PRIMERA PARTE

Nunca subestiméis el viaje en el que nos hemos embarcado, ni lo que dejamos a sabiendas. Admitamos desde el principio, hermanas mías, que los compañeros que nos otorgó la naturaleza tuvieron sus usos, sus momentos. La fuerza y la intensidad masculinas han logrado, en ocasiones, cosas nobles y hermosas a la vez.

Sin embargo, incluso en su culminación, ¿no se malgastó siempre esa fuerza en defendernos a nosotras, y a nuestros hijos, contra otros de su género? ¿Merecen el coste sus mejores momentos?

La Madre Naturaleza trabaja siguiendo una lógica, según un código riguroso que servía cuando éramos bestias, pero ya no. Ahora dominamos sus herramientas, su arte, a fondo. Y con la habilidad aparece el deseo de cambio. Las mujeres (algunas mujeres) exigen un modo de vida mejor.

Así, camaradas, buscamos este mundo, muy lejos de la molesta moderación del Phylum Homínido. El desafío de esta generación fundadora es mejorar el diseño de la humanidad.

LYSOS, Discurso del Día del Aterrizaje

1

Un rayo de luz oblicua se desparramaba sobre la mesa situada junto a la cama de Maia, iluminando un metro de lustrosa trenza de color castaño. Recién cortada. Extendida a lo largo de la desvencijada mesilla de noche y atada por ambos extremos con lazos azules.

Azul de concha estelar, el color de las despedidas. Y junto a la trenza, un par de brillantes tijeras se alzaban como una bailarina haciendo equilibrios sobre un pie, una punta clavada en la superficie de la mesa. Parpadeando adormilada, Maia contempló aquellos objetos (iluminados por un trapecio de oblicua luz del amanecer), esforzándose por separarlos de los símbolos de su reciente sueño.

De inmediato, comprendió su significado.

—Lysos —jadeó, apartando las sábanas—. ¡Leie lo ha hecho de veras!

Unos escalofríos repentinos le hicieron darse cuenta de otra cosa. ¡Su hermana también se había dejado la ventana abierta! Los vientos llegados del glaciar Firme agitaban las cortinas pardas del cuartito, haciendo rodar bolas de polvo por el suelo de madera hasta su abultada mochila. Maia corrió a cerrar los postigos y contempló el rojo amanecer teñir los tejados de pizarra de las casas de los clanes de Puerto Sanger, tan parecidas a castillos.

La brisa traía los aullidos de las gaviotas y los aromas de lejanos icebergs, pero disfrutar de las mañanas era un vicio que nunca había compartido con su madrugadora gemela.

—Uf. —Maia se llevó una mano a la cabeza—. ¿Fue de verdad idea mía trabajar anoche?

Había parecido lógico en ese momento.

Nos harán falta las últimas noticias antes de partir —había instado Maia, firmando por ambas por última vez para atender las mesas de la casa de invitados del clan—. Podríamos oír algo útil, y una moneda extra o dos no nos vendrán mal.

Los hombres del barco de madera, el Gaviota Galante, estaban llenos de chismorreos, cierto, y de dulce vino lamatiano. Pero los marineros no prestaron atención a dos adolescentes veraniegas (dos mocosas variantes), cuando había regordetas Lamai invernales cerca, todas atractivamente idénticas, bien vestidas y de buenos modales. Adulando y achuchando a los oficiales, las jóvenes Lamai habían chasqueado los dedos hasta pasada la medianoche, enviando a Maia y a Leie a traer más jarras de fuerte cerveza.

La ventana abierta debía de ser la forma que tenía Leie de desquitarse.

Oh, bueno, pensó Maia, a la defensiva. También ella ha tenido bastantes ideas malas. Lo que importaba era que tenían un plan, las dos, elaborado pacientemente año tras año en aquella habitación del ático. Durante toda la vida habían sabido que llegaría este día. Por no mencionar cuántos trabajos horribles tendremos que soportar antes de encontrar nuestro nicho.

Justo cuando Maia pensaba en volverse a meter entre las mantas, sonó la campana de la Torre Norte, sacudiendo aquel pobre rincón del extenso compuesto Lamai. En los recintos de clase alta, las invernales no se moverían hasta al cabo de una hora, pero las niñas del verano solían levantarse con el crudo frío, ésa era la ironía de su nombre. Maia suspiró, y empezó a ponerse su nueva ropa de viaje. Calzas negras de tela—red extensible, una blusa blanca y una camiseta sin mangas, botas y una chaqueta de resistente cuero curtido. El atuendo era más de lo que muchos clanes proporcionaban como despedida a sus hijas—var, como recalcaban diligentemente las madres. Maia intentó sentirse afortunada.

Mientras se vestía, contempló la trenza cortada. Era más larga que un brazo extendido, brillante, pero sin los ricos resplandores que las Lamai puras lucían como derecho de nacimiento. Parecía tan fuera de lugar que Maia sintió un ligero escalofrío, como si estuviera contemplando la mano o la cabeza cercenada de Leie. Se detuvo en el gesto de hacer un signo con la mano para espantar la mala suerte, y se rió nerviosa por la mala costumbre. Las supersticiones campestres la revelarían como una palurda en las grandes ciudades del Continente del Aterrizaje.

Dado el acontecimiento, Leie ni siquiera había atado demasiado bien su trenza. En aquel momento, en otras habitaciones cercanas, Mirri, Kirstin y las otras cinco niñas del verano estarían arreglando sus trenzas para la Ceremonia de Partida de hoy. Las gemelas habían discutido sobre si asistían, y ahora Leie había actuado por su cuenta, de forma típica e impulsiva. Leie probablemente cree que esto le da categoría como adulta, aunque la Abuela Modine dice que yo fui la primera en salir del vientre de nuestra madre.

Completamente vestida, Maia se volvió para contemplar la habitación del ático donde habían vivido durante cinco largos años stratoianos (quince según el antiguo calendario), las niñas del verano que tejían sueños de gloria invernal, susurrando un plan cuyo desarrollo tardó tanto que ninguna recordaba quién lo había planteado primero. Ahora… hoy… el barco Ave Sombría las llevaría a lejanas tierras occidentales donde se decía que las oportunidades esperaban a jóvenes brillantes como ellas.

Aquélla era también la dirección en la que había sido visto por última vez su barco—paterno, algunos años atrás.

—No puede perjudicarnos mantener los ojos abiertos —había propuesto Leie, aunque Maia se había preguntado, escéptica: Si alguna vez conocemos a nuestro padre genético, ¿de qué podríamos hablar?

Todavía salía agua tibia del grifo del rincón, lo que Maia tomó como un agradable presagio. El desayuno también estará incluido, pensó mientras se lavaba la cara, si llego a la cocina antes que las mocosas invernales.

Frente al diminuto espejo de mesa (una propiedad del clan que echaría terriblemente de menos), Maia se arregló la trenza característica de la Familia Lamatia, haciendo obstinadamente un trabajo mejor que el de Leie. Ató los extremos superior e inferior con lazos azules, sacados de su bolsillo. En un momento determinado, sus propios ojos castaños la miraron, levemente ensombrecidos por las claras cejas no—Lamai, legado de su desconocido padre. Al contemplar aquellos oscuros iris, Maia se sorprendió al encontrar lo que menos quería ver: un húmedo destello de temor. Una contrición. Conciencia de un ancho mundo esperándola más allá de la familiar bahía. Un mundo a la vez atractivo y notablemente implacable con las jóvenes vars solitarias que no tuvieran inteligencia o suerte. Tras cruzar los brazos sobre el pecho, Maia luchó contra un estertor de protesta.

¿Cómo puedo dejar esta habitación? ¿Cómo pueden obligarme a marchar?

Un brusco pánico se cernió sobre ella atenazándola como un bloque de hielo, trabando sus miembros, su respiración. Sólo su acelerado corazón parecía capaz de moverse, agitando su pecho, acelerando inevitablemente… hasta que rompió el hechizo un pensamiento penetrante:

¿Y si Leie vuelve y me encuentra así?

¡Un destino aún peor que aquel que el simple mundo podía depararle! Maia se rió nerviosa, sacudiéndose el temor, y con una mano se secó los ojos. De todas formas, no puede decirse que vaya a estar completamente sola ahí fuera. Que Lysos me ayude, siempre tendré a Leie.

Por fin contempló las brillantes tijeras, clavadas en la mesa. Leie las había dejado así como un desafío. ¿Se arrodillaría Maia mansamente ante las matriarcas del clan, recibiría pomposos consejos, un Beso de Bendición, y el corte de rigor? ¿O se marcharía con valentía, sin pedir ni aceptar una despedida hipócrita?

Lo que la hizo detenerse, irónicamente, fue una consideración de carácter puramente práctico.

Sin la trenza, no habrá desayuno en la cocina.

Tuvo que usar ambas manos y mover las tijeras de un lado a otro para liberarlas de la madera ajada. Maia hizo girar las hojas gemelas a la luz que fluía a través de los postigos.

Se rió en voz alta y tomó una decisión.


Ni siquiera las niñas del invierno eran totalmente idénticas. Un ojo experto podía distinguir las raras dobles veraniegas como Maia y Leie. Para empezar, eran gemelas de espejo. Si Maia tenía un pequeño lunar en la mejilla derecha, Leie lo tenía en la izquierda. Su pelo se dividía en lugares opuestos, y mientras que Maia era diestra, su hermana sostenía que el hecho de ser zurda era un claro signo de grandeza. Con todo, las sacerdotisas de la ciudad las habían estudiado. Tenían los mismos genes.

Al principio, se les había ocurrido una idea: usar esta situación para su provecho.

Su plan tenía límites. No podían ponerlo en práctica ante una sabia, ni entre las majestuosas casas de mercaderes del Continente del Aterrizaje, donde los ricos clanes aún usaban la magia de los datos de la Vieja Red. Por eso Maia y Leie habían decidido permanecer embarcadas algún tiempo, con los marinos y los vagabundos, hasta encontrar alguna ciudad rústica donde resultara fácil engañar a las madres locales y los visitantes masculinos fueran más taciturnos que los chismosos y barbudos cretinos que surcaban el mar de Parthenia.

Así lo conceda Lysos. Maia se tiró de una oreja para darse suerte y siguió cargando su petate mientras bajaba las retorcidas escaleras traseras de la Casa Infantil de Verano de Lamatia, gastadas ya por el paso de generaciones. Ante cada ventana hendida una brisa helada le acariciaba la nuca, provocándole la extraña sensación de que la seguían. El petate era pesado, y Maia tuvo la sospecha de que su hermana lo había cargado con algo más mientras le daba la espalda. Si hubieran conservado sus trenzas una hora más, las madres podrían haberles asignado un lugar para que llevara sus efectos a los muelles. Pero Leie había dicho que contar con los lúgars las volvería blandas, y en eso probablemente llevaba razón. No habría gigantes dóciles para suavizar su trabajo en el mar.

El Patio de Verano no hacía honor a su nombre, permanentemente a la sombra de las torres donde habitaban las invernales tras hileras de ventanas con cristales y cortinas de seda. El oscuro lugar estaba desierto a excepción de una figura inclinada que pasaba la escoba bajo las ceñudas figuras de piedra de las primeras madres del Clan Lamai, todas talladas con expresión uniforme de desdén y labios arrugados. Maia se detuvo a observar al viejo Bennett barrer las hojas de otoño, su barba blanca agitándose en suave compás. No era legalmente un hombre, sino un «retirado»; Bennett había sido traído aquí cuando su hermandad de marinos ya no pudo cuidarlo, una tradición abandonada por otros matriarcados hacía tiempo, pero orgullosamente mantenida por Lamatia.

Recién instalado allí, los ojos de Bennett conservaban un atisbo de fuego, y también mantenía su voz resonante. Toda la virilidad física había desaparecido, sí, pero era recordada todavía, pues solía pellizcar traseros de vez en cuando, provocando grititos de complacida furia en las muchachas y frías miradas de desaprobación por parte de las matronas. Aunque formalmente era tutor del puñado de niños varones, se convirtió en el favorito de todos los niños de verano gracias a sus floridos y apasionantes relatos del mar salvaje y abierto. Ese año, Bennett le tomó especial cariño a Maia, animando su interés por las constelaciones y el arte masculino de la navegación.

No podía decirse que hablaran de verdad, como podían hacerlo dos mujeres, sobre la vida y los sentimientos y otras cosas de enjundia. Con todo, Maia recordaba con cariño una extraña amistad que ni siquiera Leie llegó nunca a comprender. Pero demasiado pronto el fuego abandonó los ojos de Bennett. Dejó de contar historias coherentes y se sumergió en un silencio sombrío mientras continuaba tallando flautas ornamentadas que ya no se molestaba en tocar.

El anciano se encorvó sobre su escoba cuando Maia se inclinó para mirarle a los ojos acuosos. Su impresión, tal vez producida por sus propias imaginaciones, fue de un activo vacío. De ansiosa y estudiada evasión del mundo. ¿Les sucedía esto de modo natural a los varones que ya no podían trabajar en los barcos? ¿O se lo habían causado de algún modo las madres Lamai, borrando la molestia a la vez que garantizaban que estuviera de verdad «retirado»? Eso le hizo sentir curiosidad por los fabulosos santuarios, donde pocas mujeres entraban, y donde la mayoría de los hombres iban finalmente a morir.

Dos estaciones atrás, Maia había intentado sacar a Bennett de su declive llevándolo de la mano por la estrecha escalera de caracol hasta la pequeña cúpula que contenía el telescopio del clan. Ver el brillante instrumento, donde meses antes habían pasado horas juntos escrutando los cielos, pareció producir placer al anciano. Sus manos engarfiadas acariciaron el flanco de latón con sensual afecto.

Fue en ese momento cuando ella le mostró la Nave Exterior, entonces nueva en el cielo de Stratos. Todo el mundo hablaba del tema, incluso en los programas de tele, férreamente censurados. Seguro que Bennett había oído hablar del mensajero peripatético llegado de las distancias del espacio para poner fin a la larga separación entre Stratos y el Phylum Homínido.

Al parecer, no era así. Asombrado, Bennett pareció creer al principio que se trataba de uno de los parpadeantes satélites de navegación, que ayudaban a los capitanes a encontrar su rumbo en el mar. Al final, comprendió las explicaciones de ella: aquel claro titilar era, en realidad, una nave espacial.

¡Jelly puede! —estalló Bennett de repente—. ¡Se—ñala,Jelly puede!

—¿Señales? ¿Te refieres al faro? —Ella apuntó hacia la torre que señalaba la bahía de Puerto Sanger, su llama iluminando las aguas. Pero el anciano sacudió la cabeza, desesperado.

¡Antes!… ¡Jelly puede antes!

Siguieron más frases de aquel dialecto confuso y sin sentido. Estaba claro que había sucedido algo que tiraba de algún cable mental. Cables que antaño estaban relacionados con fervientes pensamientos, pero que se habían convertido tiempo atrás en hilos sueltos. Para horror de Maia, el anciano empezó a golpearse la sien, una y otra vez, mientras las lágrimas corrían por sus chupadas mejillas.

¡No puedo recordar!… ¡No puedo! —gimió—. Antes… ido… no puedo…

El ataque continuó mientras ella, aturdida, le ayudaba a bajar de la torre y le llevaba a su jergón; luego se sentó a su lado mientras el hombre se sacudía y murmuraba rítmicamente que había que «proteger» algo… y hablaba sobre «dragones en el cielo». En ese momento, Maia sólo pudo pensar en un dragón, una fiera figura tallada sobre el altar del templo de la ciudad, que la había asustado cuando era pequeña, aunque las matronas decían que la bestia era una representación alegórica del espíritu materno del planeta.


Desde aquel episodio en el tejado, Maia no había intentado volver a comunicarse con Bennett… y se avergonzaba de ello.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó ahora en voz baja, contemplando aquellos ojos asustados—. ¿Hay alguien?

No surgió de aquella mirada nada comprensible, así que se inclinó para besar la mejilla rasposa, preguntándose si el confuso afecto que sentía era lo más cerca que podría encontrarse jamás de una relación con un hombre. Para la mayoría de las mujeres del verano, la castidad durante toda la vida no era sino un emblema más de una lucha que pocas podían ganar.

Bennett siguió barriendo. Maia se sopló las manos para hacerlas entrar en calor, y se volvió para marcharse justo en el momento en que una campana rompía el silencio. Unos niños ruidosos salieron corriendo al patio, llegados desde los estrechos corredores de todas partes. Desde los bebés hasta los más mayores, todos llevaban los brillantes tartanes de Lamatia, el pelo trenzado al estilo del clan. Sin embargo, la uniformidad no era total. A diferencia de los niños normales, cada mocosa del verano seguía siendo una clarísima muestra de individualismo, y era dolorosamente consciente de su condición única.

No así los niños varones, uno de cada cuatro, que corrían a clase como sus hermanas, pero con una pose que decía: «Sé adónde voy.» Los hijos de Lamatia a menudo se convertían en oficiales, incluso en capitanes de buque.

Y al final, en viejos inútiles, se recordó Maia mientras Bennett seguía barriendo, ajeno al tumulto. Hombres y mujeres tenían eso en común: todo el mundo envejecía. En su sabiduría, Lysos había decretado hacía tiempo que el ritmo de la vida debía incluir un final.

Los niños dejaron de correr y miraron a Maia. Ella les devolvió la mirada, con cara de póquer. Vestida de cuero, con el pelo corto, debía parecer una de las últimas trasnochadoras, perdida de la taberna. ¡Con lo delgada que era, tal vez la tomaban por un hombre!

De repente, varios niños se rieron en voz alta. Jemanine y Loiz la abrazaron, y el pequeño y dulce Albert, del que cuidó hasta que se aprendió las constelaciones mejor que las retorcidas calles de Puerto Sanger. Los demás se acercaron, llamándola por su nombre. Sus abrazos representaron más para Maia que ninguna bendición de las madres… aunque la próxima vez que se encontrara con muchos de ellos, en el mundo exterior, podrían ser competidores.

Los gritos recomenzaron. Un alto lúgar de piel blanca y morro caído salió al patio blandiendo una campana de latón, claramente perturbado por aquella ruptura de la rutina. Los niños ignoraron a la criatura sin cuello, asaltando a Maia con preguntas sobre su trenza, su planeado viaje, y el porqué había decidido faltar a la Ceremonia de Partida. Maia sintió una rara excitación al convertirse en lo que las madres llamaban un «mal ejemplo».

Entonces llegó al patio una figura más pequeña pero mucho más temible que el inquieto lúgar: la Sabia Madre Claire, con un punzón en la mano, miró fieramente a aquellos indignos mocosos var que deberían estar en clase… Los niños echaron a correr, aunque algunos de los más osados se atrevieron a despedirse por última vez de Maia antes de desaparecer. El inquieto lúgar siguió tocando la campana hasta que la matrona puso fin al clamor con un buen codazo.

Madre Claire se volvió y dirigió a Maia una mirada calculadora. Incluso en la vejez, era una Lamai perfecta. El ceño fruncido y los labios tensos, aunque severamente hermosa, siempre, por lo que Maia recordaba, siempre tenía aquella mirada de desdén. Pero ahora, en vez de la esperada furia por los rizos cortados de Maia, la mirada de la directora terminó con una sorprendente sonrisa.

—Bien —asintió Claire—. A la primera oportunidad has reclamado tu propia herencia. Bien hecho.

—Yo… —Maia sacudió la cabeza— no comprendo.

El antiguo desdén seguía allí, un desprecio igualitario por todo aquello que no fuera Lamai.

—Las mocosas del calor sois una lata —dijo Claire—. A veces desearía que las fundadoras de Stratos hubieran sido más radicales, y hubieran elegido apañárselas sin vuestra especie.

Maia jadeó. La observación de Claire era casi Perkinita en su herejía. Si la propia Maia hubiera dicho alguna vez algo remotamente parecido sobre las primeras madres, se habría ganado una azotaina.

—Pero Lysos fue sabia —continuó con un suspiro la vieja maestra—. Las veraniegas sois nuestra semilla salvaje. Nuestra herencia llevada por los vientos. Si quieres mi bendición, tómala, niña—var. Hunde tus raíces en alguna parte y florece, si puedes.

Maia sintió que las aletas de su nariz se dilataban.

—Nos expulsáis, sin darnos nada…

Claire se echó a reír.

—Damos mucho. ¡Una educación práctica y ninguna ilusión de que el mundo os debe favores! ¿Preferirías que os mimáramos? ¿Que os colocásemos en algún trabajo inútil, como hacen algunos clanes con sus vars? ¿O que os aleccionáramos para una prueba de servicio civil a cada cien pasos? Oh, eres lo bastante inteligente para tener una oportunidad, Maia, ¿pero luego qué? ¿Trasladarte a Caria City y dedicarte al papeleo el resto de tu vida? ¿Depender de un salario para comprar un apartamento e iniciar algún día un microclán de una ?

»¡Bah! ¡Puede que no seas Lamai entera, pero lo eres a medias! Encuentra y gana un nicho por ti misma. Si es bueno, escribe para decirnos qué has conseguido. Tal vez el clan te imite.

Maia tuvo la fuerza de decir lo que había querido expresar durante años.

—Hipócrita hi…

—¡Eso es! —la interrumpió Madre Claire, aún sonriendo—. Sigue escuchando a tu hermana. Leie sabe que ahí fuera hacen falta uñas y dientes. Ahora márchate. Márchate y enfréntate al mundo.

Con eso, la enervante mujer se dio la vuelta y condujo al manso lúgar más allá del viejo barrendero, siguiendo a sus pupilos hacia la clase donde los sonidos de las lecciones empezaron a llenar el aire frío y seco.

El patio, parte de su mundo desde hacía tanto tiempo, le pareció de repente a Maia cerrado, claustrofóbico. Las estatuas de las antiguas Lamai parecían más pétreas y gélidas que nunca. Gracias, Mamá Claire, pensó, reflexionando sobre sus palabras de despedida. Eso haré.

Y nuestra primera regla, si Leie y yo fundamos alguna vez nuestro propio clan, será… ¡nada de estatuas!


Maia encontró a Leie mordisqueando una manzana robada, apoyada contra la puerta de los mercaderes, mirando más allá de las gruesas murallas de la Fortaleza Lamatia hacia donde las calles empedradas confluían colina abajo, tras las nobles casas de los clanes de Puerto Sanger. En la distancia, una nube de ingrávidos e iridiscentes flotadores—zoor usaba las corrientes de aire para alzarse sobre los mástiles de la bahía, buscando desechos de la flota pesquera. Las criaturas daban un raro tinte festivo a la mañana, como las chillonas cometas—globo que los niños hacían volar el Día del Solsticio de Invierno.

Maia contempló el irregular corte de pelo de su gemela y su burdo atuendo.

—¡Lysos, espero no tener ese aspecto!

—Tus plegarias son respondidas —contestó Leie con un agrio ademán—. En la vida estarás así de bien. Coge.

Maia cazó al vuelo una segunda manzana. Naturalmente, Leie había robado dos. En cuestiones de salud, su hermana estaba empeñada en su bienestar. Su plan no funcionaría sin las dos.

—Mira. —Leie indicó con la barbilla la capilla del clan, en cuyo pórtico se había congregado un grupo de niñas del verano de cinco años. Rosin y Kirstin mordían dulces nerviosamente, procurando no llenarse de migas los trajes prestados. Ambas llevaban la trenza primorosamente atada con lazos azules, a punto para ser cortada en la ceremonia por la archivera del clan. En cínica conjetura, Leie apostó a que las pragmáticas madres venderían todo aquel pelo brillante a los colonos, que lo emplearían como material para nidos, a cambio de unas cuantas pintas de zec—miel.

Cada una de aquellas muchachas tenía cierto parecido de familia, pues habían tenido la misma madre que Maia y Leie. Con todo, las medio hermanas habían crecido sabiendo aún mejor que las gemelas lo que significaba ser única.

Deben de estar aún más asustadas que yo, se compadeció Maia.

En los oscuros recovecos de la capilla distinguió a varias Lamai mayores y a la sacerdotisa venida para oficiar desde el templo de la ciudad. Maia vio cómo encendían las velas, que iluminaban las letras grabadas que bordeaban el santuario de piedra con citas del Libro de las Fundadoras y, a lo largo de una pared entera, con el enigmático Acertijo de Lysos. Cerró los ojos y pudo visualizar cada metro tallado, sentir la áspera textura de las columnas, casi oler el incienso.

Maia no lamentaba su elección: haber seguido el ejemplo de Leie y rechazar toda la hipocresía. Y sin embargo…

—Idiotas —comentó Leie, despreciando a sus iguales con una mueca—. Quieres ver cómo se gradúan?

Tras una pausa, Maia respondió con un movimiento de cabeza. Recordó una estrofa del poeta Wayfarer.

El verano trae el sol

que se extiende sobre la tierra.

Pero el invierno permanece

para aquellos que comprenden.

—No. Salgamos de aquí.


Las madres del Clan Lamai se dedicaban a armar barcos y a las altas finanzas, así como a dirigir la ciudad—estado. De los diecisiete matriarcados importantes y los noventa menores de Puerto Sanger, el de Lamatia se contaba entre los más destacados.

Casi no se notaba, al caminar por los distritos de los mercados. Había algunas Lamai de pelo trenzado, orgullosas y uniformemente embutidas en sus kilts bien tejidos, caminando ante rechonchos lúgars de carga cubiertos de paquetes. Con todo, entre los rebosantes puestos y almacenes, había tan pocos miembros de la casta patricia como gente del verano, o incluso como hombres.

Había muchas gruesas y pálidas Ortyn a la vista, sobre todo allá donde se cargaban o descargaban artículos. Idénticas excepto por las cicatrices de hazañas individuales, las Ortyn de nariz chata apenas hablaban. Entre ellas las palabras resultaban innecesarias. Pocas de ese clan se convertían en sabias, eso estaba claro, pero su fuerza física y su habilidad como transportistas (manejando los temperamentales caballos de tiro) las hacían formidables en su nicho. «¿Para qué mantener y alimentar lúgars cuando puedes contratar a Ortyn para que lo muevan por ti?», rezaba un dicho local.

Un grupo de aquellas gruesas clones tenía colapsada la calle de los Músicos; obstruían el tráfico mientras seis mujeres idénticas luchaban con un montón de cordajes que colgaban del cabrío de un taller situado en un primer piso. Como muchos de los edificios de aquella parte de la ciudad, éste se alzaba sobre la calle, cada piso sobresaliendo un poco más sobre sus voladizos sustentados por vigas. En algunos barrios, los edificios llegaban a encontrarse por encima de la estrecha calle, formando arcos que impedían ver el cielo.

Se había congregado una multitud, asombrada por la chirriante carga que colgaba en las alturas: una erecta harpa—espineta de madera fina construida por el Clan Pasarg de mujeres músicos para su exportación a alguna ciudad distante de Occidente. Tal vez viajaría en el Ave Sombría junto con Maia y Leie… si las trabajadoras conseguían bajarla al suelo primero. Un grupito de Pasarg de caras chupadas y dedos largos se había congregado abajo; se rebullían nerviosas cada vez que uno de los caballos de tiro se atascaba y hacía oscilar la carga sobre sus cabezas. Si se estrellaba contra el suelo, se perderían los beneficios de toda una temporada.

Para otras espectadoras, el momento de tensión era un entretenimiento en una aburrida mañana de otoño. Las vendedoras se acercaron, ofreciendo castañas asadas y varas de olor a la multitud congregada. Finas varas de dinero se envolvían en paquetes o se rompían para dar cambio.

—¡Viene el invierno, así que estad preparadas! —gritaba una vendedora Ovop con su cesta llena de amargas hierbas anticonceptivas—. Los hombres se enfrían por fin, ¿pero podréis fiaros de vosotras con la gloriosa escarcha por venir?

Otras mercaderes llevaban jaulas de junco con pájaros vivos y lagartos silbadores stratoianos, algunos de ellos entrenados para tararear canciones populares. Una joven clon Charnoss que intentaba hacer pasar un rebaño de llamas junto a las altas ruedas de la carreta se tropezó con una trabajadora política emparedada en un cartel donde se anunciaban las virtudes de una candidata a las próximas elecciones del Consejo.

Leie compró una tarta de caramelo y se unió a la multitud que jadeaba y aplaudía mientras la espineta, delicadamente tallada, escapaba por los pelos a quedar enganchada en una pared cercana. Pero a Maia le pareció más interesante observar al equipo Ortyn que, situado detrás del carro, trabajaba para liberar la cabria atascada. Era un curioso aparato eléctrico que funcionaba con una batería. Nunca antes había visto a las Ortyn utilizar uno, y era probable que lo hubieran manipulado incorrectamente. Ninguno de los clanes de Puerto Sanger estaba especializado en la reparación de ese tipo de aparatos, así que no fue ninguna sorpresa que, sin mediar palabra ni ninguna otra seña visible, las Ortyn renunciaran a intentar hacerlo funcionar. Una miembro del equipo agarró la palanca del freno mientras las otras, como siguiendo la coreografía de un baile, se volvían y alzaban las manos encallecidas para aferrar la cuerda. No hubo gemidos o gritos de cadencia; cada Ortyn parecía conocer el estado de preparación de sus hermanas cuando el freno se soltó. Los músculos se hincharon en las anchas espaldas. Suavemente, la carga fue bajando hasta besar el lecho de la carreta con engañosa amabilidad. Hubo aplausos y unos cuantos bufidos decepcionados mientras las varas de dinero cambiaban de mano, zanjando las apuestas. Maia y su gemela cogieron sus petates una vez más. Leie se terminó el pastel mientras Maia se volvía, pensativa.

Las Ortyn casi leen las mentes de las otras. ¿Cómo vamos a simular Leie y yo una cosa así?

Cuando eran más jóvenes, su hermana y ella solían terminar las frases de la otra, o sabían cuándo y dónde la otra sentía dolor. Pero en el mejor de los casos se trataba de un enlace débil, en absoluto comparable a la unión entre clones cuyas madres, tías y abuelas compartían unos genes y una educación común que se remontaba a varias generaciones. Aún más, las gemelas parecían haber divergido últimamente, en vez de unirse. De las dos, Maia consideraba que su hermana poseía mas dureza y sentido práctico, tan necesarios para tener éxito en este mundo.

—Las Ortyn y las Jorusse y las Kroeber y las malditas Sloskie… —murmuró Leie—. Estoy tan harta de este asqueroso lugar… Besaría a un dragón en la boca por no tener que mirar las mismas caras hasta que me muera.

También Maia sentía la urgencia de marcharse. Sin embargo, se preguntó, ¿cómo conseguía una forastera saber quién era quién en una ciudad extraña? Aquí, aprendías sobre cada casta casi desde el nacimiento. Sobre las esbeltas Sheldon de pelo rizado, por ejemplo; mujeres de piel oscura una cabeza más altas que las gruesas Ortyn. Su nicho habitual era cazar bestias peludas en los pantanos de la tundra, aunque las Sheldon treintañeras a menudo llevaban también la placa del cuerpo de Guardia de Puerto Sanger, y se dedicaban a supervisar la defensa de la ciudad.

Las Poeskie de dedos largos estaban igualmente bien adaptadas a sus tareas: cosechar con maestría las glándulas de los caracoles estelares rotos. Eran tan buenas en el comercio del tinte que habían establecido sucursales en otras ciudades situadas a lo largo del mar de Parthenia, dondequiera que las pescadoras cogían las conchas en forma de embudo.

Casi primas de ese clan, las Groeskie utilizaban sus hábiles manos para ser unas mecánicas de primera. Eran un matriarcado joven, retoños del verano que habían echado raíces hacía apenas unas cuantas generaciones. Aunque no pasaban de las dos docenas, las gruesas y activas «grossies» constituían ya un clan a tener en cuenta. Cada una de ellas era una descendiente clónica de una sola veraniega medio Poeskie que había conseguido su nicho por suerte y talento, ganándose en consecuencia su derecho a la posteridad. Era un sueño que todas las niñas—var compartían: echar raíces, prosperar, y fundar un nuevo linaje. Sucedía una de cada mil veces.

Al pasar ante un taller Groeskie, las gemelas vieron introducir unos cojinetes redondos en sus ejes a unas cuantas robustas y felices pelirrojas, cada una heredera de aquella lista antepasada que se ganó un puesto en la dura pirámide social de Puerto Sanger. Maia sintió cómo Leie le tiraba del codo. Su hermana sonrió.

—No lo olvides. Tenemos una ventaja.

Maia asintió.

—Sí.

Entre dientes, añadió:

—Eso espero.

En el distrito del mercado, bajo el signo de un tricórnido encabritado, una tienda vendía dulces importados de la lejana Vorthos. El chocolate era un vicio sobre el que las gemelas sabían había que alertar a sus hijas—herederas, si alguna vez las tenían. La vendedora, una Mizora de ojos soñolientos, se levantó esperanzada, aunque sabía que no iban a comprar nada. Las Mizora, en pleno declive, se habían visto obligadas a vender sus antaño ricas posesiones para hospedar marinos, al estilo de sus antepasadas. Seguían peinándose como un gran clan, aunque en su mayoría eran ahora pequeñas mercaderes, menos habilidosas que las arribistas Usisi o las Oeshi. La vendedora Mizora contempló tristemente cómo Maia y Leie se daban la vuelta y seguían su camino calle abajo, entre las casas de los clanes inferiores.

Muchos establecimientos lucían emblemas y placas con la imagen de fieras ya extinguidas, como los dragones de fuego y los tricórnidos, criaturas de Stratos que no habían conseguido adaptarse a la llegada de la vida terrestre. Lysos y las Fundadoras habían instado a preservar las formas nativas, aunque incluso ahora, siglos más tarde, las telepantallas emitían ocasionalmente melancólicas ceremonias del Gran Templo de la lejana Caria City, sumando a la lista otra especie cuya extinción había que lamentar formalmente cada Día del Lejano Sol.

Maia se preguntó si era la culpa lo que hacía que tantos clanes eligieran como símbolo bestias nativas que ya no existían. O tal vez una forma de decir: «¿Veis? Nosotras continuamos. Llevamos los emblemas del pasado derrotado, y sobrevivimos.»

Al cabo de unas cuantas generaciones, las Mizora serían tan comunes como los tricórnidos.

Lysos nunca prometió un final al cambio, sólo frenarlo a un ritmo soportable.

Tras volver una esquina, las gemelas casi chocaron con una alta Sheldon que corría colina abajo desde el barrio de la clase alta. Su uniforme de guardia estaba húmedo, abierto por el cuello.

—Disculpadme —murmuró la oficiala de piel oscura, esquivando a las dos hermanas. Sin embargo, tras avanzar unos pasos, se detuvo de repente y se volvió para mirarlas.

—Estáis aquí. ¡Casi no os había reconocido!

—Brillante mañana, capitana Jounine —saludó Leie, con cierta burla—. ¿Nos estabas buscando?

Años de vida en la ciudad habían suavizado los afilados rasgos Sheldon de Jounine. La capitana se secó la frente con un pañuelo de seda.

—Se me ha hecho tarde buscándoos en la Casa Lamatia. ¿Sabéis que os habéis perdido vuestra Ceremonia de Partida? Claro que sí. ¿Lo habéis hecho a propósito?

Maia y Leie intercambiaron breves sonrisas. A la capitana Jounine no se le escapaba nada.

—No importa. —La Sheldon agitó una mano—. Sólo quería saber si habíais pensado…

—¿Unirnos a la Guardia? —la interrumpió Leie—. Tiene que estar…

—Sin duda que nos halaga la oferta, capitana —interrumpió Maia—. Pero tenemos billetes…

—No encontraréis nada fuera de aquí —Jounine señaló el mar—, que sea más seguro y más firme…

—Y aburrido —murmuró Leie.

—… que un contrato con vuestra ciudad de nacimiento. ¡Es una opción inteligente, os lo aseguro!

Maia conocía los argumentos. Comidas regulares y una cama, además de lentos ascensos con la esperanza de ahorrar lo suficiente para una hija. Una hija del invierno… ¿con el salario de una soldado? La burla de Madre Claire sobre «fundar un microclán de una» parecía a propósito. Algunas acciones inteligentes eran poco más que trampas bien disimuladas.

—Una miríada de gracias por la oferta —dijo Leie, con total sarcasmo—. Si alguna vez estamos lo bastante desesperadas para volver a esta helada…

—Sí, gracias —interrumpió de nuevo Maia, cogiendo a su hermana por el brazo—. Y que Lysos te guarde, capitana.

—Bueno… ¡al menos permaneced alejadas de las islas Pallas! Hay informes de saqueadoras…

En cuanto doblaron una esquina, Maia y Leie soltaron sus petates y se echaron a reír. Las Sheldon eran un clan impresionante en muchos aspectos, ¡pero se tomaban las cosas tan en serio! Maia estaba segura de que las echaría de menos.

—Pero es extraño —dijo al cabo de un momento, cuando echaron nuevamente a andar—. Jounine parecía más ansiosa que de costumbre.

—Uf. No es problema nuestro que no pueda cumplir sus cuotas de reclutamiento. Que compre lúgars.

—Sabes que los lúgars no pueden luchar con la gente.

—Pues entonces que contrate gente del verano en los muelles. Siempre hay muchas vars vagabundas por allí. Pero de todas formas es una tontería aumentar la Guardia. Son un puñado de parásitas, igual que las sacerdotisas.

—Mm —comentó Maia—. Supongo que sí.

Pero la expresión de los ojos de la soldado había sido como la de la vendedora de dulces Mizora. Había en ellos decepción. Una pizca de asombro.

Y más que un poco de miedo.


Un mes antes, las guardianas se habían plantado ante la puerta de getta, que separaba Puerto Sanger de la bahía.

Maia recordó ahora cómo las madres—cuidadoras solían llevar a las niñas de Lamatia a las ceremonias del templo cívico desde los barrios altos, por las empinadas calles empedradas y pasando cerca de la puerta de getta. Un verano, ella se separó de la ordenada fila de vars y corrió hacia la alta barrera, esperando atisbar los grandes cargueros en dique seco. Su breve escapada terminó con una buena azotaina. Después, entre sollozos, oyó a una matrona explicar a lo lejos que los muelles no eran seguros para las niñas en esa época del año. Había «hombres sucios» allí abajo.

Más tarde, cuando las auroras eran reemplazadas en los cielos del norte por las plácidas constelaciones otoñales, esas mismas puertas se abrían para que los niños deambularan a voluntad, corriendo por los muelles donde varones barbudos descargaban misteriosas cajas, o jugaban a enigmáticos juegos con discos mecánicos. Maia recordó que entonces se había preguntado si aquellos hombres eran diferentes de los «sucios». Así debía de ser. Siempre con una sonrisa o dispuestos a contar una historia, parecían tan amables e inofensivos como los peludos lúgars a los que en cierto modo se parecían.

«Inofensivo como un hombre cuando las estrellas brillan claras.» Eso decía una canción infantil, que terminaba: «Pero ten cuidado, mujer, cuando la Estrella Wengel está cerca.»

Al cruzar la puerta por última vez, Maia y Leie pasaron junto a una variopinta multitud. Al contrario que en los barrios altos, aquí los varones constituían una minoría substanciosa, contribuyendo a llenar el aire de una rica mezcla de olores que iban desde los aromas de especias y cargamentos exóticos hasta el de su propio sudor acre. Era el lugar ideal para que una agitadora Perkinita se instalara; ésta se dirigía a la multitud desde una caja volcada, mientras dos compañeras—clones repartían folletos a los transeúntes. Maia no reconoció su tipo facial, así que las tres mujeres de mejillas chupadas debían ser misioneras, recién llegadas.

—¡Hermanas! —vociferó la oradora—. ¡Vosotras, de clanes y casas menores! Juntas superáis el poder combinado de los Diecisiete que controlan Puerto Sanger. Si unís fuerzas. ¡Si os unís a nosotras, podréis romper el dominio que las grandes casas ejercen sobre la asamblea de la ciudad, y sí, sobre la región, e incluso sobre Caria City! Juntas podremos acabar con la conspiración de silencio y obligar a una revelación de la verdad que nos es debida desde hace tanto tiempo…

—¿Qué verdad? —inquirió un transeúnte.

La Perkinita se volvió hacia un joven marino que estaba apoyado contra la verja con varios de sus colegas, divertido por la inquietud que provocaba su pregunta. Fiel a su ideología, la agitadora intentó ignorar a un simple hombre. Por diversión, Leie siguió con el juego.

—¡Sí! ¿Qué verdad es ésa, Perkie?

Varios transeúntes se rieron de la puya de Leie, y Maia no pudo ocultar una sonrisa. Las Perkinitas se tomaban a sí mismas y a su causa muy en serio, y odiaban el diminutivo de su nombre. La oradora miró fríamente a Leie, pero entonces vio a Maia a su lado. Para deleite de las gemelas, al instante sacó la conclusión equivocada y les tendió las manos, implorando.

—La verdad de que los clanes pequeños como el vuestro y el mío son apartados por sistema, no sólo aquí sino en todas partes, sobre todo en Caria City, donde ahora las grandes casas incluso están vendiendo el planeta a los Exteriores y a su Phylum masculinista…

Los oídos de Maia se aguzaron ante la mención de la nave alienígena. Por desgracia, pronto quedó claro que la oradora no aportaba noticias, sino tópicos. La arenga se convirtió rápidamente en una sarta de frases hechas y lugares comunes que Maia y su hermana habían oído incontables veces a lo largo de los años. Sobre la inundación de mano de obra barata var que arruinaba a tantos clanes pequeños. Sobre la laxitud a la hora de mantener los Códigos de Lysos y la regulación de los «varones peligrosos». Esas acusaciones ya gastadas iban acompañadas este año por la paranoia de moda: la inquietud popular de que los visitantes del espacio fueran los precursores de una invasión aún peor que el pasado horror del Enemigo.

Habían sentido un momentáneo placer al ser confundidas con un «clan», sólo porque Maia y Leie eran iguales, pero aquello pasó pronto. Era otoño, eso significaba que las elecciones se acercaban; los grupos marginales seguían intentando arrancar un escaño minoritario o dos frente a las votaciones en masa de los grupos como Lamatia. El Perkinismo apelaba a los pequeños matriarcados que consideraban un estorbo los linajes establecidos. El movimiento tenía poco apoyo de las vars, que no tenían ningún poder y, aún menos, intención de votar.

En cuanto a los hombres, no les hacía ninguna ilusión que el Perkinismo se asentara con fuerza en Stratos. Sólo conque pareciera que eso podía llegar a suceder, Maia podría presenciar algo que no se repetiría en toda su vida: el espectáculo de los varones haciendo cola ante los colegios electorales para ejercitar un derecho establecido por la ley, pero practicado con tanta frecuencia como la gloriosa escarcha caía en verano.

Aunque Leie seguía burlándose de la trayectoria política de las Perkinitas, Maia le dio un codazo.

—Vamos. Tenemos cosas mejores que hacer en nuestra última mañana en la ciudad.


El sol naciente había disipado la niebla que abrazaba la costa cuando las gemelas llegaron a la bahía propiamente dicha. El calor de media mañana había espantado también a la mayor parte de los sedosos flotadores—zoor que Maia había visto antes. Unas cuantas criaturas luminosas eran aún visibles, como brillantes flores ovoides o chillonas bolsas de gas, flotando en una cadena irregular a lo largo del cielo oriental.

Un perezoso permanecía aún en los muelles, parecido a una medusa hinchada con pseudópodos iridiscentes de sólo unos veinte metros de largo. Un bebé, pues. Se aferraba al mástil principal de un esbelto carguero, acariciando las cubiertas envueltas en lona, buscando las golosinas dejadas en las vergas superiores por los avispados marinos. Los ágiles marineros se reían, esquivando las pegajosas ventosas; luego se acercaban a acariciar los nudosos dorsos de los tentáculos de la bestia, o le ataban lazos brillantes o notas de papel. Aproximadamente una vez al año, alguien recuperaba un ajado mensaje que había sido transmitido de esa forma, transportado por toda la Madre Océano.

Se contaban también historias de grumetes que intentaban montar en los zoors, flotando hacia Lysos sabía dónde, quizás inspirados por leyendas de días remotos, cuando los zepelines y los aviones surcaban el cielo, y a los hombres se les permitía volar.

Como para demostrar que era un día de destino y sincronía, Leie llamó la atención de Maia señalando en dirección contraria, al suroeste, más allá de la cúpula dorada del templo de la ciudad. Maia parpadeó ante una forma plateada que destelló brevemente al posarse en el suelo; reconoció el estilizado dirigible que repartía el correo y los paquetes demasiado valiosos para ser confiados al transporte marítimo, y que llevaba a las poquísimas pasajeras cuyos clanes debían ser casi tan ricos como la diosa del planeta para poder permitirse pagar la tarifa. Maia y Leie suspiraron, compartiendo por una vez exactamente el mismo pensamiento. Haría falta un milagro para que cualquiera de ellas llegara a viajar así, entre las nubes. Tal vez sus descendientes clónicas lo harían, si los caprichosos vientos de la suerte soplaban en esa dirección. El pensamiento aportaba un ligero consuelo.

Tal vez eso también explicaba por qué los grumetes a veces renunciaban a todo por cabalgar un zoor. Los hombres, por propia naturaleza, no podían tener clones. No podían copiarse a sí mismos. Como mucho, conseguían la inmortalidad menor de la paternidad. Fuera lo que fuese lo que más desearan, tenía que ser conseguido en el lapso de una vida, o no lo sería en absoluto.

Las gemelas reemprendieron el camino. Tan cerca ya de los muelles, donde los barcos de pesca desprendían unos miasmas húmedos y punzantes, empezaron a ver mucha más gente de verano como ellas mismas. Mujeres de formas, colores, tamaños diversos, a menudo con cierto parecido familiar a algún clan bien conocido (unos cabellos de las Sheldon, o la mandíbula distintiva de las Wylee), que compartían la mitad o una cuarta parte de sus genes con una línea materna renovada, igual que las gemelas llevaban pintado en el rostro gran parte de Lamai.

Por desgracia, medio parecido servía de poco. Vestida con kilts de un solo color o calzones de cuero, cada persona del verano deambulaba por la vida como una unidad solitaria, única en el mundo. La mayoría, pese a todo, mantenía la cabeza bien alta. La gente del verano trabajaba en los muelles, calafateaba los veleros, y ejecutaba la mayor parte del trabajo manual que sostenía el comercio marítimo, a menudo con una alegría cuya contemplación era una inspiración en sí misma.

Antes de Lysos, en los mundos del Phylum, las vars como nosotras eran normales y las clones raras. Todo el mundo tenía un padre… y a veces hasta crecían conociéndolo.

Maia solía imaginar planetas llenos de variedades descabelladas e impredecibles. Las madres Lamai lo llamaban «una fijación indigna», aunque tales pensamientos eran más frecuentes desde que la noticia de la Nave Exterior empezó a filtrarse en forma de rumores y luego mediante los reportajes censurados de la tele.

¿Vive aún la gente de otros mundos en el caos de antaño?, se preguntaba. Como si la vida fuera a ofrecerle alguna vez la oportunidad de averiguarlo.

Pasada la estación de las tormentas y con la puerta de getta abierta de par en par, la bahía era un sitio pintoresco que bullía de vida. El comercio acumulado durante una estación se ponía en circulación. La gente recorría los muelles de descarga y los almacenes de tejado de pizarra, las capillas y las casas de placer. Y las tiendas especializadas en artículos para la navegación (una visita favorita de las gemelas mientras éstas crecían) rebosaban de cada herramienta o utensilio que una tripulación pudiera necesitar en el mar. Desde temprana edad, Maia y su hermana se habían sentido atraídas por el brillante metal y el olor del aceite lubricante, y se entretenían durante horas para exasperación de las dependientas. A Leie le fascinaban los aparatos mecánicos, mientras que Maia, por su parte, se fijaba en las cartas y sextantes y en los estilizados telescopios con sus partes bellamente engarzadas. Y en los relojes, algunos tan antiguos que llevaban una anilla exterior que dividía el calendario de Stratos en poco más de tres «Años Terrestres Estándar». Ni siquiera las burlas de los chicos de cinco años (alféreces itinerantes que a menudo sabían menos de determinar una latitud que de escupir al viento) mantenían apartadas a las gemelas durante demasiado tiempo.

Al asomarse a la tienda más grande, Maia captó la mirada de la encargada, una Felic de rostro duro. La clon advirtió el corte de pelo y el petate de Maia, y su mueca habitual se convirtió lentamente en una sonrisa. Hizo un breve gesto con la mano deseando a Maia buena suerte y un pasaje seguro.

Y apuesto a que adiós muy buenas. Recordando lo molestas que habían sido su hermana y ella, Maia le devolvió una exagerada reverencia, que la dependienta aceptó con una carcajada y un gesto de despedida con la mano.

Maia se volvió y encontró a Leie en un espigón cercano, conversando con una estibadora cuyos altos pómulos anunciaban el Continente Occidental.

—No, no —decía la mujer mientras Maia se acercaba, sin detenerse en su rápido anudar de la vela que estaba reparando—. Hasta ahora no se sabe nada de la decisión del Consejo de Caria. Nada en absoluto.

—¿Decisión sobre qué? —preguntó Maia.

—Sobre los Exteriores —respondió Leie—. Esas misioneras Perkies han hecho que me preguntara si había noticias. Esta var trabaja en un barco con acceso pleno.

Leie señaló hacia un barco pesquero cercano con antena orientable. No era descabellado que alguien que manejara aquellos diales pudiera captar un par de cosas.

—¡Como si las propietarias me invitaran a té y tele! —La mujer escupió a las aguas sucias a través de los dientes desportillados.

—¿Pero has oído algo? ¿A través de un canal no oficial, por ejemplo? ¿Siguen diciendo que una nave exterior ha aterrizado?

Maia suspiró. Caria City estaba lejos y sus sabias apenas emitían información. Aún peor, las madres Lamai a menudo prohibían a los niños del verano ver la tele, no fuera a ser que sus frágiles mentes encontraran los programas «perturbadores». Naturalmente, esto sólo contribuía a picar la curiosidad de las gemelas. Pero Leie estaba llevando sus preguntas demasiado lejos al acosar a simples trabajadoras. Al parecer, la mujer de la vela estaba de acuerdo.

—¿Por qué me preguntáis a mí, tontas? ¿Por qué iba yo a escuchar las mentiras que dice la caja de las dueñas?

—Pero eres del Continente del Aterrizaje…

—¡Mi provincia está a noventa gi de Caria! ¡No la he visto desde hace diez años, ni la volveré a ver! ¡Ahora, fuera!

Cuando estuvieron lo bastante lejos para no ser oídas, Maia reprendió a su hermana.

—Leie, tienes que tranquilizarte respecto a este asunto. No puedes quedar en ridículo…

—¿Cómo hiciste tú cuando teníamos cuatro años? ¿Quién intentó escapar en esa goleta, sólo para averiguar que el capitán tenía otras ideas en mente? ¡Recuerdo que nos castigaron a las dos por eso!

Maia sonrió, reluctante. No siempre había sido la hermana más cautelosa. Un largo año stratoiano antes, era Leie la que siempre se comportaba con cautela antes de actuar, y Maia la que elaboraba planes que las metían en líos. Somos iguales, sí. Pero estamos desfasadas. Y tal vez eso sea bueno. Tiene que haber una sensata por turnos.

—Esto es distinto —replicó, intentando dejar clara su idea—. Ahora se trata de la vida real.

Leie se encogió de hombros.

—¿Quieres hablar sobre la vida ? Mira a esos cretinos de allí. —Indicó con un movimiento de cabeza una zona pavimentada del muelle en forma de casillas geométricas sobre las que un grupo de marinos jugaba con un puñado de discos blancos o negros—. Llaman Vida a su juego, y se lo toman muy en serio. ¿Lo hace eso real también?

Maia se negó a aceptar la burla. Cada vez que había barcos en el puerto, podían verse allí puñados de hombres practicando el antiguo juego con una pasión sólo comparable con su interés por el sexo durante los meses de la aurora. Los hombres, marinos de algún carguero, vestían burdas camisetas sin mangas y llevaban anillos de metal en los bíceps para indicar su rango. Algunos alzaron la mirada cuando las gemelas pasaron por su lado. Dos de los más jóvenes sonrieron.

Si aún hubiera sido verano, Maia habría mirado rápidamente en otra dirección e incluso Leie habría mostrado cautela. Pero cuando las auroras se desvanecían y la Estrella Wengel perdía fuerza, la sangre caliente de los machos se apagaba también. Se volvían criaturas más tranquilas, más amistosas. El otoño era la mejor estación para zarpar. Maia y Leie podrían pasar hasta veinte meses estándar en el mar antes de verse obligadas a desembarcar por el celo del año siguiente. Para entonces, sería mejor que hubieran encontrado un nicho, algo en lo que fueran buenas, y empezado su nidal.

Leie recibió osadamente las sonrisas amistosas y perezosas de los marineros con las manos en las caderas y mirándolos a los ojos, como desafiándolos a seguir adelante. Un joven remolcador pareció considerarlo. Pero naturalmente, si le quedaba algo de libido en esa época del año, no iba a malgastarla en un par de pobres vírgenes. Los jóvenes se rieron, y también Leie.

—Vamos —le dijo a Maia mientras los hombres regresaban a su juego. Leie volvió a ajustarse el petate—. Se acerca la marea. Embarquemos y dejemos atrás esta ciudad.


—¿Cómo que no va a hacerse a la mar? ¿Durante cuánto tiempo?

Maia no podía creerlo. El viejo sobrecargo mordisqueaba un palillo de dientes mientras se mecía en su taburete junto a la pasarela. Iba sin afeitar y con la ropa de faena ajada; señaló el barril cercano donde tenía el dinero de las dos… junto con un poco más añadido como «compensación».

—No lo sé, hermanita. Probablemente un mes. Tal vez dos.

—¡Un mes! —La voz de Leie se quebró—. ¡Hijo de un gusano mocoso! El tiempo es bueno. Tienes tu carga y pasajeras de pago. ¿Qué quieres decir?

—Tengo una oferta mejor. —El sobrecargo se encogió de hombros—. Uno de los clanes mayores ha comprado nuestra carga sólo para que nos quedemos. Parece que le gustan nuestros chicos. Supongo que quieren que se queden por aquí.

Maia sintió en la boca del estómago un espasmo de comprensión.

—Algunas madres querrán empezar la cría de invierno pronto este año —dijo, tratando de encontrar sentido a la catástrofe—. Es arriesgado, pero si pillan a los hombres aún con calor dentro…

—¿Qué casa? —interrumpió Leie, que no estaba de humor para apreciaciones racionales. Dio una patada al barril, haciendo tintinear las varas de dinero. El sucio marinero, cuyo volumen doblaba los cincuenta kilos de Leie, se rascó plácidamente la barba.

—Vamos a ver. ¿Eran las Tilden? ¿O era Lam…?

—¿Lamatia? —exclamó Leie, esta vez sacudiendo los brazos tan salvajemente que el hombre se puso en pie.

—Vamos, hermanita. No es motivo para excitarse…

Maia agarró el brazo de Leie cuando ésta parecía a punto de arrojar el taburete contra el marino.

—¡Tiene sentido! —gritó Leie—. ¡Por eso abrieron antes la casa de invitados, y nos hicieron servir vino a esos tipejos toda la noche!

A veces, Maia envidiaba la facilidad de su hermana para los berrinches. Su propia reacción, un aturdido refugiarse en la lógica, resultaba menos satisfactoria que la forma que tenía Leie de romper todo lo que se le ponía por delante.

—Leie —instó roncamente—. No puede ser Lamatia. Sólo tratan con cofradías de clase alta, no con la basura en la que nosotras podemos permitirnos el pasaje.

Fue agradable ver cómo el sobrecargo daba un respingo al oír su observación.

—De todas formas, será mejor que nos vayamos a negociar con hombres honrados. Hay otros barcos.

Su hermana se volvió.

—¿Sí? ¿Recuerdas cómo estudiamos? ¿Comprando libros e incluso tiempo de red, investigando cada puerto que tocaba este cascarón? Teníamos un plan para cada arribada… gente que ver. Preguntas que formular. Perspectivas. ¡Ahora todo ha sido en vano!

¿Cómo puede ser?, se preguntó Maia, aturdida. Todas esas horas estudiando, memorizando las islas Oscco y el mar Occidental…

Maia advirtió que ninguna de las dos reaccionaba bien a la súbita desesperación.

—Vamos —le dijo a su hermana. Recogió el dinero e intentó por el bien de ambas que la preocupación desapareciera de su voz—. Encontraremos otro barco, Leie. Uno mejor, ya verás.


Resultó más fácil decirlo que hacerlo. Había muchas velas en Puerto Sanger, desde catamaranes de duras quillas tallados a mano hasta rompehielos o clippers con aleteantes hojas de seda—cebo tejido. En los embarcaderos diplomáticos, justo debajo del fuerte de la bahía, había incluso un raro y estilizado crucero cuyas hileras de brillantes paneles solares se horneaban al sol. Maia y Leie ni lo intentaron con barcos tan ricos, cuyas tripulaciones habrían considerado sus exiguas varas de monedas como cebo para pescar. Probaron suerte con cargueros bien preparados que hacían ondear estandartes de la Liga de la Nube Ballena, o la Sociedad de la Garza Azul, cofradías viajeras cuyos barbudos comodoros a veces acudían a la Mansión Lamatia para entrevistar a chicos inteligentes que quisieran vivir en el mar.

Según las fábulas infantiles, antiguamente los chicos como Albert se unían sin más a las cofradías de sus padres. Incluso las niñas del verano solían crecer sabiendo que el barco de su padre se las llevaría algún día, libre de cargos, a dondequiera que las oportunidades fueran más brillantes para las jóvenes vars.

Niño clónico dentro te quedarás,

protector de tu casa, para renovar.

Niño—var debes luchar y ganar,

medio madre y medio hombre, es verdad.

Que los vientos soplen,

escarcha en invierno, o en verano brillo.

Nombra las cosas especiales que permanecen,

fijas, para que guíen de noche tu camino.

La Madre Stratos, los clones de las Fundadoras,

tu propia habilidad, tus impacientes manos.

Una merced más, la feliz ayuda

de un pasaje del padre hacia un lugar lejano.

Una vieja maestra, la Sabia Judeth (una Lamai que sentía especial simpatía por sus alumnos del verano) declaró una vez que los viejos relatos eran ciertos.

—En aquellos días, cada sociedad marinera se mantenía en contacto con una casa de Puerto Sanger; transportaba cargamentos de los clanes y era bienvenida en sus casas de huéspedes, en invierno y en verano por igual. Cuando las niñas—var cumplían cinco años, sus padres (o los compañeros de sus padres) solían llevárselas como tesoros por derecho propio, y las ayudaban a asentarse en tierras lejanas.

A Maia le había parecido demasiado romántico, demasiado bonito para ser verdad. Pero Leie preguntó:

—¿Por qué dejó de ser así?

Momentáneamente pensativa, la Sabia Judeth dejó de parecer una típica Lamai de ceño fruncido.

—Ojalá lo supiera, semillita. Tal vez tenga que ver con el número de nacimientos en verano. Había muchos cuando yo era joven. Ahora son uno de cada cuatro. Tantos vars… —La anciana sacudió la cabeza—. Y la rivalidad entre los clanes y las cofradías se ha vuelto feroz; hay incluso claras luchas… —Judeth suspiró—. Todo lo que puedo decir es que solíamos saber qué hombres se alojarían aquí para criar clones durante el tiempo frío y engendrar hijos durante el breve calor. Oh, y para producir también niñas del verano. Pero esos días han pasado.

Vacilante, Leie preguntó si Judeth conocía a su padre.

—¿A Clevin? Oh, sí. Incluso puedo verlo en vuestros rostros. Era navegante del León Marino. Un buen tipo, para ser hombre. Vuestra madre del vientre, Lysos la tenga consigo, no quiso favorecer a ningún otro. Tendríais que haber visto a los hombres en aquellos días. Era agradable, de un modo extraño.

Y difícil de imaginar. Ya fuera como criaturas ruidosas que se alojaban en la getta durante el verano y saciaban su celo en las casas de placer, o como taciturnos invitados durante las estaciones frías que retozaban como gatos mientras las hermanas Lamai los mimaban con vino y los juegos de ajedrez o Vida, de todos modos se marchaban pronto. Sus nombres se desvanecían, aunque dejaran su semilla. Sin embargo, durante un año entero después de haber oído el relato de la Sabia Judeth, Maia escrutó entre los mástiles en busca del estandarte del León Marino, imaginando la expresión en el rostro bronceado de su padre cuando las viera a ambas.

Entonces se enteró de que la Cofradía de Pinniped ya no navegaba por el mar de Parthenia. Las hijas—var que sus hombres habían engendrado, hacía cinco largos ciclos, se encontraban solas.


Ninguno de los mejores barcos de la bahía tenía camarotes para ellas. La mayoría estaban ya saturados de únicas, mujeres var de mirada dura que despreciaban a las gemelas o se reían de sus torpes intentos. Los capitanes y sobrecargos seguían negando con la cabeza, o pidiendo más dinero del que las hermanas podían permitirse pagar.

Y había algo más. Algo que Maia no podía captar. Nadie lo decía en voz alta, pero el ambiente en la bahía parecía… sobresaltado.

Maia intentó ignorarlo considerando aquello un reflejo de sus propios nervios.

Mientras caminaban a lo largo de los muelles, las gemelas no encontraron nada adecuado que fuera a zarpar antes de una quincena. Finalmente, agotadas, llegaron a la orilla izquierda del río Stopes, donde barcazas y remolcadores permanecían amarrados a los viejos embarcaderos propiedad de los clanes locales que habían tenido mala suerte o que, simplemente, los habían descuidado. Enfurruñada, Leie votó por regresar a la ciudad y alquilar una habitación. Sin duda aquella cadena de mala suerte era un presagio. En diez días, tal vez veinte, las cosas podrían cambiar.

Maia no quiso ni oír hablar del tema. Mientras Leie pasaba de la furia a la desesperación total, Maia tendía a una terquedad que acababa siendo pura obstinación. ¿Veinte días en un hotel? ¿Cuándo se pondrían en camino hacia alguna tierra exótica, hacia algún lugar en donde tuvieran una oportunidad de poner en práctica su plan secreto? En una sombría hostería del humilde Clan Bizmai encontraron a dos capitanes de un par de barcos carboneros que partían hacia el sur con la marea de la mañana.

También el mundo de los hombres tenía sus jerarquías. Los que tenían ojos astutos y éxito, y engendraban buenos hijos, eran mimados por los matriarcados ricos. Las líneas maternas más pobres se contentaban con un orden inferior. Bizmai encorvadas y de piel hundida, aún con la suciedad de las minas cercanas en las que trabajaban, deambulaban por la hostería sirviendo jarras de cerveza insípida que Maia no quiso tocar, pero que los rudos marineros adoraban. Las gemelas encontraron a los dos capitanes en la hedionda y sofocante sala común, donde las partículas de carbón irritaron las membranas nictitantes de Maia y la hicieron parpadear furiosamente hasta que salieron a la «terraza», que daba a un pantano. Allí, enjambres de irritantes zizzersectos revoloteaban suicidas alrededor de las velas hasta que sus alas prendían y se convertían en breves ascuas llameantes que caían sobre el sucio mantel.

—Sin duda echaremos de menos este lugar —dijo el capitán Ran, chasqueando los labios y vaciando su jarra de cerveza de un trago—. Hay damas amistosas aquí. Cuando llegue la estación del calor, las damas de la parte alta no nos dirigirán a tipos trabajadores como nosotros ni una miradita, y mucho menos nos dedicarán un buen revolcón. Pero aquí las tenemos a manos llenas.

Maia lo creía. De las Bizmai en edad de engendrar hijos que había a la vista, la mitad estaba embarazada del verano. Las aletas de su nariz se dilataron con disgusto. ¿Qué haría un clan pobre como aquél con todos esos únicos? ¿Podrían alimentarlos y vestirlos y educarlos? ¿Lo harían, cuando los retoños del verano rara vez devolvían la riqueza a una casa? La mayoría de aquellos bebés serían eliminados de mala manera, tal vez abandonados en la tundra… «en las manos de Lysos». Había leyes en contra, pero ¿qué ley pesaba más que el bien del clan?

Quizá las Bizmai se ahorrarían el problema. Muchos embarazos del verano fracasaban solos, terminando de forma espontánea debido a defectos en los genes. O eso había explicado la Sabia Judeth.

Todas las clones vienen como diseños probados y comprobados —había dicho—. Mientras que cada veraniego es un experimento nuevo. E incontables experimentos fracasan.

Sin embargo, la tasa de nacimientos var seguía subiendo. «Experimentos» como Maia y Leie seguían llenando las calles bajas de cada ciudad.

—Hay un motivo por el que nos quedamos tan poco tiempo, esta vez —dijo el otro oficial. El capitán Pegyul era más delgado, más gris, y aparentemente algo más listo que su compañero—. Llevamos antracita a Queg Town, Lanargh, Grange Head y Gremlim Town. Tal vez no seamos una de esas grandes y jugosas cofradías, pero tenemos honor. ¿Las Bizmai quieren que volvamos otra vez a mitad de invierno? ¡Las complaceremos, ya que han sido tan amables durante el calor!

Por eso el clan minero era tan amable con aquellos lagartos. Los hombres tendían a ponerse sentimentales con las mujeres que llevaban a sus hijos del verano, retoños con la mitad de sus genes. Dentro de medio año, sin embargo, ¿advertirían siquiera estos idiotas que pocos de esos bebés sobrevivían?

—Gremlim Town nos va bien —dijo Leie, vaciando su jarra y haciendo un gesto para que volvieran a llenársela. Eso estaba en el sur en vez de en el oeste, pero ya lo habían decidido. Corregirían el desvío más tarde, después de haber trabajado algún tiempo en tierra y mar. De esa forma, llegarían al archipiélago de las Oscco maduras, sin ingenuidad.

El más delgado de los dos capitanes se frotó la barbilla.

—Ajá. Siempre que hagáis lo que se os diga.

—Trabajaremos duro. No se preocupe por eso, señor.

—¿Y vuestro clan materno os ha enseñado todo lo necesario? Como, pongamos por caso… ¿luchar con palos?

Maia estaba segura de que Leie también detectaba el astuto esfuerzo del marinero por no molestar. Como si estuviera preguntando por coser, o soldar, o cualquier otra arte práctica.

—Lo hemos hecho todo, señor. No lamentarán llevarnos a bordo, no importa cuál de los dos sea el que lo haga.

Los dos marinos se miraron mutuamente. El más bajo se inclinó hacia delante.

—Uh, iréis una con cada uno.

Leie parpadeó.

—¿Qué quiere decir?

—Es así de simple —explicó el alto—. Sois gemelas. Eso está bien, pero puede crear problemas. Llevamos mujeres de los clanes que contratan pasaje de ciudad en ciudad, a lo largo de todo el trayecto. Pueden veros, baldeando cubiertas, haciendo trabajos sucios, y sacar la conclusión equivocada…

Maia y Leie se miraron. Su plan privado implicaba sacar ventaja de la suposición natural de que dos mujeres idénticas eran clones. Ahora comprendieron la ironía de que su ventaja también podía ser un inconveniente.

—No queremos separarnos —dijo Leie, sacudiendo la cabeza—. Podríamos cambiar nuestro aspecto. Podría teñirme el pelo…

Maia la interrumpió.

—Sus barcos viajan juntos por toda la costa, ¿verdad?

Los capitanes asintieron. Maia se volvió hacia Leie.

—Entonces no estaremos separadas mucho tiempo. De esta forma obtendremos recomendaciones de dos capitanes, en vez de sólo de uno…

—Pero…

—A mí tampoco me gusta, pero míralo de esta forma. Conseguiremos el doble de experiencia por el mismo precio. Cada una de nosotras aprende cosas que la otra no sabe. Además, tendremos que separarnos en otras ocasiones. Ésta será una buena práctica.

La expresión sorprendida de los ojos de su hermana dijo mucho a Maia sobre su relación. Sentía un suave placer en sorprender a Leie, algo que sucedía con muy poca frecuencia. Nunca había esperado que fuera yo la que aceptara fácilmente una separación.

De hecho, Maia descubrió que le apetecía la perspectiva de estar algún tiempo sola, alejada de la fuerte personalidad de su gemela. Esto será bueno para ambas.

Ocultando su breve incomodidad tras una jarra de cerveza, Leie asintió por fin y dijo:

—Supongo que no importa.

En ese instante, un destello procedente de la ciudad iluminó sus rostros, proyectando sombras. Un cohete chispeante se elevó desde la fortaleza de la bahía, en espiral, trazó un arco en el cielo y luego estalló, iluminando los muelles y casas con fuertes contrastes. Las siluetas revoloteaban alrededor de los transeúntes detenidos en seco por el brusco resplandor, mientras que un sonido bajo subía rápidamente de tono e intensidad hasta convertirse en un aullido que llenaba la noche.

Maia, su hermana y los dos capitanes se levantaron. Era la sirena de alarma de Puerto Sanger llamando a la milicia, alertando a los ciudadanos para que se prepararan a la defensa.


¿Cuáles serían nuestros deseos al diseñar una nueva raza humana? ¿Qué existencia deseamos para nuestros descendientes en este mundo?

¿Una vida larga y feliz?

Muy bien. Sin embargo, a pesar de nuestros prodigios técnicos, esa simple mejora podría ser un logro difícil. Hace mucho tiempo, Darwin y Malthus señalaron la paradoja básica de la vida: que todas las especies tienen mecanismos internos para reproducirse al máximo. Para llenar incluso el Edén con tantos retoños que deje de seguir siendo el paraíso.

La Naturaleza, en su sabiduría, controló esta tendencia oportunista con comprobaciones y equilibrios. Depredadores, parásitos y el puro azar eliminaron el exceso. Los supervivientes, los de cada nueva generación, se quedaron con el premio: la posibilidad de jugar otra ronda.

Entonces llegaron los humanos. Críticos natos, extinguimos a los carnívoros que hacían presa sobre nosotros, y combatimos la enfermedad. Con creciente fervor moral, las sociedades lucharon por suprimir la competencia asesina y garantizar para todos el «derecho a vivir y a prosperar».

En retrospectiva, sabemos cuántos errores fatales se cometieron con las mejores intenciones en la pobre Madre Tierra. Sin controles naturales, el boom demográfico de nuestros antepasados acabó con ella. ¿Pero la única alternativa es enmendar la ley con garras y dientes? ¿Podríamos hacerlo, aunque lo intentáramos?

La inteligencia anda suelta por la galaxia. El poder está en nuestras manos, para bien o para mal. Podemos modificar las reglas de la Naturaleza si nos atrevemos, pero no podemos ignorar sus lecciones.

LYSOS, La apología

2

Un acre olor a humo. Una bruma oscura y cenicienta brotando de planchas ardientes. Banderas de peligro ondeando desde la chamuscada mesana de un barco herido que avanzaba torpemente en busca de asilo. Las impresiones eran más vívidas por ocurrir de noche, con la luna mayor, Durga, proyectando pálidos reflejos sobre las aguas revueltas de la bahía de Puerto Sanger.

Bajo los potentes reflectores de la fortaleza, un carguero de alimentos secos, el Próspero, avanzaba a duras penas hacia sitio seguro, seguido de cerca por su enemigo. La mitad de la ciudad estaba allí observando, incluida la milicia de todos los grandes clanes, con sus hijas en edad de luchar vestidas con armaduras de cuero y armadas con porras de madera pulida. Las oficialas veteranas llevaban corazas de metal brillante, y gritaban órdenes a los grupos de retoños y sobrinas idénticas. El contingente de Lamatia llegó, corriendo, los cascos coronados por plumas de ave gaeo. Maia reconoció a la mayoría de las clones invernales, sus medio hermanas, a pesar de que eran todas iguales en casi todos los sentidos. Las compañías Lamai se desplegaron rápidamente a lo largo del tejado del almacén familiar antes de enviar un destacamento para que colaborara en la defensa de la ciudad.

Era todo un espectáculo. Maia y su hermana lo contemplaban fascinadas desde un parapeto en la pared del malecón. No habían visto una alerta como aquélla desde que tenían tres años. Las comandantes de las compañías tampoco parecían satisfechas al saber que una guardiana nerviosa había provocado aquella conmoción al pulsar el botón de alerta equivocado, lanzando cohetes a la plácida noche de otoño cuando unos cuantos toques de sirena habrían sido suficientes. Una avergonzada capitana Jounine se pasó una hora pidiendo disculpas a las enfadadas matronas, algunas de las cuales parecían aún más enervadas por el hecho de ir embutidas dentro de armaduras fabricadas, para versiones más jóvenes y esbeltas de sí mismas.

Mientras tanto, los remolcadores lanzaban cabos para ayudar a atraer al humeante y renqueante Próspero hacia un lugar seguro. Maia vio que aún cogían cubos de agua para apagar las ascuas del fuego que casi había hundido el barco. Sus velas estaban rasgadas y chamuscadas. Docenas de cabos quemados festoneaban las jarcias, colgando de débiles aparejos.

Ha debido de ser toda una batalla, pensó Maia, mientras ha durado.

Leie observó el barco más pequeño que remolcaba al Próspero, su diminuto motor auxiliar jadeando por el esfuerzo.

—El de las saqueadoras se llama Desgracia —le dijo a Maia, leyendo las gruesas letras de la amura—. Probablemente escogieron ese nombre para infundir terror en el corazón de sus víctimas. —Se echó a reír—. Pero lo cambiarán después de esto.

Maia nunca había sido tan rápida como su hermana para pasar del nerviosismo al estado de simple espectadora. Sólo unos momentos antes, la ciudad se aprestaba para un ataque. Haría falta tiempo para adaptarse al hecho de que todo aquel pánico se debía a un simple caso de piratería cuasi—legal.

—Las saqueadoras no parecen demasiado felices —observó Maia, señalando a un montón de mujeres de aspecto rudo con pañuelos rojos en la cabeza y reunidas en el castillo de proa del Desgracia. Su jefa discutía con una oficiala de la Guardia, que se mecía en su barca motora. Una escena similar tenía lugar cerca de la proa del Próspero, donde mujeres de aspecto adinerado vestidas con ropajes chamuscados gesticulaban y se quejaban en voz alta. En la popa de ambos navíos, los oficiales varones y la tripulación se ocupaban del peligroso asunto de guiar sus barcos hacia puerto. Ningún hombre habló hasta que los barcos atracaron en los malecones cercanos; entonces el capitán del Próspero recorrió el barco herido. Por su mandíbula prieta y la tensión de los músculos del cuello, el hombre parecía capaz de romper clavos a mordiscos. Pronto se le unió el capitán del Desgracia, el cual, tras un momento de tensa vacilación, le ofreció su mano en silenciosa conmiseración.

Un rumor se extendió entre los curiosos congregados en el atracadero, difundiendo la noticia que habían oído quienes se encontraban más cerca. Leie se bajó del parapeto para poder escuchar, mientras que Maia permanecía en lo alto, prefiriendo descifrar lo que podía con sus propios ojos. Debe de haber habido un accidente durante la lucha, concluyó, viendo cómo el fuego se había extendido desde una zona chamuscada en el centro del navío. Tal vez una linterna se rompió mientras las saqueadoras luchaban con las propietarias por el cargamento. En ese punto, las tripulaciones masculinas habrían llegado a un acuerdo y puesto a ambas partes a trabajar para salvar el navío. Parecía algo difícil, de todas formas.

La presencia de saqueadoras no era habitual en el mar de Parthenia, tan cerca de la fortaleza de los poderosos clanes de Puerto Sanger. Pero aquél no era el único dato curioso del episodio.

Parece una idea estúpida contratar una goleta para dedicarse a saquear tan a principios de otoño, pensó Maia. Justo al final de la estación de las tormentas, había multitud de cargamentos tentadores. Pero también era la época en que los machos rebosaban todavía de hormonas del celo veraniego, hormonas que podían reaccionar en momentos de tensión. Al ver a los nerviosos marineros, los puños cerrados de furia, Maia se preguntó qué podía impulsar a las jóvenes vars de un barco saqueador a correr aquel riesgo.

Uno de los hombres dio una furiosa patada a un mamparo, rompiendo la madera con un chasquido vibrante.

Una vez, al visitar un rancho Sheldon, Maia había visto a dos sementales luchar por una manada de caballos de tiro. Esa lucha sin cuartel había sido enervante, la lección clara. Las octavillas Perkinitas difundían terribles historias acerca de «incidentes»: los temperamentos masculinos ardían y los instintos residuales de conducta animal en la Vieja Tierra salían a flote. «Cuidado, mujeres —decía una estrofa del poema citado a menudo por las perkinitas—. Pues un hombre que lucha puede matar…»

A lo que Maia añadió para sí: Sobre todo, cuando sus preciosos barcos corren peligro. Este desgraciado incidente podría haber degenerado rápidamente en algo mucho peor.

Las oficialas de la milicia se llevaron al grupo de saquedoras y a las pasajeras del Próspero hacia el fuerte, donde se iniciaría un largo proceso de acusaciones. Maia captó un agudo grito de la jefa de las piratas:

—… ¡Prendieron fuego a propósito porque íbamos ganando!

La portavoz de las propietarias, una clon del rico clan comercial Vunrri, negó vehementemente la acusación. Si tal cosa se demostraba, se arriesgaba a perder más que él cargamento y las multas para reparar el Próspero. Podría incluso producirse un boicot a los artículos de su familia por parte de todas las cofradías de navegantes. En esos casos, la jerarquía normal de Stratos se invertía, y las poderosas matronas de las grandes casas tenían que suplicar clemencia a los inferiores hombres.

Pero nunca a una var. Haría falta una auténtica revolución para invertir tanto la escala social. Para que las mujeres nacidas del verano se sentaran a juzgar a las clones.

Maia contempló la procesión pasar ante su puesto de observación; algunas de las figuras cojeaban, sujetándose las heridas ensangrentadas sufridas en la lucha que había desembocado en aquella derrota. Al fondo, unas cuantas enfermeras transportaban camillas. Una de ellas estaba completamente cubierta.

Las Perkies tal vez tengan razón al decir que las mujeres tenemos un temperamento menos asesino, reflexionó Maia. Rara vez intentamos matar. Era uno de los motivos por los que Lysos y las Fundadoras habían venido aquí, para crear un mundo mejor. Pero supongo que eso no le sirve de nada a la pobre mujer que hay bajo esa sábana.

Leie regresó, sin aliento, para relatar todo lo que había aprendido de la multitud. Maia escuchó y emitió todos los sonidos de sorpresa convenientes. Había algunos nombres y detalles que no pudo captar desde su lugar de observación… y algunos que sin duda eran producto de los rumores.

¿Pero importaban los detalles? Lo que se le quedó grabado en la mente, mientras se unían a la multitud que se dispersaba, fue la expresión del rostro de la capitana Jounine cuando la comandante de la Guardia escoltó a sus retenidos hacia la fortaleza.

Éstos no son los tiempos pacíficos en los que creció. Son días más duros.

Maia miró a su gemela mientras se dirigían hacia el lejano muelle donde los barcos carboneros Zeus y Wotan esperaban, ya listos, la corriente de la mañana. A pesar de sus habituales bravatas, Leie parecía de pronto tan joven e inexperta como la propia Maia se sentía.

Éstos son nuestros días, reflexionó Maia sobriamente. Será mejor que estemos preparadas para ellos.


El influjo de las lunas tenía poco efecto sobre los grandes mares de Stratos. Con todo, la tradición abogaba por zarpar durante la marea de Durga. Tras la excitación de la noche anterior, la partida antes del amanecer fue menos emocionante de lo que Maia esperaba. Durante muchos años se había imaginado contemplando los gastados edificios de piedra rosada de Puerto Sanger (casas de clanes similares a castillos adornando las colinas como nidos de águilas), y sintiendo un torrente de abrumadoras emociones al ver la tierra de su infancia perderse de vista, tal vez para siempre.

Sin embargo, no hubo tiempo para entretenerse con minucias. Jefes y contramaestres de voz bronca impartían órdenes a gritos mientras ellas y otras torpes habitantes de tierra se apresuraban a ayudar a tensar cabos e izar velas.

Complementando a la tripulación permanente había una docena de vars como ella misma, «pasajeras de segunda clase», que debían trabajar para terminar de pagar su pasaje. A pesar de la dura preparación que Lamatia imponía a sus veraniegas, un severo régimen de trabajo y ejercicio, Maia pronto descubrió que le resultaba difícil mantener el ritmo.

Al menos el terrible frío remitió cuando el sol escaló el cielo. Los atuendos de cuero desaparecieron, y pronto estuvo trabajando con sólo taparrabos y una camisa. El aire denso y pesado la cubría de una película de transpiración, pero Maia prefería secarse el sudor a que se le helara encima.

Cuando por fin tuvo un momento libre para mirar atrás, los edificios de la bahía de Puerto Sanger desaparecían tras un banco de niebla. La antigua fortaleza del acantilado sur, actualmente cubierta por una envolvente mortaja de andamios de reparación, pronto quedó cubierta por la bruma y se perdió de vista. Al otro lado, la torre del santuario—faro continuó siendo durante un rato más un misterioso obelisco gris. Luego también desapareció tras las nubes bajas, dejando una infinita extensión de mar veteado de hielo rodeando su diminuto mundo de tablas de madera, cordajes de fibra y polvo de carbón.

Durante lo que parecieron horas, Maia hizo todo lo que los marineros le señalaron, aflojando, izando, y atando secciones de áspera cuerda según sus órdenes. Las palmas de las manos se le despellejaron pronto y los hombros le dolían, pero empezó a aprender un par de cosas, como a no intentar frenar un cabo simplemente agarrándolo. Enfrentarse a un cable que se sacudía con simple fuerza bruta podía lanzarte contra un mamparo o incluso por la borda. Observando a los demás, Maia aprendió a liar un tramo de estacha alrededor de algún poste cercano con un nudo inverso y a dejar que la tensión del propio cabo lo pusiera en su sitio.

Eso dejaba el problema de soltar el maldito cabo cada vez que la tripulación quería aflojarlo por algún motivo. Después de que Maia casi fuera golpeada en el rostro en dos ocasiones, un marinero se entretuvo en decirle cómo se hacía.

—Se hace así y así —explicó un varón delgado, no mucho más alto que ella, con evidente impaciencia.

Maia trató de imitar con torpeza lo que en manos experimentadas parecía un movimiento fluido.

—Lo conseguirás —le aseguró él, y luego se marchó, gritando a otra muchacha para que no dejara que su pierna quedara atada por un nudo de cuerda y fuera arrastrada por la borda.

Bueno, yo quería educación. Maia comprendió ahora por qué a más de uno de los hombres que había visto en su vida le faltaba un dedo o dos. Si no tenías cuidado, una ráfaga de viento podía sacudir una cuerda mientras tu mano estaba haciendo un nudo, tensándolo bruscamente con fuerza salvaje y llevándose una parte de ti volando. Con esa mareante comprensión, Maia se obligó a frenar el ritmo y a pensar antes de hacer ningún movimiento brusco. Los gritos de los contramaestres eran aterradores, pero no más que aquella horrible imagen mental.

La película de polvo de carbón que lo cubría casi todo no facilitaba las cosas. El cargamento de antracita de las Bizmai levantaba negras polvaredas en las escotillas mal cerradas cada vez que el Wotan viraba con el viento. Por suerte, Maia no tenía que subir por las sucias jarcias que los marineros escalaban con tan sorprendente diligencia, como monos nacidos para vivir en las alturas en medio del viento.

Cada vez que sus quehaceres la enviaban a babor, intentaba atisbar el barco de su hermana, el Zeus, que continuaba su rumbo unos doscientos metros al este. Una vez, Maia vio una esbelta figura que debía ser Leie, pero no se atrevió a saludar. Aquella lejana figura parecía muy ocupada corriendo torpemente por la cubierta del otro barco carbonero.

Por fin dejaron atrás las peligrosas aguas de la costa y el rumbo del convoy quedó establecido. Empezó a soplar viento del norte, que llenó las velas cuadradas y, como propina, hizo girar el generador eléctrico de popa con un agudo zumbido. Cuando los marinos parecieron considerar que todo estaba en su sitio gritaron a proa y popa llamando al descanso.

Maia se desplomó en mitad de cubierta mientras sus palpitantes brazos y piernas se quejaban. Más vale que os acostumbréis, les dijo. La aventura es un noventa por ciento de dolor y aburrimiento. El dicho continuaba: «Y un diez por ciento de terror absoluto.» Pero esperaba pasar por alto esa parte.

Un sucio cazo apareció ante ella, ofrecido por un viejo delgado que cargaba con un cubo. Maia advirtió de pronto lo enormemente sedienta que estaba. Se llevó el cazo a la boca, sorbiendo agradecida… y al instante se atragantó.

¡Agua de mar!

Maia notó que todos los ojos se volvían hacia ella mientras tosía avergonzada, intentando ocultar la reacción. Consiguió contenerse y beber un poco más, recordando que ahora era otra veraniega vagabunda más, no la hija de un rico clan con su propio pozo artesano. En las zonas más pobres de la ciudad, las vars e incluso las clones de baja casta bebían agua del mar y crecían sin conocer otra cosa.

«Bendita sea Madre Stratos, por las suaves aguas de sus océanos —decía un refrán burlesco que no formaba parte de ninguna liturgia— y bendita sea Lysos, por los riñones que pueden tolerarlas.» La sed superó el blando regusto salado, y Maia se terminó el cazo sin más problemas. El viejo la sorprendió entonces con una mellada sonrisa y le acarició el pelo corto.

Maia se envaró, a la defensiva. Entonces, con un esfuerzo, se relajó. Hacía falta algo más que el calor pasajero de un duro día de trabajo para disparar el celo de los machos. Además, un hombre tendría que estar desesperado para perder el tiempo con una virgen como ella.

De hecho, el viejo le recordaba un poco a Bennett cuando los ojos de éste aún danzaban con interés por la vida. Vacilante, le devolvió la sonrisa. El marinero se echó a reír y continuó repartiendo agua a quienes la necesitaban.

Sonó un silbato, poniendo fin a la pausa en el trabajo, pero al menos ahora las órdenes se sucedieron a un ritmo más pausado. En vez del anterior frenesí de plegar y desplegar velas para obligar al barco a superar los bajíos camino del mar abierto, sus nuevas tareas consistieron en estibar y cerrar las escotillas. Ahora que tuvo oportunidad para echar un vistazo en derredor, Maia se sorprendió al ver que los hombres de la tripulación parecían muchísimo menos extraños de lo que esperaba. Al ejecutar sus tareas, parecían tan profesionales y eficientes como cualquier artesana del clan en su taller o fábrica. Su risa era rica y contagiosa y se expresaban en un dialecto que Maia, si se concentraba, podía entender… aunque las bromas implícitas en cada uno de sus comentarios se le escapaban.

A pesar de su pasiva conducta en tierra, que iba del bullicio a la pereza, según la estación, Maia había sabido siempre que los hombres debían llevar una vida de esfuerzo y peligro en el mar. Incluso la tripulación de aquel sucio barquichuelo, para sobrevivir, debía aplicar inteligencia y concentración (entre otros rasgos femeninos), así como renovada fuerza física. Maia sentía curiosidad por las tareas que veía ejecutar con tal habilidad, pero eso tendría que esperar el momento adecuado.

Además, encontraba aún más interesantes a las mujeres de a bordo. Después de todo, los hombres eran otra raza, menos predecible que los lúgars, aunque mejores nadadores y conversadores. Pero, nacieran en verano o en invierno, las mujeres pertenecían a su propia especie.

En el castillete de popa de la nave, distinguibles por su ropa de más calidad, se reunían o descansaban las pasajeras de primera clase, las que no tenían que trabajar. Pocas veraniegas podían permitirse pagar el pasaje completo, incluso en barcos como éste, y por eso sólo las clones se apoyaban en la balaustrada, no lejos del capitán y sus oficiales. Aquella gente del invierno procedía de clanes pobres. Divisó a un par de Ortyn, a tres Bizmai, y a varios tipos desconocidos, seguramente procedentes de ciudades enclavadas más al norte y que habían cambiado de barco en Puerto Sanger.

Las pasajeras trabajadoras, por otro lado, eran todas vars, como ella misma, únicas de rostros tan variados como nubes en el cielo. Formaban un grupo extraño; la mayoría eran mayores que ella y de aspecto más duro. Para algunas, éste debía ser un viaje más entre los incontables que hacían por los mares de Stratos, siempre buscando algún lugar especial donde aguardara un nicho.

Maia se quedó más convencida que nunca de que Leie y ella habían hecho bien en viajar por separado. Como había dicho el capitán Pegyul, a estas mujeres no les habría gustado encontrarse con gemelas a bordo. De todas formas, Maia ya se sintió bastante sospechosa cuando sirvieron el almuerzo.

—Aquí tienes, pequeña virgie —dijo una retorcida mujer de mediana edad con el pelo veteado de gris mientras le servía el guiso en su cuenco—. ¿Quieres también una servilleta?

Compartió una mueca con sus compañeras. Naturalmente, se estaba burlando de Maia. Había algunos trapos sucios cerca, pero el dorso de la muñeca parecía la alternativa favorita.

—No, gracias —respondió Maia, casi de forma inaudible. Eso sólo provocó más risas, ¿pero qué otra cosa podía decir? Maia sintió que su rostro enrojecía, y deseó parecerse más a sus madres y medio hermanas Lamai, cuyos rostros nunca traicionaban sus emociones, excepto de manera cuidadosamente calculada. Mientras las mujeres se pasaban una jarra de vino, Maia llevó su plato de misterioso curry a un rincón cercano y trató de no demostrar lo vulnerable que se sentía.

Nadie te está observando, se dijo, intentando convencerse a sí misma. Y si lo hacen, ¿qué más da? Nadie tiene motivo para hacer ver que no le gustas.

Entonces oyó a alguien murmurar, en voz no demasiado baja:

—… ya es bastante malo respirar todo este maldito polvo de carbón durante todo el viaje a Gremlim Town. ¿También tengo que soportar la peste de una mocosa Lamai a bordo?

Maia alzó la cabeza para encontrarse con la fría mirada de una var de duro aspecto; tendría ocho o nueve años. El pelo rubio y la mandíbula cuadrada de la mujer le recordaron al Clan Chuchyin, un clan rival de Lamatia situado costa arriba de Puerto Sanger. ¿Era una hermana medio Chuchyin o una cuarterona que recurría al viejo resquemor entre sus casas maternas como excusa para empezar una guerra privada por su cuenta?

—Permanece a sotavento de mí, virgie Lamai —gruñó la var cuando advirtió la mirada de Maia, y bufó con satisfacción cuando la muchacha apartó los ojos.

¡Sangradoras! ¿Hasta dónde debo ir para escapar de Lamatia? Maia no tenía ninguna de las ventajas de ser hija de su madre, sólo una herencia de resentimiento hacia un clan conocido por su tenaz egoísmo.

Tan concentrada estaba en su plato que dio un respingo cuando alguien le tocó el brazo. Parpadeando, Maia se volvió para encontrar un par de ojos verde claro, parcialmente ensombrecidos bajo un pañuelo azul oscuro. Una mujer pequeña y morena, muy bronceada, con pantalones cortos y una camiseta acolchada, le tendió la jarra de vino con una leve sonrisa. Mientras Maia la cogía, la var le dijo en voz baja:

—Relájate. Se lo hacen a todas las chicas de cinco años.

Maia asintió rápidamente, expresando su agradecimiento. Se llevó la jarra a la boca… y se dobló, tosiendo. ¡El brebaje era espantoso! Le picaba en la garganta y no pudo dejar de hipar mientras pasaba el recipiente a la siguiente var. Esto sólo provocó más risas, pero ahora con una diferencia. Había en ellas un tono indulgente, duro pero afectuoso. Todas ellas tuvieron cinco años una vez, y lo saben, advirtió Maia. Yo también lo superaré.

Relajándose un poco, empezó a escuchar la conversación. Las mujeres comparaban notas sobre los lugares en los que habían estado, y especulaban sobre qué oportunidades podrían encontrarse al sur, acabada la estación de las tormentas y con el comercio de nuevo en marcha. Los comentarios burlescos sobre Puerto Sanger predominaban. La imagen de toda una ciudad llamada a las armas porque unas torpes saqueadoras habían roto una linterna las hacía partirse de risa. Maia no pudo dejar de sonreír también. A la mujer muerta no le pareció gracioso, recordó sombríamente una parte de sí. ¿Pero no había escrito alguien que la esencia del humor es la tragedia de la que consigues escapar?

Por insinuaciones aquí y allá, Maia comprendió que algunas de aquellas vars habían llevado también el pañuelo rojo. Digamos que un puñado de veraniegas sin sitio donde caerse muertas, resentidas por ser el último peldaño de la sociedad, firman un contrato de hermandad. Juntas, alquilan una goleta rápida… hombres dispuestos a pilotar su preciosa nave, a abarloarla a algún carguero, a dar a la banda de camaradas un fugaz momento para arriesgarlo todo, para ganar o perder.

La Sabia Judeth había explicado por qué se permitía esto, aun a regañadientes. .

—Habría sucedido de todas formas, tarde o temprano —dijo una vez la maestra Lamai—. Al establecer las reglas, Lysos impidió que la piratería se fuera de la mano. Llamadlo bienestar para las desesperadas y afortunadas. Una válvula de seguridad.

—¿Y si las saqueadoras se vuelven demasiado ambiciosas?

Una confiada amenaza asomó en la sonrisa de Judeth.

—También tenemos formas de manejar eso.

Maia nunca pretendió averiguar qué hacían los grandes clanes cuando se les provocaba demasiado. Al mismo tiempo, reflexionó sobre las leyendas que hablaban de la primera de las Lamai, la joven var que, mucho tiempo atrás, convirtió un pequeño nido en un imperio comercial para sus descendientes clónicas. Las historias sobre cómo consiguió la primera madre su posición eran vagas. Tal vez un pañuelo rojo yacía en el fondo de algún cajón en el archivo más polvoriento del clan.

Como era de esperar, la mayoría de las vars de a bordo trabajaban para pagar su pasaje mientras buscaban un empleo permanente en tierra. Pero unas cuantas parecían considerarse miembros de la tripulación regular del Wotan. A Maia ya le parecía bastante extraño que las mujeres pudieran interactuar con la otra raza inteligente del planeta para reproducirse. ¿Podían hombres y mujeres vivir y trabajar juntos durante largos períodos de tiempo sin volverse locos mutuamente? Mientras utilizaba un duro cepillo para fregar los platos del almuerzo, observó a algunas de aquellas «marineras». ¿De qué hablan con los hombres?, se preguntó.

Pero en efecto hablaban, en un cantarín dialecto del mar. Maia vio que la mujer pequeña que le había hablado con amabilidad era una de esas marineras profesionales. En su enguantada mano izquierda llevaba un bastón, un práctico modelo con una garra en forma de Y en un extremo y un garfio acolchado en el otro. Por el modo en que bromeaba con un par de camaradas masculinos, parecía que les proponía un desafío que ellos, sonrientes, aceptaron.

Un marinero abrió un armario cercano, poniendo al descubierto un puñado de finos objetos parecidos a losas, blancos por un lado, negros por el otro. Cogió una oblea cuadrada y le dio la vuelta, comprobando que había ocho teclas en sus bordes y esquinas. Maia reconoció el anticuado juego que los marineros usaban en gran número para practicar uno de sus pasatiempos favoritos, llamado Vida. Desde la infancia, había contemplado incontables competiciones en los muelles. Las teclas captaban el estatus de las losas vecinas durante una partida, de modo que cada pieza «sabía» si tenía que mostrar su cara blanca o su cara negra en un momento determinado. Por la naturaleza del juego, una sola pieza era inútil, y por tanto, ¿qué hacía el hombre, insertando una llave y dando cuerda sólo a una losa mecánica?

Programado normalmente, el artilugio simplemente recorrería una fila de paneles listados mostrando su superficie blanca a menos que se dieran ciertas condiciones. Tres de sus teclas debían sentir objetos vecinos con cierto intervalo temporal. Dos, cuatro o incluso ocho toques no servían de nada. Había que pulsar exactamente tres teclas para que permaneciera quieta.

El burdo marinero se acercó a la mujer, tendiendo la pieza ante ella, con la cara negra hacia arriba. Apoyando un pie sobre su superficie, no la activó hasta que, agarrando su bastón con ambas manos, ella asintió, indicando que estaba preparada.

El marinero saltó hacia atrás y la pieza empezó a chasquear. A la cuenta de ocho, la mujer se abalanzó de pronto, golpeando la pieza en tres puntos en rápida sucesión. Pasó un segundo y el disco quedó quieto. Entonces la Cuenta de ocho latidos se repitió, sólo que más rápido. Ella repitió su hazaña, escogiendo un trío distinto de teclas, haciendo que pareciera tan fácil corno aplastar zizzers. Pero la pieza había sido programada para incrementar su tempo. Pronto la punta del bastón se convirtió en un borrón y el tictac de la pieza fue un staccato. El sudor corría por la frente de la mujer mientras su mano de madera bailaba más y más rápida…

Bruscamente, los canales del disco destellaron con un fuerte clack, volviendo hacia arriba la superficie blanca.

—¡Ah! —exclamó la mujer.

—¡Veintiocho! —gritó un marinero, y la mujer se rió con una mueca mientras sus camaradas se burlaban de ella por haber quedado tan lejos de su récord.

—¡Demasiada bebida y pereza en tierra! —la reprendieron.

—¡Vosotros vais a hablar! —replicó ella—. ¡Todo el día retozando con las zorras Bizzie!

Uno de los hombres empezó a dar cuerda a la pieza para intentarlo de nuevo, pero el segundo de a bordo del Wotan eligió ese momento para bajar del alcázar y llamó a la mujer para hablar con ella. Conversaron durante unos cuantos minutos, y luego el oficial se marchó. La marinera se sacó un silbato de la camiseta y con un agudo pitido hizo que todo el mundo le prestara atención.

—Pasajeras de segunda clase a popa —dijo con tono neutro, indicando a Maia y a las demás que se pusieran en fila junto a la banda de estribor.

—Me llamo Naroin —dijo la pequeña marinera al grupo congregado—. Mi rango es el de contramaestre, igual que el marinero Jum y el marinero Rett, así que no lo olvidéis. También soy maestra de armas de esta bañera.

A Maia no le costó creérselo. Las piernas de la mujer mostraban cicatrices de combate, le habían roto la nariz al menos dos veces, y sus músculos, aunque no eran masculinos, resultaban impresionantes.

—Estoy segura de que todas visteis anoche que los rumores que venimos oyendo son ciertos. Este año hay actividad saqueadora más al norte que nunca, y empieza temprano. Podríamos convertirnos en su objetivo en cualquier momento.

A Maia le dio la impresión de que era precipitado llegar a esa conclusión a partir de un incidente aislado, y al parecer lo mismo pensaban las otras vars. Pero Naroin se tomaba sus responsabilidades muy en serio. Así se lo dijo, apoyando el bastón acolchado en su espalda.

—El capitán ha dado órdenes. Debemos estar preparadas, por si hay problemas. No vamos a convertirnos en presa de nadie. Si una banda de únicas rebotadas intenta abordar este barco…

—¿Por qué iba a querer hacerlo nadie? —murmuró una var, provocando risitas. Era la mujer de mandíbula cuadrada que había despreciado antes a las «mocosas Lamai».

—¿Qué clase de sangradoras atípicas nos abordarían por un cargamento de carbón? —continuó la medio Chuchyin.

—Te sorprenderías. El mercado está en alza. Además, incluso una mengua en los beneficios podría arruinar a las propietarias…

La explicación de Naroin fue interrumpida por la ofensiva imitación de un pedo.

Cuando la contramaestre alzó la cabeza, la var Chuchyin bostezaba exageradamente. Naroin frunció el ceño.

—Las órdenes del capitán no tienen que ser explicadas a gente como vosotras. Una tripulación que no permanece unida…

—¿Quién necesita unirse? —La alta var chasqueó los nudillos, dando un codazo a sus amigas, aparentemente un grupo cerrado de compañeras de viaje—. ¿Por qué preocuparnos por esas saqueadoras amantes de lúgars? Si vienen, las enviaremos en busca de sus papás.

Maia sintió enrojecer sus mejillas, y esperó que nadie se diera cuenta. La maestra de armas se limitó a sonreír.

—Muy bien, coge un bastón y enséñame cómo pelearás llegado el caso.

Un bufido. La Chuchyin escupió sobre la cubierta.

—Me quedaré mirando, si no te importa.

Los tendones de los antebrazos de Naroin se tensaron como cuerdas de arco.

—Escucha, basura del verano. ¡Mientras estés a bordo, obedecerás las órdenes, o te volverás nadando por donde viniste!

La alta mujer y sus camaradas la miraron sombrías, la hostilidad pintada en sus duros rostros.

Una voz grave interrumpió desde atrás.

—¿Hay algún problema, maestra de armas?

Naroin y las vars se volvieron. El capitán Pegyul se encontraba en el extremo del alcázar, rascándose su barba de cuatro días. De aspecto banal en la taberna Bizmai, su figura era ahora impresionante, vestido sólo con una camiseta azul, algo que los machos nunca hacían en tierra. Tres brazaletes de bronce, insignia de rango, circundaban un brazo del grosor del muslo de Maia. Otros dos marineros, más altos y de hombros aún más anchos, se mantenían tras él al pie de las escaleras; el pecho desnudo. A pesar de la clara tensión, Maia se sintió fascinada por aquellos torsos. Por una vez, pudo dar crédito a ciertas exageradas historias que decían que a veces, en el calor del verano, un macho particularmente grande y loco podía atormentar a propósito a un lúgar para que la bestia se volviera la horrible furia en la que era capaz de convertirse, sólo por luchar con la criatura mano a mano, hasta vencerla.

—No, señor. No hay ningún problema —respondió Naroin tranquilamente—. Estaba explicando a las pasajeras de segunda clase que se entrenarán para defender el cargamento de la nave.

El capitán asintió. …

—Tienes el apoyo de tus camaradas, maestra de armas —dijo suavemente, y se marchó. .

El escalofrío que recorrió la espalda de Maia no fue debido al viento del norte. Generalmente hablando, los hombres eran considerados inofensivos cuatro quintas partes del año, igual que los lúgars lo eran todo el tiempo. Pero eran seres inteligentes, capaces de decidir enfurecerse incluso en invierno. Los dos grandes marineros se quedaron observando. Maia pudo ver en sus ojos la alerta ante cualquier amenaza a su barco, a su mundo.

La Chuchyin hizo como si se examinara las uñas, pero Maia vio sudor en su frente.

—Supongo que podría entrenarme un poquito —murmuró la alta var—. Para practicar.

Todavía fingiendo indiferencia, se acercó al bastidor de las armas. En vez de coger el otro bastón acolchado de entrenamiento, tomó uno de combate, hecho de dura madera Yarri con mínima cobertura en el garfio y el diente.

Desde las jarcias, dos mujeres de la tripulación jadearon, pero Naroin se limitó a retroceder hacia la ancha y plana puerta que cubría la bodega de popa, levantando una película de polvo de carbón con los pies descalzos. La alta var la siguió, dejando huellas con sus sandalias. No hizo ninguna reverencia. Ni la hizo tampoco la marinera cuando ambas empezaron a dar vueltas.

Maia miró a los dos marineros sin camisa que ahora estaban sentados, observando, toda la furia desaparecida de sus dóciles ojos. Una vez más sintió curiosidad, medio excitada medio asqueada, por el sexo. Su curiosidad era normal. Pocos clanes dejaban que sus hijas del verano entraran en sus Salones de Placer, donde la danza de negociación, acercamiento, rechazo y aceptación entre marinero y futura madre alcanzaba una consumación diferente dependiendo de la estación. Entre las ambiciones que compartía con Leie se encontraba la de construir un salón propio donde disfrutar de cuantas delicias fueran posibles (por improbable que pareciera) al mezclar su cuerpo con uno de aquéllos tan grandes e hirsutos. Sólo con imaginarlo la cabeza le dolía de forma extraña.

Las dos mujeres terminaron sus movimientos preliminares, agitando y blandiendo sus bastones. Naroin no parecía tener prisa por pasar a la ofensiva, quizás a causa de su arma, acolchada y mal equilibrada. La var Chuchyin blandía con afectación el palo elegido. De repente se abalanzó hacia delante para atacar las piernas llenas de cicatrices de su oponente… y bruscamente se encontró esas piernas en torno al cuello. Naroin no había esperado al intercambio tradicional de fintas y amagos, sino que había utilizado su incómodo bastón como pértiga sobre la cubierta para lanzarse hacia el arma de su enemiga y aterrizar con las piernas alrededor de los hombros de la otra mujer. La var se tambaleó, soltó el palo y trató de arañar a la maestra de armas, pero descubrió que sus manos estaban sujetas por una fuerza terrible. Se le doblaron las rodillas y su cara empezó a enrojecer entre los tensos muslos de la marinera.

Maia respiró por fin cuando Naroin saltó hacia atrás, dejando que su oponente se desplomara sobre la sucia escotilla. La marinera de pelo oscuro cogió el arma de madera Yarri y usó su punta en forma de Y para apretar el cuello de la var contra la puerta de la bodega. La respiración de Naroin apenas era entrecortada.

—¿Qué esperabas al atacarme de esa forma, madera pelada contra acolchado? ¿Ninguna cortesía, y luego descargar un golpe cortante? Intenta eso contra las saqueadoras y harán más que quitarte el cargamento o venderte como esclava. Te tirarán al mar, a ti y a cualquier idiota que haga trampas. Y nuestros hombres no levantarán un dedo, ¿me oyes? ¡Eia!

La tripulación femenina respondió al unísono.

—¡Eia!

Naroin arrojó el bastón a un lado. Resoplando, la medio Chuchyin salió arrastrándose del improvisado coso, cubierta de manchas negras. Una mirada al alcázar mostró que los hombres se habían marchado, pero varias clones observaban desde primera clase, con expresión divertida.

—¿La siguiente? —preguntó Naroin, mirando la fila de vars; ya no parecía tan pequeña.

Sé lo que haría Leie, pensó Maia. Esperaría a que las demás agotaran a Naroin, detectaría alguna debilidad, y luego se lanzaría con todas las pilas cargadas.

Pero Maia no era su hermana. En el colegio podía observar una docena de duelos sin recordar quién había ganado, mucho menos quién se entrenaba y cuándo en busca de puntos. Mientras su instinto quería encontrar algún rincón oscuro donde perderse, su mente racional dijo: Acabemos de una vez. De cualquier forma, si lo que Naroin intentaba era potenciar las adecuadas virtudes femeninas en el combate, Maia podría ofrecer un buen contraste con la Chuchyin, y sorprender a aquellas que la llamaban «virgie».

Combatiendo sus temblores, dio un paso al frente, recogió en silencio del bastidor el otro bastón acolchado de entrenamiento y se encaró al coso. Ignoró las miradas de clones y vars, arrastró ritualmente los pies tres veces sobre el polvo, e inclinó la cabeza. Naroin, con su arma también acolchada, sonrió benéfica ante la cortesía de Maia.

Ambas extendieron sus palos, el extremo ganchudo hacia delante para el primer golpe formal…


Alguien le echó agua en la cara. Maia tosió y escupió. No sabía sólo a sal, sino a carbón. Un borrón se convirtió lentamente en un rostro, un rostro de hombre, el que antes le había acariciado el pelo, recordó aturdida.

—¿Qué tal? ¿Estás bien? Nada roto, ¿no?

Hablaba un cerrado dialecto masculino. Pero Maia lo entendió.

—No… no lo creo.

Empezó a levantarse, pero un fuerte dolor le atravesó la pierna izquierda, por debajo de la rodilla. Un corte ensangrentado recorría la pantorrilla. Maia silbó.

—Mm. No te preocupes. No es tan malo. Tengo un ungüento que se encargará de todo.

Maia sintió un gemido crecer en su garganta y se estiró cuando el hombre le aplicó la medicina de una jarra de barro. La agonía la recorrió en oleadas, como una marea que baja. Las palpitaciones menguaron. Cuando volvió a mirar, la hemorragia había cesado.

—Esto… es bueno —suspiró.

—Nuestra cofradía tal vez sea pequeña y pobre, pero tenemos chicos listos en el santuario.

—Mm, apuesto a que sí.

Entre las temporadas marítimas, algunos hombres pasaban el tiempo libre trabajando en laboratorios, como invitados de los clanes o en sus propias hermandades. Pocos de los barbudos remendones tenían educación formal, y la mayoría de sus inventos eran como mucho maravillas de una sola temporada. Una fracción de esos inventos llamaba la atención de las salas de Caria, para acabar siendo divulgados o prohibidos. Pero este ungüento… Maia decidió obtener una muestra y averiguar si alguien tenía ya los derechos de comercialización.

Se levantó apoyándose en los codos y miró a su alrededor. Dos parejas de pasajeras de segunda clase se entrenaban bajo la dirección de la maestra de armas. Otras yacían en el suelo igual que ella, acariciándose las heridas. Mientras tanto, dos marineras estaban sentadas en la amura de proa, una tocando una flauta y la otra cantando con una voz triste y grave.

El anciano chasqueó la lengua.

—Este año las cosas están difíciles. Vaya tontería, coger hembras demasiado estropeadas para trabajar. No es bueno, a mi juicio.

—Supongo —murmuró Maia. Logró sentarse y entonces, agarrada a una jarcia cercana, consiguió apoyarse en una pierna. Seguía mareada, pero al mismo tiempo se sentía vagamente aliviada. El verdadero dolor rara vez es tan malo como lo que se espera.

Qué curioso, ¿no había dicho una vez Madre Claire eso mismo sobre parir? Maia se estremeció.

Una de las vars soltó un grito y aterrizó sobre la escotilla con un fuerte golpe. Las mujeres que tocaban música pasaron a una vieja y quejumbrosa melodía que Maia reconoció, una melodía que hablaba de una vagabunda que anhelaba un hogar, un amante, todos los placeres que son tan fáciles para algunas, pero no para otras.

Apoyada contra la borda, Maia contempló el mar y encontró al Zeus detrás, abriéndose paso entre las olas con las velas hinchadas. Hasta ahora, aquel viaje había sido al menos la experiencia de aprendizaje que su hermana prometió.

Espero que Leie encuentre su viaje igual de interesante, pensó con ironía.

Dos semanas más tarde, al desembarcar en Queg Town, las gemelas se encontraron por fin después de su larga separación, y sus reacciones fueron idénticas. Cada una miró a la otra de arriba abajo… y se echaron reír simultáneamente.

En la parte inferior de la pierna derecha de Leie, en un punto que reflejaba exactamente su pierna izquierda, Maia vio una rosada cicatriz alargada que sanaba bajo la benigna influencia del sol, el aire, el trabajo duro y el agua salada.


Problema número uno: al carecer de mecanismos de control naturales, nuestros descendientes humanos tenderán a reproducirse hasta que Stratos ya no pueda soportar su número. ¿Habremos recorrido entonces todo este camino para repetir la catástrofe de la Tierra?

Una lección hemos aprendido: todos los esfuerzos por limitar la población no pueden basarse solamente en la persuasión. Los tiempos cambian. Las pasiones cambian, e incluso los deseos moralistas más elevados acaban sucumbiendo ante los instintos naturales.

Podríamos hacerlo genéticamente, permitiendo a cada mujer sólo dos partos. Pero las variantes que rompen la programación superarían a todas las demás, devolviéndonos pronto a donde empezamos. De todas formas, nuestras descendientes pueden necesitar en ocasiones una reproducción rápida. No podemos limitarlas a una estrecha forma de vida.

Nuestra principal esperanza se basa en encontrar formas de conjugar de modo permanente los intereses propios con el bien común.

Lo mismo vale para nuestro segundo problema, el que provocó que esta coalición tomara medidas, abandonando los blandos compromisos del Phylum. El problema que nos trajo a este mundo lejano en busca de una solución.

El problema del sexo.

LYSOS, La apología

3

Lanargh, el segundo puerto al que arribaron, no se contaba entre los de las ciudades importantes del mundo. Ni estaba en liga con las que bordeaban la costa del Continente del Aterrizaje. Con todo, la metrópoli era lo bastante grande para proporcionar a las gemelas un respiro después de semanas de esquivar icebergs en alta mar.

En Queg Town, las propietarias habían encontrado pocas compradoras para el carbón de Puerto Sanger. Así que el Zeus y el Wotan tuvieron que enfrentarse a olas que se alzaban con fuerza sobre sus gastados flancos. Cada vez que los vigías divisaban las islas flotantes de hielo, los motores auxiliares se esforzaban para alterar el rumbo y evitar aquellas terribles moles blancas. El viento era un aliado imprevisible. Los contramaestres gritaban y todas las manos tiraban de los cabos. Un bloque de hielo pasó por la banda de estribor del Wotan, muy cerca, dejando a Maia con la boca seca y dando gracias de que viajaran en convoy. En caso de accidente, sólo el Zeus estaba lo bastante cerca para ofrecerles socorro.

Cuando llegaron a la costa de nuevo, la antigua monotonía de la tundra fue sustituida por coníferas envueltas en bruma, pinos gigantes cuyos antepasados habían llegado a Stratos junto con los de Maia, tortuosamente, desde la Vieja Tierra. Los árboles terrestres medraron en la costa brumosa, apoyados por los clanes forestales en su lenta y silenciosa lucha contra los matorrales nativos. Senderos sinuosos señalaban los lugares donde recientemente las recolectoras habían talado troncos para transportarlos al mercado en grandes balsas.

Maia se quedó sin respiración cuando el Wotan avistó por fin Punta Desafío, donde un afamado dragón de piedra que simbolizaba el amor protector de Madre Stratos proyectaba la sombra de sus amplias alas sobre el estrecho de la bahía. La talla, muy antigua, conmemoraba el rechazo, a un alto precio, de una fuerza de desembarco enviada por el Enemigo en la oscura y lejana época en que mujeres y hombres luchaban juntos para salvar su colonia, sus vidas, y asegurar el futuro. Maia sabía poco sobre aquella era pretérita (la historia no se consideraba un bagaje académico práctico), pero la estatua no dejaba de ser una visión impresionante.

Entonces aparecieron las cinco famosas colinas de Lanargh, una tras otra, alineadas con pálidos muelles de piedra, fortalezas de clanes, y jardines que se extendían kilómetros a lo largo de la bahía, hasta llegar a las verdes faldas de las montañas. Las gemelas siempre habían considerado Puerto Sanger grande y cosmopolita, ya que con su comercio dominaba gran parte del mar de Parthenia. Pero aquí, en el centro de un vasto océano, Maia entendió por qué Lanargh era adecuadamente conocida como «La Puerta de Oriente».

Después de atracar en el embarcadero asignado por la práctica del puerto, la tripulación vio cómo el capitán partía con las Bizmai propietarias del cargamento en busca de clientes potenciales. Entonces se concedió permiso para desembarcar, cosa que todo el mundo hizo gritando de placer. Maia encontró a Leie esperando al pie del muelle.

—¡Te he ganado otra vez! —rió la gemela de Maia, recalcando otra pequeña victoria y sabiendo que a Maia le importaba un comino.

—Vamos —respondió Maia, sonriendo—. Echemos un vistazo a este lugar.

Más de quinientos clanes matriarcales tenían su sede en la ciudad y llenaban las anchas plazas y avenidas de los mercados con contingentes de clones bellamente vestidas, estudiadamente peinadas y magníficamente uniformadas que llevaban sus cargas en carros bien engrasados o a la espalda de pacientes lúgars ataviados con librea. Flotaban suntuosos olores de extrañas frutas y especias, y había criaturas de las que las gemelas sólo sabían por los libros, como monos rojos aulladores y aleteantes merodragones que, colgados de los hombros de sus propietarias, siseaban a los transeúntes y robaban uvas a las vendedoras despistadas.

Las hermanas recorrieron las plazas y las estrechas calles del mercado, compraron dulces en un puesto, se rieron de las proezas de un pequeño grupo de ágiles malabaristas, esquivaron las arengas de las candidatas políticas, y sopesaron la extrañeza de un mundo tan pintoresco y maravilloso. Nunca antes había visto Maia tantos rostros que no reconocía. Aunque Puerto Sanger tenía una población de varios millares de habitantes, nunca había más de un centenar de caras, todas ellas conocidas.

Por primera vez saborearon cómo podría ser la vida si su plan secreto tenía éxito. Aunque iban humildemente vestidas, algunas vars con las que se encontraron se hicieron a un lado a su paso con deferencia instintiva, como si fueran nacidas en el invierno.

—¡Lo sabía! —susurró Leie—. Las gemelas son tan raras que la gente llega a la conclusión equivocada. ¡Nuestro plan puede funcionar!

Maia apreció el entusiasmo de Leie. Sin embargo, sabía que el éxito dependería de infinidad de detalles. No deberían pasar el tiempo libre jugando, insistió, sino recorriendo el puerto en busca de información útil.

Por desgracia, la ciudad era un batiburrillo de lenguas extrañas. Cuando quiera que las hermanas clónicas se encontraban en la calle, hablaban una jerga incomprensible de código familiar, creado por las madres—colmena y embellecido por sus hijas a lo largo de incontables generaciones. Esto frustró a Leie al principio. Allá en el tranquilo Puerto Sanger, el habla común era la normal.

Entonces Leie se entusiasmó.

—También nosotras necesitaremos una jerga secreta cuando fundemos nuestro propio clan.

Maia no se molestó en recordarle a su hermana que, de pequeñas, ya habían experimentado con códigos, criptogramas y jergas privadas, hasta que Leie se aburrió y lo dejó. Por su cuenta, Maia nunca había dejado de crear anagramas o de buscar pautas en los bloques de letras esparcidos por el suelo de la habitación de los niños. Tal vez aquello fuera lo que estimuló su interés por las constelaciones, pues para ella las chispeantes pautas estelares siempre parecían apuntar al código privado de la Creadora, un código que estaba allí para todo aquel que aprendiera a verlo.

Mientras recorrían la gran plaza situada delante del templo de la ciudad de Lanargh, las gemelas contemplaron a un grupo de marineros arrodillados que recibían bendiciones de una sacerdotisa ortodoxa envuelta en una túnica de rayas color rojo oscuro. Alzando las manos, la religiosa pidió la intercesión del espíritu planetario, sus rocas y su aire, sus vientos y sus aguas, para que los hombres pudieran llegar a buen puerto al final de su viaje. La cantarina bendición terminó con un pasaje familiar sobre la santidad de la camaradería en los peligros compartidos. Sin embargo, por la forma de hablar de la mujer santa, se veía que también las clérigas tenían un «lenguaje» propio, sobre todo al citar el misterioso Cuarto Libro de las Escrituras.

Asípues a sus naves entemps denecesidad caiga la bendción delo questá ocult.

No era extraño que el Cuarto Libro fuera conocido popularmente como el «Acertijo de Lysos». Tenía incluso su alfabeto de dieciocho letras, que solía entretener a Maia durante las largas ceremonias semanales en la capilla de Lamatia, mientras reflexionaba en silencio sobre los crípticos pasajes tallados en las paredes de piedra.

Leie miró el reloj situado en el frontispicio del templo y suspiró.

—¡Uf! Lo siento. Tengo que volver al trabajo.

Maia parpadeó.

—¿Qué? ¿El primer día?

—La suerte de la var. Hay que baldear y limpiar. Nuestro jefe quiere que el viejo Zeus consiga más clientas que el Wotan, aunque todo va a parar a las mismas propietarias y a la misma cofradía —sonrió con una mueca—. ¿Son vuestros contramaestres tan horribles como los nuestros?

Maia no habría empleado aquel calificativo. «Duros» tal vez, y rápidos en sorprenderte cuando estabas cruzada de brazos. Pero estaba aprendiendo mucho de Naroin y los demás, y estaba más fuerte cada día. De todas formas, no cabía duda de que Leie ocultaba algo. Maia apostó a que su hermana estaba castigada, probablemente por abrir la boca cuando tendría que haberse quedado calladita.

A pesar de todo, Maia gruñó compasivamente.

—Descargar carbón para ganarse la vida. Ja. Supongo que las madres estarían orgullosas de nosotras por empezar desde abajo.

—¡Pero no será por mucho tiempo! —respondió Leie—. ¡Algún día regresaremos a Puerto Sanger con suficientes varas de monedas para comprar el lugar!

Se echó a reír, y su alegría obligó a Maia a sonreír.


Era diferente caminar sola por la ciudad, y no sólo porque ya nadie le cedía el paso. A Maia le gustaba señalarle cosas a Leie, compartir lo que veía. Era reconfortante saber que otra persona era una aliada en este mar de desconocidas.

Por otro lado, la ciudad así parecía más viva. Sonido, olor y visión se hacían más claros a medida que era más consciente del reverso de la vida urbana. Sudorosas trabajadoras vars que arrastraban cargas en carros chirriantes. Mendigas, algunas lisiadas, que sacudían cuencos con sellos de cera del templo. Mujeres de aspecto taimado que se apoyaban contra las esquinas de los edificios y la miraban especulativamente, tal vez preguntándose si llevaba la bolsa bien atada…

Hicimos bien en coger barcos separados, pensó Maia, sintiéndose a la vez alerta y viva. Necesitábamos esto. Yo lo necesitaba.

Carteles que nunca antes había visto de clanes que no conocía ofrecían artículos de los que nunca había oído hablar. Algunos espacios comerciales estaban cubiertos por una docena de empresas diminutas, algunas con pretenciosos escudos pintados a mano, dirigidas por mujeres solas que pagaban el alquiler en común, cada una de ellas esperando iniciar el lento ascenso hacia el éxito. En el otro extremo, el hospital de la ciudad parecía a la vez moderno y falto de color, pues las profesionales del interior no tenían necesidad de anunciar su afiliación familiar.

Un sonido atronador, un cuerno y címbalos restallando, hizo que la calle se dividiera para dejar paso a un nuevo alboroto. Los transeúntes se detuvieron a mirar mientras un breve desfile se abría paso colina abajo. Los miembros varones de una sociedad secreta, vestidos con atuendos llamativos y llevando tótems misteriosos, recorrían el empedrado entre los aplausos y las burlas benevolentes de la multitud. Algunos de los hombres parecían mansos, y llevaban a hombros recargados modelos de barcos y zep’lins de madera al compás del tambor, mientras que otros mantenían la barbilla alta, como desafiando a cualquiera a burlarse de su ritual. Sólo unas cuantas espectadoras se mostraban poco amistosas: Un puñado de mujeres cejijuntas se negó a hacerse a un lado y la procesión tuvo que sortearlas.

Perkinitas, pensó Maia, mientras continuaba. ¿Por qué no dejan en paz a los pobres hombres y eligen a alguien de su misma talla?

Lanargh ofrecía una gama de servicios más amplia de lo que hubiese podido imaginar, desde quirománticas y brujas profesionales hasta frenólogas de renombre equipadas con calibradores, cintas craneales, y floridas cartas. Maia estuvo tentada de hacerse una lectura, hasta que vio los precios y decidió que de todas formas no podía hacerse nada con la forma de su cabeza.

Al asomarse a un caro escaparate, Maia contempló a tres pelirrojas consultar con sus clientas acerca de unas carpetas de cuero. Tras ver los carteles dorados, Maia supuso que se trataba de una rama local de una lejana empresa familiar que ofrecía servicios de anuncios comerciales. En un tablón aparte las pelirrojas anunciaban una especialidad local: diseñar lenguajes privados para casas de futura creación.

—Eso sí que es un dicho —murmuro Mala, admirada. El éxito en Stratos a menudo dependía de encontrar algún producto o servicio que nadie más dominara. Le habría gustado explorar éste. Suspiró—. Lástima que ya parezca estar completamente ocupado.

—Todos están ocupados, hermana. ¿No lo sabes? Es una de las señales predichas.

Maia se volvió para ver a una mujer joven, de aproximadamente su misma edad y altura, que llevaba una túnica con capucha y las franjas bordadas de alguna orden religiosa. La sacerdotisa, o la postulante, empuñaba un fajo de panfletos amarillos y miraba a Maia a través de unas gruesas gafas.

—Umm… ¿Señales de qué, hermana? —preguntó Maia, una vez superada su sorpresa.

Una sonrisa amistosa, aunque ferviente.

—De que entramos en un Tiempo de Cambios. Seguro que una muchacha de cinco años inteligente como tú habrás notado que las cosas han llegado al límite. Las matronas de los clanes llevan tiempo quejándose de que el número de nacimientos del verano aumenta, ¿pero qué hacen para impedirlo? Una fuerza dentro de la misma Stratos quiere que así sea, a pesar de todos los inconvenientes que eso conlleva.

Maia superó su reacción habitual cuando la acosaba una religiosa: el impulso de buscar la salida más cercana.

—Mm… ¿inconvenientes?

—Para las grandes casas. Para la burocracia de Caria. Y sobre todo para las mismas hordas de veraniegas, que no tienen sitio en este planeta. No hay más que un lugar.

¡Ajá!, pensó Maia. ¿Se trata de una maniobra de reclutamiento? El sacerdocio era aún menos selectivo que la Guardia ciudadana de Puerto Sanger. Al tomar los votos, cualquier var se aseguraba un cuenco de comida para el resto de sus días. Eso también significaba no tener descendencia ni establecer jamás un clan propio pero, ¿cuántas veraniegas lo conseguían de todas formas? Abjurar del sexo algún día, con un hombre sudoroso, no era ninguna decisión final. Toda Stratos era tu amante cuando tomabas los hábitos, y todos sus habitantes tus hijos.

Con todo, ¿por qué reclutar a nadie? En Lanargh, una piedra lanzada en cualquier dirección pasaría por encima de alguna sacerdotisa o diaconisa. Cada día más gente elegía esa ruta hacia la seguridad.

—No pretendo ser irrespetuosa —dijo Maia, retrocediendo—. Pero no creo que el templo sea lugar para mí.

La sacerdotisa no pareció preocuparse.

—Hija mía, eso queda claro por tu aspecto.

—Pero… ¿entonces qué…?

Maia se encontró de pronto con un panfleto impreso en la mano. Leyó las primeras líneas.


Los Exteriores: ¿Un peligro o un desafío?

¡Hermanas de Stratos! Ya debería resultaros obvio que las sabias y mujeres del Consejo de Caria nos están ocultando la verdad sobre la nave espacial de nuestros cielos en la que, según se dice, viajan emisarios del Phylum Homínido que nuestras antepasadas abandonaron hace tanto tiempo. ¿Por qué han dicho tan poco al público? Las sabias y oficialas dan excusas, hablan de «deriva lingüística» y cautelosas «medidas de cuarentena», pero cada vez está más claro que incluso las más bajas de nuestras grandes, sentadas en sus cómodos escaños del Consejo, el templo y la universidad, son cobardes en lo más profundo de sus corazones…


Era difícil seguir el largo discurso, pero el tono de oposición a la autoridad saltaba a la vista. Maia miró de nuevo a la postulante, y vio que las franjas de su hábito estaban rotas con hilos de colores.

—Eres una hereje —susurró.

—Chica lista. ¿No hay muchas allí de donde vienes?

Maia sonrió débilmente.

—Estamos un poco lejos. Teníamos Perkinitas…

Todo el mundo tiene Perkinitas. Sobre todo desde que la Nave Exterior les dio una excusa para difundir historias sobre el hombre del saco. Ya las conoces… Ahora que Stratos ha sido redescubierta, el Phylum enviará flotas de naves llenas de machos babosos, peludos y sin modificar, peores que el Enemigo de antaño.

—Bueno… —Maia sonrió ante la imagen—, puede que exageres lo que dicen.

—¡Y puede que vuestras Perkies locales sean más blandas que las nuestras, oh, virgen del helado norte! —La hereje se rió burlona—. De todas formas, incluso las jerarcas del templo están hechas un lío sobre la llegada de los extranjeros humanos que posiblemente van a cambiar Stratos para siempre. A las idiotas no se les ocurre que podría ser al contrario. ¡Que éste puede ser el momento que Lysos planeaba desde el principio!

Maia estaba confundida.

—¿No veis la nave estelar como una amenaza?

—Las de mi orden, las Hermanas de la Ventura, no. En los primeros días, restaurar el contacto podría haber sido dañino. Pero ahora nuestra forma de vida ha sido comprobada. Cierto, tenemos problemas, injusticias, ¿pero has leído acerca de cómo eran las cosas en los Viejos Mundos, antes del exilio de nuestras Fundadoras?

Maia asintió. Era uno de los temas favoritos de los libros y la tele.

—¡Caos animal! —exclamó la mujer, apasionadamente—. Imagina lo violenta e insegura que sería la vida, sobre todo para las mujeres y los niños. Ahora advierte que ¡probablemente todo sigue igual ahí fuera! Es decir, en todos aquellos mundos que no hayan sido destruidos por el Enemigo o por las agresiones entre varones humanos.

—Pero la Nave Exterior prueba que algunas colonias todavía…

—¡Exactamente! Puede que haya docenas de mundos supervivientes, castigados, buscando lo que nosotras somos capaces de ofrecer: salvación.

Maia había retrocedido hasta que una pared de piedra se le clavó en la espalda. Sin embargo, se sentía dividida entre las ganas de huir y la fascinación.

—¿Crees que deberíamos aceptar el contacto… y enviar misioneras?

La postulante, que se había ido encorvando mientras perseguía a Maia, se irguió ahora y sonrió.

—Sabía que eras una chica lista. Lo que trae a colación mi comentario original de que hay un motivo para todo, también para el aumento de nacimientos veraniegos, aunque los nichos parezcan tan escasos. —Alzó un dedo—. ¡Pocos aquí, en Stratos! ¡Pero no allí fuera! —El dedo apuntó al cielo—. ¡El destino llama, y sólo las tímidas idiotas de Caria se interponen!

Maia vio fervor en los ojos de la joven, una fe que trascendía la lógica y superaba todos los obstáculos. Supónte que te consideras insignificante en el mundo, empequeñecida por las poderosas. ¿Cómo sentirse importante después de todo? Todo lo que necesitas es una conspiración conveniente. Una que te permita obtener un lugar adecuado como líder hacia la luz.

Sólo que aquí hay tantas luces…

Maia se abstuvo de expresar su opinión sobre la idea de las Venturistas, que sonaba muy bien, e incluso merecía la pena discutir.

—Lo leeré —prometió, alzando el panfleto—. Pero…

Su voz se apagó. La sacerdotisa miraba más allá de su hombro. En tono distraído, la joven postulante dijo:

—Muy bien. Pero ahora debo irme. A las estrellas, hermana.

—Eia, hermana —contestó convencionalmente Maia a la extraña despedida, y vio cómo el hábito a franjas desaparecía entre la multitud. Se volvió para ver lo que había asustado a la hereje, y no tardó en divisar a cuatro fornidas mujeres que atravesaban la muchedumbre, blandiendo despreocupadamente unos bastones que no parecían necesitar… al menos para caminar.

Guardianas del templo, comprendió Maia. Había sacerdotisas y sacerdotisas. Aunque la herejía no era oficialmente ningún crimen, la jerarquía del templo tenía formas de hacer que fuera menos cómoda de seguir que los dogmas clásicos. De los grupos marginales, sólo el Perkinismo era lo bastante fuerte para que nadie se atreviera a molestar a sus seguidoras.

Oh, supongo que aún quedan nichos, pensó Maia, contemplando a las fuertes mujeres avanzar, algo que hacía que incluso las miembros de la Guardia de la ciudad se hicieran a un lado. Las vars con músculos siempre encuentran un empleo en este mundo.

Aquello le recordó de pronto que tenía que estar de vuelta en el Wotan antes de la puesta de sol. Trabajo en la cocina. ¡Y le harían pasar un infierno si llegaba tarde!

Maia se guardó en un bolsillo el panfleto hereje para mostrárselo a Leie más tarde. Apartándose lo máximo posible de las guardianas del templo, recogió sus cosas y cruzó el mercado en dirección al inconfundible aroma de los muelles.


—¡Trabaja ahora, mira después! —la reprendió la contramaestre Naroin, el cuarto día de su estancia en el puerto.

Maia estaba distraída contemplando algo al pie del embarcadero.

—¡Sí, señor! —asintió, controlándose rápidamente y asegurándose de que los cubos que extraían carbón de la bodega del barco no volcaran o derramaran su contenido. A veces hacían falta músculos para controlar el burdo artefacto. Incluso cuando ya todo parecía estar en perfecto orden, Maia siguió controlando los cubos para asegurarse. Finalmente, alzó la cabeza por encima de la amura, una vez más.

Lo que había atraído su atención antes fue la llegada de un coche que recorría el embarcadero, en dirección al muelle donde estaba atracado el Wotan, dejando en el aire un zumbido característico de su impulsor a metano.

Un coche, pensó ella. Para transporte personal y nada más. Había dos en Puerto Sanger; los utilizaban sólo en ceremonias ocasionales o para transportar a dignatarias en visita oficial. Otros vehículos de motor eran igualmente raros, ya que la mayoría de los productos entraban y salían de la ciudad por mar. En la cosmopolita Lanargh, se podían ver furgonetas en la calle, cada una con una conductora, varias cargadoras, y una guardiana que caminaba delante ondeando una bandera roja, para asegurarse de que ningún niño cayera bajo sus ruedas. Eran máquinas impresionantes, aunque su ominoso ruido asustaba un poco a Maia.

Durante varios días, un ajado y feo camión había acudido al muelle para llenar su panza de carbón del mar de Parthenia. Los descargadores acabaron odiándolo. Pero, bueno, es un trabajo, pensó Maia mientras el depósito del camión se llenaba con la antracita de Puerto Sanger destinada a una planta petroquímica familiar donde sería convertida en plástico fundido y luego utilizada por otros clanes de Lanargh para hacer hermosas molduras de inyección.

Su mirada volvió una vez más al pie del muelle. El coche había aparcado, pero todavía no había bajado nadie de él. Curioso.

Se volvió para asegurarse de que los cubos vacíos que regresaban no chocaban contra la escotilla del Wotan. Si la cinta continua se atascaba, el sudoroso equipo de abajo le echaría a ella la culpa.

—¡Alto! —exclamó Maia cuando el movimiento se volvió demasiado lento para su gusto. Naroin repitió sus palabras con un grito. Mientras los cubos se detenían, Maia soltó de una patada un par de cuñas e introdujo una palanca bajo el armazón de la cinta, esforzándose por manipular el enorme aparato hasta que la marcha de los cubos le pareció la adecuada. Finalmente, se agachó para introducir las cuñas en su sitio.

—¡Listo! —gritó. Naroin accionó una palanca y la preciosa electricidad brotó de los acumuladores del barco, poniendo en marcha la ajada maquinaria con un rumor de marchas rechinantes.

Era un trabajo duro, pero Maia se sentía agradecida por trabajar en cubierta. Su misión abajo, llenando de paletadas de carbón los cubos siempre hambrientos, había sido como una condena al infierno. El polvillo flotante se pegaba al sudor, y te corría por los brazos formando ríos de hollín. Se metía en todas partes, incluyendo la boca y la ropa interior. Finalmente, como los demás, Maia se desnudó por completo.

Tampoco podía quejarse, pues aquella tripulación era más afortunada que la mayoría. La mitad de las naves del puerto usaban tornos manuales o se servían de estibadores encorvados que gemían mientras cargaban los negros sacos en carretas tiradas por caballos. Incluso los cargueros dotados de energía eléctrica o los de vapor empleaban muy poco tales medios, confiando más en el poder de los músculos.

—Para ahorrarle esfuerzos y sudor a la maquinaria —había explicado Naroin—. Algunas estaciones, la mano de obra var es más barata que las piezas de recambio.

Este año parecía particularmente cierto.

Las mujeres del verano tampoco trabajaban solas. Las clones supervisaban la descarga de la delicada mercancía, y los hombres aparecían cada vez que eran necesarias sus cualidades especializadas. Con todo, los marineros pasaban la mayor parte del tiempo preocupándose por sus preciosos barcos, y nadie esperaba otra cosa de ellos. Lo que hombres y vars tenían en común era que ambos tenían padres… aunque rara vez conocían sus nombres. Ambos eran inferiores a los ojos de las orgullosas clones. Aparte de eso, cualquier parecido era mínimo.

Todo parecía marchar bien, así que Maia regresó a la barandilla, sacudiéndose el polvo. Mientras se frotaba la nuca, se volvió y vio que alguien había bajado del coche y se dirigía hacia allí. Un hombre, vestido con afectación y un sombrero de ala ancha, se acercaba al Zeus y al Wotan, esquivando el negro humo que surgía del camión. Silbando, el hombre se detuvo a inspeccionar la pintura desconchada de la popa del Wotan. Se sacudió los zapatos, luego miró al cielo. Así que éste es el aspecto que tiene una persona cuando intenta no parecer sospechosa, observó divertida Maia. Aquel personaje no era un marinero, ni parecía de los que esperan.

Inmediatamente aparecieron tres marinos, uno de su propio barco y dos del de Leie, que recorrieron la pasarela con exagerada despreocupación. El desconocido, con un cortés saludo, condujo a los marineros tras el camión donde, cubo tras cubo, el negro carbón era introducido en el depósito ya casi lleno.

¿Qué están haciendo allí detrás?, se preguntó Maia mientras permanecían fuera de su vista. Como si fuera asunto mío.

Un grito penetrante procedente de la bodega del barco la hizo correr a ajustar la cinta otra vez, para que los cubos fluyeran rápidamente hasta alcanzar las montañas de carbón de abajo. En cuanto terminó de ajustar la maquinaria, un grito de la conductora del camión le indicó que el otro extremo necesitaba un último esfuerzo para terminar de llenar el depósito de carga. Tras retirar de una patada las cuñas, Maia esperaba darse un chapuzón en cuanto se acabara el trabajo. A aquellas alturas, incluso las sucias aguas del muelle resultaban muy atractivas.

La última cuña seguía atascada. Con un suspiro, Maia se metió debajo de la cinta para soltarla con el dorso de una mano ya magullada y dolorida.

—¡Vamos, estúpido trozo de madera! —maldijo. La mano le dolía—. ¡Muévete! ¡Pedazo de leño fabricado por los lúgars…!

Un brusco dolor agudo en una zona alarmante hizo que Maia diera un respingo y se golpeara la cabeza contra un cubo, que respondió con un grave y quejumbroso gong.

—¡Oh! ¿Qué demonios…?

Salió de debajo de la cinta, frotándose la cabeza con una mano y el glúteo izquierdo con la otra. Parpadeó confundida ante los tres marineros que sonreían, apenas a un brazo de distancia. Reconoció a los tres hombres que, fuera de servicio, parecían tan falsamente casuales como el hombre de la ciudad. Dos sonrieron mientras el tercero soltaba una risita aguda.

—¿Me…? —Maia casi no era capaz de preguntarlo—. ¿Me habéis pellizcado?

El más cercano, alto y con barba de varios días, volvió a reírse.

—Y hay más de donde vino ése, si quieres.

Maia ladeó la cabeza, segura de haber oído mal.

—¿Por qué iba yo a querer más dolor del que ya tengo?

El que se reía, bajo pero fornido, volvió a hacerlo.

—Sólo duele al principio, encanto… ¡luego te olvidas de todo!

—¡Te olvidas de todo menos de sentirte bien! —añadió el primero, para creciente confusión e irritación de Maia. El tercer hombre, de estatura media y tez oscura, reprendió a sus compañeros.

—Vamos. Se nota que no es más que una virgie. Vamos a lavarnos y luego a visitar la Casa de la Campana.

Había un salvajismo ansioso en los ojos del pequeño.

—¿Qué te parece, pequeña var? Recogeremos a tu hermana en nuestro barco. Os vestiremos bien a las dos. Parecerá un bello clan que celebra una fiesta del frío para nosotros. ¿Te gusta la idea? ¡Vuestro propio Salón de la Felicidad, justo a bordo!

Estaba tan cerca que Maia captó un extraño olor dulzón, y apreció una mancha de polvo en la comisura de su boca. Más importante aún, reconoció ahora, por su pose y modales, varios signos que se enseñaban a las niñas a edad temprana. Los ojos del hombre se pegaban más a su cuerpo que el polvo de carbón. Respiraba entrecortadamente y su sonrisa dejaba al descubierto dientes que brillaban por efecto de la saliva.

Aquellos indicios del celo macho eran inconfundibles.

¡Pero ya no era verano! Todo lo que provocaba la estación de la aurora en los varones había desaparecido hacía meses. Oh, cierto, algunos hombres conservaban la libido durante el otoño, pero aquellos descarados avances… ¿con una var? ¿Y además cubierta de hollín de la cabeza a los pies? ¿Sin el menor rastro de olores de fecundidad de anteriores partos?

Era increíble. Maia no tenía ni idea de cómo reaccionar.

¿Qué sucede ahí? —cortó una dura voz.

El marinero bajito siguió sonriendo, pero los otros dos retrocedieron ante la maestra de armas del Wotan.

—Oh, contramaestre —saludó el hombre más moreno—. Estamos fuera de servicio, así que íbamos…

—A marcharos para que mi grupo de trabajo pueda descansar también, ¿verdad? —preguntó Naroin, los puños sobre las caderas, articulando las palabras con dulzura, pero en un tono cortante.

—Ajá. Vamos, Eth. ¡Eth!

El marinero moreno agarró al que miraba a Maia, acabando con su enervante mirada y arrastrándolo consigo. Sólo entonces empezó Maia a controlar su propia adrenalina. Se notaba la boca seca por acción de algo más que el polvo de carbón. El redoble en su pecho remitió lentamente.

—¿Qué…? —preguntó a Naroin—. ¿A qué ha venido todo esto?

La maestra de armas observó a los tres hombres marcharse; su andar no era desigual ni era el de los borrachos. Más bien partieron de un modo acechante, incluso elegante. Naroin miró a Maia.

—No me lo preguntes.

Sin añadir palabra, se agachó y se arrastró bajo la cinta para tirar de la cuña recalcitrante, lo que dio a Maia unos segundos más para recuperarse. Era un detalle, pero Maia no había dejado de advertir algo. La respuesta de Naroin implicaba ignorancia. Normalmente, la frase significaba: «No me lo preguntes.»

Pero el tono en que había sido pronunciada no era de ignorancia. No, aquello había sido una orden, pura y simple.

Maia ardía de curiosidad.


Leie demostraba su entusiasmo mientras las gemelas paseaban por el barrio del mercado antes del anochecer y mordían pasteles de pescado, escuchaban la cacofónica charla callejera, especulaban qué tratos, intrigas y traiciones debían de estar produciéndose a su alrededor.

—¡Este desvío podría ser lo mejor que nos ha sucedido! —anunció Leie—. Cuando lleguemos por fin al archipiélago, sabremos mucho más de perspectivas comerciales. Estaba pensando… tal vez el verano próximo deberíamos empezar a trabajar en una de esas fábricas de plástico…

Maia dejó parlotear a su hermana, sintiéndose pensativa, impaciente. El incidente de aquella tarde la había dejado preocupada. Todavía llevaba en el bolsillo el panfleto arrugado de la hereje, un recordatorio de que la febril actividad por todas partes podría no ser «normal», ni siquiera para una ciudad con un puerto grande.

Ahora que los buscaba, Maia vio por todas partes signos de una economía en tensión. Cerca del ayuntamiento, los boletines de noticias indicaban que las tareas básicas, incluso las que necesitaban de manos cualificadas, se pagaban con salarios anormalmente bajos. Los contratos a largo plazo no existían, y el único puesto como funcionaria civil era en la Guardia de la ciudad. Igual que en casa, pensó Maia. Sólo que peor.

Y luego estaban los hombres, más de los que nunca había visto. Y no sólo jugando interminables partidas de Vida en los rincones, o tallando en madera para pasar el tiempo entre viajes, sino moviéndose con rapidez, con seguridad, con los pies bien asentados en la tierra. En cualquier calle abarrotada se veían dos o tres, de pie entre las multitudes de mujeres. Una vez más, los barcos podían ser la explicación de todo. ¿Pero por qué un porcentaje tan alto de ellos era tan joven?

En la naturaleza, el simple hecho de ser un macho era suficiente para reducir la esperanza de vida de un animal, y no era distinto entre los humanos de Stratos. Tormentas y arrecifes, icebergs y fallos de equipo, hundían barcos cada año. Pocos hombres vivían para poder retirarse. Sin embargo, parecía haber muchos hombres jóvenes en las calles. Eso la ponía nerviosa.

Mientras la mayoría de los marineros se comportaba bien, paseando, comprando o bebiendo silenciosamente en las tabernas dedicadas a su género, cada día traía entre susurros relatos de incidentes como el de la noche pasada, referidos a un cadáver ensangrentado encontrado en un callejón y a su asesino de ojos salvajes, que huyó perseguido por las guardianas de la ciudad, armadas con tridentes aturdidores.

Después del episodio de la cinta continua, Maia se encontró reaccionando desabrida a aquellas sonrisas perezosas de ligero flirteo que los hombres jóvenes solían dirigir en esta época del año, como una cortesía más que nada. Cuando un joven le guiñó un ojo, Maia lo fulminó con la mirada, provocando una expresión de desazón tan dolida que de inmediato se sintió avergonzada, contrita.

¿Hay que temer a todos los hombres, sólo porque unos cuantos se vuelven locos?

Después de todo, no sólo los hombres causaban problemas. Las tres razas (invernales, hombres y vars) se relacionaban pacíficamente por lo general. Pero las gemelas habían visto incidentes de bruscas veraniegas (diversas en sus formas y colores, pero unidas en la pobreza) que acosaban a pequeños grupos de idénticas de algún clan local. La frustración se convertía en abierta hostilidad.

¿Son éstos realmente signos? La hereje habló de un «tiempo de cambios», un término familiar por los teledramas y los libros de historias de miedo. La estabilidad, el gran don de Lysos y las Fundadoras, nunca estuvo garantizada para ninguna generación. Incluso las Escrituras decían que una sociedad perfecta debía sufrir altibajos, de vez en cuando.

¿Es sólo en Lanargh, o esto sucede en toda Stratos? Maia estaba más decidida que nunca a intentar ver las telenoticias de aquella noche.

Reaccionó con un sobresalto al codazo en las costillas, y vio rápidamente que habían llegado a una de las principales plazas de la ciudad. Las transeúntes, que habían pasado el mediodía a la sombra de las logias, saltan ahora para disfrutar de los últimos rayos de sol. Leie señaló al otro lado de la amplia plaza, hacia una fila de elegantes casas de varios pisos.

—Allí, apoyada contra esa columna. ¿No es tu contramaestre, intentando pasar desapercibida?

Maia divisó la esbelta figura de Naroin que, con un hombro apoyado en una columna, actuaba como si sólo estuviera viendo pasar el mundo. ¿Qué pretende? Esa var no se ha relajado ni un solo día en su vida.

Como leyendo sus pensamientos (cosa que aún hacía con demasiada frecuencia) Leie dio un segundo codazo a Maia.

—Apuesto a que tu contramaestre está espiando a ese grupito de allí.

—Mm… Tal vez.

Naroin parecía bien situada para observar con discreción a un grupo mixto de hombres y mujeres suntuosamente vestidos que estaban sentados en un café al aire libre. Los hombres no parecían marineros, mientras que las mujeres tenían un aspecto acicalado y llamativo que Maia asoció con los clanes de placer, especializados en aliviar las tensiones de los demás en casas de ocio. Varias de aquellas casas ocupaban la plaza, emplazadas para servir a clientes que venían de la bahía en verano y de la parte alta de la ciudad en invierno. Encima de cada entrada, carteles pintados de colores chillones representaban un conejo saltando, un copo de nieve, un toro sonriente que sostenía una campana entre las mandíbulas. Unos criados trabajaban en la casa que daba al café, cambiando los adornos de matices cálidos de la aurora por los de la escarcha.

En otoño, las dos clientelas de ese tipo de locales se superponían como las olas de la marea, lo que explicaba que hubiera un grupo mixto en la terraza del café. Maia se preguntó de qué podrían hablar hombres y mujeres.

¿La vigilancia de Naroin sería también debida a la curiosidad?

Improbable. Sobre todo cuando Maia distinguió entre los parroquianos a un hombre con sombrero de ala ancha.

—¿Así que ése es el tipo? —preguntó Leie—. No sé qué les ha hecho a Lem y Eth, pero esos muchachos sin duda se han metido en un lío. ¿Piensas que tu contramaestre va a provocar una pelea? El grandullón la dobla en tamaño.

Fuera cual fuese el motivo o la estación, Maia no apostaría contra la pequeña marinera. No me lo preguntes, había dicho Naroin. O más bien: No metas la nariz en esto.

A pesar de la fuerza de su propia curiosidad, casi hormonal por su intensidad, Maia decidió reprimirla. En su etapa de la vida, la sabiduría le dictaba no hacerse notar.

Y sin embargo…

A su izquierda se produjo un brusco estrépito. El campanario que dominaba la plaza emitió un fuerte clong, y unas viejas puertas de cobre, cubiertas de verdín, se abrieron de golpe. Pronto las famosas figuras del reloj de Lanargh saldrían para iniciar su baile: cinco minutos de automatismo coreografiado que acababan con el redoble de los Tres Cuartos del Día. La multitud empezó a moverse para contemplar cómo el sublime regalo de hacía cien años del Santuario de Gollancz ejecutaba su ritual vespertino, sincronizado con los pulsos de los satélites de la Universidad de Caria, situada a medio mundo de distancia.

Maia no había advertido que fuera tan tarde. El programa que quería ver comenzaría pronto.

—Vamos —instó—. O nos perderemos las noticias.

Leie sacudió la cabeza.

—Hay tiempo de sobra. Quiero ver de nuevo la primera parte. Después nos iremos, te lo prometo.

Maia suspiró, sabiendo por instinto cuándo se podía luchar contra la tenacidad de Leie y cuándo era inútil hacerlo. Por fortuna, tenían una buena panorámica cuando las puertas del campanario terminaron de abrirse con un chasquido reverberante. Entonces emergió de su portal la figura de bronce del Mono Macho, caminando encorvado sobre el público, cargando un retorcido animal de cuatro patas bajo un brazo y una piedra afilada en la boca. El mono se giró tres veces siguiendo un ritmo ensordecedor, y pareció escrutar a la gente de abajo. Luego la figura se alzó sobre sus cuartos traseros, convertido milagrosamente en la figura erecta de un hombre que arrastraba cadenas. La piedra de su boca se había transformado en la estilizada protuberancia fálica de La Bomba.

Los ojos de Leie brillaban de admiración, pues el intrincado juego de placas de bronce parecía sencillo y natural. Era una renombrada versión de una de las más famosas alegorías de Stratos, la metáfora de un aspecto de la evolución.

Se abrió otra puerta. Salió la figura de la Mona Hembra que llevaba el tradicional hatillo de fruta. Lo mismo que la última vez, y la vez anterior, pensó Maia. Es bonito, pero monótono.

Miró un instante hacia el café… y se llevó una sorpresa. Sólo habían pasado unos segundos, pero ahora sólo quedaban botellas vacías en la mesa. También Naroin había desaparecido.

Oh, bueno. Sacudió la cabeza. No es asunto mío. Además, es hora de ir al centro.

Maia tiró del brazo de su hermana. Leie trató de no hacerle caso, maravillada por la danza de las figuras metálicas. Pero esta vez Maia insistió.

—¡Ya hemos visto esta parte dos veces! No quiero volver a perderme la emisión.

Leie suspiró dramáticamente, y Maia pensó: Ojalá que por una vez no se aproveche, porque cada vez que quiero algo lo considera un «favor» que hay que devolver.

—Muy bien —accedió Leie con un exagerado encogimiento de hombros—. Vamos a ver las noticias.

Tras ellas, al otro lado de la plaza empedrada, la figura gigantesca de Madre Lysos salió por su propia puerta situada sobre la de los otros autómatas, sosteniendo un bioscopio sobre el brazo. Con expresión benigna, cogió el pergamino de leyes que llevaba en la otra mano y lo utilizó para descargar un poderoso golpe y cortar para siempre las cadenas que ataban a la Mujer a la voluntad del Hombre.


Naturalmente, cuatro calles más arriba, ante el anfiteatro de madera, se había formado una larga cola. Maia gruñó, llena de frustración.

—Supongo que tendremos que esperar nuestro turno —dijo Leie—. Oh, bien.

Así era su gemela, claro. Impaciente con los defectos de los demás. Fatalista, filosóficamente hablando, respecto a los suyos propios. Maia reflexionó en silencio, estirando el cuello para ver algún signo de movimiento delante. Una jefa de la Guardia permanecía junto a la cabina de las entradas, tanto para mantener el orden como para asegurarse de que ninguna veraniega de menos de cinco años de las casas infantiles de la ciudad se colara sin una nota de sus madres del clan. Junto a la puerta se podían ver mujeres que se asomaban al interior, escuchando partes amplificadas del discurso que luego repetían a sus amigas. Murmullos de noticias progresivamente degradadas pasaban a las hermanas. Como durante la noche de las saqueadoras, Leie escuchaba ávidamente y se unió a la comidilla, aunque las noticias que les llegaban casi no valían la pena.

—Tenías razón —informó Leie—. Han dicho algo sobre los Exteriores. —Indicó vagamente al cielo—. Pero todavía no hay imágenes de la nave que aterrizó.

Maia manifestó su decepción. Nunca antes había pensado mucho en la cicatería del Gran Consejo con las noticias. Poder y sabiduría iban unidos, según las madres de clan. Pero ahora Maia se preguntó si la hereje tenía razón. Las sabias, consejeras y altas sacerdotisas no parecían dispuestas a decir gran cosa, como si temieran la reacción de las masas.

Desde el punto de vista de una clon, supongo que toda persona que no es una de tus hermanas plenas es un dilema impredecible. Es lo mismo para nosotras las vars, sólo que estamos acostumbradas. Maia descubrió que era una reflexión reconfortante: había un aspecto en el cual las nacidas en invierno iban por la vida más temerosas que las veraniegas. La incertidumbre debe de ser su mayor temor.

La luna central, Atenea, gravitaba sobre el horizonte occidental, un fino creciente con la llanura de Mare Virginatis iluminándose rápidamente mientras el sol se ocultaba tras una masa de nubes. La noche sobre Lanargh era clara, algo fría. Las primeras estrellas empezaron a salir.

Había colas separadas de primera y segunda clase. Esta última avanzaba a trompicones hacia la cabina de las entradas, conducida por varias mujeres de nariz chata que llevaban gafas y cuya expresión era de divertido escepticismo. Con una demanda tan alta, podrían construir más teatros, no importa cuál sea su coste. ¿Es posible que todo este interés las haya tomado por sorpresa?

Para cuando hubo espacio de pie disponible y las gemelas pudieron entrar en la parte trasera de la sala abarrotada, habían pasado los titulares y los principales temas del programa y trataban el segmento nocturno llamado «Comentario». La joven entrevistadora de la gran pantalla mural resultaba familiar, naturalmente, ya que el mismo programa se emitía en Puerto Sanger. Su invitada era una mujer mayor, por su aspecto una sabia de la universidad.

… a pesar de todas las confirmaciones que hemos recibido, ¿qué garantía tenemos de que nuestros amigos Exteriores sean inofensivos, como sostienen? Las habitantes de Stratos recordamos con horror la última vez que el peligro llegó del espacio.

La entrevistadora la interrumpió.

Pero, Sabia Sydonia, ¡cuando el Enemigo vino, fue en una nave gigantesca, grande como un asteroide! Todas podemos ver (todas las que vivimos en ciudades con clubes de astronomía), que la Nave Visitante es demasiado pequeña para transportar armas.

Maia sintió un estremecimiento de satisfacción. Estaban hablando de los alienígenas, después de todo. En la pantalla, la sabia asintió con su cabeza de respetable pelo gris. Las luces de las cámaras resaltaban las arrugas de sabiduría que bordeaban sus ojos, aunque Maia sospechaba que algunas de ellas podían deberse al maquillaje.

Hay peligros más allá de una invasión directa. Serias posibilidades de perjudicar nuestra sociedad. ¡Recuerde, la consciencia lo es todo! A veces la raza posee más sabiduría que sus miembros individuales.

La joven entrevistadora frunció el ceño.

No alcanzo a comprenderla.

Hay signos… portentos, si quiere. Por ejemplo, podríamos mencionar el incremento, durante las últimas estaciones de…

Un súbito salto. Maia no se habría dado cuenta si hubiera parpadeado. Montaje de estudio. Algo cortado de la entrevista antes de su transmisión.

… que hace imposible ignorar por completo la perspectiva de que se produzcan daños al restaurar el contacto con el Phylum… por mucho que deploremos algunas de las descabelladas campañas de terror lanzadas por ciertos grupos radicales…

Cortes como aquél eran habituales en las transmisiones de Caria City. Tanto, que Maia no le habría dado mucha importancia de no haber estado tan interesada en la respuesta. La hereje tiene razón, pensó ahora. Las vars crecemos sin esperar que nos digan gran cosa. Nos acostumbramos a ello. ¿Pero no les pasa lo mismo a las ciudadanas? ¿No nos afecta esto a todas nosotras?

Sólo por tener esos pensamientos Maia ya se sentía atrevida y rebelde.

… así que todas juntas debemos esforzarnos para reforzar los cimientos de este buen mundo que nos legaron Lysos y las Fundadoras. Un mundo que pone a sus hijas a prueba, pero las hace fuertes. Incluso el Visitante interestelar manifiesta su asombro por todo lo que hemos logrado, sobre todo por nuestra notable estabilidad social, si tenemos en cuenta el estado de las colonias de homínidos.

Maia tomó nota. La sabia parecía estar confirmando el rumor popular de que una nave alienígena había aterrizado realmente en la superficie de Stratos.

Es importante, por tanto, mantener todos los demás aspectos en perspectiva, y recordar lo que es fundamental. Estos logros, este mundo y nuestra orgullosa cultura merecen ser defendidos con toda la dedicación de nuestras almas.

Era un discurso conmovedor, pronunciado con pasión y elocuencia. Maia vio que muchas de las cabezas que había entre ella y la pantalla asentían en solemne acuerdo. Naturalmente, pertenecían a clones de familias inferiores, o a vars ricas. Todas las que podían permitirse asientos de primera fila tenían un claro interés en el mantenimiento del orden social. Sin embargo, muchas otras parecían también conmovidas por las palabras de la sabia. Incluso Leie, cuando Maia se volvió a mirar a su hermana.

Naturalmente Leie, la optimista inquebrantable, asumía que era sólo cuestión de tiempo que las dos fundaran su propio clan. Algún día serían reverenciadas como las abuelas de una gran nación. Un sistema que permitía que la igualdad se consiguiera de esa forma podía ser duro, ¿pero podía considerarse injusto?

¿Podía? Maia había dejado hacía tiempo de discutir sobre el tema. Nunca ganaba los debates de opinión con su gemela.

… así que pedimos a todas las ciudadanas, de las casas de clanes a los santuarios, que sigan a la expectativa. Si alguien advierte algo de particular, es su deber comunicarlo de inmediato…

El cambio de tono en las palabras de la Sabia Sydonia la pilló por sorpresa.

—¿De qué habla ahora? —murmuró Maia—. Me he perdido…

Leie la hizo callar, cortante.

… de informar a la Guardia local de toda ciudad importante. O acudir a cualquier clan importante y decirles a las madres veteranas lo que habéis visto. Hay recompensas, hasta una remuneración de Nivel Tres, por la información que sirva a los intereses de Stratos en estos tiempos de tensión y peligro.

La joven entrevistadora sonrió amablemente.

Gracias, Sabia Sydonia, del Clan Youngblood y de la Universidad de Caria. Ahora pasamos al sumario de los tecnojuicios de este mes. Informando desde la Sala de Patentes tenemos a Eilene Yarbro…

Leie cogió a Maia por la muñeca y la arrastró al exterior.

—¿Has oído? —preguntó excitada cuando estuvieron a cierta distancia, junto a uno de los incontables canales de Lanargh—. ¡Una remuneración de Nivel Tres… sólo por chivarte!

—Lo he oído, Leie. Y, sí, es suficiente para comenzar en alguna ciudad barata. ¿Pero te has dado cuenta de lo vagas que han sido? ¿No lo encuentras extraño? ¡Casi como si estuvieran desesperadas por enterarse de algo, pero preocupadas por la idea de que alguien descubra lo que están buscando!

—Mm —gruñó Leie—. Tienes razón. ¿Pero sabes una cosa? —Sus ojos brillaron—. Eso debe de significar que en realidad estarían dispuestas a pagar muchísimo más. Una recompensa por dar información… ¿y cuánto más por guardar silencio después? ¡Apuesto que un montón!

Sí, muchísimo más. Como un garrote en la oscuridad. Había leyendas de viejos clanes partenogenéticos cuyas hijas compraban estatus y comodidad a la colmena contratándose como diestras asesinas. No todas las historias de miedo que se contaban a las pequeñas veraniegas carecían de base real.

Pero Maia no lo mencionó. Después de todo, Leie vivía por las posibilidades, y su entusiasmo encendía algo similar dentro de Maia, un ansia por vivir lo que de otro modo habría sido demasiado reservada, demasiado introvertida para explorar. Ella difería de su hermana, aunque eran tan iguales genéticamente como cualquier pareja de clones. Eso había hecho que Maia estuviera más dispuesta que la mayoría de las vars a aceptar la idea de individualidad entre la gente del invierno.

—¡Tenemos que mantener los ojos abiertos! —dijo Leie, trazando un gran círculo con los brazos, y contemplando por fin la cúpula estrellada del cielo.

Las constelaciones habían aparecido y pintado los cielos con un brillo diamantino mientras estaban dentro. El resplandor de la rueda galáctica. A intervalos determinados, Maia divisaba puntitos de luz que latían rítmicamente y que no eran estrellas o planetas, sino satélites en órbita, vitales para los navegantes del mar. No vio ningún signo de la Nave Visitante, pero allí estaba la negra oscuridad de la Zarpa que, según contaban a las niñas malas, era la mano abierta y acechante del Hombre del Saco que buscaba a los niños que no habían cumplido con su deber. Ahora Maia sabía que era una nebulosa, cercana en términos estelares, y que oscurecía la visión directa de la Tierra y el resto del Phylum Homínido. Eso debió de resultar reconfortante para las Fundadoras, pues proporcionaba una protección añadida contra las interferencias de los antiguos modos de vida.

Ahora, todo aquello se había acabado. Algo había surgido de la Zarpa, y Maia dudaba incluso de que las grandes sabias supieran ya si implicaba una amenaza o una promesa. La oscura forma la hizo estremecerse; las supersticiones de la infancia se mezclaban con su orgulloso, aunque limitado, conocimiento científico.

—¡Si tan sólo supiéramos qué están buscando las sabias! —dijo Leie tristemente—. ¡Sería capaz de afeitarme la cabeza por averiguarlo!

Hablando en términos estrictamente prácticos, si las grandes matronas de Caria City buscaban algo, era dudoso que dos pobres vírgenes de una costa fronteriza se toparan con ello.

—Es un mundo grande —suspiró Maia como respuesta.

Naturalmente, Leie interpretó de modo distinto las palabras de su hermana.

—Sí que lo es. ¡Grande, abierto de par en par, y esperando a que nosotras dos lo agarremos por la garganta!


¿Por qué existe el sexo?

Durante tres mil millones de años, la vida en la Tierra se las apañó bastante bien sin él. Un organismo reproductor simplemente se dividía, consiguiendo así su paso a la posteridad en dos copias casi perfectas.

Ese «casi» fue crucial. En la naturaleza, la auténtica perfección es un callejón sin salida que conduce a la extinción. Leves variantes, producidas por selección, permiten que incluso las especies de una sola célula se adapten a un mundo cambiante. Con todo, a pesar de eones de innovación bioquímica, el progreso fue lento. La vida siguió siendo algo manso y simple hasta hace quinientos millones de años, momento en que dio un salto.

Las bacterias ya transmitían información genética de forma bastante rudimentaria, pero entonces el sistema de intercambio se organizó y aumentó la variabilidad diez mil veces. Nació el sexo, y pronto surgieron muchos organismos pluricelulares: peces, árboles, dinosaurios, humanos. El sexo hizo posible todo eso.

Sin embargo, ¿debemos imitar a la naturaleza cuando diseñemos nuestra nueva humanidad sólo porque ésta consiguió algo de una forma determinada? La moderna capacidad genética puede superar al sexo diez mil veces. Dentro de las limitaciones generales de los mamíferos, podemos pintar con colores que la pobre y ciega biología desconoce.

Podemos aprender de los errores de la Madre Naturaleza y hacer un trabajo mejor.

LYSOS, Métodos y recursos

4

Llovió un poco. Sin embargo, el chubasco pronto se convirtió en una peligrosa galerna.

El carguero Wotan avanzaba a través del encrespado mar, resbalando en las afiladas olas, sacudido por un viento que agitaba sus mástiles como brazos de palanca, de forma que el barco, mal equilibrado, se estremecía peligrosamente con cada ráfaga, impidiendo que su timón respondiera.

El piloto maldijo entre gritos a su capitán por haber cargado tan poco lastre en Lanargh. Antes, había echado pestes porque llevaban demasiada carga para sortear la inesperada tempestad. Ignorando las imprecaciones a gritos del primer oficial, el capitán envió a los marineros a cubierta para que rompieran la tenaza del viento sobre los mástiles. Temblando de frío, los marineros descalzos subieron a las velas; sosteniendo un hacha entre los dientes subían como cangrejos por los resbaladizos aparejos para cortar las velas y todo aquello que la sañuda tormenta pudiera agarrar y emplear para empujarlos a su perdición.

Confusamente, a través de oleadas de náusea, Maia se esforzaba en ver a los valientes marineros, incapaz de dar crédito a tanta habilidad y determinación. Agujas de agua salada le picoteaban los ojos mientras se aferraba a la amura y veía a los marinos correr riesgos terribles allá arriba, manejando las hachas con una mano y gritando mientras se esforzaban por salvar la vida de cuantos viajaban a bordo. No eran solamente hombres. Otros gritos, más agudos, indicaban que también las mujeres de la tripulación habían escalado los mástiles que se agitaban como serpientes torturadas.

Vars iguales que ella. ¿Cómo podían los seres humanos hacer cosas semejantes? Maia se sintió inquieta por el pensamiento. Y avergonzada de ser demasiado inepta para echar una mano.

—¡Cuidado allá abajo! —gritó una voz. Algo cayó del caos de arriba, Una maraña de cuerda que chocó contra la borda y luego resbaló hacia las oscuras y hambrientas aguas. Con la vista nublada, Maia contempló la masa de jarcias y aparejos que podrían habérsela llevado por delante si hubieran caído un poco más atrás. Pero por mucho que lo intentaba, no podía detectar un sitio más seguro en cubierta que aquél, entre los mástiles, agarrada a los cordajes para salvar su vida.

Una cosa estaba clara, no iba a unirse a las otras pasajeras que permanecían abajo, acobardadas. Había que enfrentarse a la tormenta sin protección, contemplando las rugientes montañas y las profundidades abisales del océano encabritado. Pero al otro lado de aquel panorama aterrador, de aquel remolino, había perdido de vista al Zeus. Su hermana viajaba en aquella frágil cáscara de madera, tela y carne, y si Maia se sentía demasiado mareada y torpe para ayudar a la esforzada tripulación del Wotan, al menos podía vigilar, y gritar si veía algo.

Casi todo lo que alcanzaba a ver era naturaleza líquida, una conspiración de mar espumoso y aire helado que intentaba con todas sus fuerzas acabar con ellos. Las verdes olas, más altas y más empinadas que las fortalezas de los clanes de Puerto Sanger, llegaban con un ritmo calculado para desestabilizar el movimiento pendular del barco. Al superar la siguiente ola, el Wotan escoró a estribor, colgando del precipicio, a punto de volcar en aquel terrible plano inclinado. Todo el barco se estremeció.

Justo entonces, una nueva ráfaga golpeó el otro costado, tirando con fuerza de los mástiles, nivelando la gran masa del carguero sobre su quilla. Protestando con todas sus fuerzas, el barco herido se ladeó y se precipitó pendiente abajo. La gravedad rotó, convirtiéndose en una fuerza lateral, empujando a Maia contra la borda. Una de sus piernas se deslizó hacia fuera, colgando en el vacío. Horrorizada, vio cómo el mar verdigrís extendía sus manos de flecos espumosos…

El tiempo se detuvo. Por un instante, Maia pensó que oía a las aguas llamarla por su nombre.

Entonces, como divertida por su impotencia, la bestia oceánica frenó el ritmo, se detuvo, se paró apenas a unos metros de distancia. Ciega, la miró.

Como un depredador que no tuviera prisa y observara directamente su alma.

La próxima vez… O la siguiente…

El seno de las olas se alisó. El corazón de Maia se desbocó cuando la inclinación del carguero varió lentamente hacia el otro lado, rechazando a las ansiosas aguas. El tirón de la gravedad giró hacia cubierta una vez más.

Súbitamente, desde abajo, llegó un brusco estrépito. Una horrible vibración, como de madera al quebrarse. Hubo nuevos gritos de pánico.

… ¡Eia! ¡La carga se ha soltado!

Una imagen se dibujó en la mente de todos: toneladas de carbón moviéndose en negras y líquidas oleadas de un extremo a otro de la bodega, asaltando el interior del casco como lo hacía desde fuera el martilleo del mar. El Wotan solloza, pensó Maia, prestando atención al terrible sonido. Oscuras figuras pasaron corriendo, abrieron la escotilla con barras de acero e hicieron que la puerta saliera volando como una hoja llevada por el viento. Sin esperar ayuda, las oscuras formas se zambulleron en el interior, presumiblemente para intentar detener la carga con sus manos desnudas.

Maia miró por encima de la borda y vio cómo el mar atacaba una vez más, golpeando las amuras esta vez, antes de retroceder aún más reluctante que antes. Una cuantas oscilaciones más y el Wotan estaría condenado. Los gritos de la gente de cubierta se alzaron con urgencia, junto con el golpeteo de frenéticos cortes. Alguien gritó. Un hacha brilló bajo el rayo de una linterna de emergencia hasta perderse en el furioso mar. Bajo cubierta resonaban los quejidos de quienes trabajaban en una labor distinta y sin esperanzas.

Por pura fuerza de voluntad, Maia contuvo las náuseas, tan salvajes ya como la tormenta. Soltó las manos de la borda y se volvió.

—Ya voy… —consiguió croar, pero nadie la oyó. Sabiendo que no poseía habilidades útiles para los que trabajaban en cubierta, Maia avanzó dando tumbos por la superficie resbaladiza hacia la abierta oscuridad de la escotilla.


Dentro de la bodega se había desatado un infierno; se habían soltado varias particiones cuya función era proteger la carga de los bandazos del barco. Una barrera había cedido en el peor lugar posible, cerca de la proa, donde toda la masa apilada de golpe a estribor aumentaba la inclinación del navío y empeoraba la ya torpe maniobrabilidad. Mortecinas bombillas eléctricas alimentadas por baterías de reserva oscilaban salvajemente y proyectaban extrañas sombras cuando Maia atravesó el crujiente andamiaje que se alzaba entre grandes depósitos medio llenos de carbón. El polvo negro se elevaba como rocío, sofocando su garganta y haciendo que sus membranas nictitantes se cerraran sobre sus ojos justo cuando necesitaba más luz, no menos.

Tras deslizarse por un desmoronadizo talud, Maia llegó a un escenario infernal, allí donde las tablas rotas permitían que toneladas de carbón se vertieran hacia la derecha en grandes montañas inclinadas. Otras vars se habían unido ya a los hombres de abajo y luchaban por domar el rebelde cargamento lanzándolo paletada a paletada sobre las paredes crujientes de otros compartimentos que aún seguían enteros. Alguien tendió a Maia una pala y se puso a cavar, ayudando en el penoso esfuerzo. A través de la sofocante neblina, vio que un trío de clónicas también trabajaba con ahínco: pasajeras de primera clase cuyo clan debía haber enseñado a sus hijas que unas manos sucias eran preferibles a la muerte.

Una buena cosa a tener en cuenta para el currículum de nuestras hijas, reflexionó una parte remota de Maia, arrinconada junto con otras partes que seguían gimiendo llenas de ciego terror. No había tiempo para el miedo ni para la objetividad mientras se disponía a cumplir con su tarea.

Llegaron más ayudantes cargando cubos. Un oficial empezó a gritar y señalar, organizando una cadena humana: las mujeres en el centro pasaban cubos de plástico mientras los hombres los llenaban a paletadas en un extremo, lanzando el carbón de una partición a otra. El trabajo de Maia era proporcionar constantemente cubos vacíos y luego ponerlos en movimiento cuando estaban llenos. Aunque la desesperación guiaba su fuerza, y las hormonas de peligro superaban sus náuseas, tenía problemas para mantener aquel ritmo frenético. El torso del marinero se alzaba como una gran bestia, emitiendo un calor tan palpable que Maia temió que prendiera el carbón y los enviara a todos al infierno patarkal convertidos en una gigantesca bola de fuego.

El ritmo se incrementó. La agonía corría desde sus manos a sus fatigados brazos y cruzaba su espalda. Todos los demás eran mayores, más fuertes, más experimentados, pero eso apenas contaba, estando las vidas de todos en peligro. Sólo el trabajo en equipo contaba. Cuando Maia volcó un cubo, le pareció que se terminaba el mundo.

¡Concéntrate, maldita sea!

No se terminó, todavía no. Nadie la reprendió, y ella no lloró, porque no había tiempo. Otro cubo ocupó el lugar del caído y ella se agachó, esforzándose por trabajar más deprisa.

Cubo a cubo, fueron reduciendo el carbón caído. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, el volumen parecía aumentar. La montaña negra parecía cada vez más alta en el mamparo de estribor. Peor todavía: el depósito que habían estado cargando, a popa, empezó a gemir y a chirriar, y sus planchas a abultarse hacia fuera. Nadie podía decir cuánto aguantaría aquella partición la creciente inversión de la gravedad. Todos los cubos que arrojaban no hacían más que aumentar la carga.

De repente, un chasquido ensordecedor sonó en cubierta. Algo pesado debía de haberse soltado por fin de los cordajes. A través del resonar en su cráneo, Maia oyó sonidos de distantes vítores. Casi de inmediato, sintió que el carguero se libraba de las frustradas garras del viento. Con un gemido palpable, el timón del Wotan respondió por fin a la fuerza de su piloto y el barco se liberó, girando para huir de la tormenta.

En la bodega, junto a Maia, una var soltó un largo suspiro cuando la horrible inclinación empezó a reducirse. Una de las clones se echó a reír, soltando la pala. Maia parpadeó cuando alguien le palmeó la espalda. Sonrió y empezó a soltar el cubo que tenía en las manos…

—¡Cuidado! —gritó alguien, señalando la montaña de carbón de la derecha. Sus esfuerzos habían sido recompensados, sí. Demasiado rápido. Cuando la inclinación a estribor se redujo, el impulso hizo oscilar la nave más allá de la vertical en un movimiento contrario. La negra masa tembló, luego empezó a desmoronarse.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó un oficial, sin que hiciera falta, pues la tripulación y las pasajeras saltaban hacia las escaleras, se subían a los depósitos de madera o, simplemente, echaban a correr. Todos menos los que se encontraban más cerca de la avalancha, para quienes ya era demasiado tarde. Maia vio una expresión de estupefacción cruzar el rostro del gran marinero que estaba a su lado, mientras la negra ola se desplomaba hacia ellos. Tuvo tiempo de parpadear, luego su alarido de sorpresa se ahogó cuando Maia alzó el cubo sobre sus hombros, cubriéndose la cabeza.

El impulso de su salto la llevó hacia arriba, de forma que el tsunami de antracita no la cogió de inmediato. El corpachón del pobre marinero protegió a Maia por un instante, luego se sintió nadar a través de una bruma de piedras afiladas, mientras se arrastraba frenéticamente colina arriba. Al intentar aferrarse a algo, su mano chocó con el mango de una pala y lo agarró espasmódicamente, mientras sus piernas y abdomen quedaban atrapados, Maia apenas consiguió alzar la herramienta y usar la hoja de acero para protegerse la cara.

Un sonido como el fin de toda la eternidad trajo consigo una súbita oscuridad.


El pánico, una intensa fuerza animal que la sacudía y agitaba convulsivamente contra el entierro y la asfixia, se apoderó de ella. Una ceguera aterradora y un peso aplastante la envolvieron. Quiso golpear al enemigo que la apretaba por todas partes. Quiso gritar.

El ataque pasó.

Pasó porque nada se movía, no importaba cuánto se esforzara. Nada. El cuerpo de Maia retornó al control consciente simplemente porque el pánico demostró ser completamente inútil. La consciencia era la única parte de ella que podía pretender moverse.

Con su primer pensamiento coherente, al encontrarse sepultada por toneladas de duro carbón, Maia advirtió que había en efecto cosas peores que la acrofobia o el mareo. Y sin embargo, algo encabezaba el catálogo de sorpresas.

No estoy muerta.

Todavía no. En medio de la oscuridad y la terrible agonía, esforzándose por encontrar una zona entre el desmayo y la histeria, Maia se aferró a ese hecho e intentó hacer uso de él. La presión del caliente acero oxidado contra su cara le daba una pista. La hoja de la pala no había impedido que la avalancha la enterrara, pero había protegido un pequeño espacio, una bolsa de aire rancio sin carbón. Así que tal vez se asfixiara, en vez de ahogarse. No parecía haber mucha diferencia, aunque el fuerte olor del metal era preferible a tener la nariz llena del horrible polvo.

Pasó el tiempo. ¿Segundos? ¿Fracciones de segundo? Ciertamente, no minutos. No podía haber tanto aire.

El barco había dejado de mecerse, gracias a Stratos, o el movimiento de la carga la habría convertido rápidamente en pulpa. Incluso con el lecho de carbón inmóvil, sentía casi cada centímetro cuadrado de su cuerpo magullado y lacerado por las duras rocas. Sin nada más que hacer excepto el inventario de sus agonías, Maia descubrió que era posible distinguir sutiles diferencias de textura. Cada pedazo de roca que apretaba su cuerpo tenía una sádica personalidad tan individual que podía ponerles nombre… ésta, Aguja; la que tenía debajo del pecho izquierdo, Pellizco, y así sucesivamente.

Mientras los segundos se sucedían, notó un único punto de contacto: una tensa y latente constricción que parecía suave pero rítmicamente inflexible. Advirtió con sorpresa que ¡alguien le agarraba una pierna! Albergó la esperanza de haber sido derribada boca arriba y de tener un pie al descubierto, y que aquellos apretones significaran que venían en su ayuda.

Entonces se dio cuenta. ¡Es el marinero grande!

Su mano debía de haber tocado su pie en el último momento, mientras ella nadaba en la ola de carbón. Ahora, ya estuviera consciente o moribundo, el hombre mantenía su fino hilo de contacto humano a través de su tumba común.

Qué irónico. Sin embargo, no parecía más extraño que ninguna otra cosa ahora mismo. Era compañía.

Maia sintió pena por Leie cuando se enterara de la noticia. Imaginará que el final fue más terrible de lo que es. Podría ser peor. Ahora mismo no se me ocurre cómo, pero estoy segura de que podría ser peor.

Mientras reflexionaba sobre esto, la tenaza sobre su tobillo se apretó brusca, espasmódicamente, con tanta fuerza que Maia gimió de dolor. Sintió las terribles convulsiones del marinero, y su fuerza la arrastró hacia abajo, haciendo que las piedras de carbón se le clavaran en un centenar de sitios y jadeara de angustia. Entonces la feroz tenaza empezó a ceder en una sucesión de temblores cada vez más débiles.

Las pulsantes contracciones se detuvieron. Maia imaginó que oía una sacudida lejana.

¿Ves?, se dijo, mientras lágrimas calientes inundaban sus ojos de total oscuridad. Te lo dije. Te dije que podía ser peor.

Tranquilamente, se preparó para su propio turno. La liturgia cienciodeísta de su educación le vino a la mente; líneas del catecismo que la Casa Lamatia enseñaba a sus niños del verano en las ceremonias semanales en la capilla, discursos sobre el espíritu materno y sin forma del mundo, a la vez amoroso, aceptador y estricto,

¿Pues qué esperanza tiene un solitario y vivo «yo»,

una mente, breve, aunque henchida de importancia? ¿Aferrarse

a la vida como a una posesión? ¿Hay algo que se pueda conservar?

Conocía oraciones para el consuelo, oraciones para la humildad. Pero claro, se preguntó, si el alma realmente continúa después de que la vida orgánica haya cesado, ¿qué diferencia supondrían unas cuantas palabras murmuradas en la oscuridad a Madre Stratos? ¿O incluso al extraño y omnisciente dios del trueno que, según decían, era adorado en privado por los hombres? Seguro que ninguno de los dos le reprocharía que ahorrara su aliento para vivir unos cuantos segundos más.

La sobrecarga perceptiva redujo gradualmente parte de su agonía. La presión claustrofóbica que rodeaba a Maia, al principio una horrible masa de garras afiladas, tenía ahora un efecto aturdidor, como si se contentara con aplastar lentamente todas las sensaciones restantes. La única impresión que aumentaba con el tiempo era la de sonido. Golpes y lejanos chasquidos.

Pasaron latidos, uno a uno. Los contó, al principio para pasar el tiempo. Luego, incrédula, porque no mostraban ningún signo inminente de parar. Experimentando, Maia abrió un poco la boca, exponiendo la lengua y los labios para sentir lo que su rostro magullado y cubierto de polvo no podía: ¡un leve hilillo de aire fresco que parecía correr por el mango de la hoja desde algún lugar cercano a sus cabellos! Sin embargo, tenía que haber al menos un metro de carbón por encima de su cabeza. ¡Probablemente mucho más!

No había una respuesta fácil a este acertijo, y trató de no pensar demasiado. Incluso cuando distinguió pasos sobre ella, y el rápido roce de las herramientas, apenas prestó atención, aferrada a la cobertura de aturdida aceptación. La esperanza, si llegaba a su metabolismo, era lo último que necesitaba en aquel momento.

Tal vez sería mejor si durmiera un poco.

Así, Maia entró y salió de un sueño anóxico, mientras las vibraciones a lo largo de la hoja de la pala le indicaban lo lento que era el progreso de sus rescatadores. Como si importara.

Sin advertencia previa, la herramienta se movió, y la hoja que la había salvado amenazó de pronto con cortarle el cuello, por lo que Maia se rebulló de terror. De inmediato, la negra pared de carbón pareció más tensa, más constrictora, más asfixiante que nunca. La histeria, tanto tiempo mantenida a raya gracias a su aturdimiento, envió temblores de renovada furia a través de sus lacerados brazos y piernas. Maia luchó desesperadamente contra el grito de su garganta. Entonces, inesperada y sin paliativos, la luz le golpeó los ojos con un brillo repentino y doloroso, superando incluso el pánico, ahogando todos los pensamientos con su pura y cegadora belleza. Sus oídos se llenaron de ruido: golpes, arrastrar de objetos y gritos roncos. Maia jadeó estremeciéndose mientras las formas borrosas se convertían en siluetas y finalmente en caras manchadas de hollín, claramente delimitadas por las oscilantes bombillas. Arrodillados, marineros y pasajeras usaron sus manos desnudas para despejar más carbón de su cabeza. Alguien con un trapo y un cubo le limpió los ojos, la nariz y la boca, y después le dio agua.

Finalmente, Maia pudo pronunciar unas cuantas palabras.

—N—no… os m—molestéis… con… migo… —Sacudió la cabeza, abriéndose nuevos arañazos en el cuello—. Ho… hombre… ahí… abajo.

Apenas fue un gemido, pero actuaron como si la comprendieran, y comenzaron a cavar furiosamente allí donde Maia les indicó con la barbilla. Mientras tanto, otro grupo liberó gradualmente el resto de su cuerpo. Cuando estaba casi libre, un cubo amarillo volcado apareció debajo, y el trabajo se aceleró.

En ese punto, Maia podría haberles ahorrado el esfuerzo. La mano que aún le agarraba el tobillo estaba cada vez más fría. Sin embargo, no fue capaz de decirlo. Siempre había una posibilidad…

Nunca supo su nombre. Ni siquiera era un miembro de su raza. Sin embargo, se echó a llorar cuando vio su cara púrpura y sus ojos hinchados. Unas manos soltaron los dedos del hombre de su pierna, y con esa rotura de contacto supo con trágica certeza e inusitada sensación de pérdida que nunca más volverían comunicarse a este lado de la muerte.


Las aves marinas emitían posesivas llamadas territoriales, advirtiendo a otras de su especie que se mantuvieran apartadas de sus nidos, cincelados en los empinados acantilados que daban a la bahía de Grange Head. Celosas de sus vecinas, las aves ignoraban a un pequeño grupo de bípedos que recorrían los acantilados colgados de frágiles cuerdas, recolectando por turnos plumas dispersas en grandes bolsas y recogiendo alternativamente más criaturas para la recolecta de parejas de aquel año. Desde lejos, o incluso desde el cercano punto de observación de los pájaros, nadie podía diferenciar a las bronceadas mujeres de pelo negro y finos huesos que ejecutaban estas extrañas tareas. Todas parecían idénticas.

Aburrida, sin mucho interés, Maia contemplaba a la familia de recolectoras trabajar su granja de plumas desde aquellas vertiginosas alturas. Era un nicho, desde luego. Uno que ella jamás se habría sentido tentada a ocupar. Sin embargo, en aquel momento su destino era algo igualmente en equilibrio.

Todos los anhelos y los ambiciosos planes de la infancia yacían rotos, y su corazón estaba aturdido.

Con un fuerte suspiro miró las cifras que había garabateado en la pizarra. Los cálculos no necesitaban otra comprobación. Con torpeza, porque cada movimiento aún le causaba dolor, le dio la vuelta a la tablilla y la deslizó sobre la mesa.

—He terminado, capitán Pegyul.

El alto marino de chupadas mejillas alzó la cabeza de sus propios cálculos y la miró un instante. Se rascó el cogote, tras la ajada gorra verde.

—Bueno, pues entonces dame otro minuto, ¿quieres?

Sentada en una barandilla cercana, la contramaestre Naroin fumaba en pipa. Sacudió la cabeza ante Maia. No te exhibas ante los oficiales. Ése sería su consejo.

¿Qué me importa?, respondió Maia, con un encogimiento de hombros. Con el navegante y el segundo oficial perdidos en la tormenta, y el primer oficial en cama con una concusión, sólo había una persona a bordo capaz de ayudar al capitán del Wotan a pilotar aquella bañera. Tras esforzarse por convertir una afición en una habilidad útil, Maia había aprendido rápidamente por qué según la tradición se requería más de un ojo en el sextante, para comprobar cada medición. La costumbre prevaleció durante las dos últimas terribles semanas, hasta que recuperaron el rumbo. Todos ellos habían cometido a menudo errores que podrían haber causado algún desastre, si los demás no hubieran estado allí para darse cuenta.

Pero aquí estamos. Eso es lo que importa, supongo.

Estaba dispuesta a satisfacer el deseo del capitán para este ejercicio final, comparando notas sobre técnica en una bahía segura, cuya posición oficial era conocida al centímetro. Ayudaba a pasar el tiempo mientras sus heridas sanaban, y mientras miraba por rutina el mar, esperando divisar una vela que sabía que nunca iba a aparecer.

El capitán recogió su punzón y descubrió una carta en la que aparecían las coordenadas de la bahía de Grange Head.

—Bien, tienes razón. No tenía visión de amanecer a causa del satélite rojo en el Arado. Son cinco pulsos, no tres. Por eso mi longitud estaba mal.

Maia intentó ser amable, por Naroin.

—Es un error fácil de cometer en el crepúsculo, capitán. Los Exteriores han colocado un nuevo señalizador este verano, como favor a la Autoridad de Navegación de Caria, después de que la antigua luz de cinco segundos se apagara.

—Mm. Si tú lo dices… Un nuevo satélite pulsador. Qué bien. Debe de haber sido publicado. Nuestra tele santuario ha estado estropeada, pero eso no es ninguna excusa. Ya debe estar arreglada, maldición.

»Lo hemos tenido fácil durante mucho tiempo —suspiró—. Es raro que una tormenta de verano se produjera tan tarde este año.

Puedes decirlo otra vez, pensó Maia. Los efectos de la galerna habían aparecido sobre las aguas aún revueltas al día siguiente, cuando los vientos por fin se calmaron lo suficiente para que pudieran buscar. Tablones y otros restos de naufragio rescatados indicaban que el suyo no había sido el único drama vivido durante la noche. El momento culminante llegó mientras surcaban las aguas de un lado a otro, buscando desesperados, y encontraron un trozo de madera a la deriva que, tras ser izado a bordo, mostró parte de las letras Z—E—U.

Las pasajeras y la tripulación se quedaron mirando en un aturdido silencio. Los días siguientes tampoco aportaron ninguna esperanza. El silencio en la radio se volvió desesperante. Ayudar a la tripulación a llevar a puerto su barco herido proporcionó a Maia una bendita distracción a su dolor y su ansiedad.

Tengo que llegar a puerto. Tal vez la sensación de estar en tierra firme me ayude.

—Gracias por todo lo que me ha enseñado, capitán —dijo Maia, inexpresivamente—. Pero veo que ya han terminado de cargar la barcaza. No debería hacerlos esperar.

Se inclinó torpemente para coger la correa de su petate, pero Pegyul se le adelantó y se la echó al hombro.

—¿Estás segura de que no quieres quedarte?

Ella sacudió la cabeza.

—Como usted mismo ha dicho, hay una posibilidad de que mi hermana esté viva por ahí. Tal vez llegará a puerto, o tal vez haya sido rescatada por otro barco. De todas formas, éste era nuestro destino cuando nos alcanzó la tormenta. Aquí es donde vendrá, si puede.

El hombre pareció vacilar. También él había sufrido pérdidas con la desaparición del Zeus.

—Serás bienvenida entre nosotros. Tendrás un hogar hasta la primavera, y cada tres cuartos de año después.

A su modo, era una oferta generosa. Otras mujeres, como Naroin, habían elegido ese camino, viviendo y trabajando en la periferia del extraño mundo de los hombres. Pero Maia negó con la cabeza.

—Tengo que quedarme aquí, por si aparece Leie.

Maia vio que él aceptaba su decisión con un suspiro, y se preguntó cómo podía ser la misma persona a la que había despreciado allá en Puerto Sanger por considerarla sin interés. Sus defectos seguían siendo evidentes, pero ahora formaban parte de una mezcla sorprendentemente compleja para una criatura tan simple como era el hombre. Tras pasar el petate al piloto de la barcaza, llena de oscuro carbón, el capitán Pegyul sacó de uno de sus bolsillos una sólida herramienta de bronce.

—Es el sextante del segundo de a bordo —explicó, mostrándole cómo se desplegaban los tres brazos. Tenía dos tiras de cuero para atarlo al brazo de su propietario—. Un instrumento portátil. Esto indica el reflector principal. ¿Ves? Es una especie de lanzadera. Incluso tiene un indicador para la Vieja Red, ¿la ves aquí?

Maia se maravilló ante el objeto. Los viejos indicadores nunca volverían a encenderse, claro. Lo señalaban como una reliquia de otra época, cascada y sin nada que ver con los hermosos aparatos hechos a mano en los talleres de los santuarios modernos. Con todo, el sextante era a la vez un objeto que reverenciar y de utilidad.

—Es muy bonito —dijo. Cuando el capitán volvió a plegarlo, Maia vio en la cubierta un grabado de una nave aérea, un diseño caprichoso y extravagante que obviamente nunca podría volar.

—Es tuyo.

Maia alzó la cabeza, sorprendida.

—Yo… no podría.

Él se encogió de hombros, tratando de quitar solemnidad a lo que ella notó que era un gesto cargado de emoción.

—Me he enterado de cómo intentaste salvar a Micah con el cubo. Pensaste rápido. Podría haber funcionado… si la suerte hubiera sido diferente.

—En realidad yo no…

—Micah era hijo mío. Un chico grande, fuerte, alegre. Pero había demasiado de Ortyn en él, si entiendes lo que quiero decir. Nunca pudo aprender a utilizar bien un sextante.

Pegyul tomó la pequeña mano de Maia entre las suyas y colocó firmemente en su palma el instrumento de bronce, cerrando sus dedos en torno al disco frío y liso.

—Dios te guarde —dijo, con un temblor en la voz.

—Y que Lysos te guíe. Eia —respondió Maia.

Él asintió con un leve movimiento de cabeza, y se dio la vuelta.


Cargada hasta arriba, la barcaza de carbón cruzó lentamente la cristalina bahía. Grange Head no parecía gran cosa, pensó Maia, sombría. Había poca industria aparte del transporte de productos a las incontables granjas repartidas por las llanuras de tierra adentro que accedían al mar mediante pequeños ferrocarriles solares. La energía solar no era suficiente para permitir que los trenes cargados remontaran las empinadas montañas costeras, así que una pequeña planta generadora era un cliente fijo para el carbón de Puerto Sanger. El muelle solitario carecía de espacio para que atracara el viejo Wotan, por ello el cargamento llegaba a tierra barcaza tras barcaza.

Naroin fumaba su pipa y observaba en silencio a Maia.

—Quería comentarte —dijo por fin—, que utilizaste un buen truco durante la avalancha.

Maia suspiró, deseando que se le hubiera ocurrido mentir sobre el maldito cubo, en vez de farfullar semiinconsciente toda la historia a sus rescatadores.

Su acto reflejo no había sido suficientemente premeditado como para ser considerado generoso, mucho menos heroico. Simple instinto, eso fue todo. De todas formas, el fútil gesto no había salvado al pobre hombre.

Sin embargo, resultó que Naroin no se refería a esa parte del episodio.

—Usar la pala de la forma en que lo hiciste —dijo—. Eso sí que fue pensar rápido. La hoja te dejó un pequeño recoveco para respirar. Y el mango alzado de aquella manera nos indicó dónde cavar. Pero dime una cosa, ¿sabías que hacemos esos mangos de bambú hueco? ¿Supusiste que el aire podría pasar?

Maia se preguntó dónde se metería Naroin en verano, para así poder evitar quedar atrapada en la misma ciudad.

—Suerte, contramaestre. Estás equivocada si ves algo más en ello. Sólo pura suerte.

La maestra de armas se encogió de hombros.

—Esperaba que dijeras eso.

Para alivio de Maia, la mujer dejó correr las cosas, permitiéndole realizar el resto del trayecto en silencio. Cuando la barcaza llegó al muelle de la ciudad, con su fila de grúas de madera, la contramaestre se levantó y gritó.

—Muy bien, escoria, manos a la obra. ¡Tal vez podamos salir de este agujero en la costa antes de la marea!

Maia esperó a que la barcaza estuviera bien atracada y los demás saltaran a tierra antes de pisar con cuidado la tabla con su petate a cuestas. El firme muelle de piedra la mareó un momento, como si el movimiento de un barco fuera más natural que una superficie anclada sobre roca. Apretando los labios para no mostrar su dolor, Maia se dirigió a la ciudad sin echar una mirada atrás. Contando su bonificación, podría permitirse descansar y sanar durante algún tiempo antes de buscar trabajo. Con todo, las siguientes semanas serían un tiempo de prueba, de mirar el mar, de aferrar la lupa de su pequeño sextante con la vana esperanza de ver una vela asomar entre los acantilados, de luchar para impedir que la depresión la envolviera como una mortaja.

—¡Hasta la vista, mocosa Lamai! —gritó alguien a su espalda, presumiblemente la var de duro rostro que se mostró tan hostil aquel primer día en el mar. Esta vez el insulto no tenía mala intención, y probablemente denotaba hasta respeto. Maia carecía de voluntad para replicar ni siquiera con el obligatorio y amigable gesto obsceno. Simplemente, no tenía fuerzas.


En los antiguos días, en las viejas tribus, los hombres obligaban a sus mujeres e hijas a adorar a un dios masculino de ceño fruncido, a una deidad vengadora de relámpagos y reglas bien ordenadas cuya costumbre era gritar y tronar para luego dejarse llevar por arrebatos de sentimentalismo y de perdón. Era un dios como los propios hombres: un señor de extremos. Sacerdotes vocingleros interpretaban las interminables y complejas reglas de su Creador. Disputas abstractas conducían a la persecución y a la guerra.

Las mujeres podrían habérselo dicho —continuaba supuestamente Lysos—, si los hombres hubieran cesado de disputar y nos hubieran preguntado la opinión. La creación misma podría haber sido un astuto golpe de genio, un trazado de leyes. Pero atender al mundo día a día es un asunto complicado, más parecido al inspirado caos de una cocina que a la estéril precisión de una sala de mapas o de un estudio.

Brisas intermitentes agitaban la página que estaba leyendo. Apoyada en la vieja pared de piedra del huerto de un templo, mirando más allá de los tejados de Grange Head, Maia alzó la cabeza para ver cómo las nubes bajas ocultaban por un instante un mar brillante y plácido, cuyas olas verdes destellaban con plateados bancos de peces y la sombra aleteante de los pájaros pescadores. Los colores eran encendidos, voluptuosos. Mezclados con los olores que transportaba el viento fuerte y húmedo, componían un festín para los sentidos, sazonados con los fecundos aromas de la vida.

La belleza era inflexible, reconfortante. Ella comprendió el sentido: la vida continúa.

Con un suspiro, Maia volvió a prestar atención al librito.

Un planeta vivo requiere una metáfora mucho más compleja para la deidad que sólo un Padre grande con un puño enorme —continuaba el párrafo—. Que un Padre omnisciente y todopoderoso ignore tus oraciones es algo personal. Oye sólo el silencio durante el tiempo suficiente y empezarás a preguntarte por Su poder. Su justicia. Su existencia misma.

Pero la excusa de un Mundo—Madre para no responder es simple. Nunca ha mantenido una omnipotencia egoísta. Tiene a incontables otras criaturas aferradas a Su delantal, incluidas miríadas de especies incapaces de hablar por sí mismas. A Sus criaturas mayores les dice: Id a buscarlo al frigorífico. Salid a jugar fuera. Buscad un trabajo.

¡O mejor aún, echadme una mano! No tengo tiempo para quejas estúpidas.

Maia cerró el libro con un suspiro. Había pasado buena parte de la tarde reflexionando sobre aquel pasaje que, según se decía, había escrito la Gran Fundadora en persona. No era parte de un escrito formal. Sin embargo, mientras trabajaba en el jardín del templo, Maia no dejó de pensar en él. La Sacerdotisa—Madre Kalor le había prestado el libro cuando lecturas más tradicionales no consiguieron aliviar su dolorido corazón. Contra toda expectativa, la había ayudado. El tono, más abierto y llano que el de la liturgia, era agudamente irónico a veces. Por primera vez, Maia descubrió que podía imaginarse a Lysos como una persona a la que le habría gustado conocer. Después de semanas de depresión, Maia consiguió su primera sonrisa.

Sus heridas eran peores de lo que nadie esperaba cuando desembarcó del Wotan semanas atrás. O tal vez carecía de voluntad para sanar. Cuando la encargada del sucio hotelito la encontró en cama una mañana, sudorosa y febril, la clónica mandó llamar a sus hermanas del templo local para que acudieran a atenderla.

Lo sentimos mucho, pequeña hermana —repetían las acólitas cada mañana—. No hay rastro del Zeus. Ninguna mujer parecida a ti ha desembarcado.

La madre del templo incluso pagó de su propio bolsillo llamadas por Red a Lanargh y otros puertos. El barco en el que viajaba Leie había sido declarado como desaparecido. Su cofradía había reclamado el importe del seguro y estaba de luto oficial.

Maia dio las gracias a Madre Kalor por su amabilidad, luego fue a su celda y se arrojó, sollozando, sobre el estrecho jergón. Lloró con los dientes apretados, golpeando el colchón hasta que los dedos se le quedaron insensibles. Se pasaba casi todo el día durmiendo, se agitaba y revolcaba cada noche, y perdió interés en la comida.

Quería morirme, recordó.

Madre Kalor no parecía preocupada.

Esto es normal. Pasará. Las vars tendemos a intimar más cuando estamos unidas a alguien. Eso hace que la pérdida sea más dura de lo que ninguna clon puede comprender.

»A menos que la clon haya perdido a toda su familia de una vez, claro está. Ni tú ni yo podemos imaginar esa devastación.

Pero Maia sí podía imaginarlo. En cierto modo había perdido una familia, un clan. Leie había estado ahí toda su vida. A veces irritante o enojosa, aquella presencia también había sido su compañera, su aliada, su reflejo. La idea de Maia de separarse la mañana de la partida había sido para desarrollar habilidades independientes, pero siempre con un objetivo final conjunto. El sueño compartido.

Se maldijo. Es culpa mía. Si hubieran permanecido juntas, ahora estarían unidas, vivas o muertas.

La sacerdotisa dijo todas las cosas de rigor sobre que las supervivientes no debían considerarse culpables, que Leie habría querido que Maia prosperase, que la vida debía continuar. Maia apreciaba sus esfuerzos. Al mismo tiempo, sentía resentimiento hacia esta mujer por interferir en su miseria. Esta var que había elegido convertirse en «madre» porque era algo seguro y conveniente.

Al fin, en parte debido al agotamiento, Maia empezó a recuperarse. La juventud y una buena alimentación aceleraron la mejoría física. Las contemplaciones teológicas también jugaron un pequeño papel. Antes me preguntaba cómo es que los hombres tienen aún un dios del trueno. Una deidad que todo lo ve y que observa cada acción, preocupándose por todos los pensamientos.

El viejo Bennett le había hablado de su fe, que consideraba plenamente en consonancia con la devoción a Madre Stratos. Al parecer se transmite en los santuarios masculinos, y ya no podría ser erradicada ni siquiera aunque las sabias y las consejeras lo intentaran.

¿Pero cómo comenzó? No había hombres entre las Fundadoras, cuando las primeras cúpulas—hábitat florecieron en el Continente del Aterrizaje. Múltiples generaciones diseñadas en laboratorios vinieron y se fueron antes de que los Grandes Cambios se completaran. Nuestras antepasadas sólo sabían lo que las Fundadoras decidieron contarles.

¿Entonces cómo supieron de Dios aquellos primeros hombres de Stratos?

Era algo más que un ejercicio intelectual. Si Leie ha muerto, tal vez su espíritu se haya reunido con el del planeta y sea parte del arco iris que veo allí. La imagen era poética y hermosa. Sin embargo, también había algo tentador en la idea del viejo Bennett de una vida después de la muerte en un lugar llamado cielo, donde se aseguraba una continuidad más personal, con recuerdos y un sentido del yo. Según Bennett, los muertos también podían oírte cuando rezabas.

¿Leie?, proyectó lenta, solemnemente. ¿Puedes oírme? Si lo haces, ¿podrías mandarme una señal? ¿Cómo es el otro lado?

Podría haber habido una respuesta en la forma en que la luz jugueteaba sobre el agua, o en los distantes gritos de las gaviotas. Si así fue, resultó demasiado sutil para que Maia la captara. Así que se consoló imaginando cómo habría respondido su hermana gemela a una petición tan impertinente.

Eh, acabo de llegar, idiota. Además, si te lo cuento estropearé toda la diversión.

Con un suspiro, Maia se dio la vuelta y sacó unas tijeras de podar del bolsillo de su bata prestada. Mientras sanaba, había pagado cama y mesa ayudando a cuidar el patio de árboles nativos de Stratos que cada templo estaba obligado a mantener como parte de su deber hacia el planeta. Era un trabajo agradable, y parecía llevar consigo su propia lección.

—Tú y yo estamos ambos en peligro, ¿no? —le dijo al bajo matorral retorcido que había estado cuidando antes de abstraerse. Eones de evolución habían dotado las hojas del árbol jacar con defensas químicas para mantener a raya a los herbívoros locales. Aquellas toxinas habían resultado inútiles para detener a las criaturas procedentes de la Tierra. Desde los conejos a los ciervos o los pájaros, todos encontraban el jacar delicioso, y sólo rara vez se cultivaba. Los cinco especímenes de aquel jardín constaban en el catálogo mantenido en la lejana Caria.

—Tal vez los dos pertenecemos a un lugar como éste —añadió Maia, haciendo un último corte y dando un paso atrás para observar su trabajo terminado. Entonces se volvió hacia el huerto, los lechos de flores, el templo de paredes de estuco del refugio. ¿Te lo estás pensando mejor?, se preguntó a sí misma. Un poco tarde, ahora que has dicho que te marchas.

De camino al cobertizo de la jardinera, dejó atrás las paredes desmoronadas de un edificio aún más viejo. Un templo anterior, le había explicado una de las hermanas, sugiriendo a Maia que, si quería saber más, se lo preguntase a Madre Kalor. Primero Maia exploró las ruinas por su cuenta, y se quedó asombrada al encontrar un erosionado bajorrelieve, aún ligeramente visible entre los pegajosos dedos de enredadera. La figura más fácil de reconocer era la de un feroz dragón protector, sus alas extendidas sobre una escena de tumulto. Chorros de llamas parecían brotar de sus fauces abiertas hacia una especie de rueda flotante, reducida casi a la nada. Tras mirar con más atención, Maia descubrió que el «fuego» consistía en finas líneas cuyo origen eran los dientes del dragón.

Después de excavar bajo la bestia metafórica, descubrió, medio enterrada en el limo, una batalla de demonios (un grupo llevaba cuernos en la cabeza y el otro barbas); estaban enzarzados en un combate mano a mano tan feroz que, incluso enmudecida por la edad, la escultura le produjo a Maia un escalofrío.

Más tarde se enteró de que era una obra antigua, de la época inmediatamente posterior a la llegada del Enemigo, que casi destruyó la cultura homínida en Stratos. Y, no, explicó Madre Kalor cuando se lo preguntó, aquellos cuernos de demonio eran alegóricos. El oponente real no los tenía.

Al inspeccionar de cerca las gastadas caras de piedra, descubrieron que sólo la mitad de las figuras defensoras llevaban barba. Sin embargo, Maia preguntó:

—¿Eran herejes?

—¿Quiénes construyeron este templo? No lo creo. Hay Perkinitas y demás tierra adentro, por supuesto. Pero que yo sepa, Grange Head siempre ha sido ortodoxa.

Madre Kalor le ofreció el libre uso de los archivos del templo, y Maia se sintió tentada a aceptar. Si hubiera venido aquí por cualquier otro motivo, podría haber dejado que la curiosidad la guiase. Pero no parecía haber razón alguna, ni tenía energía que malgastar entre el tedio del pesar y la recuperación. De todas formas, Maia se había hecho un juramento: ser práctica de ahora en adelante, y vivir de día en día.

Tras llegar al cobertizo, se quitó la bata y tendió las tijeras de podar a la jardinera jefa, que estaba sentada ante una mesa cuidando retoños. La sonrisa beatífica de la anciana monja demostraba la paz que podía conseguirse siguiendo este camino en la vida. El amable camino llamado el Refugio de Lysos.

La sacerdotisa—madre no pareció ofendida por la negativa de Maia a tomar los hábitos de novicia. Consideró un tributo a las atenciones del templo que Maia estuviera dispuesta a partir una vez más.

—Tu lugar está en el meollo de las cosas —dijo Kalor—. Estoy segura de que el destino y el mundo te tienen un papel reservado.

La amabilidad y gentileza del trato recibido allí alegraron el corazón de Maia. Siempre recordaré este lugar. Era como doblar un recordatorio para guardarlo en un desván. Podría llevarse el recuerdo para observarlo de vez en cuando, pero no para vivirlo de nuevo.

En otros tiempos había sentido algo especial al dar con alguna nueva idea, o persona, o cosa.

Siempre había disfrutado de comentárselo a su gemela. Era mucho mejor que recordar simplemente por su propio placer. Pero, a partir de ahora, Maia tendría que aprender a apreciar ella sola las cosas buenas que encontrara en el mundo.

Ese hecho desnudo siguió constituyendo un profundo vacío interior, a pesar de la reducción gradual del dolor. Aunque suavizada por el tiempo, la sensación de pérdida continuaría acompañándola mientras viviera, y la llamaría infancia.


Consideremos las pesadillas de los niños. O nuestros propios temores cuando recorremos alguna calle a oscuras. ¿Inventáis fantasmas? ¿Bestias depredadoras? ¿O toman la mayoría de esos horribles fantasmas la forma de hombres que acechan en las sombras con viles intenciones? Para adultos y niños, mujeres y hombres, el miedo suele vestir atuendos masculinos.

Oh, y a menudo también la salvación. Nuestra facción nunca sostuvo que todos los hombres fueran brutos. Al contrario, la historia habla de maravillosos seres humanos que fueron varones. Pero consideremos cuánto tiempo y energía pasaron esos buenos hombres contrarrestando a los malos. Hagamos balance y ¿qué nos queda? Más problemas de los que esos buenos se merecen.

Ésa fue la razón de los primeros experimentos partenogenéticos en Herlandia: intentar apartar por completo la masculinidad del proceso humano. Intentos que fallaron. La necesidad de un componente masculino parece profundamente arraigada en la química de la reproducción de los mamíferos. Ni siquiera nuestras técnicas más avanzadas pueden suplirla con garantías.

Herlandia fue una decepción, pero aprendemos de los contratiempos. Si debemos incluir hombres en nuestro nuevo mundo, diseñemos las cosas de tal modo que se interpongan en nuestro camino lo menos posible.

LYSOS, Forjar el destino

5

La voz que leía en voz alta era una de las más tranquilizadoras que Maia había oído en su vida.

«… Y así, una vez dejadas atrás las montañas de la costa, las llanuras de Valle Largo pasarán ante vuestra ventana como miriñaques de cresta púrpura, esparcidos para ser contemplados. Un enorme mar de olas bajas e inmóviles. Desde vuestro veloz carro, dominaréis este océano de la pradera, buscando cualquier cosa que rompa la ondulante monotonía, destacando cualquier punto o protuberancia que pudiera ser llamado imaginativamente topografía.

»¡Y no buscaréis en vano! Pues, más allá de esta gloriosa extensión de suavidad, veréis columnas aisladas de piedra esculpida por los vientos, monolitos de roca de verde cresta que dan al ojo algo lejano a lo que aferrarse. Son las distantes Torres Aguja, testimonios del poder y la persistencia de la erosión natural que las talló mucho antes de la llegada de las humanas a Stratos…»

Medio adormilada ya por el zumbido de los raíles magnéticos y la polvorienta monotonía de la pradera, Maia escuchaba a la otra ocupante del vagón, a la que habían recogido por el camino, leer un volumen bellamente encuadernado en cuero. Aunque el aire era sofocante, su compañera jamás parecía quedarse sin saliva.

«… Según informes recientes, las mayores que gobiernan Valle Largo han ordenado que los santuarios masculinos sean construidos en diversas Agujas distantes, rompiendo así la tradición de destierro estacional que. comenzó con los primeros asentamientos Perkinitas…»

La recogida llamaba a su libro una «guía de viaje». ¿Su objetivo aparente? Describir lo que la viajera veía mientras lo estaba viendo. Pero Tizbe Beller pasaba más tiempo con la nariz entre las páginas haciendo excitados comentarios que contemplando a través de la sucia ventanilla una sucesión de aburridas granjas y ranchos. ¿Se gana de verdad alguien la vida con estas cosas?, se preguntó Maia. Su compañera proclamaba que era una obra maestra de su género. Tizbe poseía evidentemente una educación distinta a la del Clan Lamatia, que ponía poco a sus hijas del verano en contacto con las bellas artes.

«… En la actualidad, todos los hombres en edad viril son desterrados del valle cada estación del calor, y son mantenidos aparte hasta el final del celo…»

La acompañante de Maia viajaba encima de una montaña de sacos, y llevaba el pelo rubio atado con una simple cola. La ropa de Tizbe, de aspecto gastado en la distancia, resultó ser de cerca suave y de buena confección, lo que chocaba con la pobreza absoluta de la muchacha. Como ayudante de Maia, se suponía que tenía que pagar su pasaje ayudando con la carga todo el camino hasta Holly Lock. De momento, Maia no estaba en absoluto impresionada.

No juzgues antes de tiempo, pensó. Madre Kalor no lo aprobaría.

Antes de partir de Grange Head, Maia había dado a la sacerdotisa ortodoxa una carta para que se la entregara a cualquier joven que pasara y que se pareciera a ella. Después de todo, la doctrina de la Iglesia sostenía que los milagros eran posibles, incluso en un mundo guiado por la casualidad y las afinidades moleculares.

¿Debes ir tierra adentro, hija? —había preguntado Madre Kalor—. Valle Largo es territorio Perkinita. Son un puñado de locas fanáticas, y no se preocupan mucho de las vars.

Tal vez —replicó Maia—. Pero contratan a las vars para todo tipo de trabajos.

Trabajos que ellas mismas no harían.

No puedo rechazar el trabajo duro —respondió Maia, zanjando la discusión. Una cosa era segura: de aparecer Leie alguna vez, se desataría un infierno si Maia no había estado ocupada durante su separación, usando todo el tiempo de forma provechosa.

Qué suerte que un clan ferroviario estuviera buscando a alguien con habilidad para los números. Para el trabajo no hacía falta el cálculo diferencial, sólo simple contabilidad, pero Maia se sintió complacida viendo que una parte de su educación era útil. También para Leie habría sido pan comido, dado su amor por las máquinas. Si tan sólo…

Por fortuna, Tizbe rompió la sombría espiral de pensamientos de Maia.

—¡Escucha esto! —La joven recogida alzó un dedo y adoptó un tono grave, casi pomposo—: «De especial interés para las viajeras es el sistema de transporte de carga y pasajeros utilizado en Valle Largo, ideal para subculturas pioneras. El ferrocarril solar, dirigido conjuntamente por los clanes Musseli, Fontana y Braket, debería llevaros a vuestro destino sin. excesivo retraso.»

Tizbe se echó a reír.

—¡Ese tren Fontana ayer llevaba cuatro horas de retraso! ¡Y a esta cafetera Musseli no le va mucho mejor!

Maia se sintió obligada a devolver una triste sonrisa. Sin embargo, el desprecio de Tizbe parecía injusto. Los trenes del Clan Musseli llegaban a tiempo durante las estaciones frías, cuando los hombres de la Cofradía de Ferroviarios ayudaban a conducir las máquinas. Pero la mayoría de los machos estaban desterrados durante el verano, y las Musseli, con sus caras planas y sus largos miembros, andaban cortas de personal. Podrían haber contratado ingenieros femeninos igual que hombres, vars itinerantes, o incluso un clan—colmena de especialistas. Aquello habría dejado la empresa en manos femeninas durante todo el año, como estaba todo lo demás en Valle Largo. Pero las líderes de la región estaban atrapadas entre su ideología de separatismo radical por un lado y las necesidades biológicas por otro. Para producir hijas clónicas, debían tener hombres cerca desde otoño hasta primavera que ejecutaran la vital función «potenciadora». Mantener un gran número de hombres ocupados entre las breves potenciaciones significaba darles trabajo. Aquí, en las llanuras, las locomotoras tenían la misma función secundaria que los barcos en la costa: mantener una pequeña cantidad de hombres disponibles en grupos compactos, móviles y fáciles de manejar.

De ahí el dilema. Los maquinistas varones, famosos por sus remilgos, podían ofenderse si contrataban a sustitutas en verano y no regresar al año siguiente. Lo cual sería tan catastrófico como dejar los huertos sin polinizar. Así, cada verano, los clanes ferroviarios iban tirando como podían.

Ahora, con sus jóvenes camino de casa desde los santuarios costeros, la Cofradía de Ferroviarios recuperaba la fuerza. Pronto los horarios se cumplirían de nuevo. Pero Maia no se molestó en explicar nada de esto. Tizbe parecía tozudamente segura de que ella y su libro tenían todas las .respuestas.

«… Los tres clanes ferroviarios dirigen líneas de carga que compiten, cada una en asociación con una cofradía masculina, con propiedad de capital compartido aprobada por un acta del Consejo Planetario en el año…»

Una relación entre sexos sorprendentemente íntima, reflexionó Maia. Sin embargo, ¿no recibía antaño la Casa Lamatia los mismos barcos y a los mismos marineros año tras año? ¿Los que ostentaban el estandarte de Pinniped? ¿No reservaban para ellos toda clase de derechos, desde el de comercio al de procreación? ¿Quién era ella para decir qué era normal y qué una aberración?

Tal vez la hereje de Lanargh tiene razón. Puede que todo esto sean señales de que los tiempos cambian.

La locomotora eléctrico—solar avanzaba, más rápida que el caballo o el barco más veloz. En cada parada aparecían los muchachos de mantenimiento, cargados con herramientas y lubricantes, y muchachas Musseli armadas con carpetas y garfios que corrían para atender las máquinas y bajar el cargamento bajo la atenta mirada de supervisoras de más edad. Maia había advertido que muchos de los varones vestidos de naranja tenían rostros sorprendentemente similares a las hembras clónicas que vestían monos marrones.

Imagínate, hermanas que siguen conociendo a sus propios hermanos, y madres a sus hijos, mucho tiempo después de que la vida los haya convertido en hombres. A Maia se le ocurrían varias ventajas e inconvenientes de una relación tan íntima. Recordó al pequeño y dulce Albert, al que había instruido para la vida en el mar, y pensó en lo bonito que habría sido verlo crecer. El vago pensamiento le recordó aquellos sueños infantiles de encontrar algún día a su propio padre. Como si la coincidencia de esperma y óvulo significaran algo en un mundo tan grande y duro.

Un mundo capaz de romper lazos más fuertes que ésos.

Basta. Maia sacudió la cabeza vigorosamente. Deja que el dolor se vaya. Leie lo haría.

Después de leer en silencio durante un rato, Tizbe alzó la cabeza desde su diván de arpillera.

—Oh, esta parte es magnífica, Maia. Dice: « Valle Largo posee muchos de los rasgos pintorescos de una región fronteriza. Desde vuestro compartimento, no dejéis de observar los pueblecitos rústicos, cada uno con su monótono silo de grano y sus bancos de células solares…»

Otra vez aquella palabra, pintoresco. Parecía referirse de forma condescendiente a algo sencillo o atrasado desde el punto de vista de una turista criada en la ciudad. Me pregunto si Tizbe también me encuentra pintoresca.

«… entre los poblados y las zonas de cultivo, advertid las extensiones de hierba kuourn nativa, conservadas según reglas ecológicas aún más estrictas que las decretadas por Caria City…»

Habían visto muchos oasis, grandes lagos con tallos ondeantes de flores púrpura. El culto Perkinita que gobernaba el valle adoraba a una Madre Stratos cuya ira hacia el abuso del planeta sólo era comparable a su desconfianza hacia el género masculino. Sin embargo, Maia estaba segura de que gran parte de las llanuras estaban fuera de los límites por otro motivo: para impedir la competencia.

Cuando Valle Largo se abrió por primera vez a la colonización, debieron llegar jóvenes vars desde toda Stratos, jóvenes que formaron asociaciones para domeñar la tierra. Afiliaciones que se convirtieron en poderosas alianzas entre clanes cuando las mujeres que tuvieron éxito se asentaron para criar hijas y ganar dinero con las cosechas. Eso, a su vez, implicó trabajar para construir un ferrocarril, para exportar productos e importar suministros, comodidades. Y hombres. A pesar de sus consignas, la utopía Perkinita pronto empezó a parecerse al resto de Stratos. No se puede ir en contra de la biología. Sólo tirar de las leyes, acá y allá.

—¡Oh! Aquí hay una parte buena, Maia. ¿Sabías que hay más de cuarenta y siete especies locales de zahu? Se emplea para todo tipo de cosas. Como…

Un agudo silbato interrumpió por fortuna la nueva retahíla de Tizbe. Era la advertencia de que faltaban diez minutos para la próxima parada. Maia miró el mapa de la pared.

—Pronto llegaremos a Ciudad Barro.

—¿Tan pronto? —preguntó la viajera.

Maia abrió el libro de cuentas, pasando un dedo por los cargamentos del día.

—¿No oyes sonar el silbato? Vamos, tú dicta los números y yo cogeré las cajas.

Mantuvo el dedo sobre el punto hasta que Tizbe se bajó del montón. Entonces Maia corrió al único pasillo que recorría el vagón en toda su longitud, entre altos estantes.

—¿Cuál es el primer número? —preguntó.

Siguió una larga pausa.

—Umm. ¿Es el 4.176?

Maia dio un respingo. Aquélla había sido la última entrada de la parada anterior, hacía sólo una hora.

—¡La siguiente! Empieza donde dice Ciudad Barro a la izquierda.

—¡Oh! ¿Te refieres al 5.396?

—¡Eso es!

Tras coger un cuaderno y un punzón que colgaban de un carril, Maia escrutó los estantes. Encontró la caja correcta, enganchó su cinta de cuero, tensó la cadena, y tiró del paquete, arrastrándolo por el surco hasta donde pudiera bajarlo suavemente junto a la puerta.

—El siguiente.

—Eso debe ser… Mm, veamos… ¿6.178?

Maia suspiró y se puso a buscar. Por fortuna, el burdo sistema de clasificación Musseli no fue demasiado difícil de desentrañar, aunque podría haber sido diseñado para confundir tanto como para clarificar:

—¿Siguiente?

—¿Ya? Me he perdido… ¡Ah! ¿Es 9.254?

Estrictamente hablando, Maia tendría que haber estado atendiendo el libro y su ayudante cargando. Pero Tizbe se había quejado de tener que hacer un trabajo «propio de lúgars y hombres». No consiguió hacer funcionar la cinta transportadora. Se lastimó una uña. Maia tenía una teoría acerca de aquella criatura. Tizbe debía de ser una var de algún clan de gran ciudad, tan rico y decadente que mimaba incluso a sus veraniegas, besándolas en la frente y enviándolas sin equipo para que sobrevivieran después de su quinto año. Tal vez Tizbe esperaba vivir sólo gracias a las apariencias y a su encanto.

Pero me pregunto por qué me resulta familiar.

A pesar de la ayuda de Tizbe, o tal vez debido a ella, el montón de la puerta no estaba completo cuando sonó el segundo silbato. El motor de la locomotora cambió audiblemente de tono cuando el tren empezó a frenar. Maia aceleró el ritmo. El duro trabajo había encallecido sus manos, pero la áspera cadena le mordía los dedos cada vez que el vehículo se agitaba. El último paquete casi se cayó, pero consiguió bajarlo sin otra cosa que un sonoro golpe.

Sin aliento, Maia abrió la puerta corredera mientras hileras de torres y hornos de ladrillo crecían como termiteros alrededor del tren, envolviéndolo en un aroma de tierra cocida.

—Bienvenidas a Ciudad Barro, centro del condado de Argil —canturreó Tizbe con falso entusiasmo. Durante un rato, todo pareció ser rojo o de color pardo. Montones y cajas de cerámica pasaron de largo en un destello.

Bruscamente, el oloroso distrito de los hornos dio paso al residencial, hileras e hileras de bonitas casas. Allí, en Valle Largo, los matriarcados importantes construían sus ciudadelas cerca de los campos o pastos, dejando las ciudades para los grupos pequeños, a veces llamados despectivamente «microclanes». Desde el tren, Maia vio pasar a una mujer que llevaba de la mano a una niña pequeña, obviamente su hija clónica. La mitad de la población del valle vivía al parecer de aquella forma: mujeres solas, nacidas en invierno pero que llevaban una existencia similar a la de las vars, con trabajos que apenas alcanzaban para pagar las facturas y que les permitían criar a una sola hija de invierno, exactamente igual que habían hecho sus madres, y sus abuelas, y así sucesivamente. Una idéntica casi—yo que heredara y continuase. Una cadena fina pero continua.

Parecía una clase de inmortalidad más simple, menos presuntuosa que los ciclos de vive—o—muere de las grandes casas. Podría ser peor, pensó Maia. De hecho, había algo enormemente íntimo y dulce en la mujer solitaria que caminaba sola con su hija. Desde que sus propios grandes sueños se habían desmoronado, Maia había empezado a pensar en términos más modestos. Las Musseli eran amables con sus empleadas; trataban a varias docenas de mujeres solas casi como miembros plenos de su comunidad. Tal vez, si trabajaba duro en aquel oficio, Maia podría conseguir un contrato a largo plazo. Luego, después de ahorrar para construir una casa…

Incluso después de eso, quedaba el problema de los hombres. O de un hombre. Había que empezar con un parto de invierno. Era raro poder concebir en cualquier otro momento del año, hasta que tuvieras una clónica. Pero quedarse embarazada en invierno no era tan sencillo como salir a la calle y decir «¡Eh, tú!».

Bueno, no pienses en eso ahora. Encárgate de las cosas pasito a paso.

El tren se detuvo en la estación de Ciudad Barro con un siseo y un chirrido. Los pasajeros empezaron a bajar. Dos vagones más atrás se produjeron fuertes sonidos de choque mientras hombres y lúgars se apresuraban a descargar maquinaria pesada de un vagón de plataforma. Más cerca, Maia vio acercarse a la guardagujas Musseli local, carpeta en mano, precediendo a un alto lúgar cargado de paquetes. Sonríe, se dijo Maia. Intenta que no parezca que sólo tienes cinco años.

—¿Esto es todo? —preguntó bruscamente la mujer, señalando el montón que había junto a la puerta.

—Sí, señora. Eso es todo.

Mientras Maia entregaba los billetes de descarga, Tizbe se dispuso a bajar murmurando una disculpa. La joven rubia se abrió paso, llevando su bolsa de viaje.

—Creo que voy a echar un vistazo —dijo despreocupadamente.

Maia la llamó.

—¡Es sólo una parada de cuarenta minutos! No te pier…

Se interrumpió cuando Tizbe doblaba una esquina y desaparecía de la vista.

—Si no te importa…

Maia se volvió hacia la guardagujas. Su rostro se ruborizó.

—Lo siento, señora. Estoy lista si usted lo está.

Inclinándose sobre el libro de cuentas, mientras comprobaba cuidadosamente los paquetes, Maia se reprendió por preocuparse por una estúpida muchacha recogida en el camino.

Es sólo otra tonta var. No es asunto mío. Maia, tienes que intentar pensar más como Leie.


A Leie sin duda no le habría importado. Leie habría dicho «buen viaje». Pero con la guardagujas satisfecha a regañadientes, y faltando diez minutos para la partida, Maia se puso a buscar a su errabunda ayudanta. Había llegado hasta el final del andén sin ver todavía ni rastro de la irritante rubia cuando un silbato sonó en el distrito de los hornos… Otro tren se acercaba a la estación.

Pudo ver a un hombre joven empuñar la palanca que transferiría magnéticamente la locomotora que llegaba a uno de los tres grupos de raíles. Había varias mujeres jóvenes cerca, riendo, asomadas a una pasarela de madera situada ante una casa alta con las cortinas rojas. Al aproximarse, Maia vio que dos de ellas se abrían la blusa y se inclinaban sobre el joven, sacudiendo sus bien proporcionados torsos. El muchacho, ya de por sí arrebolado, enrojecía por momentos. Maia se preguntó por qué.

—¡Ahora no! —murmuró a las mujeres—. ¡Volved dentro y esperad un minuto!

El joven intentaba concentrarse en la llegada del tren, aún a medio kilómetro de distancia, sus aspas chirriando mientras empezaba a frenar. Las mujeres parecían gozar del efecto que causaban. Una señaló sonriente, haciendo que las otras se rieran con ganas. Los tensos pantalones del muchacho apenas ocultaban un duro bulto. Alzó la cabeza, vio que Maia lo observaba, y se volvió con un gemido avergonzado. Aquello no hizo sino aumentar las carcajadas de las lugareñas.

—Eh, Garn —gritó una—. ¿Seguro que sujetas el palo adecuado?

—¡Fuera! —gritó él roncamente, intentando mirar por encima del hombro el tren que se acercaba. En la frente del pobre tipo apareció un reguero de sudor.

—Oh, vamos —zumbó otra var de pechos descubiertos, riéndose de él—. ¿Quieres otro sorbito?

Le ofrecía una botella. En vez de líquido, contenía un polvillo azulado, iridiscente. El muchacho tenía en la comisura de los labios una mancha de un color similar.

—¿Qué está pasando aquí?

Todos se volvieron hacia la casa de las cortinas rojas. En la puerta había un hombre maduro y fornido y… ¡Tizbe!

Pero no la Tizbe que ella conocía. Maia parpadeó. Tuvo la momentánea impresión de que la var que habían recogido se había cambiado de ropa, se había teñido el pelo y había envejecido diez años en apenas veinte minutos.

Lysos, pensó Maia, advirtiendo cómo se había dejado engañar. Leie y yo planeábamos viajar fingiendo ser clones. ¡No esperaba ver el truco a la inversa!

—¿Te distraen estas alocadas, Garn? —preguntó el hombretón, secándose los labios con el dorso de una mano.

—N—no, Jacko, sólo… —replicó el joven, sacudiendo vigorosamente la cabeza.

—¡Lennie, Rose, meted vuestros helados culos dentro! —maldijo la mujer que se parecía a Tizbe—. ¡Se supone que nadie debe ver eso, y mucho menos probarlo gratis!

—Oh, Mirri, sólo estábamos comprobando… —gimió una muchacha, esquivando un cachete. Le arrancaron la botella de las manos y echó a correr hacia la casa.

Ajá, confirmó Maia. De modo que Tizbe no es una var. Y su tipo empeora con la edad.

Con fría expresión, la mujer mayor se volvió y miró a Maia.

—¿Quién demonios eres tú?

Maia parpadeó.

—Ah… nadie.

—Entonces lárgate, Nadie. No has visto…

—¡Garn! —gritó el hombretón. El joven de abajo, confundido por la conmoción y las hormonas, se había olvidado del tren que llegaba y empezó a apoyarse en la palanca, tal vez para aliviar su dolorosa tumescencia. Se produjo un grave zumbido eléctrico y un chasquido. Desazonado, tiró de la palanca en el otro sentido, con demasiada fuerza. Resonaron dos fuertes chasquidos. Tiró hacia atrás…

Un agudo chirrido llenó el aire mientras un alarmado ingeniero activaba los frenos de emergencia al ver indefenso cómo el impulso arrastraba la locomotora por los invisibles campos magnéticos hacia una vía que ya estaba ocupada por otro tren.

El muchacho se arrojó bajo la plataforma. Todos los demás echaron a correr.


Maia supo ahora por qué su ayudanta en el compartimento de equipajes le había resultado familiar.

Más allá de la multitud que se había congregado para contemplar el accidente, Maia vio una vez más a la mujer a la que había confundido con la viajera, conversando animadamente con la verdadera Tizbe. Una o ambas se habían teñido el pelo, pero estando juntas la cosa quedaba clara. Eran dos versiones, una mayor y otra más joven, del mismo rostro.

Y ahora Maia recordó dónde había visto antes aquel rostro. Varias hermanas de su clan pasaban el rato en un café en la plaza principal de Lanargh, ante otra casa provista de lujosas cortinas. Al mirar una segunda vez, Maia vio el mismo emblema sobre el edificio que daba a las vías: un toro sonriente que sostenía una campana entre las mandíbulas.

En la mayoría de las ciudades había casas de placer: empresas dedicadas a satisfacer los deseos humanos, sobre todo los del profundo invierno y el verano.

—Válvulas de escape —las había llamado la Sabia Judeth.

—Burdeles —dijo la Sabia Claire, con una determinación que hacía difícil incluso preguntar qué significaba esa palabra.

La realidad parecía bastante ordinaria e interesada. Tales casas proporcionaban una vía de escape a los marineros que carecían de invitaciones de los clanes cuando las auroras les hacían hervir la sangre. Y en el invierno profundo, cuando los hombres estaban más interesados en juegos de tablero que en las recreaciones físicas, incluso las hermanas Lamai, normalmente frías, necesitaban a veces un «consuelo». Sobre todo cuando caía la gloria del cielo, se dirigían al centro de la ciudad para visitar alguno de aquellos elegantes palacios dedicados a servir a las colmenas superiores.

Naturalmente, aquellos establecimientos tan rentables eran dirigidos por clanes especializados, aunque frecuentemente éstos utilizaban mano de obra var. Maia y Leie nunca se habían considerado lo suficientemente bonitas o excitantes como para dedicarse a tal oficio. Con todo, solían especular sobre lo que sucedía dentro de aquellos locales.

Tanto Tizbe como «Mirri» miraron en su dirección. Maia se volvió rápidamente, sintiendo un escalofrío de aprensión. ¿Qué hacen esas zorras de clase alta en esta zona?

Fue por pura suerte de Lysos que nadie hubiera resultado seriamente herido en el accidente, considerando cómo los dos trenes formaban una maraña de metal y lubricante desparramado. Las médicas de la clínica de la ciudad aún estaban tratando rasguños y laceraciones cuando el maquinista del segundo tren gritó, señalando su locomotora y luego al muchacho, Garn, que parecía deprimido y triste.

El colega mayor de Garn gritó a su vez, blandiendo los puños amenazador. En un súbito estallido, Jacko extendió las manos y empujó al agraviado maquinista, que retrocedió dos pasos dando tumbos, parpadeando lleno de sorpresa. Aquello sólo pareció exaltar a Jacko. Aunque no era físicamente superior al otro hombre, se abalanzó sobre el maquinista, que ahora levantó ambas manos, suplicante.

Jacko le dio un puñetazo en la cara.

Las curiosas se quedaron boquiabiertas cuando el maquinista cayó. Gimió, trató de arrastrarse de espaldas, con una mano en la nariz ensangrentada. Aterrado, vio que Jacko le seguía, claramente decidido a seguir golpeando. Comprendiendo el asombro del maquinista, Maia notó que el hombre caído intentaba furiosamente recordar algo que había conocido en el pasado, pero que había olvidado hacía mucho tiempo: cómo formar un puño.

Bruscamente, la mujer que Maia había confundido con Tizbe se colocó al lado de Jacko y le sujetó el brazo. Parecía tan imposible como intentar frenar un caballo percherón encabritado. Jacko jadeaba con fuerza y parecía no darse cuenta, hasta que Mirri alzó una mano y le cogió la oreja, retorciéndosela para llamar su atención. Él gimió, se detuvo, empezó a darse la vuelta. Gradualmente, las suaves palabras de la mujer calaron en él hasta que por fin el hombre asintió, atontado, permitiendo que ella le tirara del codo y le diese la vuelta para acompañarlo por entre la silenciosa multitud hasta la casa de las cortinas rojas.

Naturalmente. Ése es otro de sus trabajos. A pesar de todas las leyes y códigos y santuarios, a pesar de la bien atendida hospitalidad de los grandes clanes, siempre había problemas en las ciudades costeras durante el Verano, cuando las auroras danzaban y la brillante Estrella Wengel despertaba la vieja bestia en los machos. Hombres en celo sin ningún sitio adonde ir, peleando y haciendo ruido suficiente para dejar en ridículo las tempestades de la estación de las tormentas. Los clanes de placer tenían sofisticados recursos para manejar esas situaciones. La dueña de la casa parecía bastante experimentada, por suerte para el pobre maquinista.

¡Sólo que no es verano!, pensó Maia, luchando con la confusión. Esto no debería haber sucedido.

Entre la multitud que ya se dispersaba, Maia vio a Tizbe (esta vez la auténtica) que la miraba directamente, los ojos llenos de oscuro recelo.


Los humanos no son como ciertos peces o plantas, para los cuales el sexo no es más que una opción. Algo hay en el esperma vital para lo crucial placenta, que nutre a los bebés en el vientre.

La reproducción sin machos (la partenogénesis) parece imposible para los mamíferos. Lo mejor que podemos hacer es estimular el proceso utilizado por algunas criaturas en la Tierra conocido como amazonogénesis.

Aparearse con un macho sigue siendo necesario para la concepción, pero sus frutos son clones, genéticamente idénticos a su madre.

«Bien —dijeron los primeros separatistas de Herlandia—. ¡Diseñaremos o los machos paro servir a este propósito, y nada más!»

¿Recordáis o los zánganos de Herlandia? Cosas diminutas e inútiles; su creación no puede ser considerado cruel, ya que fueron programados para sentir un placer infinito, acariciados como perrillos falderos, siempre ansiosos de un silbido y una palmada, al cumplir con su deber. .

¡Eran abominaciones! Coger unos seres tan poderosos y graciosos como los hombres (tan llenos de curiosidad y celo por la vida) y convertirlos en rarezas Remáticas fue algo repulsivo. Naturalmente que fracasó. Incluso sin una implicación genética directo, padres débiles engendrarán uno raza débil.

Además, ¿debemos eliminar por completo lo variabilidad? ¿Y si cambian las circunstancias?

Puede que necesitemos la magia mezcladora de genes de la sexualidad normal, de vez en cuando.

La llegado del Enemigo o Herlandia llevó ese experimento a un brusco y bien merecido final. Naturalmente, las mujeres de ese mundo colonial defendieron su flamante civilización con enormes dosis de ingenuidad y coraje.

Pero cuando más necesitaban esa ira especial que conformo o los guerreros, descubrieron que habían secado a propósito una de sus principales fuentes. Los perrillos falderos no son de mucha ayuda cuando los monstruos surcan el cielo.

Ése, hermanas mías, es otro motivo por el que no debemos abandonar por completo el lado masculino.

Nuestras descendientes podrían pasar por momentos en los que les sea de utilidad.

6

Cuando reemprendieron la marcha no hubo más lecturas en voz alta de la guía de viajes. Tizbe leía su libro en silencio, o contemplaba por la ventanilla polvorienta el monótono paisaje. Para Maia, aquel silencio era enervante. Repasaba mentalmente una y otra vez lo que había visto, y cada vez abrigaba más sospechas. Hasta ahora, había atribuido muchos extraños incidentes al hecho de producirse en «otros puertos, otras tierras». Ahora lo sabía con seguridad. Algo está pasando. Y no creo que vaya a gustarme.

Allá en casa, había una cosa que siempre la ponía más agresiva que a Leie: la curiosidad. Ni siquiera los castigos disuadían a Maia de seguir haciendo preguntas que «no eran asunto de las veraniegas». Había jurado contener esa tendencia, sobre todo desde la tormenta. Ahora soy práctica. Una var solitaria tiene que serlo. Pero esta vez no había ninguna posibilidad real de dar marcha atrás. Como un diente flojo, la agonía de dejar este misterio en paz la volvía loca.

Cada vez que estaba segura de que la otra mujer no miraba, Maia observaba la maleta de Tizbe, que casi con toda seguridad contenía algo más que ropa.

Maldición. ¿Puedo permitirme más problemas?

La joven rubia bostezó, dejó a un lado el libro, y se estiró sobre las sacas, permitiendo a Maia echar un buen vistazo a las raíces oscuras de su pelo teñido. Después de lo de Ciudad Barro, sabía que no era una veraniega malcriada que deambulaba buscando vanamente un nicho adecuado, sino una hija—miembro plena de una colmena con conexiones que alcanzaban más allá de la propia y limitada experiencia de Maia. Tizbe no estaba solamente «curioseando». Estaba de servicio, trabajando para el negocio de su familia.

Imagina un clan rico y poderoso. Su principal medio de vida son las casas de placer. Una empresa compleja y beneficiosa que requiere mucho más que manos fuertes y una cara bonita.

Aunque no regentaban ninguna casa en Puerto Sanger, Maia había visto a las de su tipo en alguna ocasión, caminando orgullosamente con hermosa ropa de viaje o transportadas en literas cargadas por lúgars, atendiendo negocios en las mejores casas, e incluso visitando a las madres Lamai.

¿Servicio de masajes especial, puerta a puerta?, se preguntó Maia. Pero eso era demasiado simplista. Pocas de aquellas visitas se habían producido en verano o en invierno. Las Lamai eran un grupo con mucho autocontrol; nunca pensaban en el sexo en otras épocas del año.

¿Correos, entonces? ¿Un servicio de mensajes puerta a puerta? Su negocio principal sería una tapadera perfecta para conseguir beneficios suplementarios, entregando comunicados entre clanes aliados, por ejemplo. ¿Pero qué mensajes merecían pagar las tarifas que cobrarían?

Aquéllos bastante peligrosos, calculó Maia. O, añadió, mirando la maleta, artículos peligrosos.

Aquella botella de polvo verdiazul, brillante y borboteante como líquido… Al parecer, era algo que se suministraba a los hombres. Algo relacionado con la inoportuna erección del muchacho, con la ira irracional del otro hombre. Maia recordó el incidente anterior, a bordo del Wotan, cuando aquellos marineros parecieron excitados por su desnudez, a pesar de que estaban en otoño y ella era una simple veraniega, virgen, y sucia además. Esa vez el misterioso correo fue un hombre, pero después de semanas en el mar y en las vías, ella sabía que grupos de mujeres y hombres eran capaces de cooperar en empresas complejas.

¿Incluyendo el crimen?

La mujer rubia yacía tendida con un brazo sobre los ojos, roncando suavemente. Maia se levantó con un suspiro. Sé que voy a lamentar esto.

Dio un paso vacilante. Otro. Un tablón crujió, haciendo que diera un respingo. Se miró los pies. Debajo del polvo, unas cabezas de clavo indicaban dónde se encontraban las junturas. Maia siguió avanzando con más cuidado, hasta que por fin se agachó junto a la mujer dormida.

La maleta estaba fabricada de tela burda, con diseños abstractos de formas geométricas entrelazadas. Un suave zumbido anunciaba que alguna parte metálica vibraba en armonía con el impulsor de pulsos magnéticos de la locomotora. Al examinar el mecanismo de la cerradura, vio que su ojo simple era puro camuflaje cosmético. De un lado sobresalían tres pequeños botones. Maia suspiró en silencio, reconociendo la tecnología cara. Habría un código para pulsarlos en determinado orden o una alarma se dispararía.

Maia retrocedió con cautela, y regresó con un trozo de alambre fino del usado normalmente para arrastrar equipaje pesado. Tras comprobar una vez más que su «ayudanta» seguía dormida, empezó a insertar un extremo del alambre en la trama del pesado tejido. Con un último empujón, la atravesó y se topó con una resistencia blanda, presumiblemente la ropa de Tizbe. Empujar más al fondo no reveló nada. Maia sacó el alambre, y repitió el procedimiento unos cuantos centímetros más allá, con el mismo resultado.

Podría estar equivocada… respecto a un montón de cosas. Maia permaneció en cuclillas, reflexionando. La prudencia la instaba a olvidarse del asunto.

La curiosidad y la obstinación fueron más fuertes. Cambió de postura, maniobrando para trabajar en la maleta desde otro ángulo…

Una tabla del suelo gruñó, como un animal herido. Maia contuvo la respiración. ¡No puede haber sonado tan fuerte! Es sólo que estoy nerviosa. Mirando a Tizbe, se preguntó qué diría si la clon se despertaba y la encontraba allí. La viajera chasqueó los labios y cambió ligeramente de postura, luego se quedó quieta de nuevo, roncando un poco más fuerte. Con la boca seca, Maia colocó su herramienta en otro lugar y trabajó una vez más entre el tejido. Resistió, penetró, y luego se detuvo con un brusco sonido levemente tintineante.

¡Ajá!

Repitió el experimento varias veces, trazando un burdo mapa del interior de la maleta. Para ser una var de carretera, Tizbe parecía llevar pocos efectos personales y un montón de pesadas botellas de cristal.

Torpemente, Maia retrocedió hasta que se encontró de nuevo en su mesa. Arrojó a un lado el alambre, se mordió el labio inferior. Bien, ahora sabes que Tizbe es un correo que transporta algo misterioso. Pero sigues sin poder demostrar que esté cometiéndose algo ilegal. Todos los movimientos extraños, los susurros en los muelles, las clones ricas haciéndose pasar por pobres vars, podían apuntar al crimen. O podrían tener razones legítimas para mantener un secreto, razones comerciales.

Un segundo aspecto preocupaba más a Maia. El caos en Lanargh podría haber sido causado en parte por esto. Sin duda el accidente de Ciudad Barro lo fue. ¿Podría ser legal algo que causa tantos problemas?

En teoría, los tres órdenes sociales eran iguales ante la ley. En la práctica, hacía falta tiempo para dominar la maraña de códigos planetarios, regionales y locales, así como precedentes y tradiciones transmitidas por las Fundadoras, e incluso por la Vieja Tierra. Los clanes grandes a menudo dedicaban a una o más hijas plenas a estudiar leyes, discutir casos, y a emitir votos en grupo durante las elecciones. ¿Qué joven var podría permitirse dirigir más que una mirada de pasada a los polvorientos libros legales, incluso si estuvieran a su alcance? El sistema podía parecer diseñado intencionadamente para excluir a las clases inferiores, ¿pero para qué molestarse si de todas formas las clones superaban con creces en número a las veraniegas?

Maia sacudió la cabeza. Necesitaba consejo, conocimientos; ¿pero cómo conseguirlos? Valle Largo ni siquiera tenía una Guardia organizada. ¿Qué falta le hacía, con las saqueadoras y otros problemas costeros tan lejos, y los hombres desterrados durante la época del celo?

Había un lugar al que Maia podía ir. Donde se suponía que una joven var como ella debía plantear los problemas que estaban fuera de su comprensión. Decidió que sería mejor intentarlo primero en otro sitio.


La última parada del día era Holly Lock. Esta vez, Tizbe ni siquiera fingió ayudar mientras Maia arrastraba paquetes, se debatía con el torpe sistema de contabilidad Musseli, y luego se enfrentaba al escrutinio de una guardagujas. Con un tranquilo «¡Ya nos veremos!», la viajera rubia se marchó. Para cuando Maia terminó, pensaba ya que «adiós muy buenas». Que aquellas enigmáticas botellas fueran problema de otra.

Holly Lock era poco más que un puñado de almacenes, elevadores de grano, y cercas de ganado a un lado de las vías, y un grupito de casitas para vars solitarias y microclanes al otro. No había allí nada que recordara siquiera el modesto «centro de la ciudad» de Puerto Sanger, donde unas cuantas funcionarias ejecutaban sus tareas, ignoradas por el resto de la población.

Cargada con su petate, Maia se detuvo delante de la oficina de la estación, donde una Musseli mayor y de aspecto ligeramente poco amistoso charlaba con una mujer gruesa cuya piel tenía el color del cobre. Como Maia permanecía indecisa en el umbral, la jefa de estación alzó una ceja.

—¿Sí?

Maia se decidió por impulso.

—Discúlpeme, señora, pero… —Tragó saliva—. ¿Puede decirme dónde puedo encontrar a una sabia en la ciudad? ¿Una que tenga acceso a la red? Necesito comprar una consulta.

Las dos mujeres mayores se miraron mutuamente. La jefa de estación compuso una mueca.

—¿Una sabia, dices? Una sa—bia. Creo que he oído hablar de esas cosas. ¿Son algo parecido a abejas inteligentes? —Su sarcástica versión del habla de los hombres hizo que Maia se sonrojara.

La mujer de piel oscura tenía unos ojos que se llenaban de arrugas cuando sonreía.

—Vamos, Tess. Es una var agradable. Lysos, ¿te imaginas lo que va a costarle una consulta, sin contar las tasas del clan? Debe necesitarla con urgencia. —Se volvió hacia Maia—. No tenemos sabias licenciadas en esta parte del valle; pequeña virgie. Pero te diré una cosa: pasaré por la Casa Jopland de regreso a la mina. Podría llevarte.

—Um. ¿Tienen…?

—Un enlace, claro. Son las madres más ricas de estos parajes. Tienen una consola completa y todo. Pero tal vez no tengas que usarla. Lo que sin duda necesitas, calculo, es algún buen consejo materno. Te podrías ahorrar el coste de una consulta.

Consejos maternos era lo que le habían enseñado a buscar si alguna vez tenía problemas en el mundo. Las madres de los clanes locales más grandes y respetados estaban disponibles no sólo para sus propias hijas, sino para cualquiera, incluso hombre o var, que lo necesitara y fuese digno. De hecho, Maia no tenía muchas ganas de encontrarse con un puñado de clones viejas, acostumbradas a mediar en cortes feudales, citando perogrulladas y asignando sus versos del Libro de las Fundadoras.

Pero dice que tienen una consola.

—Muy bien —contestó, y se volvió hacia la jefa de estación—. Me temo que eso significa…

—No me lo digas. Tal vez no vuelvas a tiempo para coger el de las 6.02. Oh, bueno… —La Musseli bostezó para mostrar lo preocupada que estaba—. Supongo que siempre hay otra var esperando en la calle. Vuelve y te pondremos a la cola para otra ocasión.

Magnífico. Perderé la antigüedad y tal vez una semana esperando otro tren. Esto ya me está costando caro.

Maia tenía la terrible sensación de que, antes de terminar, aquello iba a costarle muchísimo más.


Estamos programadas para encontrar placentero el sexo por un sencillo motivo: porque los animales que se aparean tienen descendencia. Los que no lo hacen no la tienen. Las tendencias que procuran la reproducción con éxito se refuerzan y se transmiten. La evolución es así de simple.

Es por tanto inútil considerar maligno el hecho de que los hombres tiendan a la agresión. Entre nuestros antepasados, la agresión a menudo ayudaba a los machos a tener más hijos que sus competidores. «Bueno» o «malo» tiene poco que ver con ello.

¡Es decir, hasta que alcanzamos la consciencia: en ese punto bien y mal se convirtieron en pertinentes! Conductas excusables en bestias idiotas pueden parecer perversas, criminales, cuando se dan en seres pensantes. El hecho de que una tendencia sea «natural» no nos obliga a seguirla.

Aunque las radicales de Herlandia fueron demasiado lejos, sin duda podemos hacerlo mejor que esas timoratas compromisarias allá en Nueva Terra o Florentina, que hacen tímidos y minúsculos cambios sólo por consenso. Por ejemplo, sin eliminar por completo la agresividad masculina, podemos canalizarla hacia ciertas estaciones, como en los animales con celo, como el ciervo y el alce. Otras tendencias poco convenientes o peligrosas pueden ser puestas en cuarentena, aisladas, de forma que nuestras hijas ya no tengan que soportarlas todo el año, día sí, día no.

Para esta empresa son necesarias la astucia y la inteligencia, así como la compasión por las inevitables tensiones que nuestras descendientes tendrán que soportar.

7

El sol se ponía ya cuando Maia terminó de ayudar a la mujer gruesa a cargar su carreta. A la salida del poblado se detuvieron en la hostería, donde Maia dejó su petate. No contenía gran cosa de valor, sólo ropa y unos cuantos recuerdos, entre otros un libro de efemérides que Leie le había regalado un cumpleaños y un pequeño trozo de piedra ennegrecida regalo del viejo Bennett (antes de que la luz abandonara sus ojos acuosos) y que, según él había jurado, era un auténtico meteorito. Maia no quería dejar sus posesiones, pero no tenía sentido llevarlas y traerlas hasta la Casa Jopland para sólo una noche. Tras meterse unas cuantas cosas en los bolsillos de la chaqueta, cogió un vale de la asistenta Musseli y corrió al encuentro de la otra mujer.

Cargada hasta arriba, la carreta tirada por caballos avanzaba despacio por la estrecha senda de tierra situada al norte de la ciudad, sacudiéndose por los baches y socavones que no habían sido reparados desde las tormentas del verano. El polvo flotante le hacía cosquillas en las membranas que Maia tenía bajo los párpados, causando que aletearan intermitentemente nublando su visión.

—El concejo del valle sigue posponiendo la reparación de estos caminos —se quejó la propietaria de la carreta—. ¡Las brujas dicen que no hay dinero, pero siempre parecen encontrarlo antes de la cosecha! Las granjeras mandan en todo aquí, virgie. Recuerda eso, y no tendrás problemas.

Granjeras Perkinitas, añadió Maia en silencio. La secta atraía a los clanes pequeños, de un estatus no muy superior al de las vars. Incluso los clanes más ricos de Valle Largo eran modestos según los cánones costeros, a no ser que fueran ramas juveniles de colmenas más extendidas por otras partes.

La benefactora de Maia pertenecía a una de esas ramas. Era una Lerner. Maia conocía a la familia, cuyos dispersos retoños se habían abierto huecos por todo el Continente Oriental, dondequiera que hubiese depósitos demasiado exiguos para atraer grandes empresas mineras, y comunidades con necesidades que una pequeña explotación de fragua pudiera cubrir. La dura experiencia había enseñado al Clan Lerner los límites de su talento. Cada vez que una de sus explotaciones crecía lo bastante como para atraer a la competencia, la vendían y se trasladaban a otra parte.

Pero es un nicho, supuso Maia. Pocas vars fundaban un linaje propio, y mucho menos tan numeroso. No estaba en posición de juzgar.

Calma Lerner parecía bastante amistosa. Una mujer con manos masculinas casi tan duras como los gruesos lingotes rojizos que Maia había ayudado a cargar y traído en tren desde Grange Head. La aleación sería mezclada con hierro local siguiendo recetas locales transmitidas de madre a hija durante generaciones, para crear el sencillo acero Lerner.

Allá en Puerto Sanger, las Lerner locales no soportaban el sol de la pradera, y eran mucho más pálidas. Sin embargo, la sensación era de familiaridad, como si Calma y ella debieran estar chismorreando sobre conocidas comunes. Naturalmente, no tenían ninguna. La familiaridad era unívoca. Y tampoco era probable que Calma reconociera a Maia si volvían a encontrarse otra vez. La gente tendía a no molestarse en memorizar, o advertir siquiera, una cara con sólo una propietaria.

Con todo, mientras el pardo paisaje avanzaba lentamente, la mujer mayor empezó a mostrar la conocida afabilidad de su clan, permitiéndose hablar sobre la vida en aquella gran llanura de aluvión. Calma y su familia trabajaban la tierra al norte de Holly Lock, donde los sondeos habían llevado a la superficie un raro pliegue rocoso que contenía una prometedora mezcla de elementos. Cuando los asentamientos en este extremo del valle eran aún nuevos, tres jóvenes cadetes de una Casa Lerner establecida llegaron desde la costa para trabajar en aquellos pequeños yacimientos e instalar hornos. Durante cuatro generaciones hubo momentos duros y algunos años de prosperidad. Ahora había seis adultas en el diminuto clan retoño, y cuatro hijas clónicas de diversas edades. Eso además de un chico del verano y una docena o así de empleadas vars que estaban de paso.

Cuando descubrió que la educación de Maia incluía un cursillo de química, Calma empezó a mostrarse más efusiva, y se puso a narrar los desafíos y delicias de la metalurgia en la frontera, creando y transformando la materia prima del planeta para satisfacer las demandas humanas.

—No te puedes imaginar la satisfacción —dijo, extendiendo los brazos hacia el horizonte, donde el sol poniente parecía prender fuego a un mar de grano—. Hay grandes oportunidades aquí para una joven con la actitud trabajadora necesaria. Sí. Muy buenas oportunidades.

Por cortesía, y porque había llegado a caerle bien su acompañante, Maia se abstuvo de reírse en voz alta. No era difícil detectar algunos callejones sin salida, y la pobre Calma estaba describiendo a una auténtica perdedora.

—Lo pensaré —replicó Maia disimulando cuidadosamente su divertimento.

Con un súbito estremecimiento, se dio cuenta de que, como de costumbre, había estado registrando las palabras de la Lerner con la intención de repetírselas más tarde… a Leie. No podía evitarlo. Las costumbres de toda una vida son difíciles de perder. A veces tardan más en morir que los frágiles seres humanos.

Creía que ya tenían suficiente vino para un funeral —recordó haberse quejado a su gemela un invierno, cuando tenían cuatro años, mientras accionaban un desvencijado manubrio para descender en una vagoneta a un pozo de piedra—. ¿Nos van a tener subiendo y bajando toda la noche?

Podría ser —le había respondido Leie sin aliento, la voz resonando en el estrecho pozo del montacargas. Chasqueando suavemente, el manubrio marcaba cada centímetro de descenso como el tictac de un reloj—. Esta mañana había escarcha de gloria en los alféizares, y ya sabes que eso las pone con ganas de fiesta. Apuesto a que las Lamai tienen en mente algo más que una ceremonia para enterrar a tres abuelas.

Maia recordó haber dado un respingo ante la sarcástica imagen. Aunque las Lamai se comportaban fríamente hacia sus hijas—var, tendían a suavizarse con la edad, e incluso algunas demostraban un auténtico afecto al final de su vida. Dos de las abuelas difuntas casi habían sido agradables. Además, no era correcto hablar mal de los muertos. Dicen que Stratos reutiliza cada átomo que le damos, y que cada pedazo de nosotras va a ayudar una nueva vida.

Aquel día, tras el primer contacto directo de Maia con la muerte, el solaz en abstracto parecía fuera de lugar. El estrecho ascensor era sofocante, y se mecía desagradablemente mientras giraban el manubrio. Sus linternas hacían que las paredes de piedra brillaran allí donde se filtraba la humedad de las cocinas de arriba, y los ecos de su respiración entrecortada vibraban como almas atrapadas contra las paredes del pozo. Cuando la caja de madera golpeó el fondo, bajaron aliviadas. En una dirección, depósitos sellados contenían suficiente grano y suministros de emergencia para resistir un asedio. Hilera tras hilera, los estantes contenían barriles y brillantes filas de botellas con tapones de cera.

Con una lista en la mano, Leie se dirigió hacia el vino para coger el de las cosechas que les habían encargado. Sabiendo que a su hermana no le importaría una breve deserción, Maia recorrió otro pasillo, usando su linterna para iluminar un portal de piedra que rodeaba una puerta de acero reforzado. La piedra circundante era un laberinto de profundos cortes y canales. Algunas incisiones eran retorcidas, otras rectas y lo bastante anchas para insertar una hoja en ellas. Unas cuantas protuberancias se hundían un poquito si empujabas, emitiendo chasquidos que indicaban la existencia de algún mecanismo oculto.

La única vez que preguntó a una Lamai por la puerta, Maia recibió tal sopapo que le zumbaron los oídos. Leie solía fantasear sobre las misteriosas riquezas que había más allá de la puerta, mientras que a Maia le atraía el enigma en sí. Si conseguía bajar papel y lápiz para copiar los trazos, se pasaría horas contemplando combinaciones y códigos secretos. Resolverlo tenía que ser difícil, ya que las Lamai enviaban a las vars a hacer recados a la bodega sin preocuparse de vigilarlas.

Aquel día, cuando terminaron de meter las botellas en el montacargas, Leie se acercó para pasar un brazo sobre los hombros de Maia.

No dejes que este acertijo te deprima. Tal vez podamos traer un gato hidráulico, pieza a pieza. ¡Bam! Se acabó el misterio.

No es eso —respondió Maia, sacudiendo abatida la cabeza—. Estaba pensando en esas pobres ancianas, esas abuelas. Las conocíamos. Siempre estaban cerca cuando éramos pequeñas, como el sol y el aire. Ahora están tendidas en la capilla, todas tiesas y… —Se estremeció. Era la primera vez que asistían a un funeral—. Y todas las otras de la primera fila, parecía como si supieran que pronto sería también su turno.

Las Lamais de pura sangre vivían normalmente veintiocho o veintinueve años stratoianos. Sin embargo, cuando una de ellas moría, toda una «clase» tendía a seguirla en cuestión de semanas. Nadie esperaba que aquél fuera el último funeral de la estación, ni del mes.

Lo sé —replicó Leie con voz inusitadamente reflexiva—. Yo también me he asustado.

Maia apoyó la cabeza contra la de su hermana, reconfortada por el hecho de saber que alguien comprendía las preguntas que atormentaban su alma.

Mientras subían en el montacargas, Leie intentó aliviar la tensión contando algún cotilleo que le había relatado esa mañana otra var en la ciudad. Parecía que varias hermanas jóvenes del Clan Saxon habían iniciado un alboroto cerca del muelle al acosar a unos marineros hasta que, desesperados, los hombres habían llamado a la Guardia y…

Una bandada de espinosos pájaros pou cruzó la carretera, haciendo que los caballos percherones relincharan y se agitaran hasta que Calma Lerner tiró de las riendas y habló para tranquilizar a las asustadas bestias. Los pájaros desaparecieron entre unos juncos, seguidos por un puñado de zorros pálidos.

Maia parpadeó, conteniendo la respiración durante unos segundos. El flujo del recuerdo le había parecido por unos instantes más vívido que el polvoriento presente. Tal vez el bamboleante asiento de madera le recordaba el chirriar del montacargas. O alguna otra pista subconsciente, un olor, o un destello en el crepúsculo, habían desencadenado aquel inoportuno arrebato de introspección.

Curioso. Ahora que su cadena de pensamientos estaba rota, Maia no podía recordar qué cotilleo había compartido con Leie aquel día, mientras las dos colgaban suspendidas entre la bodega y las cocinas. Sólo recordaba que se había echado a reír, y que se cubrió la boca para que sus carcajadas no resonaran por toda la casa. Después le dolieron los costados durante horas, tanto por la risa como por el esfuerzo de reprimirla, y Leie la imitó, riendo, apenas capaz de sujetar el manubrio. Una botella volcó, se rompió y el líquido rojo se derramó por todo el suelo de madera. El charco escarlata se extendió y se abrió paso entre las planchas de madera para salpicar con fuerza, tras un breve interludio, en la bodega de abajo, tan parecida a una tumba.

¿Por qué no me dejas en paz?, pensó Maia, quejumbrosa, sacudiendo la cabeza y luchando contra las lágrimas. Ahora mismo no quería ni necesitaba los recuerdos. La lástima tenía un sabor amargo en su boca y en sus ojos.

Sin embargo, era algo ambiguo. Aunque la pena le dolía, la dulzura del recuerdo de aquella risa parecía bañar una parte más profunda de su persona, recubriendo la herida con un triste placer, un agradecido solaz. Contra su voluntad, Maia descubrió que sonreía débilmente.

Tal vez todo cuanto tenemos son momentos, pensó, y decidió no resistirse con tanta fuerza si a su mente acudía otro recuerdo alegre.

Calma Lerner no había hablado desde hacía un rato, quizás advirtiendo la melancolía de su pasajera. Por eso, Maia dio un respingo cuando la mujer anunció bruscamente:

—Ya estamos llegando. Casa Jopland. Pasado ese huerto.

Mientras los pensamientos de Maia se volvían hacia dentro y la tarde se desvanecía, una oscura extensión de árboles frutales había aparecido tras un borboteante riachuelo. Miró la plantación, cuya disciplinada disposición de finos troncos creaba pautas cambiantes de filas y huecos. La carreta atravesó un puente de madera, y el bosque cultivado pareció explotar alrededor de Maia en un éxtasis de planeada geometría, un cristalino estudio en madera viviente. La luz cada vez más escasa ampliaba cada ángulo de visión, cambiando la tranquilidad de la distancia por una impresión de infinitud.

Pronto Maia advirtió que los árboles disponían de iluminación propia. Tenues fluctuaciones entre las ramas la hicieron parpadear sorprendida. Al principio parecían adornos, pero entonces advirtió que debían ser escarabajos brillantes que recorrían las columnas e intersecciones del huerto en sus danzas de apareamiento insectoides. Oleadas titilantes recorrían las avenidas de árboles.

Podían seguirse aquellas ondulaciones, observó Maia, igual que se podían seguir brevemente las armonías paralelas de una fuga en cuatro partes… simplemente dejándose llevar.

Debe de ser todo un espectáculo más tarde, pensó, deseando poder quedarse y flotar para siempre en aquella galaxia de bolsillo, en aquel enjambre de estrellas en miniatura.

La carretera salió del bosque, dejando detrás el ondulante trazado. En lo alto, la más serena luz de una luna inferior iluminaba un puñado de bonitas granjas entre las que había una casa de dos pisos construida con adobe o tierra reforzada. Un puñado de antenas apuntaba hacia los pocos satélites que aún funcionaban en alta órbita.

—La Casa Jopland —repitió Calma Lerner—. Como es tarde, te alojaran en un granero, supongo. Código de hospitalidad. Pero si tienes problemas, no te preocupes. Sigue el rastro de mis ruedas tres kilómetros hacia el noroeste, gira a la derecha en el sauce grande, continúa otros dos kilómetros más y guíate por el olfato. La gente dice que puede oler la Casa Lerner mucho antes de llegar allí. Aunque yo misma no lo he notado nunca.

—Gracias. —Maia asintió—. Oh, ¿es fácil que me pase? Que me vea en problemas, quiero decir.

Calma se encogió de hombros.

—Todo el mundo acude a Jopland en busca de una opinión, tarde o temprano. Debes tener cuidado respecto a cómo dices las cosas. Eso es todo.

La carreta pasó junto a una alta puerta abierta en la verja, sin frenar el paso. Maia se bajó y caminó junto a ella unos cuantos metros.

—Gracias por la advertencia, y por traerme.

—No hay de qué. ¡Buena suerte con tu consulta!

La mujer se rió y se despidió con un gesto. Pronto la carreta se perdió de vista, dejando una nube de polvo en el aire.


Había varios carruajes delante de la casa principal. Una mujer joven, probablemente una criada var, llevaba unos caballos al abrevadero. Esto debe de ser el centro social del condado, pensó Maia, mientras llamaba a la puerta. No tardó en responder un lúgar alto vestido con un chaleco de rayas amarillas y verdes que había visto mejores tiempos. La criatura de pelo blanco ladeó la cabeza, y un gruñido inquisidor escapó de su hocico.

—Una ciudadana busca sabiduría. —Maia pronunció las palabras con claridad, despacio—. Busco guía de las madres de la Casa Jopland.

El lúgar la miró unos segundos, luego emitió un sonido grave con la garganta. Se volvió, indicando vagamente a Maia que le siguiera.

Aunque las paredes exteriores eran de adobe, el interior de la mansión estaba ricamente decorado con madera chapada, desconocida en aquellos altiplanos. Candelabros de pared proporcionaban una pálida iluminación eléctrica que hacía resaltar un chillón emblema situado sobre la escalera principal: un arado rodeado por haces de trigo. Al menos no hay estatuas, pensó Maia.

El lúgar abrió dos pesadas puertas correderas y la acompañó a una habitación más iluminada, presumiblemente el salón principal. Una neblina molesta picoteó los ojos de Maia. Hombres, vio sorprendida. Había una docena, tendidos en unos sofás y cojines gastados y fumando pipas de larga boquilla mientras cuatro criadas jóvenes corrían desde la cocina transportando jarras de cerveza parda. El hombre situado más cerca de la puerta leía en silencio bajo una lámpara. Más allá, otros dos contemplaban en una telepantalla una lejana competición deportiva. En un rincón, unos cuantos jugaban con un Juego de la Vida en miniatura, de sólo un metro de lado, cuya superficie enrejada estaba cubierta de cuadrados negros, blancos o púrpura que chasqueaban y latían bajo la concentrada mirada de los contendientes, siguiendo misteriosas y siempre cambiantes pautas sobre el tablero. Los demás hombres estaban sentados en silencio, inmersos en sus propios pensamientos. Pocos se habían molestado en cambiarse la ropa de trabajo: uniformes de una pieza rojos, naranjas o negros pertenecientes a las tres cofradías ferroviarias. Maia supuso que todos los hombres que había en cincuenta kilómetros a la redonda debían de encontrarse en la sala aquella noche. Los clanes empiezan pronto los cortejos de invierno, igual que en casa, pensó.

Maia había visto bostezar a los hombres dos veces en aquella primera apreciación de la sala. Sin duda la mayoría había soportado un largo día de trabajo antes de ir allí. Con todo, parecían más fastidiados que fatigados.

Parece que he llegado en mal momento.

Todavía no era visible ninguna mujer adulta. Excepto en verano, los hombres generalmente preferían veladas que empezaran con tranquilidad, sin presión. Así que las Jopland elegidas estarían esperando en alguna parte, cambiándose la ropa de faena por atuendos que según los catálogos de venta por correo despertarían esa chispa dormida de deseo masculino. Maia miró a las cuatro criadas que caminaban con cuidado entre sus invitados, tratando de no molestar. Dos de ellas, aunque de diferentes edades, tenían los rasgos idénticos: tez olivácea, de complexión ligera pero con músculos bien desarrollados. Su mayor orgullo era el negro pelo sedoso, que llevaban largo a pesar del constante polvo del valle.

Debían de ser hijas del invierno, decidió Maia, estimando sus edades en cuatro y cinco años. Las otras dos muchachas, mayores y no tan bien vestidas, eran claramente distintas, probablemente empleadas var.

Varios hombres alzaron la cabeza cuando entró Maia. En su mayoría perdieron rápidamente el interés por ella y volvieron a lo que habían estado haciendo, pero un muchacho joven, bien afeitado y más arreglado que los demás, se entretuvo un poco más en su apreciación, e incluso sonrió levemente cuando ella le miró a los ojos. Se agitó en su silla, y Maia sintió un pánico atroz al advertir que estaba a punto de acercarse a hablar con ella. ¿Qué podría decirle si lo hacía?

En ese momento, una corriente de aire indicó a Maia que unas puertas se abrían a su espalda. El joven miró más allá, suspiró, y se hundió de nuevo en su asiento. Con una extraña mezcla de alivio y decepción, Maia se volvió para ver qué había causado tal reacción.

—¿Quién eres, y qué estás haciendo aquí?

El tono imperioso no parecía en absoluto anómalo al proceder de la figura baja y regordeta que se enfrentaba a Maia con los brazos cruzados. Al parecer las Jopland engordaban con la edad, aunque los hombros de la mujer denotaban que su fuerza era considerable incluso a aquellas alturas de su vida. El hermoso tono de piel de las jóvenes se había convertido en cuero, pero el sedoso pelo negro no había cambiado en absoluto. Ésa era otra de las cosas que tenían las vars. Contrariamente a la gente normal, no sabías con certeza qué aspecto tendrías cuando envejecieras. Maia no estaba segura de no preferir que así fuera.

—Una ciudadana que viene en busca de ayuda —dijo, inclinándose cortésmente ante la Jopland—. He visto vuestro enlace, oh, Madre, y debo pedir ayuda para consultar a las sabias de Caria.

Su intención no fue hablar en voz muy alta, pero sus palabras llamaron la atención. De pronto, la relativa tranquilidad de la sala se convirtió en un silencio total. Un destello de interés apareció bajo los párpados entrecerrados de los hombres más cercanos, para irritación de la matriarca Jopland.

—Oh, ¿eso debes hacer, hija—variante? ¿Supones que tienes algo que decir en lo que las sabias puedan estar interesadas?

—Así es, Madre. Y veo que vuestro sistema es operativo. —Señaló la vieja tele. Por la expresión de la anciana, Maia acababa de darle un motivo más para odiar la máquina, aunque era un accesorio de valor para atraer a los hombres a veladas como aquélla—. Según los antiguos códigos —concluyó Maia—, os pido ayuda para hacer mi llamada.

Un ceño fruncido. La anciana obviamente odiaba que una desarriagada sin estatus le citara los códigos.

—Uf. Has venido en mal momento. —Hubo una pausa—. No estamos obligadas a pagar tus gastos. Espero que puedas cubrirlos.

Cuando Maia echó mano a su bolsa, la vieja susurró:

—¡Aquí no, tonta! ¿No tienes vergüenza?

Maia parpadeó, confundida. ¿Había alguna costumbre Perkinita local que impedía manejar dinero delante de los hombres?

—Perdóname, Madre. —Volvió a hacer una reverencia.

—Mmm. Sígueme. ¡Y tú! —La anciana chasqueó los dedos a una de las criadas var—. ¡El vaso de ese caballero está vacío!

Con una mueca de desdén, se dio la vuelta y precedió a Maia por un estrecho pasillo.

El corredor pasaba frente a una sala en la que Maia vio a varias mujeres jóvenes haciendo preparativos. Las hembras Jopland eran criaturas hermosas en su juventud, concedió Maia, entre los seis y los doce años de edad. Sobre todo si te gustaban las mandíbulas fuertes y las cejas marcadas. Pero claro, no había manera de explicar los gustos de los hombres, que se volvían cada vez más remilgados a medida que la Estrella Wengel retrocedía y morían las auroras.

Las jóvenes Jopland compartían espejo con una pareja y un trío de clónicas de otras familias; las primeras de pelo rizado, y las otras anchas de hombros y caderas, con pechos lo bastante grandes como para amamantar cuatrillizas. Al parecer, Jopland compartía los gastos de alojamiento con un par de clanes aliados. Por el entusiasmo que Maia había visto en el salón principal, probablemente tenían que celebrar varias veladas como aquélla sólo para conseguir unos cuantos embarazos de invierno.

Dado el tamaño de la casa, Maia esperaba haber visto a Jopland más fecundas, hasta que se dio cuenta. Se habla de una caída de la población del valle, justo cuando aumenta en todas partes. Naturalmente. El aumento demográfico de la costa se debe sobre todo al «exceso» de nacimientos del verano. Pero estas mujeres son Perkinitas. ¡Mantienen a los hombres apartados en verano para evitar ese tipo de embarazo! Eso explicaba por qué no había visto a hijas—var, mujeres que se parecieran a medias a sus madres Jopland.

Maia quiso retrasarse, curiosa por ver cómo aquellas mujeres de la frontera conseguían algo que incluso para las atractivas Lamatia resultaba difícil en ocasiones.

—Por aquí —susurró la Jopland anciana, interrumpiendo sus pensamientos.

—Uh, lo siento, señora. —Inclinando la cabeza, Maia corrió tras su reluctante anfitriona.

La cámara de comunicaciones era poca cosa, apenas una habitacioncita. La consola estándar se hallaba sobre una vieja mesa, y un manojo de cables salía por un agujero en la pared.

Sólo las sillas parecían cómodas, para que las madres las utilizaran durante las llamadas de negocios de largo alcance, pero estaban retiradas y delante de la mesa sólo había un taburete pelado. Con un dedo retorcido, la vieja Jopland accionó un interruptor que hizo que la pantallita cobrara vida con un brillo perlado.

—Llamada de invitada. Cuenta al terminar —le dijo a la máquina, luego se volvió hacia Maia—. Si no puedes cubrir los gastos, trabajarás para cancelar la deuda. Un mes por centenar. ¿De acuerdo?

Maia sintió un ramalazo de furia. La oferta era vergonzosa. La veraniega más burda de Puerto Sanger es más educada que tú, «Madre». Pero claro, educación y estilo no eran lo que hacía falta para conseguir crear un nicho en la pradera. Una vez más, Maia recordó: una var no es quién para juzgar.

—De acuerdo —rezongó. La Jopland sonrió.

¡Será mejor que esto no cueste mucho! Trabajar para clones como éstas debe de ser un infierno.

Maia se sentó ante la consola modelo estándar. En alguna parte había oído que era uno de los nueve modelos fotónicos que aún se producían en cadena en viejas fábricas del Continente del Aterrizaje. Otros incluían los motores multiuso empleados en el ferrocarril solar, y en el Juego de la Vida que había visto minutos antes, en el salón principal. Maia nunca había utilizado una consola. Intentó recordar las lecciones de la Sabia Judeth, allá en Lamatia. Déjame ver… funciona en modo voz, así que si formulo mi petición…

Maia advirtió de pronto que no había oído cerrarse la puerta. Al girarse, vio a la matriarca Jopland apoyada contra el marco, cruzada de brazos.

—Apelo al derecho—cortesía de la intimidad —dijo Maia, odiando a la otra mujer por hacerlo necesario.

La anciana sonrió.

—El reloj ya está contando, virgie. Que te diviertas.

Con un chasquido, la puerta se cerró tras ella. .

¡Maldición! Maia vio ahora el cronómetro en la esquina superior izquierda de la pantalla, contando rápidamente. ¡Ya indicaba un gasto de once créditos! Nerviosa, habló con la máquina.

—Uh, necesito hablar con alguien… ¿Una sabia? ¿O alguien de la Guardia?

Aquello no iba bien.

—¡Oh, sí! ¡De Caria City!

La pantalla, que hasta el momento había permanecido en blanco, mostró por fin una pauta de cajas. Una disposición lógica, recordó de las lecciones. En la parte superior, apareció:


DIRECCIÓN ZONA DE PETICIÓN: CARIA CITY

Referencia—tipo genérica buscada

Claves parciales imprecisas: «sabia» y/o «guardia»

Aclaración sugerida: ¿TEMA?___________________


Maia advirtió que sería un error intentar formular su pregunta de la manera adecuada. Lo que ahorrara en costes de procedimiento lo perdería en tiempo de conexión. Tal vez, si sólo le hablaba, la máquina extraería lo que necesitaba.

—No estoy segura. He visto cosas extrañas, en Lanargh y en Ciudad Barro. Hombres actuando como si fuera verano, pero no lo es, ¿sabes? Creo que deben de haber comido o esnifado algo. Algo que la gente quiere mantener en secreto. Una especie de polvillo azul… En botellas de cristal…

La pantalla fluctuó varias veces, con las cajas, cada una conteniendo una o más de sus palabras, reagrupándose. Una fila de flechas entrelazadas mantenía las conexiones entre las cajas mientras hablaba. Maia trató de concentrarse para no quedar hipnotizada por el deslumbrante rompecabezas.

—… había una muchacha de uno de los clanes de placer, creo que utilizan un emblema con un toro y una campana. Llevaba las botellas como si fuera una especie de correo…

De repente las cajas parecieron desmoronarse, como si sus pensamientos hubieran formado de pronto cubos perfectos que se unían en una configuración de prístina claridad, un todo lógicamente consistente. La imagen duró sólo un instante, demasiado breve para ser leída conscientemente. Maia sintió una punzada de pérdida cuando se desvaneció.

Un rostro humano sustituyó la pauta: una mujer cuyo pelo castaño, ligeramente ondulado, le caía de lado sujeto por un elegante pasador de oro. Era de mediana edad, atractiva; la mujer observó a Maia un buen rato, luego habló con autoridad.

—Has conectado con Seguridad de Equilibrio Planetario. Declara tu nombre y filiación de nacimiento.

Maia nunca había oído hablar de tal organización. Nerviosa, se identificó. Para propósitos oficiales, las vars usaban el apellido de su clan materno, aunque le pareció extraño pronunciar las palabras.

—Maia por Lamai.

—Muy bien, vuelve a contar tu historia. Desde el principio esta vez, si no te importa.

Maia era dolorosamente consciente de que el coste se había comido ya la mitad de sus exiguos ahorros. .

—Todo comenzó cuando mi hermana y yo empezamos nuestro primer trabajo de viaje, en los cargueros Wotan y Zeus. Cuando llegamos a Lanargh vi a un hombre vestido con ropa llamativa, que no era un marinero, bajar a los muelles y reunirse con nuestros marineros, que luego se comportaron de un modo extraño, pellizcándome y diciendo cosas del verano aunque era otoño y yo iba sucia y, bueno, podrían haber olido a cualquiera, verá, sabe, yo sólo soy una…

—Una virgen. Comprendo —dijo la agente—. Continúa.

—De hecho, mi hermana y yo… —Maia deglutió con dificultad, obligándose a concentrarse en los hechos desnudos. ¡El maldito reloj parecía acelerar!—. ¡Vimos actuar a los hombres de esa forma por toda la ciudad! Y luego en Grange Head empecé a trabajar en el ferrocarril y vi que sucedía lo mismo delante de una casa en Holly Lock, una casa dirigida por el mismo clan de placer y Tizbe…

—¡Espera… espera! —La mujer de la pantalla sacudió la cabeza, aturdida—. ¿Por qué hablas tan rápido?

Llena de agonía, Maia vio cómo el contador consumía sus últimos ahorros. Ya estaba condenada a trabajar durante un mes para las Jopland.

—Yo… no puedo permitirme seguir hablando con usted. No sabía que sería tan caro. Lo siento.

Abatida, extendió la mano para cortar la conexión.

—¡Alto! ¿Qué estás haciendo? —La mujer alzó una mano—. Espera… espera un segundo.

Se volvió hacia la izquierda, saliendo del campo de visión de Maia. La var miró la esquina de la pantalla donde el contador siguió corriendo un momento y luego… ¡se paró! Se quedó boquiabierta. Un segundo después, los dígitos se invirtieron, convirtiéndose en una fila de ceros.

—¿Así está mejor? —preguntó la mujer, que volvió a aparecer en la pantalla—. ¿Puedes hablar más tranquila ahora?

—Yo… no sabía que podía hacer eso.

—¿Tus madres nunca te mencionaron el cobro revertido para hacer llamadas importantes a las autoridades?

Maia sacudió la cabeza.

—Supongo… que pensaron que eso nos volvería derrochadoras, o perezosas.

La mujer policía hizo una mueca.

—Bueno, ahora ya lo sabes. Bien. ¿Estamos más tranquilas? Volvamos atrás, pues. ¿Cuándo dices que viste por primera vez esa botella de polvo azul?


Al final, Maia advirtió que no tenía gran cosa que ofrecer.

Sus fantasías habían oscilado entre el desastre (que su historia resultara trivial o estúpida) y lo milagroso. ¿Podría ser de esto de lo que hablaba la sabia en la tele, cuando ofreció grandes recompensas a cambio de «información»?

La verdad parecía encontrarse a medio camino. La agente, que se identificó como la agente investigadora Foster, prometió a Maia una pequeña pero digna recompensa que llegaría a Grange Head al cabo de catorce días, y le dijo que contara su historia con detalle a una magistrada que estaría allí para entonces. Sus gastos también serían cubiertos, siempre que fueran modestos. La agente Foster no ofreció ninguna explicación a los hechos que Maia había presenciado, pero por su conducta, atenta pero no demasiado interesada, Maia tuvo la impresión de que ésta era una de muchas pistas en un caso que ya estaba en marcha desde hacía tiempo.

Parecen terriblemente tranquilas al respecto, pensó Maia. Sobre todo si alguien estaba modificando el ciclo sexual de las estaciones. Ya había causado un accidente, ¿y quién sabía qué caos podría producirse si escapaba al control?

La agente le dio su número para que lo utilizara si alguna vez tenía que volver a llamar, y se despidió, dejando en la pantalla algo que Maia no conocía, una petición al Clan Jopland para que proporcionara a su invitada una noche de albergue y una comida, a expensas de la colonia.

Cuando se acercó a la puerta, Maia encontró a la matriarca allí de pie, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Has terminado tu consulta, hija? —preguntó ansiosamente.

—Sí. Ya he terminado.

—Bien. Haré que una de las criadas te muestre un jergón en el cobertizo. Por la mañana discutiremos cómo cancelarás tu deuda.

Por primera vez en semanas Maia experimentó una sensación de deleite, de expectación. A Leie le habría encantado esto.

—Perdona, Reverenda Madre, pero el granero no servirá. Por la mañana, después de un buen desayuno, me alegrará discutir contigo, um, mi transporte de regreso a la ciudad.

La anciana Jopland palideció, luego se sonrojó por la sorpresa. Empujó a Maia a un lado y leyó rápidamente la pantalla, boquiabierta de furia.

—¿Cómo has hecho esto? Te lo advierto, si es algún truco…

—Lysos, no lo creo. Puedes llamar a la Seguridad de Equilibrio Planetario, si quieres verificarlo.

Maia ni siquiera sabía lo que significaban las palabras, pero tuvieron un efecto dramático. La anciana se tambaleó como si la hubieran golpeado.

Sólo con visibles esfuerzos consiguió hablar en un ronco susurro.

—Te llevaré a tu habitación.

En el pasillo, Maia oyó distantes sonidos de música y risas. Al parecer, después de todo, habían conseguido celebrar una fiesta decente. Como var estaba acostumbrada a no ser invitada a tales actos, y no se sorprendió cuando la anciana la condujo en dirección opuesta. Pero resultó un poco preocupante cuando bajaron las escaleras hacia el patio. Dos perros vinieron a ladrar brevemente a Maia antes de perderse tras una brusca orden de su anfitriona.

—No te preocupes, no te llevo al granero. Pero vamos a rodear la casa. No quiero que molestes a nuestros invitados.

A través de las ventanas del frente, Maia oyó risas masculinas. Más lejos, pasaron ante varias habitaciones tenuemente iluminadas de donde surgían roncos y acompasados sonidos que anunciaban inconfundiblemente un momento de pasión. Bueno, pensó, sintiendo que se le caldeaban las orejas, las Jopland estarán contentas. Parece que esta noche van a recuperar su inversión. Con suerte, al menos una clon de invierno sería potenciada por el esfuerzo de aquellos trabajadores.

En el extremo del ala sur había varios apartamentos pequeños, cada uno con su propia puerta y su porche de madera. No tenían llave ni cerrojo. La matriarca entró en el último y se alzó de puntillas para enroscar una bombilla desnuda. La iluminación resultante era muy apagada, lo que explicaba por qué no había interruptor. La bombilla nunca se pondría demasiado caliente al contacto. En un rincón, un par de mantas plegadas descansaban sobre un colchón relleno de paja. Maia se encogió de hombros. Había dormido en sitios peores.

—Cuervo para desayunar, o nada —dijo su reacia anfitriona, marchándose sin añadir otra palabra. Maia cerró la puerta y se dispuso a preparar la cama. Encontró una jarra de agua en una mesa y se lavó la cara, tomó un largo sorbo, y extendió la mano para apagar la luz.


Por todas partes, en el extenso complejo, la gente estaba muy ocupada emitiendo fuertes armonías átonas. «La música de la alegría», lo llamaban a veces las poetas. A Maia le parecía mucho más seria.

Naturalmente, había ritmos distintos en cada época del año. En verano eran los hombres quienes buscaban ansiosamente, mientras que las mujeres, escépticas, se dejaban convencer a veces. Eran las pautas de conducta que Maia había conocido toda la vida. El modo de obrar de la naturaleza.

Bueno, el modo de obrar que Lysos y las Fundadoras eligieron para nosotras, reflexionó Maia, escuchando en la oscuridad. Es difícil imaginar algún otro.

Maia había pensado en el sexo; dos compañeros dispuestos que se unen, ya sea por medio del cortejo o tras ser seducidos. Parecía un acto en parte sublime, pero también lleno de todas las ansias húmedas y frenéticas por la vida que se producen por el conocimiento seguro de que todo se perderá. Una fusión dirigida a la eternidad, a decir de algunas.

Como joven virgen, Maia no sentiría aquel arrebato hormonal de deseo hasta el más profundo nadir del invierno, si es que llegaba a sentirlo. Con todo, casi un año antes de partir de Puerto Sanger había empezado a experimentar sensaciones que sin duda estaban relacionadas con eso. Una leve ansia, un vacío. Sospechaba vagamente que el sexo podría tener en parte la función de llenarlo. Sólo una parte.

Suspiros y gemidos entre murmullos. Los sonidos eran fascinantes, aunque Maia se preguntó si no habría algo más que el mero roce, liberación y mezcla de fluidos. Una unión que ampliaba lo que cada parte buscaba por separado.

¿O soy sólo una ingenua? Era un recelo privado que nunca se había atrevido a compartir, ni siquiera con Leie. ¿Quieres tener como mascota a un hombre peludo y apestoso?, se habría burlado su gemela. Incluso ahora, Maia no tenía ni idea de lo que deseaba realmente, ni de si sus deseos tendrían alguna relevancia para el mundo.

Duró una hora o dos. Luego las cosas se apaciguaron, permitiendo al viento de la pradera ganar por abandono, al agitar los altos campos de caña situados más allá de la casa y el patio. Con todo, Maia no pudo dormir. Sentía un revuelo interior por todo lo sucedido aquel día. Finalmente, con un suspiro, apartó las mantas, se acercó a la puerta y salió a respirar la noche.

Al haberse criado en el helado norte, no estaba acostumbrada a olores tan fuertes. Sin embargo, identificó rápidamente un aroma penetrante y agradable acompañado de un rumor sordo que emanaba de los barracones abiertos donde los lúgars, aquellas criaturas peludas y obsesivamente agradables, dormían de noche, no importaba cuál fuera la temperatura. Había leído que su fuerte olor era uno de los incontables rasgos programados por las Fundadoras, que dieron a las bestias gran fortaleza física para servir a las mujeres, rompiendo el lazo de dependencia que solía atarlas a los hombres.

Ciertamente, el olor era menos punzante que el del sudor que desprendían los marineros del Wotan cada vez que el duro trabajo los recubría de aquella brillante capa de humedad propia de otra especie. ¿Transpiraban también los hombres mientras hacían el amor? El pensamiento aumentó la ambivalente repulsión—atracción que Maia ya sentía por el tema.

Caminando bajo las estrellas, saludó con una sonrisa a sus amigas Águila y Martillo. Las familiares constelaciones le hicieron un guiño. Impulsivamente, Maia abrió dos bolsas de cuero y sacó el sextante de muñeca. Tras desplegar los brazos alineados, tomó mediciones del horizonte, Ofir, la estrella polar, y el planeta Amaterasu. Ahora, si tuviera un cronómetro decente…

Los perros de algún clan cercano ladraron. Algo aleteó rápidamente a unos pocos metros sobre su cabeza. El viento agitaba los árboles junto al río, donde los escarabajos brillantes seguían enzarzados en su danza nupcial, más persistentemente amorosos que los humanos, lanzando deslumbrantes y extasiadas oleadas al compás. Extensiones enteras de bosque se iluminaban, luego parpadeaban al unísono. Me pregunto si siguen una pauta, pensó Maia, fascinada por el espectáculo de incontables insectos individuales, cada uno reaccionando sólo a sus vecinos más cercanos, combinándose en un espectáculo en vivo de sorprendente complejidad, como las constelaciones que siempre la habían atraído, o un rompecabezas laberíntico…

Cuando llegaba a la esquina de la casa, la brisa remitió y el silencio se hizo más denso, revelando bruscamente un murmullo de voces.

—… ¿no sabes qué le dijo a las Pessie?

—¡Eso es lo que me da miedo! No tengo ni idea de qué se trataba. Pero pagaron la llamada, así que debe de haber sido algo más que una simple molestia. Ya sabemos por nuestras primas de la costa que hay una agente de policía husmeando. Esto apesta. ¡Nos prometisteis discreción, total discreción!

Los insectos de fuego fueron olvidados. Maia se deslizó entre las sombras y se asomó al porche trasero. Pudo distinguir a la segunda hablante. Era Madre Jopland, o alguna de su misma edad. La otra persona permanecía oculta, pero cuando se echó a reír, Maia sintió un escalofrío de reconocimiento.

—Dudo que llamara a causa de nuestro pequeño secreto. Conozco a la zorra, y apuesto ardillas contra lúgars a que no es ninguna agente. Ésa no era capaz de manejárselas sola en un tren de carga.

Gracias, Tizbe, pensó Maia con un estremecimiento. De repente las cosas parecieron tener sentido. No era extraño que las Jopland hubieran tenido éxito en su fiesta, tras un comienzo tan malo. Mientras ella hablaba con las autoridades de Caria, Tizbe debía de haber llegado con botellas rebosantes de verano destilado. .

¿Qué no pagarían las Jopland para invertir el lento declive de su población de un modo simple y eficaz? Tanto más las devotas Perkinitas, a las que ni siquiera les gustaban los hombres.

Estaban planeando renunciar a su regla de destierro en verano. Los concejos del valle iban a construir santuarios, como a lo largo de la costa. Pero con el polvillo de Tizbe no habría ninguna necesidad de comprometer su radical doctrina.

Maia se había preguntado si la droga tendría su lado práctico. Ahora conocía la respuesta.

Me preocupaban los incidentes de Lanargh, y la colisión del tren en Ciudad Barro. Pero sucedieron porque la gente tonteaba con el material, porque es nuevo. Si se usa con cuidado, para facilitar la chispa del invierno, ¿dónde está el mal? No he oído a ninguno de los hombres de hoy llorar por su miseria.

Naturalmente, el objetivo a largo plazo de las Perkinitas era inalcanzable. Las Perkies estaban locas al soñar con hacer a los hombres tan raros como los árboles jacar, con droga o sin droga. Pero mientras tanto, si encontraban un método a corto plazo para salirse con la suya en aquel valle, ¿qué más daba?

Incluso los clanes conservadores como Lamatia intentaban estimular a sus invitados masculinos durante el invierno, con bebida y espectáculos de luces diseñados para remedar las auroras del verano. ¿Era este polvillo diferente?

Maia estuvo tentada de acercarse y unirse a la conversación, sólo por ver la expresión de Tizbe Beller. Tal vez, después de recuperarse de la sorpresa, Tizbe estaría dispuesta a explicar, de mujer a mujer, por qué se tornaban tantas molestias, o por qué eso debería importar lo más mínimo en Caria City.

La tentación se desvaneció cuando la antigua ayudanta de Maia volvió a hablar.

—No te preocupes por nuestra pequeña informadora var. Yo me encargaré. Todo quedará solucionado mucho antes de que consiga volver a Grange Head.

Una horrible sensación bostezó en el estómago de Maia. Retrocedió hasta la esquina de la casa mientras empezaba a comprender el lío en el que estaba metida.

¡Sangradoras! No conozco a nadie. Leie ha muerto. ¡Y estoy metida en esto hasta el cuello!


Un gran misterio es por qué la reproducción sexual pasó a ser dominante para las formas de vida superiores. Según la teoría de la optimización, debería haber sido al contrario.

Tomemos una hembra lagarto o pez, perfectamente adaptada a su entorno, con la química interna, la agilidad, el camuflaje adecuados… todo lo necesario para estar sana, ser fecunda y tener éxito en su ámbito. A pesar de todo esto, no puede transmitir sus características perfectas. Con el sexo, sus retoños serán una mezcla; sólo obtendrán de ella la mitad de su programa y la otra mitad de sus genes reestructurados la obtendrán de otra parte.

El sexo inevitablemente estropea la perfección. La partenogénesis habría funcionado mejor… al menos teóricamente.

Se sabe que en entornas simples y estáticos, los lagartos hembra bien adaptados que producen hijas duplicadas tienen ventaja sobre los que emplean el sexo.

Sin embargo, pocos animales complejos recurren a la autoclonación. Y todas esas especies viven en desiertos antiguos y estables, siempre cerca de especies que se relacionan sexualmente.

El sexo ha tenido éxito porque los entornos son rara vez estáticos. El clima, la competencia, los parásitos… todo crea condiciones cambiantes. Lo que es idea para una generación puede ser fatal para la siguiente. Con la variabilidad, vuestras retoños tienen una posibilidad de lucha. Incluso en tiempos desesperados, una o más de ellas pueden tener lo que hace falta para soportar nuevos desafíos y continuar.

Cada estilo tiene sus ventajas. La clonación ofrece estabilidad y conservación de la excelencia. El sexo da capacidad de adaptación a los tiempos cambiantes. En la naturaleza suele darse una cosa o la otra. Sólo las criaturas inferiores como los áfidos tienen la opción de cambiar de una a otra.

Hasta ahora, claro. Con las herramientas de la creación en nuestras manos, ¿no daremos posibilidades a nuestras descendientes? ¿Opciones? ¿Lo mejor de ambos mundos?

Equipémoslas para escoger su propio camino entre lo predecible y lo oportuno.

Preparémoslas para tratar con la igualdad y la sorpresa.

8

Calma tenía razón. Podías llegar a la Casa Lerner guiada sólo por el olfato.

Era una suerte. Maia podía distinguir el norte por la posición de las estrellas, que divisaba a través de las nubes. Pero las direcciones de las brújulas son inútiles cuando no tienes mapa ni conocimiento del territorio. Sólo Iris, la luna más pequeña, iluminaba su camino mientras seguía un gastado sendero a lo largo de la pradera, hasta que una bifurcación la condujo bruscamente a un laberinto de barrancos tallados por las aguas. De esa dirección parecía proceder un olor fuerte y metálico, así que, con el corazón redoblándole en el pecho, siguió adelante.

Tras internarse en el cañón, Maia tuvo al principio que tantear el camino, siguiendo con los dedos una gruesa capa superior de vegetación que pronto dio paso a duras láminas de barro. Maia se encontró bajando por una serie de infernales marcas en el terreno, como si unas garras gigantescas hubieran abierto la piel de Stratos.

Sus pupilas se adaptaron, hendiéndose para conseguir el máximo de luz. Las capas de barro y limo brillaban o resplandecían de modo alternativo o simplemente bebían los rayos de luna que podían alcanzar aquellas profundidades del cañón. Todo dependía, supuso Maia, de qué mezcla de diminutas criaturas marinas hubieran caído al fondo del océano durante las lejanas épocas de sedimentación que crearon aquellas zonas. Pronto incluso las sinuosas bandas dieron paso a dura roca nativa, retorcida y torturada por los movimientos continentales acaecidos antes de que los protohumanos caminaran por la distante Tierra. Las pautas entremezcladas de piedra clara y oscura le recordaron aquellas altas columnas «castillo» que había visto en la distancia desde el ferrocarril, restos rocosos de las montañas antaño orgullosas que allí se alzaban, pero que habían sido arrasadas por las tormentas, los ríos y el tiempo.

Tiempo era algo que Maia no creía tener en exceso. ¿Planeaba Tizbe esperar hasta la mañana para tenderle una trampa? ¿O acudiría la joven Beller durante la noche a la habitación que le habían dado a Maia, acompañada por una docena de musculosas Jopland? Después de oír aquellas siniestras palabras en el patio, Maia había decidido no quedarse para averiguarlo.

Escapar de la Casa Jopland fue bastante fácil. Andando con cuidado para no alertar a los perros, se arrastró hasta el arroyo cercano que corría junto al huerto, y luego chapoteó durante un kilómetro en el agua helada con los zapatos atados en torno al cuello, hasta que la mansión quedó completamente fuera de su vista. Luego tuvo que pasar varios minutos frotándose los pies medio helados para recuperar la sensibilidad antes de calzarse de nuevo. Temblando, Maia pasó después una hora abriéndose paso campo a través por varios trigales hasta que por fin encontró la carretera.

Hasta ahí, muy bien. Plantearse su situación era mucho más complicado. Después de semanas de deprimido aturdimiento, el efecto brusco de toda aquella adrenalina era a la vez mareante y excitante. No podía dejar de comparar su situación con las cintas de aventuras que Lamatia permitía que vieran sus veraniegas durante las estaciones altas, cuando las madres estaban demasiado ocupadas para ser molestadas. O con los libros ilícitos que Leie solía tomar prestados de jóvenes vars de casas más indulgentes. En esas historias, la heroína, normalmente una hermosa muchacha de seis años nacida en el invierno en algún clan en alza, se encontraba atrapada por los temibles planes de alguna casa decadente cuya estabilidad y dinero eran mantenidos por medios subversivos y no gracias a la competencia honesta. Normalmente había un hombre objeto —o un barco entero de marineros decentes de ojos claros— en peligro de ser atrapado por la malvada colmena. El final era siempre igual. Tras ser salvados por la inteligencia y el valor de la heroína, los hombres prometían visitar el pequeño clan virtuoso cada invierno, mientras las madres y hermanas de la heroína así lo quisieran.

La virtud prevalecía sobre la venalidad. Resultaba excitante o romántico en las páginas o en la pantalla. Pero en la vida real Maia no tenía madres ni hermanas a las que acudir. Era una solitaria muchacha de cinco años sin ninguna amiga en el mundo. Estaba claro que Tizbe y sus clientas Jopland podían hacer con ella lo que se les antojase.

Si me cogen, claro, pensó Maia, mordiéndose los labios para detener los temblores. Apretar los puños también ayudaba. Plantar cara era un buen antídoto contra el miedo.

Uh,oh.

Se detuvo en seco y deglutió con dificultad. El camino serpenteaba a lo largo de un recodo por la parte inferior de la pared del cañón, pero al doblar una esquina se encontró de pronto ante un precipicio. Un desvencijado puente colgante lo salvaba, una mitad sumergida en las sombras y la otra reflejando ante sus ojos adaptados a la oscuridad la tenue luz de la luna.

Debo de haber tomado un desvío equivocado. ¡Calma nunca habría pasado con su carreta por ahí!

Siguiendo su contorno, Maia vio que el puente colgaba sobre una cañada cubierta de montañas de cenizas y hollín, y que se extendía desde una hilera de altas estructuras colmenares situada en el extremo opuesto. Aquí y allá, Maia percibió el rojo fluctuar de los hornos de carbón que se preparaban para la noche.

Fundiciones de hierro, reconoció con cierto alivio. Así que ésta era la Casa Lerner, después de todo. Calma debía de haber seguido una ruta más lenta por el fondo del cañón. Éste era el camino más directo.

Pasar el crujiente puente colgante tenía que ser aterrador incluso de día. ¿Pero qué otra opción le quedaba? Nunca he sido muy buena para estas cosas, pensó, recordando las acampadas con otras veraniegas en la estepa cercana a Puerto Sanger. A Leie y a ella les encantaban las expediciones, y soportaban alegremente las picaduras de los bichos y el frío espantoso. Pero a ninguna de las dos les gustaba mucho cruzar arroyos sobre frágiles leños o piedras resbaladizas.

El puente era muchísimo peor. Tras avanzar con cautela, Maia se agarró a la cuerda guía que se extendía sobre el barranco a la altura de la cintura. Avanzó de asidero en asidero y de tabla en tabla, temiendo escuchar en cualquier momento un grito de persecución a sus espaldas, o el restallar de algún cable al ceder. El extraño silencio aumentaba su incomodidad, recalcando su soledad.

Finalmente, al llegar al otro lado, se apoyó contra una de las columnas de anclaje y dejó escapar un suspiro entrecortado. Desde el promontorio, Maia escrutó el sendero por el que había venido. No había ninguna señal de una partida de búsqueda a gran escala, pues sus luces habrían sido visibles desde una distancia de kilómetros. Probablemente lo estás exagerando todo, pensó. Para ellas eres sólo una estúpida var que ha metido la nariz donde no la llaman. No te dejes ver durante algún tiempo y te olvidarán.

Tenía sentido. Pero claro, tal vez era demasiado estúpida para saber hasta qué punto estaba metida en líos. Allí de pie, Maia sintió que el viento se volvía más frío. Tenía los dedos entumecidos, casi paralizados, incluso cuando se los soplaba. Tiritando, se frotó las manos y empezó a buscar entre los hornos y almacenes la mansión donde aquella rama del Clan Lerner residía y criaba a sus hijas.

Cuando encontró la casa, tuvo una decepción. Había imaginado a las industriales Lerner levantando una impresionante estructura de arcos de acero alineados con piedra o cristal. Se topó en cambio con una casa de ladrillo de un solo piso, que abarcaba casi un cuarto de hectárea. Sólo unas cuantas ventanas asomaban a un patio delantero cubierto de matojos y basura de todo tipo.

Las ventanas no estaban iluminadas. De no ser por el suave siseo de los hornos (y por el olor), Maia habría pensado que el lugar estaba desierto.

Captó otro sonido. Un sonido débil. Maia se volvió. Cruzó con cuidado el patio hasta que, al doblar una esquina de la casa, se topó con un puñado de estructuras bajas, aún más desvencijadas que la «mansión». De cada una sobresalía una pequeña chimenea con una fina columna de humo. Casas para las empleadas, supuso.

Una de aquellas casas, apartada del resto, parecía diferente. La tenue luz que surgía de la ventana iluminaba un senderito de grava… y un pequeño y cuidado lecho de flores. Al acercarse, Maia distinguió una suave música en el interior. También olió los aromas de la cocina.

Para cuando llegó a la puerta, temblaba demasiado de frío para temer alzar la mano y llamar.


Desde que habían empezado a trabajar en la fundición, hacía un mes escaso, Thalla y Kiel habían transformado la pequeña cabaña emplazada en el extremo del complejo de las trabajadoras.

—Renunciaréis a esa tontería muy pronto —les habían dicho las otras empleadas. Pero las dos jóvenes dedicaban fielmente una hora cada día, incluso después de los largos y agotadores turnos en los hornos, a atender su jardín y a poner en orden su vieja casa.

Fue la alta y fornida Thalla la que abrió la puerta aquella noche, gimió de preocupación y atrajo a Maia al interior, donde la cubrió con una manta y le sirvió una humeante taza de té junto a la chimenea. Kiel, con su tez casi completamente negra y sus chispeantes ojos claros, fue la que acudió a las madres del Clan Lerner a la mañana siguiente, y poco después regresó con la noticia de que Maia podía quedarse.

Naturalmente, tendría que trabajar.

—Empezarás por el montón de desperdicios —anunció Kiel la mañana siguiente a la huida de Maia de la Casa Jopland—. Luego pasarás una semana aprendiendo a dar paletadas con el resto de nosotras. Calma Lerner dice que si después sigues por aquí, te propondrá un aprendizaje después de horas en el laboratorio de mezclas.

La mujer negra se rió desdeñosa.

—Un aprendizaje. ¡Ésa sí que es buena!

Trabajar para un clan de fundidoras no era el camino en la vida que Maia habría escogido. Pero como no disponía de ninguna brillante estrategia para llegar a Grange Head sin toparse con el grupo de Tizbe, o con las Joplands, tendría que contentarse. De todas formas, era un trabajo honorable.

—¿Qué tiene de malo un aprendizaje? —preguntó a la otra muchacha—. Pensaba…

—Pensabas que era un peldaño más en la escalera, claro. —Kiel agitó una mano callosa—. Tal vez en una ciudad de moda, donde puedas contratar a una clónica de alguna colmena de abogadas para que examine tu contrato. ¿Pero aquí? Supongo que no sabes qué significa «después de horas» en la Casa Lerner, ¿me equivoco?

Maia sacudió la cabeza.

—Significa que no cobras salario por el tiempo de aprendizaje, ni tienes puntos de alojamiento. De hecho, pagas por el privilegio de hacer trabajos extra en su laboratorio. ¡Te cobran por las lecciones!

—No hay forma más rápida de caer en una trampa deudora —coincidió Thalla—. Excepto el juego.

Las trampas deudoras eran algo de lo que Thalla y Kiel hablaban constantemente, como si temieran caer en malos hábitos si alguna vez pasaban por alto el tema. Sólo la vigilancia constante y la frugalidad les permitirían prevalecer. Además de atender el jardín y barrer el suelo, las dos jóvenes seguían el ritual de contar sus varas de dinero cada noche.

—Es posible progresar, incluso después de descontar la comida y el albergue —dijo Thalla la segunda noche, mientras ayudaba a Maia a atender torpemente su piel chamuscada por cenizas calientes. Los pesados petos de cuero y las gafas la habían salvado de recibir quemaduras de consideración, pero llevar todo aquel blindaje hacía aún más agotador el trabajo de arrastrar los pesados carros rebosantes de materiales fundidos. Era aún más duro que trabajar en los barcos, pues requería la fuerza de un hombre, la paciencia de un lúgar, y la disciplinada diligencia de una clon nacida en invierno. Sin embargo, en los hornos sólo se contrataba a las vars. Únicamente las vars necesitadas de trabajo soportarían aquel infierno artificial en miniatura.

—¿No lo exige la ley? —preguntó Maia, hundiendo un paño en una palangana de agua racionada—. Creía que las jefas tenían que pagarte lo suficiente para que pudieras ahorrar.

Thalla se encogió de hombros.

—Claro que es la ley, transmitida desde los tiempos de Lysos…

Maia estuvo a punto de alzar la mano ante la mención del nombre de la Primera Madre, pero se detuvo antes de trazar el signo circular. De algún modo, no le parecía que Kiel y Thalla fueran religiosas.

—Pero estamos cerca del límite —continuó la fornida mujer—. Compra unas cuantas comodidades en la tienda de la compañía. Pierde unos pocos créditos jugando… verás cómo te va. ¡Te cubrirás de deudas y no escaparás hasta el Día de la Amnistía, a finales de primavera! ¿Y entonces adónde irás? Yo no pienso quedarme aquí más allá de mi séptimo cumpleaños. Tengo cosas que hacer, ¿sabes?

Maia se abstuvo de señalar que, a pesar de su dedicación, Thalla y Kiel gastaban dinero en algo más que en necesidades básicas. Tenían una pequeña radio, y pagaban a la Casa Lerner la electricidad necesaria para poder escucharla, a veces hasta altas horas de la noche. Compraban semillas de flores y verduras para el jardín.

Pero claro, puede que fueran realmente necesidades. A medida que se adaptaba a la rutina del trabajo en la fábrica, Maia llegó a ver que aquellos restos de civilización, débiles como eran, constituían la diferencia crucial entre mantener la dirección y perder el rumbo para acabar sumida en la interminable semivida que parecía ser el destino de otras empleadas var. Oh, las vars trabajaban duro. En sus ratos de ocio, se reían y cantaban y depositaban considerables energías en sus juegos de azar. Pero no iban a ninguna parte. Tenían la prueba en el valle próximo, a sotavento y fuera de la vista de la factoría, donde se encontraban las guarderías y zonas de recreo. Las niñas, nacidas tanto en invierno como en verano, se alojaban e iban al colegio allí. Cada una de ellas había nacido de una madre Lerner. Ningún vientre var había florecido allí desde hacía tanto que nadie podía recordado.

También Maia empezó a contar sus créditos cada noche. Algunos los destinaba a comprar ropa de trabajo de segunda mano, una barra de jabón, y a cubrir otras necesidades. Cuando llegó la factura de la electricidad semanal, Maia pagó un tercio. Eso le dejó muy poco. Contra todos los pronósticos, Maia descubrió que sentía añoranza del mar.

La mujer policía me prometió una recompensa si me presentaba en Grange Head, reflexionó tristemente. Incluso una modesta recompensa por testificar sería tanto como lo que ganara trabajando duramente aquí. Ha pasado casi una semana. Podrías averiguar si es seguro hacer un movimiento.

Sus compañeras supusieron rápidamente que Maia huía de algún problema serio. Aunque no la presionaron y ella se abstuvo de entrar en detalles, Maia corrió el riesgo y les dijo a las dos mujeres que sus perseguidoras eran las madres del Clan Jopland. Con ello pareció ganarse la consideración de Kiel y Thalla. La primera se ofreció a comprobar el estado de la situación el próximo Día de Asueto, cuando la carreta de suministros llegara a la ciudad. Si no venía demasiado cargada, las empleadas var fuera de servicio podían dar un paseo a cambio de pagar una pequeña tarifa. Kiel tenía compras que hacer, de todas formas.

—Echaré un vistazo por ti, virgie, y veré si la costa está despejada.

—Me gustaría que nos contaras qué les hiciste a esas brujas —dijo a su regreso la mujer oscura, mientras soltaba las compras sobre la mesa y se volvía hacia Maia, los ojos abiertos como platos—. Parece que has cabreado en serio a esas Perkies. A la hora del tren vi a dos Joplands merodeando por la estación, tan sutiles como un arado, fingiendo esperar a alguien mientras comprobaban a cada var que iba o venía. Vi a otra pareja a caballo, patrullando la carretera. Todavía te están buscando, pequeña vestal.

Maia suspiró. La idea de una huida rápida quedaba descartada. Toma nota. La próxima vez que te las veas con alguien más poderoso que tú, escoge un lugar con más de una salida trasera. Holly Lock estaba tan lejos en mitad de ninguna parte como podría haber imaginado, y el ferrocarril era la única salida rápida del valle. Ni siquiera robar un caballo serviría de nada. Los relinchos y huellas delatarían su posición mucho antes de que se acercara a las montañas de la costa, mucho menos a Grange Head.

—Supongo que hiciste la elección inteligente después de todo —sugirió Thalla—. Al dirigirte tierra adentro en vez de intentar llegar a la costa. El último lugar en el que buscarán es en la apestosa Casa Lerner.

Aparentemente. O tal vez a las perseguidoras de Maia no les hacía falta comprobar cada choza y granja. Todo lo que tenían que hacer era vigilar todas las salidas, y esperar.

—¿Hacían preguntas? ¿Daban mi descripción? —le preguntó a Kiel, quien se encogió de hombros.

—Venga, ¿qué var delataría a otra var a una Perkinita? Saben que es una tontería preguntarlo.

Eso le pareció un poco simple a Maia. El antagonismo entre clones y veraniegas era profundo en Valle Largo. Pero no tenía mucha fe en la solidaridad var. Era más que probable que las otras trabajadoras Lerner la vendieran por una recompensa lo bastante grande. Por fortuna, sólo Thalla y Kiel parecían haber reparado en su existencia. La renovada tendencia de antipatía Jopland era su principal esperanza. Más el hecho de que las Lerner no fueran Perkinitas, y se mantuvieran tradicionalmente apartadas de la política local.

Veremos si sigo en candelero dentro de una semana o así. Si el interés por mí decae, podría intentar hacer el trayecto por etapas, viajando de noche y haciendo de camino trabajos esporádicos a cambio de comida…

Maia lamentaba profundamente la pérdida de su bolsa, que había dejado en la estación de Holly Lock. El petate contenía sus últimos recuerdos de Leie. Pensar en su pérdida hacía que se sintiera aún más triste y solitaria.

Al menos tenía dos nuevas amigas. No podían sustituir a Leie, pero el amistoso calor que le demostraban Thalla y Kiel era el principal motivo por el que Maia se sentía reacia a marcharse. El trabajo era duro y la casita poco más que una choza, pero se le antojaba lo más parecido a un «hogar» que había tenido desde que dejara su habitación en el ático de Puerto Sanger, siglos atrás.

Pasaron los días. El ritmo de los hornos, el hedor del lignito marrón local, el rumor de los transportadores de metal… incluso el calor, dejaron de molestarle tanto. El día fijado para su cita en Grange Head llegó y pasó, pero Maia no creía que la magistrada la echara mucho en falta. Le había dicho a la agente de Caria todo lo que sabía. Había cumplido con su deber.

Además, escuchando hablar a Kiel y Thalla cada noche, Maia empezó a hacerse preguntas. ¿Qué le debía ella a una estructura de poder que ofrecía tan poco a las vars como ella mientras otras mujeres florecían simplemente a causa de un quiebro de la fortuna en el momento de nacer? Sus compañeras no parecían considerar una herejía cuestionar el funcionamiento de las cosas. Era un tema de conversación frecuente.

A veces, por la noche, sintonizaban una extraña emisora de radio para captar voces débiles que reflejaban agudos tonos magnéticos.

Nadie puede contar con la justicia de las corruptas agentes de Caria City, que son compradas y vendidas por los grandes clanes—colmena del Continente del Aterrizaje. Las propias clases oprimidas son las que tienen que alzarse y cambiar las cosas…

Maia sospechaba que la emisora era ilegal. Las palabras eran hostiles, incluso de rebeldía, pero para Maia, lo más sorprendente fue su propia reacción. No se escandalizó en absoluto. Se volvió hacia Kiel y le preguntó si con lo de las «clases oprimidas» se referían a las veraniegas como ellas.

—Claro que sí, virgie. Hoy en día, con todos los nichos cubiertos por un clan u otro, ¿qué posibilidad tienen las pobres vars como nosotras de iniciar algo propio? La única forma de cambiar las cosas es uniéndonos y cambiándolas nosotras mismas.

—La voz de la radio repitió esos mismos sentimientos.

… Las herramientas empleadas para la represión son muchas. Hemos visto fomentar una tradición de apatía, de manera que el resultado de las noclónicas en las elecciones del Continente Oriental apenas llegó al siete por ciento el año pasado, a pesar de los intensos esfuerzos del Partido Radical y la Sociedad de Semillas Dispersas…

Así era como la Sabia Claire solía llamar a las niñas var que la Casa Lamatia expulsaba cada otoño. Semillas dispersas. En teoría, se suponía que las veraniegas debían buscar y al final encontrar esa ocupación especial para la que eran buenas por naturaleza, y luego echar raíces y florecer. Sin embargo, muchas acababan en un callejón sin salida, tomando los votos y refugiándose en la Iglesia, o trabajando como las empleadas Lerner, a cambio de habitación, comida y las suficientes varas de monedas para costearse unos cuantos placeres baratos.

Maia pensó en todo lo que había visto desde su partida de Puerto Sanger.

—Algunas dicen que últimamente ha habido un montón más de nacimientos de verano. Por eso somos tantas.

—¡Propaganda de mierda! —escupió Thalla—. Siempre se quejan de que hay demasiadas vars para abrir nichos. Pero es sólo una excusa para pagar poco. Aunque consigas un trabajo, no hay seguridad. Y normalmente se trata de trabajos que no son mejores que los adecuados para los hombres.

Eso respondía a la siguiente pregunta de Maia: si los varones entraban también en la categoría de «masas oprimidas». Pero Kiel tenía razón. Cierto, las Lerner eran buenas en lo que hacían. En los hornos y fraguas siempre parecían saber dónde surgiría el siguiente problema, y ver a una Lerner trabajar el metal era como ver a una artista en acción. Con todo, ¿les daba eso derecho a monopolizar aquel tipo de empresa dondequiera que las pequeñas fundiciones tuvieran validez económica?

—Las Perkinitas son las peores —murmuró Thalla—. Preferirían no tener veraniegas. Volverían a abrir los laboratorios genéticos si pudieran. Arreglarían las cosas para que sólo hubiera mocosas de invierno. Nada más que clónicas, todo el tiempo.

Maia sacudió la cabeza.

—Tal vez se salgan con la suya sin tener que reabrir los laboratorios.

—¿Qué quieres decir? —preguntaron las dos jóvenes. Alzando rápidamente la cabeza, Maia comprendió que casi había dejado escapar el secreto.

¿Qué secreto?, reflexionó. La agente nunca me dijo exactamente que no hablara. Además, Thalla y Kiel son de mi clase, no como una lejana policía clónica.

—Um —empezó a decir, bajando la voz—. ¿Sabéis qué problema tuve en la Casa Jopland?

—¿El lío del que no quieres hablar? — Thalla se inclinó hacia delante ansiosamente—. He estado sumando dos y dos y tengo una teoría. ¡Mi suposición es que intentaste colarte en esa fiesta que celebraron hace un par de semanas, para conseguirte un hombre sin pagar!

Thalla se echó a reír hasta que Kiel le tiró del brazo y la hizo callar.

—Continúa, Maia. Cuéntanoslo si te sientes dispuesta.

Maia inspiró profundamente.

—Bueno, parece que al menos algunas Perkinitas han encontrado un medio para conseguir lo que quieren…

Contó toda la historia, sintiendo una creciente satisfacción a medida que los ojos de sus compañeras se iban abriendo como platos con cada revelación. La habían catalogado como una jovencita dulce e indefensa a la que había que dispensar protección fraternal, no como una aventurera que ya había experimentado más excitación y peripecias que la mayoría en toda su vida. Cuando terminó, las dos mujeres se miraron mutuamente.

—¿Crees que deberíamos…? —empezó a decir Thalla.

Kiel sacudió la cabeza, cortante.

—Tal vez. Hablaremos de ello mañana. Ya es tarde. Las muchachas de cinco años deben estar en la cama; no importa que hayas resultado ser una pirata nata. —Kiel acarició amistosamente el pelo corto de Maia, con un nuevo respeto—. Vámonos todas a dormir —concluyó, y extendió la mano para desconectar la radio.

Cuando la luz se apagó y las tres se acostaron en sus respectivos jergones, Maia permaneció inmóvil durante un buen rato, pensando.

¿Yo? ¿Una pirata nata?

Y sin embargo, ¿por qué no? Con sus tiernos músculos cada vez más tensos y menos doloridos, Maia se volvía más fuerte de lo que jamás había creído posible. ¿Y ahora, escuchando emisoras de radio rebeldes? ¿Compartiendo asuntos policiales con vars radicales y sin hogar?

¿Y a continuación qué?, se preguntó. ¡Si Leie pudiera verme ahora…!

De repente, toda su dureza recién hallada no fue suficiente contra la pena. Maia tuvo que contenerse para no sollozar en voz alta. Maldición, pensó. Maldito sea todo en el infierno patarkal. Parecía que la amabilidad de sus compañeras sólo la volvía más vulnerable, al suavizar el aturdimiento en que se había envuelto desde que dejara el templo de Grange Head. Tal vez estaría mejor sola, después de todo.

Desde las casitas vecinas podía oírse el tintineo de los dados y las roncas risotadas, incluso algún fragmento de canción. Pero dentro de la cabaña todo permaneció en silencio hasta que Thalla empezó a roncar. Poco después, Maia oyó levantarse a Kiel. Aunque mantuvo los ojos cerrados, se sintió extrañamente segura de que la otra mujer la observaba. Luego, cuando Kiel hubo salido al exterior, la puerta se cerró. Medio dormida, Maia supuso que la oscura muchacha había ido al excusado, pero por la mañana no había regresado todavía.


Thalla no pareció preocupada.

—Negocios en la ciudad —explicó tranquilamente—. La carreta del Día de Asueto irá cargada de hierro forjado, así que no habrá pasajeros, pero tenemos que cuidar un par de inversiones. Hay lugares en los que invertimos nuestro dinero para que no se evapore aquí. Esas cosas pasan, ¿sabes? Las varas de monedas desaparecen. Si yo fuera tú, no dejaría las mías bajo la almohada.

Maia parpadeó, preguntándose cómo lo sabía Thalla. ¿Había mirado? Reprimiendo la urgencia de correr al camastro y comprobar sus exiguas ganancias, Maia también tomó nota de lo hábilmente que la otra var había conseguido cambiar de tema. No es asunto mío, supongo, pensó con una mueca.

El trabajo continuó al mismo ritmo firme y aturdidor.

En su decimoctavo día en la Casa Lerner, Maia y otras muchas trabajadoras fueron asignadas a tirar de vagonetas llenas de hierro preprocesado de una mina situada a tres kilómetros de distancia, atendida por completo por un clan de mujeres albinas cuya palidez natural se había oscurecido por el óxido que les manchaba la piel.

Al día siguiente, llegó una caravana de enormes llamas de carga que traía carbón vegetal para refinar el mineral. Altas mujeres de ojos rasgados se ocupaban de las bestias, pero no participaron en la descarga, pues al parecer el trabajo no estaba a su altura. Maia se unió al grupo de vars que transportaban saco tras saco de negros carbones a un cobertizo situado junto a los hornos, mientras una Lerner mayor pagaba a las transportistas con metal recién forjado. Al cabo de unas horas la caravana volvió a ponerse en marcha. Su viaje las llevaría más allá de las tres lejanas columnas de piedra que daban su carácter al horizonte nororiental, y continuaría hacia picos apenas visibles donde otro clan llenaba un nicho pequeño pero activo: talar árboles y convertirlos en carbón. Era una economía rústica y sencilla. Pero funcionaba, sin espacio para las recién llegadas.

Después, mientras se limpiaba las capas de suciedad, Maia soportó pacientemente otra de las visitas diarias de Calma Lerner. La mujer pasaba a verla cada noche, justo antes de la cena, con una obstinación que Maia empezaba a respetar. No aceptaba un no como respuesta.

—Mira, noto que tienes una buena educación para ser una hija del verano. Reconozco que procedes de un linaje de madre con clase. Deberías hacer algo con tu vida, de verdad que sí.

Eso planeo, respondió Maia mentalmente. Planeo salir corriendo, no andando, de este valle, en cuanto hacerlo sea seguro, y nunca más volver a poner un pie cerca de un pedazo de carbón, ¡jamás!

Pero Calma era bastante agradable, y Maia no quería ofenderla.

—Estoy ahorrando para continuar mi camino —explicó.

La Lerner sacudió la cabeza.

—Creía que habías venido por lo que hablamos ese día en la carreta. Ya sabes, para estudiar metalurgia. Si no es para eso, ¿por qué estás aquí?

Maia no quería favorecer aquella línea de interrogatorio. Hasta ahora no había habido ningún signo de que Tizbe o las Jopland la buscaran allí. Debían de haber supuesto que se había dirigido hacia el oeste, hacia el mar. Pero las preguntas de Calma, o incluso cualquier comentario banal, podrían cambiar eso.

—Um. Mira, tal vez me piense lo del aprendizaje. Es que no estoy segura de los acuerdos, eso es todo.

La expresión de Calma se transformó y Maia casi pudo leer los pensamientos de la otra mujer.

¡Ajá! La pequeña se hace de rogar esperando conseguir un trato mejor. Tal vez pueda rebajar un poco la tarifa de las lecciones. ¿A cambio de qué? ¿Un contrato trimestral?

—Bueno —dijo la mujer mayor en voz alta—. Podemos hablar de eso cuando estés dispuesta a hacerlo.

Lo que Maia tradujo inmediatamente por: Que trabaje como una esclava otra semana más en la fragua. Para entonces aceptará si cedemos en un punto o dos.

De hecho, la cara de Calma era tan fácil de leer que Maia creyó entender por qué una familia con tanto talento nunca había conseguido gran cosa en el mundo del comercio. Tal vez deberían asociarse con un clan de negocios. Pero algunas familias no podían trabajar con grupos ajenos; sobre todo a lo largo de generaciones, que era lo que duraban muchas alianzas entre clanes.

Aunque Maia archivó esta reflexión para referencias futuras, ya no lo hizo con la idea de compartir tales hallazgos. La pérdida de Leie aún formaba una cavidad en su interior, pero el dolor se amortiguaba con cada día que pasaba. A través de él, había empezado a ver los contornos de su futuro, despojados de los sueños henchidos de la infancia.

Si era astuta y obstinada, podría conseguir ser como Kiel y Thalla; ahorrando lentamente y esforzándose, no para conseguir un nicho fabuloso, o algo tan grandioso como establecer su propio clan, sino para encontrar una pequeña grieta en el muro de la sociedad stratoiana. Un lugar donde vivir cómodamente, con un poco de seguridad. Podría irte peor. Has visto a gente que lo tiene mucho peor.

Para pasar la segunda y tercera noches en que Kiel estuvo fuera, Thalla puso a Maia al corriente de las extrañas costumbres practicadas en los puertos de las islas del Sur.

La fornida joven pareció igualmente sorprendida cuando Maia describió los hábitos mundanos de la vida en Puerto Sanger, que ella misma había considerado normales durante tanto tiempo. Luego escucharon un rato la radio (una emisora musical, no comentarios políticos), hasta que llegó la hora de dormir.

Tal vez a su regreso Kiel diga que la costa está despejada, pensó Maia mientras se quedaba dormida. No se sentía atada en absoluto a la Casa Lerner, ¿pero podría separarse de sus nuevas amigas? Por bien de su camaradería, se sentía tentada a quedarse.

El trabajo, y la recuperación tras el trabajo, ocuparon casi todo el día siguiente, desde el amanecer hasta el ocaso. La comida consistió en un oloroso guiso de lentejas con cebollas y especias, una cena que, Maia estaba segura, Thalla había preparado esperando el regreso de Kiel. Pero la mujer oscura no apareció. Thalla se echó a reír cuando Maia expresó su preocupación. .

—Oh, tenemos planes, ya sabes. A veces está fuera una semana o más. Las Lerner tienen que soportarlo porque nadie es mejor que Kiel manejando las láminas de acero. No te preocupes, virgie. Volverá dentro de poco.

Muy bien, no me preocuparé. Fue sorprendentemente fácil conseguirlo. En unas cuantas semanas, Maia había aprendido el truco de dejarlo estar y vivir de día en día. Ni siquiera las sacerdotisas del templo habían podido enseñarle eso. El agotamiento físico, admitió, es un buen instructor.

Esa noche Maia cogió su pequeña lámpara de aceite y salió a visitar el excusado antes de irse a la cama. Como medida para proteger su intimidad, se había acostumbrado a esperar a que todas las demás vars terminaran. De camino al barracón exterior, le gustaba contemplar las estrellas, que empezaban a mostrar claramente las constelaciones de invierno. Stratos frenaba en su larga elipse exterior, aunque para el verdadero comienzo de la estación fría faltaban todavía varias semanas.

Al doblar una esquina entre las casitas de las trabajadoras, Maia vio a alguien apoyado en la puerta del barracón, de espaldas a ella. Oh, bueno, pensó. Todo el mundo tiene que esperar su turno.

Se acercó y soltó la lámpara.

—¿Llevan ahí mucho tiempo? —preguntó a la mujer que esperaba antes que ella. Ésta sacudió la cabeza.

—Dentro no hay nadie.

—Pero entonces, ¿por qué estás…?

Maia se detuvo. Algo iba mal. Aquella voz…

—¿Por qué estoy esperando? —La mujer se volvió—. Pues te espero a ti, por supuesto, mi joven entrometida.

Maia jadeó.

—¡Tizbe!

La invernal del clan de placer sonrió y le hizo un ligero saludo con la mano.

—Ni más ni menos que tu leal ayudanta en persona. Me pareció que era hora de que tú y yo tuviéramos una conversación, jefa.

A pesar de su acelerado corazón, Maia se sintió orgullosa de que la voz no le temblara.

—Habla —dijo, extendiendo las manos—. Elige un tema. El que tú quieras.

Tizbe sacudió la cabeza.

—Aquí no. Tengo pensado otro lugar.

—Muy bien. ¿Dónde…?

Maia se detuvo de pronto al notar movimiento. Giró justo a tiempo de ver a varias mujeres idénticas vestidas de negro que se abalanzaban sobre ella sosteniendo pañuelos humeantes.

Joplands, reconoció Maia un instante antes de que la agarraran. Noto que las mujeres se sorprendían de su fuerza. Pero las granjeras eran aún más fuertes. Mientras se debatía, Maia consiguió esquivar los pañuelos empapados el tiempo suficiente para ver otra figura más, que esperaba a corta distancia.

Calma Lerner observaba con los labios apretados cómo Maia caía al suelo y le cubrían la nariz y la boca. Un tejido negro le impidió la visión. Un aroma dulce y pegajoso la asfixió, invadiendo su cerebro y sofocando todos sus pensamientos.


Despertó a través de una bruma anestésica para ver las estrellas revoloteando como escarabajos brillantes en el cielo, y recordó aturdida que las estrellas no se comportaban de esa forma. En su delirio, se le ocurrió sólo vagamente que esto podría ser una cuestión de percepción. Resultaba difícil concentrarse mientras estaba tendida en posición supina, atada al fondo de una carreta tirada por caballos.

A lo largo de toda aquella noche, Maia fue saliendo y cayendo en un sueño drogado con intervalos en los que alguien le levantaba la cabeza para suministrarle desde un paño gotas de agua en la boca reseca. Sorbía aquel paño como un bebé recién nacido, como si ese reflejo primario fuera lo único que le quedara. Los sueños asaltaron a Maia con recuerdos capturados al azar, distorsionados, y vueltos a la vida con adornos procurados por su subconsciente libre.

Tenía poco más de tres años stratoianos… nueve o diez según el antiguo calendario. Era el Día del Solsticio de Invierno y las veraniegas de Lamatia habían comido y habían sido enviadas a sus habitaciones para que se quedaran en ellas hasta que el gong las llamara para la cena. Pero las gemelas habían estado haciendo planes. Maia y Leie sabían que al mediodía todas las Lamai puras estarían en el gran salón para participar en la Ceremonia de Iniciación. Durante semanas, la clase de Lamais de seis años se había estado preguntando excitada cuál de ellas recibiría la maduración, y cuál tendría que esperar otro invierno, quizá dos. Entre las clones, que se distinguían en poco, la que conseguía concebir durante su primer solsticio maduro tenía ventaja sobre sus iguales y subía de categoría a medida que su generación maduraba, quizás incluso hasta jugar un papel predominante en la dirección del clan.

Maia y Leie no querían en modo alguno perderse la Ceremonia, a pesar de que las reglas prohibían los ritos a las simples mediohijas. Habían pasado muchas horas furtivas explorando qué ruta seguir: primero había que salir por la ventana de su cuarto, luego sortear una viga maestra y deslizarse por un canalillo, bajar por una pared adornada con refuerzos, atravesar una ventana para llegar a un ático, y bajar por una escalera de cuerda que habían colgado previamente en el interior de una chimenea cegada y abandonada…

En el sueño de Maia, cada fase de la aventura parecía tan real e inmediata como lo fuera para su yo más joven. La posibilidad de caer y matarse era aterradora, pero menos terrible que la idea de ser capturada. La captura y el castigo eran, a su vez, impedimentos irrisorios en comparación con la espectral posibilidad de que Leie y ella pudieran no ver.

Llegar a su puesto de observación fue la parte más peligrosa. Significaba arrastrarse por la empinada cúpula del gran salón, cuyos arcos de hormigón reforzado mantenían en su sitio las vidrieras de colores. Arrastrándose por el borde para no proyectar sombras en el salón, Maia y su hermana reunieron por fin el valor necesario para asomar la cabeza por una sección de la ventana, desde donde vieron por primera vez la ceremonia que se desarrollaba abajo.

El interior era una confusión de luz y sombras. El tejado de cristal dejaba entrar la luz del día invernal en la cámara, transformada en un brillante simulacro de las noches de verano. Unos paneles de colores proyectaban hábiles imitaciones de las auroras sobre las paredes de debajo, mientras que otros resplandecían tan dorados como la Estrella Wengel, cuando la pequeña y menos brillante compañera del sol brillaba alto en el cielo de verano. Una hoguera ardía en un rincón de la sala, desprendiendo un calor que las gemelas podían notar desde fuera. Las llamas estaban teñidas con aditivos garantizados para simular el espectro de las luces del norte.

Era un espectáculo por el que merecía la pena correr todos los riesgos que las habían llevado allí. Ni Leie ni Maia habrían tenido el valor de ir solas.

Sin embargo, tardaron un rato en sofocar el temeroso convencimiento de que alguien iba a mirar hacia arriba. Las muchachas pasaron más tiempo riéndose y dándose codazos que mirando a través de las lentes bruñidas. Finalmente, advirtieron que nadie estaba interesado en el techo en un momento como aquél.

Las bailarinas trazaban pautas ondulantes mientras danzaban ante el dosel central, agitando livianos vestidos que también imitaban exposiciones iónicas. El grupo procedía del Clan Oosterwyck, famoso por su belleza y sensualidad. Su promedio de éxitos era legendario y sólo los clanes ricos podían permitirse contratar sus servicios en esa época del año.

De los incensarios emanaban espirales de humo, cuyo aroma debía de estimular las feromonas que más excitaban a los machos. Tras una cortina, unas siluetas revelaban la presencia de las madres y las hermanas plenas de la Casa Lamatia, que observaban discretamente desde fuera para no molestar a sus invitados.

Maia dio un codazo a Leie y señaló:

—¡Allí! —susurró, aunque no hacía falta. Puesto que la música sólo les llegaba como un leve murmullo, era altamente improbable que nada de lo que dijesen pudiera ser oído abajo.

Leie se volvió para mirar en la dirección que su hermana indicaba.

—Sí, es el capitán de la Cofradía del Pingüino, y esos dos marineros jóvenes. Exactamente los que predije. ¡Paga!

—¡No llegué a apostar! Todo el mundo sabe que la Cofradía del Pingüino está en deuda con Lamatia por ese gran préstamo que las madres le concedieron el año pasado.

Leie ignoró la réplica.

—Vamos, echemos otro vistazo —instó, tirando a Mala del brazo y haciendo que su hermana se tambaleara peligrosamente en la empinada pared de la cúpula.

—¡Eh, cuidado!

Pero Leie ya se había deslizado hacia donde una gran pieza de cristal convexo sobresalía del tejado. Maia oyó a su hermana jadear y luego reír nerviosa.

—¿Qué pasa? —exclamó Maia, mientras se arrastraba hasta allí.

Leie alzó una mano.

—No. ¡No mires todavía! Agárrate y planta bien los pies en el suelo. ¿Ya? No mires todavía.

—¡No estoy mirando! —gimió Maia.

—Bien, ahora cierra los ojos. Acércate un poco más y yo te moveré la cabeza para que veas mejor. ¡No los abras hasta que yo no te lo diga!

Era uno de esos rituales que parecían tan naturales cuando tenías tres años. Maia sintió la mano de su hermana cogerle la trenza y moverla hasta que notó el frío cristal pulido contra la punta de su nariz.

—Vale, ahora puedes mirar —dijo Leie, reprimiendo una risita.

Maia abrió un ojo, y al principio sólo vio algo borroso. El cristal tenía varias capas delgadas, separadas por bolsas de aire. Retrocedió un poco y logró enfocar una imagen. Al menos parecía enfocada, notablemente ampliada desde tanta altura. Con todo, lo que vio parecía más un amasijo de colores carnosos, sazonados con pelaje negro y corto que clareaba en la mayoría de las partes pero era espeso allí donde un pequeño apéndice rosado se unía en la intersección de otros dos más grandes. Advirtió que estos últimos debían de ser las piernas de alguien. El pequeño de en medio…

—¡Oh! —exclamó, echándose atrás con tanta fuerza que tuvo que agitar los brazos para recuperar el equilibrio. Leie la agarró, riéndose de su sorpresa. Casi al instante Maia volvió a pegarse al cristal, tratando otra vez de enfocar la escena.

—No, déjame a mí ahora. ¡Es mi turno! —la importunó Leie. Pero Maia se agarró con fuerza y su gemela tuvo que buscar a regañadientes otro sitio que, según se apresuró a declarar, era «aún mejor». Maia estaba demasiado absorta para darse cuenta. .

Así que ése es el aspecto que tienen los hombres sin ropa, pensó. Los efectos amplificadores del cristal eran confusos, y le resultaba difícil obtener una sensación de proporción, mucho menos relacionar lo que estaba viendo con aquellos estériles diagramas que había estudiado en el colegio. ¿Dónde se lo meten mientras caminan? Debe de ser molesto, colgando de esa forma.

Maia se sintió demasiado avergonzada por lo que pensó luego para expresarlo ni siquiera de manera subvocálica. La fascinación ganó una dura batalla contra la repulsión y miró ansiosamente, esperando poder ver cambiar aquella cosa. ¿De verdad crece aún más?

Una mano entró en su campo de visión, y pasó ante el flácido apéndice para rascar un muslo velludo. Maia se echó atrás para poder contemplar también el brazo y el torso y la cabeza del hombre recostado sobre los cojines de seda que observaba a las bailarinas. Se volvió para decirle algo a otro hombre, repantigado a su derecha, que se echó a reír, y luego se incorporó y se inclinó hacia delante con una expresión más concentrada en el rostro, como si intentara prestar más atención al espectáculo. Al lado tenían bandejas de comida y bebida. El primer hombre cogió un vaso de vino y lo apuró. No pareció advertir a la mujer sucintamente vestida que acudió a llenárselo, ni a las otras que esperaban cerca, preparadas para acudir con cortinas que aseguraran la intimidad en caso necesario.

—¡Ven aquí a ver a las de seis años! —llamó Leie con urgencia.

Un tanto reacia, Maia se separó del cristal y se arrastró hacia su hermana.

—Allí, junto a la pared norte —sugirió Leie.

Aquel panel rosado estaba cubierto de ondulaciones, y la ampliación no era tan buena como en las lentes claras. Tardó un poco en encontrar la posición adecuada, pero Maia percibió por fin un puñado de muchachas que esperaban a un lado, vestidas con atuendos claros y finos. Estaban maquilladas para parecer menos virginales, y sin duda perfumadas con profusión para engañar el sentido del olfato masculino. Naturalmente, los hombres se sentían más atraídos por las mujeres mayores, que ya habían parido una o dos veces. Pero esta ceremonia era sólo para las muchachas de seis años. Era su día especial y las madres no habían reparado en gastos.

Maia no tuvo que contar. Sabía que eran trece. Toda una clase de invernales Lamai; todas estiradas, inconfundiblemente idénticas, pero cada una de ellas esperando ser la elegida cuando llegara el momento, si el momento llegaba.

Serían afortunadas si dos o tres lo conseguían aquel año. No se podía esperar gran cosa de las muchachas de seis años. A esa edad, fueras una inferior var o una orgullosa clónica, tu cuerpo sólo producía la química adecuada para la reproducción durante el apogeo del invierno. Incluso a los siete años, tu período fecundo no era amplio. La mayoría de las mujeres, aunque tuvieran pleno respaldo de su clan, nunca llegaban a madurar hasta que tenían ocho años o más. Para entonces su periodo era lo bastante amplio como para aprovechar algo de la pasión del verano que quedaba en los machos durante el otoño, o empezar a florecer en primavera.

Lamatia no esperaba conseguir gran cosa de la Ceremonia de Iniciación de hoy, pero era importante de todas formas. Un rito de paso para las nuevas miembros adultas del clan. Un presagio para el año venidero.

Ahora, mientras Maia observaba, las muchachas Lamai empezaron a unirse a las Oosterwyck en la danza, apareciendo una a una con sus pasos meticulosamente ensayados. De algún modo (probablemente estudiado) los movimientos más fluidos de las bailarinas profesionales parecían desviar la atención hacia las neófitas de cabellos rubios. Las muchachas habían estudiado sus movimientos con típico cuidado Lamai. La coreografía de la danza daba a cada una el mismo tiempo, en etapas controladas, progresivamente más cerca de su público; pero Maia vio lo ansiosamente que cada una de ellas intentaba adelantarse de alguna manera a sus hermanas. En cieno sentido, eso sólo servía para hacerlas a todas más iguales.

Tras echarse hacia atrás para ver mejor lo que pasaba, Maia advirtió cómo los hombres de abajo se hallaban en una situación por la que posiblemente habrían sido capaces de matar sólo medio año antes, cuando todas las puertas de la ciudad estaban cerradas y las patrullas de la Guardia no quitaban ojo a los pocos machos autorizados a pasar a los santuarios cercanos. En verano, los hombres aullaban para poder entrar.

Ahora, con las mujeres en la cima de su receptividad, los marineros estaban allí tendidos como si prefirieran estar leyendo un buen libro, o contemplando algo divertido en la tele. Aferrada al borde de la cúpula, viendo cosas de las que sólo había oído vagas descripciones hasta el momento, Maia experimentó una sensación de asombro mezclada con una chocante reflexión.

Ironía. Era una palabra que había aprendido hacía poco. Le gustaba su sonido, así como lo difícil que era definirla o catalogarla. Su significado se aprendía con ejemplos. Aquél era un buen ejemplo de ironía.

Me pregunto por qué Lysos hizo que fuera de esta forma… para que nadie consiga exactamente lo que quiere, excepto cuando no lo quiere…

—¡Maia, pssst! —la llamó Leie desde la sección clara y convexa—. ¡Ven a mirar!

—¿Se ha puesto grande? —preguntó Maia, sin aliento, mientras se acercaba. Estuvo a punto de perder pie. Tembló con una extraña mezcla de repugnancia y excitación al poner la cabeza junto a la de su gemela.

Lo que se veía no era el misterioso apéndice, después de todo. Era el rostro barbudo de un hombre a quien Maia reconoció: el guapo y viril capitán del carguero Emperatriz, cuya sana risa y cuya voz de trueno eran tan agradables de escuchar cada vez que las madres lo invitaban a cenar con sus oficiales. La mitad de los niños del verano de Lamatia querían navegar con él; la mitad de las veraniegas fantaseaban con la idea de que era su padre.

Pero las muchachas de abajo no buscaban padres para sus hijos. No en aquella época del año. El acto físico en sí era más valioso en invierno que en verano, porque la paternidad no tenía nada que ver con él.

Lo que las muchachas de seis años buscaban era ser potenciadas: inseminación como catalizador para iniciar una formación de placenta, para disparar una madurez clonal interna. ¡Y se decía que aquel capitán había prendido a siete, a veces a ocho o más invernales algunos años, él solito!

Como en la canción infantil…

Padre de verano,

el esperma sale sano.

Padre ansioso,

engendra una var.

Potenciador de invierno,

el preciado esperma llega.

Potenciador de asombros,

¡allá va!

El capitán entornó los ojos mientras seguía los movimientos de las bailarinas, que ahora giraban a su alrededor, casi a su alcance. Su cuerpo bruñido y poderosamente musculoso le recordaba a Maia no tanto el de un lúgar como el de un perfecto caballo de carreras, lleno de más poder del que ningún humano necesitaría jamás. Su rostro, hirsuto pero lleno de esa extraña inteligencia masculina, parecía concentrado en un pensamiento que seguía intensamente. Cuando una bailarina se acercó más, parpadeó, movió su mandíbula en lo que parecía el principio de una sonrisa, un comienzo de ansiedad. Alzó la mano…

Y la usó para cubrirse la boca, intentando amablemente pero en vano sofocar un bostezo.


Amaneció antes de que el amasijo de sueños y recuerdos convulsos diera paso a una neblinosa sensación de realidad. Maia no podía decir el amanecer de qué día era, ya que el cuerpo le dolía como si hubiera estado combatiendo a feroces enemigas noche tras noche. Sólo gradualmente llegó a advertir que tenía las manos atadas con una tela negra, al igual que las piernas. Se encontraba en el fondo de una carreta, y se agitaba como un bulto de carga cualquiera.

Agónicamente, Maia consiguió apoyar el torso contra lo que parecían varios sacos de grano, hasta que sus ojos quedaron al nivel de las tablas laterales de la carreta. Sobre ella se alzaban las espaldas de dos mujeres que conducían el tiro. Desde atrás, no parecían Jopland. No dijeron nada, ni se volvieron a mirarla.

Girar la cabeza le resultó doloroso, pero le permitió ver el paisaje: una alta estepa moteada de hierba, aparentemente demasiado seca para ser cultivada. Cirros rojizos y anaranjados cubrían un cielo azul intenso, aún brillante por la marcha de la noche. Algún pájaro lejano graznó, tal vez un cuervo o un mawu de la zona.

Ahora recuerdo. Me estaban esperando en el retrete. Me agarraron. Ese olor espantoso… Aún le llenaba la nariz, y los tentáculos de sus sueños abandonaron reluctantes los huecos vacantes de su cerebro embotado. Los pensamientos acudieron torpemente, como el denso jarabe cae de un tarro.

Una carreta. Me llevan a alguna parte. Al norte, según parece.

Deducirlo era bastante sencillo por el ángulo del sol naciente. Ver más significaba debatirse hasta conseguir sentarse, lo que tuvo que hacer en varias etapas para no desmayarse. Cuando por fin estiró el cuello para ver qué había delante, la carreta giró en el camino y apareció una torre de proporciones enormes. Se alzaba hacia el cielo, como un prisma, cubierta por bandas claras y oscuras. No contando con todas sus facultades, Maia supuso que debía de medir más de doscientos metros de altura y al menos setenta de diámetro.

La torre estaba erosionada en algunas zonas. Unos andamios indicaban que recientes excavaciones habían horadado el obelisco natural, dejando pilas de residuos rocosos alrededor de su base. Una serie de aberturas en forma de arco seguían una pálida tira de piedra que circundaba la periferia hasta la mitad. Una segunda fila de perforaciones más pequeñas corría paralela a la primera, unos cuantos metros por debajo de ella.

Cerca de la base del monolito de piedra, una rampa ancha y empinada conducía a un portal abierto.

Las captoras de Maia la llevaban directamente hacia allí.


Tuvimos suerte al encontrar un mundo habitable en un sistema estelar binario tan extraño, de un tipo rara vez visitado. Sus peculiaridades orbitales, así como su tamaño y su densa atmósfera, deberían mantener a nuestra colonia oculta durante mucho tiempo.

Esas mismas características implican que habrá que hacer algunas modificaciones genéticas antes de que las primeras colonizadoras salgan de estas cúpulas. A la vez que hacemos ambiciosos cambios en aspectos tan fundamentales como el sexo, también tendremos que modificar a los humanos para que puedan vivir y respirar en el aire de Stratos. Como en otros mundos coloniales, la tolerancia al dióxido de carbono y la sensibilidad del espectro visual requieren ajustes. Aún más, poco antes de abandonar el Phylum, adquirimos los últimos diseños para mejorar riñones, hígados, y órganos sensoriales, y sin duda los incorporaremos.

La lenta y compleja órbita de este planeta presenta desafíos especiales, como exceso de ultravioletas cada vez que la compañera enana, la Estrella Wengel, se acerca. Tal vez encontremos útil esta variación estacional, tal vez nos proporcione pistas medioambientales para nuestro ciclo reproductivo planeado en dos fases. Pero primero tenemos que aseguramos que los humanos y otros animales que introduzcamos aquí sean lo bastante fuertes para sobrevivir.


LYSOS, Discurso del Día del Aterrizaje

9

Habían tallado una extensa cavidad en el monolito de la montaña para crear una red de habitaciones y corredores. Probablemente las trabajadoras habían aprovechado cavernas o fisuras ya existentes; sin embargo, para cuando terminaron con sus máquinas y explosivos, la red de túneles y cámaras de almacenamiento debía poco a la naturaleza. El santuario de los hombres estaba casi terminado cuando todos los trabajos fueron bruscamente cancelados. Quedó un cascarón vacío, habitado sólo por ecos.

La visión que Maia obtuvo del exterior fue breve y apresurada cuando sus captoras hicieron subir la carreta por una larga rampa de tierra que conducía a una enorme puerta de madera. Una de ellas bajó para llamar a la puerta con golpes graves y resonantes que reverberaron en el interior. La otra se acercó a desatar los tobillos de la prisionera. Todavía atontada, Maia vio que la rampa estaba rodeada de polvorientos restos de roca arrojados desde las aberturas que rodeaban la torre de piedra hasta la mitad. Las de la fila superior consistían en galerías de ventilación, lo suficientemente amplias para dejar entrar las brisas del verano, cuando el santuario teóricamente tendría más ocupantes. Las ventanas de la circunferencia inferior eran, en comparación, meras rendijas.

Nada de aquello habría resultado barato. Era una inversión descomunal.

Ese fue uno de sus pocos pensamientos lúcidos mientras la sacaban de la carreta y la hacían atravesar la puerta a un ritmo casi demasiado rápido para que sus temblorosos pies pudieran seguirlo. Maia avanzó a trompicones tras las dos enormes mujeres de duro rostro que le habían dejado los brazos atados por delante para usarlos como una especie de traílla. No hablaron, pero asintieron a una tercera representante de su especie, que las acompañó después de cerrar la puerta exterior. Maia no sabía el nombre de su clan.

Era difícil dirigir más que una mirada rápida alrededor, puesto que sus captoras subieron interminables tramos de escaleras, recorrieron corredores desiertos y vacíos, y luego atravesaron un salón central equipado con mesas de madera y una enorme chimenea. Al fondo de uno de los túneles principales (iluminado por hileras de bombillas de baja potencia) dejaron atrás un coso interior con capacidad para varios centenares de espectadores que daba a una enorme parrilla de líneas entrelazadas.

Maia sólo pudo captar atisbos, a medida que más pasadizos pasaban en un borrón seguidos por más agotadoras escaleras, hasta que por fin llegaron a una pesada puerta de madera fija a la pared de piedra con bisagras de hierro y un sólido cerrojo. Todavía parpadeando a través de una niebla de irrealidad, Maia experimentó una peculiar sensación de orgullo fuera de lugar al reconocer que el material, e incluso la llave de hierro que la guardiana sacó de su chaleco, eran productos salidos de las fraguas de la Casa Lerner.

—Mirad —les dijo a las mujeres, con la boca seca como la arena—. ¿Podéis decirme…?

—Tendrás que esperar —respondió a regañadientes una de las fuertes clónicas, abriendo la puerta para que la otra guardiana de Maia la enviara de un empujón al oscuro interior del cuarto. Maia ni siquiera pudo abrir los brazos para conservar el equilibrio. Tras recorrer unos cuantos metros, tropezó y cayó entre lo que parecían bultos dispersos de tejido áspero.

—¡Atips! ¡Sangradoras! —gritó desde el suelo, la voz rota. La maldición de Maia quedó anulada por el sonido de la puerta al cerrarse, y un chasquido cuando corrieron el cerrojo. Fue un sonido desolador que le lastimó los oídos y golpeó su alma ya dolorida.

El silencio y la oscuridad la rodearon. Intentó levantarse, pero una oleada de náuseas se lo impidió, así que permaneció inmóvil durante unos minutos con la cabeza gacha, respirando profundamente. Por fin, el mareo y el drogado estupor parecieron remitir un tanto. Cuando intentó sentarse, oleadas de dolor recorrieron sus brazos y sus costados. Maia sintió un sollozo alzarse en su garganta y lo reprimió salvajemente. ¡No les daré esa satisfacción!

Semanas antes, las sensaciones físicas que le recorrían el cuerpo la habrían convertido en una temblorosa masa fetal. Ahora encontró recursos internos para contraatacar con la misma fiereza, superando la tiranía del dolor por pura fuerza de voluntad. Otra cuestión sería tratar con el pozo de absoluta depresión que se abría ante ella. Más tarde, pensó, posponiendo aquel encuentro con la desesperación. Una cosa cada vez.

A medida que sus ojos se adaptaban, Maia empezó a distinguir los detalles de su prisión. Un único rayo de luz penetraba por una alta y estrecha abertura hecha en la pared de piedra, frente a la puerta. Las otras paredes tenían delante cajas de madera, y había bultos cubiertos de arpillera por todo el suelo. Aquellos contra los que había chocado Maia parecían contener cortinas o ropa de cama… afortunadamente, ya que habían amortiguado su caída.

Una cámara de almacenamiento, pensó. Las constructoras debían de haber empezado ya a almacenar suministros para el santuario cuando se canceló el proyecto. ¿Intentaban recuperar ahora parte de su inversión convirtiendo el lugar en una prisión? Maia no había visto ni señal de otras ocupantes. ¡Vaya broma si hubieran reservado todo aquello sólo para ella! Una cárcel grande y cara para una var sin importancia que sabía demasiado.

Maia se puso de rodillas, se tambaleó, y consiguió ponerse en pie torpemente. Sin permitirse una pausa que pudiera quebrar su impulso, empezó de inmediato a buscar algún medio para librarse de las ataduras.

Un fino polvo cristalino se desprendía de la piedra recién cortada, chispeando en el estrecho rayo de luz que se colaba por la ventana. Una pátina blanquecina cubría cada superficie, incluso las huellas de escoba en donde habían barrido el suelo por última vez. Al alzar la cabeza, Maia vio un raíl que corría por el centro del techo abovedado y que le recordó la grúa de carga que utilizaba en el compartimento de equipajes de la Línea Musseli. Sólo que aquí no habían instalado un montacargas.

Buscó entre las cajas. ROPA—HOMBRE anunciaba en un costado una de ella. Otra contenía PLATOS y dos anunciaban MATERIAL DE ESCRITURA. Nunca había pensado que los hombres fueran particularmente cultos, pero allí había muchas cajas de estas últimas.

Maia intentó pensar. Los platos rotos podrían serle útiles para cortar las tiras de tela que le sujetaban los antebrazos. Por desgracia, todas las cajas estaban firmemente cerradas con clavos. Notaba el pequeño sextante portátil que seguía atado a su brazo izquierdo. Uno de sus apéndices tal vez fuera lo bastante afilado, pero se hallaba fuera de su alcance bajo los mismos grilletes de tela.

Tras sentarse en un caja, Maia se inclinó para examinar las ataduras con más atención. Parpadeó. Luego suspiró, llena de disgusto.

—¡Oh! ¡Por todos los infiernos patarkales…!

Justo debajo de sus muñecas, donde no se le habría ocurrido mirar, el tejido estaba simplemente atado con un lazo y un nudo sencillo.

—¡Sangradoras en celo! —murmuró Maia mientras levantaba los brazos y se retorcía para coger con los dientes los extremos sueltos. Tras debatirse un poco, el nudo cedió; no tardó en soltar los lazos, uno a uno. El mareo la obligaba a interrumpirse y a respirar profundamente. Para cuando terminó, Maia había reevaluado su primera impresión: las ataduras no eran tan simples, después de todo. Sin duda sus captoras habían pretendido que acabara soltándose, pero no se trataba de algo que pudiera haber conseguido antes, con las guardianas cerca.

Por fin apartó las tiras con una maldición. Las manos le picaron dolorosamente cuando la circulación regresó a ellas. Frotándoselas, Maia se desperezó, agitó los brazos y caminó para librarse de los calambres.

Cerca de la puerta encontró una mesita en la que no se había fijado antes. Sobre ella había una jarra de agua y una taza rota. Obligando sus temblorosas manos a controlar los movimientos, se sirvió y bebió ansiosamente. Cuando la jarra estuvo medio vacía, dejó la taza y se secó la boca con el dorso de la muñeca.

Supongo que no habrá nada de comer.

No había comida, pero bajo la mesa encontró una gran palangana de cerámica con tapa. En su costado había imágenes de barcos de vela en pugna contra los mares. Quitó la tapa y se agachó sobre la fría porcelana para aliviar otra de las quejas catalogadas de su cuerpo.

Cuando las necesidades inmediatas quedaron satisfechas, nuevas aflicciones hicieron acto de presencia, reclamando su atención.

La desesperación, su antigua némesis, pareció alzarse y preguntar amablemente: ¿Ahora?

Maia sacudió la cabeza con firmeza. Tengo que mantenerme ocupada. No pensar durante un rato.

Se puso a trabajar juntando pesadas cajas y luego montándolas unas encima de otras. El agotador esfuerzo volvió a provocarle oleadas de mareo, que combatió esperando a que pasara antes de volver a comenzar. Finalmente, bajo la alta ventana se alzó una pirámide improvisada. Tras subirse a la última fila de alfombras dobladas, Maia pudo por fin asomarse a la estrecha rendija y ver una enorme extensión de pradera que comenzaba justo bajo ella, al pie de la muralla cortada a pico. El agujero parecía demasiado estrecho para pasar a través de él, pero de conseguirlo, habría hecho falta todo un almacén de alfombras y cortinas, atadas unas con otras, para fabricar una cuerda lo bastante grande con la que alcanzar el suelo del valle. Esta habitación tal vez no había sido diseñada como prisión, pero hacía muy bien esa función.

Pensar que solía soñar con ver el interior de un santuario masculino, pensó Maia con ironía, y se bajó.

Intentó abrir un par de cajas, pero no lo consiguió. Logró en cambio desenrollar algunas alfombras para improvisar una especie de cama (más parecida a un nido) en una esquina. Su estómago gruñó. Bebió y volvió a utilizar el bacín. Aparte de eso, no parecía quedar mucho que hacer.

Ahora, afirmó la voz de la desesperación, negándose a aceptar más dilaciones, y Maia enterró el rostro entre las manos.

¿Por qué yo?, se preguntó. La soledad, su archienemiga, nunca parecía satisfecha. Sus apariciones eran más brutales cada vez, desde que aquella horrible tormenta separó el Wotan del Zeus, y a ella de su gemela. Maia había considerado aquella tragedia como su momento más negro. ¿Qué más podía hacerle el mundo?

Al parecer, muchísimo más.

Maia se acostó con un pedazo de suave cortina azul alrededor de los hombros, y esperó a que sus guardianas aparecieran con comida… o con noticias sobre su destino. Thalla y Kiel se preocuparán por mí, pensó, intentando convocar una imagen de amistad por el débil consuelo que ésta le ofrecía. Se había hundido demasiado para fantasear sobre que alguien pudiera estar buscándola. El consuelo que buscaba era simplemente imaginar que alguien en Stratos se preocupaba por ella lo suficiente como para advertir su desaparición.

Las guardianas de agrio rostro regresaron poco después de que Maia se sumiera en un sueño exhausto e inquieto. El ruido la despertó, y se frotó los ojos cuando una de las mujeres dejó caer una bandeja sobre la ajada mesa. Maia no podía decir si era la misma pareja que la había traído desde la Casa Lerner o si habían cambiado de turno con otras exactamente iguales. Retrocediendo hasta la puerta, las hermanas la observaron con unos ojos tan redondos, marrones e inocentes como los de un ciervo.

Traían comida, pero pocas noticias. Cuando preguntó entre ansiosas cucharadas de guiso indescriptible qué iba a ser de ella, sus respuestas monosilábicas demostraron que ni lo sabían ni les importaba. La única información que Maia pudo sonsacarles fue su apellido familiar, Guel, después de lo cual se sumieron en un taciturno silencio.

¿Qué talento o habilidad había permitido a la antepasada original de aquellas mujeres hoscas y silenciosas fundar un clan partenogenético? ¿Qué nicho ocupaban? Seguro que uno que no requería afabilidad o una gran inteligencia. Sin embargo, por lo que Maia sabía, el trío que había visto formaba parte de una colmena especializada cuyos miles de miembros individuales descendían todos de una madre Guel original que había demostrado ser excelente en…

Reflexionó. ¿En volver locas a sus prisioneras con su total hosquedad? ¡Tal vez el Clan Guel dirigía las cárceles de las ciudades y condados locales de los tres continentes! Maia no podía demostrar lo contrario por experiencias anteriores, ya que era la primera vez que estaba en prisión.

Al verlas recoger los platos, arrastrando los pies y murmurando entre sí mientras luchaban con la llave, Maia se planteó una teoría alternativa: que eran las únicas hijas clónicas de una granjera cuya fuerza y torpeza eran cualidades que algún clan local de matronas había considerado útiles. Lo suficiente para permitirse producir más de lo mismo.

Ahora que su hambre había sido saciada, Maia recordó otras incomodidades.

—¡Eh! —exclamó, corriendo a la puerta y golpeándola hasta que una voz quejumbrosa respondió desde el otro lado. Maia gritó a través del marco, y pidió a sus guardianas jabón y una toalla. ¡Ah, sí!, y algunas hojas secas de takawq, que todo el mundo menos las ricas del valle usaba como papel higiénico. Hubo un grave gruñido por respuesta, seguido por el sonido de pasos que se alejaban.

Ahora que lo pensaba, a menos que la idea fuera torturarla con molestias menores, aquella falta de comodidades indicaba que sus carceleras eran realmente unas aficionadas. Sólo un trío de matonas contratadas localmente para una misión especial. Recordando algunas declaraciones que había oído en la radio de Thalla, Maia se hizo a sí misma una promesa. No mostraría a sus carceleras el respeto habitual que una única debía a las afortunadas nacidas clónicas, incluso si eran de una casta baja.

No pueden retenerme aquí eternamente, ¿no?, se preguntó, quejumbrosa.

Por mucho que lo intentara, a Maia no se le ocurría un solo motivo para que así no fuera.

Había otras dolorosas preguntas sin respuesta, como por qué Calma Lerner la había entregado a las Jopland. ¿Cuánto le pagaron? Apuesto a que no mucho. El corazón se le encogía al pensar en la traición. Aunque no había habido amistad entre ellas, estaba segura de que Calma la apreciaba.

El aprecio no tiene nada que ver cuando los clanes ricos están por medio.

Evidentemente todo aquello tenía relación con la droga que hacía que los machos entraran en celo fuera de estación. Las madres de los clanes del valle tenían un plan para su uso, y no estaban dispuestas a tolerar interferencias. Las Perkinitas sueñan con un mundo bonito y predecible, donde todas crezcan sabiendo quiénes y qué son. Cada muchacha es un miembro apreciado de su clan y conoce su futuro. Nada de líos ni sorpresas con la mezcla de genes. Nada de vars y sólo unos cuantos hombres, los mínimos posibles.

Según la Sabia Judeth, las aristocracias de la Vieja Tierra solían justificar la supresión de sus inferiores sobre la base de «diferencias innatas»; una suposición que casi nunca se sostenía cuando se daban las mismas oportunidades a niños ricos y pobres. Pero no habría necesidad de opresión o de falsas suposiciones en un mundo Perkinita. Cada familia y tipo encontraría su propio nivel y su nicho en función de talentos largamente demostrados. Cada clan haría lo que mejor se le daba, lo que más le gustaba hacer, en una atmósfera sin cambios, de respeto y confianza mutuos. Las predicadoras Perkinitas hablaban del final utópico de toda la violencia, la inseguridad, el caos. Un mundo estratificado, pero justo.

Hombres y vars, incluso como minorías, estropeaban aquella serena ecuación.

Allá en Puerto Sanger, el Perkinismo no era más que una herejía marginal. Cada verano, los clanes invitaban a marineros escogidos del Santuario Faro, en parte para tener algunas vars y unos cuantos niños, pero sobre todo para mantener buenas relaciones vecinales. Eso hacía felices a las cofradías de marinos, y les ayudaba a que los hombres cumplieran lo mejor posible con su deber al cabo de medio año. Además, incluso en verano, a veces era agradable tener hombres cerca, siempre y cuando se comportaran.

Pero sobre eso había todo tipo de opiniones. Las Perkies de Valle Largo sólo querían ver a los hombres cuando había que potenciar clones.

Pero el destierro del verano priva a los hombres de lo que ansían durante el resto de las estaciones. No es de extrañar que carezcan de entusiasmo en invierno.

Los hombres tenían otro motivo para sentirse engañados en la ecuación Perkinita: los hijos que necesitaban para repoblar sus cofradías. No hacía falta ser un genio para advertir la trampa en la que habían caído las separatistas radicales. Con una tasa de nacimientos baja, la escasez de mano de obra atrae a mujeres de fuera como yo, que buscan trabajo pero también perturban la paz con sus extrañas caras y voces, con su carácter impredecible.

Era un ciclo que las Perkinitas no podían ganar, como quedaba demostrado por la decisión de construir aquel santuario donde los hombres podrían vivir todo el año. El fino filo de la cuña. El cambio ganaría impulso a medida que nacieran más vars, y las madres Perkinitas aprendieran a apreciarlas, o incluso a amarlas un poco. La Iglesia ortodoxa ganaría miembros. Las cosas serían más como en el resto de Stratos.

Entonces llegó el brillante polvillo azul de las Beller, ofreciendo a las Perkies una salida. Todo lo que necesitan es una docena de varones drogados hasta las cejas. Los pasearán de clan en clan como a zánganos, hasta que se desplomen. Puede que mueran sonriendo, pero sigue siendo algo cruel y estúpido.

Maia se estremeció al pensar qué tipo de varón soportaría más de una semana o dos aquel papel. El tipo que sería padre de variantes de baja calidad, si te lo llevabas a la cama en verano.

¡Pero las Perkinitas no estaban buscando «padres», de ningún modo! En invierno, cualquier esperma valdría. Podría funcionar, comprendió Maia. No hacía falta atraer a los hombres del ferrocarril, con su orgullo erecto fácilmente provocado. No harían falta veraniegas para tratar con sus ordenadas y predecibles hermanas. Produciendo clones a voluntad, la población del valle podría aumentar hasta el número fijado por los clanes más ricos. Incluso las obreras vars podrían ser sustituidas en el escalafón más bajo de la sociedad. Sólo había que elegir a unas cuantas con la espalda más fuerte y la mente más débil, y convertirlas en madres clónicas. Una clase obrera hecha a medida.

No era lo que las Fundadoras tenían en mente hacía tanto tiempo. Las sacerdotisas de Caria no lo aprobarían. Las cofradías de hombres y las sociedades ad hoc de vars lo combatirían… sobre todo las radicales como Thalla y Kiel. Evidentemente, las Perkinitas querían tiempo para establecer un fait accompli antes de enfrentarse a la inevitable oposición desde una posición de fuerza.

Antes, Maia había abrigado la esperanza de que las seguidoras de Tizbe la dejaran marchar con un buen sermón y la advertencia de que guardara silencio. La posibilidad parecía menos probable cuanto más sopesaba todas las implicaciones.


Calculaba el tiempo por el progreso del estrecho trapezoide de luz que la ventana proyectaba sobre la pared opuesta. Sus carceleras regresaron con la cena justo cuando la forma oblonga escalaba hasta medio camino del techo y adquiría un tinte rosado. Trajeron las hojas de takawq, pero se olvidaron de los demás artículos. Tras escuchar sus repetidas peticiones, respondieron con hoscos movimientos de cabeza y se marcharon, dejando a Maia enfrentada a su soledad y a la llegada de la noche.

La forzada inactividad sacó a relucir todos los dolores y esfuerzos producidos por semanas de trabajo en los hornos de la Casa Lerner, por no mencionar los efectos de haber sido drogada, atada y transportada dando tumbos en la parte trasera de una carreta. Los músculos se le habían puesto gradualmente rígidos en el transcurso del día, y los tendones le latían. Desperezarse la ayudó, pero con la llegada de la oscuridad no tardó en sumirse en un sueño que iba desde la modorra comatosa a una inquietud sin tregua exacerbada por sus temores, nunca del todo ausentes.

En mitad de la noche soñó que el grifo situado en el rincón de su dormitorio goteaba. Quiso enterrar la cabeza bajo la almohada para apagar el sonido. ¡Quiso que Leie, que dormía más cerca del grifo, se levantara a cerrarlo! Se detuvo justo cuando se despertaba.

¿Lo había soñado?

—¿Leie…? —empezó a decir, y estuvo a punto de contarle a su gemela la absurda y horrible pesadilla de su encarcelamiento.

Rápidamente, Maia recordó. Se cubrió los ojos con un brazo y lloró, deseando con todas sus fuerzas regresar al sueño, por irritante que le hubiera parecido. Volver a su penosa habitación del ático, con su molesta hermana a salvo en la cama de al lado. Gimió.

—Oh… Lysos… —y rezó desesperadamente para que así fuera.


Cuando sus carceleras acudieron con el desayuno, traían un pequeño bulto atado con una cuerda. Antes de sentarse a comer, Maia lo abrió y encontró que contenía todos los artículos que había pedido, incluso una camisa nueva y un par de pantalones hechos con un material áspero pero limpio. Por las expresiones abatidas de sus guardianas, supuso que tendrían que haberle suministrado todo aquello desde el principio, y que se les había olvidado. Tal vez incluso habían recibido una reprimenda de sus jefas. Se acabó la idea de que eran carceleras hereditarias personales.

Se sentía más despierta hoy. A la hora del almuerzo, Maia había explorado ya cada metro de su prisión. No había ningún pasadizo secreto que hallar, aunque la mayoría de los castillos de los cuentos de hadas parecían repletos de ellos. Naturalmente, los palacios de fábula solían ser mucho más viejos que aquella nueva y resplandeciente fortaleza en la alta estepa.

Nueva en un sentido, vieja en otros, como revelaban las paredes. La piedra, que desde kilómetros de distancia parecía compuesta de capas de algún material grandioso, era de cerca un complejo aglomerado de muchas texturas y cristales. Unos cuantos le resultaban vagamente familiares gracias a las viejas placas de colores que la Sabia Madre Claire les había repartido, demasiado ajadas ya para ser empleadas en la escuela superior, pero lo bastante buenas para enseñar a las veraniegas un poco de geología. Por desgracia, los únicos minerales que Maia pudo reconocer eran la biotita, por sus motas verdes, y la oscura y brillante hornablenda. Lástima que fueran rocas graníticas y no sedimentarias. Habría sido divertido repasar las paredes en busca de fósiles de las antiguas formas de vida que habían ocupado Stratos mucho antes de que el ecosistema del planeta se viera obligado a afrontar las oleadas de invasores terrestres modificados.

Maia hizo un rato de ejercicio, se lavó, trató de nuevo inútilmente de abrir algunas de las cajas, y decidió no esperar a que sus guardianas la abordaran. Era hora de tomar la iniciativa.

—A partir de ahora —le dijo a una durante el almuerzo—, tu nombre será Grim. Y el tuyo —dijo, señalando a la otra—, será Blim.

La miraron con una expresión de sorpresa y desazón que la llenó de un placer infinito.

—Naturalmente, podría elegir nombres mejores si sois buenas.

Gruñeron infelices cuando se llevaron los platos. Más tarde, durante la cena, Maia les intercambió los nombres, confundiéndolas aún más. ¿Por qué no?, reflexionó. Era justo compartir la incomodidad.

Anochece, segundo día, pensó, y usó una uña para marcar una segunda incisión en el interior de la puerta de madera. La mancha del sol en la pared subió, se hizo más tenue, y desapareció. Las sombras de las cajas y los bultos se hicieron progresivamente más extrañas e intimidatorias con la caída de la oscuridad. La noche anterior, Maia estaba demasiado aturdida para darse cuenta, pero con la llegada de la oscuridad, las sombras a su alrededor parecieron adoptar aterradoras formas de duendes. Siluetas de monstruos insensibles.

No seas niña. Maia se reprendió por actuar como una mocosa de dos años. Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, se obligó a levantarse y acercarse a la más temible de las siluetas, la pirámide de cajas y alfombras que había apilado bajo la ventana. ¿Ves?, pensó, tocando el áspero lado de una caja. No puedes permitir que esto te vuelva loca.

Nerviosa, acarició su única posesión, el pequeño sextante. A través de la abertura en la piedra se podía ver un brillo de estrellas, tentándola. ¿Pero escalar hasta allí arriba, en la oscuridad…?

Maia hizo acopio de valor. Méate en el mundo, o el mundo se meará en ti. Así lo habría expresado Naroin, su antigua contramaestre. Tenía que hacerlo.

Moviéndose cuidadosamente de asidero en asidero, Maia escaló la montaña artificial, deteniéndose a veces para agarrarse con fuerza cuando un crujido o un movimiento brusco hacían que el corazón se le desbocara. La subida se prolongó bastante más de lo que habría durado a la luz del día, pero Maia perseveró hasta que por fin pudo asomarse a la rendija. La brisa le heló el rostro, trayendo olores de hierba silvestre y lluvia. Entre masas de nubes, Maia pudo apenas distinguir los contornos familiares de la constelación de Safo, que resplandecía sobre la oscura pradera.

Muy bien. ¿Nos bajamos ahora?, pareció preguntar su cuerpo.

Temblando, Maia se obligó a quedarse allí lo suficiente para hacer una medición, aunque el horizonte era vago y no podía leer el dial del sextante. Lo haré mejor mañana por la noche, se prometió. Agradecida, con la sensación de haber arrancado una victoria a sus temores, bajó cuidadosamente.

Mientras se tendía en su improvisada cama, agotada pero más fuerte de espíritu, el sonido chasqueante se repitió. El de anoche, el que había asociado con un grifo goteando. Al parecer era real, no fruto de su imaginación. Otra molestia. entre muchas.

Maia ignoró el distante ruido y las figuras acechantes que su imaginación formaba en las sombras. Oh, callaos, les dijo, y se dio la vuelta para dormir.


—¡Me voy a volver loca sin nada que hacer! —les gritó a sus carceleras a la mañana siguiente. Cuando éstas parpadearon confundidas, exigió—: ¿Es que no tenéis libros aquí? ¿Nada para leer?

Las carceleras se la quedaron mirando, como si no supieran con seguridad de qué estaba hablando. Probablemente son analfabetas, advirtió. Además, aunque las arquitectas del santuario diseñaran una biblioteca, con estantes y todo lo demás, habrían sido los propios hombres los encargados de traer libros, discos y cintas.

Así que se sorprendió cuando Blim (¿o fue Grim?) regresó un rato después y puso cuatro ajados libros sobre la mesa. En los ojos de la fornida mujer Maia vio un destello de súplica. No seas dura con nosotras, y nosotras no seremos duras contigo. Maia cogió los volúmenes, abandonados probablemente por las obreras de la construcción. Dio las gracias con un movimiento de cabeza y no jugó con los nombres de sus guardianas cuando se llevaron su bandeja.

Decidió leer un libro al día y empezar por el que tenía la portada más llamativa. Aparecía en ella una mujer joven, armada con arco y flechas, que conducía una banda de compatriotas y a unos cuantos protegidos masculinos por entre las ruinas de una ciudad arrasada. Maia reconoció el género (basura—var), impreso en papel barato para deleite de pobres veraniegas como ella misma. A gran número de mujeres noclónicas les gustaba leer fantasías sobre el colapso de la civilización, cuando todos los bien ordenados nichos de la sociedad serían derrocados y una joven podría abrirse camino para alcanzar el estatus de Fundadora gracias únicamente a su rápida inteligencia y a su carácter heroico.

En aquel libro la premisa era un súbito e inexplicado cambio en la órbita del planeta. Esto no sólo hacía que se fundieran las grandes capas de hielo de Stratos, derribando a todos los clanes fuertes y despejando el camino para tipos más nuevos e intrépidos, sino que, de golpe y porrazo, las inconvenientes pautas de conducta de los hombres se resolvían, a partir de aquel momento, por un milagro de la escritora y, además, las auroras aparecían en invierno.

Era en efecto basura, pero enormemente divertida. Al final de la historia, la joven protagonista y sus amigas lo tenían todo perfectamente establecido. Cada una de ellas parecía destinada a tener montones de hermosas hijas iguales, y a vivir feliz para siempre jamás. A Thalla y Kiel les habría encantado esto, pensó Maia cuando dejó la novela. La debía de haber olvidado alguna var del grupo de construcción. Ningún clan de nacidas en invierno disfrutaría con aquel panorama, ni aunque fuera de ficción.

Añadió otra marca en la puerta. Esa noche Maia escaló la pirámide con más confianza. A través de la estrecha ventana, vio cómo el firme viento del oeste empujaba las nubes hinchadas y rojizas hacia lejanas montañas donde la luz del sol ya moribunda destacaba una fila de diminutos globos luminosos: un pequeño enjambre de flotadores—zoor migratorios, comprendió. La liviana sensación de libertad que transmitían la apesadumbró, pero siguió mirando hasta que la oscuridad ya no le permitió distinguir los pintorescos zep’lins vivientes.

Para entonces ya eran visibles las constelaciones.

Sostuvo la mano con firmeza mientras miraba a través del sextante portátil, anotando en qué momento determinadas estrellas tocaban el horizonte occidental. Recordando la fecha, esto le permitiría seguir bien el paso del tiempo sin tener reloj… como si le hiciera alguna falta. Tal vez a continuación pueda calcular la latitud. Eso, al menos, le aclararía en parte dónde se hallaba su prisión.

Saber la hora le aclaró una cosa. Los chasquidos se repitieron otra vez, casi exactamente a medianoche. Continuaron durante una media hora, luego se detuvieron. Después, durante algún tiempo, Maia permaneció en la oscuridad con los ojos abiertos, reflexionando.

—¿Tú qué piensas, Leie? —susurró, preguntándole a su hermana.

Imaginó la respuesta de Leie. Oh, Maia. Ves pautas en todo. Vete a dormir.

Buen consejo. Pronto estuvo soñando con auroras que destellaban como cortinajes de seda sobre los blancos glaciares de casa. Cayeron meteoros que apedrearon el hielo con un staccato que se transformó en la cadencia de una lluvia suave.

El segundo libro era un panfleto Perkinita, lo que demostraba que el grupo de trabajadoras debía de haber sido mixto… y afrontado tensiones.


…es por tanto obvio que la base del alma humana sólo puede encontrarse en las mitocondrias, que son las auténticas motivadoras de vida dentro de cada célula viviente. Ahora bien, por supuesto, incluso los hombres tienen mitocondrias, que heredan de sus madres. Pero las cabezas de esperma son demasiado pequeñas para contener ninguna, así que ningún bebé del verano, sea macho o hembra, recibe nada de esta esencial materia del alma del «padre» masculino. Sólo la maternidad es por tanto un acto verdaderamente creativo.

Ya hemos visto que la continuidad y el crecimiento del alma tienen lugar a través del milagro de la clonación, que amplía la esencia del alma con cada regeneración y renovación del ente clonal. Esta amplificación gradual sólo es posible por repetición. El lapso de sólo una vida deja el alma de una mujer apenas formada, sin iluminación, y es un motivo por el que la igualdad de derecho al voto para las vars no tiene sentido, biológicamente.

Para un hombre, por supuesto, no hay ni siquiera un principio de alma. La paternidad es un anacronismo, pues. El verdadero papel del varón sin alma sólo puede ser servir y potenciar…


La línea de razonamiento era demasiado retorcida para que Maia pudiera seguirla, pero la autora del libro parecía decir que los varones humanos se definían mejor como animales domésticos, útiles, pero peligrosos para dejarlos sueltos. El único error cometido hacía mucho tiempo, en la amada y lamentada Herlandia de las Perkinitas, había sido no llegar más lejos.

Esto, naturalmente, era una herejía, pues desafiaba varias de las Grandes Promesas de Lysos y las Fundadoras, cuando hicieron a los hombres pequeños en número pero preservaron sus derechos como ciudadanos y seres humanos.

En teoría, cualquier hombre podía aspirar a conseguir incluso tanto poder y estatus individual como las madres de un alto clan. Maia no sabía de ningún caso, pero se suponía que tal cosa era posible.

La autora de aquel panfleto no quería compartir la ciudadanía con formas de vida inferiores.

Otra Gran Promesa había dispuesto que las herejes pudieran hablar, para que el rigor no atenazara las mentes de las mujeres. ¿Incluso con material tan descabellado como éste?, se preguntó Maia. Para tratar de comprender otro punto de vista, Maia siguió leyendo. Pero cuando llegó a la parte que proponía que los machos reproductores fueran dócilmente ordeñados en granjas especiales, como vacas contentas, no pudo más. Arrojó el libro al otro lado de la habitación y se puso a hacer flexiones frenéticamente hasta que su respiración entrecortada acalló los ecos de la odiosa voz de la autora.

Llegó y pasó la hora de cenar. Cayó la noche. Esta vez, trató de estar preparada justo antes de la medianoche, tendida en la cama con los ojos cerrados. Cuando los chasquidos comenzaron, escuchó con atención durante los diez primeros minutos, y trató de determinar si seguían alguna pauta.

Seguían un ritmo, sí: sonidos chasqueante repetidos e intercalados con pausas de uno, dos, o más latidos de duración.

click click, pausa, click, pausa, pausa, click click click…

Tal vez estaba dejando que su imaginación le jugara una mala pasada. No se parecía a ningún código que hubiera oído jamás. No había ningún espacio claro que pudiera ir entre palabras, por ejemplo. ¿Había algún motivo para que los chasquidos se produjeran exactamente a la misma hora cada noche?

Podía ser un reloj defectuoso en uno de los grandes salones, o algo igualmente intrascendente. Me pregunto cómo se transmite el sonido a través de las paredes.

Se quedó dormida sin hallar ninguna solución. Soñó con relojes de bronce que latían con los suaves y justos ritmos de la ley natural.


El tercer libro estaba aún más gastado que los otros dos: era un romance sobre la vida en el Phylum Homínido—Estelar antes de que Lysos y las Fundadoras cruzaran la galaxia para forjar un nuevo destino. Tales relatos, que trataban de un modo de vida arcaico y obsoleto, podían ser fascinantes e instructivos. Pero Maia había leído bastantes cosas de ese género cuando tenía cuatro años, y se sintió decepcionada.

Como tantas otras, aquella narración se desarrollaba en Florentina, el único mundo del Phylum conocido por la mayoría de las escolares, ya que de allí había salido la expedición de las Fundadoras. En la historia incluso aparecía brevemente Perseph, una de las principales colaboradoras de Lysos. Pero en su mayor parte el éxodo sólo llegaba a entreverse, ya que quedaba fuera de la acción principal. Mientras tanto, la pobre heroína, una muchacha común de Florentina, sufría viviendo en una sociedad patriarcal en la que los hombres eran tan numerosos y primitivos que la vida sólo podía ser un infierno.


—¡No pretendía darle pie! —gimió Rabaka, cubriendo la parte izquierda de su rostro para que su marido no viera los moratones—. Sólo sonreía porque…

—¿Le SONREÍSTE a un desconocido? —rugió él—. ¿Te has vuelto loca? ¡Los hombres interpretamos cada gesto, cualquier posible pista como un signo de disposición! No me extraña que te siguiera y te empujara al callejón para hacerte suya.

—Pero yo luché… No consiguió…

—No importa. ¡Ahora tendré que matarlo!

—No, por favor…

—¿Lo DEFIENDES, entonces? —preguntó Rath con los ojos llameantes—. ¿Tal vez lo prefieres a él? ¿Te sientes quizás atrapada conmigo en esta casita, atada por nuestros votos permanentes?

—No, Rath —suplicó Rabaka—. Pero no quiero que te arriesgues…

Mas ya era demasiado tarde para controlar su arrebato de furia.

Rath cogió el látigo de castigo que colgaba de la pared…


Maia sólo podía soportar un capítulo cada vez. El estilo era execrable, pero no era eso lo que le revolvía el estómago. La incesante violencia le repugnaba. ¿Qué clase de masoquista lee este tipo de cosas?, se preguntó.

Si el objetivo era demostrar lo distinta que podía ser otra sociedad, el libro lo conseguía, de forma visceral. En Stratos, era inaudito que un hombre alzara la mano contra una mujer. Las Fundadoras habían dispuesto una aversión a nivel cromosómico, que se reforzaba de una generación a la siguiente.

Los apareamientos del verano eran la única posibilidad que tenían los hombres de transmitir sus genes, y las madres de los clanes tenían buena memoria cuando llegaba el momento de enviar invitaciones durante la estación de las auroras.

En Florentina, sin embargo, había un acuerdo distinto. Matrimonio. Un hombre. Una mujer. Unidos para siempre. Al parecer, las mujeres incluso preferían aquella semiesclavitud a una vida de soltería, porque muchos otros hombres recorrían las calles permanentemente en celo, siempre dispuestos a golpear.

Las brutales consecuencias descritas en la novela histórica página tras página dejaron a Maia asqueada cuando terminó de leerla.

Naturalmente, no había forma de saber hasta qué punto era exacta la descripción del Antiguo Orden en un mundo del Phylum. Maia sospechaba que la autora había exagerado un poco. Tal vez hubiera casos concretos como el descrito, pero de irles tan mal las cosas a todas las mujeres siempre, sin duda habrían envenenado a sus maridos e hijos mucho antes de que la capacidad para moldear los genes ofreciera soluciones alternativas.

Con todo, era suficiente para devolverle la fe a cualquiera. Bendita sea la sabiduría de Lysos, pensó Maia, trazando un círculo sobre su pecho.

Aquella tarde volvió a hacer ejercicio, corriendo, haciendo flexiones, subiendo y bajando de las cajas. Al anochecer, volvió a la ventana y descubrió que conseguía pasar por la estrecha abertura. Alimentó la idea de la huida hasta que llegó al extremo del pasadizo, desde donde era posible mirar directamente al suelo del valle… situado a cien metros por debajo.

Se me podría ocurrir un plan. Encontrar un modo de abrir esas cajas. Tal vez empezar a fabricar una cuerda con el hilo sacado de las alfombras. Había posibilidades, todas ellas peligrosas. Tendría que pensarlo. De todas formas, quedaba claro que tenía tiempo de sobra.

Cuando la noche cayó no había majestuosos flotadores—zoor que contemplar, aunque varios pájaros pasaron volando, deteniéndose en su viaje lo suficiente para atormentarla, burlándose de aquella tonta humana incapaz de volar y rodeada de piedra.

Maia se sentía demasiado agitada para intentar utilizar el sextante. Se bajó de la ventana, se quedó dormida temprano y tuvo sueños extraños durante la mayor parte de la noche. Sueños de huida. Sueños de fuga. Sueños de ambivalencia. De querer/no querer la compañía de alguien para el resto de su vida. ¿Leie? ¿Hijas clónicas? ¿Un hombre? Imágenes de un ficticio aunque realista mundo Florentina la confundían con una mezcla de repulsión y fascinación.

Más tarde, cuando consiguió escapar, gimiendo, de un sueño en el que la enterraban viva, Maia despertó para encontrarse atrapada en las burdas y pesadas cortinas que usaba como sábanas, y tuvo que luchar para liberarse. No me gusta este lugar, pensó, cuando por fin pudo respirar. Se echó hacia atrás. Me pregunto cómo se desteje una alfombra.

La estrecha ventana mostraba una rendija de la constelación Yunque, así que ya había pasado la medianoche. Esta vez me he perdido los chasquidos, comentó una parte de sí. Al resto no le importó un ardite. Cuando el sueño la reclamó, no hubo más pesadillas.


Había dejado para el final el que parecía ser el mejor de los cuatro libros. Estaba impreso en buen papel y llevaba el sello de una editorial de Ciudad Cuerno. «Un clásico literario», proclamaba el destellante microanuncio de su portada, cuando le daba la luz. En la página de los créditos, Maia vio que la novela tenía más de cien años. Nunca había oído hablar de ella, pero eso no era en absoluto sorprendente. La Casa Lamatia prefería enseñar a sus hijas—var habilidades más prácticas que las artes.

Ciertamente, el estilo era mejor que el de cualquiera de los otros libros. A diferencia de la fantasía histórica o el romance de basura—var, éste estaba ambientado en la vida cotidiana de Stratos. La historia comenzaba con una joven que realizaba un viaje acompañada de una compañera clónica de su misma edad. Llevaban contratos comerciales de ciudad en ciudad, entablando acuerdos, ganando dinero para su lejano clan. La escritora describía primorosamente muchos detalles de la vida en los caminos, del trato con burócratas y madres ancianas que, como caricaturas exageradas y divertidas, hicieron que Maia sonriera por primera vez en mucho tiempo. Bajo estos picarescos encuentros, la autora mantenía la tensión de una trama subyacente. Las cosas entre las dos protagonistas no eran como parecían. Maia descubrió su secreto en el tercer capítulo.

La pareja no era clónica. Su «clan» era una ficción. Eran sólo una pareja de vars. Gemelas…

Maia parpadeó, sobresaltada. Pero… ¡si ésa era nuestra idea! Es lo que Leie y yo planeábamos hacer.

Miró la página, la furia convertida rápidamente en vergüenza. ¿Cuánta gente habrá leído ya este libro? Tras pasar a la primera página, vio que las tiradas en papel solamente se contaban ya por cientos de miles. Y eso sin contar las versiones en disco, o de acceso flotante…

Habríamos sido el hazmerreír de todas en el primer sitio donde lo hubiéramos intentado, comprendió Maia con horrorizado estupor. En retrospectiva, veía con repentina claridad cómo la idea tenía que habérsele ocurrido a otras, incontables veces, incluso antes de que aquella novela fuera escrita. Probablemente montones de gemelas var tenían fantasías parecidas. ¡Al menos alguna de las madres Lamai tendría que haberlo sabido, y habernos advertido!

Maia se detuvo. ¡Espera un momento! Pasó las páginas y miró de nuevo los nombres de las protagonistas… ¿Reie y Naia? No era extraño que le hubieran parecido familiares. Sacudió la cabeza, aturdida e incrédula. ¿Nos… nos pusieron los NOMBRES de los personajes de este libro maldito de Lysos?

Maia se enfureció al pensar en la broma que Madre Claire y las demás les habían gastado. Al menos Leie se había librado de llegar a saber lo tontas que habían sido.

Tiró el libro al otro lado de la habitación y se arrojó llorando sobre la cama, llena de soledad y con una sensación de total abandono.


Durante dos días permaneció pasiva y se pasó la mayor parte del tiempo durmiendo. Los chasquidos nocturnos ya no eran de su interés. Nada lo era.

Con todo, pasado el tiempo el aburrimiento empezó a penetrar incluso en la hosca autocompasión que Maia había forjado para sí misma. Cuando ya no pudo soportarlo más, pidió a sus carceleras que le trajeran algo para pasar el tiempo. Las mujeres se miraron una a otra, y respondieron que lo lamentaban, pero que no había más libros.

Maia suspiró y continuó picoteando su comida. Sus guardianas la contemplaron sombríamente, claramente afectadas por su estado de ánimo. No le importó.

Al principio, Maia solía hacerse la ilusión de que la rescataba alguna autoridad, como la oficiala de Equilibrio Planetario con la que había hablado, o las sacerdotisas del templo de Grange Head, o incluso un escuadrón de la milicia Lamai, con sus cascos de plumas brillantes. Pero ya no se hacía ninguna ilusión sobre su importancia en el gran esquema de las cosas. Tampoco llegaron noticias de Tizbe. Maia vio ahora que no había ninguna necesidad de que la mensajera de la droga o nadie más viniera a visitarla o a interrogarla.

La esperanza no tenía lugar en la imagen que desarrollaba del mundo. Incluso las Lerner están tan por encima de ti, que tienen que inclinarse para escupir.

Recordó a Calma, allí de pie a la luz de la luna mientras Tizbe y las Jopland la hacían prisionera. Hasta ese momento, Maia la había considerado un individuo, una persona decente, un poco torpe y transparente, pero dulce a su modo. Ahora lo sé bien… una clon es una clon. Thalla y Kiel tenían razón. ¡Todo el sistema apesta!

Era sacrilegio, pero no le importó. Echaba de menos a sus amigas. Aunque sólo hubieran convivido unas cuantas semanas, habían compartido con ella la maldición de ser únicas, y comprenderían el sentimiento de traición y la desolación que ahora la embargaban.

Desesperada por tener algo que la rescatara de su depresión, Maia volvió a leer la novela escapista de basura—var, y 1a encontró más satisfactoria esta segunda vez. Tal vez porque se identificaba más con el deseo implícito de ver que todo se venía abajo. Pero entonces la terminó. Una tercera lectura carecería de sentido. Ninguno de los otros libros merecía una segunda mirada.

Como en letargo, pasó la tarde en lo alto de su pirámide improvisada, contemplando la llanura desierta. Era un mar de hierba en el que podías perderte si no sabías lo que hacías. Le pareció ver acá y allá rasgos regulares, como los restos de edificios destruidos. Pero nadie había vivido jamás en aquella árida llanura, por lo que sabía.

A la mañana siguiente, junto con el desayuno, las carceleras le trajeron algo nuevo. Era una caja grande y brillante con asa, como uno de esos caros maletines que a veces llevaban las viajantes ricas.

—Tenemos montones almacenados en otra habitación —le dijo una de ellas—. Hemos oído que es una forma de pasar el tiempo. Podrías intentarlo.

La mujer se encogió de hombros, como si con un discurso tan largo hubiera agotado su provisión de palabras para el día.

Cuando se marcharon, Maia acercó el maletín hacia donde había luz y abrió el sencillo cerrojo. La caja se desplegó en dos una vez, y luego las dos mitades volvieron a desplegarse. Más inteligentes dobleces invitaron a más despliegues hasta que por fin tuvo delante una superficie ancha y plana de material claro cubierta de líneas horizontales y verticales bellamente trazadas.

Vida, advirtió. Maia nunca había visto un tablero como aquél; evidentemente un modelo caro, demasiado bueno para llevarlo al mar. Debía de ser del tipo que los hombres empleaban cuando estaban atrapados en el santuario, para distraerse durante la cuarentena de la estación cálida.

¡Me han traído un patarkal Juego de la Vida!

Era demasiado. Maia se rió con un toque de histeria. Se rió y se rió hasta que por fin se secó las lágrimas de los ojos y suspiró, sintiéndose mucho mejor.

Entonces, a falta de otra cosa mejor que hacer, palpó el panel superior en busca del interruptor y conectó la máquina.


¿Por qué, en la naturaleza, es la relación macho—hembra casi siempre de uno a uno? Si los úteros son costosos mientras que el esperma es barato, ¿por qué hay tantos productores de esperma?

Es una cuestión de economía biológica. Si una especie produce menos hembras que machos, las hijas serán más apreciadas que los hijos. Toda mutación individual que lleve la tendencia a tener más hijas obtendrá ventaja, y la característica mutante cubrirá la laguna genética hasta que la proporción se iguale.

La misma lógica funcionará a la inversa si las planificadoras intentamos simplemente programar una escasa proporción de nacimientos de varones. Las primeras generaciones obtendrán los beneficios de la paz y la serenidad, pero las fuerzas de la selección natural recompensarán la producción de hijos, favoreciendo su aparición cada vez con más frecuencia, hasta llegar a anular la programación y a devolvernos al punto de partida. En cuestión de pocos siglos, este planeta estará, como cualquier otro, rebosante de hombres, con los subsiguientes ruidos y luchas.

Hay un medio de liberar a nuestras descendientes de este callejón sin salida bioeconómico. Darles la opción de autoclonarse. El éxito reproductor recompensará entonces a las mujeres que consigan tener descendencia tanto sexualmente como (y sobre todo) no sexualmente. Con el tiempo, el deseo de tener hijas idénticas al yo saturará la laguna genética. Será estable y duradero.

La opción de la auto—donación estimulada nos permite por fin diseñar un mundo en el cual el problema del exceso de varones quedará resuelto de forma permanente.

10

Maia ya conocía las reglas básicas. El Clan Lamatia quería que todas sus hijas, invernales y veraniegas por igual, se familiarizaran con la «peculiar obsesión masculina por los juegos». Ese conocimiento podía ser útil en cualquier estación para mantenerse en buenas relaciones con alguna cofradía masculina.

Había todo tipo de juegos. Muchos, como el póquer, el desafío, y la rueca, eran igualmente populares entre hombres y mujeres. Y aunque el ajedrez era tradicionalmente más del agrado de los hombres, cuatro generaciones de maestras planetarias supremas habían surgido del pequeño e intelectual linaje de clónicas Terrille. Lo cual podía explicar por qué cada vez más los hombres se habían volcado en el Juego de la Vida durante el último siglo o así.

Técnicamente, cualquier partida de Vida se había acabado antes de empezar. Dos hombres (o equipos de hombres) se enfrentaban en lados opuestos de un tablero consistente en un número indeterminado (de dos docenas a varios centenares) de líneas verticales y horizontales entrecruzadas. Durante la crucial fase preparatoria, cada bando colocaba por turnos filas de piezas en las casillas, entre las líneas, eligiendo ponerlas bien por la cara blanca o por la cara negra, hasta que el tablero quedaba lleno. Las piezas se programaban con reglas sencillas, o a veces se programaba el tablero mismo, dependiendo de lo ricos que fueran los jugadores y de la clase de equipo que pudieran permitirse.

De pequeña, Maia solía observar fascinada cómo los marineros de los barcos atracados pasaban horas dando cuerda a anticuadas piezas, o recogiendo las de energía solar tras haberlas dejado en los tejados, junto a los muelles. Los miembros de cada equipo podían pasar hasta diez minutos entre turnos agachados, discutiendo estrategias, hasta que el árbitro anunciaba el tiempo y tenían que colocar otra fila en su sector del terreno de Juego. Después de eso esperaban, cruzados de brazos, haciendo muecas desdeñosas mientras sus rivales debatían y colocaban su propia fila, al otro lado. Los equipos continuaban así alternativamente, colocando nuevas filas de piezas blancas o negras, hasta que se llegaba a la mitad del tablero con todas las casillas llenas. Entonces todo el mundo retrocedía. Tras pronunciar una antigua invocación, el árbitro extendía su bastón hacia la casilla de tiempo.

La mayoría de las mujeres encontraba todos los argumentos y aspavientos que conducían a aquel punto profundamente tediosos. Sin embargo, cada vez que una partida importante estaba a punto de celebrarse, la gente empezaba a llegar (desde pobres obreras vars a orgullosas miembros de clanes que bajaban de los castillos en la montaña), y se reunía para observar, esperando el golpe del bastón del árbitro…

¡Y entonces, de repente, las inactivas piezas despertaban!

A Maia le encantaba especialmente cuando los jugadores usaban los discos de cuerda, que al captar el estado de sus vecinos respondían zumbando y agitando sus tablillas con cada latido del reloj, las piezas blancas convirtiéndose en negras, las negras haciéndose blancas, o permaneciendo misteriosamente inmóviles con la misma cara hacia arriba hasta la siguiente ronda.

El proceso se regía por normas preestablecidas. En la versión clásica de Vida, eran absurdamente simples. Una casilla con una pieza negra era definida como «viva». La cara blanca significaba «no—viva». Su estado durante una ronda dependía de la condición de sus vecinas durante la ronda anterior. Una pieza blanca «cobraba vida», volviéndose negra en el turno siguiente, si exactamente tres de sus ocho casillas vecinas (incluidas las de las esquinas) eran negras en esa ronda. Si una pieza era ya negra, podía permanecer así la ronda siguiente si tenía ya dos o tres vecinas vivas. Una más o una menos, y cambiaba de negra a blanca otra vez.

Alguien le dijo una vez a Maia que aquello simulaba los ecosistemas vivientes.

—Entre las plantas y especies animales, cada vez que la densidad de población aumenta demasiado en una zona, suele producirse un desastre. Todo el mundo muere. Del mismo modo, la muerte prevalece si la población es demasiado escasa.

La ecología vive de la moderación, o eso parecía demostrar el juego.

A Maia aquello le sonaba a racionalización. Estaba segura de que el juego recibía su nombre de las pautas que surgían en el tablero en cuanto el árbitro daba la señal de comienzo. Desde ese momento, cada pieza individual del juego permanecía en el mismo sitio, pero sus bruscos cambios de estado producían oleadas de blanco y negro que cruzaban la zona de juego a gran velocidad y con hipnótica complejidad. Incluso las misioneras Perkinitas, de. pie sobre sus pedestales portátiles, interrumpían sus ataques a todo lo masculino lo suficiente para mirar y suspirar ante las atractivas y sinuosas olas.

Ciertas pautas iniciales parecían animarse por su cuenta. Una «deslizadora» compacta podía, si se la dejaba sola, cruzar el tablero de un extremo a otro, cambiando de forma siguiendo una pauta de cuatro etapas que se repetían una y otra vez mientras avanzaba. Otro grupo podía parpadear en un sitio, o extender ramas colaterales que se reproducían, como flores que envían semillas que florecen a su vez.

A veces la pauta era el único objetivo. Había competiciones para generar formas en las que se premiaba el diseño final más complicado, o a la imagen más pura obtenida después de veinte, cincuenta o cien latidos. Variaciones con reglas más complejas y piezas multicolores producían resultados aún más sofisticados.

Sin embargo, el juego se jugaba más a menudo como una batalla entre dos equipos. Su objetivo: plantear unas condiciones iniciales tales que, cuando el juego comenzara, el recorrido de las formas fuese el elegido y despejara el territorio del oponente, para que los últimos oasis de «vida» estuvieran en el lado de uno del tablero.

Las competiciones podían parecer brutales en ocasiones, igual que en la naturaleza. Además de las deslizadoras y otras formas benignas, había «comedoras», que consumían otras pautas y luego rebotaban en el borde para seguir recorriendo el terreno de juego tan voraces como siempre. ¡Diseños más sofisticados pasaban sin causar daños a la mayoría de las otras pautas, pero devoraban cualquier otra comedora con la que se topaban!

Las tripulaciones de los barcos atesoraban técnicas, trucos y tretas durante generaciones, aunque la estrategia de colocar las filas iniciales antes del juego era más un arte que una ciencia. Frecuentemente ambos equipos se quedaban boquiabiertos al ver lo que habían conseguido… pautas que surgían adelante y atrás durante casi una hora en formas que ninguno de los dos bandos había sospechado. Las tablas eran frecuentes. En verano, de vez en cuando se producían peleas entre quienes se acusaban de hacer trampas, aunque Maia no comprendía cómo nadie podía hacer trampas en la Vida.

Tenía que admitir que había algo estético en la simpleza esencial del juego y la intrincada e interminable variedad de formas que producía. De niña le había parecido atractivo, de una forma extraña, e incluso había intentado hacer preguntas. Tardó algún tiempo en recuperarse de las burlas y la humillación que éstas habían provocado, más por parte de las propias mujeres que de los hombres. De todas formas, a los cuatro años llegó a la misma conclusión que tantas otras mujeres de Stratos.

Bueno, ¿y qué?

Sí, las pautas eran interesantes hasta cierto punto, más allá de lo cual la pasión que los hombres vertían en el juego se convertía en un símbolo del abismo que separaba los sexos. Otros pasatiempos, como los juegos de cartas, implicaban al menos que la gente se mirara o conversase, por ejemplo. Era sorprendente tratar aquellas piececitas (cosas) como si estuvieran realmente vivas.

Y sin embargo allí estaba ella, en prisión, sin nadie más a quien mirar o con quien conversar, con todos los libros leídos y sin otra cosa que hacer sino contemplar el tablero desplegado. Maia reflexionó. Ya he intentado un par de cosas que las chicas no suelen hacer… como estudiar navegación.

Sin embargo, eso era simplemente poco habitual. No inaudito. Aquel juego era otra cuestión. Si había mujeres en Stratos que habían conseguido ser expertas en la Vida, sin duda habían sido catalogadas como extrañas.

Bueno, mejor rara que chalada, decidió. La furia y la soledad la esperaban al acecho, como tías no deseadas, dispuestas a dejarse caer a la menor invitación, provocando lágrimas inútiles e improductivas. Me volveré loca sin algo que me mantenga la mente ocupada.

El tablero era suave al tacto. No había piezas físicas, sino que cada diminuta casilla se volvía negra en respuesta a un controlador electro—óptico inserto en la misma máquina. Recordó con cariño el viejo claqueteo. Este sistema resultaba frío y remoto.

Veamos si puedo averiguar cómo va.

Un par de lucecitas brillaban en la pantalla. No tenía ni idea de lo que significaban PROG MEM o PREV.GAME. SAV. Ya exploraría esos detalles más tarde, cuando ya dominara el nivel más sencillo. En cuanto conectó la máquina, la mitad de las casillas a lo largo de los cuatro bordes del tablero se volvieron negras, de forma que una secuencia de cuadros alternativos serpenteó por todo el perímetro. Recordó que aquélla era una de las diversas formas de tratar con el problema del borde, o de qué hacer cuando las pautas móviles llegaban a los límites del terreno de juego.

Idealmente, en el caso perfecto, no habría borde en absoluto, sólo una interminable extensión para dar espacio a las pautas donde crecer e interactuar. Por eso las grandes competiciones contaban con tableros inmensos, y se tardaban días, incluso semanas, en establecerlas. Maia recordó cómo un día, en la Casa Lamatia, el viejo Bennett le contó un secreto. Sofisticadas versiones electrónicas de la Vida, como la que tenía delante, podían seguir las pautas incluso después de que hubieran «dejado la vida», lo que implicaba que las entidades artificiales continuaban existiendo incluso a varios tableros de distancia, en alguna especie de espacio imaginario. Al principio, Maia estuvo convencida de que se estaba burlando de ella. Luego se sintió excitada, y se preguntó si alguna otra mujer lo sabía.

Más tarde lo comprendió: naturalmente las sabias de Caria lo sabían, ya que controlaban las factorías que fabricaban los tableros. Simplemente, no les importaba. Que una máquina continuara fingiendo que objetos imaginarios existían en algún reino ficticio que el jugador no podía ni siquiera ver era como la irreal multiplicación por una misma, manipulando piezas de réplicas de símbolos, que a su vez representaban cosas supuestas, que eran en sí mismas emblemas… Algunos de los clanes matemáticos de la Universidad de Caria probablemente estudiaban tales abstracciones, pero Maia dudaba que cometieran el error masculino de confundirlas con la realidad.

Resolver el problema del borde era otro asunto cuando los equipos se veían obligados a usar simples líneas trazadas en un muelle o una bodega de carga y se jugaba con piezas de cuerda o de batería solar. Como solución parcial, los hombres a veces colocaban filas de piezas estáticas blancas o negras, desconectadas, a lo largo del borde del terreno de juego, para intentar delimitar la acción. Maia sabía que el término en argot para el borde alternativo era «el espejo», aunque sólo unas cuantas pautas de vida llegaban a reflejarse en el límite fijo del terreno de juego. Otras simplemente eran absorbidas o destruidas.

Una pauta en el borde también hacía más fácil comenzar un juego, puesto que cada casilla de la primera fila ya tenía una o dos vecinas «vivas» justo debajo.


Fila dos →

Fila uno →

Fila límite →


(permanente)


Tras sacar el fino punzón de escritura de su hueco en el panel de control, pulsó una casilla de la primera fila, que se volvió negra.


La solitaria casilla «viviente» nació con dos vecinas negras en la fila límite fija de abajo tocando sus esquinas inferiores. Ahora Maia le dio otra vecina negra, a la izquierda. Con tres vecinas negras, o vivas, la primera casilla activada permanecería «viva»… al menos durante la segunda ronda.

Maia suspiró. Muy bien. Veamos si puedo hacer una escalera sencilla.

Se abrió paso a través de la primera fila, volviendo negras unas cuantas casillas, dejando algunas en blanco, y así sucesivamente. Maia no se sentía todavía preparada para enfrentarse a condiciones de partida más complicadas, así que después de tocar unas cuarenta casillas consideró que era suficiente. El resto del tablero quedó intacto.


Conociendo las reglas, Maia podía suponer lo que podría sucederle a una casilla concreta la próxima ronda, contando cuidadosamente el número de vecinas negras que tenía ahora. No hacía falta mucho esfuerzo para prever los destinos de hasta una docena de casillas, una o dos rondas en el futuro. Entonces se perdió. Para averiguar lo que sucedía a continuación, tendría que poner en marcha el juego.

Tras observar el panel de control, encontró un botón grabado con la figura de un hombre encapuchado que sujetaba una larga vara. El símbolo del árbitro, decidió Maia, y pulsó el botón. Una nota grave latió lentamente, la tradicional cuenta atrás. Al octavo latido el juego comenzó, y la fila activa onduló bruscamente. Cada vez que una casilla tenía el número adecuado de vecinas, fluctuaba. Entonces todas esas casillas se volvían o permanecían negras. Las que no pasaban la prueba se volvían o permanecían blancas. La pauta de cuadros alrededor del borde permaneció inalterable.

Ahora había algunas casillas negras en la segunda fila activa, además de en la primera. Unos cuantos puntos de la zona anteriormente blanca habían adquirido las condiciones para cobrar vida.


Con la siguiente cuenta murieron más casillas, y a la cuarta ronda sólo alguna posición cobró vida en la tercera fila. Maia vio con ligera decepción que había elegido una secuencia perdedora por su condición inicial. Ah, bien. Esperó hasta que el último amasijo de puntos negros expiró, y de inmediato lo intentó otra vez con una nueva pauta a lo largo de la primera fila.

Volvió a suceder casi lo mismo, excepto en el extremo izquierdo, donde una entidad tomó forma: un pequeño grupo de células que se encendían y apagaban en una pauta repetida una y otra vez. Oh, sí, recordó Maia. Eso es un «microbio».

Mientras sus partes individuales fluctuaban con distintos ritmos, cada unidad eligiendo un tempo distinto para aletear de oscuro a claro o negro otra vez, la configuración aislada en conjunto continuó renovándose. Después de veinte latidos, el resto del tablero quedó vacío, pero aquella pequeña zona permaneció estable, repetitivamente persistente. Maia sintió un arrebato de placer al haber reinventado una de las más simples formas de Vida en su segundo intento. Borró el tablero y empezó otra vez, creando microbios por todo el borde inferior. Si dejaba las piezas solas, éstas girarían y parpadearían en el mismo sitio hasta que se agotaran las pilas.

Hasta ahí llegó su suerte de principiante. Maia pasó gran parte de la siguiente hora experimentando sin hallar ninguna otra forma autoconsistente. Fue frustrante, ya que recordaba que algunas de las clásicas eran absurdamente simples.

Un chasquido metálico tras ella anunció la llegada de las guardianas con el almuerzo. Maia se levantó, extendiendo los brazos y combatiendo un tirón en la espalda. Sólo cuando se acercó a sentarse a la mesa, y notó que las fornidas mujeres la miraban, se dio cuenta de que estaba canturreando, y de que debía llevar haciéndolo algún tiempo.

¡Huh!, pensó Maia. Pero claro, no era sorprendente alegrarse de que algo la hubiera sacado de sus preocupaciones durante un rato. Veremos si esta diversión dura tanto como los libros. A lo que añadió: No contéis con que me distraiga tanto como para no advertir, mis gordas vigilantes Guel, si alguna vez bajáis la guardia, o dejáis de venir por parejas. Algún día os despistaréis. Estoy vigilando.

Tras la sosa comida, evitó a propósito el tablero y se dirigió a su «gimnasio», formado por alfombras y cajas. Corriendo sobre el terreno, haciendo flexiones, estirándose, Maia se entretuvo hasta que un cálido y agradable dolor se extendió desde sus hombros a sus tobillos. Entonces se quitó la ropa y usó el agua de la jarra para lavarse. Por fortuna, había un pequeño sumidero en el suelo para llevarse el agua sucia.

Mientras se secaba, examinó su cuerpo. Después de meses de duro trabajo, era natural que encontrara músculos allí donde antes no se le notaban. Tampoco le importaron las pequeñas cicatrices que cubrían sus manos y antebrazos, todas producto del trabajo honesto. Lo que le sorprendió fue un pronunciado desarrollo de sus pechos. Desde su última inspección, habían pasado de pequeños a apreciables… o a lo bastante grandes para que le dolieran un poco tras todo el ajetreo de la última hora. Naturalmente, era voz común que las madres Lamai transmitían un gen dominante para esto. Rara vez dejaban a sus hijas—var sin dotar. Con todo, predecible o no, era un acontecimiento. Y Maia nunca había esperado celebrarlo en la cárcel.

De hecho, siempre había imaginado compartirlo algún día con Leie.

Sacudiendo la cabeza, se negó a dejarse arrastrar por la pena. Para distraerse, se acercó a la alfombra y se sentó ante el simulador electrónico de Vida.

Si al menos hubiera un manual, o algún programa instructor que seguir con este maldito juego. Maia había visto a los hombres de los muelles con gruesos libros de referencia, que consultaban entre partidas. También debía de haber tratados sobre el tema, escritos por antropólogas, archivados en la Universidad de Caria y en las bibliotecas de las grandes ciudades. Ninguno de ellos le servía de nada allí.

Aquellas dos lucecitas volvieron a atraer su atención. PROG MEM decía una de ellas. ¿Una especie de memoria? Para programas preestablecidos y almacenados, supongo.

El otro botón decía: PREV.GAM.STOR. ¿Almacenamiento de partidas previas?

Había supuesto que el tablero era nuevo, traído para unos hombres que ya nunca llegarían. Pero la luz parpadeaba, así que tal vez había una partida anterior en la memoria.

Bueno, supongo que podría repetirla y aprender de ella un par de cosas, pensó, y luego advirtió una diminuta ventana con una fila de letras. REGLA VARIANTE: RVRSBL CA 897W, decían misteriosamente. Maia hizo una conjetura. Algunos hombres cambiaban las reglas, como si la Vida no fuera ya bastante complicada. Podían hacer falta cinco vecinas vivas para que una casilla negra permaneciera con vida. O el programa hacía que las casillas de la izquierda fueran más influyentes que las de la derecha. Las posibilidades eran interminables, lo que convertía todo el tema en algo todavía más absurdo para la mayoría de las mujeres.

Oh, es una idiotez. Nunca aprenderé nada de esto. Maia se detuvo, pulsó por impulso el botón para ver qué contenía la memoria. Inmediatamente, el tablero se puso en acción. Primero el límite de sus bordes se contrajo hacia dentro desde todos los lados, hasta que quedó reducido a un número mucho más pequeño de casillas. Contó cincuenta y nueve por cada lado. Rodeando la zona de juego había una frontera mucho más compleja que la simple pauta de espejo de antes. El tablero parpadeó otra vez, y de inmediato la zona que quedaba dentro del nuevo límite se convirtió en un caos. Una extensión irregular de puntos negros cubrió las nueve primeras filas; eran como chocolatinas esparcidas sobre una tarta de cumpleaños.

¡Lysos! Aquello estaba muy por encima de las posibilidades de Maia. El botón BORRAR parpadeaba… pero la curiosidad retuvo su mano. Después de todo, aquello le habría supuesto un montón de esfuerzo al propietario anterior del juego. Si no por otra cosa, las pautas serían bonitas de contemplar.

Con un suspiro, tocó el símbolo del árbitro. El reloj empezó su cuenta atrás, ocho, siete, seis, cinco, cuatro…

Los puntos empezaron a danzar. Cada vez que un espacio en blanco tenía el número adecuado de vecinas, en la siguiente ronda una casilla negra, o viva, ocupaba su lugar. Otras que habían sido negras, pero que no cumplían los requisitos programados, se volvían blancas en la tanda siguiente. Con cada golpe de reloj, las pautas cambiaban en oleadas, algunas fragmentándose o esparciéndose tras tocar el límite, mientras que otras permanecían negras, aumentando el remolino de dentro. Formas efímeras aparecían y se desvanecían como burbujas al pasar por el plano del tablero. Maia sólo pudo exhalar un suspiro cuando las oleadas chocaron contra entidades estables, transformándolas. Vio deslizadoras y advirtió su sencilla forma triangular aplastada. En una esquina apareció una «pistola deslizadora», que escupía pequeñas flechas aleteantes a intervalos regulares por todo el tablero. Hubo colisiones espectaculares.

Contemplar aquello era asombroso. Maia se preguntó si no resultaría ser uno de esos programas autocontenidos que mantenían el tablero en estado de flujo perpetuo mientras la máquina estuviera conectada, la disposición de cada momento diferente a la anterior.

Entonces, el ritmo empezó a decaer. Entidades que zigzagueaban rápidamente empezaron a fundirse en unidades complejas pero estacionarias, dispuestas en cinco columnas a lo largo del tablero. Cada una de ellas experimentó una nueva evolución; el ritmo de cambio se redujo aún más hasta que convergieron en lo que Maia supuso que sería una forma final, establecida de antemano.

Pudo verlo suceder. Cada etapa derivaba de la precedente. Con todo, se llevó una sorpresa cuando las pautas se convirtieron en letras individuales.

Palabras.

¡SOCORRO! EN PRISIÓN
39° F8 16' N, 67° F8 54' E

Las letras fluctuaron, como vistas a través de agua turbia, sus componentes aún encendiéndose y apagándose intermitentemente según reglas establecidas, inconscientes de ser algo más que dos filas de columnas separadas. Sólo colectivamente tenían un significado, y éste empezó a disolverse mientras las firmes leyes matemáticas rompían la cohesión en espirales de nuevo caos. Una nueva fuerza entró en acción. Los parches blancos se extendieron, devorando las breves pautas.

Se acabó en cuestión de segundos. Maia contempló el tablero ahora vacío, monótono, intentando convencerse de lo que había visto: un significado, sorprendente e imprevisto.


Muchas especies usan pistas medioambientales para fomentar la reproducción en ciertas épocas, y dejar que el resto del año sea pacífico y tranquilo. Los humanos han perdido esta antigua ligazón con el calendario, lo que ha provocado nuestra incesante obsesión por el sexo y nuestro sometimiento a él.

Ha llegado el momento de restaurar la sabiduría a nuestro ritmo de vida, de restablecer la serenidad y la previsión al ciclo de nuestros años. Stratos parece ideal para este propósito, con sus claras estaciones que cubren todo el planeta. El promedio de nacimientos que prevemos (de clones e hijos al viejo estilo, obtenidos sexualmente) no tiene por qué estar sometido a una programación. Surgirá de modo natural de los períodos irregulares de impregnación potencial intercalados en los largos lapsos de calma relativa.

Hay muchos efectos medioambientales que podemos utilizar como pistas para impulsar el deseo en los momentos adecuados. Tomemos las increíbles auroras del apogeo del verano en todo el planeta, cuando éste se acerca más a la diminuta y feroz Estrella Wengel. Si los chimpancés macho se excitan visualmente por un simple destello de rosa femenino visto a lo lejos por entre el bosque, ¿nos resultará difícil programar una respuesta al color similar en nuestros machos, disparada por esas sorprendentes exhibiciones en el cielo? Del mismo modo, la escarcha especial del invierno señalará cambios en las descendientes de nuestras mujeres, preparándolas para la donación amazonogénica.

Habrá efectos secundarios que no podemos predecir, pero la posibilidad de error no debería detenernos. Sólo estamos sustituyendo un conjunto de estímulos e impulsos bastante arbitrarios por otro. De hecho, las nuevas reglas serán más flexibles y variadas que las monótonas lujurias de antaño.

Una cosa permanecerá constante. No importa qué cambios efectuemos, el drama del nacimiento y la vida seguirá siendo una cuestión de elección, de mente. No somos animales, después de todo. El medio puede sugerir, puede provocar. Pero, en última instancia, nuestras descendientes serán seres pensantes.

Es a sus pensamientos, sentimientos y fuerza de voluntad que deberán su modo de vida.

11

Alrededor de la medianoche, las pautas llenas de estrellas del cielo de invierno se alzaron sobre las altas montañas que coronaban el horizonte oriental, proyectando deslumbrantes reflejos sobre los glaciares atrapados en los valles alpinos. El torrente celestial del verano había pasado, reducido a un deslizamiento planetario mientras Stratos elevaba su órbita elíptica hacia la estación más larga. Pasarían más de dos años terrestres antes de la gran zambullida hacia la primavera. Hasta entonces, el Pelícano de Eufrosyne, Epona y el Delfín Danzante serían los ocupantes regulares del alto trono de la noche.

Maia solía preguntarse a menudo cómo sería la vida en Florentina, o incluso en la Vieja Tierra. Muy extraña, imaginaba, y no sólo debido a las primitivas pautas de reproducción que aún se seguían allí. Había leído que en la mayoría de los mundos habitables, las estaciones eran debidas a la inclinación axial, y no a la posición orbital. Y el invierno era una época de mal tiempo.

Aquí, bajo la densa atmósfera de Stratos, las necesarias pero breves interrupciones del verano pasaban rápidamente y se olvidaban pronto, mientras que el invierno propiciaba un largo período de plácida seguridad. Las nubes llegaban en frentes periódicos, descargando su húmeda carga sobre los continentes, y luego recargándose en los mares. Durante intervalos previstos entre tormentas, el sol nutría amablemente las cosechas ansiosas de luz, superando a su compañera, la Estrella Wengel, con tanta fuerza que la enana blanca no era más que un leve destello en el cielo diurno, demasiado tenue para provocar siquiera a un marinero de permiso. De noche, ninguna aurora destellaba, sólo constelaciones salpicadas, parpadeando como locas entre la inquieta corriente estelar.

Pronto será el Día del Final del Otoño, pensó Maia, contemplando cómo la constelación Thalia ascendía lentamente hacia su cenit. Decorarán Puerto Sanger. Todas las casas de placer cerrarán hasta mediado el invierno, y los hombres de los santuarios atravesarán las puertas abiertas de par en par, haciendo aviones de papel con sus antiguos pases de visitante. Recibirán dulces y sidra, y los niños montarán en sus hombros, y les tirarán de las barbas, haciéndoles reír.

Aunque la época del celo había pasado ya antes de que Leie y ella emprendieran su aciago viaje, el Día del Final del Otoño marcaría el verdadero inicio del extenso tiempo de paz del invierno, y duraría casi la mitad de las largas e irregulares estaciones, durante las cuales los machos eran casi tan inofensivos como los lúgars y el mayor problema era hacer que levantaran la cabeza de sus libros, sus tallas o sus juegos de tablero. La mitad de la Guardia de la ciudad se desbandaría hasta la primavera. ¿Qué necesidad había de patrullas, con las calles tan seguras como las casas?

Maia ya sabía que probablemente nunca volvería a celebrar el Día del Final del Otoño en Puerto Sanger. Pero nunca había imaginado que pasaría en prisión un día de fiesta. ¿Estaría aquí también para el Día del Lejano Sol? De algún modo, dudaba que sus carceleras lo celebraran y ofreciesen ponche caliente y amuletos de la suerte a las transeúntes (¿qué transeúntes?). Tampoco era probable que ninguna de las guardianas Guel se disfrazara como la Dama de Escarcha, cargara con la escalera mágica, agitase su vara de los deseos y regalara dulces y matracas a las niñas buenas.

¡No, maldita sea! ¡El Día del Lejano Sol estaré lejos de aquí! Combatió una oleada de añoranza del hogar.

Maia descartó aquellos pensamientos y alzó su sextante en miniatura, concentrada en el problema inmediato. No podía estar segura de la hora exacta, mucho menos de la fecha. Sin un reloj de precisión, era imposible fijar con seguridad su posición este—oeste, aunque el instrumento funcionara perfectamente. Medir la longitud iba a ser difícil.

Pero no hacía falta la hora exacta para calcular la latitud. Sólo tenías que conocer el cielo.

Ojalá tuviera aquí mi libro de efemérides, pensó, preguntándose si la jefa de estación de Holly Lock habría tirado ya su petate, junto con sus exiguas posesiones. El delgado volumen contenía las posiciones de las principales estrellas con toda la precisión necesaria. Sin él, tendría que hacer uso de la memoria.

Maia apoyó los codos en el alféizar de la estrecha abertura en la pared, y tomó otra referencia de Taranis, un compacto macizo estelar donde se decía que el Enemigo había destruido dos planetas antes de encontrar la derrota en Stratos. Girando un dial, movió la imagen en su indicador hasta que besó el borde del horizonte sur en el diminuto espejo del sextante. Bajó el aparato para poder mirar el dial, y anotó otra cifra en su cuaderno.

Al menos encontró una solución inmediata al problema de los utensilios de escritura. Cerca de la base de su improvisada pirámide de observación, torpemente cubiertos por las alfombras apiladas, yacían los restos de una caja de almacenaje. Maia se había debatido con ella durante más de una hora, poco después de la puesta de sol, para subirla hasta aquí, junto a la ventana. Luego, justo medio segundo después de empujarla, la caja se precipitó desde aquella altura contra el suelo de piedra.

El estrépito fue horrible, y las guardianas acudieron a la puerta, murmurando preguntas. Pero Maia consiguió convencer a las Guel, gritando que, simplemente, se había caído mientras hacía ejercicio.

—Pero estoy bien. ¡Gracias por preocuparos!

Tras una larga pausa, las Guel se marcharon por fin, gruñendo. Maia no se atrevió a contar con que su falta de curiosidad resistiera a una repetición del suceso. Por fortuna, el golpe había aflojado varias tablas y esparcido papel y utensilios de escribir por el suelo. Las estrellas ya habían salido. Durante la hora siguiente, aplicó sus oxidadas artes de navegación a fijar el emplazamiento de aquella prisión de la altiplanicie.

Maia acercó el cuaderno de notas a la tenue luz de Durga y sumó el resultado final. La longitud es aproximadamente la del mensaje, pensó. ¡Y la latitud es casi idéntica!

Al principio, al contemplar el mensaje que había aparecido de manera tan sorprendente en el tablero del Juego de la Vida, llegó a la conclusión de que debía de ser una broma de mal gusto. Alguien en la fábrica debía de haber insertado la súplica, igual que, de niñas, Leie y ella solían abrir con cuidado nueces petu y sustituir la carne con pedacitos de papel que decían: «¡Socorro! ¡Las ardillas nos tienen prisioneras en un árbol petu!»

Ahora sabía que no. El mensaje no había sido codificado antes de ser enviado. Quien lo había introducido en la memoria lo había hecho en un emplazamiento muy cercano. A unas decenas de kilómetros. Sin embargo, no había visto ningún signo de ciudades o habitáculos cerca del monolito de piedra. Era dudoso que el paisaje pudiera esconder ninguno.

En efecto, eso sólo podía significar que quien lo había escrito vivía en aquella misma torre, quizás a sólo unos metros de distancia. Maia se sintió un poco culpable de que la situación de otra persona le produjera tanta alegría. No me alegro de que estés encarcelada, pensó. ¡Pero Lysos, es bueno no seguir estando sola!

Debían de encontrarse en situación similar, encerradas en cámaras de almacenaje no diseñadas como celdas, pero igualmente efectivas de todas formas. Sin embargo, la otra prisionera había demostrado estar llena de recursos. Al encontrarse en una habitación llena de aparatos orientados hacia el recreo de los varones, había conseguido planteárselos como un medio para enviar el equivalente de mensajes en una botella.

Maia reflexionó sobre el ingenioso plan de la otra reclusa. Aquellos aparatos electrónicos eran costosos, y las matriarcas de Valle Largo no eran derrochadoras. Tarde o temprano, harían que los juegos y otras amenidades fueran enviados para ser revendidos… quizás a algún santuario en la Costa, o a una cofradía marinera… hasta caer en manos de alguien capaz de leer el mensaje programado. Cualquier marinero sabría entonces de inmediato dónde había una persona retenida contra su voluntad.

Eran suposiciones, por supuesto. Las madres del Clan Perkinita tal vez no se dispusieran a reducir sus pérdidas en los santuarios inconclusos hasta estar absolutamente seguras de que la droga funcionaba. Eso podría requerir algún tiempo. Y eso tampoco era todo, pensó Maia cínicamente. Aunque los juegos fueran enviados, y asumiendo que de camino los mensajes no sean borrados o leídos por gente inconveniente… Aunque alguien lea la petición e informe de su existencia, ¿luego qué?

No podía decirse que las autoridades planetarias tuvieran enjambres de poderosos aparatos aéreos o ejércitos que enviar al otro extremo del mundo en un instante, sólo para corregir lejanas injusticias. Caria City guardaba las fuerzas de las que disponía para casos de emergencia. Lo más probable era que enviaran a alguna investigadora o magistrada solitaria a hacer el largo camino… por mar, luego en tren y a caballo, lo que supondría que tardaría casi un año en llegar, si llegaba.

Suponiendo que todavía estemos aquí para entonces.

Maia no estaba segura de poder aguantar tanto. La otra prisionera tenía mucha más paciencia.

Con todo, es un plan mejor que ninguno que se me haya ocurrido a mí. ¡Imagínate, hacer todo eso con un Juego de la Vida! Sin toda una vida de experiencia, ¿quién podría haber creado un mensaje como aquél partiendo de cero?

¿Un hombre? Maia hizo una mueca de desdén. Alguien con las habilidades de una sabia, sin duda.

Ojalá pudiera conocerla. Hablar con ella. Tal vez haya una forma.

Maia supuso que debía de ser casi medianoche. Estaba a punto de asomar la cabeza a la ventana otra vez, para comprobar el progreso de las estrellas, cuando súbitamente lo oyó empezar. El molesto chasquido.

Rápidamente, alzó el cuaderno a la luz de la luna y empezó a tomar notas. Una raya por cada click, un punto por cada latido que duraba cada pausa. Tras unos veinte segundos, se detuvo y leyó el fragmento inicial.

—Click, click, pausa, click —recitó lentamente—. Click, click, pausa, pausa… sí. ¡Estoy segura de que es lo mismo que la otra noche!

Maia se guardó el cuaderno en el cinturón y se bajó de la pirámide de cajas con tanta rapidez que la inestable estructura se tambaleó. Casi al pie, se enganchó con un pliegue de 1a alfombra y acabó cayendo de bruces. Ignorando las magulladuras, se puso rápidamente en pie.

—¿Dónde está? —susurró, concentrándose. Escrutando la oscuridad, se orientó por el oído hasta la pared este. Se agachó, pasó la mano por la fría piedra, tuvo que arrastrarse a la derecha, apartando cajas y bultos. Más allá de una pila de cojines, sus dedos se toparon con lo que parecía una pequeña placa de metal, situada muy abajo, cerca del suelo. ¡Los chasquidos sonaban ahora muy cerca!

Al palpar los contornos de la placa, la mano de Maia rozó un diminuto botón en su centro, que bruscamente iluminó la zona con cegadora electricidad azul. Reaccionó de golpe, se apartó volando y aterrizó con fuerza. Durante seis u ocho latidos, Maia permaneció sentada en el frío suelo, aturdida, chupándose las doloridas yemas de los dedos antes de recuperarse lo suficiente para arrastrarse de nuevo, arrojando cojines en todas direcciones, haciendo sitio hasta que vio que pequeñas chispas acompañaban cada chasquido audible e iluminaban momentáneamente la placa de la pared.

Es curioso que no lo advirtiera antes. ¡Probablemente porque estaba buscando pasadizos secretos y trampas! Como queda demostrado, nunca se aprende nada útil en las novelas de fantasía.

Hasta ese día, nunca se había planteado que pudiera haber formas de recibir mensajes en su celda, o que aquellos irritantes chasquidos pudieran contener de verdad un código. ¿Pero qué otra cosa podían ser? ¿Podría algo puramente aleatorio, como un cortocircuito, seguir una misma pauta dos noches seguidas?

Todavía temblando, sacó cuaderno y lápiz y siguió copiando los destellos intermitentes que aparecían ante ella. Incluso con sus ojos adaptados a la oscuridad, Maia apenas podía ver las marcas que hacía. Nos preocuparemos por eso a la luz del día, se dijo cuando los chasquidos cesaron, unos cinco minutos más tarde. La suerte empieza a venir a mi encuentro.

Sabía que había pocas pruebas que apoyaran tan rápida conclusión. Pero la esperanza, ahora que la había probado, era un guiso mareante. Tras guardar el cuaderno bajo un montón de ropas de cama, Maia se cubrió con sus improvisadas mantas y trató de dormir.

No fue fácil. Sus pensamientos chocaban con fantasías e improbables escenas de rescate, como la mujer policía de Caria, que llegaba en un gran zep’lin agitando decretos sellados. Otras imágenes eran menos alegres. Los recuerdos de Leie volvieron a llenarla de desesperación. En los esporádicos momentos de total lucidez, se preguntaba si los chasquidos eran realmente un mensaje. En ese caso, ¿iba dirigido a ella en concreto?

Idiota, pensó mientras atravesaba capas de semisueño. ¿Cómo podría saber nadie que estás aquí?

Finalmente, soñó con Lysos.

La Fundadora iba vestida con una túnica ondulante, y estaba sentada con montones de moléculas a un lado, que ensartaba de una en una, como perlas de un collar o bolitas de madera de un ábaco. Las cadenas moleculares chasqueaban cada vez que otra molécula se unía a la sarta. Lysos canturreaba suavemente mientras trabajaba uniendo los segmentos de ADN en una cadena interminable.


Le hicieron falta dos noches más para copiar el mensaje entero y confirmar que tenía razón; fue un ejercicio de paciencia distinto a todo lo que Maia había conocido desde que Leie y ella trabajaron para resolver la puerta secreta de la bodega de Lamatia. Pero el tiempo invertido fue necesario. Sólo al tercer día Maia se sintió preparada para cargar el código entero en el tablero del Juego de la Vida. .

Empezó asegurándose de que el tablero estaba conectado con las mismas reglas especiales que antes, cuando transmitió aquel «mensaje en la botella». La ventanita decía: RVRSBL CA 897W. Maia esperaba que el programa desentrañara el sentido de los chasquidos nocturnos. Como antes, la zona de juego se contrajo hasta quedar reducida a un cuadrado de cincuenta y nueve casillas de lado, rodeado por un borde complejo.

Muy bien, vamos a ponerlo en marcha. Maia comenzó trabajosamente a convertir cada chasquido transcrito en una casilla negra, y a dejar un espacio en blanco allí donde había un segundo de pausa. Al completar una fila de cincuenta y nueve, continuó marcando el siguiente nivel, colocando el supuesto mensaje hacia delante y hacia atrás como una serpiente que escalara una pared de ladrillo. Después de lo que le parecieron horas, terminó de encajar la secuencia entera en el espacio asignado. ¡No podía ser una coincidencia! La mezcla de puntos resultante no tenía ningún significado visible.

Agotada, se sintió aliviada al oír las llaves en la puerta. Maia cubrió el tablero, aunque probablemente no importaría nada que las Guel lo vieran. Le dolían los músculos y las articulaciones tras pasar tanto tiempo inclinada sobre la máquina. Será mejor que todo esto merezca la pena, pensó mientras comía en silencio bajo la sombría mirada de su guardianas.

Si me he equivocado aunque sólo sea en un espacio, podría estropearlo todo. ¿Y si no funciona?

La respuesta era obvia. Lo intentaré otra vez. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Las guardianas se llevaron la bandeja y corrieron el cerrojo. Sin aliento, Maia regresó al tablero y volvió a comprobar punto por punto su transcripción. Cruzó los brazos y se tiró de los lóbulos de ambas orejas para desearse suerte; luego pulsó el botón de comienzo.

Ciclones giratorios de latientes formas de Vida le dijeron al instante que tenía razón. ¡Los chasquidos nocturnos pretendían esto! Eran una receta. Un complejo juego de condiciones para este extraño juego. A pesar de las reglas variantes, la mayoría de las pautas fueron reconocibles de nuevo. Dos cañones de deslizadores lanzaron aleteantes formas de cuña por un terreno cubierto de microbios y comedores, bengalas y dientes de león. Docenas de otras formas se mezclaron y separaron. Una «ecología» se expandió para llenar toda la disposición de cincuenta y nueve por cincuenta y nueve. Maia esperó junto al tablero, lápiz en mano, pero las pautas eran tan atractivas que casi se quedó si aliento cuando las caóticas formas se unieron de repente en hileras de letras ondulantes.


CY, DI GRVS IMAT
49° 16' 67° 54'
NO TRATO W/ ODO!
DEJAR SI NEC

Una vez más, el mensaje empezó a disolverse casi en cuanto tomó forma. Maia lo anotó apresuradamente antes de que se borrara junto con todos los otros restos «vivientes» del tablero. Pronto éste quedó pálido y vacío ante ella. Contempló la versión copiada de la misiva de cuatro líneas, y la leyó una y otra vez.

Claramente, no iba dirigido a ella, después de todo. Varias de sus fantasías favoritas se evaporaron. No importaba. Había más que suficiente para empezar a especular sobre la intención de la remitente. ¿Podría «CY» referirse a una amiga o a una compañera de clan de la otra prisionera? ¿Es «GRVS» un grupo o clan lo bastante poderoso para venir a liberarla? La imaginación plantearía a Maia las ideas más descabelladas si se lo permitía, así que permaneció firmemente pegada a tierra. La otra prisionera tal vez fuera una rival de negocios de las Perkinitas locales; tal vez las Jopland y sus aliadas la retenían aquí para obtener un trato más favorable.

La última frase del mensaje, pidiendo ser abandonada si era necesario, parecía más sombría. ¿O se equivocaba al asumir que significaba «dejadme si es necesario»?

¿Podría tener algo que ver con la droga que hacía que los hombres entraran en celo en invierno?

Posiblemente la otra prisionera no era más virtuosa que Tizbe o las Jopland, sino solamente una competidora.

Eso apenas importaba en aquel momento. Ahora mismo Maia no podía ser quisquillosa respecto a sus aliadas.

Lo más extraño era que aquel mensaje, a diferencia del que Maia había leído antes, parecía dirigido no a cualquiera que pudiera encontrarlo al azar, sino a alguien en concreto. Usar los juegos revendidos para enviar notas «en una botella» podía haber sido una vía alternativa, un plan de contingencia. Estos episodios de chasquidos nocturnos parecían dirigidos a algo más inmediato, como si la prisionera pretendiera que sus mensajes llegaran mucho más rápido y de forma más directa.

Maia recordó la placa de metal en la pared. Chispas en la noche.

El lugar debía de estar preparado para tener teléfono o cualquier otro tipo de enlace de comunicación, supuso Maia. Como antes nunca había estado en un santuario, no tenía motivos para sorprenderse por eso, aunque se sorprendió. Tal vez los hombres lo exigen en el diseño antes de mudarse. Me pregunto para qué lo necesitarán.

Fuera cual fuese el propósito original del cable, la otra prisionera lo estaba usando para algo muy claro… para enviar pulsaciones eléctricas. ¿Pero adónde? Por lo que Maia podía deducir, los cables no estaban conectados a nada.

Otra posibilidad la asaltó. ¿Está la otra prisionera utilizando el cable como… antena? ¿Intenta enviar un mensaje por radio? Maia sabía en teoría que se generaban ondas de radio empujando los electrones rápidamente de un lado a otro de un cable. Pero los aparatos caseros comunes como los que se utilizaban a bordo de los barcos (distanciados incontables generaciones de sus antiguos orígenes) se fabricaban en sólidos bloques y se vendían en unidades más pequeñas que la palma de la mano. Probablemente sólo unas cuantas personas en las universidades comprendían cómo se construían.

Debe de ser una sabia. ¡Retienen prisionera a una sabia en este lugar!

Maia recordó la tarde en Lanargh, cuando Leie y ella vieron el noticiario, y oyeron la misteriosa oferta de una «recompensa por información». ¡Tal vez se trataba de esto!

Tengo que ponerme en contacto con ella. ¿Pero cómo?

Se decidió. Primero tendré que escribir un mensaje.

No podría hacerlo como lo hacía la sabia, codificando condiciones de inicio en las reglas del Juego de la Vida para que se convirtieran en palabras escritas después de un millar de movimientos complejos. Y un tanto asombrada, Maia comprendió que no tenía por qué hacerlo. Después de todo, el truco de enviar un mensaje en una botella, o un mensaje por radio, implicaba codificarlo para que, con suerte, sólo el receptor adecuado lo descifrara. Pero Maia no intentaba comunicarse con nadie que estuviera más allá de los muros de aquel santuario. ¡Podría enviar letras normales!

Con el punzón, marcó las casillas negras en el tablero de juego hasta que pudo leer:


¡COMPAÑERA PRISIONERA!
OÍ CLICKS EN EL CABLE
ME LLAMO MAlA

Tras observar lo que había escrito, se puso a pensar. La primera línea era obvia. Y en cuanto a la segunda, tal vez la sabia no supiera que estaba haciendo ruidos por toda la ciudadela cada vez que transmitía, pero eso le quedaría claro cuando recibiera la respuesta de Maia.

Había otro motivo para simplificar. Debía transmitir su mensaje en filas de puntos y rayas, deshaciendo las palabras como las capas de un pastel. Tres líneas de letras requerían veintiuna filas de casillas, cada una de cincuenta y nueve casillas de ancho, por lo que calculó un total de 1.230 intersecciones que tendrían que ser marcadas negras o blancas con una pulsación intermitente. ¡Más de un millar! Cierto, la otra prisionera había enviado aún más, pero no con pausas tan largas como las que requería el mensaje de Maia. Si alargaba una pausa a cinco latidos o más, la receptora sin duda perdería la cuenta.

Finalmente, se decidió por un primer esfuerzo muchísimo más simple.


SOY MAIA SOY MAIA SOY MAIA

Seguían siendo 413 pulsaciones, después de que las filas fueran colocadas en una cadena lineal. Pero parecía manejable, sobre todo puesto que sería rítmico.

Ahora el problema era cómo enviarlo.

Había pensado golpear en las paredes, o tal vez en las tuberías. Pero esos sonidos probablemente se transmitirían hasta muy lejos. Si así era, alertarían a las guardianas.

Tendré que hacerlo de la misma forma, concluyó. A través del cable.

Sólo había una fuente posible para la electricidad requerida, y un solo error cortaría su único contacto con el mundo exterior. Maia no vaciló. Ansiosamente, le dio la vuelta al tablero de Vida y abrió la tapa de las pilas.

Decidió esperar a que la transmisión de medianoche hubiera terminado. Agazapada bajo las cortinas, vio cómo el mensaje de la sabia creaba un staccato de chispas contra la pared, y verificó que era el mismo de antes. La serie de chasquidos se detuvo en el momento de costumbre, dejándola a solas en la oscuridad apenas contrarrestada por la luz de la luna que entraba por la ventana. Como ya lo esperaba, Maia había practicado sus movimientos antes. Con todo, le hicieron falta varios torpes intentos para soltar los cables extraídos del reverso del tablero y acercarlos a la placa en la pared.

Ante ella se encontraba el mensaje que planeaba enviar. Maia había utilizado grandes letras mayúsculas y espacios, con la intención de poder leer incluso con poca luz.

Bueno, allá va, pensó.

Colocar un cable en la protuberancia de la pared no tuvo ningún efecto. Pero colocar uno contra la protuberancia y el otro sobre la placa provocó una chispa que la sorprendió. Apretando los dientes, Maia se inclinó hacia delante para ver mejor las hojas de papel, y empezó a enviar señales, creando una chispa por cada casilla negra y descansando un latido por cada blanca.

No sabía si con esto estaba consiguiendo algo más que agotar las baterías. Teóricamente, podría recargarlas acercando el tablero a la ventana para que absorbiera la luz del sol. Pero de hecho, podía estar gastándolas para nada.

Era difícil no perderse, mientras seguía fila tras fila de casillas negras. A pesar del frío, pronto tuvo que parpadear para librarse del sudor, y en un momento dado se saltó una fila entera. No había nada que hacer al respecto. Un error como aquél no impediría que el mensaje fuera legible, pero no podía permitirse que sucediera de nuevo.

Cuando llegó al final de la última fila, Maia suspiró aliviada y se echó hacia atrás, estirando los brazos. Una pausa larga haría saber a la otra persona que el mensaje había concluido. Pero la sabia probablemente había sido pillada por sorpresa. Así que después de un breve descanso, Maia se inclinó hacia delante para repetir todo el ejercicio.

¿Estará llegando algo?, se preguntó. He olvidado lo poco que sé sobre voltajes y similares. Tal vez necesite una resistencia, o un adaptador. Tal vez sólo estoy enviando electricidad al suelo, sin crear chispas en ninguna otra parte.

Click, click, pausa, pausa, pausa, click… Intentó concentrarse, manteniendo un ritmo constante como el que había marcado la sabia. Era especialmente importante contar las largas pausas que componían los márgenes de ambos lados de su sencillo mensaje. Hablar en voz alta pareció ayudar. Por dentro, no dejaba de oír el mensaje que intentaba enviar, como si una parte de sí misma estuviera emitiendo por pura fuerza de voluntad.

Soy Maia… Soy Maia… Soy Maia…

Esta segunda vez le resultó mucho más difícil. Tenía los dedos a punto de sufrir calambres, le dolía el cuello de estar inclinada hacia delante, y los ojos le picaban por el salino sudor. Con todo continuó, tenaz. La comodidad no tenía ningún atractivo. Lo que importaba era la leve esperanza de hablar con alguien.

Por favor, escúchame… Soy Maia… Oh, por favor…

Para cuando terminó la segunda transmisión, tenía las manos demasiado entumecidas incluso para soltar los cables; así que permaneció allí sentada, contemplando la lisa pared de piedra, percibiendo la tensión en su espina dorsal desenroscarse lentamente. No habría un tercer intento. Aunque las baterías y ella tuvieran fuerza, sería demasiado arriesgado. Las guardianas podían estar acostumbradas a unos cuantos chasquiditos por la noche, como los de un grillo amistoso. Pero un cambio demasiado grande en la rutina no podía ser.

Una súbita chispa le hizo dar un respingo. Tardó un momento en darse cuenta de que no la había provocado ella al colocar mal los cables. ¡No, procedía de la pared! Siguieron más chispas. Maia cogió la libreta y el lápiz.

Cada diminuto arco iluminaba su marca subsiguiente. Anotaba una raya por cada oscuridad. Era más fácil copiar que transmitir, aunque ahora le dolían los ojos más que nunca. Con creciente excitación, Maia advirtió que no se trataba de una repetición, sino de un mensaje completamente nuevo. ¡Había establecido contacto!

Entonces, tan bruscamente como antes, se acabó, y ella permaneció allí en silencio, contemplando varias hojas de código misterioso.

La frustración hizo que sus músculos, ya tensos, se estremecieran. Aunque acercara el tablero a la ventana, no habría luz suficiente para repetirlo adecuadamente. No hasta la mañana siguiente.

¡No puedo esperar hasta mañana, no puedo! Maia combatió una asfixiante oleada de impaciencia. Puedes hacer lo que tengas que hacer, se respondió a sí misma, se obligó a relajar su tenso cuerpo, músculo a músculo. Finalmente, respiró de forma regular otra vez.

Bueno, al menos puedo arreglar esto, pensó, mirando la transcripción que había garabateado. Se puso en pie y se desperezó. Luego, con cuidado, escaló la pirámide de cajas hasta llegar a la rendija.

Durga ya no estaba a la vista. Una luna menor, Aglaia, apenas brillaba lo suficiente para permitirle trabajar. Gradualmente, línea a línea en una página nueva, dibujó cada chasquido como una casilla negra. Tradujo cada pausa como una blanca. Al final de la primera fila de cincuenta y nueve, pasó a la siguiente y empezó en sentido inverso. De esta forma, si conseguía reparar el aparato de juego mañana, podría cargar las condiciones de inicio inmediatamente, y poner rápidamente el juego en movimiento para leer el mensaje.

Fue un trabajo duro. Después de aquello podría incluso dormir.

Tan concentrada estaba copiando casillas en largas filas que tardó un rato en advertir la diferencia en la pauta. Finalmente, cayó en la cuenta. Al contrario que antes, los chasquidos parecían estar ya en grupos apretados. Parpadeando, Maia se echó hacia atrás y vio:

Por supuesto. ¡Ha transmitido igual que yo, sin codificar! ¡Puedo leerlo esta noche!

Maia aceleró el ritmo. Dos filas más tarde, podía leer el mensaje entero.


… HOLA MAIA. MÑANA. —RENNA…

Se levantó viento que agitó sus papeles y los hizo caer por la plataforma improvisada como una cascada de naipes. Todos menos la única hoja que agarraba con ambas manos y que pronto estuvo manchada de lágrimas calientes y agradecidas.


Algunas de las miembros más radicales de nuestra organización piensan que no soy lo bastante dura para liderar este esfuerzo. Que no odio o temo a los varones lo suficiente para diseñar un mundo donde su función quede reducida al mínimo. A esas acusaciones, yo replico: ¿Qué esperanza tiene ninguna empresa que esté basada en el odio y en el miedo? Admito, orgullosamente declaro, que me han atraído y he admirado a ciertos hombres durante mi vida. ¿Y qué? Aunque nuestros hijos y nietos serán pocos, en el mundo que vayamos a crear debe haber también un lugar para ellos.

Otras críticas sostienen que lo que me interesa realmente es el desafío de la autoclonación y de aumentar la gama de opciones para la reproducción humana. Dicen que si los varones fueran físicamente capaces de hacer copias de sí mismos, sin máquinas, también les habría dado a ellos esa capacidad.

Esto es posiblemente cierto. Pero claro, ¿qué es un hombre al que has dotado de una barriga? Un hombre preñado adquiriría necesariamente otras características de la mujer, y ya no podría ser considerado del todo un hombre. Esto no es una innovación atractiva ni práctica.

Al final, todos nuestros inteligentes diseños genéticos, y los planes correspondientes para el condicionamiento cultural, acabarán en nada si somos vengativas o rígidas. La herencia que dejemos a nuestras hijas, y los mitos que les transmitamos para sostenerse, deben trabajar con las tensiones y la presión de la vida, o fracasarán. La capacidad de adaptación tiene que ser reverenciada junto con la estabilidad, o el fantasma de Darwin volverá a acecharnos, susurrándonos al oído el castigo de la soberbia.

Deseamos la felicidad de nuestras descendientes. Pero con el tiempo sólo un criterio juzgará nuestros esfuerzos.

La supervivencia.

12

A lo largo de los días siguientes, Maia y su nueva amiga aprendieron a comunicarse a pesar de las gruesas paredes que las separaban. Desde el principio, Maia se sintió estúpida y lenta, sobre todo cuando Renna volvía a enviar mensajes codificados, diseñados para ser descifrados por el tablero del Juego de la Vida. Maia no podía reprochárselo, ya que el método era más eficaz, y permitía enviar una pantalla entera en sólo unos minutos. Sin embargo, eso hacía que las respuestas de Maia parecieran torpes en comparación. Una línea de texto era todo lo que podía conseguir tras todo un día de trabajo, y transmitirla la dejaba agotada y frustrada.


… NO… TE… PREOCUPES… MAIA…
TE ENSEÑARÉ OTRO CÓDIGO…
PARA LETRAS SENCILLAS… PALABRAS…

Agradecida, Maia copió el sistema que Renna le transmitió: uno llamado Morse. Estaba segura de que había oído hablar de él. Algunos clanes basaban sus códigos comerciales en variantes de sistemas muy antiguos. Otro tema que debería haber estado incluido en el programa de estudios de Lamatia, pensó sombría.


O= +++, P=—+—+, Q= ++—+

El código parecía bastante simple: cada signo de adición representaba un golpe largo y cada guión uno corto. Eso aceleró enormemente la siguiente intervención de Maia, aunque siguió siendo torpe y cometiendo errores.


SI SABES MORSE POR QUÉ USAS CÓDIGO DE VIDA
ES MÁS DIFÍCIL

A esta pregunta, Renna respondió:


MÁS DIFÍCIL. MÁS SUTIL. OBSERVA

Y para asombro de Maia, el tablero empezó a sacudir las letras de su amiga en pautas convergentes, como los fuegos artificiales del Día de las Fundadoras.

Maia encontró aún más sorprendente el siguiente mensaje que envió Renna. Aunque compacto, era largo, y ocupaba treinta y una filas cuando Maia terminó de colocar una serpenteante cadena de casillas blancas y negras. Pulsar el botón de arrance provocó una salvaje y hambrienta «ecología» de pseudoentidades que se devoraban mutuamente y al final, tras muchos giros, se convirtieron en lo que parecía una imagen… un rudo boceto de llanuras y montañas lejanas, vistas a través de una estrecha ventana. Estaba claro que se trataba de una escena vista desde aquella misma torre de piedra, no el mismo panorama que el de la ventana de Maia, pero similar.

La otra prisionera la complementó con:


VIDA ES ORDENADOR UNIVERSAL
PUEDE HACER MÁS QUE EL MORSE
Y ES MÁS DIFÍCIL DE CAPTAR

Maia se sintió impresionada. Sin embargo, respondió:


YO LO HICE. ¿POR QUÉ NO OTRAS?

La respuesta de Renna pareció tímida.


NO SOY TAN LISTA COMO CREÍA

El tablero de juego ondeó a continuación para mostrar una cara alargada con el pelo corto y rizado, los ojos vueltos hacia arriba en un gesto avergonzado, los hombros encogidos. La caricatura hizo que Maia se riera de deleite.

Por fortuna, no había dañado el tablero de Vida durante aquel primer experimento. A lo largo de los días siguientes, Renna le enseñó cómo conectar directamente la máquina al circuito de la pared, para poder enviar mensajes directos en vez de hacerlo de forma trabajosa y peligrosa tocando los cables con las manos. Renna seguía transmitiendo cada medianoche con corrientes de alta energía, intentando usar ondas de radio generadas burdamente para contactar con su grupo, más allá de los muros. El resto del tiempo, se comunicaban usando corrientes de menor potencia, para evitar despertar a las guardianas.

Renna era también amistosa y agradable, lo que reforzó la sensación de Maia de que se trataba de una presencia cálida y maternal. Pronto se sintió obligada a contarle su historia. Lo incluyó todo. La partida de Lamatia. La pérdida de Leie. Sus encuentros con Tizbe y su implicación en asuntos más turbios de lo que ninguna joven var podía manejar recién salida de su clan de nacimiento. Exponerlo todo de forma tan cruda hizo ver a Maia lo injusto que era. No había hecho nada para merecer aquella cadena de catástrofes. Toda su vida, madres y matriarcas habían dicho que la virtud y el trabajo duro eran recompensados. ¿Era esto el premio?

Maia pidió disculpas por atascarse con la historia, sobre todo cuando la emoción la abrumó. ESTO ES DURO PARA MÍ, transmitió, intentando que su mano no temblara. La respuesta de Renna le aportó tranquilidad y comprensión, y un poco de confusión.


A LOS 16 DEBERÍAS
SER FELIZ
QUÉ LÁSTIMA

La compasión, después de tanto tiempo, creó un nudo en la garganta de Maia. Muchas personas mayores olvidaban que hubo una época en que también ellas fueron inexpertas y débiles. Agradeció la compasión, la empatía.

Conversar con su compañera prisionera era una aventura de momentos embarazosos seguidos de reflexiones cordiales. De dobles significados y jocosos malentendidos, como cuando no estuvieron de acuerdo sobre qué luna gravitaba a plena vista, en el cielo sur. O como cuando Renna deletreaba mal los nombres de las ciudades, o las citas del Libro de las Fundadoras. Obviamente, lo hacía a propósito, para sacar a Maia de su depresión.

Y funcionaba. Desafiada a caer en la cuenta de los errores que su compañera cometía adrede, Maia descubrió que prestaba más atención. Su espíritu se animó.

No tardó en darse cuenta de algo sorprendente. Aunque nunca se habían visto en persona, empezó a sentir un especial afecto hacia su nueva amiga.


Si habías nacido en invierno, no era tan complicado. Los sentimientos de aprecio eran predecibles desde hacía muchas generaciones.

Por ejemplo, las Lamai de tres años casi siempre atravesaban una fase en la que se sometían a una hermana—clónica que iba una clase por delante de ellas, y hacían todo lo que la hermana mayor les pedía y se callaban ante la más leve palabra cortante. Más tarde, a los cuatro años, a cada Lamai invernal le tocaba el turno de ser la adorada, y pasaba la mayor parte de una estación desquitándose con una hermana más joven de los sinsabores que había padecido el año anterior.

Durante el invierno de su quinto año, una hija plena del Clan Lamatia empezaba a mirar más allá de los muros; a menudo se obsesionaba con una clónica algo mayor de un clan vecino, normalmente una Trevor, o una Wheatley. Esa fase pasaba rápidamente, y además, las Trevor y las Wheatley eran aliadas de la familia. Sin embargo, más tarde llegaba un período duro en el que las Lamai de seis años parecían inevitablemente obligadas, a pesar de las advertencias de sus madres, a fijarse en una mujer del alto y majestuoso clan comercial de Yort—Wong… lo cual era embarazoso, porque las Yort—Wong habían discutido y hecho las paces con Lamatia durante generaciones.

Saber por anticipado lo que les esperaba no impedía que las hermanas Lamai tontearan y lloraran durante su otoño de descontento. Por suerte, la llegada de la Ceremonia de Paso las distraía. Sin embargo, cuando todo estaba dicho y hecho, ¿cómo podían las breves atenciones de un hombre aliviar aquellos dolores de obsesión no correspondida? Incluso aquellas afortunadas hermanas elegidas para ser rociadas emergían de su infeliz episodio Yort—Wong cambiadas, endurecidas. A partir de entonces, las mujeres Lamai eran emocionalmente tan invulnerables como una armadura. Trataban con las clientas, cooperaban con las aliadas, llegaban a complejos acuerdos comerciales—sexuales con los marineros. Pero para el placer contrataban a profesionales.

Por compañía, se tenían unas a otras.

Para Maia y Leie había sido diferente desde el principio. Siendo vars, no podían predecir ni de lejos sus propios ciclos vitales. De todas formas, los sentimientos cálidos oscilaban entre la pasión física casi propia de un celo hasta las aspiraciones más castas por estar sólo cerca de tu elegida. Las canciones populares y las historias románticas recalcaban estas últimas como más nobles y refinadas, aunque todo el mundo menos unas cuantas herejes estaba de acuerdo en que no había nada de malo en acariciarse, si ambos corazones eran sinceros. El aspecto físico de la atracción entre dos miembros de la especie femenina se describía como amable, solícito, apenas se consideraba sexo.

La experiencia de Maia era puramente teórica, y en este tema Leie no era más osada. Las gemelas habían sentido ciertamente atisbos de atracción hacia otras compañeras de clase, amigas de la ciudad, algunas de sus profesoras, pero nada precoz o profundo. Desde que cumplieron cinco años, simplemente no habían tenido tiempo.

Ahora Maia sentía algo más fuerte, y sabía bien qué nombre utilizar, si se atrevía a admitirlo ante sí misma. En Renna había encontrado un alma que conocía la amabilidad, que no juzgaba indigna a una muchacha sólo porque fuera una var inferior. No tenía importancia que no hubiera visto jamás al objeto de su fijación. Maia se creó la imagen mental de una sabia o una alta funcionaria de una de las ciudades lejanas y sofisticadas del Continente del Aterrizaje, lo que explicaría la forma estirada y algo aristocrática que tenía Renna de expresarse por escrito. Sin duda procedía de un clan noble, pero cuando Maia se lo preguntó, todo lo que Renna dijo fue:


MI FAMILIA FABRICABA RELOJES PERO
NO HE VISTO NINGUNO DESDE HACE MUCHO
PARECE QUE HE PERDIDO LA CUENTA DEL TIEMPO

Maia no sabía cuándo Renna estaba bromeando o burlándose, aunque por supuesto nunca lo hiciera con mala intención.

Renna tampoco le dio muchas explicaciones de por qué estaba prisionera en aquel lugar.


LAS BELLER SE APROVECHARON
DE UNA VIAJERA SOLITARIA

¡Las Beller! ¡La familia a la que pertenecía Tizbe! El clan de placer que hacía paralelamente un provechoso negocio transportando artículos y realizando servicios de carácter confidencial. ¡Así que Maia y Renna tenían un enemigo común! Cuando así lo dijo, Renna estuvo de acuerdo con lo que pareció una especie de tristeza reluctante. Maia intentó preguntar por «CY» y «GRVS», que debían de ser compañeras de clan o aliadas de Renna, pero su compañera reclusa respondió que había algunas cosas sobre las que sería mejor que Maia no supiera nada.

Eso no impidió que hablaran frecuentemente de escaparse.

Primero debían calcular sus posiciones respectivas en la torre de piedra. Tras arrastrarse por el túnel de la ventana, Maia asomó la cabeza y vio una hilera continua de ventanas como la suya que seguían la circunferencia de la ciudadela a cinco metros por encima de la gran galería de patios con columnas que había visto al llegar el primer día. Comparando las posiciones de ciertos rasgos característicos de la torre, llegaron a la conclusión de que la ventana de Renna se hallaba justo al otro lado del recodo, cara al este, mientras que la de Maia miraba hacia el sureste. Volviéndose en dirección opuesta, Maia podía distinguir la puerta—rampa del santuario inconcluso, abandonada y cubierta de polvo de la pradera.

Maia estaba llena de ideas. Le contó a Renna su experiencia destejiendo alfombras, y aprendiendo a fabricar una cuerda. Aunque aprobaba su entusiasmo, Renna le recordó que la caída era excesiva para confiar en un puñado de hilos entrelazados a mano por una aficionada.

Tras mirar su trabajo, Maia se vio obligada a admitir que Renna tenía probablemente razón. No obstante, siguió pasando parte de cada día destejiendo tramos de dura fibra y atándolos formando una cuerda del grosor de un dedo, intentando imitar de memoria la manera de hacerlo de los marineros a bordo del Wotan. Me sirve para mantenerme ocupada, pensó. Mientras Renna continuaba con sus intentos nocturnos de pedir ayuda por radio, Maia quería contribuir, aunque fuera con algo tan nimio como una cuerda trenzada.

Tuvo el cuidado de esconder a sus carceleras toda señal de que fabricaba una cuerda o de que hablaba con Renna. Durante las comidas, Maia les decía lo fascinada que estaba con el Juego de la Vida, y lo agradecida que se sentía por haber sido introducida a su complicado mundo. Los ojos de las guardianas centellearon como esperaba. Todo lo que las Guel querían era el consuelo de la rutina. Y ella se lo concedía felizmente.

Así que fue para ella una sorpresa oír el ruido de las llaves una tarde, horas antes de la cena. Maia apenas consiguió arrojar una alfombra sobre su trabajo y levantarse antes de que la puerta se abriera. Al entrar, las dos guardianas Guel parecían tensas, agitadas. Maia entendió por qué cuando una figura familiar se interpuso entre ellas.

¡Tizbe Beller! La antigua ayudanta del vagón de carga contempló la habitación, las manos cruzadas a la espalda. Una expresión de disgusto levemente divertido cruzó su joven rostro al advertir la toalla manchada de sudor que colgaba junto a la cascada palangana, y la bacina cubierta al lado. Arrugó la nariz, como si captara olores que una ruda var no pudiera advertir. Maia se obligó a permanecer erguida. Adelante, despréciame cuanto quieras, Tizbe. Me he mantenido en forma y civilizada aquí dentro. ¡Ponte en mi lugar, a ver si lo haces mejor!

Su gesto desafiante debió de notarse. Aunque la diversión de Tizbe continuó, su expresión cambió.

—Bueno, el cautiverio no parece haberte hecho daño, Maia. No donde importa. Estás floreciendo, no cabe duda.

—Vete a la Tierra, Tizbe. Y llévate a tus amigas Jopland y Lerner.

La clónica fingió una mueca de disgusto.

—¡Qué lenguaje! Sigue así, y te volverás demasiado burda para la sociedad educada.

Maia se rió, cortante.

—Puedes meterte tu educación…

Pero Tizbe volvió a derrotarla, simplemente sofocando un bostezo y agitando vagamente una mano ante ella.

—Oh, ahora no, si no te importa. Ha sido un viaje duro y tengo que marcharme pronto. Ya veremos. Antes quizá tenga oportunidad de pasarme de nuevo y decirte adiós.

Entonces, para sorpresa de Maia, se volvió para marcharse.

—Pero… ¿no estás aquí para…?

Tizbe la miró desde la puerta.

—¿Para interrogarte? ¿Para torturarte? Ah, eso sería lo adecuado según esas noveluchas que me han dicho que estás leyendo. Villanas que sonríen y se frotan las manos, y hablan mucho con sus pobres víctimas.

»Lamento decepcionarte. De verdad que intentaría ajustarme al papel si tuviera tiempo. Pero, sinceramente, ¿tienes alguna información que yo pudiera querer? ¿Qué beneficio material obtendría interrogando a una espía Venturista más?

Maia se la quedó mirando.

—¿Una qué más?

Tizbe se metió la mano en una de sus mangas y sacó una hoja de papel doblado. Tras un instante, Maia reconoció el panfleto que había aceptado en Lanargh de la joven hereje de las gafas. Así que sus captoras habían ido a Holly Lock y habían rebuscado entre sus cosas. Ni siquiera se molestó en hacerse la ofendida.

—Venturista… ¿crees que soy una de ellas, a causa de eso?

Tizbe se encogió de hombros.

—Parecía improbable que una espía llevara consigo una prueba tan evidente. Pero hiciste una llamada desde Jopland, y eso es motivo suficiente para tomar precauciones. Has hecho que la mirada de los oficiales se vuelva hacia aquí antes de lo esperado, y tendrás que pagar por ello —sonrió—. Con todo, tenemos las cosas bien controladas. Si no fuera por asuntos más urgentes, no me habría molestado en recorrer todo este camino. Tal como están las cosas, me sentí obligada a comprobar cómo estabas, Maia. Me alegra no encontrarte consumida por la autocompasión, como esperaba. Tal vez, cuando todo esté zanjado, tengamos una charla sobre tu futuro. Puede que haya sitio para una var como tú…

Maia la interrumpió.

—¿En tu banda de criminales? Hatajo de… —Buscó las frases que había oído en la radio de Thalia, en la Casa Lerner—. ¡Exploradoras insensibles!

Tizbe sacudió la cabeza, sonriendo.

—¿Mostrando por fin tus colores radicales? Bueno, la soledad y la reflexión pueden hacerte cambiar de opinión. Haré que te envíen algunos libros. Te mostrarán el sentido de lo que estamos haciendo. Cómo es bueno para Stratos y todas las mujeres.

—Gracias —replicó Maia, cortante—. No te molestes en incluir El modo Perkinita. Ya lo he leído.

—¿Oh, sí? — Tizbe alzó las cejas—. ¿Y?

Maia esperó que su sonrisa mostrara piedad e indulgencia.

—Creo que a Lysos le hubiera gustado estudiar bajo un microscopio a enfermas como vosotras, para ver qué hizo mal.

Por primera vez, la reacción de la otra mujer no fue una máscara prefabricada. Tizbe se enfureció.

—Disfruta de tu estancia, niña—var.

Las guardianas la siguieron al salir, intentando no mirar a Maia a los ojos mientras cerraban la puerta, que luego aseguraron con un duro y metálico chasquido de acero Lerner.


A Tizbe le importo un comino. Sólo soy una molestia que hay que almacenar y olvidar.

Confirmar lo que ya sabía sobre su insignificancia en el mundo fue otro golpe para el orgullo de Maia.

Así que no ha venido hasta aquí por mí, sino por algo «urgente».

Maia lo supo con súbita certeza. ¡Se trata de Renna!

La posibilidad de que su amiga corriera peligro la aterrorizó. Corrió a la pared, donde el tablero de juego estaba ya conectado, pero luego se detuvo. La distancia entre sus celdas no era grande. Tizbe podía estar ya ante la puerta de Renna cuando Maia tecleara una advertencia, y si oía los golpecitos, comprendería que las prisioneras tenían una forma de comunicarse. Maia imaginó cómo sería la vida si se encontraba otra vez aislada. La terrible sensación de amenaza y vacío fue similar a la de la primera vez que comprendió que Leie había muerto.

Sentarse ante el tablero sólo aumentó la sensación de impotencia de Maia. Se levantó y subió a su pirámide de cajas para arrastrarse hasta la ventana y asomar la cabeza al borde rocoso para contemplar la puerta principal. Allí divisó varias figuras que se ocupaban de un puñado de caballos. Las escoltas de Beller, sin duda.

Se bajó. Para evitar caminar inútilmente de un lado a otro, se sentó y siguió trenzando su cuerda, manteniendo el lápiz a mano y esperando ansiosamente los chasquidos que le indicaran que Renna se encontraba bien. El largo y duro silencio se prolongó hasta que un manojo de llaves le hizo cubrir su trabajo con la alfombra una vez más. Se levantó cuando las guardianas entraron y pusieron la cena sobre la vieja mesa. Maia comió en silencio, deprisa, tan ansiosa de que sus carceleras se marcharan como éstas por irse.

Cuando salieron, odió el regreso de la soledad.

¿Y si Tizbe ya se ha llevado a Renna?

Varias veces, interrumpió su trabajo para acercarse a la ventana. La tercera vez que miró, las escoltas y los caballos se habían ido. Un frío pánico la asaltó cuando no vio ningún movimiento en el camino. A medida que anochecía y la temperatura bajaba, debían de haber entrado en la torre, cuyos salones vacíos ofrecían espacio de sobra para mujeres y monturas.

Maia se bajó de la ventana y siguió preocupándose, mientras sus dedos trenzaban las fibras. Tizbe ha dicho que se marcharían mañana, pero nunca que…

Los primeros chasquidos en la placa de la pared hicieron que su corazón diera un brinco.

¡Renna! ¡Está a salvo!

Maia apartó su labor y cogió el cuaderno. Pronto quedó claro que Renna no estaba transmitiendo un rebuscado escenario del Juego de la Vida, sino una apresurada serie de simples puntos y rayas Morse. El mensaje terminó. Concentrándose, Maia tuvo que imaginar el significado de varias letras y palabras. Finalmente, soltó un grito.

—¡No!


MAlA. NO RESPONDS. ME LLEVAN.
T RCORDARÉ SIEMPRE. DIOS T PROTEJA.
RENNA.

Las altiplanicies pueden ser terriblemente frías, sobre todo en las mañanas de invierno, para una persona encaramada en lo alto de un precipicio y expuesta al viento.

Apenas había espacio para estirarse en el hueco de la ventana, cuya superficie fría y granulada rozaba los hombros de Maia a ambos lados. Usando una tabla de la caja rota a modo de caña de pescar, Maia tuvo que asomarse para que la cuerda colgara con propiedad e impedir que su carga chocara contra la dura superficie del acantilado. La palanca la ayudó cuando movió la tabla de izquierda a derecha, adelante y atrás, dando un impulso gradual hasta que la cuerda empezó a oscilar como un péndulo.

Hacía falta concentración para que sus temblores no interfirieran. No se debían solamente al frío. A la luz de la luna, el suelo parecía espantosamente lejano.

Aunque tuviera una cuerda lo suficientemente larga (una cuerda fabricada por artesanas diestras, no trenzada a mano por una muchachita inexperta), nunca podría conseguir bajar toda esa distancia.

¡Y sin embargo mira lo que estás intentando hacer!

Tras recibir el mensaje de Renna, una oleada de pánico total asaltó a Maia. No fue sólo por imaginarse meses, tal vez años, en completa soledad. La pérdida de aquella nueva amiga, cuando aún no se había recuperado de la de Leie, parecía un golpe físico. Su primer impulso fue acurrucarse bajo un montón de cortinajes y dejar que la depresión se apoderara de ella. Como alternativa a la acción, quedaba una mareante y agridulce atracción hacia la melancolía.

Maia se sintió tentada durante treinta segundos. Luego se puso a trabajar, buscando un medio de resolver su problema, sopesando cada posibilidad, incluso las que había descartado previamente.

¿La puerta y las paredes? Harían falta explosivos para romperlas. Se planteó mentalmente una forma de llamar a las guardianas y de vencerlas; pero esa fantasía era también absurda, sobre todo estando ellas más alerta, y teniendo a las escoltas de Tizbe allí para ayudarlas.

Eso dejaba la ventana. Con esfuerzo, podía pasar por el hueco, ¿pero con qué propósito? El suelo estaba imposiblemente lejos. Volviéndose hacia la izquierda, podía distinguir más almacenes, visibles como ventanitas que se extendían a ambos lados. Parecían casi tan fuera de su alcance como el suelo de la pradera. Además, ¿por qué cambiar una prisión por otra?

Mirando desesperadamente hacia todas partes, al final se volvió hacia arriba, y vio el pórtico abierto —parte de un gran patio que rodeaba el santuario— a seis o siete metros por encima de ella.

Si alguien me lanzara una cuerda desde allí, ironizó.

La desesperación condujo a la inspiración.

¿Podría lanzar una hacia arriba?

Sería un riesgo. Aunque fuera posible lanzar una cuerda y recorrer el camino que tenía en mente, necesitaría además algo que le sirviera de garfio y que no estorbara mientras hacía oscilar la cuerda de un lado a otro frente al muro dando impulso a la escala, y que (si todo iba bien) prendiera en la balaustrada de arriba.

Se negó a pensar en el último inconveniente: su peso añadido al improvisado recurso. Cruza ese puente cuando te lo encuentres, pensó Maia.

De vuelta al interior, empezó a romper sus cuadernos para sacar los clips en forma de muelle que encuadernaban las páginas. Tal vez pueda arreglar algunos para que se abran cuando golpeen…

Fue difícil ponerlo en práctica. Primero tuvo que romper los clips y luego usar una tabla de madera para que adquirieran la forma que necesitaba. Tras atar varios al final de la cuerda, practicó en el alféizar de la ventana hasta asegurarse de que el improvisado garfio prendería, dos de cada tres veces. La corta sección de cable usada en la prueba sostenía su peso, aunque confiar su vida a aquello parecía una locura, o fruto de la desesperación, o ambas cosas.

Maia rodeó con un simple lazo de cuerda los clips uniéndolos en un bulto compacto, para impedir que el conjunto se sacudiera y agitara mientras lo hacía oscilar adelante y atrás. Posiblemente se rompería al chocar con la balconada, y no en algún inoportuno momento anterior. Finalmente, se arrastró hasta la ventana cargando algunos cortinajes como acolchado, y una tabla con un agujero en un extremo, para usarla como aparejo.

Era difícil ver el extremo del cable incluso cuando colgaba hacia abajo. Sin embargo, una vez puso el péndulo en movimiento, pudo distinguir el garfio improvisado cada vez que pasaba ante un pequeño parche de nieve del suelo. Pronto osciló lo bastante para ocultar una pequeña masa de nubes blancas que cubría una de las lunas al este.

Adelante y atrás… meciéndose de un lado a otro. A pesar de sus preparativos para dejar que la tabla soportara la mayor parte del peso, Maia ya tenía los brazos agotados cuando la cuerda se alzó lo suficiente para quedar en horizontal, a la par con la fila de ventanas. Su corazón se detenía cada vez que el puñado de clips rozaba o chocaba con alguna protuberancia, obligándola a inclinarse aún más lejos para evitar que chocara en la oscilación de vuelta.

¡Vamos, puedes hacerlo mejor! —recordó que solía decir Leie, cuando ambas tenían cuatro años y medio, y se escapaban de noche para burlarse de las madres pintándolas de azul. Cuando una de las estatuas del Patio de Verano quedó sin cara por tercera vez, las matriarcas del clan cerraron todas las puertas que daban al patio, y echaron polvillo alrededor de los monumentos para poder localizar luego a quien lo pisara.

Eso no acabó con los incidentes.

¡Lo hago lo mejor que puedo! —le respondió a Leie la noche del asalto final, mientras se agarraba a la cuerda hecha con sábanas cuyo otro extremo estaba atado alrededor de los pies de su hermana. Bajar a Leie del tejado, brocha y cubo en mano, había sido más fácil en ocasiones anteriores, porque había almenas que Maia podía usar como punto de apoyo. Pero la última vez fueron sólo sus músculos preadolescentes los que combatieron al insistente tirón de la gravedad.

Ahora, más de un año después, mientras se esforzaba por controlar un peso lejano que se sacudía y agitaba como un pez al final de una caña, Maia gimió:

—¡Lo hago… lo mejor… que puedo!

Su respiración silbaba mientras aguantaba, soltando cuerda e intentando convertir el impulso en un péndulo que parecía reacio a alzarse más allá de la horizontal y que seguía tirando de sus doloridos hombros a cada sacudida hacia abajo.

Al ser interrogada al día siguiente, Leie insistió en que actuaba sola. Se negó a implicar a Maia, aunque estaba claro que no podría haberlo hecho sin ayuda. Todo el mundo sabía que Maia había sostenido la cuerda. Todo el mundo sabía que fue incapaz de seguir aguantando cuando una losa se rompió, aflojando su tenaza, haciendo que Leie se precipitara con un estruendo de pintura y polvo y yeso.

Tras soportar estoicamente su castigo, Leie nunca volvió a tratar el tema, ni siquiera en privado. Era suficiente que todo el mundo lo supiera.

Sombríamente, Maia aguantó. Renna, pensó, apretando los dientes e ignorando el dolor. Ya voy…

El garfio había alcanzado ya la balaustrada de piedra en su punto más alto. Pero no sobrepasó el saliente, aunque lo tocó varias veces. Maia intentó girar la tabla para que la cuerda se acercara a la pared al final de cada oscilación, pero la curva de la ciudadela la desafiaba.

Obviamente, la idea podía ser puesta en práctica. Alguna combinación de giros y balanceos lo conseguiría. Si se tomaba tiempo y practicaba varias noches seguidas…

—¡No! —susurró—. ¡Tiene que ser esta noche!

Dos veces más el garfio casi se enganchó a la balconada con un suave sonido de roce. Dolorida, Maia se dio cuenta de que sólo podría realizar un par de intentos más antes de tener que dejarlo.

Otro roce. Luego un fallo evidente.

Ya está, aceptó, derrotada. Tengo que descansar. Tal vez pueda intentarlo de nuevo dentro de unas cuantas horas.

Resignada, con el entumecimiento extendiéndose por sus hombros, empezó a reducir el ritmo de la acción, dejando que el movimiento del péndulo se agotara. A la siguiente oscilación, el fardo no llegó a alcanzar el nivel de la balaustrada. A la otra, su pico fue aún más bajo.

Al ciclo siguiente, el garfio se detuvo una vez más… lo bastante alto y el tiempo suficiente para que alguien extendiera una mano desde la balconada y lo agarrara.

La sorpresa fue total. Temblando por la fatiga, estremecida de frío, por un momento Maia no pudo hacer más que apoyarse en la abertura de piedra y contemplar la áspera superficie de la ciudadela, mirando hacia la inesperada silueta de arriba, que se asomaba, agarrando la cuerda y eclipsando una porción de las constelaciones del invierno.


El primer pensamiento de Maia fue que Tizbe o las guardianas debían de haber oído algo, acudido a investigar, y que la habían sorprendido con las manos en la masa. No tardarían en llegar para quitarle las herramientas, las cajas, incluso las cortinas que había destejido para hacer la cuerda, dejándola aún peor que antes. Entonces advirtió que la figura del pórtico no llamaba a nadie, como haría una guardiana, sino que empezaba a hacer furtivos movimientos con la mano. Maia no pudo entenderlos en la oscuridad, pero comprendió una cosa. La persona que le hacía señas estaba tan preocupada por el silencio como ella.

¿Renna? La esperanza destelló, seguida por la confusión. La celda de su amiga se encontraba algo más lejos, más abajo. A menos que su compañera reclusa hubiera elaborado también un inspirado plan de última hora…

La figura en sombras empezó a moverse a lo largo de la balaustrada, hacia el oeste, y de camino envolvió la cuerda de Maia en torno a las columnas. Al alcanzar un punto situado directamente encima de ella, la silueta indicó a Maia con un gesto que esperara, y luego desapareció unos instantes. Cuando regresó, algo empezó a serpentear a lo largo de la cuerda tejida a mano.

Ah, comprendió Maia. No le gusta el aspecto de mi trabajo. Muy bien. Utilizaré la suya. Como si me importara.

De hecho, Maia se sentía aliviada. Se paró a considerar si regresar a la celda para coger… ¿qué? Sólo había cuatro libros y el tablero del Juego de la Vida, nada de lo cual valía mucho. A excepción del sextante, que llevaba atado a la muñeca, estaba libre de la tiranía de las posesiones.

Tras atarse la nueva cuerda bajo los hombros, Maia se arrastró hacia afuera hasta que la mayor parte de su peso quedó colgando del tenso cable. En aquel momento se le ocurrió que podía tratarse de una trampa. Tizbe podía estar jugando con ella, mientras preparaba que su caída a la muerte fuera un intento de huida.

¿Qué opción tengo?, advirtió, mientras apartaba la idea.

Apoyó los pies contra la pared, las piernas rectas, y se preparó para empezar a escalar, avanzando mientras tiraba mano sobre mano. Entonces, para su sorpresa, la cuerda se tensó rápidamente y Maia sintió que la izaban directa y rápidamente. Debe de haber todo un grupo allá arriba, pensó. O una polea.

Mientras la balconada se acercaba, se preparó para que su rostro no mostrara la menor decepción si finalmente resultaban ser Tizbe y las guardianas. Lucharé, se juró. Me liberaré y les plantaré una batalla que nunca olvidarán.

Unas manos se extendieron para izarla por el lado… y Maia perdió la compostura cuando vio quién la había ayudado.

—¡Kiel! ¡Thalla!

Sus antiguas compañeras de la Casa Lerner sonrieron mientras la liberaban de la cuerda. Los oscuros rasgos de Kiel se dividieron en una amplia y blanca sonrisa.

—¿Sorprendida? —dijo en un susurro—. No pensarías que íbamos a dejar que te pudrieras en este agujero Perkinita, ¿verdad?

Maia sacudió la cabeza, abrumada porque se habían acordado de ella, después de todo.

—¿Cómo sabíais dónde…?

Se interrumpió al ver que no estaban solas. Detrás de las dos mujeres var, enroscándose una cuerda al hombro, había… ¡un hombre! Sin barba y esbelto para su especie, le sonrió con una intimidad que le pareció descarada y desconcertante.

La participación de un hombre explicaba cómo entre los tres habían podido izarla con tanta rapidez, pero planteaba otras preguntas aún más complejas… como qué hacía un miembro de su raza tan lejos, implicado en disputas entre mujeres.

Thalla se rió en voz baja, y palmeó a Maia en el hombro.

—Digamos que llevamos buscando algún tiempo. Ya te lo explicaremos más tarde. Ahora hay que largarse.

Se volvió para abrir el camino. Pero Maia sacudió la cabeza, plantando los pies en el suelo y señalando en la otra dirección.

—¡Todavía no! ¡Hay alguien más a quien tenemos que rescatar! ¡Otra prisionera!

Thalla y Kiel se miraron mutuamente, y luego se volvieron hacia el hombre.

—Pensaba que sólo eran dos —dijo Thalla.

—Lo eran —respondió el hombre—. Maia…

—¡No! Vamos, sé dónde está. Renna…

—Maia. Estoy aquí.

Se había vuelto y había dado varios pasos por el oscuro corredor cuando las palabras la detuvieron en seco. Maia giró, y miró más allá de Thalla y Kiel, que sonreían divertidas. El hombre avanzó hacia ella, con una suave expresión de ironía en el rostro. Alzó los ojos y se encogió de hombros con un gesto y una expresión que ella reconoció bruscamente. Abrió la boca.

—Tendría que haberte dicho algo —dijo él, con una voz extrañamente cargada de acento—. Se me olvidó que aquí los hombres son distintos. Que asumirías de modo natural que yo era una mujer a menos que te dijera lo contrario. Siento haberte sorprendido…

Maia parpadeó. En su asombro, apenas podía hablar.

—Tú eres… un hombre.

Renna asintió.

—Así es como me he visto siempre. Aunque aquí en…

—¡Vamos! —susurró Kiel—. ¡Lo explicarás más tarde!

Maia no quiso moverse.

—¿De qué estáis hablando? —exigió—. ¿Cómo habéis podido…?

Renna cogió una de las manos de Maia.

—La verdad es que, para vuestros baremos, probablemente ni siquiera soy humano. Puede que hayas oído hablar de mí. En Caria City me llaman el Visitante. O el Exterior.

Una nube continuó su camino, o una luna eligió ese momento para proyectar de pronto su pálida luz sobre aquel rostro y realzar las extrañas proporciones del mismo. No eran tan marcadas como para hacer que te volvieras por la calle si lo hubieras visto sentado en un café del muelle. Con todo, cuando se miraba con atención, su efecto era sorprendente: una mandíbula y una frente que parecían de algún modo de otro mundo. Una nariz con otra forma, para respirar un aire distinto. Una postura que indicaba que había aprendido a andar en otro planeta. Maia se estremeció.

—¡Ahora o nunca! —los instó Thalla, tirando de ambos mientras Kiel se adelantaba, acechando posibles peligros en las sombras. Maia tropezó al principio, pero pronto cogieron el ritmo y corrieron entre salones vacíos y fantasmales, unidos por la necesidad de dejar aquel lugar de silencios. Muy bien, comprendió Maia. Las explicaciones pueden esperar. Por el momento, dejó que una creciente sensación de júbilo anulara el resto de sus emociones. ¡Lo único que importaba ahora era el sabor de la libertad!

Más tarde. Más tarde podría preocuparse por todo aquel enigma, por el hecho de que su primer amor adulto hubiera resultado ser un alienígena venido de las estrellas.

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