Prólogo


Anka llevaba una ballesta hecha por ella misma, con la caja de plástico negro y la cuerda de acero al cromo, que se montaba por medio de una silenciosa palanca. Antón no admitía innovaciones en estas cosas: su artefacto bélico era sólido, como el del mariscal Totz, es decir el rey Pisa I; estaba guarnecido con cobre negro, y tenía una ruedecilla a la que iba arrollado un cordón de nervio de toro. Pashka iba armado con una escopeta de aire comprimido, porque decía que las ballestas eran armas propias de la infancia de la humanidad; en realidad, si no tenía ballesta era debido a que era un vago, no poseía aptitudes para el oficio de carpintero, y ni siquiera había intentado fabricar una.

Atracaron en la orilla norte, donde el terreno, de amarilla arena, formaba un corte vertical por el que asomaban las raíces de unos pinos rectos como mástiles. Anka soltó el timón y miró a su alrededor. El sol despuntaba ya por encima del bosque, y todo a su alrededor era celeste, verde y amarillo. Celeste era la niebla que cubría el lago; verdeoscuros los pinos; amarilla la playa que se veía enfrente. Y por sobre todo ello dominaba un cielo claro, azul, casi blanco.

— Allí no hay nada — dijo Pashka.

Los muchachos seguían sentados en la barca, inclinados sobre la borda, mirando lo que había bajo el agua.

— Mira que lucio tan grande — exclamó Antón.

— ¿Con una aleta así? — preguntó Pashka.

Antón no respondió. Anka también miraba el agua, pero lo único que veía era su propia imagen reflejada.

— Si pudiéramos bañarnos — dijo Pashka, metiendo un brazo en el agua —. Pero está fría.

Antón pasó a la proa y desde allí saltó a la orilla. La barca cabeceó. Después sujetó la borda y esperó a ver lo que hacía Pashka. Este se levantó, se echó el remo al hombro y, contorsionándose de cintura para abajo, empezó a cantar:

¡Viejo capitán Vitsliputslí!

¿Te has dormido, amigo mío?

Pues cuídate, que ahí vienen

Cinco tiburones fritos.

Antón, sin decir palabra, dio un empujón a la barca.

— ¡Hey! — gritó Pashka, asiéndose a la borda.

— ¿Por qué fritos? — preguntó Anka.

— ¡Y yo qué sé! — respondió Pashka, mientras saltaban a la orilla —. Pero no suena mal, ¿verdad? ¡Cinco tiburones fritos!

Vararon la barca. Sus pies se hundían en la húmeda arena, que estaba llena de pinas y agujas secas de pino. La barca era pesada y resbaladiza, pero la arrastraron hasta sacarla completamente del agua. Después descansaron a su lado, respirando agitadamente por el esfuerzo.

— Me he aplastado un pie — dijo Pashka, arreglándose el pañuelo rojo que llevaba en la cabeza. Ponía gran empeño en que el nudo le cayese exactamente sobre la oreja derecha, como a los narigudos piratas irukanos —. Pero, ¡qué importa la vida! — añadió.

Anka se chupaba un dedo.

— ¿Te has clavado una astilla? — preguntó Antón.

— No, me he hecho una desolladura. ¿Quién de vosotros es el que lleva esas uñas?

— Deja que lo vea.

Ella le mostró el dedo.

— Sí — dijo Antón —. ¡Vaya trauma! ¿Qué hacemos ahora?

— ¡Sobre el hommmmm… bro, y adelante por la orilla! — gritó Pashka.

— Entonces, ¿para qué hemos desembarcado? — preguntó Antón.

— Porque en barca hasta una gallina podría hacer este viaje — explicó Pashka —. Pero por la orilla hay precipicios, cañaverales, remolinos… Incluso Iotas y siluros.

— ¡Bancos de siluros fritos! — exclamó Antón.

— ¿Has buscado alguna vez en un remolino?

— Sí.

— Nunca te he visto hacerlo.

— Hay tantas cosas que nunca me has visto hacer.

Anka les dio la espalda, levantó su ballesta y disparó sobre un pino que había a unos veinte pasos. Saltaron esquirlas de corteza.

— Magnífico — exclamó Pashka, y disparó con su escopeta. Apuntó a la flecha de Anka, pero falló el tiro —. No contuve la respiración — dijo para disculparse.

— ¿Y si lo hubieras hecho? — preguntó Antón, mirando a Anka.

Esta tiró con fuerza de la palanca y tensó la cuerda de su ballesta. Tenía unos excelentes músculos. Antón observó cómo bajo su morena piel se desplazaba la dura bola de sus bíceps.

Anka apuntó y disparó de nuevo. La segunda flecha se clavó en el árbol un poco más abajo que la primera.

— Estamos haciendo mal — dijo de pronto Anka, bajando la ballesta.

— ¿El qué? — Estamos estropeando los árboles sin necesidad. Ayer un pequeño estaba tirándole flechas a un árbol, y le obligué a que las arrancara con los dientes.

— Pashka — dijo Antón —, ¿por qué no vas tú a arrancar las flechas? Tienes buenos dientes.

— No, tengo uno cariado — respondió Pashka.

— Bueno — dijo Anka —, hagamos algo.

— No tengo ganas de subir precipicios — dijo Antón.

— Ni yo tampoco. Sigamos recto por aquí.

— ¿Hacia dónde? — preguntó Pashka.

— Hacia donde nos lleven los pies.

— Hacia la saiva entonces — dijo Pashka —. Toshka. vayamos al Camino Olvidado. ¿Lo recuerdas?

— Claro que lo recuerdo — dijo Antón.

— Sabes, Anechka… — comenzó a decir Pashka.

— ¡No me llames Anechka! — cortó Anka, que consideraba intolerable que la llamaran con otro diminutivo que no fuera Anka.

Antón aprendió bien la lección y se apresuró a decir: — El Camino Olvidado es una carretera por la que no pasa nadie. No figura en ningún plano de carreteras, y no sabemos adonde va.

— ¿Habéis estado ya allí?

— Sí. Pero no tuvimos tiempo de explorarla.

— Es un camino que no viene de ninguna parte ni va tampoco a ninguna parte — dijo Pashka, ya repuesto.

— ¡Estupendo! — exclamó Anka, cuyos ojos parecían en aquel momento dos rendijas negras —. Vamos allá. ¿Llegaremos antes del anochecer?

— ¡Mucho antes! A mediodía ya estaremos allí.

Escalaron el precipicio. Pashka se detuvo al llegar arriba y se volvió. Abajo se veía el lago azul, entreverado con las manchas amarillas de los bancos de arena, la barca varada en la playa, y unas grandes circunferencias que se ensanchaban por la oscura superficie del agua, cerca de la orilla, producidas sin duda por algún salto del lucio que habían visto antes. Pashka experimentó aquella indefinida alegría que sentía cada vez que se fugaba con Toshka del internado y tenía por delante todo un día de completa libertad, andando por lugares inexplorados, con fresas, solitarios y templados prados, lagartos grises y heladas aguas manando de inesperadas fuentes. Y, como siempre, quiso gritar y saltar, y así lo hizo, y vio como Antón lo miraba sonriente y cómo en sus ojos se adivinaba una absoluta identificación. Anka se metió dos dedos en la boca y lanzó una agudísimo silbido.

Entraron en el bosque. Era de espaciados pinos, y los pies resbalaban sobre la hojarasca. Los oblicuos rayos del sol se filtraban por entre los rectos troncos, proyectándose sobre la tierra y formando manchas doradas. Olía a resina, a lago y a fresas. Allá en el cielo trinaban invisibles pajarillos.

Anka iba delante. Llevaba la ballesta bajo el brazo, y de tiempo en tiempo se agachaba para recoger el fruto, rojo como la sangre y pulido como el charol, de las fresas. Antón la seguía, con su sólido artefacto bélico al hombro. Su carcaj, repleto de buenas flechas de combate, golpeaba rítmicamente sus nalgas. Iba observando el cuello de Anka, que estaba tan tostado por el sol que parecía negro, y en el que sobresalían algunas vértebras. De vez en cuando miraba a su alrededor buscando a Pashka, pero no se le veía por ningún lado. Solo de tanto en tanto, a derecha e izquierda, fulguraba por unos instantes su pañuelo rojo al sol. Antón se lo imaginaba deslizándose silenciosamente entre los pinos, con la escopeta preparada para disparar, inclinando hacia adelante su enjuta cara de ave de rapiña. Pashka se escondía por la saiva. La saiva tiene a veces bromas pesadas. Amigo, cuando la saiva pregunta, hay que responder a tiempo, pensó Antón, y sintió deseos de agacharse también. Pero delante de él iba Anka, y podría verlo. Hubiera hecho el ridículo.

Anka se giró y preguntó: — ¿Os escabullísteis sin hacer ruido?

Antón se encogió de hombros.

— ¿Y quién se escabulle haciendo ruido?

— Yo creo que sí hice ruido — dijo Anka, preocupada —. Tiré sin quererlo la jofaina, y oí pasos en el pasillo. Seguramente era Katia la Virgen, hoy le tocaba guardia. Tuve que saltar el arriate. Toshka, ¿qué llores crees que son las que crecen en ese arriate?

Antón frunció el ceño.

— ¿Debajo de tu ventana? No sé. ¿Por qué lo preguntas?

— Porque tienen que ser unas flores especiales. «El viento no las doblega ni las abate ¡a tormenta». Llevamos años enteros saltando sobre ellas, y siguen como nuevas.

— Sí, es interesante — dijo Antón, pensativo. Bajo su ventana también había un arriate con flores a las que «el viento no las dobla ni las abate la tormenta». Pero nunca les prestó la menor atención.

Anka se detuvo, lo esperó, y le ofreció las fresas que llevaba en la mano. Antón cogió tres.

— Coge más — dijo Anka.

— No, gracias — respondió Antón —. Me gusta irlas tomando una a una. Katia la Virgen no es mala persona, ¿verdad?

— Según para quién — saltó Anka —. Cuando una tiene que soportar el que cada tarde le diga que tiene los pies sucios…

Anka no dijo nada más. Ir con ella a través del bosque, juntos, sintiendo el roce de sus codos desnudos, contemplando su belleza y su agilidad, y sintiendo la extraordinaria dulzura de sus grandes ojos grises orlados de negras pestañas, era algo sumamente agradable.

— Sí — dijo Antón, al tiempo que alargaba la mano para apartar una telaraña que relucía al sol —. Está claro que ella no tendrá nunca los pies sucios. Si a ti te llevaran en brazos cuando tienes que pasar un charco, tampoco te mojarías los pies.

— ¿Y quién la lleva a ella?

— Henrik, el de la estación meteorológica. Ya lo conoces. El fuertote del pelo blanco.

— ¿De veras?

— Claro que sí. ¿Y qué tiene eso de particular? Todo el mundo sabe que están enamorados.

Volvieron a guardar silencio. Antón miró a Anka. Los ojos de la muchacha parecían dos rendijas negras.

— ¿Cuándo ocurrió eso? — preguntó ella.

— Una noche de luna — respondió desganadamente Antón —. Pero no sueltes la lengua por ahí.

Anka sonrió.

— A ti nadie te ha lirado de ella, Toshka — dijo —. ¿Quieres más fresas?

Antón cogió maquinalmente varias fresas de la mano de la muchacha y se las llevó a la boca. No me gusta la gente excesivamente charlatana, pensó. No la soporto. Por fin le pareció haber hallado un argumento eficaz y dijo: — Con el tiempo, también a ti te llevarán en brazos. ¿Te gustará entonces que vayan hablando de ello?

— ¿Pero de dónde has sacado que yo vaya a declinada? — dijo Anka distraídamente —.

No soy una chismosa.

— Dime, ¿en qué estás pensando?

— En nada de particular — Anka se encogió de hombros, hizo una pausa y añadió en tono confidencial — : ¿Sabes? estoy harta de tenerme que lavar los pies dos veces cada noche.

Pobre Katia la Virgen, pensó Antón. Esto es peor que la saiva.

Salieron a una vereda. Descendía, y el bosque se hacía cada vez más oscuro. Los helechos y la hierba alta crecían allí con exuberancia. Los troncos de los pinos estaban cubiertos de musgo y de la espuma blanca de los líquenes. Pero la saiva tiene bromas pesadas. Una voz ronca, que no tenía nada de humana, bramó de repente: — ¡Alto! ¡Vos, noble Don, tirad las armas! ¡Y también vos, noble Doña!

Cuando la saiva pregunta, hay que responder a tiempo. Antón, con un ágil y rapidísimo movimiento, derribó a Anka entre los helechos, a la izquierda, mientras él, saltando hacia la derecha, rodaba hasta parapetarse tras un tocón medio podrido. Aún se oía el eco de la ronca voz cuando la vereda estaba ya vacía.

Antón, tendido sobre un costado, montó su ballesta dándole vueltas a la ruedecilla. Se oyó un disparo, y fragmentos de corteza llovieron sobre Antón. La voz ronca anunció: — ¡El noble Don ha sido alcanzando en un talón!

Antón simuló un gemido y encogió una pierna.

— ¡No, esa no! — dijo la voz —. ¡La derecha!

Se oyó la risa solapada de Pashka. Antón echó una ojeada desde detrás del tocón, pero no pudo ver nada entre aquella masa de verde penumbra.

En aquel mismo instante sonó un agudo silbido y un ruido semejante al de un árbol que cae.

— ¡Ay! — gimió Pashka ahogadamente —. ¡Tened piedad! ¡No me matéis!

Antón se levantó de un salto. Pashka venía andando a su encuentro desde los helechos, de espaldas y con los brazos en alto. La voz de Anka interrogó: — Toshka, ¿lo ves?

— Como si estuviera entre mis manos — respondió Antón alegremente —. ¡No te vuelvas! — le gritó a Pashka —. ¡Las manos detrás de la cabeza!

Pashka obedeció sumisamente y declamó: — No diré nada.

— ¿Qué hacemos con él, Toshka? — preguntó Anka.

— Ahora lo verás — respondió Antón, mientras se sentaba cómodamente en el tocón y se ponía la ballesta sobre las rodillas —. ¿Cómo te llamas? — gritó, imitando la voz de Hexe el Irukano.

Pashka se encogió de hombros, dando a entender su desprecio e insumisión. Antón disparó. La pesada flecha fue a clavarse con un chasquido en la rama que colgaba sobre la cabeza de Pashka.

— ¡Oh! — exclamó Anka.

— Me llaman Bon Saranchá — confesó desganadamente Pashka —. «Y aquí caerá, por lo que se ve, uno de aquellos que juntos estaban.» — Famoso bandido, ciertamente — admitió Antón —. Pero nunca hizo nada desinteresadamente. ¿Quién te mandó?

— Don Satarín el Cruel — respondió Pashka.

Antón dijo despectivamente: — Hace dos años que esta mano mía cortó, en el Soto de las Espadas, la pestilente vida de ese tal Don Satarín.

— ¿Quieres que le meta una flecha en el cuerpo? — preguntó Anka.

— Esperad — se apresuró a decir Pashka —. Había olvidado por completo que quien me mandó verdaderamente fue Arata el Hermoso. Me prometió cien piezas de oro por vuestras cabezas.

Antón se palmeó la rodilla.

— ¡Qué embustero! — exclamó —. ¿Cómo es posible que Arata el Hermoso trate con un canalla como tú?

— Déjame que lo ensarte con una flecha — rogó Anka con voz sanguinaria.

Antón se echó a reír satánicamente.

— Bueno — dijo Pashka —, tú tienes un talón herido. Ya deberías estar desangrado.

— Eso es lo que tú crees — repuso Antón —. En primer lugar, durante todo este tiempo estoy mascando corteza de árbol blanco, y en segundo, dos hermosas bárbaras me han vendado ya la herida.

Los helechos se movieron, y Anka salió a la vereda. Tenía un arañazo en la cara y las rodillas manchadas de barro y hierba.

— Ya es hora de que lo arrojemos al pantano — opinó —. Cuando el enemigo no quiere rendirse, se le destruye.

Pashka bajó los brazos.

— Olvidas las reglas del juego — dijo, dirigiéndose a Antón —. Contigo uno tiene la impresión de que Hexe es una buena persona.

— ¿Y qué sabes tú? — Antón salió también a la vereda —. La saiva tiene bromas pesadas, mercenario indecente.

Anka le devolvió a Pashka su escopeta.

— ¿Siempre os disparáis así el uno al otro? — preguntó con asombro.

— ¡Claro! — se sorprendió Pashka —. ¿Qué crees que vamos a hacer, gritar «pum-pum» y «chic-chic»? En el juego ha de haber cierto riesgo.

— Por ejemplo — añadió Antón distraídamente —, con frecuencia jugamos a Guillermo Tell.

— Turnándonos — aclaró Pashka —. Un día soy yo quien se pone la manzana en la cabeza, y el otro día es él.

Anka los miró.

— ¿De veras? Sería interesante verlo.

— Por nuestra parte no hay inconveniente — dijo Antón con rapidez —. Lástima que no tengamos ninguna manzana.

Pashka sonrió abiertamente. Entonces Anka le quitó el pañuelo que llevaba en la cabeza e hizo un cucurucho con él.

— La manzana es una cosa convencional — dijo —. Eso también puede servir de blanco. Vamos, juguemos a Guillermo Tell.

Antón cogió el cucurucho rojo y lo examinó detenidamente. Después miró a Anka a los ojos. Seguían siendo dos rendijas. A Pashka todo aquello le seguía pareciendo muy divertido. Antón le pasó el cucurucho.

— «A treinta pasos no fallo una carta — declamó con voz tranquila —. Con pistolas conocidas, naturalmente.» — ¿De veras? — exclamó Anka. Y, dirigiéndose a Pashka, añadió — : ¿Y tú, querido? ¿Le dañas a una carta a treinta pasos?

Pashka se puso el cucurucho en la cabeza.

— «Ya probaremos alguna vez — recitó, enseñando los dientes —. En mis tiempos no tiraba del todo mal.» Antón se volvió de espaldas y echó a andar por la vereda, contando los pasos en voz alta: —…quince… dieciséis… diecisiete…

Pashka dijo algo que Antón no pudo oír, y Anka se echó a reír a carcajadas. Lo hizo de una forma exagerada.

— Treinta — dijo finalmente Antón, y giró sobre sus talones.

A treinta pasos, Pashka se veía muy pequeño. El cucurucho rojo parecía el gorro de un payaso sobre su cabeza. Pashka sonreía. Seguía jugando. Antón se inclinó y comenzó a tensar con calma la cuerda.

— ¡Yo te bendigo, padre mío! — gritó Pashka —. ¡Pase lo que pase, gracias por todo!

Antón colocó la flecha y se enderezó. Pashka y Anka lo miraron. Estaban muy juntos.

La vereda parecía un estrecho pasillo, oscuro y húmedo, entre dos altos muros verdes.

Antón elevó la ballesta. El artefacto bélico del mariscal Totz le pareció de pronto muy pesado. Me tiemblan las manos, pensó. Malo. Recordó cómo, aquel invierno, Pashka y él habían estado tirándole bolas de nieve a una pina de fundición que remataba el poste de una verja. Le tiraron desde veinte pasos, desde quince y desde diez, y no consiguieron hacer blanco. Luego, cuando se cansaron y ya se iban, Pashka tiró su última bola sin mirar… y le dio a la pina. Antón apretó la culata contra su hombro con todas sus fuerzas.

Anka está demasiado cerca de él, se dijo. Quiso gritarle que se apartara, pero comprendió que hubiera sido ridículo. Más alto. Más… más… De repente tuvo la seguridad de que, aunque se volviera dé espaldas, su pesada flecha iría a hincarse exactamente en el entrecejo de Pashka, entre sus dos ojos verdes. Miró fijamente a Pashka. Ya no sonreía.

Anka iba levantando lentamente una mano, con los dedos muy abiertos, y su rostro tenía una expresión forzada y adulta. Antón levantó aún más la ballesta, y pulsó el gatillo. No pudo ver dónde se clavó la flecha.

— Fallé — dijo con voz muy alta.

Avanzó a grandes zancadas por la senda, con las piernas rígidas. Pashka se pasó el cucurucho por la cara, lo sacudió y empezó a atarse el pañuelo a la cabeza. Anka se agachó y recogió su ballesta. Si me diera con ella en la cabeza, pensó Antón, le daría las gracias. Pero Anka ni lo miró. Por el contrario, se giró hacia Pashka y le dijo: — ¿Vamos?

— Sí, vamos — dijo Pashka. Miró a Antón, y se golpeó la frente con el dedo índice en un gesto muy significativo.

— Te asustaste, ¿verdad? — dijo Antón.

Pashka volvió a golpearse la frente con el dedo, y se fue con Anka. Antón los siguió despacio, procurando reprimir las dudas que le asaltaban.

¿Qué he hecho, a fin de cuentas? se preguntó a sí mismo. ¿Por qué se han disgustado? Pashka, por supuesto, se asustó. Aunque es difícil saber quién de los dos sufrió más: si Guillermo padre o Tell hijo. Pero, ¿y Anka? Posiblemente sintió miedo por Pashka. ¿Y qué podía hacer yo? Ahora voy tras ellos como un pariente pobre. Debería marcharme. Torciendo a la izquierda hay un buen pantano. Podría coger una lechuza. Pero ni siquiera retardó el paso. Esto significa que será para siempre, pensó. Así ocurre con frecuencia.

Llegaron a la Carretera Olvidada antes de lo que pensaban. El sol estaba todavía muy alto, y hacía calor. Sentían la picazón de las agujas de pino que se les habían metido por el cuello. La carretera estaba cubierta por dos hileras de losas de hormigón, de color gris rojizo, agrietadas. Por las juntas entre las losas crecía abundante hierba seca. La cuneta estaba invadida por polvorientas bardanas. Por encima de la carretera pasaron zumbando unos abejorros. Uno de ellos chocó contra la frente de Antón. Todo era silencio y tranquilidad.

— ¡Hey, mirad! — dijo Pashka.

En mitad de la carretera, colgado a cierta altura de un mohoso alambre tendido transversalmente, había un disco de hojalata cubierto de descascarillada pintura. Apenas se divisaba lo que había pintado en él: un rectángulo blanco sobre un fondo que alguna vez había sido rojo.

— ¿Qué será esto? — preguntó Anka, sin mucho interés.

— Una señal de circulación — respondió Pashka —. Significa: «dirección prohibida».

— Es un «ladrillo» — aclaró Antón.

— ¿Y para qué sirve? — volvió a preguntar Anka.

— Para indicar que no se puede ir en aquella dirección — dijo Pashka.

— Entonces, ¿qué objeto tiene esta carretera?

Pashka se encogió de hombros.

— Es una carretera muy antigua — dijo.

— Es una carretera anisótropa — intervino Antón, Anka estaba vuelta de espaldas a él —.

Solamente se permite la circulación en un sentido.

— Sí, nuestros antepasados eran listos — dijo Pashka pensativamente —. Después de recorrer kilómetros y kilómetros, te encuentras con una señal: «¡Alto! dirección prohibida.» No puedes seguir adelante, ni tienes a nadie a quien preguntar.

— ¡Imagina lo que puede haber más allá de esta señal! — dijo Anka, y miró a su alrededor. En muchos kilómetros a la redonda no había más que e! bosque inhabitado y era imposible encontrar a nadie que pudiera aclarar qué se ocultaba más allá de la señal — ¿Y si no fuera un «ladrillo»? — añadió —. La pintura ha caído casi por completo.

Entonces, Antón apuntó cuidadosamente y disparó. Sería estupendo que la flecha rompiera el alambre, y la señal fuera a caer a los pies de Anka. Pero no ocurrió así. La flecha fue a dar en la parte superior del disco, traspasó la oxidada hojalata, y lo único que cayó al suelo fueron fragmentos de pintura seca.

— Imbécil — dijo Anka sin girarse.

Esta fue la primera palabra que le dirigió a Antón tras el juego de Guillermo Tell. En el rostro de Antón se dibujó una sonrisa de conejo.

— «And enterprises of great pitch and moment — recitó Antón —, with this regará their current turn away and loose the name of action» Y empresas de gran empuje y alcance, giran su curso con esta mirada y pierden el nombre de acción. Hamlet.

— ¡Hey! — gritó Pashka en aquel momento —. ¡Por aquí ha pasado un auto después de la tormenta! ¡Mirad cómo está aplastada la hierba! ¡Mirad…!

Tiene suerte ese Pashka, pensó Antón. Miró las huellas que había en la carretera, y vio la hierba aplastada y las franjas negras que habían dejado los neumáticos del coche al frenar ante un bache.

— ¡Oh! — exclamó Pashka —. Pasó por debajo de la señal.

Aquello era indudable, pero Antón protestó: — En absoluto. Venía de aquél lado.

Pashka lo miró asombrado.

— ¿Acaso estás ciego?

— Venía de aquel lado — insistió Antón —. Sigamos las huellas.

— Estás diciendo una tontería — dijo Pashka, irritado —. En primer lugar, ningún conductor consciente circula por una dirección prohibida. Y en segundo lugar, mira dónde está el bache y dónde la huella del frenazo. ¿De dónde venía entonces?

— ¡Y a mí qué me importan tus conductores conscientes! ¡Yo mismo soy inconsciente y paso debajo del «ladrillo»!

Pashka palideció.

— ¡Puedes marcharte por donde quieras! — dijo, tartamudeando un poco —. ¡Chiflado! ¡Te has atontado con el calor!

Antón se volvió y, mirando hacia adelante, pasó debajo de la señal. Tan sólo deseaba una cosa: que ante él apareciera algún puente volado que le impidiera pasar al otro lado.

¿Qué tengo que ver yo con los conscientes? pensó. Que se vayan donde quieran… ella y su Pashka. Luego recordó cómo Anka había cortado a Pashka cuando éste la llamó Anechka, y sintió un cierto alivio. Miró hacia atrás.

Vio en seguida a Pashka. Bon Saranchá, hecho un ovillo, seguía atentamente las huellas del auto misterioso. El disco oxidado se balanceaba lentamente sobre la carretera y, a través del agujero, se veía a veces el cielo azul. Anka estaba sentada en la cuneta, con los codos apoyados en las desnudas rodillas y el mentón sobre los puños cerrados.

Empezaba a oscurecer. Iban de regreso. Los muchachos remaban, y Anka llevaba el timón. Por encima del bosque, que parecía negro, se alzaba una luna roja. Las ranas croaban furiosamente.

— Todo estaba tan bien planeado — dijo Anka tristemente —. ¡Y vosotros dos…!

Los muchachos permanecieron callados. Luego, Pashka preguntó a media voz: — Toshka, ¿qué viste por aquella parte?

— Un puente volado — respondió Antón —, y el esqueleto de un fascista encadenado a una ametralladora. La ametralladora estaba completamente hundida en la tierra, era imposible moverla.

— Ya… — dijo Pashka —. Yo no tuve tanta suerte. Yo tuve que ayudar a un pobre tipo a reparar su auto.



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