Rumata se despertó sobresaltado. Ya era de día. Se oía el rumor de un altercado abajo, en la calle. Alguien, que parecía un militar, gritaba: — ¡Ca…nalla! ¡Mira lo que has hecho! ¡Vas a limpiarme esa porquería con… la lengua! — Estos son los buenos días, pensó Rumata —. ¡Y cállate! ¡Juro por la joroba de San Miki que me estás exasperando!
Otra voz, áspera y ronca, refunfuñaba que, al pasar por aquella calle, uno tenía que mirar donde ponía los pies. Al amanecer había llovido un poco y, como la calle se había empedrado váyase a saber cuando…
— Así que debo mirar al suelo, ¿eh? Te atreves a decirme lo que tengo que hacer, ¿eh?
— Haríais mejor soltándome, noble Don, y dejar de tirar de mi camisa.
— Otra vez ordenándome lo que debo hacer, ¿eh?
Se oyó el chasquido de una bofetada. Seguramente debía ser la segunda: la primera era la que había despertado a Rumata.
— No me peguéis, noble Don… — refunfuñó el otro, abajo.
Me parece que conozco esa voz, se dijo Don Rumata. Juraría que es la de Don Tameo.
Hoy tengo que perder a las cartas con él, para que se lleve ese penco jamajareno.
¿Cuándo aprenderé a elegir caballos? Claro que nosotros, los Rumata de Estoria, nunca hemos sido expertos en caballos. Nuestra especialidad son los camellos de combate.
¡Menos mal que en Arkanar casi no hay camellos!
Rumata se estiró hasta que le crujieron los huesos, buscó en la cabecera de la cama un cordón de seda trenzado y tiró varias veces de él. Al otro lado de la casa sonaron unos campanillazos. El chico estará presenciando el espectáculo, pensó. Me podría levantar y vestirme por mí mismo, pero eso daría lugar a más rumores. Volvió a prestar atención a las blasfemias que le llegaban desde la calle. ¡Vaya lengua! Tiene una entropía extraordinaria. Es de esperar que Don Tameo no lo mate. Últimamente, entre la gente de la guardia, hay muchos que se jactan de poseer una espada para los lances de honor y otra para las persecuciones callejeras… esas que gracias a Don Reba se han multiplicado tanto últimamente en Arkanar. Pero Don Tameo no era de esos. Era más bien cobarde, y un incorregible político de sobremesa.
Resultaba abominable tener que empezar el día con Don Tameo. Rumata se sentó en la cama y se abrazó las rodillas por debajo de la bordada colcha, tan espléndida como vieja. Uno se siente rodeado de tinieblas pesadas como el plomo, pensó; se entristece, y dan ganas de pensar en lo débiles e insignificantes que somos ante las circunstancias. En la Tierra no nos ocurría esto. En la Tierra éramos unos muchachos saludables, seguros de sí mismos, que habíamos pasado un período de acondicionamiento psicológico y estábamos dispuestos a todo. Poseíamos unos nervios magníficos que nos permitían presenciar un suplicio o una ejecución sin siquiera volver la cabeza. Sabíamos dominarnos de tal forma que podíamos permanecer imperturbables ante las efusiones del más abyecto de los cretinos. Habíamos olvidado hasta tal punto qué es la repugnancia que podíamos comer en platos lamidos por los perros y secados después con un delantal sucio. Éramos totalmente impersonales, no hablábamos en los idiomas de la Tierra ni en sueños. Estábamos provistos de un arma infalible, la teoría básica del feudalismo, elaborada en el silencio de los gabinetes y laboratorios, en las excavaciones y en discusiones profundas.
Pero Don Reba, por desgracia, no tiene la menor idea de lo que es esa teoría. Nuestra preparación psicológica desaparece lo mismo que el bronceado del sol en el invierno.
Damos bandazos, y tenemos que reacondicionarnos constantemente: encaja los dientes y piensa que eres un dios camuflado, que no saben lo que se hacen, que casi ninguno de ellos es culpable de nada y que, por lo tanto, debes tener paciencia y ser tolerante. Y los manantiales de humanismo de nuestras almas, que en la Tierra parecían no tener fin, se agotan aquí con una rapidez aterradora. Nosotros, que en la Tierra éramos verdaderos humanistas, que sentíamos el humanismo como si fuera la piedra angular de nuestra propia naturaleza, que en nuestro respeto por el Hombre, en nuestro amor al Hombre, llegábamos hasta al antropocentrismo, nos damos cuenta aquí, con verdadero horror, que lo que amábamos no era al Hombre sino al habitante de la Tierra, a nuestro igual. Cada vez con más frecuencia nos sorprendemos a nosotros mismos pensando: ¿Acaso son realmente hombres? ¿Es posible que alguna vez, con el tiempo, lleguen a ser hombres?
Y entonces recordamos a gentes como Kira, Budaj, Arata el Jorobado, o el magnífico barón de Pampa, y sentimos vergüenza… pero esto también es poco habitual, es desagradable, y lo que es peor, no nos sirve de nada…
Bueno, pensó Rumata, no pensemos más en ello. Sobre todo por la mañana. ¡Al infierno con Don Tameo! El alma se me ha ido colmando de amargura, y estoy tan solo que no sé dónde verterla. Sí, solo. Éramos fuertes, poseíamos seguridad, pero ¿llegamos a pensar acaso en que aquí íbamos a encontrar esta soledad? Y nadie lo cree. Amigo Antón, ¿qué es lo que te ocurre? Al oeste, a tres horas de vuelo, tienes a Alexandr Vasílievich, un hombre bueno e inteligente, y al oeste está Pashka, tu compañero de escuela durante siete años, tu fiel y alegre amigo. Lo que ocurre es que estás amargado, Toshka. Es una lástima, por supuesto: te creíamos fuerte; pero ¿a quién no le ocurre? El trabajo es infernal, lo comprendemos. Regresa a la Tierra, descansa, ocúpate de la teoría y más tarde veremos…
Y hablando de ello, Alexandr Vasílievich es un dogmático cien por cien. Como la teoría básica no prevé a los Grises («Amigo mío, en los quince años que llevo aquí no he notado tales divergencias con la teoría»), eso quiere decir que las Hordas Grises son fruto de mi imaginación. Y eso quiere decir que mis nervios empiezan a flaquear, estoy sometido a una excesiva tensión, debo retirarme a descansar. «Bien, de acuerdo, prometo que iré personalmente a ver lo que ocurre y daré mi opinión. Pero mientras tanto, Don Rumata, os ruego que no cometáis ningún exceso». Y Pashka, mi amigo de la infancia, adoptó un tono erudito, de especialista, de pozo de sabiduría, y empezó a divagar sobre la historia de los dos planetas, y demostró fácilmente que el Movimiento Gris no era más que una simple y previsible forma de oposición de la burguesía contra los barones. «Sí, dentro de unos días te haré una visita, y veremos lo que ocurre. Estoy hondamente preocupado por la suerte de Budaj». Muchas gracias. Y no te preocupes: me ocuparé personalmente de Budaj, ya que al parecer no sirvo para otra cosa.
El muy erudito doctor Budaj, nativo de Irukán, era un gran médico al que el duque de Irukán estuvo a punto de concederle un título nobiliario, antes de cambiar de opinión y encerrarlo en una mazmorra. Budaj era el mejor toxicólogo del Imperio, el autor de un tratado famosísimo: De las hierbas y algunas gramíneas que de forma misteriosa pueden producir aflicción, alegría o tranquilidad, así como de la saliva y los jugos de los reptiles, de las arañas y del jabalí pelado, que tienen las mismas y otras muchas propiedades.
Indudablemente, Budaj era un auténtico intelectual, un humanista convencido y una persona desinteresada. Todos sus bienes se reducían a un saco lleno de libros. ¿Quién podía necesitar del doctor Budaj en aquel país oscuro, ignorante y encallado en el sangriento tremedal de las conspiraciones y la codicia?
Supongamos que estás vivo y te encuentras en Arkanar. No podemos excluir el que te hayan apresado los salteadores bárbaros que bajan de las estribaciones de la Cordillera Roja del Norte. Por si fuera así, Don Kondor piensa ponerse en contacto con nuestro amigo Shushtu-letidovodus, especialista en la historia de las civilizaciones primitivas, que ahora trabaja seriamente como hechicero epiléptico con el cabecilla de estos bárbaros, que ostenta un nombre con cuarenta y cinco sílabas. Si realmente estás en Arkanar, en primer lugar puedes haber caído en manos de la gente de Vaga Kolesó, aunque no como presa principal, sino secundaria, ya que a ellos les interesará más tu ilustre acompañante.
Pero sea como sea no te matarán: Vaga Kolesó es demasiado tacaño como para eso.
También puede haberte atrapado algún imbécil, sin una premeditada mala intención, simplemente por aburrimiento y por un hipertrofiado sentimiento de hospitalidad. Tuvo ganas de darse un banquete con algún ilustre vecino, envió a sus hombres a la carretera, y les hizo traer a su castillo a tu noble acompañante. En este caso tendrás que esperar encerrado en el pestilente cuarto de la servidumbre hasta que los señores se hayan emborrachado como cubas y se despidan amigablemente. Si es así, tampoco te amenaza ningún peligro.
Pero cerca de Putribarranco están embocados los restos del ejército campesino de Don Xi y Petri Vértebra, recientemente derrotados, pero que cuentan ahora con la secreta protección de nuestro águila Don Reba, que los mantiene en reserva para el caso de que surjan complicaciones con los barones, cosa que por otra parte es muy probable. Esos no tienen clemencia, y es preferible no pensar en ellos. Existe también Don Satarín, un aristócrata de sangre imperial, que con sus ciento dos años ha perdido ya por completo el juicio. Don Satarín tiene afrentas familiares que lavar con los duques de Irukán, por lo que de tiempo en tiempo entra en actividad y se dedica a atrapar a todo aquel que cruza la frontera irukana. Es un tipo muy peligroso ya que, influido por sus ataques de colecistitis, es capaz de dar tales órdenes que sus hombres no consiguen evacuar los cadáveres que se amontonan en sus mazmorras.
Y finalmente está lo principal, no por ser lo más peligroso sino por ser lo más probable: las Milicias Grises de Don Reba, las secciones de asalto que vigilan las carreteras principales. Puede que hayas caído incidental — mente en sus manos, en cuyo caso hay que confiar en la sensatez y sangre fría de tu acompañante. Pero, ¿y si a Don Reba le interesases precisamente tú? Don Reba se interesa a veces por cosas tan insospechadas… Sus espías pueden haberle informado que ibas a pasar por Arkanar, y tal vez mandara a tu encuentro a un destacamento al mando de algún diligente oficial Gris, algún bastardo de noble de poca monta, y en este caso ahora estarás encerrado en un calabozo de los sótanos de la Torre de la Alegría.
Rumata volvió a tirar nerviosamente del cordón. La puerta de la alcoba se abrió rechinando horriblemente, y un muchacho delgado y taciturno entró en la estancia. Se llamaba Uno, y su suerte podría servir de tema para una balada. Hizo una reverencia en el mismo umbral y, chancleteando sus rotos zapatos, se acercó al lecho y puso sobre la mesilla una bandeja con cartas, una taza de café y un poco de corteza aromática para mascar, que fortalecía las encías al tiempo que limpiaba los dientes. Rumata lo miró disgustado.
— Dime, ¿cuándo vas a engrasar los goznes de la puerta?
El muchacho miró al suelo y no respondió. Rumata echó a un lado la colcha, sacó fuera de la cama los pies descalzos y, mientras alargaba una mano hacia la bandeja, preguntó: — ¿Te has lavado hoy?
El muchacho titubeó y, sin responder, empezó a recoger las prendas dispersas por la habitación.
— ¿Acaso no me oyes? — insistió Rumata, que ya había abierto la primera carta —. Te pregunto si te has lavado hoy.
— El agua no limpia los pecados — murmuró el muchacho —. ¿Soy acaso noble para tener que lavarme cada día?
— ¿Y qué te he dicho acerca de los microbios?
El muchacho puso cuidadosamente el calzón verde sobre el respaldo de un sillón e hizo un brusco movimiento con el pulgar para ahuyentar a los malos espíritus.
— Durante la noche he rezado tres veces — dijo —. ¿Qué más queréis?
— Eres tonto — dijo Rumata, y empezó a leer la carta.
La escribía Doña Okana, dama de honor y nueva favorita de Don Reba. Le pedía a Rumata, «consumida por la ternura», que fuera a verla aquella misma tarde. El post scriptum decía claramente lo que esperaba de él en aquella entrevista.
Don Rumata enrojeció, miró de reojo al muchacho y murmuró un lacónico: — Era de esperar…
Le repugnaba ir, pero el no hacerlo sería una equivocación, ya que Doña Okana sabía muchas cosas. Se bebió el café de un sorbo y se metió en la boca la corteza de mascar.
El siguiente sobre era de papel fuerte, y el sello de lacre estaba dañado. Por lo visto la carta había sido abierta. Su remitente era Don Ripat, uno de sus agentes, arribista de pocos escrúpulos, teniente de las Milicias Grises. Se interesaba por la salud de Don Rumata, expresaba su seguridad en la victoria de la Gran Causa Gris, y pedía que le aplazase la deuda que tenía con él, ya que no podía pagar alegando circunstancias francamente absurdas.
— De acuerdo, de acuerdo… — refunfuñó Rumata, dejando la carta a un lado. Volvió a tomar el sobre y lo examinó atentamente. Sí, pensó, están aprendiendo a trabajar mejor.
Mucho mejor.
La tercera carta era un reto a batirse a espada por celos, pero su autor estaba dispuesto a darse por satisfecho y a renunciar al dueño si Don Rumata, procediendo caballerosamente, aportaba las pruebas necesarias para demostrar que no tenía ni había tenido nunca ningún contacto con Doña Pifa. La carta estaba redactada sobre la base de un formulario. Su texto principal estaba escrito con fina letra caligráfica, y en él habían sido dejados en blancos los huecos correspondientes a fechas y nombres, que habían sido llenados más tarde con una letra desigual y con faltas de ortografía.
Rumata arrojó la carta a un lado y se rascó la mano izquierda, picada por los mosquitos.
— Bueno, vamos a lavarnos — dijo.
El muchacho desapareció por la puerta, y pronto se presentó de nuevo, andando de espaldas y arrastrando una tina de madera llena de agua. Luego volvió a salir y trajo otra tina vacía y un cazo.
Rumata saltó al suelo, se quitó la camisa de dormir, muy usada pero con unos magníficos bordados a mano, y desenvainó las espadas colgadas a la cabecera del lecho.
El muchacho se protegió prudentemente tras uno de los sillones. Tras ejercitarse durante unos diez minutos en lanzar y parar golpes, Rumata dejó las espadas junto a la pared y se metió en la tina vacía.
— ¡Echa agua! — ordenó.
No le gustaba lavarse sin jabón, pero ya se había acostumbrado a ello. El muchacho le fue echando agua, cazo tras cazo, por la espalda, cuello y cabeza, al tiempo que refunfuñaba: — En todas las casas hacen las cosas como es debido, mientras que aquí todo son inventos. ¿Dónde se ha visto que la gente se lave en dos tinas? ¡Y ese absurdo puchero que hemos puesto en el retrete! Cada día una toalla limpia. Y, desnudo y sin haber rezado, dando saltos cada día con las espadas…
Mientras se frotaba vigorosamente con la toalla, Rumata dijo en tono sentencioso: — Tienes que comprender que soy un miembro de la corte y no un piojoso barón cualquiera. Los cortesanos tenemos que ir limpios y perfumados.
— Como si Su Majestad no tuviera otra preocupación que cleros — rezongó el muchacho —. Todos sabemos que Su Majestad ora día y noche por nosotros, pobres pecadores. Y Don Reba aún más: él no se lava nunca. Lo sé seguro, me lo han dicho sus sirvientes.
— Anda, no murmures — dijo Rumata, poniéndose la camiseta.
El muchacho también veía mal aquella camiseta. Era motivo de comentarios entre los criados de Arkanar. Pero Rumata no podía hacerle nada, puesto que se la ponía por razones de pura aprensión humana. Cuando empezó a ponerse los calzoncillos el chico desvió la mirada e hizo con los labios un movimiento como si le escupiera al diablo.
No estaría mal introducir la moda de la ropa interior, pensaba Rumata. Naturalmente, se tendría que empezar con las mujeres, pero Rumata se caracterizaba por tener a ese respecto más escrúpulos que los permitidos a un explorador. Todo caballero veleidoso, conocedor de las costumbres de la corte y desterrado a provincias a causa de un duelo amoroso, debía de tener por lo menos una veintena de amantes. Rumata hacía heroicos esfuerzos por mantener esta fama. La mitad de sus agentes, en vez de ocuparse de cosas serias, se dedicaban a propagar rumores que despertaban envidias y admiración entre los jóvenes oficiales de la guardia de Arkanar. El, por su parte, visitaba asiduamente a decenas de damas… en cuyas casas permanecía recitando poesías hasta muy entrada la noche (hasta la hora de la tercera guardia, en la que se despedía de ellas con un fraternal beso en la mejilla y saltaba después por el balcón, para ir a caer en brazos del jefe de alguna patrulla nocturna, que naturalmente era un oficial amigo suyo). Esas damas se sentían ofendidas y defraudadas, pero su amor propio las obligaba a contarse las unas a las otras las deliciosas sutilezas del estilo cortesano del noble de la metrópoli. La vanidad de aquellas estúpidas y pervertidas mujeres era el único sostén de Rumata… y, no obstante, el problema de la ropa interior seguía sin resolver.
Con los pañuelos la cosa había resultado más fácil. En el primer baile al que asistió, Rumata sacó en un determinado momento de su bocamanga un precioso pañuelito de encaje y se limpió con él los labios. Al baile siguiente, todos los oficiales de la guardia se limpiaban el sudor con trozos de tela multicolores, llenos de bordados e iniciales. Y al cabo de un mes no eran pocos los que llevaban al brazo verdaderas sábanas, cuyas puntas arrastraban elegantemente por el suelo.
Rumata se puso el calzón verde y una camisa blanca de batista, con el cuello gris de mal lavado.
— ¿Hay alguien aguardando? — preguntó.
— El barbero — dijo el muchacho —. Y también están don Tameo y don Sera esperando en el salón. Me ordenaron que les sirviera vino, y ahora están jugando a la tabla. Os esperan para desayunar.
— Llama al barbero, y diles a esos nobles Dones que pronto me reuniré con ellos. ¡Y hazlo educadamente y sin groserías!
El desayuno no fue muy abundante en previsión del próximo almuerzo. Tan solo se sirvió carne asada, muy adobada con especias, y orejas de perro en vinagre, todo ello regado con vino irukano espumoso, estoriano negro y espeso, y blanco de Soán. Don Tameo, mientras trinchaba habilidosamente con dos puñales una pata de carnero, se lamentaba de la insolente temeridad de las clases inferiores.
— Tengo el propósito de redactar una instancia a Su Majestad — declaró —, aduciendo que la nobleza exige que se les prohíba a los patanes y a la chusma artesana circular por los sitios públicos y las calles. Que anden por los patios y traspatios. Y cuando su presencia sea imprescindible en la calle, como por ejemplo cuando tengan que llevar el pan, la carne o el vino a casa de algún noble, que lleven un permiso especial del Ministerio de Seguridad de la Corona.
— Una luminosa idea — exclamó admirativamente don Sera, proyectando saliva y salsa de carne junto con sus palabras. Y añadió — : Por cierto, ayer, en palacio… — y comenzó a referir el último chismorreo. Doña Okana, la dama de honor y la última pasión de Don Reba, tuvo la mala suerte de pisarle al Monarca el pie enfermo. Su Majestad se indignó, y dio orden a Don Reba de que castigara con severidad a la delincuente. «Así se hará, Majestad», replicó Don Reba sin pestañear. «¡Esta misma noche me encargaré personalmente de ello!» —. Me reí con tantas ganas cuando me lo contaron — concluyó Don Reba agitando la cabeza —, que hasta me saltaron dos ganchillos del jubón.
Son protoplasma, pensó Rumata. Simple protoplasma que se nutre y se reproduce.
— Oh, sí, nobles Dones — dijo —. Don Reba es una persona inteligentísima.
— ¡Por supuesto! — exclamó Don Sera —. ¡Tiene una preclara imaginación!
— Es una personalidad — añadió Don Tameo, con convencido aire de suficiencia.
— Ahora resulta extraño recordar lo que se decía de él hace un año — continuó Rumata —.
Don Tameo, ¿os acordáis de la gracia con que criticabais sus torcidas piernas?
A Don Tameo se le atragantó algo y tuvo que beber de golpe un vaso de irukano lleno hasta el borde.
— No, no recuerdo — refunfuñó finalmente —. ¿Qué podría yo criticar?
— Yo sí lo recuerdo — dijo Don Sera, haciendo un movimiento de reproche con la cabeza.
— ¡Efectivamente! — exclamó Rumata —. ¡Vos estabais presente en aquella conversación, Don Sera! Ahora recuerdo. Os reíais de tal forma de las ocurrencias de Don Tameo que juraría que hasta os saltaron algunos cierres de vuestra ropa.
Don Sera enrojeció y comenzó a justificarse, tartamudeando una sarta de incongruencias. Don Tameo se ensombreció y concentró toda su atención en el fuerte vino estoriano. Y como, según su propia expresión «desde que comencé a beber anteayer de madrugada no he podido parar hasta ahora», cuando salieron a la calle tuvieron que llevarlo sujeto por ambos lados.
Hacía un hermoso y soleado día. La gente iba y venía por las calles buscando en qué entretenerse, los niños daban gritos y silbaban tirándose barro e inmundicias, hermosas ciudadanas estaban asomadas a las ventanas, vivarachas sirvientas miraban tímidamente a los paseantes con sus húmedos ojos y el humor de los tres amigos fue mejorando sensiblemente. A Don Sera se le ocurrió hacerle la zancadilla a un plebeyo que pasaba, y por poco se muere de risa al ver cómo se revolcaba en un charco. De pronto, Don Tameo se dio cuenta de que llevaba el tahalí al revés, gritó: «¡Alto!», y empezó a girar sobre sí mismo para arreglarlo intentando revolverse dentro de su bandolera. A Don Sera se le volvió a desabrochar el jubón. Entonces, Rumata cogió por una oreja a una muchacha que pasaba a su lado y le pidió que ayudara a Don Tameo a poner sus prendas en orden.
Alrededor de los tres nobles Dones se formó un corrillo de desocupados que empezaron a darle tal clase de consejos a la muchacha para que desempeñara bien su labor que ésta acabó enrojeciendo como la grana, mientras del jubón de Don Sera seguían saltando ganchillos, botones y hebillas. Cuando por fin siguieron adelante, Don Tameo resolvió redactar en voz alta una nueva cláusula complementaria a su instancia, en la que se indicaba la conveniencia de «no incluir a las mujeres guapas entre los patanes y el vulgo». En aquel momento, un carro cargado de piezas de alfarería les cortó el paso. Don Sera desenvainó su espada y dijo que era intolerable que unos nobles Dones tuvieran que dar un rodeo por culpa de unos miserables pucheros, y se lanzó al loable empeño de abrirse paso a través del carro. Pero mientras intentaba distinguir donde terminaba la pared de la casa y dónde empezaba el carro, Rumata se sujetó a una rueda e hizo girar el carro de manera que quedó libre el paso. Los curiosos que presenciaban asombrados la escena prorrumpieron en un triple «¡hurra!» a Rumata. Ya se disponían los tres amigos a seguir su camino cuando por la ventana de un tercer piso se asomó un tendero gordo y entrecano que empezó a quejarse de los atropellos que cometían los nobles «a los que nuestro águila, Don Reba, pronto sabrá poner freno». No les quedó más remedio que detenerse unos instantes, el tiempo necesario para arrojar contra el imprudente de la ventana toda la carga del carro. Rumata depositó dos monedas de oro con el perfil de Pisa VI en el último puchero, y se lo entregó al estupefacto dueño del carro.
— ¿Cuánto le habéis dado? — preguntó Don Tameo.
— Una miseria — dijo Rumata con indiferencia —. Dos piezas de oro.
— ¡Por la joroba de San Miki! — exclamó Don Tameo — o ¡Debéis ser rico! Si lo deseáis, os vendo mi potro jamajareño.
— No, gracias — dijo Rumata —. Prefiero ganároslo a la taba.
— ¡Lleváis mucha razón! — dijo Don Sera, deteniéndose —. ¿Por qué no nos sentamos a jugárnoslo?
— ¿Aquí? — preguntó Rumata.
— ¿Y por qué no? — se sorprendió Don Sera —. No veo nada que pueda impedir el que tres nobles Dones se pongan a jugar a la taba en el lugar que más les acomode.
En aquel momento Don Tameo se cayó, sin saber cómo. Don Sera se enredó en sus pies y cayó estrepitosamente sobre su compañero.
— Lo había olvidado por completo — dijo cuando se hubo repuesto —. Se supone que debemos entrar de guardia.
Rumata levantó a los dos y los arrastró sujetándolos por los codos. Al pasar frente a la lóbrega casa de Don Satarín, se detuvo y dijo: — ¿Y si hiciéramos una visita a nuestro buen viejo Don?
— No veo inconveniente en que tres nobles Dones entren a ver al viejo Don Satarín — dijo Don Sera.
Pero en aquel momento Don Tameo abrió los ojos y recitó: — Mientras estemos al servicio del rey debemos mirar siempre al futuro. Don Satarín es una etapa caduca.
¡Adelante siempre! Ya es hora que estemos en nuestros puestos.
— Adelante pues — asintió Rumata.
Don Tameo hundió la cabeza en su pecho y no volvió a despertarse, aunque siguiera andando. Don Sera, doblando los dedos, se puso a contar sus éxitos amorosos. Así llegaron hasta palacio. Rumata depositó a Don Tameo en un banco del cuerpo de guardia y respiró aliviado. Don Sera se sentó ante la mesa, echó a un lado un fajo de órdenes firmadas por el Rey, y dijo que por fin había llegado el momento de beber vino de Irukán frío. Decid al patrón que traiga un barril, ordenó, y a esas mozas (y al decir esto señaló a los oficiales de la guardia que estaban jugando a las cartas en otra mesa) que vengan aquí. En aquel momento llegó el jefe de la guardia, un teniente, y miró fijamente a Don Tameo y de reojo a Don Sera. Este último le preguntó «por qué se habían marchitado todas las flores del amor furtivo», y aquello acabó de convencer al teniente de que era inútil que ocuparan sus puestos en aquellas condiciones y que era mejor dejarles dormir un rato.
Entonces Rumata se sentó a jugar con el teniente, y este le ganó una pieza de oro.
Mientras jugaban, charlaron de las nuevas bandoleras de los uniformes, y de los distintos procedimientos para afilar las espadas. A propósito de aquello, Rumata dijo que pensaba ir a ver a Don Satarín, que poseía una magnífica colección de armas blancas antiguas.
Grande fue su aflicción cuando supo por boca de su interlocutor que el distinguido cortesano había acabado de perder por completo la cabeza, y hacía un mes que había puesto en libertad a todos sus prisioneros, disuelto su milicia y donado al tesoro público su riquísimo arsenal de máquinas de tortura. El viejo, que tenía ya ciento dos años, había manifestado su inquebrantable deseo de dedicar el resto de su vida a las buenas obras.
Por lo visto le quedaba ya poca.
Tras despedirse del teniente, Rumata salió de palacio y se dirigió al puerto. Iba rodeando charcos y saltando por encima de los hoyos llenos de agua putrefacta, empujando sin consideración a la muchedumbre que se cruzaba en su camino, guiñándole el ojo a las muchachas, en las que su apostura producía un irresistible impacto, saludando cortésmente a las damas en sus palanquines y a los conocidos que se cruzaban con él, y aparentando no advertir a los Milicianos Grises.
Dio un pequeño rodeo para ir a la Escuela Patriótica. La escuela había sido fundada bajo el patrocinio de Don Reba dos años atrás, y tenía por objeto preparar cuadros militares y administrativos, educando para ello a los hijos de la pequeña nobleza y de los comerciantes. El edificio era de piedra, de nueva construcción, sin columnas ni bajorrelieves, pero con gruesos muros provistos de estrechas ventanas a modo de aspilleras y torres semicirculares a ambos lados de la entrada principal. En caso de necesidad, el edificio podía ser defendido fácilmente.
Rumata subió por una estrecha escalera hasta el segundo piso y, haciendo sonar sus espuelas sobre las losas, se dirigió al despacho del procurador, pasando por delante de las aulas. En éstas se oían murmullos y voces coreadas: «¿Quién es el Rey? Su Majestad. ¿Quiénes son los Ministros? Hombres fieles que desconocen la duda…» «Y Dios, nuestro Creador, dijo: «Maldeciré». Y maldijo…» «…Cuando el cuerno suena dos veces, hay que dispersarse de dos en dos formando cadena y bajar las picas…» «…Si el torturado pierde el conocimiento, hay que interrumpir el tormento y no dejarse llevar…» A eso se llama escuela, pensó Rumata. Un nido de sabiduría. Un puntal de la cultura.
Empujó la pequeña y arqueada puerta y entró en el despacho sin llamar. Era una estancia oscura y fría, con apariencia de sótano. De detrás de una enorme mesa, repleta de papeles y de junquillos para castigar a los alumnos, salió a su encuentro un hombre larguirucho, anguloso y calvo, de ojos hundidos, que vestía un ajustado uniforme gris con los emblemas del Ministerio de Seguridad de la Corona. Era el procurador de la Escuela Patriótica, el muy docto padre Kin, un criminal sádico metido a monje, autor del Tratado sobre la delación, una obra que llamó poderosamente la atención de Don Reba.
Rumata respondió a su amanerado saludo con una distraída inclinación de cabeza, y se sentó sin más preámbulos en un sillón, cruzando las piernas. El padre Kin permaneció de pie, un poco inclinado hacia adelante, en postura de respetuosa atención.
— ¿Cómo marchan las cosas? — preguntó Rumata —. ¿Estamos degollando a unos sabihondos y empezamos ya a preparar otros?
El padre Kin sonrió mostrando los dientes.
— No todos los instruidos son enemigos del Rey — dijo —. Son enemigos del Monarca los instruidos que sueñan, que dudan, que no creen. Aquí preparamos…
— Está bien — dijo Rumata —. Te creo. ¿Qué estás escribiendo ahora? He leído tu tratado.
Me parece un libro útil pero absurdo. ¿Cómo es posible que tú…?
— No me propuse llamar la atención por mi inteligencia — respondió Kin dignamente —. Lo único que pretendí fue ser útil al Estado. No necesitamos gente lista, sino fiel. Y nosotros…
— Bueno, bueno — interrumpió Rumata —. Te creo. Pero dime, ¿estás escribiendo o no algo nuevo?
— Quiero someter a la consideración del Ministro unos razonamientos sobre la nueva forma que debe tener el Estado, tomando como modelo la Región de la Orden Sacra. — ¿Y qué pretendes? — exclamó Rumatra —. ¿Qué nos hagamos todos frailes?
El padre Kin apretó los puños y se inclinó hacia adelante.
— Permitidme que os explique, noble Don — dijo exaltadamente —. La esencia del proyecto es otra completamente distinta. Esta esencia dimana de los fundamentos del nuevo Estado, y a su vez estos son claros y se reducen a tres, a saber: fe ciega en la infalibilidad de las leyes, obediencia ciega a las mismas y vigilancia incesante de todos por cada uno.
— ¡Oh! — interrumpió Rumata —. ¿Y para qué?
— ¿Cómo «para qué»?
— Sí, a pesar de todo me parece que estás algo chiflado — dijo Rumata —. Pero bueno, te creo. ¿Qué es lo que te quería decir? ¡Ah, sí! Mañana tienes que admitir a dos nuevos preceptores. Uno de ellos es el padre Tarra, un respetable anciano que se dedica a la…
cosmografía, y el otro el hermano Nanín, que también es una persona fiel y conocedor de la historia. Es gente mía, así que recíbelos con todo respeto. Aquí tienes la fianza — echó sobre la mesa un saquito del que escapó un tintineo de monedas —. Tu parte está también aquí, son cinco piezas de oro. ¿Entendido?
— Sí, noble Don — dijo el padre Kin.
Rumata bostezó y miró a su alrededor.
— Me alegra que lo hayas entendido — dijo —. Mi padre, no sé por qué, tenía mucho cariño a esos dos, y me encargó en su testamento que me preocupara por ellos. Dime, tú que eres un hombre culto, ¿de dónde le puede venir a un noble esta simpatía por alguien que sabe leer?
— Es posible que se deba a servicios prestados — aventuró Kin.
— ¿A qué te refieres? — preguntó Rumata, como sospechando algo —. Aunque… oh, ¿por qué no? Sí… es posible que alguna de sus hijas o hermanas fuera hermosa… ¿No tienes vino?
El padre Kin abrió los brazos con gesto de desolada disculpa y dijo que no. Rumata cogió una de las hojas de papel que había sobre la mesa y la sostuvo durante algún tiempo a la altura de sus ojos.
— Acuciamiento… — leyó —. ¡Qué talentos! — dejó que la hoja de papel cayera al suelo y se levantó —. Te advierto: ten mucho cuidado con que tu jauría de letrados no ofenda a los míos. Vendré de tanto en tanto a verlos, y si me entero de algo… — Rumata acercó su poderoso puño a la nariz de Kin —. Bueno, bueno, no te asustes. No te haré nada.
El padre Kin soltó una respetuosa risita. Rumata se despidió de él con una inclinación de cabeza y se dirigió a la puerta, rayando el suelo con sus espuelas.
Al pasar por la calle del Agradecimiento Infinito entró en la armería, compró unas anillas nuevas para las vainas de sus espadas, probó un par de puñales (los tiró contra la pared para observar cómo se clavaban, midió el ajuste de las empuñaduras a su mano, y finalmente los rechazó), y luego se sentó en el mostrador y se puso a charlar con el dueño, el padre Gauk. Este tenía unos ojos bondadosos y tristes y unas manos pequeñas, pálidas y manchadas de tinta. Rumata discutió con él acerca de los méritos de la poesía de Tsurén, le escuchó un interesante comentario sobre el verso que empezaba: «Cual hoja marchita cae sobre el alma…», y le rogó que recitase algo nuevo. La indecible tristeza de las estrofas les hizo suspirar al unísono. Antes de marcharse Rumata declamó el «Ser o no ser…», que él mismo había traducido al irukano.
— ¡San Miki! — exclamó entusiasmadísimo el padre Gauk —. ¿De quién son esos versos?
— Míos — dijo Rumata, y salió de la tienda.
Luego entró en La Alegría Gris, tomó un vaso de vino agrio de Arkanar, le dio unas palmaditas en la mejilla a la mujer del dueño, volcó con un ágil movimiento de espada la mesa del confidente oficial, que lo miró con ojos ausentes, y se dirigió al rincón más apartado, donde lo esperaba un hombre barbudo y de deslucida indumentaria, que llevaba un tintero colgado del cuello.
— Buenas tardes, hermano Nanín — dijo Rumata —. ¿Cuántas peticiones has escrito hoy?
El hermano Nanín sonrió vergonzosamente, mostrando unos dientes pequeños y careados.
— Ahora son pocos los que escriben peticiones, noble Don — dijo —. Unos piensan que es inútil pedir, y otros que pronto lo tendrán todo sin necesidad de pedirlo.
Rumata se acercó a él y le dijo en voz baja que ya estaba arreglado su ingreso en la Escuela Patriótica.
— Toma dos piezas de oro — le dijo luego —. Vístete y aséate. Y se prudente, al menos los primeros días. El padre Kin es un elemento peligroso.
— Le daré a leer mi Tratado sobre los rumores — dijo el hermano Nanín alegremente —.
Muchas gracias por todo, noble Don.
— ¿Qué no se hace por la memoria de un padre? — dijo Rumata —. Y ahora dime, ¿dónde puedo encontrar al padre Tarra?
El hermano Nanín dejó de sonreír y parpadeó, azarado.
— Ayer hubo aquí una riña — dijo —. El padre Tarra había bebido un poco excesivamente, y como es pelirrojo… Bueno, le rompieron una costilla.
Rumata profirió una enojada exclamación.
— Qué mala suerte — dijo —. ¿Por qué bebéis siempre tanto?
— Porque hay veces en que cuesta trabajo abstenerse — respondió tristemente el hermano Nanín.
— Es cierto — asintió Rumata —. En fin, qué le vamos a hacer. Toma otras dos piezas de oro, y cuida de él.
El hermano Nanín se inclinó con intención de besarle la mano, pero Rumata la retiró rápidamente.
— Vamos, vamos — dijo —. Esta no es la mejor de tus bromas, hermano Nanín. Adiós.
En el puerto olía como en ninguna otra parte de Arkanar. Olía a agua salada, a limo putrefacto, a especias, a resina, a humo, a cecina pasada, y las tabernas atufaban a pescado frito y a cerveza agria. En aquel aire casi irrespirable flotaba un rumor de conversaciones plurilingüe y maldiciente. En los muelles, en los angostos callejones, entre los almacenes y en los alrededores de las tabernas se agolpaba gente de aspecto singular. Eran marineros desaliñados, mercaderes presuntuosos, pescadores taciturnos, traficantes de esclavos, rufianes, prostitutas pintarrajeadas, soldados borrachos, tipos raros llenos de armas y andrajosos con brazaletes de oro en sus sucias extremidades.
Todos parecían estar nerviosos e irritados. Hacía tres días que Don Reba había dado orden de que ningún barco ni persona podía salir del puerto. Junto a los muelles brillaban las carniceras hachas de los Milicianos Grises, que escupían desvergonzada y maliciosamente mirando al gentío. En los atestados barcos se veían grupos de cinco o seis hombres huesudos y de piel bronceada vestidos con peludas pieles y cascos de cobre. Eran los mercenarios bárbaros, gente que no servía para la lucha cuerpo a cuerpo, pero que a distancia eran temibles por lo bien que manejaban sus cerbatanas con flechas emponzoñadas. Y más allá del bosque formado por los mástiles, en la rada abierta, oscurecían las tranquilas aguas las largas galeras de combate de la armada real. De tiempo en tiempo surgían de ellas rojos chorros de fuego y humo que hacían arder el mar.
Quemaban petróleo para mantener el respeto y el temor.
Rumata pasó por la aduana, ante cuyas cerradas puertas se agrupaban los sombríos lobos de mar en inútil espera del permiso de salida, se abrió paso a empujones a través de una vociferante multitud que vendía todo lo imaginable (desde esclavas y perlas negras hasta narcóticos y arañas amaestradas), salió a los muelles, miró de soslayo a toda una fila de cadáveres descalzos, con camisetas marineras, expuestos al público a pleno sol, y después de dar un rodeo por un terreno baldío lleno de inmundicias, entró en los pestilentes callejones del arrabal del puerto. Allí reinaba el silencio. En las puertas de los prostíbulos dormitaban las rameras, en una esquina se hallaba tirado boca abajo, en medio de la calle, un soldado borracho con la cara rajada y los bolsillos vueltos hacia afuera, pegados a las paredes se deslizaban tipos sospechosos con pálidos rostros de noctámbulos.
Era la primera vez que Rumata andaba de día por aquellos lugares, y se sorprendió de que nadie reparara excesivamente en él: los pocos transeúntes con quienes se cruzaba dirigían su turbia mirada a alguna otra parte, y a veces hasta parecía que miraban a través de él, aunque se apartaban para dejarle paso. Pero cuando, al torcer una esquina, se giró casualmente, pudo ver que hasta una docena y media de cabezas de diversos tamaños, femeninas y masculinas, greñudas y calvas, se asomaban a puertas, ventanas y gateras para seguirle con la mirada. Entonces sintió la opresiva atmósfera que reinaba en aquellos envilecidos lugares, una atmósfera no de hostilidad o peligro, sino más bien de interés perverso y egoísta.
Empujó una puerta con el hombro y entró en uno de aquellos figones, donde en la semioscura sala dormitaba tras el mostrador un viejo narigudo con cara de momia. Las mesas estaban vacías. Rumata se acercó silenciosamente al mostrador, y ya se disponía a darle un papirotazo en la nariz al viejo cuando se dio cuenta de que éste no estaba dormido, sino que espiaba sus movimientos a través de sus desnudos y semicerrados párpados. Rumata arrojó sobre la mesa una moneda de plata, y los ojos del viejo se abrieron instantáneamente de una forma desmesurada.
— ¿Qué desea el noble Don? — preguntó diligentemente —. ¿Hierba? ¿Rapé? ¿Una niña?
— No disimules — dijo Rumata —. Sabes bien a lo que vengo.
— ¡Oh, pero si es Don Rumata! — gritó el viejo, como si se hubiera llevado una gran sorpresa —. ¡Ya decía yo que os conocía!
Dicho esto, volvió a cerrar los párpados. El gesto era inequívoco. Rumata pasó por detrás del mostrador y entró a través de una estrecha puerta a una habitación contigua.
Allí había poco sitio libre, estaba oscuro, y olía fuertemente a algo avinagrado. Tras un pupitre colocado en medio de la estancia, se hallaba encorvado sobre unos papeles un hombre de edad madura, tocado con un gorro negro. Sobre el pupitre ardía un candil, y en la penumbra sólo se podían distinguir los rostros de las personas que estaban sentadas junto a la pared. Rumata buscó a tientas un taburete, sujetó su espada y se sentó también. Allí había que atenerse a ciertas reglas de etiqueta. El recién llegado no despertó la atención de nadie: si ha venido es porque estaba invitado a ello, o en caso contrario hubiera bastado una seña y ya no hubiera estado allí, y su cuerpo no habría sido encontrado fácilmente.
El viejo del pupitre rasgueaba el papel con su pluma, y los presentes permanecían inmóviles. De vez en cuando, alguien suspiraba profundamente. Por las paredes corrían sigilosamente invisibles lagartijas.
Los que estaban inmóviles junto a la pared eran jefes de banda. Rumata conocía a algunos de ellos desde hacía tiempo. Eran gente obtusa y bestial, que valían poco por sí mismos. Su psicología no era más compleja que la de un tendero cualquiera. Eran ignorantes y crueles, pero sabían manejar los cuchillos y las porras cortas. En cuanto al viejo del pupitre…
Le llamaban Vaga Kolesó, y era realmente omnipotente, el cabecilla indiscutido del hampa de todos los territorios situados más allá del estrecho, desde el pantano de Pitan, en el oeste de Irukán, hasta las fronteras marítimas de la República Mercantil de; Sean.
Sobre él pesaba la maldición de las tres iglesias oficiales del Imperio, por su desmedida soberbia, ya que decía ser el hermano menor del Monarca. Contaba con un ejército nocturno de cerca de diez mil hombres, un tesoro de varios centenares de miles de piezas de oro, y espías hasta en lo más inescrutable del aparato del Estado. Durante los últimos veinte años se había dicho cuatro veces que lo habían ejecutado, siempre ante un gran gentío. Según versiones oficiales, en la actualidad languidecía simultáneamente, cargado de cadenas, en las tres prisiones más tenebrosas del Imperio, y Don Reba había publicado ya varias proclamas «referentes a la escandalosa propaganda que hacen los reos del Estado y otros malhechores acerca de la leyenda sobre Vaga Kolesó, cuya existencia es falsa y, por lo tanto, legendaria». No obstante, circulaban insistentes rumores de que el propio Don Reba había llamado a algunos de los barones que poseían nutridas milicias y les había ofrecido una recompensa de quinientas piezas de oro por la cabeza de Vaga muerto, o de siete mil si conseguían traérselo vivo. Al mismo Rumata le costó mucho tiempo y dinero el poder entrar en contacto con aquel tipo, que le era extraordinariamente repugnante, pero que sin embargo en algunas ocasiones podía ser utilísimo e incluso indispensable. Además, a Rumata, como científico, le interesaba enormemente Vaga, uno de los ejemplares más curiosos de su colección de monstruos medievales, un personaje que, por lo visto, carecía por completo de precedentes.
Vaga dejó por fin la pluma, se enderezó y dijo con voz rechinante: — Bien, mis queridos niños. Tenemos dos mil quinientas piezas de oro de ingresos en tres días, y solamente mil novecientas noventa y seis de gastos. Esto da un resultado de quinientos cuatro redondelitos de oro de ganancia en tres días. No está mal, queridos niños, no está mal.
Nadie se movió. Vaga abandonó el pupitre y fue a sentarse en un rincón, frotándose intensamente las manos.
— Os puedo dar una buena noticia, mis niños — dijo —. Se aproximan tiempos mejores, tiempos de abundancia. Pero hay que trabajar. ¡Oh, cómo hay que trabajar! Mi hermano mayor, el Rey de Arkanar, ha decidido exterminar a todos los hombres de ciencia que hay en nuestro reino. Esto es cosa suya. ¿Quienes somos nosotros para inmiscuirnos en sus altas decisiones? Sin embargo, se puede y se debe sacar beneficio de esta decisión.
Como fieles súbditos que somos, debemos servir al rey, pero como súbditos nocturnos no podemos renunciar a la migaja que nos corresponde. El ni siquiera la echará de menos, y no se enfadará con nosotros. ¿Qué ocurre?
Nadie se movió.
— Me pareció que Piga había suspirado. ¿Es así, Piga?
En la oscuridad se notó cierta agitación, y se oyeron toses.
— No suspiré, Vaga — dijo una voz ronca —. No faltaría más.
— Está bien, Piga. Ahora todos debéis escucharme atentamente, porque después os marcharéis de aquí, el trabajo será difícil, y nadie os podrá aconsejar. Mi hermano mayor, es decir, Su Majestad, por boca de su ministro Don Reba, ha prometido no poco dinero por las cabezas de algunos hombres cultos que se han fugado u ocultado. Nuestro deber es conseguir estas cabezas y darle al viejo esa alegría. Por otra parte, ciertos intelectuales quieren ocultarse de las iras de mi hermano, y para conseguirlo están dispuestos a no escatimar recursos. Por misericordia, y para aliviar el alma de mi hermano del peso de crímenes innecesarios, ayudaremos también a esas gentes. Esto no será obstáculo para que, si el día de mañana su majestad necesita estas cabezas, pueda también recibirlas. Se las daremos baratas, muy baratas.
Vaga calló e inclinó la cabeza. Por sus mejillas comenzaron a deslizarse lágrimas… las lentas lágrimas de la senilidad.
— Me estoy haciendo viejo, mis niños — dijo sollozando —. Las manos me tiemblan, las piernas se me doblan, y la memoria empieza a traicionarme. Incluso había olvidado que hoy, entre nosotros, en este mísero y angosto cuchitril, está perdiendo la paciencia un noble Don al que no le interesan nuestras pequeñas cuentas. Sí, tendré que dejaros. Ya es hora de que descanse. Pero antes, mis queridos niños, pidámosle disculpas a este noble Don.
Se levantó penosamente y, gimiendo, se inclinó en una ostentosa reverencia. Los demás hicieron lo mismo, pero con cierta indecisión, incluso miedo. A Rumata le pareció oír cómo crujían los obtusos y primitivos cerebros de aquella gente al intentar comprender el sentido de las palabras y las acciones del encorvado viejo.
No obstante, todo estaba claro: aquel bandido quería aprovechar la ocasión que se le presentaba para hacer llegar a Don Reba la noticia de que, en la actual matanza, su ejército nocturno estaba dispuesto a actuar al lado de los Grises. Pero ahora, cuando llegaba el momento de dar las instrucciones concretas, los nombres y las fechas de las operaciones, la presencia del noble Don empezaba a molestar. Por esto, se le proponía que dijera pronto lo que necesitaba y se largase cuanto antes de allí. El viejo era frío y tenebroso. Pero, ¿por qué estaba en la ciudad? A Vaga nunca le habían gustado las ciudades.
— Tienes razón, respetable Vaga — dijo Rumata —. Tengo prisa. Sin embargo, soy yo quien debe disculparse, puesto que he venido a molestarte por un asunto sin importancia.
— Rumata seguía sentado, mientras todos los demás le escuchaban de pie —. Necesito que me ayudes. Puedes sentarte.
Vaga volvió a hacer una inclinación y se sentó.
— Hace tres días — prosiguió Rumata —, tenía que haber venido a verme al Soto de las Espadas un viejo amigo, un noble Don de Irukán. Pero no vino. Desapareció por el camino. Sé que pasó felizmente la frontera irukana. Dime, ¿sabes algo de la suerte que haya podido correr después?
Vaga tardó en responder. Los bandidos respiraban ruidosamente.
— No, noble Don — dijo finalmente Vaga —. No sabemos nada de este asunto.
Rumata se puso inmediatamente en pie.
— Te agradezco lo que acabas de decirme, respetable — dijo. Dio unos pasos hasta el centro de la habitación, y depositó en el pupitre una bolsita con diez piezas de oro —. Pero antes de irme querría suplicarte que, si te enteras de algo, me lo hagas saber — se llevó la mano al sombrero —. Adiós.
Cuando ya estaba junto a la puerta se detuvo y dijo, por encima del hombro y sin darle excesiva importancia: — Has dicho algo sobre la gente culta. Se me ha ocurrido una idea. Si el Rey sigue en su empeño, dentro de un mes no habrá manera de encontrar en Arkanar ningún letrado decente. Y sin embargo, a mí me van a hacer falta, ya que cuando me curé de la peste negra hice promesa de crear una universidad en la metrópoli. Por eso, cuando captures a algún ratón de biblioteca, dímelo a mí antes que a Don Reba. Quizá alguno de ellos me interese para mi universidad.
— Eso va a ser caro — advirtió Vaga con voz melosa —. Cuando la mercancía es escasa y va muy solicitada, el precio sube.
— Más caro es el honor — dijo Rumata orgullosamente, y salió.