Cuarta parte

XXII

Durante el fin de semana mantuve esta nueva dosis y controlé mis progresos de manera bastante exhaustiva. Decidí no moverme de casa por si algo salía mal. Pero no ocurrió nada. No hubo clics, ni saltos ni flashes, y parecía que el Dexeron funcionaba, fuese cual fuese su composición. Eso no significaba que estuviese a salvo, o que no fuese a producirse otro desvanecimiento, pero era agradable estar de vuelta. De pronto me sentía seguro, con la mente despejada, y era un hervidero de ideas y energía. Si el Dexeron seguía surtiendo efecto, se abría ante mí, adoquín a adoquín, el sendero de mi futuro, y lo único que debía hacer era transitarlo sin distracciones. Me pondría al tanto del material de MCL y Abraxas, y arreglaría las cosas con Carl Van Loon. Volvería a las transacciones bursátiles, ganaría un poco de dinero y me trasladaría al Edificio Celestial. A la postre, me desligaría de gente como Van Loon y Hank Atwood y fundaría una estructura de negocio independiente: Corporación Spinola…, Sistemas Spinola…, Edinversión…, lo que fuese.

No podía quitarme a Ginny Van Loon de la cabeza mientras pensaba en todo esto, e intenté ubicarla en algún punto adecuado del camino. Sin embargo, Ginny se resistía -o se resistía la idea que me había formado de ella-, y cuanta más resistencia oponía, más inquieto me sentía. Al final, aparqué estos sentimientos, los compartimenté y me centré en el material de MCL-Abraxas.

Leí todos los documentos, y me sorprendió no haber sido capaz de entenderlos antes. Desde luego no era el material más fascinante del mundo, pero era relativamente sencillo. Repasé el modelo de precios de Black-Scholes y calculé las proyecciones con el ordenador. Allané cualquier dificultad existente, incluida la discrepancia en la tercera opción que me había hecho notar Van Loon aquel día en su despacho.

Además de realizar cien abdominales cada mañana y cada noche, durante el fin de semana volví a consumir muchos noticiarios. Leí los periódicos en Internet y vi los mejores programas de actualidad por televisión. Apenas hubo mención a la investigación del asesinato de Donatella Álvarez, al margen de un breve llamamiento a posibles testigos, lo cual probablemente significaba que la policía no había encontrado ninguna pista sobre Thomas Cole y se agarraba a un clavo ardiendo.

La cobertura de la historia de México fue abundante. Se habían producido varios ataques de relevancia contra turistas y ciudadanos estadounidenses, sobre todo empresarios que vivían en Ciudad de México. Un directivo había sido asesinado y otros dos fueron secuestrados y se hallaban en paradero desconocido. Esos incidentes se relacionaban directamente con el debate sobre política exterior que mantenía la prensa, en el que se utilizaba habitualmente la palabra «invasión». Lo que todavía no se había inoculado en la mentalidad ciudadana, pese a los argumentos sobre la seguridad para los estadounidenses, por no hablar de la expropiación de inversiones extranjeras por parte de México, era un razonamiento para una posible invasión, pero desde luego estaban trabajando en ello.

También estudié el comportamiento de los mercados desde la caída de las acciones del sector tecnológico el martes anterior, y realicé algunas pesquisas para el lunes siguiente, que era cuando planeaba reactivar mi cuenta de Klondike.

El domingo por la noche estaba inquieto y decidí salir un rato. Cuando sentí la cálida brisa y eché a andar me di cuenta de lo mucho que había mejorado mi estado. Ahora percibía físicamente el MDT, un hormigueo en las extremidades y la cabeza, pero no me sentía intoxicado. Había asumido un pleno control de mis facultades. Me sentía más fuerte, más despierto, más agudo.

Visité diversos bares, tomé agua con gas y hablé toda la noche. Allá donde fuera, sólo necesitaba unos minutos para entablar conversación con alguien y unos pocos más para formar un círculo de curiosos a mi alrededor, personas aparentemente fascinadas por mis palabras. Hablaba de política, de historia, de béisbol, de música o de cualquier tema que surgiera. También se me acercaban mujeres, e incluso algunos hombres, pero no mostraba ningún interés sexual en aquellas personas y esquivaba sus acercamientos elevando la intensidad de cualquier discusión en la que estuviéramos participando. Soy consciente de que al decir esto puedo resultar detestable y manipulador, pero en ese momento no lo parecía, y a medida que avanzaba la noche y ellos se emborrachaban más, o estaban más colocados, y al final empezaban a retirarse, me sentía más animado y, francamente, como una especie de dios menor.


Llegué a casa hacia las siete y media de la mañana, y acto seguido me puse a ojear las páginas web de economía. Había retirado todos los fondos de la cuenta Klondike al firmar con Lafayette, excepto el depósito, que hube de conservar para mantenerla abierta. Me alegraba de haberlo hecho, pero cuando empecé a trabajar de nuevo, me di cuenta de que echaba de menos la compañía de otros brokeres y el ambiente de una «sala». No obstante, era sorprendente lo rápido que había recuperado la confianza para realizar grandes transacciones y correr riesgos considerables, y el martes por la tarde, cuando llamó Gennadi, ya había ingresado unos 25.000 dólares en mi cuenta.

Me había olvidado de Gennadi, y estaba ideando una complicada estrategia comercial para el día siguiente cuando se produjo la llamada. Mi optimismo era notable y no quería problemas, así que le dije que tendría las diez píldoras preparadas para el viernes. Quiso saber si las podía conseguir antes. Un tanto irritado por la pregunta, respondí que no, y que le vería el viernes por la mañana. No sabía cómo iba a lidiar con la situación de Gennadi. Podía convertirse en un problema muy grave, y aunque no tenía más opción que darle las diez píldoras esta vez, no me gustaba la idea de que anduviera por ahí, probablemente tramando su ascenso en el organigrama de la Organizatsiya, y posiblemente tramando también algo contra mí. Tenía que idear un plan, y rápido.

El miércoles salí a comprar un par de trajes. No había comido y hacía cientos de abdominales, así que había perdido un poco de peso en los últimos cinco días, y pensé que por fin había llegado el momento de insuflar vida nueva a mi ropero. Compré dos trajes de lana de Hugo Boss, uno gris oscuro y el otro azul marino. También me agencié camisas de algodón, corbatas de seda, pañuelos, calzoncillos, calcetines y zapatos.

Sentado en el taxi de vuelta a casa, rodeado de posmodernas bolsas perfumadas, me sentía pletórico, preparado para todo, pero cuando llegué al tercer piso de mi edificio, experimenté de nuevo aquella sensación de ahogo que me producía el MDT, como si me faltara espacio. Mi piso, dicho llanamente, era demasiado pequeño, y tendría que resolver ese contratiempo.

Aquella tarde escribí una extensa y cuidadosa nota a Carl Van Loon. En ella me disculpaba por mi reciente conducta e intentaba justificarla haciendo referencia a una medicación que había estado tomando, pero que ya había dejado. Concluía pidiéndole que me permitiera hablar con él, y adjuntaba una carpeta con las proyecciones que había esbozado. Al principio pensé en enviar el paquete por mensajería al día siguiente, pero decidí entregarla en persona. Si me lo encontraba en el vestíbulo o en el ascensor, fantástico; si no, esperaría su reacción a la nota.

Pasé el resto de la tarde y buena parte de la noche estudiando un libro de texto, ochocientas páginas sobre economía empresarial que había comprado semanas antes.


A la mañana siguiente hice mis abdominales, bebí un poco de zumo y me di una ducha. Elegí el traje azul, una camisa blanca y una corbata de color rojo. Me vestí delante del espejo del dormitorio y fui en taxi al Edificio Van Loon. Me sentía como nuevo y lleno de confianza cuando entré en el vestíbulo y me dirigí a los ascensores. Había gente por todas partes y me dio la impresión de que estaba abriéndome paso entre una densa neblina de conmoción. Mientras esperaba a que se abrieran las puertas del ascensor, miré hacia el enorme ventanal en el que me había apoyado la semana anterior con Ginny, y me resultaba difícil identificarme con aquella escena de pánico. Tampoco noté atisbo alguno de ansiedad cuando subía en el ascensor hasta la planta 62. Contemplé mi reflejo en los paneles de acero y admiré el corte de mi traje nuevo.

El vestíbulo de Van Loon & Associates estaba tranquilo. Había unos jóvenes charlando y soltando alguna que otra carcajada. La recepcionista parecía absorta en su pantalla de ordenador. Cuando llegué a su mesa, me aclaré la garganta para llamar su atención.

– Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarle?

Pareció reconocerme, pero detecté cierta confusión en ella.

– Quiero ver al señor Van Loon, por favor.

– Me temo que el señor Van Loon está fuera del país. Volverá mañana. Si lo desea…

– Está bien -dije-. Me gustaría dejarle este paquete. Es muy importante que lo reciba en cuanto regrese.

– Por supuesto, señor -respondió, sonriente.

Asentí y también le dediqué una sonrisa. A punto estuve de dar un taconazo, pero me di la vuelta y me dirigí hacia los ascensores.


Cuando llegué a casa me pasé el día realizando transacciones, que sumaron 10.000 dólares más a mis ganancias.

Hasta el momento, la combinación de MDT y Dexeron me había funcionado muy bien, y mantenía los dedos cruzados. La había tomado casi una semana y no había sufrido el más leve desvanecimiento. Pero para la visita de Gennadi decidí desordenar un poco el piso. Quería restar importancia a la intensidad del MDT y convencerlo de que tomar más de una píldora cada dos días era peligroso. De esa manera lo contendría un poco y me daría cierto margen. Sin embargo, no tenía ni idea de qué hacer con él.

Cuando llegó el viernes por la mañana, vi que había empeorado un poco. Sin decir nada, extendió la mano, pidiéndome el material con gestos.

Saqué del bolsillo un pequeño envase de plástico que contenía diez pastillas de MDT y se lo di. Lo abrió de inmediato, y antes de que pudiera pronunciar mi discurso sobre la dosis, ya se había tomado una píldora.

Gennadi cerró los ojos y estuvo quieto unos instantes. Entonces los abrió y miró en derredor. Intenté dar un aire descuidado a la casa, pero no fue fácil, y no había comparación entre el aspecto que tenía ahora y el de la semana anterior.

– ¿Tú también has consumido? -dijo, señalando con la cabeza aquel orden generalizado.

– Sí.

– ¿Has conseguido más de diez? Me dijiste que sólo diez. Mierda.

– He pillado doce -respondí-. He conseguido doce.

Dos más para mí. Pero me han costado mil dólares. No puedo permitirme más.

– De acuerdo. La semana que viene me traes doce.

Iba a negarme. Iba a mandarlo a la mierda. Iba a abalanzarme sobre él y comprobar si los efectos físicos de una triple dosis de MDT eran suficientes para doblegarlo y estrangularlo. Pero no hice nada, porque podía salir mal y ser yo quien acabara estrangulado o, en el mejor de los casos, llamar la atención de la policía, ser fichado y figurar en el sistema. Necesitaba una salida mucho más segura y eficiente a aquella situación. Y tenía que ser permanente.

Gennadi extendió de nuevo la mano y dijo:

– ¿Y los diecisiete mil quinientos? Tenía el dinero preparado y se lo entregué sin mediar palabra.

Se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Cuando estaba a punto de salir por la puerta, agregó:

– La semana que viene, doce. No lo olvides.


Carl Van Loon me llamó a las siete de la tarde. No esperaba una respuesta tan rápida, pero me alegré, porque ahora podría actuar. Me estaba impacientando, espoleado por la creciente necesidad de participar en algo que consumiera todo mi tiempo y energía.

– Eddie.

– Carl.

– ¿Cuántas veces tendremos que hacer esto, Eddie?

Interpreté que un comentario relativamente comedido como aquél era buena señal, y me embarqué en una diatriba de defensa para acabar rogándole que me permitiera participar de nuevo en el acuerdo entre MCL y Abraxas. Le dije que era un hervidero de ideas nuevas y que si daba un vistazo a las proyecciones que había revisado, se daría cuenta de la seriedad con la que me tomaba el asunto.

– Ya las he estudiado, Eddie. Son fantásticas. Hank está aquí y se las he enseñado. Quiere verte. -Hizo una pausa-. Quiere llevarlo adelante.

Hizo una nueva pausa, más larga en esta ocasión.

– ¿Carl?

– Pero, Eddie, te seré franco. Me cabreaste. No sabía con quién o qué estaba hablando. Tengas lo que tengas, bipolaridad o lo que sea, no lo sé, ese grado de inestabilidad no es viable cuando juegas a estos niveles. Cuando se anuncie la fusión, habrá muchas presiones, cobertura mediática por todas partes, cosas que ni te puedes imaginar si no has pasado por algo similar.

– Déjeme hablar con usted cara a cara, Carl. Si no está satisfecho después de eso, me retiraré. No volverá a saber de mí. Firmaré contratos de confidencialidad o lo que haga falta. Serán cinco minutos.

Van Loon permaneció medio minuto callado. En aquel silencio podía oír su respiración. A la postre dijo:

– Estoy en casa. Más tarde tengo un compromiso, así que, si vas a venir, hazlo ahora.


Tenía a Van Loon de mi parte a los diez minutos. Nos sentamos en la biblioteca, tomando whisky escocés, y le conté una elaborada historia sobre la enfermedad completamente imaginaria que padecía. Era fácil de tratar con una medicación suave, pero había sufrido una reacción adversa a un componente que derivó en mi conducta errática. Me habían ajustado la medicación, había finalizado el tratamiento y me encontraba bien. Era un argumento bastante endeble, pero dudo que Van Loon estuviese escuchándome. Más bien parecía hipnotizado por mi timbre de voz, por mi presencia física, e incluso tuve la sensación de que lo que más deseaba era tocarme y, en cierto modo, sentirse electrizado. Era una versión aumentada de cómo reaccionaba la gente ante mi presencia: Paul Baxter, Artie Meltzer, Kevin Doyle y el propio Van Loon. No estaba mal, pero debía proceder con cautela. No quería interferir ni desequilibrar las cosas. Resolví que la mejor manera de actuar era mantenerme ocupado, y también mantener ocupada a la gente sobre la que podía influir. Con esto en mente, desvié rápidamente la conversación hacia el acuerdo entre MCL y Abraxas.

Era muy delicado, dijo Van Loon, y el tiempo era oro. Pese a las complicaciones, Hank Atwood estaba ansioso por seguir adelante. Después de concebir una estructura de precios, el siguiente paso era proponer la directiva y la configuración de la nueva empresa. Luego llegarían las reuniones y negociaciones, las sesiones de testosterona, la gente de MCL-Parnassus con la gente de Abraxas, y «nosotros en medio».

¿Nosotros?

Bebí un trago de whisky.

– ¿Nosotros?

– Yo y, si esto sale bien, tú. Jim Heche, uno de mis vicepresidentes está al corriente de todo, al igual que mi mujer, y nadie más. Lo mismo con los directores. Hank acaba de contratar a un par de asesores, está siendo muy cuidadoso. Por eso queremos finiquitar este asunto en un par de semanas, un mes a lo sumo.

Van Loon se acabó su copa y me miró.

– No es fácil llevar algo así en secreto, Eddie.

Charlamos una hora más, y entonces Van Loon anunció que debía marcharse. Nos citamos a la mañana siguiente en su oficina. Comeríamos con Hank Atwood y lo pondríamos todo en marcha.

Van Loon me estrechó la mano en el umbral de la puerta y dijo:

– Eddie, espero sinceramente que esto funcione. De verdad.

Asentí.

De camino hacia la puerta principal, miré en torno, con la esperanza de ver a Ginny…

– No me decepciones, Eddie. ¿De acuerdo?

… si es que estaba en casa.

– No lo haré, Carl. Estoy en esto, créame.

Pero no había rastro de ella.

– Claro. Lo sé. Nos vemos mañana.


La comida con Hank Atwood discurrió sin sobresaltos. Le impresionó mi dominio de la documentación relacionada con el acuerdo, pero también mis amplios conocimientos del mundo de los negocios en general. No tenía problemas para responder a sus preguntas, e incluso logré formular algunas al propio Atwood. El alivio de Van Loon por cómo se estaban desarrollando los acontecimientos era palpable, y le complacía que mi actuación dejase en buen lugar a Van Loon & Associates. Habíamos ido de nuevo al Four Seasons, y mientras contemplaba la sala, jugando con el pie de mi copa de vino vacía, intenté recordar los detalles de lo ocurrido la última vez que estuve allí. Pero pronto tuve la extraña sensación de que aquella especie de sueño distorsionado era poco fiable. Llegué a pensar que nunca había estado allí, sino que me había forjado aquel recuerdo a partir de algo que me habían contado o había leído. Con todo, la lejanía de ese momento era de agradecer, porque ahora estaba allí, y eso era lo importante.

Lo estaba pasando bien, aunque sólo picoteé la comida y no bebí nada. Hank Atwood se relajó bastante, e incluso intuí esa necesidad de llamar mi atención que se había convertido en una característica de relaciones anteriores. Eso estaba bien. Estaba allí sentado, en el Four Seasons, y me deleité en su atmósfera embriagadora. En algunos momentos, cuando me recordaba a mí mismo quiénes eran aquellos hombres, pensaba que la experiencia bien podía ser el prototipo de un juego de realidad virtual extremadamente sofisticado.

En cualquier caso, aquella comida había de significar el comienzo de un ajetreado, extraño y emocionante período de mi vida. Durante las dos o tres semanas siguientes me vi atrapado en un torbellino de reuniones, comidas, cenas, confabulaciones de madrugada con hombres poderosos, bronceados y enfundados en trajes caros, todos nosotros en búsqueda de lo que Hank Atwood definía como un «encaje de visiones», ese momento en que las dos partes coincidían en un borrador básico del acuerdo. Me reuní con toda clase de gente: abogados, financieros, estrategas corporativos, un par de congresistas y un senador, y mantuve el tipo con todos ellos. De hecho, me convertí en un elemento fundamental del proceso en varios aspectos, lo cual alarmó un poco a Carl Van Loon. A medida que nos aproximábamos al momento crítico del encaje de visiones, los pocos involucrados en el acuerdo nos hicimos bastante amigos, formamos una especie de camarilla, pero era yo quien ejercía de elemento unificador. Era yo quien podía tapar la grietas entre dos culturas de negocios marcadamente distintas. Además, me convertí en alguien indispensable para Van Loon. Al no poder rodearse de su equipo habitual, confiaba cada vez más en mí para controlarlo todo y digerir y procesar cantidades ingentes de información, desde regulaciones de la Comisión Federal de Comercio hasta las complejidades de la banda ancha, horarios de reuniones y nombres de esposas.

En paralelo a esto, me dedicaba también a otros menesteres. Iba casi cada día al gimnasio de Van Loon & Associates para quemar el excedente de energía, y utilizaba distintas máquinas para realizar una rutina completa. Pude continuar con mi cartera de Klondike e incluso llegué a trabajar en la sala de la que Van Loon me había hablado. Conseguí un móvil, cosa que quería hacer desde hacía siglos. Me compré más ropa, y llevaba un traje distinto cada día, o al menos rotaba seis o siete. Puesto que el acto de dormir ya no era algo cotidiano, leía los periódicos e investigaba, sentado frente al ordenador a altas horas de la noche.

Otra parte de mi vida, un aspecto que por desgracia no podía ignorar, era Gennadi. Al estar tan ocupado en aquel momento cada vez más borroso de vigilia, empecé a procurarle una docena de pastillas cada viernes por la noche, diciéndome a mí mismo que resolvería el problema la siguiente vez, que adoptaría medidas para atajar aquella situación. Pero no sabía cómo hacerlo.

Cada vez que acudía me asombraba lo mucho que había cambiado. La palidez del adicto había desaparecido, y de su piel emanaba ahora un brillo saludable. Se había cortado el pelo y también llevaba trajes, aunque no eran ni de lejos tan bonitos como los míos. Ahora acudía en un Mercedes negro, y unos tipos lo esperaban en la calle. Tuvo que hacérmelo saber, por supuesto, y me pidió que mirara por la ventana a su séquito. Otra cosa que me molestaba de Gennadi era que se llevara una píldora a la boca en cuanto se las entregaba, como si yo fuese un traficante de coca y estuviese catando el producto in situ. Luego vertía el resto en un pequeño pastillero de plata, que guardaba en el bolsillo delantero de la americana. Se daba una palmadita en el pecho y decía: «Hay que estar siempre preparado». Gennadi era un imbécil y no soportaba su presencia. Pero no había forma de contenerlo, porque obviamente había ascendido de rango en la Organizatsiya. ¿Qué podía hacer?

Decidí compartimentarlo, aguantar cuando no quedaba más remedio y seguir adelante.

Esa parecía ser una constante en aquellos días.

Sin embargo, pasaba gran parte del tiempo en despachos y salones del Edificio Van Loon con Carl, Hank Atwood y Jim Heche, o con Carl, Jim y Dan Bloom, el presidente de Abraxas, y su gente.

Pero una noche me encontré solo con Carl en una de las salas de reuniones. Tomamos una copa y, como estábamos a punto de alcanzar un acuerdo, aludió al tema del dinero, algo que no había mencionado desde aquella primera noche en su piso de Park Avenue. Comentó la comisión que obtendríamos como mediadores del acuerdo, así que decidí preguntarle directamente cuál sería mi porcentaje. Sin pestañear, y consultando distraídamente una carpeta que había sobre la mesa, respondió:

– Bueno, teniendo en cuenta tu grado de colaboración, Eddie, serán al menos cuarenta. No sé, digamos cuarenta y cinco.

Hice un pausa y esperé a que continuara, porque no estaba seguro de qué pretendía decirme. Pero no añadió nada más y siguió leyendo.

– ¿Mil? -aventuré.

Van Loon me miró, frunciendo el ceño.

– Millones, Eddie. Cuarenta y cinco millones.

XXIII

No me esperaba ganar semejante cifra con tal rapidez, ni imaginaba que el acuerdo entre MCL y Abraxas fuese tan lucrativo para Van Loon & Associates. Pero cuando pensé en ello y me fijé en otros acuerdos y en cómo se estructuraban, me di cuenta de que no tenía nada de raro. El valor total de las dos empresas rondaría los 200.000 millones de dólares. A partir de ahí, nuestros honorarios como intermediarios serían… elevados.

Podía hacer muchas cosas con esa cantidad. Elucubré un buen rato, pero me entristecía no disponer de ese dinero al instante, y de inmediato pedí a Van Loon un anticipo.

Cuando dejó a un lado la carpeta y me prestó atención, le conté que llevaba seis años viviendo en la Calle 10 con la Avenida A, pero que creía que había llegado el momento de cambiar. Van Loon esbozó una sonrisa incómoda, como si le hubiese contado que vivía en la Luna, pero se animó mucho cuando le dije que había estado viendo un piso en el Edificio Celestial, en el West Side.

– Bien. Eso suena mejor. Sin ofender, Eddie, pero ¿por qué la Avenida A?

– Por mis ingresos, Carl, por eso. Nunca he tenido dinero suficiente para vivir en otro sitio.

Van Loon, que obviamente creía haberme puesto en una situación delicada, farfulló algo y mostró cierta inquietud. Le conté que me gustaba vivir allí, y que era un barrio fantástico, lleno de bares viejos y personajes peculiares. Sin embargo, cinco minutos después me estaba diciendo que no me preocupara, que lo arreglaría todo para que pudiera comprar el piso en el Celestial. Sería un préstamo de empresa rutinario que podría satisfacer más adelante, cuando fuese. Claro, pensé yo, nueve millones y medio de dólares. Un préstamo rutinario.

A la mañana siguiente telefoneé a Alison Botnick, de Sullivan y Draskell, los agentes inmobiliarios de Madison Avenue.

– Señor Spinola, ¿cómo está?

– Bien.

Le dije que lamentaba haberme ido corriendo aquel día, y bromeé sobre el asunto. Ella respondió que no hacía falta ni mencionarlo. Entonces le pregunté si el piso seguía estando en el mercado. Lo estaba, dijo, y ya habían terminado las obras. Me interesaba verlo otra vez, aquel mismo día si era posible, y hacerle una oferta.

Van Loon también dijo que me escribiría una carta de recomendación, lo cual ahorraría a Sullivan y Draskell evaluar mi declaración de la renta y mi historial crediticio, y significaría, si todo iba bien, que podría firmar los contratos y mudarme de inmediato.

Aquello se había convertido en la dinámica que regía mi vida: inmediatez, aceleración y rapidez. Saltaba presto de una escena a otra, de una localización a otra, sin ser muy consciente de los nexos de unión. Por ejemplo, tenía que ver a varias personas aquella mañana, y en lugares distintos: la oficina de la Calle 48, un hotel al norte de la ciudad y un banco de Vesey Street. Luego me había citado con Dan Bloom en Le Cirque. Me las arreglé para programar una visita al piso después de comer. Alison Botnick me esperaba cuando llegué a la planta 68, como si no se hubiese ido desde mi última visita y hubiese aguardado pacientemente mi regreso. Al principio le costó reconocerme, pero al cabo de cinco minutos, tal vez menos, le había ofrecido una pequeña pero estratégica cantidad y había regresado a la Calle 48 para reunirme con Carl, Hank y Jim, y tomar después unos cocteles en el Orpheus Room.


Cuando esta última reunión tocaba a su fin, Van Loon recibió una llamada. Estábamos a punto de anunciar el acuerdo y todo el mundo se mostraba animado. La reunión había ido bien, y aunque lo más duro estaba por llegar -la aprobación del Congreso, la FCC y la FTC -, en la sala reinaba una sensación de triunfo colectivo.

Hank Atwood se levantó de la silla y se dirigió hacia mí. Tenía sesenta y pocos años, pero era esbelto y atildado, y estaba en forma. Aunque era de baja estatura, su presencia resultaba imponente, casi amenazadora. Propinándome un suave puñetazo en el hombro, dijo:

– Eddie, ¿cómo lo haces?

– ¿El qué?

– Esa memoria extraordinaria que tienes. Cómo lo procesas todo mentalmente. Casi puedo ver cómo trabaja tu cerebro. -Me encogí de hombros-. Estás llevando esto de una manera que me parece casi… -empezaba a incomodarme-, casi… Llevo cuarenta años en el mundo de los negocios, Eddie. He dirigido una empresa de alimentación y bebidas, y un estudio de cine. Lo he visto todo, hasta el último truco, hasta el último acuerdo existente, todas las tipologías humanas que te puedas imaginar… -Ahora me miraba fijamente a los ojos-. Pero creo que nunca he conocido a nadie como tú…

No sabía a ciencia cierta si aquello era una declaración de amor o una acusación, pero justo entonces Van Loon se puso en pie y dijo:

– Hank… Hay alguien que quiere saludarte.

Atwood se dio la vuelta.

Van Loon se alejó de su mesa y fue hacia la puerta. Yo me levanté de la silla y seguí a Atwood. Jim Heche se encontraba en mitad de la sala y sacó el teléfono móvil.

Me volví hacia la puerta.

Van Loon la abrió e hizo un gesto a la persona que esperaba entrar. Oí voces que llegaban del exterior, pero no lo que decían. Hablaron un momento, se echaron a reír, y unos segundos después, Ginny Van Loon hizo aparición en la sala.

Se me aceleró el pulso.

Dio un beso a su padre en la mejilla. Luego Hank Atwood levantó los brazos.

– Ginny.

La joven fue hacia él y se fundieron en un abrazo.

– ¿Te lo has pasado bien?

Ginny asintió, con una amplia sonrisa.

– Genial.

¿Dónde había estado?

– ¿Probaste esa osteria de la que te hablé?

Italia.

– Sí, es fantástica. Me encantó esa cosa. ¿Cómo se llama? ¿Baccalá? Nordeste.

Siguieron charlando un minuto, y Ginny puso todos sus sentidos en Atwood. Mientras esperaba que terminara su conversación y me viera, la observé atentamente, y me di cuenta de algo que no había advertido antes.

Estaba enamorado de ella.

– …y me encanta que bauticen las calles con una fecha.

Llevaba una minifalda gris, una chaqueta azul grisáceo, una camiseta a juego y zapatos negros de piel, prendas que tal vez se había comprado en Milán a su regreso de Vicenza o Venecia, o de dondequiera que hubiese estado. Ahora no llevaba el pelo puntiagudo, sino liso. El flequillo le tapaba un poco los ojos y no dejaba de echárselo hacia atrás.

– … Calle Veinte de Septiembre, calle Cuatro de Noviembre, no se te olvida.

Entonces pareció sorprenderse al verme.

– Supongo que para ellos la historia es muy importante -intervino Van Loon.

– Ah, ¿y qué somos nosotros? -respondió Ginny, volviéndose de pronto hacia su padre-. ¿Una de esas alegres naciones que no tienen historia?

– Yo no he dicho…

– Sólo hacemos cosas y esperamos que nadie se dé cuenta.

– A lo que…

– O nos lo inventamos para que se ajuste a lo que la gente sí ha visto.

– ¿Y eso mismo no sucede en Europa? -terció Hank Atwood-. ¿Es lo que pretendes decirnos?

– No, pero… Bueno, no lo sé. Por ejemplo, mira lo que está pasando con México ahora mismo. Allí la gente no puede creerse que estemos hablando de una invasión.

– Mira, Ginny -dijo Van Loon-, es una situación complicada. Estamos hablando de un narcoestado…

Continuó exponiendo lo que había aparecido recientemente en una docena de editoriales y artículos de opinión: un vasto y enardecido mural de inestabilidad, desorden y catástrofe inminente.

Jim Heche, que había estado escuchando con atención, dijo:

– No sólo nos conviene a nosotros, Ginny. También a ellos.

– Oh, ¿invadir el país para salvarlo? -dijo Ginny con exasperación-. No me puedo creer lo que estoy oyendo.

– A veces es…

– ¿Y qué hay de la resolución aprobada en 1970 por la ONU? -espetó-. Según esto, ningún estado tiene derecho a intervenir, directa o indirectamente, por ninguna razón, en los asuntos internos de otro.

Ahora se hallaba en el centro de la sala, dispuesta a repeler los ataques que le llegaran desde cualquier flanco.

– Ginny, escúchame -dijo Van Loon con paciencia-. El comercio con Centroamérica y Sudamérica siempre ha sido crucial para…

– Dios mío, papá, esa es una visión sesgada de las cosas.

Cuando se vio arrinconado, Van Loon alzó las manos.

– ¿Quieres saber qué opino? -continuó.

Van Loon vaciló, pero Hank Atwood y Jim Heche mostraron interés y esperaban que Ginny continuara con su exposición. Yo había retrocedido hasta el panel de roble y observaba la escena con sentimientos encontrados: diversión, deseo y confusión.

– Aquí no hay un plan maestro -dijo-, ni estrategia económica, ni conspiración. No se lo han planteado de ese modo. De hecho, es sólo otra manifestación irracional de… no exuberancia exactamente, sino…

– ¿Qué significa eso? -repuso Van Loon, que empezaba a impacientarse.

– Creo que Caleb Hale llevaba un par de copas de más aquella noche, o quizá mezcló alcohol con Triburbazina o lo que sea y ha perdido el norte. Ahora intentan restar importancia a sus palabras, tapar sus huellas y fingir que esto es una política real. Pero lo que están haciendo es absolutamente irracional…

– Eso es ridículo, Ginny.

– Hace un momento estábamos hablando de historia. Creo que así es como funciona casi siempre la historia, papá. La gente que ostenta el poder se la inventa sobre la marcha. Es chapucero, accidental y humano…

El motivo por el que me sentí tan confuso durante esos instantes, mientras contemplaba a Ginny, era que, pese a todo, pese a lo distintas que eran, podría haber estado contemplando a Melissa.

– Ginny empezará a ir a la universidad en otoño -explicó Van Loon a los demás-. Estudios internacionales. ¿O era estudios irracionales? Así que no le hagan ni caso, está calentando motores.

Realizando un rápido paso de baile con sus zapatos nuevos, Ginny espetó:

– Que le den, señor Van Loon.

Entonces se dio la vuelta y acudió a mi lado. Hank Atwood y Jim Heche se encontraron de nuevo y uno de ellos se puso a hablar con Van Loon, que estaba sentado de nuevo a su mesa.

Ginny hizo un gesto desdeñoso, y cuando estuvo delante de mí, me dio un suave golpecito en la barriga.

– Mírate.

– ¿Qué?

– ¿Adónde han ido esos kilos?

– Ya te dije que fluctúa.

– ¿Eres bulímico…?

– No, ya te dije…

Hice una pausa.

– ¿… o esquizofrénico, tal vez?

– ¿De qué va esto? -dije, riéndome-. Porque no irás a la Facultad de Medicina, ¿no? Me encuentro bien. Me pillaste en un mal día.

– ¿Un mal día?

– Sí.

– Hummm.

– Lo era.

– ¿Y hoy?

– Hoy es un buen día.

Sentí el impulso de añadir un comentario ñoño del tipo «y todavía es mejor ahora que estás aquí», pero mantuve la boca cerrada.

Durante unos instantes nos limitamos a mirarnos el uno al otro, sin decir nada.

Entonces alguien me llamó desde el otro extremo de la sala.

– ¿Sí? -Era Van Loon-. ¿De qué estábamos hablando antes? De cable de cobre y… ¿AD qué?

Me incliné ligeramente a la izquierda para poder ver a Van Loon.

– ADSL -respondí-. Línea Digital Asimétrica de Abonado.

– ¿Y…?

– Permite transmitir una única señal de video comprimido de alta velocidad a una velocidad de 1,5 megabytes por segundo, además de una conversación telefónica normal.

– Bien.

Van Loon se volvió hacia Hank Atwood y Jim Heche y siguió hablando.

Ginny me miró y arqueó las cejas.

– Perdona.

– Salgamos de aquí y vayamos a tomar una copa a algún sitio -dije apresuradamente-. Vamos, di que sí.

Aquella brizna de incertidumbre volvió al rostro de Ginny. Antes de que pudiera responder, Van Loon dio una palmada y dijo:

– De acuerdo, Eddie. Vámonos.

Ginny se dio la vuelta y preguntó a su padre:

– ¿Adónde van?

Me apoyé de nuevo en la pared de roble.

– Al Orpheus Room. Tenemos que seguir hablando de negocios, si te parece bien.

– Vamos de paseo.

– ¿Qué vas a hacer tú?

La joven consultó su reloj. Entretanto, yo observaba su espalda y el suave azul de su chaqueta de cachemir.

– Tengo cosas que hacer más tarde, pero ahora me marcho a casa.

– De acuerdo.

Ginny se dirigió a la puerta, me despidió con un gesto, sonrió y se fue.

Cuando nos dirigíamos al Orpheus Room unos minutos después, tuve que reprimir mi gran decepción y concentrarme otra vez en el negocio que teníamos entre manos.


Mi oferta por el piso del Edificio Celestial fue aceptada al día siguiente, y veinticuatro horas más tarde estaba firmando toda la documentación. La carta de Van Loon había silenciado cualquier pregunta sobre mis impuestos, y merced a la discreción con la que se llevó el aspecto económico, debo decir que fue todo muy sencillo. No lo fue tanto decidir la decoración. Llamé a un par de interioristas, visité algunas tiendas de muebles y leí varias revistas, pero estaba indeciso y me sumí en un ofuscado ciclo de planes y contraplanes, distribuciones y contradistribuciones de color. ¿Quería algo diáfano e industrial, por ejemplo, con superficies grises y armarios modulares, o algo exótico y recargado, con sillas Luis XV, grabados japoneses y mesas rojas lacadas?

Cuando Gennadi llegó al piso de la Calle 10 aquel viernes por la mañana, ya había empezado a guardar todas mis cosas en cajas.

Cabía esperar que hubiese problemas, por supuesto, pero no quería pensar en ello.

El ruso franqueó la puerta, vio lo que estaba sucediendo y perdió los estribos casi al instante. Pateó un par de cajas y dijo que se había acabado.

– Estoy harto de ti y de tu hipocresía.

Llevaba un traje holgado de color crema, una corbata rosa y amarilla y el pelo peinado hacia atrás. En la punta de la nariz sostenía unas gafas de espejo con montura metálica.

– ¿Qué diablos está pasando aquí?

– Cálmate, Gennadi. Sólo me mudo a otro piso.

– ¿Adónde?

Ahora llegaba la parte difícil. Cuando supiera adónde me trasladaba, no se contentaría con el acuerdo al que habíamos llegado. En aquel momento ya había satisfecho todo el préstamo, así que nuestro pacto consistía en que le facilitara doce pastillas de MDT a la semana. Tampoco quería seguir adelante con aquello, pero habría discrepancias sobre la naturaleza de los cambios que pudiéramos introducir.

– Está al oeste, en la Duodécima Avenida.

Gennadi dio otra patada a una caja.

– ¿Cuándo te vas?

– A principios de la semana que viene.

La decoración y los muebles no estaban listos, pero tenía ducha, líneas telefónicas y cable, y como no me importaba encargar comida una temporada, además de que estaba deseando largarme de la Calle 10, pretendía que el traslado se produjera lo antes posible.

Ahora Gennadi espiraba por la nariz.

– Mira -le dije-, tienes mi número de la Seguridad Social y los datos de mi tarjeta de crédito. No me vas a perder la pista. Además, estaré al otro lado de la ciudad.

– ¿Crees que me preocupa perderte la pista? -Hizo un ademán de desprecio con la mano-. Estoy cansado de esto… -Señaló al suelo-. De venir aquí. Lo único que quiero es conocer a tu proveedor. Quiero comprar esta mierda a granel.

– Lo siento, Gennadi, pero eso es imposible.

El ruso se quedó quieto un momento, pero entonces embistió y me dio un puñetazo en el pecho. Caí de espaldas encima de una caja de libros y me golpeé la cabeza contra el suelo.

Tardé un poco en incorporarme. Luego me froté la cabeza, miré en derredor, perplejo, y me puse en pie. Pensé en decirle cien cosas, pero no me tomé la molestia de hacerlo.

Había perdido los estribos.

– Vamos, ¿dónde están?

Fui hacia la mesa tambaleándome y saqué las pastillas de un cajón. Volví hacia él y se las entregué. Tomó una y vertió el resto en su pastillero de plata. Cuando terminó, arrojó el envase de plástico que le había dado y se guardó el pastillero en el bolsillo delantero de la americana.

– No deberías tomar más de una al día -dije.

– No lo hago. -Miró su reloj y suspiró impaciente-. Tengo prisa. Anótame la nueva dirección.

Fui de nuevo al escritorio, masajeándome todavía la nuca. Cuando encontré un bolígrafo y un trozo de papel, acaricié la idea de darle una dirección falsa, pero me di cuenta de que no serviría de nada. Tenía todos mis datos.

– Vamos. Tengo una reunión en quince minutos.

Escribí la dirección y le di el trozo de papel.

– ¿Una reunión? -pregunté con cierto sarcasmo.

– Sí -repuso sin captar la ironía-. Estoy creando una empresa de importación y exportación. O intentándolo. Pero hay un montón de leyes y regulaciones en este país. ¿Tú sabes la mierda que tienes que aguantar para conseguir una licencia?

Meneé la cabeza y le pregunté:

– ¿Qué vas a importar o exportar?

Gennadi hizo una pausa, se inclinó hacia adelante y susurró:

– No lo sé… Cosas.

– ¿«Cosas»?

– Eh, ¿qué quieres? Estoy trabajando en una estafa complicada. ¿Crees que voy a contarle algo a un soplagaitas como tú?

Me encogí de hombros.

– De acuerdo, Eddie -añadió-. Escúchame. Te doy de plazo hasta la semana que viene. Fija una hora con esa persona y nos reuniremos. Te pagaré una comisión. Pero como me jodas, te arranco el corazón con las dos manos y lo frío en una sartén. ¿Me entiendes?

– Sí.

Su puño salió de la nada, como un torpedo, y aterrizó en mi plexo solar. Me doblé de dolor y retrocedí, esquivando por poco la caja de libros.

– Lo siento. ¿Has dicho que sí? Ha sido un error por mi parte.

Lo oí reírse a carcajadas mientras bajaba por las escaleras.

Cuando pude respirar con normalidad, me tumbé en el sofá y miré al techo. Hacía tiempo que la personalidad de Gennadi amenazaba con descontrolarse. Tendría que hacer algo al respecto, y pronto, porque en cuanto viera el piso del Celestial estaría atado de pies y manos. Sería demasiado tarde. Querría entrar. Lo querría todo. Lo echaría todo a perder.

Sin embargo, cuando pude meditar las cosas con más detenimiento, llegué a la conclusión de que la verdadera crisis no era Gennadi. La verdadera crisis era que mi suministro de MDT se acababa con una rapidez alarmante. Durante el último mes lo había consumido varias veces por semana, de manera indiscriminada, sin molestarme siquiera en contar las pastillas que restaban, dejándolo para la siguiente ocasión. Pero nunca lo hacía. Nunca encontraba el momento. Estaba demasiado ocupado, demasiado obcecado con el incesante tamborileo que escuchaba en mi cabeza, el acuerdo de MCL y Abraxas, el Edificio Celestial, Ginny Van Loon…

Fui al dormitorio y abrí el armario, saqué el sobre marrón y vacié el contenido sobre la cama para contar las pastillas. Quedaban sólo unas 250. Con aquel ritmo de consumo y el suministro habitual de Gennadi, habrían desaparecido en un par de meses. Aunque eliminara a Gennadi de la ecuación, ganaría sólo unas semanas. Unas semanas…, unos meses… ¿Qué diferencia había?

Aquélla era la verdadera crisis que afrontaba, y al final todo se reducía, una vez más, a la pequeña agenda negra de Vernon. Entre aquellos nombres y números de teléfono tenía que haber alguien que supiera algo del MDT, de sus orígenes y del funcionamiento de las dosis, y quizá cómo conseguir una nueva línea de suministro. Porque si deseaba tener alguna posibilidad de cumplir aquel gran destino inesperado que se abría ante mí, debía solucionar esos problemas, uno o ambos, dosis y suministro, y solucionarlos ya.


Saqué la agenda y la releí otra vez. Utilizando un bolígrafo rojo, taché los números que ya había probado. En un papel aparte confeccioné una nueva lista de varios números a los que no había llamado. El primero era el de Deke Tauber. Era reacio a llamarlo porque imaginaba que no tendría muchas posibilidades de acceder a él. En los años ochenta había sido vendedor de bonos, un yuppie de Wall Street, pero se había reconvertido y era el esquivo líder de una secta de autoayuda llamada Dekedelia.

No obstante, cuanto más pensaba en ello, más sentido tenía llamarlo. Por extraño y huidizo que se hubiese vuelto, sabría quién era yo. Conocía a Melissa. Podía recordarle los viejos tiempos.

Marqué su número y esperé.

– Oficina del señor Tauber.

– Hola, ¿podría hablar con el señor Tauber, por favor?

Hubo una pausa sospechosa.

Mierda.

– ¿Quién le llama?

– Eh… Dígale que soy un viejo amigo, Eddie Spinola.

Silencio al otro lado de la línea.

– ¿Cómo ha conseguido este número?

– No creo que sea asunto suyo. Y ahora, ¿puedo hablar con el señor Tauber, por favor?

Colgó. No me gustaba que la gente me colgara, pero sabía que probablemente seguiría ocurriendo.

Miré la lista de números.

¿Quién es?

¿Qué quiere?

¿De dónde ha sacado este número?

La idea de repasar de nuevo la lista y tachar todos los números uno tras otro era desmoralizadora, así que decidí persistir un poco con Tauber. Visité la página web de Dekedelia y leí acerca de los cursos que ofrecían y la selección de libros y videos que vendían. Todo parecía muy comercial, y estaba concebido para atraer a nuevos reclutas.

Navegué un rato por la Red y encontré vínculos a una serie de páginas. Había un directorio de religiones marginales, una red de concienciación llamada CultWatch, varias organizaciones de «padres preocupados» y otras webs consagradas a temas como el control mental y la «ayuda a la rehabilitación». Acabé en la página de un asesor cualificado en materia de sectas residente en Seattle, una persona que hacía quince años había perdido a su hijo a manos de un grupo denominado Shining Venusians. Puesto que había mencionado Dekedelia en su página, decidí buscar su número y llamarlo. Hablamos unos minutos y, si bien no me fue de gran ayuda, me facilitó el número de un grupo de padres de Nueva York. Después hablé con el secretario del grupo, un padre preocupado y manifiestamente desequilibrado, que a su vez me proporcionó el nombre de una agencia privada que estaba investigando a Dekedelia por encargo de algunos miembros de la asociación. Tras varios intentos y muchas argucias, conseguí hablar con Kenny Sánchez, uno de los empleados de la agencia.

Le dije que disponía de cierta información sobre Deke Tauber que podía serle de interés, pero que se la daría a cambio de más información. Al principio procedió con reservas, pero al final aceptó citarse conmigo en la pista de patinaje de Rockefeller Plaza.

Dos horas después deambulábamos arriba y abajo por la Calle 47. Luego nos dirigimos a la Sexta Avenida, pasando por el Radio City Music Hall, y pusimos rumbo a Central Park South.

Kenny Sánchez era bajo y barrigudo, y llevaba un traje marrón. Aunque era serio y circunspecto en lo profesional, empezó a relajarse al cabo de diez minutos e incluso parecía tener ganas de hablar. Exagerando un poco, le conté que había sido amigo de Deke Tauber en los años ochenta, pero que habíamos perdido el contacto. Aquello pareció fascinarle y me hizo unas cuantas preguntas. Al responderlas sin tapujos, di la impresión de que estaba dispuesto a compartir cualquier dato que tuviese, lo cual significaba que cuando empecé a formular mis dudas ya me lo había ganado.

– El principio básico de esta secta, Eddie -me dijo con un tono confidencial-, es que cada individuo debe huir de la disfunción inherente de la matriz familiar y, atención a esto, recrearse a sí mismo independientemente en un entorno alternativo. -Se detuvo un momento y se encogió de hombros, como si pretendiera distanciarse de lo que acababa de decir. Luego reemprendió la marcha-. Cuando empezó, Dekedelia no era ni más ni menos escamosa que tantos otros grupos similares. Ya sabe, conferencias, sesiones de medicación y boletines informativos. Como todas las demás, también proyectaba un aura de misticismo barato de segunda mano, pero las cosas cambiaron con bastante rapidez y, de pronto, el líder de este movimiento espiritual, entre comillas, producía libros y videos de gran éxito.

De vez en cuando miraba a Kenny Sánchez de soslayo. Era una persona elocuente y tenía todo aquello grabado en su mente, pero también me pareció que estaba ansioso por demostrarme que dominaba la materia.

– Los problemas empezaron poco después. Varias personas, siempre jóvenes, normalmente atrapadas en trabajos sin futuro, parecieron desaparecer en el seno de la secta. Pero no había nada ilegal en ello, porque los miembros siempre procuraban escribir cartas de despedida a sus familiares, y de ese modo… -levantó el dedo índice de la mano derecha-, impedían muy inteligentemente cualquier investigación policial por la desaparición.

Se estaba concentrando en tres casos concretos, dijo, personas jóvenes que habían desaparecido en el último año, y me dio algunos detalles sobre cada una de ellas, cosas que no necesitaba oír.

– ¿Y cómo se están desarrollando ahora sus investigaciones? -pregunté.

– Eh… Me temo que no muy bien. -No quería decir aquello, pero no parecía tener alternativa. Entonces añadió, para compensar-: Pero parece estar ocurriendo algo extraño. Desde hace un par de semanas corren rumores de que Deke Tauber ha caído enfermo. No se le ha visto, no ha dado conferencias ni ha asistido a ninguna firma de libros. No hay manera de localizarlo. Está incomunicado.

– Hummm.

Me pareció que había llegado el momento de mostrar mis cartas.

Le conté que tenía motivos para creer que Deke Tauber estaba consumiendo una extraña y adictiva droga de diseño, y que si estaba enfermo quizá se debiera a que el único proveedor conocido de la droga había desaparecido recientemente y había dejado plantados a todos sus clientes, por así decirlo. Por supuesto, Kenny Sánchez mostró mucho interés en aquello, pero no le ofrecí más detalles y al momento le expuse lo que necesitaba, que era información sobre un socio de Tauber, un tal Todd. Le dije que, si me ayudaba, le pasaría cualquier dato que averiguase sobre el tema de la droga.

Al tratar de impresionarme, Kenny Sánchez había perdido un poco el norte profesional, pero aun así expuso de manera convincente que no podía revelar a terceras personas información que hubiese recabado en el transcurso de una investigación.

– ¿Información sobre un socio de Tauber? No sé, Eddie, no será fácil. Estamos atados por normas de confidencialidad… -hizo una pausa-, y la ética… y demás…

Me detuve en la esquina de la Sexta Avenida con Central Park South y me volví hacia él, mirándolo directamente a los ojos.

– ¿Cómo consigue usted la información, Kenny? Es una mercancía, como cualquier otra cosa, ¿no? Una divisa. Esto sería un mero intercambio…

– Supongo…

– ¿Qué son las fuentes, al fin y al cabo?

– Sí, pero…

– Ha de ser algo recíproco, desde luego.

Insistí hasta que finalmente aceptó ayudarme. Me dijo que vería lo que podía hacer, y agregó, avergonzado, que si lo intentaba seguramente podría acceder a los archivos telefónicos de Tauber.


Pasé el fin de semana embalando el resto de mis pertenencias y trasladándolas al Celestial. Conocí a Richie, el jefe de recepción. Visité algunas exposiciones de muebles y di un vistazo a lo último en aparatos de cocina y equipos de entretenimiento doméstico. Compré una colección de Dickens que quería desde hacía una eternidad. También aprendí español, otra vieja cuenta pendiente, y leí Cien años de soledad.

Kenny Sánchez me llamó el lunes por la mañana. Me preguntó si podíamos reunimos, y propuso una cafetería de Columbus Avenue a la altura de la Calle 8o. Iba a oponerme y sugerir algo más cerca del centro, pero no lo hice. Si eso de reunirse en lugares públicos, como pistas de patinaje y cafeterías, era una manía propia del investigadorcillo privado, no pasaba nada. Realicé unas cuantas llamadas antes de salir. Quedé con mi casero de la Calle 10 para entregarle las llaves. Intenté citarme sin éxito con el tipo que había de embaldosarme el cuarto de baño. También hablé con la secretaria de Van Loon y programé un par de reuniones a media tarde.

Después bajé hasta la Primera Avenida y cogí un taxi.


Eso fue el pasado lunes por la mañana.

Ahora, envuelto en la fantasmagórica quietud de esta habitación del Northview Motor Lodge, me parece increíble que eso fuera hace sólo cinco días. Igual de increíble, habida cuenta de todo lo ocurrido desde entonces, eran mis actividades: organizar reuniones de negocios, preocuparme por las baldosas de un lavabo, o tomar medidas que me parecían prudentes para solucionar la situación del MDT.

Afuera, la luz ha cambiado de manera sutil. La oscuridad ha perdido ventaja, y no tardará en asomar por el horizonte un matiz azul. Estoy tentado de dejar el ordenador, salir y contemplar el cielo, sentir el gran silencio que rodea esta pequeña extensión al borde de la autopista de Vermont. Pero me quedo donde estoy, dentro, sentado en la butaca de mimbre, y sigo escribiendo, porque lo cierto es que no me queda mucho tiempo.


En el taxi, de camino a la cafetería, pasamos por delante de Actium, el restaurante de Columbus Avenue en el que estuve con Donatella Álvarez. Lo vi fugazmente. Estaba cerrado y, de una manera extraña, resultaba monótono e irreal, como un decorado abandonado. Reproduje mentalmente lo que podía recordar de la cena y la recepción en el estudio de Rodolfo Álvarez, pero aquellas figuras pintadas, atractivas y protuberantes eran lo único que podía ver. Me distraje leyendo la carta de derechos del pasajero colgada en la parte posterior del asiento.

Cuando llegué a la cafetería, Kenny Sánchez estaba sentado a una mesa, comiendo un plato de jamón con huevos. Junto a la taza de café descansaba un gran sobre marrón. Me senté delante de él y asentí a modo de saludo.

Se limpió la boca con la servilleta y dijo:

– Eddie, ¿qué tal? ¿Te apetece comer algo?

– No, tomaré un café.

Llamó a una camarera que pasaba por allí y pidió.

– Tengo algo para ti -dijo, y dio unos golpecitos al sobre con los dedos.

El corazón se me aceleró un poco.

– Fantástico. ¿De qué se trata?

Dio un trago al café.

– Ya llegaremos a eso, Eddie. Pero primero tienes que ser sincero conmigo. El tema de la droga de diseño, ¿hasta qué punto es real? ¿Cómo te has enterado?

Obviamente, Kenny, después de nuestra primera cita, había reflexionado y llegado a la conclusión de que intentaba jugársela, arrancarle información sin darle nada relevante a cambio.

– Es totalmente real -dije. En ese momento llegó la camarera con el café, lo cual me dio margen para pensar. Pero no había nada que pensar. Necesitaba la información.

Cuando la camarera se hubo marchado dije:

– ¿Conoces todos esos fármacos que mejoran el rendimiento? Los periódicos hablan de ellos, y están empañando el mundo del deporte. La natación, el atletismo, la halterofilia… Pues bien, ésta es una de esas drogas, pero es para el cerebro, una especie de esteroide para el intelecto.

Sánchez me miró sin saber cómo reaccionar, esperando más.

– Alguien a quien conocí se las proporcionaba a Tauber. -Señalé el sobre-. Si esos son los archivos telefónicos de Tauber, lo más probable es que su nombre figure en ellos también. Vernon Gant.

El investigador dudó, pero entonces cogió el sobre, lo abrió y sacó un montón de papeles. Vi que se trataba de números telefónicos impresos, acompañados de nombres, horas y fechas, y Sánchez buscó algo en concreto.

– Aquí está -dijo al cabo de un momento, mientras me mostraba una página-. Vernon Gant.

– ¿Aparece también un tal Todd?

– Sí. Sólo tres o cuatro llamadas. Se realizaron en un espacio de dos días.

– Y después de eso tampoco hay más llamadas de Vernon Gant.

Kenny Sánchez repasó las páginas una por una, comprobando lo que acababa de decir. Al final asintió y dijo:

– Sí, tienes razón. -Guardó de nuevo los papeles en el sobre-. ¿Y qué significa eso? ¿Desapareció?

– Vernon Gant está muerto.

– Oh.

– Era mi cuñado.

– Lo siento.

– No lo sientas. Era un cretino.

Ambos guardamos silencio, y decidí correr un riesgo calculado. Cogí los documentos, y cuando los tenía agarrados con firmeza, arqueé las cejas con aire interrogativo.

Kenny Sánchez asintió.

Estudié las páginas unos instantes, escrutándolas al azar. Entonces llegué a las llamadas de Todd. Su apellido era Ellis.

– Eso es un teléfono de Nueva Jersey, ¿verdad?

– Sí, lo he comprobado. Las llamadas iban dirigidas a un lugar llamado United Labtech, que está cerca de Trenton.

– ¿United Labtech?

– Sí. ¿Quieres ir?


Kenny tenía el coche aparcado en la misma calle, así que en unos minutos nos dirigíamos a la autovía Henry Hudson. Tomamos el túnel Lincoln hacia Nueva Jersey y nos metimos en la autopista. Kenny Sánchez me había pedido que aguantara el sobre al montarnos en el coche, y cuando llevábamos unos minutos de trayecto saqué las páginas y empecé a estudiarlas. Era obvio que Sánchez se sentía un poco incómodo, pero no dijo nada. Me las arreglé para distraerlo hablando y preguntándole acerca de casos en los que había trabajado, anomalías legales, su familia o lo que se me ocurriera. De repente, empecé a interrogarlo sobre la lista. ¿Quién era aquella gente? ¿Había rastreado todas las llamadas? ¿Cómo funcionaba?

– La mayoría de los números están relacionados con la vertiente empresarial de Dekedelia: editores, distribuidores y abogados -respondió-. Podemos dar cuenta de ellos, y por ese motivo los hemos eliminado. Pero también hemos aislado una lista de otros veinticinco nombres que no hemos comprobado.

– ¿Para quién trabajan? ¿De dónde salen?

– Viven todos en ciudades importantes del país. Ocupan cargos de dirección en una amplia gama de empresas, pero ninguno parece tener contactos con Dekedelia.

– Como…, eh… -dije, centrándome en uno de los pocos números de fuera del estado que pude encontrar-, una tal… ¿Libby Driscoll? ¿De Filadelfia?

– Sí.

– Hummm.

Miré por la ventana, y mientras pasaban por delante de mis ojos gasolineras, fábricas, Pizza Huts y Burger Kings, me preguntaba quiénes podían ser aquellas personas. Sopesé varias teorías, pero pronto me distrajo el hecho de que Kenny Sánchez parecía mirar por el retrovisor cada dos segundos. Sin motivo aparente, cambió de carril hasta tres veces.

– ¿Pasa algo? -pregunté.

– Creo que nos están siguiendo -repuso mientras cambiaba de carril otra vez y pisaba el acelerador.

– ¿Seguirnos? -dije-. ¿Quién?

– No lo sé. Y quizá no sea así. Tan sólo estoy siendo cauteloso.

Volví la cabeza. El tráfico que llevábamos detrás discurría por tres carriles, y la autopista serpenteaba por un ondulante paisaje industrial. No comprendía cómo podía haberse fijado en un coche en particular. No dije nada.

Al cabo de unos minutos tomamos la salida de Trenton, y después de lo que me pareció una eternidad, llegamos por fin a un extenso edificio anónimo de una sola planta que parecía un almacén. Enfrente había una gran zona de aparcamiento con la mitad de las plazas llenas. El único rótulo identificativo de aquel lugar era un pequeño cartel situado a la entrada del aparcamiento que decía «United Labtech», y debajo un logotipo con una especie de hélice sobre una rejilla azul curvada. Entramos en el aparcamiento y detuvimos el coche.

De súbito fui consciente de lo poco que faltaba para conocer al socio de Vernon Gant y sentí una oleada de adrenalina.

Cuando me disponía a abrir la puerta, Sánchez me lo impidió agarrándome del brazo.

– Quieto ahí. ¿Adónde vas?

– ¿Qué?

– No puedes entrar así como así. Necesitas algún pretexto. -Extendió el brazo por delante de mí y abrió la guantera-. Déjamelo a mí. -Sacó un taco de tarjetas de visita y cogió una-. Los seguros siempre funcionan en estos casos.

Indeciso, me mordí el labio inferior un momento.

– Voy a asegurarme de que está ahí dentro -dijo Sánchez-. Es el primer paso.

Vacilé.

– De acuerdo.

Vi a Sánchez bajarse del coche, dirigirse a la entrada del edificio y desaparecer en su interior.

Tenía razón, por supuesto. Debía acercarme a Todd Ellis con suma cautela, porque si decía algo inadecuado nada más conocerlo, sobre todo si él trabajaba allí, podía asustarlo o desenmascararlo.

Mientras esperaba en el coche sonó mi móvil.

– ¿Sí?

– Eddie, soy Carl.

– ¿Qué tal?

– Creo que ya lo tenemos. Encaje de visiones. Hank y Dan. Los he invitado a cenar en mi casa esta noche, y parece que por fin llegaremos a un acuerdo.

– Fantástico. ¿A qué hora?

– Ocho y media. He cancelado las reuniones de esta tarde. ¿Dónde estás, por cierto?

– En Nueva Jersey.

– ¿Qué…?

– No pregunte.

– Pues vuelve aquí volando. Tenemos mucho que hacer esta tarde.

Consulté el reloj.

– Déme una hora.

– De acuerdo. Nos vemos.

Los pensamientos se arremolinaban en mi cabeza cuando colgué el teléfono. Estaban sucediendo demasiadas cosas al mismo tiempo. Había localizado a Todd Ellis, y además estaban el acuerdo, el piso nuevo…

Justo entonces reapareció Kenny Sánchez. Vino al trote hasta el coche y entró. Lo miré, gritando en silencio:

– ¿Y bien?

– Dicen que ya no trabaja aquí.

Se volvió hacia mí.

– Se fue hace un par de semanas, y no tienen ninguna dirección o teléfono donde localizarlo.

XXIV

Regresamos a la ciudad en un silencio casi absoluto. Sentía náuseas al pensar que Todd Ellis había desaparecido sin dejar rastro. Tampoco me gustaba el hecho de que ya no trabajara en United Labtech, porque si era allí donde producían el MDT. ¿qué posibilidades tenía de conseguir más sin un contacto dentro? Cuando habíamos recorrido la mitad del túnel Lincoln, dije a Sánchez:

– ¿Crees que podrás dar con él?

– Lo intentaré.

Su tono dejaba entrever cierto hartazgo. Pero no quería dejarlo así. Lo necesitaba a mi lado.

– ¿Lo intentarás?

– Sí, pero me gustaría…

Suspiró con impaciencia. No quería decirlo, así que lo hice yo por él.

– Te gustaría tener algo más que mi historia francamente inverosímil.

Dudó, pero entonces respondió:

– Sí.

Pensé en ello unos instantes, y cuando salíamos del túnel le dije:

– Esa gente de la lista, los veinticinco nombres de los que no puedes dar cuentas… ¿Has hablado con alguno?

– Con algunos, cuando empezamos a pinchar sus llamadas.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace unos tres meses. Pero era un callejón sin salida. Saqué el teléfono móvil y empecé a marcar un número.

– ¿A quién llamas?

– A Libby Driscoll.

– Pero ¿cómo…?

– Tengo buena memoria. Con Libby Driscoll, por favor. Al momento, dejé el teléfono sobre mi regazo.

– Está enferma desde hace una semana.

– ¿Y bien?

Saqué los papeles del sobre y los releí. Encontré otro número de fuera del estado, consulté a Sánchez y llamé. La misma historia.

Estábamos en la Calle 42 y le pregunté a Sánchez si podía dejarme en la Quinta Avenida.

– Es sólo una suposición -dije-, pero si llamas a todos los números de esa breve lista, probablemente descubrirás que están todos enfermos. Además, comprobarás también que las tres personas a las que estás buscando, los miembros de la secta desaparecidos, son gente que figura en esa lista…

– ¿Qué?

– … que vive bajo una nueva y exitosa identidad, alimentada por el MDT-48 que les proporciona Deke Tauber.

– Dios mío.

– Pero el suministro se ha agotado y por eso caen enfermos.

Sánchez se detuvo justo antes de llegar a la Quinta Avenida.

– Mi hipótesis es que todos los que aparecen en la lista son otras personas -continué-. Como tú decías, se recrean en un entorno alternativo.

– Pero…

– Lo más probable es que no sepan ni que la están tomando. Se la da, no sé cómo, pero seguramente la recompensa sea un porcentaje de sus abultados salarios de directivos.

Kenny Sánchez miraba al frente y casi podía oír su cerebro trabajando.

– Me pondré manos a la obra -dijo-, y te llamaré en cuanto tenga algo.

Me bajé del coche con cierta sensación de náusea. Pero mientras recorría la Quinta Avenida en dirección a la Calle 48, me sentí satisfecho de mi habilidad para mantener a Kenny Sánchez a bordo.


Pasé la tarde repasando con Carl Van Loon aspectos que habíamos tratado cien veces, en especial nuestra estrategia de relaciones públicas de cara al comunicado. Estaba entusiasmado por la materialización del acuerdo, y no quería dejar nada al azar. Le estimulaba asimismo que fuese a producirse en su piso de Park Avenue, cosa que había sido idea mía, aunque Van Loon lo había olvidado. Con todo el ajetreo de las últimas semanas, Hank Atwood y Dan Bloom sólo se habían visto las caras dos veces en reuniones de negocios. Por tanto, pensé que una cena informal en casa de Van Loon sería un emplazamiento más apropiado para tan crucial encuentro, pues un ambiente agradable con coñac y puros propiciaría lo único que quedaba pendiente en aquel proceso, que los dos directivos se miraran y dijeran: «A la mierda, fusionémonos».

Salí de la oficina hacia las cuatro de la tarde y me dirigí a la Calle 10, donde me había citado con el casero. Le entregué las llaves y me llevé el resto de mis cosas, incluido el sobre de MDT. Fue extraño cerrar la puerta por última vez y salir del edificio, porque no sólo dejaba atrás un piso, un lugar en el que había vivido seis años. En cierto modo, sentí que yo mismo me quedaba allí. En las últimas semanas me había despojado de buena parte de mi identidad, y aunque lo había hecho con considerable despreocupación, de manera inconsciente pensaba que, mientras viviera en el piso de la Calle 10, siempre tendría la posibilidad de invertir el proceso si era necesario, como si el lugar contuviera una parte de mí que era imborrable, una forma de secuenciación genética enterrada en el parqué y las paredes que podía utilizar para reconstituir mis movimientos, mis hábitos cotidianos, todo lo que yo era. Pero ahora, sentado en el asiento de un taxi en la Primera Avenida, con las últimas pertenencias que quedaban en el piso metidas en un petate, supe a ciencia cierta que flotaba a la deriva.

Una hora después contemplaba la ciudad desde la planta 68 del Edificio Celestial. Me encontraba en el salón, rodeado de cajas sin abrir y baúles de madera, envuelto en un albornoz y tomando una copa de champán. Las vistas eran espectaculares y la velada a su manera prometía serlo también. En aquel momento pensé que si flotar a la deriva era aquello, podría acostumbrarme.


Llegué a casa de Van Loon a las ocho de la tarde y me condujeron a una gran sala de recepciones. Carl apareció minutos después y me ofreció una copa. Parecía un tanto agitado. Me dijo que su mujer no estaba y que no se sentía muy cómodo como anfitrión sin ella. Le recordé que, aparte de nosotros, a la cena asistirían sólo Hank Atwood, Dan Bloom y un asesor de sus respectivos equipos de negociación. No era una de esas extravagantes juergas de sociedad. Sería algo sencillo, informal, y al mismo tiempo haríamos negocios. Sería discreto, pero trascendental.

Van Loon me dio un golpecito en la espalda.

– Discreto, pero trascendental. Me gusta.

Los demás llegaron en dos tandas con cinco minutos de diferencia y, vaso en mano, evitamos hablar de la fusión de MCL y Abraxas. Acorde con el código de vestimenta informal de la noche, me puse un jersey de cachemir negro y pantalones de lana a juego, pero todos los demás, incluido Van Loon, llevaban pantalones de pinzas y camisa Polo. Esto me hizo sentir un poco diferente, y en cierta manera reforzó la idea de que participaba en un juego de ordenador supersofisticado. Me identificaba como el héroe vestido de negro, diferente. El enemigo, con pantalones de pinzas y camisa Polo, me había rodeado, y debía aniquilarlo antes de que se percatara de que era un farsante y me excluyera.

Aquella leve sensación de alienación persistió al principio de la velada, pero no era desagradable, y al rato me di cuenta de lo que ocurría. Lo había hecho. Había llevado a cabo las negociaciones de la fusión. Había ayudado a estructurar un enorme acuerdo empresarial, pero ahora había terminado. Aquella cena era una mera formalidad. Quería dedicarme a otras cosas.

Como si lo intuyeran, Hank Atwood y Dan Bloom me preguntaron, por separado y con discreción, si me interesaba (en un futuro, por supuesto) un cargo en su mastodóntica empresa de comunicación. Mi respuesta a sus acercamientos fue circunspecta, afirmando que la lealtad a Van Loon era mi máxima prioridad, pero, como es natural, me sentí halagado. En cualquier caso, no sabía cuál era ese plan, excepto que tendría que ser distinto de lo que había hecho hasta ese momento. Quizá podía dirigir un estudio de cine o trazar una nueva estrategia internacional para la empresa.

O quizá podía diversificarme del todo. Meterme en política. Presentarme a las elecciones al Senado.

Entramos en una sala contigua y nos sentamos a una larga mesa, y al tiempo que elaboraba mentalmente la idea de mi carrera política, entablé con Dan Bloom una conversación sobre whisky escocés. Aquel estado onírico y ausente persistió durante la cena (tagliatelle con liebre y guisantes, seguidos de carne de venado con castañas), y debía de parecer bastante ausente. En una o dos ocasiones vi a Van Loon observarme con semblante confuso y preocupado.

Cuando estábamos con el primer plato, y después de bebernos dos botellas de Cháteau Calon-Ségur de 1947, la conversación derivó hacia los negocios. No nos llevó mucho tiempo, porque una vez que salió el tema, quedó claro que los detalles y la fiebre de cálculos de las últimas semanas eran pura estética y que lo que verdaderamente contaba era un acuerdo de principios. Van Loon & Associates lo había propiciado, y ahí radicaba la verdadera mediación, en orquestar los acontecimientos, precipitarlos. Pero ahora que todo funcionaba con el piloto automático, era como contemplar la escena desde lo alto o a través de un cristal tintado.

Cuando retiraron los platos, se impuso una calma tensa en la sala. La conversación había realizado las maniobras pertinentes, y al parecer había llegado el momento. Me aclaré la garganta y, como si ello les hubiera dado pie, Hank Atwood y Dan Bloom se estrecharon la mano.

Hubo aplausos y puños al aire, y al momento aparecieron sobre la mesa una botella de Veuve Clicquot y seis copas. Van Loon se levantó y descorchó la botella con gran ceremonia. Hubo varios brindis, y al final me dedicaron uno a mí. Eligiendo cuidadosamente sus palabras, Dan Bloom alzó su copa y me agradeció mi generosa dedicación. Van Loon esperaba que él y yo, que habíamos mediado en la fusión más importante de la historia de Estados Unidos, no consideráramos que aquella experiencia limitaba en modo alguno nuestros horizontes.

Su observación fue recibida con sonoras carcajadas. También sirvió para distender el ambiente y llevarnos a la siguiente fase de la velada: el postre (turrón de almendras glaseado), los puros y una hora o dos de cordialidad sin límites. Participé en todo momento en la conversación, que era variada y un tanto confusa, pero bajo la superficie, como un zumbido, mi fantasía de representar a Nueva York en el Senado de Estados Unidos había cobrado vida propia, hasta el punto de que juzgaba inevitable aspirar a la candidatura demócrata a la presidencia en un futuro.

Era una fantasía, ni que decir tiene, pero cuanto más pensaba en ello, más sentido cobraba la idea de entrar en política, porque lo que en apariencia se me daba bien era poner a la gente de mi lado, infundirle energía y conseguir que hiciera cosas para mí. Al fin y al cabo, tenía a aquellos multimillonarios con camisa Polo compitiendo entre sí por llamar mi atención. ¿Cuánto me costaría concitar también el interés de la ciudadanía estadounidense? ¿Cuánto me costaría atraer al porcentaje de votantes necesario para salir elegido? Si seguía un plan cuidadosamente elaborado, podía entrar a formar parte de subcomités y comités electorales en un plazo de cinco años. Y después, ¿quién sabía?

En todo caso, un plan quinquenal era justo lo que necesitaba para quemar la increíble energía y ambición que el MDT engendraban con tanta facilidad.

Sin embargo, era muy consciente de que no dispondría de un suministro continuo de MDT. El que tenía era alarmantemente finito, pero estaba convencido de que, de un modo u otro, y más pronto que tarde, solventaría el problema. Kenny Sánchez daría con Todd Ellis. Él contaría con un suministro constante. Me las arreglaría para tener acceso permanente a dicho suministro. De algún modo, todo encajaría.


Hacia las once de la noche se disolvió la reunión. Con anterioridad se había decidido que al día siguiente se convocaría una rueda de prensa para anunciar la fusión. La noticia se filtraría estratégicamente por la mañana, y la rueda de prensa tendría lugar a última hora de la tarde. La cobertura mediática sería intensa, pero a la vez, todo el mundo la esperaba con ansia.

Hank Atwood y yo seguíamos sentados a la mesa, volteando con aire contemplativo el coñac que había en nuestros respectivos vasos. Los demás estaban charlando de pie, y el ambiente estaba cargado de humo.

– ¿Estás bien, Eddie?

Me volví hacia él.

– Sí. ¿Por?

– Por nada. Te veo…, no sé…, apagado.

Sonreí.

– Pensaba en el futuro.

– Bueno… -Extendió el brazo y rozó suavemente su copa contra la mía-. Brindo por eso…

Justo entonces, alguien llamó a la puerta, y Van Loon, que estaba cerca, la abrió.

– …a medio y largo plazo…

Van Loon seguía junto a la puerta, y con un gesto invitaba a alguien a entrar, pero quienquiera que fuese aquella persona, no quería hacerlo.

Entonces oí su voz.

– No, papá, no me parece…

– Es sólo un poco de humo, por el amor de Dios. Entra a saludar.

Miré hacia la puerta con la esperanza de que entrara.

– Sea lo que sea -decía Atwood-, es la tierra prometida.

Bebí un trago de coñac.

– ¿El qué?

– El futuro, Eddie, el futuro.

Volví la cabeza. Ginny estaba franqueando tímidamente el umbral. Una vez dentro, besó a su padre en la mejilla. Llevaba una camiseta de tirantes y pantalones de pana, y en la mano izquierda un bolso de terciopelo. Cuando se apartó de su padre me dedicó una sonrisa, levantando la mano derecha y aleteando los dedos, un saludo que me pareció destinado también a Hank Atwood. Ginny se adentró un poco más en la sala. Fue entonces cuando vi que Van Loon tendía la mano para saludar a otra persona. Al cabo de unos segundos, apareció un joven de unos veinticinco o veintiséis años después de dar un vigoroso apretón de manos al anfitrión.

Ginny estrechó la mano educadamente a Dan Bloom y los otros dos hombres y se dio la vuelta. Se plantó junto a la mesa y apoyó la mano en el respaldo de una silla situada justo frente a mí.

Ahora, el joven y Van Loon estaban hablando y riendo, y aunque me costaba no mirar a Ginny, no les quitaba el ojo de encima. El joven llevaba una sudadera con capucha, una camiseta negra y vaqueros. Tenía el pelo oscuro y una pequeña perilla. No estaba seguro, pero creía conocerlo. En cualquier caso, había algo en él, algo en su aura, que reconocí. Él y Van Loon parecían conocerse bastante bien.

Miré de nuevo a Ginny. Retiró la silla y se sentó. Dejó el bolso encima de la mesa y juntó las manos, como si estuviese a punto de realizar una entrevista.

– Y bien, caballeros, ¿de qué estamos hablando?

– Del futuro -dijo Atwood.

– ¿Del futuro? Ya saben lo que decía Einstein al respecto.

– No. ¿Qué?

– Decía que no pensáramos nunca en el futuro, que llega muy pronto. -Me miró fijamente y añadió-: Suelo estar de acuerdo con él.

– Hank.

De súbito, Van Loon pidió a Atwood que fuese.

– Discúlpame, Cariño -dijo, y torció el gesto al levantarse. Bordeó la mesa y entonces caí en la cuenta de quién era aquel joven: Ray Tyner. Como suele ocurrir con las estrellas de cine, era un poco distinto en la vida real. Había leído algo sobre él en el periódico del día anterior. Acababa de regresar de un rodaje en Venecia.

– Conque -dijo Ginny mirando a su alrededor- aquí es donde se reúne la cábala, los que manejan los hilos en secreto desde una sala llena de humo.

Sonreí.

– Creía que estábamos en tu comedor.

Ella se encogió de hombros.

– Sí, pero nunca he cenado aquí. Lo hago en la cocina. Este es el centro de mando.

Saludé a Ray Tyner inclinando la cabeza. Atwood, Bloom y los demás revoloteaban a su alrededor, y el recién llegado parecía estar contando una historia.

– ¿Y quién dirige el centro de mando ahora mismo?

Ginny se dio la vuelta para mirarlo. Contemplé su perfil, la curva de su cuello y los hombros desnudos.

– Ray no es así -dijo, volviéndose otra vez-. Es un encanto.

– ¿Son pareja?

Echó la cabeza hacia atrás, un poco sorprendida por mi pregunta.

– ¿Qué pasa, estás pluriempleado en una revista del corazón?

– No, es pura curiosidad. Por referencias futuras.

– Como le he dicho, señor Spinola, yo no pienso en el futuro.

– ¿Por él no quieres ir a tomar una copa conmigo?

– No te entiendo.

Su respuesta me dejó confuso.

– ¿Qué es lo que no entiendes?

– No lo sé… -Su expresión cambió, y trató de buscar las palabras adecuadas-. Lo siento, será algo instintivo, pero me da la sensación de que cuando me miras, ves a otra persona.

No sabía qué decir. Miré con incomodidad el vaso de coñac. ¿Tan obvio era? Ginny se parecía a Melissa, era cierto, pero hasta ese momento no fui consciente de la honda impresión que me había causado esa semblanza.

De repente se oyeron carcajadas desde el otro lado de la sala y el grupo empezó a diseminarse.

Miré de nuevo a Ginny.

– Yo no pienso en el pasado -dije, intentando parecer inteligente.

– ¿Y en el presente?

– Tampoco.

– Sí, ya me figuro -dijo, y se echó a reír-. Pasa muy rápido.

– Algo así.

En ese momento se acercó Ray Tyner. Ella se dio la vuelta y extendió el brazo. Él la cogió de la mano y se levantó de la silla.

– Ray, este es Eddie Spinola, un amigo mío. Eddie, Ray Tyner.

Nos dimos la mano.

Me alegré enormemente de que me describiera como un amigo.

De cerca, Ray Tyner desprendía un atractivo casi sobrenatural. Tenía unos ojos increíbles y una sonrisa con la que probablemente podía encandilar a todos los ocupantes de una sala sin tan siquiera abrir la boca.

Podía pedirle que saliera conmigo a hacer footing.


Regresé al Celestial pasadas las doce. Sería mi primera noche en el piso nuevo, pero no tenía dónde dormir. De hecho, no tenía muebles, ni cama, ni sofá, ni estanterías, nada. Había encargado algunas cosas, pero no habían llegado todavía.

Tampoco iba a dormir demasiado, así que poco importaba. En lugar de eso, deambulé de habitación en habitación, recorriendo aquel piso enorme y vacío, tratando de convencerme de que no estaba molesto, ni preocupado, ni ofendido. Ginny Van Loon y Ray Tyner hacían una pareja fabulosa, y al lado de unos vejestorios fumando puros y hablando de porcentajes, todavía más.

¿Por qué había de molestarme?

Al rato saqué el ordenador de la caja y lo coloqué sobre un baúl de madera. Me conecté a Internet e intenté ponerme al día de la actualidad financiera.

XXV

A la mañana siguiente estaba de regreso en la Calle 48 hacia las siete y media, redactando discursos y dando las últimas pinceladas a la nota de prensa. Puesto que faltaban sólo un par de horas para el anuncio y el secretismo ya no era un inconveniente, Van Loon había podido llamar a algunos colaboradores habituales para que pusieran en marcha la maquinaria publicitaria. Aunque aquello fue de gran ayuda, el lugar estaba más abarrotado que Grand Central Station.

Antes de salir de casa, había tomado mi dosis habitual de cinco pastillas -tres de MDT y dos de Dexeron-, pero en el último minuto revolví el petate y tomé dos más, una de cada. Ahora funcionaba a pleno rendimiento, pero advertí que mi acelerado ritmo intimidaba a algunos colaboradores de Van Loon, gente que tal vez tenía mucha más experiencia que yo. Para evitar roces, monté una oficina improvisada en una sala de juntas y trabajé a solas.

Hacia las diez y media, Kenny Sánchez me llamó al móvil. Yo estaba sentado en una larga mesa oval con un ordenador portátil y docenas de páginas esparcidas delante de mí.

– Tengo malas noticias, Eddie.

Al oír eso, me dio un vuelco el estómago.

– ¿Qué?

– Un par de cosas. He localizado a Todd Ellis, pero me temo que está muerto.

Mierda.

– ¿Qué ha pasado?

– Atropello y fuga. Hace una semana. Cerca de su casa, en Brooklyn. Demonios.

Aquello era un jarro de agua fría. Sin Todd Ellis, ¿qué posibilidades tenía? ¿Adónde podía ir? ¿Por dónde empezar?

Kenny Sánchez guardaba silencio.

– Has dicho que había un par de cosas. ¿Qué más?

– Me han dado otro caso.

– ¿Qué?

– Me han asignado otro caso. No sé por qué. He armado una buena gresca, pero no puedo hacer nada al respecto. Es una agencia grande. Este es mi trabajo.

– Y… ¿quién se ocupa de esto ahora?

– No lo sé. Quizá nadie.

– ¿Estas interferencias son normales?

– No.

Parecía muy enojado.

– Ayer estuve investigando los números de teléfono toda la tarde y hasta bien entrada la noche. Entonces, esta mañana me llaman para presentar un informe y me comunican que me necesitan en otro caso y que debo entregar toda la documentación.

Pensé en ello unos instantes, pero ¿qué podía decir?

– ¿Qué más has averiguado?

Sánchez suspiró, y me lo imaginé meneando la cabeza.

– Bueno, tenías razón sobre la lista -dijo a la postre-. Fue increíble.

– ¿Por qué?

– Esos números de fuera del estado… Tenías razón. Todos parecen ser miembros de la secta y responden a un nombre falso. La mayoría están enfermos, pero conseguí hablar con algunos. -Hubo una breve pausa, durante la cual lo oí suspirar otra vez-. De los tres que buscaba al principio, dos están en el hospital y otro en casa aquejado de graves migrañas.

Por su tono adiviné que, pese a que le habían asignado otro caso, estaba satisfecho de sus progresos.

– Me llevó cierto tiempo conseguir que hablaran conmigo, pero cuando lo hicieron fue increíble. La conversación más larga que mantuve fue con una chica llamada Beth Lipski. Parece que la transformación habitual de Dekedelia conlleva una identidad completamente nueva: una alteración química del metabolismo, cirugía plástica y nuevos familiares «designados». Y, como tú decías, la progresión profesional es la medida de una nueva identidad de éxito, donde un sesenta por ciento de los ingresos vuelven a la organización. Es como una mezcla entre los francmasones y el programa de protección de testigos.

– ¿Por qué habló Lipski?

– Porque tiene miedo. Tauber ha cortado cualquier contacto con ella, y está nerviosa, se siente perdida. Tiene un dolor de cabeza permanente y no puede trabajar. No sabe qué le ocurre. Dudo que sepa que está tomando una droga, y no quise empujarla al abismo mencionándolo. Estaba paranoica y le costó aceptar hablar conmigo, pero cuando empezó, ya no había quien la parara.

– ¿Por qué crees que les da la droga?

– Al parecer, los somete a todos a un programa de vitaminas y suplementos dietéticos especiales. Supongo que se lo administra sin que ellos lo sepan. Obviamente, esa es la fuente de su poder sobre estas personas y de su supuesto Carisma. -Hizo una pausa. Lo oí dar un pisotón o un puñetazo a algo-. ¡Maldita sea! No me lo puedo creer. Nunca había trabajado en un caso tan interesante.

No tenía tiempo para aquello. Kenny Sánchez estaba sufriendo una crisis profesional mientras hablaba conmigo por teléfono. Noté un leve mareo. Respiré hondo y le pregunté si había averiguado algo sobre United Labtech.

Suspiró de nuevo.

– Sí -dijo-, una cosa. Es propiedad de la empresa farmacéutica Eiben-Chemcorp.

Poco después le dije que tenía que irme, que estaba trabajando. Le di las gracias, le deseé suerte y colgué en cuanto pude.

Recorrí la habitación lentamente y me detuve junto a los ventanales. Hacía un día soleado en Manhattan, y desde allí, en la planta 62, se veía todo, cada monumento, cada elemento arquitectónico, incluso los menos obvios, como el Edificio Celestial a mi derecha o la vieja terminal de la Autoridad Portuaria en la Octava Avenida, donde Kerr & Dexter tenía sus oficinas. Junto a aquella ventana, vi mi vida entera pasar frente mí, como una secuencia de diminutas incisiones en el gran microchip de la ciudad: esquinas, pisos, restaurantes, licorerías y cines. Pero ahora, en lugar de una línea más profunda y permanente tallada en la superficie, aquellas pequeñas muescas corrían el peligro de desaparecer.

Me di la vuelta y contemplé las paredes blancas situadas al otro lado de la sala, la alfombra gris y los muebles anónimos. Todavía no había sucumbido al pánico, aunque éste no tardaría mucho en llegar. La rueda de prensa estaba programada para aquella tarde, y eso me aterrorizaba.

Pero entonces me vino una idea a la cabeza, y con la resolución de un condenado, me aferré a ella y no la solté. Sabía que había oído aquel nombre en alguna parte, y al cabo de unos minutos recordé dónde. Lo había visto aquel día en casa de Vernon, en el Boston Globe. Por lo visto, Vernon había estado leyendo acerca de un juicio de responsabilidad civil por productos defectuosos en Massachusetts. Según podía recordar, una adolescente que había tomado Triburbazina había asesinado a su mejor amiga y se había suicidado.

Volví a la mesa y me senté delante del ordenador. Me conecté a Internet y busqué más detalles sobre el caso en los archivos del Globe.

La familia de la chica había presentado una demanda contra Eiben-Chemcorp por daños y perjuicios. En el tribunal, la empresa refutaría que su medicamento antidepresivo había provocado una «pérdida del control impulsivo» e «ideas suicidas» en la chica. Dave Morgenthaler, un abogado especializado en ese tipo de casos, había de ser el principal asesor de los demandantes, y según un artículo que leí, había pasado los últimos seis meses recabando testimonios extrajudiciales, entre ellos expertos que habían participado en el desarrollo y la producción de Triburbazina, y psiquiatras que estarían dispuestos a testificar que ésta era potencialmente insalubre.

Mi cabeza era un hervidero. Cogí un bolígrafo y empecé a garrapatear en un trozo de papel, intentando relacionar todo aquello.

Eiben-Chemcorp era propietaria de Labtech, de donde parecía proceder el MDT. Eso significaba que el MDT lo había desarrollado y producido una empresa farmacéutica internacional. A su vez, esta empresa hacía frente a un litigio muy importante y potencialmente perjudicial.

Volví al ordenador y entré en una página sobre finanzas, y allí estaba: debido a la publicidad negativa que rodeaba al caso, las acciones de Eiben-Chemcorp habían sufrido bastante, y al parecer habían caído a un 697/8, frente al 871/4 de hacía unos meses. El interés ciudadano probablemente seguiría creciendo a medida que se aproximaba el juicio. Encontré numerosos artículos que tocaban el que sin duda sería un punto clave del proceso: si la conducta humana era una cuestión de sinapsis y serotonina, ¿dónde encajaba la voluntad? ¿Dónde terminaba la responsabilidad personal y empezaba la química cerebral?

En pocas palabras, Eiben-Chemcorp se hallaba en una posición muy vulnerable.

Yo también, por supuesto, pero a la sazón me preguntaba cómo podía utilizar mis conocimientos del MDT para sacar cierta ventaja a Eiben-Chemcorp. ¿Un suministro de MDT a cambio de no hablar con Dave Morgenthaler, tal vez?

Me levanté y deambulé por la habitación.

La información que pudiera trascender en el juicio sobre un producto de Eiben-Chemcorp que ni siquiera había sido probado y que ya había ocasionado muchas muertes tendría un efecto devastador en la cotización de las acciones de la empresa. Esa opción entrañaba un alto riesgo, pero, dadas las circunstancias, tal vez fuera la única que me quedaba.

Pasé de nuevo junto a la ventana, pero en esa ocasión no miré afuera. Después de mucho meditar, decidí que el primer paso, y el más práctico, sería establecer contacto con Dave Morgenthaler. Tendría que acercarme a él con suma cautela, pero, a fin de suponer una amenaza creíble para Eiben-Chemcorp, debería conseguir que estuviese preparado para entrar en acción al instante.

Realicé algunas pesquisas y encontré el número de su oficina en Boston. Llamé de inmediato y pregunté por él, pero iba a estar fuera de la oficina todo el día. Dejé mi teléfono móvil y un mensaje: contaba con cierta información «explosiva» sobre Eiben-Chemcorp y quería reunirme con él lo antes posible para hablar de ello.

Cuando colgué el teléfono, intenté ponerme de nuevo manos a la obra, centrar mis esfuerzos en el acuerdo de MCL y Abraxas y en la vespertina rueda de prensa, pero me resultó harto difícil. No cesaba de revivir las últimas semanas y me arrepentía de no haber tomado otras decisiones, por ejemplo, investigar a Deke Tauber un poco antes, cosa que podría haberme llevado a Todd Ellis antes de que abandonara United Labtech.

Me preguntaba asimismo si existía alguna relación entre su muerte y la de Vernon. Pero ¿qué sentido tenía? La muerte de Todd Ellis, fuese accidental o no, era una ruta cerrada para mí. No tenía más opción que encontrar una alternativa.

Me acerqué a la ventana y oteé los edificios, aquellas enormes placas verticales de acero y cristal, hasta las calles que tenía a mis pies, y los diminutos riachuelos de gente y tráfico. La noticia no tardaría en caer como una bomba sobre la ciudad, y yo estaría allí cuando saliera a la luz. Pero ahora me sentía al margen de todo. Era como si me hubiera visto arrastrado a un sueño confuso, sabedor de que no volvería a salir de él.


Aquella impresión se vio reforzada casi al instante, cuando reclamaron mi presencia en otro despacho para que repasara algunas disposiciones de último momento para la rueda de prensa. Organizada con muy poca antelación por un trabajador de Van Loon, la cita tendría lugar a las cinco de la tarde en un hotel del centro. Eso era cuanto sabía al respecto, pero al ver de qué hotel se trataba, volvió aquella punzada en el estómago.

– ¿Estás bien?

Era uno de los empleados. Alcé la cabeza y vi mi reflejo en un espejo situado en un lateral del despacho. Estaba pálido como un muerto.

– Sí -dije-. Estoy bien, será sólo… un… momento… creo…

Me di la vuelta y salí corriendo del despacho. Entré en el cuarto de baño y fui directo a uno de los lavamanos. Me eché agua fría en la cara.

La rueda de prensa se celebraría en el Hotel Clifden.


Van Loon y yo llegamos sobre las tres y media, y ya se respiraba bastante alboroto en el lugar. Para los medios de comunicación, el primer indicio de que algo se estaba cociendo había llegado a primera hora del día, después de que Van Loon llamara a ciertas personas cuidadosamente seleccionadas y les pidiera que cancelaran cualquier plan que tuviesen para aquella tarde. Se mentó a Atwood y Bloom en la misma frase, y eso fue suficiente para desencadenar un torbellino de rumores y especulaciones. Enviamos la nota de prensa una hora después. Entonces los teléfonos empezaron a sonar y ya no dejaron de hacerlo.

El Clifden era una torre de cuarenta y cinco plantas que se elevaba sobre un emblemático edificio de la Calle 56, frente a Madison Avenue. Era un hotel de lujo con más de ochocientas habitaciones, además de instalaciones para negocios y conferencias. El vestíbulo conducía a un salón rodeado de vidrio, y al fondo se hallaba la sala de recepción en la que ofreceríamos la rueda de prensa.

Mientras Van Loon atendía una llamada, escruté atentamente el vestíbulo, pero no reconocí nada. Aunque todo aquello me provocaba cierta intranquilidad, llegué a la conclusión de que nunca había estado allí.

Van Loon colgó el teléfono. Entramos en el atrio, y en el tiempo que nos llevó atravesarlo, Carl fue abordado en tres ocasiones por los periodistas. Les respondió con amabilidad, pero no les dijo nada que no hubiesen oído antes o leído en la nota de prensa. La sala de conferencias era un hervidero de actividad. Los equipos técnicos montaban las cámaras y probaban sonido al fondo. Un poco más atrás, el personal del hotel colocaba hileras de sillas plegables, y en la parte frontal había un podio con dos largas mesas a cada lado. Detrás se erguían dos atriles con los logos de MCL-Parnassus y Abraxas.

Me quedé un rato al fondo de la sala mientras Van Loon realizaba unas consultas a sus trabajadores habituales. Detrás de mí, oí a dos técnicos hablando mientras manipulaban cables.

– Te lo juro por Dios. La golpearon en la nuca.

– ¿Aquí?

– Con un objeto contundente. ¿No lees los periódicos? Era mexicana. Estaba casada con un pintor.

– Sí, ahora lo recuerdo. Mierda. ¿Fue aquí?

Me dirigí hacia la puerta para no oírlos. Después salí lentamente de la sala de conferencias y volví al atrio.

Una de las cosas que recordaba con bastante claridad de aquella noche, o al menos de sus últimos compases, era un pasillo vacío. Aún podía reproducirlo mentalmente: el techo bajo, la alfombra con motivos carmesí y azul marino, las paredes en tono magnolia, las puertas de roble a ambos lados…

No recordaba nada más.

Crucé el atrio y me adentré en el vestíbulo. En ese momento llegó más gente y reinaba un ambiente de expectativa en el lugar. Vi a un conocido al que quería evitar, de modo que fui hacia los ascensores, que se encontraban frente al mostrador de recepción. Pero entonces, como si me arrastrara una fuerza irresistible, seguí a dos mujeres que se metieron en el ascensor. Una de ellas pulsó un botón y se me quedó mirando, haciendo oscilar el dedo delante del panel.

– Quince -dije-. Gracias.

En el aire se mezclaban libremente mi ansiedad, el aroma a perfume caro y la intimidad siempre cargada, pero nunca reconocida, de un viaje en ascensor. En el trayecto se me revolvió el estómago y tuve que apoyarme para recobrar el equilibrio. Cuando la puerta se abrió en la planta 15, miré con incredulidad la pared magnolia. Esquivando a una de las dos mujeres, salí tambaleándome y vi la alfombra carmesí y azul marino.

– Buenas tardes.

Me di la vuelta, y cuando las puertas se cerraban y las dos mujeres desaparecían de mi campo de visión, farfullé algo a modo de respuesta.

Solo en aquel pasadizo vacío, experimenté algo cercano al terror. Había estado allí. Era exactamente como lo recordaba. Aquel pasillo amplio de techos bajos… colores vivos, lujoso, profundo como un túnel. Pero eso era todo. Di unos pasos y me detuve. Contemplé una de las puertas y traté de imaginar cómo sería la habitación, pero no ocurrió nada. Seguí andando, dejando a un lado una puerta tras otra hasta que al final del pasillo divisé una que estaba entreabierta.

Allí erguido, con fuertes palpitaciones, observé lo que alcanzaba a ver de la habitación: el extremo de una cama doble, unas cortinas y una silla, todo en tonos crema.

Abrí suavemente la puerta con el pie y di un paso atrás. Ya en el umbral tuve una perspectiva más amplia de aquella habitación genérica de hotel, Pero, de repente, vi a una mujer alta de cabello oscuro con un vestido largo de color negro. Se agarraba la cabeza y le corría un reguero de sangre por la mejilla. Me dio un vuelco el corazón y retrocedí hasta tocar la pared. Me incorporé y volví hacia los ascensores tambaleándome.

Momentos después, oí un ruido detrás de mí y me di la vuelta. De la habitación que acababa de abandonar salieron un hombre y una mujer. Cerraron la puerta y echaron a andar hacia mí. La mujer era alta, tenía el pelo oscuro y llevaba un abrigo con cinturón. Ambos debían de rondar los cincuenta años. Iban charlando, y me ignoraron por completo al pasar. Los vi recorrer el pasillo y desaparecer en un ascensor.

Transcurrieron un par de minutos sin que pudiera hacer nada. Todavía notaba el corazón fuera de su sitio, como si estuviese a punto de detenerse. Me temblaban las manos. Apoyado en la pared, miré la alfombra. Sus colores parecían latir y los dibujos cobrar vida.

A la postre me incorporé y fui hacia los ascensores, pero seguía temblándome la mano cuando pulsé el botón de bajada.


Cuando entré en la sala de conferencias había llegado mucha gente y la atmósfera era frenética. Fui hacia la parte delantera, donde se había reunido el personal de MCL, que charlaba animadamente.

De repente, oí a Van Loon acercándose desde atrás.

– Eddie, ¿dónde estabas?

Me di la vuelta. Su expresión era de sorpresa.

– Dios mío, Eddie, ¿qué ha pasado? Parece…, parece que hayas visto…

– ¿Un fantasma?

– Pues sí.

– Esto me estresa un poco, Carl, eso es todo. Necesito un poco de tiempo.

– Eddie, tómatelo con calma. Si alguien se ha ganado un descanso, ese eres tú. -Cerró el puño y lo levantó en un gesto de solidaridad-. De momento ya hemos cumplido nuestra labor, ¿verdad?

Asentí.

Entonces, un asistente se llevó a Van Loon para que hablara con alguien que se encontraba al otro lado del estrado.

Durante dos horas floté en una especie de neblina semiconsciente. Me moví y hablé con algunos asistentes, pero no recuerdo ninguna conversación en concreto. Todo parecía coreografiado y automático.

Cuando dio comienzo la rueda de prensa, me encontraba al frente de la sala, detrás de la gente de Abraxas, que estaba sentada a la mesa situada a la derecha del estrado. En la parte posterior, sobre un mar de trescientas cabezas, se agolpaba una multitud de periodistas, fotógrafos y cámaras. El acto se retransmitía en directo por varios canales, además de una conexión por Internet y vía satélite. Cuando Hank Atwood subió al estrado, se escuchó una ráfaga de cámaras fotográficas, que continuó ininterrumpidamente hasta que terminó la rueda de prensa, y de manera intermitente durante el turno de preguntas y respuestas posterior. No escuché con atención ninguno de los discursos, algunos de los cuales había coescrito, pero reconocí alguna que otra frase y expresión, si bien la incesante reiteración de términos como «futuro», «transformar» y «oportunidad» sólo acrecentaban la sensación de irrealidad que me causaba cuanto sucedía a mi alrededor.

Justo cuando Dan Bloom terminaba en el estrado, sonó mi teléfono móvil. Lo saqué rápidamente del bolsillo de la americana y respondí.

– Hola. ¿Es usted… Eddie Spinola?

Apenas oía nada.

– Sí.

– Soy Dave Morgenthaler, de Boston. He recibido su mensaje de esta mañana.

Me tapé la otra oreja.

– Espere un segundo.

Me moví a la izquierda por el lateral de la sala y franqueé una puerta que conducía a una zona tranquila del atrio.

– ¿Señor Morgenthaler?

– Sí.

– ¿Cuándo podemos vernos?

– Pero ¿quién es? Estoy ocupado. ¿Por qué iba a perder el tiempo reuniéndome con usted?

Le expuse la historia tan brevemente como pude; un fármaco potente, no contrastado y potencialmente letal de los laboratorios a los que se iba a enfrentar en un tribunal. No ofrecí demasiados detalles ni describí los efectos del medicamento.

– Nada de lo que ha dicho me convence -respondió-. ¿Cómo sé yo que no es un chiflado? ¿Cómo sé yo que no se está inventando toda esa mierda?

En aquella zona del atrio la luz era tenue y cerca de mí sólo había dos ancianos enfrascados en una conversación. Estaban sentados a una mesa junto a unas palmeras enormes. A mi espalda, oía el eco de las voces que llegaba desde la sala de conferencias.

– Uno no se puede inventar algo como el MDT, señor Morgenthaler. Esto es real, créame.

Hubo una pausa bastante larga y luego dijo:

– ¿Qué?

– He dicho que uno no puede…

– No, el nombre. ¿Qué nombre ha dicho?

No debería haberlo mencionado.

– Bueno, eso es…

– MDT… Ha dicho MDT. -Se detectaba cierta urgencia en su voz-. ¿Qué es eso, una droga inteligente?

Vacilé antes de agregar nada. Sabía qué era, o al menos sabía algo al respecto. Y sin duda quería saber más.

– ¿Cuándo podemos vernos?

Esta vez no tardó en responder.

– Puedo tomar un vuelo a primera hora de la mañana. ¿Quedamos… a las diez?

– De acuerdo.

– En un lugar al aire libre. ¿ La Calle 59? ¿Delante de la Grand Army Plaza?

– Bien.

– Soy alto y…

– He visto su foto en Internet.

– Perfecto. Nos vemos mañana por la mañana, entonces.

Colgué el teléfono y regresé a la sala de conferencias. En ese momento, Atwood y Bloom ocupaban el estrado y estaban atendiendo preguntas. Todavía me era difícil concentrarme en lo que acontecía, porque aquel pequeño incidente de la planta 15 -alucinación, visión o lo que fuese- seguía vivo en mi mente y bloqueaba todo lo demás. No sabía qué había ocurrido aquella noche entre Donatella Álvarez y yo, pero sospechaba que, como una manifestación de culpabilidad e incertidumbre, era sólo la punta de un enorme iceberg.


Una vez concluido el turno de preguntas y respuestas, la multitud empezó a dispersarse, pero entonces el lugar se tornó más caótico que nunca. Periodistas de Business Week y Time merodeaban en busca de gente a la que sonsacar algún comentario, y los directivos se felicitaban entre risas. En un momento dado, Hank Atwood pasó junto a mí y me dio una palmadita en la espalda. Entonces se dio la vuelta y, con el brazo extendido, me señaló.

– El futuro, Eddie, el futuro.

Esbocé una media sonrisa y Atwood desapareció.

La gente de Van Loon & Associates propuso ir a cenar a algún sitio para celebrarlo, pero la idea se me antojaba insoportable. Con los avatares del día, había desarrollado los posibles desencadenantes de un ataque de ansiedad, y no quería cometer ninguna estupidez que precipitara uno.

Sin mediar palabra, abandoné la sala de conferencias. Crucé el atrio y el vestíbulo y salí del hotel. La noche era calurosa, y el aire denso a causa del rumor sordo de la ciudad. Fui a la Quinta Avenida y me detuve a los pies de la Torre Trump, contemplando las tres manzanas que faltaban para llegar a la Calle 59, la Grand Army Plaza y la esquina de Central Park. ¿Por qué me había citado Dave Morgenthaler en un lugar al aire libre?

Miré en dirección opuesta al reguero del tráfico y las líneas paralelas que describían los edificios, enfocando hacia un punto de fuga invisible.

Eché a andar en esa dirección. Pensé que Van Loon quizá intentaría contactar conmigo, de modo que apagué el teléfono móvil. Mantuve el rumbo por la Quinta Avenida, y al final llegué a la Calle 34. Cuando hube recorrido unas manzanas me hallaba en mi supuesto nuevo barrio. ¿Cuál era? ¿Chelsea? ¿El Distrito de la Moda? ¿Quién sabía a esas alturas?

Hice un alto en un sucio bar de la Décima Avenida. Me senté junto a la barra y pedí un Jack Daniel's. El local estaba prácticamente vacío. El camarero me sirvió la copa y volvió a ver la televisión. Estaba adosada a lo alto de una pared, justo encima de la puerta del lavabo de hombres, y emitían una telecomedia.

A los cinco minutos, durante los cuales se rió sólo una vez, el camarero cogió el control remoto y empezó a hacer zapping. Me pareció ver el logotipo de MCL-Parnassus y dije:

– Espere, déjeme ver esto.

Cambió de canal de nuevo y me miró, apuntando todavía con el control al televisor. Era un boletín informativo con imágenes de la rueda de prensa. -Déjelo un minuto -añadí.

– Primero era un segundo, y ahora un minuto -repuso con impaciencia.

– Sólo esta noticia, ¿de acuerdo? Gracias.

Dejó el control sobre la barra y levantó las manos.

Dan Bloom estaba sobre el estrado, y mientras la voz en off describía la envergadura e importancia de la fusión, la cámara se desviaba ligeramente hacia la derecha para abarcar a todos los directivos de Abraxas sentados a la mesa. Al fondo se veía claramente el logo de la empresa, pero no era eso lo único que se apreciaba. Había varias personas de pie, y una de ellas era yo. Cuando la cámara se desplazó de izquierda a derecha, yo lo hice en sentido inverso y desaparecí. Pero en esos escasos segundos se me veía claramente, como en una rueda de reconocimiento policial: mi rostro, mis ojos, mi corbata azul y mi traje gris marengo.

El camarero me miró. Se había percatado de algo. Luego volvió a mirar la pantalla, pero ya habían devuelto la conexión al estudio. Me miró de nuevo con una expresión estúpida. Alcé el vaso y me terminé el whisky de un trago.

– Ya puede cambiar de canal -dije. Luego dejé un billete de veinte sobre la barra, me levanté del taburete y me fui.

XXVI

A la mañana siguiente fui en taxi a la Calle 59, y de camino ensayé mi discurso para Dave Morgenthaler. A fin de despertar su interés y ganar tiempo, tendría que prometerle que le facilitaría un poco de MDT para probarlo. Entonces estaría en posición de citarme con algún empleado de Eiben-Chemcorp. También esperaba que, al hablar con Morgenthaler, podría hacerme una idea de quién era el contacto idóneo en Eiben-Chemcorp. Llegué a la Grand Army Plaza cuando faltaban diez minutos para la hora acordada y di un paseo, observando de vez en cuanto el hotel. Para mí, Van Loon y la fusión ya eran cosa del pasado, al menos de momento.

A las diez y cinco un taxi se detuvo junto al bordillo y se apeó un hombre alto y delgado de poco más de cincuenta años. Lo reconocí de inmediato por las fotos que había visto en varios artículos colgados en Internet. Me dirigí hacia él y, aunque me vio acercarme, buscó en derredor algún posible candidato. Entonces me miró de nuevo.

– ¿Spinola? -dijo.

Asentí, tendiéndole la mano.

– Gracias por venir.

– Espero que haya valido la pena.

Tenía el cabello negro como el azabache y llevaba unas gafas de sol de montura gruesa. Parecía cansado y daba la sensación de sentirse avergonzado. Iba enfundado en un traje oscuro cubierto con un impermeable. El cielo estaba encapotado y soplaba viento. Estaba a punto de proponer que fuéramos a una cafetería, o incluso al Oak Room, que estaba muy cerca de allí, pero Morgenthaler tenía otros planes.

– Venga, vámonos -exhortó y echó a andar hacia el parque. Yo dudé, pero le seguí.

– ¿Un paseo por el parque? -pregunté.

Morgenthaler asintió, pero no dijo nada ni me miró.

Caminando al trote, descendimos la escalinata que daba al parque, bordeamos el estanque, pasamos junto a la pista de patinaje Wollman y llegamos a Sheep Meadow. Morgenthaler eligió un banco y nos sentamos de cara a los edificios que rodean Central Park South. Estábamos a la intemperie y el viento resultaba incómodo, pero no era momento de protestar.

Morgenthaler se volvió hacia mí y dijo:

– Muy bien, ¿de qué se trata todo esto?

– Como le he dicho, del MDT.

– ¿Qué sabe del MDT y dónde ha oído hablar de él?

Era muy directo, y obviamente pretendía interrogarme como si de un testigo se tratara. Decidí que le seguiría el juego hasta tenerlo arrinconado. Por mi modo de responder a sus preguntas le dejé entrever varias ideas cruciales. La primera era que sabía de lo que hablaba. Describí los efectos del MDT con una minuciosidad casi clínica. Ello le fascinó y me hizo preguntas pertinentes, confirmando así que él también sabía de lo que estaba hablando, al menos en lo que al MDT se refería. Le hice saber que podía proporcionarle los nombres de docenas de personas que habían consumido la sustancia, la habían dejado y ahora sufrían graves síndromes de abstinencia. Existían casos suficientes para determinar un patrón claro. Le dije que podía proporcionarle nombres de personas que habían tomado MDT y habían fallecido. Por último, le dije que podía facilitarle muestras de la droga para efectuar un análisis.

Llegados a este punto, percibí cierta agitación en Morgenthaler. Lo que le había contado podía ser dinamita si lo presentaba ante un tribunal, pero, por supuesto, no le había dado detalles. Si se iba ahora, no tendría más que una buena historia, y ahí era precisamente donde yo le quería.

– ¿Y qué más? -dijo-. ¿Cómo procedemos? -Y añadió, con un leve atisbo de desprecio en su voz-: ¿Qué interés tiene usted en todo esto?

Hice una pausa y miré alrededor. Había gente practicando footing, otros paseando al perro y otros empujando cochecitos. Tenía que mantener su interés sin darle nada, todavía no. También tenía que averiguar qué pensaba él.

– Ya llegaremos a eso -dije, parafraseando a Kenny Sánchez-, pero primero cuénteme cómo supo de la existencia del MDT.

Cruzó las piernas y los brazos y se recostó en el banco.

– Por casualidad -respondió-. Durante mi investigación sobre el desarrollo y los ensayos de la Triburbazina.

Yo esperaba más, pero eso parecía ser todo.

– Mire, señor Morgenthaler, yo he respondido a sus preguntas. Demostremos un poco de confianza mutua en este asunto.

Suspiró, incapaz de disimular su impaciencia.

– De acuerdo -dijo, asumiendo el papel de un testigo experto-. Al tomar declaraciones en el caso de la Triburbazina, hablé con muchos empleados y ex empleados de Eiben-Chemcorp. Cuando describían los procesos de los ensayos clínicos, era natural que citaran ejemplos para establecer paralelismos con otros fármacos.

Se inclinó de nuevo hacia adelante. Le incomodaba aquella situación.

– En ese contexto, varias personas se refirieron a una serie de ensayos que se habían llevado a cabo con un antidepresivo a principios de los años setenta, un medicamento cuyos resultados fueron desastrosos. El responsable de la administración de esos ensayos fue el doctor Raoul Fursten. Llevaba en el departamento de investigación de la empresa desde finales de los años cincuenta y había trabajado en ensayos con LSD. Según decían, ese nuevo fármaco potenciaba la capacidad cognitiva, al menos hasta cierto punto, y en aquel momento Fursten no dejaba de insistir en las esperanzas que tenía puestas en él. Hablaba de la política de la conciencia, de los mejores y los más brillantes, de mirar al futuro y esas chorradas. Recuerde que estábamos a principios de los años setenta, que en realidad seguían siendo los sesenta.

Morgenthaler suspiró de nuevo, y pareció desinflarse al hacerlo. Después adoptó una postura más cómoda.

– En fin -prosiguió-. Se han dado graves reacciones adversas al fármaco. Al parecer la gente se volvía agresiva e irracional, y algunos incluso sufrieron períodos de amnesia. Una persona me confesó que hubo muertes y que fueron encubiertas. Se interrumpieron los ensayos y se descartó el MDT-48. Fursten se retiró, y al parecer bebió hasta morir en cuestión de un año. Ninguna de las personas con las que he hablado pueden demostrar nada ni confirman cosa alguna. Es un rumor, cosa que, por supuesto, no sirve de nada para mis propósitos.

»No obstante, hablé con otras personas del extraño y maravilloso mundo de la neuropsicofarmacología (intente decir eso cuando lleve un par de copas encima), gente que permanecerá en el anonimato, y resulta que a mediados de los ochenta corrían rumores de que se había retomado la investigación del MDT. Eran sólo rumores, cuidado… -se volvió hacia mí-, pero ahora me dice usted que eso está circulando por la calle.

Asentí, pensando en Vernon, Deke Tauber y Gennadi. Me había mostrado muy esquivo sobre mis fuentes, y no había mencionado nada a Morgenthaler sobre Todd Ellis y los ensayos no oficiales que había efectuado en United Labtech.

Meneé la cabeza.

– ¿Mediados de los ochenta, dice?

– Sí.

– Y esos ensayos no serían oficiales…

– Desde luego.

– ¿Ahora mismo quién está al cargo de las investigaciones en Eiben-Chemcorp?

– Jerome Hale -repuso-, pero dudo que tenga algo que ver. Es demasiado respetable.

– ¿Hale? -dije-. ¿Alguna relación?

– Ah, sí -respondió, con una sonrisa-. Son hermanos.

Cerré los ojos.

– Trabajó con Raoul Fursten al principio -continuó Morgenthaler-. De hecho, recogió su testigo. Pero tiene que ser alguien que trabaje para él, porque ahora Hale se encarga de labores administrativas. Da igual, es Eiben-Chemcorp. Es una empresa farmacéutica que retiene información selectiva para obtener beneficios. Eso es lo que defendemos. Han manipulado información sobre los ensayos de Triburbazina, y si puedo demostrar que hicieron lo mismo con el MDT y demostrar un patrón, estaremos en el buen camino.

A Morgenthaler le entusiasmaba la posibilidad de ganar el caso, pero no podía creerme que se le hubiese pasado por alto tan fácilmente que Jerome Hale y Caleb Hale eran hermanos. Para mí, las repercusiones eran enormes. Caleb Hale había empezado su carrera en la CIA a mediados de los años sesenta. Durante mi trabajo de documentación para En marcha había leído acerca de la Oficina de Investigación y Desarrollo de la CIA y sus proyectos MKUltra, que habían financiado en secreto varios programas de investigación de farmacéuticas estadounidenses.

De pronto, el asunto cobró una dimensión difícil de asimilar. En ese instante me di cuenta de lo perdido que estaba.

– Por lo visto, señor Spinola, necesito su ayuda. ¿Qué necesita usted?

Suspiré.

– Tiempo. Necesito tiempo.

– ¿Para qué?

– Para pensar.

– ¿Qué hay que pensar? Esos cabrones están…

– Lo entiendo, pero no se trata de eso.

– Entonces, ¿de qué se trata? ¿De dinero?

– No -repuse enfáticamente.

Morgenthaler no se lo esperaba. En todo momento había dado por sentado que quería dinero. Vi que los nervios se apoderaban de él, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que corría el peligro de perderme.

– ¿Cuánto tiempo estará en la ciudad? -pregunté.

– Tengo que volver esa noche, pero…

– Déjeme llamarle en un par de días.

No sabía qué contestar.

– Mire, ¿por qué no…?

Decidí atajarlo. No me gustó hacerlo, pero no tenía elección. Necesitaba marcharme y pensar.

– Iré a Boston si es necesario. Con todo. Déjeme llamarle en un par de días, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Nos levantamos y echamos a andar hacia la Calle 59 Este.

Ahora era yo quien dominaba el silencio, pero al cabo de un rato se me ocurrió algo y quise preguntárselo.

– Ese caso en el que trabaja… -dije-, la chica que tomaba Triburbazina…

– ¿Sí?

– ¿Era…? ¿De verdad era una asesina?

– Eso es lo que aducirá Eiben-Chemcorp. Alegarán una disfunción familiar, abusos o cualquier antecedente que puedan encontrar y disfrazar como una motivación. Pero lo cierto es que todos los que la conocían, y estamos hablando de una chica de diecinueve años, una universitaria, dicen que era la muchacha más dulce e inteligente que se pueda imaginar.

Se me revolvió el estómago.

– Así que, básicamente, usted dice que fue la Triburbazina y ellos dicen que fue ella.

– Sí, ese sería el resumen. Determinismo químico contra albedrío moral.

Era sólo mediodía, pero el cielo estaba tan encapotado que la luz resultaba extraña, casi biliosa.

– ¿Cree que eso es posible? -dije-. ¿Que una droga pueda borrar quienes somos e incitarnos a hacer cosas que normalmente no haríamos?

– Lo que yo crea no importa. Lo importante es lo que crea el jurado. A menos que Eiben-Chemcorp llegue a un acuerdo, en cuyo caso da igual lo que opine nadie. Pero le diré una cosa: no me gustaría formar parte de ese jurado.

– ¿Por qué no?

– Bueno, te llaman para ejercer de jurado y piensas: «De acuerdo, unos días de descanso en mi trabajo de mierda»…, ¿y acabas tomando una decisión de esta magnitud? Olvídalo.

Después continuamos en silencio. Cuando regresamos a la Grand Army Plaza reiteré que lo llamaría pronto.

– Un día o dos, ¿no? -respondió-. Hágalo, por favor, porque esto podría cambiarlo todo. No quiero presionarle, pero…

– Lo sé -dije con firmeza-. Lo sé.

– Bien. Llámeme.

Morgenthaler buscó un taxi.

– Una última pregunta -dije.

– Sí.

– ¿Por qué me ha citado al aire libre, en un banco?

Me miró y esbozó una sonrisa.

– ¿Tiene la menor idea de la estructura de poder a la que me enfrento con Eiben-Chemcorp y de cuánto dinero se juegan?

Me encogí de hombros.

– Es mucho en ambos aspectos. -Extendió el brazo y detuvo un taxi-. Esta gente me observa constantemente. Vigilan todo lo que hago, los teléfonos, el correo electrónico y los itinerarios de viaje. ¿Cree que no nos están vigilando ahora mismo?

El taxi se detuvo junto a la acera. Cuando se montaba en él, Morgenthaler se volvió hacia mí y sentenció:

– Señor Spinola, puede que no disponga de tanto tiempo como usted cree.

Vi el taxi desaparecer entre el tráfico de la Quinta Avenida. Luego tomé esa misma dirección, caminando a paso lento, sintiendo náuseas, sobre todo porque creía que mi plan era inviable. Morgenthaler quizá fuese un tanto paranoico, pero estaba claro que amenazar a una enorme compañía farmacéutica no era buena idea. ¿Con quién pensaba hablar de todos modos? ¿Con el hermano del secretario de Defensa? Aparte de la complejidad de la situación, supuse que una empresa como Eiben-Chemcorp no iba a tolerar un chantaje, sobre todo con los recursos que tenía a su disposición. A su vez, eso me hizo pensar en la muerte de Vernon, y recordé que Todd Ellis había dejado United Labtech y había sido atropellado de manera muy oportuna. ¿Qué había ocurrido? ¿Habían descubierto el pequeño negocio de Vernon y Todd? Al fin y al cabo, tal vez Morgenthaler no fuese un paranoico, pero si así eran las cosas realmente, tendría que idear un plan menos audaz.

Llegué a la Calle 57, y al cruzar miré a mi alrededor. Recordé que uno de mis primeros desvanecimientos se había producido allí, tras aquella primera noche en la biblioteca de Van Loon. Fue un par de manzanas más allá, en Park Avenue. Me había mareado y tropecé, y de repente me encontré inexplicablemente en la Calle 56. Pensé también en el gran desvanecimiento que sufrí la noche siguiente, cuando propiné un puñetazo a aquel tipo en el Congo de Tribeca, después aquella chica en el cuarto de baño, luego Donatella Álvarez y por fin la planta 15 del Clifden.

Aquella noche había sucedido algo terrible, y el mero hecho de pensar en ello me provocaba punzadas en lo más hondo del estómago. Entonces me di cuenta de que toda la secuencia -MDT, mejora cognitiva, desvanecimientos, pérdida del control de los impulsos, conducta agresiva, Dexeron para contrarrestar los desvanecimientos, más MDT, más mejora cognitiva- era un juego de química cerebral. Quizá la visión reduccionista del comportamiento humano que Morgenthaler iba a exponer al jurado era correcta. Quizá todo era una cuestión de interacción molecular. Quizá fuésemos sólo máquinas.

Si eso era así, si la mente era tan sólo un software químico que gestionaba el cerebro, y productos farmacéuticos como la Triburbazina y el MDT una mera reprogramación, ¿qué me impedía averiguar cómo funcionaba? Si utilizaba el suministro de MDT-48 que me quedaba, durante las siguientes semanas podía invertir mis energías en la mecánica del cerebro humano. Podía estudiar neurociencia, química, farmacología e incluso neuropsicofarmacología.

¿Qué me impediría entonces fabricar MDT? En los días del LSD hubo montones de químicos clandestinos que suplieron la necesidad de cultivar suministros en las comunidades médicas o farmacéuticas creando laboratorios propios en cuartos de baño y sótanos de todo el país. Yo no era químico, desde luego, pero antes de consumir MDT tampoco era broker. Entusiasmado con la idea de ponerme manos a la obra, apreté el paso. Había un Barnes & Noble en la Calle 48. Compraría unos libros de texto y volvería en taxi directo al Celestial.

Al pasar frente a un quiosco vi un titular que hacía referencia a la fusión de MCL y Abraxas y recordé que mi teléfono seguía apagado. Lo saqué y comprobé si había mensajes. Tenía dos de Van Loon. En el primero parecía confuso, en el segundo un poco irritado. Tendría que hablar pronto con él y salir al paso con alguna excusa para ausentarme las próximas semanas. No podía hacerle caso omiso. Al fin y al cabo, le debía casi diez millones de dólares.


Pasé una hora en Barnes & Noble hojeando libros de texto universitarios, tomos enormes en letra pequeña, con gráficas, diagramas y montones de terminología latina y griega en cursiva. Al final elegí ocho libros, con títulos como Bioquímica y conducta, vol. I., Principios de neurología y La corteza cerebral. Pagué con tarjeta y salí de la tienda con dos bolsas extremadamente pesadas. Encontré un taxi en la Quinta Avenida, justo cuando empezaba a llover. Al llegar al Celestial diluviaba, y en los diez segundos que tardé en cruzar la plaza y llegar a la entrada principal del edificio quedé empapado. Pero no me importaba. No veía el momento de empezar a leer aquellos libros.

Una vez dentro, Richie, el recepcionista, me llamó.

– Señor Spinola… He dejado entrar a unos hombres.

– ¿Qué?

– Que los he dejado entrar. Se han ido hace veinte minutos.

Fui hacia el mostrador.

– ¿De qué estás hablando?

– Esos hombres que dijo que tenían que entregarle una cosa. Han estado aquí. Dejé las bolsas en el suelo.

– Yo no he dicho nada de que tuvieran que entregarme… una cosa. ¿De qué estás hablando?

El recepcionista tragó saliva y empezó a ponerse nervioso.

– Señor Spinola, usted… Usted me llamó hace una hora y me dijo que unos hombres venían a entregarle algo y que debía darles una llave…

– ¿Que yo te llamé?

– Sí.

El sudor empezó a deslizárseme por la nuca y el cuello de la camisa.

– Sí- repitió, intentando reafirmarse-. No se oía bien. Lo dijo usted mismo, era su móvil…

Recogí las bolsas y me dirigí a toda prisa hacia los ascensores.

– ¿Señor Spinola?

Le hice caso omiso.

– ¿Señor Spinola? ¿Hay algún problema?

Me metí en un ascensor, pulsé el botón y, mientras subía a la planta 68, el corazón me latía con tal fuerza que tuve que respirar hondo y dar un par de puñetazos a los paneles laterales para tranquilizarme. Me pasé una mano por el pelo y meneé la cabeza. Caían gotas de sudor por todas partes. Cuando llegué a mi destino, cogí las dos bolsas y salí del ascensor antes de que las puertas se abrieran del todo. Corrí por el pasillo hacia el piso, dejé las bolsas en el suelo y busqué la llave en el bolsillo de la americana. Cuando la encontré, me costó meterla en la cerradura. Al final conseguí abrir la puerta, pero nada más entrar en casa supe que todo estaba perdido.

Lo supe en el vestíbulo. Lo supe en cuanto Richie pronunció aquellas palabras.

Hice balance de los daños. Las cajas de cartón y los baúles de madera que se amontonaban en medio del salón habían sido abiertos y el contenido esparcido por todas partes. Empecé a rebuscar en el caos de libros, ropa y utensilios de cocina la bolsa de lona en la que guardaba el sobre con las pastillas de MDT. Al rato la encontré, pero estaba vacía. El sobre con las píldoras había desaparecido, al igual que la agenda de Vernon. Con la vana esperanza de que el sobre estuviera en alguna parte, de que se hubiese caído de la bolsa, lo registré todo una y otra vez. Pero no sirvió de nada. El MDT había desaparecido.

Me acerqué a la ventana y miré afuera. Seguía lloviendo. Ver la lluvia desde aquella altura era extraño, como si subiendo dos plantas más pudieras dejarla a tus pies, contemplando un manto de nubes gris desde lo alto.

Me di la vuelta y me apoyé en el cristal. La sala era tan grande y luminosa, y había tan pocas cosas en ella, que el caos no lo era tanto. No habían destrozado la estancia porque había muy poco que destrozar, tan sólo las escasas pertenencias que había traído de la Calle 10. Se habían esmerado mucho más en casa de Vernon.

Me quedé un rato allí de pie, supongo que conmocionado, sin pensar en nada. Miré hacia la puerta abierta. Las dos bolsas de Barnes & Noble seguían en el pasillo, una junto a la otra, como si esperaran pacientemente a que las entrara.

Entonces sonó el teléfono.

No iba a responder, pero cuando vi que no habían arrancado el cable, como sí habían hecho con el ordenador y el televisor, descolgué, pero se cortó de inmediato.

Me levanté de nuevo. Salí y entré las dos bolsas con el pie. Entonces cerré la puerta y me apoyé en ella. Respiré hondo varias veces, tragué saliva y cerré los ojos.

El teléfono sonó de nuevo.

Respondí como antes, pero volvió a cortarse. Entonces sonó otra vez. Descolgué pero no dije nada. Quienquiera que fuese, no colgó en esa ocasión.

Al final, una voz dijo.

– Eddie, esto se ha acabado.

– ¿Quién es?

– Has ido demasiado lejos hablando con Dave Morgenthaler. No ha sido buena idea…

– ¿Quién diablos eres?

– … así que hemos decidido cerrar el grifo. Pero, ya que has sido tan divertido, hemos pensado que sería mejor decírtelo.

La voz era muy suave, casi un susurro. No había emoción en ella ni acento alguno.

– No debería hacer esto, por supuesto, pero llegados a este punto, casi tengo la sensación de que te conozco.

– ¿Qué quieres decir con cerrar el grifo?

– Bueno, estoy seguro de que ya te has dado cuenta de que hemos recuperado el material. Así que, desde este momento, puedes dar por terminado el experimento.

– ¿Experimento?

Hubo un silencio.

– Te hemos estado controlando desde que apareciste aquel día por casa de Vernon, Eddie.

Me hundí.

– ¿Por qué crees que no has tenido más noticias de la policía? Al principio no estábamos seguros, pero cuando se confirmó que tenías el alijo de Vernon, decidimos ver qué pasaba, realizar un pequeño ensayo clínico, por así decirlo. No hemos dispuesto de muchos sujetos humanos…

Miré al otro lado de la habitación intentando recordar, tratando de identificar señales, indicios…

– … y chico, ¡menudo sujeto has sido! Si te sirve de consuelo, Eddie, nadie ha consumido tanto MDT como tú, nadie lo ha llevado tan lejos como tú.

– ¿Quién eres?

– Sabíamos que debías de estar tomando mucho cuando apareciste en Lafayette, pero cuando empezaste a trabajar con Van Loon fue increíble.

– ¿Quién eres?

– Por supuesto, se produjo ese pequeño incidente en el Clifden…

– ¿Quién eres? -repetí casi mecánicamente.

– Pero, dime, ¿qué pasó exactamente allí?

Colgué el teléfono y continué sujetándolo con fuerza, como si al presionarlo, él, aquel desconocido, fuera a desaparecer.

Cuando el teléfono sonó de nuevo, lo cogí de inmediato.

– Mira, Eddie, no te lo tomes mal, pero no podemos permitir que contactes con detectives privados, y no hablemos ya de prestamistas rusos. Queremos que sepas que has sido… un sujeto muy útil.

– Vamos -dije con desesperación-. Es imposible… No tengo que…

– Escucha, Eddie…

– No le he contado nada a Morgenthaler, no le he contado nada. -Se me empezaba a quebrar la voz-. ¿No me podéis facilitar un poco…?

– Eddie…

– Tengo dinero -dije, agarrando con fuerza el auricular para que dejara de temblarme la mano-. Tengo mucho dinero en el banco. Podría… Se cortó.

Seguí agarrando el auricular, como había hecho la vez anterior. Esperé diez minutos, pero no ocurrió nada. Al final levanté la mano y me puse en pie. Tenía las piernas rígidas. Apoyé mi peso en un pie y luego en el otro. Al menos parecía que estaba haciendo algo.

¿Por qué había colgado? ¿Porque había hablado de dinero? ¿Llamaría al cabo de un rato proponiendo una cifra? ¿Debía estar preparado? ¿Cuánto tenía en el banco? Esperé otros veinte minutos en vano. Después me convencí de que colgar había sido una especie de mensaje en clave. Le había ofrecido dinero, y ahora tendría que sudar hasta que me llamara exigiendo una cantidad, que debería tener preparada. Miré el teléfono.

No quería utilizarlo, así que saqué el móvil y llamé a Howard Lewis, el director del banco. Estaba atendiendo otra llamada. Le dejé un mensaje para que contactara conmigo en aquel número. Le dije que era urgente. Cinco minutos después, me devolvió la llamada. Entre lo que había ganado en bolsa y el préstamo de Van Loon para la decoración y los muebles del piso, había más de 400.000 dólares en la cuenta. Desde que Van Loon intervenía personalmente en mis finanzas, Lewis había adoptado de nuevo su actitud obsequiosa, así que cuando le dije que necesitaba medio millón de dólares en efectivo, y lo antes posible, pareció nervioso, pero a la vez ansioso por complacerme, de modo que prometió tener el dinero listo a primera hora de la mañana.

Le dije que allí estaría. Después apagué el móvil y me lo guardé en el bolsillo.

Medio millón de dólares. ¿Quién podía rechazar eso?

Anduve por la habitación, esquivando la montonera que ocupaba el centro de la estancia. De vez en cuando echaba un vistazo al teléfono, que descansaba en el suelo. Cuando empezó a sonar otra vez, eché a correr, me agaché y lo cogí en lo que pareció un único movimiento.

– ¿Hola?

– ¿Señor Spinola? Soy Richie, de recepción.

Mierda.

– ¿Qué? Estoy ocupado.

– Tan sólo quería comprobar que todo va bien. Por lo de…

– Sí, sí, todo bien. Ningún problema.

Colgué.

Me latía el corazón con fuerza.

Me levanté otra vez y seguí caminando por la habitación. Pensé en ordenar aquel desaguisado, pero deseché la idea. Al cabo de un rato me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, y me limité a esperar.

Me mantuve en esa posición ocho horas.


Normalmente, habría tomado una dosis de MDT por la tarde, pero como había sido imposible, me venció la fatiga a última hora, algo que identifiqué como la primera fase del síndrome de abstinencia. A consecuencia de ello, logré conciliar el sueño, aunque fuese poco placentero. No tenía cama, así que amontoné unas mantas y un cobertor en el suelo. Cuando me desperté hacia las cinco de la mañana, noté un fuerte dolor de cabeza y tenía la garganta seca y rasposa.

Hice un esfuerzo por ordenar el salón, pero me sentía demasiado atenazado por la ansiedad y el miedo, y no llegué muy lejos.

Antes de ir al banco, tomé dos comprimidos de Excedrina. Luego saqué el contestador automático de uno de los baúles de madera. No parecía haber sufrido grandes desperfectos. Cuando lo conecté al teléfono, parecía funcionar. Cogí también el maletín, me puse un abrigo y salí, evitando el contacto visual con Richie.

En el taxi que me llevaba al banco, con el maletín vacío en el regazo, me vi asediado por una oleada de angustia, la sensación de que la esperanza a la que me aferraba no sólo era estéril, sino clara y absolutamente infundada. Al circular entre el tráfico y las fachadas de la Calle 34, la idea de que podía cambiar las cosas de pronto me pareció… excesiva.

Pero en el banco, mientras observaba al empleado llenar el maletín con fajos de cincuenta y cien dólares, recuperé cierta confianza en mí mismo. Firmé todos los documentos relevantes, sonreí educadamente al servil Howard Lewis, le di los buenos días y me marché.

De regreso a casa, con el maletín rebosante descansando ahora en mi regazo, sentí cierta excitación, como si el nuevo plan fuese infalible. Cuando llamara el desconocido, tendría preparada una oferta y él una propuesta. Negociaríamos y las cosas volverían a su cauce.


Subí a casa, puse el maletín junto al teléfono y lo abrí para poder ver el dinero. No había mensajes en el contestador, y verifiqué si habían dejado alguno en el móvil. Había uno de Van Loon. Comprendía que necesitara un descanso, pero esa no era manera de hacerlo y tenía que llamarlo. Apagué el teléfono.

A mediodía, el dolor de cabeza había arreciado bastante. Seguí tomando Excedrina, pero ya no parecía surtir efecto. Me duché y permanecí bajo el chorro de agua caliente una eternidad, intentando atenuar la tensión del cuello y los hombros.

El dolor había empezado en la frente y detrás de los ojos, pero a media tarde abarcaba todo el cráneo y me golpeaba como un martillo neumático.

Deambulé por la habitación durante horas, intentando absorber el dolor, mirando el teléfono con la esperanza de que sonara. No entendía por qué aquel tipo no había vuelto a llamar. En el suelo había medio millón de dólares esperando que viniese alguien y se lo llevara.


Al anochecer, me di cuenta de que caminar no servía de nada. De vez en cuando sentía náuseas y me temblaba todo el cuerpo. Sería más fácil tumbarme en la cama improvisada, dando vueltas y agarrándome la cabeza en un vano intento por aliviar el dolor. Cuando oscureció, dormí a ratos en un estado febril. Me desperté con arcadas, intentando desesperadamente vaciar el estómago, en el que ya no quedaba nada. Tosí sangre en el suelo y me tumbé de nuevo boca arriba, mirando al techo.

Aquel martes por la noche fue interminable, pero en cierto modo no quería que acabara. A medida que se descorría el velo del MDT, el miedo se intensificaba. El tormento de la incertidumbre me corroía por dentro y no dejaba de pensar: «¿Qué he hecho?». Tuve sueños realistas, casi alucinaciones, en los que parecía estar a punto de comprender lo ocurrido aquella noche en el Hotel Clifton, pero incapaz de distinguir invención y realidad en aquel estado febril, nunca estuve lo bastante cerca de resolverlo. Vi a Donatella Álvarez caminando tranquilamente por la habitación, como antes, con un vestido negro y sangre deslizándose por su mejilla, pero era esta habitación, y no la del hotel, y pensé que si había recibido un golpe tan fuerte en la cabeza, no estaría tranquila ni paseando. También soñé que los dos estábamos juntos en un sofá, rodeándonos con los brazos, y yo la miraba a los ojos, excitado, engullido por las llamas de una emoción sin nombre, pero a la vez nos encontrábamos en mi viejo sofá, el del piso de la Calle 10, y me susurraba algo al oído, exhortándome a vender las acciones de inmediato. Luego estaba sentada frente a mí en el comedor de Van Loon, fumando un puro y charlando animadamente, «porque ustedes, los norteamericanos, no entienden nada de nada…», y yo, enojado, cogía la botella de vino más cercana…

A lo largo de la noche poblaron mi imaginación diversas versiones de este encuentro, todas ellas con sutiles diferencias -un cigarrillo o una vela en vez de un puro, o un bastón o una estatuilla en lugar de una botella de vino-, todas ellas como un fragmento de vidrio coloreado avanzando a cámara lenta tras una explosión, todas ellas prometiendo recrear un recuerdo sólido, algo objetivo que pudiera evocar, que fuese fiable.

En un momento dado, aparté el cobertor agarrándome la tripa y me arrastré hasta el lavabo envuelto en la oscuridad. Después de soportar más arcadas, esta vez en la taza del inodoro, conseguí ponerme en pie. Me incliné sobre el lavamanos, abrí con dificultad el grifo y me eché agua fría en la cara. Cuando me vi en el espejo, parecía un fantasma, y el único signo de vida se intuía en mis ojos.

Volví arrastrándome al salón, donde los oscuros contornos de las cajas rasgadas, la ropa amontonada y el maletín de dinero abierto parecían formaciones rocosas irregulares sobre un terreno extraño y azulado. Me apoyé en la pared más cercana al teléfono y me senté. Estuve allí un par de horas mientras la luz del día lo invadía todo a mi alrededor y la sala se reconstituía ante mí sin cambio alguno.

Conseguí dominar un poco el dolor de cabeza. Mientras no me moviera, mientras no me estremeciera, quedaría reducido a un ritmo apagado, a un martilleo mecánico.

XXVII

Cuando sonó el teléfono pasadas las nueve, fue como si una corriente de mil voltios me trepanara el cerebro.

Extendí el brazo, y con los ojos entrecerrados y mano temblorosa, cogí el auricular.

– ¿Diga?

– ¿Señor Spinola? Soy Richie, de recepción.

– Sí.

– Aquí hay un tal señor… Gennadi que desea verle. ¿Le hago subir?

Viernes por la mañana.

Esta mañana. Bueno, ayer por la mañana.

– Sí.

Colgué el teléfono. Se daría cuenta, vería en lo que se convertiría en breve.

Me levanté trabajosamente. Cada movimiento que hacía enviaba otra corriente eléctrica a mi cerebro. Cuando por fin estuve erguido, vi que me hallaba en un pequeño charco de orina. Tenía manchas de sangre y mucosidad en la camisa y me temblaba todo el cuerpo.

Observé el maletín lleno de dinero y el teléfono. ¿Cómo pude ser tan idiota, tan iluso? Miré por la ventana. Hacía un día soleado. Me dirigí hacia la puerta muy lentamente y la abrí.

Me di la vuelta, caminé en dirección al salón y me acerqué de nuevo a la entrada. A mis pies había una caja grande, y su contenido, sartenes, ollas y utensilios de cocina, estaba esparcido en el suelo como si fueran unos intestinos.

De repente me había convertido en un anciano, débil, encorvado, a merced de todo lo que me rodeaba. Oí las puertas del ascensor y unos pasos, y al momento apareció Gennadi en el umbral.

– ¡Buf, joder!

Miró a su alrededor boquiabierto; me observó a mí, el desorden, la grandiosidad del lugar, las ventanas, incapaz de decidir si estaba disgustado o impresionado. Llevaba un traje de raya diplomática y camisa negra sin corbata. Se había afeitado la cabeza y lucía una barba de tres días. Me miró de pies a cabeza un par de veces.

– ¿Qué demonios te pasa?

Murmuré algo.

Gennadi entró en el salón. Luego, esquivando la montonera, se acercó a una de las ventanas, incapaz de resistirse a su magnetismo, supongo, como me había ocurrido a mí cuando visité por primera vez el piso con Alison Botnick.

No me moví. Tenía náuseas.

– Menudo cambio comparado con aquel agujero de la Calle 10.

– Sí.

Oí sus pasos detrás de mí, junto a los ventanales.

– Mierda, desde aquí se ve todo. -Hizo una pausa-. Me habían dicho que habías encontrado un buen piso, pero esto es increíble.

¿Qué significaba aquello?

– Ahí está el Empire State. El World Trade Center. Brooklyn. Me gusta. Puede que yo también me compre uno. -Por su tono de voz, supe que se había dado la vuelta-. Es más, puede que me quede con este, que me traslade aquí. ¿Qué te parecería eso, imbécil?

– Sería estupendo, Gennadi -repuse-. De todos modos, estaba buscando un compañero de piso para costear los pagos.

– Fíjate, un cómico con los pantalones manchados de mierda. ¿Qué demonios está pasando aquí, Eddie?

Bordeó de nuevo las cajas y se detuvo cuando vio el dinero en el suelo.

– No te gustan nada los bancos, ¿verdad?

Dándome la espalda, se agachó y empezó a coger fajos.

– Aquí debe de haber trescientos o cuatrocientos mil dólares. -Silbó-. No sé en qué andas metido, Eddie, pero si prevés embolsarte más pasta, deberías plantearte invertir parte de ella. Mi empresa de importación se pondrá en marcha en poco tiempo, así que si quieres comprar una parte, ya sabes, podemos acordar un precio.

¿Acordar un precio?

Gennadi lo ignoraba, pero cuando en unos días se agotara su suministro de MDT, estaría muerto.

– Bien -dijo, poniéndose de pie-. ¿Cuándo voy a conocer a ese camello tuyo?

Lo miré y dije:

– No vas a conocerlo.

– ¿Qué?

– Que no vas a conocerlo.

Se quedó allí callado, mirándome durante diez segundos. Su expresión era la de un niño al que han desbaratado los planes, un niño, eso sí, con una navaja automática en el bolsillo. La sacó lentamente y la abrió.

– Sabía que esto podía ocurrir -dijo-, así que he hecho los deberes. He descubierto algunas cosas sobre ti, Eddie. Te he estado vigilando.

Tragué saliva.

– Últimamente te ha ido bastante bien, ¿no? Con tus socios y tus fusiones. -Se dio la vuelta y echó a andar-. Pero no creo que Van Loon o Hank Atwood se alegren mucho de conocer tus negocios con un prestamista ruso.

Yo también empezaba a creer que mis planes se habían visto frustrados.

– O tu historial de consumo de drogas. Tampoco daría buena imagen en la prensa.

¿Mi historial de drogas? Eso era cosa del pasado. ¿Cómo podía saberlo?

– Es increíble lo que uno puede averiguar del pasado de los demás, ¿eh? -dijo, como si me hubiese leído el pensamiento-. Historial laboral, créditos e incluso información personal.

– Vete a la mierda.

– Oh, no lo creo.

Dicho esto, se dio la vuelta y vino a mi encuentro. Me puso la navaja cerca de la nariz y la movió de un lado a otro.

– Podría arreglarte la cara, Eddie. Quedaría bien, muy creativo, pero aun así me gustaría que respondieses a mi pregunta. -Me miró a los ojos y lo repitió, esta vez susurrando-. ¿Cuándo voy a conocer a ese camello tuyo?

No tenía adónde ir, y muy poco que perder.

– No lo harás -respondí en voz baja.

Tras un corto silencio, me propinó un izquierdazo en el estómago con tanta rapidez y eficacia como lo había hecho en mi viejo piso. Me doblegué y caí sobre unas cajas jadeando y agarrándome la panza con ambas manos.

Gennadi empezó a moverse por todo el salón.

– No pensarías que iba a empezar por la cara, ¿verdad?

El dolor era agudo, pero a la vez lo sentía desde una curiosa distancia. Creo que me preocupaba demasiado aquella invasión de mi privacidad y que Gennadi hubiera podido escarbar en mi pasado.

– Tengo una carpeta entera sobre ti. Así de gruesa. Está todo ahí, Eddie. Información que incluye detalles alucinantes.

Gennadi estaba de espaldas a mí y agitaba los brazos. Justo entonces, algo me llamó la atención, un objeto que asomaba de la caja de utensilios de cocina que tenía delante.

– Lo que quiero saber, Eddie, es lo siguiente: ¿cómo piensas explicar todos esos años de mediocridad a esos nuevos amigos tuyos de las altas esferas, eh? Esa porquería que escribías para K & D. Dando clases en Italia sin permiso de trabajo. Fastidiando las combinaciones de colores en la revista Chrome.

Mientras Gennadi hablaba, me acerqué a la caja, donde sobresalía la empuñadura de un largo cuchillo de acero. Lo cogí, la cabeza latiéndome por el esfuerzo que me supuso intentar controlar el temblor de la mano y el haberme inclinado. Luego me puse en pie trabajosamente, y oculté el cuchillo a mi espalda.

Gennadi se dio la vuelta.

– Además, estuviste casado, ¿no es así?

Atravesó el salón en dirección a mí. Estaba mareado y lo veía doble en aquel trasfondo blanco y retumbante. Pero, a pesar de la falta de equilibrio, parecía saber lo que hacía. Todo estaba claro y en su sitio. Enfado, humillación y temor. Había una lógica en todo ello, cierta inevitabilidad. ¿Así se habían desarrollado los acontecimientos en la planta 15? No visualicé los hechos, pero sabía que jamás lo averiguaría.

– Pero eso tampoco salió bien, ¿verdad?

Gennadi se detuvo un momento y después se acercó unos pasos más.

– ¿Cómo se llamaba?

Levantó la navaja y la agitó delante de mi cara. Pude oler su aliento. Ahora, mi corazón y mi cabeza latían al unísono.

– Melissa.

– Sí -dijo-. Melissa… Y tiene…, ¿qué? ¿Dos hijos?

Abrí los ojos de repente y alcé la vista por encima de su hombro. Cuando se dio la vuelta para ver qué estaba mirando, respiré hondo y, con un rápido movimiento, le clavé la punta del cuchillo en la barriga y lo agarré de la nuca con la otra mano. Hundí la hoja tanto como pude, intentando orientarla hacia arriba. Oí un gorjeo y empezó a agitar los brazos como si se los hubieran arrancado del resto del cuerpo. Di un último empujón al cuchillo y lo solté. Me había supuesto un esfuerzo titánico, y retrocedí tambaleándome, tratando de recobrar el aliento.

Me apoyé en una de las ventanas y vi a Gennadi bamboleándose. Tenía la boca abierta y agarraba la empuñadura del cuchillo, lo único que todavía se apreciaba de él.

El latido de mi cabeza era tan intenso que cortocircuitaba la moralidad y el honor que pudiera albergar por mis actos. Me preocupaba lo que pudiera sobrevenir ahora.

Gennadi dio unos pasos hacia mí. Su mirada era de incredulidad y furia. Creí que tendría que apartarme, pero acabó tropezando con una caja y se precipitó sobre una pila de libros de arte y fotografía. El impacto debió de hundir todavía más el cuchillo, porque, después de caer, dejó de moverse.

Esperé unos minutos, observando y escuchando, pero no hizo ningún movimiento ni emitió sonido alguno.

A la postre, me aproximé a él muy lentamente. Me incliné y le busqué el pulso en el cuello. No tenía. Entonces se me ocurrió algo, y haciendo acopio de una última reserva de adrenalina, lo agarré del brazo y le di la vuelta. El cuchillo estaba alojado en su estómago, y su camisa negra estaba empapada de sangre. Respiré hondo un par de veces e intenté no mirarlo a la cara.

Levanté la parte derecha de su americana con una mano y metí la otra en el bolsillo interior. Busqué, pensando que no iba a encontrar nada, pero entonces noté algo duro. Lo cogí con la punta de los dedos y lo saqué. Lo sostuve un momento, mientras el corazón me latía con fuerza, y lo agité. El pequeño pastillero emitió un sonido tenue pero muy grato.

Me levanté y volví a la ventana. Me quedé quieto unos momentos en un fútil intento por mitigar el dolor de cabeza. Luego me fui deslizando por la pared hasta sentarme. Todavía me temblaban las manos, así que para equilibrar el pastillero lo coloqué en el suelo, entre mis piernas. Concentrándome mucho, desenrosqué el tapón y miré en su interior. Había cinco pastillas. De nuevo, procediendo con mucho cuidado, conseguí sacar tres.

Cerré los ojos y reviví los últimos dos minutos, involuntaria, caleidoscópica y escabrosamente, pero con precisión. Cuando los abrí de nuevo, lo primero que vi a escasos metros de mí, como si fuera una vieja pelota de cuero, fue la cabeza afeitada de Gennadi, y luego el resto de su cuerpo, tendido sobre la pila de libros.

Levanté la mano, me metí las tres píldoras en la boca y me las tragué.


Permanecí allí sentado veinte minutos, durante los cuales, como un cielo nublado que recobra su azul, el dolor de cabeza fue desapareciendo poco a poco. El temblor de las manos también remitió, y sentí un retorno gradual a una especie de normalidad, al menos dentro de los parámetros del MDT. Era una prórroga, y lo sabía. También sabía que el séquito de Gennadi probablemente lo estaría esperando abajo, y que si me demoraba mucho, tal vez se preocuparía y las cosas se podían complicar.

Volví a enroscar el tapón y me guardé el pastillero en el bolsillo del pantalón. Cuando me levanté, reparé de nuevo en las manchas de la camisa, además de otros indicios de la degradación en la que me había sumido. Fui al cuarto de baño, y me desabroché la camisa por el camino. Me puse ropa limpia, vaqueros y una camisa blanca, y me guardé el pastillero en el bolsillo. Luego cogí el teléfono, llamé a información y conseguí el número de un servicio de coches local. Pedí uno para lo antes posible, y les indiqué que me recogieran en la entrada posterior del edificio. Después, cogí algunos enseres, entre ellos el portátil, y los guardé en la bolsa de lona. Llevé el maletín y el petate hasta la puerta y abrí.

Volví la vista hacia el comedor. Apenas se veía a Gennadi entre aquel montón de cosas, mis cosas: cajas, libros, ropa, sartenes y portadas de discos. Pero entonces distinguí un reguero de sangre en el suelo. Al ver un segundo riachuelo, sentí náuseas y tuve que apoyarme en la puerta para no perder el equilibrio. De repente, se oyó un sonido agudo que llegaba del centro del comedor. Me dio un vuelco el corazón, pero entonces me di cuenta de que se trataba de una versión electrónica del tema principal de Concierto n.° 1 para piano de Chaikovski proveniente del móvil de Gennadi. Obviamente, los zhuliks empezaban a impacientarse y no tardarían en subir. Sin otra opción que seguir mi camino, me di la vuelta y cerré la puerta.

Cogí el ascensor y recorrí el enorme aparcamiento subterráneo, jalonado de hileras e hileras de columnas de cemento y coches. Subí una ondulante rampa hasta la explanada que se extendía detrás del edificio. Cincuenta metros a la izquierda de donde me encontraba, dos camiones estaban descargando su mercancía, probablemente destinada a uno de los varios restaurantes del Celestial. Permanecí escondido cinco minutos hasta que llegó un coche negro sin rotular. Hice un gesto al conductor y se detuvo. Me monté en la parte trasera con el maletín y el petate. Después de respirar hondo un par de veces, le indiqué que tomara la autovía Henry Hudson en dirección norte. Bordeó el edificio y giró a la izquierda. En la intersección, el semáforo estaba en rojo, y cuando el coche se detuvo miré hacia atrás. Había un Mercedes aparcado en la acera de la plaza, y junto a él, varios tipos con chaqueta de cuero y fumando. Uno de ellos miraba hacia arriba.

El semáforo se puso en verde, y cuando nos alejábamos, aparecieron de la nada tres coches de policía. Se detuvieron frente a la plaza y, en cuestión de segundos, cinco o seis agentes uniformados echaron a correr hacia la entrada principal del Celestial. Fue lo último que vi.

No lo entendía. Desde que salí del piso no dio tiempo para que nadie descubriera lo sucedido, llamara a la policía y ésta se personara.

No tenía sentido.

Vi los ojos del conductor en el espejo, que se cruzaron con los míos un par de segundos. Luego, ambos apartamos la mirada.

Continuamos hacia el norte.

En cuanto entramos en la Interestatal 87 se alivió la tensión. Me acomodé en el asiento trasero y miré por la ventana. Los kilómetros de autopista se iban sucediendo en un sueño continuo e hipnótico, un proceso que alejaba mis pensamientos de los dos últimos días, de las dos últimas horas, y en especial, de lo que acababa de hacerle a Gennadi. Pero después de cuarenta minutos, no pude evitar pensar en lo que había decidido para mi futuro inmediato, el único futuro que parecía quedarme.

Le dije al conductor que me dejara en algún lugar como Scarsdale o White Plains. Pensó en ello un par de minutos, barajó sus opciones y al final me llevó al centro de White Plains. Le pagué y, con la vana esperanza de que mantuviera la boca cerrada, le di cien dólares de propina.

Cargando con el petate y el maletín, anduve a la deriva hasta que encontré un taxi en la Avenida Westchester y me llevó hasta la oficina de alquiler de coches más cercana. Utilizando la tarjeta de crédito, alquilé un Pathfinder. Salí inmediatamente de White Plains y tomé la interestatal 684 en dirección norte.

Pasé por Katonah y viré a la izquierda en Croton Falls, rumbo a Mahopac. Había dejado atrás la autopista y circulaba por una tranquila zona boscosa salpicada de colinas. Me sentía desplazado, pero a la vez extrañamente sereno, como si hubiese dado el salto a otra dimensión. Los cambios de perspectiva y velocidad intensificaban la creciente percepción de irrealidad. No conducía desde hacía mucho tiempo, al menos fuera de la ciudad y a tanta velocidad, y jamás había viajado en un todoterreno.

Al acercarme a Mahopac hube de reducir la marcha. Tuve que esforzarme y poner los cinco sentidos en lo que estaba haciendo y lo que estaba a punto de hacer. Tardé un rato en recordar la dirección que me había anotado Melissa en el bar de Spring Street. Al final lo conseguí, y cuando llegué a la ciudad me detuve en una gasolinera para comprar un mapa de la zona.

Encontré mi destino en diez minutos.

Recorrí Milford Drive y me detuve junto a la acera, frente a la tercera casa de la izquierda. La calle era tranquila y estaba bordeada de árboles. Cogí el petate del asiento trasero, abrí un bolsillo lateral, saqué una libretita y la dejé sobre el regazo. Arranqué una hoja y escribí unas líneas rápidas. Abrí el maletín, miré el dinero unos momentos y guardé la nota dentro de modo que fuese claramente visible.

Salí del coche y eché a andar por el estrecho camino que conducía a la casa. A ambos lados había un tramo de césped, y en uno de ellos, una bici tumbada de costado. Era una casa gris de una sola planta, con una escalinata y un porche. Le vendría bien una mano de pintura, y quizá un tejado nuevo.

Subí las escaleras y me detuve en el porche. Intenté mirar dentro, pero una tela metálica me lo impedía. Llamé a la puerta con el nudillo del dedo índice.

El corazón me latía a toda velocidad.

Al momento, se abrió la puerta y vi ante mí una flacucha niña de siete u ocho años. Tenía una oscura melena y profundos ojos marrones. Debió de notar mi sorpresa porque frunció el ceño y dijo.

– ¿Sí.

– Tú debes de ser Ally -empecé.

Se lo pensó un poco y asintió. Llevaba una rebeca roja y mallas rosas.

– Soy un viejo amigo de tu madre.

No pareció impresionarla mucho.

– Me llamo Eddie.

– ¿Quieres hablar con mamá?

Detecté cierta impaciencia en su tono y en su lenguaje corporal, como si estuviese deseando que fuera al grano para volver a lo que estaba haciendo antes de que llegara yo para molestarla.

Al fondo, una voz dijo:

– Ally, ¿quién es?

Era Melissa. De repente, aquello empezó a resultarme mucho más difícil de lo que esperaba.

– Es un… hombre.

– Ahora… -Hubo una pausa, preñada de indecisión momentánea y cierto atisbo de exasperación-. Voy en un minuto. Dile que espere.

– Mamá le está lavando el pelo a mi hermana pequeña -me informó.

– Jane, ¿verdad?

– Sí. No sabe hacerlo ella sola. Y tarda un montón.

– ¿Y eso?

– Porque lo tiene muy largo.

– ¿Más que tú?

Ally resopló, como diciendo: «Señor, no está usted tan informado como creía».

– Escucha, veo que están todos ocupados. -Hice una pausa y la miré a los ojos, experimentando una especie de vértigo, aunque mis pies estaban anclados al suelo-. Si te parece, te dejaré esto y le dices a mamá que he estado aquí y que es para ella.

Procurando no resultar agresivo, me incliné un poco hacia adelante y deposité el maletín sobre una alfombra extendida al otro lado del umbral.

Ally no se movió. Entonces miró el maletín con desconfianza. Retrocedió unos pasos y me miró de nuevo.

– Mamá ha dicho que esperes.

– Lo sé, pero tengo prisa.

Ponderó mi respuesta. Parecía interesada y, por lo visto, había olvidado sus quehaceres.

– Ally, ya voy.

La urgencia en el tono de Melissa removió algo en mí, y supe que tenía que marcharme antes de que apareciese. Pensaba decirle a Ally que no abriera el maletín hasta que yo me hubiese marchado, pero eso ahora no cambiaría nada.

Bajé los escalones.

– Tengo que irme, Ally. Encantado de conocerte. La niña frunció el ceño de nuevo, sin saber muy bien lo que sucedía. Con su pequeña voz, anunció:

– Mamá ya viene.

– ¿Recordarás mi nombre? -le pregunté. Con una voz todavía más tenue, repuso:

– Eddie.

Sonreí.

Podría haberla admirado durante horas, pero tenía que irme de allí. Volví al coche y puse el motor en marcha.

Al alejarme, vi de soslayo un movimiento repentino en la puerta de la casa. Cuando llegué a la primera intersección y estaba a punto de girar a la izquierda, miré por el retrovisor. Melissa y Ally estaban cogidas de la mano en mitad de la calle.


Puse rumbo a Newburgh y tomé la Interestatal 87 hacia el norte. Decidí que seguiría hasta Albany y empezaría desde allí.

A primera hora de la tarde llegué a las afueras de la ciudad. Conduje un rato y aparqué en una calle que daba a Central Avenue. Me quedé sentado en el coche veinte minutos, contemplando el volante.

Pero ¿empezar qué desde allí?

Salí del coche y eché a andar con brío sin ningún rumbo en particular. Reproduje mentalmente la escena con Ally una y otra vez. Su parecido con Melissa era asombroso y la experiencia me había dejado aturdido, parpadeando al infinito, estremeciéndome por causa de unos inesperados espasmos de benevolencia y esperanza.

Pero al caminar, noté también el pastillero de Gennadi que llevaba en el bolsillo de los vaqueros. Sabía que en unas horas lo abriría y tomaría las dos pastillas que quedaban, una banal secuencia de movimientos, finita en exceso y desprovista de algo parecido a la benevolencia o la esperanza.


Seguí andando sin rumbo.

Media hora después, me di cuenta de que no tenía mucho sentido avanzar más. Amenazaba lluvia y, en cualquier caso, me desconcertaba no conocer aquellas atestadas calles comerciales.

Di media vuelta con la intención de volver al coche, pero al hacerlo vi en el escaparate de una tienda de electrodomésticos quince televisores amontonados en hileras de a cinco. En cada uno de ellos, mirándome fijamente, aparecía el rostro de Donatella Álvarez en primer plano. Estaba ligeramente inclinada hacia adelante, sus ojos grandes y profundos, su larga melena castaña ensombreciendo parte de su faz.

Me quedé inmóvil en mitad de la acera, mientras la gente pasaba a mi alrededor. Me acerqué un poco más al escaparate. El informativo continuaba con planos exteriores de Actium y el Hotel Clifden. Entré para poder escuchar, pero el sonido estaba bastante bajo y con el tráfico sólo pude oír algunos fragmentos. Sobre una imagen de la Calle 48 me pareció entender «un comunicado emitido esta tarde por Carl Van Loon», y después «reevaluación del acuerdo en vista de la mala publicidad». Aguzando el oído al máximo, discerní que los precios de las acciones se habían visto afectados de manera negativa.

Miré exasperado a mi alrededor. Al fondo de la tienda había más televisores sintonizados en el mismo canal. Pasé rápidamente junto a los reproductores de video y DVD, los equipos de música y los radiocasetes, y en ese momento retransmitían imágenes de la rueda de prensa de MCL y Abraxas, aquellas en las que la cámara oscilaba de izquierda a derecha. Esperé, con el corazón en un puño, y dos segundos después allí estaba yo con mi traje. Mi mirada era vacua, algo que no había advertido la primera vez que lo vi.

Escuché la noticia, pero era incapaz de asimilarla. Aquella noche, algún parroquiano del Actium, tal vez el crítico de arte calvo con la barba canosa, había visto las imágenes y habían desenterrado sus recuerdos. Me había reconocido como Thomas Cole, el hombre que estuvo sentado frente a Donatella Álvarez en el restaurante y que más tarde habló con ella en la recepción.

Después de las imágenes de la rueda de prensa, apareció un periodista apostado frente al Edificio Celestial.

– Siguiendo esta nueva pista -dijo-, la policía ha llegado al piso de Eddie Spinola, situado en el West Side, para interrogarlo, pero se ha encontrado con el cuerpo de un hombre sin identificar, presuntamente un miembro de una organización criminal rusa. Al parecer, el hombre ha muerto apuñalado, lo cual significa que la policía busca a Eddie Spinola… -volvieron a las imágenes de la rueda de prensa- para interrogarlo en relación con dos asesinatos prominentes…

Di media vuelta y me dirigí rápidamente hacia el otro extremo de 1a tienda, evitando cualquier contacto visual. Salí a la acera y doblé a la derecha. Al pasar junto al escaparate, vi que los diversos televisores reproducían una vez más las imágenes de la rueda de prensa.

De camino al coche, entré en una farmacia y compré una caja grande de paracetamol. Luego me detuve en una licorería y me llevé dos botellas de Jack Daniel's.

Después volví a la carretera, todavía en dirección norte, y salí de Albany lo más rápido que pude.


Evité las autopistas interestatales y tomé carreteras secundarias. Pasé por Schenectady y Saratoga Springs y subí hasta los montes Adirondacks. Seguí una ruta aleatoria y me dirigí a Schroon Lake, ajeno a la belleza natural que me rodeaba. En mi cabeza se agolpaba una interminable sucesión de imágenes confusas. Pasé por Vermont, continué por carreteras secundarias y me encaminé a Vergennes y Burlington, y después a Morrisville y Barton.

Conduje siete u ocho horas seguidas con una sola parada para repostar, que aproveché para tomarme las dos últimas pastillas.


Me detuve en el Northview Motor Lodge hacia las diez. No tenía sentido continuar. La noche había caído. ¿Qué pensaba hacer de todos modos? ¿Seguir hasta Maine? ¿Nueva Brunswick? ¿Nueva Escocia?

Me registré en el hotel de carretera con nombre falso y pagué la habitación en efectivo y por adelantado.

Dos noches.

Una vez aclimatado a la decoración y los colores de la habitación, me tumbé en la cama y miré al techo.

Según el avance informativo que había visto antes, ahora era un asesino en busca y captura. Yo no me veía así, pero a tenor de las circunstancias, sabía que me resultaría bastante complicado convencer a alguien de eso.

– Es una larga historia -tendría que decir.

Y luego me vería obligado a contarla.

Lo supiera o no en aquel momento, ahora me daba cuenta de por qué había metido el ordenador portátil en el petate. La última cosa coherente que haría sería narrar mi historia y dejarla para que alguien la leyera. Yací en la cama bastante tiempo, meditando las cosas. Pero entonces recordé que no me quedaba mucho tiempo de ser coherente.

Me levanté, encendí la tele y quité el sonido. Saqué el ordenador y una botella de Jack Daniel's de la bolsa, y dejé el envase de plástico de paracetamol encima de la mesita de noche. Luego me senté en esta butaca de mimbre y, con el sonido de la máquina para hacer hielo de fondo, empecé.


Ahora es sábado por la mañana y empiezo a estar cansado. Es uno de los primeros síntomas de la abstinencia del MDT, así que será mejor que lo deje aquí. Pero ¿dejar qué?

¿Es ésta una crónica sincera de cómo estuve a punto de hacer lo imposible, de realizar lo irrealizable, para convertirme en uno de los mejores y los más brillantes? ¿Es la historia de una alucinación, un sueño de perfección? ¿O es simplemente la historia de una rata de laboratorio humana, un ser al que etiquetaron, siguieron y fotografiaron para luego desecharlo? ¿O es quizá la última confesión de un asesino?

Ya no lo sé, y tampoco sé si importa.

Además, estoy mareado y me siento un poco débil.

Creo que voy a tumbarme un rato.


He dormido sólo cinco horas, a rachas, dando vueltas. En todo momento he tenido la sensación de que la ansiedad ha asaltado mi sueño, y cuando he despertado, notaba un dolor de cabeza detrás de los ojos que se ha extendido rápidamente al resto del cráneo. Desorientado, adormecido y nauseabundo, me he levantado de la cama, he vuelto aquí, a la butaca de mimbre, y he apoyado el ordenador en mi regazo.

Es cerca de mediodía y la televisión sintoniza aún la CNN.

Algo importante ha sucedido desde ayer por la noche o a primera hora de esta mañana. Veo acorazados frente al golfo de México, soldados de infantería desplegados en zonas fronterizas, a Caleb Hale, el secretario de Defensa, en un gabinete de crisis con el jefe del Estado Mayor Conjunto.

En la parte inferior de la pantalla, un rótulo anuncia un inminente discurso desde el Despacho Oval.

Cierro los ojos un momento, y cuando los abro veo al presidente sentado a su mesa. No puedo subir el volumen y, mientras lo estudio atentamente, detecto en sus ojos esa expresión alerta propia del MDT. Me doy cuenta de que no puedo soportar esa imagen. Tomo el control remoto y pongo los dibujos que dan en otro canal.

Miro el teclado del portátil. Noto un martilleo en la cabeza que empeora constantemente. Ha llegado el momento de apagar el ordenador. Miro la mesita de noche y el frasco de plástico que contiene 150 comprimidos de paracetamol. Luego miro el teclado una vez más y, deseando que el comando tuviera una aplicación más inteligente, deseando que su función fuera literal, pulso la tecla «guardar» con la esperanza de poder seguir adelante, con la esperanza de poder salvarme.

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