IV

En el salón de Doña Okana se hallaban ya todos los invitados, pero ella aún no se había presentado. Junto a una mesita dorada llena de entremeses bebían, adoptando ridículas posturas teatrales, unos oficiales de la guardia real tan célebres como espadachines que como mujeriegos. Al lado de la chimenea procuraban reírse unas damitas ya entradas en años, delgadas, pálidas y poco interesantes, que precisamente por eso habían sido elegidas por Doña Okana como confidentes. Estaban sentadas en unos sofás bajos y, ante ellas, galanteaban tres vejestorios de canijas piernas en perpetuo movimiento. Eran los elegantes de los tiempos de la pasada regencia, y los únicos que se acordaban de las ingeniosidades de entonces. Todo el mundo sabía que sin la presencia de aquellos vejestorios ningún salón era realmente un salón. En medio de la sala, de pie y con las piernas abiertas, estaban Don Ripat, uno de los más valiosos agentes de Rumata.

Don Ripat era teniente de una compañía Gris de merceros, poseía unos espléndidos bigotes, y carecía en absoluto de principios morales. En aquel momento tenía las manos metidas en el cinto y escuchaba atentamente a Don Tameo. Este le explicaba en términos muy confusos su nuevo proyecto, encaminado a perjudicar a los plebeyos en beneficio de los mercaderes. Don Tameo miraba de vez en cuando a Don Sera, que andaba de pared en pared, buscando infructuosamente la puerta. En un rincón, mirando desconfiadamente a todos lados, dos notables pintores retratistas terminaban de comerse un asado de cocodrilo con cebolla. No lejos de ellos, en el antepecho de una ventana, estaba sentada una mujer de edad: era la dama de compañía que Don Reba le había asignado a Doña Okana. La pobre mujer miraba fijamente hacia adelante y, de tanto en tanto, daba una cabezada.

Apartados de los demás, un personaje de sangre real y el secretario de la embajada de Soán se entretenían jugando a las cartas. El personaje hacía trampas, y el secretario sonreía condescendientemente. En realidad, era la única persona del salón que estaba haciendo realmente algo: recogía datos para el próximo informe de la embajada.

Cuando entró Rumata, los oficiales de la guardia se apresuraron a saludarle con entusiasmo. Rumata les dirigió un amistoso gesto y avanzó a saludar a los presentes.

Cambió una reverencia con los elegantes vejestorios, dedicó unos cumplidos a las delgadas confidentes, que se fijaron inmediatamente en su pluma blanca, dio unos golpecitos en la espalda del personaje de sangre real, y finalmente fue a reunirse con Don Ripat y Don Tameo. Cuando pasó junto al antepecho de la ventana, la dama de compañía dio una cabezada y eructó una vinosa vaharada.

Al ver que Rumata se acercaba, Don Ripat sacó las manos del cinto e hizo sonar sus tacones, y Don Tameo dijo a media voz: — ¿Es posible? ¡Me alegro que hayáis venido! Había perdido ya las esperanzas, «al igual que el cisne que, con un ala rota, mira hacia una estrella». Estaba francamente aburrido. De no ser por nuestro amable Don Ripat, me hubiera muerto de tristeza.

Se notaba que Don Tameo se había despejado un poco antes de la comida, aunque seguía sin poderse contener.

— ¿Así que citando versos de Tsurén el Rebelde? — se sorprendió Rumata.

Don Ripat se envaró inmediatamente, y miró con fiereza a Don Tameo.

— ¿Eh? — exclamó este, confuso —. ¿De Tsurén? ¿Por qué de Tsurén? ¡Oh, sí! Lo hice para ironizar. ¡Vos lo sabéis bien, nobles Dones! ¿Quién es Tsurén? Un despreciable demagogo desagradecido. Yo intentaba subrayar…

— Que Doña Okana aún no ha llegado, y que todos la añoramos — atajó Rumata.

— Exacto. Eso es precisamente lo que intentaba subrayar.

— ¿Y dónde está?

— La esperamos de un momento a otro — dijo Don Ripat, que inclinó ligeramente la cabeza en un saludo de despedida y se retiró.

Las confidentes, con sus bocas abiertas en una medida única, no apartaban los ojos de la pluma blanca. Los elegantes vejestorios reían con afectación. Por fin, Don Tameo también se dio cuenta de la pluma.

— ¡Mi querido amigo! — le dijo a Rumata —. ¿Por qué hacéis eso? ¿Y si se presentara Don Reba? De acuerdo que hoy no es esperado, pero…

— No hablemos de eso — respondió Rumata, al tiempo que echaba una nerviosa ojeada a su alrededor. Quería acabar cuanto antes.

Los oficiales de la guardia se acercaban, con las copas preparadas.

— Estáis pálidos — dijo Don Tameo en voz baja —. Claro: el amor, la pasión… Pero, ¡por San Miki bendito! el Estado está por encima de todo. Esto es jugar con fuego, mi querido amigo… y ofender sentimientos.

En el rostro de Don Tameo se produjo de pronto un cambio, y empezó a retroceder y a separarse de Rumata, haciendo reverencias. En aquel momento llegaron los de la guardia, rodearon a Rumata y le ofrecieron una copa llena hasta el borde.

— ¡Por el honor y el Rey! — brindó uno de ellos.

— ¡Y por el amor! — añadió otro.

— Demostradle lo que es la guardia, noble Don Rumata — dijo un tercero.

Rumata no había hecho más que coger su copa cuando vio a Doña Okana. Estaba en la puerta, abanicándose y moviendo perezosamente los hombros. Sí, desde lejos parecía incluso hermosa. No era el tipo de mujer preferido de Rumata, sino una gallinita tonta y lasciva, pero era hermosa. Tenía unos enormes ojos azules, aunque sin sombra de sentimiento ni de calor, una boca suave y experimentada, y un cuerpo magnífico cuyas insinuantes desnudeces apenas ocultaba el elegante traje. El oficial que estaba tras Rumata simuló un ruidoso beso. Rumata le entregó su copa sin mirarlo y se dirigió al encuentro de Doña Okana. Todos los presentes apartaron la vista de ellos y empezaron a hablar de cosas intrascendentes.

— Vuestra belleza deslumbra — dijo Rumata en voz baja, haciendo una profunda reverencia —. Permitidme postrarme a vuestras plantas, cual galgo a los pies de la bella desnuda e indiferente.

Doña Okana se cubrió el rostro con el abanico y entornó los ojos.

— Sois muy decidido, mi noble Don — dijo —. Nosotras, las pobres provincianas, somos incapaces de resistir semejantes asaltos —. Hablaba pronunciando las palabras en voz baja y un poco ronca —. No puedo hacer más que abriros las puertas del fuerte y dejaros entrar triunfalmente.

Rumata rechinó los dientes de furia y vergüenza, y aún se inclinó más. Doña Okana descendió el abanico y dijo en voz alta: — ¡Distraeos, nobles amigos! ¡Don Rumata y yo volveremos pronto! Quiero enseñarle mis nuevos tapices de Irukán.

— ¡No nos abandonéis por mucho tiempo, encanto! — pareció balar uno de los vejestorios.

— ¡Seductora! — pronunció dulcemente otro de los viejos —. ¡Hada!

Los oficiales de la guardia hicieron sonar sus espadas.

— La verdad es que sabe aprovechar las ocasiones — comentó con voz muy clara el personaje de sangre real.

Doña Okana tomó a Rumata del brazo y se lo llevó. Cuando ya estaban en el pasillo, Rumata oyó cómo Don Sera decía, con tono de envidia: — No veo ninguna razón que impida que un noble Don pueda contemplar unos tapices de Irukán…

Al llegar al extremo del corredor, Doña Okana se detuvo de repente, pasó los brazos alrededor del cuello de Rumata, exhaló un suspiro afónico que quería expresar la pasión que la desbordaba, y le sorbió la boca con sus labios. Rumata dejó de respirar. El hada olía a sudor y a perfumes estorianos. Sus labios eran calientes, húmedos, y estaban pegajosos de dulces. Rumata procuró sobreponerse a sí mismo y corresponder al beso. Y por lo visto lo consiguió, puesto que Doña Okana volvió a suspirar y se abandonó en sus brazos con los ojos cerrados. Aquella escena duró una eternidad. Ahora vas a ver lo que es bueno, buscona, pensó Rumata, y la abrazó con fuerza. Se oyó un chasquido, como si se le hubiera roto una ballena del corsé o una costilla, y la mujer lanzó un quejido, abrió unos ojos admirados y se revolvió queriendo soltarse. Rumata abrió inmediatamente los brazos.

— ¡Sois un bárbaro! — dijo ella, respirando dificultosamente pero con admiración en su voz —. Por poco me partís.

— Es el amor que me abrasa — murmuró él en tono de disculpa.

— Y a mí también. ¡Si supierais cómo os he esperado! ¡Venid, venid aprisa!

Lo llevó por una serie de oscuras y frías habitaciones. Rumata sacó el pañuelo y se limpió los labios. Aquella aventura empezaba a parecerle imposible. Pero era necesaria.

¿Qué culpa tengo yo? Este asunto no se resuelve con buenas palabras. ¡San Miki bendito, ¿por qué la gente de palacio no se lava nunca?! ¡Y qué temperamento! Preferiría que se presentara Don Reba. Mientras iba pensando estas cosas, ella lo arrastraba de igual forma que una hormiga a un gusano muerto. Rumata, que imaginaba ser el último de los idiotas, decidió retener a Doña Okana halagándola con unas banales palabras alusivas a sus veloces pies y a sus rojos labios. Ella lanzó una estridente carcajada, pero no se detuvo. Por fin se vio empujado a un gabinete donde hacía mucho calor, y que efectivamente tenía las paredes cubiertas con tapices de Irukán. Doña Okana se dejó caer inmediatamente en un enorme lecho que ocupaba completamente uno de los lados, y apenas se hubo acomodado entre las almohadas clavó en él sus hiperesténicos ojos.

Rumata permanecía envarado como un poste. El gabinete olía a chinches.

— ¡Oh, qué bello sois! — murmuró ella en voz muy baja —. Venid: ¡me hicisteis esperar tanto!

Rumata inspiró profundamente. Sentía náuseas. Gotas de sudor corrían por sus mejillas. No puedo más, pensó. Al cuerno con toda esta información. Huele a zorra… o a mona. Es algo antinatural, sucio… La suciedad es preferible al derramamiento de sangre, ¡pero esto es mucho más que suciedad!

— ¿Qué hacéis, noble Don? ¡Venid aquí! ¿No veis que os estoy esperando? — gritó Doña Okana con voz chillona.

— ¡Iros al diablo! — respondió Rumata.

Ella se levantó y se le acercó.

— ¿Qué os pasa? ¿Estáis borracho?

— No sé. Me falta aire.

— ¿Queréis que pida una palangana?

— ¿Qué palangana?

— No os preocupéis, todo pasará — dijo ella, y empezó a desabrocharle la camisa con manos temblorosas de impaciencia —. Sois hermoso… — murmuró, sofocada — pero tímido como un novato. ¿Quién iba a pensarlo? Esto es seductor, os lo juro por Santa Bara.

Rumata tuvo que sujetarle las manos. Mirándola desde su mayor altura, podía ver su cabello sin asear pegajoso de grasa, sus redondos y desnudos hombros con bolillas de polvos, y sus pequeñas orejas color carmesí. Todo esto es repugnante, pensó. No puedo soportarlo. Y es una lástima, porque algo tiene que saber. Don Reba es de los que hablan mientras duermen. Además, a veces la lleva a los interrogatorios. A ella le gustan. Pero no puedo.

— Bien… ¿qué? — dijo ella, irritada.

— Vuestros tapices son magníficos — respondió él en voz alta —. Pero debo irme.

En un primer momento ella no comprendió. Luego, su cara se descompuso.

— ¿Cómo os atrevéis? — comenzó a decir. Pero él ya había abierto la puerta, salido al pasillo y echado a correr. Desde mañana mismo dejaré de lavarme, iba pensando. En este lugar hay que ser un cerdo y no un dios. — ¡Capón! — le gritó ella desde lejos —.

¡Castrado mocoso! ¡Ni empalado vas a pagar…!

Rumata abrió una ventana y saltó por ella al jardín. Se detuvo bajo un árbol y respiró profundamente durante unos minutos. Luego recordó la maldita pluma blanca, se la arrancó, la estrujó y la tiró. Pashka tampoco hubiera podido hacer nada, pensó. Ninguno de nosotros. «¿Estás seguro?». «Sí, seguro». «Entonces, todos juntos no servís para nada». «¡Pero esto da náuseas!». «¿Y qué tiene que ver el experimento con tus escrúpulos? Si no sirves, ¿para qué te metes?». «Pero yo no soy un animal». «Si el experimento lo requiere, hay que ser un animal». «El experimento no puede exigir esto de nosotros». «Te equivocas, sí puede». «Entonces…». «¿Qué ocurre con entonces?».

Rumata no sabía qué contestarse a sí mismo. «Entonces… entonces… Bueno, admitamos que soy un mal sociólogo», pensó, encogiéndose de hombros. «Procuraré enmendarme.

Aprenderemos a convertirnos en cerdos».

Era cerca de la medianoche cuando Rumata regresó a su casa. Se soltó las hebillas y, sin desnudarse, se echó en el diván que había en el gabinete y se quedó dormido en el acto.

No tardaron en despertarlo los indignados gritos de Uno y un rugido bajo y cordial que exclamaba: — ¡Quita de ahí, lobezno, o te aplastaré una oreja!

— ¡Os digo que está durmiendo!

— ¡Largo, no te me pongas delante!

— ¡Tengo órdenes de no dejar entrar a nadie!

Por fin se abrió la puerta y el enorme barón de Pampa, señor de Bau, irrumpió en el gabinete, con sus mofletes colorados, sus dientes blancos, su enhiesto bigote, el birrete de terciopelo ladeado y una riquísima capa de color frambuesa ocultando la coraza de cobre. Tras él entró Uno, aferrado a la pernera derecha de los calzones del barón.

— ¡Barón! — exclamó Rumata, saltando del diván —. ¿Cómo estáis en la ciudad? ¡Uno, deja tranquilo al barón!

— ¡Qué muchacho más pegajoso! — bramó el barón, yendo al encuentro de Rumata con los brazos abiertos —. Promete mucho. ¿Cuánto queréis por él? Bueno, ya hablaremos luego de esto. ¡Dejadme que os abrace!

Se abrazaron. El barón olía reconfortantemente a polvo de la carretera, a sudor de caballo y a todo un bouquet de vinos surtidos.

— Por lo que veo, querido amigo, también vos tenéis la cabeza despejada — dijo el barón con desánimo —. Claro que vos nunca estáis borracho. ¡Siempre sois feliz!

— Sentaos, amigo — dijo Rumata —. ¡Uno, trae vino de Estoria!

El barón levantó una manaza.

— ¡No probaré ni gota!

— ¿No queréis vino de Estoria? ¡Uno, no lo traigas de Estoria, tráelo de Irukán!

— ¡No quiero ninguna clase de vino! — dijo amargadamente el barón —. No bebo.

Rumata lo miró con honda sorpresa.

— ¿Qué os pasa? — preguntó preocupado —. ¿Estáis enfermo?

— Estoy sano como un toro. Pero esas malditas discusiones familiares… Bueno, la verdad es que me he peleado con la baronesa, y aquí estoy.

— ¿Qué os habéis peleado con la baronesa? ¡Eso sí que es una buena broma, barón!

— Sí, yo también pienso que ha de ser una broma. ¡He galopado doscientos kilómetros como entre nubes!

— Amigo mío — dijo Rumata —, ahora mismo tomamos los caballos y nos vamos a Bau.

— Imposible. Mi jaca está agotada. Además, esta vez estoy dispuesto a castigarla.

— ¿A quién?

— ¡A la baronesa, diablos! ¡Para algo soy un hombre! ¿Qué os parece? A ella no le gusta que Pampa esté borracho. ¡Muy bien, pues que me vea despejado! Prefiero pudrirme aquí bebiendo agua que volver al castillo.

Uno se acercó a Rumata y murmuró: — Decidle que no me tire de las orejas.

— ¡Largo de aquí, lobezno! — rugió el barón bonachonamente —. ¡Y trae cerveza! He sudado infernalmente, y necesito reponer los humores perdidos.

El barón compensó los humores perdidos durante media hora, y se achispó un poco.

En los intervalos que hizo entre los tragos fue informando a Rumata de sus desdichas. La culpa de todo lo tenían «esos malditos vecinos borrachines que se meten en el castillo.

Llegan por la mañana diciendo que van a cazar, y en un abrir y cerrar de ojos ya están borrachos perdidos rompiendo todos los muebles. Andan por todo el castillo, lo ensucian todo, ofenden a la servidumbre, maltratan a los perros, y son un detestable ejemplo para el baroncito. Luego cada cual se va a su casa, y yo me quedo con una curda que no me deja dar un paso y a solas con la baronesa».

Cuando terminó su narración, el barón estaba tan apesadumbrado que incluso pidió un poco de estoria. Pero después lo reconsideró y exclamó: — ¡Rumata, Vámonos de aquí! ¡Vuestra bodega está demasiado bien surtida! ¡Vamos a otro lado!

— ¿Adonde?

— ¡Y qué más da! Aunque sea a La Alegría Gris.

— Hum — refunfuñó Rumata —. ¿Y qué vamos a hacer en La Alegría Gris?

El barón permaneció un rato en silencio, tirándose del bigote, y finalmente dijo: — ¿Que qué vamos a hacer? Simplemente, nos sentaremos y charlaremos un rato.

— ¿En La Alegría Gris? — volvió a preguntar Rumata.

— ¡Por supuesto que sí! — respondió el Barón —. Os comprendo, aquello es horroroso, pero a pesar de todo iremos. Porque si no lo hacemos así, mientras esté aquí sentiré deseos de beber estoria. ¿Comprendéis?

— ¡Mi caballo! — ordenó Rumata a Uno, y fue al gabinete a buscar su transmisor. Al cabo de unos minutos ambos hombres iban a caballo por una calle estrecha y completamente a oscuras. El barón, que se había despejado un poco, iba hablando en voz alta, contando que anteayer había cazado un jabalí con los perros, alabando las buenas cualidades del baroncito, relatando el milagro del monasterio de San Tuki, donde el padre rector había parido por la cadera un niño con seis dedos… todo ello sin olvidarse de aullar de tanto en tanto como un lobo, ululando y dando fustazos a los cerrados postigos de las ventanas.

Cuando llegaron a La Alegría Gris, el barón frenó su corcel y se quedó pensativo.

Rumata aguardó. Por las sucias ventanas de la taberna salía mucha luz. Atados a un poste había varios caballos. Unas jóvenes pintarrajeadas, sentadas en un banco situado bajo las ventanas, discutían entre sí perezosamente. Dos mozos rodaron dificultosamente un enorme barril y lo metieron por la puerta.

— Solo — murmuró tristemente el barón —. ¡Toda la noche solo! Y ella allí…

— No os pongáis así, amigo mío — dijo Rumata —. Al fin y al cabo, ella está con el baroncito, y vos estáis conmigo.

— Es distinto — dijo el barón —. Vos no me comprendéis. Todavía sois demasiado joven y despreocupado. Incluso quizá os resulte agradable contemplar a esas busconas.

— ¿Y por qué no? — inquirió Rumata, mirando fijamente al barón —. Me parecen unas chicas muy agradables.

El barón agitó la cabeza y se echó a reír sarcásticamente.

— Mirad, esa que hay ahí tiene el culo caído, y esa otra que se está rascando no tiene ni eso. En el mejor de los casos son tan sólo jamelgos, amigo mío. ¡Recuerde a la baronesa!

¡Qué manos, qué gracia! ¡Y qué talle, amigo!

— Sí, por supuesto — asintió Rumata —. La baronesa es muy hermosa. Vámonos de aquí.

— ¿Adonde? ¿Y por qué? — una sombra de decisión cruzó el rostro del barón de Pampa —. No, amigo mío, no voy a ninguna parte. Vos podéis hacer lo que queráis — empezó a desmontar —… aunque sentiría mucho que me dejarais solo.

— No hablar de eso, me quedo con vos. Pero…

— No hay peros, que valgan — concluyó definitivamente el barón.

Les dieron las riendas a un mozo que se les acercó corriendo, pasaron orgullosamente por delante de las busconas y entraron en la sala. Allí casi no se podía respirar. La luz de los candiles a duras penas se abría paso a través de la niebla de humo. Sentados en bancos arrimados a largas mesas bebían, comían, juraban, se reían, lloraban, se besaban y vociferaban canciones indecentes soldados bañados en sudor y con los uniformes desabrochados, marineros vagabundos con casacas de colores vestidas a pelo, mujeres con los senos casi al aire, milicianos Grises con las hachas entre las piernas y andrajosos artesanos. A la izquierda se divisaba en la penumbra un mostrador, donde el dueño, sentado en lo alto entre varios gigantescos toneles, dirigía el enjambre de mozos de servicio, tan rápidos como tunantes, y a la derecha, formando un rectángulo luminoso, se recortaba la puerta de entrada a la parte «limpia», reservada a los nobles Dones, a los mercaderes respetables y a los oficiales Grises.

— Bueno, ¿y por qué no hemos de beber? — dijo irritado el barón de Pampa, y cogiendo a Rumata del brazo lo arrastró hacia el mostrador a través de un estrecho pasillo que quedaba entre las mesas, arañando las espaldas de los que estaban sentados con la pancera de su coraza. Cuando llegó a su meta, arrebató al dueño el cazo que tenía en la mano y que le servía para escanciar el vino en las jarras, lo secó de un trago sin pronunciar palabra, y luego exclamó que ya todo estaba perdido y que lo único que podían hacer era divertirse de la mejor manera posible. Después se volvió hacia el dueño y le preguntó a grandes voces si en su establecimiento había algún sitio donde las personas distinguidas pudieran pasar el tiempo decente y modestamente sin ser molestadas por la presencia de canallas, andrajosos y chusma. El dueño le respondió que sí, que había ese sitio.

— ¡Magnífico! — exclamó el barón, y le echó al hombre varias piezas de oro —. Danos a este noble Don y a mí lo mejor que tengas, y haz que nos lo sirva no una linda zorra de esas que tienes por aquí, sino una mujer respetable.

El mismo dueño acompañó a los nobles Dones a la parte «limpia». Allí había poca gente. En un rincón pasaban lastimosamente el tiempo un grupo de oficiales Grises (cuatro tenientes con ajustados uniformes y dos capitanes con capotas llevando las insignias del Ministerio de Seguridad de la Corona). Junto a una ventana se aburrían miserablemente, contemplando una garrafita, dos jóvenes aristócratas. Cerca de ellos había un montón de nobles arruinados, con ropas raídas y capas remendadas, bebiendo cerveza a pequeños tragos y echando a cada momento ojeadas a la sala en busca de una presa.

El barón se dejó caer en un banco que había al lado de una mesa libre, miró de soslayo a los agentes Grises y refunfuñó: — Aquí también penetra la chusma… — pero en aquel momento una opulenta matrona trajo la primera ronda. El barón chasqueó la lengua, sacó su puñal del cinto y puso manos a la obra. Empezó a devorar buenas lonchas de carne de ciervo asada, montañas de mariscos y barreños de ensalada y mayonesa, todo ello regado con verdaderas cataratas de vino y cerveza. Los nobles arruinados comenzaron a pasarse, de uno en uno y de dos en dos, a la mesa del barón, y este los fue recibiendo con entusiasmo, invitándolos con movimientos del brazo y ruidos de la tripa.

De repente dejó de engullir, clavó sus ojos en Rumata, y bramó como si estuviera en mitad del bosque: — ¡Hacía tiempo que no había estado en Arkanar, y debo deciros honradamente que hay aquí algo que no me gusta!

— ¿Qué es lo que no os gusta? — se interesó Rumata, sin dejar de chupar el ala de pollo que tenía en la mano.

En los rostros de los nobles se reflejó una respetuosa atención.

— ¡Decidme, mi querido amigo! — dijo el barón, limpiándose las manos en los faldones de su capa —. ¡Decidme vosotros, nobles Dones! ¿Desde cuándo es costumbre en al corte de Su Majestad el Rey que los descendientes de las más linajudas familias del Imperio no puedan dar un paso sin tropezar con algún tendero o carnicero?

Los nobles se miraron unos a otros y empezaron a apartarse. Rumata miró de reojo hacia el rincón donde se encontraban los Grises. Estos habían dejado de beber y estaban mirando al barón.

— Os voy a decir por qué ocurre esto, nobles Dones — prosiguió el barón de Pampa —.

Todo ello es debido a que la gente de aquí se ha acobardado. La gente de aquí lo aguanta todo porque tiene miedo. ¡Tú tienes miedo! — gritó, señalando con el dedo al noble que tenía más cerca. El aludido puso cara avinagrada y se apartó sonriendo estúpidamente —. ¡Cobardes! — vociferó el barón, y sus bigotes se enhiestaron.

Quedaba claro que de los nobles no podía esperarse nada. No querían pelea. Preferían beber y comer algo. En vista de ello, el barón pasó una pierna por encima del banco, tiró de su bigote derecho, fijó la vista en el rincón donde estaban los oficiales Grises y dijo: — Pero yo no temo absolutamente a nadie. ¡En cuanto veo a un mequetrefe Gris, le parto la cara!

— ¿Qué es lo que ronquea ese barril de cerveza? — preguntó uno de los capitanes Grises, de alargada cara.

El barón sonrió satisfecho. Se levantó de la mesa armando un enorme alboroto, y se encaramó en el banco. Rumata, elevando una ceja, dedicó su atención a la otra ala del pollo.

— ¡Hey, chusma Gris! — bramó el barón, como si los oficiales estuvieran a un kilómetro de distancia —. ¿Sabéis que hace tres días yo, el barón de Pampa, señor de Bau, les di a los vuestros una buena paliza? ¿Sabéis, amigo mío — se dirigía ahora a Rumata, mirándolo desde su altura cerca del techo —, que estábamos el padre Kabani y yo tomando unas copas en mi castillo, cuando llega mi mozo de establos y me dice que una banda de Grises está destrozando el albergue de La Herradura de Oro? ¡Mi albergue! ¡En mis tierras patrimoniales! Así que ordené: «¡A los caballos!», y fuimos a por ellos. Os lo juro por mis espuelas, ¡eran toda una banda! Al menos había unos veinte. Habían detenido a tres hombres, y se habían emborrachado… Esos tenderos no saben leer. Empezaron a pegarle a todo el mundo y a romper cuanto caía en sus manos. De modo que cogí a uno por una pata y… bueno, empezó la fiesta. Les hice correr hasta el Soto de las Espadas.

La sangre que quedó llegaba hasta los tobillos, y las hachas abandonadas formaban un montón así de grande…

La narración se interrumpió en aquel punto, porque el capitán de la cara alargada agitó su mano y un cuchillo resbaló por el peto de la coraza del barón. — ¡Por fin! — exclamó éste, y desenvainó su mandoble.

El barón saltó del banco con una agilidad insospechada, mientras su espada surcaba el aire como una cinta plateada e iba a cortar una de las vigas del techo. Este último cedió ligeramente, y sobre la cabeza del barón cayó una nube de polvo. Pampa lanzó un juramento.

Los nobles se acurrucaron junto a la pared. Los jóvenes aristócratas se subieron a la mesa para ver mejor y los Grises, con sus aceros por delante, formaron un semicírculo y avanzaron a paso corto hacia el barón. El único que seguía sentado era Rumata, que estaba calculando por cuál de los dos lados del barón le sería más fácil levantarse sin ser alcanzado por su espada.

La ancha hoja silbaba siniestramente, girando sobre la cabeza del barón. Este parecía un helicóptero de transporte con el rotor funcionando en vacío.

Los Grises cercaron al barón por tres lados, pero tuvieron que detenerse. Uno de ellos tuvo la mala fortuna de ponerse de espaldas a Rumata, el cual lo cogió por el cuello por encima de la mesa, lo volteó de espaldas sobre un plato lleno de sobras, y le golpeó con el filo de la mano un poco más abajo de la oreja. El Gris soltó un gruñido de cerdo, cerró los ojos y quedó como muerto. El barón, al darse cuenta de lo que ocurría, gritó: — ¡Acabad con él, Don Rumata! ¡Yo acabo con los otros!

Rumata empezó a temer que el barón matase realmente a los demás, por lo que se dirigió a los Grises y gritó: — ¡Oíd! ¿Para qué vamos a aguarnos la fiesta mutuamente? Vais a salir perdiendo de todos modos, así que ¡tirad las armas y largaos antes de que sea tarde!

— ¡En absoluto! — aulló el barón —. ¡Yo quiero batirme! ¡Batios, mal rayo os parta! — y arremetió contra los Grises, haciendo girar cada vez más aprisa su mandoble. Los otros comenzaron a retroceder, cada vez más pálidos. Se notaba que nunca habían visto un helicóptero. Rumata saltó al otro lado de la mesa.

— Esperad, amigo — le dijo al barón —. ¿Qué necesidad tenemos de reñir con esa gente?

¿Realmente os molestan tanto? Pues dejad que se vayan, y en paz.

— Sin armas no podemos irnos — dijo quejumbrosamente uno de los tenientes —. Estamos de patrulla, y esto nos costaría caro.

— ¡Pues que el diablo os lleve, marchaos con ellas! — autorizó Rumata —. Envainad los aceros, poned las manos detrás de la cabeza y… ¡largo, y de uno en uno!

— ¿Pero cómo vamos a salir si ese noble Don no nos deja pasar?

— ¡Ni os dejaré! — aulló el barón.

Los jóvenes aristócratas se echaron a reír a carcajadas.

— Bueno — intervino Rumata —, yo sujetaré al barón mientras. Pero salid aprisa, no voy a poder contenerlo mucho tiempo. ¡Eh, los de la puerta, dejad libre el paso!

Dicho esto, sujetó al barón por su ancha cintura y le dijo en voz baja: — Olvidáis una cosa muy importante, mi noble amigo. La espada que tenéis en vuestras manos tan sólo fue utilizada por vuestros antepasados en acciones nobles, y este es el motivo de su inscripción: Nunca me sacarás en las tabernas.

A la cara del barón, que seguía remolineando su espada, afloraron síntomas de duda.

— Pero no tengo otra espada a mano — arguyó con incertidumbre.

— ¡Tanto peor para vos!

— ¿Lo creéis realmente?

— ¡Por supuesto! ¡Aunque vos deberíais saberlo mejor que yo!

— Sí — dijo finalmente el barón —. Lleváis razón. — Luego prestó atención al movimiento de sus manos y agregó — : Pero sabed, Don Rumata, — que puedo permanecer así tres o cuatro horas, dándole vueltas a la espada, sin cansarme en absoluto. ¡Oh, si ella me viese ahora!

— No os aflijáis — le consoló Rumata —. Os prometo que se lo contaré todo.

El barón suspiró y bajó el mandoble. Los Grises se apresuraron a buscar el camino hacia la salida, encogidos. El barón siguió con la vista su retirada.

— No sé, no sé — murmuró, indeciso —. ¿Os parece que he hecho bien no despidiéndolos a puntapiés?

— Habéis actuado correctamente — aseguró Rumata.

— Bueno, ¿qué le vamos a hacer? — se lamentó el barón, envainando de nuevo la espada —. Ya que no hemos conseguido reñir, por lo menos comeremos y beberemos un poco.

El teniente Gris al que Rumata había tendido sobre el plato seguía allí, sin recobrar el conocimiento. El barón lo cogió por una pierna y lo echó a un lado como si fuera un trapo.

Luego gritó: — ¡Eh, tabernera! ¡Trae más vino y más comida!

Los jóvenes aristócratas se acercaron al barón y lo felicitaron respetuosamente por su victoria.

— Esto no es nada — dijo él amablemente —. Seis blandos y ruines bravucones, cobardes como todos los tenderos. En La Herradura de Oro fueron más de veinte los que puse en fuga. Y tuvieron suerte — prosiguió, dirigiéndose a Rumata — de que no llevara en aquel momento mi espada de combate. Si no, me hubiera olvidado de todo y la habría desenvainado… Claro que La Herradura de Oro no es una taberna, sino tan solo un albergue…

— En algunas espadas puede leerse también: Nunca me sacarás en los albergues. — Dijo Rumata.

La sirvienta trajo nuevos platos de carne y más jarras de vino. El barón se preparó a reanudar su tarea. — Por cierto — dijo Rumata —, ¿quiénes eran aquellos tres prisioneros que decís liberasteis en La Herradura de Oro?

— ¿Que yo liberé? — el barón dejó de comer y miró a Rumata —. Mi querido amigo, por lo visto me he expresado mal. Yo no liberé a nadie. Su arresto es cuestión de Estado, de modo que ¿por qué tenía yo que liberarles? Pero uno de ellos era un noble Don y evidentemente bastante cobarde, y los otros dos eran un criado y con toda evidencia un instruido…

— Sí, entiendo… — dijo Rumata, sintiéndose apesadumbrado.

De pronto, el barón se puso rojo y sus ojos se desencajaron.

— ¿Otra vez? — bramó.

Rumata se giró para ver lo que ocurría. En la puerta estaba Don Ripat. El barón se puso en pie y derribó el banco y uno de los platos. Don Ripat miró significativamente a Rumata y salió.

— Perdonad, barón — dijo Rumata, levantándose —. Se trata del servicio al Rey.

— ¡Oh! — exclamó el barón, desilusionado —. Lo siento. Os juro que por nada del mundo entraría en este servicio.

Rumata salió de la parte «limpia». Don Ripat estaba esperando al lado mismo de la puerta.

— ¿Qué hay de nuevo? — preguntó Rumata.

— Hace dos horas — comunicó diligentemente Don Ripat —, y por orden del Ministro de Seguridad de la Corona, Don Reba, he arrestado y conducido a Doña Okana a la Torre de la Alegría.

— ¿Y? — inquirió Rumata.

— Doña Okana fue sometida a la prueba del fuego. No la pudo resistir. Hace una hora que ha muerto.

— ¿Algo más? — Se la acusaba de espionaje. Pero… — Don Ripat vaciló y bajó la vista —…

creo que…

— Entiendo — dijo Rumata.

Don Ripat lo miró con ojos culpables.

— No pude hacer… — empezó a decir.

— Eso no es cosa vuestra — interrumpió Rumata con voz ronca.

Los ojos de Don Ripat volvieron a empañarse. Rumata se despidió de él y volvió a la mesa. El barón estaba dando fin al primer plato de sepia rellena.

— ¡Estoria! — pidió Rumata —. ¡Traed más estoria! ¡Vamos a divertirnos, diablos! ¡Vamos a…!

Cuando Rumata volvió en sí estaba tirado en medio de un gran solar baldío.

Despuntaba una mañana gris. A lo lejos cantaban unos gallos. Una bandada de cornejas volaba describiendo círculos y graznando sobre un montón de desperdicios. Olía a humedad y a carroña. El embotamiento de la cabeza se le iba pasando rápidamente, y entraba en un estado de percepción clara y precisa que le era bien conocido. Sentía desvanecerse en su lengua un agradable amargor de menta. Los dedos de la mano derecha le escocían enormemente. Rumata levantó el puño y vio que tenía la piel de los nudillos desollada, y en la mano un frasco vacío de kasparamida. El específico era un poderoso antídoto contra las intoxicaciones alcohólicas con el que la Tierra proveía a sus exploradores destacados en los planetas atrasados. Por lo visto, cuando llegó hasta aquel solar y antes de convertirse completamente en un cerdo, se metió en la boca de un modo inconsciente y casi instintivo todo el contenido del frasco.

El lugar no le era desconocido. A lo lejos y delante de él destacaban las negras ruinas de la incendiada torre del observatorio, y — un poco más a la izquierda se vislumbraban las torres de vigilancia, esbeltas como minaretes, del palacio real. Rumata aspiró profundamente el aire fresco y húmedo de la mañana, se levantó y se dirigió hacia su casa.

El barón de Pampa se había expansionado de lo lindo aquella noche. Acompañado por los nobles arruinados, que iban perdiendo rápidamente su fisonomía humana, realizó una memorable gira por todas las tabernas de Arkanar. Se gastó todo lo que llevaba, e incluso empeñó su magnífico cinturón. Consumió una cantidad inconcebible de bebidas alcohólicas y de comida, y por el camino organizó como mínimo ocho riñas. En cualquier caso, Rumata recordaba perfectamente al menos ocho riñas, en las cuales él había intervenido procurando separar a los contendientes y evitar víctimas. Pero podían haber sido más. Luego, sus recuerdos se perdían entre la niebla. De esta niebla emergían ocasionalmente rostros feroces con cuchillos entre los dientes, o el rostro inexpresivo y avinagrado del último de los nobles, al que el barón de Pampa intentó vender como esclavo en el puerto, y otras un irukano narigudo que, enfurecido, exigía malévolamente que los nobles Dones le devolvieran los caballos.

Al principio, Rumata se comportó como un buen explorador. Bebía, al igual que el barón, vinos irukanos, estorianos, soanos y arkareños, pero antes de cambiar de vino se colocaba disimuladamente una pastillita de kasparamida bajo la lengua. Así conservaba la cabeza despejada y se iba dando cuenta, como de costumbre, de la concentración de patrullas Grises en los cruces de las calles y en los puentes, y del grupo de bárbaros de caballería apostado en la carretera de Soán, donde era casi seguro que hubieran asaetado al barón a no ser por él, que conocía el dialecto de aquellos bárbaros. Rumata recordaba perfectamente cómo le había llamado la atención el ver alineados ante la Escuela Patriótica unos extraños soldados, con largas capas negras y capuchones.

Resultó ser la milicia monástica. ¿Qué tenía que ver allí la iglesia? pensó en aquel momento. ¿Desde cuándo, en Arkanar, se mezcla la iglesia en las cuestiones civiles?

Los efectos que el vino causaba en Rumata eran lentos, pero llegó un momento en que la borrachera llegó de golpe. Y cuando en un minuto de lucidez vio ante sí una mesa de roble partida por la mitad, en una habitación desconocida para él, y que tenía en la mano la espada desenvainada, y que los nobles arruinados le aplaudían, pensó que ya era tiempo de marcharse a casa. Pero era demasiado tarde. Una ola de rabia y de indecente alegría al sentirse libre de todo lo humano se había adueñado de él. Aún seguía sintiéndose terrestre, explorador, descendiente de los hombres del fuego y del acero que, en aras de un gran ideal, ni tenían piedad de sí mismos ni daban cuartel a nadie. Seguía sin poderse identificar con el Rumata de Estoria, sangre de la sangre de veinte generaciones de antepasados guerreros, famosos por sus saqueos y sus borracheras.

Pero tampoco era ya el miembro del Instituto. Había dejado de sentirse responsable del experimento. Lo único que le preocupaba eran sus obligaciones para consigo mismo. Ya no tenía la menor duda. Todo estaba absolutamente claro. Sabía perfectamente quién era el culpable de todo y lo que tenía que hacer: cortar de un revés, quemar, lanzar desde lo alto de las escaleras de palacio sobre la punta de las picas y las horcas de la muchedumbre rugiente a la… Rumata se estremeció y desenvainó su espada. El acero, aunque mellado, estaba limpio. Luego recordó que se había batido con alguien, pero no sabía con quién ni cómo había terminado aquello.

Para seguir la juerga tuvieron que vender los caballos. Los nobles arruinados desaparecieron sin saber por dónde. Rumata recordaba también cómo había llevado a su casa, medio a rastras, al barón. Cuando llegaron, Pampa, el señor de Bau, estaba muy animado, su cabeza funcionaba bastante bien, y estaba dispuesto a seguir divirtiéndose.

Pero sus piernas se negaban a continuar sosteniéndole. Además, se le metió en la cabeza que acababa de despedirse de su querida baronesa, y que ahora se hallaba en campaña contra su eterno enemigo, el barón de Kasko, que había perdido completamente la vergüenza. («Haceos cargo, amigo mío. Este miserable ha parido a un niño de seis dedos por la cadera, y ha tenido la ocurrencia de llamarle Pampa»). El sol se está poniendo, dijo el barón, contemplando un tapiz que representaba un amanecer.

Podríamos divertirnos toda la noche, nobles Dones, pero las hazañas militares exigen dormir. Y durante la campaña, ¡ni una sola gota de vino! De lo contrario, la baronesa se enfadará.

¿Qué? ¿Una cama? ¿Qué cama puede haber al cielo raso? ¡Nuestra cama es la manta del caballo! Y diciendo esto arrancó un tapiz de la pared, se arrebujó en él hasta la cabeza, y se desplomó en un rincón, debajo de un candil. Rumata le ordenó a Uno que pusiera junto al barón un balde con salmuera y una tinaja con escabeche. El muchacho tenía cara de sueño y de disgusto. ¡Cómo se ha puesto! refunfuñó. Sus ojos miran cada uno por su lado. Calla, imbécil, le dijo Rumata. Y luego ocurrió algo. Algo muy desagradable que le persiguió por toda la ciudad, hasta llegar a aquel solar baldío. Algo horrible, imperdonable, vergonzoso.

Recordó lo que había ocurrido cuando estaba llegando a su casa. Recordó, y se detuvo.

…empujando a Uno, había subido por las escaleras, había abierto al puerta del gabinete y se había echado en la cama como su dueño que era. A la luz de la lamparilla de noche, vio una carita blanca y unos ojos enormes, llenos de espanto y repugnancia. En aquellos ojos había visto reflejada su propia imagen, tambaleándose, el labio inferior caído y babeante, los nudillos desollados y la ropa sucia como un infame e imprudente plebeyo de sangre azul. Aquella visión lo había hecho retroceder, bajar las escaleras, atravesar corriendo el vestíbulo, abrir la puerta, salir a la oscura calle y huir lejos, muy lejos…

Rumata encajó los dientes y, sintiendo que se le helaban las entrañas, abrió la puerta sin hacer ruido y, andando de puntillas, entró en el vestíbulo. En un rincón, el barón, que seguía durmiendo tranquilamente, resoplaba como un ballenato.

— ¿Quién anda ahí? — preguntó Uno, que dormitaba en un banco con una ballesta en las rodillas.

— Silencio — susurró Rumata —. Vamos a la cocina. Prepara agua, vinagre y un traje nuevo. ¡Anda, date prisa!

Uno, contra su costumbre, no dijo una palabra, y se afanó en ayudar a su amo. Este se detuvo echando agua durante mucho rato, frotándose enérgica y placenteramente, y luego completó su aseo frotándose con el vinagre hasta arrancarse toda la suciedad que le quedaba de la noche pasada. Mientras le abrochaba las hebillas traseras de sus absurdos calzones color lila, Uno dijo: — Anoche, cuando vos os fuisteis, bajó Kira y me preguntó si habíais vuelto. Creía haber soñado. Le dije que, desde que os fuisteis por la tarde a hacer la guardia, no habíais regresado, Rumata suspiró, pero no se sintió aliviado.

— Me he pasado toda la noche con la ballesta al lado del barón, por si se le ocurría irse para arriba.

— Muchas gracias, muchacho — dijo Rumata, sintiéndose avergonzado.

Finalmente, se puso los zapatos, salió al vestíbulo y se miró en un oscuro espejo metálico. La kasparamida era infalible. En el espejo se reflejaba la imagen de un noble elegante, con el rostro un poco pálido por el cansancio de la pesada guardia nocturna, pero sumamente decoroso. Sus húmedos cabellos, sujetos por la diadema de oro, caían suave y graciosamente a ambos lados del rostro. Rumata se centró en el objetivo que relucía en su frente. Buenas escenas habrán captado hoy en la Tierra, pensó sombríamente.

Ya había amanecido. El sol entraba a través de las polvorientas ventanas. Empezaban a abrirse los postigos. Afuera se oía cómo los vecinos se saludaban en la calle. «¿Cómo has dormido, hermano Kiris?». «Bien, gracias a Dios, hermano Tika». «Pues en nuestra casa alguien intentó entrar por la ventana. Dicen que el noble Don Rumata ha estado de juerga esta noche.» «Sí, dicen que ha tenido invitados.» «¿Pero acaso eso que hay ahora son juergas? Cuando el Rey era joven sí que se divertía la gente. En una ocasión quemaron media ciudad sin saber cómo.» «¿Y qué quieres que te diga hermano Tika?

Hay que darle gracias a Dios por tener un vecino como el noble Don. Como máximo se corre una juerga una vez al año.» Rumata subió al gabinete, llamó y entró. Kira, sentada en el sillón lo mismo que el día anterior, levantó los ojos y le miró sobresaltada.

— Buenos días, pequeña — dijo Rumata. Se acercó a ella, le besó la mano y se sentó en el sillón que estaba enfrente.

Ella siguió mirándole, como si quisiera asegurarse de algo, y luego preguntó: — ¿Estás cansado?

— Sí, un poco. Y debo irme de nuevo.

— ¿Quieres que te prepare algo?

— No es necesario, gracias. Uno me lo preparará. Si quieres, ponme un poco de perfume en el cuello.

Rumata sintió cómo entre ambos se iba levantando un muro de falsedad. Al principio era una pared delgada, pero cada vez se iba haciendo más gruesa y resistente. ¡Durará toda la vida! pensó Rumata apesadumbrado. Estaba sentado con los ojos cerrados, mientras ella iba humedeciendo con diversos perfumes su amplio cuello, sus mejillas, su frente y su cabello. Kira dijo entonces: — Ni siquiera me has preguntado cómo he dormido.

— Es cierto, perdóname. ¿Cómo has dormido?

— He tenido un sueño horrible.

El muro se iba haciendo cada vez más grueso, ya era como la muralla de una fortaleza.

— Cuando se duerme en un sitio nuevo siempre ocurren esas cosas — dijo Rumata —.

Además, el barón debe haber armado mucho ruido abajo.

— ¿Ordeno que traigan el desayuno?

— Sí, por favor.

— ¿Qué vino te gusta tomar por las mañanas?

Rumata abrió los ojos.

— Por las mañanas no bebo, gracias. Prefiero agua.

Ella salió, y Rumata pudo escuchar como hablaba con Uno con voz tranquila y sonora.

Al cabo de unos minutos volvió, se sentó en el brazo del sillón, y empezó a contarle el sueño que había tenido. Rumata la escuchaba enarcando las cejas y sintiendo cómo el muro continuaba ensanchándose y separándolo para siempre de la única persona a la que quería de verdad en aquel mundo indecente. De pronto, se rebeló y arremetió con todas sus fuerzas contra el muro.

— Kira — dijo —, todo eso no fue un sueño.

Le contó lo que había ocurrido, y no pasó nada de particular.

— Pobrecito mío — dijo Kira —. Espera, te traeré un poco de escabeche.


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