Se está haciendo tarde.
He perdido la noción del tiempo, pero deben de ser más de las once. Tal vez se esté acercando ya la medianoche. No obstante, soy reacio a consultar el reloj, pues eso no hará sino recordarme el poco tiempo que me queda.
En cualquier caso, se está haciendo tarde.
Y todo está en silencio. Aparte de la máquina para hacer hielo que zumba frente a mi puerta y alguno que otro coche que recorre la autopista, no oigo absolutamente nada: ni tráfico, ni sirenas, ni música, ni lugareños charlando, ni animales intercambiando extrañas llamadas nocturnas, si es eso lo que hacen los animales. Nada. Ni un solo ruido. Es horripilante, y no me gusta. Quizá no debería haber venido hasta aquí. Tal vez debería haberme quedado en la ciudad y dejar que el parpadeo de la luz cortocircuitara mi ahora sobrenatural capacidad de atención, que el ajetreo y el ruido incesantes me agotaran y quemaran toda esta energía que bombea en mi organismo. Pero si no hubiese venido a Vermont, a este hotel de carretera -el Northview Motor Lodge-, ¿dónde me habría hospedado? Difícilmente podría haber impuesto mis aflicciones a mis amigos, así que imagino que no tenía más opción que esta: montarme en un coche y abandonar la ciudad, conducir cientos de kilómetros hasta esta plácida y desierta región del país.
Y hasta esta plácida y desierta habitación de hotel, donde sus tres motivos decorativos, distintos pero igualmente abigarrados -alfombra, papel de pared y sábanas-, pugnan por captar mi atención, por no hablar de las omnipresentes obras de arte de centro comercial, la imagen de una montaña nevada sobre la cama y la reproducción de Los girasoles junto a la puerta.
Estoy sentado en una butaca de mimbre en un hotel de carretera de Vermont; todo me es desconocido. Tengo un ordenador portátil apoyado sobre las rodillas y, a mi lado, en el suelo, una botella de Jack Daniel's. Miro hacia el televisor, atornillado a un rincón de la pared, y está encendido, sintonizada la CNN, pero con el sonido apagado. En pantalla hay un equipo de comentaristas -asesores de seguridad nacional, corresponsales de Washington y expertos en política exterior- y, aunque no puedo oírlos, sé de qué hablan… Hablan de la situación, de la crisis. Hablan de México.
A la postre cedo y miro el reloj.
No me puedo creer que ya hayan transcurrido casi doce horas. En un rato, por supuesto, serán quince, y luego veinte, y después un día entero. Lo que ha sucedido en Manhattan esta mañana se está desvaneciendo, se desliza por esas innumerables calles mayores de pueblo, por esos kilómetros de autopista, y se precipita hacia el pasado a un ritmo que se antoja artificialmente rápido. Pero también empieza a desmoronarse bajo la inmensa presión, a quebrarse y fragmentarse en distintos pedazos de memoria a la vez que permanece en un tiempo presente suspendido, ineludible, afianzado e irrompible, más real y más vivo que cualquiera de las cosas que veo a mi alrededor en esta habitación de hotel.
Consulto de nuevo mi reloj.
Al pensar en lo sucedido me palpita el corazón, y lo hace de manera audible, como si fuese presa del pánico ahí dentro y estuviera a punto de salírseme del pecho a golpes, frenético. Pero al menos no me martillea la cabeza. Eso llegará, lo sé, tarde o temprano, y el intenso pinchazo de detrás de los ojos trocará en una espantosa agonía por todo el cráneo. Pero todavía no ha comenzado.
No obstante, el tiempo se acaba.
Así pues, ¿por dónde empiezo?
Supongo que he traído el portátil con la intención de guardarlo todo en un disco, de escribir un relato sincero de lo ocurrido y, sin embargo, aquí estoy, dudando, dándole vueltas al material, titubeando como si dispusiese de dos meses y tuviera una suerte de reputación que proteger. El hecho es que no dispongo de dos meses -probablemente sólo disponga de un par de horas- y carezco de reputación, pero aun así creo que debería decantarme por un prólogo osado, algo grandilocuente y declamatorio, la clase de texto que quizá emplearía un omnisciente y barbudo narrador del siglo xix para arrancar su último mamotreto de novecientas páginas.
La pincelada general.
Pero lo cierto es que no hubo nada genérico en ello, nada grandilocuente ni declamatorio en el modo en que comenzó todo esto, nada particularmente prometedor cuando, hace unos meses, me tropecé una tarde con Vernon Gant en plena calle.
Vernon Gant.
De todas las relaciones y configuraciones cambiantes que pueden darse en el seno de una familia moderna, de todos los parientes posibles que te pueden endilgar -personas a las que estarás vinculado de por vida en documentos, fotografías y oscuros recovecos de la memoria- con una absoluta vaguedad, absurdidad incluso, una figura se alza imponente sobre todas las demás, una sola figura: el ex cuñado.
Apenas fabulada en historias y canciones, no es una relación que precise renovarse. Es más, si tú y tu ex esposa no tienen hijos, no existe motivo alguno por el cual tengas que volver a ver a esa persona en la vida, jamás. A menos, por supuesto, que te topes con ella en la calle y no puedas evitar el contacto visual, o no seas lo bastante rápido para hacerlo.
Era un martes de febrero, hacia las cuatro de la tarde, un día soleado y relativamente cálido. Yo transitaba la Calle 12 con paso firme, fumando un cigarrillo, y me dirigía a la Quinta Avenida. Estaba de mal humor y abrigaba oscuras ideas sobre una amplia variedad de temas; el pensamiento dominante era mi libro para Kerr & Dexter -En marcha: de Haight-Ashbury a Silicon Valley-, si bien no había nada inusual en ello, pues subyacía de manera incesante en todo cuanto hacía, en cada comida, en cada ducha, en cada partido que veía por televisión, y en cada escapada a la tienda de la esquina para comprar leche, papel higiénico, chocolate o tabaco a altas horas de la noche. Si la memoria no me traiciona, mi temor de aquella tarde era que el libro fuese inconexo. En este tipo de cosas debes obrar un delicado equilibrio entre contar la historia y… contar la historia -ya me entienden-, y me preocupaba que tal vez no hubiese historia, que la premisa básica del libro fuese un pedazo de mierda. Además de eso, pensaba en mi apartamento de la Avenida A con la Calle 10 y en que necesitaba mudarme a un lugar más espacioso, pero también en que esa idea me aterrorizaba: retirar los libros de las estanterías, ordenar mi escritorio y luego empaquetarlo todo en cajas idénticas. Olvídalo. También pensaba en mi ex novia, María, y en Romy, su hija de diez años, y en que yo no encajaba en aquella situación. Nunca hablaba lo suficiente con la madre y era incapaz de dominar mi lenguaje cuando me dirigía a la niña. Por mi cabeza rondaban otros pensamientos oscuros: fumaba demasiado y me dolía el pecho. De vez en cuando aparecían una serie de síntomas, cosas físicas, inquietantes: dolores extraños, posibles bultos, sarpullidos, síntomas de una enfermedad quizá, o de un entramado de enfermedades. ¿Qué ocurriría si un día se agarraban de las manos, se activaban y caía desplomado, inerte?
Pensaba en cómo odiaba mi aspecto; necesitaba un corte de pelo.
Arrojé la ceniza del cigarrillo a la acera y alcé la vista. La confluencia de la Calle 12 con la Quinta Avenida se hallaba unos veinte metros más adelante. De súbito, un tipo dobló la esquina a toda prisa, caminando a la misma velocidad que yo. Un plano cenital nos habría mostrado como dos moléculas en una trayectoria de colisión directa. Lo reconocí a diez metros, y él a mí también. Cuando faltaban cinco metros ambos echamos el freno y empezamos con los ademanes, las caras de sorpresa y las reacciones tardías.
– ¡Eddie Spinola!
– ¡Vernon Gant!
– ¿Qué tal estás?
– Dios mío, cuánto tiempo.
Nos estrechamos la mano y nos dimos unas palmaditas en el hombro.
Entonces Vernon retrocedió un poco y empezó a escrutarme.
– Madre mía, Eddie, recorta el alpiste, ¿no?
Era una referencia al considerable peso que había ganado desde la última vez que nos vimos, hacía nueve o diez años.
Vernon era alto y estaba tan delgado como de costumbre. Observé su calvicie incipiente sin decir nada. Entonces señalé su cabeza.
– Bueno, yo al menos tengo elección.
Entonces se puso a bailar al más puro estilo de Jake La Motta y me lanzó un fingido gancho de izquierda.
– Sigues hecho un listillo, ¿eh? ¿Qué es de tu vida, Eddie?
Vernon lucía un holgado traje de lino de los caros y zapatos de piel oscura. Llevaba puestas unas gafas de sol con montura dorada y estaba bronceado. Olía a dinero por los cuatro costados.
¿Que a qué me dedicaba?
De repente no me apetecía mantener aquella conversación.
– Trabajo para Kerr & Dexter. Ya sabes, la editorial.
Vernon se sorbió la nariz y asintió con la cabeza a la espera de más información.
– Llevo cuatro años trabajando para ellos como redactor. Libros de texto y manuales, ese tipo de cosas, pero ahora están preparando una serie de libros ilustrados sobre el siglo xx con la esperanza de aprovechar los primeros coletazos de un boom nostálgico, y me han encargado uno sobre la relación entre el diseño de los años sesenta y noventa…
– Interesante.
– Haight-Ashbury y Silicon Valley…
– Muy interesante.
– Acido lisérgico y ordenadores personales -recalqué.
– Mola.
– Lo cierto es que no. Pagan bastante mal, y como los libros serán tan breves, cien o ciento veinte páginas, no tendré mucho margen, lo cual lo convierte en un desafío aún mayor porque…
Hice una pausa.
Vernon frunció el ceño.
– ¿Sí…?
– … porque… -El justificarme de aquella manera estaba generando inesperadas oleadas de vergüenza y desprecio hacia mí y hacia mi interlocutor. Cambié el pie de apoyo-… porque, bueno, básicamente escribes las leyendas de las ilustraciones, así que si quieres incluir tu propio punto de vista tienes que dominar mucho el material.
– Eso es fantástico, viejo -dijo sonriendo-. Es lo que siempre has querido hacer, ¿no?
Pensé en sus palabras. Supongo que, en cierto modo, era verdad. Pero no en un sentido que él pudiera entender jamás.
«Dios mío -pensé-, Vernon Gant.»
– Debe de ser una pasada -dijo.
Vernon era traficante de cocaína cuando lo conocí a finales de los años ochenta, pero por aquel entones su imagen era bien distinta, con mucho pelo y chaquetas de cuero. Le interesaban el taoísmo y los muebles. Ahora empezaba a recordarlo todo.
– La verdad es que me está costando -repuse, aunque no sé por qué me molestaba en seguir con el tema.
– ¿Sí? -preguntó Vernon reculando un poco. Se recolocó las gafas como si le hubiera sorprendido lo que acababa de decir, pero se disponía a ofrecer sus consejos en cuanto dedujera dónde radicaba el problema.
– Hay tantas tendencias y contradicciones que es difícil saber por dónde empezar. -Fijé la mirada en un coche aparcado al otro lado de la calle, un Mercedes azul metalizado-. Tienes los años sesenta, con el pensamiento antitecnológico y la vuelta a la naturaleza, el Whole Earth Catalogue y toda esa mierda… Móviles de viento, arroz integral y pachuli. Pero luego está la pirotecnia del rock, el sonido y la luz, la palabra «eléctrico» y el hecho mismo de que el LSD saliera de un laboratorio… -continué mirando el coche-, y también el que (escucha esto) la Arpanet, el prototipo de Internet, se desarrolló en 1969 en la UCLA. Mil novecientos sesenta y nueve.
El único motivo por el que mencionaba aquello, imagino, era porque lo tenía metido en la cabeza todo el día. Tan sólo estaba pensando en voz alta, meditando qué punto de vista había adoptado.
Vernon chasqueó la lengua y consultó su reloj.
– ¿Qué haces ahora, Eddie?
– Pasear por la calle. Nada. Fumar un cigarrillo. No sé. No puedo trabajar. -Di una calada al cigarrillo-. ¿Por?
– Creo que puedo ayudarte.
Vernon miró de nuevo su reloj y pareció realizar un cálculo mental.
Lo observé con incredulidad; empezaba a sentirme un poco molesto.
– Ven, te explicaré a qué me refiero. Vamos a tomar algo -propuso dando una palmada-. Vamos [1].
Irme con Vernon Gant no me parecía una gran idea. Quitando eso, ¿cómo podía ayudarme con un problema que acababa de exponerle a grandes rasgos? Era absurdo, pero vacilé.
Me gustó cómo sonaba la segunda parte de su propuesta, lo de tomar una copa. Debo reconocer que mis dudas también incluían cierto elemento pavloviano; la idea de encontrarme con Vernon e irnos de manera espontánea a otro lugar agitó algo en mi química corporal. Oírle decir «vamos» fue como un código de acceso a toda una fase de mi vida que había permanecido cerrada durante casi diez años.
Me froté la nariz y dije:
– De acuerdo.
– Bien. -Vernon hizo una pausa y entonces añadió, como si estuviese calibrándolo mentalmente-: Eddie Spinola.
Fuimos a un bar de la Sexta Avenida, una coctelería cursi de estética retro que otrora había sido un restaurante Tex-Mex llamado El Charro y antes una tasca de nombre Conroy's. Nos llevó un rato aclimatarnos a la iluminación y la decoración interior y, curiosamente, encontrar una mesa con bancos que satisficiera a Vernon. El lugar estaba prácticamente vacío -no se llenaría al menos hasta las cinco-, pero Vernon se comportaba como si fuesen altas horas de un sábado y estuviésemos reclamando los últimos asientos libres del último bar abierto de la ciudad. Fue entonces, al verle estudiar la visibilidad de cada mesa y la proximidad con los lavabos y las salidas, cuando me di cuenta de que estaba tramando algo. Lo vi tenso, nervioso, y eso no era habitual en él, al menos en el Vernon a quien yo conocía. Su gran virtud como traficante de coca era que guardaba una relativa compostura en todo momento. Otros camellos solían comportarse como anuncios de su mercancía, deambulando sin parar y hablando por los codos. Vernon, en cambio, siempre había destilado calma, mentalidad de empresario y sobriedad, aunque a veces era demasiado pasivo, como un empedernido fumador de marihuana que bogaba a la deriva en un mar de cocainómanos desalmados. De hecho, si no lo hubiera conocido, habría pensado que Vernon -o al menos aquella persona que tenía ante mí- había catado sus primeras rayas de coca aquella misma tarde y no lo llevaba muy bien.
Al final nos sentamos y se acercó una camarera. Vernon tamborileó con los dedos sobre la mesa y dijo:
– Veamos… Yo tomaré un… vodka Collins.
– ¿Y usted, señor?
– Un whisky sour, por favor.
Cuando se alejó la camarera, Vernon sacó un paquete de cigarrillos mentolados ultralight y bajos en alquitrán y una cajita de cerillas a medio terminar. Mientras se encendía un cigarrillo, dije:
– ¿Cómo está Melissa?
Melissa era la hermana de Vernon; había estado casado con ella menos de cinco meses en 1988.
– Melissa está bien -repuso, y dio una calada al cigarrillo. Para hacerlo, tuvo que recurrir a toda la potencia muscular de sus pulmones, hombros y parte superior de la espalda-. Aunque no la veo muy a menudo. Ahora vive al norte del estado, en Mahopac, y tiene un par de hijos.
– ¿Cómo es su marido?
– ¿Su marido? ¿Estás celoso o qué? -Vernon se echó a reír y miró en derredor como si quisiera compartir el chiste con alguien. Yo no dije nada. Las carcajadas acabaron por remitir y Vernon golpeó ligeramente el cigarrillo al borde del cenicero-. El tipo es un idiota. La abandonó hará cosa de dos años y la dejó tirada.
Lamenté de veras oír aquello, pero a la vez me costaba un poco formarme una imagen plausible de Melissa viviendo en Mahopac con dos niños. Por eso no pude establecer una conexión personal con la noticia, al menos de momento, pero lo que sí pude imaginar -vívidamente, como un intruso- era a Melissa, alta y esbelta, enfundada en un vestido de seda color crema el día de nuestra boda, sorbiendo un Martini en el piso que tenía Vernon en el Upper West Side, con las pupilas dilatadas… y sonriéndome desde el otro lado de la habitación. Pude imaginar su piel perfecta, su melena negra, lisa y brillante, que le llegaba a media espalda. Pude imaginar su boca amplia y elegante monopolizando la conversación.
La camarera se acercó con nuestras bebidas.
Melissa era la más inteligente de los que le rodeaban, más lista que yo, y desde luego más lista que su hermano mayor. Había trabajado de coordinadora de producción en una pequeña guía de televisión por cable, pero siempre pensé que llegaría lejos, que dirigiría un periódico, que dirigiría películas o que sería candidata al Senado.
Una vez que la camarera se hubo marchado, alcé mi copa y dije:
– Lamento oír eso.
– Sí, es una pena.
Pero Vernon lo enunció como si se refiriera a un terremoto sin importancia en una república asiática de nombre impronunciable, como si lo hubiese oído en las noticias e intentara entablar conversación.
– ¿Trabaja? -insistí.
– Sí, creo que hace algo. No estoy seguro de qué. La verdad es que no hablo mucho con ella.
Su respuesta me confundió. De camino al bar, y mientras Vernon buscaba la mesa adecuada, pedíamos la bebida y esperábamos a que llegara, me vinieron instantáneas mías y de Melissa y del corto periodo que pasamos juntos, como la del día de nuestra boda en el piso de Vernon. Era psicotrónico… Eddie y Melissa, por ejemplo, entre dos columnas frente al ayuntamiento… Melissa metiéndose rayas mientras se mira al espejo arrodillada, contemplando su hermoso rostro entre las desmenuzadas líneas blancas… Eddie en el cuarto de baño, en varios cuartos de baño, y en varias fases de indisposición… Melissa y Eddie discutiendo por dinero y por quién es más cerdo con un billete de veinte dólares enrollado. La nuestra no fue tanto una boda de drogatas como un matrimonio de drogatas -lo que Melissa, en una ocasión, tachó despectivamente de «asunto de coca»-, así que, con independencia de los sentimientos reales que yo pudiera albergar hacia Melissa o ella hacia mí, no fue una sorpresa que sólo duráramos cinco meses, y puede que incluso sea raro que duráramos tanto, no lo sé.
Pero bueno, la cuestión era qué les había ocurrido. ¿Qué había pasado con Vernon y Melissa? Siempre habían estado muy unidos y siempre habían constituido una pieza importante en la vida del otro. Se habían buscado en la gran ciudad y habían sido el tribunal de última instancia en sus romances, sus trabajos, sus pisos y su decoración. Era una de esas ligazones entre hermano y hermana en la que, de no haberle caído bien a Vernon, Melissa tal vez no habría vacilado en botarme, aunque, personalmente, si hubiese tenido voz en el asunto, yo habría largado al hermano mayor. Pero en fin. No tuve la oportunidad de hacerlo.
De todos modos, habían pasado diez años. Aquello era el presente. Obviamente, las cosas habían cambiado.
Observé a Vernon mientras daba otra calada de dimensiones olímpicas a su cigarrillo de mentol ultralight, bajo en nicotina. Intenté pensar alguna agudeza sobre el tabaco, pero ya no podía quitarme a Melissa de la cabeza. Quería hacerle preguntas sobre ella, quería una puesta al día detallada sobre su situación y, sin embargo, ¿qué derecho tenía yo -si es que tenía alguno- a demandar esa información? No sabía si las circunstancias de la vida de Melissa eran asunto mío.
– ¿Por qué fumas eso? -dije al final, mientras sacaba un paquete de Camel sin filtro-. ¿No es mucho esfuerzo para tan poca recompensa?
– Desde luego, pero es casi el único ejercicio aeróbico que practico últimamente. Si fumara eso -dijo, señalando mi Camel con la cabeza-, ahora mismo estaría conectado a una máquina de respiración asistida. Pero ¿qué quieres? No voy a dejarlo.
Decidí que intentaría volver a hablar de Melissa más tarde.
– ¿Y en qué andas tú, Vernon?
– He estado ocupado.
Eso sólo podía significar una cosa: seguía traficando. Una persona normal habría contestado: «Ahora trabajo para Microsoft» o «Preparo comida rápida en Moe's Diner». Pero no, Vernon estaba ocupado. Entonces caí en la cuenta de que la ayuda de Vernon probablemente consistía en un descuento.
Mierda, debería habérmelo imaginado.
Pero ¿realmente no lo sabía? ¿Acaso no era la nostalgia la que me había llevado hasta allí?
Estaba a punto de soltar una ocurrencia sobre su manifiesta aversión hacia los empleos respetables cuando Vernon puntualizó:
– En realidad, he estado trabajando de asesor.
– ¿Qué?
– Para una empresa farmacéutica.
Fruncí el ceño y repetí sus palabras con aire inquisitivo.
– Sí, a finales de año saldrá al mercado una selecta gama de productos y estamos intentando generar una base de clientes.
– ¿De qué va esto? ¿Es una nueva jerga callejera, Vernon? Llevo fuera de escena mucho tiempo, lo sé, pero…
– No, no, es cierto. De hecho -Vernon miró a su alrededor unos instantes y entonces prosiguió bajando levemente el tono-, de eso quería hablarte. Ese… problema creativo que tienes.
– Yo…
– La gente para la que trabajo ha ideado una nueva sustancia increíble. -Vernon se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó su billetera-. Viene en forma de píldora.
Extrajo de la cartera una bolsita de plástico con cierre hermético en la parte superior. La abrió y vertió algo en la palma de su mano izquierda, que acercó para mostrarme la diminuta pastilla blanca.
– Mira -dijo-. Cógela.
– ¿Qué es?
– Tú cógela.
Abrí la mano derecha y se la tendí. Él volteó la mano izquierda y dejó caer la pequeña pastilla blanca.
– ¿Qué es? -insistí.
– Todavía no tiene nombre. Existe una etiqueta de identificación de laboratorio, pero son sólo letras y un código. Todavía no se les ha ocurrido ningún nombre apropiado, pero han realizado todos los ensayos clínicos y está aprobado por la FDA.
Vernon me miró como si hubiese respondido a mi pregunta.
– Muy bien -repuse-, todavía no tiene nombre, han realizado todos los ensayos clínicos y ha sido aprobado por la FDA, pero ¿qué diablos es?
Vernon bebió de su copa y dio otra calada antes de hablar.
– ¿Sabes cómo te joden las drogas? Lo pasas bien cuando las tomas, pero luego estás hecho una mierda y al final toda tu vida se desmorona, ¿verdad? Tarde o temprano sucede. ¿Tengo razón?
Asentí.
– Pues con esto no. -Vernon señaló la pastilla que tenía en la mano-. Esta criaturita es la antítesis de todo eso.
Dejé caer la pastilla sobre la mesa y di un trago a mi copa.
– Vamos, Vernon, por favor, no soy un jovencito de instituto intentando pillar su primera bolsa de diez pavos. Ni siquiera…
– Créeme, Eddie, nunca has visto nada igual. Hablo en serio. Tómalo y compruébalo por ti mismo.
Llevaba años sin consumir drogas, justo por los motivos que había expuesto Vernon en su discursito comercial. Sentía deseos a todas horas, anhelaba ese sabor al fondo de la garganta, las felices horas de ardoroso parloteo, los ocasionales atisbos de una forma y una estructura divinas en la conversación del momento, pero nada de eso suponía ya un problema. Era una apetencia que podías sentir por una etapa anterior de tu vida o por un amor perdido, y te invadía incluso una leve sensación narcótica al abrigar esos pensamientos, pero si se trataba de probar algo nuevo, de meterme otra vez en todo aquello… Miré de nuevo la pildorita blanca que descansaba en el centro de la mesa y dije:
– Soy demasiado viejo para estas cosas, Vernon.
– No tiene efectos secundarios físicos, si eso es lo que te preocupa. Han identificado unos receptores cerebrales que pueden activar circuitos específicos y…
– Mira… -Empezaba a exasperarme-. De verdad, no…
Justo en ese momento empezó a sonar un teléfono móvil. Puesto que yo no tenía, supuse que era el de Vernon. Se metió la mano en el bolsillo lateral de la chaqueta y lo sacó. Mientras abría la tapa y buscaba el botón correcto, sentenció:
– Permíteme decirte, Eddie, que esa cosa resolverá cualquier problema que tengas con ese libro.
Lo miré con incredulidad.
– Gant.
Había cambiado de verdad, y de una forma bastante curiosa. Era la misma persona, pero parecía haber desarrollado, o cultivado, una personalidad distinta.
– ¿Cuándo?
Vernon cogió su copa y la agitó un poco.
– Ya lo sé, pero ¿cuándo?
Miró de reojo hacia la izquierda, e inmediatamente después consultó la hora.
– Dile que no podemos hacer eso. Sabe que es imposible. De ningún modo.
Vernon hizo un ademán despectivo con la mano.
Di un trago a mi bebida y me encendí un Camel. Allí estaba yo, desperdiciando la tarde con mi ex cuñado. Desde luego, cuando salí de casa una hora antes para dar un paseo no tenía ni idea de que acabaría en un bar. Y menos con mi ex cuñado, el puto Vernon Gant.
Meneé la cabeza y bebí otra vez.
– No, será mejor que se lo digas. Ahora. -Vernon se dispuso a levantarse-. Mira, estaré ahí en diez o quince minutos. -Poniéndose la chaqueta con la mano que tenía libre, agregó-: De ninguna manera, en serio. Espera. Ahora voy.
Vernon colgó el teléfono y se lo guardó de nuevo en el bolsillo.
– Mierda de gente -espetó, mirándome y negando con la cabeza como si yo entendiera algo.
– ¿Problemas? -dije.
– Sí, ya lo creo. -Sacó su cartera-. Y me temo que voy a tener que dejarte, Eddie. Lo siento.
Vernon sacó su tarjeta de visita del billetero y la dejó cuidadosamente sobre la mesa, justo al lado de la píldora blanca.
– Por cierto -añadió, señalando la pastilla con la cabeza-, invita la casa.
– No la quiero, Vernon.
Me guiñó un ojo.
– No seas desagradecido. ¿Sabes cuánto cuestan? -Vernon se apartó de la mesa y se tomó un segundo para recolocarse el traje, que le venía holgado. Entonces me miró fijamente-. Quinientos pavos cada una.
– ¿Qué?
– Lo que oyes.
Fijé la vista en la pastilla.
– ¿Quinientos dólares por eso?
– Las copas corren de mi cuenta -dijo, y se dirigió hacia la barra. Lo observé mientras pagaba a la camarera. Entonces señaló nuestra mesa. Eso tal vez significaba que llegaría otra bebida, gentileza del grandulón del traje caro.
Cuando salía del bar, Vernon me lanzó una mirada de soslayo que quería decir: «Tómatelo con calma, amigo mío», hizo una pausa y luego agregó:
– Y no olvides llamarme.
Sí, sí.
Me quedé sentado un rato, ponderando el hecho de que no sólo había dejado las drogas, sino que tampoco bebía por la tarde. Pero allí estaba, haciendo justamente eso. En ese preciso instante llegó la camarera con el segundo whisky sour.
Terminé el primero y empecé con el nuevo. Me encendí otro cigarrillo.
Supongo que el problema era el siguiente: si iba a beber por la tarde, habría preferido una docena de bares antes que aquél, y sentado junto a la barra, empinando el codo con algún tipo encaramado a un taburete igual que yo. Vernon y yo habíamos elegido aquel lugar por comodidad, pero para mí no había en él ningún otro rasgo redentor. Además, había empezado a entrar un montón de gente, probablemente de las oficinas colindantes, y empezaban a armar jaleo. Un grupo de cinco personas se sentó a la mesa de al lado y oí a alguien pedir unos Long Island Ice Tea. No me malinterpreten, sabía que el Long Island Ice Tea era un buen antídoto para el estrés laboral, pero también era realmente letal, y no me apetecía andar por allí cuando aquel brebaje a base de ginebra, vodka, ron y tequila empezara a hacer efecto. Maxie's no era mi tipo de bar, simple y llanamente, así que decidí terminarme la copa lo antes posible y salir volando de allí.
Además, tenía trabajo que hacer. Debía estudiar y seleccionar minuciosamente miles de imágenes, ordenarlas, reordenarlas, analizarlas y deconstruirlas. A fin de cuentas, ¿qué pintaba en una coctelería de la Sexta Avenida? Nada. Debería estar en casa, en mi escritorio, recorriendo palmo a palmo el Verano del Amor y las complejidades de los microcircuitos. Debería estar escaneando todos esos desplegables de The Saturday Evening Post, Rolling Stone y Wired, y también el material fotocopiado que se amontonaba en el suelo y en cualquier otra superficie libre del piso. Debería estar delante de mi pantalla de ordenador, bañado en una luz azul, realizando silenciosos y continuos progresos con mi libro.
Pero no lo estaba y, pese a mis buenas intenciones, tampoco daba señales de querer marcharme. Por el contrario, mientras me rendía al numinoso brillo del whisky y dejaba que se impusiera a las ganas de largarme de allí, volví a pensar en mi ex mujer, Melissa. Ahora vivía al norte del estado con sus dos hijos y se dedicaba a… ¿qué? A algo. Vernon no lo sabía. ¿De qué iba todo aquello? ¿Cómo podía no saberlo? Era lógico que yo no fuese colaborador habitual de The New Yorker o Vanity Fair, que no fuese un gurú de Internet o un capitalista de riesgo, pero que no lo fuera Melissa era inconcebible.
De hecho, cuantas más vueltas le daba, más extraño me parecía. Podía retroceder en el tiempo, reconstruir todos los avatares y atrocidades, y aun así establecer un vínculo directo y plausible entre el Eddie Spinola relativamente estable que se hallaba sentado frente a aquella barra, con su contrato literario de Kerr & Dexter y su plan de salud mensual y, digamos, un Eddie anterior, más flacucho, resacoso y vomitando sobre la mesa de su jefe durante una presentación o revolviendo el cajón de la ropa interior de su novia en busca de sus ahorros. Pero con aquella Melissa domesticada del norte del estado que Vernon había esbozado no parecía existir conexión alguna, o la conexión se había roto, o… algo, yo qué sé.
Por aquel entonces, Melissa era una suerte de portento de la naturaleza. Tenía opiniones elaboradas acerca de todo, desde las causas de la Segunda Guerra Mundial hasta los méritos o deméritos arquitectónicos del nuevo Edificio Lipstick de la Calle 53. Defendía sus opiniones con vehemencia y siempre hablaba -con un aire intimidatorio, como si blandiese una porra- de volver a los principios fundamentales. No se podía jugar con Melissa, y rara vez o nunca mostraba piedad.
Por ejemplo, la noche en que se produjo la caída de la Bolsa, el Lunes Negro -19 de octubre de 1987-, estaba con ella en Nostromo's, un bar de la Segunda Avenida, cuando entablamos conversación con cuatro vendedores de bonos que estaban tomando vodka en la mesa de al lado. (En realidad, creo que uno de ellos era Deke Tauber; tengo grabada una imagen suya sentado a la mesa, asiendo con fuerza un vaso de Stoli.) Pero, en cualquier caso, los cuatro estaban aturdidos, asustados y pálidos. No dejaban de preguntarse unos a otros cómo había ocurrido y qué significaba aquello, y meneaban la cabeza constantemente en un gesto de incredulidad, hasta que al final Melissa intervino: «Joder, amigos, no es por fastidiarlos ni nada por el estilo, pero ¿no lo veían venir?». Bebiendo un gélido Margarita y fumando un Marlboro light, se embarcó, antes que todos los editoriales de la prensa escrita, en una frenética jeremiada que atribuía sagazmente la congoja colectiva de Wall Street, así como la deuda multibillonaria del país, al infantilismo crónico de la generación de baby boomers del doctor Spock. Melissa sumió a los cuatro en una depresión aún más profunda de la que probablemente sintieron cuando estaban en la oficina y decidieron salir a tomar una copa rápida, un fugaz e inocente post mórtem tras el accidente.
Ahora estaba sentado, contemplando mi bebida, cavilando acerca de qué le habría ocurrido a Melissa. Me preguntaba cómo aquella bravuconería y aquella energía creativa suyas podían haberse canalizado en algo tan nimio. Con esto no pretendo menospreciar las alegrías de la paternidad, no me malinterpreten, pero Melissa era una persona muy ambiciosa.
Recordé también la visión que tenía Melissa de las cosas. Su inteligencia didáctica y rigurosa era exactamente lo que necesitaba si pretendía dar forma a aquel libro para Kerr & Dexter.
No obstante, necesitar algo y ser capaz de conseguirlo eran dos cosas distintas. Ahora, a quien le tocaba sentirse deprimido era a mí.
Y, de repente, como una explosión, la gente sentada a la mesa de al lado se echó a reír. Duró unos treinta segundos, y en ese periodo de tiempo aquel intenso ardor que notaba al fondo de mi estómago titiló, balbuceó y acabó por remitir. Aguardé un rato, pero no sirvió de nada. Me levanté suspirando y guardé el tabaco y el encendedor en el bolsillo.
Entonces miré la pequeña píldora blanca que había en el centro de la mesa. Vacilé unos momentos. Cuando me disponía a irme, me di la vuelta y titubeé de nuevo. A la postre, cogí la tarjeta de Vernon y me la metí en el bolsillo. Luego me llevé la pastilla a la boca y me la tragué.
Me dirigí hacia la puerta y, mientras salía del bar y pisaba la Sexta Avenida, pensé para mis adentros: «Desde luego, no has cambiado nada».
En la calle hacía mucho más frío que antes. Había oscurecido, pero aquella tercera dimensión centelleante en que se convertía la ciudad por la noche empezaba a cobrar forma. También estaba bastante más concurrida, un anochecer típico de la Sexta Avenida, con su intenso tráfico -coches, taxis y autobuses- que se dirigían al norte de la ciudad desde el West Village. La evacuación de las oficinas había comenzado. Todo el mundo estaba cansado, irritable y apurado, entrando y saliendo como una flecha de las estaciones de metro.
Lo que sí resultaba evidente mientras me abría paso entre el tráfico y me encaminaba a la Calle 10 era lo rápido que empezaba a hacer efecto la pastilla de Vernon, fuese lo que fuese.
Había notado algo en cuanto salí del bar. Era una leve alteración de la percepción, un parpadeo apenas, pero al recorrer las cinco manzanas que me separaban de la Avenida A cobró intensidad y se aguzó mi conciencia de todo lo que me rodeaba: los cambios mínimos de iluminación, el tráfico que avanzaba a paso de tortuga a mi izquierda y la gente que se acercaba a mí en dirección opuesta. Me fijaba en sus ropas, oía fragmentos de sus conversaciones y atisbaba sus rostros. Lo captaba todo, pero no de una manera exacerbada, como sucedía con la droga. Por el contrario, todo resultaba bastante natural, y al cabo de un rato, transitadas dos o tres manzanas, empecé a sentirme como si hubiese practicado ejercicio, como si me hubiese empujado a mí mismo a una especie de límite físico extático. A la vez, sabía que lo que sentía no podía ser natural, porque si hubiera corrido estaría sin resuello, apoyado contra una pared, jadeando, pidiendo entrecortadamente que alguien llamara a una ambulancia. ¿Correr? Mierda, ¿cuándo había sido la última vez? Diría que no había corrido distancia alguna en los últimos quince años; nunca tuve la ocasión de hacerlo y, aun así, esa era la sensación: nada en la cabeza, ni zumbidos ni hormigueos, ni corazón acelerado, ni paranoia…, ningún placer en particular. Simplemente me encontraba bien, alerta. Desde luego, no como si me hubiese tomado sólo un par de whisky sour, tres o cuatro cigarrillos y una hamburguesa con queso y patatas en mi restaurante habitual, por no hablar de todas las decisiones insalubres que había tomado, unas opciones que ahora se sucedían como si fuesen una grasienta baraja de cartas.
Y, entonces, ¿en sólo ocho o diez minutos estoy sano de repente? Lo dudo.
Es cierto que respondo con bastante rapidez a las drogas, medicamentos cotidianos incluidos, ya sean aspirina, paracetamol o cualquier otra cosa. Sé de sobra cuándo algo ha penetrado en mi organismo y me dejo llevar. Por ejemplo, si en una caja dice «puede causar somnolencia», por lo común significa que me sumiré en una especie de coma leve. Incluso en la universidad fui el primero en probar los alucinógenos, siempre el primero en salir del cascarón, en detectar esos sutiles y ondulantes cambios de color y textura. Pero ahora era diferente, una rápida reacción química distinta de cualquier cosa que hubiese experimentado.
De hecho, cuando llegué a las escaleras que conducían a mi edificio, tenía la firme sospecha de que lo que había ingerido estaba a punto de actuar en toda su plenitud.
Entré en el edificio y subí andando al tercer piso, pasando junto a cochecitos, bicicletas y cajas de cartón. No me crucé con nadie, y no sé cómo habría reaccionado si lo hubiese hecho, pero tampoco detectaba en mí un deseo de evitar a la gente.
Llegué a la puerta de mi piso de una habitación y busqué torpemente la llave. Torpemente porque, de súbito, la idea de esquivar a la gente o no esquivarla, o tan siquiera de tener que pensar en ello, me causaba aprensión y me hacía sentir vulnerable. También me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo iba a desarrollarse aquella situación y de que podía hacerlo en cualquier dirección. Entonces pensé: «Mierda, si pasa algo raro, si algo sale mal, si ocurre algo malo, si la cosa se pone fea…».
Pero frené en seco y permanecí inmóvil un rato delante de la puerta, observando la placa de latón con mi nombre grabado. Intenté calibrar mi reacción, valorarla de algún modo, y me di cuenta con bastante rapidez de que no era la droga, era yo. Me había vencido el pánico. Como a un idiota.
Respiré hondo, metí la llave en la cerradura y abrí la puerta. Encendí la luz y contemplé por unos segundos el espacio acogedor, familiar y un tanto apretujado donde vivía desde hacía más de seis años. Pero en el transcurso de esos pocos segundos debió de cambiar algo en mi percepción de la estancia, porque, de repente, se me antojó desconocida, demasiado atestada, un poco extraña incluso, y desde luego no me pareció un lugar muy propicio para trabajar.
Entré y cerré la puerta.
Luego, con la chaqueta a medio quitar y sentado en una silla, me descubrí cogiendo unos libros de una estantería situada sobre el equipo de música, una estantería donde no debían estar, y colocándolos donde correspondía. Después observé la habitación, y me sentí tenso, impaciente, insatisfecho con algo, aunque no sabía exactamente qué. No tardé en darme cuenta de que buscaba un punto de partida, y a la postre encontré uno en mi colección de casi cuatrocientos discos compactos de música clásica y jazz, que se hallaban desperdigados por todo el piso, algunos fuera de su caja y, por supuesto, sin ningún orden en particular.
Los dispuse por orden alfabético de una tacada, en un arrebato ininterrumpido. Los junté todos en el suelo en mitad del salón, los separé en dos pilas, cada una de las cuales subdividí en más categorías: swing, be-bop, fusión, barroco, ópera, etc. Luego ordené cada categoría por orden alfabético. Hampton, Hawkins, Herman. Schubert, Schumann, Smetana. Cuando terminé, vi que no cabían en ningún sitio, que no había espacio para cuatrocientos compactos, así que me puse a reubicar los muebles.
Moví el escritorio al otro lado del salón, con lo que creé una nueva zona de almacenamiento en la que podía colocar cajas de papeles que anteriormente ocupaban espacio en la estantería. Después utilicé ese espacio para guardar los discos. A continuación redistribuí varios elementos sueltos, una pequeña mesa que utilizaba para comer, una cajonera, el televisor y el video. Después de eso, coloqué de nuevo todos mis libros en las estanterías, y deseché unos ciento cincuenta, ediciones baratas de novela negra, terror y ciencia-ficción que jamás volvería a leer y de las que podía deshacerme con facilidad. Las metí en dos bolsas negras de plástico que saqué de un armario situado en el pasillo. Entonces cogí otra bolsa y empecé a revisar todos los papeles que descansaban sobre mi mesa y en los cajones. Me sentía bastante despiadado y tiré cosas que guardaba sin motivo aparente, objetos que, de haber fallecido, mi desafortunado albacea no habría dudado en desechar. ¿Qué podía hacer con ellos? ¿Qué iba a hacer con viejas cartas de amor, nóminas, facturas de gas y luz, amarillentos artículos mecanografiados que había dejado a medias, manuales de instrucciones de bienes de consumo que ya no poseía, panfletos de las vacaciones que no había disfrutado…? «Dios mío -pensé mientras embutía toda aquella basura en una bolsa-, la mierda que dejamos para que la clasifiquen otros.» No es que tuviese intención de morir, pero sentía un impulso abrumador de aliviar el desorden de mi apartamento. Y supongo que de mi vida también, porque entonces me dispuse a organizar mi material de trabajo: carpetas llenas de recortes de prensa, libros ilustrados, diapositivas y archivos informáticos. La idea subyacente era avanzar con el proyecto para terminarlo, y terminarlo para dejar espacio a otra cosa, algo más ambicioso tal vez.
Cuando hube ordenado la mesa, decidí ir a buscar un vaso de agua a la cocina. Tenía sed y no había bebido nada desde que llegué. En aquel momento no pensé que casi nunca bebo agua. De hecho, no caí en la cuenta de que todo aquello resultaba extraño. Era raro que la cocina no hubiese sido la primera escala al llegar a casa y que no llevara ya una lata de cerveza en la mano.
Pero tampoco me pareció raro que, al cruzar el salón, hiciera un breve alto para alinear el sofá y la butaca.
No obstante, cuando abrí la puerta y encendí la luz, se me cayó el alma a los pies. La cocina era larga y estrecha, con armarios antiguos de formica y cromo y una gran nevera al fondo. Todo el espacio libre, incluido el fregadero, estaba cubierto de platos, sartenes sucias, cartones de leche y cajas de cereales vacías y latas de cerveza aplastadas. Vacilé unos segundos y me puse a limpiarlo todo.
En el momento en que dejaba la última sartén, consulté el reloj y vi qué hora era. Me daba la sensación de que no llevaba tanto tiempo en casa, quizá treinta o cuarenta minutos, pero vi que en realidad había trabajado con ahínco más de tres horas y media. Admiré la habitación, que prácticamente estaba irreconocible. Entonces, sintiéndome cada vez más desorientado, regresé al salón y observé con asombro el alcance de la transformación que había obrado allí.
Y algo más: en las tres horas y media que habían transcurrido desde mi llegada no había fumado un solo cigarrillo, cosa excepcional en mí.
Me dirigí a la silla en la que había dejado la chaqueta. Saqué el paquete de Camel del bolsillo lateral y lo sostuve en la mano. De repente, aquel paquete tan cotidiano, con el perfil de la epónima bestia del desierto, me parecía pequeño, encogido y desvinculado de mi persona. Ya no parecía una extensión de mí mismo, y fue entonces cuando las cosas empezaron a resultar extrañas, porque, desde finales de los años setenta, aquél era probablemente el período de vigilia más prolongado que había pasado sin echar mano de un cigarrillo. Y, sin embargo, todavía no sentía el menor deseo de fumar. Tampoco había comido nada desde mediodía. Ni orinado. Era todo muy raro.
Volví a guardar el paquete de tabaco donde lo había encontrado y permanecí allí de pie, mirando mi chaqueta.
Estaba confuso, porque, desde luego, lo que Vernon me había dado me afectó, pero no acertaba a comprender qué clase de colocón era aquél. No había bebido y había ordenado la casa. Correcto. Pero ¿de qué iba todo aquello?
Me di la vuelta y me senté en el sofá. Lo curioso es que todo me parecía normal, pero eso no contaba en realidad, porque era vago por naturaleza, así que mi conducta era, cuando menos, poco corriente. ¿Qué era aquello? ¿Una droga para gente que quería ser más maniática del orden? Traté de recordar si había oído hablar de algo parecido, si había leído algo al respecto, pero no me vino nada a la mente y, tras un par de minutos, decidí tumbarme. Apoyé los pies en el reposabrazos y hundí la cabeza en un cojín, pensando que a lo mejor podría llevar aquello en otra dirección, modificar los parámetros, flotar un poco. Sin embargo, empecé a detectar algo casi de inmediato, una sensación tensa e irritante, un estado de hondo malestar. Levanté las dos piernas a la vez y me levanté.
Al parecer, tenía que estar ocupado.
Navegar las agitadas aguas de una sustancia química desconocida, impredecible y casi siempre proscrita era una experiencia que no había vivido en mucho tiempo, desde aquellos lejanos y extraños días de mediados de los años ochenta, y ahora lamentaba haberme prestado a ello de manera tan despreocupada y estúpida.
Anduve un rato arriba y abajo, y luego volví al escritorio y me senté en la silla giratoria. Repasé unos documentos relacionados con un manual de formación en telecomunicaciones que estaba redactando, pero era una labor tediosa y lo cierto es que no me apetecía pensar en ello.
Hice una pausa y giré sobre la silla para examinar la habitación. Pusiera donde pusiera la mirada había recordatorios de mi proyecto literario para Kerr & Dexter: libros ilustrados, cajas de diapositivas, pilas de revistas y una fotografía de Aldous Huxley clavada en un tablón de anuncios en la pared.
En marcha: de Haight-Ashbury a Silicon Valley.
Aunque cualquier cosa que pudiera decir Vernon Gant me causaba bastante escepticismo, había recalcado que la píldora me ayudaría a superar cualquier problema creativo que tuviese, de modo que pensé: «¿Por qué no intento concentrarme un poco en el libro, al menos un rato?».
Encendí el ordenador.
Mark Sutton, mi superior en K & D, me había lanzado la propuesta hacía cosa de tres meses y había estado dándole vueltas a la idea desde entonces, cavilando, comentándolo con amigos y fingiendo haberme puesto manos a la obra, pero al ver las notas que había plasmado en el ordenador me di cuenta del poco trabajo que había hecho. Tenía mucho que corregir y redactar, y estaba ocupado, qué duda cabe, pero, por otro lado, ese era justamente el tipo de encargo por el que había incordiado a Sutton desde que empecé con K & D en 1994: algo importante, algo que llevara mi nombre impreso. Sin embargo, me di cuenta de que corría el grave peligro de que todo se fuera al traste. Para confeccionar un trabajo decente tendría que escribir una introducción de diez mil palabras y otras diez o quince mil en extensas notas al pie, pero, por el momento, a juzgar por aquellos párrafos, estaba claro que sólo tenía ideas sumamente vagas sobre lo que pretendía decir.
No obstante, había acumulado cantidad de material de investigación -biografías de Raymond Loewy, Timothy Leary y Steve Jobs, estudios políticos y económicos, libros de consulta sobre diseño, tejidos y publicidad, pasando por portadas de discos, carteles y productos industriales-, pero ¿cuánto había leído en realidad?
Cogí de una estantería situada sobre el escritorio la biografía de Raymond Loewy y estudié la fotografía de la portada, un atildado Loewy con bigote posando en su moderna oficina en 1934. Aquel hombre había liderado a la primera generación de diseñadores-estilistas, gente capaz de cualquier cosa. El propio Loewy era el responsable de los elegantes autobuses Greyhound de los años cuarenta, del paquete de tabaco Lucky Strike y de la nevera Cold-spot-Six, información que había leído en la nota publicitaria de la solapa interior del libro mientras me hallaba en la tienda de Bleecker Street tratando de decidir si lo compraba o no. Pero esa información había sido suficiente para convencerme de que necesitaba el libro y de que Loewy era una figura crucial, alguien a quien debía empollar si aspiraba a ser serio.
Pero ¿le había estudiado? Por supuesto que no. ¿Acaso no bastaba con pagar treinta y cinco dólares por el dichoso libro? ¿Pretendían además que lo leyera?
Abrí el primer capítulo de Vida de Raymond Loewy, una crónica de sus primeros días en Francia, antes de que emigrara a Estados Unidos, y empecé a leer.
En la calle saltó la alarma de un coche y pude soportarlo un segundo o dos, pero entonces alcé la vista con la esperanza de que parara, y pronto. Al cabo de unos segundos pude volver a la lectura, pero cuando me centré de nuevo en el libro vi que iba ya por la página doscientos treinta y siete.
Sólo llevaba veinte minutos leyendo.
Estaba asombrado, y no entendía cómo había engullido tantas páginas en tan corto espacio de tiempo. Leo con bastante lentitud, y normalmente me llevaría tres o cuatro horas asimilar todo aquello. Era increíble. Volví a hojear el libro para ver si reconocía algo del texto y, para mi sorpresa, así fue. Porque, de nuevo, en circunstancias normales retengo muy poco de lo que leo. Incluso tengo dificultades para seguir tramas novelísticas complicadas, por no hablar de textos técnicos o fácticos. Cuando entro en una librería y busco, por ejemplo, en las secciones de historia, arquitectura o física, me desespero. ¿Cómo puede abarcar una persona todo el material que existe sobre cualquier temática, o incluso una parcela especializada de una temática? Era una locura…
Pero, por el contrario, aquella mierda era increíble…
Me levanté de la silla.
De acuerdo, pregúntame algo sobre los inicios profesionales de Raymond Loewy.
¿Como qué?
Pues no sé. Cómo empezó, por ejemplo.
Muy bien. ¿Cómo empezó?
A finales de los años veinte trabajó como ilustrador de moda, sobre todo para Harper's Bazaar.
¿Y?
Comenzó en el diseño industrial cuando le encargaron una nueva duplicadora Gestetner. Logró despachar el trabajo en tan sólo cinco días. Corría mayo de 1920. Siguió ese camino y acabó diseñando de todo, desde alfileres de corbata a locomotoras.
En ese momento desfilaba arriba y abajo por la habitación, asintiendo y chasqueando los dedos.
¿Quiénes fueron sus contemporáneos?
Norman Bel Geddes, Walter Teague y Henry Dreyfuss.
Me aclaré la garganta y proseguí, en voz alta esta vez, como si estuviese pronunciando una conferencia.
La visión colectiva de todos ellos sobre un futuro plenamente mecanizado en el que todo sería limpio y nuevo fue expuesta en la Feria Internacional de Muestras celebrada en Nueva York en 1939. Con el lema «¡Mañana, ahora!», Bel Geddes diseñó para General Motors la exposición más grande y costosa de la feria. Fue bautizada como Futurama y representaba un Estados Unidos imaginario del entonces lejano 1960, una especie de impaciente precursor onírico de la Nueva Frontera.
Me detuve de nuevo, incapaz de creer que hubiese asimilado tanto, incluso los pormenores más desconocidos; detalles, por ejemplo, sobre qué se utilizó como relleno para el enorme plan de expropiación de Flushing Bay, donde había tenido lugar la feria.
Ceniza y basura tratada. Casi cinco millones de metros cúbicos.
Pero ¿cómo podía recordar aquello? Era ridículo y a la vez fantástico, por supuesto, y estaba entusiasmado. Volví a mi escritorio y me senté. El libro tenía unas ochocientas páginas y me di cuenta de que no necesitaba leerlo entero. A fin de cuentas, lo había comprado sólo por recabar un poco de información de referencia y siempre podía consultarlo más adelante. Así que leí el resto por encima. Cuando terminé el último capítulo, con el libro cerrado sobre la mesa, decidí intentar resumir lo que había leído.
La idea más relevante que extraje del libro fue sobre el estilo de Loewy, conocido popularmente como racionalización. Fue uno de los primeros conceptos de diseño que inspiraron sus fundamentos en la tecnología, y en la aerodinámica en particular. Precisaba la introducción de objetos mecánicos en revestimientos y módulos metálicos, y consistía en crear una sociedad sin fricciones. En aquel momento podías verlo reflejado por todas partes, en la música de Benny Goodman, por ejemplo, y en los ostentosos escenarios de las películas de Fred Astaire, en transatlánticos y clubes nocturnos y en suites situadas en áticos de hoteles, donde Ginger Rogers y él se movían como peces en el agua…
Hice una pausa, escudriñé el apartamento y miré por la ventana. Ahora todo estaba oscuro y silencioso, al menos tan oscuro y silencioso como puede estar en una ciudad, y en ese preciso instante me percaté de que era absolutamente feliz. Era una alegría sin reservas. Me aferré a ese sentimiento tanto como me fue posible, hasta que adquirí conciencia del latido de mi corazón, hasta que alcancé a oírlo contando el paso de los segundos…
Luego volví a mirar el libro, tamborileé con los dedos sobre el escritorio y retomé la lectura.
De acuerdo. Las formas y curvas de la racionalización creaban la ilusión de un movimiento perpetuo. Eran una senda nueva y radical. Afectaban a nuestros deseos e influían en lo que esperábamos de nuestro entorno, desde los trenes a los automóviles y los edificios, e incluso las neveras y las aspiradoras, por no hablar de docenas de objetos cotidianos. Pero de allí surgió una pregunta importante: ¿qué fue primero, la ilusión o el deseo?
Y era eso, por supuesto. Lo vi en un destello. Aquél era el primer argumento que debería exponer en mi introducción. Porque algo similar, con más o menos la misma dinámica, había de ocurrir más tarde.
Me levanté, me acerqué a la ventana y pensé en ello unos momentos. Entonces respiré hondo. Quería hacerlo bien.
Vale.
La influencia…
La influencia de las estructuras subatómicas y los microcircuitos en el diseño posterior de ese siglo, junto con la idea por excelencia de los años sesenta, que hablaba de la interconexión de todas las cosas, hallaba un claro paralelismo aquí con el matrimonio de la Era de las Máquinas y la creciente idea de que la libertad personal sólo podía alcanzarse a través de una mayor eficiencia, movilidad y velocidad.
Sí.
Volví a la mesa y tecleé algunas notas en el ordenador, unas diez páginas, y todas de memoria. En aquel momento, mis procesos mentales desplegaban una claridad que me resultaba estimulante, y aunque todo aquello me era extraño, no me sentía raro y, en cualquier caso, no podía parar, ni tampoco quería hacerlo, porque durante la última hora había trabajado más concienzudamente en el libro que en los tres meses anteriores.
De modo que, sin detenerme ni para respirar, extendí el brazo y cogí otro libro de la estantería, un estudio de la Convención Nacional Demócrata celebrada en 1968 en Chicago. Lo leí en diagonal durante unos cuarenta y cinco minutos, tomando notas sobre la marcha. Leí otros dos libros, uno sobre la influencia del art nouveau en el diseño de los años sesenta y otro sobre los primeros días de los Grateful Dead en San Francisco.
En suma escribí unas treinta y cinco páginas. Asimismo, redacté un borrador de la primera parte de la introducción y esbocé un plan detallado para el resto del libro. Despaché unas tres mil palabras, que después releí y corregí un par de veces.
Empecé a aminorar el ritmo sobre las seis de la mañana, y todavía no había fumado un solo cigarrillo, comido nada ni ido al cuarto de baño. Notaba un cansancio considerable, un leve dolor de cabeza tal vez, pero eso era todo, y en comparación con otras veces que había estado despierto hasta las seis -rechinando los dientes, insomne, incapaz de cerrar el pico-, el cansancio y un ligero dolor de cabeza no eran nada.
Me tumbé de nuevo en el sofá y estiré los músculos. Miré por la ventana y pude ver el tejado del edificio de enfrente, y también un tramo de cielo bañado ya por la luz del alba. Escuché los sonidos, la tambaleante demencia de los camiones de basura al pasar, alguna que otra sirena de policía, el rumor grave y esporádico del tráfico proveniente de las avenidas. Volví la cabeza hacia el cojín y finalmente empecé a relajarme.
En esa ocasión no era una sensación desagradable e irritante, y me quedé en el sofá, aunque al cabo de un rato algo seguía molestándome.
Acostarse en el sofá tenía algo de descuidado, desdibujaba la frontera entre un día y el siguiente, y carecía de un sentido de culminación, o al menos ese era mi razonamiento en aquel momento. Estaba convencido de que tras la puerta de mi dormitorio también había bastante desorden. Todavía no había entrado. Había logrado evitarlo durante la frenética compartimentación de las doce horas previas, así que me levanté del sofá, me dirigí a la habitación y abrí la puerta. Estaba en lo cierto: mi dormitorio era una pocilga. Pero necesitaba dormir, y necesitaba hacerlo en mi cama, así que empecé a poner orden. Me resultó más laborioso que antes, más cansino que cuando acondicioné la cocina y el salón, pero aún quedaban restos de droga en mi organismo, y eso me mantenía en activo. Cuando hube terminado me di una larga ducha caliente, tras lo cual ingerí dos comprimidos de Excedrina extrafuerte para mitigar el dolor de cabeza. Luego me puse una camiseta y unos pantalones cortos, me metí debajo de las sábanas y me quedé dormido, diría, treinta segundos después de que mi cabeza entrara en contacto con la almohada.
Aquí, en el Northview Motor Lodge, todo es gris y deprimente. Contemplo mi habitación y, pese a los extraños motivos ornamentales y la peculiar combinación de colores, no hay nada que llame verdaderamente la atención, excepto el televisor, que todavía parpadea afanosamente en el rincón. Están entrevistando a un tipo con barba y gafas enfundado en un traje de tweed, e inmediatamente doy por hecho que es historiador, y no un político o un portavoz de seguridad nacional, o tan siquiera un periodista. Mis sospechas se confirman cuando el siguiente plano lo ocupa una fotografía del bandido y revolucionario Pancho Villa, y después turbias imágenes en blanco y negro que, me figuro, datan más o menos de 1916. No voy a subir el volumen para averiguarlo, pero estoy bastante convencido de que las figuras espectrales que trotan hacia la cámara a lomos de sus caballos envueltos en lo que parece una nube de polvo (pero que tal vez sea el deterioro periférico del propio filme de archivo) son fuerzas invasoras iracundas que siguen los pasos de Pancho Villa.
Y eso ocurrió en 1916, ¿no es así?
Me parece recordar que en su día lo sabía.
Contemplo hipnotizado las parpadeantes imágenes. Siempre he sido una especie de yonqui de la imagen, y nunca ha dejado de asombrarme que lo que se muestra en pantalla -ese día, esos momentos- haya acontecido en realidad, y que la gente que aparece, las personas que pasaron fugazmente frente a una cámara y fueron capturadas en película, después continuaron con sus vidas cotidianas, entraron en edificios, comieron, hicieron el amor o lo que sea, felizmente ajenas a que sus espasmódicos movimientos al cruzar la calle de una ciudad, por ejemplo, o al apearse de un tranvía, habían de ser preservados durante décadas y más tarde aireados, expuestos y reexpuestos, en lo que sería, de hecho, otro mundo.
¿Cómo puede interesarme eso a estas alturas? ¿Cómo puedo siquiera estar pensando en ello?
No debería distraerme tanto.
Echando mano de la botella de Jack Daniel's que descansa en el suelo junto a mi butaca de mimbre, pienso que beber whisky a esa hora tal vez no sea buena idea. Cojo la botella de todos modos y le doy un buen trago. Entonces me levanto y deambulo un rato por la habitación. Pero la espantosa quietud, puntuada por el rumor de la máquina para hacer hielo que hay afuera y los violentos colores que ahora se agolpan a mi alrededor, tiene un efecto desorientador y prefiero sentarme de nuevo y volver a la tarea que tengo entre manos.
Debo mantenerme ocupado, me digo a mí mismo, y no distraerme.
Concilio el sueño bastante rápido. Pero no dormí muy bien. Di muchas vueltas y tuve sueños extraños e inconexos.
Eran pasadas las once y media cuando desperté. Debieron de transcurrir sólo unas cuatro horas, así que todavía estaba muy cansado cuando me levanté de la cama y, aunque podría haber intentado dormir más, sabía que me habría tumbado allí, con los ojos abiertos como platos, reproduciendo mentalmente la noche anterior una y otra vez y, cómo no, habría pospuesto lo inevitable, que era entrar en el salón, encender el ordenador y averiguar si todo aquello habían sido imaginaciones mías o no.
Sin embargo, al observar la habitación sospeché que no era así. La ropa estaba doblada sobre una silla a los pies de la cama, y los zapatos estaban alineados en perfecta formación debajo de la ventana. Salí rápidamente de la cama y fui al baño a mear. Luego me mojé la cara con abundante agua fría.
Cuando estuve lo bastante despierto, me miré unos instantes en el espejo. No era la típica estampa de cuarto de baño. No tenía la vista nublada ni los ojos hinchados; mi aspecto no era peligroso. Tan sólo acusaba el cansancio y nada había cambiado desde el día anterior: estaba gordo y tenía papada, y necesitaba urgentemente un corte de pelo. Necesitaba algo más, un cigarrillo, pero eso no se apreciaba con sólo mirarme al espejo.
Entré pesadamente en el comedor y cogí la chaqueta del respaldo de la silla. Saqué el paquete de Camel del bolsillo lateral, encendí uno y llené mis pulmones de fragante humo. Al exhalar observé la habitación y pensé que ser desordenado no era tanto un estilo de vida como un defecto, así que no pensaba discutirlo, pero también sentí que no era eso lo importante, porque, si quería orden, podía pagar por él. Por otro lado, lo que había escrito en el ordenador -al menos, lo que recordaba haber tecleado y ahora esperaba recordar con exactitud- era algo por lo que no podías pagar.
Pulsé el interruptor situado en la parte trasera. Mientras se iniciaba, miré la ordenada pila de libros que había dejado sobre la mesa, junto al teclado. Cogí Vida de Raymond Loewye, y me pregunté cuánto sería capaz de recordar si me viese en un aprieto. Intenté rememorar un par de datos o fechas, una anécdota tal vez, un aspecto divertido de la tradición del diseño, pero no podía pensar con claridad, era incapaz de pensar en nada.
Pero ¿y qué esperaba? Estaba cansado. Era como si me hubiese acostado a medianoche y me hubiese levantado a las tres de la mañana intentando resolver el doble acróstico de Harper's. Lo que yo necesitaba era un café, dos o tres tazas de café de Java para reiniciar el cerebro, y volvería a estar bien.
Abrí el archivo titulado «Intro». Era el borrador que había escrito para la introducción de En marcha, y me quedé allí de pie, delante del ordenador, desplazando el cursor por el texto. Recordaba cada párrafo a medida que lo leía, pero en ningún momento pude anticipar qué vendría después. Aquello lo había escrito yo, pero no tenía la sensación de haberlo hecho.
Dicho esto, y sería poco honrado por mi parte el no admitirlo, lo que estaba leyendo era manifiestamente superior a cualquier cosa que hubiera escrito en circunstancias normales. De hecho, tampoco era un borrador, porque, según pude comprobar, aquello atesoraba todas las virtudes de una buena y refinada obra en prosa. Era convincente, mesurado y elaborado, precisamente esa parte del proceso que por lo común me resultaba tan difícil, y a veces imposible. Siempre que trataba de concebir una estructura para el libro, las ideas revoloteaban a su aire dentro de mi cabeza, pero si en algún momento intentaba enjaular alguna, retenerla para sacar provecho de ella, se escabullía, se disgregaba, y no me quedaba más que un sentimiento de frustración por saber que tendría que volver a empezar de cero.
En cambio, parecía que la noche anterior había bordado el dichoso texto de una tacada.
Apagué el cigarrillo y contemplé maravillado la pantalla por unos instantes.
Entonces me di la vuelta y me dirigí a la cocina para servirme un poco de café.
Mientras llenaba la cafetera, preparaba el filtro y pelaba una naranja, me sentía otra persona. Era consciente de todos mis movimientos, como si fuese un actor de segunda fila que protagonizase una escena en una obra teatral, una escena ambientada en una cocina de una pulcritud inverosímil en la que tenía que preparar café y pelar una naranja.
Sin embargo, aquello no duró demasiado, porque se advertía un incipiente desorden, como antaño, en el reguero que dejé a mi paso a lo largo y ancho de la encimera. En diez minutos aparecieron un cartón de leche, un bol de Corn Flakes empapados a medio terminar, un par de cucharas, una taza vacía, manchas diversas, un filtro de café usado, cascaras de naranja y un cenicero con dos colillas.
Volvía a ser yo.
Aun así, mi preocupación por el estado de la cocina no era más que una estratagema. Lo que no quería era sentarme de nuevo frente al ordenador, porque sabía exactamente lo que ocurriría. Intentaría proseguir con el resto de la introducción, como si ello fuese lo más natural del mundo y, ni que decir tiene, me atascaría. Sería incapaz de hacer nada. Entonces, en un arrebato de desesperación, repasaría lo que había escrito la noche anterior y empezaría a criticarlo, a picotearlo como un buitre y, tarde o temprano, eso también empezaría a desmoronarse.
Suspiré, frustrado, y encendí otro cigarrillo.
Observé la cocina y pensé ordenarla de nuevo, devolverla a su estado prístino, pero la idea tropezó en la misma línea de salida -el pastoso bol de cereales- y la juzgué forzada y poco espontánea. No me importaba la cocina de todos modos, ni la disposición de los muebles, ni los compactos alfabetizados. Todo aquello era una atracción secundaria; daños colaterales, si se prefiere. El verdadero objetivo, donde había aterrizado el proyectil, se hallaba allí, en el salón, justo en medio de mi escritorio.
Apagué el cigarrillo que había encendido hacía solo unos momentos -el cuarto aquella mañana- y salí de la cocina. Sin mirar el ordenador, atravesé el comedor y me metí en el dormitorio para vestirme. Luego fui al cuarto de baño y me lavé los dientes. Volví al salón, cogí la chaqueta que había dejado sobre una silla y rebusqué en los bolsillos. A la postre encontré lo que buscaba: la tarjeta de Vernon.
«Vernon Gant, asesor», decía. Llevaba impresos sus teléfonos fijo y móvil, así como de su dirección. Ahora vivía en el Upper East Side. También incluía un pequeño y vulgar logo en la esquina superior derecha. Por un momento barajé la posibilidad de llamarlo, pero no quería que me sacara el cuerpo con cualquier pretexto. No quería correr el riesgo de que me dijera que estaba ocupado, o que no podía reunirme con él hasta mediados de la semana siguiente, porque lo que yo deseaba era verlo de inmediato, y cara a cara, para averiguarlo todo sobre aquella droga inteligente suya, de qué estaba compuesta y, lo más importante de todo, cómo podía conseguir más.
Bajé a la calle, di el alto a un taxi e indiqué al conductor que me llevara a la Calle 19 con la Primera Avenida. Me recosté y miré por la ventana. Hacía un día radiante y frío, y el tráfico no era demasiado denso en dirección a la parte alta de la ciudad.
Puesto que trabajo en casa y la mayoría de la gente con la que alterno vive en el Village, el Lower East Side y el SoHo, no suelo tener ocasión de ir hacia el norte, sobre todo el del East Side. De hecho, mientras iban pasando intersecciones y nos aproximábamos a las calles 50, 60 y 70, era incapaz de recordar la última vez que había estado tan al norte. Manhattan, pese a su envergadura y a su densidad de población, es un lugar bastante provinciano. Si vives allí, delimitas tu territorio, eliges tus rutas y eso es todo. Puede que nunca llegues a visitar ciertos barrios. O puede que te pases una temporada por una zona, lo cual puede depender del trabajo, de las relaciones e incluso de las preferencias alimentarias. Intenté recordar cuándo había sido… Quizá la vez que fui a aquel sitio italiano con la pista de bocce, Il Vagabondo, en la Tercera con no sé qué otra, pero de eso hacía al menos dos años.
En fin, según pude comprobar, no había cambiado gran cosa. El conductor se detuvo justo delante de la Torre Linden, en la Calle 90. Le pagué y salí. Estábamos en Yorkville, el viejo barrio alemán; viejo porque prácticamente no quedaba rastro de él, a lo sumo un puñado de negocios, una licorería, una tintorería, una o dos charcuterías, y bastantes residentes de toda la vida, pero leí que el barrio se había aclimatado al Upper East Side con nuevos edificios de viviendas, bares de solteros, pubs irlandeses y restaurantes temáticos que abrían y cerraban con alarmante frecuencia.
Con un vistazo rápido me di cuenta de que, en efecto, así era. Desde donde me encontraba pude otear un O'Leary's, un Hannigan's y un restaurante llamado Café de la Revolución de Octubre. La Torre Linden era un edificio de viviendas de ladrillo rojo oscuro, uno de los muchos construidos durante los últimos veinte o veinticinco años en aquella parte de la ciudad.
Habían impuesto su presencia indiscutible y monolítica, pero la Torre Linden, como la mayoría de ellos, era gigantesca, fea y fría.
Vernon Gant vivía en el piso 17.
Crucé la Primera Avenida, descendí las escaleras que conducían a la plaza y me dirigí a las grandes puertas giratorias de vidrio. Al parecer, en aquel lugar entraba y salía gente a todas horas, así que aquellas puertas tal vez estuviesen siempre en movimiento. Miré hacia arriba justo cuando llegaba a la entrada y tuve una sensación de vértigo al admirar la altura del edificio, pero no incliné la cabeza lo suficiente como para atisbar el cielo.
Pasé frente a la mesa de recepción, situada en el centro del vestíbulo, y fui hacia la izquierda, donde había un área independiente en la que se encontraban los ascensores, Había varías personas merodeando, pero el edificio contaba con ocho ascensores, cuatro a cada lado, de modo que nadie tenía que esperar mucho tiempo. Se oyó la señal de aviso, se abrieron las puertas y salieron tres personas. Entonces entramos seis de nosotros en tropel. Cada uno pulsó el número de planta correspondiente y advertí que nadie, aparte de mí, iba más allá de la planta 15.
A juzgar por la gente que había visto entrar y por los especímenes que me rodeaban en el ascensor, los ocupantes de la Torre Linden parecían un grupo variopinto. Muchos de aquellos pisos debían de regirse desde hacía tiempo por un alquiler regulado, pero muchos de ellos también serían subarrendados, y a unos precios desorbitados, lo cual propiciaría una notable mezcla social.
Me bajé en la planta 17. Consulté de nuevo la tarjeta de Vernon y busqué su piso. Se hallaba al fondo del pasillo y, volviendo la esquina a la izquierda, la tercera puerta a la derecha. No me crucé con nadie.
Esperé un momento frente a su puerta y llamé al timbre. No había meditado mucho acerca de lo que pensaba decirle si respondía, y todavía menos cómo pensaba actuar si no estaba en casa, pero me di cuenta de que, en cualquier caso, me sentía extremadamente aprensivo.
Oí movimiento y ruido de cerrojos.
Vernon debió de verme por la mirilla, porque oí su voz antes de que abriera la puerta.
– Mierda, viejo, has venido corriendo.
Yo tenía una sonrisa preparada para cuando apareciese, pero se disipó en cuanto lo vi. Sólo llevaba puestos unos calzoncillos. Tenía un ojo morado y la parte izquierda de la cara salpicada de cardenales. Presentaba un corte en el labio, que estaba hinchado, y llevaba la mano derecha vendada.
– ¿Qué te ha…?
– No preguntes.
Dejando la puerta abierta, Vernon se dio media vuelta y con la mano izquierda me invitó a entrar. Cerré con cuidado y lo seguí por un estrecho pasillo que culminaba en un espacioso salón abierto. Las vistas eran espectaculares, pero la verdad es que en Manhattan casi cualquier piso situado en una decimoséptima planta ofrece una panorámica increíble. Éste daba al sur, y abarcaba el horror y la gloria de la ciudad casi en igual medida.
Vernon se arrellanó en un largo sofá de piel negra en forma de ele. Me sentía de lo más incómodo y me costaba mirarlo a la cara, así que me dediqué a contemplar la casa.
Si tenemos en cuenta sus dimensiones, en el salón escaseaban los muebles. Había objetos viejos, un buró antiguo, un par de sillas estilo Reina Ana y una lámpara clásica. Había, asimismo, algunas cosas nuevas: el sofá de piel negra, una mesa de cristal tintado y un botellero metálico vacío. Pero no podríamos tildarlo de ecléctico, pues no se apreciaba orden o sistema alguno. Sabía que a Vernon le habían interesado mucho los muebles en su momento, y que había coleccionado «piezas», pero aquélla parecía la vivienda de una persona que había permitido que su entusiasmo se desvaneciera. Las piezas eran extrañas y no casaban; parecían sobras de otra época de la vida de su propietario, o de otro piso.
Ahora me hallaba en mitad de la estancia y había visto todo lo que había que ver. Miré a Vernon en silencio, sin saber por dónde empezar, pero al final fue él quien habló. Con aquella expresión de dolor en su rostro y la fea distorsión de sus rasgos, con sus ojos grisáceos, normalmente brillantes, y sus pómulos altos, esbozó una sonrisa y dijo:
– Bueno Eddie. Por lo que veo, estabas interesado después de todo.
– Sí… Ha sido increíble. En serio.
Solté aquellas palabras igual que el joven de instituto al que había invocado sarcásticamente el día anterior, el que intentaba pillar su primera bolsa de diez dólares y ahora regresaba por otra.
– ¿Qué te dije yo?
Asentí unas cuantas veces, y entonces, incapaz de continuar sin referirme de nuevo a su estado, insistí:
– Vernon, ¿qué te ha pasado?
– ¿Tú qué crees, viejo? Me he metido en una pelea.
– ¿Con quién?
– No quieras saberlo.
En efecto, quizá no quería saberlo.
Pensándolo bien, tenía razón. No quería saberlo. Y no sólo eso: me sentía también algo irritado, y parte de mí abrigaba la esperanza de que aquella paliza que le habían propinado no me supusiera un problema para comprar.
– Siéntate, Eddie. Relájate y cuéntamelo todo.
Me senté al otro extremo del sofá, me puse cómodo y le expliqué cómo había ido. No había razón para no hacerlo. Cuando terminé, Vernon dijo:
– Sí, suena bien.
– ¿Qué quieres decir? -repuse yo de inmediato.
– Bueno, funciona con lo que ya hay. No puede volverte listo si no lo eres de por sí.
– ¿Me estás diciendo que es una droga inteligente?
– No exactamente. A las drogas inteligentes les dan mucho bombo. Ya sabes: mejore su rendimiento cognitivo, desarrolle unos reflejos mentales rápidos y todo ese rollo. Pero la mayoría de las drogas denominadas «inteligentes» son sólo complementos naturales de la dieta, nutrientes artificiales, aminoácidos y ese tipo de cosas. Vitaminas de diseño, si lo prefieres. Lo que tú tomaste fue una droga de diseño. O sea, tienes que tomar la tira de aminoácidos para estar despierto toda la noche y leer cuatro libros, ¿no es así?
Asentí.
Vernon estaba disfrutando con aquello, pero yo no. Empezaba a hartarme y quería que cerrase el pico y me contara lo que sabía.
– ¿Cómo se llama? -aventuré.
– Todavía no tiene un nombre en la calle, y eso es porque todavía no tiene un perfil comercial y, a propósito, queremos que siga siendo así. Los muchachos de la cocina lo llevan con discreción; quieren que sea algo anónimo. Lo llaman MDT-48.
¿Los muchachos de la cocina?
– ¿Para quién trabajas? -pregunté-. Me dijiste que eras asesor de un grupo farmacéutico o algo así.
Vernon se llevó una mano a la cara y la dejó allí unos momentos. Inhaló un poco de aire y soltó un gruñido.
– Diablos, cómo duele esto.
Me incliné hacia adelante. ¿Qué debía hacer? ¿Ofrecerle un poco de hielo envuelto en una toalla? ¿Llamar a un médico? Esperé. ¿Habría oído mi pregunta? ¿Sería insensible repetirla?
Transcurrieron unos quince segundos, y entonces Vernon apartó la mano de su rostro.
– Eddie -dijo con un gesto de dolor-, no puedo responder a tu pregunta. Estoy seguro de que lo entenderás.
– Pero ayer me dijiste que a finales de año saldría al mercado un producto, que se estaban realizando ensayos clínicos. Me contaste que estaba aprobado por la FDA. ¿De qué iba todo aquello?
– Aprobado por la FDA… Tiene gracia -respondió Vernon, resoplando con desdén y esquivando la pregunta-. La FDA sólo aprueba fármacos para tratar enfermedades. No reconocen las drogas como estilo de vida.
– Pero…
En ese momento estuve a punto de agarrarlo de la solapa y acusarlo de haberme mentido, pero me contuve. En efecto, me había dicho que contaba con la aprobación de la FDA, y había mencionado unos ensayos clínicos, pero ¿realmente esperaba que me tragara todo aquello?
¿Qué tenemos aquí? Algo llamado MDT-48. Una sustancia farmacéutica desconocida, no probada y seguramente peligrosa, hurtada de algún laboratorio no identificado por una persona de poco fiar a la que no había visto en una década.
– Y bien -dijo Vernon mirándome fijamente-. ¿Quieres un poco más?
– Sí -respondí-, desde luego.
Solucionado aquello, y siguiendo las sagradas tradiciones del tráfico de drogas civilizado, cambiamos inmediatamente de tema. Le pregunté por los muebles del piso y si seguía coleccionando «piezas». Él me preguntó sobre música, si todavía escuchaba a todo volumen sinfonías de ochenta minutos compuestas por alemanes muertos. Charlamos un rato, y luego nos dimos más detalles sobre nuestras vicisitudes de los últimos años.
Vernon era bastante reservado, como tiene que ser en su profesión, supongo, pero, a causa de ello, apenas entendí nada de lo que decía. Me dio la impresión de que aquel negocio del MDT le había mantenido ocupado durante bastante tiempo, tal vez unos años. También intuí que hablar de ello le generaba ansiedad, pero como todavía no estaba seguro de poder confiar en mí, no cesaba de interrumpirse a media frase, y cada vez que parecía estar a punto de revelar algo, titubeaba y recurría a su labia neurocientífica, mencionando neurotransmisores, circuitos cerebrales y complejos de receptores celulares. Se agitaba bastante en el sofá, levantando una y otra vez la pierna izquierda y estirándola; como un futbolista, o un bailarín, no lo tenía claro.
Yo permanecía relativamente quieto y le escuchaba.
Por mi parte, le conté a Vernon que en 1989, poco después del divorcio, había tenido que abandonar Nueva York. No mencioné que él había puesto su granito de arena para que me largara de allí, que su tan fiable suministro de polvo boliviano me había ocasionado graves problemas económicos y de salud -senos consumidos y finanzas exhaustas- y que, a su vez, éstos me habían costado mi puesto de trabajo como director de producción en Chrorne, una revista de moda y arte ya desaparecida. Pero sí le hablé del año miserable que había pasado sin trabajo en Dublín, persiguiendo una huidiza y nociva idea de existencia literaria, y de mis tres años en Italia, impartiendo clases, traduciendo para una agencia de Bolonia y adquiriendo interesantes conocimientos culinarios. Como, por ejemplo, que no tenía por qué haber verdura todo el año como en los restaurantes coreanos, sino que ésta tenía sus temporadas, que llegaba y desaparecía en cuestión de seis semanas, y que, en ese período, las cocinabas frenéticamente de distintas maneras. En el caso de los espárragos: risotto de espárragos, espárragos con huevos, fettuccini con espárragos. Y que dos semanas después ni siquiera te planteabas pedirle un espárrago a tu verdulero. En ese punto empecé a divagar, y noté que Vernon se estaba impacientando, así que proseguí y le conté que había regresado de Italia para descubrir que la tecnología de la producción de revistas se había transformado por entero, lo cual convertía las habilidades que pudiese haber adquirido a finales de los años ochenta en algo más o menos superfluo. Acto seguido le describí los últimos cinco o seis años de mi vida, que habían sido muy tranquilos, sin sobresaltos, y habían transcurrido -en un abrir y cerrar de ojos- en una bruma de relativa sobriedad, refugiándome en la comida, pero que tenía muchas esperanzas puestas en aquel libro.
Yo no pretendía volver por los derroteros del asunto que nos traíamos entre manos, pero Vernon me miró y dijo:
– Bueno, veré qué puedo hacer.
Esto me irritó un poco, pero el sentimiento se vio a un tiempo acallado y exacerbado al saber que realmente podía hacer algo. Sonreí y alcé ambas manos.
Vernon asintió, se golpeó las rodillas y agregó:
– De acuerdo. Entretanto, ¿te apetece un café o algo de comer?
Sin esperar una respuesta, se levantó del sofá con esfuerzo y se dirigió al rincón que ocupaba la cocina, separada del salón por una barra y unos taburetes.
Me levanté y le seguí.
Vernon abrió la puerta de la nevera y miró en su interior. Oteando por encima de su hombro pude ver que estaba prácticamente vacía. Había un cartón de zumo de naranja Tropicana, que Vernon sacó, agitó y guardó de nuevo.
– ¿Sabes qué? -dijo, dándose la vuelta-. Voy a pedirte un favor.
– Dime.
– Como puedes ver, no me encuentro bien para salir ahora mismo, pero tengo que hacerlo más tarde. Y debo recoger un traje en la tintorería. ¿Puedo pedirte que te acerques a recogerlo por mí? Y de paso podrías comprar el desayuno para los dos.
– Claro.
– Y aspirinas.
– Claro.
Vernon, plantado frente a mí en calzoncillos, estaba flacucho y resultaba un tanto patético. A corta distancia pude apreciar las arrugas de su cara y mechones de cabello gris en torno a las sienes. Tenía la piel demacrada. De repente, me di cuenta de adónde habían ido a parar aquellos diez años. Al mirarme, Vernon debía de pensar exactamente lo mismo, con las variaciones correspondientes. Ello me infundió un sentimiento de desazón, intensificado por el hecho de que trataba de congraciarme con él, con mi camello, aceptando pasar a recoger su traje y comprarle el desayuno. Me sorprendió lo rápido que todo encajaba de nuevo, aquella dinámica entre traficante y cliente, aquel sencillo sacrificio de la dignidad por una recompensa asegurada, una bolsa de diez dólares, un gramo, una papelina o, en este caso, una píldora que iba a costarme prácticamente el alquiler de un mes.
Vernon se dirigió al viejo escritorio situado al otro lado de la estancia y cogió la cartera. Mientras buscaba dinero y el comprobante de la tintorería, vi una copia del Boston Globe sobre la mesa de cristal tintado. El artículo de portada estaba dedicado a los desatinados comentarios del secretario de Defensa Caleb Hale sobre México, pero ¿por qué leía un neoyorquino el Boston Globe?
Vernon se dio la vuelta y acudió hacia mí.
– Tráeme unas tostadas con huevos revueltos y mantequilla, una loncha de bacón canadiense y un café normal. Y lo que quieras para ti.
Me dio un billete y un pequeño resguardo azul, que me guardé en el bolsillo delantero de la chaqueta. Observé el billete, el rostro lúgubre del barbudo Ulysses S. Grant, y se lo devolví.
– ¿Tu restaurante habitual te va a dar cambio de cincuenta por un bollo inglés?
– ¿Y por qué no? Que se jodan.
– Ya pago yo.
– Tú mismo. La tintorería está en la esquina de la Calle 89, y el restaurante, justo al lado. En la misma manzana hay un quiosco donde puedes comprar aspirinas. Ah, ¿podrías traerme el Boston Globe también?
Miré de nuevo el periódico que había sobre la mesa.
Vernon se dio cuenta y dijo:
– Es de ayer.
– Oh -repuse-, ¿y quieres el de hoy?
– Sí.
– De acuerdo -contesté encogiéndome de hombros. Entonces me volví y recorrí el estrecho pasillo en dirección a la puerta.
– Gracias -dijo Vernon caminando detrás de mí-. Y escucha, ya arreglaremos el precio cuando vuelvas. Todo es negociable, ¿verdad?
– Sí -respondí, abriendo la puerta-. Te veo en un rato.
Oí la puerta cerrarse a mi espalda mientras caminaba por el pasillo y doblaba la esquina hacia los ascensores.
De camino a la calle tuve que esforzarme para no pensar en lo mal que me hacía sentir todo aquello. Me dije a mí mismo que le habían dado una tunda y que tan sólo le estaba haciendo un favor, pero la situación me recordaba a los viejos tiempos. Me llevaba a la memoria las horas que, antes de conocer a Vernon, había pasado esperando en varios pisos a que llegara el traficante, y la elaborada cháchara, y toda la energía invertida en no perder el control hasta que llegara ese maravilloso momento en que podías largarte, despedirte, ir a un club o marcharte a casa con ochenta pavos menos en el bolsillo, cierto, pero pesando un gramo más. Los viejos tiempos.
Habían pasado más de diez años. ¿Qué demonios estaba haciendo ahora?
Salí del ascensor, franqueé las puertas giratorias y atravesé la plaza y la Calle 90 en dirección a la Calle 89. Llegué al quiosco, que estaba situado a mitad de la manzana, y entré. Vernon no me dijo qué marca quería, así que pedí una caja de mis favoritas: Excedrina extrafuerte. Busqué entre los periódicos -México, México, México- y cogí un ejemplar del Globe. Eché un vistazo a la portada, buscando algo que me diera una pista de por qué leía Vernon aquel diario, y el único artículo que encontré guardaba relación con un juicio de responsabilidad civil por un producto que había de salir al mercado. Había un pequeño párrafo al respecto y una referencia a un artículo más completo en el interior. La empresa farmacéutica internacional Eiben-Chemcorp iba a defenderse en un tribunal de Massachusetts de la acusación de que su antidepresivo Triburbazina, enormemente popular, había llevado a una adolescente, que sólo había tomado el fármaco durante dos semanas, a matar a su mejor amiga y suicidarse después, ¿Se trataba de la empresa para la que Vernon decía trabajar? ¿Eiben-Chemcorp? Difícilmente.
Cogí el periódico y la Excedrina, pagué y salí a la calle. Luego me dirigí al DeLuxe Luncheonette. Era uno de esos locales chapados a la antigua que encuentras por toda la ciudad. Tal vez tenía el mismo aspecto que hacía treinta años y, a buen seguro, la misma clientela. Curiosamente, eso lo convertía en un vínculo viviente con una versión anterior del barrio. O no. Quizá. No lo sé. En todo caso, era un establecimiento de comida rápida grasienta y, puesto que se acercaba la hora de comer, estaba bastante abarrotado, así que aguardé mi turno.
Detrás de la barra, un hispano de mediana edad decía:
– No lo entiendo. No lo entiendo. En serio, ¿qué es esto? Como si no hubiera suficientes problemas aquí, ¿tienen que ir allí a causar más? -Entonces miró a su izquierda-: ¿Qué?
Junto a la parrilla había dos tipos más jóvenes hablando en español y riéndose abiertamente de él.
El hispano levantó los brazos.
– A nadie le importa ya. A nadie le importa un comino.
A mi lado, tres personas esperaban sus encargos en medio de un silencio absoluto. A las mesas que quedaban a mi izquierda estaban sentados otros comensales. En la que quedaba más cerca de mí había cuatro tipos tomando café y fumando. Uno de ellos estaba leyendo el Post y, al cabo de un momento, me di cuenta de que el hispano que atendía el mostrador dirigía sus comentarios a él.
– ¿Te acuerdas de Cuba? -insistió-. ¿Bahía de Cochinos? Esto se convertirá en otra Bahía de Cochinos, en otro fiasco como aquél.
– No veo la analogía -dijo el anciano que leía el Post-. Lo de Cuba fue por culpa del comunismo. -El hombre no apartaba la vista del periódico, y hablaba con un ligero acento alemán-. Y lo mismo ocurrió con la intervención estadounidense en Nicaragua y El Salvador. En el último siglo se ha librado una guerra con México porque Estados Unidos quería Texas y California. Eso tenía sentido, un sentido estratégico, pero ¿esto?
El hombre dejó la pregunta en el aire y continuó leyendo.
El hispano envolvió dos pedidos con suma rapidez, cogió el cambio y desaparecieron varios clientes. Me acerqué un poco más al mostrador y me miró. Pedí lo que me había indicado Vernon, además de un café solo, y le dije que volvería en dos minutos. Mientras salía por la puerta, el hispano sentenció:
– No lo sé. Yo creo que debería volver la Guerra Fría…
Fui a la tintorería de al lado a recoger el traje de Vernon. Esperé unos momentos en la calle y observé el tráfico. De vuelta en el DeLuxe Luncheonette, se había sumado a la conversación un joven con una camisa vaquera que estaba sentado a otra mesa.
– ¿Qué? ¿Crees que el gobierno se va a involucrar en algo así sin motivo? Es una locura.
El hombre que leía el Post había dejado el periódico sobre la mesa y no paraba de mirar a su alrededor.
– Los gobiernos no siempre actúan de manera lógica -terció-. A veces ejercen políticas que son contrarias a sus propios intereses. Mira Vietnam. Treinta años de…
– No me vengas con esas, hazme el favor.
El hispano, que estaba guardando mi pedido en una bolsa y parecía dirigirse a ella, farfulló:
– Dejen en paz a los mexicanos, eso es todo. Déjenlos en paz.
Pagué y cogí la bolsa.
– Vietnam…
– Vietnam fue un error, ¿vale?
– ¿Un error? ¡Ja! ¿Y Eisenhower? ¿Y Kennedy? ¿Y Johnson? ¿Y Nixon? Un gran error.
– Mira, tú…
Salí del DeLuxe Luncheonette y me encaminé a la Torre Linden con el traje de Vernon en una mano y su desayuno y el Boston Globe en la otra. Me costó muchísimo franquear las puertas giratorias y empezó a dolerme el brazo izquierdo mientras esperaba el ascensor.
Mientras subía a la planta 17 pude oler la comida que contenía la bolsa de papel marrón, y deseé haber comprado algo para mí además del café. Estaba solo en el ascensor, y pensé en apropiarme de una de las tiras de bacón canadiense de Vernon, pero la idea me pareció demasiado triste y, con el traje colgado de una percha de alambre, un poco difícil de poner en práctica.
Salí del ascensor, recorrí el pasillo y doblé la esquina. Cuando me acercaba al piso de Vernon, me di cuenta de que la puerta estaba entreabierta. La empujé con el pie y entré. Llamé a Vernon y seguí el pasillo hasta el salón, pero antes de llegar allí noté que algo iba mal. Me preparé para lo que se avecinaba cuando empecé a atisbar la habitación y di un paso atrás, conmocionado al ver el caos que reinaba en el salón. Alguien había dejado las sillas, el escritorio y el botellero patas arriba. Los cuadros de la pared estaban ladeados. Había libros, papeles y objetos por todas partes, y durante unos segundos me resultó harto difícil concentrarme en algo en particular.
Mientras me encontraba allí paralizado, sosteniendo el traje de Vernon, la bolsa de papel marrón y el Boston Globe, sucedieron dos cosas. De súbito, me fijé en la figura de Vernon, sentado en el sofá de piel negra, y oí ruidos detrás de mí, pasos o algo que se arrastraba. Me volví, dejando caer el traje, la bolsa y el periódico. El pasillo estaba oscuro, pero vi una figura que corría desde una puerta situada a la izquierda hasta la entrada.
Dudé. Mi corazón empezaba a latir como un martillo neumático. Al cabo de unos instantes, corrí por el pasillo y salí. Miré a ambos lados pero no había nadie allí. Fui a toda prisa hasta el otro extremo y, justo cuando bordeaba la esquina para tomar el pasadizo más largo, oí cómo se cerraban las puertas del ascensor.
Aliviado en cierto modo por no tener que enfrentarme a nadie, volví al piso, pero en ese momento recordé la figura de Vernon en el sofá. Estaba allí sentado. ¿Por qué? ¿Enfadado por el estado en que se hallaba su salón? ¿Preguntándose quién era el intruso? ¿Calculando cuánto costaría reparar el escritorio?
Por alguna razón, ninguna de estas opciones encajaba del todo con la imagen que tenía en mi mente y, a medida que me aproximaba a la puerta, noté una punzada en el estómago. Entré y me dirigí al comedor, consciente de lo que estaba a punto de presenciar.
Vernon seguía en el sofá, exactamente en la misma posición que antes. Estaba recostado, con las piernas y los brazos separados y los ojos mirando hacia adelante o, más bien, aparentando que miraba, porque desde luego Vernon ya no podía ver nada.
Me acerqué y vi el agujero de bala en la frente. Era pequeño, limpio y rojo. Aunque siempre había vivido en Nueva York, jamás había visto un orificio de bala, y me quedé allí quieto, presa del terror y la fascinación. No sé cuánto tiempo estuve así, pero cuando por fin me moví, temblaba sin control. Tampoco podía pensar con claridad, como si alguien hubiese pulsado un interruptor en mi cerebro y lo hubiera desactivado. Moví los pies un par de veces, pero fueron salidas nulas que no condujeron a ninguna parte. Nada pasaba por el centro de control, y no estaba haciendo lo que debía, lo cual significaba que no estaba haciendo nada. Entonces, cual meteorito estrellándose contra la tierra, caí en la cuenta: claro, llama a la policía, imbécil.
Busqué un teléfono en el salón y al final lo localicé en el suelo, junto al antiguo escritorio volcado. Habían quitado los cajones y había papeles y documentos por todas partes. Cogí el aparato y marqué el número de la policía. Cuando me atendieron, empecé a balbucear. Me dijeron que me calmara y me pidieron que les facilitara una dirección. Me pasaron de inmediato con otra persona, presumiblemente alguien de un distrito local, y seguí balbuceando. Creo que cuando al fin colgué el teléfono había dado la dirección del apartamento en el que me encontraba y mencionado mi nombre y el hecho de que una persona había muerto de un disparo.
Agarré el auricular del teléfono con fuerza, como si aquello significara que estaba haciendo algo. Lo cierto es que en ese momento tenía mucha adrenalina que gestionar, así que, tras una presta reflexión, decidí que sería mejor mantenerme ocupado, enfrascarme en algo que exigiera concentración, y no mirar fijamente el cuerpo de Vernon tendido en el sofá también sería de ayuda. Pero entonces me di cuenta de que debía hacer algo de todas maneras, fuese cual fuese mi estado mental.
Empecé a rebuscar entre los papeles que rodeaban el escritorio, y al cabo de unos minutos encontré lo que andaba buscando: la agenda de Vernon. La abrí por la letra eme. Había un número en esa página. Era el de Melissa, el pariente más próximo de Vernon.
¿Quién iba a decírselo si no?
No hablaba con Melissa desde hacía ni se sabe -nueve o diez años-, y ahora, delante de mí, estaba su número de teléfono. En cuestión de segundos estaría hablando con ella.
Marqué el número. Empezó a sonar.
Mierda.
Todo aquello estaba yendo demasiado rápido.
Rinnnnnggg.
Clic.
Zumbido.
El contestador automático. Diablos, ¿qué podía hacer?
El medio minuto siguiente fue lo más intenso que recordaba en mis treinta y seis años de existencia. Primero hube de escuchar la que, sin lugar a dudas, era la voz de Melissa diciendo: «Ahora mismo no estoy. Por favor, deja tu mensaje», aunque en un tono que se me antojó singular y desconocido, y luego tuve que responder a la grabación diciendo que su hermano, que estaba conmigo en la habitación, había muerto. Una vez que empecé a hablar fue demasiado tarde y no pude parar. No entraré en detalles de lo que le dije, máxime cuando soy incapaz de recordar cuáles fueron mis palabras exactas. Pero la cuestión es que cuando terminé y colgué el teléfono, me percaté de la rareza de la situación y me sentí abrumado por una incómoda mezcla de emociones…, conmoción, disgusto conmigo mismo, tristeza, dolor…, y se me llenaron los ojos de lágrimas.
Inspiré varias veces en un esfuerzo por controlarme y, de pie junto a la ventana, contemplando la mezcolanza de estilos arquitectónicos de la ciudad, una idea persistía en mi mente: el día anterior a esa misma hora ni siquiera me había topado con Vernon. Hasta ese momento, no había hablado con él en casi diez años. Tampoco había hablado con su hermana ni había pensado demasiado en ella, pero allí estaba, en menos de veinticuatro horas, entrando de nuevo en su vida y en un período de la mía que, creía yo, se había ido para siempre. El que puedan pasar meses, e incluso años, sin ningún suceso relevante es uno de esos imponderables de la existencia y, de repente, sobrevienen unas horas, o incluso unos minutos, que pueden abrir un boquete de un kilómetro de diámetro en el tiempo.
Me aparté de la ventana, estremeciéndome al ver a Vernon en el sofá, y fui hacia la cocina. También la habían registrado. Habían abierto los armarios y los habían revuelto, y había platos rotos y fragmentos de cristal por todo el suelo. Observé de nuevo el desorden del salón y me hundí otra vez. Entonces me acerqué a la puerta que quedaba a la izquierda del pasillo y conducía al dormitorio. Estaba igual: habían sacado los cajones y los habían vaciado, le habían dado la vuelta al colchón, había ropa esparcida por todas partes y en el suelo yacía roto un gran espejo.
Me preguntaba por qué era necesario causar semejante caos, pero en mi estado de confusión, que era manifiesto, todavía me llevó un par de minutos comprenderlo. Estaba claro que el intruso buscaba algo. Vernon debió de abrirle la puerta, lo cual significaba que lo conocía, y cuando regresé debí de interrumpirlo. Pero ¿qué andaba buscando? Noté cómo se me aceleraba el pulso por el mero hecho de formular esa pregunta.
Me agaché y cogí uno de los cajones vacíos. Miré en su interior y le di la vuelta. Hice lo propio con los demás, y hasta que no hube registrado varias cajas de zapatos guardadas en una estantería un par de minutos después no me di cuenta de dos cosas. Primero, estaba dejando mis huellas dactilares por toda la casa, y, segundo, estaba escudriñando la habitación de Vernon. Ninguna de las dos era buena idea, pero dejar huellas en el dormitorio era especialmente preocupante a corto plazo. Había dado mi nombre a la policía y, cuando ésta llegara, tenía la intención de contar la verdad, o al menos casi toda la verdad, pero si descubrían que había estado hurgando por allí, mi credibilidad se resentiría. Me acusarían de toquetear el escenario de un crimen o de alterar pruebas, o a lo mejor me vería implicado en el propio crimen, así que empecé a desandar mis pasos, utilizando la manga de la chaqueta para limpiar la mayor cantidad posible de objetos y superficies que hubiese tocado.
Cuando llegué al umbral momentos después, miré de nuevo la habitación para comprobar que no me había dejado nada. Por algún motivo que no alcanzo a explicar, miré hacia el techo y, al hacerlo, noté algo raro. Era un entramado de pequeños paneles cuadrados, y uno de ellos, situado directamente sobre la cama, parecía estar ligeramente desalineado, como si lo hubiesen tocado hacía poco.
Al tiempo que reparaba en ello, oí una sirena de policía a lo lejos, y vacilé un momento, pero entonces me encaramé a la cama, aparté el panel suelto y busqué en la oscuridad, donde apenas distinguía las tuberías y los revestimientos de aluminio. Extendí el brazo y rebusqué en el interior y alrededor de los bordes. Mis dedos entraron en contacto con algo. Introduje más el brazo, forzando los músculos, y saqué aquel objeto del agujero. Era un gran sobre acolchado de color marrón y lo dejé caer sobre el colchón, que se encontraba boca arriba.
Entonces me paré a escuchar. En aquel momento ululaban dos sirenas, tal vez tres, y estaban cerca.
Volví a colocar el panel suelto lo mejor que pude, bajé de la cama y cogí el sobre. Lo abrí a toda prisa y vertí el contenido sobre el colchón. Lo primero que vi fue una pequeña agenda negra, un grueso rollo de billetes -creo que eran todos de cincuenta- y, por último, un gran envase de plástico con cierre hermético en la parte superior, una versión más voluminosa del que Vernon había sacado del monedero la tarde anterior. En su interior debía de haber trescientas cincuenta, cuatrocientas o quinientas pildoritas blancas, no lo sé…
Contemplé boquiabierto las que tal vez fuesen quinientas dosis de MDT-48. Entonces meneé la cabeza y empecé a realizar cálculos rápidos. Quinientas, pongamos, por quinientos… Eso eran… ¿250.000 dólares? Por otro lado, con sólo tres o cuatro pastillas de aquéllas podría terminar el libro en una semana. Miré a mi alrededor, consciente de que me hallaba en la habitación de Vernon y de que las sirenas, que se oían cada vez más fuerte, empezaban a remitir al unísono.
Después de otro momento de duda, recogí todo aquello del colchón y lo metí de nuevo en el sobre. Fui al salón y me acerqué a la ventana. En la calle pude otear tres coches de policía a escasa distancia unos de otros y con las luces azules girando. En aquel momento, la actividad era frenética. Aparecían agentes de la nada, los transeúntes se detenían y comentaban, y el tráfico de la Calle 90 empezó a colapsarse.
Fui corriendo a la cocina y busqué una bolsa de plástico. Encontré una del A & P local y guardé el sobre dentro. Me dirigí por el pasillo hacia la puerta principal, cerciorándome de que la dejaba abierta. Al otro extremo del pasadizo, en dirección opuesta a los ascensores, había una gran puerta metálica que había visto antes, y corrí hacia ella. La puerta daba a la escalera de emergencia. A su izquierda había una pequeña zona donde se encontraba el vertedero de basuras y una hornacina de cemento con una escoba y varias cajas en su interior. Titubeé unos segundos y entonces decidí correr escaleras arriba. En la hornacina había apiladas cuatro o cinco cajas de cartón.
Oculté la bolsa de plástico detrás de aquellas cajas y, sin mirar atrás, bajé corriendo los escalones de dos en dos o de tres en tres. Crucé la puerta metálica, todavía al trote, y volví al pasillo. Cuando me faltaban un par de metros para llegar, oí las puertas del ascensor y una creciente marea de voces. Llegué a la puerta del piso y entré. Recorrí el pasillo lo más rápido que pude y fui al salón, donde me sobresaltó de nuevo la imagen de Vernon.
Me había quedado sin resuello, y permanecí en mitad del salón jadeando. Me llevé la mano al pecho y me incliné hacia adelante, como si tratara de impedir un infarto. Entonces oí un suave golpeteo en la puerta y una voz prudente que decía:
– Hola… Hola. Policía.
– Sí -dije, intentando coger un poco de aire-, aquí.
Sólo por mantenerme ocupado, cogí el traje que había dejado antes y la bolsa que contenía el desayuno. Puse la bolsa encima de la mesa de cristal y el traje en el tramo más próximo de sofá.
Por el pasillo apareció un joven policía uniformado de unos veinticinco años.
– Discúlpeme… -dijo, consultando una diminuta libretita-, ¿Edward Spinola?
– Sí -respondí, sintiéndome de repente culpable, comprometido, un fraude y un sinvergüenza-. Sí… soy yo.
Al cabo de diez o quince minutos, un pequeño ejército de agentes uniformados, policías de paisano y técnicos forenses invadió el piso.
Me llevaron a la cocina y me interrogó uno de los policías de uniforme. Anotó mi nombre, dirección y número de teléfono y me preguntó dónde trabajaba y de qué conocía al difunto. Mientras respondía a sus preguntas, vi cómo examinaban, fotografiaban y etiquetaban a Vernon. Vi también a dos tipos de paisano agazapados junto al escritorio, que seguía ladeado, y estudiando los papeles que había esparcidos por el suelo. Se pasaban documentos, cartas y sobres el uno al otro, y hacían comentarios que no alcanzaba a oír. Un agente se hallaba junto a la ventana hablando por radio, y otro estaba en la cocina revolviendo armarios y cajones.
Todo aquel proceso se desarrollaba con una cualidad onírica. Tenía un ritmo coreografiado propio y, aunque yo estaba allí respondiendo preguntas, no me sentía parte de ello, sobre todo cuando metieron a Vernon en una bolsa negra y lo sacaron de la habitación en una camilla.
Momentos después, uno de los agentes de paisano se acercó a mí, se presentó y despachó al policía uniformado. Se llamaba Foley. Era de estatura media y llevaba traje oscuro y chubasquero. Se apreciaban algunas entradas y cierto sobrepeso. Me hizo varias preguntas; quería saber cuándo y cómo había descubierto el cadáver. Se lo conté todo, salvo la parte del MDT. Para corroborar mi declaración, señalé el traje que había recogido en la tintorería y la bolsa de papel marrón.
El traje estaba tendido en el sofá, al otro lado de donde se encontraba el cuerpo de Vernon. Lo habían envuelto en un plástico y resultaba inquietante y espectral, como una imagen residual del propio Vernon, un eco visual, un rastro. Foley observó el traje unos instantes, pero no reaccionó; desde luego no lo veía igual que yo. Entonces se acercó a la mesa de cristal y cogió la bolsa de papel marrón. La abrió y sacó su contenido -los dos cafés, el bollo, el bacón canadiense y los condimentos- y formó una hilera con ellos sobre la mesa, como si se tratase de fragmentos de un esqueleto expuestos en un laboratorio forense.
– ¿Conocía bien al tal… Vernon Gant? -preguntó.
– Lo vi ayer por primera vez después de diez años. Me lo encontré por la calle.
– Se lo encontró por la calle -repitió asintiendo.
– ¿Y a qué se dedicaba?
– No lo sé. Coleccionaba y vendía muebles cuando lo conocí.
– Ah -dijo Foley-. De modo que era comerciante…
– Yo…
– Y, para empezar, ¿qué hacía usted aquí?
– Bueno… -Me aclaré la garganta-. Como le decía, me lo encontré ayer y decidimos reunimos. Ya sabe, para recordar viejos tiempos.
Foley miró en derredor.
– Recordar viejos tiempos -dijo-, recordar viejos tiempos.
Obviamente tenía la costumbre de repetir frases como aquélla, en voz baja, para sus adentros, como si estuviese ponderándolas, pero su verdadera intención era cuestionar su credibilidad y minar la confianza de quienquiera que hablase en ese momento.
– Sí -repuse, demostrando mi irritación-, recordar viejos tiempos. ¿Algún problema? Foley se encogió de hombros.
Tuve la inquietante sensación de que me iba a marear; buscaría incongruencias en mi historia y luego me arrancaría una confesión. Pero mientras hablaba y formulaba más preguntas, advertí que había empezado a mirar el café y el bollo envuelto sobre la mesa, como si lo único que quisiera o le importara en el mundo fuera sentarse a desayunar, y tal vez leer la prensa.
– ¿Sabe algo de su familia o de sus parientes? -inquirió.
Le hablé de Melissa y le conté que la había telefoneado y dejado un mensaje en su contestador automático.
Foley hizo una pausa y me miró.
– ¿Le ha dejado un mensaje?
– Sí.
En esa ocasión sí que ponderó la respuesta unos instantes y dijo:
– Es usted un tipo sensible, ¿eh?
No respondí, aunque ciertamente quería hacerlo. Me dieron ganas de atizarle. Pero, a la vez, capté su mensaje. Aunque sólo habían transcurrido treinta o cuarenta minutos, lo que había hecho al dejarle aquel mensaje resultaba ahora verdaderamente horroroso. Meneé la cabeza y me volví hacia la ventana. La noticia ya era triste de por sí, pero ¿no sería mucho peor que la conociera por mí y a través de un contestador automático? Suspiré, frustrado, y me di cuenta de que estaba temblando un poco.
Al final miré de nuevo a Foley, esperando más preguntas, pero no las hubo. Había retirado la tapa de plástico del café y estaba abriendo el muffin inglés, envuelto en papel de plata. Se encogió de hombros una vez más y me lanzó una mirada que parecía insinuar: «¿Qué quieres que te diga? Tengo hambre».
Unos veinte minutos después me sacaron del piso y me llevaron en coche a la comisaría del distrito para prestar declaración oficial. Nadie me dirigió la palabra durante el trayecto y, con distintos pensamientos pugnando por hacerse un hueco en mi cerebro, presté muy poca atención a mi entorno inmediato. Cuando me vi obligado a hablar de nuevo me encontraba en una gran oficina abarrotada, sentado a una mesa frente a otro agente con sobrepeso y de nombre irlandés. Brogan.
El policía transitó el mismo terreno que Foley, formuló las mismas preguntas y mostró más o menos el mismo interés en las respuestas. Luego tuve que sentarme en un banco de madera durante media hora mientras mecanografiaban e imprimían mi declaración. Había mucha actividad en la sala, entraba y salía toda clase de gente, y me costaba pensar.
Por último, Brogan me pidió que volviera a la mesa y que leyera y firmara la declaración. Mientras la repasaba, él permanecía allí sentado en silencio, jugando con un clip. Justo antes de llegar al final, sonó su teléfono y respondió con un «¿Sí?». Hizo una breve pausa, dijo «sí» una o dos veces más y procedió a relatar sucintamente lo ocurrido. En aquel momento estaba agotado y ni me molesté en escuchar, así que, hasta que no le oí murmurar las palabras «sí, señora Gant», no me sobresalté.
El pragmático informe de Brogan se prolongó unos momentos más, pero de repente le oí decir: «Sí, claro, está aquí. Se lo paso». Entonces me tendió el teléfono y con un ademán me indicó que lo cogiera. Extendí la mano, y en los dos o tres segundos que tardé en llevarme el auricular a la oreja sentí lo que en mi imaginación eran cantidades inenarrables de adrenalina penetrando en mi torrente sanguíneo.
– Hola… ¿Melissa?
– Sí, Eddie. He recibido tu mensaje.
Hubo un silencio.
– Escucha, lo lamento mucho. Me entró el pánico y…
– No te preocupes. Para eso están los contestadores automáticos.
– Sí… Bueno… De acuerdo. -Miré a Brogan con nerviosismo-. Y siento mucho lo de Vernon.
– Sí, yo también. Dios mío. -Su voz sonaba pausada y agotada-. Pero te diré una cosa, Eddie. No me sorprende demasiado. Se veía venir desde hacía mucho tiempo. -No sabía qué responder a eso-. Sé que suena duro, pero andaba metido en… -En ese momento, Melissa hizo una pausa-… asuntos. Pero supongo que será mejor que tenga la boca cerrada en esta línea, ¿no?
– Probablemente sea buena idea.
Brogan seguía jugando con el clip, y parecía que estuviese escuchando un episodio de su serial radiofónico favorito.
– No podía creérmelo cuando oí tu voz -continuó Melissa-, y apenas entendí el mensaje. Tuve que reproducirlo dos veces. -Hizo una nueva pausa, que se antojó más larga de lo que parecía natural-. ¿Qué hacías tú en casa de Vernon?
– Ayer por la tarde me lo encontré en la Calle 12 -dije, prácticamente leyendo la declaración que tenía ante mí-, y decidimos vernos hoy en su casa.
– Todo esto es muy raro.
– ¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos? Me gustaría…
No pude acabar la frase. ¿Me gustaría qué?
Melissa dejó que el silencio mediara entre nosotros.
– La verdad es que ahora mismo voy a estar muy ocupada, Eddie. Tendré que organizar el funeral y sabe Dios qué más -dijo al final.
– Bueno, ¿puedo ayudarte en algo? Me siento…
– No. No tienes que sentir nada. Déjame llamarte cuando…, cuando tenga tiempo, y podremos mantener una conversación en condiciones. ¿Qué te parece?
– Claro.
Quería decir algo más, preguntarle cómo estaba, hacerla hablar, pero allí se terminó. Melissa se despidió y colgamos el teléfono.
Brogan arrojó el clip, se inclinó hacia adelante y señaló la declaración con la cabeza.
La firmé y se la devolví.
– ¿Eso es todo?
– De momento. Si le necesitamos, le llamaremos. Entonces abrió un cajón de su mesa y empezó a buscar algo.
Yo me levanté y me fui.
Una vez en la calle me encendí un cigarrillo y di unas cuantas caladas profundas.
Consulté el reloj. Eran las tres y media pasadas.
El día anterior a esas horas no había sucedido nada de aquello.
En breve no podría contemplar más aquella idea, cosa que en cierto sentido me alegraba, porque cada vez que ocurría me daba la sensación de que había caído en la molesta trampa de pensar que podía haber alguna clase de indulto, casi como si existiera un período de gracia en estos asuntos, durante el cual revertías las cosas y obtenías un reembolso moral por tus errores.
Caminé sin rumbo unas cuantas manzanas y paré un taxi. Apoltronado en el asiento trasero en dirección al centro, reproduje unas cuantas veces la conversación con Melissa. A pesar de lo que habíamos hablado, el tono al menos pareció normal, lo cual me complació sobremanera. Pero había algo distinto en su timbre de voz, algo que ya había detectado antes, cuando escuché su mensaje en el contestador. Era un grosor, o una pesadez, pero ¿por qué? ¿Decepción? ¿Tabaco? ¿Niños?
¿Qué sabía yo?
Miré por la ventanilla trasera. Los números de las calles transversales -Cincuenta, Cuarenta, Treinta- pasaban rápidamente, como si los niveles de presión se redujeran para permitirme la reentrada en la atmósfera. Cuanto más nos alejábamos de la Torre Linden, mejor me sentía, pero entonces me vino algo a la mente.
Según Melissa, Vernon andaba metido en algo. Yo creía saber qué significaba eso, y presumiblemente, como consecuencia directa de ese algo, lo habían golpeado y más tarde asesinado. Mientras Vernon yacía muerto en el sofá, había registrado su dormitorio, encontrado un fajo de billetes, un cuaderno y quinientas píldoras. Lo había ocultado todo y después había mentido a la policía. Eso significaba que yo también andaba metido en algo en ese momento.
Y era posible que también estuviese en peligro.
¿Me habría visto alguien? Lo dudaba. Cuando volví del restaurante, el intruso estaba en la habitación y huyó de inmediato. Lo único que pudo distinguir fue mi espalda, o a lo sumo verme cuando me di la vuelta, al igual que yo a él, pero fue una imagen borrosa y oscura.
Sin embargo, él o cualquier otro pudieron haber estado vigilando frente a la Torre Linden. Quizá me habían visto saliendo con la policía y me habían seguido hasta la comisaría. Podían estar siguiéndome en ese momento.
Indiqué al conductor que se detuviera.
El taxi paró en la esquina de la Calle 29 con la Segunda Avenida. Pagué y salí. Miré en torno. Ningún otro coche pareció detenerse al mismo tiempo que nosotros, aunque tal vez se me escapaba algo. En cualquier caso, caminé rápidamente en dirección a la Tercera Avenida, volviendo la cabeza cada pocos segundos. Me dirigí a la estación de metro de la Calle 28 con Lexington y tomé un tren de la línea 6 hacia Union Square y luego la línea L en dirección oeste hasta llegar a la Octava Avenida. Me apeé allí y cogí un autobús de regreso a la Primera Avenida.
Pensaba montarme en un taxi y dar una vuelta, pero estaba demasiado cerca de casa, el cansancio hacía mella y, sinceramente, en aquel momento no pensaba que me estuvieran siguiendo, así que me di por vencido. Bajé en la Calle 14 y recorrí a pie las escasas manzanas que me separaban de casa.
Una vez en mi apartamento, imprimí las notas y un borrador de la introducción que había escrito para el libro. Me senté en el sofá y lo leí para comprobar una vez más que aquello no era fruto de mi imaginación, pero estaba tan agotado que me quedé dormido casi al instante.
Me desperté horas después con tortícolis. Fuera había oscurecido. Había páginas sueltas por todas partes, en mi regazo, encima del sofá y por el suelo, alrededor de mis pies. Me froté los ojos, recogí las hojas y empecé a leerlas. Sólo me llevó un par de minutos cerciorarme de que nada de aquello eran imaginaciones. Es más, iba a enviar aquel material a Mark Sutton de K & D a la mañana siguiente, sólo para recordarle que todavía estaba enfrascado en el proyecto.
Y después, una vez leídas las notas, ¿qué? Traté de mantenerme ocupado organizando los papeles de mi escritorio, pero no lograba concentrarme y, además, ya los había clasificado a la perfección la noche anterior. Lo que debía hacer, y no tenía sentido fingir que podía evitarlo o postergarlo, era volver a la Torre Linden y recoger el sobre. La idea me turbaba, así que empecé a pensar en un disfraz, pero ¿cuál?
Fui al lavabo, me di una ducha y me afeité. Encontré gomina y me la apliqué en el pelo, apelmazándolo y peinándolo hacia atrás. Busqué en el armario de mi habitación alguna prenda a la que diera poco uso. Tenía un traje sencillo de color gris que no me ponía desde hacía dos años. Saqué también una camisa gris claro, una corbata negra y unos gruesos zapatos del mismo color, y lo tendí todo sobre la cama. El inconveniente era que los pantalones quizá ya no me fueran bien, pero me embutí en ellos como pude y me puse la camisa. Después de anudarme la corbata y calzarme, me levanté para mirarme en el espejo. Tenía un aspecto ridículo, como un listillo sobrealimentado que se ha pasado de la raya comiendo linguini y limosneando a la gente para actualizar su guardarropa, pero tenía que conformarme. No parecía yo, y esa era la idea.
Encontré un viejo maletín que a veces utilizaba para el trabajo y resolví llevarlo conmigo, pero dejé unos guantes de cuero negro que vi en una estantería del armario. Me miré de nuevo en el espejo situado junto a la puerta y salí.
En la calle no había ningún taxi a la vista, de modo que me encaminé a la Primera Avenida, rezando para no encontrarme con ningún conocido. Conseguí un taxi al cabo de unos minutos y emprendí el viaje hacia el norte de la ciudad por segunda vez en el día. Pero todo había cambiado: era de noche, el alumbrado de la ciudad estaba encendido, y yo llevaba un traje y un maletín sobre el regazo. Era la misma ruta, idéntico viaje, pero parecía desarrollarse en un universo paralelo, un universo en el que no sabía a ciencia cierta quién era o qué estaba haciendo.
Llegamos a la Torre Linden.
Balanceando el maletín, entré con paso ligero en el vestíbulo, que parecía todavía más concurrido que antes. Sorteé a dos mujeres que portaban bolsas de la compra y me dirigí a los ascensores. Aguardé entre un grupo de unas doce o quince personas, pero mi aspecto me avergonzaba demasiado como para mirar a ninguna con detenimiento. Si allí me esperaba una trampa o una emboscada, iría directo hacia ella.
En el ascensor noté que se me aceleraba el corazón. Había pulsado el botón de la planta 25, con la intención de bajar por las escaleras hasta la 19. Esperaba quedarme solo en el ascensor en algún momento, pero no lo conseguí. Cuando llegamos a la planta 25 quedaban aún seis personas y conmigo salieron tres. Dos se dirigieron a la izquierda y la tercera, un hombre trajeado de mediana edad, a la derecha. Caminé unos pasos detrás de él con la esperanza de que no doblara la esquina, pero lo hizo, así que me detuve y dejé el maletín en el suelo. Saqué la cartera y fingí buscar algo en ella. Esperé unos instantes y cogí de nuevo el maletín. Seguí caminando y giré la esquina. El pasillo estaba vacío y respiré aliviado.
Pero, casi de inmediato, oí las puertas del ascensor que se abrían de nuevo y a alguien que reía. Apreté el paso y finalmente eché a correr, y justo cuando franqueaba la puerta metálica que conducía a las escaleras de emergencia miré hacia atrás y vi a dos personas al otro extremo del pasillo.
Con la esperanza de que no me hubieran visto, permanecí inmóvil unos segundos y traté de recobrar el aliento. Cuando me hube serenado lo suficiente, descendí los fríos escalones grises de dos en dos. En el descansillo de la planta 21 oí voces que llegaban de dos pisos más abajo, o eso me pareció, así que aminoré un poco. Pero cuando se impuso de nuevo el silencio, aceleré de nuevo.
En la planta 19 me detuve y deposité el maletín sobre el cemento. Observé la pila de cajas de cartón en la hornacina.
No tenía por qué hacerlo. Podía salir del edificio en ese preciso instante y olvidarme de todo aquello. Podía dejar que otro descubriera el pequeño paquete. Por otro lado, si seguía adelante, mi vida cambiaría para siempre. Eso era innegable.
Respiré hondo y busqué detrás de las cajas de cartón. Saqué la bolsa de plástico de A & P. Comprobé que el sobre y el material que contenía seguían allí. Luego guardé la bolsa de plástico en el maletín.
Di media vuelta y empecé a bajar las escaleras.
Cuando llegué a la planta 11, pensé que no sería arriesgado salir y continuar el descenso en ascensor. No sucedió nada en el vestíbulo ni en la plaza. Anduve hasta la Segunda Avenida y di el alto a un taxi.
Veinte minutos después me hallaba frente a mi edificio, en la Calle 10.
De vuelta en casa, me desvestí y me di una ducha rápida para quitarme la gomina del pelo. Me puse unos vaqueros y una camiseta. Luego cogí una cerveza de la nevera, encendí un cigarrillo y fui al salón.
Me senté a la mesa y vacié el contenido del sobre encima. Cogí primero la pequeña agenda negra, haciendo caso omiso deliberadamente de las drogas y el grueso fajo de billetes de cincuenta dólares. Había nombres y números de teléfono anotados. Algunos estaban tachados, o bien por completo, o bien con nuevos números anotados directamente encima o debajo de ellos. Pasé las páginas adelante y atrás, pero no reconocí ninguno de aquellos nombres. Debí de ver el de Deke Tauber, por ejemplo, y otros que debían de resultarme familiares, pero en aquel momento no me sonaba ninguno.
Guardé de nuevo la agenda en el sobre y empecé a contar el dinero.
Nueve mil cuatrocientos cincuenta dólares.
Cogí seis billetes de cincuenta y los guardé en mi cartera.
Después, hice sitio en la mesa, eché a un lado el teclado del ordenador y me dispuse a contar las píldoras. Las repartí en montoncitos de cincuenta, nueve en total cuando hube finalizado el inventario, y quedaron diecisiete pastillas sueltas. Utilizando una hoja de papel reprográfico doblada, eché las cuatrocientas sesenta y siete píldoras en el envase de plástico. Lo observé un rato, indeciso, y después conté diez pastillas otra vez. Las vertí en un pequeño bol de cerámica situado en una estantería de madera sobre el ordenador. Guardé el resto del dinero y el envase de las píldoras en el sobre marrón y lo llevé al dormitorio. Metí el sobre en una caja de zapatos vacía al fondo del armario y la cubrí con una manta y una pila de revistas viejas.
Después, acaricié la idea de tomar una píldora y ponerme a trabajar de inmediato, pero no lo hice. Estaba agotado y necesitaba descansar. Antes de acostarme, me senté en el sofá del salón y tomé otra cerveza, contemplando en todo momento el bol de cerámica que descansaba sobre la estantería.