El verano avanzaba lento y poderoso, como uno de aquellos bellos y feroces animales que en tiempos le describiera el Hechicero. Jamás les había visto, incluso dudó de su existencia, como dudó siempre de tantas otras cosas: porque sólo creía en lo que veían sus ojos, oían sus oídos y comprobaban los hechos. Y, a pesar de todo, ahora regresaban a su memoria: leones, cautos leones voraces y temidos, conscientes de su dignidad y su valor de reyes. El verano era un león antiguo, acechante y devastador. Ardiente y cauteloso, se apoderaba de la estepa. Animal viejo y temible, que levanta humaredas de las charcas abrasadas y hace brotar rojas amapolas, efímeras y bellas entre los trigos. Era el verano, el astuto verano que enardece la violencia agazapada en el corazón de los hombres, que despierta recuerdos de algún invierno hermoso, y al parecer dormido. Vengativo, temido y bello verano.
Lejanas aún, reverberaban frente a él las aguas del Brazo Gigante, y aquella luz distante, prendiéndose entre sus párpados, le desveló -o así se lo parecía- la razón más escondida que albergara su padre. Aquel deseo que, en ese instante, creía palpar con sus propias manos. Aquel deseo antiguo, clavado en la raíz de su estirpe, estaba ahí, frente a él, como eslabones de una frase inacabada, atravesando caminos y caminos de años y años hasta él. Sabía ahora que se hallaba a las puertas de algo que antes nadie había alcanzado. Un grito soterrado, quién sabe por qué o por quién amordazado, le empujaba a golpear y romper alguna corteza hasta desenterrar bajo sus talones lo codiciado desde tiempo y tiempo atrás. Y era como un grito, antiguo esplendor, que ni el anciano y sabio Hechicero ni su previsora madre le habían explicado. Pero él lo conocía, porque vivía dentro de él, acaso desde antes de nacer: una suerte de deslumbramiento, lúcido y secreto. Y le pareció que en aquel momento, bajo aquel sol rey, el león rey era testigo de una luz. Una luz aún más poderosa y brillante que toda la que irradiaba el verano, y aquella luz se alzaba desde la más humilde hierba a sus pies, y todo en su entorno parecía un innumerable despertar de criaturas antes nunca vistas, misteriosas, con lenguas y costumbres desconocidas, al frente de sus insospechadas tierras. Atrás quedaban las brumas de la infancia, los tiernos brotes de la primavera, los balidos de corderos recién nacidos. Y sobre todo, sobre su misma memoria, se supo el primer hombre del mundo. Acaso como aquel Adán del que le hablaran su madre y el Abad de los Abundios cuando era niño; cuando se preguntaba en su soledad cuáles eran su nombre y su rango. Ahora lo sabía. Pero ahí se detenía bruscamente su memoria.
Confuso, se repitió mentalmente que él era el portador de una antorcha -tal y como le había explicado su anciano Maestro que hacían los atletas de la Antigüedad-. Así mismo, él debía ahora pasar aquella antorcha a quienes le sucedieran o relevaran. «¿A quiénes?» No tenía gran conocimiento de sus hijos, no sabía siquiera cómo eran o qué aspecto tenían. Además existía otro mundo, muchísimo más vasto y poderoso, aquel que les había olvidado y, por otra parte, permitido crecer. «Tal vez -se dijo-, los hombres que habitan o gobiernan aquel mundo sufrieron idénticas dudas de las que ahora me asaltan.» Y volvió a preguntarse qué había en su vida que verdaderamente le perteneciera, que fuera auténticamente suyo. Acaso otros hombres antes que él -reyes o vagabundos- sintieron en ellos y en su entorno el peso de la ignorancia, la zozobra de tanto desconocimiento. La misma duda, el mismo terror: el Dragón, el milenario y perverso Dragón alzaba de nuevo la cabeza, y el inabarcable espacio donde habitaba un remoto anhelo se ofrecía a él. Se vio a sí mismo niño, reflejado en las aguas de un manantial o un lago. Y vio un hombre joven, de ojos centelleantes, fuerte y grande, que levantaba su mano derecha y esgrimía una espada contra algo o alguien. Aquella imagen se borró, y en su lugar reapareció el niño pequeño, muy pequeño, enfrentándose al Dragón que persistía en sus terrores infantiles, cuando la noche se abatía sobre sus sueños y él ni siquiera sabía que era el hijo del Rey. Serpenteaba como una lagartija a lo largo de tenebrosos corredores del Castillo de Olar, niño tenaz que huye o busca, o quizás obedece una oscura orden: la que le lleva hasta el lecho de un Rey moribundo, cuyo nombre es Padre. «Cuanto más pienso, menos entiendo», se dijo. Ahora, el verano parecía una promesa, o una trampa: él debía decidirlo. Un desafío que Gudú, Rey de Olar, no podía eludir.
La tarde se deslizaba suavemente a través de la estepa, en el vivac de los hombres. La tarde no agradaba a Gudú, prefería la mañana, la noche o el ocaso, porque la tarde era un tiempo indeciso, desazonante para él. Gudú se encerró en su tienda con orden de que nadie le importunara. Sólo pidió un espejo: uno de aquellos bruñidos metales a los que su madre era tan aficionada. Se contempló en él largamente, y en su brillante superficie únicamente vio reflejado el rostro de un hombre: ni Rey ni mendigo ni noble ni plebeyo. Un hombre, y nada más. Y nada menos. Entonces, se repitió una y otra vez, como para grabarlo bien en su mente, que la Reina Urdska también era una mujer, y sólo una mujer.
Con este pensamiento se acostó, como si así le fuera más fácil derribar las torres del miedo, atravesar los túneles de cuanto ignoraba, hollar los confines de cierto país -país o quimera- que tanto deseara. Antes de que el sueño le venciera, le asaltó una duda: tal vez lo verdaderamente desconocido no lo componían tierras, ni lenguas, ni costumbres, sino simplemente la naturaleza humana, hombres y mujeres que alentaban incluso en su más inmediata cercanía. «Pero no es misión mía entenderles, sino dominarles», fue su último pensamiento antes de dormirse.
Una mariposa blanca tembló sobre su sueño. Era una de esas frágiles, tímidas, casi impalpables criaturas que mueren al amanecer.
En los radiantes días que sucedieron a aquella noche, sus temores y dudas, mejor o peor aventados, crecieron. Gudú conocía bien -o así lo creía- la táctica esteparia: ataque en masa, nubes de flechas, gritos estridentes y amenazadores. Y apenas se producía el choque entre ambas fuerzas, los esteparios retrocedían, veloces, y se dispersaban. Se hacía casi imposible la persecución, cuando aparecían de nuevo, como brotando de la tierra, y atacaban una y otra, y otra vez, hasta vencer o desaparecer de nuevo como por arte de magia. Sabía esas cosas y las tenía como enseñanzas muy valiosas. Sin embargo, persistía en su mente una zozobra, una misteriosa voz que brotaba de su instinto y le advertía que precisamente ahora, cuando se hallaba al borde de conseguir cuanto sus antepasados habían intentado y no logrado, las lecciones y experiencias aprendidas no servían para mucho o para nada. Debía enfrentarse a algo diferente a cuanto conociera, oyera o aprendiera.
Una mañana, antes de reunirse con sus hombres, Gudú permaneció durante un tiempo en la soledad de su tienda y escuchó el despertar de la estepa, y creyó percibir el suave rastreo de animales solitarios, como él mismo, en el viento que desdibujaba la silueta de las dunas. Por entre los matorrales, algo alentaba: un rumor tan repetido como el golpear de una mano sobre la piel de un tambor. Y entonces le asaltó la certidumbre de algo que nunca hasta aquel momento se había atrevido a enfrentar: «Tú eres el hijo no deseado de un hombre que odió a su padre». Pero deseado o no, lo cierto es que también él era el primogénito de una raza legítima y el Rey de un país, y se sabía llegado hasta allí -contra todo pronóstico-, por alguna orden secreta y poderosa.
Temores y recelos y aun los más inquietantes presagios huyeron de su mente con los últimos coletazos de la madrugada. Y salió al nuevo día: el sol, el león se alzaba una vez más, fiero y glorioso. La estepa aparecía cubierta de un tapiz de hierba verde, dura, fresca y centelleante, capaz de arrancar sonidos bajo el viento de la mañana. Al amanecer, florecía entre los juncos y tomaba del rocío un color malva y rosado, húmedo y chispeante. Para él y para sus hombres, tras días de tanta sequedad, de tanta llanura yerma, se aparecía ahora la pradera como una sed repentinamente calmada, no sólo para los paladares sino para el alma misma. «¿El alma?» Ave desconocida y sin nombre. Mucho le hablaron en otro tiempo de aquella sustancia. No entendía bien de qué se trataba, pero, por si acaso, pensó, no había que desechar su existencia. De todos modos, relegaba estas cosas a un espacio vago, accesorio, de su memoria infantil. Ahora las apartó de su pensamiento para dejar paso a la vivísima imagen de un día ya lejano, cuando aún siendo niño su madre le llevaba de la mano, y le mostraba las flores y los pájaros que crecían y anidaban en su jardín privado. Le explicó minuciosamente las particularidades de cada flor y de cada planta, de los vuelos y costumbres de aquellas aves, de todo lo cual parecía gran conocedora. De improviso, casi con brusquedad, se detuvo, se agachó y arrodilló frente a él. Apoyó las manos en sus hombros y le miró a los ojos. Los ojos de su madre, grandes, oscuros, dueños de una luz interna y especial, que ninguna otra criatura poseía, eran ahora lo que recordaba más vivamente; aún más que sus palabras. Le decía: «He de revelarte algunas cosas, Gudú. Cosas que sólo el anciano Maestro conoce y que yo aprendí de sus labios: hubo un tiempo en la Antigüedad en que se enfrentaron los dioses y los hombres, la vida y la muerte, el poder y la esclavitud, la brutalidad y la inteligencia, la codicia y la sabiduría… y el amor a la vida. Hubo, hay y habrá todavía largas luchas, derrotas y victorias para conseguir el poder, el odio y el amor… Pero este último es un sentimiento nefasto, despreciable: tú nunca serás su presa, porque nadie, y menos un Rey, debe ser objeto y juguete de tan abominable sentimiento. Así que escúchame bien, hijo mío: tú eres el Rey, y nadie debe interponerse en tu camino. En el último instante de su vida, tu padre apoyó su mano en tu cabeza, y así fue como te elevó por encima de tus hermanos: no lo olvides nunca, tú eres el Rey de Olar, y nada ni nadie debe impedirlo». Y entonces, su madre le habló de Olar y del olvido, y de alguna confusa historia en la que le explicaba por qué en ese olvido precisamente residía su bien y su mal. Pero no entendió nada más. Ahora las confusas palabras de aquel día regresaban, y los ojos negros, relucientes, de su madre, volvían a su memoria como una suerte de mandato o quizás herencia. Sabía que algo le obligaba a rescatar Olar del olvido, a la vez que ampararse en él. Intuía que existían muchas más cosas que él debía conocer y, por alguna razón, le estaban vedadas. Sacudió la cabeza, como solía hacer cuando algún pensamiento le inquietaba. «Los recuerdos de la niñez suelen ser falaces, equívocos y turbadores… No tienen cabida en mi vida.»
De improviso llegó el viento y Gudú creyó percibir por vez primera el lenguaje del que le hablaran su madre y el Hechicero: «Escucha el viento, hijo mío, escucha el viento y el grito del milano». Tal vez el viento era un mensajero, y cuanto pudiera escuchar o entender de él sería inapreciable sabiduría.
Pero el viento no parecía revelarle nada: al menos nada de cuanto él esperaba conocer. Palabras, palabras hermosas se aventaban ahora, apenas recordadas. «Yo no tengo por qué entender estas voces decidió-. Sólo entiendo el olor, el color, el sabor de cuanto palpo y me rodea. Yo soy el Rey.» Y para él, ser Rey era una condición capacitada para ordenar el canto de los mirlos, el amanecer entre las ramas del cerezo, la suave melodía que arranca el viento de la hierba. Y también la grandeza de su pueblo.
Y sí, era probable que los milanos tuvieran un rey; él, desde niño, les había visto en perfecta formación, conducidos por uno solo, hacia las tierras calientes. Y le llegó otro recuerdo, tan frágil, tan leve y aparentemente sin sentido en medio de la gravedad de su espera, que le estremeció: el día en que un gorrión -sí, quizás era un gorrión- alzó inesperadamente el vuelo a su lado y le asustó, como antes no le había asustado nada ni nadie.
«Urdska, princesa o reina, quien seas, ¿dónde estabas cuando yo te buscaba? -se dijo-. Me pregunto si cuanto he heredado, cuanto he luchado, cuanto he conseguido, no era más que la secreta búsqueda de ti. No sé si te odio, pero sí sé que te deseo, que deseo apoderarme de ti… Me inquietas y no sé si quiero humillarte o elevarte hasta mí…» No sabía si Urdska era joven o vieja, bella o fea, porque su ansia era ahora más grande que su curiosidad, y lo atropellaba todo, como una espada o una flecha hincadas en algún lugar del cual únicamente él podía arrancarlas.
De pronto, inolvidable, brumosa, medio oculta en la calma, pero sin duda cierta, esa mañana apareció a sus ojos la imagen de la isla, y toda su estirpe se puso en pie dentro de él, y le invadió el orgullo de saber que él y sólo él era el destinado a enfrentarse por vez primera a la imagen de una llamada más antigua aún que Olar.
Pero el terror brota de una raíz terrible: cuando se cree muerta, es quizá cuando más poderosa se alza, como si se tratara de una savia oculta, capaz de trepar hasta lo más alto del árbol. Y así se mostró aquella mañana, cuando los hombres quedaron súbitamente paralizados como bajo algún encantamiento. Un terror difuso que reptaba a ras de suelo, parecido a niebla espesa y cálida, avanzaba, estepa adelante, hacia ellos. Y el sol, en lo más alto, parecía extender un encendido velo que transparentaba y ocultaba algo que nunca hasta entonces habían contemplado sus ojos ni percibido sus sentidos: la niebla y el sol parecían acordados para turbar sus ánimos y pensamientos. Por vez primera en aquella empresa los hombres flaquearon: aun antes de que aquella flaqueza se manifestara, Gudú la adivinó, porque existe algún heraldo invisible que anuncia el miedo y la muerte antes de que se hagan visibles -como también ocurre quizá con el amor.
El terror se alzaba ahora en el ánimo de cada uno de los hombres y no les permitía huir, ni retroceder o simplemente gritar. Sólo se extendía sobre ellos un silencio tangible y espeso: el aliento del Dragón avanzando entre las aguas.
Nunca llegaría a comprender Gudú cuanto sucedió aquella mañana. Ese algo inaudible avanzaba en el más clamoroso de los silencios y se adueñaba uno por uno de sus hombres, desde los más altos mandos, hasta el más humilde soldado. Y era un silencio distinto a todos los silencios, aterciopelado y agorero, suspendido en el mismo aire que respiraban. Comprendió que también el silencio era una materia audible, palpable, densa, como una presencia invisible o una increíble ausencia de sonidos y ecos. Ni voces, ni pisadas, ni entrechocar de objetos, ni crepitar de llamas, ni siquiera el conocido y casi inevitable ladrido de un perro en la lejanía. Aunque todo se movía, nada se oía. Era una advertencia; y en el inicio de aquella mañana, que él sabía decisiva en su vida, todas estas cosas se le presentaban como ocurridas ya anteriormente, como heredadas del eco de anteriores vivencias. Nadie se lo había explicado, no lo había imaginado, no lo había leído. Sólo, lo sabía.
Llegó hasta ellos un clamor, al principio tenue, como el manar apenas percibido de un manantial; poco a poco creció hasta convertirse en cascada y alcanzar una magnitud casi ensordecedora. Aquella especie de bramido múltiple brotaba de la Isla y los pájaros lo conducían hasta él. Lejos, más allá del Río, seguía alzándose la niebla de verano, espesa y blanquísima, y rápidamente volvió a ocultar la imagen de la Isla, como si nunca hubiera existido.
Entonces se entabló la primera batalla contra la Isla de Urdska. Fue una lucha dura, y los hombres no tenían la seguridad de otras veces, pues las tácticas guerreras de aquellas gentes, aunque ya habían tenido ocasión sobrada de enfrentarse a ellas, siempre guardaban en el último momento un inesperado, y a todas luces desacostumbrado ataque o aparente huida, que les sumía en la incertidumbre.
Gudú no perdía la serenidad. En cada momento y a cada paso, calculaba la posibilidad de cualquier sorprendente maniobra por parte del enemigo. De todas formas, supo planificar el ataque y la reserva. Dividió a sus hombres, de manera que por el ala derecha, parte de ellos, encabezados por Yahek, tenían la misión de rodearla, y, por la izquierda, el barón Jovelio. Para él se reservaba a Rakjel, del que en el fondo no se fiaba totalmente, a pesar de sus muestras de lealtad; pues al fin y al cabo, su origen era bastante misterioso y no dejaba de ser hijo de aquellas tierras.
Tal como habían oído decir, la ciudad estaba amurallada, algo verdaderamente insólito en la estepa, y además, las orillas del Brazo Gigante aparecían cubiertas de verdor, y la misma Isla de Urdska semejaba un vergel, raramente florido en aquellas sequedades. Pronto comprendió Gudú que sus enemigos tenían pocas esperanzas de salir indemnes. A poco, mandó cortar los puentes y la ciudad-isla quedó prácticamente rodeada.
Una lucha sin cuartel, verdaderamente sangrienta, se entabló entre ellos cuando, inesperadamente, desde la parte baja del Río, llegaron refuerzos para Urdska, y hubieron de detener su avance. Pero Gudú volvió a la carga con más energía, si cabe. Fue entonces cuando una flecha llegó hasta Yahek y acabó con su vida. Gudú lo vio inerte ante él. Nunca, a pesar de haber visto tantas y tantas muertes, tantos y tantos soldados, capitanes y jefes, agonizando o muertos, nunca había sentido la realidad de la muerte como ante el cadáver de aquel viejo mercenario.
Se arrodilló a su lado y le contempló. Ya no era Yahek. Era como un muñeco, como un enorme muñeco roto. Y recordó la lealtad, el valor, la furia de vivir de aquel hombre que, de pronto, le pareció un gran desconocido. El hombre que yacía a su lado, ya no estaba allí ni en ninguna parte. «Yahek, Yahek…», murmuró. Pero apenas se movían sus labios al pronunciar aquel nombre. Algo muy suyo huía con él: el valor, el antiguo esplendor de una esperanza, o una batalla interminable, cuyo fin no acertaba a definirse.
Incorporándose, ordenó que, con gran respeto, recogiesen el cadáver de Yahek y se le diera sepultura con todos los honores a que estaba acostumbrada su raza. Cuando los hombres velaban por última vez al que fue su guía y gran apoyo durante años, se oyó un tremendo grito, más bien un largo aullido recorriendo la llanura hacia ellos. La Bruja de las Estepas acudía como respondiendo a una oscura llamada que sólo ella podía oír. Y cuando llegó a su lado, tomó el cuerpo sin vida de Yahek entre sus brazos y, llorando como sólo pueden llorar los lobos esteparios, lo acunó entre ellos hasta que, al amanecer, lo entregó a sus guerreros para que llevaran a cabo los rituales propios de la ocasión. Y en una nube de viento y de arena, la mujer se perdió hacia las grandes soledades.
En luchas encarnizadas, unas veces avanzando, otras retrocediendo, Gudú perdió muchos hombres. Y el tiempo pasaba, implacable. Muchas veces fueron atacados en su retaguardia por restos de tribus. Pero llegó un día en que, al fin, logró poner sitio a la ciudad. Acamparon en torno a sus murallas, y decidieron permanecer allí hasta el momento en que les obligaran a rendirse.
Una vez vio a Urdska por las murallas: una negra silueta sobre un caballo. Su aspecto era majestuoso. Atardecía, el cielo parecía incendiado, y ella ofrecía la imagen que Gudú se había hecho de aquella Reina de las altas y luminosas estepas.
Pero la ciudad no se rendía, el otoño pasó y el feroz invierno de la estepa cayó sobre ellos, y la nieve lo cubrió todo. El Río se helaba a grandes trechos. Aprovechando el tiempo de espera que imponía el interminable invierno, Gudú ordenó taponar todas las entradas de agua a la ciudad. Levantaron murallas de troncos aguzados, y se limitaron a aguardar… Aguardar es la única misión de unos sitiadores, que acaban siendo tan prisioneros como los sitiados.
En el transcurso de la última escaramuza, y de la manera más impensada, Gudú recibió una herida en la mejilla, que le cruzó la cara de forma siniestra. Sin embargo, él no daba gran importancia a este percance. Por las noches, en su tienda, soñaba. Desde que avistaron la Isla de Urdska, como quien ve por primera vez la corporeización de un deseo, no dejaba de soñar.
El invierno pasaba lánguidamente. Gudú cumplió veintiún años y ni se apercibió de ello. Tampoco pensaba en los que había dejado atrás. Ni en su esposa ni en su hijo Gudulín, que estaría cercano a los cuatro años, ni en los gemelos, que habrían cumplido uno, y a los que no había visto jamás. Y ni el invierno ni la ciudad se rendían, sólo a veces, súbitos resplandores delataban el fuego de la vida que aún crepitaba en su interior.
– Apenas comience la primavera, atacaremos de nuevo -dijo Gudú-. Estarán ya tan maduros que no podrán resistir.
Pero se equivocaba. En la primavera aparecieron nuevas Hordas, como surgidas del suelo, como diablos que atravesaban la corteza esteparia -aquellos Diablos que, según la leyenda, emergían del abismo del fin del mundo-. Rompieron el cerco y les rechazaron hasta que se batieron en retirada. Y mucho les costó recomponer sus filas, atacar de nuevo y al fin vencer.
Tras su primer combate, Gudú envió a Olar en busca de refuerzos, con lo que prácticamente despobló de hombres todas sus tierras de Norte a Sur.
En la nueva ofensiva del verano volvió a ser herido, y esta vez vio de cerca a Urdska, tanto que incluso llegó a combatir cuerpo a cuerpo con ella. Entre el fragor de la batalla, aquella negra figura que él había contemplado sobre las murallas, se alzó de pronto ante él, y estuvo a punto de deslumbrarle: por vez primera, le pareció enfrentarse a su propia imagen. Quizás aquel combate fuera el más deseado de su vida, pero no llegó a ver la cara de su adversario. Iba cubierta totalmente por un casco y coraza negros. Sólo atinó a sentir sobre él el relámpago de su espada, que cayó sobre su cuerpo y le marcó con un nuevo tajo. Esta vez cerca de la oreja, casi cercenándosela. Pero entonces, la Reina desapareció. Había aparecido y desaparecido como era costumbre de sus gentes, sin apenas dar tiempo de apercibirse de ello. Pero la herida que le había marcado costaba mucho de cicatrizar.
Rakjel, que se había convertido desde la muerte de Yahek en su brazo derecho, cosió, al estilo de su tierra, aquella herida del Rey. Y Gudú descubrió nuevas habilidades en el que ahora era su más fiel apoyo.
A partir de aquel momento, reanudaron sus ataques, y esta vez alcanzaron las murallas de la ciudad. Allí se libró un gran combate, que degeneró en un sitio aún más apretado. Gudú envió a la Reina Urdska un emisario, exigiendo la capitulación. Como respuesta recibió la cabeza de éste clavada en una pica, y Gudú preparó entonces la gran ofensiva.
Pero como las huestes de Urdska, que ya debían estar muy debilitadas, si no medio aniquiladas, no se rendían, entre viejas leyendas y supersticiones propagadas boca a boca, oído a oído, el pánico se introdujo entre los hombres de Gudú, y algunos de ellos -entre los que se contaban los hombres del jefe Largklai desertaron, empavorecidos. Los fieles se decían, indignados: «Gudú nos vengará». Y así lo hizo el Rey, pues todo desertor capturado -y entre ellos su propio jefe- fue ejecutado ante sus soldados.
Un denso y palpable calor cayó sobre la estepa. Los cadáveres que no pudieron ser enterrados, hedían, y la enfermedad y contaminación que siguieron a estas cosas diezmó a los hombres, tanto fuera como dentro de la ciudad.
Durante esta epidemia, el noble Jovelio murió, y de sus antiguos compañeros y colaboradores sólo quedó el joven Rakjel. Entonces, Gudú reclamó nuevamente más refuerzos a Olar.
A principios del otoño, el aspecto de la ciudad y su entorno era horrible. Río abajo, flotando en sus aguas, aparecían hinchados cadáveres de hombres, mujeres, niños y animales, y no era difícil imaginar, por el vuelo siniestro de aves carroñeras que surcaban el cielo de la ciudad, cuanto debía estar ocurriendo dentro de sus murallas.
Pero la Reina no se rindió hasta entrado el invierno, el mismo día en que Gudú cumplía veintidós años. Y fue una rendición penosa. Las huestes de Gudú penetraron en la ciudad, saquearon y mataron.
La ciudad soñada, la gran deseada, era sólo un montón de escombros cuando por fin Gudú entró en ella, feroz y victorioso. Pero entre las cenizas, entre la más atropellada ruina, residía aún el eco de un fulgor, la irreductible memoria de un antiguo esplendor. Y un pensamiento le asaltó: «Quizás el esplendor consista en ir más allá de ti mismo, más allá de todo cuanto conoces; quizá sea eso lo que en los viejos libros llaman la gloria». Pero la gloria, ya, era una imagen tan pálida a sus ojos como las páginas de los viejos libros.
Al fin, se encaminó, con Rakjel y los hombres a su mando, hacia lo que quedaba del Palacio de la Reina Urdska. Y halló algo que tampoco esperaba: aquel Palacio no guardaba parecido con otro cualquiera de los avistados por él. No sólo había despojos -cosa que ya imaginaba, tras las cruentas batallas que le abrieron paso hasta allí-, sino que sobre la ceniza, sobre la ruina, flotaban al viento, como alas de alguna ave desconocida, innumerables jirones de aquellas tiendas de seda roja y oro que le describía su madre. Tiendas casi transparentes que desde niño retenía en su memoria.
Y entre la ceniza y los jirones de seda roja, dos mujeres se alzaban, como dos columnas de piedra: eran la Reina Urdska y su hermana menor, Ravia. Dos mujeres, de carne y hueso, altivas como dos águilas, entre los restos de una polvareda dorada y misteriosa, como la que puede avistarse a veces en un rayo de sol. «No es oro, no es polvo de sol, no es la niebla encendida que yo vi alzarse desde las aguas del Brazo Gigante… es el falso polvo de oro que tiñe las alas de algunas mariposas», se dijo Gudú, con un sutil estremecimiento. Y así aventaba el temor, y el misterio, como hacía con todo cuanto turbaba su pensamiento.
Por primera vez contempló el verdadero aspecto de la Reina. Era mucho más joven de lo que creía, o al menos a él así le pareció. Urdska era una mujer alta, delgada, pero fuerte como un hombre. Cuando se desprendió de su casco, dos largas trenzas negras cayeron sobre sus hombros. Tenía ojos rasgados, encendidos como carbones, sobre unos pómulos altos. El óvalo de su rostro era fino y su mentón, enérgico, aunque suave. Sus labios carnosos sonreían con displicencia y orgullo. Pese a todo, allí estaba, a su merced, vencida y humillada, la gran Reina esteparia, la Reina-guerrero, el terror y la esperanza de las tribus de las planicies, amigas o enemigas.
A su lado distinguió la segunda figura. Una jovencita muy bella, que apenas rebasaría los doce años. Intentaba, a toda costa, imitar el porte de la Reina. Pero un temblor interno, apenas perceptible a miradas menos avisadas que la de Gudú, estremecía su cuerpo. Y tampoco pasaron inadvertidas al Rey la tierna belleza de aquella criatura -le recordó a una joven corza caída en una trampa- ni la inmensa, casi transparente curiosidad que, sobreponiéndose a todo otro sentimiento, afloraba a sus grandes ojos. Una curiosidad que acaso superaba el miedo, incluso el gran estupor que sin duda le causaba el espectáculo del mundo y de sus gentes.
Pero la Reina ¿qué reina era aquélla? De pronto no le pareció reina ni mujer, sólo la encarnación de una especie perseguida y deseada desde lo más hondo de su ser. Y era verdad lo que dijo Rakjel: no tenía edad, estaba más allá del Tiempo, del pasado y del futuro.
El Rey ordenó que tanto Urdska como su hermana fueran transportadas a una tienda; y que allí las trataran con la dignidad que su rango merecía. «Un rey nunca humilla a otro rey, aunque lo vea derrotado», se dijo. Sin embargo, Urdska mostraba, en todo momento, un gran desprecio hacia él. Aun prisionera, se mantenía altiva y desdeñosa, y su ejemplo animaba a su hermana, la princesa Ravja.
Mientras las veía conducir, entre los soldados capitaneados por Rakjel, Gudú se entretuvo a contemplar las ruinas de aquella que fue la leyenda más acuciante de su vida. «Es extraño -se dijo, mientras avanzaba entre los escombros, bajo un cielo que parecía observarle con unos inmensos ojos-, es extraño que la realización de un deseo provoque un vacío tan grande…» Y era verdad: en vez de la euforia que se reflejaba en sus hombres, un vacío creciente se abría ante él.
Rakjel era ahora el encargado de guardar y atender a las Reales prisioneras. Cierto día Gudú le ordenó traer a su presencia a la princesa Ravja. Pero Ravja se negó, quizás obligada por su hermana.
– ¿Cómo se atreve a desobedecer una orden del Rey?
– Señor -dijo Rakjel, y su voz temblaba de forma inusual-, para ellas… vos no sois el Rey.
La cólera, unida a la sorpresa y un vago temor, paralizó por un momento a Gudú. Pero reaccionando rápidamente, gritó:
– ¿Y quién es su Rey? ¿Cuál es su Reino?
– No lo sé, Señor -dijo Rakjel-. Pero, en todo caso, no está aquí.
Y en su voz, una oculta pasión fluía como un soterrado manantial que, aunque todavía débil, podía llegar a convertirse en catarata.
– ¿Qué te ocurre? -preguntó Gudú. Pero como eran más acuciantes otros intereses que los sentimientos de su Cachorro preferido, los dejó para escudriñarlos más adelante. Reflexionó unos instantes y al cabo dijo-: Advierte a la pequeña Ravja que el Rey irá a visitarla esta noche: y que tan sólo desea hablar con ella y manifestarle su admiración y… afecto.
Así pues, aquella noche Gudú entró en la tienda de sus regias prisioneras, Ravja le esperaba, temblorosa. Su hermana la Reina permanecía en el interior, tras las cortinas, y ni siquiera su sombra se anunció en el suelo ni en parte alguna.
– Niña querida -dijo Gudú, extendiendo sus dos manos hacia la pequeña. Al ver aquellas manos abiertas, la niña tendió las suyas, y aquel gesto amistoso se convirtió en un abrazo, y el abrazo en un beso, y el beso se prolongó hasta el amanecer.
Al día siguiente Ravja se trasladó a la tienda del Rey, y quizás aquellas breves noches se convirtieron en lo más bello y radiante de su corta, ignorante e infeliz vida.
A pesar de todos los esfuerzos llevados a cabo por sus hombres, lo cierto es que los famosos tesoros de la ciudad no aparecieron por ninguna parte. Sólo ruina, muerte y desolación. Gudú, a través de Rakjel, amenazó a Urdska con la muerte si no revelaba el lugar donde aquellos tesoros se ocultaban. Al oírle, Urdska se burló de él:
– Ni con la tortura lograrán arrancarme este secreto. Entretanto, la jovencita Ravja se había prendado de Gudú. Aquel hombre tan distinto a cuantos conociera, que llegaba a su tienda con aire tan gallardo y porte tan real, la había conmovido desde el primer instante en que le vio. Se sentía atraída por aquellos ojos azules, helados y brillantes como jamás había visto en ningún hombre de su raza. Había oído, desde que nació, el eco de sus hazañas y su prestigio: aun considerándole un feroz enemigo, las gentes esteparias siempre habían respetado profundamente su valor y su poder.
Gudú no ignoró los sentimientos de la niña, y aunque cuanto aquella pobre muchacha sabía no parecía de gran utilidad, sí desveló el camino que conducía al lugar secreto. Así pues, bajo sus indicaciones se adentraron más y más, estepa adelante, y todavía tardaron año y medio en hallarlo.
Aparentemente, aquél no podía ser el lugar anhelado. Se trataba de un pequeño reducto, entre las dunas que el viento día a día transformaba: y lo que hoy semejaba una loma mañana parecía una torre, y las siluetas tomaban las más impensables formas.
Sólo un pequeño indicio, tan insignificante como revelador para quien supiera desentrañarlo, les indicó el lugar exacto donde debían detenerse y excavar. Era un pequeño vergel, inusitado en la planicie reseca, donde brotaba una enramada parda, salpicada de oro, púrpura y azul, que recordaba el inmenso, pesado e interminable firmamento estepario. La pequeña Ravja se detuvo:
– Es aquí -dijo-, desde que nací he soñado noches y noches con este lugar.
Y encontraron tal cantidad de piedras preciosas, de copas y vasijas de metales raros y joyas nunca vistas, que Gudú quedó deslumbrado. Y además, algo que aún apreció más y que le anonadó: un sinfín de pergaminos y de escrituras donde se narraba la historia de Urdska y su linaje.
Pertenecía a una antiquísima civilización condenada a desaparecer. Y allí se decía que él, Gudú, sería el esposo de Urdska y que de ella tendría dos hijos, hermosos, crueles y valientes, a los que nombraría sus sucesores. Sin embargo, aquí la profecía tomaba un oscuro cariz, plagada de pequeñas cláusulas -las pequeñas y malvadas cláusulas con las que también habían tropezado Ardid, el Hechicero y el propio Trasgo en El Libro de los Linajes- de las que Gudú no hizo caso, como no lo hiciera su madre, en otro tiempo. Con todo lo cual, su imaginación se espoleó.
En tanto, Urdska seguía prisionera en su tienda. Rakjel, la atendía directamente hasta en sus menores deseos, tal y como le había ordenado el Rey. Día a día, poco a poco, empezó a reconstruirse entre ellos un mundo: la verdadera cuna del muchacho. Toda su historia, y la historia de los hombres y mujeres que formaban su pueblo, renacía en sus oídos por boca de Urdska.
Al principio, Rakjel se resistía, pero la voz de Urdska penetraba en él, despertando ecos amordazados.
– Rakjel, Rakjel, tú eres el nieto del Gran Rakjel, el jefe que unificó las tribus del Nordeste estepario… Y tú precisamente, el único heredero de aquel gran jefe, has traicionado tu sangre, tu raza y tu pueblo.
– Yo no he traicionado a nada ni a nadie… Sólo era un niño hambriento y abandonado cuando el Rey Gudú me acogió, y me incorporó a sus Cachorros, él hizo de mí un guerrero y un hombre.
– ¿Qué dices? Tú eres la esperanza de tu pueblo; eres el nieto del Gran Rakjel el Indomable, el que supo unificar las tribus y hacer un pueblo… ¿Cómo puedes traicionar tu sangre?
Pobre Rakjel. Su corazón se desplomaba, y un viejo orgullo, un antiquísimo y poderoso sentimiento le invadió; él era el único heredero de un mundo que el Rey Gudú se empeñaba en destruir. Pero su corazón de niño se negaba a traicionar a Gudú, pues, como Cachorro, aún conservaba una inocencia, una lealtad y admiración hacia aquel que le había arrebatado cuanto le pertenecía. Él le había dado una razón, un motivo, una esperanza en la vida.
«Rakjel, Rakjel, nieto del Gran Rakjel, tú no puedes traicionar a tu raza ni a tu estirpe.»
Y Rakjel, en la soledad de su tienda, se decía: «¿Qué raza? ¿Qué estirpe? ¿A quién traiciono?». Y tan lentamente como alcanzan las aguas del Lago las orillas de la tierra, iba invadiéndole un sentimiento de amor, resentimiento y odio. «¿Por qué no puedo regresar a mi vida, por qué han desviado su curso como se desvían las aguas de un río…?», se decía, con la misma inocencia de un niño que se pregunta por qué el sol desaparece todas las noches, por qué se desnudan los bosques en invierno, por qué los hombres no recuerdan el último día de su infancia.
Aquella Reina cautiva era de pronto, para él, su raza, su patria, su memoria y su esperanza. Ya no era una terrible mujer, ya no era una malvada bruja, ya no era la imagen del terror. Era una hermosa, fascinante mujer que no se parecía a ninguna otra, y en ella residía toda la belleza de la tierra.
Así llegó un día en que Rakjel comprendió que se hallaba totalmente enamorado de Urdska, y que este amor era superior a cuantos sentimientos de lealtad y afecto experimentara hacia Olar y su Rey. Renacía en su memoria las gentes, las gestas, las leyendas y hasta las canciones de su origen estepario, y esa estepa se abría ante él, y dentro de él, como una sangre, antigua y recuperada. Él era el joven Rakjel, el nieto del Gran Rakjel. Él era la esperanza de su vejado y humillado pueblo.
Urdska fingió corresponder a su amor. Y una noche en la que ella y Rakjel descansaban entrelazados en el lecho, entró Ravja en la tienda, temblando de miedo y de dolor. Gudú había mandado devolver a Urdska a su joven hermana, y esto colmó la ira y el odio de la Reina de las estepas. Fue el gran error de Gudú: él, que no sabía amar, tampoco era consciente de lo que puede acarrear el desamor.
– Tú nos vengarás -dijo Urdska a su hermana-. Conduce a Rakjel hasta las tribus dispersas, preséntale como el jefe que esperan desde hace mucho tiempo, y armaos contra el Rey Gudú y combatidlo hasta darle muerte.
Y una noche larga, encendida e inabarcable como son las noches de las estepas, Rakjel, en unión de la joven princesa Ravja, huyó y traicionó al Rey Gudú. Un nuevo fuego, mucho más verdadero, mucho más profundo que el que le animara a seguir al Rey de Olar, le empujaba. Armaría de nuevo a sus tribus, llevaría con él toda la sabiduría que aprendió en la Corte Negra, sus tretas, tácticas y añagazas, y desde lo más profundo, no sólo de su pueblo, sino de sí mismo, recuperaría por fin el verdadero sentido de su vida.
Cuando Gudú se enfrentó a esta inesperada traición, Urdska le recibió con la más sarcástica de sus risas, parecida al aullido de los chacales. Pero aquella risa, contradictoriamente, no sólo no despertó la ira de Gudú, sino que espoleó su deseo de ella. Ya hacía mucho que deseaba hacerla suya -para humillarla y para honrarla-. Y aquella noche entró en su lecho y en su vida, sin ser consciente de que, en realidad, era ella quien entraba en la vida de él. Tras esa noche, el Rey quedó subyugado por el magnetismo de aquella mujer. El viejo sueño llegaba hasta él revestido de un deslumbramiento que si hubiera sido capaz de sentirlo, hubiera podido llamarse amor, pero que no era más que otra manifestación de su única pasión: la estepa.
Desde entonces, se sucedieron las noches más largas en la vida de Gudú. Noches sin fin, sin alborada que las serenara, como si fueran lo único posible, apenas interrumpidas por unos días tan breves como suspiros. Y en las vastas noches esteparias, bajo un cielo surcado por tenues resplandores, donde de cuando en cuando el lejano estallido de un relámpago alertaba del eco de remotísimas tormentas, Gudú recorría a lomos de su caballo aquellas llanuras tan interminables como su curiosidad o su incipiente desesperanza, y se acercaba y merodeaba, como mendigo o ladrón, aquella tienda en la que permanecía cautiva la imagen de su deseo.
Oler de nuevo el viento, percibir el suave crujido de la hierba y los matorrales inclinándose a su paso enardecía su pasión. Aún era joven, aún podía desear y soñar. En uno de aquellos inmensos amaneceres presenció algo que había oído referir a muy viejos soldados. Una historia fantasmal que le parecía desvarío senil o fantasiosa imaginación olareña, y a la que nunca había prestado atención: la visión de los guerreros muertos, cruzando el cielo, arrollando las nubes y aun el mismo resplandor del sol. Porque, según había oído desde niño, los grandes y verdaderos guerreros no morían jamás. Sus fantasmas repetían, cielo adelante, la más gloriosa de sus batallas, aquella en la que habían dejado su vida, convencidos de su razón, enloquecidos por su fe. Y mientras se preguntaba qué clase de fe sería aquélla, les vio. Les vio en el inabarcable cielo que pesaba sobre la estepa, como otra estepa misma, tan grácil, transparente o tenebrosa como la que él hollaba. Les vio tan claramente como podía ver sus manos o la crin de su caballo: eran legiones de jinetes a la vez transparentes y reconocibles, que galopaban hacia algún lugar indescifrable, sobre nubes aún no desprendidas del último resplandor de la noche, y su galope era un largo aullido, más que el eco de cascos en las dunas.
Antes de él, y quizá mucho después de él, otros les habían visto o les verían. Y aunque hasta aquel momento él había dudado de semejantes historias -tan desgarradoramente inútiles como dolorosas-, ahora las reconocía. Como si despertaran de un viejísimo y olvidado sueño, desperezándose polvoriento en lo más hondo de su ser. Eran sus ojos los que contemplaban el galope de aquel cortejo de sombras alargándose hacia el confín del firmamento estepario. Y eran sus oídos los que oían el largo ulular, el último grito de su desbandada, hasta que se perdió cielo adelante; y sólo quedó rebotando en sus oídos el eco de unos cascos ya remotos, el eco del tiempo, de alguna desaparecida gloria, de alguna desaparecida derrota. Y ambas cosas no importaban nada, pues ambas eran lo mismo: olvido y polvo.
Al fin, estalló el día, pero quedaban huellas, huellas imborrables en la memoria: el galope furioso de una huida, pisadas de hombres y animales muertos, de lealtades y traiciones, de valor y cobardía, odio y placer. Todo latiendo aún bajo el páramo del olvido, empujado por el viento, por el tiempo. Y cuando ya desaparecieron cielo adelante, algo gravitaba aún en el aire: el más puro silencio.
Así comenzó una nueva etapa en la vida del Rey. Ya no atacaba, ya no aparecían enemigos en el horizonte, donde plantó nuevamente sus enseñas. En Gudú había nacido y crecido un nuevo sentimiento. No era amor lo que le encadenaba -aunque él no reconociera esta cadena-. Tal vez odio, tal vez un oscuro rencor cuyo origen no podía alcanzar, lo cierto es que ya no podía prescindir del objeto que lo inspiraba. La vida parecía carente de todo interés sin aquella pasión. Urdska era la encarnación de todo cuanto deseaba, y la conservaría a su lado costase lo que costase, como otros desean encadenar el amor.
Y pasaba el tiempo entre la pasión que le inspiraba la Reina y el aparente y cada vez más encendido amor de ella, aunque siempre se mostraba despectiva y parecía estar reservándose una última sonrisa para quién sabe qué día y qué instante.
Y cuando ella le pidió que la llevase a Olar, no pudo alejar de su mente escenas que de niño le habían fascinado, historias que oyó de labios de su viejo Maestro o que había leído en algún libro, en los que los grandes reyes, los emperadores, entraban en su país, después de la victoria, con un rey o una reina encadenados. Por eso le contestó a Urdska que debía entrar en Olar arrastrándola tras él como la gran prisionera. Pero nada opuso ella a esta advertencia. Y Gudú dejó en aquellos parajes soldados, guarniciones y fronteras. Su enseña ondeaba en el viento del atardecer cuando regresó a Olar, victorioso y lleno de gloria, aunque envejecido y con dos largas cicatrices en el rostro. Contaba ya veinticuatro años.
Mientras tanto, en Olar, también había pasado el tiempo para Gudulina. Cumplía ya veintitrés años, siete Gudulín, y casi cinco los gemelos Raigo y Raiga.
Desde que Gudú partió hacia las estepas, Olar había regresado a los oscuros días de austeridad que Ardid, con sagacidad unas veces, con placer otras, supo proporcionar. Un aire lúgubre que recordaba vagamente los tiempos de guerras insensatas de Volodioso se extendía por doquier. Nuevamente, los hombres fueron sacados de sus casas; los campesinos y todo aquel que nada tenía se abandonaban a la desesperación. Y tampoco los nobles permanecían alejados de aquella situación: los más jóvenes, empujados por codicia, ambición y las ansias de aventura, creían ver representado en Gudú el sueño de sus vidas; y los viejos, aunque recelosos o francamente a su pesar, les secundaban, pues sólo así podían retener aún lo que Volodioso les había quitado y Gudú devuelto.
Las muchachas se amargaban por ver pasar su tiempo sin la compañía de hombres jóvenes, y las campesinas se marchitaban tras los arados, tan sólo ayudadas por niños endebles o aún no en edad de engrosar la fatídica Corte Negra, pues de los que lo hicieron, como allí comían bien y, pese a la dureza del entrenamiento, vivían como jamás lo habían hecho antes, lo cierto es que la mayor parte de ellos mostraban tan buena disposición a quedarse, que pocos regresaban a sus hogares.
Como Gudú sabía que hombres sanos y jóvenes no debían desperdiciarse, ordenó deportar hacia las estepas o hacia sus vías de comunicación a cuantos hombres útiles se hallaban en las mazmorras, condenados a muerte o prisión perpetua por sospecha de brujería o cualquier otro delito. Y si bien esto se les antojó a algunos muestra de magnanimidad, para otros -en especial los interesados- constituyó una condena igual o peor que la muerte o la cárcel.
Y como, además, aumentaron los impuestos y los débitos, la verdad es que el frío, el hambre y las privaciones llegaron a rozar incluso a los más acomodados, y aun a cierto sector de la nobleza. De nuevo los mercaderes acapararon y pusieron a recaudo sus productos, y pedían por ellas exorbitantes precios -si se decidían a venderlas-. Entre una y otra cosa, la más opaca existencia se arrastraba por aquellas tierras, sin que la buena voluntad y el sabio tino de Ardid lograran hacerle frente con el brío de antaño. Día a día, el descontento de los nobles, y en especial de la Asamblea, iba creciendo a la par que la preocupación de la Reina.
Todos los inviernos les prometía el regreso del Rey, de la paz y del bienestar. Pero los inviernos se sucedían, y el Rey y la paz no llegaban: antes bien, cada día que pasaba aumentaban las crudezas, los rigores, la austeridad y las exigencias del monarca.
– Os prepara un país tan próspero como jamás soñasteis -decía Ardid en las reuniones de la irritada Asamblea-. Tened paciencia.
Pero toda paciencia tiene su límite.
Al tiempo que ocurrían estas cosas, crecían los hijos del Rey. Gudulín iba tornándose cada día más rebelde, descarado y maligno. Ya no sólo se contentaba con martirizar a su bufón, el desdichado Contrahecho, sino que todo aquel que caía bajo su capricho era maltratado y vejado. Gudulina se había retirado y casi recluido en sus habitaciones. Bajo la disimulada vigilancia de Ardid, languidecía y sollozaba, o era víctima de extraños raptos de amor y alegría hacia Gudulín, de suerte que el niño pasaba bruscamente del despego y la ignorancia materna, a sus extremados mimos, halagos y transportes de cariño. Y con todo ello, su educación no era precisamente edificante.
En cambio, los gemelos Raigo y Raiga permanecían totalmente relegados, prácticamente olvidados por su madre. Sólo Ardid se preocupaba de ellos y les atendía. Aunque su cariño y esperanza se centraban ahora en Gudulín, al que veía y consideraba como sucesor de su hijo y futuro Rey, no dejaba por ello de apercibirse de las malas inclinaciones y desastrosa educación del joven Príncipe. Gudulina se mostraba celosa, y a menudo se encaró coléricamente con Ardid, diciendo que ella y sólo ella debía dirigir la educación del niño. Ardid iba perdiendo así sus esperanzas de poder conducirle como había hecho -aunque muy artera y disimuladamente- con su padre.
Raigo y Raiga eran en todo distintos a su hermano: despiertos de mente, de carácter dulce y hermosos cabellos rubios, como su abuela. Ardid hallaba en ellos un reflejo de sí misma, como una doble repetición de su primera infancia. Tal vez por esta circunstancia, añadida al paso inexorable del tiempo, se sentía día a día más fatigada, e incluso, en ocasiones, rozábale una sospechosa tristeza, oscura y brumosa. En alguna ocasión, a solas, preguntóse Ardid si valía la pena haber luchado y ganado tanto por algo que daba tan poca satisfacción. Pero reaccionaba rápidamente, y superada la crisis, se alzaba de nuevo y, quizá, más fortalecida. Y cierto es que si no fuera por ella, las cosas hubieran ido mucho peor de lo que iban en Olar. No en vano sabía Gudú que, dejando a su madre tras él, difícilmente los asuntos de su reino se desmandarían: y no se equivocaba.
Cuando Gudulín cumplió cinco años, Ardid creyó llegado el momento de pensar seriamente en su educación, tal como hiciera en tiempos con su propio hijo. No quería verle convertido en un Rey brutal e ignorante, aunque valeroso -si es que lo era, porque hasta el momento sólo había dado muestras de cobardía y pereza-. No parecía exento de malicia y astucia, pero tampoco de crueldad. Era un niño extraño, que apenas hablaba con nadie, y aun así lo hacía con monosílabos. Nadie le había visto sonreír, y había en toda su persona una tristeza muy profunda, o una gran oscuridad. Tanto que, a escondidas, los criados y la gente del Castillo empezaron a nombrarle el Príncipe Oscuro o el Príncipe de la Oscuridad. Y era cierto que huía de la luz y del sol, y se refugiaba en la penumbra de rincones de los que, por cierto -y bien lo aprendió su padre, a su misma edad-, no faltaban en los intrincados pasillos del Castillo.
Todas estas cosas las veía Ardid con desazón, pero pasaban totalmente inadvertidas a la Asamblea de Nobles, que sólo veían en él al heredero del Trono. Así, cierto día, les reunió para hablarles del heredero. Según su costumbre, Ardid creyó oportuno halagarles con la demanda de un consejo sobre lo que ya había decidido inapelablemente de antemano. Pero sabía cuán frágil y misteriosa era la naturaleza humana, y cuán sensibles al halago y a la importancia que se daba a sus personas aquellos mismos que, minutos antes, dieran pruebas de inflexibilidad.
Aunque la Asamblea no conocía el verdadero carácter del Príncipe, y su madre, Gudulina, en los transportes de amoroso capricho que a veces la asaltaban, solía decir, a cuantos quisieran oírla, que Gudulín era el verdadero retrato de su padre. Esto no sólo no era exacto, era una atroz equivocación: pues ni las supuestas cualidades ni los palpables defectos pertenecían al autor de sus días, sino que eran de su exclusiva pertenencia.
Si Gudulina veía en él cualidades maravillosas, alguien aún le creía mejor: el Trasgo, que le adoraba hasta un punto inimaginable. Se había convertido en su único y verdadero compañero y amigo. Como en tiempos hiciera con su abuela, llevábale secretamente por los oscuros vericuetos y senderos, en pos del codiciado vino. Gudulín se dedicaba insistentemente a perseguir al Trasgo, golpeándole con cuanto hallaba -raíces de cepas, piedras resplandecientes, oscuros animales de ojos siniestros- allí por cuanto túnel éste le llevaba, ya que su edad y estatura, y su heredado poder, así lo permitían. Y si bien los golpes no podían hacerle daño, puesto que no hacían mella a su sustancia corpórea, sí le dolía en sumo grado el hecho de que la criatura que -según sus palabras dirigidas a la propia Ardid- era la luz de sus ojos, la raíz de su corazón, y cosas así, albergara hacia él intenciones tan aviesas. Pero no mermaba esto su amor: antes bien, crecía con el tiempo, y Ardid tenía ya que ocultarle a los demás de tal forma, que el Trasgo apenas si aparecía excepto cuando estaba a solas con la Reina, Contrahecho y Gudulín.
Éste tomó tal afición al vino, que solía ir cada vez más a menudo en su busca. Y ambos, ocultamente, se embriagaban de mala manera. Pero como estas cosas ocurrían de noche, cuando se suponía que el Príncipe dormía, nadie se apercibía de ello. Sólo veían que el niño, cuanto más crecía, más extraño se tornaba. Su aspecto, por otra parte, era agradable, con sus enormes ojos negros y aterciopelados, y sus cabellos brillantes y sedosos. Pero su piel se volvió pálida, y profundas ojeras aparecían en su rostro, y se afilaba extrañamente la pálida naricilla. Gudulina encargaba vestidos hermosos para él: pero el Príncipe iba de continuo sucio y roto, sin que nadie se explicase -excepto Ardid, que suspiraba en silencio- la razón de tales destrozos. Era descarado y, como sus tíos Soeces, mostró gran afición a frecuentar lacayos y sirvientes. Obligaba al Trasgo a seguirle hasta las cocinas y las más bajas dependencias, hasta los sótanos del Castillo, donde habitaba la servidumbre. A veces, escondidos tras un tonel de manteca, escuchaban las conversaciones y los juegos de los pinches, que eran muy aficionados a los dados.
Cierto día Gudulín empujó al Trasgo hacia el centro de uno de sus corros: y tal era ya el grado de su contaminación, que un pinche lo vio, aunque no en su verdadera forma, sino entre sombras o reflejos: a ráfagas de luz podía confundirse con una lechuza, un pajarraco o un animal cualquiera. Rondaba por la cocina un gato rojo, goloso y ladino, al que odiaba el tal pinche, y al ver el rojo resplandor que el fuego despertó en la melena del Trasgo, agarró una escoba de gruesas púas y se dedicó a atizar tantos golpes al Trasgo que, si éste estuviera capacitado para sentirlos, habría fallecido sin remisión.
Tal jolgorio y alegría despertó la escena en Gudulín, que a menudo repitió la hazaña, y con ello proporcionaba al Trasgo tales sustos y pesares, que llegó un día en que sintió desprenderse y rodar al suelo el primer grano del racimo de su pecho. Gudulín lo vio, y con asombró lo recogió.
– ¿Qué es esto? -dijo con su torpe media lengua, que sólo el Trasgo entendía claramente.
– Ah, Príncipe de mi vida, ése es el dolor que me causas.
– Pues mira si esto te duele más -dijo el niño, y así diciendo pegó tal dentellada al grano de uva, que este dolor sí se clavó muy hondamente en el pecho al Trasgo; un grito agudo salió de sus labios y, tornándose todo él ceniciento, huyó por el tubo de la chimenea y no paró hasta hallarse en las buhardillas de aquella torre singular cuyo tejado azul fuera capricho de Volodioso. Se sentó desfallecido, y miró en torno: parecía todo cubierto de polvo y telas de araña, y de los cofres que fueron de Tontina, asomaban las cabezas de aquellos muñequillos que ella tanto quería, y ahora habían sido allí amontonados y olvidados, junto a sus cristalitos de colores.
– Trasgo, Trasgo, cuánto pesar te corroe -dijeron los muñecos; y lloraban tanto que sus ojitos de vidrio, azules y amarillos, parecían derretirse.
– Idos, idos -dijo el Trasgo, con sollozo tan hondo, que ellos desaparecieron en el fondo de las arcas. Y sólo una familia de lagartijas que allí moraba le contempló, pensativa y doliente.
En tanto, Ardid seguía cuidando cada vez con más esmero su jardín, que por tercera vez renacía: y a medida que Raigo y Raiga y Contrahecho crecían y el bufoncillo los llevaba ya de la mano en los primeros pasos que los dos gemelos daban en torno al Árbol de los Juegos, súbitamente éste volvía a florecer y crecer, y llenarse de hojas de oro. Ardid lo contemplaba, y decía:
– Mira, Gudulina, hija mía, cómo florece el árbol de mi jardín.
– ¿Qué árbol? -decía ella-. No veo ningún árbol.
Y Gudulina no lo veía, entre otras más profundas razones, porque ni tan sólo lo miraba. Y si lo hubiera mirado, como no sentía ningún interés por él, tampoco lo hubiera distinguido de los otros árboles. Seguía viendo tan sólo, allí donde sus ojos se posaran, el rostro de Gudú.
La Asamblea había escuchado y reflexionado sobre la supuesta demanda de consejo que Ardid les formulara. Y como ella había decidido de antemano, fue en busca de un Maestro que, aunque no poseyera las cualidades y la sabiduría del anciano y añorado difunto que había inspirado a su padre y su abuela, sí fuera, al menos, lo mejor que pudiera hallarse. Y para ello -según decidió Ardid, aunque pareció decidirlo el anciano Barón Tersio buscóselo entre los infortunados que, por su edad, aún permanecían en mazmorras, acusados de brujería y malas componendas con el diablo.
Hizo varias y minuciosas visitas a tan hediondos y espeluznantes lugares, donde aquellos infelices -muchos de los cuales ni tan sólo habían osado pronunciar en toda su vida un mal conjuro de aficionado- se pudrían y morían. Dio al fin con un anciano, en cuyos ojos adivinó en seguida los auténticos poderes -o algunos, al menos-. Eran ojos acostumbrados a escudriñar estrellas y resplandores nocturnos, y describir el lenguaje de las llamas o el de la corteza quemada del abedul. Sumido en la máxima miseria, permanecía junto a diez condenados más, aprisionado con cadenas de hierro. Tal era su depauperación, que sólo por el brillo singular de sus ojos verdes podía creerse que aún vivía.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Ardid.
Pero el viejo no tenía siquiera aliento para hablar. Entonces Ardid ordenó desencadenarlo y conducirlo a su cámara. Una vez allí, a solas, hízole sentar en un mullido cojín. Entonces el viejo pareció desfallecer definitivamente, aunque esta vez de placer. Tras darle de beber y comer, ordenó a sus doncellas que le lavaran, despiojaran y cortasen el cabello y la barba, que en enmarañada y gris pelambre le llegaba hasta la cintura. Le alimentó y cuidó con gran solicitud, con lo que el viejo creía haber muerto ya y hallarse camino del Paraíso. Aunque con estupor, pues contaba tres muertes en su haber, amén de infinidad de hechicerías y toda clase de pecados de variada especie. Tal vez -pensó-, a última hora, y en vista de sus padecimientos en la tierra, las Altas Divinidades se habían compadecido de él. Cuando le halló más repuesto, la Reina le hizo vestir ropas limpias y decentes. Y al verle de nuevo en su presencia, sintió en verdad una gran emoción, pues con la túnica negra, y el suave caminar, y el frágil y ensimismado semblante enmarcado en blancos cabellos, creyó ver nuevamente, si no al añorado Maestro, que en verdad fue para ella más que su propio padre, al menos a un viejo conocido que le resultaba familiar.
– Anciano -díjole, dominando el temblor de su voz-, sentaos y escuchadme.
Así lo hizo el viejo, y la Reina añadió:
– Tengo cierta facilidad para conocer en seguida aquellos cuya sabiduría es para mí tan preciosa, como lo puedan ser la juventud, fuerza y valor para un hijo del Rey. De suerte que, habiéndome fijado en el brillo de vuestra mirada, atino a suponeros conocedor de muchas cosas aún ocultas a la mayoría de los hombres.
Al oír estas palabras, el anciano lanzó un grito quejumbroso: súbitamente sus sueños de Paraíso se derrumbaron, y viose de nuevo pisando la miserable tierra, y ante la Reina de quien tan malos tratos había recibido. Tras aquellas palabras, imaginó que nuevamente iba a ser torturado -o quizá muerto- como sospechoso de brujería.
– ¡Compadeceos de mí, Reina y Señora, os lo suplico! ¡Juro que jamás tuve la menor noticia de esas cosas, y que ni tan siquiera sé leer ni escribir! Mal puedo saber nada entonces… Oh, Señora, apiadaos de un pobre anciano que jamás hizo daño a nadie.
– Callad, insensato -dijo Ardid, impaciente-. Sólo por tu sabiduría, de la que no dudo (como no dudo de la sarta de mentiras que acabáis de proferir), os salvaréis de la muerte. Y no sólo esto, sino que gracias a esa sabiduría, que soy la primera en admirar y amar, llevaréis desde ahora la más regalada vida que hayáis soñado jamás.
Tan atónito quedó el viejo ante estas noticias que, mudo, boquiabierto y mirándola estupefacto, ofrecía un estado aún más lamentable, si cabe, que cuando se hallaba encadenado.
– ¡Revivid de una vez! -dijo Ardid, cada vez más impaciente-. No hay nada extraordinario en lo que os he dicho: sabed que os he elegido para educar e instruir a mi nieto, el Príncipe Gudulín. Y que espero seáis tan esmerado en su educación como lo fuera mi Viejo Maestro el Hechicero.
Tras estas palabras, un largo silencio llenó la estancia. Hasta que, súbitamente, otro alarido -de gozo, ahora- estremeció al anciano, que rodó desvanecido de dicha a los pies de la soberana.
Una vez reanimado -cosa que resultó ardua, pues, aquel que por tan duras pruebas pasara, estuvo en un tris de fallecer sólo al oír el anuncio de bienestar y dicha-, cacheteándole en las demacradas mejillas, logró al fin Ardid que le escuchara y entendiera:
– Decidme, ¿cuál es vuestro nombre?
– Astrágalo -balbuceó el viejo brujo.
Rápidamente, la Reina buscó en el viejo Libro de los Linajes -en su sección «Hermanos en Ciencia»- y en verdad que lo halló. No le agradó excesivamente el historial de Astrágalo: en su juventud fue ladrón de caballos, luego bandido, y más tarde entró en un convento para resguardarse de la justicia. Allí, el Abad le tomó gran afecto, pues era rara su inteligencia y disposición de aprender. Así, aquel hombre sabio le adentró en el conocimiento de muchas cosas ocultas, y él, por su parte, devoró cuanto había al respecto en la nutrida y mohosa biblioteca conventual. Llegó a tener contacto con un anciano fraile que vivía prácticamente en el huerto y que dedicábase a la investigación del firmamento, las estrellas, sus signos y su influencia sobre los humanos, y así entró en gran pasión por estas cosas. Tras una guerra -eran tiempos de Volodioso, y él pertenecía al País de los Maguncios, al Sureste de las tierras de los Desfiladeros, donde a menudo se tenía contacto con brujos y chamanes de la estepa-, el convento fue un día pasto de las llamas. Él escapó, disfrazado de mendigo, y anduvo por tierras y lugares variopintos, aplicando -bajo peculio- entre los campesinos un poco de magia en su forma más mísera: rechazando males de ojo, procurando remedios contra las paperas o tumores, devolviendo la leche que habían robado las brujas de las vacas…, a cambio de pan, queso o una gallina -si bien ésta era, por lo general, adoptada sin permiso de sus dueños-. Eran tiempos revueltos y salvajes, y Astrágalo se dedicó, entonces, a saquear a los muertos, despojar a los ahorcados y desvalijar a los enfermos. Así, fue pasando su vida, hasta llegar a Olar. Y allí, oyó hablar de la más joven Reina, que casó a los siete años con el impío y feroz, aunque grande y admirado, Volodioso. Mucho le intrigó la cosa, y permaneció en la ciudad, donde habitaba en un cubil cerca de la zona donde se abrían los lupanares y lugares de esparcimiento de soldados y de campesinos que habían logrado vender una vaca. También practicó sus artes entre aquellas mujeres, de suerte que las libraba de influjos malignos, las proporcionaba bebedizos amorosos y toda clase de potingues de más o menos eficacia. Alguna vez había logrado algún éxito e incluso conseguido llevar a buen término algún conjuro. Pero la existencia era cada vez más dura, y como era un ser humano -aunque contaminado-, se veía obligado a defender su vida, calmar su hambre, vestir su cuerpo y, en fin, continuar avanzando sobre sus dos piernas, ya, en verdad, muy viejas. Con lo que, al fin, cuando ya tenía algunos ahorros que le permitieron montar un pequeño lugar de Averiguaciones, y andaba en la confección de un Instrumento Desvelador de Estrellas, fue apresado sin contemplaciones como sospechoso de brujería y encerrado en aquella mazmorra, donde pasara largos años.
«¡Dios mío! -se dijo Ardid, cerrando el libro-, ¡qué gran diferencia, entre mi anciano y querido Maestro y este brujo de baja estofa!» Sabía bien en qué se distinguían un hechicero -honorablemente dedicado al conocimiento de los grandes secretos que sustentan el mundo- y un brujo. Un brujo puede ser honesto, en algunas ocasiones, pero por lo general son malos aprendices de la verdadera sabiduría, y a menudo caen en tentaciones deleznables, capaces, incluso, de causar males y desgracias sin cuento.
Pero ¿qué podía hacer? Aquél era el menos malo entre todos.
– En verdad -díjole Ardid, observando sus uñas amarillas de ladrón- que tenéis más de bandido que de sabio, pero como conozco la verdadera razón que os hizo cometer tanta tropelía, y esta razón es la que mayormente ha regido mi vida, esto es la Ciencia, os perdono en gracia a que sois humano y, como tal, ya que pobre y mísero nacisteis, habéis necesitado defender vuestra vida con uñas y dientes. Pues bien, sabed que nada escapa a mi sagacidad, y que si os desmandáis en vuestro cometido, lo que os ocurrirá será tan grave, que recordaréis la mazmorra y otras calamidades como el más dulce y placentero sueño. Pero si, en vez de ello, os dedicáis en cuidado y amoroso interés a educar al Príncipe, os proporcionaré no sólo regalada vida y hermosos trajes, sino también medios para dedicaros a vuestras investigaciones. Y aún más: con gusto colaboraré con vos. Y tened por seguro que no soy novata en estas lides, y algo sé que tal vez vos no conozcáis nunca: he dedicado mi vida al estudio, y lo que para muchos, incluso para vos, aún permanece en la oscuridad, está lleno de destellos luminosos para mí.
– Os juro, Señora, que así lo haré y que no os arrepentiréis de haberos mostrado tan generosa -dijo Astrágalo. Y verdaderamente conmovido intentó besar el borde del vestido de Ardid, pero ésta lo apartó.
Cuando ya estaban estas cosas decididas en el secreto de su cámara, el Trasgo, que había escuchado todo con indiferencia, susurró:
– Es un torpísimo aficionado cuya contaminación ni siquiera es peligrosa.
Más tarde, Ardid convocó nuevamente a la Asamblea para decidir quién sería el Maestro y Preceptor de Gudulín. Y tan bien llevó estas cosas, y tan dulce y arteramente las condujo, que el propio Barón creyó que Astrágalo sería el mejor Maestro -según Ardid, traído de más allá del Sur- y Preceptor del indócil muchacho.
Ciertamente que el viejo Astrágalo hubo de lamentar tener a su cuidado semejante discípulo, pero como cosas muy peores conocía, aceptó resignada y aun alegremente la detestable compañía del Príncipe, y aprestóse con la mejor voluntad y entusiasmo en su instrucción.
Como Gudulín pasaba a menudo las noches en vela junto al Trasgo, y cuando inició sus lecciones ya había empezado a emborracharse, permanecía dormido la mayor parte del tiempo. El anciano sudaba lo indudable en su afán por despertarle y mantenerle atento. Pero, con escaso o nulo rendimiento por parte del Príncipe.
Sin embargo, mal que bien, a medida que los años iban pasando, las cosas fueron progresando.
Gudulín cumplió seis y luego siete años. Y cuando este cumpleaños se celebraba, estaban aún ignorantes en Olar de la próxima aparición del Rey. Entretanto, y con grandes esfuerzos por parte del Maestro Astrágalo, Gudulín había aprendido a leer, mal escribir su nombre y tenía muy vagas nociones sobre la ciencia que tanto amaba su abuela y tan desesperadamente intentaba inculcarle el anciano. Pero en cambio, para otras cosas mostraba tal destreza y disposición como astucia.
Y a poco, el anciano, desanimado por el desinterés del niño y asombrado por la clase de preguntas y curiosidad que en él descubría, fue lentamente recordando su turbio pasado de malandrín, y llegó momento en que, a escondidas, ambos jugaban a los dados, bebían cuanto podían rapiñar y el anciano llegó a tomarle afecto, aunque, ciertamente, muy particular. Y su nueva y bien aprendida lección no dejó de ponerse en evidencia cuando tanto las doncellas de su abuela como la gente del Castillo en general, empezaron a notar en falta infinidad de objetos, e incluso joyas. Todo ello iba a engrosar el tesoro que Gudulín acumulaba en el interior del tubo de la chimenea de su dormitorio, donde ahora solía morar, casi permanentemente, el Trasgo. «No hagas esto, niño querido -decíale el borracho y dulce Trasgo, a veces-, puede obstruir el tubo, y asfixiarte.» «No lo toques», contestaba secamente Gudulín, sin hacer caso de las lágrimas del Trasgo. Pues cuanto más crecía, más desconsiderado y cruel se mostraba con él. Y así, le castigaba de la forma que sabía como la única posible: pasaba una o dos noches fingiendo no verle o no oír la llamada de su inconfundible martillo de diamante, que otrora sedujo a Ardid. Hasta que el pobre Trasgo, totalmente ebrio, se desesperaba dando volatines a su alrededor. Volatines que, a decir verdad, cada vez eran menos gráciles.
Una noche ocurrió lo que predecía el Trasgo: el tubo de la chimenea se obstruyó, entró el humo en el dormitorio, y el Príncipe hubiera perecido asfixiado si el Trasgo no lo saca en brazos hasta las almenas de la Torre Este. Pero a causa de ello se produjo un incendio y, alarmados, los sirvientes que le cuidaban entraron en la estancia, y hallando la cama incendiada, y no viéndole, fueron con grandes lamentos a comunicarlo a la Reina y a su madre. Gudulina, con agudos lamentos enloquecidos, y pálida de dolor Ardid, creyéronle abrasado. Pero no era así: y cuando más desolador era el espectáculo, y habían llegado, a medio vestir, los más importantes nobles de la Corte, para conocer la desgarradora nueva, el Príncipe se reía con toda su alma tras el tapiz de la ventana de la cámara real. Hasta que creyó oportuno aparecer y, con burdas mofas y soeces palabras -aprendidas tanto de sirvientes como de su Maestro, que conservaba fresca la memoria de tal lenguaje y a solas o con su discípulo lo practicaba a placer- dejó muda de estupefacción a la Corte.
Este incidente fue considerado como una travesura infantil.
Pero no quedó así en el ánimo de Ardid. Empezó a espiar al niño y, a poco, descubrió cómo solía pasar sus lecciones y gran parte de sus noches. Llamó al Maestro y, llena de cólera, le dijo:
– Habéis sido desleal conmigo, tratando al Príncipe en forma tan incorrecta como malvada. Y como no he olvidado lo que os prometí, tened por seguro que iréis a la hoguera sin remisión.
El anciano cayó de rodillas sollozando y pidiendo a la Reina le salvase de tan horrible fin. Y viéndolo allí a sus pies, y contemplando su vejez, una antigua espina vino a clavarse en el corazón de Ardid. Y así, su ira se debilitó, y reflexionó, diciéndose, al fin, que tal vez no había más culpable que su propio nieto, ni más víctima que su Maestro. Así lo demostró Astrágalo, enseñando a la Reina las huellas que la precoz crueldad del niño habíale infligido. Cuando, a veces, el Maestro se arrepentía -por miedo o por verdaderos remordimientos- de sus malas lecciones, el joven Príncipe le amenazaba con delatarle a la Reina o a la Asamblea de Nobles como un viejo pervertido, brujo, y otras cosas. Y no contento con esto, le hacía blanco de sus flechas, pinchazos a punta de daga y demás lindezas, de suerte que el viejo tenía los brazos y piernas convertidos en un puro y amoratado acerico.
– Está bien -dijo Ardid, tan convencida como apenada-. Pero de ahora en adelante yo misma me ocuparé de mi nieto. En cuanto a vos, quedáis destituido de vuestro cargo y desterrado de Olar; y como deberé simular que sois condenado a la hoguera, por apiadarme de vos, a otro de los muchos destinados a ello quemaremos en vuestro lugar y con vuestras ropas. Pero sabed que debéis salir de este Reino y jamás volver a él. Pues si tal cosa sucediese, no habría piedad para vos.
Así se hizo: disfrazado de mendigo, el anciano Astrágalo fue arrojado de allí, y en su lugar, fue condenado a la hoguera -vestido con sus ropas, tapado el rostro con capuchón negro- otro infeliz anciano acusado de idénticos crímenes. Y fue duro en verdad para el viejo Astrágalo: pues la molicie, el vino y el exceso de comida -comió más en aquellos tres años que en toda su vida- habían hecho más destrozos en su vieja persona que todas las durezas y privaciones pasadas. Y mucho más duro fue el regreso a la antigua miseria. Como ya era muy anciano, y había engordado en demasía y perdido toda su agilidad, no podría dedicarse al bandidaje, como antaño, o a expoliar a los campesinos. Con lo que, perseguido a pedradas por los niños, y arrojado de aldea en aldea por las mujeres -el hambre les obligaba a espantar a todo desconocido que asomase por los embarrados caminos de aquella naciente primavera-, casi llegó a lamentar no haber preferido la hoguera a tan lenta como cruelísima agonía. Y así, de camino en camino, desapareció, y no volvió a saberse de él.
En los días esplendorosos del verano, Gudulín saltaba por la ventana con su pequeño carcaj al hombro y, deslizándose por la tupida enredadera, llegaba hasta la copa del gran olmo blanco. Y desde aquellas ramas, descendía al suelo, corría hacia la zona posterior de la Torre, y llegaba a la muralla. Allí, aún se abría cierta vieja y mohosa puerta de hierro, por donde años antes -mucho antes de que él naciera- la entonces desventurada Reina Ardid dejó escapar a la Princesa de las Estepas que le arrebataba el amor del Rey. Él no sabía estas cosas cuando descubrió aquella puerta, oculta entre el orín y la hiedra. Alzaba ahora su pesado picaporte, salía al campo y al bosque, y por allí merodeaba, en busca de animales que atravesar con sus pequeñas pero agudas flechas.
Así, Gudulín llegaba hasta una gruta donde anidaban murciélagos y, cuando él entraba, ellos volaban en tropel, y alguno chocó contra su cara. Por fin, un día atrapó uno, extendió sus alas y contempló su carita de diablo; lo llevó hasta un abedul, y allí lo clavó, sirviéndose de agudas ramitas y utilizando una piedra como martillo. Luego, lentamente, lo torturó con el punzón de hueso, del que jamás se separaba. Pálido, con los labios blancos de placer, regresaba anochecido. Y a escondidas, tal como salió de ella, volvía a su cámara, donde el Trasgo le reprendía lastimeramente: no por lo que hacía -que lo ignoraba-, sino por su ausencia.
Cierto día de julio, en el maligno y caluroso mediodía, se deslizó Gudulín por la enredadera y pisó con tan mala fortuna que vino a caer violentamente al suelo, y allí quedó, blanco el rostro y ensangrentada su cabeza. Mucho más tarde, dos criados lo encontraron, y esta vez costó mucho reanimarle. Había perdido mucha sangre y casi lo creían muerto. La noticia había corrido como viento por toda la ciudad, cuando un joven, aun arrostrando las sospechas y peligros que la revelación de su ciencia causaría en las oscuras mentes de la Asamblea, dijo que tal vez él podría curar al Príncipe. Le costó hacerse oír, pero una muchacha, una ayudante de cocina de las que se afanaban entre las calderas del Castillo, era su novia. Por ella llegó su petición al Cocinero Real, y del Cocinero pasó a la servidumbre, y de ésta al Mayordomo, y de éste, a través de complicados pasillos y cuchicheos, a las camareras de la Reina.
El Trasgo permanecía muy quieto, casi inmóvil -quizá por primera vez en su vida- sobre el dosel de la cama del niño. En vano hacía saltar entre sus dedos piedras refulgentes del río, palabras con doble tino y cáscaras de escalambrujo. Incluso llegó a verter sobre la frente de Gudulín delicada y dorada semilla de mostaza -totalmente desconocida en Olar, excepto para los trasgos-. Pero Gudulín, su luz y su vida, seguía blanco, profundamente marcadas las ojeras de sus ojos, los párpados cerrados. Era un niño muy hermoso cuando permanecía dormido o inconsciente, cuando no se podía percibir el siniestro reflejo de su oscura mirada. Y así pues, con el negro y suave cabello empapado de sudor sobre la frente, los labios exangües, las manos inactivas -e inofensivas- sobre la cobertura del lecho, podía conmover incluso a quienes no le amaban -u odiaban, como sucedía con la mayoría de pajes y sirvientes-. Y las lágrimas del Trasgo caían con tal brillo sobre la frente del niño, que los presentes creían ver una bandada de mariposas de irisadas alas que venían a despedirse del joven Príncipe Heredero. Hasta el punto que, más de uno, desazonado por su brillo, que en verdad se antojaba tan triste como un funeral, intentó espantarlas. Por un cálido viento que llegaba del Sur, el abedul blanco movía las ramas finas, Y un raro aroma a mosto, viejo como el mundo, llenaba la estancia. Fue en aquellos días, cuando otro racimo ya tan rojo como el otoño mismo, perdió, uno a uno, hasta cinco hermosos granos, que rodaron, tersos y perlados como sangre de lluvia, bajo las pieles que cubrían al Príncipe.
Gudulina permanecía, quieta, a los pies del lecho. Miraba a su hijo tan fijamente y tan seria, que súbitamente sus ojos fueron una revelación para Ardid: aquélla era, precisamente, la profunda, atónita, extraordinaria seriedad de los ojos de Tontina. Y Ardid descubrió que todos los niños del mundo -los de noble cuna o los más villanos- acaparaban en su mirada aquella expresión: como si en ella se agazapara el más grave, asombrado y dilatado de los reproches. Y se dijo que nada sabía ella, ni nadie, de esta profunda mirada del mundo, del inmenso estupor de la tierra ante el humano acontecer. Entonces, fue a Gudulina y le habló como si hablara a una niña:
– Hay un hombre que dice que salvará a Gudulín. Si tú lo deseas, él llegará hasta aquí.
Gudulina pareció despertar de su profundo asombro y, tornándose de nuevo mujer -pero mujer desquiciada-, prorrumpió en maldiciones hacia todos los hombres y todas las tierras, y todo lo que existiera fuera de su dolor. Decía, entrecortadamente, que si un niño debía morir delante de su madre, el mundo no merecía la pena de haber sido creado.
– No morirá, no morirá -dijo Ardid, estremecida de horror ante sus palabras y, sobre todo, ante el sofocado grito, un ronco sonido que no gritaba pero que parecía taladrar las paredes del tiempo mismo-. No morirá…
Hizo conducir al joven hasta sus aposentos, y al verle quedó asombrada de su porte. Pues, aun en medio de su dolor -a pesar de todo y aun conociendo la índole perversa de su nieto, era hijo de Gudú, y llevaba su sangre-, quedó traspasada por un sentimiento singular: como si en él reconociera, de improviso, algo tan conocido como olvidado.
Era un hombre joven, de alta estatura, y tan rubio que sólo Tontina hubiera podido rivalizar con él. Y sus ojos eran tan azules, y tan perfectas sus facciones, que no parecía de origen tan humilde como se decía -pues, para Ardid, todo villano era tosco, torpe y feo-. Avanzó hasta el niño y, soplándole en los ojos y en los labios, quedó un rato como transido en honda meditación. El Físico del Castillo, a juicio de Ardid un estúpido ignorante -en lo que no le faltaba razón, ya que ni sabía leer-, que tan sólo sabía aplicar sanguijuelas y hierbas sobre las heridas, le miró con odio. Y Ardid leyó en aquel odio el propósito de, una vez curado el niño si es que lo lograba, acusarle de brujo. «Pero no será mientras yo viva», se dijo Ardid, con tal firmeza y pasión que a ella misma sorprendió.
El Trasgo, entonces, saltó sobre su hombro, y abrazándose a ella prorrumpió en sollozos, diciendo:
– Niña querida, niña querida… este joven es una de las pocas criaturas humanas capaces de hacernos respetar vuestra especie.
– ¿Qué dices, querido? No entiendo…
– Está al borde de la Historia de Todos los Niños, pero él nunca quiso entrar allí, ni siquiera cuando tuvo edad razonable para conseguirlo. Y jamás entrará, ni tan sólo lo deseará: pero ten por seguro que allí sería bien recibido, aun cuando nunca supo ser niño…
– No te entiendo -dijo Ardid. Pero tan intensa era de pronto la Tristeza que en la tarde de verano ascendía desde el Lago, que su voz se quebró y ni fuerzas tuvo para decirle que no usara ahora, por lo que más amara, y era esto, sin duda alguna, Gudulín, el lenguaje de su especie. Aquel lenguaje llamado Ningún, que de niña entendía, y ahora se hacía para ella cada vez más confuso.
El joven ordenó que su anciano sirviente, o ayudante, trajera un cofre misterioso, y ante el estupor general y las veladas protestas del Físico y de los nobles, que comenzaron a oponerse escandalizados, se horadó una vena y a través de un conducto de fina urdimbre, parecido a un tubo, llegó a horadar la vena del brazo del pequeño Príncipe. Y así, su propia sangre llegó al heredero de Olar. Ardid atajó toda protesta con su más poderoso y altivo aire de Reina, diciendo:
– Dejadle hacer: sólo él puede salvarle. Y de todos modos, sin esta única esperanza, Gudulín morirá. Este joven Físico -de pronto, como poseída de alguna misteriosa revelación, así lo nombró- es la Esperanza.
Y Gudulín no murió. La sangre nueva fluyó hasta sus mejillas y sus labios y, tras quedar profundamente dormido, permaneció en este estado durante tres días y tres noches. Y ni un solo momento el joven Físico se apartó de él: espiando el menor de sus movimientos y rozándole suavemente manos y frente con sus dedos largos, firmes y suaves. Al fin, al sol del cuarto día, Gudulín abrió los ojos. Estuvo aún postrado durante un tiempo, hasta que, una tarde, pudo incorporarse. Sólo entonces, el joven guardó todos los misteriosos artilugios en el cofre, y pidió permiso para retirarse a su aldea. Estaba Ardid con Gudulina, el Trasgo y la primera de sus doncellas, y viéndole dispuesto a marchar, despidió a todos, excepto al Trasgo, y le dijo:
– Ni siquiera sabemos el nombre. Dinos qué deseas, y te juro que tus deseos serán cumplidos.
– Señora, sé de vos y vuestra sabiduría desde muchos años atrás. Y así, únicamente podréis entender vos lo que os digo: mi mejor recompensa ha sido comprobar la certeza de cuanto he estudiado tan afanosamente durante los treinta años de mi vida.
– ¿Treinta? -se asombró Ardid. Pues parecía un muchacho de apenas veinte.
– Treinta míos, y doscientos heredados -dijo él-. Señora, os lo ruego, dejadme partir, pues si no lo hacéis, un gran peligro nos acecha a ambos.
– No lo entiendo -respondió Ardid. Temblaba por una desconocida emoción que le llenaba de luminoso a la vez que oscuro presentimiento.
En vista de que el joven callaba, se sintió repentinamente intimidada ante la mirada de aquellos claros y profundos ojos. Dijo entonces:
– Partid, en buena hora. Pero, al menos, decidme vuestro nombre.
– No tengo nombre, Señora -respondió él.
Y partió con tan fría y enigmática sonrisa que dejó confusa a Ardid. En tanto, Gudulina se entregaba a besar, llenar de dulces nombres y caricias al arisco Gudulín, cuyas primeras palabras fueron para reclamar su carcaj, flechas y daga.
– Trasgo, querido mío -dijo Ardid, apartándolo a la fuerza de Gudulín-. Dime quién es este joven…
– Ah, niña, los años espesan tu mente -dijo él, distraídamente-. No entiendo cómo puedes preguntarme algo tan evidente y simple.
Y como el Trasgo ahora sólo prestaba atención a su gran amor, tras verse rechazado por él, se dedicó a libar sin rebozo, hasta caer totalmente embriagado en las brasas. Ardid quedó perpleja y desazonada.
Gudulín regresó a la vida. En vano Ardid intentó reanudar las interrumpidas lecciones. Entre otras cosas, Gudulina, irritada, se lo impidió, diciendo que su hijo no precisaba de tales estupideces, siendo como era una criatura tan maravillosamente dotada por la naturaleza. Y así, halagándole y mimándole, pasó su convalecencia.
Ya finalizaba el verano cuando el Trasgo acudió una noche al encuentro del niño, para llevarle en busca de las viñas del Sur. Gudulín se levantó con aire distraído y soñoliento, y al fin dijo:
– No puedo, Trasgo, he crecido demasiado, no hay sitio para mí, en esos laberintos… -Y empezó a reírse. Y su risa se parecía a la risa de Gudú, breve y seca. Y riendo, extendió la mano, arrancó otro grano del pecho de Trasgo y lo mordió. Tal fue el dolor del Trasgo, que, con un lamento que toda la ciudad oyó, creyeron era el largo aullido del lobo, cosa insólita dado que en aquella estación no era posible. Estuvo algún tiempo escondido en lo más profundo de las raíces del bosque, llorando, hasta que sus lágrimas hicieron brotar un manantial bajo los abedules blancos.
Entretanto, y ante la imposibilidad de educar a su gusto a Gudulín, la Reina se dedicó más a los dos pequeños, Raiga y Raigo, sin olvidarse nunca de Contrahecho. Éste era tan raquítico y menudo que nadie le hubiera dado más de ocho años, y pasó a ser, de bufón-víctima de Gudulín -que, afortunadamente, lo había olvidado- a compañero de juegos de Raigo y Raiga.
Estos niños gemelos eran lindísimos. Tan rubios como el sol, y de porte tan gentil, que sólo las amargas circunstancias que el país atravesaba podían explicar el olvido en que eran tenidos. Contaban casi cinco años, pero ya se mostraban encantadores. Ardid se dijo que era hora de hacerles aprender a leer. Y aunque no destinados a heredar el trono, el carácter de Gudulín -tan temerario como inútil- podía hacer considerar que, acaso, algún día Raigo pudiera ser el único heredero. Por lo que, apresuróse a poner en práctica su idea, y con alegre sorpresa advirtió la despierta inteligencia del niño.
Los hermanos eran muy parecidos en su aspecto físico, pero de muy distinto temperamento. Raigo era apasionado y lleno de curiosidad por todo, como lo fuera su abuela a su edad. Pero Raiga, aunque era dulce y encantadora, no parecía interesarse más que por corretear, de la mano de Contrahecho, bajo el Árbol de los Juegos. Y aunque Ardid, absorta en su entusiasmo por educar a Raigo, no se apercibía de ello, Raiga y el pobre ex bufón, trepaban a sus ramas, arrancaban hojas y, entre los dos -que jamás habían aprendido a leer-, leían en ellas la clave de innumerables canciones, y el aprendizaje de un sinfín de juegos que se apresuraban a poner en práctica.
Tras las lecciones con su abuela, Raigo se les unía: y llegaron a construir entre los tres una pequeña cabaña en las ramas del Árbol, y allí solían pasar gran parte de su tiempo.
Así, ocurrió que un día Raigo no acudió a su lección. Ardid lo buscó en vano. Hasta que al fin, tuvo un presentimiento. Diriglose, sola, hacia la Torre que tan bien conocía y tantos recuerdos guardaba para ella. Estaba muy abandonada, maltrecha, y medio se derrumbaban las piedras de los muros, en tanto que la maleza, ortigas y yedra lo cubrían todo. Ascendió por los musgosos escalones y su corazón latía, sin querer indagar la razón. Y así, alcanzó el abuhardillado lugar bajo la cúpula azul. Levantó la mohosa trampa, y un enjambre de oro, parecido a polvo de sol, la cegó. Sacudiéndose los hombros, y el cabello, y tosiendo, penetró en aquel lugar.
A través de las rendijas de los postigos, quemados por el viento, la nieve y la lluvia, entraba la luz. Y Ardid iba distinguiendo poco a poco, y uno a uno, los viejos cofres que fueron de Tontina, cuando oyó unas voces quedas, y sofocadas risas infantiles. Se acercó de puntillas, y en la penumbra descubrió a sus nietos y a Contrahecho jugando con los viejos tesoros de la Princesa muerta. Sintió desfallecer su corazón, hasta el punto de que tuvo que sentarse sobre una de aquellas polvorientas arcas.
– ¿Qué hacéis aquí?, y ¿quién os ha dicho…? -empezó a decir. Pero al observar con qué naturalidad ellos la miraban, sonreían y proseguían en sus juegos, desistió de preguntarles nada.
Estuvo un rato allí, sentada, observando lo que hacían los niños. Y, recordó que ella jamás había jugado ni había sido verdaderamente niña. Entonces, tomó entre las manos un muñeco y, escudriñando en sus ojillos de vidrio algo, algo que se le escapaba, permaneció mucho rato.
Al fin, cuando la tarde declinó, los niños, que tenían el cabello lleno de polvo dorado, de pétalos marchitos, y las mejillas rosadas, empezaron a bajar la escalera, en busca de la cena y el sueño. Entonces ella ordenó los esparcidos tesoros, y tras cerrar la trampa, con gran cuidado, les llamó y dijo:
– Escuchadme, niños: nunca digáis que aquí habéis estado ni reveléis este lugar a nadie. Pues sólo aquí vendremos nosotros cuatro, y nadie debe interrumpir con su presencia nuestros juegos.
Los niños asintieron con gravedad. Y mientras regresaban a la Torre Sur, donde habitaban, el cielo se llenaba de estrellas, y la Reina Ardid lloraba silenciosamente.
Desde aquel día, tras la lección de Raigo, allí acudían los cuatro. Y la lección era doble, y mucho más rica, puesto que con ellos, la Reina aprendió a jugar, por primera y última vez en su vida.
Gudulín se iba convirtiendo en un muchacho alto, robusto, de manos grandes y generalmente sucias. Un día pidió a Gudulina un caballo, y ésta ordenó inmediatamente que se cumpliera tal deseo.
– Es muy niño aún -dijo el Barón Silu-, debe antes tomar lecciones del Maestro de Armas.
Así lo ordenaron al viejo Randal que, relegado de la Corte Negra, regresó a su oficio con celo e ilusionado afán. Empezó por enseñarle los lances de espada y daga, pero Gudulín se mofaba de él: le tiraba de las barbas, se reía de sus piernas combadas de antiguo jinete y decía:
– Viejo estúpido, yo sé luchar con otras y mejores armas.
Y le mostraba los arteros conocimientos adquiridos del viejo y desdichado Astrágalo.
– No es noble ese juego, ni esa manera de luchar -decía el viejo dominando su ira. Pero por toda respuesta recibía una flecha, que a duras penas podía esquivar.
Gudulina consiguió para su hijo un caballo joven, negro, de crin blanca y ojos de color miel. Gudulín, al verlo, palideció. En aquel instante su corazón sufrió un brusco estremecimiento: el amor lo llenó, y casi afloraron a sus grandes ojos de pirata niño y borracho, lágrimas tan puras como el primer rocío. Corrió hacia él, y colgándose de su cuello permaneció así, sin hacer caso del susto del corcel, que no le correspondía. Su rosado belfo temblaba y sus ojos del color de un dulce licor conventual, se inundaron de terror. Tal vez regresaban a él viejas historias de sapos, ranas, murciélagos y escarabajos mutilados y, al sentir en su cuello las grandes y sucias manos del Príncipe, se sintió sacudido por tal temblor, que Gudulín creyó navegar sobre un mar de espuma aterrorizada, como sangre inocente. Y como había heredado el don de su abuela en el centro más hondo de sus pupilas -fieros ojos relucen en la noche como dos gotas de metal fundido y abrasan a quien mira a través de ellos, y sumen en la más atribulada sed la vida que se debe arrastrar-, sabía que el corcel le temía. Así, tembloroso él también, murmuraba en su oreja de terciopelo: «Caballito, caballito mío». Pero el corcel no le entendía, sólo temblaba. Y Gudulín se sintió rodeado por la neblina del Lago, y la antigua Ondina se adueñó de su corazón solitario y feroz. Y así, ablandado al fin como bajo musgo viscoso y tardío, Gudulín sollozó sin lágrimas, diciendo: «Caballito, amigo, amigo mío». Y nadie era amigo de Gudulín, y nadie podría jamás ser amigo suyo. Excepto un pobre trasgo, que él despreciaba.
Saltó sobre su caballo y se abrazó a su cuello, pero el corcel se desató, rompió el dogal y huyó con él a lomos, saltando las barreras, hasta alcanzar el corazón del bosque. Allí, junto al manantial del Trasgo, se detuvo.
Era un verano caluroso, y en las praderas la hierba se agostaba, pero no allí, que casi parecía negra, de tan húmeda y hermosa. Gudulín sentía bajo sus rodillas el corazón del corcel, y dijo:
– Amigo, amigo, te amaré mientras viva.
Y después, lloró, y regresó; y aquella noche, en su lecho, volvió a llorar. Cuando el Trasgo asomó por la chimenea y vio a Gudulín tan anegado en tristeza, fue a acariciarle la negra y suave cabellera y, besándole en los ojos y labios y orejas, intentó consolarle como mejor podía. Pero Gudulín no le escuchaba, ni sentía sus inútiles besos. Y desde aquella noche, todas las noches de su vida -en verdad corta- lloró, dormido, o medio dormido, en la frontera de la vida y la muerte que, tan sedienta y paciente esperaba bajo su lecho.
Declinaba ya aquel tórrido verano en que los niños lloraban de noche. Pues no sólo Gudulín lloraba ocultamente bajo sus cobertores; había una niña, menuda y hermosa, que igualmente sollozaba en la oscuridad y el olvido del enorme Castillo de Olar. Y era Raiga, la primera y más dulce y gentil Princesa de aquel Reino. La habían alojado en una pequeña cámara -antiguo dormitorio de Dolinda- y dormía muy cerca de su abuela. Y en otro lecho idéntico, a su lado, dormía Raigo, el gemelo. Pues por ser tan niños, los tenían siempre juntos, sin distinguir apenas sexo y carácter, tan parecidos eran. Si el cabello dorado de Raiga rozaba sus hombros, nadie pensó tampoco en cortárselo a Raigo. Y dormidos, hubiera sido difícil distinguir entre ambas cabecitas, si se trataba de niño o niña. Tan delicadas eran sus facciones, tan dulce y profundo su sueño. Nadie les hubiera podido diferenciar, excepto Contrahecho. Cuando todos dormían, él salía del pequeño recinto que antaño fuera cubil del amado y llorado Hechicero. Despertaba y salía en la noche, porque venían enjambres de silfos a morderle las orejas y decirle: «Raiga llora». Y entonces, de puntillas, vestido con su larga camisa -despojado al fin de los humillantes cascabeles de oro-, se acercaba de puntillas al lecho de los niños, y a los pies de Raiga, lloraba también sin lágrimas. Aunque sólo los trasgos y los ancianos gnomos del Subsuelo, y los pájaros que asesinaba Gudulín, y las inocentes culebras del fondo del río, que, sin veneno, sufrían la maldición de las serpientes malignas, la podían ver. Y decíase: «Raiga querida, Raigo querido, a nadie amaré en el mundo, excepto a vosotros dos. Y como no podré desposaros cuando sea hombre, mi vida será negra y triste». Y la neblina del Lago ascendía, ascendía.
En verdad que Olar era una ciudad triste, y el Castillo del Rey, un tenebroso recinto de piedras musgosas donde los niños lloraban por la noche. Y únicamente la lechuza, vieja y sabia -había conocido a Predilecto, a Tontina, incluso a las ardillas de aquel desaparecido séquito, cándidas criaturas que en el mundo vagan soñando en la bondad y en la libertad de la inocencia-, sabía que Raiga lloraba porque Contrahecho era feo, bufón, jorobado y dulce como un panal de miel.
Entró por fin el otoño, tan rojo y perfumado, que el Trasgo olía vino en los rincones más inesperados del Castillo. Fue por Gudulín y le dijo:
– Niño amado, ven, te llevaré conmigo al Sur y regresaremos en una sola noche.
– Iré montado en mi corcel -dijo Gudulín, sentándose en el lecho y frotándose los ojos.
– En tu corcel, querido, y en el viento -dijo el Trasgo-. Sólo te pido un poco de amor, aunque con él se desprendan todos los granos de mi cruel racimo.
Y fueron a la viña, y hallaron allí a la gente en los lagares, y compartieron su alegría y sus vinos.
Gudulín fingía ser un niño perdido, y por lo sucio y desgarrado de su atuendo y su misma persona, nadie lo ponía en duda. Y el corcel les aguardaba, oculto entre la floresta.
Regresaron al amanecer, borrachos y cantarines, y el corcel de Gudulín corría, corría como el propio viento, a impulsos del grandísimo deseo del Trasgo.
Al día siguiente, Ardid llamó al Trasgo, que dormitaba en las brasas de la chimenea.
– Trasgo, querido, dime cómo se llama y adónde fue el hombre que salvó la vida de Gudulín.
El Trasgo se desperezó. Su nariz aparecía ahora tan roja como las hojas del bosque, como su rizada melena.
– Clarividente amor, clarividente hombre -dijo agobiado por las preguntas de Ardid-. Ah, niña, niña, estás tan vieja que me causas pena.
– Pero dime, ¿qué ha sido de él? Envié secretamente mensajes y hombres en su busca y nadie me da razón de esa extraordinaria criatura.
– No sé dónde habitará; en cualquier parte, tal vez. Y me digo que acaso sólo Once debe saberlo. Pero tampoco sé dónde andará Once, ahora…
– Decían que era el novio de una muchacha de las cocinas. Pero esa muchacha llora día y noche su desaparición. Trasgo amado, dime, ¿dónde está el hombre que salvó de la muerte a mi nieto?
– Bien, lo indagaré en recuerdo de aquellos días cuando podías deambular por mis caminos subterráneos… Niña, dime, ¿adónde fuiste?, ¿dónde estás? Te busco muchas veces por el subterráneo y no doy contigo…
– Los niños que no mueren son tan misteriosos como la propia tristeza -dijo Ardid, con ojos pensativos-. No sé adónde fui, querido Trasgo. No sé dónde, ni por dónde vagará aquella niña…
– No estás en la Historia de Todos los Niños: jamás pudiste entrar allí.
– No, bien lo sé.
Desde que cada tarde subía a la buhardilla de la vieja Torre y allí permanecía largo rato con sus nietos y Contrahecho, Ardid había recuperado cierta sabiduría que creía desaparecida de su memoria.
– Te prometo que en cuanto halle aquella niña, te avisaré… Pero entretanto, ve en busca del hombre Clarividente, pues su ciencia me es necesaria como el aire que respiro. Soy mujer estudiosa, querido, y mi afán por conocer es tan grande como el de mi hijo, aunque de diferente manera.
– Lo sé -el Trasgo estiró sus piernas, cada vez más parecidas a delgadas cepas-. Lo sé. No necesitas decir algo que conozco aun más que tú misma.
Y buscó al hombre Clarividente, y al fin lo halló. Vivía en la otra orilla del Lago, precisamente en aquella cabaña de pescadores donde antaño se ocultaran la niña Ardid, el Hechicero y él mismo. junto a su abuelo, el anciano que guardaba su cofre, el joven Clarividente dedicábase sin reposo al estudio e investigaciones. Pero no olía allí dentro a Raíces del Sueño, ni a semillas de mostaza, ni a caminos horadados en el suelo o el firmamento. No olía sino a hombre clarividente, raramente sensato, cuerdo, prudente… e inocente. De suerte que ni aun a pesar de la grave contaminación que le aquejaba, no parecía posible que el hombre pudiera verle. Porque Clarividente carecía totalmente de imaginación sobrenatural -dedujo el Trasgo porque lo humanamente natural era sólo el fruto de sus investigaciones. «Hermoso incontaminable -sollozó el Trasgo, súbitamente apercibido de su miserable estado-. Hermoso y puro en su especie… ¿Por qué somos tan raros, ya se trate de seres humanos como de otras especies? No es la pureza la que rige el mundo donde nos ha tocado vivir.» Y levantando la cabeza hacia el cielo, pensó que tal vez allí lejos, donde las estrellas alcanzaban el punto justo de luz y de negrura, existiría una condición de vida más completa, más feliz. Pero estas cosas -acaso- sólo podía saberlas la Dama del Lago, y sus relaciones con ella no eran en modo alguno cordiales.
Así, en la oscuridad del sueño vio al fin los ojos de Clarividente, tanto como para percibir ciertas partículas doradas y caprichosas que le condujeron a una total comprensión. O así lo creía.
Regresó al Castillo y despertó a la Reina:
– Querida -dijo-, él vive allí donde tú morabas con el Hechicero y conmigo mismo. Y he de decirte que sueña contigo todas las noches.
Ardid notó cómo se encendían sus mejillas. -No es posible -murmuró.
– Lo es, y lo sabes muy bien. No es raro: os une el afán de conocimiento. Como a Gudú. Como a otros muchos, aunque se revista de diversas formas…
– Si es tan joven aún… y yo tan vieja.
– Yo no entiendo vuestras edades -dijo el Trasgo, fatigado-. No sé qué quieres decirme. De todas formas, su edad y la tuya se reúnen de cuando en cuando en la conjunción de la última estrella con el sol.
– ¡Habla como nosotros!… -suplicó Ardid.
Pero, aunque intentaba retenerle por las piernas y el cabello, como no podía palparlo, él regresó a la oscuridad del túnel, y fue nuevamente en pos de Gudulín.
– Gudulín, te llevaré al Sur -susurraba en su oído.
Pero ahora no pudieron arrastrar al corcel, y sin el corcel no había viaje y el sueño se hacía imposible. De todos modos, intentaron penetrar en el túnel subterráneo. Pero Gudulín no cabía. Se llenaba la boca, y los ojos, de tierra roja y humedad; las raíces del mundo se introducían en sus oídos. Ya estaba crecido, crecido, irremisiblemente crecido. Y Gudulín, al notarlo, lloró en silencio, amparado por la oscuridad.
– Nunca volveré a ver el Sur -dijo, quedamente-. Nunca tendré amigos.
Y no sentía las lágrimas ni los besos del Trasgo. Retornó al lecho, y se durmió sollozando. Al día siguiente montó en su corcel, le castigó duramente con los talones, y lo llevó al bosque. Allí, penetró en la cueva de los murciélagos, atrapó cuantos pudo e hizo con ellos un escarmiento memorable para aquella sufrida raza.
Cuando regresaba, tenía las manos manchadas de sangre. En el sol de otoño, relucían como piedras rojas.
Al entrar en el Castillo, oyó gran alborozo. Un emisario anunciaba la llegada de su padre, victorioso. Y supo que traía prisionera y humillada a la cruel Urdska, Reina de la Estepa. Y se decía por todo Olar que por mucho, mucho tiempo, las Hordas Feroces no sembrarían el pánico de sus tierras ni atravesarían los límites de su engrandecido Reino.
Pero Gudulín no sentía amor hacia Gudú; sólo un temblor convulso, que contagió a su corcel, y le avisó de un raro placer de antemano paladeado: Gudú era su enemigo, y como enemigo le miraría, y vencería.
Toda la ciudad se preparaba para recibir al Rey. Y se comentaba en todos los hogares aquello que cuidadosamente el Rey hizo propagar entre sus súbditos: «No hay misterios en la tierra, si Gudú se enfrenta a ellos». Según se decía, la temible Urdska llegaba encadenada, y en la contemplación real de su persona se desvanecía el viejo misterio de la estepa, el pavor de las gentes de Olar hacia las desconocidas llanuras sin fin. Ya les había advertido Gudú muchas veces, mostrando niños capturados a las Hordas a sus jóvenes guerreros: «He aquí lo que tenéis por diablos del fin del mundo. No son diablos, y el último precipicio de la tierra no ha sido aún avistado por mi ejército».
Por fin finalizaba aquella larga etapa de privaciones y austeridad para unos, de hambre y miseria para otros; por fin renacería la paz y la prosperidad para unos, y una existencia más llevadera para otros. Nadie sintió, sin embargo, como la Reina Gudulina una aguda y luminosa lanzada en pleno corazón: renacía su esperanza.
Gudulina revisó sus vestidos y se asomó al espejo tantas veces que llegó un momento en que no pudo ver su rostro. Y como antaño, la vez en que tan gloriosamente le recibió y amó, creía ahora que recuperaría lo que nadie ha podido jamás recuperar: el calor y la luz de un tiempo huido, el lugar del corazón donde el amor fue algo vivo y palpable, no un turbio sueño invadido de niebla, recorrido por lentos caracoles nocturnos. En su memoria renacían leyendas que de niña le contaba Arandana, esclava de piratas, de tez negra y rugosa, que destinó Leonia al cuidado de su infancia. Aquella vieja negra solía decirle, mientras peinaba sus rebeldes cabellos de niña: «Queridita, los hombres son perversos pero necesarios, y como todas las necesidades de este mundo, hay que gobernarlos». Y así, de labios de aquella cautiva, escuchó la historia de una Princesa hecha prisionera, salvada de la muerte por el Rey de los Nardiscos, y que, una vez liberada, sufrió tan peregrino y desdichado amor por su salvador -él no la amó jamás- que murió en plena hermosura y juventud maldiciendo el día de su liberación. «Pero aun así, queridita -decía Arandana, dando remate a sus trenzas con el cordel dorado que segaba limpiamente el cuchillo de sus dientes-, la pobre Princesa Cautiva pensó en el último instante de su vida -que es cuando la vida toda de los humanos se refleja en la mente, como los árboles en el agua- que bien valía el sufrimiento, con tal de haber sido besada por el Rey una sola vez.» Y esta historia que encendía de curiosidad y placentero espanto su corazón de niña, revivía ahora en su corazón de mujer ya agostada.
Había cumplido ya veintitrés años, y no había cuidado de sí misma, ni en lo físico ni en lo mental, como la Reina Ardid. Se decía ahora, que la esperanza en recuperar el amor era la única isla donde se refugian los náufragos de tan extraño sentimiento. Rememoraba playas de su infancia, rememoraba a su madre, rememoraba los rudos marinos y piratas de los arrecifes, y se encendía todo el sol de la Isla en su corazón; sin reparar en que los años, la enfermedad y el desvarío habían hecho estragos sin cuento en lo que fuera su espléndida figura y dulce piel de muchacha.
Llamó a Gudulín, y ordenó vestirlo y desvestirlo una y mil veces con varias prendas a cual más lujosa. Pero los trajes enviados por la cada vez más distante Leonia ya no servían al Príncipe. Ceñudo y demasiado alto para su edad, el Príncipe Gudulín, siempre sucio y sombrío, sólo relucía en su rostro pálido y ojeroso de pequeño beodo la belleza inquietante de sus enormes ojos de pirata. Pero Gudulina veía en él el fruto de un amor sin límites, y ninguna belleza podía compararse para ella a aquel rostro de correctas facciones, aunque de sañuda y ensimismada expresión. Y acariciando los suaves y brillantes cabellos negros, le decía:
– Gudulín, al fin vuelve el Rey a Olar…
Y Gudulín pensaba: «Al fin vuelve el enemigo, a quien destruiré. Porque el Rey soy yo». E ignoraba que, en muy lejano lugar, una niña poco mayor que él, delgada y nervada como un muchacho, montaba a horcajadas su caballo estepario, las desnudas piernas al viento de la estepa, golpeándole los ijares con un junco del río en la mano, y gritaba a su vez: «Soy el Rey».
Pero Gudulín no tenía madera de Rey, y Ardid, que contemplaba en silencio y a la vez los ajetreos de Gudulina intentando reducir su cintura demasiado ancha ya, y los sombríos ojos de su nieto, lo sabía. Y sabía que nunca llegaría a reinar, como intuía que Gudulín era sólo el Rey de los Sombríos Parajes y pasadizos donde agonizan los animales torturados; despedazados sapos y murciélagos, únicos testigos de la soledad de un niño que no quiere o no puede ser amigo de alguien, que se siente solo, quizás enemigo de sí mismo.
Ahora que una y otra vez, tarde tras tarde, había subido de la mano de Raigo, Raiga y Contrahecho los escalones gastados y cubiertos de musgo de la Torre Este, ahora, empezaba a descifrar un libro que no estaba escrito en ninguna parte: excepto, acaso, en la memoria de los gnomos, en la rápida decadencia de las amapolas, en la frágil llama que abrasa las mariposas nocturnas. Sí, a su muy madura edad -había ya cumplido cuarenta años- Ardid empezaba a comprender, o al menos intentarlo, la vieja y despreciada sabiduría de los desvanes, allí donde van a parar los juguetes rotos olvidados y descoloridos de los niños que crecieron y ya no están en ninguna parte. Porque los años habían conseguido que olvidase aquella ciudad llamada La Historia de Todos los Niños. Y así, el día en que preguntó a Raigo:
– ¿Quién os ha enseñado a venir a este lugar, quién os ha enseñado a jugar con estas cosas tan llenas de polvo y tiempo? Raigo y Raiga la miraron con irónico reproche, como si creyeran que estaba burlándose de ellos. Y al fin, el pequeño Contrahecho dijo:
– Oh, Señora, bien sabéis que sólo podemos jugar aquí porque sólo así nos lo enseñó aquella niña que murió.
– ¿Qué niña? -se inquietó Ardid.
– La niña Tontina.
– Ah, sí -se dolió Ardid ante los niños-. Murió cruelmente: pero no debéis hacerle caso, porque la quemó el Rey, por bruja.
– Abuela, qué tonterías dices -se impacientó entonces Raiga-. Murió porque recibió un primer beso de amor.
Y quedó así tan muda y perpleja, sin saber qué contestar, hasta que el sol se despidió sobre el ala polvorienta del Árbol, y se entretuvo en una hoja de oro. Entonces dijo:
– Niños míos, decidme si algo tuvo que ver en esta historia el Príncipe Predilecto.
– Sí -dijo Raigo-, el Príncipe Predilecto fue el causante. Pero no importa; gracias a todo eso, Once nos pudo devolver los cofres que habíamos perdido.
– ¿Cuándo, niños míos, perdisteis antes de que nacierais?
– Oh, abuela, qué cosas tan tontas dices: de sobra sabes que mucho antes de asomar por aquí, estos cofres eran nuestros.
Y nada más preguntó Ardid: pues el lenguaje de los niños que aún no tienen uso de razón -y que, menos ella ahora, todos tomaban por ininteligible media lengua- era muy similar al lenguaje Ningún. No estaba ya capacitada para descifrarlo en su totalidad. Así, su profunda melancolía se tradujo en una sonrisa que la rejuvenecía notoriamente y el fuego de la Reina ambiciosa, de la Reina indomable, de la Ardid astuta y certera, brotó y prendió nuevamente, para decirse: «Yo forjaré al nuevo Rey de Olar: pues sólo Raigo llegará a suceder a su padre, mi querido hijo Gudú». Y aunque ensombreció su entusiasmo la idea de que para nada hubiera necesitado Gudú ser objeto de aquella lejana e insensata extirpación-pues empezaba a creer que ya, desde su nacimiento, estaba naturalmente incapacitado para el amor-, se prometió a sí misma, y muy firmemente, que, muriera o no muriera Gudulín, Raigo y ningún otro de sus nietos sería el verdadero heredero al Trono de Olar. Esperaba vivir lo suficiente como para asistir a su coronación y verle Rey. Y así olvidaba que para que esto sucediera Gudú debía morir, y que Gudú había sido -hasta el momento al menos- el gran deseo, la esperanza y la gloria de su corazón.
Sólo cuando los emisarios anunciaron que la comitiva real se avistaba tras las aguas del Lago, una rara angustia pareció aprisionar su pecho, y llevándose la mano a la garganta sintió el latido de su corazón, y pensó que, acaso, el gran error de su vida no era únicamente haber privado de amor a Gudú -hasta el punto de impedirle amarla a ella-, sino que, ella misma, había efectuado una monstruosa extirpación en lo más hondo de sus sentimientos: pues había mirado siempre a Gudú como Rey, antes que como hijo.
estos cofres, si existieron Pero cuando descendía, ligera y revestida de solemnidad a un tiempo, las escaleras del Castillo de Olar, también sabía -como sabía que las gotas de arena dorada resbalaban sin cesar en la copa de cristal azul, sobre la cornisa de su chimenea- que Olar únicamente había tenido una sola Reina: y ésa era precisamente aquella que descendía, lenta, majestuosa, la escalera: la única, verdadera e incomparable Reina Ardid.
Como ejemplo inolvidable para sus gentes, Gudú había ordenado de antemano levantar en la Plaza del Mercado una tarima semejante a las que se fabricaban cuando debía hacerse un ejemplar castigo. Pero esta vez no estaba destinada a ejecución alguna -al menos en su aspecto físico-, pues la única ejecución que se proponía llevar a cabo era en verdad mucho más sutil y profunda: el destierro -que esperaba fuera definitivo- del terror que las Hordas Feroces ejercían sobre su pueblo. Así pues, llegado el momento, se mostró ante todos sin solemnidad alguna, sin manto ni corona reales, tan sólo con sus polvorientas ropas de soldado. Desenvainó su espada -que despidió destellos negros-, mostró sus cicatrices, y ordenó hicieran lo mismo sus soldados. Mandó hincar allí mismo las cinco picas que mantenían aún -si bien en hediondo y malparado estado- las cinco cabezas de los cinco jefes esteparios, a quienes con tanto esfuerzo, arrojo y tesón había derrotado. Y una vez las mostró al pueblo, con su potente voz, que en el silencio de la tarde septembrina se dejó oír de piedra en piedra, de conciencia en conciencia, como un oscuro y violento vendaval, dijo:
– Aquí tenéis, pueblo temeroso y estúpido, a esos que llamáis los diablos del fin del mundo. Se corrompen y hieden de igual manera que las cabezas de los ladrones y los criminales: pues de la misma sustancia están hechos. Como las vuestras…, y la mía.
Y con su propia espada cortó las negras trenzas de aquellos desdichados guerreros -ya en verdad indiferentes a toda ocurrencia- y las arrojó al pueblo, que, primero, retrocedió asustado. Luego, súbitamente, se enardeció. Y la plaza, y las piedras, y las murallas todas de Olar se invadieron de un rojo resplandor; y un viento caliente de sangre se pudo aspirar en el aire, y encendía las miradas, penetraba por oídos y bocas, y arrancaba gritos de violencia, de toda la antigua y soterrada crueldad que se agazapa en el corazón de los hombres. Hasta el punto de que aquel olor podía percibirse también con ojos y oídos. Entonces, el Rey se volvió a sus soldados y dijo:
– Traed a mi hijo primogénito, el Príncipe Gudulín.
A poco llegaron los soldados, y entre ellos un espantado corcel negro, de blanca crin y ojos de miel, temblaba, no se sabía si de placer o terror; y sobre él se erguía un niño pálido, de enmarañado cabello y grandes ojos negros. Había desenvainado su daga, y llevaba a la espalda un carcaj, provisto de arco y flechas. Al verle, Gudú sonrió, complacido, y ante la entusiasta plebe -que rugía de un placer sanguinario que les impelía a azotarse unos a otros con mechones de trenza muerta-, dijo:
– Ved lo que hará el Príncipe Heredero, vuestro futuro Rey, con el gran misterio de la estepa.
Entonces, ordenó que de una parihuela sobre la que habían montado un dosel cubierto de seda roja y polvorienta, descendiera una mujer encadenada. Y tal era su aspecto, que los gritos enfebrecidos del pueblo cesaron al verla, pues jamás guerrero alguno ascendió los peldaños del extraño patíbulo con mayor altivez y despectiva sonrisa. Sus agudos y blanquísimos colmillos de chacal brillaban tanto como sus oscuros ojos, semicerrados de odio. Y como las negras trenzas -que casi rozaban sus talones brillaban como jamás cabello de mujer de Olar lograra, ni aun a fuerza de vaciar en ellos el aceite de los candiles, Gudú avanzó y, tomándola de ambas trenzas, con extraña furia, hasta el momento retenida, gritó a su hijo:
– Príncipe, corta estas trenzas, y arrójalas al pueblo, para que sepan de qué materia está hecho el misterio de la estepa, y cuán vulnerable es al fuego y al escarnio.
Así lo hizo, con evidente gozo, Gudulín: saltó del caballo, trepó al tarimado, y con su afilada daga cortó las dos trenzas de la Reina Urdska y las arrojó al pueblo. Antes, con un fulgor por vez primera jubiloso en sus enormes ojos de terciopelo, arrancó un mechón y lo mordió con sus blancos y afilados dientes de lobezno.
El pueblo celebró la hazaña con tales aullidos, que en el Castillo temblaron todos, desde el digno Barón Presidente de la Asamblea, hasta el último pinche de cocina. Sólo Gudulina parecía ajena a aquel clamor; una especie de música dulce parecida a un licor antiguo y peligroso, la llenaba, y penetraba. Y sólo amor veía en la creciente noche de Olar, allí donde estaban, como únicas estrellas, el odio, la venganza y la soberbia.
Gudulina mantenía las manos fuertemente enlazadas; y el temblor de sus labios no podía permanecer oculto a nadie. Por lo que la Reina Ardid fue quien, asidos de ambas manos, tuvo que mantener, a su derecha, a Raigo, y a su izquierda, a Raiga. Y ambos niños miraban a todos con grave asombro, y los entreabiertos labios exhalaban preguntas que iban desde la admirada expectación ante el humano acontecer, hasta el burlón regocijo que produce el espectáculo más grotesco de la tierra: esto es, una reunión de adultos que espera celebrar, solemnemente, la más triste exhibición de su humana naturaleza. Todos permanecían atentos, excepto el Trasgo, que escondido en los pliegues del ya muy raído manto de Ardid – la Reina no renovaba su vestuario desde las campañas de las estepas-, esperaba ver a su amado Gudulín.
El Rey no mandó degollar a Urdska como esperaban todos, y mientras la obligaba a descender de nuevo, jamás le miró nadie como ella lo hizo. Bajo aquella mirada, sintió como si todo el frío del invierno llegara hasta él. Ordenó que la condujeran a la Corte Negra, y una vez allí, permaneciese encadenada, hasta que él decidiera lo que debía hacerse con la soberbia y humillada Reina esteparia.
Luego, cuando se encaminó al Castillo, observó por primera vez a Gudulín. Y aunque no podía especificar por qué razón, lo cierto era que su heredero no le placía. Sus manos eran grandes y fuertes, pero todo él, pese a su delgadez, le pareció un niño blando y oscuro. Miró sus ojos, y le parecieron como nacidos de una antigua y feroz noche, que le traía a la memoria el viscoso trepar de ciertas criaturas húmedas, en los oscuros pasillos de su infancia. Porque Gudú no podía ver la sed, si la sed provenía del deseo de amor: y este deseo, aun sin luz, aun en la tiniebla, estaba allí, en la sombra de su mirada, en la lastimosa e indefensa inactividad de sus manos de niño; a pesar de su estatura, superior a la de los niños de su edad -en lo que no desmerecía la raza de Volodioso-, al fin y al cabo Gudulín aún no había cumplido ocho años. Por primera vez, Gudú pensó algo que le estremeció. Mirando a su hijo aún niño con una hostilidad que no podía comprender, se dijo a un tiempo, y sin saber tampoco por qué razón, que la vejez debía ser algo triste e intolerable. Pero, como todos los pensamientos importunos, los alejó de sí, como puede alejarse de un manotazo un insecto molesto.
El primer encuentro -después de casi cinco años- con Gudulina no fue tan magnífico como aquel otro en que, precisamente, se engendraron los gemelos de rubios cabellos que le miraban con ojos agrandados de terror, admiración o quién sabe qué -en verdad esto era ajeno a su interés.
Ardid estaba allí, y su orgullo creció al observar que, si bien la Reina Madre declinaba con los años, no era ni mucho menos una mujer carente de atractivo y belleza: sus cabellos se entretejían de oro y plata, y su arrogancia se había vuelto más frágil y delicada. Pero sus ojos oscuros de ardilla relucían aún; y sus labios aún frescos dejaban entrever el blanquísimo brillo de su envidiable dentadura, dientes de niña crecida entre los campos. «La mejor amazona, la mejor Reina, la mejor madre», pensó Gudú, envanecido.
Y aquel par de extrañas criaturas que eran sus hijos, tenían también cierto parecido a dos nerviosas ardillas. Por un momento pensó, desconcertado: «¿Quién es el niño? ¿Quién la niña?», y antes de descifrarlo, dedicó su atención a la madre de tan raras como insignificantes criaturas. Y al verla, un leve disgusto le ensombreció: Gudulina se había vuelto fofa, sus mejillas le parecieron demasiado redondas e hinchadas. Y aquellos ojos que antaño, en aquel mismo lugar, parecían retener toda la luz del sol sobre el Lago, tenían ahora una desapacible similitud con los ojos de Gudulín. «Es blando como ella: mi hijo es igual que su madre, sin lozanía como ella, como agostado ya desde la cuna», se dijo, con hastío.
Cuando Gudulina le abrazó, sintió un raro vértigo. De nuevo estaban impregnados sus cabellos del agreste perfume del brezo y la hierba del sueño; y su cuerpo era firme y dulce, y sus labios tenían la suave y tristísima embriaguez -de pronto, así le pareció, aun por peregrino que pareciese- de la decepción tras la gloria. Porque la gloria -y aún besaba a Gudulina cuando lo pensaba- del triunfo era aún el sabor del triunfo. Y sintió sed, una abrasadora sed de estepa, de ilimitados horizontes, de sangre y polvo. Y tuvo conciencia de todas las cicatrices de su cuerpo, y aún más, todas las cicatrices y todas las heridas y aún todas las muertes de sus hombres, en su propio cuerpo. Apretó contra él a Gudulina, haciéndola gemir. Y se dijo: «No he logrado nada. Nada ha empezado todavía: aún queda tanto, tanto por…».
Pero la Corte le aguardaba, jubilosa: el Rey había vencido a las Hordas. Y las Hordas, en años y años, no volverían a osar adentrarse, en sus rapiñas sanguinarias, por tierras del invencible Rey Gudú.
Pasaron algunos días en los cuales Gudulina creyó recuperar su viejo amor perdido. Pero estas cosas, sabido es que no son fáciles en la humana naturaleza. La vasija del amor se rompió, y su contenido se había desparramado por la corteza del mundo, y la pobre Gudulina, de rodillas y suplicante como mendiga, iba rastreando el surco de aquel río perdido entre inútiles praderas. En los primeros días, Gudú halló un placentero sabor en la blanda y redondeada Gudulina, su perfumado cabello y su cuerpo limpio. Estaba cansado de la fibrosa angulosidad de las esteparias. Gudulina había aprendido en la Isla de Leonia lecciones de aseo que las mujeres de Olar distaban mucho de practicar, y ahora a Gudú le desquitaba del olor a cabra, polvo, sangre y cuero. Día llegó en que aquellos olores embargaron su olfato y su sensualidad; y con violencia terrible e irremediable, sintió la sed que le inspiraba la Reina Urdska, cuyas manos debían permanecer atadas a la espalda, si quería yacer con ella. Y como jamás había recibido de ella un beso, sino feroces dentelladas -en las que poco a poco iba hallando un oscuro sentimiento placentero, que creía nuevo y era tan viejo como el mundo-, sin aguardar al amanecer, saltó del lecho conyugal y, desnudo aún, y dormida Gudulina, mal que enfundó su coraza de cuero y metal, envainó su espada y, saltando sobre su caballo galopó bosque adentro, rondando la Corte Negra.
Estaba el otoño avanzado, pero el viento aún era tibio durante el día, y en la noche, fresco y saturado de raíces perfumadas. Y así, vio tras las murallas del recinto negro los resplandores rojos de las hogueras, los gritos de los centinelas, y sintió arder su sangre. Y entró al galope, en el recinto gritó más que ordenó que elevaran el puente y, Rey Negro de nuevo, entró en su verdadero Reino: el único que sentía propio, entre todos los reinos de la tierra.
Al día siguiente, hizo llamar a Gudulín. «Ya tiene edad de entrar en los Cachorros -decía su mensaje-. No debemos perder tiempo con él.» Gudulín partió, pues, al siguiente día de recibido tal mensaje, hacia la Corte Negra.
Desde la noche en que tan inopinada como desconsideradamente la abandonara Gudú, Gudulina cayó en tal estado de abandono, que la misma Ardid no dudó en calificarla de loca rematada. Vagaba por los pasillos vestida tan sólo con su larga camisa blanca, y asustaba a la guardia, que creía hallarse ante un fantasma. Descalza bajaba al patio, y recorría las dependencias con un llanto quedo y tristísimo. Al amanecer, regresaba de nuevo a sus habitaciones y permanecía echada, los ojos cerrados, sin que la solicitud de sus doncellas y camareras -que en verdad la amaban y compadecían- lograra reanimarla. Hasta tal punto permanecía enajenada, que Ardid, temiendo de nuevo que el desconcierto de los nobles la acusara de brujería, ordenó recluirla definitivamente en su cámara. Y así, Gudulina ni tan sólo logró enterarse del mensaje que Gudú envió reclamando a Gudulín: lo cual, según pensó Ardid, era lo mejor que podía ocurrir, pues de lo contrario se hubiera desencadenado una verdadera tormenta de lamentaciones y lágrimas, cosa que a todas luces era preferible evitar, en bien de todos.
Ella misma atendió y vistió a Gudulín para su partida. Y mientras lo hacía -y aun diciéndose una y otra vez que no era su nieto amado, que tal vez ni siquiera sentía afecto por él-, sus manos, antes tan firmes, temblaban. Y extrañamente, Gudulín no se mostraba arrogante y descarado, sino silencioso y entristecido. Y al entregarle la daga, Ardid pudo darse cuenta de que sus grandes y pálidas manos de asesino de pájaros también temblaban. Entonces, se contemplaron ambos fijamente, sin decir nada, los ojos en los ojos.
– ¿Qué veo en tu mirada, criatura? -gritó Ardid, sin poderse contener. Y súbitamente enternecida, quiso abrazarle; pero Gudulín se escabulló y corrió con todas sus fuerzas, y adelantándose a los sirvientes y a los soldados, montó en su corcel, y galopó sin freno, pálido y sudoroso, hacia el Castillo Negro: y dejó a todos maravillados por el hecho de conocer tan bien un camino que jamás había recorrido antes.
No tardó mucho Gudú en darse cuenta de los defectos y cualidades que acumulaba el Príncipe: era terco, fuerte, y no carecía de cierto arrojo, pero en lo profundo de su naturaleza era tan cobarde y perezoso como jamás muchacho alguno pisó la Corte Negra. Sólo bastaron dos días para que Gudú lo apreciara: su primogénito era indigno de su casta y le recordaba violentamente a los hermanos Soeces. Y así, llegó un día en que le retó él mismo a duelo, si bien todos sabían que entre los Cachorros, y en general, en la Corte Negra, estaba prohibido un duelo a muerte.
– Tú a caballo, con lanza, yo de pie, con daga corta -dijo el Rey, para espolearle. Y su risa, breve y dura, taladró de tal forma a Gudulín, que sintió una súbita sordera, de suerte que sólo un rojo zumbido llenaba sus oídos.
Era una mañana de frío sol, pálido, y aunque solos -el Rey no quería exponerle a la vergüenza de su derrota, de la que estaba seguro, ante los otros muchachos-, sintióse Gudulín atravesado por mil ojos: y con terror irrefrenable, reconoció los ojos de todos los sapos, lagartijas, murciélagos, culebras, insectos y multitud de criaturas por él asesinadas. Así, buscó en torno, y halló, por fin, encaramado en la crin de su caballo -que de improviso estaba inundado de un atroz júbilo, que le hacía estremecer sobre sus negras patas-, al Trasgo.
– Trasgo, Trasgo… -murmuró-. ¿Eres en verdad amigo mío?
– Sí, borrachito amado -dijo el Trasgo; y vació en sus labios un frasquito de vino añejo.
Entonces, súbitamente, el caballo partió. Pero en dirección a la muralla. Y allí se estrelló, y cayó. Y cayó Gudulín, y su cabeza, con un terrible chasquido -como una inmensa nuez aplastada entre dos piedras- se abrió.
El Rey gritó, y acudieron los hombres. Pero Gudulín estaba quieto y tendido, la cabeza abierta, inundado de sangre. Y permanecieron todos atemorizados y silenciosos a su alrededor, y sólo el aleteo de dos palomas torcaces se oía entre las almenas, y el fluir del manantial.
Gudulín se aferró con ambas manos al Trasgo, fijó sus enormes ojos en él, por primera vez iluminados, y gimió tan débilmente que todos, menos su desesperado y único amigo, entendían como el borboteo de la muerte:
«Trasgo, Trasgo… ¿por qué me dejaste nacer? ¿Por qué? Yo no debía haber nacido… Ah, no Trasgo, tú lo sabes, porque está escrito en el envés de tu memoria: que yo vagaba por los húmedos subterráneos y disputaba la sombra a las culebras y a los lagartos: porque yo era la Oscuridad… Trasgo, Trasgo, ¿por qué dejaste que me nacieran…? ¿Sabes lo que yo quería, Trasgo? Yo quería una nave, buscaba una salida al mar, quería ir al mar, quería ir, quería ir…» «No llores, niño mío -sollozó el Trasgo-, no llores. Ven conmigo otra vez a lo no nacido, ven conmigo a los subterráneos de los que no nacerán jamás…, ahí está tu nave, aguardando.» Pero era tarde, y lo sabía. Lo sabía tanto, como podía oler las viscosas raíces de la muerte que trepaban por los ojos y las arterias de Gudulín, y le dejaban, al fin, absolutamente blanco, inane, inexistente: como si no hubiera sido ni tan sólo un no nacido. Y todas las caracolas, y los lagartos y los murciélagos, gritaron de júbilo, y se encendieron las luciérnagas, y el bosque se llenó de un viento muy feroz que gritaba: «La Oscuridad no es ya el reino de Gudulín: la Oscuridad vuelve a pertenecernos». Sólo una mariposa negra y muy joven llegó cándidamente a la frente del Príncipe y, cruel e inocente, preguntó al Trasgo por qué había muerto tan linda criatura.
El Trasgo tenía ya cinco granos de uva en su mustio y despojado, avasallado, reseco y medio muerto esqueleto de racimo. Pero ni siquiera él se daba cuenta de cosa tan grave. Lloró tanto, que igual lloró cinco siglos, que la mitad del recorrido de un grano de arena cayendo en la copa de vidrio de la Reina Ardid. Y en verdad que todos los recién nacidos lloraron -y antes de que Gudulín naciera o muriese también lloraban-; y lloran aún, por el nacimiento y por la muerte del Príncipe de los Murciélagos. Y desde ese día, innumerables niños en el mundo lloraron, y lloran en la oscuridad. Sólo ese diablo que alguien pintó en los viejos catecismos escolares, empezó a reírse entonces -y está riéndose todavía.
Como es sabido, el Rey Gudú no podía amarle -ni a él ni a nadie- ni llorar. Por lo que no sintió dolor por aquella muerte, ni lloró. Tan sólo una creciente irritación y malestar, que le hicieron ordenar alejar el cadáver del niño cuanto antes de su presencia, y lo devolvieran a su madre y a su abuela.
Así lo hicieron los soldados, y aunque más de uno sintió pesar por aquella vida tan inútil como tempranamente segada, acallaron sus sentimientos y, de camino al Castillo, aunque no veían al Trasgo abrazado al cuerpo de Gudulín, oían una especie de siniestro silbido, que tomaban por el viento del invierno, pero era el llanto irreprimible del Trasgo.
Toda la Corte pareció consternada por semejante noticia. Sólo la reina Gudulina -paradójicamente, puesto que era la única, después del Trasgo, que le amaba- no se enteró de nada: seguía postrada, con una estúpida sonrisa en los labios, repitiendo sin cesar el nombre de Gudú.
Ardid ordenó que Gudulín fuera enterrado junto a su abuelo y Almíbar, en el Cementerio Real. El cortejo fue triste: el cielo encapotado que anunciaba ya el invierno, el barro de los senderos, el viento que mecía las ramas de los blancos abedules… El Trasgo se acurrucaba en el hombro de Ardid, y le murmuraba lentamente en el oído algo que la Reina no entendía. Y tanto era su llanto, que ya jamás cesó en él: como una larga retahíla de conjuros, en verdad ineficaces, le acompañó para siempre.
La estatua de Volodioso apareció aún más hundida en el barro del Cementerio. Los pájaros seguían posados en su casco, y Ardid entendió que hablaban de Gudulín, aunque no le conocían: «Será un pariente del Rey», se decían, acaso, mirando la pequeña caja negra donde yacía el Príncipe.
Cuando la última paletada de tierra cayó sobre el ataúd, la Reina se dio cuenta de la desaparición del Trasgo. Un gran frío llegó a su corazón, unido a un atroz presentimiento. Empezó a llamarle y llamarle: pero él no acudió. Ni entonces, ni luego. Y mucho tardó Ardid en volverlo a ver.
Pero el Trasgo había penetrado hasta el féretro de Gudulín, y tomándolo en brazos vagó por los subterráneos, tiempo y tiempo: intentaba llevarlo a la Dama del Lago, para que consiguiera una nave donde poder enviar a Gudulín al mar. Pero sabía que la Dama jamás le atendería, y oía su voz diciendo: «No es submarino, estúpido e indigno Trasgo, es sólo un cachorro de pirata». Así pues, prefirió regresar a su tierra sureña. Con él en brazos, íbale contando historias submarinas, y prometiéndole su nave. Por fin halló la vieja vid donde, tiempo atrás, conoció a la pequeña Ardid. «Éste es buen lugar», pensó. Y desde aquel día, comenzó a fabricar una nave; armándose de resplandecientes costillares de animales devorados, de oscuras ramas escondidas, fango, lluvia, raíces y hiedras subterráneas, la iba lentamente armando. Protegía a Gudulín de alimañas y podredumbre entre raíces de uva, y le hablaba sin cesar. La nave nunca parecía avanzar, ni crecer, ni perfilarse bien; y el viejo Trasgo bebía de cuando en cuando, para contar al vino su desesperado amor. Y regresaba, y retornaba a fabricar la nave: soñaba sus palos, mástil, velas, su graciosa silueta mar adentro. Y decía: «Aguarda un poco, sólo un poco más, y estará lista. Y entonces, niño querido, te llevaré al mar, y nadie te podrá arrebatar el rumor de las olas, ni el azul profundo que nadie supo darte».
Pero Gudulín había enmudecido para siempre, y sólo el silencio estallaba en los oscuros y húmedos laberintos, donde el martillo de diamante pretendía, tan torpe como ilusamente, clavar una nave de sombras y sueños jamás nacidos. Y el mar llegó por fin un día: porque el mar es tan grande y generoso, como terrible. Y lo llevó con él, y lo hizo isla: pero isla sin raíces, flotante como una nave que surca, sin parar, todos los mares del mundo. Y desde entonces, Gudulín-isla navega y navega, tan solitario como fuera en su vida de niño. A veces, se aproxima a ciertos litorales donde aún vaga -y vagará por siempre- LontananzaTristeza. Y los dos se reconocen, y luego los dos se alejan uno de otro.
Con tal noticia, Raigo ascendió de inmediato a la categoría de Príncipe Heredero. Y la oscura adivinación que así le hizo presentir a Ardid, le dio una vez más la razón. Y a pesar de la triste circunstancia que suponía la cruel muerte de su hermano mayor, el pequeño Príncipe de cabellos de oro y ojos de ardilla, mostraba inteligencia tan precoz como fuera la de su abuela a su misma edad.
La Asamblea de Nobles se reunió de nuevo: la ley de sucesión establecida por Gudú no dejaba lugar a dudas, pero hasta el momento el Rey no había pronunciado una sola palabra sobre la existencia del niño, y esto sumió a los nobles -y aun a la misma Ardid- en gran perplejidad. Pues si cuando llegó a Olar apenas tuvo una mirada para los gemelos -y tan fugaz como superficial-, por el momento no parecía recordar que Gudulín no era el único hijo legítimo habido de la esposa que en tan lamentable trance se hallaba.
Así pues, la Asamblea reflexionó, y por boca del Barón manifestó su deseo de conocer las decisiones que el Rey tomaría sobre la educación del pequeño Raigo. Como aún faltábale un año para ser admitido en la famosa Corte Negra -que a todos, secretamente, les resultaba odiosa-, esperaban les permitiera formar el carácter del niño -al menos en su aspecto pacífico- de forma que pudieran asegurarse su adecuada formación de cara al mañana.
– En verdad -dijo la desorientada Ardid, que no se explicaba la indiferente actitud de aquel que tanto empeño había mostrado en asegurar su sucesión-, que nada ha dicho el Rey sobre estas cosas. Pero le haré saber sin dilación que deseamos conocer sus propósitos, para llevarlos rápidamente a cabo.
Así lo hizo, y tardó en recibir respuesta. Tantó tardó, que estaba ya muy avanzado el invierno, y en su máxima crudeza, cuando, ante la impaciencia de la Asamblea, se dignó enviar recado. Esta vez, Gudú se manifestó tan conciso y lacónicamente como era su costumbre, pues tan sólo dijo en breve misiva: «Es muy niño aún, y de momento no puedo interesarme en su educación. Esperemos que cumpla los siete años reglamentarios, edad en que lo incorporaré a los Cachorros, en calidad de heredero al trono, y le formaré militarmente. En tanto, Madre, educadle según os plazca, pues no dudo sabéis hacerlo muy bien».
Así lo comunicó Ardid a la Asamblea. Y antes de hacerlo, ya había apuntado en su mente un nuevo Maestro para los jóvenes Raigo y Raiga: y éste, por supuesto, no era otro que el llamado Clarividente. Pero, profundamente conocedora de la mentalidad del Barón y los demás nobles, y ante la triste evidencia del estado de Gudulina, pues ya nadie se recataba de murmurar que era cosa de brujería, hubieron de encerrarla definitivamente, y bajo llave, en su cámara, donde aún permanecía cautiva… Por todo eso, no le pareció en modo alguno oportuno nombrar a aquel que, desde el primer momento, despertó las más crudas protestas y sospechas entre los nobles, y en especial el Físico y sus ayudantes.
Antes de dirigirse a la Asamblea, y estando por vez primera sola, sin nadie en quien confiar -y qué tristeza experimentaba cada vez que veía el sillón vacío del Maestro, y el tubo de la chimenea, con su vasija siempre llena, que a nadie atraía ya-, muerta su amada Dolinda y rodeada de mujeres que tal vez la querían, pero con menos seso que un pájaro parlanchín, ella misma decidió tomar cartas en el asunto. Así, pidió a su Camarera Mayor -la única en quien, pese a sus pocas luces, podía confiar plenamente dada su inquebrantable lealtad- y ordenó al viejo Capitán de su Guardia -que la servía desde hacía años, y en quien también podía confiar, al menos como guardadores de un secreto, ya que no como cómplices astutos-, que la siguieran. Cubrióse, de noche, con capa, y montando ágilmente en su caballo, seguida de aquellos dos fieles acompañantes, tomó el camino del Lago.
Era una fría noche de invierno, y las colinas blanqueaban, nevadas, y crujía la escarcha de los caminos bajo los cascos de los caballos. Y no tardó en hallar la vieja cabaña que en otro tiempo les guareciera, a ella y a sus amados ancianos. Parecía abandonada, pero bien sabía que no era así. Llamó, insistentemente, a la puerta, y ante el silencio que respondía a aquella llamada, ordenó al Capitán derribarla. Entonces, descubrió en la oscuridad a los atemorizados abuelo y nieto, que inútilmente intentaban ocultarse a su vista. Proyectó la luz de su antorcha sobre ellos, y, al ver al joven Clarividente, nuevamente sintió un extraño sentimiento que no lograba definir: pues era algo conocido, pero tal vez tan enterrado y olvidado, que no lograba aflorar a su memoria. Ordenó que los dejaran solos, y luego, dirigiéndose al más joven, le dijo:
– No temas, muchacho, nada malo vengo a hacerte, sino al contrario.
La dulzura de su propia voz la devolvió a unos tiempos en que todavía se sentía y sabía joven: cuando espiaba en el espejo el paso del tiempo, y teñía con polvo de oro sus primeras canas y anhelaba poseer los más raros afeites de antiguas y bellísimas mujeres. Y también deseó de pronto no haber abandonado aquel gusto por su propia belleza, y lamentó la parquedad de su vestido y ornato, de forma que se sintió en verdad muy extrañamente avergonzada -y este sentimiento sí que era nuevo para ella-. Y precipitadamente, como si diera suelta a una prisa reprimida años y años, deseó huir de la mirada azul de aquel extraño joven, y expuso su deseo de convertirlo en Preceptor del joven heredero Raigo. Pero así mismo le advirtió:
– Vuestros antecedentes no son del agrado de la Corte y la Asamblea, como bien veo habéis adivinado por la forma de ocultaros… Mas no temáis, nadie sino yo conoce vuestro escondite. Y, por tanto, creo muy conveniente que os disfracéis, de forma que nadie os reconozca. Así, fingiréis ser un sabio de la Isla de Leonia, enviado por la abuela del niño para su instrucción.
– Mucho os agradezco vuestra generosidad -dijo, al fin, el hombre-. Pero en verdad que estoy tan dedicado a mi estudio, que temo no seré buen Preceptor del Príncipe… Señora, os lo suplico: olvidad mi paradero y pensad en otro más merecedor del privilegio de ser requerido por la más grande Reina -y estas últimas palabras encendieron raramente su voz, de forma que ambos quedaron inexplicablemente turbados.
– Os lo ruego -añadió Ardid. Y su voz reverdecía en sus más dulces matices, otrora usados tantas veces-. Os lo ruego, no os lo exijo: y os prometo que tendréis a vuestra disposición tanto tiempo y medios suficientes para continuar vuestros estudios, que admiro y respeto, como a buen seguro no hallaríais aquí.
Poco a poco dejóse convencer el joven. Y aunque el abuelo se resistía, hubo de ceder ante la decisión que al fin tomó su nieto.
– Ahora, decidme cómo os llamáis -dijo al fin Ardid, con curiosidad y expectación que nada tenían que ver con la educación de Raigo.
– Señora, es un nombre tan ridículo -respondió el joven, ruborizándose hasta las orejas-, que temo os riáis si os lo revelo…
– Oh, no existen nombres ridículos -dijo Ardid rememorando vagamente viejos nombres, viejas cosas-. Según sea la tierra, o la lengua, donde se pronuncie su nombre, puede ser tan distinto…
– No soy de esta tierra -dijo él entonces, como alentado por el tono de la voz de Ardid-. Sólo me trajo aquí el renombre de una tan sabia y gran Reina, que como vos regía el país…, y creí tontamente, que los jóvenes como yo seríamos protegidos por ella. Pero… aun comprendiendo que no es vuestra culpa, ved cuán distintas han sucedido las cosas: el país es por encima de todo un reino guerrero, y sólo la guerra y la fuerza bruta tienen posibilidad de prosperar aquí.
Una vez dichas estas palabras, quedó el joven profundamente atemorizado de su osadía; y así como antes enrojeciera, ahora palideció intensamente, y se apresuró a manifestar:
– Oh, Señora, os lo suplico… olvidad mis imprudentes palabras. Nadie soy yo para juzgar lo que más conviene a vuestro Reino y a vuestro hijo el Rey.
La Reina quedó sumida en profunda emoción y perplejidad. No lograba irritarse por las palabras del que -según el Trasgo llamaba Clarividente. Así que, al final, decidió:
– Temo que muchas cosas de este Reino están más allá de vuestro alcance: no todos los hombres están hechos de la misma sustancia, ni todas las necesidades de los hombres son iguales. Acaso un Rey dedicado a la Ciencia, dadas las circunstancias de nuestro país, sería un pésimo Rey. Tal vez sólo el tiempo… solucione estas cosas. Pero ni vos ni yo estamos aquí reunidos para perdernos en estas cuestiones.
– Así es, Señora, y os ruego, nuevamente, que perdonéis mis importunas palabras.
La Reina sonrió débilmente, y ordenó a su doncella entregara nuevas ropas al muchacho. Y añadió:
– Debéis teñir vuestro cabello y barba, de suerte que parezca blanca, pues deseo que os tengan por anciano. Y así mismo, os daré un afeite gracias al cual podréis marcar arrugas en vuestro rostro… Pero no temáis, pues sólo en contadas ocasiones seréis visto por los que mal os quieren, ya que permaneceréis en mis dependencias, y bajo mi custodia; tal y como lo están los pequeños príncipes.
Dicho esto, se apartó a un lado, procurando ocultar su rostro, presa de rara excitación. Antes de irse, sin embargo, volvió sobre sus pasos:
– Decidme, os lo ruego, ese ridículo nombre que decís tener. El joven parecía profundamente avergonzado. Al fin, el viejo habló:
– Señora, no es culpa suya: así le bautizaron, y así le llaman… pero lo cierto es que su nombre es Amor.
La Reina enmudeció. Pero no era asombro, ni extrañeza, lo que la hacía perder el habla, sino un súbito y no muy buen presentimiento. Bruscamente, salió de la cabaña, y montando de nuevo en su caballo, les encomendó que aguardaran sus noticias, antes de ser conducidos al Castillo según creyera oportuno el momento.
Y cuando regresó al Castillo, y entró en su alcoba, miróse detenidamente al espejo. Una gran tristeza la bañaba y un recóndito fuego ascendió a su mirada, mientras se decía que, en verdad, sus ojos eran hermosos, sus labios frescos, y su talle tan grácil y tan flexible como el de una muchacha de veinte años. Y no tuvo reparo en admitir que, si bien había rebasado ya los cuarenta años, no era en ningún modo mujer vieja: antes bien, cosa rara, muchas mujeres de edad más tierna y lozana, no podían rival¡zar con ella en hermosura, agilidad y donaire. Y con tan encontrados sentimientos se durmió: pero su sueño navegó por extraños paisajes, a través de los cuales, de vez en vez, aparecía el rostro rubicundo de Leonia, que atronaba el aire con la estridencia de su risa más burlona.
Tal y como decidió Ardid, el joven Amor llegó al Castillo, tras convencer a la Asamblea -y esto no fue difícil para ella- de sus grandes valores y virtudes. Y desde el punto y hora en que llegó, lo instaló en la abandonada Torre del tejado azul; y allí ordenó amueblar su estancia, y proveerle de cuanto precisase o deseara. Pero es cierto que también rehuyó su presencia, con un rigor que ella misma se reprochaba íntimamente. «¿Por qué temo verle? -se decía-. Él es un joven poco mayor que Gudú, y yo una Reina abuela, acribillada por las preocupaciones. No sé qué es lo que puedo temer de él, en verdad.» Pero lo sabía, lo sabía tan bien como conocía la clase de brillo que, al mirarla, descubrió en los ojos del joven sabio, y su secreta alegría al suponer iba a morar muy cerca de ella. Y recordaba las palabras del Trasgo: «Su sueño está lleno de burlonas chispas de oro, y vos estáis en sus sueños». «Bah, lo que ocurre es que sabe que estoy muy inclinada a la ciencia; y eso es tan raro en una mujer, que a la fuerza debe impresionarle.» Así, intentaba acallar lo que, a gritos, decíale su pensamiento, y acaso, también un poco, su corazón.
Las flores habían muerto, o aguardaban ocultas en la profundidad de la tierra, en espera de la primavera. Pero ella espiaba el jardín, y se alegraba de comprobar que el Árbol de los juegos aún estaba allí, y crecía, y en modo alguno se marchitaba. Antes al contrario, sus hojas brillaban de tal forma que, en la noche, diríase que en vez de árbol, era una encendida lámpara, como en tiempos ya casi olvidados, en que una singular corte de niños, muñecos y pequeños animales inocentes revoloteaban y reían a su alrededor. Y así, de noche solía salir descalza, bajar al jardín y acercarse al Árbol, y mirarlo, mirarlo como se pueden mirar las imágenes de un sueño. Al fin, cierta noche, estando bajo las hojas de oro, creyó percibir nuevamente el rumor de aquella extraña canción, o murmullo, aquella que aprendió a amar, de los tiempos en que Once y Tontina jugaban bajo sus ramas, y todo el Castillo parecía atravesado por un viento resplandeciente, o música, o -de pronto así le parecía- llanto. Pero de todas formas, tan dulce era, que sólo una palabra acudió a sus labios: y ésta era el ridículo nombre del recién nombrado Preceptor de Raigo. Subió prestamente a acostarse, y deseaba olvidar cuanto había visto, recordado o soñado. «Ya pasaron los tiempos de la más joven Reina, inútilmente enamorada de su viejo esposo… Ya pasaron los tiempos de la astuta y melosa amante de Almíbar, cautiva en la Torre Norte… Ya pasaron los tiempos de la vieja y ladina Leonia… Sí, la Isla se ha perdido, Ardid, y las islas errantes, como la juventud, no regresan.»
El invierno transcurrió sin aparentes novedades. Aparentes, porque oscuras tramas se larvaban en los laberintos secretos de muchas conciencias. Los nobles hallábanse cada vez más descontentos por la actitud del Rey, y su desprecio hacia la Corte de Olar, que habíase renovado tanto -dado que muchos habían muerto, y otros jóvenes habían tomado su lugar, y los más habían abandonado sus puestos para seguir a Gudú-, que llegó un día en que Ardid comenzó a sentirse entre extraños: y aún más se lo hacía notar la desaparición del Trasgo, el último de sus viejos amigos.
También en los subterráneos de la conciencia de Ardid estallaban de día en día temores y sospechas. La soledad del invierno y la inquietud de una amenaza de rebelión por parte de los nobles, que esperaban mejoras tras las últimas campañas del Rey, y en su lugar sólo vieron aumentadas sus obligaciones -aparte de verse privados de lo más florido de su juventud masculina-, hacían renacer a su alrededor las murmuraciones sobre el origen de su ascendencia al Trono. En tales cosas, Ardid percibió la intriga que se larvaba en torno. Y a pesar de todo, estas cosas tenían para ella menor importancia que otra circunstancia, el miedo que la invadía cada vez que intentaba aproximarse a la vieja Torre del tejado azul, donde los niños y su maestro habitaban. Y así, había dejado de visitar la secreta buhardilla, y alejándose de sus mismos nietos -por no ver a Amor- y rodeada de rostros que nada añadían a los recuerdos de su corazón, la soledad la cercaba estrechamente. A veces, la invadía un pueril gozo, y salía a la nieve y recorría el viejo jardín, espiando los indicios de la aún lejana primavera. Luego, súbitamente, la tristeza regresaba y, como una planta tronchada, con los cabellos cubiertos de una débil nevada y los ojos llenos de lágrimas, retornaba a su cámara.
Otra gran inquietud llegó a la Corte: el Rey mostraba ya sin reparo, de forma alarmante, su afición a la Reina Urdska. Y aún más: se rumoreaba que esperaba un hijo de ella. Estas cosas alarmaron en gran manera a Ardid, pero juzgó prudente, por el momento, no decir nada a su hijo. Y así, vigiló estrechamente a Raigo. Comenzó, nuevamente, a acudir a la Torre Azul -que así habían empezado a llamarla los niños, y ella misma-. Y al tiempo que esto ocurría, en la Corte Negra también una soterrada violencia fluía bajo la aparente normalidad de su vida austera.
Al finalizar el verano, Urdska manifestó un cambio en verdad notable en su relación con Gudú. Súbitamente, la cautiva abandonó su aire altivo y feroz, y comenzó a mostrarse sumisa hasta el punto de que día llegó en que incluso pareció su rendida amante. Este cambio de actitud no dejó de sorprender al Rey, que lo observó con atenta curiosidad, sin, por otra parte, mostrar debilidad alguna. Alternaba a Urdska con otras muchachas -hasta el número de cinco-, y de tal manera que, al parecer, no distinguía con mayor preferencia a las unas que a las otras; por el contrario, si bien Urdska había sido instalada con cierto regalo y bienestar en tan desapacible y austero lugar, no dejaba por ello de permanecer custodiada por la inflexible Guardia, y aún más, encadenada; aunque caprichosamente, Gudú hizo fabricar, con la cadena de oro de su cuello, las nuevas cadenas de Urdska.
El Rey observó con desconfianza, durante cerca de un mes, el raro cambio de la Reina esteparia. Y llegó al fin el día en que, aun ordenando, secretamente, que la vigilaran, la dejó en aparente libertad. Y así, Urdska pudo ver libres sus manos de la cadena que, aun dorada, tan humillante le resultaba. Y pudo bajar de su encierro y salir al campo, cuando ya el deshielo comenzaba tímidamente a verdear la hierba junto al río. Secretamente vigilada, en sus ires y venires, en ningún momento dio muestras de pretender huir, ni rebelar a los de su raza que -una vez probados por Gudú y su gente- habíanse incorporado al renovado y revivido ejército de la Corte Negra.
Urdska solía pedir permiso para contemplar las luchas de entrenamiento de los Cachorros, y con sus gritos y consejos -muy sabios, según todos comprobaron- les animaba; y no favorecía a los de su raza más que a los de la raza de Gudú. De forma que con todas estas cosas, el Rey empezó a sentir cómo crecía dentro de sí la curiosidad y el deseo que le impulsaba hacia ella: y de lejos -y aun a menudo escondido- la observaba cuando hacía tales cosas. Y la veía, así, alta y fibrosa, pero esbelta y bella, con sus cabellos cortos, como un muchacho, lacios y negros, brillando sobre los hombros, vestida, como solía, de joven guerrero. Y se decía que jamás podría descifrarse su edad, pues en ella reuníanse de tal forma las mejores cualidades de mujer y de muchacho, y que en suma, era como el dios o diosa, asexuado y fascinante, representante de la eterna e imposible juventud. «Tal vez brujas esteparias anidan todas juntas en sus ojos, tal vez su corazón sea el amasijo de todas las culebras de la estepa; y así y todo, ella es la única mujer digna de ser mi compañera y Reina», se dijo al fin, un día. No la amaba, es cierto, pero lo que sentía hacia ella era mucho más poderoso, más grande, y tal vez más profundo y misterioso y durable que el amor común entre hombre y mujer. Pues reverdecía en él aquella última sed de su padre -aunque él lo ignorara- cuando decía a la joven e iracunda Ardid que la Princesa de la Estepa no era una mujer, sino el largo sueño de los hombres, que nace con el veneno del poder, el triunfo y el dominio de sus semejantes.
El caso es que, tan fiera y salvaje se mostraba ante los Cachorros, dura y astuta como un auténtico guerrero como dulce y embriagadora en sus noches con él. Y así, en vez de visitarla de tarde en tarde, llegó un momento -y ya avanzaba la primavera sobre los campos- en que no supo prescindir de su compañía. Y, lentamente, fue ornándola de todo el lujo de que era capaz. Hasta que un amanecer, abandonó el lecho, preso de una inquietud muy grande, y asomándose a la ventana contempló el verde pálido de la noche agonizante; y viendo cómo se rosaba lentamente el cielo, se volvió a ella y la halló despierta, y con los negros ojos tan fijos en él, que algo apretó su garganta: y no sabía si por primera vez en su vida le rozó el sutil soplo del miedo, o del más oculto y entrañable y más delicado placer, hasta entonces conocido. Se acercó a ella, acarició sus negros y brillantes cabellos, que ya empezaban a rozar sus hombros, y díjole:
– ¿Por qué te muestras tan dulce, si en verdad soy tu enemigo, y sabes que igual que ahora me place tu compañía, mañana te haré quemar viva, si así lo estimo?
Al tiempo, rozaba con sus manos la piel dorada de Urdska -un dorado extraordinario, que ni el invierno ni la noche lograban marchitar-. Y la vio sonreír por vez primera con tal dulzura, que quedó atónito.
– Porque os amo y admiro, Rey Gudú; y sabed que empiezo a felicitarme de haber sido vencida por un Rey como vos. Pues, con el tiempo, fui diciéndome que es preferible esta derrota al triunfo sobre jefezuelos esteparios, sin dignidad alguna. Por contra, sospecho que el haberos vencido, y contemplado vuestro cadáver, me habría llenado de tal desencanto que no hubiera logrado sobrevivir a tal decepción.
– Estas palabras son hermosas, pero no convincentes -dijo bruscamente Gudú, al tiempo que el extraño soplo crecía, y lo sentía en su nuca-. No veo más que artimañas en tan aparente como falsa docilidad.
– Señor -dijo al fin Urdska. Y sus ojos se ensombrecieron, hasta el punto de que el amanecer parecía retroceder en ellos-. También es verdad otra cosa: que vos para estas cosas sois tan ciego como indiferente.
– No sé a qué os referís, y os advierto que no soy amigo de misterios ni veladuras. Por eso, si no queréis ser decapitada en cuanto luzca el sol, decidme sin rebozo de qué se trata este galimatías.
– Espero un hijo de vos -dijo Urdska. Y suspiró de tan suave y dulce manera, que ni el bosque inundado de rocío, ni el manantial bajo el primer roce de la aurora podían comparar forma tan radiante como delicada.
– ¿Es cierto? -dijo Gudú. Y sintió un júbilo tan vivo, que casi parecía clavársele como cien dagas en su carne. Bruscamente, se arrodilló y acercó el oído a su vientre: y en verdad que aquel vientre se curvaba por vez primera, tan delicadamente, que no había duda alguna de que en aquel momento, mujer, y radiante mujer, era la Reina Urdska.
Quince cachorros, de ambas razas, habían ya pasado a bien adiestrados soldados, y treinta nuevos niños de Olar habían engrosado los Cachorros, cuando una nueva estremeció, no sólo a la Corte Negra, sino a la Corte de Olar.
Ya el verano avanzado -y fue un verano espléndido, fresco, con lluvias y tormentas, que hicieron de las colinas y bosques resplandeciente primavera- cuando llegó la noticia de una seria revuelta en los territorios del Sur. Unidos a los de los Weringios, aprovechaban lo que erróneamente suponían una etapa de debilidad en el Reino de Gudú. Y así, al tiempo que esta nueva resurgía la ira y la entusiasta violencia de la Corte Negra, dio a luz Urdska a dos niños gemelos.
El día en que Gudú se aprestaba a acudir a las tierras del Sur, recibió la noticia del doble alumbramiento y acudió presuroso a la cámara de Urdska -aunque custodiado por parte de la Guardia del Rey-, y con asombro y regocijo comprobó que Urdska, al revés de la Reina Gudulina, no sólo no se mostraba desfallecida y quejumbrosa, sino que ella misma, sin ayuda de nadie, sin el menor grito y sin aspaviento alguno, había dado a luz a sus criaturas. Y no era esto sólo: arrodillada junto a ellos -que reposaban, según la costumbre de su raza, en una piel extendida sobre el suelo-, cortaba con la ayuda de sus agudos dientes de chacal, un lienzo con que cubrir los desnudos y en verdad robustos cuerpos. Los dos gemelos gritaban con todas sus fuerzas, y movían sus piernas y brazos -de dorada y dura piel- de tal forma, que Gudú, por vez primera, se sintió atraído por seres tan minúsculos. Se inclinó sobre ellos, y rió de tal forma que el Castillo entero pareció temblar. Luego besó a Urdska en los labios y dijo:
– Eres la mujer que necesita mi Reino. Ten paciencia, y entre los dos, devoraremos la tierra.
Urdska no dijo nada, pero sonrió de forma misteriosa y dulce, y, cuando el Rey salió, miró a sus dos hijos y murmuró:
– Entre los tres vengaremos a mi raza, Kiro y Arno, hijos míos. Y así, desde ahora el nombre de mi padre y mi hermano asesinados llevaréis vosotros.
Antes de partir al Sur, Gudú visitó brevemente la ciudad; apenas para reunir a los hombres disponibles y dejar en los puestos importantes a los que juzgó más oportunos. Sólo se entrevistó con su madre, para decirle:
– Reunid a la Asamblea, y comunicadle que repudio a la Reina Gudulina y a sus hijos. Devolvedla a la Isla de Leonia, con los niños. Cuando regrese de esta estúpida guerra, tomaré a Urdska por esposa, y los hijos que ella me ha dado serán mis herederos.
– ¿Qué dices, hijo mío? -se aterró Ardid-. ¿Estás en tu sano juicio?
– Jamás lo estuve tanto. Madre, nuestra raza necesita sangre nueva, gente dura y guerrera; y una vez muerto Gudulín, en nada pueden compararse con ese par de ardillas sin nervio y poco seso. Haced lo que os digo, y no se hable más.
– En verdad, que no os creí tan imprudente. ¿Un capricho tan nefasto os hace dejar indefensa a una vieja Reina, en manos del descontento, que no os oculto, cada vez mayor de los nobles, y ahora, de las posibles iras de Leonia?… No, no creo que hayáis perdido el seso hasta ese punto. Sabed que Leonia manda en toda la piratería: y que la lanzará contra vos, y contra mí, apenas le devuelva a su hija y nietos…
– Madre, me tenéis por más lerdo de lo que creía. Sabed que, en primer lugar, y por mucho que en ello os esforcéis, jamás lograré veros (ni yo, ni nadie que yo sepa) como una vieja y débil e indefensa mujer… ¿Me creéis tan estúpido como para no haber meditado sobre tales amenazas? Sabéis que en el Castillo, y con apariencia de sirvientes, he armado y muy bien preparado un valioso ejército; gentes que sólo esperan vuestras órdenes para atacar y defender -si es preciso- a esa cuadrilla de viejos inútiles, pues lo más florido de su juventud está conmigo, y conmigo viene. Y no sólo eso: en la Corte Negra reside -aunque secretamente- otro grupo no menos fiero, astuto y bien entrenado, destinado al mismo fin. Sólo tendréis que enviar una de estas dos palomas -y le mostró una jaula donde dos aves de plumaje gris azulado la miraron casi ferozmente-, y una de ellas llevará prontamente vuestro mensaje de socorro. Y la otra, enviádmela a mí, si os veis en apurado trance.
– Está bien, así lo haré -dijo Ardid.
Y dejándola sumida en la inquietud y la tristeza, Gudú partió al frente de sus hombres, hacia aquel Sur que ella amaba, y ya sólo era un sueño sin esperanza en su memoria.
Por primera vez, Ardid temió enfrentarse a la Asamblea para comunicarle tan peregrina novedad. Pero fue menos penoso de lo que creía, al menos en apariencia. Pues si bien los nobles recibieron tales órdenes -o aparentes notificaciones- con profundo disgusto (una Reina y unos príncipes esteparios les producían escalofríos), lo cierto es que el país se hallaba en serio peligro: Orwain, el nuevo jefe Guerrillero de los Weringios, era, según noticias, casi tan temible, o más, que las Hordas Esteparias: el nuevo caudillo de las humilladas y despojadas tierras del Sur era un antiguo pastor que mucho les daba que pensar, especialmente si se había unido a los Weringios. Y aquello no era una revuelta: era una largamente larvada guerra que habían fomentado muchos años de paciencia, sumisión y semi-esclavitud. Oponerse a Gudú, en aquellos momentos, no era aconsejable para los de Olar. Así, en reunión secreta -y prescindiendo por vez primera de Ardid-, los nobles, capitaneados por el propio Barón, creyeron oportuno reunir por su cuenta un ejército clandestino.
Sorprendida y aliviada -si bien recelosa- quedó la Reina cuando, tras la deliberación de los nobles, le fue comunicado lo que ella consideraba descabellado propósito.
Con el corazón entristecido, fue a visitar a su nuera. Según dijeron sus doncellas, Gudulina imaginaba vivir allí con Gudú, y hacia Gudú dirigía sus palabras y mimos; y ante su imaginaria presencia, probábase afeites y vestidos -tan ajados ya, que algunos mostraban jirones por todas partes, pues, entre el tiempo transcurrido y el descuido que allí reinaba, de vez en vez Gudulina era presa de furiosos ataques durante los cuales desgarraba y rompía, con inusitada bravura en cuerpo tan delicado y frágil, cuanto se hallaba a su alcance.
«Sangre de piratas», murmuró Ardid. Así, se sentó a su lado con mucho sosiego y, tomando sus manos, y contemplando aquella sonrisa -en verdad estúpida-, díjole:
– Querida niña, vamos a emprender un hermoso viaje. Allí te aguarda Gudú, y tu felicidad no tendrá límites…
– Sí, sí -gritó gozosa Gudulina. Y rápidamente ordenó empaquetar sus vestidos y afeites, y cuanto poseía o creía poseer; mustios despojos de un antiguo esplendor.
Pero la Reina Ardid no era mujer que se doblegara fácilmente ante las desdichas. Procuró dar a entender que, en principio, se hallaba conforme con la devolución de Gudulina a su madre, la Reina Leonia. Pero sólo este pensamiento hacía que el vello de su piel se erizara. Sabía a Leonia muy capaz de lanzarle toda la piratería encima. Pero no era sólo esto lo que más temía: lo que hacía desfallecer su fuerza, la fuerza de su corazón y de su orgullo, era la posible privación de su tutela sobre Raigo y Raiga. No estaba dispuesta a arrostrar otra clase de desventura, ya que, en los tiempos presentes, ellos constituían el refugio de sus ansias, esperanzas y, tal vez, de su corazón solitario.
Mandó preparar, pues, una nutrida aunque triste comitiva. Y al Capitán de la escolta le entregó una misiva donde daba cuenta a Leonia de la desdichada suerte de Gudulina -si bien callando lo referente a los dos pequeños Raigo y Raiga.
La comitiva partió, y era para Ardid desgarrador oír cómo Gudulina cantaba alegremente, adornándose los cabellos con las primeras flores de la primavera: y en verdad que volvía a parecer bonita. Así, las doncellas y camareras lloraban viéndola partir, y la misma Ardid tuvo que esforzarse en no demostrar públicamente su pesar y compasión. En el último instante la abrazó y besó, diciéndole:
– Piensa, Gudulina, que la vida es muy larga y muy hermosa, y muy llena de sorpresas…
– Oh, sí, sí -dijo ella alegremente-. Tan bella que no parece posible.
Y así, las vio partir, y cuando desaparecieron, corrió desoladamente a refugiarse en la Torre Azul.
Ya anochecido, cuando subía los peldaños, quedó suspensa un instante oyendo las risas y correteos de los dos niños. La puerta de la cámara del joven Amor estaba cerrada, pero la luz que se filtraba por sus rendijas hacía suponer que estaba dedicado a sus estudios. Para no molestar a uno, ni avisar de su llegada a los otros, Ardid subió sigilosamente hasta el último peldaño, y ascendió la angosta escalerilla de mano que llevaba a la buhardilla.
Cuando levantó la trampa, quedó maravillada: era de noche, y sin embargo allí parecía haberse entretenido el sol, pues todo brillaba con dorado resplandor. Sigilosamente, descorrió una vieja cortina -que ella había tendido allí, en sus juegos con los niños-, y asistió asombrada al espectáculo de sus dos nietos, que jugaban, esgrimiendo espadas de hoja de lirio salvaje. Y no entendía lo que decían: sólo el rumor de sus voces, que era el viento resplandeciente, fulgurante música de otro tiempo. No se atrevió a mirar hacia la ventana: y sin embargo, alzó los ojos y a través de sus lágrimas vio dos piernas de niño, balanceándose y proyectando su sombra en el suelo.
– Once, Once querido -murmuró. Y avanzó hacia él, le tomó en su brazos y lo estrechó contra su corazón. Y sentía cómo sus lágrimas caían sobre los dorados rizos del Príncipe Once, en tanto le decía:
Jamás, querido Príncipe, llegaste más a punto.
– Lo sé, lo sé, Señora -dijo el niño, intentando desasirse de su abrazo, que parecía ahogarle. Y cuando ella quedó, abatida, de rodillas en el suelo, los tres niños la rodearon, y arrojaron al suelo las espadas, que quedaron, allí, como simples hojas quebradas por alguna misteriosa lluvia. Luego, Once secó sus lágrimas. Frotaba sus mejillas con las palmas de sus manos, mientras decía:
– No lloréis, Señora, no hay razón para llorar.
– Sí hay razón, queridos niños: sabed que mis nietecitos Raiga y Raigo están amenazados de muerte, y por tanto, deben permanecer tan ocultos que todos crean que aquí nadie vive, ni aliente… ¿Cómo podremos conseguirlo?
– Es fácil -dijo Once-. Trae aquí a tus nietos y yo estaré con ellos, mientras sea preciso. Conozco bien no ser oído ni visto; yo sé muy bien lo que es ser olvidado.
– Querido mío -dijo Ardid, abrazándole de nuevo, sin reparar en que su broche de esmeraldas se clavaba desconsideradamente en la naricilla de Once-. Cuida a mis nietecitos, te lo ruego.
– Así lo haré, es mi obligación -dijo él-. Y no lloréis, por favor, ni me abracéis.
La Reina sonrió entre lágrimas, y dijo:
– Raigo querido, ven, y escucha: tú eres el heredero del Trono, y tu vida es preciosa. Debes cuidar tu vida por encima de todo.
– Sí, sí -dijo el niño, un tanto asombrado.
Entonces Ardid reparó en Contrahecho, que permanecía sentado en la oscuridad.
– ¿Qué haces ahí, queridito? -dijo-. Ven aquí, tú también eres parte de esta triste historia.
Contrahecho se acercó, y descubrió entonces lágrimas en sus ojos, y por vez primera una rara complicidad se estableció entre ellos, y tomándole de la mano dijo:
– Contrahecho, niño mío, cuida a mis nietecitos. Y prometo venir siempre, siempre, siempre, a vuestro lado.
– Siempre, siempre, siempre -dijo Once, divertido-. Eso es como decir nunca, nunca, nunca…
Pero Ardid estaba tan afligida, que no prestó atención a sus palabras. Y dijo:
– Oídme, yo vendré aquí a diario, y os traeré alimentos y ropas, y jugaremos los cuatro: pero tened presente que esto es un gran secreto y que nadie debe saberlo jamás, hasta que yo os diga lo contrario.
– Sí, sí -dijeron los niños a un tiempo. Entonces, Ardid se dirigió a Once:
– Once, querido, ¿dónde anda el Trasgo? Hace tiempo que no me atiende ni me oye. Desde que Gudulín murió, no ha vuelto a aparecer.
– ¡Ah, el Trasgo! -reflexionó Once-. Señora, ya está tan contaminado… Pero sí, vive en el Sur, y vigila a Gudulín. ¿Sabéis? Está haciéndole una nave.
– ¿Una nave? -se asombró Ardid.
– Sí, porque antes de nacer, Gudulín quería buscar el mar. No debía haber aflorado a esta superficie. Pero…, yo no sé, Señora, cómo se producen las cuestiones de los humanos adultos. El Tiempo sólo me explica sus entretejidos, y en ellos he leído al derecho y al revés; así, yo sólo puedo decir que Gudulín era la Oscuridad, y que el mar le esperaba. Pero nunca irá al mar, y el mar lamerá siempre sus costas, sin alcanzarlo… Pues, Señora, ¿sabéis?, Gudulín no es un niño, Gudulín es una isla, la Isla de la Oscuridad. Y el mar siempre querrá ganarla, pero las islas son tan rebeldes, en su soledad, que estas cosas, Señora, resultan al fin imposibles.
– Ay, Once, Once -dijo tristemente Ardid-. He perdido la edad de la razón: quiero decirte, que perdí irremisiblemente ese lenguaje, y que, tal y como están las cosas, jamás lo recuperaré. Pero atina a oírme: si tú cuidas de mis niños, ten por seguro que mi agradecimiento no tendrá fin.
Y tanto se reían, de pronto, los cuatro niños, que Ardid, avergonzada, los besó en la frente y salió de allí, tan silenciosamente como había llegado.
Sólo se detuvo frente a la puerta del joven Amor. Timidamente, como si de una niña, en vez de astuta Reina, golpeó con los nudillos en su puerta:
– Abrid, soy la Reina y necesito de vuestra ayuda.
La puerta se abrió, y Ardid vio de nuevo a Amor, pero esta vez no iba disfrazado, y súbitamente la estancia pareció llenarse de toda su presencia. Había un fuego pequeño en la chimenea, pero sus cabellos acaparaban todas las llamas, y sus ojos, el entero fuego que oculta el mundo en sus entrañas.
– Ah, Maestro, cuánto dolor me causa lo que debo deciros -murmuró Ardid. Y desfallecida, se sentó sobre el escabel. Dirigió la vista en torno, y no vio probetas ni morteros, ni calderos ahumados en misterio de siglos; sólo legajos, libros, ciencia, en suma. Y otra cosa: en todo rincón donde mirara, percibía el perfume de alguna turbadora primavera.
– Señora -murmuró Amor, débilmente-, temo oíros decir que mi cometido ha terminado.
– No es eso -dijo Ardid, con evidente esfuerzo-. Me preocupo por vuestra vida, tanto como por la vida de mis nietos.
Y brevemente le puso al corriente de la espinosa situación.
– No puedo pediros que permanezcáis aquí -concluyó Ardid-, porque sé que vuestra vida peligra tanto como la de Raigo y Raiga.
– Señora, ¿en verdad os importa mi insignificante vida? -murmuró él, audazmente.
– Sí -dijo al fin Ardid-. Sabéis que vuestra vida me importa, y deseo que nada malo os ocurra, tanto como lo deseo para Raigo y Raiga.
Entonces Amor se inclinó, y tomando sus manos las besó, diciendo:
– Señora, vos sola sois la luz de mi vida, y de mi corazón, y de mis ojos… por vos estudio, por vos estoy aquí. Pero sé que tan humilde ser no merece nada a cambio. Sólo quiero deciros que podéis disponer de mi vida como os plazca.
El secreto -y violento- impulso de Ardid fue tomar aquella cabeza en sus manos, besar sus labios y decirle que, en las presentes y en verdad amargas horas, no había otra luz para ella que la de sus ojos azules. Pero dominándose, y presa de inexplicable terror, dijo:
– Amor… os lo suplico; salid de aquí, de este Castillo y de este Reino, si no queréis que entre todos ocurra una gran desgracia.
Pero lo cierto era que el joven no había abandonado sus manos, y que, a pesar de que su tímido beso había cesado, Ardid seguía sintiendo sus labios en ellas. Y no sólo ella, puesto que Amor dijo:
– Yo iré donde vos me ordenéis: pero no por eso os libraréis de mí.
Y así, con osadía inimaginable en tan dulce y tímida criatura, Amor la tomó en sus brazos, y tantos fueron sus besos esta vez, que perdió la cuenta de ellos. Y quede constancia que no se limitó a besar respetuosamente sus manos.
De suerte que amanecía y estaban los dos como Adán y Eva en el Jardín del Paraíso -según leyera Ardid en El Libro de los Abundios-, y con el nuevo sol, dijo Eva a Adán:
– Huye, márchate, y no pises más esta tierra, que está maldita para ti…
Y como cierto ángel, que en el antedicho libro se reseñaba, si no con espada de fuego, sí con desesperación como espada, lo arrojó para siempre, no sólo de Olar, ni de la ciudad ni del país, sino de su desdichada vida.
Pocos días después, tuvo noticia de que una ejecución ejemplar se había llevado a cabo por orden del Barón en la Plaza del Mercado. Así, su Camarera Mayor le dijo:
– Y había un joven, en verdad hermoso, que atiné a reconocer como el brujo que curó por vez primera a Gudulín.
La Reina palideció; y envió entonces a un paje -aún tan niño que no sabía lo que se hacía- a tomar las cenizas de aquel joven, y traérselas en vasija de plata. Y junto al reloj de arena -vidrio azul, gotas de oro, inflexible tutor de Once-, guardó la Reina Ardid hasta el final de sus días las cenizas de aquello que, más que de su propio hijo, había extirpado sin saberlo de su propia vida.
Y el verano pasó, y luego el otoño, la halló así: sin su padre y Maestro, sin su fiel amigo el Príncipe Almíbar, sin su viejo cómplice el Trasgo, sin Amor, cumplía los cuarenta y cuatro años.
Y en verdad que aquel otoño fue funesto, pues regresados los emisarios que llevaron al Sur a Gudulina, le llegó la nueva: una vez embarcada la Princesa, algo extraordinario ocurrió en el mar: se tornó rojo como vino, y el sol, en cambio, se ocultó horrorizado; y en una noche roja y negra, vieron cómo la Isla de Leonia se desprendía de sus secretas raíces submarinas; y las gaviotas propagaron la muerte de la Reina, en tanto la Isla, desanclada, huía irremisiblemente mar adentro, hasta perderse en el Gran Precipicio de la Vida y el Fin del Mundo. Y en sus procelosas aguas, la nave de la infeliz Gudulina -cuyos cánticos aún persistieron mucho tiempo de costa a costa, sembrando el pavor entre marineros y piratas- naufragó de tal guisa, que solamente una flor de su cabello -y por cierto que milagrosamente intacta y fresca- pudieron recuperar de tan desdichada como singular Princesa. Y así, Ardid la colocó junto a la copa que medía el tiempo, a las cenizas, y a su propia tristeza, que no hallaba lugar donde reposar en paz o, al menos, en olvido.
Y entretanto, un niño rubio jugaba, a escondidas, en la medio ruinosa Torre Azul, y una niña galopaba, como un furioso soldado, en las estepas. Pero, en el viento de los juegos uno, y en el viento de la soledad la otra, gritaban al unísono -aun sin saberlo unas mismas palabras: «¡Yo soy el Rey!».
El verdadero Rey guerreaba -pues la llamada Revuelta del Sudeste fue guerra, y guerra tan cruel, que duró cerca de ocho años-, e ignoraba a una, y creía en verdad muerto, u olvidaba, al otro. Sólo Lontananza miraba con temor a su hija, y Raiga y Contrahecho a Raigo: y ni una ni los otros entendían nada.
Kiro y Arno crecían y se educaban en el rigor de la Escuela de los Cachorros, con más severidad, si cabe, que el resto de los muchachos. Pues cuando las prácticas y lecciones de éstos acababan y podían descansar, Urdska les aguardaba en su estancia, y allí les sometía a más duras pruebas aún que las que sufrían en la famosa escuela. Aunque acababa de cumplir cuatro años -cuatro, desde la partida del Rey, su padre-, ellos, por su corpulencia y agresiva naturaleza, comenzaron a entrenarse desde los tres años. Primero, con su guerrera madre, luego con el viejo pastor Atre, que mostrábase tan fascinado por Urdska como por el mismo Gudú, y más de uno cuchicheaba su pasión secreta, tímida y salvaje, por ella. Pero por tímida que esta pasión fuera, no pasaba desapercibida a la aguda mirada de Urdska. Y así, le utilizó de tal modo, que hubiera podido dar lecciones de astucia y diplomacia -al menos en aquel terreno- a la propia Reina Ardid.
Estas dos criaturas prometían emular, si no superar, el arrojo, la fuerza y el valor, y en lo que al manejo de la espada, en seso y astucia equiparábanse, a sus mismos padre y abuelo.
Poseían tan lozano y espléndido aspecto, que encandilaban la vista de soldados y toda la gente que habitaba en la Corte Negra, desde maestros al último sirviente o cocinero. Urdska seguía estrechamente vigilada, pero su comportamiento -al menos externamente- no dejaba lugar a sospechas de mala índole. Sin embargo, la sombra de Rakjel vagaba por todas las mentes, y se anteponía a las demostraciones de que tal raza esteparia no era tan misteriosa e invencible como durante tanto tiempo se creyera.
Kiro y Arno eran robustos -a los cuatro años, parecían de seis- y muy desarrollados. Su piel dorada y dura, igual a la de su madre, contrastaba con los ojos azulados que habían heredado del Rey. Negros y crespos eran sus cabellos. Urdska, a poco que crecieron lo suficiente, los ordenó trenzar junto a sus sienes, con lo que, ante la leve e inexplicable inquietud de los soldados de la Corte Negra -sus mentes eran demasiado simples para penetrar en tales sutilezas-, les daba un aspecto en verdad temido por aquellas tierras desde siglos atrás. Algo así como el Diablo.
Rivalizaban en destreza, fuerza e ingenio guerrero. Nadie hubiera podido decir quién de los dos era más valiente, más astuto, más fuerte. Y siendo como eran hermanos, y gemelos, e igualmente educados, lo cierto es que entre ellos dos se alzaba un muro que, con los años, parecía espesarse y crecer a ojos vista. Si esto era evidente aun para las poco sutiles molleras de los soldados y, en general, para toda la gente que habitaba los vastos recintos de la Corte Negra, permanecía invisible a una sola persona: a la nada espesa, ni lenta ni cándida mollera de su propia madre. Pues madre era al fin, y madre ambiciosa. Depositaba en sus hijos todos los deseos y destinos que para ella o para su raza quería: atribuirse el dominio y poder sobre -a su entender- tan miserable suelo.
Cierto día, disputaron ambos hermanos la presa de un halcón muerto -de forma innoble, pues aún era muy tierno para cazarlo al vuelo-. Y como quedaba en duda quién de los dos le había dado muerte, los dos intentaban apoderarse de él. Se miraron ferozmente, y la ferocidad de sus azules ojos era la misma de los ojos de Gudú en el campo de batalla. Al fin, destrozaron la pieza antes de ceder en su derecho el uno ante el otro.
Como se rumoreaba la intención del Rey de convertirlos en legítimos herederos del Trono, y elevar a Urdska a Reina, empezó a cundir entre soldados la apuesta de acertar quién de entre los dos gemelos Kiro y Arno sería, al fin, Rey. Pues, si con tal ímpetu disputaban un infeliz halcón, con mayor saña se disputarían un Trono tan codiciado como poderoso.
En éstas, habían llegado sin cesar las nuevas de Gudú: venció varias veces a los territorios sureños, pero los surestes se habían levantado de nuevo en su ayuda. Y así, entre los unos y los otros, la guerra se alargaba, la victoria no se alcanzaba aún y, pese a su superioridad y la imparable forma en que Gudú iba aniquilándoles, lo cierto es que no parecían dispuestos a ceder fácilmente. Habían llamado en su defensa, por la parte costera, a los piratas, en memoria de la desdichada hija y los nietos de Leonia, que todos creían muertos. Y aunque sólo ayudaron débilmente, lo cierto es que muchas preocupaciones causaban a Gudú y sus huestes; y mucho se demoraba la paz.
Llegado el undécimo cumpleaños de los gemelos Raigo y Raiga, un emisario especial llegó a Olar con las siguientes nuevas y órdenes del Rey: habiendo, al fin, dominado la mayor parte de las regiones revueltas, y en vía, como esperaba, de una pronta paz, ordenaba, deseaba, que se celebraran sus esponsales con Urdska -como en otros tiempos ocurrió con la Princesa Tontina- y, por tanto, fuesen reconocidos legalmente sus hijos, Kiro y Arno, en la espera de ver, con el tiempo, cuál de ellos mostraba mejores cualidades como candidato al trono de Olar.
Éste fue, quizás, el suceso más cruel y el momento más peligroso de la vida de la Reina Ardid, tal vez aún más crucial que el de la vida de Urdska. El descontento de los nobles era tan evidente como evidente era que los años no habían pasado en vano por ella. Ya había más plata que oro en sus cabellos, ya sus ojos no relucían sino por una íntima tristeza, ya sus labios habían perdido casi su otrora conocida y contagiosa sonrisa. Y si aún se revestía de toda su majestad y fuerza -su astucia no se había apostado como su cuerpo-, las convicciones que la sustentaban hasta entonces, ahora entraban de lleno en el reino de la duda. Ardid flaqueaba en sus decisiones, y una voz en su interior, o tal vez en la cornisa de aquella chimenea poblada de ausencias, de vasijas donde el tiempo se vertía sin piedad, de cenizas de sentimientos, murmuraba «Ardid, Ardid… ¿qué has hecho de tu juventud?».
La reunión con la Asamblea fue esta vez penosa, y Ardid no salió de ella triunfante. El Barón había crecido con la edad, si no en vigor -como a la vista estaba-, sí en encono y malevolencia. Dijo:
– Señora, mucho hemos reflexionado sobre los últimos acontecimientos que más afligen que glorifican al Reino. Debo deciros que la Asamblea considera en muy alto grado las dotes de guerrero y valiente que adornan al Rey nuestro Señor, pero creemos que su pasión por dominar tierras (que dicho sea de paso, empezamos a sospechar no van a redundar en beneficio de Olar) ha cautivado a lo mejor de nuestra juventud; y privándonos de hombres jóvenes, que ya sólo a la guerra y la rapiña aspiran, este Reino languidece en la más espantosa y triste atonía. Sabemos de otros países donde, quizá con menos dominio, poder y aun riqueza, florecen la ciencia, el arte, y en suma, la paz y la prosperidad… tal como fue nuestro Olar, y no olvidamos, durante vuestro reinado, en tiempos en que vuestro hijo era aún niño. Tampoco olvidamos la firmeza y sabiduría con que conducisteis no sólo la administración, sino el espíritu de nuestro país; y por todo ello os amamos y admiramos. Pero precisamente por tratarse del peligro que esa Reina extranjera suscita en vos misma y en nosotros, creemos poco aconsejable que se dé tal paso…, y menos en lo referente al nombramiento de esos herederos. Pues, si mal no recordamos, el Rey tuvo otro hijo de su más sensato matrimonio: el Príncipe Raigo. Decidnos, ¿qué fue de él? Muchos aseguran que ambos niños naufragaron con su madre en el proceloso mar de Leonia; pero también hay quienes dicen (marineros, gente costera, ya sabéis…) que ningún niño acompañaba a nuestra llorada y desdichada Reina Gudulina el día de su muerte.
Ardid se mostró entonces abatida, con el rostro sombrío y en silencio. En realidad estaba urdiendo rápidamente la mejor respuesta, o, al menos, la más conveniente en tales circunstancias. Y al fin dijo:
– Me sorprende que sesudos varones, a quienes considero mi apoyo y son mi máxima esperanza, se muestren tan suspicaces como prestamistas o usureros, o vulgares mercaderes; crédulos como campesinas ante la palabrería de marineros y costeros… El Príncipe Raigo, junto a la Princesa Raiga (y me permito recordaros vuestra indiferencia hacia ellos en aquellos días; sin tener para nada en cuenta mi dolor de abuela), fueron devueltos, por vuestra decisión, a la Reina Leonia, junto a su infortunada y llorada madre Gudulina… Noble Barón, nobles Caballeros: ved que la historia larga y amarga de mis desengaños tiene aún muchos capítulos por escribir…
Y así continuaron largo rato, en el tira y afloja de hipócritas consideraciones y zalemas, cuando la única verdad de sus intenciones estaba a la vista, en la feroz y ceñuda actitud de la mayoría de los miembros de la Asamblea: gentes en su mayoría de parca palabra y ambiciosa y dura cerviz, que sólo su provecho -y no el de Olar- esperaban de tales conversaciones. Sólo algún ingenuo o bienintencionado asistía a estas reuniones, y eran los únicos que no decían nada, o eran obligados a callar.
Aplazóse la decisión de la Asamblea, aun por tres veces; y en el transcurso de estas tres reuniones, varios incidentes cambiaron el curso de los acontecimientos.
Tan simple como ferozmente el aplazamiento de su decisión se sucedió al ciclo de primaveras, veranos, otoños e inviernos. Y éstos, de tan rápida y despreocupada forma -los nobles no alcanzaban a reunir huestes suficientes para enfrentarse en una rebelión de tal calibre contra Gudú-, que así pasaron cuatro años más: esto es, ocho desde la partida de Gudú, hasta el día en que sometió totalmente a los rebeldes, y anunció su regreso.
Si bien en su aspecto externo las cosas sucedieron de forma lenta, indecisa y poco brillante, no así discurrieron en la intimidad más estricta de Ardid y de otros muchos.
La Reina no dejó ni un solo día de visitar, secretamente, a sus niños, en la Torre Azul. Y allí, conversaba largamente con Once -el eterno visitante al que el tiempo privó de ser adulto- y sus nietos. Sin reparar en que los años también habían transformado a parte de estas criaturas. Pues Contrahecho ya hacía tiempo que no participaba en aquellos juegos, y había llegado a suplicarle le tomase a su servicio, como paje y bufón. Pero tal era la desolación del muchacho, al demandarlo, que sólo podía compararse a la de Raiga, al suplicarle que no lo alejase de ellos, y que con ellos se quedase. La Reina, en principio, desoía sus súplicas. Pero Contrahecho estaba tan triste que, como era el único que en las actuales circunstancias no peligraba -pues su vida había sido ya olvidada-, a menudo acostumbraba a bajar con ella al viejo jardín que Ardid cuidaba con todo esmero. Así, ambos solían contemplar el Árbol de los Juegos, que en aquellos días muy alto y esplendoroso se mostraba.
Llegó el último otoño -último en la espera del regreso del Rey-, y notó Ardid que, de nuevo, aquel Árbol de su jardín, tan lleno de recuerdos y significados, aparecía mustio y tan marchito como el resto de sus flores.
– ¿Qué ocurre con el Árbol de los juegos, Contrahecho? -dijo la Reina, desolada. Y alzando las manos recogió unas últimas hojas que, como polvo de oro, se deshicieron entre sus de dos. Y con asombro, que gran dolor contenía, oyó decir al muchacho lo mismo que antaño le respondiera Gudulina.
– ¿Qué Árbol, Señora? No sé a cuál os referís; no veo ningún Árbol.
Entonces la Reina le miró, con nueva mirada, y comprobó que no era un niño, sino un joven de tristes ojos y poco agraciada figura.
– Nada -dijo, al fin, con gran pesar-, nada, Contrahecho; cosas que a veces traen los vientos del pasado a una mujer madura… Pero aquel otoño descubrió otras cosas a Ardid, cosas en las que, por rutina y costumbre, no había reparado antes. Cuando llegaba a la buhardilla, ya no oía risas, ni correrías ni resplandeciente música y murmullos de viento entre hojas doradas. Ahora se daba cuenta de que una oscura tristeza saltaba de rincón a rincón, y que los cofres de Tontina aparecían cerrados, enmohecidos y polvorientos. Retornaba con verdadera pesadumbre a la buhardilla, y los muchachitos no la esperaban. Y siendo, así, una noche, la sorprendió un gran silencio: y tan sólo descubrió a Raiga, dormida en un rincón, y en otro, a Contrahecho, sumido en graves pensamientos, y a nadie más. Al entrar y proyectar sobre ellos la luz de su antorcha, Raiga despertó sobresaltada, y también Contrahecho, que tendido ante la puerta estaba, entre los viejos cofres y tapices, ya tan deslucidos. Y Ardid dijo:
– ¿Qué es esto? ¿Dónde está Raigo, y por dónde anda Once?
–
¿Qué decís, Señora? -murmuró, soñolienta, Raiga-. Raigo se fue, como todas las noches… y tened por seguro que si no fuera por lo mucho que me lo habéis prohibido, y por el miedo que me da saltar por la ventana hasta el abedul, yo le seguiría… Oh, Señora, qué tediosa es esta vida, aquí, en esta sucia estancia, siempre encerrados…
– ¿Cómo es posible que Raigo haya contradicho mis órdenes? ¿Y cómo es posible que Once no se lo haya impedido?
– ¿Once? -se extrañó Raiga-. No sé quién es, Señora. -Contrahecho -dijo con verdadera angustia Ardid-, ¿adónde fue Once?
Pero se detuvo ante la atónita mirada de los dos muchachos.
Raiga y Raigo -calculó rápidamente Ardid- cumplían ya quince años, y Contrahecho veintitrés. Y así, dejóse caer desolada sobre uno de los polvorientos cofres. Y sentía un gran frío en el corazón.
– Es cierto, queridos míos -dijo al fin-, la rutina del tiempo, las preocupaciones y el egoísmo, no me han dejado ver nada… pero creo que no sois, en modo alguno, unos niños.
– Oh, no, desde luego -dijo Raiga, mirando significativamente a Contrahecho, que se ruborizó-. No somos niños.
– Y el Príncipe Raigo arde en deseos de unirse a su padre, el Rey -dijo entonces el antiguo bufón-. Señora, comprended sus aspiraciones, es muy lícito que así lo sienta, pues no es propio de un joven Príncipe y futuro Rey permanecer oculto como un viejo baúl inservible, entre tantos trastos y antiguallas que nadie quiere.
Estas últimas palabras causaron un agudo dolor en Ardid. «Trastos viejos y antiguallas que nadie quiere… -pensó-. Igual que yo, si no lo remedio.» Y conociendo el peligro que el imprudente Raigo corría, se sintió invadida de terror. Pero precisamente en aquel momento, alguien tiró de un extraño cordel que no había visto. Con las coberturas de sus lechos, los muchachos habían confeccionado una cuerda por la que deslizarse desde la ventana. Dieron desde arriba un tirón, y Contrahecho y Raiga, sujetándolo con todas sus fuerzas, lograron ayudar, al que abajo esperaba, a trepar de nuevo a la habitación.
Al ver a su abuela, el joven Raigo quedó confuso y atemorizado. Bajó la cabeza, y miró al suelo; pero en su adusto ceño, en sus párpados obstinadamente bajos, leyó Ardid la indomable voluntad de su estirpe. De suerte que abandonó toda esperanza de retenerlo.
– Querido -dijo al fin-, comprendo muy bien tus sentimientos. Pero has de saber una cosa, y esto es que no por capricho os he guardado encerrados aquí. Si no fuera por ello, tiempo ha que estaríais muertos.
Y reveló a los muchachitos la verdad de su situación, sin omitir detalle alguno.
Los cuatro se sentaron, al fin, muy juntos; y sus rodillas se tocaban, y como los tres muchachos abandonaron sus manos en el regazo de la Reina, ésta sintió que suavemente el frío huía de su corazón; y halló el entusiasmo y esperanza suficientes para decirles:
– Aunque mi torpeza de vieja mujer no lo notase como es debido, muchos años han pasado ya desde aquel día… y ahora, siendo como sois jóvenes muy crecidos, nadie os reconocerá si, como pajes o doncella, os llevo conmigo simulando que sois nuevos plebeyos a mi servicio. Así, aguardaremos la decisión de los nobles: y acaso, hallaremos alguna solución entre todos a tan difícil situación.
Los tres besaron sus manos. Y esperanzados por una nueva luz de libertad uno, y de ambición otro, Raigo y Contrahecho durmieron aquella noche por última vez en la buhardilla. Y al día siguiente, disfrazados de sirvientes, la Reina los llevó a sus habitaciones. Y cerró para siempre aquella torrecita de extraña caperuza azul.
Plácidamente, en apariencia -pero sembrado de inquietud interna-, transcurrió el otoño para Ardid, con sus nuevos pajes y su nueva doncella, cada día más recluida en sus estancias. Pero más difícil era contener a Raigo, que se mostraba cada vez más rebelde y deseoso de escapar de aquel encierro y ocultación.
– Iré en pos de mi padre, Señora -decía-, y me presentaré a él: para que vea en mí a su Heredero, en lugar de esos lobos esteparios a quienes ni tan sólo ha reconocido.
– Paciencia, Raigo, no olvides que tu padre se fió siempre de mi consejo. Aguarda a que él regrese, y entonces las cosas cambiarán.
Pero Raigo -como su abuela, como su padre, como tantos y tantos muchachos de su estirpe, de todas las estirpes y razas del mundo- solía escapar de las habitaciones de la Reina, y montando en un caballo que un anciano caballerizo mayor, viejo y devoto servidor de la Reina -él y algunos más se hubieran dejado matar por ella- siempre le tenía a punto, junto a una capa y capucha con que ocultarse, huía al bosque y, aun de lejos, rondaba la Corte Negra: lugar que, a partes iguales, odiaba y deseaba con toda la fuerza de su impetuosa naturaleza.
Por contra, Raiga era tan sumisa y dulce, como corta de entendederas, y sentía tanto cariño por Contrahecho como este por ella. Apenas se separaban, y día llegó en que Ardid notó que los dos muchachitos estaban, en verdad, enamorados. Y tuvo certeza de ello una noche en que, reunidos los tres junto a la lumbre -Raigo cada día se apartaba más de ellos, y vagaba como un mendigo por los bosques, o permanecía ceñudo en un rincón-, contaban raras historias extraídas del viejo -y ya medio corroído- Libro de los Linajes. Así, contábales la Historia del Príncipe Blanco transformado en horrible bestia, y de cómo, enamorado de la dulce Princesa, con toda su alma, día llegó en que, por un beso de esta, recuperó su verdadera forma, tan bella que a todos maravilló. Y como la vista empezaba a flaquearle, se retardaba Ardid en descifrar la complicada caligrafía del libro. Esto, unido a los agujeros que en aquellas páginas habían hecho los mordiscos de las ratas y la impiedad del tiempo, hacía que se detuviera en muchos pasajes. Y con sorpresa vio que ambos jóvenes, las manos juntas, recitaban a dúo aquello que ella ya no podía ver. Y cuando, sorprendida, alzó la vista, vio que sus rostros estaban bañados de tan dorado y hermoso resplandor, que buscó el origen de aquella luz: y allí estaba, sobre la chimenea, pues las cenizas de oro se habían vuelto de oro candente, y tan luminosas, que atravesaban sus rayos la plata de la vasija, como si se tratase de una copa de fino vidrio. Y por contra, la copa del tiempo parecía detenida, como atenta al suceso. Entonces, Ardid colocó su mano sobre las de los dos muchachos, y dijo, con gran ternura:
– Tengo la sospecha de que ya no deseáis escuchar más historias que hablen de milagros de amor, pues creo que todas las conocéis mejor que yo.
Pero tan embebidos estaban ambos en sí mismos, que no la oyeron.
Más tarde, en la soledad de la alcoba -pues a Raiga la guardaba en un pequeño lecho junto al suyo-, Ardid dijo a la muchacha:
– Raiga, tengo la certeza de que amas a Contrahecho.
– Oh, sí -dijo ella-, le amo, pero… es un sirviente, y sé que Raigo jamás me lo perdonaría.
– Niña querida, te voy a revelar algo: tal vez es un sirviente, tal vez no lo es, pero ¿qué puede importarte esto? Muchas cosas he aprendido en la vida y de muchas me he arrepentido. Pero la más amarga de todas es mi horror ante un sentimiento como el tuyo. No lo deseches tú, querida, pues sólo así conocerás un poco de la escasísima felicidad que ofrece este mundo.
– Señora -dijo Raiga vacilante, y pareció tan turbada que su turbación contagió a la Reina-, sólo sé que Raigo se enfurecería…, y amo mucho a Raigo, y él a mí. Y además, Contrahecho…, ¡es una criatura tan fea!
La Reina calló, pero díjose, con mezcla de alivio y tristeza, que al fin y al cabo no sería tan grande el amor, si resultaba incapaz de vencer semejantes barreras. Y un gran frío la hizo estremecerse, como si la envolviera el viento más helado. «Si al menos -murmuró, con labios temblorosos-, si al menos el querido Trasgo del Sur apareciera un día entre las brasas.»
Avanzaba el otoño, cuando cierto día, mientras ella regaba el cada vez más mustio Árbol de los juegos, llegó hasta ella Raiga, con las mejillas ardiendo y el cabello esparcido sobre los hombros. Y tan bella y joven era, y tan radiante, que creyó verse a sí misma en un tiempo en que, allí mismo, fue al encuentro del Rey Volodioso, e hizo valer sus derechos de mujer y Reina. Y asombrada, oyó decir a su nieta:
– Señora, Señora, un gran milagro ha sucedido. Y soy tan feliz con él, que sólo lamento la ausencia de Raigo -pues desde hacía tres días, Raigo no aparecía, sembrando una gran inquietud en su abuela-: pues sé que, como yo, se alegraría mucho de lo que os voy a contar. Y como sois vos la única que yo amo, después de ellos, a vos deseo revelaros esta gran maravilla.
– Dime niña -dijo Ardid, impaciente.
– Pues es que he besado a Contrahecho; le vi llorar en silencio, y como adiviné la causa de su aflicción, que era la mía misma, no pude contenerme y, tomándole en mis brazos, le besé en los labios… Y Señora, ¡no lo creeréis hasta que lo veáis! Lo que os digo: que tan hermoso y gallardo se ha tornado, que no tiene rival con el más apuesto de los príncipes…, ni siquiera con mi hermano Raigo.
Una gran emoción bañó a Ardid y, abrazando a su nieta, lloró silenciosamente sobre su rubia cabeza.
– Así -dijo al fin-, ¿le quieres por esposo?
– Ciertamente -dijo ella-. Y tan feliz seré con él, que nada me importa pasar por sirviente el resto de nuestras vidas.
– Pues así te lo prometo -dijo Ardid-. Di a tu amado que se apreste a llegar a mi cámara, que allí ordenaré venir a un fraile Abundio para que os una en matrimonio; y juro que os amaré y protegeré el resto de mi vida. Y tanto le amo a él como a ti, y los dos sois como los hijos que no supe tener jamás…
La muchacha salió corriendo, gozosa, y Ardid se apresuró a preparar lo prometido: aunque, con toda discreción, modestia y sigilo, como si se tratara de la boda de dos insignificantes pajes de la Reina.
Pero cuando aparecieron los novios, tomados de las manos -traían los cabellos entrelazados de hojas doradas, y se preguntó dónde las habrían conseguido-, su corazón se paralizó de pena. Pues, si bien Raiga contemplaba con arrobo al que ella eligiera como el más hermoso y gallardo mortal, era tan sólo aquel infeliz y feísimo muchacho, cuya alegría aún resultaba más dolorosa que su propia fealdad.
Ardid no tuvo valor para decir nada: y así, Raiga y Contrahecho se unieron en matrimonio, y la Reina les instaló en una pequeña habitación contigua. Y cuando se quedó sola, arrodillada junto a las brasas, lloró, lloró tanto toda la noche -y no sabía si por Contrahecho, por Raiga y Raigo, por Gudú, por ella misma, por Tontina y Predilecto, o por el marchito Árbol de los Juegos que sólo atinaba a pronunciar el nombre del Trasgo, entre sollozos y reproches. Y sin recibir respuesta alguna, le sorprendió el día.
No tan tiernas eran las escenas que se sucedían entre la Reina Urdska y sus hijos Kiro y Arno. Pues si en la lánguida Corte de Olar reinaban la desazón y el descontento, y en las cámaras de Ardid la melancolía y la tristeza, en la Corte Negra bullían la ambición y los sueños de poder, y en la cámara de Urdska crecía el odio en su más espléndida sazón.
Raigo merodeaba a menudo por los alrededores, y más de una vez vio a sus hermanos -que ya, pese a sus ocho años, montaban como verdaderos jinetes esteparios- seguidos de su madre y de una breve escolta. Trepaban entonces a las ramas de un alto abedul, y su corazón se agitaba en encontrados sentimientos. Diez días hacía ya que abandonara el Castillo, y a lomos de su caballo, que pertrechó de víveres, abrigo y una vieja espada hurtada a un soldado dormido -en esta habilidad demostraba haber heredado antiguos hábitos familiares-, ahora vagaba por el bosque, llevando una vida libre y salvaje. Y así, con la agilidad que adquirió en sus anteriores escapadas por la ventana de la Torre Azul, moraba ahora casi como un pájaro, de árbol en árbol, y dormía guarecido en una gruta cercana a aquel manantial que otrora hicieron brotar las lágrimas del Trasgo. Y bebiendo de aquella agua notaba que el paladar se le llenaba de un remoto gusto a vino, o de uvas maduras, que le dejaba perplejo. Cuando veía a la Reina Urdska y a sus hermanos Kiro y Arno galopando fuera del recinto amurallado, experimentaba una mezcla de admiración y odio salvaje, y en tales sentimientos se debatía, y perdía el sueño. Pero hacia su padre sentía una fuerte fascinación: y aun a sabiendas del despego y crueldad que había mostrado hacia ellos, no lograba en modo alguno odiarle. «Algún día -se decía- me mostraré al Rey y le diré: yo soy tu hijo, tu único hijo legítimo, y a mi vez, yo seré el Rey de Olar. Y él me aceptará.»
En tanto, en la oscuridad y secreto, Urdska instruía a sus cachorros Kiro y Arno en la venganza hacia Gudú. De manera, que ambos muchachitos, a la par que se encendía su imaginación al calor de las historias que les contaba Urdska de su tierra, añoraban destruir a aquel que les despojara y desterrara de su verdadera patria originaria. Y Urdska, consciente del efecto de sus palabras, hablábales sin cesar del día en que recuperarían la isla del Brazo Gigante, y tornarían a ser los más gloriosos reyes de la estepa. «Entonces, el Reino de Gudú también será nuestro; y nuestro pueblo no conocerá la miseria de la estepa, ni será un pueblo que sólo se nutra de sombras», les decía. Y cuando Kiro y Arno preguntaban a su madre: «Madre, ¿cuándo llegará ese día?, ¿qué hemos de hacer?». Ella contestaba -igual que cuando Ardid intentaba aplacar a Raigo-: «Tened paciencia. El día señalado, confiad en mí: mi mente no deja pasar un solo instante inactiva, y todo lo llevo escrito en mi memoria y en mi corazón».
Y así era. Aunque Raigo no podía explicarse de qué se trataba, desde el abedul vio cómo Urdska, a solas, mantenía secretas entrevistas y cuchicheaba misteriosamente frases, en una lengua por él desconocida, con jóvenes guerreros de su raza; y de tanto en tanto, uno de estos partía misteriosamente hacia el Este.
Pero aún era muy joven, e ignorante, para adivinar todo lo que se urde y trama en un Reino, y qué es lo que maquinaba tan fascinante como atemorizadora Reina.
Llevaba ya Raigo quince días ausente, y la inquietud de Ardid crecía, pero como mantenía tan escondidos a los nietos, y deseaba que pasaran inadvertidos, lo cierto es que no se atrevía a ordenar batidas por los bosques -ni aun a sus incondicionales soldados o sirvientes-, pues tal interés hubiera llamado la atención, tratándose tan sólo de un insignificante paje. Sin embargo, la tensión era grande, y a menudo Raiga y Contrahecho -que en el egoísmo de sus transportes amorosos no se interesaban más que por sí mismos- le decían que no era posible que le hubiera ocurrido nada, ya que Raigo era tan valiente como astuto. Y que, en aquella estación, aún no se acercaban los lobos a los poblados, así que no parecía fácil le devorasen.
Hasta que cierto día, no pudiendo resistir más, Ardid montó sola en su caballo, sin escolta alguna, como una muchacha que se escapa de su casa. Y aun sintiendo que sus piernas no tenían la agilidad de antaño, partió envuelta en su capa y ocultándose cabeza y rostro con su capucha. Recorrió los alrededores del Lago, y preguntó aquí y allí, a pescadores y mujeres que remendaban redes, a los muchachitos que por allí moraban y cogían zarzamoras, si habían visto por aquellos pasajes a un joven de cabello rubio como el sol, montado en corcel castaño. Pero todos decían que no lo habían visto, y nadie le dio noticia de él. Decidió entonces acercarse a los bosques que bordeaban las Tierras Negras y el malhadado Castillo Negro.
Anochecía, cuando, indiferente a la oscuridad que se avecinaba y al cansancio que iba ganándola, sólo guiada por su deseo de hallar al nieto, en quien ya cifraba sus únicas esperanzas, viose de pronto rodeada por la oscuridad y, adentrada en la espesura, sintió -quizá por vez primera- el roce del miedo. Desmontó y, llevando al caballo de la brida, se aproximó al rumor que indicaba la proximidad de un manantial. Al acercarse, vislumbró un débil resplandor de fuego que provenía de una gruta. Con sigilo ató su montura a un árbol y, reverdeciendo en su memoria antiguas experiencias en lides parecidas, se aproximó a la cueva. Y en su interior halló, cándida e imprudentemente dormido, a Raigo.
Tal fue su emoción, que se apresuró a despertarle y, abrazándole, lloró de alegría. Pero Raigo, colérico, se desasió de su abrazo. Y la miró con tal furia, que le heló el corazón:
– ¿Qué hacéis aquí, imprudente anciana? ¿Queréis dar al traste con mis planes?
Estas palabras atravesaron a Ardid como una daga. Pero al punto la hicieron recuperar su fuerza y voluntad. De suerte que, proporcionándole un sonoro bofetón que dejó atónito al muchacho, dijo, revestida de su más grande majestad y arrogancia:
– ¿Osáis hablar así a vuestra Reina y Señora, pequeño lacayo? Habéis de saber que, si yo quiero, aquí mismo os mando colgar de un árbol, para escarmiento más de estúpidos que de desvergonzados.
Y antes de que el estupefacto Raigo saliera de su asombro, le despojó de su espada -en verdad mohosa- y, empuñándola con ambas manos, apoyó la punta en el pecho de su nieto:
– Levantaos ante la Reina, mentecato, y prestad oído a lo que os digo, de forma que jamás lo olvidéis.
Así lo hizo Raigo, y con tan manso y contrito aspecto, que la ira se aplacó en la Reina. No obstante, fingió mayor severidad aún, para decirle:
– Bien me parece que deseéis recuperar lo que es vuestro y sólo vuestro. Y mucho me asombra hayáis desconfiado de quien sólo os puede ayudar y conducir. Pero, teniendo en cuenta vuestra ignorancia y juventud, y placiéndome en verdad comprobar el talante de vuestra naturaleza (que no desmiente mi estirpe) y vuestro coraje, aun si va, como ahora, aparejado a la natural insensatez propia de vuestros años, os diré lo que de ahora en adelante debéis hacer: como primera medida, que apaguéis ese fuego sin dilación.
Así lo hizo Raigo, y aun a riesgo de abrasarse, se aprestó a apagarlo y pisar las cenizas con manos y pies, de modo que ni un solo resplandor les delatase.
Una vez apagado el fuego, y ya en la oscuridad, cuando solo adivinábanse el uno y el otro por el bulto negro de sus cuerpos y el jadeo de sus gargantas, dijo Ardid:
– Ahora, siéntate y escucha bien.
Ambos se sentaron en el suelo, y la vieja pero bien templada abuela murmuró lentamente:
– Si permanecer escondido en las habitaciones de una anciana Reina como vulgar sirviente os asfixia y desespera, no sólo no me extraña, sino que os comprendo. Pero no entiendo, en cambio, vuestra imprudente actitud. ¿Sólo con una vieja espada y una daga de niño, que ni tan sólo lograría degollar un cordero, pensáis vencer a las alimañas que dentro de ese Castillo Negro larvan contra vos y contra mí sus tretas de lobos, e incluso contra vuestro ciego padre? Oh, no, Príncipe Raigo, no es así como se recuperan los tronos. Pues habéis de saber que tan rebelde, y aun más que vos, fui yo en mi infancia, y a vuestra edad; y sin embargo, con paciencia y astucia supe permanecer en cautiverio, y en cautiverio supe levantar, uno a uno, los peldaños del trono de tu padre. De forma que, si Rey queréis ser, y no cadáver devorado por lobos o ensartado en lanzas por sucios esteparios de olor caprino, tendrás que tener paciencia y astucia. Y si yo supe aconsejarme por quienes mucho más que yo sabían (y ten por seguro que toda la ciencia, en verdad parca que hayas asimilado, no puede llegar ni a la suela del zapato de la ciencia que yo acumulaba a tu edad), cuánto más tú, ignorante y cándido cachorro de león, deberás aconsejarte de quien tanto te ama: pues eres el centro de mi propia ambición y orgullo. Y aunque no te amara (que sí te amo) tú serías, y no otro, el afán de mi vida; y no cejaré en el empeño de que tú seas el siguiente Rey de Olar hasta el fin de mis días.
Entonces oyó cómo el Príncipe Raigo, aun a su pesar, sollozaba en silencio; y adivinó en aquel llanto, no sólo dolor, sino contenida ira. Pero se calmó su sobresalto al presentir que aquella ira no iba contra ella, sino contra quienes pretendían arrebatarle lo que consideraba suyo, y de su mismo padre. Así pues, depuso su tono severo, y con más dulzura dijo:
– No me opongo a que abandones tan servil escondite. Pero desde ahora sigue mis indicaciones, y ten por seguro que éstas te conducirán hacia el éxito mucho mejor que los impulsos de tu inexperto corazón. Atiéndeme, Raigo: monta en tu caballo y ven conmigo, pues he de conducirte, ahora más que nunca, a lugar seguro, donde nadie pueda encontrarte y donde podrás comunicarte conmigo, y yo contigo, tantas veces como lo desees.
Obedeció el muchacho, y Ardid lo condujo hasta el Lago, olvidando repentinamente el gran cansancio y la debilidad de sus piernas, que cobraban inusitadas fuerzas sobre su caballo. Y allí, en aquella vieja y medio derruida cabaña, que fuera en tiempos escondite de ella misma y del desdichado Amor, le instaló. Y díjole:
– Mañana te enviaré una paloma muy bien adiestrada; ella será nuestro mensajero. Y tendrás cuanto necesites: pero cuida de parecer como vagabundo o mendigo, y oculta tu espada -no ésta, sino otra que yo te enviaré, además de carcaj y flechas bajo las ropas de tu disfraz. Y así, aguarda el momento en que sea oportuno presentarte nuevamente a tu padre, y recuperar lo que te pertenece.
Aquellas palabras condujeron la memoria de Raigo hacia tiempos anteriores, cuando era tan niño que sólo entendía la lengua de las flores, y algo de las aves. Y recordaba a su abuela, la Reina Ardid, toda ella como nevada de oro, y murmurando algo a una paloma gris, que mantenía en alto posada en el puño, como si se tratase de un halcón.
Raigo besó la mano de su abuela, y prometió obedecerla. Pero apenas la Reina dejó atrás la cabaña, todo el cansancio, la memoria del tiempo, los otoños y aun las primaveras, parecieron desplomarse sobre ella; y la bruma del Lago penetró de tal forma en sus ojos, que llegó al Castillo en estado lamentable. Ni el fuego del hogar ni el elixir de vida lograron reponer sus huesos magullados, su carne fatigada. Sus ojos veían con dificultad, pero el más grande de todos sus dolores era aquel que se había asentado, y ya para siempre, en el centro de su corazón.
Apenas dos días después, se anunció la gloriosa llegada de Gudú: de nuevo vencedor, otra vez Señor Poderoso y Temible. El Barón, si bien no pudo disimular su preocupación, había llevado tan lejos su intriga, que ya no sabía cómo detenerla; fingió una gran alegría ante los acontecimientos, pero ni a Ardid ni a nadie logró ocultar el miedo y el recelo en su voz ante la llegada del Rey.
Así, antes que éste entrara en la ciudad, se había ya postrado en lecho, y pocas horas más tarde moría, según unos de vejez, según otros -complicados con él en la intriga, y no exentos de pánico, por un lado, y de descontento, por otro- de puro y simple miedo.
Apenas llegado el Rey, los nobles demandaron audiencia, pues, además de haberse quedado sin su Presidente, otras muchas cosas bullían en sus mentes y pechos, y deseaban volcarlas de una vez. El Rey concedió la audiencia, y todos vieron, con sobresalto, que si bien los años no habían pasado en vano por él, no mostraba signo alguno de decadencia: jamás apareció más colosal, fuerte y feroz ante ellos. Y, entre las dos cicatrices que cruzaban su rostro, no habían visto jamás tan frío fulgor, y tan cruel, en la mirada de sus ojos gris-azul. De manera que todos los ánimos se aplacaron – la Asamblea, si bien inclinada naturalmente al descontento y la intriga de la Corte, no se distinguía especialmente por su juventud ni gallardía.
El Duque Terko, hijo del Barón -el segundo, ya que el mayor, su predilecto, era idiota sin esperanza y vagaba en camisa por las almenas del torreón sobre las colinas Sur del Lago, diciendo ora que era mariposa, ora que era gavilán-, sabía también que sus dos hijos, y su nieto, de sólo catorce años, eran adictos y fervorosos soldados de Gudú. Y entre ellos, todos tenían algún hijo, nieto o pariente -lo más valioso de la familia, si no por inteligencia, sí por juventud y osadía- en las filas adictas a Gudú. Así pues, con desaliento, replegáronse cada uno de ellos en sus íntimas zozobras, y muy humildemente, como minucias de poca monta, presentaron al Rey sus problemas.
El Rey les escuchó en silencio, y al fin dijo:
– Si he de hacer un resumen de las quejas expuestas, sólo hallo una estimable: la poca alegría de vuestras vidas de viejos inútiles y la envidia que os corroe por no ser capaces de seguir a vuestros hijos o nietos en la carrera del poder y la codicia. Pero sabed que, si bien comprendo tales cosas, no está en mi mano remediarlas: viejos seremos todos, con suerte, y viejos e inservibles pereceremos también algún día. En tanto, dejad paso a quienes mejor que vosotros pueden ayudar a levantar y continuar un Reino que, hasta ahora, os ha proporcionado más satisfacciones que disgustos. ¿Recuerda alguno de entre vosotros los tiempos del Rey Volodioso? Poco a poco, y con mayor o menor brutalidad, os despojó por la fuerza de vuestras prebendas y poder; y por el terror y la tiranía, os sojuzgó. Yo os he devuelto con creces cuanto él os arrebató. Y aún más: os he enriquecido y proporcionado tan regalada vida como puede apetecer un viejo; y a vuestros hijos y nietos les he dado ocasión y oportunidad de ensanchar y crecer por sí mismos, a mi lado; y cuanto les di fue sin pedir nada a cambio. Ahora bien, he pasado muchos años guerreando por vosotros, y defendiendo vuestras tierras, y ahora sólo hallo aquí un grupo de ancianos lujuriosos y sensuales que se quejan de no poder rizarse el pelo y adornar sus vestidos como en los tiempos en que el tío Almíbar comerciaba con Leonia… ¿Es razonable esta actitud? Más parece cosa de bufones, que de varones serios y caballeros… Estos últimos ocho años, a todos nos han fatigado: así pues, como prueba de magnanimidad, que no de flaqueza, he dispuesto establecer un tiempo de paz y mayor abundancia. Así, espero que vuestros fútiles deseos y lloriqueos no volverán a repetirse.
– Oh, Señor -dijo el Barón Lelino, el menos viejo de la Asamblea-. Mucho me complazco en oír vuestros razonamientos… y como yo, todos los demás… Pero aún hay otro asunto que desearíamos consultaros.
– ¿Qué asunto?
Y aun cuando el tono del Rey logró desfallecer un tanto al audaz Barón Lelino, no tuvo más remedio que continuar:
– Es que circulan rumores… sobre un nuevo matrimonio vuestro. Esto nos complacería de veras… Pero ese rumor insiste en señalar como futura Reina a… bien, a una antigua y feroz enemiga de este Reino. ¿Es cierto ese rumor, Señor, o vulgar y maligna calumnia?
– Es cierto -dijo Gudú-. Y sabed que los antiguos enemigos (y tal vez pensando en vosotros mismos lo podréis comprobar) por variados y singulares caminos llegan a tornarse los mejores aliados. Así, os aseguro que esta alianza será el precio que debamos pagar a esa paz y esa holgura por las que tanto suspiráis.
La Asamblea permaneció en silencio y perpleja durante largo rato. Al fin, el Duque Foreste atinó a decir:
– En verdad, Señor, que sois tan sabio como valiente.
Y prorrumpieron en entusiastas -tal vez excesivamente entusiastas- vivas al Rey, al Reino y a todo lo que se les pasó por la cabeza y consideraron podía halagar al monarca.
Pero aún no habían terminado las aclamaciones y, sin protocolo alguno, el Rey se ausentó. Y cuando los nobles atinaron que no se había aún elegido el nuevo Presidente de la Asamblea, les llegó un emisario del Rey. Simplemente, y sin preámbulo alguno, les hacía sabedores de que, puesto que el más noble de cuantos nobles allí se reunían era él mismo, no existía otro jefe más oportuno para la presidencia de tan titubeante Asamblea. Con lo que todos callaron y regresaron a sus castillos o mansiones. Pero la simiente del descontento, de la rebelión y de la envidia no se había extinguido en la mayor parte de aquellos corazones.
El Rey cumplió lo prometido: y así, el tiempo de paz y prosperidad se produjo -al menos en apariencia-. En lugar de permanecer en la odiada Corte Negra, Gudú se instaló en Olar. Convocó y asistió a las reuniones de la Asamblea, y se mostró propicio a escuchar a todos y cada uno: permitió que abrieran poco a poco sus corazones en privado, y atendió -o lo fingió sus minúsculas y mezquinas ambiciones. Con lo que los ánimos empezaron a alborozarse, y más aún cuando pidió ser recibido por la Reina. De niño jamás se dirigió a ella de otra forma que como un humilde vasallo a su señora, pues ella era el único ser de la tierra que gozaba de su respeto. Cuando se hallaron a solas, le habló de la siguiente manera:
– Señora, como sabéis, he decidido permanecer durante un tiempo en Olar, y atender al pueblo y la nobleza en sus minucias. He llegado a la conclusión de que desean más fiestas, alegría y diversiones. Y como tan sabia sois en conducir (a vuestro provecho, y mi provecho) tales debilidades, os pido ahora que vuestra administración sea más blanda, y organicéis, de nuevo, una especie de Corte alegre y un tanto frívola, y de paso, para satisfacer ciertos gustos, algunos festejos para el pueblo. Algunos jóvenes nobles, que llevan ya mucho tiempo lejos de mujeres de su raza y condición, también deben tener nuevamente trato con las muchachas de Olar. Creo que así ablandaremos muchas suspicacias, y nos daremos un respiro, o margen (si lo preferís), para recomenzar nuestras verdaderas actividades.
– Haré como tú deseas, hijo -respondió Ardid. Pero no escapó al Rey el tono un tanto fatigado y desprovisto del antiguo entusiasmo de la Reina por estas cosas.
– Hijo mío -añadió al fin Ardid, pues una pregunta le quemaba la lengua-, ¿es cierto que pensáis desposaros con Urdska, y nombrar vuestro heredero a uno de los hijos?
– Es tan cierto como cuando os lo comuniqué.
– Pero… ¿cómo habéis olvidado que otros hijos de vuestra noble raza, y de vuestra mejor esposa?
– ¿Qué decís madre? Según noticias, se ahogaron con su madre en la nave que les conducía a la Isla de Leonia. Y si no ocurrió así, y se me ha engañado, sea quien sea el embustero, pagará con la muerte tal superchería.
El paladar de la Reina se secó repentinamente. Pero no cejó en su empeño:
– Tal vez, sin engaño ni superchería, tal cosa ocurriera. No sé nada de ellos, pero…, a veces, los náufragos reaparecen. Y si por casualidad sucediera así, y os lo pregunto tan sólo para estar bien informada de vuestras intenciones, que nunca, hasta ahora, me habéis ocultado, ¿nombraríais a Raigo heredero del trono de Olar?
– No -dijo el Rey, con tan glacial firmeza, que las piernas de la Reina temblaron-. Sólo recuerdo a esa criatura como un débil gorgojo, a quien apenas si estimé. Kiro y Arno llevan mi sangre y la de la más extraordinaria mujer del mundo: con lo cual, la sangre de esta raza decadente se vivificará, y la alianza con las Hordas quedará asegurada en este Reino. Kiro o Arno (me da lo mismo, el que a mi juicio mejor disposición muestre para ello) será el Heredero: y ningún otro le suplantará, os lo juro… al menos en vida mía.
Así, Gudú dio por terminada su entrevista con la Reina. Y así también, sin que nadie rechistase por ello, Olar se enteró de la próxima boda del Rey con la ex Reina Urdska.
Aparentemente, la ciudad revivió como en sus mejores días. Desgraváronse y redujéronse impuestos, se animó y facilitó nuevamente el comercio con los puertos del Sur, y nombróse al Duque Rangote -hombre en verdad de curioso aspecto y extravagantes modales- en el cargo de Buenas Relaciones Vecinales -parecido o igual al que ostentara antaño Almíbar-. Y si bien la Isla de Leonia había huido mar adentro, y nadie conocía su paradero, los reyezuelos costeros -a menudo ex piratas-, que ella tanto despreciaba, florecían que era un contento.
La Plaza del Mercado bullía de animación y festejos. En vísperas de la boda del Rey, ante el asombro de todos, Gudú concedió audiencias especiales en las que recibía representantes del pueblo: comerciantes y aun campesinos, a quienes atendió en sus demandas. Revisó también el sistema de juicios imperante, y depuso a muchos jueces y nombró a otros; y reformó las leyes -muy escasas, en verdad- de forma que si bien eran férreas y severas para el delincuente, más suaves se mostraban para el pequeño ladrón, débil e ignorante. Aunque el nuevo sistema de juicios y castigos distaba mucho de ser perfecto y justo, muchos salieron ganando con ello. Y si algunos desgraciados vieron aliviadas sus amarguras, no fue menos cierto que otros, mezquinos ratones y olisqueadores de ganancias, llenaron sus bolsas abundantemente. Todas estas cosas, no obstante, revestían, al menos exteriormente, de prosperidad y progreso al Reino. Y bien lo sabía Gudú, como bien lo sabía la Reina, que le secundó en todo con tanta dedicación y empeño, como firmemente se proponía en su interior, tarde o temprano, derribar a la intrusa y restituir los derechos al Trono de su nieto amado, Raigo.
Nobles, damas y caballeros, tenderos, comerciantes, barberos, herbolarios, campesinos, sastres, tejedores, alfareros, vinateros, cerveceros, y toda la gente de Olar, en general, remozaron sus establecimientos, vestuarios y apariencias. Nuevas modas trajo del Sur el Duque Rangote, y, según decían, él mismo aparecía floreciente y asombrosamente refinado. Y las jóvenes nobles de Olar probaron sin cansancio tocados y vestidos, en espera del gran acontecimiento: la boda del Rey.
En el transcurso de diez días de fiesta continua, en la que el pueblo disfrutó de vino, carne y harina gratuitamente, celebráronse los esponsales del Rey Gudú y la Reina Urdska. Ésta hizo solemne entrada en Olar, sentada en carroza y rodeada de guardia en verdad gallarda -si bien, según todos comprobaron, constaba íntegramente de gentes de su raza-. El pueblo, ebrio de vino y alegría tras largos años de austeridad, aclamó con júbilo la presencia de la Reina; pero, sobre todo, se encandiló con la visión de los dos jóvenes príncipes Kiro y Arno, que, jinetes en preciosos corceles esteparios, tan altivos, fuertes y hermosos se mostraban. Si tenían los acusados pómulos y la breve y un tanto aplastada nariz de la estepa, sus ojos azul-gris eran idénticos a los del Rey, y sus facciones recordaban mucho las de su padre. Pero, aun tan niños como eran, más de uno -noble o plebeyo no dejó de estremecerse ante sus miradas, y quien las sintió sobre su persona, jamás les hubiera tomado en adelante por cándidas palomas, sino por rapaces y astutos gavilanes.
El primer encuentro de Urdska con Ardid fue singular. La Reina Urdska llegaba vestida con tal esplendor, que en otro tiempo hubiera deslumbrado a Ardid. Se cubría de finas sedas, multicolores como el arco iris, y su manto estaba hecho de pieles de pequeños animales, cosidos pacientemente entre sí; y su color era de plata, o negro como la noche, como sus trenzas entretejidas de cintas doradas.
«Ay, Almíbar, amado mío -oyó murmurar a su corazón Ardid-, tú fuiste quien trajo a Olar la primera tela de seda, para engalanarme,… ¿Por qué fui contigo tan egoísta, tan estúpida…?» Y recordaba, recordaba…, aunque su recuerdo ya no servía para nada ni para nadie.
Ambas mujeres permanecieron mirándose, en silencio; ambas erguidas con igual prestancia, brío y majestad. Y los ojos en los ojos, sonriéronse con aparente dulzura, en tanto el brillo de sus miradas revelaba la más feroz y salvaje enemistad, como sólo dos mujeres, reinas y madres, ambas vengativas y astutas, ambas indomables, pueden llegar a sentir una por otra.
Por contra, ante sus nuevos nietos, la Reina Ardid sintióse, a su pesar, ligeramente enternecida: pues halló en sus ojos la mirada de Gudú, y tal cosa hubo de reblandecer un tanto su odio. Pero a poco que observó la ferocidad de sus movimientos y la rudeza de sus modales, el despego y la crueldad que hacia ella y todos los cortesanos -incluido su padre- mostraban, la ternura cedió y llegó, incluso, a desaparecer. «Mejor -se dijo-. Así será menos penoso para mí derrotarles.»
Y en aparente calma, bienestar, e incluso felicidad, pasó un año Gudú en la Corte de Olar: si bien, en secreto, a menudo escapaba al lugar de su predilección; y allí revisaba las tropas y engrandecía y fortalecía su ejército.
Lentamente, durante aquel año, la Reina Ardid fue retirándose de toda ostentación, y cedió su puesto a la nueva Reina Urdska. De suerte que, en los últimos tiempos, apenas si se mostraba en público, y honores y fastos estaban casi siempre presididos por la nueva soberana. Urdska, ante el asombro de los más suspicaces, se mostró discreta, afable y cortés; y aparentemente no se inmiscuyó -como lo hiciera antes Ardid- en asuntos internos del Reino. Y como era bella -más que bella, fascinante- y de naturaleza fastuosa en sí misma, la Corte de Olar, entregada nuevamente a la molicie y lo que creían el colmo del lujo y del bienestar, iba acostumbrándose a ella, y olvidaba que -según siempre oyeron a sus mayores- era de raza tan temible como traicionera.
Pero de espalda a la Corte y a su propio hijo, Ardid seguía tejiendo los hilos de su tozudo e indomable propósito. «Ya llegará el día en que te atrape, raposa esteparia», se decía en la soledad de su cámara, mientras cavilaba sin cesar. Y cuando Ardid se decía algo semejante, raramente se equivocaba.
Nadie reparaba en ellos, como nadie reparaba en los otros sirvientes de la vieja Reina. Niños olvidados en los desvanes de la Torre Azul. Supuestos pajes, sirvientes, anodinas criaturas. Pero eran los príncipes, eran los hijos del Rey. Así pues, una vez no le cupo duda alguna de las verdaderas intenciones del Rey respecto a Raigo, y viendo a la Corte y el pueblo en general enfrascados en su bienestar y opulencia, Ardid procuró también hacerse olvidar lentamente: y junto a ella, el recuerdo del misterioso desaparecido, que nadie lograba esclarecer: Raigo. Y juzgándolo suficientemente olvidado de todos -incluido su propio padre-, decidió que había llegado la hora de sacarle de su escondite y convertirlo, de la noche a la mañana, en joven soldado de su Guardia personal.
No fue fácil para ella: Raigo, que se consumía de impaciencia, tuvo un acceso de desesperación al enterarse de la decisión de su padre. Pero reconfortado por Ardid, se vistió la malla, peto y espada de soldado, y se dejó conducir por ella hasta su estancia. Había llamado la Reina la atención de Gudú sobre aquel muchacho; y dijo que, encantada por su fiel comportamiento y buena presencia -le llamó Risko-, deseaba que fuera miembro en soldado de su Guardia. El Rey quiso conocerlo, y así lo hizo la Reina; y por vez primera, padre e hijo se contemplaron frente a frente. El Rey pareció un instante pensativo. Al fin dijo:
– En verdad, Señora, al ver a este muchacho pienso que mejor servicio haría en mi propio ejército, que en menesteres cortesanos… Pero, si lo deseáis, así os lo permito por algún tiempo. No obstante, antes desearía comprobar por mí mismo cuáles son sus dotes, y cuál su forma de empuñar la espada.
– Ah, hijo -exclamó Ardid, cuyo corazón temblaba-, aún no está bien adiestrado: pero sin duda, llegado el momento, vos lo pondréis en buenas manos.
– Así se hará -dijo el Rey. Y preocupado con asuntos que más le importaban, ordenó que Raigo fuese entrenado someramente, antes de pasar a formar parte de la Guardia de la Reina. Y cuando esto último ocurrió, el Rey ya le había olvidado.
Llamó la Reina al Capitán de su Guardia, el viejo y noble servidor Randal, diciéndole que el Rey ordenaba incorporar a aquel joven soldado traído del Sur a su Guardia personal. Randal -medio ciego ya- lo aceptó sin reservas, viniendo de quien venía. Afortunadamente para Ardid, permanecía en las estancias menos visitadas del Castillo. No sólo era muy difícil que alguien reconociera en el joven y robusto Raigo de ahora al débil niño de siete años -última vez en que le vio la Corte- de otros días. Ni siquiera tenían ocasión de llegar a verle.
Pero Raigo no desaprovechó las lecciones recibidas, como tampoco la experiencia que le proporcionaba su amarga espera. Y confiaba en Ardid, como su única esperanza. No dejaba de entrenarse en el manejo de la espada y lanza, y tan buena disposición mostraba en ello, como poca manifestara, en tiempos, su hermano mayor, el desaparecido Gudulín.
Finalizó aquel año. Y apenas amanecido el nuevo, se produjo un cambio sustancial en la vida de la Corte y Reino de Olar. Y también en las vidas de la Reina, el Rey, de Ardid y sus nietos.
Sucedió que, apenas avanzado el invierno del año naciente, llegaron emisarios de la estepa con la noticia de que nuevas Hordas aprestábanse a recuperar la antigua Ciudad del Gran Río; y éstos llegaban capitaneados, nada menos, que por el antiguo brazo derecho de Gudú: el misteriosamente desaparecido Rakjel. Y como si deseara librar de toda sospecha a la Reina Urdska, enviaba noticia de que contra ella, y no tanto contra Gudú, enviaba sus hombres y su odio. Deseaba hacer desaparecer de la tierra al uno por haberse aliado con la otra. Según dijo, la consideraba traidora de su raza, de su tierra y de la estepa entera. Pues Gudú era su noble rival, natural y aceptado; pero la traición de Urdska era merecedora de venganza sin límites.
A todos sumió en gran estupor aquella noticia. A todos, excepto al Rey. Desde hacía largo tiempo esperaba la reaparación de aquel a quien admiró, y en quien nunca logró confiar enteramente. Educado en sus enseñanzas, era mucho peor adversario que sus antecesores.
Entonces, Urdska pareció afligida. Y por ello ofreció a Olar un espectáculo como antes nunca conocieran. Suplicó ser escuchada por la Asamblea en pleno, esto es, no sólo por nobles y damas, sino también por jueces, e incluso por algunos representantes del pueblo -que por primera vez accedía a tales derechos, acogidos a las nuevas leyes-. Presentóse ante todos pobremente vestida -una túnica de lana burda cubría su espléndida figura- y llevando sus dos hijos a los lados, también parcamente vestidos y desarmados -aun de sus pequeñas espadas de Cachorros, ya que tan sólo contaban diez años-. Y así, arrodillándose ante todos, y obligando a sus hijos a imitarla, ofreció su cuello y el de sus hijos -como si se tratara de una decapitación-, diciendo, con solemnidad y digno porte:
– Pueblo de Olar, Rey y Señor Gudú, Nobles Caballeros y Damas: enterada de las desdichadas nuevas que el traidor Rakjel, en grave amenaza para este país que tan generoso y magnánimo ha sido conmigo, y para que nadie pueda jamás, por pertenecer a mi raza, abrigar suspicacia alguna contra mí o mis hijos, ruego se nos corte la cabeza; y así, con la inmolación de nuestras vidas, se extirpe toda sospecha de traición hacia quienes tanto amamos y respetamos.
La Asamblea permaneció muda, a partes iguales por la emoción, excitación, asombro, terror e, incluso, placer que les causaron tales palabras y actitudes. Pero Gudú, alzando la voz, decidió:
– No estimo necesaria tan cruel y extrema medida. Sin embargo, creo que mis sentimientos y opiniones personales no deben influir en la opinión de los representantes de mi Reino. Así pues, a ellos encomiendo la decisión de que tal cosa se cumpla o no se cumpla sin tener en cuenta mi parecer.
Clamores y murmullos se elevaron entonces de la sala. Al fin, el Rey dijo:
– No deben tomarse decisiones precipitadas en cosa tan grave. Estimo que debéis retiraros a deliberar sobre el asunto. Pero os ruego brevedad; pues urge mi presencia en la estepa, y no quiero partir sin antes conocer vuestra decisión.
Al oír tales palabras, Urdska se estremeció. Pues si bien ella odiaba a Gudú, había llegado a creer que Gudú la amaba a ella; y, sobre todo, que amaba a sus hijos. Tal sospecha se desvaneció totalmente, ya que con tanta frialdad dejaba en manos de la Asamblea y el pueblo sus vidas, sin oponerse a su decisión, por tremenda que fuese. Ignoraba que Gudú no la amaba a ella, ni a sus hijos, ni a nadie, ni siquiera a su madre.
Tan anonadados habían quedado todos, que en tan breve margen de tiempo, y en presencia del Rey -que dejaba en sus manos tan grave decisión-, nadie osó aprobar aquella autoinmolación. A poco, se procedió a una larga votación, de la cual, al fin, y mayoritariamente, se decidió dejar con vida a Urdska y sus hijos. Según manifestaron uno a uno los representantes de cada grupo, en la actitud de Urdska sólo veían una valiente y leal mujer, amén de irreprochable Reina. En cuanto a los niños, siendo como eran los hijos del Rey Gudú, y tan semejantes a él, nadie osaría ponerles una mano encima. Con lo que el espectáculo de Ursdka quedó resuelto a su favor. Y el Rey partió, por vez primera, sin dejar tras de sí esposa lacrimosa, sino con una tersa y suave sonrisa. Y aclamado por la multitud, fue de nuevo a reunirse con su ejército, hacia la estepa.
Sólo una persona se sintió defraudada, e íntimamente redobló sus ansias de venganza: la Reina Ardid. Como excepción, había acudido a la singular reunión, y comprobó, decepcionada, cuán ardua era todavía su labor en pos de restituir en sus derechos al joven soldado que aún nadie conocía: el verdadero y legítimo sucesor del Rey de Olar. «Pero la Reina no está vencida. Oh, no, la Reina Ardid envejece por fuera, pero, como los Árboles del Bosque, mucha vida aún le queda en las raíces. Y os juro que no me veréis morir, perros esteparios…»
Gudú, mientras avanzaba hacia las inmensas planicies, sentíase invadido por un odio que, anteriormente, jamás había experimentado. Y este sentimiento le turbaba -ya que el amor y el odio se aproximan-. Y sí odiaba a Rakjel era porque Rakjel fue un Cachorro suyo; y si la amistad era algo ajeno a Gudú, en cambio la convivencia y la compañía de los soldados -y en especial la educación de sus Cachorros- sustituían tal vez en él otros sentimientos. De suerte que esta traición le conmovía como pocas cosas antes. Su ira crecía, y en esta ira y este odio, sin saberlo, iba gastando lo mejor de su astucia e inteligencia, e incluso prudencia.
Apenas el Rey partió, sabiéndose sola en una Corte donde, a pesar de todo, se estimaba, admiraba o respetaba a su enemiga Ardid, Urdska olfateó el peligro que para ella y sus hijos suponía esta mujer. Con humildad comunicó a su suegra que, ya que la ausencia del Rey la sumía en gran tristeza, y sabiendo cuánto quería Gudú el Castillo Negro, deseaba de nuevo recluirse allí.
En principio, esta decisión -aunque manifestada como una consulta de opinión- no agradó a Ardid. Pero al cabo, atinó que tal vez así podría controlar y espiar mejor sus movimientos -que tenía por cierto no eran buenos-. Así, respondió con su beneplácito, junto al de la Asamblea. Y Urdska, con sus hijos, regresó a la Corte Negra -de donde, se dijo Ardid, jamás debió salir-. Ahora, quizá disponía de mayor libertad de acción, en especial hacia Raigo.
Andaba el Trasgo borracho por las playas o las orillas de los ríos, aún sin asomar la cabeza. Oía el golpe de las olas, y las confusas advertencias que le hacían las criaturas submarinas, sin apenas entenderlas. Así estuvo llorando mucho tiempo, confundiendo sus senderos, porque los labraba en la arena, y a la arena volvían, sin remedio. Al fin terminó todo el vino que llevaba, y estuvo un tiempo vagando por ríos dorados y secos, hasta que se despejó. Y entonces regresó al subsuelo de la viña donde Gudulín permanecía aún tan inmovil, sordo y mudo como si jamás hubiera existido. Y entonces, el terror le bañó: pues un enjambre de gnomos, severos y puros, habían bajado de las montañas y con sus picos negros horadaban por doquier, y se lo habían llevado con ellos. Estremecido, al ver que había perdido al niño entre innumerables niños, que, como su amor, no oían, hablaban ni veían, exclamó: «Ah, gnomos entrometidos, ¿por qué habéis confundido mi tesoro con vuestras coronas?».
Pero el Gnomo Más Viejo se abrió paso al oír su voz de borracho contaminado y le miró con tal dureza que una profunda tristeza llenó al Trasgo y empezó a sollozar: «Gnomo purísimo, ¿no sabes que aquí guardaba a mi niño?». «Quita eso de ahí -dijo entonces el Gnomo, señalando con un dedo que encendía todos los subterráneos y se apoderó luminosamente del cuerpo de Gudulín-. Está estorbándonos.» «Pero Gnomo, éstas son tierras de Trasgos, éste es el Sur: y aquí puedo yo guardar cuanto me plazca.» «Calla, contaminado», rugió el Gnomo, con tal desprecio e ira, que los robles y los almendros, y hasta las raíces más escondidas, tuvieron un estremecimiento, y se oyó en las entrañas del bosque la música de un órgano monstruoso, un órgano hecho de Tiempo que hubiera desencadenado su tempestad en el interior del mundo. «¿Quiénes sois los contaminados para ordenar a los puros? Has de saber que en el vientre de la montaña y el valle permanecen muchos, muchos niños que, como ese que tú guardas, murieron sin conocer ni entender el mundo: porque Gudú llegó con sus hombres a pacificar estas tierras, y los primeros en caer fueron los niños de la oscura región.» «Ah, mi niño, mi niño -lloró el Trasgo-. Mi niño era la Oscuridad del mundo… Hazme el favor, déjamelo guardar en esta viña.» «¿Por qué la quieres, si ni siquiera la recuerdas ya?», dijo el Gnomo Menos Severo. El Trasgo escudriñó en su memoria, y súbitamente apareció el rostro vivaz, las mejillas doradas, los ojitos de ardilla de una niña que allí le vio por vez primera. «Niña querida, niña querida -rugió el Trasgo, súbitamente exaltado-, ¿dónde andas, niña mía?»
Entonces el Gnomo Menos Severo sintió lástima de él. Puso su mano sobre la roja pelambre del Trasgo y dijo, mirando hacia todos los niños que reposaban entre raíces y ríos subterráneos: «Oscuros, oscuros niños del mundo…, ¿hasta cuándo seréis tan ferozmente ignorados?, ¿hasta cuándo será nuestra misión recogeros y guardaros de la cruel glotonería, de la estúpida indiferencia? Mira Trasgo: he visto cómo se va abriendo paso hacia aquí un manantial, y huele como tú. Es tu manatial y si lo remontas, llegaras a la viña querida. ¿Sabes avanzar al revés del agua?». «Sí, puedo, si vuelvo al revés mis ojos -dijo el Trasgo-. Pero entretanto, ¿guardarás a mi niño?» «Sí, junto a los demás, te lo prometo: labor tuya es reconocerle si regresas.» «Regresaré. Ésta es mi tierra, y en ella está la luz de mi vida.» «¡Pobre contaminado!», se escandalizaron los gnomos, desde lo más escondido del subsuelo, desde las raíces del valle hasta las lejanas montañas. «¿Estás seguro de que mi niño querido no esta ahí, entre los tuyos?», suplicó el Trasgo. «No lo creo. Quizá lo encuentres al final del manantial que te pertenece.» «Déjame ver, al menos.» «Puedes buscarlo, si te place», dijo entonces el Gnomo Superior -el Señor de los Subsuelos-. Y ordenó que todos los gnomos mantuvieran los picos alzados y que iluminaran los recónditos senderos de la tierra.
Y el Trasgo, uno a uno, iba mirando todos aquellos niños escondidos, y alzaba sus párpados. Pero ya no podía encontrar los amados ojos de ardilla, ningunos ojos con Gota Lunar le miraban en el frío de la muerte. «No estás aquí, mi niño: así, regreso al principio del manantial.» El Trasgo hundió los dedos en los ojos del último niño, y los volvió del revés: y la corriente le condujo contra la fuerza del agua, hasta el brote mismo del manantial. «Oscuros, oscuros niños del mundo -retumbaron sus palabras, como un sordo tambor o temblor, bajo la tierra-, ¿hasta cuándo?…» Pero la ceguera ya era todo, y ellos sabían que aún por siglos y siglos así había de suceder.
Desolado, el Trasgo tomó nuevamente el camino de Olar.
Tornó al Norte y allí reconoció el manantial, el bosque y el cansino que le conducía a la cámara real. Y así sucedió que hallándose la Reina solitaria y triste -ya ni tan sólo llamaba a su amigo, se había cansado de hacerlo y había perdido toda esperanza de recuperarlo-, mientras atizaba el fuego, súbitamente las brasas se encendieron: dos llamas se volvieron intensamente azules y un sinfín de geniecillos del hollín huyeron aterradamente hacia lo más alto de la chimenea.
– Niña querida, ¿por qué me has abandonado? -gimió el Trasgo. Y con los brazos extendidos se abalanzó al cuello de Ardid, y se abrazó a ella tan estrechamente, que despertó un gran temblor no sólo en la Reina, sino en toda la estancia: como si el viento hubiera penetrado impetuosamente por alguna rendija. Las cortinas se alzaron, y todos los tapices temblaban, y el dosel de la cama se bamboleó: y tintinearon sus flecos, como si fueran de cristal en vez de oro ennegrecido y sucio.
– Ah, Trasgo, Trasgo -clamó Ardid, mientras corrían por sus mejillas silenciosas lágrimas-. Trasgo querido, no me abandones más… nunca más.
– No te he abandonado -dijo el Trasgo, con el rostro hundido en los plateados cabellos de la Reina. Nerviosamente, hebra a hebra, los tomó entre sus dedos-. Ah, traidora, traidora… ¿por qué te has vuelto así? -aulló dolorido-. ¿Por qué no eres mi niña?
– No ha sido culpa mía, te lo aseguro. Fue el Protector de Once quien lo hizo…
– No mientas, sabes que a mí nada se me oculta: y no puedes negar ahora que sólo tú has hecho una cosa tan horrible contigo misma. El Protector de Once sólo contempla y reseña estas cosas… No las hace, las hacemos nosotros, tonta criatura. ¿Por qué te has traicionado de tal forma…, si sabías que con ello a mí me traicionabas? Ay, ni siquiera aquella niña tan extraordinaria fue capaz de salvarse…
Como Ardid no podía ni sabía contestarle, se limitó a abrazarle y acunarle entre sus brazos; hasta que así ambos se durmieron.
Lejos de allí, en el Sur, los Señores del Subsuelo habían taladrado la tierra hasta el mar, de forma que éste penetrase y pudiera elegir entre los niños tontos. Y así, fue llevándose con él a la mayoría; a unos los condujo bajo las islas, a otros les dejó vagar por las costas, bajo los acantilados, confundidos con delfines. Al llegar a Gudulín, un enjambre de topos y murciélagos lo apartaron del mar, aullando jubilosamente: «Éste no, éste no. Éste es el Príncipe de la Oscuridad». El mar dijo: «Apartaos, ése es como los otros». «No es como los demás. Ése no puede ir al mar, porque perdió todas las oportunidades del amor.» «Bien -volvió a decir el mar-, apartaos; prometo dejarlo ahí.» Pero lo ciñó de un espeso cinturón de ecos y lo convirtió en isla, como siempre fue. El mar no es vengativo, y por ello iba y venía y lamía sus bordes, y sonaban todas sus caracolas en sus infantiles costas. Pero una caracola rosada conocía a Gudulín, y dijo: «Gudulín no quiere ser más isla: él quería ser una nave». Vio entonces el mar aquella triste nave que el Trasgo empezaba y nunca terminaba: con sus costillares relucientes y sus torpes clavos de diamante. Así que, suavemente, lo desprendió de su raíz, y lo dejó adentrarse en él, isla oscura, niño tonto y solitario, rodeado por todas partes de un azul tan profundo que nunca antes había conocido.
Pero cuando salió el sol, el Trasgo aún no lo sabía, y creía que los gnomos cumplían su palabra y lo guardaban. Seguía acariciando los cabellos de Ardid, suspirando, y al oído le decía:
– Al fin y al cabo, niña querida, pienso que no tengo derecho a reprocharte esto. Padeces una suerte de contaminación, ¿no crees?
– Sí -dijo débilmente Ardid.
– Y yo -prosiguió el Trasgo-, ¿quién soy yo para reprochar las contaminaciones, humanas o de cualquier especie? Sólo te pido algo: ¿volverás a la viña conmigo? Allí estaremos los tres juntos, otra vez. -Tenía la vaga idea de que habían sido tres, pero ya no recordaba quién fue el tercero.
– Lo prometo -dijo Ardid, recuperando su ingenio-. Pero antes debo cumplir algo aquí: ayúdame por última vez, y te acompañaré a la viña.
– No me engañes, no me engañes -respondió el Trasgo. Y para reforzar su advertencia, se abrió el pecho y mostró el racimo corazón. Y vio entonces Ardid, horrorizada, que lo que fue espléndido y maduro racimo era ahora un esqueleto retorcido del que pendían sólo tres granos a punto de caer.
– ¿Quién ha hecho eso contigo? -se lamentó temblorosa.
– ¿Quién? ¿Y tú me lo preguntas? Vosotros, todos los niños que yo amaba me han destrozado así. No seas tú la causa de que yo desaparezca como aquel que mordía mis granos y me producía tal dolor que creí morir…
– No lo haré -dijo Ardid, arrepentida de no sabía qué culpa. Pero era más grande su deseo de ver a Raigo en el Trono, y más grande su pasión por conseguirlo y, tal vez, también su amor por Raigo. Así, que no vaciló en decirle:
– Trasgo…, ¿podrías aún horadar los subsuelos de forma que, sin ser visto, me traigas nuevas de Urdska, de lo que hace en la Corte Negra y de cuanto maquina contra Gudú?
– ¿Contra mi niño querido? -se encolerizó el Trasgo-. Oh, Ardid…, ¿cómo no me lo pediste antes? Horadaré la tierra entera para descubrir a quien quiera dañar a mi borrachito.
Ardid le acarició con gran tristeza y asintió, seguía confundiendo a Gudú con Gudulín. Pero cuando el Trasgo, con el diamantino martillo dispuesto, como en sus mejores tiempos, desapareció, cayó al suelo y sobre el suelo sollozó, por algún remordimiento o pena, o tristeza de sí misma. Y se decía, entre sollozos: «Trasgo querido, es verdad, es verdad, ¿qué hice conmigo?». Y contemplaba sus trenzas de plata, como podía contemplar un río blanco, lejano, que ya no le pertenecía y al que jamás llegaría a asomarse.
En tanto, Raigo se consumía de impaciencia: sólo su abuela conocía su secreto, y sólo con ella podía comunicarse sin recelo. Mantenía casi siempre el rostro medio oculto en el casco, y una sedosa barba rubia empezaba a cubrirle las mejillas. A menudo se preguntaba qué había sido de Raiga, la hermana que tanto amaba. Pero cuantas veces le preguntaba por ella a la Reina, ella guardaba silencio. El día en que el Trasgo regresó, estaba él a su puerta, y mientras sollozaba Ardid, oyó su llanto. Y como él, alguien más lo oyó, pues Raiga, que con su esposo dormía cerca de su alcoba, despertó, y dijo a Contrahecho:
– ¿No oyes? La Reina está llorando.
– Es cierto -dijo él-. Ve a ver qué le ocurre; y si no es grave, consuélala, y si lo es, ven a llamarme e iremos en su ayuda. Raiga salió de puntillas, y al llegar a la puerta de la alcoba de la Reina, donde jamás llegaba sin permiso de su abuela, vio a los soldados de la Guardia, y le llamó la atención el nuevo joven y rubio soldado que no conocía.
– Dejadme entrar -dijo-. Oigo llorar a la Reina, y sé que soy su más querida y solícita doncella.
Entonces Raigo, que había tomado el mando de la Guardia, la reconoció. Tan linda y graciosa le pareció como cuando jugaban en la buhardilla de la Torre Azul. Y tan grande fue su alegría, que murmuró:
– Podéis pasar, doncella, pero es preciso que yo os acompañe. Una vez entró Raiga en la cámara de su abuela, su hermano se quitó el casco y dijo:
– Raiga, hermanita…, ¿no me reconoces?
Ella se abrazó a él llorando de alegría. Y así permanecieron largo rato, hasta que Raigo le secó las lágrimas, y besándola, dijo:
– ¿Por qué no me dejaba verte, pensé que habías muerto.
– También yo creía que habías muerto tú.
– ¿Sabes una cosa muy bella? Un milagro, he contraído matrimonio, en secreto.
Entonces Raigo sintió que un gran frío llegaba a su corazón. Sus labios temblaron y dijo:
– ¿Cómo es posible que te hayas casado sin mi consentimiento? ¿Acaso olvidaste lo que nos jurábamos cuando estábamos encerrados en la Torre?
– Oh, Raigo…, éramos unos niños y no sabíamos lo que decíamos. Ahora, estoy segura de que te alegrarás cuando sepas quién es mi esposo.
– No me alegrará nunca saberlo -dijo él. De pronto, sentía pena y notaba cómo las lágrimas subían a sus ojos y a duras penas las contenía. Salió de la cámara y la dejó sola.
La Reina entonces oyó los pasos de Raiga, y cuando ésta alzó la cortina, la encontró tendida en el suelo, y se asustó.
– Abuela querida -dijo-, he visto a Raigo: estaba ahí fuera, convertido en el Capitán de la Guardia, en un hermoso soldado… ¿Por qué me lo ocultasteis?
– Calla, calla -dijo Ardid poniéndole la mano en los labios. Y estaba tan afligida, que no tenía fuerzas para regañarla por desobedecer sus órdenes-. No debiste hacer eso, Raiga. Has de saber que tengo mis razones para ocultarle así: y estas razones obedecen al deseo de protegeros de la malvada Urdska.
Raiga era tan dócil y bondadosa que calló. Pero no así Raigo, que cuando regresó a su puesto preguntó a un soldado
– ¿Sabes acaso quién es el esposo de esa doncella tan linda?
– Oh, qué pena… -dijo el soldado-. En verdad que las mujeres son extrañas, pues esa doncella tan linda se prendó y casó con el más feo criado de la Reina, uno que llaman Contrahecho. Muchas veces he comentado lo disparatado de este matrimonio.
Al oír aquello, el estupor de Raigo se convirtió, casi sin dilación, en ira tan grande, que mucho esfuerzo tuvo que hacer para no descubrirse y entrar iracundo en la cámara real. Sentía cómo lágrimas de fuego se vertían en su garganta y abrasaban su pecho como hierro candente. «Indigna, indigna -se decía, presa de furor y pena-. Indigna hermana…, ¿cómo es posible que hayas cometido tal indignidad? Todo mi amor se convertirá en odio, y juro que os mataré a los dos.» Y únicamente este pensamiento parecía aliviar el odio y el desengaño que sufría.
La Reina ordenó entonces a Raiga que regresara junto a su esposo, y que allí permaneciera sin dejarse ver de nadie, hasta que ella ordenara lo contrario. Pues un oscuro presentimiento la embargaba, ya que la experiencia le había alertado sobre muchas cosas ocultas en los ojos de los hombres, especialmente si eran jóvenes. Y no sólo el temor a Urdska le había aconsejado guardar aquel secreto.
Raiga obedeció, y al pasar junto a su hermano, que aparentemente impávido montaba la guardia ante la Cámara de su abuela, un aliento de fuego parecía abrasar su nuca. Y un vago sentimiento de culpa, o arrepentimiento la invadió. Entonces, se refugió en los brazos de Contrahecho y, temblando, le contó todo cuanto había ocurrido. Al oírla, Contrahecho quedó muy pensativo y apenado: sabía que Raigo no aceptaría jamás aquel matrimonio, y no sólo porque él fuera un humilde sirviente y ella una Princesa -aunque tan desconocida y despreciada como si se tratara de una sirvienta-. Desde hacía tiempo, era consciente de estas cosas, porque a veces la desgracia hace sabios a quienes elige. Y ya lloraba en las noches de la Torre Azul, cuando los que consideraba sus mejores amigos, casi sus hermanos, todavía reían y jugaban alborozadamente. Porque Contrahecho no fue nunca un niño feliz, y guardaba en su memoria recuerdos de remotas caricias de alguna mujer, tal vez su madre, que le había dejado en el total desamparo. Y ni la solicitud de la Reina ni el amor de sus pequeños amigos podían compensarle de estas cosas.
Tres días y tres noches tardó el Trasgo en regresar. Pero cuando en el amanecer del cuarto día desde su partida, el golpe de su martillo llegó a los oídos de Ardid, ésta saltó agitadamente del lecho y vio su roja pelambre encendiendo las cenizas de la chimenea. Tan excitado parecía como en aquellos tiempos tan lejanos en que partió a los Desfiladeros, a lomos del caballo de Ancio.
– Grandes, grandes manos.
Parecía en verdad rejuvenecido, hasta el punto de que saltó tres veces antes de decir:
– Traigo nuevas -dijo el Trasgo frotándose las manos. Querida niña, tengo tanta sed que nada puedo decir hasta haber libado un tantico de ese mosto que tratáis de ocultarme. La Reina se apresuró a llenar una copa, y se la ofreció.
– El caso es -dijo el Trasgo, tras paladear con deleite la bebida- que la tal Urdska es muy peligrosa. Tiene soliviantados a todos los soldados de su raza, hasta el punto de que maquinan una gran traición. Cuando mi Gudú empiece la lucha contra un tal Rakjel (que es en verdad aliado de Urdska), esos perros le sorprenderán por la espalda: y así, debilitarán a Gudú. Y aún más: esperan derrotarle y darle muerte a traición… Pero eso no sucederá, mientras el Trasgo del Sur pueda impedirlo. Y lo impedirá.
– Y lo impediremos -añadió arrebatadamente Ardid-. Tenlo por seguro, querido mío. Bebe, bebe cuanto quieras, en tanto yo a mi vez preparo otra sorpresa para ella. ¿Cuándo partirán?
– Oí decir que de hoy en dos días partirían los soldados fieles a Urdska, en expedición de entrenamiento. Pero cuando salgan fuera del recinto, no regresarán, sino que como lobos ladinos seguirán las huellas de Gudú y sobre él caerán en el instante preciso.
Inmediatamente, Ardid llamó a Raigo: deseaba verle a solas. Raigo no había hablado con la Reina desde los últimos descubrimientos, y aún le llenaban si cabe más la desesperación y la ira, pues habían madurado y fermentado en su corazón. Antes de que ella le hablase, Raigo no pudo contenerse:
– Oh, Señora…, Señora…, ¿cómo habéis podido consentir tal indignidad? ¿Cómo habéis permitido que mi hermana case con el inmundo Contrahecho?
– Creí que era tu amigo de la infancia, Raigo -respondió severamente la Reina.
– ¡Mi amigo! ¿Cómo puede ser mi amigo un vulgar criado? Oh, no, es demasiado horrible lo que ha sucedido, para que pueda perdonarlo…
– Pues has de saber que no es un criado -dijo al fin Ardid, encolerizada por la insolencia del muchacho, y por perder el tiempo en tales cosas, cuando otras mucho más graves se cernían sobre ellos-. Nunca lo supisteis, pero es Príncipe, como vosotros, y oculto de la maldad, igual que vosotros, gracias a mi generosidad; lo salvé y oculté como si fuera sirviente, para que no fuera alevosamente asesinado…, como moriréis los tres, si no dominas tu lengua y no me escuchas.
Había demasiado dolor y odio en Raigo para deponer su actitud ante palabras que no quería oír:
– No importa si es Príncipe o no!…: es feo, es feo y monstruoso, mientras ella es la más bella criatura que vieron mis ojos.
– No es feo. Ella ha conocido el milagro de algo que tú ni siquiera sospechas: el amor. Y en virtud de ello, ha convertido en hermoso a Contrahecho…, al menos a sus ojos.
Raigo no pudo contener las lágrimas, y temblaban sus labios al decir:
– ¿Qué sabéis vos de mí, de si yo conozco o no conozco el amor? Si de vuestra voluntad dependiera, no hubiera tenido ocasión de saberlo. Pero aun así, tengo una clara noción de ese sentimiento. Y juro, Señora, que los mataré a los dos por haber traicionado un juramento que de niños nos hicimos, cuando nadie nos quería y vivíamos abandonados en la Torre…
– ¡No os abandoné, ingrato!… Si lo que oigo es cierto, no quiero entender tus horribles palabras. Ahora estás a punto de conseguir lo que tanto anhelamos desde hace años, y vienes aquí, a lamentarte con congojas y juramentos de niño, y vergonzosos sentimientos que sabes culpables, se trate de Príncipe o Rey.
Súbitamente espantado, como si de pronto hubiera comprendido lo más escondido de su odio, murmuró Raigo:
– No es lo que pensáis… Pero jamás ser alguno viose reflejado en otro ser como nos vimos Raiga y yo reflejados el uno en el otro. ¡Era tan grande la soledad en que vivíamos!… No sabía yo si miraba su rostro o miraba el mío, cuando nuestros ojos se unían y nuestras manos y nuestros juegos se entrecruzaban; a ella, lo sé, otro tanto le ocurría, y su pensamiento era el mío y el mío el de ella. Y si a ella se le clavaba una espina en una mano, en mí mano sentía yo el mismo dolor… -y arrodillándose frente a Ardid, sollozó-. Señora…, vos que tanto sabéis, ¿son estos sentimientos condenables? Yo sólo veo amor en ellos. Y el amor, Señora, era el único bien que poseíamos en nuestro cautiverio y en nuestra soledad…
– No sé lo que dices -interrumpió Ardid, al fin. Y dulcificando el tono, añadió-: Pero graba esto en tu mente, Raigo: los años pasan, el mundo rueda, y todas, todas las voces de niños o de adultos se pierden, junto a los juegos, los muñecos rotos, los tesoros de vidrio… y los deseos de venganza o de poder -y calló, pues veía en el rostro anhelante de Raigo el inocente rostro de la lejana Tontina, y el suyo propio, cuando miraba el mar descalza, a través de una piedra horadada-. Un Rey debe alejar de sí toda debilidad, incluso los recuerdos… y todo lo que pueda desviarle del verdadero sentido de su vida.
– No sé cuál es el sentido de la vida… ni de un Rey, ni de un hombre cualquiera -dijo Raigo, entonces con tal candor y tristeza, que Ardid no pudo evitar abrazarle estrechamente. Y así permanecieron un rato, hasta que al fin Raigo se sosegó y dijo-: Señora, os prometo olvidar estas cosas y olvidar todo lo que pueda ensombrecer mi camino de Rey, o de hombre… Señora, os juro que no amaré jamás a nadie… excepto a vos.
La Reina quedó paralizada de estupor y revivió, de súbito, las mismas palabras que ella pronunciara hacía muchos años. -Raigo -dijo al fin, apartando de su mente aquel recuerdo-, ha llegado el momento de emprender tu camino hacia el Trono, y recuperar lo que te arrebataron.
Y contó a su nieto todo lo que el Trasgo le había dicho. Sin revelar la fuente de su descubrimiento -ya que ni Raigo ni Raiga habían visto jamás a su viejo amigo, y le ignoraban totalmente ordenó a su nieto que, tan arteramente como los propios soldados de Urdska seguían al Rey, les llevara él la delantera.
– No podemos reunir hombres suficientes para enfrentarlos -dijo-. Por tanto, harás otra cosa: adelantarte a nuestros enemigos y llegar hasta el Rey antes que ellos: y advertirle, de forma que ellos no puedan sorprenderle.
– ¿Cuándo debo partir?
– Hoy mismo -dijo la Reina-. De este modo llevarás dos días de ventaja a los traidores.
Las amorosas penas de Raigo parecieron esfumarse. Un brillo nuevo iluminó sus ojos, y la Reina pensó: «He aquí otro que ya dejó atrás la infancia, hasta los últimos jirones… Nunca llegaré a saber si estas cosas suceden para bien o para mal de nuestra naturaleza». Pero se apresuró a borrar tales ideas de su mente. «Somos humanos, y hemos de aceptarnos tal y como somos: no con llantos ni ternuras venceremos. Nadie pudo vencer con estas armas, que yo sepa, en este mundo nuestro. Otra cosa son los seres sobrenaturales, los ángeles, las hadas, los trasgos… e incluso los antipáticos Señores del Subsuelo. Nosotros somos criaturas de carne débil, y cien veces más débiles de espíritu… Mezquinos, vanidosos, egoístas y crueles. Pero así somos. Luchemos, por tanto, con las armas que nos fueron dadas y dejemos atrás lo que aún no estamos capacitados para entender ni utilizar debidamente.»
Dio entonces a Raigo las dos palomas adiestradas por el Trasgo, con la misión de enviar la negra si la empresa fallaba, y la azul si triunfaba. Aún dio unos últimos consejos a Raigo -más propios de una abuela que de una Reina-, mientras el Trasgo los observaba desde las brasas de la chimenea y preguntábase quién sería aquel soldado que no recordaba haber visto nunca. Pero como Ardid parecía confiar en el muchacho, y aún es más, parecía profesarle gran afecto, nada tenía él que oponer a tales cosas.
No había el sol alcanzado aún el centro del cielo, cuando Raigo emprendió, bajo una sutil nevada, el camino que había de conducirle hacia la estepa: y la vía que los prisioneros trazaron -dejando su vida en ella, muchas veces- no fue inútil para la primera andadura del animoso e inexperto muchacho.
Desde el punto y hora en que Ardid envió a Raigo en busca de su padre, esperó día tras día, y en vano, el regreso de una de las dos palomas. Desalentada, contaba los días que pasaban sin noticia alguna, sumida en la mayor angustia. Nada había revelado a nadie: ni de lo que sabía ni de las medidas que había tomado, pues los años la habían vuelto cada vez más cauta y recelosa. Y así, aun leyendo la inquietud por su suerte en los ojos del viejo Capitán de la Guardia, su fidelidad y el mismo silencio y solicitud de sus cada vez más escasos fieles, eran cada día más patentes los ecos del descontento que renacía entre los nobles y la Asamblea, unos a favor de Gudú, otros declaradamente en contra. Lo cierto es que no llegaban nuevas halagüeñas de la estepa, pues los emisarios traían sólo noticia de que la lucha contra Rakiel, y la defensa y posesión de la isla de Urdska continuaba encarnizada, pero no se veía su fin.
Con igual mesura y prudencia que Ardid, se mantenía Urdska en la Corte Negra: pues tampoco habían regresado sus soldados, ni tenía noticia alguna de ellos. Y aunque este silencio la exasperaba -hasta el punto de desear en más de un momento salir ella misma hacia la estepa, y conocer de cerca cuanto allí ocurría- sólo mirando a sus hijos y confiando en ellos, aguardaba en aparente calma y sumisión lo que en su interior la enfurecía. Tampoco se fiaba de cuantos, aún fieles a Gudú, la rodeaban en la Corte Negra. Máxime cuando la desaparición de sus guerreros esteparios había sembrado de inquietud y mil contradictorias sospechas a los soldados.
Y así pasó una vez más aquel largo invierno. Y luego tornó la primavera, y más tarde el verano amaneció y extendió su calor. Un gran calor poco común en aquellas tierras. Y sobre Olar se extendieron las noches de un verano extraño y húmedo: del Lago emanaba una calígine que parecía alargar el ardiente sofoco de miles y miles de partículas fosforescentes: como minúsculas criaturas, o desconocidas estrellas, larvaban en la oscuridad de la ciudad, del Castillo y de los bosques y praderas.
El calor encrespó los ánimos y renacieron viejas rencillas entre los nobles. El Duque Zore experimentó la violenta necesidad de retar al Barón Gerde. Recordáronse los viejos tiempos de Volodioso, cuando todos ellos eran jóvenes, y por culpa del Rey se enfrentaron en luchas estériles. Pues si el primero de ellos fue contrario a la despótica tiranía del monarca y confió en el padre del actual Barón Gerde, que había maquinado una sublevación de nobles en el último instante, éste le abandonó y traicionó y así el padre del Duque Zore fue decapitado, y su cabeza clavada en una pira, para escarmiento de ya no se sabía muy bien quiénes. Zore era niño entonces y se salvó por inocente, pero sufrió muchas humillaciones hasta que la Reina Ardid le restituyó su dignidad y poder. Por esto manteníase ligado a ella -y por ella a Gudú- y la creciente animosidad que veía en el Barón Gerde, le empujó cierto día a manifestar en público sus discrepancias. Así, se retaron en duelo feroz, y el Barón Gerde murió atravesado por la lanza del Duque Zore.
Ambos eran miembros muy notables de la Asamblea, y estos hechos fueron un duro golpe para todos ellos, pues se suponía que debían mantener, al menos ante los demás, una inquebrantable unión y fraternidad. Dividióse entonces la Asamblea en dos bandos rivales -rivalidad que, siempre existió; aunque soterrada-. Los que se unieron al Barón -y eran los menos- se enemistaron ciegamente con los del Duque. Estas cuestiones, por supuesto, llegaban a conocimiento de Ardid, y no pasaban desapercibidas al sutil espionaje de Urdska. Así, en aquel tórrido verano, comenzaron a celebrarse reuniones muy secretas por ambos bandos, hasta el punto de que, avanzada ya la estación y próximo el tiempo de la vendimia, tuvieron graves consecuencias para el entendimiento de ambas Reinas. Los partidarios de Gudú acudieron a Ardid, y los enemigos de éstos -estaba el Rey tan lejano y tan obcecado en sus interminables guerras- ya empezaban a desesperar de aquella victoria y planearon un acercamiento a los sentimientos de la aparentemente inofensiva Urdska.
Entre los nobles del partido del Barón se contaba un caballero relativamente joven, llamado Ringlair, que había notado cuán sensibles suelen ser las mujeres -y especialmente las Reinas, como lo probaba la propia Ardid- al señuelo de un glorioso porvenir para sus hijos.
Con la mayor sagacidad de que era capaz, dedicóse a espiar a Urdska, y si no llegó a conocer los pensamientos, deseos o secretas aspiraciones de la inofensiva Reina, sí pudo enterarse del celo con que dirigía los pasos de sus hijos, el interés que mostraba en su entrenamiento guerrero y las largas conversaciones que mantenía con ellos secretamente. Supo que Kiro y Arno acostumbraban a hablar en la lengua materna, y apenas entendían otra y no obedecían a casi nadie más que a aquellos que la misma lengua hablaban. Descubrió que los hijos de Urdska eran para ésta mucho más importantes que su ausente esposo. Surgió entonces entre los de su partido la pretensión de implicar a la Reina Urdska en sus maquinaciones, con el señuelo de llevar al Trono a uno de sus hijos, y a ella como regenta, hasta cumplir los príncipes los reglamentarios quince años. Pero todas estas cosas requerían tiempo y paciencia.
El caballero Ringlair habitaba en un oscuro torreón de la Colina Norte, llamado Arielica, y poseía pequeñas tierras y tenía campesinos y algunos siervos a su servicio -en verdad en la máxima indigencia-. Era ambicioso, audaz y apenas rebasaba los cuarenta años, con lo que podía considerársele un jovenzuelo entre la senectud reinante en la Asamblea. Pero habíase librado de las exigencias del Rey, y no se había unido a su ejército no sólo por su edad, sino por endeble y enfermizo, pues decíase que ni la espada podía mantener con mediana dignidad entre las manos. Pero, sus armas eran otras: astucia, traición y oscuridad.
Urdska tampoco perdía el tiempo: si disciplinado era Gudú en la formación de sus hombres, benigno podía considerarse su rudo trato hacia éstos comparado con la severa educación que daba la Reina a Kiro y Arno. Jamás posó sus labios en la frente de ninguno de sus hijos, que nunca recibieron de ella -y, por tanto, de nadie- una caricia.
Habían cumplido ya diez años y parecían tan fieros y salvajes como dos lobeznos. La instrucción recibida por vía materna, al revés que la impartida por Ardid a sus hijos, despreciaba la letra y la cultura en general: tan sólo la fuerza, la astucia y el odio eran los pilares que sustentaban la escuela de los jóvenes Príncipes. Y en las cálidas noches de aquel verano, llevábalos con ella al bosque, y tras asegurarse de no ser vista por nadie -su oído era tan fino como el de la raposa y su mirada tan sagaz como la del lince-, hablábales de su patria, y les enumeraba las riquezas de su isla y la belleza y grandiosidad de la estepa: y aun refiriéndose a sus enemigos esteparios, los presentaba ante los niños como hermanos en desgracia. Su padre era para ellos su peor enemigo, el que les avasallara y despojara. Y les aseguraba que los tesoros y riquezas arrebatados a su gente -en lo que no le faltaba razón-alimentaban ahora las arcas de la ambiciosa Reina Ardid, administradora del Reino y del depredador Rey. La estepa, su soledad, su cruel belleza y su misterio aparecían ante la imaginación de los jóvenes príncipes como un paraíso maravilloso y perdido.
Pero en su feroz empeño de venganza, no atinaba Urdska a ver en sus hijos que si en todo parecían iguales, tanto en la pelea como en la forma de sentir y mirar, no toleraba ninguno de los dos la supremacía del otro. Si podían repartirse equitativamente cuantas cosas lograban entre ambos, mostrábanse conformes; pero apenas algo era logrado por sólo uno de ellos, levantaba la codicia y el odio en el otro, aunque se tratase de la cosa más fútil. Y así, era fácil suponer cuán duro sería decidir cuál de los dos llegaría a reinar -tanto en Olar como en la estepa-. En principio, Urdska consideró a Kiro como el mayor, puesto que había sido el primero en nacer. Pero esta cuestión resultaba bastante confusa para ellos -y para todos-, pues otros opinaban que el mayor sería el primero en ser engendrado; y entre los dos muchachos a menudo surgía esta cuestión. Y como su padre no había decidido cuál de los dos debía sucederle, y la propia Urdska tampoco se había manifestado ni pública ni secretamente en ningún sentido, lo cierto es que a escondidas de su madre solían batallar con ferocidad sin igual. Y sólo los árboles del bosque, los manantiales y el musgo, junto a los pájaros y animales de la selvática arboleda, sabían de duelo tan ensañado como pertinaz. A veces, regresaban ensangrentados al Castillo, sombría la mirada de sus ojos, hasta parecer negra. Entonces, dejaban de parecerse a Gudú, y más que nunca se semejaban a su madre. Pero tampoco Urdska sabía de estas luchas secretas, y creía ver en su rivalidad duro entrenamiento, cosa que solía aconsejar. Pero cuando -tanto en privado como en las públicas peleas de Cachorros- ambos hermanos se acometían, Kiro descargaba lanza o espada sobre Arno pensando: «Muere, rival». Y Arno devolvía el golpe de su hoja fratricida, diciéndose: «Acabaré contigo, enemigo». Y si bien una vez estas luchas pasaban y parecían muy unidos y maquinaban juntos la venganza contra Gudú, la rivalidad y el odio persistían en ellos, aun sin tener cabal conciencia de lo que alentaba en sus jóvenes corazones. A solas, a veces, se miraban, y el uno le decía al otro: «¿Quién entrará primero en la Isla?». Sin mediar más palabras, se atacaban entonces con tal saña, que en lo más crudo del combate parecían el propio Gudú.
Pero ni las palomas de Ardid ni los emisarios de Urdska regresaban. Y el verano cedió, y el otoño invadió lentamente las colinas y bosques de Olar y las Tierras Negras.
Entretanto, el Trasgo había permanecido casi perennemente refugiado, ora en los pliegues del deslucido terciopelo verde de Ardid, ora en las brasas de la chimenea de su cámara. Pero, una vez el otoño espació sus tonos de oro y púrpura por campos, bosques y colinas, y su inconfundible perfume se respiraba en el atardecer mientras el sol maduraba como un sabroso fruto, el Trasgo pareció despertar de su letargo y continuas borracheras.
– Ardid, niña -murmuró una tarde, al fin, mirando hacia el Lago-, ¿dónde está el Príncipe? No osarás ocultármelo, como en aquella desdichada ocasión: esta vez no te perdonaría.
– Oh, no -se apresuró a decir Ardid, que no se atrevía a enviarlo de nuevo a la estepa, segura de perderle para siempre, si en lugar de su niño querido, sólo encontraba un maduro y envejecido Rey cosido a cicatrices-. Ocurre que, igual que tú, aguardo sus noticias.
– No, no -protestó el Trasgo, irritado-. Yo no aguardo noticias: voy hacia ellas. Por cierto, ¿qué fue de mis palomas?
– No han regresado -hubo de confesar Ardid.
– Ah, desconfiada raza -reprochó severamente el Trasgo-. ¿Por qué no me lo dijiste? Aguarda, que ahora las llamaré. Empinóse sobre la punta de sus ingrávidos pies y lanzó al viento un grito. Pero, súbitamente, su grito se cortó, y palideciendo de manera que su figura casi se transparentaba, desapareció de la mirada anhelante de Ardid. Y dijo:
– Niña, niña…, ¿recuerdas la fórmula?
– No, Trasgo: nunca la supe, nunca me la revelaste.
– Espera, que la recuperaré en seguida -añadió el Trasgo. Pero por más que buscó en su memoria, la fórmula no acudía. Y sólo acudieron a sus gritos algunas rezagadas golondrinas que emigraban hacia el Sur, y un tropel de gorriones frioleros. Pero nada sabían ellos de las palomas ni de su cometido.
Entonces el Trasgo se sumió en gran melancolía, y como Ardid temía por la desaparición de sus últimos granos, escondió todo el licor que halló a su alcance, aun segura de que él lo encontraría.
El otoño resplandecía en el jardín de Ardid, y ella solía pasar en él largos ratos junto a Raiga y Contrahecho -que ya hacía mucho tiempo no veía al Trasgo: entre otras razones porque sólo atinaba a ver a Raiga-. Ayudada por ellos, Ardid cultivaba inútilmente su antiguo vergel: pero ni flores ni plantas crecían allí. No habían medrado en primavera ni en verano ni en otoño. Pero de tal forma se aficionaron al cultivo los dos jóvenes, que lograron dominar la tierra, y si bien no consiguieron hacerlo floreciente y hermoso, al menos no parecía ya un desolado erial.
– Habéis llegado a aprender un bello oficio -dijo la Reina-. Tal vez un día os sea útil.
Un cruel presentimiento la llenaba: y pese a su aparente serenidad, no olvidaba las palabras de Raigo. Luego contempló melancólica el tronco muerto de lo que fue el Árbol de los juegos, y dijo:
– Raiga, hija mía, ¿no sientes crecer un hijo dentro de ti?
– No, abuela -dijo ella, riéndose. Y los dos muchachos se miraban y se reían, como dos inocentes-. No hay ningún niño… Ya no hay niños, Señora, todos se han ido.
Pero en aquella mirada y aquella sonrisa, Ardid comprendió que, si bien no esperaban hijo alguno, por su mismo candor aún no se había convertido en cenizas el tronco de aquel Árbol que ahora, sin acertar a comprender la verdadera razón, deseaba conservar ardientemente.
Recorría los caminillos de lo que fue un florido vergel: y aunque ya no quedaban más que raíces cercenadas, hierba madura y oscuras hojas encarnadas, ella lo miraba como si fuera el último bien que le quedara en este mundo. Un bien que, por primera vez, no incorpora a nadie ni a nada. Un bien que, ya, sólo podía pertenecerle a ella.
Así iba pasando el otoño, y estaba ya muy amenazado por el frío del invierno, cuando la Reina Urdska decidió abandonar el Castillo Negro y tornar a Olar, con sus dos hijos. Y fue este hecho como un grito que despertó a Ardid: en aquella melancólica búsqueda de su perdido jardín, había olvidado deberes y recelos. Recuperó su brío y a partes iguales la espoleó y entristeció. Pues si le servía de aviso, también le recordaba que ahora era ella la más vieja Reina de Olar.
A partir de aquel día, el comportamiento de Urdska cambió totalmente. De sumisa y discreta, tornóse de la noche a la mañana en imperativa Reina, mostrando un temperamento tan duro como el mismo Gudú, y tan artero como el de la propia Ardid: cosa que, a su pesar, admiró en ella. Sin ningún recato, Ardid se apresuró a recuperar y hacer sentir su autoridad. Reunió a la Asamblea y puso de manifiesto que, «ya que Gudú permanecía en tan lejanos lugares -y con ello demostraba poca consideración hacia los nobles y el pueblo, pues sólo de tarde en tarde, y vagamente, dignábase comunicar por medio de sudorosos emisarios el curso de tan larga como vana guerra (estas últimas palabras las pronunció con especial intención)-, ella asumía ahora la Presidencia de la Asamblea, deseosa de reconducir la prosperidad del Reino y procurar el bien de todos. Así pues -concluyó-, había llegado el momento de abandonar toda pasividad, y enfrentarse a la evidencia de los hechos. Largos años -añadió, tras el estupefacto silencio que siguió a su manifiesto, con la fascinante mezcla de frialdad y dulzura que la caracterizaba- he aguardado, junto al pueblo, que el Rey diese muestras de piedad hacia todos nosotros: tanto a sus hijos como a los aquí reunidos. Pero el Rey, a quien respeto y amo, parece que tiene un desproporcionado interés por la conquista de unas tierras que, puedo aseguraros, ningún bien ni mejora traerán a Olar. -Sólo Dios sabía el dolor que le causaba expresarse así refiriéndose a su hijo. Pero por su propio hijo, pronunciaba cada palabra, según creía, y cada palabra se clavaba en su corazón. Y añadió-: Aun respetando tal obsesión, pues no dudo sus razones creerá tener para ello, me pregunto por qué causa no ha decidido todavía cuál de sus hijos ha de sucederle en el Trono, y dar oportunidad de prepararle convenientemente a tal fin. Ambos cumplirán pronto los once años, y creo llegado el momento de dar por terminada la primera etapa de mi paciencia e iniciar la segunda tomando consejo de los sabios y nobles varones de esta venerable Asamblea».
El desconcierto reinaba, cada vez más visible, entre los caducos representantes de tal Asamblea. Cautamente, no se había convocado en esta ocasión, a los representantes del pueblo, ni tampoco a jueces, ni a artesanos, ni a campesinos.
– No espero, por supuesto, una rápida decisión -continuó Ardid-. Sólo pido que observéis a mis nietos; y lo que vosotros decidáis lo apoyaré yo, pues creo que será la decisión del Reino, y no la mía, la que prevalecerá.
Entonces, la soterrada división y enemistad de los dos grupos de nobles se puso de manifiesto. Y existía tal encono entre ellos, que la mayoría se inclinaron a Urdska, de modo que su caudillo, el belicoso e intrigante Barón Ringlair, manifestó abiertamente su deseo de colocar en el Trono a Kiro o Arno -ya se decidiría la elección en el momento debido-. Y en tanto alcanzaban la edad, fueran regentes de Olar Urdska y -naturalmente- el propio Barón. Otras cosas habían ocurrido mientras Ardid y sus nietos paseaban por lo que fuera Jardín. Urdska, la tan discreta y sumisa, había comenzado a mirar de forma evidentemente amorosa a tan peregrino y estrafalario noble que, a lo que parecía, daba a entender corresponder a la soberana. Y no había mentira en esto: pues si el amor estaba muy lejos de florecer en ambos corazones -a Urdska le repelían las piernas combadas, la pálida mirada de pez muerto, y la tez aceitunada del Barón; y a éste no le seducía en modo alguno Urdska-, bien sabían sus pajes la verdadera inclinación de sus sentimientos amorosos. Pero, en cambio, uníales una pasión más fuerte que el amor, y ésta no era otra que el deseo de venganza, lucro, poder y otras muchas cosas que sería tan largo como superfluo constatar.
A partir de aquella memorable reunión se sucedieron las entrevistas entre el representante del ala subversiva de la Asamblea y la -al parecer- dignamente ofendida Urdska. Y si estas entrevistas se disfrazaron hipócritamente de buenas intenciones y desinteresados afanes, llegó un momento en que ambos creyeron obligado -al menos externamente- ceder o caer amorosamente el uno en brazos del otro. Forzadamente sacudidos por lo que, cada uno de ellos, imaginaba ardor pasional en el otro, lo cierto es que experimentaban mutua repulsión. Pero cualquier cosa era buena -se decían- con tal de conseguir lo que, cada uno por su lado, se proponían.
Ardid contemplaba aquel espectáculo aparentemente sumisa. Discreta, se dedicó a investigar los verdaderos sentimientos del grupo fiel a su persona. Capitaneados éstos por el Duque Zore, no tardaron en manifestarle su decidida adhesión a Gudú y su desagrado hacia Urdska y los dos lobeznos -así los llamaban-. Y Ardid entendió que la verdad afloraba en los sentimientos de aquel pequeño pero importante grupo.
Llegado el momento que consideró oportuno -y lo era-, comunicó parte de la verdad a sus fieles: ocultó precavidamente la traición de Urdska, pero no la existencia del Hijo legítimo de Gudú: el Príncipe Raigo.
– Mucho me ha costado, caros y viejos amigos míos -dijo Ardid, que usaba términos y actitudes distintos a los de Urdska-, ocultaros mi secreto: esto es, no entregar a Leonia el nieto que, en puridad, debía heredar un día la corona de este atribulado Reino. Pero he de deciros (si sirve de disculpa a mi conducta) que lo he educado secretamente a mi lado, y con todo esmero; que es de noble temple y poseedor de tales prendas como ni siquiera mi hijo podría superar… En estos instantes (y aunque Gudú ignora quién es), combate junto a su padre a nuestros eternos enemigos… Sí, amados nobles, perdonad a esta pobre vieja: pero lo cierto es que el Príncipe Raigo vive.
Y así diciendo, llevóse el pañuelo a los ojos, aunque atisbando entre sus plieges la reacción del grupito. Tal como esperaba, la emoción embargó a sus fieles, y el Duque Zore desenvainó su espada -sin necesidad alguna, pensó Ardid- y prorrumpió en gritos de adhesión, alabanza y reconocimiento a la única y verdadera Reina de Olar. Con lo que -así lo pensó ella- no decía ninguna mentira.
Pero Ardid no era mujer que perdiera el tiempo, y menos en aquellas circunstancias. Así, manifestó que debían poner rápidamente en práctica medidas más útiles que los vivas y las espadas desenvainadas, y arguyó:
– Nobles caballeros, ¿de cuántos hombres disponemos?
Y el recuento fue tan desolador, que de nuevo todas las espadas fueron envainadas lenta y melancólicamente. Ardid, como era vieja y sabia, que no se dejaba amilanar, ya había previsto estas cosas. Y dijo:
– Siguiendo los ejemplos de mi hijo Gudú, contamos con algo que, generalmente, no se suele apreciar: esto es, perdón para los que esperan muerte o cárcel, o una vida más suave y bienestar para quienes mal arrastran sus míseras existencias. Y tampoco debemos olvidar a esos hombres del pueblo enriquecido, a quienes se prometerá mayor lucro… ¿No sería posible una labor de reclutamiento entre éstos y los otros?… Por mi parte, no olvido que en las mazmorras de este Castillo se pudren innumerables prisioneros del Sur y del país de los Weringios… ¿Acaso no sería posible una discreta labor de tanteo entre ellos? ¡Y los mercaderes!… Oh, mis muy amados nobles, no olvidemos a los mercaderes… pues sin ellos el mundo no sería lo que es. Y esto os lo dice quien conoce profundamente la historia de los hombres… y aún más, la ha sufrido en su débil carne de mujer y madre. En fin, aún a su edad Ardid sabía rematar sus discursos de forma que no admitía réplica.
Y si Urdska encendía la codicia de sus adeptos, Ardid, revestida de nobles sentimientos, heroicos gestos y majestad sin igual, despertaba idéntica codicia entre sus fieles. No en vano había vivido en tierras del Sur, había tratado a Leonia y había tenido -y tenía- conocimientos que iban más allá y más hondo que el de la simple piel. Como pocos sospechaban, sabía que el humo y el incienso de las palabras más huecas y vanas llenaban los cerebros tanto o más que la esperanza de una mejoría, de un buen botín o un favor que por siempre sería recordado y reclamado, incluso al mismo Rey.
No salió mal del todo. El Capitán Randal, aquel que disimulaba la ceguera y erguía el cuello cuando oía pasos en los pasillos o cercanías, para caer en el más desgraciado derrumbamiento en cuanto estas presencias se alejaban, sufrió una auténtica conmoción cuando la Reina le condujo con sigilo y ternura -y todo esto, oh cielos, sin perder un ápice de majestad- hasta un tapiz, para que allí tan fiel como valiente aliado pudiera enterarse de cuanto se tramaba y de hasta qué punto ella se hallaba en peligro; y no era por sí misma por quien pedía justicia, sino por aquel que conducía aun tan sabiamente el Reino, rodeado de incomprensión, traiciones y mezquindad. No llegó a saberse jamás si el viejo soldado supo de qué se trataba la conspiración; pero salió tras el tapiz como iluminado, dispuesto a levantar a los hombres del Castillo -tristes restos de un antiguo ejército de Volodioso que ya sólo evocaban los fantasmas del tiempo huido-, para defender hasta morir, a tan noble, grande, hermosa, digna y sacrificada Reina. Y así avanzó, y se perdió en la negrura de los sombríos pasillos -donde orinaban perros y soldados, donde la humedad florecía en siniestros hongos verdinegros clamando justicia y amor para Ardid y su hijo.
Llegó el último día del otoño: no el que señalan los hombres, con signos o símbolos, sino donde realmente ocurre. Esto es, en la propia tierra.
Y aquel último otoño fue, en verdad, el último Otoño de Ardid. Adelantándose a sus propósitos -sólo con dos días de desventaja-, las huestes de Urdska, aleccionadas en la Corte Negra, sorprendieron a los fieles de Ardid. Degollando a los Cachorros que no eran de su raza, atacaron el Castillo de Olar. Y estaba la Reina junto al tronco muerto del Árbol de los juegos, cuando el clamor de la lucha la sobrecogió. Apenas tuvo tiempo de comprender que sus adversarios, aunque no más inteligentes ni más jóvenes e impetuosos, habían tomado la delantera a sus propósitos. Bruscamente, se halló cercada, junto a sus jóvenes jardineros. Entonces, vio avanzar a Urdska -y sus ojos le trajeron el recuerdo de otra joven a quien ella abrió la puerta mohosa de la muralla-, y le oyó decir:
– Ah, vieja Ardid, vieja Ardid, algo me dijo mi madre antes de morir, cuando exhausta llegó a las murallas de la Ciudad más Rica del Mundo. Y esto fue: no ames al lobo, mátalo.
Y con estridente carcajada, la hizo apresar y conducir por sus feroces guerreros, que nuevamente habían trenzado sus cabellos, y vestían pieles negras, y gritaban como diablos surgidos del último precipicio de la tierra. Y precisamente fue conducida a aquella semiderruida Torre de la caperuza azul.
Los pobres fieles, sorprendidos, respondieron al ataque y se entabló una lucha -dura y sañuda- entre ambos bandos. Desde su encierro, Ardid oía el fragor de la batalla; y por vez primera se sintió indiferente a todo lo que de ella pudiera resultar. Pues súbitamente, en su madura estación, encontró una sonrisa olvidada, y descubrió de nuevo uno a uno todos los muñequitos de la desaparecida y remota Tontina. Se agachó y los fue recomponiendo, acariciando, sin atinar siquiera al espanto ni a las demostraciones de afecto de sus dos jóvenes jardinerillos que -como sus servidores- la habían acompañado en su prisión. Ellos lamentaban la pérdida de algún jardín -quién sabe cuál- o añoraban el descubrimiento de algún otro vergel: como puede cualquiera soñar con un perdido o, tal vez, jamás entrevisto Paraíso.
Pero el Árbol de los juegos ardió y se consumió enteramente.
Krhin, el hijo de Yahek, no tenía temperamento de soldado. Era muy parecido a sus parientes: pelirrojo, de ojos verdes y cubierto enteramente de pecas. Pero, tal vez por causa de la herencia paterna, unida a la vida al aire libre, no era como ellos, feo y desmedrado: antes bien, era robusto y bien agraciado; y aún menos se les parecía en el carácter dulce y apacible. Estaba muy apegado a su madre y al hogar, y tenía una gran afición: investigar el curso de las estrellas y del sol, en su ruta desde y hacia el último abismo.
Su amistad con la Bruja de las Estepas no había sido desaprovechada por Krhin, a quien en el último momento, y tal vez a su pesar, la bisabuela había protegido e instruido en tales aptitudes.
En aquella curiosa Yahekia, Indra había llegado a ser considerada princesa. Era mucho más refinada que el resto de las mujeres y su prestigio había crecido -no sólo en virtud de sus dotes, sino por la memoria de su desaparecido marido-. Y así llegó a convertirse en una suerte de gobernanta. La tristeza y amargura que sentía tras la pérdida de su gran amor Yahek, no habían redundado, como hubiera sido presumible, en el endurecimiento de su carácter, sino al contrario, tal vez porque la rama femenina de la familia -como demostró la inane pero bondadosa madre de los Soeces-, era mucho más pacífica que la masculina. Y, si Indra no había heredado la antigua belleza de su tía, sí la poseía su hijo Krhin, aunque mezclada y aumentada con las mejores cualidades esteparias: fibrosidad, gallardía y fuerza. Pero su manso temperamento, dado al estudio más que a la guerra -ésta le repugnaba-, hizo que sobre todo tras la muerte de Yahek, Indra dedicara todo su celo a proporcionar felicidad, y no gloria, como era más común en aquellos parajes, al único fruto de su amor; y lo hurtó a los Cachorros. Los revueltos tiempos que atravesaban dieron facilidades para ello, y a veces llegó a propagar la noticia de que había perdido a su hijo en algún combate. Aunque la mayoría sospechaba la verdad, como era buena con todos, respetada e incluso amada, y en ella casi todas las mujeres solían refugiarse para desahogar las cuitas de sus vidas aparentemente felices pero en realidad solitarias y desdichadas, nadie osó desvelarla.
Como es sabido, junto a ella había vivido -y vivía- la antigua Lontananza, madre de la pequeña bastarda de Gudú -cuya existencia él ignoraba-. Por tanto, ambas mujeres habían criado a los dos niños como hermanos, y como hermanos se querían. Pero lo cierto es que eran muy diferentes, tanto en el físico como en el temperamento. Pues si bien Krhin era hermoso, dulce, fuerte y pensativo, Gudrilkja -tal era su nombre- no era muy bella, ni muy fuerte, pero tan salvaje y casi tan despiadada como su propio padre. Y amén de tales cosas, heredó de su abuela la astucia, la inteligencia y el tesón. Flaca y desgarbada, tostada por el sol, los negros y crespos cabellos al viento, la vencía su natural debilidad para montar, como jinete estepario, los más indomables potros y corceles, y sobre sus lomos, sin montura alguna, recorría la estepa, a menudo con peligro de su vida.
Pues además de estas nada aconsejables incursiones en unas tierras nuevamente enemigas, perdidas y ganadas con exasperante monotonía, proclamaba, ante el terror de su madre y de quienes la oían, que ella era el Rey.
Poco a poco el tiempo transformó su físico, pero no su carácter. Cuando tuvo lugar la rebelión de Rakjel, habíase tornado una muchacha delgada, fuerte y flexible como un junco, que más se asemejaba a un esbelto adolescente que a una mujer. Lontananza había trenzado desde muy niña sus largos y negros cabellos al estilo de los guerreros de la estepa, y en cuanto su madre no podía impedírselo vestía ropas hurtadas a los soldados de ambos bandos. Y así vestida, tan delgada y fuerte como grácil, parecía en verdad un jovencísimo guerrero. Sus ojos eran tan azules y profundos como los de Gudú, cuya paternidad ignoraba. Pero cuando le veía de lejos, le admiraba de tal modo, que una maligna pasión se adueñó de ella. Pues había observado que el Rey sólo apreciaba el valor de los guerreros, y que poca importancia daba a las mujeres -dijérase que como apreciaba la comida o el vino-. Cuando le veía pasar en su negro caballo, recortándose sobre la llanura, deseaba de todo corazón poder incorporarse a su ejército. A veces en la vasta soledad esteparia donde la llevaba su corcel, soñaba en que algún día se haría notar y ver por aquel cuya corona -y tal vez amor- ansiaba. Lo cierto es que, así vestida y por su aspecto, se parecía extraordinanamente a sus hermanos pequeños, Kiro y Arno. Y tal cosa estuvo, cierto día, a punto de costarle la vida. Afortunadamente, era mucho mayor que ellos y esa circunstancia detuvo la espada que iba a atravesarla.
Raigo partió de Olar en aquella fría madrugada, con tales ansias de venganza como dolor. Había procurado olvidar su ira y decepción ante lo que creía la traición de Raiga, y del mismo Contrahecho. Ciertamente eran muy confusos sus sentimientos y no acertaba a distinguir a cuál de los dos consideraba más traidor. Pues si a menudo había manifestado despego, e incluso desprecio, hacia el muchacho, guardaba en el fondo de su corazón una gran ternura hacia el único compañero de su infancia solitaria, cautiva y olvidada.
«Sí, Reina, es cierto que venías todos los días a la Torre, y que jugabas con nosotros, según dices -murmuraba para sí-. Pero no recuerdo más que eso: tu visita, no tu compañía. Sólo había para mí compañía, calor y comprensión en Raiga y Contrahecho… ¿Por qué dices que se castigan con la hoguera tales sentimientos? Son lo único bueno de mi vida. Pero, si así es, y así debe suceder, los alejaré de mí como si se tratara de la peste.»
Una ligera nevada le sorprendió, apenas dejó atrás el Lago y tomó la ruta que conducía a los prisioneros hacia el Este. Raigo galopaba con toda la rapidez que le permitían su caballo y la nevisca. Debía adelantarse a los que amenazaban la vida de su padre. Y a medida que se acercaba al lugar donde éste se hallaba, demostraba ser digno heredero de su estirpe: por la tenacidad y capacidad de sacrificio que mostraba en su empeño. No daba reposo ni a su cuerpo ni al de su pobre montura, al tiempo que la imagen del padre iba ocupando ahora todo su pensamiento y horizonte, y le abandonaban las querencias infantiles, los recuerdos de una niñez y adolescencia alejada de casi todo contacto humano.
La primera noche que descansó, junto a la espesura, y cuidando no ser visto ni descubierto por nadie, notó que por primera vez se sentía libre. Y, sobre todo, que había traspasado las murallas de la sujeción y las inflexibles órdenes de su abuela. Y si sentía por ella el natural cariño de niño que busca y encuentra afecto y refugio, no dejaba de experimentar ahora un sutil alivio que, como el amanecer, a medida que recorría su camino, iba creciendo hasta tomar conciencia de su sentido: la libertad. Por fin era dueño de sus actos y pensamientos. Ahora podía obedecer o contradecir a su antojo las órdenes de la Reina: ¿quién hubiera podido impedírselo? Y luego reflexionó que, pese al rencor de saberse en cierto modo encadenado a ella, lo cierto era que las órdenes de su abuela coincidían con sus deseos más profundos y verdaderos: por un lado, darse a conocer a su padre, hacia quien sentía tan confusos como contradictorios amor y reproche; por otro, aquél era el único camino a su alcance si deseaba algún día llegar a ser Rey. «Yo, el Rey» iba murmurando para sí, a medida que el viento del invierno hería su piel y entumecía sus miembros: «Yo soy el Rey…».
Al fin llegó un día en que la ventisca arreció de tal manera, que hubo de interrumpir forzosamente su camino y guarecerse en una gruta. Pero no por ello descuidó sus precauciones ni pensó en abandonar la empresa que le había sido encomendada. Por las minuciosas explicaciones de la Reina, observando los curiosos dibujos o cartas -que tan útiles fueran a su padre el Rey, según Ardid-, supo que aquel y no otro camino podían tomar los guerreros de Urdska, sobre todo si, como suponía, creíanse a salvo de todo acecho.
Hubo de permanecer oculto entre la gruta y la espesura por espacio de cuatro jornadas, al final de las cuales su desesperación era tan grande que creyó fracasado su empeño. Sin embargo, se consoló al advertir que no se veían huellas ni se oían por parte alguna señales de los guerreros de Urdska. Le tranquilizaba la sospecha de que el mal tiempo era igual para todos y, por tanto sus enemigos debían hallarse también detenidos y entorpecidos en su marcha.
Al quinto día, el cielo despejó y en el silencio salpicado de ecos y misteriosos chasquidos que pueblan un bosque nevado, tornó a recuperar la senda: aunque estaba ahora tan cubierta de nieve que era difícil distinguirla. Reanudó su camino, pero su caballo, y él mismo, hallábanse extenuados: el frío, la parquedad de los alimentos que llevaba consigo, la sed -con los arroyos y manantiales helados, sólo la podía calmar a puñados de nieve-, le devoraban hasta sentir cómo la fiebre iba adueñándose de él.
Ocurrió que al cabo de un tiempo, su caballo adentróse en la espesura sin que él pudiera dominarlo; pues, atontado por la fiebre, oía en su delirio risas ahogadas y malignas donde se entremezclaban los deformados rostros de Raiga, Contrahecho, la Reina y su mismo padre, convertidos en monstruos de largos colmillos que pretendían devorarle: como en las viejas historias del Libro de los Linajes que les leía su abuela.
Sin fuerzas para detener a su montura y casi inconsciente, llegó a un paraje lejano y abandonado, que se le antojó la ruta hacia el Norte, aunque no creía haberse desviado de la ruta del Este. Cayó entonces al suelo y perdió toda noción de cuanto sucedía en torno. Debió permanecer en aquel estado durante demasiado tiempo, pues cuando al fin recuperó la conciencia de cuanto le ocurría, y de dónde se hallaba, el terror y el estupor le invadieron. ¿Dónde y entre quiénes se encontraba? Un pensamiento le hizo desesperar de su empeño: seguramente, los guerreros del Este habían alcanzado a su padre o, al menos, le habían adelantado a él en gran medida. Y no se equivocaba en la última consideración, pero sí en la forma en que había sucedido y sobre todo las criaturas entre quiénes se hallaba.
Hacía mucho que los guerreros de Urdska le habían adelantado en su camino, antes aún de su caída. Siendo mucho más avezados y arteros que él, no habían tomado el sendero de los prisioneros, sino que, atajando por la montaña, ocultándose en grupos o dispersados a toda mirada, según su costumbre, le llevaban una larga ventaja. Estas cosas las sabía y temía Ardid cuando le envió, pero sabía también que sólo con Raigo podía jugar su última carta, y así, aun con todas las probabilidades de fracaso en su contra, la jugó.
La constatación de tan cruel descubrimiento invadió la mente de Raigo aún antes de observar a quienes de todos modos le habían salvado de una muerte cierta. No sólo se trataba de la crudeza del invierno: hambrientos lobos merodeaban por aquellos parajes. La certeza de su fracaso le sumió en tal desespero que tardó en comprobar que las dos palomas de la Reina -la jaula estaba vacía, a su lado- habían perecido o huido. Y con ellas toda esperanza de salvar a su padre.
Cuando al fin Raigo pudo percibir más claramente cuanto le rodeaba y quiénes eran sus salvadores, quedó tan asombrado como temeroso: jamás había contemplado criaturas semejantes. Según le pareció, se hallaba en una especie de guarida, o cabaña, bastante grande, pero de tan bajo techo, que sus moradores debían permanecer sentados. Tenía forma circular y en el centro ardía un gran fuego. La chimenea, hogar y cocina constituía el núcleo del extraño lugar. Tanto las paredes como la techumbre estaban hechos de ramajes y troncos, ensamblados con barro. Así pues, cuando al fin levantó la cabeza y, aún muy débil, contempló los todavía desdibujados cuerpos que a su alrededor se movían y murmuraban ininteligibles sonidos -que tal vez eran palabras, pero no al menos en la lengua que él conocía-, se sorprendió al descubrir un rostro solícito, o al menos anhelante, que se inclinaba hacia él. Era una extraordinaria cabeza, tan cubierta de pelambre roja, que al resplandor del fuego semejaba otra hoguera. Largas y rizadas barbas se enmarañaban y unían a ella; y un par de amarillos, redondos y casi inhumanos ojos le contemplaban fijamente.
Quiso hablar, pero no pudo: por la debilidad en que se hallaba, o por el súbito terror que le invadió ante aquella criatura que no se decidía a catalogar de humana. Una mano ruda y callosa, pero de infinita ternura, se deslizó bajo su nuca y alzó su cabeza con suavidad. Raigo pensó en la delicadeza con que -según había observado durante su ocultamiento en la cabaña del Lago trataban a sus animales los más ásperos campesinos.
Aquel gesto fue seguido por débiles clamores que, pese a su rudeza, transmitían un afectuoso interés hacia su persona. Otras cuatro cabezas se apelotonaron entonces junto a la primera: y el brillo que chispeaba entre las pelambres -unas rubio leonado, otras rojo cereza- le informó de que, tal vez, le sonreían con agudos dientes de lobo. Pero si, al parecer, eran lobos, se mostraban bien dispuestos hacia él.
Al fin, extendió torpemente su mano en busca de la espada, y con alivio comprobó que continuaba pendiendo de su cinto. Apretó el puño sobre el pomo como si fuera su único asidero en el mundo. Entonces, los ojos de la primera de aquellas criaturas se entristecieron y oyó cómo decía, torpemente, pero en la lengua que él conocía:
– No mates, no mates… Hombres Pastores aman al niño rubio.
Sintió una ligera irritación al oír que le consideraban un niño, pero intuyó que no era pertinente demostrarlo. Comprendió que su faz barbilampiña, apenas cubierta de dorada pelusa, y su cuerpo les debían parecer los de un tierno infante, frente a la corpulencia de aquellos semilobos o semijabalíes. Así pues, recuperando aquella sabia prudencia que tanto le había inculcado su abuela, nada dijo y aguardó los acontecimientos.
Entonces, la primera de aquellas criaturas le acarició con verdadera delicadeza y ruda timidez, diciendo:
– Oh, niño de oro, niño de oro…
Y los demás, prorrumpiendo en extrañas demostraciones de alegría y ternura, se acercaban a él, apelotonados, y rozábanle ora los cabellos, ora los hombros, con expresiones tan tiernamente pueriles que le confundieron. Aún no sabía si se hallaba entre amigos o entre estúpidos y sanguinarios ogros que, tras aquellas muestras, le devorarían limpiamente -como le había instruido su maestro Amor sobre ciertas tribus norteñas y misteriosas-. Y regresaban a su memoria las veladas de la Abuela Ardid leyéndoles junto al fuego historias de extrañas criaturas que, al parecer, ella había conocido en algún tiempo remoto y maravilloso. Así pues, hizo acopio de todo su valor, y murmuró:
– Oh, Caballeros… mucho agradezco todo lo que habéis hecho por mí hasta ahora. Pero sabed que no habéis amparado a un menesteroso ni tampoco a un ingrato, así que tened por seguro que si, como espero, me ayudáis a salir del grave trance en que me hallo, os consideraré como mis hermanos y me tendréis por tal el resto de mi vida. Os digo que yo soy heredero de un reino poderoso, y si me ayudáis a recuperarlo, mi Reino será un día tan mío como vuestro y mi alegría será vuestra alegría, y mis triunfos, vuestros triunfos.
Esta clase de discursos, habíalos aprendido de su sagaz abuela -si bien hasta el presente no se felicitaba de ello.
El efecto que sus palabras causaron al extraño grupo fue pasmoso. Tanta fue su emoción que adquirió ribetes de terrorífica: hasta el punto de que Raigo llegó casi a lamentar sus excesos oratorios. Pues la dulzura se tornó en exaltación tan agreste, que prorrumpieron en aullidos salvajes y, dando muestras de una gran agitación, lo transportaron entre sus fuertes brazos, de forma que temió le rompieran un hueso. Lo llevaron cerca del fuego: y el mayor de todos ellos -al parecer su jefe- sacó de entre las pieles que le cubrían, un agudo puñal que esgrimió ante las llamas con siniestro brillo. Raigo cerró los ojos, creyendo que había llegado su último instante. Pero, en vez de esto, levantaron su manga hasta el codo y practicaron en su brazo una delicada incisión de la que brotó una gota de sangre tan hermosa como un rubí. Luego, por turno, hicieron lo mismo en sus propios brazos, y vagamente Raigo recordó -pues medio se desvanecía de terror y debilidad- los ritos de hermanamiento que también practicaban -según le contara Amor- lejanas gentes.
Al fin se desmayó, y no sabía cuánto rato estuvo así, pero cuando volvió en sí, alguien acercaba a sus labios un cuenco de madera lleno de leche caliente y espumosa. Esto le reanimó lo suficiente para mirar con ojos desorbitados a sus insólitos y contradictorios salvadores. Y al fin, cuando ellos debieron juzgarle lo suficientemente repuesto, dijeron en su torpe lengua:
– Niño rubio… ¿es verdad lo que en sueños decías?
– ¿Qué decía?
– Que eres hijo del Rey Gudú… y malos y traidores hombres quieren arrebatar vida a él y a ti… Pero nosotros somos hermanos del niño rubio, y por eso también hijos de Gudú, Rey. ¡Iremos contigo a salvar a nuestro padre y hermanito de malos hombres y bestias!
Y estas palabras fueron la primera luz de esperanza que iluminó el desfallecido corazón de Raigo.
Los Hermanos de los Bosques eran una tribu pastoril, procedente del Norte más oscuro y tenebroso; allí donde sólo Volodioso había llegado y, tras sofocar alguna rebelión y aniquilar a los culpables, plantó las enseñas de Olar e instaló en sus límites guarniciones solitarias y embrutecidas. De allí procedían Atre y Oci, empujados por la curiosidad que les despertara su nuevo señor y, muchos años antes, el miedo. Siguiendo a sus hermanos de lejos, desde la montaña cubierta de bosques, el resto de su tribu contemplaba, con desorbitados ojos, los progresos y proezas de ambos.
De vez en cuando, Atre y Oci subían hasta los bosques, y allí les hablaban con respeto y veneración de Gudú. Y también de Yahek, que se había hermanado con Atre. A menudo instábales a secundarles y unírseles frente a sus rebaños. Pero los pastores eran muy jóvenes y temerosos, y nunca habían pensado en tal cosa. Continuaban escondidos en lo más espeso del bosque, y sólo en el invierno, cuando nadie o casi nadie merodeaba en torno, se atrevían a descender hasta las cercanías de aquella ruta que arrastraba a los prisioneros hacia las estepas. Conducían inmensos rebaños de cabras, de enorme corpulencia, y guiados por misteriosos jefes Cabríos -con los que sus pastores se entendían a través de una suerte de gruñidos-, habían permanecido tiempo y tiempo en sus bosques, espiando y observando a las huestes de Gudú, y experimentaban una mezcla de temor y admiración hacia tan extraña raza de hombres sin vello, entre mujeril e infantil. Ellos eran de complexión extraordinariamente robusta, aunque, a menudo, de combadas piernas o jorobados, que no tenía parangón con los hombres conocidos por Raigo. Y eran tan peludos, que apenas los ojos y dientes podían distinguirse en sus rostros. El vello les cubría enteramente el cuerpo, y cuando en el calor casi sofocante de sus cabañas se despojaban de las pieles de cabra y lobo que les cubrían, parecían poseer debajo otra cobertura similar, dorada, o casi tan roja como el fuego mismo.
Su agreste poblado de mujeres y niños moraba en el Subsuelo; pues solían construir sus guaridas horadando, al amparo de los Árboles Gigantes, entre sus raíces. Sólo por el humo de sus fuegos, que parecía brotado de la tierra y confundirse con la neblina que ascendía de los riachuelos, podía descubrírseles. Pero eran escasos los caminantes que se aventuraban hasta allí; y confundían tales cosas con el vagar de fantasmas, duendes y otras criaturas malignas de los bosques. Se murmuraba que, desde hacía mucho, los campesinos no solían adentrarse en aquellas espesuras por considerarlas embrujadas. Si las extraordinarias cabras gigantes se topaban -aun de lejos- con los rebaños de los lugareños, éstos huían asustados. Y si algún inocente pastor tropezaba con alguna de aquellas enormes bestias cornudas, huía espantado, asegurando haber visto al diablo.
Poco a poco, Raigo fue enterándose de estas cosas. Y tomando confianza en ellos, les expuso prolijamente sus cuitas. Un día, pues, Lar, el jefe del grupo que le había socorrido, dijo:
– Hermanos todos, seguirán la ruta de nuestro padre: y caeremos sobre hombres malos y bestias, y salvaremos a nuestro padre y hermanito.
Hubo de soportar Raigo sus sonoros besos antes de que prepararan un nuevo rito. Tensaron una piel de cabra y comenzaron a batirla rítmicamente. A poco, el mismo sordo batir surgido de bajo tierra, se escuchó y esparció por gran parte del bosque: Raigo creyó en un principio que se trataba de truenos y que amenazaba una gran tormenta. Pero no era sino la repercusión, en cadena, de un profundo y secreto lenguaje de tambores. Al fin, el jefe Lar dijo:
– Vamos arriba, hermanito, porque ya los Hermanos Pastores emprenden el camino hacia nuestro padre Gudú.
Raigo estaba un poco asustado, pero al mismo tiempo una gran esperanza le llenaba.
Cuando salieron a la superficie, el sol brillaba sobre la nieve y Raigo contempló un espectáculo que le llenó de pasmo. Poco a poco, tras los troncos, de árbol en árbol, aparecían grupos de Hermanos Pastores, todos de aspecto feroz y a la vez cándido. Montados en sus enormes Machos Cabríos o en corpulentas cabras, le miraban fijamente y le pareció que todas y cada una de aquellas miradas se clavaban en él como hilos de fuego. Esgrimieron cuchillos, y sus hojas brillaron cual pequeños relámpagos entre los árboles. Luego, los Hermanos Pastores lanzaron tan escalofriantes gritos, que Raigo se dijo que acaso ni siquiera los proferidos por las temidas Hordas -tan comentados en Olar- podrían comparárseles.
Intuyó que aquel sería el momento propicio para seguir las instrucciones de la Reina. Así que, desenvainando su espada, gritó:
– ¡Hermanos míos, hijos todos de Gudú, el más grande Rey! Desde ahora, cada uno de vosotros ha sido ofendido y amenazado, como lo está nuestro padre. Hermanos del Bosque y Hermanos Pastores, hermanos míos: ¡juremos no desfallecer hasta exterminar a los malvados hombres-bestias! -pues así llamaban los Hermanos a los guerreros de las estepas.
Un feroz alarido estremeció el bosque, aún más sonoro en el blanco silencio de la nieve. Y conduciendo de la brida a su espantado caballo, que con mucho amor habían cuidado sus aliados, lo montó Raigo, mientras oía decir a Lar:
– Hermanito Raigo, hace cinco noches y cinco días Hermanos Pastores vieron a hombres-bestias pasar, escondidos entre los árboles. Como las Cabras Hermanas son más raudas y más hábiles, deja tu caballo al cuidado de mujeres y niños y tú monta en esta buena Caprina, que ella te conducirá mejor y con más astucia y rapidez, y por mejores lugares, sin ser visto de nadie.
Y dicho y hecho, fue transportado en volandas a lomos de una enorme y roja cabra. Caprina emitió una especie de resoplido que erizó sus cabellos. Tenía tan largos y retorcidos cuernos y tan fuertes y nerviosas eran sus patas, que su propio caballo no le hubiera sostenido mejor.
– Agárrate con fuerza a sus cuernos, hermanito -dijo Lar-. Y déjate conducir por los Hermanos. Los Hermanos llevarán la salvación a Gudú, nuestro padre, y serás su hijo Rey.
Y con tan curiosa explicación -pues entendían las cosas a su modo-, Raigo se sintió lanzado velozmente -más que transportado- por tan agrestes y escarpados lugares como jamás imaginara existían. De precipicio en precipicio creía volar sobre la niebla, y era todo como un sueño alucinante y terrible en el que sólo podía asirse a dos largos cuernos o a la rizada y áspera pelambre que a ráfagas brillaba como una llamarada; saltando sobre praderas, sueño y abismos de terror, a trechos, creía galopar sobre las copas de los abetos y los abedules o sortear precipicios sin fondo.
De vez en vez, se alzaba hasta él una risa larga y bronca. Al fin, se dijo procedía de la propia Caprina, unida a la risa de todas las Hermanas Cabras y todos los Hermanos Pastores. Y no era un sonido capaz de deleitar a nadie. Además, durante el transcurso de tan peregrino como inolvidable viaje, mezclábase a aquel sonido-risa el largo aullido de los lobos. Y cuando la niebla se distendía, se distinguían en los desfiladeros y los precipicios -o así parecía, bajo las pezuñas de su cabalgadura- manadas enteras que levantaban hacia ellos las cabezas, las fauces abiertas y los ojos relucientes, en sedienta espera.
Así, Raigo recuperó el tiempo y los días perdidos. Y de tan buena forma que al tercer día el jefe Lar detectó -con olfato y oídos- la presencia de los guerreros de Urdska. Ordenó entonces detener su rebaño-ejército, levantó su largo y nudoso cayado de pastor y profirió un grito que cualquiera -menos los Hermanos Pastores- hubiera confundido con el de un animal del bosque. El rebaño entero se paró al instante.
Reunió a todos entre los árboles y díjoles:
– Hombres-bestias andan cerca. Sigilo y cuidado.
Y diciendo esto sacó de entre sus pieles y esgrimió su cuchillo, más temible que una espada. Al unísono todos los Hermanos le imitaron y cientos de cuchillos flamearon en la espesura. Entonces, Lar llamó a Raigo a su lado y le dijo:
– Tú, Hermanito de Oro, sigue al jefe Lar y no te apartes de él, pues vamos a salvar a nuestro Padre el Buen Rey Gudú.
Y aunque este epíteto, según no pudo menos de considerar Raigo, no era el más apropiado para designar a su padre, obedeció sin rechistar. Montó ahora sobre la cabra de Lar, agarrándose fuertemente a la cintura de éste, y emprendieron una suavísima carrera: apenas parecían rozar el suelo. Y no tardaron en avistar, uno a uno, cautos como lobos y tan silenciosos como los abedules, varios hombres-bestias. No parecían caminar sobre rocas, nieve y hojarasca, sino sobre la misma niebla. Entonces, llegó el momento en que Lar lanzó un silbido tan largo y estridente, que hizo estremecer a los hombres de Urdska. Todos ellos volvieron atrás la cabeza, pero, caso curioso, en dirección opuesta a donde estaban los Hermanos Pastores. Y, en aquel instante, los Hermanos se lanzaron sobre ellos, tan silenciosa como rápidamente.
El bautismo guerrero de Raigo no fue como siempre imaginó. Con la destreza y rapidez de matarifes, exhalando roncos y a la vez suaves gemidos, los Hermanos Pastores cayeron, uno a uno, sobre los despavoridos soldados, que veían estupefactos cómo surgían de la niebla aquellos rojos y demoníacos jinetes. Sobre cabras de refulgentes ojos verde-amarillos, se arrojaban sobre ellos y limpiamente los degollaban uno a uno. Entonces, Raigo se enardeció con el olor de la sangre, levantó el brazo y, a poco, cercenaba cabezas con su espada y hendía gargantas que apenas tenían tiempo de gritar.
Era algo extraño lo que ocurría, tanto fuera como dentro de él: la nieve se levantaba bajo las delgadas pezuñas de las cabras, y bajo una nube blanca, brotaba la sangre como ardiente surtidor, manchaba la nieve, los rostros, los filos de los cuchillos y su espada. Y un placer siniestro, un goce iracundo y embriagador le subía a los ojos, a la lengua. El zumbido de aquella risa ronca, caprina y diabólica, retornaba: hasta que se dio cuenta de que él mismo la imitaba a la perfección; y le parecía el más deleitoso y dulce sonido de la tierra.
El último fue Usklaidoj, jefe del grupo de Urdska. Habíanle acorralado, e iba a ser lenta y gozosamente degollado por un Hermano, cuando Raigo gritó:
– ¡Dejadlo vivir!… Él es la pieza convincente para que nuestro Padre, el Rey, nos crea y conozca por fin la verdad.
Le ataron fuertemente con sus irrompibles ligaduras de tendones de cabra, y le arrojaron de través, como un odre, sobre el gigantesco lomo del Jefe Caprino. Sus largas trenzas caían hacia el suelo, ensangrentadas por una herida, aunque no profunda, que le cruzaba el mentón.
Estaban ya muy cerca de las estepas. Tanto, que a poco, les llegó el olor a guisos, leña y humo de Ciudad Yahekia. Raigo formó ordenadamente a los Hermanos, y se dispuso a entrar en ella y solicitar ser recibido por su padre, el Rey. Ensartadas en el extremo de sus cayados se recortaban en la nieve las cabezas y negras trenzas de los hombres de Urdska. Y los Hermanos esgrimían las lanzas y espadas arrebatadas a los esteparios; con un júbilo que, si pudiera despojarse de su cruel verdad, hubiérase tomado por cándido regocijo infantil. Así de inocentes, tiernos y feroces eran los nuevos Hermanos del Príncipe Raigo. Y fieles, en verdad, según tuvo ocasión de comprobar ampliamente. Tan fieles eran como feroces podían volverse si llegaba a incumplirse algún juramento para ellos tan sagrado como su hermandad, o a traicionarse su confianza.
Pese a su aparente triunfo, Raigo no ignoraba el peligro que corría al aproximarse con tan singular ejército a las guarniciones y a Ciudad Yahekia. Existía la posibilidad de ser atacados por más numerosos y diestros soldados. Así pues, reflexionaba y sabía que no sería fácil explicar tales cosas al jefe Lar y los Hermanos, pero menos lo era tener acceso al Rey acompañado de tal guisa.
Al fin pidió a los Hermanos ser oído y les dijo:
– Creo más prudente y aconsejable, que antes de mostrarnos, aguardemos en la espesura y observemos qué es lo que ocurre en la estepa. Yo, tan sólo acompañado de Lar y el Hermano Pequeño Uro, me adelantaré a vosotros. En tanto, os ruego que, ocultos, aguardéis una señal convenida. Y, como prueba de su traición, llevemos con nosotros al jefe bestia, Usklaidoj.
Usklaidoj parecía casi agonizante. De suerte que Raigo ordenó taponaran su herida. Los Hermanos se apresuraron a obedecer dócilmente, aplicándole misteriosos emplastes que extrajeron del fondo de sus zurrones, a la vez que entonaban una salmodia que, afortunadamente, se asemejaba al viento de las estepas. Una vez medianamente recompuesto Usklaidoj, convenientemente atado lo echaron a lomos del Gran Caprino, y tal como Raigo aconsejara, acompañado de Lar y su Hermano Menor -que contaba diez años, pero aparentaba veinte- avanzaron hacia la ciudad.
Era una fría mañana invernal y por Yahekia cundían malas nuevas: a la puerta de Indra, llegaron varias mujeres afligidas con la noticia de que Rakjel había derrotado por cuarta vez a las tropas de Gudú y éstas se batían en retirada por los márgenes del Gran Río abajo. Y no sólo eso: habían herido al Rey y lo traían en parihuelas.
El lamento de las mujeres -cuyos hombres se batían en el ejército real- entraba en las casas como el viento, desazonando a los soldados de la Guarnición, y convirtiendo la ciudad entera en un informe quejido. Indra, depositaria de una memoria y una gloria que ya había llegado a creer le pertenecía, aplacó los ánimos con razones llenas de sensatez. Salió a la Plaza, reunió a las gentes y les aconsejó cautela y paciencia: el Rey era invencible -dijo-, y la derrota de una batalla nada significaba: por tres veces la ciudad de Urdska había sido conquistada y arrebatada, y aún muchas veces más ocurriría hasta el día en que, definitivamente, la victoria sonreiría a los hombres de Gudú. Y cuando hablaba pacificaba a las gentes.
Su hijo, con el ánimo ensombrecido, la escuchaba oculto en su rincón, y nada decía. Sólo un corazón se rebelaba ante las nuevas: la joven Gudrilkja. Revestida de sus ropas guerreras, montó a caballo, salió de la ciudad en dirección a los bosques y, mascullando su odio impotente, se internó en la espesura: «¡Ah! -se decía-. Si fuese yo hombre, me uniría al Rey y junto a él exterminaría esa raza de perros esteparios». Con lo que daba muestras de ser digna nieta de Ardid, al menos en el tesón, ímpetu y lenguaje. Y así, sumida en oscuras meditaciones, detuvo su caballo, y se aproximó al helado manantial donde, en estaciones más propicias, solía beber y bañarse. Y así estaba, mirando el agua helada, cuando un cuerpo cayó inesperadamente sobre ella y, reduciéndola, apoyó una brillante espada en su cuello.
Tan sorprendida estaba, que su habitual vigor y destreza parecieron anularse. Hasta que súbitamente quedó prendida de unos ojos castaños dorados. A su vez, Raigo quedó suspenso, la espada en alto, pues tal era el parecido de aquel joven guerrero con Kiro y Arno, que hasta sentirla bajo sus rodillas, no atinó a decirse que, por su edad, no podía ser ninguno de sus hermanos. Además, al examinar su rostro de cerca, comprendió su error.
Sujetándola aún y amenazándola, dijo:
– ¿Quién eres tú, joven soldado, que tanto te asemejas a otros muy lejanos?
Gudrilkja guardó obstinado silencio: pero sobre la nieve, donde tan sólo las ramas de los árboles producían centelleantes chasquidos, Raigo oyó el crujido de sus blancos y agudos dientes.
– Di quién eres, o serás muerto.
– Soy el Rey -dijo Gudrilkja, al fin, con altanería.
– ¿El Rey? ¿Qué estúpido embuste es ése? Conozco muy bien al Rey y no eres tú. El Rey es mi padre, y con malas noticias que amenazan su vida, vengo de Olar.
Entonces, el rostro de Gudrilkja se ablandó y mirando con una mezcla de asombro y de envidia a Raigo, murmuró:
– Sí, el Rey está en peligro: regresa hoy a Yahekia, herido y vencido por causa del malvado Rakjel.
Al oír tales palabras, Raigo quedó anonadado. Aproximáronse entonces los Hermanos Lar y Uro y contemplaron la escena; un gran asombro se reflejaba en sus amarillas pupilas. Tras ellos arrastraban al maltrecho Usklaidoj.
– ¿Quiénes son esas bestias feroces… o alimañas? -casi gritó Gudrilkja, pues incluso su valeroso y sanguinario corazón se estremecía ante el aspecto de aquellas criaturas.
– Son amigos, y gracias a ellos, la ciudad no es pasto de las llamas, y el Rey no ha sido muerto: pues río arriba para tenderle una trampa, dirigidos por esta alimaña, iban los hombres de la malvada Urdska.
El semblante de Gudrilkja se suavizó, y con gran ansiedad pidió noticias de todo lo ocurrido. Raigo la liberó entonces de la opresión de sus rodillas y le mostró al jefe Usklaidoj, que bajo la amenaza del cuchillo de Lar, fue obligado a confesar la verdad de su traición. Gudrilkja dijo entonces:
– Venid conmigo: os llevaré junto a mi madre, que vive con Indra, la más importante mujer de Yahekia. Ella os conducirá hasta el Rey, vuestro padre. Pero, ¡pobre de ti, si has mentido! Porque el Rey no tiene piedad para estas cosas.
– Así lo espero -dijo Raigo, con soberbio ademán-. Pues tampoco yo, su hijo y futuro Rey, la tendré para mentirosos y traidores.
Estas últimas palabras se clavaron como fuego en el corazón de Gudrilkja. Y luchando entre una mezcla de odio y admiración que iba apoderándose de su ánimo hacia el joven Raigo, murmuró:
– No sé si serás Rey algún día…, y confía en mí.
Y les condujo a la ciudad, y ya en ella a la casa de Indra.
Gudú había sido herido ya dos veces antes y en grave estado permaneció impotente ante los asaltos de su odiado Rakjel. Ahora, conducido en parihuelas hacia Yahekia -donde aconsejaba a sus hombres atrincherarse en espera de la primavera-, pensaba por vez primera que tal vez su gran error fuese exponer tan estúpidamente su vida. «En verdad -reflexionaba, bamboleado río abajo en hombros de sus fieles- no era precisa aquella temeridad.» Pues su puesto estaba en el lugar de los que conducen un ejército O un pueblo, no en el de los que mueren por él. Así, con súbita revelación, intuyó la clave de las últimas y consecutivas derrotas, o de las duras victorias: el odio. Hasta enfrentarse con Rakjel, jamás combatió poseído de odio. Y he aquí que este sentimiento le inspiraba tanta desazón y terror, como a su madre el amor. «Extirparé el odio de mí -se dijo- y el Rey Gudú volverá a conocer la gloria.» Embarcáronle en una balsa, y mecido en las aguas del río, ya atardecido, entró en Yahekia.
Permaneció durante largas horas sumido en un profundo sopor. Al fin, despertó: algo fuera de lo normal ocurría en su tienda. Murmullos y voces la taladraban y llegaba a sus oídos un clamor conocido. A través de sus párpados semicerrados, desfiló entonces, entre brumosa niebla, una cadena de sucesos o sueños: un niño corría por pasillos mohosos y sucios, un joven hermano, de cabellos y ojos brillantes, alzaba su espada para defenderle, una joven mujer le decía que esperaba un hijo suyo, una corona, unos mercenarios, una Reina fuerte y sabia… El sudor bañaba sus mejillas y su frente, la fiebre le resecaba los labios. Alzóse entre las pieles que cubrían su lecho y gritó, llamando a la Guardia. El fiel Unglo se presentó ante él.
– ¿Quiénes gritan, quiénes piden hablar con el Rey?
Él no lo sabía, pero una oscura voz repetía aquellas palabras en su oído, y volvió a ver a la joven y primera Lontananza: aquella que había entregado a Predilecto. Sonreía y mostraba entre sus dedos una pequeña y horadada piedra azul. Pero la voz de Runglo alejó esta Visión:
– Señor, un joven guerrero dice traeros nuevas importantes: según asegura (y creo que es cierto) es el protegido de la que fue mujer del Capitán Yahek, y un extraño le acompaña.
– Hazles pasar -dijo el Rey, al oír el nombre de Yahek, aunque las fuerzas le abandonaban.
Dejó caer pesadamente la cabeza en el lecho, volvió el rostro hacia el cofre abierto y distinguió la corona. La llevaba ahora con él, como hacían todos los reyes en momentos cruciales. Salvo en muy precisas ceremonias, raramente Gudú la ceñía. Pero ahora, como símbolo de una misteriosa fuerza y seguridad, permanecía a su lado, junto a su lecho, guardada por fieles soldados, tan celosamente como podían guardar su propia persona. Entonces oyó una voz que decía:
– Señor, señor… os lo ruego; por la fidelidad y afecto a prueba de toda duda que os entregó mi amado Yahek, os ruego que nos oigáis, pues nos traen noticias muy graves.
Volvió la mirada a quien le hablaba y contempló un rostro arrugado y marchito de mujer, enmarcado por trenzas donde el rojo y el gris se mezclaban. Un viejo fantasma parecía querer reverdecer algún recuerdo.
– Hablad -murmuró. Después, como iluminado por la antigua sabiduría sureña que corría por sus venas, añadió-: Hablad sin miedo, Princesa Indra.
Estas palabras obraron un efecto sorprendente: el rostro de la vieja mujer resplandeció, como si la lejana juventud la iluminara de cabeza a pies. Con una profunda inclinación, dijo:
– Rey Gudú, señor de nuestro pueblo y nuestra vida, graves circunstancias han traído hasta aquí a vuestro hijo legítimo y, sin duda, heredero del Trono. Él os trae noticias y pruebas de la traición de la Reina Urdska, y si no fuera por su arrojo unido a la fidelidad de quienes oportunamente os presentaré, no hubiera llegado jamás hasta aquí. El Reino, vos, y tal vez vuestra madre hubierais perecido víctimas de la más alevosa maquinación.
– Abreviad -murmuró el Rey, bastante confuso; en parte por la debilidad y en parte porque apenas comprendía las palabras-. ¿De qué hijo habláis?… He tenido algunos, pero los he olvidado. Estoy herido y lleno de fiebre, ahorradme la molestia de pensar en necedades…
Entonces entró un joven de gallardo aspecto, rubios cabellos y ojos inolvidables en los que reconoció la imagen de su madre.
– Señor, soy el Príncipe Raigo, vuestro hijo. Y os ruego que escuchéis lo que debo deciros.
– Hablad -dijo el Rey, como empujado por una misteriosa fuerza y cansancio a un tiempo.
Oyó entonces las concisas explicaciones de Raigo. En verdad que aquel muchacho había heredado -o bien aprendido- la precisión y claridad del discurso de su abuela, tanto como heredó su florida fluidez, cuando el caso lo requería.
– Dejadnos solos -dijo Gudú al cabo de unos instantes. Inesperadamente, alguien se adelantó entonces, pese a los intentos de Indra por detenerle.
Tratábase de un joven y extraño guerrero, de rostro barbilampiño y facciones tan finas como agudas. Sus ojos relucían en su tez morena, enmarcada por negras trenzas esteparias.
– Señor -dijo hincando su rodilla al suelo-, yo soy quien condujo a vuestro hijo hasta aquí: y tened por seguro que, si no fuera por mí, tal vez jamás habríais llegado a verle. Y también deseo deciros algo: hace mucho tiempo deseo incorporarme a vuestras filas y todos me lo impiden.
– ¿Cómo es posible? -dijo el Rey-. Un joven guerrero como vos, fuerte y audaz, según veo, jamás es rechazado en el ejército de Gudú.
– Oh, Señor, no escuchéis tan insensatas palabras -dijo Indra, sobresaltada-. Tened en cuenta algo que calla: no es un soldado, sino una mujer. Y como mujer, no puede tener lugar en el Ejército.
Entonces, Raigo la miró, asombrado. Y el Rey no permaneció indiferente a tal revelación, sino que, por vez primera desde hacía muchísimo tiempo sonrió fugazmente, y contestó:
– Si así es, reflexionaré sobre su caso. Aguarda afuera, muchacha, y ten por seguro que se tendrán en cuenta tus razones. Salieron las dos mujeres, con evidente disgusto y zozobra de la más vieja. Una vez solos, el Rey contempló silenciosa y despaciosamente a Raigo.
Era la segunda vez que el Príncipe veía a su padre, y se sentía profundamente afectado ante el cambio operado en el Rey. Su rostro se había endurecido extraordinariamente. En su atezada piel destacaban dos largas cicatrices: una que iba desde su oreja hasta su cuello, y la otra desde la sien a la mejilla. Y en el negro cabello resaltaban los mechones blancos que poblaban sus sienes y barba.
– Raigo -dijo al fin, como si intentara recuperar este nombre a través de una brumosa memoria-. Raigo… ¿quién es vuestra madre?
– Mi madre fue la Reina Gudulina -respondió el Príncipe, tan conmovido ahora como atónito-. Y es mi abuela, la Reina Ardid, vuestra madre, quien me ha enviado a vos.
Extrajo de su pecho el cartucho y lo entregó al Rey, y éste lo leyó con esfuerzo, pues una sutil niebla debilitaba sus ojos. Pero ocurrió que la lectura pareció despertarle a la vida, y renació en él aquel vigor que, a decir verdad, nunca había decaído demasiado. Sentándose en el lecho, extendió el brazo hacia el Príncipe, obligándole a sentarse a su lado. Apoyó su mano en el hombro del muchacho y murmuró, como para sí:
– ¡Un hijo, como vos!… En verdad, Raigo, que no lo sospechaba. ¿Cómo es posible tener un hijo tan crecido? No creí que hubiera pasado tanto tiempo… -Y contempló sus brillantes ojos, el altivo porte y apostura de Raigo. Luego, añadió-: Ahora, Raigo, háblame con toda franqueza y cuéntame detalladamente qué ha sucedido en Olar desde que yo partí.
Raigo explicó a su padre cuanto sabía. Y añadió que, según temía, la vida de la propia Reina Ardid hallábase en peligro y en poder de la despiadada y traidora Reina Urdska. Al parecer, ésta había soliviantado también a ciertos estúpidos y mezquinos nobles.
– Señor -concluyó-, si habéis decidido aguardar a la primavera para atacar de nuevo a las Hordas, os ruego atendáis esta súplica: que hasta entonces, regresemos juntos a Olar a sorprender a vuestra enemiga y salvar tal vez lo que ahora parece insalvable.
– Bien hablas -dijo Gudú-. Por lo que veo eres tan inteligente como osado: lo que no me desagrada… Y háblame ahora con más detalle de los Hermanos Pastores y cómo se ha producido el combate.
Con detenimiento no exento de placer, Raigo se entretuvo en la descripción de la matanza -que Gudú llamaba combate-. No pasó desapercibido a su perspicacia el deleite con que le complacía su hijo. Cuando Raigo terminó su relato, el Rey esperó un instante.
– Traedme al jefe prisionero -dijo por todo comentario Gudú, reposando la cabeza. Y en su rostro brillaban como carbones encendidos sus ojos azules. Bruscamente, Raigo vio en ellos los ojos de Kiro, Arno… y Gudrilkja. Un cruel presentimiento le estremeció, mientras oía ordenar al Rey:
– Trae también a mi presencia al jefe Lar.
A poco, ambos penetraron en la tienda del Rey. Amén de moribundo y desfallecido por la herida y malos tratos, sólo de sentirse ante la presencia del Rey, el jefe Usklaidoj casi perdió el sentido. Y como no querían que muriese antes de obligarle a hacer su confesión, hubieron de sostenerle para que no diera con sus huesos en el suelo. Lar, por contra, se mostraba tan admirado y cándidamente respetuoso como un niño, a pesar de su feroz aspecto que, por otra parte, agradó profundamente a Gudú.
– Usklaidoj -dijo Gudú mirando glacialmente a su antiguo Cachorro-. Me has traicionado, y ya sabes lo que se acostumbra a hacer con los traidores.
Y ordenó fuese atado a las colas de cuatro caballos y descuartizado. Pero agonizó en el trayecto.
En cuanto a Lar, tras contemplarlo largamente, dijo:
– Eres Hermano de Raigo, según él me ha dicho, y por tanto Hijo mío. Como Hijos os tendré conmigo a ti y a tu pueblo. Desde este momento os uniré a mi ejército y os aseguro que os daré de por vida gloria y honor.
Ordenó entonces que le dejaran solo. Con fatiga, volvió a tenderse en el lecho, pero permaneció con los ojos abiertos. Brillaban como aquellas piedras del desfiladero, que gnomos, trasgos, duendes y criaturas de toda especie, sabían poseedoras de un fuego interno, difícil de extinguir.
A partir de aquel día, poco tiempo permaneció postrado el Rey. Su herida -mortal según Delko, el Físico que le cuidaba- fue sanada por los Hermanos Pastores. Así, tuvieron ocasión los soldados de contemplar, atónitos -ante la envidia de Delko- un extraño ritual de los bosques del Norte: primero bebieron un sorbo de sangre de cabra, y con el resto bañaron el rostro y torso del Rey, el suyo propio y el de Raigo, pronunciando unas misteriosas palabras. Al son de tambores untaron, enjugaron, apretaron y sangraron la herida de Gudú: y un líquido verdeamarillento salió de ella, como espíritu maligno. Luego enrojeció sus puñales al fuego, y los aplicaron a la herida, invocando al dios de la sangre y de la niebla. Confesaron preferir seguir adorando a este dios que al de los cristianos de Olar, cosa que no les fue discutida ni negada. Al alba, aplicaron barro y raíces, tres mariposas de oro reducidas a polvo, la piel machacada de dos lagartos y las cenizas de un cuerno. Y sobre este emplaste hicieron que orinase el jefe Caprino. Con amorosa delicadeza lo cubrieron de pieles rojizas, volvieron a resonar tambores y a beber sangre -así lo parecía-, pues el efecto de tal bebida pareció, a ojos de los presentes, como el que procura un buen vino añejo.
Los Hermanos daban saltos, y pasaban encima de altas hogueras, como si volaran. Y el joven Hermano de Oro les imitaba y parecía uno de ellos. Bebiendo sangre -o lo que fuera- su corazón se hinchaba, crecía, y todos sus sentidos se embriagaban y le transportaban de nuevo a un viaje fantástico, sobre precipicios donde, entre niebla y viento, le acechaban manadas de lobos: las fauces abiertas, los ojos encendidos y anhelantes.
La joven Gudrilkja les contemplaba de lejos, el puño apretado sobre la empuñadura de su espada; y sus dientes rechinaban igual que los de los perros, o las alimañas, con temblorosa ira. Pero era mujer, todos conocían ya su secreto, y sólo el desprecio o la burla o el carnal apetito de los hombres la acechaban. Mientras amanecía, y en el horizonte de la estepa se alzaba el sol, rojo también como la sangre, iban apagándose los gritos de los Hermanos, el Rey recuperaba su perdida energía, y ella se juraba que jamás, jamás se comportaría como mujer mientras esta condición no se viera igualada a la de aquel que amaba y odiaba entremezcladamente.
Después de aquello, el Rey se recuperó de forma increíble. De nuevo llamó a los Hermanos Pastores y les dijo:
– En verdad que muy noble y valientemente os habéis conducido, tanto con mi hijo como conmigo. Y no sólo habéis dado pruebas de valor y lealtad, sino de asombrosa sabiduría, al sanar mi herida como ningún otro hubiera podido hacerlo. Tal como os prometí, os tengo desde ahora como Hijos míos, y tanto vosotros como vuestros hijos (podéis tomar mujer en mi país, si es vuestro deseo) formaréis un inolvidable regimiento llamado de los Hijos del Rey, Hermanos Pastores; y, según haré constar en leyes, ni en vida mía ni en vida de toda mi estirpe, podréis ser jamás despojados de vuestros privilegios. De suerte que equipararé vuestras virtudes a las de los nobles, y una nueva y especial nobleza, guerrera y curandera, se iniciará con vosotros: y será así en tanto el Reino de Gudú exista. -Antes de que la emoción y estupor pudiera interrumpirle con agudos gritos y libaciones de sangre, u otros ritos similares, añadió solemnemente-: Y el Reino de Gudú no se extinguirá jamás.
Otra orden, a su juicio importante, bullía en su mente; pues no en vano conocía el prestigio de Indra en Yahekia, y como los últimos acontecimientos habían disminuido notoriamente el ardor de sus huestes, debía reforzarlos con el apoyo femenino. Dio orden de que, pese a la austeridad y lágrimas que había reportado la última batalla perdida -junto a la ciudad de Urdska-, celebráranse fiestas en Yahekia, donde el vino corriera, junto a raciones extraordinarias de harina y carne. Después, dispuso que se preparase la ceremonia en que se llevaría a cabo la solemne investidura de Princesa Indra -que en realidad era de noble cuna-. De modo que, provista de nuevo de su dignidad y en virtud del amor y veneración que por Yahek había nacido en tan singular mujer, en sus manos prudentes y fieles ponía el destino de aquella -recalcó- su muy amada Ciudad Yahekia. Aquí, con la sonrisa para los casos especiales, aprendida de su madre, insinuó que acaso, con el tiempo, Yahekia sería capital y corte del Reino, en vez de la traidora Olar.
De este modo colmó de honores, no sólo a Indra -que reventaba de orgullo y emoción-, sino a todas y cada una de aquellas mujeres que en Indra habían depositado confianza y sentimientos de amiga, hermana y madre. Pues Indra era -como su hijo y su tía- el más tierno corazón de su pelirroja y desafortunada estirpe.
La ceremonia se celebró, y finalizando el banquete que sucedió a tan fausto motivo -aunque sobrio, fue alegre y cordial-, el Rey se apercibió que su hijo Raigo se iba convirtiendo en una criatura bastante extraña. Si bien en valor, tesón, audacia y gallardía, heredó cualidades tanto paternas como de su abuela Ardid, tal vez algún antepasado pirata, o la propia Leonia, habían vertido en su sangre algún curioso veneno, del que carecía totalmente Gudú. No pasaba inadvertido a sus ojos que su hijo se engalanaba ahora de un modo totalmente insólito en aquellos lugares. Iba cubierto de collares fabricados unos con colmillos de chacal o lobo, otros de piedras y plumas multicolores, que anteriormente habían ornado torsos y cuellos de jefes esteparios.
Un soplo de vago temor llegó hasta Gudú; mas en seguida, casi sin transición, advirtió la admiración hacia su padre que iluminaba los ojos de Raigo cuando le miraba, tan parecidos a los de Ardid, que se tranquilizó. Porque Gudú no sabía que, a veces, los niños olvidados se disfrazan en los desvanes, y que estos disfraces pueden fabricarse igualmente bajo una cúpula azul, que bajo el verde techo de los bosques o el cielo implacable de la estepa. Entonces, acudieron a su mente dos recuerdos unidos a dos seres. Y preguntó a la feliz Indra:
– Decidme… ¿dónde se halla vuestro hijo… el hijo de mi inolvidable Yahek?
Un súbito silencio siguió a estas palabras. Todos parecían haber enmudecido repentinamente. Indra palideció, y sintiéndose incapaz de engañar al Rey, que tan generoso se mostrara con ella, cayó de rodillas llorando y dijo:
– Señor, he de confesaros algo… y es que mi hijo, el dulce y buen Krhin, no es hombre de guerra, sino de ciencia. Por lo que os suplico le dispenséis de ese oficio, permitiéndole continuar en tan noble como útil dedicación. ¡Vuestra madre bien lo sabe!…
– No es día de llantos, sino de esperanza -dijo Gudú, dominando una súbita ira, aunque no tan grande o enconada como sería de esperar en él. Desde su última derrota empezaba a sentir un cansancio, o quizás un cierto desinterés por cosas que antes consideraba primordiales-. Hacedle venir luego a mi tienda, pues antes de partir quiero verle y hablarle. Y no temáis: si realmente es hombre de ciencia y no un vulgar cobarde, tened por seguro que sabré aprovechar mejor sus dotes de científico que sus nulas disposiciones guerreras: poco servicio me reportarían. Pero si es un cobarde o un bellaco (cosa que, considerando la prudente sabiduría de su madre y el valor a toda prueba de su padre, no parece probable), será castigado, aunque con menos rigor que otros, en virtud del nombre que ostenta.
Y de inmediato, añadió:
– Decidme, ¿quién es aquella joven de porte belicoso que estaba con vos, y con quien parecía uniros gran amistad? En verdad que no he olvidado sus palabras, ni su curiosa solicitud.
Aquí no sólo palideció Indra, sino la humilde Lontananza que, ahora, como camarera de Indra, permanecía humilde y medio oculta tras la nueva Princesa, tan estropeada que nadie -y menos que nadie Gudú, que ni de su nombre se acordaba- hubiera reconocido en ella a la joven del río, aquella a quien cierta mañana de primavera, Gudú llevó a la Corte Negra.
– Ah, Señor -respondió al fin Indra-. El padre de Gudrilkja (ése es su nombre) murió a vuestro servicio, y fue un noble y valiente soldado.
– Traedla a mi tienda -dijo el Rey-, y veré el modo de contentarla o disuadirla. Puesto que hoy, pese a nuestra derrota (que os aseguro será fugaz), puede distinguirse como un día venturoso en la historia de nuestras tierras y nuestras vidas.
Así pues, Krhin y Gudrilkja, ambos inquietos por distintas razones, acudieron a la llamada del Rey. Y, con desagrado, comprobaron que el Príncipe Raigo, de tan soberbio porte como hostil mirada, permanecía a su lado sin que su actitud hiciera presumir que les dejara a solas. El Rey dijo entonces:
– Krhin, dime qué es lo que deseas y veré de complacerte. Pero tan confuso estaba Krhin, que no atinaba a decir nada. Entonces, Gudrilkja, que le amaba como si fuera su propio hermano, temió por su vida, y se apresuró a explicar al Rey cuanto el muchacho hacía y soñaba. Pues no en vano, en las largas noches de la estepa -y su voz cálida y hermosa, traía al Rey un perfume olvidado-, vagaban juntos Krhin y ella; y entonces él le mostraba el ancho cielo y todas sus estrellas, cuando el verano las volvía a un tiempo más cercanas y misteriosas. Y obligó a Krhin a mostrar al Rey sus manuscritos y sus dibujos -que ni tan sólo atrevíase a desenrollar-. Entonces, Gudrilkja explicó -como no podía hacerlo su medio-hermano- la verdad de aquella pasión y aquel fascinante misterio. Y mostró al Rey el dibujo de un artefacto con el que Krhin pretendía se podría llegar a contemplar los ojos del cielo.
Al llegar a este punto, el Rey ordenó bruscamente a la muchacha callar y guardar aquellas cosas. Luego dijo:
– Krhin, vendrás conmigo, pero no en calidad de guerrero. Pues alguien vive en Olar que se sentirá complacida tomándote a su servicio y protección: la Reina, mi madre. Para ella (y para mí) podrás ser de gran ayuda en lo venidero.
No vio la mirada de despecho de Raigo, súbitamente dominado por celos incontenibles, despertó en su corazón un odio repentino hacia aquel dulce muchacho que no le había hecho ningún daño.
Gudú miró entonces a Gudrilkja, que no bajó sus feroces y azules ojos -tan parecidos a los suyos-, y le preguntó:
– Y tú, ¿conoces acaso lo que es un varón en tu lecho? Gudrilkja se ruborizó de forma que su oscura tez tomó un tinte cobrizo, y murmuró, con despecho:
– No, Señor, ni quiero conocerlo.
– Pues te equivocas -dijo el Rey-. Esta noche vendrás a mi tienda. Y si mañana persistes en esa idea, te nombraré soldado: pero ay de ti si defraudas o traicionas ese nombramiento con cualquier clase de debilidad femenina: perderías la cabeza, pero no en sentido figurado, sino físicamente.
Gudrilkja quedó anonadada. Jamás había pasado por su mente cosa parecida. Y al tiempo que salía de la tienda, iba diciéndose, llena de confusión, que no sabía si deseaba o temía aquella orden. Había avanzado sólo unos pasos, cuando unas manos se asieron a las suyas y una voz temblorosa le decía:
– No, Gudrilkja, no… te lo ruego, Gudrilkja, hermana querida, no hagas tal cosa, te lo ruego.
Krhin la miraba con tal espanto que un frío extraño llegó a su corazón.
– Si lo dices porque esperas que lo que pide el Rey suceda algún día contigo, sabes bien, Krhin, que tal cosa no sucederá jamás. Te quiero como hermano y de ese modo te querré siempre.
– No, no, Gudrilkja… no -decía Krhin. Y la profunda razón de sus palabras tenía otra explicación. Siendo niño, en cierta ocasión oyó hablar a su madre y la madre de Gudrilkja, de forma que entendió quién era el padre de la niña. Pero tan aterrado y dolorido estaba ahora -en verdad amaba a la muchacha-, que no se atrevió a descubrir su secreto.
Corrió a su casa, y halló a Indra en compañía de Lontananza. Con voz temblorosa comunicó a ambas las órdenes del Rey y la extraña actitud de Gudrilkja. Tras la discusión mantenida con su medio-hermano, había montado en su corcel y se había perdido hacia quién sabe dónde, ni tenía noticia de cuál sería al fin su decisión.
Lontananza palideció.
– Ah, Indra -sollozó-, no tengo valor para confesar al Rey la verdad… pues bien claro me advirtió en su día que si el hijo que esperaba se trataba de una niña y no de un varón, no quería saber nada ni de la niña ni de mí, bajo pena de muerte para ambas. Y en lo que a mí respecta, ya nada me importa, pero sí en lo que atañe a ella.
Ninguno de los tres conocían los lugares hacia donde solía escapar la belicosa y extraña muchacha cuando, huraña y misteriosamente, desaparecía con sus pensamientos.
Raigo también se sentía confuso ante la propuesta del Rey a la muchacha. Desazonado por los sentimientos que experimentaba hacia su padre y hacia Gudrilkja, su corazón temblaba. Todo cuanto acababa de oír y ver en la tienda del Rey despertaba una mezcla de atracción y enemistad hacia la muchacha; y admiración y terror, junto a un vago rencor hacia su padre: no sabía ya si por haberle ignorado durante tantos años o porque -lentamente esta idea iba abriéndose paso en su mente- no había pronunciado todavía ni una sola palabra en firme que le reconociera como hijo legítimo y heredero del Trono. Pues si había dotado generosamente a Indra, e incluso a los Hermanos Pastores, a él limitábase a mantenerlo a su lado sin despedirle de su tienda, como solía hacer con los demás. Le hablaba como a un soldado -y tal vez como a un hijo, aunque esto último parecía improbable a quienes le conocían-, pero no se había pronunciado sobre aquella decisión que Raigo esperaba tan ardientemente.
Pidió a su padre permiso para retirarse, y una vez el Rey se lo concedió, partió en persecución de Gudrilkja y llegó a tiempo de verla montar y huir en su caballo. Y como supuso adónde iría -y acertaba, pues allí la había encontrado-, fue en su seguimiento.
Era un día muy frío, el viento levantaba la nieve de los senderos y lágrimas de chispeante hielo caían entre las heladas ramas del bosque. Al fin, la halló junto al manantial de su primer encuentro, y tan embebida en sus pensamientos como la vez en que la tomó por Kiro o Arno. Oculto tras un tronco, la contempló, y le costaba creer que no fuese hija del Rey, tan parecida era a Gudú. Poco a poco creció en él un doble sentimiento, que por un lado le impulsaba a caer sobre ella y matarla, y por otro iba dominándole una inquietante atracción. Entonces, como un pálido fantasma, llegó a su recuerdo el rostro de Raiga y luego el de Contrahecho: y la ira, y los celos, y una infinita tristeza le invadieron. Llevado por un impulso incontenible, surgió de los árboles y, desenvainando la espada, avanzó hacia Gudrilkja y la sorprendió de nuevo. Pero esta vez, la muchacha saltó hacia él como un lobo y se aprestó a defenderse con su cuchillo; y en sus ojos había una expresión que nunca había visto.
Entablóse entonces entre ellos una encarnizada lucha, y jamás Raigo agredió a nadie con furor semejante, y lo mismo podía decirse de Gudrilkja, que sólo lo había hecho alguna vez por imitar a los soldados y cuando por broma alguno se había prestado a ello. En verdad era menos hábil y ducha que él, y así, resbaló en la nieve varias veces y aun varias veces estuvo a punto de recibir de lleno la estocada de Raigo. Pero tan ciega era la ira del joven como la furia de vivir de ella, de suerte que así equiparábanse en aquella absurda y cruel pelea. El entrechoque de sus armas parecía cortar el silencio del bosque y el pálido sol invernal encendía chispas de odio entre el ramaje. Rechinaban los dientes de Gudrilkja y jadeaba Raigo, más de pasión que de fatiga. Al fin, dominó a la muchacha de un certero golpe y se lanzó a desarmarla. La derribó en el suelo y apoyó su espada en la garganta de Gudrilkja, tal como ocurriera en su primer encuentro.
Imprevistamente un intenso frío sobrecogió a ambos, y todo el invierno pareció desplomarse dentro de sus corazones. Los encontrados sentimientos y, aún más, las turbadoras ideas que les dominaban, les paralizaron. El rostro de uno sobre el del otro, mirábanse de tal manera, que sus ojos llameaban en una oscuridad y vacío infinito, en un inmenso y glacial silencio.
– Gudrilkja -murmuró Raigo débilmente-, nunca vayas a la tienda del Rey.
– No iré -respondió ella, casi en un susurro. Y tan suaves eran ahora sus voces que más adivinaban las palabras que las oían. Y más y más el frío se apoderaba de ellos. Y Raigo notó cómo se helaba la mano que empuñaba la espada, los dedos no la sentían. Y ella tampoco sentía el filo del arma en su garganta, ni las rodillas que cruelmente la oprimían contra el suelo. Entonces, Raigo apartó la espada y dejó caer el brazo, y ella se liberó suavemente de la presión. Nuevamente en pie, enfrentados, se contemplaron en silencio. El viento empujaba un remolino de nieve y levantaba sus cabellos; y entre el viento y la nieve y los mil chispazos de luz que estallaban entre las lágrimas de los árboles, intentaban decirse algo uno al otro y no se oían. Al fin, el viento cesó, tornó el silencio sigiloso de la arboleda, y Raigo dijo:
– Regresa con las mujeres. Nunca vuelvas al Rey, ni jamás imites a los soldados, Gudrilkja… -y lo dijo con acento tan triste que Gudrilkja creyó oír el gemido entero del bosque, unidos todos los ecos en una misteriosa y profunda llamada: tal y como ella misma la sentía.
Bruscamente se dieron la espalda, montó cada uno en su caballo, y se alejaron. Y mientras Raigo volvía al campamento, ella regresaba a la ciudad, donde Lontananza, Indra y Krhin la esperaban llenos de zozobra.
Al ver a Gudrilkja de nuevo, las mujeres intentaron abrazarla: entre llantos y confusas palabras, algo querían decirle que en verdad no osaban. En silencio, Krhin la miraba con tan dolorido reproche, que la muchacha no pudo resistir más. Arrojó la espada al suelo, y gritó:
– ¡No iré a la tienda del Rey, ni jamás seré soldado! Pero sabed una cosa -y los miró a los tres tan desgarradamente que causaba espanto y dolor-: ¡Nadie volverá a saber de mí, nunca, nunca!
Y sin atender los ruegos de ellas ni corresponder a la mirada suplicante de Krhin, salió de aquella casa. Y no volvieron a verla jamás.
De nuevo a lomos de su caballo, las trenzas al viento, tal que la imagen de la desesperación, cruzó la ciudad como un grito salvaje y desapareció hacia los bosques; perseguida por un viento, un eco lejano y sordo lamento, que repetía en sus oídos: «El Rey soy yo». Y en verdad que era el Rey, allí donde la soledad y el gran frío imperaban, allí donde los bosques se perdían hacia el Norte, hasta una zona donde nadie, que se supiera, había llegado a pisar. Como verdadero Rey del Invierno, solitario, blanco y helado, se perdió entre los altos árboles -aquellos de los que, según decían las gentes, nadie había logrado ver la cima de sus copas-, como Rey de la soledad y de la incertidumbre. Y también como muchacha perdida en la grande y triste noche del mundo. Ni siquiera recuperó su espada, y no abandonó -ni jamás abandonaría- su disfraz de niño olvidado, aunque poco la conocía Raigo ni cualquiera que la creyera capaz de anularse a sí misma. Cuando el Príncipe, el Rey Gudú y sus hombres emprendieron el regreso a Olar, rezagada y envuelta en sus pieles esteparias, de lejos, al igual que los propios Hermanos Pastores, Gudrilkja perseguía como una sombra, o un lobo, a aquellos dos que odiaba y amaba. A aquellos dos que, sobre todo, envidiaba con toda su alma.
En las fronteras de la estepa y en Ciudad Yahekia, permanecieron hasta el otoño en lucha contra Rakjel. Se aguardaba la llegada del invierno, y firmemente creían todos -y esto les animaba en aquella espera- que antes de que llegara lograrían una victoria más duradera.
Pero no fue así, y por vez primera, el Rey dejó al ejército sin su presencia. Como le suplicara Raigo y su buen sentido le indicaba, regresaba a Olar. Antes reunió a los Hermanos Pastores y ordenó a sus capitanes que fueran adiestrándolos -aunque no tan extensamente como deseara- en su particular forma de lucha y táctica guerrera. Y llegó a descubrir en ellos dotes y valor tan grandes, que todos comprendieron que aquellas criaturas serían excelentes defensores de su causa. Tomó consigo unos cien hombres, amén de los doscientos Hermanos, y con tal contingente, inició en unión de Raigo el regreso a Olar.
El camino fue duro para Gudú y sus soldados: pero a buena distancia les precedían los Hermanos Pastores, cabalgando a lomos de sus pavorosas cabras. Sobre las vertientes asomaban a trechos altos picos rocosos; y en ocasiones creían distinguir el brillo rojizo, fugaz, de pieles y cabelleras, y le parecía oír gritos que podían confundirse con el ulular del viento o el aullido de los lobos.
Aunque cargado de dificultades, el viaje fue más rápido que el que hiciera Raigo para alcanzar Yahekia. Cuanto más se aproximaban a Olar mejoraba el tiempo y no tuvieron ventisca de consideración ni grandes nevadas.
Al fin, una madrugada recuperaron la presencia de los Hermanos Pastores: les vieron descender cautelosamente desde la alta arboleda. Habían avistado las almenas de la Corte Negra, y así lo comunicaron al Rey. Antes de aproximarse al Castillo, Gudú y sus hombres se detuvieron, vigilantes. Un extraño silencio reinaba allí. Ya no se oían los gritos de los muchachos entrenando, ni las lejanas, aunque siempre audibles, voces de las mujeres desde el pabellón destinado a ellas. Tampoco distinguieron resplandor alguno, ni humo que indicara alguna forma de vida. Al cabo, Gudú decidió enviar un grupo de inspección que pudiera enterarles de cuanto allí ocurría.
Raigo pidió formar parte de esta misión, y, antes de responder a su demanda, Gudú le observó en silencio. El Príncipe, al menos a su juicio, ofrecía un raro aspecto. Sobre las negras pieles brillaban coloridas sartas de collares y un arete de oro pendía de su oreja. Gudú no acertaba a decirse si le producía repugnancia o una risa sin límites. Pero también descubrió en los ojos de su hijo un conocido resplandor: el resplandor de su propia ira y el de la astucia de Ardid. De modo que, alejando las primeras impresiones juzgó que -al menos en el presente- no era aconsejable desperdiciar tales cualidades. Así pues, le dijo:
– Ciertamente, Raigo, aún no te he puesto a prueba. Así que, en efecto, ahora tienes ocasión de demostrar si eres digno de sucederme en el trono. Como dirigente de esta misión te envío, y espero dos cosas de ti: que, sean quienes sean los que allí estén, nadie en la Corte Negra conozca vuestra presencia y vuestro acecho. Y después, que regreses sin una sola baja antes de que el sol se ponga, para darme cuenta exacta de cuanto allí sucede… o pueda haber sucedido.
Una risa brusca y breve, que sonó en los oídos de Gudú como el eco de la suya propia, fue la respuesta. Raigo volvió grupas a su caballo, y al frente de seis hombres -entre los que Gudú no le cedió ni uno solo de sus fieles Hermanos- desapareció entre los árboles hacia el Castillo Negro.
Entretanto, Gudrilkja había seguido al Rey y sus huestes sin darse reposo. Al fin, medio exhausta, cayó al suelo, entre los árboles. No había comido sino bayas y frutos silvestres en todo lo que duró el viaje, y ahora rodó sin fuerza pendiente abajo y vino a dar a los pies de un soldado. Asombrado, el hombre la levantó del suelo y, reconociéndola, sintió por ella compasión -en general, la muchacha despertaba simpatía entre la soldadesca-. Púsole una mano sobre los labios y dijo:
– Muchacha, si tanto deseo tienes de convertirte en soldado, yo te ocultaré entre nosotros. Nada digas a nadie, cúbrete con este yelmo y toma esta lanza. Y si así consigues pasar desapercibida, como un soldado más, únete a nosotros. ¡Pero jamás digas esto a nadie, pues podría ser causa de mi muerte y la tuya!
Dicho y hecho, le cortó las trenzas con la espada. Luego, mientras la reanimaba con vino y le daba de comer la mitad de su parca ración de pan y queso, Gudrilkja prometió cumplir la promesa. A partir de ese momento, confundida entre los hombres, ninguno de ellos -menos Jarjko, su nuevo amigo- conocía su verdadera condición.
A veces, a distancia, observaba la tienda del Rey. Deseaba verle, aunque no le fuera posible hablarle. Pero Gudú permaneció todo el tiempo oculto a su mirada. Sólo una vez, antes del anochecer, le vio montando sobre su caballo, frente a los hombres formados: aguardaba la llegada de Raigo. Y en efecto, tal como le ordenara el Rey, antes de que se pusiera el sol, Raigo regresó con todos sus hombres.
– Señor -dijo, mostrando una tosca parihuela donde portaban herido al fiel Rudinko-. Graves noticias os traemos: sabed que la Reina Urdska soliviantó a sus hombres, de forma que la mitad de la Corte Negra se pasó a su bando, y el resto fue sorprendido y vencido. Los traidores cayeron sobre Olar, donde mi abuela, vuestra madre, la Reina Ardid, ha sido hecha prisionera… o tal vez muerta. En tanto, los que aún permanecen fieles a vos, se baten con los hombres de Urdska. Creo que es providencial nuestra llegada, pues corre un gran peligro la ciudad de Olar, donde se sigue luchando entre ambos bandos… Sólo ruinas y muerte quedan en la Corte Negra, y ni las mujeres ni los niños han sido respetados en la carnicería. Así ha sido como, entre los cadáveres, sólo a Rudinko hallamos con vida y nos pudo referir cuanto os acabo de explicar.
El Rey palideció de ira. Pero al punto se rehízo y respondió:
– Raigo, espero que en el asalto a Olar sabrás conducirte con el arrojo de un futuro Rey.
Cuando las tropas de Gudú avistaron el Lago y, tras éste, las murallas de Olar, grandes resplandores rojizos anunciaban los incendios; y el negro vuelo de las aves carroñeras, y el fragor, el hedor y los gritos que traía el viento, anunciaban la desolación de aquella que fue poderosa capital del Reino.
Cinco días duró la lucha. Pero al atardecer del quinto, el grito del Rey era un grito que nadie, ni nobles, ni campesinos, ni villanos, olvidaría jamás. Pues el grito del Rey, cuando decidía el triunfo de una batalla, era sólo comparable al grito del huracán o el de las ocultas raíces de la tierra: cuando el vientre del mundo se levanta, hinchado de ira, y asola todo cuanto alienta sobre su corteza.
Las pezuñas de su negro caballo se hundían en las cenizas, y las ruinas parecían una enorme brasa al resplandor de los incendios. Al fin, Gudú entró en el recinto del Castillo. Aún se batían allí los últimos enemigos. Y junto a sus fieles, aquel atardecer era para él el renacer del sol tras las colinas y los bosques, y para sus hombres -los que con él venían y los que en su ausencia seguían defendiendo su causa-, el más hermoso regreso a la vida.
Cuando la Reina Ardid se vio encerrada con sus dos jardineros, Raiga y Contrahecho, creyó que el Reino estaba perdido. Un gran abatimiento, unido a una rara sensación de indiferencia, la llenaba. Y así, los aterrados jóvenes la veían vagar de un rincón a otro, desenterrando polvorientos jirones, viejísimos juguetes que casi se deshacían entre sus manos, como si hubiérase vuelto sorda a la cruel lucha que a su alrededor se enconaba. Pues a la Torre llegaban el fragor y los gritos, el entrechocar de las espadas y el galope de los caballos; y más tarde, el resplandor de los primeros incendios, sin que ninguna de estas cosas parecieran afectarle.
Allí encerrados, pasaron mucho tiempo: tanto que ni pudieron llevar la cuenta, pues la única que podía hacerlo parecía embebida en otras cosas. Y llegó el día en que sus carceleros dejaron de llevarles alimento, y ni tan sólo la Guardia quedaba a la puerta de la Torre: todos los hombres estaban entregados a una lucha encarnizada, pues el Duque Zore, y sus fieles, reaccionando ante el imprevisto ataque, atinaron recurrir a aquello que Ardid ya habíales indicado: se acordaron de cierto sector del pueblo que, gracias al Rey Gudú, tuvo por primera vez audiencia en la Asamblea. Y si no representaban al auténtico pueblo -pues éste siempre permaneció al margen, incluso ignorante de que tal Asamblea existiera-, al menos sí parte de él y nada despreciable, encabezados por los que veían sus bienes en grave peligro, uniéronse al Duque, ya que el dinero es una fuerza tan grande como el odio mismo, el ansia de poder o, quizás, el amor. Y así, el Duque -en mayoría numérica a los rebeldes- cercó a los partidarios de Urdska en el Castillo, y se entabló una cruenta lucha que precisó de todos los hombres y de todos los recursos.
Llegó, al fin, un día en que Contrahecho, viendo que ya no quedaba nadie guardando la Torre, dijo a la Reina:
– Señora, creo que estamos abandonados. Y si permanecemos aquí dentro, moriremos sepultados, o por un incendio, o de hambre. Recuerdo la forma en que Raigo escapaba de esta Torre por las noches, y se me ocurre que podríamos muy bien imitarle.
Como despertando de un sueño, pareció darse cuenta Ardid de la realidad de su entorno. Así pues, les dijo:
– Hijos míos, huid vosotros, y seguid mi consejo: salid, escapad cuanto antes os sea posible de estas tierras, y no retornéis a ellas jamás… pues sé, puesto que mi corazón me lo dice, que el fin de este lugar, de este mundo nuestro, se acerca. Buscad una barca que suele hallarse junto al río -bien lo sabía ella-, amarrada entre los sauces gemelos; y en ella navegad hacia el Sur, y no paréis hasta el mar; y allí preguntad por las Islas jóvenes, y en ellas tendréis, a buen seguro, una hermosa vida.
– Señora -murmuró tímidamente Contrahecho-, venid con nosotros; siempre cuidaremos de vos. Tenemos un oficio…
– Un bello oficio -murmuró Ardid acariciando su roja y fea cabeza con gran ternura; y otra roja y desaparecida cabeza llegó a su mente, inundándola de pesar por tanta -y ahora sabía que definitiva ausencia-. Id vosotros, queridos míos, pues allí donde vayáis, irá lo más bello y más digno de mi vida.
Y besándoles a los dos, volvióse de espaldas, y en un oscuro rincón quiso permanecer hasta saberlos perdidos para siempre de su vida.
Sacaron los dos jardinerillos las telas de los cofres: aún alguna de ellas seguía trenzada, como en tiempos de Raigo -tiempos de todos los juegos, de todos los disfraces, tiempo de todos los niños que se esconden en los desvanes para huir de la gran estupidez del mundo-. Y, aunque enmohecidos, Contrahecho fue anudándolos pacientemente y reforzándolos con retazos de tela y aun con pedazos de la falda de Raiga. Al fin, como cuando eran niños, se deslizaron por la ventana de la Torre. Una vez en el suelo, se asustaron: las jaras brotaban sin orden por doquier, mucho habían medrado las yedras y las malas hierbas, y todo aparecía helado bajo el oscuro cielo del invierno. Se dirigieron entonces a la mohosa puertecilla de la muralla, y salieron al campo; y a poco, vieron cómo un grupo de campesinos huía, y se unieron a ellos, pues por campesinos -tan sencillo y aun mísero era su atuendo- se les podía tomar. junto a ellos alcanzaron el río, pero en la barca que les indicara Ardid sólo cabían ellos y dos niños muy pequeños. Entonces, el abuelo de los niños les entregó todos sus bienes en un hatillo, y les vio partir juntos, a los cuatro, con los ojos llenos de lágrimas, lágrimas que a medida que la barca se perdía en la niebla, iban helándose como escarcha. Luego, cuando ya no les veía, y no les volvería a ver, el anciano -tal que otra vieja mujer que había quedado sola allá en la Torre- se apoyó en un roble y, a oscuras y de espaldas, entre el mundo y la nada, esperó el fin de su vida larga y llena de dolor. Pero, antes de morir, soñó que sus nietos y aquellos dos muchachos llegaban a un lugar donde nadie les miraba como extraños o enemigos, donde el sol brillaba y crecían las frutas y las plantas para todos; y nadie arrebataba a un hermano lo que era de todos los hermanos. Y con tan imposible como hermosa esperanza, el anciano dejó para siempre de sufrir.
Pero, a través de las ruinas y de la desesperada lucha de los últimos esteparios, el grito del Rey Gudú también llegó a los oídos de Urdska. De suerte que a su vez, la llama se encendió en su pecho, y otro grito largo tiempo sofocado, respondió al de Gudú.
Junto a ella permanecían, aún, Kiro y Arno. Así pues, llamó a su fiel Kork, condújoles hacia el pasadizo secreto, y allí les dijo:
– Huid, pues el Rey Gudú, por esta vez, ha vencido. Pero ocultaos en el bosque, hasta el día en que os mande aviso: y desde los bosques escapad a las estepas, y una vez allí, presentaos a Rakjel; y os ordeno que lleguéis hasta él con vida, pues si no es así, mi maldición os perseguirá más allá de la muerte. Y decidle que os guarde y espere el momento propicio para restituiros al Trono de Olar, que os pertenece tanto como el de la Isla de Urdska: nuestra verdadera patria.
Una vez en el oscuro pasadizo, donde el fiel Kork les precedía con la antorcha, los dos Príncipes se rezagaron.
– ¿Adónde nos lleva? -murmuró Kiro.
– No sé, dicen que el Rey ha entrado ya en Olar, y que no tendrá compasión para nadie.
– Yo soy el hijo del Rey -murmuró Kiro, sibilante.
– Y yo -le respondió, amenazador, Arno.
Ambos se miraron en la oscuridad y, prestamente, sin mediar palabra, se abalanzaron espada en mano contra Kork y con ella, por la espalda lo atravesaron. Contemplaron un instante el ensangrentado cuerpo a sus pies, y luego Arno tomó la antorcha y, seguido de su hermano, prosiguieron el camino hasta la salida.
Una vez allí, de nuevo al aire libre, en la fría tarde de invierno, hacia la parte Norte del Castillo, donde ya había cesado la batalla, se supieron solos por vez primera. Frente a ellos, la ruinosa Torre, rematada por una curiosa caperuza azul, se recortaba sobre el cielo enrojecido del crepúsculo.
– ¡Deprisa! -dijo Arno-. ¡El Rey se acerca!
– ¡El Rey es mi padre! -respondió Kiro, retador. Y ambos llevaban las espadas desenvainadas, teñidas aún con la sangre del viejo y leal Kork.
– ¡Acabemos de una vez! -gritaron a un tiempo. Y frente a frente, al pie de la Torre, se miraron, jadeantes; hasta que, como en siniestro acuerdo, ambos profirieron un largo y retenido grito -retenido, como un río subterráneo, durante tiempo y tiempo- que pareció estremecer hasta los tristes árboles del invierno.
En aquel momento, Urdska vistió por última vez sus ropas de guerrero, que tan celosamente guardara para ella el anciano Kork. Así vestida, avanzó sin más compañía ni escolta que su larga sombra, enrojecida por el último sol y el resplandor del fuego. Montó su caballo y pasó sobre los últimos cadáveres, los últimos heridos y los últimos soldados que aún se batían: indiferente y brutal, pateando cuanto hallaba a su paso, sólo con un nombre en la mente y en los labios, avanzó; avanzó hacia aquel otro grito que parecía reclamarla.
Mientras los cascos de su bello y salvaje caballo pisoteaban miembros heridos, y cenizas aún ardientes, por sobre las ruinas de la muralla, siguió avanzando hacia aquel grito que oía y al que respondía. Entonces, la vieja pasión de la venganza encendió en ella una nueva luz: pues entre la humareda de antorchas de resina inflamadas que arrojaban los arqueros, creyó distinguir el estallido de un rayo más brillante que mil soles. Rayo que iluminaba en su interior la verdad más oscura que pueda abrirse paso entre la luz. Y Urdska avanzó hacia aquel grito como si se tratase del doble descubrimiento de su muerte y su vida. Y lo halló frente a ella, y entre el humo: como un sueño o un deseo pueda levantarse entre las brumas, se recortaba la silueta negra e inconfundible: Gudú Rey la esperaba.
Una vieja melodía que tarareaba la Bruja de la Estepa en su cuna, regresaba ahora, con las primeras sombras de la derrota y de la muerte: «Niña, el guerrero te aguarda, después de la batalla, niña, ve en busca del guerrero. Y sé la luz de su triunfo o el olvido de su derrota». Pero entre los dos ya sólo quedaba un guerrero: otro había muerto entre el fantasma de una Isla y de un viejo rencor. Ahora únicamente una niña solitaria -como otra niña solitaria que también quería ser Rey- avanzaba hacia el guerrero impío, el guerrero odiado. Y de pronto supo que una niña había triunfado sobre la venganza y el rencor, sobre los sueños de poder y sobre la vieja y destruida Urdska, legendaria y falsa Reina esteparia. Porque las estepas -y ella lo sabía- nunca serán un Reino, sino un vasto lugar donde las mujeres y los hombres arrastran la pesada carga de su libertad y su dolor, donde las mujeres y los hombres sólo se besan en el último instante, acaso cómplices de un mismo odio.
Pero Urdska yacía en el recuerdo, en la memoria última de la Reina de la Estepa, y con un grito que era sólo el eco retardado de la ruina, el espejo de algún triunfo, avanzó hacia la silueta del Rey. Y así, el Rey y la Reina frente a frente, dos sombras en la hoguera, espolearon sus monturas, entrecruzaron sus lanzas, y sus cuerpos rodaron juntos sobre el incendio del misterioso país que disputaban: un lugar, un espacio, un reino del que jamás ninguno de los dos había sabido atravesar la frontera: acaso el más violento y amordazado amor que pudiera existir entre un hombre y una mujer. Pero Gudú llevaba el amor encerrado en una copa de duro y transparente hechizo, y la verdadera Urdska había muerto hacía ya mucho tiempo.
Así pues, la lanza de ella alcanzó al Rey, y la de él a la Reina. Y ésta sintió, por fin, su corazón atravesado; de suerte que su cabeza cayó contra el pecho de Gudú y aún estuvo así unos instantes, antes de huir para siempre, quieta, mirándole entre su sangre: porque nadie en el mundo, ni después del mundo ni más allá del apagado polvo del mundo, podría ya cerrar sus párpados ante el infinito asombro que produce el descubrimiento del amor. Pero la lanza de Urdska, si bien atravesó el pecho de Gudú, al llegar al corazón se detuvo, y su punta se astilló, como si se tratara de una caña, como si hubiera chocado con una invisible e impenetrable corteza. Con una gran herida -que no alcanzaba su corazón-, Gudú permaneció inmóvil, moribundo, tal vez tan profundamente asombrado como ella. Pero, en su caso, el asombro era fruto de la incomprensión hacia un sentimiento que nunca entendería. Y en aquel estupor se proclamó su nueva victoria.
Y cuando Raigo lo alzó del suelo, y separó su cuerpo del cuerpo de Urdska, que permanecían aún unidos en un extraño abrazo, sus manos se tiñeron con la sangre del Rey de Olar y de la Reina de la Estepa, unidos por primera vez como no supieron o no pudieron unirse antes.
– Padre -murmuró Raigo con voz temblorosa, pues este nombre resultaba para él tan extraño como para Gudú-. Padre… ¡habéis vencido! ¡Levantaos, habéis vencido!
Pero el Rey estaba gravemente herido, y aunque la lanza de Urdska no pudo atravesar su corazón, en su pecho se abría una herida tan grande como horrible. Rápidamente los Hermanos del Bosque abandonaron sus gozosos cuchillos -que ya sólo podían despedazar a la muerte- para dedicarse a restañar aquella herida monstruosa y nunca vista antes, ni en el Rey ni en criatura alguna.
Fue transportado a la tienda, y una vez tendido en su lecho, aplicáronle de nuevo hojas de cuchillo enrojecidas al fuego, y cosieron la lanzada con sus agujas de hueso ensartadas en finas hebras de intestino de cabra. Y al fin, Gudú murmuró unas palabras, que sólo Raigo pudo oír:
– Nunca me habían herido así.
Y era verdad, aunque no únicamente en el sentido que él creía. Pero, en aquel momento, Raigo era víctima de muy contradictorias sensaciones: a la embriaguez del primer combate y la primera victoria junto a su padre, vivió la más grande lección guerrera de su inexperta y corta vida. Y, por tanto, las ruinas de Olar, y la herida del Rey, le sumían en una congoja que mucho se contradecía, tanto con su ardiente deseo de ser coronado Rey como con sus recuerdos de niño olvidado en el desván. Y al tiempo, no dejaba de decirse: «El Rey aún no me ha proclamado oficialmente su heredero; sólo se ha referido, y en privado, a un proyecto». Y aún otra cosa le desazonaba -y le hería aún más que todo cuanto a su alrededor ocurría- y que le instó a decir al Rey:
– Señor… Señor, la Reina permanece cautiva en la Torre Azul. Y dicen los soldados que esa ala del Castillo ahora empieza a arder…
Al oír aquellas palabras, aún con mucho esfuerzo, el Rey se incorporó. Ciertamente, su naturaleza era extraordinaria; pero también era verdad -aunque nadie podía saberlo excepto los curiosos silfos que, mecidos en el vaivén del viento miraban hacia el interior de la tienda- que su herida era profunda, y grande, aunque se hubiera detenido antes de rozar su corazón. La sangre había cesado, y como la cura era muy reciente, ordenó:
– Raigo, acude tú a la Torre; precédeme, pues en cuanto pueda tenerme en pie, he de felicitar una vez más a la Reina Ardid. -Y añadió algo que todos escucharon con gran emoción, y palidecieron todos los rostros, y se estremecieron todos los corazones, tanto nobles como plebeyos o paisanos, unidos por vez primera en una misma lucha y una misma victoria-: Pues ella fue, es, y quizá será siempre, la única y verdadera Reina de Olar.
Raigo no se hizo repetir la orden. Y tomando a varios hombres consigo, galopó presuroso hacia la Torre de la cúpula azul, en cuya base ya empezaban a prender las llamas. No sólo estaba allí la abuela que amaba, sino que guardaba en su desván toda su historia de niño disfrazado y soñador, todas sus noches infantiles, cuando enlazando una mano de Contrahecho y una mano de Raiga, se decían unos a otros: «Aunque crezcamos, no cambiaremos, seremos siempre iguales a ahora, seremos el Rey, la Reina, y Contrahecho, y nadie, nadie, nos separará jamás…». Y aunque ya avezado, y desengañado de tantas cosas, su corazón de diecisiete años reverdecía en alguna zona -una oculta y tierna pradera, olvidada del tiempo- para llorar ahora por aquellas palabras, aquellos niños y aquella traición; pues bien sabía que el pacto que se juraron entonces no había tenido otro asesino que ellos mismos. Y si cabalgaba con prisa hacia la Torre, tanto era por su deseo de salvar a la Reina como para, de una vez y para siempre -con la espada aún roja de sangre esteparia-, atravesar a Raiga y Contrahecho, y aniquilar el último vestigio de su infancia.
Ardid permanecía en un rincón oscuro, de cara a la pared. Recordaba los tiempos del castillo de su padre, cuando sus hermanos, aún niños, jinetes en potrillos, galopaban por las colinas y los senderos que bordeaban las viñas y sembrados. Ah, pero qué lejano era todo aquello, más lejano que las historias de los antepasados, más que todas las historias de todos los muertos de la tierra. Y sentía Ardid cómo la humedad del invierno resbalaba piedras abajo de los muros, y se detenía en las junturas: lágrimas verdi-negras que perlaban el musgo.
Mucho rato estuvo así. Y la noche invadió la tierra y borró su sombra, y todas las sombras. Sólo entonces, lentamente, en la oscuridad, la Reina Ardid deslizó sus manos sobre los relieves del muro, como un ciego que intenta reconocer un rostro. A poco, en la húmeda pared, creyó vislumbrar resplandores, oír ecos, rumores y pisadas. Aunque muy desvaídas al principio, más claras después, iba reconociéndolos: retazos de una o mil historias desaparecidas.
Lentamente, la Reina Ardid despertaba del profundo sueño, que quizás, había sido toda su vida. Ahora, lúcida y claramente, como en los primeros tiempos en que aprendió a leer de manos de su amado Maestro, y a desentrañar lo que creía la sabiduría de la tierra, iba descifrando aquellas historias. Y por primera vez en su vida, en medio de la noche, comenzó a oír y a entender el lenguaje de los muros. Las historias de todos los niños de su estirpe: los niños que querían ser Rey, los que jamás lo desearon, los que siempre lo fueron. Y así, se agachaba aquí y allá, o se alzaba de puntillas, y aplicaba el oído a la humedad y al musgo, y escuchaba. Y oía, oía y veía, poco a poco -al tiempo que las antiguas huellas se marcaban en las losas del suelo, como si en lugar de piedras, se tratara de arena-. Espectros de pisadas infantiles, ecos de correrías despertaban en la Torre, y quizás en el mundo entero. Y vio nuevamente las viejas noches que cruzaban el cielo de su vida, más allá de la Torre. Las noches en el desván bajo la cúpula azul, y las noches, convertidas en dominio de la Reina bruja -acaso de la niña Ardid de ojos de ardilla-. Y regresaba la pequeña Ardid, se acercaba, saltando sobre las ruinas, al viento del Sur las trencitas, y gritaba y gritaba, y esgrimía en su mano derecha una piedra azul y horadada, por cuyo orificio el mundo era muy diferente. «Ardid, pequeña Ardid -la llamó entonces, tímidamente-, ¿qué hiciste de tus amigos el Trasgo, el Maestro?» Pero no recibió respuesta, ni de ella ni de las demás criaturas. Pues si bien los veía y oía, ellos no la veían ni la oían: y seguían comunicándose secretos unos a otros -inalcanzables, crueles e inocentes-, y dejándola al margen del mundo en que habitaban -o habían habitado- en otro tiempo y espacio. Luego, poco a poco, distinguió a un niño de negro y revuelto cabello, de ojos de hielo azul -ojos que nadie haría brillar de llanto, ni de amor- que clavaba en ella su impía y glacial mirada, más dura que la roca. Y mostraba en la palma de su mano un corazón menudo, rojo y palpitante como un ave malherida, encerrado en una copa igualmente dura y transparente: una doble copa, donde, uno a uno, inexorablemente, caían sobre el tembloroso corazón los dorados granos de arena, y se clavaban en él, y lo perforaban -como el agua había perforado la piedra azul de la pequeña Ardid.
Entonces, con su propio corazón inundado de pesar, le llamó, una y mil veces: «Gudú, rompe el cristal del tiempo, rompe el cristal del desamor y la impiedad: vierte la arena sobre la tierra y llora, llora, Gudú, hijo mío». Pero Gudú no la oía, sólo la miraba con sus terribles ojos de hielo azul, tan quietos, tan fijos, como los de los muñecos de Tontina, que ahora se deshacían entre el polvo del cofre. La imagen de Gudú-Niño arrojó súbitamente la doble campana del tiempo, en cuyo interior latía aquel pequeño y prisionero corazón que antes le mostrara, y el niño rodó hacia la oscuridad, y se perdió en un laberinto de sucios y mohosos corredores donde los criados y los pinches de cocina se burlaban de él. Pero Gudú-Niño no cejaba en sus empeños -por misteriosos o desconocidos que le parecieran a ella- y avanzaba sin descanso, con menudo trote, de aquí para allá. Y brincaba entre los ecos de malignas carcajadas y cruel entrechocar de espadas, hasta que desapareció en el último, más lóbrego y más largo pasillo: un corredor cuyo final ella no podía distinguir. Ardid sintió que su corazón se quebraba. Creía que no podía doler de la misma manera que una herida corriente, pero ahora sabía que el corazón duele tanto como una amputación.
Fue entonces cuando oyó el galope del caballo de Gudulín: pero sólo lo oía, no lo veía, aunque el galope se acercaba y se alejaba, furioso, como si quisiera despedir a su jinete por sobre las orejas y lanzarlo lejos. Y en la más espesa oscuridad se oía el llanto nocturno y solitario del Príncipe Gudulín: un llanto que -ahora se daba cuenta- ella había presentido aunque nunca lo había oído; y estaba allí, en sus oídos, y en los oídos de todas las mujeres que velan en la noche el sueño de algún niño ausente o muerto. Ella le llamó también: «Ven Gudulín, ven, yo te daré algo que pedías y nadie lograba entender». Pero no era verdad, tampoco ella lo sabía, tampoco ella lo entendía. Tan sólo intuía confusamente una estela en el mar, una vela transparente y desflecada, a la deriva. La vela de alguna nave aún no nacida, cuyo espectro navegaba hacia Ninguna Parte.
Y así, su oído, y su vista iban agudizándose más y más en aquella gran soledad. Y llegó un momento en que no sólo oía el llanto de Gudulín -y de mil niños, en la noche-, sino que percibía, mezcladas, las risas de otros. «Ésta era la música, ésta era la melodía luminosa, la música de la luz del Cortejo de Tontina…», murmuró, admirada. Y así era, pues entre las brumas y los ecos vio el revoloteo de las aves, y el brillo de los ojos de las ardillas y luciérnagas, los tordos y las perdices de Tontina. Y los niños seguían riéndose, llorando, cantando o recitando alguna mal aprendida lección, o un juego disparatado y tan divertido como jamás cosa alguna lo fuera. «Tontina, ven, ven, te lo suplico.»
Pero no vino Tontina: sólo vio su reflejo en el agua, abrazada a Predilecto, un reflejo huidizo que la piel del Lago quebraba y hundía, lentamente, hacia lo más profundo. «Venid todos, os lo ruego, venid: aún no he aprendido nada -clamaba Ardid, temblando de excitación, como en los mejores momentos de su vida, cuando junto al Hechicero se asomaba al corazón de la tierra-. Venid, he de aprender todavía muchas cosas… Soy una Reina nacida para saber y conocer…» Aún se aferraba, con viejo e indomable tesón, a esta y nueva recién descubierta sabiduría, que por fin nacía en ella y para ella. «El mundo es hermoso», oyó entonces decir a la grave, dulce y profunda voz de la Princesa Tontina.
Pero no era cierto, el mundo no era hermoso, y ella lo sabía. De improviso, en medio del desván, había brotado nuevamente el tronco del Árbol de los Juegos; pero esta vez desnudo, negro, despojado de todas sus hojas. Estaba allí, solo, como una severa recriminación, como una sutil amenaza o un vago remordimiento, algo que Ardid no alcanzaba a descifrar. «Yo os quise a todos, os quise a todos», dijo. Pero únicamente el silencio respondía a sus palabras; o aquella estúpida voz que, como si alguien hubiera olvidado guardarla en el cofre de los juguetes, rebotaba a su alrededor, tal que la pelota de los niños, y repetía: «el mundo es hermoso». Entonces vio, pendiendo de las ramas desnudas del Árbol de los Juegos, a todos los muñecos de Tontina; y hubo de taparse los ojos, ante aquel espantoso y tristísimo racimo de diminutos ahorcados, que se balanceaban entre la oscuridad y el resplandor de la música.
Regresó al rincón más oscuro, que ya parecía su único refugio; y de nuevo apoyó en las paredes manos, oídos, y pasaba las yemas de los dedos entre las junturas de cada piedra, donde el musgo aún verdeaba. Ahora ya podía oírlo todo, tan claramente como si lo estuviera leyendo. Y así, entendió que aquélla era la fuente de donde manaba El Libro de los Linajes de su amado Maestro, hasta que logró perfilarse -si bien muy remotamente la muralla que impide toda entrada contaminosa a la ciudad llamada Historia de Todos los Niños. Y alrededor de aquellas murallas vagaban, con sonrisa enigmática -que podía ser, según le diera el sol o la sombra, inocente o perversa-, Almíbar, Raigo, Raiga y el Príncipe Contrahecho, como floridos y extravagantes vagabundos, las manos alzadas en demanda de alguna misteriosa limosna. Pero Raigo desapareció en seguida, y sólo Raiga y Contrahecho permanecieron juntos: Raigo se fue, llorando, con las manos manchadas de tierra del jardín de Ardid, y Raiga le miraba -como repetición de un sueño ya marchito- a través de una horadada piedrecilla azul, y repetía: «Es hermoso, hermoso», ahora con la voz de Tontina.
Traspasada de soledad, Ardid cayó de rodillas, las palmas de las manos apretadas contra los muros, clavando las uñas en ellos hasta sangrar. Sentía deslizarse entre los dedos las lágrimas de todas las historias que se deslizaban a lo largo del muro, mezcladas con su sangre; y clamaba: «Regresa, regresa, Príncipe Once: tú, al menos, algo habrás dejado olvidado en este lugar…». Pero Once no regresaba. Y Ardid no tenía valor para llamar al Trasgo, porque ya habría descubierto su última traición: que Gudú no era el niño que él había enterrado en la viña, y que ella era una vieja y mala mujer que se llamaba Reina, pero que nada tenía en común con la pequeña Ardid que le acompañaba por los pasadizos, y le daba la mano, y le acunaba entre sus brazos. «¿Por qué es tan ciego, y tan indescifrable el mundo al que nos trajeron? ¿Quién nos dejó caer en este mundo, tan mudo, impío y desolador?», clamó, al fin, desesperada.
Soledad, y nada más que soledad, era ahora el Reino de la Más joven Reina, de la única y última -tal como dijera Gudú Reina de Olar. Soledad y oscura sinrazón. Húmedas historias incompletas, que lloraban los muros, lágrimas que recogían las hiedras tenebrosas para alimentar su prevalecedora e injusta vida eterna, sobre tantas efímeras y fugaces campanillas, y rosas de espino, y margaritas silvestres. Y Ardid se dijo que toda su ciencia era un vano intento de rasgar el velo del mundo; como vano intento fuera el de Volodioso y era el de Gudú cruzar la linde de lo desconocido, y hallar el último reducto del deseo. «Triste es el mundo, tristes sus criaturas», murmuró, tapándose los oídos, para no oír ni ver a los que hablaban de hermosura donde ella sólo podía ver ahora fealdad, miseria y larga estepa, estepa sin fin.
Nada importaban ya, ni Urdska ni Olar ni Reino alguno, para la última noche de Ardid. Nada importaba, sino la vaga esperanza de recuperar algo que creía haber perdido y nunca había poseído. «Y sólo de tan frágil materia está hecha la vida: de imposibles recuperaciones, de imposibles regresos y de imposibles comienzos», sollozó. Y entre lágrimas vio cómo avanzaba hacia ella el Príncipe de los ojos de hielo, abriéndose paso entre carcajadas de sirvientes y soldados, y niños disfrazados con suntuosos harapos, y muñecos ahorcados bamboleándose en el Árbol de un irremediable invierno.
De pronto, un galope brioso y salvaje se confundía con el galope del caballo de Gudulín, y, al oírlo, Ardid levantó la cabeza y aguzó ojos y oídos. «He aquí una historia que no conozco», murmuró, esperanzada. Una historia que no era sólo un espectro para ella, puesto que jamás la oyó ni tan sólo nombrar: nacía de las piedras, y se abría paso entre las líneas apretadas de El Libro de los Linajes. Un caballo se perfiló, tomó posesión de la Torre, y llenó el desván, de forma que todo desapareció: el Árbol, los niños, las risas y el llanto de Gudulín. Una espada brillaba, y una muchacha de ojos azules y negros cabellos la miraba, seria y muda. «¿Quién eres tú?», le preguntó. Pero ella nada respondía. Su caballo trotó silenciosamente en círculo, rodeándole una y mil veces, dando la vuelta al desván -como cumpliendo el rito de un funeral guerrero-. Entonces llegó hasta la ventana un resplandor rojo como el atardecer. Corrió a ella, temblando de esperanza; y como no hacía desde mucho tiempo atrás, se asomó al exterior y tornó a ver de nuevo el mundo.
Pero un desolado paisaje se ofreció a su vista. La ciudad ardía, y allí abajo en el destruido jardín cubierto de escombros y maleza, distinguió dos muchachitos, frente a frente, tan hermosos y esbeltos -pensó- como sólo los hijos de su raza podían serlo. Pero sus azules ojos -iguales a los de la muchacha misteriosa- parecían agredirse fieramente, aún antes de que alzaran las cortas espadas en el resplandor del último sol, como si ya estuvieran manchadas de sangre.
– ¡Deteneos, deteneos! -gritó Ardid con todas sus fuerzas. Los muchachos alzaron la cabeza y la miraron, extrañados. -Kiro, Arno, hijos míos -clamó Ardid recuperando su vieja fuerza, los restos de su última persuasión-. ¡Deteneos, hijos míos! No cometáis ese crimen, porque si eso hacéis, el mundo se desplomará para siempre.
Aún no había aprendido Ardid, pese a todo, que el mundo no era su mundo, y que su mundo no era el mundo de su hijo ni de sus nietos.
– ¿Quién eres tú, vieja impertinente? -preguntó Kiro, con desprecio e ira.
– Soy la Reina, Príncipe Kiro -respondió Ardid, recuperando la prestancia de sus mejores tiempos-. Y por tanto, obedecedme: no asesines a tu hermano, pues de uno de vosotros nacerá algún día el Rey de Olar.
Entonces, los dos gritaron al unísono, y, con ellos, la joven de la Historia Desconocida, a sus espaldas, plantada ahora en el lugar donde antes se alzara el desnudo Árbol de los juegos. Gritaron los tres a la vez, y aquel grito se confundió con el aullido de los lobos -que acudían en manadas al festín de la muerte, y saltaban ya sobre las murallas abandonadas y ruinosas- y el de las aves nocturnas y el del lejano trueno marítimo. Y Ardid supo que todos ellos gritaban una sola cosa:
– ¡El Rey soy yo!
Entonces, el caballo de la muchacha del desván se desató en furioso galope, destrozando cuanto hallaba a su paso y hundiéndose en la profundidad del suelo, mientras los dos príncipes, Kiro y Arno, gritaban a la vez:
– ¡El Rey, mi padre, ha regresado! ¡Voy a unirme a él, porque sólo yo soy su heredero!
Se lanzaron entonces el uno contra el otro: y atravesándose con sus espadas cayeron, enlazados en cruel abrazo. Ardid se asió desesperadamente al borde de la ventana, pero ni un solo grito podía salir de sus labios, ni moverse podía; y vio avanzar los lobos hacia la sangre de sus nietos, que, como un tierno y vívido manantial, teñía la escarcha de rojo.
Fue entonces cuando la Torre comenzó a arder. «Regresa, Once, regresa -murmuró Ardid, sintiendo que sus fuerzas le abandonaban-. Regresa, al menos tú… No quiero estar tan sola.» Pero Once no debía oírla, porque no acudió. En cambio, de la más espesa oscuridad, que ni las llamas podían iluminar, surgieron lentamente multitud de manos sucias que se tendían hacia ella entre harapos, ojos brillantes y caritas demacradas. Y de entre aquel tropel de niños famélicos, uno sólo avanzó hasta ella y se inclinó a mirarla.
– ¿Quién eres tú, niño? -dijo Ardid.
– Lisio -respondió él, y nuevamente tendió la mano, suplicante. Pero ella no tenía nada que darle, no le conocía ni jamás había oído su nombre.
Cuando Raigo llegó a la Torre, los lobos devoraban los despojos de sus hermanos Kiro y Arno. Pero no les prestó atención: en las murallas más solitarias otros cadáveres eran devorados igualmente por manadas de fieras hambrientas, envalentonadas ante la indiferencia de que eran objeto -los hombres estaban demasiado ocupados en destruirse mutuamente para apercibirse de ello.
La cúpula azul, que tanto deseaba Raigo alcanzar, aún seguía intacta. Entre él y sus hombres aprestáronse a apagar el fuego. Afortunadamente, junto a la Torre corría el pequeño manantial que, de niños, fuera escenario y partícipe de sus juegos. Rompiendo el hielo, extrajeron agua, y sirviéndose de sus cascos, como si se tratara de barreños fueron sofocando las llamas hasta que pudo introducirse en la Torre. Al fin, saltando entre las escaleras medio quemadas, llegó al desván: allí el humo lo convertía todo en espesa niebla, en oscuridad más densa aún que la ya cercana noche. Fue abriéndose paso entre las vigas que empezaban a derrumbarse a su alrededor -y que a punto estuvieron de aplastarle-. Al fin, sorteando despojos ennegrecidos, descubrió la mano ensangrentada de Ardid, desesperadamente asida al muro, y creyó oír su voz.
Apartó astillas, cenizas y antiguos jirones que se deshacían en humo y al humo regresaban. Las lágrimas corrían por su rostro, pero los hombres que le acompañaban las creían fruto de la espesa humareda. Raigo asía entre sus manos aquella otra mano, ya inerte, arañada y sucia, que, en tiempos, fue la única que se le tendió y la única que, como ahora, asió con fuerza, amor y esperanza. Pero ya nada tenía remedio. Sólo humo, lágrimas, antigua humedad y musgo, maderas calcinadas, ecos de batallas -batallas que acaso tan sólo aún oiría Ardid- rodeaban la muerte de la última Reina de Olar.
Cuando Gudrilkja vio al Rey tan cruelmente herido, abrióse paso entre los soldados, y se acercó a él. La sed que desde hacía tanto tiempo la consumía hallaba repentinamente reposo, y, paradójicamente, la amenazada vida del Rey le comunicaba una especie de sosiego, como la frescura de la noche sobre las estepas ardorosas. Pues si bien deseaba que muriera, gozaba ahora imaginando su agonía.
Su amigo, el soldado, la detuvo a la puerta de la tienda:
– No entres Gudrilkja… tal vez el Rey te reconocería.
Pero ella no le hizo caso. Grande era la confusión que reinaba por doquier. Por tanto, nadie pudo impedírselo. Entró en la tienda del Rey, y cuando, al fin le vio, se sintió sacudida por una impresión tan fuerte que a punto estuvo de destruir todas sus esperanzas. Al lado del Rey habían colocado, con honores de héroe, a aquel que no quería ser soldado y que, a última instancia, abandonó su cargo de Consejero y, en la lucha, revelóse como el más valiente de todos: su medio hermano Krhin. El Rey lo contemplaba con el respeto que sólo tenía para los grandes guerreros.
Krhin aparecía ahora blanco y hermoso, como jamás lo viera antes; y había tanta dulzura en su semblante que Gudrilkja tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abrazarse a él, llorando. Le quería como si fuese de su propia sangre; él era la memoria de sus primeros pasos, confidencias y deseos: y ahora estaba allí, atravesado por una lanza esteparia, huido de su lado para siempre, junto al Rey.
Gudú levantó la vista y la miró:
– ¿Qué quieres, soldado? -indagó, fríamente, pero sin rudeza. Gudrilkja creyó que su corazón renacía del gran dolor:
– Señor -respondió-, os pido tan sólo una cosa: quiero permanecer a vuestro lado, y defenderos de todo aquel que intente haceros daño.
El Rey Gudú sonrió con expresión de incredulidad, y aquella sonrisa espoleó su ira:
– Sabed, Señor, que me batí como el mejor, y que tengo pruebas de ello. Creedme, Señor; mi admiración y lealtad, hacia vos no tiene límites, y si me admitís en vuestra Guardia, jamás seréis un Rey tan bien guardado y protegido.
El Rey la observó con curiosidad. Al fin, dijo:
– Tus palabras, muchacho, me recuerdan que hace mucho, mucho tiempo, un joven no mayor que tú guardó mi vida, y la protegió como nadie lo hizo después de su muerte. Tal vez es verdad que en los jóvenes reside toda la fuerza y lealtad que no sabemos conservar con los años… Está bien, puedes quedarte conmigo. Pero si un día te ordeno que desaparezcas, cuida bien de obedecerme sin rechistar, o sabrás lo que es el rigor del Rey Gudú.
– Muy bien lo sé, Señor -respondió ella, con tal fiereza que sorprendió al mismo Rey-. Por tanto, también sé lo que me exigís, y lo que soy capaz de entregaros.
En aquel instante, los soldados avisaron al Rey de que, al fin, el Príncipe Raigo había hallado a la Reina. Gudú intentó incorporarse para ir a su encuentro, pero sus fuerzas le abandonaron. Entonces, Gudrilkja le ayudó. Y en tanto el Rey ordenaba que trajeran a ambos a su tienda, Gudrilkja preguntó:
– Señor, en las lindes de la estepa, donde me crié y crecí, oí hablar mucho de la Reina Ardid… ¿Es realmente tan sabia y tan grande?.
– Lo es -contestó Gudú-. No creo que exista nunca otra que pueda comparársele.
– Tal vez, Señor -murmuró Gudrilkja-, si hubierais tenido una hija, sería como ella.
– Tal vez la tuve, pero creo que murió… y tan niña que no me dio tiempo de conocer sus dotes -respondió el Rey, cerrando los ojos, pues su herida le dolía con un dolor tan hondo y desgarrador que diríase iba más allá de la carne y los huesos.
Alzóse entonces la cortina, y entró Raigo. Llevaba en brazos el cuerpo de Ardid, y las largas trenzas de la Reina, tan blancas como jamás las viera Gudú, pendían hacia el suelo. Sus ojos estaban cerrados y tenía las manos cubiertas de arañazos y de tenues gotas de una sangre fresca, brillante y en verdad hermosa. Repentinamente, parecía una niña, una niña regresada en un cuerpo de mujer.
Raigo la depositó dulcemente sobre las pieles que cubrían el suelo, y se arrodilló a su lado. Y cuando habló, el Rey notó el temblor de su voz.
– Señor, os ruego que, pese a la ruina que nos rodea, me permitáis enterrar a la Reina como ella merece. Pues si no fuera por ella, tal vez vos, y yo mismo, no existiríamos ahora.
El Rey contempló en silencio el rostro de su madre. Y llegó hasta él un gran frío: un frío como ni en los días más rudos de la estepa invernal había sentido; un frío que, como el dolor, alcanzaba e invadía regiones desconocidas de sí mismo. Contempló aquel rostro una y mil veces y, lentamente, un grande y cruel asombro le iba llenando: ¿Cómo era posible que jamás volviera a oír sus arteros consejos, disfrazados de dulzura? ¿Cómo era posible que jamás volviera a ver, con regocijada admiración, el brillo astuto de aquellos ojos que encerraban -para él- todas las intrigas y malicias de la tierra? Y Gudú sintió que contemplaba ante sí un misterio más grande y más imposible de desentrañar que el de la misma estepa.
– Fue una Reina como pocas -dijo lentamente, como para sí-.
Acaso como ninguna. Y si tengo fuerzas para tenerme en pie, la acompañaré contigo hasta su última guarida: ya que en guaridas le gustó vivir, y de guaridas salió… ¿Sabes una cosa Raigo? Tal vez jamás exista otra Reina en Olar, excepto la Reina Ardid.
Y aunque nadie alcanzó el último significado de sus palabras -pues sólo le movía ahora la oscura y profunda intuición de que ella era el Reino, y sin ella el Reino había perdido su fuerza más grande y valiosa-, todos pensaron que Gudú decía verdad.
Y así, los soldados, los nobles y los plebeyos -que por primera vez empuñaron la espada en aquellas lides-, y cuantos la acompañaron al solitario y muy abandonado Cementerio Real -donde la estatua de Volodioso aparecía hundida en barro hasta la cintura, amenazando al viento con su espada de piedra-, lloraron en silencio la pérdida de su Reina como el más grande e irreparable dolor que pudiera infligirse a Olar. Tan sólo un corazón sentía de muy distinta forma aquella muerte: un corazón de guerrero en un cuerpo de muchacha, que, hurtando el rostro a las miradas de todos -en especial del Príncipe, que ni tan sólo se dignaba dirigir sus ojos a tan insignificante soldado-, se decía: «La última Reina no es ella. Otra Reina tiene Olar». Y con este convencimiento vio caer la tierra sobre Ardid. Y regresó del Cementerio sabiéndola enterrada y, para siempre, hundida en el mudo, sordo y ciego Reino de los que Nunca Regresan. Sólo ella, y el Rey, no lloraron aquella noche.
Los días fueron sucediéndose lentamente, pues lentos parecen los días en que las heridas se restañan y las piedras vuelven a elevarse unas sobre otras. Huyó el invierno, junto a los lobos, otra vez perseguidos: pues la paz entre los hombres es su mayor enemigo. Y así, barriéronse las cenizas, y la primavera aventó el hollín de los incendios; y la ciudad, los campos, y la silueta del Castillo de Olar fueron despertando y perfilándose nuevamente -si bien despaciosamente, entre grandes privaciones- bajo el indiferente cielo.
Cuando el Castillo de Olar había reconstruido a medias su Ala Sur, llegaron los chubascos de la primavera; el Ala Norte, que había sufrido los más duros ataques, permanecía aún en ruinas. Pero el Reino despertaba, bajo el calor del sol, y el Rey, a medias recuperado de su extraña herida, demostraba una vez más que su energía no se doblegaba fácilmente.
– Señor -se impacientaba Raigo-, ¿cuándo regresamos a las estepas?
– Aguarda al verano -decía el Rey. Y ocupábase con ahínco en reconstruir la ciudad, y sobre todo, en rehacer su maltrecho ejército.
De nuevo flamearon sus enseñas en las torres, y, poco a poco, aparecieron los primeros vendedores en la Plaza del Mercado. Los campos comenzaban a florecer, y alguna cosecha salvada de las batallas, brotaba tímidamente.
A caballo, seguido de su fiel escudero, el Rey recorría los contornos en busca de hombres, y revisando progresos y demoras de cuanto alcanzaba su mirada.
– Renacerá Olar -decía-. Antes del verano, Olar volverá a ser lo que fue.
Así lo creía: pero muchos de los que le oían pensaban que, sin la Reina Ardid, Olar jamás volvería a ser el de antes.
Cuando llegó el verano, tanto la ciudad como el Castillo de Olar, ofrecían un aspecto esperanzador. Pero la herida del Rey no sanaba. Y pese a que él nada decía, todos le veían enflaquecer y consumirse. Inútilmente visitábanle los Hermanos Pastores, y aplicaban a su herida sus emplastes secretos y practicaban sus ritos. Al fin, un día, Lar dijo:
– Esta herida no es una herida como las otras: yo no conozco su remedio.
El Rey apoyó su mano en el hombro de Lar, y mirando intensamente a su afligido Hijo de los Bosques, dijo:
– Guarda estas palabras para ti y para mí, y que nadie pueda oírlas.
– Nunca traicionaré a mi padre -dijo Lar. El Rey preguntó:
– Ahora, dime, ¿por qué es diferente esta herida?
– Esta herida está hecha de tiempo, y la urdieron contra ti las fuerzas de un amor y una venganza -dijo Lar.
– ¿Eso qué significa?
– No lo sé -dijo Lar, compungido-. Puedo leer la sangre, pero no la entiendo.
Cuando le despidió, el Rey montó en su caballo y salió completamente solo a los campos. Al llegar al Lago, le abatió una gran debilidad, y nuevamente aquel extraño frío se apoderó de él. De suerte que, aun presentándose a su alrededor el verano radiante y cálido, temblaba. Regresó al Castillo y ordenó a Gudrilkja que a nadie permitiese molestarle.
Se había instalado ahora en las que fueran habitaciones de su madre, por considerarlas aún las más resguardadas del Castillo. Sobre la cornisa de la chimenea, reposaba un objeto que, extrañamente, no fue destruido por la batalla: el reloj de arena. Y mientras así contemplaba caer las gotas de oro, una furia extraña se apoderó de él. «¿Por qué no soy tan fuerte como antes? -se dijo-. ¿Por qué una sola herida, después de tantas otras y tan peligrosas, me sume en tan triste condición?»
El hueco de la chimenea parecía exhalar un frío tan grande que se le calaba hasta los huesos y le obligó a arroparse en las pieles de su manto.
Así permaneció durante tres días. Al amanecer del cuarto, nuevas y graves noticias le sacaron del extraño temblor que le aquejaba. Urgentemente, Raigo pedía ser recibido por el Rey. Cuando se halló en su presencia, dijo:
– Señor -y había un fuego casi desesperado en sus ojos-, Rakjel vuelve a atacar: y esta vez lo hace con tal brío que temo que Ciudad Yahekia caiga en su poder, y con ella las tierras anexionadas de la estepa, si no acudimos prontamente en su ayuda.
El Rey reflexionó largamente. Al fin dijo:
– Raigo, he de meditar bien cuanto es más oportuno hacer: en estos casos la precipitación es mala consejera.
La repuesta y renovada Asamblea se asombró de aquellas palabras, que, por boca del Príncipe Raigo, y con evidente despecho, les fueron comunicadas.
A ninguno de los presentes había pasado inadvertida la tendencia del joven Príncipe por las vestiduras que, aun en tiempos tan precarios, seguía ostentando. Y aunque reconocían sus dotes de guerrero, su valor, su lealtad y la dureza de su mano, aquel aspecto de su personalidad les desconcertaba. Estaban desde tiempo y tiempo atrás acostumbrados a la frugal austeridad del Rey Gudú, y el aspecto de su hijo los llenaba de desconcierto.
– Príncipe Raigo: el Rey Gudú habla siempre con gran sabiduría y tiento. Aguardemos sus decisiones -dijeron.
Pero las decisiones del Rey tardaban tanto en manifestarse como tardaba en cerrarse su herida.
Estaba ya muy avanzado el verano cuando casualmente halló Gudú, en la que fue cámara privada de Ardid, el tablero de ajedrez del difunto Almíbar. Llamó a Gudrilkja -a quien seguiría creyendo un joven soldado- y dijo:
– Muchacho, ¿conoces este juego?
– La Princesa Indra y su hijo Krhin, de quien era buen amigo, me enseñaron sus reglas. Pero no sé si las recordaré.
– Inténtalo -dijo el Rey.
Y, cosa inaudita en aquel hombre, en partidas de ajedrez pasaba horas y horas, aunque, la cabeza inclinada sobre el tablero, seguía reflexionando, urdiendo y maquinando, como lo hiciera antaño ante los ya descoloridos dibujos del Hechicero.
Gudú parecía recuperado, y todos lo creían así, excepto el Hermano. De todas formas, y a pesar de su herida, iba reconstruyendo poco a poco la ciudad y su entorno. Y, efectivamente, Olar despertaba. Llegaban gentes del Sur, del Norte, de lejanos puntos del mundo: parlanchines mercaderes se instalaban en la Plaza del Mercado, oficiosos sastres abrían sus tiendas, y se volvió a oír el golpe de los yunques en las herrerías.
Nuevamente reclutaron, y condujeron a las Tierras Negras, muchachos no aptos para la guerra: eran enviados a las minas, en busca de hierro y bronce, que tan necesarios les eran. Un Herrero Mayor fue de nuevo puesto al frente de la herrería de Olar. Gudú reorganizó su maltrecho ejército, e incorporó a sus huestes artesanos: guarnicioneros, fundidores, carpinteros y todo aquel que podía serle útil. Pero dejó para más adelante -una vez hubiera vencido al odiado Rakjel- la reconstrucción de su Corte Negra.
Y una vez más, partió hacia las estepas.
Raigo sintió una profunda decepción cuando Gudú, en lugar de llevarle con él, le encomendó, durante su ausencia, la regencia de Olar. En otro momento este nombramiento hubiera significado una gran alegría para él, puesto que con ello demostraba la decisión de reconocerle, oficialmente, heredero del Trono. Pero no fue así. Y no lo fue, porque hacía ya tiempo que el corazón de Raigo sufría la insoportable ponzoña de los celos.
A nadie pasaba inadvertido -y a él, menos que a nadie- la predilección que, de día en día, mostraba el Rey por aquel joven escudero -a quien todos llamaban Gudri-, de cuya compañía jamás se apartaba. Y Raigo le odiaba, le odiaba con toda la fuerza, con toda la pasión heredada, sin duda, de su origen sureño. Era inteligente, astuto y soberbio, pero todas estas cualidades sucumbían ante la amenaza palpable o meramente sospechada de ser suplantado en la consideración o amor de alguien a quien él respetase: y muerta Ardid, sólo podía respetar a su padre, ya que no amarle. Respetarle, admirarle, odiarle y sobre todo sustituirle.
A veces, mirándose en las aguas de un remanso, en lugar de ver su imagen, se veía coronado. No como hacía de niño -Raiga y Contrahecho solían tejer para él diademas de hojas silvestres, yedra e, incluso, en una ocasión, de piñas-, sino ciñendo una auténtica corona, la de Olar, aquella corona que supo aureolar de gloria Volodioso, y engrandecer aún más el Rey Gudú. Pero con ser tan grande la ambición de Raigo, cedía paso al viscoso sentimiento de los celos, y los celos, la envidia, el rencor o quién sabe si oscuro desamparo, era lo que movía al legítimo sucesor de Gudú.
Y aquellos sentimientos que arrastraba desde tiempos anteriores a él, tan suyos, que casi podían enlazarse con los del niño Volodioso, cuando vio con horror morir a su madre bajo la brutalidad del padre, llegaba hasta la soledad de otro niño, hijo ignorado. Un niño llamado Gudú, que escapaba de su encierro para atisbar por alguna rendija, eco, palabra o rayo de sol, el mundo o lo que él suponía que eran el mundo y la vida. Prisionero de sus deseos, Raigo odiaba con toda la violencia de su juventud al joven soldado Gudri, aquel que se llevaba consigo Gudú a las estepas. Menos le importaba que Gudú le considerara oficialmente su Heredero, que saberse postergado en la gran victoria de Olar sobre los esteparios.
Cuando Gudú y sus huestes avistaron la Ciudad Yahekia, sólo hallaron murallas derruidas, y el olor de la muerte, del vacío, del odio, la crueldad y la venganza.
Una vez allí, reorganizó lo que quedaba de sus hombres. No eran muchos ni demasiado entusiastas. Pero él sabía que su presencia y su palabra levantaban sus ánimos. Y aunque ahora, de nuevo lo consiguió, algo naufragaba dentro de él. Por primera vez conocía el desfallecimiento, no en sus tropas, sino en sí mismo, y quizás un impreciso desinterés por cuanto estaba haciendo, cosa antes impensable, le invadía. Lo desconocido ya no revestía el aliciente de antaño, carecía ahora de la fuerza o del brillo de la gloria. Pero no podía detenerse en estas minucias ni permitirse abandonar las únicas razones que habían dado sentido a su vida: deseo, poder y desvelamiento del más allá; alcanzar lo que no se ve, lo que nadie sabe, lo que uno mismo quizá tampoco sabe si desea alcanzar. Y entonces se dijo: «¿No será que la realización del deseo, que el conocimiento de lo que se cree imposible de desentrañar, destruye el impulso más importante de nuestra vida?». Y se preguntó si era empresa inútil cuanto había logrado; no sólo él, sino su padre y su abuelo. Puesto que el mundo se le ofrecía ahora tan vasto como inane; y el misterio de la vida, y con él, el desvelamiento o cumplimiento de cuanto anhelaba, desaparecía de ella. Y si desaparecía de su vida, desaparecía de la tierra. En esto era como su madre: donde estaba él, estaba el Reino; donde estaba el Reino, estaba el mundo. Todo lo demás carecía de importancia.
La noticia de la muerte de Urdska había llegado a aquellas tierras. Y cuando se acercaron a la famosa Isla, la hallaron, con asombro, abandonada. Pero este descubrimiento, en lugar de alegrarle como alegraba a sus hombres, hizo desfallecer el ánimo de Gudú. De pronto, el enemigo, sal y pimienta del deseo y de lo desconocido, desaparecía. Y a medida que avanzaban, sin ninguna dificultad, sólo hallaron a su paso ruinas, soledad y silencio.
La escasa resistencia que encontraron, se doblegaba, se rendía o huía inmediatamente. Sus hombres perseguían encarnizadamente a sus enemigos, pero algunas veces fueron asaltados por pequeños grupos de las Hordas, o lo que quedaba de ellas, unidas a los rubios y no menos salvajes Weringios. Poco a poco, si no fuera por el odio que le conducía, jamás hubiera llegado a enfrentarse a ellos, puesto que un vasto desinterés, un misterioso abandono de sí mismo, le hubiera detenido. Pero quería encontrar a Rakjel. Y en efecto, lo encontró.
Sus hombres le habían abandonado porque, entre los de su raza, un hombre herido o cobarde o enfermo vale menos que una rata esteparia. Y yacía allí, en su tienda de fieltro hecha jirones, tendido sobre pieles de rata, casi blanco, pues la sangre se escapaba de sus heridas y con ella su vida.
Rakjel aún tuvo fuerzas para sostener su mirada. Era la mirada de dos hombres que aun sin decírselo sabían que en un tiempo habían sellado un pacto de lealtad y de honor. Y este pacto había sucumbido bajo los cascos de la venganza, el odio y el amor -al menos por parte de Rakjel-. Habían quebrado aquel pacto, que parecía indestructible, como se quiebra una débil ramita entre los dedos. Y alguna de estas cosas debió percibir Gudú en la mirada de su enemigo, aunque no era sensible a todas sutilezas. Pero aquél había sido su Cachorro preferido, y, tal vez, su único amigo. No ordenó matarle, simplemente le hizo prisionero, e incluso envió al Físico para cuidar de sus heridas. Quizá suponía que esta actitud sería más dolorosa para Rakjel, como lo hubiera sido para sí mismo, que enviarle directamente a la muerte.
Ante el estupor de todos, en lugar de avanzar más allá, a través de las estepas, que por solitarias y abandonadas tan propicias se ofrecían a la conquista, ordenó detenerse a sus huestes. Y en esa linde, clavó sus enseñas y marcó los nuevos confines de su Reino. Y no hizo esto solamente, sino que ordenó tajante y severamente que allí se detuvieran, y que los hombres y guarniciones que dejara en aquella frontera, se limitaran a defenderla, pero, en adelante, sin avanzar jamás con pretensiones de conquistarlas.
Y regresó Gudú a la marchita Yahekia. La ciudad ya no se asemejaba a aquel bullicioso hervidero de soldados, gente mezclada en armonía de razas, mercenarios, olarenses e incluso esteparios. Ya no se oían en sus calles las canciones y risas de las mujeres ni el corretear de sus hijos.
Gudú quiso ver y hablar a la Princesa Indra. Cuando la tuvo ante sí, encontró una criatura tan vieja y apagada que sintió un gran desagrado hacia ella, y no la destituyó de su cargo por respeto a la memoria de Yahek. Al verla, no sólo veía la decrepitud y la pena, sino que llegaban a su memoria los fantasmas de sus mejores hombres: Yahek, Randal…
Ordenó que trajeran a su presencia al prisionero Rakjel. Aunque aparecía muy maltrecho, lo cierto es que ni le había hecho torturar ni mucho menos había decidido para él una muerte espeluznante, tal y como era la costumbre en estos casos. Sus gentes no sólo esperaban tales sentencias, sino que las deseaban. Y al comprobar que ninguna de estas cosas sucedían, se alzó un ligero descontento entre sus hombres.
Gudú ordenó que le dejaran solo con Rakjel y Gudri, de quien ya no se separaba nunca:
– ¿Por qué lo hiciste, Rakjel? -le preguntó únicamente.
No era compasión lo que había detenido la muerte o la tortura de su antiguo Cachorro, sino una inmensa curiosidad. De pronto, el ansia de saber era el motivo más importante de la vida de Gudú.
Entonces, Rakjel, que apenas se sostenía sobre sus piernas, y era casi un espectro de sí mismo, respondió:
– Sólo conozco dos sentimientos tan fuertes que obliguen a un hombre a traicionar su palabra: el ansia de libertad o el odio. Existe un tercer sentimiento, pero tan ambiguo, tan dividido y tan misterioso, que desde luego tú, Gudú, ni siquiera puedes sospechar: el amor.
Y como poseído, como si de repente reventara una pústula largo tiempo larvada, el lacónico Rakjel se deshizo en palabras:
– Ese joven escudero que tienes a tu lado, no es tal: se llama Gudrilkja, y es tu hija.
Y a continuación le habló de la Bruja de la Estepa, de su hermana, de sus hermanos, de todos aquellos que Gudú no había considerado nunca como seres humanos ni respetables.
Desconcertado, Gudú no acertaba a decir palabra. Solamente cuando Rakjel calló y se sumió en un abatimiento como sólo se percibe en la antesala de la muerte, acertó a preguntarle:
– Pero dime, ¿por qué me has traicionado? ¿Por qué? Si yo te lo di todo. Si nunca hubieras tenido más honores ni riquezas de las que yo te hubiera proporcionado…
Y Rakjel no contestó nunca a esta pregunta. Se limitó a reír y reír. Y murió así, como un lobo estepario, ante la ira impotente de Gudú.
En ese preciso momento un joven emisario trajo la nueva de la traición de Raigo. En ausencia de su padre, ensoberbecido y dolido, había tomado el poder. Al parecer, había soliviantado y dividido a los barones, haciéndoles promesas para el futuro. El menor contingente de ellos siguió fiel a Gudú, habían acudido a su encuentro.
Los Hermanos del Bosque seguían fieles a Raigo. Confusos, no entendían a aquellos hombres que se mostraban tan volubles en sus juramentos. Sus molleras no podían considerar plenamente la situación. ¿Desobedecían y traicionaban a su padre? ¿Debían abandonar al Niño de Oro?
A solas con Gudrilkja, Gudú la miró de arriba abajo. Ya sabía que no era un hombre. Era una mujer, y aún sabía mucho más: era su hija. No había conocido a ninguna antes que a ella, y puede decirse que tampoco había conocido a ninguno de sus hijos cuando eran críos, puesto que sólo a Gudulín llegó a tratar, y brevemente. Además, Gudulín fue para él solamente como el retoño de un árbol, que esperaba ver medrar. Aquel retoño se había malogrado. Pero ¿una mujer? Una mujer, además, con alma, valor y aptitudes de soldado… Una nueva confusión se añadió a las ya encontradas confusiones que últimamente le dominaban. Así, al mirarla plantada ante él, alta, delgada, fibrosa, con aquellos grandes ojos que -ahora se daba cuenta- parecían espejo de los suyos, dijo:
– Soldado, abandona todas tus farsas y mentiras. No solamente sé que eres una mujer, sino que eres mi hija.
La sorprendida entonces fue ella. ¿Su hija? ¿Cómo era posible? Nadie se lo había revelado jamás.
– Yo no soy tu hija -rehuyó, casi gritó-. Yo soy la hija de un viejo soldado que murió a tus órdenes. Yo no puedo ser tu hija, porque te amo.
El Rey sonrió.
– ¿Qué es eso de que me amas? El amor es una de las grandes mentiras de este mundo. Pero, Gudrilkja, tú eres mi hija, y como en estos momentos carezco de un heredero aceptable, puesto que tu hermano Raigo se ha convertido en el usurpador de mi Reino, deposito en ti toda mi confianza y mi esperanza. Muchacha, algún día tú serás Reina de Olar, la sucesora de aquella que fue la Reina más grande, la única hasta ahora que pudo ostentar ese título, y que desdichadamente ha muerto. Únicamente tú eres digna de suceder y conservar su buen nombre.
Pero Gudrilkja no entendía, no comprendía las palabras de su padre, sólo veía en él a un hombre, al que admiraba y deseaba. Le deseaba como hombre, y como Rey ansiaba sucederle. Ahora sabía lo que antes le había sido negado. Sabía por qué cuando era niña y le veía pasar con su caballo al frente de sus huestes, recortada su silueta contra el rojo atardecer de las estepas, una escondida voz gritaba en su interior: «¡Yo soy el Rey!».
Dio media vuelta sin responder al Rey, sin siquiera dedicarle una sonrisa, ni tenderle una mano, ni pronunciar una sola palabra. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía decir a nadie, ni a ella misma? ¿Qué podía preguntar a su propia vida, puesto que los que la habían engendrado ni siquiera conocían o querían conocer su origen? Y sintió un repentino odio hacia su madre, por haberle ocultado durante tanto tiempo aquel secreto, y hacia Indra por haber sido su cómplice, e incluso hacia el pobre Krhin, a quien tanto había amado, por haber contribuido a aquel espantoso silencio que se había cernido sobre su vida. Su vida de niña, indefensa, solitaria. Niña que sólo podía encaramarse a un caballo y con él huir.
Montada en su corcel, atropellando cuanto encontraba a su paso, impelida por una furia que iba más allá de sí misma, de la que ni siquiera conocía la fuente, impulsada por el gran torrente de su odio, de su amor y de su venganza, Gudrilkja se encaminó hacia aquel Castillo donde hubiera podido ser, quizá, la sucesora de Ardid. Penetró en el recinto, milagrosamente respetada por cuanto soldado halló a su paso. Tal vez de ella emanaba un resplandor, una suerte de nimbo que paralizaba las espadas y las voces. Era un resplandor como el que circunda la luna o el sol en ciertas noches o amaneceres misteriosos de la estepa. Era una luz, un color que aureolaba su figura, a pesar de cuantas noches y sombras se hubieran interpuesto en su camino hasta aquel momento.
Así, como un verdadero guerrero estepario, entró a caballo en la Sala de las Ceremonias. Nada podía oponerse al galope furioso de su cabalgadura e irrumpió como un trueno, justo en el momento en que iba a ser coronado Raigo e iba a serle entregada la espada de Volodioso. Ante el horror de todos, Gudrilkja arrancó la espada de las manos de Raigo y con ella asestó una herida a su hermano.
Raigo rodó bajo la enorme mesa de madera que presidía la sala y de pronto supo que no era solamente el color de todos sus collares, de sus flores y sus sueños, lo que le estaba abandonando. Era él quien abandonaba la vida. Pero al mismo tiempo se sentía crecer, apartarse y elevarse sobre sí mismo; y se contempló desde una zona que nunca había podido imaginar, convertido poco a poco en estrella o en un desmenuzado archipiélago. Lloró suavemente, sin dolor, y ante los aterrorizados nobles, que habían desenvainado sus espadas, acudieron aullando los Hermanos. Al ver lo que había hecho Gudrilkja con su Niño de Oro se lanzaron contra ella. Pero la muchacha saltó, ágil, hasta la ventana, montada en su negro corcel.
Durante mucho rato la persiguieron, hasta que al fin, en la orilla del Lago la alcanzaron. Ella no conocía aquel camino, y sólo pudo dar vueltas y más vueltas en círculo a su alrededor. Los Hermanos le atravesaron el corazón, le arrancaron de las manos la espada de Volodioso, y retornaron a la desierta Sala de las Ceremonias.
En aquel momento, el Vigía anunciaba el regreso de Gudú. Despavoridos, los seguidores de Raigo abandonaron el lugar. Únicamente, los Hermanos del Bosque permanecieron allí. Levantaron a Raigo con gran dulzura del suelo y lo depositaron en un lecho de hierba, musgo y flores. Antes de morir, Raigo, conmovido por lo que acababa de descubrir, les dijo:
– Ponedme junto a mi hermana Gudrilkja, y revelad a mi padre que era mujer e hija suya, y entre nosotros dos colocad la espada de nuestro abuelo. Ofrecednos al Rey Gudú como presente, y decidle que ésta es su descendencia, ésta es la estirpe que le sucederá…
Así murió, y los Hermanos redoblaron sus tambores de llanto. Al oírlos toda la ciudad quedó sumida en la consternación. Algunos intentaron huir, pero la entrada del Rey les paralizó; otros se postraron de hinojos, y los más se encerraron en sus casas.
Un aire lúgubre y luctuoso se extendió por Olar. Al fin y al cabo, con Raigo la ciudad había renacido de forma extraña. No era la riqueza de los tiempos de Ardid, pero encandilaba a la gente. Mercaderes y artistas de toda especie llegaban del Sur, modas y costumbres que en otros tiempos hubieran parecido inaceptables, ahora se adueñaron de todos los corazones. Crearon entre todos nuevas riquezas, nuevos conceptos de vida. Los viejos dominios renacían, se renovaban y se extendían por doquier.
Con su sola presencia, Gudú pareció retornar a las gentes de una especie de locura. Después de todo, era el mejor Rey que habían tenido. Y Gudú, impávido, recibió a las puertas de su Castillo el presente que Raigo había encomendado a sus inocentes y feroces Hermanos.
Los Hermanos lloraron; no entendían en su profunda verdad cuanto ocurría. Sólo sabían una cosa, que habían hecho un pacto de sangre con el Niño de Oro y con su Padre. Por lo tanto, ni huían ni temían ni odiaban. El único sentimiento que les movía era el de una primitiva, pero muy arraigada fidelidad a la palabra dicha. Así que llevaron a Raigo y a Gudrilkja, tendidos sobre parihuelas, con la espada de Volodioso entre los dos, y repitieron al Rey las terribles palabras de Raigo: «Éste es el último presente de tu Hijo. Ésta es tu Dinastía. Éste es el futuro de Olar…».
Gudú permaneció un rato en silencio, mirando los cadáveres de sus hijos. Luego, con lacónicas palabras se limitó a ordenar que fueran enterrados junto a su abuela y su padre. Después, dirigiéndose a los Hermanos, dijo:
– Habéis dado muerte a mi hija, y eso es un gran delito, por lo cual os destierro por varios años al bosque: reuníos con vuestras mujeres, y cuando los hijos que ahora engendréis crezcan, enviádmelos a la Corte Negra, que sin duda alguna renacerá: sólo a ellos les perdonaré. Pero a vosotros, ni os perseguiré ni os daré muerte. No olvido que soy vuestro Padre.
Con gran tristeza, los Hermanos del Bosque se inclinaron ante el Rey, y luego, retomando sus cayados, sus rebaños y sus pieles, regresaron a las montañas y se perdieron en la niebla.
La herida del Rey no cicatrizaba, antes bien, empeoraba. Inútilmente los vasallos fieles trajeron Físicos extranjeros, con la esperanza de curarle, pero no lo consiguieron.
El invierno se mostraba crudo, y el Rey se retiró a meditar. A veces llamaba a sus nobles y reunía a los consejeros, no desatendía el renacer y la prosperidad de su Reino, especialmente de la ciudad de Olar. Dictó nuevas leyes y se preocupó más que antes por mejorar la vida de los lugareños. A veces, alguno de sus consejeros le decía:
– Deberíais tomar esposa, Señor. Os lo ruego, debéis dar un nuevo heredero a Olar y consolidar así la sucesión del Trono. Pero Gudú lo tomaba a broma. Una broma un tanto amarga por el tono de su voz y su sonrisa:
– No es preciso que tome esposa para eso -respondía-. Además, de entre los nuevos Cachorros, y no necesariamente de mi sangre, saldrá el nuevo Rey de Olar.
Pero la Corte Negra ya no existía, era sólo una leyenda, y no precisamente alegre.
Así pasó el invierno y retornó la primavera. Un día hermoso, con la hierba cubierta de gotas de agua, el cielo despejado y azul, donde sólo una pequeña nube muy blanca huía hacia otros países, Gudú montó nuevamente en su caballo. Todos decían que el sol había regresado de sus refugios invernales y el calor se expandía por todas partes. Pero Gudú tenía frío, un frío del que no se podía proteger. La primavera era aún muy tierna, apenas había terminado el deshielo, y Gudú se encaminó hacia el Castillo Negro.
Cuando llegó, sólo encontró allí ruinas, desolación y malas hierbas por doquier. El galope de su caballo espantaba a los murciélagos, a las enormes ratas, a las importunas aves. Cabalgó por el recinto, y el eco de los cascos resonaba en sus oídos como un antiguo tambor llamando a combate. «Todos dicen que la vida ha regresado -se repitió Gudú una y otra vez-. La vida siempre vuelve a empezar.»
Súbitamente enardecido, planeó el renacer de una nueva Corte Negra, enriquecida por la experiencia y la traición. Pero el frío era tan grande para él, que no podía dominarlo. Tiritaba, y no sólo era eso, se daba cuenta de que no podía retener nombres ni fechas, gloriosas o nefastas. Y por contra, regresaba a su memoria la imagen de su viejo maestro, el Hechicero, de sus odiados hermanos Furcio y Ancio, de su fiel Yahek y de Randal. No de Rakjel, en quien tanto había confiado, y quien tan mal le había respondido. Porque las últimas palabras de Rakjel antes de morir, su desprecio por lo que no fueran su Reino o sus gentes, no habían rozado siquiera su conciencia, y no tenía memoria para él. Y se dijo: «No es mi descendencia legítima la que me honra: quien verdaderamente podía hacerlo fue una muchacha. Ella supo morir por mí y, sin embargo, yo la desprecié antes de nacer».
Vagando entre las ruinas se detuvo al fin en un rincón donde el viento parecía rememorar antiguas palabras.
Allí, olvidado de todos, y más aún por los de su raza, entre la maleza, las jaras y las ortigas, habitaba ahora el Trasgo del Sur. Le habían repudiado, no sólo la Dama del Lago, sus hermanos trasgos, los gnomos del Subsuelo y las luciérnagas, sino toda criatura que despierta con la luna y muere con el sol. Sólo, de tarde en tarde, le visitaban los silfos, porque los silfos están hechos de viento, vuelan en el viento y sólo guardan viento en sus cabezas.
Ya era visible hasta para el más torpe viñador. Sin embargo, Gudú, su amado Gudú, al que llegó a confundir con Gudulín, y por el que perdió la protección de Ardid, seguía sin distinguirle. Como la contaminación humana es la peor de todas las contaminaciones, a él no le veía Gudú, pero sí a lo que fue racimo un día, y causa de su perdición. Y en aquel racimo crecido en el amor, donde los humanos albergan el corazón, ya no quedaba más que un grano. Sí lo vio Gudú, aunque ni veía ni oía al Trasgo que, lleno de dolor, se abría el pecho para enseñarle la causa de su desgracia. El último grano de uva, ya muy maduro, brillaba al sol del verano como un topacio. En aquel instante, el Trasgo le reconoció, y con postrero reproche dijo: «Mira lo que hiciste conmigo, mira lo que hiciste conmigo». Gudú tomó el grano entre sus dedos, lo arrancó y lo devoró. El Trasgo desapareció así para siempre con un largo lamento, y se convirtió -tal como le había advertido la Dama del Lago-, en hojas de otoño, pisadas de ciervos en la hierba, cri-cri de mariposas cantoras en la noche.
Se hundió el sol en el Lago y aunque Gudú avanzó en pos de su calor, lo perdió.
De regreso al Castillo halló un grupo de niños que merodeaban por los alrededores en busca de bayas. Tras observarles de lejos, les llamó. Ellos se asustaron y echaron a correr, pero alcanzó a uno que se había enredado la ropa en una zarza. Le tomó por la muñeca y le arrastró tras él. Le preguntó:
– ¿Sabes quién soy yo?
El niño no respondía, temblando de miedo. Entonces, Gudú le habló de la pasada gloria de Olar, de la Reina Ardid y de la Corte Negra. Y así, enardecido en sus recuerdos, rememoró las hazañas de pasados y futuros Cachorros, de los que allí crecieron y de los que en lo venidero crecerían.
– Tú -le dijo- eres fuerte y pareces listo. No me importa si eres plebeyo o pobre. En la Corte Negra hay sitio para todos los muchachos fuertes, valientes y leales. Dime niño, ¿quieres reanudar aquella famosa y gloriosa escuela? ser el primero en ella ¿De dónde eres? Y el niño dijo:
– De Por Ahí.
– Ah, sí -dijo el Rey, que en alguna parte había oído hablar de ese pueblo-. Pues bien, ven conmigo, que yo te hablaré del Rey Gudú y de sus proezas, y puedes unirte a sus soldados.
Se sentó en una piedra, pues cada vez se sentía más cansado, y continuó hablando al niño. Estaban muy cerca del Lago y, de cuando en cuando, miraba el agua y se olvidaba de la historia, incluso la confundía y hubo de recomenzarla varias veces. El niño seguía callado. Pero Gudú confundía su estupor silencioso con admiración. Hasta que el pequeño, desasiendo su mano, le miró a los ojos y dijo, con voz aguda y clara:
– Viejo tonto y feo.
Y echó a correr entre las zarzas en busca de sus compañeros. En ese momento el frío se hizo insoportable, y el Rey notó que algo dentro de él zozobraba: como había oído decir a su madre en tiempos de la Reina Leonia, se hundían las naves piratas en el mar del Sur.
Corrió al Lago, se miró en él, y en lugar de ver reflejado al Rey de Olar, contempló a un viejo andrajoso y torpe. Los pobres aficionados que fueron Ardid, el Trasgo y el Hechicero no habían previsto que el Rey no podía amar a nadie, excepto a sí mismo. En aquel momento un antiguo y conocido Dragón emergía del agua: un Dragón que llegaba a él desde la oscura memoria de su sangre, desde el terror de Sikrosio. Con un débil grito, lloró por primera vez. Por él, por toda su vida, por su perdida juventud y, sobre todo, por la gran ignorancia de cuanto le rodeaba.
Creyó distinguir en el último momento a aquel extraño muchacho que acompañaba a Tontina. Ahora por fin liberaba su brazo del manto que lo cubría, y le mostraba su ala de cisne. Pero no supo nunca Gudú, porque no tuvo tiempo, quién era; no supo nunca Gudú si sobrevolaba al Dragón o, como todo, como todos, se hundía también en el inmenso e irreparable olvido de su vida y de todas las vidas.
Y el llanto del Rey cayó al Lago, y éste creció. Creció de tal forma que anegó la ciudad, el Reino y el país entero, hasta más allá de las lindes donde Gudú había pisado. Y tanto él como su Reino, como cuantos con él vivieron, desaparecieron en el Olvido.