Segunda parte

VIII

Aunque luego las cosas empezaron a emborronarse un poco; si las rememoro ahora -desde mi butaca de mimbre del Northview Motor Lodge- recuerdo el día siguiente, un jueves, y los días posteriores, y sólo eso… Días, entidades de tiempo bien definidas con principio y final. Me levantaba y horas después me iba a la cama. Tomaba una dosis de MDT-48 cada mañana y mi experiencia se asemejaba mucho a la primera sesión, es decir, me hacía efecto casi al instante, me quedaba todo el tiempo en casa y trabajaba productivamente, muy productivamente, hasta que los efectos se disipaban.

El primer día rehusé un par de invitaciones a salir con mis amigos y cancelé algo que tenía previsto para la noche del viernes. Terminé la introducción, un total de 11.000 palabras, y planifiqué el resto del libro, en particular el criterio que pensaba seguir con las leyendas. Por supuesto, no podía escribirlas hasta que tuviese una idea clara de las ilustraciones que iba a utilizar, así que decidí quitarme de en medio el laborioso proceso de selección, lo cual me llevó varias horas. Debería haber tardado unas cuatro o seis semanas, pero a la sazón juzgué que sería mejor no entretenerme en esos menesteres. Reuní el material relevante -recortes, desplegables de revistas, cajas de diapositivas y hojas de contactos- y lo dispuse todo en el suelo, en medio de la habitación. Empecé a examinarlo con cuidado y tomé una serie de decisiones firmes. Al poco contaba con una lista provisional de ilustraciones y me hallaba en posición de empezar a escribir las leyendas.

Pero cuando hube terminado, pensé en terminar el libro entero, lo cual me ocuparía sólo otra jornada. ¿Un borrador completo y en sólo un par de días? Había pensado en él durante meses, recabando el material y dándole vueltas. Había trazado un plan. Había investigado un poco. Había pensado el título.

¿No?

Tal vez. Pero no podía obviar el hecho de que, para un gusano endomórfico como yo -entre cuyas creencias primaba la idea de que una acusada falta de disciplina era algo que había que cultivar-, conseguir algo así en dos días era extraordinario.

Pero ¿por qué resistirse a ello?

El viernes por la mañana continué escribiendo los pies de las ilustraciones y a la hora de comer vi que, en efecto, los terminaría aquel mismo día, así que decidí telefonear a Mark Sutton de Kerr & Dexter para comentarle mis progresos. Por lo primero que preguntó fue por el manual de telecomunicaciones que supuestamente estaba redactando.

– ¿Cómo lo llevas?

– Está casi terminado -mentí-. Lo tendrás el lunes por la mañana.

Lo cual era cierto.

– Estupendo. ¿Y qué tienes en mente, Eddie?

Le expliqué en qué estado se hallaba En marcha y le pregunté si quería que se lo enviara.

– Bueno…

– Tiene buena pinta. Posiblemente necesite algo de edición, no demasiado, pero…

– Eddie, el plazo de entrega no es hasta dentro de tres meses.

– Lo sé, lo sé, pero había pensado que si hay disponibles otros títulos de la serie, tal vez podría ocuparme de alguno.

– ¿Disponibles? Eddie, los hemos asignado todos, ya lo sabes. El tuyo, el de Dean y el de Clare Dormer. ¿Qué es esto?

Tenía razón. Un amigo mío, Dean Bennett, se encargaba de Venus, una obra sobre la mujer más bella del siglo, y Clare Dormer, una psiquiatra que había escrito varios artículos para revistas sobre los trastornos asociados a la fama, estaba trabajando en Niños de la pantalla, que versaba sobre el papel de los niños en las comedias clásicas de la televisión. Había otros en proyecto. Uno de ellos era Grandes edificios, creo. No acertaba a recordar los demás.

– No lo sé. ¿Y qué hay de la segunda fase? -inquirí-. Si éstos funcionan…

– Todavía no hay planes para una segunda fase, Eddie.

– Pero ¿y si éstos van bien?

En aquel momento oí un suspiro de hastío.

– Me figuro que podría haber una segunda fase -dijo. Entonces se produjo una pausa y un educado-: ¿Alguna propuesta?

Lo cierto era que no había pensado en ello, pero estaba ansioso por tener otro proyecto entre manos, así que, meciendo el receptor sobre mi hombro, eché un vistazo a las estanterías del salón y comencé a elucubrar.

– ¿Qué te parece…? Déjame ver… -En ese momento estaba mirando el lomo de un gran libro gris en una estantería situada encima del equipo de música, un regalo que me hizo Melissa tras una visita a una exposición fotográfica en el MoMA y una fuerte discusión-. ¿Qué te parecería algo sobre grandes fotografías de prensa? Podrías empezar con esa imagen increíble del cometa Halley, de 1910. O la foto de Bruno Hauptmann. ¿Recuerdas? La de la ejecución… O el choque de trenes de Kansas en 1928. -Vi de repente los vagones destrozados y las oscuras nubes de humo y polvo elevándose-. También… ¿Qué más…? Está Adolf Hitler sentado con Hindenburg y Hermann Goering en el monumento a Tannenberg. -Otro destello, en esta ocasión de un abstraído Hermann Goering sosteniendo algo en las manos, contemplándolo, algo que se asemeja, curiosamente, a un ordenador portátil- Y después tienes… bombas sobre París. Los desembarcos del Día D. El debate de cocina en Moscú, con Jruschov y Nixon. La niña del napalm en Vietnam. El funeral del ayatolá. -Mirando fijamente el lomo del libro, podía ver aquellas imágenes, y de manera gráfica, descendiendo como en un lector de microfichas-. Tiene que haber miles más -dije meneando la cabeza. Aparté la vista de las estanterías e hice una pausa-. O, no sé, podrías hacer cualquier cosa, carteles de películas, anuncios, artilugios del siglo xx, como el abrelatas, la calculadora o la videocámara. Podrías hacer algo sobre automóviles.

Al tiempo que lanzaba esas sugerencias, apoyado en el escritorio, fui consciente de un segundo estrato de propuestas que se iba formando en mi mente. Hasta ese momento sólo me había preocupado mi libro. No había pensado en la serie como un todo, pero a la postre me di cuenta de que en Kerr & Dexter estaban siendo bastante chapuceros. Su serie sobre el siglo xx tal vez fuera sólo una respuesta a un proyecto similar que estaba confeccionando una editorial rival, algo que les había llegado a los oídos, y no querían que les pasaran por delante. Pero era como si, una vez decididos a hacerlo, dieran por finiquitado el trabajo. Para sobrevivir en el mercado, para estar a la altura de los grupos editoriales -como decía siempre Artie Meltzer, vicepresidente de K & D-, la empresa tenía que expandirse, pero encomendar un proyecto como aquél al departamento de Mark era respaldar esa idea de cara a la galería. Mark no tenía los recursos necesarios, pero Artie sabía que lo aceptaría de todos modos, pues Mark Sutton, que era incapaz de decir no, lo aceptaba todo. Entonces Artie podría olvidarse de ello hasta que llegara el momento de depurar responsabilidades cuando la serie fracasara.

No obstante, lo que se le escapaba a Artie en este caso era que la serie en realidad era una buena idea. Puede que otros estuviesen publicando material similar, pero eso siempre iba a ocurrir. La cuestión era ser los primeros, y hacerlo mejor. El material -la iconografía del siglo xx- estaba allí, preparado para los escaparates, pero, hasta donde yo alcanzaba a ver, Sutton sólo había conseguido confeccionar un paquete. Sus ideas carecían de propósito o estructura alguna.

– Luego están, no sé, los grandes momentos del deporte. Babe Ruth. Tiger Woods. Diablos, y el programa espacial. Esto no tiene fin.

– Hummmm.

– ¿Y todos estos libros no deberían llevar un título similar? -proseguí-. Algo identificable. El mío, por ejemplo, es En marcha: de Haight-Ashbury a Silicon Valley, así que el de Dean, en lugar de sólo Venus, podría ser… Disparando a Venus: de… Pickford a Paltrow, o De Garbo a Spencer. Algo por el estilo. El de Clare, si lo ha limitado a los niños, podría ser… Criando hijos: de Beaver a Bart. No sé. Dale una fórmula, hazlo más vendible.

Hubo un silencio al otro extremo de la línea, y entonces:

– ¿Qué quieres que te diga, Eddie? Es viernes por la tarde. Tengo plazos que cumplir hoy.

En ese momento pude visualizar a Mark, flaco y obsesivo, en su despacho, esforzándose por no perder comba en el trabajo, con una hamburguesa con queso, entera o a medias, sobre su mesa, y una secretaria de la que estaba enamorado humillándolo ritualmente cada vez que cruzaban una mirada. Tenía un despacho sin ventanas en la planta 12 del viejo edificio de Port Authority, en la Octava Avenida, y pasaba casi toda su vida allí, incluyendo noches, fines de semana y días libres. Sentí una oleada de desprecio por él.

– En fin -respondí-. Ya hablaremos el lunes, Mark.

Cuando colgué el teléfono, empecé a tomar notas sobre el posible formato de la serie, y en cuestión de dos horas había concebido una propuesta para diez títulos, incluido un breve resumen y una lista de ilustraciones fundamentales para cada uno. Pero entonces, ¿cuál sería el siguiente paso? Necesitaba que me lo encargaran. No podía trabajar en el vacío.

La actitud de Mark y su falta de interés seguían fastidiándome, de modo que llamé a Meltzer y le expuse la idea. Sabía que Mark y Artie no se llevaban muy bien y que éste se alegraría de tener la oportunidad de presionar a Mark, pero el que Artie aceptara la propuesta era otra cuestión.

Lo localicé a la primera y empezamos a hablar. No sé cómo sucedió, pero al final de la conversación prácticamente tenía a Meltzer reestructurando la empresa de pies a cabeza, con la serie dedicada al siglo xx como pieza central de sus lanzamientos editoriales de primavera. Quería reunirse conmigo para comer, pero a él y su mujer los habían invitado a pasar el fin de semana en los Hamptons y no podía escabullirse; su mujer lo mataría. Sin embargo, parecía enardecido, con ganas de seguir charlando, como si sintiera que aquella magnífica oportunidad empezaba a deslizársele entre los dedos.

– La semana que viene -dije-, nos vemos la semana que viene.

Pasé el resto del día redactando el manual de telecomunicaciones de Mark y ampliando las notas para Artie, sin advertir contradicción alguna, sin pensar en ningún momento que quizá, sólo quizá, mis acciones podían hacer peligrar el puesto de trabajo de Mark Sutton.

En cuanto al colocón de MDT, ese jueves y el viernes no hubo nada marcadamente distinto, ningún placer en particular, pero sentí, como antes, lo que sólo puedo describir como un impulso irrefrenable de mantenerme ocupado. No tenía nada que hacer en el piso, porque ya estaba todo hecho, a menos que quisiera redecorarlo, cambiar los muebles, pintar las paredes o levantar los viejos tablones del suelo, cosa que no hice. Así que no tenía otra alternativa que canalizar toda mi energía en el texto y las notas. Y debemos tener en cuenta lo que suele conllevar ese tipo de labor. Podía implicar, por ejemplo, ver el programa de Oprah, o sentarme en el sofá con una revista, o incluso irme a la cama. Al final trabajé, pero nadie lo habría notado de haber estado observando un día o dos.

El jueves por la noche dormí cinco horas, y bastante bien, pero el viernes no fue tan sencillo. Me desperté a las tres y media y me quedé tumbado en la cama una hora, pero acabé tirando la toalla. Preparé una cafetera y tomé una dosis de MDT, lo cual significaba que a las cinco de la madrugada estaba otra vez a pleno rendimiento, pero sin nada concreto que hacer. No obstante, conseguí quedarme en casa todo el día y estar distraído. Repasé los libros de gramática italiana que compré pero nunca llegué a abrir cuando vivía en Bolonia. Había aprendido suficiente italiano para defenderme, e incluso para realizar traducciones sencillas, pero nunca había estudiado el idioma de manera formal. La mayoría de los italianos a los que había conocido querían practicar su inglés, así que siempre me las había arreglado con unas nociones mínimas. Pero pasé unas horas estudiando los tiempos verbales, además de otros aspectos gramaticales clave -el subjuntivo, los comparativos, los pronombres y los reflexivos-, y lo curioso es que me sonaba todo. Me di cuenta de que sabía aquellas cosas y me decía a mí mismo: «Sí, claro, eso es».

Realicé una serie de ejercicios avanzados con uno de los libros y los resolví bien. Después busqué un viejo ejemplar del semanario Panorama, y mientras ojeaba fragmentos acerca de políticos locales, diseñadores de moda y entrenadores de fútbol y leía un extenso artículo sobre la Viagra, sentí cómo los glaciares de vocabulario pasivo se desprendían y flotaban hasta asomarse a mi conciencia. Acto seguido, cogí una copia del clásico I promessi sposi, de Alessandro Manzoni, que había comprado con la mejor de las intenciones pero nunca había llegado a abrir. No tenía ninguna esperanza de entenderla, en cualquier caso, lo mismo que si un estudiante de inglés tratase de leer Casa desolada, pero me puse manos a la obra, y pronto me sorprendí disfrutando de aquella vívida reconstrucción de la vida en la Lombardía de comienzos del siglo XVII. De hecho, cuando abandoné el libro doscientas páginas después, apenas era consciente de que había estado leyendo en una lengua extranjera. Y si lo dejé no fue porque hubiese perdido interés, sino porque me distraía constantemente la idea de que mi italiano oral quizá estuviese a la altura de mi nuevo nivel de comprensión lectora.

Descansé unos momentos y saqué mi agenda. Busqué el teléfono de un viejo amigo mío de Bolonia y lo marqué. Comprobé la hora mientras esperaba. Sería media tarde allí.

– Pronto.

– Ciao Giorgio, sono Eddie, da New York.

– Eddie? Cazzo! Come stai?

– Abbastanza bene. Senti Giorgio, volevo chiederti una cosa…

Fue tras media hora de conversación, después de comentar la situación de México con cierta profundidad, la ruptura del matrimonio de Giorgio y el spumante de aquel año, cuando Giorgio fue consciente de que estábamos hablando en italiano. Casi siempre nos comunicábamos en inglés, y las conversaciones que manteníamos en italiano eran sobre ingredientes de pizza o el tiempo.

Giorgio estaba asombrado, y tuve que decirle que había estado asistiendo a un curso intensivo.

Cuando colgué el teléfono, seguí leyendo I promessi sposi y lo terminé a mediodía. Luego empecé un libro de historia italiana -un estudio general- y me vi atrapado en un reguero de referencias sobre emperadores, papas, ciudades-estado, invasiones, cólera, unificación y fascismo. Ello me condujo a su vez a una serie de interrogantes más específicos sobre la historia reciente, la mayoría de los cuales no podía responder porque no disponía de material de lectura relevante. Eran preguntas sobre el pacto de Mussolini con el Vaticano en 1929, la implicación de la CÍA en las elecciones de 1948, la logia masónica P2, las Brigadas Rojas, el secuestro y asesinato de Aldo Moro a finales de los años setenta… Betuno Craxi en los ochenta, Di Pietro y Tangentopoli en los noventa. Sentí visceralmente los agolpados y accidentados siglos sucediéndose rápidamente uno tras otro y luego desmoronándose cual columnas, derrumbándose sin remedio hacia el presente y disgregándose en las ansiosas y febriles décadas, años y meses. Alcancé a palpar las marañas de conspiración y engaño -las historias, los asesinatos y las infidelidades- viajando atrás y adelante en el tiempo, viajando atrás y adelante, virtualmente, a través de mi piel. Estaba convencido también de que, con suficiente concentración, podía retener todo aquello en la mente y comprenderlo, percibirlo como una entidad física con una estructura química identificable. Verla casi, y tocarla, aunque fuese sólo por un momento fugaz.

Sin embargo, debo decir que el sábado por la noche, al notar que el MDT empezaba a remitir, mi anhelo de comprender los intrincados polímeros de la historia se vio un tanto atenuado, así que tomé otra píldora. Pero al hacerlo, cambió totalmente la dinámica y fragmenté cualquier sentido del tiempo o la estructura que tuviese mi vida en ese momento. Tomar de nuevo la droga sin pausas también parecía acentuar su intensidad, y pronto me di cuenta de que no podía quedarme en el piso por más tiempo y de que, sencillamente, debía salir.

Llamé a Dean y me reuní con él una hora después en el Zola's de MacDougal. Me llevó un rato modular mi voz, ajustar la rapidez con la que producía mi laberíntica sintaxis, modularme a mí mismo básicamente, porque, aparte de un par de conversaciones telefónicas que había mantenido, aquella reunión con Dean era mi primer encuentro serio con alguien desde que empecé a consumir MDT, y mi primer encuentro cara a cara, así que no sabía cómo me sentiría o qué impresión causaría.

Con unas copas de por medio, pronto empezamos a hablar de Mark Sutton y Artie Meltzer, y le expuse mis ideas para la serie ampliada sobre el siglo xx. Pero noté que Dean me miraba raro. Advertí que fruncía el ceño al tiempo que se formaban en su mente dudas sobre mi salud mental. Dean y yo éramos colaboradores externos de K & D, y nos habíamos conocido allí hacía un par de años. Sentíamos una saludable irrespetuosidad por todo lo relacionado con la empresa y compartíamos una suerte de ética laboral cimentada en la holgazanería, de modo que aquella diatriba mía sobre propuestas editoriales y proyecciones de ventas era cuando menos inusual. Me contuve un poco, pero entonces me descubrí exponiendo teorías paranoicas sobre la política italiana con algo más de pasión y detalle de lo que tenía acostumbrado a Dean en cualquier tema. Otro aspecto que no se le pasó por alto, pero que, según creo, le impedía acusarme de ir de coca hasta las cejas, era que no fumaba. Entonces decidí aumentar su confusión cogiéndole un cigarrillo, pero sólo uno.

Al rato, llegaron unos amigos de Dean y cenamos todos juntos. Estaban los arquitectos Paul y Ruby Baxter, una pareja de mediana edad a la que había visto en una ocasión, y una joven actriz canadiense llamada Susan. Durante la cena, hablamos de muchas cosas, y los allí presentes, yo incluido, no tardaron en percatarse de que desde mi extremo de la mesa emanarían impresiones aterradoramente elocuentes sobre cualquier cosa. Me enzarcé en una prolongada discusión con Paul sobre los méritos relativos de Bruckner y Mahler. Les solté mi perorata sobre los años sesenta, incluido un breve aparte sobre Raymond Loewy y la racionalización. Proseguí con más reflexiones sobre historia italiana y la naturaleza del tiempo, que a su vez devinieron en una extensa objeción acerca de lo inadecuado de la teoría política occidental a la luz de las rápidas transformaciones internacionales. En una o dos ocasiones -y era como si me hallara fuera de mi cuerpo, desde arriba- me vi a mí mismo sentado a la mesa, hablando, y en esos breves instantes, mientras transitaba los espinosos matorrales de la sintaxis y el vocabulario latino, no tenía una idea real de lo que decía. Ignoraba si estaba siendo coherente. Sin embargo, todo pareció ir bastante bien -fuese lo que fuese-, y aunque me preocupaba un poco resultar demasiado vehemente, detecté en Paul lo mismo que había detectado antes en Artie Meltzer, una especie de anhelo de seguir hablando conmigo, como si yo lo alentara de algún modo, le otorgara poder, le suministrara oleadas de energía regenerativa. Tampoco fue fruto de mi imaginación cuando, un poco más tarde, Susan empezó a coquetear conmigo, rozando disimuladamente su brazo contra el mío y sosteniéndome la mirada. Conseguí esquivarla volviendo al debate acerca de Bruckner y Mahler con Paul, aunque, no me pregunten por qué, pues empezaba a aburrirme el tema y ella era increíblemente hermosa.

Después de cenar, en cualquier caso, visitamos varios clubes nocturnos, primero el Duma, luego el Virgil’s, después el Moon y más tarde el Hexagon. No recuerdo el momento exacto, pero tomé otra dosis de MDT en un retrete. Lo que sí recuerdo es esa áspera atmósfera de neón de los lavabos, personas reflejadas en los espejos a mi alrededor, algunas manteniendo conversaciones sin sentido, otras desplomadas contra las baldosas blancas, contemplándose a sí mismas -borrachas, enchufadas y perplejas-, como si se hubiesen caído accidentalmente de su propia vida.

Recuerdo que me sentía rebosante de electricidad.


Dean, cada vez más apabullado, se fue a casa pasadas las dos, al igual que Susan. Llegaron otros amigos de Paul y Ruby, seguidos un rato después por unos amigos de éstos. Entonces, Paul y Ruby se marcharon. Transcurrieron una hora o dos y me encontré en un gigantesco piso del Upper West Side con un grupo de gente al que no conocía de nada. Estaban todos sentados a una mesa de cristal tomando rayas de coca; aun así, yo era el que más hablaba de todos. En un momento dado, me levanté, paseé por la estancia y me vi en un gran espejo ornamentado que colgaba sobre una falsa chimenea de mármol. Entonces me di cuenta de que yo era el centro de atención, y de que, hablase de lo que hablase -y sabe Dios que podía ser de cualquier cosa-, todos los ocupantes de la sala sin excepción me estaban escuchando. Hacia las cinco de la mañana, o las cinco y media, o las seis -no recuerdo-, fui con dos tipos a desayunar a un restaurante de Amsterdam Avenue. Uno de ellos, Kevin Doyle, era banquero de inversión en Van Loon & Associates, y al parecer me dijo que podía proporcionarme cierta información, buena información, y que podía ayudarme a crearme una cartera. No cesaba de insistir en que nos reuniéramos aquella semana en su oficina para comer, incluso para tomar café, el día que me viniera bien.

El otro tipo se quedó allí sentado todo el tiempo, mirándome.

A la postre -porque tarde o temprano todo el mundo tuvo que irse a dormir- me encontré solo otra vez. Pasé el día deambulando por la ciudad, sobre todo a pie, observando cosas a las que nunca había prestado demasiada atención, como esos mastodónticos edificios de apartamentos de Central Park West, con sus torres en los tejados y sus cornisas góticas. Paseé hasta Times Square y llegué a Gramercy Park y Murray Hill. Volví en dirección a Chelsea y bajé hasta el distrito financiero y Battery Park. Monté en el ferry de Staten Island, viajando en cubierta para que el frío y vigorizante viento me azotara. Tomé el metro hacia el norte de la ciudad, y visité museos y galerías, lugares en los que no había estado desde hacía años. Asistí a un recital de música de cámara en el Lincoln Center, comí en Julian's, leí el New York Times en Central Park y vi dos películas de Preston Sturges en un cine de reposiciones del West Village.

Más tarde, estuve con varias personas en Zola's y me acosté por fin el lunes al amanecer.

IX

Después de aquello, las tres o cuatro semanas siguientes se fundieron una con otra en un prolongado tramo de… elasto-tiempo. Estuve permanentemente… ¿Colocado? ¿Tibio? ¿Flipando? ¿Enchufado? ¿Relajado? Ninguno de estos términos resulta apropiado para describir la experiencia del MDT. Pero, sea cual fuere el término que utilicemos, me había convertido en un consumidor profesional, tomaba una y a veces dos dosis diarias, y me las arreglaba para dormir horas sueltas aquí y allá. Tenía la sensación de que yo (o, más bien, mi vida) me expandía de manera exponencial y de que, en breve, los diversos espacios que ocupaba, físicos y de otra índole, no iban a ser suficientes para contenerme y, en consecuencia, me someterían a una gran presión y me llevarían quizá a un punto de ruptura.

Perdí peso. Perdí también el norte, así que no sé en cuánto tiempo adelgacé, pero debieron de ser ocho o diez días. Se me estilizó un poco la cara, y me sentía más ligero y esbelto. No es que no comiera, pues lo hacía, sobre todo ensaladas y fruta. Suprimí el queso, el pan, la carne, las patatas y el chocolate. No bebía cerveza ni refrescos, pero sí ingentes cantidades de agua.

Estaba activo.

Me corté el pelo y compré ropa nueva. Porque podía soportar seguir viviendo en mi piso de la Calle 10, con su olor a humedad y su crujiente suelo de madera, pero desde luego no tenía por qué aguantar un ropero que me hacía sentirme como una extensión del apartamento. Así que cogí dos mil dólares del sobre que guardaba en el armario y me fui caminando hasta el SoHo. Entré en varias tiendas y luego tomé un taxi hasta la Quinta Avenida a la altura de la Calle 50. En el lapso de una hora compré un traje de lana gris marengo, una camisa de algodón lisa y una corbata de seda Armani. Después compré unos zapatos de piel curtida en A. Testoni. También encontré ropa más informal en Bareh's. En la vida había gastado tanto dinero en ropa, pero merecía la pena, porque tener cosas nuevas y caras que ponerme me hacía sentir relajado y seguro de mí mismo y, también, debo añadir, me hacía sentirme otra persona. De hecho, para poner a prueba el traje nuevo, igual que uno probaría un coche, me eché a la calle un par de veces y recorrí Madison Avenue y el distrito financiero, escabulléndome con brío entre la multitud. Me veía reflejado en las ventanas de las oficinas, en oscuros bloques de cristal corporativo. Admiraba a aquel tipo esbelto que parecía saber con exactitud adónde iba y, más aún, qué iba a hacer cuando llegara allí.

También gasté dinero en otras cosas, y a veces entraba en tiendas caras y buscaba vendedoras guapas y elegantes. Compré cosas al azar -una estilográfica Mont Blanc y un reloj Pulsar- sólo por percibir esa sensación infantil y vagamente narcótico-erótica de verme envuelto en un velo de perfume y atención personal. ¿Le gustaría probarse este, caballero? Con los hombres me mostraba más agresivo, ahondando en cuestiones detalladas e intercambios de información, como cuando compré una caja de las nueve sinfonías de Beethoven grabadas en directo con instrumentos originales y entablé un debate con el vendedor en torno a la relevancia contemporánea de las prácticas interpretativas del siglo XVIII. Mi conducta con los camareros también era inusitada. Cuando acudía a lugares como Soleil, La Pigna y Ruggles, cosa que había empezado a hacer con bastante regularidad, era un cliente incómodo. No hay otra palabra para describirlo. Pasaba un tiempo desmesurado repasando la lista de vinos, por ejemplo, o pedía cosas que no figuraban en la carta, o me inventaba un nuevo y complicado coctel allí mismo y esperaba que el camarero me lo preparase.

Luego asistía a conciertos en el Sweet Basil y el Village Vanguard y entablaba conversación con los ocupantes de las mesas adyacentes, y aunque gracias a mis amplios conocimientos de jazz acostumbraba a salir airoso, también sobresaltaba a veces a la gente. No es que fuese molesto, no lo era, pero charlaba con todo el mundo y con suma concentración sobre cualquier tema, exprimiendo de cada encuentro hasta la última gota de lo que pudiera ofrecer: intriga, conflicto, tedio, banalidad o cotilleo, no importaba. La mayoría de la gente con la que me topé no estaba acostumbrada a aquello y algunos lo consideraban incluso irritante.


Cada vez era más consciente del efecto que ejercía sobre ciertas mujeres a las que conocía, o a las que tan sólo veía unas mesas más allá o en una sala atestada. Parecía darse una curiosa y asombrada atracción que era incapaz de explicar, pero que desembocó en algunas conversaciones íntimas y reveladoras, y a veces también -porque desconocía los parámetros del terreno- algunas bastante fallidas. En una ocasión, durante un concierto de Dale Noonan en el Sweet Basil, se me acercó una treintañera pelirroja de piel pálida entre canción y canción y se sentó a mi mesa. Ella sonrió, pero no dijo nada. Le correspondí con una sonrisa y tampoco medié palabra. Llamé a un camarero y estaba a punto de preguntarle si le apetecía tomar algo cuando meneó ligeramente la cabeza y dijo: «Non».

Le pedí la cuenta al camarero. Cuando nos íbamos, mientras el frenético Dale Noonan retomaba la actuación, la vi mirar a la mesa en la que estaba sentada al principio. Yo también volví la vista. En ella había otra mujer y un hombre observándonos, gesticulando tal vez, y en ese fugaz retablo de lenguaje corporal me pareció detectar una creciente sensación de alarma, de pánico incluso. Pero no bien hubimos salido, la pelirroja me cogió del brazo, casi arrastrándome calle abajo, y dijo con un marcado acento francés: «Oh, Dios mío, ya no soportaba más ese estruendo de mierda». Entonces se echó a reír y me apretó el brazo, atrayéndome hacia ella como si nos conociéramos desde hacía años.

Se llamaba Chantal, era parisina y estaba allí de vacaciones con su hermana y su cuñado. Intenté hablarle en francés sin demasiado éxito, lo cual parecía cautivarla sobremanera, y al cabo de veinte minutos tenía la sensación de conocerla desde hacía años. Mientras recorríamos la Quinta Avenida en dirección al edificio Flatiron, le conté que la policía solía ahuyentar de allí a los jóvenes que se congregaban para ver cómo las rachas de viento levantaban las faldas a las transeúntes. Esas rachas eran provocadas por el cerrado ángulo del extremo norte del edificio, una explicación que más tarde degeneró en un sermón sobre apuntalamientos contra el viento y los primeros rascacielos, justo lo que le apetece oír a una chica en tales circunstancias, pero, por algún motivo, conseguí que una charla sobre cerchas y vigas fuese interesante, divertida e incluso fascinante. Una vez llegamos a la Calle 23, se plantó frente al edificio Flatiron, esperando que ocurriera algo, pero apenas soplaba brisa aquella noche y lo único detectable en los pliegues de su larga falda azul marino era un suave movimiento ondulante. Parecía decepcionada, como si estuviese a punto de dar un pisotón.

La cogí de la mano y seguimos andando.

Cuando llegamos a la altura de la Calle 29 giramos a la derecha. Momentos después me dijo que habíamos llegado a su hotel. Me contó que ella y su hermana habían estado todo el día de compras, lo cual explicaría las bolsas y cajas, el papel de seda, los zapatos, los cinturones y los accesorios nuevos esparcidos por la habitación. La miré ligeramente confuso. Ella suspiró y dijo que no prestara atención al desorden.


A la mañana siguiente desayunamos en un restaurante de la zona, y después pasamos unas horas en el Met. Puesto que a Chantal le quedaba todavía otra semana en Nueva York, acordamos vernos una vez, y otra e, inevitablemente, otra. Pasamos veinticuatro horas encerrados en su habitación de hotel, y durante ese tiempo, entre otras cosas, recibí clases de francés. Creo que le sorprendió lo mucho que conseguí aprender y lo rápido que lo hice, ya que, en nuestro último encuentro, que tuvo lugar en un restaurante marroquí de Tribeca, hablamos casi exclusivamente en su idioma.

Chantal me dijo que me quería y que estaba dispuesta a dejarlo todo para venirse a vivir conmigo en Manhattan. Abandonaría su piso de la Bastilla, su empleo en un organismo de ayuda al extranjero, toda su vida en París. Disfrutaba mucho de su compañía, y odiaba la idea de que se fuera, pero tenía que disuadirla. Nunca lo había tenido tan fácil en una relación, y no quería forzar mi suerte. Pero tampoco veía cómo podíamos mantener una relación plausible en el contexto de mi incipiente adicción al MDT. En cualquier caso, la situación en la que nos habíamos conocido había sido bastante irreal, una irrealidad que se había visto exacerbada por los detalles personales que le había proporcionado sobre mí. Le había dicho que era analista de inversiones y que estaba ideando una nueva estrategia de predicción del mercado basada en la teoría de la complejidad. Le había contado asimismo que el motivo por el que no la había llevado a ver mi piso de Riverside Drive era que estaba casado, infelizmente, cómo no. La escena de la despedida fue difícil, pero aun así fue agradable escuchar, entre lágrimas y en francés, que viviría para siempre en su corazón.


Hubo un par de encuentros más. Una mañana fui a casa de mi amigo Dean en Sullivan Street para recoger un libro y, cuando salía del edificio, me puse a hablar con una joven que vivía en el segundo piso. Según la detallada descripción de sus vecinos que había ofrecido Dean en una ocasión, era una programadora blanca y soltera de veintiséis años, no fumadora e interesada en el arte estadounidense del siglo xix. Nos habíamos cruzado por las escaleras varias veces, pero tal como funcionan las cosas en los edificios de Nueva York, con su distanciamiento y su paranoia, por no hablar de su grosería endémica, nos habíamos ignorado por completo el uno al otro. En esa ocasión le sonreí y dije:

– Hola. Fantástico día.

Ella se mostró sorprendida, me estudió por un nanosegundo o dos y repuso:

– Si eres Bill Gates. O Naomi Campbell.

– Tal vez -dije, haciendo una pausa para apoyarme en la pared-, pero si la cosa está tan mal, ¿puedo invitarte a una copa?

Ella consultó su reloj y dijo:

– ¿Una copa? Son las diez y media de la mañana. ¿Qué eres, el príncipe heredero del País de los Juguetes?

– Podría ser -dije, riéndome.

La joven sostenía una bolsa de A & P en la mano izquierda y bajo el brazo derecho un voluminoso libro de tapa dura, bien apretujado para que no resbalara. Señalé el libro con la cabeza.

– ¿Qué estás leyendo?

Ella soltó un largo suspiro, como diciendo: «Oye, estoy ocupada. ¿De acuerdo? Quizá en otra ocasión». Luego repuso con voz cansina:

– Thomas Cole. Las obras de Thomas Cole.

Vista del monte Holyoke -dije automáticamente-. Nortbampton, Massachuselts, después de una tormenta.

Recodo del río. -No podía resistirme a continuar-. Mil ochocientos treinta y seis. Óleo sobre lienzo, 129,5 por 193 centímetros.

La muchacha frunció el ceño y me miró. Entonces dejó la bolsa de la compra a sus pies. Soltó el libro que llevaba bajo el brazo, lo sostuvo con torpeza y empezó a hojearlo.

– Sí -dijo, casi para sí misma-. Recodo del río, eso es. Estoy preparando un… -Continuó pasando distraídamente las hojas del libro-. Estoy preparando un trabajo para un curso sobre Cole y… sí -dijo mirándome de nuevo-, Recodo del río.

Encontró la página y me la mostró, pero para que pudiéramos observar el cuadro como era debido tuvimos que acercarnos un poco más. Era bastante baja de estatura, tenía el cabello oscuro y sedoso y lucía un pañuelo en la cabeza con pequeñas cuentas de ámbar.

– Recuerda que el recodo es un yugo, un símbolo de control sobre la naturaleza en estado puro -dije-. Cole no creía en el progreso, al menos si ello significaba talar bosques y construir vías de tren. Cada colina y cada valle, escribió en una ocasión (en una incursión bastante poco acertada en la poesía, debería añadir), cada colina y cada valle se ha convertido en un altar para Mammon.

– Humm. -Hizo una pausa para reflexionar-. ¿Sabes del tema?

Había estado en el Met con Chantal una semana antes y había absorbido bastante información de los catálogos y carteles, y también había leído recientemente Visiones americanas, de Robert Hughes, y montones de Thoreau y Emerson, así que me sentía lo bastante cómodo como para responder: «Sí, claro. No soy un experto ni nada, pero sí». Me incliné ligeramente hacia adelante y estudié su rostro, sus ojos. Ella me miró fijamente y le dije:

– ¿Quieres que te ayude con este… trabajo?

– ¿Lo harías? -respondió en voz baja-. ¿Puedes? Si no estás ocupado, claro.

– Soy el príncipe heredero del País de los Juguetes, no lo olvides, así que tampoco tengo un trabajo al que ir. Ella sonrió por primera vez.

Fuimos a su piso y en unas horas despachamos un borrador del trabajo. Cuatro horas después salía tambaleándome del edificio.

En otra ocasión estaba en las oficinas de Kerr & Dexter dejando algún trabajo cuando me encontré con Clare Dormer. Aunque sólo había visto a Clare una o dos veces, la saludé afectuosamente. Acababa de hablar con Mark Sutton acerca de algún asunto contractual, de modo que decidí confiarle la idea de limitar su libro a los chicos, empezando por Leave it to Beaver y llevándolo hasta Los Simpson, y titularlo Criando hijos: de Beaver a Bart. Ella se echó a reír y me golpeó con el dorso de la mano en la solapa de la chaqueta.

Entonces hizo una pausa, como si hubiese caído en la cuenta de algo que se le había pasado por alto.

Veinte minutos después estábamos compartiendo un cigarro en un tranquilo descansillo.


No cesaba de recordarme a mí mismo que en esas situaciones interpretaba un papel, que todo aquello era un teatro, pero con igual frecuencia pensaba que quizá no fuese así, que tal vez no fuese teatro. Cuando me hallaba en pleno episodio de MDT, era como si mi nuevo yo apenas pudiera distinguir al viejo, como si sólo pudiera adivinarlo a través de una neblina, una ventana ahumada de grueso cristal. Era como intentar hablar un idioma que antes sabías pero que prácticamente habías olvidado, y por mucho que hubiese querido, no habría podido revertir la situación, al menos sin una enorme concentración. De hecho, a menudo era más cómodo no molestarse siquiera -¿por qué iba a hacerlo?-, pero una consecuencia de ello era estar más incómodo con la gente a la que conocía bien o, mejor dicho, con la gente que me conocía bien a mí. Impresionar a un desconocido, asumir una nueva identidad, incluso un nombre nuevo, era fascinante y sencillo, pero cuando me encontraba con alguien como Dean, por ejemplo, siempre lanzaba aquellas miradas, unas miradas burlonas y penetrantes. También notaba que a él le resultaba difícil, que quería desafiarme, tacharme de presumido, de payaso, de idiota arrogante, pero al mismo tiempo deseaba prolongar nuestro tiempo juntos y exprimirlo al máximo.

También hablé con mi padre un par de veces por aquella época, y eso fue peor. Estaba jubilado y vivía en Long Island. Me llamaba por teléfono de cuando en cuando para preguntar cómo estaba y charlábamos unos minutos, pero ahora me veía atrapado en las conversaciones que siempre había anhelado mantener con su hijo, la clase de conversaciones que su hijo siempre le había negado, frívolas chácharas sobre negocios y mercados. Hablábamos de la burbuja de las acciones tecnológicas y de cuándo iba a estallar. Hablamos de la fusión de Waldrop CLX que había aparecido en todos los periódicos aquella mañana. ¿Cómo podía afectar la fusión a la cotización de las acciones? ¿Quién sería el nuevo consejero delegado? Al principio pude detectar cierta desconfianza en la voz del viejo, como si creyera que me estaba mofando de él, pero paulatinamente se acostumbró, y al parecer aceptó que, después de años de sensiblerías hippies de su chico, así tenían que ser las cosas. Y si no era del todo así, tampoco distaba mucho. Lo cierto es que me implicaba y, quizá por primera vez en mi vida, le hablé como si lo hiciera con cualquier otro hombre. Pero a la vez me esmeraba en no sobrepasar el límite, porque no era como tomarle el pelo a Dean. Al otro lado de la línea estaba mi padre, animándose, maquinando cosas, permitiendo que esperanzas aletargadas desde hacía largo tiempo brotaran en su mente y estallaran de manera casi audible. ¿Conseguirá Eddie un trabajo como Dios manda? ¿Ganará dinero de verdad? ¿Me dará un nieto?

Después de una de aquellas sesiones, colgaba el teléfono y me sentía agotado, como si en cierto modo hubiese engendrado un nieto sin ayuda de nadie, como si hubiese gestado una distante y acelerada versión de mí mismo allí, en el suelo del salón. Entonces, como una secuencia a intervalos en un documental sobre la naturaleza, el viejo yo -retorcido, hundido y biodegradable- se marchitaba de repente y se desintegraba, dificultando todavía más el esfuerzo por recuperar cualquier idea plausible de quién era en realidad.


Pero momentos de ansiedad como aquél eran bastante infrecuentes, y la impresión que me llevé de aquellos días es lo bien que me sentaba estar tan ocupado constantemente. No holgazaneaba ni un segundo. Leí nuevas biografías de Stalin, Henry James e Irving Thalberg. Aprendí japonés con una serie de libros y cintas de casete. Jugaba al ajedrez por Internet y resolvía interminables y crípticos rompecabezas. Un día llamé a una emisora de radio local para participar en un concurso y gané productos capilares para un año. Me pasaba horas navegando en Internet y aprendí a hacer varias cosas que, por supuesto, no necesitaba para nada. Aprendí arreglos florales, por ejemplo, a cocinar risotto, a criar abejas y a desmontar un motor de automóvil.

Sin embargo, había algo que siempre había deseado de veras: aprender a leer música. Encontré una página web que explicaba todo el proceso al detalle, deconstruyendo rápidamente los misterios de claves, acordes, ritmos y demás. Salí a comprar un taco de partituras, cosas básicas, algunas canciones conocidas, y temas más complicados, un par de conciertos y una sinfonía (la Segunda de Mahler). En cuestión de horas lo había absorbido todo, salvo Mahler, que abordé con cautela, por no decir reverencia. Al ser tan complejo, tardé bastante más, pero al final conseguí adentrarme en su magnífico torbellino de compungidas melodías y fanfarrias de película de terror, sus vertiginosas cuerdas y sus bulliciosas corales. Hacia las dos de la madrugada, envuelto en el misterioso silencio de mi salón, cuando llegaba al potente clímax en mi bemol -Was du geschlagen, zu Gott wird es dich tragen!-, sentí uno de esos escalofríos que te recorren todo el cuerpo y se me llenaron los ojos de lágrimas.

El siguiente paso era ver si era capaz de tocar música, así que me dirigí a Canal Street y compré un teclado eléctrico relativamente barato, que monté junto al ordenador. Seguí un curso on line y empecé a practicar escalas y ejercicios elementales, pero no era tan sencillo y estuve a punto de dejarlo. Sin embargo, al cabo de unos días algo pareció encajar y empecé a interpretar unas cuantas melodías decentes. En una semana tocaba temas de Duke Ellington y Bill Evans, y poco después me embarcaba en improvisaciones de mi propia factura.

Durante un tiempo imaginé actuaciones en clubes, giras europeas y lluvias torrenciales de tarjetas de visita de directivos discográficos, pero no tardé mucho en darme cuenta de algo crucial: era bueno, pero no tanto. Podía tocar Stardust e It Never Entered My Mind de manera pasable, y seguro que podía interpretar los dos libros de El clave bien temperado si trabajaba duro durante las próximas quinientas horas, pero la cuestión era si verdaderamente quería pasar todo ese tiempo ensayando al piano.

De hecho, ¿qué quería hacer?


Fue por aquel entonces cuando empecé a notarme agitado. Me di cuenta de que si pensaba seguir consumiendo MDT necesitaría ciertos propósitos y estructura en mi vida, de que picotear aquí y allá no sería suficiente. Necesitaba un plan, un procedimiento que debía trabajar.

Aparte, tenía una cuestión más inmediata con la que lidiar. ¿Qué iba a hacer con las 450 píldoras? Podía vender unas cuantas a quinientos dólares cada una, así que, obviamente, me planteé traficar con ellas. Pero ¿cómo iba a hacerlo exactamente? ¿Plantándome en una esquina? ¿Vendiéndolas en clubes nocturnos? ¿Intentando endosárselas todas a un tipo aterrador armado con una pistola en una habitación de hotel? Había demasiadas complicaciones y demasiadas variables. Además, no tardé demasiado en ver que, aunque pudiera vender tan siquiera la mitad a ese precio, 120.000 dólares no eran nada en comparación con los posibles beneficios que podía cosechar si las ingería y utilizaba de manera creativa y juiciosa. Tenía más o menos finiquitado el libro, por ejemplo, y podía despachar otros volúmenes de una serie similar.

Así pues, ¿qué más podía hacer?

Esbocé posibles proyectos. Una idea era llevarme En marcha de Kerr & Dexter y convertirlo en un estudio completo, ampliar el texto y suprimir ilustraciones. Otra idea era escribir una obra de teatro inspirada en la vida de Aldous Huxley, centrándome en sus días en Los Ángeles. Barajé la idea de escribir un libro de historia económica y social sobre algún producto, puros quizá, u opio, azafrán, chocolate o seda, algo que luego pudiera vincular a una serie de documentales televisivos sin escatimar en gastos de producción. Pensé en fundar una revista, una agencia de traducción o una productora cinematográfica, o en inventar un nuevo servicio de Internet… O, no sé, patentar un dispositivo electrónico que fuera indispensable y consiguiera un reconocimiento de marca internacional en seis meses o un año, y hacerme un hueco en el gran panteón de epónimos del siglo xx junto a Kodak, Ford, Hoover, Bayer… y Spinola.

Pero el inconveniente de todas aquellas ideas era que resultaban muy poco originales o quijotescas en exceso. Empezar me supondría mucho tiempo y capital, y al final no había garantía, por muy inteligente que fuese, de que funcionaran o tuvieran suficiente atractivo para su comercialización. Acto seguido me planteé la posibilidad de volver a la universidad para cursar un posgrado. Con un consumo prudente de MDT podría acumular créditos con bastante rapidez y sacarme una demorada carrera por la vía rápida. Pero el problema era cuál. ¿Derecho? ¿Arquitectura? ¿Odontología? ¿Alguna rama científica? El mero hecho de enumerar esas opciones fue suficiente para retroceder veinte años y empezar a darle vueltas a la cabeza. ¿De verdad quería empezar otra vez con toda aquella mierda de exámenes, trabajos trimestrales y profesores? La idea misma bastaba para hacerme vomitar.

Entonces, me pregunté a mí mismo, ¿qué me quedaba?

¿Y tú qué crees? Ganar dinero.

¿Ganar dinero, cómo?

Haciendo llamadas telefónicas.

¿Cómo?

El mercado de valores, idiota.

X

Parecía lo más obvio. Había leído cada día la sección de economía en la prensa, mantenido aquellas conversaciones con mi padre, e incluso contado elaboradas historias a desconocidas sobre mis avatares como analista de inversiones, de modo que el paso siguiente era, sin lugar a dudas, involucrarme de verdad, de una manera práctica, trabajando con mi PC desde casa con opciones, futuros, derivados o lo que fuese. Sería mejor que cualquier empleo que pudiera encontrar, y los mercados poseían el atractivo añadido de ser el nuevo rock and roll. La única pega era que no acababa de entender qué opciones, futuros y derivados existían en realidad, al menos no lo suficiente para empezar a trabajar con ellos. Podía desenvolverme en una conversación con fanfarronadas, desde luego, pero eso no me serviría de mucho llegado el momento de poner dinero real sobre la mesa.

Lo que necesitaba eran un par de horas con alguien que pudiera explicarme al detalle cómo funcionaban los mercados y que me enseñara los mecanismos de la especulación. Pensé en Kevin Doyle, el tipo con el que había desayunado hacía dos domingos, que trabajaba en Van Loon & Associates, pero, según recordaba, era bastante apasionado, el típico ejecutivo de Wall Street que probablemente se mofaría de mí cuando le dijera que pensaba trabajar desde el PC. Así pues, telefoneé a algunos periodistas especializados en negocios a los que conocía y les conté que estaba preparando una sección para un nuevo libro de K & D sobre el fenómeno de las operaciones especulativas. Recibí una llamada de uno de ellos, y dijo que podía organizarme una entrevista con un amigo suyo que había trabajado por Internet el año anterior y estaría más que dispuesto a hablar de ello. El pacto era que yo acudiría al piso de esa persona, hablaría, tomaría notas y lo vería en acción.

Aquel hombre se llamaba Bob Holland y vivía en la Calle 33 Este con la Segunda Avenida. Me recibió en calzoncillos, me condujo por un pasillo hasta su salón y me preguntó si quería una taza de espresso. La estancia estaba dominada por una larga mesa de caoba con tres ordenadores encima y una máquina de café Gaggia. Había una bicicleta estática entre la mesa y la pared. Bob Holland rondaba los cuarenta y cinco años, era esbelto y enjuto y tenía el cabello gris. Estaba de pie frente a uno de los equipos, mirando la pantalla.

– Esta es la guarida de la bestia, Eddie, así que tendrás que… -dijo, tirando distraídamente de sus calzoncillos con una mano mientras tecleaba algo con la otra-… tendrás que disculpar el código de vestimenta.

Todavía ausente, señaló la Gaggia y medio susurró la palabra espresso.

Me entretuve con la máquina de café y miré en torno como si esperara que Holland volviese a hablar. Aparte de la mesa y del espacio inmediato que la rodeaba, la sala proyectaba una sensación de dejadez. Estaba oscura, olía a humedad y parecía que no hubieran pasado la aspiradora en una buena temporada. Los muebles y la decoración también me parecieron demasiado abigarrados para aquel guerrero espartano del Nasdaq.

Supuse que probablemente se había divorciado en los últimos tres o seis meses.

De repente, tras un prolongado ataque de intensa concentración y tecleo intermitente -durante el cual tomé el café-, Holland empezó a hablar.

– Mucha gente cree que cuando compras una acción estás comprando un porcentaje proporcional de una empresa. -Hablaba lentamente, como si estuviese pronunciando una conferencia, pero no apartaba la mirada de la pantalla-. Por lo tanto, para averiguar cuánto vale cualquier porcentaje proporcional, tienes que determinar cuánto vale la empresa. Esto se conoce como análisis «fundamental», y en él estudias la salud económica básica, potencial de crecimiento, proyección de beneficios, cash flow y ese tipo de cosas. -Hizo una pausa, tecleó varias veces más y continuó-. Otros sólo estudian los números, sin apenas prestar atención al negocio subyacente o a su valoración actual. Son los analistas cuantitativos. Exprimenúmeros. Consideran que criterios como la experiencia en gestión y el potencial de mercado son demasiado subjetivos. Compran y venden basándose en criterios puramente cuantitativos, y utilizan sofisticados algoritmos para descubrir discrepancias mínimas en los precios de mercado. -Me miró fugazmente-. ¿Entiendes?

Asentí.

– Después tienes el análisis técnico. Ahí estudias pautas de precio y volumen e intentas comprender la psicología que rodea a una acción.

Continuó mirando la pantalla mientras hablaba, y no dejaba de asentir.

– Pero el corretaje no es una ciencia exacta, Eddie. El mercado de valores no se puede determinar con un único sistema, motivo por el cual oyes hablar de términos confusos como «exuberancia irracional», y la gente intenta explicar el comportamiento del mercado en términos de psiquiatría, biología e incluso química cerebral. No bromeo. Hace poco se ha afirmado que la cautela del inversor se ha visto inhibida por el elevado porcentaje de corredores de bolsa y comerciantes que toman Prozac. Así que -añadió encogiéndose de hombros-, puesto que nadie sabe nada, no es sorprendente que la mayoría de los inversores utilicen una combinación de las tres tácticas básicas que te he resumido.

Durante la hora siguiente, todavía sentado a la mesa y con aspecto de acabar de llegar de un vigoroso partido de tenis, Bob Holland amplió estas ideas y entró en detalles sobre opciones, futuros, derivados, garantías, fondos de protección, mercados internacionales y demás. Tomé algunas notas, pero cuando escuché las explicaciones me di cuenta de que, en general, entendía aquellos términos y de que solo con pensar en todo aquello se estaba abriendo una gran reserva de conocimientos en mi cerebro, unos conocimientos que probablemente había acumulado de manera inconsciente a lo largo de los años.

Cuando hubo expuesto la panorámica general -cómo trabajaban los bancos de inversiones y los gestores de fondos-, Holland empezó con los corredores independientes.

– Luego está la gente como yo -dijo-, los nuevos parias de Wall Street. Hace diez años existían las LBO, los Gordon Gekko. Ahora son los freaks con gorra de béisbol los que se sientan delante del ordenador, en sus casas, y realizan treinta o cuarenta operaciones diarias, que compran octavas partes, dieciseisavos e incluso treintavos de acción y luego cierran sus posiciones antes de concluir la operación. -Holland apartó la mirada de la pantalla y la clavó en mí, quizá por segunda o tercera vez desde mi llegada-. Nos acusan de distorsionar los mercados y de provocar volatilidad en el precio de las acciones, pero es falso. Eso mismo decían en los años ochenta de los que se dedicaban a las adquisiciones. Somos simplemente la nueva ola, Eddie. El corretaje independiente es el resultado de la tecnología y el cambio de regulación. Es así de simple. Es el flujo, la naturaleza de las cosas.

Se encogió de hombros una vez más y miró la pantalla.

– Ven aquí y observa esto.

Me acerqué rápidamente y me situé detrás de él. En la pantalla central pude ver densas columnas de cifras, fracciones y porcentajes. Señaló algo -ATRX, el símbolo de una empresa de biotecnología en el mercado de valores- y dijo:

– Ésta abrió a unos sesenta dólares por acción y ha bajado un poco, así que ahora su cotización es 593/8… y su oferta… -señaló otra parte de la pantalla- es 593/4. Eso es un margen de 3/8. La cuestión es que, gracias al software más reciente y a los cambios legales implantados por la Comisión de Bolsa y Valores, yo puedo operar dentro de ese margen y aquí mismo, en el salón de mi casa.

Holland destacó la hilera de cifras que seguían al símbolo de ATRX y la observó unos instantes. Verificó un dato en otra pantalla, volvió a la primera y tecleó algo. Esperó y escribió de nuevo. Aguardó una vez más, con una mano a medio alzar, y luego dijo en voz baja:

– Sí.

Se volvió hacia mí y me explicó lo que había hecho. Utilizando ese nuevo programa de transacciones, había descubierto que había tres animadores del mercado en la cotización de ATRX y dos en la oferta. Consciente de que ATRX se recuperaría, aprovechó el amplio margen ofreciendo 597/16 por dos mil acciones, que era 1/16 superior a la mejor oferta de un animador. Al haber superado esta oferta, Holland era el primero de la cola para ejecutar una orden. Las primeras dos mil acciones que se vendieran en el mercado serían para él a 597/16. Poco después, las ofreció a 5911/16, lo cual todavía era más bajo que el precio publicado por los grandes dinamizadores del mercado. La suposición de Holland era correcta, y le quitaron de las manos las acciones casi de inmediato. En sólo quince segundos y pulsando unas teclas, se había embolsado más de quinientos dólares y reducido el margen en 1/8 de punto.

Le pregunté cuántas operaciones como aquélla realizaba cada día.

Holland sonrió por primera vez. Dijo que hacía unas treinta, casi todas en lotes de mil o dos mil acciones, y que rara vez las conservaba más de diez minutos.

Esbozó otra sonrisa y agregó:

– De acuerdo, no todas son como ésta, pero muchas sí. -Hizo una pausa-. Se trata de identificar oscilaciones en las gráficas y reaccionar con rapidez.

– ¿Quieres decir que la cuestión no es quién dispone de más información?

– Claro que no. Con todos los indicadores que existen a día de hoy, acabas encontrando indicios contradictorios.

Ahora que había captado su atención, lo bombardeé con más preguntas. ¿Cómo se preparaba para cada jornada? ¿Cuántas posiciones mantenía abiertas a la vez? ¿Qué tipo de comisiones pagaba?

Mientras Holland respondía a cada uno de mis interrogantes, fue apartándose paulatinamente de las pantallas de ordenador. Se preparó un café, pero cuando estuvo listo y se lo bebió, pareció haberse distanciado lo suficiente de su trabajo como para reparar de nuevo en que sólo llevaba puestos unos calzoncillos y se sintió avergonzado. Bebió el último trago de café, se excusó y se dirigió a lo que supuse era un dormitorio.

En su ausencia, me acerqué a las pantallas una vez más. Era increíble. ¡Había ganado quinientos dólares, el precio de una dosis de MDT, en sólo quince segundos! Desde luego quería aprender a hacer aquello, porque si Bob Holland era capaz de ejecutar treinta órdenes en un día, estaba convencido de que yo podría ocuparme de un centenar o más. Cuando regresó, enfundado en unos vaqueros y una camiseta, le pregunté cómo debía proceder para aprender. Me dijo que la mejor manera de iniciarme en el comercio independiente era limitándome a hacerlo, y que la mayoría de los corredores de Internet lo facilitaban brindando libre acceso a juegos simulados y tutoriales en directo.


– Los juegos de simulación -dijo, en un tono cada vez más afectado- son una excelente manera de desarrollar tus cualidades, Eddie, y de ganar confianza a la hora de realizar operaciones sin correr riesgo alguno.

Conseguí que me recomendara algunos corredores on line y programas de corretaje y, mientras lo anotaba todo, continuaba lanzándole preguntas. Holland respondió a todas, y exhaustivamente, pero percibí que se sentía un tanto alarmado, como si la rapidez y la naturaleza de mis demandas fuesen más de lo que él esperaba, como si sintiera que, al responderlas, al transmitir aquella información, podía arrojar una suerte de monstruo de Frankenstein al ciberespacio, un individuo desesperado y hambriento capaz de sabía Dios qué atrocidades financieras.

Me había llevado cierto tiempo, pero ahora Holland estaba absolutamente concentrado en mi persona. De hecho, parecía más preocupado con cada nueva pregunta y empezó a introducir una nota de cautela en sus respuestas.

– Mira, tú empieza con poca cosa, operando con lotes de cien acciones durante el primer mes, o al menos hasta que te hayas asentado…

– Claro.

– … y no te emociones demasiado si tienes un buen día. Eso no significa que seas Warren Buffet. La siguiente operación podría dejar tranquilamente tu cuenta a cero…

– Claro.

– … y cuando inicies una operación, asegúrate de saber cómo se comportará, y si sucede lo contrario, ¡sal de ahí!

Mi impulso era decir «sí, sí, sí» a todo aquello, y Holland lo sabía. Pero el motivo por el que su mensaje no calaba era que, cuanto más me advertía de los peligros potenciales del corretaje independiente, más me excitaba la idea de llegar a casa y ponerme manos a la obra.

Mientras guardaba la libreta en el bolsillo y me ponía la chaqueta para marcharme. Holland apretó un poco el paso.

– El corretaje puede ser bastante intenso. -Hizo una pausa, y luego dijo con premura-: Jamás pidas dinero prestado a familiares o amigos, Eddie. Ni para realizar transacciones ni para salir de una crisis. -Lo observé, levemente alarmado-. Y no empieces a mentir para ocultar tus pérdidas.

Detecté un atisbo de desesperación en su voz. Tuve la impresión de que no hablaba de mí, sino de sí mismo. También me di cuenta de que no quería que me fuese.

Yo en cambio lo ansiaba, pero titubeé. Me quedé en mitad del salón y escuché la historia de cómo había dejado su trabajo como director de marketing para dedicarse a la Bolsa y que, al cabo de seis meses, su mujer lo había abandonado. Me contó que se ponía inquieto e irritable siempre que no podía trabajar -como los domingos, por ejemplo, o en mitad de la noche- y que, en la práctica, el trabajo era su vida. Llegó a decir que era incapaz de acumular efectivo y que a menudo ni siquiera se molestaba en abrir sus extractos de cuenta.

– ¿Porque no quieres afrontar el alcance de tus pérdidas? -inquirí.

Holland asintió.

Entonces ahondó en su confesión y empezó a hablar de su personalidad adictiva, asegurando que en su vida, cuando no era una cosa, era otra.

Yo sólo podía pensar en lo sublimes que habían sido aquellos quince segundos de comercio electrónico, como un breve pero intrincado solo de jazz. Muy pronto fui incapaz de discernir las palabras de Holland, porque estaba ausente, perdido en una repentina y embriagadora ensoñación de posibilidades. Me di cuenta de que Holland había estado deambulando en la oscuridad, rascando 1/16 de punto aquí y allá y, obviamente, equivocándose más que acertando. Pero eso no me sucedería a mí. Yo me guiaría por mi instinto. Sabría qué acciones comprar, cuándo comprarlas y por qué. Sería bueno en ello.


Cuando por fin me marché y volví a la Calle 10, las ideas seguían arremolinándose en mi cabeza, pero al abrir la puerta del piso y entrar en el salón, me sentí oprimido al instante, superado, como Alicia, como si tuviese que rodear mi cabeza con el brazo y sacar un codo por la ventana para tener espacio allí dentro. También empecé a sentirme un tanto agraviado, como si estuviera impaciente por no haber ganado montones de dinero con las transacciones, agraviado y con una necesidad desesperada y visceral de cosas… Uno o dos trajes nuevos, y zapatos, varios pares, así como camisas y corbatas y quizá más. Un equipo de música de más calidad, un reproductor de DVD, un ordenador portátil, un aire acondicionado decente y más habitaciones, más pasillo, techos más altos. Tenía la persistente sensación de que, a menos que diese un paso adelante, a menos que trepara, a menos que transmutara, metamorfoseara en otra cosa, probablemente explotaría.

Me puse el scherzo de la Novena de Bruckner y vagué por el piso, como una división Panzer de un solo hombre, murmurando para mis adentros, sopesando las opciones. ¿Cómo pensaba actuar? ¿Por dónde iba a empezar? Pero pronto me di cuenta de que no tenía demasiadas opciones, porque en el armario quedaban sólo unos miles de dólares, que era más o menos lo que había en mi cuenta bancaria. Y, puesto que, afrontémoslo, unos pocos miles de dólares sumados a otros pocos miles de dólares siguen siendo, a todos los efectos, unos pocos miles de dólares, lo único que tenía en este mundo, aparte de una tarjeta de crédito, eran unos pocos miles de dólares.

Cogí el dinero de todos modos y salí de compras. En esta ocasión me dirigí a la Calle 47 y compré dos televisores de catorce pulgadas, un nuevo ordenador portátil y tres programas, dos de análisis de inversiones y uno de comercio en Internet. Desoyendo la idea de Bob Holland de que demasiada información producía indicios contradictorios, compré el Wall Street Journal, el Financial Times, el New York Times, el Los Angeles Times, el Washington Post y los últimos números de The Economist, Barrons, Newsweek, The Nation, Harper's, Atlantic Monthly, Fortune, Forbes, Wired, Variety y unas diez publicaciones semanales y mensuales más. Me llevé también varios periódicos extranjeros, aquellos a los que al menos podía echar una ojeada: Il Sole 24 Ore y Corriere della Sera, obviamente, pero también Le Fígaro, El País y Frankfurter Allgemeine Zeitung.

De vuelta en casa, llamé a un amigo electricista y le pedí instrucciones para empalmar los cables de los dos televisores nuevos a la conexión ya existente. Parecía incómodo y quiso acudir a hacerlo él mismo, pero insistí en que me lo explicara: «Maldita sea, explícamelo por teléfono y voy tomando notas». No era una tarea que hubiera realizado en condiciones normales, como cambiar un enchufe o un fusible, pero seguí sus instrucciones al pie de la letra, y no tardé en tener los tres televisores en funcionamiento, uno junto al otro. Después, conecté el nuevo portátil al ordenador de sobremesa, instalé el programa y empecé a navegar. Investigué un poco sobre corredores de bolsa en Internet, y utilicé la tarjeta de crédito y una transferencia bancaria para abrir una cuenta en una de las empresas más pequeñas. Luego cogí los periódicos y revistas que había comprado y los extendí cuidadosamente por todo el piso. Coloqué material de lectura, abierto por las páginas relevantes, en cada superficie disponible: escritorio, mesa, sillas, estanterías, sofá y suelo.


Las siguientes horas se desgranaron como si hubiesen transcurrido dos segundos. Me las pasé pegado a las cinco pantallas, absorbiendo ansiosamente la información con una rapidez que hacía que mis esfuerzos previos parecieran estáticos. Los tres televisores retransmitían diferentes noticias y programas de servicios financieros -CNN, CNNfn y CNBC-, distintos afluentes de una gran riada global de información, análisis y opinión. El corredor online en el que me había registrado -el índice Klondike- ofrecía citas en tiempo real, comentarios de expertos, noticias de última hora e hipervínculos a diversas herramientas de estudio y juegos de simulación. En la otra pantalla de ordenador, visité páginas como Bloomberg, The Street.com., Quote.com, Raging Bull y The Motley Fool. De vez en cuando me zambullía un rato en las hectáreas de prensa que había acumulado, y leía artículos sobre cualquier cosa… México, por supuesto, pero también alimentos modificados genéticamente, conversaciones de paz en Oriente Próximo, pop británico, la debacle del sector del acero, estadísticas de delitos en Nigeria, comercio electrónico, Tom Cruise y Nicole Kidman, separatistas vascos, comercio internacional de plátanos… Lo que fuera.

Por supuesto, no tenía ni idea de lo que acontecía allí, no había una estrategia coherente, era todo aleatorio, pero pensaba que, cuantos más datos almacenara en mi cerebro -datos de toda índole-, más seguro me sentiría llegado el momento de tomar una de esas decisiones inmediatas de las que tanto se hablaba.

Entonces, ¿a qué estaba esperando? Desde el punto de vista económico, no disponía de mucho margen, pero si realmente lo hubiera querido, podría haber iniciado las operaciones por Internet en cuestión de segundos. Para tramitar una solicitud, lo único que debía hacer era elegir un valor, introducir datos sobre la clase de transacción y el número de acciones requeridos, y hacer clic sobre el botón «Enviar pedido» de la pantalla.

Decidí empezar a la mañana siguiente.


A las diez de la mañana, me di la vuelta sobre mi silla giratoria y estudié el piso. Parecía haber sufrido una profunda transformación en las últimas veinticuatro horas. Menos reconocible que antes, menos identificable como vivienda, ahora era, por emplear el término de Bob Holland, como la guarida de un obsesivo degenerado. Sin embargo, estaba demasiado enfrascado en aquello como para andarme con escrúpulos, así que encaré las dos pantallas de ordenador y me dispuse a buscar acciones interesantes. Repasé interminables listas de expertos en la materia, pero a la postre seguí mi instinto y me decanté por una empresa mediana de software con sede en Palo Alto. Su nombre era Digicon y supuse que estaría bien situada para emprender acciones a corto plazo. Acababa de pasar por un largo período dentro de una horquilla de precios muy reducida, pero ahora parecía estar a punto de salir de esa situación. De hecho, en el tiempo que me llevó decantarme por Digicon e introducir algunos datos relevantes en los programas de análisis, el precio de las acciones de la empresa subió medio punto. La cuenta que había abierto en Klondike conllevaba unas costosas cuotas de corretaje e imponía elevados tipos de interés, pero permitía hasta un cincuenta por ciento de endeudamiento al abrir depósitos. Así pues, solicité la compra de doscientas acciones de Digicon, a catorce dólares cada una. Durante la media hora siguiente adquirí quinientas acciones de otras seis empresas, utilizando todos los fondos de los que disponía, y pasé el resto del día realizando un seguimiento de éstas y buscando posibles indicios de venta.

A última hora de la mañana y primera de la tarde, todos menos uno de los valores que elegí subieron de precio, y en un grado muy dispar. Decidí rápidamente de cuáles debía desprenderme. Digicon, por ejemplo, subió hasta 173/8, pero no me pareció que fuese a ir a más, de modo que las vendí y me embolsé unos beneficios de más de seiscientos dólares, a los que había que restar la comisión y la cuota de transacción, por supuesto. Otras acciones pasaron de 181/2 puntos a 243/4, y otra de 31 a 367/16. Al desprenderme de todas estas acciones en el momento adecuado, conseguí incrementar mi fondo básico, que pasó de unos 7.000 dólares a casi 12.000, y en las dos últimas horas de operaciones lo vendí todo, excepto US-Cova. Éstas fueron las únicas acciones que no se movieron en todo el día, pese a los indicios de que existía una inminente tendencia al alza. Ello me irritó, porque cuando elegí esos valores me había ocurrido algo casi físico, un leve hormigueo al fondo del estómago, o eso me pareció en su momento. En cualquier caso, todas las demás acciones habían variado, y no comprendía por qué no sucedía lo mismo con aquélla.

Sin dejarme amedrentar, solicité 650 acciones más de US-Cova, a veintidós dólares cada una. Unos veinte minutos después vi un punto luminoso en la pantalla y US-Cova empezó a moverse. Subió dos puntos, y luego tres más. Observé cómo aumentaba el precio de las acciones. Cuando llegaron a 36 dólares, introduje una orden de venta, pero resistí hasta que llegó otro incremento, y no envié la orden hasta que el precio alcanzó los 39 dólares, un aumento de 17 dólares en poco más de una hora.

Por tanto, al cierre de esa primera jornada, tenía más de 20.000 dólares en la cuenta. Si restábamos los 7.000 iniciales y las cuotas, había ganado en torno a 12.000 dólares en un solo día. Era calderilla en el mercado de valores, obviamente, pero aun así era más de lo que había ganado en medio año como redactor autónomo. Por supuesto, aquello era asombroso, pero creí que se trataba de un golpe de suerte increíble: siete decisiones y siete éxitos, y en un día normal en el que el mercado había cerrado con un incremento de sólo doce puntos. Era extraordinario. ¿Cómo lo había hecho? ¿De verdad había sido cuestión de suerte? Intenté repasarlo todo mentalmente, desandar mis pasos y ver si podía identificar qué señales había captado, qué avisos me habían conducido a esas acciones relativamente desconocidas y de escasa relevancia, pero era una tarea demasiado laberíntica. Repasé una vez más docenas de tendencias, utilicé de nuevo los programas de análisis y, en un momento dado, me descubrí arrastrándome por el suelo del piso, asomándome a las páginas de los periódicos y las revistas en busca de algún artículo que recordaba haber leído y que tal vez hubiese sugerido algo, suscitado una idea, llevado en otra dirección, o no. Simplemente no lo sabía. Quizá había escuchado algo en la televisión, un comentario improvisado proveniente de alguno de los centenares de analistas de inversión. O quizá había encontrado algo en un chat, en un foro o en una revista digital.

Intentar reconfigurar mis coordenadas mentales en los momentos exactos en que había elegido esas acciones era como intentar meter de nuevo la pasta de dientes en el tubo, así que pronto me rendí. Pero la conclusión que pude extraer de todo aquello es que probablemente había utilizado el análisis fundamental y cuantitativo en igual medida, y aunque la próxima vez a lo mejor no calcularía con exactitud las proporciones y nunca podría recrear las condiciones de ese día en particular, estaba en el buen camino. A menos que hubiese sido de chiripa, que se tratara de la suerte del principiante, lo cual era un pensamiento intolerable. Yo no creía que fuera así, pero necesitaba saberlo con certeza, y estaba ansioso por volver a trabajar al día siguiente, lo cual significaba continuar con la ingesta de datos y, por supuesto, de MDT-48.


Aquella noche dormí tres horas, y cuando desperté, que fue de manera bastante repentina merced a la alarma de un coche, me llevó un buen rato saber dónde estaba y quién era. Antes de que la alarma me desvelara, me hallaba sumido en un sueño particularmente vívido ambientado en el viejo apartamento de Melissa en Union Street, Brooklyn. En el sueño no sucedía gran cosa, pero se respiraba una atmósfera de realidad virtual, con traveling, primeros planos detallados e incluso sonido. El evocador zumbido de los radiadores, por ejemplo, golpes de puertas al fondo del pasillo y voces de niños que llegaban desde la calle.

El ojo del sueño, el punto de vista, la cámara, se deslizaba por encima del suelo de pino y recorría las distintas estancias del piso como si fuera una vía de tren, captándolo todo: el grano de la madera, cada línea ondulante y cada nudo… montoncitos de polvo, una copia de The Nation, una botella vacía de Grolsch, un cenicero. Luego, elevándose poco a poco, enfocaba el pie descalzo de Melissa, las piernas cruzadas y la camiseta de seda azul marino, que se arrugaba cuando ella se inclinaba hacia adelante y dejaba entrever sus senos. Su larga y brillante cabellera negra cubría sus hombros y brazos y parte de su rostro. Estaba sentada en una silla, fumando un cigarrillo y rumiando algo. Tenía un aspecto fabuloso. Yo estaba sentado en el suelo, y mi aspecto, imagino, no era tan espléndido. Después de unos segundos me puse en pie, y el punto de vista se levantó conmigo en un efecto vertiginoso. Al darme la vuelta, todo giró también, y en una especie de barrido por la habitación, vi las fotografías en blanco y negro colgadas de la pared, las imágenes del viejo Nueva York que a Melissa siempre le habían gustado tanto; vi la repisa de piedra de la olvidada chimenea y, encima de ella, el espejo, y en él vi fugazmente mi imagen, luciendo aquella vieja chaqueta de pana que tenía, muy delgado, muy joven. Moviéndome aún, vi las puertas abiertas que conectaban aquella sala con el dormitorio de la parte frontal y, luego, flanqueado por las puertas, vi a Vernon, con todo el cabello y su piel suave, enfundado en la chaqueta de cuero que siempre llevaba. Lo contemplé un buen rato, observé sus brillantes ojos verdes y sus pómulos altos, y por unos segundos pareció hablarme. Sus labios se movían, pero no alcanzaba a oír nada de lo que decía…

Pero, de súbito, todo había terminado. La alarma del coche ululaba lastimera en la calle y yo sacaba las piernas de la cama, respirando hondo, con la sensación de haber visto un fantasma.

Inevitablemente, la siguiente imagen que se alojó en mi cabeza fue también de Vernon, pero era él diez u once años después, un Vernon casi calvo, con unos rasgos faciales desfigurados y magullados, un Vernon desparramado en el sofá de otro piso, en otra zona de la ciudad.

Miré la alfombra tendida junto a mi cama, sus intrincados y repetitivos motivos y, muy lentamente, meneé la cabeza de un lado a otro. Desde que había empezado a tomar las pastillas de MDT unas semanas antes, apenas había pensado en Vernon Gant, aunque, se mirara por donde se mirara, mi comportamiento hacia él había sido espantoso. Después de hallarlo muerto, sólo se me ocurrió registrar su habitación, por el amor de Dios, y luego le robé dinero y propiedades que le pertenecían. Ni siquiera había asistido a su funeral, convenciéndome, sin constatación alguna, de que ese era el deseo de Melissa.

Me levanté de la cama y fui a paso ligero hacia la sala de estar. Cogí dos pastillas del bol de cerámica que descansaba sobre la estantería -que había estado rellenando a diario-, y me las tomé. También era cierto que lo que acababa de consumir pertenecía por derecho a la hermana de Vernon, y probablemente también le habrían venido bien esos 9.000 dólares.

Con un nudo en el estómago, extendí el brazo por detrás de los ordenadores y los encendí. Entonces consulté el reloj. Eran las 4:58.

No obstante, ahora podría darle sin problemas el doble de esa cifra, y quizá mucho más si mi segunda jornada de trabajo marchaba bien. Pero ¿en cierto sentido no sería como saldar una deuda con ella?

De repente me entraron ganas de vomitar.

Desde luego, no era como yo había pensado renovar mi relación con Melissa. Fui corriendo al cuarto de baño y cerré la puerta de golpe. Me incliné al borde de la taza del váter, pero no ocurrió nada. No podía devolver. Me quedé allí unos veinte minutos, respirando fuertemente, pegando la mejilla a la fría y blanca porcelana, hasta que aquella sensación desapareció. Porque lo extraño fue que, al levantarme para regresar al salón y ponerme a trabajar adelante de mi escritorio, ya no tenía ganas de vomitar, pero tampoco me sentía culpable.


Aquel día, mis operaciones comerciales fueron animadas. Elegí otra cartera de acciones con la que trabajar, cinco empresas de mediana envergadura, casi desconocidas y más o menos saneadas. Antes, mientras tomaba café, había visto referencias en varios artículos periodísticos e innumerables menciones en páginas web a US-Cova y su extraordinario rendimiento en los mercados el día anterior. Digicon y una o dos empresas más también eran mencionadas de pasada, pero no obtuve una panorámica coherente que pudiera explicar lo que había ocurrido, o que pudiera relacionar de algún modo las diversas empresas implicadas. El consenso generalizado parecía ser un sonoro «a saber», así que, aunque las posibilidades de que alguien eligiera de una tacada siete empresas ganadoras eran verdaderamente ínfimas, en aquel momento todavía era posible, en ausencia de otros indicios, que mi racha hubiera sido una mera cuestión de suerte.

Sin embargo, pronto resultó evidente que había algo más. Porque, al igual que el día anterior, siempre que encontraba unas acciones interesantes me ocurría algo físico. Notaba lo que sólo puedo describir como una descarga eléctrica, normalmente por debajo del esternón, una pequeña oleada de energía que recorría mi cuerpo a toda velocidad y que luego parecía desbordarse en la atmósfera de la sala, agudizando la definición del color y la resolución del sonido. Tenía la sensación de estar conectado a un gran sistema, enchufado, como una fibra diminuta pero activa palpitando en un tablero de circuitos. Las primeras acciones que elegí, por ejemplo -llamémoslas V-, empezaron a moverse cinco minutos después de que enviara la orden de compra. Realicé el seguimiento, al tiempo que husmeaba en varias páginas web buscando otras cosas que comprar. Con creciente confianza en mí mismo, rastreé acciones buena parte de la mañana, saltando de unas a otras, vendiendo V con beneficios e invirtiéndolos todos inmediatamente en W, que a su vez se vendieron en el momento justo para financiar una incursión en X.

Pero a medida que ganaba confianza, se apoderaba de mí la impaciencia. Quería más pasta con la que jugar, más capital, más endeudamiento. A media mañana había ganado, paso a paso, casi 35.000 dólares, lo cual estaba bien, pero para dejar huella en el mercado, lo más probable es que necesitara al menos el doble -y probablemente el triple o el cuádruple- de esa cifra.

Llamé a Klondike, pero me ofrecieron un endeudamiento que no rebasaba el cincuenta por ciento. Puesto que carecía de un historial bancario extenso, no creí apropiado probar con el director de mi sucursal bancaria. Supuse también que ningún conocido dispondría de 75.000 dólares de más, y que ninguna empresa de préstamos legítima me facilitaría una cifra tan elevada inmediatamente, así que, como quería el dinero al momento y estaba bastante convencido de lo que podía hacer con él, sólo parecía haber una alternativa.

XI

Me puse una chaqueta y salí de casa. Recorrí la Avenida A, pasé junto a Tompkins Square Park y me dirigí a un restaurante de la Calle 3 que solía frecuentar. Néstor, el camarero, era de allí y estaba al tanto de todo lo que sucedía en el barrio. Llevaba veinte años sirviendo café, panecillos, hamburguesas con queso y atún a la plancha, y había sido testigo de todos los cambios radicales que habían tenido lugar, las limpiezas, el aburguesamiento y la furtiva intrusión de los rascacielos de apartamentos. La gente iba y venía, pero Néstor seguía allí. Era un vínculo con el antiguo vecindario que hasta yo recordaba de mi niñez. Loisaida, el barrio latino de clubes sociales a pie de calle, de ancianos jugando al dominó, del estruendo de la salsa y el merengue que emanaba de las ventanas, y después la Alphabet City de edificios quemados, traficantes de droga e indigentes que vivían en refugios de cartón en Tompkins Square Park. Había conversado a menudo con Néstor sobre esos cambios, y me había contado historias -un par de ellas bastante espeluznantes- acerca de varios personajes locales, residentes de toda la vida, tenderos, policías, concejales, prostitutas, camellos y usureros. Pero así era Néstor; conocía a todo el mundo, incluso a mí, un soltero blanco y anónimo que había vivido unos cinco años en la Calle 10 y se dedicaba al periodismo o algo por el estilo. De modo que cuando entré en su local, me senté junto al mostrador y le pregunté si conocía a alguien que pudiera adelantarme algo de dinero, y rápido -unos tipos de interés exorbitantes no serían obstáculo-, ni siquiera pestañeó. Tan sólo me llevó una taza de café y me pidió que aguardara un rato allí sentado.

Cuando hubo servido a unos cuantos clientes y limpiado dos o tres mesas, volvió hacia donde yo me encontraba, pasó una bayeta y dijo:

– Antes eran italianos, ¿eh? En su mayor parte italianos hasta que… Bueno…

Hizo una pausa.

¿Hasta qué? ¿Hasta que a John Gotti le dieron una patada en el culo y Sammy el Toro entró en el programa de protección de testigos? ¿Qué? ¿Se suponía que debía adivinarlo? Esa era otra de las peculiaridades de Néstor. Tendía a suponer que yo sabía más de lo que sabía en realidad. O quizá se olvidaba de con quién estaba hablando.

– ¿Hasta qué? -dije.

– Hasta que John Junior se hizo con el control. De un tiempo a esta parte es un puto caos. Me estaba acercando.

– ¿Y ahora?

– Los rusos. De Brighton Beach. Antes, los italianos y ellos trabajaban juntos, o al menos no estaban enfrentados, pero ahora las cosas han cambiado. Por lo visto, la banda de John Junior empezaba a flojear.

Nunca acabé de entender a Néstor: ¿era tan sólo una mosca que revoloteaba por el barrio o estaba relacionado de alguna manera? Lo ignoraba. Pero ¿cómo iba a saberlo? ¿Quién diablos era yo?

– De modo que, últimamente -prosiguió-, merodea un tal Gennadi por aquí. Viene casi todos los días. Habla como un inmigrante, pero no te dejes engañar por eso. Es duro, tan duro como cualquiera de sus tipos, que salieron de los gulags soviéticos. Se toman este país en broma.

Me encogí de hombros.

Néstor me miró fijamente.

– Esos tipos están locos, Eddie. En serio. Te partirán por la mitad, te despellejarán hasta la cabeza, harán un nudo y entonces dejarán que te ahogues.

Dejó que la idea calara.

– Hablo en serio. Eso es lo que hacían los muyahidines a algunos soldados rusos que capturaron en Afganistán. Esas cosas se transmiten. La gente aprende. -Néstor hizo una pausa y limpió un poco más-. Eddie, cuando venga Gennadi hablaré con él, pero espero que sepas dónde te metes.

Entonces se apartó un poco del mostrador y dijo:

– ¿Has estado yendo al gimnasio? Estás estupendo.

Le dediqué una media sonrisa, pero no dije nada. Con un gesto de confusión, Néstor fue a atender a otro cliente.

Estuve allí más o menos una hora y tomé cuatro tazas de café. Hojeé un par de periódicos y pasé un rato navegando por la creciente base de datos que tenía alojada en mi cabeza, eligiendo material que había leído sobre la mafia rusa: la Organizatsiya, Brighton Beach, la pequeña Odessa junto al mar.

Intenté no prestar demasiada atención a lo que me había contado Néstor.

Hacia la hora de comer, el lugar se abarrotó y empecé a pensar que estaba perdiendo el tiempo, pero justo cuando me disponía a marcharme, Néstor me hizo un gesto desde el otro lado del mostrador. Miré en derredor con discreción y vi a un hombre de unos veinticinco años que entraba por la puerta. Era esbelto y enjuto y llevaba una chaqueta de cuero marrón y gafas de sol. Se sentó a una mesa vacía situada al fondo del restaurante. Yo me quedé donde estaba y observé de soslayo mientras Néstor le llevaba una taza de café y charlaba con él unos instantes.

Luego Néstor regresó, no sin antes recoger unos cuantos platos. Los colocó sobre el mostrador, junto a mí, y susurró:

– He respondido por ti, ¿de acuerdo? Así que vete a hablar con él. -Entonces me señaló con el dedo y me dijo-: No me jodas, Eddie.

Asentí, me dirigí a la parte trasera del local, me senté a la mesa frente a Gennadi y saludé asintiendo con la cabeza.

Se había quitado las gafas y las había dejado a un lado. Tenía unos ojos azules que impresionaban y una cuidada barba, y estaba alarmantemente flaco y cincelado. ¿Heroína? ¿Vanidad? De nuevo, ¿qué sabía yo? Esperé a que él tomara la iniciativa.

Pero no abrió la boca. Tras una pausa absurda, hizo un ademán casi imperceptible con la cabeza, que interpreté como una autorización para hablar.

– Estoy buscando un préstamo a corto plazo de setenta y cinco mil dólares.

Gennadi se toqueteó el lóbulo de la oreja izquierda unos momentos y luego negó con la cabeza.

Esperé a que añadiera algo más, pero eso fue todo.

– ¿Por qué no? -inquirí.

Gennadi resopló sarcásticamente.

– ¿Setenta y cinco mil dólares?

Meneó de nuevo la cabeza y bebió un sorbo de café. Tenía un marcado acento ruso.

– Sí -respondí-, setenta y cinco mil dólares. ¿Tan difícil es? Madre mía.

Si se daba la circunstancia, sabía que aquel tipo probablemente no tendría reparos en clavarme un cuchillo en el corazón, y si Néstor estaba en lo cierto, eso sería sólo el comienzo, pero su actitud me resultaba irritante y no me apetecía seguirle el juego.

– Sí -dijo-, es un puto problema. No te veo antes. Y no me gustas ya.

– ¿Gustarte? ¿Y qué diablos tiene que ver eso? No te estoy pidiendo una cita.

Gennadi vaciló, se movió, puede que incluso pretendiera echar mano de algo, un cuchillo o una pistola, pero se lo pensó mejor y se limitó a mirar su alrededor, por encima del hombro, seguramente cabreado con Néstor.

Decidí forzar la situación.

– Creía que todos los rusos eran peces gordos. Ya sabes, tipos duros, que tienen el control.

Él se volvió hacia mí con una mirada de incredulidad. Entonces se recompuso y, por alguna razón, decidió responder.

– ¿Qué? ¿Yo no tiene control? Te rechazo.

Ahora era yo quien resoplaba sarcásticamente.

Gennadi hizo una pausa y entonces gruñó:

– Que te jodan. ¿Qué sabes tú de nosotros?

– La verdad es que bastante. Conozco a Marat Balagula y el timo de los impuestos del gas, y ese acuerdo con la familia Colombo. Luego está… Michael… -Hice una pausa fingiendo intentar recordar el nombre- ¿Shmushkevich?

Por su mirada me percaté de que no sabía muy bien de qué le hablaba. Probablemente era sólo un niño cuando las compañías petroleras fantasma estaban en pleno apogeo en los años ochenta, transportando gas desde Sudamérica y falsificando justificantes de pago de impuestos. Y, en cualquier caso, a saber de qué hablaba la gente joven cuando se juntaba. Probablemente no comentaban los grandes timos de la generación anterior, eso estaba claro.

– Y… ¿qué? -dijo-. ¿Eres policía?

– No.

Al ver que yo no mediaba palabra, hizo ademán de marcharse.

– Vamos, Gennadi -dije-. Cálmate un poco.

El ruso se apartó de la mesa y me miró, sopesando si debía matarme allí mismo o esperar a que saliéramos. No podía creerme lo temeraria que era mi conducta, pero en cierto modo me sentía seguro, como si nada pudiera afectarme.

– La verdad es que estoy investigando para un libro sobre ustedes -dije-. Pero busco un hilo conductor, alguien cuyo punto de vista pueda utilizar para la historia… -Guardé silencio unos instantes y proseguí-. Alguien como tú, Gennadi.

El ruso cambió la pierna de apoyo y en ese momento supe que era mío.

– ¿Qué tipo de libro? -dijo en voz baja.

– Una novela -repuse-. Ahora mismo sólo la estoy perfilando, pero yo la veo como una historia de dimensiones épicas, el triunfo sobre la adversidad y ese tipo de cosas. Desde los gulags hasta… -En ese momento titubeé, consciente de que podía perderlo-. Si lo piensas -añadí rápidamente-, los espaguetis lo han tenido todo de cara hasta ahora, pero esa mierda de las cinco familias y los hombres de honor se ha convertido en un tópico. La gente quiere algo nuevo. -Mientras Gennadi meditaba mis palabras, decidí dar la estocada final-: Y, además, mi agente cree que también se podrán vender los derechos cinematográficos.

Mi interlocutor vaciló por un momento, pero entonces se sentó de nuevo y esperó más explicaciones.

Bosquejé sobre la marcha una imprecisa trama centrada en un joven ruso de segunda generación que trepa en las filas de la Organizatsiya. Incluí referencias a los sicilianos y los colombianos, pero, moviendo la mano constantemente, logré contener a Gennadi para que no ahondara en detalles. Al final di la vuelta a la tortilla y permití que él llevara la voz cantante, aunque en su nefasto inglés. Aceptó algunas de mis propuestas y desechó otras, pero en ese momento, el tufillo del glamour lo había embargado y era imparable.

Yo no había planeado nada de aquello, por supuesto, y tampoco creía que fuese a llegar a buen puerto, pero el mayor golpe de audacia todavía estaba por llegar. Una vez que aceptó ejercer de asesor del «proyecto» y de que hubiéramos establecido varias normas básicas, conseguí desviar de nuevo la conversación al tema del préstamo. Le dije que ya me había gastado el adelanto del libro y que los 75.000 pavos eran una deuda de juego que debía saldar ese mismo día.

Sí, sí, sí.

Para entonces, ese tema era una distracción menor para Gennadi. Sacó su móvil y mantuvo una breve conversación en ruso. Luego, todavía al teléfono, me preguntó varias cosas: mis números de carné y Seguridad Social, el nombre de mi casero y mi jefe, cuál era mi entidad bancaria y qué tarjetas de crédito poseía. Saqué la tarjeta de la Seguridad Social y el carné de conducir y leí los números en voz alta. Luego le facilité los nombres y otros datos mientras él transmitía la información a la persona que se encontraba al otro lado del teléfono.

Cuando nos quitamos eso de en medio, Gennadi dejó su teléfono y retomó la conversación sobre el proyecto. Quince minutos después, sonó su móvil. Como antes, hablaba en ruso, y en un momento dado tapó el aparato con la mano y susurró:

– Está bien, todo claro. ¿Y bien? ¿Setenta y cinco mil? ¿Seguro? ¿Quieres más? ¿Cien?

Me lo pensé y asentí.

Gennadi colgó el teléfono y anunció:

– Estará listo en media hora.

Entonces puso las manos sobre la mesa.

– De acuerdo -dijo-, ¿y quién va a protagonizar esto?


Justo media hora después llegó otro joven. Gennadi me lo presentó. Se llamaba Leo. Era delgado y guardaba cierto parecido con Gennadi, pero no tenía sus mismos ojos, no proyectaba lo mismo que él. De hecho, parecía que le hubiesen extirpado quirúrgicamente ciertos rasgos de Gennadi. Quizá fuesen hermanos o primos, y empecé a pensar que tal vez podría sacar algo de todo aquello. Hablaron en ruso unos momentos y Leo sacó un grueso sobre de color marrón del bolsillo de su chaqueta, lo dejó sobre la mesa y se fue sin decir nada. Gennadi empujó el sobre hacia mí.

– Éste es rebaja, ¿vale? Pronto. Cinco pagos, cinco semanas, veinticinco mil cada vez. Yo voy a tu casa siempre… -Hizo una pausa y miró el sobre unos instantes-. Cada viernes mañana, dos semanas desde hoy. -Gennadi cogió el sobre con la mano izquierda-. No es broma, Eddie. Tú coges esto ahora… Tú mío. -Asentí-. ¿Quieres saber algo más?

Negué con la cabeza.

Imaginé que ese algo más era, como mínimo, piernas, rodillas, brazos, costillas, bates de béisbol, navajas y a lo mejor porras eléctricas.

– No -insistí-. Correcto. Lo entiendo.

Anhelaba salir de allí ahora que el dinero estaba en mis manos, pero no podía demostrarle que tenía prisa. Sin embargo, resultó que Gennadi debía marcharse y ya llegaba tarde a otra cita. Intercambiamos nuestros números de teléfono, y antes de que se fuera resolvimos encontrarnos otra vez al cabo de una semana. Él investigaría algunas cosas y yo trabajaría un poco más -y quizá ampliaría- el personaje principal de lo que, durante nuestra conversación, había pasado de novela a obra teatral.

Gennadi se puso sus Ray-Ban, y antes de irse me tendió la mano. Lo hizo en silencio, solemnemente. Luego se puso en pie y desapareció.


Llamé a Klondike desde el teléfono público del restaurante. Expuse la situación y me facilitaron la dirección de un banco de la Tercera Avenida en el que podía depositar efectivo, que aparecería de inmediato en mi cuenta.

Agradecí a Néstor su ayuda y fui en taxi hasta la Calle 61 con la Tercera Avenida. Abrí el sobre en el asiento trasero y toqueteé los fajos de billetes de cien dólares. Nunca en mi vida había visto tanto dinero junto y sentía vértigo con sólo mirarlo. El vértigo se intensificó cuando lo llevé al banco y observé al cajero contándolo.

Después, cogí otro taxi para regresar a la Calle 10 y retomé el trabajo. En mi ausencia, el valor de las acciones que conservaba se había disparado y cifraba mi capital básico en 50.000 dólares. Ello significaba que, con la aportación de Gennadi, disponía de casi 150.000 dólares. Sólo me quedaban un par de horas para realizar transacciones y, por ende, muy poco tiempo para investigar, así que me puse manos a la obra de inmediato, rastreando tasaciones, estudiando carteras de valores, comprando, vendiendo y repasando a todo correr las varias hileras de cifras que ocupaban las pantallas de ordenador.

Ese proceso cobró un impulso considerable y alcanzó su apogeo por la tarde con dos grandes tantos -llamémoslos Y y Z-, unos valores de alto riesgo y gran rendimiento que estaban subiendo rápidamente. El valor Y me supuso 200.000 dólares, y con Z superé el cuarto de millón. Fueron unas horas tensas, a ratos angustiosas, pero me sirvieron para degustar los placeres del riesgo, y me brindaron grandes cantidades de adrenalina, una sustancia que casi notaba recorriendo mi organismo, igual que se mueven los precios en los mercados.

No obstante, pese a mi tasa de éxito, o quizá debido a ella, empecé a sentir cierta insatisfacción. Tenía la sensación de que podía ir mucho más allá de las transacciones en casa con un PC, y de que ser un corredor de guerrilla no bastaba ni por asomo para hacerme feliz. El asunto era que quería conocer los entresijos de la Bolsa y al más alto nivel. Quería saber qué se sentía al comprar millones de acciones de una tacada.


Así pues, telefoneé a Kevin Doyle, el banquero de inversión con el que había desayunado hacía varios domingos, y me cité con él para tomar una copa en el Orpheus Room.

La última vez que nos vimos parecía dispuesto a darme consejos para confeccionarme una cartera de valores, así que creí que podría interrogarlo un poco y recibir algún consejo para intentar ascender a primera división.

Al principio, Kevin no me reconoció cuando entró en el bar. Me dijo que había cambiado y que estaba bastante más delgado que cuando nos vimos en Herb and Jilly's.

Me preguntó a qué gimnasio iba.

Lo miré unos instantes. ¿Herb and Jilly's? Entonces me di cuenta de que, quienesquiera eme fuesen Herb y Jilly, aquella noche debí de terminar en su local del Upper West Side.

– No voy al gimnasio -respondí-. Eso es para enclenques.

Él se echó a reír y pidió un Absolut con hielo.

Kevin Doyle tendría cuarenta o cuarenta y dos años y era bastante delgado. Llevaba un traje gris marengo y una corbata de seda roja. No recordaba nuestro encuentro en el Herb and Jilly's, ni más tarde en aquel restaurante de Amsterdam Avenue, pero algo que sí recordaba con claridad es que era yo quien monopolizaba la conversación, y Kevin -aparte de intentar darme algunos consejos sobre el mercado de valores- había escuchado todas y cada una de mis palabras. Había sucedido de nuevo; había intentado impresionarlo y ser su mejor amigo, como ya hice con Paul Baxter y Artie Meltzer. Traté de analizar a qué se debía y llegué a la conclusión de que quizá mi entusiasmo y mi actitud poco crítica -poco competitiva- tocaban la fibra sensible de las personas, sobre todo aquellas que estaban estresadas y en guardia todo el tiempo. En cualquier caso, últimamente controlaba un poco más mi verborrea, así que dejé que Kevin tomara las riendas. Le pregunté por Van Loon & Associates.

– Somos un pequeño banco de inversión -dijo-, con unos doscientos cincuenta empleados. Nos dedicamos al capital de riesgo, la gestión de fondos, el sector inmobiliario y ese tipo de cosas. De un tiempo a esta parte hemos cerrado varios acuerdos bastante importantes.

El año pasado nos encargamos de la compra de Cableplex por parte de MCL-Parnassus, y el propio Carl van Loon ha iniciado conversaciones sobre otro negocio con Hank Atwood, el presidente de MCL. -Kevin hizo una pausa y añadió, como quien anuncia que acaban de ficharlo para el equipo de fútbol-: Yo soy director ejecutivo.

Pero cuando entró en detalle y me contó que era uno de los siete u ocho directores ejecutivos de la empresa que se encargaban de sus propios negocios y se embolsaban jugosas comisiones, me di cuenta de que Kevin no era un don nadie de Wall Street. De sus palabras inferí que tal vez ganara dos o tres millones al año.

Ahora sí que estaba impresionado.

– ¿Qué hay de Van Loon? -pregunté sin ninguna intención en particular. Obviamente, había sucumbido un poco al magnético atractivo de celebridad que todavía rodeaba al jefe de Kevin.

– Carl está bien. Se ha calmado mucho con los años, pero trabaja tanto como siempre.

Asentí, pensando hasta qué punto trabajaría en realidad.

– Sin él, la empresa no sería lo que es hoy.

Aquel hombre tal vez se embolsara dos o tres millones a la semana.

– Ya.

– Y tú, ¿qué tal?

– ¿Yo? Bien.

No recordaba gran cosa de nuestro anterior encuentro, pero estaba convencido de que había mencionado mi libro, seguramente sin decir que formaba parte de una colección barata para un editor de segunda fila. Hasta donde yo sabía, Kevin me tenía por una especie de escritor, un comentarista, una persona que estaba al caso del espíritu de su época, con quien podía mantener una conversación inteligente y congratulatoria, pero no amenazadora, sobre temas como la nueva economía, las megatendencias y la digitalización. Pero fui al grano bastante rápido.

– ¿Qué opinas de las transacciones electrónicas intradía, Kevin?

– Es sólo ruido -dijo tras pensárselo unos segundos-. Esos tipos no son especuladores, ni siquiera inversores. Son jugadores o unos pobres freaks que creen haber democratizado los mercados. Cuando estalle la burbuja van a correr regueros de sangre.

Kevin dio un trago.

Yo levanté mi vaso.

– Lo he estado haciendo en casa con el PC, utilizando un programa que compré en la Calle 47. He ganado alrededor de un cuarto de millón en dos días.

Kevin me miró horrorizado, intentando asimilar la información. Pero también se sentía confuso y no sabía qué decir. Entonces cayó en la cuenta.

– ¿Un cuarto de millón?

– Aja.

– ¿En dos días? Eso está bastante bien.

– Sí, eso creo. Pero, curiosamente, me siento… ¿Cómo te diría? Insatisfecho. Me siento limitado. Necesito expandirme.

Mientras intentaba comprender lo que le decía, Kevin se agitó en su taburete, y puede que incluso se retorciera un poco. Era un tipo que confiaba en sí mismo, un triunfador, y se hacía raro verlo sumido en la incertidumbre.

– Esto… A lo mejor… -se rascó la nariz-, podrías… ¿Por qué no pruebas con una de esas empresas que se dedican al comercio intradía?

Le pregunté qué cambiaría eso.

– Bueno, no estás aislado. Ocupas una sala con otros corredores y el principio es que, en un entorno como ese, nadie quiere ver a otros fracasar. Se ayudan unos a otros y comparten información. La mayoría de las empresas ofrecen un endeudamiento elevado, entre cinco y diez veces tu depósito. También captas mejor el comportamiento de los mercados -volvía a tomárselo con calma-, porque a menudo es sólo cuestión de calibrar la atmósfera colectiva y decidir luego si te sumas a ella o…, no sé… -se encogió de hombros-, vas contra ella.

Le pregunté si podía recomendarme alguno de esos lugares.

– He oído hablar de un par que están bien. Se encuentran en la misma Wall Street o alrededores. Aunque, en mi opinión, Eddie, parece que te va bastante bien a ti solo.

Anoté los nombres que me facilitó y le di las gracias de todos modos. Entonces bebimos de nuestros respectivos vasos.

– Conque un cuarto de millón en dos días. -Lanzó un silbido de admiración-. ¿Cuál es tu estrategia?

Estaba a punto de obsequiarle una versión editada de los hechos cuando aparecieron dos hombres trajeados y uno de ellos dio una palmada en la espalda a Kevin.

– Eh, Doyle, ¿qué pasa, viejo?

Eran yuppies que apestaban a billetes, y cuando Kevin me presentó pero no dijo que fuese director ejecutivo o vicepresidente en funciones de tal o cual compañía, me hicieron caso omiso. Mientras conversaban sobre los mercados emergentes de Latinoamérica y la burbuja tecnológica, noté que Kevin estaba atemorizado por si empezaba a hablar de operaciones intradía con un PC delante de aquellos tipos, así que, cuando me levanté, creo que se sintió un tanto aliviado.

Le dije que le llamaría al cabo de unos días para contarle cómo me había ido con aquello que habíamos hablado.


Lafayette Trading se encontraba en Broad Street, a sólo unas manzanas de la Bolsa de Nueva York. En la sala principal de un conjunto de oficinas escasamente amueblado de la cuarta planta había veinte mesas que formaban un gran rectángulo. En cada mesa había suficientes terminales y ordenadores para al menos tres corredores, y de la cincuentena que vi allí mi primera mañana -todos hombres, sentados en cómodas sillas de directivo-, diría que más de la mitad tenían menos de treinta años, y de ellos, la mitad lucían vaqueros y gorras de béisbol.

Las condiciones te obligaban a dar un depósito mínimo de 25.000 dólares y Lafayette proporcionaba todo el hardware y software necesario para realizar las transacciones. A cambio, cobraban una comisión de dos centavos por acción en cada operación que llevaras a cabo. Si querías, como ocurría con casi todos, también ofrecían un endeudamiento bastante elevado de tu depósito. Me registré, aboné 200.000 dólares y pacté un endeudamiento que superaba en dos veces y media esa cantidad, lo cual significaba, en la práctica, que comenzaría esa nueva fase de mi carrera profesional con medio millón de dólares a mi disposición.

Por la mañana tuve que asistir a un breve curso introductorio. Luego pasé casi toda la tarde hablando con algunos corredores y observando la sala. El ambiente en Lafayette era, como pronosticó Kevin, amigable y cooperativo. La idea era que todos participábamos de aquello, que trabajábamos contra los grandes actores del mercado. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que había facciones en la sala, grandes personalidades, y que la dinámica no siempre sería tan fácil de interpretar. También había distintos estilos de corretaje. El tipo que se sentaba a mi izquierda, por ejemplo, tecleaba como un maniaco y no parecía investigar ni analizar nada.

– ¿Qué son esas acciones? -le pregunté, señalando un símbolo que aparecía en su pantalla una vez me hube sentado.

– Ni idea -farfulló, sin apartar los ojos de lo que tenía entre manos-. Tiene mucha difusión y se está moviendo. Eso es todo lo que necesito saber.

Otros corredores parecían más cautos e indagaban bastante, observando los televisores atornillados a la pared lateral, dirigiéndose a una terminal de Bloomberg situada al otro extremo de la sala, o simplemente cerniéndose sobre interminables gráficas de valores que tenían en pantalla. En cualquier caso, cuando consideré que había calibrado la sala y su ambiente, empecé a trabajar en el espacio que se me había asignado, buscando posibles operaciones. Pero, como era mi primer día de trabajo, me lo tomé con bastante calma, y al cerrar mis posiciones antes de que sonara la campana del cierre sólo había conseguido cinco mil dólares más. Habida cuenta de mi breve historial, no me pareció gran cosa, pero algunos de los allí presentes no estaban de acuerdo con esa apreciación. El chico nuevo había despertado cierta curiosidad en la sala, por no decir desconfianza. Alguien me preguntó con bastante indecisión si quería unirme a un grupo que iba a tomar una copa en un local de Pier 17 Pavilion, pero rechacé la oferta. Todavía no quería formar ninguna alianza.

Había sido una jornada relativamente lenta para mí -al menos en cuanto a la actividad mental y la cantidad de trabajo que había llevado a cabo-, así que cuando llegué a casa me sentía bastante inquieto, incluso un poco enloquecido. Incapaz de dormir aquella noche, me quedé en el sofá del comedor viendo la televisión y leyendo. Con películas, concursos y anuncios como telón de fondo, leí la sección de economía de la prensa diaria, una biografía de Warren Buffet y todo el texto, pies de foto, anuncios, cabecera y créditos de las fotografías de unas seis revistas de negocios.


El martes durante mi segunda mañana en Lafayette, pasé un buen rato curioseando las diversas páginas web dedicadas a las finanzas. A la postre abrí más de una docena de posiciones importantes, 80.000 acciones en total, y me concentré en realizar un seguimiento exhaustivo.

Hacia las once y media noté cierta conmoción a mi izquierda. Unas mesas más allá, tres muchachos con gorra de béisbol, que parecían trabajar en estrecha colaboración, empezaron a soltar puñetazos al aire y a susurrarse «sí» unos a otros. El chivatazo tardó unos minutos en filtrarse. Jay, el corredor que estaba sentado a mi lado, se apartó de la pantalla unos momentos y se volvió hacia mí.

– Creo que acaba de trascender algo sobre unas acciones de biotecnología.

Jay se encogió de hombros y retomó sus quehaceres, pero el tipo que se encontraba junto a él movió su silla y se dirigió a mí como si nos conociéramos desde el instituto.

– Es un descubrimiento médico. Todavía no lo han anunciado. MEDX. Eso es Mediflux Inc., una empresa farmacéutica de Florida, ¿no? Al parecer están desarrollando una proteína contra el cáncer. Los investigadores de la National Cancer Research Foundation están entusiasmados.

– ¿Y?

Me miró como diciendo: «¿Eres idiota?». Luego, con una pausa cargada de incertidumbre, exhortó: -¡Compra Mediflux!

Vi que Jay ya lo estaba haciendo. Asentí al otro tipo y volví a concentrarme en mi pantalla para ver qué información había sobre aquella compañía farmacéutica, Mediflux Inc. En aquel momento se vendía a 431/3, en contraste con un precio de salida de 373/4. Todo el mundo daba por sentado que aquella tendencia al alza continuaría, y todo el mundo -al menos, todos los que me rodeaban- parecía estar comprando Mediflux ciñéndose a ese criterio. Estudié un rato su información básica -ganancias históricas, potencial de crecimiento, ese tipo de cosas- y, mientras lo hacía, Jay me dio un suave golpe con el codo y preguntó:

– ¿Cuánto has comprado?

Lo miré y, antes de contestar, repasé mentalmente lo que acababa de leer acerca de Mediflux.

– Nada. De hecho, voy a vender en descubierto. Esto significaba que, en contra de la idea que imperaba en la sala, yo esperaba que el precio de las acciones de Mediflux cayera. Mientras todos andaban enfrascados en sus compras, yo pediría prestadas acciones de Mediflux a mi corredor. Luego las vendería, después de haberme comprometido a recomprarlas a un precio considerablemente inferior, o eso esperaba. Cuanto menor fuera el precio, por supuesto, mayores beneficios me embolsaría.

– ¿Vas a vender en descubierto?

Lo dijo en voz alta, y cuando la palabra «descubierto» recorrió las mesas como un dolor agudo en el nervio ciático, noté que la tensión inundaba la estancia. Hubo un breve silencio y todos empezaron a hablar a la vez, estudiando sus pantallas y mirando en dirección a mi mesa. En los dos minutos que siguieron, la tensión de la sala fue a más cuando la facción original de Mediflux se reagrupó y empezó a hacer comentarios dirigidos a mi persona.

– Lo siento por ti, viejo.

– ¡Demanda de margen adicional!

– Perdedor.

Hice caso omiso de esas pullas y me dediqué a ejecutar mi estrategia de venta en descubierto con Mediflux y a ocuparme de mis otras posiciones. Durante un rato, el precio de las acciones de Mediflux continuó su ascenso hasta llegar a 51 puntos, pero luego pareció estabilizarse. Jay me dio otro codazo y se encogió de hombros, como diciendo: «Cuéntamelo. ¿Por qué lo has vendido?».

– Porque es puro bombo -respondí-. ¿Ahora resulta que un par de ratones con cáncer en algún laboratorio se incorporan en la cama, piden un té y de repente nos da a todos la fiebre compradora? -Meneé la cabeza-. ¿Y cuándo tendrá aplicación comercial esa nueva proteína que están desarrollando? ¿Dentro de cinco años? ¿Diez?

De repente, Jay parecía preocupado, refugiado en sí mismo.

– Además -dije, señalando a la pantalla-, Eiben-Chemcorp se retiró de un acuerdo de adquisición de Medillux hace seis meses y nunca dio explicaciones. ¿Es que nadie se acuerda de eso?

Vi que procesaba rápidamente la información.

– Esto no se sostiene por ningún lado, Jay.

En ese momento se volvió hacia su compañero y empezó a susurrar. Cuando mi análisis llegó a todos los demás corredores, oscuras nubes de incertidumbre se cernieron sobre la sala.

Por el murmullo y el rumor de teclas que siguió, era obvio que estaban surgiendo dos campos; algunos corredores intentaban retener sus acciones, mientras que otros iban a seguir mi ejemplo y vender Mediflux. Jay y el hombre que estaba sentado a su lado reservaron sus posiciones. Los muchachos de las gorras de béisbol hicieron lo propio, pero se abstuvieron de comentar nada, al menos en voz alta. Yo seguí amarrado a mi terminal, actuando con discreción, aunque la atmósfera era tensa y tenía la sensación de que, en el ecosistema de la sala, era un intruso que trataba de hacerse con el poder. No era esa mi intención, claro está, pero lo cierto es que estaba convencido de que MEDX era un fraude, y se demostraría.

A última hora de la tarde, tal como había pronosticado, las acciones se desplomaron. Empezaron a caer hacia las tres y cuarto para consternación de unos dos tercios de los allí presentes. MEDX cerró a 171/2 puntos, una caída de 361/2 puntos con respecto a los 54 que había alcanzado horas antes en su momento de máxima cotización.

Al cierre, oí unos aplausos que provenían de un pequeño grupo que se sentaba a la mesa que había justo enfrente de la mía. Luego se acercaron para presentarse, y me di cuenta de que, junto con Jay y uno o dos más, había formado mi propio grupo. No sólo se alegraban de haber seguido mi consejo, sino que, al parecer, me consideraban un corredor con agallas. Había vendido en descubierto cinco mil acciones de MEDX y había ganado más de 180.000 dólares. Eso superaba lo que la mayoría esperaba ganar en un año, y les encantaba. Les gustaba que consintiera el riesgo, les encantaba que hubiese confirmado que se podía ganar mucha pasta.

Uno de los tres jóvenes tocados con gorras de béisbol me hizo un gesto con la cabeza desde el otro lado de la sala, un ademán que, según creo, indicaba que reconocía su derrota, pero se marchó rápidamente con los otros dos y no tuve la oportunidad de decirle -de manera magnánima o, quizá, condescendiente- que habían sido ellos quienes habían descubierto aquellas acciones. A pesar de todo, rehusé ir a tomar una copa con nadie, pero me quedé allí un buen rato, charlando e intentando averiguar lo máximo que pudiera sobre el funcionamiento de empresas como aquélla.


En mi tercera mañana en Lafayette fui el centro de atención. Pero también era innegable que me estaban sometiendo a juicio. ¿Era flor de un día -estoy seguro de que pensaban todos- o en realidad sabía qué diablos estaba haciendo?

Sin embargo, mi período de prueba duró sólo unas horas. Como había ocurrido el día anterior, no tardó en presentarse una posición con JKLS, una empresa de almacenamiento de datos, y susurré a Jay que estaba a punto de iniciar la cobertura de las acciones a su precio actual con una venta en descubierto inmediata. Jay, que había asumido calladamente el papel de segundo al mando, transmitió la información a la mesa siguiente, y en menos de un minuto toda la sala parecía estar vendiendo en descubierto las acciones de JKLS. En el transcurso de la mañana di algún consejo más, que siguieron algunos, pero no todos. No obstante, a primera hora de la tarde, cuando el precio de JKLS empezó a caer rápidamente y el rumor fue in crescendo, se produjo una rápida reevaluación de mis otros chivatazos y los escépticos se unieron.

Al cierre de las cuatro de la tarde, la sala era mía.

Durante los dos días posteriores, el «foso» de operaciones de Lafayette estaba abarrotado, y asistieron todos los habituales, además de algunas caras nuevas. Me ceñí a mi estrategia de venta en descubierto y dirigí una ofensiva contra una serie de acciones sobrevaloradas. Mi instinto para identificarlas parecía infalible, y era un placer verlas comportarse exactamente como yo había predicho. Al mismo tiempo, la gente me vigilaba de cerca y, obviamente, quería saber cómo lo hacía, pero como esa misma gente ganaba mucho dinero con mis recomendaciones, nadie cometía la temeridad de venir directamente a preguntar. Eso estaba bien, porque lo cierto es que no les podía dar ninguna respuesta.

No obstante, yo lo consideraba una cuestión de instinto, pero instinto informado, un instinto basado en una intensa investigación, que, por supuesto, gracias al MDT-48, llevaba a cabo con una rapidez y una exhaustividad que nunca estarían al alcance de los miembros de Lafayette.

Pero eso no bastaba para explicarlo, porque había muchos departamentos de investigación con buenos recursos y financiación, desde las salas sin ventanas de los bancos de inversión y las casas de corretaje de todo el país, atestadas de «exprimenúmeros» pálidos y anónimos barajando cifras hasta el amanecer, hasta lugares llenos de matemáticos y economistas ganadores de premios Nobel, lugares como el Santa Fe Institute y el MIT. Para tratarse de un individuo, yo procesaba una cantidad ingente de información, era cierto, pero aun así no podía competir con empresas de esa índole.

Entonces, ¿por qué?

Nada más comenzar mi segunda semana en Lafayette, intenté evaluar las diversas posibilidades. Quizá era una información de más calidad, un instinto aguzado, química cerebral o una suerte de sinergia misteriosa entre lo orgánico y lo tecnológico; pero allí, sentado a mi mesa, con la mirada perdida en la pantalla, aquellas reflexiones se unieron poco a poco para formar una abrumadora visión de la grandeza y la belleza del mercado de valores. Mientras intentaba comprenderlo, no tardé en darme cuenta de que, pese a su susceptibilidad a una metáfora predecible -era un océano, un firmamento celeste, una representación numérica de la voluntad de Dios-, el mercado de valores era algo más que eso. En su complejidad y su incesante movimiento, la red internacional de sistemas de transacciones, que permanecía en activo veinticuatro horas al día, era nada menos que un modelo de la conciencia humana en el que el mercado electrónico quizá formaba la primera versión de la humanidad en un sistema nervioso colectivo, un cerebro global. Asimismo, sea cual fuere la combinación interactiva de cables, microchips, circuitos, células, receptores y sinapsis necesaria para conseguir esa gran convergencia de banda ancha y tejido cerebral, parecía que en ese momento había dado con ella, que estaba conectado. Mi cerebro era un fractal viviente, un reflejo del todo en funcionamiento.

También era consciente de que, siempre que un individuo es el receptor de semejante revelación, dirigida sólo a él (y escrita, digamos, en el cielo nocturno, como diría Nathaniel Hawthorne), la revelación sólo puede ser el resultado de un mórbido y alterado estado mental, pero aquello era distinto, aquello era empírico, demostrable. Después de todo, al final de mi sexta jornada en Lafayette había concatenado una serie de apuestas acertadas y tenía más de un millón de dólares en mi cuenta.

Aquella noche fui a tomar algo con Jay y otros a un garito de Fulton Street. Después de mi tercera cerveza y una docena de cigarrillos, por no hablar de un torrente de batallitas de mis nuevos colegas, resolví poner algunas cosas en su sitio, realizar unos cambios que juzgaba necesarios. Decidí dar un depósito para un departamento más grande y en una zona distinta de la ciudad, quizá Gramercy Park, o incluso Brooklyn Heights. Decidí también tirar toda mi ropa y mis muebles viejos y las cosas que había acumulado, y reemplazar sólo lo que fuera absolutamente necesario. Sin embargo, mi decisión más importante fue abandonar el comercio intradía y dar el salto a un terreno de juego más grande, pasarme a la gestión de cuentas, los fondos de cobertura o los mercados globales.

Llevaba poco más de una semana en el sector, así que naturalmente no tenía ni idea de cómo iba a ejecutar semejante plan, pero cuando regresé a casa, como caído del cielo había un mensaje de Kevin Doyle en el contestador.

Clic.

Biiiip.

«Hola Eddie. Soy Kevin. ¿De qué va eso que me han contado? Llámame.»

Sin quitarme la chaqueta, cogí el teléfono y marqué su número.

– Hola.

– ¿Y qué te han contado?

– En Lafayette, Eddie. Todo el mundo habla de ti.

– ¿De mí?

– Sí. Da la casualidad de que hoy he comido con Carl y otros, y alguien mencionó los rumores sobre una empresa de comercio intradía de Broad Street, y a un corredor que estaba obteniendo unos resultados fenomenales. Hice algunas pesquisas después de comer y salió tu nombre.

Sonreí para mis adentros y dije:

– ¿Ah, sí?

– Y, Eddie, eso no es todo. Luego he estado hablando con Carl otra vez y le he dicho lo que había descubierto. Le interesó mucho, y cuando dije que en realidad se trataba de un amigo mío me dijo que le gustaría conocerte.

– Eso es fantástico, Kevin. Me encantaría conocerlo cuando le parezca bien.

– ¿Estás libre mañana por la noche?

– Sí.

Kevin hizo una pausa.

– Ya te llamaré.

Después de colgar, me senté en el sofá y miré a mi alrededor. Saldría de allí muy pronto, y no veía el momento. Imaginé un salón espacioso y elegantemente decorado en una casa de Brooklyn Heights. Me vi a mí mismo junto a una ventana en saliente, contemplando una de esas calles jalonadas de árboles por las que Melissa y yo habíamos paseado a menudo en nuestro trayecto desde Carroll Gardens hasta la ciudad en los días de verano, y en las que incluso habíamos dicho que viviríamos algún día. Cranberry Street. Orange Street. Pineapple Street.

Sonó de nuevo el teléfono. Me levanté y fui al otro lado de la habitación.

– Eddie, soy Kevin. ¿Unas copas mañana por la noche en el Orpheus Room?

– Fantástico. ¿A qué hora?

– A las ocho. Pero ¿por qué no quedamos tú y yo a las siete y media y así te pongo al día de algunas cosas?

– Claro.

Colgué el teléfono.

Mientras me encontraba allí de pie, con la mano apoyada todavía sobre el auricular, empecé a marearme y todo se oscureció por un segundo. Entonces, sin ser consciente de que me había movido -y de que me había movido hasta el otro extremo del comedor-, me descubrí extendiendo el brazo hacia el borde del sofá, buscando un punto de apoyo.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no había probado bocado en tres días.

XII

Llegué al Orpheus Room antes que Kevin. Me senté junto a la barra y pedí un agua con gas.

No sabía qué esperar de aquella reunión, pero desde luego sería interesante. Carl van Loon era uno de esos nombres que había visto en periódicos y revistas en los años ochenta, y era sinónimo de esa década y de su aplaudida devoción por la avaricia. Puede que últimamente estuviese tranquilo, a punto de jubilarse, pero, por aquel entonces, el presidente de Van Loon & Associates había estado involucrado en varios acuerdos inmobiliarios bien célebres, incluida la construcción de un gigantesco y controvertido edificio de oficinas en Manhattan. También había intervenido en importantes compras con endeudamiento, y en innumerables fusiones y adquisiciones.

A la sazón, Van Loon y su segunda mujer, la interiorista Gabby De Paganis, frecuentaban las galas benéficas y su fotografía copaba las páginas de sociedad en las revistas New York, Quest y Town and Country. Para mí, era miembro de esa galería de personajes de dibujos animados -al lado de gente como Al Sharpton, Leona Helmsley y John Gotti- que componían la vida pública de la época, una vida pública que todos habíamos consumido con gran voracidad a diario y luego debatido y diseccionado a la mínima provocación.

Recuerdo, por ejemplo, un día de 1985 o 1986. Yo estaba en el Caffe Vivaldi del West Village con Melissa, y ella se encaramó a su pedestal para soltar una diatriba sobre el proyecto del Edificio Van Loon. Hacía tiempo que Van Loon quería que Nueva York recuperara el título de poseedora del edificio más alto del mundo, y había propuesto una caja de cristal en el lugar que ocupaba el viejo St. Nicholas Hotel de la Calle 48. Según el diseño, tendría más de 450 metros de altura, pero tras incesantes objeciones, se quedó en unos trescientos. «¿Qué es esta mierda de los rascacielos?», dijo Melissa, sosteniendo su taza de café. ¿No lo habíamos superado ya? De acuerdo, en su día el rascacielos fue el símbolo supremo del capitalismo corporativo y del propio país, lo que Ayn Rand llamaba «el dedo de Dios» en referencia al Edificio Woolworth visto desde la bahía de Nueva York, pero ya no lo necesitábamos. Ya no necesitábamos que gente como Carl Van Loon intentara imprimir sus fantasías de adolescencia sobre la línea del horizonte de la ciudad. En cualquier caso, prosiguió, la cuestión de la altura era irrelevante, un señuelo, porque los rascacielos eran sobre todo carteleras para fabricantes de máquinas de coser, comercios, marcas de coches y periódicos. Así pues, ¿qué sería aquél? ¿Una cartelera para los dichosos bonos basura? Por Dios.

En ocasiones como aquélla, Melissa movía su taza de café con una rara elegancia, indignada pero sin derramar ni una gota, y siempre estaba preparada para reírse de sí misma si cambiaban las tornas.

– Eddie.

Siempre se calmaba de la misma manera, por animada que estuviese. Inclinaba ligeramente la cabeza hacia adelante, sorbiendo el café que quedara, y enmudecía, con mechones de cabello diáfanos tapándole parte de la cara.

– ¿Eddie?

Me di la vuelta y allí estaba Kevin, mirándome.

Le tendí la mano.

– Kevin.

– Eddie.

– ¿Qué tal?

– Bien.

Mientras nos dábamos la mano intenté desterrar aquella imagen de Melissa de mi cabeza. Le pregunté si le apetecía algo -un Absolut con hielo-, y aceptó. Tras unos minutos de conversación banal, Kevin empezó a prepararme para el encuentro con Van Loon.

– Es… voluble. Un día es tu mejor amigo y al día siguiente ni te mira a la cara, así que no te desanimes si su comportamiento es un poco raro.

Asentí.

– Ah, y estoy seguro de que no hace falta que te lo diga, pero no hagas pausas ni dudes al responder. Lo odia.

Asentí de nuevo.

– Ahora mismo está envuelto en ese asunto de MCL-Parnassus con Hank Atwood y… No sé.

MCL-Parnassus, uno de los mayores grupos de comunicación del mundo, con estudios cinematográficos y sellos editoriales, era el tipo de empresa que a los periodistas especializados en negocios les gustaba describir como «un megalito» o «un gigante».

– ¿Qué pasa con Atwood? -pregunté.

– No lo sé a ciencia cierta. Lo llevan en secreto. Y no le preguntes, pase lo que pase.

Vi que Kevin se estaba arrepintiendo de haber organizado la cita. No dejaba de consultar su reloj, como si hubiese un plazo límite y se estuviese agotando el tiempo. Bebió el último trago de vodka cuando faltaban unos diez minutos para las ocho, pidió otro y dijo:

– Entonces, Eddie, ¿qué le vas a contar exactamente?

– No lo sé -respondí, encogiéndome de hombros-. Supongo que le hablaré de mis aventuras en el comercio intradía, y le resumiré las posiciones importantes que conservo.

Kevin parecía esperar algo más, pero ¿qué? Puesto que no podía ofrecerle ninguna explicación satisfactoria sobre mi índice de éxito, salvo citar una habilidad inexplicable que parecía haber desarrollado, acabé diciendo:

– He tenido suerte, Kevin. No me malinterpretes, me lo he trabajado, he investigado mucho, pero… Sí, las cosas me han venido de cara.

Sin embargo, a Kevin aquellas sandeces no le bastaban, aunque no tuviera valor para decirlo en voz alta. Fue entonces cuando me di cuenta de que en cada una de sus palabras subyacía cierta ansiedad, el temor de que, a menos que le diera algunas claves sobre mi estrategia y, en consecuencia, algo de ventaja sobre Van Loon, acabaría entregándome a él y entonces desaparecería de escena.

Pero yo no podía hacer mucho al respecto.

Me encontraba bastante bien. Había comido un plato de pasta in bianco después de mi inquietante episodio de mareos de la noche anterior. Luego había tomado vitaminas y suplementos dietéticos y me había acostado. Dormí unas seis horas, que era más de lo que había descansado en un mes. Todavía tomaba dos dosis de MDT al día, pero ahora me notaba más fresco y controlado, con más confianza que nunca.


Van Loon entró en el Orpheus Room como si lo estuviesen filmando en un elaborado traveling y aquélla fuese la última fase de una secuencia que lo había llevado desde su limusina aparcada en la calle. Van Loon, alto, esbelto y algo encorvado, todavía era una figura imponente. Rondaba los sesenta años, estaba bronceado y los pocos mechones de cabello que le quedaban eran de un distinguido blanco plateado. Me estrechó la mano con fuerza y nos invitó a sentarnos a su mesa habitual, que se ubicaba en un rincón.

No le vi pedir nada o tan siquiera cruzar miradas con el camarero, pero unos segundos después de que nos sentáramos -yo con mi agua con gas y Kevin con su Absolut-, a Van Loon le sirvieron lo que parecía el Martini perfecto. El camarero llegó, dejó el vaso sobre la mesa y se retiró, todo ello con una ligereza -silencio y casi invisibilidad- que la dirección reservaba sin duda alguna para cierto tipo de clientes.

– Entonces, Eddie Spinola -dijo Van Loon mirándome directamente a los ojos-, ¿cuál es tu secreto?

Noté la rigidez de Kevin, que estaba sentado a mi lado.

– Medicación -dije al instante-. Llevo una medicación especial.

Van Loon se echó a reír. Entonces cogió su Martini, lo alzó hacia mí y dijo:

– Bueno, espero que sea un tratamiento continuado.

En esta ocasión fui yo quien se rió y levanté mi agua con gas.

Pero eso fue todo. No insistió más en el tema. Para enojo de Kevin, Van Loon se puso a hablar de su nuevo Gulfstream V y de los problemas que le ocasionaba. Nos contó que había pasado dieciséis meses en lista de espera para conseguir el cacharro. Dirigía todos sus comentarios a mí, y tenía la impresión -porque era demasiado obvio para ser accidental- que estaba excluyendo deliberadamente a Kevin. Por ello, di por sentado que no volvería a mencionar mi posible «secreto», y hablamos -o más bien lo hizo Van Loon- de otras cosas. De puros, por ejemplo. No hacía mucho, había intentado comprar el humidificador de JFK sin éxito. O de coches. El más reciente era un Maserati que le había costado casi «doscientos de los grandes».

Van Loon era insolente y vulgar, y se ajustaba exactamente a la imagen que me había formado de él una década antes por su perfil público, pero lo extraño del caso es que me caía bien. Su manera de pensar única y exclusivamente en el dinero y en diversas maneras de gastarlo, todas ellas imaginativas y exuberantes, tenía cierto atractivo. Kevin sólo parecía poner énfasis en cómo ganar dinero, y cuando un amigo de Van Loon que ocupaba otra mesa se unió a nosotros al cabo de un rato, Kevin, fiel a su estilo, consiguió desviar la conversación hacia el tema de los mercados. El amigo de Van Loon era Frank Pierce, otro veterano de los años ochenta que había trabajado para Goldman Sachs y dirigía ahora un fondo de inversión privado. Sin demasiada sutileza, Kevin mencionó el uso de las matemáticas y programas informáticos avanzados para revolucionar los mercados. Yo no abrí la boca.

Frank Pierce, que era bastante corpulento y tenía unos ojos redondos y brillantes, espetó:

– Tonterías. Si eso fuera posible, ¿crees que no lo habría hecho alguien a estas alturas? -Miró a su alrededor y añadió-: Todos realizamos análisis cuantitativos, todos aplicamos las matemáticas, pero ellos llevan años sermoneando con esas historias, esos rollos de cajas negras, y son estupideces. Es como intentar convertir metal base en oro. Es imposible. No puedes revolucionar los mercados, pero siempre habrá algún idiota con demasiados títulos universitarios y coleta que crea que sí puede.

– Con el debido respeto -intervino Kevin, dirigiéndose a Frank Pierce, pero a la vez tratando de apartarme de la conversación-. Hay ejemplos de personas que han revolucionado los mercados, o parecen haberlo hecho.

– ¿Revolucionado los mercados? ¿Cómo?

Kevin volvió la mirada hacia mí, pero no pensaba morder el anzuelo. Estaba solo en aquello.

– Bueno -dijo-, no siempre hemos tenido la tecnología de la que disponemos ahora, no siempre hemos tenido la capacidad de procesar cantidades tan enormes de información. Si analizamos suficientes datos, aparecen patrones, y algunos de esos patrones podrían tener un valor predictivo.

– Tonterías -exclamó Frank Pierce otra vez. Kevin se sentía un tanto abatido, pero siguió al pie del cañón:

– Si utilizas complejos sistemas y análisis de series temporales puedes… puedes identificar ventanas de probabilidad. Luego las unes en un mecanismo de reconocimiento de patrones… -en ese momento hizo una pausa, menos seguro de sí mismo, pero también demasiado enfangado como para callar-, y a partir de ahí creas un modelo para predecir tendencias del mercado.

Kevin me lanzó una mirada de súplica, como diciendo: «Eddie, por favor, ¿estoy en el buen camino? ¿Así es como lo haces?».

– Vete a la mierda -sentenció Pierce-. ¿Cómo te crees que ganamos dinero? -Se inclinó hacia adelante y con su dedo regordete señaló rápidamente a Van Loon y a él-. ¿Eh? -Entonces apuntó a su sien derecha, la golpeó lentamente y dijo-: Entendiendo. Así es como lo hacemos. Los negocios funcionan a fuerza de entender. Entender cuándo una empresa está sobrevalorada o infravalorada. Entender que nunca arriesgarás cuando no puedes permitirte perder.

Van Loon se volvió hacia mí, como si fuera el presentador de un programa de entrevistas, y dijo:

– ¿Eddie?

– Desde luego -respondí en voz baja-, eso es indiscutible…

– ¿Pero? -terció Pierce sarcásticamente-. Con esta gente siempre hay un pero.

– Sí -proseguí, consciente de que Kevin se sentía aliviado por que me hubiese dignado hablar-. Hay un pero. Es una cuestión de rapidez -no tenía ni idea de qué diría a continuación-, porque… ya no hay tiempo para aplicar el criterio humano. Ves una oportunidad, pestañeas y ha desaparecido. Nos adentramos en la era de la toma de decisiones on line y descentralizadas, donde las decisiones las toman millones de inversores, y posiblemente cientos de millones en todo el mundo, gente con capacidad para mover grandes sumas de dinero en menos de lo que uno tarda en estornudar, pero sin consultarse unos a otros. Así que entender no es un factor y, si lo es, no se trata de entender cómo funcionan las empresas, sino de cómo funciona la psicología de masas. Pierce agitó una mano en el aire.

– ¿Qué? ¿Crees que puedes explicarme por qué se producen los auges o las debacles de los mercados? ¿Por qué ocurren hoy, por ejemplo, y no mañana ni ayer?

– No, no puedo. Pero estas son preguntas legítimas. ¿Por qué iban a concentrarse los datos en patrones predecibles? ¿Por qué deberían los mercados financieros tener una estructura? -Hice una pausa, a la espera de que alguien dijese algo, pero, puesto que no fue así, continué-: Porque los mercados son producto de la actividad humana, y los seres humanos siguen tendencias. Así de sencillo.

Llegados a este punto, Kevin había palidecido.

– Y, lógicamente, las tendencias suelen ser las mismas. En primer lugar, la aversión al riesgo y, en segundo lugar, seguir al rebaño.

– Bah -dijo Pierce.

Pero lo dejó ahí. Murmuró algo a Van Loon que no alcancé a oír y miró su reloj. Kevin permaneció inmóvil, contemplando la alfombra, casi desesperado. «¿Eso es todo? -parecía pensar -. ¿La puta naturaleza humana? ¿Y cómo se supone que voy a sacar provecho de ella?»

Yo me sentía sumamente avergonzado. No tenía intención de decir nada, pero no pude rechazar la invitación de Van Loon a participar. ¿Y qué ocurre entonces? Que hablo y acabo convirtiéndome en un idiota condescendiente. ¿Que entender no era un factor? ¿Cómo se me pasó por la cabeza sermonear a dos multimillonarios sobre cómo ganar dinero?

Un par de minutos después, Frank Pierce se excusó y se fue sin despedirse de Kevin y de mí. Van Loon parecía bastante satisfecho, y dejó que la conversación divagara sin rumbo. Hablamos de México y de los efectos que tendría la postura aparentemente irracional del gobierno en los mercados. En un momento dado, todavía con una agitación considerable, me descubrí enumerando una lista comparativa de PIB per cápita de 1960 y 1995, unos datos que debí de leer en algún lado, pero Van Loon me interrumpió, insinuando que estaba siendo estridente. También contradijo algunas cosas que dije, y tenía razón. Lo sorprendí mirándome extrañado una o dos veces, como si estuviese a punto de llamar a seguridad para que me echaran del edificio.

Pero, al rato, cuando Kevin fue al baño, Van Loon me dijo:

– Creo que ha llegado el momento de que nos libremos de este payaso. -Señaló en dirección a los servicios y se encogió de hombros-. Kevin es un gran tipo, no me malinterpretes. Es un excelente negociador, pero a veces… Dios.

Van Loon me miró, buscando complicidad. Le dediqué una sonrisa tímida, pues no sabía muy bien cómo reaccionar. Y allí estaba de nuevo aquella sensación, aquella respuesta ansiosa y necesitada que había desencadenado en todos los demás: Paul Baxter, Artie Meltzer y Kevin Doyle.

– Bien, Eddie, acábate eso. Vivo a cinco manzanas de aquí. Cenaremos en mi casa.


Cuando salíamos los tres del Orpheus Room me percaté de que nadie había pagado la cuenta, ni firmado nada, ni siquiera hecho un gesto a nadie. Pero entonces recordé que Van Loon era el propietario del local. De hecho, era el propietario de todo el edificio, un anónimo tubo de acero y cristal situado en la Calle 54, entre Park y Lexington. Recuerdo haberlo leído cuando lo inauguraron unos años antes.

Ya en la calle, Van Loon rechazó sumariamente a Kevin diciéndole que se verían a la mañana siguiente. Kevin titubeó, pero respondió:

– Claro, Carl. Nos vemos por la mañana.

Establecimos contacto visual por unos instantes, pero ambos nos alejamos avergonzados. Luego Kevin desapareció, y Van Loon y yo recorrimos la Calle 54 en dirección a Park Avenue. Después de todo, no le esperaba una limusina, y luego recordé haber leído algo más en una revista, un artículo que contaba que a Van Loon le gustaba mucho caminar, sobre todo por su «barrio», como si eso significara que era un hombre corriente.

Llegamos a su edificio de Park Avenue. El breve trayecto desde el vestíbulo hasta su piso era justamente eso, un trayecto, con todos los elementos en su sitio: el portero uniformado, el mármol de color turquesa, los paneles de caoba y los radiadores cromados. Me sorprendió lo pequeño que era el ascensor, pero el interior era muy lujoso e íntimo, e imaginé que esa combinación podía infundir a la experiencia, y a la consiguiente sensación de movimiento, cierta carga erótica si te encontrabas con la persona adecuada. A mí me parecía que la gente rica no veía las cosas de esa manera y luego decidía comprarlas; esas cosas, como los accidentes fortuitos del lujo, sólo ocurrían si tenías dinero.

La vivienda estaba en la cuarta planta, pero lo primero que te llamaba la atención al pisar el vestíbulo principal era una escalera de mármol que se alzaba majestuosa hasta el que debía de ser el piso superior. Los techos eran muy altos y estaban decorados con elaborados motivos en escayola. Había frisos en los márgenes y, justo debajo, grandes cuadros con marcos dorados.

Si el ascensor era el confesionario, el piso era la catedral entera.

Van Loon me condujo por el pasillo hasta lo que describió como «la biblioteca», una oscura habitación forrada de libros y alfombras persas, una enorme chimenea de mármol y varios sofás de piel roja. También había montones de muebles franceses con pinta de caros, mesas de nogal en las que jamás dejarías nada y delicadas sillitas en las que nunca te sentarías.

– Hola, papá.

Van Loon miró en derredor con cierta confusión. Obviamente no esperaba que hubiese nadie allí. Al otro extremo de la sala, frente a una pared llena de libros encuadernados en piel, había una joven apenas visible que sostenía un gran volumen con las dos manos.

– Oh -dijo Van Loon, y después se aclaró la garganta-. Saluda al señor Spinola, Cariño.

– Hola, señor Spinola, Cariño.

La voz era suave pero rotunda.

Van Loon chasqueó la lengua en un gesto de desaprobación.

– Ginny.

Me apetecía decir a Van Loon: «No pasa nada, no me importa que su hija me llame “Cariño”. De hecho, incluso me gusta».

La segunda carga erótica de la noche la motivó Virginia Van Loon, la hija de Carl, que tenía diecinueve años. En sus días más jóvenes y vulnerables, «Ginny» había frecuentado bastante las portadas de los periódicos sensacionalistas por consumo de drogas y por su mal gusto con los novios. Era la única descendiente de Van Loon, que la había tenido con su segunda esposa, y no tardó en volver al redil ante las amenazas de ser desheredada. O eso contaban las malas lenguas.

– Ginny -dijo Van Loon-, tengo que ir a buscar una cosa al despacho. ¿Te importa entretener al señor Spinola en mi ausencia?

– Claro, papá.

Van Loon se volvió hacia mí y dijo:

– Quiero que eches un vistazo a unos archivos.

Yo asentí, pero no tenía ni idea de qué estaba hablando.

Entonces desapareció y me quedé allí, mirando a su hija en la penumbra de la sala.

– ¿Qué lees? -dije, intentando no recordar la última vez que había formulado esa pregunta.

– No leo exactamente. Estoy buscando una cosa en estos libros que papá compró a montones cuando se trasladó aquí.

Me acerqué al centro de la biblioteca para poder verla con más claridad. Llevaba el pelo rubio y corto, y zapatillas de deporte, vaqueros y una camiseta rosa sin mangas que le dejaba la barriga al descubierto. En el ombligo lucía un pequeño aro de oro que a veces brillaba al moverse.

– ¿Qué estás buscando?

Ginny se apoyó en la librería con estudiada dejadez, pero el efecto quedó afeado porque intentaba mantener el enorme libro abierto y equilibrado en sus manos.

– La etimología de la palabra «feroz».

– Ya veo.

– Sí, mi madre me acaba de decir que tengo un temperamento feroz, y es verdad, así que, no sé, para relajarme se me ha ocurrido venir aquí y consultar este diccionario etimológico. -Ginny levantó el libro un instante, como si fuese una prueba en un tribunal-. Es una palabra extraña, ¿no cree? Feroz.

– ¿Ya lo has encontrado? -dije señalando el diccionario.

– No, me he entretenido con «furcia».

– «Feroz» significa literalmente «agresivo» -dije, sorteando el sofá más grande para acercarme todavía más a ella-. Viene de la palabra latina ferus, que significa «fiero» o «salvaje».

Ginny Van Loon me miró un segundo y cerró el libro de golpe.

– No está mal, señor Spinola, no está mal -dijo, intentando contener una sonrisa. Después, mientras intentaba colocar de nuevo el diccionario en la estantería que tenía detrás, añadió-: No es un hombre de negocios de esos que conoce papá ¿no?

Medité la respuesta un segundo.

– No lo sé. Quizá sí. Ya veremos.

Ginny se volvió hacia mí y, en el corto silencio que se impuso, me di cuenta de que me estaba mirando de arriba abajo. De repente, me sentí incómodo, y deseé haberme comprado otro traje. Llevaba aquél desde hacía unos días y empezaba a darme vergüenza.

– Sí, pero no es uno de los habituales, ¿verdad? -Hizo una pausa-. Y no…

– ¿Qué?

– No parece muy cómodo así vestido. Observé mi traje e intenté pensar algo que decir, pero no pude.

– ¿Y qué hace usted para papá? ¿Qué servicio le proporciona?

– ¿Quién dice que proporciono algún servicio?

– Carl Van Loon no tiene amigos, señor Spinola, tiene gente que hace cosas para él. ¿Qué hace usted?

Curiosamente, nada de aquello me pareció estirado ni detestable. Para ser una muchacha de diecinueve años demostraba una confianza en sí misma abrumadora, y me sentí obligado a decir la verdad.

– Soy corredor de bolsa, y últimamente me ha ido muy bien. Así que estoy aquí, creo, para ofrecer a tu padre algunos… consejos.

Ginny arqueó las cejas, abrió los brazos e hizo una pequeña reverencia, como si dijera «voilà».

Sonreí. Ella volvió a apoyarse en la librería y observó:

– No me gusta la Bolsa.

– ¿Y eso?

– Porque es una cosa muy poco interesante que domina la vida de muchas personas.

Arqueé las cejas.

– La gente ya no tiene camellos ni psicoanalistas, tiene brokeres. Al menos si te colocas o te sometes a un psicoanálisis, el sujeto eres tú. Eres tú quien se destruye o encuentra soluciones, pero jugar en los mercados es como rendirse a un gran sistema impersonal. Tan sólo genera y luego alimenta… la avaricia…

– Yo…

– No me refiero a su avaricia en particular. Es igual que la de los demás. ¿Alguna vez ha estado en Las Vegas, señor Spinola? ¿Ha visto esas salas enormes con hileras e hileras de máquinas tragamonedas? Hectáreas enteras. Creo que, ahora mismo, el mercado de valores es así. Gente triste y desesperada que se planta delante de las máquinas soñando con forrarse.

– Eso es muy fácil de decir para ti.

– Tal vez, pero eso no significa que sea mentira.

Cuando intentaba formular una respuesta, se abrió la puerta y entró Van Loon.

– Bueno, Eddie, ¿te ha distraído?

Van Loon se dirigió a paso rápido hacia una mesa de centro situada frente a uno de los sofás y dejó encima una gruesa carpeta llena de papeles.

– Sí -dije, y me volví inmediatamente hacia ella-. ¿Y a qué te dedicas… últimamente?

– «Últimamente» -repitió, sonriendo-. Muy diplomático. Bueno, últimamente supongo que soy una… ¿celebridad en fase de recuperación?

– Bueno cariño -intervino Van Loon-. Ya es suficiente. Pírate. Tenemos negocios que hacer.

– «¿Pírate?» -repuso Ginny levantando las cejas con aire inquisitivo-. Me gusta esa palabra.

– Hummm -musité, fingiendo una profunda reflexión-, yo diría que la palabra «pirarse» es muy probablemente… de origen desconocido.

Ginny pensó en ello durante unos momentos y, al pasar junto a mí de camino hacia la puerta, susurró:

– Un poco como usted, señor Spinola… cariño.

– Ginny.

La chica me miró otra vez, haciendo caso omiso de su padre, y se fue.


Meneando la cabeza en un signo de exasperación, Van Loon miró hacia la puerta de la biblioteca para asegurarse de que su hija la había cerrado bien. Cogió la carpeta de la mesa y dijo que sería franco conmigo. Había oído hablar de mis trucos de circo en Lafayette y no le convencían demasiado, pero ahora que había tenido la oportunidad de conocerme en persona y hablar, estaba dispuesto a admitir que sentía más curiosidad. Me entregó la carpeta.

– Quiero tu opinión sobre esto, Eddie. Llévate la carpeta a casa, lee los archivos, tómate tu tiempo. Dime si consideras interesantes algunas de esas acciones.

Hojeé la carpeta mientras Van Loon hablaba y vi extensas secciones de densa tipografía, llena de páginas interminables de tablas y gráficas.

– Huelga decir que todo este material es estrictamente confidencial.

Asentí. Él hizo lo propio, y añadió:

– ¿Puedo ofrecerte una copa? Me temo que el ama de llaves no ha venido y Gabby está de mal humor, así que la cena será ridícula. -Hizo una pausa, como si intentara solventar el dilema, pero se rindió rápidamente-. Que le den -dijo-, he comido mucho. -Entonces me miró, esperando una respuesta a su primera pregunta.

– Un whisky está bien.

– Claro.

Van Loon se dirigió a un mueble bar que había en un rincón de la sala y siguió hablando mientras servía dos vasos de whisky escocés.

– No sé quién eres, Eddie, o de qué vas, pero estoy seguro de una cosa: tú no trabajas en este negocio. Conozco todos los movimientos y, de momento, tú no pareces conocer ninguno, pero eso me gusta. Trato con licenciados en económicas cada día de la semana, y no sé por qué pero todos llevan esa pinta de escuela de negocios. Son vanidosos y a la vez están aterrorizados, y estoy harto. -Hizo una pausa-. Lo que quiero decir con esto es que me da igual cuál sea tu formación, o si lo más cerca que has estado de un banco de inversión es la sección de negocios del New York Times. Lo importante -se dio la vuelta con un vaso en cada mano, y se señaló con ambas a la tripa- es que tienes fuego ahí dentro, y si encima eres inteligente, nada se interpondrá en tu camino.

Van Loon se acercó y me tendió uno de los whiskies. Dejé la carpeta encima del sofá y cogí el vaso. Él alzó el suyo. Entonces sonó un teléfono.

– Mierda.

Mi anfitrión dejó el vaso sobre la mesa y volvió en la misma dirección en la que había venido. El teléfono descansaba sobre un escritorio antiguo situado junto al mueble bar. Lo cogió y dijo:

– Sí, de acuerdo. Sí. Sí. Pásamelo.

Cubrió el auricular con una mano, se volvió hacia mí y se disculpó:

– Tengo que atender esta llamada, Eddie. Pero siéntate. Tómate tu copa. Sonreí.

– No tardaré.

Cuando Van Loon se volvió de nuevo y empezó a hablar con un suave murmullo, di un trago al whisky y tomé asiento en el sofá. Me alegré de aquella interrupción, pero no supe por qué, al menos durante unos segundos. Entonces caí en la cuenta: necesitaba tiempo para pensar en Ginny Van Loon y en su pequeña diatriba sobre el mercado de valores, y en lo mucho que me recordaba a los argumentos de Melissa. Me pareció que, pese a las obvias diferencias que había entre ellas, ambas compartían algo, una férrea inteligencia, así como un estilo discursivo inspirado en el misil de rastreo calorífico. Al referirse en una ocasión a su padre como «Carl Van Loon», por ejemplo, pero todas las demás como «papá», Ginny no sólo había escenificado un sofisticado distanciamiento, sino que también lo había retratado como un hombre estúpido, vano y solitario. Y, por extensión, así me sentía yo también.

Me dije a mí mismo que podía ignorar los comentarios de Ginny, considerarlos el nihilismo barato y facilón de una adolescente demasiado culta, pero, si eso era cierto, ¿por qué me molestaban tanto?

Saqué el pequeño recipiente de plástico del bolsillo interior de la chaqueta, lo abrí y vertí una píldora en la palma de mi mano. Cerciorándome de que Van Loon estaba de espaldas, me la metí en la boca y la engullí con un buen trago de whisky. Luego cogí la carpeta, la abrí por la primera página y empecé a leer.


Los archivos contenían información de referencia sobre una serie de pequeñas y medianas empresas, desde grandes cadenas hasta compañías de informática, ingeniería aeroespacial y biotecnología. El material era denso y variado, e incluía perfiles de todos los consejeros delegados, además de otros empleados destacados. El análisis técnico de la oscilación de precios se remontaba a hacía más de cinco años, y leí acerca de máximos, mínimos y puntos de resistencia, conceptos que unas semanas antes me habrían parecido un batiburrillo incomprensible, Mogadon para la vista.

Pero ¿qué quería exactamente Carl Van Loon? ¿Pretendía que le contara obviedades, que le dijera que, por ejemplo, Laraby, la empresa de almacenamiento de datos con sede en Texas, cuyas acciones se habían incrementado un 20.000 por ciento en los últimos cinco años, era una buena inversión a largo plazo? ¿O que Watsoris, la cadena de tiendas británica, que acababa de registrar sus peores pérdidas y cuyo consejero delegado, sir Colin Bird, había sufrido mermas similares en Isla Mutual, una venerable aseguradora escocesa, no lo era? ¿De verdad recurriría Van Loon a mí, un redactor autónomo, para que le recomendara qué acciones debía comprar o vender? Difícilmente, pensé. Pero, si no se trataba de eso, ¿qué quería?

Al cabo de un cuarto de hora, Van Loon cubrió de nuevo el teléfono con la mano y dijo:

– Lamento tardar tanto, Eddie, pero es importante.

Con un gesto le indiqué que no se preocupara, y levanté la carpeta para confirmar que estaba felizmente ocupado. Él retomó su suave murmullo y yo volví a los archivos. Cuanto más leía, más sencillo y simple me resultaba todo. Me estaba poniendo a prueba. Para Van Loon, yo era un neófito con fuego en el estómago y una verborrea incontrolable y, por tanto, cabía la posibilidad de que aquella cantidad de información me pareciera un tanto intimidatoria. Era imposible que supiese que, en mi estado actual, ni siquiera me suponía un esfuerzo. En cualquier caso, decidí dividir los archivos en tres categorías a modo de distracción: las birrias, las empresas de alto rendimiento y las que no podían clasificar en ninguna de las otras dos.

Transcurrieron otros quince minutos antes de que Van Loon colgara por fin el teléfono y viniese a recuperar su copa. La sostuvo en alto, como antes, e hicimos un brindis. Tuve la impresión de que le costaba contener la risa. Una parte de mí quería preguntarle con quién hablaba por teléfono, pero no me pareció apropiado. La otra quería formularle una interminable serie de preguntas sobre su hija, pero tampoco parecía el mejor momento para hacerlo. Nunca lo sería, por supuesto.

Van Loon miró la carpeta.

– ¿Has podido echar un vistazo a todo eso?

– Sí, señor Van Loon. Es interesante.

Se tomó casi toda la copa de una tacada, dejó el vaso sobre la mesa y se sentó al otro lado del sofá.

– ¿Alguna impresión inicial?

Dije que sí, me aclaré la voz y le solté el rollo de que tenía que eliminar a las birrias y las empresas de alto rendimiento. Entonces recité una breve lista que había confeccionado con cuatro o cinco empresas que ofrecían un verdadero potencial de inversión. Recomendé especialmente que comprara acciones de Janex, una compañía de biotecnología instalada en California, pero no basándose en su comportamiento en el pasado, sino en lo que describí atropelladamente como «su contundente estrategia para embarcarse en litigios de propiedad intelectual a fin de proteger su creciente cartera de patentes». También le recomendé que adquiriera acciones de BEA, el gigante francés de la ingeniería, porque la empresa parecía estar a punto de desprenderse de todos sus departamentos, salvo el de fibra óptica. Respaldé mis argumentos con datos y citas relevantes, entre ellas las transcripciones de un litigio en el que participó Janex. Van Loon me miraba con permanente curiosidad, y no se me ocurrió hasta que me aproximaba al final de mi discurso que quizá se debiera a que no había consultado la carpeta y había hablado de memoria en todo momento.

Casi con un susurro, y mirando la carpeta, dijo:

– Sí… Janex…, BEA. Esas son.

Vi que intentaba averiguar algo, calcular, con el ceño fruncido, qué porcentaje de la carpeta era posible leer en el espacio de tiempo que había estado al teléfono. Entonces dijo:

– Es… increíble.

Se levantó y recorrió la habitación. Sin duda, estaba echando cuentas.

– Eddie -dijo por fin, deteniéndose de repente y señalando el teléfono-, era Hank Atwood quien llamaba. Hemos quedado para comer el jueves. Quiero que nos acompañes.

Hank Atwood, presidente de MCL-Parnassus, era conocido como uno de los «artífices del complejo industrial del entretenimiento».

– ¿Yo?

– Sí, Eddie. Es más, quiero que trabajes para mí.

En respuesta a aquello le planteé el único interrogante que había prometido a Kevin que obviaría.

– ¿Qué pasa con Atwood, señor Van Loon?

Me sostuvo la mirada, respiró hondo y, a sabiendas de que era un error, respondió:

– Estamos negociando un acuerdo de adquisición con Abraxas.

Abraxas era el segundo proveedor de servicios de Internet más importante del país. La compañía, fundada hacía tres años, contaba con una capitalización de 114.000 millones de dólares, escasos beneficios hasta la fecha y, por supuesto, actitud para dar y tomar. Comparada con la venerable MCL-Parnassus, cuyos activos se remontaban a hacía casi sesenta años, Abraxas estaba en pañales.

– ¿Abraxas va a comprar MCL? -dije, incapaz de contener mi incredulidad.

Van Loon asintió.

Se abrió ante mí un caleidoscopio de posibilidades.

– Estamos mediando el acuerdo -dijo-, ayudándoles a estructurarlo, a organizar la parte económica, ese tipo de cosas. -Hizo una pausa-. Nadie sabe esto, Eddie. La gente sabe que estoy hablando con Hank Atwood, pero no por qué. Si esto saliera a la luz podría tener un impacto significativo en los mercados, pero también es probable que diera al traste con el acuerdo. De modo que…

Van Loon me miró fijamente y se encogió de hombros para terminar la frase.

– No se preocupe, no hablaré con nadie de esto -dije, alzando las manos con las palmas hacia fuera.

– Sabrás que si operaras con alguna de estas acciones, por ejemplo, mañana por la mañana en Lafayette, estarías infringiendo las normas impuestas por la Comisión de Valores… -Asentí-. Y podrías ir a prisión.

– Mire, Carl… -dije, decidiéndome a utilizar su nombre de pila-, puede confiar en mí.

– Lo sé, Eddie -respondió, con un vislumbre de emoción en su voz-. Ya lo sé. -Se tomó un momento para sosegarse y prosiguió-. Este es un proceso muy complejo, y ahora mismo nos encontramos en una fase crucial. Yo no diría que estamos bloqueados, pero necesitamos savia nueva.

Noté cómo se me aceleraba el corazón.

– Tengo un ejército de empleados con masters trabajando para mí en la Calle 48, pero el problema es que sé cómo piensan. Sé qué van a decir antes de que abran la boca. Necesito a alguien como tú, una persona rápida que no me venga con milongas.

No me lo podía creer. Pensé unos instantes en lo incongruente que resultaba todo aquello. ¿Que Carl Van Loon necesitaba a alguien como yo?

– Te estoy ofreciendo una excelente oportunidad, Eddie, y me da igual… Me da igual quien seas… porque tengo un pálpito.

Van Loon cogió el vaso de la mesa y bebió lo que quedaba en él.

– Siempre he trabajado de esa manera.

Entonces sonrió por fin.

– Esta será la mayor fusión de la historia empresarial de Estados Unidos.

Intentando contener la inquietud, le correspondí con otra sonrisa.

Van Loon levantó las manos.

– Y bien, señor Spinola, ¿qué me dice?

Intenté pensar, pero seguía conmocionado.

– Quizá necesites un poco de tiempo para meditarlo, es normal.

Entonces, Van Loon cogió mi vaso con la otra mano y, mientras se dirigía al mueble bar, sentí la fuerte atracción de su entusiasmo, el ineluctable magnetismo de un destino que yo no buscaba, y supe que no tenía más opción que aceptar.

XIII

Me fui al cabo de una hora. Para mi desilusión, no había rastro de Ginny en el pasillo cuando Van Loon me acompañó a la salida, pero en ese momento me hallaba en tal estado de euforia que, si hubiese tenido que hablar con ella o con cualquier otro, a buen seguro no habría estado muy elocuente.

Era una noche fría, y al recorrer Park Avenue rememoré las semanas anteriores. Había sido una época extraordinaria de mi vida. No había obstáculos ni inhibiciones, y desde que era un veinteañero no había podido mirar el futuro con tanta energía. Y, lo que era más importante, sin ese extenuante temor al paso del tiempo. Con el MDT-48, el futuro ya no era una condena o una amenaza, un preciado recurso que se agotaba. Podía hacer tantas cosas en siete días que parecía que la semana siguiente no fuese a llegar nunca.

En la Calle 57, mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde, sentí una profunda gratitud, aunque no sabía muy bien a quién iba dirigida, y una gran alegría, bastante física, casi como un despertar. Pero, momentos después, cuando hube transitado media calle, ocurrió algo extraño. De repente, la intensidad de aquellos sentimientos se acrecentó y noté un mareo. Busqué un punto de apoyo, pero no lo había, y tuve que avanzar torpemente hasta que llegué a un muro situado al otro lado de la calle. Me rodearon varias personas.

Cerré los ojos e intenté recobrar el aliento, pero cuando los abrí unos segundos después, o lo que parecieron unos segundos, me asusté. Al mirar a mi alrededor, al observar los edificios y el tráfico, me di cuenta de que ya no estaba en la Calle 57. Me encontraba una manzana más abajo, en la esquina de la 56.

Se estaba repitiendo lo ocurrido la noche anterior en mi piso. Me había movido, pero sin ser consciente de ello. Era como si hubiese sufrido un pequeño desmayo, como si me hubiese desplazado de alguna manera, saltado como un disco compacto defectuoso.

La noche anterior sucedió porque no había comido. Había estado ocupado, distraído, y la comida había, quedado en un segundo plano. Al menos esa fue mi manera de racionalizarlo.

Por supuesto, tampoco había comido desde entonces. Quizá fuese esa la explicación. Un tanto agitado, pero reacio a ahondar en lo que había pasado, caminé lentamente por la Calle 56 en dirección a Lexington Avenue y busqué un restaurante.


Encontré uno en la Calle 45 y me senté junto a la ventana.

– ¿Qué quieres, cariño?

Pedí un filete Porterhouse poco hecho, patatas fritas y una ensalada para acompañar.

– ¿Y de beber?

Café.

El lugar no estaba lleno. Había un tipo en la barra, otros dos sentados a la mesa contigua, y una anciana aplicándose barra de labios en la adyacente a ésta.

Cuando llegó el café, bebí varios sorbos y traté de relajarme. Entonces decidí concentrarme en la reunión que acababa de mantener con Van Loon. Tuve dos reacciones distintas.

Por un lado, empezaba a inquietarme un poco aquella oferta de trabajo, que conllevaba un salario base y unas cuantas acciones, aparte del dinero que ganara con las comisiones. Aquéllas dependerían de los acuerdos rentables que recomendara, mediara o negociara, y de mi participación en cualquier fase de las negociaciones, como el acuerdo entre MCL y Abraxas, por ejemplo. Pero ¿en qué se basaba Van Loon para ofrecerme semejante trato? ¿En el criterio, absolutamente falso, de que tenía la menor idea de cómo «estructurar» o «gestionar el aspecto financiero» de un gran acuerdo empresarial? Lo dudo mucho. Van Loon parecía saber que yo era un impostor, así que no podía esperar gran cosa de mí, pero ¿qué quería exactamente? ¿Sería capaz de ofrecérselo?

En ese instante llegó la camarera con el filete y las patatas.

– Buen provecho.

– Gracias.

Por otro lado, tenía claro que sería muy fácil convencer a Hank Atwood. Había leído artículos sobre él donde se utilizaban términos imprecisos como «visión», «compromiso» y «tenacidad», y pensaba que no tendría problemas para despertar en él aquello que había despertado en los demás. Eso, a su vez, podía situarme en una posición de poder, porque, como nuevo consejero delegado de MCL-Abraxas, Hank Atwood no sólo tendría línea directa con el presidente y otros líderes mundiales, sino que él mismo sería un líder mundial. La superpotencia militar era cosa del pasado, un dinosaurio, y la única estructura que contaba en el mundo actual era la «hiperpotencia», esa cultura del entretenimiento, digitalizada, globalizada y angloparlante que controlaba el corazón, la mente y los ingresos de generaciones sucesivas de gente con una edad comprendida entre los dieciocho y los veinticuatro años, y Hank Atwood, de quien en breve sería amigo, estaba a punto de trepar hasta la cima de esa estructura.

Pero, de repente, sin previo aviso ni motivo, volví a pensar que Carl Van Loon recapacitaría y, como mínimo, retiraría la oferta de trabajo.

¿Y en qué posición me dejaría eso?

La camarera se acercó de nuevo a mi mesa y me mostró la cafetera. Asentí y me llenó la taza.

– ¿Qué pasa, cariño? ¿No te gusta el filete?

Miré el plato. La comida estaba intacta.

– No, no, está bien -dije. Era una mujer corpulenta de unos cuarenta años, con ojos grandes y pelo frondoso-. Sólo estoy un poco preocupado por el futuro, eso es todo.

– ¿Por el futuro? -repitió, riéndose a carcajadas mientras se alejaba con la cafetera-. Ponte a la cola, cariño, ponte a la cola.


Cuando llegué a casa, parpadeaba la luz roja del contestador automático. Pulsé el play y esperé. Había siete mensajes, muchos más de los que acostumbraba a recibir.

Me senté al borde del sofá y contemplé el contestador.

Clic.

Biiip.

«Eddie, soy Jay. Sólo quería comentarte, y espero que no te cabrees conmigo, que he estado hablando con una periodista del Post esta noche y le he pasado tu número de teléfono. Ha oído hablar de ti y quería escribir un artículo, así que… Lo siento, debería habértelo consultado primero, pero… En fin… Nos vemos mañana.»

Clic.

Biiip.

«Soy Kevin. -Hubo una larga pausa-. ¿Qué tal ha ido la cena? ¿De qué habéis hablado? Llámame cuando llegues.»

Hubo otra larga pausa y entonces colgó.

Clic.

Biiip.

«Eddie, soy tu padre. ¿Cómo estás? ¿Algún consejo para mis inversiones? -Risas-. Escucha, el mes que viene me voy de vacaciones a Florida con los Szypula. Llámame. Odio estos malditos aparatos.»

Clic.

Biiip.

«Señor Spinola, soy Mary Stern, del New York Post. Jay Zollo, de Lafayette Trading, me ha facilitado su número. Eh… Me gustaría hablar con usted lo antes posible. Eh… Le llamaré de nuevo más tarde o mañana por la mañana. Gracias.»

Clic.

Biiip.

Pausa.

«¿Por qué no me llamas? -Mierda, no me acordaba de Gennadi-. Tengo una idea para aquello, así que llámame.»

Clic.

Biiip.

«Soy Kevin otra vez. Eres un imbécil, Spinola, ¿lo sabías? -En ese momento, su voz se tornó incomprensible-. ¿Quién diablos te crees que eres, eh? ¿El puto Mike Ovitz? Pues déjame decirte algo sobre la gen…»

Entonces oí un ruido sordo, como si algo hubiese caído al suelo. Se escuchó un «miiierda» casi inaudible y, de repente, la llamada se cortó.

Clic.

Biiip.

«Mira, que te den, ¿vale? Que les den a ti, a tu madre y a tu hermana.» Clic.

Fin de los mensajes nuevos.


Me levanté del sofá, fui al dormitorio y me quité el traje.

Con Kevin no podía hacer nada. Tendría que ser mi primera baja. De Jay Zollo, Mary Stern, Gennadi y mi padre me ocuparía por la mañana.

Fui al lavabo, abrí el grifo de la ducha y me situé bajo el chorro de agua caliente. No necesitaba aquellas distracciones y, desde luego, no me apetecía malgastar el tiempo pensando en ellas. Después del baño, me puse unos calzoncillos y una camiseta. Me senté a la mesa, tomé otra pastilla de MDT y empecé a tomar notas.

En la oscura biblioteca de su piso de Park Avenue, Van Loon me había bosquejado el problema. Como cabía esperar, los directivos no se ponían de acuerdo en una valoración. Las acciones de MCL se cotizaban a 26 dólares, pero pedían a Abraxas 40, un recargo del cincuenta y cuatro por ciento, que estaba muy por encima de la media para una compra de esta índole. Van Loon tenía que encontrar la manera de bajar el precio que pedía MCL o justificárselo a Abraxas.

Según dijo, me enviaría material por la mañana, documentos relevantes que debía examinar antes de la comida del jueves con Hank Atwood. Pero pensé que, antes de que llegara esa documentación, debía investigar por mi cuenta.

Me conecté a Internet y leí cientos de páginas sobre financiación empresarial. Aprendí los rudimentos necesarios para estructurar un acuerdo de compra y examiné docenas de ejemplos. Durante toda la noche seguí un rastro de vínculos y, en un momento dado, estudié fórmulas matemáticas avanzadas para determinar el valor de las acciones.

Me tomé un descanso a las cinco de la madrugada y vi repeticiones de Star Trek y Ironside.

Hacia las nueve de la mañana llegó el correo con el material que Van Loon había prometido. Era otra carpeta abultada que contenía informes anuales y trimestrales, valoraciones de analistas, cuentas de gestión interna y planes de trabajo. Me pasé el día hojeando toda aquella documentación y, a última hora de la tarde, creí haber llegado a una especie de meseta. Quería que la comida con Hank Atwood se celebrara entonces y no en un plazo de veintidós horas, pero probablemente había absorbido toda la información que podía, y pensé que lo que necesitaba en ese momento era un poco de descanso.

Intenté dormir, pero sólo pude conciliar el sueño unos minutos, y tampoco me apetecía seguir viendo la televisión, así que decidí ir a un bar, tomar un par de copas y relajarme.

Antes de salir, me obligué a tomar un puñado de suplementos dietéticos y a comer un poco de fruta. También telefoneé a Jay Zollo y Mary Stern, que llevaban todo el día llamándome. A Jay, que parecía distraído, le dije que me encontraba mal y que no me apetecía ir a trabajar. A Mary Stern, que no quería hablar con ella, fuese quien fuese, y que dejara de llamarme. No llamé a Gennadi ni a mi padre.

Cuando bajé las escaleras, calculé que llevaba casi veinticuatro horas sin dormir y que, en cualquier caso, sólo había dormido un total de seis en las setenta y dos horas previas, así que, aunque no se notara, debía de hallarme en un estado de agotamiento físico absoluto.


Era última hora de la tarde y había mucho tráfico, como aquella primera noche que salí de la coctelería de la Sexta Avenida. Fui caminando -flotando, en realidad-, en lugar de coger un taxi. Sobrenadé las calles con la vaga sensación de moverme en un entorno de realidad virtual, un paisaje en el que los colores contrastaban enormemente y la percepción de la profundidad quedaba un tanto atenuada. Cada vez que doblaba una esquina, mis movimientos parecían espasmódicos, angulares y guiados, así que, al cabo de veinticinco minutos, cuando entré en un bar de Tribeca llamado Congo, fue como si accediera a una nueva pantalla de un videojuego con unos gráficos bastante realistas. Había una larga barra de madera a la izquierda, sillas de mimbre, un altillo con baranda situado al fondo y enormes tiestos con unas plantas que llegaban hasta el techo.

Me senté junto a la barra y pedí un Bombay con tónica.

No había demasiados parroquianos, aunque, a buen seguro, no tardaría en llenarse. A mi izquierda había dos mujeres sentadas en taburetes, pero mirando en dirección opuesta a la barra, y tres hombres a su alrededor. Dos de ellos llevaban la voz cantante, y los otros bebían, fumaban y escuchaban con atención. El tema de conversación era la NBA y Michael Jordan, y los pingües beneficios que éste había generado para el baloncesto. No sé en qué momento empezó de nuevo esa suerte de cortocircuito, ese mal funcionamiento, como el de un CD rayado, pero, cuando lo hacía, perdía el control y sólo podía observar, presenciar cada segmento y cada flash, como si cada uno de ellos, así como el conjunto, estuvieran sucediéndole a otra persona. El primer salto fue muy abrupto y se produjo cuando me disponía a coger mi copa. Acababa de entrar en contacto con la fría y húmeda superficie del cristal cuando, de súbito y sin previo aviso, me vi al otro lado del grupo, muy cerca de una de las mujeres, una morena de unos treinta años enfundada en una minifalda verde, no excesivamente esbelta y con unos llamativos ojos azules. Mi mano izquierda revoloteaba sobre su muslo derecho y yo estaba a media frase…

– … Sí, pero no olviden que ESPN se fundó en 1979, y con diez millones de capital inicial de Getty Oil, por el amor de Dios…

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Todo. Lo cambió todo. Porque, por una astuta decisión empresarial, los jugadores de la liga universitaria se dieron a conocer de la noche a la mañana…

Por una fracción de segundo fui consciente de que uno de aquellos hombres, un tipo regordete con traje de seda, me estaba mirando. Estaba tenso y sudoroso, y no apartaba la vista de mi mano izquierda, pero entonces… clic, clic, clic… el camarero estaba delante de mí, moviendo los brazos, y me impedía ver. Tenía aspecto de irlandés, sus ojos denotaban cansancio y parecían decirme:

«Ya basta, por favor». Entretanto, detrás de él, el gordito del traje de seda se había llevado una mano a la cara, intentando contener una hemorragia nasal…

– Vete a la mierda, viejo…

– Vete a la mierda tú…

El frío aire de la noche me acariciaba el vello de la nuca cuando me alejé del camarero y salí a la calle. La mujer de la falda verde también estaba allí, al otro lado de la puerta, empujando a alguien. Dijo algo que no alcancé a oír y se dirigió rápidamente hacia el camarero, agitando los brazos, pero, un segundo después, iba agarrada a mi brazo un par de manzanas más abajo.

Luego nos encontrábamos en un cubículo, el cuarto de baño de un club nocturno o un bar, y yo me apartaba de ella. Tenía las piernas abiertas sobre un fondo cromado y unos azulejos blancos y negros. Su camisa estaba rasgada y colgaba de la taza del inodoro; la llevaba abierta, y unas perlas de sudor relucían entre sus senos. Cuando me apoyé en la puerta para abrocharme los pantalones a toda prisa, ella permaneció inmóvil, con los ojos cerrados y la cabeza oscilando rítmicamente de un lado a otro. De fondo se oía una música atronadora, así como el periódico rumor de los secadores de manos, voces estridentes y risas alocadas y, desde el cubículo contiguo, lo que parecía el chasquido de un encendedor, seguido de rápidas inhalaciones de humo…

En ese momento cerré los ojos, pero cuando los abrí al cabo de un segundo me encontraba en medio de una atestada pista de baile, abriéndome paso a codazos, gritando a la gente. Momentos después, me hallaba de nuevo en la calle, sorteando a la multitud y el denso torrente de vehículos. Poco después, creo recordar que me monté en un taxi amarillo y me hundí en la tapicería de plástico del asiento trasero, observando los carteles de neón que se extendían por toda la ciudad como hilos de chicle multicolor. También recuerdo que era incapaz de hacer caso omiso de mi mano derecha, que palpitaba de dolor por los golpes que había propinado a aquel tipo en el Congo, algo que, dicho sea de paso, me parecía increíble. Cuando me quise dar cuenta, me encontraba en el vestíbulo de un restaurante del Upper West Side, un lugar llamado Actium sobre el cual había leído algo. Me estaba inmiscuyendo en la conversación de otro grupo de desconocidos, en esta ocasión seis empleados de una galería de arte de la zona. Me presenté como Thomas Cole, un presunto coleccionista. Como antes, parecía hallarme perpetuamente a media frase:

– … y ya en 1804, el Buen Salvaje se ha convertido en el Indio Malvado. Está ahí, en El asesinato de Jane McCrea, de Vanderlyn, con la oscura y ondulada musculatura y el hacha del ogro, lista para golpear la cabeza de la mujer…

A buen seguro, yo estaba tan sorprendido de mis palabras como los demás, pero era incapaz de echar el freno. Sólo podía aguantarlo y observar. Entonces se produjo de nuevo aquel clic, clic, clic y, de repente, nos habíamos sentado a una mesa para cenar.

A mi izquierda tenía a un apasionado hombre con barba canosa y una americana de lino cuidadosamente arrugada. Tal vez fuera crítico de arte. A mi derecha había una mujer que parecía salida de «Berenice se corta el pelo», y cada vez que se movía asomaban protuberancias huesudas de su cuerpo. Delante de mí había un grueso latino trajeado que hablaba sin parar. Lo hacía en inglés, pero no paraba de intercalar palabras en español, y su tono era bastante despectivo. Al cabo de un rato me di cuenta de que se trataba de Rodolfo Álvarez, el aclamado pintor mexicano que se había trasladado hacía poco a Manhattan para recrear, a partir de unos cuadernos, el mural de Diego Rivera que fue destruido y que iba destinado originalmente al vestíbulo del Edificio RCA en 1933.

Hombre en la encrucijada mirando con esperanza y firmeza la elección de un futuro mejor.

La hermosa mujer de cabello oscuro y vestido negro que estaba sentada a su izquierda era su mujer, la sensual Donatella. Había leído un artículo dedicado a ellos en Vanity Fair. ¿Cómo diablos había acabado con aquella gente?

– Eso es irónico -dijo el tipo de la barba canosa-. Elegir un futuro mejor.

– ¿Y qué tiene de irónico? -intervine yo, suspirando con impaciencia-. Si no eliges tu futuro, ¿quién demonios lo va a hacer por ti?

– Bueno -terció Donatella Álvarez, sonriéndome desde el otro lado de la mesa-. Es el estilo de vida americano, ¿no, señor Cole?

– ¿Disculpe? -dije, un tanto sorprendido.

– El tiempo -contestó pausadamente-. Para usted es una línea recta. Si mira al pasado, puede obviarlo si así lo desea. Si mira hacia el futuro, puede elegir que sea un futuro mejor. Puede elegir el alcanzar la perfección…

Donatella seguía sonriendo, y lo único que acerté a decir fue:

– ¿Y?

– Para nosotros, los mexicanos -repuso deliberadamente, como si estuviera explicando algo a un niño pequeño-, el pasado, el presente y el futuro coexisten.

Yo continué mirándola, pero al instante pareció entablar conversación con otra persona.

A partir de ese momento, las cosas se volvieron más y más fragmentadas e inconexas. Lo he olvidado casi todo, excepto algunas impresiones sensoriales de gran intensidad. El extraño color y la textura de los mejillones al vino blanco, por ejemplo. Las densas volutas de humo de los puros. Gruesas y brillantes pinceladas. Creo recordar que vi cientos de tubos y pinceles alineados sobre un suelo de madera, y docenas de lienzos, algunos enrollados, otros enmarcados y apilados.

Pronto, aquellas figuras representadas, atractivas y abultadas, se entremezclaban con personas reales en un aterrador caleidoscopio, y hube de buscar un lugar donde apoyarme, pero no tardé en fijar mi atención en los profundos y terrenales ojos de Donatella Alvarez.

Acto seguido, en lo que pareció un flash, me descubrí recorriendo un pasillo vacío de hotel. Había estado en una habitación, de eso no cabía duda, pero no recordaba cuál, ni qué había ocurrido, ni cómo había llegado hasta allí. Entonces sobrevino otro flash, y ya no estaba en el pasillo del hotel, sino cruzando el puente de Brooklyn a toda prisa, al compás de algo. Pronto me di cuenta de que seguía el ritmo de los cables de suspensión que brillaban en patrones geométricos con el azul pálido del alba de fondo.

Me di la vuelta y contemplé la famosa panorámica del centro de Manhattan, sabedor de que no podía rendir cuentas de las últimas ocho horas de mi vida, pero también de que había recobrado la conciencia. Estaba alerta, tenía frío y me dolía todo. Pensé que, fuesen cuales fuesen los motivos para ir a Brooklyn, ahora se habrían atrofiado, paralizado, perdido en una configuración energética fosilizada que nunca podría ser reanimada. Así que recorrí de nuevo el puente en dirección al centro, y fui caminando -cojeando, en realidad- hasta mi casa.

XIV

Digo «cojeando» porque obviamente sufrí un esguince en el tobillo izquierdo en algún momento de la noche. Y cuando me desnudaba para darme una ducha, vi que tenía el cuerpo amoratado. Esto explicaba el dolor, o al menos en parte, pero, además de los hematomas que tenía en el pecho y las costillas, había otra cosa…, algo que parecía una quemadura de cigarrillo en el antebrazo derecho. Me pasé un dedo sobre la pequeña herida rojiza, apreté y, con un gesto de dolor, describí círculos sobre ella. Al hacerlo, me invadió una honda inquietud, un terror incipiente que se aferraba a mi plexo solar.

Pero me resistí, porque no quería pensar en ello, no quería pensar en lo que podía haber sucedido en una habitación de hotel, no quería pensar en nada. En unas horas tenía una reunión con Carl Van Loon y Hank Atwood, y lo que necesitaba por encima de todo era organizarme, concentrarme, y no un ataque de pánico.

Así que me tomé dos píldoras más, me afeité, me vestí y me puse a repasar las notas que había tomado el día anterior.

Había quedado con Van Loon en que me presentaría en su oficina de la Calle 48 hacia las diez de la mañana. Comentaríamos la situación, cotejaríamos notas y quizá idearíamos un plan provisional. Luego comeríamos con Hank Atwood.

En el taxi, de camino a la Calle 48, intenté concentrarme en los vericuetos de la financiación empresarial, pero me horrorizaba lo ocurrido y el grado de temeridad del que era capaz.

¿Un desvanecimiento de ocho horas? ¿No sería una advertencia?

Pero entonces recordé que años atrás había vomitado sangre en un lavabo y que, inmediatamente después, volví al salón para reunirme con el pequeño montón de material que había en el centro de la mesa, y con los cigarrillos, el vodka y la elástica, maleable e incomprensible conversación…

Y, veinte minutos después, sucedió otra vez. Y otra.

Así que… Obviamente no.

Me apeé del taxi en la Calle 47 y fui caminando el resto del trayecto hasta el Edificio Van Loon. Cuando llegué al vestíbulo, había conseguido mitigar la cojera. Me recibió la ayudante personal de Van Loon, y me condujo a unas espaciosas oficinas de la planta 62. Me di cuenta de que el diseño -en los pasillos y en la enorme zona de recepción- era una amalgama impecable aunque un tanto desconcertante de tradición y modernidad, de abigarramiento y sencillez, una suntuosa y perfecta fusión de caoba, ébano, mármol, acero, cromo y cristal. Esto daba a la empresa una pátina de augusta y venerable institución y, a la vez, de pequeño negocio de primera línea, cuyo personal, debo decir, era quince años más joven que yo. No obstante, tuve la agradable sensación de que no se me escapaba nada, de que estaba preparado para el reto, de que la estructura corporativa de un lugar como aquél era delicada y fina como una telaraña y cedería a la más leve presión.

Pero cuando me senté en la recepción, bajo un enorme logotipo de Van Loon & Associates, mi estado de ánimo cambió de nuevo, se asomó un poco más al abismo, y me asaltaron la inquietud y las dudas.

¿Cómo había acabado yo allí?

¿Cómo podía estar trabajando para un banco privado de inversión?

¿Por qué llevaba traje? ¿Quién era yo?

Ni siquiera estoy seguro de conocer ahora la respuesta a estas preguntas. De hecho, hace unos momentos, en el lavabo del Northview Motor Lodge, al mirarme en el espejo que colgaba sobre el sucio lavamanos, mientras el rumor y el traqueteo ocasional de la máquina para hacer hielo penetraba las paredes y mi cráneo, intenté avistar algún rastro del individuo que había empezado a cristalizar a partir de aquella masa de impulsos y contraimpulsos químicos, a partir de aquella irresistible oleada de actividad. En las arrugas de mi rostro busqué también algún indicio del individuo en el que podría haberme convertido -un pez gordo, un destructor, un descendiente espiritual de Jay Gould-, pero lo único que había en mi reflejo, lo único que reconocía, sin ninguna señal de lo que podía depararme el futuro, era yo, aquella cara que había afeitado mil veces.

Esperé en la recepción casi media hora, contemplando lo que me pareció un Goya original en la pared de enfrente. La recepcionista era sumamente amigable y me obsequió alguna que otra sonrisa. Cuando llegó por fin Van Loon, cruzó el vestíbulo con una expresión de alegría. Me dio una palmada en la espalda y me invitó a acompañarlo a su despacho, que era del tamaño de medio Rhode Island.

– Lamento el retraso, Eddie, pero vengo del extranjero.

Después de hojear algunos documentos que tenía sobre la mesa, me contó que había llegado directamente desde Tokio con su nuevo Gulfstream V.

– ¿Le ha dado tiempo a viajar a Tokio y volver desde el martes por la noche? -pregunté.

Van Loon asintió, y dijo que, puesto que había esperado dieciséis meses para recibir el nuevo avión, quería asegurarse de que valía sus más de 37 millones de dólares. Su demora de aquella mañana, añadió, no tenía nada que ver con el avión, sino con los atascos de Manhattan. Parecía importante para él dejar claro ese punto.

Yo asentí para demostrarle que lo era.

– Y bien, Eddie -dijo, indicándome que me sentara-. ¿Has podido echar un vistazo a esos archivos?

– Sí, por supuesto.

– ¿Y?

– Son interesantes.

– ¿Y?

– Creo que no debería tener dificultades para justificar el precio que pide MCL -dije, moviéndome en mi asiento, consciente de lo cansado que estaba.

– ¿Por qué no?

– Porque este acuerdo ofrece opciones muy importantes, aspectos estratégicos que no resultan evidentes en las cifras.

– ¿Por ejemplo?

– Bueno, la mejor opción es la construcción de una infraestructura de banda ancha, que es algo que Abraxas necesita encarecidamente…

– ¿Por qué?

– Para defenderse de la competencia agresiva, de otro portal que estuviese en posición de ofrecer descargas más rápidas, video en tiempo real y ese tipo de cosas.

Mientras hablaba, con la cualidad casi alucinógena de mi agotamiento, fui tomando conciencia de la gran distancia que mediaba entre información y conocimiento, entre la ingente cantidad de datos que había absorbido en las últimas cuarenta y ocho horas y el enhebrar esos datos en un argumento coherente.

– La cuestión -continué- es que construir una infraestructura de banda ancha es una gran inversión, y muy arriesgada, pero como Abraxas ya es una marca consolidada, lo único que precisa es la amenaza creíble de que va a desarrollar un servicio de banda ancha propio.

Van Loon asintió con un lento gesto de cabeza.

– Así que, al comprar MCL, Abraxas consigue esa credibilidad sin tener que construir nada, al menos de manera inmediata.

– ¿Y eso?

– MCL es propietaria de Cableplex, ¿cierto? Eso la sitúa directamente en veinticinco millones de hogares, así que, aunque puede que necesiten mejorar sus sistemas, llevan la delantera. Entretanto, Abraxas puede frenar el gasto de MCL en la infraestructura de banda ancha, demorando así cualquier cash flow negativo, pero conservando la opción de desarrollarla más adelante si es necesario… -En ese momento tenía una sensación que ya había experimentado un par de veces con el MDT, la sensación de hacer equilibrios verbales sobre una cuerda floja, de hablar con alguien y hacerlo con coherencia manifiesta, pero a la vez, de no tener ni idea de lo que estaba diciendo-. Y recuerde, Carl, que la capacidad para demorar la decisión de invertir puede tener un valor enorme.

– Pero aun así es arriesgado desarrollar el tema de la banda ancha, se haga ahora o más tarde, ¿no es cierto?

– Claro, pero la empresa que nazca de este acuerdo probablemente no tendrá que realizar la inversión en ningún caso, porque creo que será mejor que negocien con otro proveedor de banda ancha, lo cual tendría el valor añadido de reducir un posible exceso de capacidad en el sector.

Van Loon sonrió.

– Eso está muy bien, Eddie.

Yo sonreí también.

– Sí, creo que funciona. Es una situación en la que todos salen ganando. Y, por supuesto, hay otras opciones.

Vi que Van Loon me observaba con incertidumbre. No sabía qué más preguntarme, por temor a que todo se desmoronara y quedase como un idiota. Pero a la postre formuló la única pregunta que tenía sentido en tales circunstancias.

– ¿De qué cifras estamos hablando?

Cogí una libreta de su escritorio y un bolígrafo del bolsillo interior de mi americana y empecé a escribir. Después de anotar unas cuantas líneas, dije:

– He utilizado el modelo de precios de Black-Scholes para demostrar cómo varía el valor de la opción como porcentaje de la inversión subyacente… -hice un alto, pasé la página y empecé a escribir en la siguiente-… y lo he hecho con varios perfiles de riesgo y períodos de tiempo.

Escribí furiosamente durante unos quince minutos, copiando de memoria las diversas fórmulas matemáticas que había utilizado el día anterior para ilustrar mi postura.

– Como puede ver aquí -dije al terminar, señalando las fórmulas apropiadas con el bolígrafo-, el valor de la opción de la banda ancha, junto con estas otras opciones, suma tranquilamente un valor de diez dólares más por acción para MCL.

Van Loon sonrió de nuevo y dijo:

– Has hecho un gran trabajo, Eddie. No sé qué decir. Es fantástico. A Hank le encantará.


Hacia las doce y cuarto, cuando hubimos repasado cuidadosamente todos los números, recogimos nuestras cosas y nos fuimos. Van Loon había reservado mesa en el Four Seasons. Nos dirigimos a Park Avenue y caminamos las cuatro manzanas que nos separaban del Edificio Seagram.

Había flotado casi toda la mañana en un gélido y exhausto estado de conciencia -con el piloto automático, en cierta manera-, pero cuando llegué con Van Loon a la entrada del Four Seasons, que daba a la Calle 52, y pasé por el vestíbulo y vi los tapices de Miró y los asientos de piel de Mies van der Rohe, empecé a sentirme enérgico otra vez. Más que el hecho de poder hablar italiano, de leer media docena de libros en una noche o de cuestionar los mercados, más que el hecho de que acabara de perfilar la estructura económica de una gran fusión empresarial, era estar allí, a los pies del Edificio Seagram, el grial de los griales arquitectónicos, lo que constató lo irreal de la situación, porque en circunstancias normales no estaría en un lugar como aquél, jamás habría entrado pavoneándome en el legendario Grill Room, con sus barras doradas suspendidas y su artesonado de nogal francés; jamás habría pasado junto a unas mesas ocupadas por embajadores, cardenales, presidentes de empresas, abogados del mundo del espectáculo y presentadores de televisión.

Y, por extraño que pareciese, allí estaba yo, pavoneándome alegremente.

El maître nos llevó a una de las mesas situadas bajo la tribuna, y en cuanto nos sentamos y pedimos algo para beber, sonó el teléfono de Van Loon. Éste respondió con un gruñido casi imperceptible, escuchó unos instantes y colgó. Al guardar el móvil me miró, esbozando una sonrisa nerviosa.

– Hank se retrasará un poco -dijo.

– Pero viene, ¿no?

– Sí.

Van Loon jugó un poco con la servilleta y dijo: -Escucha, Eddie, quiero preguntarte una cosa. En ese momento tragué saliva, sin saber qué iba a ocurrir.

– ¿Sabes que tenemos un pequeño departamento de corretaje en Van Loon & Associates?

Negué con la cabeza.

– Pues lo tenemos, y estaba pensando en esas operaciones que has realizado en Lafayette.

– Sí…

– Es impresionante.

El camarero llegó con la bebida.

– Cuando Kevin me lo contó no me lo parecía, pero he estado pensando en ello, y bueno… -me sostuvo la mirada mientras el camarero dejaba dos vasos sobre la mesa, dos botellines de agua mineral, un Tom Collins y un Martini vodka-, parece que sabes lo que haces.

Di un trago al Martini.

Van Loon, mirándome aún, añadió:

– Y cómo elegir.

Vi que ardía en deseos de preguntarme cómo lo había hecho. No dejaba de moverse en su asiento y de mirarme fijamente, ignorando qué tenía en sus manos, atormentado por la posibilidad de que, después de todo, yo poseyera un sistema y que el Santo Grial estuviese allí mismo, sentado a su mesa en el restaurante del Four Seasons. Estaba horrorizado, y al mismo tiempo sentía cierta aprensión, pero se contuvo, eludió la cuestión e intentó restar importancia al asunto. Su manera de actuar resultaba un tanto patética y torpe, histriónica, y empezó a aflorar en mí un ligero desprecio hacia él.

Pero, si me hubiese preguntado directamente, ¿qué habría respondido?

¿Habría salvado los muebles con teorías de la complejidad y matemáticas avanzadas? ¿Me habría inclinado hacia adelante, me habría tamborileado la sien derecha con el dedo y susurrado: «Entendiendo, Carl»? ¿Le habría explicado que estaba tomando una medicación especial y, para rematar la faena, que a veces veía a la Virgen María? ¿Le habría contado la verdad? ¿Habría podido resistirme?

No lo sé. Nunca tuve la oportunidad de averiguarlo.


Momentos después, apareció un amigo de Van Loon al fondo del salón y se sentó a nuestra mesa. Van Loon nos presentó y los tres mantuvimos una breve y trivial conversación, pero pronto se pusieron a hablar del Gulfstream, y me alegré de quedar en un segundo plano. Sin embargo, me di cuenta de que Van Loon estaba nervioso. Se debatía entre seguir concitando mi atención y continuar el coloquio con su multimillonario compinche. Pero yo me había ausentado ya, y sólo podía pensar en la inminente llegada de Hank Atwood.

Por los artículos que había leído sobre el presidente de MCL-Parnassus, había llegado a una conclusión. Aunque era un gris directivo al que le interesaba fundamentalmente lo que la gran mayoría consideraba el tedioso negocio de los números y los puntos porcentuales, Henry Bryant Atwood era una figura con glamour. Habían existido ejecutivos imponentes antes que él, por supuesto -en la prensa y en los primeros días de Hollywood, aquellos magnates que fumaban puros y no sabían hablar inglés, por ejemplo-, pero, en el caso de Hollywood, los contables de la Costa Este no tardaron en irrumpir y tomar las riendas. No obstante, lo que la gran mayoría no entendía era que, desde la plena industrialización del mundo del espectáculo en los años ochenta, el centro de gravedad se había trasladado de nuevo. Los actores, cantantes y supermodelos seguían atesorando glamour, por descontado, pero el aire enrarecido de la elegancia había vuelto a los financieros de traje gris.

Hank Atwood tenía glamour, y no porque fuera atractivo, que no lo era. Tampoco porque el producto que trabajaba, el alimento modificado genéticamente de la imaginación del mundo fuese algo con lo que soñaba la gente. Hank Atwood tenía glamour por las inimaginables sumas de dinero que ganaba.

Y así era. El contenido artístico estaba muerto, era algo que decidía un comité. Ahora, el verdadero contenido residía en los números, y los números, grandes números, estaban, por todas, partes… Treinta y siete millones de dólares por un jet privado. Un litigio saldado con 250 millones. Una adquisición con apalancamiento por 30.000 millones de dólares. Una riqueza personal que ascendía a más de 100.000 millones de dólares…


Y fue en ese momento, en mitad de aquella ensoñación de expansiones numéricas infinitas, cuando las cosas empezaron a elucidarse.

Por alguna razón, de repente tomé conciencia de la gente que estaba sentada a la mesa situada detrás de mí. Eran un hombre y una mujer, quizá un constructor y un productor ejecutivo, o dos abogados. No lo sabía, no me fijé en lo que decían, pero hubo algo en el tono de voz de aquel hombre que me atravesó como un cuchillo.

Me recosté un poco en la silla, mirando a Van Loon y a su amigo. Con el revestimiento de nogal de fondo, los dos multimillonarios parecían grandes aves rapaces posadas en un árido cañón, pero aves viejas, con la cabeza gacha y ojos reumáticos, águilas ratoneras ancianas. Van Loon estaba ofreciendo una detallada explicación sobre la insonorización de su jet anterior, un Challenger no sé qué, y durante ese monólogo, algo curioso sucedió en mi cerebro. Como un receptor de radio que cambia de frecuencia automáticamente, desconectó la voz de Carl Van Loon -«… para evitar vibraciones no deseadas, tienes que aislar con silicona la tornillería que conecta el interior con la carrocería. Creo que los llaman…»- y empecé a recibir la voz del hombre que tenía a mi espalda:

– … en una habitación de hotel del centro… Lo han dicho en las noticias hace un rato… Sí, Donatella Álvarez, la mujer del pintor. La han encontrado tendida en el suelo de una habitación de hotel. Al parecer le habían dado un golpe en la cabeza… y ahora está en coma. Por lo visto, ya tienen una pista. Un limpiador del hotel ha visto a alguien abandonando el lugar a primera hora de la mañana, una persona que cojeaba…

Empujé un poco la silla hacia atrás.

Una persona que cojeaba.

La voz seguía murmurando detrás de mí.

– … y, por supuesto, su condición de mexicana no ayuda con todo lo que está pasando…

Me levanté y, por una fracción de segundo, creí que todos los comensales habían dejado lo que estaban haciendo y habían soltado el cuchillo y el tenedor a la espera de que me dirigiese a ellos. Pero no era así. Sólo Carl Van Loon me miraba con un súbito aire de preocupación en sus ojos. Le dije que iba al baño, me di la vuelta y eché a andar. Esquivé las mesas a paso ligero, buscando la salida más próxima.

Pero entonces vi a un hombre calvo de baja estatura enfundado en un traje gris acercándose desde el otro extremo del salón. Era Hank Atwood. Lo reconocí por las fotografías de las revistas. Un segundo después nos cruzamos torpemente entre dos mesas. Por un instante estuvimos tan cerca que pude oler su colonia.


Salí a la calle y respiré hondo. Mientras estaba en la acera, mirando a mi alrededor, tuve la sensación de que, al unirme a la ajetreada multitud, había perdido el derecho a estar en el Grill Room y no me permitirían entrar de nuevo.

Pero ya no tenía ninguna intención de volver, y veinte minutos después estaba deambulando sin rumbo por Park Avenue South, disimulando conscientemente la cojera e intentando recordar algo. Pero no había nada… Había estado en una habitación de hotel, e incluso podía verme recorriendo un pasillo vacío. Pero eso era todo. El resto estaba en blanco. Sin embargo, no me lo creía… No me lo creía… No podía creérmelo…


Caminé durante media hora, girando a la izquierda en Union Square y a la derecha en la Primera Avenida, y llegué a mi edificio completamente aturdido. Subí las escaleras, aferrándome a la idea de que quizá había oído mal en el restaurante, que eran imaginaciones mías, que tan sólo se había tratado de otro accidente, de un fallo del sistema. De todas formas, iba a descubrirlo muy pronto, porque si aquello había sucedido de verdad, las noticias todavía se estarían haciendo eco de ello, así que lo único que debía hacer era encender la radio o poner un canal de televisión…

Pero lo primero que advertí al entrar en casa fue la parpadeante lucecita roja del contestador. Casi me alegré de aquella distracción, y pulsé el play sin demora. Me quedé allí de pie, con el traje puesto, mirando como un idiota la habitación mientras esperaba oír el mensaje.

Escuché cómo rebobinaba la cinta y después un clic.

Biiiip.

«Hola, Eddie. Soy Melissa. Quería llamarte, en serio, pero… Ya sabes… -Su voz sonaba un poco cansada y torpe, pero aun así era la incorpórea voz de Melissa la que llenaba el salón-. Entonces me di cuenta de una cosa. Mi hermano… ¿te dio algo? No quiero hablar de esto por teléfono, pero… ¿te dio algo? Porque… -oí cubitos de hielo en un vaso-… porque si lo hizo, debes saber que… esa cosa -Melissa hizo una pausa, como si estuviese sosegándose-, el MDT-lo-que-sea es muy, muy peligroso. No sabes hasta qué punto. -Tragué saliva y cerré los ojos-. Así que, mira Eddie, no sé, quizá me equivoque, pero… Llámame, ¿vale? Llámame.»

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