a regresar a prisión. Sus preocupaciones habían empezado a evaporarse al ver el hermoso mar. Incluso el oscuro estuco y los almacenes de ladrillo del puerto comercial parecían más alegres que la última vez que estuvo allí como una inocente muchacha de cinco años, llena de dolor y desesperación.
Con vistas a la bahía, pero a cierta distancia de los olores a pescado de los muelles, el hotel era muy superior al barato albergue de tránsito donde había yacido sacudida por la fiebre, meses atrás. Cuando Maia se enteró de que tendría su propia habitación, con un colchón de verdad, corrió a verla, y descubrió que apenas era capaz de concebir tanto lujo. ¡Incluso se podía caminar junto a la cama y extender los brazos sin tocar una pared!
La impresión de espacio aumentaba por su carencia de posesiones mundanas. Colgaría algo en los percheros, si tuviera algo más aparte de lo que llevo puesto.
De vuelta al pórtico, sus compañeras habían empezado a beber botellas de cerveza, viendo cómo se alargaban las sombras. Unas cuantas habían comprado un periódico, un lujo ya que en la mayoría de las ciudades la prensa funcionaba sólo por suscripción, para los clanes más ricos. Las rads criticaron agriamente el Clipper de Grange Head, que incluía los precios de la mayoría de las cosas, junto con disputas entre las candidatas a las próximas elecciones, a celebrar dentro de un mes, el Día del Lejano Sol.
—Las Perkies se presentan contra las Ortodoxas —despreció Kau—. ¡Vaya elección! Y mira, casi ninguna mención a temas planetarios. Nada que tiente a una var o a un hombre a pensar en votar. ¡Y ni un atisbo de ningún visitante del espacio perdido!
Thalla y ella hablaron con añoranza del semanal de dos páginas que publicaba su propia organización, allá en Ursulaborg.
—¡Eso sí que es un periódico! —comentó Kau.
Maia apenas prestaba atención. La libertad era demasiado fresca y prístina para complicarla con política. Todo el mundo sabía que esos asuntos se planeaban con antelación, por parte de ancianas madres que vivían en castillos dorados, en Caria City. En cambio, escrutó las colinas que rodeaban la bahía. En lo alto de las estructuras, el templo ortodoxo de Madre Stratos era un santuario blanco que titilaba con la luz de la tarde. Maia recordó el refugio con gratitud y decidió visitar a la reverenda madre. En parte para presentarle sus respetos; y en parte… para preguntar si había llegado algún mensaje para ella.
No habría ninguno, por supuesto. A pesar de todo lo que había sucedido y de todo lo que había hecho para aislar su pena, Maia sabía lo que sucedería cuando la sacerdotisa sacudiera la cabeza y abriese compasivamente las manos. Maia experimentaría de nuevo toda la pérdida de su hermana, la sensación de desesperanza, aquella boca abierta que amenazaba con tragársela entera.
Esa visita podía esperar un día o dos. Por ahora se contentaría con recostarse con las demás en el largo porche del hotel, tomar un vaso de cerveza tibia, compartir un chiste o dos, y distraer su mente con cosas sencillas.
Todo lo que realmente quiero de la vida ahora mismo es una ducha caliente y un lugar blando para dormir durante días.
Por consenso y galantería natural, todas estuvieron de acuerdo en que Renna fuera el primero en emplear el baño. El hombre empezó a protestar, luego se echó a reír y dijo algo misterioso sobre lo que uno hace cuando está en un lugar llamado «Roma». Dos mujeres le acompañaron para montar guardia ante la puerta del cuarto de baño y proteger su intimidad.
Después de que Renna se marchara, varias vars empezaron a golpear la mesa, pidiendo alegremente más cerveza. A excepción de Thalla, Maia apenas conocía a ninguna de ellas. Kau, la amiga de Kiel, se pasaba el tiempo puliendo un garrote de madera con una punta y un filo de aspecto poco legales, y dando un respingo cada vez que tocaba torpemente el vendaje que Renna le había hecho sobre la oreja derecha. Una de las compañeras de Baltha, una mujer con fuerte acento de las islas del Sur, caminaba de un lado a otro, mirando hacia las montañas y luego hacia el mar, y murmurando impaciente.
Maia descubrió que era incapaz de dejar de rascarse. La sola idea de darse un baño había infectado su mente, haciendo que advirtiera la existencia de picores que, hasta ahora, había confinado a un rincón.
Afortunadamente, Renna no tardó mucho, para ser un hombre. Salió vistiendo una pequeña bata del hotel, transformado con la barba recortada, el pelo peinado que se rizaba al secarse con la brisa, y un tono sonrosado en su piel recién lavada. Hizo una reverencia ante los silbidos aprobadores de las sureñas, y aceptó una jarra de la aguada cerveza local que le ofreció Kau.
—Es una maravilla lo que un buen lavado puede hacer por un chico —comentó. Sujetándose el pelo con un mano, tomó un largo sorbo—. Bien, ¿quién es la siguiente? ¿Maia?
Ella empezó a protestar. Era la de estatus más bajo. Pero las otras estuvieron de acuerdo por aclamación.
—¡Después de todo, ha pasado tanto tiempo para ti como para él! —dijo Thalla amablemente—. Esa cárcel Perkie debió de ser horrible.
—¿Estáis seguras…?
—Claro que estamos seguras. No te preocupes por el agua caliente, encanto. Pronto podremos permitimos un lago lleno. Dúchate bien y permanece sentada en el baño todo el tiempo que quieras.
—Sí, nosotras estaremos ocupadas, de todas formas —añadió Kau, sentándose junto a Renna.
—Ocupadas emborrachándoos como cerdas—dic, querrás decir —bromeó Maia, y se sintió agradecida cuando todas se rieron en sana camaradería.
Renna le hizo un guiño.
—Ve, Maia. Yo me aseguraré de que todas se comporten.
Eso provocó más risas. Maia cedió con una sonrisa de gratitud. Antes de correr hacia el tentador olor del jabón y el vapor, se desabrochó el pequeño sextante de la muñeca y se lo entregó a Renna.
—Tal vez puedas lograr que el filtro solar deje de bailar. Así tendrás algo que hacer con las manos.
Thalla escupió en su cerveza y algunas de las otras se atragantaron.
—No debería ser demasiado difícil para un viajero estelar como tú —terminó Maia.
—¿Bromeas? —protestó él—. ¡Apenas puedo ir al servicio y volver sin un ordenador!
—¿Estaría aquí con nosotras, si no tuviera una habilidad especial para perderse? —reconoció Thalla, gritando para que Maia la oyera. Luego, aún más fuerte, añadió—: ¡Posadera! ¡Más cerveza!
El cuarto de baño se encontraba al final de un doble tramo de escaleras de madera. Al cerrar la puerta tras ella, Maia aún pudo oír a las mujeres de abajo, bromeando y riendo, y la voz más grave de Renna interviniendo de vez en cuando. Sus intervenciones parecían más que nada preguntas, aunque Maia no podía distinguir lo que decía. A menudo, sus dudas provocaban carcajadas, que parecía aceptar de buen humor.
Le resultó extraño desnudarse en el cuarto de baño lujosamente alicatado, equipado con comodidades cuyo uso tuvo que recordarse. Maia empujó su ropa sucia a un rincón y se metió primero en la ducha, ajustando los mandos hasta que el agua caliente fluyó con fuerza. Probablemente usan el carbón de Puerto Sanger, pensó, sin venir a cuento. Tras meterse bajo el chorro, procedió a enjabonarse. El jabón era áspero y sin duda casero, que resultaba menos caro que el auténtico importado de algún clan especializado y lejano. De todas formas, fue todo un lujo. Cortando el agua entre enjuagues, Maia procedió a frotarse capa tras capa de mugre, hasta que la piel chirrió cuando se la frotaba. Entonces la emprendió con el pelo, frotándose el cuero cabelludo y soltando marañas.
No sé por qué me molesto, se preguntó. En el estado en que lo tengo, probablemente tendré que cortármelo de todas formas.
Tras enjuagarse con cuidado una última vez, Maia cerró el grifo y se acercó de puntillas a la ancha bañera de madera, situada junto a una pequeña ventana que daba a los muelles de Grange Head. Abrió la tapa, revelando la humeante superficie. Para su alivio, el agua estaba prístina. Había historias sobre marineros varones que olvidaban (o nunca se les había enseñado) el procedimiento adecuado, y que usaban el baño para lavarse, dejándolo lleno de jabón y suciedad para la siguiente persona. De los hombres una nunca sabía qué esperar, y como extranjero, Renna podría haberse sentido doblemente confundido.
Pero claro, tal vez sólo hubiera una forma civilizada. Por bárbaras que fueran sus pautas sexuales sin modificar, las gentes cultivadas de otros mundos probablemente se bañaban de la misma forma que en Stratos.
Por desgracia, no habría tiempo para preguntárselo, ni otras incontables dudas, antes de que las naves aéreas vinieran del oeste para llevarse a Renna. En momentos dispersos durante su huida, ella había imaginado que iba con él hasta Caria y veía las maravillas de la ciudad. Pero cuando reflexionaba con más lucidez Maia sabía que lo mismo daría si pidiera que se la llevara cuando se marchase a las estrellas.
Me pregunto si me recordará cuando esté reunido con sabias y miembros del Consejo… o volando entre planetas mucho después de que yo sea comida para los gusanos. Era un pensamiento duro y amargo, apropiado para el tipo de persona dura y mundana que había decidido ser, dispuesta a todo, sorprendida por nada. Y, especialmente, vulnerable a nadie.
La ducha había sido templada, pero el baño estaba tan caliente que le picoteó en los innumerables cortes y magulladuras. Maia se metió en él poco a poco, hasta que el agua desbordó por los lados y se perdió en un desagüe.
¡Cielos! El calor pareció fundir cada parte que estuviera tensa o encallecida, relajándole músculos que tenía tensos sin que ella lo hubiera advertido. Aún tenía problemas y preocupaciones, pero por el momento los dejó languidecer, junto con su cuerpo. La sensualidad de yacer completamente inmóvil superaba cualquier placer activo que conociera.
Lánguidamente, Maia alzó un brazo para mirárselo desde todos los lados, lo dejó caer, e hizo lo mismo con el otro, observando dónde los últimos meses habían dejado sus marcas. A continuación examinó cada pierna. Una pequeña cicatriz en esta espinilla, un arañazo curado en ese tobillo, un par de zonas irritadas por haber cabalgado tanto tiempo… y una pequeña herida de batalla que recordó debía limpiar en los días venideros, para que no se infectara. Incluso aquí, en la «civilización», los cuidados médicos eran difíciles de conseguir, y apenas tenía los recursos para pagárselos.
Llamaron a la puerta, que empezó a abrirse. Thalla asomó la cabeza.
—¿Todo va bien? —preguntó la fornida mujer.
—¡Oh! Muy bien, magnífico… Ya salgo. —Con un suspiro, Maia se apoyó en el borde de la bañera para incorporarse.
—No seas tonta. ¡Acabas de meterte! —la reprendió Thalla—. Acabo de enterarme de que la posadera va a hacer una colada. Le vamos a dar nuestra ropa sucia. ¿Quieres que te laven también la tuya? —Señaló el sucio atuendo del suelo.
Maia dio un respingo ante la idea de tener que volver a ponerse aquella ropa otra vez, pero era todo lo que poseía.
—Sí, por favor. Eres muy amable.
Thalla recogió la ropa.
—No hay de qué. Disfruta del baño. Y que tengas toda la suerte del mundo.
Cerró la puerta y Maia volvió a hundirse en la bañera, saboreando cómo el calor la inundaba de nuevo. Había sido decepcionante pensar que se había acabado tan pronto. ¡Ahora se sentía más feliz que si no la hubieran interrumpido! Pero no todo se fundía en el agua caliente. El sonido de la locomotora, su eléctrico zumbido a lo largo de los raíles, aún perduraba en su cabeza. Tampoco, por mucho que lo intentara, podía Maia apartar todas sus preocupaciones.
Quedarse en tierra estaba fuera de toda duda. Tizbe y las Jopland sin duda la encontrarían. El mar era su única opción. Con lo que había aprendido sobre navegación (y sobre el Juego de la Vida) tal vez algún capitán se convenciera para ponerla a prueba en una tripulación, no sólo como pasajera de segunda clase. Lo ideal sería un empleo que le durara hasta finales de la primavera, cuando la estación del celo obligaba a las mujeres a desembarcar. A esas alturas, ya habría podido ahorrar un crédito o dos.
En justicia, le correspondía una pequeña porción de la recompensa que Kiel y Baltha habían ido a recoger. Maia confiaba en que Renna la defendiera en eso, aunque por el tamaño del grupo de huida, su parte probablemente no sería muy grande.
También estaba el asunto de su cita con la investigadora de la SEP, retrasada por circunstancias ajenas a su voluntad. ¿Era demasiado tarde para que cumpliera su promesa? ¿Sería suficiente su declaración ante una magistrada local? Parte de su determinación era por una cuestión personal. Tizbe Beller me encerró para impedirme hablar. ¡Así que eso es exactamente lo que haré! De todas las sensaciones que la acariciaban (libertad, limpieza, el lujo físico del baño), saboreó unos minutos la de venganza. Las Beller y las Jopland lamentarán haberme convertido en su enemiga, juró, grandilocuente.
No fue un ruido lo que llamó la atención de Maia sino que, gradualmente, se fue sintiendo incómodamente consciente de la falta de él. Frunció el ceño, y recordó que hacía un rato que no oía el murmullo de la conversación en el porche. Ni los pasos de la var de guardia, ni el tintineo de las botellas, ni las insistentes e ingenuas preguntas de Renna.
De repente, el baño ya no le pareció lujoso, sino restringido. De todas formas, probablemente me estoy convirtiendo en una pasa, pensó. Tuvo que obligar a sus relajados músculos a salir de la bañera. Mientras se secaba, no pudo reprimir una sensación creciente de sospecha. Algo iba mal.
Bajó la tapa de la bañera y se subió encima para asomarse a la ventana solitaria, tras frotar el vidrio empañado y acercar la nariz para contemplar el porche. Había filas de botellas vacías a lo largo de la balaustrada, pero donde las mujeres habían estado sentadas no quedaba nadie.
Probablemente Kiel y Baltha han vuelto con noticias, se dijo. Pero tampoco había nadie visible cerca de la entrada principal. ¿Han ido a comer?, se preguntó.
Maia empujó la ventana hacia arriba hasta que se abrió una rendija, deslizándose por sus guías de madera. El aire fresco y helado entró, poniéndole la carne de gallina cuando la humedad se evaporó de su piel. Asomó la cabeza y llamó:
—¡Eh! ¿Dónde está todo el mundo?
Unas cuantas parroquianas cargaban una carreta tirada por caballos cerca de un almacén. Cuando Maia se estiró un poco más y giró a la izquierda, vio a un grupo en el muelle, muy lejos, dirigiéndose hacia uno de los embarcaderos. El corazón le dio un vuelco cuando reconoció la fornida forma de Thalla y la maraña de pelo rubio de Baltha.
No. ¡No me harían eso!
Pero allí estaba Renna. Más alto que Baltha, caminando torpemente con los brazos alrededor de dos mujeres, meciéndose de un lado a otro.
—¡Lysos! —gritó Maia, saltando de nuevo al suelo. Se habían llevado su ropa… sin duda para dejarla allí. Con una maldición, recordó las palabras de despedida de Thalla, que habían parecido extrañas para tratarse de alguien a quien esperabas ver de nuevo.
Agarrando una toalla, Maia salió de la habitación y corrió escaleras abajo, sólo para ser bloqueada momentáneamente por la posadera, que sostenía una bolsa de tela y un sobre de papel.
—Oh, es usted, señorita. Sus amigas me dijeron que le diera…
Sus palabras se apagaron cuando Maia la empujó a un lado y salió por la puerta principal. Saltó los peldaños hasta el suelo de grava. Las dependientas de las tiendas cercanas se la quedaron mirando, y un trío de clónicas de tres años se rió, pero Maia siguió corriendo, clavándose guijarros en los pies mientras lo hacía, ignorando la mordedura del frío aire del mar. Al llegar al embarcadero, resbaló y cayó a cuatro patas, pero se puso de nuevo en pie al instante, sin molestarse en comprobar si se había hecho sangre ni en recoger la toalla caída. Maia corrió desnuda entre las grúas de carga y los barcos atracados, para sorpresa de marineros y mujeres de la ciudad por igual.
Dos botes habían zarpado ya del embarcadero, mientras las remeras lo manejaban con golpes rítmicos y fuertes. Cuando Maia llegó al final del muelle, le gritó a Kiel, que estaba sentada junto al timonel del segundo bote.
—¡Mentirosa! ¡Maldita seas! No puedes…
Tartamudeando, buscó las palabras adecuadas para expresar su furia. Kiel abrió la boca, sorprendida, mientras que algunas de las vars con las que Maia había luchado codo con codo se echaban a reír al verla allí, desnuda y temblando de furia.
La mujer oscura hizo bocina con sus manos y respondió:
—No podemos llevarte con nosotras, Maia. ¡Eres demasiado joven y es peligroso! La carta explica…
—¡Al diablo tu maldita carta! —gritó Maia, llena de ira y decepción—. ¿Qué tiene Renna que decir…?
Entonces vio algo que no había advertido antes. El hombre del espacio tenía una expresión vidriosa e infeliz en el rostro, y no miraba nada o a nadie en particular.
—¡Lo estáis secuestrando! —gritó Maia, roncamente.
—No, Maia. No es lo que…
La voz de Kiel se interrumpió cuando Maia se zambulló de cabeza en las heladas aguas y emergió escupiendo. Inhaló dolorosamente y nadó hacia el bote con todas sus fuerzas.
Cuaderno de Bitácora del Peripatético
Misión Stratos
Llegada + 41.057 Ms
Como medio alternativo a la reproducción, la clonación se empleó ya mucho antes de la emigración del mundo Florentina. Una célula huevo, cuidadosamente preparada con el material genético del donante, es implantada dentro de una voluntaria químicamente estimulada, o en el vientre artificial perfeccionado hace poco en Nueva Terra. Sea como fuere, el caro y delicado proceso se reserva generalmente para los individuos más creativos, o reverenciados, o ricos de un mundo, dependiendo de las costumbres locales. No conozco ningún planeta donde los clones constituyan una parte importante de la población… excepto Stratos.
¡Aquí, son más del ochenta por ciento! En Stratos, la reproducción partenogenética es tan fácil o difícil, tan barata o tan cara como tener bebés de la forma normal. Los resultados de esta innovación impregnan toda la cultura. En mis viajes, nunca he sido testigo de un experimento tan osado para reconducir el destino humano.
Esta fue la esencia de mi discurso ante el Consejo Reinante de Caria. (Ver transcripción en apéndice.) Hubo un elemento de adulación diplomática, ya que dejé todas mis preocupadas preguntas para otra ocasión. El tiempo y la observación revelarán sin duda grietas en este nirvana feminista, pero eso no es en sí mismo ninguna acusación. ¿Cuándo ha sido perfecta ninguna cultura humana? La perfección es tan sólo otro sinónimo de muerte.
Algunas miembros del público parecieron ansiosas por mi reconocimiento de los logros de sus Fundadoras. Otras sonrieron, como indulgentemente divertidas porque un hombre pudiera hablar de un tema más allá de su conocimiento natural. Muchas simplemente siguieron mirando, incapaces de decidir. Y estaba también el silencioso y educado rencor que no pude dejar de advertir en los rostros de una gran mayoría. Su hostilidad me recordó que Lysos, a pesar de todo su genio científico, también fue la líder de una banda revolucionaria militante. Siglos más tarde, todavía queda una profunda corriente de fervor ideológico aquí en Stratos.
La estación del año tampoco me es de ninguna ayuda. ¿Puede ser coincidencia que el permiso para aterrizar se concediera por fin durante el verano, cuando el recelo hacia los varones se encuentra en su punto álgido? ¿Esperaban las que se oponen al contacto que no supiera comportarme, para así sabotear mi misión?
Tal vez cuentan con la ayuda de la Estrella Wengel. O de las auroras titilantes de la estación del calor. Si es así, las Perkinitas se sentirán decepcionadas. No me afectan los colores brillantes de su cielo.
De todas formas, debo tener cuidado. Los hombres de este mundo están acostumbrados a ser pocos, rodeados de mujeres, mientras que yo me formé en una sociedad diferente, y acabo de pasar dos años solitarios de mi propio lapso subjetivo en total aislamiento entre las estrellas.
Figuras talladas en una pared de granito… formas geométricas… pautas entrelazadas, retorcidas… un acertijo, tallado en antigua roca…
—¡Ya te he dicho que no podemos quedarnos aquí mucho más tiempo! ¡Tu código no vale más que un escupitajo Lamai!
Foco en una imagen… una mano infantil… extendiéndose hacia un nudo de piedra en forma de estrella…
—Cállate, Leie. Déjame pensar. ¿Era éste? Mm… No puedo recordarlo.
—… Sí, éste. El pomo en forma de estrella. Hay que tocar la piedra. Dale un cuarto de vuelta. Un cuarto de vuelta a la derecha.
Sin embargo, era difícil hacerlo. Algo se lo impedía. Hizo falta toda su fuerza de voluntad para extender el brazo, y moverlo fue como abrirse paso a través de una jarra de miel de bec. El aire apestoso del sótano era húmedo, asfixiante. El saliente de piedra retrocedía, incluso mientras ella intentaba alcanzarlo.
—… una piedra en forma de estrella… clave de la secuencia de apertura.
La imagen osciló. Su propia mano se retorció, haciéndose más grande entre remolinos de mareante distorsión. Los grabados en piedra empezaron a deslizarse, retorciéndose y agitándose como serpientes que despiertan.
—Demasiado tarde —murmuró la voz de Leie desde algún lugar fuera de la vista, mezlando tristeza con recriminación. Un sonido chirriante anunció que las paredes se cerraban, convergiendo para aplastarlas, para sepultarlas en granito, sin dejar ninguna posibilidad de huida.
—Siempre llegas tan tarde a todo…
Lo que le dolía era la vaga sensación de traición. No por parte de su hermana, sino de las pautas en la pared. Estaba tan segura de ellas. Las figuras en la pared. Había depositado su fe en ellas, y ahora no querían jugar.
Pautas borrosas. Formas ondulantes, talladas en piedra viva y móvil…
—… ¿va… algo… mejor?
Era la distante voz de tenor de una mujer que subía y bajaba, como si cada palabra surgiera flotando de una niebla, envuelta en su propia burbuja temblequeante. .
La respuesta, cuando se produjo, fue mucho más grave, como un dios del mar que entonara desde las profundidades.
—… eso creo… médico dijo… hace una hora… debería… pronto.
Al principio las voces fueron intrusiones agradecidas que sacudían y disipaban los terroríficos filamentos de un mal sueño. Sin embargo, pronto las palabras se volvieron molestias que la atraían con atisbos de significado, sólo para perder todo sentido, burlarse de ella, imposibilitando una rápida zambullida hacia el descanso.
La voz de tenor regresó, ondulando menos a cada momento.
—Buena cosa… o esas… cabezas serías… como… asesinas.
Una pausa. El dios del mar entonó:
—Yo… nunca me lo perdonaré.
—… nada que ver! Malditas idiotas, intentar… dejarla atrás, como a una niña. Podría haberles dicho que ella… vale lo suyo. Pequeña var testaruda.
Al menos, advirtió, eran voces amistosas. Tranquilizadoras. Carentes de amenaza. Era bueno saber que estaban cuidando de ella. No había necesidad de preocuparse del cómo, ni del porqué. La sabiduda natural le aconsejaba que lo dejara por ahora. Estaba bien como estaba.
Sabiduría. No podía compararse con la problemática curiosidad.
¿Dónde estoy?, se preguntó a su pesar. ¿Quién es esta gente?
A partir de ese momento, cada palabra le llegó de forma definida. Cargada de significado, en un contexto.
—Ahora me lo dices —continuó la voz más grave—. Tuvimos oportunidad de intercambiar historias personales en prisión, pero nunca mencionó los detalles que me has contado. Pobre chica. No tenía ni idea de lo que había pasado.
La voz de hombre… era la de Renna. Un pequeño nudo de preocupación se soltó. No lo he perdido todavía.
—Sí, bueno, si yo hubiera mantenido los ojos y oídos abiertos la habría relacionado con esos rumores que circulan por ahí, y habría desembarcado para comprobarlo por mí misma en vez de quedarme sentada en el barco como una dorit.
La voz más aguda era también familiar; forzó a Maia a recordar algo que parecía situado años atrás, en una vida diferente.
—¿Y qué hay de mí? ¿Tragarme un Mickey Finn y dejar que esas mujeres me llevaran como una perdiz en un palo?
—¿Tragar un Mick…? Ah, quieres decir un Suavizador de Verano.
Maia contuvo la respiración, sorprendida. ¡Naroin! ¿Qué está haciendo aquí?
¿Dónde es aquí?
—Sí. Bastante idiota, cierto. Creía que los hombres del espacio eran más listos.
Renna se echó a reír tristemente.
—¿Listos? No especialmente. No en comparación con los niveles aumentados de algunos lugares que he visitado. La principal característica que parecen buscar en los peripatéticos es la paciencia. Nosotros… ¿Has oído eso? Creo que se está moviendo.
Maia notó una mano pequeña y fría en su mejilla.
—¿Hola, Maia? ¿Puedes oírme, muchacha? Soy yo, tu vieja maestra de armas del Wotan. ¡Eia! ¡Arriba y a por ellas!
La mano era callosa, no suave. De todas formas, le pareció bien que alguien volviera a tocarla. Alguien que quería su bien. Maia casi fingió dormir, para prolongar la sensación.
—Yo… —Su primera palabra fue más un croar que un mensaje inteligible—. N—no puedo… abrir los ojos…
Sentía los párpados cerrados por una costra seca. Un paño húmedo pasó suavemente sobre su frente, humedeciéndoselos. Cuando fue retirado, el mundo entró en ella en forma de brillo. Maia parpadeó y no pudo dejar de hacerlo. Sin que fuera consciente, sus manos se alzaron para frotar torpemente sus ojos.
Dos rostros familiares aparecieron ante ella, enmarcados por unas paredes de madera y la portilla de un barco.
—¿Dónde…? —Maia se lamió los labios y descubrió que tenía la boca demasiado seca para salivar—. ¿Adónde vamos?
Tanto Naroin como Renna sonrieron, expresando su alivio.
—Nos diste un susto —respondió Renna—. Pero ahora estás bien. Nos dirigimos al oeste cruzando la Madre Océano, así que nuestro destino parece probablemente el Continente del Aterrizaje. Una de las grandes ciudades portuarias, calculo. Mejor para sus planes que donde nos encontraron, allá en los muelles.
—¿Quiénes? —El agotamiento seguía interponiéndose, haciendo que el hombre pálido y la mujer de pelo oscuro se dividieran en cuatro figuras superpuestas—. ¿Te refieres a Kiel? ¿Y a Thalla y Baltha?
Naroin sacudió la cabeza.
—Baltha es sólo un arma contratada, igual que yo. No formamos parte del Gran Plan. Las otras dos son las que pagan. Parece que una liga secreta de rads tiene planes para tu hombre de las estrellas.
—La excitación no tiene fin en la hermosa Stratos —añadió Renna sardónicamente.
—Tal vez… podrías escribir una guía de viajes —sugirió Maia, concentrándose por controlar su mareo.
Renna se echó a reír, sobre todo cuando Naroin los miró a ambos sin comprender y preguntó qué era, en nombre de Lysos, una «guía de viajes».
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Maia a la marinera—. Esto no puede ser el Wotan.
Eso estaba clarísimo. No había ninguna superficie cubierta de una película de negro polvo de antracita. Naroin hizo una mueca.
—No. El Wotan chocó con una gabarra en la bahía de Artemisa. El capitán Pegyul y yo tuvimos unas palabritas al respecto, así que cogí mis cosas y mis papeles y me busqué otro barco. Mi suerte hizo que acabara transportando el contrabando más extrañamente atip que he visto jamás… no te ofendas, Hombre de las Estrellas.
—No me ofendo. —Renna parecía tan tranquilo—. ¿Crees que tendremos alguna posibilidad de cambiar de barco por el camino?
—Yo no apostaría por ello, Hombros. Eso que te escolta es un mogollón de testarudas vars. Además, si yo fuera tú, no estaría muy segura de no dejar correr las cosas. Hay gente mucho peor que la que te tiene ahora buscando tu cabeza extranjera, si entiendes a lo que me refiero. Incluso peor que esas locas granjeras Perkies.
La expresión de Renna fue precavida.
—¿Qué quieres decir?
—¿No lo sabes? —Naroin se encogió de hombros y cambió de tema—. Iré a decirles a las clientas que nuestro ratón de muelle ahogado ha vuelto en sí. Recordad los dos la primera regla para sobrevivir en verano —se dio un par de golpecitos en la sien—. Boca pequeña. Orejas grandes.
Naroin dedicó a Maia un guiño de despedida y se marchó, cerrando la puerta del camarote. Renna la contempló partir, sacudió lentamente la cabeza, y luego se volvió hacia Maia.
—¿Quieres un poco de agua?
Ella asintió.
—Gracias.
Él le sostuvo la cabeza mientras le acercaba un cazo de barro a la boca. Las manos de Renna parecían mucho más grandes que las de Naroin, aunque no mucho más fuertes. Volvió a apoyar la cabeza de Maia en la manta doblada que le habían dado como almohada.
O más bien, prestado. No poseo nada en el mundo, pensó Maia, recordando la traición de Thalla y Kiel, la carrera desnuda por las calles de Grange Head, y su zambullida en las aguas heladas. Y mi mejor, tal vez mi único amigo en toda Stratos es un extranjero que sabe aún menos que yo.
El pensamiento la habría hecho reírse amargamente si hubiera tenido energías que gastar. Maia libraba una batalla cuesta arriba sólo por mantener los ojos abiertos.
—Muy bien —comentó Renna—. Duerme. Estaré aquí mismo.
Ella sacudió la cabeza.
—¿Cuánto…?
—Has estado inconsciente casi tres días. Tuvimos que sacarte medio litro de agua de dentro cuando te subieron a bordo.
Vaya con las lecciones de natación que pagaron las madres, pensó ella. Los largos en la piscina municipal de Puerto Sanger la habían preparado para las pruebas de la vida real casi tan bien como el resto de la reputada educación que Lamatia impartía a sus veraniegas.
—¿Has estado aquí todo el tiempo? —preguntó a través de un sopor envolvente. Él hizo un gesto con la mano, restándole importancia al asunto.
—Tuve que ir un par de veces al lavabo, y… ¡oh! Te he guardado algo. Pensé que podrías quererlo cuando despertaras.
Maia apenas pudo fijar la mirada en el destello de metal cuando él deslizó un pequeño objeto, frío y redondo, entre su mano y la colcha. ¡Mi sextante!, advirtió con alegría. Era sólo una herramienta tonta, medio rota, de poca utilidad. Sin embargo, significaba mucho para ella tener algo familiar. Algo aliado a sus recuerdos. Algo que era suyo. Las lágrimas asomaron a sus ojos.
—Vamos, vamos —la tranquilizó Renna—. Ahora descansa un poco. Estaré aquí.
Maia quiso protestar que nadie tenía por qué cuidarla, pero carecía de voluntad para hablar. Parte de ella sentía que no era verdad.
Renna colocó amablemente su mano sobre la que sostenía el sextante. Su contacto fue cálido, sus callos extendidos de forma más igualada que los rudos costurones de Naroin. Debían de haber sido producidos por trabajos más sutiles, o quizá por ejercicios deliberados, aunque, mientras se quedaba dormida, Maia se preguntó por qué nadie querría alzar un dedo si no era estrictamente necesario. Parecía mejor yacer simplemente en la cama, para siempre.
—¿Qué van a hacer, mantenerme en cama para siempre?
Maia golpeó las mantas con ambos puños, haciendo que el doctor retirara el estetoscopio. .
—Vamos, no te enfades. Sólo he dicho que te lo tomes con calma durante un tiempo. Pero eres joven y fuerte. Levántate cuando te venga en gana.
—¡Eia! —gritó Maia, apartando las mantas y saltando a la cubierta de madera. Demasiado rápidamente. Sintió un arrebato de aturdimiento, pero se negó a dejar que se notara—. ¿Alguien tiene algo de ropa para prestarme? Será la primera deuda que salde trabajando.
—No le debes nada a nadie —dijo Kiel desde el pie de la cama—. Compensaremos lo que había en el paquete que te dejamos en el hotel. Ropa y algún dinero. Es tuyo, libre y claro.
—No quiero vuestra caridad —replicó Maia.
De pie al otro lado del pequeño camarote, junto a la puerta, Thalla frunció el ceño tristemente.
—No te enfades, Maia. Nosotras sólo…
—¿Quién está enfadada? —interrumpió Maia, cerrando un puño—. Comprendo por qué lo hicisteis. Tenéis grandes planes de carácter político para Renna, y supusisteis que yo me interpondría. Aunque soy una var como vosotras.
Thalla y Kiel parecían dolidas, y aliviadas de que Renna se hubiera marchado mientras duraba el examen médico.
—Nos dedicamos a asuntos peligrosos —intentó explicar Kiel.
—¿Demasiado peligrosos para mí, pero adecuados para Renna? .
—Probablemente es mucho más seguro para él venir con nosotras que permitir que lo entreguemos a la SEP en Grange Head. Hay… facciones en Caria City. Facciones que no tienen planes agradables para un Exterior.
Maia encontró eso plausible.
—Y las rads no tenéis planes, ¿no?
—Claro que sí. Queremos crear un mundo mejor. Pero los objetivos del peripatético no son incompatibles con nuestra…
El médico cerró su maletín con un fuerte chasquido. Sin duda había aprendido su mirada autoritaria en el Escolarium de Salud.
—Discúlpenme por interrumpirlas, señoras, ¿pero han dicho algo de darle a esta pobre muchacha un poco de ropa?
La medicina era un raro oficio de educación superior en el que el sexo apenas importaba. Algunos doctores excelentes eran hombres, que rara vez dejaban que los innatos cambios de humor de su sexo interfirieran con su profesionalidad. Thalla asintió rápidamente, convertida de inmediato en una var atenta y complaciente.
—Sí, doctor. Ahora mismo la traigo.
Se volvió desde la puerta.
—¡Mientras tanto, no vayas a correr desnuda por cubierta, Maia! ¡No es una buena costumbre en las grandes ciudades a las que nos dirigimos! —Se rió de su propio ingenio y se marchó. Maia alcanzó a ver brevemente a Renna caminando de un lado a otro. Pareció aliviado cuando Thalla le hizo un gesto con el pulgar hacia arriba mientras cerraba la puerta.
—La joven está desnutrida —continuó diciendo el médico a Kiel, mientras observaba a Maia por encima de los bordes de sus gafas. Maia se cruzó de brazos y alzó la mandíbula mientras él desaprobaba su delgadez—. Le diré al cocinero que te dé ración doble durante una semana. Asegúrese de que se lo come todo.
—Sí, doctor —asintió Kiel, obediente. Esperó a que el hombre se marchara antes de imitar su dura expresión, con las cejas fruncidas y los labios arrugados.
En otras circunstancias, Maia habría encontrado hilarante la parodia. Ahora consiguió permanecer sombría y dirigir a la oscura var lo que esperaba que fuera una mirada feroz.
Kiel respondió encogiéndose de hombros.
—Muy bien. Vuelve a acostarte. Contestaré a tus preguntas.
Maia decidió que el tono maternal era condescendiente. Permaneció de pie y alzó un dedo.
—Primero, ¿qué planeáis hacer con él?
—¿Con quién, con Renna? Bueno, no mucho. Hay algunos aspectos tecnológicos sobre los que queremos preguntarle. Puede que no conozca las respuestas en detalle, pero podrá darnos una idea general de lo que es posible y lo que no. Las soluciones tal vez se encuentren en el ordenador de su nave.
»Pero principalmente lo que queremos es llevarlo a un sitio seguro y cómodo mientras negociamos con cierta gente de Caria.
—¿Negociar? ¿Sobre qué?
—Sobre cómo devolverlo a la Casa de Invitados del Estado sin que sufra un accidente por el camino, y sobre cómo llevarlo a salvo a su nave desde allí. Realmente no estará fuera de peligro hasta entonces.
—Peligro —repitió Maia, frotándose los hombros—. ¿Por parte de quién?
—Por parte de gente que se ha convencido a sí misma de que puede impedir lo inevitable. Que piensa que el contacto significaría el fin del mundo. Que lo combatiría matando al mensajero.
Maia ya lo había supuesto. Con todo, fue aterrador oír que alguien lo confirmaba.
—Oh, no es todo el Gobierno —continuó Kiel—. Yo diría que la mayoría de las sabias, y bastantes miembros del Consejo, son conscientes de que se avecina un cambio. Discuten sobre las formas de refrenarlo cuanto sea posible…
—Y vosotras no queréis que se frene —supuso Maia.
Kiel asintió.
—¡Nosotras queremos acelerarlo! Montones de nosotras no estamos dispuestas a esperar dos o tres generaciones hasta que llegue la próxima astronave, y entonces sufrir más retrasos, y más. El antiguo orden está acabado. Ya es hora de darle la vuelta.
—Así que Renna es un artículo de comercio.
Kiel frunció el ceño.
—Si lo quieres expresar así… A corto plazo. A la larga, nuestros objetivos son compatibles. Si tiene un par de quejas legítimas sobre nuestros métodos, ¿puede decir honradamente que no se encuentra entre amigas? Lo queremos vivo y que cumpla su misión. Lo demás son sólo detalles.
Contra sus propios deseos, Maia advirtió que creía a Kiel. ¿Soy demasiado cándida? ¿Por qué le presto ni siquiera atención, después de lo que ha intentado hacerme?
—Podríais ayudarle a llamar a su astronave, para que venga y lo recoja.
A Maia no le gustó la sonrisa indulgente de Kiel, como si la sugerencia fuera una ingenuidad.
—La nave sólo tiene una lanzadera para aterrizar. Además, sólo puede ser enviada de vuelta al espacio desde las instalaciones de Caria.
—¡Qué conveniente! —Maia se sentó en el borde de la cama—. Así que Renna está atrapado aquí abajo, donde casualmente os es útil contra vuestras enemigas.
Kiel aceptó el razonamiento asintiendo con la cabeza.
—Ya conociste a algunas en Valle Largo. Clanes antiguos y poderosos, que se agarran a su estático orden social no compitiendo en el mercado abierto, como marca la lógica de Lysos, sino intrigando, suprimiendo todo lo que pueda provocar un cambio.
»Por ejemplo, ese plan de la droga que descubriste. Supón que se salen con la suya y alteran el equilibrio de reproducción en Stratos. ¡Entonces casi no nacerían veraniegas! No habría nada más que clónicas y unos cuantos machos domados, criados como zánganos para ser ordeñados cada invierno.
—Ya me he dado cuenta de eso —rezongó Maia, incómoda.
Kiel arqueó las cejas.
—¿Te has dado cuenta también de por qué las Perkinitas no eliminaron a nuestro visitante de las estrellas en cuanto le pusieron las manos encima? Planean exprimirlo, sacarle todos los datos, igual que se saca el jugo de un marinero drogado.
—¿Y qué ? Vosotras también queréis información.
—Pero con objetivos diferentes. Ellas quieren aprender a derribar astronaves de homínidos —Maia abrió la boca; Kiel continuó sin pausa—, y muchas cosas más. Piensan que Renna puede resolver problemas con los que chocó incluso Lysos: cómo provocar embarazos clónicos sin ningún tipo de esperma.
—Pero… —tartamudeó Maia—. La placenta…
—Sí, lo sé. Hechos básicos de la vida que nos enseñan siendo bebés. Necesitas esperma para disparar el desarrollo de la placenta, aunque todos los cromosomas del huevo procedan de la madre. Es la base de todo nuestro sistema. Tuvieron que preparar las cosas para que cada verano se produjeran unos cuantos embarazos «normales», inducidos sexualmente, para poder obtener niños que impregnen a la siguiente generación. Las vars como tú y yo somos simples efectos colaterales, virgie.
Maia sacudió la cabeza. Kiel estaba simplificando al máximo el tema, especialmente en lo referido a las motivaciones de Lysos y sus colaboradoras. De cualquier forma, si los grandes clanes descubrían alguna vez cómo reproducirse a voluntad, sin contar siquiera con la breve participación de los machos, la droga del celo de Tizbe Beller parecería un vaso de té caliente en comparación.
—¿Mencionó Renna algo de todo esto cuando estuvo en Caria?
—Lo hizo. El grandullón simplemente no comprende que hay algunas cosas que la gente no debería saber.
Maia estuvo de acuerdo en ese punto. A veces, Renna parecía demasiado inocente para vivir.
—Ya ves a qué nos enfrentamos —concluyó Kiel, cerrando el puño. Su oscura tez se ruborizó—. ¡Cierto, las rads también proponemos grandes cambios, pero en la dirección opuesta! Reconduciremos Stratos hacia un modo de vida más normal para una especie humana… hacia un mundo adecuado para personas, no para colmenas de polo a polo.
—¿Nos llevaréis de vuelta a cuando los hombres eran… el cincuenta por ciento?
La risa rompió el ceño fruncido de Kiel.
—¡Oh, no estamos tan locas! Por ahora, nuestro objetivo a corto plazo es solamente descongelar el proceso político. Poner en marcha algunos debates. Poner más que unas pocas representantes veraniegas testimoniales en el Alto Consejo. ¿No te parece que merece la pena apoyar eso, pienses lo que pienses de nuestros sueños a largo plazo?
—Bueno…
—Maia, me encantaría poder decir a las demás que estás con nosotras.
Kiel intentaba mirarla a los ojos. Maia prefirió esquivarla. Tras una pausa que duró un buen rato, hizo un rápido gesto de asentimiento a medias con la cabeza.
—Todavía no. Pero… escucharé el resto.
—No podemos pedir más. —Kiel le palmeó el hombro—. Con el tiempo, espero que puedas perdonarnos por haberte subestimado estúpidamente. Ésa será la última vez, te lo prometo.
»Y mientras tanto, ya que has demostrado ser una mujer de acción, ¿qué mejor que elegirte como una de las guardaespaldas de nuestro invitado, eh? No le quites ojo de encima. ¡Impide que nadie le ponga nada en la comida, como nosotras hicimos en Grange Head! ¿Qué mejor forma de asegurarte de que seremos honradas contigo? ¿Te parece aceptable?
Kiel era sibilina, pero la oferta parecía sincera. Maia respondió a regañadientes.
—Aceptable —dijo en voz baja. Era irritante saber que Kiel podía leer en ella como en un libro abierto.
Piezas de juego yacían dispersas por toda la escotilla de la bodega de carga: pequeñas losas blancas y negras con sensores como bigotes de gato asomando de sus lados y esquinas.
Al principio, Maia se maravilló de la meticulosa precisión con que estaba construida cada pieza. Pero, después de pasar toda la mañana dando cuerda uno tras otro a todos los mecanismos, contemplarlas perdió parte del romanticismo. Por fortuna, los eficientes aparatitos sólo necesitaban unas cuantas vueltas de llave. Sin embargo, Renna y Maia apenas habían terminado de preparar la mitad de las mil seiscientas piezas del juego cuando llamaron para almorzar.
¿Cómo sigo dejándome convencer para meterme en cosas raras como ésta?, se preguntó Maia mientras se incorporaba y estiraba sus brazos doloridos. Por la noche estaré hecha un desastre. Con todo, era mejor que pelar patatas o las otras tareas «ligeras» que le habían asignado desde que la dejaron levantarse. Y la perspectiva de su primera partida en regla de Vida la tenía intrigada, incluso excitada.
Maia supervisó diligente la comida de Renna, asegurándose de que procedía de la olla común y de que los utensilios estaban limpios. Ciertamente, nadie esperaba un intento de asesinato allí, en la Madre Océano. Era más probable que alguien de la tripulación intentara drogarlo sólo para acallar el interminable diluvio de preguntas del alienígena. Siempre era fácil encontrar a Renna a bordo. Sólo había que buscar una perturbación en la rutina de los marinos. En el alcázar, por ejemplo, donde el capitán Poulandres y sus oficiales se quedaban con una expresión preocupada después de largas sesiones de amistoso interrogatorio. O agarrado precariamente en lo alto de las jarcias, mirando a los marineros por encima del hombro mientras trabajaban, inquietando a su pareja de protectoras, Thalla y Kiel, que observaban ansiosamente desde abajo.
Cuando Renna mencionó su curiosidad sobre cómo se jugaba en el mar al Juego de la Vida, Poulandres aprovechó la oportunidad para desviar la atención del extraño pasajero. Esa tarde tendría lugar una partida de desafío. Renna y Maia contra el grumete mayor y el pinche de cocina.
Eh, pensó Maia en aquel momento, ¿me ha oído alguien ofrecerme voluntaria?
No es que le importara realmente, aunque las muñecas le dolían por los interminables y repetitivos giros para dar cuerda a las piezas. Un fresco viento del este llenó los generadores del Manitú e hinchó sus velas, haciendo que los mástiles crujieran suavemente bajo la tensión. También llenó los pulmones de Maia de creciente esperanza. Tal vez las cosas salgan bien esta vez.
Voy a ver el Continente del Aterrizaje.
Si Leie estuviera aquí, podríamos verlo juntas.
Al contrario que el viejo y chirriante Wotan, éste era un navío veloz, construido para transportar cargas ligeras y pasajeros. Sus marineros eran miembros dignos y bien vestidos de una prestigiosa cofradía. Los grumetes, recién elegidos de sus clanes maternos, ejecutaban las órdenes con rapidez entusiasta. Maia encontró impresionante, a la vez que algo pomposo, el uniformado esplendor de los oficiales.
Tras, su estancia en Valle Largo, donde los hombres eran más escasos que los lúgars, le parecía extraño vivir con tantos a su alrededor. Su experiencia con la droga Beller minaba su confianza en la segura promesa de docilidad masculina que traería el invierno. ¿Cómo era antes de Lysos?, se preguntó. No se sabía qué hombres eran peligrosos, ni cuándo.
Observaba disimuladamente a los marineros, comparándolos con Renna, el alienígena. Incluso las cosas obvias eran sorprendentes. Por ejemplo, sus ojos eran de un tono castaño oscuro rara vez visto en Stratos, y los tenía anormalmente separados. Y su larga nariz le daba el aspecto de un pájaro siempre curioso. Leves diferencias, en realidad. Pero si Renna no es del espacio exterior, es de un sitio igualmente extraño, pensó Maia.
Otras diferencias eran más profundas. Renna estaba siempre mirando. Su agudeza visual era buena; simplemente ansiaba más luz, como si el día en Stratos fuera más oscuro de lo habitual para él. Compensaba eso con una sorprendente sensibilidad al sonido. Maia sabía que podía escuchar los chistes que la gente hacía sobre él.
Nadie se burlaba de su barba, ahora lustrosa, rizada y oscura. Una barba de verano que pocos hombres de Stratos podían igualar en esta época del año. Pero no faltaban las burlas en lo concerniente a su dieta. La comida normal del barco estaba bien: sopa de grano y legumbres, complementadas con guiso de pescado. Pero él rehusó amablemente la carne roja del frigorífico del barco, alegando «alergia a las proteínas», y no quería beber agua del mar bajo ningún concepto. El cocinero, gruñendo por los «remilgados niñatos de tierra», abrió una vasija de agua fresca sólo para él. Kiel se encogió de hombros y la pagó.
Maia sentía que había superado los cálidos sentimientos que habían llenado su soledad en el santuario—prisión. Excepto por su inteligencia y su esencial bondad, Renna no se parecía en nada a la persona que había imaginado mientras intercambiaban mensajes codificados en la oscuridad. Era sólo otra pérdida, y no era culpa de nadie en concreto.
Sin embargo, ¿por qué se sentía ocasionalmente abrumada por ilógicos sentimientos de celos cuando Renna pasaba el tiempo charlando con Naroin, o Kiel, o con cualquier otra joven var? ¿Me siento atraída hacia él de un modo… sexual? Parecía improbable, dada su juventud.
Aunque lo estuviera, ¿de qué servirían los celos?
Maia se replegó en sí misma. Algunos pensamientos parecían hacerla sentir herida por dentro. Otros provocaban desorientadoras oleadas de calor, o de desolación.
Y puede que, una vez más, esté haciendo una montaña de un grano de arena.
Hablar de su confusión con alguien podría haberle servido de ayuda, pero Maia no se sentía cómoda confiando en desconocidas. Para eso, siempre había tenido a Leie.
El mar tenía ahora a su hermana. Aunque una infinita extensión de océano la rodeaba, a Maia no le gustaba mirarlo.
Después de almorzar, Renna se excusó y se dirigió a la plataforma provista de cortinas que se extendía desde la cubierta de popa sobre el agua. Siempre tardaba más que los otros en su aseo, y había apuestas referidas a lo que hacía allí. Se comentaba que se producían extraños sonidos tras la cortina.
—Suena como a frotar y escupir —informó un marinero.
Maia se aseguraba de que nadie le molestara. Fueran cuales fuesen sus extrañas necesidades, Renna se merecía intimidad. ¡Al menos se mantenía más limpio que la mayoría de los hombres!
Las mujeres de a bordo, todas vars, encajaban en los tres grupos que Maia diferenciaba. Media docena, incluida Naroin, eran experimentadas marineras de invierno que trabajaban cómodamente codo con codo con la numerosa tripulación masculina. Mundanas y capaces, parecían más divertidas que interesadas en las obsesiones políticas de las pasajeras de pago.
A continuación había veintiuna rads, compañeras en el osado plan para librar a Renna del cautiverio. Thalla y Kiel debían de haber empezado a trabajar en la fragua Lerner para cubrir su auténtica misión, averiguar dónde guardaban a su prisionero los clanes Perkinitas. Maia se preguntó si sus ex compañeras de choza habían seguido la pista del alienígena por medio mundo. Lo más probable era que su equipo fuera uno de los muchos esparcidos para cubrir el globo. De cualquier forma, el grupo radical parecía grande, resuelto, y bien organizado.
De buen humor tras su éxito hasta el momento, las rads eran charlatanas, nerviosas, y claramente mejor educadas que la var media. Las suaves vocales de su acento de ciudad apenas impresionaban al tercer grupo, ocho mujeres de aspecto rudo, muchas de las cuales hablaban el grave dialecto de las islas del Sur. Como había dicho Naroin, Baltha y sus amigas estaban allí como «armas contratadas». Guardianas mercenarias para completar el cupo de la expedición. Las sureñas apenas ocultaban su desdén hacia las idealistas rads, pero parecían felices de aceptar su paga.
Renna emergió de la plataforma, cerrando la cremallera de su bolsa azul. Se desperezó, inhalando profudamente.
—Nunca pensé que me acostumbraría a este aire. Parece como respirar jarabe. Pero con el tiempo te aclimatas. Tal vez es el simbionte en funcionamiento.
—¿El qué? —preguntó Maia.
Renna parpadeó y permaneció pensativo durante un momento.
—Mm… algo que tomé antes de aterrizar, para que me ayudara a adaptarme a un planeta diferente. ¿Sabes que sólo hay otras tres poblaciones homínidas que viven con esta presión atmosférica? Stratos es habitable por la densidad del aire. Conserva el calor. Normalmente, nadie buscaría un hueco habitable tan cerca de un sol pequeño. Lysos hizo una apuesta brillante aquí, y ganó.
Casi tan brillante como tú al cambiar de tema, pensó Maia. Pero no importaba. Le complacía ver que Renna aprendía a controlar lo que revelaba. A este paso, al cabo de unas cuantas estaciones podría jugar al póquer con una muchacha de cuatro años.
—Tenemos que seguir dando cuerda a las piezas —le recordó ella.
Regresaron a la escotilla de la bodega, donde él suspiró y levantó una pieza del juego.
—Y pensar que dije que estos pequeños demonios son ingeniosos. Sigo sin comprender por qué se niegan a utilizar el tablero que trajimos de la ciudadela.
—Es la tradición —explicó Maia, girando torpemente una de las piezas, atenta a las protuberantes antenas—palpadores—. Esos tableros producidos en serie son potentes… Nunca imaginé que pudieran serIo tanto hasta que aprendí a jugar con uno. Pero sé que son inferiores en estatus a los hechos a mano. Se emplean en verano, cuando la mayoría de los hombres están recogidos en santuarios. Incapaces de viajar.
—¿A causa del clima?
—Y las restricciones de los clanes locales. Es una época dura para los hombres. Sobre todo si no tienes suerte y no recibes ninguna invitación para ir a la ciudad. Cuando no llueve, las auroras y Wengel asoman en el cielo, provocando sentimientos frustrantes. Un montón de hombres cierran los postigos y se distraen con partidas y torneos. Supongo que ahora mismo un tablero de ordenador les recuerda demasiado una época en la que prefieren no pensar.
Renna asintió.
—Sí, parece que tiene sentido. Con todo, se me ocurre que tal vez haya otro motivo por el que los marineros prefieren las piezas mecánicas. Tengo la sensación de que no te consideran un hombre de verdad a menos que puedas construir tus propias herramientas, con tus manos.
Maia cogió otra pieza para seguir dando cuerda.
—Tiene que ser así, Renna. Los marineros no pueden permitirse especializarse como las mujeres de los clanes. —Indicó las complejas jarcias, el mástil del radar, el zumbante generador eólico—. Nunca estás seguro de que vayas a encontrarte con la mezcla adecuada de habilidades en un viaje, así que todos los muchachos esperan aprender la mayoría de ellas a tiempo.
—Ajá. Sacrificar la perfección de lo particular por la competencia en general. —Renna reflexionó durante un momento, luego sacudió la cabeza—. Pero estoy convencido de que es algo más profundo. Mira el sextante en miniatura que llevas en la muñeca, mucho más adornado y bonito de lo que hace falta para la tarea.
Maia soltó la llave y volvió el brazo para observar la tapa de bronce del sextante, con su ornada y casi mitológica versión de una gran aeronave. Renna le indicó que lo abriera. Junto a los brazos plegados y a las ruedecitas bellamente engarzadas, había huecos para conexiones electrónicas, ahora tapados y aparentemente en desuso desde hacía años. Renna extendió la mano para tocar una diminuta pantalla oscura.
—No dejes que los vestigios de la alta tecnología te engañen, Maia. Aquí no hay nada que no pueda hacerse a mano en talleres privados, usando técnicas transmitidas de maestros a alumnos, de generación en generación. Es esa transmisión de habilidades lo que me interesa.
Durante un momento a Maia le pareció estar escuchando a Renna ensayar un informe que planeara dar en algún momento y lugar futuros, describiendo las costumbres de una oscura tribu situada en los límites de la civilización. Que es lo que somos, supongo. Inhaló, agudamente consciente de repente del peso del aire en sus pulmones. ¿Era realmente denso, comparado con el de otros mundos? A pesar de las observaciones de Renna, el sol rojo y redondo no parecía débil. Era tan fiero que sólo podía mirarlo directamente unos segundos antes de que sus ojos se llenaran de lágrimas.
Renna continuó hablando.
—Me parece interesante que habilidades tan elaboradas se transmitan de forma tan cuidadosa, mucho más en profundidad de lo que los oficiales necesitan enseñar para conseguir una buena tripulación.
Maia plegó el sextante y lo guardó.
—Nunca me lo había planteado de esa forma. Nos enseñan que los hombres no tienen… —Buscó la palabra adecuada—. No tienen continuidad. Los oficiales adoptados por los capitanes rara vez son sus propios hijos, así que no hay ningún interés a largo plazo en el éxito de los muchachos. Sin embargo, haces que parezca casi como en los clanes. Enseñanza personalizada. Atención continuada a lo largo del tiempo. La transmisión de algo más que un comercio.
—Mm. ¿Sabes? Cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que fue planeado de esta forma. Sin duda una familia de clones lo hace más eficientemente, pues una generación entrena a la siguiente. Pero en el fondo, es sólo una variación de un viejo tema. El sistema del maestro y el aprendiz. Durante la mayor parte de la historia humana, esos sistemas fueron la regla. El progreso se produjo aplicando mejoras añadidas a diseños ya probados.
Maia recordó cómo, de niñas, Leie y ella solían asomarse al taller de las curtidoras Yeo, o al de las relojeras Samesin, y veían a las hermanas mayores y madres instruir a las clones más jóvenes, como ellas mismas habían sido enseñadas. Era así como las jóvenes Lamai aprendían el negocio de importación—exportación. No podía imaginar que un proceso semejante fuera posible entre los hombres, cuando no había dos que compartieran los mismos talentos o cuyos intereses fuesen exactos. Pero Renna daba a entender que había menos diferencias que similitudes entre ellos.
—Es un sistema tradicional, perfecto para mantener la estabilidad —dijo el viajero estelar, soltando una pieza y recogiendo otra—. Hay un precio. El conocimiento se acumula por adición, casi nunca geométricamente.
—¿Y a veces no se acumula? —preguntó Maia, sintiéndose súbitamente incómoda.
—Así es. Es un peligro de las sociedades gremiales. A veces la tendencia es negativa.
Ella bajó la cabeza, sintiendo de pronto algo parecido a la vergüenza.
—Hemos olvidado tanto…
Las oscuras cejas de Renna se unieron.
—Mm. Quizá no tanto. He visto vuestra Gran Biblioteca, y he hablado con vuestras sabias. Esto no es una era oscura, Maia. Lo que ves a tu alrededor es el resultado de una planificación elaborada. Lysos y las Fundadoras consideraron cuidadosamente costes y alternativas. Como productos de una época científica, estaban decididas a impedir que aquí se produjera otra.
—Pero… —Maia parpadeó—. ¿Por qué querrían unas científicas detener la ciencia?
La sonrisa de él fue cálida, pero algo en los ojos de Renna le dijo a Maia que era un tema que le dolía personalmente.
—Su objetivo no fue detener la ciencia como tal, sino impedir cierto tipo de fiebre científica. Una locura cultural, si quieres. Evitar el tipo de época en que hacerse preguntas se convierte casi en una devoción. En que todas las certezas de la vida se funden, y la gente duda compulsivamente de las antiguas costumbres, y la «realización personal» es más importante que los valores basados en la comunidad y la tradición. Esas épocas producen fermentos terribles, Maia. Junto con el aumento de conocimiento y poder viene el desastre ecológico, por el aumento de la población y el mal uso de la tecnología.
En la mente de Maia no se formó ninguna imagen que pudiera ilustrar aquellas palabras. Su contenido era completamente abstracto, sin nada que ver con lo que ella conocía. Sin embargo, se sentía espantada.
—Haces que parezca… terrible.
Él suspiró pesadamente.
—Oh, hay beneficios. El arte y la cultura florecen. Viejas represiones y supersticiones se tambalean. Nuevas reflexiones iluminan y se convierten en parte de nuestra herencia permanente. Los renacimientos son las épocas más románticas y excitantes, pero ninguno dura mucho. Hace tiempo, antes de la Diáspora del Phylum, la primera edad científica apenas nos sacó de nuestro mundo natal antes de desplomarse agotada. Estuvo tan cerca de matarnos como de liberarnos.
Maia observó a Renna y estuvo segura de que hablaba con algo más que simple erudición histórica. Vio dolor en sus ojos oscuros. Estaba recordando, con pesar y profundo anhelo. Era una especie de nostalgia del hogar, más compleja e irremediable que la suya propia.
Renna se aclaró la garganta y miró brevemente en otra dirección.
—Fue durante otra de esas edades, el Renacimiento de Florentina, cuando vuestra famosa Lysos se convenció de que las sociedades estables son las más felices. En el fondo, la mayoría de los humanos prefieren vivir rodeados de cómodas seguridades, guiados por cálidos mitos y metáforas, sabiendo que comprenderán a sus hijos, y que sus hijos los comprenderán a ellos. Lysos quiso crear un mundo así. Un mundo con la felicidad al alcance no de unas cuantas personas brillantes sino, con el tiempo, del máximo número de ellas.
—Eso nos han enseñado —asintió Maia. Aunque, una vez más, la de él era una forma distinta de expresar cosas familiares. Diferente y preocupante.
—Lo que no os han enseñado, y mi teoría privada, es que Lysos sólo adoptó el separatismo sexual porque las secesionistas Perkinitas eran el grupo más fuerte de descontentas que quiso seguirla al exilio. Ellas proporcionaron el material bruto que Lysos utilizó para crear su mundo estable, aislado y protegido del fermento del reino homínido.
Maia nunca había oído hablar de la Fundadora de aquella forma. Con respeto, pero con un cierto compañerismo, casi como si Renna hubiera conocido a Lysos personalmente. Cualquiera que lo oyese tendría que creer una verdad básica: el hombre procedía, en efecto, de otra estrella.
Durante un buen rato, Renna miró el mar, contemplando paisajes que Maia ni siquiera podía empezar a imaginar. Entonces se encogió de hombros.
—Hablo demasiado. Empezamos a hablar de cómo se enseña a los marineros a despreciar a un hombre que confía en herramientas que no comprende. Es el motivo principal por el que me desprecian.
—¿A ti? ¡Pero has cruzado el espacio interestelar! Los marineros…
—¿Respetarían eso? —Renna se echó a reír—. Ay, también saben que mi nave es producto de enormes fábricas, construida principalmente por robots, y que yo no podría controlar ni la parte más pequeña sin máquinas casi más listas que yo, cuyo funcionamiento apenas comprendo. ¿Sabes en qué me convierte eso? Las sabias han difundido cuentos burlescos. ¿Has oído alguna vez hablar del Hombrecillo Listo?
Maia asintió. Era un nombre que los niños empleaban unos con otros cuando querían ser crueles.
—Ése soy yo —terminó de decir Renna—. El Indefenso Hombrecito Listo. Enviado por bobos, esclavo de sus herramientas. Rescatado por vars después de cruzar las estrellas.
Renna emitió una risa corta, casi un bufido. No parecía divertido.
La partida de Vida de aquella tarde fue un desastre.
Mil seiscientas piezas con cuerda suficiente habían sido divididas en dos grupos, a cada lado de una escotilla de carga dispuesta con cuarenta líneas verticales y cruzada por cuarenta horizontales. Maia y Renna se unieron a las otras pasajeras para cenar, y comieron en cuencos de porcelana, mientras contemplaban el mar revuelto. Entonces, con sólo una hora de luz por delante, se volvieron a esperar a sus oponentes. Al cabo de unos cuantos minutos llegaron un grumete y el pinche de cocina, este último secándose todavía las manos con el delantal.
No nos toman demasiado en serio, supuso Maia. No se lo reprochaba.
Como equipo visitante, Renna y ella fueron invitados a hacer el primer movimiento. Maia deglutió nerviosamente, y casi dejó caer las piezas que llevaba, pero Renna sonrió y suspiró:
—Recuerda, es sólo un juego.
Ella le devolvió una sonrisa insegura, y le tendió la primera pieza. Él la colocó en la esquina inferior derecha del tablero, con la cara blanca hacia arriba. Ya habían discutido la estrategia antes.
—Será muy simple —había dicho Renna—. Aprendí unos cuantos trucos mientras estaba en prisión. Pero lo que hacía sobre todo era escribir mensajes o pintar imágenes. Será muy distinto con un oponente que intenta destruir lo que creas.
Renna había esquematizado en una libreta lo que consideraba una pauta «muy conservadora». Un grupo de piezas negras en un rincón «viviría» eternamente si no lo tocaba ninguna otra pauta móvil de piezas negras. Su estrategia sería intentar defender aquel oasis de vida hasta el límite de tiempo, concentrándose en la defensa y haciendo sólo incursiones mínimas en territorio enemigo con deslizadoras, cuñas o cortadoras. Un empate estaría bien. Mientras Renna colocaba la primera fila, los muchachos se daban codazos, señalando y riendo. Era enervante, tanto si ya veían la ingenuidad del diseño como si querían poner nerviosos a los neófitos. Aún peor, desde el punto de vista de Maia, eran las burlas de las mujeres espectadoras. Sobre todo las de Baltha y las sureñas, que consideraban claramente que aquel ejercicio era una absoluta tontería masculina. Una mujer de la tripulación llamada Inanna susurró algo al oído de una camarada, y las dos se echaron a reír. Maia estuvo segura de que el chiste era a su costa.
No se estaba haciendo a sí misma ningún bien, ni estaba claro lo que iba a aprender Renna.
¿Entonces por qué lo estamos haciendo?
La primera fila estaba terminada. De inmediato, el pinche y el grumete empezaron a colocar sus cuarenta piezas. No usaron notas, aunque Maia vio que se consultaban una vez. Unos cuantos marineros observaban aburridos desde las escaleras del alcázar, mientras tallaban palos de madera blanda para darles forma de animales marinos.
Cuando los muchachos indicaron que su turno había terminado, Renna echó un buen vistazo y luego se encogió de hombros.
—Parece igual que nuestra primera fila. Tal vez sea una coincidencia. Quizá podamos continuar con nuestro plan.
Así que colocaron otras cuarenta fichas, la mayoría con la cara blanca hacia arriba, sembrando las suficientes piezas negras estratégicamente situadas para que cuando el juego comenzara y todos los muelles saltaran, un grupo de pulsantes pautas geométricas creara vidas autocontenidas en sí mismas, dispuestas a tomar parte en la breve ecología del juego.
Al menos, eso esperamos.
Continuaron así durante un rato mientras el sol se ponía más allá del hinchado foque. Cada bando colocaba por turno cuarenta discos, luego se retiraba y trataba de adivinar qué pretendía el otro equipo. Hubo una sola interrupción, cuando el viento cambió y el primer contramaestre necesitó todas las manos en las jarcias. Corriendo a sus tareas, los marineros halaron de los acolladores y dieron vueltas a las manivelas en un remolino de músculos tensos. La maniobra se completó con veloz eficiencia, y todo estuvo en calma antes de que Maia terminara de contar cuarenta latidos. Naroin saltó desde las velas, y aterrizó agazapada. Sonrió a Maia y le hizo una señal con el pulgar hacia arriba antes de volver a un lugar próximo a la borda frecuentado por las miembros femeninas de la tripulación, que fumaban en pipa y chismorreaban en voz baja mientras los preparativos del juego se reemprendían.
—Esos diablos —dijo Renna después de que hubieran puesto ya ocho filas. Maia miró hacia donde apuntaba, y al momento vio lo que quería decir. Al parecer, sus oponentes habían copiado la misma formación de «oasis» estático en su esquina más protegida. De hecho, advirtió, ¡nos están remedando en todo! Sólo podían apreciarse leves variaciones en la parte izquierda. ¿Qué sentido tiene? ¿Se están burlando de nosotros?
Las diferencias empezaron a acentuarse después de la décima fila. De repente, el pinche y el grumete empezaron a colocar una pauta completamente distinta. Maia reconoció un cañón disparador, diseñado para lanzar deslizadoras a lo largo del tablero. También vio lo que sólo podía ser un ciclón, una configuración capaz de llevar a la perdición cualquier pauta móvil que se acercara. Señaló a Renna el incipiente diseño, y el hombre de las estrellas se concentró y acabó por asentir.
—Tienes razón. Eso pondría en peligro a nuestro guardián, ¿no? Tal vez deberíamos desplazarlo hacia un lado. A la derecha, ¿no te parece?
—Eso interferiría con nuestra valla corta —señaló ella—. Ya hemos trazado dos filas para esa pauta.
—Mm. Muy bien, cambiaremos el guardián a la izquierda, entonces.
Maia trató de visualizar qué aspecto tendría el tablero cuando terminaran. Ya podía ver cómo evolucionarían algunas entidades durante las segunda, tercera, e incluso quinta o sexta ronda. Esta zona concreta de la escotilla sería cruzada por una recién lanzada nave madre. Aquella zona se agitaría en alternativos remolinos blancos y negros cuandó una semilla de mostaza girara y girara… una forma bonita pero engañosamente potente. Cuando intentó seguir el rumbo de los proyectiles del otro lado, Maia comprendió horrorizada que un conjunto de deslizadoras rebotaría en el borde—espejo y vendría en diagonal hacia la misma esquina que tanto habían trabajado y planeado para defender.
Renna se rascó la barba cuando ella le señaló el inminente desastre.
—Parece que estamos fritos —dijo, con el ceño fruncido. Entonces dio un respingo cuando las uñas de Maia se clavaron en su brazo.
—¡No, mira! —dijo ella, apresuradamente—. ¿Y si construimos nuestro propio cañón deslizador… ahí? Podríamos hacer que disparara hacia nuestro propio territorio, interceptando su…
—¿Qué? —interrumpió Renna, y Maia temió por un instante haberse excedido, inyectando sus propias ideas en lo que era básicamente el diseño de él. Pero el hombre asintió, con creciente excitación.
—¡S—s—sí, creo que podría… funcionar! —Extendió la mano y le apretó los hombros, dejándoselos doloridos—. Funcionará si calculamos bien el momento. Naturalmente, queda el problema de los escombros; después de que las deslizadoras choquen…
Apenas quedaba espacio en las últimas filas para introducir las improvisadas modificaciones. Por fortuna, sus oponentes no situaron otro ciclón cerca del límite. El nuevo cañón deslizador de Maia se encontraba justo a lo largo del borde, sin espacio que malgastar. Cuando colocaron la última pieza, estaba agotada. Y yo que pensaba que esto era un juego para hombres perezosos. Supongo que las espectadoras nunca saben de un deporte hasta que lo prueban por sí mismas.
Ya había oscurecido hacía rato. Se encendieron las lámparas. Thalla llegó con un par de abrigos. Mientras se ponía el suyo, Maia advirtió que todos los demás se habían vestido ya para afrontar el frío de la noche. Debía de haber estado produciendo demasiada energía nerviosa para darse cuenta.
El capitán Poulandres se acercó; llevaba una capa con capucha y un bastón de dos puntas para ejercer su papel de maestro y árbitro. Tras él, todos los tripulantes del barco menos el timonel, el vigía y el piloto habían encontrado un sitio desde donde mirar. Esperaban indiferentes, muchos con expresión divertida. Maia vio que nadie hacía las habituales apuestas.
Probablemente nadie las acepta a nuestro favor, no importa a cuánto estén.
Se hizo el silencio cuando el capitán avanzó hasta el borde del tablero, donde el reloj marcador estaba preparado para enviar señales sincronizadas a todas las piezas. En un momento dado, cada una de las mil seiscientas diminutas unidades se darían la vuelta o permanecerían quietas, dependiendo de lo que le dijeran sus sensores del estado de sus vecinas. La misma decisión se haría unos segundos después, cuando llegara la siguiente señal. Y así sucesivamente.
—La Vida es la continuación de la existencia —entonó el capitán. Quizá fuese la capucha lo que daba a su voz un aire grave y profético. O tal vez era parte del oficio de capitán.
—La Vida es la continuación de la existencia —respondió la tripulación, repitiendo sus palabras, con el fondo de los mástiles crujiendo y las velas restallando.
—La Vida es la continuación de la existencia, pero nada perdura. Todos somos pautas, buscando propagarnos. Pautas que dan vida a otras pautas, y luego desaparecen, como si nunca hubieran existido.
Maia había oído la invocación muchas veces, recitada con incontables acentos en los muelles de Puerto Sanger y en todas partes. Sin embargo, era la primera vez que lo hacía como contendiente. Se preguntó cuántas otras mujeres lo habrían hecho. Sólo algunos millares, estaba segura. Tal vez sólo algunos centenares.
Renna escuchaba las antiguas palabras, claramente embobado.
—… no podemos controlar nuestra progenie. Ni dirigir nuestras invenciones. Ni gobernar consecuencias lejanas, excepto con la previsión de actuar bien, y luego partir.
»Todo está en la preparación, y el momento del acto.
»Lo que sigue es posteridad.
El capitán alzó su bastón, haciéndolo oscilar sobre el reloj marcador.
—Dos equipos se han preparado. Que el acto tenga lugar. Ahora… observad la posteridad.
El bastón golpeó. El reloj empezó a entonar su familiar cuenta de ocho. Aunque estaba preparada, Maia dio un respingo cuando las mil seiscientas piezas blancas y negras parecieron explotar al unísono.
No, al unísono no. De hecho, menos de la mitad se dio la vuelta, cambiando de estado en respuesta a lo que sucedía a su alrededor. Pero la impresión de un súbito y frenético claqueteo hizo que el corazón de Maia se desbocara antes de que una segunda oleada de sonido y movimiento cruzara el tablero. Y otra más.
Por fortuna, no tenía que pensar. Todas las partidas del Juego de la Vida habían acabado ya en el momento de empezar. A partir de ahora, sólo podían contemplar cómo se desarrollaban las consecuencias.
Cuaderno de Bitácora del Peripatético
Misión Stratos
Llegada + 43.277 Ms
Durante mi primera visita a un hogar stratoiano, me resultó difícil superar los prejuicios.
No fue el concepto de matriarcado, que he visto de otras formas en Florentina y Nueva Terra. Ni la costumbre de que los hombres son otra especie, a veces necesitada, a menudo irritante, y afortunadamente rara. Estaba preparado para todo eso. Mi problema surge de haber crecido en una época obsesionada con el individualismo.
La variedad era nuestra religión, la diversidad nuestra fijación. Todo aquello que fuera diferente o atípico tenía ventaja por encima de lo familiar. Lo ajeno siempre se anteponía a lo propio. «Una época insana», dicen los psicohistoriadores… aunque su breve gloria produjera viajeros estelares ideales.
En mis viajes he encontrado muchas sociedades estabilizadas, pero ninguna más contraria a mi educación que la de Stratos. La enervante ironía de la fascinante singularidad de este mundo es que se basa en la ausencia de cambio. Las generaciones no se dividen por valores cambiantes. La igualdad no es ninguna maldición, la variedad no es un amigo automático.
Menos mal que nunca nos conocimos. Lysos y yo no nos habríamos llevado bien.
Sin embargo, me sentí complacido cuando la Sabia Iolanthe me pidió que pasara algunos días en el castillo de su familia, en los montañosos barrios residenciales de Caria. La invitación, un raro honor para un varón en verano, era sin duda una declaración política. Su facción es la menos hostil hacia la restauración del contacto. Incluso así, se me advirtió de que mi visita tendría que ser «casta». Mi habitación no tendría ventanas que dieran a la Estrella Wengel.
Le dije a Iolanthe que no esperara problemas en ese aspecto. Evitaré mirar, aunque no al cielo.
La Casa Nitocri es antigua. El linaje clónico de Iolanthe ha ocupado el extenso compuesto de altos muros, chimeneas y tejados y buhardillas desde hace casi seiscientos años. Linajes emparentados habitaron el lugar remontándose casi hasta la fundación de Caria.
Nuestro coche atravesó una verja impresionante, recorrió un camino flanqueado de jardines, y se detuvo ante una entrada de mármol bellamente esculpido. Fuimos formalmente recibidos por un trío de bellas Nitocri que, como Iolanthe, eran de edad mediana, vestidas con deslumbrantes túnicas de seda amarilla y cuello alto. Una hermana joven del clan recogió mi maleta. Más hermanas con claros rasgos Nitocri (ojos suaves y narices estrechas) se apresuraron silenciosas a llevarse el coche, cerrar la verja, y conducirnos al interior.
Así, por primera vez, entré en el santuario de un clan partenogenético, unidad principal de la vida humana en Stratos. No son abejas ni hormigas, pensé en silencio, reprimiendo comparaciones fáciles. Interiormente, repetía el lema de mi vocación: Olvida los prejuicios.
La sabia me mostró alegremente patios y jardines y grandes salones, impertérrita ante la multitud de niñas que susurraban y reían a nuestro paso. Las Nitocri no tienen empleadas domésticas, ni contratan a ninguna var para que se encargue de las tareas desagradables e indignas de las clones adineradas. Ninguna Nitocri lamenta hacer trabajos duros o sucios, como limpiar los hornos, o fregar lavabos, o reparar tejas. Todo está bien repartido por edades; cada niña o mujer alterna las tareas onerosas con las interesantes. Cada una sabe cuánto durará cada fase. Tras el intervalo fijado, una hermana más joven se encargará de lo que estás haciendo, mientras que tú te dedicarás a otra cosa.
No era extraño que niñas y adultas se movieran graciosamente y con tanta seguridad. Cada hija clónica crece observando a las mayores, idénticas a ella, ejecutar tareas con una tranquila eficacia fruto de siglos de práctica. Conoce inconscientemente cada movimiento antes de que le toque hacerlo a ella misma. Nadie se apresura a tomar el poder antes de tiempo. «Ya llegará mi turno», parece ser la filosofía de la casa.
Al menos, ésa es la historia que quisieron venderme. Sin duda varía de un clan a otro, y casi con toda seguridad no funciona tan a la perfección entre las Nitocri. Sin embargo, me pregunto…
Los utópicos hace tiempo que pretenden crear una sociedad ideal, sin competencia, toda armonía. La naturaleza humana (y el principio de los genes egoístas) pareció poner el sueño eternamente fuera del alcance. Sin embargo, dentro de un clan de Stratos, cuyos genes son todos iguales, ¿qué función le queda al egoísmo? La tiranía de la ley biológica puede relajarse. El bien del individuo y el del grupo son el mismo.
La Casa Nitocri está llena de amor y risas. Parecen autosuficientes y felices.
No creo que mis anfitrionas advirtieran que me estremecí involuntariamente, aunque no hacía frío.
Había gloria en cubierta a la mañana siguiente. Recién caída de las altas nubes estratosféricas, la delicada escarcha cubría cada superficie, desde las vergas y barandillas a las jarcias, convirtiendo el Manitú en una nave encantada de polvillo cristalino que brillaba en una explosión de reflejos sonrosados al amanecer.
Maia se encontraba en lo alto de un estrecho tramo de escaleras ante el pequeño camarote que compartía con otras nueve mujeres. Se frotó los ojos y contempló el dulcemente doloroso amanecer brillar en el exterior. Qué bonito, pensó, viendo cómo incontables puntitos de luz de color rosa cambiaban, momento a momento.
Recordó las ocasiones en que caía sobre Puerto Sanger una nevada como aquélla, haciendo que las tiendas y negocios cerraran mientras las mujeres corrían a recoger puñados de gloria de los alféizares, que luego guardaban en jarras de vacío para conservarlos. Una chispa de gloria perturbaba la vida diaria más que precipitaciones mayores de nieve normal, que simplemente requerían botas y palas y algunos gruñidos.
Desde luego, los hombres preferían las nevadas copiosas, pero normales. Incluso el resbaladizo hielo, que hacía que las calles se volvieran lustrosas y traicioneras, no parecía perturbar tanto a los rudos marineros como la fina caída de gloria. En su mayoría, los varones huían a los barcos, o más allá de las puertas de la ciudad, hasta que la luz del sol limpiaba, las calles, y sus ciudadanas se encontraban de un humor menos festivo.
Eso era en tierra, recordó Maia. Aquí no hay un sitio adonde los pobrecillos puedan correr.
Desde el estrecho umbral en lo alto de las escaleras, Maia inhaló el fresco olor a canela. No era una precipitación sin importancia, como la de Valle Largo. El aire era tonificante, y le provocó un escalofrío en la columna vertebral. Sensaciones vagamente familiares de inviernos anteriores, aunque aumentadas esta vez.
Naturalmente, antes no era una mujer adulta. Maia sentía una mezcla de ansiedad y reluctancia mientras esperaba a ver si el aroma surtía en ella un efecto más profundo, ahora que contaba ya cinco años.
Había agitación en cubierta, marineros moviéndose con la agotada lentitud de quienes comienzan el turno del amanecer. No les afectaba físicamente la helada, aunque la expresión del capitán era triste, de irritación. Les gritó a sus oficiales y frunció el ceño al contemplar el fino polvo de cristal.
La persona más infeliz que había a la vista era la única hembra, la más joven de las rads de Kiel, una muchacha de la edad de Maia. Usaba una escoba para barrer la escarcha de gloria con la que llenaba un cubo cuyo contenido arrojaba luego por la borda antes de reiniciar todo el proceso.
Maia sintió movimiento a sus espaldas: otra mujer que se levantaba con el sol. Miró hacia atrás y vio a Naroin que subía las empinadas escaleras para llegar a su lado.
—Vaya, mira eso —comentó la var mayor, olisqueando la brisa helada—. Todo un espectáculo, ¿eh? Lástima que todo tenga que perderse.
La pequeña marinera volvió a bajar, perdiéndose de momento en la oscuridad del pequeño camarote. Rebuscó en el camastro que Maia acababa de abandonar, y regresó con su abrigo.
—Aquí tienes —dijo Naroin con amabilidad, y señaló a la muchacha que barría sin ganas la cubierta—. Tu trabajo, también. La ley del mar. Las mujeres se quedan abajo hasta que desaparece la escarcha. Excepto las virgies.
Maia se ruborizó.
—¿Cómo sabes que soy una…?
Naroin alzó una mano, conciliadora.
—Es sólo una expresión. La mitad de esas vars… —Indicó con el pulgar a las que dormían abajo—, nunca han tenido a un hombre, y nunca lo tendrán. No, es una cuestión de edad. Las jóvenes barren. Vamos, muchacha. Eia.
—Eia —respondió Maia automáticamente, mientras se ponía el abrigo. Confiaba en que Naroin no le mentiría en algo así. De todas formas, lo encontraba injusto. Arrastró los pies, reluctante, mientras la contramaestre la empujaba al exterior y cerraba la puerta tras ella. El aire helado condensó su aliento en nubes de vaho. Frotándose las manos ya entumecidas, Maia suspiró y se acercó al trastero para coger una escoba.
La otra chica le dirigió una mirada que parecía decir: «¿dónde has estado?» Maia alzó los hombros en el mismo lenguaje silencioso.
No sabía nada del tema. ¿Es que tengo que saberlo todo?
Si lo pensaba, era lógico. La gloria no afectaba a las mujeres con tanta fuerza como las auroras a los hombres, gracias a Lysos. Sin embargo, inducía a aquéllas en edad fértil a pensar en el sexo justo en la época del año en que los hombres preferían por lo general un buen libro. Lo que los machos encontraban irritante pero evitable en tierra no podía ser esquivado tan fácilmente en el mar. Las muchachas de cinco y seis años, menos sensibles a las estaciones y menos atractivas para los hombres, hacían naturalmente el trabajo de barrer, para que así las otras mujeres pudieran subir a cubierta antes del mediodía.
La tarea pronto perdió la atracción que pudiera haber tenido por la novedad, y Maia descubrió que el leve y agradable picorcillo en la nariz era menos duradero de lo que decían. Mientras arrojaba cubo tras cubo por la borda, no pudo eludir la sensación de que la observaban. Maia estaba segura de que algún marinero la miraba y se reía.
El motivo no tenía nada que ver con la caída de gloria, sino con el fiasco de la «competición» de la noche anterior. Ya era bastante desgracia ser una var inferior en un viaje que no había elegido. Pero la partida de Vida la había convertido en el hazmerreír de todos.
Uno de sus contrincantes, el pinche de cocina, estaba encendiendo su hornillo bajo los aleros de la cubierta de popa. El muchacho sonrió cuando Maia pasó barriendo por su lado. Sonrió, mostrando la mella dejada por dos dientes perdidos.
—¿Lista para otra partida? Cada vez que tú y el Hombre de las Estrellas lo queráis, Kari y yo estamos dispuestos.
Maia simuló no haberlo oído. Saltaba a la vista que el joven no era ningún intelectual, y sin embargo el grumete y él habían desbaratado rápidamente el planificado juego de Renna. La derrota quedó clara en cuestión de segundos. .
Con cada señal del reloj, oleadas de cambio barrieron el tablero. Las piezas negras, que representaban emplazamientos «vivos», se volvían blancas y morían, a menos que las condiciones fueran las adecuadas para seguir viviendo. Las piezas blancas se daban la vuelta, cobrando vida cuando el número de vecinas negras lo permitía. Las pautas tomaban forma, rebulléndose y agitándose como organismos pluricelulares.
La parrilla de cuarenta por cuarenta no era, ni de lejos, la más grande que Maia había visto. Había rumores de la existencia de tableros inmensos en algunas de las ciudades y antiguos santuarios de la costa de Méchant. Sin embargo, Renna y ella se habían esforzado para rellenar su lado con una pauta inicial que pudiera sobrevivir, sin conseguirlo. Su empeño empezó a resultar inútil casi desde el principio.
Uno de los diseños de sus contrincantes empezó a disparar deslizado ras auto—contenidas a lo largo del tablero, configuraciones que se dirigían en diagonal hacia el borde, donde rebotaban hacia el oasis que Renna y Maia tenían que conservar. Maia observó con un nudo en la garganta cómo el otro cañón deslizador de este lado (su propia contribución al plan de Renna) lanzaba interceptores que rozaban su barrera justo a tiempo de…
¡Sí! Se llenó de júbilo cuando sus antimisiles chocaron con los proyectiles enemigos según lo previsto, creando explosiones de desechos simulados.
—¡Eia! —gritó, plena de excitación.
Concentrada como estaba en esa amenaza, Maia fue sorprendida por una brusca risotada. Se volvió hacia Renna.
—¿Qué pasa?
Tristemente, su compañero señaló hacia la figura sintética en la que habían confiado para sostener el centro del tablero. Su «guardián», con los brazos y piernas agitándose, había parecido que mantendría a raya todo lo que se atreviera a acercarse. Pero ahora Maia vio que una entidad en forma de barra había emergido del otro lado del tablero, y que se aproximaba inexorablemente. En ese instante, experimentó una rara sensación de reconocimiento, quizá surgida de los recuerdos de la infancia, de haber visto incontables partidas en los muelles de Puerto Sanger. En un extraño instante, la nueva forma de pronto le pareció algo… obvio.
Naturalmente. La forma absorberá…
El fluctuante intruso entró en contacto con las pautas secundarias que eran los brazos del guardián, y procedió a absorberlas. El efecto óptico era que la criatura de sus oponentes estaba devorando piezas del juego, una a una, incorporando órganos del guardián a su entidad cada vez más grande.
En realidad es una forma sencilla, recordó aturdida. Los muchachos probablemente la memorizaban antes de cumplir los cuatro años.
Como si eso no fuera suficiente, la pauta invasora empezó a desplazar el centro del guardián, hasta entonces ileso. Latido a latido, la pseudobestia que Renna y ella habían construido fue obligada a retroceder desintegrándose y agitándose indefensa, aplastándose contra todas sus protecciones. Sin poder hacer nada, vieron cómo la destructiva retirada lo aplastaba todo hasta el rincón izquierdo, donde su vulnerable oasis fue rápida y decisivamente aniquilado. A partir de ese momento, la vida desapareció rápidamente de su mitad del tablero. Las risas y los divertidos abucheos hicieron que Maia corriera avergonzada hacia su camarote.
Fue sólo un juego, intentó convencerse a la mañana siguiente, mientras barría. Al menos, eso es lo que las mujeres piensan, y ellas son las que cuentan.
Sin embargo, el desagradable recuerdo de la humillación permaneció mientras la escarcha de gloria se evaporaba bajo el sol. Los pequeños parches que ella y la otra joven var habían pasado por alto pronto se sublimaron. Con visible reluctancia, el capitán Poulandres se acercó a la barandilla y tocó una campana.
De inmediato, la cubierta se llenó de mujeres, tanto pasajeras como tripulantes, que inhalaban los últimos aromas y miraban alrededor con energía en los ojos. Maia vio que una var de ancha constitución se colocaba detrás de un marinero de mediana edad y lo pellizcaba, haciendo que el hombre diera un salto y profiriese un alarido. La víctima se dio la vuelta, con expresión enfadada. Respondió un instante después con una risotada, agitó un dedo en señal de advertencia, y se retiró rápidamente al mástil más cercano. Un número inusitado de marineros parecía tener cosas que hacer allá en lo alto aquella mañana.
No era una reacción universal. El pinche de cocina parecía complacido por las atenciones de las mujeres reunidas alrededor de la olla de gachas. ¿Y por qué no? Las mujeres excitadas rara vez eran peligrosas, y era dudoso que aquel pobre tipo recibiera mucha atención durante el verano. Sin duda atesoraría el recuerdo de aquel breve flirteo durante los solitarios meses confinado en un santuario.
Dos vars cercanas, una rubia baja y una delgada pelirroja, se reían y señalaban. Maia se volvió para ver qué les llamaba tanto la atención.
Renna, pensó con un suspiro. El Visitante se había acercado a un último cubo medio lleno que no había terminado de tirar por la borda. Se inclinó para coger un puñado de escarcha de gloria, y se la llevó a la nariz para olisquearla con delicadeza y curiosidad. Renna pareció perplejo durante un momento, y luego echó la cabeza hacia atrás y sus ojos se ensancharon. Con cuidado, se sacudió las manos y se las metió en los bolsillos.
Las dos rads se rieron. A Maia no le gustó la forma en que lo miraban.
—Supongo que si una está lo bastante desesperada… —le comentó una a la otra.
—Oh, no sé —fue la respuesta—. Me parece bastante exótico. Tal vez, cuando lleguemos a Ursulaborg…
—¡Tienes esperanzas! El Comité ya ha seleccionado a aquellas que tendrán la primera oportunidad. Esperarás tu turno, y masticarás un kilo de ovop si tienes suerte.
—Puaf. —La segunda hizo una mueca. Sin embargo, el brillo de sus ojos no desapareció mientras observaba al hombre del espacio acercarse al alcázar.
Los pensamientos de Maia se desbocaron. Al parecer, las rads planeaban mantener a Renna ocupado mientras lo protegían y negociaban con el Consejo Reinante. Su primera reacción fue de furia. ¿Cómo se atrevían a suponer que él accedería, así de sencillo?
Entonces reprimió su ira inicial y trató de verlo con calma. Supongo que está en deuda con ellas, admitió a regañadientes. Sería un desagradecimiento negar a sus rescatadoras al menos un esfuerzo, incluso en mitad del invierno. La organización radical sin duda había prometido recompensas a las miembros de la patrulla de rescate si tenían éxito; tal vez una impregnación de invierno, con un apartamento y una beca para que su primera hija clónica pudiera ir a la escuela primaria. Las líderes, Kiel y Thalla, serán las primeras, se dijo Maia. Dada su educación y sus talentos, Kiel estaría entonces en buena posición para convertirse en madre fundadora de un clan en alza.
De modo que la política es parte de ello, pensó Maia, considerando los motivos de sus ex compañeras de casa. No es asunto de mi incumbencia, se dijo, sabiendo lo muchísimo que le importaba a pesar de todo. La primera rad miró a Maia, que las escuchaba de cerca.
—Naturalmente, hay un elemento de elección por su parte, también —dijo—. Igualdad de derechos, ya sabes. Y no se pueden saber los gustos alienígenas…
La var se volvió hacia Maia, y le hizo un guiño.
Maia se ruborizó y se marchó. Apoyada en la banda de estribor, contempló las olas coronadas de espuma, incapaz de detener sus pensamientos. La chismosa había dado voz a una pregunta que la propia Maia no había admitido: ¿Qué le gustará a Renna en las mujeres? Sacudiendo vigorosamente la cabeza, hizo un decidido esfuerzo por pensar en otra cosa. Preocuparse por asuntos como éstos era, en el mejor de los casos, poco práctico, y ella había jurado ser una persona práctica.
Piensa. Pronto se llevarán lejos a Renna y estarás sola en una gran ciudad. Cuando se haya marchado, tendrás que vivir con lo que sabes.
¿Con qué activos cuentas? ¿Qué habilidades puedes vender? Intentó concentrarse, plantearse una lista de recursos, pero se encontró frente a una desconcertante pantalla en blanco.
La pantalla no era neutral. Nacida en un tenso momento de furia, se extendía hacia fuera desde sus oscuros pensamientos y parecía teñir su visión de cuanto la rodeaba, saturando el paisaje marino, envolviéndolo como un lienzo pintado con una paleta salvaje de tonos primitivos y brutales. Sentía el aire cargado, como antes de una tormenta, y una sensación de expectación hacía redoblar su corazón.
Maia intentó cerrar los ojos para escapar a aquella inquietante sensación, pero las impresiones la siguieron. Apretar con fuerza los ojos sólo le causó más sensaciones aplastantes familiares. Un grupo de manchas claras y oscuras fluctuó y giró, cambiando demasiado rápido para que pudiera seguirlas. Había conocido el fenómeno toda su vida, pero ahora la asustaba y a la vez la fascinaba. Combinándose en formas solapadas, las manchas parecían ofrecer un extraño significado, apartándose de su visión centrada hacia algo al mismo tiempo hermoso y terrible.
El aliento escapó de sus pulmones con un suspiro. Maia encontró la voluntad necesaria para frotarse los ojos y volver a abrirlos. Manchas púrpuras latieron concéntricas antes de difuminarse, junto con aquella extraña sensación de forma informe. Sin embargo, durante unos instantes Maia experimentó una vaga pero persistente seguridad. Al mirar hacia fuera ya no veía, pero siguió imaginando un panorama de pautas siempre cambiantes, extendiéndose en infinita sucesión por el cielo moteado de nubes. Momentáneamente, las nubes parecieron hechas de formas efímeras y emblemáticas que cambiaban rápidamente, solapándose y mezclándose para tejer la ilusión de solidez que había aprendido a llamar «realidad».
El alivio se mezcló con el asombro cuando aquel momento pasó. Sólo podía haber durado instantes. La atmósfera recobró su carácter de aire denso y húmedo. La baranda de madera parecía firme bajo sus manos.
Ahora me estoy volviendo loca, pensó Maia irónicamente. Como si no tuviera ya suficientes problemas.
Llamaron para el desayuno. Tentativamente, como si la cubierta pudiera moverse bajo sus pies, Maia se puso en la cola. Vio cómo el cocinero servía dos porciones, una para Renna y otra doble para ella, según las órdenes del médico del barco. Se volvió, buscando al Visitante, y lo encontró enfrascado en una conversación con el capitán, aparentemente ajeno al ridículo que había hecho la noche anterior. Ella se acercó desde detrás, y llamó su atención lo suficiente para asegurarse de que veía su plato sobre la mesa de mapas, cerca de su codo. Renna sonrió, e hizo ademán de querer hablar con ella, pero Maia fingió no darse cuenta y continuó caminando. Llevó su cuenco de calientes gachas a proa, hasta el mismo bauprés, donde los rítmicos movimientos del barco al subir y bajar encontraban chorros de salada espuma. Eso hacía que el lugar fuese incómodo para estar de pie, pero ideal para hallarse a solas, acurrucada bajo el refugio protector de la cubierta de proa.
Las gachas la nutrían sin pretender tener buen gusto. No importaba. Ya había dominado sus pensamientos, y podía reflexionar sobre lo que podría hacer cuando el barco llegara a puerto.
Ursulaborg, perla de la costa de Méchant. Algunos antiguos clanes son tan grandes y poderosos que tienen pirámides de clanes inferiores a sus órdenes, y éstos a su vez tienen familias clientes propias, y así sucesivamente. Clones sirviendo a clones de las mismas mujeres que emplearon por primera vez a sus antepasadas, cientos de años atrás, y todo el mundo conoce su sitio desde el día en que nacen, y todos los potenciales conflictos de personalidad han sido resueltos hace años.
Maia recordó haber visto un vídeo cinemático (una comedia) cuando Leie y ella tenían tres años. Casualmente, la acción se desarrollaba en el magnífico palacio de Ursulaborg de uno de aquellos grandiosos multiclanes. La trama incluía el plan de una maligna forastera para sembrar discordia entre familias que se habían llevado bien durante generaciones. Al principio, la estratagema pareció funcionar. Estallaban recelos y peleas que se alimentaban mutuamente mientras las mujeres llegaban a conclusiones erróneas. La comunicación se cortó y la oleada de malentendidos, tanto incitados como humorísticamente accidentales, parecía destinada a causar una escisión irreparable. Entonces, en el momento culminante, el impulso se disolvía en un instante de revelación, y luego llegaba la reconciliación y por fin la risa.
—Estábamos destinadas a ser compañeras —decía una anciana y sabia matriarca, como moraleja final—. Si nos encontráramos siendo vars, como lo hicieron nuestras primeras madres, nos convertiríamos rápidamente en amigas. Sin embargo, nos conocemos unas a otras mejor de lo que podrían hacerlo jamás las vars. ¿Es posible que las hermanas Blaine pudiéramos vivir sin las Chen? ¿O vosotras sin nosotras? Blaine, Chen, Hanley, y Wedjet… la nuestra es una gran familia, inmortal, como moldeada por la propia Lysos.
Fue un final cálido y lacrimógeno, e hizo que Maia se sintiera terriblemente contenta de tener a Leie en su vida… aunque su hermana hizo comentarios despectivos en voz baja, al final de la película, sobre su completa falta de lógica y la poca profundidad de los personajes.
A Leie le habría encantado ver Ursulaborg.
No había tierra a la vista. Sin embargo, miró más allá del bauprés, hacia el oeste, parpadeando contra el agua que ocultaba una salada amargura propia de las lágrimas.
Renna la encontró allí. El hombre la llamó desde el primer mástil.
—¡Ah, Maia, estás ahí!
Ella se secó rápidamente los ojos y se volvió para verlo subir a la zona protegida.
—¿Cómo te va? —preguntó él alegremente. Se sentó frente a ella y se inclinó hacia delante para estrecharle la mano.
—Lo he pasado peor —respondió ella, encogiéndose de hombros, un poco aturdida por su efusividad. Aquello taladraba la distancia protectora que había intentado construir entre ambos. Maia se aseguró de no retirar la mano de un tirón, pero lo hizo despacio. Él pareció no darse cuenta.
—¿No hace un día magnífico? —inhaló Renna, indicando la ancha extensión de mar soleado y cubierto de nubes que se extendía en derredor—. Me he levantado al amanecer, y por un momento me ha parecido ver un enjambre de grandes pontoos, allá al sur, entre las nubes. Alguien ha dicho que eran sólo flotadores—zoor comunes… De ésos he visto montones. Pero éstos parecían tan hermosos, tan graciosos y majestuosos, que me figuré…
—Los pontoos son muy escasos ahora.
—Eso me han dicho —suspiró—. ¿Sabes? Este planeta sería perfecto para volar. He visto pájaros y criaturas de gas de muchos tipos. ¿Pero por qué tan pocos aviones? Sé que los vuelos espaciales perturbarían vuestro pastoralismo estable, ¿pero qué daño os haría tener unos cuantos zep’lines y aviones más? ¿Sería malo dar a la gente la oportunidad de moverse con más libertad?
Maia se preguntó cómo un hombre podía ser tan charlatán, a horas tan tempranas del día. Se habría sentido más a gusto con Leie.
—Dicen que hace tiempo había muchos más zep’lines —contestó.
—También dicen que los hombres solían pilotarlos, como sucede con los barcos del mar, pero que fueron expulsados del cielo. ¿Sabes por qué?
Maia sacudió la cabeza.
—¿Por qué no se lo preguntas?
—Lo intenté. —Renna hizo una mueca. Contempló el océano—. Parece ser un tema peliagudo. Tal vez lo investigue cuando vuelva a la Biblioteca de Caria. —Se volvió hacia ella—. Escucha, creo que se me ha ocurrido algo. ¿Podrías corregirme si me equivoco?
Maia suspiró. Renna parecía decidido a anular su apatía cuidadosamente preparada a fuerza de entusiasmo abrumador.
—Está bien —dijo, con cautela.
—¡Magnífico! Primero, verifiquemos lo básico. —Alzó un dedo—. Los apareamientos en verano producen variantes normales, genéticamente diversas, o vars. Por cierto, ¿el término es despectivo? Lo he oído usar como insulto, en Caria.
—Yo soy una var —dijo Maia sin inflexiones—. No tiene sentido considerarse insultada por un hecho.
—Mm. Supongo que podríamos decir que yo también soy un var.
Por supuesto. Todos los niños son vars. Sólo que el nombre no se aferra a ellos como un parásito. Pero ella sabía que Renna no tenía mala intención, aunque tocaba torpemente asuntos que dolían.
—Muy bien, pues. Durante el otoño, el invierno y la primavera, las mujeres de Stratos tienen clones partenogenéticas. De hecho, a menudo no pueden concebir en verano hasta que ya han tenido un hijo de invierno.
—Hasta ahora vas bien.
—Veamos, incluso la clonación requiere la intervención de los hombres, como impregnadores, ya que el esperma induce la placenta…
—La palabra es potenciadores —corrigió Maia en voz baja.
—Sí, bueno. Muy bien, ésta es la parte con la que tengo problemas… —Renna hizo una pausa—. Cómo trató Lysos la atracción sexual. Verás, en la mayoría de los mundos homínidos el sexo es una distracción eterna. La gente lo practica desde la pubertad a la senilidad, gasta en él enormes cantidades de tiempo y dinero, y a veces actúa de forma increíblemente desagradable a causa de una obsesión innata que se lleva en los genes.
—Haces que parezca horrible.
—Mm. Tiene sus compensaciones. Pero en Stratos parece que se han hecho los arreglos necesarios para disminuir la cantidad de energía centrada en el sexo. Todo según los cánones de la ideología Herlandista.
—Continúa —dijo ella, interesada a su pesar. ¿De verdad que la gente de otros planetas piensa en el sexo más que yo? ¿Cómo consiguen hacer nada?
Renna prosiguió.
—Los hombres de Stratos son estimulados por pistas visuales en el cielo de verano, cuando las mujeres están menos excitadas. Hoy, por otra parte, he sido testigo de esa peculiar escarcha que tenéis en invierno…
—Gloria.
—Sí. Un producto natural de un proceso estratosférico bastante sorprendente que deseo estudiar. ¿Y estimula a las mujeres?
—Eso me han dicho. —Maia se acaloró—. Según la leyenda, Lysos quitó la Vieja Locura a los hombres y a las mujeres, y buscó algún sitio donde ponerla. El cielo parecía bastante seguro. Pero un verano apareció la Estrella Wengel. Robó algo de la locura y fabricó una bandera para agitarla y devolver a los hombres el antiguo celo, a través de sus ojos.
—¿Y durante el invierno cae en forma de gloria?
—Exacto, agarrando a las mujeres por la nariz.
—Mm. Bonita fábula. Sin embargo, ¿no resulta extraño que hombres y mujeres estén tan perfectamente fuera de sincronía en cuestiones de deseo?
—Perfectamente no. Si así fuera, no nacería nadie.
—Oh, claro, estoy simplificando mucho. Los hombres pueden disfrutar del sexo en invierno y las mujeres en verano. Pero qué extraño que los varones sean pretendientes agresivos durante una estación, sólo para desinflarse medio año más tarde, cuando las mujeres los buscan.
Maia se encogió de hombros.
—El hombre y la mujer son opuestos. Tal vez lo único que podamos esperar sea el compromiso.
Renna asintió de una manera que le recordó a Maia a una sabia del Clan Burbidge, distraída pero ansiosa, a quien las madres Lamai solían contratar para que enseñara trigonometría a las vars.
—Pero por muy cuidadosamente que Lysos diseñara los genes de vuestros antepasados, el tiempo y la evolución borrarían cualquier disposición que no sea naturalmente estable. Los pocos varones que escaparan un poco al programa transmitirían sus genes más a menudo, y otro tanto harían sus hijos. Lo mismo vale para las mujeres. Con el tiempo, las urgencias masculinas y femeninas volverían a entrar en sincronía, con montones de tensiones y negociaciones bilaterales, igual que en otros mundos. Pero aquí está la parte brillante. En Stratos hay una recompensa mayor, en términos estrictamente biológicos, para la mujer que tiene hijas clónicas en vez de hijos e hijas normales, que sólo transmiten la mitad de sus genes. Así, la tendencia de las mujeres que buscan aparearse en invierno se refuerza.
Maia parpadeó.
—¿Y la misma lógica se aplica a los hombres?
—¡Exactamente! ¡Un varón stratoiano no obtiene ningún beneficio genético del sexo en invierno! No hay motivo para preocuparse, pues los hijos producidos no serán suyos en el sentido más básico. —Sacudió la cabeza—. Necesito un buen ordenador para ver si es tan estable como parece. Hay algunos problemas inherentes, como la endogamia. Con el tiempo, cada familia clónica actúa como un solo individuo, llenando a Stratos de…
El entusiasmo de Renna era contagioso. Maia nunca había conocido a nadie tan desinhibido, tan poco restringido por las ideas convencionales. Con todo, una parte de ella se preguntaba: ¿Es siempre así? ¿Es todo el mundo así, de donde él viene?
—No sé —cortó cuando él se detuvo a tomar aliento—. Lo que estás diciendo tiene sentido… ¿pero qué hay del mundo estable y feliz que quería Lysos? ¿Somos felices? ¿Más felices que la gente de otros planetas?
Renna sonrió, mirándola a los ojos una vez más.
—Vas directo al meollo de la cuestión, ¿verdad, Maia? ¿Cómo puedo contestarte a eso? ¿Quién soy yo para juzgar? —Contempló los blancos cúmulos, cuyas panzas planas cabalgaban una invisible capa de presión no muy por encima del palo mayor del Manitú—. He estado en mundos que podrían parecerte el paraíso. Todas tus terribles experiencias de este año habrían sido casi imposibles en Pasión o en Nueva Terra. La ley, la tecnología y un estado materno universal las habrían impedido, o acudido al instante con el remedio adecuado.
»Por otro lado, esos mundos tienen problemas que aquí no se han visto nunca, o sólo rara vez. Revueltas económicas y sociales. Suicidios. Crímenes sexuales. Esclavitud a la moda. Pseudoguerra, y a veces guerra de verdad. Plagas solipsistas. Ciberdisondismo y demimortalismo. Aburrimiento…
Maia lo miró, preguntándose si se daba cuenta siquiera de que estaba hablando en un dialecto alienígena. La mayoría de las palabras no tenían sentido para ella. Reforzaban su impresión de que el universo era enorme, insondablemente extraño, y de que estaría eternamente fuera de su alcance.
—Todo lo que puedo hacer es hablar por mí mismo —continuó Renna en voz baja.
Se detuvo, contemplando el mar cubierto de luz y sombras, y luego se volvió y le apretó de nuevo la mano, brevemente. Su rostro se arrugó de forma sorprendente en los bordes de los ojos, y sonrió.
—Ahora mismo soy feliz, Maia. Por estar aquí, vivo, y respirando aire de este cielo infinito.
Maia se alegró enormemente cuando la charla derivó hacia otros temas. Respondiendo a las preguntas de Renna, intentó explicar algunas de las misteriosas actividades de los marinos del Manitú: subir a los palos, desplegar las velas, desprender acumulaciones de sal, engrasar poleas, atar cabos y desatarlos, ejecutar cada una de las interminables acciones necesarias para mantener un barco en buen estado. Renna se maravilló por los múltiples detalles y habló admirado de «artes perdidas, conservadas y maravillosamente mejoradas».
Hablaron de sus historias personales, Maia relató alguna de las divertidas peripecias que Leie y ella solían correr, como jóvenes traviesas en Puerto Sanger, y descubrió que, al recordar, un punzante calor anulaba gran parte del dolor. Por su parte, Renna le habló brevemente de su captura mientras visitaba una Casa de Placer en Caria, a instancias de una venerable consejera de Estado en la que había confiado.
—¿Se llamaba Odo? —preguntó ella, y Renna parpadeó.
—¿Cómo lo sabes?
Maia sonrió.
—¿Recuerdas el mensaje que enviaste desde tu celda? ¿El que yo intercepté? Hablabas en él de no fiarse de alguien llamado Odo. ¿Tengo razón?
Renna suspiró.
—Sí. Que te sirva de lección. Nunca dejes que tus gónadas se antepongan a pensar con claridad.
—Te tomaré la palabra —dijo Maia secamente. Renna asintió, y luego la miró, captó su expresión y entonces los dos se echaron a reír.
Continuaron contando historias. Las de Renna se referían a los lejanos y fascinantes mundos del Gran Phylum de la Humanidad, mientras que Maia narró la historia de su conquista definitiva, con ayuda de Leie, de la parte más secreta y oculta de la Casa Lamatia, al resolver el enigma de una extraña cerradura de combinación. Renna pareció impresionado con la hazaña, y declaró sentirse honrado cuando ella le dijo que era la primera vez que se lo contaba a alguien.
—¿Sabes? Con tu talento para reconocer paut…
Un grito los interrumpió desde el cobertizo del radar. Dos grumetes escalaron el mástil, y se aferraron a una jarcia superior para otear en la distancia. Uno soltó un grito y señaló. Pronto, toda la tripulación del barco se asomó a la borda, protegiéndose los ojos y mirando hacia el mar con expectación. .
—¿Qué pasa? —preguntó Renna. Maia sólo pudo sacudir la cabeza, tan perpleja como él. Un murmullo recorrió la multitud, seguido por un súbito silencio. Encogiendo los ojos contra los reflejos, Maia finalmente vio aparecer un objeto por delante, al sur.
Abrió la boca.
—¡Creo que es… un árbol granflor!
Tenía toda la apariencia de una isla pequeña. Una isla cubierta de mástiles coronados por estandartes rotos, como si legiones enteras hubieran luchado por reclamarla y conservado un diminuto trozo de tierra seca en mitad del océano. Sólo que aquella isla se movía, flotando en ángulo con el firme progreso del barco. Mientras se acercaban, Maia vio que los mástiles eran como finos troncos de árboles. Los penachos harapientos no eran banderas después de todo, sino los restos de brillantes pétalos iridiscentes.
—Vi un clip sobre ellas hace mucho tiempo —explicó Maia—. La granflor vive a base de pequeñas criaturas marinas, ya sabes, de las que sólo tienen una célula. Por debajo de la superficie, extiende láminas muy finas para capturarlas. Por eso Poulandres ordenó que nos desviáramos en vez de acercarnos para verla mejor. No estaría bien hacerle daño sólo por satisfacer la curiosidad.
—Esa cosa ya parece bastante dañada —comentó Renna, advirtiendo las flores marchitas. Sin embargo, parecía tan absorto como Maia en aquellos fragmentos restantes, cuya luminosidad azul, amarilla y escarlata parecía independiente de la luz reflejada, al titilar sobre las aguas—. ¿Qué son eso? ¿Pájaros picoteando la planta? ¿Está muerta?
En efecto, bandadas de criaturas voladoras (algunas de alas más anchas que las vergas del Manitú) se concentraban sobre la isla flotante como enanos sobre una bestia moribunda, atacando las porciones brillantemente coloreadas. .
—Ahora recuerdo —replicó Maia—. La están ayudando. Así es como se reproduce la granflor. Los pájaros llevan su polen en las alas hasta el árbol siguiente, y al siguiente.
Mientras seguían contemplando, un pequeño destacamento de formas oscuras se separó de la nube de pájaros y se acercó al Manitú. A una brusca orden del capitán los tripulantes se agacharon bajo cubierta, para resurgir armados con hondas y catapultas de muñeca, que dispararon para mantener a las bestias voladoras apartadas de las velas. Los pájaros sólo causaron pequeños daños con sus estrechas mandíbulas llenas de dientes afilados, antes de perder su apetito por la lona y marcharse volando… aunque eso fue después de que uno intentara morder el brillante pelo dorado de uno de los grumetes de cubierta. Un acontecimiento que todo el mundo menos la pobre víctima pareció encontrar divertido.
La granflor pasó flotando a un centenar escaso de metros de distancia. Su laberinto de color podía verse ahora extendiéndose bajo la superficie del agua, en tentáculos que flotaban hasta muy lejos. Bancos de brillantes peces corrían entre las frondas en movimiento, en contrapunto al frenético comer de los pájaros. Maia chasqueó los dedos.
—Lástima que no hayamos visto una a finales de verano, cuando las flores están en pleno apogeo. Lo creas o no, los árboles las usan como velas, para impedir que los vientos las lleven a la costa durante la estación de las tormentas. Ahora supongo que las corrientes son suficientes, así que las velas se caen.
Se volvió hacia Renna.
—¿Es eso un ejemplo de lo que querías decir con… adaptación? Debe ser una forma de vida original de Stratos, o habrías visto cosas así antes, ¿no?
Renna había estado contemplando la pintoresca isla flotante con su cohorte de carroñeros mientras ésta permanecía a flote tras la estela del Manitú.
—Es demasiado maravillosa para que me la haya perdido, en cualquiera de los sectores en los que he estado. Es nativa, desde luego. Ni siquiera Lysos era lo bastante lista para diseñar algo así.
Pronto avistaron otra granflor, ésta de pétalos más henchidos, difractando la luz en formas que Renna, excitado, describió como «holográficas». A su vez, Maia le habló de una tribu de salvajes del mar que había unido su destino a las granflores, y navegaba en ellas como si fueran barcos, recolectando néctar y plancton, atrapando pájaros y peces, y secuestrando a algún que otro marinero para que potenciara a sus hijas durante otra generación. Viviendo de forma salvaje y sin ataduras, la sociedad proscrita había durado hasta que las autoridades planetarias y las cofradías marineras unieron fuerzas para eliminarla como «irresponsable ecológica».
—¿Es cierta esa historia? —preguntó Renna, dubitativo y apasionado al mismo tiempo.
En realidad, Maia la había basado en relatos auténticos de las islas del Sur. Pero la conexión con las granflores era invención propia, producto de la excitación del momento.
—¿Tú qué crees? —preguntó, arqueando una ceja.
Renna sacudió la cabeza.
—Creo que te has recuperado bastante de tu amago de ahogamiento. Será mejor que el doctor deje de administrarte lo que sea que te esté dando.
La última granflor quedó a popa, y pronto tripulación y pasajeras regresaron al tedio de la rutina. Para pasar el tiempo, Renna y Maia utilizaron el sextante para estudiar el sol y el horizonte, comparar cálculos y tratar de averiguar la hora sin tener que consultar el reloj de Renna. También cotillearon. Maia se rió en voz alta y aplaudió cuando Renna hinchó los carrillos en una caricatura del cocinero jefe y anunció con una voz desacostumbradamente aguda que el almuerzo se retrasaría porque la escarcha de gloria había caído en las gachas, y que lo colgaran si iba a dársela a «un puñado de sucias vars, demasiado aturdidas para confundir a un hombre con un lúgar».
—Eso me recuerda una historia —respondió ella, y pasó a relatar el cuento del capitán que dejó que sus pasajeras juguetearan con una nevada de gloria a últimas horas de la tarde… ¡sólo para despertar horas después cuando las mujeres prendieron fuego a sus velas!
Renna se quedó perplejo, así que ella tuvo que explicárselo.
—Verás, algunas piensan que las llamas en el cielo pueden simular los efectos de las auroras, ¿comprendes? Las mujeres drogadas de gloria prendieron fuego al barco…
—¿Esperando excitar también a los hombres? —Él parecía horrorizado—. Pero… ¿funcionaría?
Maia sofocó una risita.
—¡Es un chiste, tonto!
Vio cómo él se imaginaba la ridícula escena, y luego se echaba a reír. En ese momento Maia se sentía más relajada de lo que se había sentido en… ¿quién sabía cuánto? Sintió incluso un atisbo de lo que había experimentado en su celda de la prisión… de algo más profundo que el conocimiento mutuo. Era bueno tener un amigo.
Pero la siguiente pregunta de Renna la cogió desprevenida.
—Bien —dijo—. ¿Quieres ayudarme a prepararme para otra partida de Vida? El capitán Poulandres ha accedido a dejarnos intentarlo de nuevo. Esta vez el otro bando tiene que dar cuerda a las piezas, para que nosotros podamos concentrarnos en una nueva estrategia.
Ella le miró, parpadeando.
—Bromeas, ¿no?
—Verás, nunca imaginé que la versión competitiva implicara tantas permutaciones arriesgadas. Es más complicado que pintar imágenes bonitas con una variante de Vida reversible, como hice en la cárcel con mi tablero. Será un desafío plantar cara incluso a jugadores jóvenes.
Maia no podía dar crédito a sus oídos. Justo cuando pensaba que empezaba a comprender a Renna, él volvía a sorprenderla.
—Lo único que quieren es reírse de nosotros. No quedaré otra vez en ridículo.
Renna parecía asombrado.
—Es sólo un juego, Maia —reprendió ligeramente.
—¡Si piensas eso, no sabes mucho sobre los hombres de Stratos!
Su acalorada respuesta hizo que Renna se detuviera. Reflexionó un momento.
—Bueno… tanto más motivo para seguir estudiando el tema, entonces. ¿Estás segura de que no…?
Maia sacudió la cabeza firmemente. Él suspiró.
—En ese caso, será mejor que me ponga a trabajar para tener preparado un plan de juego para esta tarde. —Se levantó—. ¿Hablaremos luego?
—Mm —replicó ella, indiferente, encontrando un modo de mantener ocupados ojos y manos plegando los brazos de su sextante con meticuloso cuidado mientras él se marchaba con una alegre despedida. Maia se sentía irritada y confusa, tanto por la obstinación de Renna por continuar jugando el estúpido juego como por la forma en que se había tomado tan bien su negativa.
Supongo que debería estar agradecida por tener un amigo. Suspiró. Nadie va a considerarme jamás indispensable, eso está claro.
Resultó que él la necesitaba aún menos de lo que ella había supuesto. Cuando llamaron para el almuerzo y Maia llevó a Renna su plato, como de costumbre, se lo encontró sentado cerca de la popa con el tablero electrónico de Vida en el regazo, rodeado por un puñado de jóvenes rads extremadamente atentas.
—Veamos —explicaba, haciendo gestos desde una esquina del tablero a la otra—. Si queréis crear una ecología simulada capaz de resistir una invasión del exterior mientras persiste de forma auto—sostenida, tenéis que aseguraros de que todos los elementos interactúan de forma que… ¡Ah, Maia! —Renna alzó la cabeza con evidente placer—. Me alegra que cambiaras de opinión. He tenido una idea. Podrás decirme si estoy siendo un idiota. .
No me tientes, pensó ella en un arrebato de celos. Lo cual era una tontería, por supuesto. Renna parecía en las nubes, demasiado embelesado en su entusiasmo por los conceptos para darse cuenta de que aquellas vars no revoloteaban a su alrededor por amor a las abstracciones.
—Te he traído la especialidad del chef —dijo, intentando mantener un tono ligero—. Naturalmente, si alguien más tiene hambre…
Las otras mujeres la fulminaron con la mirada. Por un acuerdo tácito, dos de ellas se levantaron para traer la comida, dejando así a Renna bajo la custodia de las demás.
Mira que son idiotas, pensó Maia, al ver que otros grupos de mujeres seguían a cualquier oficial que bajara del sacrosanto alcázar. Todo aquello era el resultado de la nevada de gloria de aquella mañana. No creía que ninguna de las vars quisiera quedarse embarazada allí y en aquel momento. No sin tener un nicho y dinero suficiente para criar a una hija con seguridad. Maia había visto a mujeres poniéndose trozos de hoja de ovop en las mejillas para prevenir la concepción.
Sin embargo, aunque el placer fuera su único objetivo, sus esperanzas estaban condenadas. Los grandes clanes gastaban fortunas entreteniendo a los hombres en invierno, para ponerlos de humor. Sin incentivos, la mayoría de los marineros del Manitú elegirían antes sus tallas y sus juegos que proporcionar esforzados servicios gratuitamente. Bueno… he visto excepciones, admitió Maia. Pero la droga de Tizbe Beller era sin duda demasiado cara para que las vars pudieran permitírsela, aunque tuvieran los contactos adecuados.
—Continúa —instó a Renna una de las jóvenes. Era la rubia delgada que Maia había oído antes, y que ahora se apoyaba en el hombro del Visitante para mirar el tablero de juego, esperando alejar su atención de la recién llegada—. Estabas hablando de ecología —dijo la rad en voz baja—. Explica otra vez qué tiene eso que ver con las pautas de puntos.
Se está haciendo la tonta a propósito. Maia vio cómo Renna se agitaba, incómodo. Y le va a salir el tiro por la culata.
En efecto, Renna alzó los ojos en un suspiro mudo, y dirigió a Maia una mirada de disculpa antes de contestar.
—Lo que quería decir es que cada organismo individual en un ecosistema interactúa principalmente con sus vecinos, igual que en el juego, aunque, por supuesto, las reglas son muchísimo más complejas…
Maia vivió un momento de triunfo. La expresión de él significaba que prefería conversar con ella antes que disfrutar de las pegajosas atenciones de las demás, aunque fueran mayores, físicamente más maduras. Naturalmente, su reacción habría sido diferente en verano, cuando el celo convirtiera a todos los hombres en…
Espera un momento. Maia se detuvo en seco. Hemos estado hablando de la sexualidad estacional en Stratos. Yo he asumido que era algo igualmente aplicable a él.
¿Pero es así? ¿Tendrán algo que ver el invierno y el verano con lo que Renna siente?
Maia retrocedió, observando al terrestre describir pacientemente cómo la disposición de células negras o blancas simulaba burdamente una especie de «vida». A pesar de lo elemental de su explicación, parecía pretender mirar solamente el tablero, evitando el contacto directo con su público. Por primera vez, Maia notó que una capa de sudor le cubría la frente.
—Tienen planes para él, ¿sabes?
Maia se volvió. Una mujer alta y rubia se le había acercado por detrás. La fornida oriental, Baltha, se hurgaba los dientes con un palillo de madera, apoyada contra el cabrestante de popa. Sonreía.
—Tu terrestre posee mucho más valor para esas rads de lo que dan a entender, ¿sabes?
Maia se sintió dividida entre la curiosidad y su repulsión hacia la mujer.
—Sé que necesitan información y consejo de la biblioteca de su nave. Quieren saber si hay algo en ella que pueda ayudarlas en su empeño de que Stratos se parezca más a otros mundos.
Baltha alzó una ceja. Tal vez se estaba burlando de ella.
—La información está bien. Pero apuesto a que buscan una clase de ayuda más inmediata.
—¿Qué quieres decir?
Baltha escupió el palillo en un arco que lo hizo caer por la borda.
—Piénsalo, virgie. Ya ves cómo se lo están trabajando. Le pedirán que se gane el sustento, allá en Ursulaborg. Y apuesto a que es capaz.
Maia notó que el rostro se le acaloraba.
—¿Y qué? Así que potencie a unas cuantas…
Baltha la interrumpió.
—¡Potenciar, y un cuerno! ¿Es que no lo ves? Piensa, chiquilla. ¡Es un alienígena! Eso puede significar que es demasiado diferente incluso para potenciar a mujeres de Stratos como nosotras. No se sabrá hasta que lo intenten. ¿Pero qué hay del otro extremo? ¿Y si su semilla funciona, eh? ¿Y si funciona como antaño, incluso en invierno?
Maia parpadeó mientras asimilaba lo que Baltha quería dar a entender.
—¿Quieres decir que su esperma podría no potenciar clones… sino llegar a procrear vars? —Alzó la cabeza—. ¿No importa qué época del año sea?
Baltha asintió.
—¿Y si además sus hijos—var heredaran esa habilidad? ¿Y sus hijos? ¿Y así sucesivamente? ¡Eso sí que sería una zancadilla al Plan de Lysos! —escupió a un lado.
Maia negó con la cabeza.
—Me parece que en eso hay algo mal…
—¡Apuesta a que sí! —volvió a interrumpirla la otra var—. Intervenir en el proceso establecido por nuestras madres y superioras. ¡Arrogantes zorras rads!
De hecho, Maia no había querido decir que estuviera «mal» en ese sentido. Aunque en aquel momento no podía señalar el error, estaba segura de que había algo equivocado en el razonamiento de Baltha. De manera intuitiva, Maia sabía que el diseño de la vida humana en Stratos no sería modificado tan fácilmente, ni siquiera por la semilla obtenida de un Hombre de las Estrellas.
—Creía que odiabas que las cosas estén tal como están, tanto como las rads —apuntó, curiosa por la saña que había en la voz de Baltha—. Las ayudaste a rescatar a Renna de las Perkinitas.
—Alianza de conveniencia, virgie. Claro que mis compañeras y yo odiamos a las Perkies. Clanes atrofiados que mantienen un cerrojo sobre todas las cosas sin ganárselo. Lysos nunca pretendió que fuera así. Pero a partir de ahí, las rads y yo nos distanciamos. Sangrantes herejes… ¡Nosotras sólo queremos sacudir un poco las cosas, no cambiar las leyes de la naturaleza!
¿Por qué me cuenta eso?, se preguntó Maia, viendo cómo le brillaban los ojos a Baltha mientras contemplaba a Renna.
—También vosotras tenéis planes para utilizarlo —concluyó Maia.
La rubia var se volvió a mirarla.
—No sé a qué te refieres.
—Vi lo que recogiste en tu cajita —escupió Maia, ansiosa por ver cómo reaccionaba la otra mujer cuando se le enfrentaban—. Allá en el cañón, mientras huíamos.
—Vaya, pequeña espía… —gruñó Baltha. Entonces se detuvo y una lenta sonrisa se extendió por sus arrugados rasgos—. Bueno, mejor para ti. Espiar es una de las verdaderas artes. Tal vez incluso sea tu nicho, encanto, si alguna vez aprendes a distinguir amigas de enemigas.
—Conozco la diferencia, gracias.
—¿De veras?
—Y también sé que utilizarías a Renna para tus propios fines, al igual que las rads.
Baltha suspiró.
—Todo el mundo utiliza a todo el mundo. Mira a tus amigas, Kiel y Thalla. Te utilizaron a ti, muchacha. Te vendieron a las Beller, con la esperanza de seguirte hasta la cárcel, y quizás así encontrar al Hombre de las Estrellas dondequiera que fueran a meterte.
Maia se la quedó mirando.
—Pero… yo pensaba que Calma Lerner…
—Piensa lo que quieras, ciudadana —le respondió Baltha sarcástica—. No tendría que contarle nada a una listilla de cinco años que está tan segura de saber quiénes son sus buenas amigas, y no sabe nada de nada.
La oriental se volvió y se marchó, caminando por la parte que daba a la cubierta de carga, donde empezó a conversar en voz baja con una rubia grande, una de las mujeres que servían a bordo del Manitú. Abajo, en la cubierta principal, podía oírse la voz de Naroin que llamaba a un grupito de mujeres que molestaban a los marineros; era su turno en las prácticas obligatorias de combate. Baltha sonrió a Maia, recogió su pulido bastón, y se deslizó por la plancha para unirse a la sesión. Pronto se oyó un estruendo de palos al entrechocar, y alguien cayó al suelo con un golpe sordo.
Los pensamientos de Maia se desbocaron. Vio a Thalla, a punto para su turno en el coso de prácticas, sacar un bastón del bastidor. Alzando la cabeza, Thalla le sonrió, y de pronto Maia se sintió abrumada por una furiosa sensación de certeza. ¡Baltha tiene razón, maldita sea! Kiel y Thalla pueden haberme utilizado.
Una oleada de dolor y traición hizo que cada bocanada de aire se le atascara en la garganta. Se había enfadado con sus antiguas compañeras de casa por intentar abandonarla en Grange Head, cuando era peor. Mucho peor. Yo… no puedo confiar en nadie.
La impresión de perfidia le hizo un daño terrible. Sin embargo, lo que con más intensidad le vino a la cabeza fue que había lanzado una maldición contra Calma Lerner y su clan condenado. Lo siento, pensó. Aunque resultara que Baltha se equivocaba, o aunque estuviese mintiendo, Maia se sintió avergonzada por lo que había dicho en un momento de ira, invocando maldiciones para que cayeran sobre la desdichada familia herrera, cuyas miembros nunca le habían hecho ningún daño real.
Al fondo, contrastando con sus sombrías reflexiones, la voz de Renna continuaba describiendo su estrategia para la partida de la tarde.
—… y estaba pensando si podría poner un molinete en cada extremo del tablero, cerca del límite…
La voz era una molestia que se entrometía en la sensación de culpa y frustración de Maia. Aunque Baltha haya mentido, nunca podré volver a confiar en Thalla y Kiel. Estoy tan sola ahora como lo estaba en la celda de la prisión.
Cerró los ojos. Las instrucciones que Naroin impartía a gritos puntuaban el rítmico batir de los bastones de combate. Renna continuó hablando:
—… Naturalmente, serán desviados por los objetos simulados que vengan del lado del tablero de mis oponentes. La mayoría serán desviados por los brazos del molinete. Pero hay ciertas formas básicas que me preocupan.
Los caprichos del viento hicieron que el timonel ordenara un leve viraje, haciendo que el sol que asomaba tras una vela iluminara los párpados cerrados de Maia. Tuvo que apretarlos con fuerza para cortar la puñalada de los rayos de luz. En su tristeza, Maia sintió el regreso de aquella extraña sensación de desplazamiento que había experimentado esa misma mañana. La luz del sol aumentaba aquellas omnipresentes motas que danzaban sin parar ante sus retinas cubiertas… una danza sin fin, la danza que acompañaba todos sus sueños. Carente de voluntad, su consciencia cayó hacia sus destellos y remolinos; parecía reírse de sus problemas, como si todas las preocupaciones fueran efímeras.
La pavesa moteada era la única cosa duradera que importaba.
—… veréis cómo una simple deslizadora, golpeando en ángulo, hará que mi molinete rompa…
Los recuerdos no solicitados de aquellos largos días y noches en prisión la abrumaron. Maia recordó cómo se había sentido fascinada por el Juego de la Vida, por las pautas maravillosamente misteriosas que la capacidad artística de Renna desplegaba ante ella. Aquello había sido un ejercicio mucho más sutil que jugar una simple partida lanzando figuras simuladas contra otras diseñadas por un oponente. Pero había trampa, ya que él había podido usar una forma reversible del juego. La máquina hacía todo el trabajo. No era extraño que ahora tuviera tantos problemas tratando con los conceptos más triviales de la versión competitiva.
Ella no tenía que mirar el tablero para ver las formas que estaba describiendo. En su actual estado de consciencia, no podía evitar verlas.
Las rads sentadas a su alrededor deben de estar mortalmente aburridas, arguyó una parte de ella con cierta satisfacción. Sin embargo, era una parte pequeña. El resto de su ser había huido de la insoportable infelicidad refugiándose en la abstracción, sólo para ser capturado en un remolino de formas cambiantes.
—… así que me propongo colocar un conjunto de simples pautas de señales alrededor del molinete, así… ¿veis? Eso debería protegerlo al menos del primer asalto…
—¡Te equivocas! —exclamó Maia en voz alta, abriendo los ojos y dándose la vuelta. Renna y las mujeres se quedaron mirándola con sorpresa cuando ella se les acercó y apartó bruscamente a una de las aturdidas vars para llegar al tablero de juego. Cogió el punzón de la mano de Renna y borró rápidamente la disposición que había estado construyendo en un extremo de la zona límite.
—¿Es que no lo ves? Incluso yo puedo verlo. Si quieres protegerte contra las deslizadoras, no dejes tus formas aquí quietas, esperando a ser golpeadas. Tu barrera tiene que salir a recibirlas. Aquí, intenta…
Se mordió el labio, vacilando un momento, y luego dibujó un rápido remolino de puntos en la pantalla. Extendió la mano para pulsar el reloj, y la configuración empezó a latir, enviando óvalos concéntricos de puntos negros que se disiparon cuando llegaron a ocho casillas del centro. Recordaba la pauta cíclica y persistente de las ondas que produce el goteo de un grifo sobre un charco de agua. Si se la dejaba sola, la pequeña disposición seguiría emitiendo ondas eternamente.
Renna alzó la cabeza, sorprendido.
—Nunca he visto eso antes. ¿Cómo se llama?
—Yo… —Maia sacudió la cabeza—. No lo sé. Debo de haberlo visto cuando era niña. Pero es bastante obvio, ¿no?
—Mm. La verdad es que sí. —Sacudiendo la cabeza, Renna volvió a coger el punzón y dibujó, en el otro lado del tablero, un cañón deslizador que apuntaba hacia la figura que ella acababa de dibujar. Volvió a poner en marcha el reloj; una serie de misiles salió disparada directamente contra la pauta de ondas concéntricas. Chocaron…
… ¡y cada uno fue tragado con apenas una ondulación!
—Que me zurzan. —Él sacudió la cabeza, admirado—. ¿Pero cómo defenderías esta pauta de algo más grande, como lo que nos lanzaron anoche?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —replicó Maia—. ¿Crees que soy un muchacho?
Varias rads se echaron a reír, inseguras, y Maia no se molestó en saber si se reían de ella o con ella. Una de las jóvenes se levantó altanera y se marchó. Maia se frotó la barbilla, sin dejar de mirar el tablero.
—Ahora que lo mencionas, puedo sugerir una forma de repeler ese bulldozer que el pinche y el grumete utilizaron contra nosotros.
—¿Sí? —Renna le hizo sitio en el banco y otra de las vars, a regañadientes, se apartó para que Maia se sentara.
—Mira, no conozco la terminología —dijo ella, con algo de su acostumbrada inseguridad—. Pero es evidente que el movimiento de regreso de la barra refleja ciertas pautas que…
Fue dibujando mientras hablaba, y Renna de vez en cuando intercalaba un comentario o, con más frecuencia, una pregunta. Maia apenas advirtió que las otras vars se marcharon, una a una. Sus opiniones ya no le importaban, ni se avergonzaba de que la vieran interesada en el tonto juego de los varones. Renna se la tomaba en serio, cosa que nunca había hecho ninguna de sus compañeras mujeres. Le prestaba toda su atención, compartiendo con ella un creciente placer en un ejercicio abstracto.
A la hora de la cena, ya creían tener un plan.
Cuaderno de Bitácora del Peripatético
Misión Stratos
Llegada + 45.290 Ms
¿Qué es la inteligencia para el universo? ¿Breves momentos de reflexión? ¿La autocontemplación de las mariposas?
¿Cuál es el sentido de la vida humana, si hay que gastar una parte tan grande de ella atravesando la torpe infancia y adolescencia, reuniendo lentamente las habilidades necesarias para comprender y crear… sólo para empezar ese largo declive hacia la extinción?
Afortunado el hombre o la mujer que consigue destacar incluso durante un brevísimo instante. La luz brilla con fuerza apenas unos momentos, y luego se apaga.
En algunos mundos, la drástica prolongación de la vida se justifica en nombre de la conservación de raros talentos. Empieza con buenas intenciones, pero con demasiada frecuencia acaba en una gerontocracia de mentes sacudidas por las costumbres en cuerpos atendidos por robots, recelosamente envidiosos de cualquier pensamiento o idea que no sea propia.
Las stratoianas creen conocer un medio mejor. Si una individualidad demuestra su valía (digamos en el mercado de bienes o de ideas), continúa. No con el mismo cuerpo o los recuerdos exactos, sino genéticamente, con sus talentos innatos conservados, y una continuidad en la educación que sólo puede proporcionar la paternidad clónica. Cuando todos los factores son adecuados, la habilidad de la primera madre pervive. Sin embargo, cada hija es un renovado y fresco estallido de entusiasmo. La conservación no tiene por qué significar anquilosamiento.
Las stratoianas han llegado a un acuerdo distinto con la muerte. Tiene un precio, pero puedo ver las ventajas.
Afortunadamente, las sesiones del Consejo de Verano son breves. No tuve que soportar más que unas cuantas horas de miradas hoscas por parte de la mayoría, y de miradas hostiles de las aislacionistas extremas. Paso gran parte de mi tiempo con las sabias de la universidad. Sin embargo, lo que más me gusta es observar la vida en Stratos con Iolanthe Nitocri, que a menudo hace las funciones de mi guardiana y guía.
Ayer, para mi deleite, finalmente consiguió un pase para mostrarme el Festival de Verano de Caria.
Los terrenos de la feria se encuentran corriente arriba, a la sombra de la acrópolis. Los estandartes ondean sobre pabellones de seda y avenidas adornadas con arcos de flores. Los árboles zenner se agitan con el murmullo musical de las multitudes, mientras que los puestos de comida desprenden aromas punzantes y exóticos. Las malabaristas hacen de las suyas, asombrando a todo el mundo con hazañas impresionantes. Fuera de las murallas de Caria, las ciudadanas parecen ansiosas por olvidar el sereno ritmo de la vida diaria en favor de un ambiente más animado.
Me sentí fuera de lugar, y no sólo porque soy extranjero (parte de la multitud sin duda lo sabía, o lo supuso). La mayor parte del tiempo fui también el único varón a la vista. Los niños gritaban y hacían carreras de rodillas (como los niños de cualquier mundo), y había un puñado de viejos; pero los hombres adultos permanecían a distancia segura, en sus santuarios de verano. Varias veces Iolanthe, como representante mía, tuvo que enseñar mis papeles. El sello del Consejo y mi conducta pacífica convencieron a las policías de que no iba a empezar a aullar y a arrancarme la ropa de un momento a otro.
Iolanthe parecía complacida. Esto sería un punto a mi favor.
¡Si supiera lo difíciles que me resultan aquí las cosas en ocasiones!
La procesión del día la encabezaba un carruaje que transportaba a la gran matrona de la festividad, cuya lanza y yelmo encrestado evocaban a la diosa que hay a las puertas de la ciudad. Detrás venían músicos y bailarinas, tocando la flauta y ejecutando fantásticos saltos, como si este mundo no fuera más pesado que una luna. Sus túnicas flotantes parecían capturar el aire, y clavar garfios en mi corazón.
Muchos clanes venerables enviaron representantes a la procesión. La gente cantaba al compás de esos motivos instrumentales… hasta que una brusca variación musical hizo que el público se echara a reír, complacido y deleitado. Tensas formaciones de caballos vistosamente engalanados cabalgaban entre las bandas; seguían los palanquines llevados por lúgars en los que viajaban dignatarias cubiertas de laureles y medallas. Madres y hermanas mayores se inclinaban para indicar a las asombradas hijas de su clan qué honor o logro representaba cada emblema.
Por fin, la excitada audiencia se internó en la avenida, mezclándose con los últimos contingentes, y disolviendo el desfile en un improvisado carnaval. Nadie advirtió, o a nadie le importó, que un chubasco veraniego empapara cabezas, vestidos y doseles de flores, ya que no el espíritu festivo. Algunas mujeres de la multitud se volvían al verme pasar, pero otras sólo sonrieron de modo amistoso, instándome a unirme a la danza. Fue regocijante y divertido, pero la humedad, la cercanía…
Le pedí a Iolanthe que me sacara de allí. Algunas de las jóvenes Nitocri que nos acompañaban parecieron decepcionadas, pero ella accedió de inmediato. Abandonamos la avenida principal para explorar el resto de la feria.
En la pista de carreras, las criadoras de caballos mostraban sus valiosos animales, y luego despojaron a los aceitados campeones de coronas y condecoraciones, y las pequeñas jinetes de los famosos clanes de jockeys los montaron. Ansiosos y tensos, los caballos se pusieron en movimiento tras el trompetazo de salida, aceleraron para saltar el primero de muchos obstáculos, y luego frenaron para sortear hábilmente intrincados laberintos antes de enfilar la recta final en una furia de deseo. Los clanes ganadores recibían a sus participantes con ramos de flores, abrazos y caricias que habrían animado a cualquier amante.
Nuestra siguiente parada podría haber sido una feria agrícola de una docena de mundos. Muchas de las retorcidas plantas, y también muchos animales, me resultaron desconocidos, pero no así las orgullosas expresiones de las muchachas que habían pasado meses cuidándolos para este día. Al oeste de Caria, criaturas—globo stratoianas de muchos tipos se crían por su belleza, por la fragancia que despiden, o por los trucos que algunas cuidadoras les hacen ejecutar. Todo eso estaba a la vista. Muy cerca, unas mujeres silbaban a pájaros de radiante plumaje que se zambullían y pavoneaban, llevando botones o piezas de tela de colores a las participantes que elegían los números ganadores de una lotería.
En los salones de artesanos, vi concursos de alfarería, talla, y otras habilidades. Muchos clanes industriales costeros habían enviado a sus mejores hijas, según me dijeron, para que participaran en una reñida competición; se trataba de, utilizando carbón, barro y minerales comunes, trabajar los materiales hasta fabricar herramientas. Había incluso cámaras de holovid para cubrir el acontecimiento en los intervalos de emisión de las carreras de caballos.
Junto al río vimos competiciones acuáticas, principalmente de barcas de remos, tripuladas en su mayoría por equipos de mujeres idénticas y musculosas, todas muy bronceadas, que no necesitaban batelero para marcar su ritmo al unísono. Sin embargo, la prueba culminante era una regata de esbeltos balandros que recorría un peligroso trayecto entre bajíos y bancos de arena. Para mi sorpresa, estos barcos más grandes estaban tripulados por hombres jóvenes y enérgicos. Cuando me enteré del premio por el que competían, supe por qué lo hacían con tanto fervor.
Era una sorprendente batalla de habilidad, fuerza bruta y suerte. Dos de los barcos que en cabeza luchaban violentamente contra el viento chocaron, sus velas se enmarañaron, y encallaron juntos en un banco de arena. Entonces un equipo más cauteloso atravesó la línea de meta, entre los aplausos del público que llenaba la orilla. Las mujeres, divertidas, reían y señalaban a la docena de afortunados varones de mirada abrasadora que fueron conducidos por las representantes de los clanes que habían decidido tener retoños veraniegos aquel año.
Me recordó la carrera de caballos: aquellos sementales bajo rienda, esforzándose por vencer para sus orgullosas propietarias. Con ese pensamiento, tuve que mirar hacia otro lado.
—Ven. Sé que querrás ver esto —dijo Iolanthe. Sus hermanas y ella me condujeron a un pabellón situado al fondo del recinto de la feria; más sucio que la mayoría, estaba hecho de un tejido gris y rudo pensado para que durara muchas estaciones. Al entrar, parpadeé durante unos instantes, preguntándome qué me resultaba a la vez extraño y familiar en la gente que se congregaba ante las diversas cabinas y expositores. Entonces me di cuenta. ¡Casi nadie era igual! Después de semanas en Caria, conociendo a delegaciones de altos clanes, acostumbrándome a visiones dobles, triples y cuádruples de los mismos tipos faciales, resultaba desorientador ver tanta diversidad en un mismo lugar. Había incluso algunos hombres mayores llegados de lejanas ciudadelas para mostrar sus productos y mercancías.
—Este lugar es para las vars —especulé.
Iolanthe asintió.
—O enviadas únicas de clanes pobres y jóvenes. Aquí, cualquiera con algo nuevo y especial que mostrar tiene su oportunidad, la esperanza de dar el salto afortunado.
¿Qué intentaba demostrarme? ¿Que la sociedad de Stratos permite el cambio? ¿Que sus Fundadoras habían dejado medios para que entrara aire nuevo, de vez en cuando? ¿O estaba sugiriendo sutilmente algo más? Mientras iba de expositor en expositor, advertí un claro déficit: una falta de suavidad o de la relajada presuposición de habilidad que las hijas de los clanes antiguos llevaban con la misma naturalidad que la ropa que vestían.
Las mujeres de aquella tienda estaban ansiosas por mostrar los productos de su trabajo e ingenuidad. En los pasillos podían verse compradoras de grandes casas comerciales a la caza de algo que mereciera su interés y su tiempo. Aquí, en un momento, una var podía alcanzar el éxito. Generaciones más tarde, su innovación podía convertirse en la base de la riqueza de un clan.
Claramente, ésa es la esperanza. E, igual de claro, pocas en esta enorme sala la verían hacerse realidad. Con cuánta frecuencia la esperanza viene sazonada de amargura.
En la Tierra solían decir que encontramos la inmortalidad a través de nuestros hijos. Es un consuelo, aunque la mayoría de nosotros sabe que cuando morimos, cesamos.
Sin embargo, en Stratos… Ya no sé qué pensar. Bajo aquel dosel, en el último extremo del recinto de la feria, sentí algo familiar que me había parecido remoto en la Casa Nitocri, o en las cámaras de mármol de la acrópolis.
En el Pabellón Var, noté un familiar aroma de mortalidad.
Los oponentes ofrecieron alterar las reglas.
Maia sabía que era algo que se hacía con bastante frecuencia. Aproximadamente una partida de Vida de cada cinco contenía alguna variante acordada. Éstas oscilaban entre usar límites extraños hasta alternar los cánones fundamentales del juego: incluir más de dos colores, o cambiar la forma en que las piezas respondían al estatus de sus vecinas.
En este caso, no se pretendía nada complicado. Para ahorrar tiempo (y quizá recalcar la indefensión de sus adversarios), el pinche de cocina y el grumete sugirieron que cada bando colocara cuatro filas cada vez, en lugar de sólo una. Ya que ellos abrirían la partida, se trataba de una concesión generosa, como ceder un peón a un oponente de ajedrez. Maia y Renna podrían ver una disposición más amplia del otro lado del tablero, y discutir posibles cambios antes de colocar cada una de sus filas.
Maia observó tensa cómo los dos jóvenes colocaban sus piezas. Fueron pasando los segundos y notó que se le deshacía lentamente el nudo del estómago. No son tan imaginativos, después de todo, pensó. O se vuelven perezosos. El oasis de los muchachos ya quedaba claro en una zona protegida por una variedad afilada de pauta llamada «verja larga».
Maia encontraba divertido estar allí de pie leyendo un tablero de juego de aquella forma. La noche anterior, durante su primera partida, había tenido uno o dos momentos de inspiración, pero estaba demasiado confundida y preocupada para disfrutar del proceso, o para relajarse y contemplar el juego como un conjunto. Eso había cambiado con los preparativos de aquella tarde y la sesión con Renna explorando posibilidades. Ahora sentía un extraño desapego, aunque estaba ansiosa, como si se hubiera roto en ella una barrera, llevando algo más allá de la mera curiosidad.
Casi con toda certeza aquello era una consecuencia de la cruel conversación mantenida con Baltha, que le había hecho desesperar, al menos de tener la camaradería de las mujeres. Pero eso no explicaba del todo su súbita pasión por aquel juego.
Debo aceptarlo. Soy anormal.
Su afición no había empezado con aquel viaje, ni al conocer a Renna, ni siquiera al estudiar navegación con el viejo Bennett. A los tres años, le encantaba bajar a los muelles y ver a los marineros rascarse la barba y comentar la disposición de sus piezas mecánicas. Muchas mujeres disfrutaban del baile de formas, aunque siempre había habido algo implícito en las indulgentes apreciaciones de las ciudadanas. Nadie decía claramente que aquello no era cosa de niñas. Habían bastado las miradas de desdén, sobre todo las de Leie. Ansiosa por encajar en una corriente, la joven Maia había imitado las palabras de afectuoso desprecio, reprimiendo, según veía ahora en retrospectiva, aquella primera fascinación.
Siempre me han encantado las pautas, los rompecabezas. Tal vez todo sea un error. Debería haber sido un muchacho.
No se tomaba en serio aquel irónico pensamiento de pasada. Maia se sentía profundamente femenina. Sin duda se había topado simplemente con un talento insensato que se ponía de manifiesto. Un talento que, ay, carecía de mucha utilidad en la vida real. No conocía ningún nicho lucrativo en la sociedad de Stratos para una mujer navegante capaz también de practicar juegos masculinos.
Ningún nicho. Ningún camino dorado hacia el matriarcado. Pero tal vez una vida. A Naroin parece irle bien pasando la mayor parte del año en el mar.
Era curioso pensar en hacer carrera como marinera. La ruda camaradería que Naroin y las otras vars compartían con los marineros tenía sus atractivos. Por otro lado, ¿una vida de izar cabos y asegurar cabrestantes…? Maia sacudió la cabeza.
El público se congregó. Los muchachos colocaron sus piezas, al principio deprisa, luego deteniéndose a señalar y discutir antes de alcanzar un consenso y continuar su tarea. Maia sofocó un bostezo, se metió las manos en los bolsillos del abrigo, y movió los pies para activar la circulación. La tarde de invierno era suave. Bancos de nubes bajas y oscuras servían para retener parte del calor del día. Cuando las sombras ocre de la puesta de sol ya teñían el horizonte, encendieron las lámparas que colgaban sobre la zona de juegos.
En el alcázar, el timonel olisqueó el aire e intercambió una mirada con el capitán, el cual respondió con un breve movimiento de cabeza. La caña del timón giró unos pocos grados. Pronto, un ligero cambio en el movimiento oscilante del barco acompañó el ritmo alterado de los crujientes mástiles.
Sin que se les dijera nada, dos marineros corrieron a un grupo de cabrias de la banda de estribor y maniobraron hasta tensar una vela.
Maia se preguntó si había algo intrínseco en los varones que los hacía sensibles a las pistas del viento y la marea. ¿Por eso ninguna mujer servía como oficiala en los barcos oceánicos? Siempre había asumido que se trataba de algo genético. Pero claro, yo pensaba que los hombres no podían montar a caballo, hasta que Renna lo hizo, y los hombres también surcaban los cielos en zep’lines, hace mucho tiempo, antes de que se les prohibiera hacerlo.
Tal vez sea otro mito que se alimenta a sí mismo.
El asunto era discutible. Aunque una mujer como ella tuviera la capacidad innata de hacerlo, con cinco años era ya demasiado mayor para empezar a aprender las artes del mar. Sólo porque sepas avistar estrellas, eso no te capacita para saltarte una tradición milenaria. Además, los marineros armarían una buena si una mujer alcanzara un rango superior al de contramaestre. No había muchos nichos en la sociedad stratoiana que los varones pudieran considerar propios. No rendirían voluntariamente aquel bastión a la abrumadora superioridad femenina.
¡Escúchate! Hace un minuto estabas modestamente dispuesta a contentarte con una vida cómoda y sencilla, como la de Naroin. Ahora te enfadas porque no estarán dispuestos a ponerte aros de oficial en los brazos. Maia se rió interiormente. Más pruebas de mala educación. Una educación en Lamatia conduce a un ego de tamaño Lamai.
—Bien. Ahora es nuestro turno.
A una indicación de Renna, Maia se asomó al otro lado del tablero de juego, donde sus contrincantes habían terminado de colocar cuatro filas. Incluso con su limitada experiencia, vio que era una pauta completamente corriente. No es que importara, dada la estrategia que Renna y ella habían acordado seguir. Maia devolvió la sonrisa de ánimo a su compañero. Entonces se separaron, él para empezar a poner piezas en la esquina izquierda, y ella en la derecha.
Naroin se había ofrecido voluntaria para acercarle a Maia las piezas con la cuerda ya dada, y le pasaba diestramente cada una de ellas cuando Maia alzaba la mano. La joven var se detenía frecuentemente a consultar el plan que Renna y ella habían elaborado. Guardaba un boceto enrollado para impedir que los espectadores congregados a su alrededor pudieran verlo.
Tengo que tener cuidado de no saltarme una fila o una columna, se recordó. De cerca, te arriesgabas a perder esa sensación de estructura general que parecía surgir de un tablero cuando se veía en conjunto. Sólo una pieza, colocada en el lugar equivocado, a menudo condenaba un diseño «vivo», como si los riñones de una persona hubieran estado mal colocados desde el principio, o sus células produjeran una proteína extraña. Maia se mordió el labio nerviosa cuando se fue acercando al centro, donde su trabajo se encontraría con el de Renna. Al terminar, sólo pudo esperar, mordiéndose una cutícula mientras él colocaba sus últimas piezas en el tablero. Por fin, se irguió y se desperezó. Maia se le acercó mientras comprobaban.
Con las porciones de ambos colocadas y habiendo acabado tan deprisa el primer turno, daban a sus oponentes poco tiempo para reflexionar. Naturalmente, los dos jóvenes fruncieron el ceño, perplejos por la secuencia que ella y su compañero habían creado.
¡Bien! Temía que mi idea fuera obvia… una que enseñara a los muchachos en su primer año en el mar.
Eso no significaba que fuera a funcionar, sólo que Renna y ella tenían la sorpresa a su favor. El pinche y el grumete parecieron preocupados mientras colocaban cuatro filas más en su lado. Naroin dio un codazo a Maia. Con una sonrisa, la pequeña contramaestre le señaló el alcázar, donde la noche anterior los oficiales estaban apoyados en la barandilla, viendo con indiferencia la humillación de los aficionados. Hoy se había congregado un grupito similar, pero esta vez sus expresiones no eran de aburrimiento. Unos cuantos alféreces y suboficiales pasaban las páginas de grandes libros de canto dorado, señalando alternativamente el tablero de juego y discutiendo. A la izquierda, tres hombres mayores parecían no necesitar volúmenes de referencia. El navegante y el doctor del barco intercambiaron una sola mirada y una sonrisa, mientras el capitán Poulandres chupaba su pipa, con los codos apoyados en la barandilla finamente labrada, sin mostrar más expresión que un curioso brillo en los ojos.
Los muchachos terminaron su turno y parecieron sorprenderse cuando Maia y Renna no se entretuvieron en analizar lo que habían hecho, sino que procedieron de inmediato a colocar cuatro filas propias más. A Maia le resultó más fácil ver la pauta esta vez. Con todo, no dejaba de mirar al marinero que esperaba junto a la borda con un reloj en la mano.
Cuando su compañero y ella volvieron a comprobar su trabajo, Maia miró a sus contrincantes y tuvo la satisfacción de ver cómo el pinche apretaba los puños, nervioso. El grumete parecía agitado. Al comenzar su turno, los chicos estropearon rápidamente una de sus figuras, lo que provocó las risas de los hombres que observaban desde arriba. El capitán se aclaró la garganta, advirtiendo al público que no interfiriera. Sonrojándose, los muchachos subsanaron el error y siguieron adelante. Habían construido una elaborada fila de defensas consistente en poderosas figuras poco sutiles cuya misión era bloquear o absorber cualquier ataque. A continuación, probablemente, iniciarían la ofensiva.
Por fin, los dos jóvenes retrocedieron y señalaron que era el turno de Maia y Renna. El Hombre de las Estrellas la empujó hacia delante.
—¡No! —susurró ella—. No puedo. Hazlo tú.
Pero Renna se limitó a sonreír y le hizo un guiño.
—Fue idea tuya —dijo.
Con un suspiro, tragándose un nudo en la garganta, Maia dio un paso al frente y pronunció una sola palabra.
—Paso.
Siguió un silencio aturdido, recalcado por el brusco sonido que produjo un suboficial al hacer chocar su palma decisivamente contra un libro abierto. Su vecino asintió, pero en la cubierta inferior reinaba la confusión.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el pinche, mirando a izquierda y derecha en busca de guía. Esto rompió la tensión, ya que otros hombres soltaron una carcajada. Por primera vez, Maia sintió lástima de su oponente. Incluso ella había visto juegos en los que un bando u otro se saltaban una fila, dejando todos los espacios en blanco. Lo que estaba haciendo aquí, saltarse cuatro filas a la vez, era la parte arriesgada de su plan.
Pacientemente, Poulandres lo explicó mientras Naroin y otras voluntarias ayudaban a ordenar ciento sesenta fichas, todas boca arriba. Al cabo de un momento los muchachos recibieron la orden de continuar, cosa que hicieron con nerviosismo, preparando una formidable muestra de pautas de artillería de aspecto agresivo. Cuando terminaron y alzaron por fin la cabeza, Maia dio de nuevo un paso al frente y repitió:
—¡Paso!
Una vez más, las voluntarias colocaron rápidamente cuatro filas de piezas blancas, mientras el público murmuraba. Aunque nuestra pauta no funcione como planeamos, esto merece la pena. En el otro lado, los muchachos volvieron a trabajar, sudando por falta de aliento. Por su parte, Maia empezaba a tiritar debido a la inactividad. Al mirar hacia proa, vio a varios marineros corrientes que se acercaban a hacer preguntas a un alférez que, tras señalar el tablero, agitó las manos y susurró, tratando de explicar lo que pasaba.
Así que lo que intentamos hacer sale en los libros, después de todo. Probablemente es parte de la sabiduría del juego, pero se ve pocas veces, como el jaque del pastor en el ajedrez. Fácil de contrarrestar, suponiendo que sepas cómo hacerlo.
Renna y yo tenemos la esperanza de estar jugando contra tontos.
En cierto sentido, no importaba. Maia se contentaba simplemente con haber sacudido su tranquila complacencia. Tal vez ahora le prestaran alguno de aquellos libros de lomo dorado, en vez de suponer condescendientemente que no iba a comprenderlos.
El otro lado del tablero se llenó de una multitud de figuras chillonas y extravagantes, muchas de las cuales, Maia vio ahora, eran excesivas y contradictorias, y carecían de la elegancia de una partida clásica de Vida. En su propio lado, mientras tanto, ocho filas de enigmáticos puntos blancos y negros terminaban en una ancha extensión de simple blanco.
Me muero de ganas de preguntar el nombre de nuestra pauta. Maia ansiaba consultar aquellos volúmenes. El concepto es bastante sencillo, aunque no resulte en la práctica.
Lo que había advertido aquella tarde, en un destello de intuición, era que el límite formaba verdaderamente parte del juego. Al reflejar la mayoría de las pautas que lo golpeaban, el borde tenía un papel crucial.
¿Entonces, por qué no alterarlo?
Al principio, Maia simplemente había planeado crear una copia del límite, un poco más alto de su lado del tablero, para impedir cualquier disparo de sus enemigos. Pero eso no funcionaría. Dentro del tablero, todas las pautas persistentes tenían que ser autorrenovables. La pauta del límite no era estable. Si se recreaba en otra parte, se disolvía rápidamente.
¿Pero y si creaban una pauta que actuara como límite parte del tiempo, volviéndose permeable a la mayoría de misiles y deslizadoras durante el resto? Aquella tarde se le había ocurrido un ejemplo de estructura similar. Reflejaría las deslizadoras simples ocho de cada diez veces, y mientras los puntos de anclaje a ambos lados se mantuvieran en paz, seguiría renovándose. Dado lo que habían visto la noche anterior, sus contrincantes planeaban claramente dispararles con todo lo que tuvieran a mano. ¡Una matanza exagerada que les rebotaría en la cara! Con suerte, sus oponentes causarían más destrucción sobre sí mismos que sobre la sencilla y resistente pauta que Renna y Maia habían creado.
Desde la cabina cerrada tras el timón, un marinero con un brazalete de servicio corrió al lado del capitán y le susurró algo al oído. El comandante frunció el ceño, uniendo sus cejas de oruga. Hizo un gesto para que el doctor ocupara su lugar como árbitro, y llamó al navegante para que le siguiera.
Mientras tanto, cansados y ojerosos, los muchachos terminaron su última disposición de piezas y escucharon resignados a Maia declarar que pasaba por tercera vez. Mientras se colocaban las últimas piezas blancas, pudieron ver al médico ponerse la túnica de rigor, rematada por una capucha. Con asumida dignidad, el anciano bajó las escaleras entre murmullos y susurros. Los hombres seguían congregados alrededor del tablero, señalando, consultando excitados los libros de referencia. Muchos, como el pinche y el grumete, sólo parecían confusos.
El árbitro se colocó de la forma tradicional, junto al reloj marcador.
Se hizo el silencio.
—La Vida es la continuación… —empezó a decir.
Un chasquido, como una puerta deslizante al chocar con sus topes, interrumpió la invocación. Pasos apresurados corrieron por el alcázar. El capitán del Manitú apareció; se agarró a la baranda y un marinero se colocó a su lado e hizo sonar un cuerno de bronce: dos notas largas y una corta que reverberaron lentamente en el silencio total. Nadie parecía respirar.
—Hace algún tiempo que venimos detectando una señal en el radar —anunció Poulandres a su tripulación y pasajeras—. Su rumbo intersecta el nuestro, y parecen lo bastante rápidos para alcanzarnos. He intentado comunicar con ellos, pero no responde nadie.
»Tengo que entender por tanto que somos el objetivo de saqueadoras. Así que debo preguntar a las pasajeras de pago: ¿Resistiréis, y defenderéis vuestro cargamento?
Todavía parpadeando por la sorpresa, Maia vio cómo Kiel avanzaba un paso.
—Demonios, sí. Resistiremos.
El oficial asintió.
—Muy bien. Actuaré en consecuencia. Podéis consultar a nuestra tripulación femenina, que os ayudará bajo el Código del Mar. Todo el mundo a sus puestos de combate.
El cuerno volvió a sonar; esta vez un rápido zafarrancho se escuchó mientras los marineros corrían a las jarcias y las mujeres se congregaban en el castillete de proa. Maia miró aturdida el tablero. Pero… estábamos a punto de averiguar…
Una mano cogió a Maia del brazo. Era Thalla, que la guió hacia donde alguien repartía bastones de combate tras haber abierto el bastidor de las armas. Maia miró a Renna que contemplaba la conmoción con la boca abierta. Está aún más confundido que yo, comprendió, sintiendo pena por su amigo de las estrellas.
Renna empezó a seguirla, pero un marinero alzó una mano.
—Los hombres no pelean —vio Maia que le decía, repitiendo la lección que ella misma le había enseñado durante la huida de Valle Largo. El marinero se llevó a Renna, y Maia se volvió para encontrar su puesto en una fila de vars que empuñaban un arma.
—¿Seguiréis mis órdenes tácticas? —preguntó Naroin a Thalla y Kiel, que actuaban en representación de la compañía de vars. Ellas asintieron.
—Muy bien, pues. Inanna, Lullin, Charl, preparadas para recibir escuadrones.
Naroin asignó pasajeras para que siguieran a las tres marineras experimentadas hasta sus posiciones, a lo largo de la borda del barco. Maia se encontraba en el grupo de la propia contramaestre, hacia proa, donde las subidas y bajadas del Manitú eran más pronunciadas. Sintió un cambio en la brisa cuando el barco viró para tomar otro rumbo, presumiblemente para intentar escapar a la confrontación.
—Será mejor que os relajéis —dijo Naroin a su escuadrón—. Puede que sean más rápidos, pero les espera una larga persecución. Podría amanecer antes de que nos alcanzaran. —Con eso, envió a dos vars a por mantas—. Pronto tomaremos sopa caliente —aseguró a las nerviosas mujeres—. Bien, podéis descansar. Sentaos para protegeros del viento.
Se sentaron en cubierta con los bastones a mano. Naroin extendió el brazo para tocar a Maia en la rodilla.
—Para algunos fue una suerte que el cuerno sonara cuando lo hizo. ¡A juzgar por lo que he visto, esos mozalbetes han sido muy afortunados!
Maia se encogió de hombros.
—Supongo que nunca lo sabremos. —Un rumor a popa indicó que barrían las piezas del juego para guardadas, siguiendo órdenes del capitán.
—Probablemente han preparado todo esto para impedir que humillaras a los muchachos —dijo Naroin, haciendo que Maia se la quedara mirando.
Pero la marinera sonrió y Maia vio que estaba bromeando. Los capitanes se ufanaban de tomarse el juego casi tan en serio como la seguridad de su barco y su tripulación.
Las mujeres usaron las mantas a modo de pequeñas tiendas que les cubrían la cabeza y los hombros, y se prepararon para la larga espera. Cumpliendo la promesa de la contramaestre, un marinero llegó poco después con una olla. En su cintura resonaban unos cuencos. El pinche de cocina no miró a Maia cuando llegó a su altura, pero la sopa se derramó cuando ella la cogió de su mano, escaldándole los dedos. Gimiendo interiormente, Maia consiguió mantenerse impasible por fuera. Al menos la densa sopa era sabrosa y su calor era de agradecer, sobre todo ahora que las nubes clareaban y la noche refrescaba. Una mujer tocó una flauta, sin ritmo alguno. Hubo intentos de entablar conversación. Ninguno prosperó demasiado.
—¿Sabes? —dijo Naroin—. He descubierto algo que tal vez te interese.
Maia alzó la cabeza. Había estado acariciando el liso palo de madera, reflexionando en silencio sobre lo que podría ocurrir en las horas por venir.
—¿Qué es? —preguntó, sin demasiadas ganas.
Naroin alzó una mano para cubrirse la boca, y bajó la voz.
—He descubierto qué es lo que hace él todo ese tiempo tras las cortinas. Ya sabes… después de las comidas.
Maia tardó un instante en comprender que Naroin se refería a Renna.
—¿Después…?
—¡Se lava la boca!
La curiosidad fue más fuerte que la ira de saber que la mujer había espiado a su amigo.
—¿Se lava… la boca?
—Ajá —asintió Naroin—. ¿Has visto ese cepillo pequeño que tiene? Bueno, lo mete en el agua del mar, aunque se niegue a beberla, y luego se frota como un grumete intentando terminar su turno a tiempo para una fiesta. Se frota esos dientes blancos a base de bien, hace gárgaras y escupe. No se parece a nada que yo haya visto.
—Mm —replicó Maia, intentando encontrar una explicación—. Hay gente que olería mejor si hiciera eso de vez en cuando.
—Tienes razón —rió Naroin—. ¿Pero después de cada comida?
Maia sacudió la cabeza.
—Es un alienígena. Tal vez le preocupe… ¿contraer enfermedades?
—Pero come nuestra comida. Es difícil imaginar de qué puede servirle lavarse la boca después.
Maia se encogió de hombros. En cualquier otro momento, el tema podría haber sido objeto de nuevas especulaciones. Pero ahora mismo parecía insignificante y sin sentido. Fueran buenas o malas sus intenciones, prefería que Naroin la dejara en paz. Por fortuna, la contramaestre pareció notarlo, y la conversación se apagó.
Salió Durga, recortando las nubes y lanzando haces de perlada luz al mar encrespado. Aquellos parches iluminados se correspondían con los huecos llenos de estrellas entre las nubes como piezas de un rompecabezas infantil con el espacio donde encajan. Maia alcanzó a ver trocitos de constelaciones, y advirtió que el barco huía hacia el sur ante el viento. Las rítmicas subidas y bajadas de la proa parecían un latido firme y lento que los transportara no sólo a través del mar, sino también a través del tiempo. Cada momento dibujaba nuevas pautas de viejas configuraciones de madera, agua y carne. Cada nueva disposición creaba las condiciones para que la siguieran otras pautas.
No era sólo una abstracción. En algún lugar, en la oscuridad, acechaba un rápido navío provisto de radar, cada vez más cerca.
—No penséis en ello —dijo Naroin a las nerviosas mujeres de su escuadrón—. Intentad dormir un poco.
La idea era absurda, pero Maia fingió obedecer. Se acurrucó bajo la manta mientras la proa subía y bajaba, subía y bajaba, recordándole el rítmico movimiento de su caballo mientras huía por las llanuras de Valle Largo. Cerró los ojos durante un minuto…
… y despertó al sentir un agudo dolor en el muslo. Se sentó, parpadeando. .
—Yo… ¿qué…?
Las mujeres se congregaban alrededor del castillete de proa, murmurando bajo la tenue luz gris. El aire parecía humo, y olía levemente a hollín. Algo volvió a golpearle la pierna y Maia se volvió para seguir la impertinente curva de un zapato hasta una pierna surcada de cicatrices y un rostro, el de Baltha. La alta oriental se había desnudado de cintura para arriba y contenido sus pechos con una ajustadísima banda de cuero. Llevaba el pelo rubio atado a la nuca con un lazo rosa de aspecto chocantemente alegre, dado el brillo de feroz combatividad de sus ojos. Sonrió a Maia, acariciando su bastón de combate.
—Muy bien, virgie. ¿Preparada para divertirte un poco?
—Vuelve a tu puesto —le ordenó Naroin. Baltha se encogió de hombros y se marchó, yendo a reunirse con sus compañeras, cerca del lugar donde el cocinero atendía un humeante caldero. Las duras mercenarias de las islas del Sur se desperezaban y jugaban con sus bastones, golpeándose unas a otras juguetonamente, sin mostrar ningún signo externo de nerviosismo.
Un grumete tendió a Maia una taza de tcha caliente, que pareció recorrer todo su cuerpo, abriendo venas e intensificando brevemente el frío del amanecer. Recordó que había tenido sueños. Sus últimos filamentos se disipaban ya, dejando sólo una vaga sensación de ominoso peligro.
Contrariamente a la noche anterior, no soplaba más viento que un leve e intermitente céfiro, pero una vibración entrecortada anunciaba que los motores auxiliares estaban funcionando, impulsando el barco en su torpe huida. Sosteniendo la taza con una mano, Maia agarró las puntas de la manta y contempló el mar.
Lo primero que divisó fue un archipiélago de pequeñas islas que parecían trozos verticales de roca que hubieran sido alisados por las olas desde mucho antes de que la humanidad llegara a Stratos. Brotando de las profundidades abisales, las columnas se alzaban como una sinuosa cadena de agujas romas, extendiéndose del noroeste al sureste. En vez de perderse en el horizonte, se difuminaban en la distancia en medio de una suave y misteriosa bruma. Algunas de las islas más cercanas eran lo bastante grandes para que sus flancos cubiertos de musgo convergieran en riscos cubiertos de bosques, de donde caían cascadas.
—Poulandres intentaba llegar a ellas —explicó la joven rad, Kau, cuando Maia se le acercó. Una cicatriz junto a su oreja indicaba el lugar donde Renna le había curado la herida, tras la lucha en la locomotora Musseli—. El capitán esperaba burlar el radar de las saqueadoras entre las islas. Pero el viento nos abandonó, y ha amanecido demasiado pronto. Ahora tendremos que plantar cara y pelear.
La morena var dio a Maia un codazo amistoso.
—¿Quieres ver al enemigo?
¿Tengo alguna opción? Sin demasiado entusiasmo, Maia se volvió para mirar hacia donde señalaba Kau, hacia el rosado amanecer. Cuando vio a sus perseguidoras, se quedó boquiabierta.
¡Están muy cerca!
Un barco de aspecto sombrío surcaba el océano, levantando chorros de agua bajo la quilla. Sólo llevaba dos velas desplegadas, pero un humo negro y aceitoso brotaba de un par de oscuras chimeneas. En cubierta podían distinguirse figuras que corrían agitadas de aquí para allá. Los motores del Manitú, normalmente reservados para maniobras de atraque, no podían rivalizar con aquella potencia.
—Las saqueadoras suelen ocultar grandes motores muy potentes dentro de clípers de aspecto normal —comentó Kau—. Me temo que no podremos escapar de ellas.
Las dos muchachas oyeron un suspiro. Cerca de ambas, mientras contemplaba el barco enemigo, Naroin recitó:
¡Qué veloces llegan! Santa Madre, te preguntas
con labios de divina sonrisa:
¿Qué nuevas desgracias caen ahora sobre ti?
Había sincero pesar en el suspiro de la contramaestre, aunque Maia observó los músculos tensos de los brazos de Naroin. El pesar no estaba exento de expectación.
—Vamos —dijo la mujer mayor, indicando con la cabeza el escuadrón de Baltha—. Esas sureñas están dispuestas. Preparémonos.
Naroin reunió el destacamento de pasajeras y empezó a pasar revista a sus bastones, y luego repasó las cuerdas anudadas que cada mujer llevaba en el cinturón. Pronto les hizo realizar a todas los ejercicios de rutina. Maia se dedicó de lleno a ellos. La combinación de tcha caliente y ejercicio hizo que la sangre le circulara en cuestión de minutos, resonando en sus oídos. Lo olía todo con extraña intensidad, desde el carbón ardiente hasta los salados aromas del mar y el sudor. Percibía los colores con viveza casi dolorosa.
—¡Sí! —exclamaba Naroin, blandiendo su bastón. Las mujeres la imitaban.
—¡Sí!
A medida que se ejercitaban, Maia sintió que el ambiente de temor se disipaba. Lo que lo sustituyó no fue la ansiedad. Sólo una idiota no habría visto que ante ellas podrían encontrarse el dolor y la derrota. Incluso una o más muertes, si no podía evitarse la batalla. Enfrentarse a profesionales sería mucho peor que librar escaramuzas con las milicianas clónicas de Valle Largo.
Sin embargo, ser una var significaba saber que podías tener que actuar como guerrera en alguna ocasión. Éstas no eran tampoco simples vars. Thalla y Kiel sabían que la suya sería una empresa arriesgada. Por primera vez desde Grange Head, Maia experimentó una sensación de unión con aquellas rads. La que tenía a la izquierda sonrió y le dio una palmada en la espalda cuando Naroin anunció una pausa. Maia le devolvió la sonrisa, sintiéndose más animada, aunque distaba mucho de estar contenta.
—¡Ah, del Manitú!
La voz amplificada de un hombre hizo que todas las cabezas se volvieran. Maia corrió a la borda y sofocó una exclamación cuando vio lo cerca que estaba el barco saqueador. Su proa casi rozaba la popa de su propio barco.
—¡Ah, del Manitú! ¡Éste es el Intrépido, que os conmina a rendiros!
El capitán del Manitú alzó un megáfono y respondió.
—¿Con qué derecho nos atacáis?
—¡Según la Ley de Lysos, y el Código de los Barcos! ¿Entregará su cargamento, señor?
Maia vio que Poulandres se volvía para consultar con Kiel, que estaba de pie a su lado. La mujer negó enfáticamente con la cabeza. Él aceptó su respuesta con un pasivo encogimiento de hombros y alzó de nuevo el megáfono.
—Mis matronas lucharán por lo que es suyo. ¡La carga no puede ser dividida!
Maia sacudió la cabeza. Yo diría que no. Vio a Renna, de pie cerca de la cabina, moviéndose de un lado a otro y contemplando la escena con asombro. ¿Se da cuenta de que hablan de él? Maia aferró con fuerza su bastón, contenta de que su amigo alienígena estuviera a salvo en el territorio neutral del alcázar durante la inminente refriega.
El Intrépido se acercó más. Era un barco más pequeño que el Manitú. Eso, además de sus potentes motores, hacía inútil la defensa por medio de maniobras. Ningún capitán se arriesgaría a dañar su amado barco en una colisión. No sin un seguro que ni las saqueadoras ni las rads podían permitirse.
Un grupo de mujeres se había congregado a estribor del barco pirata; empuñaban bastones, tridentes y lazos de cuerda anudada. Otras se subieron a los mástiles y se aferraron a las bamboleantes vergas. Todas llevaban el infame pañuelo rojo en la cabeza. Un escalofrío recorrió la espalda de Maia.
—Entendido, señor —respondió a través de su megáfono uno de los hombres barbudos que iban a bordo del barco saqueador—. ¿Aceptarán entonces el juicio de una campeona?
Una nueva consulta con Kiel, seguida de otra negativa. La mayoría de las saqueadoras empleaban campeonas especiales, luchadoras profesionales entre profesionales. Las rads sabían que tenían más posibilidades en grupo, aunque eso acarreara inevitablemente un coste. Ahora no se trataba de compartir una carga de algodón, carbón o artículos secos. Merecía la pena luchar por su cargamento.
El capitán Poulandres transmitió la negativa de Kiel.
—Muy bien —respondió el capitán del otro barco—. ¡Entonces mis pasajeras me comunican que les diga que se preparen para el abordaje!
No fueron necesarias más conversaciones. Mientras el navío más pequeño se acercaba, Maia vio que Kiel le estrechaba la mano al capitán y luego saltaba a la cubierta de carga, donde cogió su bastón y se volvió para gritar órdenes a sus camaradas. Poulandres llamó inmediatamente a todos los tripulantes masculinos a popa. Los marineros corrieron hacia allí, dando ánimos a sus colegas femeninas.
Maia miró más allá de la cubierta inferior, con su grupo de vars esperando nerviosas, y vio a Renna hablando ansiosamente con el médico del barco.
El anciano, con la expresión de alguien que explica algo obvio a un niño o a un tonto, hacía gestos con las manos, señalando a los hombres de ambos barcos y sacudiendo la cabeza. «A excepción de las marineras, es estrictamente una batalla entre pasajeras», era la explicación del doctor.
Lysos ya lo había dicho, según constaba en los textos leídos en voz alta en los servicios religiosos de los templos: «¿Quién puede desterrar toda lucha? Locas que sólo intentan convertir en rutina la avaricia, la agresión en asesinato. Mientras actuamos para reducir al mínimo los conflictos, nos encargamos de que lo que queda sea equilibrado y esté regulado por la ley.»
Renna se volvió para mirar a Maia a los ojos. Tenía los puños cerrados y sacudió la cabeza. Maia le respondió con una breve y débil sonrisa, apreciando su mensaje pero también recordando la última línea del verso, cantado tan a menudo en la capilla de la Casa Lamatia: «Por encima de todo, nunca desencadenar a la ligera la ira de los hombres. Pues es algo salvaje que no resulta fácil de contener.»
Maia contempló la estrecha franja de mar abierto. Había hombres al otro lado también, esperando en su zona—santuario con ojos oscuros y melancólicos.
Tal vez sea mejor así, advirtió.
Renna cruzó los brazos y se tiró de los lóbulos de ambas orejas. La señal stratoiana para la buena suerte hizo sonreír a Maia; esperaba que su amigo se hubiera acordado de taponarse los sensibles oídos. Iba a ser un asunto ruidoso. Le hizo un gesto con la cabeza, y se volvió para enfrentarse a la enemiga.
—¡Eia! —rugieron las voces enemigas del otro barco. Kiel alzó el bastón por encima de su cabeza y las rads respondieron al unísono.
—¡Eia!
De repente, el aire silbó con el sonido de los garfios y las cuerdas de abordaje. Las defensoras corrieron a cortar los tensos cabos, pero no pudieron alcanzar los suficientes antes de que las quillas se encontraran con un golpe sordo. Volaron más garfios. Las saqueadoras saltaron gritando, aferradas a las cuerdas colgantes.
Naroin llamó a su escuadrón.
—¡Preparadas, muchachas… preparadas… ahora!
Los reflejos rescataron a Maia de la parálisis del miedo. La práctica dijo a sus brazos y piernas lo que hacer, pero su fuerza no emanaba de la fe, la razón, el valor o de ninguna otra abstracción. Su voluntad de moverse procedía de la necesidad de no quedarse atrás. De no abandonar a las otras.
Gritando con toda la fuerza de sus pulmones, aunque sus gritos se perdieron en el clamor ensordecedor, avanzó con el bastón apoyado en la cadera, protegiendo el flanco de Naroin mientras la batalla comenzaba.
Parecían no tener fin. El barco saqueador debía de estar lleno hasta los topes, y seguían llegando más guerreras.
No es que la primera oleada lo hubiera tenido fácil. Profesionales o no, les resultó difícil pasar de la cubierta inferior a la superior mientras las de arriba lanzaban redes, aceite frío, y bloques de madera. Naroin daba ejemplo, descargando fuertes golpes, enganchando a las saqueadoras por los sobacos como si fueran peces y soltándolas para que cayeran sobre sus camaradas. Cuando una atacante logró asirse a la amura del Manitú, Naroin la agarró por el pelo y la camisa. Pivotando sobre la pelvis, lanzó a la invasora contra la cubierta para que los equipos que esperaban allí la golpeasen, la agarraran por brazos y piernas y acabasen por arrastrarla a popa. Inspiradas por el ejemplo de Naroin, Kiel y una rad alta de Caria también hicieron capturas, mientras que Maia y las otras luchaban partiendo nudillos, desenganchando garfios, y dejando sin sentido a las que llegaban desde abajo. Maia sentía un arrebato de júbilo cada vez que una enemiga caía. Cuando un salvaje golpe de bastón estuvo a punto de alcanzarla en la cara, el silbido de la madera al hendir el aire alimentó en ella una sensación de invencibilidad de naturaleza hormonal.
En otro plano, sabía que era una ilusión. Más saqueadoras subían desde el Intrépido como miembros de un enjambre de insectos, deshaciendo todos sus esfuerzos por repelerlas. Pronto Maia se encontró ocupada esquivando los golpes de una corsaria, una mujer alta y nudosa con dientes desiguales y con varias feroces cicatrices, que consiguió sentarse a horcajadas en la borda. No tenía ninguna posibilidad de recibir ayuda, pues Naroin estaba ocupada con otra enemiga. Sola, Maia intentó ignorar el picor del sudor en sus ojos mientras intercambiaba golpes con su oponente. Con una súbita finta, la corsaria descargó un mandoble sobre la mano izquierda de Maia, que dejó escapar un sorprendido grito de angustia y a punto estuvo de perder su arma. Su siguiente parada llegó casi demasiado tarde, la siguiente aún más tarde…
El extremo de un bastón de combate se materializó de la nada y, pasando bajo el brazo de Maia, chocó contra el pecho recubierto de cuero de la saqueadora con un fuerte golpe que la desequilibró. Una lejana parte de Maia gimió en simpatía, pues el golpe debió de ser algo terrible. Pero su oponente dejó escapar simplemente un alarido de desafío mientras sus brazos se agitaban y caía hacia atrás, dando con el torso contra el casco. Sorprendentemente, la mujer quedó colgando de la borda por una pierna, un cordón nudoso de músculo estriado.
Otra cabeza rematada de rojo asomó inmediatamente, una recién llegada que usaba a su compañera como escala. No sin experimentar un retortijón, Maia giró su bastón para enganchar el tobillo de su anterior enemiga y soltar la pierna de su asidero. Ambas invasoras cayeron… a la cubierta de la otra nave, esperaba. Aunque si caían entre los dos cascos, no debería importarle. El Código de Batalla así lo estipulaba: «Riesgo honesto en honesta lucha.»
¡No vais a llevaros a Renna! Aquel grito mudo le daba fuerzas. La adrenalina anuló el dolor mientras giraba su bastón para ayudar a la mujer que tenía a la izquierda y que la había auxiliado un momento antes. Ahora Thalla luchaba cuerpo a cuerpo con una hosca saqueadora varios centímetros más alta y mucho más pesada que ella. Al no ver otra solución, Maia descargó un brusco golpe sobre el muslo de la pirata. La mujer se tambaleó. Aprovechando la ventaja, Thalla usó la horca de su bastón para clavar a su enemiga al suelo. Un parpadeo de agradecimiento fue lo único que pudo permitirse.
—¡Virgie, cuidado!
El aullido acompañó un destello en las alturas. Tras girar justo a tiempo, Maia esquivó un lazo corredizo que lanzaba una atacante desde una de las vergas del barco enemigo. Era una táctica desagradable que podía estrangular a la víctima. Maia agarró la cuerda y dio un salvaje tirón con todas sus fuerzas. La invasora cayó gritando antes de chocar con un grupo de compañeras piratas.
Algo cambió en el fragor del combate, palpablemente, a partir de aquel hecho. La oleada atacante, hasta ahora alimentada por la presión de abajo, pareció perder impulso. Por un instante, la borda que Maia tenía delante quedó despejada a lo largo de varios metros en ambas direcciones.
—¡Bien hecho! —exclamó Naroin, ofreciendo a Maia una sonrisa.
Apenas hubo tiempo para un instante de respiro antes de que otra voz (la de Renna, advirtió Maia), gritara una palabra aterradora:
—¡Traición!
El grito del Hombre de las Estrellas hizo que Maia mirara hacia atrás justo a tiempo de resbalar bajo Thalla, que chocó con ella al retroceder ante un feroz asalto. La antigua compañera de casa de Maia repelía desesperada los golpes procedentes de un lugar inesperado: de detrás de la línea defensiva. Luchando por no perder pie, Maia abrió la boca al reconocer a la atacante…
¡Baltha! El bastón de combate de la mercenaria sonaba como el aspa de un generador eólico, golpeando y jugueteando con los frenéticos esfuerzos de Thalla por esquivarlo. No era la única en su traición. Con un retortijón, Maia vio que todo el grupo de mercenarias de las islas del Sur se habían puesto pañuelos escarlata y atacaban a las defensoras desde detrás. Varias se encaminaban directamente al lugar donde Naroin y la mayoría de las otras vars luchaban ajenas a todo, enfrentándose confiadas a las manos que se aferraban a la borda.
—¡Cuidado! —chilló Maia. Pero su voz se perdió en el rugido de la confusa batalla. Atrapada bajo Thalla, supo que no había nada que pudiera hacer por ninguna de sus camaradas. Las milésimas de segundo parecieron dilatarse interminablemente mientras se abría paso entre formas que se debatían y giraban. Intentó alzar su arma, y vio cómo Naroin era alcanzada por detrás con un traicionero golpe en la cabeza que la derribó como si fuera un árbol talado.
Maia aulló de furia. Consiguió incorporarse y se abalanzó contra la atacante de la contramaestre, llena de rabia, y le descargó un golpe en el vientre que la hizo desplomarse en cubierta, jadeando. La otra sureña esquivó el golpe de Maia y contraatacó con una expresión que osciló entre la tenacidad y la diversión cuando reconoció a la muchacha a la que le gustaban los juegos de los hombres.
La sonrisa irónica se desvaneció cuando Maia atacó con una sucesión de golpes enérgicos, aunque inexpertos, obligando a la atacante a apartarse del cuerpo caído de Naroin y, paso a paso, retroceder hasta la amura de babor.
Aparecieron más pañuelos rojos. Maia consiguió descargar un golpe certero a un par de manos mientras continuaba presionando a la traidora. Las manos se retiraron, para ser sustituidas por otras. Esta vez asomó una cara más joven, manchada de hollín, arrebolada por el calor y la adrenalina.
Maia bloqueó un golpe de la jefa de sus enemigas, y lo capturó con la horca de su bastón. Retorciendo el brazo con todas sus fuerzas, logró arrancarle el bastón a su oponente.
Esa cara…
Para escapar al contragolpe de Maia, la sureña se lanzó por la borda, llena de pánico. Maia no perdió el tiempo y se volvió para dirigir sus golpes contra la recién llegada, que ahora se esforzaba por alzar su arma.
Maia se detuvo, petrificada. Ciega por el sudor, sin ver más que un túnel escarlata de terror e ira, miró aquel rostro, un espejo del suyo propio.
—Le… Le… —tartamudeó.
El reconocimiento también iluminó los ojos de la joven saqueadora.
—Que me convierta en una sangrante madre de clan —dijo con una torcida sonrisa familiar—. Es mi gemela.
Demasiado aturdida para moverse, Maia oyó un grito de Renna. Pero la presencia de Leie llenaba cada espacio, anegando su cerebro. Mirando más allá del hombro de su hermana, Leie dijo:
—Será mejor que te agaches, querida.
Lenta, glacialmente, Maia intentó volverse.
Oyó un ligero sonido de madera pulida al golpear el cráneo de alguien. Había llegado a conocer las molestias de tales sonidos, y sintió lástima por la pobre víctima.
Un movimiento percibido a medias vino a continuación, como visto a través de un telescopio invertido. Perpleja por la cubierta que se le acercaba rápidamente, Maia se preguntó por qué sus músculos no respondían, por qué todos sus sentidos parecían cerrarse. Intentó hablar, pero todo lo que consiguió fue un leve murmullo.
Lástima, pensó, justo antes de dejar de pensar ya en nada. Quería preguntarle a Leie… Tenemos tantas cosas… en que ponernos al día…
Cuaderno de Bitácora del Peripatético
Misión Stratos
Llegada + 50.304 Ms
El mito envuelve la relación varón—hembra. Incontables generaciones después de haber logrado supuestamente el control consciente sobre el instinto, la mayoría de los homínidos aún se aferran a los ideales del amor romántico y la concepción natural… por la unión de un hombre con una mujer. Incluso en sociedades que animan la experimentación y los modos de vida alternativos, se sigue suponiendo que una pareja de padres, un varón y una hembra, componen el núcleo básico de la continuidad.
En Stratos, pocas canciones o historias celebran lo que en otros lugares es una obsesión. Los varones son necesarios, a veces incluso apreciados, pero son seres periféricos, algo raros. Anacrónicos.
La pasión tiene sus breves estaciones en Stratos. Por lo demás, este mundo no parece echarla de menos.
Sin embargo, hay relaciones, a veces a través de alianzas de negocios o culturales. La principal orquesta sinfónica de Caria se compone básicamente de músicos procedentes de cuatro grupos extraordinariamente dotados: las O’Neil aportan la cuerda, las Vonda la madera, las Posnovsky los instrumentos de viento, y las Tiamat la percusión. (Espero poder oírlas si sigo aquí en otoño, cuando comience la temporada.) En ocasiones, los clanes se unen en asociaciones aún más íntimas. Relaciones que podrían ser llamadas «románticas», «maritales». Pueden incluso compartir retoños.
En la práctica, es simple. Primero, el clan A y el clan B acuerdan tener nidadas de retoños veraniegos. Si el clan A tiene un niño, hace lo habitual: lo crían con cuidado y lo entregan luego a una de las cofradías oceánicas. Excepto que, en este caso, el niño promete volver un verano, cuando sea mayor.
Mientras tanto, el clan B ha tenido hijas del verano. Se elige una para que reciba la mejor educación que pueda obtener una variante. Se le asigna un nicho, incluso un embarazo de invierno, y así estará preparada para devolver la deuda cuando el hijo de la Casa A regrese del mar. Toda criatura que resulte de esta unión es entonces técnicamente el nieto heterozigótico de ambos clanes.
Eso crea interesantes paralelismos. Si comparamos los clanes con los individuos, eso convierte a la muchacha—intermediaria en el equivalente a un óvulo, y al muchacho en un espermatozoide. Los dos clanes cumplen la función de amantes.
En ocasiones, todo esto me parece bastante ridículo.
¿Cuánto más puedo soportar? Debo mantener la mente ocupada en el trabajo. Sin embargo, ese trabajo es investigar el funcionamiento íntimo de esta subespecie humana. No puedo eludir el tema del sexo, desde el amanecer hasta el ocaso. A veces siento que la cabeza me da vueltas.
Si por lo menos las mujeres de este mundo no fueran tan hermosas…
Maldición.
—Esa cosa se romperá con la primera ráfaga de viento. O incluso antes, cuando la bajéis por el acantilado. ¿Cómo planeáis pilotar esa porquería?
Con un golpe que hizo que Maia diera un respingo, la marinera grande, Inanna, soltó la roca que estaba utilizando como martillo.
—Contramaestre, cierra el pico. No sabes construir barcos, y sin duda aquí ya no das órdenes.
Maia vio cómo Naroin reflexionaba sobre estas palabras y luego contestaba encogiéndose de hombros.
—Os jugáis el cuello.
—Pero es nuestro —declaró Inanna, señalando a las otras mujeres, que trabajaban cortando arbolitos y arrastrándolos hacia una zona marcada con líneas de tiza sobre el acantilado rocoso—. Vosotras dos sois libres de venir. Nos vendrá bien tener buenas luchadoras. Pero las discusiones y votaciones se han acabado. O ponéis manos a la obra o podéis iros al infierno patarkal.
Preparada para dar una acalorada respuesta, Naroin se detuvo cuando Maia la agarró del brazo.
—Lo pensaremos —le dijo Maia a Inanna, tratando de llevarse a Naroin. Lo último que nadie necesitaba en aquel momento era que de las palabras se pasara a las manos.
Durante un largo instante, Naroin pareció enraizada en la piedra, se mantuvo inmóvil hasta que por fin decidió dejarlo correr.
—¡Ja! —dijo, y se volvió para subir por el estrecho sendero que conducía al campamento. A pesar de ser más alta, Maia tuvo que apresurarse para alcanzarla. Todos estos ruidos y gritos no aliviaban el dolor de cabeza que padecía desde que despertó días antes con una contusión, cautiva de las saqueadoras.
—Puede que tengan un plan equivocado —sugirió Maia, tratando de calmar a Naroin—. Pero las mantiene ocupadas. Sin nada que hacer, habría discusiones y peleas.
Naroin frenó el paso para mirar a Maia, y luego asintió.
—Principio básico de mando. No hace falta que me lo recuerdes. —Miró hacia el lugar donde las marineras del Manitú trabajaban junto a media docena de jóvenes rads de Kiel, cortando y puliendo árboles con herramientas primitivas, mientras tendían los comienzos de una burda almadía—. Pero odio ver cómo intentan algo tan tonto.
Maia estaba de acuerdo, ¿pero qué hacer? Todo había sido decidido en una reunión, tres días después de que las saqueadoras las abandonaran en aquella isla en forma de columna cuyo nombre, si tenía alguno, debía de haberse perdido en otra época. Naroin había defendido un plan diferente: la construcción de uno o dos botes pequeños que, con unas cuantas voluntarias seleccionadas, podrían navegar hacia el oeste en busca de ayuda. Esa propuesta fue rechazada en favor de la almadía.
—¡Vamos todas o no va nadie! —declaró Inanna, zanjando el asunto.
Lo que no trataron fue cómo pretendían que un artefacto tan grande fuera marinero, y cómo se proponían bajarlo por los cincuenta metros de precipicio y superar en él la espumosa confluencia de olas y rocas. Sólo había un camino de bajada a lo largo del promontorio boscoso. Un montacargas había subido allí a las prisioneras y sus provisiones, justo antes de que el Intrépido y el capturado Manitú se marcharan. Inanna y sus amigas aún planeaban utilizar la máquina, a pesar del armazón de metal que la cubría y de los cerrojos y las advertencias de que estaba minada. Sin embargo, a la larga, podrían tener que verse obligadas a construir una grúa primitiva con troncos y enredaderas.
—Idiotas —murmuró Naroin. Golpeó el follaje que flanqueaba el sendero utilizando una corta vara que había tallado poco después de llegar a la isla. No era un bastón de combate, pero la pequeña y nudosa marinera parecía más cómoda con la vara en las manos—. Nunca lo conseguirán, y no estoy dispuesta a ahogarme con ellas.
Maia empezaba a cansarse del temperamento impaciente de Naroin. Sin embargo, no quería quedarse sola. Demasiados pensamientos sombríos la asaltaban cuando la soledad presionaba.
—¿Cómo puedes estar segura? Estoy de acuerdo en que tu plan habría sido mejor, pero…
—¡Sangradoras! —Naroin descargó su vara y las hojas volaron—. Incluso un puñado de piojos congelados vería que esa almadía es un error. Pongamos que consiguen bajarla, y que el mar no la aplasta inmediatamente. Las atraparán de nuevo, como si fueran melones a la deriva. Si las piratas no aprovechan la oportunidad para enviarlas al fondo sobre la marcha.
—Pero no hemos visto una vela desde que nos abandonaron. ¿Cómo podrían saber las saqueadoras dónde y cuándo encontrarlas a menos…?
Maia se detuvo. Miró a Naroin.
—¿No querrás decir…?
La contramaestre apretó los labios.
—No lo diré.
—No tienes que hacerlo. ¡Es vil!
Naroin se encogió de hombros.
—Tú harías lo mismo, si fueras una de ellas. El problema es que no hay manera de distinguir cuál es. O tal vez sean dos. No conocía a ninguna de esas vars antes de que me contrataran en la bahía de Artemisa. No puedo fiarme de ninguna de ellas.
—¿Ni siquiera de mí?
Naroin se volvió y miró directamente a Maia. Su inspección fue larga y molesta. Tras cinco segundos, una lenta sonrisa se formó en su rostro.
—Sigues sorprendiéndome, muchacha. Pero apostaría mi desaparecido barrilito de vino dulce a tu favor, a pesar de que no seas una var. Maia dio un respingo.
—Ya te lo he dicho antes. Ésa era mi gemela.
—Mm. Eso recuerdo de los días del Wotan. Al menos, es lo que las dos dijisteis. Admito que no fue dulzura típica de hermanas clónicas lo que vi cuando te abandonó aquí.
Maia consiguió no dar un segundo respingo. El comentario fue como abrir una vieja herida. El recuerdo seguía siendo intenso: la cara tiznada de hollín de Leie, mirándola a través de la bruma del dolor, murmurando en voz baja y urgente sobre la necesidad de lo que estaba a punto de hacer.
—Me alegra que estés viva, Maia. De verdad, es un milagro. Pero ahora mismo tenerte cerca es una molestia. A mis asociadas no les hace mucha gracia la gente que se parece, si sabes a lo que me refiero. Aunque me crean, habría recelos. Mis planes se vendrían abajo. No puedo permitirme que estropees las cosas ahora mismo.
Notó algo húmedo y pegajoso deslizarse por su cara, y una sensación de quemazón recorrió su cuero cabelludo. En aquel momento, Maia estaba casi delirando, frenética por hablar a su hermana viva, incapaz de comprender por qué tenía la boca amordazada. Sólo mucho más tarde, cuando tuvo oportunidad de lavarse en uno de los diminutos arroyos de la isla, comprendió lo que había hecho Leie. Usando brea de carbón y otros productos químicos de la sala de máquinas del Intrépido, Leie había oscurecido la piel y el cabello de Maia, alterando su apariencia de forma improvisada pero efectiva.
—Esto no engañará a nadie durante mucho tiempo —murmuró Leie, examinando su trabajo—. ¡Maia, estáte quieta! Como decía, es una suerte que tu capitán decidiera huir hacia nuestra base. Nadie tendrá oportunidad de mirarte de cerca antes de que desembarquemos al primer grupo de prisioneras.
Por las observaciones de Leie, Maia supuso que la base de las saqueadoras se encontraba en aquel mismo archipiélago de colmillos diabólicos. Al parecer, las piratas planeaban dividir a sus cautivas, dejando a algunas en islas aisladas. Las primeras en ser abandonadas serían las menos peligrosas para los planes de las piratas: las miembros de la tripulación del Manitú. Mientras examinaba a las heridas, Leie había conseguido incluir a Maia en ese grupo.
—Nunca creerías las cosas que me han pasado desde que aquella tormenta nos separó. Mientras tú seguías a tu amiga contramaestre, llevando la pacífica vida de una marinera, yo he visto y hecho cosas… —Leie sacudió la cabeza, como si no fuera capaz de explicarse—. No te gustaría estar en el lugar adonde llevamos a las rads y a su pervertida criatura del espacio, así que he dispuesto que te suelten donde vayas a estar más cómoda. Quédate quietecita hasta que yo lo arregle todo, ¿me oyes? En verano te llevaré a alguna ciudad. Pensaremos un modo para que me ayudes con mi plan.
Los ojos de Leie estaban llenos de aquel antiguo entusiasmo, ahora aumentado por una nueva y feroz determinación. A través de una bruma de dolor, heridas y contusiones, Maia se preguntó qué aventuras habían cambiado tanto a su hermana.
Entonces captó la importancia de las palabras de Leie. ¡Su hermana y las saqueadoras iban a abandonarla en tierra, y a marcharse con Renna! Y con Kiel y Thalla y los hombres del Manitú también. Fue entonces cuando Maia empezó a debatirse contra sus ataduras, gruñendo para decirle a Leie que tenía que hablar.
—Vamos, vamos. No pasará nada. Ahora, Maia, si no te calmas, voy a tener que… Ah, demonios, tendría que haberlo esperado. Siempre has sido una cabezota.
Maia captó el aroma de fuertes hierbas y alcohol cuando Leie le puso un pañuelo empapado sobre la nariz. Una sensación asfixiante y pegajosa se extendió por sus fosas nasales, dándoles ganas de toser y vomitar. Los acontecimientos se volvieron más vagos a partir de entonces, pero siguió teniendo una clara imagen de su hermana inclinándose hacia delante y besándola en la frente.
—Buenas noches —murmuró Leie. La siguió la oscuridad.
El recuerdo del dolor y la traición todavía hería a Maia, oscureciendo y confundiendo su alegría natural de saber que Leie todavía vivía. Pero ésa era otra cuestión. Atormentaba su mente sólo un hecho. Un hombre inocente e indefenso estaba cautivo en alguna de aquellas otras islas, sin una amiga en el mundo.
Excepto yo. ¡Tengo que encontrar a Renna!
A través del oscuro túnel de sus pensamientos, siguió a Naroin por un sendero que daba al mar, y caminó en silencio hasta el lugar donde las saqueadoras habían dejado suficiente comida y suministros hasta su siguiente visita. Colgadizos y tiendas improvisadas componían un círculo irregular, apartado de los árboles. Una tripulante que se había roto un tobillo en la batalla se ocupaba de una hoguera. Alzó la cabeza tristemente y saludó sin decir palabra. Luego volvió a remover las lentejas que preparaba en un cazo humeante.
Naroin regresó a su pasatiempo principal: usar trozos afilados de calcedonia para pelar una rama de árbol y convertida en un arco primitivo. No era un arma legal. Pero claro, tampoco era legal que las saqueadoras las hubieran abandonado allí. Tras la captura del Manitú tendría que haber seguido la «división de la carga», y luego la tripulación y las pasajeras habrían podido marcharse.
La naturaleza especial de aquel «cargamento» hacía eso difícil, sobre todo cuando lo buscaban ansiosamente todas las fuerzas políticas del planeta. Cuando Maia vio por última vez al capitán Poulandres, con las manos atadas en el alcázar de su propio barco, el hombre amenazaba con provocar un escándalo; estaba a punto de estallar de furia en una plena ira veraniega. Las saqueadoras lo ignoraron. Evidentemente, Poulandres no tenía ni idea de en qué problema se hallaba metido.
—Son para cazar —dijo Naroin, refiriéndose al arco y las finas flechas.
Nadie había visto ningún bicho más grande que un conejo de matorral en la isla, pero ninguna se quejó. De todas formas, las autoridades estaban muy lejos.
Maia se tendió en la manta que había colocado bajo un burdo colgadizo, sobre un lecho de hierba y hojas. De sus tres posesiones, siempre llevaba consigo la ropa y el sextante del capitán Pegyul. El último artículo, un delgado libro de poemas, se lo había encontrado encima cuando el bote del barco conducía a las cautivas a la isla. Durante la subida en el crujiente montacargas, había conseguido concentrarse en una página elegida al azar.
¿He sido llamada? ¿Cuál es el propósito
de tu gran corazón? ¿Quién va a ser
atraída por tu pasión? ¡Safo, nombra
a tu enemiga!
Pues quienes ahora huyen pronto perseguirán;
quien malgasta tus dones pronto no tendrá ninguno;
y quien no te ama, haga lo que haga
acabará amándote pronto.
Un regalo de Leie, dedujo. Siempre había sido la más locuaz de las dos, mientras que Maia era la que se sentía atraída por cosas visuales, pautas y acertijos. Podía ser considerado como una ofrenda de paz, o una promesa, o sólo como un acto impulsivo sin más significado que una palmadita amistosa en la cabeza.
Buscó más poemas, intentando apreciarlos. Pero el regalo, por buena que fuera su intención, estaba teñido del mareante olor dulzón dejado por la droga de la inconsciencia. Leie podía haber tenido buenos motivos para actuar de aquella forma. Sin embargo, en el corazón de Maia su comportamiento se mezclaba con la emboscada de Tizbe Beller, las pragmáticas traiciones de Kiel y Thalla, y la horrible traición de las sureñas de Baltha. La lista invitaba a la desesperación, así que desistió de pensar en el tema.
Maia volvió su atención hacia el forro del libro, hecho de un grueso material sintético para proteger las páginas de papel de la humedad durante los viajes largos. Había descubierto otro uso para ese forro. Al desplegarlo y sujetar con piedras las esquinas, obtuvo una superficie plana que llenó de finas líneas perpendiculares. Entre ellas, con un trozo de carbón cogido de la hoguera, Maia marcó filas de pequeños puntos, separados por muchos espacios vacíos. Mojando un trapo con saliva, borró la antigua pauta y dibujó una versión diferente.
Es más que una simple cuestión de formas, pensó, intentando volver a capturar sus reflexiones de la noche anterior, junto al fuego. Entonces todo le había parecido muy claro.
Hay otro nivel aparte de pensar cómo muta un grupo de puntos individuales y se mueve a través del tablero. Hay algún tipo de relación entre el número de puntos vivientes por zona, la densidad, y cualquiera que sea la regla de la pieza vecina que se emplee. Si cambias el número de vecinas necesarias para la supervivencia, también cambias…
Era una pugna. A veces los conceptos llegaban como burbujas brillantes que parpadeaban en los límites de la visión, de la comprensión. Pero la lastraba su falta de vocabulario. Las nociones con las que luchaba necesitaban más que la simple álgebra que le habían enseñado a regañadientes en la Casa Lamai. Cada vez lamentaba más y más que la hubieran privado de esto, posiblemente su único talento, apartándola de las matemáticas y otras abstracciones por el método simple de hacer que parecieran aburridas.
Se vuelve aún más hermoso si dejas que las reglas incluyan células más allá de las vecinas inmediatas, pensó, intentando concentrarse. Experimentar mentalmente era un proceso salvaje, difícil de mantener durante mucho tiempo. Sin embargo, había conseguido imaginar brevemente un tablero del Juego de la Vida en tres dimensiones, cuyos productos eran estructuras de complejo esplendor, no sólo filas cristalinas en marcha, sino formas que se curvaban en pautas retorcidas y fugaces, imposibles de visualizar salvo breves instantes cada vez.
Maia cerró el libro y se tumbó, cubriéndose los ojos con un brazo, dejándose llevar por una oleada a caballo entre la pura abstracción y los recuerdos de su indefensión. Los sonidos cercanos de Naroin pasando la piedra sobre la madera le recordaron algo sucedido hacía mucho tiempo. Le recordaron a Leie, gruñendo y apoyando un aparato contra una gran puerta adornada. También entonces hubo sonidos de madera y metal rozando la roca.
—Ahora me toca a mí intentarlo —había dicho Leie, un lejano año antes, en las profundidades de la bodega de la Casa Lamatia—. ¡Tus modos sutiles no funcionaron, así que intentaré hacerlo a mi manera!
Maia recordó las serpientes entrelazadas. Filas de misteriosos símbolos. Un nudo de piedra en forma de estrella que debía girar en el sentido de las agujas del reloj, si aquel acertijo tenía algún sentido…
Hubo un rumor de pasos. Ruido real, no recordado. Una sombra ocultó el sol. Maia alzó el brazo y vio una figura esbelta que bloqueaba una porción del cielo.
—He encontrado algo en las ruinas —dijo una voz, aguda y joven. Podría haber sido la de una muchacha, pero de vez en cuando se cascaba, adquiriendo brevemente un tono una octava más bajo—. Tendrías que venir, Maia. Nunca he visto nada parecido.
Ella se sentó en el suelo, cubriéndose los ojos. Un joven delgado la observaba. «La broma pesada de las saqueadoras», lo había llamado Naroin, y las otras estuvieron de acuerdo. El joven Brod era un chico bastante agradable. Tenía casi su misma edad, aunque a los cinco años los muchachos recién salidos de sus clanes maternos eran infantiles, casi sin terminar de formar. Aquél no debería estar allí.
Oficialmente, Brod era un rehén que las piratas habían tomado para asegurarse la cooperación de los marineros del barco que habían contratado, el Intrépido. Pero sin duda Naroin tenía razón. El joven alférez había sido dejado en parte como una broma que mostraba el retorcido sentido del humor de alguien.
—¡Disfrutad de la próxima nevada de gloria! —se burló una saqueadora con su pañuelo rojo cuando alzaron la última carga, dejando a las prisioneras «poco peligrosas» solas en aquella isla solitaria.
Maia se levantó lentamente, suspirando porque el joven la había escogido para ser su amiga, cuando ella habría preferido la soledad. Necesito el ejercicio, se dijo.
—Guíame —comentó en voz alta.
La ansiosa sonrisa de cachorrillo del muchacho era dulce e inofensiva, propia del invierno. Ella sentía lástima por el chico. Cuando la espectral escarcha cubriera de nuevo árboles y hierba, las rudas marineras sin duda decidirían desquitarse de sus frustraciones con él. Aunque por casualidad él fuera capaz, eso no aliviaría la tensión. No había ni una pizca de ovop entre los suministros.
—Por aquí. ¡Vamos! —dijo Brod, impaciente, corriendo ante ella y dirigiéndose hacia los árboles. Maia inspiró profundamente, suspiró y lo siguió.
Ya conocían lo empinado de la isla. Eso quedó bien claro cuando la última carga de abandonadas llegó a lo alto de la planicie, y oyeron cómo la negra caja del montacargas se cerraba con un zumbido electrónico y un chasquido que anunciaba que contenía una bomba. En las primeras exploraciones descubrieron ruinas cubiertas de hierbajos, restos de antiguas murallas. Los bordes de los amplios edificios podían verse antes de que la cumbre quedara oscurecida por densos bosques.
Brod se había reservado la misión de continuar explorando el interior, sobre todo desde que Maia y Naroin perdieron la disputa de la almadía. Había intentado votar a su favor, sólo para descubrir que la opinión de un muchacho no era solicitada ni bien recibida. Las tripulantes consideraban que lo sabían todo sobre navegación y que podían pasarse perfectamente sin los consejos de un alférez bisoño y de ciudad. En su momento, Maia lo había considerado un desprecio innecesario.
—Está por aquí, dentro del bosquecillo —le dijo Brod, abriéndose de vez en cuando paso con un palo—. Quería encontrar el centro de toda esta devastación. ¿Sucedió de una vez, o fueron abandonadas las viviendas lentamente, para dejar que la naturaleza hiciera el trabajo?
Caminando tras él, Maia se permitió sonreír. Cuando se conocieron por primera vez, el muchacho se presentó como «Brod Starkland», citando todavía el apellido de su clan materno. Naroin conocía la casa, destacada en la ciudad de Enheduanna, próxima a Ursulaborg. Sin embargo, el muchacho cometía un error al comentarlo. Iba a tener que olvidar su claro acento de la costa de Méchant y aprender el dialecto masculino, y rápido.
Pensándolo bien, tal vez habían dejado allí a Brod con el pleno acuerdo y aprobación de sus compañeros, que pretendían burlarse de él, o simplemente quitárselo de encima. De algún modo, Maia dudaba que fuera un pirata de primera. Tal vez somos similares en ese sentido. Nadie nos quiere ni nos necesita a su alrededor.
El sendero continuaba entre altos árboles retorcidos y raíces enmarañadas, mezcladas con ladrillos rotos. Brod siguió hablando.
—Ya casi hemos llegado, Maia. Prepárate para una sorpresa.
Todavía sonriendo indulgente, Maia divisó un claro que se abría un poco más adelante. Probablemente se trataba de unas grandes ruinas, llenas de piedras tan grandes que no dejaban crecer los árboles.
Había visto algo parecido, durante su huida a través de Valle Largo. Tal vez la Casa Lamatia tuviera ese aspecto al cabo de varios siglos. Era algo a tener en cuenta.
Justo cuando los árboles se terminaban, Brod dio un paso a la derecha, dejando sitio a Maia. Al mismo tiempo extendió un brazo protector.
—No te acerques demasiado…
En ese momento, Maia dejó de escuchar. Dejó de oír nada. Un silencioso clamor de vértigo se apoderó de ella cuando se detuvo a contemplar un súbito precipicio.
El desnivel en sí no la habría sorprendido. Los acantilados que rodeaban la isla eran igual de abruptos, y aún más altos. Pero no poseían la textura de la profunda hondonada que tenía delante y que había sido tallada con violencia en el centro mismo del pico. La superficie de la cavidad era suave y cristalina, como si la roca hubiera fluido hasta congelarse bruscamente en su sitio, como miel al enfriarse.
¿Qué sucedió? ¿Fue un volcán? ¿Seguirá aún activo?
El material era oscuramente translúcido, y le recordaba el antiguo hielo del Glaciar Firme, allá en las remotas tierras del norte. Aquí y allá le pareció percibir contornos abultados, como si la roca, detrás de la capa fundida, estuviera ordenada por capas de estratos, subdividida en segmentos, catacumbas, rasgos geológicos paralelos del pasado remoto del planeta.
Su mente se entretuvo con aquellas observaciones superficiales mientras el resto se tambaleaba.
—Ah… ah… —comentó sucintamente.
—Exactamente lo que yo dije al verlo por primera vez —asintió Brod, solemne—. Es impresionante.
Maia no estaba segura de por qué ni Brod ni ella comentaron el descubrimiento a las demás. Tal vez el consenso se produjo por ser los dos miembros más jóvenes y menos influyentes, ambos recientemente expulsados por aquellas personas a las que consideraban su «familia». De todas formas, parecía dudoso que ninguna de las marineras pudiera arrojar luz sobre los orígenes de aquel sorprendente cráter. Las mujeres parecían intimidadas por el bosque, y evitaban internarse en él más allá de lo estrictamente necesario para cortar madera.
Naroin se internaba algo durante sus partidas de caza, pero no dio ningún signo de haber visto nada extraño. O bien la contramaestre tenía una vista pésima, cosa que parecía improbable, o también ella sabía cómo poner cara de póquer.
Desde la última vez que habló con Naroin, Maia había empezado a albergar oscuros y recelosos pensamientos. Incluso su refugio en el casto y adornado mundo de las abstracciones del juego se llenó de inquietud. Era difícil prestar atención a las pautas mentales de puntos cambiantes cuando no dejaba de recordar que Renna languidecía en alguna de aquellas islas dispersas, quizás en una que era visible desde los acantilados del sur. Y también estaba la larga y aplazada conversación que tenía que mantener con Leie.
Los días se sucedían. Por medio de trampas y cazando pequeñas piezas que complementaran el suministro de comida deshidratada, Naroin alivió parte de la tensión que siguió a la votación de la almadía. Ese proyecto surgió y se atascó, luego se puso de nuevo en marcha, superando cada dificultad encontrada. Varias sólidas plataformas de troncos cortados yacían ahora secándose al sol, sus cortezas bien amarradas y tensándose hora tras hora. Maia había empezado a preguntarse si Inanna, Lullin y las otras sabían, al fin y al cabo, lo que estaban haciendo.
Charl, una marinera fornida y algo hirsuta del lejano noroeste, consiguió usar un largo palo para agarrar el cable que colgaba bajo el montacargas cerrado. Creyendo en la advertencia de las piratas de que había trampas explosivas, las vars consiguieron pasar delicadamente el grueso cable por un rudo aparejo de diseño propio. En teoría, ahora podían bajar las cosas hasta la mitad del camino antes de tener que usar cuerdas hechas con enredaderas. Era una hazaña inteligente e impresionante.
Pero la habilidad del grupo de fugitivas no parecía impresionar a Naroin. A pesar de sus dudas, Maia intentó ayudar. Cuando Inanna le pidió que preparara una burda guía para navegar, Maia lo intentó lo mejor que pudo. En realidad, sólo tenían que conseguir salir del angosto archipiélago y luego dirigirse hacia el norte. Las corrientes principales no eran las perfectas en aquella estación. Pero los vientos eran buenos, así que si conseguían mantener bien hinchada la vela hecha de mantas, y tenían buena mano con el timón, debería ser posible alcanzar el Continente del Aterrizaje en menos de dos semanas. Maia pasó una tarde repasando para las otras, con la ayuda de Brod, cómo avistar de noche ciertas estrellas, y cómo juzgar el ángulo del sol durante el día. Las mujeres prestaron toda su atención, sabiendo que la propia Maia no tenía intención de abandonar la cadena de islas. No mientras Leie y Renna estuvieran a escasos kilómetros de distancia.
Había otra cosa más que Maia podía hacer para ayudar.
Brod se la encontró un día recorriendo el último de una larga serie de circuitos de la isla, lanzando trocitos de madera al agua en momentos diferentes y viendo cómo flotaban. El muchacho comprendió lo que hacía inmediatamente.
—¡Ya sé! Tendrán que conocer las corrientes, sobre todo las de cerca de los arrecifes, para no chocar contra ellos.
—Eso es —respondió Maia—. El montacargas no está situado en el mejor lugar para botar una embarcación tan frágil. Supongo que escogieron el lugar por su altura conveniente. Tendrán que elegir el momento adecuado, o acabarán nadando entre un montón de trozos de madera.
Era una imagen aterradora. Brod sonrió seriamente.
—Tendría que haber calculado eso primero. —Había un claro tono de resignación en su voz—. Supongo que te das cuenta de que no soy un gran marino.
—Pero eres oficial.
—Alférez, vaya cosa. —Se encogió de hombros—. Buenas notas en las pruebas y la influencia familiar. Soy malísimo en todo lo que sea práctico, desde hacer nudos hasta pescar.
Maia imaginó que debía de resultarle difícil decir aquello. Para un muchacho, no ser bueno en las artes marineras era casi como no ser hombre. No había muchas otras oportunidades de empleo para un varón, aunque tuviera una educación tan buena como la de Brod.
Permanecieron sentados juntos al borde del acantilado, contemplando y midiendo el movimiento de los trozos de madera de abajo. Entre medidas, Maia jugaba con el sextante, trazando ángulos entre varias de las islas situadas al suroeste.
—La verdad es que me gustaba estar en la Casa Starkland —le confesó Brod en un momento, y luego se apresuró a asegurar—: No soy ningún niño de mamá. Es que era un lugar muy feliz. Las madres y hermanas eran… son gente agradable. Las echo de menos. —Se rió con cierta brusquedad—. Famoso problema para las vars de mi clan.
—Ojalá Lamatia hubiera sido así.
—No. —Él miró a través del mar hacia ninguna parte en especial—. Por lo que me has dicho, mantenían una distancia honorable. Hay ventajas en eso.
Observando sus ojos tristes, Maia fue capaz de creerlo. En la naturaleza humana es fuerte la tendencia de experimentar amor hacia los hijos de tu vientre, aunque sólo sean medio tuyos. Maia sabía de clanes en Puerto Sanger que tenían fuertes lazos con sus hijas del verano, y a los que les resultaba difícil dejarlas marchar. En tales casos, la partida era auxiliada por la natural urgencia adolescente de dejar un puerto secundario. Imaginó que la combinación de un hogar amoroso con haber crecido en una ciudad excitante hacía mucho más difícil olvidar y perdonar.
Eso no impidió que sintiera un ramalazo de envidia. No me habría importado saborear un poco su problema.
—Pero eso no es lo que más me molesta —continuó Brod—. Sé que tengo que superarlo, y lo haré. Al menos Starkland celebra reuniones de vez en cuando. Muchos clanes no lo hacen. Es curioso lo que acabas echando de menos. Ojalá nunca hubiera tenido que renunciar a esa biblioteca.
—¿La de la Casa Starkland? Pero también hay bibliotecas en los santuarios.
Él asintió.
—Tendrías que ver algunas de ellas. Kilómetros de estanterías repletas de volúmenes impresos, con tapas de cuero, letras doradas. Increíble. Y sin embargo, podrías meter toda la biblioteca de Faro Trentinger en sólo cinco cajas de datos de las que tienen en la Universidad de Enheduanna. La Vieja Red aún funciona allí, ¿sabes? —Brod sacudió la cabeza—. Starkland tenía una conexión. Somos una familia de bibliotecarias. Yo era bueno en ello. Madre Cil dijo que yo había nacido en la estación equivocada. Si fuera una clónica plena, habría enorgullecido al clan.
Maia suspiró en simpatía con la historia. También ella tenía unos talentos inadecuados para el rumbo que debía tomar su vida. Pasó un buen rato sin que ninguno de los dos hablara. Se trasladaron a otro lugar, y lanzaron una rama a la espumosa agua y contaron latidos para cronometrar cuánto tardaba en alejarse.
—¿Sabes guardar un secreto? —dijo Brod un poco después. Maia se volvió y le miró a los claros ojos.
—Supongo, pero…
—Hay otro motivo por el que me dejaron en tierra… el capitán y los tripulantes, quiero decir.
—¿Sí?
Miró a derecha e izquierda, y luego se inclinó hacia ella.
—Yo… me mareo. Casi todo el tiempo. Ni siquiera llegué a ver nada de la gran pelea cuando fuisteis capturadas, porque estaba doblado en la popa todo el tiempo. Supongo que no es buena cosa para un tipo que se supone que es un oficial.
Ella miró al chico, calculando lo que le había costado decirle aquello. Con todo, no pudo evitarlo. Maia luchó por contenerse, por mantener la cara seria, pero al final tuvo que cubrirse la boca con una mano y sofocar una carcajada.
Brod sacudió la cabeza. Frunció los labios con fuerza, pero al final no pudo impedir abrir la boca. Bufó. Maia se meció adelante y atrás, sujetándose los costados, y luego estalló en una carcajada. Un segundo después, el joven respondió con una risa que se componía de cortos alaridos entre inhalaciones que más parecían sollozos.
Al día siguiente, un enorme escuadrón de zoors pasó al norte; eran como parasoles de alegres colores, o globos aplastados que hubieran escapado de una fiesta de gigantes. La luz de la mañana se refractaba en sus bulbosas y transparentes bolsas de gas y en sus oscilantes tentáculos, proyectando sombras multicolores sobre las claras aguas. La formación cubría de parte a parte el horizonte.
Maia, con Brod y varias mujeres más, observaba desde el precipicio recordando la última vez que había visto grandes flotadores como aquéllos, aunque nunca hubiese visto tantos. Fue desde la estrecha ventana de su celda, en Valle largo, cuando creía que Leie estaba muerta, cuando todavía no conocía a Renna y le parecía estar completamente sola en el mundo. Según todos los indicios, debería sentirse menos desolada ahora. Leie estaba viva, y había jurado volver a recogerla. Maia se preocupaba por Renna constantemente, pero no era probable que las saqueadoras le hicieran daño, y todavía era posible rescatarlo. Incluso tenía amigas, más o menos, en Naroin y Brod.
¿Entonces por qué me siento peor que nunca?
Sabía que la tristeza es relativa, y que el dolor actual es casi siempre peor que su recuerdo. Aquel cautiverio más suave no aliviaba su amargura al pensar en el comportamiento de Leie, ni su preocupación por Renna o su sensación de indefensión.
—¡Mirad! —exclamó Brod, señalando al oeste, hacia la fuente de la migración zoor. Las mujeres se protegieron los ojos con la mano y, una a una, se quedaron boquiabiertas.
Allí, en mitad de la armada flotante, surgiendo del resplandor, pasaron tres imponentes gigantes cilíndricos, deslizándose plácidamente como ballenas entre medusas.
—Pontoos —jadeó Maia. Las bestias en forma de puro medían cientos de metros, y se parecían más al hermoso zep’lin que adornaba la cubierta de su sextante que a los zoors que las rodeaban o incluso a los pequeños dirigibles que ahora se utilizaban para repartir el correo. Sus flancos titilaban con facetas como escamas iridiscentes, y arrastraban largos y finos apéndices que, a intervalos, sumergían en las olas para coger cosas comestibles o absorber agua que descomponer, con la luz del sol, en hidrógeno y oxígeno.
A pesar de las leyes protectoras aprobadas por el Consejo y la Iglesia, las majestuosas criaturas desaparecían lentamente de la faz de Stratos. Era raro ver alguna cerca de las regiones habitables. ¡Las cosas que he visto!, pensó Maia, advirtiendo la única y gran compensación a sus aventuras. Si alguna vez tengo nietas, las cosas que podría contarles.
Entonces recordó algunas de las historias de Renna sobre otros mundos y panoramas, tan extraños que resultaban inimaginables. Aquello le provocó un estertor de pérdida y envidia. Antes de conocer al terrestre, Maia nunca había pensado en anhelar las estrellas. Ahora lo hacía, y sabía que nunca podría tenerlas.
—Acabo de recordar… —reflexionó el joven Brod—. Algo que leí sobre zoors y similares. ¿Sabéis que los atrae el olor del azúcar quemado? Podemos poner un poco al fuego.
Las mujeres se volvieron a mirarlo.
—¿Y qué? —preguntó Naroin—. ¿Es que pretendes invitarlos a cenar?
Él se encogió de hombros.
—En realidad, estaba pensando que salir volando de aquí podría ser mejor que navegar en esa almadía. De todas formas, es una idea.
Se produjo un largo silencio, y entonces las mujeres se echaron a reír en voz alta, o rugieron ante lo absurdo de la idea. Por desgracia, Maia estuvo de acuerdo. De todos los muchachos que intentaban cabalgar los zoors cada año, sólo un número muy pequeño volvía a ser visto. Con todo, la idea tenía un notable encanto, y podría haberla considerado si los vientos imperantes soplaran hacia un lugar seguro… o incluso hacia tierra firme. Aunque era enormemente inteligente, Brod no tenía instintos prácticos.
Su expresión anhelante, junto con su tímido rubor, acabaron con una duda que Maia había abrigado: que Brod pudiera ser un espía, dejado allí por las saqueadoras para vigilar a las prisioneras. Con todo lo que había vivido en los últimos meses, se había vuelto recelosa. Pero nadie podría fingir aquel súbito paso de la esperanza a la vergüenza. Sus pensamientos eran más similares a los de ella que los del viejo Bennett. O que los de la mayoría de las mujeres a las que había conocido. Era mucho menos románticamente misterioso que su amigo, el alienígena terrestre, pero tampoco eso era ningún problema.
Te estás volviendo una auténtica apreciadora de hombres, reflexionó, palmeando a Brod en la espalda y volviéndose para regresar al trabajo. Las Perkinitas, que sólo los utilizan para el sexo y la potenciación, no saben lo que se pierden.
La almadía había sido construida en cuatro partes, que serían ensambladas rápidamente a mano cuando las bajaran durante la pleamar. Las vars practicaron todos los movimientos necesarios una y otra vez, en un claro junto al montacargas cubierto. Aunque sin duda sería muchísimo más difícil en el mar, finalmente estuvieron preparadas. Harían el primer intento al día siguiente a primera hora.
Había motivos para darse prisa. Las provisiones sólo durarían ocho o diez días más. Una lancha de la colonia pirata llegaría entonces. Inanna y las demás querían haberse marchado ya para cuando lo hiciera.
¿Y si la lancha no venía nunca? Tanto más motivo para partir pronto. De cualquier forma, estarían hambrientas pero no inanes cuando llegaran a la costa de Mérchant.
Ninguna intentó con mucho énfasis persuadir a Naroin y a Maia para que cambiaran de opinión y las acompañaran. Alguien debía quedarse y dar una excusa cuando el barco de suministros llegara (si lo hacía). Con eso la tripulación de la balsa tendría más tiempo para escapar.
—Enviaremos ayuda —aseguró Inanna.
Maia no tenía intención de esperar hasta que cumplieran la promesa. Las que se quedaban se pondrían de inmediato a trabajar en el plan alternativo de Naroin. Maia tenía motivos propios. Si se llegaba a construir un burdo bote, no navegaría con Naroin y Brod hasta el Continente del Aterrizaje, sino que pediría que la dejaran por el camino. Tenía que ser posible descubrir en qué isla vecina se encontraban Renna y las rads, la base pirata secreta donde Maia planeaba agarrar a Leie, sujetarla, y tener unas palabras con ella.
La noche antes de la botadura, dieciocho mujeres y un muchacho se congregaron tarde alrededor de la hoguera, contando historias, bromeando, cantando salomas. Las vars se burlaban del pobre Brod diciendo que era una lástima que la gloria hubiera sido tan escasa, y preguntándole si estaba seguro de no querer ir con ellas, después de todo. Aunque aliviado en cierto modo por la clemencia del tiempo, Brod también parecía triste de haberse escapado por los pelos. Maia supuso con una sonrisa que algo en su interior sentía curiosidad y estaba dispuesto a aceptar el desafío, si se producía.
No te preocupes. Un hombre tan listo como tú tendrá otras oportunidades, en mejores circunstancias.
La expectación que todas sentían animó el ambiente. Dos de las marineras más jóvenes, una delgada rubia de seis años de Quinnland y una exótica muchacha de siete procedente de Hypatia, empezaron a marcar el compás haciendo chocar la cuchara contra la taza, entonando un rápido himno de celebración que abrió una sesión de cantos de corro.
Ven aquí, ven aquí… ¡No! ¡Vete!,
eso es lo que oímos decir al alférez.
Sé que prometí atacar,
pero perdí la habilidad,
parece que me perdí en la oscuridad.
¿Es primavera, me parece?
Ven aquí, ven aquí, ven aquí, ven aquí.
Oh, venga tú… ¡No, vete!
Era una famosa canción de francachela, y apenas importaba que nadie tuviera nada que beber. Las cantantes se inclinaban alternativamente hacia Brod y luego se retiraban, para embarazo de él y diversión de todas las demás. Una a una, siguiendo el círculo, cada mujer añadía otro verso, más picante, al anterior. Cuando le tocó el turno, Maia pasó con una sonrisa. Pero cuando la ronda parecía a punto de pasar por alto a Brod, el joven se puso en pie de un salto. Al cantar, su voz sonó fuerte, y no se quebró.
Acércate… ¡No, vete!,
dicen las madres del clan.
No pretendíamos incordiar,
ni incomodar,
pero creímos que iba a nevar
y fue lluvia nada más.
Vamos, vamos, vamos, vamos,
oh, acércate… ¡No, vete!
La mayoría de las marineras se rieron y aplaudieron, reconociendo la justicia de su salida. Sin embargo, unas pocas parecieron molestas por su intromisión. Las mismas que, días atrás, no habían querido aceptar el voto de un simple muchacho.
Siguieron más canciones. Tras el animado comienzo, Maia advirtió que el ambiente se iba haciendo menos alegre, más sombrío y reflexivo. En un momento dado, una muchacha bajó la cabeza, dejando que sus cabellos cubrieran su rostro mientras entonaba una suave y hermosa melodía, a capella. Una canción vieja y triste sobre la pérdida de una compañera amada que había ganado un nicho, fundado un clan, y luego había muerto, dejando hijas clónicas a las que nada importaban los tristes amores de su Fundadora var.
He ahí su rostro, oigo su voz,
imágenes y sonidos de la juventud perdida.
Ella vive, inmortal, sin conocerme,
mientras que yo estoy condenada a la muerte.
El viento sopló, levantando chispas del fuego moribundo. Tras esa canción se hizo el silencio hasta que dos vars mayores, Charl y Tortula, empezaron a golpear un tambor improvisado a un ritmo cada vez más rápido. Cantaron una balada que Maia solía oír de vez en cuando en las avenidas de Puerto Sanger en boca de las misioneras Perkinitas. Una epopeya de días pasados, cuando las tiranías herejes llamadas «los reinos» se extendían por las islas de los trópicos. El período casi no se estudiaba en la escuela, ni siquiera lo trataban mucho los fantasiosos romances que Leie solía leer. Pero cada primavera la canción se cantaba en las esquinas, cargada de peligro y de trágico misticismo.
La regla de la fuerza, poderosos y osados,
repitiendo las costumbres de sus padres,
como en los días humanos de antaño,
la regla de la fuerza, su legado.
A la luz de la pira de Wengel,
andando ferozmente, los ojos inflamados,
vinieron los malditos hombres del fuego
a proclamar el Imperio del verano…
En algún momento entre la Gran Defensa y la Era del Reposo (quizás hacía más de mil años), la rebelión se había extendido por toda la Madre Océano. Envalentonados por el renombre recién obtenido tras la expulsión de los terribles invasores alienígenas, los hombres habían conspirado para reestablecer el patriarcado. Apoderándose de las rutas marinas alejadas de Caria, quemaron barcos y ahogaron a los hombres que no quisieron unirse a su causa. En las ciudades que tomaron, todas las restricciones de la ley y la tradición desaparecieron. La estación de las auroras fue, en el mejor de los casos, un desenfreno. En el peor, un horror.
… Imperio del verano, nunca elegido
por las mujeres. ¡Llorad por el destino!
¡Pues un frío hado
clama vigilancia, demasiado tarde!
Cuando Maia le preguntó una vez a una maestra por el episodio, la Sabia Claire hizo una mueca de disgusto.
—La gente simplifica demasiado. Las Perkies nunca hablan en público de las alianzas de los reyes. Recibieron mucha ayuda.
—¿Por parte de quién? —preguntó Maia, sorprendida.
—De las mujeres, por supuesto. Grupos enteros de mujeres. Oportunistas que sabían cómo tenía que terminar.
Sin embargo, Claire se negó a dar más detalles, y en la biblioteca pública no había más que referencias escuetas. Maia sintió tanta curiosidad que Leie y ella se sirvieron del truco de las gemelas para fingir ser clones, y consiguieron entrar en una reunión Perkinita… hasta que algunas parroquianas descubrieron que eran vars, y las expulsaron.
Durante la larga balada, Maia vio cómo las actitudes hacia Brod cambiaban. Las mujeres sentadas cerca de él encontraban una excusa para levantarse: para servirse otra taza de caldo, o ir a la letrina, y cuando regresaban se sentaban más lejos. Incluso Quinnish, la muchacha de seis años que había flirteado descaradamente con Brod durante días, evitó mirarlo a los ojos y se mantuvo cerca de sus compañeras. Pronto, sólo Maia y Naroin estuvieron cerca de él. Valientemente, el joven no dio muestras de darse cuenta.
Era injusto. Él no había tomado parte en crímenes cometidos hacía tantísimo tiempo. Todo habría seguido siendo agradable si Charl y Tortula no hubieran escogido aquella maldita canción. De todas formas, ninguna de aquellas vars podía ser Perkinita. Maia comprendió que los prejuicios pueden ser una cosa compleja.
… para proteger el don de las Fundadoras,
y nunca olvidar el destino
de aquel futuro, pasado y presente
que hay que salvar del pesar del Hombre.
Nadie habló mucho después de eso. El fuego se apagó. Una a una, las futuras aventureras se fueron a la cama. Al regresar de la letrina, Maia pasó a propósito junto al refugio de Brod, separado de los demás, y le deseó buenas noches. Después, volvió a sentarse junto a las ascuas, cuando ya todas las demás se habían acostado, y contempló los troncos brillar y animarse cuando las ráfagas de viento los sacudían.
Un poco más allá, hacia el bosque, Naroin alzó la cabeza.
—¿No puedes dormir, copito de nieve?
Maia respondió encogiéndose de hombros, dando a entender a la otra mujer que se ocupara de sus propios asuntos. Alzando un poco las cejas, Naroin captó la indirecta y se dio la vuelta. Pronto, suaves ronquidos se alzaron de entre las sombras, por todas partes, de aquellos bultos discernibles sólo como contornos vagos. Las ascuas se extinguieron aún más y se hizo la oscuridad, permitiendo que las constelaciones brillaran con fuerza cuando se las podía ver entre las nubes. Los agujeros en el cielo se fueron haciendo más estrechos a medida que pasaba el tiempo.
Sin estrellas que la distrajeran, Maia vio cómo algún soplo de brisa esporádica jugaba con la hoguera apagada. Sacudido por una ráfaga, algún trozo se iluminaba de repente, desprendiendo chispas rojas antes de volver a apagarse con la misma rapidez. Consideró que las pautas de luz y oscuridad no eran en modo alguno aleatorias. Dependiendo de los suministros de combustible, aire y calor, se producían continuos cambios de mayor o menor intensidad. Una zona podía oscurecerse porque las zonas que la rodeaban se iluminaban, consumiendo todo el oxígeno, o viceversa. Maia contemplaba otro ejemplo más de algo que, en cierto modo, se parecía a la ecología. O a un juego. Un juego de fina textura, con complejas reglas propias.
Las pautas eran fascinantes. Otro trance geométrico atrajo su atención, dispuesto a absorberla. Tentada, esta vez rehusó. Su atención era necesaria en otra parte.
Suavemente, sin hacer ningún movimiento brusco, Maia cogió un palo e hizo rodar una de las ascuas más encendidas hasta su taza. La cubrió con un pequeño plato de los suministros dejados por las saqueadoras, y esperó. Pasó una hora, durante la cual pensó en Leie, y en Renna, y en la balada de los reyes… y, sobre todo, en si se estaba comportando como una estúpida al preocuparse por una sospecha que sólo se basaba en la pura lógica, puesto que no tenía ninguna prueba que la apoyase.
Al final, alguien fue a sentarse junto a ella.
—Bien, mañana es el gran día.
Le hablaban en voz baja, casi en un susurro, para evitar despertar a las demás. Pero Maia reconoció la voz sin alzar la cabeza. Lo que pensaba, se dijo, mientras Inanna se sentaba a su izquierda.
—No esperaba que estuvieras demasiado excitada para poder dormir, puesto que vas a quedarte —dijo la gran marinera en un tono desenfadado y amistoso—. ¿Tanto nos echarás de menos?
Maia miró a la mujer, que parecía demasiado relajada.
—Siempre echo de menos a mis amigas.
Inanna asintió vigorosamente.
—Sí, tenemos que volver a vernos, tal vez en alguna ciudad costera. En una ocasión u otra, cuando todas estemos juntas bebiendo cerveza, sorprenderemos a las parroquianas con nuestro relato. —Se inclinó hacia Maia, en tono conspirador—. Por cierto, tengo algo, si quieres un sorbo.
Sacó un frasquito que se agitaba y borboteaba.
—Las malditas saqueadoras se olvidaron de esto, benditas sean. ¿Te apetece una copa? ¿Para no tener resentimientos?
Maia sacudió la cabeza.
—No debería. El alcohol se me sube a la cabeza. Luego no serviré para nada cuando me necesitéis en la botadura.
—Tampoco servirás de nada si estás despierta e inquieta durante toda la noche. —Inanna quitó el tapón y Maia vio cómo daba un largo trago. La marinera se secó la boca y le tendió el frasco—. ¡Ah! Está bueno, créeme. Te pone los pelos en su sitio, y te los quita de donde no encajan.
Con prevención un tanto exagerada, Maia cogió el frasco y olisqueó el fuerte aroma de malta.
—Bueno… sólo uno.
Se llevó el gollete a la boca y dejó que un hilillo de licor corriera por su garganta. Las toses que siguieron a continuación no fueron fingidas.
—¿Qué, no te calienta por dentro? Escarcha para la nariz y jugo de llamas para el estómago. Como digo siempre, no hay mejor combinación.
En efecto, Maia sentía el calor extenderse por su cuerpo, pese a haber bebido tan poca cantidad. Cuando Inanna insistió en que tomara otro trago, no le costó mostrar ambivalencia, atracción y rechazo al mismo tiempo. A pesar de todos sus esfuerzos, un poco más de líquido le mojó la lengua. Era fuerte. La tercera vez que la botella pasó de una a otra, consiguió bloquear mejor el licor, pero el fuerte aroma se le metió por la nariz, haciendo que se sintiera mareada.
—Gracias. Parece… funcionar —dijo Maia lentamente, sin intentar fingir un habla pastosa. Al contrario, habló animadamente, como una mujer achispada que no quiere que se note—. Sin embargo, ahora mismo… pienso que será mejor que lo deje y me acueste.
Con deliberado cuidado, cogió plato y taza y se dirigió hacia su manta que estaba en la periferia del campamento.
—Que duermas bien, virgie —dijo la otra mujer. Era fácil detectar una nota de satisfacción en su voz.
Maia mantuvo la apariencia de una muchacha cansada que se acostaba alegremente para pasar la noche. Pero por dentro rugía, casi segura ahora de que sus sospechas eran ciertas. Disimuladamente, mientras se metía bajo las mantas, observó cómo Inanna se alejaba del círculo de la hoguera para meterse en su propia manta, al otro extremo del campamento. Apenas una sombra difícil de discernir, la mujer no se acostó, sino que permaneció en cuclillas, o sentada, esperando.
Antes nunca habría imaginado una cosa así, pensó Maia. No hasta que Tizbe y Kiel y Baltha… y Leie… me enseñaron lo traicionera que puede ser la gente. Ahora es como si lo supiera todo, una pauta que veo desplegarse.
Todo había comenzado poco después de que las abandonara, en el debate para discutir si había que construir una gran balsa o un par de botes pequeños.
Naroin tenía razón. En aquel archipiélago, una chalupa con vela y timón podría sortear los bajíos y las islas con más posibilidades de escapar, incluso si la localizaban. Una balsa, en caso de ser avistada, sería presa fácil.
Pero eso significaba suponer que los barcos piratas estaban por allí cerca, patrullando con frecuencia. De hecho, las vigías sólo habían visto dos velas lejanas en todos los días que habían pasado desde su abandono. Haría falta una auténtica coincidencia para que las saqueadoras aparecieran justo cuando la almadía zarpara.
A menos que se las avisara de algún modo.
Maia encontraba toda la situación ridícula.
¿Por qué abandonar a un puñado de marineras experimentadas en una isla sin supervisión? Tendrían que saber que intentaríamos escapar. Tratar de recibir ayuda. Alertar a la policía.
Los hoscos murmullos de Naroin tras la crucial votación habían puesto a Maia sobre la pista. ¡Tenía que haber una espía entre ellas! Alguien que guiara el inevitable intento de huida de forma que lo hiciese más vulnerable, más fácil de aplastar. Y, sobre todo, alguien bien situado para advertir a las piratas a tiempo de preparar una emboscada.
Me pregunto cuál será su plan. ¿Capturar a las que vayan a bordo de la balsa y traerlas de vuelta? El fracaso sin duda haría que su moral se viniera abajo, y dificultaría nuevos intentos.
Pero eso no es ninguna garantía contra otros intentos. Deberían trasladar a las fugadas a una prisión más segura, como el lugar donde estaban Renna y las rads.
Pero no. Si ese fuera el caso, ¿por qué no poner a las marineras allí desde el principio?
Fríamente, Maia no conocía más que una respuesta lógica. Por implacable que parecieran después de la lucha, rompiendo el Código del Combate y todo, no pudieron atreverse a asesinar deliberadamente a las cautivas. No con tantos testigos. Los hombres del Intrépido. Renna. Ni siquiera la propia tripulación de las saqueadoras podía conocer un secreto semejante.
¿Pero encargarse de las cosas más tarde? Usar un barco pequeño, tripulado sólo por las piratas de más confianza. Alcanzar la balsa, a la deriva e indefensa. No habría necesidad de luchar. Bastaría lanzar algunas piedras. Marcharse sin dejar rastro. Lástima…
La furia de Maia ardía, evaporando cualquier posible resto de alcohol. Haciéndose la dormida, observaba con los ojos entrecerrados el oscuro bulto que era Inanna, esperando a que se moviera.
Habría sido mejor, más seguro, comprobar sus sospechas de una forma más sutil, acostándose cuando lo hicieron todas las demás, y luego arrastrarse hasta un árbol para vigilar desde allí. Pero eso podría haber requerido toda la noche. Maia no tenía mucha fe en su capacidad de concentración ni sabía si sería capaz de no quedarse dormida. ¿Y si pasaban horas y horas? ¿Y si estaba equivocada?
Mejor hacer salir a la espía pronto. Maia había decidido simular que pretendía permanecer despierta toda la noche. Un molesto inconveniente que tal vez hiciera que a la agente saboteadora le entrase el pánico. Tenía que acelerar el reloj subjetivo de la espía. Obligarla a actuar antes de que pudiera suceder otra cosa.
Y funcionó. Ahora Maia tenía un objetivo que vigilar. Saber que tenía razón favorecía enormemente su concentración.
Sin embargo, el oscuro bulto no se movió. El tiempo parecía pasar con lentitud geológica. Más segundos, minutos, se arrastraron. Le picaban los ojos de tanto fijarlos en un contraste apenas perceptible en la negrura. Decidió cerrarlos por turnos. La mancha de sombra permaneció inmóvil.
El humo de las ascuas revoloteó hacia ella. Maia se vio obligada a cerrar los ojos más tiempo, para que no se le resecaran.
El pánico se apoderó de ella cuando volvió a abrirlos. En algún momento… quién sabía cuándo, había dado una cabezada, quizás incluso se había dormido. Fijó la vista, intentando detectar algún cambio al otro lado del campamento, y sintió una creciente incertidumbre. Tal vez no fuera aquel leve bulto lo que tenía que vigilar, después de todo. Tal vez fuera otro. Se había quedado dormida y ahora su objetivo se había marchado. ¡Oh, si al menos aquella noche hubiera luna!
Si descubriera con qué planea hacer las señales. Ése había sido el motivo de que Maia diera paseos y más paseos por la isla, con la excusa de estudiar los horarios de las mareas. Había metido la cabeza bajo troncos y en cavidades rocosas por todo el perímetro. Por desgracia, no logró descubrir lo que estaba oculto, y ahora debía decidir. ¿Esperar un poco más? ¿O intentar dirigirse al bosque y empezar a buscar a alguien que ya podía llevarle una buena delantera?
Maldición. Nadie podría ser tan paciente. Tiene que haberse marchado ya.
Bien, allá voy…
Maia estaba a punto de quitarse la manta, pero se detuvo bruscamente cuando la sombra se movió. Hubo un leve sonido, mucho más suave que los estentóreos ronquidos del joven Brod. Maia vio embelesada cómo una forma se incorporaba, y luego se marchaba muy despacio. En un momento determinado, un puñado de estrellas quedaron ocultas por la silueta de una mujer fornida.
Ahora. Tan silenciosamente como le fue posible, Maia se destapó y rodó por el suelo. Sacó de debajo de su manta las cosas que había preparado antes. Una vara envuelta en un extremo con enredaderas resecas. Un cuchillo de piedra. La taza que contenía un trozo de ascua que apenas brillaba ya. Siguiendo un camino cuidadosamente memorizado, se internó en el bosque, hasta llegar a un sitio escogido, donde se detuvo y escuchó.
¡Allí, al este! Crujían ramitas y guijarros, levemente al principio, pero con creciente descuido a medida que la distancia entre la espía y el campamento aumentaba. Maia se obligó a esperar un poco más, verificando que la mujer no se detuviera a intervalos, para ver si la seguían.
No hubo interrupciones. Excelente. Cuidando de hacer el menor ruido posible, con los ojos atentos a las ramas secas del suelo del bosque, Maia empezó a seguirla. La pista se internaba entre los árboles, lo que explicaba por qué en su exploración de los acantilados no había descubierto nada. Fue razonable pensar que el aparato para hacer señales estuviera guardado en un lugar donde una lámpara o linterna pudiera ser vista desde otra isla. Pero Inanna era demasiado lista para esconder las cosas donde pudieran ser descubiertas por casualidad.
El pie de Maia tropezó con algo agrietado y crujiente, cuya queja al ser aplastado pareció lo bastante fuerte para despertar a Perséfone en el Hades. Se detuvo en seco, intentando escuchar, pero le estorbaban los acelerados latidos de su corazón. Tras una larga pausa, oyó por fin que los suaves pasos reemprendían el camino por delante de ella. Algo iluminado sólo por las estrellas apareció ante un grupito de árboles, perturbando su simetría. Maia continuó la persecución, más atenta que nunca.
Fue una suerte. Cuando las nubes se hicieron más densas y la oscuridad fue aún mayor, un leve olor la detuvo de nuevo. Un cambio en el flujo del aire, del viento. Los pasos de su presa se desviaron repentinamente a la izquierda, y Maia comprendió bruscamente por qué.
Justo delante, en la dirección hacia la que se movía, unas cuantas estrellas aparecieron brevemente, provocando un millar de reflejos brillantes en una concavidad: el cráter, mucho más temible que de día. El precipicio cristalino se abría a pocos metros, como las mandíbulas de un ser antiguo y poderoso, ansioso por un bocado de medianoche. Maia deglutió con dificultad. Se volvió hacia la izquierda y continuó, escrutando el suelo con más atención que antes. Por fortuna, el sendero no tardó en apartarse del terrible pozo. Un poco más adelante, se produjo un leve sonido, como el rozar de piedra contra piedra. Maia se detuvo, lo oyó repetirse. Entonces esperó un poco más.
Nada. Silencio. Sólo el viento y el bosque. Atenta, por si se trataba de una trampa, Maia continuó inmóvil y contó hasta sesenta. Por fin, continuó avanzando, concentrándose para no perder la localización de aquel sonido final. Una abertura en el manto de nubes, cerca del horizonte, mostró una esquina de la constelación Ciclista. La usó como referencia mientras sorteaba árboles y otros obstáculos, hasta que finalmente llegó a la conclusión de que algo iba mal.
Debo de haber ido demasiado lejos. ¿O no?
No podía ver ni oír a nadie. No podía descartar la idea de una emboscada.
Dos pasos más hacia delante y sus pies rozaron una superficie plana y arenosa, salpicada a intervalos regulares por finos canales. Tras mirar en derredor, Maia se dio cuenta que se encontraba entre enormes formas rocosas, en un claro donde no crecían ni siquiera arbustos. Extendió la mano para tocar la más cercana de las gastadas piedras. Piedra trabajada con ángulos rectos erosionados. Era una de las ruinas que cubrían la altiplanicie de la isla. Pocos lugares serían más adecuados para colocar una trampa.
Con cuidado, fue palpando el camino a lo largo de una pared hasta que ésta terminó. Pasando al otro lado, verificó que nadie la esperaba detrás. No allí, al menos. Maia se arrodilló y dejó su carga en el suelo. Cerró un ojo, para proteger su adaptación a la oscuridad (un truco que le había enseñado hacía mucho tiempo el viejo Bennett, durante sus noches dedicadas a la astronomía), y alzó la taza que contenía el ascua. Protegiéndola con una mano, sopló hasta que cobró vida, y luego la colocó encima de las hojas secas que remataban su palo. Maia cogió el cuchillo de piedra con la mano izquierda, y agarró el mango de la vara con la derecha. Brotó un poco de humo.
Bruscamente, la antorcha prendió con un audible fogonazo. Maia se puso rápidamente en pie, alzándola por encima de su cabeza para que iluminara todo menos sus ojos. Las oscuras sombras huyeron hacia las paredes de piedra y los troncos de los árboles. Dispuesta a explotar el factor sorpresa, Maia corrió para dar la vuelta a las ruinas, asomándose a todos los rincones donde Inanna podía estar parpadeando, deslumbrada.
Nada. Maia dio otra vuelta, esta vez comprobando los lugares donde podía haber algo oculto, incluso las ramas más bajas. En cualquier momento, si era necesario, estaba dispuesta a usar la antorcha como arma.
Maldición. Inanna debe de haber estado lo bastante lejos para agacharse cuando encendí la antorcha. Lástima. Creía que por fin había aprendido a hacer las cosas bien. Supongo que hay gente que no cambia.
Sintiéndose agotada, decepcionada, Maia buscó la zona más plana entre las ruinas y se sentó.
La piedra se movió bajo su peso.
Se levantó y se dio la vuelta, acercando la antorcha a la losa. Parecía sólo otro trozo de pared cincelada, entre un montón más. Vamos. Te estás precipitando.
Una brisa hizo que las llamas fluctuaran hacia arriba.
¿Hacia arriba? Maia extendió la mano, y notó una leve corriente de aire. Dio con el pie un pequeño empujón a la losa. Piedra rozando contra piedra, un sonido familiar. La losa se movió con facilidad.
—Bueno, soy una sangradora atip. —Maia parpadeó ante una súbita visión mental del cráter cristalino, con el aspecto que tenía durante el día.
Había imaginado una red de formas regulares tras la vítrea cobertura, y luego lo había descartado como producto de su hiperactivo sistema de reconocimiento de pautas. Pero ahora la concepción mental volvió a aparecer ante ella: capas que había considerado sedimentarias, pero a las que la imaginación daba formas de habitaciones, corredores.
—Por supuesto.
Alguien había excavado una especie de mina o de sistema de túneles aquí. Tal vez lo habían hecho por seguridad, aunque no consiguieron nada contra lo que fundió aquel terrible agujero.
Tras inclinarse a examinar la piedra, Maia intentó desentrañar su secreto. ¿Echarla hacia atrás? No, ya veo. ¡Empujarla a la izquierda… y luego hacia arriba!
La losa rotó, revelando un sólido trabajo de ranuras y clavijas. Unas escaleras de piedra, bastante burdas en la porción superior, se perdían en la oscuridad. Con cuidado, Maia adelantó una pierna y se internó en ellas, agachándose torpemente bajo las raíces del bosque.
La antorcha está ya medio consumida. Será mejor que lo hagas rápido, muchacha.
Los peldaños se terminaban unos cinco metros más abajo; seguía un túnel bajo sostenido por arcos primitivos. Maia tuvo que agacharse mientras las llamas lamían el techo, prendiendo telarañas y convirtiéndolas en piras chispeantes. Por fin, el pasadizo desembocó en una habitación subterránea.
Polvo y pedazos de piedra cubrían todas las superficies, excepto una mesa de madera y una silla rodeadas de marcas de roces y pisadas. En un rincón había un cubo de basura, cuya capa superior consistía en mondas de naranja y frutas aún aromáticas. Alguien ha estado comiendo mejor que las demás, pensó, amargamente. En una caja de madera encontró una bolsa de galletas de sésamo y una naranja, ya algo pasada. No me extraña que tengas tanta prisa por botar la almadía. Te estabas quedando sin suministros, Inanna.
Una manta colgaba sobre la única salida. Maia la descorrió. Unos cuantos metros más allá, había otras escaleras. Hizo tiras la manta, y envolvió la mitad en la antorcha, justo debajo de la parte ardiente. Una tira prendió demasiado pronto y la dejó caer, maldiciendo entre susurros. Maia se guardó el resto en el cinturón, junto con el cuchillo, y continuó avanzando.
La polvorienta sensación de tiempo fue aumentando mientras descendía en espiral por las escaleras cilíndricas. Eran las originales, finalmente talladas y gastadas varios centímetros en el centro por incontables pisadas. Cada peldaño tenía la forma de un segmento circular, y cada eje radial se apoyaba en el que tenía debajo. En el centro, las proyecciones en forma de disco de cada cuña se apilaban unas sobre otras, formando una barandilla redonda y vertical que Maia utilizó para apoyarse mientras bajaba más y más, vuelta tras vuelta.
Después de bajar unos diez metros, Maia se detuvo ante una puerta y un rellano que conducían a habitaciones oscuras. La luz de la antorcha reveló techos en forma de arco, algunos desplomados, que se perdían en la negrura total. No se oía nada. El polvo intacto indicaba que nadie había recorrido aquella zona en años. Sintiéndose extrañamente helada, Maia continuó bajando, pasó por un segundo rellano… y por un tercero… y otro más, hasta que por fin oyó claramente un sonido que subía por el hueco. Leve, aunque muy claro, tenía su origen más abajo.
¡Oh, si hubiera un ascensor!, se dijo Maia con ironía, mientras pensaba en lo que sería rehacer todo el camino subiendo. Ni siquiera la maldita bodega Lamai era así. Era un lugar odioso, pero al menos tenían un montacargas y una ristra de bombillas de dos vatios. No tenía claro lo que haría si se quedaba allí atrapada con la antorcha apagada. En teoría, regresar sería simple. Bastaría seguir las escaleras hacia arriba, y abrirse paso hacia el aire fresco. En la práctica, sin duda sería aterrador. Me pregunto qué clase de lámpara tiene Inanna.
Ahora las paredes estaban resquebrajadas, como torturadas por un antiguo golpe o temblor. Peor, los mismos peldaños estaban hendidos, rotos. Su parte inferior había cedido, aquí y allá, lanzando una lluvia de escombros de piedra sobre los tramos inferiores de escalera. Algunos se bamboleaban de una forma que Maia encontró enervante. En varias zonas había huecos.
Maia estaba segura ya de que el gran cráter cristalino no era volcánico, ni natural, sino un artefacto de guerra. Aquí había vivido gente, en las profundidades, buscando protección. Y alguien había venido a por ella, sacudiendo los niveles más profundos.
La escala de aquellos antiguos acontecimientos la asustaba, y ahora mismo lo último que necesitaba era más miedo.
Los sonidos se aproximaban: chasquidos ocasionales. Y una brisa fresca.
Maia estuvo a punto de tropezar cuando las escaleras se acabaron. La tensa espiral terminaba sin previa advertencia en una habitación con puertas que se abrían en tres direcciones. Al principio tuvo que recorrer el perímetro de la cámara, intentando enderezar la postura agachada que había mantenido inconscientemente durante el descenso. Finalmente, se chupó un dedo para sentir la brisa, contempló el fluctuar de la antorcha moribunda, y buscó las huellas en el suelo.
Esa puerta.
Detrás se extendía un pasadizo tallado en roca de la isla, que se prolongaba habitación tras habitación, hasta donde alcanzaba la tenue luz de la antorcha. Maia introdujo la antorcha en la primera cámara, y la encontró vacía, a excepción de un gran banco de piedra pulida que tenía una disposición regular de agujeros uniformes abiertos en su superficie superior, como si alguien lo hubiera preparado para que sujetara los tacos de algún extraño juego. Sin embargo, supo instintivamente que en aquella especie de cripta nunca se había practicado «juego» alguno. Sintió un escalofrío.
Los golpecitos se hicieron más fuertes cuando continuó caminando. Un grave susurro también aparecía y desaparecía, rítmicamente. La antorcha empezó a chisporrotear. Era el momento de decidir si la alimentaba con más tiras de tela o si dejaba que se apagase. Le hizo falta todo su valor para tomar la decisión lógica.
Maia avanzó con la mano izquierda apoyada en la pared, los ojos intentando memorizar el contorno del pasillo anterior… Entonces sucedió. Un último aleteo y la antorcha se apagó. Sumida en una súbita y total oscuridad, frenó el paso pero siguió moviéndose, combatiendo la urgencia de echar a correr en la dirección opuesta. En cambio, pisó con cuidado para evitar hacer sonidos innecesarios.
Bruscamente, sus dedos perdieron contacto con la pared izquierda, lo que le provocó una oleada de vértigo. No te dejes llevar por el pánico. Es sólo la puerta siguiente, ¿recuerdas? Sigue avanzando, extiende el brazo, y encontrarás la otra jamba.
Tardó una eternidad… o unos cuantos segundos. Debió de desviarse al avanzar, pues el siguiente contacto físico se produjo cuando golpeó el otro extremo de la entrada con el codo. Le dolió, aunque restaurar el contacto le resultó tranquilizador, así como atravesar el umbral. En medio de la negrura absoluta, resultaba aún más fácil que antes imaginar monstruos. Criaturas que no tenían necesidad de luz.
Las auténticas stratoianas, pensó, intentando liberarse de una espiral de pánico. Había cuentos tontos que contaban las hermanas mayores sobre las míticas y primigenias habitantes de Stratos, expulsadas hacía tiempo por la invasión homínida. Antaño tímidas e inocentes, las criaturas habitaban ahora bajo tierra, lejos del cielo abierto. Amargas, vengativas… hambrientas. Era un cuento de hadas, por supuesto. Que ella supiera, no existía prueba alguna de la existencia de seres semejantes.
Pero claro, tampoco había oído jamás de cráteres de cien metros brotando en mitad de las montañas.
Otra puerta engulló la mano de Maia, sobresaltándola más que la vez anterior, convenciendo a su susceptible imaginación que unas mandíbulas vengativas estaban a punto de cerrarse a la altura de su hombro. Cuando la pared apareció, esta vez golpeando su muñeca, dejó escapar un suspiro físico de alivio.
Basta. Piensa en otra cosa. En el Juego de la Vida.
Lo intentó. Había muchas cosas con las que trabajar. Las manchas que su córtex cerebral producía, a falta de los impulsos visuales de los ojos, creaba ante ella un panorama de puntos efímeros que fluctuaban como el tablero de Renna a máxima velocidad. Era fascinante pensar que allí pudiera haber significado. Algún gran secreto o principio que encontrar entre las descargas aleatorias de fondo que tenían lugar dentro de su propio cráneo.
Y también puede que no signifique nada.
Maia reemprendió la marcha, atravesando otra puerta, y otra. Antes de que pasara mucho tiempo, estuvo segura de que los sonidos se habían hecho más fuertes, más claros. Pronto supo que sus primeras sospechas eran acertadas. Sólo podía tratarse del sonido del agua. Debo de haber bajado hasta cerca del mar.
Notó el olor del aire fresco. Más importante, casi podía jurar que en lo alto la horrible oscuridad era aliviada por un leve resplandor. Una tenue fuente de luz. Incluso antes de que distinguiera conscientemente el suelo, le resultó más fácil caminar. Zonas más claras en la oscuridad le hicieron tener más confianza en sus pasos.
Pronto tuvo más que sospechas. Por delante, vio lo que sólo podía ser un reflejo. Una pared, levemente iluminada por alguna suave fuente de luz que no podía ver de modo directo.
Maia se acercó con cuidado. Era una intersección en forma de T, iluminada por un lado. Se deslizó a lo largo de la pared derecha, llegó a la esquina y asomó apenas un ojo.
Era otro pasillo que terminaba unos veinte metros más allá en una gran sala. La fuente de luz se encontraba dentro, aunque no a la vista. Mientras empezaba a acercarse, vio aquellos extraños reflejos ondulantes que se agitaban en el techo de la habitación. Los sonidos eran más fuertes, un inconfundible goteo de líquido sobre líquido. En la distancia, las olas rugían al golpear contra las rocas.
Así que de eso se trata. Maia se detuvo en la entrada, cuyas puertas dobles, en otro tiempo orgullosas, se combaban ahora hacia las paredes, reducidas a tablones cubiertos de moho y sujetos por goznes oxidados. Dentro había otra mesa y sobre ella una lámpara de aceite con un pábilo mal ajustado. Más allá, la mitad de la amplia alcoba descendía hasta una laguna de agua de mar. Diez metros más lejos, la plácida superficie pasaba bajo un saliente rocoso, parte de un túnel que conducía a la oscuridad y finalmente (a juzgar por los sonidos apagados) al mar abierto. Había un pequeño bote atracado a un embarcadero, el mástil desmontado, la vela plegada pero lista.
Maia sujetó su palo con ambas manos, dispuesta a blandirlo si era necesario. Miró a derecha e izquierda, pero no había nadie a la vista. Tampoco había otras salidas. El vacío era más enervante que cualquier confrontación directa.
¿Dónde está?
Maia se acercó a la mesa. Junto a la lámpara había una especie de caja abierta provista de botones y de una pequeña pantalla. Reconoció una consola de comunicación; estaba conectada a un fino cable que se prolongaba hacia el túnel marino. Una antena, presumiblemente. ¿O quizás un enlace de fibra, una conexión directa con otra isla? Parecía una extravagancia. Pero con el tiempo, podía merecer la pena, si la trampa—prisión se usaba con mucha frecuencia.
La pantalla estaba iluminada con una, línea de letras diminutas. Quizás el mensaje le revelara algo. Maia colocó el palo sobre la mesa y se inclinó hacia delante para leer.
¡Oh, sangradoras…!
Maia agarró su arma cuando un sonoro estrépito explotó a su espalda. Girando con la antorcha muerta en las manos, vio cómo la antigua y ajada puerta se desplomaba cuando una furia en forma de mujer cargaba contra ella. El alarido de Inanna sacudió las paredes de piedra, haciendo que Maia temblara, golpease el aire y no alcanzara a la saqueadora, quien esquivó hábilmente el mandoble, agarró la camisa y el cinturón de Maia, y usó su fuerza bruta más su impulso para lanzarla por los aires.
La trayectoria de Maia duró lo suficiente para que ésta se diera cuenta hacia dónde se dirigía. Soltando el inútil palo, inhaló profundamente antes de que el agua la golpeara con su puño helado. De la impresión perdió la mitad del aire de sus pulmones. Con todo, consiguió no salir de inmediato a la superficie. Por pura fuerza de voluntad, se zambulló y pataleó, nadando tan profundo como pudo hacia la derecha. Si era posible salvar una cierta distancia sin que Inanna lo supiera, podría salir rápidamente, preparándose para una lucha igualada: la desesperación juvenil contra la experiencia.
¿Una lucha igualada? Ni lo sueñes.
Maia se sintió llegar al límite. En el último segundo, se acercó al negro borde de la laguna y salió a la superficie. Jadeando, se agarró con ambos brazos y subió una pierna, intentando auparse. Pero casi de inmediato un dolor lacerante se la hizo retirar. Parpadeando, vio a su enemiga alzarse sobre ella con la pierna levantada para descargar otro golpe.
Llevada por la necesidad, se concentró en aquel objetivo y se rebulló, agarrándosela y retorciéndosela. Inanna se tambaleó con un grito y cayó, golpeándose la pelvis contra el suelo de piedra.
Una vez más, Maia luchó por salir del agua. Esta vez tenía ya una rodilla en la roca y se impulsó…
La otra mujer se recuperó demasiado rápidamente. Rodó, derribando a Maia, lanzándola al agua una vez más. Entonces los brazos de Inanna se convirtieron en molinos de viento que descargaron sin cesar golpes sobre la cabeza de la muchacha. Una mano la agarró por el pelo, empujándola bajo la superficie. Maia luchó por soltarse, por nadar hacia otro lugar, incluso hacia el centro de la laguna. El túnel podría ofrecerle algún tipo de refugio, aunque más allá se encontraban el mar abierto y la muerte.
Consiguió ganar cierta distancia, entonces se detuvo con un súbito tirón. ¡Inanna la tenía cogida por el pelo!
Maia estalló, sorbiendo aire, y se sintió arrastrada de nuevo hacia el borde. Pataleó contra el malecón de piedra, esperando arrastrar a Inanna consigo. Pero la mujer se sujetó bien, arrastró a Maia y, una vez más, la agarró por la cabeza y la sumergió.
Mientras las burbujas se le escapaban por la boca, Maia se palpó el cinturón. Las tiras de la manta se interponían, pero por fin encontró el cuchillo de piedra. Liberarlo de los pliegues del cinturón y los pantalones casi la llevó al límite de sus fuerzas antes de que el éxito la recompensara. Desesperada, sin demasiada fuerza para apuntar, alzó el brazo y descargó un tajo.
El grito resonó, incluso bajo el agua. La presión cedió y Maia: emergió, sorbiendo aire entre gemidos. Entonces, casi sin solución de continuidad, las manos volvieron a agarrarla. Maia las apuñaló, alcanzándolas otra vez. De repente, una sólida tenaza asió su muñeca.
—Buen movimiento, virgie —dijo la saqueadora con los dientes apretados, controlando el dolor—. Ahora lo haremos despacio.
Todavía sujetando la muñeca de Maia, Inanna utilizó la otra mano para seguir hundiéndole la cabeza en el agua… entonces dio un tirón para permitirle respirar. La expresión difusa del rostro de la mujer era de total diversión. El momento de respiro terminó y Maia se sumergió de nuevo. Todavía debatiéndose, trató de apoyarse contra la pared, pataleando. Pero Inanna estaba bien sujeta, y pesaba demasiado para que pudiera derribarla por la fuerza.
El frío entumecedor empezaba a apoderarse de Maia, bañando y suavizando el dolor de las magulladuras y de sus pulmones ardientes. Advirtió que el agua que la rodeaba se volvía de colores, en parte a causa de la inconsciencia que comenzaba a envolverla, pero también de una creciente mancha roja. La sangre brotaba a raudales de los cortes de Inanna, tiñendo los brazos y el cabello de Maia. Inanna quedaría muy debilitada. Buena noticia si la lucha tenía mucho futuro.
Pero era el fin. Maia sentía que las fuerzas se le acababan. El cuchillo de piedra escapó de su mano flácida. Cuando Inanna volvió a sacarle la cabeza a la superficie, apenas tuvo energías para jadear. Vio que la saqueadora la miraba con una expresión extraña. Inanna empezó a inclinarse hacia delante, preparándose para lo que sería el último ataque.
Sin embargo, Maia se encontró preguntándose aturdida: ¿Por qué hay tanta sangre?
La mujer seguía adelantándose, inclinándose más de lo que era necesario para asesinar a Maia. ¿Para burlarse? ¿Para murmurar palabras de despedida? ¿Un beso de adiós? Su rostro gravitó hasta que, de golpe, cayó con todo su peso al agua, encima de Maia, arrastrándola con ella al fondo.
La sorpresa se convirtió en acción. En alguna parte, Maia encontró la fuerza para zafarse de la tenaza cada vez más débil de su enemiga. La última imagen que tuvo de la saqueadora, grabada al rojo en su cerebro, fue sorprendentemente la de una flecha asomando en la base de su cuello.
Maia salió a la superficie tan débil que no pudo emitir más que un débil e inadecuado suspiro interno. Incluso eso se difuminó mientras volvía a hundirse… sólo para sentir cómo una mano se cerraba alrededor de sus cabellos flotantes.
Fue lo último que supo durante un rato.
—Supongo que podría haber intervenido antes, o hecho algo más. Tenía una preparada, lista para volar. De todas formas, pareció una buena idea en su momento.
Maia no comprendía por qué Naroin se estaba disculpando.
—Te doy las gracias por salvarme la vida —dijo, temblando en la silla, envuelta en lo que parecía toda una hectárea de vela, mientras la ex contramaestre examinaba el cuerpo de Inanna en busca de pistas.
—Estamos en paz. Me has salvado de quedar hecha papilla. Yo también me he dedicado a seguir a esta zorra, pero la he perdido. Me habría caído al cráter si no hubieras encendido la antorcha cuando lo hiciste. De cualquier manera, me costó mucho trabajo encontrar las escaleras después de que tú entraras.
Naroin se levantó.
—¡Carne de lúgars y guiñapos! Nada. Ni una maldita cosa. Era una profesional, desde luego. —Naroin soltó el cadáver y se acercó a la mesa para estudiar la consola comunicadora—. ¡Maldición y maldición!
—¿Qué pasa?
Naroin sacudió la cabeza.
—No es una radio. Debe de ser un enlace por cable. Puede que esté conectado a un señalizador infrarrojo, colocado en las rocas, fuera.
—Oh. Yo… no ha—había pensado en esa po—posibilidad.
No había otra forma de controlar los temblores excepto quedarse allí, envuelta en la vela del pequeño bote. La ropa de la muerta estaba mojada y la de Naroin era demasiado pequeña para compartirla.
—¿Entonces no podemos llamar a la policía?
Con un suspiro, Naroin se sentó en el borde de la mesa.
—Copo de nieve, la tienes delante.
Maia parpadeó.
—Por supuesto.
—Sabes lo suficiente para deducirlo de un momento a otro, así que supongo que es mejor decírtelo ahora que esperar a que exclames «¡Eureka!» de repente, allá afuera.
—La droga… estabas investigando…
—En Lanargh, sí. Durante algún tiempo. Luego me asignaron algo más importante.
—Renna.
—Mm. Al parecer tendría que haberme quedado contigo. Pero nunca imaginé un caso como éste. Se ve que hay gente de todo tipo a la que no le importa hacer lo que haga falta con tal de utilizar a tu Hombre de las Estrellas.
—¿Incluyendo a tus jefas? —preguntó Maia, enarcando una ceja.
Naroin frunció el ceño.
—Hay gente en Caria preocupada por una invasión, o por otras amenazas a Stratos. Personalmente, estoy convencida de que él es inofensivo. Pero eso no garantiza que no represente ningún peligro…
—No me refería a eso, y lo sabes —cortó Maia.
—Sí. Lo siento. —Naroin parecía preocupada—. Sólo puedo hablar por mi jefa directa. Es de fiar. ¿Y las políticas de más arriba? No lo sé. Ojalá lo supiera, bien lo sabe Lysos.
Guardó silencio, luego se inclinó para estudiar de nuevo la consola.
—La cuestión es: ¿tuvo Inanna tiempo de enviar la noticia de la huida de mañana? Tenemos que asumir que sí. Eso da al traste con nuestro plan de aprovecharnos de haberla descubierto. Con las saqueadoras de camino, no podremos utilizar el esquife. —Naroin indicó el bote atracado cerca—. Cierto, has salvado un puñado de vidas, Maia. Las demás no se lanzarán ahora a una trampa. Pero eso sigue dejándonos aquí para que nos pudramos.
Maia apartó los pliegues de burda tela y se levantó. Frotándose los hombros, empezó a caminar hasta el agua, luego se volvió. A través del túnel llegaba el sonido de la marea que bajaba.
—Tal vez no —dijo, tras una larga y reflexiva pausa—. Tal vez haya un modo, después de todo.
Cuaderno de Bitácora del Peripatético
Misión Stratos
Llegada + 52.364 Ms
Tal vez lo haya interpretado todo mal. Este gran experimento no trata del sexo, después de todo. El objetivo de reducir al mínimo el peligro y la lucha inherente en los varones… eso no fue más que una fachada. El auténtico tema fue la clonación. Dar a los humanos una alternativa para copiarse a sí mismos. Si los hombres fueran capaces de parir sus propios duplicados, como hacen las mujeres, seguro que Lysos los habría incluido también en su plan.
Las psicólogas hablan aquí de envidia al embarazo por parte de niños y hombres. Por mucho éxito que consigan en la vida, lo máximo que un varón stratoiano puede esperar es reproducción por delegación, no creación personal, y nunca duplicación. Es un tema bastante válido en otros mundos, pero en Stratos queda más allá de toda discusión.
Los resultados preliminares de los bioanálisis específicos han llegado, demostrando que no estoy contaminado de ninguna plaga interestelar… al menos de ninguna que pueda contagiar a las stratoianas por contacto casual. Es un verdadero alivio, dado lo que la peripatética Lina Wu causó inadvertidamente en Reichsworld. No tengo ningún deseo de ser el vehículo de una tragedia semejante.
A pesar de esos resultados, algunas facciones stratoianas aún quieren mantenerme en semicuarentena, para «reducir al mínimo la contaminación cultural». Por fortuna, la mayoría de las miembros del Consejo parecen empezar, aunque gradualmente, a relajarse. He empezado a recibir un flujo constante de visitas: delegaciones de varios movimientos y clanes y grupos de interés. La consejera de seguridad Groves no está nada contenta, pero constitucionalmente no hay nada que pueda hacer al respecto.
¡Hoy ha sido una delegación de una sociedad de herejes que quiere venirse conmigo, cuando me marche! Están dispuestas a enviar misioneras al Reino Homínido, para difundir la palabra del «Modo Stratos». La contaminación cultural dirigida hacia fuera es vista siempre como una «revelación».
Les expliqué la capacidad limitada de mi nave, y tuvieron que contentarse con mi promesa de llevarme grabaciones. No es que importe. Dentro de unos cuantos años, o de unas cuantas décadas, podrán pronunciar sus sermones en persona.
Cuando me enviaron a seguir las investigaciones de las sondas robot de este sistema, esperaba lanzamientos de hielonaves tras la recepción de mi informe. Pero el Cúmulo Florentina no perdió tiempo. Cy me informa que sus instrumentos han detectado ya las primeras hielonaves. Parece que el Phylum llegará antes de lo que yo esperaba, poniendo fin a las negociaciones y acabando con todas las discusiones entre consejeras y sabias sobre la preservación de su noble aislamiento.
En este momento, a pesar del estado de sus instrumentos, las sabias de Stratos lo saben también, y empiezan a exigir respuestas.
Será mejor que se lo diga yo primero.
Antes, hay que tratar otro asunto… el empeoramiento de mi salud mental y física.
No es la gravedad o la densa atmósfera. Periódicamente, sufro lapsos en los que mis simbiontes se rebelan, y debo descansar en mis habitaciones durante un día o dos, incapaz de salir al exterior. Estos episodios son pocos, afortunadamente. La mayor parte del tiempo me siento bien y fuerte. El peor problema con el que me encuentro es psicoglandular, y no tiene nada que ver con el aire o la tierra.
Como visitante masculino veraniego, sin el apoyo de ningún clan, mi posición en Caria ha sido ambigua. Incluso aquellos clanes que aprueban mi misión han sido cautelosos en privado. Sería demasiado pretender que pudieran tratarme como a esos varones favorecidos que reciben cada vez que aparecen las auroras. Nadie quiere ser la primera en arriesgarse a quedar embarazada accidentalmente de un alienígena cuyos genes podrían perturbar el plan de las Fundadoras.
Esa precaución cuasiparanoica tenía sus ventajas. La fría actitud ayudó a contener mis impulsos dormidos. Incluso después de largos viajes, nunca he buscado las atenciones femeninas, excepto las de aquellas que se preocuparon por mí.
Sin embargo, con la llegada del otoño, las actitudes se suavizan. Los encuentros sociales se vuelven más cálidos. Las mujeres me miran, conversan conmigo, incluso me sonríen. Algunas a las que provisionalmente considero amigas (Melina del Clan Cady, por ejemplo, o esa sorprendente pareja de sabias de la Casa Pozzo, Horla y Poulain) ya no se ponen a la defensiva, sino que parecen contentas con mi presencia. Se acercan, me tocan el brazo, y comparten chistes animados, incluso provocativos.
Qué irónico. A medida que mi aislamiento se reduce, la incomodidad aumenta. Día a día. Hora a hora.
Iolanthe, Groves y la mayoría de las otras parecen ajenas al hecho. Aunque son conscientes de que funciono de manera distinta a sus varones, parecen asumir inconscientemente que la mengua otoñal de la Estrella Wengel también apaga mis fuegos. Sólo la consejera Odo comprende. Me captó durante un paseo por los jardines universitarios. Odo piensa que es un problema que se podría resolver fácilmente visitando una Casa de Placer, dirigida por uno de esos clanes especializados que son expertos en todo tipo de precauciones, incluso con un alienígena lujurioso.
Me temo que me puso colorado. Pero, dejando a un lado la vergüenza, me enfrento a claras incertidumbres. A pesar de la proporción hombre—mujer, Stratos no es una fantasía sexual adolescente hecha realidad, sino una sociedad compleja llena de contradicciones, peligros y sutilezas que aún no he empezado a sondear. La situación es lo bastante peligrosa ya sin necesidad de añadir factores de riesgo.
Soy diplomático. Otros hombres (enviados, sacerdotes y emisarios de todas las épocas) han hecho lo que yo debería hacer. Elevarse por encima del instinto, dejar que domine la profesionalidad, el autocontrol.
Sin embargo, ¿qué célibe de tiempos remotos tuvo que soportar los estímulos que yo soporto, un día sí y el otro también? Puedo sentirlos bajar desde el nervio óptico hasta mis raíces.
Vamos, Renna. ¿No es sólo una cuestión de claves sexuales? Algunas especies se excitan por medio de feromonas, o por exhibiciones sorprendentes. Los homínidos masculinos se activan visualmente: los chimpancés con colores excitantes; los hombres de Stratos, con luces estivales en el cielo. Los humanos al viejo estilo reaccionan a los estímulos más incómodos de todos, a los más incesantes, perennes y omnipresentes. Estímulos que las mujeres no pueden dejar de manifestar, sea cual fuere su condición, o estado, o pretensión.
No es culpa de nadie. La naturaleza tuvo sus motivos, hace mucho tiempo. Con todo, cada vez soy más capaz de comprender por qué Lysos y sus aliadas decidieron cambiar esas reglas problemáticas.
Por enésima vez… ¡si una peripatética hubiera sido enviada a esta misión!
Maldición, sé que estoy divagando. Pero me siento inflamado, absorbido por tanta fecundidad intocable que huye ante mí en todas direcciones. El insomnio me asalta, y no puedo concentrarme, justo en el momento en que debo conservar la cabeza. Un momento en el que me hacen falta todos mis recursos.
¿Estoy racionalizando? Tal vez. Pero por el bien de la misión, no veo otra opción.
Mañana le pediré a Odo… que arregle las cosas.
—Las zorras se impacientan —comentó Naroin, mirando la pequeña pantalla—. He visto su proa por segunda vez, y un destello de binoculares. Están esperando hasta el último momento.
Maia soltó un gruñido de asentimiento. Era todo lo que podía permitirse, mientras atendía los remos. Poderosas e intermitentes corrientes intentaban apoderarse del pequeño bote y aplastarlo contra la cara del acantilado cercano. Ella, junto con Brod y las marineras, Charl y Tress, tenía que remar frecuentemente para mantener la posición del esquife. De vez en cuando, tenían que levantarse y usar palos para apartarse de rocas afiladas y mortíferas. Mientras tanto, con una mano en el timón, Naroin usaba el aparato espía de Inanna para seguir los acontecimientos que tenían lugar más allá del otro lado de la isla.
Esto no sería tan difícil si pudiéramos situarnos donde el agua está en calma, pensó Maia, mientras luchaba contra la implacable marea. Por desgracia, las fibras que conducían a las lejanas microcámaras de Inanna tenían una longitud limitada. El esquife debía permanecer cerca de la boca de la cueva subterránea, batallando contra las olas adversas, o arriesgarse a perder aquella ligera ventaja. Su plan, un esquema desesperado y peligroso para emboscar a emboscadoras profesionales, era bastante improbable que tuviera éxito.
Ojalá a alguien se le hubiera ocurrido una idea mejor.
Naroin cambió de canal.
—Trot y su tripulación casi han terminado. Las últimas partes de la balsa han sido bajadas al mar. Ahora lo hacen con las cajas de provisiones. Acabarán de un momento a otro.
Maia volvió a mirar la pantalla y vio una imagen borrosa de mujeres trabajando en plataformas de leños cortados, esforzándose por atar las secciones y levantar un improvisado mástil. Como ya sabían por su anterior investigación, las olas eran más suaves en aquella parte, a esa hora. Por desgracia, no sucedía lo mismo en la boca del túnel espía.
Por fin, el mar se calmó un instante. Ninguna pared de roca pareció a punto de aplastarlas. Suspirando, Maia y las demás soltaron los remos. Habían pasado una noche entera sin dormir desde el fatal encuentro con Inanna, la saqueadora infiltrada.
Primero fue el desagradable deber de despertar a las otras marineras abandonadas, y contarles que una de sus camaradas era una espía. Cualquier recelo inicial hacia Maia y Naroin fue calmándose durante el trayecto a la luz de las antorchas hasta las grutas ocultas de la isla, y se disipó del todo cuando les mostraron los mensajes grabados de la unidad comunicadora de Inanna. Pero eso no fue el final de las discusiones. Siguió un interminable debate sobre el plan de Maia, para el cual, desgraciadamente, nadie ofreció una alternativa mejor.
Finalmente, horas de frenéticos preparativos llevaron a aquel madrugador derroche de actividad. Cuanto más lo pensaba Maia, más absurdo le parecía todo.
¿Tendríamos que haber esperado? ¿Evitar simplemente poner en movimiento la trampa de Inanna? ¿Dejar que las saqueadoras se marcharan decepcionadas, y luego intentar escapar en el bote de noche?
El problema era que las dieciocho no cabían en el botecito. Y al anochecer las piratas llamarían a su espía. Cuando Inanna no contestara con los códigos correctos, darían por sentado lo peor y pondrían en marcha otras medidas. Ni siquiera el pequeño esquife podría atravesar un firme bloqueo de barcos equipados con radar. Y para las que se quedaran en la isla, el hambre resolvería el problema de las prisioneras de las piratas, más despacio, pero con la misma precisión que un ataque armado.
No, tiene que ser ahora, antes de que esperen las noticias de Inanna otra vez.
—¡Eia! —gritó Naroin—. ¡Aquí vienen! Las velas desplegadas a todo trapo. —Miró con más atención—. ¡Perras patarkales!
—¿Qué pasa? —preguntó el joven Brod.
—Nada —Naroin se encogió de hombros—. Por un momento me pareció que era un barco grande, de dos palos. Pero es un queche. Lástima. Son rápidos como cuchillas, con una tripulación de doce o más. Esto no va a ser tan fácil como mezclar cerveza y escarcha.
Charl escupió por la borda.
—Dime algo que no sepa —gruñó la alta mechantesa.
Tress, una marinera más joven de Ursulaborg, preguntó nerviosa:
—¿Nos damos la vuelta?
Naroin hizo una mueca.
—Espera y verás. Han virado y han quedado fuera del alcance de la primera cámara. Pasará un rato hasta que la siguiente las detecte. —Cambió de canal—. Pero la tripulación de Lullin las ha visto.
La diminuta pantalla mostró al grupo de constructoras de balsa, apresurándose por acabar su tarea antes de que el barco pirata pudiera cruzar el estrecho entre las islas vecinas. Era claramente inútil, pues la imagen más reciente del estilizado barco pirata lo había mostrado cortando las aguas, enviando salvajes chorros de espuma a babor y estribor mientras corría al ataque.
—¿Las abordarán? —preguntó Tress.
—Ojalá lo hicieran. Pero me temo que coger prisioneras no es el objetivo de hoy.
La corriente se encrespó de nuevo. Maia y las demás volvieron a remar, mientras que Naroin cambiaba de canal y gritaba.
—¡Las tengo! A unos tres kilómetros. Se acercan a toda velocidad.
Ahí vienen… pensaba Maia cada vez que miraba la pantalla, hasta que una enorme extensión de vela blanca ocupó la diminuta imagen. Se acercan cada vez más.
Por fin, la tripulación de la balsa soltó sus amarras hechas de enredaderas. Algunas empezaron a empujar con largas ramas, mientras otras dos intentaban alzar un rudo mástil cubierto con mantas remendadas. Parecía que realmente intentaban escapar.
O bien Lullin, Trot y las demás eran buenas actrices, o el miedo prestaba verosimilitud a su plan.
Naroin seguía calculando a qué distancia estaba el barco pirata. El queche se hallaba a menos de mil metros de la almadía. Luego a ochocientos, y seguía avanzando.
La situación de la balsa se hizo más desesperada. Una agitada figura empezó a lanzar cajas de provisiones por la borda, como para aliviar la carga. Las cajas quedaron flotando a la deriva detrás de la almadía, a muy poca distancia las unas de las otras.
—Seiscientos metros —anunció Naroin.
—¿No deberíamos acercarnos ya? —preguntó Brod. Parecía extrañamente relajado. No exactamente ansioso, sino muy frío, considerando sus anteriores confesiones a Maia. De hecho, Brod había insistido en ir con ellas.
—Lysos nunca dijo que los varones no pudieran pelear —había protestada apasionadamente la noche anterior—. Nos enseñan que todos los hombres son miembros de reserva de la milicia, capaces de ser llamados en caso de que haya problemas graves. ¡Yo diría que eso es una buena definición para esas bandidas!
Maia nunca había oído un razonamiento como ése antes. ¿Era verdad? Como policía, Naroin tenía que saberlo. La antigua contramaestre parpadeó dos veces al oír la afirmación de Brod, y finalmente asintió.
—Hay… precedentes. Además, no esperarán a un hombre. Será un elemento sorpresa.
Al final, a pesar de las protestas de algunas de las otras, se le permitió acompañarlas. De todas formas, Brod estaría más seguro con ellas que en la balsa.
—Sé paciente y cierra el pico —le dijo Naroin al muchacho, mientras luchaban contra las corrientes—. Cuatrocientos metros. Quiero ver cómo planean hacerlo esas zorras… Trescientos metros.
Brod aceptó mansamente la orden. Al mirarlo por segunda vez, Maia vio otro motivo para su relativa calma: la tez del muchacho estaba verdosa; luchaba contra las náuseas. Si el joven intentaba demostrar tener agallas, Maia esperaba que no lo hiciera literalmente.
Se acercaba el momento de la decisión. El Plan A requería una batalla. Pero si ésta parecía perdida de antemano, las del bote intentarían huir a sotavento, manteniendo la masa de la isla entre ellas y las saqueadoras. Sólo de esa forma podrían ser vengadas las marineras que se sacrificaban en la balsa. Pero, ya que la enemiga poseía un radar, Maia sabía que era improbable escapar con facilidad. A pesar de todos sus defectos, el plan de la emboscada seguía pareciendo la mejor posibilidad que tenían.
—Trescientos metros —dijo Naroin—. Doscientos ochenta… ¡Perras sangrantes!
Su puño hizo que la amura vibrara. Este sonido fue seguido casi al instante por un trueno, anómalo bajo el cielo despejado.
—¿Qué es eso?
Maia se volvió a tiempo de ver, en la pantalla, una súbita erupción de agua que estuvo a punto de alcanzar la pequeña balsa y que salpicó a su frenética tripulación.
—¡Un cañón! ¡Están utilizando un cañón! —gritó Naroin—. Esas perras malditas de Lysos, con sus caras de lúgar y sus cabezas de hombre. Nunca imaginamos esto.
Dolida y cargada de culpa, porque el plan había sido idea suya, Maia se volvió para ver, fascinada, mientras Naroin cambiaba las tomas del barco pirata. En su proa, un destello surgió entre el humo del primer disparo. Otra torre de agua casi cubrió la temblorosa balsa.
—Las tienen acorraladas —anunció Naroin, y entonces se volvió hacia Maia—. ¿Qué estás mirando? ¡Atiende los remos! Yo os diré lo que pasa.
Maia se giró justo cuando una ola empujaba su pequeño bote contra un afilado arrecife.
—¡Bogad! —gritó Brod, remando con fuerza. Maniobrando con todas sus fuerzas, consiguieron detenerse justo ante la entrecortada y amenazadora roca. Entonces, tan rápidamente como vino, la enorme ola retrocedió, arrastrándolos consigo.
—¡Naroin! ¡Vira! —chilló Maia. Pero la preocupada contramaestre estaba maldiciendo lo que veía en la pantalla, y sólo se dio cuenta cuando un amasijo de cables de fibra restalló súbitamente en el agua, extendido hasta el límite, y le arrancó el aparato electrónico de las manos. El artilugio espía voló por los aires, y luego cayó entre las olas y se perdió de vista.
La mujer policía se levantó y gritó enardecida, haciendo que el bote se moviera de un lado a otro, y luego se obligó a calmarse mientras los ecos de nuevos truenos retumbaban al otro lado del acantilado. Naroin se sentó, apoyando la mano y el brazo sobre el timón una vez más.
—No importa, ya no durará mucho —dijo.
—¡No podemos quedarnos aquí sentadas! —chilló Tress—. ¡Lullin y las demás volarán en pedazos!
—Sabían que sería duro. Apareciendo ahora sólo conseguiríamos que nos mataran también.
—¿Deberíamos intentar huir, entonces? —preguntó Charl.
—Nos localizarían en cuanto dieran la vuelta a la isla. Ese barco es más rápido, y el cañón anula cualquier ventaja que pudiéramos sacarles. —Naroin sacudió la cabeza—. Además, quiero desquitarme. Nos acercaremos, pero esperaremos hasta el último disparo antes de atacar.
Ahora que estaban lejos de la superficie de roca, las olas eran más suaves. Maia y las demás dejaron que las corrientes las llevaran hacia el norte. Más estampidos resonaron en el denso aire, cada vez más y más fuertes. Maia sentía una conmoción auditiva y tenía el rostro desencajado. Mientras se acercaban, un nuevo sonido heló su corazón, el débil y chirriante grito de mujeres desesperadas.
—Tenemos que…
—¡Cállate! —ordenó Naroin a Tress.
Entonces se produjo un ruido como ningún otro. Lo más parecido que Maia había oído a la rotura de los mamparos a bordo del carbonero Wotan. Fue una explosión no de agua, sino de madera y hueso. De aire y carne salvajemente hendidos. Los ecos se disiparon en un largo y aturdido silencio, moderado por el cercano romper de las olas contra las rocas. Maia necesitaba tragar saliva, pero tenía la boca y la garganta tan secas que era una agonía sólo intentarlo.
Naroin habló, con furia poderosamente controlada.
—Se mantendrán a la espera y buscarán durante un rato, antes de moverse. Charl, prepárate. ¡Las demás, izad la vela y luego agachaos para que no os vean!
Maia y Brod se levantaron, y juntos soltaron las abrazaderas que plegaban la vela, y tiraron de la driza. La vela aleteó como un pájaro liberado, hinchándose al viento y balanceando la botavara, lo que desequilibró a Brod y lo empujó contra Maia. Juntos, los dos cayeron a la brazola de popa, uno encima del otro.
—Uh, lo siento —dijo el joven, levantándose ruborizado.
—Uh, no importa —contestó ella, imitando amablemente su tono cohibido. Podría haber sido divertido, pensó Maia, si las cosas no fueran tan condenadamente serias.
Tress se reunió con ellos en el pantoque, por debajo del nivel de las bordas. Mientras el esquife bordeaba la zona norte de su isla—prisión, Charl se encargó del timón, dejando que Naroin se agachara también. Sólo Charl permaneció a la vista, vestida ahora con una túnica blanca manchada de sangre alrededor del cuello. Se había puesto una improvisada peluca que la hacía parecer ligeramente rubia.
—Firme —dijo Naroin, asomándose por la borda—. Veo la balsa, o lo que queda de ella… ¡Mantened las cabezas gachas!
Maia y Brod volvieron a agacharse, tras haber visto trozos a la deriva de astillas, troncos y cajas destrozadas, junto con un cuerpo grotescamente deforme. Fue un espectáculo nauseabundo. Maia se contentó con que Naroin describiera el resto.
—Todavía no hay rastro del barco saqueador. Veo una, dos supervivientes escondidas detrás de troncos. Esperaba que hubiera más, ya que sabían lo que iba a pasar… ¡Eia! Allí está su proa. ¡Prepárate, Maia!
Habían discutido largamente sobre esta parte del plan. Naroin pensaba que ella debería ser la que se encargara de la parte más peligrosa. Maia respondió que la policía era demasiado pequeña para conseguirlo. Además, Naroin tenía tareas más importantes que realizar.
Tú lo pediste, se dijo Maia. Brod le apretó la mano deseándole suerte, y ella le dirigió una rápida sonrisa antes de arrastrarse hasta la popa.
Desde el momento en que el barco saqueador quedó a la vista, Charl empezó a agitar los brazos y a gritar. Suponemos ciertas cosas, pensó Maia. Sobre todo, las saqueadoras no deberían ver al instante la artimaña.
Pero tiene sentido. Inanna no se quedaría en la isla después de la destrucción de la balsa. Dirigiría a un grupo de asesinas a través del pasadizo secreto, para acabar con cualquier posible superviviente.
Era una lógica brutal, surgida de los últimos acontecimientos. ¿Pero era cierta? ¿Esperaban las piratas ver a una mujer rubia en el pequeño bote de vela? Maia ansiaba asomarse.
Charl describió lo que sucedía con los dientes apretados.
—Están a unos ciento cincuenta metros… las velas ceñidas… aún demasiado lejos. Ahora alguien me señala… me saluda. Alguien más alza unos binoculares. ¡Hagámoslo, rápido!
Inhalando profundamente, Maia se levantó de pronto, y fingió atacar a Charl, lanzando un exagerado puñetazo que la otra mujer esquivó en el último momento. Charl la empujó hacia atrás, y el bote se agitó. Entonces empezaron a forcejear, las manos cerradas sobre las gargantas. En el proceso, se colocaron de forma que Charl quedó de espaldas al barco pirata. Ahora todo lo que las enemigas podrían ver, incluso con los binoculares, sería a una mujer rubia que luchaba con una adversaria que debía de haber subido a bordo tras el naufragio de la balsa.
Oyeron gritos de excitada preocupación desde el otro barco. Nos volarán con el cañón si sospechan algo. O si no les importa nada el valor de sus espías.
Incluso fingir una pelea con Charl era un esfuerzo intenso y agotador. Los movimientos oscilantes del bote las obligaban a agarrarse una a la otra de verdad. Cuando llevaban unos minutos de lucha, Charl agarró a Maia por la garganta, provocando oleadas de auténtico dolor.
—¡Maia! —susurró Naroin, oculta a popa, la mano sobre el timón—. ¿Dónde están?
Maia empujó a Charl hacia atrás y fingió lanzar un puñetazo contra la oreja de la otra mujer. Mirando por encima del hombro de Charl, vio que el barco pirata viraba y maniobraba para conseguir suficiente impulso.
—A menos… —Maia jadeó buscando aliento mientras Charl la empujaba contra el mástil del esquife—. A menos de cien metros. Se acercan…
Lo siguiente que Maia supo fue que Charl había cogido un remo y fingía un golpe horriblemente realista. Al esquivarlo, Maia no tuvo oportunidad de mencionar qué más había visto. Entre la multitud de rudas mujeres congregadas en la proa del queche había dos finos objetos pulidos que parecían rifles de caza. Lo único que salvaba ahora a Maia era su cercanía a una figura a la que las saqueadoras consideraban su cómplice.
—Ochenta metros… —dijo Maia, dando un codazo a Charl en las costillas, apartando el remo y alzando las manos unidas como para descargar un mandoble. Charl lo impidió agachándose y agarrando a Maia por la cintura.
—¡Uf!… ¡No tan fuerte!… Sesenta metros…
El queche era hermoso, magnífico en su terrible y estilizada rapacidad. Aunque sólo navegaba a vela, lo hacía a mucha velocidad, apartando los restos de su víctima, la desdichada balsa. Leños y cajas rebotaban en su casco, oscilando en su estela. La empinada superficie de la isla quedaba ahora detrás del esquife. No había escape.
—Cincuenta metros…
En la pugna, la improvisada peluca de Charl resbaló de repente. Las dos mujeres se apresuraron a colocarla en su sitio, pero pudieron oír a una de las saqueadoras que había a proa soltar un exabrupto. Nos han descubierto, advirtió Maia, mirando a través de la distancia cada vez menor entre los barcos, esperando ver cómo una pirata alzaba su rifle.
No hubo sonido, ninguna advertencia, sólo una breve sombra que corrió por la superficie de piedra del acantilado y una pequeña franja de mar empapado de sol. Una de las corsarias del queche miró hacia arriba, y empezó a gritar. Entonces el cielo mismo pareció caer sobre el barco. Una nube de oscuras y pesadas marañas se esparció sobre el mástil y las velas y el agua, seguida de una pesada caja de metal que golpeó la banda de estribor, rebotó… y estalló.
El brillo de las llamas llenó el universo de Maia. Un puño casi sólido de aire comprimido empujó a Charl contra ella, lanzándolas a las dos contra el mástil y emparedando a Maia en un brusco dolor. El sonido se apoderó de la vela, haciendo que se hinchara instantáneamente, y derribó a ambas mujeres, que permanecieron aturdidas en cubierta. El esquife se bamboleó entre las arrítmicas ondas de choque.
Todavía consciente, Maia se sintió salir de debajo del peso de Charl y dirigirse hacia popa. Le retumbaban los oídos y el tiempo parecía estirarse y contraerse, estirarse y contraerse a intervalos irregulares. A cierta distancia, oyó la voz tranquilizadora de Brod murmurando extrañas palabras.
—Estás bien, Maia. No hay hemorragias. Te pondrás bien… Pero ahora hay que prepararse. ¡Agarra esto! Toma, coge el bastón. Naroin va a llevarnos a popa…
Maia trató de concentrarse. Por su experiencia en situaciones como aquélla supo que tardaría unos minutos en recobrar todas sus facultades. Necesitaba más tiempo, pero no lo había. Poniéndose de rodillas, sintió un palo de madera en las manos, que por pura costumbre se cerraron sobre él de la forma correcta. El bastón de combate de Inanna, reconoció tenuemente, que se hallaba entre las posesiones de la espía muerta. Ahora, si recordara cómo utilizarlo…
Brod la ayudó a encararse hacia el lado adecuado, hacia un objeto cubierto de hollín que apenas unos instantes antes era blanco, orgulloso y exquisito. Ahora el barco yacía convertido en una maraña de cables y sogas caídas. La mitad de sus velas habían sido destruidas por la bomba casera catapultada en el último momento por dos cautivas que se habían quedado en lo alto del acantilado, esperando el momento de actuar.
—¡Preparaos!
Los oídos de Maia aún estaban llenos de horribles reverberaciones. Sin embargo, reconoció el grito de Naroin. Al mirar a la derecha, vio a la contramaestre que ya usaba su arco y flechas, disparando mientras Tress guiaba el esquife para que salvara los últimos metros…
La madera chocó contra la madera. Brod gritó, saltó para agarrarse a la borda del barco más grande, con un extremo de cuerda entre los dientes. El joven se aupó y rápidamente ató un nudo, asegurando el esquife.
—¡Cuidado! —gritó Maia. Ordenó a sus músculos que se lanzaran contra una mujer que corría hacia Brod, con un bastón ilegalmente afilado en la mano. Por desgracia, el movimiento descoordinado de Maia sólo rebotó en la amura.
Brod se volvió justo a tiempo de esquivar los golpes de su atacante. Uno le alcanzó de lleno en el hombro izquierdo. Otro le dio en el antebrazo, rasgando su camisa y abriéndole un corte sangriento. Se oyó un chasquido cuando parte del impacto siguió adelante, alcanzándole la cabeza.
El joven y la saqueadora se miraron uno a la otra un instante, ambos aparentemente sorprendidos por seguir todavía en pie. Entonces, con un gemido, Brod apartó el arma de la pirata, la cogió por la camisa, y la lanzó por la borda. La saqueadora chilló, furiosa e indignada, hasta que chocó contra el mar, donde podían verse otras figuras nadando entre los restos de la almadía.
Tress y Naroin subían ya al otro barco para reunirse con Brod, seguidas por una aturdida Charl. Maia se agarró a la borda y se concentró. Tuvo que intentarlo dos veces antes de conseguir pasar por fin una pierna, y luego rodó por la cubierta superior. Sin embargo, al hacerlo, el bastón de combate de Inanna le resbaló de la mano y cayó al bote.
Sangradoras. ¿Vuelvo a recuperarlo?
Maia sacudió la cabeza, mareada. No. Sigue adelante. Lucha.
Fue ligeramente consciente de que otras figuras subían a bordo, sin duda supervivientes de la balsa que se unían al ataque mientras los refuerzos de las enemigas también corrían hacia popa. Hubo bruscos estampidos cuando se dispararon las armas de fuego. Al alzar la cabeza, Maia vio a dos mujeres atacar a Brod mientras otra blandía un cuchillo ante Naroin, que sólo iba armada con su arco, sin flechas. La escena aturdió a Maia, pues su ferocidad superaba con mucho las luchas de Valle Largo, o incluso la del Manitú. Nunca había visto rostros tan llenos de ira y odio. Durante aquellos episodios anteriores, al menos siempre había habido reglas subyacentes. La muerte era posible, pero como efecto secundario, no buscado. Aquí, era el objetivo principal. Habían caído en la abominación: cuchillos y flechas, armas de fuego y hombres luchando.
La mano de Maia cayó sobre un resto de la explosión, un bloque de madera. Sin pensar en lo que estaba haciendo, lo alzó con ambas manos y giró con todas sus fuerzas, alcanzando a una de las contrincantes de Brod en la rodilla. La mujer chilló, y soltó un cuchillo teñido de escarlata; Maia esperaba que no estuviera manchado con la sangre del muchacho. Sin detenerse, le golpeó la otra rodilla. La pirata se desplomó, aullando y agitándose.
Maia estaba a punto de repetir el truco con la otra atacante de Brod, cuando la enemiga ¡simplemente desapareció! Tampoco Brod estaba ya a la vista. En un instante, la lucha debía de haberlo llevado a estribor.
Maia se volvió. Naroin se apoyaba contra la borda, usando su arco como palo improvisado, agitándolo contra dos saqueadoras. La primera mantenía a la policía ocupada con una reluciente espada mientras la segunda se debatía intentando sacar un cartucho encasquillado de un rifle. Antes de que Maia pudiera reaccionar, el cerrojo atascado se soltó. Una bala vacía saltó y la saqueadora introdujo rápidamente otra nueva. Cargada de nuevo el arma, la alzó…
Maia saltó con un grito. La mujer del rifle sólo tuvo un instante para verla venir. Con los ojos como platos, la saqueadora giró el fino cañón.
Otra explosión resonó junto a la oreja derecha de Maia mientras alcanzaba a la pirata y hacía que ambas chocaran contra la borda. La madera se rompió, cedió y las dos cayeron al agua.
Pero si acabo de subir, se quejó Maia… y el océano la envolvió, apretó sus pulmones y se aferró a sus brazos mientras se debatía en una negrura pegajosa, como de carbón.
Lamatia y Valle Largo me odiaban, el maldito océano me odia. Tal vez el mundo intenta decirme algo.
Maia salió por fin a la superficie con un jadeo explosivo y entrecortado. Giró en el agua mientras buscaba a su alrededor, con la esperanza de encontrar a su enemiga antes de que ella la encontrara. Pero nadie más emergió del mar. Tal vez la saqueadora odiaba tanto la idea de perder su preciosa arma que había acompañado el rifle hasta el fondo. A pesar de todo lo que había experimentado, Maia nunca había matado a nadie conscientemente, y la idea le resultó mortificante.
Preocúpate por eso más tarde. Ahora tienes que volver y ayudarlas.
Maia localizó el barco pirata entre el humo y los restos. Luchando contra la fuerte corriente, agotada e incapaz de oír más que un horrible rugido, se abalanzó hacia el dañado queche. Al menos la cabeza empezaba a despejársele. Por desgracia, eso sólo le servía para darse cuenta de que le dolía todo el cuerpo.
Nadó con fuerza.
¡Rápido! ¡Puede que ya sea demasiado tarde!
Sin embargo, para cuando consiguió volver a subir a bordo, la lucha casi había terminado.
Había trozos de cable por todas partes. La enmarañada masa (restos del mecanismo roto del montacargas) fue la pieza central de su plan. Una red lo bastante ancha para atrapar un barco grande y rápido, incluso si se utilizaba una catapulta improvisada e inadecuada. Fue Brod el que sugirió que la plataforma, con sus explosivos, podría ser también una buena arma. Naroin había dicho que no contaran con ello, pero al final resultó providencial.
Bueno, nos lo merecíamos, pensó Maia. A pesar de todos los daños causados por la explosión, la colisión, y la batalla, el queche no mostraba indicios de hacer aguas. Además, las corrientes lo estaban apartando de los acantilados rocosos.
Con todo, el aparejo era un desastre. La arboladura y el estay del trinquete habían desaparecido, así como el pavés de babor. Tardarían horas en despejar la mayor parte de los destrozos, y aún más en coser velamen suficiente para ponerse en camino. Que el cielo las ayudara si otro barco pirata aparecía durante ese tiempo.
Si se descartaba esa desagradable posibilidad, un poco de delantera y vientos favorables era todo cuanto las supervivientes necesitaban. Incluso las heridas parecían consolarlas por la idea de la inminente huida hacia el oeste, y la oportunidad de vengar a sus muertas.
Aunque las saqueadoras habían sido pilladas por sorpresa con la emboscada, habría sido una locura que cuatro mujeres intentaran atacar solas con un muchacho. Pero Maia y el resto de la tripulación del esquife contaban con refuerzos ocultos procedentes de una fuente insospechada para las piratas. Sólo unas cuantas de las que se encontraban a bordo de la balsa cuando el barco pirata las localizó permanecieron en ella para soportar los cañonazos. Las otras habían saltado previamente al agua escudadas bajo las cajas vacías que ya habían lanzado antes… aparentemente para aliviar la carga de la balsa. De hecho, flotaban detrás, a cierta distancia, allí donde la enemiga no pensaría en dispararles.
Para esta peligrosa misión sólo se habían elegido a las nadadoras más resistentes. Cuando la tripulación del esquife empezó a abordar el otro barco, atrayendo a popa a todas las saqueadoras, cinco empapadas marineras del Manitú consiguieron nadar hasta la proa y subir, usando garfios. Temblando y casi todas desarmadas, tuvieron sin embargo la sorpresa de su parte. Incluso así, había sido una operación arriesgada y difícil.
Las batallas a pequeña escala pueden basar su éxito en pequeñas diferencias, como supo Maia cuando consiguió enterarse de lo que había sucedido al final. Las dos últimas marineras del Manitú, las responsables de disparar la trampa de la catapulta, fueron quizá las más valientes de todas.
Terminado su trabajo, echaron a correr y saltaron desde lo alto del acantilado para sumergirse en las profundas aguas azules. Sobrevivir a eso fue ya toda una hazaña. Seguir nadando hasta el barco siniestrado, y unirse a la batalla en un dos por tres… la sola idea ya asombraba a Maia. Eran, en efecto, mujeres duras.
Antes de que Maia regresara de su propia excursión al agua, la última oleada de refuerzos sirvió para cambiar las tornas, convirtiendo un sangriento empate en victoria. Ahora diez de las marineras abandonadas, más varias prisioneras bien vigiladas, trabajaban para poner a punto el barco cautivo. El joven Brod, a pesar de llevar vendados los brazos y la cara, se encaramó al mástil roto para, a golpes de hacha, despejar de restos las cuerdas y velas útiles.
Maia tiraba metros de cable por la borda cuando Naroin le dio un golpecito en el hombro. La mujer policía llevaba una carta marina enrollada, que ahora desplegó con ambas manos.
—¿Consigues calcular bien la latitud con ese juguete que te regaló Pegyul? —preguntó.
Maia asintió. Tras sus dos zambullidas en el océano, aún no había inspeccionado el minisextante, y se temía lo peor. Sin embargo, dos días antes había realizado varias mediciones fiables desde la cima de su prisión.
—Veamos… deben de habernos dejado en…
Se inclinó para mirar la carta, que mostraba un largo archipiélago de promontorios estrechos y afilados cruzados por líneas de coordenadas perpendiculares. Maia vio unas palabras en cursiva, y se echó hacia atrás.
—Que me zurzan. ¡Estamos en los Dientes del Dragón!
—Sí. ¿Qué te parece? —respondió Naroin. Eran unas islas legendarias—. Te contaré algunas cosas interesantes sobre ellas más tarde. ¿Pero y la latitud, Maia?
—Oh, sí… —Maia extendió la mano y señaló con un dedo—. Aquí. Deben de habernos dejado, umm, en la isla de Grimké.
—Mm. Eso pensaba por el contorno. Entonces ésa de allí —Naroin señaló al oeste, a una masa envuelta en brumas— debe de ser De Gournay. Y dejándola atrás y dirigiéndonos hacia el norte, encontraremos el mejor rumbo hacia alta mar. Dos días buenos y estaremos en las rutas de navegación.
Maia asintió.
—Cierto. Desde allí, todo lo que necesitaréis es una buena brújula. Espero que lo consigáis.
Naroin alzó la cabeza.
—¿Qué? ¿No vas a venir?
—No. Cogeré el esquife, si no os importa. Tengo aquí unos asuntos pendientes.
—Renna y tu hermana —asintió Naroin—. ¡Pero si ni siquiera sabes dónde buscar!
Maia se encogió de hombros.
—Brod me acompañará. Sabe dónde está el santuario masculino, en Faro Halsey. Desde allí, tal vez localicemos alguna pista y averigüemos el escondite donde tienen retenido a Renna.
Maia no mencionó el desagradable hecho de que Leie fuera una de las secuestradoras. Se agitó.
—De hecho, esa carta nos sería más útil a nosotros, ya que vosotras saldréis de sus límites dentro de unas cuantas horas…
Naroin arrugó la nariz.
—Hay más abajo, de todas formas. Claro, quédatela. —Enrolló la hoja de pergamino y se la entregó a Maia, un poco a regañadientes. Claramente, ocultaba sentimientos como los que emergían en el propio pecho de Maia. Era difícil renunciar a una amiga, ahora que la tenía. A Maia le emocionó que la marinera compartiera aquel sentimiento.
—Naturalmente, Renna podría no estar ya ni siquiera en el archipiélago —señaló Naroin.
—Cierto. Pero si es así, ¿por qué iban a tomarse tantas molestias en eliminarnos? Incluso como testigos, no representaríamos una gran amenaza si hubiesen huido en dirección desconocida. No, estoy convencida de que Leie y él se encuentran cerca. Tienen que estarlo.
Siguió un largo silencio entre las dos mujeres, recalcado por los sonidos de martilleos, lijados y aserrados cercanos.
—Si alguna vez llegas a una gran ciudad —dijo entonces Naroin—, busca una unidad de comunicación y marca el cinco cuatro nueve seis del SEP. A cobro revertido. Menciona mi nombre.
—Pero y si tú no… si tú nunca… quiero decir… —Maia se detuvo, incapaz de decirlo con tacto. Pero Naroin se echó a reír, como aliviada de tener algo de lo que burlarse.
—¿Y si nunca lo consigo? Entonces, por favor, dile a mi jefa dónde me viste por última vez. Cuéntale todas las cosas que has visto y hecho. Diles que te dije que te debemos un favor o dos. Al menos podrán ayudarte a encontrar un trabajo decente.
—Mm. Gracias. Mientras no tenga nada que ver con el carbón…
—¡O el agua salada!
Naroin volvió a echarse a reír, y extendió sus pequeños y fuertes brazos para abrazarla.
—Buena suerte, virgie. Que no te encierren. No te des tantos golpes en la cabeza. Y deja de intentar ahogarte, ¿quieres? Haz eso y estoy segura de que te irá bien.