El Guia abre los ojos. Permanece un rato tumbado, prestando oido. Luego se levanta sigilosamente y, pisando con cuidado, sale de la sombra y se detiene junto al Profesor y el Escritor, que estan dormidos. Los examina atentamente, primero a uno y luego a otro. Su expresión es concentrada, y la mirada p!arece medirlos. Finalmente, mordiéndose el labio inferior, ordena en voz baja:
– ¡En pie!
La angosta quebrada entre dos cerros está llena de un liquido viscoso y turbio. Van por un chapoteante estriberón medio podrido. Sobre la superficie de la ciénaga remolinea una niebla repulsiva. El Guia marcha delante, lo siguen el Escritor y el Profesor. Respiran penosamente, se ve que están derrengados.
De pronto el Guia se detiene como si hubiera tropezado en un obstáculo invisible. Está clavado y mueve la cabeza olfateando.
El Escritor se detiene al lado y, apoándose en la vara, toma aliento.
– Bueno… ¿Qué pasa? -pregunta.
– Cállate… -dice en voz queda el Guia.
Hace un movimiento para echar a andar, pero no se mueve del sitio. Mete la mano en el bolsillo, saca una tuerca, va a lanzarla, pero no se decide. La tuerca cae al suelo. Su rostro está livido y bañado en sudor.
– Eso si que no… -refunfuila.
Retrocede abriendo los brazos. Después, sin mirar, quita la vara al Escritor y la hunde en la ciénaga junto al estriberón.
– Asi será más seguro… -murmura-. Venga, siganme.
Desciende con cuidado del estriberón y al instante se hunde hasta los muslos.
– ¿Para qué? -pregunta quejumbroso y cansado el Escritor.
El Guia no responde. Tanteando el camino con la vara se va alejando del estriberón.
En medio de la niebla caminan trabajosamente por el barro chapoteando hasta la cintura, cayendo y levantándose, sumergiéndose hasta la cabeza, escupiendo y tosiendo. No pueden detenerse porque el tremedal se los tragaría.
De pronto el Profesor se hunde hasta el cuello, forcejea para incorporarse y tenderse de bruces, pero no lo consigue.
– ¡Socorro! -grita con las últimas fuerzas.
El Guia vuelve la cabeza. Su semblante refleja sincero, horror.
– ¿A dónde vas? -grita con voz ronca y, salpicando barro, se dirige hacia el Profesor-. ¡La mochila! ¡Tira la mochila!
El Profesor menea la cabeza que sobresale en la superficie del barro.
– ¡La vara! -grita afónico-. ¡Deme la vara!
– ¡Tira la mochila, te digo!
– ¡Quitate la mochila, imbécil! -chilla el Escritor, brincando impotente en el barro.
– ¡La va… -La cabeza del Profesor se hunde en la ciénaga, reaparece y ruge con voz terrible-: ¡Dame la vara, animal!
Intenta agarrarse a la vara tendida, falla; luego la encuentra por fin a tientas y se aferra a ella con ambas manos.
Trepan trabajosamente a la cuesta arcillosa y seca.
– Bueno, te habrias ido al fondo como una piedra -gruñe el Guia-. Y me habrias arrastrado a mi. El Escritor se habria quedado solo arrastrándosc por cl pantano. ¡No sueltas tu mochila ni a la de tres!
– No habia que haberse metido alli -replica el Profesor.
– A ti no te importa donde decído meterme…
– ¡Pues mi mochila tampoco te importa a ti!
– ¿Qué llevas ahí: un tesoro? -alza la voz irritado el Escritor, pero cl Profesor no le hace caso.
– ¡Parece mentira! -dice-. ¡Vamos por un camino llano estupendo, y de pronto se mete en esta… letrina!
– Me lo dice el olfato, ¿puedes entenderlo o no? ¡El olfato!
– ¡Menudo olfato!
– Mira qué tonto cuatroojos! -El Guia se palmea en las rodillas, de 61 caen pedazos de barro seco.
– Mi vista a usted no le importa. Y ¡basta ya! Una estupidez detrás de otra.
– No es ninguna estupidez. ¡Y a ti habia que darte con esta vara entre las orejas! Dame la botella… Hay que ver: por un par de pantalones sucios ha estado a punto de irse al otro barrio.
– ¿Que pantalones? -pregunta el Escritor.
– ¿Pues qué es lo que lleva en la mochila? ¿Conservas?…
– ¿Que conservas ni qué narices? ¡Es que no pude quitármela, no pude! ¡Me habria ahogado mientras me la quitaba, maldita sea!
– Bueno. Basta… -El Guia se levanta y, arrugando la frente, escudriña cl terreno-. ¿A dónde hemos venido a parar? No conozco estos lugares… Porque el canalla del Zorro no señaló nada en la ciénaga y alli hay algo… Claro, puede ser que apareciera luego, después de é1…
– A propósito -deja oir su voz el Profesor-. ¿El Zorro fue el unico que llegó a aquel lugar?
– No sé de otros.
– ¿Y hubo quien se puso en camino y no llegó? -pregunta de pronto el Escritor.
– Si que hubo. Yo también fui, pero no llegué.
– ¿Y para qué iban? -pregunta el Profesor.
– Cada cual a lo suyo… Principalmente por el dinero, claro. ¿Crees que no sé para qué vas tú? ¿Quieres que lo diga? No te admitieron en la expedición y tú has decidido demostrar que se equivocaron. ¡Y haces bien! ¿Entiendes? Quieres arreglar tus asuntos personales, hacer algiún descubrimiento para dejarlos a todos con la boca abierta. Que digan: mirale, resulta que nuestro Profesor es un hombre de valia. Vayan y denle el Premio Nobel!
– Bueno, ¿y usted? ¿A qué va usted?
El Guia calla un rato contrariado.
– Yo tengo mis asuntos… familiares.
– ¿Como el Zorro? -pregunta bajito el Profesor.
El Guia se vuelve bruscamente y lo mira, pero el Profesor yace con los ojos cerrados, cruzados los brazos tranquilamente sobre el pecho.
– No me compares con é1 -pronuncia el Guia en tono amenazador-, Tú no lo conocias, no lo viste nunca y a mi tampoco me conoces. Conque no hay que compararnos.
– Nadie conoce a nadie -dice el Profesor sin abrir los ojos.
– Dejelo, ya está bien. -dice irritado el Escritor-. Con lo que sale: ¡nadie conoce a nadie! ¡Ni que fuera él binomio de Newton! Asuntos familiares… Perdió los cuartos en las carreras, en casa no tiene nada de comer, no quiere trabajar porque es un lumpen de nacimiento… amigo de pimplar y de jugar a las cartas… Y la mujer, claro, es una zarrapastrosa y una bruja, siempre dando lata y pidiendo dinero… y un.montón de hijos, todos unos bandidos que no salen de la comisaria… ¡Nadie conoce a nadie! ¡Con lo que sale!
Durante toda esta opinion el Guia se ruboriza, intenta decir algo, interrumpir, pero no puede. Y solamente cuando el Escritor se calla, profiere por fin…
– Más eres tú… Pero ¿cómo puedes decir eso de mi? ¿Qué sabes tú de mi? Tú eres un escritorzuelo de mala muerte, vendido al mejor postor… Tú deberías escribir en las paredes de los retretes, gorrón… Y mi hija, ¿qué sabes tú? Tullida de nacimiento, ¿eso tú lo sabes? ¡Yo iba por la Zona, y ella lo está pagando! ¿Es una criatura, pero la hacen rabiar porque está ciega y anda con muletas! Todo lo que traía de la Zona lo gastaba en médicos, pero ellos no prometen nada. ¡Buenos profesores están hechos! ¿Como ustedes!… ¡Ah, para qué hablar contigo, pendejo!
Se levanta bruscamente y desaparece tras el cerro.
– No debia haberle dicho eso -dice el Profesor.
– ¿Por qué? Vamos a ver, ¿por qué? Todo lo que dice es mentira. Lo acaba de inventar. ¡Le veo el juego!
– No, no. Yo lo conozco hace tiempo. Su biografia es de miedo. Se hizo stalker siendo un chiquillo, estuvo varias veces en la cárcel, se echó a perder, y es cierto que la hija es mutante, -una victima de la Zona-, como dicen los periódicos. Hace varios años trabajó de laborante en mi Instituto, de manera que yo…
– De todos modos miente. No se trata de la hija. Lo de la hija se le ha ocurrido ahora por primera vez en la vida. Simplemente al lumpen no le gusta que le llamen lumpen. Necesita que lo traten con miramientos, que le sirvan en bandeja nobles sentimientos… El conde, arrojando el guante, se alejó altivamente. Pero volverá a casa con un saco, lleno de dinero, lo verá…
– Se nota que tiene buena mano. Bueno, no es eso.
Pausa. El Profesor se sonrie sarcásticamente:
– Que vuelve con botin, es la fortuna. Que vuelve vivo, suerte la suya. Que le alcanzó una bala de la patrulla, potra que tiene. Y todo lo demás, el destino.
– ¿Qué sapiencia tan desalentada es esa?
– Folklore local. Usted olvida continuamente que estamos en la Zona. En la Zona no se pueden hacer movimientos bruscos ni soltar expresiones ásperas.
– Perdón. Pero no me gusta que llenen de mocos filosóficos las cosas más elementales.
– Bueno…¿Pero acaso a usted le gusta algo, hablando en general?
– Antes me gustaba escribir, pero ahora no me gusta nada. Ni nadie.
– ¿A usted no se le ha ocurrido nunca lo que sucederá cuando todos crean en este lugar al que vamos? ¿Cuando se lancen aquí miles, centenares de miles? -pregunta de pronto el Profesor.
– Hoy ya son muchos los que creen, pero ¿como llegar?
– Llegarán, amiguito, llegarán. Uno entre mil, pero llegará. Porque el Zorro llegó… Y el Zorro no es el peor. Los hay peores. No necesitan oro ni tienen asuntos familiares. jArreglarán el mundo,mi estimado! Reharán el mundo entero, a su voluntad, todos esos frustrados emperadores de toda la Tierra, grandes inquisidores, führers de toda calaña, bienhechores y benefactores… ¿Ha pensado usted en eso?
– Con franqueza, no -responde el Escritor.
– Pues pienselo. Por lo que a mi se refiere, yo me inclino a creer en los cuentos de miedo. En los bondadosos no, pero en los de miedo si…
El Escritor, torciendo la boca, mira fijamente al Profesor.
– A pesar de todo, usted no comprende absolutamente nada de la gente -dice por fin-. Otra vez los mocos filosóficos. Claro, es posible que llegue alli a rehacer el mundo entero, pero, en realidad le importa un comino el mundo y lo que quiere son mujeres, quiere aguardiente y cuanto más dinero mejor… ¡Porque les falta imaginación, Profesor! En último caso, ansiará de todo corazón que a su jefe lo atropelle un automóvil… Comprenda de una vez, ¿de dónde salen todos esos führers? O lo detestan las mujeres, o no lo valoran los criticos, o le huele terriblemente el aliento… Usted, Profesor, se convencerá personalmente cuando llegue al lugar… Porque yo a usted también lo conozco muy bien. Lo tiene escrito en la cara que ha pensado hacer un bien monstruoso a toda la Humanidad. Otro en mi lugar se habria asustado. Pero yo, ¿lo ve?, estoy tranquilo.
– Por mi está tranquilo -dice el Profesor-. Eso se ve. Nos mide a todos con su propio rasero. No sé si de usted saldria un buen politico o soció1ogo… Por mi está tranquilo. ¿Y por usted?
– ¿Por mi? Bah, en mis asuntos que no se meta nadie. A mi todo el mundo de ustedes me importa un pito. En todo el mundo de ustedes no me interesa más que un hombre: éste… -El Escritor se señala el pecho con el dedo-. ¿Vale algo este hombre o no? ¿Está de sobra en el mundo o a pesar de todo ha modelado su ladrillito de oro…?
– Oiga -dice el Profesor-. No hay que engañarse. Usted tan pronto dice que va allá en busca de inspiración como en busca de la belleza o de tranquilidad…
– Pero cuando sepa lo que soy tendré tranquilidad, inspiración y belleza…
– ¿Y si se entera de que usted es una porqueria? ¿Si se entera de que no só1o no ha modelado su ladrillito de oro, sino que se ha zampado el de otro? ¡Bonita tranquilidad!
– Eso, mi querido Einstein, ya no es cosa suya. Dediquese, por favor, a su Humanidad, pero sin mi.
– Si, si, comprendido. A mi lo que me preocupa es otra cosa. A mi me parece que usted simplemente quiere que todos lo dejen en paz y, a ser posible, para siempre.
– ¡Palabras de oro!
– He dicho todos y, por lo tanto, también yo -dice el Profesor-. Por eso le ruego que piense, de todos modos, para qué va usted. ¡Piénselo bien! Porque existen miles de millones de seres que no tienen ninguna culpa de que usted sea un mierda.
Regresa el Guia.
– Basta de estar tumbados -dice-. Andando…