VI


La guardia en los aposentos del príncipe comenzaba a medianoche, y Rumata pensó que lo mejor que podía hacer era marcharse a casa, ver cómo andaban allí las cosas, y cambiarse de ropa. El aspecto que ofrecía la ciudad aquella tarde le llamó enormemente la atención. En las calles reinaba un silencio de muerte, las tabernas estaban cerradas, y en las encrucijadas había grupos de milicianos con antorchas. Los soldados ni siquiera hablaban entre sí, parecía como si estuvieran esperando algo. Varias veces se acercaron a Rumata, lo observaron atentamente, lo reconocieron, y le dejaron paso. Cuando apenas faltaban unos cincuenta metros para llegar a su casa, Rumata observó que era seguido por un sospechoso grupo de gente. Se detuvo, hizo sonar la vaina de su espada, y el grupo se alejó, pero en la oscuridad se oyó el rechinar de una ballesta al ser montada.

Rumata se apresuró a seguir su camino, arrimándose a las paredes. Así llegó a la puerta de su casa, hizo girar la llave en la cerradura, siempre preocupado por no tener protegida su espalda, y finalmente se deslizó en el vestíbulo, dejando escapar un suspiro de alivio.

En el vestíbulo estaban todos sus criados, cada cual con un arma. Por ellos supo que desde la calle habían intentado varias veces forzar la puerta. Aquello no le gustó a Rumata. ¿No será mejor no ir hoy a la guardia? pensó. Al fin y al cabo, ¿qué me importa el príncipe?

— ¿Dónde está el noble barón de Pampa? — preguntó.

Uno, que se mostraba extraordinariamente excitado, con una ballesta al hombro, respondió que «el barón despertó al mediodía, se bebió toda la salmuera que había en la casa, y se marchó otra vez a divertirse». Luego le dijo en voz más baja a Rumata que Kira estaba muy intranquila y que ya había preguntado varias veces por su amo.

— Está bien — dijo Rumata, y ordenó a sus criados que se alinearan.

La servidumbre, sin contar las cocineras, estaba formada por seis hombres bregados, para quienes las riñas callejeras no eran ninguna novedad. Procuraban no meterse con los Grises por temor a las represalias del omnipotente Ministro, pero a los desharrapados del ejército nocturno podían hacerles perfectamente frente, sobre todo aquella noche, en la que lo que buscaban los bandidos eran presas fáciles. Dos ballestas, cuatro segures, varios pesados cuchillos de carnicero, morriones y unas buenas puertas forradas de chapa de hierro… ¿O sería mejor no ir a la guardia?

Rumata subió al piso alto y, andando de puntillas, fue a la habitación de Kira. La muchacha, encogida y sin desnudarse, dormía echada en la cama sin deshacer. Rumata la miró a la luz del candil y se preguntó de nuevo si ir o no a la guardia. No sentía el menor deseo de ir. Pero hay que ir, pensó. Cubrió a la muchacha con una manta, le dio un beso en la mejilla y salió al gabinete. El explorador debe estar siempre en su puesto, pase lo que pase. Hay que ser útil a los historiadores y a los sociólogos. Rumata se echó a reír, se quitó la diadema, limpió cuidadosamente su objetivo y volvió a ponérsela. Luego llamó a Uno y le ordenó que trajese su uniforme y que limpiara el casco de cobre. Bajo su jubón, y directamente sobre la camiseta, se puso su cota de malla metaloplástica. Cuando se estaba apretando las hebillas metálicas del cinto del uniforme le dijo a Uno: — Escucha atentamente. Tengo más confianza en ti que en todos los demás. Pase lo que pase, Kira debe salir de aquí viva y sana. Si queman la casa, que la quemen; si roban el dinero, que lo roben. Pero salva a Kira. Sácala por los tejados, por los sótanos, por donde quieras, pero sálvala, ¿entiendes?

— Entiendo — dijo Uno —. Pero sería mejor que vos no salierais hoy.

— Escucha: si dentro de tres días no he vuelto, toma a Kira y llévala a la saiva, al Bosque Hiposo. ¿Sabes dónde está? Bien. En este bosque, busca la Guarida del Borracho, que es una isba no muy lejos de la carretera. Pregunta por ella y te dirán donde está. Pero cuidado a quién preguntas. Allí encontrarás a un hombre que se llama padre Kabani. Cuéntale lo que ha pasado. ¿Entendido?

— Sí. Pero sería mejor que no os fuerais.

— De buena gana me quedaría. Pero no me es posible: el servicio es el servicio. Haz exactamente lo que te he dicho.

Le dio a Uno un ligero papirotazo en la nariz, y se echó a reír al ver su forzada sonrisa.

Abajo, arengó a la servidumbre y salió a la calle. Oyó los pesados cerrojos correrse a sus espaldas, y se vio de nuevo envuelto en la oscuridad.

Los aposentos del príncipe siempre estuvieron mal protegidos. Posiblemente por eso a nadie se le había ocurrido en Arkanar atentar contra la vida de los príncipes. Sobre todo, nadie se había interesado por el príncipe actual. Este era un chico delicado de salud, de ojos azules, que se parecía a cualquiera menos a su padre, y que a nadie le hacía falta.

Rumata sentía una gran simpatía por él. Como su educación estaba organizada de la peor forma posible, el chico era listo, no era cruel, no aguantaba a Don Reba (quizá por instinto), le gustaba cantar canciones con letra de Tsurén y jugar a los barquitos. Rumata encargaba en la metrópoli libros para él, con muchas ilustraciones, le hablaba de la esfera celeste, y en una ocasión se ganó por completo el afecto del muchacho relatándole un cuento sobre las naves que vuelan. Para Rumata, que casi no conocía a ningún niño, aquel príncipe de diez años de edad era la antípoda de todos los estratos sociales de aquel país salvaje. De chiquillos como aquél, con ojos azules, iguales en todos los estratos sociales, surgía después la gente bruta, ignorante y sumisa, a pesar de que en la infancia no se adivinaran en ellos malas tendencias. Algunas veces, Rumata pensaba que sería algo formidable si de repente desaparecieran del planeta todas las personas mayores de diez años.

Cuando llegó a palacio, el príncipe ya estaba durmiendo. El relevo de la guardia requería toda una serie de ceremonias y de movimientos con las espadas desenvainadas junto al lecho del niño. Después, siguiendo la tradición, había que cerciorarse de que todas las ventanas estaban bien cerradas, de que todas las ayas estaban en su puesto, y de que en todos los aposentos ardían normalmente las lamparillas nocturnas. Una vez cumplidos todos estos requisitos, Rumata regresó a la antecámara y se puso a jugar con su compañero saliente de guardia una partida de taba. Durante la partida, procuró sonsacarle al noble Don lo que pensaba acerca de lo que estaba ocurriendo en la ciudad.

Su compañero, que era hombre talentudo, lo pensó detenidamente y dijo que suponía que la gente plebeya se estaba preparando para celebrar la fiesta de San Miki. Con esto terminaron la partida, y se despidieron.

Rumata arrimó su sillón a la ventana, se sentó cómodamente y empezó a mirar hacia al ciudad. La casa del príncipe estaba situada en una colina, y desde ella se divisaba durante el día toda la ciudad, hasta el mar. Pero ahora todo estaba a oscuras, y solamente se veían los diseminados grupos de luces formados por las antorchas de los milicianos, apostados en las encrucijadas, esperando la señal. La ciudad dormía o fingía dormir. ¿Sabían sus ciudadanos que hoy les esperaba algo horrible? ¿O estarían pensando, como el talentudo caballero, que eran los preparativos de la festividad de San Miki?

Doscientos mil hombres y mujeres. Doscientos mil herreros, y armeros, y carniceros, y merceros, y joyeros, y amas de casa, y rameras, y monjes, y prestamistas, y soldados, y vagabundos, y los pocos intelectuales que aún quedaban, estarían revolviéndose ahora en sus camas con olor a chinches. Unos dormirían, otros harían el amor, otros calcularían mentalmente las ganancias, o llorarían, o rechinarían los dientes de rabia… ¡Doscientas mil personas! ¿Qué tenían en común aquellas doscientas mil personas para un forastero llegado de la Tierra? El que casi sin excepción ninguno de ellos era aún una persona en el sentido actual de la palabra, sino tan sólo lingotes o piezas en bruto de los que los sangrientos siglos de la historia irían tallando poco a poco el verdadero hombre, libre y orgulloso. Ahora eran pasivos, codiciosos, y extraordinariamente egoístas.

Psicológicamente, casi todos ellos eran esclavos: esclavos de su fe, esclavos de sus semejantes, esclavos de sus pequeñas pasiones, esclavos de su codicia. Y si por un capricho de la suerte cualquiera de ellos naciera o se hiciera señor de sí mismo, no sabría qué hacer con su libertad. Se apresuraría a hacerse esclavo: esclavo de su riqueza, de sus antinaturales apetitos, de sus amigos depravados y de sus propios esclavos. La mayoría de ellos no tenían culpa de nada. Eran demasiado pasivos y demasiado ignorantes. Su esclavitud se basaba en la pasividad y en la ignorancia y esta pasividad y esta ignorancia hacían a su vez que se perpetuase la esclavitud. Si todos fueran iguales sería algo desesperante. Y sin embargo serían personas, es decir, seres portadores de una chispa de inteligencia. Y esta chispa haría que constantemente, unas veces aquí, otras allá, se encendieran y prendieran en su mente las luces de un futuro increíblemente lejano pero inevitable. Aquellas luces se encenderían a pesar de todo. A pesar de su aparente inutilidad. A pesar de la opresión. A pesar de que las pisoteasen. Y a pesar de que no le hicieran falta a nadie en el mundo, y de que todo el mundo estuviera contra ellas. A pesar de que en el mejor de los casos solamente pudieran contar con un desdeñoso y perplejo sentimiento de lástima.

Aquellas luces no sabían aún que el futuro les pertenecía, que el futuro era imposible sin ellas. No sabían que en aquel mundo de horrendos fantasmas del pasado ellas eran la única realidad del futuro, que ellas eran como el fermento o la vitamina del organismo de la sociedad. Si se destruye esta vitamina se inicia el escorbuto social, se descompone la sociedad, se debilitan sus nervios, sus ojos pierden nitidez y sus dientes caen. Ningún Estado puede desarrollarse sin el apoyo de la ciencia, porque sería destruido por los Estados vecinos. Sin el arte y la cultura general el Estado pierde el sentido de la autocrítica y comienza a estimular tendencias erróneas, engendra a cada paso hipócritas y deshechos sociales, fomenta en los ciudadanos el utilitarismo y la presunción y, en definitiva, acaba también siendo víctima de sus vecinos más cuerdos. Se puede perseguir cuanto se quiera a los intelectuales, prohibir la ciencia, destruir el arte, pero más tarde o más temprano hay que hacer marcha atrás y, aunque sea a regañadientes, abrir paso a todo aquello que tanto odian los zoquetes ignorantes que ansían el poder. Y por mucho que desprecien el saber, esa gente gris que detenta el poder no podrá hacer nada frente a la objetividad histórica, mejor dicho, podrá frenarla pero no detenerla. Aunque desprecien y teman el saber, no tendrán más remedio que llegar a estimularlo para poder mantenerse en el poder. Y entonces tendrán que permitir las universidades y las sociedades científicas, tendrán que crear centros de investigación, observatorios y laboratorios, tendrán que formar cuadros de hombres inteligentes y sabios, hombres que quedarán fuera de su control, hombres que tendrán una psicología completamente distinta y unas necesidades totalmente diferentes, y estos hombres no podrán existir y mucho menos obrar en el antiguo ambiente de baja codicia, chismes de cocina, presunción estúpida y necesidades puramente carnales, sino que necesitarán un ambiente nuevo, un ambiente con conocimientos generales y universales empapado de afán creador, necesitarán escritores, pintores, músicos, y la gente gris que esté en el poder tendrá que hacer estas concesiones. Y si alguno se resiste será barrido por un oponente más astuto en la lucha por el poder. Pero el que haga estas concesiones cavará su propia sepultura, en contra de su voluntad, pero inevitable y paradójicamente, puesto que no hay nada tan mortal para los egoístas ignorantes y fanáticos como el desarrollo cultural del pueblo en todos los terrenos, desde la investigación en el campo de las ciencias naturales hasta las aptitudes para comprender y deleitarse con la buena música. Y después viene la época de las grandes conmociones sociales, acompañadas de un desarrollo inusitado de la ciencia y de un proceso amplísimo de intelectualización de la sociedad, una época en que la incultura presenta su última batalla, que por su crueldad hace retroceder a la humanidad hasta la edad media, pero en la que es derrotada y desaparece para siempre como fuerza real en el seno de la nueva sociedad, libre de la opresión de clase.

Rumata seguía mirando fijamente la ciudad perdida en las tinieblas. En una de aquellas casas, en algún tabuco maloliente, acurrucado en un miserable catre, estaría a aquellas horas, herido y ardiendo de fiebre, el padre Tarra. El hermano Nanín velaría al enfermo sentado ante una mesa paticoja, medio borracho, y alegre y enfurecido a la vez estaría terminando de escribir el segundo tomo de su Tratado sobre los rumores, deleitándose en enmascarar con frases triviales la más feroz ridiculización de la vida gris. Por algún otro lugar deambularía por ricos aposentos solitarios Gur el Escritor, sintiendo horrorizado que, pese a todo, desde lo más profundo de su alma destrozada y pisoteada, surgían, impulsados por una fuerza misteriosa, y se abrían camino en su conciencia mundos felices fíenos de personas magníficas y de sentimientos conmovedores. Y en algún otro rincón, nadie sabía cómo, estaría pasando aquella noche el doctor Budaj, quebrantado, acosado, de rodillas quizá, pero vivo. ¡Hermanos míos! pensó Rumata, ¡yo soy vuestro, somos carne de vuestra carne! Y de repente sintió que él no era el dios que protegía con sus manos a los gusanillos de luz de la razón, sino el hermano que ayuda a su hermano, el hijo que salva a su padre. «Tengo que matar a Don Reba.» «¿Por qué?» «Porque él mata a mis hermanos.» «No sabe lo que se hace.» «Pero mata el futuro.» «El no tiene la culpa, es hijo de su época.» «Es decir, ¿no sabe que es culpable? Pero yo sí lo sé.» «¿Y qué vas a hacer con el padre Tsupik? Daría cualquier cosa por que alguien matara a Don Reba. ¿Qué vas a hacer con él? ¿Por qué no respondes? ¿Y con los que hay aguardando tras él? Habría que matar a muchos, ¿verdad?.» «No sé, es posible que a muchos. Unos tras otros. Todos los que levanten la mano contra el futuro.» «Eso ya lo hicieron otros.

Envenenaron, tiraron bombas, pero no consiguieron nada.» «Por supuesto que lo consiguieron. Gracias a ellos se pudo elaborar la estrategia revolucionaria.» «Pero tú no necesitas eso. Lo que tú quieres es matar.» «Sí, eso es lo que quiero.» «¿Y sabes hacerlo?» «Ayer maté a Doña Okana. Cuando fui a verla con la pluma blanca tras la oreja sabía que esto le costaría la vida. Lo único que siento es que la maté inútilmente. Como puedes ver, ya casi me han enseñado incluso a matar.» «Pero eso es malo. Y además es peligroso. ¿Recuerdas a Serguéi Kozhin, George Lenny y Sabina Krüger?» Rumata se pasó la mano por la frente: estaba húmeda. «Sí, se pone uno a pensar, a pensar, a pensar… y termina inventando la pólvora.» Se levantó y abrió la ventana de par en par. Los grupos de luces acababan de ponerse en movimiento a través de la ciudad a oscuras. Se separaban formando hileras, y aparecían y desaparecían entre las invisibles casas. Un sonido extraño se produjo entonces en la ciudad, algo así como un lejano aullido polifónico. En un instante se produjeron dos incendios que iluminaron los tejados de las casas vecinas. En el puerto se notaba cierta agitación. Los acontecimientos habían empezado. Dentro de unas horas quedaría en claro lo que representaba la unión del ejército Gris con el ejército nocturno, la unión absurda de los tenderos con los salteadores de caminos, quedaría claro lo que pretendía Don Reba y en qué consistía su nueva provocación. Concretamente, se sabría a quién iban a pasar a cuchillo aquella noche. Lo más probable es que hubiera comenzado la noche de las espadas largas, es decir, de la aniquilación de los mandos Grises que se habían extralimitado y al mismo tiempo de los barones que se hallaran en la ciudad y de los aristócratas menos adeptos. ¿Dónde estará Pampa? pensó Rumata. Si no lo cogen durmiendo, se defenderá.

No pudo seguir pensando. Empezaron a oírse nerviosos golpes dados con el puño en la puerta, y una voz empezó a gritar: — ¡Abrid, la guardia! ¡Abrid!

Rumata descorrió los cerrojos. Un hombre semidesnudo y pálido de terror irrumpió en la estancia, se aferró al cuello del jubón de Rumata y gritó temblando: — ¿Dónde está el príncipe? ¡Budaj ha envenenado al Rey! ¡Los espías irukanos han provocado una insurrección en la ciudad! ¡Salvad al príncipe!

El hombre, Ministro del Patrimonio real, una persona poco inteligente pero muy leal, empujó a Rumata y penetró en la alcoba del príncipe: Inmediatamente se oyeron gritos de mujeres. Pero en aquel mismo momento un grupo de milicianos, ceñudos y sudorosos forzaron la puerta interponiendo sus herrumbrosas hachas. Rumata sacó la espada.

— ¡Atrás! — dijo fríamente.

A sus espaldas oyó un quejido corto y ahogado provinente de la alcoba. Mal van las cosas, pensó Rumata. No comprendo nada de lo que está ocurriendo. Se deslizó hacia un rincón, y se parapetó tras una mesa. Los milicianos fueron penetrando en la habitación.

Serían unos quince, y jadeaban fatigosamente. Al frente de ellos iba un teniente de ajustado uniforme gris con la espada desenvainada.

— ¡Don Rumata! — dijo el teniente con entrecortada voz —. ¡Quedáis arrestado! ¡Entregad vuestra espada!

Rumata se echó a reír.

— ¡Cogedla! — respondió, mirando de soslayo hacia la ventana.

— ¡Detenedlo! — ordenó el oficial.

Quince cebados mamelucos armados con hachas no eran demasiados para un esgrimidor cuya técnica no sería dominada allí hasta dentro de tres siglos. El grupo avanzaba y retrocedía. Varias hachas yacían ya por el suelo. Dos milicianos se retiraron prudentemente, con sus desconyutados brazos fuertemente apretados contra la barriga.

Rumata era un maestro en la defensa en abanico, que hace que el acero en rotación forme ante los atacantes una barrera continua que parece imposible franquear. Los Grises resoplaban y se miraban indecisos los unos a los otros. Apestaban a cerveza y a cebolla.

Rumata separó un poco la mesa y se deslizó cuidadosamente hacia la ventana. Desde las filas traseras alguien le lanzó un cuchillo, pero no le alcanzó. Rumata se echó a reír, puso un pie en el antepecho de la ventana y dijo: — Si os acercáis de nuevo os cortaré las manos. Ya me conocéis.

Lo conocían, por supuesto. Lo conocían perfectamente, y nadie intentó moverse de su sitio, a pesar de las voces e improperios que les dirigía el oficial, que no por ello era menos cauto. Rumata acabó de ponerse de pie sobre el antepecho de la ventana y siguió amenazando con la espada, pero en aquel instante alguien desde el patio le arrojó una pesada jabalina que fue a golpearle de lleno en la espalda. El impacto fue terrible. La jabalina no pudo perforar la cota de malla metaloplástica, pero hizo que Rumata cayera del antepecho al suelo de la estancia. Aunque no perdió la espada, quedó casi indefenso.

Los milicianos se lanzaron en bloque sobre él. Juntos debían pesar más de una tonelada, pero se estorbaban mutuamente, y consiguió ponerse en pie. Le dio un puñetazo a un par de labios babosos, mientras apresaba con el codo a un tipo que empezó a chillar como un conejo. Rumata daba sin cesar golpes con los codos, los puños y los hombros (ya hacía tiempo que no se sentía tan libre), pero no consiguió quitarse de encima a sus enemigos.

Hizo un terrible esfuerzo y, arrastrando tras sí un montón de cuerpos humanos, se dirigió hacia la puerta. Por el camino tuvo que agacharse para soltarse de los que se agarraban a sus piernas. Luego sintió un seco golpe en un hombro y se desplomó de espaldas. Bajo él se debatieron algunos aplastados. Rumata volvió a ponerse en pie, dando golpes cortos con todas sus fuerzas y haciendo que los milicianos salieron despedidos hacía las paredes, braceando y pateando. Ante él apareció la desfigurada cara del teniente, que llevaba por delante una ballesta descargada, y en aquel momento se abrió la puerta y vio venir a su encuentro un nuevo grupo de jetas sudorosas. Le echaron una red, sus piernas se enredaron con las cuerdas y se vio derribado.

Dejó de defenderse. Prefirió economizar fuerzas. Durante algún tiempo lo patearon eficaz y silenciosamente, respirando de modo acompasado. Luego lo cogieron por los pies y lo arrastraron. Mientras lo llevaban de esta forma pasaron por delante de la puerta de la alcoba del príncipe, que estaba abierta. Rumata pudo ver al Ministro del Patrimonio clavado a la pared, atravesado por una pica, y un montón de sábanas ensangrentadas en la cama. Esto es un golpe de Estado, pensó. Pobre chico. Perdió el conocimiento mientras lo arrastraban hacia abajo por la escalera.


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