TERCERA PARTE

18

Y así, cuando la composición de este mundo se deshace, el Tiempo termina y todo vuelve al antiguo Caos.

CHRISTOPHER MARLOWE


Bey Wolf había heredado una buena porción de testarudez de su padre alemán, y una mente sutil y recelosa de su madre persa. Ahora necesitaba la combinación de ambas cosas. Estaba atascado en mitad de lo imposible.

Había analizado ciento cincuenta y siete cambios de forma defectuosos. Iban desde fallos sin importancia, demasiado sutiles para ser detectados en la apariencia externa, hasta grotescas formas finales que no habrían podido sobrevivir en ningún entorno de los que él conocía. Cada una era diferente; pero en cierto sentido, todas se parecían. Las rutinas de búsqueda que había introducido en los programas de cambio de formas confirmaban que había habido modificaciones sistemáticas en secciones enteras del código; siempre conducían al mismo e imposible callejón sin salida.

Los cambios no eran ningún accidente. Eran tan complicados que tenían que ser generados por un ordenador… pero en uno de un lugar de la Cosechadora donde no existía ningún equipo informático.

Maldijo, masculló y gruñó para sus adentros. Había trabajado obsesivamente durante varios días, con sólo apresuradas pausas para comer y echar de vez en cuando una cabezada. No se había lavado ni cambiado de ropa. Estaba rodeado de platos y vasos desechables, listados, rutinas de diagnósticos, diagramas de flujo de sistemas, y de sus propias notas y preguntas garabateadas. Había papeles por todas partes, cubriendo el suelo y en cada superficie disponible.

Bey se sentía totalmente frustrado y extrañamente contento. Nadie de la Cosechadora podía ayudarle, y no quería ayuda. Quería resolver aquello él solo. No lo admitía, pero la concentración intensa era también una forma de terapia. Quería mantener apartados de su mente los preocupantes pensamientos acerca de la visita de Mary Walton.

Sylvia Fernald se había pasado a verlo un par de veces el primer día de trabajo. Había contemplado sus esfuerzos, le había hablado, y se marchó cuando quedó claro que tenía la cabeza puesta en otra parte.

Al tercer día, Leo Manx apareció también. Se acercó varias veces a la puerta de la habitación, contempló disgustado aquel desbarajuste y se marchó cojeando. Aún no se había curado del todo de las heridas sufridas en la Granja Espacial, pero no sentía al parecer ninguna molestia.

Cuando Leo se presentó por cuarta vez, se quedó en silencio junto a la puerta, estudiando un clasificador azul que traía consigo. Bey Wolf lo ignoró, hasta que un análisis estadístico, definitivo e irrefutable, apareció en su pantalla. Entonces maldijo con todas sus fuerzas, desconectó el aparato, y se volvió hacia el otro hombre.

—Ya está. Sé exactamente lo que sucedió… y no tengo ni idea de cómo.

Manx alzó la cabeza.

—Si has descubierto algo útil, estás haciendo más progresos que yo. ¿Qué has encontrado? Cinnabar Baker querrá saberlo.

Wolf señaló los listados que lo rodeaban cubriendo el suelo.

—Tengo listados de seguimiento de todo. ¿Sabes cómo funciona el sistema informático de la Cosechadora?

Manx frunció el ceño ante la pregunta.

—Bueno, estoy seguro de que es un sistema distribuido normal. Con gran capacidad de cálculo y almacenamiento de memoria en un par de cientos de nodos localizados en puntos distintos de la Cosechadora, y con memoria local con capacidad de cálculo limitada en unos cuantos centenares más. Todo está conectado por medio de un sistema de comunicación de fibra. Es exactamente igual que el sistema informático integrado de las otras Cosechadoras… o de tu propia Oficina de Control de Formas, allá en la Tierra.

—Mi ex oficina. ¿Entonces no hay nada diferente en la disposición?

—Por supuesto que no. —Manx, que había avanzado torpemente hacia el centro de la jungla de papel, amontonaba los listados cuidadosamente ordenados—. Bey, debe hacer días que sabes esto… No podrías haber generado estos mensajes sin saberlo.

—Me lo figuraba. —Wolf cogió un elaborado esquema—. La estructura general se ve aquí. Cojo esto, y empiezo a buscar lugares en el sistema desde donde puedan introducirse secuencias de códigos falsos para modificar los programas de cambio de formas. Mira ahora.

Conectó la pantalla, que abarcaba toda la pared.

—Lo he marcado con códigos de colores. Mira lo que significan. La red azul es el plan de conexión general para el sistema informático distribuido. Los nodos rojos indican dónde tenemos las memorias de datos, los verdes representan las unidades de proceso informático. Los puntos púrpura son sensores… puntos de recogida de datos para el sistema. Los puntos naranja son tanques de cambio de formas. Tienen su propio sistema operativo y de memoria, pero acuden al sistema maestro para hacer cálculos y comprobar algunos datos. ¿Comprendido?

—Perfectamente. Espero que todo esto nos lleve a alguna parte.

—Nos llevará. Observa. He pasado días estudiándolo. Vas a ver mis rutinas de búsqueda, recorriendo todos los lugares donde los códigos falsos podrían haber entrado en el sistema. Reproduciremos un caso, una anomalía de cambio de formas que tuvieron en la Oficina de Control de Recursos de esta Cosechadora. Mira cómo se mueve la flecha amarilla. —Bey introdujo la orden, y se arrellanó en su asiento.

Durante un par de segundos, la pantalla permaneció sin cambios. Luego apareció una fina línea amarilla que desde uno de los puntos naranja avanzó por la pantalla. Alcanzó un nodo verde, se dividió, y dos flechas amarillas continuaron su camino hasta un elemento rojo del esquema.

—Recoge datos de dos bancos diferentes —dijo Bey—. Sucede a menudo.

Las líneas amarillas siguieron avanzando, llegaron a nuevos nodos informáticos, a veces se dividieron, a veces terminaron allí su camino. Al cabo de treinta segundos quedó establecido un completo esquema en árbol que empezaba en un mismo tanque de cambio de formas y se extendía por la mitad de la pantalla.

—Es una operación de cambio de formas completa —dijo Bey.

—Es demasiado complicado. No puedo seguir ese esquema.

—Ni yo tampoco, sin ayuda. El controlador central utilizaba toda la capacidad de proceso disponible… por eso ves tantos nodos verdes en uso. Es un lío horrible. Ahora, voy a añadir los otros ciento cincuenta y seis casos. Lo lógico sería que la imagen se complicara todavía más, hasta lo imposible.

—Ya es imposiblemente complicada.

—Estoy de acuerdo. Sin embargo se simplifica. Observa.

Bey introdujo una nueva orden. Toda la pantalla se iluminó con el trazado de las líneas amarillas en movimiento. Cada una de ellas comenzaba en un tanque de cambio de formas, y se dividía y zigzagueaba por toda la pantalla. Al cabo de treinta segundos la pantalla se estabilizó.

Leo Manx sacudió la cabeza. Había líneas por todas partes, una maraña de nudos e interconexiones, convulsos y horriblemente entrelazados.

—Supongo que no esperas que saque nada en claro de esto.

—Con un poco de ayuda, lo harás. —Bey estaba de nuevo ocupado ante el terminal—. Estoy de acuerdo, sigue siendo de una complicación tremenda. Así que he escrito otro programa para ayudar a aclararlo. Pedí un análisis estadístico de los lugares en que cada rama termina, para determinar con qué frecuencia en los cambios de forma se usaba un banco de datos concreto, o un ordenador determinado. Si una zona de memoria o un ordenador tuvieran un uso inusitadamente intenso, ése sería un buen lugar por donde empezar a resolver cosas. Echa un vistazo a lo que he encontrado. El programa señala cada nodo final cuyo uso supera en más de dos sigma la media de uso del resto.

Un par de docenas de puntos empezaron a parpadear en la pantalla. Leo Manx los contempló, desconcertado.

—Qué interesante —dijo al cabo de un instante.

—Te equivocas. Es interesante… si miras esos nodos con más atención. —Bey se levantó y se acercó a la pantalla—. Algunas ramas terminan en elementos procesadores, otras en bancos de datos. Muy razonable. ¿Pero qué hay de esto?

Señalaba un parpadeante punto rojo en la pantalla.

—¿Qué pasa?

—Leo, recuerda: el color púrpura significa que es un sensor… un punto de recogida de datos para el sistema informático.

—No es sorprendente. Hay sensores en cada tanque de cambio de formas.

—Cierto. No sería sorprendente… si este sensor estuviera asociado a un tanque. Recogería lecturas físicas del tanque, y las usaría en los programas. Pero este sensor no tiene nada que ver con el proceso de cambio de formas. Y cada anomalía de cambio de formas tiene una rama que termina aquí. Ese sensor estuvo implicado siempre que tuvimos un problema de cambio de formas.

Manx se había levantado, y se esforzaba por ver el punto parpadeante junto al dedo de Bey.

—No sé qué sensor es. ¿Estás seguro de que no se trata de un monitor de cambio de formas?

—Lo he comprobado una docena de veces. No lo es. Así que decidí que tenía que ser una señal procedente defuera de la Cosechadora, tal vez algo que recogíamos de los datos emitidos desde una antena externa. Pero tampoco se trata de eso.

—Sigues diciéndome qué es lo que no es. —Leo Manx empezaba a perder su habitual cortesía—. Tenemos que comprobarlo directamente. ¿Qué sensor es?

—Te lo diré, pero no va a gustarte la respuesta. —Bey dio un golpecito con el dedo a la pantalla—. Ese sensor está dentro de la Cosechadora, pero en el lugar más difícil de comprobar de todos. Controla el nivel de radiación del núcleo de la Cosechadora, y eso significa que se encuentra fuera de nuestro alcance. Dentro de los escudos de blindaje del núcleo. Leo sacudía la cabeza.

—¿Estás sugiriendo que alguien puso ahí dentro un ordenador y una unidad de almacenamiento de datos? Imposible. Sólo los sensores reforzados pueden funcionar dentro de los escudos… ni siquiera las máquinas movidas por control remoto que manipulan los núcleos tienen un programa.

—Lo sé. Pero estoy convencido de que hay algo ahí, dentro del blindaje. Alguna fuente de información, algún generador de caos para el proceso de cambio de formas. Se trata de la influencia «negentrópica» otra vez… información espuria que es la fuente de disrupción de todo el sistema.

—¡Pero los otros problemas que hemos tenido no tenían nada que ver con el cambio de formas!

—Ya no estamos hablando sólo de eso, Leo. Da la casualidad de que el cambio de formas es enormemente sensible a las secuencias de control de señales. Los problemas aparecen allí primero. Pero lo que he descubierto nos lleva a la teoría del control de núcleos, y ése es un juego distinto. No sé lo suficiente sobre los agujeros negros Kerr-Newman para determinar qué es lo que pasa. Por eso estoy esperando a que Aybee regrese de la Granja Espacial Sagdeyev.

—Entonces tal vez tengas que esperar mucho tiempo. No está allí.

—Pero viene de camino, ¿no?

—Me temo que no. —Leo Manx se retiró a una zona despejada y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas—. Antes de venir aquí he estado con Cinnabar Baker. Acaba de recibir un informe de un equipo de reparación y mantenimiento que ha llegado a la Granja. Al parecer, está completamente desierta. No hay ningún granjero, y tampoco Aybee está allí.

—¿Más problemas mecánicos?

—No hay rastro de eso. La burbuja estaba a medio reparar; razonablemente habitable, pero desierta. Era como si todo el mundo hubiera decidido soltar las herramientas al mismo tiempo y marcharse. No tenemos ni idea de por qué se han ido, ni adonde. Ni siquiera de cómo se fueron. Baker dice que no falta ninguna nave de tránsito. Todo lo que se llevaron consigo fueron sus trajes. No había signos de nueva violencia.

—Entonces podría ser peor. Aybee probablemente está a salvo. Y es de los que sobreviven. —Bey dejó la pantalla y se desplomó sobre un montón de listados. Se sentía casi cómodo con su nuevo cuerpo, pero el extraño centro de gravedad le daba alguna que otra sorpresa—. Pero es un gran inconveniente para mí. No sé a quién más preguntar.

—Tenemos expertos en núcleos.

—No como Aybee. Necesito a alguien que piense sorteando esquinas. —De repente, el trabajo le pasaba factura. Se sentía agotado.

—Y yo también. —Por primera vez, Leo Manx alzó su clasificador azul—. Por eso he venido a verte. Tú tienes tus problemas y yo tengo los míos. Aybee me hizo empezar esto antes de que saliéramos de la Granja. Le necesito tanto como tú. Pero me dijo que hablara contigo si él no estaba… no sé si te gusta la idea, pero Aybee sugiere que tú y él tenéis el mismo modo de pensar.

—Se equivoca. —Bey no hizo ningún intento por coger el clasificador ofrecido. Todavía contemplaba la pantalla, reflexivo—

Aybee es más listo que yo, pero me hace sentir como si tuviera mil años. No tengo su fe infantil. Si no puedo resolver mis propios problemas, estoy seguro de no poder resolver los de nadie más.

Era un comentario de despedida; se suponía que entonces Leo Manx tenía que levantarse y marcharse. Sin embargo, avanzó y colocó el clasificador abierto sobre las rodillas de Bey.

—El Hombre Negentrópico —dijo.

Bey lo miró, y luego sacudió la cabeza.

—De dónde vino —continuó Manx—. Qué significa. Aybee mencionó cuatro formas de entropía: entropía termodinámica, entropía de mecánica estadística, entropía de teoría de la información y entropía de los núcleos. Pero no pudo decirnos qué enfoque era el apropiado.

—Ni yo.

—Muy bien. No quiero preguntarte eso. —Manx sacó una hoja del clasificador—. Aybee sugirió que si queríamos hacer progresos tendríamos que examinar el momento exacto en que se produjeron tus alucinaciones. He hecho una lista de todo lo que me dijiste cuando veníamos del Sistema Interior. Ahora me gustaría asegurarme de que está completa.

Bey contempló la lista, sombrío. Sabía lo que estaba haciendo Leo: exactamente lo que él mismo habría hecho con un compañero poco predispuesto a colaborar; engañarlo con el cebo de algo en lo que estuviera interesado, tirar del sedal lentamente y esperar que tras unos minutos lo hubiese llevado a alguna parte.

Bien, qué demonios. Era un juego al que podían jugar dos, y Bey había llegado tan lejos como podía en»el asunto del cambio de formas sin concederse tiempo para ordenar las ideas.

—¿Sólo quieres que te hable de cuando vi al Hombre Negentrópico? ¿Sabes que Sylvia está segura de que es Black Ransome?

—Lo sé. Pero sólo tenemos su palabra. ¿Es el Hombre Negentrópico la única persona que viste en tus alucinaciones?

—Lo era, hasta hace unos días.

Wolf no levantó la cabeza. Ahora que ya había empezado, no estaba seguro de querer contarle a nadie la extraña visita de Mary. Parecía algo lejano e inverosímil. Incluso el día después de que sucediera, casi había llegado a convencerse de que había soñado todo el episodio.

—Vi a Mary Walton —dijo por fin—. Después de salir del cambio de formas.

—¿Quieres decir… que la viste en persona?

—No. En un mensaje grabado, dejado en mis habitaciones.

—¿Y no se lo dijiste a Sylvia, ni a Cinnabar Baker?

—No. —Bey vaciló un momento, evaluando el nesgo. Decidió que debía confiar en alguien… no todos podían ser espías—. Leo, tenía un motivo para no hablar de nada de esto. Hay una filtración. Llegamos de la Granja Espacial hace sólo unas semanas. Nadie sabía que veníamos, nadie sabía ni siquiera que sobrevivimos al «accidente» que se produjo allí. Después de nuestra llegada no se enviaron mensajes desde aquí diciendo dónde estábamos. Lo sé, porque yo mismo comprobé el centro de mensajes. Y sin embargo, en cuanto fui a mis habitaciones, me estaba esperando un mensaje grabado de Mary Walton. Leo, hasta que me llevaron a esas habitaciones, ni siquiera yo sabía dónde iba a dormir.

—¿Y por eso no me lo dijiste a mí, o a Sylvia Fernald, o a Cinnabar Baker? —Manx estaba lleno de una energía desenfocada que hacía que sus brazos y sus piernas se sacudieran como los de una marioneta—. Bey, sé que no estás habituado a las costumbres del Sistema Exterior y sé adonde quieres llegar. Pero es una locura. Estás haciendo unas acusaciones terribles, y menos mal que me lo has dicho. Puedo asegurarte absolutamente que ni Sylvia ni Cinnabar están filtrando información.

Intencionadamente no, tal vez. Pero piensa, Leo. Alguien parecía saber que íbamos a ir a la Granja casi antes de que partiéramos. Alguien sabía que estábamos aquí en el momento en que llegamos.

—Entonces debe ser algún miembro del personal de la Cosechadora.

—¿En dos Cosechadoras diferentes? Salimos de la Cosechadora Opik, volvimos aquí, a la Cosechadora Marsden. ¿Sugieres que hay dos filtraciones, ambas cercanas a Cinnabar Baker, una en cada Cosechadora?

—¿Entonces quién? Espero que no pienses que yo

—Hay un viejo dicho terrícola: «Todo el mundo es sospechoso menos tú y yo; y no me fío demasiado de ti.» Pensé en ti. Pero no sé cómo podrías haberlo hecho. Cuando llegamos, te encontrabas muy mal, y fuiste directo al tanque para que te curaran. Estuviste inconsciente hasta después de que todo esto sucediera.

—Tu fe en mí es conmovedora. Me pregunto por qué me lo dices ahora.

Había picado el anzuelo. Ahora había que tirar del hilo. Lentamente.

—Porque necesito tu ayuda, Leo. Y quiero tu palabra de que no se lo dirás a nadie, a menos que lo hayamos discutido primero. Y cuando digo nadie es nadie.

—¿Ni a Sylvia? ¿Ni siquiera a Baker?

Especialmente a Baker. ¿No ves que, por lógica, su oficina es el único lugar donde pueden empezar las filtraciones? No le digas nada, a menos que sea en una reunión que yo haya preparado, en un lugar elegido por mí. Creo que deberíamos hablar con Sylvia y ver cómo responde a la idea de un espía en nuestro grupo. ¿Vendrás conmigo, ahora mismo, para hacerlo?

—Con una condición. —Manx recogió su clasificador azul y lo miró, algo aturdido. No sabía cómo, toda la conversación había tomado un rumbo inesperado.

—Mientras sea razonable.

—Entonces date una ducha primero. No quiero que Sylvia o que cualquiera que veamos piense que ese olor procede de mí.

—¿Es éste el Leo Manx que me sacó de la Ciudad Vieja? Muy bien. Si insistes. Vamos.

Más tarde, Bey describiría la ducha como un esfuerzo inútil. En cuanto se hubo lavado y cambiado de ropa a satisfacción de Leo Manx, se dirigieron hacia las habitaciones de Sylvia.

Pero ella no estaba allí. Nadie sabía dónde se encontraba, ni cuándo volvería. Hacía doce horas que Sylvia Fernald había solicitado una nave de altage. Se había dirigido hacia dentro, hacia el borde del Halo, viajando velozmente en solitario. No le había hablado a nadie de su misión, y nadie de la Cosechadora parecía conocer tampoco su destino.

19

Las paredes de piedra no hacen una prisión, ni los barrotes de hierro una jaula.

RICHARD LOVELACE


… pero el espacio vacío lo consigue sobradamente.

APOLLO BELVEDERE (AYBEE) SMITH


El plan de formación era riguroso pero razonable. Cuatro horas de teoría por la mañana; una pausa para comer durante la cual se esperaba que todos los participantes comieran juntos y discutieran lo que habían aprendido; cuatro horas de trabajo práctico por la tarde; y luego la noche libre, pero con suficiente lectura, sesiones de educación interactiva y problemas para ocupar al menos otras seis horas antes de dormir.

Estaba previsto continuar así a lo largo de siete semanas. Aybee mantuvo la cabeza gacha durante los primeros dos días; observó lo que hacían los otros, y trató de no destacar demasiado cuando se trataba de pruebas y de preguntas. No le fue fácil. El resto de los alumnos formaba un grupo triste y desigual que al parecer había sido compuesto al azar, con individuos procedentes de diversas fuentes.

En la no-tan-humilde opinión de Aybee, ninguno de ellos tenía la más remota idea de lo que era la ciencia, y un par de ellos actuaban claramente como si fueran lelos. Daban respuestas extrañas a los problemas matemáticos más sencillos… Aybee era incapaz de imaginar de dónde sacaban aquellas contestaciones tan tontas.

Al tercer día hizo su primera petición. No estaba acostumbrado a comer con otra gente; se sentiría mucho más cómodo si le dejaban almorzar solo. ¿Podían darle permiso para hacerlo?

Gudrun pareció dudar, pero luego accedió. Había veinticuatro alumnos, y la ausencia de Aybee no supondría una gran diferencia en las discusiones.

—Recuerda, Karl —añadió—, si no progresas porque no puedes hablar con los demás mientras tienes fresco lo que has aprendido, no podrás echarle la culpa a nadie más que a ti mismo. Si haces esto porque encuentras difícil el trabajo y te da vergüenza hablar con los otros, ven a verme. Me encargaré de darte clases particulares.

Aybee-Karl asintió amablemente. Había ganado una hora. Hasta ahora, las clases matutinas eran un repaso rutinario de la teoría general de la relatividad, de tres siglos de antigüedad, y no necesitaba discutir acerca de eso con nadie. Aún más, no quería hacerlo. El gran peligro era que revelara cuánto sabía sobre el tema.

El trabajo de la tarde era una chorrada. No necesitaba hacer las lecturas, y se las apañaba bien con el resto de las tareas a mediodía. Lo siguiente que le pidió a Gudrun fue algo más arriesgado. Entregó un examen perfecto, cosa que normalmente evitaba hacer, y fue a ver a Gudrun esa misma tarde.

Ella sonrió cuando apareció por la puerta.

—¡Bien! El listo de Karl. No parece que te afecte perderte las sesiones de mediodía.

—Eso espero. —Aybee tenía la horrible sensación de que era su alumno favorito. Siempre le miraba de una forma especial—. Pero no estoy acostumbrado a la alta gravedad. No es como en la Granja. Aquí duermo mal. Me despierto a menudo en plena noche. Si ya he terminado el trabajo y me pasa eso, ¿puedo echar un vistazo por la nave?

Señales de peligro. La sonrisa de Gudrun se esfumó, y la mujer empezó a mirarle con recelo.

—¿Un vistazo a qué, Karl?

—No sé. A cualquier cosa. —Hizo un vago gesto con el brazo—. Suministros de energía, talleres de mantenimiento. Lo que sea.

—Oh, no tiene por qué ser ningún problema. Pero sólo si vas bien en tus estudios. Veamos cómo lo haces en los próximos días.

¡No le preocupaba la seguridad, sino que perdiera demasiado tiempo vagabundeando y suspendiera! Aybee cometió menos errores deliberados en los exámenes, y tres días después obtuvo el permiso. Le fascinó ver lo que había más allá de los límites: blindajes, impulsores principales, y las zonas donde se guardaban los trajes y las naves de tránsito. Era lógico que lo mantuvieran apartado de todo eso hasta que estuvieran seguros de su lealtad. Tampoco se perdía demasiado. Mientras fueran rumbo a ninguna parte, a Aybee no le gustaba la idea de dejar la nave sin saber exactamente dónde se encontraba.

Era una sensación de inesperada y considerable libertad. Le permitirían ir a los núcleos, y hacer allí lo que se le antojara. Gudrun debía de haber decidido que no le interesaba suicidarse jugueteando con un núcleo de energía y hacer volar toda la nave. Eso también tendía a confirmar lo que ella le había dicho en su primer encuentro. Cuando el curso de formación hubiera terminado, trabajaría con los núcleos.

La primera noche que tuvo permiso para deambular, no pudo aprovecharlo. Se había convocado formalmente una reunión nocturna para todos los alumnos. Tras una cena especial que Aybee no comió, los sometieron a una sesión de cuatro horas de discursos grabados y en directo, eslóganes y saludos.

Gudrun se levantó y ofreció su versión de la historia del Sistema. Entre las piedras de molino de los Sistemas Interior y Exterior, los habitantes del Halo llevaban más de un siglo siendo aplastados. El Anillo de Núcleos era una tierra fronteriza, una región peligrosa de cuerpos de alta densidad dispersos. Como resultado, todos los viajeros del territorio de los abrázaseles lo pasaban de largo en sus viajes hacia el exterior. Estaban dispuestos a explotar sus fuentes de energía, pero la riqueza generada por los recursos del Anillo de Núcleos jamás era devuelta. Eso era injusto e intolerable. Por fin eso iba a cambiar. El equilibrio de poder había variado. El Halo tenía un líder nato, y la revolución había empezado.

Jason habló a continuación, y fue aún peor. ¡El Sistema Exterior está compuesto de tiranos opresores! ¡El Sistema Interior es decadente! ¡Mantiene a una población ociosa y creciente gracias a los esfuerzos de nuestro pueblo! ¡Ambas Federaciones merecen caer! ¡Todos sois parte de una gran reforma que conseguirá esos objetivos… y pronto!

Aybee ocultaba sus bostezos, pero advirtió que los otros alumnos se lo tragaban todo. Gudrun, Jason y el puñado de tripulantes permanentes de la nave sabían cómo avivar el entusiasmo. Tenían para todos. Gudrun se levantó de nuevo para volver a hablar. Al cabo de unos días se haría un anuncio especial en la nave para informar de un hecho realmente extraordinario. Se interrumpirían todas las clases durante el mismo, y todo el mundo tendría dos días libres. El grupo aplaudió.

Aybee aplaudió con más fuerza que nadie, y se preguntó si el efecto de la propaganda sería acumulativo. En tal caso, tendría que encontrar un medio de escapar antes de que se le reblandeciera el cerebro.

Huir le parecía cada vez más y más difícil. Todos los puntos de acceso a trajes, naves de tránsito y armas estaban protegidos no por humanos, lo que ya habría sido malo de por sí, sino por máquinas, por roguardias que no dormían, no podían ser distraídos, no podían ser persuadidos. Aybee decidió que necesitaba abordar el asunto desde un punto de vista radicalmente nuevo. La noche siguiente tenía que explorar la nave.

No era optimista en cuanto a la magnitud de la empresa a la que se enfrentaba. La nave era pequeña en comparación con la esfera central de una Cosechadora, pero no dejaba de ser enorme. Con una longitud de dos kilómetros, y un diámetro de seiscientos metros, la nave en la que se hallaba ahora tenía suficiente capacidad para alojar a un par de millones de terrícolas… o a uno o dos granjeros espaciales. Los barreneros y los rebeldes del Anillo de Núcleos se encontraban a medio camino entre ambos extremos, pero Aybee no podía hacerse una idea de la estructura interna de la nave a partir de las zonas restringidas que había visto durante su formación.

Por fortuna, no le hacía falta. Un banco central de datos contenía los esquemas generales de la nave; los había estado estudiando por la noche desde hacía más de una semana. Había media docena de lagunas en los planos, que dedujo que correspondían a regiones muy reservadas, pero el resto de la nave estaba allí.

Como experimento, se dirigió hacia la superficie. La nave había sido construida para transportar cargamentos, y por eso todos los mamparos y pasillos internos eran añadidos posteriores. Todo el habitat interior tenía un aspecto descuidado, sin terminar. Las mohosas paredes divisorias estaban combadas y sucias y, en los nudos centrales de comunicaciones, masas de cables y líneas de fibra festoneaban paredes y techos.

Aybee deambuló, memorizando todo cuanto veía. Si alguna vez se presentaba la necesidad, quería ser capaz de correr a ciegas por la nave.

Nadie le interrogó, nadie le detuvo. Al cabo de unos minutos se encontró en una portilla de observación, contemplando las estrellas a través del casco exterior de la nave. Por la posición de las constelaciones supo que la nave se dirigía hacia el Sol, pero eso fue todo lo que pudo deducir. Observó en silencio durante diez minutos. No había signos de otras naves creadas por el hombre ahí fuera, ni de los cuerpos celestes naturales del Sistema Exterior.

Cuando finalmente volvió a ponerse en marcha para dirigirse a lo largo del casco hacia la compuerta más cercana, un roguardia apareció a su lado antes de que hubiera recorrido cincuenta metros. Pareció ignorarle, pero se movió cuando él lo hizo e ignoró sus preguntas y órdenes. Veinte metros antes de que alcanzara la compuerta, el roguardia se adelantó a él en silencio y extendió una ancha red de polímero para bloquearle el paso.

Aybee no intentó hablar con la máquina —era demasiado estúpida para la lógica—, sino que se volvió para alejarse de la superficie. Cuando se encontraba a cuarenta metros del casco de la nave, la máquina le siguió. Se volvió a mirar y vio que desaparecía por una abertura de servicio. Aybee no regresó. Si lo hacía, estaba seguro de que el roguardia o cualquier otro hermano suyo aparecería de nuevo para bloquear su avance hacia las compuertas. En cambio, se dirigió gradiente de gravedad abajo hacia el núcleo más cercano, situado a doscientos metros de distancia.

En los pasillos encontró un par de docenas de máquinas de mantenimiento y a tres humanos. Las máquinas le saludaron amistosas. Los humanos, cada uno de ellos dos palmos más bajo que Aybee, no dijeron una sola palabra. Apenas lo miraron, y parecían preocupados con sus propios asuntos.

¿Era que su uniforme de entrenamiento le confería un estatus tan bajo que nadie más en la nave se dignaba a hablarle? Si así era, muy bien. Siguió caminando a lo largo de un sucio pasillo recubierto con la costra de una década de descuido. El controlador de las máquinas limpiadoras parecía haber borrado de su memoria aquel estrecho pasillo.

Bajó por una estrecha escalerilla, apenas lo bastante ancha para su huesudo cuerpo, y llegó por fin. El núcleo blindado no era el mismo que habían sacado de la Granja Espacial. Este era un monstruo. Incluso estando a treinta metros del blindaje externo, Aybee juzgó que se encontraba en una zona de más de un veinteavo de ge. Eso suponía que la masa del núcleo pesaba casi ocho mil millones de toneladas. Debía de haber sido hallado cerca del centro del Zirkelloch, la singularidad circular que formaba el centro del Anillo de Núcleos.

Eso no significaba que fuera particularmente útil como fuente controlable de energía. Si era un núcleo que giraba despacio, aproximadamente como un agujero negro Schwarzchild, no servía más que para dar calor.

¿Giraba éste?

Aybee fijó los ojos en un punto del techo y se acurrucó. Sin duda, aquel núcleo era gigantesco y de rotación enormemente rápida. Pudo sentir la fuerza de la inercia cuando el spin del núcleo hizo girar el marco de referencia a su alrededor, inclinando la vertical local.

Dirigió su atención a los vectores. La mayoría ya le resultaban familiares. Había una docena de electroimanes superconductores que mantenían firmemente en su sitio el núcleo cargado en el centro de sus escudos esféricos. Parecían normales, no muy distintos de los sistemas que Aybee había visto en docenas de otras instalaciones generadoras de energía.

Estaba el mecanismo de extracción de energía propiamente dicho, claramente identificable por sus unidades de inyección de plasma. Este sistema en concreto estaba calibrado de forma inusitadamente precisa, lo que permitía cambios muchísimo más pequeños en la energía rotatoria del núcleo de lo que Aybee había visto jamás; pero se trataba de una mejora tecnológica sencilla, al alcance de cualquier usuario de los núcleos. Lo que no estaba claro era por qué alguien querría hacerla.

El primer indicio de algo verdaderamente raro eran los sensores. Diez veces más grandes de lo que Aybee esperaba, sugerían una gran capacidad para transmitir señales, y estaban conectados a un enorme ordenador situado a la derecha del blindaje externo.

¿Un ordenador para hacer qué?

Dentro del escudo, el agujero negro rotatorio del núcleo enviaba un enorme flujo de radiación y partículas. Esa emisión de energía aleatoria era una molestia, y hacían falta escudos para reflejarla sobre sí misma. Al mismo tiempo, los sensores que controlaban el flujo externo dentro de los escudos permitían que la masa, la carga y el momento angular del núcleo fueran medidos hasta la billonésima.

Aybee se agazapó sobre la oscura superficie del escudo exterior, contemplando el ordenador y los cables durante un buen rato. Le habría encantado seguir aquellas fibras ópticas hasta un metro o más de profundidad, más allá del blindaje. Era imposible. Había escotillas para permitir el acceso a los robots, pero él no sobreviviría un instante dentro de los escudos.

Se levantó, intrigado, y contempló pensativo los sensores durante unos minutos. Cuando por fin regresó a su habitación, la cabeza le bullía con nuevas ideas y conjeturas. Tenía teorías, pero no podía probarlas. Lo que necesitaba ahora era reflexionar largamente en silencio.

Pero cuando llegó a su habitación encontró en ella a Gudrun. Estaba sentada en su cama. Se había quitado el uniforme azul plateado con gorrita y llevaba un breve traje negro de hacer ejercicio y maquillaje púrpura para la piel. Gudrun le saludó con un gesto y palmeó la cama.

Aybee la miró incómodo, y permaneció de pie. —Estaba echando un vistazo. —Lo sé. Siéntate, Karl. Se colocó al otro extremo de la cama.

—Lo estoy haciendo bien, ¿no? —Aybee se aclaró la garganta—. Quiero decir, ¿no hay problemas con mi trabajo?

—Todo lo contrario. —Ella se le acercó—. Karl, lo has estado haciendo bien, pero estoy convencida de que podrías hacerlo muchísimo mejor. Algunas de tus respuestas a los tests son tan concisas y claras que superan los manuales de formación. Las estoy utilizando como material de referencia. ¿De dónde las sacas?

Aybee maldijo para sus adentros y se encogió de hombros. —No lo sé. Simplemente escribo lo que se me ocurre. —Si eres capaz de pensar de esa forma, en el futuro no serás sólo ingeniero de mantenimiento. Te tengo reservado algo especial. —¿Qué quiere decir? —A Aybee no le gustó la expresión de sus ojos.

—Quiero llevarte a que conozcas al gran jefe… al líder de toda la Revolución y el Movimiento. Tenemos órdenes suyas de buscar potenciales inusitados, e informar de ello al Cuartel General. —Gudrun malinterpretó su preocupación—. No te preocupes, no te enviaré solo. Iremos juntos, tú y yo, en una de las naves de tránsito de alta-aceleración. Seré tu valedora.

—¿Cuándo? —Todavía faltaban más de cinco semanas para que terminara el curso de formación.

—Dentro de un par de días. Jason y los otros ayudantes podrán encargarse sin problemas del curso. Hay cinco días de viaje desde aquí al Cuartel General en la nueva nave, pero no desperdiciaremos el tiempo. Tienes mucho que aprender. Te daré clases particulares y formación especial. —Gudrun había acorralado a Aybee hasta el fondo de la cama, y ya no podía retroceder más. Sus ojos dorados brillaban. Le cogió las manos y lo miró de forma posesiva—. Y aún no hemos hecho ese cambio de forma, ¿verdad?… eso de que hablamos antes de que te unieras a nosotros. Sigues siendo demasiado alto para estar cómodo. Trabajaremos en eso. Puede que quede algún tiempo libre durante el viaje para un cambio de forma. Quiero que parezcas más uno de nosotros… no un nubáqueo. —Apretó sus manos—. ¿Qué dices, Karl? Es una oportunidad única.

Cinco días confinado en una cabina de tránsito de altage con Gudrun. Cinco días de «clases particulares» y «formación especial». ¿Qué incluía eso? Tenía una horrible sospecha. Aybee evitó su mirada, pero ella estaba muy cerca. Dondequiera que mirase sólo veía carne desnuda, muslos carnosos, brazos y hombros y pechos.

—Bien, Karl, ¿qué me dices? —ella susurraba junto a su mejilla.

Aybee cerró los ojos, horrorizado. «¿Tengo elección?»

Inspiró profundamente. «Míralo de esta forma, Apollo Belvedere Smith: ve al Cuartel General, y las posibilidades de averiguar si estás en lo cierto serán mucho mayores que aquí. Pase lo que pase durante el viaje, podrás apañártelas. Así que di que sí rápidamente, antes de que decidas que no puedes soportar la idea.»

Asintió, los ojos cerrados todavía.

—Parece… maravilloso.

Sintió la mano de Gudrun en su muslo.

—Me aseguraré de que así sea —dijo ella—. Partiremos mañana. Pondré en la nave un tanque de cambio de formas y programas de reducción de tamaño. Puedes usarlos tanto como quieras. Pero ahora será mejor que descanses, Karl. Lo necesitas.

—Sí. —Aybee tragó saliva—. Creo que sí.

Ella se apartó lentamente de él. Aybee pudo volver a respirar. Miró sus labios rojos y su boca entreabierta. Parecía dispuesta a comérselo.

«Asegúrate de que el tanque y el programa de reducción de tamaño estén allí, Gudrun. Los usaré, desde luego. De hecho, si este viaje resulta ser como me imagino, los usaré una y otra vez. Voy a llegar al Cuartel General convertido en un enano de dos palmos.»

20

Desapruebo toda conspiración en la que yo no tomo parte.

CINNABAR BAKER


Sylvia Fernald había meditado largamente su decisión. ¿A quiénes debía decir lo que planeaba hacer, y cuánto tenían que saber?

Por un lado, su intento de contactar con Paul Chu no era en modo alguno una misión oficial. No le habían ordenado que lo hiciera, ni que lo pensara siquiera. Por otro, Bey Wolf y Aybee Smith creían que los rebeldes estaban tras los fallos técnicos en los Sistemas Interior y Exterior, y coincidían con Cinnabar Baker en que el objetivo de los rebeldes bien podría ser fomentar una guerra abierta entre las dos facciones. Si tal era el caso, y si Paul formaba parte del grupo rebelde, hablar con él era de importancia capital. Sylvia no conocía a nadie más que pudiera estar abierto a ese diálogo. Paul siempre se había comportado de forma misteriosa y desconfiada, pero hablaría con Sylvia.

¿O no? Habían sido íntimos, pero en los últimos meses ella nunca supo lo que pensaba Paul, ni lo que hacía. Pero sin duda al menos hablaría con ella: habían sido compañeros durante más de tres años. Por otro lado, si ahora Paul era uno de los rebeldes, no debería hablar con él, y si se reunía con Paul no debería decirle a nadie que iba a hacerlo.

Sylvia reflexionó, y por fin llegó a una solución de compromiso. Ya que utilizaría una nave nubáquea para su viaje, alguien del Gobierno tendría que estar al corriente del mismo y aprobarlo. Pero cuanta menos gente lo supiera, menos peligro habría de que otros se enteraran de su misión.

Sylvia sopesó sus opciones: Leo Manx era un buen hombre, aunque algo pedante y (mucho peor todavía) con tendencia al chismorreo. Bey Wolf no hablaría, pero probablemente intentaría detenerla. Aybee, su primera opción, se encontraba quién sabía dónde, y todos sus otros amigos íntimos de las Cosechadoras se sentirían abrumados por la responsabilidad implícita. Sentirían la obligación de decírselo a sus superiores… que luego podrían decírselo a cualquiera.

Al final, Sylvia llamó directamente a Cinnabar Baker y solicitó una reunión en privado. Si la información probablemente iba a acabar llegando a Baker, bien podía empezar dándosela.

La otra mujer le pidió (típico en ella) que acudiera a su despacho ese mismo día, pero a la una de la madrugada. Sylvia dedicó las doce horas siguientes a terminar los preparativos para su partida, y ensayando lo que iba a decirle a Baker. Cuando por fin entró en el apartamento de paredes desnudas, se olvidó del discurso preparado.

Cinnabar Baker tenía un aspecto desastroso. Había perdido veinte o treinta kilos, y tenía la piel grisácea, arrugada y flaccida. De vez en cuando se frotaba los ojos, suspiraba pesadamente y soltaba una tos sorda. Turpin estaba encaramado en su hombro, parpadeando. Cada vez que tosía, el ajado cuervo imitaba la tos con acierto notable; debía de haber tenido tiempo de sobra para practicar.

—Lo sé. —Baker vio la consternación de Sylvia—. No me diga que tengo un aspecto espantoso, y no se preocupe. No es permanente. Estoy trabajando demasiado, y todo el mundo teme que me acerque a las máquinas de cambio de formas para someterme a una sesión terapéutica. Las máquinas están en tan mal estado que temen que acabe convertida en una calabaza. ¿Qué puedo hacer por usted? Tenemos diez minutos.

Sylvia empezó a describir cómo había encontrado una pista que podía conducir hasta Paul Chu. La mitad de su explicación resultó innecesaria: Cinnabar Baker sabía más de su relación con Chu de lo que Sylvia imaginaba. Baker hizo que se saltara esa parte y luego escuchó en silencio, interrumpiéndola sólo con sus toses y su respiración entrecortada.

Al final, resopló y se cogió la nariz con dos dedos.

—He oído sus informes, y los de Leo Manx. ¿Está de acuerdo con él en que los rebeldes están detrás de los problemas de Bey Wolf con el Hombre Negentrópico?

—Creo que sí.

—Ha salvado la vida a Bey al menos una vez, probablemente dos. ¿Sabe qué solían decir los antiguos chinos, allá en la Tierra, si salvabas a un hombre de morir ahogado?

Sylvia sacudió la cabeza, confundida. Cinnabar Baker había hecho que se perdiera.

—Decían que eras responsable del bienestar de ese hombre, durante el resto de tu vida. Déjeme preguntarle algo: ¿cuánto de eso que propone es por el bien del Sistema Exterior? ¿Y cuánto se debe a que quiere ayudar a Wolf con sus problemas personales?

La sugerencia dejó de piedra a Sylvia.

Había actuado para salvar a Bey en la nave de tránsito y en la Granja Espacial sin pensar ni por un momento en sus propios motivos. Habría hecho lo mismo por cualquiera. Y en cuanto a haber permanecido sentada junto al tanque de cambio de formas mientras Bey Wolf estaba dentro…

—No se moleste en responder —continuó Cinnabar Baker. Sylvia llevaba allí más de diez minutos—. Pero dígame esto. Me propone marcharse de inmediato. ¿Por qué tanta prisa? ¿Por qué no esperar unos días más?

—¿Días más? —repitió Turpin.

Sylvia sacudió la cabeza.

—No me atrevo. Paul Chu está en ese lugar para realizar una conversión en su instalación añadiendo un impulsor de bajage… probablemente a un fragmento cometario. Eso significa que estará trabajando solo, únicamente con las máquinas. Podremos hablar con toda libertad. Pero eso solamente durará otro par de semanas, luego se marchará. No sé adonde irá después.

—¿Sabe él algo de esto?

—Nada. No le he sugerido a nadie que me propongo visitarlo. Es usted la única persona que sabe lo que pretendo. —Vio cómo Cinnabar Baker asentía despacio—. ¿Lo aprobará, entonces?

Baker gruñó.

—Fernald, nunca me gustó Paul Chu. Me acuerdo de él, y no creo que vaya a hacer nada por ayudarle. —Alzó una mano—. Pero antes de que empiece a protestar, déjeme decirle que voy a aprobar su solicitud. Debería realizar usted este trabajo durante un solo día. Aprobaría cualquier cosa que pudiera echarle un cable para solucionar los problemas. La tecnología de la Nube se está yendo al garete, la gente no se atreve a acercarse a las máquinas de cambio de formas, hemos estado recibiendo comunicaciones de otras Cosechadoras que sugieren que toda su población se ha vuelto loca, y acabo de recibir un informe del otro lado de la Nube sobre un desagradable accidente en otra de las Granjas Espaciales. Para remate, una de nuestras naves de carga con destino interior fue destruida ayer, y los abrázaseles nos echan la culpa a nosotros… ¡diciendo que volamos una de nuestras propias naves!

Suspiró.

—Muy bien. Ya ha oído lo suficiente. Por supuesto que apruebo lo que quiere hacer. Vaya y hágalo, y use mi autoridad si le hace falta para conseguir su nave. Y otra cosa más… —Sylvia se levantaba ya—, esto tiene que ser recíproco. No le dirá usted a nadie adonde va. Y yo no le diré a nadie, ni siquiera al Consejo Interior, lo que intenta hacer. Si se mete en líos, tendré que dejarla tirada. Incluso negaré que tuviera mi permiso para usar una nave de tránsito. Nuestra política es firme: no tratamos con los rebeldes bajo ningún concepto. ¿Comprendido?

Sylvia se mordió el labio, luego asintió.

—Muy bien.

Cinnabar Baker le cogió la mano en un gesto inesperado.

—Nunca hemos tenido una reunión esta noche, Fernald. Salga por la otra puerta. Tengo un grupo de personas esperando fuera. Buena suerte, y buena caza. Estará muy lejos de casa.

—De casa —repitió Turpin roncamente. El cuervo ladeó la cabeza—. Lejos de casa.


De eso hacía ocho días. Ocho días de silencio y soledad. Sylvia había mantenido un estricto aislamiento de comunicaciones durante todo el viaje, incluso cuando el impulsor de la nave estaba inactivo y era fácil enviar o recibir mensajes.

Pero ahora, mientras deceleraba para aproximarse a su destino final y el encuentro se hallaba sólo a unos pocos minutos de distancia, su nerviosismo aumentó. La necesidad de enviar algún tipo de mensaje a Cinnabar Baker se hizo más urgente. Habían proporcionado a Sylvia la localización de un cuerpo cuya órbita bordeaba la parte extenor del Anillo de Núcleos, y le habían dicho que Paul Chu estaría allí. Pero los datos de posición le habían llegado junto con una petición de estricto secreto, nada más. No le habían hablado de la naturaleza del objeto hacia el que viajaba, ni de si era grande o pequeño, natural o artificial, una colonia o una base militar. Había supuesto que se trataba de un fragmento (¿por qué si no estaría Paul instalando una unidad impulsora añadida?), pero ¿y si se equivocaba?

Bien, pronto lo sabría. Por fin el cuerpo era visible. Desde cinco kilómetros de distancia, era como un huevo irregular y granuloso brillando con luces internas. Sylvia conectó los sensores amplificadores. El objeto medía unos trescientos metros de longitud (demasiado pequeño para ser una Cosechadora, una colonia o una nave de carga) y por su forma se veía que tampoco era una nave de tránsito. Eso encajaba con la idea de un pequeño núcleo cometario, aún rico en volátiles. Sin embargo, las portillas y las luces seguían el esquema de un cuerpo habitado, y en la superficie había dos zonas de atraque y compuertas claramente distinguibles.

Si se trataba de un cuerpo natural, ya había sufrido varias excavaciones y modificaciones internas. La recién instalada unidad impulsora era fácilmente reconocible, pues brillaba en el extremo más grueso del objeto.

Perder tiempo no le sería de ayuda, y Sylvia no había viajado hasta tan lejos para nada. Ya se había puesto el traje. Dejó que la nave de tránsito atracara suavemente en el puerto mayor y fue directamente hacia la compuerta.

Estaba abierta, en contra de las medidas de seguridad estándar. Y la compuerta interna también, lo que significaba que el interior del cuerpo carecía de aire. Si Paul Chu estaba allí, o bien llevaba un traje o era un cadáver. Sylvia advirtió lo fuerte que se oía su propia respiración dentro del casco. Sintonizó el receptor para que hiciera un barrido por varias frecuencias y atravesó la compuerta interna.

La primera cámara había sido tallada en el hielo de agua y dióxido de carbono del interior cometario; se veía claramente que era un taller y una instalación de mantenimiento de equipo. Había signos de que no hacía mucho que estaba deshabitada; algunos soldadores seguían sujetos a bombonas de combustible en una sala de herramientas, y un generador eléctrico estaba en posición de pausa. Tres o cuatro máquinas de construcción esperaban pacientemente contra una de las paredes. Sylvia las observó, irritada. Según el baremo de la Nube, eran modelos obsoletos. Si hubiesen sido un poco más listas, podría haberles preguntado qué sucedía. Pero habían sido diseñadas con un vocabulario especializado y no entendían más que de sus tareas mecánicas de construcción. Si nadie les daba instrucciones, esperarían tan tranquilas durante un millón de años.

Atravesó un panel deslizante y se metió dentro. La exploración de las señales recibidas no había revelado nada, así que pasó a emitir en todas las frecuencias.

—Paul Chu. Soy Sylvia.

Su traje repitió el mensaje automáticamente, una y otra vez, prestando atención a cualquier posible respuesta.

Llegó a las habitaciones provisionales construidas por las máquinas cerca del centro del cuerpo celeste. Paul no se encontraba allí, pero había muchos signos de su reciente estancia. Aquél era claramente su enlace de ordenador, el que había utilizado durante diez años. Ningún nubáqueo, no importaba cuánto tiempo llevara lejos del Sistema Exterior, dejaría objetos de metal diseminados con tanto descuido, a menos que supiera que iba a volver pronto o que se hubiera visto obligado a partir a toda prisa.

«O que esté muerto», insistió su mente.

Descartó la idea. Tal vez Paul se encontraba al otro lado del cuerpo o quizá lo habían llamado temporalmente.

¿Pero llamado para qué? ¿Y para ir adonde? No había visto signos de otros cuerpos celestes mientras se acercaba, y la radio de su traje tenía un alcance efectivo de muchos miles de kilómetros.

¿Y si él no quería verla y estaba escondido para evitar un encuentro? Esa idea se caía por su propia base. ¿Cómo podía estar ocultándose, cuando no sabía siquiera que ella venía de camino? Creía que se encontraba en el Sistema Exterior.

Casi contra su voluntad, Sylvia se dispuso a explorar el desolado interior. En el pasado remoto, aquel lugar había sido un hogar humano durante bastante tiempo. Había cocinas, dormitorios, incluso cámaras preparadas para el entretenimiento y para hacer ejercicio, estas últimas con arneses, barras y máquinas, todas equipadas con diales para medir el nivel de esfuerzo y los progresos. Pero el equipo y los instrumentos estaban cubiertos de una fina capa de hielo sublimado. Nadie había tocado nada desde hacía años, tal vez décadas.

Sylvia no tardó ni media hora en convencerse de que no había nadie en el cometa hueco. Estaba sola. Y al cabo de un momento notó una extraña vibración bajo los pies y una ligera presión en la parte delantera del traje. Supo de inmediato lo que sucedía. Las compuertas de la superficie del cuerpo se habían cerrado y el interior se llenaba de aire.

Volvió rápidamente sobre sus pasos hacia la compuerta por la que había entrado. A mitad de camino, hubo un destello de movimiento al fondo del pasillo.

—¿Paul? —Se detuvo, la mano en la pared—. ¿Paul Chu? ¿Eres tú, Paul? ¿Quién anda ahí?

El pasillo albergaba ahora atmósfera plena, y su voz resonó en el estrecho corredor. No obtuvo respuesta, pero de repente una máquina pequeña se le acercó. Se detuvo a tres metros de distancia. Sylvia se alegró de verla. Contrariamente a las otras, ésta era un modelo muy avanzado, recién salida de los laboratorios de desarrollo. Era una máquina AG, un modelo de Ayuda General que ejecutaba cientos de tareas respondiendo a la voz y con poca supervisión humana. Si era preciso, podría devolverla a casa en su propia nave de tránsito.

—¿Qué ha pasado aquí? —Avanzó confiada. Ninguna máquina le haría daño… ninguna máquina podía hacérselo, a no ser por accidente—. ¿Dónde está la gente? ¿Está aquí Paul Chu?

La máquina no dijo nada. Sus detectores frontales se volvieron hacia ella, y no había duda de que era consciente de su presencia. Pero cuando Sylvia estuvo a un par de pasos de ella, la máquina empezó a retroceder. Una segunda máquina del mismo diseño apareció al fondo del pasillo y luego avanzó hasta situarse junto a la primera.

—Vamos. —Sylvia empezaba a impacientarse—. Quiero respuestas. No finjáis no comprenderme, sé que sois listas de sobra para entender esto. ¿Qué ha pasado en este lugar?

La segunda máquina sacó un par de largos brazos gomosos por una abertura circular de su base. Antes de que Sylvia pudiera retirarse, le había rodeado con ellos los tobillos.

—¡Eh! ¡Suéltame!

La máquina no le hizo caso, y ahora otros brazos surgidos de la primera máquina rodearon sus antebrazos y su cintura. La alzaron del suelo y la sostuvieron en el aire. Ambas máquinas recorrieron al unísono el pasillo, sujetando a Sylvia tan delicada y firmemente como una bomba con brazos.

—No pasa nada —dijo por fin la primera máquina, con una voz que Sylvia reconoció de inmediato. Hablaba igual que Paul Chu—. Nos iremos de viaje. Estarás a salvo. Un momento.

Mientras Sylvia se debatía como podía, otro par de brazos comprobaron que su casco estuviera bien cerrado.

—¿Un viaje? ¿Qué quieres decir? Malditas seáis, soltadme. Llevadme a ver Paul Chu. Os ordeno que me soltéis.

Eso tenía que funcionar. Ninguna máquina podía retener a un humano contra su voluntad, a menos que fuera para salvarle la vida.

—No podemos hacer eso. —La voz era adecuadamente triste, como si pidiera disculpas—. No podemos soltarla; todavía no. Pero podemos llevarla al actual paradero de Paul Chu. Tal vez lo vea allí.

—¿Cuándo? —Ya habían llegado a la compuerta, por donde el aire silbaba al escapar.

—Cuando lleguemos a nuestro destino. Diez días de viaje desde aquí.

Llegaron al extenor y continuaron avanzando bajo el brillo de las estrellas. La segunda máquina se había quedado en la compuerta, así que ahora Sylvia estaba sujeta únicamente por los brazos y la cintura. Vio una nueva forma ante ella, un pequeño objeto elipsoide de veinte metros de largo. Jamás había visto una nave parecida.

—No podemos volar en eso. —Habló por la radio de su traje, profiriendo lo que para una máquina habría sido la amenaza definitiva—. Si me haces volar en eso, me matarás.

—Nada de eso. —La máquina parecía sorprendida, pero no se detuvo—. De otro modo, naturalmente, nunca lo permitiríamos. Diez días pasan rápidamente. ¿Le gustará jugar al ajedrez conmigo cuando estemos en camino? Estaremos solos.

—¡Odio el ajedrez!

Mientras la llevaba a la nave, Sylvia tuvo un último y triste pensamiento. Le había dado a Cinnabar Baker las coordenadas de su destino y se sentía complacida con su previsión. ¿Pero de qué serviría esa información cuando estuviera a diez días de distancia de aquel lugar?

21

Toda tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.

ARTHUR C. CLARKE


Aybee había visto muchas naves de tránsito durante sus vagabundeos por el Sistema Exterior. De diseño estándar, sólo diferían en detalles dependiendo de si la fabricación se hacía en el Nexo Vulcano, y susurraban al surcar la superficie del Sol, o en las Tortugas Secas, donde recorrían el remoto y poco definido perímetro de la Nube Oort.

Cada nave de tránsito tenía un grueso disco de materia densa en la proa.

También tenía una cabina de pasajeros que podía deslizarse hacia delante o hacia atrás por el espigón de doscientos metros que sobresalía tras la plancha de blindaje. El impulsor McAndrew de energía de vacío se encontraba en el borde exterior de la plancha. Todo el conjunto parecía un eje con sólo una rueda.

Fue un shock que Gudrun le llevara a la parte delantera de la nave, y ver un liso elipsoide sin espigón de apenas veinte metros de largo.

Aybee se la quedó mirando como el público de un espectáculo de magia, esperando que apareciera el conejito blanco.

—¿Dónde está el resto?

—No hay más. —Gudrun se echó a reír. Rebosaba excitación—. Ya te dije, Karl, que las sorpresas no han hecho más que empezar. Esta es la nave en la que viajaremos. Llegó hace dos días del Cuartel General.

Aybee hizo un recorrido completo por el extenor. El ovoide tenía un casco liso y cristalino, pulido y sin marcas. Podía ver su propio reflejo distorsionado en la superficie convexa. Eso sólo era suficiente para hacer que pareciese fuera de lugar en el sucio y oscuro entorno de la vieja nave de carga. Era tan nueva como viejo cuanto la rodeaba. Lo más extraño de todo era que no mostraba ningún signo de poseer un mecanismo impulsor. No había en ella ningún sitio donde colocar el enorme disco que equilibraba gravedad y aceleración, y las claras portillas sugerían que al menos la mitad del espacio interior era habitáculo de pasajeros.

Como supuesto alumno en prácticas, Aybee no podía decirle a Gudrun lo que estaba pensando: que, o bien aquella nave era una engañifa total y no iría a ninguna parte o bien que había reinos enteros de la física desconocidos para las mejores mentes de los Sistemas Interior y Exterior.

En cambio, dijo:

—¿Quién la construyó?

—El Cuartel General. Es muy nueva y muy rápida. Las viejas naves tardaban semanas en llegar al Cuartel General… está a más de seiscientos mil millones de kilómetros. ¡Nosotros llegaremos allí dentro de cinco días!

—¿Cuál es su aceleración?

—Eso no es relevante. El funcionamiento de esta nave se basa en un nuevo principio. Están fabricando más, pero todavía hay sólo un puñado.

«Pero no debería haber ninguna.» Aybee hizo la conversión mentalmente; seiscientos mil millones de kilómetros entre cinco días, eso significaba unos quinientos ges. Luego ignoró de inmediato su propia respuesta. Los cálculos de alcance sólo tenían sentido si la nave se comportaba como una nave de tránsito, con una fase de aceleración, un periodo de cruce y una deceleración. No había motivos para suponer eso. Si la nave era tan nueva como parecía, el Cuartel General podía estar al otro lado de la galaxia. Aybee no tenía ni idea de cómo funcionaba. En aquel momento, ni siquiera sabía qué preguntas formular.

—¿De dónde recibe la energía? —dijo por fin—. ¿De un núcleo?

Era un palo de ciego. Las naves de tránsito utilizaban el impulsor McAndrew de vacío, no núcleos.

—No. Pero al parecer tiene un núcleo de masa baja en el centro.

Curiosear y curiosear. Incluso un núcleo pequeño pesaba unos cuantos cientos de millones de toneladas. ¿Por qué acelerar toda esa masa, si no la necesitabas?

Subieron a bordo, y la confusión de Aybee ejecutó un salto cuántico a niveles superiores. El espacio interno de la nave era diez veces mayor de lo que esperaba. Había demasiado poco espacio para cualquier suministro de energía razonable, motores o mecanismo impulsor.

En el fondo, Aybee ya había decidido que un nuevo intelecto de primera fila debía de haber surgido en las comunidades rebeldes del Anillo de Núcleos. Era la única manera de explicar algo tan radicalmente diferente como la nueva nave. Pero una vez dentro, tras mirar a su alrededor, se vio obligado a descartar esa idea. Allí había demasiadas cosas nuevas, desconocidas. De la docena de sistemas internos distintos, sólo pudo identificar y entender aproximadamente la mitad. Y esos pocos insinuaban algo que Aybee había buscado a tientas durante los cuatro últimos años, un nuevo paisaje más allá del horizonte.

Aybee tenía una clara imagen de la ciencia del momento, de sus cimas y valles y de sus zonas grises, allí donde la teoría fallaba. La tecnología avanzaba constantemente, pero dependía de modelos del mundo físico que a menudo tenían siglos de antigüedad. Avanzaba ignorando las zonas nebulosas, esos sitios donde no se había conseguido la comprensión total y donde acechaban las paradojas sutiles. Aybee había explorado tales anomalías. Era sorprendente descubrir que la niebla se disipaba de repente y un nuevo mundo aparecía brillante y lleno de gloria.

Gudrun no tenía ese tipo de preocupaciones. Se sentó confiada ante el tablero de control y empezó a seguir la sencilla secuencia de instrucciones proporcionada por el propio panel. La nueva nave no parecía sorprenderla, pero Aybee recordó la descripción de la Armada del Sistema Extenor: un sistema diseñado por un genio para ser dirigido por idiotas.

Y cuando pensó en la genialidad necesaria para elaborar un sistema entero tan distinto a nada de lo que hubiera visto, la excitación le puso la piel de gallina.

Cinco días. Ése era el tiempo que tenía para explorarlo todo y averiguar cómo funcionaba. Aybee había temido un viaje tan largo con Gudrun, pero ahora deseaba que su duración fuera dos veces mayor. Sin duda no dispondría ni de esos cinco días. Gudrun insistiría en hablar (o algo peor) durante parte de ese tiempo, y también querría introducirlo en el tanque de cambio de formas, para perder más horas preciosas.

Mientras ella completaba la secuencia de mando para salir de la nave de carga y ponerse en camino, Aybee reflexionaba. Lo que necesitaba era una completa inversión de papeles: Gudrun ausente y Aybee libre para explorar la nave. ¿Cómo conseguirlo?

Cinnabar Baker habría resuelto aquel problema en un momento. Habiendo tanto en juego, Gudrun tenía que quedar fuera de combate durante el viaje. Un golpe sería suficiente; luego se desharía del cadáver o confinaría el cuerpo herido en una unidad médica.

Aybee tenía inteligencia de sobra. La idea de matar o herir a Gudrun se le ocurrió de inmediato. Ella ya había completado la secuencia de control y trabajaba con la unidad de comunicaciones. Mientras permanecía ante el panel y el visor le ocultaba cualquier movimiento de Aybee, éste cogió una pesada caja de almacenamiento de datos y se colocó justo detrás de ella. Sería cosa de un momento, bastaría un solo golpe en el cráneo desprotegido.

«¡Ahora!»

Aybee sopesó la posibilidad… y parpadeó. Por primera vez en su vida, se veía obligado a enfrentarse a una de sus limitaciones: no le agradaba especialmente Gudrun, pero a pesar de la lógica y de sus motivaciones, no podía herirla físicamente.

Soltó la caja y se la quedó mirando, lleno de frustración. En ese mismo instante, ella se dio la vuelta para mirarlo a la cara. Su expresión era curiosa, entre fría y sorprendida. Aybee podía visualizar una diversidad convulsa en cinco dimensiones y manipular mentalmente su topología, pero no sabía leer aquella expresión humana. Si hubiera podido, habría reconocido una expresión de miedo.

—Me he puesto en contacto con el Cuartel General —dijo Gudrun al cabo de unos segundos—. Les he dicho que nos pondremos en camino de un momento a otro.

Aybee asintió. No parecía una revelación capaz de hacer temblar al universo.

—Y me temo que no podremos hacer lo que planeábamos —continuó ella, apresuradamente—. Ha habido cambios. Tengo que hacer un trabajo urgente durante el viaje, así que tendrás que entretenerte lo mejor que puedas. No entres aquí.

Sin añadir palabra, se fue a la parte de popa de la cabina y cerró la puerta. Un niño habría visto que algo la había trastornado mucho.

Pero si Aybee era un niño, se sintió como si de pronto le hubieran dado la llave de una tienda de caramelos. Se quedó mirando el lugar donde se había encerrado Gudrun durante diez segundos, hasta que oyó un agudo zumbido a sus pies. Un nuevo mecanismo había entrado en funcionamiento.

Aybee no notó aceleración alguna, pero sospechaba que oía el impulsor. Era bastante fácil comprobarlo. El sistema de propulsión de McAndrew producía una leve chispa de luz fantasmal cuando las partículas de alta velocidad chocaban con los ocasionales átomos de hidrógeno del espacio libre. Se acercó a la portilla y se asomó.

Y se quedó boquiabierto. No había ningún punto luminoso que indicara las interacciones del impulsor. En cambio, todo el campo estelar había sido sustituido por un enmarañado arco iris de color que ondulaba ante su campo visual.

A partir de ese momento, Aybee tardó horas en acordarse de Gudrun.

22

A menudo me pregunto qué compran los vinateros

que sea la mitad de precioso que el artículo que venden.

OMAR KHAYAM


Behrooz Wolf decía no tener conciencia. Negaba tener cerebro. Lo que tenía en lugar de ambos, sostenía, era una vocecita que le susurraba al oído, instándole a emprender acciones que su natural indolencia desaconsejaba.

Lo hacía ahora, e interfería con su trabajo. Lo que quería hacer era resolver el misterio del demonio del cambio de formas, esa imposible quimera que podía vivir en un infierno radiactivo, dentro de un escudo de blindaje, y enviar una corriente de direcciones confusas a través del sistema informático hasta el resto de la Cosechadora. (Y si podía hacerlo hasta el cambio de formas, podría hacerlo hasta todo lo demás. Era la clave de los delirios, de los mensajes imposibles de los sensores. Incluso del propio Hombre Negentrópico, y de la visita de Mary, y de los fallos en masa de los sistemas de detección… algo había permitido que aquel fragmento cometario se estrellara sin ser detectado contra la Granja Espacial Sagdeyev.)

Eso era lo que quería hacer, trabajar en problemas técnicos. Entonces, ¿por qué deambulaba por el interior de la Cosechadora Marsden, buscando a una mujer cuyo apellido al principio ni siquiera recordaba?

Sólo podía ser a causa de los sueños: imágenes caóticas y persistentes que aparecían en mitad de su descanso. Veía destellos de Mary corriendo peligros indescriptibles, vagas amenazas se arrastraban hacia ella. Oía gritos de temor y súplicas de ayuda.

¿O era a Sylvia a quien veía? Las visiones se volvían borrosas y se difuminaban mientras las observaba, un rostro mezclándose con el otro. ¿Eran sueños o eran mensajes, como el primero que había recibido de Mary? Cuando despertaba, nunca estaba seguro de lo que había experimentado. Lo único que le quedaba era la sensación de urgencia.

Bey siguió deambulando. Buscaba a Andrómeda, ¿pero Andrómeda qué? Leo Manx nunca había oído hablar de ella. Bey acudió al banco central de datos y pidió un listado completo de todas las Andrómedas… Diconis, ése era el apellido que buscaba; pero el ordenador sólo le aclaró que estaba en la Cosechadora. Era una mujer sin compañero permanente ni trabajo concreto. Bey empezó por la zona donde la habían encontrado y amplió su esfera de búsqueda a partir de ahí.

Su nueva forma tenía menos fuerza que su cuerpo terrestre. Tras pasarse siete horas recorriendo los pasillos de la Cosechadora, preguntando por una mujer a la que todos parecían conocer y nadie era capaz de localizar, estaba agotado. Necesitaba comer. Suspendió su búsqueda para ir a la zona de restauración más cercana… y encontró a Andrómeda Diconis.

Cuando la vio se olvidó de comer y llenó una jarra de vino púrpura. Se trataba de un encuentro del que no esperaba disfrutar (¿entonces por qué lo buscaba?). Ella estaba sola e iba vestida con un atuendo de corte elegante que sugería curvas corporales allí donde no las había. Bey tuvo que apresurarse, ya que Andrómeda llevaba una bandeja de comida y estaba a punto de meterse en un cubículo para cenar. Cogió su jarra y una copa, se dio prisa y se situó tras ella.

Andrómeda le dirigió al principio una mirada de sorpresa, y luego abrió la boca complacida al reconocerlo.

—Vaya… Behrooz. Qué sorpresa tan agradable.

—Tengo que hablar contigo.

—Pero voy a comer. —Señaló la bandeja que tenía delante—. Tendrás que esperar a que termine. A menos… —se ruborizó, pero sus ojos brillaron antes de que apartara la mirada—, a menos que pienses quedarte delante mientras lo hago.

—Claro. Mira, compartiremos esto. —Bey colocó el vino sobre la mesa, entre ambos, y la oyó jadear. Tal vez se estuviera metiendo en un terreno que desconocía.

Andrómeda miró a su alrededor, comprobando que nadie hubiese visto a Bey entrar en el cubículo.

—Espera un momento. —Su voz era agitada. Manipuló rápidamente los controles de la mesa para volver opacos los cristales—.

Ya está… si estás seguro de querer hacerlo.

—Claro que sí. Estoy seguro. —Bey cogió la jarra y sirvió vino. No pensaba que Andrómeda fuera de las que hacen favores a cambio de nada. ¿Quién fue el que dijo que París bien valía una misa? Uno de los Enriques. Bueno, Sylvia valía más que eso. Según sus cálculos, le había salvado la vida al menos en dos ocasiones. Y había permanecido sentada durante días ante el tanque mientras él cambiaba de forma, para asegurarse de que no le sucediera nada malo. Sylvia se lo merecía, no importaba lo que hiciera falta. Bey se guió por su instinto, cogió su copa de vino y la apuró, Andrómeda había tomado una cucharada de sopa clara, pero vaciló mientras la tenía ante la boca y lo observaba beber. Bey se la quedó mirando, sin dejarla soltar el anzuelo. Al cabo de un momento, ella se estremeció, frunció los labios y sorbió decidida. Tragó, se ruborizó y dijo:

—Espero que no pienses que soy así siempre. Quiero decir que, en realidad, soy una mujer muy respetable.

—Lo sé. Sylvia dice que eres magnífica. —Bey bebió más vino, y vio que Andrómeda se inclinaba hacia delante y se relamía. Se le marcaban los pezones contra el tejido índigo del vestido. El mismo se estaba excitando. Tal vez los nubáqueos sabían algo acerca del serio asunto de comer que la gente de la Tierra nunca había aprendido. Bey se esforzó por centrarse en el asunto que le preocupaba—. Dice que sois amigas desde hace mucho tiempo. Lo fuisteis hasta que ella se estableció con Paul Chu.

—Lo fuimos. —Andrómeda tragó otra lasciva cucharada de sopa—. Me sentí muy decepcionada cuando eso sucedió. Quiero decir que él no es nada de particular. Es pequeño y gordo, y está lleno de ideas extrañas.

«Señora, así era yo hace dos semanas.» Bey se inclinó hacia delante, sirvió una copa hasta arriba para Andrómeda, tomó un buen trago de la suya y asintió. Hacía tiempo que no comía y el alcohol pasaba directamente a su corriente sanguínea. Andrómeda comenzaba a resultarle mucho más atractiva.

—No sé por qué empezó a salir con él. —Se inclinó hacia delante—. ¿No era miembro de alguna religión?

—Religión no. Revolución. —Ella dedicó a Bey otra mirada de inteligencia, se aseguró de que él la miraba y tomó un deliberado sorbo de vino. Tenía la cara encendida y el labio inferior hinchado—. Estaba metido en una revolución, y en política fronteriza y toda esa basura. No sé cuánto te habrá contado sobre ellos, pero fueron pareja durante mucho tiempo. Creo que ella todavía bebe los vientos por él. No sé qué te ha dicho, pero en mi opinión todavía no lo ha superado.

—¿Ha preguntado por él?

La pregunta era directa, pero Andrómeda estaba demasiado ocupada para advertirlo. Sentada con el tenedor delante, esperó a que Bey volviera a mirarla, se lo metió lentamente en la boca, liberó la comida con sus blancos dientes y masticó con firmeza mientras él observaba. Le latía el pulso en el hueco de la garganta.

—Lo ha hecho. —Andrómeda deglutió por fin y soltó el tenedor—. Me preguntó por Paul y yo le dije cómo me parecía que podía ponerse en contacto con él.

—¿Lo sabes?

—Estoy casi segura de que sí. Paul estuvo aquí en secreto, pero quería que cierta gente pudiera contactar con él. Sé quiénes son.

—¿Y podrías decírmelo?

—Bueno, ahora mismo no. —Andrómeda volvió a lamerse los labios—. Habría que encontrarlos antes. Pero podríamos buscarlos juntos.

Bey sabía lo que le esperaba.

—Andrómeda: «Hay una divinidad que va perfilando nuestros propósitos, los desbasta como haríamos nosotros.»

—¿Cómo dices?

—Perfila nuestros propósitos.

Dios. Había bebido demasiado, ¿pero demasiado para qué?

Andrómeda se echó a reír.

—Eres una persona tan extraña… y no sólo por tu aspecto. Si quieres investigar, puedo decirte por dónde empezar. —Se acercó a Bey. Había perdido todo interés por la comida—. Tengo sus nombres y conozco su paradero… pero no los llevo encima. Están en mis habitaciones. Tendremos que ir allí. Si quieres.

Hizo una pausa y lo miró, incitante.

Con salvaje presunción. Silenciosa, sobre un monte de Dañen. Dios, estaba borracho.

—Bien, Bey. —Ella había dejado de sonreír—. ¿Quieres?

—«Siendo tu esclavo, ¿qué puedo hacer sino atender puntualmente tus deseos?»

—¿Qué?

—Quiero decir que vamos. Ahora. A tus habitaciones. Quiero.

—Mm. ¿Estás seguro? —Ahora ella se hacía la dura—. ¿Qué hay de Sylvia?

—«Te he sido fiel, Cynara, a mi modo.»

«Quiero decir Sylvia, Mary, por el amor de Dios.»

—¿Qué?

—Que estoy seguro. No puedo esperar. Vamos.

Bey se puso en pie y agarró la jarra medio llena de vino. Ella estaba allá fuera, en alguna parte, en el abismo insondable del Sistema Exterior. Iba a encontrarla. Si tenía que morir en el empeño, eso sería parte del juego. No importaba lo que costara, iba a encontrarla. Pero todavía no.


Leo Manx lo miró, incrédulo.

—Vamos a ver si lo he entendido bien. Te marchas mañana con rumbo a estas coordenadas. —Señaló el papel que sostenía—. Al desierto. Y no quieres que vaya contigo. Menos mal. No quieres decir a los controladores de la Cosechadora adonde te diriges. Muy bien, si tú lo dices. ¿Pero qué esperas conseguir?

Leo Manx sabía escuchar. Lo demostró entonces, mientras Bey esbozaba sus ideas. En los momentos más descabellados, Leo murmuró para sí, pero no le interrumpió.

—¿Cómo crees que vas a demostrar todo esto? —dijo por fin.

—Voy a traer a uno. A uno vivo.

Bey estaba agotado, pálido, a medio camino entre los efectos de la droga y la resaca. Cuatro días de vino, narcóticos y Andrómeda Diconis eran una experiencia no apta para timoratos. Habían recorrido juntos la Cosechadora, de un extremo a otro. Andrómeda creía más en la estimulación que en el sueño. Si sobrevivía, Bey quería verla de nuevo. Tenía que saber de dónde sacaba la energía.

—Pero si no vuelvo —continuó—, tiene que haber al menos una persona que sepa exactamente adonde me dirijo y lo que creo que está pasando. Esa persona eres tú.

—¿Pero cómo voy a persuadir a Cinnabar Baker de que lo que vas a hacer tiene sentido?

—No empieces por Cinnabar. Que sea la última a la que acudes, y sólo si no vuelvo y no hay absolutamente ninguna otra alternativa. Ya te he hablado del peligro. ¿Harás lo que te pido?

—Haré lo que pueda. ¿Has intentado alguna vez presentar un informe a tu jefa sin decirle lo que pasa?

—Cientos de veces. Es la regla número uno de la autoconservación. ¿Las tienes en lugar seguro?

—¿Las coordenadas? Claro que sí. ¿Pero te das cuenta de que casi con toda seguridad no son el emplazamiento del Agujero de Ransome? Están demasiado lejos del Anillo de Núcleos.

—Lo sé. Pero no tengo otro punto de partida y estoy seguro de que Sylvia fue allí. Me marcho. Si todo se va al infierno, ya sabes lo que hay que hacer. Dame treinta días; si para entonces no tienes noticias mías, considérame muerto y enterrado.

Se disponía a marcharse cuando Leo Manx lo detuvo.

—Bey, me dices que necesitas treinta días antes de que yo me deje llevar por el pánico, y no eres muy optimista con respecto a Aybee. ¿Por qué no le das ese mismo tiempo a Sylvia? Tal vez ella esté siguiendo su propio plan. Podrías estropeárselo.

Leo se merecía una respuesta, pero Bey no tenía ninguna. Lo único que tenía era aquella vocecita de nuevo, susurrándole al oído. Decía que Aybee tal vez estuviera bien, y Bey también, pero Sylvia tenía problemas. ¿O le decía que le debía más a ella que a Aybee y por eso tenía que preocuparse más por Sylvia?

Bey no podía acallar esa voz, pero a veces podía comprender sus estrategias. Tenía prisa por marcharse, pero tal vez no por el motivo obvio. Si encontraba a Sylvia, quizás ella lo condujera hasta Paul Chu. Y Paul Chu podría conducirle hasta Black Ransome. Y Black Ransome era el Hombre Negentrópico, aquel bailarín sonriente que lo había vuelto medio loco y lo había obligado a abandonar la Tierra. Eso era lo que perseguía Bey, ¿no?

Tal vez. La voz interna insistió en las últimas palabras. «Quieres vengarte de Black Ransome, me lo creo. Y quieres resolver el misterio de los núcleos, que empieza y termina en Black Ransome. ¿Pero no nos estamos olvidando convenientemente de otra cosita? Si encuentras a Black Ransome siguiendo la pista hasta el final, ¿a quién más podrías encontrar con él? ¿Y qué hará entonces el valiente Bey Wolf ?»

23

No te preocupes, no sientas temor,

el Hombre Negentrópico ya llegó.

Canción infantil de la Cosechadora Halley


Aybee Smith era un prisionero indefenso, encerrado en una nave con una mujer que no hablaba con él, corriendo hacia un destino desconocido para reunirse con quienes eran enemigos jurados de todo cuanto la civilización de Aybee representaba.

Cualquier persona lógica se habría preocupado mortalmente por su propio futuro. Y la lógica gobernaba toda la vida de Aybee. Amaba la lógica, vivía según sus dictados. Y sin embargo ni siquiera se planteaba ninguno de esos problemas. Estaba ocupado con algo mucho más importante.

La nave era un cofre del tesoro lleno de misterios. Empezando por el enigma del mecanismo impulsor (no había placa equilibradora de alta densidad, ni fuerzas de aceleración), había contado veintisiete aparatos que requerían una nueva tecnología… o, más allá de la mera tecnología, un nuevo principio físico.

Con un reloj mental funcionando siempre en su mente (¡cinco días!… demasiado poco tiempo), Aybee había olvidado el lujo de dormir o descansar. No importaba lo que le hicieran cuando llegara a su destino, entonces podría dormir; ahora la exploración de la nave era su único objetivo.

Gudrun salía de su compartimento cerrado sólo durante unos minutos, dos veces al día, cuando tenía necesidad de utilizar la única cocina de la nave. Aybee comía de forma esporádica, cuando podía permitirse interrumpir su trabajo. Gudrun y él se encontraron en la cocina sólo una vez. Ella evitó mirarle a los ojos y no habló. Él ni siquiera se dio cuenta. Había intuido otra cosa: un posible fundamento para la unidad de eliminación de basura, que de algún modo la hacía desaparecer de la nave pero no la lanzaba al espacio abierto.

Mientras ella se preparaba la comida y escapaba, él permaneció sentado, inmóvil, contemplando la pared en blanco. Aybee trabajaba mentalmente. Sólo transcribía los resultados cuando todo estaba completo. Hasta ahora, no había escrito nada.

Había realizado una clasificación de aquellas veintisiete anomalías en cuatro grandes categorías. A saber:

1) Masa inercial versus masa gravitacional; media docena de aparatos de la nave, incluyendo todos sus sistemas posicionales y de navegación, podían ser muy bien explicados con una sola teoría… si Aybee hubiese estado dispuesto a renunciar al Principio de Equivalencia. No lo estaba. Habría renunciado antes a su virginidad.

2) Calor convertido en movimiento; otros aparatos de la nave sólo tenían sentido si el calor pudiera transformarse perfectamente en otros tipos de energía mecánica; en otras palabras, de haber estado Aybee dispuesto a renunciar a la Segunda Ley de la Termodinámica.

¡Otra vez el Hombre Negentrópico! En un sistema cerrado (¿y qué había más cerrado que la nave?), Aybee tenía que admitir una entidad que reducía la entropía. Recordó al Demonio de Maxwell, aquel diminuto ser que supuestamente clasificaba moléculas sentado en un contenedor. Permitía que las moléculas más rápidas pasaran en una dirección; a las moléculas que se movían despacio les quedaba sólo la otra. El Demonio de Maxwell se había dado a conocer en 1874, pero Szilard lo había desterrado por completo en 1928. ¿O no?

Aybee ya no estaba seguro. Pero desde luego no quería renunciar a la Segunda Ley de la Termodinámica. Las palabras de Eddington estaban grabadas en su memoria:


La ley de que la entropía siempre aumenta —la Segunda Ley de la Termodinámica— es, creo, la suprema ley de la naturaleza. Si alguien les señala que su teoría favorita del universo está en desacuerdo con las ecuaciones de Maxwell, entonces tanto peor para las ecuaciones de Maxwell. Si la observación contradice su teoría, bueno, los experimentadores estropean a veces las cosas. Pero si su teoría va en contra de la Segunda Ley de la Termodinámica, entonces no hay esperanza; no hay otra cosa que hacer sino sumirse en la más profunda humillación.


Aybee estaba de acuerdo con eso. De todo corazón.

3) Aberraciones de campo de fuerzas. Al final del tercer día, Aybee había elaborado una teoría alternativa que explicaba cómo podía funcionar el impulsor; pero implicaba la introducción de un nuevo tipo de fuerza, similar al antiguo y ya desacreditado concepto de «hipercarga». Aybee no se atrevió a dar tal salto al vacío. Hypotheses non fingo. «No hago nuevas suposiciones.» Si eso había valido para Isaac Newton, también valía para Aybee.

4) Información a partir de la nada. Todo el resto de la nave funcionaría bien… ¡si fuera posible obtener información a partir de ruido aleatorio! Caos convertido en señal, eso era todo lo que Aybee necesitaba. El sistema de comunicaciones de la nave parecía depender de esa capacidad imposible. ¿Podía aceptarlo? Aybee sabía exactamente adonde le llevaría aquello y no le gustaba. Necesitaría otra vez una forma de disminuir la entropía. El Hombre Negentrópico volvía a la carga, de una forma distinta aunque igualmente desagradable. Aybee odiaba la idea.

Los cinco días pasaron volando. La aproximación a su destino era una distracción irritante, pero finalmente necesaria. Aybee no dejaba de pensar en los problemas físicos, pero al menos tendría una pausa obligada.

Una hora antes de la llegada, Gudrun salió de su cabina con el rostro sombrío y se acercó de inmediato al terminal de comunicaciones. Llevaba un traje espacial, y era evidente que estaba muy nerviosa. Pero sus sentimientos no eran lo bastante manifiestos para atravesar el escudo de las obsesiones de Aybee. Siguió trabajando hasta el momento mismo en que la nave atracó y la compuerta empezó a abrirse. Entonces no fue la voz de Gudrun la que ¡o sacó de su ensimismamiento, sino el chasquido metálico de la compuerta en sí.

—¡Ya está! —Gudrun se había precipitado hacia la abertura y la atravesó. Se volvió para señalar hacia dentro—. Ese es Karl Lyman. ¡Tened cuidado… es peligroso!

La compuerta de la nave era, como el habitáculo para pasajeros, mucho más grande que la de una nave de tránsito corriente. Aybee miró y vio para su sorpresa que estaba abarrotada de hombres armados apretujados; todos llevaban traje espacial. Había ocho o nueve; para un nubáqueo, tanta gente en un mismo lugar era una concentración de importancia. Gudrun se abrió paso entre ellos. Todas las armas se alzaron para apuntar a Aybee.

—Ponte el traje —dijo una voz neutra—. Si tienes una explicación, puedes darla más tarde.

No era momento de discutir. Un disparo de cualquiera de aquellas armas perforaría un casco medio. Aybee se puso el traje y estuvo listo en menos de treinta segundos. Asintió y cerró el último sello. La compuerta exterior se abrió y el aire sisesó al salir al vacío. Una de las armas se alzó y le hizo señas:

—Fuera.

Un paso por detrás de Gudrun, Aybee atravesó la compuerta. Hacía tres días que no se asomaba a una portilla de observación y ahora miró en derredor con profundo interés. La extraña aurora de arco iris había desaparecido, posiblemente al desconectar el impulsor, y el familiar campo estelar volvía a ser visible. El Sol se hallaba muy lejos, a su derecha, mucho más brillante que al principio del viaje. Aybee calculó rápidamente su magnitud aparente, y decidió que se encontraban en alguna pane del borde exterior del Anillo de Núcleos.

La nave había atracado en el perímetro de una estructura que era poco más que una pequeña estación de tránsito: un largo entramado esquelético de columnas con tornos de sujeción para mantener las naves y enormes tanques para los combustibles de fusión. El grupo se dirigió hacia una pequeña pinaza impulsada por un motor de alta propulsión espejo-matena. Su verdadero destino se hallaba a unos cuantos kilómetros en dirección al Sol; era una sombría oscuridad cuyo tamaño y forma sólo podían deducirse a partir de los destellos dispersos de luz solar que se reflejaban en sus antenas y portillas externas.

El cuerpo era burdamente esférico, de unos cinco kilómetros de diámetro. Aybee lo observó con enorme interés. Si no parecía preocupado, no era porque sintiera confianza en su propio destino. Era simplemente incapaz de apartar su mente del nuevo universo físico sugerido por la nave en la que había llegado. Si sentía alguna emoción, era expectación; no importaba lo que hubiera visto en tránsito, habría maravillas más grandes aquí, donde habían construido la nave de tránsito.

Aybee llevó a cabo un rápido análisis. La esfera que tenía de Jante podía ser una fuente de naves, pero no era una nave en sí misma. Tenía asimismo el tamaño y la forma de una nave de carga, pero no se utilizaba para tal fin. No había señales de que poseyera un mecanismo impulsor, y no podía poseerlo, ya que las delicadas torretas y los filamentos plateados de las antenas exteriores eran incompatibles con el movimiento acelerado. No eran más fuertes eme la hojalata y la más liviana de las fuerzas corporales podía aplastarlas y deformarlas.

Podía ser una colonia, como los pecios libres del Sistema Exterior; o podía ser una fábrica reconvertida, dedicada originalmente a la producción de una línea concreta de artículos.

Aybee dejó de especular. Se acercaban a la enorme compuerta construida en la superficie convexa del casco, y varios miembros del grupo estaban ya preparados para romper los sellos de sus trajes. Aybee esperó. Si alguien intentaba respirar vacío no sería él el primero. Le divirtió notar que Gudrun se había colocado lo más lejos posible de él, en el extremo opuesto de la compuerta. Los miembros de la escolta habían llegado al parecer a sus propias conclusiones sobre la amenaza que Aybee suponía para ellos. Ninguno empuñaba las armas con intención de disparar y la mitad de ellos ni siquiera se molestaba en mirarlo.

La compuerta interior se abrió. El grupo avanzó en silencio hacia una enorme cámara vacía, con el suelo liso y un campo de gravedad local irregular que variaba de un punto al siguiente. Para Aybee, eso sugería el vector resultante de muchos núcleos dispersos por el interior del cuerpo, cada uno aportando su propio componente de campo.

El hombre que iba delante se detuvo y se dio la vuelta. A un gesto suyo, Aybee se quitó el traje igual que los demás. Por primera vez pudo ver su aspecto físico. La mayor parte de ellos tenían la constitución baja y fornida que asociaba con el Sistema Interior y el Anillo de Núcleos, pero dos eran largos y flacos, tan nubáqueos como cualquier hijo de vecino. Probablemente no eran tampoco recién llegados, pues no vestían al estilo del Sistema Exterior; sus brazos y piernas asomaban torpemente de unos trajes que les quedaban demasiado pequeños.

Gudrun lo miraba, llena de miedo y terror. Aybee se sintió tentado de acercarse a ella, hacerle una mueca de burla y ver si gritaba. ¿Qué esperaba? ¿Que alguien apareciera en mitad de una nube de humo y se la llevara al infierno?

En cambio, Aybee hizo un amable gesto con la cabeza a los demás componentes del grupo.

—Bien. —Todos lo miraron—. Ya me tienen. ¿Qué pasa ahora?

—Eso depende de ti. —El que hablaba era un hombre moreno de piel oscura y aspecto fornido. Aybee reconoció su voz; era la del tipo que había estado dando las órdenes—. Me dijeron que te trajera aquí, eso es todo. Si Gudrun tiene razón… —el hombre hablaba como si la conociera bien—, entonces estás metido en un aprieto. Aquí no nos gustan los espías. Si eres inocente, tendrás que demostrarlo.

—Culpable hasta que se demuestre lo contrario. Qué bien. ¿Dónde es aquí?

Varios hombres se agitaron incómodos al oír la pregunta de Aybee.

—Tienes valor, ¿eh? —dijo el hombre fornido—. ¿Qué le dijiste, Gudrun?

—Nada —contestó ella, a la defensiva—. Al menos, no mucho. Hasta que entramos en la nave creía que era un nuevo recluta que habíamos capturado en la Granja Espacial Sagdeyev. ¿Cómo iba a suponer que era un espía de Nubeterra?

Eso produjo una nueva reacción en el grupo y un par de armas volvieron a apuntar a Aybee.

—Creo que no van a creérselo —dijo—. Pero no soy un espía, ni lo he sido nunca.

—¡Está mintiendo! —La cara de Gudrun enrojeció de furia—. Incluso me dio un nombre falso. Dice que se llama Karl Lyman, pero su verdadero nombre es Smith… Apollo Belvedere Smith.

Eso sorprendió a Aybee más de lo que quería admitir. Comprendía que hubiesen deducido de sus acciones que no pertenecía a la Granja Espacial, o que algún otro granjero hubiera dicho que no formaba parte de su grupo. ¿Pero cómo podían saber su verdadero nombre? A menos que hubiera empezado a hablar en sueños, nunca había mencionado su nombre desde el accidente de la Granja.

—¿Es ése tu nombre? —preguntó uno de los altos y delgados escoltas—. Porque si lo es, amigo, tienes un buen problema. —Se volvió hacia el resto sin esperar la respuesta de Aybee—. Hay un Apollo Belvedere Smith que trabaja para el Cuartel General del Sistema Exterior. En las altas esferas. Así que si se trata de él es decididamente un espía, y tenemos que…

—Les digo que no soy un espía —Aybee lo interrumpió antes de que pudiera terminar—. Soy un científico

—¡Está mintiendo! —gritó Gudrun—. No es ningún científico. Me mintió.

—Lo hizo —dijo una voz nueva procedente de detrás del grupo—. Y sin embargo, por extraño que parezca, ahora no miente. Está diciendo la pura verdad.

Todos se giraron. Un hombre pequeño de constitución mediana había entrado en la cámara por la puerta interior abierta. Iba vestido con un traje negro ajustado y sucio, y tocado con una gorra del mismo color. Su cara era pálida, de huesos finos, y tenía una extraña sonrisita en los labios delgados cuya expresión sus ojos dominaban y traicionaban. No sonreían en absoluto; en ellos había sólo una mirada oscura y penetrante que exigía y mantenía atención.

Aybee sintió que su atención se centraba en aquellos ojos. Le hizo falta un esfuerzo considerable para apartar la mirara. Oyó jadear a Gudrun. Ella, al menos, no esperaba al recién llegado. Pero debía estar menos sorprendida que el propio Aybee. Pues aunque el traje era distinto, y los dientes ya no estaban incongruentemente ennegrecidos, Aybee reconoció al hombre que tenían delante. Era el Hombre Negentrópico, el mismo que bailaba y revoloteaba en los atormentados recuerdos de Bey Wolf.

El recién llegado avanzó, y los demás se apartaron a un lado para dejarle sitio. El hombre se detuvo justo delante de Aybee y lo miró. Aybee era una cabeza y media más alto. La fina sonrisa se ensanchó.

—Como decías, Apollo Belvedere Smith, no mentías. Eres científico, y Cinnabar Baker piensa que eres el mejor del Sistema. —Extendió la mano—. Déjame darte la bienvenida y presentarme. —No es necesario. —Aybee tomó la mano extendida y decidió que era hora de hacer algo más que negarlo todo. Tenía que establecer su independencia—. Sé dónde estoy. Esto es el Agujero de Ransome. Y usted es Black Ransome.

Si Aybee esperaba una respuesta de desconcierto, le aguardaba una decepción. El otro hombre frunció el ceño, sólo un poquito, y estrechó la mano de Aybee con un fuerte y firme apretón.

—Soy Ransome, muy cierto. Algunos me llaman Black Ransome, aunque ése no es mi nombre. Y algunos llaman también a esto el Agujero de Ransome, aunque yo nunca lo hago. —La sonrisa regresó, cálida y envolvente—. Voy a darte la bienvenida, lo quieras o no. Vienes desde muy lejos y tenemos que hablar. Puede que seas muy valioso para nosotros. Vamos.

Al parecer, Aybee había pasado de ser prisionero a ser espía y luego huésped bienvenido. Gudrun jadeó, pero no hubo ningún murmullo de disensión. La fuerza de la personalidad de Ransome era demasiado grande para dar pie a discusiones. En cambio, el grupo se dispuso a despejar el camino hasta la puerta. Ransome se dio la vuelta y se marchó, seguro de que Aybee iba a seguirlo.

Eso molestó a Aybee. ¿Ransome iba a guiarlo y él a trotar tras él como un perrito faldero? Ni hablar.

Dejó la cámara detrás de Ransome y lo siguió hasta que estuvieron fuera de la vista del otro grupo. Entonces se detuvo y miró a su alrededor. Ransome continuó avanzando y casi se perdió de vista por el pasillo curvo, internándose más profundamente en la esfera a lo largo de un camino en espiral cuyo campo fluctuó de casi cero ges a un treintavo de gravedad terrestre en menos de cincuenta metros. El suelo giraba ciento ochenta grados en el mismo espacio. En cualquier otra estructura, Aybee habría sabido cómo interpretarlo. El camino debía serpentear entre dos núcleos blindados, uno bajo el «suelo», el otro, cuarenta metros más adelante, sobre el «techo»… que se había convertido en el suelo.

Ésa era la única explicación lógica, pero las nuevas experiencias de Aybee en la nave de tránsito le habían enseñado a desconfiar de las ideas preconcebidas. Redujo el paso y miró adelante y atrás, buscando un punto de campo máximo en el suelo del pasillo. Si en aquel momento estaba cerca de un núcleo, notaría el tirón de la inercia.

Se puso a cuatro patas y acercó la cabeza al suelo, moviéndose lentamente. Mientras estaba en esa posición, vio un par de piernas forradas de negro detenerse a unos cuantos palmos de él.

—Si vas a moverte así todo el rato —dijo la tranquila voz de Ransome—, tardarás mucho tiempo y no te esperaré. Enviaré a una de las máquinas para que te muestre el camino. Claro que hay un núcleo ahí abajo. ¿Qué otra cosa creías que podía haber?

Aybee se incorporó. Todavía era lo bastante joven para odiar más que nada en el mundo parecer idiota. Durante el resto del trayecto a través del interior del Agujero de Ransome, caminó a regañadientes detrás del otro hombre.

Al cabo de pocos minutos llegaron al final del pasillo y entraron en una gran cámara semiesferica amueblada con un lujo de proporciones desconocidas para Aybee. Por todas partes había relucientes esculturas de plata de figuras humanas y animales. El techo abovedado albergaba un enorme sistema de regadío capaz de producir desde una fina lluvia a una tromba de agua. Árboles frutales y enredaderas en flor colocados en elaboradas espalderas a lo largo de paredes y en arriates crecían en disciplinada variedad. En el centro de la cámara se encontraba lo más espectacular: un globo de agua verdosa, de cuarenta metros, sostenido en posición por el campo gravitatorio del núcleo que había en su centro y en cuyo interior nadaban vistosos peces de colores. Manojos de algas y corales crecían en el escudo exterior del núcleo, y un sistema de iluminación externa creaba pautas siempre variadas de luz y sombra en el interior cubierto.

Aybee se quedó maravillado. Nadie del Sistema Exterior poseía una cosa parecida, ni siquiera los tres Coordinadores Generales.

Ransome captó su expresión. Se encogió de hombros.

—No es para mí, Aybee Smith. No es de mi gusto.

Parecía divertido y tolerante, muy alejado de su reputación de rebelde fanático. El ogro del Anillo de Núcleos era una compañía agradable que te impelía a relajarte y escucharlo.

—Pero a veces hay que hacer estas cosas, ¿no? —continuó Ransome—. Por el bien de los que son menos científicos. Quédate por aquí algún tiempo y verás cosas peores. Tal vez debas considerarlo como mi versión de los Jardines Colgantes de Babilonia.

¿Los qué de qué? Aybee decidió averiguarlo cuando tuviera la oportunidad. Mientras tanto, no pudo evitar cambiar de opinión con respecto a Black Ransome. El hombre le trataba como a un igual en vez de como a un prisionero y, dada su reputación y autoridad, eso tenía que ser halagador.

—Esto sí que es de mi gusto —dijo Ransome—. Una persona puede trabajar de verdad aquí. —Lo condujo a través de una brillante puerta de metal blanco hasta una habitación escasamente amueblada de ocho metros por seis aproximadamente. Había una mesa larga, medio cubierta con montones de cubos de datos, contra una pared. Media docena de pantallas estaban montadas sobre paredes beige planas con luces simples (los proyectores holográficos más grandes que Aybee había visto jamás), sin ningún tipo de adorno. En la superficie de la mesa había sofisticadas consolas.

Ransome se sentó en uno de los tres cómodos sillones y le indicó otro con un gesto. Ahora que habían llegado, no parecía de humor para hablar. Siguió una pausa larga e incómoda, con Aybee esperando de pie y Ransome contemplando absorto la pared.

Por fin Aybee se acomodó en un sillón. Habían sido fabricados a la medida de Ransome, no de un alto nubáqueo, y las rodillas le llegaron a la barbilla.

—Así que metí la pata —dijo. El fracaso personal le había preocupado desde que llegaron al Agujero de Ransome—. ¿Le importa decirme en qué?

Ransome alzó sus oscuras cejas, pero siguió callado.

—Me refiero a mi nombre —añadió Aybee—. Gudrun lo sabía y usted también. Pero le dije que me llamaba Karl Lyman cuando me encontró en la Granja Espacial y nadie comprobó mi identidad cromosómica. No tendrían que haber sabido que mentía. Así que habré cometido alguna torpeza. Me gustaría saber cuál.

Ransome sacudió la cabeza.

—Te subestimas, Aybee Smith. No fue fallo tuyo. Observa. —Indicó una de las pantallas con un gesto de cabeza y jugueteó brevemente con la consola en miniatura inserta en el brazo en el sillón.

La pantalla brilló. Aybee casi esperaba ver el resultado de algún test insospechado realizado en la Granja Espacial, o tal vez en la nave de carga. En cambio, apareció una imagen en color de Sylvia Fernald. Tras el fluctuar de una rápida búsqueda audio, la imagen se estabilizó y Sylvia empezó a hablar.

—Pensamos que Aybee tendría que haber llegado hace tiempo —decía—. Ahora parece ser que lo han capturado como a los otros. ¿Sabe adonde pueden haberlo llevado?

—Todavía no. —Era la voz de Cinnabar Baker, y como el campo de visión de la pantalla subía y bajaba, Aybee comprendió que debía estar viendo la escena a través de sus ojos.

—Espero que tenga el sentido de no hacerse notar hasta que podamos localizarlo —dijo Sylvia, desde fuera del campo de visión.

—Si podemos —contestó Baker—. Hasta ahora no tenemos ninguna pista. Si todavía sigue vivo (no estamos seguros de eso), podrían haberlo llevado a cualquier punto del Sistema. —Ahora la imagen mostró la pantalla principal del despacho de Baker. Contenía una lista de nombres y la descripción física de todo el personal de la Granja Espacial, más los datos personales del propio Aybee.

—Ya conoce a Aybee —dijo Sylvia. Volvió a aparecer en imagen—. Si está vivo, buscará una oportunidad para escapar…

—… como estoy seguro de que hacías —dijo Ransome. Desconectó la pantalla y Sylvia desapareció—. Pero en cuanto supimos que no habías dejado la Granja Sagdeyev con los demás, pudimos identificarte a partir de tu descripción y tomar precauciones especiales.

Aybee contemplaba todavía la pantalla en blanco.

—Eso era el apartamento privado de Baker. ¡Visto a través de sus propios ojos!

—En efecto. —Ransome se arrellanó cómodamente en su asiento—. ¿Te sorprende, Aybee Smith? No debería ser así. Mis fuentes para recopilar información por todo el Sistema, incluso dentro del apartamento privado de la coordinadora, no tienen rival. Cinnabar Baker no guarda secretos para mí. Si quieres más pruebas de eso, puedo proporcionártelas fácilmente. Hace más de tres años que conozco tu existencia y tu potencial. Si hubiera sabido que te encontrabas con Behrooz Wolf en la Granja Espacial, habría impedido que se produjera el accidente.

—¿Podría haberlo impedido?

—Fácilmente. Controlaba el destino de la Granja Sagdeyev, desde las unidades de cambio de forma a los sistemas de detección de materia. Pero antes de llegar a algo tan concreto, vamos a lo general. Eres joven y te fascina la ciencia. Déjame preguntarte algo: ¿sientes el mismo interés por la política?

El tono de voz de Ransome seguía siendo casual y despegado, pero Aybee detectó un nuevo grado de interés. Sacudió la cabeza.

—La política no es para mí. Dejo ese tipo de asuntos para gente como Baker.

—Ah. La juventud. Cambiarás a medida que te vayas haciendo mayor. Si no entiendes de política, ¿entiendes la teoría de los sistemas disipativos alejados del equilibrio?

—Conozco toda la obra clásica… Onsager y Prigogine y Helmut. Y he seguido lo que Borsten ha estado haciendo con los espacios de función reiterada durante los últimos años. —El brusco cambio de tema era sorprendente, pero Aybee pisaba ahora un terreno familiar. Tal vez por fin hablarían de ciencia.

—En ese caso, no te costará seguir lo que voy a decirte, aunque tengas al principio problemas para aceptarlo. —Los ojos de Ransome eran como imanes que atraían la atención de Aybee contra su voluntad—. Puedo demostrarte que la civilización entera del sistema solar está al borde de un enorme cambio… un cambio total e irreversible. Yo lo sé y pronto todo el mundo lo sabrá. En el lenguaje de los sistemas disipativos, ahora nos encontramos en un punto de bifurcación, en un momento singular en el tiempo. Como sabes, esta bifurcación implica inestabilidad. En tales situaciones, el futuro de un sistema grande puede ser controlado por fuerzas pequeñas. ¡Yo tengo esa fuerza a mi disposición! La misma fuerza que garantiza que ocupemos un punto singular en el tiempo. Pero antes de que el nuevo sistema pueda implantarse, el antiguo debe desmoronarse y desaparecer. El proceso ha comenzado; has visto las señales en el deterioro general del Sistema Exterior. Crearemos el nuevo orden a partir de sus ruinas. Las divisiones que hoy existen entre el Sistema Interior, el Halo y el Sistema Exterior desparecerán. Habrá un gobierno central, un solo punto de poder y control. Estará aquí, bajo mi dominio. Mi despacho se convertirá en el centro del sistema solar. —Se inclinó hacia delante, mirando a Aybee con ojos oscuros e hipnóticos—. El programa para conseguirlo está muy avanzado. Pero en ciertos temas científicos necesito ayuda. Estás bien dotado para proporcionármela y puedo garantizarte que encontrarás el trabajo completamente fascinante. Y piensa en la perspectiva. ¡Ayudarás a definir el futuro! Ayudarás a crear el futuro. ¿Qué puede compararse a eso?

Se detuvo y miró a Aybee, expectante. No había alzado la voz ni un decibelio, manteniéndola en tono reflexivo y razonable. Pero en términos de poder persuasivo, era como un grito triunfal.

Aybee luchó contra la sensación de entusiasmo y bienestar que lo inundaba. Siempre había sido un solitario, nunca se había unido a ningún movimiento, y ahora algún pequeño rincón de su cerebro se defendía. Pero era un rincón pequeño… la mayor parte de él aplaudía a Ransome.

Se obligó de nuevo a pensar en su viaje al Agujero de Ransome. Quería oír hablar de los nuevos avances científicos que hacían posible la pequeña nave ovoide. Si Ransome era el genio autor de aquellos progresos, Aybee tenía que oír la teoría… de cabo a rabo. En cambio, escuchaba a un hombre hablar de política. ¿Era concebible que el genio científico y el aspirante a emperador fueran la misma persona? Aybee conocía muy bien los sacrificios y exigencias en tiempo y energía que requerían los grandes avances científicos. Estaba preparado para satisfacer esas demandas, ¿pero podía alguien combinar una vida así con un intento de apoderarse del sistema solar? Sin duda, no.


Aybee sintió que la oleada de entusiasmo daba paso al pensamiento racional. Sabía que no era momento de discutir con Ransome. Así que asintió lentamente y dijo:

—Lo que me está diciendo es fascinante. Me gustaría oír más.

No se sorprendió cuando Ransome aceptó su aparente conversión. El otro hombre poseía tal magnetismo que probablemente le sorprendía todo aquel que no se convirtiera en seguidor suyo a la primera de cambio.

Ransome se levantó, tan cálido, amistoso y convincente que Aybee empezó a pensárselo mejor.

—Tienes mucho que aprender, Aybee Smith. Para los pocos miles de personas que ya son devotas de mi causa (sí, todavía somos pocos), sólo soy su experto científico. Me ven como su profeta y como la fuente de toda la nueva tecnología. Pero hay un límite a lo que un hombre puede hacer, y apenas he arañado la superficie de lo posible. Eso ha sido suficiente para permitirnos empezar la reorganización del Sistema. Tú me ayudarás a llevar nuestro trabajo mucho más lejos. Cuando estés preparado, iremos a los laboratorios. Puedes empezar a trabajar cuando quieras. Las instalaciones son las mejores que podemos permitirnos.

Hizo una pausa y frunció el ceño.

—Por supuesto —añadió mansamente—, hay ciertas precauciones que tomar ante un trabajo tan delicado. Como comprenderás, sería intolerable que nuestros planes y descubrimientos se filtraran prematuramente a los Sistemas Interior y Exterior —sonrió—. Los sistemas de seguimiento son automáticos, y están más allá de mi control. Todo intento de huida conduciría desgraciada e inevitablemente a tu captura, quizás a tu muerte. ¿Continuamos ahora?

24

Mary, Mary, siempre al revés.

Tu jardín, ¿ cómo va a crecer?

Con campos de espinar, y núcleos blindados,

y hombres guapos todos atados.

Canción infantil de la Cosechadora Opik


Las máquinas de autorreproducción que hacían posible, ellas solas, el rápido desarrollo de la Nube Oort nunca habían sido tan importantes en el Sistema Interior.

Quince mil millones de seres humanos se reproducían ya bastante bien. Bey Wolf, acostumbrado toda la vida a los límites humanos en cuanto a hábitos de trabajo y niveles de energía, aún no se había acostumbrado. Sabía lo que en teoría podía hacer un grupo de máquinas, pero su forma de funcionar aún le sorprendía. Parecía que nunca paraban, ni siquiera cuando Bey no veía nada útil que pudieran hacer.

Leo Manx le había explicado la extraña lógica de aquello durante su primer viaje a la Nube.

—En realidad, es más económico mantenerlas en funcionamiento —dijo—. Verá, si no están trabajando, están programadas para hacer más copias de sí mismas. Y eso requiere más materiales.

—¿Pero por qué no las desconectan sin más? —preguntó Bey.

Manx sacudió la cabeza.

—Están diseñadas para uso continuado. Si no queremos que su rendimiento disminuya, tenemos que mantenerlas ocupadas.

Una filosofía de diseño típica del Sistema Exterior; pero Bey veía ahora un buen ejemplo de lo que había querido decir Leo.

Manx. Sylvia Fernald había llegado a aquel mismo destino y encontrado la oscuridad y el silencio de un mausoleo. A Bey, apenas siete días después del encuentro, le parecía imposible que el cuerpo espacial no tuviera entonces el mismo aspecto que tenía ahora: llamativo, rebosante de actividad, encendido con luces internas. Había media docena de naves atracadas en los muelles, y el contorno irregular de la superficie, en forma de huevo, estaba cubierto y suavizado por una maraña de enredaderas del espacio libre que tendían sus telarañas plateadas y negras para absorber la mísera limosna de radiación que llegaba del lejano Sol. Ni se le ocurrió que todo el cuerpo estuviera oscuro y desierto dos días antes.

Su pequeño tamaño era una sorpresa. En el Sistema Interior, había sólo unos cuantos centenares de elementos orbitales importantes. La gran mayoría de planetoides eran inhabitables y probablemente seguirían siéndolo excepto para los operadores mineros. Viajar a cualquiera de los destinos interesantes era hacerlo a un cuerpo de al menos diez kilómetros de diámetro, con un centro de población asociado. En ese centro habría por lo menos miles de personas, si no los miles de millones de la Tierra, los cientos de millones de Marte o las decenas de millones de Europa y Ceres.

Para Bey era sorprendente que Sylvia viajara hasta tan lejos para visitar un cuerpo espacial con sólo un puñado de gente. Sin embargo, eso podía facilitarle la tarea. Buscaba a Sylvia, pero tenía otros motivos. Buscaba la pista que le llevara adelante, al lugar adecuado del Anillo de Núcleos y al Hombre Negentrópico. Fuera lo que fuese lo que allí había, era un punto final improbable para los viajes de Sylvia.

No tenía sentido hacer una llegada que no llamara la atención. Los sistemas de radar habrían advertido su avance y proyectado su tiempo de llegada cuando aún estaba a millones de kilómetros de distancia. Bey ignoró los controles manuales y permitió que el atraque se realizara automáticamente. No se puso un traje. No era demasiado confiado, ni fatalista. Cualquier posible peligro provendría de los hombres, no de la naturaleza, y requeriría inteligencia, no velocidad o fuerza.

La compuerta se abrió. Bey salió y se encontró en medio de un cuento de hadas. El interior del cuerpo había sido convertido en una sola cámara de centenares de metros de diámetro. Sus paredes abovedadas estaban pintadas de rojo, blanco y dorado, y enormes murales llegaban hasta la cúpula del techo. Sin el lastre de la gravedad, torres en forma de aguja y esbeltos minaretes se alzaban desde la superficie exterior, junto a Bey, con filamentos entrelazados que los unían.

Buscó instintivamente los signos de un núcleo energético y se dirigió hacia la cámara central. No importaba que hubiera pasado gran parte de la semana anterior reflexionando sobre la imposibilidad de un demonio dentro de un núcleo blindado, un producto final indestructible, gigantesco e inimaginable de infinitos cambios de forma que se bañaba en la radiación del interior del blindaje. Descartó aquella idea. Habría un centro de gravedad local cerca de un núcleo, y lo anhelaba, aunque fuera débil… los hábitos terrestres se resistían a morir.

Mientras se acercaba al escudo blindado exterior, una idea sorprendente le asaltó. En su fascinación por lo que veía, había pasado por alto el misterio básico. Podía ver casi todo el interior del cuerpo; y aunque localizó una docena de máquinas, no encontró ni rastro de otro ser humano. ¿Había venido hasta aquí en una persecución a ciegas para acabar en una esfera de placer desierta? Sabía que esas cosas existían, creadas como escondites de individuos adinerados y solitarios del Sistema Exterior. Eran mantenidas por máquinas de servicio que esperaban pacientemente la llegada de sus propietarios y durante noventa y nueve días de cada cien estaban deshabitadas. Si allí no había nadie, su viaje habría sido una completa pérdida de tiempo y un esfuerzo inútil.

Bajo el blindaje del núcleo, Bey vio otra rareza. Entre un puñado de plantas que crecían libremente habían creado un pequeño enramado entretejiendo la vegetación para formar un techo y paredes vivientes. Al verlo sintió un irracional escalofrío de premonición.

—¿Sylvia? —Le temblaba la voz. Lógicamente, no sabía lo que sucedería a continuación; pero en los más oscuros recovecos de su cerebro ya lo sabía. Flotó hacia abajo, hacia el blindaje del núcleo—. Sylvia—repitió—. ¿Estás ahí?

Una risita surgió repentinamente del interior del enramado y una cabeza rizada asomó por entre las hojas entretejidas.

—¿Bey? Oh, Dios mío. ¿Qué te has hecho? —La risa volvió a repetirse, esta vez con fuerza—. «Amor, has cambiado.» Eres tan largo y delgado… ¡y lampiño! Lo sabía, dejaste que te metieran en una de tus horribles máquinas de cambio de formas.

Fue Mary quien salió del enramado para caer en sus brazos.

—Oh, Bey, por fin estás aquí. Es tan agradable volver a verte.

Las preguntas se agolparon en la cabeza de Bey, una tras otra. ¿Cómo sabía Mary que llegaría… cómo sabía nadie que lo haría? Se suponía que esa información era un secreto bien guardado. ¿Por qué se encontraba allí Mary? ¿Dónde estaba Sylvia? Mary lo había reconocido al instante, a pesar de su forma cambiada, ¿cómo había podido hacerlo?

Pensó en todo, y al principio no preguntó nada. Mary era una droga que no había perdido nada de su fuerza. Todavía corría por sus venas. Todo aquello era tan irreal que se sentía mareado.

—Aquí —decía ella. Bey se encontró en el interior del pequeño enramado, sentado en un rústico banco tratado para que la madera pareciera envejecida y nudosa.

Era típico de Mary que no sintiera ninguna necesidad de explicar nada, e igual de típico que llevara un traje tan impropio del Sistema Exterior como del Interior. Su traje estampado de ajadas flores púrpura oscuro sobre fondo gris claro pertenecía a otro siglo. Armonizaba perfectamente con el enramado y con la cestita que colgaba del extremo del banco. Usaba un perfume fresco y ligero.

Mary interpretaba un papel… ¿pero cuál?

—¿Cómo sabías que yo iba a venir? —Bey se obligó a formular la pregunta, y en el mismo instante sospechó la respuesta. Le había dicho a Leo Manx que no se lo contara a nadie… ¿pero tenía Leo tanto autocontrol? Una breve conversación con Cinnabar Baker habría bastado, y para Leo confiar en Baker seguía siendo una segunda naturaleza.

Mary le sonreía tan alegre y posesivamente como si nunca se hubieran separado. Por un momento pensó que había pasado por alto su pregunta, pero entonces dijo:

—Menos mal que me enteré que te dirigías hacia aquí, y ha sido mejor aún que nadie más viera el mensaje antes de que yo me encargara del asunto. De lo contrario, te habrías encontrado con una guardia armada esperándote en vez de encontrarme a mí. —Se apretujó contra él, y se rió cuando descubrió que ahora su cabeza no le llegaba al hombro, sino a la mitad del pecho—. Oh, Bey, te he estado cuidando. He cambiado todos los mensajes que te enviaban. De no ser por mí, hace tiempo que habrías muerto o te habrías vuelto loco.

Bey había aprendido hacía mucho tiempo que Mary no mentía. Si sus respuestas tenían poco que ver con el mundo real, se debía a que su percepción de la realidad a menudo era distinta. Le había estado protegiendo… o al menos eso creía.

—¿Qué le ha sucedido a Sylvia Fernald? Se suponía que estaba aquí.

Como respuesta obtuvo un gesto de desaprobación.

—Lo sé todo acerca de ella. Vosotros dos no tenéis nada en común.

—Eso no es cierto. —Bey estaba casi de acuerdo con Mary, pero sintió la perversa necesidad de defender a Sylvia—. Tenemos montones de cosas en común. Es educada. Me salvó la vida… dos veces. Nos llevamos bien y es… una mujer amable y agradable —terminó mansamente.

—«Ya sea mejor, más amable, tórtola o pelícano; si no es para mí, ¿qué me importa lo amable que sea?» Es lo que tú solías decir, Bey. ¿Tanto has cambiado?

—He venido a buscarla, Mary.

—Lo sé. Y yo he venido a impedirte que sigas buscando. Sé dónde está y se halla a salvo. Pero no vayas a buscarla. Podrías ponerte en peligro.

—¿Quién representa un peligro para mí?

Mary sacudió la cabeza. Bey sabía exactamente lo que quería decir. No mentiría, pero se negaría a hablar. Habían vuelto a la antigua relación, como si Mary hubiera abandonado la Tierra hacía apenas una hora.

—No dejaré de buscar —continuó él—. Hay más cosas en juego que Sylvia o que yo mismo. Todo el Sistema se está desmoronando. Hay que impedirlo.

Ella volvió la cabeza y lo miró a la cara.

—El mismo Bey de siempre. Salvando el mundo. Podrías haber aprendido algo. Has trabajado media vida para esa estúpida Oficina de Control de Formas, ¿y qué recompensa conseguiste al final? Te echaron, sin m siquiera darte las gracias.

—Tenían un buen motivo.

—No has cambiado nada, ¿verdad? Todavía honor y gloria y una vez más al frente, compañeros. —Le pasó la mano por el pecho—. Bey, si al menos pudieras dejar de vivir en el pasado y para el futuro, y vivieras un poquito el presente, te divertirías tanto…

Si alguien en todo el universo vivía el presente, ésa era Mary. La señal era clara y tentadora. Bey oyó todas sus voces interiores gritando a la vez para justificar la acción. «Unas cuantas horas de retraso no supondrán ninguna diferencia… Mary se convertirá en tu aliada y podrá llevarte directamente hasta Sylvia… Mary despreciada sería ahora tu peor enemiga… Habéis estado separados tanto tiempo… Aunque creías que te había olvidado, te estaba protegiendo… Vive el presente…»

Bey se volvió y miró el rostro de Mary. Ella había cerrado los ojos.

¿Pero dónde ha estado Mary todo este tiempo? ¿Y qué ha hecho? Entre el clamor de emociones, aquel simple susurro de duda en la mente de Bey se apagó por completo. No tenía ninguna posibilidad.


Unas pocas horas se habían convertido en un día, y luego en dos y tres. Transcurrió mucho tiempo antes de que Bey encontrara una posible manera de abordar el problema.

Mary era inmune a toda lógica. Él lo sabía desde hacía años. Resultaba enloquecedor, pero también era parte de su encanto, y significaba que no se dejaría convencer por ningún motivo racional para llevar a Bey consigo al Anillo de Núcleos y (en definitiva) hasta Black Ransome. Los demonios-núcleo y las anomalías de cambio de forma y las alucinaciones esparcidas por todo el Sistema no significaban nada para ella. Hacía falta otro motivo, algo que estuviera más allá de la lógica. Bey había permanecido despierto durante horas intentando dar con uno, y volvía una y otra vez a la misma pregunta. ¿Por qué había acudido Mary a reunirse con él en secreto? Al parecer no intentaba capturarlo y había dejado claro que no pretendía quedarse con él permanentemente.

Le parecía tener la respuesta. Mary había venido en busca de confirmación personal. Sabía que él había recorrido una gran distancia tras Sylvia Fernald. Mary odiaba renunciar a ningún hombre. La idea de que hubiera sido suplantada por Sylvia, de no poder manejar más a Bey a su capricho, le resultaba intolerable. Quería demostrar que aún era su dueña, que aún podía controlarlo.

Bey contempló la figura que dormía junto a él. De momento, la demostración la había satisfecho. Ahora le tocaba sacar partido de aquel hecho.

Lo más difícil era sacar el tema sin que pareciera que lo hacía intencionadamente. Mary no mentía, pero tenía un sexto sentido para detectar si los demás lo hacían. Lo mejor era hacerle creer que cualquier decisión partía de ella.

Bey dejó caer la primera frase mientras Mary le mostraba los elaborados jardines que las máquinas habían construido bajo su dirección en un solo día. Fue en respuesta a la queja de que estaba ahora demasiado delgado para acostarse cómodamente junto a ella y tomó la forma de un vago comentario por su parte de que los cánones femeninos de belleza eran muy distintos en los Sistemas Extenor e Interior.

—Para los nubáqueos, las curvas están pasadas de moda —añadió—. Y sin embargo eso no significa que un nubáqueo no resulte atractivo para alguien del Sistema Interior… o que los abrázaseles disgusten a alguien de la Nube.

Mary no había reaccionado al comentario, pero Bey sabía que lo había registrado. Esperó. Era difícil mantener bajo control sus propios procesos mentales. La emoción y el verdadero afecto por Mary competían con su plan lógico a largo plazo, y Bey sabía por experiencia que la lógica podía perder.

Más tarde, Mary se puso a estudiar una de las grabaciones de sus antiguas actuaciones en el papel de Polly Peachum, en La ópera de los mendigos. Recalcó lo guapa que estaba con el pelo rojo. Bey coincidió con entusiasmo.

—Mi color de pelo favorito. De hecho, el pelo rojo natural… —Hizo una pausa y guardó silencio. Mary tampoco dijo nada. Sylvia era pelirroja.

Contemplaron juntos la actuación. Cuando Macheath miraba a Polly y a Lucy Lockit y cantaba Qué feliz podría ser con cualquiera, si la otra no existiera, Bey supo que Mary lo observaba por el rabillo del ojo.

Ella estuvo preocupada durante el resto del día. Esa noche, le preguntó de repente si Sylvia Fernald y él habían sido amantes.

—¡Por supuesto que no! —Bey se enderezó en su asiento—. Ya la has visto y sabes lo alta y flaca y extraña que es. Y tiene un compañero, allá en la Nube, así que no miraría a nadie más. ¿Y sabes que cuando llegué a la Cosechadora Opik dijo que yo parecía un mono velludo? Me encuentra completamente horrible…

Bey tal vez se pasó un poquito con sus protestas. No necesitaba recalcarle a Mary que su propio aspecto había cambiado considerablemente desde su llegada a la Cosechadora, hasta adquirir una forma mucho más acorde con los gustos de Sylvia Fernald. En asuntos como aquél, Mary llegaba a una conclusión diez veces más rápido por instinto que por lógica.

A la mañana siguiente, Mary estuvo muy silenciosa. A medio día, anunció como si tal cosa que regresaba al Anillo de Núcleos. Si Bey quería correr el riesgo, podía acompañarla. ¿Quería ir? Si era así, debía prepararse.

Bey aceptó, igualmente indiferente. Sin embargo, no se sentía satisfecho por la forma en que se había desarrollado la conversación. Había conseguido su objetivo, pero su vocecita interior no se estaba callada. «Demasiado fácil —decía—, demasiado fácil. Cuando un objetivo difícil se consigue sin esfuerzo, es hora de recelar. ¿Quieres ir al Anillo de Núcleos? Muy bien… tal vez alguien más quiere que vayas.»

25

En el Agujero de Ransome el alma perderás

(a buscarte no vendrá).

Con el aliento de Ransome la muerte encontrarás

(tienes al Bailarín detrás).

Ransome coge a uno,

a otro romperá.

Tú-te-salvarás.

Canción infantil de la Cosechadora Marsden


Bey se había equivocado. Tal vez fuese el único que llegaría a saberlo, pero seguía aborreciendo la idea.

En la Granja Espacial Sagdeyev, Aybee y él habían acordado disentir. Aybee consideraba que una vida sin sorpresas carecía de aliciente. Bey estuvo de acuerdo; pero recalcó que noventa y nueve de cada cien sorpresas concebibles eran desagradables. Por eso intentaba analizar todas las consecuencias de una situación y no sólo la que más le gustaba. Aybee estaba de acuerdo… en principio; pero señaló a su vez que predecirlo todo era imposible excepto de manera teórica; la terquedad del mundo real auguraba que las verdaderas consecuencias eran impredecibles. Bey estuvo de acuerdo; pero sugirió que cualquier posibilidad de hacer una predicción acertada era mejor que ninguna. Aybee asintió. El honor quedó satisfecho, y pasaron a otros temas.

Bey creía realmente en lo que le había dicho a Aybee. Cuando se dispuso a seguir a Sylvia Fernald a las profundidades del Halo, había previsto y analizado cuatro posibles resultados. Uno: la búsqueda acabaría en un callejón sin salida y él regresaría a la Cosechadora. Dos: encontraría a Sylvia, pero ella no habría descubierto nada útil y ya estaría más que frustrada, por lo que ambos regresarían. Tres: Bey sería capturado y detenido antes de encontrar a Sylvia o de alcanzar el Agujero de Ransome. Cuatro: lo capturarían después de llegar al Anillo de Núcleos.

La idea de encontrar a Mary en vez de a Sylvia en aquel primer emplazamiento era tan absurda que ni siquiera se la había planteado.

Así que Aybee había tenido razón. Bey se permitió el lujo de sentir un momento de irritación; luego inspeccionó la nave en la que había llegado Mary.

Su reacción no fue tan intensa como la de Aybee. Había hecho pocos viajes espaciales y, aunque sabía que el aspecto de la nave era radicalmente distinto de lo habitual, no advirtió cuántas novedades científicas contenía. También tenía muchas otras cosas en mente. Con Mary mostrándose más simpática, afectuosa y exigente que nunca, tenía poco tiempo para preocuparse por las naves espaciales. Ella se hallaba en un estado de ánimo festivo. Si pensaba, ni que fuera por un momento, que conducía a Bey hacia el peligro, no lo demostraba.

Sólo se quejó al final, cuando la nave se acercó a su destino en la corona central del Anillo de Núcleos.

—Estamos arrastrándonos. ¿Por qué siempre tenemos que ir tan despacio cuando estamos a punto de llegar?

—Medidas de seguridad —replicó la voz hueca del ordenador principal de la nave—. Proceda con precaución. Zona peligrosa.

El ordenador trataba con gran respeto esa región. Se abrían paso a través de un laberinto de escombros, núcleos sin blindaje y fragmentos de alta densidad que cubrían la parte central del Anillo. Esos fragmentos eran las reliquias de una catástrofe acaecida cuatro mil millones de años atrás, cuando una región toroidal del espacio-tiempo sufrió un colapso gravitatorio y vomitó elementos de gran masa hacia el Sol. La vida en la Tierra debía su existencia a ese acontecimiento, pero eso no le interesaba al ordenador. Como Mary, vivía el presente. En la actualidad aquel emplazamiento albergaba las rarezas del sistema solar. Había allí objetos colapsados invisibles al radar profundo y lo bastante grandes para destruir una nave, así como parejas de núcleos en co-rotación cuyas señales volvían locos los sistemas de navegación.

Bey nunca había estado en aquel lugar pero conocía su reputación. El Anillo de Núcleos había permanecido sin colonizar por buenos motivos. En los primeros días se perdió un millar de naves antes de que las naves de tránsito al Sistema Exterior aprendieran a volar por encima de la eclíptica.

«Peligro —le decía la vocecita interior en el oído—. Peligro.» El noventa y nueve por ciento de todas las sorpresas concebibles son desagradables. Pero el escalofrío que le recorría la espalda no era de miedo, sino de excitación. El Agujero de Ransome ya era visible; lo bastante grande para contener cualquier cosa: ejércitos, armas, fábricas, ciudades, monstruos, tesoros y misterios inimaginables. Bey contemplaba la nada, y se sintió sacudido por emociones que no experimentaba desde hacía años. Se encontró de nuevo en el pasado, persiguiendo formas ilegales de serpiente hasta las oscuras profundidades de la Ciudad Vieja. Estaba ansioso por empezar, y se preguntaba cómo sobreviviría, si llegaba a hacerlo. La misma fuerza inefable aceleraba su pulso, atrayéndolo, empujándolo hacia el peligro.

Mientras observaba, breves destellos de fuego blanquiazul chispeaban sobre el disco negro. Los reconoció. Unidades impulsoras de corto alcance. Cinco pequeñas naves se acercaban a ellos.

Bey miró a Mary. Ella frunció el ceño, sacudió la cabeza y dijo:

—No es cosa mía. —Pero no parecía demasiado sorprendida.

Un par de minutos después, otras naves se unían a las cinco primeras. Rodeada por una escolta de una docena de pinazas, la nave llegó a un embarcadero y atracó. La escotilla se abrió y Bey salió detrás de Mary.

Una docena de soldados armados los esperaban, las pistolas alzadas y dispuestas. Dos pasos por detrás se erguía un hombre bajo, vestido de negro, cruzado de brazos. En su cara delgada, de huesos prominentes y nariz afilada, había un resto de sonrisa confiada. Bey observó aquellos ojos penetrantes y, tras unos segundos, los rasgos inmóviles parecieron fluir y cambiar ante él, reagrupándose como una ilusión óptica siguiendo una pauta distinta y familiar.

El Bailarín… el Hombre Negentrópico. Sin el traje rojo y sin los dientes negros, pero con el mismo rostro, el mismo cuerpo, la misma manera inconfundible de moverse. Bey se estremeció. Aquel rostro y los ojos ardientes le traían recuerdos aterradores de cuando estaba al borde de la muerte y la locura.

—Ya estarnos todos —dijo el Hombre Negentrópico. Dio un paso adelante, todavía flanqueado por sus guardias, y asintió con probación tras observar a Bey—. Soy Ransome. Sentía curiosidad or conocerle desde hace mucho tiempo, señor Wolf. Cuando aluien, sea hombre o mujer, rehusa suicidarse o volverse loco, no nporta cuál sea la presión externa, esa persona me interesa. Y aquí stá usted, en mi casa. —Se dio la vuelta, y en el movimiento de su nano abarcó todo el habitat—. Ya ve lo agradecido que puede ser I universo. Si me hubiera propuesto atraerlo hasta aquí, quizás tubiese fracasado. Pero al permitirle navegar libremente con los rientos del espacio, llega incluso antes de que esté preparado para isted.

Ransome rodeó posesivamente la cintura de Mary con un )razo. Ella no se resistió, pero dirigió a Bey una mirada extraña, nsegura.

—Ya me tiene. ¿Y ahora qué? —dijo Bey. Había visto ojos cono aquéllos tres veces antes en una cabeza humana, pero ninguno ie sus propietarios estaba vivo.

—Por el momento, nada. —Ransome estaba desconcertantemente tranquilo—. Tengo que terminar unos asuntos con dos amigos suyos, y un par de cosas más que atender. Tendrá que soportar su propia compañía un poco más. Más tarde, usted y yo tenemos que hablar. Estoy seguro de que trabajaremos juntos. —Ransome se despidió de Bey con un breve movimiento de cabeza y se volvió para marcharse. Mary le siguió sin decir palabra.

—¡Mary! —Bey la llamó mientras los guardias se disponían a separarlo de ellos. Recibió en respuesta una breve mirada; luego los guardias lo escoltaron al interior del habitat y finalmente se detuvieron ante una puerta ovalada. Lo empujaron al interior sin más comentarios y se marcharon de inmediato, pero mientras lo hacían una máquina rechoncha se apostó en la entrada.

¿Cuánto era ese «poco más» de tiempo que tendría que estar solo? El tono burlón de Ransome sugería que podía ser bastante. Bey se volvió hacia la puerta y se acercó al roguardia, que le bloqueó firmemente el paso.

—Déjame pasar. Es una orden.

—La orden no puede ser obedecida. —La voz era amable y suave—. La salida está prohibida. Carece usted de autorización.

—¿Quién tiene autorización?

—Usted no tiene autorización para recibir información sobre las autorizaciones.

Bey se retiró. No esperaba una respuesta útil, así que no se sintío demasiado decepcionado. Fue a sentarse a la mesa en el pequeño comedor y reflexionó sobre su situación.

En contra de lo que esperaba en un principio, había encontrado el camino al Agujero de Ransome de manera sospechosamente fácil. Estaba en plena fortaleza enemiga, desarmado, rodeado de guardias, y era prisionero de un probable megalómano con poder para destruir el sistema solar; ahora tenía que decidir qué hacer a continuación.

¿Qué podía hacer?

Tras unos minutos se levantó y dio un paseo para estudiar sus habitaciones. Eran perfectamente adecuadas para una estancia (voluntaria o no) de semanas, meses o incluso años. Las paredes, suelo y techo eran blancos, inmaculados y sólidos. Había una cama de aspecto cómodo, un cuarto de baño bien equipado, una instalación completa de producción de comida, un pequeño ordenador con sus propias bases de datos recreativas y educad/as, e incluso una pequeña unidad de ejercicio que incluía un sencillo condicionamiento de forma. Cualquier tipo de equipo de comunicaciones por audio o vídeo brillaba por su ausencia.

Bey se acercó a la pequeña unidad de condicionamiento de forma, la conectó y estudió sus posibilidades. Era el más simple de los sistemas de cambio de formas que había en el mercado. Las opciones que ofrecía eran mínimas: seguimiento y realimentación para mejoras musculares estándar, rutinas para reparaciones físicas menores como terceduras y magulladuras, y un par de módulos de conversión de baja ge/alta ge; eso era todo.

Bey abrió la tapa y comprobó los indicadores telemétricos y la memoria interna. Era una unidad de la CEB, completamente independiente, de hardware estándar y bastante potente. Eso significaba que los puntos débiles estaban en el software. Los programas que iban con la unidad carecían de las funciones de cambio de formas más importantes: ni siquiera permitía ajustes oculares, que Bey necesitaba para la miopía desde la adolescencia.

¿Qué se suponía que tenía que hacer cuando empezara a verlo todo borroso? ¿Entornar los ojos o ponerse gafas? Cerró disgustado la tapa de la unidad. En la Tierra nadie usaba una cosa tan primitiva desde hacía más de cien años.

Bey se acercó otra vez a la puerta abierta y en esta ocasión intentó atravesarla directamente. El roguardia volvió a bloquearle el paso. Bey colocó la mano sobre el extenor de la máquina, estimando su fuerza y sensibilidad. La máquina no se movió.


—¿Cuánto tiempo permaneceré aquí?

—Esa información no está disponible. —Hubo una pausa; luego la máquina añadió—: No más de dos años, ya que el sumistro de comida sólo cubre ese período.

—¡Dos años! Una noticia magnífica.

—Gracias.

Bey cerró la puerta en las narices del roguardia, fue hacia la cama y se tendió en ella. Tendría que haber sabido que era una tontería perder el tiempo hablando. Ninguna máquina de ese tipo captaba el sarcasmo.

Cerró los ojos, aunque sin intención de dormir. Tenía trabajo que hacer, un trabajo importante. El primer paso era realizar una estimación del tiempo. ¿Cuánto tiempo de desarrollo y prueba le haría falta, y cuánto para que el proceso se completara? Si las respuestas eran demasiado altas, bien podía relajarse y olvidarse de la idea.

Diez minutos después, Bey tenía la primera estimación. Tardaría cinco semanas en total, si trabajaba día y noche. Era demasiado. Tenía que reducirlo a tres como máximo de alguna forma. Tendría que ser algo burdo y rápido, menos perfecto. El fluido lógico y el código condensado subsiguiente para una estrategia alternativa empezó a tomar forma en su cabeza.

La siguiente estimación fue de dos semanas. Todavía era demasiado tiempo, y había agotado todos los recursos legítimos para acelerar el proceso. Era el momento de adoptar medidas desesperadas. Tuvo que empezar a aceptar riesgos físicos más altos.

Bey permaneció tendido en la cama durante cuatro horas más. Por fin se sentó, dispuesto a empezar. Mientras hacía sus preparativos de último minuto, se le ocurrió que tenía un aliado insospechado. Irónicamente, su as en la manga era el propio Hombre Negentrópico.


En sus clases para los principiantes de la Oficina de Control de Formas, Bey usaba una analogía:

—El cambio de forma con propósito es un proceso, una tensa interacción entre maquinaria capaz de mantener vida y código informático en tiempo real. —La pantalla en la pared tras él mostraba un diagrama muy complejo en movimiento—. Hay un ejemplo típico en la pantalla… uno sencillo, por cierto. Para cuando salgan de aquí, les parecerá simple y familiar. Pero saber leer uno de esos esquemas no les bastará para protegerse. Para ser útiles en esta oficina, tienen que ver más allá del detalle, captar una imagen de cambio de formas completa de una sola ojeada.

La pantalla de la pared cambió para mostrar un anticuado mapa lleno de colores y salpicado con ilustraciones pintorescas.

—Cada cambio de forma es un viaje, desde un punto de partida definido a un punto de llegada definido. Pero estos viajes cruzan todos una parte del gran océano del cambio de formas. Algunas zonas de ese océano han sido exploradas por completo, y todos los programas comerciales de cambio de formas navegan dentro de la región cartografiada. Pero más allá de las aguas seguras hay una zona salvaje y desconocida. Y peligrosa. Nunca olviden eso.

»Todo aquel que intenta un nuevo experimento radical en cambio de formas se embarca en un viaje hacia lo desconocido. Y cuando se trabaja en esta oficina, a menudo hay que seguir la ruta de los pioneros a través de esas aguas peligrosas.

»Ahora bien, no podemos proporcionar un piloto infalible para atravesar ese mar desconocido. Nadie puede. Pero lo que sí podernos hacer es enseñarles qué hay que buscar. Aprenderán a reconocer, y a evitar, los bajíos y arrecifes del cambio de formas, sus remolinos y corrientes subacuáticas. Diseñen siempre sus programas para seguir las seguras rutas comerciales…

Buen consejo.

Pero las lecciones no habían sido diseñadas para emergencias desesperadas.

Bey selló la tapa del tanque, contempló las secuencias de control y se preparó para las agonías que le esperaban. Con aquel grado de incertidumbre, podía pasar cualquier cosa. Iba a usar secuencias de cambio que nunca había empleado, de las que nunca había oído hablar. Ignoraba sus propias enseñanzas para conducir un programa acelerado que rozaba los arrecifes, se arriesgaba en los remolinos, se enfrentaba a las olas. Era una garantía de incomodidad y peligro, de desastre.

Introdujo la orden final.

Los primeros minutos fueron el contacto familiar de sensores y catéteres, seguido por el fluctuante arco iris de colores y sonidos. La biorrealimentación empezaba, no muy distinta de lo que lo había sido un millar de veces. Pronto pasaría de largo sus ojos y oídos, para establecer contacto directo con el cerebro. Una docena de etapas habían pasado en unos cuantos minutos, los tests preliminares estándar, mientras la máquina confirmaba los parámetros de su cuerpo.

Y entonces… el cambio.

Sintió una oleada de dominio, un contacto frío y extraño a través de todo su ser. Una extraña incomodidad lo tocó, se introdujo en él, se convirtió en un dolor que crecía tan rápida e irresistiblemente como un fuego avivado por el viento, hasta que ardió en todas sus células. Su cuerpo se estremeció en una agonía aturdida.

«Mal, completamente mal. Páralo ahora, mientras puedes.»

Rechazó la respuesta de pánico que se alzaba desde la base de su cerebro. El dolor era lógico, el resultado de un cambio demasiado rápido. Los atajos eran malos, pero se debían a un diseño propio, un cambio de forma conseguido por medio de deformaciones y contracciones musculares, no por la lenta y cuidadosa reconstrucción de la estructura corporal. Era una perversión del auténtico cambio de formas. Intentó conservar la calma, mientras la temperatura central de su cuerpo subía más de veinte grados. Las reacciones químicas se producían a una velocidad diez veces superior a la normal, pero él seguía comprendiendo y siguiendo los procesos.

Y entonces el dolor atravesó un nuevo umbral, y la lógica falló.

… lo tendieron en una plancha, encendida por fuegos internos. Su cuerpo se fundía, retorciéndose y rebulléndose contra las correas de control Una densa capa de mucosidad brotó de su piel. Los catéteres doblaron su transferencia química.

Apareció una nueva forma, más básica y más letal.

… el corazón redoblaba a un ritmo irregular. El corazón se detenía. Un momento de suprema agonía; el corazón sin vida, una piedra en su pecho. Los pulmones colapsados. Los ríñones y las entrañas y la vejiga petrificados en acción. La sangre congelada.

La máquina de cambio de formas dominaba por completo. Sólo quedaba su cerebro, dirigiendo el cambio.

El fatal cambio de forma. Aquel cambio requería semanas, no días. Había subestimado el dolor, ignorado el peligro. Nadie podía soportar un cambio tan rápido, lo mataría.

Sin corazón, sin pulmones, no podía gemir ni gritar. Había hecho una elección y ahora pagaba el precio. Incluso con la ayuda de la máquina, los parámetros corporales eran incontrolables. Una docena de veces, los monitores de la unidad de cambio mostraron sus signos de advertencia. Las concentraciones químicas estaban muy lejos del equilibrio; balances iónicos a niveles fatales, las sinapsis ardiendo espásticamente fuera de secuencia. Había perdido la conciencia de cuanto le rodeaba. El cuerpo semiconsciente del tanque se estremecía y agitaba, soportando ritmos de adaptación más allá de todos los límites racionales.

«Frena. Frena. Invierte el proceso.» Cada órgano, cada célula gritaba en busca de alivio. Y el alivio era posible. Con un cambio de forma con propósito, la voluntad del su)eto siempre tenía una parte central. La urgencia por retirarse se hizo irresistible.

«Para ahora, para ahora.» El miedo ya no inundaba su cerebro. Eran brotes rampantes de dolor y terror, que invadían cada escondite de voluntad y resolución.

«Para. Para ahora.» Luchó contra la urgencia de terminar, pero el tormento era demasiado grande. Su agonía era terminal, oía el gemido de protesta de cada célula. El límite de tolerancia había llegado, había pasado. El dolor se intensificó, se agudizó, creció hasta niveles que desafiaban la fe…

«Basta. Cede o muere.»

Y mientras ese pensamiento tomaba firme posesión de su mente, la presión se suavizó.

Se hundió en las cintas restrictoras del tanque, incapaz de moverse. Cada nervio de su mente y su cuerpo estaba encendido. Sorbía el dolor de su interior, sonriendo triunfal. Sólo pudo oír los latidos de su corazón.

Se acabó. No importaba lo que viniera a continuación, había rebasado esta etapa. Tenía la forma adecuada final; lo sabía sin mirar. Su cuerpo torturado había sido modelado, retorcido y depositado en una costa extraña… ¡y era el destino final que él había elegido!

Bey Wolf había cruzado el océano del cambio de formas.

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