TERCERA PARTE

XV. LA CORTE NEGRA

El Príncipe Predilecto no aparecía por ninguna parte, y Gudú, acostumbrado desde niño a no prescindir de él para ninguna empresa, experimentó por primera vez en su vida un extraño sentimiento: la sensación de que había olvidado algo, un arma, una orden, una advertencia. Algo le faltaba, y si hubiera sido capaz de amar, tal vez en aquellos momentos habría llorado. Pero aunque no le amara, tener junto a sí al Hermano Protector -desde un día en que, siendo niño, le defendió de la burla y patadas de los criados- le había parecido tan natural como el día y la noche, como la sed y el agua, como su brazo derecho o el aire que respiraba. No sentía pesar, es cierto, pero sí una desazón e incomodidad tal, que anduvo inquieto durante muchos días: y en vano envió hombres por toda la comarca, sin resultado. Cuando, al fin, se le ocurrió enviar un emisario a las tierras del Sur, donde Predilecto tenía sus posesiones -aunque, sin él saberlo, despojadas por orden suya-, ya había desaparecido todo rastro de su hermano. El emisario regresó diciendo que sólo abandono, muerte y soledad reinaban allí, junto a las ortigas y la maleza. En muchas leguas a la redonda, aun habiendo recorrido alquería por alquería, sólo miseria e ignorancia halló entre sus escasos habitantes. Y sólo un pastor le dijo: «El Príncipe ha muerto». Y como nada más pudo conocer, regresó con el convencimiento de que allí no había puesto el Príncipe sus plantas.


Tan preocupado estaba el Rey en esta cuestión como en el adiestramiento de los que, orgullosamente, llamaba «sus cachorros», en la denominada Corte Negra. La elección de futura esposa se retrasaba en manos de su madre, a quien encargó de buscar no una, sino varias candidatas, y de origen lo menos brumoso y delicado posible.


La Reina, que aplazaba de día en día, y con gran desánimo, la reunión para la elección de posibles candidatas, se vio sorprendida por la visita de su hijo. Sin mucha ceremonia -más bien ninguna-, Gudú se hizo escuchar:


– Madre -dijo-, deseo que mi tío, el Príncipe Almíbar, reanude la Historia que quedó inacabada.


– ¿Qué Historia?


– La Historia de nuestro pueblo y nuestra estirpe. Ardid permaneció un instante pensativa. Luego dijo:


– Sí: el buen Margrave Olar hizo grandes cosas dignas de tener en cuenta; y también, por supuesto, vuestro padre -por la frente de Ardid galoparon innobles hechos, cruentos, dolorosos y amorosos hechos, que ahuyentó, como ahuyentaba los insectos en torno a su lámpara de estudiosa Reina-. Pero, sin duda alguna, vos mereceréis más adelante mejor capítulo. ¿No creéis oportuno esperar?…


– ¿Por qué? -se impacientó Gudú-. Debe constar mi vida del principio al fin, como la de Sikrosio, que, según veo, pasáis a la ligera…


– ¡Oh, Sikrosio! No fue un ser honorable.


– Honorable o no, existió. Y tal vez sin él mi padre no hubiera jamás soñado ni podido llegar a Rey. Así pues, madre, decid al Príncipe que reanude la Historia. -curiosamente, sólo nombraba con este título a Almíbar y Predilecto; si bien, para este último, como era meticuloso y prefería ahorrar confusiones, solía añadir la palabra hermano


– ¿Y por qué lo deseáis con tanta premura?


– La Historia es la única forma de sobrevivir en la memoria de las gentes, madre; la única forma de salvarse del olvido.


Un frío extraño, como sutil nevada, cayó de improviso sobre el corazón de Ardid. Miró a su hijo con inquietud; mas éste parecía abstraído en el vuelo de una importuna mariposa que le rondaba, con insolente vuelo.


– ¿Y por qué…, por qué, hijo mío -rara vez así le nombraba-, queréis perdurar en la memoria de las gentes?


Un ligero estremecimiento, precisamente allí, en aquel jardín tan hermoso, donde el sol brillaba y las mariposas osaban coquetear sobre la frente del futuro Rey de Olar, parecía regresar.


– Porque el ejemplo de un Rey es para otro Rey como un faro: le indica los peligros y arrecifes de la costa-repuso Gudú, que, por cierto, jamás había visto el mar.


Y, en tanto lo decía, abrió las dos manos, con ojos atentos hacia el vuelo de aquel verde insecto que le estaba importunando.


– Es una buena razón -dijo Ardid, mientras sentía un cierto alivio. En aquel momento, creyó ver pasar por la frente de Gudú un silencioso e innumerable cortejo de jinetes: reyes destronados, reyes triunfantes, tristes reyes y reyes anónimos y olvidados; y todos venían e iban hacia el mismo país de la ignorancia y de la duda.


Gudú cerró las dos manos y atrapó el insecto. Estuvo contemplando sus manos unidas, y Ardid creyó escuchar, muy dentro de sus oídos, el aleteo indefenso de aquella aturdida y osada mariposa.


Pero, de súbito, Gudú abrió las manos y la dejó huir. La sorpresa que este hecho insólito -insólito en su hijo, claro está produjo a Ardid, fue causa de que de nuevo el recelo, el temor y una vaga desazón regresaran a ella. Escudriñó los ojos de su hijo, y de nuevo la tranquilidad llegó a su ánimo. En los ojos grises de Gudú no había ni la más remota sombra de piedad, o algo que se le pareciese.


Gudú había manifestado -y así lo hizo llegar a la Corte y Asamblea- que no veía razón para denominar Olar al Reino, si Olar era la ciudad capital y Olar el Castillo y Corte. De forma que, para evitar confusiones, junto a las nuevas leyes de sucesión por él dictadas, ordenó que todas sus tierras y las que aún podría añadir a su país, llamaríanse Reino de Gudú -aunque popularmente seguiría siendo el Reino de Olar-. La Asamblea, que desde la autocoronación del Rey habíase replegado lentamente a la misma oscuridad en que la mantuvo el Rey Volodioso, nada tuvo que objetar, excepto estampar su firma -o signo que así pareciera- en el pergamino de la conformidad. Y como, por otra parte, y a gran diferencia de Volodioso, Gudú no regateaba su esplendidez con ellos, y a sus hijos les nombraba rápidamente capitanes, si estimaba eran dignos de ello, y como aquella tierra daba hombres, si no en exceso inteligentes, sí arrojados hasta rayar la ferocidad, Gudú descubrió que para ello sólo precisaban un jefe en quien confiar tanta gloria. Así mismo, prodigábales posesiones, mando y riqueza, de modo que la Asamblea tenía sobrados motivos -aparte del supersticioso temor que los ojos del Rey les inspirara- para admitir y sellar con su asentimiento cuanto éste tuviera a bien disponer.


Los únicos cuya opinión no se consultaba eran, como de costumbre, las gentes que no poseían bien alguno. Llevaban siglos en el olvido, y aunque de tarde en tarde brotaba la rebeldía, tal era su ignorancia y pobreza, que acababan descuartizados y expuestas sus piltrafas, de forma que, para escarmiento de su rebeldía, se mantuviera grabado en todas las molleras por mucho tiempo.


La reconstrucción del viejo Castillo Negro quedó terminada cuando el invierno ya tocaba a su fin. Y si bien no provocó la admiración de los espíritus delicados y soñadores, aunque sí perturbó la sensibilidad de Almíbar por la inarmónica distribución de sus volúmenes y contornos, lo cierto es que Gudú se halló altamente satisfecho de los resultados. Las dependencias interiores, utilizadas para vivienda de sus gentes, como la suya propia, no revestían lujo ni comodidad alguna. No había más que pieles negras -robadas a las Hordas- con que cubrirse, paja y hojarasca para dormir, y los más imprescindibles enseres de uso. Pero sus rebaños estaban bien guardados, y mandó buscar dos pastores en los contornos para que cuidasen de ellos. Y aquellos hombres, montaraces y que apenas sabían hablar, y que los campesinos tenían como medio brujos -pues se les atribuían tratos con el Diablo y relaciones sexuales con cabras-, se sintieron satisfechos de asegurar el comer y beber, como jamás lo fueron antes. Su feroz temperamento se aficionó al manejo de las armas, tal y como contemplaban hacer a menudo a los que habitaban aquel Castillo. A su vez, tornáronse pastores-soldados, y sus exhibiciones a imitación de lo que veían a los soldados y a los cachorros divertían sobremanera a Gudú: y con ellos reía como jamás le había visto reír nadie: esto es, con auténtico regocijo.


El mayor de aquellos pastores-soldados se llamaba Atre, y era hombre ya entrado en años, y tuerto por añadidura, pero tan vigoroso como sólo se recordaba al Rey Volodioso y, en el presente, al propio Gudú. El mismo Yahek habíale retado en ocasiones a luchar sin armas, y salió vencido; por lo que, desde entonces, admiró secretamente a Atre. Y éste, por contra, sintió un tierno afecto por él. De suerte que un día le dijo: «Vamos a hermanarnos, viejo lobo». «¿Cómo es ello?», preguntó Yahek, que era simple y curioso como un campesino. Y Atre contestó: «Raja tu brazo hasta que te sangre, y yo haré lo mismo, de forma que así unamos nuestras sangres: y hermanos seremos». «Bueno -dijo Yahek-, no me importará, aunque hiedas a estiércol, ya que has podido vencerme. Pero ten por seguro que mi espada no reconoce hermanos, y con la espada te vencería en dos vueltas de hoja.» Así lo hicieron. Y después de celebrarlo con abundante vino, Atre dijo a Yahek: «Ahora, Hermano Lobo, enséñame a manejar la espada como tú». «Ni lo sueñes -dijo Yahek-. Pues no dormiría tranquilo en lo que resta de vida.»


Por otro lado, el segundo de los pastores -que unas veces decía ser hijo de Atre y de una extraña criatura mitad cabra y mitad mujer, y otras decía haber sido engendrado por el propio Diablo en vientre de mujer- contaba, al parecer, unos veinte años. Era alto y fornido -aunque menos que Atre-, y tan estúpido que mantenía constantemente la boca abierta, por lo que a menudo sufría las bromas de los soldados y cachorros, que se la llenaban de piedras, atinando de lejos y como blanco de su puntería. Pero él -llamado Oci- se prestaba muy agradablemente a tales demostraciones, pues tenía tan fuertes los dientes, encías, lengua y paladar, que era capaz de detenerlas hasta llenar su boca a rebosar, y luego escupirlas con tal fuerza que en más de una ocasión llegó, con ellas, a atravesar la cabeza de alguna estúpida y curiosa gallina de las que pululaban a sus anchas por dependencias y recintos de todo el Castillo. Y más de una anidó en algún rincón de la oscura escalera, de suerte que los soldados solían buscar los huevos allí y beberlos crudos, pues, por su origen campesino, tenían esto como sustancia en verdad de gran fuerza y vigor para sus músculos y cuerpos.


Las mujeres, instaladas en dependencias aparte y separadas por una empalizada de madera, tenían permiso para salir y entrar a su antojo, ya que tan contentas se hallaban con sus hombres, bien alimentadas, y cuidando de sus muchachos hasta los seis años, en que ingresaban en los Cachorros y se adiestraban a las órdenes de Yahek y Randal. Cocinaban y aseaban -según su entender, que era más bien parco- las habitaciones del Rey y las suyas propias.


A veces, la Bruja de las Estepas merodeaba por las dependencias de las mujeres. Pero prefería los bosques, y halló un tronco hueco donde cabían enteramente tanto ella como sus cuencos de barro, así como su yacija de hojas y paja. De esta forma, tenía siempre al alcance de su vista a Yahek, para que no pudiera mitigarse su odio. Las mujeres solían llamarla para dormir a sus hijos, pues la anciana sabía contar historias acompañadas de canciones que, al oírlas, todos los niños, por rebeldes que fueran, cerraban los ojos, como si sus párpados se llenaran de fina arena. Solamente permanecía alejada de una mujer, a cuyo hijo jamás quiso dormir, ni tan sólo mirar: y ésta era Indra, y el niño de ésta y Yahek se llamaba Krhin.


Gudú mandó instalar un gran taller de herrería y armas, y para ello envió a sus hombres en busca de los diez mejores maestros en tales oficios. Unos vinieron de grado, otros con resignación, y dos con cadenas, pues el Rey solía ser expeditivo en sus decisiones y poco amigo de discutirlas con nadie -y menos con los propios interesados-. Pero, de grado o por fuerza, aquellos hombres allí quedaron, y de sus fraguas y talleres salían las mejores armas y las más templadas hojas del Reino.


Así, llegó el deshielo. El río creció, las orillas verdearon entre la última escarcha, y se cubrieron los ribazos de campanillas azules y redondas flores amarillas como diminutos soles. Las muchachas más jóvenes de los contornos bajaron a las orillas del río, y los hombres las miraban desde las almenas de la muralla del Castillo Negro. El mismo Rey, un día, atinó a pasar a caballo junto al bosque, y cerca del río vio a dos campesinas jóvenes, que se lavaban y acicalaban junto al agua. «Hace tiempo -pensó- que aquellas hermosuras que me rodeaban, ahora escasean, si no es que han desaparecido…» Dicho lo cual, se aproximó a ellas cuan suavemente pudo. Al oír los cascos de un caballo, ambas se adentraron en el agua, despavoridas, y trepando a una especie de islote que de él emergía, estrechamente abrazadas, le miraron temblorosas.


– No tenéis de qué asustaros -dijo el Rey, descabalgando-. No voy a mataros ni haceros nada que no os agrade sobremanera.


Entró en el agua, y con ella hasta las rodillas tendió su mano a la que le pareció más linda y joven: una muchacha de unos catorce años, de pelo rubio oscuro. Iba muy pobremente vestida, y, al mirarla de cerca, Gudú juzgó que estaba demasiado flaca y probablemente hambrienta. Pero, con la experiencia que iba acumulando en éstas como en tantas otras cosas, pensó que mejor ataviada y alimentada, en nada tendría que envidiar a las más hermosas que él había tenido el agrado de conocer.


– Ven conmigo -dijo el Rey-. Te juro que nadie te hará daño: antes bien, te daré de comer cuanto quieras, y un vestido mil veces mejor que el que llevas puesto.


– Os lo ruego, Caballero -dijo la mayor-. No os llevéis a mi hermana pequeña, pues mi madre moriría de pesar.


– Pues no recibirá ningún pesar, si tu hermana conmigo viene -dijo Gudú, un tanto impaciente. Excepto el desagradable episodio de Tontina, no solía resistírsele muchacha alguna-. Tu madre recibirá dobles raciones de víveres, y la libraré de impuestos durante unos años… ¿A quién pertenecéis?


– Al Barón Rucindo -dijo la mayor-. Y sabed que es Señor de mal talante.


Al oír esto, Gudú rió con fuerza y, asiendo a la muchacha, la arrastró tras sí hasta la orilla, en tanto decía:


– Decid al Barón que el Rey Gudú ha tomado para sí una de sus vasallas; y tened por seguro que no tendrá objeción que hacerme.


Al oír tal nombre, las muchachas palidecieron. Y la hermana mayor salió del río con rapidez, y desapareció campo traviesa, en menos tiempo del que había necesitado para llegar al río.


En tanto, la menor temblaba de tal forma y con tal espanto le miraba, que Gudú se sintió molesto. Golpeándole ligeramente con el pie, dijo:


– No me mires como un conejo a un jabalí, estúpida, y sígueme. Ten por seguro que no vas a arrepentirte.


La montó a la grupa de su caballo y con ella regresó a la Corte Negra. Llamó entonces a un viejo soldado llamado Relisio, que, por faltarle la media mejilla que le arrebató un guerrero de las Hordas -en tiempos aún de Volodioso-, era muy respetado, tanto por los hombres del Castillo como por el propio Rey; de aquí que, dada su edad y conocimiento, habíale nombrado su intendente.


– Relisio, envía a este pájaro asustado a las dependencias de las mujeres. Decid a Indra que le dé un vestido limpio, que la ordene bañarse y peinarse, y que le dé de comer cuanto desee. Y si dentro de una semana ofrece un aspecto más lozano, me la envíe.


Pues Indra como mujer más refinada y entendida que las otras mujeres, tenía para estas cosas mayor tino y gusto.


– Así lo haré, Señor -dijo Relisio.


Al cabo de unos días, la muchacha fue enviada a Gudú. -Unas cuantas raciones suplementarias y unos metros de tela pueden hacer tantos milagros en los soldados como en las muchachas -dijo Gudú, satisfecho. Pues la muchacha, aseada, peinados en suaves trenzas sus cabellos dorados, con la piel más clara y lustrosa y los ojos brillantes, ofrecía un aspecto inmejorable. Incluso sonrió cuando, al preguntarle su nombre, con una torpe reverencia, enseñada por Indra, dijo:


– Arandisca, Señor.


– Feo es el nombre -dijo Gudú-. Bueno, te llamaré Lontananza, como otra muchacha tan bonita como tú, de quien guardo buen recuerdo. Espero que sepas cumplir tu cometido igual que ella.


Dicho lo cual, mandó instalarla en su cámara, y desde aquel día le acompañó.


La muchacha embellecía día tras día, y el Rey dijo:


– Dentro de un mes, a lo sumo, desaparecerán los callos de tus manos y pies: de suerte que ningún detalle te faltará.


– Gracias, Señor -dijo la nueva Lontananza-. Pero quisiera saber algo de mi madre y hermana, a quienes prometisteis ayudar si yo os obedecía.


– ¿Eso dije? Bien, en todo caso, me parece justo. Dime dónde habitan, y allí enviaré a mi gente a cumplir mi promesa.


– Oh, Señor -dijo Lontananza, con voz titubeante-, en verdad que somos la familia de uno de aquellos herreros que aquí trajisteis. Y desde entonces, mi madre y hermana rondan este lugar con la esperanza de verme, aunque ya les envié recado y algún alimento a través de las mujeres.


– Pues bien -dijo el Rey-, hazles saber que no deben ocultarse, y es más, si tu madre puede llevar esta vida, le permito reunirse con tu padre. En cuanto a tu hermana, también puede ingresar en las dependencias de las mujeres, y no dudo que hallará pronto algún árbol en que ahorcarse a gusto.


– ¿Qué queréis decir, Señor?


– No lo tomes a pies juntillas -dijo Gudú-. Me refiero a que hallará buena acogida entre los soldados, y aun podrá elegir entre los más generosos, pues andamos escasos de criaturas tan jóvenes y agradables como vosotras. Habrás observado que la mayoría de las mujeres son madres, y no demasiado tiernas. Y si bien a falta de pan buenas son tortas, no vendría mal reforzar esas dependencias con nuevos elementos de mejor calidad.


– Así se lo diré, Señor -dijo Lontananza. Y besó con veneración la mano de aquel que, en épocas aún no muy lejanas, odiaba y tildaba de bestia entre las bestias.


Con esto, la noticia cundió por los alrededores. Y si bien algunas madres guardaron a sus hijas con temor, otras, por contra, simulando ir en busca de hierbas junto al río, acercábanlas a las proximidades de la Muralla Negra. Y otras jovencitas, por propia voluntad, hasta allí se llegaron: de suerte que, a medida que el buen tiempo avanzaba, y las hierbas y plantas, y todas las flores del campo, asomaban sus cabezas en el bosque y las colinas, y descendían en tapices azules, rojos y violetas, blancos y dorados, hasta el río, así las muchachas en edad y hechuras diferentes fueron acercándose y aun entrando, y aun permaneciendo allí con buen ánimo. Dispuestas a no abandonarlo, mientras tuvieran ocasión de ello.


Así, Lontananza fue acompañada por otra muchacha, llamada Iliona, y, algún tiempo más tarde, por otra, de nombre Cinzia. Y las tres fueron instaladas en la cámara del Rey, y aunque disputaban a menudo y reñían por cualquier cosa, lo cierto es que buen cuidado tenían de que estas cosas no llegaran al Rey; pues, en el fondo, sentíanse a gusto las tres juntas -ya que la sola compañía del Rey no era, en suma, en extremo amena, salvo en los momentos de amor-. Y ficticiamente, sentíanse como princesas -cosa que nunca habían soñado antes-, contábanse cuentos y tejían juntas bellas telas, y aunque de tarde en tarde las soliviantaba algún mal aire que encendía celos o mal humor, y se pinchaban los dedos con las agujas de tejer, o se tiraban de las trenzas, lo cierto es que no se sentían dispuestas a cambiar su puesto por el de antaño, ni a privarse de su mutua compañía. Y como entre los soldados también cundió la posibilidad de llegar a entablar amistad con las recién llegadas, verdad es que no sólo el bienestar y la aparente alegría reinaban en la Corte Negra, sino que sus gentes aumentaban de forma sorprendente.


– Estos soldados jóvenes -pensaba Gudú- algún día serán viejos, y estos cachorros de soldado, algún día hombres. Es por ello que no debe parar la anexión de nuevos cachorros-soldados, ni debe descuidarse tal adiestramiento. Si las cosas marchan como espero, mi ejército no tendrá rival, ni en estas tierras ni en parte alguna del mundo.


Y estos proyectos, junto al deseo de cruzar el Gran Río hacia las Estepas, enardecían sus sueños y espoleaban su ambición. «Gudú, Gudú -se decía a sí mismo las noches en que bebía junto a sus soldados-, tu nombre y tu Reino se extenderán a través de la tierra y el agua, a través de los siglos y los hombres.»


Con el buen tiempo menudearon justas y entrenamientos entre soldados y cachorros. Y en verdad que ni Gudú ni todos los que componían la Corte Negra tenían ocasión de aburrirse. Poco a poco, el Rey olvidó a su hermano Predilecto, y de día en día sentíase más seguro de sí, más libre y, en suma, el más poderoso e indestructible de los hombres. Y con ello, llegó a la conclusión -si bien no pensada, sino acarreada por el transcurso de las horas y de los días- que no existía mejor protector de un hombre, ni de un Rey, que ese mismo hombre o ese mismo Rey.

2

No obstante, no todos gozaban de la misma sensación de bienestar en aquella especial y nunca vista u oída Corte.


Durante los primeros días de su creación, cuando todavía sólo era un solitario y sombrío Torreón amurallado y aún no se habían terminado de levantar murallas y dependencias, Gudú estimó que había pocos muchachos útiles para el adiestramiento. Ciertamente, la mayoría eran aún muy pequeños, y el más nutrido grupo lo formaban aquellos que, famélicos y vagabundos, se unieron a ellos a través de un camino que aparecía sembrado de ruinas y destrucción. Un día, Gudú ordenó a sus hombres que fueran en busca de muchachos en edades comprendidas entre los ocho y los doce años, y que con ellos los trajeran. «Por fuerza o por gusto, pero -añadió- mejor por lo último: pues si con gusto llegan, con más gusto se quedarán y con mejor voluntad aprenderán.»


Sus hombres fueron trayéndole grupos de chiquillos más o menos atemorizados, más o menos entusiasmados. Y como juzgó que estos últimos eran los más aptos y los que mejor resultado daban, se dijo que la admiración era un buen camino para enardecer las mentes infantiles; así, envió a sus hombres enarbolar la bien aprendida relación de sus hazañas y honradez, de forma que calentaran los cascos de toda la chiquillería en buen estado con que tropezaran. Este sistema dio mejor resultado que los anteriores, hasta el punto de que, como más tarde hicieron las doncellas o mujeres de cierto buen aspecto, los chiquillos afluyeron y rondaron las murallas del Castillo Negro, hasta conseguir ser admitidos en él. Y esto Gudú tampoco lo ignoraba: un señuelo tan grande como la admiración y ambición de llegar a ser un gran y bien pertrechado soldado, amén del pan, la carne y unas ropas que sustituyeran los harapos, no eran el menor aliciente para ellos.


Cierto día le había advertido Randal que, según había comprobado en sus campañas con Volodioso, el Sur estaba poblado de niños hambrientos. Volodioso había explorado sus tierras, sin dejar resquicio, y entre ellos había atisbado los más fieros rostros, la más aguda inteligencia y los más valientes gestos. «Pues id al Sur -dijo Gudú-. Y acarread de entre ellos cuantos tengáis a bien.»


Envió Randal un grupo hasta las tierras de Predilecto, y allí recolectó cuantos muchachos apreciaron útiles. Y el Castillo del hermano del Rey fue -como todo lo demás- víctima de aquella búsqueda y captura. Es así como los muchachos que en un tiempo se refugiaron allí con Amer, volverían a ser conducidos al Norte.


Un año había transcurrido desde entonces, y los muchachitos que entonces contaban diez años, contaban ahora once, y los que contaban ocho, nueve. Y el que a todos ellos mandaba y conducía -y en quien todos mantenían la esperanza de que Predilecto cumpliera sus promesas-, el llamado Lisio, era ya un adolescente de oscura y fiera mirada y altivo porte.


– No os abandonaré -dijo a los demás muchachos.


Y aunque su edad rebasaba la que los soldados requerían, ofrecióse a ellos voluntario. Y como su aire y sus palabras agradaron a los soldados, lo admitieron y llevaron con ellos. Así, cuando lo presentaron al Rey, éste observó detenidamente su aspecto, y juzgando que aunque menos corpulento que él, no debían ser muy lejanas entre sí las fechas de nacimiento, díjole:


– A lo que juzgo, has pasado la edad requerida, pero si lo deseas, serás probado por Yahek. Y si en menos tiempo que los otros logras aprender más, te quedarás con nosotros y, a la vez, serás el jefe de los Cachorros (aunque, por supuesto, a las órdenes de Yahek, vuestro maestro). Pero si no cumples lo que de ti se espera, te arrojaremos fuera del Castillo, y bueno será para ti no volver a él.


– Así será -dijo Lisio, mirándole a los ojos sin temor; cosa que en verdad admiró y desagradó a partes iguales al Rey-. ¿Qué plazo me dais para ello?


– Treinta días -dijo Gudú, acortando mentalmente el tiempo que ya había previsto-. Y ten presente que jamás contradigo cuanto he dicho.


Pero aunque secretamente -y sin poder explicarse la razón Gudú deseaba que el muchacho fracasara en su empeño, lo cierto es que, aun antes del plazo establecido, Yahek manifestó -con orgullo que molestó a Gudú, por no entenderlo- que su nuevo y especial discípulo se hallaba en condiciones, no de superar al mejor y más valiente de los Cachorros, sino a los más bravos soldados adultos.


– En tal caso -dijo Gudú-, mañana se celebrarán unas justas que tengan como oponentes uno contra cuatro. Esto es, que si Lisio ha de ser el jefe de los Cachorros, de cuatro en cuatro ha de saber vencerlos. Elige, pues, los mejores entre esos cuatro, y dispón todo para que, cuando raye el alba, tenga lugar el encuentro.


Así lo hizo Yahek, y como entre los Cachorros estaba vedado el duelo a muerte, eligió los cuatro más prometedores. Pasó el resto de la noche entrenando a Lisio, hacia el que había cobrado un gran afecto, como si de algo propio se tratara.


– Hijo -le dijo al fin, cuando juntos reposaban, próximo a rayar el alba-. Déjame llamarte así, puesto que mi propio hijo, aún muy niño para ser adiestrado, quisiera que fuera tan fuerte y bravo como tú eres: ten por seguro que si a ti te vencen y te arrojan de este lugar, yo contigo iré.


– No -dijo Lisio, mirándole de forma que Yahek no entendió-, no me vencerán; porque mi fuerza brota de un lugar más oscuro y violento que mi cuerpo. Y si me vencieran, queda tú con quien es de tu raza, pues conmigo no hallarías reposo sobre la tierra. No soy tu hijo, ni lo podré ser jamás.


– Tus palabras me atemorizan -dijo Yahek-. Y si no ser mi hijo, ten por seguro que por ti velaré, mientras me sea posible, como padre.


Apenas en el Patio de las justas se había levantado el sol, se inició el reto entre Lisio y los cuatro cachorros seleccionados por Yahek. La lucha fue muy dura para Lisio, pero en el primer encuentro venció a todos ellos.


El Rey quedó tan maravillado de Lisio, que al punto olvidó su antipatía hacia él. Y como inclinado más a la lógica de los hechos, que a las vagas premoniciones sin verdadero fundamento, al punto le nombró jefe de Todos los Cachorros, y le entregó de su propia mano una espada recién forjada, en la que podía leerse su nombre y esta enseña: «Quien sirve al Rey Gudú se sirve a sí mismo, a través del tiempo y del mundo». Era larga la frase, pero también lo era la espada, la más larga y pesada que en manos de cachorro se había prestado en la Corte Negra.


Aquella noche, Lisio reunió secretamente al grupo de jóvenes del Sur, y les dijo: «Juro por esta espada que vengaré a mi padre y a todos los de nuestra raza, y juro también que aquel de vosotros que reniegue de nuestra consigna, será el más castigado». Los muchachos juraron a su vez. Pero Lisio no se apercibió de la duda que había nacido en todos ellos. Y en breve podría comprobar cuán frágil es la humana naturaleza, cuán frágiles los humanos juramentos y cuán indefensa una espada de niño -aun con tan larga frase como larga hoja-, en soledad contra el egoísmo y la ceguera que cubre la tierra.


Pues no habían transcurrido muchos meses -apenas el sol había derretido hasta la última nieve-, Lisio, que bien conocía la tierra donde pisaba, comprendió que el buen tiempo, tan esperado, había llegado. Sabía que el invierno era el peor enemigo de los fugitivos, y la muralla donde se estrellan los más valientes o míseros luchadores. Más de una vez su abuelo le había dicho que el sol del verano era la más preciosa riqueza de los pobres. «El tiempo cálido fortalece el cuerpo y el espíritu -le decía-, y sólo en el verano se atreven los pobres a levantar su cabeza contra el poderoso. Porque en el invierno el hambre es más afilada, la carne aterida tiembla, los ojos se cubren de hielo y de sed. Y si en el invierno los poderosos tienen techos abrigados y leña en abundancia, las raciones se acortan para el pobre, la paja se seca y muere en sus techumbres, y la leña nunca basta a calentar los ateridos cuerpos. Nunca emprendas nada, Lisio, en invierno. Sólo mis palabras pueden defenderte, bajo el sol, de la injusticia y la crueldad humanas: de suerte que lleva mis palabras a tus hijos y éstos hasta los suyos, hasta el día en que los oídos escuchen y los ojos vean, y las conciencias despierten.» Y Lisio, tal como lo prometió, no lo había olvidado.


Pero muy grande fue su amargura, su decepción y su ira cuando llegó el día que mentalmente juzgó el señalado y, reuniendo a sus viejos amigos, les dijo que al alba partirían, armados hasta los dientes y con los zurrones repletos de víveres.


– ¿Adónde iremos? -dijo el mayor de sus amigos, con desconfianza.


– En busca de nuestros hermanos: hacia las minas del antiguo País de los Desfiladeros. Y en busca de todos los Desdichados que en la tierra moran y a nosotros se unan: y os juro que mi ejército será más numeroso y más fuerte que el del Rey, porque la desesperación es arma que ni Gudú ni sus secuaces conocen.


Pero sus antiguos amigos bajaron la cabeza y nada respondían. Hasta que, al fin, uno a uno, fueron apartándose de él, y sólo halló, a través del cristalino velo de sus iracundas lágrimas, a Iro, su perrillo, que le miraba tiernamente fiel, con todo el sol de la tierra -según le parecía- encerrado en sus redondos y ya cansinos ojos de ciruela.


Con toda aquella amargura, partió solo aquel amanecer, y solo salió al campo y solo se internó en los bosques que tan bien conocía; acompañado, únicamente, del tenue jadeo de Iro, que hollaba tras él las jaras, los helechos y las primeras luces que el verano recién nacido despertaba en la oscura enramada.


Cuando Yahek, consternado, tuvo noticia de su desaparición, en vano lo buscó por todas partes. Entonces, con el corazón atravesado de dolor, siguió los pasos de la Bruja. Y ella le dijo que había escondido a su niño en el hueco del tronco de un roble: porque los robles son criaturas que sobreviven tiempo y tiempo a los humanos. Y la Bruja, que tanto rencor guardaba hacia Yahek, dijo que las alimañas lo habían descubierto y devorado. Ella sola había podido enterrar sus huesos bajo una piedra.


Lleno de pena, como si su corazón estuviera sepultado bajo aquella misma piedra que, según creía, cubría la tumba de Lisio, Yahek sollozó, acaso por primera vez en su vida.


Desesperado y dolorido, regresó al Castillo Negro y halló a Gudú muy irritado. Y éste le dijo:


– No merece la pena un mísero cachorro de alimaña para que así abandones tus deberes.


Por lo que le castigó a diez latigazos que, en verdad, no le dolieron ni la mitad que aquella ausencia. Y todos, menos él, olvidaron a Lisio, y la vida continuó en la Corte Negra sin su presencia.


Sólo cuando ya no se oían cascos de caballos ni voces de soldados, y el verano extendía su tibieza húmeda sobre los campos, y secaba las flores y la hierba y cubría de polvo los caminos, salió Lisio de su profundo escondite entre las viejas minas, cuyos laberintos sólo él, o un trasgo, hubieran logrado escudriñar sin peligro de sus vidas. Y partió, racionando su pan y su agua -compartiéndolos con Iro-, hacia la región montañosa de los Desfiladeros. Escurriéndose paso a paso, desde las Tierras Negras de los Desdichados hasta las gentes sin patria: los que nada poseían, los que ni siquiera tenían nombre. Y a los que pudo proveer -en su medida, harto pequeña- de víveres y armas.

XVI. LA ISLA DE LEONIA

Estaba ya avanzado el verano cuando la joven Lontananza no pudo ocultar por más tiempo su estado de embarazo. Ello le causaba temor, pues no sabía cómo tomaría el Rey aquella novedad, y las reacciones de Gudú eran tan impenetrables como sus pensamientos. Juzgaba, y con razón, que después de cinco meses de disimulo en que, ayudada por las otras dos muchachas, había intentado oprimir su cintura y dar flexibilidad a su talle, lo mejor era que, aconsejada por ellas mismas y por Indra, y dado que Gudú parecía en verdad satisfecho, se lo dijera aquella noche al Rey, mientras en amigable compañía bebían y cenaban:


– Señor, he de comunicaros una nueva que, si bien me llena de gozo, no sé cómo será tomada por vos.


– Habla de una vez -dijo Gudú, con aire distraído-. Sabes que no tolero los rodeos, cuando más sencillo es caminar en línea recta.


– Pues, Señor, lo cierto es que, si no me equivoco, espero un hijo de vos, mi Señor y Rey.


– ¿Qué dices? -casi gritó Gudú, pues (que él supiera) tal cosa le ocurría por vez primera.


– Así es -añadió, temblando, la muchacha-. Pero os pido que, si ello os desagrada, me dejéis retirarme al aposento de las mujeres, y con ellas vivir: aunque suplicándoos que me dejéis guardar al niño conmigo.


Gudú quedó perplejo ante esta revelación. Al fin, hizo levantar a la muchacha de su asiento, y ordenándola acercarse, apoyó su oído en su vientre, palpándolo tan rudamente que Lontananza sofocó un grito.


– No tiembles, estúpida -dijo Gudú-. No hallo crimen en tal cosa para castigarte por ello, puesto que, en tal caso, a mí mismo debería castigarme también.


Y riendo, con su risa cortante y breve, la apartó, diciendo:


– No es mala idea la tuya: vete en buena hora al departamento de las mujeres y ten allí a tu hijo. Y si éste crece fuerte y sano, como espero, mándamelo decir. A la edad conveniente, ingresará entre los Cachorros. Pero si es enfermizo o tarado, o mujer, guárdalo contigo o tíralo a los perros, según desees o juzgues, y no me vuelvas a molestar en lo que te reste de vida.


Con lágrimas en los ojos -aunque ocultando el rostro, pues sabía la aversión que sentía Gudú hacia el llanto- se retiró, seguida de la triste mirada de sus dos amigas.


– ¿Qué ocurre? -dijo Gudú enfadado-. ¿Qué funeral estamos celebrando? Alegrad esos rostros (que, a decir verdad, ya empiezo a conocer en demasía) si no queréis reuniros con ella.


Así pues, las dos muchachas compusieron sus sonrisas, si bien con íntima pena, tanto por Lontananza como por ellas mismas. Y la cena terminó sin incidentes.


Pero aquella circunstancia hizo cavilar a Gudú sobre el hecho de que, en verdad, no había dado aún heredero legítimo al trono. Y como su reciente ley ordenaba sucediese así, de forma que sólo la estirpe legítima ciñese la corona, en cuanto rayó el alba apresuróse a enviar un emisario a Olar, pidiendo a su madre el cumplimiento rápido de sus órdenes. Ya que el clima se ofrecía cálido y propicio, debía solucionar tales problemas antes de emprender la más audaz empresa, planeada detenidamente, y que habría de llevarle nuevamente a las estepas.


En Olar, la Reina y su Corte arrastraban aquella vida lánguida y monótona que siguió a la desaparición de Tontina y de Predilecto. El desánimo mantenía a Ardid en una rara apatía, poco común en ella. Poco a poco, fue descuidando su acicalado aspecto y, si bien seguía siendo una hermosa y madura mujer, no se cuidaba de ocultar con afeites el paso del tiempo, ni de escamotear entre las trenzas las canas que, día a día, invadían sus rubios cabellos. Aunque -más quizá por un sentido estricto de sus obligaciones que por gusto propio- seguía ofreciendo en el Castillo recepciones y bailes, donde podía observar a las hijas menores de los nobles, y proyectar, desde la sombra de su camarilla, enlaces pertinentes, o deshacer los que juzgaba poco pertinentes, lo cierto es que no hallaba en estas cosas el placer de antaño.


Por contra, empezó a interesarse más por el pequeño Príncipe Contrahecho, y a menudo pedía a su Camarera Mayor, Dolinda, le trajese con ella. Y ambas le miraban jugar, y observaban sus progresos -en verdad parcos, pues la criatura era enfermiza y lenta, aunque dulce y cariñosa como pocas-, y opinaban sobre lo que mejor le convenía, tanto en lo tocante a vestidos como a futuros estudios. Un secreto instinto les hacía mantener medio ocultos aquellos encuentros, y aun la misma presencia del niño: tácitamente, preferían que permaneciera olvidado de todos, excepto de ellas dos.


– Es hermoso -solía decir Dolinda, arreglándole el juboncillo que ella misma bordara con infinito amor-. ¿Visteis jamás rostro tan inteligente, ojos más dulces, cabellos más dorados?


– Tenéis razón -decía Ardid, acallando la vaga melancolía que tales palabras despertaban en ella-. Es lindo de veras.


Y contemplaba pensativa el pálido semblante, las débiles piernecillas que aún no lograban sostenerle como a su edad era debido, la profusa maraña de cabellos rojos e hirsutos que, como cerdas de escoba, brotaban de su cabeza demasiado grande. Sólo el Trasgo, a veces, asomaba la cabeza para opinar:


– En verdad que, para ser humano, no parece tan feo como los otros: es delicioso.


«Porque se parece más a ti que a niño alguno», pensaba Ardid, enternecida. Y asentía también a las opiniones de su viejo amigo, que a la sazón andaba muy ocupado -según decía- en descubrir un filón de vino que, a su entender, y guiado por el olfato, no debía andar lejos de allí.


– Pero, Trasgo querido -le decía Ardid por las noches, asomándose al hueco de la chimenea-, sube ya, que las brasas van a morir y no tendrás buen lecho en mi gabinete. Además, entiende de una vez que éstas no son tierras de viña, y deberías regresar al Sur, si tal cosa deseas. ¿No tienes bastante vino en las bodegas? En verdad que eres caprichoso.


Pero el Trasgo fingía no oírla o, en todo caso, emergía sólo por breve rato, diciendo:


– No sabéis de qué habláis, niña: el difunto Volodioso, que amaba tanto el precioso elixir como yo, intentó plantar una viña por aquí, y tengo para mí que empieza a dar buenos resultados.


Nada podía distraerle de aquella obsesión. En tanto, entre sueño y sueño, el Hechicero se ocupaba laboriosamente de copiar en pergaminos las batallas de Gudú y sus victorias, para guardarlas cuidadosamente en El Libro del Reino. Y Almíbar, lánguido y soñoliento, se entretenía a solas jugando contra sí mismo interminables partidas de ajedrez, moviendo ora las blancas ora las negras. Pero como no podía dejar de tomar partido por algún color, lo cierto es que se hacía tantas trampas a sí mismo, que a menudo la propia Ardid no podía evitar amonestarle por aquellos desmanes impropios de un caballero, por otra parte, tan pulido y pundonoroso.


– Si es contra mí mismo, querida mía, poco deshonor me acarrea, creedme.


– Pues jugad contra un paje, o contra cualquier otro: porque temo os aficionéis en demasía a costumbre tan reprochable.


– No existe contrincante digno de mí, hermosa mía -respondió Almíbar, con dulce sonrisa-. Excepto el Trasgo: y éste, según parece, dirige su atención hacia otros asuntos.


Cierto día, Ardid se asomó a la ventana que daba sobre el Lago. Una suave neblina ascendía de sus aguas, perfumada y embriagadora, aunque impregnada de un remoto calor que ella creía perdido. Y dijo:


– Dios mío, qué triste es envejecer…


– ¿Envejecer, hermosísima mía? -Y Almíbar la abrazó, besándola con fervor-. No lo diréis por vos ni por mí, que estamos en la flor de la vida…


La Reina calló, enternecida. Pero, poco a poco, su sagaz mirada fue apercibiéndose de que entre los más jóvenes componentes de la Corte se cruzaban miradas de inteligencia y risas reprimidas cuando Almíbar, solemne y envarado, presidía como Maestro de Ceremonias cualquier banquete o baile. Y este descubrimiento clavaba punzadas en su corazón, de suerte que a menudo la melancolía y el desánimo la invadían.


Y en tan lánguido clima se deslizaba la vida de Ardid cuando, ya avanzado el verano, una carta del Rey, de manos de un veloz y sudoroso emisario, hizo vibrar nuevamente su indomable vigor:


– ¡Cielo santo, qué perezosos somos! -clamó, mientras recorría la estancia a grandes pasos-. ¿Es posible que hayamos permanecido ociosos tanto tiempo, sin habernos apercibido de que el Rey ordenó elaborar la lista de candidatas a desposarle? Rápido, amigos míos, celebremos camarilla y veamos de solucionar este descuido cuanto antes.


Y con su acostumbrada actividad, cerró de golpe tableros de ajedrez y cofres de juegos. Y, asomándose al hueco de la chimenea, conminó al Trasgo a acudir prestamente a su presencia.


Así, salieron todos de su sopor o individuales obsesiones, y aquella noche leyeron nuevamente con gran detenimiento El Libro de Linajes -si bien, prescindiendo del elaborado por el Hechicero, cuyos frutos dieron tan amargos resultados-. Una vez examinadas todas las posibilidades, Ardid llegó a la conclusión de que, en verdad, poco había donde escoger. Gudú -como temía, y acertaba- no era partidario de mujer mayor de veinte años, ni fea, o gorda, o tuerta o totalmente imbécil.


– Pues, si no me equivoco -dijo, pensativa, cerrando el libro-, sólo tres candidatas parecen posibles: la Princesa Dursia, hija del Rey de las Montañas Sudestes, cuya candidatura no me atrevería a apoyar calurosamente, ya que su padre se arruinó materialmente contra su vecino del Este, y andan, según creo, maltrechos y labrando ellos mismos sus propias tierras; la hija del Señor de los Valles Oríndicos, que es gente pacífica pero sin interés de ningún tipo, tal que ni tan siquiera Volodioso, lindante a sus tierras, juzgó valían la pena invadir; la última, que a mi juicio (si bien con recelo y suspicacia, que no sabría definir, pero que ya se esclarecerá) merece más halagüeñas perspectivas, es la hija de la propia Reina Leonia.


– Aquel bebé rollizo -rió bobamente Almíbar-. Oh, querida, no está en edad de dar hijos a nadie.


– Querido, hace años, quizá cuando la visteis por última vez, sería un bebé. Pero tened en cuenta que, a la sazón, cuenta quince años, y a juzgar por lo que aquí se dice, no es fea, ni tan estúpida como, por ejemplo, la hija del Señor de los Valles, que nunca acierta de primer intento llevarse el pan a la oreja o a la boca…


– No es posible -dijo Almíbar-. Debe haber un error…


– En tal caso, saldremos de dudas -dijo Ardid, más por cortesía que por verdaderas dudas.


Y como verdaderas dudas no le cabían en modo alguno, envió nuevamente al emisario, con la lista, exigua, pero debidamente informada, a Gudú. Otra opción era casarse con una noble muchacha de su propio Reino. Cosa que, con todo respeto, no creía aconsejable.


A poco, llegó la respuesta del Rey. Su mensaje era parco: «Id a por la hija de Leonia. Pero observadla bien, y escribidme al respecto de cuanto la oigáis decir y veáis hacer. Y como sólo en vos confío para tal menester, bueno será que para ello vayáis vos misma a visitarla. Luego, si quedamos convencidos, seré yo quien vaya a la Isla y me casaré allí. Pues si antes no la veo, nada decidiré al respecto, aun fiando en mucho -como fío- vuestra sagacidad».


Apenas la Reina Ardid terminó de leer aquella misiva, levantó los ojos, inundados de una luz muy particular. «Ay, la Isla de Leonia… ¿existirá alguna niña en el mundo, que no sueñe con ella?…» Y de pronto la volvió a ver, con un dolor y amor inmensos, recuperando su corazón de siete años. A través de una piedra azul, horadada y partida en dos mitades, su mirada de niña pudo atisbar, por vez primera, una isla que giraba sobre sí misma, como un sueño imposible de alcanzar, «la Isla de Leonia…».


Con acento que despertó la curiosidad de Almíbar -que a su lado dormitaba, tras una espléndida y madura noche de amor, pues los años sazonaban sus relaciones, en lugar de marchitarlas, y ésta era la única zona o aspecto de Almíbar que no declinaba-, murmuró: «La Isla de Leonia…».


– Almíbar, debéis acompañarme en un viaje singular.


– ¿Un viaje? -rezongó Almíbar-. Oh, queridísima, sabéis que los viajes, últimamente, no me parecen tan atractivos como antaño…


– No es un viaje corriente, querido mío -y le tendió la misiva de Gudú.


Apenas Almíbar posó los ojos en ella, se quejó, suavemente, de dolor en riñones, espalda y miembros inferiores. Por lo que, sin duda, los viajes por mar no eran aconsejables para él.


– Pues bien -Ardid saltó del lecho con recuperado brío-, si no me podéis acompañar, deberé iniciar sin vos tal empresa: puesto que, si habéis leído con detenimiento la misiva del Rey, mi presencia allí es imprescindible.


– ¿Vos a la Isla de Leonia? -pareció despertar Almíbar, con súbita inquietud-. Oh, Ardid, niña mía, no sabéis qué decís: es una isla muy agradable, pero no aconsejable a mujer sola…


– Si os referís a las murmuraciones que el vulgo propaga sobre las relaciones que Leonia mantiene con la piratería y demás aledaños, mucho me duele recordaros que, si prestáramos oídos a otras gentes que no sean los aduladores habituales, iguales o mayores calumnias o deformaciones malignas escucharíamos de cuanto en esta recta y severa Corte acontece. Querido, sabido es que la envidia y maledicencia humana no tienen fin. Pues si bien la inteligencia tiene un límite, la tontería y la malicia no tienen fondo visible o alcanzable.


– En todo caso -dijo Almíbar, con creciente desazón-, os ruego me llevéis en el alma y pensamiento, como a vos os guardo yo en los míos.


– Descuidad -dijo Ardid, iniciando su tocado mañanero-, eso es habitual y cotidiano, querido. Tanto como comer, beber y respirar el aire. Os amo, y eso basta.


Pero una oscura vocecita repetía en sus entrañas que el único ser humano que amó la Reina Ardid -excepto a Gudú, el Maestro y el Trasgo, aunque de forma distinta y diversa- era el cien veces maldecido Volodioso; y aunque Almíbar, y todos (excepto tal vez su anciano Maestro), le habían olvidado o lo ignoraran, ella no dejaba pasar un solo día sin que, de alguna forma -aun la más impensada, como el súbito piar de los pájaros que anunciaban la primavera, o su regreso hacia el Sur-, lo recordase.


Así pues, el ajetreo, las prisas, las órdenes, las severas advertencias y precauciones con que rodeaba Ardid todos sus actos, renacieron con el verano en la Corte de Olar.


«La Reina ha rejuvenecido», decían los jóvenes. «El último verano», suspiraban los viejos, con melancolía. Y ella, en tanto, renovó afeites, probó peinados, desempolvó lienzos y galones, ordenó bordados y mandó deshacerlos y descoserlos, con súbitas inspiraciones que, a decir verdad, sumían en secreta desesperación tanto a Almíbar -que disponía y organizaba con buen tino tales encomiendas- como a sus sufridos y leales -a fuerza de años y vicisitudes, así como de recompensas o castigos maestros, sastres y bordadoras.


Y estaba madura y espléndida la Reina, como la propia estación, cuando, al fin, besando en la frente y mejillas a sus íntimos, y acompañada de su fiel Dolinda y algunas damas, pajes, sirvientes y soldados, partió siguiendo la ruta del río, como era costumbre, hacia el cálido Sur, en cuyo puerto más próximo -cercano a las tierras de su padre- se embarcarían hacia la isla soñada.


«Soñada, soñada», se decía, al tiempo que su corazón despertaba de las recientes brumas, rumbo al Sur. Y en su mente de nuevo revivían aquellos tiempos, aquella luz; y recordó a Predilecto, y lloró un poco por él; y a Tontina, y lloró otro poco por ella. Pero en verdad, ¡cuán placenteras eran aquellas lágrimas! Lágrimas que manaban de una secreta y aún intacta ilusión, de una perdida o jamás gozada infancia.


Y así, cabalgaban rumbo al Sur, un día en que el calor hacía desfallecer a todos, cuando una suave brisa disipó el sofoco, y un viejo y entrañable olor hizo saltar a Ardid de los muelles cojines de su litera y asomar su rostro al sol, a las costas, al mundo, en suma.


– ¡El Sur! -gritó, como una muchacha cualquiera que busca caracolas y caparazones marinos, para fabricarse brazaletes y collares, que vaga descalza por la arena y acerca su oído al nácar de las moradas marítimas, para oír, eternamente, el suave respirar del mar. Igual, pues, que tantas muchachas, antes y después de ella, saltó hacia el sol y corrió en pos de aquella que era su tierra, su reino y su vida. «Éste es mi país -se decía, descalzándose como antaño, sintiendo cómo sus plantas recibían el calor del mundo-. Ésta es mi tierra.» Y así, abandonó la comitiva a la orilla del mar, y en él se bañó, desnuda como antaño, y dejó sueltos sus cabellos, plata y oro mezclados, y dejó que el mar se asomara a sus ojos y sintió sal en sus labios y en su lengua. «Ésta es mi tierra, éste es mi reino, ésta es mi vida», decía, aún dormida, en tanto la comitiva se encaminaba hacia el puerto.


Cuando llegaron al puerto, atardecía. Y allí esperaba, amarrada, la nave que Leonia enviaba gentilmente en su busca. Pues sólo con lanchas pescadoras contaba el Reino de Gudú, tan vuelto de espaldas al mar como lo fue el de Volodioso. Entonces llegó hasta ellos el murmullo de un gran clamor de voces y vaivén de gentes.


– ¿Qué tienen las gentes del Sur, Dolinda -dijo Ardid a su camarera y única amiga-, que tan distintas las hacen de nuestras gentes?


Y la propia Dolinda abría los ojos y miraba aquí y allá con asombro y estupor; y en su corazón de muchacha tardía, casada con hombre viejo, imposible madre, una desazón dulce y maligna crecía, viendo y oyendo a aquellas gentes de rostro dorado, cabellos revueltos y ojos punzantes, que vendían frutas y cintas de colores, y ánforas, y collares de cuentas, seguramente sin valor, pero tan lindos como jamás esmeralda o rubí le parecieron.


– Oh, Señora -dijo al fin-. Bien dice mi esposo que no debemos fiarnos de gentes del Sur: pues envenenan el corazón y engañan los sentidos.


– Sea como sea, querida -dijo Ardid, aspirando el aire salado, el suave y dorado perfume de la costa marina-, sea como sea, bendito veneno y benditos sentidos.


Y sin apercibirse del asombro de Dolinda, Ardid saltó a tierra con agilidad que recordaba los tiempos, ya lejanos, en que fue conocida como La Más joven Reina.


Por supuesto que la escrupulosa y nunca olvidadiza Ardid había enviado emisarios a Leonia, enterándola de sus propósitos. Y por supuesto que, al tiempo que embarcaba en la nave, repasaba mentalmente la respuesta de aquella mujer -hasta el momento, legendaria, fantasmal y tumultuosa como una tormenta; y ahora, casi de improviso, tan cercana y carnal como ella misma-, que contestaba a su misiva con no menor y aún más enrevesada y superior ceremonia: «Querida Reina Ardid, hace mucho, mucho tiempo que deseo conoceros… Y nada me alegra más que vuestra visita y pretensiones respecto a mi hija. Así pues, mucho me place deciros que hace tiempo deseo y aguardo el placer de una larga parrafada -aquí se quebraba en insólito tono la tan bien ornada misiva, si bien no dejó de alegrar, como alegra la pimienta el guiso más insulso, el ánimo de Ardid- con mujer y Reina de tan sagaz conducta, y tan sureño como noble origen».


«¿Qué querrá decir esta pajarona? -se preguntaba Ardid, camino del muelle-. ¿Quién habrá chismorreado en sus orejas sobre mi origen? Ah, el Sur, después de todo, siempre será el Sur.» Y reprimiendo una risita cómplice, avanzó hacia la nave que, con todas sus velas desplegadas, saludaba al viento en su arribada.


– Hermosa luz, en verdad, Señora -murmuró, estremecido de placer, su Paje Mayor, en tanto la ayudaba a descender.


– Hermosa, es cierto -dijo Ardid-. Y hermoso el mundo, en verdad.


La nave se llamaba Estrella del Adriático -nombre exótico y peregrino-, y su Capitán, un hombre de tez oscura como corteza de nogal, y cabellos largos, negros y rizados, les dio la bienvenida con toda clase de reverencias y zalemas. Tan blancos eran sus dientes y tan claros sus ojos, que Ardid sintió como si una suave brisa que trajese tiempos lejanos acariciara su espalda, nuca y contornos. Con graciosa reverencia, dijo el Capitán:


– Reina y Señora, si así lo deseáis, incendiaré la Estrella del Adriático, con toda su tripulación dentro, yo mismo incluido. Y, por otra parte, si deseáis poner rumbo a la Isla de la noble Leonia, lo mismo os conduciré, aun contra temporales o malignas sirenas; y es más, contra el mismo tridente de Neptuno.


– ¿Qué dice este hombre? -se asustó Dolinda.


– Niña querida, es el lenguaje del Sur -murmuró tranquilizándola.


Y dirigiéndose al Capitán, le dedicó la mejor de sus sonrisas, mientras con el tono más suave entre los muchos tonos suaves de que disponía, manifestó:


– Capitán, estimo más conveniente para todos, dirigirnos a la Isla de Leonia, donde, si no me equivoco, nos aguardan. Reprimid para más tarde, si ello se terciase, vuestro cautivador ofrecimiento.


– Así será, Reina y Señora… -dijo el Capitán, al tiempo que murmuraba, lo suficientemente bajo para que no le mandaran desollar vivo, y lo suficientemente alto para que halagara como un leve perfume los oídos de Ardid-:…, y por Júpiter, que muy apetitosa mujer.


– ¿A quién convoca? -dijo la curiosa y fascinada Dolinda.


– Bah, viejos dioses, viejos mundos, viejos tiempos -respondió Ardid-. Algo oí de ellos a algún esclavo. En resumen: cosas del Sur, querida. No prestes mucha atención a ellas, o serás tratada de ruda o excéntrica.


Pero el sol y las palabras, y los viejos dioses y los viejos tiempos, y la piel y los ojos y la voz y el olor de las gentes, aunque no siempre perfumadas, sí excitantes, la iban calando como si sorbiera un vino de gran potencia: no sólo por los labios, sino por los ojos, la piel y hasta los cabellos, que despeinaba la brisa hasta el punto de que, ya entrados en la mar, no quedaron sujetos trenza ni rizo. Y así, el sol y el viento levantaron la sangre en sus mejillas y la luz en sus ojos. Y sin cuidarse de que avanzaban mar adelante, poco a poco convertidas en criaturas cada vez más parecidas a las que les rodeaban, también iban sumiéndose en un velo de nocturnidad y estrellas insólitamente grandes, cuya mirada les atravesaba como afilados y dulcísimos puñales.


– Es hora de dormir -advirtió Dolinda, inquieta, al apercibirse de que el sol se hundía en el mar.


– ¿Dormir? ¡Qué disparate! -dijo la Reina-. El sueño llega pronto al Sur: pero las ganas de dormir sólo las trae el primer sol…


Y ordenó les sirvieran comida y bebida. Y jóvenes marineros de piel tan negra como ébano o dorada como frutas maduras, sirviéronles uvas, pechugas de paloma confitadas, almendras, miel, y queso tan tierno y blanco como jamás probaron antes.


– Qué hermosura -dijo Ardid, escanciándose el final de una delicada ánfora, que contenía elixir tan exquisito que tuvo remordimientos por no haber llevado consigo al Trasgo-. ¡En verdad, aquí la vida es vida!…


Y satisfecha, al parecer, de tamaña redundancia, juzgó que por el momento pondría punto final a sus desvaríos; y ordenó preparar su litera que, comprobó con deleite, estaba cubierta de seda roja y cojines de plumas. Allí reposó, entonces, embriagada de sol, del redescubrimiento de cómo pueden albergar los ojos negros singular mirada, y del chispeante vino, que tampoco escaseó en la cena.


Había entrado sobradamente la mañana cuando la Isla de Leonia apareció, radiante, entre la espuma, las brumas y el sol. Y como a pocas brazadas se hallaría a su alcance, el Capitán ordenó despertaran a la Reina y sus acompañantes, que dormían con la placidez y dulzura de los niños.


– Así es esa gente del Norte -dijo el Capitán a su Segundo, un sarraceno de mirada feroz y dulce sonrisa-. Tú les oyes y crees que son gente de durísima especie; y apenas beben dos traguitos, se tumban a dormir como bellacos. Asco de mundo, querido Solmantuanimán, asco de mundo: ¡qué pocos quedamos y qué triste agonía nos aguarda!…


Y dicho y hecho, escudriñó a su derredor y se aseguró no acusaran demasiado retraso, porque por más nimias faltas, la radiante y cruel Leonia podría tenderlo al sol, untado en miel, hasta que las hormigas apenas dejaran su recuerdo en este mundo.


A poco, abanicándola y acercando a su nariz pomos de jazmín y menta, dos jóvenes negros despertaron a Ardid; y en bandeja de plata le ofrecieron té, aguamiel, queso y frutas.


– Señora y Gran Reina -dijo uno de ellos, cuyos negros bucles rozaban los dorados aros de sus lóbulos-. El Capitán, mi dueño, os manda avisar que la Isla de la Reina Leonia se aproxima a vos, como la abeja a la rosa, como el sol a la azucena, como la luna a los amantes.


«Qué cosas tan gratas y estúpidas dices, esclavo», pensó Ardid, recuperando dulcemente la noción del día.


– Las islas no se acercan a las naves, sino al contrario… -dijo-. Vete, y avisa a tu Señor, de que pronto estaré dispuesta para desembarcar…


Y al tiempo que despertaba a Dolinda, que aún dormía junto a ella, dijo:


– Abre los ojos, mujer: lo que vas a ver hoy no se te borrará de la memoria en tanto vivas…


¡Ay, la memoria, la maldita y amada memoria!… Ardid revivía en unos instantes todo el olor, el color, el sonido que acompañaron los primeros días de su vida… «Y qué cosas tan misteriosas son la vida y la memoria», se dijo.


Laváronse en jofainas de plata y se perfumaron delicadamente con pomos de esencia que encontraron junto a ellas.


– Péiname con esmero, Dolinda -dijo Ardid, excitada como en sus buenos tiempos-. Coloca broches de perlas y esmeraldas en mis trenzas y esparce polvillo dorado en mis cabellos, para disimular las canas. En verdad, deseo aparecer lo más agradable posible.


– Sois muy hermosa, Señora -dijo Dolinda-. Tan hermosa como la más joven, y aún mucho más: pues vuestra sabiduría y vuestra experiencia maduran en vuestros ojos como granos de uva al sol.


– Veo que pronto aprendiste el lenguaje del Sur -dijo Ardid, halagada-. Pero no olvides que voy a cumplir los treinta y dos años, y que a mi edad, tal vez por cuidarse menos o por no disponer de medios a su alcance, otras parecen ya viejas, achacosas y aun desdentadas…


– Pero no vos -Dolinda le ofreció un espejo-. Y juzgad por vos misma, Señora.


Y al hacerlo, la propia Ardid tuvo que admirarse de su aspecto. Pues ni a los quince ni a los veinte años ofrecía tan singular y sazonada plenitud: y enturbió sutilmente tal apreciación el inoportuno pensamiento de que, tal vez, si como era ahora la hubiera conocido Volodioso, no la hubiera relegado tan fácilmente. «No sólo se trata de mi aspecto exterior-reflexionó, en tanto dejaba el espejo sobre la cómoda-. Existe otra clase de belleza que sólo puede alcanzarse tras la primera juventud, y poco antes de la vejez… Quizá se trata únicamente de la belleza de la vida, del conocimiento, del amor… y el desamor. Pero, en suma -y suspiró levemente-, presiento que esta belleza es frágil y fugaz, como el falso verano que, en ocasiones, invade los campos del invierno y hace brotar cándidas flores, cándidas hierbas que al día siguiente amanecerán segadas de la tierra.»


En éstas, a grandes voces, se anunció la arribada a la Isla. Aunque las gaviotas y los gritos, y las rápidas pisadas de los marineros, y el olor a la tierra y a los hombres la habían anunciado de antemano.


La Isla era pequeña, aunque parecía inexpugnable a todo asalto, ya que estaba rodeada de acantilados y arrecifes, donde las olas se estrellaban con ímpetu inexplicable, pues aquel mar parecía tan suave como los ojos de un niño. Por sobre las rocas, Ardid atinó a descubrir una muralla que a trechos se le antojó rosada, a trechos dorada y, a trechos, de un verde tan profundo como el musgo o la yedra.


Una vez anclaron, descubrieron graciosas escalerillas talladas en la propia roca. Y mientras los jóvenes marineros-esclavos tendían a su paso una alfombra de complicado dibujo, que Ardid supuso de origen berberisco, por la empinada escalera descendían dos hileras de apuestos soldados, vestidos y armados con envidiable riqueza. Si bien, pensó Ardid, no tenían comparación con la marchita y misteriosa Guardia de la Princesa Tontina, habíalos, eso sí, de muy distinta catadura y vestimenta, pues si unos eran altos y fornidos, otros eran delgados y nerviosos; y si unos tan rubios como el sol, los otros negros como la noche; y también los había de rojas barbas y feroz mirada, y de oscuros y rizados cabellos y claros ojos. Y así, pudo comprobar Ardid que mientras unos portaban sables curvados, los otros ostentaban rodelas, y aun otros, escudos largos y puntiagudos. Había quienes lucían aros, y perlas o brillantes, en las orejas o la nariz, y quienes portaban collares de colmillos arrancados a fieras desconocidas, y amuletos de toda especie de huesos u otros materiales que no alcanzó a catalogar.


– Qué hombres tan arrogantes, Señora -murmuró Dolinda.


– La Reina os envía su Guardia personal -dijo el Capitán. Y añadió-: A nadie, ni al propio Rey de las Hespérides, prodigó tal honor.


– Son apuestos -admitió Ardid, en tanto constataba que Leonia elegía bien a sus hombres. Pues, fuera como fuera su color, catadura o porte, no había uno solo feo, ni como hecho al descuido. Y tuvo la sospecha de que Leonia, aunque viuda, no malgastaba su vida privada.


Escoltadas por gente tan decorativa, sentáronlas en palanquillas de palo rosa y, así, a hombros de fornidos esclavos negros vestidos de seda roja, relevados a media escalera por no menos fornidos esclavos blancos vestidos de seda negra, llegaron a las puertas de la muralla. Vista de cerca, sus piedras irisaban al sol como los caparazones de algunos insectos que, de niña, hallara Ardid entre las ortigas: igual, quizá, que el lomo de las salamandras doradas.


Las puertas de la muralla se abrieron para ellas. Y en carroza abierta, atravesaron jardines de insospechado verdor y hermosura, donde naranjos, limoneros, cerezos y otros árboles altos y oscuros, que no conocían, trepaban por la escarpada ciudad. Con asombro descubrieron que todas las fachadas y muros reverberaban al sol, y que sus techos estaban cubiertos de unas lascas rojas.


Al fin, apareció a sus ojos el Palacio de Leonia. Y en verdad que en nada se asemejaba a los tenebrosos castillos que ellas conocían. Estaba hecho, a partes iguales, de blancura e irisadas piedras que relucían al sol; y sus torres aparecían rematadas por graciosas cúpulas, doradas unas, verdes otras.


– Hay un poco de todo, como veréis -dijo el guía-. Nuestra Señora y Reina, la sin par Leonia, no es amiga de sujetarse a moldes estrictos. Ella tiene por norma tomar de aquí y allá lo que mejor estima.


– Buena filosofía -comentó Ardid, íntimamente compenetrada con Leonia.


Fueron muy suntuosamente instaladas en Palacio. Ardid contempló, extasiada, el pequeño jardín que se abría a los pies de su ventana, donde un par de surtidores la hicieron recordar, entre el verde césped, aquel jardín que un día tuvo y había descuidado lamentablemente. «Tontina debió plantar algo allí, me parece: incluso había un árbol sorprendente… Pero no estoy segura. No estoy segura de nada de lo que ocurrió en el tiempo de Tontina. En fin, alejemos estos pensamientos inoportunos. Cuando regrese a Olar, intentaré reverdecer aquel pequeño rincón de mi jardín… Ah, hora es ya que dé reposo a mis preocupaciones y me detenga un poco en pequeñeces que, acaso, son la más dulce sustancia de esta vida. Sí, creo que ha llegado esa hora para mí…»


Ardid sonrió con nostalgia, recordando el tiempo en que buscaba bayas silvestres y raíces con que alimentarse, junto a su amado Hechicero. «Dios mío -reflexionó-, ni Almíbar ni mi querido Maestro han experimentado ilusión alguna por este viaje, en que hubiera deseado su compañía, pero…» Secretamente, una vocecita le decía que no, que prefería hallarse allí sin otra compañía que la fiel y un tanto bobalicona Dolinda.


Así divagaba Ardid cuando, tras un descanso suntuoso y apacible, sazonado por mil exquisitos detalles, desde bandejas donde se ofrecían exóticas frutas y sorbetes, en escarcha o nieve, a manjares que no osaba probar por desconocidos, fue enterada de que la Reina Leonia se hallaba solícitamente presta a recibirla. Pues si bien antes no lo hizo -explicaba-, fue porque suponía que tras viaje tan pesado, Ardid deseaba reposar.

2

Leonia era mujer, al parecer, de edad más que mediana. Así lo calculaba Ardid, que en estas cuestiones era ducha, teniendo en cuenta que en su más tierna infancia, cuando aún habitaba el Castillo de su padre y correteaba por la playa, veía en su imaginación -como todas las niñas- la silueta de la isla famosa, según qué luz y según qué días le eran propicios. Y el nombre de Leonia ya era dorado y suntuoso en las palabras de quienes lo repetían. Por tanto, y aunque desde aquellos tiempos habían pasado por lo menos treinta años, la singular y legendaria criatura, de quien tantas cosas buenas, no tan buenas o francamente malas se decían, le fascinaba.


Así que, al verla, por primera vez en su vida quedó sin aliento. Pues si nadie la hubiera tomado por una tímida adolescente, ni por una joven señora recién desposada, la verdad es que Leonia distaba mucho de representar a la anciana que ella había forjado en su imaginación. Era alta y robusta, aunque no gruesa. Más rubicunda que rubia, sus mejillas estallaban de esplendorosa salud, y tenía ojos tan vivaces, alegres y brillantes, que disimulaban la ligera imperfección de su nariz, algo remangada y un tanto insolente. Lo mismo podía decirse de las comisuras de sus labios, gordezuelos y sospechosamente rojos. Aquí sí que Ardid descubrió alguna aportación suplementaria a la que hubiera podido prodigarle la naturaleza.


Pese a la fama de riqueza, talento, suntuosidad y refinamiento que la rodeaba -unida a otras famas menos virtuosas-, Leonia prescindió de todo aquel protocolo a que tan aficionada se sentía Ardid -que había compuesto para la ocasión la más grave y regia de sus actitudes-. Avanzó hacia ella con ambos brazos extendidos y, con voz llena y jugosa que sorprendía aún más que su aspecto, por la estallante juventud que encerraba, exclamó:


– Querida Ardid, venid, venid y dejad que os abrace. Hace mucho tiempo deseaba tener el placer de veros a lo vivo, pues mucho y bueno he oído sobre vos.


Ardid observó, maravillada, que los brazos que hacia ella se extendían, aparecían libres y desnudos, como los de una campesina; y que si bien eran un tanto gruesos, lo cierto es que se ofrecían turgentes, tersos y duros como los de una mujer de veinte años. Así mismo, con mezcla de estupor y reserva, vio cómo los labios de Leonia se fruncían en forma de anillo, dispuestos a besuquearla sin miramiento alguno. «En verdad, esta gente del Sur queda ya muy lejos de mis costumbres…», pensó, ofreciendo resignadamente sus mejillas a tales efusiones. Y recomponiendo el gesto, sonrió a su vez y dijo dulcemente:


– Oh, Leonia, querida. Tanta o más es mi alegría, pues si oísteis hablar de mi persona, ¿qué no habré oído yo de vos, puesto que en tanto y tan bueno me superáis? -Aquí se detuvo, asustada de haber recuperado tan pronto el lenguaje natal. «Señor -se dijo- no estoy tan lejos de estas gentes como me figuraba.»


Mientras Leonia, tomándola cariñosamente por el brazo, la invitaba a subir al jardín donde, según explicó, «a aquella hora el sol ya mitigaba sus impiedades estivales, y sólo la dulce sombra y el perfume de la hierba rozarían la delicada piel, como tratándose de mujer norteña, de la Reina Ardid». Y dijo otras muchas cosas por el estilo, pero Ardid ya no pudo mentalmente retenerlas en su totalidad.


– Y ahora pienso, mi estimada amiga -concluyó Leonia, prescindiendo más y más de toda expresión formularia-, que vuestro tiempo es precioso y no debo entreteneros con futilidades, cuando tantas y tan serias cosas hemos de tratar. Una vez puntualizadas éstas, las olvidaremos jocosa y gozosamente, aunque por desgracia -y suspiró, con los ojos en blanco, pero jamás un suspiro estuvo menos cargado de malicioso regocijo- por pocos días. Luego podremos dedicar tantos días como tengáis a bien (nada me produciría mayor placer) a las delicias de vivir.


Antes de obtener respuesta, palmoteó con sus manos gordezuelas, y los esclavitos y pajecillos que por su Jardín Privado pululaban -unos dando de comer a exóticas aves de mil colores, otros recogiendo ramilletes con que adornar profusión de búcaros, otros portando refrescos y frutas y dulces, otros simplemente mirando al vacío y pensando en sabe Dios qué-, desaparecieron como por encanto.


Un imponente Guardián de piel oscura y turbante plateado, que llevaba al cinto una espada larga y curvada, cuya vista producía escalofríos, cerró las puertas del Jardín Privado, y sólo el batir de alas de innumerables pájaros y el suave balanceo de la hierba, mecida por brisa tan perfumada y agradable que en nada desdecía de lo dicho por Leonia, acompañó a ambas Reinas, sumidas en estrecha compañía y amigable soledad.


– Sentaos, querida -dijo Leonia sacudiendo su larga falda carmesí-, Y prescindid de todo protocolo, pues en verdad que tengo ganas de hablar por fin, aunque sea por poco rato, de mujer a mujer.


Sentóse Ardid, en la alfombra de finos dibujos que reposaba sobre la hierba, al lado de Leonia. Ésta se despojó prestamente de la corona y, dejándola a un lado, se abanicó con brío, ayudándose de un fino pañuelo de seda que sacó, entre vaharadas de encontrados perfumes, de su opulento y nada recatado escote.


– Ved, amiga mía -dijo, con un leve jadeo que no escapó a la curiosa sagacidad de Ardid, y aproximó ella misma un dorado carrito donde reposaban dos copas de finísimo labrado y una garrafita-. Todo trato, como debéis saber, ha de comenzar con un buen traguito de nuestras inapreciables reservas. Tomad esta copa y bebed sin remilgos, pues el vino es una de las más profundas y sabias vías de comunicación humana que en el mundo existen.


«Y no humanas… ¡Santo cielo, qué bien lo pasaría aquí el Trasgo!», pensó Ardid. Un traguito capaz de volver lúcida la más empedernida y espesa lengua la reconfortó.


– Bien decís -manifestó Ardid, secando delicadamente sus labios con el diminuto lienzo bordado que, con campechana actitud, le ofrecía Leonia-. Es exquisito.


– Exquisito y añejo -sentenció Leonia chascando la lengua, si bien tan ligeramente que sólo oídos de ardilla como los de Ardid podían captarlo-. Lo uno reviste de mayor gloria a lo otro.


Sorbo va, sorbo viene, gloria ensalzada, gloria paladeada, lo cierto es que aún no se había mediado la deliciosa garrafita, cuando Leonia, desprendiéndose no sólo de todo protocolo, sino de la más elemental corrección, dijo:


– Lanzándonos al asunto: exponed esa cosilla que anunciabais en vuestra misiva.


– ¿Cosilla? -se desorientó Ardid.


– Está bien -añadió Leonia-, resolvamos esto cuanto antes y dediquémonos a temas más placenteros.


– Bien, si así lo estimáis… Repito mi propuesta de matrimonio entre vuestra hermosa hija y mi (no es momento para disimulos vanos) apuesto y nada despreciable hijo, cuyo brillante porvenir no habrá pasado inadvertido a tan sagaz soberana como vos…


– Porvenir espléndido, si las cosas van como hasta ahora -aseveró Leonia, y llenó nuevamente las copas-. Lo que inició el gran Volodioso, parece que vuestro hijo lo supera con creces…


– Mucho me place lo hayáis apreciado así -respondió Ardid, llevándose la copa a los labios con evidente placer-. Es grato conversar con mujer tan sagaz como vos.


– Os creo: máxime cuando, como supongo, debéis a menudo tratar con varones de mollera espesa y entendimiento tan enmohecido como sus arterias. A lo que oí, en la Corte de Olar os rodeáis más de embotados vejestorios que de gallardas y despiertas mentes.


– No debemos exagerar -sonrió Ardid, levemente mortificada-; ya sabéis lo que las malas lenguas resentidas pueden propagar.


Y añadió, sin saber muy bien por qué:


– Lenguas son sólo lenguas…


– Indudable, lenguas son sólo lenguas -asintió Leonia, con escaso entusiasmo-. Y volviendo a lo nuestro, creo que, si llegamos a un acuerdo, debemos tratar ahora las mutuas condiciones…


Como mujeres que eran de talento en tocante a cálculos, regateo, sagacidad comercial y finura en detalles, estuvieron un rato en lo que la Reina Leonia llamaría el tira y afloja de los negocios. Y aún no declinaba el sol cuando escanciaron nuevas copas y brindaron otra vez con mejillas impregnadas de atardecer, y ojos que aún retenían su resplandeciente despedida. El feliz acuerdo de aquel matrimonio había sido llevado a cabo.


– Ahora -dijo Ardid, tras una ligera vacilación-, quisiera conocer a vuestra hija. Pues aunque no dudo será mejor aún de lo mucho bueno que sé de ella, la promesa hecha a mi hijo (cuyo anterior matrimonio no dio el resultado que esperábamos) me obliga a llevar a cabo este requisito.


– Naturalmente -dijo Leonia. Y le propinó un inesperado palmetazo en la rodilla; cosa que llenó a Ardid de confusión, pese a que el vino, poco a poco, la había aclimatado ya a las familiares formas de la Reina isleña-. ¡Es algo muy comprensible!


Tomó del carrito una campanilla de oro -que encantó a Ardid como el más precioso juguete podría encantar a la más pobre de las niñas- y la hizo tintinear alegremente sobre su cabeza: de forma que todas las aves se soliviantaron en guirigay ensordecedor. El imponente Guardián del Jardín Privado asomó prestamente rostro y orejas para acatar con respetuosa reverencia la orden de que la Princesa fuese conducida a su presencia.


Poco tardó en hacerlo la Princesa. Tan poco, que Ardid, ducha en estas cosas, la adivinó escondida tras la puerta del jardín. A poco, vio avanzar a su encuentro una doncella bonita y graciosa. Sus largos cabellos aparecían caprichosamente enlazados y, a la vez, sueltos con descuido. Sonriente, hizo una ligera reverencia y dijo:


– Mucho me honra, Señora, tengáis a bien recibirme.


– Acércate, hijita, y besa a la Reina Ardid, tu futura suegra. Así lo hizo la muchacha y, al inclinarse sobre Ardid, ésta comprobó la frescura de sus doradas mejillas, la suavidad de sus cabellos de color caoba y la tierna mirada de gacela de sus ojos castaños, bordeados de largas pestañas. «Será gorda si no se cuida -pensó, no obstante, ante la prominencia de sus pequeños pero rotundos senos, y la curva de sus caderas-. Aunque ahora está lo que se llama en buen punto.» Y la besó entonces, tan tiernamente como supo, y sabía mucho.


La Princesa tomó asiento a su lado, en un mullido cojín sobre la alfombra, con envidiable agilidad, superior a la de su madre. Mordisqueó una nuez con dientes blancos, sanos y agudos. «Será buena madre», se dijo Ardid, complacida, comprobando la turgencia de sus desnudos brazos y la lozanía que dejaba al descubierto su amplio escote. «No tiene el encanto ni el resplandor que rodeaba a Tontina -pensó-. Pero es mil veces más conveniente, y además muy bella.» Dando fin a su minucioso aunque disimulado repaso, manifestó a Leonia:


– No podía soñar para Reina de Olar criatura más indicada que vuestra hija.


– Así lo espero -respondió Leonia-. Y ahora, querida hija, termina tu nuez y vete, que la Reina Ardid y yo hemos de tratar aún ciertos asuntos en privado. ¡Ah, juventud! -añadió inesperadamente, con los ojos alzados al incógnito del gran cielo-. ¡Juventud… qué lejos estás, y qué fugaz es tu esplendor!


Con evidentes muestras de contrariedad, que se manifestaron con un ligero puntapié al gato persa de Leonia -súbitamente aparecido bajo las amplias faldas de su madre-, la Princesa se levantó, y dijo:


– No lo dudo, Señoras: vuestros graves asuntos no son aptos para los oídos de una doncella tan ignorante como yo.


Madre e hija se miraron entonces a los ojos: y ambas ofrecían tan idéntico relampagueo, que Ardid no dudó del viejo dicho: «De tal palo, tal astilla». Para romper el tenso silencio que acompañó ambas miradas, preguntó:


– Y, decidme…, ¿cuál es vuestro nombre? Pues ahora caigo en que no me ha sido comunicado.


Leonia murmuró cantarinamente:


– Es cierto, no os lo había dicho… Pues bien, mi hija se llama Gudulina.


– ¡Oh, qué encantadora coincidencia! -respondió Ardid, al tiempo que pensaba: «Ah, pajaronas, ahora veo que llegó a vuestros oídos la poca gracia que hizo a Gudú el nombre de la pobre Tontina… Bien, te llames como te llames, su mujer serás; y, tenlo por cierto, cachorrilla de raposa, le darás tantos hijos como seas capaz».


La Princesa Gudulina -o como quiera que hasta entonces se llamara- desapareció tan graciosa y aterciopeladamente como llegara.


– Linda, fresca y lozana -comentó Ardid apenas la muchacha desapareció-. Creo que tanto debo felicitaros como felicitar a mi hijo, y a mí misma, por unir en lazos de matrimonio a tan deliciosa criatura con el Rey de Olar.


Leonia sonrió con expresión halagada, y de nuevo se precipitó a escanciar vino en la copa. Ambas lo paladearon en menudos tragos y embelesada expresión:


– De mujer a mujer-manifestó al fin Leonia con mirada soñadora-. Os voy a confesar una cosa.


– ¿Qué es ello, Leonia? -se interesó Ardid, llena de curiosidad.


– Pues os confieso, que el verdadero motivo por el que vuestro difunto esposo, mi querido y buen viejo Volodioso -y Ardid no se sintió ofendida por tales expresiones de familiaridad, antes bien, las consideró con cierto regocijo-, no se zampó de un trago mi Reino, es por el profundo convencimiento que tenía, como astuto que era, de que si intentaba tal cosa, yo le echaría toda la piratería encima.


Las dos mujeres no sólo habían dejado la corona en la hierba, sino todo protocolo real, y sus risas se mezclaron durante un buen rato.


– Así pues -inquirió Ardid, aguijoneada por la curiosidad-, ¿es cierto lo que…, en fin, lo que se dice de que tenéis dominados (naturalmente, por vuestro poder y majestad, además de sabiduría) a esos feroces depredadores del mar?


– ¿Qué decís, querida? ¿Sabiduría, majestad?… ¡Oh, Ardid, Ardid! -y le guiñó un ojo, al tiempo que volvía a golpearle la rodilla en expresivo palmetazo-. ¡Oh, Ardid, Ardid!…


Y sus risas subieron de tono, como el vino subía una y otra vez al borde de sus copas.


De improviso, todos los sueños de una niña, o tal vez de muchas niñas, se alzaron suavemente ante y entre ellas dos: una Isla, donde ocurría todo lo que las niñas deseaban o no deseaban. El encuentro y desencuentro de los sueños: la Isla de Leonia, y el mar, que todo lo acepta y todo lo devuelve a la arena. Algo agonizaba y a la vez nacía en el corazón de la Reina de Olar: aquella que fue la pequeña Ardid de ojos de ardilla, la que pudo ver al Trasgo del Sur gracias al Goteo de Luna que anidaba al fondo de su mirada, y la desengañada Ardid, que amó y no fue amada. A veces, el dolor y la alegría se aúnan como viejos y secretos cómplices.


Poco más tarde, se descalzaron y desciñeron los apretados corpiños.


– Ah, qué placer de vida, Ardid -dijo Leonia, ya sin rebozo alguno-. ¡Qué placer de vida, en verdad!… ¡Mil vidas que tuviera, mil veces elegiría esta vida mía!


– Así me lo parece -dijo Ardid, alcanzada por una súbita aunque dulce envidia-. Así me lo parece: rebosáis felicidad y gozo de vivir.


– Y no sólo eso -dijo Leonia, con la súbita seriedad, perfumada de vides, que acompaña las libaciones-. Y de oro, y de riquezas, y de la mejor flota que pueda haber.


– Sabía que erais acaudalada -comentó Ardid-. Y oí decir que poseíais una flota mayor que la de tres Reyes del Mar juntos…


– Así es. ¿Reyes del Mar? Reyezuelos ambiciosos, estúpidos y ebrios como odres. ¡Bah! Palidecen de envidia al contar mis naves, o la parte de mis naves que permito asomen hasta sus feas narices. Y además, creedme, el comercio, además de remunerativo, es hermoso. He de admitirlo: soy Reina, soy poderosa, soy rica…, y soy, además, aventurera. Aventurera, querida Ardid, hasta el meollo de mis huesos. Esta Isla es, en realidad, un antiguo corazón, una antigua luz, un antiguo amor, una antigua vida…, aunque, tristemente, pronta a desaparecer. El día en que yo muera (y no lo olvidéis, Ardid querida), la Isla partirá conmigo, y jamás regresará -Leonia suspiró-. Tal vez podrán recordarnos, imitarnos, desearnos, difamarnos o condenarnos; pero nunca, nunca más volveremos. Y nuestra desaparición (como todas las desapariciones, tenedlo por seguro) abrirá un gran vacío… en el mundo. Un gran vacío… -su voz se volvió entonces tan débil como el eco de un suspiro.


El sol se ocultó, definitivamente, y la hierba despidió su aroma con tal pujanza, que infinidad de murmullos brotaron por doquier: ligeros, leves cánticos de seres nocturnos y luminosos, verdeantes chispazos bajo el gran cielo que resplandecía aún en el recuerdo del día recién desaparecido.


La voz de Leonia adquirió de pronto un tono bajo y tan profundo que diríase surgido del oscuro vientre del mundo:


– Todo termina, querida. Y no os oculto que quizá yo soy la última Reina, y que ésta es la última Isla.


– ¿Qué queréis decir?…


– Algo muy sencillo y complicado a un tiempo, pero que vos entenderéis bien, no sólo por sagaz, sino por las gotas de luna que os fueron concedidas al fondo de los ojos. Esto no es el Sur: esto sólo es el Sur del Norte. El verdadero Sur está, estaba, estará más allá…


– ¿Más allá…?


– Sí, más allá: más al Norte, al Este, al Oeste y al Sur. Aquí queda sólo el mundo de Leonia, y Leonia ha sido la última Reina y la última Isla, porque estamos condenadas a desaparecer. Somos el último reducto de una muy antigua, muy sabia, muy hermosa y desaparecida vida…


– Pues, ¿y el verdadero Sur?


– Del verdadero Sur queda ya poco. Por ahí andan, enredándose en el mismo ovillo, unas veces al derecho, otras veces al revés, hombres sin tino, navegantes, poetas y derrotados.


Y añadió, con un suspiro tan fuerte que enmudeció a los grillos, y cerraron sus alas las mariposas de luz, y ocultaron su verde resplandor todas las luciérnagas:


– Sí, querida, somos el último reducto de los sueños.


Y así diciendo, se levantó, no muy ágilmente, y ordenó:


– Traed luces, escanciad más vino y servidnos una abundante cena, pues estamos fatigadas de ser reinas y madres. Ea, seamos nuevamente mujeres.


Recuperó su risa, y tomando a Ardid por la cintura, pasearon lentamente de un lado para otro, ligeramente vacilantes, mientras decía:


– Querida Ardid, concededme el honor de asistir al banquete que dispuse en vuestro obsequio. Así, espero no me defraudéis, y obsequiad con vuestra presencia nuestra cena de medianoche; vos y vuestras hermosas Damas Acompañantes.


– ¿Medianoche… banquete…? -murmuró Ardid. Por primera vez creía que el suelo se desvanecía impalpablemente bajo sus plantas.


– Así lo espero, con verdadero deleite. Estará ahí lo más florido y encantador de mi Corte.


– Con placer -dijo Ardid.


Ya en su cámara, Dolinda la recibió un tanto inquieta. Y mientras la ayudaba a desvestirse, se tendió sobre un lecho materialmente inundado de cojines de pluma, y cuyo dosel estaba rodeado de cortinas transparentes que flotaban graciosamente al menor soplo. Por las ventanas entraba el perfume de la noche, tan fresco y delicioso que Ardid cerró los ojos, presa de una alarmante voluptuosidad.


– Señora -murmuró Dolinda-. Os ruego no os durmáis… Desearía comentaros algunas cosas que me tienen desazonada…


– Hablad, hablad sin rebozo -dijo Ardid con insospechado brío-. Os escucho.


– Pues… Oí muchas cosas…


– No perdisteis el tiempo, cosa que me alegra. Pero abreviad en lo posible, querida, pues tanto vos como yo debemos reposar ahora para mostrarnos frescas y fragantes en el banquete de medianoche.


– Oh Señora…, ¿en verdad pensáis asistir a tal banquete?


– ¿Y por qué no?


– Pues…, si resumo en breves palabras lo que he visto y oído, debo advertiros de que la noble Leonia no frecuenta compañías honorables… Sí, así es: sus mejores amigos no son otros que ciertos lobos y bandidos que surcan los mares robando joyas, barcos, doncellas y cuanto atinan a echar mano… Y no sólo son amigos suyos, sino que, a su vez, ella les protege; y al otro lado de la Isla (el que desde nuestras costas no podemos apercibir), no solamente el terreno se transforma y muestra, en lugar de feroces e inexpugnables acantilados, suaves playas y ribazos de dulzura sin igual… bordeadas de islotes igualmente bellos, aunque utilizados por ella de modo poco digno, pues allí suele refugiarse toda la piratería que asalta el ancho mar, y allí conciertan y negocian sus deshonestos tráficos y mercaderías y toda la inmoralidad que en el mundo cabe ni nosotras podemos imaginar; ésa es la fuente de todas sus riquezas. Y habéis de saber, Señora, que tan amable y placentera, tan fastuosa y pródiga Reina, es cruel como el más cruel de los guerreros de la estepa, pues la falta más nimia la castiga con el potro, y la falta mediana, con torturas sin límite, y la falta grave… ¿qué os puedo decir? Tan refinada es en sus torturas como en aplazar y prolongar agonías, al igual que es refinada amante y sabia en prolongar sus placeres más íntimos y secretos. Creedme, Señora: Leonia es una criatura peligrosa, y si no desecháis mi consejo, humilde, pero no falto de amor y solicitud, creo que, si habéis ultimado con ella los detalles del negocio que aquí os trajo, lo más conveniente sería regresar prestamente a nuestra tierra.


Aunque sumida en los espumeantes vapores que la mecían, Ardid no dejó de enterarse punto por punto de cuanto su fiel y atemorizada camarera le decía. Así que, una vez oídas estas lamentaciones y recelos, le dijo:


– Querida Dolinda, sois algo tarda en entendimiento. En definitiva, los negocios son los negocios, y éstos no se rematan a la ligera, como si se tratase de un burdo cosido. Dejadme hacer, que yo sé bien lo que hago y pruebas tenéis de ello. Prestaos, en cambio, a acicalarme y acicalaros como, llegado el momento, conviene para asistir a tan importante banquete.


– Pero, Señora… ¿Vamos a cenar, en verdad, con truhanes?


– Truhanes o no truhanes -respondió Ardid, bostezando-, los negocios son los negocios.


Y sumiéndose en placentero sueño, puso punto final a la discusión.

3

Truhanes o no truhanes lo que allí encontraron, lo cierto es que la entrada de Ardid y sus damas en el jardín de los Banquetes fue para ellas un espectáculo que jamás olvidarían, y serviría de conversación, y aun germen de leyendas, en los espesos inviernos de Olar.


Bajo las grandes y rojizas estrellas, antorchas y lámparas de mil especies brillaban en profusión; finos pebeteros esparcían mil perfumes y aromas; mesas largas y tan bajas que permitían sentarse a ellas sobre mullidos cojines de seda multicolor, aparecían esparcidas sobre la cuidada hierba y ofrecían el espectáculo más fastuoso que en comida, bebida, ornato, luz y música contemplaran sus encandilados ojos.


La misma Reina Leonia presentó a la Reina Ardid, con la arabescada fraseología de la Isla, a los carísimos y dilectos amigos de su corazón. Y, al parecer, tenía preferencia en rango y ascendencia a un cierto Príncipe de Escorpio, que ostentaba la estatura de tres hombres corrientes superpuestos, y cuyos largos cabellos negros se enredaban a ambos lados de sus mejillas en sartas de pedrería. Vestía un complicado jubón, donde compadreaban dragones marinos, pájaros azules y enigmáticas estrellas. En su partida oreja izquierda brillaba la amatista más grande que ojos humanos podrían contemplar -ni aun imaginar-. Y tras este imponente Príncipe de Escorpio, de cuyo cinto pendía la espada más curva de cuantas curvadas y escalofriantes espadas podía hallarse, había otros cuyos títulos y méritos sonaban tan suntuosos como sus dueños. Todos tenían en común la imponente musculatura y la desaparición, si no total, de algún apéndice físico: tal como una oreja, lóbulo, ojo, mano, pie o incluso nariz -como aquel que cubría su deficiencia con un curioso capirote de seda bordado en zafiros-. Habíalos para todos los gustos o disgustos, preferencias o caprichos, pues podía atisbarse entre ellos algún delgado y flexible Príncipe, Rey o Emperador -que por títulos no parecía andaran faltos-, de piel dorada y barbas amarillas, cuidadosamente dispuestas en bucles ungidos por alguna olorosa y brillante sustancia que se repartía entre maraubina o aroma de jazmín, sin olvidar remotas vaharadas, ora de sándalo, ora de ajenjo. Lo cierto es que muy alto era el grado de alegría que les inundaba a todos.


En el vaivén de sus sentidos, Ardid no acertaba a definir si el estremecimiento que reptaba por su espalda se debía al terror o a un muy cálido secreto y quizá prohibido deleite. Y cuando Leonia, con gesto tan dudoso como encantador, dibujando un vago contorno, dijo: «Podéis elegir, Señora, sin el menor escrúpulo o comedimiento, lo que mejor apetezcáis y deseéis», no sabía Ardid, en verdad, si se refería a las bandejas que le ofrecían, repletas de lenguas de flamenco, o a tan variada como fascinante compañía. Y no faltaban también entre sus acompañantes, delicados jovencitos de mirada aterciopelada y cabellos trenzados o rizados de forma tan caprichosa, que para sí quisiera Ardid en la más encumbrada y lujosa de las solemnidades de Olar. El espíritu de Leonia abarcaba todo aquello y aún más: hasta las cacatúas y pájaros exóticos, y danzarines y danzarinas, e incluso tiernos niños de orejas taladradas por anillos de oro, y flores, y bebidas y viandas que se ofrecían graciosamente por doquier. Las damas de Olar retenían lengua y respiración; y Ardid hubo de recurrir a su habitual aplomo y regio porte para no prorrumpir en gritos de admiración como campesina que por primera vez asiste a la feria del mercado.


Aunque la Reina Ardid y sus damas se habían adornado con la totalidad de sus joyas, mustias baratijas parecían al lado de los zafiros, amatistas, esmeraldas, rubíes y diamantes que inundaban a todos los presentes. Y con tal donaire y displicencia los lucían, que no ponían demasiado cuidado en apretar sus broches y cierres, o ajustar las agujas: así que, sin aparente cuidado, los perdían sobre la hierba. Y si por algún sirviente eran devueltos a sus dueños, con distraída expresión los retornaban a su puesto. «Esto es elegancia -se dijo Ardid, en el creciente entusiasmo que la embargaba-. Truhanes o no truhanes, esto es elegancia, porte, distinción y desprecio por lo baladí.»


Y satisfecha de haber llegado a tales conclusiones que, a su juicio, ponían al descubierto el meollo de muchos errores cometidos por la humana naturaleza, tomó asiento con la más esplendorosa de sus sonrisas. Y como en verdad era bella, y su tersa y estallante madurez sobrepasaba a la turgente y gordezuela carne, aunque bien repartida, de Leonia, y a la pálida aunque digna y serena belleza de sus acompañantes, los ojos de los truhanes o no truhanes repararon con harta y grata complacencia en ella. Ardid lo notó, y aunque ligeramente asustada, percibía sobre sí sus miradas y el amordazado deseo de murmullos que acariciaban embriagadoramente sus oídos -graciosamente rematados por gruesas perlas del desdichado Rey de los Desfiladeros.


– ¡Qué hermosura, Señora! -dijo al fin, dándose aire gentilmente con el precioso abanico de plumas que le ofrecía Leonia-. Sois una anfitriona sin igual.


– Me avergonzáis, Señora -respondió Leonia bajando los ojos (que Ardid descubrió abundantemente teñidos de una sustancia azul y transparente a un tiempo)-. Pobre refrigerio es, en verdad, para tan alta y noble Reina como sois vos.


Y así cumplimentadas, decidieron para su capote prescindir en lo sucesivo de más protocolo, y se abandonaron a las delicias del ágape. Y como Ardid no podía reprimir su admiración ante la exquisitez de los platos y la delicadeza sin igual que los rodeaba -en contraste con las feroces miradas y horrendas (aunque incrustadas de pedrería) cicatrices de los comensales-, la Reina Leonia puso punto final a su irreprimible aunque frenado asombro, diciéndole -mientras ensartaba en una larga aguja de oro el corazón de un faisán:


– Querida, no olvidéis que ésta es una isla, y una isla mujer: y que si bien nadie puede dudar que los hombres son extraordinarios conquistadores, además de otras cualidades bien conocidas, en definitiva las mujeres somos la civilización.


– ¿Así lo creéis? -murmuró Ardid, que jamás había oído aquella palabra, pero admiraba de tan audaces términos en mujer que, si bien sabía contar y calcular rápidamente, seguramente no sabía leer ni escribir (para eso disponía de esclavos al dictado)-. No se me había ocurrido. Aunque abrigo mis dudas sobre tales afirmaciones, no las desecho, y es más: las retengo para, durante el largo invierno, estudiarlas a fondo.


Pese al vino, la música, la delicia de los variados platos, las danzas y el revoloteo de pájaros y risas, la conversación manteníase espumosa y grácil. Muy lejos estaban para Ardid las pesadas comilonas de soldados borrachos en que, irremisiblemente, degeneraban casi todos los banquetes de Olar, por suntuosos y solemnes que se pretendieran. Pues aunque Leonia procuraba no cansar a sus comensales con reflexiones que cortaran el buen curso de sus digestiones y libaciones, lo cierto es que salpicaba de excelente pimienta, almizcle, sal y toda clase de hierbas aromáticas su voluble ir y venir, hecho de respuestas, preguntas, apostillas y demás arabescos verbales.


Y entre bocado y bocado, entre halago y cortesía, tanto de parte de Leonia como de sus acompañantes, lo cierto es que, en breves alusiones o cándidas insinuaciones, o maliciosos golpecitos de plumas de avestruz, con las que se abanicaba graciosa e insistentemente -la noche era cálida, y aún más cálida la hacían el vino y el yantar-, Ardid pudo enterarse de cosas tan sustanciosas como la enormidad de sus riquezas, la sagacidad desplegada en los negocios, las dotes de buen mercader y excelente diplomático que adornaban a Leonia.


Escuchando palabras por aquí, palabras y silencios elocuentes por acá, lo cierto es que, entre el perfume de la noche y la ligereza de las conversaciones, que revoloteaban de allí para allá como mariposas -cosa impensable en los rudos modales de Olar-, confirmó Ardid lo que Leonia le contara: que la fabulosa Isla desaparecería con Leonia, junto a su Reino y esplendor, el día en que ella los abandonara, tal como su esplendor y Reino nacieron con ella.


«¿Qué significaba aquello?…» La curiosidad y la confusión llenaban el corazón de Ardid. Y así, como al desgaire -todo era tan confuso y tan locuaz aquella noche, y tan secreto y desprovisto del mismo-, sin apenas darse cuenta -como ocurre, a veces, en los sueños-, supo de los orígenes de la Isla, el Reino, la viudez e, incluso, las circunstancias más íntimas de la vida de tan singular Reina.


A los nueve años -si bien desarrollada y precoz, como se desprendía de los hechos-, Leonia fue la pasión amorosa de un temido Rey del Archipiélago Septentrional; y raptada de su isla natal -una remota y pedregosa región, más al Sur, Sur adentro-, se convirtió a poco en la más gentil soberana de una flota tan rica como sanguinaria. Y no era menos cierto que antes de cumplir los once años había asesinado a su raptor, y que tomando por esposo a su aliado, el famoso Rey de la Piratería Oriental, aumentó -al unirlas- la flota de ambos y su fabuloso botín. Tampoco estaba muy lejos de la verdad -según pudo colegir Ardid, atrapando palabra aquí, comentario allá-, que a los doce años Leonia ya se había desecho del Aliado Oriental y sus gentes y, asumiendo el mando de ambas flotas unidas, descartó la idea de tomar nuevo esposo, para así elegir libremente, acá y acullá, la pareja, como placía, sin fastidiosos ceñimientos a cánones o estilos al uso.


Según pudo entender Ardid, Leonia fue víctima de calamidades y gozadora de fortunas. Vino a perder su flota y riquezas en lucha con el menos temible, menos rico y menos astuto de cuantos piratas surcaran las aguas del mar: si bien ayudado éste por una tempestad que, amén del abordaje y fuego, dio al traste con su Reino marítimo. Y vino a dar con sus tiernos huesos -contaba no más de trece años, según calculó Ardid- a la Isla, por su lado bueno -el que no se ofrecía a la vista del vasto continente-. Quedó fascinada por la belleza que gozaba de aquel otro lado, donde un diminuto archipiélago aparecía magníficamente entre las olas. Allí estuvo alimentándose de la abundante fruta salvaje, y en verdad deliciosa, de aquellos parajes. Con el rubio cabello al viento y sin más cobertura que su dorada piel, fue vista por un Príncipe de los Bajíos. No era demasiado poderoso, pero llevaba incrustadas en las encías, que muy generosamente mostraba al sonreír, una muestra tan completa de pedrería, que hubiera hecho palidecer de envidia la corona de muchos reyes terrestres. Y por ésta y otras misteriosas causas, Leonia se unió a él. Pero ahora no aceptó un nuevo Reino marítimo, sino que por su cuenta y gran experiencia, gracias a la pasión que inspiró en aquel Príncipe de los Bajíos, no tardó en apoderarse de la sonrisa de su calavera. Despojado de todas sus joyas, al parecer yacía enterrado en el centro de la Isla. Y del fruto de la sonrisa de aquel Príncipe, emprendió las depredaciones, que ella prefería llamar transacciones atinadas, comercios sensatos, con toda piratería, pequeña o mediana, que por allí se acercara. Y sobre los cimientos de aquella despojada calavera, levantó el Palacio, y en torno al Palacio, el Reino.


El brillo del sol sobre su desnuda piel y sus dorados cabellos atrajeron a muchos cándidos y desafortunados. Con el tiempo, acudieron otros, no tan cándidos, aunque sí afortunados. Arribaron a sus costas dispuestos a tratar con tan audaz como fascinante criatura. De suerte que llegó a buenos tratos, pactos y convenios. Y tuvo esclavos de todo origen y catadura con que iniciar su obra, y gentiles caballeros y hermosas muchachas poblaron su Corte. Aunque la mayoría de ellos poseían reinos tan suntuosos como flotantes y a la deriva. Aquellos pactos, aquellos convenios y aquellas especulaciones crecieron como la espuma y consolidaron los frágiles cimientos que habían brotado de una monda calavera de siniestra y muy despojada sonrisa. Ningún sello ni firma ni huella ni garabato, dejó constancia de aquellos convenios, pues conocida es la escrupulosidad con que se rigen los que reinan en la mar: y el Reino de Leonia se fundó y cimentó y consolidó sobre aquellos sólidos e indestructibles principios. «En verdad -rumiaba Ardid, entre vapores de suaves y estimulantes bebidas- que me creía astuta, luchadora, fuerte, afortunada y paciente, y tenía mi vida como singular vida de mujer: pero al lado de Leonia, todo lo vivido, sufrido, gozado y ansiado por mí, me parece un mal cosido, a punto de estallar por todas partes.»


Y así, en la dulzura, intensidad y abundancia de aromáticas libaciones -ligeras como la luz, pero tan embriagadoras como el aire de la isla-, lo cierto es que la noche iba tornándose cada vez más perfumada, espesa y turbadora. Tan suave, ligera y graciosamente como todo lo demás, fueron apagándose las antorchas, las voces y revoloteos de los pájaros. Llegó un momento en que sólo silenciosos y aterciopelados esclavitos atendían acá o allá súbitas exigencias de todo tipo y especie.


Un vasto, hondo y antiguo aroma invadió a Ardid y a sus damas, y a cuantos allí se hallaban. La penumbra, el dulce abandono de la noche penetraba por piel, ojos, oídos, labios y deseos. «Quizás, ésta es la otra cara del amor, tal y como esta zona en que nos hallamos, es la otra cara de la Isla; esa que todos imaginan y nadie conoce…», se dijo Ardid. Amor: una palabra amarga y temida para Ardid. Un grande y muy ostensible amor -en su vertiente desconocida para ella- soplaba como brisa caliente y refrescante a un tiempo, y enardecía sentidos y corazones. Abandonóse al fin sin rebozo a las insinuaciones de aquella palabra. La sensación, no desprovista de melancolía, de que quizás estaba viviendo por última vez algo que, paradójicamente, no había gustado nunca antes. Y como desde hacía rato, o tal vez siglos -¿quién podía ni quería saberlo?-, sentíase poderosamente inclinada a corresponder las mil cortesías y atenciones exquisitas de un cierto Señor del Mar del Norte, de rubias trenzas y ojos azules -cuyo vigoroso aspecto dejaba tamañito al propio Volodioso-, despertó al tiempo que adormecía sobre un antiguo y recién revelado secreto, y accedió a seguirle por la frondosa senda que partía del diminuto jardín de los Banquetes hacia el lado más cálido y hermoso de la Isla de Leonia.


Abandonada en sus brazos, contempló el famoso, diminuto y fascinante archipiélago donde, según la inocente Dolinda, se llevaban a cabo los deshonestos comercios de la peligrosa Reina. Una vez allí, no tuvo el menor inconveniente en visitar el Flotante Palacio de tan atrayente como estremecedor Señor, ni en conocer su litera, amplia, mullida y tan mecida por el mar como por el vino y el amor.


Al borde del amanecer, en ornada y mullida barca repleta de cojines, se sintió portada no podía saber por quién, no sabía por qué ruta -si rodeando la Isla o volando sobre ella-; y tan discreta como delicadamente fue devuelta a su cámara, que cuando ya muy entrado el sol de la mañana se despertó, no sólo no sintió rubor, remordimiento, vergüenza, temor o cosa parecida, sino que, muy al contrario, saludó gozosamente al día. Comprobó las huellas que la noche y la hermosura de vivir habían dejado en sus ropas, cabellos y piel misma. Y no sólo no se lamentó de ello, sino que, aunque secretamente, deseó que la buena Leonia tuviera la ocurrencia de celebrar prontamente, antes de que se iniciase su regreso, otro ágape, en su honor o en el honor de quien mejor le pluguiese.


Como adivinando aquellos deseos, siguieron aún algunos días, con sus noches y sus ágapes, antes de que Ardid lograra explicar con detalle la misión que allí la llevara. Tratábase de que una vez concertada la boda, el Rey Gudú, rompiendo la costumbre de celebrar en Olar sus esponsales, acudiría a la Isla y en ella se celebraría la boda. Y una vez ésta consumada, con la nueva Reina regresarían todos al tan remoto como frío Olar.


Leonia no ocultó el alborozo y curiosidad que despertaban en ella conocer a tan famoso como joven Rey, y se aprestó a enviar emisarios y a su más lucida nave para que pudieran recibirle en el puerto, con el honor y boato que tan regio Señor merecía, portarle luego a la Isla y allí, con suntuosidad que prometía sobrepasar la más encendida imaginación, celebrar los esponsales. Y arrullada por la grata ilusión de prolongar, aunque fuere siquiera un poquitín más, la estancia en tan maravilloso lugar, Ardid, no obstante, no perdió el tino hasta el punto de olvidar el envío a su querido hijo, en sellado y cerrado pergamino, de advertirle no olvidara cambiar sus ropas de soldado por traje más digno, tomase un buen baño y acicalase sus bellos, rizosos, pero ásperos y aún menos perfumados cabellos.


El Rey no se hizo esperar. Rápido en sus decisiones como en el manejo de la espada, lo cierto es que pronto apareció en la Isla: brusco, contundente, atezado, dominante e imponente. La misma Leonia, al verle, pareció impresionada. Y dijo:


– Querida Ardid, tenéis un hijo de aspecto a todas luces prometedor. Y tendría gran interés en conocerle un poco antes de entregarle a mi hija, pues, como madre -suspiró tan falsa como delicadamente-, comprenderéis el interés que me guía: deseo cerciorarme personalmente de sus cualidades. Mi intuición y experiencia de vieja mujer y vieja Reina -y aquí nuevamente una encantadora sonrisa veló su voz- me inclinan a creerlo dueño de muchas virtudes.


– Así lo comunicaré a mi hijo -respondió Ardid, aunque diciéndose, para su capote, que esperaba que Gudú no defraudara tales esperanzas. Pues comprobó, con inquietud, que si bien éste se había bañado y peinado y vestido con bastante decencia, distaba mucho de albergar las exquisitas maneras y el aspecto usuales en la Corte de Leonia.


No obstante, la Reina pasó con Gudú dos días y dos noches, en profundo coloquio y a no dudar minuciosas recomendaciones. Pasados los cuales, devolvió al joven Rey a su madre, con la siguiente observación:


– En verdad os digo, Ardid, que vuestro hijo Gudú ha satisfecho ampliamente mis esperanzas, y tal como presumí en un principio, reúne la arrogante y soberbia severidad del soldado con las cualidades del más experimentado y sabio varón. Oh, Ardid -añadió en tono más bajo y confidencial, súbitamente desprovisto de toda ceremonia o falsedad-, ¡quién fuera Gudulina!


Ardid quedó muy halagada, si bien un tanto sorprendida del grado de inteligencia y habilidad diplomática de su desconcertante retoño. Pero quedó aún más sorprendida y desconcertada, si cabe, cuando, a su vez, preguntó a Gudú sobre la impresión que le había producido la Corte, las gentes y la Reina misma. En la breve entrevista que tuvo con la Princesa Gudulina, en la que ésta se mostró candorosa pero no estúpida, inocente pero no ignorante, delicada pero no melindrosa, Gudú había asentido con aprobación. Pero en respuesta a su otra pregunta, le confió:


– Gente rica, suntuosa y efímera; durarán poco.


Con lo que nada de extraño tuvo la prisa con que dio remate a una ceremonia nupcial esplendorosa, y tras la que se inició el regreso a Olar.


En su última noche en la Isla, Ardid despertó de madrugada, en un gran silencio. Con súbita decisión, empujada por una curiosidad irreprimible, saltó del lecho y salió de su cámara. Atravesó estancias, descendió escaleras, como si una voz inaudible la condujera. Parecía que el Palacio entero, y la Isla misma, estuvieran deshabitados, no en aquel momento, sino a través de tiempo y tiempo.


Ardid se estremeció, pero su curiosidad fue siempre más grande que sus temores, y, resueltamente, aunque con el corazón palpitante, se dirigió hacia la parte oculta de la Isla: aquélla donde se desplegaba la sensualidad, la dulzura de la vida y todo el placer que ella había conocido. «Sólo a partir de la medianoche se penetra en el archipiélago secreto; sólo a partir de la medianoche, hasta el alba… y yo sé que es el tiempo exacto de los prodigios, de la magia y de los sueños», se dijo. Porque así la había instruido su amado Hechicero, y así lo había confirmado su amado Almíbar, y así lo había reafirmado su amado Trasgo.


Salió al fin, hacia el sol que brotaba lentamente tras los arrecifes, más allá del embarcadero de los Reyes del Mar. Y cuando, por fin, con sus pies descalzos, pisó los guijarros y la arena, el sol asomó enteramente sobre el agua. Entonces, Ardid se detuvo, asombrada, ante un paisaje desconocido. Allí no había ancladas naves, suntuosas y doradas, ni vestigios de fiestas ni placer. Un espectáculo desolado, desierto y reseco se ofrecía a sus ojos. Y el sol naciente únicamente arrancaba destellos a un suelo rocoso, sembrado de cascotes; trozos de loza o mosaicos que algún día fueron hermosos; trozos de espejo roto, que a los primeros rayos del día semejaban estrellas efímeras, fugaces.


«Dios mío -se dijo Ardid-. Todo era un sueño, o un recuerdo… Todo esto son los restos de los sueños, de los piratas que el mar devuelve a la tierra, por inútiles…» Y corrió, corrió, sin sentir el dolor de las heridas que abrían cascotes y rocas en sus pies descalzos, a sumergirse de nuevo en el lecho de su cámara: con los ojos cerrados, y diciéndose que todo aquello no había sucedido, que sólo era el sueño de un sueño, o de miles de sueños…


Le pareció a Ardid que en un soplo había pasado su tiempo cuando, consumada la boda y precedidos por la Nave Nupcial, alejábase con su pequeña escolta de damas, llorosas y suspirantes, de aquel lugar. Junto al último resplandor del sol se borró, tras suave y dorada bruma, la Isla de Leonia. Un frío conocido, pero infinitamente más triste que nunca le pareciera antes, la obligó, tanto a ella como a sus damas, a envolverse en chales. Y, mordiendo el largo lamento que huía de su garganta, se dijo que, por vez primera, entendía las ya lejanas palabras de Volodioso, cuando dijo que la Princesa Salvaje no era una mujer ni un amor. En el cada vez más difuso contorno de la Isla de Leonia, Ardid supo que se despedía para siempre del último jirón de su, tal vez, desaprovechada juventud.

XVII. LA IRA Y UN CORAZÓN CON LEYENDA

Contrariamente a lo ocurrido con Tontina, el Rey Gudú pareció muy satisfactorio y agradable a la Princesa Gudulina -ya Reina de Olar-. Desde su primera noche en la Nave Nupcial, mostróse hacia su esposo tan bien dispuesta y placentera, como arisca y altanera su antecesora. Y tranquilizado al respecto, Gudú pasó con ella muy agradables días y noches; y en todo lo que duró el viaje, no dudó en felicitarse y felicitar mentalmente a su madre por elección tan conveniente. Pues si Gudulina era poseedora de auténtica doncellez -cualidad que Leonia estaba no sólo lejos de poseer, sino tan siquiera de recordar-, de su madre había heredado el fogoso temperamento que un joven Rey de la catadura de Gudú había menester. Y así, no sólo halló en él simple atractivo -algo que poseía desde niño, pese a no poder considerársele bello en el estricto sentido de la palabra-, sino algún encanto rudo, pero muy intenso, despertaba desde muy tierna edad y se hacía evidente a gran parte del sexo femenino. Prueba de ello fue que la propia Leonia no fue ajena a él, sino muy al contrario, como se apresuró a dar a entender al propio interesado.


Sea como fuese, lo cierto es que de día en día Gudulina se sintió poderosamente arrastrada hacia él. Algo había en ella, apenas sofocado, un grito que llegaba desde el confuso río de su sangre paterna -de tan dudoso como indescifrable origen-. Y este misterioso río que surcaba sus venas manifestaba una pujante tendencia hacia los seres del sexo opuesto menos refinados -de los que Gudú era hermoso y contundente ejemplar-. Pues aún recordaba Gudulina el bullir de sus venas cuando, siendo aún niña, contemplaba desde las ventanas de sus dependencias -que podían considerarse una especie de cautiverio- el ir y venir de los rudos marinos y la piratería en general; truhanes y comerciantes de oscura mirada y aún más oscuras intenciones, hormigueaban por la cara menos amable de la Isla. Persas, egipcios, misteriosos nórdicos de lengua indescifrable, rubios como la plata y tan quemado el rostro por el sol del Sur, que se tornaban rojizos. Llegados en naves de silueta amenazadora y bella a un tiempo, en todos ellos descubría Gudulina aquel vivo y espoleante imán que, en más de una ocasión, casi estuvo a punto de defenestrarla. Y no en vano, la sagacidad y madura experiencia de su madre la mantenían semiencerrada, pues Leonia reconocía en la mirada de la niña antiguos y muy violentos resplandores. Y juzgaba que, dada la curiosa naturaleza de los varones -si bien a ella la ponderada doncellez de nada le había servido, ni falta alguna le hiciera- y puesto que Gudulina no poseía, evidentemente, sus cualidades de astucia, inteligencia, traición y desparpajo en general para usar veneno o hacha -según requiriese la naturaleza del elegido como más oportuno o prudente-, ni estaba destinada a fundar Reino alguno, sino a dar cuantos hijos pudiera a cualquier Rey conveniente, lo mejor era conservar intacta aquella doncellez, requisito tan extraño como inexplicablemente precioso a la mayoría de la muy curiosa especie masculina. Podía considerárselo preciado tesoro, ya que, además de su riqueza y su nada despreciable aspecto, todas estas cualidades, reunidas, podían aportar un futuro estimable. No se equivocaba Leonia. Así, la doncellez de Gudulina fue valorada y justipreciada en el momento de las transacciones matrimoniales con la Reina Ardid. Buena tajada sacó de ello, para decirlo vulgarmente -que es como le gustaba hablar, y por supuesto pensar, a la sin par Leonia-. Desde el cautiverio primero hasta las delicias del himeneo, pasó Gudulina con tan pocos melindres como alegría. El gusto por ello, en vez de disminuir, aumentaba y se enriquecía de forma poco común, en tan joven, guardada, ignorante y en verdad candorosa criatura.


«Tiene Gudú la salvaje mirada de los persas, la crueldad glacial de los rubios y misteriosos nórdicos, las rudas formas revestidas de afectuosa intimidad de los berberiscos, y la ausencia de perfume artificial que deja aspirar el agreste, un tantico acre, un mucho excitante, en verdad, perfume del animal en bruto», meditaba Gudulina tras sus éxtasis amorosos, a los que se aficionaba sin vislumbre de tregua. Pero si bien Gudú no se sintió defraudado por tales cosas, a mitad del viaje empezó a rehuirla, aunque tan levemente, que ni ella -ni tal vez él mismo- lo notó. Por lo que el viaje, en su última fase, continuó tan felizmente como se iniciara.


El otoño había ya madurado cuando alcanzaron tierras de Olar. El suave perfume de octubre y sus ligeras brisas hicieron a Gudulina temblar como una hoja:


– ¡Qué pronto llegó el invierno, amado mío! -dijo castañeteando los dientes como un perrillo persa-. En verdad que vivís en crudas regiones…


– ¿Invierno? -respondió Gudú, sarcástico-. Invierno es lo que conocerás el día de mi cumpleaños.


Pero ella creyó que estas palabras encerraban un obsequio envuelto en pieles de zorro, u otras prendas más preciosas, y sonrió, halagada. Muy reciente estaba aún la boda, y todavía Gudulina no había tenido ocasión de exponer, con todo lujo de detalles, su verdadero y cautivador temperamento: pues, si bien en belleza no llegaba, ni con mucho, a la que a su edad desplegaba Leonia, no se equivocaba su madre al juzgarla poco inteligente y con su pizquita de mal carácter, a pesar de su perenne sonrisa y las alegres carcajadas con que sembraba aquí y allá sus no muy bien hilvanadas frases. Si no la creía bien dotada en cuanto a habilidad o buen manejo de la conversación, tampoco se había percatado de la predisposición que Gudulina ostentaba al parloteo. Pero no la superaba Leonia en su capacidad de lucha, tesón y dotes de austeridad en los malos tiempos. Tal vez tampoco había llegado a apreciar el grado de gandulería, glotonería, ignorancia y falta de curiosidad que ornaban a su hijita. Pero larga era la vida, largo el matrimonio -aún más que la vida, si cabe- y tiempo habría por delante hasta descubrir en tan joven esposa las mil gamas, los variados matices que componían ciertos y misteriosos tesoros.


«El tiempo -pensaba- acaba resolviendo todas las cosas, buenas o malas, de este mundo.» Y así, cuando, mientras con gesto mimoso se arrebujaba en el pecho, Gudulina preguntó: «¿Qué opináis, querido mío, de la casual coincidencia de nuestros nombres?», quedó paralizada al oír un seco: «Falta de imaginación por parte de tu madre». Y por vez primera entendió la conveniencia de medir sus palabras antes de enviarlas, tan profusa como irreflexivamente hiciera hasta el momento, a los oídos del Rey. Aquella primera lección -al menos por el momento- tuvo resultados satisfactorios.


Llegaron, por fin, a Olar. El otoño teñía las colinas de escarlata, y las lejanas y abruptas enramadas de los bosques parecían incendiarse. El Lago reflejaba un sol maduro, como fruta en sazón, y un perfume envolvía a Gudulina con la sensación de hallarse en el lugar exacto que le correspondía en esta vida. Bordeaba el Lago la regia comitiva y se oía ya el clamor de las gentes que aguardaban tras la muralla y que deseaban agasajar como convenía a los jóvenes monarcas y su augusta madre. Ardid sintió dentro de sí, en dulce y tenue agonía, el dorado resplandor de una Isla que, súbitamente, se había convertido definitivamente en recuerdo, en un imaginado y ya perdido paraíso, antes de ser gozado. «Hay mucho que hacer -se repetía impaciente, en tanto recobraba el brillo acerado de su mirada-. Veremos qué tal han llevado las cosas, durante nuestra ausencia, aquellos ancianos.» Y sin reparar en el epíteto, que, si bien afectuoso, no halagaría a los aludidos, hicieron su entrada en Olar.


Con toda la dignidad y majestuosa apariencia de que eran capaces -y una vez más apreció Ardid de cuán poco (si se exceptuaba a Almíbar)-, fueron recibidos por la Asamblea de Nobles. Y fue entonces, al ver a su querido y viejo Almíbar, a su leal amigo, cuando la estremeció una punzada en el corazón. «¡Santo cielo! -se dijo, con inconsciente crueldad-. ¡Cómo va vestido! ¡Qué mamarracho, qué carencia de buen gusto, dignidad y buen sentido!… ¿Adónde va el pobre con sus falsos rizos, que a la legua se ven teñidos, y esa pluma en el sombrero, que más parece la cola de un buitre hambriento? Señor, qué falta de auténtica elegancia, qué ignorancia de la realidad: no tiene ya edad para esas cosas.» Y al mismo tiempo le pareció ver que habían empequeñecido sus ojos, que sus mejillas se habían convertido en lacios mofletes y que, en suma, se ofrecía a su mirada como un hombre que fue bello, y por tanto era más patético e insoportable su declive, y lo juzgó pesado, fondón y cargante.


Pero no ocurrió así con Almíbar. Una verdadera agonía había sido la vida para él desde el día en que ella partió y vio desaparecer su comitiva por el camino del Lago, hacia el Sur. Muchas veces hubieron de consolarle el Trasgo y el anciano Hechicero, y aun secarle algunas lágrimas, ante el prolongado silencio de la amada, que ni tan sólo una triste palomita mensajera le enviaba. Ahora, al contemplarla descender de su carroza, y aunque el día declinaba, el sol se levantó de nuevo en su corazón. La halló más bella que nunca, y no se equivocaba, pues lo estaba. No sólo por la adquisición de nuevas y exóticas vestimentas que mucho la favorecían, sino por el resplandor que traslucía: cierta y vieja llama que brota a veces, en el fuego moribundo en las hogueras, más hermosa que sus hermanas, aunque destinada, como todas, a brillo fugaz y apagada ceniza. Con los brazos extendidos, sin cuidarse de toda ceremonia o disimulo, avanzó hacia ella, tembloroso y con los ojos llenos de lágrimas. Pero le paralizaron una glacial mirada, un mohín de desagrado y un seco: «Reportaos, imprudente… ¿Qué estupidez es ésta? Guardad vuestras efusiones para más tarde…, majadero». Aquel «majadero», jamás oído antes en tan exquisitos como amados labios, hundió un puñal en su corazón; tan profundamente que ya, jamás, nada ni nadie podrían arrancarlo de él.


No acabaron ahí las desdichas de Almíbar. Por el contrario, aquél fue el principio de una muy dura y triste pendiente aún por recorrer.


Aquella misma noche, y los días siguientes, aunque Ardid intentaba disfrazar sus sentimientos, lo cierto es que, si bien no era notoria la sagacidad de Almíbar en otras cosas, un fino y despierto sentido, cuya raíz era el grande e inquebrantable amor que sentía por Ardid, le advertía de su desvío. Ella le evitaba con mal disimuladas muestras de cansancio y aburrimiento, y al parecer totalmente absorta en retomar las riendas de aquella Corte y Trono que, aunque las apariencias pudieran indicar lo contrario, estaba muy lejos de su ánimo abandonar. Aunque la corona de Reina pasó a las sienes de Gudulina, sólo era mera fórmula: en Olar no había -ni hubo jamás- otra Reina que la Reina Ardid.


Entre unas y otras cosas, mientras avanzaba el invierno, Almíbar notaba cómo ella se zafaba de él. Aunque le tratara con tierna condescendencia -ya que no con amor-, su presencia sólo despertaba en ella irritación y cansancio. Y aunque nada decía, una fina y cruel daga se clavaba más profundamente y ahondaba su herida día a día. En lugar de mejorar su aspecto, éste se empobrecía cada vez más. Almíbar intentaba remozarlo y ocultar los estragos que la edad y la pena infligían tanto a su físico como a su ánimo. Pero cuanto más se afanaba en ello, más ridículo y hasta grotesco antojábasele a Ardid. A través de trajines, afanes y hábiles reorganizaciones en que se ocupaba su inquieto temperamento, se filtraba un secreto, como pócima embrujada que había bebido y ya no podía olvidar; un difuso deseo de acallar, cuanto antes, el último destello de un tardío y sabroso resplandor, del que sabíase alejada para siempre. Y así, mientras los días transcurrían para ella en febril agitación -hubo en la Corte renovación de costumbres: más refinamiento, novedades que traían fragancias juveniles a las húmedas estancias. Los más jóvenes las acogían con entusiasmo, los viejos sentíanse cada vez más incómodos y desplazados-, nadie reparaba en un solitario y muy herido corazón que agonizaba lentamente en la vasta indiferencia del mundo.

2

El regreso a Olar fue para Gudú muy reconfortante. Estaba harto ya de convivencias familiares. La coronación, que Ardid intentó revestir de gran esplendor, fue por expreso deseo suyo de una brevedad sorprendente. Pocos días después manifestó las muchas atenciones que requería de él su famosa -y secretamente criticada- Corte Negra. Sin hacer caso de las, primero tímidas, luego fastidiosas súplicas de Gudulina, que intentaba acompañarle, la dejó en manos de su madre, y partió con Randal al encuentro de los que constituían, al menos por el momento, la razón de su vida, y entre los que tan a gusto y a sus anchas se encontraba.


La Corte Negra no sólo no había sufrido alteraciones que desmereciesen a los ojos de su Rey, sino que, en manos tan expertas y leales como las de Yahek, ofrecía unas perspectivas que, si bien a otro hubieran parecido de una austeridad y rudeza rayanas en lo siniestro, complacieron profundamente a Gudú. Hasta el punto de dedicar breves y concisas -por supuesto-, pero significativas y halagüeñas palabras de felicitaciones a Yahek. Éste las escuchó con gran placer, y fue a explayar su orgullo sumergiéndose materialmente en una tinaja de vino, junto a sus camaradas.


Recién entrado el invierno nació el hijo de Lontananza, pero como se trataba de una niña, no lo comunicaron a Gudú. El niño de Yahek y la recién nacida muchachita se criaban juntos, pues las dos madres habían hecho excelente amistad. El Rey ni tan siquiera recordaba el origen de estas cosas: otras muchachas sustituyeron a Lontananza y a sus antecesoras. En tan agradable compañía, Gudú sintió que respiraba de nuevo los aires de libertad y optimismo que estimulaban sus ambiciosos proyectos.


La escuela de Yahek y sus disciplinados Cachorros crecía en vigor, astucia, fuerza y sabiduría. Los jóvenes soldados de Gudú aparecían a los ojos del Rey como los mejores. Y tuvo la grata sorpresa de recibir, a poco, la visita de algunos jóvenes nobles: muchachos de catorce, dieciséis y aun veinte años, que, unos desoyendo el consejo de sus progenitores, y otros acuciados por ellos, vinieron a ofrecerse a la Corte Negra con mal veladas ansias de gloria, botín y cuanto se presentara, si bueno parecía.


Gudú eligió a los que le parecieron mejores, y aun a algunos de los que no le parecieron tan buenos. Su astucia le aconsejó no rechazarlos por no acarrearse el disgusto de los padres. Sabía, por lecturas y por cierta experiencia, que los nobles, en general, eran gente díscola, dispuesta a revolverse contra su Rey al menor motivo, y aun sin éste. De forma que los encuadró en lugares donde mejor podría aprovechar su talento, si alguno poseían. Y así hubo un lugar para cada cual, pues como jóvenes que eran, y de raza belicosa, alguna aplicación podía dárseles, aun en el caso de que fuera escasa su mollera. Como Capitán de ellos colocó al noble Jovelio, que tan bien le sirviera -junto a su gloriosamente fallecido hermano Iracundio- en la última batalla. De este modo, la nobleza de la sangre no se vio menospreciada por hallarse a las órdenes de plebeyos como Randal o el propio Yahek. De suerte que, la naciente y ya floreciente Corte Negra, primero engrosada por chiquillos plebeyos y vagabundos, fue a su vez entroncada con sangre noble.


«Dentro de poco -pensaba Gudú- nos hallaremos en condiciones y bien dispuestos para emprender mi sueño: cruzar el Gran Río y avanzar a través de las estepas.»


– Mientras exista un palmo de tierra ante nosotros -confiaba a sus íntimos, entre sorbos de buen vino y vapores de ensoñada gloria- y si todos mis proyectos marchan en la buena dirección que llevan hasta el presente, la primavera nos llevará de nuevo al Este. Dejemos pasar el invierno en dura disciplina y entrenamiento y os juro que, si el ánimo no desfallece (y os aseguro que no desfallecerá), el porvenir de Olar, y de cada uno de vosotros, no será despreciable.


Estimulados por las palabras del Rey, amén de la codicia, la ambición, el sueño de la gloria y el ardor de su sangre, bebieron con fruición y entusiasmo, y brindaron por la Gloria de Olar, del Rey, y de cada uno de ellos en particular.


De tarde en tarde, Ardid enviaba a Gudú un emisario que, más o menos discretamente, indicaba al Rey la conveniencia de no descuidar sus obligaciones conyugales. Y aunque con cierta desgana, éste obedecía a su madre, pues la tenía por muy buena consejera.


El Rey hacía frecuentes visitas a Olar, pero no tardaba más de dos días en regresar a las Tierras Negras, Castillo Negro y Corte Negra, allí donde su gente, y su vida, en suma, le aguardaban y retenían con lazos mucho mayores que una esposa, una madre y una Corte que poco o nada ocupaban su mente.

3

Otra sangre ardía en aquellos momentos no con menores deseos de batalla. Y si desprovista de codicia o de gloria, no de justicia y venganza. Desde el día en que el joven Lisio huyó de los Cachorros del Rey, un largo sendero, duro y peligroso, había recorrido el muchacho hasta el presente. Aquel invierno memorable -en su vida, y en la de otras vidas, además de la del Rey Gudú estaba ya muy lejos de su memoria.


Otra sangre ardía en deseo similar o aun mayor a la de Gudú y Lisio. Una venganza aún más fiera y violenta. Bancio y Cancio, a quienes sus hermanos Ancio y Furcio habían dejado al margen de sus proyectos y, en definitiva, a salvo de una muerte cierta, vivían, desde aquella estrepitosa derrota en los Desfiladeros que pareció borrar del mundo la rama de los Soeces, una miserable existencia. Cuando la noticia de aquel fracaso llegó a sus oídos, se hallaban ambos en su hedionda cámara, bebiendo, jugando a los dados y discutiendo, en compañía de dos muchachas extraídas del famoso lugar donde Gudú había conocido por primera vez un aspecto de la vida que, al parecer, no juzgó desdeñable. Pero como astutos que eran, sabían que Gudú no se dejaba dominar por él. Es más, sabían que Gudú no se dejaba dominar por nada fuera de sus secretos sueños de poder y gloria, y de aquel raro instinto de que se valía para rodearse de las gentes adecuadas: las que desbrozaban su camino hacia una riqueza que ellos no entendían, el poder y esa implacable ansia por desvelar todo cuanto se mostrase ante sus ojos tan imposible como desconocido.


Apenas llegaron a sus oídos las noticias del triunfo de Gudú y la muerte de sus hermanos, el pánico les invadió. Degollaron a las dos mujeres que les acompañaban, vistieron sus ropas y, por aquel secreto pasadizo que desde su guarida les llevaba al exterior, huyeron disfrazados y tan comidos de miedo como de odio y desesperación. En sus maldiciones estaban incluidos tanto Gudú como Tuso y sus dos hermanos, por haberles desplazado de sus planes. Aunque secretamente les bendecían, pues de esta forma tenían más probabilidades de salvar la piel, que si hubieran tomado parte en fraternal abrazo contra Gudú.


Escondidos en la espesura, ocultándose en los bosques, meditaron sobre lo que les parecía más indicado dada su situación. Y así pasaron algunos días. Fingiéronse mendigos, recorrieron cautelosamente las aldeas del contorno y, poco a poco, se fueron aproximando a los lugares donde se había desarrollado el drama de su familia. Al fin, trabaron conocimiento con algún soldado de los que vigilaban a los cautivos que explotaban las minas. Como parecían mujeres viejas -y en verdad feas-, despertaron primero mofa, y luego compasión. Y aunque recibieron más de un puntapié, y más de un peligro sortearon, lo cierto es que, poco a poco, los centinelas, soldados y capataces se acostumbraron a su presencia. Y no sólo dejaron de molestarles, sino que de cuando en cuando recibían algún mendrugo, junto a los perros.


Aunque romos de inteligencia, traidores por naturaleza y desconfiados hasta el punto de espiarse mutuamente como a los peores enemigos -y tal vez no les faltaba razón para ello-, lenta pero minuciosamente, Bancio y Cancio llegaron a urdir un plan que, si bien en principio parecía tan descalabrado como imposible, una insospechada circunstancia vino a consolidarlo y darle forma viable, y aun esperanzadora. Fue ésta la aparición de un joven harapiento, valiente, duro y animado de un fuego que ni su edad ni sus pobres harapos hacían presumible. Así fue como, tras un tiempo plagado de proyectos trazados y destrazados, disputas e ¡res y venires entre las gentes, con la astucia y la apaleada discreción de canes vagabundos, llegó un día en que conocieron al joven Lisio.


Largo y no exento de peligro había sido su camino hacia el País de los Desfiladeros, desde aquel día en que, entre las abandonadas minas de las Tierras Negras, reunió cuantos víveres y armas pudo, y partió en busca de sus hermanos de desdicha.


Aunque fue en la primavera cuando él escapó de la Corte Negra y, en su inocencia, creía que en verano arribaría a los Desfiladeros, lo cierto es que el frío le sorprendió aún muy lejos de allí y, aterido, tuvo que guarecerse muchas veces en grutas y abandonadas ruinas de aldeas -de las muchas que las guerras de Volodioso y las más recientes de Gudú sembraron por aquellos parajes-. Tan grande era su desfallecimiento, que más de una vez perdió la ruta y hubo de volver sobre sus pasos, y reanudar repetidamente un camino que ya creía recorrido.


Y tiempo tuvo para rumiar su amargura, su desencanto hacia los que creía hermanos, si no de sangre, sí en la desesperación.


Aunque los días templaron su amargura y decepción, y en cierto modo llegó a entender su flaqueza, puesto que sólo odio y malos tratos habían conocido, incluso les perdonó, no decreció su sueño vengativo. Al tiempo que su decepción, este sueño crecía y se espoleaba en el odio y en el ansia de vengar a los que tan injusta y duramente fueron tratados. Fue así avanzando, guiado tan sólo por su instinto y el curso del sol y las estrellas, tal como su abuelo le enseñó de niño. Pronto se acabaron sus víveres, mucho antes de lo que su inexperiencia le hizo creer, y tuvo que dedicarse a cazar. De esta caza, y de algunas raíces que, para no morir de hambre, aprendió a elegir desde niño, junto a sus hermanos, se alimentó durante el camino, cada vez más lento y más duro.


Al fin, cierta mañana en que el cansancio y las privaciones le hacían vacilar sobre sus pies, notó cómo ante sus ojos -que sabían ver en la oscuridad y otear en la lejanía como el águila- medio se borraban los contornos de árboles y tierras. Allí estaban -y las adivinaba más que veía-, sueño o delirio de fiebre, las Rocas Gigantes, tantas veces descritas por su abuelo, que guardaban el paso a los Desfiladeros. Allí estaban las negras siluetas, los gigantes que les daban nombre. Y con esta adivinación o visión, cayó de bruces. Sintió cómo su corazón golpeaba contra el suelo, como un sordo tambor que desde tiempo y tiempo atrás -antes de su vida, pero en la misma ruta de su sangre- latía lenta pero ininterrumpidamente, hasta que llegara un día en que su eco se extendiera por toda la corteza de la tierra, como no lo lograría el sueño de Gudú.


En la fría mañana se anunciaba un invierno que habría de ser crudo. Muchas aves ya habían emigrado al Sur, y sólo las nubes, lentas y cambiantes, huían quién sabe hacia qué países o mares. Lisio permaneció tendido, en la fría tierra, como asido al golpeteo todavía débil, pero indomable, de su corazón. El sol fue adueñándose del helado firmamento y, lentamente, bajo sus pálidos rayos, su cuerpo renacía, olía la tierra húmeda las raíces; y el viento que ahora llegaba a su frente, a diferencia del frío que atenazaba sus movimientos, parecía quemar. Abrió al fin los ojos y vio huir hacia su madriguera dos animalillos. Esto le hizo pensar en otros agujeros, otras madrigueras donde sus aún hermanos permanecían y, sin saberlo ellos, retenían para él todo el vigor del mundo. Así recibió de nuevo su fuerza, la sintió penetrar por su aterida piel, poro a poro, y reanimarle como un vino misterioso.


Las nubes se adelgazaron, se abrieron y alejaron lentamente. El sol envió más calor y, poco a poco, Lisio fue incorporándose. Oyó manar, cerca de allí, una fuente. O quizás era un arroyo. O acaso un río… Aunque él no lo sabía, estaba muy cerca del lugar donde, tiempo atrás, Predilecto detuvo su espada sobre la mirada despavorida de su hermano. Allí donde, otro hermano, le dio muerte violenta, sin piedad alguna, sin el más remoto sentimiento de duda, remordimiento o pesadumbre. Y algo flotaba entre los juncos, algo parecido a una voz que narraba aquellas cosas. Aunque sólo los juncos y las piedras, y acaso una asustada nutria, las escuchaban con el mismo pavor que oían el vuelo de los buitres o el suave hollar la hierba de la raposa. Sólo los trasgos, los elfos y acaso las criaturas fluviales podrían entender aquel lenguaje, y poco podían afectarles estas cosas. «Humanas rencillas, hediondas podredumbres, necias historias», comentaría a lo sumo la carpa con el transparente silfo, o el cándido elfo que asomara sus ojos de rocío entre la hierba.


Y Lisio tampoco oía otra cosa que no fuera el latir de su odio contra el pecho, ni veía más que el rostro moribundo de su abuelo, o los desesperados ojos de Lure. Incluso las palabras de su abuelo casi habían desaparecido de su memoria, y sólo una, negra y luciente, llenaba su pensamiento: «venganza». Y se repetía esta palabra en el latido de su corazón, y en el latido de otros corazones lejanos -en el tiempo pasado, en el tiempo que aún habría de venir- por los misteriosos caminos de la especie humana.


Siguiendo el rumor del agua, Lisio encontró el río. Refrescó el ardor de su frente y bebió. Le pareció que al beber se llenaba de vida, una vida renovada y sabia. Se sentó entre los juncos y, por vez primera, que él recordara, las lágrimas caían en sus manos manchadas de tierra, y se mezclaban al barro del mundo donde le había tocado nacer. Pero no eran lágrimas de tristeza, sino lágrimas de odio. Pues ni el recuerdo de Lure lograba devolverle la lejana ternura que, en tan largo camino, tal vez había perdido para siempre. «¿Por qué no maté aquel día al Príncipe Predilecto?», se dijo. Y con ira, secó sus ojos, y con ira tuvo fuerza para incorporarse, sin reparar que acaso centraba aquel sentimiento en la criatura que menos merecía odiar. Pero quien con vanas esperanzas estimula el corazón ajeno, hiere más que aquel de quien sólo mal se espera. Y el recuerdo de su quebrada fe, del sueño roto, de su pisoteada esperanza, le llenaba de ira. «La ira», se dijo, «la ira…». Un descubrimiento, una nueva forma de estar vivo. Y allí mismo deseó matar, con mil muertes que pudiera, al que no tuviera valor, o fuerza, para vengar la vida de un hermano. Sin saberlo, se repitió las mismas palabras de Gudú: «No vacilaré: una sola duda significa la muerte para los de mi raza y para mí mismo».


Avanzó prudentemente, medio oculto entre los juncos del río, hasta alcanzar, al fin, el Desfiladero. Le llegó entonces el olor, el humo, las voces del campamento de los soldados que defendían o guardaban aquella entrada, y el piafar de un caballo. Luego lo vio avanzar, con su jinete, y oyó sus cascos alejándose. El eco los repetía entre las grandes piedras. Planeaba la forma de trepar hacia las rocas y adentrarse en el interior de aquella especie de inmensa fortaleza natural, superior a cuantas un hombre pudiera levantar sobre la tierra, cuando oyó voces muy cercanas, y se tendió entre las jaras, anhelante.


– Bestia -decía una de aquellas voces, si bien en voz baja y silbante-. Bestia inmunda: acabaré contigo y te despedazaré, y tus pingajos serán devorados por los buitres. Pero atino que serías un bocado demasiado dañino, incluso para ellos. Mejor sería convertirte en cenizas: pero vivo, quiero verte arder vivo, lentamente…


Y aquella sarta de malos deseos se quebró en un conocido sonido: el entrechocar de armas. Alzó la cabeza y, con gran estupor, comprobó que dos ancianas mendigas, de aspecto muy lastimoso, esgrimían sendas espadas y se atacaban con saña ejemplar -como si se hubiera tratado de Cachorros de Gudú.


La feroz y sanguinaria pelea duró hasta que una de las dos mendigas logró desarmar a su contrincante: la espada contraria voló por los aires y vino a caer tan cerca de donde él se hallaba, que a punto estuvo de clavársele en el hombro. Lisio se apoderó de ella, mientras con un mal reprimido grito, semejante a silbido de víbora, y dispuesta a degollarla como a un puerco, la mendiga vencedora se lanzaba sobre la que, caída en el suelo, se tapaba ominosamente la cabeza, como despidiéndose de este mundo para siempre. Sin embargo, y antes de que tal cosa ocurriera, la atacante resbaló en el barro y vino a caer junto a su víctima. Entonces, la que tan resignadamente se despedía de la miseria humana, cobró ímpetu y, con una risita baja y siniestra -que recordó a Lisio otra risa odiada y conocida-, se lanzó sobre su compañera: ambas rodaron entonces entre el cieno, distribuyendo aquí y allá golpes y puñetazos. La fuerza, el ánimo -o tal vez las rencillas-parecieron mitigarse entre ellas; y a medida que los golpes languidecían, parecieron calmarse. Quedaron, al fin, en el suelo y a cuatro patas, una frente a otra, como dos fatigados animales. Brusca y sorprendentemente decidieron dar por terminadas sus cuestiones y, sacudiéndose como mejor pudieron el barro que las cubría, se sentaron entre los juncos e intentaron localizar las zonas de su cuerpo más magulladas. Desciñéronse de sus harapos, y Lisio comprobó con sorpresa que no se trataba de mujeres, sino de un par de larguiruchos, amarillentos y feos cuerpos varoniles. La espada de la última -o último- había caído un tanto lejos de donde él se hallaba. Pero aun así, se deslizó suavemente a sus espaldas y logró apoderarse de ella. La guardó en su cinto, junto a la suya propia, y se dispuso a aguardar los acontecimientos.


Una vez comprobadas sus magulladuras, los estrafalarios personajes dedicáronse a cubrirlas amorosamente con cieno y yerbas: tal como solían hacer los soldados o los luchadores heridos. Y a poco, se inició entre ellos esta apacible conversación:


– Hermano, creo que, considerando la confianza con que ya nos movemos por este lugar, hora sería de entablar conversación con los Desdichados y prender la primera esperanza, junto a la primera rebeldía.


– No sé, no sé -dijo el otro, frotándose una rodilla que comenzaba a hincharse-. Si tuviera que fiarme de ti, hace tiempo penderíamos los dos de una cuerda. ¿Qué hubiera sido de nosotros si hubiéramos llevado a cabo el plan anterior? Recuerda cómo por puro milagro o azar no lo pusimos en práctica, y cómo comprobamos con nuestros propios ojos la grosera armazón de todo lo proyectado, cuando…


Y así, frase por aquí, comentario por allá, Lisio llegó a comprender, aunque someramente, tan enrevesadas cuestiones. Aunque no llegó a calibrar la forma en que pretendían llevarlas a cabo, lo cierto es que estaban guiados por una sola intención: soliviantar a los sometidos Desdichados contra los soldados -según ellos, relajados en extremo- y organizar una revuelta contra el Rey Gudú. A todas luces, aquellas intenciones coincidían con sus propios deseos.


Su primer impulso fue unirse a ellos, con gozosa y feroz alegría. Pero la experiencia de tantas amarguras pasadas y los desengaños que sufriera durante su corta vida, le aconsejaron prudencia y reflexión. Algo había en aquellos semblantes y aquellos comentarios que no despertaba su confianza. Debía ser cauto, pensó, antes de darse a conocer y unir las mutuas ansias de venganza.


Les vio entonces sentarse, muy juntos, y se les acercó, sigiloso, por detrás. Llevaba ahora una espada en cada mano, y estaba dispuesto a luchar con ambos brazos, para lo que había sido adiestrado y era particular gloria y orgullo tanto de los Cachorros como de Yahek y del mismo Gudú. Tan silenciosa como cautelosamente se había deslizado hasta el momento, avanzó hacia las dos escuálidas espaldas. Con delicadeza, pero sin que ofreciera dudas sobre sus intenciones, apoyó la punta de sus espadas en ambas nucas, y en voz tan baja como ellos hablaban, y tan roncamente como ellos, murmuró:


– No os mováis, o seréis degollados como cerdos aquí mismo.


Tan sólo por el convulso temblor de aquellas nucas, abundantemente pobladas de rojiza maraña, podía sospecharse que ambos aún vivían. Lisio pensó que ambos estaban, o muy famélicos, o muy asustados. Así que creyó oportuno añadir:


– Volveos, y no hagáis nada que pueda demostrar aviesas intenciones, pues tan raudo soy con la espada como con la vista. Lentamente, dieron ambos la vuelta a su pescuezo.


– ¿Qué pretendéis, noble señor? -murmuró al fin uno de ellos, tan quedamente que Lisio más adivinó que llegó a oír sus palabras.


– Nada malo, si os portáis bien -Lisio sentía cómo iba cimentándose su fugaz esperanza-. Y si es cierto lo que no ha mucho oí de vuestros labios, tal vez no sólo conservéis la vida, sino también la esperanza de conseguir lo que, creo entender, es vuestro deseo.


– ¿Qué oísteis, nobilísima criatura? -murmuró el otro, por cuyos temblorosos labios surgía la voz como un tenue silbido de agua hirviendo en cazuela rota-. No…, no sé a qué podéis referiros…


Pero así como la esperanza de cumplir su venganza iba consolidándose en Lisio, también iban recuperando su maligna cautela los gemelos Bancio y Cancio. Aunque tildaban de noble señor aquella inesperada y aterradora aparición, ni su aspecto ni sus andrajosas ropas revelaban noble cuna. Un rayo de esperanza se abría paso entre el pánico que les atenazaba.


– Habéis hablado de una revuelta, de una conspiración que llevará a todos los Desdichados hasta las puertas de Olar: y una vez allí, acabar con la vida de tan mal Rey como mal hombre es Gudú el Odiado.


Una débil sonrisa curvó la boca de ambos gemelos. -Así… es -dijo al fin Bancio.


– Cierto… -musitó Cancio.


– Pues bien -añadió Lisio-. Decid quiénes sois y por qué estáis aquí: por vuestras ropas no parecéis lo más florido de la nobleza, y si vuestras palabras corresponden a vuestras verdaderas intenciones, habéis encontrado en mi persona más bien aliado que verdugo. Tened por seguro que por muchas ofensas que hayáis recibido de Gudú, y por mucho que deseéis su muerte y las dulzuras de la venganza, nadie vive que haya más razones que las que anidan en mí para desear lo mismo que vosotros. Tenedlo presente: soy más joven, más fuerte y sin duda alguna más ladino que vosotros juntos: guardaos bien de engañarme, porque en tal caso no llegaríais al anochecer con la cabeza sobre los hombros.


Dicho lo cual, tan fuerte sentía y oía el latido de su corazón, que por momentos temió se grabara en el mismo aire que los tres respiraban. Al fin de su discurso, Bancio levantó los brazos, mientras gritaba:


– ¡Hermanito!


Casi al mismo tiempo, Cancio prorrumpía en sollozos. -¡Hermanito! -repetían a dúo. Y repetían tan dulce como poco apropiada palabra. Pertenecer a la familia de aquellas criaturas, pensó vagamente Lisio, no parecía creíble.


A poco que él bajó las espadas, Bancio manifestó:


– Somos tan desdichados como el más desdichado de los que sufren ahí dentro… y en todo te ayudaremos, tan sólo nos des aliento para demostrártelo. Pues si odias a Gudú, ¿cómo no le odiaremos nosotros si ante nuestros ojos tuvo como alegre pasatiempo no sólo colgar a nuestros abuelos, padre y tres indefensos hermanos, sino que antes osó encadenar, atropellar y vejar a nuestra madre… para matarla después?


Bancio siempre fue el más imaginativo de los Soeces.


– ¿Y cómo escapasteis vosotros? -se extrañó Lisio-. No tengo al Rey por hombre compasivo.


La larga parrafada de su hermano gemelo impulsó a Cancio, y de inmediato surgió la continuación, tal como tenían por costumbre: cuando la voz del primero se agotaba de inventiva, la del segundo reanudaba la tal historia; y cuando ésta, a su vez, se iba extinguiendo, la primera se reanudaba en el punto exacto de la narración.


– Porque, para nuestra desdicha (ojalá hubiéramos sido torpes e inhábiles como rucios), bien conocida era nuestra pericia en la dura tarea de las minas: y a fuer de mineros, somos orfebres. Y tan singulares y refinados, que el más innoble pedrusco parecería zafiro en nuestras manos.


Y así se prolongó la historia, hasta llegado un punto en que Lisio se sintió confuso y embotado. Estaba muy débil y fatigado, y aunque estimó que alguna exageración había en aquel lamentable relato familiar, no dudó en que ésas y aún peores cosas haría Gudú si lo creyera oportuno. Dijéronle los dos hermanos que habían llegado a inspirar tal confianza en sus guardianes, que habían logrado escapar vistiendo ropas de mendigas. En la esperanza de rescatar, junto a sus compañeros de lágrimas y penas, al menor de sus desdichados hermanos que, niño aún, fue allí conducido y consumíase, como débil llama, en la oscuridad de los horrores, el hambre y la depauperación.


– También tengo yo ahí a mi hermana, si no ha muerto -confesó Lisio, con ira y dolor-. El mismo deseo y causas parecidas nos han venido a unir. Escondámonos entre la maleza y meditemos sobre lo que mejor nos conviene: yo he sido adiestrado en la lucha, y os juro que si es verdad cuanto me habéis dicho, llegará a nuestras gentes con nosotros el primer mensaje de esperanza y rebeldía.


Guardó las espadas -que aún no juzgó prudente devolver a los hermanos- y contempló cómo de nuevo se convertían en horrendas mendigas. Permanecieron así unidos -para mal del valeroso pero inocente Lisio- en aquella empresa que por motivaciones tan distintas les conducía a un mismo fin.


Al menos en una cosa no habían mentido los gemelos. Lo mejor del ejército de Gudú no estaba en los Desfiladeros. Pues, si bien tanto los gemelos como Lisio -y esto fue fatal para ellos ignoraban la nutrida hueste que tras el desfiladero mantenía los límites de la nueva tierra ganada estepa adentro, lo mejor de sus soldados estaba allí, y la otra mitad, no menos escogida, permanecía con él en la Corte Negra.


Los soldados que en la región guardaban a tan famélicas y peligrosas criaturas, como eran los Desdichados, no sólo eran los más débiles, viejos e inhábiles, sino que, debido a la escasa preocupación que tan míseros cautivos ofrecían, se habían relajado en disciplina y cautela. Y añadíase a esto que no atinaron a valorar el hecho de que, la mayor parte de aquellos hombres no eran verdaderos soldados de corazón, vocación y deseo, sino simples campesinos, obligados por el terror y la violencia del Rey a asumir tal profesión, que estaba muy lejos de sus verdaderas apetencias. La desgracia personal, el tiempo y la dureza de la vida les habían vuelto casi insensibles, incluso a sus recuerdos. Por tal causa, habían perdido todo vestigio de familia, hogar y techo. Y, así, arrastraban una vida que, aunque cubría sus necesidades físicas como jamás lo había hecho su anterior existencia, en muchos corazones latía aún la confusa nostalgia de un tiempo en que alguien les reconocía como hijos, padres o hermanos. Y aquélla era el arma más poderosa -aunque aún ignorada- de que, en tan arriesgada empresa, dispondrían.


Y aunque, como dijera su abuelo, el invierno no era la estación más propicia para llevar a cabo sus sueños de libertad y justicia, en invierno tuvieron que ser realizadas. Y aquella circunstancia -en verdad contraria- fue tan poderosa y opuesta a sus esperanzas como benigna y poderosa fuera otra.


En tanto que en Olar los días se sucedían cada vez más fríos y oscuros, más frío y oscuro era el vacío donde el corazón de Almíbar naufragaba. Día tras día, noche tras noche, la indiferencia cruel y alguna que otra vaga alusión salida de los adorados labios de Ardid, iban como alejándole del mundo, es decir, de la felicidad, que era su mundo.


Y llegó un día en que tan desdichado y abandonado se sintió que fue a refugiarse en la soledad de su cámara. Y raramente salía de ella, pues únicamente a solas reverdecía en su mente la imagen de una Ardid sonriente, tierna y dulce: una niña sabia, de siete años, que le arrebató el corazón. Y él debía parecerle bello entonces, en vez de un desdichado mamarrracho, o un importuno majadero. Su retiro coincidió con aquel día en que ella, impaciente, le dijo: «¿Por qué, en vez de importunarme con caricias que ya no son propias de nuestra edad, no os dais cuenta de lo inapropiados que resultan esas ridículas ropas y colorines con que os cubrís? ¡Desterrad para siempre esos risibles rizos, que a fuer de falsos, se aperciben en extremo inadecuados para quien bordea la ancianidad… si no ha dado ya el primer paso hacia ella!», «¡Oh, niña querida! -le había respondido él-. ¿Cómo dices tales cosas, si sabes cuánto vigor y pasión aún conservo para vos, y qué total entrega de ello os hice y juré mantener para siempre?» «Ni soy niña ni sois niño, excepto en la cortedad de vuestras opiniones -respondió la irritada Ardid-. Conque guardad para el dulce recuerdo tales cosas. En el presente, somos maduras y muy atropelladas criaturas, y me parece grotesco que penséis así.»


La indignación que tales palabras causaron al anciano Hechicero, y al mismo Trasgo, les obligó a clamar a dúo: «¿Cómo puedes decir semejantes cosas a tan noble y buen amigo? ¡Oh!, ¿cómo puedes decir semejantes cosas?…». Hasta el momento, su frialdad y despego hacia Almíbar había despertado silencios de reprobación en el anciano Maestro y ausencias muy prolongadas del Trasgo -que no quería presenciar tales cosas-, pero en aquel momento pareció colmarse su discreción: el Trasgo asomó su cabeza estremecida de horror por el hueco de la chimenea -que poco visitaba últimamente-, y el anciano se incorporó de su duermevela. A dúo, lanzaron las mismas exclamaciones de reproche y pesar.


Entonces, Ardid reconoció la dureza de sus palabras y, presa de remordimiento, se apresuró a acariciar la cabeza de su viejo y fiel amante. Dulcificó el tono, aunque el falso acento de sus palabras y el contacto no menos falso de su mano no podían engañar su sensibilidad, que era la sustancia misma del hijo del Hada, Almíbar. Añadió Ardid, entonces: «Querido mío, no toméis estas palabras en todo su aparente rigor: pues si bien hay algo de verdad en ellas (el tiempo, ¿sabéis?, se desliza inflexible para todos), no es totalmente exacto lo que os dije… no me anima ningún desvío hacia vos, a quien sabéis amo de veras. Pero daos cuenta de que muchas son mis preocupaciones, y estoy fatigada a fuerza de contener los insensatos impulsos de Gudulina, que (si yo no lo remediara) galoparía hacia la Corte Negra en busca de Gudú: sin apercibirse de lo que tal acción podría acarrear, tanto a ella como a todos nosotros… Ea, hermoso mío, recomponed esa dulce sonrisa que tanto adoro, y olvidad mis palabras… en parte».


Pero Almíbar no halló ni aquella sonrisa ni ninguna otra sonrisa más en lo que le quedaba de vida. Y así, silencioso, discreto y lleno de pena, se sumió en la soledad. Y en ella pasaba los días, y en ella veía cómo avanzaban el invierno y su tristeza.


Hasta que ya no salió más de su cámara: allí le era servido su escaso yantar -del que antes tan gozosa como puerilmente gozaba- y su escasa bebida -que antaño libaba con alegre ánimo-. Y vino a enflaquecer tanto, que sus ropas caían desmayadamente sobre sus carnes. Buscó el viejo traje de terciopelo verde que, en ocasiones, prestara a Predilecto. Y probándoselo, vio que volvía a ceñírsele con holgura. Pero no tuvo ánimos para alegrarse de ello, pues ni un solo día vino a visitarlo Ardid, ni una sola vez se acercó a compartir su comida, como en tiempos más felices. Poco importaba, pues, que ella viese cuánto había adelgazado, y poco importaba nada: excepto pasar su tiempo junto al fuego, viendo, en su recuerdo y en su memoria, a aquella Ardid suave, cariñosa y cómplice que guardaba en lo hondo de su corazón como su único bien en este mundo. Dejó que sus cabellos se deslizaran naturalmente sobre sus hombros, sin rizos ni tinte; dejó libre su cuello de encajes y dorados; en verdad, nadie hubiera reconocido en tan sobria y enjuta criatura al antaño atildado, robusto y sonriente Almíbar.


Pero no sólo a él llegaba la Tristeza: la Tristeza moraba en el Lago, se acercaba a las costas, inundaba la luz y se filtraba en el viento. Y la Tristeza -que fue algún día Ondina, sonriente y enamorada criatura- flotaba aún sin memoria, trocada en doliente e inundado corazón, y entraba por rendijas, ventanas, puertas, ojos y labios: hasta posarse, lentamente, sobre conciencias y corazones. Y Tristeza-Ondina también llegaba a Ardid; y Tristeza-Ondina llegaba al Hechicero; y Tristeza-Ondina llegaba al Trasgo que, martillo en mano, horadaba sin cesar, y no tanto buscaba brotes de viejas vides como deseaba alcanzar un escondite, donde creía que alguien había ocultado al pequeño Príncipe Gudú, que no se apartaba de su memoria, sin reconocer al Rey adulto. Porque el vino tiene esta doble vertiente: confunde y adivina a un tiempo, y recuerda y olvida en un sueño común. De tal forma que, ni tan siquiera un Trasgo tan experto como él lograba hallar aquel escondite. Aquel racimo que brotara, verde y tierno, en el centro de su pecho, se volvía granado, dorado, maduro y repleto. Y con el invierno, crecían todas estas cosas, y se hacían más patentes; aunque no pudieran verlas ojos humanos.


También la Tristeza, en su vagar, penetró en las estancias que un día fueran de Tontina y hoy pertenecían a Gudulina. Y en ella anidó y arraigó con creciente intensidad. Encerrada en aquel Castillo sombrío y, pese a los esfuerzos de Ardid, eternamente inhóspito y mal aseado, Gudulina veía avanzar el invierno. Conoció por vez primera un llanto que nada tenía en común con sus llantos de niña caprichosa, irritada o rebelde. Y las enjutas ventanas no ofrecían otra vista que el oscuro y frío erial donde -según oyó- floreció, en tiempos, un bello jardín que pertenecía a la Reina Ardid. En vano intentó descubrir un Árbol de cuya historia oyó peregrinas y contradictorias versiones: pues en el lugar donde se había alzado, al decir de camareras y doncellas, sólo un oscuro montón de tierra, semejante a cenizas petrificadas, se mantenía visible. Y al tiempo que crecía la Tristeza en ella, también crecía un violento y cada vez más arraigado amor y deseo hacia Gudú. Y ese amor y deseo no la reconfortaban ya, como al principio de su matrimonio: antes bien, la sumían en un desconocido sentimiento que lentamente la ahogaba. Sólo la Reina Ardid, en su hábil manejo de criaturas y destinos, lograba aplacarlo a medias. Y entre promesas de tiempos más lisonjeros -todo, al parecer, sería mejor en primavera- y súbitos desfallecimientos y desánimos, llegó un día en que descubrió que, al menos, su amor había dado algún fruto: pues, con estupor e indefinible alegría, no exenta de temor, comprobó que, por fin, Gudú tendría un heredero.


Presurosa fue a confiárselo a la Reina. Y estaban las dos tan maravilladas con la nueva, a la par que dulcemente entristecidas -cada una por distintas razones-, cuando otra nueva mucho más turbadora y temible sacudió el Castillo.


Con la arribada de un sudoroso jinete-emisario, les llegó la noticia de que una grave revuelta -más que en revuelta, amenazaba convertirse en guerra- se alzaba en el País de los Desfiladeros. Los desaparecidos Bancio y Cancio, al frente de toda aquella desharrapada muchedumbre que desempeñaba trabajo y cautiverio en las minas, a los que se habían unido parte de los soldados, se alzaban con un largo grito. Y este grito venía, acompañado del incendio de varias aldeas, en dirección a Olar.


No es extraño que la conmoción que causó tal noticia a todo el mundo, dejara ignorante de algo que, en aquel mismo instante, ocurría a poca distancia de la cámara donde la Reina Ardid y la Reina Gudulina se comunicaban la entrañable noticia.


Y sucedía ajena a todos, y más que a nadie, a la propia Ardid. Hallándose Almíbar sumido en su gran pena, vino a notar que sobre sus rodillas se marcaban unas pequeñas y húmedas manchas, y comprobó cuán lenta y suave y silenciosamente lloraba, tanto que ni sabía enjugar en un pañuelo tales excesos. Levantó los ojos hacia la ventana y descubrió, entre lágrimas, una figura grácil y encantadora sentada en el alféizar, balanceando las piernas. Una vaga dulzura llegó a su memoria, que, si no lograba mitigar su pena, sí pareció llenarle de un tibio calor.


– ¿Qué haces ahí, Príncipe Once? -dijo, sorprendido-. ¡Hace mucho tiempo que te fuiste!


– No sé -dijo Once-. No estoy capacitado para medir el Tiempo como vosotros. Pero vengo a hacerte compañía.


– Gracias, querido Once -dijo Almíbar. Y viendo que el muchacho se acercaba a él y se sentaba a sus pies, añadió-: Ya ves: estoy llorando, igual que un niño. Pero ya no soy un niño: soy un pobre viejo a quien nadie ama ni recuerda… -su llanto aumentó, y una lágrima vino a mojar la única mano de Once, que contempló con expresión grave la brillante gotita.


– No eres viejo -respondió al fin-. Tú no puedes ser porque si no eres un niño por fuera, yo (que puedo ver el interior de la gente) sí percibo en ti un niño.


– ¿De verdad? -dijo Almíbar con escasa fe-. No puedo creerlo, querido Once.


– Pues es cierto -dijo Once-. Te veo del revés, tan claramente como a pocos distingo del derecho. Y veo a un niño muy hermoso: sabe jugar, sabe manejar toda clase de objetos y disponerlos bien, y lee: lee un libro escondido, que encontró olvidado… Y también es valiente, y tiene un corazón particular: pues veo algo en él.


– Es cierto que sabía jugar -dijo Almíbar-. Y que leía bellas historias, sobre todo en un libro que hallé en lo más escondido y perdido del huerto de los Abundios… Pero ya no sé jugar, ni apenas leo nada… En mi corazón no podrías hallar sino heridas y tristeza.


– No es eso lo que veo -continuó Once, aproximándose a él y mirando con atención hacia su pecho-. Ahí dice: «Un corazón leal merece seguir latiendo».


– ¿Eso dice? -se maravilló Almíbar-. ¡Es lo que escribió en mi daga mi hermano el Rey!


– Pues lo copiaría de alguna parte -dijo Once-. ¡Los adultos lo suelen copiar todo!


Así, permanecieron callados, y una gran suavidad llegaba a Almíbar. Y de pronto, pareció que la Tristeza iba abandonándole lentamente, tal como la bruma abandona y se desprende del Lago, en el amanecer.


– ¿Y qué otra cosa puedes ver en mi envés? -preguntó Almíbar.


– Vas a jugar -dijo Once, despacio-. Vas a jugar ahora, según parece.


– ¿A jugar? Niño, creo que te equivocas: ya no tengo gusto por los juegos: ni siquiera en el tablero de damas, ¡tanto como me placía antes!


– Es un juego mucho mejor -dijo Once-. Vas a jugar a No Volver Nunca.


– ¿ Sí?


Almíbar quedó pensativo. Y súbitamente recuperó retazos de viejas historias, páginas de aquel libro que halló, medio sepultado, en el huerto de los Abundios.


Entonces dijo, entrecerrando los ojos:


– Ah, temo que no sabré adónde ir… Porque allí (de donde tú siempre vuelves) no me dejarán entrar. ¡No, no me dejarán entrar! -repitió, con un suspiro. Y su voz era igual a la de Tontina cuando pronunció las mismas palabras.


– No -dijo Once-. No podrás entrar.


– Entonces -dijo Almíbar-, ¿adónde iré?


– No lo sé. -Once encogió levemente los hombros-. En verdad, yo no lo sé…


– Dame la mano, al menos -murmuró Almíbar. Once le dio la mano, y Almíbar partió.


En aquel instante, cuando tan desconcertadas, asustadas y conmovidas estaban Ardid y Gudulina, por las dispares y graves nuevas, el Trasgo asomó la cabeza por el hueco de la chimenea. Y con ira extraña, donde también latía un gran dolor, gritó a Ardid:


– ¡Oh, Ardid, Señora!, ¿qué es lo que habéis hecho?


Y al mismo tiempo, sin llamar ni dar muestra alguna de respeto ni de ceremonia, entró a su cámara el Hechicero, y clamó, en el mismo tono y con la misma pena:


– ¡Oh, Señora!, ¿qué habéis hecho?


Por primera vez ambos la llamaron Señora, en vez de querida niña. De suerte que, ante la sorprendida y aterrada Gudulina -que no vio al Trasgo ni entendió al anciano-, la Reina despertó súbitamente de aquel aislamiento en que se había refugiado. Un súbito dolor, una grande y cruel amargura llenó su paladar, su corazón, sus ojos; y corrió como empujada de negros presentimientos hacia la cámara de Almíbar. Y sólo cuando lo vio allí, con la cabeza inclinada hacia un lado y su única mano extendida -como si en su vacío esperara alguna otra mano, alguna última caricia, algún imposible calor-, comprendió Ardid cuánto había faltado de aquel lugar, cuánto había abandonado aquella mano que -por leal y valiente, y tal vez, más que por ninguna de estas cosas, por niño e inocente- permanecía aún intacta. Y lo vio con tan inútil desesperación, que, arrodillándose junto a él, en sus rodillas abandonó la cabeza. Y lloró. Lloró tanto y con tal sentimiento, y con tan súbito y dulce, y desconocido e inmenso amor, como jamás -ni en tiempos de Volodioso ni en la Isla de Leonia- había llegado a gustar. Pues era tan vasto y singular sentimiento que, si tales cosas fueran posibles -que no lo son-, hubiera podido abarcar la corteza entera de la tierra.


Pero Almíbar ya había partido y, tal y como Once dijo, Nunca Más Volvió.


Mucho sorprendió a la Corte entera, a la Asamblea de Nobles y a la ciudad en pleno -pues cosas tan insólitas y extrañas suelen propagarse con rapidez-, que en momentos tan graves, la eficiente, serena y sabia Ardid prescindiera de cuantas obligaciones y problemas la acuciaran, ante una noticia tan insignificante como la muerte del insignificante y medio olvidado Príncipe Almíbar. Pues todas aquellas cosas quedaron postergadas, por acompañar en su último viaje a aquel que, antaño, tanto gustase de ellos.


Sólo después de que esto sucedió, volvió a ser la Ardid que todos conocían. Y en la fría mañana que sucedió a tan triste día, ella y su fiel Dolinda, y el fiel Hechicero -que sollozaba sin rebozo-, seguidos bajo tierra por el golpeteo de un conocido martillo que resonaba en sus oídos como el más triste lamento, se dirigieron -acompañados de escaso cortejo- al Cementerio Real, y allí, junto a la tumba de su hermano el Rey, fue enterrado con respeto, amor y veneración por la afligida Reina Ardid, aquel que por ella había perdido su humilde y mágico corazón. Sobre la tumba de Volodioso se alzaba su colosal estatua en piedra, que parecía hundirse día a día, más y más, en la húmeda y grasienta tierra. Sus fieles Pájaros Sin Nombre -renovándose sin cesar- se posaban en sus hombros, en su cabeza, en su brazo alzado. Y cuando la última paletada de tierra cubrió a Almíbar, acudieron presurosos hacia él, con lo que Ardid partió de allí con aquella imagen como único consuelo: «Almíbar no está solo: ellos le harán visitas, sin duda. Los pájaros de Volodioso vendrán y marcharán, y volverán y partirán también para él: e irán renovándose, y sucediéndose… en tanto la tierra no resulte demasiado ingrata para ellos».


Y guardó en secreto lugar la mano de marfil, y la daga con su leyenda: «Un corazón leal merece seguir latiendo». Allí, o en alguna otra parte -nadie, ni siquiera Once, sabía estas cosas-, se cumpliría su promesa. Pero únicamente los pájaros hubieran podido asegurarlo.

XVIII. LAS ESPADAS Y LOS HOMBRES

De regreso a Olar, y tras aquella triste ceremonia, Ardid tuvo las primeras nuevas directamente llegadas de su hijo. Y leyó en su misiva, una y mil veces, hasta entender su significado, algo que la llenó de horror. Pues, como primera medida a los desmanes de sus hermanos gemelos Bancio y Cancio -y por si el asunto del Príncipe de los Desfiladeros servía de pretexto a tal revuelta-, Gudú ordenaba que, sin dilación, se diera muerte al pequeño Contrahecho.


Aún estaba a su lado Dolinda, y aún enjugaba ésta sus lágrimas por el viejo amigo que, en horas tan tristes como al parecer olvidadas, habíales dado luz y esperanza. Ardid la miraba y no acertaba a decirle nada. Y tal era la expresión de los ojos de la Reina, y tal la palidez de su rostro, que Dolinda reparó en ello, y dijo:


– ¿Qué ocurre, Señora? ¿Alguna nueva desgracia viene a anidarse a tantas como en pocas horas hemos recibido?


– Así es -dijo Ardid. Y desfallecida, se dejó caer sobre un asiento. Contempló entonces, frente a ella, el pequeño escabel donde el pequeño Gudú solía sentarse para hablar con ella. Y al verlo -a veces, tan nimias cosas, pensó, pueden desencadenar los actos más dispares-, un llanto furioso se adueñó de su voluntad. Y tomando la misiva de su hijo la rompió en mil pedazos y la arrojó al fuego. Enjugándose las lágrimas, dijo a la desconcertada Dolinda:


– En verdad, Dolinda, que por primera vez desobedeceré al Rey; pero te juro, por mi vida y por la suya, que no habré de arrepentirme jamás por ello. Escúchame bien: toma al niño Contrahecho que tienes como hijo, y con gran sigilo y secreto llévalo a través del pasadizo que conoces tan bien como yo, hasta mi cámara… Y luego, muéstrate llorosa y enlutada, como si lo hubieras perdido.


Al ver el espanto con que Dolinda acogía sus palabras, añadió, con tono que demostrase la gran confianza que en ella depositara:


– No temas: aunque Gudú ordene su muerte, con mi vida he de defender a este niño de todo mal. Si en verdad quieres salvarlo, habrás de hacer cuanto te digo, y mostrarte ante todo el mundo -incluso ante tu esposo- como si tal cosa hubiese sucedido.


Dolinda lloró, sin disimulo, y realmente horrorizada. Pero entendía que su Señora tenía sobradas razones para ordenar la prisa en tales cosas, y se apresuró a cumplirlas, aunque su corazón rebosara llanto y horror. Y también por vez primera el odio nació -si bien aún tímido- en aquel corazón que otrora amara al pequeño Gudú casi tan tiernamente como ahora amaba al pequeño y desgraciado Contrahecho.


Fue aquél un largo invierno: tan largo y cruel como la memoria de las gentes no recordaba. Pues el frío, la inquietud y el temor se unían a aquella larga y rara epidemia que parecía brotar del Lago y se extendía por todos los corazones: la Tristeza. En formas variadas, pero pertinaces y empedernidas, asoló el Reino -o al menos gran parte del Reino- y, especialmente, la pacífica, esplendorosa y, hasta el momento, floreciente ciudad de Olar.


Favorables a Gudú fueron varias cosas. Primero -y no la más insignificante, por cierto-: el hecho de que tanto sus hermanos Bancio y Cancio como el inocente y justiciero Lisio -de quien, por otra parte, no tenía noticias- ignorasen que por aquellos días había invadido y dominado parte de las estepas que se extendían tras los Desfiladeros hasta el Gran Río. Como primera medida, Gudú había ordenado avanzar por aquel lado a Yahek y a la mitad de sus más adiestradas tropas, mientras él, por el otro, atacaría a los insurrectos. Gozaba de antemano con aquella perspectiva; pues suponía que desde Occidente y Oriente no sería difícil aplastar a quienes -aun pertrechados en sus inaccesibles Desfiladeros- no podrían resistir por mucho tiempo el asedio que les aguardaba: el hambre, el frío del invierno y la escasez de armas y hombres no iban a favorecer su victoria.


Lisio apenas contaba dieciséis años. Pero si los casi diecisiete años de Gudú no podían medirse con otros de su edad, tampoco así los de Lisio: a través de distintos caminos, estaban hechos de pasta muy semejante. Pues si bien en iguales circunstancias, de Lisio no podría decirse que hubiera sido semejante a Gudú, quizá Gudú habría sido igual a Lisio. Si el azar lo hubiera permitido, acaso el uno y el otro hubieran hallado, en cada uno, el único y verdadero amigo, compañero y hermano -la sangre poco tiene que hacer en estas cosas, pese a la común creencia de esta tierra.


Y así, cuando Gudú avanzaba con sus tropas hacia los Desfiladeros, Lisio, desde la más alta cumbre de las Rocas Gigantes, oteaba la tierra y las sendas por donde su gran enemigo se acercaba. Y tales eran su odio, su deseo y su fuerza, que incluso había olvidado las causas personales que le habían conducido hasta allí. Pues si en un principio el incentivo fue un dolorido y atropellado amor por sus hermanos, innata conciencia de avasallada dignidad, sed de justicia y otras aún misteriosas razones que se anunciaban en su mente, algo se sobreponía a todas ellas. Sus anhelos no se centraban ya únicamente en el rostro angustiado de Lure, ni en las palabras de su abuelo, ni tan sólo en la esperanza de redimir a todos los Desdichados. De improviso, sólo un objetivo le espoleaba: dar muerte a Gudú. Y acaso -quién podría asegurarlo-, si Gudú hubiera mostrado benevolencia y perdón, y aun inusitada generosidad hacia los que fueron su primordial razón de lucha, igualmente el odio persistiría en él, e igualmente le mataría si en su mano estuviera. Y repetía, con su deseo, sin saberlo, lo que su abuelo dijo en cierta ocasión a Predilecto: «Si tú fueras Rey generoso, nosotros también te odiaríamos; y por todos los medios trataríamos de borrarte de la faz del mundo». Pues incluso para el último Rey -tal y como un Rey podía ser o significar para Lisio y todos los Lisios de la tierra-, sólo había una posibilidad: y ésta era su total y absoluta desaparición. Él se convertiría así en Rey de un Reino más complejo, más intrincado, más difícil. Un Rey con mil cabezas, un Rey con mil coronas, crueldades, generosidades y dominios. Mientras escrutaba el horizonte y oía el sordo golpe de su corazón, Lisio era también Rey, un Rey infinitamente más verdadero de lo que pudieran ser jamás Bancio y Cancio -y todos los Bancios y Cancios de la tierra-, si lograran alcanzar un trono que, en su creencia, les perteneciese por ser hijos, como eran, de un Rey reconocido. Y en tanto el día se alejaba, la noche, grande y negra, invadía nuevamente la tierra de Lisio y de Gudú.


Lisio tenía razones con que alimentar su esperanza: conseguir la revuelta de los Desfiladeros fue mucho más fácil de lo que pudiera imaginar. Tras el primer mensaje, prendió la chispa: una chispa semejante a la que un día supo encender Gudú en su propio Castillo. Y como el hambre y la desesperación, junto al relajamiento de quienes les guardaban a la fuerza, eran pasto propicio; y no fue despreciable la tarea que efectuaron los gemelos bastardos del Rey Volodioso, muy hábiles en sembrar discordias, odio y, especialmente, codicia; así, los primeros en sucumbir a tan doradas como traidoras promesas fueron los capitanes de aquellos soldados que, unos a la fuerza, otros por pura inercia, permanecían en el hasta entonces, infane Desfiladero. Y sólo a ellos -que no a Lisio ni a los infelices que se consumían en las minas- mostráronse los hermanos tal y como eran: prometieron a aquellos soldados un sinfín de beneficios, tanto materiales como gloriosos, y excitaron su codicia.


Mientras los Desdichados soñaban con la libertad y el fin de su dura existencia -y lo cierto es que con muy poco se hubieran conformado-, los soldados corrompidos por Bancio y Cancio esperaban otras cosas: no estaba lejos de su mente reducir nuevamente a aquellos desgraciados a su actual o peor condición. La riqueza que controlaban y pasaba por sus manos había encendido en varias ocasiones su ambición. Si no fuera por las temibles y legendarias estepas que, desde siglos, se les antojaban peores que el infierno, y por el miedo que -unido a su vieja ignorancia y apática sumisión- el nombre de Gudú les suscitaba, tiempo haría, tal vez, que más de uno de ellos hubiera llevado a cabo una fuga, provisto de nutrido botín. Rumiando de tarde en tarde supuestas e imposibles riquezas, se nutrían sus sueños de soldados campesinos.


Tan sólo los que eran simples soldados, de la más baja extracción y condición, ignoraban lo que a sus espaldas se urdía. Pero si en astucia y traición los Príncipes gemelos eran artífices sin igual, en valor y sentido guerrero superábales Lisio, que había frecuentado la propia escuela de Gudú, cuyas enseñanzas aprovechara tan bien. Sin él, nada hubieran logrado, y, por el momento -se decían-, con él habían de contar, y de él y los suyos servirse.


En verdad, sólo cuatro de aquellos que habitaban el Desfiladero conocían el verdadero sentido de aquella revuelta que se iniciara con tan lícitas ansias de vida y libertad: los Príncipes Soeces y dos capitanes llamados Larko y Godonio. Pues el tercer capitán, el anciano Yoro, un viejo soldado que asumía el mando supremo de aquel lugar, que en tiempos sirviera a Volodioso, y que había sido enviado a aquella suerte de destierro por Gudú cuando pudo comprobar la decadencia del que otros días fuera uno de los más heroicos soldados de su padre -pues a los ojos de Gudú, las viejas glorias, viejas y pasadas eran, y poco o nada contaban en sus planes-, permaneció fiel, viejo y nostálgico. Y fácil presa fueron, él y sus pocos adictos, de Cancio y Bancio: de suerte que, tras breve resistencia, fueron vencidos, y murieron. Y nadie -ni siquiera Gudú- valoró, ni tan sólo imaginó, su final: un triste e inútil sacrificio. Nadie les recordó en Olar, nadie se cuidó de conocer sus tumbas, excepto los sombríos gnomos del Desfiladero, que, a veces, acudían por los subterráneos a contemplar lo que la especie humana hacía con sus semejantes, y el valor que tal especie concedía, por contra, a las ínfimas piedrecillas y metales de las minas, restos -abandonados y desechados por ellos- de los resplandecientes tesoros que en tan profundo lugar tallaban y pulían, allí donde la naturaleza humana no hubiera conseguido penetrar jamás.


Después de las matanzas, los gnomos llevaban los huesos humanos de aquí para allá, según entorpecían el camino que horadaban; y si alguna vez, en la oscuridad de la tierra, aquellos huesos relucían, pensaban que si no fuera por pertenecer a tan mezquina especie, serían materia cincelable. Sólo un joven trasgo, de apenas cuatrocientos años, atinó a guardar una falange del que fue glorioso soldado Yoro. Pues como joven que era, creía que en ocasiones aquel huesecillo desprendía un calor extraño parecido al resplandor que tienen algunos ojos cuando no se ha cumplido, por supuesto, la llamada edad de la razón. Pero es de suponer que, con los siglos, llegaría a olvidarlo y tenerlo como capricho juvenil de escasa importancia; llegaría a tirarlo, tal y como tiran los hombres viejos juguetes de su infancia, piezas de escaso o nulo interés.


El día de su partida de Olar, tras enviar emisarios a Yahek para que, bordeando los Desfiladeros, le diesen cuenta de su plan y órdenes -avanzar por el lado de las estepas de forma que, entre ambos, cercasen a los insurrectos y les rindiesen-, Gudú tuvo ante sus ojos los primeros indicios de la rebelión: aldeas incenciadas o destruidas, humo, cenizas y cadáveres que las alimañas se apresuraban a devorar. Habían bajado lobos de las montañas, empujados por el frío y atraídos por el conocido fragor con que su instinto, tiempo y tiempo anterior a su nacimiento, avisábales de festín. Y al igual que los ojos de los lobos relucían a la entrada de los bosques, llegaban también los buitres, los cuervos y las raposas, y todo rapaz, en fin, que sospechase podría sacar algún provecho de tanta desolación. Y también los humildes pájaros del frío, las pequeñas criaturas que huyen entre la hierba y los curiosos, inocentes y menudos habitantes de los campos, acudían a contemplar -junto a gnomos y trasgos-, por distracción, estupor o pura curiosidad, cuanto llegaban a cometer tan extrañas como incongruentes criaturas. Y en tanto avanzaba el frío y el invierno se ensanchaba sobre la tierra, y alcanzaba desde las cumbres el llano, así avanzaba Gudú por un lado y Yahek por el otro. Lisio había aprendido las artimañas que valieron a Gudú su victoria en la última contienda sobre los Desfiladeros. Sólo con prudencia y arrojo podría enfrentarse a tan poderoso enemigo. Organizó su gente y la dispuso en el Desfiladero, de forma que pudieran dominar al enemigo -como venía sucediendo hasta la llegada de Gudú-. Deseaba convertir de nuevo aquel lugar en la inexpugnable fortaleza que siempre fue. Pero Lisio no era el Rey Gudú, que enardecía y aterrorizaba a partes iguales, entre órdenes severas y promesas de botín; ni Gudú era el Rey Volodioso, tan buen guerrero y hombre audaz como escaso en ideas renovadoras. Y tampoco contaba Lisio, en su ardiente deseo de venganza y libertad, con el poderoso enemigo invierno ni -en caso necesario- con la posibilidad de una retirada hacia las estepas o los bosques. Pues la perspectiva de una larga y al final derrotada defensiva, cercada la fortaleza por el hambre y el rigor del clima, no figuraba en su mente de muchacho inexperto y excesivamente confiado.


Por otra parte, las romas entendederas de Bancio y Cancio, si bien duchas en la urdimbre de traiciones y falsedades, no despuntaban en tácticas o argucias guerreras, como tampoco eran, a su vez, partidarios del valor ni de cualquier clase de lucha abierta.


Además, otros planes muy distintos se cocían entre ellos y los dos capitanes insurrectos; y cada uno, tanto si era contra hermano o contra aliado, fermentaba cualquier traición, y la codicia encendía ánimos y despertaba en ellos una clase de fuegos que Lisio, en su inocencia, tomaba por coraje justiciero y valeroso impulso.


Como las desgracias y esperanzas de los que nada tienen no precisan de emisarios, la noticia de su revuelta había llegado muy pronto a los alrededores. Así, gran parte de aldeanos y campesinos, que arrastraban tan mísera o parecida existencia en las vecinas aldeas, se habían unido a los del Desfiladero. De modo que, cuando el ejército de Gudú fue avistado en la lejanía, los de dentro del recinto eran tanto o más numerosos que los que se avecinaban. Lisio habíales armado y dispuesto como mejor pudo. Contaban incluso con las abundantes piedras de aquellos parajes, que a guisa de proyectiles arrojaban al enemigo desde lo alto de las peñas. Las flechas y el pequeño arsenal que guardaban consigo los que, hasta entonces, fueran sus guardianes, reservábanlas de forma prudente y sin despilfarro.


Niños, ancianos y mujeres -las de más edad o más débiles, pues las jóvenes, si buenas eran para el trabajo, mejores se mostraban imbuidas de esperanza y valor en la lucha- fueron apostados como vigilantes. Lisio organizó entonces un sistema de señales de fuego, que tanto en la noche como el día creaba entre ellos un lenguaje de órdenes y avisos. A poco, también se les unieron algunos pastores que conducían sus rebaños en las proximidades de la montaña, doblados, como estaban, a fuerza de impuestos y tributos. Y aunque eran escasos los que tenían la desventura de habitar parajes tan desolados -lo mísero del terreno y la proximidad de las Hordas no invitaban a poblar en ellos-, muchos más de los que esperaba Lisio se unieron a él en la lucha o colaboración. A poco, las laderas de aquellas colinas que otrora sirvieran a Gudú para ocultar sus hombres a la vista de las confiadas huestes de Usurpino y Tuso, ahora hallábanse pobladas por ellos: agazapados en la enramada, se aprestaban a cumplir las órdenes de Lisio. Lástima que sólo tuvieran piedras y toscas lanzas fabricadas con sus propias manos, aunque con la destreza en manejar sus ondas alcanzaban a gran distancia el blanco, con asombrosa puntería de pastores -como gentes que en la espesura sobreviven y están avezadas a ello desde la infancia.


Entre los variados defectos que podrían achacarse al Rey Gudú, no se contaban ni la ingenuidad ni mucho menos la imprevisión o la estupidez. Y si aquellos pastores y leñadores conocían el terreno, por haber pasado allí sus vidas, no menos lo conocía Gudú, aunque a causa del profundo estudio y la contemplación de los extraños dibujitos del anciano Hechicero, aquellos mapas que tanto asombraban y confundían a Yahek y sus hombres, incapaces de comprender la utilidad que en ellos veía su joven Rey. Y su joven Rey reunía además en su persona la astucia de todos sus hermanos Soeces juntos -incluidos Tuso y Usurpino-. Valor y coraje tampoco le faltaban y, por distintas razones, le sabían muy capaz de enfrentarse a las emboscadas de Lisio y su gente. Y conociendo, como conocía, las posibilidades y dificultades que ofrecía la región, envió por delante, y en misión de gran disimulo -de forma que no se adivinara su bélica condición-, un puñado de exploradores para que le informaran de cuanto ocurría en el nido de sus enemigos. Cuando regresaron, pusiéronle al corriente de todo lo que habían visto, oído o averiguado.


Los Desfiladeros y sus ruinas ofrecían un total abandono. Sólo se oía el grito de las aves agoreras, repetido por el eco, en su oscura garganta. Gudú acampó con sus hombres a cierta distancia, y allí permaneció, al parecer sin ánimo de ataque, durante algún tiempo, como aguardando a ser atacado por los emboscados que se ocultaban en los arbustos. Aunque en verdad Gudú esperaba la lenta desmoralización de los insurrectos -arma que tan útil le fuera en la lucha anterior- y, al mismo tiempo, el avance de las tropas de Yahek desde la estepa. Transcurridos dos días y parte del tercero, antes de que uno de sus reptantes y disimulados emisarios le avisase de la proximidad de Yahek y sus hombres, una insólita y precoz nevada -pues se adelantó mucho a lo acostumbrado- vino a sorprenderles. Y tan copiosa era que, unida a una violenta ventisca, contrarió en gran manera sus planes.


En el interior del Desfiladero la inesperada nevada no fue, naturalmente, bendecida, pero hallábanse mejor preparados para enfrentarse a ella. Resguardados en sus puestos, contemplaban a distancia el resplandor de las hogueras. El campamento del Rey parecía aguardar alguna misteriosa y amenazadora contraseña, antes de iniciar su ataque.


No sólo para los proyectos de Gudú resultaba desfavorable la inusitada precipitación del invierno. Igualmente, y si cabe con más crudeza -pues de las estepas venían los fríos vientos, y desde ella avanzaba la nevada-, sorprendió a Yahek y sus hombres, de forma que el avance hacia el Desfiladero llegó a hacerse penoso, y hasta parecía imposible. De suerte que así se retrasaron notablemente, y con ello a punto estuvieron de alterar el curso de aquella pequeña escaramuza, que para el Rey y su gente apenas si revestía importancia.


No un día, ni dos, se prolongó aquella nevada, sino cuatro. Y durante su transcurso, podría decirse sin exagerar, los copos no cesaron de caer ni el viento de soplar con tal furia, que ni las rocas parecía pudieran resistir su embate, ni el fuego, ni apenas los hombres. Tal cantidad de nieve llegó a acumularse en las colinas y en las cumbres que guardaban la entrada del Desfiladero, que Lisio y su gente empezaron a temer que aquellos inesperados elementos no iban a serles tan favorables como en un principio creyeron. Para colmo de sus males, un alud vino a precipitarse sobre los hombres concentrados al pie de una de las entradas. Causó muerte y gran desconsuelo, junto a considerables pérdidas. Y aún después la nieve seguía cayendo y el vendaval arrastrando cuanto hallaba. El viento traía hasta ellos el aullido de los lobos, estremeciéndoles: en el breve silencio que se abría, de tarde en tarde, aquel aullido llenaba sus corazones de terror paralizando casi sus latidos. Porque no se trataba únicamente de aullidos hambrientos: en aquellos prolongados lamentos, inundados de ira, les llegaba la furia, el desamparo y la desesperanza de sus propias vidas. Era el lobo, el lobo que merodeaba en torno a los lejanos días de su infancia, era el lobo que se acercaba a las cabañas, a los poblados, en la noche de los niños. El grito largo, tenebroso, del miedo que nunca pudieron arrojar de su memoria ni de sus sueños.


Unos y otros -los que en el Desfiladero se disponían a defender y atacar, y los que desde el campamento se disponían a atacar y vencer- llegaron a perderse de vista. Y también cesaron todos los ruidos. Un silencio blanco, espeso y creciente, parecía bajar del cielo y brotar del suelo, y tan grande era su desconcierto que, aunque no acalló los deseos de venganza o de lucha, vino a sumirles en una sorprendente inmovilidad, en una larga y extraña espera. Como si todo, la ira, la astucia, la venganza se hubieran helado, quietas e intemporales, en el gran frío, en la gran indiferencia de la tierra.

2

Mientras pasaba aquella espera en los Desfiladeros, también el frío y el invierno, e incluso una ligera nevada, cayeron sobre la ciudad de Olar. Se tiñeron de blanco las almenas de la muralla y del Castillo. Y mientras veía caer los copos de nieve, la Reina Ardid meditaba y agudizaba todos sus sentidos, en espera de noticias. A medida que veía cubrirse de blanco lo que fuera su Jardín, recordó que sólo lo retenía florecido en su memoria. Y la invadió una lenta tristeza, o quizá nostalgia, y como no acertaba a definir de qué, creyó que sentía acaso de algo que aún no había conocido.


El tercer día de nieve la sorprendió mirándose en aquel espejo que Almíbar le regalara un día, ya lejano -o, al menos, muy lejano parecía, e inmóvil en el recinto de su memoria-. Descubrió así, de pronto, que lo que fue una corona de leonado fulgor, rubia y espléndida cabellera, también aparecía ahora nevada.


Y comprendió que jamás primavera alguna derretiría aquella nieve: ni el sol conseguiría dorarla de nuevo. Estuvo quieta, contemplándose durante mucho rato. Y luego, no ordenó a Dolinda que preparara polvo de oro para disimular las primeras nieves de su sien, ni encargó tocados de terciopelo para ocultarlas, sino que, lentamente, peinó con dulzura y cuidado sus cabellos, los trenzó y los acarició. Y se dijo que, tal vez, le traían un raro y extraño consuelo. Como si en ellos pudiera enterrar su vago dolor, su vaga pena; y se tratara, al fin, del último destello de una larga y despaciosa despedida.


A partir de aquel instante, volvió más sus ojos a las cosas que antaño considerara minucias, ocupaciones de orden secundario: vigilar, por ejemplo, el sueño de su Maestro; preocuparse del pequeño Príncipe Contrahecho que, escondido en la ya medio abandonada mazmorra del Hechicero, correteaba y reía entre las redomas y los atanores como si se tratara de un niño afortunado. Y suspiraba, día a día, sin tregua, por la súbita desaparición del Trasgo. Pues desde el día en que le reprochó tan duramente su parte de culpa en la muerte de Almíbar, no había vuelto a asomar su roja cabeza, ni por el hueco de la chimenea ni por parte alguna. Inútilmente Ardid le llamaba durante las largas noches invernales, en tonos que iban desde la súplica al enfado, desde el cariñoso requerimiento a la burla mordaz o la amenaza. Ni siquiera la pequeña ánfora de vino que colocaba todos los días junto a las brasas, logró que apareciera. Esto la tenía tan inquieta y apesadumbrada que, en el Castillo, todos notaron el inexplicable velo que ahora cubría los poco antes tan brillantes y escrutadores ojos de la Reina Ardid.


– ¿Por qué no viene, Maestro? -preguntaba al anciano Hechicero, mirando hacia los rescoldos del hogar.


– No lo sé -respondía él suavemente-. De veras, niña, que no lo sé…


Y Ardid notaba que, por vez primera, su anciano Maestro no le decía toda la verdad.


Entretanto, Gudulina lloraba la ausencia de Gudú. Y era inútil cuanto hacía su suegra para consolarla. Le decía que Gudú no era un ser al que pudiera dominarse, ni siquiera convencer de algo fácilmente. La joven Reina Gudulina se hallaba hasta tal punto prendada de Gudú, y de manera tan enfermiza, que ni el anuncio de un hijo lograba arrancarla de su postración y tristeza.


Pero no sólo Gudulina era víctima de aquella especie de maligna enfermedad. La Tristeza ascendía desde la capa de hielo que cubría el Lago, y trepaba y se filtraba en la ciudad y en el Castillo por ranuras, resquicios y ventanas o puertas. Todos la sentían, y muchos dejaban que se apoderase de ellos, y más que nadie, las mujeres: pues Gudú habíase llevado a casi todos los hombres de Olar, y los que no estaban con él, se aprestaban y adiestraban en la Corte Negra a las órdenes del Barón.


Y más que ninguna otra mujer, se hallaba la infeliz Dolinda presa por la maligna dolencia. Al tiempo que se dejaba apoderar por la Tristeza y permitía que en su carne y sangre se cebara, mientras el color de sus mejillas y el oscuro azul de sus ojos se apagaban, algo aún más fuerte y más dañino iba devorando su corazón. Su naciente odio hacia el Rey crecía ahora, y de tal forma, que hasta el sueño y las ganas de vivir la abandonaban de día en día. A veces, llegábase a Ardid tan desolada y enfebrecida, que la Reina no reconocía en aquella extraña criatura, dominada por un fuego que no llegaba a entender ni adivinar, a la antaño alegre, sumisa y un tanto vana Dolinda, quien pedía, no ya, como al principio, a través de lastimosas súplicas, sino con violenta y sorda desesperación, la dejase contemplar, siquiera por el hueco de la mohosa cerradura, al pequeño Príncipe Contrahecho. Ardid juzgaba peligroso, y aun perjudicial, satisfacer su deseo, y se negaba a ello. Entonces recibía tal mirada de la antaño sumisa Dolinda, que un estremecimiento recorría sus venas, y acababa accediendo a su petición. De modo que la Dama pasaba su tiempo espiando por las rendijas al niño que llegó a creer hijo suyo: y casi llegó a perder la razón. Llegaron a Ardid noticias de su desvarío, pues doncellas y pajes lo comentaban sin rebozo. Supo así que Dolinda se mostraba pródiga en extremo con ellos. Había repartido dinero, vestidos y aun alguna joya, para que la ayudasen a ver a su pequeño. Su esposo, ya medio inválido, al enterarse de sus dispendios, sufrió un ataque de ira de tal magnitud, que murió al amanecer.


Aquella muerte provocó gran impresión en la Corte: no porque extrañara su fallecimiento, sino por las circunstancias en que se produjo. Una sutil malquerencia y desazón invadió la Corte, y una sombra se deslizaba por cámaras y corredores. Dolinda había sido tolerada a regañadientes, y a veces adulada por la predilección que le mostraba Ardid. Pero ahora su presencia era evitada y menospreciada, e incluso llegó a ser blanco de mal disimulada hostilidad. En vano Ardid intentó justificar las extrañas ocurrencias que de día en día mostraba la viuda. Empezó a vestir pobremente, y ordenó a sus doncellas y pajes, y hasta a los más humildes sirvientes, compartir con ella sus comidas. E incluso ella bajó a las dependencias de los criados, y con ellos comía y vivía. Si bien estas cosas no llegaron a comprobarse, se decían y comentaban. Ardid no atinaba a poner fin a tales desmanes.


Pero el día en que Dolinda manifestó que estaba dispuesta a repartir sus tierras y bienes entre sus servidores -que en verdad no eran suyas, sino de su difunto esposo-, la voz de los nobles se levantó airada. Y a consecuencia de la violenta ira de que fue objeto, murió también, en un breve espasmo, el viejo Barón Presidente de la Asamblea de Nobles.


Estas dos muertes acabaron por soliviantar la ya muy resentida y desazonada, así como despoblada de varón -medianamente vigoroso al menos-, Corte de Olar. Se reunió la Asamblea, y solicitó a la Reina Ardid y a la Reina Gudulina su asistencia. Debían elegir nuevo Presidente. No pudo negarse Ardid, y aunque mucho le costó convencer a la apática y llorosa Gudulina -que sólo se ocupaba en enviar largas misivas a su esposo, repletas de amor y pasión-, finalmente se avino a cumplir el requisito y acompañar a su suegra. Y en tan memorable día, Ardid hubo de frenar el dolor de su corazón al verse obligada -junto a su aprobación por el nombramiento del nuevo Presidente de la Asamblea, el Barón Linko, primo del difunto esposo de Dolinda, también anciano, pero de aspecto más saludable que su pariente- a consentir la decisión unánime de castigar a Dolinda con la desposesión de su herencia, y la reclusión en sus habitaciones, como en tiempos ella misma había sido castigada por Volodioso.


La actitud de la Asamblea no dejaba lugar a dudas, y Ardid comprendió aquel día que no sólo había nevado en sus cabellos y en Olar, sino que también el invierno se había filtrado en su energía, en su astucia y en su voluntad. De suerte que hubo de acceder, bien a su pesar, y no halló fuerzas ni argumentos necesarios para oponerse a aquel castigo que mucho le dolía. Y aun fue alarde de su poder persuasivo que pudo salvar a Dolinda de ser considerada y juzgada como bruja o endemoniada, y dar con sus huesos en la hoguera -como algunos querían-. Con gran pena, pues, hubo de firmar y sellar con su aprobación aquella triste decisión.


En la madrugada del cuarto día -cuando la nevada se había recrudecido en las tierras del Desfiladero-, Dolinda fue confinada en sus habitaciones. Y Ardid no tuvo valor para verla y ni tan siquiera para enviarle unas palabras de consuelo.


Pero aún no había llegado la noche de aquel día, cuando su indómita naturaleza se rehízo de tales golpes. Buscó al Hechicero, y una vez estuvo en su presencia se apresuró a pedirle que conjurase de algún modo al Trasgo, como antaño, para suplicarle algo que mucho necesitaba. Hacía ya tiempo que el Maestro no practicaba ninguna clase de experimentos, ni tan sólo los más inocentes. Únicamente leía, leía, leía… y ahora, en su antigua Cámara de las Investigaciones, solo el pequeño Contrahecho correteaba y curioseaba a su antojo sin que para nada él se opusiese.


– No puedo -dijo el Maestro-. No puedo, querida niña.


– ¿Cómo que no podéis? Me niego a creer tal cosa.


– Lo he olvidado -dijo el anciano, suspirando-. Lo he olvidado casi todo.


Y como no podía sacar nada más de él, comprendió que el anciano no mentía. El Maestro -se daba cuenta, con pena y desazón- era muy viejo, mucho más viejo de lo que nadie -ni ella misma- podía calcular. Desde el patio, violentos ladridos llegaron hasta sus oídos y Ardid se estremeció, se abrigó más en su manto de piel y sintió que las llamas del hogar no bastaban para calentar sus ateridos miembros. Se aproximó más al fuego, y pensó en la soledad. En una soledad que nada tenía que ver con aquella que, en tiempos, conociera ocultándose entre las ruinas del Castillo de su padre; ni la que sufrió durante el confinamiento en la Torre Este. Ésta era una soledad distinta, nueva, espantosamente desconocida. En la Corte de Olar, y en ausencia de Gudú -pese a todo-, seguía siendo, de hecho, la única soberana. Pero de pronto se abría ante sus ojos el vacío que supondría que su anciano Maestro partiera de este mundo, como había partido Almíbar. Las lágrimas nublaron sus ojos, y sus manos temblaban mientras atizaba el fuego. De nuevo llamó, quedamente, y sin esperanza, al Trasgo.


Pero el Trasgo tampoco acudió esta vez.


Al día siguiente supo que Dolinda se había dado muerte, colgándose de su cinturón. Un cinturón de terciopelo y oro, que ella le regaló el día de sus esponsales. Ardid pidió quedárselo, y así lo hizo. Y junto a la mano marfileña de Almíbar, lo guardó en el fondo de aquel cofre que un día ya lejano cobijara también media piedra azul, horadada. Y allí quedaron estas cosas, acaso aguardando un tiempo en que, tal vez, nada significarían para nadie.


Por aquellos días, el Príncipe Contrahecho cumplía seis años y Gudú diecisiete. Por raro azar, ambos habían nacido en días semejantes, si bien con signos distintos y dispares destinos. Sólo el Tiempo, protector de Once, podría conocerlos, mientras caprichosa o intencionadamente se entretenía tejiendo al derecho y al revés.


Ardid mandó enterrar a Dolinda en lugar secreto, pues los que morían sin confesión, o por manos del verdugo, no tenían derecho a reposar en lugar sagrado. Así, fue sepultada en su propio jardín, bajo las cenizas del Árbol de los Juegos. Sólo ella, así, podía conocer la tumba, y llorar, y soñar, junto a la blanca piedra que con sus propias manos colocó, para no olvidarla jamás.

3

La nevada cesó en tierras de los Desfiladeros, antes que en las estepas. Y cuando la nieve dejó de caer, se aplacó el viento. Entonces, Gudú ordenó a sus hombres atacar -si bien en falsa maniobra- la boca del Desfiladero. De esta forma, el aluvión de piedras y teas ardiendo que recibieron, les avisó de los puntos donde se hacían fuertes las improvisadas tropas de Lisio y sus Desdichados. Retiró Gudú a sus hombres, y les ordenó permanecer nuevamente a la espera.


Esta vez, aquella espera inquietó seriamente a Lisio. Sabía que si bien Gudú había sufrido algunas pérdidas, no eran para él importantes, mientras que para ellos constituía un derroche inútil, tanto en hombres y armas -o lo que por tal usaban- como por el hecho de descubrir sus posiciones al enemigo. Mandó variar éstas, aunque poco podía esperar de ello. Sin embargo, en el interior del Desfiladero, los ánimos no decaían. Aquellas gentes ignorantes tomaron por primer triunfo lo que tan sólo había sido mero tanteo por parte de Gudú. Y lo celebraron con tal regocijo, que Lisio, contemplándoles, sintió crecer su odio, mezclado con una gran congoja: ahora, Lure se había convertido de joven y linda hermana, tal como la vio por última vez, en una escuálida y avejentada criatura. Muchos de sus amigos habían muerto, y otros estaban tan desfigurados y depauperados, que su sola vista le encendían un dolor y una ira incontenibles.


Lisio ordenó racionar los víveres y reunir en lugar seguro los pocos rebaños de cabras que aún quedaban junto a las minas. Bloqueó éstas, y en su interior depositó todo el material extraído, de forma que, llegado el día de la victoria, pudieran emplearse y repartirse en bien de toda la comunidad. Allí, en lo más hondo de su pensamiento y corazón, comenzaba a forjarse tímidamente un sueño, un sueño del que brotaba y se articulaba un país, con leyes más justas que les llevarían una nueva vida. En la noche, tras la cruel nevada, desde su puesto vigilante, vio por vez primera un cielo terso y negro donde pálidas estrellas relucían, tan lejanas y misteriosas, tan desconocidas como el corazón de los hombres. Un suave viento agitaba sus cabellos y, aunque helado, le pareció un viento bienhechor, portador de algo parecido a una benévola consigna. Iro, su inseparable perro, miraba también hacia lo alto, tendido a sus pies. Y súbitamente, le asaltó la pregunta de qué significarían tan altas y enigmáticas luces: ¿qué habría en ellas?, ¿qué ojos o qué voces, tal vez, las hacían brillar…? «Acaso -se dijo, estremecido por algo parecido a un vago presentimiento- ahí arde alguna fuerza, algún mundo, alguna clase de vida que contempla y aprueba nuestra lucha…» No sabía leer ni escribir, no sabía nada. Apenas si le habían legado leyendas, terrores, supercherías y brujerías que despreciaba. Había crecido y aprendido tan sólo en el dolor, la humillación, la pobreza y los consejos de viejas y hechiceros.


Aquella noche, y desde hacía tanto tiempo en que parecían dormir, despertaron las palabras de su abuelo. Algo, como un grito largo y oscuro, un grito que no era audible sino que nacía de sus propias entrañas, le decía que la continuidad de aquellas palabras, de padre a hijo, de hombre a hombre, habría de traerle una victoria más sólida y perdurable que la que pudiera conseguir tras la batalla del Desfiladero. Y así, empujado por un furor repentino, un extraño impulso rompió su meditada paciencia, todas las lecciones aprendidas. Mientras los hombres de Gudú permanecían acampados y aparentemente inactivos, mientras los de Yahek avanzaban penosamente a través de la nevada estepa, Lisio dio orden de atacar: primero a los hombres de las colinas, y luego, a los que acechaban la entrada al Desfiladero.


Gudú recibió su ataque con bastante aplomo, limitándose a rechazarles; y no les persiguieron hasta el interior del Pasadizo de la Muerte, sino tan sólo hasta su entrada, como eran superiores en destreza y en armamento, poco les costaba. Lisio ya sabía todo esto, aunque algo flotaba en su mente: una advertencia que no lograba entender, un raro presentimiento, un desconocido enemigo le acechaba; y empezó a invadirle la desesperanza. Por tres veces atacó a Gudú. Y cuando empezaba a planear alguna forma de salir por la parte posterior del Desfiladero y rodearles, los vigías le informaron de que les amenazaban también desde las estepas. Una sospecha se abrió paso en su ánimo, a medias esperanzado: quizá fueran las Hordas. Pero su temor se trocó en desconcierto al descubrir que de hombres de Gudú se trataba, y no de Hordas. Y por muy feroces que éstas fueran, no le hubieran llenado de tanta desesperación como comprobar que se trataba de Yahek y sus hombres.


Así, cuando a su vez ambos ejércitos acamparon en torno, cercando su inexpugnable y -de pronto lo supo- inútil fortaleza, Lisio entendió que el odiado y joven Rey sólo un arma pensaba esgrimir contra ellos: el hambre, la paciencia, el tiempo y, al fin, el fracaso de tan desesperada lucha. Esta arma, por sí sola, conseguiría agrietar aquella fortaleza: tan impenetrable para los que aguardaban fuera, como imposible de abandonar por los que resistían dentro.


Sólo la desesperación de una lucha suicida, el azar o la muerte podrían sacarles, a Lisio y a los suyos, de aquel lugar, convertido en monstruoso cepo.


Otra nevada, y otra y otra se sucedieron. Y el frío, los lobos y el hambre acabaron con las menguadas fuerzas de aquellos que inútilmente resistían el asedio. Poco a poco, en grupo o solitariamente, abandonaron sus puestos. Unos huyendo, otros ofreciéndose voluntariamente, buscando refugio, llegaban los famélicos supervivientes a las gentes de Gudú.


Y éste aguardaba en su bien pertrechado campamento. Había previsto todas las posibilidades y en esta confianza resistía el invierno, sin que menguaran el diario adiestramiento ni la moral de sus tropas. Y así llegó el día que juzgó oportuno y adecuado para sus planes. Sus hombres, en hilera y a caballo, de altozano en altozano, esperaban órdenes. Debían conducir al más escogido y mejor adiestrado grupo de los impacientes Cachorros que aún en la Corte Negra aguardaban la promesa del Rey: contemplar de cerca por vez primera el fragor de un combate y, si el Rey lo juzgaba oportuno, tomar parte de una clara e indudable victoria. Aunque Gudú no la consideraba en sí misma importante, sí podía servir de lección viva y práctica a sus adiestradas y bien elegidas criaturas.


Por tanto, aprovechando la calma de unos días que los expertos pastores -vigías a su servicio- anunciaron menos rigurosos y exentos de posible nevada, Gudú compuso una lista de Cachorros selectos. Y entre los diez muchachos elegidos, dos había -aunque él no lo sabía- que fueron antaño compañeros, y más que compañeros, casi hermanos, del desdichado Lisio.


– Antes de la primavera -anunció el Rey a Randal- se habrá acabado la resistencia de los sitiados; habrán agotado ya sus víveres y ni tan sólo les quedará leña para calentarse, pues los bosques se hallan fuera del Desfiladero, y la paciencia y resistencia tienen un límite. O muertos o en desesperada lucha -tan insensata como improbable- les sorprenderemos. No será gran tarea vencerles, y pienso que no debemos desperdiciar vidas ni armas en cuestión tan insignificante. Otras empresas debo iniciar de mayor importancia, y harta paciencia he derrochado en ésta para demorar otras cosas mucho más productivas o útiles. Pero creo que una lección como ésta, no es mal comienzo para una vida de soldado; y los Cachorros tienen derecho a ella.


Y así, con el gesto casi paternal de un hombre que por primera vez recompensa a su hijo, Gudú firmó la lista y, sin dilación, la envió a su Corte Negra.


Cuando llegaron los Cachorros elegidos, los reunió el Rey en su propia tienda. Ante sus ojos encendidos, explicó y expuso los detalles de la situación. Tras advertirles que jamás cometiesen la insensatez de refugiarse en lugar donde no tuvieran asegurada la salida, enardeció sus espíritus, al tiempo que sus paladares probaron por vez primera -como si de auténticos soldados se tratara- el vino. Pues hasta conseguir el grado de soldado, prohibíase la bebida en la Corte Negra. Así, una vez más, Gudú dio muestras de su prudencia y conocimiento de sus hombres. Y los dos Cachorros, antiguos amigos -antiguos hermanos de Lisio- ni sabían que el que tan mal conducía a sus enemigos era el propio Lisio, y ni se acordaban de su pasado, en aquel -para ellos- tan glorioso momento como estaban viviendo. Si Dios había estado siempre ausente de sus vidas y de sus pensamientos, Dios era, en tales circunstancias, solamente posible en la persona de tal hombre y tal Rey: su cien mil veces admirado Gudú. Y si alguna vez soñaron con un futuro más benigno que el que habían conocido en su corta existencia, en el presente ese sueño no tenía mejor ni más radiante encarnación que la emulación y el ciego servicio a tal Rey y tal hombre, que mostrábase Rey y hombre poco común.


De todas estas cosas, bien sabía aquel que entre senderos subterráneos resplandecía a veces -según qué noches, según qué rutas- con un huesecillo que casi parecía pulida gema. Aquel que un trasgo muy joven conservaba, entre otros tesoros más refulgentes.


Asombrosamente, el asedio duró mucho más de lo que el Rey había previsto. Si bien el invierno fue largo y el frío intenso, llegó al fin el tiempo del deshielo y aún continuaba todo como en un principio, pues ni los de fuera atacaban ni los de dentro daban muestras de intentarlo. O los sitiados contaban con más refuerzos, víveres y capacidad de aguante de los previstos, o algún plan tan sabio como imprevisible -e improbable- les mantenía en tan heroica como inimaginable resistencia. La primavera se anunciaba en el aire, en la tierra; y la batalla no tenía lugar. Ni la batalla ni signo alguno que indicara que, allí dentro, aún vivían gentes: excepto la débil humareda que en ocasiones podían percibir los finos olfatos de Cachorros y soldados.


– Paciencia -decía el Rey-, tened paciencia. La nuestra es más soportable que la de ahí dentro.


Y en verdad que lo era.


El invierno pasó, también, con más pesar que alegría en la Corte de Olar. Los días se sucedían melancólicos, monótonos. Y la preocupación invadía a las gentes. Se había apagado el bullicio en la ciudad. Los comerciantes moderaron el riesgo en sus negocios, pues, precavidamente, atinaban que en tales circunstancias la prudencia no estaba de más; y no debían exponer su dinero en operaciones que, dada la inseguridad reinante -o esto es lo que creían-, podían llevar al traste sus economías. Tampoco la Reina animaba los días con bailes y festines. Lo más florido de la población varonil -tanto en Olar como en aldeas y contornos- hacía sentir su ausencia. Monótonos y tristes pasaban los días para ancianos, mujeres y niños. Y más tristes transcurrían para quienes, en la pobreza, padecían aún más rigurosamente el peso de la austeridad que se notaba en la Corte. Ardid era buena administradora -como tenía probado-, y si bien los tributos no menguaron, sí la prodigalidad.


Finalizaba el invierno cuando una noticia vino a animar tan apagada Corte y, especialmente, su sombrío Castillo. Y ésta fue el inesperado nacimiento del primer hijo del Rey, que en las cuentas de todos se adelantó. Y ante el regocijo general, éste fue varón; de modo que la alta torre, cubierta por una caperuza azul -capricho de Volodioso- lució espada de oro indicando que el recién nacido era Príncipe, y no Princesa. Pues si Princesa hubiera sido, hubiera lucido espada de hierro -si lucir pudiera…


En señal de gran regocijo y ventura, Ardid ordenó que por dos meses se liberase de tributos a la población y contornos de Olar. Como en tales circunstancias tal prodigalidad no esperaba el pueblo, mucho les alegró ver manar de nuevo la famosa fuente de vino gratuito, según era costumbre -¿desde cuándo?…, ¿desde quién…?-. Y generosa ración de harina fue repartida, también, entre los míseros. Con todo lo cual Ardid supuso -y bien- que levantaría los decaídos ánimos y, tal vez, un resplandor de orgullo -si no de afecto- renacería en algún desventurado corazón de cuantos componían la población más sufrida y necesitada del Reino.


Poco después anunció que el bautizo del heredero sería festejado como convenía. Y también entonces las damas, e incluso algún provecto varón, sintieron el calor de una efímera, aunque muy dulce, ilusión. Así, el recién nacido fue festejado como merecía y bautizado en el Monasterio de los Abundios con el nombre -en verdad poco original- de Gudulín.


A excepción de la madre y la abuela -y por supuesto del anciano Maestro-, quien mostró más entusiasmo por el recién nacido fue el infeliz Príncipe Contrahecho. Suponiendo que el tiempo había borrado de las mentes a tan efímera como desgraciada criatura, la Reina consultó con el Hechicero la posibilidad de convertir al pequeño Contrahecho en paje, o sirviente, destinado a acompañar y distraer al recién nacido -cuando éste fuera capaz de apreciar tal cosa-. Y así, le vistió de forma que semejaba un bufoncillo, y fingiéndole regalo de la Reina Leonia, empezó a mostrarlo junto a la nodriza del Príncipe, y así le presentó a la propia Reina Gudulina, tan ensimismada en la contemplación de su hijo -cuya presencia parecía sorprenderla casi tanto como la obsesionaba el recuerdo de Gudú-, que apenas le dirigió una mirada. Ardid respiró aliviada, pues, se dijo, aquélla era la única forma de conseguir que Contrahecho tuviera medianamente asegurada su amenazada existencia. El recuerdo de Dolinda, de los días y años que pasaron juntas en la Torre llegaba a Ardid cada vez que contemplaba aquel niño.


Como era criatura de gran bondad y dulzura, se mostró muy contento con su nuevo vestido. Y hacía sonar insistentemente sus cascabeles de oro ante la cuna de Gudulín. Día llegó, al fin, en que el recién nacido dio muestras de notar su sonido y, con gran regocijo de los que tal cosa presenciaron, dirigió su mirada hacia él. Si esto fue puro azar o no, el hecho se consideró como bueno, y el pequeño Contrahecho quedó asignado a la compañía y regocijo de tan tierna criatura.


Cuando estas cosas sucedieron, el tiempo había pasado más a prisa de lo que la propia Reina creyera. Pues estaba ya entrado mayo y las flores y la hierba lucían en todo su esplendor. Gudulín cumplía dos meses, y su padre no había dado fin todavía a lo que, en principio, considerara revuelta sin importancia -y de rápida solución-. «Dios mío -pensó-: el verano está en puertas.»


Recibía noticias de los Desfiladeros, y muchos conocían la angustiosa situación de los que allí se resistían. Pero sólo en aquel momento, tanto ella como la Corte y la ciudad -y el Reino en suma- atinaron a sorprenderse de la increíble resistencia de Bancio y Cancio -de quienes, por otra parte, nada se sabía-. Esto fomentó tan encontradas opiniones, que hubo de reunirse la Asamblea de Nobles. Demandaban a Gudú una explicación a tan larga como extraña resistencia, y a tan rara como misteriosa desaparición de los hermanos Soeces. «¿Habrán muerto?», se preguntaban. Incluso llegó a esparcirse el bulo de que fueron vistos, cabalgando, por la cercana arboleda: pero sólo apresaron, en su lugar, a dos vagabundos y un leñador que, para su desventura, tenían cabellos tan rojos como los príncipes insurrectos. Ninguna otra cosa llegó a aclararse. Gudú envió recado a la Asamblea diciendo que, si él y su gente daban prueba de paciencia, cuánto más debían darla quienes padecían más regalada espera. Con lo que, nuevamente, languideció la Corte, y languidecieron los comentarios.


Pero algo conmovió mucho más a la Reina Ardid que el nacimiento de su nieto. Y esto fue que, estando ella junto a Gudulín y Contrahecho, mientras Gudulina espiaba pisadas o rumores que la avisaran del regreso de Gudú, y el anciano Hechicero dormitaba, un conocido martilleo retumbó en el hueco de la chimenea. Sólo Ardid pudo oírlo, es cierto, pero tal fue su sobresalto que no pudo dominarse y, saltando de la silla, se aproximó a la apagada chimenea. Con la mano en el corazón, arreboladas las mejillas, aguardó, aguardó… hasta que, al fin, una roja cabeza se hizo visible en el hueco negro. Entonces, Ardid notó que las lágrimas empañaban sus ojos. Se arrodilló junto al hogar y permaneció así, quieta, muda, dejando que las lágrimas resbalaran por su mejillas, y sin atinar a decir nada. Una niña descalza corría de nuevo entre los viñedos, una vengativa e ¡nocente criatura que no había muerto, pero… Y cuando, al fin, apareció el Trasgo, fue como si su ausencia no hubiera tenido lugar, como si el día o la noche anterior hubiera participado de la ya desaparecida camarilla íntima. Dio un raro volatín en el aire y dijo, con severidad que no ocultaba su recóndita alegría:


– ¿Ves cómo lo encontré? ¡Sí, querida niña!, no vuelvas a jugarme una mala pasada, porque no sé si caería en la tentación de convertirte en sapo… ¿Cómo pudiste creer que no lo encontraría? Sabes que me gusta el vino y que no quiero que desaparezca de mi vista. Así que guarda tus bromas para el pobre viejo que ahí dormita, y no vuelvas a esconderme al Príncipe Gudú, si no quieres que me enfade de verdad.


Así diciendo, tomó la jarra y bebió hasta la última gota. Sentóse luego al borde de la cuna y contempló a Gudulín. «Cree que es mi hijito -comprendió Ardid, que sentía doblarse su corazón bajo un peso grande y dulce a un tiempo-. Cree que es mi Príncipe Gudú…» Y sin cuidarse de ocultar sus lágrimas, sin decir nada, sonrió tiernamente al Trasgo.


A poco, vio cómo Contrahecho se dirigía al Trasgo con gran naturalidad, diciendo:


– ¿Sabes, Trasgo?, soy el juguete del Príncipe.


– Me parece bien -respondió el aludido-. Eres un hermoso juguete y una hermosa criatura.


Y así, conversaron largamente y de forma apacible. Hasta que el anciano Hechicero despertó.


– ¡Oh, Trasgo querido! -dijo-, ¿por qué nos has hecho esto? ¿Por qué nos has castigado con tu ausencia?


– Si te refieres a que he descubierto el escondite, no sé cómo pudiste dudarlo. -El Trasgo rió ácidamente-. Estás viejo, no cabe duda.


Ardid puso un dedo sobre sus labios reclamando silencio, y el anciano, comprendiendo, movió la cabeza. Sólo Gudulina no se enteró de nada: pues únicamente deseaba y soñaba ver aparecer a su amado, lejano y olvidadizo esposo, el Rey Gudú.


Desde aquel día, el Trasgo acudió de nuevo puntualmente a la cámara de la Reina. Al tiempo que el calor avanzaba y que el cielo se hacía más y más brillante, Ardid sentía despertar en su corazón -de forma antes no conocida, muy suave, y tal vez, ahogadamente- que la vida podía ser aún, si no hermosa, al menos soportable. Y quizá reservaría para ella algún desconocido sueño incumplido.


Cierta mañana, se asomó a aquella ventana -ahora pertenecía a la cámara de Gudulina- que antaño fuera suya y de Tontina. Vio cómo la maleza y el descuido invadían el hermoso jardín. Se dijo entonces que, tal vez con esfuerzo y cuidado, acaso pudiera florecer de nuevo. A partir de aquel día dedicóse a ello con tal ahínco, que casi olvidó conversar con sus dos fieles ancianos, llenar de esperanza a Gudulina y cuidar del pequeño Contrahecho. Y todos pensaron que la Reina rejuvenecía.


Lo cierto es que, poco a poco, algunas flores -si bien no tan espléndidas, ni tan coloradas, ni de tan dulce aroma- brotaron nueva y tímidamente entre la maleza del jardín de Ardid. Incluso, de aquel oscuro montículo que parecía cenizas petrificadas y que en tiempos se llamó Árbol de los Juegos, nació un tallo: y día a día iba creciendo. Y acaso -a fuerza de cuidado y vigilancia; a fuerza de mucho amor- llegaría algún día a convertirse nuevamente en árbol.

4

Pero si la llegada del buen tiempo, y el nacimiento del joven Príncipe Gudulín, reanimaron los decaídos ánimos de Olar, no ocurrió otro tanto en el recinto cercado de los que, increíblemente, se mantenían aún en el interior del Desfiladero.


A partir del día en que se divisaron las tropas de Yahek y comprendieron su situación, lo que hasta entonces fuera confianza y esperanza -aunque sustentada sobre muy frágiles cimientos- decayó con igual rapidez como brotara el fuego de la rebeldía. Los primeros en abandonar tan soñadoras esperanzas fueron los Príncipes Gemelos. Y con ellos, los capitanes. Y tras los capitanes, los soldados. Y así, la sorpresa y el desánimo trocáronse en pánico, y el pánico en ira contra quien, hasta muy poco, fuera el más sólido puntal de sus marchitos sueños y esperanzas.


Así, nació una revuelta dentro de la misma revuelta. Encabezada por sus propios capitanes, los soldados volviéronse, por un lado, contra Bancio y Cancio, y por otro, contra el propio Lisio. Únicamente siguieron fieles a éste los que nunca antes tuvieron en su vida mejor cosa que aquella breve y efímera esperanza: los Desdichados de las minas. Enfrentáronse entonces ambos bandos, y si en un principio sólo con amenazas y duras increpaciones se agredían, llegaron a asumir tal cariz, que no era difícil suponer que tomando las armas llegarían a dirimir tan desventurada situación.


Prudente y previsor -tanto por las enseñanzas recibidas en la Corte Negra como por la dureza de su vida-, Lisio había tomado las mejores posiciones: en las bocas de las minas, donde se guardaban los escasos víveres y armas, y en los puntos mejor defendidos del Desfiladero. Así, tanto los Gemelos como los antiguos soldados de Gudú y hasta hacía poco guardianes de los insurrectos, aun siendo en número menores, también lo eran en defensas de todo tipo.


Al fin, su voz se dejó oír sobre las demás. Se aceptaron sus razones -si bien más por fuerza que por convencimiento-, y llegaron a un acuerdo: resistir. Y aunque tan descabellada era la idea como desesperada la situación, pensaban que, duchos como eran en la excavación de la tierra -aunque aquella destreza haría sonreír a los expectantes gnomos y a los curiosos trasgos-, podrían horadar un túnel que les condujese al exterior y, desde allí, subir a las colinas, y luego, atacar, como mejor supieran, y pudieran, al enemigo.


Si difícil y desesperada era semejante empresa, aún más difícil y desesperanzada la tornó la crudeza del invierno. Estaba el ánimo muy maltrecho, y desfallecidos todos los cuerpos y hundidos los corazones, cuando un hecho vino a destruir tan laboriosa, heroica, improbable y esperanzada resistencia.


Una vez más, Bancio y Cancio discutieron las escasas probabilidades que tenían de salir triunfantes de tan descabellado como esforzado intento. Así, tras sucesivas disputas, de las que ambos salieron bastante maltrechos, planearon la huida, aunque para ello debían primero hacerse con gran parte del fruto de la mina, de víveres y de cuanto les fuera de vitalidad. Fingieron el deseo de tomar parte en la excavación -y como, debido a la fatiga de los que horadaban, precisaban de ayuda-, les creyeron y aceptaron. Aunque maltrechos y hambrientos, ambos procedían de una vida más regalada -aunque ya lejana-, y aparecían más fuertes y robustos que el resto. Así, su oferta fue aceptada, y se les permitió penetrar en los pasadizos que sólo los -para su mal- expertos Desdichados eran capaces de recorrer con menos peligro. Así, ayudados por la habilidad que les caracterizaba, lograron extraer y apoderarse, si bien no tanto como deseaban, no de los víveres, que no llegaron a alcanzar, sino de algo que sus romas inteligencias inundadas de codicia deseaban mucho más: alguno de los preciosos tesoros que tanta riqueza proporcionaron al Rey loco de los Desfiladeros y a Gudú.


Entretanto, Gudú envió un emisario, ofreciendo perdón a los soldados desertores, si regresaban a sus filas.


El tiempo iba pasando lentamente; y pasaban también, y terminaban, los días, y con los días, los víveres. Más y más se racionaron, y más y más, los que horadaban en la mina, se aferraban al último jirón de esperanza. Pero primero los más débiles, luego los ancianos, el caso es que empezaron a morir: y a tal punto llegó la mortandad, que las manos de los excavadores debían repartirse entre el túnel y la fosa donde arrojaban los cadáveres.


Así, murió también Lure, y así, vio morir Lisio a otros muchos, incluidos soldados. Y, al fin, una epidemia se propagó entre ellos, hasta que, desesperados, cesaron en su vano intento. Se reunieron cuantos quedaban, junto a la boca de las minas y del inútil pasadizo. Un hedor mortal invadía el aire. El hambre, el frío y el dolor les atenazaban, y aunque la leña aún era en cierto modo abundante, parecía que no habría llama con que calentar sus huesos, ni sus corazones.


– No podemos resistir más -dijo el Capitán Kelio-. De modo que mis hombres y yo hemos decidido aceptar la oferta que nos hizo el emisario del Rey, y solicitar su perdón. Si con ello logramos salvarnos, será extraño, aunque posible. Pero si permanecemos aquí, nuestra muerte es segura.


Largo rato discutieron tal decisión. Bancio se inclinó a admitir las razones del soldado, pero su hermano se oponía. Y cuando éste al fin pareció convencido -aunque ninguno de los dos estaba verdaderamente dispuesto a ofrecer su cabeza a Gudú, puesto que en su ofrecimiento Gudú no les nombraba-, el otro tornóse a la contra. Así, pasándose uno a otro la decisión, y variándola según les convenía, al fin los soldados se impacientaron. Y Lisio, que hasta el momento permaneciera en silencio, dijo, con voz tan clara y serena que dejó a todos suspensos:


– Nadie se rendirá al Rey. Y antes que suceda tal cosa, quien lo intente morirá a mis manos.


Dirigió entonces la mirada hacia los Desdichados, los que verdadera y únicamente tenían una razón, una voluntad clara y comprometida en aquella desesperada empresa. Y vio sus ojos, y sus rostros, donde se asomaba todo el dolor de la tierra. Y añadió:


– Ninguno de nosotros estamos dispuestos a consentirlo.


Y así, otra vez se enfrentaron dos bandos, entre la más grande miseria. Tan desfallecidos y cubiertos de harapos estaban, que comprobaron con horror que ni siquiera tenían fuerzas para manejar la espada. A la vista de tal cosa, el pánico se apoderó de ellos de tal manera, que se disgregaron. Y cada uno, como mejor supo, se dejó caer en un oscuro lugar, y éste era la muerte.


Nadie lo veía, pero el invierno había ya levantado el vuelo, y por doquier la hierba apuntaba, y los manantiales renacían en su manar, libres de hielo. Pero Lisio estaba solo, solo donde tuvo lugar la última reunión. Y supo, una vez más, que solo había estado la mayor parte de su vida, más solo que jamás hombre alguno se hallase en la tierra. Y entonces, levantó la cabeza: el cielo aparecía limpio, de un raro azul, cuando bruscamente surcó el aire un grito. Y de nuevo un vuelo negro, lento y agorero, clamó, gritó su ira, y se repitió en miles de cuevas, en miles de ecos. Había llegado el buen tiempo, pero ya no suponía riqueza, ni siquiera para los que sólo contaban con aquel tesoro en la vida… Lisio vio, con horror, cómo las jaras se doblaban, y un cuerpo sinuoso se arrastraba entre ellas arteramente. Se levantó, tan lleno de ira como de calma, y tan silencioso y cauto que no parecía hollar la hierba, cayó sobre uno de los dos hermanos.


– ¿Adónde vas? -le gritó, mientras mantenía la espada alzada sobre él.


Y antes de que el desertor respondiera, o atinara en lo que sucedía, otro cuerpo se abalanzó sobre él con vigor inusitado -pues sólo ya parecían sombras quienes de un lado a otro vagaban aún, y muertos los que permanecían quietos, como árboles, o como piedras.


– ¡Cerdo! -aulló, silbante, la voz del intruso: e iba dirigida al desertor, no a Lisio-. ¡Cerdo, me robaste! Me robaste y pretendías huir sin mí…


Cancio alzó la daga y la clavó en la espalda de su hermano Bancio. Luego, extrajo lentamente el arma, que apareció teñida de rojo. Y quedó así, quieto, mirándola con desorbitados ojos. El gran cielo seguía allí, sobre ellos; y el viejo Capitán Kelio, que aún seguía a Lisio, recostado en el tronco de un árbol, junto al riachuelo, les miraba, y tanto él como Lisio sentían cerca, como si batieran en sus mismos oídos, un aleteo de aves negras y voraces. Entonces, lenta y trabajosamente, el soldado se levantó y, acercándose a Cancio, le atravesó con la espada: sin esfuerzo por su parte ni resistencia por la del Príncipe. Así que cayó de bruces Cancio sobre el cuerpo de su hermano Bancio; y a su vez, el soldado permaneció muy quieto, mirando su espada, tinta en sangre. Lisio seguía allí, como si jamás fuerza alguna, ni aun la misma muerte, pudiera apartarlo de aquel lugar, mientras oía el correr y manar del agua, en riachuelos y fuentes que anunciaban la primavera y el deshielo; y el batir de alas, que anunciaban la muerte.


– ¿Por qué has hecho eso? -preguntó quedamente al Capitán. Y el soldado respondió:


– No eran como nosotros, Lisio.


Y tornó a su lugar, y se dejó caer de nuevo, recostado en el árbol. Y así quedaron los dos, mirando las espadas, la sangre, la hierba que nacía; oyendo el rumor del agua, el batir de las alas y el suave balanceo de la hierba bajo la brisa.


Fue entonces cuando Gudú creyó llegado el momento adecuado. Envió a Yahek, con un grupo de sus más hábiles y escurridizos hombres, a internarse sigilosamente en los puestos claves del Desfiladero. Si posible era entrar en él, avisarían a los que apostó en lugar visible, de modo que, en caso contrario, pudieran retirarse.


Ninguna resistencia hallaron: sólo, entre la hierba naciente y hermosa, cadáveres, hedor, muerte y gusanos. Y así, avanzaron ellos, y tras ellos muchos más. Y cuando llegaron allí donde tan sólo hombres tan inmóviles como piedras quedaban, Yahek lanzó un grito, y envió a sus hombres sobre los supervivientes. Y tras sus hombres él, mientras terminaban con la vida de los que aún quedaban, sin resistencia alguna. Así, fueron muchas las espadas que se unieron en su color a la que poco antes contemplaran el Capitán y Lisio.


Al fin, Yahek se dirigió hacia el único que, al parecer, se mantenía en pie, y le atravesó con su espada. Era el último, y gozoso, se volvió a proclamarlo. Pero alguna interna, misteriosa orden, le obligó a mirar a aquel a quien acababa de dar muerte. Y cuando contempló, a sus pies, aquel último hombre que tenía la cabeza vuelta hacia él, y abiertos los ojos, le reconoció.


Jamás Yahek, en su larga vida de soldado, que a tantos hombres atravesó con su espada, que a tantos hirió y aun maltrató, había sentido como sintió en aquel momento -y su vista se nubló, y sus rodillas se doblaron, hasta caer sobre la hierba, junto a Lisio-. Pues era su hijo, más hijo que surgido de sus entrañas, hijo por amor. Ésta era la primera vez que lo veía como tal, y viéndolo, sentíalo, y sintiéndolo, una daga más aguda que cualquiera atravesó sus propias entrañas: puesto que, verdaderamente, por primera vez veía un hombre muerto, lo que significaba un hombre muerto. Seguramente, quiso decirle algo. Tal vez, deseó preguntarle o recriminarle, o suplicarle perdón, lágrimas, tristeza, horror, soledad. Quería hablarle o escucharle. Pero, Lisio era toda la muerte del mundo, la muerte de la hierba, la muerte del recuerdo, de los deseos, a la que él miraba. Y era su mano quien había llevado aquella muerte, y por eso no sabía ni podía decir nada, y se moría él también sin saberlo, aunque sí lo sentía.


Más tarde, ninguno de sus hombres, ni Gudú mismo, creyeron reconocerle, cuando le encontraron. Porque Yahek, desde aquel día, jamás volvió a ser ni el soldado ni el hombre de antaño.


– En verdad -dijo Gudú, a los decepcionados Cachorros-, no es ésta una victoria ejemplar. Os reservo algo mucho mejor. Pero no está de más que conozcáis y veáis todas estas cosas.


Y los Cachorros, y aquellos dos que fueron hermanos y compañeros de Lisio, pasaron junto a él, y sobre él pisaron. Y ninguno de ellos, excepto Yahek -que lo guardó en su pecho, con su primer horror y sus primeras lágrimas-, lo reconoció.


Como el hecho de enterrar tanto desastre resultaba tan arduo como pestilente, Gudú ordenó apilar los restos de quienes quisieron, por una parte, encarnar la venganza, por otra, la codicia y, finalmente, la inútil y desesperada ilusión de libertad. Mandó hacer con todo grandes piras, prenderles fuego y, acto seguido, regresar. Así lo hicieron. Tras su marcha, por largo tiempo el fuego y el viento se llevaron fragmentos de horror, esperanza, e incluso muerte. Tan sólo calcinados huesos perduraron aún, tiempo y tiempo, entre la hierba. Y entre tanto hueso, y tanta muerte, y tanto humo, y tanta ausencia, algo resplandecía. Algo que era como una piedra pequeña, tan brillante que diríase una llama que no podía apagarse entre las cenizas: eran las brasas de un muchacho que se llamó Lisio.


Luego, las lluvias de primavera las sepultaron en el barro; y en el barro fue lentamente hundida y conducida su pequeña luz hasta la zona donde habitan los trasgos y los gnomos, los que sí saben horadar el mundo con martillos de diamante sin pulir. Así, la halló aquel trasgo curioso y demasiado joven que apenas si contaba cuatro siglos. Y juzgándola más rara y valiosa que la anterior, se apropió de ella; y la contemplaba y acariciaba, a escondidas, en la oscuridad que alienta las entrañas del mundo. Y como por más tiempo y tiempo que pasara, la llama no se extinguía, la acariciaba más aquel trasgo. Al fin, un día, la mostró al más anciano de los gnomos. Éste la observó con detenimiento, y al fin dijo: «Guárdala en buen lugar. Pues no es fácil que esta llama se extinga, y por contra, acaso llegue un día en que prenda grande y viva. Pues he aquí uno a quien nadie conocía, y sin embargo no será olvidado».


El trasgo obedeció aquella orden, y la llama que cuidaba no se apagó: y acaso la vio crecer un día, o la está viendo crecer hoy, o la verá prender mañana, con tal fuerza, y tan extendida, que podría cubrir la corteza del mundo. Pues algunas victorias no son ni gloriosas ni recordadas; pero algunas derrotas pueden llegar a ser leyendas, y de leyendas pasar a victorias.

XIX. TAL VEZ AMOR

Gudú no regresó de inmediato a Olar. A pesar de que Ardid envió un emisario con la noticia del nacimiento de Gudulín, el Rey no mostró excesivos deseos por conocer a su hijo. Antes bien, ya sabedor del hecho, se mostró satisfecho: especialmente porque tratábase de varón. Con tal noticia pareció conformarse. Como su padre, si bien no llegaba en su exageración a confundir los niños antes de los doce años con conejos o gallinas, lo cierto es que las criaturas de tan corta edad no excitaban ni su curiosidad ni su entusiasmo; aunque se tratara de su propio hijo. Mucho más le atraían las andanzas y progresos de sus Cachorros -en quienes parecía depositar más esperanzas que en su propia dinastía, al menos mientras no advirtiera que los miembros de ésta estuvieran capacitados para desengañarle, enorgullecerle o decepcionarle.


En tanto, con sus soldados, decidió celebrar la victoria y solución del problema de los Desfiladeros. Mientras aún humeaban los restos de quienes tan denodada como inútilmente habían resistido y muerto allí dentro, creyó oportuno conducir a sus muchachos al linde de las estepas, pues suponía que su contemplación, unida a las lecciones con que les preparaba para tal empresa, les haría compartir su sueño.


– Ahí tenéis, ante vuestros ojos, el llamado Mundo Desconocido -dijo, adentrándoles hasta las orillas del Gran Río-. Pero tened por seguro que para vosotros no habrá, si no lo hay para mí (y no lo habrá), ningún Desconocido posible. Os aseguro que hasta todo cuanto alcance, y abarque, la mirada de Gudú, de Gudú será; y, por tanto, también vuestro. Porque vosotros sois la parte más importante de mi ejército, y mi ejército es la parte más sustancial de mí mismo… y de Olar.


Cuando oyeron la segunda parte de este discurso, tanto capitanes como soldados creyeron que sus oídos les engañaban. jamás a Volodioso se le había ocurrido decir algo parecido a soldado alguno, mucho menos a muchachos aún sin experiencia. Pensaron que Gudú rompía muy viejas tradiciones e iniciaba otras cosas, muy distintas y sorprendentes para ellos. Gudú no era ignorante de lo uno ni de lo otro. Y si bien en esto procedía por astucia y aun por cautela -sin menoscabo de que, llegado el momento, cumpliese lo que con tanto aplomo prometía-, lo cierto es que sus soldados no eran tratados como la mayoría de los soldados, ni su ejército como la mayoría de los ejércitos. Era Rey espléndido, generoso, aunque severo con sus soldados, y no es raro que contara día a día con más adictos, buenos guerreros, como menguaban sus enemigos. Por lo menos, en el Reino de Olar y sus tierras conquistadas.


Entretúvose en las fortalezas y guarniciones de las estepas más de lo que parecía natural en tan reciente padre como victorioso Rey. Y los días pasaban, y el verano iba aproximándose, y Gudú no regresaba a Olar.


Aún no se habían apercibido totalmente, ni el sagaz Rey ni sus compañeros de armas, del cambio operado en Yahek. Como éste era, al fin y al cabo, hombre de pocas palabras y ruda expresión, aunque su rostro y ademanes hubieran sufrido, tras dar muerte a Lisio, un cambio notable, pronto se acostumbraron todos a su nuevo aspecto y, por tanto, no llegaron a extrañarlo demasiado. Pero sí lo notaba él mismo, de suerte que, a partir del instante en que vio a aquel que había considerado y amado como hijo -tanto o más que al propio, a quien apenas veía-, no podía apartar de su mente la imagen del valiente muchacho muerto a sus pies. Y no podía mirar el filo de su espada -que continuamente afilaba, ante las chanzas de sus compañeros- sin un estremecimiento. Un dolor tan vivo le atravesaba en el curso de estos recuerdos, que su ánimo decaía de día en día, aunque quienes le rodeaban no se apercibiesen cabalmente de ello. Aunque no todos: pues alguien sí había notado tales cosas en Yahek. Alguien que siempre, de lejos o de cerca, le seguía a donde fuera, aun a costa de la fatiga y de la ancianidad.


Yahek permaneció aún en las estepas, donde le reintegrara Gudú, pues pensaba que mejor le serviría allí. Su sustituto en la Corte Negra, y ahora Maestro de los Cachorros, el joven Barón Silu, cumplía bien su cometido. Y la Anciana Bruja de la Estepa pudo comprobar cuán decaído mostrábase el ánimo de Yahek, y cuánto buscaba soledad y silencio, antes tan dado a la compañía de los soldados, a la comida y la bebida. Había perdido el gusto por todas estas cosas, y lo perdía más y más, de día en día. «Yahek sufre -se decía, con íntimo deleite-. Así alimenta mi dolor y prolonga mi fuerza.»


La esposa de Yahek, Indra, le aguardaba en la guarnición, junto a las otras mujeres -como era costumbre establecida por Gudú-, y, cuando su marido regresó de los Desfiladeros, también vio algo en sus ojos.


– ¿Estás herido? -indagó ansiosa. Él nada respondió; antes bien, rehuyó tanto sus preguntas como su compañía. El niño de ambos crecía hermoso y fuerte, y sólo con él, a veces, solía entretenerse brevemente Yahek. Pero la vista del niño, que antes le alegraba, ahora recrudecía el dolor que sintiera al hundir el filo de su espada en el pecho de Lisio. Y más de una vez, mirando los ojos de su hijo, creyó ver cómo se cerraban los ojos de aquel a quien había dado muerte; y le parecía que Lisio era el único a quien había causado tal daño -siendo, como eran, incontables sus víctimas-. Así, incluso la vista de su propio pequeño rehusaba, con lo que Indra empezó a sufrir mucho ante un comportamiento que no atinaba a descifrar.


Al fin, día llegó en que el regreso de Gudú a Olar, para conocer al futuro Rey, no pudo demorarse más. Aconsejado por sus mismos hombres, sin ganas, pero con el convencimiento de que, un día u otro, tal cosa debía suceder, emprendió el regreso. Pero esta vez dejó bien organizado -y con mayor cautela- el orden y mantenimiento de los Desfiladeros.


En esta ocasión, eligió como jefe de los destinados a tan dura como ingrata tarea -gentes desertoras de las colinas, que a él se entregaron y en él se refugiaron, más todo campesino que logró reunir por los alrededores, con lo que acabó por despoblar tan de por sí solitaria región-, a un joven de quince años, de origen estepario, que, en la actualidad, habíase convertido en uno de sus más valientes y adictos soldados y tenía por nombre Kar. Había sido capturado, casi niño, junto a otro joven llamado Rakjel, durante la conquista hacia el Gran Río. En ambos intuía Gudú madera de guerrero, de héroe y aun de Rey; y él consideraba cuidadosamente estos valores y estos peligros, pues tampoco ignoraba la súbita negligencia -por leve que pareciese- en los viejos soldados. Su piedad no era notoria, pero sí su capacidad de estímulo hacia la juventud y la codicia, que bien administrados, podían serle de gran utilidad y provecho. Así mismo, diole a Atri y Oci, los dos ex pastores, como ayudantes. Y con el resto de sus tropas, inició el regreso a la ciudad, en pos de días que imaginaba tan aburridos como inevitables.


Intentaba reconstruir en su mente a Gudulina; pero su rostro se había medio borrado, y el recuerdo que le dejara le pareció, salvo algunos momentos placenteros, en general, monótono y pesado. Había empezado a aficionarse tanto por la raza de las estepas, que a menudo eran sus compañeras de lecho las muchachas de las tribus sometidas. En ellas hallaba un incentivo que no tenía comparación -a su parecer- con las mujeres de su raza. Muchachas de trenzas negras y largos y sombríos ojos, de tan pocas palabras como ardientes y aun violentas maneras -si bien en sólo determinadas circunstancias-, y que unían a un temperamento salvaje, arisco e incluso feroz, la rara suavidad de la pluma y la enigmática y misteriosa inmensidad de su tierra.


Cuando se hallaban ya cerca de Olar, díjole Randal algo que le dejó en verdad pensativo:


– Señor: tened cuidado. Pues si os dejáis atraer por la raza esteparia, puede llegar un día en que de conquistador paséis a conquistado, y no sería bueno para vos ni para Olar que llegarais a descubrirlo demasiado tarde.


Aparte del respeto que le merecía Randal, el mejor y más admirado de sus Capitanes -y Gudú no escatimaba admiración a quien la merecía, y en esto se reflejaba como hombre inteligente-, tal sinceridad había en aquellas palabras, y tanta auténtica preocupación, que Gudú juzgó conveniente tolerarlas, y no sólo tolerarlas, sino reflexionarlas.


No obstante, aún no habían llegado a Olar cuando Gudú también reflexionó sobre otro aspecto de Randal: para desgracia del leal soldado, ya era viejo. Pero guardó en su mente con gran cautela aquella observación, y nada hizo, ni dijo, que demostrara que se había apercibido de ello.


Había enviado ya a Olar emisarios anunciando su regreso. Y con tal noticia, no sólo la Corte -que fingida o sinceramente se manifestó alegre-, o el pueblo -que sólo por la esperanza de alguna prebenda o festejo podía alegrarse de aquella nueva-, también, y las que más, y sinceramente, dos mujeres se sintieron profundamente conmovidas. Y con ellas el anciano Hechicero, ya casi al borde de extinguirse. Pues el Trasgo -de ágiles movimientos pese a sus tres siglos largos- le ignoraba totalmente, como si nunca le hubiera conocido. Ahora centraba toda su ternura en el nuevo Príncipe, al que creía su padre, Gudú.


Sin embargo, aunque mucho y muy tiernamente se emocionaron con aquella noticia Ardid, como madre, y el Hechicero, como viejo Maestro y cariñoso amigo, la una, cansada por la preocupación que sentía por los dos niños -aunque de distinta forma por cada uno de ellos-, el otro, un tanto desvaído por su ancianidad, lo cierto es que, quien en verdad sintióse ante la proximidad de Gudú, no sólo emocionada, sino totalmente conmocionada, fue la enamorada Gudulina.


Desde el punto y hora en que fue enterada de tan fausta nueva, mil y una vez hizo y deshizo su peinado, cambió sus ropas, embadurnó de afeites su rostro y ensayó sonrisas y miradas ante el espejo.


– Eres linda, eres joven -díjole Ardid, fatigada al fin por tanta consulta y tanta prueba-. Ten por seguro que esto, mejor que ningún otro adorno, va a servirte.


Pues sabía cuán poco sensible era su hijo a todo lo que no fuera sustancia en bruto, valedera por sí misma y en perfecto estado de ser utilizada. Pero también sabía Ardid que estas cosas era inútil decírselas a Gudulina. Así pues, dejó que continuara en tan fatigosas como esperanzadas probaturas… «Al fin y al cabo -se decía-, nadie podrá arrebatarle la ilusión de la espera, como podría hacerlo la cruda realidad.»


Era ya verano, si bien tan tierno que podía aún confundírsele con primavera, cuando llegó Gudú a Olar. Mucha fue la alegría de Ardid cuando el clamor llegó hasta ellos, pero también escuchó con pena al anciano, que le pedía: «Niña querida, ayúdame, llévame a la ventana, pues quiero ver al Rey». Y con asombro, comprobó cuán penoso era levantarse de su asiento para el anciano. Desde hacía ya mucho tiempo -durante todo el invierno y la primavera- solía permanecer en el gabinete de la Reina, al amor de su fuego; pero el fuego no parecía reavivar su cada vez más diminuta persona, que sólo la compañía de Ardid y del Trasgo -aunque éste aparentaba ignorarle- parecía mantener con vida. Junto a la alegría de ver nuevamente a Gudú, Ardid sintió la súbita tristeza, la muy dolorosa sensación, de comprobar cuán poco tiempo iba ya a gozar de aquella compañía que ella, quizá, no atinó a valorar debidamente.


Así, le condujo con cariño y dulzura hasta la ventana; y comprobó cuán frágiles eran ya sus brazos, cuán inseguras sus piernas, cuán temblorosa toda su persona. Con un estremecimiento, se dio cuenta de cuánto había empequeñecido: quizás, en un imposible, remoto y misterioso deseo de regresar a la infancia. «Ay, Hechicero -se dijo, conteniendo importunas lágrimas-, bien cierto es que es triste y efímera la condición humana.» Y volviendo la mirada hacia el Trasgo, lo halló, a su vez, transfigurado. No le había reprochado como debiera sus continuas y cada vez más copiosas libaciones, ni vigilado su estado de contaminación. El Trasgo, que se apresuró -entre raros tropezones, antes imposibles- a adelantárseles hacia la ventana, aparecía enrojecido en demasía, de la cabeza a los pies -algo así como una muy madura vid a punto de perder todo su fruto-. Al verles, la confusión y la pena de Ardid aumentaron hasta tal punto que ya sólo para ellos tenía ojos, y descuidó incluso dirigir su mirada hacia aquel a quien había dedicado, no sólo su vida, sino la de tan fieles y ancianos compañeros.


– Queridos -dijo al fin-, ahí está: ahí está nuestro tesoro, nuestra esperanza, nuestro bien. Y en verdad que podemos sentirnos orgullosos.


– ¿Quién es ése? -dijo el Trasgo, con indiferencia y cierto desencanto-. No le conozco.


Y regresó a su agujero; pues el único niño que amaba ahora, dormía, y el Trasgo no quería importunar sus sueños.


Gudulina debía esperar al Rey junto a lo más florido y representativo de la Corte. Recibirle con una reverencia y decir: «Señor, mi corazón se alegra de volveros a ver». Pues todas estas cosas constaban en alguna parte, tal vez en alguna pequeña nota de El Libro de los Linajes, o especificado en las leyes de protocolo, o quizá residía sólo en la memoria de los más viejos. Pero en algún otro lugar existía una ley que, sin haber sido escrita por hombre o mujer alguna, recorría, como el viento y el tiempo, toda la especie humana, a la que pertenecía, ejemplarmente, la joven Reina Gudulina.


Así, cuando, muy engalanada, aguardaba junto a la madre del Rey y el Barón Presidente de la Asamblea de Nobles, la última arena de oro cayó en el reloj de su paciencia. Y, súbitamente, vio que el cielo enrojecía con la despedida de un día, y que la noche -tan luciente noche como ninguna otra le pareciera- llegaba y amenazaba con huir: tan deprisa, que el tiempo era el peor enemigo. Y supo que ni batalla ni Corte Negra alguna podían rivalizar en tan cauta como irreparable lucha. Una noche, una hora, un minuto, valían más que la más esplendorosa joya.


Cuando llegaron los ladridos de los perros y el son de las trompetas, y luego la música, y penetraron por las ventanas del salón de recepciones Gudulina, ante el estupor de la Asamblea y la reprobadora -aunque levemente tierna- mirada de Ardid, surgió de las respetuosas, apretadas y ceremoniosas filas y, atropellando sirvientes, pajes y aun músicos, que se disponían a llevar a los labios flautas y otros instrumentos que juzgaban apropiados para la ocasión, a punto estuvo de derribar al joven Abad de los Abundios -cuya colérica expresión ignoró-. Y así, cruzó recintos y patios, y justo a tiempo llegó para ver cómo su Rey, y su amor, en una sola pieza, atravesaba el puente levadizo, entre los clamores a medias esperanzados, a medias temerosos de la plebe, y los de placer salvaje de los soldados, y entraba en el Patio de Armas.


Algo mágico, misterioso, sucedió entonces: aun por breve espacio de tiempo -o quién sabe si por largos siglos, pues estas medidas escapan al usual medimiento que del tiempo suelen hacer los humanos- quedaron dos simples criaturas, suspensas, frente a frente. Gudulina, parada en el Patio, miraba al Rey. Y el Rey frenó su caballo y miró a Gudulina. «¿Quién es ésta?», pensó el Rey. «¿Quién es éste?», pensó la Reina. Y Rey y Reina desaparecieron; y ante los ojos de Gudulina apareció un hombre joven, tan gallardo y tan hermoso que el más gallardo y hermoso hombre hubiera palidecido en su presencia. Y a los ojos de Gudú, la más atractiva y misteriosa mujer hubiera parecido débil sombra a su lado. De suerte que Gudulina, levantando graciosamente con ambas manos el borde de su larga falda de ceremonias, corrió hacia él: y había tal brillo en su mirada, que a su lado el día moría definitivamente. Y le pareció a Gudú que jamás mujer alguna le miró con tales ojos ni tal sonrisa. Pues la borrosa imagen de una niña soñadora y entontecida, sumisa e ignorante de hacía un año, se había esfumado; una mujer rebosante de juventud, esplendorosa, aparecía bañada con el brillo dorado de la misteriosa piel del Lago; y su sonrisa sólo podía compararse a la gloria, a un recóndito descubrimiento de sí mismo. Y a su vez Gudulina vio que un hombre poderoso, lleno de gloria, rebosante de vida, descendía del caballo y hacia ella iba. Y por primera vez -y quizás última- vieron los soldados la sonrisa -que no risa breve, seca y escalofriante- del Rey. Y así veía a Gudulina -como si la viera por primera vez-, al tiempo que sus ojos en algo parecido a arena de oro y sueño se inundaban. Y Gudú besó unos labios que ni la más fresca fruta que ofrecieran a sus resecos labios de soldado en la aridez de la estepa, hubiera gustado.


Ante el jubiloso clamor de los soldados -cuya maliciosa sonrisa pareció de pronto llenar de alegría tan austeros como sombríos recintos- y el cándido asombro de los pajes -que jamás vieron cosa semejante-, el Rey y la Reina se abrazaron, se besaron y se contemplaron; y aun volvieron a besarse, una y tantas veces, que todos y cada uno de los soldados, y todos los presentes, sintieron la ácida punzada de una ausencia, de unos labios, de unos besos distantes ya de aquel lugar, y tal vez de su corazón. Gudú pronunció muy breves palabras, y en voz muy baja, en aquella orejita que como dorada caracola se pegaba a sus labios: y todas las palabras, y el rumor del mundo, y el fuego que en la tierra ardía, quedaron sumidos en un vasto y remoto espacio, cuando Gudulina oyó decir a Gudú, de forma que sólo con su amor y su atento oído de muchacha amante lograba descifrar: «En verdad que eres hermosa».


Y no se equivocaba Gudú en esto -como, en general, parecía no equivocarse en nada-, pues el invierno y el amor habían madurado en ella de tal forma, que la niña caprichosa y charlatana, la glotona y curiosa Gudulina de la Isla de Leonia, la pequeña cautiva de su doncellez, se había tornado en una criatura que casi llegaba al mentón del Rey -y el Rey era el hombre de más alta estatura (exceptuados los misteriosos saqueadores del Norte, de pelambre dorada y ojos azules) que había ella conocido-. Ahora, la piel de Gudulina aparecía suavemente dorada por el sol del verano. Su cuerpo se había redondeado y estilizado tan armoniosa y equilibradamente, que en más de una mente abrigaba la sospecha -abonada por el misterio de su origen paterno de que quizá no era totalmente criatura humana. Pero de humana y bien humana criatura se trataba, y así lo pensaba, por lo menos, el Rey, cuando la estrechaba contra sí y sentía el fluir de la sangre en su garganta, en sus labios y en su pecho. Y repitió, tanto para sí como para ella, lo único que se le ocurría: «En verdad, eres hermosa».


Por tanto, no extrañó a nadie que apenas comenzado el banquete con que se festejaba el regreso del Rey, y como si se tratara de nupcial banquete, los jóvenes esposos abandonaran a sus invitados.


«Ésta es la más bella noche», pensaba Gudulina; y el mismo Gudú se decía: «Es particularmente hermosa, esta noche». Y lo era: pues el aire cálido, la hierba y las flores llevaban su perfume a todos los rincones de Olar. Por propia iniciativa, y sin que su madre hubiera de recomendárselo, Gudú se bañó prolijamente. Cuerpo desnudo sobre su cuerpo desnudo, despojados de todo ornamento superfluo, Gudulina supo que jamás, aderezada con los más ricos ropajes, ni ciñendo corona alguna -a excepción de aquel áspero y brillante cabello negro que entre sus dientes tenía el sabor de un muy antiguo y deseado aroma- sintió a Gudú como Rey, entre todos los reyes de la tierra. Y de tal forma la admiró Gudú, que, cuando el alba les sorprendía en importuno pero inevitable sueño, dijo:


– Mucho y muy bien habéis madurado, y aprendido, durante este tiempo… ¿Acaso os aleccionó algún maestro?


– El amor es mi maestro -dijo Gudulina, con la cabeza apoyada en su pecho. Y acariciaba su piel, y aspiraba su olor, y bebía aquella respiración que distaba mucho de los espesos perfumes de la Corte de Leonia: pero nada parecíale tan embriagador, tan pleno y tan deseado.


Y en aquel instante algo vibró, con la delicadeza y dureza sólo posibles en el cristal. Una vibración tenue como el eco, o el recuerdo; dura y frágil a un tiempo, capaz de derribar un muro o despertar un corazón. Y esa vibración amenazó, por un instante, estallar en mil pedazos la urna que apresaba el corazón del Rey. Pero el sortilegio era muy poderoso, o la naturaleza del Rey poco propicia a tales cosas. De suerte que, de inmediato, la vibración cesó, y de nuevo el corazón del Rey permaneció a salvo.


– ¿Amor? -dijo. El sueño venció al fin, a pesar de tan intenso encuentro, y no pudo meditar como debía tan insólita como exótica palabra.


Pero lo cierto es que el amor estaba allí; que amor respiraba toda la estancia; que reposaba sobre las viejas pieles que cubrían el lecho, y que amor, en suma, cerraba los ojos de Gudulina. Y acaso, si no le hubieran incapacitado para tal cosa, también hubiera conocido el Rey Gudú, aquella noche, tan raro como extraordinario acontecimiento humano.


Pero si no el amor, sí la curiosidad retuvo a Gudú al lado de la joven Reina. Una desazón nueva le impulsaba a desentrañar el misterio que en ella y junto a ella sabía retenerle, con tanta fuerza como lo desconocido que se abría tras las estepas; el misterio de un sentimiento que él no captaba, y le parecía tan nuevo, excitante y maravilloso, que hacía que sus días pasaran sin aburrimiento, y le llenaba de placer sus noches. De vez en vez -con amargura desconocida-, se decía que había algo que él parecía haber olvidado o perdido: y este pensamiento le desasosegaba, y deseaba recuperarlo, o descubrirlo. Así, si no amor, sí su curiosidad, el indomable deseo por dominar lo que no dominaba, la enorme ansia por desentrañar lo que no desentrañaba, tuvieron la virtud de retener al Rey en la Corte de Olar. No sólo hasta la espléndida primavera en la que el pequeño Gudulín acababa de cumplir su primer año -acontecimiento al que no prestaron demasiada atención sus padres-, sino también durante el verano, otoño, invierno y otra prometedora primavera.


Entonces, se aficionó, como su padre, a la caza; y a las cacerías llevaba consigo a Gudulina y a lo más florido de la Corte -blanca o negra-. Y puede decirse que jamás Olar vivió dos años más largos, espléndidos y alegres que aquellos. Los ancianos, en su mayoría, habían muerto, y los jóvenes de su edad llenaban ahora el Castillo, los contornos y los bosques, con tal pujanza, alegría y riqueza como jamás, ni en tiempos de Volodioso ni en los mejores días de Ardid, se gozara en Olar. Llegó de nuevo el verano a las tierras de Olar. El Rey tenía diecinueve años largos y la Reina dieciocho, y ni se apercibían del paso de los días, ni de la inexorable caducidad de todas las cosas. Sólo Ardid, que veía crecer a Gudulín y Contrahecho, al mismo tiempo que envejecer y consumirse al Hechicero, y al Trasgo perder día a día el poco seso que aún le quedaba, constataba que la vida es demasiado breve para cuanto de ella se espera, y el mundo demasiado versátil e imprevisible para tomarlo tan en serio como ella, en su ardiente juventud, hiciera. Pero Ardid había dado el primer paso hacia el último camino, y tan débiles eran sus razones como la inconsciente felicidad de Gudulina: que creía aún que la vida y el amor son cosas que no pueden acabar.


Gudú no descuidaba la Corte Negra, y puntualmente acudía allí para inspeccionar y controlar el progreso de sus muy avanzados Cachorros -cinco de los cuales pasaron a soldados- y el adiestramiento de sus soldados -tres de los cuales pasaron a Capitanes-. Pero eso no impedía, ahora, su puntual regreso a Olar y, allí, dar testimonio a su joven esposa de que, además de Rey y Reina, también eran hombre y mujer, y dueños de una esplendorosa juventud. Por eso, más de una joven noble le amó también: y en verdad que no fue rechazada.


Un día, estaba ya anunciándose el nuevo otoño cuando algo vino a cambiar totalmente las cosas. Era una mañana madura y bella, y Ardid gozaba de la creciente hermosura de su renacido jardín, cuando descubrió que el débil tallo que creciera de entre aparentes cenizas, se había convertido, de arbusto, en joven árbol; y que en torno a él jugaban dos jóvenes Príncipes -aunque uno de ellos, por pequeño y contrahecho, bufón y juguete del otro parecía-. Contenta, fue a comunicar a su anciano Maestro cuán extraña y hermosa y precoz era la aparición de aquel nuevo árbol. Acudió a su cámara -de la que apenas salía- y, besándole en la mejilla -le pareció que el anciano dormitaba, o despertaba suavemente-, dijo:


– ¿Recordáis un árbol que, en tiempos, fue llamado el Árbol de los juegos? Pues en verdad que ha crecido de forma maravillosa y rápida. ¿Tenéis noticia vos, querido mío, de la razón de tanta maravilla?


Pero la sonrisa huyó de sus labios, y el frío inundó su cuerpo todo, y un gran temblor se apoderó de sus manos.


– Maestro, Maestro -balbuceó. Y llorando, y gimiendo, se arrodilló a su lado. Y así, abrazada a sus rodillas, y sumida en un silencio que ni lágrimas ni dolor podían romper, halláronla sus doncellas.


El Rey fue avisado de que alguna grave circunstancia se cernía sobre su madre. Y temió -por vez primera- que aquella que siempre tuvo como sagaz y sabia consejera, le faltase ahora. Interrumpió así su partida de caza, y al galope acudió en su busca. Se sabía aún muy joven como para prescindir de tan certera como sabia criatura, y no podía imaginar su ausencia. Cuando subía precipitadamente la escalera que le conducía a su cámara, recordaba que su madre no sólo jamás había defraudado al Rey, sino que, en más de una ocasión, le evitó un grave error. Con ánimo tan preocupado, entró en la cámara de su madre. Pues si el amor a ella le llevara, no hubiera mostrado semblante más demudado. Al verla viva, aunque postrada por incomprensible dolencia, respiró aliviado.


– ¿Qué ocurre, que tanto me habéis alarmado? -dijo, inclinándose hacia ella. Y entonces vio que los brazos de su madre se aferraban en un abrazo insólito, del todo punto inexplicable, a las rodillas de un anciano, al parecer inánime.


– Ha muerto -dijo Ardid-. Ha muerto mi querido Maestro. -¿Y por eso habéis osado interrumpir mi caza? -dijo Gudú, violentamente. Pero salvábale de la ira el alivio de comprobar que se trataba de tan nimia nueva-. No volváis a incurrir en tal error… ¿Cómo mujer tan cuerda como vos puede cometer semejante torpeza?


– Ha muerto, Gudú dijo la Reina-. ¿No ves? Ha muerto, y jamás veré su rostro ni oiré su voz.


– Y bien -dijo el Rey, impaciente, iniciando la retirada-, ¿qué esperabais? Harto vivió ya, y pienso que, para lo que ya servía, mejor es así, tanto para vos como para él.


Entonces, la Reina volvió hacia él el rostro y, por primera vez, Gudú sintió un escalofrío -si no de terror, sí era portador de un frío desconocido- que recorrió su nuca y su espalda:


– ¡Oh, madre! -añadió, presa de estupor. Y tocando las mejillas de la Reina, al punto retiró la mano, como si hubiese tocado un reptil: pues así le pareció el húmedo contacto de su inexplicable y aborrecido llanto.


La Reina, entonces, recuperó su dominio. Precipitadamente secó sus mejillas, y buscó y halló una extraña y nada alegre sonrisa, en tanto decía:


– Sólo se trata de una estúpida debilidad de mujer. Volved a vuestras ocupaciones. Os juro que ésta es la primera y última vez que os expongo a tan ingrato espectáculo.


– Así lo espero -murmuró Gudú. Y se alejó.


El anciano Hechicero no podía ser enterrado en el Cementerio de los Reyes ni en el de los nobles. Por otra parte, tampoco era posible en el Monasterio de los Abundios, puesto que el Abad no lo hubiera tolerado. Así que Ardid dispuso en su jardín una pequeña parcela junto a la sepultura de Dolinda, como última morada de aquel que tanto amó y a quien tanto debía.


El entierro fue íntimo, y tan privado que casi nadie en la Corte tuvo noticia de él. El anciano -a quien, sin saberlo, tanto debían todos ellos- apenas si era recordado. En total soledad, si exceptuado queda el Trasgo que, acurrucado en su hombro, lloraba, aunque no entendía, partió tan entrañable compañero…


Poco después, Gudú decidió que aquella vida cortesana había tocado a su fin. Ordenó que sus soldados se dispusieran para la partida, pues aquel invierno debía retenerle en la Corte Negra, sumido en preparativos de una empresa que consideraba, por el momento, de gran importancia. Ante el llanto y las súplicas de su joven esposa, que no podía comprender, tan bruscamente, el declive del tiempo hermoso ni el color maduro de las hojas, ni el frío viento que traía el aire sobre el Lago, Gudú mostróse impaciente e irritado. Y besándola distraídamente, dijo:


– No podéis quejaros, pues no existe mujer alguna que haya logrado retenerme tanto tiempo a su lado. Y cuando nazca el nuevo hijo que, según decís, se anuncia en vuestro vientre, dadme noticia de su sexo, pero no me importunéis ni con visitas ni con misivas. Pues volveré para conocerle cuando mi tarea de Rey, más importante que tales minucias, lo juzgue oportuno. Y ya que bien asegurada parece la sucesión -si éste nace, y el otro muriese-, creo que he cumplido sobradamente en esta ciudad y en esta Corte con mis obligaciones.


Y partió. Entonces, Gudulina buscó a Ardid y, sollozando, apoyada la cabeza en sus rodillas, preguntaba: «¿Por qué es tan corto el amor?», y la Reina nada contestaba. Y a su vez, en la más grande soledad que jamás conociera -pues ni el pequeño Gudulín ni el dulce Contrahecho lograban llenar el gran vacío de su corazón-, pensaba: «¿Por qué es tan corta la vida?».


El propio Rey Gudú andaba perplejo y en silencio junto a Randal. Y al tiempo que dudaba en enviarle al confín norteño, a las tan pacíficas como en verdad agónicas regiones donde la guarnición de un caduco barón guardaba los límites del Reino por aquel lado, dijo:


– Randal, dime, ¿conoces algo más grande y bello que la gloria?


– No sé, Señor -respondió el soldado, que inútilmente intentaba ocultar su ya avanzada edad. Y añadió, titubeando-: Acaso, tan sólo el amor.


– ¿El amor? -se extraño Gudú. Y espoleando su caballo, dijo, con su breve y peculiar risita-: ¡Eso no existe! Verdaderamente, Randal, creo que eres hombre acabado.


Y el invierno reunió de nuevo a los soldados junto al Rey.


Como siempre ocurría en ausencia de Gudú, la Corte languidecía, y el amor de Gudulina, de nostálgico y lloroso, tornóse en furioso y enloquecido. A menudo, escapaba en su corcel, y paseaba su embarazo por los bosques, rondando de lejos las almenas negras del odiado recinto que la separaba tan cruelmente de Gudú. Y anochecido, regresaba a Olar con semblante sombrío y ojos brillantes que, ya, habían olvidado, al parecer, las lágrimas. Poco a poco se tornó áspera y cruel con sus doncellas, y hosca con la Reina. Empezó a circular por la Corte la sospecha de que portaba un maligno encantamiento. Por todo lo cual, la Asamblea de Nobles envió batidas por las aldeas, en busca y captura de algún hechicero, bruja y demás ralea culpable. Fueron conducidos a la hoguera un par de ellos, de forma que la no hacía demasiado tiempo alegre plaza del mercado, se tiñó de un negro, grasiento y peculiar humo que, pese a la distancia, incluso llegaba a las ventanas del Castillo y estremecía a Ardid.


La misma Reina empezó a ser causa de murmuraciones: pues reverdecía su leyenda, y más de uno rememoraba un tiempo en que de muy extraña forma llegó a Olar, y de más extraña forma aún llegó a ocupar el trono. Pero estas murmuraciones se acallaban al considerar cuánto se habían enriquecido, y la muelle y regalada vida que proporcionara a aquellos que compartían tan oscura memoria. Así, las bocas se sellaban y el invierno avanzaba, sin que nadie se ocupase del curioso carácter que, en tan tierna edad, mostraba el pequeño Príncipe Gudulín: futuro Rey de Olar en virtud de las tan duramente conseguidas nuevas leyes de sucesión.


Gudulín, que cumpliría pronto tres años, era una linda criatura de grandes ojos negros -que recordaban a su abuela- y crespos cabellos -que recordaban los de su padre-. Y mostraba una rara afición: clavar cuanto objeto punzante hallaran sus inquietas y gordezuelas manos, en la carne de quienes se prestaran a tal cosa. Con deleite singular observaba el dolor, y con más deleite aún buscaba y guardaba en sus bolsillos agujas, punzones y espinos, cuando aún apenas se mantenía sobre sus piernecillas -que mucho recordaban, también, las de aquel otrora ignorado o despreciado Príncipe Gudú, objeto de la burla de criados y parientes-. Cuando recorría, como su padre, unas veces a cuatro patas, otras apoyándose torpemente en los muros, los vastos pasillos, un mismo espíritu aventurero y curioso parecía guiarle. Y muy vigilantes debían andar su aya, las doncellas y la propia Reina -pues Gudulina parecía ignorar su presencia excepto para rechazarle por importuno y molesto-, para conseguir que no se zafara de sus cuidados y escapara como una ardilla de sus vistas.


Martirizaba a su juguete-bufón el pobre Contrahecho, cuya carne, de por sí triste y amarillenta, a menudo aparecía señalada por la contumaz y maligna afición del Príncipe. Pero nada decía el pobrecillo pues, creyéndose sirviente, a los sirvientes imitaba: y sabía no era aconsejable, a los que a tal clase pertenecían, mostrar quejas ni rebeldía alguna contra quien se tenía por dueño de sus vidas.


Sólo alguien no solía separarse -y podía hacerlo- del pequeño Príncipe: el viejo Trasgo, que en él y por él vivía. Y como las punzadas no podían dañarle, antes bien le producían regocijo, a gusto y con hartura clavaba el niño en él cuantos punzones o agujas le placían. Desde la cuna, Gudulín podía verle. Creía Ardid -que de inmediato lo notó- que era a causa de su avanzada contaminación. Ahora casi todo el mundo -si se hubieran tomado la molestia de interrogarse por súbitos e inexplicables reflejos, bruscas sacudidas y fugaces sombras- sin demasiado esfuerzo le habría visto. Por todo ello, Ardid mucho sufría por él. Era el último amigo verdadero que le quedaba, aunque ya pocas conversaciones de sustancia pudiera mantener con él: pues andaba preso, tan borracho como obseso, por la compañía de Gudulín. Trasgo era el último refugio de su solitario corazón, pues si amaba mucho al pequeño y gran afecto y compasión sentía por Contrahecho, ninguna de estas criaturas podía suplir en ella la desaparición de un tiempo joven, apasionado y bello, y que ya sólo era posible recuperar -aunque únicamente como el agua recupera el reflejo de los árboles, y el cielo el brillo de los días en el recuerdo.


El Trasgo, ahora, golpeaba con su martillo bajo las torpes pisadas del pequeño Príncipe, y era el verdadero causante de sus continuas escapadas y su continuo perderse por los vastos pasillos del Castillo desde que, un día, viera el niño cómo el Trasgo apuraba con deleite su pequeña ánfora de vino y, arrebatándosela de las manos, agotara en su boca las últimas gotas. Esto regocijó de tal manera al Trasgo que, poniendo un dedo sobre los labios, dijo al niño -que, por su edad, aún no entendía a los humanos pero sí el Lenguaje Ningún- que de un buen y ahora compartido secreto se trataba.


El nuevo hijo que se anunciaba en las entrañas de Gudulina había sido engendrado en la última primavera de la plenitud de su amor. Según calculó Ardid -y ni siquiera en este cálculo se equivocaba-, el parto tendría lugar hacia la Navidad cristiana. Dirigiéndose al Trasgo -que en verdad no la escuchaba- dijo: «Es curioso: todos los niños de esta dinastía nacen en invierno».


Así, poco antes del cumpleaños del Rey, ante el asombro de todos, Gudulina dio a luz no un niño, sino dos. Y como de tal cosa hubo antecedentes -y no gratos- en la familia, no se hicieron demasiadas conjeturas sobre el suceso -aun a pesar de la suposición de brujería o hechizo que pesaba sobre la joven Reina-. Al contrario del anterior nacimiento -engendrado más por obligación que por amor-, este nuevo alumbramiento produjo tal dolor y tan grave estado en Gudulina, que llegó a temerse por su vida. Y ni físicos ni sanguijuelas, ni médicos de más o menos sospechoso origen, llamados a toda prisa -y alguno sacado de la mazmorra-, pudieron asegurar que tan desfallecida criatura reviviría.


Los gemelos eran, esta vez, niño y niña. Y tan parecidos entre sí, que difícil sería distinguirlos si no hubiera sido por tan oportuno distintivo como vinieron al mundo. Fueron bautizados en los Abundios sin boato alguno, con los nombres de Raigo y Raiga. Y, confiados a una joven nodriza, fueron relegados a la estancia de los niños sin que merecieran gran interés, ni tan sólo de la propia Ardid -al menos por el momento.


El Rey fue avisado, al fin, de la gravedad que atravesaba la salud de su joven esposa. Y ante el estupor de la Corte, el monarca envió una concisa misiva en la que enteraba a todos de que, si sanaba la Reina, mucho le alegraría, y si, por el contrario, moría, lo lamentaría en extremo. Pero como ni uno ni otro caso obligaba su presencia en Olar ni desviaba el curso de los acontecimientos, no veía utilidad alguna en regresar, pues -decía- más graves asuntos requerían su presencia y le retenían donde ahora estaba. Su sucesión estaba asegurada con los últimos nacimientos. Nadie volvió a hablar del asunto ni a insinuar la posibilidad de su regreso.


Excepto, naturalmente, Gudulina. En su delirio, sólo pronunciaba un nombre, y este nombre no era el de su madre, ni el de su suegra, ni el de sus hijos, sino tan sólo el nombre que, a su sentir, llenaba el mundo y la vida entera. Y así, con este nombre en los labios, asiéndose a él, venció lentamente la fiebre. Y un día, cuando ya declinaba el invierno, volvió a recuperar las fuerzas y pudo abandonar el lecho. Pero ya no era la Gudulina que todos conocieron, ni la caprichosa, preguntona y un tanto impertinente niña que llegó de la Isla de Leonia, ni la radiante y joven mujer que tan sólo unos meses antes conocía las dulzuras del amor y de la vida. Ahora, un brillo siniestro lucía en su mirada, y a poco, todos -desde la Corte al pueblo- entendieron que la Reina Gudulina había perdido totalmente el seso.


La vida de Ardid no era una vida animada: pues si incoherentes se volvían sus conversaciones con el cada día más embriagado y olvidadizo Trasgo, peor y más deshilvanada -y más triste y penosa- era la compañía de la joven Reina. Ya que ni por un solo instante podía con ella entablar alguna razonable charla, ni tan sólo consolarla de las horribles visiones que la atemorizaban ni de las demasiado livianas esperanzas que, sin apenas transición, la convertían de exaltadamente alegre, en temible y siniestra criatura. Puede decirse sin exageración alguna que los días de Ardid no eran alegres, como alegre no era tampoco aquel invierno. Y por más que volvía sus ojos a los niños, éstos eran aún muy pequeños: y uno por extraño -tanto que le recordaba a su madre, por el brillo de sus ojos, lo que la estremecía-, y por cándido y en extremo sumiso el otro, no podía enderezar en alguna empresa útil su sagaz inteligencia, ni su ánimo todavía vigoroso.


Se aficionó mucho a retirarse en la antigua cámara de su Maestro. Y estando allí, un día, abrió un libro, otro día recompuso un retortero, otro reconoció una palabra: el caso es que, lentamente, sintióse de nuevo más y más interesada en aquello que, a medio aprendizaje, abandonara, aun antes de su muerte, el amado Maestro. Muchos amaneceres la encontraban allí, y muchas noches pasaba en vela. Luego, cavilaba y se decía que, si en un tiempo creyóse no sólo la mujer, sino la criatura más culta y avispada del Reino -y de más allá-, sabía muy poco y mucha era su ignorancia. Y que en la ciencia y el conocimiento de humana o no humana especie, era tan pobre y tan ciega, que ni con mil vidas lograría asomarse a incógnita tan grande, vasta y cegadora. Y así, sin saberlo, espoleábase su curiosidad y su deseo.


A medida que acababa el invierno, y la primavera de nuevo se extendía lentamente sobre Olar, Gudulina pareció aplacarse. Pero su aplacamiento extrañó a todos, pues más que tal cosa era una suerte de ensimismamiento que la mantenía horas y horas en profundo silencio y con los ojos tan ajenos a cuanto la rodeaba, que diríase tan sólo contemplaban algo que bullía en su interior. Pese al frío que todavía se hacía sentir -como acostumbraba a suceder en aquellas regiones-, pedía que ensillaran su caballo y, sin escolta, a pesar de las serias advertencias de que era objeto, partía a galope. Y ordenaba esto con tal severidad que nadie, ni doncellas ni criados ni sirvientes, lograba disuadirla; y más de una vez cruzó un rostro dispuesto a acompañarla, con una fusta que aún hería menos que sus encendidos ojos.


Sumida, como estaba, en sus intentos de investigación y recuperación de antiguas enseñanzas, Ardid permanecía ignorante de estas escapatorias. Hasta que un día su Doncella Mayor -ahora llamada Cindra- le advirtió tímidamente de las extrañas incursiones que practicaba la joven Reina en los bosques, y en las enramadas que bordeaban el Lago. Ardid ordenó, entonces, que la vigilasen estrechamente y que, sin ella notarlo, algunos sirvientes y soldados del Castillo la siguieran y protegieran del peligro que pudiera acecharla.


Así se hizo y, contrariamente a lo que esperaba la malicia de quienes la seguían, la joven Reina no tenía citas ni encuentros con ningún joven o maduro varón. Sola, recorría los parajes, y únicamente de tarde en tarde hablaba con algunos pobres muchachitos y muchachitas que, entre temerosos y fascinados como ella, se asomaban a la superficie del Lago. Luego, Gudulina, o bien permanecía largo rato contemplando la luz última del sol en el agua, o se sentaba bajo algún árbol, pensativa y arrebujada en su manto de pieles.


Intrigada por estas cosas, la Reina Ardid siguió a Gudulina y, oculta en la enramada, la vio hablar con los niños, con ellos asirse de las manos, asomarse al Lago y, luego, huir de allí. Y aunque a su vez y repetidas veces ella se asomó al Lago, nada veía, excepto el brillo del cielo y la dorada bruma huyendo o brotando de las aguas.


Hasta que un día, dio alcance a Gudulina, y ésta, al verla, no pareció sorprendida. Al fin, llegadas junto al Lago, Ardid detuvo su montura, descabalgó y ordenó a la muchacha que hiciera lo mismo. Gudulina obedeció, sin resistencia. Y tomándola fuertemente del brazo, dijo clavando sus ojos en los enajenados de la muchacha:


– ¿Adónde vas, Gudulina? ¿Qué es lo que buscas… o ves en el Lago?


Gudulina entonces pareció despertar de un largo sueño y, estremeciéndose, se abrigó más en sus pieles. Después, empezó a llorar, muy suavemente:


– No sé, madre dijo con voz débil (y la nombró así, por primera y última vez)-. No sé: tal vez amor.


Luego, se dejó conducir, sin resistencia, por Ardid, que había quedado sumida en estupor y profunda tristeza.


Envió a sus más leales sirvientes al lugar de estos hechos para que interrogaran a aquellos niños. Al fin, éstos vencieron su terror, y aunque en un principio no querían hablar -pues no querían ser «llevados a la guerra», como ellos decían, o en el temor de peores castigos-, uno de ellos rompió entre sollozos su silencio y confesó que, desde hacía mucho, mucho tiempo -su hermano mayor se lo había dicho en secreto, y otros muchachos y muchachas, ahora crecidos o ausentes, también lo habían visto-, a aquella hora y en aquel punto, bajo la tersa piel del agua, podía descubrirse -reflejados como árboles, barcos o nubes- los cuerpos enlazados y errantes (como naves a la deriva) del Príncipe Predilecto y la Princesa Tontina.


Era un niño pequeño, de ojos brillantes, oscuros y dulces como ciruelas. La Reina se inclinó hacia él y preguntó:


– ¿Qué más veis bajo las aguas?…


– Oh sí -dijo el niño, ahora más tranquilo-. Vemos, a veces, un ejército.


– ¿Un ejército? -se alarmó Ardid.


– Sí, Señora: pero es un ejército muy extraño. Tienen todos los brazos extendidos, y las manos parecen sujetar lanzas. Pero lo cierto es que sus manos están vacías, y no sujetan lanzas ni cualquier otra cosa: están así, quietos, esperando…


– Esperando… ¿A quién o qué esperan?


– No lo sé: esperan… sólo esperan.


Ardid se incorporó. Un viejo y conocido eco, una sombra, una voz se alejaba ahora de su memoria.


– ¿Y qué más?… -indagó.


– Una mujer…


– ¿Qué mujer?…


El niño titubeó, como buscando algo en sus recuerdos.


– Una que llega, a veces, con la bruma… y trepa, y trepa, desde las aguas hasta las aldeas, las barcas, las casas de los hombres…


– ¿Conoces su nombre?


– Los hombres la llaman Tristeza.


Al escuchar esto, la Reina ordenó que liberaran a aquel niño y que nunca, nadie, le importunara. Y que quienes oyeron estas cosas, las guardaran para sí y a nadie las repitieran.


Pero cuando se halló de nuevo a solas, cerró los libros y contempló con muy hondo pesar todas las vasijas, probetas, elixires y fórmulas con que su viejo Maestro, y ella misma, pretendían descubrir las entrañas del mundo. Y se dijo que nada llegaría a descubrir y desentrañar con aquellos instrumentos, puesto que tan gran desconocido era el corazón humano, y erraba tan cerca y tan lejos y tan solitario.


Cerró la estancia, guardó la llave en la misma arqueta donde aún conservaba la mano de marfil de Almíbar y el cinturón de Dolinda y, luego, sentóse junto al fuego. Y sintiendo sus manos ociosas y vacías, la Reina lloró. Ahora sabía que no hallaría en los libros del Hechicero, ni en parte alguna, lo que buscaba, algo que había perdido para siempre, aunque no osaba nombrar ni reconocer. Pero a poco, secó sus lágrimas. Muy torpe era la vida, y muy torpe la especie humana, si tal vacío o ausencia podía destruirla. Ella no sólo lo había apartado de su vida, sino que lo había desterrado del corazón de aquel que, hasta el momento, tuvo por su mejor obra.

XX. ANTIGUO VENENO

En el Castillo Negro, Gudú despertó del largo tiempo de placer y ocio, y con nuevas energías se sumió en viejos sueños y proyectos que, ahora, según pensaba, parecían factibles.


Durante su ausencia, la Corte Negra habíase mantenido viva y en buena forma. Se tuvieron que ampliar los recintos, e incluso el departamento de las mujeres fue también renovado, pues aunque algunas ya sólo en las tareas de cocina y cuidado de los soldados se empleaban, no era tan escaso como antaño el afluir de jovencitas en florida edad.


A las órdenes del joven Barón Silu y sus ayudantes -que tan provechosamente habían asimilado sus enseñanzas-, tomaba cuerpo el viejo sueño tanto tiempo acariciado. Gudú comprobó con agrado los progresos de los Cachorros: algunos habían ascendido a soldados, en tanto que un nutrido grupo de los más jóvenes ascendieron en jerarquía y valor. Con íntima satisfacción, tuvo constancia de la admiración que sentían hacia su Rey y del entusiasmo que les invadía ante las empresas que él les prometía llevar a cabo. A su vez, pudo comprobar que los jóvenes nobles que se añadieron a su Corte Negra descollaban con idéntico ardor y esperanza, quizá movidos unos por codicia, acaso otros por admiración y algunos, acuciados por un mismo o parecido sueño. Aunque aquel sueño seguía escondido, sólo para él, en lo más profundo de su ser. Únicamente en la noche, en compañía de los Capitanes, bebiendo o comiendo con ellos, solía expresarse en términos que sus comensales no entendían totalmente. Pero sus palabras les enardecían y les sumían en tan singular como antiguo veneno: la atracción de lo desconocido, la búsqueda y dominio de aquello que podía constituir un misterio para la mayoría, aun asaetado por sombríos presagios o terroríficas leyendas, propagadas de boca a boca.


– Fantasías de campesinos -solía decir, al resplandor del fuego que enrojecía la luz de sus ojos-. No existen misterios que un hombre valeroso no pueda desentrañar: y ahí tenéis la prueba de algo que puede dominarse, algo que atemorizaba a nuestras gentes, y aun quitó el sueño a Volodioso el Engrandecedor…


Así diciendo, señalaba a los Cachorros procedentes de las estepas y con más insistencia todavía, al joven Rakjel, que ahora se había convertido en uno de sus más fervientes y prometedores guerreros.


Sus planes no eran complicados, pero parecían seguros. Mientras finalizaba el invierno, se entregó de lleno a perfeccionar la organización y el avituallamiento de su ejército. Creó un sistema de comunicaciones con todas las fronteras vulnerables, a través de torres y vigías apostados de forma que, rápidamente, ni un solo día transcurriera sin recibir noticias de su estado.


La cría y cuidado de los caballos capturados a las Hordas merecieron gran atención. Para ello destinó Gudú a los mejores caballerizos, y les recompensaba, si cabe, más que a sus jinetes. La caballería pesada era muy importante, podría decirse que se trataba del puño ofensivo de su ejército. Gudú conocía, tanto por sus lecturas como por el ejemplo de su padre -había estudiado minuciosamente cuanto se relacionaba con sus batallas y conquistas-, la gran importancia que ésta revestía. Ahora él se enorgullecía tanto de sus caballos como de sus hombres.


Había equipado a todos ellos sin regateo: cota de malla, lanza, espada y algún armamento secundario. La caballería ligera ofrecía a sus ojos un inmejorable aspecto: destinada a hostigar, perseguir y explorar, bien provista de arcos y jabalinas, montaban aquellos veloces caballos oriundos de las estepas, que con tanto afán habían cuidado proveerse, no sólo él, sino su padre y aun su abuelo. Eran el orgullo de su vida, y aun podría decirse que su pasión. Porque la pasión también puede anidar en cualquier lugar del ser humano aunque no resida precisamente en el corazón. En la mente, quizás, es más poderosa. En cuanto a las armas llamadas secundarias, Gudú sabía ahora -y esto por la experiencia adquirida en las propias contiendas- que se trataba de algo muy valioso: aquella maza, hacha, espada corta, o incluso aquel rudimentario artilugio fabricado por el propio soldado, resultaban muy eficaces durante el combate. Aquellas armas que podríaseles llamar personales, comunicaban a quien las poseía una fuerza especial, casi mágica. Y así, desde sus más altos Capitanes hasta el último soldado, Gudú dejaba a sus hombres en completa libertad para portarlas, y aun fabricarlas según su elección.


Reanudó el reclutamiento de todo joven sano que en los alrededores se hallase, y sólo dejó en aldeas, burgos y alquerías aquellos que se mostraron imprescindibles para el mantenimiento de las tierras de los nobles, que no hubieran perdonado mayores tropelías. Los campesinos, que llegaban a regañadientes o llorando -en ocasiones, encadenados- a la Corte Negra, a poco, ante el insólito y benévolo trato allí recibido, olvidaban en su mayoría familia, mujer, hijos, simientes o vacas, para enardecerse en futuras glorias y prebendas junto a Gudú; o esperaban un botín que, sus confusas e ignorantes mentes, imaginaban de variada y disparatada forma. Pero estas cosas bastaban al Rey: la esperanza de que existía y podía manejar algo -aun revestido de las más peregrinas formas- que podía arrastrar a los hombres, que ardía en ellos con mayor incentivo que el terror o el hambre.


Una y otra vez pasaba revista a sus soldados, una y otra vez se decía que ni su padre ni su abuelo habían reunido jamás un contingente de hombres como el suyo. Su infantería podía, ahora, organizada y obediente, convertirse en un sólido muro erizado de picas, apoyada por bien adiestrados arqueros. Ahora no existían ni la confusión ni el desorden de otros tiempos: todo movimiento de tropa era estudiado y ensayado bajo una inflexible disciplina.


Cuando se anunciaba tímidamente la primavera, Gudú pudo envanecerse de contar con algo que, hasta el momento, parecía el mejor adiestrado y bien provisto contingente de tropas conocido: constituía a todas luces un verdadero ejército.


No obstante, algo ensombrecía sus esperanzas y confundió un tanto sus ideas: pues llegaron noticias de las guarniciones esteparias sobre la extraña conducta de Yahek. Parecía dominado por algún mal hechizo: se creía perseguido por cierta vieja Bruja de las Estepas, a la que culpaba de mal de ojo. De la noche a la mañana, limpiaba continuamente el filo de su espada, e insistía en que ésta aparecía manchada de sangre fresca. «Cosas comunes a quienes permanecen largo tiempo en la linde de la estepa -dijo entonces Rakjel-. No hagáis caso de ello, mi Señor. Estas cosas suceden, y pasan en el fragor de la batalla: Yahek está desesperado y padece la enfermedad que conlleva la inactividad de la guarnición; eso es todo.» Pero Rakjel había sido discípulo aventajado de Yahek y Gudú sospechaba que el gran afecto que sentía hacia su maestro le hacía hablar así. «En su momento se comprobará todo esto -pensó-. Si las cosas son así, nada cambiará. Pero si son como temo, Yahek pasará a la reserva, y Rakjel, en quien cada día confío más, le sucederá.» Y nada de cuanto pensaba lo manifestaba, para no herir a los ambiciosos y jóvenes nobles, en especial al Barón Silu, que mostraba tanta valentía como ambición sin límites.


Gudú trepó escaleras arriba hacia la noche, que se había apoderado de cuanto alcanzaban sus ojos. Impelido por un deseo acuciante que ni siquiera podía explicarse, ascendió a la torre más alta del Castillo Negro, allí donde los vigías oteaban el confín más alejado del horizonte, al acecho de posibles amigos o enemigos. Rechazó toda compañía -incluido el propio vigía- y se enfrentó, solo, a la gran tiniebla del mundo, a la enorme y oscura pregunta de lo desconocido. Se sintió solo bajo la inmensidad de un cielo que parecía ignorar o despreciar palabras o memoria, que anulaba o reducía a la nada innumerables sabidurías anteriores -presentidas, leídas, o totalmente desconocidas-… Un escalofrío le atravesó, como un rayo. Si no hubiera tenido tan clara conciencia de haber nacido Rey, se habría arrodillado.


Encarado a la oscuridad, sólo una palabra acudió a su mente, tan inquietante como arrinconada: «Dios». Esta palabra brotaba a menudo de labios de su madre; desde muy niño la oyó pronunciar. El Abad de los Abundios era quien, al parecer, estaba en el secreto de aquel nombre, aunque se mostraba reticente a dar explicaciones concretas. Y aún más: se insinuaba ante quienes le escuchaban, como poseedor de las claves de algún tesoro no fácilmente alcanzable. «Mi madre y yo acatamos este misterio, la clave que sustenta el Monasterio y las Abadías de los Abundios… y cuantas iglesias y capillas han poblado nuestras tierras, a menudo costeadas por la Reina. Pero ni la Reina ni yo creemos ciegamente en las palabras del Abad de los Abundios. Así pues… ¿quién es Dios? ¿Por qué razón persiste su nombre, por qué se entrelaza en los recuerdos y varía su rostro, aquí o allá, según quien lo pronuncie?…»


Inesperadamente, de lo más alto y lejano de la noche, surgió una voz, renació, pues era una voz antigua, una voz que se remontaba a aquel día en que Sikrosio conoció el terror. Y Gudú creyó entrever en el gran cielo la enorme cabeza, misteriosa y agorera, de un Dragón. Pero antes de que pudiera afirmarse cabalmente en esta visión, tal y como se deshacen las nubes en el cielo, aquella imagen había desaparecido. Tan sólo la tersa y negra noche se extendía de nuevo, inmensa y sobrecogedora, sobre él.


Casi al instante le asaltó una sospecha. «Tal vez yo no tengo deseos, acaso soy únicamente el instrumento de innumerables deseos anteriores…» Y entonces deseó no desear nada; sentirse y saberse solo: sin pasado, sin futuro; inmensamente solo, una estrella errante en la inabarcable oscuridad del universo.


Poco a poco, como si despertara de un sueño, fue levantando la cabeza. Sabía que le estaban esperando, Olar le estaba esperando. Y tuvo miedo. El antiguo terror regresaba a él desde remotas regiones. Como herencia y maldición, llegaba hasta él, ahora. Y por primera vez se preguntó quién era realmente. ¿Sólo aquel que su madre había decidido que fuese? ¿Y qué había decidido para él? Ser, acaso, el arma esgrimida de otro deseo, de otro misterio, de los muchos que le empujaban siendo niño, por pasillos prohibidos, en pos de algo que no comprendía, ni sabía si ansiaba o aborrecía. Acaso algo que quería destruir o aniquilar para siempre. O, por el contrario, algo que secretamente anhelaba sobre todas las cosas conocidas.


Recordaba las enseñanzas recibidas del Hechicero, las revelaciones que le hacía: al parecer, desde tiempos muy lejanos hubo -y aún, secretamente, había- grandes Reyes del Bosque. Enormes árboles con nombre propio -Irmansul era uno, y otros, y otros más, habitantes de las misteriosas tierras septentrionales, como la Encina Sagrada…-; y eran Reyes, verdaderos Reyes que a su llamada muda, secreta, rendían pleitesía pueblos enteros.


La negrura de la noche no tenía respuestas, ni para ésta ni para ninguna otra pregunta. Entonces, pensó que él era un privilegiado, puesto que había tenido acceso a manuscritos y enseñanzas muy antiguas, donde había constancia de otras vidas y anhelos, y derrotas y victorias llevadas a cabo por hombres contra los hombres, mucho antes de que nacieran él y su padre y su abuelo. Pero sólo le eran verdaderamente inteligibles batallas y derrotas, victorias, esplendores, ruinas; no los grandes vacíos que se abrían entre unas y otras… Esos grandes vacíos, ¿qué significaban?… Eso no lo aclaraba nadie; ni los manuscritos ni el mismo Hechicero que los había poseído y se los transmitió como un tesoro.


Nada, nadie revelaba el significado de un signo o una secreta llamada hacia la que encaminar su curiosidad, su ansia de no sabía qué, para lo que ni siquiera vislumbraba una meta. Pero ardía, ardía en ella; y no podía apagarla. «Somos un Reino pequeño, un Reino del cual casi nadie tiene noticia, allí, donde el Gran Rey impera; somos un Reino surgido de la nada, y nadie en Occidente se acuerda de nosotros. Pero yo, yo…» Aquí su voz naufragaba como una barquichuela en la tempestad. Luego, pensó: «Yo soy el Rey de Olar, soy de la madera de los Reyes del Bosque, que vivían aún después de ser talados…». No se le ocurría otra cosa, pero en esas palabras concentró toda su fuerza. Se afirmaban ahora en la memoria los grandes y misteriosos troncos que sólo podían abarcar tres hombres cogidos de la mano. Tan viejos eran aquellos árboles, que casi nadie sabía o recordaba cuándo fueron jóvenes; permanecían en pie, poderosos y feroces, reclamando, exigiendo siempre algo. No atraían únicamente a grupos de muchachos y muchachas, a hombres y mujeres, a niños y niñas y a toda clase de criaturas de la hierba. A su sombra llegaban, y les rodeaban, pueblos enteros: tribus, jefes y mandatarios de oscuras e inquietantes procedencias, no integrados -aunque lo fingieran- en lo que el Abad, y su madre, y el mismo Hechicero, le habían descrito como la Cristiandad. Y sabía también que bajo sus ramas se hacían ofrendas y se llevaban a cabo ceremonias y ritos que se remontaban a tiempos muy oscuros; y, ahora, reconocía en lo más hondo de su ser esa voz, una larga voz que llegaba hasta él desde muy lejos, en el relámpago del terror, junto al viejo Dragón de Sikrosio. «Los Reyes del Bosque…», se repetía. Él era Rey también. Él era el Rey, su madre lo sabía Rey cuando le llevaba en su vientre, aun antes de su nacimiento; tal y como las raíces de la Encina Sagrada saben todo de las altas ramas, siempre cubiertas de hojas, aun en el más crudo invierno. Y rememoraba el recóndito temblor que, a veces, le había sorprendido en la voz del anciano Hechicero cuando le instruía en estas cosas, y en otras muchas. A él debía su conocimiento de la lengua latina, y por él podía leer, y escribir, y recordar… ¿Cuántos, de quienes le rodeaban, aun los de más alta alcurnia, podían vanagloriarse de semejantes cosas? Y sin embargo, aquel temblor en la voz de su anciano Maestro se repetía y le inquietaba en su memoria y en todo su ser. Era un temblor que no agitaba la voz de cuantos le rodeaban. Era otra clase de temblor, que no tenía nada que ver con el valor, o el coraje, o la cobardía.


Gudú sacudió la cabeza, sus negros cabellos le azotaron la frente, y un aliento callado, como alguna palabra impronunciable, se escapó de sus labios. El grande y temible mundo que obsesionara a su padre y a su abuelo, regresaba a él. Pero él era, sobre todo, un hombre; y este convencimiento, de pronto, desvelaba otra pregunta sin respuesta: ¿Era realmente un hombre un Rey? Había oído decir a su madre, en cierta ocasión, que las mujeres de Olar parían hijos, pero sólo ella había parido un Rey. Y la negrura de la noche no respondía a estas preguntas, ni a ninguna otra. Sobre él, y ante él, se extendía la inmensidad del misterio de la vida y del mundo.


Cerró los ojos, con la vaga esperanza de que en la noche de sus párpados pudiera descubrir algo más que en el silencio que abarcaban sus ojos abiertos. Y no vio nada. Nada.


Descendió escalón sobre escalón, con lentitud, hasta su cámara. Y una vez allí, de nuevo volvió a sentirse él mismo, él solo; hombre, pero, sobre todo, Rey, tal y como había querido, y probablemente conseguido, su madre. Y en la memoria de un Rey residían, como piedrecillas depositadas en el fondo del agua -piedrecillas tenaces, acaso sólo valoradas por mentes y ojos de niño-, espinas clavadas en el recuerdo, preguntas sin respuestas, lejanas afrentas que duelen más que dardos o flechas clavadas en la carne, o quizás en algún otro lugar desconocido, ese que las gentes llaman corazón. A él, hacía mucho tiempo, le habían encerrado el corazón en una urna. Pero nadie había encerrado en parte alguna su memoria, y ella le devolvía puntualmente la curiosidad, aquella que le empujaba desde niño a traspasar los límites prohibidos y adentrarse por oscuros y húmedos pasadizos, y asomarse a una zona donde, al parecer, acechaba el enemigo. Y el enemigo que se ocultaba y acechaba a aquel niño de cinco años, persistía y persistía; y el niño de entonces ahora era el Rey.


Se vio de nuevo, sentado en su escabel, frente a su madre. Ella le enseñaba a mover peones, reyes, reinas y ejércitos minúsculos sobre un tablero. Eran juegos de astucia, en los que su madre parecía, entonces, más astuta que él. Pero cuando él ganó la primera batalla a su madre, Ardid se mostró la mujer más feliz del mundo. Incluso llamó a su lado al Hechicero, y los tres celebraron, alegremente, aquella victoria. Ahora, al revivir aquella escena, reconoció que, a menudo, y sin darse cuenta cabal de ello, reproducía en su imaginación aquellas tardes: el tablero en las rodillas, entre su madre y él. Y creyó escuchar, de nuevo, el golpeteo de la lluvia en el alféizar, nudillos que golpeaban y llamaban en alguna puerta escondida de su pasado. Todo residía en su mente, todo sucedía en su imaginación, y él lo sabía. No era ligero ni irreflexivo en sus proyectos y decisiones; no era visionario ni apasionado al estilo de su padre o de su abuelo: sus pasiones eran de muy distinta naturaleza. Como si las tuviera ante los ojos, veía desarrollarse batallas y conquistas: paladeaba victorias, no dudaba ni un segundo de su poder.


Pero ahora no se trataba del enemigo conocido, ni de las pequeñas y escurridizas tribus esteparias que su padre y él mismo habían derrotado. Ahora se enfrentaban al Enemigo verdadero: la estepa, el terror de Sikrosio, el imposible sueño de Volodioso; el Este, el Gran Enemigo Verdadero se abría como una trampa. Y no podía imaginarlo, no sabía. Sólo podía imaginar el inmenso vacío donde acababa el mundo -el suyo-, y donde, acaso, nacía otro muy distinto.


En la soledad de su guarida, Gudú meditaba y releía las empresas de otros hombres, el pensamiento de otros tiempos, las glorias y derrotas de otros ámbitos. Frente al fuego, con los pesados y viejos libros en las rodillas, le sorprendió el alba sin haber dormido apenas: Eneas, Alejandro, Escipión, Vegecio, Julio César…, allí reencontraba la clave de tantas y tantas experiencias desaparecidas y deseadas. En su interior maldecía las tinieblas que, inexplicablemente para él, arrastraba el mundo conocido.


«Oscuridad por todas partes. A la oscuridad de una larga noche hemos venido a parar nosotros. Pero hubo un tiempo, una luz, que alguien añora. Mi madre dice que la conoce, que viene del Sur… Pero no lo cree. La Reina es una mujer valiosa, me alegra tenerla como madre; pero no logro descifrar qué secreto guarda para sí y no me revela. Sabe algo que no dice… Otros hombres, otros tiempos, otra luz… Y Gudú, el Rey Gudú, yo, saldré de las tinieblas e incendiaré el mundo.» Fantaseaba, soñaba, creía. El alba llegaba, como la primavera y los primeros pájaros que aleteaban tímidamente por el renacido verdor entre el deshielo. Lejos quedaban los tiempos en que, sólo guiado por su intuición y la ayuda del Hechicero, por su audacia y osadía, venció al Rey de los Desfiladeros. ¡Qué torpes le parecían ahora aquellas primeras victorias! La excitación se adueñaba de él, abría los postigos de su ventana y esperaba el sol: no para complacerse en las primeras campanillas azules ni en los tímidos brotes del musgo naciente, sino para constatar que las nieves se alejaban de la estepa y que el rigor del invierno quedaba atrás. «Hechicero, viejo Maestro: yo te saludo», reía, con una carcajada que apenas emergía de su garganta. Se sentía fuerte, había logrado afianzar la sucesión del trono: tres hijos, que no uno, quedaban tras él. Y si la pequeña Raiga mostraba las dotes de su abuela, sería cosa de estudiar, si fuera preciso, una ley que le permitiera ascender al trono.


Así divagaba Gudú, cuando llegó su gran día. Partió, con nieve aún en las veredas. Llevaba consigo parte de su leva de la Corte Negra y gente de armas de Olar. En el camino se les añadieron las pequeñas guarniciones del Norte, donde languidecía Randal en delirios de antigua grandeza. Y como guardia personal, designó a siete Cachorros, entre ellos Rakjel, que parecía beber el aire, y observábale cautamente Gudú: su perfil oscuro, las aletas dilatadas de su nariz corta y ancha, la suave pelusa de su mentón. Los Cachorros de Olar se burlaban de él porque le creían barbilampiño. Pero así eran todos los de su raza, y también el fuego de sus ojos negros, rasgados y menudos, sobre los pómulos acusados. Por encima de las orejas, caían sus trenzas cortas, negras, bailoteando junto a las sienes. Algún joven Cachorro le imitaba porque comprendía que protegían del filo de la espada. Y súbitamente Gudú tuvo un estremecimiento: era una peregrina idea, un estúpido recuerdo: la frágil, infantil, incorpórea Tontina también se peinaba así. Sacudió tan singular recuerdo y, sin embargo, la escondida voz que como savia de Reyes del Bosque brotaba de sus ramas, murmuró en su oído: «¿Qué esconderá el oscuro vientre del mundo?».


Llegaron a las estepas más rápidamente que en anteriores expediciones. Les habían precedido cuadrillas de prisioneros, momentáneamente liberados de sus condenas por hurto, homicidio u otra clase de delitos -por los que hasta entonces se pudrían en las mazmorras de Olar-, destinados ahora a allanar la vía que les conducía hacia el Este. «No debe desperdiciarse ni un solo brazo útil», había ordenado el Rey. Y así, mientras algunos veían en su gesto un Rey magnánimo, otros, más avisados, o que mejor le conocían, admiraban su sagacidad.


El antiguo pastor Atre -convertido en veterano Maestro de Armas- había quedado al cuidado de los Cachorros aún residentes en Olar, y su hermano Oci -o hijo, o quién sabe qué, pues jamás se puso en claro- seguía al cuidado de sus rebaños y caballerizas. Y partía Gudú con la satisfacción de conocer cuán escrupulosamente se cumplían todas sus órdenes. En su ausencia, como jefe supremo de la Corte Negra dejó al Barón Silu -con lo que colmó la vanidad de su hueca cabeza y se aseguró su lealtad, puesto que las importantes decisiones no partían de él, sino de sus adiestrados guerreros-. Suponiendo, cautamente, que las cosas marcharían por buen camino, su espíritu se alegraba al contemplar nuevamente el resplandor del sol naciente sobre la inmensa soledad de las estepas.


Allí, la vieja guarnición habíase convertido, con los años, en una ciudad donde residían las mujeres de los mercenarios y soldados, y los niños aún demasiado pequeños para ingresar en los Cachorros. Pacían por doquier los rebaños, se oían golpes de martillos y yunques en las fraguas, y abundaban las tiendas de suministros. «Existe una clase de hombre, especial, innumerable, aunque discreto e inagotable… Son gentes que aparecen de improviso, sin saber cómo ni de dónde, dispuestos a vender, a poner precio, a proveer, a dar y tomar, donde sea y como sea», reflexionó Gudú, a la vista de aquella discreta prosperidad.


– Hay que bautizar esta ciudad -comunicó aquella noche a su fiel Yahek-. Y en honor a tus bravos servicios la llamaremos Ciudad Yahekia.


El viejo guerrero quedó mudo al oírlo. Sólo el tono ceniciento que adquirieron sus mejillas y su calva indicó el grado de emoción que le producían tales palabras. Pero ignoraba que tal emoción era atentamente observada, en sus menores detalles, por su Rey y Señor. Y tal vez, no con las intenciones que él hubiera apetecido.


Tras la cena, reunióse Gudú con sus Capitanes, el noble Jovelio y el valiente Rakjel. Y bebieron copiosamente, como en los viejos tiempos.


– Muy pronto, partiremos hacia la frontera -dijo Gudú-. He estudiado todos los detalles que creo importantes de esta empresa, y os serán comunicados, y recibiréis mis órdenes y la relación de vuestros cometidos, en general acuerdo. Tened en cuenta que, hasta el momento, sólo escaramuzas y pequeñeces sin importancia nos han mantenido fuertes. Ahora es cuando comienza nuestra gloria. -Y añadió despaciosamente, para que hasta en lo más profundo de la más obtusa mente quedaran grabadas sus palabras-: Nuestra, digo, no mía: pues la gloria del Rey Gudú es y será siempre repartida entre quienes la han secundado y hecho posible. Y tanta más gloria, y tanto más poder, tendrá quien más dé y quien más obtenga en esta lucha.


Levantó su copa y brindó solemnemente con sus hombres, que, mudos de placer -cada uno a su manera-, libaron con el que les destinaba a tan extraordinarias empresas.


Al amanecer, partieron hacia el Gran Río, donde aguardaba la guarnición fronteriza. Allí, Gudú dijo a sus hombres:


– Despedíos de vuestras mujeres, pues pasará mucho tiempo antes de que volváis a verlas.


Así lo hicieron los hombres.


Yahek entró en la tienda de Indra, que, junto a la nueva Lontananza y los niños, estaba preparando el yantar. Se sentó sombríamente cerca del fuego. Los dos niños jugaban en el suelo: ambos eran lindos, tostados por el sol y fuertes como cabritos.


– ¿Dónde está esa bruja? -dijo, bruscamente.


– No es ninguna bruja, Yahek-respondió Indra-. Te lo ruego, olvídala: es una pobre vieja que no daña a nadie. Y has de saber que a menudo contempla con ternura a tu hijo.


– ¡No debes consentirlo! -rugió Yahek, levantándose. Y desenvainando su espada contempló el filo con ojos desorbitados-. ¿Está sucia de sangre, de sangre fresca? ¡Te he dicho que no la uses para degollar cabritos, maldita mujer!


Jamás la toco, Yahek -dijo Indra, con cansancio. Había oído aquella frase infinidad de veces, e infinidad de veces tomaba la espada y fingía limpiarla de una sangre inexistente, tal como ahora se disponía a hacer, cuando Yahek se la arrebató y volvió a envainarla.


Después, cogió al pequeño y dijo:


– Sus ojos respiran odio… ¿Qué me odien?


– Nadie te odia -dijo ella, suavemente.


– Sí, esa mala bruja hace que mi hijo me odie. Te prohíbo que se acerque a él: y ten por seguro que si me entero de ello, te cortaré en dos. Ahora, ven, he de partir con el Rey y no sé cuándo volveré. Quiero despedirme de ti…


Pasó con ella la noche. Pero se revolvía, inquieto, y sus sueños fueron, al parecer, atroces: tanto, que gemía y decía que se veía bañado en sangre, y murmuraba: «He matado a un hombre». Como si no hubiera matado muchos mas de los que podría recordar en todo lo que le quedaba de vida.


Al amanecer, se fue. Y dejó a las dos mujeres llenas de pena y de zozobra, pues las dos habíanle tomado cariño: una como esposa, y otra, casi, como si fuera su propia hija. Mientras tanto, la ignorada hija del Rey y Lontananza despertó y asomó su cabecita por la tienda. Y como viera en la lejanía a los hombres formados, y bajo el cielo y el naciente sol resplandecer el casco de Gudú, corrió hacia ellos, dando gritos de júbilo. Su madre salió en su persecución, azorada. Y llegó a tiempo de sujetarla para que no se metiera bajo los cascos de los caballos.


– Nunca te acerques a ellos, Gudrilkja -dijo-. Nunca, hija mía.


– ¿Quién es? -preguntó la niña, en su media lengua. Y vio Lontananza que sus azules ojos tenían la misma expresión colérica y centelleante de los ojos de Gudú.


– El Rey -dijo Lontananza-. Vámonos; el Rey siempre está lejos, y nadie le puede alcanzar.


– Yo seré Rey -dijo la niña.


Al oírla, la madre se estremeció, y le tapó la boca con la mano.


– Las mujeres no son Reyes -dijo-. ¡Y creo que es suerte para nosotras!


Pero la niña estuvo tres días diciendo a sus amiguitos y a todos cuantos la escuchaban, que con los años crecería, montaría en un caballo negro, su cabeza reluciría como el sol y sería Rey.


Cruzaron el Gran Río y, como en anteriores ocasiones, sólo la soledad y el silencio parecían aguardarles.


– No os fiéis, Señor -dijo Rakjel al tercer día, tras varias incursiones infructuosas-. Los Diablos surgirán de la tierra en el momento más impensado.


– Lo sé -dijo Gudú-. Tú fuiste uno de esos Diablos, y en verdad que mordiste la mano de Yahek, que aún conserva la cicatriz de esos dientes. Pero ya ves: el Rey Gudú sabe domarlos y, si lo juzga atinado, colmarlos de honores.


La rara sonrisa de Rakjel brilló en su cara atezada. Tenía colmillos de chacal, y esa sonrisa, sin saber bien por qué, complació vivamente a Gudú. Súbitamente, le dijo:


– Rakjel, desde este momento asciendes a Capitán.


Rakjel dejó de sonreír. Sus ojos, estrechos, negros y brillantes como caparazones de escarabajo, relucieron. Inclinó levemente la cabeza y murmuró:


– No os arrepentiréis, Señor.


Gudú comunicó la nueva graduación del muchacho a sus hombres. Y aunque notó el despecho del noble Jovelio, fingió ignorarlo.


Como si las palabras de Rakjel albergaran invisibles lazos de comunicación con los de su raza, lo cierto es que los Diablos aparecieron aquel mismo día. Pero la táctica guerrera de las Hordas era siempre la misma, y Gudú la conocía. No se trataba de un ejército: sólo de un grupo, aunque rápido y valiente. Acabó venciéndoles y, aunque capturaron algunos prisioneros, nada importante se produjo. Y la estepa, por contra, permanecía inalterable ante sus ojos: ancha, larga, indescifrable.


Cuatro veces aún mantuvieron esta clase de luchas y esta clase de efímeras victorias sobre los dispersos grupos tribales. Y de nuevo el silencio, la inmensidad y la soledad se sucedieron. Ni tan sólo atisbaron campamentos, asientos de tribus o poblados, como ocurriera anteriormente, en alguna ocasión.


Fue entonces cuando Rakjel solicitó permiso para hablar a solas con el Rey. Gudú le recibió en su tienda.


– Señor -dijo Rakjel-, debo deciros algo que, en verdad, no estoy seguro de conocer muy bien. Pero escudriñando en mi memoria, tropiezo con frecuencia en el recuerdo de una historia oída durante mi infancia a los guerreros de la tribu: y empiezo a decirme que, acaso, sea cierta.


– Habla pronto -dijo Gudú-. Y decidiré si es creíble o no. Como él mismo bebía, ofrecióle una copa, y Rakjel bebió despacio y brevemente. Al fin, secó sus labios con el antebrazo, por primera vez miró de frente a Gudú, y dijo:


– Es el caso, Señor, que si esa historia es cierta, no hemos tomado el buen camino. Pues en vez de adentrarnos en la estepa debemos remontarla río arriba. Así, podremos llegar hasta el Brazo Gigante -así llaman los de mi raza a un brazo del Gran Río que se adentra hacia el Este, estepa adentro-, y allí, en su centro, se ensancha de tal forma que no llegan a divisarse sus orillas, de modo que forma un gran lago. Y en el centro de este lago hay una isla.


Al llegar aquí, Rakjel calló, como si le invadiera la desconfianza o el temor.


– Prosigue -ordenó Gudú, vivamente intrigado-. ¿Por qué te detienes?


– Señor, es que… en verdad, esta historia entraña un gran peligro. Pues dice la leyenda que si algún extraño intentara llegar hasta allí, o comunicara a hombre de otra tribu -y aún peor, de otra raza- su existencia, morirá traspasado por tantas lanzas como palabras tenga su historia.


– No morirás de esos lanzazos -dijo Gudú-. Ni tales patrañas son ciertas ni tú eres un diablo: yo te tengo por hombre de carne y hueso y en absoluto despreciable.


– Lo sé -dijo Rakjel. Pero al finalizar la historia su voz se había vuelto jadeante, y un leve temblor agitaba sus labios-. Por vez primera en mi vida me atrevo a aconsejaros y hablaros de tal cosa: pero según dicen, en esa isla se alza la ciudad más extraordinaria del mundo. Tales son sus riquezas, que en su comparación todas quedan empalidecidas. Mas esa ciudad está totalmente amurallada y gobernada por una Reina: y esa Reina es mujer tan feroz, sanguinaria y valerosa como el más intrépido y valiente de los guerreros. Une a su valor y fuerza una astucia tan sutil y poderosa como sólo una cabeza de mujer es capaz de albergar; y es tenido como cierto que ella misma monta en un caballo tan veloz como el viento, y blande lanzas y espadas como el más avezado de los soldados; conduce su ejército ella misma, y es temida y respetada por todos; y nadie se atreve a enfrentarse a ella.


Gudú permaneció pensativo un buen rato. Entre ellos dos ardían y crepitaban las llamas, y por un rato sólo se oyeron los estallidos de la húmeda madera, mientras apuraban lentamente sus copas. Al fin, habló:


– ¿Qué es lo que en verdad deseas decirme? ¿Qué beneficio hallaría el Rey Gudú venciendo a esa Reina… si es que existe?


– ¡Vencerla, Señor! -los ojos de Rakjel brillaron entonces como las llamas-. ¡Ah, Señor, vencerla sería un sueño muy caro!… Tened por seguro que si os arriesgarais a tal empresa, sería fácil que se os unieran importantes tribus de la estepa: esa Reina es tan temida y odiada como codiciadas las riquezas de su ciudad. Pero tened por seguro que no es empresa fácil. Aunque si vuestra fama ha cundido por la estepa… acaso sería posible. Con el acicate de vuestras victorias aumentaríais el número de hombres, y sus conocimientos de estas tierras, que tanto deseáis conquistar, os beneficiarían.


– O, tal vez -añadió lentamente Gudú-, por contra, esa Reina representa para las tribus su más valiosa ayuda… y tal vez, también, esa Reina sea tu propia madre. Con lo que, acaso, todas las tribus se reunirían contra el Rey Gudú. Y tal vez, una vez más, contra el Rey Gudú pretendas tú luchar, y al Rey Gudú vencer. Rakjel no movió un solo músculo de su rostro.


– No es mi madre, Señor, ni jamás la vi -contestó, al fin, con calma-. Pero si mi madre fuera, no dudaría en arrebatarle esa ciudad, si como hijo suyo me hubiera abandonado. Y tened por seguro que esa Reina es tan vengativa como poderosa, y a ningún hombre salido de su cuerpo y de su sangre dejaría en manos enemigas.


– Salvo para urdir su venganza, con la paciencia de tu raza, maldito diablo -rió brevemente Gudú. Aunque fingía una apacible actitud, espiaba ansiosamente el menor movimiento de Rakjel.


– Podéis pensar como gustéis, Señor -contestó el joven-. Pero si llegáis a emprender esta aventura, podéis atarme a un caballo y lanzarme desarmado al frente de vuestros hombres: y cuando me hayan traspasado tantas lanzas como palabras os he dicho, acaso entendáis la verdad de esta historia, y acaso podáis vencer a la Reina Urdska.


– Es posible que lo haga -dijo Gudú-. No pierdas la esperanza de alcanzar muerte tan singular, Rakjel. Puedes irte.


– Gracias, Señor, por oírme -dijo el muchacho. Y obedeció al Rey.


Transcurrieron varios días sin aparente novedad: pequeñas incursiones de las Hordas, tan débiles y escasas, que ni tan sólo lograron prisioneros. Los Diablos huían sobre sus veloces y pequeñas monturas, y parecían poco dispuestos a presentar batalla.


Pero Gudú meditaba sobre lo que Rakjel le había dicho. Al fin, llegado el quinto día, llamó a Yahek a solas, y le habló así:


– Yahek, mucho sabes tú de las estepas, pues tu madre era de estas tierras. A ti debo muchos conocimientos de sus gentes, y de ti mismo conozco varias cosas. Pero nunca mencionaste la existencia de una isla, situada en el Brazo Gigante del Gran Río, arriba.


El rostro de Yahek se demudó, y súbitamente inclinó la cabeza hasta casi rozar el suelo. Un temblor convulso le sacudió, y Gudú vio que gruesas gotas de sudor se deslizaban por su calva.


– Oh, Señor, Señor -murmuró al fin-, ¿qué clase de perro ha vertido en vuestros oídos tan antiguo como criminal veneno?


– Entonces, ¿oísteis hablar de ello?


– Pero, Señor… ¡no creáis una sola palabra! En todo caso, no les prestéis oído: pues únicamente ahí es donde, en verdad, anidan los diablos del fin de la tierra. ¡Señor, sabed que si alguien revelara tal cosa o aconsejara tal empresa, sería atravesado…


– …por tantas lanzas como palabras tiene su historia! Pierde cuidado, Yahek: no eres tú el maldecido -le interrumpió Gudú.


– Señor, Señor… no prestéis oídos al mal viento de la estepa. Es el viento del fuego y de la sangre, el viento del más cruel de todos los inviernos.


– Levanta la cabeza, Yahek -ordenó severamente Gudú.


Así lo hizo el soldado, y tal espanto vio Gudú en sus ojos, que quedó en verdad asombrado.


– Entiende bien esto, estúpido -dijo entonces, desenvainando su espada-. No hay más infierno ni más diablo que esta espada; ni hay más muertes ni más lanzas que las de Gudú. Por tanto, compórtate como un soldado y escúchame.


Yahek pareció serenarse con las palabras del Rey. Obedeció, y al fin murmuró:


– Ciertamente, Señor, que a vuestro lado cualquier hombre es capaz de acometer la más peligrosa y temible empresa… pero, ¡ay de todos los hombres, de todos nosotros, si en el transcurso de tal temeridad nos faltase vuestro apoyo: sería el fin de los fines!


– No os faltará -dijo Gudú, irritado-. ¿Qué te hace pensar tamaña estupidez?


Nada respondió Yahek, y nada más logró oír el Rey de sus labios; por lo que, al fin, le despidió. Y luego, a solas en su tienda, abrió el cofre donde guardaba sus libros y sus pergaminos, y fue trazando líneas y signos sobre los mapas del Hechicero.


Durante dos días enteros, sin descanso, Gudú mandó reunir a los prisioneros recientemente capturados en la estepa. Enterados por Yahek, en su lengua, de que tenían orden de relatar cuanto sabían de aquella mítica historia, isla y ciudad, todos se negaron a hacerlo, aunque algunos de ellos fueron apaleados hasta morir. Al fin, uno a uno fueron repitiendo cuanto Rakiel había dicho.


Gudú ordenó libertar a tres de ellos. Les envió estepa adelante en busca de sus hermanos, y a hablarles vagamente de su proyecto: invitándoles a unirse a su ejército, de suerte que si colaboraban en su empresa y lograban la victoria, serían reconocidos sus derechos. Prometió que respetaría a sus jefes y tribus, como aliados. Allí donde se alzaban sus míseros poblados, edificaría ciudades, y al ensanchar su Reino, les haría partícipes de su fuerza y riqueza. Con todo lo cual, dejaría de hostigarles estepa adentro, y verían muy mejoradas sus condiciones de vida.


– Es un intento muy arriesgado -dijo Jovelio, inquieto-. Señor, no olvidéis cuán vengativa y traidora es esta raza; y cuánto os odia a vos, aún más de lo que odiaba a vuestro padre…


– El Rey Gudú no es el Rey Volodioso -respondió Gudú, altanero-. Y no existe odio que no se aplaque ante la codicia y la esperanza de una vida regalada…


Tal como dijeran Yahek y Rakjel, clavaron en lo más avanzado de la estepa cinco lanzas en forma de V: ésta era la señal de tregua y pacto en aquella tierra.


A partir de aquel momento, los exhaustos y medio desangrados prisioneros fueron nuevamente, más que devueltos, arrojados a la estepa. En tanto, los soldados del Rey formaban estrechas hileras, a la espera de su regreso, su ataque o sus noticias.


Poco después, fueron atacados por los miembros de una tribu. Y eran tan imprudentes -o tan grande era su miedo-, que hicieron prisioneros en gran cantidad, y su dispersa retirada fue cortada con más facilidad que en ocasiones anteriores. Fueron azotados, hasta confesar que la historia oída les causaba tan gran espanto, que preferían morir a manos de Gudú que enfrentarse a la Reina Urdska: puesto que un hombre de la estepa había osado revelar tales cosas, para ninguno de ellos habría ya piedad, fueran o no fueran responsables, por parte de la Reina.


Así estaban las cosas cuando, al día siguiente, una nube de polvo avisó a los soldados de Gudú del avance de caballería enemiga: pero ahora no venían en son de guerra, sino que, llegados tan cerca que podía distinguirse sus rostros, permanecieron quietos en apretada fila, las lanzas bajas. Hasta que, al fin, Gudú ordenó fueran enviados dos de sus hombres en son de paz y en demanda de noticias.


Regresaron a poco, portando la lanza del Gran jefe Largklai, de cuya empuñadura colgaba una espesa y negra cabellera trenzada. Según explicaron, perteneció a un temible adversario del interior llamado Rojklo, hermano menor de Urdska. Desde que le dieron muerte, la Reina había jurado destrozar a su asesino, y a partir de ese momento, el tal jefe y su tribu se veían condenados a vagar sin tregua de un lugar a otro, sin que les fuera posible permanecer un solo día en el mismo sitio. Así, vivían en continuo galope y desazón, comidos de odio y de terror. Por todo lo cual -dijeron-, habían decidido o morir peleando contra el Rey de Olar, o unirse a él contra Urdska.


– Lo último es más sensato -dijo Gudú-. Aunque antes deben someterse a algunas pruebas.


Se sometieron. Y tan duras fueron éstas, que, acaso, más de uno llegó a decirse si no hubiera resultado más pertinente caer en las garras de Urdska, o darse muerte con la propia espada, con tal de dar fin a su miserable existencia. Como primera medida -excepto su jefe Largklai, a quien Gudú trató con deferencia y alojó en una tienda-, fueron desarmados y encadenados. Tras conseguir que dijesen hasta la última palabra de cuanto sabían o sospechaban sobre la maldita historia de Urdska y su ciudad, fueron armados con lanzas de madera y entrenados de tal guisa por los soldados de Gudú -con Yahek y Rakjel al frente-, que buena parte de ellos quedaron prácticamente inservibles, y despreciados por los procedimientos habituales. El resto, en cambio, salió de aquellos lances bien entrenado: y tan feroces y valientes eran, tan desesperados estaban, y tan estrechamente vigilados -pues durante el tiempo en que no eran adiestrados, permanecían prisioneros-, que cuando al fin llegó el día de su partida hacia el Brazo Gigante, casi se sintieron felices.


Ya se anunciaba el verano, y cálido en verdad, cuando Gudú juzgó que tanto los hombres como la estación y el clima se hallaban en su buen punto.


El resto de las pequeñas tribus que por aquellos contornos merodeaban, hizo ostensible su ausencia, su silencio y su respeto. De forma que no tuvieron contratiempos dignos de reseñar.


En la guarnición quedó una parte de sus hombres; y con el grueso del ejército, Gudú emprendió la ascensión por la orilla del Gran Río. A su paso, tan sólo hallaron los poblados abandonados y aún humeantes: pues ni su oferta ni su presencia inspiraban mejores cosas a sus habitantes. Con íntima satisfacción y orgullo, llegado el decimotercer día de su expedición, vieron aparecer ante sus ojos un pequeño poblado, con restos de vida aún recientes. En lugar del acostumbrado silencio, hedor y soledad, tres muchachos de unos diez o doce años surgieron de las calcinadas ruinas. Se acercaron a ellos, los brazos alzados, pidiendo clemencia, y una vez fueron escuchados por Yahek y Rakjel, dieron cuenta al Rey de que aquellos muchachos, enterados y espoleados por su gloria y su fama, deseaban unirse a sus Cachorros.


– Los acepto -dijo Gudú-. Y espero que cunda el ejemplo entre sus compañeros.


Y así fue: pues en adelante, no sólo muchachos, sino algún joven guerrero solicitó unirse a su empresa. Y todos fueron aceptados y adiestrados como tenían por costumbre.


Siguiendo las explicaciones de Rakjel, Yahek, Largklai y los prisioneros, Gudú había trazado la ruta hacia el Brazo Gigante. Y se decía que ya era tiempo, según sus cálculos, de que este Gran Brazo fluvial apareciera a su vista. Pero nada lo hacía suponer así: avanzaban y avanzaban, y únicamente soledad, vacío y miseria iban hallando en su camino. Los días pasaron, y tras días y más días el verano estaba llegando a su más madura edad. Y no había rastro de cuanto esperaban. Los hombres empezaron a dar muestras de fatiga y desconfianza.


Y llegó hora en que el soberbio Jovelio retó en duelo a muerte a Rakjel, por considerar que eran víctimas de una traidora mentira. Antes de que esto ocurriera, Gudú logró apaciguarles, y tal firmeza y confianza había en sus palabras, y en su valiente e indomable actitud, y en su ciega certeza en el éxito de la aventura, que, al fin, la interrumpida marcha río arriba se reanudó.


Y al fin, cuando el propio Gudú temió secretamente que la duda empezara a apoderarse de él, el brillo del Brazo Gigante espejeó en el horizonte. Casi podía oírse en el aire de la mañana latir los corazones de todos los hombres: tanto el del Rey como el de los esteparios a él unidos. En aquel punto, Gudú mandó detenerse a las tropas, y armaron el campamento. Allí, trazaron y perfilaron los múltiples planes que durante todo el camino llevaban urdiendo. Reunió a los jefes en su tienda y extendió ante sus ojos los pequeños dibujos que tanta desconfianza como admiración solían despertar.


De esta forma, Gudú y sus Capitanes planearon la táctica y la distribución de sus hombres para llevar a cabo el primer paso: cruzar el Brazo Gigante a ambos lados de la isla, a distancia suficiente para no ser vistos desde ella. Y una vez al otro lado, se desplazarían de forma que la isla quedara en su parte posterior, rodeada por la estepa y, por el otro lado, el agua. Pero antes debían conocer qué había en aquel lado del río. Pues podían hallarse con otras tantas ciudades como con nutridas tribus guerreras, o con solitarias estepas, e incluso, con el fin de éstas; o con bosques, o quizá con el temido Gran Precipicio donde acababa el mundo, aquel del que se nutrían y del que surgían los malos Diablos, al mando de la más peligrosa y feroz Diablesa: la legendaria, misteriosa y terrorífica Reina Urdska.


Pero Gudú así lo había decidido. Y ninguno tuvo ánimos para contradecirle. Cualquier cosa era ya mejor para ellos que tan larga e incierta espera.

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