En las noticias de las dos confirmaron que Donatella Álvarez, la mujer del pintor mexicano, había recibido un duro golpe en la cabeza y estaba en coma. El incidente se había producido en una habitación de la planta 15 de un hotel del centro. Se facilitaron pocos detalles, y no se mencionó a ningún hombre cojo.
Me senté en el sofá con el traje puesto, y esperé más, cualquier cosa, otro boletín, algunas imágenes o un análisis. Era como si, al sentarme en el sofá con el control remoto en la mano, estuviese actuando. Pero ¿qué otra cosa podía hacer sino? ¿Llamar a Melissa y preguntarle si era eso a lo que se refería?
¿Peligroso? ¿Como un golpe fuerte en la cabeza? ¿Como ingresar en el hospital? ¿Un coma? ¿La muerte?
Por descontado, no tenía intención de llamarla para preguntarle algo así, pero la ansiedad apremiaba. ¿Realmente lo había hecho? ¿Volvería a ocurrir lo mismo o algo similar? Cuando Melissa decía «peligroso», ¿se refería a peligroso para los demás o sólo para mí?
¿Estaba siendo enormemente irresponsable?
¿Qué diablos estaba pasando?
Por la tarde me concentré en todos los boletines de noticias, como si pudiera forzar un cambio en algún detalle crucial de la historia: que no hubiese sucedido en una habitación de hotel, o que Donatella Álvarez no estuviese en coma. Entre un avance informativo y otro veía programas de cocina, emisiones de juicios en directo, telenovelas y anuncios, y me di cuenta de que estaba procesando fragmentos aleatorios de información inútil: «Ponga las tiras de pollo en una bandeja de horno con un poco de aceite y rocíelas con sésamo», «Llame ahora y consiga un quince por ciento de descuento en el aparato de gimnasia doméstica GUTbuster 2000». En varias ocasiones miré el teléfono y pensé en llamar a Melissa, pero siempre se interponía algún mecanismo cerebral que desviaba mis pensamientos hacia otra cosa.
A las seis de la tarde, la historia se había desarrollado de manera considerable. Tras una recepción celebrada en el estudio de su marido en el Upper West Side, Donatella Álvarez se había dirigido al Clifden, un hotel del centro, donde recibió un único golpe en la cabeza con un objeto contundente. Todavía no se había identificado dicho objeto, pero una pregunta seguía en el aire: ¿qué hacía la señora Álvarez en una habitación de hotel? Los agentes estaban interrogando a todos los asistentes a la recepción, y sobre todo les interesaba hablar con un individuo llamado Thomas Cole.
Me quedé mirando la pantalla con perplejidad y apenas reconocí aquel nombre. El informe continuó. Ofrecieron información personal sobre la víctima, además de fotografías y entrevistas con familiares, lo cual significaba que en breve se formaría una imagen muy humana de la señora Álvarez, de cuarenta y tres años, en la mente del espectador. Al parecer, era una mujer de una belleza física y espiritual poco frecuente. Era independiente, generosa y leal, una esposa amantísima y madre devota de dos gemelas, Pía y Flor. Según dijeron, su marido estaba muy turbado y no hallaba explicación a lo ocurrido. Mostraron una fotografía en blanco y negro de una radiante colegiala uniformada que asistía a un convento dominico de Roma hacia 1971. También pasaron algunos videos domésticos, imágenes parpadeantes y descoloridas de una joven Donatella con un vestido de verano paseando por un jardín de rosas. También aparecía montando a caballo, en una excavación arqueológica en Perú y acompañada de Rodolfo en el Tíbet.
A continuación, el informativo derivó hacia el análisis político. ¿Era un ataque de connotaciones raciales? ¿Guardaba alguna relación con la actual debacle de la política exterior? Un comentarista expresó su temor a que pudiera ser el primero de una serie de incidentes similares y achacó el ataque a la negativa del presidente a condenar los intemperantes comentarios del secretario de Defensa Caleb Hale, o supuestos comentarios, pues todavía lo negaba. Otro comentarista opinaba que eran daños colaterales a los que tendríamos que habituarnos.
Me pasé la tarde viendo esos reportajes y tuve una desconcertante variedad de reacciones, sobre todo incredulidad, terror, remordimientos y enojo. Por un lado pensaba que quizá era yo el autor del golpe y, por otro, juzgaba absurda la idea. Sin embargo, al final, y después de haber tomado una dosis de MDT, lo único que podía discernir era un ligero aburrimiento.
A media tarde me había despreocupado bastante de todo, y cada vez que oía una referencia a aquella historia, mi impulso era decir: «Ya basta», como si estuviesen hablando de una miniserie de un canal por cable, una adaptación de una chapuza mágico-realista… El espantoso sufrimiento de Donatella Álvarez…
Pasadas las ocho y media, llamé a Carl Van Loon a su casa de Park Avenue.
Aunque la incredulidad y el terror habían imperado casi toda la tarde, otra parte de mí se veía invadida por una ansiedad de distinta índole, la ansiedad por haber echado a perder mi oportunidad con Van Loon, por el grado en que aquel mal funcionamiento operativo iba a interferir en mis planes de futuro.
Por ello, mientras esperaba que Van Loon cogiera el teléfono, estaba bastante nervioso.
– ¿Eddie?
– Señor Van Loon -dije después de aclararme la voz.
– Eddie, no entiendo nada. ¿Qué ha pasado?
– Me encontraba mal -dije, excusándome con lo primero que me vino a la cabeza-. No he podido evitarlo. He tenido que marcharme de esa manera. Lo siento.
– ¿Que te encontrabas mal? ¿Qué eres, un niño de parvulario? ¿Te largas corriendo sin decir nada y no vuelves? Me he quedado allí como un idiota intentando justificarme ante el puto Hank Atwood.
– Tengo una enfermedad de estómago.
– ¿Y luego ni siquiera te molestas en llamar?
– Tenía que ir al médico, Carl, y rápido.
Van Loon guardó silencio unos instantes, y entonces suspiró.
– Bueno, ¿y cómo te encuentras ahora?
– Estoy bien. Se han ocupado de ello.
Carl suspiró de nuevo.
– ¿Estás…? No sé… ¿Estás siguiendo un tratamiento como es debido? ¿Quieres nombres de buenos médicos? Puedo…
– Estoy bien. Mire, eso ha sido un caso aislado. No volverá a ocurrir. -Hice una pausa-. ¿Cómo ha ido la reunión?
Ahora era Van Loon quien callaba. Me había quedado solo.
– Bueno, ha sido un poco embarazoso, Eddie -respondió al final-, no te engañaré. Me gustaría que hubieses estado allí.
– ¿Parecía convencido?
– En general, sí. Dice que es algo que puede plantear, pero tú y yo tendremos que sentarnos con él y repasar los números.
– Fantástico. Por supuesto. Cuando quiera.
– Hank se ha ido a la costa, pero volverá a la ciudad… el jueves, creo. Sí. ¿Por qué no te pasas por la oficina el lunes y organizamos algo?
– Fantástico. Y escuche, Carl, lo lamento de veras.
– ¿Seguro que no quieres ver a mi médico? Es…
– No, pero gracias por el ofrecimiento.
– Piénsatelo.
– De acuerdo. Nos vemos el lunes.
Me quedé junto al teléfono un par de minutos después de la llamada a Van Loon, contemplando una página abierta de la agenda. Sentía una punzada de nervios en el estómago.
Entonces cogí el auricular y marqué el número de Melissa. Mientras esperaba respuesta me pareció que estaba de nuevo en el apartamento de Vernon en la planta 17, al principio de todo aquello, momentos antes de grabar un mensaje en su contestador automático y hurgar en la habitación de su hermano.
– ¿Diga?
– ¿Melissa?
– Hola, Eddie.
– He recibido tu mensaje.
– Sí. Mira… Eh… -Me dio la impresión de que estaba recobrando la compostura-. Lo que te decía en el mensaje se me ha ocurrido hoy. No sé. Mi hermano era un imbécil. Llevaba bastante tiempo traficando con esa droga rara de diseño. Y pensé en ti y empecé a preocuparme.
Si Melissa ya había bebido ese día, ahora parecía contenida, resacosa quizá.
– No tienes de qué preocuparte, Melissa -dije, tras decidir in situ que aquélla sería mi actitud en adelante-. Vernon no me dio nada. Lo vi el día anterior…, eh…, el día anterior a que ocurriera. Sólo charlamos de cosas, de nada en particular.
– Vale -repuso Melissa con un suspiro.
– Pero gracias por preocuparte. -Hice una pausa-. ¿Cómo estás? -Bien.
Incómodo, incómodo, incómodo.
– ¿Y tú?
– Estoy bien. Ocupado.
– ¿A qué te has dedicado?
Aquélla era la conversación que podíamos mantener en tales circunstancias.
– Los últimos años he trabajado de redactor para Kerr & Dexter, los editores.
Técnicamente era la verdad.
– ¿Ah sí? Es fantástico.
No era fantástico, ni tampoco cierto. Mis días como redactor para Kerr & Dexter de repente parecían lejanos, irreales y ficticios.
No me apetecía seguir hablando con Melissa. Desde que habíamos retomado el contacto, por fugaz que fuera, me daba la sensación de que le mentía constantemente. Proseguir con la conversación no haría más que empeorarlo.
– Sólo quería llamarte para aclarar eso… Pero… Ahora tengo que colgar -dije.
– De acuerdo.
– No es que…
– ¿Eddie?
– ¿Sí?
– Esto tampoco es fácil para mí.
– Claro.
No sabía qué decir.
– Adiós, entonces.
– Adiós.
Ante la necesidad de distraerme de inmediato, busqué el teléfono móvil de Gennadi en la agenda. Marqué y esperé.
– ¿Sí?
– ¿Gennadi?
– Sí.
– Soy Eddie.
– ¿Qué quieres Eddie? Estoy ocupado. Miré la pared que tenía enfrente durante unos instantes.
– He preparado un borrador de unas veinte…
– Pásamelo por la mañana. Le echaré un vistazo.
– Gennadi… -Ya no estaba-. ¿Gennadi?
Colgué el teléfono.
Al día siguiente era viernes. Lo había olvidado. Gennadi vendría por el primer pago del préstamo.
Mierda.
El dinero que debía no era el problema. Podía extenderle allí mismo un cheque por el valor total, además de los intereses y un extra por el mero hecho de ser Gennadi, pero no sería suficiente. Le había dicho que había preparado un borrador. Ahora tenía que idear uno y tenerlo por la mañana. De lo contrario, probablemente me cosería a puñaladas hasta que le saliera una lesión de codo de tenista.
No estaba de humor para esos menesteres, pero sabía que me distraería, así que me conecté a Internet e indagué un poco. Anoté la terminología relevante y elaboré una trama vagamente inspirada en un reciente juicio contra la mafia celebrado en Sicilia, un relato detallado que había descubierto en una página web italiana. Poco después de la medianoche, con las consiguientes variaciones, tenía un borrador de 25 páginas de El guardián del código, una historia de la Organizatsiya.
Luego, pasé un buen rato consultando los anuncios inmobiliarios de las revistas. Había decidido que a la mañana siguiente llamaría a algunas agencias importantes de Manhattan y empezaría a buscar de una vez un nuevo piso de alquiler, o incluso de compra.
Luego me acosté y dormí cuatro o cinco horas, si es que a eso se le podía llamar dormir.
Gennadi llegó a eso de las nueve y media. Le abrí la puerta de abajo y le indiqué que estaba en el tercer piso. Tardó una eternidad en subir las escaleras, y cuando apareció al fin en mi salón, parecía agotado y harto.
– Buenos días -dije.
El ruso arqueó las cejas y miró en derredor. Después consultó el reloj.
Había impreso el borrador y lo había metido en un sobre. Lo cogí de encima de la mesa y se lo di. Gennadi lo agitó en el aire, como si estuviese calculando su peso, y dijo:
– ¿Dónde el dinero?
– Eh… Pensaba extenderte un cheque. ¿Cuánto dijiste que era?
– ¿Un cheque?
Asentí, y de repente me sentí como un imbécil.
– ¿Un cheque? -preguntó de nuevo-. ¿Estás loco? ¿Piensas que somos institución financiera?
– Mira, Gennadi…
– Cállate. Si no tienes el dinero hoy, problema grave, mi amigo. ¿Me oyes?
– Lo conseguiré.
– Te cortaré las pelotas.
– Lo conseguiré. Dios mío, en qué estaría pensando.
– Un cheque -repitió con desdén-. Increíble.
Me dirigí al teléfono y lo cogí. Desde esos primeros dos días en Lafayette, había entablado relaciones de lo más cordiales con Howard Lewis, mi obsequioso y rubicundo banquero, así que lo llamé y le dije que necesitaba 22.500 dólares en efectivo, y le pregunté si podía preparármelos en quince minutos.
– Ningún problema, señor Spinola.
Colgué el teléfono y me di la vuelta. Gennadi estaba de pie junto al escritorio, de espaldas a mí. Farfullé unas palabras para captar su atención.
– ¿Y bien?
– Vamos al banco -dije, encogiéndome de hombros.
Fuimos en taxi hasta mi sucursal, situada en la Calle 23 con la Segunda Avenida, y no mediamos palabra. Pensé en mencionar el borrador del guión, pero como Gennadi estaba de mal humor, creí que sería mejor no abrir la boca. Howard Lewis me dio el dinero y se lo entregué a Gennadi en la calle. Se guardó el fajo en el misterioso interior de su chaqueta. Alzando el sobre que contenía el borrador, dijo -.
– Miro esto.
Luego echó a andar por la Segunda Avenida sin despedirse.
Crucé la calle y, siguiendo mi nueva estrategia de alimentarme al menos una vez al día, fui a un restaurante y tomé un café con tarta de arándanos.
Luego me dirigí a Madison Avenue. Unas diez manzanas después, me detuve frente a una agencia inmobiliaria llamada Sullivan y Draskell. Entré, hice algunas preguntas y hablé con una agente que respondía al nombre de Alison Botnick. Rondaría los cincuenta años y llevaba un elegante vestido de seda azul marino con un abrigo de cuello Mao a juego. Al instante me di cuenta de que, si bien llevaba unos vaqueros y un jersey, y podía ser tranquilamente un empleado de una tienda de vinos -o un redactor freelance-, aquella mujer no tenía ni idea de quién era y, por ende, debía estar en guardia. Para Botnick, podía ser uno de esos nuevos ricos de las punto.com en busca de un piso de doce habitaciones en Park Avenue. En los tiempos que corren nunca se sabe, y mantuve la incógnita.
Mientras recorría Madison Avenue pensaba gastar unos 300.000 dólares en la casa, 500.000 a lo sumo, pero, habida cuenta de mi posición con Van Loon y mis perspectivas con Hank Atwood, no había razón para no pensar a lo grande. Dos millones o tres, quizá más. Durante la espera en la lujosa recepción de Sullivan y Draskell, hojeando folletos ilustrados que publicitaban pisos de lujo en nuevos edificios con nombres como Mercuiy y Celestial, y escuchando la voz de Alison Botnick, con sus urgentes golpes léxicos -lujo, liquidez, no lo deje escapar, cerca, cerca, cerca-, mis expectativas aumentaban por segundos. También vi que Alison Botnick me restaba mentalmente quince años y me pertrechaba con una camiseta de la UCLA y una gorra de béisbol, convenciéndose de que era un multimillonario de las punto.com. Las llamas se avivaron cuando le hice caso omiso al sugerir que evitara un piso en un edificio propiedad de una cooperativa debido a las montañas de papeleo necesarias para superar el proceso de elección de la junta.
– Las juntas se están poniendo muy selectivas -dijo-. No es que…
– Por supuesto que no, pero ¿quién quiere que lo excluyan sin presentar batalla?
Botnick ponderó una respuesta.
– De acuerdo.
Nuestra manipulación mutua en aquellos respectivos estados de excitación adquisitiva y profesional sólo podían desembocar en una cosa: visitas. Primero me llevó a ver un piso de cuatro habitaciones, en la Calle 74, entre Lexington y Park Avenue, construido antes de la guerra. Fuimos en taxi y, mientras hablábamos del mercado y de su situación en ese momento, tuve la agradable sensación de llevar las riendas, como si hubiese diseñado yo el programa de aquel pequeño interludio y todo fuese sobre ruedas.
El piso que visitamos en la Calle 74 no era nada del otro mundo. Los techos eran bajos y no entraba demasiada luz natural. Además, era pequeño y bastante agobiante.
– Muchos edificios de antes de la guerra son así -explicó Alison mientras recorríamos el vestíbulo de camino a la calle-. Tienen goteras y hay que cambiar las instalaciones eléctricas, y a menos que esté dispuesto a quedárselo tal cual y empezar de cero, no valen su precio.
Que en este caso eran 1,8 millones de dólares.
Después fuimos a ver un loft reformado de 300 metros cuadrados en el barrio de Flatiron. Hasta los años cincuenta había sido una fábrica textil, había quedado vacío casi todos los sesenta y, por su decoración, no parecía que el actual dueño hubiese hecho gran cosa desde los setenta. Alison dijo que era un ingeniero civil que seguramente había pagado muy poco por él, pero que ahora pedía 2,3 millones. Me gustó, y tenía potencial, pero se encontraba en una zona de la ciudad que todavía resultaba un tanto anodina.
El último piso al que me llevó Alison se encontraba en la planta 68 de un rascacielos construido hacía poco en el lugar que antaño ocuparan las vías de tren en el West Side. El Celestial, además de otras urbanizaciones de lujo, en teoría había de ser la pieza central de un nuevo proyecto de remodelación urbana. Más o menos abarcaría la zona que mediaba entre la parte oeste de Chelsea y Hell's Kitchen.
– Si da un vistazo, hay muchos pisos vacíos por aquí -dijo Alison, que parecía un Robert Moses de nuestros días-, desde la Calle 26 hasta la 42, al oeste de la Novena Avenida. Está a punto para nuevas construcciones. Y con la nueva estación Penn se apreciará un incremento enorme del tráfico. Llegarán miles de personas más cada día.
Estaba en lo cierto. Cuando el taxi recorría la Calle 34 en dirección al río Hudson, comprendí a qué se refería. Detecté un gran potencial de encarecimiento y aburguesamiento en todo el barrio.
– Créame -continuó-, será la mayor apropiación de tierras que ha presenciado esta ciudad en cincuenta años.
El Edificio Celestial, que despuntaba sobre un erial de almacenes abandonados, era un deslumbrante monolito de acero revestido de cristal reflectante en tonos bronce. Cuando el taxi se detuvo junto a una enorme plaza que se extendía a los pies del edificio, Alison me soltó un rollo sobre cosas que, obviamente, creía que yo debía saber. El Celestial tenía 217 metros de altura, 70 plantas y 185 viviendas, además de varios restaurantes, un gimnasio, una sala de proyecciones privada, instalaciones para pasear al perro, un sistema «inteligente» de reciclaje de basuras, una bodega, un humidificador, azotea recubierta de titanio…
Asentí, como si estuviese anotando todo aquello para valorarlo más tarde.
– El propio arquitecto se está planteando trasladarse aquí -dijo.
En el amplio vestíbulo, unas columnas de mármol con vetas rosadas sostenían el techo, adornado con un mosaico dorado, pero escaseaban los muebles y las obras de arte. El ascensor nos llevó hasta la planta 68 en lo que parecieron diez segundos, pero debieron de ser más. El piso precisaba algunas obras, me dijo, así que no debía preocuparme por las bombillas sin lámpara y los cables a la vista.
– Pero… -susurró mientras metía la llave en la cerradura- no se pierda las vistas.
Entramos en un piso diáfano, y aunque vi diversos pasillos, me sentí atraído al instante por las ventanas que ocupaban el otro extremo de la blanca y desnuda estancia. El suelo estaba cubierto de plásticos y, al ir avanzando hacia los ventanales con Alison detrás de mí, avisté todo Manhattan en una panorámica vertiginosa. Me asombró ver los rascacielos justo enfrente, Central Park a la izquierda y el distrito financiero a mi derecha.
Vistos desde aquella perspectiva, desde aquella onírica cualidad de lo imposible, los edificios emblemáticos de la ciudad estaban en su sitio, pero parecían mirar hacia donde nos encontrábamos. Noté la presencia de Alison detrás de mí, olí su perfume y oí el suave roce de la seda al moverse.
– ¿Y bien? -dijo-. ¿Qué le parece?
– Es increíble -respondí, volviéndome hacia ella.
Alison asintió y esbozó una sonrisa. Sus ojos eran de un verde vivaracho y brillaban de un modo que no había visto antes. De repente, me pareció mucho más joven de lo que imaginaba.
– Entonces, señor Spinola -añadió, sosteniéndome la mirada-, ¿le importa que le pregunte a qué se dedica?
Vacilé unos momentos y dije:
– Banca de inversión.
Alison asintió.
– Trabajo para Carl Van Loon.
– Entiendo. Debe de ser interesante.
– Lo es.
Mientras procesaba la información, quizá ubicándome en alguna categoría de cliente inmobiliario, observé la habitación, con sus paredes desnudas y el incompleto cuadriculado de paneles del techo, tratando de imaginar cómo sería totalmente amueblado y habitado. Pensé también en el resto del piso.
– ¿Cuántas habitaciones tiene? -pregunté.
– Diez.
Pensé en aquella información -un piso de diez habitaciones-, pero su envergadura me superaba. Me vi arrastrado irremediablemente a la ventana y admiré de nuevo la ciudad, embelesado como antes, asimilándolo todo. Hacía un día despejado, el sol brillaba sobre Manhattan, y el mero hecho de encontrarme allí me llenó de júbilo.
– ¿Cuánto vale?
Tuve la impresión de que lo hacía sólo por aparentar, pero Alison consultó su libreta, hojeando varias páginas y murmurando como si estuviese concentrada. Al cabo de un momento, dijo con indiferencia:
– Nueve y medio.
Chasqueé la lengua y solté un silbido.
Alison consultó otra página de la libreta y se movió un poco hacia la izquierda, como si ahora verdaderamente se hubiese perdido en sus pensamientos.
Volví a mirar por la ventana. Era mucho dinero, desde luego, pero tampoco una cantidad prohibitiva. Si seguía trabajando a ese nivel y conseguía manejar bien a Van Loon, no había motivo por el que no pudiera reunir el dinero.
Me volví hacia Alison y me aclaré la voz.
Ella sonrió educadamente.
Nueve millones y medio de dólares.
Había cierta electricidad entre nosotros, pero, por lo visto, mencionar el dinero la atenuó, y durante un rato recorrimos en silencio el resto de habitaciones. Las vistas en cada una de ellas eran distintas de las del salón principal, pero igual de espectaculares. Parecía haber luz y espacio por todas partes, y al atravesar lo que serían los cuartos de baño y la cocina, imaginé ónice, terracota, nogal y cromados, una vivienda elegante en un caleidoscopio de formas flotantes, líneas paralelas y curvas de diseño.
Entonces comparé todo aquello con la atmósfera opresiva y el crujir del suelo de mi casa y empecé a notar un mareo, dificultades para respirar e incluso cierto pánico.
– Señor Spinola, ¿se encuentra bien?
Me apoyé contra la puerta, presionándome el pecho con una mano.
– Sí, estoy bien… Es sólo…
– ¿Qué?
Miré a mi alrededor para orientarme. No sabía si había sufrido otro desvanecimiento momentáneo. Creía no haberme movido, no lo recordaba, pero no podía saber a ciencia cierta si el ángulo era distinto desde el lugar en el que me encontraba…
– ¿Señor Spinola?
– Estoy bien, estoy bien. Pero ahora debo irme. Lo siento.
Me dirigí rápidamente hacia la puerta. Dándole la espalda, agité una mano en el aire y dije:
– Me pondré en contacto con su oficina. Ya llamaré. Gracias.
Salí al pasillo y fui directo a uno de los ascensores. Mientras las puertas se cerraban, tenía la esperanza de que no me siguiera, y así fue.
Salí del Celestial y crucé la plaza en dirección a la Décima Avenida pensando en el colosal bloque de vidrio que brillaba al sol detrás de mí. Pensaba también en la posibilidad de que Alison Botnick estuviese todavía en la planta 68, tal vez mirando a la plaza, lo cual me hacía sentir como un insecto. Hube de recorrer varias manzanas de la Calle 33 y pasar frente a la oficina de Correos y el Madison Square Garden antes de encontrar un taxi. No miré atrás en ningún momento, y cuando entré en el coche agaché la cabeza. Había una copia del New York Post doblada sobre el asiento. La cogí y la sostuve con fuerza en mi regazo.
Todavía no sabía con certeza si había ocurrido algo allí arriba, pero la idea misma de que aquella historia de los desvanecimientos empezara otra vez me aterrorizaba. Me quedé quieto y esperé, calibrando cada resquicio de mi percepción, listo para aislar y evaluar cualquier anormalidad. Pasaron un par de minutos y parecía encontrarme bien. Entonces relajé la mano con la que agarraba el periódico, y cuando giramos a la derecha para tomar la Segunda Avenida, me había calmado considerablemente.
Abrí el Post y miré la portada. El titular decía: «los federales investigan a los reguladores». Era un artículo sobre los tejemanejes de la Comisión Deportiva del estado de Nueva York, e iba acompañado de unas fotografías poco favorecedoras de dos altos cargos de dicho organismo. Como era habitual en ese periódico, en la parte superior de la portada, por encima de la cabecera, había tres titulares encuadrados con referencias a las páginas donde se encontraba el artículo. El que había en medio, con tipografía blanca sobre un fondo rojo, me llamó la atención de inmediato: «mujer de pintor mexicano sufre ataque brutal, página 2». Contemplé aquellas palabras un segundo, y estaba a punto de buscar el artículo cuando vi el titular de al lado. Éste -en blanco sobre negro- decía: «corredor de bolsa misterioso arrasa, página 43». Abrí atropelladamente el periódico y cuando encontré el artículo en la sección de negocios, lo primero que vi fue que la autora era Mary Stern. Se me revolvió el estómago.
No me podía creer que hubiese escrito algo sobre mí, máxime después de cómo le había hablado por teléfono. Pero quizá fuera ese el motivo. El texto ocupaba media página e iba acompañado de una foto de la sala de trabajo de Lafayette. Allí estaban Jay Zollo y los demás, sentados en sus sillas y mirando a cámara.
Empecé a leer.
En una de las compañías de corretaje interdía de Broad Street ha ocurrido algo inusual. En una sala con cincuenta terminales y otras tantas gorras de béisbol, brokers de guerrilla especulan por unos márgenes de beneficio ínfimos: un octavo de punto aquí, un dieciseisavo allá. En Lafayette Trading se trabaja duro y la atmósfera es innegablemente tensa.
Me mencionaba en el segundo párrafo.
Pero la semana pasada todo cambió cuando Eddie Spinola, el chico nuevo, llegó de la calle, abrió una cuenta y emprendió una agresiva orgía de ventas en descubierto que dejó a los avezados corredores de Lafayette sin aliento y buscando su teclado, con la intención de seguir sus indicaciones y embolsarse unos beneficios sin parangón en el mundo del corretaje interdía. Pero, atentos: el que al final de su primera semana era el Rey de las Ratas, el corredor misterioso Eddie Spinola, se halla en paradero desconocido…
No me lo podía creer. Leí en diagonal el resto del párrafo.
Se niega a hablar […] Reservado con otros corredores […] Esquivo […] No se le ha visto en varios días.
El artículo especulaba sobre mi identidad y mis actividades, e incluía citas de un desconcertado Jay Zollo, entre otros. Un texto encuadrado ofrecía detalles sobre algunas de mis transacciones y explicaba cómo se habían beneficiado de ellas varios habituales de Lafayette: uno había ganado suficiente dinero para dar la entrada de un piso, otro había pedido cita para una operación dental a la que debía someterse desde hacía mucho tiempo, y un tercero se había puesto al día con los pagos de la pensión alimentaria.
Era una sensación extraña que escribieran sobre uno, ver tu nombre impreso en un periódico, sobre todo en la sección de negocios. Era más raro aún aparecer en la sección de negocios del New York Post.
Observé el tráfico de la Segunda Avenida.
No sabía cómo afectaría aquello a mi privacidad o a mi relación con Van Loon, pero si algo sabía a ciencia cierta era que no me gustaba.
El taxi se detuvo frente a mi edificio. Estaba tan distraído con el artículo que, cuando pagué al conductor y me apeé, no vi al pequeño grupo de fotógrafos y periodistas congregado en la acera. No conocían mi apariencia y supuestamente sólo sabían dónde vivía, pero mi mirada de incredulidad al bajarme del coche debió de delatarme. Hubo un breve momento de calma antes de que se dieran cuenta, dos segundos a lo sumo, y después: «¡Eddie! ¡Eddie! ¡Aquí! ¡Aquí!». ¡Clic! ¡Clic! Agaché la cabeza, saqué las llaves y eché a andar a toda prisa. «¿Cuándo volverá a Lafayette, Eddie? ¡Mire aquí, Eddie! ¿Cuál es su secreto, Eddie?» Conseguí entrar y cerrar la puerta de golpe. Corrí escaleras arriba y, una vez en casa, fui directo a la ventana. Seguían allí abajo. Eran cinco periodistas arracimados en torno a la puerta del edificio. ¿Todo aquello lo había motivado el artículo del Post? ¿Todo el mundo quería saber quién era el tipo que se había anticipado a los mercados? ¿El corredor misterioso? Si esa era la noticia, me alegraba de que nadie reparara en que yo era el Thomas Cole al que la policía ansiaba interrogar en relación con Donatella Álvarez.
Me di la vuelta y vi que la luz del contestador automático parpadeaba. Fatigado, me acerqué a él y pulsé el play. Había siete mensajes.
Me senté al borde del sofá y escuché. Jay Zollo suplicaba que me pusiera en contacto con él. Mi padre, confuso, quería saber si había visto el artículo en el periódico. Gennadi, enfadado, dijo que si me estaba riendo de él me cortaría la puta cabeza con un cuchillo del pan. El amigable Artie Meltzer me invitaba a comer. Mary Stern me decía que todo sería mucho más fácil si hablaba con ella. Una empresa de contratación me ofrecía un cargo exclusivo en una importante agencia de corretaje. Y un empleado de la oficina de David Letterman -un representante artístico- me invitaba a participar en el programa de aquella noche.
Me arrellané en el sofá y miré al techo. Debía conservar la calma. Yo no deseaba aquella atención, ni verme presionado, pero si pretendía salir de una pieza tenía que permanecer alerta. Me levanté del sofá y fui al dormitorio. Quizá si podía dormir un rato por la tarde, una hora o dos, sería capaz de pensar con claridad. Pero en el momento en que me tumbé en la cama supe que no podría hacerlo. Estaba completamente despierto y mi cerebro funcionaba a todo gas.
Me levanté de nuevo y fui al salón. Anduve arriba y abajo un rato, de la mesa al teléfono y del teléfono a la mesa. Luego entré en la cocina y salí otra vez. Me metí en el lavabo y volví al salón. Entonces me acerqué a la ventana. Pero eso era todo. No tenía adónde ir, sólo aquellas tres habitaciones. De pie cerca de mi escritorio, estudié el piso e intenté imaginar cómo sería aquel lugar con diez habitaciones, techos altos y paredes blancas desnudas. Pero no podía hacerlo sin sentir vértigo. Además, era otro lugar -la planta 68 del Celestial-, y ahora estaba allí, en mi casa.
Me alejé de la mesa y tuve que apoyarme en las estanterías que había detrás de mí. Me entró un mareo repentino.
Cerré los ojos.
Al cabo de un momento me vi flotando, moviéndome por un pasillo vacío e iluminado. Se oía un sonido cada vez más distante y atenuado. El avance pareció durar una eternidad, con un ritmo lento y onírico. Pero luego me deslizaba describiendo una amplia curva, atravesando una habitación hacia un gran ventanal. No me detuve allí, sino que continué flotando, con los brazos extendidos, atravesando el cristal y sobrevolando el gran microchip que era la ciudad, mientras detrás de mí, tras una breve pero inexplicable demora, el enorme bloque de cristal se desmoronaba en un millón de fragmentos con un estruendo ensordecedor.
Abrí los ojos y di un salto hacia atrás, asustado por la inesperada vista aérea que tenía ahora de la Calle 10, las papeleras, los coches aparcados y los fotógrafos arremolinados como bacterias en una placa de laboratorio. Me aparté de la repisa, intentando mantener el equilibrio, y me desplomé en el suelo. Después, respirando profundamente y frotándome la cabeza, que me había golpeado con la parte superior de la ventana, contemplé asombrado dónde había estado momentos antes y dónde debía estar todavía.
Me levanté poco a poco y volví hacia las estanterías, observando con atención cada uno de mis pasos. Extendí el brazo para tocar las cosas al pasar y así tranquilizarme: el lateral del sofá, la mesa, el escritorio… Miré de dónde venía y no me lo podía creer. Se me antojaba irreal que hubiese estado apoyado en aquella ventana, asomando tanto el cuerpo.
Con el corazón desbocado, fui al cuarto de baño. Si aquello iba a empezar de nuevo, tenía que encontrar la manera de pararlo. Abrí el botiquín situado sobre el lavamanos y rebusqué apresuradamente entre las botellas, cajas y envases herméticos, los productos de afeitado, los jabones y los analgésicos sin receta médica. Encontré un bote de jarabe antitusivo que había comprado el invierno anterior pero no había llegado a utilizar. Leí la etiqueta y vi que contenía codeína. Abrí el tapón, me miré en el espejo y empecé a beber. Era horrible, empalagoso y viscoso, y entre trago y trago tuve arcadas, pero al menos sabía que, fuese cual fuese el cortocircuito sináptico que estaba provocando aquellos desvanecimientos, la codeína ralentizaría mi organismo y me causaría somnolencia, tal vez la suficiente para dejarme inconsciente en el sofá o en el suelo. No me importaba dónde, mientras no fuese en el exterior, en algún lugar de la ciudad, en libertad…
Bebí hasta la última gota del frasco, enrosqué de nuevo el tapón y lo tiré en la cestita que había junto al inodoro. Luego tuve que esforzarme para no vomitar. Me senté al borde de la bañera, agarrándome a ella con fuerza, y miré la pared de enfrente intentando no cerrar los ojos.
Durante los cinco minutos siguientes, antes de que la codeína empezara a hacer efecto, se produjeron dos sucesos más, breves como el parpadeo de una diapositiva, pero no por ello menos aterradores. De hallarme al borde de la bañera, y sin ningún movimiento consciente por mi parte, me vi en medio del salón. Estaba de pie, oscilando ligeramente, intentando disimular mi desconcierto, como si ignorar lo que había ocurrido significara que no volvería a pasar. Poco después -clic, clic- me encontraba sentado en el último escalón del primer descansillo con la cabeza entre las manos. Me di cuenta de que otro desplazamiento como aquél y estaría en la calle, acosado por fotógrafos y periodistas, quizá en peligro, quizá poniendo en peligro a los demás y, sin duda, fuera de control.
Pero en ese momento empecé a notar una pesadez en las extremidades y una suerte de estupefacción general. Me levanté, agarrándome a la barandilla, y me di la vuelta. Subí poco a poco hasta la tercera planta. Caminar era como vadear melaza, y cuando llegué a la puerta del piso, que estaba abierta de par en par, supe que no iría a ninguna parte.
Tardé unos momentos en darme cuenta de que el zumbido que oía desde el umbral de la puerta no estaba sólo en mi cabeza. Era el teléfono, y antes de que me diese tiempo a razonar que no debía cogerlo habida cuenta de mi estado, vi mi mano flotando hacia el auricular.
– ¿Diga?
– ¿Eddie?
La conmoción me hizo callar unos momentos. Era Melissa.
– ¿Eddie?
– Sí, soy yo. Lo siento. Hola.
Mi voz sonaba pesada y laxa.
– Eddie, ¿por qué me mentiste?
– No lo hice… ¿De… de qué estás hablando?
– Del MDT. Vernon. Ya sabes de qué hablo.
– Pero…
– Acabo de leer el Post, Eddie. ¿Vendiendo acciones en descubierto? ¿Anticipándote a los mercados? ¿Tú? Vamos.
No sabía qué decir.
– ¿Desde cuándo lees tú el New York Post? -repuse.
– Últimamente es lo único que se puede leer.
¿Qué significaba eso?
– No entien…
– Mira, Eddie, olvídate del Post, y olvídate de que me has mentido. El problema es el MDT. ¿Todavía lo estás consumiendo?
No respondí. Apenas podía abrir los ojos.
– Tienes que dejar de tomarlo, por el amor de Dios.
Hice una nueva pausa, pero esta vez no sé cuánto duró.
– ¿Eddie? Dime algo.
– ¿Por qué no nos vemos?
– De acuerdo. ¿Cuándo?
– Dímelo tú.
Notaba una hinchazón en la lengua al hablar.
– Mañana por la mañana. No sé. ¿Once y media?, ¿doce?
– Vale. ¿En la ciudad?
– Perfecto. ¿Dónde?
Propuse un bar de la calle Spring.
– Bien.
Eso fue todo. Entonces Melissa dijo:
– Eddie, ¿estás bien? Te noto raro, me preocupas.
Estaba contemplando un nudo en los tablones de madera del suelo. Reuní las fuerzas que me quedaban y acerté a decir:
– Nos vemos mañana, Melissa.
Luego, sin esperar respuesta, colgué el teléfono.
Fui tambaleándome hasta el sofá y me tumbé. Era media tarde y acababa de beberme una botella entera de jarabe para la tos. Apoyé la cabeza en el reposabrazos y miré al techo. Durante la media hora posterior escuché varios sonidos que entraban y salían de mi conciencia: el timbre seguramente, alguien golpeando la puerta, voces, el teléfono, sirenas y tráfico. Pero ninguno era lo bastante nítido o llamativo para sacarme de aquel estupor, y me fui sumiendo en el sueño más profundo que había disfrutado en varias semanas.
Seguí inconsciente hasta las cuatro de la madrugada y tardé dos horas más en recobrarme de aquella somnolencia paralizadora. Pasadas las seis, y con dolores por todo el cuerpo, salí a rastras del sofá y fui a darme una ducha. Luego me preparé una cafetera grande en la cocina.
Después, mientras fumaba un cigarrillo en el salón, no dejaba de mirar el bol de cerámica que reposaba sobre la estantería situada encima del ordenador. Pero no quería acercarme demasiado a él, porque sabía que si seguía tomando MDT acabaría sufriendo aquellos desvanecimientos misteriosos y cada vez más aterradores. Por otro lado, no creía que tuviese nada que ver con el coma de Donatella Álvarez. Estaba dispuesto a aceptar que había ocurrido algo, y que durante aquellos desvanecimientos seguía funcionando de una manera u otra, moviéndome y haciendo cosas, pero me negaba a aceptar que hubiese llegado a golpear a alguien en la cabeza con un instrumento contundente. Había pensado algo similar unos minutos antes en la ducha. Aún tenía moratones en el cuerpo, así como aquella pequeña marca circular, una presunta quemadura de cigarrillo que ahora estaba desapareciendo. Era una prueba indiscutible de algo, concluí, pero dudaba que tuviese que ver conmigo.
Me acerqué con renuencia a la ventana y miré. La calle estaba vacía. No había nadie, ni fotógrafos ni periodistas. Con un poco de suerte, pensé, el misterioso corredor de bolsa que había aparecido en los periódicos sensacionalistas ya era agua pasada. Además, era sábado por la mañana, de modo que reinaría la calma.
Me senté de nuevo en el sofá. Al cabo de dos minutos, volví a la posición que había adoptado toda la noche, e incluso me amodorré un poco. Sentía un agradable letargo y cierta holgazanería. Era algo que no había sentido desde hacía largo tiempo, y aunque tardé un poco, a la postre lo relacioné con el hecho de que no había tomado una píldora de MDT en casi veinticuatro horas, mi periodo de abstinencia más largo, y el único. Nunca había pensado en dejarlo, pero ahora me decía: «¿Por qué no?». Era fin de semana, y a lo mejor necesitaba un descanso. Tendría que recargar pilas para la reunión del lunes con Carl Van Loon, pero hasta entonces nada me impedía relajarme como una persona normal.
Sin embargo, hacia las once no estaba tan relajado y, cuando me disponía a salir, me sentí un poco desorientado. Pero como nunca había dejado que se disipara totalmente el efecto de la droga, decidí seguir adelante con mi abstinencia temporal, al menos hasta que hablara con Melissa.
En Spring Street dejé el sol tras de mí y me adentré en las sombras del bar en el que nos habíamos citado. Miré en derredor. Alguien me hacía gestos desde una mesa situada en un rincón, y aunque no veía con claridad, sabía que aquella persona tenía que ser Melissa y fui a su encuentro.
De camino al local me sentía muy raro, como si hubiese tomado alguna sustancia que empezaba a hacer efecto. Pero sabía que en realidad ocurría lo contrario, como si se alzara una cortina y quedaran al descubierto los nervios, unas sensaciones que no habían visto la luz del día desde hacía tiempo. Cuando pensaba en Carl Van Loon, por ejemplo, o en Lafayette, o en Chantal, lo primero que me llamaba la atención era lo irreales que parecían, y luego se adueñaba de mí una especie de tenor por haber mantenido relación con ellos. Cuando pensaba en Melissa, me sentía abrumado, cegado por una tormenta de recuerdos…
Melissa se levantó a mi llegada y nos besamos torpemente. Ella se sentó de nuevo, y yo hice lo propio al otro lado de la mesa.
Mi corazón palpitaba.
– ¿Qué tal? -dije, y al instante se me antojó raro no comentar su aspecto, pues estaba muy cambiada.
– Estoy bien.
Llevaba el pelo corto y teñido de un tono marrón rojizo. Estaba más gruesa -en general, pero sobre todo la cara- y tenía arrugas alrededor de los ojos. Su mirada transmitía cansancio. Yo no era quién para hablar, desde luego, pero aun así me sorprendió.
– ¿Y tú, Eddie, cómo estás?
– Bien -mentí-. Supongo.
Melissa estaba tomando una cerveza y tenía un cigarrillo encendido. El bar estaba casi vacío. Había un anciano leyendo un periódico en una mesa situada cerca de la puerta y dos muchachos en los taburetes de la barra. Llamé al camarero y señalé la cerveza de Melissa. La normalidad de la situación denotaba lo extraño e inquieto que me sentía. Unas semanas antes me hallaba frente a Vernon en una coctelería de la Sexta Avenida. Ahora, gracias a una lógica insondable, estaba sentado delante de Melissa en aquel lugar.
– Tienes buen aspecto -dijo. Luego, alzando un dedo amenazador, añadió-: Y no me digas que yo también, porque sé que no es cierto.
Pese a los cambios, al peso, las arrugas y el cansancio, nada podía rebatir el hecho de que Melissa seguía siendo hermosa. Pero, después de su advertencia, no sabía cómo decírselo sin sonar condescendiente.
– He perdido bastante peso últimamente -observé.
Melissa me miró fijamente a los ojos y contestó:
– Eso es obra del MDT.
– Ya me figuro.
Con el tono lo más pausado y circunspecto que pude, pregunté:
– ¿Qué sabes de todo esto?
– Bueno -contestó, respirando hondo-; en resumidas cuentas, Eddie, el MDT es letal, o puede serlo. Y si no te mata, provoca graves daños cerebrales, y te hablo de daños permanentes. -Entonces se señaló la cabeza con el índice de la mano derecha y dijo-: A mí me jodio el cerebro. Ya te lo contaré más tarde, pero lo importante es que yo he tenido suerte.
Tragué saliva.
En ese momento apareció el camarero con una bandeja. Dejó un vaso de cerveza delante de mí y cambió el cenicero por uno nuevo. Cuando se fue, Melissa continuó:
– Consumí sólo nueve o diez veces, pero hubo un tipo que tomó mucho más, durante varias semanas, y me consta que falleció. Otro desgraciado acabó como un vegetal. Su madre tenía que bañarlo todos los días y alimentarlo con una cuchara.
Me dio un vuelco el estómago y empecé a sentir un leve dolor de cabeza.
– ¿Cuándo ocurrió todo eso?
– Hará unos cuatro años. ¿Vernon no te contó nada? -Meneé la cabeza. Melissa parecía sorprendida. Entonces, como si le requiriese un gran esfuerzo físico, respiró hondo una vez más-. De acuerdo -prosiguió-. Hace cuatro años, Vernon salía a veces con un cliente suyo que trabajaba en un laboratorio farmacéutico y gozaba de un acceso que nunca debería haber tenido a una serie de medicamentos nuevos. Se suponía que uno de ellos, que todavía no tenía nombre ni se había sometido a ensayos clínicos, era increíble. Así que, para probarlo, porque evidentemente eran demasiado astutos como para hacerlo ellos mismos, Vernon y ese tipo empezaron a dárselo a otros, sobre todo amigos suyos.
– ¿Incluso a ti?
– Al principio, Vernon no quería que lo tomara, pero hablaba tan bien del MDT que insistí. Ya sabes cómo era yo, curiosa a más no poder.
– No es ningún defecto.
– En fin. Algunos nos vimos inmersos en lo que podríamos denominar un período de ensayo informal. -Melissa hizo una pausa y bebió un trago de cerveza-. ¿Qué iba a hacer? Lo tomé y era increíble. -Calló de nuevo y me miró en busca de una confirmación-. Tú lo has tomado, ya sabes de qué te hablo, ¿no? -Asentí-. Consumí varias veces más, pero empecé a asustarme.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Porque… no era idiota. Sabía que nadie podía mantener aquel nivel de actividad mental durante mucho tiempo y sobrevivir. Era absurdo. Te pondré un ejemplo. Un día leí El universo elegante, de Brian Greene… Teoría de supercuerdas, ¿sabes? Me lo leí en cuarenta y cinco minutos, y lo entendí. -Melissa dio una última calada al cigarrillo-. Eso sí, ahora no me preguntes nada sobre el tema. -Apagó el cigarrillo en el cenicero-. En aquel momento se suponía que estaba trabajando en una serie de artículos sobre sistemas adaptativos de organización, un estudio sobre las investigaciones que se estaban llevando a cabo, su viabilidad y demás. Mi ritmo de trabajo se multiplicó por diez de la noche a la mañana. Mi jefe en la revista Iroquois creyó que intentaba arrebatarle el puesto de director de contenidos. Así que imagino que me acobardé. Me entró el pánico. No podía manejar aquello y dejé de consumir.
Se encogió de hombros un par de veces.
– ¿Y?
– Y empecé a ponerme enferma al cabo de unas semanas. Tenía dolores de cabeza y náuseas. Eso sí que fue aterrador. Fui a ver a Vernon para preguntarle si debía tomar otra dosis, o media, comprobar si eso cambiaba algo. Pero fue entonces cuando me contó que aquel hombre había muerto.
– ¿Cómo murió?
– Un deterioro rápido, en dos días. Dolores de cabeza, mareos, pérdida de la capacidad motriz, desvanecimientos y, ¡bam!, estaba muerto.
– ¿Cuánto había consumido?
– Más o menos, una dosis diaria durante un mes.
Tragué saliva una vez más y cerré los ojos un segundo.
– ¿Cuánto has estado tomando, Eddie?
Ahora me miraba fijamente con aquellos ojos marrones increíbles y se mordía el labio inferior.
– Mucho -repuse, chasqueando la lengua-. Más que ese tipo.
– Dios mío.
Se hizo un largo silencio.
– Entonces, todavía tendrás quien te lo suministre -dijo al final.
– No exactamente. Me queda un poco, pero… Me lo pasó Vernon. Era él quien me lo proporcionaba, y ahora ya no está. No conozco a nadie más.
Melissa me miró algo confusa y dijo:
– El tipo del que te hablaba murió porque no sabían lo que hacían, no tenían ni idea sobre la dosificación y, además, la gente reacciona de maneras distintas. Pero no tardaron mucho en averiguarlo. -Hizo una pausa, respiró hondo de nuevo y continuó-. Vernon ganaba mucho dinero traficando con el MDT, y no me consta que haya habido ninguna otra muerte desde los comienzos, así que, en teoría, lo que te dio o lo que te dijo estaba bien. La dosis ha funcionado, ¿verdad? Ahora sabes lo que haces, ¿no?
– Humm.
¿Debía confesarle que Vernon sólo me había dado una muestra y que no había tenido oportunidad de explicarme nada?
– ¿Y qué te ocurrió a ti, Melissa? -pregunté.
Encendió otro cigarrillo y pareció pensar por un momento en la posibilidad de desviar la conversación. Yo la acompañé con otro cigarrillo.
– Bueno, por supuesto, después de ponerme enferma y de que aquel tipo muriera, no volví a acercarme, no la volví a tocar. Pero estaba muy asustada. Estaba casada y tenía dos hijos pequeños. -Al decir esto, casi se estremeció, como si hubiese reaccionado a una bofetada en la cara, como si creyera que verbalizar semejante irresponsabilidad debería haber provocado en el acto una reacción violenta en alguien. Tras unos instantes, continuó-. Aparte de los fuertes dolores de cabeza y náuseas que sentía de vez en cuando, no parecía ir a peor. Pero con los meses me di cuenta de que había una pauta. No podía concentrarme en nada durante más de diez minutos sin que apareciera una migraña. Incumplía los plazos de entrega. Me volví lenta y holgazana. Gané peso. -Tiró con desprecio de su jersey-. Mi memoria quedó hecha trizas. Y aquella serie de artículos se desintegró. Me echaron de Iroquois. Mi matrimonio se vino abajo. ¿Y el sexo? Ni hablar. -Melissa se recostó en la silla y meneó la cabeza-. Eso fue hace cuatro años, y nunca he vuelto a ser la misma.
– ¿Y ahora?
– Ahora vivo en Mahopac y trabajo de camarera cuatro noches por semana en un lugar llamado Cicero's. Ya no sé leer. Sólo el puto New York Post. -Me sentía como si me hubiesen vertido ácido sulfúrico al fondo del estómago-. Soy incapaz de sobrellevar situaciones estresantes o emocionales, Eddie. Ahora me encuentro animada porque estoy contigo, pero después tendré dolor de cabeza durante tres días. Créeme, voy a pagar muy cara esta cita. -En ese momento se levantó de la mesa-. Y tengo que mear. Es otro síntoma. -Se quedó allí de pie, mirándome y rascándose la nuca-. Pero no necesitabas tanta información, ¿verdad?
Con un ademán despectivo, Melissa se dirigió al cuarto de baño. Me dediqué a contemplar el bar, reproduciendo las palabras de Melissa, incapaz de comprenderlas. En primer lugar, me parecía increíble que estuviésemos juntos, compartiendo una copa y charlando, y que en ese momento estuviese en el lavabo, vestida con unos vaqueros y un jersey holgado, meando. Porque siempre que había pensado en ella durante los últimos diez años, la persona a la que visualizaba automáticamente era la delgada y radiante Melissa de 1988, la de la cabellera oscura y los pómulos prominentes, la Melissa a la que había visto levantarse la falda mil veces y mear sin dejar de hablar. Pero, al parecer, la Melissa de aquellos días se había desvanecido en el tiempo y el espacio y se había convertido en un fantasma. Jamás volvería a verla, jamás me toparía con ella en la calle. La había suplantado la Melissa con la que no había mantenido contacto, la que se había casado otra vez y había tenido hijos, la que había trabajado para la revista Iroquois, la que había dañado de manera permanente su prolífico y tumultuoso cerebro con un producto farmacéutico no contrastado y antes desconocido.
Se me llenaron los ojos de lágrimas y noté un escozor en la garganta. Entonces empezaron a temblarme las manos. ¿Qué me estaba pasando? Sólo habían transcurrido veinticuatro horas desde que tomé la última dosis de MDT y al parecer ya se abrían pequeñas brechas en la dura concha química que se había formado a mi alrededor en las últimas semanas. A través de aquellos resquicios se deslizaban emociones intensas, y no sabía cómo iba a lidiar con ellas. Me vi a mí mismo llorando, sollozando, arrastrándome por el suelo y subiéndome por las paredes, lo cual tuvo sentido unos momentos, como si fuese un alivio exquisito. Pero entonces, cuando Melissa volvió del lavabo, tuve que hacer un esfuerzo para recomponerme.
Se sentó delante de mí y dijo:
– ¿Estás bien?
– Sí.
– Pues no lo parece.
– Es sólo… que me alegro de verte otra vez, Melissa, de verdad. Pero me siento muy mal… Es decir… No me puedo creer que hayas… -Entonces, las lágrimas que había intentado contener me anegaron los ojos. Cerré los puños y miré a la mesa-. Lo siento -dije, y luego sonreí, pero la expresión de mi rostro probablemente era tan demente que no debía de parecer una sonrisa. Me disculpé otra vez, y mientras me enjugaba los ojos con una mano, clavé los nudillos de la otra en el banco de madera.
Sin mirarla directamente, vi que Melissa estaba inmersa en un ejercicio paliativo, respirando hondo y susurrando la palabra «mierda» cada dos segundos.
– Mira, Eddie -dijo a la postre-, ahora el problema ya no soy yo, ni nosotros. Eres tú. -Esa afirmación tuvo un efecto equilibrante sobre mí e intenté concentrarme por unos momentos en sus repercusiones-. Te llamé porque creí… No sé. Creí que si estabas tomando MDT, o lo habías hecho, al menos debías saber lo que me había pasado a mí. Pero no tenía ni idea de que estuvieses tan… -meneó la cabeza- metido. Y después, cuando leí aquello en el Post… -Miré el vaso de cerveza. Ni siquiera lo había tocado, y tampoco pensaba hacerlo-. ¿Transacciones intradía? ¿Vendiendo acciones de biotecnología en descubierto? No me lo podía creer. Debes de tomar mucho MDT. -Asentí-. Pero ¿qué pasará cuando se agoten las existencias, Eddie? Entonces empezarán los problemas de verdad.
Casi pensando en voz alta dije:
– Quizá debería dejarlo ahora. O podría intentar reducir la dosis. -Hice una breve pausa para sopesar aquellas opciones, pero agregué-: Por supuesto, no hay garantía de que eso sea lo correcto, ¿verdad?
– No -repuso. De repente, estaba bastante pálida y parecía cansada-. Pero yo no lo dejaría de golpe. Así lo hice yo. La cuestión es la dosis; cuánto tomas y cuándo lo tomas. Eso es lo que descubrieron cuando empecé a ponerme enferma y después de la muerte de aquel tipo.
– Entonces, ¿tengo que rebajar la dosis?
– No lo sé. Eso creo. Dios mío, no me puedo creer que Vernon no te contara nada de esto.
Vi que Melissa estaba confusa. Mi historia, o lo que conocía de ella hasta el momento, tenía muy poco sentido.
– Melissa, Vernon no me contó nada.
No bien hube dicho esto me di cuenta de que debería mentirle para que mi historia encajara, y de una manera bastante elaborada. Por supuesto, el momento propiciaba ciertos interrogantes de lo más incómodos y temía que los formulara. ¿Cuántas veces había visto a Vernon? ¿Cómo había conseguido unas reservas tan abundantes de MDT? ¿Por qué no me había molestado en averiguar más al respecto? Pero, para mi sorpresa, Melissa no me hizo ninguna de esas preguntas, ni ninguna otra de hecho, y ambos guardamos silencio.
Estudié su rostro mientras se encendía otro cigarrillo. Lo normal habría sido que la Melissa que conocí diez años antes hubiese pedido aclaraciones, una disección punto por punto. Pero la mujer que estaba sentada delante de mí había perdido fuelle. Percibía su curiosidad, y quería saber por qué no era franco con ella, pero no tenía tiempo ni energía para esas cosas. Vernon había muerto. Me había contado lo que sabía del MDT. Sin duda le preocupaba mi apurada situación.
Pero ¿qué más podía hacer o decir? Tenía dos hijos y una vida radicalmente distinta a la que esperaba o a la que creía tener derecho. Ella estaba cansada. Yo estaba solo.
– Lo siento, Eddie -dijo.
– Una pregunta -añadí-. Ese cliente de Vernon que mencionaste. El que trabajaba para la empresa farmacéutica. Imagino que debería hablar con él. Eso tendría sentido, ¿verdad?
Pero inmediatamente vi por su expresión que no podía ayudarme.
– Sólo lo he visto una vez, Eddie, hace cuatro años. No recuerdo su nombre. Tom no se qué. O Todd. No puedo hacer más. Lo siento mucho.
Empezó a invadirme el pánico.
– ¿Y qué hay de la investigación policial? -pregunté-. Después de ese primer día nadie se ha puesto en contacto conmigo. ¿Han hablado contigo? ¿Han descubierto quién asesinó a Vernon y por qué?
– No, pero sabían que había sido traficante de coca, así que supongo que dan por hecho que se trata de un asunto de drogas.
Hice una pausa, un tanto desconcertado por la frase «un asunto de drogas». Tras un momento de reflexión, y sin el menor atisbo de sarcasmo en mi voz, la repetí: «Un asunto de drogas». Era una frase que Melissa había utilizado una vez para describir nuestro matrimonio. Captó la referencia al momento y pareció desinflarse todavía más.
– Todavía duele, ¿verdad?
– La verdad es que no, pero… No fue un asunto de drogas.
– Ya lo sé. Mi comentario sí lo ha sido.
Podría haber respondido cien cosas distintas, pero lo único que se me ocurrió fue:
– Eran tiempos extraños.
– Eso es cierto.
– Cada vez que lo recuerdo…, no sé…, me resulta…
– ¿Qué?
– No tiene sentido pensar en ello, pero hay tantas cosas que podrían haber sido distintas…
La pregunta obvia -«¿Cuáles?»- estuvo en el aire unos momentos. Entonces, Melissa dijo:
– Yo también lo pienso.
Estaba visiblemente agotada, y mi dolor de cabeza empeoraba, así que decidí que había llegado el momento de desprendernos de la vergüenza y el dolor de una tensa conversación en la que nos habíamos enfrascado por descuido y que, si no andábamos con cautela, nos adentraría en un territorio caótico y muy complicado.
Le pedí que me contara algo de sus hijas. Había mencionado que eran dos niñas: Ally, de ocho años, y Jane, de seis. Eran fantásticas, dijo, me encantarían. Eran ingeniosas, dos tiranas a las que no se les pasaba una.
Eso era todo, pensé. Ya era suficiente. Tenía que salir de allí.
Charlamos unos minutos más y pusimos fin a aquello. Prometí a Melissa que estaríamos en contacto, que la mantendría informada de mi estado y que tal vez iría a verlas algún día a Mahopac. Anotó su dirección en un trozo de papel, que me guardé en el bolsillo de la camisa.
Echando mano de una última reserva de energía, Melissa me miró a los ojos y dijo:
– Eddie, ¿qué piensas hacer con todo esto?
Le dije que no estaba seguro, pero que todo iría bien, que me quedaban unas cuantas píldoras de MDT y que, por lo tanto, tenía mucho margen de maniobra. Podía rebajar la dosis de manera paulatina y ver si funcionaba. Estaría bien. Puesto que no había mencionado los desvanecimientos, sonó a mentira. Aun así, dudaba que en aquellas circunstancias Melissa se percatara.
Asintió. Quizá se había dado cuenta pero, de ser así, ¿qué podía hacer yo al respecto?
Una vez en la calle, nos despedimos con un abrazo. Melissa cogió un taxi en dirección a Grand Central Station y yo volví a pie a casa.
Lo primero que hice al llegar a casa fue tomar un par de comprimidos de Excedrina extrafuerte para el dolor de cabeza. Luego me tumbé en el sofá y miré al techo, con la esperanza de que el dolor, que se había concentrado detrás de los ojos y había empeorado desde que abandoné Spring Street, remitiera pronto y terminara por desaparecer del todo. No solía padecer dolores de cabeza, así que ignoraba si aquél era consecuencia de mi conversación con Melissa o si era un síntoma de mi repentina abstinencia del MDT. Sea como fuere, y ambas explicaciones parecían plausibles en ese momento, me resultaba de lo más inquietante.
Además, las grietas que habían aparecido y se habían multiplicado desde la mañana se agrandaban y habían quedado a la vista, como una herida abierta. Repasé mentalmente la historia de Melissa una y otra vez, oscilando entre el horror por lo que le había sucedido y el temor de lo que podía sucederme a mí. Me obsesionaba que una decisión descuidada, un estado de ánimo, un capricho, pudiera cambiar tan fácil e irreversiblemente la vida de una persona. Pensé en Donatella Álvarez, y ahora me resultaba más difícil desestimar la idea de que hubiese sido responsable de lo que le había ocurrido por cómo había cambiado su vida de manera tan irreversible. Pensé en el tiempo que había compartido con Melissa, y agonizaba imaginando que podría haber hecho las cosas de otra manera.
Pero aquella situación era intolerable. Debía tomar medidas o no tardaría en caer enfermo, hundirme en una ciénaga clínica, desarrollar algún síndrome y llegar a un punto de no retorno. Así, al primer atisbo de alivio que me procuró la Excedrina, que tan sólo había atenuado un poco el dolor, me levanté del sofá y empecé a pasearme por el piso, como si tratase de sanar de esa manera.
Entonces recordé algo.
Fui al dormitorio y me acerqué al armario. Intentando hacer caso omiso del dolor de cabeza, me agaché y saqué la vieja caja de zapatos, cubierta con una manta y una pila de revistas. La abrí y cogí el gran sobre marrón en el que había escondido el dinero y las píldoras. Metí la mano en el sobre y rebusqué en él, haciendo caso omiso del recipiente hermético de plástico que contenía las más de 350 pastillas que quedaban todavía. Lo que yo buscaba era la agenda negra de Vernon.
Cuando la encontré, empecé a examinarla página por página. Había docenas de nombres y números de teléfono, bastantes de ellos tachados, algunos con nuevos números anotados encima o debajo del viejo. Esa vez reconocí el nombre de Deke Tauber y alguno otro. Por desgracia, no encontré a nadie que respondiera al nombre de Tom o Todd.
Pero, aun así, tenía que haber alguien que pudiera ayudarme, alguien con quien pudiera contactar para obtener información.
A fin de cuentas, pensé, ¿quién era aquella gente?
Por obvio que fuese, y aunque la agenda llevaba semanas en mi armario, no me había dado cuenta hasta entonces de que era la lista de clientes de Vernon.
La idea de que toda aquella gente hubiese consumido MDT en un momento u otro, y de que quizá siguiera consumiéndolo, me turbaba. También dejó mi ego un poco magullado, porque, si bien era irracional creer que nadie más había sentido los increíbles efectos del MDT, pensaba que la experiencia era en cierto modo única y más auténtica que la de otras personas que lo hubieran probado. Esa ligera indignación persistió mientras leía los nombres una vez más, pero entonces me vino a la mente una idea importante. Si toda aquella gente había tomado MDT, eso significaba que era posible consumirlo sin sucumbir a los dolores de cabeza o los desvanecimientos, por no hablar de los daños cerebrales permanentes.
Me tomé otros dos comprimidos de Excedrina y seguí estudiando la agenda. Cuanto más miraba los nombres, más familiares me resultaban, y al final pude ubicar a media docena. Muchos de los que había reconocido pertenecían al mundo de los negocios, gente que trabajaba para nuevas o medianas empresas. Había varios escritores y periodistas y un par de arquitectos. Aparte de Deke Tauber, ninguno era muy conocido para el ciudadano de a pie. Todos gozaban de cierta fama, pero eran mucho más célebres en sus ámbitos, así que pensé que tal vez sería útil investigar un poco su historia. Encendí el ordenador y me conecté a Internet.
Deke Tauber era la elección obvia para empezar. A mediados de los años ochenta se dedicaba a la venta de bonos en Wall Street, donde ganó mucho dinero pero gastó bastante más. Algún miembro de la familia Gant lo había conocido en la universidad, y solía frecuentar fiestas, bares e inauguraciones, lugares donde se ofreciese algún valor añadido. Lo había visto un par de veces y me parecía arrogante y bastante grosero. Sin embargo, tras la crisis de 1987 perdió su empleo, se trasladó a California y ese pareció ser su ocaso.
Tres años después, Tauber apareció otra vez por Nueva York como líder de Dekedelia, una dudosa secta de autoayuda que había fundado en Los Ángeles. Tras unos comienzos modestos, el número de miembros de Dekedelia creció desmesuradamente y Tauber empezó a editar best-sellers y videos. Creó una empresa de programas informáticos, abrió una cadena de cibercafés y entró en el negocio inmobiliario. Al poco tiempo, Dekedelia era una empresa multimillonaria con más de doscientos empleados, la mayoría de los cuales eran también miembros de la secta.
Una vez repasada la información que pude encontrar sobre los demás clientes de Vernon, detecté una primera pauta. En todos los casos que estudié se había producido, en los tres o cuatro años anteriores, una repentina e inexplicable progresión en la carrera de la persona. Pongamos por caso a Theodore Neal. Después de dos décadas escribiendo biografías no autorizadas de gente del mundo del espectáculo y trabajando para algunas revistas, Neal había creado de súbito una brillante y cautivadora historia de Ulysses S. Grant. Descrita como una «arrebatadora y original obra de erudición», llegó a ganar el Premio Nacional de la Crítica. O Jim Rayburn, jefe de Thrust, un sello discográfico con problemas económicos, que en un período de seis meses descubrió y fichó a los artistas de hip-hop J. J. Rictus, Human Cheese y F Train, y que en otros seis meses contaba con una estantería repleta de premios Grammy y MTV a su nombre.
Había otros casos: directivos de rango intermedio que ascendían rápidamente a consejeros delegados, abogados defensores que hipnotizaban a los jueces para conseguir absoluciones inverosímiles, o arquitectos que diseñaban elaborados rascacielos durante una comida aprovechando la servilleta de un coctel.
Era extraño y, pese al palpitante dolor que sentía detrás de los ojos, sólo podía pensar en una cosa: el MDT-48 estaba en la sociedad. Otras personas lo consumían igual que había hecho yo. Lo que yo no sabía era cuánto tomaban y con qué frecuencia. Yo había consumido MDT de manera indiscriminada, a veces dos, e incluso tres pastillas de golpe, pero no sabía si realmente necesitaba tantas, o si hacerlo intensificaba o prolongaba sus efectos. Supuse que, como la cocaína, era una cuestión de glotonería. Tarde o temprano, si la droga estaba allí, la voracidad se convertía en la dinámica dominante en tu relación con ella.
Así pues, la única manera de averiguar cuál era la dosis adecuada era contactar con algún nombre de aquella lista, llamarlo y preguntarle qué sabía. Fue entonces cuando se hizo patente la segunda pauta, ésta más inquietante.
Lo postergué hasta el día siguiente por el dolor de cabeza, porque era reacio a llamar a desconocidos y porque tenía miedo de lo que pudiera descubrir. Continué tomando comprimidos de Excedrina cada pocas horas y, aunque me aliviaban un poco, persistía aquel latido constante detrás de los ojos.
Resolví que no serviría de nada hablar con Deke Tauber, de modo que el primer nombre que elegí fue el de un director financiero de una empresa de electrónica de mediana envergadura. Recordaba su nombre por un artículo que había leído en Wired.
Una mujer contestó el teléfono.
– Buenos días -dije-, ¿puedo hablar con Paul Kaplan, por favor?
La mujer no respondía, y en medio de aquel silencio pensé en la posibilidad de que se hubiese cortado. Para cerciorarme dije:
– ¿Hola?
– ¿Quién es, por favor? -respondió ella con un tono cansino e impaciente.
– Soy periodista -dije-, de la revista Electronics Today.
– Mire… Mi marido falleció hace tres días.
– Oh…
Me quedé helado. ¿Qué podía decir?
Se hizo un silencio que me pareció una eternidad.
– Lo siento mucho -farfullé.
La mujer no dijo nada. Oía un rumor de fondo. Quería preguntarle cómo había muerto su marido, pero fui incapaz de formar las palabras.
Entonces ella añadió:
– Lo lamento… Gracias… Adiós.
Y eso fue todo.
Su marido había fallecido tres días antes, pero eso no significaba nada. La gente se moría.
Elegí otro número y marqué. Aguardé, mirando la pared que tenía delante.
– ¿Sí?
Era una voz de hombre.
– ¿Puedo hablar con Jerry Brady, por favor?
– Jerry está… -Hizo una pausa y añadió-: ¿Quién es?
Había escogido el número al azar y me di cuenta de que no sabía quién era Jerry Brady o por quién debía hacerme pasar al llamarlo un domingo por la mañana.
– Soy… un amigo.
Después de vacilar unos momentos, dijo:
– Jerry está en el hospital… -Su voz era temblorosa-. Y está muy enfermo.
– Dios mío. Es terrible. ¿Qué le pasa?
– Ese es el problema. No lo sabemos. Hace un par de semanas empezó a tener dolores de cabeza. Entonces, el martes pasado… No, el miércoles, se desmayó en el trabajo…
– Mierda.
– …y, cuando volvió en sí, dijo que había sentido mareos y espasmos musculares todo el día. Desde entonces pierde el conocimiento periódicamente. Sufre temblores y vómitos.
– ¿Qué dicen los médicos?
– No lo saben. ¿Qué quiere? Son médicos. Todas las pruebas que le han practicado hasta el momento han sido poco concluyentes. Pero le diré una cosa…
El hombre chasqueó la lengua. Por su tono jadeante me dio la impresión de que se moría por hablar con alguien, pero a la vez no podía ignorar el hecho de que no tenía ni idea de quién era yo. Yo también me preguntaba quién sería mi interlocutor. ¿Un hermano? ¿Un amante?
– ¿Sí? Continúe… -dije.
– De acuerdo -respondió, restando importancia a quién diablos era yo- La cuestión es que Jerry se encontraba raro desde hacía semanas, incluso antes de los dolores de cabeza. Como si estuviese muy preocupado por algo, lo cual no era el estilo de Jerry en absoluto. -Hizo una breve pausa-. Dios mío, he dicho «era».
Noté un mareo y apoyé la mano libre en la pared.
– Mire -dije rápidamente-, no voy a robarle más tiempo. Déle recuerdos a Jerry. ¿Lo hará?
Sin mencionar mi nombre ni otra cosa, colgué el teléfono.
Volví tambaleándome al sofá y me desplomé. Estuve allí tumbado media hora, horrorizado, reproduciendo las dos conversaciones una y otra vez.
Al final me levanté y me arrastré de nuevo hasta el teléfono. Había entre cuarenta y cincuenta nombres en la agenda, y hasta el momento sólo había llamado a dos. Elegí otro, y después otro, y después otro.
Pero se repetía siempre la misma historia. De las personas con las que intenté contactar, tres estaban muertas y el resto enfermas, o bien ingresadas en el hospital, o bien en casa, con distintos estados de pánico. En otras circunstancias, aquello podría haber constituido un pequeña epidemia, pero, dado que aquellas personas presentaban unos síntomas muy variados y estaban repartidas por Manhattan, Brooklyn, Queens y Long Island, era improbable que nadie las relacionara. De hecho, lo único que tenían en común era, a mi juicio, la presencia de sus números de teléfono en aquella pequeña agenda.
Sentado de nuevo en el sofá, masajeándome las sienes, miré el bol de cerámica. Ahora no tenía elección. Si no volvía a tomar el MDT, aquel dolor de cabeza se intensificaría y no tardarían en aparecer otros síntomas, los que había oído una y otra vez por teléfono: mareos, náuseas, espasmos musculares y un deterioro de la capacidad motriz. Y, por lo visto, después moriría. Todo apuntaba a que quienes figuraban en la lista de clientes de Vernon iban a perecer. ¿Por qué iba a ser yo diferente?
Pero había una diferencia notable. Podía volver a consumir MDT si así lo decidía. Y ellos no. Yo tenía un alijo considerable de material. Ahí fuera había cuarenta o cincuenta personas con un síndrome de abstinencia grave y tal vez letal porque se les había agotado el suministro. Yo no podía decir lo mismo.
De hecho, el mío no había hecho más que empezar, porque su suministro, o lo que debería haberlo sido si Vernon no hubiese fallecido, era lo que yo había estado consumiendo durante las últimas semanas. Ello me infundía un espantoso sentimiento de culpabilidad, pero ¿qué podía hacer? En mi armario quedaban 350 pastillas, lo cual me otorgaba un margen considerable, pero si había de compartirlas con otras cincuenta personas, nadie saldría beneficiado. En lugar de morir todos aquella semana, lo haríamos la siguiente.
En cualquier caso, resolví que si reducía de manera drástica la ingesta de MDT, prolongaría mis reservas y tal vez acabaría con los desvanecimientos, o al menos los atenuaría.
Me levanté y fui hacia el escritorio. Permanecí allí de pie un momento, contemplando el bol de cerámica, pero antes de extender siquiera el brazo para tocarlo, supe que algo no iba bien. Tuve una alarmante premonición. Cogí el bol con la mano izquierda y miré en su interior. La premonición no tardó en trocar en pánico.
Por increíble que pareciese, sólo quedaban dos píldoras.
Lentamente, como si me hubiese olvidado de moverme, me senté en la silla.
Había dejado diez pastillas en el bol un par de días antes, y sólo había tomado tres desde entonces. ¿Dónde estaban las otras cinco?
Me dio un vahído, y me agarré al lateral de la silla para guardar el equilibrio.
Gennadi.
El otro día, cuando terminé mi conversación con el director del banco, Gennadi se encontraba junto a la mesa, de espaldas a mí.
¿Se habría llevado unas cuantas?
Parecía imposible, pero me devané los sesos intentando visualizar lo sucedido, la secuencia exacta de movimientos. Y entonces recordé. Cuando cogí el teléfono para llamar a Howard Lewis, le di la espalda.
Transcurrieron un par de minutos, durante los cuales asimilé la alucinante idea de Gennadi bajo los efectos del MDT. ¿Cuánto tardaría aquello en llegar a la calle, cuánto tardaría en averiguar qué era, reproducirlo, darle un nombre comercial y empezar a traficar en clubes, en la parte trasera de un coche o en una esquina? Microdosis cortadas con speed a diez dólares cada una. Imaginaba que las cosas no llegarían tan lejos por el momento, al menos si Gennadi sólo tenía cinco dosis. Pero dada la naturaleza del MDT, era lógico pensar que, una vez que lo hubiera probado por primera vez, no se impondría demasiadas restricciones con el resto. Tampoco era probable que olvidara dónde había conseguido el material.
Saqué una pildorita del bol, y utilizando una cuchilla, la dividí en dos mitades perfectas. Me tomé una. Entonces me quedé sentado a la mesa, pensando en lo mucho que había cambiado mi situación en los tres o cuatro últimos días, en cómo habían empezado a reventar las costuras, a sufrir convulsiones y hemorragias y deslizarse hacia lo recurrente, lo crónico, lo terminal.
Veinte minutos después, en plena espiral descendente, noté que el dolor de cabeza había desaparecido por completo.
En días posteriores sólo tomaba media pastilla con el desayuno. Esa dosis me aportaba toda la «normalidad» posible en tales circunstancias. Al principio me sentía aprensivo, pero cuando vi que los dolores de cabeza no reaparecían, me relajé un poco y pensé que quizá había encontrado una escapatoria o, al menos, con un alijo de casi setecientas dosis en mi haber, mucho tiempo para buscarla.
Pero, por supuesto, no era tan sencillo.
El lunes dormí hasta las nueve de la mañana. Desayuné naranjas, tostadas y café, todo ello aderezado con un par de cigarrillos. Después me di una ducha y me vestí. Me puse mi traje nuevo, que ya no lo era tanto, y me planté delante del espejo. Debía ir a la oficina de Carl Van Loon, pero de pronto me sentí sumamente incómodo por tener que salir con aquel atuendo. Me veía raro. Un rato después, cuando me dirigía al vestíbulo del Edificio Van Loon, estaba tan cohibido que casi esperaba que alguien me diera un golpecito en el hombro y me dijera que todo había sido un terrible error y que el señor Van Loon había ordenado que me echaran del edificio si aparecía por allí.
Entonces, en el ascensor que me llevaba hasta la planta 62, empecé a pensar en el acuerdo que supuestamente había de mediar con Van Loon, la adquisición de MCL-Parnassus por parte de Abraxas. Llevaba días sin pensar en él, pero cuando intenté recordar los detalles, todo estaba borroso. No dejaba de oír con insistencia la expresión «modelo de precios para las acciones», pero sólo tenía una ligerísima idea de lo que significaba. También sabía que «la construcción de una infraestructura de banda ancha» era importante, pero ignoraba por qué. Era como despertarse de un sueño en el que has estado hablando una lengua extranjera y, cuando despiertas, descubres que no hablas tal lengua en absoluto y que apenas entiendes una palabra de ella.
Salí del ascensor y me adentré en el vestíbulo. Me dirigí al mostrador principal y aguardé unos instantes hasta que la recepcionista me prestó atención. Era la misma mujer del jueves anterior, así que, cuando se volvió hacia mí, sonreí. Pero no pareció reconocerme.
– ¿Puedo ayudarle, señor?
Su tono era formal y bastante frío.
– Eddie Spinola -dije-. Vengo a ver al señor Van Loon.
La recepcionista consultó su agenda y meneó la cabeza. Parecía estar a punto de decirme algo, quizá que estaba fuera del país o que no le constaba nuestra cita, cuando por un pasillo situado a la izquierda del mostrador apareció Van Loon caminando pausadamente. Parecía triste, y cuando me tendió la mano para saludarme, me di cuenta de que su encorvadura era más pronunciada de lo que recordaba.
La recepcionista volvió a los menesteres que la mantenían ocupada antes de mi interrupción.
– Eddie, ¿cómo estás?
– Bien, Carl. Me encuentro mucho mejor.
Nos dimos la mano.
– Bien, bien. Pasa.
Me sorprendieron de nuevo las dimensiones del despacho de Van Loon, que era largo y ancho, pero con escasa ornamentación. Me invitó a sentarme a su mesa.
Van Loon suspiró y meneó la cabeza.
– Mira, Eddie -dijo-, lo que apareció publicado el viernes en el Post no nos beneficia. No es la clase de publicidad que deseamos para este acuerdo, ¿cierto? -Asentí, sin saber muy bien adónde podía llegar todo aquello. Tenía la esperanza de que no hubiese visto el artículo-. Hank no te conoce, y el acuerdo todavía es un secreto, así que no hay de qué preocuparse. Creo que no deberías dejarte ver más por Lafayette.
– No, claro que no.
– Sé discreto. Haz tus transacciones aquí. Como te dije, tenemos una sala. Es discreta y privada. -Sonrió-. Aquí no hay gorras de béisbol.
Yo también sonreí, pero la verdad es que me sentía bastante incómodo y nervioso, como si fuese a vomitar.
– Luego te enseñarán toda la planta.
– Bien.
– Otra cosa que quería comentarte, y quizá sea provechoso, es que Hank no estará aquí mañana. Ha sufrido un retraso en Los Ángeles, así que no celebraremos esa reunión hasta… probablemente mediados o incluso finales de… la semana que viene.
– Sí, de acuerdo -farfullé, incapaz de mirar a Van Loon a los ojos-. Probablemente… Como usted dice, probablemente sea algo beneficioso, ¿no?
– Sí. -Van Loon cogió un bolígrafo de la mesa y jugueteó con él-. Yo también estaré fuera, al menos hasta el fin de semana, lo cual nos da cierto respiro. El jueves era demasiado justo, en mi opinión, pero ahora podemos ir a nuestro ritmo, pulir los números y preparar una oferta sólida.
Levanté la cabeza y vi que Van Loon me entregaba algo. Era el bloc amarillo que había utilizado el jueves anterior para anotar los valores de opción.
– Quiero que amplíes estas proyecciones y las introduzcas en el ordenador. -Se aclaró la garganta-. Por cierto, las he estado estudiando y quería hacerte un par de preguntas.
Me recosté y miré las densas hileras de números y símbolos matemáticos de la primera página. Aunque eran de mi puño y letra, no entendía nada y me daba la sensación de tener delante un extraño jeroglífico. Sin embargo, aquellas cifras empezaron a reconfigurarse ante mis ojos y a resultarme vagamente familiares, y vi que si podía concentrarme en ellas una hora o dos quizá sería capaz de descodificarlas.
Pero con Carl Van Loon sentado frente a mí y dispuesto a hacer preguntas, dos horas eran un imposible. Aquél fue el primer indicio de que consumir la dosis mínima sólo serviría para contener los dolores de cabeza. Porque no sucedía nada más, y cada vez era más consciente de lo que significaba ser «normal». Significaba no poder influir en la gente, infundirles el anhelo de hacer cosas por ti. Significaba no guiarte por tus instintos y tener siempre razón. Significaba no poder recordar detalles nimios y realizar cálculos rápidos.
– Veo un par de inconsistencias aquí -dije, tratando de evitar las preguntas de Van Loon-. Y tiene usted razón, íbamos justos de tiempo.
Pasé a la segunda página y me levanté de la silla. Fingiendo estar concentrado en las proyecciones, deambulé un poco e intenté pensar qué decir a continuación, como un actor que ha olvidado su texto.
– Yo quería preguntarte por qué la vida de la tercera opción es distinta de las demás -dijo Van Loon desde la mesa.
Miré a mi alrededor durante un segundo, murmuré algo y me concentré de nuevo en el cuaderno. Lo miraba atentamente, pero tenía la mente en blanco y sabía que ninguna idea repentina acudiría en mi ayuda.
– ¿La tercera? -pregunté, mientras pasaba las hojas para ganar tiempo. Entonces volví a la primera página y me puse el cuaderno debajo del brazo-. ¿Sabe qué, Carl? -dije, mirándolo fijamente-. Tendré que repasar esto a conciencia. Déjeme calcularlo todo con el ordenador como usted proponía y a lo mejor entonces podamos…
– La tercera opción, Eddie -dijo, levantando el tono de voz-. ¿Qué diablos te pasa? ¿Es que no puedo hacerte una pregunta sencilla?
Me hallaba a unos cinco metros de la mesa de un hombre que había aparecido en docenas de portadas de revistas, un multimillonario, un emprendedor, un icono, y me estaba gritando. No sabía cómo responder. Aquél no era mi medio. Estaba asustado.
Por suerte, en ese momento sonó el teléfono. Van Loon lo cogió y gritó:
– ¿Qué?
Esperé un segundo, me di la vuelta y me alejé para dejarle hablar. Me temblaban un poco las manos y reaparecieron las náuseas.
– No envíes esos -decía Van Loon-. Habla con Mancuso antes de hacer nada. Y escucha, sobre las fechas de entrega…
Aliviado por haber conseguido salir momentáneamente del atolladero, me dirigí a los ventanales de la enorme sala. Los cristales iban del techo al suelo, y ofrecían una panorámica del oeste de la ciudad oscurecida parcialmente por unas cortinas colgantes. Cuando Van Loon colgara el teléfono le diría que tenía migraña y que no podía concentrarme como era debido. Me había visto realizar anotaciones el jueves y habíamos hablado detalladamente, así que no podía dudar de mi dominio de la materia. Para mí, lo importante en ese momento era salir de allí.
Mientras esperaba, observé la oficina. La zona del fondo estaba dominada por el gran escritorio de Van Loon, pero el resto rezumaba la holgura y la austeridad de una sala de espera de una estación ferroviaria de estilo art déco. Cuando llegué a los ventanales, tuve la impresión de que Van Loon estaba muy lejos y, si me volvía, sería una figura en la distancia. Su voz era casi inaudible, un rumor que hablaba de fechas de entrega. En aquel extremo de la sala había unos sofás de cuero rojo y mesas bajas de cristal con revistas de negocios esparcidas sobre ellas.
Al mirar por la ventana, a través de las cortinas, una de las primeras cosas que atisbé entre el enjambre de rascacielos del centro de la ciudad fue un fragmento del Edificio Celestial, situado en el West Side. Desde aquella perspectiva, parecía estar encajonado entre una docena de edificios, pero si prestabas atención, veías que se encontraba más atrás y que, en realidad, se alzaba en soledad. Me parecía increíble haber estado en el Celestial un par de días antes y haber acariciado la idea de comprar un piso allí, y uno de los más caros, por cierto.
Nueve millones y medio de dólares.
– ¡Eddie!
Me di la vuelta.
Van Loon había colgado el teléfono y se acercaba desde el otro lado de la sala. Me preparé para lo que se avecinaba.
– Me ha surgido un imprevisto. Tengo que irme. Lo siento. -Su tono era amigable, y cuando estuvo junto a mí, señaló con la cabeza el bloc amarillo que llevaba bajo el brazo-. Ocúpate de eso y ya hablaremos. Como te he dicho, estaré fuera hasta el fin de semana. Con eso deberías tener tiempo suficiente. -De repente, dio una palmada-. De acuerdo, ¿quieres dar un vistazo a la sala de transacciones bursátiles? Llamaré a Sam Welles para que te la enseñe.
– Creo que me iré a casa y me pondré con esto, si no le importa -dije, extendiendo el brazo.
– Pero si será sólo… -Van Loon hizo una pausa y me miró. Percibí su confusión, y tal vez sintiera cierta hostilidad hacia mí, como había ocurrido antes, pero no entendía por qué le estaba ocurriendo aquello y no sabía cómo actuar.
»¿Qué te pasa, Eddie? -preguntó al final-. No estarás blandeando, ¿verdad?
– No, yo…
– Porque estas historias no son para timoratos.
– Ya lo sé. Yo sólo…
– Y me la estoy jugando, Eddie. Nadie sabe nada de esto. Si me jodes, si mencionas esto a alguien, mi credibilidad quedará por los suelos.
– Lo sé, lo sé. -Señalé de nuevo el bloc.
– Sólo quiero hacer esto bien.
Van Loon me aguantó la mirada unos instantes y suspiró, como si dijera: «Me alegra saberlo». Entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia su mesa.
– Llámame cuando hayas terminado -dijo. Estaba de espaldas a mí frente al escritorio, consultando algo, un diario o un cuaderno-. Como muy tarde, el martes o el miércoles de la semana que viene.
Vacilé, pero entonces caí en la cuenta de que acababa de despedirme. Salí de la oficina sin mediar palabra.
De camino a casa me paré en Gristede's y compré unas bolsas grandes de patatas chip y cervezas. Una vez llegué al piso, me senté a la mesa, saqué la gruesa carpeta que Van Loon había enviado la semana anterior y organicé mis notas. Creí que si podía asimilar aquel material todo iría bien. Estaría tan bien informado y al día como cuando impresioné a Van Loon con mi propuesta de estructuración para el acuerdo de compra.
Empecé por los informes trimestrales de MCL-Parnassus. Los dejé sobre la mesa, abrí la primera bolsa de patatas y una cerveza, y me dispuse a leer.
Estuve dos horas avanzando y retrocediendo y acabé admitiendo que aquel material no sólo me resultaba sumamente tedioso, sino que apenas entendía nada. El problema era muy simple: no recordaba cómo se interpretaban aquellas cosas. Eché un vistazo a otros documentos, y aunque eran algo menos densos e impenetrables que los informes trimestrales, el aburrimiento era el mismo. Pero perseveré, y me cercioré de que lo leía todo o, al menos, de que al pasear la vista por encima de cada palabra y cada línea no se me escapaba nada.
Me terminé las patatas y la cerveza y pedí comida china hacia las diez. Poco después de la medianoche, me derrumbé y me fui a la cama.
A la mañana siguiente realicé un rápido y aterrador cálculo. El día anterior me había llevado ocho horas leer lo que antes habría despachado en cuarenta y cinco minutos. Entonces intenté recordar algo, pero sólo pude evocar fragmentos y generalidades. Días atrás habría podido recordarlo todo, de la portada a la contraportada, de arriba abajo.
En ese momento me tentó la idea de tomar un par de píldoras de MDT, pero desistí. Si volvía a consumir desaforadamente, acabaría sufriendo más desvanecimientos, y ¿adónde me llevaría eso? De modo que mantuve esa pauta dos días más. Me quedé en casa y hojeé centenares de páginas de material, y sólo salí de casa para comprar patatas fritas, hamburguesas con queso y cerveza. Vi mucho la televisión, pero evitaba a conciencia los informativos y los programas de actualidad. Desconecté el teléfono. Supongo que, en cierto modo, me había creado la ilusión de que estaba intentando comprender todo aquello, pero al paso que iban desgranándose los días, tuve que reconocer que había asimilado muy poco.
El miércoles por la noche detecté un incipiente dolor de cabeza. No estaba seguro de qué lo había provocado. Quizá se debía a la cerveza y la comida basura, pero al no remitir el jueves por la mañana, decidí aumentar la dosis mínima de MDT a una píldora diaria. Por supuesto, a los veinte minutos de haber tomado una dosis más elevada, el dolor de cabeza había desaparecido y empecé a preocuparme. ¿Cuánto tardaría en incrementar de nuevo la dosis? ¿Cuánto tardaría en tomar tres o incluso cuatro pastillas cada mañana para evitar los dolores de cabeza?
Cogí de nuevo la pequeña agenda de Vernon y la examiné. No sentía el menor deseo de reproducir la misma rutina, pero si había alguna esperanza en aquella situación, debía de estar entre aquellos teléfonos. Decidí llamar a algunos números que estaban tachados y no habían sido sustituidos por otros. Acaso pertenecían a personas que seguían vivas y ni siquiera estaban enfermas, personas que hablarían conmigo, ex clientes. O quizá, lo cual era más probable, descubriría que la razón por la que eran ex clientes era que habían fallecido. Pero valía la pena intentarlo.
Llamé a cinco números. Los tres primeros ya no existían. El cuarto no respondió, o saltó el contestador automático. El quinto cogió el teléfono después de dos tonos.
– ¿Sí?
– Hola. ¿Puedo hablar con Donald Geisler, por favor?
– Él habla. ¿Qué quiere?
– Soy amigo de Vernon Gant. No sé si lo sabe, pero fue asesinado hace unas semanas y… Había colgado.
Sin embargo, era una respuesta. Y, obviamente, aquel tipo no estaba muerto. Esperé diez minutos y llamé de nuevo.
– ¿Sí?
– Por favor, no cuelgue. Se lo ruego.
Hubo una pausa, durante la cual Donald Geisler no colgó. Tampoco abrió la boca.
– Estoy buscando ayuda -dije-. Un poco de información, tal vez. No lo sé.
– ¿De dónde ha sacado este número?
– Estaba… entre las pertenencias de Vernon.
– ¡Mierda!
– Pero no hay na…
– ¿Es policía? ¿Es una investigación o algo así?
– No. Vernon era un viejo amigo.
– Esto no me gusta.
– De hecho, era mi ex cuñado.
– Eso no me tranquiliza.
– Mire, se trata…
– No lo diga por teléfono.
Me contuve de nuevo. Lo sabía.
– De acuerdo, no lo haré. Pero ¿cómo podría hablar con usted? Necesito su ayuda. Usted obviamente sabe…
– ¿Que necesita mi ayuda? Lo dudo.
– Sí, porque…
– Mire, voy a colgar ahora mismo. No vuelva a llamarme. Es más, jamás intente ponerse en contacto conmigo, y…
– Señor Geisler, puede que me esté muriendo.
– Oh, Dios mío.
– Y necesito…
– Déjeme en paz, ¿vale?
Colgó.
Me palpitaba el corazón. Si Donald Geisler no quería hablar conmigo, yo no podía impedirlo. Quizá no podía ayudarme de todos modos, pero aun así era frustrante establecer un contacto tan fugaz con alguien que sabía lo que era el MDT.
Ya no estaba de humor para seguir, así que dejé la agenda negra a un lado. Luego, en un esfuerzo por distraerme, volví a mi escritorio y cogí un documento que había impreso de una página web sobre economía.
Era un artículo muy técnico sobre legislación antimonopolística y, a la altura de la tercera página, ya me había distraído. Al cabo de un rato dejé de leer, aparqué el artículo y me encendí un cigarrillo. Permanecí allí una eternidad, fumando y mirando a la nada.
Aquella tarde fui al banco. Gennadi acudiría a la mañana siguiente a buscar el segundo pago del préstamo y quería estar preparado. Retiré más de 100.000 dólares en efectivo, con la intención de pagar el resto de una tacada, intereses incluidos. Así me lo quitaría de encima. Si Gennadi se había tomado las cinco pastillas de MDT, y esa era la única explicación posible para su desaparición, no quería que se presentara en mi casa cada viernes por la mañana.
Mientras esperaba que me preparasen el dinero, el director, Howard Lewis, un hombre medio calvo y con sobrepeso, me invitó a que pasara a su despacho para hablar un momento. Aquel infarto con patas parecía preocupado por que, después de mi febril actividad con Klondike y Lafayette, que había generado unos depósitos considerables, las cosas habían estado «digamos, tranquilas».
Lo miré con incredulidad.
– Y ha retirado usted mucho dinero en efectivo, señor Spinola.
– ¿Y qué? -dije en un tono que parecía insinuar: «No es asunto suyo».
– Nada, señor Spinola, faltaría más, pero… Bueno, a la luz de ese artículo aparecido en el Post el viernes pasado sobre…
– ¿Sobre qué?
– Bueno, es todo muy… irregular. En estos tiempos que corren no puedes ser demasiado…
– Gracias a los días que he trabajado en Lafayette, señor Lewis -dije, sin apenas contener mi irritación-, estoy en negociaciones para un cargo de corredor sénior en Van Loon & Associates.
El director me miró, respirando lentamente por la nariz, como si lo que acababa de decir hubiera confirmado sus peores miedos sobre mi persona.
Sonó el teléfono y, al cogerlo, movió ligeramente un músculo de la cara en señal de disculpa. Mientras atendía la llamada, observé lo que me rodeaba. Hasta ese momento estaba bastante indignado, pero me calmé un poco cuando vi mi reflejo en la parte posterior de un portarretratos de plata que había sobre la mesa de Lewis. Era una imagen parcialmente distorsionada, pero nada podía ocultar mi aspecto desaliñado. No me había afeitado esa mañana y llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta, algo inverosímil para un corredor de Van Loon & Associates, incluso en su día libre.
Howard Lewis finalizó la llamada, pulsó otro botón del teléfono, escuchó un momento y me miró inexpresivamente.
– Su dinero está listo, señor Spinola.
Al día siguiente, Gennadi llegó a las nueve y media. Me había levantado hacía veinte minutos y todavía estaba somnoliento. Mi intención era levantarme antes, pero desde las siete no dejaba de despertarme y soñaba de manera intermitente. Cuando por fin salí de la cama, lo primero que hice fue tomarme la pastilla de MDT. Luego cogí el bol de la estantería situada encima del ordenador. Preparé una cafetera y esperé, vestido con unos calzoncillos y una camiseta.
Había dos posibilidades: o que Gennadi se hubiese tomado las píldoras (y si había tomado una, se las habría tomado todas) o que, por alguna razón, no lo hubiese hecho. Estaba convencido de que, cuando lo viese, sabría bastante rápido cuál de las dos opciones era la correcta.
– Buenos días -dije, estudiándolo atentamente mientras entraba desde el pasillo.
Gennadi asintió, pero no abrió la boca, y se dedicó a escrutar mi casa. Al principio creí que buscaba el bol de cerámica, pero entonces me di cuenta de que estaba observando lo mucho que había cambiado aquel lugar desde la última vez que había estado allí. Siguiendo su mirada, yo también me fijé en los cambios. El piso era un caos. Había papeles, documentos y carpetas por todas partes. Había una caja de pizza vacía encima del sofá y un par de cartones de comida china junto al ordenador. Había latas de cerveza y tazas de café por doquier, y ceniceros llenos, compactos, cajas vacías de CD, camisas y calcetines.
– ¿Eres un puto cerdo?
Me encogí de hombros.
– En estos tiempos que corren, no hay nadie decente que te pueda ayudar.
El ruso frunció el ceño, un tanto confuso, y supe al instante que no había tomado el MDT, al menos en ese momento.
– ¿Dónde el dinero?
Después de preguntar aquello, lo vi mirar la estantería. Al no encontrar lo que andaba buscando, se acercó un poco más a la mesa y prosiguió su discreto registro.
– Quiero saldar toda la deuda ahora -dije.
Aquello le llamó la atención y se volvió hacia mí. Había dejado una bolsa con el dinero encima de una estantería. Gennadi meneó la cabeza cuando la vio.
– ¿Qué? -dije.
– Veintidós mil quinientos.
– Pero yo quiero pagarlo todo.
– No puedes.
– Pero…
– Veintidós mil quinientos.
Iba a decir algo más, pero no tenía sentido. Suspiré, llevé la bolsa a la mesa, me hice sitio y empecé a contar los 22.500 dólares. Cuando terminé, le entregué el fajo a Gennadi y se lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.
– ¿Has podido leer el borrador? -pregunté.
El ruso suspiró y meneó la cabeza.
– No tiempo. Demasiado ocupado.
Desvió de nuevo la mirada hacia la mesa.
– A lo mejor la próxima vez -dijo, y se marchó.
Me esforcé en limpiar el piso cuando Gennadi se hubo ido, pero no tardé en perder el interés. Luego me senté en el sofá e intenté leer un artículo del último número de la revista Fortune, un estudio sobre lo último en comercio electrónico, pero al cabo de un párrafo o dos me quedé dormido y la revista se me cayó de la mano. A última hora de la tarde me di una ducha y me afeité. Me vestí, cogí dinero en efectivo de la bolsa que había dejado sobre la mesa del comedor y me fui, después de no haber salido, excepto por comida, en casi una semana. Me dirigí al West Village y me detuve a tomar Martini con vodka en un par de bares que solía frecuentar.
Hacia el final de la noche me encontraba en un tranquilo local de la Segunda Avenida con la Décima en un estado bastante lamentable. Estaba sentado junto a la barra, y un poco más allá había un televisor clavado a la pared, justo encima de la caja registradora. Daban una película, que a juzgar por los cortes de pelo y los atuendos, debía de ser de 1983 o 1984. Habían quitado el volumen, pero cuando empezó el avance informativo, el camarero lo subió.
La repentina intrusión del sonido del televisor mató cualquier conversación, y todo el mundo, diligente y alcoholizadamente, miró la pantalla y escuchó los titulares.
– Terminan las conversaciones de paz en Oriente Próximo celebradas en Camp David tras dos semanas de intensas negociaciones. El huracán Julius llega a la costa meridional de Florida y deja un rastro de devastación. Donatella Álvarez, que llevaba dos semanas en coma tras un brutal ataque en una habitación de hotel en Manhattan, ha fallecido esta tarde. La policía asegura que está efectuando una investigación a gran escala.
Miré conmocionado la pantalla mientras el presentador entraba en detalles sobre las conversaciones de paz. Me agarré a la barra con fuerza. Al cabo de un par de segundos, farfullé algo, quizá de manera audible, y me dispuse a levantarme. Permanecí allí un momento, agitándome en el taburete. La sala empezó a darme vueltas, y fui tambaleándome hasta la puerta, que estaba a escasos metros. No bien hube salido a la calle, vomité en la acera el vodka, el vermut y las aceitunas de toda la noche.
Seguí bebiendo durante el fin de semana, sobre todo vodka, y casi siempre en casa. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa podía hacer? Acababa de convertirme en objeto de una investigación a gran escala por asesinato, aunque con un nombre falso. En tales circunstancias, una copita o dos eran lo apropiado. Dejé de engañarme intentando leer «el material», así que me di por vencido y volví a ver las noticias por televisión. Pronto, lo único que quería ver era eso, y me tragaba horas y horas de estupideces, insultando a la pantalla, borracho como una cuba, mientras esperaba el siguiente boletín.
Poco podían decir los medios de Donatella Álvarez. La mujer había muerto y eso era todo. Ahora, la mayoría de los informativos se centraban en el enfrentamiento político que desencadenaría su muerte, expresado en nuevos llamamientos al cese del secretario de Defensa. El alboroto que provocaron los comentarios de Caleb Hale acerca de México había recibido un disparo en el brazo cuando salió a la luz la historia de Álvarez, y ahora otro con su fallecimiento. No había seguido la noticia muy de cerca, pero moraba en mi subconsciente. Sabía que era uno de esos acontecimientos extraños que cobran vida propia y penetran en los noticiarios como una suerte de virus.
Unas seis semanas antes, Caleb Hale había manifestado presuntamente en una reunión privada que México se había convertido en un lastre para Estados Unidos y que debían barajar la posibilidad «de invadir el maldito país». La fuente que filtró la noticia a Los Angeles Times afirmaba que Hale había mencionado la corrupción, la insurgencia, el desmoronamiento de la ley y el orden, la crisis por la deuda y el tráfico de drogas como los cinco puntos del «pentágono de la inestabilidad mexicana». La fuente aseguraba también que Hale había citado incluso a John L. O'Sullivan en su «destino manifiesto de expandirse por el continente» y una columna de opinión que había leído en una ocasión, titulada «México: el Irán vecino». Caleb Hale emitió de inmediato un comunicado en el que desmentía dichas afirmaciones, pero en una entrevista justificaba precisamente lo que aseguraba no haber manifestado. La percepción ciudadana era que el presidente respaldaba a Hale, pues no sólo se negaba a exigir su cese, sino también a condenar sus presuntas declaraciones, lo cual abrió las compuertas a comentarios y especulaciones. Al principio, todo el mundo se mostró conmocionado e incrédulo, pero, con el paso de los días, ciertos sectores influyentes empezaron a mostrar simpatía por aquella idea, y las primeras conclusiones, que acusaban al secretario de Defensa de una grave falta de tacto, se suavizaron un poco, y algunos pasaron a apoyar una línea más dura en política exterior.
Ahora que se había sumado el ingrediente de un asesinato de tintes raciales, la polémica se había desbordado. Había entrevistas, debates, citas jugosas, observaciones agudas, informes serios desde polvorientas ciudades fronterizas y tomas aéreas del Río Grande. Yo lo veía desde el sofá, vaso en mano, y me enganché como quien sigue una telenovela en horario de máxima audiencia, olvidando por causa de mi euforia alcohólica que quizá faltase sólo una huella o una prueba de ADN para verme totalmente involucrado, que me hallaba peligrosamente cerca del ojo del huracán.
Sin embargo, a medida que avanzaba el fin de semana y que la euforia degeneraba en entumecimiento y ansiedad y después en terror, mis costumbres televisivas cambiaron. Reduje drásticamente los noticiarios, y el domingo por la mañana los obviaba por completo. Cada vez me resultaba más fácil sintonizar canales en los que encontrara repeticiones de Hawaii 5-0, Días felices y Viaje al fondo del mar.
El lunes intenté mantenerme sobrio, pero no lo conseguí. Tomé unas cuantas cervezas por la tarde y abrí una botella de vodka por la noche. Me pasé gran parte del tiempo escuchando música, y al final me dormí vestido en el sofá. La semana anterior las temperaturas habían ido en ascenso, y dejaba la ventana abierta casi todas las noches, pero cuando me desperté de un salto hacia las cuatro de la madrugada, me di cuenta de que había refrescado. Hacía bastante más frío que cuando me quedé dormido, y me levanté temblando del sofá para cerrar la ventana. Me senté de nuevo, pero mientras contemplaba la azul oscuridad de la noche, continuaron los temblores. También tenía palpitaciones, y el desagradable hormigueo de las extremidades no era normal. Traté de determinar qué me estaba ocurriendo. Cabía la posibilidad de que mi organismo necesitara más alcohol, en cuyo caso, barajé rápidamente dos opciones. Podía vestirme e ir a un bar o al restaurante coreano de mi calle y comprar un par de paquetes de cerveza, o beberme el jerez que había en la cocina. Pero no me parecía que el alcohol fuese el problema, porque me aterrorizaba la idea misma de ir a un restaurante con luces de neón y clientela en su interior.
Estaba claro, pensé. Era un maldito ataque de pánico. Respiré hondo, al tiempo que golpeaba los cojines del sofá con la palma de la mano. Eran las cuatro de la mañana. No podía llamar a nadie. No podía ir a ninguna parte. No podía dormir. Me sentía como una rata arrinconada.
Sin embargo, aguanté en el sofá. Era como sufrir un gravísimo infarto que duraba una hora pero que no te mataba ni dejaba secuelas físicas que el médico pudiera detectar en caso de someterte a una batería de pruebas.
Al día siguiente decidí que debía hacer algo. Había llegado demasiado lejos y demasiado rápido, y sabía que, si iba más allá, corría el peligro de perderlo todo, aunque, a la sazón, ese «todo» estaba abierto a interpretaciones. En cualquier caso, había de tomar medidas, pero el problema era cuáles. La preocupación más acuciante era la situación de Donatella Álvarez, pero eso escapaba a mi control. Luego estaba, por supuesto, Carl Van Loon. Pero, francamente, mi asociación con él empezaba a parecerme un tanto lejana. Me costaba aceptar que hubiese «trabajado» con él, sobre todo en algo tan inverosímil como las finanzas de un acuerdo de adquisición empresarial. En mi recuerdo, las diversas reuniones que habíamos mantenido -en el Orpheus Room, en su piso, en su oficina, y en el Four Seasons- parecían más un episodio onírico que acontecimientos reales, y atesoraban asimismo la retorcida lógica de los sueños.
Pero, al mismo tiempo, no podía hacer caso omiso de la situación. Ya no. No podía desoír la realidad que se abría ante mí cada vez que veía mi caligrafía en el bloc amarillo de Van Loon. Por lejano que me pareciese ahora, me había relacionado con él y había ayudado a perfilar el acuerdo entre MCL y Abraxas. Por lo tanto, si quería salvar algo de aquella experiencia, tendría que enfrentarme a Van Loon, y cuanto antes.
Me duché y me afeité. Todavía me encontraba bastante mal cuando fui al dormitorio a sacar el traje del armario, pero no era nada comparado con lo que sentí cuando intenté ponérmelo. Llevaba una semana sin ponérmelo y, de repente, los pantalones no me entraban. Era mi único traje presentable, así que no tenía alternativa.
Cogí un taxi y me dirigí a la Calle 48.
Cuando atravesé el vestíbulo principal del Edificio Van Loon y subí en el ascensor hasta la planta 62, me embargó el miedo. Al pisar la zona de recepción de Van Loon & Associates identifiqué aquella sensación como el inicio de otro ataque de pánico. Deambulé un rato, fingiendo consultar algo en la parte posterior de un gran sobre marrón que llevaba, un nombre o una dirección. El sobre contenía el bloc amarillo de Van Loon, pero no había nada escrito en él. Miré a la recepcionista, que también me estaba mirando a mí, y cogió uno de los teléfonos. Ahora el corazón me latía a toda velocidad y el dolor en el pecho era casi insoportable. Me di la vuelta y me dirigí a los ascensores.
¿Qué me proponía? ¿Enfrentarme a Van Loon? Pero ¿cómo? ¿Devolviéndole las proyecciones exactamente como las habíamos dejado? ¿Demostrándole que estaba siguiendo un régimen muy estricto a base de hamburguesas con queso y pizza?
Había sido una imprudencia por mi parte el presentarme de aquella manera. Obviamente, no estaba en mis cabales.
Al final se abrieron las puertas, pero el alivio que me procuraba el poder escapar de la recepción duró poco, porque ahora tenía que enfrentarme al ascensor, cuyo interior, con sus paneles de acero reflectantes, su calefacción y su incesante rumor parecían diseñados para inducir y alimentar episodios de pánico. Era un entorno físico que parecía imitar los síntomas de la ansiedad, la sensación de hundimiento, las incontrolables sacudidas en el estómago y la omnipresente amenaza de las náuseas.
Cerré los ojos, pero no pude evitar visualizar el oscuro hueco del ascensor encima y debajo de mí. No podía evitar imaginarme los gruesos cables de acero quebrándose mientras la caja y los contrapesos aceleraban rápidamente en direcciones opuestas y la consiguiente caída libre hasta el primer piso.
Sin embargo, el ascensor se detuvo con suavidad a los pies de aquel tubo de cemento y la puerta se abrió lentamente. Para mi sorpresa, allí estaba Ginny Van Loon.
– ¡Señor Spinola! -Al no hallar una respuesta inmediata, Ginny dio un paso al frente e hizo ademán de cogerme del brazo-. ¿Se encuentra bien? -Salí del ascensor y entré con ella en el vestíbulo, que estaba atestado y me resultaba casi tan aterrador como el ascensor, aunque por otros motivos. Estaba bañado en sudor frío y reaparecieron los temblores-. Dios mío, señor Spinola, tiene usted un aspecto… -dijo ella.
– ¿… de mierda?
– Bueno -repuso al momento-, sí.
Cruzamos el vestíbulo y nos detuvimos junto a un gran ventanal cobrizo que daba a la Calle 48.
– ¿Qué… qué le ocurre? ¿Qué ha pasado?
Me concentré en Ginny y vi que su preocupación era real. Todavía se aferraba a mi brazo y, por alguna razón, aquello me hacía sentir un poco mejor. Cuando me di cuenta de eso, se produjo un efecto atenuador y conseguí calmarme bastante.
– Estaba… en la planta 62 -dije-, pero no…
– No ha aguantado la presión, ¿verdad? Sabía que no era usted uno de esos hombres de negocios de papá. Da igual. No son más que una partida de autómatas.
– Creo que he sufrido un ataque de pánico.
– Bien hecho. Quien no sufra un ataque de pánico ahí arriba tiene un problema muy grave.
Ginny iba enfundada en unos vaqueros negros y un jersey a juego, y llevaba una pequeña cartera de piel.
– ¿Cómo se encuentra ahora?
Respiré hondo unas cuantas veces y me llevé la mano al pecho.
– Un poco mejor, gracias.
De repente, me di cuenta de la cintura que había desarrollado, e intenté incorporarme para respirar. Ginny me estudió unos instantes.
– Señor Spi…
– Eddie, llámame Eddie. Tengo sólo treinta…
– Eddie, ¿estás enfermo?
– ¿Eh?
– ¿Te encuentras mal? Porque tienes mal aspecto. Has… -no daba con las palabras adecuadas-, has… Desde que nos vimos en tu casa, has ganado… un poco de peso. Y…
– Mi peso varía.
– Sí, pero de eso hace sólo dos semanas.
Alcé las manos.
– ¿Es que uno no puede comerse un par de pasteles de nata de vez en cuando?
Ginny sonrió y dijo:
– Lo siento, no es asunto mío, pero creo que deberías cuidarte un poco más.
– Sí, sí, lo sé. Tienes razón.
Ahora mi respiración era más regular y me encontraba mucho mejor. Le pregunté qué hacía.
– Voy a ver a papá.
– ¿Quieres tomar un café?
– No puedo -respondió, haciendo una mueca-. De todos modos, si acabas de sufrir un ataque de pánico, creo que deberías evitar el café. Bebe zumo o algo saludable que no empeore el estrés.
Me incorporé de nuevo y me apoyé en la ventana.
– Pues entonces ven a tomar un zumo saludable conmigo.
Me miró fijamente a los ojos. Los suyos eran de color azul claro, brillantes, celestes.
– No puedo.
Iba a insistir, a preguntarle por qué no, pero no lo hice. Tuve la sensación de que de repente se sentía un poco incómoda, lo cual también me incomodó a mí. A la vez me di cuenta de que el miedo probablemente sobrevenía a rachas, y de que, si bien el ataque había remitido, podía volver con igual facilidad. No quería estar allí si eso ocurría, ni siquiera con Ginny.
– De acuerdo -dije-. Muchas gracias. Me alegro mucho de haberte visto.
– ¿Estás bien? -preguntó, sonriente.
Asentí.
– ¿Seguro?
– Sí, estoy bien. Del todo. Gracias.
Ginny me dio una palmada en el hombro y dijo:
– Vale, Eddie. Nos vemos.
Un segundo después se alejaba de mí bamboleando su pequeña cartera de médico. Entonces desapareció entre la multitud.
Me volví hacia el enorme ventanal y me vi reflejado en su cristal de color bronce. La gente y los coches que circulaban por la calle me atravesaban como si fuera un fantasma. Para colmo, ahora me sentía decepcionado porque la hija de Van Loon me veía sólo como un genial socio de su padre; un socio pedante, aterrorizado y con sobrepeso, por cierto. Abandoné el edificio, recorrí la Quinta Avenida y puse rumbo al centro. Pese a aquellos lóbregos pensamientos, conseguí mantener el control. Entonces, cuando cruzaba la Calle 42, tuve una ocurrencia y alcé la mano por impulso para detener un taxi.
Veinte minutos después tomaba otro ascensor, en esta ocasión hasta la cuarta planta de Lafayette Trading, en Broad Street. Aquél había sido el escenario de triunfos pretéritos, días de emoción y éxito, y pensé que ya nada podría impedirme intentar recrearlos. No contaba con la ventaja del MDT, de acuerdo, pero tampoco me importaba. Mi confianza había quedado magullada y sólo quería comprobar lo bien que podía hacerlo yo solo.
Se produjo una reacción desigual cuando entré en la sala. Algunos, incluido Jay Zollo, se esforzaron por hacerme caso omiso. Otros no pudieron evitar sonreír e inclinar sus gorras de béisbol a modo de saludo. Aunque no me había dejado caer por allí desde hacía tiempo y no tenía ninguna posición abierta, mi cuenta seguía activa. Me dijeron que mi puesto «habitual» estaba ocupado, pero que había otros disponibles y podía empezar a trabajar de inmediato si así lo deseaba.
Mientras ocupaba mi lugar en uno de los terminales y me preparaba, percibí la creciente curiosidad que reinaba en la sala. Se oía un rumor, y algunos miraban por encima de mi hombro, mientras que otros no perdían detalle desde el otro lado del «pozo». Era mucha presión, y cuando descubrí que no estaba muy seguro de cómo proceder, hube de admitir que quizá había sido un tanto precipitado el ir allí. Pero era demasiado tarde para batirse en retirada.
Pasé un rato estudiando la pantalla, y paulatinamente todo volvió a mí. No era un proceso tan complejo. Lo complicado de verdad era elegir las acciones adecuadas. No había seguido los mercados últimamente y no sabía dónde buscar. Mi estrategia de venta en descubierto, que dependía mucho de la investigación, tampoco me resultaba muy útil, así que decidí jugar sobre seguro en mi primer día. Resolví seguir la corriente y decantarme por el sector tecnológico. Compré acciones de Lir Systems, una empresa de servicios de gestión del riesgo, de Key-Gate Technologies, una compañía de seguridad en la Red, y de varias puntocom: Boojum, Wotlarks!, @Ease, Dromio, PorkBarrel.com, eTranz y WorkNet.
Una vez que empecé ya no podía parar, y merced a una combinación de temeridad y miedo, acabé vaciando mi cuenta bancaria, gastando todo mi saldo en el espacio de dos horas. Tampoco ayudó la naturaleza artificial del comercio electrónico, ni la peligrosa sensación de que el dinero que manejaba era real. Por supuesto, aquel torrente de actividad concitó mucha atención, y por más que mi «estrategia» era lo más corriente que uno pudiera imaginar, la rapidez y la envergadura de mis operaciones le daban una apariencia insólita, un color, un carácter propio. Al poco, la gente empezó a imitarme, observando cada uno de mis movimientos, canalizando «consejos» e «información» salidos de mi estación de trabajo. Reinaba el apremio, nadie quería quedarse rezagado, y pronto tuve la impresión de que muchos de los brokeres que me rodeaban estaban solicitando elevados créditos y renegociando el apalancamiento de sus depósitos.
Por lo visto, el mareante auge de las acciones de Internet todavía tenía el poder de desorientar a quien se atreviera a acercarse a ellas, y eso me incluía a mí, porque, si bien había aterrizado allí avalado por mi reputación, empezaba a darme cuenta de que en esa ocasión no sabía lo que estaba haciendo, no sabía cómo parar.
Sin embargo, al final la presión me superó. Desencadenó otro ataque de pánico, y no tuve más alternativa que coger el sobre e irme sin cerrar siquiera mis posiciones. Esto causó cierta consternación en la sala, pero creo que la mayoría de los brokeres de Lafayette esperaban lo inesperado de mí, y conseguí huir sin demasiados problemas. Muchas de las acciones que había comprado habían subido por unos márgenes ínfimos, así que nadie estaba preocupado ni nervioso. Tan sólo les entristecía dejar escapar al que consideraban un superbróker. Cuando bajaba en el ascensor, comenzaron de nuevo las palpitaciones, y una vez en la calle era horrible. Recorrí Broad Street en dirección a la estación del ferry y luego a Battery Park, donde me senté en un banco, me desanudé la corbata y contemplé Staten Island.
Estuve media hora allí, respirando hondo y evitando los pensamientos lóbregos e inquietantes. Me apetecía estar en casa, en mi sofá, pero no quería recorrer de nuevo las calles y soportar a la gente y el tráfico. Al cabo de un rato me levanté y eché a andar. Fui a State Street y conseguí un taxi de inmediato. Salté al asiento trasero, con el sobre entre las manos, y mientras el coche se abría paso entre el tráfico, discurriendo por Bowling Green y luego Broadway, Beaver Street, Exchange Place y Wall Street, tuve la impresión de que estaba sucediendo algo bastante raro. No sabía qué era exactamente, pero se respiraba una atmósfera de nerviosismo en las calles. La gente se detenía a hablar, algunos susurraban en tono conspiratorio, otros se gritaban de un coche a otro, o desde las escaleras de los edificios, o por el móvil, con esa curiosidad que genera un hecho nefasto, como un asesinato o un revés en las Series Mundiales. Entonces el tráfico se disipó un poco y avanzamos hacia el distrito financiero, dejando atrás aquella extraña situación. Pronto estábamos atravesando Canal Street, y momentos después doblábamos a la derecha para tomar Houston Street, donde todo estaba como siempre.
Cuando llegué a casa, fui directo al sofá y me desplomé. El viaje en taxi había sido insoportable, y en una o dos ocasiones había estado a punto de decir al conductor que parara y me dejara salir. Tumbarse en el sofá no fue mucho mejor, pero al menos me encontraba en un entorno conocido y controlado. Durante una hora pensé que el ataque pasaría, pero también que no, que iba a morirme en aquel momento, allí mismo, en aquel puto sofá.
Pero la muerte no llegó y empecé a encontrarme un poco mejor. Extendí la mano para recoger el control remoto, que había caído en un lateral del sofá. Encendí el televisor y fui cambiando de canal. Tardé unos momentos en concentrarme y percatarme de que estaba ocurriendo algo. Puse la CNNfn, cambié a la CNBC, y después volví a la CNNfn. Miré la esquina de la pantalla para ver qué hora era. Eran las 14.35 y desde la una del mediodía los mercados habían entrado en barrena. El Nasdaq había caído ya 319 puntos; el Dow Jones, 185, y el S & P, 93, y ninguno daba señales de frenar, y mucho menos de recuperarse. CNNfn y CNBC estaban ofreciendo una cobertura al minuto desde la Bolsa de Nueva York, y también desde sus respectivos estudios. El quid de la noticia era que la burbuja tecnológica parecía haber estallado a cámara lenta ante nuestros ojos.
Fui a mi escritorio y encendí el ordenador. Curiosamente estaba tranquilo, pero cuando vi las citas y lo mucho que habían caído los precios de las acciones empecé a marearme. Apoyé la cabeza en las manos e intenté dominar el pánico. Más o menos lo logré, tal vez desterrando de la mente a todos aquellos corredores de Lafayette que, a consecuencia de mis operaciones, también se habían visto arrastrados. Aun así, estaba convencido de que sus pérdidas no eran comparables a las mías. Debían de rondar el millón de dólares.
A la mañana siguiente salí a comprar el periódico y a buscar provisiones a Gristede's y la licorería. Los titulares oscilaban desde «¡au!» hasta «pesadilla en la bolsa» o «cautela inversora tras revés bursátil». El Nasdaq se había recuperado un poco a última hora de la tarde después de alcanzar unas pérdidas máximas del nueve por ciento, y seguía recobrándose aquella mañana, gracias a varias empresas de corretaje y fondos mutuos que habían pronosticado la debacle y habían empezado a comprar. Algunos comentaristas estaban histéricos, y hablaban de un nuevo Lunes Negro, o incluso de 1929, pero otros adoptaron una actitud más optimista, y aseguraban que se había purgado el reciente exceso especulativo en las acciones del sector tecnológico, o que lo que habíamos presenciado no era tanto una corrección generalizada como una limpieza de los sectores más frívolos del Nasdaq. Todo eso tranquilizaba a los jugadores de envergadura, pero no era consuelo para los millones de pequeños inversores que habían comprado a préstamo y se habían visto aniquilados por la venta masiva.
Sin embargo, leer artículos de opinión en la prensa no iba a cambiar nada. No cambiaría el hecho de que, por ejemplo, mi cuenta bancaria había quedado a cero, o que no podría volver a trabajar en Lafayette.
Dejé a un lado los periódicos, miré la bolsa de dinero que descansaba sobre la atestada mesa del comedor y me recordé a mí mismo, por enésima vez, que su contenido era lo único que me quedaba en el mundo, y que se lo debía a un prestamista ruso.
La visita de Gennadi el viernes por la mañana sería el siguiente gran acontecimiento de mi vida, pero no tenía ganas de que llegara. Me pasé dos días bebiendo y escuchando música. En un momento dado, a mitad de una botella de Absolut, pensé en Ginny Van Loon y lo curiosa que era. Me conecté a Internet y busqué en periódicos y revistas cualquier referencia que encontrara sobre ella. Había bastantes cosas, citas de las secciones «Página seis» y «Estilos» de The New York Times, recortes, artículos e incluso algunas fotos: Ginny, con dieciséis años, perdiendo la cabeza en el River Club con Tony De Torrio, Ginny rodeada de modelos y diseñadores de moda, Ginny con Nikki Sallis en una fiesta en Los Ángeles, bebiendo una botella de Cristal. Un artículo reciente aparecido en la revista New York insistía en que sus padres la habían metido en vereda amenazándola con desheredarla, pero el mismo texto citaba a amigos suyos que aseguraban que se había calmado mucho y que ya no era «demasiado divertida». En palabras de la propia Ginny, se había pasado casi toda la adolescencia queriendo ser famosa y ahora sólo deseaba que la dejaran en paz. Había trabajado de actriz y modelo, y lo había dejado todo. La fama era una enfermedad, decía, y quien la anhelara era idiota. Releí esos artículos varias veces e imprimí las fotos, que colgué en mi tablón de anuncios.
Ahora el tiempo parecía transcurrir muy rápido, y no hacía más que navegar por la Red o sentarme en el sofá a beber. Me puse sentimental. Estaba confuso e irritado.
Cuando Gennadi apareció el viernes por la mañana, tenía resaca. El desorden de mi casa había ido a más, y estoy seguro de que no olía muy bien, aunque en aquel momento no era consciente de esas cosas. Estaba demasiado triste y enfermo como para reparar en ello.
Cuando Gennadi llegó al umbral y vio aquel caos, se confirmaron mis peores miedos, o al menos uno de ellos. Supe al instante que Gennadi había tomado MDT. Lo percibí en su expresión alerta y en su pose. Supe también que mis sospechas se disiparían en cuanto abriera la boca.
– ¿Qué te pasa, Eddie? -dijo con una sonrisa triste-. ¿Estás deprimido o algo? A lo mejor necesitas medicación. -Se sorbió la nariz e hizo una mueca-. O quizá necesitas instalar aire acondicionado.
Estaba claro que su inglés había mejorado enormemente. Todavía tenía un acento marcado, pero las estructuras gramaticales y sintácticas habían experimentado un rápido proceso de transformación. Me preguntaba cuántas pastillas habría tomado ya.
– Hola, Gennadi.
Me acerqué a la mesa del comedor, me senté y saqué un fajo de la bolsa de papel marrón. Empecé a contar billetes de cien dólares, suspirando cada dos segundos. Gennadi entró y deambuló por la estancia, escrutando el desorden. Se detuvo frente a mí.
– No es muy seguro, Eddie, eso de guardar todo tu dinero en una puta bolsa de papel -dijo-. Podría entrar alguien y robártelo.
Suspiré de nuevo y dije:
– No me gustan los bancos.
Le entregué los 22.500 dólares. Los cogió y se los guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Fue hacia la mesa, se dio la vuelta y se apoyó en ella.
– Ahora -añadió-, quiero hablar contigo de una cosa.
Allí estaba. Se me revolvió el estómago, pero intenté hacerme el tonto.
– Si no te ha gustado el guión -dije-, era sólo un borrador.
– Que le den al guión -repuso, con un gesto de desprecio-. No estoy hablando de eso. Y no finjas que no sabes a qué me refiero.
– ¿Qué?
– Esas pastillas que te robé. ¿Me vas a decir que no te diste cuenta?
– ¿Qué pasa con ellas?
– ¿Tú qué crees? Quiero más.
– No tengo.
Gennadi sonrió, como si se tratase de un juego, cosa que evidentemente era cierta. Me encogí de hombros e insistí:
– No tengo.
Se incorporó y se dirigió hacia mí. Se detuvo donde lo había hecho antes y se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta. Estaba asustado, pero no me amedrenté. Sacó algo que no alcanzaba a ver. Me miró, sonrió otra vez y con un rápido movimiento me mostró la hoja de una navaja. Me la puso en el cuello y la deslizó arriba y abajo, rozándome suavemente la piel.
– Quiero más -dijo.
– ¿Tengo pinta de tener más? -respondí después de tragar saliva. Gennadi dejó de mover la navaja, pero no lo apartó-. Has consumido, ¿verdad? -continué-. Ya sabes qué se siente y cómo te afecta. -Tragué de nuevo, esta vez más ruidosamente-. Mira a tu alrededor. ¿Te parece ésta la casa de alguien que está tomando la droga que tú has tomado?
– Entonces, ¿de dónde la sacaste?
– No lo sé, un tipo al que conocí en…
Me pinchó en el cuello y apartó la navaja rápidamente.
– ¡Ay!
Me llevé la mano al cuello y froté. No había sangre, pero me dolía.
– No mientas, Eddie, porque si no consigo lo que quiero te mataré. ¿Está claro? -Entonces me puso la navaja debajo del ojo izquierdo y presionó, con suavidad pero firmemente-. Y por fases.
Siguió haciendo fuerza con la navaja, y cuando noté que el globo ocular empezaba a sobresalir, susurré:
– De acuerdo. -Gennadi aguantó unos instantes y acabó por retirar el arma-. Puedo conseguir más -dije-, pero me llevará unos días. El traficante es un… maniático de la seguridad.
Gennadi chasqueó la lengua, como diciendo:
– Sigue.
– Lo llamo y él organiza la recogida. -Hice una pausa y me froté el ojo izquierdo, pero en realidad era una maniobra para ganar tiempo y pensar qué iba a decir a continuación-. Si se huele que hay alguien más involucrado en esto, alguien a quien él no conozca, se acabó. No volveremos a saber de él. -Gennadi asintió-. Y otra cosa. Son caras.
Vi que le excitaba la posibilidad de comprar. También me di cuenta de que, pese a su torpe táctica, acataría cualquier propuesta y pagaría lo que le pidiera.
– ¿Cuánto?
– Quinientos cada una…
Gennadi silbó, casi con regocijo.
– Por eso se me han terminado. Porque no estamos hablando de bolsas de diez dólares.
El ruso me miró, y señaló el dinero que había sobre la mesa.
– Utiliza eso. Consígueme…, eh… -Hizo una pausa, y pareció realizar un cálculo mental-. Consígueme cincuenta o sesenta. Para empezar.
Si acababa vendiéndole algo, tendría que salir de mi alijo, así que sentencié:
– Lo máximo que puedo pillar de una tacada son diez.
– Y una mierda…
– Gennadi, hablaré con el tipo, pero es muy paranoico. Tenemos que hacerlo poco a poco.
Se dio la vuelta, fue hacia la mesa y regresó al punto de partida.
– De acuerdo. ¿Cuándo?
– Seguramente las podré conseguir el viernes que viene.
– ¿El viernes que viene? Me has dicho unos días.
– Le dejaré un mensaje. Tarda unos días en responder y luego unos cuantos más en organizarlo.
Gennadi blandió de nuevo la navaja y me apuntó directo a la cara.
– Si juegas conmigo, Eddie, te arrepentirás.
Entonces la apartó y fue hacia la puerta.
– Te llamaré el martes.
– Vale. El martes.
Una vez en el umbral, como si fuese una reflexión de última hora, preguntó:
– ¿Qué es esta mierda? ¿Qué lleva?
– Es una… droga inteligente -repuse-. No sé de qué está compuesta.
– ¿Te vuelve inteligente?
Extendí las manos.
– Bueno, sí. ¿No te habías dado cuenta?
Iba a mencionar lo mucho que había mejorado su inglés, pero decidí no hacerlo. La idea de que pensara que su inglés no era demasiado bueno al principio podía resultarle ofensiva.
– Claro -contestó-. Es increíble. ¿Cómo se llama?
Vacilé.
– Eh… MDT. Se llama MDT. Es un nombre químico, pero… Sí.
– ¿MDT?
– Sí. Ya sabes, pilla un poco de MDT. Toma un poco de MDT.
Me miró con expresión confusa y agregó:
– El martes.
Salió al pasillo y dejó la puerta abierta. Yo me quedé sentado en la silla, escuchándole bajar las escaleras. Cuando oí la puerta cerrándose de golpe, me levanté y fui a la ventana. Vi a Gennadi caminando por la Calle 10 en dirección a la Primera Avenida. Aunque sabía poca cosa de él, la ligereza de sus pasos me pareció, cuando menos, inusitada.
Mientras rememoro los hechos ahora, en la mortecina quietud de esta habitación del Northview Motor Lodge, comprendo que la intrusión de Gennadi en mi vida, su intento por husmear en mi suministro de MDT, tuvo un efecto bastante inquietante en mí. Lo había perdido casi todo y me molestaba la idea de que alguien pudiera destruir tan fácilmente lo poco que quedaba. Ya no quería tomar MDT a espuertas porque tenía miedo de sufrir otro desvanecimiento, de quedar a merced de aquella oscuridad e impredecibilidad. Pero tampoco quería darme por vencido y dejarlo todo atrás, sobre todo para que un buitre como Gennadi lo destrozara. Asimismo, la idea de que Gennadi consumiera MDT me parecía un desperdicio. De repente, aquel tipo podía hablar un inglés comprensible. Qué bien. Seguía siendo un estúpido, un zhulik. El MDT no cambiaría a alguien como él. No como me había cambiado a mí.
A la luz de aquella reflexión, decidí que haría un último esfuerzo. Tal vez podría remediar la situación. Quizá pudiera darle la vuelta. Llamaría otra vez a Donald Geisler y le suplicaría que hablara conmigo.
¿Qué mal podía hacer eso?
Saqué la agenda negra de Vernon, busqué el número y marqué.
– ¿Sí?
Guardé silencio un segundo y empecé a hablar a toda prisa.
– Soy el amigo de Vernon Gant otra vez. No cuelgue, por favor… Cinco minutos, sólo quiero cinco minutos de su tiempo. Le pagaré… -esto último se me ocurrió sobre la marcha-, le pagaré cinco mil dólares, a mil dólares el minuto. Hable conmigo…
En ese momento se hizo el silencio. Miré la bolsa de papel marrón que reposaba sobre la mesa.
Mi interlocutor exhaló un largo suspiro.
– ¡Dios mío!
No sabía qué significaban sus palabras, pero no había colgado. Decidí no forzar la situación y no dije nada. Al final, Geisler respondió:
– No quiero su dinero. -Hizo una nueva pausa-. Cinco minutos.
– Muchas gracias.
Me dio la dirección de un bar situado en la Séptima Avenida a la altura de Park Slope, en el barrio de Brooklyn, y me dijo que me reuniera allí con él en una hora. Era alto y llevaría una camiseta amarilla lisa.
Me di una ducha, me afeité, engullí una taza de café y unas tostadas y me vestí. Cogí un taxi en la Calle 10.
El bar era pequeño y oscuro, y estaba casi vacío. En una mesa rinconera había un hombre alto que lucía una camiseta amarilla. Estaba tomando un café. Junto a la taza tenía un paquete de Marlboro y un encendedor Zippo. Me presenté y tomé asiento. Por su cabello entreverado de canas y las arrugas de los ojos, calculé que Donald Geisler tendría unos cincuenta y cinco años. Sus bruscas maneras eran las de alguien que estaba de vuelta de todo.
– Muy bien -dijo-, ¿qué es lo que quiere?
Le ofrecí una versión rápida y concisa de los hechos.
Al final dije:
– Así que lo que verdaderamente necesito conocer es la dosis. O al menos si ha oído hablar de un socio de Vernon llamado Tom o Todd.
Geisler asintió pensativo y miró su taza de café unos instantes. Mientras esperaba a que ordenase sus pensamientos, o lo que fuese que estaba haciendo, saqué el paquete de Camel y encendí un cigarrillo.
Me había fumado más de la mitad cuando Geisler empezó a hablar. Me di cuenta de que si habíamos de regirnos por la norma de los cinco minutos, ya habíamos rebasado ese límite.
– Hace unos tres años -dijo-, o tal vez tres y medio, conocí a Vernon Gant. Yo era actor por aquel entonces. Trabajaba en una pequeña compañía que había fundado cinco años antes junto a otros compañeros. Interpretábamos a Miller, Shepard y Mamet, ese tipo de cosas. Tuvimos cierto éxito, sobre todo con una producción de American Buffalo, y salíamos mucho de gira.
Supe de inmediato, por el tono de su voz y la lánguida ruta narrativa que parecía haber acometido, que, pese a sus protestas iniciales, iba a hablar un buen rato.
Pedí dos cafés más a una camarera que pasaba y encendí otro cigarrillo.
– Cuando conocí a Vernon, la compañía decidió cambiar de dirección y montar una producción de Macbeth, en la que yo había de interpretar el papel protagonista. -Se aclaró la voz-. En aquel momento, conocer a Vernon me pareció un golpe de suerte, porque estaba cagado de miedo por la idea de interpretar a Shakespeare y un tipo me ofrecía… Bueno, ya sabes lo que me ofrecía.
El discurso de Geisler era lento y deliberado. Tenía voz de actor. También me dio la impresión de que nunca había mencionado el asunto a nadie. Su relato sobre los primeros días del MDT era mucho más completo que el de Melissa, pero coincidía en lo fundamental. En su caso, había recibido la oferta de Vernon, y fue incapaz de resistirse. Tras un par de dosis de 15 miligramos había memorizado el texto completo de Macbeth, lo cual intimidó a los actores y al equipo. Durante los ensayos había consumido unas doce pastillas, con un promedio de tres por semana. Las píldoras no estaban marcadas, pero el socio de Vernon, un tal Todd, lo acompañó un día y le explicó cuál era la dosis adecuada, su composición y cómo funcionaba. Ese tal Todd también le había preguntado a Geisler cómo estaba respondiendo a la droga y si había experimentado algún efecto secundario. Geisler respondió que no.
Dos semanas antes del estreno, y sometido a una intensa presión, Geisler sacó lo que tenía en el banco e incrementó su dosis a seis pastillas por semana.
– Casi una al día -dijo.
Quería preguntarle más cosas sobre Todd y las dosis de MDT, pero vi que a Geisler le costaba mucho concentrarse y no quería que perdiese el hilo.
– Entonces, unos días antes del estreno, ocurrió. Mi vida se vino abajo. De un martes a un viernes, todo se desmoronó.
Hasta ese momento, Geisler había tenido las manos debajo de la mesa. No le di importancia, pero cuando alzó la mano derecha para coger la taza, advertí un leve temblor. Al principio creí que podía tratarse de un síntoma de alcoholismo, un temblor matinal, pero cuando lo vi inclinarse, agarrando la taza para no derramar el café, me di cuenta de que probablemente sufría alguna afección neuronal. Dejó de nuevo la taza con sumo cuidado e inició el laborioso proceso de encender un cigarrillo. Lo hizo en silencio, sin comentar la dificultad que ello le suponía. Geisler sabía que le estaba observando, y la situación se convirtió en una especie de actuación.
– Estaba sometido a mucha presión. Ensayaba catorce o quince horas diarias, pero, cuando quise darme cuenta, sobrevenían aquellos períodos de amnesia. -Asentí-. Durante horas, perdía la noción de lo que estaba haciendo.
Apenas podía contenerme, y no cesaba de decirle:
– Sí, sí, continúe, continúe.
– Todavía no sé qué hice exactamente durante esos… desvanecimientos, por llamarlos de alguna manera. Lo que sí sé es que entre el martes y el viernes de esa semana, y a consecuencia de mis actos, me dejó la que era mi novia desde hacía diez años, se canceló la producción de Macbeth y me echaron del piso. Además, atropellé a una niña de once años en Columbus Avenue y estuvo a punto de morir.
– Dios mío.
El corazón me latía a toda velocidad.
– Fui a ver a Vernon para intentar averiguar qué me estaba pasando, y al principio no quiso saber nada. Estaba asustado, pero luego se puso en contacto con Todd y nos reunimos. Todd era el técnico. Trabajaba para una empresa farmacéutica. Nunca llegué a conocer sus tejemanejes, pero pronto supe que Todd robaba el material del laboratorio en el que trabajaba y Vernon era sólo el que daba la cara. También me enteré de que Vernon había mezclado un lote de pastillas y me había estado vendiendo dosis de 30 miligramos en lugar de 15, lo cual significaba que había aumentado drásticamente el consumo sin que yo lo supiera. Le conté a Todd lo ocurrido y me dijo que debía combinar el MDT con algo más, otra droga, alguna sustancia que contrarrestara los efectos secundarios. Así llamaba él a los desvanecimientos: efectos secundarios. Pero le dije que no pensaba tomar nada más, que quería dejarlo y volver a la normalidad. Le pregunté si podía hacerlo, si podía dejarlo de golpe, si habría otros efectos secundarios, y me dijo que no lo sabía, que él no era la FDA, pero que, como había estado tomando una dosis tan elevada, no me recomendaba dejarlo de golpe. Me dijo que tal vez debiera reducir la ingesta de manera gradual. -Asentí-. Y eso es lo que hice. Pero no sistemáticamente. No seguí ningún procedimiento clínico conocido.
– ¿Y qué pasó?
– Estuve bien unos días, pero entonces empezó esto -levantó las manos-, y luego experimenté insomnio, náuseas, infecciones de pulmón y senos, pérdida de apetito, diarreas, boca seca, disfunción eréctil…
Levantó de nuevo las manos, esta vez en un gesto de desesperación.
No sabía qué decirle y guardamos silencio unos momentos. Todavía buscaba respuesta a mis dos primeras preguntas, pero tampoco quería parecer insensible.
Al cabo de un momento, Geisler dijo:
– El único culpable de todo esto soy yo. Nadie me obligó a tomar MDT. -Meneó la cabeza y continuó-. Pero supongo que fui un conejillo de indias, porque me encontré con Vernon un año después y me dijo que habían solucionado los problemas con las dosis, que había que ajustarla individualmente, personalizarla, decía. -De repente, parecía colérico-. Incluso me aconsejó que lo intentara otra vez, pero lo mandé a la mierda.
Asentí en un gesto de comprensión.
También esperé que dijera algo más. Cuando vi que no era así, intervine.
– ¿Conoce el apellido del tal Todd o algo sobre él? ¿Para qué empresa trabajaba?
Geisler meneó la cabeza.
– Sólo lo he visto dos o tres veces. Era muy circunspecto, muy cuidadoso. Vernon y él trabajaban juntos, pero, desde luego, Todd era el cerebro.
Jugueteé con el paquete de Camel que tenía sobre la mesa, junto a la taza de café.
– Una pregunta más -dije-. Cuando Todd le comentó que debía combinar el MDT con otra droga para contrarrestar los efectos secundarios y la pérdida de memoria, ¿le dijo de qué droga se trataba?
– Sí.
Me dio un vuelco el corazón. -¿De cuál?
– Lo recuerdo muy bien, porque no dejaba de insistir en que eso solucionaría el problema, que lo había averiguado. Era un producto llamado Dexeron. Es un antihistamínico y se utiliza para tratar ciertas alergias. Contiene un agente que reacciona con un complejo específico de receptores del cerebro y, según él, eso evitaría los desvanecimientos. No sé cómo funcionaba exactamente. No recuerdo los detalles. Creo que en aquel momento no lo entendí. Pero al parecer lo puedes conseguir sin receta.
– ¿No lo ha tomado nunca?
– No.
– Comprendo.
Asentí, como si estuviese meditando sus palabras, pero lo único que quería era largarme de allí lo antes posible e ir a una farmacia.
– Cuando Janine me dejó y me echaron de la compañía -continuó Geisler-, intenté recoger los pedazos, pero no era tan sencillo, porque, por supuesto…
Me terminé el café e intenté desesperadamente formular una estrategia de salida. Aunque lo sentía por Geisler y me horrorizaba lo que le había ocurrido, no necesitaba oír aquella parte de la historia. Pero tampoco podía levantarme e irme, así que acabé fumándome dos cigarrillos más antes de armarme de valor y decirle que tenía que marcharme.
Le di las gracias y le dije que pagaría al salir. Me miró como diciendo: «Vamos, siéntate. Fúmate otro cigarrillo, tómate un café», pero un segundo después agitó la mano en un ademán de desprecio y dijo:
– Está bien, vete de aquí. Y buena suerte, supongo.
Encontré una farmacia en la Séptima Avenida, cerca del bar, y compré dos cajas de Dexeron. Luego me fui a casa en taxi.
Una vez allí, fui directo al armario del dormitorio y saqué las pastillas de MDT. No estaba seguro de cuántas tomar, y deliberé un buen rato. Al final decidí tomar tres. Era mi última oportunidad. O tenía éxito o fracasaba.
Entré en la cocina y me serví un vaso de agua. Tragué las tres pastillas de una tacada y las aderecé con dos de Dexeron. Después, me senté en el sofá y esperé.
Al cabo de dos horas, los compactos volvían a estar ordenados alfabéticamente. Tampoco había cajas de pizza por todas partes, ni latas de cerveza vacías, ni calcetines sucios. Abrillanté hasta el último palmo de casa… Todo estaba reluciente.