Charles Sheffield Proteo desencadenado

PRIMERA PARTE

S=k ∙ log W

Epitafio de Ludwig Boltzmann (1844–1906),

grabado en su tumba, en Viena

1

Cuando el cambio no puede dar más de sí, es fácil ser fiel.

SIR CHARLES SEDLEY


Encontraron a Behrooz Wolf en los niveles más bajos de la Ciudad Vieja, en una sucia habitación que había visto días mejores en el pasado remoto.

Leo Manx se detuvo en la puerta. Contempló las paredes ajadas y grasientas y el techo lleno de telarañas, se atragantó con el olor rancio y retrocedió un paso. El suelo de la habitación estaba cubierto de viejos envoltorios y restos de comida. El hombre que le acompañaba avanzó. Sonreía por primera vez desde que se conocieron.

—Aquí tiene un residuo de la vieja Tierra. ¿Seguro que todavía lo quiere?

—Tengo que llevármelo, coronel. Órdenes de arriba. —Manx trató de respirar poco a poco mientras avanzaba. Sabía que Hamming se burlaba de él, como había hecho todo el mundo desde que llegó a la Tierra y explicó lo que quería. Lo ignoró; la misión era demasiado importante para dejar que se interpusieran asuntos insignificantes.

El mobiliario era mínimo: una cama, un grifo de comida, un sanitario y un sillón acolchado. A medida que Manx avanzaba, el olor empeoró; definitivamente, procedía del hombre desplomado en el sillón. Calvo, ojeroso y sucio, contemplaba la holografía a tamaño natural de una mujer rubia y sonriente que cubría la mayor parte de una pared manchada de humedad. La parte inferior de la holografía mostraba un poema en letras de seis centímetros de altura.

Ignorando al hombre y la holo, el coronel Hamming se agachó para inspeccionar una cajita de metal que había en el suelo, junto al sillón. Trenzas de cables multicolores corrían de la caja a los electrodos que el hombre sentado tenía en la cabeza. Hamming observó su emplazamiento, la nariz a sólo unos centímetros de los controles.

—Tiene usted suerte. Es de tipo medio.

Manx se quedó mirando el cuello arrugado y sucio del hombre sentado.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que ha estado vaciando la vejiga y las tripas cuando lo necesita, y tal vez come algo de vez en cuando, así que no debería necesitar cirugía o cuidados de emergencia. Pero no se habrá molestado con mucho más.

—Ya veo. —Leo Manx examinó al hombre con más disgusto que curiosidad, sabiendo que dentro de un par de minutos más tendría que tocar esa piel moteada y grasienta—. Creía que las máquinas de sueño eran ilegales.

—Sí. También lo es defraudar a Hacienda. Muy bien, Doc, avíseme cuando esté preparado. Cuando yo apague esto, tal vez se ponga desagradable. Violento. Perderá todo ese bonito refuerzo de sus sueños. Tengo preparada una dosis.

—¿No quiere comprobar que tenemos al hombre adecuado antes de empezar? Quiero decir, he visto fotos de Behrooz Wolf, y esto… es… bueno…

El hombre de seguridad volvió a sonreír.

—¿No está a la altura de sus expectativas? No olvide que Wolf tiene setenta y tres años. Probablemente usted habrá visto sólo fotos de cuando está en un programa acondicionador. Comprobaremos la identidad cromosómica si quiere, pero le aseguro que se trata de él. No es la primera vez, ¿sabe? Hizo esto mismo otras tres veces más, antes de que lo expulsaran como jefe de la Oficina de Control de Formas. Siempre viene aquí, y siempre acaba con este aspecto. Nunca se había hundido tanto antes. Cuando aún tenía su puesto oficial, veníamos y lo rescatábamos antes. No podemos dejar que un burócrata gubernamental muera estando de servicio.

—¿Quiere decir que esta vez, si no les hubiera pedido que lo encontraran…?

—Usted, o cualquier otro. —Hamming se encogió de hombros—. No sé cómo lo hacen ustedes los nubáqueos —desdén en la voz—, pero aquí en la Tierra un ciudadano libre puede morir de la maldita forma en que elija. Prepárese, voy a desconectar. Le entrará el mono.

Manx permaneció impotente junto al oficial de seguridad, que desconectó cuatro interruptores en rápida sucesión, y luego arrancó los electrodos pegados a la cabeza calva. No hubo ningún sonido procedente de la unidad de biorrealimentación, pero el hombre del sillón se estremeció, y de repente se enderezó. Miró salvajemente a su alrededor.

—Wolf. Behrooz Wolf —dijo Manx, urgentemente—. Debo hablar…

—Agárrele el otro brazo —ordenó Hamming—. Va a saltar. El hombre ya se había puesto en pie y miraba a su alrededor con ojos inyectados en sangre. Antes de que Leo Manx pudiera actuar, Behrooz Wolf giró para soltarse y se abalanzó proyectando hacia él sus manos huesudas y engarfiadas. El oficial de seguridad estaba preparado. Disparó al instante la inyección en el cuello de Wolf, y contempló tranquilamente cómo la espantosa figura se detenía en seco. Hamming agitó una mano delante de la cara de Wolf y asintió cuando sus ojos se movieron para seguirla.

—Muy bien. Sigue consciente. Pero no tiene voluntad, así que hará lo que le digamos. —Hamming se volvió para guardar los cables en el compacto aparato de biorrealimentación—. Será mejor que nos lo llevemos y lo echemos en su propio tanque de control de formas antes de que empiece a recobrarse.

Manx no podía apartar los ojos de aquel rostro atormentado e inmóvil. Behrooz Wolf aún contemplaba la holografía, sin interesarse en nada más.

—¿Cree que la unidad de control de formas funcionará? Tiene que quererlo. Parece querer morir.

—Tendremos que esperar a ver qué ocurre. Demonios, no se puede obligar a nadie a querer vivir. Lo sabrá dentro de unas cuantas horas. Coja la unidad de realimentación, ¿quiere? —Hamming cogió a Wolf por él brazo y lo llevó hacia la puerta—. Oops. No debemos olvidarla. Es lo primero que querrá si supera la operación de control de forma. —Se giró hacia la pared y señaló el poema—. Así es como se sentía Wolf. Y aquí —señaló el ombligo desnudo de la proyección de la mujer— está el motivo para ello.

Manx leyó el poema que aparecía bajo la imagen.

Mis pensamientos libran una mortal batalla; detesto mi vida,

y con gritos de lamento, trayendo paz a mi alma,

a menudo llama ese príncipe que aquí reina.

Pero él, sonriente rey,

que dispersa desprecio, y sorprende a lo mejor,

tras haber sazonado su tumba con la rosa de la belleza

desdeña cultivar una, semilla, y no vendrá.

—Sombríos pensamientos. ¿Qué significa?

—Que me aspen si lo sé. Wolf siempre fue aficionado a las cosas antiguas: poesía, teatro, historia, tonterías inútiles de ese estilo. Debió de pensar que el poema le cuadraba.

—Es terrible. Debe de haberla amado muchísimo para derrumbarse de esa forma al perderla.

—Sí. —Hamming había desconectado la unidad de proyección y se guardaba el cubo en el bolsillo. Se encogió de hombros—. Es extraño. La conocí, y no me pareció nada del otro mundo. Supongo que sería buena en la cama.

—¿Cuánto tiempo hace que murió?

—¿Morir? ¿Se refiere a Mary? —Hamming había agarrado de nuevo a Wolf por el brazo, y lo sacaba firmemente de la habitación. Soltó una carcajada fuerte y ronca—. ¿Quién ha hablado de morir! ¡Ella lo dejó! Se marchó a Nubeterra con uno de ustedes, un tipo que conoció en un crucero lunar. Yo la habría largado con viento fresco, pero él se lo tomó a mal. Vamos, llevemos a Wolf a su tanque. Ya he soportado suficiente mal olor por hoy.

2

Un mensaje no es un mensaje hasta que las reglas para interpretarlo están en manos del receptor.

APOLLO BELVEDERE SMITH


No se marchaban. No había nada que ver, nada que oír, nada que saborear, que tocar, que sentir. Nada.

Y sin embargo había voces, susurrando, instando, empujando, persuadiendo, ordenando.

Por ahí. Un murmullo generalizado. Por ahí es por donde vas.

—No. No quiero cambiar. —Se debatió, incapaz de moverse o hablar mientras trataba de identificar la fuente de los sonidos. La discusión se había desarrollado en su interior eternamente, y ahora la estaba perdiendo. Las voces le invadían, miera a miera.

Por ahí. Por ahí. Cambia. Ignoraban su deseo de descansar, empujándole, tirando de él, retorciéndolo, volviéndolo del revés. Podía sentirlas ahora en cada célula, más fuertes y más confiadas. Cambia. Un trillón de voces se fundieron. El fluir de la sangre a través de arterias atascadas, detergentes orgánicos lavando la piel seca y sin elasticidad, los músculos débiles y fláccidos, las viejas y cansadas fibras. Cambia. Hígado y bazo y riñones y testículos, balances iónicos en una montaña rusa, las temperaturas locales anormalmente altas o bajas. (Demasiado altas, demasiado bajas. Estaba muriendo.) Cambia. El delicado equilibrio de las glándulas endocrinas y la tiroides y las adrenales y el páncreas y la pituitaria. Todas perturbadas, la homeostasis perdida, buscando desesperadamente un nuevo equilibrio. Cambia. Cambia. CAMBIA.

Chilló, un grito silencioso. DEJADME EN PAZ. Los intrusos se desbocaron en cada célula. Estaba indefenso, jadeaba, se apagaba ante el asalto de un ejército químico.

CAMBIA. Por todo su cuerpo, fluctuaciones en potenciales termodinámicos, en promedios de reacción cinéticos, niveles hormonales, la energía acudiendo a folículos dormidos, atravesando viejos tejidos, redefiniendo funciones orgánicas, abriéndose paso por los capilares. Un fermento de renovación celular, hirviendo dentro de la piel cambiante. CAMBIA. Disolventes a través de viscosas venas y arterias, la salida de depósitos de placas, el giro de grasas y colesterol. CAMBIA. Hígado, bazo, riñones, próstata, corazón, pulmones, cerebro… CAMBIA. Fuego a través de los nervios, tejidos chasqueando erráticamente, espasmos de control motor, riadas de neurotransmisores, parpadeantes rayos de dolor, tormentas de sensación, señales volando de la red reticular al córtex cerebral, al hipotálamo, a los ganglios dorsales. Un choque de armas en la barrera del cerebro ensangrentado… CAMBIA, SINTETIZA, ACOMODA.

… Y entonces, de repente, todas las voces se fundieron en una sola voz. Y se debilitó, se apagó, bajó de volumen. Pudo oírla con claridad. Escuchó el murmullo de esa voz moribunda, y por fin la reconoció. La conocía. La conocía exactamente. Era el eco mecánico de su propia alma, susurrando órdenes finales a través del enlace informático. Su perfil físico, amplificado mil millones de veces, transformado por el equipo de biorrealimentación en un conjunto de instrucciones químicas y fisiológicas, adoptaba la forma de órdenes finales.

La marea bajaba. Los cambios se detuvieron. En ese momento, los sentidos regresaron. Oyó el oleaje de las bombas externas y sintió el barrido de los fluidos amnióticos mientras brotaban de su cuerpo desnudo. El tanque se ladeó y la parte delantera se abrió, exponiendo su piel al aire frío. Hubo un picoteo de catéteres retirados de la ingle y el cuello, y se aflojaron las correas de sujeción.

Sintió un creciente dolor en el pecho, una terrible necesidad de aire. Cuando el reflejo pertusivo se hizo cargo tosió violentamente, expulsó un fluido gelatinoso de los pulmones y absorbió aire lenta, agónicamente. Su frío ardor interior fue simultáneo a la súbita abertura total del tanque. Una cruda luz blanca le golpeó las retinas.

Se estremeció, alzó el brazo para protegerse los ojos, y se derrumbó en el asiento acolchado. Durante cinco minutos se movió solamente para inclinarse hacia delante y expectorar esputo residual. Finalmente, hizo acopio de fuerzas, se levantó y salió del tanque. Avanzó dos pasos, recuperó el equilibrio y se quedó de pie, tambaleándose. En cuanto estuvo seguro de su propia estabilidad, cogió la toalla que colgaba junto al tanque, se envolvió con ella la cintura y se giró hacia el tanque de cambio de formas. Otro momento para hacer acopio de voluntad, y luego cogió la puerta y la cerró con firmeza.

Fue un último paso ritual; su primera decisión, tras la silenciosa determinación de vivir. Rechazó la idea de drogas tranquilizantes que aliviaran los rigores de la transición. Cruzó en cambio la habitación hasta un espejo de cuerpo entero y contempló su propio reflejo.

El cristal mostraba un hombre semidesnudo de unos treinta años, de cabello y ojos oscuros, estatura y constitución medias. La nueva piel de su cuerpo aún tenía la textura propia de un bebé, aunque estaba pálida y arrugada por la larga inmersión. Pronto se alisaría y maduraría hasta adquirir un profundo tono marfil. El rostro que lo observaba era de nariz y boca finas, con un sesgo cínico en los rojos labios y ojos reflexivos y cautelosos.

Se examinó a sí mismo con ojo crítico, probó su mandíbula, alzó un párpado con un dedo para inspeccionar el claro y sano blanco alrededor del iris marrón, miró dentro de su boca los dientes y la lengua, y finalmente se pasó los dedos por el renovado cabello. Flexionó los hombros, hinchó el pecho hasta el máximo, movió el cuello adelante y atrás, y suspiró.

—Y allá vamos otra vez. ¿Pero por qué molestarse? —habló en voz baja a su reflejo—. «Qué gran obra es el hombre. Cuan noble de razón, cuan infinito en facultad. En forma, en movimiento, cuan expresivo y admirable. En acción, cuánto se parece a un ángel; en aprensión, cuan similar a un dios. La belleza del mundo, el parangón de los animales.»

—Muy bien, señor Wolf —dijo una voz satinada y precisa a través del comunicador situado en el rincón de la sala—. El Bardo lo escribió, y tal vez lo creía. ¿Y usted?

Bey Wolf se volvió, lenta y cautelosamente. La unidad no mostraba ninguna señal visual. Avanzó y conectó su vídeo y grabador.

—No me ha dejado terminar la cita. Dice: «El hombre no me complace, no, ni la mujer tampoco.» Y déjeme señalar que éste es mí apartamento privado. ¿Quién es usted, y cómo demonios consiguió mi comcódigo personal?

—Lo he traído aquí. —La voz no demostraba ninguna turbación—. Ayudé a sacarlo de la Ciudad Vieja… por eso, puede darme las gracias o maldecirme. Lo metí en ese tanque de cambio de formas. Y me quedé, lo suficiente para conectar su unidad de comunicaciones y anotar su código de acceso. —La pantalla fluctuó y en ella apareció la imagen de un hombre—. No quiero inmiscuirme en su intimidad, y advertirá que no he recibido ninguna señal visual hasta que usted ha conectado ese canal. Estoy seguro de que aún se siente débil, pero debo hablar con usted en cuanto se haya recuperado. Me llamo Leo Manx. Soy miembro de la Federación del Sistema Exterior.

—Eso se nota con sólo mirarle. ¿Qué quiere?

—Eso no puede discutirse a través de canales públicos. Si pudiera regresar a su apartamento, o si accediera a visitarme en la embajada… mi tiempo es suyo. He venido desde la Nube Exterior específicamente para buscarle. Quizá podría reunirse conmigo para cenar… si se siente capaz de comer tan pronto después de un tratamiento pleno.

Behrooz Wolf observó al otro hombre. Leo Manx tenía el aspecto pintoresco del nubáqueo de cuarta generación: pecas marrones en una piel blanca como la tiza; constitución fina y angulosa; brazos muy largos, zambos, y de piernas huesudas.

—Puedo comer —dijo por fin—. Suponiendo que sea comida de la Tierra… no los podridos compuestos sintéticos de la Nube.

—Muy bien —replicó Manx sin vacilación, pero había una súbita mueca casi humorística en la boca y el movimiento de un párpado. Como cualquier nubáqueo, Manx sentía repulsión por la idea de comida hecha con algo que no fueran organismos unicelulares. Bey Wolf había insistido en una comida terrestre más por calibrar la seriedad de propósitos de Manx que por otra cosa. Pero ahora, basándose en aquella levísima evidencia, decidió que le caía bien Leo Manx. (Nadie que reconociera a Shakespeare podía ser del todo malo.)

—¿Por qué no? —dijo—. Iré a verle. No tengo nada mejor que hacer, y no he salido desde hace mucho tiempo.

—Entonces espero su visita. —Manx asintió y desapareció de la pantalla.

Wolf consultó su reloj interno. Hasta ese momento no tenía ni idea de la hora que era… ni de qué día o qué mes. Media tarde. Si tardaba menos de media hora en salir, podría llegar a la embajada antes de la lluvia de la noche. Revisó el correo y los mensajes acumulados. Nada por lo que mereciera la pena molestarse. Era mejor aceptarlo: desde que lo habían despedido de Control de Formas, se había convertido en una noentidad. Se vistió rápidamente y bajó diez pisos hasta la calle. Allí, se abrió paso hasta la acera más rápida, esquivando con facilidad las aglomeraciones y mirando a su alrededor mientras avanzaba.

Un catálogo de la Corporación de Equipos Biológicos debía de haber sido lanzado desde que él huyó a los subterráneos de la Ciudad Vieja. Las nuevas formas aparecían ya en las calles: hombros más cuadrados, genitales más prominentes y ojos más profundos para los hombres; pechos más llenos y cinturas más largas en las mujeres. Como de costumbre, la CEB había escogido los estilos con gran cuidado. Eran lo bastante distintos para destacar, pero lo bastante parecidos a la moda del año anterior para que los programas de cambio de formas estuvieran económicamente al alcance del ciudadano medio.

Como jefe de la Oficina de Control de Formas («antiguo jefe», se recordó), Bey Wolf se consideraba a sí mismo por encima de los caprichos de la moda. Llevaba su forma natural, con cambios menores debidos a diversas curaciones. Eso lo convertía en una rareza. La gente de las aceras se parecía cada vez más. Era… ¿tranquilizador? No. Aburrido. Tras unos minutos, sintonizó su implante para recibir los canales de comunicación.

Tenía un montón de noticias en las que ponerse al día. Con su retirada a la Ciudad Vieja y su subsiguiente inmersión en el tanque de cambio de formas, se había perdido una batalla política menor sobre los niveles óptimos de población, el lanzamiento de una nueva forma aviana por parte de la CEB, una revisión del Acta de Conservación de Especies que se aplicaba a toda la Tierra, la destitución del jefe de la Federación Espacial Unida bajo la acusación de corrupción, y un acalorado intercambio de insultos entre los Gobiernos del Sistema Interior y el Sistema Exterior relativo a los derechos energéticos del Anillo de Núcleos.

También, aunque esto no era nuevo, se había perdido setenta y cinco días de un verano perfecto. ¿Pero por qué contar el tiempo, cuando ya no tenía un empleo? El proceso de biorrealimentación no podía hacer más que responder a su voluntad, así que poca duda había de que quería vivir, en el fondo. ¿Pero para qué?

«Qué cansada, rancia, monótona y aburrida…» Y en ese mohiento, antes de que las palabras pudieran completarse en su mente, la locura empezó de nuevo. Las aceras móviles y la escena del noticiario se oscurecieron cuando otra imagen se superpuso a ellas.

El Bailarín. Había vuelto. Vestido con un ajustado traje escarlata, cubrió el campo de visión de Bey. Danzaba hacia atrás con movimientos como de muñeco, agitando brazos y piernas. Había una curiosa música de fondo, desafinada y melódica a la vez, y el hombre cantaba en algo que parecía chino. En mitad del campo de visión se detuvo y sonrió directamente a Bey. Sus dientes eran negros y afilados hasta las puntas, y su rostro era tan rojo como su traje. Volvió a hablar, pareció formular una pregunta, y luego saludó, se dio la vuelta y se perdió de vista bailando hacia atrás.

Bey se estremeció y se llevó una mano a la cabeza. Había oído las palabras de Manning en los subterráneos de la Ciudad Vieja, pero el coronel se equivocaba. La pérdida de Mary había sido dolorosa; pensaba en ella cada día, y siempre llevaría consigo su holograma. Pero algo más lo había hecho rebasar el límite y buscar el solaz de la máquina de sueño: la convicción de su propia locura.

Desde la primera aparición del Bailarín, había comprobado todas las fuentes posibles de la señal. Nadie más podía verla… ni siquiera al sintonizar el mismo canal que Bey. Todas las pruebas de una señal externa habían sido negativas. Había remedado la forma de hablar del Bailarín, todo lo que podía recordar de ella, y especialistas en lingüística y semiótica le habían dicho que no concordaba con ningún lenguaje conocido. Y lo peor de todo: cuando Bey pasaba a modo grabación, la señal desaparecía. Nunca estaba allí para volver a ser reproducida. Los médicos y los psiquiatras eran unánimes: la señal se generaba dentro de la cabeza del propio Bey. Sufría «perturbación perceptiva» de una «forma severa y progresiva, intratable y con una fuerte prognosis negativa».

En otras palabras, se estaba volviendo loco. Y nadie podía hacer nada al respecto. Y empeoraba. El Bailarín, al principio apenas un punto en el horizonte de la escena, se acercaba a buen ritmo.

Y la ironía definitiva: ¡Mientras Mary y él vivieron juntos, a Bey le preocupaba la cordura de ella, su estabilidad mental! Él era la roca contra la que las mareas de la locura romperían en vano.

Bey vio que había alcanzado su destino, la profunda embajada del Sistema Exterior. Corrió hacia los ascensores exprés («… entonces me zambulliré en la Tierra; Tierra ábrete. Oh, no, no me alojará…») y bajó, bajó, bajó, rechazando sus propios frenéticos pensamientos y buscando las frías cavernas del santuario subterráneo.

3

Huí durante las noches y durante los días,

huí por los arcos de los años,

huí por los laberintos de mi propia mente…

FRANCÍS THOMPSON


La temperatura superficial media del suelo en el Sistema Exterior es de —214 °C: cincuenta y nueve grados sobre el cero absoluto. A esa temperatura el oxígeno es líquido y el nitrógeno sólido. La gravedad superficial media de ese mismo suelo es de una cuatrocientosava parte de ge. La radiación solar media es de 1,2 microvatios por metro cuadrado, más débil que la luz de las estrellas, con una intensidad mil millones de veces inferior a la energía solar recibida por la Tierra.

Ante esos hechos, los diseñadores de la embajada terrestre del Sistema Exterior tuvieron que decidir: ¿deberían situar la embajada fuera de la Tierra, y enfrentarse a caros costes de transporte para todas las interacciones de la embajada? ¿O debían aceptar un medio ambiente terrestre incómodo y profundamente antinatural para el embajador y el personal? Como era poco probable que los diseñadores visitaran la Tierra, optaron naturalmente por lo segundo.

La embajada que Bey Wolf visitaba se encontraba a doscientos metros bajo tierra, donde la temperatura, el ruido y la radiación podían ser controlados.

La gravedad era otra cuestión. Wolf atravesó con un súbito vuelco de estómago los niveles superiores. Al hacerlo las inmediaciones se volvieron más oscuras, más silenciosas, y más frías. Todas las superficies eran a prueba de sonidos. A unos ciento treinta metros el silencio se volvió tan sobrenatural e inquietante que Bey descubrió que prestaba atención a la nada. Decidió que no le gustaba. Los humanos hacían ruido; los humanos chasquean y golpean y gritan. El silencio total era inhumano.

Leo Manx le esperaba en una habitación tan fría que Bey podía ver su propio aliento en el aire. El nubáqueo permaneció de pie el tiempo suficiente para estrecharle la mano e indicarle que se sentara, y luego se hundió con un suspiro de alivio en las profundidades de un sillón de agua que se plegó alrededor de su fino cuerpo. La cabeza que quedó asomando sonrió, pidiendo disculpas.

—Usé un programa de cambio de forma para adaptarme a la gravedad de la Tierra antes de salir del Sistema Exterior. —Su encogimiento de hombros emergió como una oleada en la cobertura de plástico negro del sillón—. No creo que fuera muy bueno.

«Una pieza de vuestro piojoso software, por lo que parece.» Bey simplemente asintió y esperó.

Manx permaneció en silencio unos instantes, y luego dijo bruscamente:

—Verá, mi visita a la Tierra se debe a un motivo muy concreto: verle y pedirle su ayuda… como jefe de la Oficina de Control de Formas y principal experto en teoría y práctica del cambio de formas.

—Llega un poco tarde. Ya no trabajo para la Oficina.

—Sé que ése es el caso. Oí que había… renunciado a su puesto.

—No hace falta ser diplomático. Me despidieron.

La pálida cabeza se agitó.

—En verdad, lo sabía también. Puede que le sorprenda saber que desde nuestro punto de vista, su despido ofrece ventajas.

—Ninguna desde mi punto de vista.

—Mi tarea es convencerle de lo contrario. —Leo Manx se estiró hacia arriba, su fino cuello y su cabeza sin pelo asomando como la de una tortuga del negro óvalo del sillón—. Para hacerlo, debo solicitar su silencio sobre lo que voy a decirle.

—¿Y si me niego a seguir adelante? —Bey vio la incomodidad del otro hombre—. Oh, demonios, vamos. He pasado toda mi carrera sin hablar de ciertas cosas. Puedo hacerlo un poco más.

—Gracias. No lo lamentará. —Manx se acomodó en el sillón—. Señor Wolf, en el Sistema Exterior ha surgido un problema tan serio que toda información sobre el mismo se da sólo por estricta necesidad. En pocas palabras, se ha producido un colapso generalizado del funcionamiento del equipo de cambio de formas, hasta el punto de que el proceso está siendo ejecutado sólo en casos de emergencia, como mi propia visita a la Tierra.

—¿Generalizado? ¿No sólo de una máquina o dos?

—De cientos de máquinas, y el ritmo de averías ha crecido rápidamente. Hace un año, podíamos señalar dos o tres casos de errores importantes en los resultados. Hoy, tenemos casos a millares.

—Entonces tiene que ser un problema general de software. No les hago falta para eso. Hay otras personas que saben más y pueden ofrecerles mejores consejos.

Los ojos de Manx, sorprendentemente redondos y huecos debido a la ausencia de cejas, miraron en otra dirección.

—¿Está pensando tal vez en Robert Capman…?

—Lo haría, pero se encuentra en una misión estelar de larga duración. Mi sugerencia es la propia CEB. ¿Por qué no los llaman? Estarán tan dispuestos a resolver esto como ustedes. —Bey intentó adoptar una expresión inocente. Era una forma tan buena como cualquiera de probar la sinceridad del nubáqueo.

Manx pareció dolido.

—Ya hemos consultado con la Corporación de Equipos Biológicos. Enviaron un equipo de expertos, que revisaron todo lo que pudimos mostrarles y declararon que no podían encontrar ninguna prueba de problema alguno. Por desgracia, no estamos convencidos de que su revisión fuera tan concienzuda como cabría desear. Hay un desacuerdo antiguo con la CEB referido a la cantidad adecuada de royalties que el Sistema Exterior paga por el uso de los sistemas de software y hardware de cambio de formas de la CEB…

—Dicen que ustedes les robaron sus ideas, ignoraron sus patentes e infringieron sus copyrights.

—Bueno, eso es expresarlo de forma un poco burda… pero sí, comprende usted sus argumentos. —Manx sonrió tristemente—. Veo que nuestra propia seguridad es menor de lo que tendemos a creer.

—En un caso como éste… la CEB le dirá a todo el mundo en la Tierra que el Sistema Exterior les está robando descaradamente.

—Lo que sin duda es una… una…

—¿Mentira?

—Exageración. Una falsa versión.

—No tiene que convencerme. Tampoco me gustan los monopolios, y la CEB lo tiene para el Sistema Interior. Pero ha dicho usted que «revisaron todo lo que pudimos mostrarles». ¿Podría ser un poco más explícito?

Las cejas inexistentes se alzaron.

—Es usted un hombre muy perceptivo. Había varias unidades que no pudimos mostrar al equipo de la CEB.

—¿Diseños piratas?

—El Sistema Exterior prefiere considerarlos desarrollos independientes. Sin embargo, creo que no habría supuesto ninguna diferencia. La conducta anómala se produce con mayor frecuencia en el equipo de la CEB. Sin embargo, insisten en que todo funciona a la perfección.

—¿Vigilaron sus ingenieros las pruebas de la CEB?

—Sí. Como dijeron los de la CEB, no se observaron anomalías. En cuanto se marcharon, volvieron a producirse nuevas formas peculiares. —Manx empezó a retirar los brazos del sillón—. Si le interesa ver alguna de esas formas, tengo aquí imágenes…

—No. Perdería el tiempo.

—Esas formas son extremadamente extrañas.

—Doctor Manx, las formas extrañas no me dirán nada. He visto tantas a lo largo de los años, que dudo que puedan sorprenderme. —Bey se levantó—. Acepto que tienen ustedes un problema desagradable, pero no es algo que justifique que recorra la mitad del camino hasta Alpha Centauri. He perdido mi trabajo, pero me sigue gustando la Tierra. Y dudo de que pudiera hacer algo para ayudarles.

—¿Cómo lo sabe, sin una observación personal?

—Llevo mucho tiempo tratando con el control de formas. Como dije al principio, tienen ustedes un problema de software. El hecho de que el equipo de la CEB no pudiera encontrarlo… o decidiera no hacerlo, no tiene importancia alguna. Vuelvan a llamarlos, pregunten por María Sun. Si alguien puede resolverles el problema, es ella.

Manx se levantó también.

—Señor Manx, opino que se subestima a usted mismo y a la dificultad de este problema. Pero no puedo hacerle cambiar de opinión aquí en la Tierra. Permítame introducir una nueva variable en la ecuación. Mientras venía de camino, pedí y leí una copia de su expediente a la Oficina de Control de Formas. Es algo que debería haber hecho antes. Me he enterado de sus circunstancias personales con más detalle.

—Ha descubierto que me estoy volviendo loco.

—Está usted enfermo. Si sabe algo del Sistema Exterior, tal vez sepa también que hemos avanzado mucho en el tratamiento de las enfermedades mentales. Casualmente, es mi propia especialidad. Si está de acuerdo en viajar conmigo, simplemente para observar el fenómeno con sus propios ojos durante unos cuantos días, dedicaré mis mejores esfuerzos a su problema personal.

—Lo siento. La respuesta sigue siendo negativa. —Bey se encaminó a la puerta, pero Leo Manx hizo un gran esfuerzo y llegó allí primero.

—Una observación más, señor Wolf. Y por favor, discúlpeme por importunarlo. Vivió usted con Mary Walton durante siete años. ¿Es posible que su renuencia a visitar el Sistema Exterior se deba al temor de verse obligado a relacionarse allí con ella?

Bey pasó junto al otro hombre, intentando no tocarlo.

—Es usted un hombre concienzudo y persistente, doctor Manx. No me quejo… lo respeto por ello. No puedo contestar a su pregunta. Tal vez tenga miedo de volver a ver a Mary. Pero en todo caso, sigo rehusando. Dígales a sus superiores que me siento honrado de que hayan pensado en mí.

—Sí, por supuesto. Pero si por casualidad cambia de opinión… —dijo Manx mientras Bey se dirigía hacia el ascensor—. ¡Estaré aquí, en la Tierra, dos días más! Llámeme, a cualquier hora.

Pero Bey ya no podía oírle. La pregunta final sobre Mary le había afectado más de lo debido. ¿Lo había superado, o no? ¿Rechazaría un problema potencialmente fascinante sólo porque podría verse obligado a ver a Mary con el hombre que había elegido en vez de a él?

Ignoró el acelerado trayecto hasta la superficie, ignoró las aglomeraciones vespertinas que le empujaban desde las aceras. La invitación a cenar de Manx no se había cumplido, pero en cualquier caso Bey había perdido el apetito. Saltó peligrosamente de un carril veloz a otro lento, dejó la acera móvil y corrió a su apartamento. Cogió al azar un cubo de proyección del archivo (todos eran de Mary, había poca diferencia), y se sentó a verlo.

Como era de prever, se trataba del que más odiaba, pero también del que más veces había visto. Mary en un musical de aficionados, vestida con una larga túnica, gorra y parasol, y cantando con la dulce vocecita artificial de una niña pequeña: «Déjalo ir, deja que tarde, déjalo hundirse o déjalo nadar. No le importo, y no me importa. Puede irse y encontrar a otra, y espero que se lo pase bien, porque yo voy a casarme con un chico más guapo.»

Bey sintió que su corazón se marchitaba por dentro mientras observaba. En ella no se había ajado nada: dolía tanto como siempre. Extendía la mano para cortar el cubo cuando la recatada figura de Mary Walton ondeó y se oscureció. Una nueva escena se superpuso a la antigua y familiar.

El Bailarín. Retorciéndose y cruzando la imagen, abiertas las piernas forradas de rojo. Se detuvo en el centro, saludó a Bey y entonó una cancioncilla que casi pudo comprender. Entonces se marchó, patinando hacia atrás hasta perderse en la distancia, la cabeza bamboleándose y las manos agitándose alegremente.

¡El Bailarín… incluso aquí! En mitad de una secuencia que Bey había grabado personalmente cuatro años atrás. ¿Cómo podía haber cambiado nadie esa grabación? Bey volvió la proyección al principio, y se obligó a verla de nuevo. Esta vez no apareció ningún Bailarín. Fue Mary todo el tiempo, hasta aquella intolerable línea final en que se colocaba el parasol al hombro y decía adiós con la mano.

Bey siguió mirando hasta el amargo final. Entonces se dirigió a la unidad de comunicaciones y llamó a Leo Manx.

4

Todos los sistemas aislados se vuelven menos ordenados cuando se los deja solos.

(Esta versión de la Segunda Ley de la Termodinámica la formuló APOLLO BELVEDERE SMITH a los cinco años, para explicar por qué su habitación era un caos.)


—Hay una cosa más que debería decidir antes de embarcar. —Leo Manx inspeccionaba a su compañero de viaje y el equipaje de Bey Wolf.

—¿Como qué?

—¿Quiere pasar el tiempo en un tanque de cambio de formas hasta la Nube? Si es así, debemos asegurarnos de que los programas estén disponibles.

—¿Quiere decir que cambie a algo más parecido a su propia forma, por comodidad física? —Bey sacudió la cabeza—. Me gusta esta forma, y sé que tolera bastante bien la baja gravedad y el frío.

—Ése no es el motivo de mi sugerencia. —Manx cogió el pequeño maletín de viaje de Bey y lo hizo flotar con una sola mano para asegurarlo en la bodega de carga—. Me preocupa la respuesta que puede recibir de los ciudadanos del Sistema Exterior. Comprenderán al momento que viene usted de la Tierra, o al menos del Sistema Interior. Las dos Federaciones no están en guerra…

—Todavía.

—… pero estamos enzarzados en una pugna económica por los derechos del Anillo de Núcleos. Ha habido escaramuzas en el Halo. Si continúa con su forma actual, preveo ciertas rudezas e incomodidades cuando lleguemos. Oirá que le llaman imbrazasol… Imperialista Abrazasoles. Sin duda habrá comentarios sobre su piel velluda.

—¿Los mismos que hay sobre usted cuando la gente le llama nubáqueo lampiño? —La reacción del otro hombre apenas fue un momentáneo tic en el labio, pero Bey estaba acostumbrado a leer señales sutiles—. Doctor Manx, si consiguió usted vivir en la Tierra sin cambiar de forma, yo puedo hacer lo mismo en el Sistema Exterior. Estoy acostumbrado a las críticas y a los comentarios maliciosos.

—En realidad, realicé un pequeño cambio de forma mientras venía; una adaptación mínima… de lo contrario, la gravedad de la Tierra habría sido demasiado para mí. Pero en mi caso fue muy distinto. Sabía que estaría aquí sólo durante poco tiempo, hasta que usted aceptara o rechazara nuestra petición. —Manx notó la expresión de Bey, y advirtió que había cometido un error—. Naturalmente, usted ha accedido a quedarse con nosotros sólo el tiempo suficiente para una evaluación preliminar del problema. Me doy cuenta. Pero esperaba que encontrase la situación lo bastante intrigante para prolongar su estancia. No sólo por nuestro bien; por el suyo. Cuando se visita el Sistema Exterior, hay muchas cosas que ver y hacer.

—Ni hablar. Si se equivocan, no merece la pena. Si tienen razón, puedo usar un programa cuando lleguemos allí.

—Eso es verdad.

—¿Entonces a qué esperamos?

Manx señaló hacia la portilla. Bey advirtió de repente que ya no estaban esperando. La Tierra había desaparecido, y ya pasaban la Luna. El impulso sin inercia de McAndrew había sido conectado mientras hablaban, y aceleraban alejándose del Sol a más de cien ges.

—Doce días hasta el punto de cruce, luego otros doce hasta la Cosechadora Opik —dijo Manx—. No es la Cosechadora más cercana al Sol, pero tiene un gran número de unidades para cambiar de forma. He discutido nuestro destino con mis superiores, y estamos de acuerdo en que es un buen lugar para empezar.

—¿A qué distancia está?

—Veintiséis mil unidades astronómicas… unos cuatro billones de kilómetros.

Manx hizo aparecer una estilizada figura tridimensional en la pantalla. Era una representación geométrica del espacio solar. Incluso con la escala radial logarítmica, la gráfica ocupaba una pared entera del camarote. El Sistema Interior, que lo abarcaba todo hasta Perséfone, se apiñaba dentro de una esfera de un radio de diez mil millones de kilómetros cuyo centro era el Sol. El Halo cubría doscientas veces esa distancia, un toro difuso dentro del cual se encontraba el Anillo de Núcleos, como una estrecha corona bien definida. La Nube Oort, hogar del Sistema Exterior, era una vasta región esférica, que se acercaba al Halo en su límite interior pero siete veces superior a su borde exterior que cubría una tercera parte de la distancia hasta la estrella más cercana.

Manx señaló un puñado de hábitats de colores en el Sistema Exterior, y el rumbo de vuelo marcado que se extendía hasta ellos desde el entorno Tierra-Luna.

—La Cosechadora Opik está cerca del borde interior de la Nube, pero a prudente distancia del Anillo de Núcleos. No hay peligro por esa parte. Como puede ver por nuestra trayectoria, volaremos bastante cerca del Anillo en sí dentro de unos nueve días. —Dirigió a Bey una mirada de reojo—. Pensé que podría interesarle personalmente echarle un vistazo.

Bey estaba aprendiendo. Las omisiones de Manx (raramente accidentales) eran más informativas que sus discursos. Manx era demasiado consciente de sí mismo o diplomático para decir algunas cosas. Prefería dejar agujeros lógicos, y luego plantear preguntas.

—Nunca he estado cerca del Anillo de Núcleos —dijo Bey—. Supongo que lo sabe.

—Eso dice su historial.

—Entonces debería decir también que sé poco de los agujeros negros Kerr-Newman, y aún menos de cómo usamos los núcleos mismos como fuentes de energía.

—En efecto, así es. —Amable, y sin comprometerse.

Bey tendría que excavar más hondo.

—¿Qué le hace pensar entonces que tengo algún interés personal en contemplar el Anillo de Núcleos? ¿Cree que tiene cierta relación con mis… otros problemas? —Maldición, la costumbre era contagiosa. Se volvía tan poco directo como Manx—. Me refiero a mis alucinaciones.

En vez de responder de inmediato, Manx permaneció sentado unos instantes, pensando.

—Eso depende de la causa de sus alucinaciones —dijo por fin—. Espero que podamos explorar juntos ese tema durante este viaje, cuando tengamos tiempo de sobra. Pero respóndame a una pregunta, si quiere. ¿Cuándo comenzaron sus problemas? ¿Fue antes o después de que Mary Walton lo dejara?

—Mucho más tarde. Cuatro meses después.

—En ese caso, no creo que el Anillo de Núcleos esté relacionado con sus alucinaciones.

Fue como sacarse una muela.

—¿Pero el Anillo está relacionado con Mary?

—Posiblemente. Probablemente. —Manx llegaba al grano, Bey podía ver la decisión reflejada en las expresiones del rostro del otro hombre—. Señor Wolf, deduzco que además de saber poco del Anillo de Núcleos, también desconoce las costumbres del Sistema Exterior. Según el coronel Hamming… a quien no considero una persona particularmente sensible…

—Es un gilipollas.

—Una descripción oportuna. Me dijo que Mary Walton se fugó a Nubeterra con un tipo, y me dio a entender que la persona pertenecía al Sistema Exterior y que la conoció en un crucero lunar. ¿Es eso lo que sabe de la situación?

—Así es.

—¿Llegó a conocer a esa persona?

—No es una persona. Un hombre. No, no lo conocí. De ser así probablemente habría intentado partirlo en dos.

—Entonces, ¿desconoce su aspecto? Bien, si me permite una pregunta más personal… Conocía usted a Mary “Walton mejor que nadie. ¿Era una mujer que se dejara impresionar por las apariencias? Por el aspecto que tenía una persona, si era guapo…

—Supongo que sí. —¡Más dilaciones! Bey maldijo su propia renuencia a dar respuestas claras—. Sí. Le impresionaban demasiado. El aspecto le importaba.

—Muy bien. Ya sabe qué aspecto tienen los hombres del Sistema Exterior. Sospecho que soy un ejemplo bastante típico, y aunque estoy muy satisfecho con mi propia apariencia… —Manx contempló con admiración su cuerpo huesudo y sus piernas zambas—, sé que estoy lejos de los cánones de belleza que son actualmente populares en la Tierra.

—Eso es irrelevante. Ser guapo es fácil, lo único que hace falta es pasar un rato en un tanque de formas.

—Muy cierto. Si una persona desea hacer un cambio semejante. Yo desde luego no lo hice, y usted tuvo una reacción similar cuando se trató de modificar su propio aspecto para adoptar una forma del Sistema Exterior. Sin embargo, hay un tema más importante. Aunque el hombre con el que Mary Walton se escapó podría haber elegido un aspecto que la atrajera, habría tenido que hacerlo antes de conocerla en ese crucero lunar.

—Ya veo adonde quiere llegar. ¿Pone en duda que fuera del Sistema Exterior?

—Más que eso. Señor Wolf, nuestros ciudadanos no suelen entretenerse con cruceros lunares. Para nosotros habría sido tan atractivo como una excursión por la Ciudad Vieja para el terrícola medio.

—Pero algunas personas podrían hacerlo. Sólo por ser diferentes.

—Podrían. —Manx apartó la mirada, rehusando mirar de nuevo a Bey a los ojos—. Pero no fue así. Tengo más información de la que le he revelado hasta ahora. Antes de dejar nuestra embajada terrestre, comprobé todos nuestros visitantes al espacio Tierra-Luna de los cuatro años anteriores. No había nadie del Sistema Exterior que fuera a un crucero lunar. Quienquiera que fuese la persona a la que conoció Mary Walton, no pertenecía a nuestra Federación.

—¿Y entonces dónde nos lleva eso?

—Sólo a una especulación. Naturalmente, no tengo ninguna prueba directa…

—¡Hable, hombre! Puedo soportarlo.

—No creo que vaya a encontrar a su Mary en la Nube, aunque planee buscarla allí. La persona más probable que habría ofrecido una identificación falsa, y que se interesara en el espacio Tierra-Luna como posible fuente de necesidades energéticas, sería un renegado.

—¿Quiere decir un rebelde? ¿Un habitante del Anillo de Núcleos?

—Exactamente. Los habitantes del Anillo practican una curiosa coexistencia. Hay avanzadillas rebeldes esparcidas acá y allá por toda su extensión, junto con colonos pacíficos, prospectores energéticos y colonias barreneras de espacio libre. El Anillo admite todo tipo de rarezas, cualquier estructura humana que pueda proporcionar un equipo de cambio. Debería buscar allí.

—Alguien que trabaje en el entorno de alta gravedad alrededor de los núcleos blindados. Alguien cuyo aspecto modificado sea más parecido al mío que al suyo.

—Sigue usted admirablemente mi razonamiento. —Manx movió el cursor sobre la pantalla para delimitar la corona del Anillo de Núcleos—. Aquí. Concluyendo, mi opinión es que Mary Walton no se halla en ningún lugar del Sistema Exterior. Está aquí. En el Halo, casi con toda seguridad en algún lugar del propio Anillo de Núcleos.

—Perdida con un maldito proscrito.

—Eso me temo. Un hombre peligroso, señor Wolf, que no reconoce la soberanía de mi Federación ni de la suya. ¡Un hombre que no vacilaría en matarnos a ambos, señor Wolf! ¿Me oye?

Bey ya no estaba escuchando. Mientras Manx movía el cursor por la pantalla, una figura familiar apareció superpuesta. Estaba sentada con las piernas cruzadas, cabalgando la flechita azul y saludando a los dos hombres. Su canción parecía un poco diferente, pero seguía siendo ininteligible.

El traje escarlata era más brillante que nunca. La expresión de su rostro sonriente era más burlona que de costumbre. «Olvida toda esperanza —decía—. Hace falta mucho más que trasladarse al Sistema Exterior para librarse del Bailarín.»

5

Núcleo, (def.): Un agujero negro Kerr-Newman, es decir, un agujero negro que rota y a la vez está cargado eléctricamente. Los núcleos sólo se encuentran en la naturaleza en el Anillo de Núcleos (V. def.), entre los Sistemas Interior y Exterior. Su masa oscila entre los cien millones y los diez mil millones de toneladas.

Diccionario Webster de los Nuevos Mundos


Al final del séptimo día, Manx inició una estrategia diferente. Había apagado su grabadora y miraba a Bey Wolf con cierta impaciencia.

—¿Supongo que cree que está cooperando conmigo? Pues no. Le he pedido una narración completa y detallada de su relación con Mary Walton, algo que debo tener si he de ayudarle a acabar con sus alucinaciones. ¿Y qué consigo? —Dio un golpecito a la grabadora—. Monosílabos. Descripciones de dos o tres frases sobre interacciones complejas. Evasión. Ofuscación. Equivocación. Deliberadamente o no, está usted buscando evasivas.

—Lo siento. No me gusta hablar sobre asuntos emocionales. Sobre todo de esos asuntos emocionales.

—Por supuesto que no. A nadie le gusta, a menos que tengan problemas mentales bien distintos. Pero si quiere que haya algún progreso, tiene que darme información. Detalles. Tantos como pueda. Intuyo que no lo hará a base de simples preguntas y respuestas.

—¿Entonces estamos atascados? —Bey parecía más aliviado que molesto.

—No, no lo estamos. Con su permiso, quiero colocarle en un estado de recuerdo amplificado.

—Eso es ilegal.

—No en el Sistema Exterior. No tenemos ningún estatuto contra la autoincriminación.

—¡Que bárbaro!

—Tal vez tenemos menos necesidad de ello. Deje de intentar cambiar de tema provocando una discusión. ¿Me permitirá inducir un estado de recuerdo amplificado, o no?

Bey lo miró, cansado.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Si pudiera decírselo, sería innecesario. Un par de días, tal vez más.

—Entonces me perderé el tránsito del Anillo de Núcleos que quiere que vea. —Era un argumento débil, y Bey lo sabía. Leo Manx era lento pero persistente, como la tortuga que a veces le recordaba, y no cedía fácilmente.

—El cruce será mañana. ¿De acuerdo, entonces? Después de completar el tránsito, aplicaremos una técnica de recuerdo amplificado. Si la idea le sigue incomodando, podemos empezar con informes directos, y luego proceder con secuencias simuladas y de sueños.

Bey asintió. En el mejor de los casos, parecía el aplazamiento de una ejecución.


El tránsito del Anillo de Núcleos fue un anticlímax. Incluso con la gran ampliación que proporcionaban los sensores de la nave, el Halo no era más que un conjunto disperso de nebulosos puntitos de luz. Los núcleos desprotegidos desprendían grandes cantidades de energía, gigavatios incluso en el caso de los más enormes y menos activos, pero radiaban con longitudes de onda demasiado cortas para que el ojo humano pudiera verlos. Los núcleos con blindaje de escudo eran por diseño invisibles. Resultaba difícil imaginar a gente viviendo en aquel vacío; aún más que fuera hogar de piratas implacables, salvajes que podrían surgir de la oscuridad para apoderarse de los cargamentos o los pasajeros de las naves mientras hacían su tránsito para salir de la eclíptica del Sistema Interior a Nubeterra. Bey no podía imaginar a Mary, su vivaracha y cosmopolita Mary, soportando aquella extensión de nada.

—Lo ve con la perspectiva distorsionada de un terrestre —dijo Manx—. Para ustedes, el Halo está casi vacío. Para mí, o para cualquiera del Sistema Exterior, está repleto de vida y energía.

—Usa una extraña definición de «repleto».

—Haga el cálculo usted mismo. Hay millones o miles de millones de personas viviendo en el Halo… no tenemos idea de cuántos, ya que no hay gobierno central allí. Compárelo con el Sistema Exterior. Somos unos cincuenta millones de personas, y sabemos que nuestra población es escasa. Lo será durante siglos. Naturalmente, nos apiñamos juntos, la mayoría cerca de las cosechadoras, pero si no fuera por la ayuda de nuestras máquinas autorreproductoras no podríamos existir. Si nos repartiéramos uniformemente, cada persona del Sistema Exterior tendría una región sesenta veces superior al Sistema Interior para moverse. En comparación, el Halo está abarrotado. Rebosa de vida. Demasiado abarrotado para nosotros.

«Actual espacio en la Tierra: cien metros cúbicos por persona.» Bey pensó en eso, y se preguntó por qué los Sistemas Interior y Exterior discutían por los derechos del Anillo de Núcleos. Por lo que decía Manx, no había forma de que el nubáqueo medio se sintiera cómodo con el estilo de vida «abarrotado» del Anillo, ni que el terrestre medio pudiera aceptar tanto espacio vacío y aterrador.

—La disputa es por la energía… pero sin duda habrá núcleos de sobra para todo el mundo.

—Eso mismo me digo —señaló Manx—. Y hay una pretensión que me inquieta. Los gobiernos del Sistema Interior y del Exterior dan por supuesto que si quisieran podrían desplazar a los actuales gobernantes del Anillo de Núcleos. No estoy seguro de que ése sea el caso. ¿Ha oído hablar de un líder llamado Ransome, y del Agujero de Ransome?

—¿Black Ransome? Según los noticiarios de la Tierra, es pura ficción.

—Si eso creen, es que nunca han salido de la Tierra. Conozco a media docena de prospectores que trabajan para el Halo y han perdido sus cargamentos gracias a Black Ransome. Algunos también han perdido naves. Es razonable especular que algunos han perdido también la vida y no están en condiciones de informar de nada. En cualquier caso, cierto o no, el Sistema Exterior rebosa de rumores sobre Ransome. Se encuentran naves vacías y saqueadas, los cargamentos perdidos, la tripulación y los pasajeros expulsados al vacío del espacio.

—Si es un problema tan grande, ¿por qué no envían tropas para encargarse de él?

Manx señaló las pantallas.

—Encuéntrelo, y tal vez podamos hacerlo. Su base es tan misteriosa como él. El Agujero de Ransome… o tal vez la Fortaleza de Ransome (todo lo que se dice de él son habladurías) puede que esté en alguna parte del Anillo de Núcleos. ¿Pero dónde? Hablamos de un volumen de espacio varios miles de veces superior a todo el Sistema Interior. Y si lo encontramos, no estoy seguro de que las tropas que pudiéramos enviar lo derrotaran. Se supone que el Agujero de Ransome tiene su propio sistema defensivo, capaz de enfrentarse a cualquier cosa que le arrojemos. Y podría tener aliados. Todo el Halo es un crisol, el lugar al que cualquiera puede huir si encuentra intolerable la civilización.

—O nosotros los encontramos intolerables a ellos.

Bey se inclinó con nuevo interés ante los sensores de alta resolución. ¿Era alguno de aquellos puntitos de luz que desaparecían rápidamente tras la nave una base enorme y bien armada de operaciones rebeldes? ¿Y qué más había allí, oculto en la oscuridad? Tal vez alguna colonia perdida de antiguas doctrinas, desaparecida del resto del Sistema. «Hogar de causas perdidas, y creencias olvidadas, y nombres impopulares, y lealtades imposibles.» ¿Quién había dicho eso? Uno de los Victorianos.

—Black Ransome. —Bey alzó la cabeza—. ¿De dónde procede, del Sistema Interior o del Exterior?

—Ni siquiera lo sabemos. Debe tener energía de sobra, porque nunca coge los núcleos de las naves. ¿Pero de dónde saca los suministros de comida o el resto de su equipo? No tenemos respuestas para esas preguntas.

El Anillo de Núcleos se desvanecía tras ellos. Leo Manx desconectó las pantallas. Bey vio que sostenía el negro cilindro pulido de una unidad potenciadora de recuerdos, y sonreía con algo parecido a la expectación.

—Y no encontraremos nada sobre Ransome aquí, señor Wolf. Hemos dejado atrás la región donde la nave corre el riesgo de ser atacada. De modo que podemos pasar a trabajos más productivos. Cuando esté preparado…

… La conocí en un acontecimiento histórico al aire libre, hace siete años y cuatro meses, cuando hubo una exposición de antiguos animales terrestres. Era la primera vez que mostraban los resultados de una recría con éxito más allá del Cretáceo, y las grandes formas extintas habían despertado muchísimo interés.

Digo que la conocí, pero es exagerar un poco de entrada. Yo estaba en una cabina panorámica, con medio ojo abierto a la caza de formas ilegales (no había mucha posibilidad de eso; no había visto una desde hacía años) cuando la vi, aunque estaba demasiado lejos para poder hablar con ella. Pero mis ojos la detectaron de inmediato.

No, no es que me sintiera atraído por Mary Walton en ese instante, en absoluto. Me sorprendió. Llevaba más de media vida en la Oficina de Control de Formas, y una cosa que había aprendido a hacer, quisiera o no, era a buscar anomalías. Para mí era ya un acto inconsciente, y una forma ilegal se detecta casi en un abrir y cerrar de ojos.

En el caso de Mary, supe que había algo peculiar, aunque desde luego no se trataba de nada ilegal.

Era esto. Como puede ver, he decidido mantener mi propio aspecto a la edad de treinta años; pero eso es raro en la Tierra. A la mayoría de la gente le gusta aparentar entre veinte y veinticinco, siendo los veintidós la edad más popular. Bien, a veces hay gente mayor a la que no le gusta esa idea. Quiere separarse del resto de los jóvenes reales para algunas actividades, y pasa al menos parte de su tiempo con una forma correspondiente a los cuarenta o cincuenta años… incluso más, aunque es muy extraño encontrar a alguien que sobrepase los sesenta, a menos que tengan otros problemas y renuncien en conjunto al uso de los tratamientos de cambio de forma. Ya vio los resultados cuando me encontró en la Ciudad Vieja.

Mary Walton llevaba la forma de una mujer entre los cuarenta y cinco y los cincuenta, y vestía al modo de una mujer de esa edad; pero advertí por los otros indicativos (el movimiento de los ojos, la risa, la postura) que en realidad era mucho más joven de lo que parecía. Eso me intrigó. ¿Por qué querría nadie escoger deliberadamente una forma mayor que su verdadera edad?

Mientras la observaba, tuvimos un pequeño problema con el personal, y tuve que mirar hacia otra parte. Pero en cuanto pude, fui al lugar donde la había visto por última vez, junto al gran expositor del gorgosauro. Todavía estaba allí… intentando escalar la cerca. Si hubiera tenido éxito… el animal era carnívoro, de cuatro metros de altura y dos toneladas de peso.

Llegué justo a tiempo de sacarla de allí. Y de arrestarla. Y luego de presentarme.

Me dijo que era actriz y que lo hacía por la publicidad. Supongo que supe, justo desde ese momento, que estaba loca. Insana, desesperanzadamente ajena a la realidad.

No supuso ninguna diferencia. Otros dirán que Mary era anticonvencionalmente atractiva, que escogió deliberadamente parecer exótica y un poco peculiar. Cuando vivía un papel (no los interpretaba, los vivía), podía cambiar de forma a cualquier edad y hacer cualquier cosa que considerara adecuada para el personaje. Algunas eran extrañas, a veces repulsivas.

Como digo, para mí no supuso ninguna diferencia. Desde el primer momento en que me miró desde la cerca, cuando la tenía agarrada por la pierna y tiraba de su larga falda gris, estuve perdido. Yo estaba estropeando su argucia publicitaria, pero no pareció molesta. Me sonrió, con la cabeza ladeada y aquel ridículo sombrito gris con una pluma en el ala, y el pelo rubio y rizado asomando por debajo…; era rubia natural, aunque prefería los papeles en que tenía que ser morena. Y entonces se quedó fláccida, y cayó de lo alto de la cerca con aquel anticuado vestido gris y me derribó al suelo.

Estaba destrozado antes incluso de levantarme, y lo sabía; pero no habría hecho nada al respecto. Nunca he podido dejar que la gente sepa lo que siento. Lo he racionalizado, hasta el punto en que normalmente no me molesta. A menudo, insisto en que es una virtud. Pero no esta vez. Quería a Mary, pero Mary era una perspectiva inaccesible.

No fue sólo mi incapacidad de hablar. Yo sabía, aunque ella no, que la triplicaba en edad. Sólo por eso ya habría sido todo imposible. No para Mary. No me di cuenta en aquel momento, pero ese tipo de cosas no le importaban nada. Estaba completamente inmersa en su propio mundo, y ese mundo estaba tan lejos de la realidad que la edad no era ni siquiera una variable. Cuando averiguó mi edad, solamente dijo: «Bueno, eso significa que tendré al menos cincuenta años de ti, en vez de cien.»

¿Cómo se responde a algo así?

Si eres listo, ni siquiera lo intentas. Agarras la oportunidad (sólo aparece una vez) y le sacas el mejor partido posible.

Ese primer día, empecé a arrestarla. Me convenció de lo contrario en unos dos minutos y me llevó a su apartamento. Nunca me marché.

En ese momento no imaginaba lo enferma que estaba de la cabeza. Eso lo descubrí poco a poco, a medida que intimamos. Tal vez era mucho más obvio para los demás que para mí. Siempre tuve puesta la venda… todavía la llevo. Cuando un viejo amigo mío, Park Green, vino a visitarme desde la Luna, fuimos a ver una de las actuaciones de Mary. Le pregunté qué le parecía, y él sacudió la cabeza y dijo que era buena, pero que podía ver el cráneo bajo la piel. Le odié por eso y nunca se lo dije a Mary; pero tenía razón.

Tal vez fuera eso lo que la limitaba como actriz. Podía interpretar dramas, o comedias artificiales y manidas, o farsa… era una maravillosa comediante, pero no le importaban mucho esos papeles. Lo que no podía interpretar era a personas sencillas, porque no había dentro de ella nada sencillo sobre lo que pudiera construir. Siempre estaba ocupada, siempre trabajando, pero al final sé que se decepcionó con su reputación.

Verá, creo honestamente que fui bueno para Mary. En los años que pasamos juntos nunca tuvo que buscar tratamiento oficial. Había veces en que se volvía impredecible, y cuando eso sucedía yo dejaba todo lo que estaba haciendo y me quedaba constantemente con ella. Y se recuperaba. Pero esos episodios se volvieron más y más frecuentes, y más y más severos.

Cuando me dijo de repente, con sólo un día de antelación, que se iba a un crucero lunar, me sentí complacido. Mary siempre estaba mejor cuando tenía un nuevo entorno que estudiar, algo fresco que la desafiara. Las multitudes la perturbaban cada vez más… un extraño presagio para una actriz, aunque no lo capté. La Luna le ofrecería paz y un cambio de ritmo.

Se fue. Llamó una vez, para decir que no iba a volver, que se dirigía al Sistema Exterior. Y eso fue todo.

Yo me quedé destrozado.

Cuatro meses después, el Bailarín apareció por primera vez. Y me desmoroné por completo.


Bey se arrellanó en su asiento y miró a Leo Manx.

—¿Bien?

—Bien. —Manx examinaba sus archivos—. Muy bien.

—¿Tiene suficiente?

—Cielos, no. —Manx mostró su incredulidad—. Esto es un principio… la primera iteración. Ahora tal vez podamos empezar a aprender algo sobre usted y su relación con Mary. Déme otro par de días. Entonces tal vez sea el momento de preocuparnos por su amigo el Bailarín.

6

La entropía es información perdida.

LUDWIG BOLTZMANN


La entropía es información.

NORBERT WIENER


La entropía son residuos.

APOLLO BELVEDERE SMITH


Un cuarto del camino hasta el borde de la Nube Oort no parecía demasiado lejos. Llámenlo veintiséis mil unidades astronómicas, y se convierte en algo más sustancial. Llámenlo cuatro billones de kilómetros; entonces era un número inconcebible, pero no más que un número.

Para apreciar la distancia de la Tierra a la Cosechadora Opik era necesario tener sensores directos. Bey Wolf miró hacia el camino por el que habían venido y buscó el Sol.

Allí estaba. Pero era el Sol disminuido, el Sol sin disco discernible, el Sol reducido al puntito brillante de Venus en una helada noche terrestre.

«El elemento del fuego se extingue. El Sol se pierde, y la Tierra, y ningún hombre sabe hacia dónde orientarse en su búsqueda.» Bey, todavía contemplando el camino por el que habían venido, no obtuvo ningún consuelo de las antiguas palabras y ansió la cómoda familiaridad del Sistema Interior. A su lado, Leo Manx miraba en dirección opuesta, escrutando las estrellas que tenían delante.

—¡Eh! ¡Ya llegamos! ¡Diez minutos más y estaremos en casa! —Ya se había cambiado el traje suelto de viaje por un mono amarillo claro. Sus brazos y piernas sin pelo sobresalían de él como los miembros de un gigantesco grillo articulado—. Allí, señor Wolf. ¿La ve ahora? ¡La Cosechadora!

Hablaba como si acabara de ver la Cosechadora Opik por primera vez, pero ya se la había señalado a Bey una hora antes, cuando era un punto oscuro que ocultaba un diminuto grupo de estrellas. Pero ahora, mientras la enorme masa se acercaba, titilando con débiles luces de superficie, su excitación aumentaba.

Bey siguió el dedo. Para unos ojos habituados a las imposiciones de la gravedad, la forma de la Cosechadora era difícil de comprender. Una docena de esferas unidas por medio de los lazos invisibles de campos electromagnéticos formaba un conjunto central cuya configuración cambiaba constantemente. Brazos largos y curvos se extendían desde el nexo central, tendiéndose como un puente sobre un golfo que no tenía fin. Las vigas y antenas finales de esos brazos se hacían gradualmente más finas y menos sustanciales, perdiéndose tan lentamente en el vacío que sus extremos no podían verse.

Según Leo Manx, la gran esfera central medía unos treinta y cinco kilómetros de diámetro. Bey no pudo verificarlo. Era imposible hacerse una idea de la escala a partir de los rasgos principales de la Cosechadora. Toda la estructura había sido construida por máquinas autorreplicantes de tamaños muy diversos, y diseñada para ser dirigida por ellas. Los humanos, los últimos en llegar, habían ocupado las Cosechadoras sólo cuando se añadieron al final los sistemas de soporte vital.

El impulsor McAndrew de la nave había sido desconectado dos horas antes, lo que acabó con la señal de silencio introducida por el plasma ionizado que la propulsaba. La unidad de comunicaciones había empezado de inmediato a parlotear, urgiendo a Bey y a Manx a unirse a una conferencia que ya estaba en marcha.

Manx, contento de volver a una gravedad «decente», contempló los torpes movimientos de Bey durante unos segundos mientras desembarcaban, y luego lo aferró por el brazo.

—Agárrese con fuerza. Puede practicar más tarde.

Tiró de un ingrávido Bey a lo largo de una sucesión de corredores idénticos, todos vacíos y sin ningún signo de presencia humana.

—Casi noventa mil personas —dijo Manx en respuesta a la pregunta de Bey—. La Cosechadora es un centro importante de población en el Sistema Exterior. Unos diez millones de máquinas de servicio, imagino, aunque nadie lleva la cuenta. Fabrican las máquinas nuevas que deciden que necesitan; así ha sido desde que las primeras fueron enviadas desde el Sistema Interior. A veces me he preguntado qué habrían hecho las máquinas si la gente nunca hubiera llegado a la Nube. ¿Habrían acabado por soltar las herramientas y renunciar, o habrían encontrado alguna otra justificación para continuar modificando la Nube? Si no hubiera humanos para usar los productos biológicos de las Cosechadoras, ¿habrían considerado las máquinas necesario inventarnos?

Para alivio de Bey, alcanzaron una región de gravedad perceptible. No le agradaron demasiado las otras implicaciones de eso: debía haber cerca un núcleo blindado, y tanta energía enjaulada le hacía sentirse incómodo. Pero era bueno tener de nuevo un arriba y un abajo, aunque sólo fuera a un venteavo de ge. Siguió a Leo Manx cruzando una última puerta, y ambos entraron en una larga sala de suelo curvo.

Tres nubáqueos estaban sentados ante una mesita redonda, todos ellos vestidos con el uniforme de una sola pieza color amarillo limón.

Wolf reconoció de inmediato a la mujer que tenía enfrente. Dada la frecuencia con que aparecía en los noticiarios de la Tierra, habría sido difícil no hacerlo. Cinnabar Baker era una de las tres personas más poderosas del Sistema Exterior, y una fuerte crítico de todo lo que sucedía más cerca del Sol que del borde interno de la Nube. Su aspecto alegre contradecía su reputación. Presumiblemente tenía dentro el fino esqueleto intolerante a la gravedad de los nubáqueos, pero en su caso estaba bien recubierto. Era una mujer grande y sonriente, tal vez de doscientos kilos de peso, con una inmaculada piel blanca. Llevaba el pelo ralo bien rapado, revelando los contornos de un cráneo bien formado y de aspecto delicado. Los ojos claros y el magnífico tono de piel evidenciaban el uso regular de equipo de cambio de formas.

Se levantó y extendió una mano regordeta y moteada.

—Bienvenido al Sistema Exterior. Soy Cinnabar Baker. Soy la responsable del funcionamiento de todas las Cosechadoras, incluida ésta. Déjeme expresarle mi agradecimiento por haber accedido a venir, y permítame que le presente a mi personal. Sylvia Fernald…

—Indicó la mujer de su izquierda—, la encargada de todo el desarrollo de software y teoría de control en el Sistema Exterior. Junto a ella, Apollo Belvedere Smith (Aybee para simplificar y porque así lo prefiere), mi consejero científico y moscardón general. Leo Manx, administrador psíquico y especialista en el Sistema Interior, a quien ya conoce… probablemente demasiado bien después de su viaje juntos.

—Behrooz Wolf —murmuró Bey. Parecía bastante innecesario. Sabían quién era. ¿Cuántos extranjeros velludos había en la Cosechadora, medio metro más bajos que todos los demás y cuatro veces más musculosos? Bey saludó a los demás, calibrando instintiva e inmediatamente sus edades, aspecto original y principales cambios de forma. Encontró anomalías, puntos sobre los que reflexionar más adelante, sobre todo en el caso de Apollo Belvedere Smith, que era muchísimo más alto, fino como un alambre, y que miraba enfadado a Bey sin ningún motivo especial. Pero por el momento a Bey le preocupaba una cuestión más inmediata.

Cinnabar Baker estaba aquí, con tres de los científicos, técnicos y administradores de la Nube, cada uno al parecer experto en su campo. Habían sido convocados para ocuparse de un problema técnico: el fallo en el funcionamiento del equipo de cambio de formas. Bey había llegado a conocer y apreciar a Leo Manx, con su curioso sentido del humor y su interés compartido por la historia y la literatura de la Tierra. Sentía que se había tomado una decisión perfecta, pues Manx era la combinación adecuada de veteranía, experiencia e intelecto para trabajar con él en cuestiones de cambio de formas. Pero ¿y los demás? Tenía más sentido que Bey y Leo Manx se pusieran a trabajar directamente. ¿Por qué un consejero científico? Sobre todo, ¿por qué Cinnabar Baker? Su categoría era muy superior a lo que requería el problema.

Bey experimentó una antigua sensación, algo que había permanecido dormido en él demasiado tiempo: sospecha. Y junto con ella, el poderoso cosquilleo de la curiosidad.

—Sylvia Fernald y Leo Manx serán sus principales contactos diarios —decía Baker—. Si considera necesario viajar a través del Sistema, uno o ambos le acompañarán. Aybee suele viajar conmigo, y tengo que estar en todas partes; pero serán los primeros en recibir mi llamada de contestación. En cualquier momento que lo requieran, estará a su servicio. Ya es suficiente, Aybee. —El hombre, al otro lado de la mesa, había gruñido mostrando su desaprobación—. Ya te dije cuáles eran las reglas. Díganos lo que necesite saber sobre nuestros programas de cambio de formas, señor Wolf, y haremos todo lo que esté en nuestra mano para proporcionárselo. Bey se sentó entre Leo Manx y Aybee Smith. Quería ver más de la Cosechadora, pero eso podía esperar. Era el momento de utilizar una estrategia directa.

—Naturalmente, me gustaría hacerme una idea general de los problemas que han estado teniendo con el equipo y los programas de cambio de formas. Pero ésa no es mi primera prioridad. Todos se quedaron mirándolo, sorprendidos. —Me gustaría saber qué está pasando aquí —continuó—. No creo que me lo hayan contado todo. Hay factores que no se me han descrito. —Captó la rápida mirada de Cinnabar Baker a Leo Manx, que sacudió levemente la cabeza—. Debo saber cuáles son. Apollo Belvedere Smith emitió un gruñido de aprobación. —Eh. Yo no quise traerle, pero tal vez pueda hacer algo útil después de todo. —Se volvió hacia Baker—. ¿Tenía yo razón o no? Se ha dado cuenta. Supongo que deberíamos poner al corriente de todo al Hombre Lobo.

Cinnabar Baker sacudió la cabeza.

—Irás demasiado rápido y dejarás demasiadas cosas fuera. —No. Si es tan listo como necesita ser, lo entenderá. —Tal vez. Pero la respuesta sigue siendo no. Puedes impresionarle con tu brillantez más tarde. Quiero que Fernald lo ponga al día. Pero antes de empezar… —Miró directamente a Bey, y él vio más allá del grueso y amistoso exterior. Cinnabar Baker era una persona con impulso parejo a su masa, una mujer que se decidía deprisa—. No le pediré que guarde el secreto cuando vuelva a casa, Behrooz Wolf —continuó—. Pero no hable de esto mientras esté por aquí. Queremos reducir al mínimo la alarma… el pánico, si prefiere esa palabra. Ya empiezo a parecer misteriosa. Vamos, Fernald, adelante. Dígale lo que está pasando. —¿Todo?

—La historia completa.

Mientras hablaban, Bey observó con más atención a Aybee Smith. Su aspecto sugería a un hombre de veintipocos años, pero naturalmente eso significaba poco. Bey escuchó, miró, integró postura, estilo de habla, y el intercambio entre Aybee y Cinnabar Baker, y llegó a una sorprendente conclusión: Apollo Belvedere Smith era un adolescente, de menos de veinte años. Sin embargo, era el principal consejero científico. Lo que significaba que tenía que ser al menos la mitad de listo de lo que parecía pensar que era.

—Primero el trasfondo.

Sylvia Fernald se había acercado para plantarse ante Bey. Era capaz de resumir de manera buena y lógica, y empezó con un resumen de lo que Bey ya había oído detallar a Leo Manx. Hacía tres años que tenían problemas con los procesos de cambio de formas. Los humanos emergían de los tanques con una forma final incorrecta, o en el mismo estado en el que habían entrado. El problema no había despertado mucho interés al principio, ya que una repetición del proceso de cambio de formas siempre conducía al resultado deseado.

Eso dejó de ser así en los dos últimos años. Las desviaciones se hicieron más pronunciadas, y los tratamientos repetidos conducían a menudo a nuevas anomalías. Un año atrás, se produjeron las primeras muertes en los tanques. Todos los intentos de determinar el problema habían fracasado. El número de muertes y anormalidades crecía ahora exponencialmente.

Lo que Wolf oía apenas le sorprendía, y concentraba toda su atención en la oradora. Sylvia Fernald no había elegido el esqueleto ambulante de Leo Manx, ni la gruesa masa de Cinnabar Baker. Era delgada, pero no huesuda, e increíblemente fea según los cánones terrestres. Superaba a Bey en medio metro o más, y tenía una constitución angulosa y fina que parecía todo brazos y piernas de araña. Como Baker, llevaba muy corto el pelo de color zanahoria, dejando al descubierto una frente alta y pálida. Pero contrariamente a los demás, tenía cejas, arcos de color arena pajiza que enfatizaban el tamaño y el brillo de sus hundidos ojos grises y el brusco ángulo de su fina y prominente nariz. Bey ignoró la desagradable impresión general, hizo su habitual suma de variables y decidió que aún no había alcanzado la mediana edad.

—¿Cuántos casos, en total? —preguntó, cuando ella hizo una pausa.

Ella vaciló, y miró a Baker, quien asintió.

—Dígaselo.

—Casi ocho mil.

—Dios mío. Son más de los que hemos tenido en la Tierra en siglo y medio.

—Lo sé. Y recuerde, se trata de una población total de cincuenta millones, no de quince mil millones.

—Y empeora. ¿Puede proporcionarme las tasas de cambio?

Sylvia Fernald asintió, tras otra rápida mirada a Cinnabar Baker.

—Eso no es todo, señor Wolf. No soy experta en la tecnología del Sistema Interior, pero aquí nuestros sistemas, hardware y software de cambio de formas, son los aparatos más delicados que tenemos. Tienen que ser protegidos contra interferencias, y hay pruebas triples para detectar errores en cada señal electrónica.

Bey asintió.

—Igual que en la Tierra. Me sorprendería si los procedimientos y los códigos correctores de errores fueran diferentes. No veo cómo podrían serlo. El cambio de formas no tolerará la transmisión de errores. Es tan delicado que una tasa de error entre diez elevado a doce es suficiente para que se note. Nada más se acerca tanto en sensibilidad.

—En la Tierra no, tal vez —dijo Cinnabar Baker—. Pero recuerde, aquí en el Sistema Exterior dependemos mucho más de todo tipo de sistemas de control de realimentación. Adelante, Fernald. La historia completa.

—Hace tres años tuvimos nuestros primeros problemas con los procesos de cambio de formas. Eso fue malo. Pero hace dos años, otras cosas empezaron a salir mal. A gran escala. Ahora hay miles de toneladas de ácido cianhídrico flotando cerca del borde del Halo. Toda la línea de producción de la Cosechadora Kuiper se nos echó a perder. Se suponía que debía producir aldehidos y alcoholes a partir de cuerpos prebióticos en la Nube, pero el programa salió mal, las comprobaciones automáticas no funcionaron y sólo nos enteramos cuando un supervisor informó de signos espectrales anónimos.

—Un año de producción al garete —dijo Baker—. Y cinco años más de trabajo antes de que podamos despejarlo.

—Otra Cosechadora está produciendo los materiales equivocados —dijo Sylvia Fernald—. Lo detectamos pronto, sin que hubiese daños. Ahora estamos ocupados comprobando las otras treinta. También hemos tenido signos de inestabilidad en un sistema de control de núcleos; en uno de ellos se perdieron gigavatios de radiación cruda. Y lo más extraño de todo, han estado llegando informes absurdos de nuestros sistemas remotos de seguimiento. Están esparcidos por todo el Sistema. O bien nuestras comunicaciones están generando oleadas de señales espúreas, o el espacio del Sistema Exterior está lleno de… cosas extrañas.

—¿Cosas?

Aybee Smith esbozó una sonrisa desganada.

—Sí. Cosas. Díselo, Sylv.

—Fenómenos visuales. —Sylvia Fernald estaba claramente incómoda con sus propias palabras—. Hechos imposibles. Personalmente no creo en ellos, pero la gente que informa de su existencia, sí.

—Vamos, Sylv… estás perdiendo el tiempo. —Aybee Smith sonrió fieramente a Bey—. ¿Qué le parece un Perro Espacial… un sabueso rojo sangre cruzando Sagitario, llenando seis grados del cielo? Se informó de su presencia en la Estación Española, al otro lado del Sol. ¿Lo creería?

—No, no lo creería. —Bey miró a Cinnabar Baker, pero su rostro era serio y no mostraba signos de querer interrumpirle—. Es ridículo.

—Bien. ¿Qué le parece una espada azul llameante, cerca del borde del Halo? O una lluvia de sangre cruzando Orion. O una gran serpiente, enroscada alrededor del Anillo de Núcleos y mordiendo su propia cola.

—¿Cuántas personas han informado de eso?

—¿Personas? —Aybee Smith sacudió la cabeza, disgustado—. Hombre Lobo, la gente es débil. Ven de todo, o dicen que lo ven. Mírese a usted mismo, para demostrar mi caso. Ha estado teniendo visiones, pero están dentro de su cráneo… nadie más las ve,1 ¿no es cierto? Bien. Si sólo se tratara de personas, diría, al demonio, todos están locos (no pretendo ofenderle), y a quién le importa lo que digan ver. Pero esto es distinto. Fueron lecturas de instrumentos, no gente farfullando. Hubo sensores que registraron estas cosas. La gente sólo las vio más tarde, cuando miró los archivos. Hablamos en serio, no de locuras. ¿Sabe qué dice un montón de gente que ha oído hablar de esto? No dice que sean fenómenos, son prodigios. ¿Qué le parece?

Bey escuchaba, pero la mitad de su atención se encontraba en otra parte. Una vez más, algo no encajaba. Tardó unos segundos en darse cuenta de lo que era, y se volvió de nuevo hacia Cinnabar Baker.

—¿Esto sucede desde hace años?

—Más de dos años. Pero va empeorando, poco a poco. Parece una tontería, lo sé, pero con todo lo demás que está pasando tengo que tomármelo en serio. —Hizo una pausa—. Es usted escéptico. No me sorprende. Pero créame, ni Sylvia Fernald ni Aybee exageran ni inventan nada.

—La creo. Pero sigo pensando que ambos estamos jugando. Déjeme decirle algo que tal vez no le guste oír. —Wolf hizo un gesto con la cabeza hacia Leo Manx—. Cuando él me pidió que echara un vistazo a sus problemas de cambio de formas, rehusé. Una hora más tarde lo llamé y accedí. ¿Por qué cambié de opinión? No soy idiota, aunque puedan pensar que actúo como tal. Bueno, dejé la Tierra porque sabía que si no lo hacía, volvería a la Ciudad Vieja antes de una semana. Vine a un lugar donde no podría hacerlo, aunque quisiera. Allí me estaba volviendo loco… tal vez aún sea así.

—No estoy de acuerdo. —Leo Manx parecía reconfortantemente confiado.

—Ya veremos. Sea como fuere, no consideré que estuviera engañándolos. Loco o no, conozco como nadie la teoría y la práctica del cambio de formas. Así que me marché de la Tierra, tal vez para evitar mis alucinaciones… ustedes pueden ignorarlas, pero yo no. Y tal vez reciban ayuda en su problema. Eso sería un intercambio justo. Excepto que no han sido sinceros conmigo. Tienen problemas con el cambio de formas, cierto, pero ahora admiten que su problema es mucho más general. Todas sus señales y comunicaciones están jodidas. El cambio de formas tan sólo es extrañamente sensible, y las distorsiones de señales pueden aparecer allí primero.

—Probablemente eso sea correcto. —Cinnabar Baker no se dejaba amilanar.

—Veamos las cosas desde su punto de vista. Yo entiendo de cambio de formas, pero sin duda no resolveré sus otros problemas. Deberían tener expertos en teoría de bifurcación, en teoría de control óptimo, en codificación de señales y corrección de errores, en teoría de catástrofes. No son mis especialidades.

—Estoy de acuerdo.

—¿Entonces por qué no consiguen a la gente adecuada, gente que ya conozca el Sistema Exterior?

—Por este motivo. —Cinnabar Baker señaló a Aybee Smith, que sacó una fina tarjeta de su bolsillo y se la pasó a Bey—. ¿Reconoce alguno de estos nombres, señor Wolf?

Bey la leyó por encima, y descubrió su propio nombre hacia la mitad.

—Conozco a las dos terceras partes. Sin duda está en el buen camino. Los del Sistema Interior son expertos. Si los de aquí son comparables, tiene en esa lista a los mejores talentos del sistema solar.


—Me alegra que coincida con la opinión de Aybee. Él preparó la lista, y es bueno saber que sabe hacer algo bien. —Baker esperó a que Aybee Smith emitiera un bufido de indignación, y luego continuó—. Intentamos obtener los servicios de toda esa gente. De todos.

—¿Y se negaron a ayudar? Me sorprende, si les contaron lo que acaba de contarme a mí.

—No, señor Wolf. —La auténtica Cinnabar Baker se dejaba ver, poderosa y mortalmente seria—. No se negaron. No tuvieron oportunidad de hacerlo, porque no tuvimos oportunidad de decírselo. De los veintisiete nombres de esa lista, doce están muertos. Siete están locos, sin esperanza de curación. Y siete han desaparecido. Nuestros intentos de localizarlos, ayudados por funcionarios del Sistema Interior cuando ha sido posible, fracasaron todos. Eso hace veintiséis. Usted, señor Wolf, es el número veintisiete.

Se levantó despacio, una mujer enorme y decidida.

—Y ahora ya no le oculto nada. Conoce lo que nosotros conocemos, excepto los detalles. ¿Está de acuerdo con mi idea de que tiene una motivación especial para trabajar y resolver este problema?

7

Las panículas emitidas tienen un espectro termal correspondiente a una temperatura que aumenta rápidamente a medida que la masa del agujero negro disminuye. Para un agujero negro con la masa del Sol, la temperatura es sólo de una diezmillonésima de grado sobre el cero absoluto. La radiación termal que surge de un agujero negro con esa temperatura sería completamente absorbida por el nivel general de radiación del universo. Por otro lado, un agujero negro con una masa de mil millones de toneladas liberaría energía al ritmo de seis mil megavatios, el equivalente a la producción de seis grandes centrales nucleares.

STEPHEN HAWKING


Los constructores, cuidadores y primeros habitantes de las Cosechadoras trabajaban de modo ininterrumpido, sin descanso. Bey Wolf empezaba a preguntarse si se esperaba de los ocupantes humanos que siguieran el mismo plan.

Cuando terminó la conferencia con Cinnabar Baker, lo acomodaron en un enorme pero cómodo conjunto de habitaciones completo con unidad de cambio de formas y extenso acceso a biblioteca.

Leo Manx, que lo llevó allí, señaló que las habitaciones proporcionaban un entorno para dormir de un cuarentavo de ge. Obviamente, esperaba que Bey se sintiera complacido. Sabiendo que la fuente del campo gravitatorio local sólo podía ser un núcleo de energía, a menos de treinta metros por debajo de sus pies, a Bey no le hizo mucha gracia. El triple escudo de blindaje de un agujero negro Kerr-Newman nunca había fallado… todavía. Pero según Sylvia Fernald, varios en Nubeterra habían estado cerca. A treinta metros, unos pocos gigavatios de radiación dura no sólo lo matarían: lo disolverían, fundirían su carne en sus huesos antes de que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo.

Bey estaba cansado del viaje y de la novedad de la Cosechadora, y repleto de información nueva. Quería tumbarse un rato y digerir lo que había aprendido, pero Leo Manx no hizo ademán de marcharse.

—Sylvia Fernald y Aybee Smith serán ambos excelentes colegas —dijo. Se había tendido sobre la cama de Bey, apenas lo bastante larga para él, y cerró los ojos—. Pero hay cosas sobre ellos que debe conocer antes de que comencemos. Aybee es extremadamente capaz, pero un poco inmaduro.

La cama, al parecer, era muy cómoda. Bey la anheló.

—Es sólo un chaval.

—Exactamente. Diecinueve años, pero con más conocimientos y más científicamente creativo que nadie en el Sistema Exterior. Puede confiar en él para asuntos de ciencia, pero no de juicio.

—Lo recordaré. ¿Qué hay de Sylvia Fernald?

—Es más madura y también más compleja. Su juicio sobre algunos de los asuntos que hemos discutido hoy tal vez no sea sensato.

—¿Cincuenta y cinco años?

Manx alzó la cabeza para mirar a Wolf.

—Cincuenta y seis, que yo recuerde. ¿Es capaz de hacer eso con todo el mundo?

—No lo sé. Probablemente. Tengo muchísima experiencia en cambio de formas. ¿Por qué es sospechosa?

—Ya ha visto la lista de personas que murieron o desaparecieron. Una de ellas, Paul Chu, fue consorte de Sylvia durante muchos años. Creo que planeaban hacerse compañeros. Pero él desapareció sin dejar rastro hace seis meses, en un viaje de rutina al borde del Halo.

—El Halo otra vez.

—Lo sé. He pensado lo mismo. Pero sin pruebas…

—Tendremos que buscarlas.

—Ciertamente. —Manx permaneció en silencio, con los ojos cerrados, durante otro par de minutos. Suspiró—. Verá, al principio dudaba sobre mi viaje a la Tierra; pero era una idea muy buena.


Antes de ir, siempre sospeché que en el fondo yo era, por naturaleza, terrestre. Su historia es tan fascinante, y la Tierra es el origen de todas las artes y culturas que merecen la pena. Pero hasta que no hice el viaje en persona no advertí que no era para mí. No era mi hogar. Mi hogar es éste. —Palmeó la cama y se sumergió en otro silencio, más largo esta vez.

—Creo que haré poner un cartel en esa pared —dijo Bey por fin.

—¿De veras?

—Sí. Dirá: «Si no tiene nada que hacer, por favor no lo haga aquí.»

Manx frunció el ceño y abrió los ojos.

—¿Desea intimidad?

—Deseo dormir.

Manx se sentó, renuente.

—Muy bien. Entonces me marcharé. Pero debo mencionarle otro asunto de importancia. He completado mi análisis de sus dificultades.

La fatiga se convirtió en un cosquilleo de anticipación.

—¿Las alucinaciones? ¿Cree que puede detenerlas?

—No. Al contrario, estoy seguro de que no. Porque estoy convencido de que lo que ha estado viendo no son las creaciones distorsionadas de su cerebro. Han sido impuestas desde fuera.

—Eso es imposible. He estado en situaciones en las que he visto a ese hombre rojo, y había otras personas contemplando la misma emisión. No vieron nada. Lo he visto en un programa grabado, también, y luego volví a reproducir ese programa por segunda vez. No apareció. Y de todas formas, ¿por qué querría nadie volverme loco?

—No lo sé. Sin embargo, creo que si podemos responder al primer problema, de método, habremos avanzado hacia la resolución del segundo, de intención. Y un efecto inducido es un problema tecnológico, no psicológico. Eso nos ofrece recursos. Propongo plantearle de inmediato la idea a Apollo Smith. Si conozco a Aybee, eso le intrigará. —Se bajó de la cama, suspiró, e hizo un gesto con la cabeza a Bey—. Y a la cama. Duerma bien.

Cosa que, por supuesto, Leo Manx había hecho que estuviera absolutamente fuera de lugar. Bey apagó la luz y se tumbó en la cama (Manx sabía lo que hacía, pues era enormemente cómoda), pero ya no tenía sueño. Efectos inducidos. Había considerado la idea la primera vez que apareció el Bailarín, pero la había descartado por dos buenos motivos: no entendía cómo podía hacerse y no podía imaginar por qué nadie querría hacerlo.

Tras cinco inútiles minutos, durante los cuales volvió a llegar a la conclusión de que no había forma de convertir en hechos útiles las opiniones de Leo Manx, Bey se levantó, tiró la ropa en la tolva de servicio, y se metió en la ducha. Era grande hasta el pecado, del tamaño de un apartamento de cinco personas en la Tierra; no era extraño que Leo Manx se hubiera sentido apretujado allí. Tras un minuto de pugna con los desconocidos controles, Bey fijó el agua a la temperatura más caliente que pudo soportar, y luego accidentalmente conectó un chorro helado. Escapó de la ducha con un alarido y puso en marcha el aire caliente.

En cuanto estuvo seco se dio cuenta de que había cometido un error. La única ropa que ofrecía el dispensador eran los monos amarillo claro, demasiado largos y demasiado estrechos para su cuerpo. Su ropa se la había tragado la tolva de servicio, y no encontró rastro de zapatos por ninguna parte.

Finalmente, logró ponerse uno de los trajes y consiguió manejar los cierres. Mirarse en el espejo fue una triste decisión, pero sospechaba que para los cánones nubáqueos era un auténtico adefesio. Bey salió descalzo de sus habitaciones, y se encaminó por un pasillo que se apartaba del núcleo en un surco espiral. No tenía ni idea de adonde se dirigía, pero confiaba en no perderse. No era probable que hubiera otro núcleo en el interior de la Cosechadora, y mientras siguiera los gradientes de gravedad «arriba» y «abajo» del núcleo no podría perderse.

Tras deambular unos minutos se encontró en un ancho pasillo en acordeón que se extendía y plegaba como el canal de alimentación de una bestia gigantesca. Esa similitud iba más allá de las apariencias. Bey sabía que las Cosechadoras exploraban la Nube Oort, buscando cuerpos ricos en gases y complejos materiales orgánicos. Una vez hallados, eran ingeridos por la boca tamaño cometa de la Cosechadora para ser transferidos a su interior. Se calentaban con energía extraída del núcleo, se derretían y se introducían en los depósitos grandes como lagos, para ser sacudidos y aireados por chorros de dióxido de carbono y oxígeno. En aquel caldo de enzimas, las moléculas prebióticas de los fragmentos (porfrinas, carotenoides, polipéptidos y celulosa) se convertían en grasas comestibles, almidones, azúcares y proteínas.

Bey se acercó a una portilla y contempló un mar borboteante amarillo verdoso. Junto a él se produjo un estertor de máquinas en movimiento. Una gran válvula se había abierto. Cientos de miles de toneladas de guiso chorrearon a lo largo de tubos helicoidales de refrigeración, para extraer agua, clorofila y levaduras. Esta hornada se hallaba en sus fases finales. La mayor parte del producto final sería comprimido, empaquetado en contenedores a prueba de espacio y lanzado al largo viaje hacia el Sistema Interior. Las Cosechadoras alimentaban a la población de la propia Nube, pero sobre todo sus productos eran esenciales para la supervivencia de todos los que vivían más cerca del Sol. Los productos alimenticios eran a su vez el capital de trabajo que proporcionaba el flujo de tecnología y bienes acabados del rebosante Sistema Interior.

¿Y si había una guerra, o un embargo? Mientras Bey dejaba la enorme planta de producción, no pudo dejar de preguntarse qué sucedería si fallaba la línea de suministros. Al principio, en su punto de destino no notarían nada. Los cargamentos se transportaban al Sistema Interior con una aceleración de sólo una fracción de ge, así que tardaban mucho tiempo en llegar allí. Habría comida en la tubería del sistema de reparto durante al menos diez años, aunque el suministro de las Cosechadoras se cortara hoy. Pero luego el Sistema Interior tendría serios problemas… tantos como sufriría la Nube si el Sistema Interior decidiera un día cortar el suministro de los núcleos de energía, o se negara a enviar bienes manufacturados. Con una interdependencia tan absoluta entre los dos grupos, cualquier rumor de guerra o de ruptura comercial entre ambos parecía ridículo. Y sin embargo Bey sabía que tales rumores eran cada vez más comunes, más y más a voces.

Había seguido el vector de gravedad local hacia abajo, y ya casi había llegado a sus habitaciones. Pero la idea del Anillo de Núcleos le hizo seguir adelante, descender por una empinada escalera que bajaba hacia el núcleo mismo. Quince metros más adelante se encontró en una negra esfera, sin signos visibles de entrada. Se hallaba en un campo de un treintavo de ge, en el primero de los tres núcleos blindados. Nada orgánico sobreviviría un milisegundo al otro lado. Veinte metros o menos bajo sus pies estaba el núcleo energético en sí, un agujero negro en rápida rotación sujeto en su sitio por su propia carga eléctrica. La masa de éste alcanzaría un par de miles de millones de toneladas. Servía como fuente de energía para toda la esfera de la Cosechadora. Corrientes de partículas subnucleares atravesaban la ergosfera del núcleo, reducían ligeramente su rotación, y emergían con su propia energía enormemente aumentada.

La energía proporcionada por un núcleo era grande, pero finita. Tras unos veinte años, su momento angular y su energía rotatoria se agotarían. Un agujero negro sin rotación continuaría irradiando según el proceso evaporativo de Hawking, pero esa energía era mucho menos controlada y útil. Era incluso una molestia, ya que los sensores de vigilancia dentro del blindaje necesitaban la redundancia de señales múltiples para asegurar mensajes libres de error al exterior. Un núcleo gastado era un núcleo inútil. Tenía que ser puesto a girar una vez más hasta un momento angular elevado por medio de alguna otra fuente, o ser sustituido por uno nuevo del Anillo.

¿Y si el Anillo de Núcleos se hacía inaccesible? Entonces los nubáqueos tendrían que buscar energía y el Sistema Interior pasaría hambre sin los suministros alimenticios de Nubeterra. Y sin embargo el Anillo de Núcleos era la parte menos controlada de todo el Sistema, y no estaba claro quién tenía más derecho sobre él. ¿Los barreneros, los fareros emigrantes del Halo que vivían dentro de sus trajes espaciales? ¿O tal vez era Black Ransome, que hacía la guerra a los nubáqueos y a los abrázaseles desde el misterioso escondite de su Agujero?

Bey descubrió que la cadena de pensamientos lo llevaba de nuevo hasta Mary. ¿Se encontraba en el Anillo de Núcleos, como insistía Leo Manx? ¿O se hallaba aquí, en la enorme extensión de la Nube? Si era así, el sistema de la biblioteca central podría ayudarle a localizarla. Suponiendo que quisiera hacerlo.

«Puesto que no puede evitarse, besémonos y partamos. No, he cumplido, no tendrás más de mí.» En su último mensaje, Mary le pedía que no la buscara en términos típicos de ella. Había dejado campo a la ambigüedad. Bey se volvió hacia las escaleras, pensando que si empezaba ahora a aprender el acceso al sistema de biblioteca no dormiría nunca.

Estaba tan sumido en sus pensamientos que casi tropezó con tres desconocidos.

Eran dos hombres y una mujer. Wolf apenas tuvo tiempo de mirarlos (otra vez la falta de cejas, y de repente aquello tuvo sentido: el sudor no resbalaba de las frentes en gravedad cero). Entonces avanzaron hacia él.

—¿Qué demonios está haciendo aquí? —El más bajo de los dos hombres habló en tono fuerte y airado. Se acercó y le miró desde su altura superior.

—Lo siento —empezó a decir Bey—. No sabía que el nivel del núcleo fuese territorio restringido. Estaba a punto de…

—¡El nivel del núcleo! —El hombre se volvió hacia sus compañeros—. Típico de los abrázaseles, no comprende lo que se le dice.

La mujer avanzó un paso.

—No hablamos del núcleo. No perteneces a la Cosechadora… ni a nuestro Sistema. Vuelve con los apestosos de tu especie.

El otro hombre no habló, pero avanzó hasta ponerse al lado de Bey y lo golpeó dolorosamente en las costillas con un codo huesudo. Al mismo tiempo la mujer pisó el pie descalzo de Bey con un zapato de dura suela.

—Un momento… —Bey retrocedió un paso. Estaban en un campo de baja gravedad, lo que favorecía a los nubáqueos, pero Bey estaba seguro de que si tenía que defenderse podría hacerlo muy bien. Podría romper cualquiera de aquellos finos miembros con sus manos, y sus débiles músculos probablemente habían hecho ya todo lo posible por lastimarlo. Pero no quería luchar… no cuando no tenía ni idea de contra quién ni por qué. Alzó el brazo como para golpear al hombre que tenía delante, y en cambio se abalanzó hacia la escalera.

Ya había recorrido un buen tramo antes de que ellos pudieran girarse para perseguirlo. En lo alto cerró la puerta y corrió por el pasillo. En el umbral de sus propias habitaciones se topó con una alta figura. Bey frenó como pudo, pero no fue capaz de evitar el contacto. El hombre dejó escapar un gruñido de sorpresa y salió volando por los aires, rebotó en la pared y luego cayó boca abajo sobre la cama.

—¡Eh! ¿Qué demonios?

Bey reconoció aquella quejumbrosa voz. Era Apollo Belvedere Smith. Se acercó y le ayudó a sentarse.

Aybee se frotó el torso.

—¿Qué rayos sucede?

—Iba a preguntarle lo mismo. Huía de tres de los suyos. No tengo ni idea de quiénes son, pero intentaron empezar una pelea.

—Oh, sí. Vine a advertirle de que no dejara sus habitaciones. Cierre la puerta, Hombre Lobo, y con llave.

—¿Por qué? ¿Qué demonios pasa aquí?

—Es usted el hombre a quien les encanta odiar. —Aybee se levantó y empezó a deambular por la habitación—. No ha oído las noticias, ¿no?

—He estado viendo el interior de la Cosechadora.

—Sí. —Aybee seguía con el ceño fruncido, pero al parecer ésa era su expresión natural—. ¿Sabe una cosa? La mayoría de la gente es completamente idiota.

—No es cierto. Por definición, la mayoría de la gente es la media.

Eso le valió una rápida sonrisa.

—Sé lo que me digo. Son animales. En los últimos días ha habido más gruñidos y acusaciones entre el gobierno de aquí y el gobierno del Sistema Interior de lo que podría creer. Y luego, hace unas horas, llega una noticia desde el otro extremo de la Nube. Mal asunto. Toda una Cosechadora destruida, volada en pedazos, treinta mil muertos. La planta de energía destrozada. Y la noticia es que lo hicieron los abrázaseles.

—Tonterías. El Sistema Interior nunca destruiría una Cosechadora. Necesitamos esa comida.

—Eh, nunca he dicho que lo creyera, ¿no? Como le decía, la gente de por aquí es idiota. Ven a alguien como usted… —Aybee hizo una pausa para inspeccionar detalladamente a Bey; luego sacudió la cabeza y continuó— y le odian. Ya no está a salvo.

—Eso es problema de Cinnabar Baker. Si quiere que yo sea útil, tendrá que encontrar un modo de darme espacio donde trabajar.

La sonrisa de respuesta fue aún menos agradable que de costumbre.

—No se preocupe. Tendrá ese espacio, Hombre Lobo. La otra noticia es de su campo. Hay averías de cambio de formas en la Granja Espacial Sagdeyev, a un día de distancia. Sylv y usted irán allí, a ver qué pueden averiguar.

—¿Tú no irás? —Bey quería saber hasta qué punto era aquello importante para Cinnabar Baker.

—No lo creo. No a menos que usted me necesite. Sylv puede encargarse de ello. No es tonta, y es de fiar. Le gustará trabajar con ella.

Era probablemente la mayor alabanza que Aybee hacía de alguien. Bey asintió.

—Me da la misma impresión. Nos llevaremos bien.

—Le advierto que no es buena en la ciencia de verdad. Para eso consulte conmigo.

—Eres demasiado modesto.

—Tal vez. —Aybee examinaba a Bey con expresión de cínic^ curiosidad—. ¿Le importa si le hago una pregunta personal?

—Probablemente.

—¿Tiene pelo así por todas partes? Quiero decir que debe volverle loco.

Bey alzó la mano para mostrar a Aybee la palma abierta.

—Vale. Ya sabe a qué me refiero. —Aybee sonrió—. Piensa que soy un listillo, ¿no?

—En absoluto. Hace cincuenta años, yo era como tú. Más brillante que la fusión. Me sorprende lo mucho más listos que son los demás en la actualidad.

—¿Deterioro senil?

—Espera un poquito. Ya te llegará el turno.

Aybee frunció el ceño.

—Eh, Hombre Lobo, no diga eso. Es demasiado cierto para resultar gracioso. Los matemáticos y físicos de renombre lo consiguen todo antes de cumplir los veinticinco. Después de eso, sólo se repiten. Sólo me quedan seis años, y luego todo será ir cuesta abajo durante los cien siguientes. ¿Cómo se siente siendo realmente viejo?

—Te lo haré saber cuando lo sea.

—Sylv dice que lo lleva usted muy bien… después de la reunión que tuvo con Manx para que le dejara ver sus archivos personales. Es curiosa. Me ha dicho que ha estado usted viendo cosas, y que no sabe cómo es eso posible. Y que Manx piensa que yo podría ayudar. Cuénteme más.

—Esta noche no, Josefina.

—¿Quién?

—Alguien aún más viejo que yo. —Bey avanzó lentamente hacia Aybee—. Bien, ahora vas a marcharte. Voy a echarte de aquí… literalmente, si es preciso. Ven a verme por la mañana. Te diré todo lo que quieras saber sobre mí. Incluso cómo me sale el pelo.

—Claro. —Aybee se acercó a la puerta—. Supongo que los viejos necesitan dormir mucho.

—Supongo que sí. —Bey cerró la puerta con llave tras él. Si venían más visitantes esta noche, tendrían que echarla abajo. Se sentó en la cama y reflexionó sobre Apollo Belvedere Smith.

Aybee era joven, arrogante, obstinado, insolente e insensible.

A Bey le caía muy bien.

Загрузка...