La Reina Ardid no era una mujer tímida. Desde que a los siete años celebró su espectacular y poco común matrimonio con el difunto Rey Volodioso, dio buenas pruebas de que tal virtud no había disminuido en el transcurso de los seis años que duró su encierro en la Torre Este. Antes al contrario, habíase afirmado la decisión de su carácter y la astucia de sus métodos. Contaba con el apoyo incondicional de Almíbar y su pequeño ejército capitaneado por Randal. Los soldados de Olar se sentían dispuestos a colaborar a su favor, ya que el trato que se les daba a los hombres de Almíbar no era en absoluto parecido al que recibían ellos.
Como los nobles en general estaban bastante mortificados por la conducta de Volodioso -aunque no se atrevieron jamás a manifestar abiertamente tal mortificación-, sintieron reverdecer sus esperanzas belicosas al juzgar que el futuro Rey Gudú era todavía muy niño y que la regencia de la madre podía serles beneficiosa si sabían comportarse de la manera adecuada -y Ardid no dudó ni un momento en mostrarse benévola y generosa con ellos desde el principio, e incluso llegó a restituir ciertas prerrogativas y derechos que Volodioso les arrebatara de un tajo-. Por lo que, además, la perspectiva, proclamada con gran solemnidad por la Reina, de unos años en los cuales defendería como fuera la paz del país, sin enzarzarse en costosas y disparatadas guerras que a nadie beneficiarían, llenaron todos los ánimos de una cálida esperanza de bienestar.
Y si bien la semilla de la intriga florecía en muchos corazones -esto era inevitable y usual-, para el desarrollo de esta semilla se precisaban años de meditaciones, observación y paciencia, que a todos eran muy necesarios. La Reina, así mismo, no destituyó en modo alguno al Consejero -y con esto jugó una baza importante a su favor, pues además de audaz y nada tímida, la astucia era una de sus características dominantes-. Por el contrario, se mostró llena de amistad hacia aquel personaje que en su fuero interno le resultaba, a partes iguales, tan repulsivo como ridículo. Pero sabía, tanto por las enseñanzas de su Maestro como por experiencia propia, que la alianza con el enemigo, si no curaba el mal de raíz, al menos conllevaba una tregua a todas luces beneficiosa y necesaria. Ante el asombro de todos, no hizo, pues, del Príncipe Almíbar ni su Consejero oficial ni su esposo -agrias experiencias tenía ella del matrimonio-, sino que, simplemente, le dio atributos y poder absoluto en cuestiones como el intercambio de mercancías en países vecinos. Anunció, así mismo, una más amistosa relación con el Reino de la opulenta Leonia. Nombró a Almíbar algo así como embajador del Reino, ya que a no dudar era hombre refinado y encantador, y una mujer siempre -o casi siempre- solía mostrarse sensible a tratos con personas de tales cualidades. Con lo que todos quedaron, de momento, contentos y aliviados, y más que ninguno, se puede comprender, el propio Conde Tuso y su protegido Ancio. Renacieron sus esperanzas de proseguir sus maquinaciones, y aunque Ancio, en un principio, se consumía de indignación, Tuso le aconsejó paciencia y tacto; y así, fue calmándolo poco a poco. Dando pruebas de una magnanimidad que dejo atónitos a todos, la Reina manifestó que su tesoro personal -aquel que lenta y minuciosamente había reunido durante su breve reinado con Volodioso, que con ella fue generoso en extremo- lo ponía al servicio del Reino. Y lo primero que hizo fue enviar a Almíbar a negociar intercambios con Leonia, en vistas a un mejoramiento general.
Con gran alborozo fue recibido el regreso de la primera expedición a la isla de las envidiadas riquezas, pues Almíbar, amén de un pacto sumamente favorable con la Reina de aquel pintoresco lugar sureño, traía muy buenas mercancías, crédito, infinidad de telas ricas y otras lujosas novedades que llenaron de excitación y placer a las damas y a más de un caballero. De este modo, la Reina contó con el favor de los nobles, y después, mandó repartir entre el pueblo harina y vino, con lo que el júbilo creció, y también entre los humildes su nombre cobró cierta popularidad -aunque a decir verdad, con menos confianza que entre los nobles.
No contenta con todo esto y para dar pruebas de su grandeza, rindió culto magnífico a la memoria de su poco amable esposo: hizo construir en el Monasterio de los Abundios -a los que también mostró una benevolencia sin precedentes en el Reino- un extraordinario Cementerio Real, donde se le dio sepultura, bajo su efigie en piedra -encargada a un escultor de la Isla de Leonia, donde las artes florecían que era un contento, según manifestó con arrobo nostálgico Almíbar-, en la que a todas luces aparecía más joven y gallardo de lo que nunca fue. Y así mismo manifestó que, como todo Rey que se preciara, debía calificársele con un epíteto que indicara su naturaleza, por lo que desde ese momento decidió llamarle Volodioso I el Engrandecedor. Y todos se sintieron con ello, aun fuera de toda explicación lógica, más grandes y más ricos. Todos, desde luego, menos los Desdichados, porque la Reina, en el esplendoroso inicio de su reinado, también se olvidó de ellos.
Una vez resueltas todas estas cosas, la Reina se instaló a su comodidad en el Ala Sur, donde sus huesos se reconfortaron mucho. Mandó nombrar duquesas a Dolinda y Artisia, y por ende camareras reales, con lo que las muchachas se pusieron muy contentas, como es de suponer. Desgraciadamente, desde ese punto y hora, olvidaron ellas también a sus parientes de las regiones carboneras, los Desdichados. Y a su vez se casaron con dos nobles, que las doblaban en edad, pero también en riquezas.
Así que, atendidas todas estas cosas, llegó el momento en que la Reina reunió a sus íntimos en asamblea privadísima, para exponerles algo que había larvado largamente en su pensamiento y corazón, tras años de reflexión y encierro.
Una vez reunidos en las habitaciones privadas el Hechicero, el Trasgo del Sur y el apuesto Almíbar -si bien éste no era indispensable, pues en tales circunstancias solía dormirse: era sólo cuestión de cortesía-, la Reina manifestó a sus verdaderos -y quizás únicos- amigos:
– Queridos, ha llegado el momento de tomar una importante decisión respecto a Gudú. Y no es otra que el asegurarle de forma rotunda y definitiva la corona y el esplendor del Reino. Y como las enseñanzas por vosotros recibidas y mi propia experiencia me han mostrado, una condición indispensable se ha hecho muy patente para dotarle en este aspecto de una especial virtud.
Aquí guardó un instante de silencio, pues una de sus pocas debilidades consistía en la pasión por la solemnidad. Sus amigos la escuchaban atentos:
– Queridos míos -repitió, con la dulzura y firmeza que solía-, la cuestión es simple y complicada a la vez, y para ello necesito imprescindiblemente de vuestras artes y sabiduría. Trátase, lo digo de una vez, de incapacitar totalmente a Gudú para cualquier forma de amor al prójimo.
– Querida niña -dijo el Hechicero-, no deseo contradecirte, puesto que bien sabes lo que opino al respecto, pero creo que exageras tu aversión hacia ese impulso: nadie como tú sabe cuántas calamidades como dulzuras puede reportar. Pero ten por seguro que si hallamos un bebedizo o cosa parecida para conseguirlo, desde ahora te advierto que no será perfecto: porque no se puede extirpar la capacidad de amar fragmentariamente, o sea, condicionada, sino que, si es posible, tendrá que ser extirpada en todas sus manifestaciones.
– Lo sé -dijo ella, con paciencia-. No veo inconveniente.
– Es que -dijo el Trasgo- también le será negada la capacidad de amistad, y la capacidad de todo afecto. Y por ende, tampoco te amará a ti. Lo digo por lo que apreciáis en general ese sentimiento los humanos, pues en nuestra especie las cosas funcionan de otro modo, querida niña, y es mi obligación advertirte de ello.
– Ya lo he meditado -respondió Ardid, esta vez sólo con energía y prescindiendo de la dulzura, que en el momento presente consideró superflua-. No tengo nada que oponer a que Gudú no me ame: con que le ame yo, a él basta.
Algo más se discutió la cuestión, pero en vista de la firmeza inquebrantable de Ardid, el Hechicero y el Trasgo accedieron a estudiar el caso con toda precaución y detenimiento. Almíbar ya se había dormido, y posiblemente no había alcanzado completamente al meollo de la cuestión; de todas formas, también lo habría olvidado. Casi todo lo olvidaba, excepto su amor hacia Ardid, pues estaba tan incrustado en él y había extendido sus ramas de tal forma por todo su ser, que poco espacio le quedaba para otras cosas.
Tiempo después, el Hechicero y el Trasgo comunicaron a la Reina el fruto de sus largas averiguaciones. La misma Ardid acudió a la mazmorra donde tan a gusto se hallaba el viejo Maestro. Se había negado a ocupar un lugar más confortable, ya que para él no había otro mejor en el Castillo de Olar. Los tres solos esta vez se agruparon junto a un fuego que reverdecía en sus corazones tiempos lejanos, cuando se ocultaban en las ruinas del Castillo de Ansélico. Al fin, ambos ancianos comunicaron a Ardid lo siguiente:
– Existe, en verdad, la posibilidad de extirpar al Rey Gudú la capacidad de amar. Tal y como te advertimos, esa posibilidad debe ser extrema y total. Si persistes en tu idea, hemos de pormenorizar varios aspectos de la cuestión. Como bien sabes, no existe conjuro, encantamiento o trato con las Fuerzas Mayores que no se halle supeditado a alguna cláusula, que (depende de las circunstancias) puede o no resultar, a la larga, contraproducente. En el caso que nos ocupa, el detalle o cláusula consiste en que si a un ser le es extirpada la capacidad de amar, le es simultáneamente arrebatada la capacidad de llorar.
– No veo inconveniente -dijo ella-. Tanto mejor: no conocerá esa humillante sensación.
– Cierto -dijo el Trasgo-, pero hay una cuestión más complicada en este asunto, al parecer tan simple: si por alguna razón extraña o ajena (que no se puede prever, ya que nuestras fuerzas son limitadas), alguna vez el sujeto tratado con tales procedimientos llegara a derramar una lágrima, tanto él como todo aquello donde él hubiera puesto su planta, y todos aquellos que con él hubieron existido, desaparecerán para siempre en el Olvido, en el Tiempo y en la Tierra.
– Pero si le extirpáis la capacidad de amar y con ello también de llorar… esa desaparición no puede, lógicamente, producirse.
– Eso pienso -dijo el Hechicero, aunque sin demasiada convicción.
– Así lo hace creer todo, si nuestras averiguaciones no han fallado en sus cálculos -añadió el Trasgo-. Pero esa cláusula consta en los Tratados: y si consta allí, algún resquicio habrá por el que no hemos podido llegar a penetrar en su verdadera sustancia.
– No veo lógica en vuestros temores -repitió Ardid, impaciente-. Vosotros mismos habéis dicho que lo uno acarrea lo otro: si no ama, no llora. Si no llora, no hay por qué preocuparse.
Asintieron en silencio los dos amigos de la Reina, pero en sus ojos latía una duda, vaga y remota, pero duda al fin.
– Ten en cuenta -dijo al fin el Trasgo- que nuestro poder no es un poder total. Ni aun fuera de toda contaminación, los trasgos tenemos conocimientos de Todas las Posibilidades. Más aún en el estado -aunque pequeño- de contaminación en que me encuentro. Algo, quizás, hemos olvidado o no hemos sabido ver. Discutieron largamente sobre el tema, y al rayar el alba, pareciéndoles que en todo caso debía ser únicamente una cuestión de escrúpulos humanos más que de una probabilidad, llegaron al acuerdo de verificar la delicada operación en el niño Gudú. Y en el transcurso de la discusión, puntualizaron algunos detalles de importancia. La Reina hizo constar que si bien Gudú no amaría a nadie, no podía privarse al Rey de la atracción del sexo opuesto, pues debía tener descendencia y asegurar la maldita cuestión de la sucesión, que tan en peligro había puesto los derechos del niño y, a juicio de todos, el Reino.
– Esto sí es posible -dijo el Trasgo, tras una breve consulta con el Hechicero-. Aunque no se da con mucha frecuencia entre los humanos, puede conseguirse que le gusten mucho las criaturas de sexo opuesto, sin amarlas lo más mínimo.
– Y otra cosa hay -dijo la Reina-: y es que debemos impedirle que esta atracción le domine. Pues recordando la última pasión de su padre, creo que puede llegar a ser tan nociva como el amor mismo.
– Bien atinado -dijo el Hechicero-. Haremos que ninguna mujer sea capaz de retenerle demasiado tiempo. Déjanos consultar, y ya te comunicaremos el resultado de estas averiguaciones.
Así lo hicieron, y al poco llegaron a la Reina con las siguientes nuevas:
– Aunque parezca extraño, querida niña, es más difícil esto último que lo otro. No hay recetas para eso. Pero no te
alarmes: hemos hallado una solución muy ladina y astuta, aunque el Trasgo, por complacerte, se vea en trances desagradables.
– Decid de una vez -se impacientó Ardid.
– Hemos meditado la cuestión, llegando a pensar que si conseguimos una mujer que tome miles de formas diferentes, que sea la encargada de satisfacer las apetencias carnales del Rey, distrayéndole de una a otra y siendo la misma, pero por breve tiempo, claro está que no le va a ser posible al Rey encapricharse amorosamente con ninguna. Las esposas que pueda tener, por supuesto, no cuentan -puntualizó el anciano-. De ésas, en todo caso, puede hacer lo que quiera. Ya sabemos que no ofrecen peligro para lo que nos ocupa.
– Por supuesto -dijo la Reina, con un deje de amargura o resentimiento-. A la larga o a la corta, la esposa se anula a sí misma. Estamos de acuerdo, para eso no hay mejor receta que el matrimonio. Pero… ¿dónde está esa maravillosa criatura? No conozco a nadie que reúna esas condiciones. Y aunque las reuniera, los años pasan, y la que hoy es lozana, por mucho que se disfrace, mañana será vieja y perderá todo atractivo.
– Yo sé de alguien, querida niña -dijo el Trasgo-, que está a salvo de esas miserias. Claro que, por supuesto, no se da entre los de vuestra especie.
– Entonces, no sirve -dijo la Reina-. Un ser no carnal no atrae a la carne.
– Déjame hacer -dijo el Trasgo, con una risa demasiado olorosa a mosto, a juicio de sus dos amigos-. Déjame hacer: no debe ser carnal, pero sí puede tomar figura humana, si así conviene, aunque sea por corto tiempo. De corto tiempo se trata precisamente, ¿no? Tantas figuras humanas como desee, y de las más seductoras -hizo un gesto de condescendencia-. A juicio humano, por supuesto.
– Pues bien, sea como sea, tratad con esa criatura cuanto antes. -Aquí está el gran sacrificio de nuestro querido amigo -dijo el Hechicero con gran pena-. Le vamos a exponer a un encuentro que no le agrada en absoluto y que viene evitando durante todo el tiempo que se halla contaminado: debe ir en busca de Ondina, la que vive en el fondo del Lago. Y si bien con ella mantiene excelentes relaciones, no así con su abuela, la Vieja Dama. Y la Vieja Dama, Fuerza Alta y Purísima por excelencia, aborrece a los contaminados. Y para colmo de males, habita en las raíces del Agua, que tan sabiamente conduce.
– ¿Al fondo del Lago? -se maravilló Ardid, ante tamaña revelación.
– No al fondo, afortunadamente -dijo el Trasgo, echando un trago para darse ánimos-. Si así fuera, nada podría hacer. Pero sí un poco más arriba, en la Gruta del Manantial. Y quiera mi suerte que no se le ocurra visitar a su nieta por sus húmedos caminos estando yo platicando con ella.
Dicho lo cual, bebió más que de costumbre, se embriagó de forma casi escandalosa, y su nariz tomó un tinte de tan vivo carmesí como no le habían apreciado nunca. Lo que, como es de suponer, llenó de zozobra a sus dos amigos.
Pero la decisión ya estaba tomada.
Ondina del Fondo del Lago habitaba desde hacía cuatrocientos treinta años en el más bello lugar del Lago de las Desapariciones. Ondina era de una belleza extraordinaria: suavísimos cabellos flotantes color alga que le llegaban hasta la cintura, ojos largos y cambiantes como la luz, que iban del más suave oro al verde oscuro, y piel blanco-azulada. Sus brazos ondeaban lentamente entre las profundas raíces de las plantas, y súss piernas se movían como las aletas de la carpa. Una sonrisa fija y brillante, que iba del nacarado de la concha al rosa líquido del amanecer, flotaba entre sus labios. Cualquier humano hubiera sentido una gran fascinación al contemplarla en todos sus pormenores -a excepción hecha de las orejas, que, como todas las de su especie, eran largas y puntiagudas en extremo, aunque de un tierno.color, entre sonrosado y oro.
A pesar de ser nieta de la Gran Dama del Lago, no poseía ni un ápice de su sabiduría, ni siquiera un granito de mínima inteligencia -como ocurre con frecuencia entre las ondinas-. Por contra, era de una tal dulzura y suavidad, y emanaba tal candor, que su profunda estupidez podía muy bien confundirse con el encanto y hechizo más conmovedores. Como toda ondina, era caprichosa en extremo, y su gran capricho era su Colección del Fondo, donde había cultivado con primor su jardín de los Verdes Intrincados. La colección de Ondina consistía en una ya nutrida exposición de muchachos, jóvenes y bellos, comprendidos entre los catorce y los veinticinco años. Le gustaban tanto, que a menudo arrastrábalos al fondo y allí les conservaba sonrosados e incólumes, gracias al zumo de la planta maraubina que crece cada tres mil años entre las raíces del agua. Pero se cansaba pronto de ellos, pues por más que los adornara con flores lacustres, y coronara sus cabezas con toda clase de resplandecientes piedrecitas, y acariciara sus cabellos, y besara sus fríos labios, ellos nada le decían ni hacían; de suerte que necesitaba siempre más y más muchachos para distraerse con la variedad.
A veces, aproximándose cautelosamente a las orillas del Lago, había visto cómo jóvenes parejas de campesinos se acariciaban y besaban mutuamente, y esto la llenaba de envidia. Así se lo había confesado en más de una ocasión a los trasgos, que, compadecidos, a veces, empujaban muchachos al fondo. Entre éstos se contaba el Trasgo del Sur, al que había confiado su caprichosa obsesión. «Eso es una tontería -le decían los trasgos-. Decídete a tomar por esposo a cualquier delfín de los que pululan por las costas del Sur y déjate de esos caprichos. Teniendo en cuenta tu juventud, puede perdonársete, pero anda con cuidado no se entere tu abuela: ella no tolera contaminaciones humanas, y sólo con ahogados puedes juguetear sin peligro.» «Así lo haré -decía ella entonces, compungida-. Prometo no olvidarlo.» Pero como era estúpida hasta los más remotos orígenes de su sustancia, no sólo lo olvidaba, sino que persistía en el peregrino deseo de recibir caricias y besos de hombre vivo. «Pero ¿para qué? -le preguntaba el Trasgo del Sur, que desde sus libaciones y dada su instalación en el Castillo, cuya zona Norte lamía las aguas del creciente Lago, mantenía grandes charlas con ella-. No veo la razón.» «Yo tampoco -respondía Ondina-. No veo la razón, pero así es.»
Y en éstas estaban cuando el Trasgo se acordó oportunamente de ella, de su cándida naturaleza y de su insensato capricho. Así eran las ondinas, se decía. Otra había conocido, en el Sur, encaprichada con los asnos, y otra también, más al Este, que tenía predilección por los soldados de barba roja. Todo podía esperarse de una ondina, menos cordura.
Esperó noche propicia -esto es, en creciente-, y horadando los entresijos de la tierra, abrió un pasadizo hasta el Manantial del Lago.
– Hacía tiempo que no venías, Trasgo del Sur -dijo Ondina, que le prefería, sin saberlo, por el tufillo humano que iba lentamente apoderándose de él-. Me gustará enseñarte el último que ha entrado. Me lo mandó el Trasgo de la Región Alamanita, y es muy hermoso. Aún no me he cansado de adornarle: mira, le puse caracolas en las orejas, ramitos de maraubina por todas partes, y aquí, esta perla que me regaló una ostra del Mar Drango. ¿Qué más puedo hacer ahora, para no aburrirme?
El Trasgo contempló pensativamente a un jovencito de cabello oscuro y tez dorada aunque con expresión de espanto, pues no había tenido tiempo de cerrar los ojos. Le pareció el colmo de la fealdad y ridiculez, pero calló sus opiniones, para bien conquistar a Ondina. Miró con recelo de un lado a otro, y al fin musitó:
– ¿No esperas la visita de la Gran Dama, verdad?
– Oh no -dijo ella-. Está demasiado ocupada preparando el próximo deshielo. No ha visto los tres últimos, y aunque no le gustan demasiado, dice que si me contento con ahogados, nada tiene que reprocharme.
– Pues bien, he pensado mucho en ti, hermosura -dijo el Trasgo-. Y se me hace que alguna solución hallaremos, sin que incurras en enfados de tu maravillosa Abuela que Tanto Respeto me Inspira -pues para hablar de ella sólo podía utilizar palabras con mayúscula.
– ¿De veras? -exclamó Ondina, con sumo interés-. Dime, Trasgo del Sur.
– La cosa es que te ofrezco una oportunidad: hemos encontrado un bebedizo que te permitirá tomar forma humana, por breve tiempo -a lo sumo diez días-, sin peligro de contaminación. Claro está que si prolongas esta forma humana un solo minuto más, tu contaminación se produciría, y de forma tan peligrosa que la cosa remedio no tendrá. Pero como eres caprichosilla, tengo para mí que más de dos días no te van a divertir los muchachos humanos, con los que podrás retozar a gusto durante ese tiempo. Y así, el peligro se alejará, con gran ventaja para ti: podrás beber el elixir cuantas veces quieras, y tomar, por diez días, la figura de mujer que te sea más útil (siempre que sea diferente entre sí)… Tengo para mí, que vas a disfrutar de lo lindo, y no te vas a aburrir lo que se dice nada, en varios siglos vista.
La Ondina dio dos volteretas en el agua. Era su máxima expresión de contento, ya que su boca sólo tenía un grado de sonrisa.
– ¡Rápido! -gritó. Y la superficie del Lago se estremeció súbitamente, como bajo un vendaval-. ¡Rápido, dame ese bebedizo!
– Un momento, hermosura -dijo el Trasgo-. Siento decírtelo, pero todo tiene sus condiciones.
– Dime tus condiciones.
– Verás: en el transcurso de estas delicias, podrás disfrutar de las caricias, besos y cuanto te plazca de cuantos mozos tengas a bien. Pero… -y aquí, recalcó mucho sus palabras- siempre y cuando persistas, una vez tras otra, en atraer a cierto hombre, que si bien en su día será joven y tal vez hasta bello, con el tiempo se irá haciendo viejo y hasta feo o repulsivo. Sólo así, bajo ese solemne juramento, te daré el bebedizo.
– Bueno -dijo ella-, poco importa. Bien sabré consolarme con los otros, mientras la raza humana exista y produzca tales deliciosas criaturas -y señaló el jardín de Mancebos Ahogados.
– Bien. Voy a comunicar tu asentimiento a quien es pertinente -dijo el Trasgo. Y dejándola muy ilusionada, regresó por donde había venido.
La Reina Ardid quedó muy complacida al saber esto. Sin embargo, dijo:
– Querido mío, ¿estás seguro de que Ondina no se cansará de esperar el bebedizo prometido? Ten en cuenta que hasta que Gudú esté en edad de poder apreciar sus encantos, han de pasar bastantes años.
– Ay, querida niña -dijo el Trasgo-, ¿qué son unos cuantos años más o menos para quien vive inmerso en los siglos de los siglos? Nada, querida niña, nada.
Y bebió con fruición, no exenta de temblores, un buen trago de cierto vinillo sonrosado que guardaba para las grandes ocasiones. Pues el temor que le inspiraba la Vieja Dama sólo era comparable al cariño que sentía por la Reina Ardid.
Decidióse que dado que el cumpleaños del pequeño Rey tendría lugar en breves días, éste sería el momento adecuado para efectuar en él las manipulaciones convenidas.
Gudú, por su parte, retozaba libremente por el Castillo sin traba alguna, bien ajeno a lo que con su persona se tramaba. Seguía a todas partes a su hermano Predilecto, y éste se cuidaba de él con tanta ternura y afecto, que la Reina Ardid se dio cuenta de ello. Cierto día le llamó aparte. Sentía una invencible simpatía por aquel muchachito, tan distinto a sus hermanos, y le dijo:
– Príncipe Predilecto, vengo observando que sientes una gran ternura por nuestro amado Rey y Señor.
– Así es -dijo el muchacho-. En verdad que es el único de todos mis hermanos por el que siento un auténtico cariño…, un lazo verdaderamente fraternal.
– Desde ahora -dijo la Reina-, te nombro su Protector y Guardián, pues no ignoras cuántos peligros acechan a mi hijo en este Castillo: pese a todas las hipócritas apariencias, no todo es aquí de la forma que parece.
Predilecto guardó silencio, pero la Reina no dejó de observar que una tristeza en verdad precoz para su edad llenaba los ojos del muchacho.
– Ven conmigo -añadió-. Quiero que, desde hoy, veas en mí la madre que no has conocido.
Así diciendo, le besó. Y por el vivo rubor con que el muchacho se cubrió, diose cuenta de cuánta felicidad habían despertado en él sus palabras. «He aquí -se dijo Ardid- alguien a quien no debo dominar por el miedo, ni por la fuerza ni por la codicia; he aquí a quien dominaré sólo por amor.» Y así pensando, le llevó a su cámara. Entonces abrió un pequeño cofre, donde solía guardar las pocas alhajas que le quedaban, y halló al fondo una piedrecilla que, años atrás -siendo niña-, había encontrado a la orilla del río. Era de color azul, lisa y alargada, y semejaba partida por una afilada hoja. Aquella piedrecilla había sido el único juguete de su austera infancia. En su centro se abría un pequeño orificio: a través de él había acercado un ojo para mirar el brillo del sol en el mar, hacía de esto muchos años. Tal vez por ello, la conservaba. Y aunque en ocasiones estuvo tentada de tirarla, sin saber por qué, allí permanecía. La tomó con gran solemnidad entre sus dedos, y le dijo:
– Hijo mío, esto, en apariencia tan simple, es una de mis más preciadas reliquias… A ti te la doy, para que la conserves en prueba y prenda de mi afecto y de este pacto.
Con una función y reverencia como ella jamás hubiera esperado, Predilecto tomó delicadamente la piedrecilla partida, y besándola, dijo:
– Gracias, Señora. Os juro por mi vida que no lo olvidaré. jamás esta piedra se apartará de mí, y respetaré este pacto hasta el fin de mis días.
Y dejando muda de perplejidad y cierto remordimiento a la Reina -bien que por poco tiempo-, el Príncipe Predilecto ensartó la piedra -por aquel orificio donde antaño Ardid mirara el mar- en una cadena de oro, regalo de su padre. Y para siempre la lució en el pecho, con el orgullo y amor que otros ponían en las más altas distinciones.
«En verdad -pensó Ardid, cuando el muchacho desapareció de su vista-, que es un muchacho candoroso. Será preciso conservar ese candor, cuantos años sea posible.» Y sin poderlo remediar, suspiró para sí: «Pobre Príncipe Predilecto».
Pero en seguida, preocupaciones más urgentes se llevaron este suspiro lejos de su corazón.
El día del cumpleaños de Gudú, la Reina lo llevó a su cámara, y sentándolo en un escabel, le dio a beber de una copa donde habían desleído adormidera en una dulce bebida de aguamiel y algunos misteriosos requisitos. Una vez dormido el niño, llamó al Trasgo y al Hechicero. Con toda suavidad lo tendieron en el suelo. Avivaron las llamas de la chimenea, y cuando el fuego tomó el color del atardecer sobre el Lago, el Hechicero pronunció sus palabras rituales. Después el Trasgo tomó con sumo cuidado la cabeza del niño, sopló en su frente y ésta se abrió con la dulzura y suavidad de una flor. Lo mismo hizo sobre su pecho, y cuando afloró el corazón, el Hechicero lo encerró, con gran habilidad, en una copa transparente y dura a un tiempo. La frente del niño ofrecía sueños de caballos, un gran sol burdo y rojo, entrechocar de espadas y un álamo mecido por la brisa. «Nada peligroso -dijo el Trasgo-. Dime, estamos a tiempo, ¿le quitamos algo más?: ¿inteligencia?…, ¿inocencia?…» Súbitamente la Reina sintió un gran dolor, y tapándose los ojos con las manos, prorrumpió en llanto:
– Basta -dijo-, basta. Ya está bien.
El Trasgo sopló la frente y el pecho del niño, que se cerraron, sin costura alguna, y el fuego se apagó por sí mismo. Un reloj de arena, en la cornisa de la chimenea, desgranaba lentamente su lluvia dorada.
Como si la viera por primera vez, Ardid recorrió la estancia con la mirada y el pensamiento. A través de la ventana, y aun a través de las piedras, de las cortinas y de los muros de la Torre, llegó hasta ella la noche, en toda su plenitud. Era una noche hermosa, donde se respiraba el sueño de algunos pájaros y el despertar de otros. Parecía, incluso, percibirse el cristalino temblor de las libélulas sobre la quietud de los estanques. Y allí abajo, en el Lago de las Desapariciones, algo o alguien -Ardid sabía en parte, y adivinaba en parte- rozaba con dedos invisibles la superficie de sus aguas. «Qué grande y misteriosa, qué apacible y qué terrible puede ser una noche…», pensó. Entonces se dio cuenta de que sus ojos estaban cubiertos de humedad brillante que despertaba memorias lejanas. Dolorosamente se desprendió de aquel ensueño, y se volvió hacia sus amigos:
– Ha nacido el Rey dijo Ardid, secándose las lágrimas-. ¡Tengamos vida para ver su grandeza! Despertadle, y que volteen a un tiempo todas las campanas de Olar.
Así se hizo, y el cumpleaños del Rey se celebró con una solemnidad y pompa jamás conocidas antes.
Gudú creció en el Castillo de Olar bajo la estrecha vigilancia de su madre, la insobornable protección de Predilecto y las enseñanzas del Hechicero.
Aunque ahora su entorno había variado notablemente, Gudú recordaba a menudo sus escapatorias a los corredores y vericuetos del Castillo. A su mente llegaban retazos de un tiempo oscuro: se veía muy niño, tanto que apenas podía mantenerse sobre los pies. Resbalaba y huía, sin saber muy bien de qué o de quién, por húmedos pasadizos solitarios y medio secretos. Y guardaba en su memoria, dominándolo todo, cierto día muy extraño: revivía, de pronto, un fuerte piar de pájaros desconocidos, en el alféizar de una ventana donde parecía flotar una cortina roja. Tan roja como el mismo atardecer, que inundaba hasta el último rincón de una estancia donde él no había estado nunca. Y sentía aún en sus espaldas el empujón, suave pero decidido, de algo parecido a unas manos invisibles. Manos y empujón que fueron conduciéndole en pos de una pelota azul, surgida inesperadamente, hasta el lecho donde yacía moribundo un hombre grande, muy grande, de barba rojiza, que levantó la mano y, oportunamente, la apoyó sobre su cabeza. Pero todo esto era misterioso y lejano para él. Los misterios no eran de su agrado, y como todo lo que no era de su agrado, lo apartaba de sí. Sin embargo, aquellas manos invisibles, aquella extraña pelota azul -semejante a una esfera transparente, como el agua-, aquel ensordecedor piar de pájaros, residían en el fondo de su memoria. Y a lo largo de toda su vida, cuando menos lo esperaba, reaparecían, inquietándole. Bien que por poco tiempo.
Ardid, que despreciaba profundamente la ignorancia de la Corte, deseaba que Gudú fuera instruido en todas las materias. Y así, no descuidaba ni un solo día las lecciones del joven Rey, que, muy pronto, dio muestras de un carácter fuerte y difícil de doblegar. Su inteligencia era aguda y clara, aunque poco dada a las discusiones de tipo filosófico: antes bien se revelaba práctica, rotunda y muy concreta. Por tanto, si bien aprendió a escribir y leer -más bien medianamente-, no sintió afición excesiva por estas cosas, excepto si se trataba de los archivos que el Hechicero había confeccionado -y guardaba celosamente-, gracias a sus averiguaciones por un lado, y a las raterías llevadas a cabo por conventos durante el primer tiempo de su juventud. En aquellos años había intentado profesar en la vida monástica, pero hubo de abandonarla por culpa de sus secretas aficiones: se le consideró herético y aun rozando la brujería. Se salvó de tales acusaciones, huyendo de mala manera, tras muy apuradas peripecias, y fue a dar con sus huesos al Castillo del padre de Ardid, donde el abuelo de ésta le confió la instrucción de sus hijos. Se trataba de un raro señor con aficiones más científicas que guerreras, que heredó -aunque en menor grado- su hijo. La pequeña Ardid, según pudo apreciar el Hechicero, era el vivo retrato, físico y espiritual, de su abuelo. Se dedicó con entusiasmo a cultivar aquella prodigiosa inteligencia, de la que sobresalían su extraordinaria memoria y gran astucia.
Gudú era muy distinto a su madre. A menudo, el Hechicero quedaba perplejo ante sus atinadas observaciones, pero éstas eran siempre de carácter práctico y sobremanera lógico, a ras de tierra y muy consciente de lo que resultaba útil o inútil para moverse entre los hombres que le rodeaban y que -a todas luces- no gozaban de instrucción, ni tan sólo remotamente parecida a la suya. Una de las cosas que más interesaron al niño, desde el primer momento, fue la relación de hechos acontecidos en la más lejana antigüedad, a reyes y a países, a pueblos y gobernantes. También le despertaban particular interés -como a su madre- las matemáticas. Pero en seguida demostró gran indiferencia y escasísima aptitud para la poesía, la música y las artes en general. Sólo era de su interés determinada y muy específica lectura que aportara datos interesantes a su pasión por los pueblos y hechos de armas antiguos, para grabarlos en su memoria, casi tan prodigiosa como la de su madre. Se aburría mucho, en cambio, con otras materias en que el Hechicero hubiera deseado iniciarle, tales como el estudio de los astros, las adivinaciones y los deleitosos caminos que conducen a esclarecimientos de las fuerzas ocultas, los misterios y las sabidurías, sobre las que mostraba un franco desinterés, y en el transcurso de su lección bostezaba descaradamente.
Sin embargo, y sobre todo esto, era un niño dotado de una particularidad, a todas luces heredada de su padre: la curiosidad por lo desconocido -siempre que este desconocimiento perteneciera a esta tierra y las criaturas que en ella habitaban-. Acribillaba materialmente a preguntas sobre qué eran y cómo eran las regiones por él no visitadas: qué había detrás de las montañas Lisias, las tierras que su padre había añadido al Reino, y en particular, se hacía explicar con detalle sus gestas guerreras. Muy tempranamente también dio muestras de su habilidad y destreza en el manejo de las armas, de su puntería y de su certera forma de combatir.
Apenas había cumplido ocho años, cuando, con motivo de celebrarse en el Castillo unas justas entre caballeros, manifestó tan atinadas observaciones, que cuantos le rodeaban y oían quedaron materialmente pasmados. Expuso, con claridad de expresión y sucintas palabras -que recordaban vivamente las de la niña Ardid calculando las cuentas al revés y al derecho-, las razones por las que el vencido había sido vencido; y las razones por las que, si él hubiera estado en su lugar, hubiera salido vencedor. Aquel alarde de claridad y justeza no manifestaba traidora marrullería, como Ancio, Bancio y Cancio, sino simple y pura lógica, y verdadera inteligencia. Así pues, su Maestro se sentía bastante confuso con él, y así se lo decía a Ardid: «Es una extraña criatura, que para ciertas cosas, si le interesan, puede incluso superarnos, y para otras, si no le interesan, permanecerá tan inculto como el más estúpido de los criados». Pero así eran las cosas, y así había que aceptarlas.
Por otra parte, Gudú había heredado de su padre una intensa alegría de vivir, una especial manera de observar las cosas y los hombres, que revelaban un innato aire de posesión allí donde fijaba su mirada. No tenía ningún inconveniente en demostrar bien a las claras lo que le placía y lo que no. Y el desagrado que le inspiraban sus hermanos Soeces era bien patente, tanto como el agrado que le producía la compañía de Predilecto. Era únicamente con él con quien hablaba, jugaba o paseaba; y de él aprendió a montar a caballo, casi con la misma destreza que su maestro. Los dos muchachos, pese a la diferencia de edad, vivían prácticamente juntos, y era frecuente que Gudú preguntase muchas y varias cosas que le interesaban a Predilecto; y éste procuraba no ocultarle cuanto sabía o estaba en sus manos. Un día, Gudú pidió a Ardid que Predilecto estuviera también presente durante las lecciones. Con un raro sentido de la conveniencia explicó: «Si he de tenerlo a mi lado y ha de servirme, quiero que sepa tanto como yo, y aún más, porque así a donde yo no llegue, llegará él, y entre los dos, sabremos más que uno solo. Creo que me será muy útil cuando llegue el tiempo de mi reinado». Así lo comprendió la madre, y desde aquel día Predilecto -tenían ambos nueve y diecisiete años, respectivamente- se unió a las lecciones que impartía al Rey el Hechicero. Desde el primer momento, éste quedó prendado no sólo de la inteligencia del Príncipe, sino también de su carácter y nobleza. Y con dolor se decía que ésas eran las cualidades que hubiera deseado para el Rey. Predilecto se revelaba sutil y delicado, a un tiempo que firme y de mente clara. Estaba naturalmente dotado para aprender cualquier cosa que fuera, y podía interesarse en una como en otra materia. Pero, como muy bien le había advertido Ardid, el viejo Maestro sólo debía instruirle en aquellas cosas que fueran útiles para Gudú algún día, y en manera alguna en todo lo que no perteneciera a las cosas visibles de este mundo. El Hechicero sentía una viva desazón, pensando en qué gran discípulo habría tenido en él. Pero comprendía las razones de Ardid, y se conformaba con aquella pérdida diciéndose que la querida niña siempre tenía razón.
Por aquellos días el Príncipe Almíbar pidió a la Reina instalarse en Olar y abandonar aquel viejo Castillo que tan generosamente le donara Volodioso, pero que jamás le agradó. Prefería, dijo, unas habitaciones aseadas y guarnecidas según su gusto y placer, a aquel inmenso y negro Castillo que, muy alejado, casi próximo a las agrestes zonas de los Desdichados, no le producía más que sinsabores y quebraderos de cabeza. «Es frío, inhóspito, y por más que procuré engalanarlo, poco fruto se saca de él», explicó. Ardid, que nada le negaba -en verdad era muy parco en sus demandas-, consintió, y el Príncipe Almíbar se instaló en el mismo Castillo de Olar -lo cual no dejó de provocar murmuraciones entre los más venenosos cortesanos-. Pero como la vida bajo la regencia de Ardid era infinitamente más placentera que bajo el reinado de su fallecido esposo, nadie se opuso a ella. Ahora todos gozaban de sus antiguos privilegios, sabiamente remozados por la Reina, y podían, incluso, de cuando en cuando, aumentar impuestos a sus vasallos y campesinos.
Cuando llegó la primavera de su décimo cumpleaños, Gudú comenzó a alejarse del Castillo, a caballo, con Predilecto. Solían galopar por los campos, y llegaban a internarse en los bosques: pero Predilecto procuraba evitar la proximidad excesiva hacia las Tierras de los Desdichados, conocedor de lo que allí ocurría y de cómo hubiera sido recibido el joven Rey.
Un día, en una de estas excursiones, el pequeño Gudú divisó el Castillo abandonado de Almíbar. Estuvo unos instantes mirándolo fijamente, y repentinamente espoleó su caballo en su dirección, y desapareció entre la maleza, sorprendido e inquieto. Tras él fue Predilecto, y cuando llegó al Castillo, lo halló sentado en las escaleras y mirando en derredor con gran interés.
– Vámonos de aquí -dijo Predilecto, con recelo-. Estas regiones están abandonadas desde que vuestro tío el Príncipe Almíbar se marchó. Pudieran ahora servir de guarida a bandidos o gentes que pudieran no quereros.
– Pues en tal caso, cuidado tuyo es defenderme -dijo Gudú-. Yo me siento a gusto en este lugar. Aquí voy a venir muy a menudo, y aquí, algún día, cuando sea Rey, me instalaré.
– Eso no será posible -dijo Predilecto, con un vago temor que ahora nada tenía que ver con los peligros de algún merodeador-. El Rey debe vivir en el Castillo de Olar, como sabéis.
– Alguna forma hallaré para venir aquí -dijo Gudú, riendo de aquella forma gutural y a un tiempo baja que le caracterizaba y estremecía en ocasiones a Predilecto-. Ten por seguro que lo haré. Y tú vendrás conmigo.
– No dudéis que yo siempre os acompañaré a donde vayáis -dijo Predilecto, sonriendo a su vez-. ¡Pero tiempo queda aún!…
Gudú trepó entonces hacia las almenas de la muralla, seguido por su hermano.
– ¿Por qué son tan negras estas piedras, Predilecto? -preguntó.
– Mirad, Señor, aquellas tierras escarpadas, rodeadas de boscaje: de esas tierras oscuras proceden estas piedras.
– ¿Qué hay allí?
– Allí -dijo Predilecto, a su pesar, pues era incapaz de engañar a su hermano-, habitan gentes miserables, que trabajan en las minas del Reino, y algunos carboneros. Les llaman las tierras de los Desdichados.
– ¿Son útiles? -dijo Gudú, encaramándose a las almenas, y poniendo su mano sobre los ojos, para resguardarse del sol. -Lo son-dijo Predilecto, con voz dolorida y tono de contenida indignación-. Pero nadie quiere reconocerlo y darles una vida más desahogada y más digna. Señor, si un día reináis, como espero, no os olvidéis de ellos.
Gudú le miró a los ojos, y sonrió de forma un tanto misteriosa:
– Cierto que no, Predilecto -dijo-. No los olvidaré, si, como decís, resultan tan útiles.
Pero Predilecto no atinaba, o no deseaba descifrar, el verdadero sentido de aquellas palabras. Día a día, cada vez con más frecuencia, le desazonaban sus observaciones.
Desde aquel día, Gudú pidió muchas veces a Predilecto que le llevara al Castillo, que, entre ellos, comenzaron a llamar el Castillo Negro. El joven Rey saltaba ágil y peligrosamente de almena en almena, y profería gritos salvajes, esgrimiendo la pequeña espada de hierro que llevaba a la cintura -hasta el día de su coronación, según estaba establecido, no podría lucir la de su padre, cuyo puño tenía incrustadas cinco piedras preciosas, en memoria de sus mejores y más grandes batallas y de todos los más ricos países que había añadido al antiguo, pobre y salvaje territorio del Conde Olar.
– ¿Por qué a medida que Olar se engrandece, crecen y aumentan las aguas del Lago? -preguntó un día Gudú a su Maestro. El anciano quedó paralizado de estupor. Ésta era una de las cosas descubiertas por él, mediante sus averiguaciones, aunque desconocía su origen. Precisamente andaba por aquellos días muy preocupado en descifrarlo. Como jamás dijera nada de esto al niño, ni a nadie, la pregunta del Rey lo dejo atónito:
– ¿Cómo sabéis eso? -preguntó temeroso. Gudú se echó a reír:
– ¿Lo sabéis o no?
– No, Señor -admitió el Hechicero, confuso-. La verdad es que no lo sé.
– Pues cuando lo hayáis averiguado, no dejéis de comunicármelo. Podría ser utilizado ese secreto, y con grandes ventajas, algún día -añadió pensativo.
Poco tiempo después, hallándose en medio de una de sus lecciones, en la que el Maestro intentaba sin resultado mejorar la ruda caligrafía del joven Rey, le oyó decir -y esta vez con más espanto que estupor:
– ¿Para qué son y qué son esos dibujitos que hacéis, de tan vivos colores, en algunos de vuestros pergaminos?
El Hechicero se levantó de un salto, y mostrando sin disimulo su sorpresa y temor, dijo:
– ¡Señor! ¡Señor! ¿Cómo es posible que tengáis noticias de ellos, si a nadie los he mostrado jamás?
– Pues cuidad mejor vuestros secretos -dijo riendo Gudú-. Parece mentira que, si tan celoso sois de ellos, tengáis tan poca habilidad para guardarlos.
Por más que el Hechicero intentó que el niño aclarase sus preguntas, éste nada le dijo. Pero corrió a comunicar a la Reina su inquietud, y Ardid llamó al Trasgo, recelosa.
– Trasgo del Sur -dijo con solemnidad (cuando así le llamaba, el Trasgo temía algún reproche, pues en los últimos tiempos la Reina le mostraba su preocupación por las frecuencias de sus borracheras)-, ¿habéis tenido algo que ver en lo que el Hechicero me ha contado?
– De ninguna manera, ¡qué más quisiera yo! -se lamentó quejumbrosamente el Trasgo-. Y así os lo manifiesto, porque por más que lo intento, y a pesar de constarme que más de algún criado me confunde a menudo con un raposo y me persigue con la escoba o las tenazas, el joven Rey no atina a verme. Mal puedo tener parte en esas cosas. Y ya que en trance de decir verdades me ponéis, Señora, sabed que no sólo a mí debierais dirigir vuestros reproches: pues tengo para mí que el querido Maestro está cada día más distraído y descuidado, y por tal, acusa una vejez muy avanzada.
– Ah -dijo el anciano con su risa displicente y ofendida-, no entiendo cómo puede llamarme viejo quien cuenta trescientos y pico años en el cálculo de su existir.
– Pero querido -dijo el Trasgo dando volatines sobre la Cómoda Real-, ¿cuántas veces os tengo que recordar las diferencias en nuestras Tablas de Valoración? Ay, ay, que empiezo a temer si vos también, y no sólo yo, estáis o habéis sido tentado por esta maravilla que está contaminándome más de lo debido.
El Hechicero guardó un silencio a todas luces ultrajado, y la Reina les aplacó así:
– No debéis discutir por estupideces semejantes, queridos míos: a ambos os quiero y respeto por igual, y los tres, a la vez, somos susceptibles de alguna que otra debilidad. No es en estas cosas en las que debemos parar mientes, sino en la verdad del asunto que nos ha reunido.
Desde aquel día, y llena de disimulo, espió a su hijo Gudú. Y tal como ella misma había hecho en otros tiempos, le sorprendió en la noche levantándose del lecho, y escurriéndose por pasillos y pasadizos -bien lo aprendió a hacer desde muy niño en aquel Castillo-. Le siguió hasta la puerta de la mazmorra del anciano Maestro. Y una vez allí, comprobó cómo el muchacho atisbaba por las rendijas de la carcomida puerta y por el agujero de la cerradura, de donde surgían destellos provenientes de los fuegos rituales del anciano. Entonces Ardid sonrió para sí, y nada dijo, pues no le pareció en absoluto desdeñable la curiosidad revelada por quien, más pronto de lo que quizá pudieran creer, iba a reinar en Olar. «Todo el que reina -se dijo- debe tener un ojo en el trono y otro en todas las cerraduras del Reino.» Y con gran regocijo le vio aplicar un ojo, luego el otro, y después las orejas, a todo orificio visible. A continuación, tendido en el suelo, el pequeño Rey atisbó por la ranura, que, bajo la puerta, centelleaba como una línea de refulgente carmesí.
Ardid entonces regresó a su lecho, aliviada y contenta. Y sólo se limitó a decir al anciano:
– No os preocupéis, querido Maestro. Tal vez, olvidasteis guardar algún día un pergamino y el Rey lo vio. Pero si del Rey se trata, no debéis temer nada.
– Si así lo decís, así será -respondió el Hechicero a la querida niña. Pero por varios días, se sintió desazonado e inquieto, hasta que, inmerso de nuevo en los placeres de la Adivinación y las Grandes Averiguaciones, acabó por olvidarlo.
De día en día, fue convirtiéndose en un muchacho alto y robusto, como lo fuera su padre y lo era su madre; pero si de aquél heredó la feroz vitalidad, la salud y la poderosa complexión, de la madre heredó la gallardía en el porte, la flexibilidad de movimientos, la fibrosa delgadez de los miembros y del talle. Por tanto, si no era -ni con mucho- tan bello como su hermano Predilecto, no era feo en modo alguno: tenía el cabello negro y rizoso, ojos claros y muy brillantes, la nariz aguileña y la boca fresca, irónica y sensual. Su mirada, en particular, poseía una gran fuerza y penetración, y aun siendo todavía un muchacho, pronto se dejó sentir la gran atracción que ejercía sobre el sexo femenino. Al cumplir doce años, era alto como su hermano Predilecto -que contaba veinte-, y todos le hubieran atribuido más edad, tanto por su aspecto como por su forma de expresarse y lo maduro de sus observaciones. jamás una palabra superflua salía de sus labios, y esto compensaba, en parte, su tal vez excesivo laconismo.
Las damas de la Corte empezaban a sentir un agradable cosquilleo en la nuca, que se esparcía cálidamente al resto de sus personas, si el joven Rey clavaba en ellas la mirada. Y cierto es que, si esto ocurría, no se trataba nunca de mujer vieja o contrahecha. Al contrario, las de tez más delicada, cabellos más hermosos y formas más sugerentes eran quienes recibían tal honor. Pero como, al fin y al cabo, se trataba todavía de un niño, mostraban hacia él un talante afectuosamente maternal impregnado de cierta afectación, que a todas luces indicaba la poca exactitud de tal sentimiento. A menudo le halagaban y le traían manjares, dulces o caprichos que adivinaban creían de su preferencia. En general, el Rey aceptaba todo esto con digna complacencia, pero, en alguna ocasión, si la excesiva solicitud venía de alguien que no le era particularmente agradable, se mostró dotado de aguda capacidad de burla, ironía e incluso, en ocasiones, malos modales. Y aunque su madre le amonestó en la intimidad porque lo que dijo era impropio de un caballero, Gudú comentó:
– Pues a fe mía, si bien es cierto lo que decís, no lo es menos que esa dama no volverá a importunarme. Y en cuanto a lo que es propio o no de caballero, os diré que, aunque muy lejos están los interesados en saberlo, he podido atisbar tales modales, y aun peores, en muy atildados caballeros de esta Corte.
Ardid entonces dijo algo que, inmediatamente, juzgó inoportuno y la hizo ruborizar:
– Guardad, pues, para en privado, lo que en privado sorprendisteis.
Pero su rubor desapareció cuando añadió el Rey:
– Sois lista de veras, Señora. Mucho me place, ya que no es dado a los humanos elegir la mujer que nos trae al mundo, haya tenido yo tanta fortuna: la madre que me tocó en suerte no es estúpida en modo alguno. Y os aseguro que la viva admiración que por vos siento, no será quebrantada.
Un suave dulzor, acaso engañoso, atenuó el dolor que, aunque a nadie lo dijera, clavaba en el corazón de Ardid la certeza de que su hijo nunca la amaría. «Al menos -se dijo-, quizá la admiración pueda suplir eso que toda mujer, hasta la más humilde, puede gozar en la vida, excepto yo, la Reina de Olar.»
Si bien la Reina tenía para el Conde Tuso dulzuras de miel, no le era difícil comprender al astuto Consejero que, en el fondo de tan agradable bebedizo, había limaduras de uñas feroces. Con tales pensamientos, su desazón crecía. Y no sólo su desazón, sino la cada vez más insolente rabia de Ancio y sus hermanos. Unida a la brutal impaciencia que les dominaba, hacían la vida del Consejero -si bien que ahora nominal- menos placentera de lo que en un principio había supuesto.
El Rey Gudú, cada día más fuerte, ingenioso y mordaz, no desperdiciaba ocasión para humillar a los Soeces y, para más escarnio, elevar sobre ellos, con distinciones y honores, a su hermano Predilecto. Sin rebozo alguno, solía burlarse de ellos en las reuniones y fiestas cortesanas -a las que era tan aficionada Ardid-, si bien sus burlas consistían, la mayoría de las veces, en juegos de palabras y alusiones, que especialmente a Ancio, el menos obtuso de los cuatro, estremecían de coraje. La Corte, que como toda Corte, era aduladora, reía las gracias del Rey con excesiva prodigalidad.
Entre las muchas cualidades que adornaban a Predilecto, no se contaba la de la castidad -no hubiera sido posible, al parecer, en hijo de Volodioso-. No era en modo lujurioso como los hermanos Soeces, pero sí naturalmente sensible a los encantos femeninos. Y no tenía esto nada de extraño, dado que, sin duda alguna, era el más hermoso mancebo de la Corte: el más valiente, el más noble, el más apuesto y -tanto en público como en privado- el de modales más refinados. Todo ello le hacía objeto de intensos amores por parte de las mujeres, que, en verdad, no solían rodearse de criaturas del sexo opuesto adornadas con tales cualidades.
Los años de bienestar y prosperidad que proporcionaban la paz y buena administración de Ardid, día más día tornaban la Corte en más lujosa y refinada. Los intercambios comerciales y culturales con la fastuosa Isla de Leonia eran ya de resultado muy ostensible. Aquellas damas mal trajeadas y peor peinadas, no demasiado pulcras -bien que a su pesar- e ignorantes en cuanto a modas y afeites eran de uso común en los países del Sur, se habían transformado en otras muy distintas. Y las niñas que conociera Predilecto en los primeros tiempos, destartaladamente -si no grotescamente- engalanadas, habíanse convertido en jovencitas y mujeres de mucho mejor porte y aspecto. También en sus maneras y lenguaje habían evolucionado. Incluso, en los últimos tiempos, llegaron de la Isla Prodigiosa ungüentos perfumados con que olvidar los olores corporales. Fueron acogidos con entusiasmo. Almíbar adoraba estos artificios, y los introducía profusamente en Olar, desde la dorada y ahora amistosa Isla. Así que, fácil es comprender, no le faltaban al Príncipe lances y aventuras amorosas, y si bien no abusaba de sus dotes de fascinación, tampoco las despreciaba ni tenía a menos. Pero lo llevaba muy discretamente.
La Reina le había ordenado que no tomase esposa hasta después de que así lo hiciera el Rey. Al contrario de los hermanos Soeces y de más de un cortesano de Olar, Predilecto nunca fue en busca de quien no le aceptara de buen grado. Jamás hizo raptar ni atropellar mujer alguna, ni tuvo siquiera ligeros amoríos con dama o doncella de quien no se viera ampliamente correspondido. Pero estas actitudes no eran fruto de haberlas aprendido o visto, sino que respondían a su misma naturaleza. A veces, en la soledad de su corazón, se decía que era raro no haber sentido jamás por mujer alguna lo que él suponía amor verdadero: y se preguntaba, con inquietud, la razón de esta soledad y vacío. Y por qué, aquellos amores o aventuras, no duraban demasiado, ni en su corazón ni en sus sentidos. En alguna ocasión llegó a pensar si estaría negado para el amor, pues del amor, gracias a las enseñanzas del Hechicero, había leído muchas cosas, y si la literatura no interesaba a Gudú, él, en cambio, estaba impregnado, cada día más, de su contaminación. E incluso, a escondidas, se deleitaba en la lectura de poesías que le producían una suave añoranza de alguien que juzgaba hermoso y deseable, aunque desconocido. Tenía noticias del gran amor que por su madre había sentido el difunto Rey Volodioso, y se preguntaba si en aquel amor que le había traído a él al mundo, se habrían agotado todas las reservas de esta curiosa capacidad humana.
A pesar de todo, como era muy dado a cavilar en esto y en otras muchas cosas, y le placía volver del derecho y del revés sus conocimientos, al igual que sus sensaciones, no era en modo alguno tal preocupación la más dominante. Se decía, también, que todavía era joven, y que probablemente algún día vería satisfecha la curiosidad por conocer un sentimiento que vagamente deseaba y temía a un tiempo.
Por aquellos días, una joven dama se enamoró perdidamente de Predilecto. Era la esposa de un noble Señor llamado Rinse, muy afecto al difunto Rey Volodioso, por lo que no es extraño que tuviera cuarenta años más que su joven esposa, última de las cinco que desposó en su vida. La joven se prendó de Predilecto de tal forma, que se lo dio a entender muy a las claras. Era tan hermosa, que no tardaron ambos en iniciar un idilio de muy cálidos lazos. Tenía poco más de veinte años, y era mujer de oscuros ojos y cabellos negros, de piel suave y blanca y de talle grácil. Cierto día en que Predilecto acompañaba al Rey en una de sus correrías por los bosques, éste le dijo:
– Es muy hermosa Sugredie -así se llamaba la dama-, pero estimo que su marido es feroz y celoso, y debéis ir con cuidado. Predilecto quedó muy asombrado de aquellas palabras, pues suponía que llevaban muy escondidamente aquel asunto.
– ¿Qué decís, Señor? -murmuró-. En verdad que no os entiendo.
– Oh, sí que me entiendes -dijo el Rey-. Has de saber, Predilecto, que un Rey no tiene por qué ser discreto hasta el punto de desconocer la vida íntima de quienes le rodean. Podéis estar seguro de que yo cumplo así mi obligación, con muy cuidado escrúpulo. Por tanto, no os extrañe que atisbe y espíe cuanto me place; y puedo aseguraros que en tocante a escondrijos y buenos puestos de observación, no ando ignorante. Recordaréis cómo por vez primera me encontrasteis en el Castillo, y os puedo asegurar que siempre tuve gran curiosidad por todos los vericuetos y pasadizos de este lugar. Así pues, no sólo vuestros lances, sino los de otros que están muy lejos de sospecharlo, tengo bien grabados en mi memoria.
Predilecto no supo qué contestar. Al fin, dijo:
– Bien, Señor. Os ruego que si os disgusta, me lo digáis, y procuraré apartarme de lo que no os parece justo o bueno.
– Ah, no -dijo el Rey-. Poco me importan esas cuestiones: sólo veo que el viejo es peligroso como un zorro, cruel como un lobo sanguinario y vengativo como una mujer celosa. Pero si os place, advertido quedáis. Sólo os ordeno que guardéis bien vuestra vida, pues todavía habéis de serme muy útil.
Aquellas palabras dejaron una rara amargura en Predilecto, pues comprendió que si bien él sentía un profundo afecto por su hermano, bien a las claras a éste sólo le movían hacia él el conocimiento de la ayuda y el desinterés que, a no dudar, estaba dispuesto a prodigarle de por vida. Y reflexionó: «Es cierto, y ahora reparo en ello, que el único amigo del Rey soy yo: si él no siente afecto por nadie, bien necesitará, en cambio, de una mano amiga durante su reinado».
El Rey cortó sus meditaciones diciendo:
– Y a propósito, voy a deciros una cosa: he decidido, llegada la hora, poner en práctica yo mismo lo que tantas veces he visto hacer a otros.
Entendió Predilecto lo que el Rey le decía, y aunque juzgábale bastante joven -aún no había cumplido trece años-, sabía que si él así lo decía, así lo haría. Por lo que se atrevió a preguntarle:
– Señor, me asombra lo que decís, dado que os juzgo muy joven, en verdad. Pero si habéis puesto los ojos en alguna dama o doncella en especial, tal vez deberíais decírmelo, y acaso mi experiencia pueda aconsejaros bien.
– Tonterías -dijo el Rey-, tanto me da una como otra, con tal que sea bonita y no muy vieja. Y no os preocupéis: ya me las arreglaré yo solo sin consejos ni ayuda de nadie.
Con lo que, una vez más, Predilecto pudo comprobar la gran seguridad en sí mismo que animaba todos los actos y decisiones de tan joven Rey.
– Lo único que deseo -dijo al cabo el muchacho- es que no se trate de una de esas mujeres de la Corte. No es conveniente que ninguna me pierda el respeto en ningún sentido ni se tome la más mínima libertad hacia mí. Por tanto, y como sé lo que hacen mis hermanos Ancio, Bancio, Cancio y el repugnante Furcio, creo que ése es el camino más adecuado.
Predilecto se sintió desagradablemente afectado por aquellas palabras. Pero como sabía que contradecir abiertamente al Rey no era en modo alguno un buen camino, se limitó a opinar:
– No sé si será un buen método, Señor. Sólo os diré que personalmente no hallo ningún placer en algo tomado a la fuerza. Más placentero es, puedo asegurároslo, cerciorarse antes de que la otra parte tendrá en vos tanto agrado como vos mismo en ella. Gudú quedó pensativo ante estas palabras. Y al fin dijo:
– Si es como decís, nada pierdo intentándolo. Pues bien, se me ocurre que vamos a disfrazarnos, y como simples plebeyos recorreremos algunos burgos de las cercanías. Veamos si, por mi sola persona y sin saber quién soy, puede conseguirse ese buen grado del otro sexo del que me habláis. Y os creo, porque, según he podido ver, mejor que ninguno en la Corte sois tratado vos por el elemento femenino -y diciendo esto rió sonoramente, cosa que llenó de una molesta turbación a Predilecto.
Pero como el Rey no olvidaba jamás algo que se propusiera, así lo puso de manifiesto a los pocos días. Y conminóle a llevar a cabo lo que había ideado durante la última excursión. Predilecto se debatía en un mar de dudas: por una parte juzgaba peligroso e imprudente lo que el Rey le proponía, pero también le horrorizaba la idea de que el Rey imitara los hábitos de los Soeces.
Recordó entonces unas palabras de la Reina Ardid, que en su día no tuvo por muy importantes, pero que ahora consideraba más detenidamente: la Reina dejó traslucir en aquella ocasión que si algún día el Rey demostraba inclinación hacia alguna mujer, bueno sería que ella supiera antes de quién se trataba. Venciendo la repugnancia que esta clase de encomiendas le producían, decidió al fin visitar a la Reina. Ardid le recibió con el cariño acostumbrado, llamándole «hijo mío», como solía. Estas palabras llenaban de dulzura y agradecimiento el corazón del muchacho:
– Señora -dijo, visiblemente azorado-, he de comunicaros algo que, en verdad, me resulta doblemente penoso: pues no sé si hablando traiciono la confianza del Rey, y si callando traiciono la vuestra.
– Pues no dudes ni un momento en hablar -dijo la Reina, con su habitual desparpajo-, ya que sólo vivo para y por mi hijo. Lo que yo sepa de él, por secreto que os parezca, sólo a su bien ha de conducir.
– En eso me apoyo, para atreverme a portaros tan peregrina embajada -manifestó el joven-. En fin: habéis de saber que mi Señor el Rey desea mantener relación con mujer muy en breve.
La Reina se sobresaltó un tanto, aunque lo disimuló con una sonrisa:
– Pues decidme quién es ella, entonces.
– Es el caso -dijo Predilecto- que no se trata de ninguna en particular. No desea en modo alguno (bien claro lo ha dejado dicho) que se trate de una dama de las habituales en la Corte, sino de muy distinta clase, y que además no le conozca. Por ello me ha pedido que, disfrazados, recorramos los alrededores en busca de la que le parezca más apropiada… Y como yo lo juzgo un tanto peligroso, me atrevo a hablaros de semejante manera, y solicito vuestro consejo.
La Reina meditó largo rato. Al fin del cual, dijo:
– Bien hacéis en advertirme de las intenciones del Rey. En verdad que yo también considero peligrosa esa ocurrencia. Pero dejadme que medite la cuestión, y hallaré una solución adecuada. Para ello preciso algunos días, y en el transcurso, si os conmina a llevar a cabo esa correría, os ruego que os finjáis enfermo, y así podamos disponer del tiempo que yo tarde en hallar una solución adecuada y digna.
Aunque le repugnaba con todas sus fuerzas llevar a cabo semejante encomienda, y ningunas ganas tenía de fingir una enfermedad que en modo alguno sentía, obedeció por cariño a la Reina y a su hermano lo que ésta le ordenó.
El Rey pareció defraudado al saber que su hermano permanecía postrado con fuertes calenturas, precisamente el día elegido para la aventura planeada. El Hechicero -que a la vez asumía las funciones de médico y físico de la Corte- le informó de que Predilecto tendría que guardar cama durante varios días, sin recibir visita alguna. Y así pareció conformarle.
Pero grande fue la sorpresa de Predilecto cuando, al día siguiente, presentóse el Rey inopinadamente en su cámara. Tras informarse del estado de su salud, mandó que les dejaran solos. Y cuando esto sucedió le dijo:
– Predilecto, he de comunicarte una cosa: he tenido que prescindir de ti, ya que estabas tan afectado por esa inoportuna dolencia. Así que anoche salí yo solo y recorrí la ciudad, hacia la Muralla Norte: tengo oído hablar a los soldados de cierto figón donde puede hallarse fácilmente lo que a mí me interesaba. Y me alegra comunicaros que he satisfecho mi curiosidad, y que estoy decidido a repetir esas andanzas. Disfrazado o no disfrazado, juzgo que esta experiencia no es en absoluto despreciable, y tengo para mí que, con el tiempo, cada vez menos despreciable me parecerá. Así pues, no lo olvides: tan pronto estés de nuevo sano, llevaremos a cabo todo lo planeado. Y ten por seguro que nos divertiremos.
Dicho lo cual, y sin aguardar su respuesta, salió de la estancia, dejándole sumido en una gran confusión. Cuando la Reina le dio permiso para recuperar la salud, había tenido ocasión de meditar que si bien la mentira le era naturalmente desagradable, había ocasiones en la vida en que ésta era el más benigno de los males. Por tanto, dijo:
– Señora, creo que por una vez, el Rey ha olvidado algo que se proponía. Así pues, ya os avisaré si lo recuerda y desea llevarlo a cabo. Tengo para mí que ese capricho ha de tardar en volver a acuciar al Rey mi Señor.
La Reina pareció satisfecha. Pero una vez Predilecto se reincorporó a la custodia y servicio de su hermano, se llevaron a cabo, y con gran frecuencia, las fementidas correrías. Que si bien, tal como Gudú pronosticara, no fueron aburridas, lo cierto es que tenían el corazón de Predilecto suspendido de un hilo, que día a día se le antojaba más débil y quebradizo.
Entendió, de una vez para todas, que cuando Gudú pensaba llevar algo a cabo, nada en el mundo podía impedírselo. Y así lo aceptó.
El Rey, cuanto más tiempo iba pasando, cada vez se divertía más con aquellas escapadas. Estaba ya cercano el día en que cumpliría catorce años. Se hallaban, pues, en invierno, y aunque en tales épocas los lugares que ellos visitaban -lugares de extramuros, donde la pobreza y sordidez reinaban- se encontraban por lo general sumidos en un frío crudo y terrible, la férrea naturaleza de Gudú -en la que, y pese a su aparente ligereza, no le iba a la zaga Predilecto- lo afrontaba sin aparente incomodidad.
Andaban embozados, fingiéndose buhoneros o caminantes, por los burgos y antiguos condados de Olar. Poco a poco fueron adentrándose más y más hacia tierras del Sur, y aunque aún muy diferentes a ellas, Predilecto recordaba a menudo, con tierna añoranza, el tiempo en que vivía, austera pero delicadamente tratado, en el que fuera Castillo de su madre. En su mente revivían aquellas regiones y aquellas gentes con cariño. La Reina había conservado para él dichas posesiones, si bien encareciéndole que no las visitase en tanto el Rey no lo hiciera a su vez. No es raro, pues, que en el rigor del crudo invierno a menudo conversara de todo ello con su hermano menor. Éste le observaba fijamente: y descubría la rara ensoñación que en esos momentos, como un misterioso resplandor, bañaba el rostro de Predilecto. Tal cosa llegó a intrigarle sobremanera: sentía en lo hondo de su ser un raro e inconcreto respeto hacia aquel hermano, que era tan valiente como galante y encantador. Y le despertaba una admiración que suplía, en parte, la amistad o el afecto de que era incapaz.
De la misma manera que al ciego se le agudiza el tacto y al sordomudo la vista, la incapacidad de todo sentimiento afectivo en Gudú había agudizado otras particularidades de su carácter: una era la curiosidad y el ansia de conocer nuevos paisajes, nuevas gentes, y otra, en la que no había atinado Ardid, más peligrosa: la imaginación. Pero a decir verdad, la fantasía e imaginación del Rey se centraban en cosas tangibles y concretas, jamás en la ensoñación de lo que no concerniese a ser humano. Se decía -pues era muy joven- que muchas cosas accesibles y en extremo atractivas e interesantes existían en el mundo, y a su mayor o menor alcance. En conseguir éstas se centraba, y no en quimeras poéticas, ni especulaciones más o menos filosóficas. Lo que a no dudar, favorecía mucho su destino.
– ¿Qué es lo que estás viendo, cuando me hablas así? -le preguntó un día a Predilecto.
– Estoy viendo los viñedos de septiembre, el sol sobre el mar y los blancos acantilados de la Isla de Leonia.
– ¿Y qué hay de particular en esas cosas? -dijo Gudú, intrigado.
– Es un lugar más cálido, más bello -contestó Predilecto-. El invierno no reviste esta inclemencia, y es raro que alguna vez los campos se cubran de nieve. Por otra parte, las gentes son de carácter amable, y las mujeres hermosas como ninguna vi antes.
Esto último interesó vivamente a Gudú:
– ¿Más hermosas que estas de por aquí? -dijo.
– Es cuestión de gustos, Señor -dijo Predilecto, dándose cuenta demasiado tarde de que había llevado la conversación a un terreno a todas luces peligroso-. Son también, en verdad, poco dadas a las aventuras galantes. Suelen ser esposas muy honestas y de gran respeto en todas sus maneras.
– Pues si algún día debo contraer matrimonio -dijo Gudú, pensativo-, tendré que ir a buscarla por esas regiones. Porque estoy dispuesto a contraer matrimonio, aunque tal compromiso, en sí, me parezca harto desproporcionado: no sé por qué razón hemos de conservar lo que un día no sirve. Pero si Rey soy, muchas cosas que no me agraden habré de aceptar. Por lo que, como decía, ya que el mal debe llegar, al menos que sea un mal de apariencia hermosa, y por añadidura seguro.
Cuando así hablaba Gudú, Predilecto guardaba silencio, pues a nadie, ni a su mismo padre, había oído razonar de forma tan concluyente. Esto le producía tanto asombro como malestar, al tiempo que una suerte de admiración nacía también en él hacia su hermano pequeño. Y se decía que si Rey había de ser, no podía habérselas con un ser mejor dispuesto para cometido semejante. Y aunque a medida que el tiempo pasaba se mostraba menos impulsivo y más reflexivo, si alguna vez una insinuación brotaba de sus labios, podía tenerse por seguro que la maduraba en su interior hasta darle una forma viable y ponerla en práctica. Así, cierto día, dijo a su hermano:
– Predilecto, he pensado que me convendría visitar las regiones del Sur. Y creo que voy a disgustarte si te digo que hora es ya de que eches una mirada a esas tierras que te dio mi padre, pues no me parece conveniente descuidar tales cosas. De paso podré conocer yo también qué es lo extraordinario que tú encuentras en ellas, para recordarlas tan a menudo. Y tampoco desecho la posibilidad de entrar en conocimiento con alguna señora de las que me has hablado con tanto entusiasmo… y que no tenga enraizadas en la sesera costumbres de honestidad tan rigurosa.
– Señor -murmuró, temeroso y desconcertado, Predilecto-, nadie más que yo podría desear llevar a cabo ese viaje. Pero opino que vuestra Señora Madre debería entenderlo como vos, pues no es cosa de una o dos noches, ni de dos o tres días, llegar hasta allí. Habríamos de llevar a cabo diez o más jornadas de camino, y difícilmente pasaría inadvertida nuestra ausencia.
– Ya he meditado esas cosas -respondió Gudú con ligera impaciencia-. No me creáis tan desprevenido. En modo alguno será esto una correría más, y aunque me prive del placer de lo escondido, no por eso voy a renunciar a ello. Tened por seguro que se lo comunicaré a la Reina, de forma que no haya lugar a dudas sobre mi voluntad y decisión al respecto. En tanto, disponeos para el viaje y empezad a encargar todo lo necesario, pues entiendo que esta vez tendremos que llevar escolta y muchas otras cosas con nosotros.
Dicho y hecho: fue en busca de la Reina. Como siempre, ella le recibió prestamente:
– Decidme, hijo mío -dijo ofreciéndole un escabel que desde niño, cuando vivían prisioneros en la Torre Este, solía utilizar para hablar con ella-, os escucho con gran complacencia.
– Señora, yo también os comunico con gran complacencia que he decidido visitar las tierras del Sur: ésas en las cuales vos y mi hermano Predilecto nacisteis. Creo que es hora de que él eche una mirada sobre un Castillo y una tierra que le pertenecen, y al mismo tiempo, pueda yo enterarme de qué es, y cómo es esa tierra del Sur, que tanto gozo dio a mi padre conquistar.
La Reina quedó muda de asombro. Al fin, dijo:
– Es una idea muy natural, y como tal la escucho. Un Rey debe conocer palmo a palmo el territorio sobre el cual domina, y nada más lejos de mi pensamiento suponer que vos os ibais a olvidar de tal cosa. No obstante, debo confesaros un temor que me aguijonea, y que supongo compartiréis conmigo.
– Pues decidlo, y veré si lo comparto o no -contestó Gudú, con idéntico desparpajo al de su madre, a todas luces heredado o asimilado muy profundamente.
– Bien, no deseo inquietaros, hijo mío -añadió Ardid, despacio; como cuando cruzaba un suelo resbaladizo-, pero es el caso que en los últimos tiempos tengo para mí que el Consejero Real y vuestro hermano el Príncipe Ancio no miran con buenos ojos el hecho de que vuestro padre decidiera, en el último momento, nombraros heredero de la Corona. De modo que, desde hace tiempo, vengo presintiendo el creciente rebullir de intriga y hostilidad que rezuman sus palabras y miradas. ¿No sería esta ausencia vuestra aprovechada por ellos para asestarnos un golpe artero? Cuando os vayáis, dejaréis en este Castillo una mujer indefensa, ya no tan joven… -y suspiró falsamente, mientras echaba un vistazo al bruñido espejo que reflejaba su espléndida hermosura en sazón- y como tal, en su debilidad, expuesta a ser víctima de quién sabe qué maquinaciones.
– Madre -respondió pensativamente Gudú, con lo que dio a entender que había calculado todas las posibilidades-, estas cosas deben afrontarse como son y sin hurtar cobardemente el bulto. Así que, si me lo permitís, en primer lugar os diré que jamás he visto ni oído, ni tengo noticia alguna de que exista en el mundo mujer menos indefensa y débil que vos, ni más inteligente y astuta, y me alegro de que esta mujer sea mi madre, y no mi esposa. Por otro lado, tengo la impresión de que hay una manera absolutamente decisiva de cortar de raíz los desmanes que atribuís al Consejero Tuso y a mis desagradables hermanos. Pienso que sería una buena medida, sin preámbulo alguno ni detalle que les pueda hacer presumir el hecho, encerrar prisioneros a los seis -con la misma consideración que hace años lo fuimos nosotros-, bajo guardia permanente a cargo de mi tío Almíbar. Si a mi regreso lo juzgo oportuno, les volveré a libertar, so pretexto de haber sido mal informado sobre sus actividades. Pero como tales actividades, tanto vos como yo sabemos más que probables, no tendrán excesivo aliento para rebelarse o elevar sus quejas de forma demasiado evidente.
La Reina sintió repentinamente seco su paladar, y humedeciéndose los labios con lentitud, ordenó sus pensamientos lo más rápidamente que le fue posible. Al fin, dijo:
– Hijo mío, entre tus muchas virtudes no se cuenta precisamente el tacto de la diplomacia.
Gudú la miró con asombro interrogativo:
– No entiendo esas palabras, madre. Haced el favor de explicarlas con presteza, antes no me colme la curiosidad o la impaciencia.
– No debéis hablar así a quien ha tenido ocasión de conocer los entresijos de esta Corte y padecer su crueldad. No por más sabia, sino por más vieja os diré que tales decisiones, si bien no las descarto para un tiempo más propicio (máxime cuando coinciden con las vuestras), no son oportunas en un Rey que aún no ha sido coronado y permanece aún bajo la tutela (aunque vos y yo sabemos, puramente formularia) de una madre regente, que, por otro lado, no os ha dado motivo de disgusto.
– Cierto -interrumpió Gudú, con serenidad pero inquebrantable decisión-. Hace tiempo que vengo meditando ese punto, y creo que debemos adelantar ese detalle tan nimio, pero que entiendo necesario: la coronación, que ya debería haberse llevado a cabo desde que tengo uso de razón.
– Pero ocurre -continuó la Reina, matizando el tono cada vez más lento y suave de su voz- que entre las pocas leyes que tuvo a bien instituir vuestro padre, de muy respetada y prudente memoria, hay una en la que se ordena que esto que deseáis adelantar no ocurrirá hasta que el heredero cumpla dieciocho años. Y si mis cálculos no fallan -y vos sabéis que mis cálculos me han llevado a este trono, y tal vez a vuestra existencia misma-, os faltan aún tres años, tres meses y veinticinco días para cumplir la edad requerida. No creo necesario recordaros que si un Rey no respeta por sí mismo las leyes establecidas, mal podrá hacerlas respetar con la fuerza necesaria a quienes están bajo su mando. Pues si bien el Rey puede y debe conducir su voluntad por encima de la voluntad de los que componen su Reino (y un Reino no está hecho solamente de tierra, agua y piedras, sino de leyes y de hombres: y éste es su elemento más indispensable), ha de hacerlo de modo que todos crean que esa voluntad coincide con la de sus súbditos… Para terminar, hijo (y dejo a vuestro albedrío seguir o no los consejos de una mujer que habéis reconocido como nada tonta), no creáis que para otra cosa se ha creado lo que llamamos Asamblea de Nobles. Esta denominación tan brillante envuelve en su resplandor la vanidad de quienes componen ese invento. Si yo he dado prerrogativas a esa Asamblea y restituido unos derechos que en los últimos años vuestro padre olvidó (y a punto estuvo por ello de perder el Reino), no fue por otra razón que la de aplacar sus ambiciones y codicias, con las migajas de un pastel que estaban deseosos y dispuestos a devorar de un solo bocado. No creáis ni por un solo momento (y ya que parecéis conocerme tan bien, no dudo así lo entenderéis) que hice esto por blandura, ni por justicia ni por espíritu bondadoso, cualidades que si en un tiempo existieron o anidaron en mí, muy pronto las circunstancias se cuidaron de segármelas de raíz. Huelga, pues, puntualizar (y con ello termino), que si os empeñáis en no cumplir uno de los pocos requisitos indispensables para llegar a gobernar (oficialmente, se entiende) este país, la vanidad herida de quienes os he hablado hace un momento reverdecerá sobre el relumbrón de las palabras, los cargos y las prebendas. Ya que tanto habéis sido instruido en la gloria y la ruina de otros reinos, otros reyes, otras tierras, por los que tanto y tan laudable interés demostráis, no olvidaréis tampoco cuán belicosos y descontentadizos son los hombres que componen, necesariamente, la Corte de un Reino, su más sólido, aunque también más escurridizo apoyo. Pues la nobleza y fidelidad que la fortuna nos ha proporcionado al dar con hombres como vuestro tío Almíbar y vuestro hermano Predilecto, creedme si os digo que no son frecuentes: ni aquí ni en parte alguna. Y es evidente que ni el uno ni el otro tienen madera de reyes.
Dicho lo cual, la Reina guardó prudente y amable silencio, con aire aparentemente confiado. Gudú, a su vez, permaneció largo rato -tal vez menos largo de lo que a la Reina le pareció en silencio. Al fin, riendo inesperadamente, manifestó:
– En verdad, madre, que sois astuta como la raposa y ladina como el zorro. Hombre y mujer juntos no darían mejor resultado que vos, por sabios que fueran sobre la tierra.
Y levantándose, salió de la estancia con paso firme, y -al parecer de su madre- contento.
Gudú no fue a los países del Sur, por aquella vez. Pero tampoco -y su madre estaba segura de ello- había desechado en modo alguno tal propósito.
Algunos días más tarde, el Rey volvió a visitar a su madre, y sentándose nuevamente en el escabel, dijo:
– He estado observando con detenimiento cómo se prende el fuego que nos da calor y que tan necesario nos resulta en invierno como molesto en verano.
– Os escucho -dijo la Reina, reprimiendo su inquietud con la mejor de sus sonrisas.
– Pues bien, primero es necesario frotar el pedernal y la yesca, hasta que brote la chispa. La chispa prende la paja, la paja el leño. Así, como buena entendedora que sois, sólo me resta deciros que estoy dispuesto a prender la chispa para que prenda en la paja. Y una vez prendida la paja vos aventaréis la llama hasta que arda el leño. Y crecida la hoguera, sólo espero de vos la ayuda necesaria para que entre los dos la sofoquemos hasta reducirla a cenizas, que pronto se esparcirán en el viento. Y como nada más tengo que comunicaros, salvo que me dispongo a frotar el pedernal, tened preparado el fuelle y el atizador, para cuando os llegue el turno.
Saludó con una inclinación a su madre y salió de la estancia, dejando a la Reina perpleja y, acaso por primera vez en su vida, absolutamente ignorante de cuanto le había sido confiado.
Poco después de esta escena, el joven Rey aún no coronado hizo llegar al Consejero Tuso una misiva en la que, con maneras más suaves de lo que jamás le conociera nadie, le comunicó su deseo de verle con urgencia: pues deseaba consultarle algo de gran importancia.
Extrañado y receloso, al tiempo que íntimamente espoleado por cierta esperanzada curiosidad, el Consejero se apresuró a acudir a la llamada del Rey. Éste le recibió en su alcoba, al parecer frívolamente entretenido en un necio juego de salón, aprendido de las damas, que consistía en hacer solitarios con una baraja de marfil, obsequio de la Reina Leonia.
– Mi estimado Consejero, tened a bien sentaros -dijo amablemente, aunque por lo común lo mantenía en su presencia derecho como un mástil, sin reparar en que los años habían abultado de forma indecorosa los juanetes del Conde-, y oídme con mucha atención, pues os tengo por leal amigo y buen Consejero que fuisteis de mi padre y sois ahora de mi madre, a quien tan leal y juiciosamente habéis servido largos años. Ahora, llegado el momento en que preciso a mi vez de vuestra mucha sabiduría, no he dudado en haceros confidente de algo que turba mi ánimo y me llena de confusión.
Mucho recelo levantaron en el ánimo de Tuso tanta ceremonia e insólitas palabras. Dirigió la mirada bicolor de sus ojos -que, para su mal, iban apagándose- escrutadoramente a los del Rey: y tan prístino candor reflejaban éstos que, por un instante, meditó: «No olvidemos que, al fin y a la postre, el Rey es todavía un niño, o poco menos». Así pues, con gran solemnidad tomó asiento donde el Rey le indicaba, y, con el mayor respeto de que era capaz, dijo a su vez:
– Mucho estimo vuestras palabras, noble Gudú, mi buen Rey y Señor, y tened por seguro que me esforzaré en ofreceros cuanto, a mi humilde entender, sea lo mejor, y mi más meditado consejo.
– Así lo creo -dijo Gudú, con una sonrisa repleta de candor, donde parecía ocultarse un insospechado pudor-. Es el caso que como por delicadeza no puedo acudir a mi madre en este trance, y ya que no tengo la dicha de que viva mi padre, ni hallo a mi alrededor varón más apropiado que vos para mis confidencias, deseo deciros que de un tiempo a esta parte, y pese a mi corta edad (habréis observado lo robusto de mi naturaleza, que me aparenta más maduro de lo que cuento), como mi mente no se ha desarrollado de acuerdo con la precocidad de mi carne, el caso es que me debato en una gran perplejidad y zozobra, al sentir unas apetencias que, tal vez, en otro muchacho de mi edad no se manifiestan con tanta pujanza.
Y calló, mirando tímidamente al suelo. El Consejero sintió algo, como un viento fresco que disipara las nubes de una tormenta presentida y temida. Y se aprestó a responder, con prudencia y tacto:
– Aunque ya soy viejo y marchito, Señor, entiendo bien a qué os referís. Y juzgo que tales cosas tienen remedios fáciles y placenteros, Señor: pues aunque mi carne está seca, no así mi memoria, y a veces trae ráfagas de muy bellos recuerdos juveniles. Por tanto, no puede parecerme inaudita vuestra revelación, sino todo lo contrario; máxime teniendo en cuenta que sois hijo de quien sois.
– Agradezco vuestra comprensión, mi buen Consejero. Bien comprendo que un Rey no debe permitirse vanidades ni regocijos que puedan ser causa de murmuración y malas interpretaciones por parte de quienes confían en mí. Por tanto, he pensado que la más oportuna solución sería tomar esposa. Pero no se me oculta que para que esto sea posible, es costumbre -o ley- haber sido antes coronado. Y tampoco ignoro que la coronación deba ser llevada a cabo ni un solo día antes de cumplir los dieciocho años. Como no estoy dispuesto ni deseo de ningún modo quebrantar esa ley, ni ninguna otra, así de turbado me halláis, y a vos confío mis angustias y zozobras: por si vuestra probada inteligencia y lealtad hallaran alguna solución decente y lícita, que resolviera mis torturas y no quebrantase ninguna respetable institución.
El Conde Tuso quedó sobrecogido de placer y de perplejidad al oír tales palabras, que, a decir verdad, jamás esperó oír de Gudú ni de ningún otro Rey -ni con un Ancio en el trono-. Meditó un rato, y al fin manifestó:
– En verdad, Señor, que me ponéis en un grave aprieto. Pero, por otra parte, no veo nada malo en lo que decís, y sí comprendo mucho, en cambio, la crueldad que puede representar para vos una espera a todas luces tan desproporcionada, como evidencian la contradicción entre vuestra naturaleza y la edad reglamentaria. Entiendo que para un mozo lleno de vida como vos, tres años de abstinencia son muchos años, ya que tan pundonoroso y reacio os veo a llevar a cabo lances fuera del matrimonio.
– Tened por seguro que así es -dijo Gudú, con un suspiro tan hondo que a poco estuvo de conmover seriamente al cauteloso Conde-. Así pues, amigo mío -y estas palabras jamás las había oído Tuso ni tan siquiera a Volodioso-, ¿qué es lo que puedo hacer para no caer en la locura o el desatino?… Me gustaría saber si habría alguna forma de celebrar mi matrimonio antes de la coronación sin violar la ley: esta última sí que, bajo ningún pretexto, ni la muerte me haría quebrantar.
«Pues ésta es la única cosa que me importa», se dijo Tuso, frotándose mentalmente las manos como las moscas las patas. «Ten por seguro, lúbrico mocoso, que tu problema tendrá solución, a fe mía: ni más oportuna ni mejor tarea podías recomendarme que la de unirte a mujer elegida por mí, cosa que, no lo dudes, haré lo más pronto que sea posible.»
– Señor -dijo tras una fingida meditación-, veo dos soluciones, a saber: primera, que según entiendo, vuestros escrúpulos se centran más en el bien parecer, como es lógico en un Rey, que en la naturaleza misma del hecho; por lo tanto, pienso que si llevamos las cosas con tacto y discreción, esta primera solución puede consistir en que podáis aplacar vuestra naturaleza en absoluto secreto, de manera que no pueda ser motivo de comentarios sobre el particular, en tanto llega el momento de elegir esposa.
– Oh no, no -Gudú se tapó los ojos con las manos-. Si eso sucediera, como joven e inexperto que soy, podría aficionarme demasiado a quien se prestara a calmar mi sed, y llegado el matrimonio, sería mal esposo con la que eligiese por compañera de por vida. Desechad tal idea, os lo ruego, y no la repitáis en mi presencia.
«Pues sí que sale remilgado», pensó Tuso, con desconfianza. «A fe mía que su padre jamás se planteó al respecto tamañas insensateces. Pero en fin, si tan cándido y escrupuloso es como parece, tanto mejor para mí.» Así pues, dijo:
– En tal caso, no queda más que una solución: que yo mismo como si a espaldas de vuestra Majestad se tratara, proponga a la Asamblea que, en virtud de las razones expuestas, se lleve a cabo vuestro matrimonio antes de la coronación. Sin que esto suponga que la coronación deba supeditarse inexorablemente a tal matrimomo. Es decir: que si vuestro padre así lo mandó, fue por si antes de los dieciocho años el heredero mostraba síntomas graves de enfermedad, locura, idiotez o despilfarro. Así consta en su oportuno lugar, como no ignoráis, pero no sucede lo mismo respecto a la celebración del matrimonio. Más bien fue una simple formalidad, que si se reforma convenientemente, nada puede alterar la verdadera razón de ese mandato.
– Entiendo bien -dijo el Rey-. Es natural que en estos tres años, si, aun a pesar de haber tomado esposa, no acredito poseer las cualidades requeridas, puede quedar aplazada, o incluso anulada, la coronación. Y como tal, firmaré de buen grado cuanto se me presente al respecto.
«Pues eso está mejor -se dijo Tuso, sintiendo renacer sus viejas ilusiones, tan inesperadamente propicias-. Y bien estúpido eres, criatura, si te avienes a tales cosas con tal de dar rienda suelta a tus antojos, tan fáciles de resolver por otros medios.» Pero, con súbita alarma, indagó:
– Y ya que tanta confianza me demostráis, Señor, ¿por ventura ya ha sido elegida la esposa de vuestro corazón, o aún no habéis reparado a tal efecto en ninguna mujer?
– Oh, no dijo Gudú-. Ya que tan bueno os mostráis, y tan comprensivo, quisiera pediros un último favor: escoged vos a la futura esposa, y me uniré a ella. Pero sólo por guardar las apariencias, una vez aceptada la proposición por la Asamblea, estimo que debéis, antes que a nadie, proponer a mi madre la elegida, y saber si es de su agrado.
«Buen pájaro está hecho -se dijo Tuso, cada vez más satisfecho-. Sabes, como yo, que la opinión de tu madre te tiene sin cuidado, para esto como para cualquier otra cosa. Pero no entiendo cómo, tan avisado como pareces para tantas cosas, tan cándido te muestras en lo que a mí respecta… ¡Ah, ardores de la juventud! -reflexionó, con reminiscencias de alguna cosa oída o leída-, cuántos males puede acarrear la ceguera de la pasión, tanto a los más sabios y cuerdos en apariencia, como a los más astutos.»
Y muy satisfecho, se retiró a urdir planes, en vistas a un sonrosado porvenir que reverdeciera sus antiguas glorias y poderío: cuando verdaderamente era el Consejero de un Rey sensual, violento e inculto, aunque valiente y astuto.
Así las cosas, pidió permiso a la Reina para reunir a la Asamblea de Nobles, pues debía tratarse una delicada cuestión que afectaba al Rey y al Reino. Algo se olió la avispada Ardid, y llamó en su auxilio al Trasgo, encargado de seguir de cerca los pasos del Rey. Presto acudió el Trasgo, pero tan borracho estaba, que nada inteligible salió de sus labios. Disgustada, pero con la benevolencia que todas sus actuaciones le inspiraban, prescindió de él y llamó al Hechicero. Cuando estuvieron a solas, le confío sus cuitas.
– Señora -dijo después de una larga reflexión el anciano-, como fiel servidor y Maestro vuestro, podéis solicitar mi asistencia en la Asamblea junto a vos, y utilizando las señales de vieja inteligencia que nos unen, podré ir aconsejándoos oportunamente cuál deberá ser vuestra actitud en el transcurso de la reunión. En cuanto a este desdichado -añadió señalando al Trasgo-, bueno será que, en cuanto se despeje, lo tengamos bien alerta e informado de las cosas que pudieran ocurrir o comprometernos.
Pero cuando el Trasgo se despejó, tan desfallecido y amoratado estaba, que quedaron sobrecogidos de su grado de contaminación.
– Insensato -dijo la Reina-, ¿cómo has llegado a este estado? ¿No ves el mal que estás haciéndote a ti mismo?
El Trasgo suspiró largamente, y murmuró:
– Es por culpa de vuestro hijo Gudú, que con su desvío e incapacidad para verme, me entristece y empuja a locuras inconcebibles.
– Pues si de Gudú se trata -dijo la Reina, entre benévola e impaciente-, bien harías contándonos cuáles han sido sus idas y venidas en los días pasados.
– No he podido -dijo el Trasgo-. No me es posible verle sin que mi ser se estremezca de pesadumbre. ¡Ah, humanos, humanos!…, ¿qué habéis hecho de mí?
Y abriéndose el pecho con ambas manos, mostró, ante el horror de sus dos amigos, algo que les hizo enmudecer: en el lugar donde los humanos suelen alojar el corazón, habíale crecido al Trasgo del Sur un racimo, todavía pequeño, de uvas negras.
– ¿No véis? -dijo-. ¿No es éste acaso el síntoma de la temida raíz, donde anidan los sentimientos más humanos?
– Querido -dijo la Reina sentándolo en sus rodillas; y por vez primera se apercibió de lo menudo que era: pues, cuando le miraba, lo tenía en su memoria tal como lo veía de niña: aquel tiempo en que ambos tenían una estatura casi igual-, no tengas miedo. No es un corazón: es un racimo de uvas, y tan tierno, que si te enmiendas, mucho me malicio que no llegue a madurar.
– Ah, querida niña -dijo el Trasgo, apoyando su roja cabeza en el pecho de su amiga-, tú no sabes lo que dices. No es en el corazón, donde se aloja vuestra creencia, el lugar que contiene tales malas raíces. No, no es la vasija lo que importa, sino la sustancia en sí. Eso, como Trasgo, lo sé mejor que ninguno de vosotros: lo contemplé tantas veces en vuestra especie, transparente para mí, con indiferente asombro…
Mas aún, no había llegado su contaminación al grado suficiente para que pudiera desbordar su amargura en llanto. únicamente un raro gemido, tan ronco como su risa de borracho empedernido, brotó de su ser.
– Ea, no te apesadumbres tanto -dijo el Hechicero conmovido-. Repórtate, baja de las rodillas de la Reina, y ayúdanos a cavilar sobre nuestras nuevas preocupaciones: pues parece que éstas no van a tener nunca fin.
Y así, convinieron que, cada uno desde el lugar más propicio, asistirían a la temida y misteriosa Asamblea.
Y cuando llegó el día, revestido de gran solemnidad, Tuso expuso su parecer respecto a las cualidades físicas que en el Rey venía apercibiendo, y la solución que, a su entender, no agravaba en lo sustancial el cumplimiento de la ley dictada por Volodioso. Y como aquellos que componían la Asamblea, excepto la Reina, eran nobles varones, sintieron todos una punzada de compasivo regocijo ante las zozobras que se atribuían al joven Rey. Hasta en los corazones más indiferentes o poco simpatizantes hacia la real persona, se despertó una ligera ola de simpática tolerancia.
– En verdad -dijo el más anciano (se trataba del Barón Leorinaldo, cuya rijosidad era de todos conocida, si bien en lo demás, aunque ignorante, era hombre sensato y de gran experiencia)-, no veo que la cosa deba ser contemplada con excesivo escrúpulo. En sí mismo, el hecho de que el Rey case antes de su coronación no altera sus compromisos y sus deberes, ni la ley misma. Así pues, si deliberamos con buena voluntad, no creo que lleguemos a un completo desacuerdo…
Ante el estupor de la Reina y sus amigos, que, mudos de sorpresa, asistían a lo que ni más remotamente hubieran imaginado presenciar y oír, quedaron del todo anonadados cuando Tuso, volviéndose hacia Ardid con la más lisonjera de las ceremonias -que sabía tanto agradaban a Ardid-, manifestó:
– Si la decisión es favorable a que el matrimonio del Rey se verifique, es obligación moral de la Asamblea obtener el beneplácito de vuestra augusta Majestad: pues si bien el Rey, en muy íntima conferencia, me ha pedido que sea yo quien elija a la futura desposada (en el caso de que la Asamblea asienta a este deseo), yo someteré a vuestro consentimiento la aprobación de la elegida.
Sólo entonces, la Reina recordó las palabras de su hijo, y la luz se hizo en su cerebro: al igual que la chispa que Gudú le había asegurado iba a encender, prendió en su entendimiento. Con los ojos brillantes y el rostro sonriente y firme que todos acostumbraban a ver en ella, dijo:
– Tengo para mí muy acertadas todas estas proposiciones. Y así, espero que una vez hayáis deliberado sobre el caso (del cual me permitiréis ausentarme, para no cohibir con mi presencia de madre y mujer vuestras disquisiciones), tengáis a bien comunicármelo con la mayor prontitud.
Y con una encantadora sonrisa, se levantó y abandonó la sala seguida de cerca por el Hechicero. Sólo el Trasgo permaneció entre las cenizas de la gran chimenea. Y oyó cómo la Asamblea, una vez la Reina hubo partido, se entretuvo en proferir chanzas más o menos groseras o atinadas sobre la precocidad del monarca. Y luego de ordenar que les fueran servidas algunas copas, libaron en abundancia, mientras decidían, con gran alborozo no exento de nostálgica campechanía y comprensión -no en vano todos habían dejado atrás, no sólo la fogosa juventud, sino también la más sazonada madurez-, que el Rey hiciera cuanto le viniese en gana con su persona, si con ello no alteraba para nada la sustancia de aquella ley sobre la coronación, edad, enfermedad, locura, imbecilidad y prodigalidad, que, en puridad, ninguno de ellos conocía profundamente, y en lo más hondo de sus corazones les tenía sin cuidado.
Cuando todo acabó, el Trasgo enteró de la decisión de la Asamblea a Ardid, aun antes de que el Consejero y el Barón se lo comunicaran oficialmente. De manera que ella ya tenía muy bien meditada la contestación:
– Si así lo decidió la Asamblea, nada tengo que oponer. Y si así os lo ha encarecido mi hijo, andad presto, consultad El Libro de los Linajes, y decidme cuanto antes el nombre de la candidata que proponéis.
«¿El Libro de los Linajes?, ¿qué demonios de libro es ése?…», se preguntó Tuso, inquieto. Pero, por el momento, prefirió darse por enterado, y asintió sin comentarios.
Ardid firmó el pergamino que -como bien sabía- había rubricado la Asamblea en peso. Y cuando se quedaron solos ella, el Trasgo y el Hechicero, se miraron los tres con malicia. Prescindiendo de toda pomposa ceremonia, la Reina manifestó, llanamente:
– Buen pájaro de cuenta está hecho mi hijo. Sin duda alguna, tenemos que habérnoslas con un verdadero Rey.
Y como le aconsejara Gudú, se apresuró a armarse de atizadores y soplillos, ya que la paja había ardido y ahora debía prender el leño. Comprendió que, tal como le indicó su hijo, le llegaba a ella el turno.
No tardó mucho en recibir la visita de su hijo, esta vez absolutamente desprovista de todo protocolo. Tanto es así que experimentó un gran sobresalto, cuando, creyéndose sola en su cámara, y disponiéndose a descansar de la fatigosa jornada, Gudú apareció ante ella con agilidad propia del mismo Trasgo. Vestía de forma tan estrafalaria que le costó reconocerlo.
– ¿Qué hacéis, hijo mío? -dijo, soliviantada-. ¿Y por qué vais vestido como un criado o un vendedor de ajos? -Para ella un vendedor de ajos era alguien ataviado de forma inusual. Así los recordaba, cuando los viera deambulando por los mercados del Sur.
– Callad, madre -murmuró Gudú, poniéndose un dedo sobre los labios-. Sabed que así puede pasarse más desapercibido por pasillos y camarillas, y más aún si uno carga con esto -y le mostró una gran bandeja con servicio de copas, como solían transportar los encargados de la bodega que eran requeridos por la gente del Castillo-. Y así también se oyen y ven muchas cosas que, de otro modo, y con el boato del Rey, no llegarían jamás a conocerse.
– Es cierto -dijo Ardid, respirando aliviada-. Como sé también que no sois el primero en usar tales artimañas. Pero ¿qué es lo que os trae aquí a tales horas y con tal misterio?
– Madre -dijo Gudú, y tal vez por la fuerza de la costumbre, fue a sentarse en el escabel que siempre usaba para hablar con ella-, dentro de poco tiempo recibiréis a una Princesa o dama de alcurnia, presentada como candidata a mi boda. En tal caso, y aunque se tratara de la más alta y linajuda Princesa (cosa que desde luego me apresuro a negaros, dado que conozco bien a Tuso y la calaña de sus relaciones), negaos en redondo a aceptarla sea como sea. Y como tan estúpido ha sido al fiarse de vuestra docilidad como de mis rubores de adolescente impetuoso e idiota, no es un secreto para nadie que de vuestro puño y letra habéis firmado el pergamino en el que se os confiere, además del asentimiento a mi pronta boda, el derecho a rechazar o aceptar a la futura Reina de Olar. Así pues, manteneos firme y airada en vuestra negativa, y ponedle en trance de desesperación y furia sin límites: pues ya va siendo hora de que desahoguéis vuestros sentimientos y los liberéis, y dejéis de fingirle una consideración que está muy lejos de inspiraros. Entretanto, yo iré con Predilecto al viejo Castillo que fue de mi noble tío Almíbar, y allí aguardaré vuestras nuevas. Que serán el resultado de vuestra negativa, y del estado de cosas y enrarecidas furias que habréis sabido levantar en Tuso (y tal vez en algún otro). Diréis entonces que, al fin y al cabo, yo debo ser el que decida si me place o no la maldita novia, por lo que, revestida de gran ostentación, vendréis a consultarme a tal efecto. Pero antes, y mientras tanto, id procurándome una verdadera y auténtica esposa, pues si la coronación llega a efectuarse por anticipado, como espero, bueno será que también tengamos una Reina adecuada, de la que, lo más pronto posible, pueda tener descendencia y asegurar la dichosa cuestión de la sucesión de Olar; y, con ello, crear a la vez mis leyes y llevar a cabo mis proyectos.
Mucho esperaba Ardid de su precoz retoño, pero en esta ocasión sintió temor, y dijo:
– Pero ¿has meditado bien lo que dices? ¿Sabes con seguridad si todo esto no será, al fin, un desastroso paso que nos pierda para siempre?…
– Madre, tened confianza en mí -dijo Gudú-. Tanta confianza en mi astucia como yo en la vuestra. Sabed que las gentes como Tuso y mis hermanos Soeces son fáciles de manejar por seres como tú y yo, pues no nos resulta difícil adelantarnos a la mala intención y la doblez. Otra cosa sería -dijo, y con ello llenó de asombro aún mayor a su madre- si hubiéramos de habérnoslas con seres como Almíbar o Predilecto: pues te confieso que ellos, a menudo, son más enigmáticos para mí, con su simplicidad, que los enrevesados manejos de Tuso y compañía.
– En verdad, hijo -dijo Ardid-, que no sólo eres maduro en cuerpo, sino también en entendimiento. Y mucho me alegra que seas así, pues superas en mucho mis esperanzas. No dudes que todo lo que me dices será cumplido al pie de la letra. Ve, pues, tranquilo, y mañana mismo, con gran secreto, entre tu tío Almíbar, el Maestro querido y yo, revisaremos con todo cuidado El Libro de los Linajes, y te juro que no te propondré mujer despreciable ni entorpecedora, ni de vil cuna ni de fea catadura. Anda tranquilo, que en nada te defraudaré, ya que tú en nada me defraudas.
Y con tan buen entendimiento se separaron, que Ardid, por vez primera, pensó que tal vez el amor no era tan indispensable en un hijo, como su confianza y respeto.
Pero Ardid no era mujer que supiera conformarse con medias palabras y secretos a medias compartidos. Apenas quedó sola, llamó al Trasgo, suplicando al cielo que no se hallara demasiado embriagado. No lo estaba, por fortuna, pues aún le duraba el horror de lo que en los últimos tiempos le había acaecido. Usaba ahora con cierta moderación de lo que creía la mayor de sus perdiciones, cuando sólo era la menor de ellas.
– Trasgo querido -dijo Ardid, sentándolo en su regazo, como ya iba teniendo costumbre, a medida que le veía más diminuto y más débil-, te encarezco con todo mi corazón que no pierdas de vista ni un segundo al Consejero, que espíes todos sus movimientos y me los comuniques lo más pronto posible. Es de mucha gravedad esto que te pido, y también que, si es cierto el afecto que nos tienes a mí y a mi hijo Gudú, no bebas ni una sola gota de vino en este tiempo, para que tu mente se mantenga despejada y alerta a cuanto veas y oigas. Y una vez sepamos cuáles son sus maquinaciones, apresúrate a acudir en nuestra ayuda: he de hallar en muy corto tiempo una Princesa digna de ser la esposa de Gudú. Y la quiero de tan noble cuna, y tan indudable y regia estirpe, como no haya otra. Pues hora es ya que esta rama se vea entroncada con verdaderos reyes, y deje de ser una ruda dinastía de guerreros ambiciosos y advenedizos.
– Ten por seguro que lo haré -dijo el Trasgo-. Y también que, mientras duren estas pesquisas, no beberé un trago.
Al día siguiente, el Rey Gudú partió con Predilecto al Castillo Negro. Y anunciaron que permanecerían cazando y adiestrándose en el manejo de las armas y de la cabalgadura durante varios días. Y con pequeña pero bien armada escolta, partieron, rodeados de ladridos de perros y de los gritos cansinos de los ojeadores.
Sucedía esto durante el otoño, pero nadie se extrañó de aquellas cosas: ambos hermanos, al parecer, eran aficionados a tan excéntricas incomodidades, en una Corte cada día más apoltronada gracias a los buenos manejos de la Reina Ardid.
Se cumplía el décimo día, después de estos acontecimientos, cuando la Reina Ardid oyó un conocido golpeteo redoblando suavemente en el hueco de la chimenea. Era el martillo de diamante del Trasgo. Llena de exaltada impaciencia, asomó su cabeza por el hueco y le llamó quedamente. El Trasgo apareció en seguida, dando cabriolas sobre los leños apagados.
– Querida niña, tantas noticias te traigo, y de tan grave importancia, que debes darme cuanto antes un sorbito del precioso líquido. He respetado hasta el máximo tus advertencias, pero ya he alcanzado el límite de mi capacidad de contención.
– ¿Qué pasa? -murmuró Almíbar, despertando de su duermevela.
Aquélla era la placentera hora en que reuníanse en la cámara de la Reina y ambos se abandonaban a sus transportes amorosos. Almíbar iba dejando atrás lo que parecía una eterna juventud -tan hermoso y gallardo era-, y el caso es que tras sus lances amorosos, un dulce sueño solía invadirle.
– Querido mío -dijo Ardid-, no te sobresaltes: es el Trasgo.
– ¿Dónde está?
Almíbar aún no podía verle. Sólo cuando éste aparecía muy borracho, y el resplandor fugaz de su roja pelambre lanzaba destellos -otro, no avisado, lo hubiera tomado por el sol o el reflejo del fuego sobre algún bruñido metal-, adivinaba su presencia.
– Aquí, querido -dijo Ardid-. Pero te suplico silencio, pues trae importantes nuevas para nosotros.
– Bien, querida, ya me lo contarás después.
Almíbar cerró los párpados dulcemente y, ahuecando la almohada, se entregó de nuevo al mundo de los sueños. Aunque la Reina le tenía al corriente de cuanto ocurría, lo cierto es que Almíbar no había llegado a integrarse plenamente en el meollo de todas las cuestiones que se debatían en la camarilla de los íntimos. Su amor hacia Ardid lo llenaba todo, y fuera de ese amor y de su belleza no atinaba a ver cosa alguna: mucho menos al Trasgo. La Reina acababa de rebasar los treinta años, pero se cuidaba y acicalaba cuanto le era posible; y era en sí misma de tan sana y lozana hechura, a un tiempo que fibrosa y cimbreante, que muchas doncellas de quince años parecían, a su lado, pájaros estrujados por un niño maligno.
– Te lo prometo -dijo Ardid. Y, sentándose, sacó de su arca un frasquito donde guardaba un añejo muy caro al Trasgo, cuya sola vista ya pareció embriagarle. Se llevó los labios al frasquito, bebió, y tras chascar la lengua contra el paladar -cosa que hizo un pésimo efecto a Ardid, ya que lo había visto hacer a muchos hombres de distinta condición-, se aprestó a hablar a la Reina:
– Querida niña, horadé tenazmente la piedra y llegué a la cámara de Tuso. Me senté en el hueco de la chimenea y le vi muy ocupado en escribir y sellar un pergamino. Estaba sentado a su lado Ancio, que, por cierto, se urgaba la nariz con sus dedazos sucios, lo que le valió un palmetazo del Consejero. Y éste le dijo entonces: «Óyeme bien, estúpido: manda rápidamente un emisario al Desfiladero de la Muerte, portando esta encomienda. Y una vez allí, haga éste el canto de la codorniz, y encienda una fogata que apagará y volverá a encender hasta tres veces. Entregue esto a un hombre, con aspecto de pastor de cabras, y aguarde hasta recibir respuesta. De inmediato, que regrese lo más rápidamente le sea posible. Pero el emisario debe ser de confianza plena, pues van nuestras cabezas en el envío». «Ay, no hay nadie de confianza -dijo Ancio, entrecerrando los ojos-. Sólo podría ir yo mismo o mi hermano Furcio. Porque los gemelos son cobardes, y podrían dejarse apresar: amén de que, si no saben andar el uno sin el otro, tampoco pueden caminar juntos dos leguas sin enzarzarse en disputas y emprenderla a mandobles el uno contra el otro. En estas andanzas, en el mejor caso, tardarían tres veces más que un emisario cachazudo.» «¡Sea quien sea, cumple este encargo… si un día quieres ser Rey, animal!», gritó Tuso. Como verás, no usa ceremonia alguna cuando a solas están: más bien diríase que le trata sin respeto alguno. Pues bien, Ancio tomó el pergamino sellado, y dijo: «Dime lo que has escrito». «A su hora lo sabrás», contestó Tuso. Pero por muy desconfiado que sea Ancio, como no sabe leer se quedó sin conocer el contenido. Esa misma noche se reunió -pues ten por seguro que no lo he perdido de vista- con el pequeño Furcio y le envió con la encomienda. Porque has de saber que Ancio y Furcio han llegado a un acuerdo; y esto es que, si Ancio llega a ser Rey, matarán a los gemelos, y Ancio ha prometido -si esto llega- colmar de bienes y riquezas a Furcio. Pero he podido adivinar, por la forma como Furcio le miraba, cuando de espaldas a él atizaba el fuego de su pestilente cámara, que una vez estas cosas estén en su punto, Furcio no tendrá ningún reparo en eliminar a Ancio. Así, bajó a las caballerizas y montó en su caballo. Yo, a mi vez, trepé a la cola, y con él viajé cosa de dos días: y te digo que, si bien los Soeces resultan repulsivos, no son en modo alguno alfeñiques. No se dio reposo ni para beber, y comía frugalmente pan y un poco de queso que sacaba del zurrón, tan maloliente como él mismo. Así, llegamos al Desfiladero, e hizo todo lo que el otro le indicó (aunque tengo para mí que posee una curiosa idea de lo que es el canto de la codorniz). De todos modos, como no es tiempo de que cante ningún pájaro, el pastor debió imaginarse de qué se trataba, y a poco le vi: iba tapado como un oso, sólo las pieles que lo cubrían se veían. Bajó, con una antorcha encendida, tomó el pergamino sin decir palabra, y se marchó. Pero yo no fui siguiendo sus pasos bajo tierra, mi conducto habitual: créeme que sólo por no perder de vista a Furcio sufrí la incomodidad de viajar en la cola de su caballo. Y así entré en el Reino inaccesible de Argante el Loco. Ahora, prepárate a oír nuevas muy sustanciosas. Has de saber que el Rey Loco, en verdad así lo parece, adorna sus estancias con cráneos humanos, de manera que tiene mucho en común con las Hordas Feroces. Su Castillo (que he recorrido a conciencia en todos sus vericuetos) es lo más primario y rudo que imaginar puedas, frío y sucio como ninguno: ten por seguro que más confortables eran las ruinas del de tu padre, que lo que vi del que te estoy hablando. El Reino es tan pequeño, que de tal no tiene casi nada. Apenas rodean al Castillo algunos burgos miserables y aldeas de lo más pobre: sólo son comparables sus moradores a los de las minas de las tierras de los Desdichados. Y, en cambio, he podido ver que la tierra que se extiende dentro de las murallas naturales que lo hacen inaccesible es tan fructífera como pocas, y que poseen cantidad de rebaños de cabras y ovejas. En verdad, son gentes montaraces y campesinas, hasta el propio Rey, que todas las mañanas ordeña su cabra predilecta, y bebe su leche en un cuenco. Una vez allí dentro, quedé maravillado con tanta pedrería y oro por todas partes: aunque todo en la mayor suciedad. Entre tapices desteñidos y rotos, y grandes telas de arañas como embudos, se acomodan sus moradores por doquier; pero ellos no parecen dar importancia a estas cosas. Así que el caso es que el emisario pastor no fue al Rey a quien se dirigió, como me imaginaba, sino a otro personaje que me llenó de cavilaciones: un hombre que me recordaba demasiado a otro, aunque más joven y más robusto. Le recibió por una puerta medio oculta en la maleza de la Muralla Sur del Castillo, junto al foso. Entraron juntos, y yo, con ellos. Y de viga en viga fui saltando sobre sus cabezas, hasta que pude acomodarme en el hueco de la chimenea de una cámara pequeña, donde, por lo que vi, habitaba dicho personaje. Éste leyó el papel, y a su vez escribió lo que pude muy bien, desde el techo, conducir con la luz: de modo que todo lo escrito quedara a su vez reproducido en mi espalda; para que tú lo leas, ya que yo no entiendo vuestros garabatos. Además le entregó un cartucho relleno de algo que no pude ver, y luego despidió al pastor, o lo que fuera, pues al quitarse las pieles por el calor del fuego vi que llevaba daga y cota de malla, y tenía aspecto más guerrero que bucólico. Regresó a Furcio, que tomó el pergamino y el cartucho, y regresamos todos (quiero decir, el caballo, él y yo). En este momento, Tuso y tú vais a leer la misma cosa. Con que mira mi espalda, y entérate de todo lo que están urdiendo.
Con gran excitación, la Reina contempló la espalda del Trasgo. Muy gentilmente éste se colocó de forma que ella pudiera leer con comodidad. Y la Reina leyó:
Querido hermano Tuso, Veo que las cosas han tomado un giro favorable y que, después de tanta paciencia, vamos por fin a conseguir los frutos deseados. Tengo ya todo a punto, como planeamos, de forma que el Rey, nuestro primo, será esta noche encarcelado, y, dado los cargos que almacenamos contra él, en breve decapitado. Como tengo al ejército y los nobles bien avisados, las cosas se llevarán con más legalidad de lo que el pueblo está acostumbrado a sufrir de Argante. Y tal como dices, mi hija Indra está en edad sobrada de matrimonio, pues si la memoria no me falla, ha cumplido ya los veinticinco años, y me parece muy oportuno, y como bajado del cielo mismo para nuestra fortuna, el curioso deseo de matrimonio de vuestro joven Rey. Creo que nuestros planes van perfilándose de la mejor manera, incluso superando nuestras esperanzas. Así pues, te envío el retrato de Indra, aunque de cuando tenía doce años, pues ha engordado mucho desde entonces, y se le marca en el rostro en demasía la amargura que la caracteriza. Nuestra sobrina e hija hará un buen papel, os lo aseguro, pues está de sobras aleccionada para la cuestión. Mucho me hubiera gustado ver a nuestro común sobrino, Furcio, pero como no me parece pertinente descubrirme aún ante él, momento llegará para que la desgraciada familia que componemos, tan esparcida y diezmada, pueda volcarse en expansivas demostraciones de afecto. Mucho me gustaría saber qué es de nuestra hermana, la Condesa Soez, pues dicen que casó con un cortesano muy particular, y habita en algún lugar del Sur. La recuerdo estúpida y glotona, y tan perezosa que mejor nos tendrá dejarla aparte en estas cuestiones. Cuando Ancio sea Rey, y mi hija Reina, ya podremos reunirnos nuevamente, y continuar esta labor que, tras largos años, ya empezaba a no verle solución. Así pues, ten por seguro que en el momento en que tú leas estas cosas, el Rey Loco ya estará posiblemente separado de su poca cabeza, y la Asamblea de los Nobles -a los que tanto despreciaba Argante, y tan bien he manejado yo- me habrá nombrado sucesor. Has de saber que las minas no están ni con mucho agotadas, que las piedras preciosas se dan con prodigalidad, y que las cosas se aclaran mucho para nuestro futuro; que, digo yo, hora es ya de ello.
Te besa en ambas mejillas tu hermano Usurpino.
Quedó la Reina sumamente afectada por esta lectura, y si bien la invadieron graves pensamientos su boca sólo acertó a decir -como ocurre con frecuencia en trances semejantes- una futilidad:
– ¡Ahora comprendo por qué Ancio se deja tratar como un mulo por Tuso!
Tras este comentario, convocó rápidamente camarilla íntima. Y no tardó en acudir a ella el Hechicero, que despertó a Almíbar. El Trasgo, con evidentes muestras de satisfacción, dejó que el anciano Maestro copiara lo transcrito en su espalda, y se maravillara de la exactitud con que podía conducir la luz. «Cuántas cosas ignoráis los humanos», pensó el Trasgo, pero no dijo nada.
– He visitado las minas -añadió el Trasgo, tras reconfortarse con una ligera libación-, y tened por seguro que las de las pedregosas tierras de los Desdichados son una estupidez sin sentido al lado de las que disfrutan los del Desfiladero de la Muerte.
Allí relucen los diamantes, el oro y los rubíes de tal forma, que (sabéis bien que ésa es mi especialidad) pocas veces he visto nada semejante.
Almíbar -que, aunque no le veía, poco a poco comenzaba a oírlo- dijo:
– ¿Por qué no trajiste alguna piedrecita? ¡Ya sabes cómo me gustan los collares!
– Ay, querido -dijo Ardid, acariciándole como a un niño-, ¿cuántas veces tengo que decirte que si un trasgo da una piedra preciosa a un ser humano, ésta se vuelve inmediatamente carbón encendido?
– Ah, sí -dijo Almíbar-, lo había olvidado.
– Pero otra cosa vi recorriendo los túneles subterráneos que muy poco me agradó -añadió el Trasgo-. Y esto es que sobre mi cabeza oí pasos precipitados, y atinando que me hallaba bajo algún pasadizo del Castillo, asomé con cuidado la cabeza. Entonces vi que el personaje que ya sabemos hermano de Tuso acudía con dos soldados armados a una estancia pequeña, donde entraron, y yo con ellos. Allí había una nodriza que tenía en brazos una criatura muy pequeña (me digo yo si tendría sólo algunos meses). Y era una criatura completamente desgarradora, pues su cabeza era grande y su cuerpo pequeño, y tan jorobado y contrahecho como no vi otro. Entonces, el hombre malvado dijo a la nodriza: «Mujer, ha llegado la hora -y, dándole una bolsa donde tintineaban monedas, añadió-: lleva al Príncipe Contrahecho hasta la casa del zapatero Lain, como te tengo ordenado. Y que allí lo guarde y espere mis órdenes. Pero que en modo alguno diga nada de todo esto, pues sabéis que en ello os va la cabeza». «Así lo haré, Señor», dijo la nodriza. Y envolviéndose en un manto con el niño en brazos, y guardada por los soldados, partió por el pasadizo. Yo los seguí hasta las afueras de la aldea, y entraron en una casucha muy humilde, donde vive, al parecer, ese zapatero. Y él tomó al niño en brazos, y cerró la puerta. Y los soldados regresaron al Castillo.
– Ah -dijo Ardid-, tengo amarga experiencia de cosas parecidas. Y no olvidaré nunca que si por vosotros no fuera -y miró a Almíbar, que descabezaba aún restos de su sueño con una sonrisa de fingido interés, al Hechicero y al Trasgo-, tal vez la suerte de mi hijo no sería hoy muy diferente.
Besó uno por uno a los tres. Parecía muy conmovida: y en verdad, aquella vez lo estaba.
Pero tampoco la Reina Ardid había permanecido ociosa en el transcurso de aquellos diez días. Entre el Hechicero y ella, y ayudados por Almíbar -que de estas cosas, por interesarle más que un juego, mucho sabía-, consultaron minuciosa y prolongadamente El Libro de los Linajes. No era un libro incompleto y vulgar como el que se guardaba en el Castillo -y en la mayoría de los castillos-, sino uno mucho más completo, elaborado pacientemente por el Hechicero durante largos años. Era un libro especial, no de fácil interpretación, donde quedaban patentes y muy a la vista los entronques viles, las usurpaciones, los incestos, los crímenes, la pureza de la sangre, las auténticas líneas de vena real, las mezcolanzas adulterinas, las supercherías: en fin, las auténticas y las falsas dinastías.
Esto era muy importante para la Reina, pues entre sus escasas debilidades se contaba la pasión por la dignidad y solemnidad, la pureza dinástica y el suntuoso protocolo. Cosas que, a decir verdad, la pobrecilla había distado mucho poder ejercitar en la poco regalada vida que llevó, y aún llevaba. Pues si había conseguido refinar en gran parte aquel país, distaba aún mucho de ser lo que se deleitaba imaginar en sus sueños. Y cuando en ellos se adormecía, suavemente, como una dulce melodía ya perdida, reaparecía en su mente la imagen de una isla especial, una isla que parecía inasible en su duermevela, como la misma representación de lo imposible: era una isla que parecía girar sobre sí misma reluciente como una joya, vista a través de una piedra azul, horadada.
Así que dijo al Trasgo:
– Querido, tenemos que hacerte una consulta, ya que, aun contando con la gran afición que tiene por estas cosas nuestro querido Almíbar y la profunda ciencia de mi amado Maestro, hay unos puntos en ello que sólo tú podrías esclarecer. Es el caso que tal como mi hijo me pidió, he buscado una Princesa digna de casarla con él. Y consultando El Libro de los Linajes del Maestro, hemos dado al fin con la de más purísima sangre, auténtico linaje real e intachable dinastía. Sabemos que desgraciadamente habita muy lejos de aquí. Sabemos cómo se llama. Sabemos qué edad tiene y cuán linda y encantadora es. Pero lo que no sabemos es cómo comunicarnos con ella, o, mejor, con su real padre, y hacerle nuestra proposición.
– Bien, mostradme su caso -dijo el Trasgo. Así lo hicieron, y se enteró de que el nombre de la tal Princesa, tan extraordinariamente auténtica, era Tontina, y que habitaba en las Remotas Regiones de Los De Siempre.
– ¿Dónde podríamos localizar ese país? -dijo Ardid-. A pesar de las muchas y sorprendentes averiguaciones que sobre la configuración del vasto mundo ha llevado a cabo nuestro Maestro, lo cierto es que no sabemos dónde situarlo ni cómo llegar a él.
El Trasgo tomó el libro y miró aquella página al trasluz. Luego acercó el oído a sus palabras y martilleó suavemente sobre ellas. Tres palabras se desprendieron de las otras hasta caer blandamente a sus pies: «Arrancada del Tiempo». Entonces, el Trasgo saltó hasta el respaldo de la silla de Almíbar -que no le veía, pero sonrió cortésmente al vacío-, y dijo:
– No es difícil, queridos: como humanos que sois, no tenéis noticia exacta de algo que es tan claro como la luz del día. En fin, proveeos de dos palomas mensajeras, la una con el pico azul y la otra rojo. Y cuando las tengáis, avisadme, que las enviaré sin pérdida de tiempo. Ellas nos traerán la respuesta, y creed que todos los días tengo un motivo de asombro ante la extraña ignorancia que, para cosas tan simples y transparentes, mostráis los de vuestra especie. Y, ahora, dejemos esta cuestión y libemos todos, para celebrar tan buenos augurios.
Pero libó él solo, y se embriagó desconsideradamente. En verdad, su sed era más larga y profunda de lo que parecía; y por aquella vez ninguno se atrevió a reprochársela.
Dos días costó a la Reina procurarse, por medio de su camarera Dolinda -que a su vez envió al mercado de la Plaza a los más listos pajes y doncellas-, las dos palomas requeridas. Una vez éstas en su poder, el Trasgo les sopló en la frente. De inmediato se iluminaron con el color del fuego y sus ojos resplandecieron como diamantes. Luego las tomó, una en la mano derecha y otra en la izquierda, y trepó a lo más alto de la Torre, hasta las almenas. El Hechicero siguió al Trasgo. ¿Cómo iba a perderse aquello?… Y cuando se halló bajo el cielo, el enorme cielo que lo dominaba todo: el Castillo y Olar y el mundo, le pareció que lo veía por primera vez. Tantas y tantas horas había pasado con la cabeza inclinada sobre sus pergaminos, que casi había olvidado el olor del viento que traía rumores y aromas de bosques, de voces o gritos de criaturas desconocidas -incluso humanas-, que creyó contemplarlo por primera vez. Le pareció mucho más grande que el mundo -al menos el mundo que él conocía-, y las nubes, aquellas nubes tantas veces vistas con indiferencia, cruzaban la noche, ahora, con un nuevo significado. Acaso -pensó- eran ecos, residuos de algún sueño acariciado largamente por los hombres. Una luz o resplandor que parecía música -como puede ser música el vaivén de la hierba- se extendía sobre Olar. Pero era una luz tan huidiza, tan fugitiva, como nubes o sueños.
El Trasgo volteó las palomas: primero al Norte, luego al Sur, al Este y al Oeste, diciendo: «Vientos del mundo, Tiempo que vienes con el Tiempo y regresas al Tiempo, Tiempo que galopas al derecho y galopas al revés, Tiempo de la Luz, Tiempo del Espacio, Tiempo Subterráneo y Tiempo Submarino, Vientos del Mundo y de Todos los Mundos, Tiempo del Mundo y de Todos los Mundos: Luz de la Vida, Noche de la Vida, vuela a donde debiste volar, y regresa a las fuentes de la Historia de los Niños». Y, así, las palomas se perdieron en el cielo gris de aquel invierno que conmemoraba, exactamente a aquella hora, los catorce años del Rey Gudú. «Todo está bien -dijo el Hechicero-.
Pero lo que no entiendo es eso de las fuentes de la Historia de los Niños.» «Yo tampoco -dijo el Trasgo-, pero eso no tiene nada de particular: nosotros decimos lo que sabemos, pero aunque lo sepamos, no lo entendemos.» Y como cuando el Trasgo usaba el lenguaje propio de su especie, el Hechicero y él no se ponían nunca de acuerdo, el Maestro juzgó que ya discutirían la cuestión en ocasión más propicia: máxime porque el frío de la Torre le había calado, materialmente, hasta los puros huesos.
Habían pasado ya veinte días largos desde la fecha en que Gudú partió de cacería por las regiones altas, y hallábase instalado en el Castillo Negro con Predilecto y los soldados. Entre ellos el Capitán Randal, con quien, siendo niño, había jugado a menudo -ya que se trataba de hombre de confianza de Almíbar-. Gudú distinguía a este hombre de entre todos, pese a que ya no era joven. Una noche -la que hacía veinte, exactamente-, le llamó:
– Randal, tengo oído que existen hombres que pululan por el Sur y otras zonas de Olar -incluso al Este- llamados mercenarios; y que, dado que la paz reina hace muchos años por las regiones que mi padre conquistó, no tienen en qué ocuparse, y andan afligidos y hambrientos, ya que las escaramuzas con la piratería no les reportan ningún bien. Los nobles de la Corte, para quienes se alistan, suelen mal pagarles o traicionarles, si conviene.
– Así es -dijo Randal-. Mucho sabe mi Señor, de esas cosas.
– Algo he oído y leído -dijo vagamente Gudú-, pero quiero decirte, Randal, que tenemos guerra en puertas, y por lo que he visto, la paz de mi madre, la Reina, no ha reforzado el Ejército de Olar, como fuera debido. Pero estas debilidades y olvidos pueden disculparse en mujer que tantas muestras de gran sagacidad y prudencia ha dado en otras cosas.
– Así lo creo, mi Señor -dijo Randal, que, secretamente, adoraba a la Reina desde que era niña.
– No sería malo llamar -en el mayor secreto- a cuantos mercenarios halles, e invitarles a que acudan a este lugar en el término de no más de ocho días.
– ¿Qué decís, Señor? -se alarmó Randal, que hasta el momento había tomado la conversación de Gudú como parloteos de muchacho-. No son hombres para entretener en futilidades, sino fieros guerreros que no malgastan sus fuerzas en asuntos de escasa importancia.
– Pues de importancia, y grande, es lo que se avecina. Así, jamás en tu vida dudes de cuanto yo te diga: y de este modo no tendrás que arrepentirte de haberme conocido -y le miró de tal manera, que Randal sintió flaquear sus curtidas piernas de soldado. Y añadió Gudú-: También deberías informarte de los hombres disponibles, de la leva que han conservado los nobles, y además calcular la cantidad de campesinos y gentes de las Tierras Negras que sería posible reclutar.
– Así lo haré, Señor -dijo Randal. El tono de aquellas palabras no admitía dilación, de modo que partió sin pérdida de tiempo a cuanto y donde el Rey Gudú le había encomendado.
Cuatro o cinco días más tarde, regresó Randal con noticias. El Rey le escuchó con gran atención, y guardó en su memoria cuanto le decía. Después habló largamente con él, y le dio órdenes muy precisas y terminantes. Y, aunque Randal no entendía demasiado el motivo de lo que se trataba -nada más lejos de su mente que una guerra en tan plácidos momentos- y dudando de si aquello era tan sólo de un juego del Rey adolescente, con ánimo temeroso se aprestó a reclutar, en el día fijado, a cuantos mercenarios de distintas razas, orígenes y países pudo reunir. Íntimamente profesaba escasa simpatía por aquellos hombres, pero su amor a la Reina le hacía amar también -y obedecer- a su hijo, en cuantas empresas fuera requerido por ellos.
Gudú llamó entonces a Predilecto y le dijo:
– He enviado a Randal, con sus hombres y otros que reclutará, a una encomienda muy importante. Sólo te pido a ti una cosa: síguele hasta el País de los Desfiladeros según mis instrucciones, y rescata a una joven niñera y a un niño de la casa de un zapatero. Entrégaselos a Randal, y regresa, cuanto antes, a mi lado.
Predilecto empezaba a entender que era preferible no informarse de los propósitos de su hermano, si quería seguir a su lado -y el cariño que le profesaba era lo único que, junto al profundo respeto por la Reina, le retenía allí-. Mejor no hacer preguntas. Se unió, pues, a Randal y un grupito de hombres, y después de un largo viaje en la noche, con un sorprendente conocimiento del terreno y sus vericuetos, consiguieron entrar por sorpresa en la casa del zapatero.
Todos dormían, y, por lo visto, no eran gentes dadas a la lucha ni mucho menos a la heroicidad: abandonaron a la muchacha y el niño en sus manos, casi sin rechistar. Y Randal y Predilecto, según órdenes recibidas, regresaron al Castillo Negro, sin comprender muy bien todo aquel tejemaneje.
Y así estaban las cosas cuando, en la madrugada del siguiente día, el centinela de la Torre Vigía avistó, entre las brumas del amanecer, la llegada de una caravana singular que se aproximaba al Castillo Negro. Los soldados y el mismo Príncipe Predilecto se alarmaron, pues no tenían noticia de que alguien tuviera intención de atravesar aquellos parajes, excepto algún campesino con su rocín cargado de leña. Y aun esto parecía raro, pues si bien los bosques eran nutridos, sus árboles estaban tan cubiertos de escarcha, y tan helados y enfangados los caminos, que sólo los caprichos de un Rey adolescente y, al creer de los soldados, juguetón, podía tener la peregrina idea de corretear por un lugar donde la misma caza pretextada -y no llevada a cabo- se hacía difícil, si no imposible.
Pero al tener noticia de la comitiva, Gudú sonrió misteriosamente, y dijo:
– Bajad el puente y recibid esa comitiva, pues no dudo se avecina algo importante.
A poco, le avisaron que se habían reconocido la carroza y los caballos del Príncipe Almíbar, seguidos por los de la Reina y otras muchas cabalgaduras, donde en la bruma de la mañana podían distinguirse las enseñas de varios caballeros y nobles del Reino.
– Señor -dijo Predilecto, inquieto-, algo extraño ocurre, para que vuestra madre la Reina acuda tan presurosa. Preciso será disponer los hombres, por si alguna mala nueva nos traen.
– Hazlo así -dijo Gudú-, y desde este momento te nombro Capitán Supremo de mi Ejército, con mando absoluto; y será tu brazo derecho el Capitán Randal, a quien ascenderás según tu criterio.
– No pido eso -dijo Predilecto, pues las palabras del Rey no le proporcionaban la más mínima alegría-. Sólo os digo que debemos estar preparados.
– Y yo te repito lo dicho -corroboró Gudú.
Cuando al fin se acercó la comitiva al foso, y el puente fue bajado, las carrozas de la Reina y Almíbar entraron en el Patio con gran ruido y precipitación, seguidos de todos los demás. Y no escapó a todos la súbita presencia, revestida de gran altanería y ferocidad mezcladas, del Consejero Tuso y del Príncipe Ancio, que a su vez -como los demás nobles- se acompañaban de algunos de sus soldados armados.
El Rey Gudú descendió las escaleras con gran majestad, impropia de su edad y de un Rey aún no coronado: pero al verle, todos los presentes sintieron un escalofrío en la espalda, que les indicaba se hallaban, por vez primera, ante su único Rey posible.
– Hijo mío -dijo la Reina, revestida de su máxima capacidad de solemnidad-, si hemos venido a turbar los lícitos esparcimientos que un joven como tú practica, en vísperas a convertirse en hombre ducho y diestro para la guerra y para la paz -aquí se detuvo para dar más efecto a sus palabras-, no dudes de que se trata de algo muy importante para el Reino. Y es por ello que la más respetable y sólida representación de nuestra Asamblea de Nobles nos acompaña en este trance.
– Hablad, Señora -dijo Gudú, con gran calma. Y a pesar de que el Castillo se hallaba en el más completo abandono, todos tuvieron la sensación de encontrarse en el corazón de un grande y poderoso Reino, y de que aquel muchacho era el inflexible, astuto, fuerte y valeroso Señor capaz de mantenerlo.
– Pues he aquí -dijo la Reina- que, tal y como se había decidido en presencia de todos los nobles, vuestro Consejero el Conde Tuso me ha presentado la Princesa candidata a unirse a vos en matrimonio. Tal como fue acordado en la Asamblea última, yo debería dar mi aprobación a tal Princesa…
Dirigió una mirada hacia los nobles que la rodeaban, ateridos de frío pero expectantes. Algo murmuraron, en señal de asentimiento, y ella prosiguió:
– Pues bien, hijo mío, la candidata presentada por vuestro Consejero Tuso no me ha agradado en absoluto. No sólo porque es fea, pelirroja y dentuda (y no quiero ver los pasillos de nuestro Castillo de Olar invadidos de criaturas dentilargas con ojos de conejo), sino porque tampoco me agrada su ascendencia: pues es hija del actual Rey que, según noticias llegadas a nuestros oídos, ha expulsado del trono con demasiado ímpetu a su primo Argante, ha matado a su mujer y a su hijo, el Príncipe, y ahora reina ferozmente en el País de los Desfiladeros.
– Señor -protestó el Conde Tuso, sin poder contenerse-, tengo buenas razones para creer en esa unión. Y permitidme contradecir respetuosamente a vuestra madre, mi Señora, si os digo que está informada defectuosamente, pues el Rey Argante murió víctima de sus excesos alcohólicos y de todo tipo, que era viudo desde hacía largos años, y que su hijo, el Príncipe Contrahecho, vive colmado de honores y de cuidados. Pero como tan tierna criatura no está capacitada para el gobierno de su país (y habéis de saber, Señor, que es un país de grandes riquezas), la unión y definitivo pacto de paz con él, cosa que vagamente consiguió, y sin grandes seguridades, vuestro padre, en modo alguno os perjudicará. La hija del actual Rey Usurpino merece mi mayor respeto, por haberme informado ampliamente de su virtud y honestidad, así como de sus muchas prendas de mujer dócil, sumisa y obediente. Y pongo por testigo de cuanto digo a la Asamblea de Nobles, para dilucidar este asunto cuanto antes: ya que una negativa de nuestra parte sería una afrenta que el actual Rey Usurpino dudo pasara con ligereza.
El Rey contempló en silencio a todos los nobles, y su escrutadora mirada apreció el recelo, la indecisión y la duda en todos aquellos rostros. Todos ellos, además, habían sido arrancados bruscamente de sus cómodos lechos junto al fuego, y se hallaban, por tanto, muy dispuestos a zanjar de cualquier modo aquella estúpida cuestión, mientras temblaban en el gélido aire del Patio.
– Ante todo, Conde Tuso -dijo Gudú con voz lenta y grave-, he de comunicaros mi gran sorpresa ante un hecho que juzgo de capital interés.
– ¿Y qué es ello? -se impacientó Tuso, ya invadido de grandes recelos. Íntimamente empezaba a lamentar su credulidad hacia el muchacho. «Estoy haciéndome realmente viejo»; este pensamiento cruzó por su mente, mientras oía decir al Rey, con expresión de la máxima inocencia y candor:
– Ello es que mucho me sorprende se haya concertado y decidido casarme a una edad en que no me siento tentado a hacerlo, y máxime cuando aún distan tres años para mi coronación (si ésta llega, y acredito ser digno de ceñir la corona). ¿Quién tuvo tan peregrina idea? ¿Por qué esta súbita prisa para que un Rey que apenas tiene catorce años case antes de su coronación? ¿Cuándo ha sido ésa la costumbre en estas tierras? ¿Qué esconde esa extraordinaria e incomprensible precipitación?
La ira de Tuso le pegó los labios. Pero antes de que el estupor abandonara a todos -incluida la Reina- gritó, con furia:
– ¡Señor! ¡Señor! ¡Vos mismo me confiasteis ese incontenible!
– ¿Cómo osáis decir tal cosa? -respondió lentamente el Rey, endureciendo la mirada, y con tal firmeza y veracidad en su rostro, que dejó sumidos en la admiración a quienes le oían-. ¿Qué urdís contra mí, o mi madre, para poner en mis labios tan peregrina proposición? A fe que, a mi edad, instruyéndome en juegos de armas y lecciones paso mi tiempo, como es debido, hasta deseo que llegue el momento de tomar esposa. ¿Cómo os atrevéis a proferir semejante calumnia en mi presencia?
Un murmullo confuso ahogó sus últimas palabras. A pesar del frío los nobles reaccionaban, y sus rostros, congestionados unos, cadavéricos otros, se alzaban poco a poco entre las pieles con que intentaban cubrir sus ateridas carnes.
Tuso intentó hacerse oír, pero la Reina, haciendo uso de su majestad y encanto, se dirigió al Barón Arniswalgo -nieto de aquel otro, tan fiel a Volodioso-, y dijo:
– Señor, como el más anciano de la Asamblea, deseamos oír vuestra opinión sobre cosas tan sorprendentes.
– Ah -murmuró el Barón, sumido en la mayor de las confusiones-, no es posible dudar de la veracidad de las palabras de nuestro Señor, el Rey: a todas luces mucho nos extrañaba semejante deseo en criatura tan tierna. Pero por otra parte, me digo, ¿qué puede mover a un Consejero tan poco frívolo y tan poco banal como el Conde Tuso a tal cosa?
– Ningún interés, excepto el bien del Reino -respondió éste, con los desperdigados restos de dignidad herida que pudo recoger, entre estallidos de cólera-. Ningún otro, a fe mía.
– Dudo de lo que decís -contestó entonces el Rey-. Y, para ello, permitidme que os muestre algo.
Y así diciendo, hizo un gesto a Randal, que, a su vez, dio órdenes a dos de sus soldados. Y a poco, ante el estupor de todos, los soldados trajeron escoltada a una joven de rostro asustado que llevaba un niño en brazos.
– Hablad -dijo el Rey.
La joven nodriza del Príncipe Contrahecho dijo:
– Ah, noble Reina, nobles señores, el Conde Tuso es un traidor sin igual. Y para demostrarlo, oíd y ved lo que sigue…
Y relató -si bien con algunas modificaciones pertinentes- las maquinaciones de los hermanos Tuso y Usurpino, y sus planes respecto a Olar y Gudú.
– Y no sólo esto, sino que, una vez hayan conseguido sus propósitos, piensan asesinar al noble Señor Rey Gudú, que tan generosamente nos salvó de una muerte cierta: en mi huida por los helados caminos de los Desfiladeros, para salvar a este inocente y verdadero heredero, hubiera perecido si la bondad de su corazón no hubiera enviado en mi ayuda al heroico Randal y sus soldados -dirigió una mirada, tal vez excesivamente tierna, al Rey-. Y para probar todo cuanto digo, mirad esta medalla que porta el Príncipe Contrahecho: es la medalla del Rey Argante, su padre; veréis que está hecha de un solo rubí y en ella están grabadas las insignias de la realeza; y es famoso que nadie puede fabricar otra igual. De ese modo podéis tener pruebas de que cuanto digo es verdad.
Tal vez la duda despertó en algún que otro entresijo de la credulidad de los presentes, si la desesperada bilis de Tuso no hubiera rezumado en un estentóreo «¡perra traidora!» que conmovió los cimientos del Castillo Negro.
Inútilmente Ancio y él desenvainaron las espadas: los soldados de Randal, estratégicamente colocados, les impedían la huida. Y así fue como, ya, no cupo ninguna duda en todos los presentes de cuanto la muchacha había contado. El Barón Arniswalgo levantó su cascada voz, para decir:
– ¡Traidor, maquinador, embustero, repugnante sapo! -aquí tomó aliento-. ¡Ten por seguro que hace muchos años te hubiera dicho esto, y muchas otras cosas más: cuando en vida el Rey nuestro Señor Volodioso el Engrandecedor (aunque de poca sesera en según qué cosas) te tenía elevado sobre todos nosotros! ¡Y bien que apretabas tu pataza sobre nuestros pescuezos! ¡Ha llegado tu hora!
Espoleados por tanto agravio antiguo y mal recuerdo, iba la Asamblea a lanzarse espada en alto contra él, cuando Gudú, con voz tonante que petrificó a todos -madre incluida-, dijo:
– No quiero subir al trono con un crimen, aunque sea justo, sobre mi conciencia. Antes de mi coronación, sólo perdón hallarán mis enemigos. Así pues, dejadles partir, aunque desarmados. Y que jamás se posen sus plantas en estas tierras o los confines de este Reino: y quien tal cosa contraviniera, o les ayudara, será reo de muerte.
Así diciendo, Tuso, Ancio y Furcio fueron desarmados y, custodiados por tres soldados armados, les empujaron, como se supo más tarde, hasta el borde de las estepas.
Entonces la Asamblea respiró. Abrazándose todos, se inclinaron ante Gudú, y el barón Arniswalgo dijo:
– Ah, Rey Gudú.
Porque, en verdad, no se le ocurría nada más.
Se retiraron todos los nobles como mejor pudieron para gozar, al fin, de un relativo descanso. Era más conveniente no regresar hasta el otro día, ya suavizados los rigores de la intemperie. Pero antes de retirarse, la Reina llamó al Rey. Asombrada, le besó tiernamente, y dijo:
– Hijo mío, hijo mío, en verdad que prendisteis bien la chispa.
– En verdad Señora, prendisteis bien el leño.
– Pero, hijo, ¿por qué ese perdón? Ahí, te aseguro, no alcanzo a comprenderte. Sólo colgándolos estaremos libres de ellos. No creas el refrán muy popular, y menos que ninguno el que asegura que a enemigo que huye, puente de plata. La experiencia me lo dice.
– Porque necesito su odio -respondió Gudú-. Porque su odio les reunirá en el País de los Desfiladeros; su odio les unirá a Usurpino, y su odio nos traerá la guerra. Y la guerra, madre, me hará Rey coronado a los catorce años. Porque si no soy yo quien conduce el ejército, ¿quién lo hará?, ¿ la Asamblea de Nobles?, ¿el Barón Arniswalgo?, ¿mi noble tío Almíbar? -y lanzó tal risotada que estremeció a su madre. Y esto le hizo pensar por primera vez que entre todos los manipulados por Gudú, tal vez ella era la más distinguida.
– Ahora, descansad, Señora -dijo-. Lo tenéis merecido.
– Hijo, ¡no tenemos ejército, y estamos mal armados! -se horrorizó la Reina.
– Ya lo he previsto todo -sonrió Gudú-. Descansad, os digo, y sólo ocuparos de aplastar bien las cenizas de ese fuego. Y traedme una oportuna novia, con que dejar las cosas bien sentadas y puntualizadas, sin ningún cabo suelto por el que pueda deshacerse este ovillo tan bien urdido.
Y, dando por terminada la entrevista, se retiró.
Sólo una persona de cuantos habían contribuido a aquel ovillo -del que tan orgulloso se mostraba el joven Gudú- no parecía satisfecho. Y éste era, por descontado, el Príncipe Predilecto. No acababa de entender en su totalidad la única parte de la historia que le había sido encomendada. Por ello, ya de regreso a Olar, preguntó a su hermano.
– Señor…, ¿qué haréis con el Príncipe Contrahecho? Gudú le miró a los ojos, y contestó, con prudencia:
– Mi madre lo guardará con esmero, se le tratará con todo honor, y cuando tenga edad para ello, le restituiremos en el trono. Dicho lo cual, dio por terminada la cuestión. Pero ni siquiera un alma tan dispuesta a lo mejor como la de Predilecto pudo creer tal cosa.
La Reina encargó a Dolinda que preparara una estancia junto a la suya, donde alojar a la nodriza y al pequeño Príncipe Contrahecho. Cuando se asomó a la cuna del pobrecillo jorobado, una suave luz -en verdad poco usual en ella- endulzó sus ojos, y murmuró:
– Pobre niño. Juro que, aunque mi hijo me lo pidiera un día -y algo le decía en su interior que eso sucedería-, nadie te hará daño mientras yo viva.
Luego desprendió cuidadosamente del cuello del niño el rubí con los signos de la realeza, y lo guardó en lo más profundo del cofre de sus joyas.
Aquella misma tarde, el Trasgo, que oteaba desde las almenas, anunció a la Reina, con suaves golpes de diamante, que las palomas enviadas habían regresado. La Reina acudió presurosa, y, tomándolas en el regazo, examinó sus patas. En cada una de ellas había un cartucho, muy bien sellado y lacrado en oro.
– He aquí -dijo, encantada- una prueba de auténtica realeza. El Trasgo despidió a las palomas, esta vez en silencio, y la Reina reunió a su camarilla íntima. Pero en esta ocasión pidió al Rey que, juntamente con su hermano Predilecto, se les uniera. Una vez estuvieron reunidos, la Reina mostró los pergaminos que contenían ambos cartuchos: en uno de ellos, cierto extraño Rey accedía a casar a su hija, la Princesa Tontina, con el poderoso, joven y glorioso Rey Gudú -de cuyas hazañas ya habían llegado noticias a su Corte-. Y como el viaje era largo y lleno de dificultades -explicaba-, la llegada de la Princesa, con su escolta, tardaría treinta días; que vendrían por los arrecifes del Mar del Norte, y navegarían por el Gran Río hasta el Reino de Gudú. Y que de allí, en fastuosa -según la descripción hecha con todo pormenor- pero alegre cabalgata, entrarían en Olar. Así mismo anunciaba que la Princesa portaba tres cofres de joyas y algunas fruslerías más, así como una considerable cantidad en oro, como dote. Y que, en fin, les deseaba fueran muy felices y tuvieran muchos hijos. Este final sorprendió a todos. «Eso lo he oído en alguna parte», rememoró Almíbar, levemente soñador. Gudú estaba muy perplejo.
– Madre -dijo-, ¿estáis segura de que es la Princesa que me conviene?
– Así lo creo, hijo -dijo la Reina-. Observad, en este otro cartucho, su retrato.
El Rey Gudú tomó el retrato en sus manos. Y Predilecto se asomó a contemplarlo, tras su hombro. Pero con tan mala fortuna, que la piedrecilla azul que la Reina le había dado, en su extremo más agudo vino a clavársele en el pecho. Y le produjo un dolor tan vivo que palideció, y entre aquel dolor contempló, maravillado, el rostro de la muchacha más particular que jamás había visto. Era muy linda, ciertamente, pero aun por encima de su belleza, resplandecía de alguna forma, y Predilecto pensó que en cierto modo se parecía a alguna lámpara, de aquellas que, en cristalino vidrio, esparcían un resplandor rosado y tenue.
– Ah, está bien -dijo Gudú-. ¿Qué edad tiene?
– Trece años -mintió su madre, pues tenía once.
– ¿Y cómo decís que se llama?
– Tontina -dijo la Reina.
– Ah, no -dijo el Rey con decisión-. Habrá que cambiar un nombre tan ridículo. No es posible una Reina que se llame Tontina.
– Pero hijo, no te preocupes por esas nimiedades -dijo Ardid-. Tontina, en su país, no significa lo mismo que en el nuestro.
El Rey dudó un poco, y, al fin, dijo:
– ¿Pero cuál es su tierra, cuál es su dinastía?
Entonces, el Hechicero intentó hacérselo comprender, pero era tan largo y complicado, tan sutil y enredado como un encaje finísimo. Al fin Gudú se impacientó, y dijo:
– Abreviad, os lo suplico, Maestro, que no entiendo nada.
– Bien -dijo el Hechicero-. Al menos entended una cosa: que por línea materna está emparentada, y es descendiente directa, de aquella Princesa del cabello negro como el ébano y la piel blanca como la nieve que fue malvadamente asesinada, y permaneció incorrupta hasta que se la rehabilitó, con un beso de amor; y por línea paterna, de aquella otra hermosísima Princesa que durmió durante cien años hasta que, también, la despertó un beso de amor.
– Oh -dijo súbitamente Almíbar-. Sí, sí, he oído o leído mucho sobre esa gente. Grandes gentes, en verdad.
Pero Gudú le miró duramente, y opinó:
– Gente de poco seso, a lo que parece.
Pero, en fin, lo hecho, hecho estaba; y tras observar el rostro de la Princesa, sus rubios cabellos y sus enormes ojos, que tenían, según se miraran, el verde profundo del mar, el azul claro de la mañana o el dorado de la tarde, opinó que no había que dar más vueltas al asunto.
– ¿Qué tienes, Predilecto? -dijo, al fin-. Estás pálido.
– No sé -dijo el Príncipe. Y desabrochando su jubón vio que la piedra se había clavado en demasía. Suavemente, el Hechicero la desprendió, y le enjugó una gota de sangre. Los colores volvieron a su rostro y sonrió. Pero el Hechicero, al quedar solo, permaneció meditativo, contemplando la sangre que había quedado en sus manos. Y, como tantas otras veces -cuando comprendía que las palabras no valían, en casos parecidos-, movió con tristeza la cabeza.
Apenas habían pasado doce días de esta escena llegaron sudorosos emisarios del Norte del país, con la noticia de que el Rey Usurpino, su hermano el Conde Tuso y los príncipes Soeces habían declarado la guerra a Olar. Y que, como era costumbre en estos casos, la primera manifestación hecha al respecto había sido arrasar e incendiar las aldeas próximas al Desfiladero, pertenecientes al Reino de Gudú. Las campanas volteaban a rebato, y despavoridos, los campesinos huían hacia el interior. De esta forma, todos supieron lo que Gudú deseaba y el resto temía: que, nuevamente, la guerra había llegado.
La Asamblea de Nobles acudió a Olar, presurosa. Y también los otros nobles: caballeros y señores que no pertenecían a tal Asamblea. Gudú reunió a sus jefes en el Patio de Armas del Castillo de Olar. Y, al tiempo, envió a Randal en busca de los mercenarios, que aguardaban impacientes en el Castillo Negro. Y aquella noche Gudú apareció ante sus nobles, y ante sus soldados, y ante gran parte de ciudadanos, que se apiñaban, aterrados, junto a las murallas del Castillo -cuyas puertas hizo abrir, y bajar los puentes levadizos, de forma que todos cuantos pudieran presenciar lo que se proponía, lo presenciaran-. Y así, vestido por vez primera con cota de malla y una muy crujiente coraza de cuero y piezas de metal, al resplandor de la gran hoguera central que había hecho prender, dijo, con gran solemnidad, desenvainando la espada -y de pronto todos comprobaron que no era su acostumbrada espada de hierro, sino la espada de su padre Volodioso:
– El Rey Usurpino y mis hermanos los Príncipes Soeces, acuciados por el ex Consejero, el traidor Conde Tuso, han declarado la guerra a nuestro pueblo. Así pues, juro defender este Reino y este pueblo, hasta la última gota de mi sangre.
Estas palabras hacían, en verdad, gran efecto, y especialmente en el -tan raramente mencionado- pueblo, que fue el primero, llevado en parte por el pánico, en parte por la admiración, en gritar de entusiasmo.
Una vez se acallaron, Gudú exclamó:
– Hemos reunido cuantos hombres están disponibles y cuantas armas han sido posibles. Tengo, además, en reserva, fuerzas de mercenarios aguardándome en el Castillo Negro. Todas las noticias hacen suponer que el Ejército del belicoso y feroz Usurpino es muy superior en hombres y armas, y además cuentan con la defensa de su privilegiada situación geográfica. Sé que la lucha será encarnizada y muy cruel. Pero, con la misma seguridad que tengo en esto, os juro que no regresaré a Olar si no es de dos maneras: enarbolando la victoria, la paz y las cabezas sangrantes de los traidores, o muerto.
De nuevo, el vocerío se levantó hasta el cielo. Una vez dichas estas cosas, y habiendo enardecido suficientemente a nobles y plebeyos, el Rey hizo un gesto a su hermano Predilecto. Y éste, levantando su espada, dijo:
– Nobles señores, noble pueblo de Olar, si el Rey es quien nos salvará de la maldad de nuestros enemigos, el Rey debe ser coronado.
Y antes de que la Asamblea tuviera tiempo de meditar aquellas palabras, el pueblo ya aullaba entusiasmado -pues se le daba ocasión de contemplar, raramente, un espectáculo en verdad superior a todas las farsas de comediantes-. Y el joven paje de Almíbar, llamado Riso, se aproximó con un cojín de terciopelo granate, en donde reposaba la corona.
Entonces entendió el Abad de los Abundios el porqué se le había convocado en aquella ocasión, y, adelantándose, revestido de toda la magnificencia que le permitía su edad, su corta estatura y su reúma, dijo:
– Así será, Señor, y como coroné con mis manos la cabeza del muy noble y amado Volodioso -y evitó reverdecer el espanto y el miedo que tal nombre le inspiraba-, así mis manos os ungirán como Rey de este país de Olar, por la Gracia de Dios.
A lo que se apresuró a decir la Reina:
– Sí, buen Abad Abundio. No en vano mi corazón me avisó de vuestra fiel y noble persona, y hace quince días que partieron hacia Roma emisarios que pedían para vos el obispado.
Con lo cual, el Abad estuvo en trance de desplomarse. Pero sujetándose a los brazos solícitos de un fraile -aquel que había, por cierto, bautizado otrora sin mucha contemplación ni respeto a Gudú-, tomó en sus temblorosas manos la corona. Pero como mucho tardaba, y mucho le costaba alzarla -pesaba más de lo que podía suponer-, el propio Gudú se la arrebató de las manos, la colocó en su rizada y negra cabeza, y dijo:
– Rey soy y como Rey os conduciré por el mejor de los caminos. Y entrego mi vida, mi saber y mi fuerza al Reino -y, con súbita inspiración, añadió-: y al grande, noble y valeroso pueblo de Olar.
A lo que los aludidos respondieron como correspondía. Y por si fuera poco, y ante la consternación del Trasgo y de más de un presente, Gudú mandó abrir la bodega del Castillo, y repartir entre todos -soldados, plebeyos y nobles- el vino de las Reservas Reales.
En el Castillo Negro Gudú repasó a los mercenarios. Les hizo formar con toda la seriedad de que eran capaces, y les contempló despacio. Comprobó que los había de muchas razas y guisas: los unos medio desnudos, apenas tapados con pieles, con cabellos hasta la cintura y largas barbas, negras o rojas; los otros completamente pelados de cabeza, de modo que sus cráneos brillaban como el cobre, al resplandor de la hoguera en la que se calentaban; y otros, abrigados como podían y con cinturas ceñidas de cuero. Pero todos iban armados hasta los dientes, y aparecían fuertes, con ojos relampagueantes, y cubiertos de cicatrices, lo que le satisfizo mucho. Luego revisó a sus propios soldados. Eran de aspecto corriente y menguadamente armados: algunos llevaban coraza, la mayoría cota de malla, y bastantes iban descalzos. En general pudo apreciar que iban mal pertrechados y que no presentaban el fiero aspecto de los mercenarios.
Los de mejor planta pertenecían a Almíbar, porque Almíbar cuidó siempre del prestigio de sus hombres. No eran muchos, pero valerosos hasta lo increíble, y bastante bien armados y vestidos, tanto es así que la mayoría llevaba coraza, unos de hierro y otros de cuero, bien guarnecidos, y de aspecto menos deprimente que los demás. También habían acudido algunos nobles, con sus hombres. Aunque no numerosos, la mayoría de ellos, en su infancia, se habían dedicado más a robarse entre sí y disputar por unas tierras, que por asuntos guerreros. Por tanto, su aspecto no era ni valiente ni adiestrado. El más importante entre éstos era el Barón Iracundio, que poseía una nutrida mesnada, al que acompañaba su hermano menor, joven de aspecto un tanto desmedrado y evidentemente confuso.
Solamente un par de nobles, cuyo feudo lindaba con el de Usurpino, no habían respondido a la llamada, y Gudú supuso que estaban dudando si unirse a él o al enemigo, por lo que, sin dilación, les envió un mensajero, conminándoles a presentarse en el término de cuatro jornadas, pasadas las cuales, y si no tenía noticias suyas, caería sobre ellos y sus tierras como si del enemigo se tratara.
Todos quedaron bastante admirados de la audacia de Gudú, y especialmente sus capitanes, pues tras ordenar que se calzase y diese de comer a toda aquella desordenada tropa, les reunió en privado y se dispuso a estudiar con ellos el asunto. Esto les maravilló mucho, y los por primera vez consultados -al menos en apariencia- capitanes, opinaron que no había tiempo que perder en conversaciones: en pocos días tendrían al enemigo encima. Un enemigo que, como bien suponían, era muy numeroso y mejor preparado que ellos.
Gudú les escuchó con atención, y cuando hubieron callado, tomó la palabra. Como no se tenía noticia de aquel Reino, lo primero que hizo fue pedir al Hechicero que le trajera aquellos extraños dibujos que de niño le llamaban la atención. El Maestro los llamaba Cartas Geográficas, y allí, en delicados colores que iban del azul profundo al tenue verde esmeralda, pasando por ocres y sombras, se contemplaba, como a vista de pájaro, el Reino de Olar y sus reinos vecinos. Exceptuando, claro está, las Tierras Desconocidas de donde llegaban las Hordas: desiertos espantosos, donde todo ser humano moría de sed y hambre, les separaban de ellos. Y se sabía de un peregrino que por error se adentró allí, y contó que, tras miles de calamidades, había vislumbrado en su confín azules y altísimas murallas que, si no fuera por el color y el brillo, podría tratarse de montañas inaccesibles.
Observando los delicados dibujitos, en los que, incluso, a ratos perdidos el Hechicero había incluido casitas, las blancas iglesias que la Reina había hecho edificar -mantenía excelentes relaciones con la Iglesia, y en especial con los Abundios-, castillos, ríos, bosques, las murallas, e incluso las cabañas de los Desdichados, Gudú se irritó un poco al ver aquel inútil hormigueo de cosas que no interesaban, pero se contentó en contemplar con fruición las tierras lindantes al Reino de Usurpino, y al espacio que, tras el gran barranco de los Gigantes de Piedra, enfilaba hacia el vecino país. Sabía, ya que lo oyó desde muy niño, que a no ser por aquel Desfiladero, aquella especie de embudo rocoso y montañoso, sus tenebrosos bosques y el supersticioso temor que inspiraba a los hombres, haría muchos años que, o bien el Reino de Usurpino sería suyo -tal y como su padre Volodioso hizo con otros, añadiendo uno tras otro a la Corona de Olar y sin dejar tierra llana, feraz o vinícola en los alrededores o lejanías que no uniese a la suya-, o bien el suyo propio pertenecería hoy a Usurpino.
Los capitanes apenas podían contener la impaciencia, pensando que Gudú perdía el tiempo con resabios infantiles en un momento tan crítico. Pero entonces, teniendo a su lado al viejo Maestro -del que se deshizo en elogios que dejaron a toda la Asamblea boquiabierta-, les explicó cuánto y con qué provecho había aprendido de aquel hombre, tan humilde y sin embargo tan sabio.
El mismo Hechicero se sentía incómodo -su modestia era relativamente cierta-, pero muy ilusionado al oír que aquel discípulo que él tenía como poco atento y bastante díscolo, se presentaba de improviso como un alumno más que aprovechado y sagaz. Escuchó complacido cómo Gudú instruía a toda aquella gente analfabeta, sobre los mapas y otras cosas que él había pacientemente trazado años atrás.
– Ahora ved una prueba más de la sabiduría de nuestro Maestro, a quien todos debemos venerar sin el menor recato. Pues hora es ya que contemplemos, de una vez, cómo es y hasta dónde llega el Reino de Olar, que mi noble padre supo crear y nosotros engrandeceremos y aseguraremos en nuestra medida. Pues él es quien ha sabido hacer, con gran tino y precisión, adivinar y trazar los contornos de esta tierra: sus montañas, sus ríos, sus praderas, sus bosques, las regiones del Sur, con sus viñedos, que afortunadamente nos proporcionan una ventana asomada al mar; e incluso, ahora, la Isla de la Reina de Leonia.
Tanta admiración causaron aquellas palabras que, a codazos, pisotones y empujones, todos querían descubrir cuál era su tierra, dónde estaba su castillo, dónde su casa; y mucho maravillaba la Isla de Leonia, de la que todos hablaban pero muy pocos conocían.
Entonces, el Rey mandó degollar una cabra y traer su sangre. Y tomando una pluma de ave muy aguda -como había visto hacer al Hechicero, espiándole durante noches y noches, y en cuya cámara había logrado entrar, limando su cerradura, y cuyo cofre había escudriñado, y cuyo pergamino había robado-, dijo:
– Mirad esta línea roja que desde el Castillo de Olar trazo -y la trazó, mojando la pluma en la sangre-. Y de este modo os marcaré mi ruta. Para que todos sepáis por dónde iremos y adónde llegaremos -y la línea roja se detuvo en el macizo que, con mucho primor, representaba la inexpugnable zona de los Desfiladeros. Y llegando allí, con una solemne cruz, tachó el Reino de Usurpino. Y dijo-: Pues así, como acabo de hacer, juro solemnemente borrar del mundo y del recuerdo los nombres del Reino de nuestros enemigos. Y en su lugar, el nombre de Olar, como aguas de un mar que nadie puede contener, invadirá esta tierra hasta el fin del mundo.
Mordió el extremo de la pluma de halcón y dijo que no debían acudir en masa al enemigo, como tenían por costumbre, sino que, muy arteramente, le engañarían y conducirían a trampas «exactamente como se hace con la caza del jabalí, el corzo y todo lo demás».
Los capitanes parecían confusos, y alguno que otro se decía que Gudú, aun en vísperas de cumplir quince años, no había dejado la infancia del todo, por lo que íntimamente se sintieron muy desdichados. ¿Iban a ser conducidos a la muerte y la derrota por un niño imbécil, mandón y descarado? Con palabras no se ganan batallas, ni con dibujos, ni con altanería, pensaban.
Pero allí estaba Predilecto. Hacía rato notaba la zozobra en aquellos rudos hombres, y sus dudas. Así que tomó la palabra y, con su voz suave y persuasiva, les convenció de la razón de Gudú. «Id con fe a lo que él os conduzca, pues yo veo que tiene mucho seso todo lo que dice, y es más, el Rey Gudú quedará en la memoria de las gentes por su inteligencia y forma de llevar la batalla.» Todos sabían -los rumores corren rápidamente- que si bien el Rey no era extraordinariamente brillante en sus lecciones, no podía decirse lo mismo de Predilecto; y que si el pequeño Gudú dio siempre indudables muestras de valentía, fuerza y arrojo, no menos podía decirse de Predilecto. Así que bajaron la cabeza y, encomendando su alma a Dios o al Diablo -según sus conciencias-, se aprestaron a obedecer aquel extraño plan, del que, hasta el momento, no tenían antecedentes. Gudú parecía complacido.
Prestamente se dirigió al Salón de la Asamblea, convocó a los nobles, a la Reina y a sus capitanes, y, ante el asombro de todos -y especialmente del interesado-, dijo:
– Mi noble Maestro, preparaos para el viaje, porque me vais a acompañar.
– ¿Yo? -gimió el anciano, que sintió erizarse los pocos cabellos que aún merodeaban lánguidamente por su rosada calva-. ¿Qué tiene que hacer un anciano achacoso en semejantes lances? Sólo la daga de madera de un niño que juega a soldados podría yo sostener…
– No es para manejar la espada, sino la astucia y la sabiduría, para lo que os necesito. Y os ruego que no me repliquéis y hagáis lo que os digo. Que os preparen cómoda litera y enjaecen dos mulas, que atino os serán más suaves que los duros lomos de un corcel, y os den todo lo que os sea preciso. Y, sobre todo, oídme bien, mandad instalar en ellas vuestro preciado cofre y cuanto contiene dentro.
– Señor -murmuró el anciano, cuyos labios temblaban-, Señor…, ¿cómo suponéis que pueda yo seros útil en una cosa así? La guerra no tiene nada que ver con mi ciencia.
– Más de lo que supones -dijo Gudú, impaciente-. Obedecedme, y no me discutáis más.
Ay de aquellas noches lúcidas, cuando descubrió en el cofre del Maestro retazos de historias, historias de hombres muy anteriores a él, que dominaron el mundo. Tenían nombres extraños, y procedían de aquel Occidente que, al parecer, inspiraba un especial y respetuoso temor a Olar. No por su fuerza o enemistad, que no existían, sino por una palabra, una palabra transmitida misteriosamente de padres a hijos, desde el primer Margrave: «Olvido». La única palabra que le inquietaba y no comprendía. Pero también de Occidente llegaban hasta él, aun cubiertos de polvo e incomprensión, ecos de victoria, de tácticas guerreras, de batallas ganadas, de grandes emperadores… Él las conocía. Al menos, en los retazos escritos que había logrado reunir el Hechicero.
Gudú ordenó a sus capitanes que procuraran dormir hasta el amanecer, conservando fuerzas, pues al rayar el alba partirían. Y ordenó al Hechicero que borrara prestamente todas aquellas banalidades que había añadido al dibujo -casitas, iglesias, corrales de cabras, y algún que otro hombrecito con que el Maestro se había complacido en adornar los áridos mapas-. Recomendó que dibujase varios más, sin estas cosas, con la mayor rapidez que le fuera posible.
Después se echó a dormir, cosa que, ante el pasmo de su madre y los demás, no tardó en hacer profundamente y sin muestra alguna de inquietud, miedo o recelo. El Hechicero, un tanto avergonzado, obedeció a Gudú: borró entre suspiros casitas y gentecilla -había llegado incluso a dibujar parejas paseando junto al Lago-, y se apresuró a fabricar unos cuantos más, en algunos pergaminos que guardaba siempre debajo de su cama. Y así, todos contuvieron su zozobra e, imitando al Rey, procuraron dormir y aguardar al nuevo día.
En un aparte, la Reina llamó a Predilecto.
El Príncipe acudió a ella, y con la rodilla en tierra besó su mano.
– Predilecto, hijo mío -dijo la Reina. Y, de pronto, aquellas palabras cobraron un acento distinto, y en su garganta sintió como si un cálido y húmedo manantial se abriera: y a sus ojos, como una fuente, el manantial asomó, mientras decía-: Predilecto, os ruego que protejáis y defendáis a nuestro Señor, el Rey, como me jurasteis un día.
– Señora, así lo haré -dijo el Príncipe. Y alzó la cabeza sorprendido, pues en su mano había caído una gota brillante. Y miró a la Reina, y, por primera vez en su vida, vio que la Reina Ardid lloraba.
Pero lo que no vio la Reina ni Predilecto ni persona alguna, es que, arrebujado en lo más hondo de las brasas ardientes, estremecido de dolor, el Trasgo del Sur, por vez primera en su declinante existencia, también lloraba. Sus lágrimas eran como rojos cristales encendidos, y cubrían su martillo de diamante, y le rodeaban como perlas de un tristísimo collar de rocío, que, ya, no iba a desprenderse jamás de aquel racimo que le brotó y le crecía en el lugar del corazón.
Ya anochecido, llegó Gudú con sus hombres a las tierras lindantes con el Desfiladero de los Gigantes de Piedra. Allí empezaba el Reino de Usurpino. Antes de que la polvareda de sus huestes avisara al enemigo de su proximidad -aunque ya se avistaba la humareda de las aldeas por ellos incendiadas-, pudo apreciar Gudú que las incursiones de devastación habían cesado, y que, enterados del avance de sus tropas, estarían organizándose a la entrada del Desfiladero mortal, como era costumbre en ellos, ya que esta táctica les había salvado durante tanto tiempo de la dominación de Volodioso y sus antecesores.
Gudú ordenó al Hechicero que avanzara sobre la nube y vigilara la posición del enemigo. El Hechicero estaba medio dormido, hambriento y malhumorado por ser conducido, muy a su pesar, a semejante tropelía. ¡Y todo por culpa de aquellos malhadados dibujitos que un mal día descubriera el pequeño Gudú, con su manía de curiosearlo todo, en el arca de sus más preciados bienes! Dijo entonces que la atmósfera no se prestaba a conjurar la nubecilla que le permitía merodear por las alturas y verificar aquellas cosas. Pero Gudú le conminó sin ninguna contemplación:
– Hechicero, si no posees algún encanto que te permita obedecerme según tus propias artes, yo tengo un buen medio de hacerte cumplir mis órdenes. Esto es, te envío encadenado entre dos de mis mercenarios para que arrastrándote o volando (como mejor te parezca, porque el método me tiene sin cuidado) me informes y traigas en un dibujo claro (y por supuesto libre y limpio de fruslerías sin interés) la situación de esos hijos de perra.
Con lo cual el Hechicero se apresuró a rebuscar en su cofre, afilar plumas y tintas, y maldiciendo por lo bajo, sentóse junto al fuego y se dedicó a la fabricación -o conjuro- de la nubecilla. Pidió un sapo -cosa que no tardó en serle proporcionada-, raspaduras de uña de rapaz, que tampoco fue difícil, y una piedra azul del fondo del río. Esto último, pensó, no sería fácil de conseguir; pero se equivocaba, pues un mercenario de cabello largo y rojo resultó ser hombre capaz de moverse en el agua como si fuera de la especie de las truchas, y a poco emergió con la boca llena de guijarros, azules y de todos los colores, que escupió a sus pies con aire triunfal. El Hechicero sacudió su vestido, salpicado de lodo, piedras y repugnantes residuos fangosos, observó con rencor a cuantos le rodeaban, y demandó unos minutos de soledad, para concentrarse.
– Tendrás soledad -dijo Gudú-, pero no tanta como para salir corriendo. Si huyeras, te alcanzarían mis hombres y te colgarían de los pies hasta que en tu cuerpo no quedara ni un soplo de humana condición. Y, como un colgajo, te echaríamos al fondo del río, donde te devorarían peces malignos: porque tú no sabes defenderte de ellos, como cualquier mercenario.
«Ay de mí, ¿cómo pude creer algún día que sentiría hacia mi persona agradecimiento por cuanto le enseñé?… El agradecimiento está ligado sutilmente al amor y al odio, y yo mismo le privé -aun a mi pesar- del primero de estos sentimientos… ¿Será acaso el último el que algún día me llegue a profesar?…»
Temblando y odiando por primera vez sus habilidades, el Hechicero comprendió que nada le quedaba por hacer sino formar la estúpida nubecilla que, si bien le permitía sobrevolar como una fea mariposa por sobre campos y vallados, no le protegía en absoluto de flechas ni cosa parecida, de las que suponía muy bien provisto al enemigo. Así que se despidió con pena de cuanto había sido la enjundia de su vida hasta aquel momento: echó un vistazo al Libro del Pasado, se detuvo unos minutos en la contemplación de los días en que Ardid era niña, estudiosa, en… -aquí, su viejo corazón se derretía-, el día en que descubrió su habilidad para conjuros y escudriñamientos… Y finalmente se dispuso a efectuar la pócima cuyo vapor formaría la nube conductora hacia -sin duda alguna, según creía- la más cruel de las muertes que para él cabían: atravesado como un pollo y aplastado contra las rocas, pues, presumía y con razón, la caída no sería dulce. Y si quedaba aún con vida, a pesar de las agudas rocas del Desfiladero, buena cuenta de él darían los feroces soldados de Tuso y Usurpino. A lo que tenía oído, no eran la clase de gente entre la que hubiera deseado pasar el fin de sus días.
El Hechicero formó una nube de la especie deseada, lo más espesa y sólida que le fue posible, y, ante la mirada severa de Gudú, saltó sobre ella, diciendo:
– Te abrazaría y besaría, querido Gudú, en recuerdo al tiempo en que tan nefastas cosas te enseñé; pero como se que no eres partidario de esta clase de efusiones, sólo te digo que mandas a las tinieblas a tu viejo e inapreciable Maestro, y que sin mí, pocos dibujitos vas a poder hacer de toda esa gente, o lo que sea. Porque para lo que a arte se parezca, tu cabeza está más vacía que una avellana hueca. Por tanto, si el corazón no te sangra ahora (porque eso es imposible y admito que improcedente en ti), al menos, sí debe inquietarte mi suerte.
La respuesta de Gudú fue un puntapié que quedó sin destino, no sólo por el respeto que le inspiraba su Maestro, sino además por la rapidez con que el Hechicero se alzó sobre las cabezas de los boquiabiertos soldados. A decir verdad, le invadió en aquel momento una punzadita de orgullo que, ante la indignada actitud de Gudú, le hizo revolotear coquetonamente unos minutos sobre ellos. Satisfecha esta humilde revancha, el Hechicero se dirigió, con ánimo decaído y tembloroso cuerpo, arropado en la nube como en un inmenso chal, hacia las tenebrosas alturas de aquellos Gigantes de Piedra que, en el atardecer, ofrecían un aspecto más amenazador y poco tranquilizador que nunca.
Algunos pájaros inocentes le acompañaron festivamente en su vuelo. Y él, que les sabía estúpidos como pajes de Corte, los ahuyentó agitando el gorro, mientras decía:
– Al menos vosotros, majaderos, liberaos: que pronto me pareceré a un gallo desplumado, si no a algo mucho peor. Y no deseo ofrecer a vuestros ojos semejante espectáculo.
A poco, ya sobre el Desfiladero, distinguió algunas fogatas y resplandores que le indicaron el lugar en que se hallaban apostados los malignos enemigos, ya que, las enormes montañas impedían a Gudú y sus gentes distinguir ni tan sólo el resplandor. Pero juzgando, y con razón, que tales datos no serían suficientes, y que si con tan débiles informes regresaba, Gudú haría con él un escarmiento del peor gusto, calculó que morir de una forma u otra, a decir verdad, poca diferencia se llevaba, y que si por contra salía triunfante, Gudú podía recompensarle muy bien. Acaso le proporcionaría material abundante y una pieza mejor y más grande en las mazmorras, donde podría dedicarse, sin miedo a ruidos molestos ni curiosidades peligrosas, a sus interesantes investigaciones. Pensando esto, se enrolló de tal modo en la nube, que apenas si podía distinguir algo, y tuvo su momento de confusión. Conjuró entonces, suavemente, a la Rosa de los Vientos, y una vez la tuvo cerca recobró el Norte, y descendió, como una vaporosa nubecilla de primavera, con gran precaución y tino, sobre las oscuras regiones donde se agazapaba el ejército enemigo.
No tardó en divisarlo con bastante claridad. Sacó de entre los pliegues de su túnica el pergamino, y trazó con habilidad y delicadeza el dibujo que, a su juicio, interesaba a Gudú: terreno y lugar donde se hallaban acampadas y dispuestas las gentes de Tuso, Usurpino y los Soeces. Por cierto que, si bien a Tuso y Usurpino no los vio por ningún lado -los supuso en aquellos momentos dentro de sus tiendas-, atinó a divisar a Furcio, emborrachándose con un par de soldados y promoviendo más bulla de la prudencial en tales circunstancias.
Nadie se fijó en aquella nubecilla temblorosa que, un poco por aquí, un poco por allá, flotaba sobre los soldados. Estaban en verdad anhelantes e inquietos pensando en la futura batalla, de lo que el Hechicero se felicitó: «Los soldados -se dijo- son gente un tanto especial. Tan agudos y avizores en muchas cosas, y tan distraídos y tontunos en otras». Claro, que no acertó a cavilar que, hasta el presente, ninguna nube había estropeado ni decidido batalla alguna -como no fuera en el mar y cargada de truenos-. Por lo que, envalentonado, descendió un poco más y curioseó por el campamento. Comprobó entonces que los soldados de Usurpino no eran ni mucho más numerosos, ni estaban mejor armados que los de Olar. Con gran alegría, se alzó nuevamente sobre las cumbres y regresó a donde Gudú y sus hombres le aguardaban.
Apenas había descendido lo suficiente, Gudú le retuvo por el borde de la túnica, y de un tirón lo puso en el suelo, cosa que disgustó mucho al Hechicero. Pero, comprendiendo que no era momento ni lugar para quejas ni reclamaciones, extrajo de los pliegues de su túnica su dibujito y lo mostró con orgullo a Gudú.
– Espero que no os hayáis equivocado -dijo el Rey-. No toleraría que el dibujo fuese imperfecto, puedo aseguráoslo, Maestro. El Hechicero estaba demasiado confundido por los bruscos acontecimientos para apercibirse de la amenaza de aquellas palabras. Así que sonrió con beatitud, mientras el Rey contemplaba el dibujo con gran concentración.
En éste podían apreciarse las posiciones del enemigo, y todas las particularidades del terreno. Según indicaba, el enemigo no había variado sus rutinarias costumbres y se hallaba situado en la forma habitual, que, debía reconocerse, le había dado excelentes resultados hasta el presente.
Comprobó entonces que las huestes de Usurpino eran más numerosas en infantería que en caballería, y que ocupaban una posición defensiva sobre la suave colina que obstruía el acceso al fatídico Desfiladero. Como era habitual, Usurpino había colocado en primera línea su infantería, detrás, los arqueros, y en último término, en reserva, la caballería.
Luego de contemplar en silencio estas cosas, Gudú se retiró a su tienda, en solitario. En ella permaneció algún tiempo, mientras su gente -en especial aquellos nobles que habían acudido a su llamada, con sus respectivas huestes- se deshacía en dimes y diretes, salpicados de abundante desconfianza. En sus rostros no aparecía síntoma alguno de euforia ni de tranquilidad. «¿Adónde nos llevará este adolescente, tan desconocido como sospechoso?…» Podía leerse el recelo en todos los ojos, especialmente en los del Barón Iracundio. Pero ¿acaso alguno de ellos, acostumbrados a la molicie y bienestar proporcionados por la pacífica y enriquecedora regencia de la Reina Ardid, sería capaz ahora de urdir cualquier cosa que no fuera perder irremisiblemente frente a las fuerzas de Usurpino y las extraordinarias condiciones orográficas que les protegían?… Ay, cómo lo lamentaban ahora.
Cuando, al fin, Gudú salió de la tienda, reunió a su alrededor a cuantos capitanes y nobles disponía. Les contempló uno a uno, con una calma y frialdad verdaderamente sorprendente en un muchacho de su edad. Y por primera vez, más de uno de ellos tuvo ocasión de estremecerse y admirar a partes iguales aquella mirada, aquellos ojos grises y pálidos como la escarcha, que en adelante iban a respetar y obedecer como corderillos.
Según los dibujos del anciano Hechicero -de cuya veracidad y minuciosa exactitud Gudú no dudaba en absoluto-, ellos disponían, para sus maniobras, de una extensa explanada bordeada de bosques, frente a la colina que obstruía el paso al Desfiladero de la Muerte.
Gudú, entonces, expuso:
– Amparándonos en la oscuridad de la noche, excavaremos fosos y dispondremos hileras defensivas de estacas agudas. En los bosques que bordean los laterales de la explanada, mantendremos oculta la mayor parte de nuestra caballería y arqueros. En la explanada, y en primera línea, frente a la colina, colocaremos parte de nuestra infantería, respaldada por un cierto número de caballería. Pero todo en evidente minoría, para engañar al enemigo. Atacaremos en grupo pequeño, pero con gran vocerío y ruidos de toda especie, de forma que ellos nos supongan, o todo el ejército, o gran parte de él. Una vez trabado combate, al filo del alba debéis gritar a grandes voces, y como si todo estuviera perdido: «¡Gudú ha muerto!, ¡Gudú ha muerto!». Y a continuación, replegaos en una retirada precipitada. Tened por seguro que ellos se lanzarán con todas sus fuerzas en vuestra persecución, para aniquilaros (como viene ocurriendo, según mis noticias, en todo tiempo anterior). Pero ahora será distinto, porque en esta retirada los conduciréis hacia nuestra celada: la que les aguarda en los bosques. Vuestra muy superior caballería, los arqueros mejor elegidos y el resto de la infantería caerán sobre ellos envolviéndoles y cortándoles la retirada. Así, podremos vencerlos y destruirlos sin perdón.
Aquí Gudú lanzó su peculiar y escalofriante risita. Acto se la sustancia de su plan ordenó al Hechicero que preparara plumas y tintes, y de su propia mano dibujó el último ataque, de suerte que la victoria parecía cosa simple y terminada. Y luego dijo al Hechicero:
– Una vez terminada y ganada esta simple e inocente batalla, tú la reproducirás con todo primor, para dejar constancia, de hoy en adelante, de cuantas empresas guerreras lleve a cabo con mi ejército.
Cuando oscureció, comenzaron los preparativos que ordenó Gudú. Transcurrieron entre la impaciencia de sus capitanes y soldados, así como del noble Iracundio y de su hermano menor, que eran hombres valientes, pero de mollera un tanto espesa.
Avanzada la noche, sentados uno junto a otro en la enramada de la colina, Predilecto, que a todas estas cosas venía prestándole su incondicional ayuda, dijo a su hermano:
– Señor, si me lo permitís, os diré algo que pienso.
– Decid -exclamó Gudú. La noche era muy fría y tan oscura que sus rostros no podían verse.
– Estimo que esta forma de guerrear no es noble.
– ¿Qué dices? dijo Gudú, con leve ironía-. No sé de dónde has podido sacar la creencia de que la guerra es noble. La guerra no es noble en absoluto y, por tanto, hay que hacerla y tomarla como es.
Predilecto quedó sobrecogido por estas palabras. Había participado en justas, había acompañado a su padre en ligeras escaramuzas contra las revueltas del Norte, pero jamás había librado una verdadera batalla. Y aunque había oído algunas historias en las que estas batallas se describían, donde los reyes que en ellas habían triunfado, y los que habían perdido, eran, al parecer, extraordinariamente nobles, atinó a pensar que su hermano Gudú era un ser complejo y extraño; pues si bien había tenido sospechas, y más tarde crecientes certezas, de que no se movía ni un solo cabello de su persona a impulsos de compasivo o afectuoso sentimiento, aquello no se le había presentado jamás con tal claridad.
Aunque íntimamente se había dicho en más de una ocasión que la muerte y la sangre le desagradaban, que la crueldad le repelía, había sido educado de forma que tales sentimientos debían mantenerse ocultos, como síntomas de debilidad. Íntimamente no se avergonzaba de ellos, pero jamás hubiera osado manifestarlos en público. Él había crecido creyendo -o desatendiendo examinar profundamente esta aceptación, más que creencia- que la guerra, tan asidua y pertinazmente cultivada por su padre, era noble en sí misma, y no exenta de heroísmo y gestos generosos. Por todo lo cual, la desapasionada reflexión de Gudú le sumió aún más en el cada vez mayor número de confusiones que, día a día, se iban adueñando de su persona.
– ¿Por qué entonces, si no la consideráis noble, parecéis gozar de ella, y hasta practicarla o provocarla?
Este pensamiento, tras los últimos acontecimientos, le hacía entrever, vagamente, que había sido objeto él mismo, como un simple peón de ajedrez -juego al que tan aficionado era Gudú-, de las maquinaciones de su hermano pequeño: el interés por los Desdichados y la piedad por el joven Príncipe nada tenían que ver, en realidad, con los auténticos móviles de Gudú.
Pero éste dijo:
– Que sea noble o no lo sea, no hará perder mi tiempo en cavilaciones. Es útil para nuestra causa, y con ello basta. Predilecto juzgó que mejor era callar y guardar para sí sus escrúpulos y sus confusiones. Su deber y juramento -de lo único que, ya, estaba seguro todavía- era, al fin y al cabo, defender de todo mal a su hermano menor. Pensó que guardaría para mejor oportunidad aquellas discusiones con el ya indiscutible Rey de Olar. Pero íntimamente se alegró una vez más de que la suerte le hubiera salvado del trance de ser Rey algún día. Y recordaba las palabras de su padre, de su hermano y del anciano minero, cuando el fragor del Desfiladero les avisó prontamente de la proximidad del ataque.
Impacientes, en la explanada, los soldados aguardaban la señal de Gudú. Todo ocurrió tal y como el joven Rey había planeado. El ataque en masa, con gran lujo de gritos y alharacas para engañar en su número al enemigo de la colina. Gudú, dando muestras de una serenidad y un temple impropios de sus catorce años, aguardó fríamente, entre el fragor de los salvajes gritos de los soldados del Desfiladero y el galope de sus veloces caballos -robados, según se decía, a las Hordas Feroces-. Cuando amanecía, los de Olar se retiraron, tal y como ordenó Gudú. El ejército de Usurpino, creyéndoles vencidos, les persiguió levantando ecos ensordecedores entre las piedras del Pasadizo de la Muerte. Y, así, cayeron en la trampa.
Los de Olar se abatieron entonces sobre ellos. De entre los bosques surgían arqueros, caballería e infantería en superior número. Les envolvieron, sin escape posible. Y la sorpresa y el pánico cundieron en las valerosas pero poco astutas filas enemigas, de suerte que la lucha se trocó a poco en una carnicería embriagadora. Gudú, sobre su corcel, marchaba a la cabeza de los suyos y, uniéndose al Barón Iracundio y a Yahek, el Capitán de los Mercenarios, que aguardaban en el lado opuesto, arrasaron materialmente al grueso de las fuerzas de Usurpino. Por vez primera Gudú blandía la espada de su padre, Volodioso el Engrandecedor, roja de sangre. Y por primera vez, su brazo y su espada penetraron en la carne de otros hombres: atravesaba vientres, riñones, pechos, y surgía de nuevo, como un relámpago, entre las hogueras donde los cuerpos se revolcaban en el suelo. Predilecto, si bien combatía con valor a su lado, se estremeció al ver aquella figura de muchacho, que crecía y crecía como un gigante. Y su mente, en el fuego y en el hierro, en la sangre y en el largo gemir de los heridos, reconstruía la estatua de piedra de su padre. Solitaria y abandonada por todos, sólo recibía, al atardecer del verano o la primavera, la visita de algunos pájaros que, en la gran soledad, conversaban misteriosamente con sus ojos ciegos y su boca muda.
Y tal como dijera Gudú, ya estaban los soldados enemigos materialmente machacados cuando no se hizo esperar la prevista reacción de Usurpino y el resto de sus fuerzas. De modo que, cuando juzgaron que los hombres de Gudú -que a su vez habían sufrido grandes pérdidas- eran fácil presa, surgieron del Desfiladero y, cayendo sobre ellos, se adentraron en la última y fatal trampa, pues fueron sorprendidos por la espalda y, cortándoles toda posibilidad de retirada, la violencia del combate tomó sus más crueles aspectos. Hasta que el amanecer, ya entrado, empujó la derrota hacia la vasta zona de las largas noches, y la victoria de Gudú sobre Usurpino apareció ante sus ojos, entre ensangrentados restos y cuerpos mutilados, entre los muertos y la sangre.
En el fragor y el polvo, Gudú avanzaba sobre su corcel. A su lado, manchado de sangre, Predilecto le seguía, en el silencio sólo roto por el viento de la madrugada. Fue extendiéndose entonces, paso a paso, el espectáculo de la derrota. Vio tendido y muerto, a sus pies, al anciano Tuso: y sintió un extraño frío, pues el viejo Consejero aparecía caído sobre su espalda, y a su lado un hombre más joven y más robusto aparecía, también, con el cuello abierto. Y en aquel momento vio únicamente a dos ancianos, y súbitamente un gran dolor le anegó. Sólo veía, allí, la muerte de dos hermanos que en el último momento se habían asido el uno al otro: las manos del más joven estaban aferradas a las ropas sanguinolentas del más viejo, y la mano del más viejo -aquella mano que había deseado tanto tiempo gobernar- caía lacia, casi dulcemente apoyada en la frente del más joven.
– Míralos, Señor -dijo con voz ronca y estremecida-. Eran hermanos, y se amaban.
Pero Gudú no le escuchó. Le vio espolear su caballo y avanzar hacia dos siluetas que, en la bruma, huían hacia el río. Y sabiendo quiénes eran aquellos y cuál era su deber, le siguió, con el espíritu batido por mil contrarios sentimientos. Cuando llegó al borde del río, oyó el entrechocar de las espadas y vio cómo Ancio y Gudú luchaban con saña, como sólo dos hermanos son capaces de atacarse en este mundo.
Predilecto buscó ávidamente con la mirada, hasta descubrir el caballo vacío del otro hermano. Y sólo entonces, entre los juncos, una sombra que se arrastraba como un reptil, le indicó la presencia del menor de los Soeces, a tiempo de evitar, cayendo sobre él, que su traidora lanza se clavara en la espalda de Gudú. Y estaba sobre él y levantaba su espada presto a terminar con su vida, cuando vio los ojos de Furcio, clavados en él con un desespero infinito. Entonces, su brazo se detuvo: Furcio estaba desarmado y se aferraba a su ropa, como las manos de Usurpino se aferraban a las de Tuso. Un frío grande le detuvo, y escuchó la voz del pequeño Soez, que por primera vez no le pareció la voz de una miserable y repugnante criatura, sino una muy honda llamada, que latía en su misma sangre, en sus últimas venas y en lo más profundo de su ser.
– ¡Déjame vivir, hermano!…
Pero un galope se acercaba: el corcel de Gudú arrastraba de un pie el cadáver degollado de Ancio. Cayó sobre ellos, como si de nuevo la noche hubiera nacido del cielo, y la espada del hombre que les diera la vida a todos ellos, le atravesó el corazón.
Luego Gudú se volvió a mirar a Predilecto, sonriente. Su frente y sus manos estaban salpicadas de sangre, y sus ojos tenían un brillo como jamás ni la luz de la noche ni la luz del día habían conseguido arrancar de su mirada.
– Nunca vaciles, Predilecto. Porque te matarán o me matarán. Y aquellas palabras -tan claras en la mañana, que hasta en el oro del cielo parecían escritas- no eran solicitud, sino amenaza.
Hacía ya mucho tiempo que los mercenarios de Olar no conocían la alegría de la victoria. Los últimos años de Volodioso les desangraron en inútiles batallas contra un enemigo solapado, diezmado y feroz que, aun siendo inferior en número, jamás les proporcionó la embriaguez del triunfo, ni la codicia del botín.
Así que, la tan soñada como imposible entrada en aquel legendario Desfiladero de la Muerte y la consiguiente asolación del Reino de Usurpino, resultaba algo totalmente nuevo para los más jóvenes, y casi olvidado para los más viejos. Luego, haciendo uso de la promesa dada por Gudú a los soldados y a los mercenarios, éstos cumplieron ampliamente sus ansias de botín y muerte. Y pocos días más tarde, lo que fue el Reino inexpugnable y misterioso de los Desfiladeros, se había convertido en un montón de ruinas carbonizadas y de muerte. Las desperdigadas gentes que sobrevivieron se refugiaban, aterradas, en la montaña, y los restos de sus rebaños, diezmados y perdidos, sembraban de balidos quejumbrosos el batir del viento entre las rocas. Parecían voces humanas.
Indra, la hija de Usurpino, y una muchacha bella y extraña que la acompañaba, fueron encadenadas y llevadas a presencia de Gudú. El Rey contempló detenidamente aquella que le había sido destinada por Tuso como futura esposa. Era una mujer cercana a los treinta años, gruesa y aterrada, cuyas rojas trenzas aparecían deshechas sobre los jirones de su ropa.
– No sé a quién puede gustar semejante arpía -dijo.
Los ojos de Indra despidieron fuego y le escupió en la cara. Entonces, limpiándose la saliva con mansedumbre, Gudú miró al Capitán de los Mercenarios. En los ojos de éste vio brillar una conocida luz:
– Si te place, tómala -le dijo.
Yahek, no se hizo repetir la orden y, arrastrándola por las cadenas, se alejó con ella. La otra era una muchacha de unos veinte años, de largas trenzas oscuras y ojos alargados hacia las sienes. Tenía la piel de un tinte dorado, y en toda su persona había una extraña y salvaje belleza. Al punto, Predilecto recordó la historia de la Princesa de las Hordas y reconoció en ella una mujer de su raza.
– ¿Quién eres tú? -preguntó Gudú con voz más suave.
Pero ella se negó a contestar, de modo que el muchacho se impacientó.
– Está bien -dijo-. Atadla a un árbol en tanto medito lo que debo hacer con ella.
Entonces Predilecto se aproximó al Rey y le habló así:
– Esta mujer es oriunda de las estepas, mi Señor. Y algo en ella me dice que es una mujer de alta alcurnia, posiblemente cautiva de Usurpino. Tened en cuenta que puede traeros muchos males, pues una mujer así fue la perdición de vuestra madre, y a punto estuvo de ser la vuestra. Si la guardáis con vos, es seguro que os traerá mucho mal. Presiento que esa raza debe ser alejada de nosotros, y no debemos tener roce con ellos: quédense ellos en sus tierras y nosotros en las nuestras. Las estepas no pueden ser habitadas por los hombres de nuestra raza, ni podremos jamás llegar más allá del Gran Río: ni siquiera nuestro padre lo consiguió. Pero no la matéis; dejadla vivir y regresar con los suyos. De este modo os aseguráis su agradecimiento, y tal vez quede zanjada para siempre la incursión de sus guerreros en nuestro país.
– Ah no -dijo Gudú-. Si es cierto lo que me dices, lo único que veo con buen criterio es hacer un escarmiento con ella.
El Hechicero, que había permanecido medio oculto en la enramada, como le ordenara Gudú, apareció ahora lleno de terror. Se aproximó a Gudú, y dijo:
– No, mi Señor. No lo hagáis. Creedme: por mis conocimientos sobre algunas cosas os digo que no debéis matar a esta mujer. Antes bien, como dice vuestro hermano, dejadla volver con su gente.
– Pues ya estoy cansado de oír tonterías -dijo Gudú, irritado-. Y como prueba de que pienso terminar con toda clase de supersticiones y brujerías, declaro bruja a esta mujer. Así que, siguiendo la costumbre de nuestro país, ordeno que se la queme viva y que sus cenizas se esparzan hacia las estepas: de suerte que sus hermanos de raza entiendan mi advertencia. Pues todos han de saber, allí donde llegue mi voz y mi espada, quién es y cómo es el Rey Gudú.
Y había tal soberbia y embriaguez en su voz como jamás le habían oído antes.
Inútilmente Predilecto y el Hechicero intentaron disuadirle. Aquella misma tarde mandó rodear de leña el árbol donde había atado a la muchacha. Y le preguntó:
– Dime tu nombre, y tal vez te salves.
Pero viendo que ella seguía en silencio, mandó a dos hombres prender la leña. El fuego se alzó, crepitando, y una espesa humareda negra envolvió a la muchacha. Predilecto azuzó a su caballo y se alejó hacia el río, pero Gudú ni siquiera lo advirtió. Contempló fríamente cómo el fuego prendía las ropas de aquella enigmática e imperturbable criatura. Sólo entonces un destello sombrío pareció sacudirla enteramente y, lanzándole una mirada que recordaba el rayo en la tormenta, dijo, con un alarido que estremeció el aire hasta el confín de las estepas:
– ¡Rey Gudú, tú sucumbirás en la más vulgar, la más simple, la más triste de las causas!
Luego el fuego prendió y la abrazó de forma que no quedaron a poco sino cenizas y huesos calcinados.
– Recogedlas y traédmelas -ordenó el Rey.
Así lo hicieron, y una vez habían reunido aquellas cenizas en una vasija, él las tocó con una enorme curiosidad y las aplastó entre sus dedos, escrutándolas. Y al fin, con un fuego muy fiero en los ojos, a pesar de que sonreía, las arrojó lejos y gritó:
– ¡Iremos a las estepas!
Yahek era un hombre fornido, de cráneo pelado, con el torso cruzado por una inmensa cicatriz. Iba envuelto en pieles de lobo, y un collar de cobre y dientes de jabalí rodeaba su cuello. Desde el primer momento, Gudú pareció sentirse extrañamente fascinado por él: aunque la fascinación de Gudú jamás le hacía olvidar la realidad que le rodeaba. Pero aquella inmensa curiosidad de otras gentes y otras tierras que, sin duda alguna, heredara de su padre, tomaba en él proporciones mucho mayores. Es así, que una vez que el Rey decidió asomarse a las estepas, de las que tanto oyera hablar aunque jamás había visto, desatendió los razonamientos de Predilecto y las quejas del anciano Hechicero, para acercarse, en cambio, a Yahek. Deseaba preguntarle, ya que junto a su padre había luchado contra aquellos hombres, cuanto sabía de ellos.
Los mercenarios que habían quedado vivos -unos cien hombres, aunque algunos heridos- y el resto de los soldados acamparon entre las ruinas del que fuera Castillo de Usurpino y anteriormente del Rey Argante. No tardaron en dar con los grandes tesoros que había allí acumulados, y aunque Gudú mandó guardar en cofres la mayor parte, fue largamente generoso con ellos y respetó el botín de los primeros momentos, como debía ser. El Barón Iracundio había muerto, pero no su hermano menor, el noble Jovelio y este joven, tan estúpido como valiente, seguía a todas partes a Gudú con admiración perruna, aunque le doblaba en edad.
Al cabo de los días, habían reunido los rebaños dispersos, y como Gudú no olvidó acarrear vino, vivaqueaban en la alegría de aquel triunfo, sin sentir pasar las horas. Mucho había aún por escudriñar y hallar, pues no estaban las mejores cosas a flor de tierra, pero los hallazgos menudearon y, al fin, lentamente, por entre ruinas y rocas, fueron apareciendo famélicas criaturas, supervivientes de los habitantes de aquel lugar. Todos fueron hechos prisioneros y, junto a los capturados en la batalla, encerrados en una empalizada circular que mandó construir para el caso. Entonces Yahek le dijo:
– Señor, permitid que os diga algo. He hablado con mis hombres y hemos decidido que, si vos lo tenéis por cosa sensata y a bien, preferiríamos dejar esta vida que llevamos, siempre a sueldo de algún que otro señor, y sin muchas perspectivas. Después de ver la forma como sabéis conducir un ejército, y vuestra generosidad, mucho nos gustaría integrarnos en vuestras filas como soldados, ya que, según vemos, debéis reorganizar el Ejército de Olar. Y aún he de deciros otra cosa: hablando con estos infelices -se refería a los prisioneros-, he podido ver que hay entre ellos, aunque depauperados y heridos, muchos hombres jóvenes que, bien alimentados y algo mejor vestidos, estarían dispuestos a formar parte de vuestros soldados; pues, a lo que he oído, ningún afecto sentían por su anterior Rey, ni por el que acabáis de derrotar. Y tan sólo en la seguridad de poder comer y vivir al amparo de tal Señor como sois vos, se dejarían matar por su Rey.
Gudú reflexionó sobre estas palabras:
– Dejadme meditar lo que habéis dicho -repuso al fin- y mañana os daré una contestación.
Esta vez consultó con Predilecto cuanto le había propuesto Yahek.
– Señor -dijo el Príncipe-, no me parece idea desafortunada, y estimo que esa gente más provecho os dará tal y como me lo planteáis que pasándola a cuchillo o dejándola morir de hambre. Y por otro lado, la reorganización del ejército y el regreso a Olar se imponen, pues demasiado tiempo llevamos aquí y ninguna cosa de provecho puede reportaros este entretenimiento. Recordad que la Princesa Tontina -vuestra prometida- está en camino y que habréis de acudir a recibirla, para contraer matrimonio. Aparte de que vuestra madre, y todo el pueblo, os esperan con ansia e impaciencia.
– Ya envié emisarios con las nuevas de la victoria -dijo Gudú, con aire fastidiado-. Pero juzgo que no debemos abandonar este lugar sin antes asomarnos a esas estepas que me queman de curiosidad. Hermano, sabed que no daré tregua a quienes intenten atacarnos, y pienso hacer tal escarmiento con ellos, que nos libre de una vez para todas de esa amenaza.
– Señor, siento contradeciros, pero creo que no sabéis lo que decís. Las estepas son inmensas, nadie conoce su fin y nadie sabe qué es lo que hay detrás del Gran Río que nadie ha cruzado, en sus confines. Sólo hasta allí osó llegar nuestro padre en su última batalla; y eso no fue, como sabéis, bueno para nadie… Además, dejad regresar al anciano Maestro, pues si lo veis palidecer y enflaquecer, como está ocurriendo, comprenderéis que no tiene ni ánimos ni edad para permanecer más tiempo en un lugar como éste. Os implora que le permitáis regresar a Olar, de donde no deseaba salir.
– Se quedará conmigo en tanto me sea necesario -dijo Gudú con dureza-. Y lo que oí decir de las estepas es parecido a lo que siempre oí decir del Pasadizo de la Muerte: ya veis qué fácil ha sido para mí vencerlo. Así pues, hasta que no lo vea con mis propios ojos, no lo creeré.
Al día siguiente, dijo a Yahek que aceptaba su proposición.
De esta forma, todos los hombres sanos y jóvenes que había dentro del campo empalizado, mostráronse muy deseosos de convertirse en soldados de Gudú. Había también algunas mujeres y algún niño.
– ¿Qué hacemos con ellos? -preguntó Yahek. Gudú pensó un momento, y al fin dijo:
– Opino que tal vez los hombres no desdeñen la compañía de alguna mujer de éstas. En cuanto a los que no os sean de provecho, matadlos o arrojadlos de aquí. No tardarán en morir por sí solos.
– Es buena idea -dijo Yahek-. En verdad, debajo de la mugre y el hambre que las esconde, hay alguna muchacha bastante bonita. Gudú rió agudamente, y dijo:
– Yahek, dime si es verdad que las estepas son como dice mi hermano Predilecto y la gente en general.
El rostro de Yahek se ensombreció.
– Señor -dijo, al fin-, las estepas son el Gran Desconocido. Os puedo confesar ahora que mi madre perteneció a esas tierras, pero fue hecha prisionera por algunas tropas del Duque Arisankoel, más tarde derrotado por vuestro padre, y así nací yo de uno de aquellos soldados. Mi madre no hablaba nunca del lugar donde había nacido. Sólo una vez me explicó que aquellas tierras no tenían fin y que sus hombres eran más feroces que las alimañas. Y me dijo también que jamás un hombre del Oeste podría adentrarse y sobrevivir en ellas. Nada más me dijo, pero tened por seguro que no me engañó.
– Pues pienso -dijo el Rey- que ya es hora de acercarse por allí.
Aun así, se entretuvieron varios días. Gudú reorganizó someramente el ejército de los supervivientes, y Yahek quedó al cuidado de los ex prisioneros y de adiestrarlos en las armas; permanecían aún dentro de la empalizada y guardados, pero se les repartió comida y, a poco, algunas mujeres empezaron a convivir con los soldados.
Solamente el anciano Hechicero y Predilecto se entristecían y angustiaban más cada día que transcurría. Y cuando llegó el momento en que ya con un mediano ejército recompuesto, llevando tras sí un extraño pueblo de mujeres, cabras, niños y enseres, estaban dispuestos a partir, arribaron al campamento dos emisarios de la Reina, sudorosos y medio muertos de sed. Varios días llevaban buscándolos, y dijeron:
– Señor, os suplicamos de parte de nuestra Señora la Reina, que regreséis, pues la Princesa, vuestra prometida, ha llegado ya a Olar y os aguarda para el matrimonio.
– ¿Cómo es posible? -dijo Gudú extrañado-. ¡Si el viaje debía durar treinta días!
– Tantos, y más -dijo Predilecto-, hemos pasado aquí, aunque no os lo haya parecido. Os ruego, pues, que regresemos a Olar, por el bien de todos.
Aquella noticia contrarió vivamente a Gudú.
– Déjame pensar -murmuró. Se alejó solo hacia el río, y cuando al rato regresó, dijo a Predilecto:
– Una cosa se me ocurre: como no estoy dispuesto a regresar a Olar sin asomarme a la verdad de cuanto se oye y sabe sobre las estepas, y por otra parte debo casarme para solucionar todas estas cuestiones legales de sucesión, que tanto nos preocupan, puedes tú regresar con el Hechicero y una pequeña escolta (muy pequeña, en verdad, pues aquí necesitamos hombres), y así, en documento que yo mismo firmaré y sellaré, contraerás esponsales en mi nombre con la tal Tontina. Así la podremos retener, sin que se canse de esperar y se marche por donde vino. Ya sabemos lo impacientes que suelen ser a veces las caprichosas mujeres. Y una vez me haya casado con ella por poderes, regresas rápidamente, pues sin ti no quiero adentrarme donde tú sabes: y ten por seguro que me adentraré. Así, cumple lo que te ordeno, y no te demores ni un día más de lo justo, porque sabes que la paciencia no es mi mejor cualidad.
Dicho esto, todos supieron que nada más había que discutir sobre la cuestión. Partió, pues, Gudú con su gente hasta el linde de las estepas, acamparon allí y se dispusieron a esperar el regreso de Predilecto.
Y éste y el anciano Hechicero, junto a los emisarios y cuatro soldados, emprendieron el regreso a Olar. Predilecto sentía dentro de sí algo que nunca había experimentado antes. Era como un sentimiento de culpa, como si algo le reprochase la conciencia, por un delito o una grave falta que no podía descifrar, porque no conocía el nombre.
Antes de la llegada de Tontina, la Reina, que no descuidaba detalle alguno, creyó llegado el momento de avisar a Ondina de que su cometido había comenzado. Así, a través del Trasgo, mandó decirle que debía dirigirse a donde Gudú se hallaba, y emprender sus metamorfosis, tal y como habían planeado. Pues -se decía- siendo tan linda y además la primera mujer que conoce en su vida, no sería bueno se aficionase a ella, y nuestros planes se vinieran al suelo. Como no conozco a la Princesa Tontina más que por su retrato, lo cierto es que tal vez sea mujer llena de artimañas y de mezquina mente, caprichosa, exigente y ambiciosa, y aunque Gudú no sea capaz de amarla, mucho trastorno puede causarle si le retiene por otras cosas: y a fe que, con un rostro como el suyo, tal cosa no es difícil. Aunque ese rostro y esos ojos revelen un candor extraño y fuera de lo común, algo hay en ellos que me produce una rara sensación: no conozco a ninguna mujer, por hermosa que sea, que tenga semejante mirada. Y harto sé que el candor esconde muchas veces las más astutas, si no ruines intenciones.»
Por tanto, juzgó que las distracciones que Ondina podía ofrecer a Gudú serían muy convenientes. A pesar de su sagacidad y celo, ignoraba totalmente las correrías de su hijo, y que éste tenía ya una experiencia bastante notable en el terreno que a ella le preocupaba.
Desde que Gudú les había privado de la compañía de su fiel maestro el Hechicero, el Trasgo y Ardid permanecían casi todo el día juntos. Y como el Rey había vaciado la bodega del Castillo, que tantas alegrías había proporcionado al Trasgo, éste andaba muy triste y quejumbroso, teniendo que conformarse con los sorbitos que, de sus particulares reservas, le proporcionaban Ardid y Almíbar. Con tales cosas, lo cierto era que, si bien podía retardar su estado ya un tanto alarmante de contaminación, su espíritu saltarín había decaído y permanecía largas horas sentado en el hueco de la chimenea sobre brasas o cenizas, oyendo a la Reina y, a veces, jugando con ella alguna partida de naipes: pero esto le daba poco resultado, porque el Trasgo veía siempre las cartas de Ardid o de Almíbar, y el juego adquiría poco interés para él.
– Querido mío -le decía a veces la Reina-, ¿por qué no horadas un poco, como antes? Temo que tu habilidad se enmohezca, si empiezas a portarte como un ser de mi especie, sedentario y taciturno. Deberías visitar el Sur, acaso. Y aunque no debía aconsejártelo, dar un vistazo a los viñedos, cosa que alegrará tu espíritu.
– No es tiempo de vendimia -decía el Trasgo-. Así que poca sustancia voy a sacar de esos viajes.
– Pero alguna bodega habrá en los castillos -decía ella, aunque comprendía que hacía mal.
– No -contestaba él-. Las bodegas están totalmente esquilmadas por el Rey de Olar: ésa es la ley desde los tiempos de Volodioso. Sólo unos pocos conservan a escondidas algunos toneles. Y os digo que mi sentido de justicia y compañerismo me impide cometer semejante felonía.
Pero esto eran puras excusas, y Ardid lo sabía. La verdad era que su contaminación era más grave y avanzada por el conducto del afecto, que por el del vino.
El día que le ordenó visitar a Ondina, el Trasgo dijo:
– Lo haré, tenlo por seguro -y suspiró-. Pero te confieso que ando muy miedoso de que note en mí particularidades extrañas, y acaso ni tan sólo me reconozca. Y aún temo más la presencia de la Dama del Lago, aunque la supongo preocupada en estas fechas con los Icebergs del Norte. De todos modos, haré lo que me dices y en cuanto lo digas.
– Según mis cálculos -dijo Ardid-, la luna aparecerá favorable en la tercera noche a partir de hoy.
– Pues, entonces, iré a ver a Ondina.
Así lo hizo y notó, con angustia, que sus manos temblaban al horadar la profundidad de la tierra, y que ello se producía con más lentitud y trabajo que las veces anteriores. No obstante, al fin sintió la humedad del agua, se dejó resbalar por los túneles del fango y penetró en el verdinegro fondo del Lago.
Ondina estaba coronando de maraubinas un nuevo muchacho. Era rubio, de largos cabellos, y tenía los ojos cerrados. Parecía tener unos doce años. Y Ondina, al descubrir al Trasgo, dijo:
– ¿Qué te pasa, Trasgo?
– ¿Por qué lo preguntas? -dijo él, tembloroso.
– No sé, parece como si no te distinguiera bien. Estás algo borroso.
– Quizá la luna brilla demasiado -dijo el Trasgo del Sur-. O quizá cruza una barquichuela por la superficie.
– No -dijo ella-, desde que aumenta la desaparición de muchachos las gentes no se atreven a lanzar sus barcas al agua: fíjate cómo las orillas están pobladas de barcas podridas y abandonadas. Sólo algún niño lanza una barca hecha de cañas o de cáscaras de nuez.
– Bien, hermosura. Te veo muy sola. ¿No anda por ahí tu abuela?
– No. Tiene mucho trabajo con los témpanos y se ha ido a los fiordos.
– Ah, bien -dijo él un tanto aliviado-. Pues supongo que recuerdas lo que te prometí no hace mucho tiempo.
– No lo recuerdo -dijo ella.
El Trasgo hubo de repetirlo, y ella flotó suavemente sobre su jardín de muchachos, con una estela de burbujas irisadas.
– ¡Qué belleza, qué belleza! -dijo-. Es una suerte contar con un amigo como tú, aunque estás algo raro últimamente.
– Pues si estás dispuesta, el momento ha llegado -el Trasgo le ofreció una copa de vidrio azul, que contenía el bebedizo-. Pero no lo bebas -le dijo- hasta que asomes la cabeza fuera del agua, pues en caso contrario te ahogarías como esos necios.
– Eres una pura hermosura -dijo Ondina-. Dime adónde debo ir y quién es él.
– Debes ir por los manantiales secretos, hasta el borde de las estepas, en la dirección Este y conjunción de la Rosa Curvilínea.
– Oh sí, es fácil. Allí hace pocos siglos colocó un manantial mi abuela.
– Pues allí busca el campamento de Gudú Rey.
– Ya sé quién es -dijo Ondina-. No es demasiado hermoso, me parece.
– No lo creas -dijo Trasgo-. A decir de las humanas, está muy bien. Es muy posible que cuando tomes esa forma, te parezca muy apetitoso. Pero de todos modos, aunque no te lo pareciera, conoces el pacto.
– Sí. Lo conozco y lo respetaré, por la cuenta que me tiene.
– Allí -añadió el Trasgo con voz insinuante- hay muchos mancebos, a cual más bello. Puedes hacer lo que te parezca, hermosura. Siempre que, no te olvides, no mantengas una misma figura humana más de diez días. Y eso, no lo dudes, es más divertido.
– Así lo creo -Ondina flotó gozosamente bajo las maraubinas. El resplandor de la luna, sobre ellos, inundaba de esmeralda el techo del Lago.
– Antes quisiera decirte algo, hermosura -la detuvo el Trasgo, preso de un súbito remordimiento-. Escúchame: tú estás encaprichada por recibir caricias y besos de muchachos humanos, que tan hermosos te parecen. Pero, según lo que he podido atisbar por cámaras y camarillas, para sus expansiones amorosas los humanos tienen costumbres muy curiosas.
– Tanto mejor -dijo Ondina. Sus ojos brillaron como pálidos zafiros-. Tanto más divertido.
– Bueno, hay algo más -insistió el Trasgo para liberarse de todo remordimiento-. Procura no enamorarte de ninguno.
– ¿Qué es enamorarse?
– Repito: es difícil de explicar. Para hacerte una idea te recordaré lo que le ocurrió a la joven Sirena, la hija del Rey del Mar del Norte…, ¿recuerdas? Quiso hacerse humana porque amó a un Príncipe de ojos negros.
– Oh sí -dijo ella-. Es la historia que siempre me cuenta mi abuela.
– Pues bien: no olvides qué mal fin tuvo. Y permíteme un consejo: si después de todo -aunque, conociéndote, lo dudo-, llegaras a enamorarte, no intentes jamás humanizarte, no intentes jamás convertirte a su especie; en todo caso, intenta traerlo a él a la tuya.
– No lo olvidaré, Trasgo hermosísimo -dijo ella.
Y rauda y grácil, como un destello de oro, partió en dirección a los manantiales secretos que llevaban al manantial del Este, junto a las estepas.
Cuando desapareció, el Trasgo regresó a Olar. Y como la Reina aún dormía, aguardó al amanecer en el hueco de la chimenea de su cámara.
– Querida niña -dijo, saltando sobre su lecho, apenas ella abrió los ojos-, el encargo está cumplido y Ondina ya ha partido hacia el Este, llena de buenos propósitos. Tengo para mí que he conocido ondinas estúpidas, pero como ésta ninguna.
– Tanto mejor -dijo la Reina muy satisfecha-. La estupidez suele complicar mucho las cosas, pero en casos como éste, resulta el más preciado bien.
Tontina, la Princesa, llegó cuando estaba a punto de nacer la fría primavera del Reino de Olar. Y poco antes de su llegada -aproximadamente sería en el momento en que la nave de su padre bajara desde los fiordos del Norte por el Gran Río-, arribara al punto de los Bosques que ya pertenecían a las regiones conquistadas anteriormente por Volodioso.
Se trataba de unos bosques muy oscuros, donde las gentes vivían llenas de temor: circulaban historias sobre apariciones y brujerías, gnomos y trasgos de enemistad evidente hacia la humana naturaleza. Y era por ello que las aldeas de aquella región aparecían muy esparcidas y escasas, y sus habitantes eran gentes salvajes y muy silenciosas, que odiaban tanto al Rey Volodioso -de su hijo Gudú no tenían noticias- como a los piratas del Norte que, en ocasiones, les invadían, robaban e incendiaban. Estos piratas, rubios y de largas trenzas, tenían sobrecogida la zona, de suerte que, en tiempos lejanos, el Rey Volodioso había instalado allí una guarnición pequeña, al mando del Duque Simonork. Este hombre, de aspecto poco pacífico y costumbres más que rudas, mantenía en una paz sustentada en el terror aquella orilla del río que, en definitiva, señalaba el confín del Reino por su zona Norte.
Simonork, por cuestiones geográficas, fue el encargado de recibir a la Princesa: en tanto divisara la nave, tenía ordenado ayudarla a desembarcar, con todo honor, de forma que nada faltase a ella ni a su comitiva. Luego, debía acompañarla hasta la ciudad y el Castillo donde el Reino de Olar tenía su sede. De esta forma estaban dadas las órdenes, cuando un emisario del Duque Simonork llegó con una extraña noticia que dejó perpleja a la Reina Ardid: en efecto, la nave de la Princesa Tontina había arribado a través del Río Azul, y Simonork se había aprestado a cumplir las órdenes. Lo cierto es que la nave se hallaba anclada en la linde del país, pero sus componentes -Princesa incluida no parecían dispuestos a pisar tierra. Como muy bien entendía Simonork, sus usuales maneras de insistir en los reacios a cumplir sus mandatos -en este caso, simple ruego- no eran oportunas ni adecuadas en el caso presente. Y como la Reina tenía buena noticia de este hombre, mucho había insistido sobre el particular, además de haberle rogado que procurase presentar un aspecto menos feroz y desaseado que de costumbre.
– Pues, ¿cuál es la razón de esta negativa? -preguntó la Reina al fatigado emisario. Había galopado sin tregua, puesto que bien conocía las reacciones que la poca diligencia despertaban en su Señor.
– En verdad, Señora, no existe una negativa -dijo el emisario-. Pues la Princesa y sus gentes -que os confieso, son curiosas de veras- no se niegan a desembarcar. Lo único que ocurre es que no lo hacen.
– ¿Y qué arguyen, para ello? -se impacientó la Reina-. Supongo que Simonork les invita de la mejor manera.
– No lo dudéis, Señora -dijo el emisario-, y a fe mía que todos estamos muy admirados de la gracia y dulzura con que lo hace. Pero tanto la Princesa como su gente se ríen, y no desembarcan.
– ¿Se ríen? -se extrañó Ardid-. Explicadme mejor eso.
– No puedo explicar más -dijo el hombre-. Porque no ocurre otra cosa: cuando mi Señor, con muy cumplidas razones, les insiste en el hecho, la Princesa (que es muy bella y joven) y sus acompañantes se asoman a la borda, nos tiran objetos muy raros y, como digo, se ríen. Sólo en una ocasión la Princesa (que Dios, por otra parte, guarde muchos años) ha dicho: «Bueno, hay tiempo, algún día bajaremos». Y desde entonces han transcurrido muchos días, mi Señora.
– ¿Qué objetos os arrojan? -dijo la Reina, sin entender ni una palabra de todo aquel incidente.
– Pues, algo así como pedazos de pastel, semillas de melocotón, y alguna que otra bolita de vidrio como ésta.
Y sacándose del bolsillo una pequeña esfera de color azul, la depositó en la mano de la desconcertada Ardid.
– Creo -dijo ésta al fin- que debo ir yo misma a su encuentro. Acaso le ofenda que sólo un Duque vaya a esperarla. Quizás hemos cometido una grave falta de tacto.
Y se dijo que mucho tenían que aprender todos -ella incluida- en cuanto a modales refinados, ya que de una auténtica y verdadera Princesa se trataba, y no de una Princesa falsa, como ella: que si bien de cuna noble, ninguna gota de sangre real circulaba por sus venas, sólo la heredada de un Señor con más afición al cultivo de la vid y la obtención de vino que otra cosa. Pero este secreto sólo podía compartirlo con su amado Hechicero, ya que ni el propio Almíbar conocía su verdadero origen. Y el Hechicero, cuyo consejo tanto le habría valido en aquellos momentos, se hallaba todavía en compañía de Gudú. Llamó entonces al Trasgo y le consultó la cuestión:
– No entiendo bien el asunto -dijo éste, que andaba muy alicaído, e incluso temeroso, desde la partida del Hechicero. No solía recorrer los pasadizos del Castillo, como antes, y permanecía oculto la mayor parte del tiempo-, pero de todos modos, lo reflexionaré.
A poco, regresó por el tubo de la chimenea de la Reina, y dijo:
– Hay algo que intuyo y no puedo aclarar. Pero de lo que estoy seguro es de que ninguna animosidad anida en esa actitud. Más bien pudiera tomarse como inconsciencia juvenil. A lo que parece, respecto de lo que nos ocupa, las estrellas de este mes están de acuerdo en una sola cosa: que la Princesa Tontina y su séquito se encuentran muy bien en la nave y no tienen ganas de bajar a tierra: pero no por un motivo especial, sino simplemente porque no tienen ganas de hacerlo.
– Mucha inconsciencia me parece ésa para una futura Reina -dijo Ardid, recuperando su tranquilidad-. Pero, en fin, sólo tiene once años, así que tiempo habrá de hacerla cambiar, en éste y en cualquier otro sentido.
– ¿Sólo once años? -dijo el Trasgo-. Oí decir uno más.
– Lo dije -explicó Ardid- porque no me pareció oportuno enterar a mi hijo de que se trataba de alguien tan escandalosamente joven. Tengo la sospecha de que a mi hijo le placen mujeres más maduras. Pero como es tan linda y de sangre tan pura, no debíamos desperdiciar esta ocasión. Tiempo tendrá, en este Castillo y junto a mí, de madurar convenientemente.
– Así lo espero -dijo el Trasgo, aunque con un algo de duda en la voz.
Ya se disponía la Reina a emprender el viaje en busca de la futura nuera, cuando otro emisario llegó, si cabe más sudoroso y exhausto que el primero, con la noticia de que por fin, y en el momento más impensado, la Princesa y su séquito habían descendido de la nave y se encaminaban -precedidos de Simonork, y a través de los oscuros bosques, siguiendo la ruta que el Río Oser marcaba- hacia el Castillo de Olar.
– En verdad que es caprichosa -dijo Ardid, disgustada, mientras ordenaba a Dolinda deshacer su equipaje. La perspectiva de aquel viaje le había ilusionado, ya que, dado su temperamento, sólo la prudencia y el sentido del decoro real la hacían permanecer en Olar. Y muchas veces, mirando hacia la lejanía, añoraba la libertad perdida, aquel andar a su antojo por campos y viñedos, descalza y con las trenzas sueltas.
A partir de aquel momento, una desconocida atmósfera, algo como una brisa ensoñadora, pareció adueñarse de la ciudad de Olar y sus cercanías, especialmente hacia el Norte. Era algo extraño, como un perfume sutil y rumoroso, que hacía flamear los tapices de las ventanas y paredes, que levantaba los cabellos de las damas y los niños con dulzura y encanto muy particular; y daba a la luz una transparencia -a juicio de Almíbar- musical.
– ¿Musical? -se extrañó Ardid, frunciendo las cejas-. Almíbar, querido, a veces dices cosas extravagantes: jamás vi que la luz tuviera música.
– Oh, querida niña -intervino el Trasgo, que con él se entretenía, por pura cortesía, en una partida de naipes, y en vista de que el aludido nada respondía. Se había quedado sólo con la boca un poco abierta, como era habitual en él: síntoma de atinadas reflexiones o absurdas palabras-, muchas cosas existen que tú no has visto nunca, ni verás jamás.
– Si hablas como los de tu raza, pocas conversaciones vamos a mantener, Trasgo -dijo la Reina, ofendida.
– No hablaba ahora con mi lengua, sino con la vuestra -dijo el Trasgo del Sur, arrojando un naipe que derrotó a Almíbar de un golpe-. Y deberías, querida niña, reflexionar a veces sobre algunas cosas que nuestro Príncipe Almíbar te dice, por extrañas que las juzgues. Pues no sólo para los trasgos, sino para los humanos, existen cosas que están y permanecen vivas entre los hombres, y que pocos de ellos ven o entienden. Y nuestro Príncipe es de estos pocos elegidos…, aunque no pueda verme ni tenga en los ojos gotas de luna, como tú.
La Reina supuso que estas palabras iban destinadas a mitigar el enfurruñamiento que la pérdida de aquella baza había ocasionado a Almíbar. Pero mucho se equivocaba. Y Almíbar, que desde hacía algún tiempo empezaba a divisar borrosamente la silueta del Trasgo, especialmente al atardecer, dirigió a aquella silueta rojo-dorada una amable sonrisa de agradecimiento.
– Me digo -continuó la Reina, asomándose a la ventana- que toda esta historia se deberá acaso a que la primavera está cerca.
– Sí -dijo el Trasgo-. Andando por el subterráneo del campo Sur he visto cómo la primavera empujaba la tierra con todas sus fuerzas. Le dije: «¿Qué estás urdiendo?», y ella contestó: «Tengo prisa: este año debemos brotar muy temprano, porque alguien viene pisándonos los talones». Tal vez, pienso ahora, se refería a la Princesa y su séquito.
La Reina calló, con una sonrisa de tolerancia. Estos comentarios, que antaño la irritaban, poco a poco iban causándole una ligera y espumosa alegría. «Pobrecillos míos -se decía-, están haciéndose viejos los tres.» Y miró con ternura al Trasgo y al Príncipe, recordando, con el corazón inundado de amor filial, la anciana faz del Hechicero. Si bien, de entre los tres, Almíbar era el que presentaba un aspecto más lozano: aún eran cobrizos sus largos bucles, y el azul límpido de sus ojos tenía el candor y la dulzura de los de una jovencita. Aunque había sobrepasado ya los cuarenta años nadie le hubiera dado más de veinticinco. O, al menos -y aquí Ardid estaba muy lejos de suponerlo-, así se lo parecía a ella.
Lo cierto es que cuando la comitiva se halló ya muy cerca de la Puerta Norte de la ciudad, dieciséis pajes lujosamente trajeados, de los más apuestos que se hallaron, anunciaron, con el largo grito de trompetas doradas -sólo en ocasiones muy especiales se hacían oír desde las torres almenadas del Castillo-, la llegada de la Princesa Tontina, futura esposa del Rey y futura Reina de todos aquellos que en Olar vivían.
– Es muy azaroso -manifestó la Reina, vigilando los pliegues de su traje de terciopelo verde musgo, especialmente encargado a la Isla de Leonia para tal ocasión, mientras aguardaba en lo alto de la escalinata- que mi hijo Gudú no esté aquí para recibirla. Tengo entendido que estas criaturas tan escrupulosamente reales tienen una susceptibilidad muy delicada -a su mente llegó la famosa Princesa del Guisante-. Pero ¿qué vamos a hacer? Cinco emisarios le he enviado ya, y con ninguno, hasta hoy, ha regresado.
– No temáis -murmuró el Trasgo. Sentado en el último escalón, observaba, entre los pliegues del vestido, la ceremonia-. Tengo para mí que la Princesa no va a reparar en eso. Por contra, mucho deberíais cuidar algún detalle que a ella le chocará, y del que vos no os habréis apercibido.
– ¿De qué se trata? -se impacientó Ardid-. Podías haberlo dicho antes.
– No me refiero a nada en particular -repuso el Trasgo-. Son cosas que veo saltar de aquí para allá, en las palabras del viento.
– Pues bien, guardaos esas cosas si no podéis darles una explicación más concreta -dijo Ardid, molesta.
Como encargado de estas ceremonias, Almíbar hizo abrir de par en par las puertas del recinto y bajar el puente. Dos hileras de soldados, los mejor hallados entre los pocos hombres hábiles que había dejado el Rey en el Castillo, aguardaban a ambos lados; y todos los pajes, criados, nobles y damas, así como la Asamblea, aparecían revestidos de sus mejores galas, dispuestos a recibir, muertos de curiosidad, a su futura Reina.
– He oído decir -deslizaba una joven dama al oído de otra que tanto ella como su séquito son de muy curioso porte.
– No olvidéis -respondió su amiga, algo versada en algunas cosas- que son de muy lejanas tierras, y que sus ropas y modales deben ser diferentes a los nuestros.
– Espero que nos traiga noticias de modas y adornos, así como afeites, que puedan causarnos gran placer -dijo una tercera, un poco más a la derecha-. Estoy ansiosa por variar un tanto la rutina de nuestros peinados. Según oí, no trenza sus cabellos, sino que los deja caer, a su natural aire, sobre la espalda.
– También oí que no blanquea su rostro ni lleva pendientes -dijo otra, aproximándose más al grupo cuyos comentarios le interesaban más que la ceremonia en sí-. Cosa muy chocante.
– Cierto -dijo la primera-, pero tal vez otras cosas en ella puedan abrirnos los ojos, pues los pocos hombres que nuestro buen Rey nos dejó disponibles, están ya tan ofuscados por la edad u otros tropiezos, que cada día se hace más arduo atraer su atención.
En éstas estaban cuando el Duque Simonork avanzó por el puente a lomos de su caballo negro -según rumores, lo quería infinitamente más que a sus ocho hijas, ya que le cupo la desgracia de no engendrar varón-, que llenaba de admiración, por su brioso porte, a todo el mundo. Descabalgando en el centro del patio adornado con las primeras y tímidas flores que habían brotado en el campo apenas dos días antes, hizo una ruda pero muy briosa inclinación ante la Reina y su Corte.
– Este Simonork -dijo la doncella que habló segunda- no es un hombre demasiado joven ni demasiado bello. Pero os digo que si me cortejara, no sería yo quien le rechazase. Pues se me hace un hombre de particular atractivo, aunque no refinado.
– Ah, querida -dijo la última en hablar antes-, no creáis que sois la única en pensar eso. Tiene algo particular que lo distingue y hace agradable.
– Lo que le distingue -dijo aquella que habló segunda, y que tenían por más letrada y aguda, aunque tal vez demasiado sincera para prosperar en la Corte- no es en verdad ningún misterio, queridas, es que, exceptuando al Príncipe Almíbar y algún que otro soldado, que no cuentan para el caso, ese Duque es el más joven de cuantos hombres hemos podido contemplar en cuarenta días. Y aún más: es su duro y fornido aspecto lo que nos advierte de lo placentero que sería, si el amor lo llevara a nuestros brazos, no estrechar en ellos un pollo desplumado.
Todas contuvieron la risa tras los pañuelos, y aguardaron. «Señora, tengo el honor de anunciaros que, sin tropiezos de importancia, la muy noble Princesa Tontina y su séquito, a quienes escolté y guié desde el Río Azul hasta aquí, se halla a las puertas de este Castillo, que a vos y vuestro augusto hijo cobije por muchos años.»
Esto era, en verdad, lo que tras muchos esfuerzos el fraile de la guarnición le había hecho aprender. Pero Simonork, que hacía mucho más tiempo no veía más mujer que las harapientas campesinas que de vez en vez merodeaban por las cercanías de la guarnición Norte -ni muy lindas, ni muy perfumadas-, a la vista de tantas damas y tan lujosamente ataviadas, se azaró en suma y sólo salió de sus labios un torpe:
– Señora, ahí está, como mejor pude, y fue bien duro.
Afortunadamente, nadie prestaba atención a su discurso, ya que todas las cabezas y ojos se dirigían hacia la puerta por donde la Princesa debía entrar. Esto le salvó, con gran alivio suyo, de la relampagueante mirada de aquella Reina famosa por su amor al protocolo. El cuello blanco y mórbido de la hermosa Ardid se estiraba más de lo conveniente hacia el mismo punto; y sus ojos negros relucían, y sus oídos se agudizaron más de lo habitual.
Así, ante el asombro de todos, y precedidos por los toscos soldados de Simonork, apareció ante la maravillada Corte de Olar la Guardia Real más extraordinaria que jamás vieran sus ojos. Ni tan siquiera los que traían nuevas del lujo de Leonia podían haber descrito algo semejante: hay que decir, pues, que ocho soldados precedidos de un arrogante y emplumado capitán -cosa insólita, en verdad, entre aquellos que componían la Corte de Olar, ya que, hasta el momento, sólo usaron las plumas para escribir, los pocos que esto hacían, y si eran de un vivo color, para adornar algún gorro de caza-, aparecieron montados en ocho caballos -nueve, contando el del Capitán- de una total blancura que sólo el que Ardid montara en un lejano día podía comparárseles en resplandor y prestancia. Y todos aquellos soldados iban vestidos como verdaderos príncipes: corazas bruñidas; collares de refulgente pedrería; cascos brillantes como la plata, que ocultaban casi sus rostros, y lanzas que, al menos en la luz de la mañana, brillaban como si fueran de oro; y además, de sus cintos, también dorados, pendían espadas de empuñadura afiligranada -como ni los más ricos nobles osaban lucir incluido el Rey-, y calzaban finos zapatos de antílope, teñidos así mismo de azul. Huelga decir el estupor y envidia que se apoderó de cuantos contemplaban tan insólitas cosas, máxime cuando los nueve iban vestidos idénticamente -cosa que jamás se consiguió en los soldados de Olar, si exceptuamos la Guardia de Almíbar; pero mucho distaban en lujo y magnificencia de éstos, ya que, a su lado, se les hubiera tomado por andrajosas huestes de algún derrotado barón del Sur.
El Capitán se distinguía por lucir dorada coraza con una extraña flor que, según le daba la luz, parecía ora un lirio ora un cisne. Y esta enseña cambiante lucía en todos los estandartes de la Princesa, y en los pequeños gallardetes que, en manos de seis pajes de a pie, todos rubios de ojos azules, vestidos de seda verde, seguían a los soldados y precedían la carroza principesca. Y llegados aquí, las damas sintieron como si el corazón quisiera salírseles por los ojos, y los cuellos se alargaron de tal forma, que todos hubieran deseado ser cisnes, aunque por breves instantes. La carroza, de rara madera de color de rosa, estaba finamente trabajada, y presentaba incrustaciones en marfil -materia de la que sólo habían oído hablar a los que visitaban la Isla de Leonia, pero que no habían visto jamás-, y llevaba grabado en sus portezuelas el mismo escudo del lirio-cisne en oro y pedrería.
Cuando Almíbar, con la boca más abierta de lo acostumbrado, tuvo ante sí tales magnificencias, sintió una punzada en el corazón, y sus ojos se nublaron de lágrimas. Súbitamente, su jubón, sus collares, sus medias y sus zapatos, amén de su sombrero de tonos castaño-dorados, con hebilla de oro, le convertían, en vez de en el elegante y caprichoso Príncipe por el que se le tenía -y en verdad le tenían todos-, en algo semejante a un buhonero presumido y de gestos groseros: como aquellos que, en sus viajes a la Isla de Leonia, veía merodear por el puerto, chillando y ofreciendo sus baratijas, mientras pretendían adivinar el porvenir, arrancar muelas malignas, tumores y mal de ojo. Tan humillado se sintió con esta íntima comparación, que su cabeza se hundió miserablemente entre los hombros, y la única pluma de ave del Paraíso -que la misma Leonia le había regalado en su último viaje, como cosa prodigiosa y de suma elegancia jamás vista -que lucía prendida en la antedicha hebilla, antojósele se desmayaba sobre su frente, y la imaginó tan rala y rígida como puro espinazo de pescado. Aquellas que sus ojos contemplaban eran plumas, aquellos eran jubones, aquellos eran collares, hebillas, caballos, prestancia… elegancia, en suma -se dijo, con resignada amargura-, elegancia pura y simple, propia de una auténtica estirpe real escrupulosamente limpia de entronques sospechosos.
Dos pajes avanzaron entonces, Y rodilla en tierra uno de ellos dijo:
– Éstos son los presentes que os ofrece nuestra Señora la Princesa -no dijeron el nombre- como si la Princesa fuera la suma de todas y la mejor de ellas.
Ante los atónitos ojos de Ardid, apareció el contenido lleno a rebosar de las piedras y perlas más refulgentes, grandes y extraordinarias. Había rubíes y esmeraldas como huevos de paloma, topacios y diamantes de tamaño jamás imaginado. Una exclamación de asombro -al tiempo que de envidia incontenible- salió de todos los pechos.
Ardid, entonces, reaccionó a toda aquella sugestión:
«No perdamos el control. No olvidemos que, según el Libro, esta Princesa, Princesa por excelencia, es una criatura rescatada al Tiempo y, en este caso, no al Tiempo Pasado, sino al Futuro. Así es que todas estas vestimentas y joyas, aún por nosotros desconocidas, no son más que leyenda, leyenda pura… Sí, todo parece envuelto en polvo de mariposas: aquel polvo de oro que cuando era niña dejaban sus alas en mis dedos, y desaparecían en un soplo… Porque están, pero ¿son o no son? Mientras mi deseo de ellos aliente, alentarán ellos: bien me lo advirtió el Trasgo. Y el Maestro dijo… ¿qué dijo? Sí: acaso con un solo parpadeo de indiferencia, o de contrariedad, ellos y todo el Tiempo regresado del Futuro desaparecerán como polvo de oro al soplo de una niña descuidada o maligna. Ay Ardid, Ardid, tal vez te estás enfrentando a algo que, por vez primera, no puedas controlar… Y el Futuro, tan inventado, acaso recordado premonitoriamente (porque sé que el recuerdo puede venir del Futuro), ¿qué nos acarreará?…»
Una palabra llegó hasta ella: una palabra que en momentos de melancolía había oído a su esposo Volodioso, una palabra que portadores de un cofre tomaba la forma de aquellos pájaros grises, sin nombre, que le habían coronado, y que ahora, con el peso levísimo de sus patitas y sus plumas grises, iban hundiendo, día a día, su estatua de piedra en el suelo barroso del Cementerio. Recordó aquella palabra, que más que palabra era un siniestro alarido, mudo, surgido de sus mismas entrañas, más aún, de las entrañas de su memoria: OLVIDO. «Del Oeste, el olvido», rememoró, casi como el eco de otra palabra pronunciada mucho, mucho antes.
Ardid se estremeció. Pero aún quedaba en ella el espíritu de una niña con ojos de ardilla, de corazón valiente y ambición desmedida. Ambición, sobre todo, de venganza. Venganza que la había llevado hasta allí, hasta aquel día, hasta aquel momento preciso.
«Somos un tropel estrafalario y engreído, disfrazado de Corte -se dijo la Reina, mortificada-. Pero somos la realidad, el presente, y hemos de poner fin a tales mamarrachadas en lo sucesivo. Pues, si es verdad lo que me cuentan mis emisarios, muchas riquezas ha conquistado mi bendito hijo en el País de los Desfiladeros.» Por lo que, componiendo su más lúcida y esplendorosa sonrisa -tan envidiada en la Corte, ya que no le faltaba ni uno solo de sus dientes, y éstos eran de blancura y fuerza tan singulares que podían partir en dos una nuez, muy limpiamente, no en vano en la niñez los había frotado con raíces que el Trasgo le procurara, y los enjuagaba a diario con el elixir de perla que su Maestro había preparado en un momento de frívolo capricho-, se apresuró a descender las escaleras, con los brazos amorosamente extendidos, hacia la carroza que en aquel instante se detenía en el centro del patio.
Un paje de singular gracilidad, se aprestó a abrir la portezuela, colocando antes en el suelo un cojín de tal suntuosidad, que bien lo hubieran deseado en Olar para reposar en él la corona. Una vez abierta esta puertecilla, saltó con gran presteza, salvando de un grácil salto que despertó un coro de risas frescas -diríase infantiles- en el séquito, una figura menuda, envuelta en un manto de blanquísimas pieles que la cubría enteramente, desde la capucha hasta el menudo pie calzado de piel blanca. Sin gran ceremonia y con paso verdaderamente gracioso -a su lado, el más insinuante correteo de las doncellas de Olar se hubiera semejado al balanceo de una vieja oca-, avanzó hacia la Reina. Pero, en vez de la delicadísima reverencia que todos esperaban ansiosos, a tenor de lo visto, para retenerla en sus mentes y ensayarla en el secreto de sus cámaras, la Princesa corrió hacia la Reina y se colgó de su cuello. Y vieron unos delgados y armoniosos brazos enfundados en brillante azul surgir del manto blanco; y oyeron una risa muy particular, que tuvo el don de despertar un suave escalofrío en todos los presentes. Y aún no había decidido Ardid -tan rápida para tales cosas como los destellos del sol en el agua- qué actitud debía tomar ante el insólito saludo, cuando la Princesa dejó caer el manto al suelo -al mismísimo suelo, y no en las manos del paje que la seguía-. Entonces apareció la criatura más extraña, y a un tiempo más bella, que ojos de Olar habían contemplado. Pues si su vestido era mucho más sencillo, y sin adorno alguno, que el que lucía la Reina, de tal forma sus pliegues se mecían al compás de sus movimientos, y era tal la gracia del cuerpo al que se ceñía, que no hubieran hecho otra cosa que estorbar en él frunces, galones, joyas, collares o aderezo alguno.
El aire de la mañana era tan brillante y tenue -como si se tratase del auténtico primer día de la primavera-, que los cabellos de la Princesa resplandecieron sobre su espalda y hombros -tal como se murmuraba- sin más complicación que un detalle en verdad curioso: junto a las sienes, y rozando sus mejillas, se agitaban dos delgadísimas trenzas, iguales a las que, en alguna ocasión, habían visto a los guerreros norteños. Eran hilos de luz, suaves y sedosos como el viento sobre el Lago. Aquellos cabellos eran de un color tan extraordinario que la Reina no pudo evitar decirse: «Yo creía que mis trenzas eran rubias como el oro. Así me lo decían todos y yo misma lo veía, pero al ver los cabellos de esta criatura, se me antojan los míos del más basto cañizo… Esta Princesa es la Princesa más rubia de todas las princesas rubias que en el mundo hayan existido. Esto es ser rubia, y lo demás, rastrojos de maíz».
La Princesa, en tanto, besó a la Reina -que recibió desprevenida tales efusiones, no usuales en aquella Corte, excepto en la más estricta intimidad-. Después, con una voz muy particular -una voz que no era de mujer, ni de muchacha, ni de niña; una voz suave pero oscura y brillante a un tiempo; una voz como llegada a través de muchas jornadas de niebla, atravesada por un sol naciente, como si rozase, estremeciéndola, la superficie del agua; una voz que, para decirlo de una vez, no había oído jamás nadie en ser humano alguno ni, pensó Ardid, en ser de especie alguna-, dijo:
– Buenos días, madre, deseo que hayáis dormido mucho y bien. Nunca había osado nadie decir tales palabras y menos que a nadie a la Reina Ardid -pues, entre otras cosas, se sospechaba que dormía con un ojo cerrado y otro abierto-, a más de que estaba ya muy avanzada la mañana y, en aquella Corte, según las severas costumbres de Ardid, la jornada comenzaba poco después de rayar el alba. Aún añadió la Princesa:
– Madre, tenemos hambre.
Dicho lo cual se volvió hacia los presentes, súbitamente seria. Todos pudieron apreciar entonces que aquella seriedad era también una seriedad muy extraordinaria: porque si bien parecía que hubieran muerto sin remisión, y para siempre, todas las sonrisas del mundo, no era en modo alguno triste ni hosca, ni severa, ni tan sólo impregnada de gravedad. Era simplemente la más cándida, concentrada, atónita y profunda seriedad del mundo. Les contempló a todos, lentamente, y al fin murmuró:
– Qué gente tan divertida.
Palabras que, a todas luces, contrastaban con la expresión de sus ojos. Y éstos, de pronto, aparecieron a todos los presentes como los más inquietantes que jamás sintieran sobre sí. Pues, aunque transparentes como la más lúcida piedra marina, eran a la vez capaces de penetrar hasta los entresijos más íntimos -y tal vez no muy limpios- de todos los ánimos. Unos ojos de un resplandor tal, que parecían poseer luz interna y rechazar toda otra luz, del sol, el cielo, la luna o las mismas estrellas. Y alguno se dijo para sí: «Tal vez esos ojos luzcan en la noche, con toda su pujanza». Pero no eran ojos nocturnos, ojos de ave o de felino que en la noche adquieren todo su significado. Eran ojos que, aun en la más espesa negrura, acaso, serían capaces de iluminar la tierra, como si la luz jamás pudiera abandonarles, o ellos mismos fueran parte de la luz.
Llegado este punto, la Reina recuperó su dominio y gravedad. Tomó entre las suyas las manos de la Princesa y comprobó con asombro que no llevaba guantes, ni anillo, ni brazalete alguno: sólo se enrollaba y desenrollaba, como jugando, un trozo de cinta azul en el índice, en actitud reflexiva. Pasó esto por alto, y dijo:
– Mi queridísima Princesa, os ruego tengáis a bien entrar en este Castillo, que os recibe como a quien iluminará, en su día (desde el punto y hora en que os unáis a mi hijo el Rey Gudú), en soberana y Señora muy amada de estas tierras.
Pero el final de estas frases, tan largamente elaboradas días antes por Ardid, se perdieron en la evidente distracción de la Princesa, que, en aquel instante, se detenía con gran curiosidad en las piedras que lucían en el broche que cerraba el cuello de la Reina madre:
– ¿Qué son esas piedritas? -dijo.
La Reina quedó petrificada de asombro.
– Querida hija -dijo al fin, juzgando que este tratamiento tal vez era más adecuado a tan curioso personaje-, mucho me maravilla lo que decís, porque las piedras preciosas que habéis tenido la gentileza de ofrecerme, así como las que adornan a vuestros servidores, son mucho más hermosas que éstas.
– ¿Qué? -respondió ella, con aire tan cándido e ignorante como sólo un niño podía expresar-. ¿Piedras preciosas? Ah, ya, ¿os referís a las de ese cofre y las que lucen mis amigos? -y estas palabras dejaron verdaderamente confusa a la concurrencia.
Dicho lo cual, hizo un gesto vago con hombros y cabeza -tan vago que nadie pudo interpretar si era de duda o de súbita revelación o de un gran desinterés-, y sin ningún protocolo echó a correr escaleras arriba con tal rapidez que ni siquiera el pequeño perrito a manchas negras y blancas que apareció entre los pliegues de su manto, pudo alcanzarla. Y mientras subía, la Reina y todos creyeron entender que murmuraba:
– Vamos a ver qué hay tras de esas puertas tan sucias…
Con lo que no es necesario insistir en el hecho de que el anonadamiento general llegó a su punto más alto y explosivo. Almíbar, por su parte, no había logrado cerrar aún su boca, de suerte que casi parecía un horno esperando las hogazas. Pero la Reina en seguida recobró su sonrisa, y con un gracioso ademán dedicado a la Corte exclamó:
– Vayamos todos, pues, con ella. En verdad, no es frecuente ver y escuchar todos los días a una auténtica Princesa. Felicitémonos de ello.
Y seguida de un murmullo, que decidió interpretar como admirativo -y tal vez lo era-, siguió escaleras arriba a tan singular y a todas luces auténtica Princesa, sin el más mínimo asomo de entronques sospechosos o simplemente de categoría más modesta que una línea directamente real. Pero el hilo de sus pensamientos no cesaba, como de costumbre, de ovillar y desovillar la madeja de sus proyectos o simples ocurrencias. «A veces -se dijo, con cierta angustia-, cuando, generación tras generación, se casan entre sí únicamente reyes y reinas, príncipes y princesas, sin darse reposo en otras sangres, surgen criaturas totalmente imprevisibles. Y a veces, como me advirtió mi amado Maestro, vienen a reblandecerse un tanto sus seseras. Una buena dosis de sangre guerrera y violenta, como la de Gudú, arreglará estas cosas convenientemente, para bien nuestro y del Reino.»
Aunque a partir de la aparición de la Princesa Tontina en el Patio de Armas, nadie tuvo ojos más que para ella, ni oídos más que para sus insólitas ocurrencias, no acababa allí el séquito, ni todos, al seguirla, pudieron apreciarlo al completo. Así, únicamente los criados y soldados, y algunos pocos más pudieron darse cuenta de que tras la carroza aún había otros ocho soldados, igualmente vestidos con lujo y jinetes sobre idénticos caballos blancos, y seis pajes. Pero más les sorprendió una docena, o dos, o sólo cuatro muchachos y muchachas de no mayor edad que su Señora, y que de tal modo se movían, y jugueteaban, y correteaban, y con voces quedas y quedas risas se llamaban entre ellos, que confundían a quien intentara entenderles o contarles. Y, además, también les acompañaban cachorros de lebrel, palomas, ardillas y varios animalitos más, que sin jaula ni dogal alguno les seguían fielmente. Al fin el último de todos, montado en un caballo de indefinido color -pues no era blanco, ni negro, ni bayo: y de los tres colores parecía, según de qué lado y a qué luz se mirase-, apareció ante ellos un extraño muchacho, al parecer, de la misma edad que la Princesa. Tenía, como ella, tal aire de inusual y principesca apostura, que, aun prescindiendo de la corona de oro que ceñía sus cabellos, y de la espada de oro incrustada en diamantes que pendía de su cintura, nadie podía dudar ni un instante de su muy alta y refinadísima alcurnia. Era rubio, de ojos azules y piel blanca como el mármol. Y como Tontina, no parecía rebasar los once años. Cuando se apeó de su montura, comprobaron que su andar era gracioso y ligero -todo aquel particularísimo séquito tenía la manía de correr en vez de andar-. Siguió a la Princesa escaleras arriba, arengando con frases ininteligibles al resto de los acompañantes. Y le pisaba los talones un joven escudero, portando su escudo y su enseña. Y detrás de ellos, al fin, cerraba tan extraño cortejo un carrito tirado por dos caballitos enanos, con muchos cofres, y un grupo de los soldados del Duque Simonork, con semblantes tan fatigados y desconcertados como jamás en soldado alguno se hubieran contemplado ni aun después de la más estrepitosa batalla, tanto ganada como perdida. Pero entre todos ellos, el más desencajado y de entontecida expresión era el propio Duque, que, resignadamente, entró también en el Castillo. Preparado ya, a lo que parecía, para asistir a la más enigmática y a no dudar, poco aburrida comida real que en su vida recordara, y tal recordaría por todos los años que le quedaban de vida.
El banquete preparado tan minuciosamente por Ardid y su mayordomo, transcurrió de forma absolutamente diferente a cuantos sucedieran hasta el momento.
Una vez la Princesa cruzó aquella puerta -que tan desconsideradamente tachó de sucia, aunque a decir verdad, y si bien por vez primera, muchos comprobaron que no iba en desdoro de la realidad-, desapareció. Y por más que la Reina, con los cortesanos aún en pie ante las mesas dispuestas al efecto, enviara criados, pajes y aun soldados en su busca, el tiempo pasaba y la Princesa no regresaba.
Entonces, aquel extraño muchacho que cerraba el cortejo y al que nadie había prestado mucha atención, avanzó hacia la Reina e hizo una reverencia tal y como todos habían esperado contemplar, por fin, en persona de tal séquito. Y al verla, los que de tal cosa se acordaban, juzgaron semejante en donosura y gracia caballeresca a la que en su día hiciera el Príncipe Predilecto a su padre, el Rey Volodioso. Dirigiéndose a la Reina, con voz tranquila y dulce, dijo:
– Señora, no os preocupéis demasiado. Mi querida prima, la Princesa, no tardará en aparecer. Suele hacer estas cosas.
– ¿Quién sois vos? -dijo Ardid, fijándose en él por primera vez, ya que los sobresaltos de aquella curiosa recepción no le daban tiempo a rehacerse de un incidente a otro-. No recuerdo que la Princesa os haya presentado a mí.
– En efecto -dijo el mancebo, con una encantadora sonrisa que conmovió el corazón de todas las muchachas-. Mi amada prima no suele acordarse de estas cosas. Pero creo mi deber deciros que soy el primo, en línea real vigesimotercera, de la Princesa Tontina. Y que, como podéis leer vos misma en este pliego -y de los pliegues de su manto, que le cubría desde el hombro derecho hasta el suelo (de suerte que ocultaba totalmente su brazo), extrajo, con su mano izquierda, una hoja cuidadosamente enrollada y sellada-, soy el Guardián y protector de mi prima, en tanto ella me precise.
La Reina, un tanto aliviada, tomó el pliego.
– Supongo que vuestro cometido junto a la Princesa es parecido al de su hermano Predilecto respecto a mi hijo, el Rey Gudú.
– Así es -contestó el muchacho, con una graciosa inclinación.
– He oído hablar del Príncipe Predilecto en muchas ocasiones, y siempre en relación a su amor y lealtad hacia el Rey Gudú, su hermano y Señor.
La Reina -y todos los presentes- sintieron un espumoso halago al ver que gentes de tan lejanas tierras y alta alcurnia habían oído hablar de ellos, de su Rey y de minucias como aquélla. La Reina, entonces, leyó el pliego, que, concisamente, pero con el peculiar lenguaje que usaba el padre de Tontina, decía lo mismo que el muchacho acababa de manifestar.
– Así pues -dijo la Reina, admirada-, también sois vos Príncipe…
Y calló, a tiempo, un imprudente: «y a lo que leo, no bastardo».
– Así es -dijo el muchacho-, tal y como mi nombre indica: pues soy el Príncipe Once, el menor de los Once Príncipes Cisnes que todos conocéis.
Aquella suposición era en verdad peregrina. Nadie entendió a qué se refería. Nadie, excepto Almíbar, que súbitamente pareció despertar de su triste sensación de comparsa. Cerrando al fin la boca, tragó saliva, y ensoñadoramente manifestó:
– Oh sí, yo he oído o leído algo al respecto… Ved que atino a comprobar cómo lleváis tapado el brazo derecho, de suerte que todo se esclarece en mi memoria… Y os digo que mucho me complace, al fin, haberos conocido, Príncipe Once.
Nadie entendió nada. Pero, de todos modos, siguieron con gran curiosidad la siguiente conversación que, por cierto, no vino a esclarecer los hechos:
– Mucho os agradezco tales muestras de simpatía -dijo el muchacho-. Y, por mi parte, os digo que desde el primer instante que os vi, también vos, y vuestra elegancia y vuestro noble porte me han subyugado. Os he reconocido como el noble Almíbar, cuyo brazo y fortaleza poseen leyenda.
Con lo que el corazón de Almíbar se sintió renacer, y mirándose disimuladamente en el bruñido metal que solía llevar con él, a guisa de espejo, dijo con la voz animada por una recuperada confianza en sí mismo:
– Oh, gracias, querido Príncipe Once. Sabed que desde ahora contáis con mi amistad y mi afecto. Pero decidme, ¿qué fue de vuestros hermanos, los Diez Mayores, y de vuestra hermana, la dulcísima y bondadosísima Elisa… o Leonor, no recuerdo bien? Os confieso que siempre he sentido una enorme curiosidad por saber qué fue de ellos.
– Es fácil comprenderlo, estimado Príncipe -dijo Once-. Todos nosotros aún no hemos sucedido, excepto para la clarividencia, que es vuestro mejor patrimonio. Como es costumbre, os adelanto que fueron muy felices, y tuvieron muchos hijos.
– Ay, me gusta conocer a alguien que tiene algo en común conmigo, algo que es doloroso y, por otro lado, lleno de amor -y señaló el brazo oculto del Príncipe Once, y su mano cortada.
Esta vez fue Ardid quien pensó: «Esa frase, también la he oído yo». Aunque no recordaba cuándo, ni dónde. Pero la invadió un vago y remoto sentimiento de haber conocido algo parecido en alguna parte, un lugar y unos hechos donde el pecho de un Príncipe lucía una estrella bordada en seda, tan refulgente que ni los hilos de plata ni de oro podían comparársele.
Contempló el escudo del Príncipe, que dos pasos detrás de él el joven escudero portaba. En el centro del escudo y en su enseña, y en el jubón mismo del sirviente, había un cisne de alas extendidas y oscura y tristísima mirada: tan triste y oscura que sólo de verla acongojaba el más duro corazón.
Llegado a este punto, ocurrió el incidente que vino a culminar todas las excentricidades y misterios que en poco rato habían tenido ocasión de presenciar los asistentes. Una risa aguda y ligera, que recordaba el cristalino surtidor del estanque real -aquel que hizo construir Volodioso para conmemorar el día en que vio a Ardid y la reconoció como esposa; aquel que, tras su cautiverio, misteriosamente se secara-, se alzó de bajo la mesa que tan cuidadosamente ornada presidía el banquete, y, apenas los comensales se habían repuesto de su sobresalto, la Princesa Tontina surgió de ella y, acompañada por la risa -aquella risa especial que coreaban los muchachos y muchachas de su séquito-, dijo alegremente:
– ¡Ya está bien de juegos por hoy! Vamos a comer de una vez, madre, tengo verdadero apetito.
Y, súbitamente revestida de auténtica majestad y distinción, se sentó con toda compostura a la mesa, exactamente en el lugar indicado, sin que nadie se lo hubiera dicho. A su vez, el Príncipe once ofreció su brazo y acompañó gentilmente a la Reina, que, asombrada y mortificada, presenciaba aquel desbarato de todo protocolo, íntimamente halagada por la cortesía del muchacho, sin parangón en aquella Corte. Comenzó el banquete, y, al parecer, terminó sin excesivas complicaciones ni interrupciones de consideración.
Únicamente de entre todo aquel pintoresco tropel de muchachos, muchachas y animalillos que componían el séquito de Tontina, permanecían absolutamente impávidos, serios, mudos e inmóviles, los lujosos soldados de su Guardia y su hermético, grave, y no menos imponente Capitán.
En el transcurso de aquella larga comida, Ardid susurró a oídos de su querido Almíbar:
– Si tal vez mi hijo se equivocó al torcer el gesto, cuando oyó el nombre de su prometida, quizá me equivocaba yo también cuando le dije que ese nombre no significaba lo mismo en aquellas tierras que en éstas, las nuestras.
Pero tan contento y tan a sus anchas parecía el Príncipe Almíbar, que ni siquiera se enteró de estas reflexiones. Se limitó a mirarla y sonreírle con el acostumbrado arrobo que solía acompañar estas miradas y estas sonrisas.
No habían pasado muchos días a partir de aquel en que Tontina llegó al Castillo Olar, y ya toda la Corte -no sólo la Corte, sino la Reina misma y hasta el último de los pinches y poco gallardos soldados dejados allí por Gudú- se hallaba trastocada, inquieta, confusa y desazonada. Como si un raro viento les zarandease, de aquí para allá, sin reposo. Aquel raro vientecillo que desde hacía unos días agitara cortinajes y tapices, árboles y cabellos, se intensificaba por días, y no aumentaba en fuerza, ni en violencia; más propiamente, diríase que se esparcía, hacíase patente y se adueñaba de los ánimos, como si en vez de aire -suave y fresco, pero no frío; rápido pero no arrasador- se asemejara más a perfume que a otra cosa. Y era una suerte de perfume que embriagaba sin que pudiera percibirse con el olfato; y música sin que pudiera ser audible. Y sí, algo como una corriente luminosa, extraña, absolutamente desconocida agitaba a caballeros y a damas, a soldados, a palafreneros, a criados, a doncellas y donceles, a hombres y a mujeres jóvenes o de avanzada edad.
Las costumbres de la Princesa eran realmente imprevisibles. Aceptó encantada las estancias que para ella se habían habilitado sobre el jardín, en el Ala Sur -donde anteriormente tuviera su cámara Ardid-. Pero, poco a poco, estas estancias se habían transformado de tal manera, que nadie hubiera podido reconocerlas. Pues si bien los muebles y enseres eran los mismos, no su posición, de forma que todo parecía igual y totalmente distinto. En su cámara, colocó el lecho en el centro de la habitación, y en la ventana que daba hacia los árboles del que fuera jardín de Ardid en su época de joven Reina, el surtidor del pequeño estanque volvió a alzarse, más pujante y hermoso que antes; y, en tanto avanzaba raramente la primavera, las flores se abrían todos los días, en especies nuevas y colores antes nunca vistos: y trepaban por los húmedos muros de piedra, hasta la ventana de la Princesa. Por sobre el musgo y la desidia de antaño, ahora crecían las enredaderas, y el jazmín se hermanaba extrañamente con la miosotis, y juntos brotaban de un mismo tallo. Y nadie había conocido jamás en aquella tierra flores semejantes. La rosa escarlata platicaba, al parecer, con el viento y el agua, y se mudaba de tallo y se escondía entre los humildes brotes de la campanilla silvestre. Y así todo era allí insensato, ligero, hermoso y trastocado.
Y no era sólo esto, sino que aún vino a sorprender mucho más un hecho. Cierto día, con sumo cuidado, del carro de los cofres que pertenecían al ajuar personal de la Princesa -y que parecían variar de tamaño a su capricho-, se extrajo, entre gran alboroto de órdenes contradictorias -dadas por todos a la vez, pues la Princesa tenía un muy especial sentido del protocolo-, un arbusto de grandes raíces. Y entre todos – la Princesa, el Príncipe Once y aquella bandada de muchachos y muchachas que a veces parecían diez, a veces veinte, a veces sólo tres- lo plantaron bajo las ventanas de Tontina. Una vez estuvo plantado, tomáronse todos de las manos y, dando vertiginosas vueltas en torno -de forma que Ardid, que todo lo veía y espiaba entre tapices desde sus ventanas, se alarmó pensando que acabarían disparados y maltrechos-, entonaron una canción -según juzgó Ardid- estúpida y sin sentido alguno. Pero al mismo tiempo -se dijo-, aquellas voces, que no habían sido educadas en el canto, a menudo desentonadas y poco organizadas, formaban todas juntas un misterioso coro que llegaba al corazón. Oyéndolos, Ardid evocó ciertas cañas horadadas que su hermano pequeño, el de los rizos rubios, había hincado en la playa, allá donde soplaban los vientos del Sur; y cuando esto ocurría, producían un discorde concierto que entonces -y ahora, recordándolo- alegraba su corazón de niña solitaria. Una dulce y muy leve tristeza la invadió, como olvidado perfume. Pero poco después mayor sería la sorpresa que le produjo comprobar que aquel arbusto iba creciendo, no sabía cómo, ya que no lo perdía de vista día a día, y no se apercibía de que aumentara de tamaño. Sin embargo, allí estaba convertido en árbol, en el centro del corro y de las voces, esplendoroso y magnífico, enteramente cubierto de hojas y de flores. Y recordaba el anuncio del sol en su despertar sobre la tierra. Ardid pensó que jamás vio hojas como aquellas, tan suavemente mecidas, que más parecían oro que rubí -no hallaba otra comparación, aunque no le satisfacía, por imperfecta-, y que lucían por sí mismas, como los ojos de Tontina -y, ahora se daba cuenta, como los ojos de todos aquellos muchachos-; sin que ningún otro sol, ni fuego, ni resplandor alguno precisase para ello, puesto que en ellos estaba la luz, el día, la luna y todo fulgor posible. Y se dijo, pensativa: «Si la música pudiera verse, sería como este árbol». Luego, les vio deshacer el corro, y Tontina, como si se tratase de una chiquilla campesina, se descalzó y trepó por él, y desapareció en sus ramas. Y como ella hicieron el Príncipe Once y algunos muchachos y muchachas. Y también algunas palomas les miraban, y otras les seguían, y dos perdices levantaron la cabeza hacia ellos, y cinco cachorros de lebrel ladraron. Y todos se perseguían en torno al tronco ancho y denso, grácil y transparente a la vez, de aquel árbol. Vio cómo arrancaban hojas de él y leían algo en ellas; y con gran desconcierto, los vio discutir entre sí. La Princesa misma discutía; y no por ser ella le daban fácilmente la razón, como estaba mandado y debía suceder, según entendía Ardid. Consternada, vio cómo la Princesa se enfadaba, y en lugar de imponer su mandato, como hubiera debido ser -si no estuviera allí el mundo trastornándose de forma tan increíble-, se hacía a un lado y se quedaba sola, mohína y como llorosa. Luego, vino un muchachito, la besó en la mejilla y dijo: «No os enfadéis, Princesa, que nos falta uno para el juego y sin vos no podremos jugar». Ella, mirando con el rabillo del ojo a los que muy raramente y sin aparente lógica jugueteaban bajo el árbol, dijo: «Una condición». «¿Qué condición?», preguntaron los otros. «Dadme la piedra verde que encontró Tulipa en el camino.»
«Ah no», dijo la llamada Tulipa con aire ofendido: «Ésa no». Y Ardid, sin salir de su estupor, les vio discutir, hasta que Tontina buscó en lo profundo de su bolsillo e hicieron extraños y totalmente insensatos intercambios: bolas de colores, piedras, huesecillos… Súbitamente, lo olvidaron todo, porque un muchacho avisó que había peces en el estanque; de suerte que todos corrieron a asomarse a aquellas aguas. Luego de charlotear y meter las manos en ellas, y mojarse los cabellos, pies y rostros, descubrieron el juego del surtidor, y empezaron a salpicarse unos a otros con grandes muestras de diversión y regocijo, hasta que sus mejillas se cubrieron de un tinte rosado, y sus frentes y sus rostros y cuellos brillaban de sudor; y tanto la Princesa como los demás, estaban despeinados, sofocados y, al parecer, muy divertidos. Al fin, sudorosos, descalzos, mojados y sonrosados, se tendieron en la hierba. En tanto, el Príncipe Once, sentado a horcajadas en una rama del árbol, les contemplaba con gran aplomo, balanceando ambas piernas en el aire.
Llegadas las cosas a este punto, la Reina no pudo resistir ni un segundo más la contemplación de tanta y tan incomprensible insensatez. Corrió la cortina, dejó de mirar, y llamó al Trasgo, pues recordó que, entre una y otra cosa, hacía muchísimos días que ni ella lo llamaba ni él se presentaba o la requería con sus menudos martillazos.
El Trasgo estaba, a su vez, asomado y sentado en el alféizar de la ventana. Con gran inquietud, Ardid constató que, aun teniéndole al lado, no le había visto. Dijo en tono quejoso:
– Trasgo, mucho te necesito, y no has sido bueno para estar cerca de mí todos estos días en que ando tan desazonada.
– ¿Cómo puedes decir tal cosa, querida niña? -se sorprendió el Trasgo, con evidentes muestras de sentirse dolido-. No me he separado de ti ni un minuto, aunque oculto entre los pliegues de tu vestido. Y me parece raro que tanto haya flaqueado tu memoria, si tienes presente que tantas y tan sabrosas charlas hemos mantenido respecto a estas cosas.
La Reina quedó muy asombrada -parecía que éste iba siendo ya su estado de ánimo natural- y, prudentemente, calló el hecho de que no había reparado en él, ni tan sólo oído su voz. Así pues, le dijo:
– No te extrañe este olvido, porque me veo tan atareada y atribulada, de susto en susto, de sorpresa en sorpresa, que no me reconozco.
– Ya te dije -repitió el Trasgo, como si lo hubiera dicho en más de una ocasión, cosa que ella no recordaba- que no debes tener motivo de asombro, puesto que todo ocurre tal y como debe suceder. No es posible que nada de esto suceda de otra manera…
– Te ruego que hables en mi lengua -interrumpió Ardid con aire desfallecido-. Y ahora, acompáñame a la cámara de la Princesa, para ver si allí encuentro algo que me pueda esclarecer alguna de mis confusiones.
Y sin aguardar su respuesta -aunque sin duda la hubo-, la Reina entró en la cámara de la Princesa Tontina.
Una vez allí, abandonándose a su auténtica naturaleza, que no se detenía en escrúpulos de tal especie -¿cómo, si no, hubiera sobrevivido y llegado hasta allí?-, dedicóse a abrir todos los cajones y cofres que se le ofrecían a mano. Y quedó aún más desconcertada cuando vio lo que contenían: tanto los cofres y arquetas de vieja y tallada madera que Tontina había instalado en aquel aposento como el grande y pesado armario que con ella trajo, aparecían repletos de objetos tan absurdos y extraños para su entendimiento, que al fin sentóse, cansada, en un pequeño escabel, diciendo:
– Ya ves, querido Trasgo, qué es lo que guarda la Princesa en los lugares donde debían estar su ajuar, sus joyas y, en fin, hasta sus afeites, que en más de una ocasión las damas han querido desentrañar cómo consigue esa piel tan tersa y suave, blanca y dorada al mismo tiempo; y ese brillo en los cabellos y los dientes e, incluso, las uñas; y esa finura en el talle y gracia en el andar…
Aquí Ardid se detuvo, pues comprendió que al menos estas dos últimas cosas no eran producto de afeite alguno. Y mostró aquella gran cantidad de muñecos de toda especie y calidad y forma hallados en los cajones: pues los unos iban vestidos de colores como saltimbanquis y buhoneros, y los otros regiamente ataviados, como pequeños príncipes y princesas, y unos tenían la forma y el rostro del Trasgo o cualquier otro gnomo o criatura no humana. Y los había de madera, tan oscura que sus caras y manos parecían de piel negra; otros estaban hechos de asta de reno, y tan blancos como la propia Tontina o su primo Once. Había también algunos con graciosas figuras de animales, aunque de especie vaga y no conocida por ella. Y tenía también la Princesa, fabricado en madera de grande y fresco perfume, un pequeño castillo de almenadas torres y puntiagudas cúpulas doradas, con diminutas ventanas, y rodeado de un foso de aguas cristalinas; y una fuente, que no dejaba de manar entre la diminuta arboleda de un parque minúsculo. Este último lo había hallado debajo del principesco lecho, cosa que la dejó sumida en gran meditación.
Por contra, vestidos, zapatos y guantes hallábanse en gran desorden arrebujados en el fondo de los cofres, y maravilla parecía que, cuando ella los vestía, tan estirados, pulcros, graciosos y aseados se mostraban, con sus variados colores y armoniosos pliegues. Y lo mismo podía decirse de sus zapatos y diademas. Aunque esparcidos por doquier había profusión de anillos, collares y brazaletes, así como pendientes, Ardid advirtió que jamás los lucía, excepto la sencilla corona que, como Princesa ideal llevaba, siempre puesta. «Al menos -se dijo Ardid con un profundo suspiro ésa no parece podérsela quitar… aunque quizá no duerma con ella.»
Y cuando abrió, con íntima excitación, los innumerables tarros y cofrecillos que suponía repletos de maravillosos ungüentos, afeites y perfumes, grande fue su asombro al comprobar que estaban llenos, tan sólo, de cosas tan raras y peregrinas como arena, bien que fina y dorada, piedrecillas pulidas por el río de encantadores tonos e irisaciones, mariposas doradas que, milagrosamente vivas, huyeron volando, y dulces pegajosos que le mancharon los dedos. En el fondo de los cajones también había migajas de pastel y manzanas mordidas; pero no aparecían enmohecidas ni putrefactas, sino que todas tenían el suave aroma y la frescura de las que han sido recién mordisqueadas por limpios dientes de niño. Con lo cual vino a decirse, muy perpleja, que ése era el perfume que tanto intrigaba en la Princesa: un perfume donde se combinaban -y de muy curiosa, agradable y dulce manera- el aroma de las manzanas, el de los pastelillos recién hechos y el de los tallos recién cortados; así como un remoto -y de pronto añorado- aroma a brisa marina, a sal, a rocas y a luz: pues así era el aroma -lo recordaba, súbitamente- del mundo entero cuando ella lo contemplaba por el agujerito de cierta piedra azul que, hacía tiempo, había regalado a Predilecto. Y notando que todas estas cosas arañaban de una forma muy inquietante su corazón, cerró bruscamente cajones y cofres, y quedó muy pensativa.
– Querida niña -dijo el Trasgo-, no te tortures en buscar tu razón en las cosas que viven de espaldas a tu razón. Procura, en cambio, calmar los pensamientos y envolver de paciencia la vida y el ánimo. Atiende a la Princesa cuando te llama madre, y no manches con tu curiosidad de adulta sus cajones, ni abras el cofre de su valioso tesoro íntimo y privado: pues ten por seguro que a esto ni puedo ni quiero ayudarte.
Entonces reparó Ardid en un cofrecillo de madera más pequeño, que había olvidado abrir por lo pequeño y modesto que le pareció.
– ¿Ése es el tesoro verdadero, íntimo y precioso de Tontina? -dijo, recuperando su audacia. Y sin atender al Trasgo, intentó abrirlo; pero ni con las uñas, ni con el diminuto puñalito que siempre ocultaba en su manga derecha lo logró.
Muy desolada e inquieta, regresó a su cámara, sin oír ni ver el suave reproche del Trasgo, que le decía:
– Ardid, Ardid, hay muchas cosas que, al parecer, morirás sin comprender. En verdad que los humanos sois una rara especie, y no pasa día sin que me deis motivo de admiración y asombro.
Algunos días más tarde, impaciente la Reina por la ausencia de Gudú, envió el último de los emisarios a los Desfiladeros. Y se decía: «Cuando Gudú vuelva, y se case con esta criatura, las cosas tomarán un cariz más sensato, y este viento de locura e insensatez que a todos nos trastorna desde que ella y su séquito llegaron, desaparecerá por donde vino».
Aquella tarde, antes de retirarse a descansar, llamó a la Princesa Tontina, y una vez a solas, con mucha dulzura -toda la dulzura de que era capaz, y a fe que bien sabía aparentarla si le convenía- la hizo sentar en el mismo escabel donde siempre se sentara Gudú para hablar con ella. Y mirando los transparentes ojos de Tontina, dijo:
– Querida niña… -y comprobó que la llamaba como a ella la llamaban el Trasgo y su anciano Maestro: y esto le produjo una emoción remota y muy cálida, de suerte que rectificó rápidamente-, querida Princesa, quisiera preguntarte qué es lo que hacéis en ese árbol plantado en mitad de lo que fue antaño mi jardín.
– Es muy sencillo -dijo Tontina, con evidentes muestras de hallarse pensando en otras cosas. Disimuló finamente un bostezo, pues la habían arrancado del sueño, y añadió-: es el Árbol de los Juegos.
– ¿Y qué clase de árbol es ése?
Ardid, intrigada, empezaba a temer que un viento de brujería invadía lentamente el Castillo. Y si bien ella menos que nadie podía reprochar tales cosas a la Princesa, si de ello se trataba, estaba decidida a cortarlo prestamente de raíz.
– Es muy sencillo -repitió Tontina, cuyos párpados se cerraban suavemente-. Es de la clase de los Árboles de los Juegos.
– Pero criatura -se impacientó Ardid. La sacudió suavemente por los hombros, viendo cómo su cabeza se inclinaba lentamente, para que no se durmiera allí mismo-, explícame de qué está hecho, cómo crece, dónde se encuentra…
– Muy sencillo -dijo una vez más Tontina, sin poder evitar, ahora, un cabeceo cada vez más significativo-. Está hecho de Juegos, crece de los Juegos y se encuentra en los Juegos…
Sus ojos se cerraron, y apoyó suavemente la cabeza en las rodillas de la Reina. Pero la Reina, tomándola de la barbilla, la izó nerviosamente e insistió:
– ¿Y para qué sirve, y cuál es su semilla, y por qué sabe crecer donde nada crece, y alcanzar alturas sin que por ello se vea alzarse, y extender sus ramas, sin que nadie aprecie cómo se alarga?…
– Señora -dijo Tontina, con un bostezo ahora totalmente desprovisto de disimulo-, preguntadle al Trasgo, que os lo dirá mejor que yo…
Volvió a apoyar la cabeza en las rodillas de Ardid, y esta vez quedó profundamente dormida.
– ¿Qué es lo que he oído? -murmuró Ardid, consternada-. ¿Acaso puede verte, Trasgo?…
El Trasgo seguía allí, sentado a sus pies, aunque ella no había reparado en él. Y le oyó decir:
– Me sorprende que no lo supieras, Ardid. Es del todo natural que así sea: aunque, por supuesto, sólo puede verme un instante antes del sueño. Una vez despierta, me olvida hasta el próximo sueño.
– ¿Y cómo es eso? -Ardid notaba cómo un temor difuso se apoderaba de ella-. ¿Ha estudiado, como yo, en el libro de algún sabio maestro, y tiene así contaminados sus ojos, como yo?
– No -dijo el Trasgo-. No es extraordinaria, es de una especie corriente. Sólo antes del sueño, hasta el despertar: y olvida, hasta el próximo sueño. Además, algún día también dejará de verme aun antes del sueño, y nunca más nos recuperará: ni a mí ni al Sueño.
– ¿Cómo es posible, Trasgo?… No entiendo nada: ¿algún día la Princesa se verá privada del placer del sueño? ¿Qué maleficio es ése?
– No se trata de ningún maleficio -dijo el Trasgo, con voz cansada-. Parece mentira, Ardid, que no lo entiendas. Es una cosa corriente, en una criatura muy corriente. El Sueño a que yo me refiero no tiene nada que ver con la gente que duerme, ni con la gente que descansa… Pero en fin, ya que no podremos ponernos de acuerdo, olvida estas cosas, querida niña, y duerme tú, que tanta falta parece hacerte. No te atormentes, que no ocurre nada de importancia ni de interés particular, ni motivo de inquietud alguno, por descontado, en esta Princesa Tontina. Llévala a la cama, y ocúpate de tu hijo Gudú, que a buen seguro es ya hora de que se halle aquí… Ay -añadió el Trasgo; y unas lágrimas terribles, grandes y brillantes como gotas de alguna lluvia antigua y triste resbalaron de sus ojillos de pimienta-, ojalá que él hubiera podido verme, si tan siquiera fuera de forma tan vulgar y rudimentaria como Tontina. Pero él es (y sospecho que en esto nada tienen que ver nuestras manipulaciones) una criatura extraordinaria. No así esta pobre y vulgar Tontina, que no debe dar motivos de inquietud a nadie.
Dicho lo cual, secó con ambas manos aquellas sus primeras lágrimas, tan oscuramente premonitorias, y desapareció entre los rescoldos, aún vivos y centelleantes, de la chimenea.
Luego, el Trasgo, como cada noche, como tantas veces, como hacía siglos, horadó un caminillo para que el Sueño de Tontina tuviera buen conducto; junto a otros innumerables caminillos, subterráneos y modestísimos, que a su vez conducían a otros tantos Sueños de otros tantos Tontinas y Tontines: tal como ocurría desde el primer día del mundo y seguirá ocurriendo, acaso, mientras la tierra exista. Éstas, en verdad, eran cosas vulgares, sin maravilla alguna para él. Ni siquiera merecía la pena hablar de ellas, y jamás pensó que, aunque por una sola vez, lo haría con un ser a todas luces tan agudo, tan sabio y extraordinario como la Reina Ardid. «Así son de complicadas y misteriosas -se dijo, una vez más- las humanas criaturas.»
A pesar de que con mucha frecuencia interrogó a Almíbar, y a la misma Tontina, qué era lo que les entretenía durante todo el día, cuál era el lenguaje que hablaban -puesto que, a pesar de estar compuesto de las mismas palabras que el suyo, resultaba indescifrable su sentido- y de dónde venían realmente, tanto ella como Once, como todos sus acompañantes, incluidos los impávidos soldados -que a decir de los atemorizados soldados de Olar y de toda la servidumbre, jamás hablaban, ni comían ni parecían dar muestras humanas-, sólo le contestaban con tan vagas y enrevesadas formas -incluido Almíbar-, que acabaron por irritarla y hastiarla.
– Almíbar -decía ella, a menudo, usando de todas sus Argucias-, dime al menos cómo supiste quién era Once, y qué cuento es ése de unos hermanos que no acabo de entender.
– Si está muy claro -contestaba Almíbar-. Está escrito, y lo he leído.
– ¿Dónde? -insistía Ardid.
– En alguna parte -decía él, plácidamente. Y ninguna otra cosa en claro consiguió. Al menos, por entonces.
Poco a poco, fue resignándose a aquella ignorancia, y deseó que la boda se realizase de una vez. A menudo se consolaba -y mucho- recordando los bien guardados cofres repletos de maravillosas piedras que le había traído su futura nuera. Y por nada del mundo hubiera deseado desprenderse de tan fructíferos presentes, a los que, mentalmente, había ya dado su adecuado destino. De tal manera que, entre cálculos y más cálculos, y puntualizando en su Libro de Posibilidades -que tan al día llevaba, y con tanto escrúpulo-, se decía que el Reino de Olar sería el más grande y poderoso de la tierra, a poco que su hijo Gudú no la defraudara. Aunque alguna amargura le correspondiera en tales manejos, estaba segura de haber puesto todos los medios a su alcance para conseguirlo; y a fe -se decía- que había elegido con tino, cuidándose de privar a Gudú de la más perniciosa de las maldiciones: la capacidad de amar.
Así las cosas, espiaba, si bien por pura y simple costumbre, los innumerables juegos a que se dedicaban Tontina, Once, y su extravagante séquito. Y unas veces jugaban a la Máxima Pobreza, de suerte que, descalzos, fingían hallarse en una isla donde debían labrar la tierra para comer, y edificar sus propias viviendas, y en tan estúpidas diversiones se desollaban las manos y se herían; o a la Máxima Riqueza: en que, coronándose unos a otros con flores -y tenían especial predilección por las humildes margaritas, que crecían en la ya muy avanzada, espléndida y precoz primavera-, en profusas hileras en torno al recinto, saltaban los muros con agilidad y frecuencia pasmosas.
Un día, Ardid pensó que debía intervenir en sus ¡res y ven¡res, ya que, cosa sorprendente, ni una sola vez Tontina se interesó por la presencia o ausencia de Gudú. Así pues, la llamó, y dijo:
– Tontina, seguramente estás extrañada por la larga ausencia del Rey, tu futuro esposo y Señor. Creo que debo explicarte las circunstancias, en verdad importantes, que le retienen aún lejos de Olar.
– Bien -Tontina adoptó un aire de seriedad, a todas luces fingido: era la misma seriedad que adoptaba en los juegos, cuando éstos lo requerían-. En verdad, madre, no tengo prisa para jugar a la boda. Ya jugaremos a eso cualquier día…
– Nada de jugar -interrumpió Ardid, conteniendo su irritación-. Se trata de una boda real y verdadera, y espero que no lo tomes como cosa de juego.
Entonces, Tontina la miró intensamente. Y de pronto, sus ojos se inundaron de la profunda seriedad del primer día, aquella que era real y no fingida, aquella que a todos les estremeció sin saber exactamente por qué. Impresionada a su pesar, dijo Ardid:
– No te alarmes, hija mía, que la cosa no es motivo para ello. Simplemente, deseo hacerte comprender la gravedad de un paso como éste: pues sé por experiencia que ser Reina, y por añadidura Reina de Olar, no es cosa de juego, ni para tomar a la ligera.
Tontina seguía mirándola tan profundamente, que la Reina sintió crecer su malestar. Ante aquellos ojos, tan lúcidos, transparentes y a un tiempo intensos, algo zozobraba en quienes los contemplaban. Algo quizá conocido, muy remotamente inquietante que no se deseaba desentrañar al tiempo que llenaba de curiosidad. Por lo que ante su silencio, añadió:
– Espero no haberte asustado, Princesa Tontina.
Sólo entonces, la Princesa pareció desprenderse de aquella mirada, de aquel indescifrable mundo de luz y de abismo en que parecía inmersa: sus ojos volvieron a lucir con la leve y placentera sonrisa que a menudo jugueteaba en ellos. Y dijo:
– ¿Cómo decís, madre? Perdonad, no os atendía.
– Pues ¿qué otra cosa atendíais? dijo, o casi gritó bruscamente Ardid. Estaba francamente irritada, y no trató de disimularlo. Tontina, entonces, frunció ligeramente las cejas, y con aire de cansancio, dijo:
– Oh, madre, os lo ruego, no pongáis esa cara, porque al veros con tales ojos y oíros con tal voz, me recordáis demasiado a la fastidiosa Aya Basilisa, que tanto me importunó allí y tan contenta estoy de haber dejado atrás, en el Reino de mi padre.
– ¿El Aya Basilisa?, ¿quién era el Aya Basilisa? -la confusión y cierto temor vago, ambiguo, invadieron a Ardid. Jamás nadie le había dicho algo semejante, y optó por guardar silencio, en espera de las necedades que seguramente oiría a seguido.
Frotándose ligeramente la nariz con el dedo índice -gesto a todas luces poco elegante, aunque provisto, como todo lo que la caracterizaba, de un particular e inexplicable encanto-, dijo Tontina:
– Si queréis saber en qué pensaba, os diré que me llama la atención el brillo tan raro que luce en el centro de vuestros ojos: sólo vi algo semejante en las ardillas o en los gnomos.
La Reina se sobresaltó: ningún ser humano había visto, antes de Tontina, la semilla del centro de sus ojos, las gotas de luna. Sonrió azaradamente y dijo:
– Hijita, esos ojos se adquieren con los años: es la vejez.
– ¿La vejez? -se extrañó Tontina-. No os veo vieja, sino joven y hermosa. Tal vez -admitió tras un titubeo, con ligera condescendencia-, si es que llegara a vieja algún día, no me importaría mucho parecerme a vos.
Tan convencida estaba de semejante imposibilidad, que la Reina pensó, con suave ternura: «Pues descuida, que más pronto de lo que deseas, esto sucederá». Sin embargo, aunque lista y sabia, ignoraba que las palabras de la Princesa no eran petulancia infantil ni ignorancia de niña estúpida, sino que respondían a una verdad tan profunda, que no era posible ser comprendida por simples oídos humanos. Así pues, Ardid añadió:
– Vería con mucho agrado que, en vez de dedicaros todo el día a juegos complicados y en verdad fuera de la realidad, pensarais de vez en vez en la proximidad de vuestra boda, que os hicierais cargo de que ello ocurrirá más pronto de lo previsible y que debéis reflexionar mucho, y prepararos para tan importante suceso. Creo que si todos los días platicáramos las dos un rato, algunas enseñanzas sobre el particular podré iros inculcando para que, llegado el día de la boda, hagáis el buen papel que todos esperamos de vos.
– Ay -contestó Tontina con voz de fastidio-, esto no es lo convenido: mi padre me aseguró que, si me casaba, acabarían para siempre las aburridas lecciones. Pero, según veo, no era cierto: ¿debo, pues, volver a aquel aburrimiento, a los deberes que retrasan la hora de jugar, a los castigos cara a la pared, a las interminables frases «No he prestado atención debida a mi maestro» que me imponían como penitencia? Os lo ruego, no lo hagáis, porque creo que no podría soportarlo.
– No se trata de eso -dijo Ardid, con la paciencia que ya iba adquiriendo para hablar con la Princesa-. Son simples conversaciones, de madre a hija. Y no habrá castigos ni lecciones de ésas, os lo puedo asegurar. Las lecciones, simplemente, se desprenderán de los ejemplos y enseñanzas que yo os haga saber: como historias hermosas.
– Ah bueno -dijo Tontina-. Siendo así, podemos probar. Y os prometo, entonces, interesarme y pensar más en la boda.
Así, las cosas se cumplieron de esta forma. O al menos, así lo creyó Ardid. Pues si la Princesa atendía con mucha atención y curiosidad a lo que ella, lo más suave y arteramente, intentaba inculcarle, lo cierto es que sus palabras producían un efecto bastante distinto en la mente de la muchacha. Y si cumplió lo prometido en cuanto a pensar en la boda, pronto tuvo ocasión Ardid de comprobar qué es lo que había entendido Tontina tras sus largas explicaciones, y cuál la forma que tenía de meditar sobre ellas.
Tontina sólo se había interesado por la ceremonia que componía una boda real -cosa que le maravillaba y divertía a partes iguales, puesto que a partes iguales le parecía solemne y ridícula-. Y su forma de meditar sobre ello fue incorporarla a sus habituales juegos. Muy favorito era, ahora, el «Juego de la Boda». De suerte que el juego de la ceremonia -interpretado de muy particular manera, como en sus disimuladas vigilancias pudo comprobar Ardid- era llevado a cabo con todo lujo y pormenor de detalles: unos aprendidos, otros mal entendidos, otros deformados, otros inventados por ella misma. Y así, casáronse todos infinidad de veces y de las más variadas formas: Tontina y Once, Once y un paje, dos pajes y una paloma, la misma Tontina y tres pajes, un paje y dos muchachas, una muchacha y una codorniz…, hasta un sinfín de variaciones que hacían hundir en el desánimo a Ardid. Pero considerando que de alguna manera, la idea del matrimonio -aún por peregrina que fuese- ocupaba algún espacio en el pensamiento de tan desesperante e increíble criatura, se conformó diciéndose que algo era algo: y algo, siempre era más que nada.
Y así se hallaban las cosas en la Corte de Olar, el día en que el Príncipe Predilecto y el anciano Hechicero, con escasa escolta y ánimo turbado por la difícil encomienda con que les enviara Gudú, emprendieron el regreso hacia la ciudad.
Desde el momento en que su hermano Predilecto partió, el Rey Gudú se sintió azotado por una espera impaciente. Habían llegado al linde de las estepas: allí donde la tierra del Rey Gudú se detenía, como temerosa de unas extensiones que no parecían tener fin. Y aunque lo habían visto, y muchos hablaban del Gran Río, lo cierto es que nadie quería adentrarse, y tan sólo Yahek y sus duros ex mercenarios sentían especial interés por tal empresa. Existía desde los tiempos del Rey Volodioso, una guarnición exigua que de tarde en tarde se relevaba. Los pocos hombres que de allí regresaban a Olar, lo hacían totalmente embrutecidos y aniquilados por una soledad sin límites. Apenas reconocían a sus familias ni a sus amigos. A medida que el tiempo les mantuvo en el confín del Reino, de cara a las estepas, sus ojos, sus miradas, parecían atacados por alguna suerte de ceguera especial: la contemplación, acaso, de la tierra sin fin, de la vastísima llanura que sólo rompía el viento, el lejano aullido de los lobos, el reverberar de un sol que, en ocasiones, enloquecía. Si bien en los últimos tiempos, raras fueron, y de escasa importancia, las incursiones a tierra olarense llevadas a cabo por dispersos o solitarios guerreros de las Hordas, otro enemigo mucho más cruel y maligno les aniquilaba: la espera y la proximidad de lo desconocido; la ignorancia y la vastedad de una soledad a la que apenas se asomaban y que parecía no tener fin.
Éste fue, pues, el aspecto que ofrecieron a sus ojos aquellas regiones, cuando por primera vez el joven Rey Gudú se asomó a ellas. Restos de aldeas carbonizadas, viento y lejanas nubes de polvo o rara niebla, inmensidad abandonada, lejanía, silencio y aullidos de alimañas: el eco de los muertos, en suma. Por el Norte, los bosques avanzaban, espesos y negros, hasta la linde de la estepa. Y la pequeña fortaleza, medio ruinosa, albergaba a soldados que, en tan dura existencia, parecían incluso haber perdido el don del habla.
La llegada de Gudú y su pequeño pero audaz y reorganizado ejército, sacudió aquel silencio donde sólo parecían romper la uniformidad del tiempo los lentos vuelos de los buitres y las aves de rapiña.
Gudú instaló su campamento en la ruinosa fortaleza, extendiéndolo con tacto y astucia a lo largo de la línea que separaba ambos países. A poco, algunas gentes empezaron a salir de los bosques. Primero con timidez, luego con esperanza, se les fueron uniendo. Lentamente, atraídos por el olor de los cabritos asados, el balar de los rebaños y las voces y risas de los soldados, entraron en contacto con ellos: eran leñadores y pastores, a su vez, moradores de zonas tan agrestes. Pertenecían a Olar, ya que Volodioso les había sometido hacía años, pero sólo para cobrarles tributo. Veían, de tarde en tarde, un emisario de aquel Rey que les había derrotado y, en puridad, esclavizado. Por contra, este nuevo Rey aparecía, si rudo y dando muestras con frecuencia de una severidad aún más estricta que la caprichosa crueldad de Volodioso, mucho más razonable y magnánimo.
Así que, a poco, su ejército se había reforzado con casi un centenar de hombres, jóvenes y fuertes. Y Gudú les había prometido pagarles y vestirles. Así lo hacía, y los soldados empezaron a sentir por él una viva admiración. Los relatos de su extraordinaria victoria contra el País inexpugnable de los Desfiladeros crecían, y se adornaban en labios de quienes la contaban de tal modo, que aquel muchacho apenas salido de la infancia iba tomando ante sus ojos y su imaginación proporciones de invulnerable criatura.
Las gentes del Norte practicaban, aunque en secreto, la religión de sus antepasados. Y aunque Volodioso era Rey cristiano y a la cristiandad sometía las gentes y tierras que añadía a su país, duro resultaba a menudo, si no imposible, conseguir que tales órdenes se cumplieran en lo profundo, aunque externamente se fingiera lo contrario. Gudú, en cambio, mostró una tolerancia que mucho tenía de indiferencia en estas cosas: tanto le importaba un dios como otro -dijo una vez a Yahek, que secretamente adoraba al dios de su madre-, puesto que en ninguno tenía excesiva confianza y no veía, por lo menos en la práctica, gran diferencia de unos a otros. Así pues, al menos momentáneamente, juzgó que en tales cosas mejor era no entrometerse, y dio libertad y holgura a tales manifestaciones. Así ganó una batalla, al parecer humilde, pero profundamente sólida e importante para lo que realmente se proponía. «Tiempo habrá -se decía- de que, si tal conviene, tornen las cosas a ser de otro modo. Entretanto, y tal y como las llevo, me parecen oportunas y eficaces.»
Como había tolerado que sus hombres arrastrasen tras sí -si bien que a prudente distancia- su cortejo de mujeres y chiquillos, aunque estaban sujetos a un entrenamiento fuerte, duro y cotidiano, del que anteriormente jamás habían sido objeto, no se hallaban en modo alguno descontentos con tal jefe y Señor. Pero también era cierto que la menor falta de disciplina, el robo entre los hombres y bienes del campamento, o cosas parecidas -como las riñas provocadas por culpa de alguna mujer-, eran severamente castigadas. Así que buen cuidado tenían de evitar tales lances. Pues en semejantes casos, la crueldad de Gudú podía llegar a extremos jamás sospechados: incluso los ejemplares castigos infligidos por su padre, se antojaban a su lado banales y tolerables.
Alguna vez, el Rey mismo tomó alguna mujer de las que merodeaban en torno a sus hombres. Unas por hambre, otras por verdadero deseo de compañía, otras porque no tenían otra elección que aparejarse con un soldado y beneficiarse de sus privilegios, o morir de hambre y frío entre las ruinas de sus aldeas. Pero jamás mostró interés particular por ninguna y, en general, ninguna era lo suficientemente bella ni refinada como para interesarle particularmente.
Sin embargo, a poco de hallarse acampados en la linde de las estepas, Ondina acertó a localizar el manantial que su severa y purísima abuela tuvo a buen hacer fluir, hacía tiempo, por los alrededores. Y flotó por el agua de los riachuelos, atisbando las costumbres y predilecciones de aquellas gentes. Así, al fin, llegó a distinguir al Rey y le observó con detenimiento. Gudú solía entretener su espera entre largas charlas con Yahek y la caza por los bosques cercanos. También solía, a menudo, sentarse en un altozano que dominaba la estepa, y hacia ella dirigía sus ojos, con avidez y sed. Su corazón latía y su imaginación se espoleaba con los relatos de algún ex mercenario, que más o menos veladamente dejaban entrever pasados contactos -bien que muy moderados- con aquellas gentes y tierras. La idea de adentrarse en el grande y vasto mundo desconocido y dominarlo y desentrañarlo -cosa que no logró su padre- le enardecía. Él mismo, a veces, siguiendo las huellas de cuanto aprendiera del Hechicero, trazaba a su vez algunas cartas donde podían limitarse los contornos de las tierras lindantes, de los bosques y todo aquello que abarcaba su mirada. Y llegó un momento en que estos dibujos, si bien más escuetos y rotundos que los de su anciano Maestro, dábanle una idea bastante exacta de cuál era el lugar donde se hallaba y cómo era este lugar.
– Dicen -le explicaba a veces Yahek, junto a la hoguera que hacía brillar su piel cobriza- que tras el Gran Río, la estepa se detiene bruscamente y allí el mundo acaba. Y quienes llegan allí, se precipitan en el abismo insondable de la Eternidad. Por lo que, a juicio de muchos, las Hordas en sí mismas son espectros demoníacos de aquellos que murieron sin confesión, y allí cayeron para siempre… Por ejemplo, aquellos que cometieron incesto, o se mancharon con la sangre de su madre o de sus hijos… Por tal, ahora son sólo espectros huidizos como diablos, y como diablos aparecen y desaparecen.
– A fe mía -dijo Gudú- que jamás vi diablo alguno entre ellos que no chillara como criatura humana y carnal, si se le aplicó un tizón ardiendo.
– Pero… -añadió Yahek con gran recelo en la voz- recordad a la muchacha cautiva, aquella que quemasteis por bruja: ni un quejido se oyó de sus labios.
– Porque el humo la asfixió antes -respondió Gudú-. Y aún creo que me excedí en generosidad, ante su insolencia.
Pero tales razonamientos, si bien guardaba silencio respetuoso, a la vista estaba que no lograban convencer al viejo guerrero. Había tomado por mujer a la hija de Usurpino, y si bien ésta en un principio le arañó y le cubrió de insultos, llegó un momento en que pareció reverdecer toda ella en una rara juventud. Y si no aparecía bella a los ojos de Gudú, sí presentaba ante todos algunos matices de lozanía y plenitud, que suavizaron su expresión, hasta volverla no sólo apacible, sino incluso complaciente con Yahek. Hasta el punto que éste la liberó de sus cadenas, y ella le preparaba la comida y escogía para él bayas y frutos con que, de improviso, el nacimiento de la primavera y el deshielo habían inundado los bosques.
Este fenómeno no se limitó a la mujer de Yahek, sino que un raro aire pareció desentumecer y aliviar a todos los componentes del campamento. La primavera iniciaba su acostumbrado ciclo de amor a la vida, por ruda y primaria que fuese. Algunas cabras y ovejas parieron cabritos y corderillos. Y al mismo tiempo, alguna mujer alumbró un niño. De suerte que un eterno balido parecía recorrer el campamento, tanto humano como bovino. Y aunque el Rey parecía ajeno a este fenómeno, un día, adentrándose en el bosque tras un ciervo, fue objeto a su vez del conocido y antiquísimo embrujo.
A su entender, Ondina ya había observado lo suficiente de los seres humanos como para iniciar, por su cuenta, la primera experiencia. Estaba tan encaprichada con ello y tal era la curiosidad que sentía por conocer aquellas sensaciones, que sólo la magnitud de su estupidez podía compararse a la violencia de sus deseos. Fiel al pacto que había acordado con el Trasgo, decidió iniciarse con el Rey Gudú, ya que, en puridad, su sentido de la honorabilidad así lo aconsejaba -su abuela la había instruido muy minuciosamente en tales asuntos-. Al contemplarle de cerca y en carne y hueso, Gudú le pareció menos desagradable de lo que había supuesto en un principio. Era muy joven, lo que le predisponía favorablemente en relación a sus gustos. Tenía fiereza en la mirada y agilidad y fuerza en sus movimientos, así que juzgó no era bocado despreciable. Pues si sus preferencias se decantaban hacia los de facciones más delicadas, suave cabello y graciosos movimientos -sus cánones de belleza se aproximaban más a los que rigen la beldad del tritón que la del hombre-, algún escondido encanto tendría para ella, una vez tomada su figura humana.
Así pues, llegado el momento en que Gudú daba alcance a su presa y se disponía a lanzar la jabalina, Ondina escamoteó el animal entre los árboles y, emergiendo del agua la cabeza como le aconsejara el Trasgo, bebió un sorbito del elixir maravilloso. Este elixir la convirtió al punto en una muchacha de una insólita belleza, pues, dado que las ondinas y sirenas -y todo ser acuático en general, sean lacustres, fluviales o marítimas- tienen más semejanza con los humanos en cuanto al concepto de la belleza que cualquier otro de especie alguna, se dijo que, si bien con humana armadura y sólido contenido, no transparente y susceptible a placer y dolor, su nueva naturaleza era muy parecida a ella misma. Y no olvidando la recomendación del Trasgo, que la advirtiera de la imperfección del elixir, tapóse con cuidado las orejas con sus largos cabellos, que retenían el reflejo del manantial y el oscuro y verdeante de los bosques. Sus ojos se habían tornado más cálidos y verdes, como los altos helechos y como el joven liquen que cubría las piedras de la orilla. Y su carne, de por sí azulada y nacarada, se volvió ahora suavemente rosada y oro. Y como no disponía de ropa, tal y como estaba, por lo que había atisbado, juzgó no desagradaría al Rey. Sentóse, pues, a la orilla del manantial, y comenzando a trenzar su larguísima cabellera, cuando, con el estupor que tal visión podía causarle, no tardó en divisarla el joven y avispado Gudú.
Conocedor como era de estas cosas, pues sus experiencias en tal terreno habían aumentado de forma prodigiosa, atinó a decirse que, en situaciones como aquélla, la imprudencia y falta de cautela podían estropear resultados felices. Así pues, avanzó con sumo tiento y sigilo, ocultándose entre los helechos y altos juncos -sin suponer que, pese a ello, Ondina le veía por el rabillo de sus largos y relucientes ojos-. Sólo cuando estuvo casi a su lado -y sujetándola fuertemente por un pie, en previsión de que una fuga asustada le privase de cuanto se prometía-, dijo, con la más suave entonación que encontró:
– ¿Qué haces aquí, hermosa muchacha? ¿Quién eres y de dónde vienes? No te he visto nunca y me extraña, porque estas regiones han sido minuciosamente exploradas y recorridas por mí.
– Oh, Señor -dijo Ondina, súbitamente conmovida por una sensación desconocida que la estremeció hasta los huesos. Pues el contacto de la mano de Gudú en su pie desnudo fue la primera experiencia que le cupo en suerte sobre los placeres humanos. Y a fe que nada ingrata le pareció.
– Soy una desvalida muchacha que, despojada de todo, va errando de aquí para allá, en busca de algo con que subsistir…
– Verdad que habéis sido despojada al máximo -dijo Gudú, con una leve sonrisa-. Y aunque lamentándolo por vos, no puedo menos de congratularme por lo que, por su causa, tengo ocasión de contemplar.
Asiéndola con la otra mano del otro pie, la atrajo hacia sí. Si bien con modales no en extremo refinados -pues la arrastró sobre la hierba y los helechos, aunque cuidando de que su cabeza saltara sobre las piedras y su espalda y fina piel no se arañaran en la hojarasca-, la recibió luego en sus brazos, y besó su boca. Fácil es suponer el resto de aquel encuentro. Pues a su vez Ondina experimentó la primera y nada baladí sensación humana en su carne. Y presa de una íntima y punzante alegría, juzgó que, si bien los humanos poseían curiosas costumbres y procedimientos, el amor del más hermoso y grácil tritón era una pura imbecilidad si con aquello se comparaba. Claro está que su recién adquirida carnadura humana contribuía con mucho a tal conclusión. Así fue como, no obstante, al contacto de la piel y la carne, conoció por vez primera la Alegría, cosa, hasta aquel momento, totalmente desconocida, tanto por ella como por los de su especie.
El Rey sintióse realmente satisfecho de aquel encuentro, y considerando que, al lado de aquella criatura, la más joven y agraciada muchacha del campamento semejaba un serón mal relleno, la instó a acompañarle al mismo, diciéndole:
– Muy hermosa me pareces, aunque algo inexperta en estos lances. Pero como estoy consumiéndome en una espera que se me antoja aburrida, antes de iniciar una empresa de mucho interés, creo que no será fatigoso para mí instruiros en algunos detalles que han de beneficiaros mucho a vos, tanto como a mí mismo. Por tanto, creo que os llevaré conmigo al campamento, y repetiremos estas cosas cuantas veces nos sea placentero y agradable a ambos.
– Así será, si lo deseáis, Señor -dijo Ondina, muy divertida-. Y nada debo oponer a ello, pues, como sabéis, nada ni nadie tengo en el mundo.
– Pues ambas cosas serán remediadas -dijo Gudú, alzándola hasta su caballo y llevándola a la grupa-. Si bien, para entrar en el campamento, bueno será que os cubráis con mi capa.
Dicho y hecho, así lo hizo. Y cuando llegó al campamento con tan insólita carga, huelga decir que las miradas quedaron prendadas de aquella adquisición, y que dejó sin habla a más de un bravucón.
El Rey ordenó entonces que confeccionaran y tejieran, con lana de oveja de las que se proveían e hilaban las mujeres, una túnica y unas medias para su hallazgo -como la llamó, pues desconocía su nombre-. Como todas sabían que una orden del Rey no debía ser aplazada más de lo conveniente y razonable -y aún mucho más rápidamente de lo razonable y conveniente-, lo cierto es que seis mujeres tejieron hasta el alba. Pero aquella noche, en la tienda del Rey, cuando Ondina recibió sus primeras y preciosas enseñanzas en el arte que tanto deseaba conocer, no precisó en verdad la túnica en cuestión. No obstante, cuando volvió a lucir el sol, Ondina pudo salir de la real tienda sin necesidad de cubrirse con el manto de Gudú. Y experimentó entonces una curiosa sensación de placentero deleite al vestir por primera vez aquella rara cosa que, a lo que veía, resultaba imprescindible para circular, por lo menos, entre las gentes de aquella zona.
Añadió bayas silvestres, helechos y alguna que otra fruslería al trenzado de su larga cabellera. Y así, a la tarde, puede asegurarse que el mismo Gudú quedó paralizado de asombro ante la belleza y esplendor de tan agreste como delicada criatura.
– ¿Cuál es tu nombre? -le preguntó, al fin, aquella noche. Pero Ondina había olvidado consultar este detalle al Trasgo, y como su inteligencia no llegaba a tanto, se limitó a sonreír, con lo que al Rey se le antojó gran encanto y misterio, y en verdad no era otra cosa que profunda estupidez.
– Bien, en tal caso te llamaré Sonrisa -dijo. Y como la cuestión en sí no revestía excesiva importancia, Sonrisa la llamó aquel día y los restantes, hasta que se cumplió el décimo de su encuentro. Y entonces Sonrisa desapareció sin dejar rastro.
Mandó buscarla el Rey por los alrededores y él mismo batió el bosque en su busca: pues, comparadas con Ondina, las demás muchachas le producían profundo hastío sólo mirarlas. Sin embargo, bastante contrariado, hubo de resignarse a su pérdida. Y casi la había olvidado cuando Ondina, deseosa de repetir tan divertidas y curiosas experiencias, tomó un nuevo aspecto femenino: y esta vez optó porque sus cabellos fueran del color del cobre batido y tuvieran sus ojos la espesa y lenta dulzura de la miel, y su mismo tono dorado. Había aprendido algo más de las costumbres humanas, de forma que tejióse ella misma una túnica de musgo y plantas acuáticas, que tenía el tacto del más suave tejido. Y así, entró ella misma en la tienda del Rey aquella noche. Y éste quedó maravillado de su aparición y de su diligencia y buen ánimo por complacerle. Por lo que, pensó, no podía decirse que fuera un ser desafortunado.
Y como tampoco esta vez la mujer dijo su nombre, decidió, por cuenta y decisión propia, llamarla Dorada. Y nada hubieron de objetar a ello, ni la muchacha ni cualquier otro (como, por otra parte, era de esperar).
Así sucesivamente, Ondina fue tomando variados aspectos que, espoleada por la imaginación de cuanto veía y oía, le producían gran diversión y regocijo. Y como, en cierta ocasión, a punto estuvo de que el Rey descubriera sus orejas puntiagudas -cosa, al parecer, inevitable, contra la que no existía, ni existe, elixir alguno-, atinó a trenzar su cabello y cubrirlas con dos rodetes, tal y como viera hacer a alguna mujer del campamento. Y con espinos silvestres los sujetó, de forma que se sintió más cómoda y segura, al tiempo que, en verdad, bonita y aseada en extremo.
Pero Ondina era tan caprichosa como el propio Gudú, y si bien el joven Rey no le desagradaba en absoluto -incluso le tenía por hermoso y atractivo-, lo cierto es que sus ojos fueron posándose aquí y allá: y halló jóvenes de aspecto muy saludable y prometedor entre los soldados. Así que, de vez en vez, y a escondidas, a ellos se presentó también. Y, cuidando de no ser vista por el Rey en estas ocasiones -rápidamente habría despojado al beneficiario, de la presa y de la vida a un tiempo-, probó otras nuevas y divertidas aventuras con muy distintos muchachos. Y hasta con granados y curtidos soldados: que sus nuevos conocimientos le abrían caminos de gran contento, antes insospechados. Y se decía que, si aquello era lo que su abuela, la Dama del Lago, despreciaba, como peligrosos caminos de humana contaminación, bienvenida fuera la tal contaminación, que tan placenteras ocasiones daba para adquirir sensaciones infinitamente más sustanciosas que las ingrávidas caricias y helados besos -agua por medio- de los gráciles y ya a todas luces insoportables tritones. Tal como el Trasgo se había dicho en un tiempo, la contaminación -si es que llegaba- bien valía lo que daba a cambio. Pues en verdad, jamás Ondina se había divertido tanto, ni de tan variada y agradable manera. Los hombres -pensaba, al regresar al manantial, cumplido el trato de los diez días- no eran en modo alguno tan despreciables como durante cuatrocientos años su abuela habíase esforzado en hacerle comprender. «Pobre abuela -se dijo-. Más le valdría abandonar un poco tanta pureza, tanto poder y tanta sabiduría y probar de cuando en cuando un sorbito, aunque fuera, de las muchas y encantadoras delicias que puede ofrecer la humana y mortal naturaleza. Cuántas cosas ignora, la pobre, desde su inmenso saber.»
Por todo ello no es extraño que, al poco tiempo, cundiera entre los soldados la idea de que era aquélla una región poblada de complacientes y hermosísimas muchachas: cosa que, cuando llegaron allí por primera vez, estaban todos -Rey incluido- muy lejos de sospechar.
Todavía no había llegado Predilecto -cuyo viaje se demoraba, dadas las muchas paradas que requerían la debilidad y vejez del Maestro-, cuando la Reina Ardid tuvo motivos para un nuevo y esta vez, más grave sobresalto.
Estaba en su cámara, rodeada de sus doncellas y acicalándose para la comida, cuando fue avisada urgentemente por Almíbar de que algo muy peligroso les amenazaba.
– Es el caso -dijo el Príncipe, consternado- que la Princesa Tontina ha decidido súbitamente que este Castillo es aburrido y monótono, que está cansada ya de jugar a la Boda con Gudú y que se dispone a marcharse, con todo su séquito. Para que no dudéis de lo que digo, podéis comprobarlo vos misma, pues con gran ajetreo y órdenes contradictorias (como es su costumbre) está haciendo el equipaje, ha mandado enganchar la carroza y sus mudos e impávidos soldados (eso sí, irreprochablemente y sin una mota de polvo en sus atuendos) ya se disponen a partir.
– ¿Qué estáis diciendo? -se consternó Ardid.
El Trasgo, que permanecía sentado sobre la cómoda, opinó:
– Nada de esto es extraño, querida niña: en vano os he dicho que Gudú debía haber regresado ya, y si este matrimonio se hubiera llevado a cabo, poco podría hacer ella en otro sentido. Pero escasa autoridad demostráis hacia vuestro hijo, que, aunque Rey, hijo vuestro es al fin y al cabo: y según lo que he aprendido entre vosotros, este asunto parece ser de cierta importancia.
– ¿Y qué puedo hacer yo, si mi hijo no acude? -dijo Ardid-. Tres emisarios le he enviado ya, y con escasa fortuna. Como no le lleve yo misma la Princesa al campamento, cosa que no juzgo delicada ni pertinente, no veo otra forma de que esa boda se lleve a cabo. Y si no se lleva a cabo, deberemos devolver los tesoros que trajo en dote, y emprender nuevamente la búsqueda de otra Princesa tan libre de toda sospecha de entronques viles, como ésta; y será difícil, pues harto trabajo nos dio al Maestro y a mí hallarla. Y como mi amado Maestro permanece retenido por Gudú, creedme si os digo que, yo sola, desconfío de hallar alguien tan conveniente y beneficioso como ella. ¿Por qué, Trasgo mío, no podía reunir la Princesa, además de belleza y linaje, un poco de cordura? Triste es reconocer que de lo último anda tan escasa como el más necio de los pájaros.
– No creo lo mismo -dijo el Trasgo-. No es en modo alguno estúpida. Lo que ocurre, querida niña, es que en estas tierras os regís por criterios muy dispares a los de las remotas Regiones de los que Nunca Pasan. Y de esta forma, poco entendimiento puede haber entre vosotros.
– Sea como fuere, la cosa es que estamos en un aprieto -dijo Ardid, prendiéndose presurosa en el cabello la última aguja-. Ea, vayamos y veamos qué puede hacerse.
Así diciendo, salió de la estancia. Y no tardó en convencerse de cuanto su querido amigo le decía. Las habitaciones de Tontina eran un puro hormigueo de pajes y muchachos que, portando cofres sin ton ni son, de aquí para allá, desbarataban más que ordenaban, con las prisas del viaje. Lo que no dejaba de ser una suerte.
Todos los muñecos aparecían alineados, vestidos con sus mejores galas, junto a las codornices, las palomas, las ardillas y los cachorros, que, al parecer, eran quienes mostraban mayor formalidad, orden y sensatez. Pero las muchachas discutían sobre los trajes que debían vestir, y la misma Princesa estaba sumida en la perplejidad, pues había perdido un zapato y no sabía dónde ni cuándo. Por esta causa, se afanaba buscándolo debajo de la cama. Y como llevaba en brazos un cachorro y sobre su espalda correteaba una codorniz y un par de ardillas tironeaban juguetonamente de aquellas trencitas tan curiosas que le enmarcaban suavemente el rostro, la Reina se dijo que ya no estaba para semejantes trotes. Se agachó a su vez y, asomando bajo el lecho principesco su rostro, sofocado por el esfuerzo, clamó:
– Os ruego, Princesa, que salgáis inmediatamente de ahí debajo y escuchéis lo que tengo que deciros.
A pesar del protocolario «os ruego», había un tono tan peculiar en su voz, que Tontina, mirándola como en ocasiones parecidas mirara a su Aya Basilisa, se aprestó a obedecer. Mientras sacudía migas y desprendía del vestido de Tontina algunos madroños dorados, díjole Ardid:
– Estoy en verdad desolada y os confieso que altamente irritada por el absurdo rumor que ha llegado a mis oídos: alguien que pretende malquistaros en mi afecto ha osado propagar el embuste de que pensáis partir, dejando plantado (como vulgarmente se dice) nada menos que al Rey.
– No es embuste -dijo Tontina con aplomo-. Es verdad, Señora.
– Pues no creo que estéis en vuestro sano juicio -dijo la Reina, revistiendo sus palabras de aquella severidad que tanto afectaba a Tontina-. Y así quiero que os conste.
– No hay para tanto -dijo Tontina, con candor-. Al fin y al cabo, en todas partes quieren que nos vayamos: mi augusto padre, el Rey, por ejemplo, se puso muy contento al recibir vuestra petición, porque, según dijo, estaba harto y medio loco de soportarnos. Por tanto, os aseguro, Señora, que vais a quedaros más contenta que ahora, cuando nos hayamos ido.
– Ésta es una opinión que se aparta del meollo de nuestro asunto -dijo Ardid, comprendiendo con todo su corazón al Rey Padre-. Pero habéis hecho una promesa, y como Princesa de sangre intachable, sabéis que vuestro honor os impide una desconsideración semejante. Y no lo dudéis: esta ofensa no será olvidada por el Rey, de cuya severidad tal vez habréis oído hablar.
– ¿Qué Rey? -dijo Tontina, en verdad más atenta a las dos ardillas que a la conversación-. ¿Mi padre? Oh, no es severo. Más bien es algo blanducho.
Al oír esto, todo el séquito de la Princesa -animales incluidos, y esto lo podía apreciar bien la Reina Ardid, ducha en descifrar el lenguaje de las aves y de toda clase de habitantes de los bosques- pareció muy regocijado.
– No tengo el honor de conocer a vuestro padre, que estimo y respeto -prosiguió Ardid, con el mayor dominio de su voluntad, pues desde hacía mucho rato deseaba propinar un par de bofetones a Tontina-. Me refiero a mi hijo y futuro esposo vuestro, el Rey Gudú.
Tontina hizo un gesto parecido a aquel, tan vago y enigmático, de cuando preguntó qué clase de piedrecitas eran las que lucía Ardid en su broche. Luego, arrugó levemente la nariz, síntoma en ella de profundo fastidio, y añadió:
– Oh, si os referís a esa historia de la boda y todo eso, ¡bah, Señora, ya me cansé de jugar a casarme con el Rey Gudú! Ahora tenemos otros proyectos -y sonrió con una malicia que, realmente, era la máxima expresión de candor presenciada por Ardid. Esta sonrisa fue coreada con exclamaciones de entusiasmo por la insoportable chiquillería. Y Ardid tuvo que revestirse nuevamente de Basilisa para decir:
– No se trata de ningún juego. Es algo muy serio, muy grave y en verdad muy peligroso. Por tanto, no me obliguéis a propinaros un castigo que estoy lejos de desear.
La Princesa se encogió de hombros, con aire resignado. Parecía, de pronto, la imagen de la desolación.
– Creí que me había librado de estas cosas -murmuró-. Pero, como siempre, me han engañado.
– Vos sois, y lamento decíroslo, quien nos ha engañado: a mí, a este país y al Rey. Pues si una Princesa promete algo (así me lo inculcaron en mi infancia, y no lo he olvidado), debe cumplirlo hasta la muerte.
– ¡Qué aburrimiento! -dijo Tontina, pensativa-. ¡Qué aburrimiento tan grande!
Y como estas palabras no las esperaba Ardid, las tomó por abandono. Así, sentándose frente a la Princesa y tomando sus manos entre las de ella, dijo más suavemente:
– Querida hija, reflexiona lo insensato de este viaje, que… Pero Tontina levantó la cabeza, sorprendida:
– ¿Insensato el viaje? Oh, Señora, no sabéis de lo que estáis hablando. -Y volviéndose a sus acompañantes, añadió, con aire de gran divertimiento-: Dice la Reina que nuestro viaje es insensato. ¡Nada en el mundo es más divertido y cuerdo! Mucho más que jugar a bodas un día tras otro, con el Rey, si viene, o con quien sea. En verdad, Señora, tenéis ocurrencias muy graciosas.
– Pues espero ver la cara de vuestro padre cuando os vea regresar -dijo Ardid, tan desconcertada como ofendida-. No creo que le oigáis decir nada divertido cuando os vea, por «blanducho» que lo juzguéis.
– ¿Volver con el Rey, mi padre? -se asombró candorosamente Tontina-. Señora, decís cosas muy ocurrentes. En modo alguno volveremos con él. Además, temo que ni siquiera nos abriría la puerta de su palacio. No, de ninguna manera. Nos vamos a muy distinto lugar, ¿verdad, Once? -dijo, volviendo la cara, iluminada de ilusión, hacia la ventana.
Allí descubrió Ardid, entonces, al primo de la Princesa, el extraño Príncipe Once, que, según comprobara Ardid, de tan peregrina forma protegía a la muchacha.
– ¿Pues dónde, si puede saberse, pensáis dirigiros? -exclamó Ardid con tono de incrédula altanería.
Once balanceaba las piernas, según su costumbre, y con su mano libre -la otra permanecía siempre bajo el manto- mordisqueaba una manzana.
– Nos vamos «Por ahí» -dijo-. ¿No oísteis hablar de ese lugar? Es raro, todo el mundo una vez, al menos, desea irse «Por ahí».
El entusiasmo con que estas palabras fueron recibidas impidieron ya hacer audible la voz de la Reina. Por mucho que ésta buscase desesperadamente el tono de la fementida Basilisa, nadie le hizo caso, y menos que nadie, Tontina. Ni sus ruegos ni sus amenazas eran atendidas, de forma que, al cabo de un rato, creyó haber perdido la voz o estar hablando con espectros.
Abandonó la habitación y se retiró a reflexionar, de muy mal talante.
Cuando, al parecer, todo el equipaje de la Princesa estaba cargado en el carrito y ésta, arrojando besos sin ton ni son con la punta de los dedos, se disponía a subir a la carroza, la Reina tuvo una súbita inspiración: prescindiendo de todo protocolo y ceremonia, bajó corriendo la escalera y, antes de que el cochero azuzara a los caballos, lanzóse a la carroza, abrió la puerta y, jadeando, dijo:
– Princesa, mucho me temo que cometéis un error. De ninguna manera devolveré a vuestro padre los cofres de vuestra dote. Tened por seguro que conmigo los guardaré, y no dudéis de que la ira de mi hijo y mi propio despecho os hallarán en parte cualquiera donde esté ese «Por ahí».
– Podéis quedaros con ellos, Señora: vuestros son -dijo Tontina con encantadora sonrisa-. Yo sólo me llevo mi íntimo y precioso tesoro secreto.
En efecto, sobre sus rodillas descansaba aquel cofrecillo menudo, el único que no había podido abrir Ardid. Los ojos de la Reina relampaguearon de tal forma que la Princesa y todos los componentes de su séquito -exceptuando, por supuesto, a los impávidos y mudos soldados- quedaron con la boca abierta de pasmo.
– Oh, Señora, qué bonito -dijo al fin Tontina-. Volvedlo a hacer, os lo ruego. Por ir detrás de todos, mi primo Once no ha visto cómo podéis lanzar relámpagos con la mirada.
En vista de que la Reina parecía petrificada, Tontina añadió:
– Señora, bendecidnos y besad a mis muñecos, pues no os habéis despedido de ellos y están muy desconsolados.
Eligió dos de aquellos que, en profusión, cubrían los almohadones de su carroza. Los aproximó a las mejillas de la Reina, al tiempo que, ella misma, fingía un beso con un suave chasquido de sus sonrosados labios.
– Adiós, adiós, queridos todos -dijo Tontina, volviéndose a saludar con la mano a los estupefactos y lívidos soldados del Castillo-. Adiós, hermanitos, que seáis muy felices, os caséis y tengáis muchos hijos.
Dicho lo cual, la comitiva partió. Y el puente levadizo se abrió por sí solo y la Princesa Tontina, sus muñecos, cachorros, palomas, perdices y codornices, sus ardillas, sus impávidos soldados y su tranquilo primo, el Príncipe Once, salieron del Castillo de Olar en dirección a un lugar tan peregrino como era «Por ahí».
Sólo entonces los entumecidos resortes de la Reina revivieron. Con la mayor rapidez mandó enjaezar su propio caballo y, con una pequeña escolta de soldados -bastante deslucida, en verdad-, emprendió su persecución. jamás hubiera imaginado que aquella extraña carroza, si bien no parecía perder la compostura en lo más mínimo, consiguiera alcanzar tamañas velocidades: así cruzó la ciudad, entre los vítores y la admiración del pueblo, a los que la Princesa, desde la ventanilla de su carruaje, correspondía enviando los acostumbrados besos con la punta de los dedos. jadeando, Ardid vio cómo, al paso de la extraña carroza de Tontina, los centinelas se convertían en impávidas estatuas y las puertas se abrían sin necesidad de resortes.
Al verles traspasar la muralla Este de la ciudad, espoleó su caballo y, seguida con dificultad por su achacosa Guardia, alcanzó a ver cómo la comitiva llegaba al Lago -al parecer con mucha parsimonia, pues sus siluetas, en tonos resplandecientes, de forma muy hermosa, se reflejaban en el agua.
Estaba ya a punto de alcanzarles y ordenar su arresto -si bien con inquietud, a la vista de una Guardia mucho más joven y nutrida que la suya-, cuando algo llenó de esperanza auténtica y gozo inenarrable su atribulado ánimo. Si su cansada vista no la engañaba -y confiaba en que así fuera-, apareció frente a la comitiva de Tontina, como un deseo hecho realidad, y en dirección opuesta -de forma que cortábales la retirada-, un grupo mucho más reconfortante: eran soldados de Olar, y a su frente iba el Príncipe Predilecto seguido -tal y como su corazón le indicó, más que sus mismos ojos- por un asnillo a cuyos lomos cabalgaba, torpe y cansinamente, su queridísimo Maestro.
– ¡Benditos seáis, por los siglos de los siglos! -murmuró Ardid. Y espoleando su montura, allí se dirigió, el peinado deshecho, las trenzas sueltas y al viento, tal como, hacía muchos años, el Trasgo y el Hechicero la vieran galopar por aquellas mismas colinas.
Sólo cuando todo aquello había pasado, mucho tiempo después, rememorando los hechos de aquella curiosa y extraordinaria tarde, Ardid sentía un estremecimiento de alivio y espanto a partes iguales. Y así, el escondido afecto que guardó siempre para el Príncipe Predilecto, reverdecía y se intensificaba en su corazón al evocar tan oportuna aparición y sus felices resultados.
Cuando rápidamente, informado de la situación por la Reina -y ayudado por sus propios ojos y la rapidez de su inteligencia-, Predilecto mandó rodear la carroza con sus guardias -que, si bien desenvainaron sus espadas, parecían tan impávidos y parsimoniosos como si de un juego se tratara-, el Príncipe Once se acercó a la carroza y, abriéndola, dijo con insólita alegría:
– ¡Qué divertido, Tontina! ¡Nos persiguen!
Un grito de alegría surgió de allí dentro, y Tontina saltó al suelo. Perdiendo el otro zapato, como tenía por costumbre, y riendo a grandes carcajadas, echó a correr por la suave pendiente, seguida en alborozada carrera de todos los demás muchachos, aves y animalillos. El sol brillaba de tal forma sobre el Lago, que los ojos de Predilecto sufrieron una repentina y deslumbrante ceguera: sin ver a la Princesa, sólo tuvo noticia de ella por aquella precipitada huida. A galope, se dispuso a seguirla, pues sólo su manto, blanco y luciente como si estuviera cubierto de la más reverberante nieve, flotaba entre la verdura intensa de aquella primavera ya madura. Iba a alcanzarla cuando la Princesa tropezó y rodó por el suelo hacia el Lago. Pero entonces, el Príncipe Once espoleó su montura y, espada en alto, se interpuso entre ellos. Con gran sorpresa, Predilecto vio a un jovencito, casi un niño, que llevaba una corona de oro sobre los rubios cabellos, y cuyos ojos brillaban tan alegremente como si todo aquello formara parte de un lance muy divertido. Quedó, pues, sorprendido, a su vez la espada en alto.
En aquel momento un pequeño grito de auténtica desolación surgió de la garganta de Tontina: en su rodar, se había detenido a causa de unos arbustos, allí donde empezaba a florecer la rosa salvaje. Muy satisfecha, contemplaba a los dos príncipes, cuando, aquel cofre, íntimo y precioso tesoro secreto, se deslizó de su falda y rodó, a su vez, en dirección a las aguas del Lago. Ardid, que todo lo contemplaba anhelante, espoleó su caballo hacia aquel cofrecillo, presa de gran excitación. El cofre, dando tumbos contra las piedras, se abrió; un sinnúmero de objetos que, a la distancia que la separaba de ellos, no podía distinguir, relucieron al sol, desparramándose sobre la hierba. La Reina detuvo su montura. Descabalgó, y con el pecho agitado y las mejillas rojas -como en un tiempo lejano que ahora, súbitamente, renacía en ella y en torno a ella-, se precipitó sobre aquellos relucientes objetos que, unos, se perdían entre la hierba y, otros, se hundían en el Lago. Mucho tiempo después, a veces -con lágrimas en el fondo de sus ojos- lo recordó: aquella tarde la empujaba más una curiosidad remota, gozosa y exaltada, que auténtica codicia.
Sólo cuando se agachó, y uno a uno, entre las tímidas flores silvestres, bajo las zarzas y las ortigas, recogió aquello que componía el íntimo y precioso tesoro secreto de Tontina, un suave abandono la hizo sentarse sobre la hierba. Y, con una decepción que, curiosamente, la llenaba de melancolía, alineó en su falda piedrecitas de río, cuentas de vidrio de tonos irisados, un diente infantil… Levantó los ojos y vio a Tontina como jamás la viera, ni jamás pudo suponerla: sentada, a su vez, bajo el arbusto, tapada la cara con las manos, sollozaba inconsolablemente.
Lentamente, Ardid se levantó y se acercó a la Princesa. La rodeó con sus brazos, la meció suavemente en ellos, le secó las lágrimas con su propio pañuelo y, mientras ordenaba sus revueltos cabellos y enjugaba sus lágrimas, la besó en las mejillas como no había hecho nunca, quizás -o tal vez sí lo hizo, en un tiempo perdido-. Y así, la iba consolando y llevándola con ella, mientras decía:
– No llores, hijita; volvamos a casa -dijo casa y no Olar por primera vez en su vida-, y te prometo que, si eres buena, recuperaremos el tesoro. Te aseguro que te daré muchas más cosas tan preciosas como éstas, y las podrás guardar ahí. Te juro, por mi honor, que nadie te las arrebatará.
– ¿Decís verdad, madre? -dijo Tontina, al parecer, consolada entre sus lágrimas. Y pensó Ardid que de nuevo la llamaba madre, en vez de Señora.
– Yo cumplo lo que prometo -dijo Ardid-. Tendréis prueba de ello.
Y mientras los muchachos recogían y guardaban, entre lloros y risas mezclados, lo que quedaba de aquel íntimo, precioso y ya no secreto tesoro, todos habían olvidado el viaje. Y mansamente regresaron al Castillo.
Sólo Predilecto, estupefacto y temeroso, se retrasó. No había contemplado el rostro de Tontina, pero sí oído su voz, lejana y rara: una voz que no era de muchacha, ni de muchacho, ni de niña ni de niño. Una voz honda y leve, estremecedora y ligera como la brisa que, súbitamente, agitaba la superficie de las aguas. Y antes de que el sol desapareciera en el Lago, algo brilló sobre la hierba. Predilecto se detuvo y, desmontando, se agachó para recogerlo. Aquél era el último vestigio del tesoro de Tontina. Al tenerlo en la palma de su mano, el corazón de Predilecto se estremeció, y un viento fino y oscuro se detuvo en él. Pues aquélla era la mitad exacta de la piedra azul, horadada en el centro, que cierto día le regalara -como también preciado tesoro- la Reina Ardid. Y conmocionado, se aprestó a devolverla al cofre secreto.
Aquella noche, apenas llegaron al Castillo, todos los muchachos -y la Princesa- subieron a acostarse rápidamente. Estaban visiblemente cansados y casi se dormían por el camino.
Entonces, la Reina abrazó con lágrimas de felicidad a su viejo Maestro. Y, contemplándole, una espina pareció clavarse en su corazón: de pronto le veía tan atropellado y enjuto, tan verdaderamente viejo, que su corazón se llenó de pena. «Viéndole todos los días -se dijo-, no me doy cuenta de lo anciano que es… Yo ¿también estoy envejeciendo, sin darme cuenta?…» La Reina le hizo servir la comida y bebida en su propio aposento, y llamando al Trasgo, se entregaron los tres a la dulzura del reencuentro, y a colmarse de expresiones afectuosas.
– Ay, querida niña -dijo el Hechicero, algo más repuesto-. Si en algo me estimáis aún, rogad al Rey que no vuelva a llevarme a la guerra: no lo resistiría.
Entonces dijo el Trasgo:
– Si es así, querido Maestro, creo que podré ayudaros: jamás pude suponer que el Rey precisara de vuestros dibujitos. En adelante, podréis proporcionárselos sin que requiera de vuestra compañía. Desde aquí mismo se los haréis llegar.
– ¿Y cómo? -dijo el anciano, conteniendo su llanto-. Semejante descubrimiento no se me puede achacar, y muy difícil lo juzgo, aun contando con que me reste vida para llegar a disfrutarlo.
– No os aflijáis -dijo el Trasgo-. Como la tierra que cubre nuestras excavaciones es transparente techo sobre nuestras cabezas de trasgos, conozco el contorno y configuración de los terrenos mejor aún que si los contemplara desde el aire. Así, desde ahora grabaré en mi espalda tales contornos, como sabéis puedo hacer. Y vos, por vuestra parte, los trasladaréis a pergaminos. De suerte que, una vez acabados, podamos enviárselos.
– ¿Pero cómo? -dijo Ardid, sospechando que el Trasgo, si no por vejez, al menos por contaminación, empezaba a dar muestras de su decadencia-. No veo la manera de que lleguen a su poder, con la rapidez oportuna, si se halla lejos de nuestro Castillo.
– ¿No os dije alguna vez -el Trasgo parecía fatigado por la incomprensible falta de visión de la Reina- que, aunque los tengo por vanidosos y de inconsciencia suprema, conservo cierta amistad con los silfos? Me deben favores sin cuento, ya que su vanidad e inconsistencia les ponen a menudo en trances apurados: máxime si se considera que el poder de estas criaturas es el mínimo concedido a nuestra especie. Así que, no dudo, cabalgarán raudamente en el viento, a lomos de la brisa y de cuantas corrientes aéreas dispongan -y son muchas-, para transportar y depositar, con la necesaria prontitud, en la tienda del Rey tales dibujos.
– Ah, Trasgo querido -dijo el Hechicero, abrazándolo-. Sois un amigo de excepción.
Y esperanzado con la ilusión de poder terminar su vida en su cómoda -al menos para él- mazmorra de las Adivinaciones, el Hechicero y sus amigos se retiraron a sus lechos hasta el nuevo día.
Como tenía por costumbre, apenas éste alumbró, Ardid se levantó. Dispuesta a no dejar ni un solo cabo suelto, y conociendo, como creía ya iba conociendo, las reacciones de la Princesa, llamó a su presencia al Príncipe Predilecto.
– Príncipe querido -le dijo, con la solemnidad y dulzura tan cara a ella, recobrada tras los últimos desconcertantes sucesos-, no se os ocultan las graves dificultades que he tenido que arrostrar durante la ausencia de mi hijo, y la dificultad que supone tratar con una Princesa auténticamente real, sin entronques sospechosos… Es por ello que estoy inquieta por la tardanza de mi hijo, y espero tener noticias de su regreso cuanto antes. Pues, si la boda no se realiza en muy breves días, temo surja otra nueva complicación, a todas luces imprevisible, dado el carácter de la futura Reina, que Dios guarde.
Muy azorado, Predilecto dio a conocer a la Reina los planes -a su juicio temerarios y de todo punto desaconsejables- que se proponía llevar a cabo el Rey Gudú. Y más azorado aún, explicó a la Reina la encomienda que el Rey mismo le hiciera: casar a la Princesa rápidamente, aunque representando él, en su nombre, el papel del novio. Así -según Gudú-, podía llevar a cabo sus proyectos, sin prisas embarazosas; y la Princesa, en cambio, quedaba legalmente sujeta al Reino y a su misma persona.
La Reina escuchó con mucha atención estas cosas. Y cuando habló al fin, comprobó Predilecto, con sorpresa, que aquellas cosas no le parecían tan descabelladas. Muy al revés, pareció aceptarlas como buenas -o al menos, dadas las circunstancias, como las mejores-. Y dijo:
– Entonces, lo más urgente es que la boda se celebre en seguida. Y en cuanto a la idea de penetrar en las estepas, difícil será disuadirle de ello. Parece constituir la obsesión familiar de la dinastía que con tanto esfuerzo estamos labrando. Haga, pues, Gudú lo que le parezca, ya que por el momento no ha dado muestras de llevar las cosas a la ligera, y sus razones tendrá para haber decidido la cuestión de su boda en esos términos.
Con lo que el asombrado Predilecto llegó a la íntima conclusión de que más le importaba a Ardid retener en Olar a la Princesa que abrazar de nuevo al hijo cuyas ideas, sin duda, gozaban de toda su confianza.
– ¿Habéis visto ya a la Princesa? -dijo entonces la Reina, más familiar y abandonando el protocolo. Su tono, ahora, se revestía de intimidad y deseos de compartir impresiones.
– No, Señora -dijo Predilecto-. Apenas pude verla de espaldas, cuando corría hacia el Lago…
– Pues os confieso, querido Predilecto -dijo Ardid; y esta vez el tono confidencial alcanzó un puntito de cotilleo, si bien discreto y moderado-, que albergo una ligera duda: tal vez mi hijo no se equivocó cuando, al oír su nombre, torció el gesto; y tal vez me equivocaba yo, cuando le dije que en su tierra esa palabra no significaba lo mismo que en la nuestra.
Y pasando rápidamente a otra cuestión, añadió, con dulce y dubitativa entonación:
– La verdad es, hijo mío, que desde que llegaron a Olar, algo extraño ocurre en el Castillo. No sabría explicártelo: es como si un aire musical, o una brisa o, mejor dicho, una melodía de todo punto excéntrica nos rodeara, empujara las cortinas, los tapices, las puertas, las ropas… Algo como una escondida canción, audible e inaudible a un tiempo.
Y comprobando la mirada de asombro que se traslucía en los ojos del Príncipe Predilecto, recompuso su gesto y añadió:
– Claro está que eso pueden ser fantasías de una mujer que ya ha dejado lejos la juventud, abrumada por la soledad y las preocupaciones. Con deciros que ni uno solo de los bailes ni recepciones, ni acto alguno de los preparados para la estancia de la Princesa entre nosotros, ha sido posible llevarse a cabo… Esa criatura es mansa y escurridiza a un tiempo, dulce e insolente, mal educada y exquisita hasta lo incomprensible: pero no según su capricho o humor (cosas que, por humanas, si no agradables, al menos pueden entenderse), sino que todas esas cosas a la vez, parecen amasadas en el mismo pan, cocidas en el mismo horno… Vaya -resumió, tal vez más para sí misma que para su oyente-: la Princesa Tontina es de una candidez y sabiduría tales que, en conjunto, os aseguro producen el más extraño efecto.
Luego, con volubilidad rara en ella, pasó a otra cosa.
– ¿Sabéis una cosa, Predilecto? Desde hace algún tiempo, vengo apercibiéndome de lo destartalado y poco acogedor que es este Castillo. Más aún, estimo que no sólo el Castillo, sino todos sus habitantes no ofrecemos el aspecto de suntuosidad y aseo que sería deseable. Vos mismo, querido, ¿desde cuándo no os habéis quitado ese jubón de cuero, tan mugriento?
El rostro de Predilecto se cubrió de un ligero rubor, y se aprestó a decir:
– Señora, no se trata de un jubón, sino de una coraza. Pero es verdad que, entre unas y otras cosas, perdí la cuenta del tiempo que la llevo puesta.
– Pues eso -dijo la Reina, al tiempo que, sin ceremonia alguna, le tomaba por los hombros y le hacía girar, examinándolo de arriba abajo- debe solucionarse rápidamente. No sois, en modo alguno, feo, y un poquito de aseo y cuidado no os vendría mal. También sería oportuno -añadió, con aire de concentrada reflexión- que os perfumarais algo: despedís un olor nada agradable a leña quemada, monte y sangre, que se hace notar cuando estáis cerca.
– Oh, Señora -dijo el Príncipe, no sabía si más asombrado que avergonzado-. Nunca me dijisteis nada al respecto. Y no olvidéis: vengo ahora mismo de un lugar donde estas cosas no tienen la misma importancia que en la Corte…
– Bueno -dijo Ardid-. Daos un buen baño y pediré a Almíbar que os proporcione ropas más adecuadas. Yo misma -añadió con fingida modestia- no ofrezco el aspecto que me corresponde. Por tanto, hora es ya de que me procure algunos detalles de mayor refinamiento, gusto y cierta riqueza. Sé que mi país ha pasado malos momentos, y la austeridad era la joya más preciada que lucía en mi persona, pero la verdad -su voz tomó nuevamente un cálido y ronroneante matiz de confidencia-: en este momento nuestro tesoro se ha enriquecido. Y no sólo por las riquezas que ha conseguido el Rey Gudú en el País de los Desfiladeros, sino por el incalculable valor de las joyas que Tontina aportó como dote. Así pues, creo llegado el momento de que esta Corte se inicie en el esplendor a que, sin duda, está destinada.
– Se hará como decís, Señora -dijo Predilecto. Aunque, en verdad, venían a su mente los horrores de la reciente campaña y la miseria de los Desdichados. Y aquella amargura que invadía su espíritu de un tiempo a esta parte, crecía por momentos. Por tanto, osó decir:
– Señora, si me lo permitís, juzgo que un detalle no sería desdeñable en Reina y Señora de tan indudable buen sentido: y esto es que, al tiempo que una presencia hermosa y suntuosa, no sientan mal a una Reina, como sois vos, los gestos de generosidad y magnanimidad para quienes nada poseen y tanto necesitan.
– Habláis como el caballero que sois -respondió solemnemente Ardid, mientras le acariciaba levemente la mejilla con la punta de sus dedos-. Y tened por seguro que no lo olvidaré.
– ¿Es cierto, Señora? -murmuró Predilecto, esperanzado.
– Tan cierto como que soy la Reina Ardid -contestó ella. Pero, en el supuesto de que tales proyectos se hubieran formulado seriamente en su ánimo, lo cierto es que aún no desaparecido el Príncipe de su presencia, ya los había olvidado.
Almíbar halló en el fondo de sus cofres un traje de suave paño color verde musgo, un cinto con incrustaciones de plata, y alguna otra fruslería; todo ello le venía ya muy estrecho, pues lejano quedaba el tiempo en que su torso y su talle lucían tan apuestos como flexibles. Con algún ligero retoque de los Maestros Sastres que se trajo de la Isla de Leonia, y dirigidos por él mismo, el azorado e incómodo Predilecto ofreció -tras el concienzudo baño y las nuevas prendas- un aspecto verdaderamente radiante.
Cuando Ardid le tuvo de nuevo en su presencia, quedó maravillada.
– Sois hermoso como pocos -dijo, satisfecha, esta vez dando ella vueltas a su alrededor, en vez de obligarle a él a darlas-. Y creo sinceramente que, si debéis representar al Rey en ceremonia tan importante como es su boda, no haréis un papel que pueda humillarle… allí donde esté.
Con vaga amargura, Predilecto condujo su imaginación hacia los lugares donde, en aquel momento, el Rey Gudú debía oler tan mal y ofrecer un aspecto tan lamentable y mugriento como ofrecía él mismo días antes. Pero, para no empañar el amoroso y maternal recuerdo de la Reina, prefirió guardarse de todo comentario.
– Ahora -seguía diciendo Ardid, cuyos ojos brillaban con aquella luz especial que los hacía inolvidables-, ha llegado el momento de que conozcáis a la Princesa, vuestra futura Reina, y que, con el tacto y los caballerosos modales que siempre os distinguieron, le hagáis saber la decisión del Rey.
Entonces comprendió Predilecto la última verdad de aquellas cosas, y el porqué Ardid había guardado para el final comunicarle tan importante como desagradable encomienda. Tanto azaro y angustia le invadieron ante la perspectiva de tener que decir a la Princesa cuanto se esperaba de ella y de él en tan señalada ocasión, que, venciendo su natural prudencia, dijo:
– Señora, ¿no creéis que vuestro tacto femenino podrá llevar a cabo con mejores resultados que yo una comunicación como ésa?…
– Oh no -contestó ella, con semblante que no dejaba lugar a dudas sobre la decisión tomada-. Vos sois el Protector, Guardián y Más Leal Hermano del Rey. A vos, pues, corresponde tal honor, y no seré yo tan egoísta que, por precipitación y amor maternales, os prive de él.
Predilecto calló; sabía por experiencia que, tratándose de Ardid, ninguna otra cosa cabía oponer. La Reina dijo entonces, bajando la voz, en tono ligeramente confidencial:
– Antes de la presentación oficial, desearía que observases a hurtadillas a nuestra preciosa criatura. Así, tal vez, observándola (aunque, por supuesto, ocultamente), os sea más fácil hallar las palabras con que deberéis ponerla en conocimiento de la voluntad de mi hijo.
– Será como decís, Señora. Entiendo que la bondad que experimentáis hacia mí os guía, para insinuarme tal cosa… Pero os confieso que jamás espié a nadie tras puerta ni tapiz alguno, y que ello, aun conociendo la nobleza de tal propósito, me repugna.
Pero la Reina ya le había tomado de la mano, y no le oía. Entre las raras y nada estúpidas cualidades que ornaban a aquella criatura, se contaba la de no oír lo que no deseaba oír y, por contra, escuchar -aunque a ella no fuera dirigido- lo que mucho le interesaba.
Le guió, pues, con gran sigilo, hacia una puertecilla que, disimulada -si bien conocida por casi todos los componentes de aquel destartalado Castillo-, conducía a un corredor convencionalmente secreto. Este corredor, por un lado, llevaba directamente al trono y, por otro, a las dependencias destinadas a la Princesa -no habían sido elegidas al buen tuntún por Ardid, como era de suponer.
De esta forma, avanzaron en sigilo y alcanzaron un punto en que, ocultos tras un grueso tapiz, la Reina miró significativamente a Predilecto. Tras ponerle un dedo sobre los labios, tomó con delicadeza la cabeza del muchacho entre sus manos y la aproximó a cierto agujero que horadaba sus pliegues.
– Ved y oíd atentamente -deslizó en voz muy baja al oído del muchacho-. Y luego, venid a contármelo todo.
Y con gesto de gran dignidad, que a las claras demostraba que una Reina no puede permitirse tales acciones -aunque sí ordenarlas-, regresó por donde había venido, dejando estupefacto, molesto, avergonzado y muy atropellada la honestidad del pobre Príncipe Predilecto.
En un principio, Predilecto nada veía. Su ojo permanecía pegado a aquel agujerillo del tapiz, pero tan grande era la vergüenza que sentía, y tal era su confusión y la amargura de sus encontrados sentimientos, que aunque allí estaba su ojo, ni su pensamiento ni su mirada percibían otra cosa que el brillo dorado de la luz. Y sólo al cabo de un rato, cuando su corazón dejó de latir desacompasadamente, distinguió vagamente algunas cabezas de muchachos y, luego, el murmullo de sus voces y sus breves y agudas risas. Así estaba cuando, súbitamente, acertó a interponerse entre él y la luz una cabeza de muchacha; pero estaba de espaldas a él, de forma que sólo podía contemplar su nuca: y ésta era de un rubio tan claro, sedoso y brillante, que despertó en él un viejo recuerdo de la infancia. «Yo he visto unos cabellos como ésos… -se dijo, lentamente, a través del brumoso camino de su memoria-. En alguna parte, en algún tiempo.» Y, entonces, oyó nuevamente la voz de Tontina: voz que, como el día en que ella perdió el cofre del íntimo y valioso tesoro, le llenó de desazón y congoja.
Poco a poco fue comprendiendo de qué se trataba aquello a que estaban jugando: y era aquél un viejo pasatiempo al que, en su niñez, cuando vivía en el Sur, solía jugar con los hijos de los viñadores. «¿Cómo se llamaba aquel juego?», pensó. Pero, por más que lo intentaba, no lograba recordar el nombre y esto, al parecer tan fútil, le desazonaba por momentos, hasta el punto de que le daban ganas de apartar el tapiz, entrar en la estancia y averiguarlo. Sólo la prudencia -aquella prudencia y tino que tan buenos servicios prestaran a Gudú y a la Reina, ya que no a sí mismo- le detenía. Y oyéndoles jugar, se decía que muy poco era lo que veía y oía, para proporcionarle una idea exacta de las palabras con que debería dirigirse a la Princesa, y enterarla de los deseos de Gudú. En estas cavilaciones se hallaba, cuando una voz fresca de muchacho sonó en sus oídos, y aunque la voz no era áspera, creyó sentirlos atravesados por un dardo. Aquella voz -en la que reconoció al raro acompañante de Tontina, que llevaba corona de oro y cuya espada le cegara junto al Lago- dijo:
– Ah, Tontina, el Príncipe Predilecto quiere jugar con nosotros: y es una suerte porque, desde que llegamos aquí, siempre falta uno para nuestros juegos.
– ¿Dónde está? -oyó decir a la Princesa.
Lleno de horror ante aquellas palabras, Predilecto cerró los ojos. Sentía que el sudor bañaba su frente como no lo había sentido nunca antes, ni siquiera en vísperas de la batalla contra Usurpino.
– No vale si lo digo -oyó decir al muchacho-. Está jugando: hemos de encontrarlo nosotros…
En su angustia, Predilecto percibió gran confusión de risas, voces y carreras. Y tal terror y angustia le embargaban, que no acertaba ni tan sólo a mover, no ya un pie, sino un solo dedo de su mano. Así fue como, súbitamente, alguien descorrió el tapiz y, entre empujones y algazara, cayó sobre él, de forma que su cabeza vino a golpear su pecho con tan mala fortuna, que la aguda piedrecilla horadada que cierto día le diera Ardid, y que él tan celosamente guardaba bajo el jubón, sobre la misma piel, se clavó en su carne, con agudísimo dolor. Abrió entonces los ojos y al resplandor de la luz que iluminaba la habitación, y del gran fuego que ardía en la chimenea, pudo ver a una muchacha, de apenas diez u once años, que se estrechaba contra él. Así mismo, vio que sus brazos y los de ella estaban entrelazados. La cabeza de la muchacha se alzaba, sonriente y curiosa, ligeramente sofocada por la carrera, y reconoció en sus facciones y en su transparente mirada la que había contemplado como el retrato de Tontina. La Princesa, empujada por los demás muchachos, se estrechó aún más contra él, de forma que la piedra se hundió un poco más en su carne: y era tal el dolor que sintió, que no pudo reprimir un leve gemido.
– ¿Qué os ocurre? -dijo Tontina, súbitamente seria. Y, de improviso, su rostro quedó totalmente inmerso en aquella seriedad tan profunda y misteriosa que, en su día, estremeció a la Corte y a la misma Reina.
– No es nada -dijo débilmente Predilecto, en tanto deshacía su involuntario abrazo con una brusquedad que a él mismo le sorprendió-. Perdonadme, os lo ruego…
– ¿Perdonaron? ¿Por qué? -dijo la Princesa, recobrando su expresión alegre.
– En verdad, no debía estar aquí -dijo él-. Pero lo cierto es que me había extraviado, y…
Pero notaba la mentira en su lengua, con tan acre sabor que se detuvo. Entonces oyó decir al extraño muchacho:
– ¿No queríais jugar? Así me lo parecía. Es una lástima, pues nos faltaba uno, y veníais tan oportuno…
Todos los muchachos mostraron su desencanto; hasta que Tontina dijo:
– Si no quiere, no podemos obligarle.
Pero le había tomado de la mano y le arrastraba tras sí, de forma que, antes de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, Predilecto se halló en el centro del grupo y sentado junto a la Princesa.
– Estáis pálido -dijo ella. Y sacando un pañuelo del puño de su vestido lo acercó a su frente, con ánimo de enjugarle unas gotas de sudor. Pero él la rechazó, aún más bruscamente.
Tan asombrada quedó Tontina y tal expresión de pena leyó en sus ojos, que no pudo menos de decir:
– No quise ofenderos, Señora. Perdonadme.
– A los guerreros no se les hace esas cosas -dijo con aire de falsa sabiduría uno de los pajes más menudos-. No les gustan la compasión ni los cuidados: para eso son guerreros.
– ¿Sois un guerrero? -dijo Tontina muy interesada, volviendo a guardar el pañuelo.
– Soy el Príncipe Predilecto -dijo él, esforzándose en dar un tono natural a su alterada voz-. El Protector y Guardián del Rey, nuestro Señor.
– Entonces, eres su hermano -dijo Tontina, con sencillez. Y añadió-: Creo que os estamos molestando. Pero tenía mucho deseo de conoceros después de lo que nos ha contado sobre vos mi primo, el Príncipe Once -y señaló al extraño muchacho que, en tanto, se había sentado sobre la mesa y balanceaba las piernas.
– ¿Vos? -dijo Predilecto-. ¿Me conocéis acaso?
– Sí -dijo él, con la calma y suavidad que le caracterizaban-. A veces, el Tiempo, cuando teje del revés, me cuenta historias de gente que aún no ha llegado. Y otras, cuando teje al derecho, de gente que nunca llegará.
Aquel galimatías aumentó la confusión de Predilecto: pero al parecer, tal explicación era de una claridad indiscutible para aquel curioso grupo.
Sólo Tontina, que le miraba muy fijamente, explicó -o así se lo pareció:
– Tal vez no sepáis esto, Predilecto: Once es el menor de los Once Príncipes Cisnes que una malvada Reina encantó. Su hermana, la Princesa Leonor, empezó a tejer para ellos once túnicas de ortigas para devolverles su naturaleza humana, pero el Tiempo le jugó a Once una mala pasada, ya que Leonor no pudo, por falta de tiempo, terminar la manga de su túnica, y anda durante el día con un ala en lugar de brazo. Desde entonces, el Tiempo lo tomó bajo su tutela. Por eso puede montar en su corcel que galopa al derecho y al revés; al Norte y al Sur, al Este y al Oeste; y al revés nuevamente.
– La verdad, Señora -dijo Predilecto, tratando de hallar una luz sobre tanta oscuridad-, que no entiendo nada de lo que decís.
La Princesa hizo un gesto de extrañeza. Pero los demás muchachos y muchachas, y el mismo Príncipe Once, habían hallado alguna cosa que atrajo su interés con más fuerza, y, alejándose hacia un lugar más apartado, discutían y examinaban algo. Sólo Tontina permanecía a su lado. Al fin, le dijo:
– En verdad, Predilecto, que sois muy extraño.
Lo que de ninguna manera podía explicar Tontina a Predilecto -puesto que ni ella lo sabía- era que de aquel mismo Tiempo, pero Tiempo Futuro, la habían regresado a ella hasta el Reino de Olar. Y que la historia de los Once Príncipes Cisnes aún no había sucedido: ni siquiera había nacido el hombre que la recogería y escribiría muchos años después. Así que, al parecer, todo entendimiento entre ellos era imposible.
Pero ocurrió entonces que Predilecto miró con más detenimiento a la Princesa, y sus ojos se enlazaron como si algún invisible hilo los envolviera. Y así, sin poder apartarlos de los de la muchacha, murmuró, como en sueños:
– Lo cierto es, Princesa, que aunque no parezca posible, tengo la seguridad de haberos conocido mucho antes de ahora.
– Sí -dijo ella-, yo también tengo esa sensación: nos hemos conocido mucho. -Entrecerró los ojos como tratando de recordar, y al fin, con radiante expresión que acabó de sumirle en la más espesa de las brumas, añadió-: ¡Oh, ahora atino! No nos hemos conocido: es que tenemos que conocernos mucho, que no es lo mismo. Por eso, también yo guardaba en mi memoria vuestra persona y vuestra voz.
Entonces, sacó de su manga algo, como una joya secreta:
– Ésta es la piedra gemela de tu piedra -dijo. Y parecía hablar más para sí misma que para el Príncipe. Pero él también sentía un raro y desconocido ahogo, como el aleteo de un miedo. El mal que ese miedo le anunciaba, era a la vez deseado y aborrecido. Y desprendiéndose de la suya propia, que se le había clavado en la carne poco antes, con mucha suavidad la limpió de sangre, en tanto le decía:
– No es la piedra gemela, Señora, es una sola piedra partida en dos.
Y asombrándose de sus propias palabras, cada uno tomó su mitad y, uniéndolas, vieron que coincidían exactamente.
– Es muy hermoso -dijo ella, entonces, con una rara e insólita gravedad en la voz.
– ¿Qué es hermoso? -preguntó Predilecto, suavemente. -El mundo-dijo ella-. El mundo es hermoso.
Y guardó la piedrecita envuelta en su pañuelo: y ambas cosas, con gran cuidado, las ocultó en su muñeca.
Aquellas palabras inquietaron a Predilecto. Pues, se dijo, sólo una niña podía hablar así: ya que él, en todos los años de vida recorridos, había comprobado, paso a paso, que el mundo era cada día transcurrido menos hermoso. Nada dijo, porque le pareció que, si lo hacía, algo muy precioso se rompería allí mismo, entre los dos, y en los dos, para siempre.
En aquel momento, regresaron en tropel todos los muchachos y, sentándose en corro, le aturdieron con su conversación, con su lenguaje y, sobre todo, con su rumor. Pues aquel rumor que, como halo o brisa les envolvía, poco a poco fue distinguiéndose como aquel extraño viento, coro o música luminosa de que le hablara Ardid. La cortina que cubría la ventana se agitó, y por entre sus pliegues entró el aire cálido de la noche y el perfume intenso de las enredaderas que trepaban muros arriba, hacia las habitaciones de Tontina. No sólo vio sino que oyó el resplandor, puesto que era como una música en el balanceo de las cortinas y en el flotante vaivén de los cabellos de aquellas criaturas, y creyó recuperar algo: algo que había sido suyo, y ya no tenía.
Era ya de noche, con inquietud lo comprobaba, pero ese algo le retenía con fuerza en aquella habitación y no podía en modo alguno abandonarla. Nada decía a Tontina de lo que hubiera debido decirle y, por contra, asistía y se mezclaba en peregrinas explicaciones que asombrosa y suavemente iban poco a poco esclareciéndose en su entendimiento. Si no las comprendía totalmente, tampoco se sentía ajeno a su significado. Y aunque era de noche -y bien lo sabía-, un rumor dorado resplandecía en los bordes de la ventana, y el trozo de cielo que encuadraba parecía hecho de penumbra submarina y luz rosada.
Y así, mirando hacia aquel resplandor, que a su vez era una vieja y extraña y muy recóndita melodía hecha lo mismo de voces y sonidos, como de historias que ya había olvidado, y otras que en adelante conocería, comprendió que el Tiempo, protector de Once, había salvado de él mismo a aquel niño cisne para siempre: le había detenido entre sus dedos y, a lomos de su corcel, galopaba sobre el mundo sin fin y sin freno, y así persistiría, niño en el tiempo, mientras el Tiempo exista. Y por eso Once debía llevar su ala-brazo -que no era brazo, sino ala de cisne, como todos sabían, y él también lo sabía ahora- eternamente oculto por su manto. Así estaban las cosas, y así eran las enrevesadas y a un tiempo transparentes cosas que ellos le comunicaban, de forma que una fuerza muy sutil y poderosa le retenía allí. Sí, sí, hubo un tiempo, allá en el Sur, en que la luz y los colores y aquel intenso y delicado perfume le pertenecían… ¿Quién se lo había arrebatado? ¿Quién se había apoderado de su infancia y la había arrojado lejos, como un despojo?… ¿Qué se había hecho de aquel niño que andaba entre viñedos y miraba el mar… Uno que no murió, ni fue enterrado, y, sin embargo, no estaba aquí?…
Al fin, Tontina le llevó de la mano a la ventana y le mostró, en el erial y resto abrasado del que fue jardín de Ardid, el alto, resplandeciente, extraordinario Árbol de los Juegos: aquel cuyas hojas, todas y cada una de ellas, explicaban minuciosamente los juegos y las aventuras, las rosas perdidas y las no nacidas, el color de la maldad y la risa de la tontería adulta. En fin, la Historia de Todos los Niños.
– Y ahora que tenéis asegurado un sueño divertido -dijo Tontina, notando que sus ojos se llenaban de arena dorada (la fina arena de las playas de aquel Sueño, el que transporta al último instante y al primer instante)-, espero que el Trasgo del Sur os conduzca bien, y que mañana nos visitéis de nuevo: pues sois el más divertido y el mejor entre todos los muchachos que he conocido. -Dicho lo cual, se recostó entre los cojines de pluma y quedó tan profundamente dormida que un silencio oscuro y denso ganó la estancia.
Predilecto se encontró entonces en medio de un tropel de niños y muchachos que, acomodado cada cual según mejor le placía, dormían profundamente en una estancia sin luz; y sólo el rescoldo de los leños y las últimas brasas producían chasquidos breves, estallantes, «como -se dijo- sería, si es que así fuera, la risa de los trasgos». Allí abajo, el Árbol y el jardín y la noche toda se habían apagado.
Salió de puntillas. Ya estaba en los oscuros y húmedos pasillos, y se dirigía a ninguna parte, sin saber adónde, cuando se notó como si acabara de salir de un sueño. Y al fin olvidó casi todo lo que había visto y oído o, tal vez, imaginado. Sólo esta frase permaneció en su memoria: «Sois el muchacho más divertido y el mejor de cuantos he conocido». «Muchacho -pensó, con tierna condescendencia-. A fe mía que hace tiempo dejé de ser muchacho.» Y, sin que hubiera razón para ello, se dijo que la Princesa sólo tenía, a lo sumo, once años y él, entre los hombres heridos y atravesados por su propia espada, había cumplido los veintitrés.
– Niños, niños, ¡qué absurdas criaturas! -murmuró, en tanto buscaba el aire fresco de la noche, con que aliviar su frente.
– Señora -dijo el Príncipe, con sonrisa que denotaba un alivio indudable- creo que estamos en un buen camino: lo que vi y oí en la cámara de la Princesa, me ha hecho comprender la forma en que debo comunicarle las órdenes del Rey. Tened por seguro que no será difícil, pues, a lo que creo, todo lo extraordinario que parece rodear a la Princesa, se debe a algo muy simple: la Princesa es una niña.
– Si así lo aseguráis, ninguna noticia me placería más -dijo Ardid, satisfecha. Pero añadió:
– Sí, es verdaderamente una niña; aunque a los trece años -mintió deliberadamente- pocas lo son aún. Tal vez es ésta la razón por la que parece tan extraña y, a menudo, desconcertante.
En seguida, la Reina se dedicó a sus preparativos. En primer lugar, planeó el momento solemne, no por el hecho en sí, sino por lo que representaba, en que debía producirse el encuentro entre Tontina y Predilecto, y la encomienda que, respecto a la ceremonia nupcial, había ordenado el Rey.
– Nada de niños entrometidos -dijo Ardid al Príncipe Almíbar, encargado de estas cosas-. Queden a solas Predilecto y la Princesa, de forma que ella no se distraiga con juegos.
– Querida mía -dijo Almíbar con aire un tanto ausente-, no sé si servirá de mucho: si la Princesa quiere distraerse de la conversación, no dudéis que, sin necesidad de recurrir a su extraño séquito, hallará motivo para ello.
– Pues, sea como sea, evitemos tal cosa en lo que esté en nuestra mano -resumió ella.
Aquella misma mañana la Princesa fue enterada de que, aunque por poco tiempo, debía despedir a todos sus habituales acompañantes, porque estaba obligada a recibir la visita del muy noble Príncipe Predilecto, Hermano y Guía, Protector y Guardián del Rey Gudú.
Con rara docilidad, la Princesa se aprestó a cumplir las órdenes. Muy apurada, rogó al Príncipe Almíbar:
– Noble Señor, os ruego esperéis un instante, pues me doy cuenta del desorden que hay aquí, y quiero ponerle algún remedio antes de recibir a ese Príncipe tan importante.
Y revistiéndose de aquella insólita gravedad que inesperadamente la invadía, mandó retirar muñecos y toda clase de insólitos objetos personales que provocaron la ensoñadora sonrisa de Almíbar. Y así, aunque dando muestras de una idea muy particular sobre el aseo y orden que debe imperar en una cámara principesca -muñecos y objetos eran precipitadamente ocultos tras los tapices, bajo almohadones y en toda clase de escondrijos-, Tontina pidió que la dejaran sola. Y, sentándose con toda corrección en una silla -si bien ensayó en tres, hasta hallar la más adecuada-, dijo:
– Señor, decid al Príncipe Predilecto que estoy dispuesta a recibirle.
Naturalmente, Ardid se había instalado con la mayor comodidad posible tras el tapiz espía. Y aunque su mirada no podía abarcar mucho a través del indiscreto agujerito, lo cierto es que sus oídos eran finísimos por naturaleza, y no resulta arriesgado aventurar que hubiera podido oír crecer la hierba.
Predilecto aguardaba con aire solemne la orden de entrar en la cámara de Tontina. Desde tiempo atrás, tenía la sospecha -casi certeza- del lugar donde en aquellos momentos se hallaba la Reina. Por lo que, si bien no acertaba a desentrañar la profunda razón de aquel espionaje, una desazón mayor de la que aquella certeza le producía, se abría paso en su ánimo. Revistiéndose de la mayor solemnidad y total carencia de intimidad o familiaridad posibles, entró en la cámara de la Princesa. Y le tranquilizó comprobar en ella una actitud igualmente solemne, y con la apariencia de no haberle visto ni hablado antes.
Ante ella, Predilecto hizo una de sus más espectaculares y celebradas reverencias. Comprobó, con alivio, que las duras jornadas en el Este no habían menguado su capacidad de gentileza, y dijo:
– Señora, mucho os agradezco el honor que dispensáis al Hermano, Guardián y Protector de vuestro augusto prometido, recibiéndome sin protocolo alguno y en estricta soledad: pues he de partir sin dilación una vez hayáis escuchado la misiva que para vos me envía el Rey. Y cumplirla, así mismo, a la mayor brevedad.
– Hablad -dijo ella, en un tono que, por su serena dulzura y, aunque suave, indudable altivez, sorprendió a la misma Ardid-. Si tanta prisa tenéis, no os entretengáis en palabras que no sean del todo necesarias. Os libero, pues, de cualquier protocolo.
– Gracias, Señora… Mi Señor, el Rey Gudú, a quien sirvo, respeto y amo más que a mí mismo, me ordena deciros que, dada la importancia de la empresa que le retiene, muy a su pesar, lejos de su futura esposa, y como no desea demorar la boda, me envía a mí en su lugar y en representación de su Real persona, para que la boda se celebre prontamente. Y luego que esta ceremonia se haya verificado, sin posible demora, regrese junto a él.
Un silencio que a Ardid se le antojó excesivo -y al propio Predilecto- hizo esperar la respuesta de Tontina. Pero al fin, con la misma entonación dulce, firme y grave que había mostrado antes, dijo:
– Si así lo desea el Rey Gudú, así se hará. Decidlo, pues, sin dilación a mi augusta futura madre, la Reina Ardid.
Ardid estuvo a punto de lanzar un suspiro de alivio, pero se contuvo a tiempo y, precipitadamente, regresó por el pasadizo. De suerte que así, no pudo oír lo que sin duda habría desbaratado todas sus ilusiones.
Apenas había terminado Predilecto su gentil reverencia y se disponía a retirarse ante el gesto con que amablemente la Princesa le despedía, cuando ésta hizo algo insólito y desconcertante. Algo que, a su juicio, no sólo una Princesa de tan clara estirpe, sino la menos ceremoniosa de las damas no habría osado hacer en su presencia: con súbita malicia en sus brillantes ojos -que habían tomado en aquel instante una suave transparencia dorada-, Tontina le hizo un significativo y nada regio guiño. Y antes de que el joven saliera de su azorado estupor, la joven Princesa saltó de la silla y, colgándose de su cuello, lanzó sonoras carcajadas, mientras decía:
– ¡Sois el más divertido de todos! A nadie, a nadie, ni siquiera a Once, se le hubiera ocurrido un juego semejante.
– Por favor, Señora -dijo Predilecto con voz alterada. Se desprendió cuan rápidamente pudo de aquel abrazo, y añadió-: Os lo ruego, no hagáis esto: estáis muy equivocada si creéis que de un juego se trata, pues sólo la verdad y nada más que la verdad habéis oído.
– Pues aunque sea la verdad… -dijo Tontina, un tanto asombrada de su actitud (Predilecto vio con una indefinible pena, que no tenía ninguna razón de ser, que ahora ella ocultaba tímidamente los brazos a la espalda, para evitar un nuevo abrazo)-. Aunque sea verdad: es un juego bonito.
Sus ojos le miraban tan serios ahora, que tuvo la impresión de que había un deje extraño en su voz, como un temblor apenas cierto, como una levísima tristeza.
Y así quedaron, uno frente a otro, sin saber qué decirse. Y estaban callados, y como asombrados de ver algo que nunca habían visto; o escuchado algo que jamás habían oído; como si acabaran de descubrir lo que nadie antes de ellos había conocido nunca, aunque, fuera tan conocido y tan distinto y tan viejo como el mundo.
El Príncipe Almíbar se anunció entonces y, precediendo a la Reina, entraron ambos con rostros alegres en la cámara de Tontina.
– Querida -dijo la Reina-, creo que mi querido Príncipe Predilecto os ha comunicado ya los deseos del Rey.
– Así es, Señora -dijo la muchacha. Pero seguía mirando a Predilecto de tal forma, que el muchacho pensó que probablemente no oía, o, al menos, no entendía, lo que le decía la Reina. Y en esta misma actitud, y en el mismo silencio que, de improviso, había llegado a ella y la invadía totalmente como una nueva y misteriosa naturaleza, oyó la alborozada y a todas luces presurosa enhorabuena de Ardid; y también sus diligentes, pero al parecer muy elaboradas con antelación, órdenes y consejos para que la ceremonia se celebrase sin dilación. Y tan entusiasmada estaba, y tan feliz parecía enumerando los preparativos y menudencias que para tal acto serían necesarios, que no vio ni oyó otra cosa que sus palabras, a pesar de que el repentino y denso silencio de Tontina y del propio Predilecto eran tan visibles y audibles como sus personas y sus voces.
Sólo cuando Predilecto se retiró, junto a Almíbar, y quedaron solas, acertó a ver la Reina un resplandor distinto en los ojos de la Princesa:
– ¿Lloras, hija mía? -dijo, atrayéndola hacia sí. Y mientras la besaba en la frente y alisaba sus hermosos cabellos rubios, añadió-: No es cosa de importancia, ¿sabes? Todas las muchachas lloran la víspera de su boda.
Y se retiró, sin apercibirse de que en la mano derecha, fuertemente apretada en el puño, hasta sentir dolor, Tontina se aferraba -con desespero desconocido y terrible- a la mitad que le correspondiera de cierta piedra horadada y azul. Con súbita congoja, Tontina se dijo por primera vez que, acaso, contrariamente a lo que siempre creyó, el mundo no era hermoso.
Los problemas y vicisitudes de Ardid no habían llegado a su fin, como tan confiadamente creía.
Apenas había transcurrido la mitad de la tarde, fue llamada urgentemente por dos de las muchachitas que acompañaban a la Princesa:
– Venid, Señora -le dijeron, tan llorosas y azoradas que trabajo tuvo para entenderlas.
Explicaron que su Señora, la Princesa Tontina, se hallaba en verdad en trance de muerte. Desolada corrió la Reina ante tales noticias: y en verdad que halló a Tontina tendida en el suelo, y tal ardor había en sus mejillas y tal brillo en sus ojos -que por otra parte no veían ni conocían-, que temió por un instante que aquellas desdichadas e insensatas emisarias no se hallaran lejos de la verdad.
Suspendió, si bien por contrariedades momentáneas, la ceremonia nupcial, y se apresuró a llamar al Hechicero en su ayuda. El anciano entró en la estancia, y aun mucho antes de observar a la postrada Tontina, recorrió con astuta mirada la sala en general, las cabezas de muñecos que asomaban por doquier y las asustadas flores que, al borde de la ventana abierta, esperaban ansiosamente su veredicto. Entraba a su través el más puro y perfumado aire que podía respirarse en el Castillo, y una vez observadas minuciosamente todas estas cosas, en vez de aproximarse al lecho, acercó su cabeza al hueco de la chimenea y llamó:
– Amigo, ¿has reconocido y recogido algún síntoma del tradicional veneno?
El Trasgo apareció con rapidez inaudita -en los últimos años se hacía cada vez más remolón- y dijo:
– Algunos. Abre su mano derecha.
El Hechicero se aproximó a la Princesa y, tomando su mano fuertemente cerrada, la abrió: contempló algo, y volvió a cerrarla inmediatamente.
– Dime -dijo Ardid, impaciente-. ¿Qué es?
– Nada de particular importancia -contestó el anciano-. Aunque te lo explicara, dudo que lo entendieras. Has de saber, en cambio, que según presumo, lo que ocurre es vulgar y pasajero, y en suma: no reviste interés especial.
– Sea como fuere -dijo Ardid golpeando el suelo con el pie, cosa que no hacía desde los tiempos lejanos de su infancia-, date prisa en hallarle cura, porque sabes que la boda urge.
– Ten calma -dijo el Hechicero, con voz cansada y triste-, ten calma, Ardid: la vida sigue la vida, y a la vida, la muerte. Ante estas cosas, poco podemos los humanos.
– ¿Va a morir? -se alarmó la Reina.
– No en este trance -dijo el anciano-. Pero morirá, tenlo por seguro, como tú y como yo.
– Bueno, pues apresúrate -se impacientó ella-. Conoces lo delicado de la situación, y conviene dar remate cuanto antes a asunto tan enojoso.
Sin embargo, en vez de retirarse, se sentó junto al lecho de Tontina, mirándola. Y mientras el Hechicero se inclinaba sobre el pecho de la niña y escuchaba su corazón, y escudriñaba el fondo de sus ojos -que parecían ciegos- y tocaba levemente sus oídos -que parecían sordos- y colocaba un ramito de orégano entre sus labios -que parecían privados de todas las palabras-, y luego dejó el mismo ramito sobre el corazón de la Princesa, Ardid no dejaba de mirarla. Al fin, en un impulso raro en ella, tomó entre las suyas la mano que, laxa -aunque cerrada como una concha-, caía entre los pliegues de su lecho. Y así, con aquella mano pequeña que tenía el color mezclado del ámbar y la nieve, intentó abrirla; pero aunque con sólo presionarla levemente lo había conseguido el Hechicero, ella no podía hacerlo. Más que una mano cerrada parecía un cofre cerrado: como aquel que contenía el peregrino tesoro, ya sin secretos. Y dijo:
– ¿Qué guarda aquí, Maestro?
– Nada de interés, querida niña: una piedra del río.
– Ah -dijo ella. Y sin saber por qué, suspiró y repitió, como para sí misma-, una piedra del río.
Y pensativa, tal vez un largo tiempo, tal vez un solo instante -nunca podría saberlo- oyó decir con voz aliviada a su Maestro:
– Oh, iasí que buena!
– ¿Qué es eso? -preguntó Ardid, curiosa e impaciente. Y vio que la ramita de orégano se había trocado en una flor de largos pétalos, hermosa y resplandeciente. El Hechicero la tomó delicadamente entre el pulgar y el índice, y dijo, guardándola en los pliegues de su túnica:
– En verdad es una flor muy útil: sirve para innumerables conjuros y no es frecuente la oportunidad de asistir a su nacimiento. Pero, para explicártelo claramente, te diré que la Princesa no está enferma, sino tan sólo… ¿cómo podría decírtelo?, ha sufrido una metamorfosis.
– ¿Qué dices? -se alarmó Ardid-. No irás a decirme que va a convertirse en rana o en cierva, como según pudimos comprobar, sucedió a algunas de sus antepasadas…
– No, no es eso exactamente -dijo el anciano, pensativo. Entonces, el Trasgo asomó la cabeza bajo el lecho y, encaramándose al respaldo de la silla de la Reina, dijo:
– Es sólo una especie de contaminación.
– ¿Contaminación? -dijo Ardid, más nerviosa de lo aconsejable-. ¿Qué clase de contaminación?
– En verdad -dijo el Trasgo-, lo que ocurre es que dejó de ser, si no totalmente, sí en parte, quien era. Es decir, que saltó la barrera del Plazo Establecido.
– Pero ¿queréis volverme loca? -se lamentó Ardid-. Hablad en mi lengua, os lo suplico.
El Trasgo y el Hechicero cambiaron impresiones en voz baja y, al fin, el Maestro dijo a Ardid:
– Verás, la vida humana está compuesta y condicionada por plazos que, de una u otra forma, pueden tener su prórroga o su fin. En este caso, un plazo ha vencido: pero a lo que parece, con ciertas prórrogas. En definitiva, y para elegir una fórmula que puedas alcanzar, te diré simplemente que la Princesa Tontina ahora ha abandonado a Tontina sin dejar de ser Tontina… Y créeme, no hay motivo, al menos por ahora, de alarma. Pasarán seis o siete días, a lo sumo, y Tontina volverá a levantarse del lecho, a ver, y oír, y hablar. En suma, a comportarse normalmente. Y tengo para mí, que al menos en el aspecto que a ti te place, se comportará mucho más normalmente de como lo ha hecho hasta el presente.
– Bien, si así es, tengamos paciencia -dijo Ardid-. Pero ya me parece casi imposible ver el día en que esta muchacha deje de proporcionarme inquietudes y sobresaltos.
– Muy pronto dejará de hacerlo -dijo el Trasgo-. Tenlo por seguro, querida niña.
Y con estas palabras -que no alcanzó en su profundo significado-, Ardid quedó tan cansada que, a poco, se durmió.
– Dejémosla descansar -dijo el Hechicero-. Falta le hace.
– Así lo creo -añadió el Trasgo-. Pobrecita niña, querida… ¡qué sabe ella!
– Querida niña es, en verdad.
Y besándola ambos en la frente, cada uno regresó a su lugar adecuado.
Pero no había pasado mucho rato cuando Ardid despertó sobresaltada. Contempló a Tontina a su lado, que parecía dormida. Arregló los pliegues de su vestido, alisó sus cabellos y, suavemente, colocó sus manos en posición descansada. Entonces, descubrió una cabecita negra que, bajo la almohada, parecía contemplarla. Con una honda y lenta ensoñación, tan vieja como el mundo, tomó aquel muñeco: lo examinó entre sus manos, le dio vueltas y, al fin, volvió a dejarlo junto a la Princesa; al lado de la mano que permanecía tan fuertemente cerrada.
– Es extraño -se dijo-. Nunca pensé, hasta ahora, cuán pronto perdí mi infancia… si es que la tuve algún día.
Y recordó de nuevo aquel muñeco que había enterrado en la cueva, junto al mar; le pareció que apenas había transcurrido el tiempo desde aquel atardecer en que contemplara las siluetas de las cabezas de su padre y su hermano hincadas en las picas, sobre las ruinas del Castillo. Algún día -pensó- iría allí y desenterraría aquel muñeco, y tal vez lo guardaría en alguna parte -en algún cajón, en algún saco, en algún secreto lugar-, donde nada, ni nadie, excepto su tímida y temblorosa memoria, pudieran encontrarlo.
Desde que fue enterado de la enfermedad de Tontina, Predilecto se hallaba preso de una desazón que le sumía en profundas inquietudes. Algo extraño sucedía en él, pues lo que tan candorosamente creyó como el único horizonte de su vida -la lealtad, el afecto, el agradecimento, tanto al Rey como a Ardid-, se había tornado día a día más complejo y oscuro. Estas cosas ya no constituían tan simples como incuestionables causas. Eran, por contra, origen mismo de duda, de miedo, de meditación; y de una creciente, aunque vaga y remota, rebeldía. El conocimiento de la Princesa le había sumido en un mar de perplejidad y desasosiego: por un lado, una extraña piedad se apoderaba de él al comprobar cuán ciegamente vivía la Princesa Tontina en un mundo que era del todo distinto a como ella suponía; y por otro, era en aquella piedad donde más claramente se apercibía de que, aunque en distintas circunstancias, él mismo sufría esa misma clase de ceguera.
Casi sin reflexión -cosa en él muy extraña-, montó en su caballo y -como hiciera en otro tiempo, cuando acompañaba a su padre, y no hacía mucho a su hermano- se adentró en los bosques, en busca de paz y serenidad. Y así, sin que tuviera entera conciencia de ello, llegó al borde de las Tierras Negras, donde habitaba el sufrido pueblo de los Desdichados. Entonces, su corazón reavivó la vieja simpatía y amistad por aquellas familias, cuando la joven Lure le había sanado la herida. Y experimentó el gozo de reencontrar tan entrañables amigos. A medida que se acercaba allí, iba descubriendo algo antes nunca pensado: que ellos eran sus únicos y verdaderos amigos, pues nada más que su amistad y afecto esperaban de él; y que sólo su persona era lo que les agradaba, y nada que pudiera beneficiarles en su desesperanza.
Así pensaba cuando entró en la aldea, y con dolor comprobó que las míseras cabañas ofrecían un aspecto desolado, abandonado, yermo. Ningún fuego ardía, ninguna voz resonaba entre la arboleda, ningún niño se perseguía entre risas: hasta los pájaros, al parecer, habían abandonado tan desolado lugar. Un gran silencio se aposentaba por doquier. Así lo respiraba, hasta casi anegarse en él, cuando al fin, entre unas empalizadas, divisó un perrillo gris, de ojos como ciruelas maduras, tan joven y tierno que, al parecer, no había aprendido aún ni siquiera a huir; sólo su curiosidad le mantenía allí, casi sonriente -en verdad, parecía sonreír-. Predilecto desmontó, lo tomó en sus brazos y le prodigó cariñosos nombres, mientras se decía que aquel perrito era, tal vez, el único superviviente de algo atroz que no se atrevía a pensar. Se juró a sí mismo salvarlo de la muerte y conocer la causa de tanta desolación. Así estaba, cuando una piedra, y luego varias, vinieron a caer junto a él. Rápido -como soldado que era-, se aprestó a la defensa, y conminó a su adversario a luchar de frente, si así lo tenía por justo.
Apenas había dicho esto, sin resguardarse, solamente en pie en aquel claro del bosque tan seco y triste, con la espada en alto, cuando un nuevo silencio le rodeó. Estaba ya a punto de creer que había sido objeto de alguna broma por parte de las criaturas silenciosas que habitan los bosques, cuando, lentamente, surgieron de la espesura algunas figuras. Eran de baja estatura, delgadas y harapientas, pero todas portaban toscas armas fabricadas con ramas y piedras afiladas. Y de entre todas, una más que ninguna le llamó la atención, por ser, al parecer, quien las capitaneaba. Al fin, descubrió sus ojos: tan negros y tan fieros como jamás vio otros. Cuando le hubieron rodeado, comprobó que se trataba de muchachos, de ocho o diez años a lo sumo, y que aquel cuyos ojos tanto le impresionaban, alcanzaría los quince. Sin embargo, algo había en él que le devolvió la imagen familiar de un rostro, antaño muy conocido. Al punto, le reconoció, y bajando su espada, dijo:
– ¿No eres tú Lisio, el hermano pequeño de Lure?
– Sí -dijo él, y en su voz había un gran rencor-. Lo soy, y te reconozco, Príncipe Predilecto. Vengo a matarte, a ti y a todos los de tu ralea, lobos sanguinarios, que habéis bebido nuestra sangre y secado nuestra vida.
Predilecto sintió cómo aquellas palabras se clavaban en su corazón, igual que dardos. Y una voz interna le decía que no podía esgrimir razón alguna que pudiera desistir a quien las había pronunciado. Así pues, se sentó en la hierba, y dijo:
– Prisionero me doy, y haced conmigo lo que deseéis. Pues si con mi muerte podéis alcanzar la libertad y la vida, estimo que mi muerte será para mí más preciosa que mi vida.
– Tu hermano, el Rey, a quien acompañabas y protegías -prosiguió el muchacho con voz donde se mezclaban lágrimas secas, ya imposibles, y un rencor viejo pero renacido y verde, indomable como junco tierno-, ordenó que esta aldea, ya tan mísera de por sí, fuera evacuada; y todo hombre o mujer, o persona que pudiera ser útil, fue conducida y encadenada, como animales dañinos, hacia otras minas, al parecer más fructíferas que ésta. Y a los ancianos y los desvalidos, mandó asesinar: y si miras hacia tu espalda, verás un cementerio donde cada piedra que luce al sol como un diente de ira, da testimonio de tantas tumbas como cavamos para ellos. Por niños, supimos escondernos, igual que raposos, en el bosque, y no nos encontraron. Pero te juro, Príncipe Maldito, de la estirpe de los Malditos, que pagarás por todos ellos.
– Si es cierto lo que dices -dijo Predilecto, preso de una calma que, extrañamente, se amasaba en un estallido de su muy remota y acallada rebeldía-, creo que no mi vida, sino mil vidas que tuviera no serían suficientes para purgar el gran pecado de ignorancia que he cometido: pues si mis oídos no han oído tamaña iniquidad, ni mis ojos la vieron, no merezco oír ni ver nada más en este mundo. Y ten por seguro que tampoco la vida me será grata, en adelante, con tal peso sobre mi corazón.
Y tomando su espada, la entregó por el lado de la cruz al muchacho. Lisio la tomó prestamente y la alzó contra él. Pero en el último instante, su brazo se abatió, y sus ojos se llenaron de unas ya olvidadas lágrimas. Dejándola caer, se abrazó fuertemente a Predilecto. Y así, todos los niños se les acercaron y les miraban, con sus redondos ojos, donde residía -según sintió Predilecto- todo el pasmo del mundo: el pasmo que produce, en la inocencia, la injusta ley de los hombres. Estrechó a Lisio contra su pecho, y le dijo:
– Lisio, te juro que defenderé vuestras vidas y repararé cuanto daño os he podido hacer.
Lisio se rehízo prestamente y, secando sus lágrimas, dijo:
– Príncipe Predilecto, tú eres tan pobre y tan indefenso como yo. Mi abuelo me lo decía, y veo que no me engañaba. Vuelve a donde viniste y olvídanos, pues nada puedes hacer por nosotros, si nada puedes hacer por ti mismo.
– No hables así -dijo Predilecto, preso de súbita furia-. Nada hay en el mundo que no pueda remediar el valor y la voluntad de vivir. Ten por seguro que así lo haré saber.
– Pero nosotros no lo veremos -dijo Lisio-. Porque mi abuelo bien lo sabía, y antes de morir me dejó por herencia, desde lo más oscuro de su sangre, que un día nosotros invadiremos la tierra: y la tierra será de hombres, no de héroes, ni de reyes, ni de fantasmas. Y así, las leyes tomarán nuevos cauces, y tal vez algún día, el cielo y la tierra podrán llegar a un entendimiento, y la luna bajará a beber de nuestro mar, y la tierra subirá a tomar la luz del sol. Sólo sucederá esto el día en que todos nos miremos a los ojos y escuchemos nuestras palabras, y hablemos la misma lengua: la lengua del amor. Pero ni tú ni yo lo veremos, ni los hijos de nuestros hijos, ni los hijos de los hijos de nuestros hijos. Ésta fue la única herencia que me legó mi abuelo, y así la conservo; para transmitirla de sangre a sangre, de corazón a corazón, de voluntad a voluntad…
Predilecto, muy confuso ante tan, para él, incomprensibles palabras, dijo:
– ¿Y cómo conocía tu abuelo esas cosas?
– Porque de voluntad a voluntad, de sangre a sangre, todos los hombres desdichados cuidaron de que su única herencia posible no se perdiera.
Predilecto quedó muy pensativo, y al fin se dijo que, a su vez, él era partícipe de tal herencia, y como tal, no la dejaría perder en vanas palabras, vanos actos, sinrazones y egoísmo que cubrían la corteza del mundo. Tanto es así que, por contra, la horadaría como con lanzas, como con dardos, y desentrañaría la verdad que, acaso, latía en la última piel de las cosas y de la vida.
– ¿Y Lure? -dijo, con un raro temblor-. ¿Dónde está?
– Se la llevaron -dijo Lisio-. Con las otras muchachas y muchachos, con los hombres y mujeres, encadenados, hacia las tierras del Este: en el País de los Desfiladeros necesitan nuevos Desdichados.
– Tomad cuanto tengáis con vosotros -dijo Predilecto-, y seguidme. Pues, aunque no rico ni esplendoroso, tengo un Castillo y una tierra, en el Sur; y allí os alojaré, entre los que componen las gentes que me cuidaron en la niñez. Tendréis amparo y cobijo hasta que llegue el momento en que, juntos, levantaremos la ira del mundo contra la estupidez, el egoísmo y la crueldad. Y os juro que no faltaré a mi promesa, y con mi vida pagaré si la traiciono.
Y así, les condujo, y llegados a las cercanías de Olar, les ordenó aguardar fuera de la muralla. Tiempo después, regresó con una pequeña carreta llena de víveres y agua, y ordenó a su viejo y querido ayo Amer que les condujese al Sur, y les alojase y cuidase, tal como él había prometido, en su Castillo y tierras. Cuando les vio partir, bordeando el Lago, hasta desaparecer camino a la tierra de los olivos, de las viñas y del mar azul, algo se partió en su corazón; y una súbita revelación llegó hasta él: «Allí -rememoró- fue donde conocí a la Princesa. Allí, entre las hojas húmedas de una huerta, una tarde remota en que florecían las ramas de los ciruelos y el mirlo cantaba en las ramas del cerezo. Allí, aquella tarde oía yo el manar del manantial, y la luz se volvía verde y oro, entre las hojas; entonces, en aquel momento, yo vi a Tontina, con el cabello suelto y los pies descalzos, y se sentó a mi lado; y juntos, con las manos unidas, nos metimos en el agua; y una cuenta bordada se desprendió y se cayó de su jubón, y con las manos en el agua, juntos la buscábamos, y la perdíamos, hasta que ella se adelantó a mis manos, y el agua y la luz y el mundo entero la tragó».
Como si despertara, el frío del atardecer anunció que la noche volvía, y en tanto regresaba al Castillo, se dijo que aquella niña de su memoria, o de su sueño, que aquélla no era Tontina: pues si Tontina fuera, ahora sería una mujer y no una niña de once años. En el tiempo que añoraba, él tenía diez años, y ella parecía de su misma edad…
Cuando de nuevo atravesó las murallas de Olar, lo olvidó todo: su recuerdo, su revelación e, incluso, su promesa al joven Lisio. Porque un aire repleto de gritos de mercader invadía y corría, como el agua de un poderoso río, arriba y abajo las calles de la ciudad. Y los cascos de los caballos; y la ronda de los soldados que ordenaban cerrar las puertas de la ciudad; y el mismo olor de los guisos; y las voces, y la noche abigarrada de Olar, en suma, eran más fuertes que todos los conjuros, que todos los recuerdos y todas las promesas.
Al cuarto día de su extraña postración -en la que ni veía ni oía ni hablaba-, Tontina parpadeó, y el color volvió a sus mejillas. Pidió entonces que la llevaran al jardín y la colocaran en la hierba, bajo el Árbol de los Juegos. Así se apresuró a hacerlo la Reina: ella misma mulló la suave hierba con las manos, como si de un colchón de plumas se tratase. Y con gran cuidado, allí la depositaron. Los muchachos del séquito y el Príncipe Once vinieron a besarla en la frente. Luego jugaron a las prendas, hasta la noche. Pero Tontina no mostraba el interés anterior por esas cosas, y a menudo se distraía, como si pensara en muy distintas cosas. Once trepó al Árbol y, balanceando las piernas desde una rama, arrancó una hoja y leyó en ella algo que le hizo exclamar:
– ¡Tontina, falta uno para que el juego sea completo!…
– Claro -dijo ella, súbitamente reanimada-. Falta el Príncipe Predilecto.
La Reina se hallaba en su gabinete repasando minuciosamente las cuentas, y tuvo un gran sobresalto al ver a aquel muchacho, llamado Once, sentado en el alféizar de su ventana:
– ¿Qué haces ahí? -dijo, con un vago temor, que le recordaba cuando era niña y descubrió al Trasgo entre las cepas. -Aguardo -dijo él-. Hace mucho que aguardo, y aún debo aguardar muchos siglos, hasta que me releven.
– ¿Quién te relevará? -murmuró Ardid, inquieta. Pues aunque no entendía cabalmente aquellas palabras, su punzante e indomable curiosidad la empujaba, e intuía que su significado estaba muy cerca, aunque no atinase descifrarlo.
– Aguardo el relevo de otro niño eterno. Entonces, regresaré a la Historia de Todos los Niños.
Y así diciendo, con su acostumbrada volubilidad, Once saltó al interior del gabinete y cogió una manzana de las que Ardid tenía en una bandeja -desde la infancia, las manzanas eran su bocado predilecto.
– Reina Ardid -dijo Once-, os traigo una súplica de la Princesa: desea que el Príncipe Predilecto vaya a completar su juego, pues nos falta uno, y sin él, no podremos jugar.
– Sea -dijo Ardid, sin entender gran cosa de lo oído; después de todo, de juegos de niños se trataba-. Y quiera Dios que pronto se recupere, jugando o no jugando. Pues muchos días transcurren desde su mandato, y temo la impaciencia del Rey.
– Pero el Rey es tonto -dijo Once con tal candor que anulaba cualquier represalia-. Y por tanto, sus impaciencias no tienen la menor importancia.
– ¿Qué dices, insolente? -clamó Ardid, más asustada que irritada por tamaño desacato-. Sólo en gracia a tus pocos años y linaje, te perdono esas palabras.
– ¿Pocos años? -rió Once, divertido-. ¡Oh, qué graciosa sois, Señora! Sabéis tan bien como yo que cuento más de doscientos años, antes y después de los sueños, aunque el Tiempo me tenga atrapado en su malla.
Y sentándose de nuevo en el alféizar, balanceó de tal manera las piernas hacia el exterior, que la Reina, presa de gran vértigo, cerró los ojos. Y cuando los abrió, ya no estaba allí el Príncipe Once.
– Brujos o no brujos -dijo Ardid-, en cuanto se celebre la boda y regrese Gudú, os enviaré a donde merecéis: tanto a esa fementida Historia de Todos los Niños, como a cualquier lugar donde no importunéis más. Si, en verdad, Tontina ha experimentado un cambio, como dicen el Maestro y el Trasgo, creo que nada o poco tenéis ya que hacer aquí.
Intuía vagamente -pero sin error- de qué clase de gente se componía aquel séquito. Y ordenó a Predilecto que cumpliera el deseo de la Princesa. «Afortunadamente cuento, al menos ahora, con esa excelente criatura. Pues si no fuera por él, su fidelidad sin límites y su (por qué negarlo) su poquito de tontería, más duras resultarían mis pruebas.»
Y aquí sí que, en verdad, fallaba por vez primera su prodigiosa intuición. Tal vez los afeites que con tanto esmero, discreción y tino cuidaban de su piel, y los corsés que oprimían su talle tenían la culpa: pues desde la llegada de Tontina, éstos la habían privado de apreciar, en su rápido aumento, las finas arrugas, el primer cabello blanco enredado en las rubias trenzas, avisos de que Ardid, ella, había entrado, como cualquier humano, en el primer día de la muerte: esto es, el último de la juventud.
Y aquel viento, aquella música, aquel desazonado batir de alas invisibles, se le hizo insoportable. Mandó que le confeccionaran un tocado de terciopelo negro, con cuidadosos adornos dorados, de forma que cubrieran sus orejas, para no oír susurros y memorias y amores. Y, como se había propuesto, mandó limpiar cortinas y coser descosidos, y barrer y asear; y ordenó revisar las telas traídas en el último viaje a la Isla de Leonia. Mandó entonces a las damas, en reunión femenina, que estudiaran cómo remozar sus vestuarios y procurarles más brillantez y lujo. «Pues en verdad -dijo en aquella reunión femenina, que a todas agradaba tanto- creo que esta Corte adolece de desidia; y en lo tocante a modas y novedades, aseo y pulcritud en nuestras habitaciones, estamos muy atrasados.» Así lo corroboraron todas. Muy contentas y excitadas, damas y camareras, el Maestro Sastre de la Isla de Leoma, Almíbar y todos sus ayudantes -y hasta la última y más humilde doncella-, en curiosa y muy amable asamblea -unidos y fraternizados por una misma causa-, permanecieron durante todos los días que duró la enfermedad de Tontina en un continuo rumor de tijeras, murmuraciones, cotilleos y exaltadas vanidades. Parecer más hermosa de lo que en realidad se es no puede considerarse grave defecto, ya que mucho placer inspira y, en general, ninguna maldad notoria.
Día tras día, Predilecto fue requerido a presencia de Tontina, que, por momentos, mostrábase más animosa y parlanchina. Sus mejillas recobraron el rosa-dorado, y la luz de sus ojos y la sonrisa en sus labios eran como el primer día. Pero, también día a día, mostraba menos interés por los juegos y más, en cambio, por la conversación con Predilecto. Él, a su vez, cuando abandonaba su compañía, sentíase como si despertara de algún sueño. Y se decía, con asombro, que sus conversaciones con la Princesa tornábanse por minutos menos inteligibles y, en cambio -cosa que le azoraba-, cada vez más deseadas y placenteras. Así, cuando se retiraba a su aposento, si bien recuperaba su naturaleza -que, cuando con ella se encontraba, creía envuelta en bruma-, el rostro, la mirada, el tacto de aquellas suaves manos y su voz le acompañaban aún largo rato, sin abandonarle, como persistente perfume.
Y fue así que, en aquellas ocasiones, se alejaban del Árbol de los juegos, donde alborotaban Once y los muchachos, hacia el pequeño estanque, junto al surtidor. Allí Tontina pedía que le hablase del Sur: en aquellas ocasiones, tan arrobada le escuchaba la Princesa, que él mismo revivía su extraño recuerdo, su promesa a Lisio y su incontenible y cada vez más acuciante deseo de regresar a su país natal.
Cumplido el octavo día de su guardia, Tontina le dijo:
– Predilecto, creo que ya estoy bien, y por tanto, ayudadme a ponerme en pie.
Hasta aquel momento, sólo había permanecido recostada en una litera. Predilecto la tomó de las manos y ella se levantó sin ningún esfuerzo. Y saltó tan alegremente sobre la hierba, que todos quedaron muy asombrados. Pero más que nadie, los muchachos del séquito: de improviso, habían dejado de jugar, y la miraban con las bocas un poco abiertas y los ojos muy serios, que le recordaban el pasmo de aquellos otros -si bien tan distintamente ataviados- que surgieran del abandonado pueblo de las Tierras Negras.
Un gran silencio se apoderó del jardín. Inexplicablemente, cesaron el rumor del surtidor y el piar de los pájaros y el arpa delicada que mueve los tallos mecidos por la brisa.
– ¡Princesa! -dijo Predilecto, muy asombrado-. ¡Cuánto habéis crecido!
Así era. Tontina había crecido de tal forma que casi alcanzaba su misma talla, con ser él de estatura más que mediana. Y también su cuerpo era distinto. Por vez primera, contemplando su mirada, su contorno, su misma sonrisa, Predilecto pensó que no era una chiquilla, sino que se hallaba verdaderamente ante la futura Reina de Olar.
Súbitamente, los dos quedaron muy intimidados y sin saber qué decir. Hasta que, de pronto, cesaron entre ambos todas las palabras, murieron todas las historias antiguas, presentes o futuras, y desaparecieron el desenfado y la felicidad de sus encuentros.
Predilecto hizo una muy cortesana reverencia, que ella devolvió con la misma gravedad y delicadeza. Luego, el Príncipe fue a avisar de todas aquellas novedades a la Reina; aunque su corazón parecía preso de algún frío mortal, de un infinito desánimo, de una irremediable decepción.
Ardid recibió con gran regocijo las nuevas. Y con Ardid, la Corte. Y con la Corte, todos los nobles, las ciudades, los burgos y las aldeas. Y así, anuncióse prestamente la ceremonia nupcial. Y llegado el día, jamás viose a las damas y caballeros tan bien trajeados, ni mejor adornado el Castillo, tanto por fuera como por dentro. Y el Abad Abundio también llegó, no como en tiempos pasados, a lomos de su borriquillo y envuelto en burdo sayal, sino muy ricamente vestido y en carroza.
Así que grandes fueron las fiestas y aunque el vino era muy escaso -ya que en su mayor parte se lo había llevado Gudú, y no era aún tiempo de recolectar la nueva cosecha- y no se pudo ofrecer en la Plaza la consabida fuente de rosado y blanco, sí se repartieron harina, dulces y aguamiel entre los habitantes de la ciudad. Se organizaron festejos, a los que acudieron en gran número todos los saltimbanquis, juglares, titiriteros, buhoneros y malabaristas que rondaban por los contornos con mejor o peor fortuna. Músicos, danzarines, adivinadores del porvenir, y demás gentes, inundaron las calles. Y de la Isla de Leonia llegaron dos barcos repletos de mercancías. Y un regalo de la misma Reina Leonia para la joven desposada: consistía en un traje de boda, rojo como la sangre y tan ricamente bordado con sartas de perlas, que dejó sin aliento a quienes lo contemplaron.
Vestida con aquel suntuoso vestido, muy poco antes de la ceremonia, la visitó Ardid. Y la encontró tan hermosa, tan dulce y pequeñita en el centro de su gabinete como jamás viera antes a nadie. Resplandecían sus cabellos, antes sueltos y ahora recogidos en trenzas que sabia y delicadamente enarcaban su rostro. Y sus ojos, inundados de aquella profunda seriedad, la miraban de tal forma que la Reina sintió levantarse en su ánimo un respeto que jamás experimentó antes hacia ser alguno. «En verdad -se dijo- que a pesar de todo, se trata de una Princesa auténtica: desde la punta de los cabellos hasta la punta de los pies.»
La ceremonia se llevó a cabo con la mayor pompa conocida -al menos en aquellos lugares-, y en el momento en que el Abad Abundio bendijo la unión, cincuenta palomas traídas ex profeso del Sur volaron sobre los presentes; las campanas anunciaron el gran acontecimiento y trescientas rosas blancas fueron deshojadas -con mejor o peor fortuna- sobre las cabezas, por pajes ocultos en el coro. Cosa que, a decir verdad, les regocijó mucho más que a los destinatarios de tan fragante lluvia.
Nadie reparó, sin embargo, en que el representante del Rey y la joven Princesa jamás se miraron durante la ceremonia; y que, no sólo una mirada, ni tan siquiera una palabra se cambió entre ellos: sólo los fríos anillos, tan fríos y tan brillantes que ambos a su vez se estremecieron al recibirlos y ensartarlos en sus dedos. Y únicamente el Abad, al unir sus manos, pensó que jamás había tocado otras tan heladas.
Apenas concluido el banquete, Predilecto se despidió de la Reina, y tras su distinguida reverencia, dijo:
– Señora, mucho me agradaría acompañaros en esta fiesta. Pero estimo que mi presencia es más útil junto al Rey que aquí.
– En verdad -dijo Ardid-, que me gustaría que os quedaseis. Pero comprendo que ya os he retenido demasiado. Y también os digo que mi corazón late de inquietud sabiendo a mi hijo privado de vuestra lealtad y vuestra protección. Partid, hijo mío, y decid a Gudú con cuánta ansia y gozo le esperamos.
Así diciendo, y prescindiendo de todo protocolo, le besó en la frente. Luego, mandó al Hechicero le entregara un pliego donde le explicaban la razón de que éste no le acompañara. Casi bruscamente, sin esperar a más, Predilecto se alejó. Y de nuevo revestido con sus ropas de soldado, reunió nuevamente a sus hombres, dispuesto a partir.
Iba a cruzar el patio, cuando vio sentados en las escaleras al séquito de la Princesa, con el Príncipe Once a la cabeza. Permanecían en silencio, con triste expresión, insólito en ellos. Y con ellos permanecían en el entorno cuantos animalillos y criaturas les acompañaban. Todos revelaban el mismo ánimo decaído y melancólico.
Al verle, dio Once un pequeño grito y se lanzó tras él, y con él todos los demás. Con estupor, Predilecto vio cómo le rodeaban, y lloraban, y entre aquel raro coro de voces que tanto le turbaba, le decían:
– No te vayas, Predilecto, por favor, no te vayas: ha llegado el otoño.
– ¿Qué otoño? Estamos en verano…
En vano les instaba a alejarse. Le rodeaban, y sin temor a ser pisoteados por los caballos, uno se asía de un pie y otro de la espada y otro de la capa. Y así estaba de acosado, cuando les gritó:
– ¡Soltadme, si no queréis que os aplaste!
Entonces todos volvieron la cabeza, y se apartaron de Predilecto. Y a su vez, éste la volvió también, invadido de un terror grande e inexplicable. Y vio a Tontina que corría desesperadamente hacia él, y le gritaba que no se fuera, que no les abandonara. Como de costumbre, había perdido un zapato.
Detrás de Tontina llegaba Ardid, transfigurada de indignación. Al verla, la Princesa dejó caer los brazos con inmensa desolación. Y mirándole de forma que pareció atravesarle, se calló. Cuando la Reina estuvo a su lado, Tontina bajó la cabeza y dijo:
– Perdón, Señora, os lo ruego.
– Está bien -dijo Ardid, jadeante y sofocada-. Espero que ésta sea vuestra última extravagancia.
– La última, Señora -dijo Tontina-. Os lo juro.
Y las vio regresar hacia la puerta, que las devoró, aunque tuvo tiempo de ver cómo Tontina recogía su zapato, y cómo la Reina le ayudaba a calzárselo, y luego arreglaba los pliegues de su vestido, como una madre cualquiera. Y así, las dos desaparecieron dentro de la oscuridad.
Sólo entonces, algo como un viento abrasado le llegó, invadiéndole de una furia salvaje y desconocida. Espoleó su caballo y se lanzó con tal violencia, que sintió que nuevamente se dirigía hacia la nada. Y notaba cómo se clavaba en su pecho -esta vez de forma que su dolor se hacía intolerable- la aguda piedrecilla azul: mitad exacta de la que ahora lucía en su pecho, como joya secreta y muy preciada, la Princesa Tontina.
Gudú empezaba a impacientarse por la tardanza de Predilecto. Según sus cálculos, si él y el Hechicero no habían perecido en el camino, ya debían estar de vuelta al campamento. Tenía a Predilecto por un ser poco menos que inmortal. Estaba tan acostumbrado a su servicio incondicional, y siempre eficaz, que no concebía pudieran apartarle de él, ni tan sólo por algo tan cotidiano y corriente como la muerte. Y de tal forma crecían su impaciencia y su indignación. Todos los días enviaba un grupo de soldados a otear el horizonte por donde suponía debía llegar su hermano. Y todos los días, las constantes negativas le sumían en una sorda, aunque contenida cólera, pues no era dado a hacer ostentación de sus sentimientos, y desde muy niño sabía que mejor era ser él su único conocedor.
La vida en el campamento, aunque en lo que a disciplina militar se trataba estaba sujeta a muy grande y estricta severidad, no se regía por las mismas formas de la que podía llamarse vida privada de los soldados y del mismo Rey. Gudú había reflexionado sobre la conveniencia de que sus hombres tuvieran en gran estima servirle no sólo por la fuerza de los beneficios obtenidos, sino porque, aun sabiendo que las empresas que se proponía llevar a cabo serían duras y temerarias, tal y como las presentaba a quienes le seguían, igual de grande era su magnanimidad en todo lo demás, y difícilmente aquellas gentes le hubieran defraudado o abandonado.
La mayor prueba la tuvo cuando, tras el botín y victoria sobre el País de los Desfiladeros, el propio Yahek y sus hombres solicitaron formar parte de su aún escaso y no bien armado ejército. Gudú sabía que para alcanzar cuanto se proponía, debía incrementar este ejército como jamás otro Rey ni señor alguno hubiera sospechado. Consideraba que la política que hacia ellos practicaba era mucho más convincente que el terror, el sentido del deber -muy escaso, ciertamente- o el hambre misma: tres cosas de las que, únicamente, se sirvió su valeroso e indudablemente emprendedor padre. Pero él era, a su vez, hijo de Ardid, y la astucia de la madre había arraigado en su ser con la misma pujanza que la ambición y el espíritu combativo, dominador y poderoso de su padre y madre unidos.
A menudo, larvaban y maduraban en su mente proyectos que no necesitaba anotar, pues se grababan en su memoria de tal forma que nadie los hubiera podido arrancar de allí donde brotaban. Y no era extraño que, en la noche, apagadas casi la totalidad de las hogueras -excepto las que mantenía la Guardia-, Gudú abandonara la tienda y se acercara a la linde de las estepas. Contemplaba allí, al resplandor de la luna, cómo ante su mirada se extendía el extenso y desconocido mundo que tan ardientemente deseaba conquistar y desentrañar. «No me detendré jamás, mientras me quede vida -se decía, contemplando aquella vasta tierra despoblada y espantosamente solitaria-, hasta que ni un palmo de tierra quede oculta a mis ojos y hollada por mi pie. No puedo soportar la sensación de ignorancia. Destriparé el mundo y contemplaré sus despojos; y lo que de él me plazca, o sirva, lo guardaré; y lo que considere superfluo, o dañino, lo destruiré. Y mis hijos continuarán mi labor, y mi Reino no tendrá fin por los siglos de los siglos: pues el mundo, de generación en generación, sabrá del Rey Gudú, de su poder y su gloria, de su inteligencia y su valor, y mi nombre se prolongará de boca en boca y de memoria en memoria, y reinaré (más que mi padre) después de muerto.» Esta ambición le inspiraba una codicia infinitamente mayor a todos los tesoros de la tierra.
En verdad que era austero en su persona -excepto en lo que a las mujeres, el vino y la sensualidad se refiriese- y no tenía ningún apego ni al oro, ni a la riqueza en sí misma, como albergaba su madre, y albergó su padre, y albergaban cuantos -excepto Predilecto- le rodeaban. Había contemplado, con frío y desapasionado asombro, la embriaguez de los hombres que se repartían el botín, y le parecía que en comparación a lo que él soñaba y deseaba -y no había aún alcanzado-, aquello era tan banal como los juegos de un niño que se cree soldado con una espada de madera. Lo mismo sentía respecto a los demás bienes que, según observaba, tan encarnizadamente perseguían todos los hombres: tanto nobles como villanos. Se sentía naturalmente atraído por el sexo opuesto, y gustaba del vino, y era de apetito que correspondía a su naturaleza extraordinariamente vigorosa, pero ninguna de estas cosas le hacían esclavo de ellas y, de todas y cada una de ellas, si el caso convenía, podía prescindir. Sólo se sabía prisionero de aquel íntimo deseo, de aquel sueño, de aquella fiebre de la que a nadie hacía partícipe. Pues esta sed era mayor que todas las sedes, y esta hambre, mayor que hambre alguna.
Al contacto con la agreste y dura naturaleza que muchos días conoció, el Rey Gudú pareció crecer y endurecerse aún más, de suerte que, si ya se acercaba a los dieciséis años de edad, se le hubiera podido tomar por un hombre de veinte. Y cuando al fin, un día, los vigías anunciaron que en la lejanía se divisaba el polvo levantado por una pequeña comitiva, y que ésta era la de su hermano Predilecto, impaciente y ansioso montó en su caballo y él solo galopó para adelantarse a su escolta y recibirle. Cuando vio a Predilecto, halló en él algo extraño que le instó a agudizar su prudencia. Aún no podía calibrar si aquel cambio era bueno o malo, cuando a su vez, también Predilecto le halló distinto: pues había crecido, y atezado su piel, y sus brazos y piernas se habían hecho más robustos, como los de un soldado muy curtido. En su mentón había nacido una suave pelambre de color negro cobrizo, como su cabello. De pronto, se parecía más a su padre. Este parecido impresionó tanto a Predilecto, que el afecto que Gudú le inspirara siempre, se acrecentó junto al afecto que guardaba hacia su padre. Mirándole, se dijo que, pasara lo que pasara -y aunque sus encontrados sentimientos le habían abierto los ojos hacia el mundo y los hombres, y aun hallándose muy lejos de sentir las mismas inquietudes del Rey-, seguiría fiel, dispuesto a defenderle y ayudarle, tal y como había prometido a la Reina. Y que su lealtad no sería jamás empañada por sentimiento personal alguno. A decir verdad, la clase de sentimiento que pudiera tentarle a semejante cosa, se hallaba muy lejos de su mente: tan sólo se trataba de un vago y estremecido aleteo.
Cuando, al fin, los dos hermanos se hallaron a solas en la tienda de Gudú, éste le dijo:
– Príncipe, os veo algo extraño…
– No es nada importante -contestó Predilecto- ni debe preocuparos… Lo cierto es que algo se clavó en mi pecho, por accidente, y desde ese momento no veo cómo liberarme de un agudo dolor que me traspasa y al que no hallo remedio.
– Mostrádmelo. Y si algo se os clavó, ¿por qué no os lo arrancasteis?
– Porque no ha sido posible… Cuantas veces lo intenté, cuanto mayor era el dolor, cuanto más parecía adentrarse en mi carne, manaba de la pequeña herida tanta sangre, que así lo he dejado, por temor a desangrarme en el camino.
Y así diciendo, mostró su pecho a su hermano. Y Gudú observó la gran mancha oscura que cubría el cuero de su coraza. Entonces, se aprestó a decir:
– Habéis sido imprudente, hermano: no podéis permitiros perder fuerza ni vida, en un momento en que tanto preciso de vos. Pero aguardad, que Yahek, el antiguo Jefe de los Mercenarios, y ahora soldado de nuestro ejército, conoce remedios, practica tornillos y sabe detener la sangre de las heridas, ya que de su madre, que era ducha en estas cosas, lo aprendió… Ahora reparo en que el Maestro no os acompaña. ¿A qué es debido?
– Aquí os lo explica vuestra Señora Madre -dijo Predilecto. Pero su voz parecía debilitarse y, mientras tendía el pliego a su hermano, sintió cómo llegaba a su límite la fuerza que le acompañara hasta allí. Tan intenso era el dolor de su pecho, que su rostro palideció como el de un muerto. Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para no desfallecer.
– ¿No me preguntáis por vuestra esposa, entonces.
– ¡Ah, sí, es cierto! -dijo Gudú, enfrascado enteramente en la lectura de la misiva. Y una vez hecho esto, comentó-: Me parece acertado lo que mi madre dice: si ese invento suyo tan prodigioso puede servirme desde allí, mejor será no tener que cargar con lastre tan incómodo como la persona de un viejo torpe y atolondrado. Y por cierto, mi esposa… ¿es tan bonita como su retrato? Porque en estas cosas, sabes que se exagera mucho. Espero no haber sido engañado, pues en tal caso, sabré corresponder con creces a su ultraje.
– Es mucho más bonita -dijo Predilecto, en tanto sus ojos se nublaban y el dolor le arrancaba un frío sudor, y sentía desvanecerse ante sus ojos cuanto le rodeaba-. Más bonita que mujer alguna…
– ¿Qué os pasa? -dijo Gudú, sujetándole por los codos. Y viendo que verdaderamente su hermano ofrecía un aspecto más de muerto que de vivo, llamó urgentemente a Yahek.
El hombre entró en la tienda, sin tardanza. Tendió a Predilecto sobre las pieles que servían de lecho al Rey, le despojó de la coraza, y quedó inmóvil ante la herida que descubrió en el pecho del Príncipe.
– ¿Qué ocurre? -se impacientó Gudú-. Daos prisa, Yahek. Hemos esperado demasiado su regreso, para retrasarnos ahora por un simple rasguño…
– No se trata de un rasguño, Señor-murmuró Yahek.
Y Gudú vio que el soldado palidecía: lo notó por el tono verdoso que súbitamente invadiera su rostro, por lo común tan oscuro como el de un sarraceno.
– Se trata de una grave herida -añadió el soldado-. Y perdonadme, si no puedo curarle.
– ¿Cómo que no puedes? -dijo Gudú, con tal brillo en los ojos, que no dejó lugar a dudas al soldado.
De modo que, aún con manos temblorosas, como quien se lanza a un precipicio, intentó extraer la piedra que tan malignamente se aferraba al pecho de Predilecto. Pero Yahek había olido ya un conocido perfume, del que su madre, siendo aún niño, le había advertido el peligro: las heridas que emanaban tal perfume, si bien eran de dulzura tal como sólo el más precioso jazmín podía exhalar, resultaban mortales. Y es más, nadie debía ni podía curarlas si, a su vez, no deseaba sucumbir del mismo mal. Por tanto, fingió hacer lo que en realidad no hacía, y con las manos manchadas de sangre se volvió a Gudú y murmuró:
– Cerca de aquí ronda, hace unos días, una anciana que se dedica a recoger raíces y hierbas misteriosas. Señor, por sus rasgos, he visto que pertenece a la raza de las estepas, aunque mezclada, como yo, seguramente superviviente de alguna aldea arrasada por vuestro padre. Si a bien lo tenéis, y animada a ello como yo sé hacer, creo que sabrá curar al Príncipe con más tino y delicadeza que yo; o, por lo menos, conocerá algún cocimiento o cosa parecida que le reanime.
– Pues tráela -dijo Gudú. Estaba profundamente disgustado por lo que tenía por un estúpido incidente-. No tardes en volver con ella lo justo, sino menos de lo justo.
Así lo hizo Yahek. La encontró junto a la espesura. Como solía, se hallaba platicando, en suave murmullo, con una muchacha que recientemente acompañaba al Rey y que éste llamaba Lontananza. Ambas enmudecieron al verle acercarse, con lo que Yahek, que tenía mucho olfato para estas cosas, y hacía tiempo le había sorprendido la profusión de hermosas criaturas que rondaban la tienda de Gudú -aparecían y desaparecían de forma harto frecuente-, intuyó cierta oscura relación entre ambas. Aquella vieja, además, le inspiraba ciertas sospechas de brujería. Se dijo -conocedor, por su madre, de algunos aspectos de estas criaturas- que, si como parecía, más bien se mostraba benévola, tal vez podría aprovecharse de ello.
– Buena anciana -dijo con la mejor de sus voces-, si me seguís a donde os conduzca, y obedecéis al Rey, no tendréis motivo para (según vengo observando, sois bruja) morir en la hoguera como está mandado. -Así consideraba Yahek revestidas sus palabras del mayor tacto y delicadeza posibles.
La anciana le miró largamente con sus ojos negros y brillantes, en los que parecía anidar todo el odio de la tierra. Y al sentir aquella mirada, el rudo Yahek notó cómo su piel se erizaba.
– Lindo soldadito -dijo la anciana suavemente, aunque no podría hallarse en el mundo ser más ajeno a tal epíteto-, el hijo de tu madre, de feliz memoria para mí, no debería decir tales cosas. Pero, puesto que, si no acudo a su tienda, el Rey te desollaría antes de quemarme, te acompaño gustosa si con ello he de evitar dos contratiempos tan poco halagüeños.
– ¿Y acaso sabéis vos, asquerosa carroña -dijo Yahek, ya en su forma natural de expresarse y, a pesar suyo, preso de terror-, quién fue la madre que me trajo a esta cochina tierra?
– En verdad que os expresáis con finura -sonrió la anciana. Con tal dulzura que ni el día ni la noche juntos, ni el mar ni la estepa unidos, ni el cielo ni el infierno en amoroso abrazo hubieran resultado más dispares que aquella sonrisa y la expresión de sus ojos-. En gracia a vuestra gentileza, os diré que sí la conocí, y muy bien: y más de una vez, siendo muy niña, fue su único sustento la leche de una cabra que yo tenía… Y que así, junto a mí vivió lo suficiente para engendrar en su vientre y alegrar el mundo, arrojándole una criatura tan deliciosa como Yahek, el antiguo mercenario y hoy soldado del asesino de su padre.
– Cierra el pico, pellejo, y trae toda suerte de hierbajos -le cortó Yahek, que sentía un frío siniestro calándole los huesos-. Porque presumo que tendréis que cuidar una herida de las que no querría abierta en mi carne.
Entonces, Lontananza, que había permanecido en silencio, palmoteó con inoportunidad sin igual y gritó alegremente:
– ¿Puedo verlo? Tal vez sea útil a la anciana, pues aprendí a restañar heridas y a curar desgarrones… -No dijo que tales heridas y tales desgarrones hubieran sido igualmente consolados sin su mimo, ya que pertenecían a criaturas de antemano ahogadas. Pero Ondina, que había tomado la forma de una hermosa mujer de ojos y trenzas negros como las nativas de aquellos parajes, hallaba en cualquier cosa motivo de gran diversión.
– El Rey dirá si es oportuna vuestra presencia -dijo Yahek-. Si os exponéis a tal posibilidad -aunque no os lo aconsejo-, acompañadme.
Emprendieron los tres el camino hacia la tienda real, pero Lontananza, como más joven y ligera, llegó primero. No necesitaba presentación alguna, puesto que su naturaleza le permitía salvar todos los obstáculos materiales que se alzaran a su paso. Haciendo una graciosa inclinación ante el Rey, indagó con vocecita que recordaba el viento entre las dunas de la estepa:
– Oh, Señor, ¿puedo ayudaros? Tengo alguna experiencia en estos trances. ¿Dónde está la herida que os inquieta?
El Rey la miró con desconfianza, pero al fin sonrió complacido y, señalando el lecho de Predilecto, dijo:
– Ve y afánate; y si consigues arrancar una piedra que lleva clavada en el pecho, te recompensaré con creces.
En aquel momento, Yahek y la vieja entraban tumultuosamente en la tienda. Pero cuando la anciana se aproximó al lecho del Príncipe, quedó tan muda de terror y tan pálida como antes le ocurriera a Yahek. Y ambos vieron y oyeron cómo, lanzando una risa tan dulce y huera como no era capaz de lanzar criatura alguna, Lontananza decía, mientras hundía sus delicados y largos dedos en la herida:
– ¡Oh, qué cosa más sencilla! ¡Señor, os juro que ninguna otra herida es más fácil de curar que ésta!
Y con un gracioso movimiento mostró en su mano la aguda, horadada y partida piedra azul. Entonces, la sangre de Predilecto salpicó su pecho. Con un grito desgarrador, Ondina soltó la piedra, que rodó bajo las pieles donde el Príncipe languidecía. Y llevándose las dos manos al corazón, gimió:
– ¡Señor, he sentido como si una espada me atravesase el corazón!
– ¡Insensata! -murmuró la vieja en un susurro-. Nunca debiste hacer eso… -Y acercándose a Predilecto, que abría los ojos con expresión de asombro, le aplicó un misterioso ungüento que extrajo de entre los pliegues de su capa. Le cubrió luego con hierbas de color azul, y dijo-: La piedra está ya fuera de él. Pero cuidad la herida, pues podría aún sangrar tanto que llegara a morir.
Así diciendo, dejó a su lado la cajita que contenía el ungüento, y las hierbas azules. Y luego pidió permiso para retirarse. -Adiós en buena hora -dijo el Rey, a quien la presencia de los ancianos, en general, no agradaba, y la de aquélla, en particular, repugnaba mucho-. Si no tenéis adónde ir, podéis permanecer entre mis gentes y participar de nuestros alimentos, y beber de nuestra agua y vino. Pero si me llega noticia de brujería alguna por vuestra causa, tened por seguro que arderéis como resina…
– Muy grande y generoso sois, Señor -dijo la anciana, cuyos párpados velaban el fuego de odio de sus ojos-. No tendréis motivo para lamentar vuestra generosidad con una pobre e inofensiva anciana.
Dicho lo cual, salió rápidamente de la tienda, seguida de Yahek. Únicamente Lontananza permanecía de rodillas en el suelo, junto al lecho de Predilecto, apretándose el pecho con ambas manos y gimiendo suavemente.
– ¿Qué pasa ahora? -se impacientó el Rey, cansado ya de aquella confusa historia-. ¡Teneos con más dignidad, y no me importunéis con llanto, que aborrezco! Sabéis que no soporto las lágrimas ni los lamentos: antes prefiero sentir sobre mi piel el roce de un reptil venenoso, que esas ridículas debilidades.
– No lloro, Señor -dijo Lontananza, con voz desfallecida-. Sólo ocurre que he sentido un gran dolor. Pero, ved, ya ha pasado.
Y apartando las manos, pudo verse que sólo unas gotas de sangre rompían la tersura de su hermosa piel, puesto que en apariencia no había herida alguna, ni señal de que espina o aguja se hubieran clavado en ella.
– Sois demasiado sensible a la vista de la sangre -dijo el Rey, con fría sospecha-. Especialmente tratándose de mujer tan habituada a curar heridas…
– No me impresionan ni la sangre ni las heridas -dijo Lontananza, sonriendo de nuevo. E incorporándose, añadió-: No sé qué ha podido ocurrir. Tal vez algún mal aire me dio esta mañana, cuando me bañaba y peinaba en el manantial…
Pero como de nuevo el delicado rosa volvía a sus mejillas, y lucía su sonrisa, Gudú la sujetó alegremente por las trenzas y dijo:
– Idos ahora, y ya os llamaré cuando desee vuestra compañía. Graves cosas he de tratar con mi hermano.
Lontananza abandonó la tienda, y el Rey contempló a Predilecto.
– En verdad -dijo, pausadamente- que os hallaba extraño. Pero más extraña es, a mi ver, la causa de vuestra herida…
– Tampoco yo puedo explicármelo -dijo Predilecto, que, al parecer, había recobrado súbitamente fuerzas y color. Y se afanó en buscar la piedra, ahora desprendida de su cadena.
– Si lo que buscáis es tan precioso para vos -dijo Gudú-, os diré que está entre los pliegues de la piel que os cubre. Pero no entiendo cómo puede interesaros recuperar lo que tanto daño os causó…
– Es una preciosa joya que me dio vuestra madre hace años -dijo él. La encontró, con alivio, donde Gudú indicaba y, ante el estupor del Rey, volvió a ensartarla en la cadena, en torno a su cuello.
– Pese a lo que haya sucedido, sea o no culpa suya, lo cierto es que por nada del mundo querría perderla. Con ella, por vez primera, vuestra madre me dedicó las palabras de una madre. Y esas palabras permanecen para mí tan grabadas en la piedra como en mi corazón.
– Pues no veo joya alguna -dijo Gudú, molesto-. Es una vulgar piedra, y rota, por añadidura. Pero si os gusta, nada tengo que oponer. Veamos ahora, hermano: ¿os sentís fuerte para acompañarme en lo que me propongo?
Apenas Predilecto se había puesto en pie, volvió a sangrar de tal manera, que de nuevo el color huyó de sus mejillas. Al advertirlo, el Rey añadió:
– Permaneced acostado, hasta que esa herida cicatrice. Si la vieja no ha mentido, esas porquerías que ha dejado ahí contribuirán a curaros. Y si ha mentido, la desollaré viva y poco a poco, hasta que halle remedio más eficaz.
Y con muy mal talante, mandó que trasladaran a su hermano a su tienda. Montó en su caballo y se lanzó a recorrer los contornos, para aplacar la irritación que le inspiraban y retenían tan increíbles y ridículas cosas. Al pasar junto al manantial, vio sentada en él, en actitud extrañamente melancólica, a la siempre alegre Lontananza. Detuvo su montura, y le dijo:
– Id a la tienda de mi hermano, muchacha. No os separéis de su lado y cuidad su herida con el mayor esmero, pues preciso de él más que de nadie en el mundo.
– Así lo haré -respondió la muchacha, con súbito brillo en los ojos-. Perded cuidado, que le atenderé como si de vos mismo se tratara.
Se cumplía el tercer día de su forma nueva, y mientras se dirigía a la tienda donde yacía Predilecto, Lontananza se dijo, con rara y desazonada alegría, que jamás había experimentado antes en ninguna de sus correrías de tienda en tienda una sensación tan profunda que parecía sacudir todo su ser como un relámpago: «Es muy hermoso pensar que dispongo de siete días para permanecer junto al hermano del Rey. Y que jamás, ni aquí ni en parte alguna, vi criatura más hermosa que él. Poco valdré yo si, a su lado, no consigo los más placenteros momentos de mi existencia».
Así, con el ánimo tan lleno de ilusiones, entró en la tienda de Predilecto y, viéndole dormido, se sentó en el suelo, junto a él, y contempló su rostro. Tenía los ojos cerrados, y tan brillantes cabellos, de un castaño suave y dorado, y tan hermosas facciones como nunca otro le había parecido. Tomó su cabeza entre las manos y besó sus labios. Pero estaban casi tan yertos como los de aquellos muchachos que reposaban en el fondo de su jardín. Le besó repetidas veces, y notó con gran decepción que sus besos no eran correspondidos. La inundó un sentimiento jamás conocido antes: una larga y honda sensación de abandono, una inmensa soledad, un interminable y difuso ahogo subía desde su corazón hasta sus ojos. Parecía que un árbol misterioso le hubiera crecido dentro y extendiera en ella sus ramas, y clavara en todo su ser hondas raíces. Súbitamente, creyó oír el viento, y llegaba hasta ella de tal forma, que parecía una advertencia. Y se cubrió el rostro con las manos. Entonces, descubrió algo raro en ellas: al igual que sangre, una sustancia tibia y mojada las llenaba. Pero no era roja, ni de color alguno. Asombrada, se dijo: «Acaso, esto es el llanto. Acaso, esto es la tristeza». Y miró nuevamente al hermano del Rey, y comprendió que, si él no respondía a sus besos ni a su amor, desde aquel instante el mundo y cuantos seres lo habitaran -por hermosos y divertidos y curiosos que fueran- ya nada podrían significar para ella.
Sumamente confusa, y anegada en una oscura zona que, hasta entonces, jamás pudo suponer existiera, se dijo: «¿Por qué éste y no otro cualquiera? ¿Por qué éste y ninguno más que éste? Pues, si me parece más bello que ninguno, lo cierto es que, para mí, la belleza ya no es tan importante como antaño, ya que entre los hombres aprendí a apreciar otras cualidades, tanto o más placenteras que la hermosura. Y muchas veces abandoné a uno joven y bello, por otro más viejo y rudo porque poseía la estrella en la frente que nos es negada a las criaturas del agua. No es el color de su piel, ni el de sus cabellos, ni la gracia y fuerza de su cuerpo, ni la juventud, ni siquiera la luz que tengan esos ojos que aún no he contemplado. ¿Por qué, pues, éste y no otro?». Y así pasó toda la noche junto a él, arropándole con toda la dulzura de que era capaz y acariciando su cabello, y besando sus cerrados labios y cerrados ojos. Y no hallaba respuesta a aquellas preguntas, ni explicación a aquellos sentimientos.
Así, cuando rayaba el alba y Predilecto despertó, quedó muy sorprendido de ver a su lado una muchacha tan linda y frágil como, lógicamente, no esperaba encontrar en el campamento.
– ¿Quién eres? -preguntó asombrado.
Al oír su voz, Ondina sintió que su ser se estremecía hasta lo más hondo. Tomó la mano de Predilecto entre las suyas y dijo:
– Querido Príncipe, soy Lontananza, y el Rey me ha ordenado que os cuide hasta que vuestra herida esté cicatrizada.
– En verdad -dijo él, tratando de incorporarse- que estoy avergonzado: pero quiero que sepáis que antes de ahora jamás estuve realmente enfermo, y si alguna vez recibí una herida, no tuvo importancia y en seguida cicatrizó. Por tanto, no comprendo lo que ahora me ocurre.
– Es culpa de una piedra tan sólo, que yo misma extraje de vuestro pecho -dijo ella. Apoyó sus manos en los hombros de Predilecto y le volvió a tender sobre su lecho. Y con una exaltación de todo punto nueva y desconocida, inclinó hacia él su rostro y le besó con pasión como jamás antes sintiera. Pero Predilecto la apartó con dureza:
– ¿Qué hacéis? Si pertenecéis al Rey, sabed que esto puede costaros la vida, y tal vez la mía.
– No pertenezco al Rey -dijo ella, inmersa ya en la terrible y extraña embriaguez que la llenaba-. Tan sólo soy vuestra, pues así lo dijo vuestro hermano.
– Aguardad -dijo él-. Sólo si oigo de sus labios semejantes palabras, os creeré. Y aun- así, sabed (pues bien lo veis) que estoy muy débil y, por ahora, sin ganas de otra cosa más que de dormir.,.
Con dureza jamás usada antes con mujer alguna, Predilecto se dio la vuelta y cerró los ojos. Y a él mismo extrañaban sus actos y palabras, pues, aunque la muchacha le parecía muy bella, no sentía deseo alguno de recibir sus besos. Sorprendido, comprobaba que era verdad cuanto decía, y no sólo por devoción al Rey. Pues sintió que aunque no se hallara en la gran debilidad que le postraba, sabía que en aquellos momentos tampoco hubiera deseado a aquella mujer ni a alguna otra. «¿Qué me ocurre? -se dijo, asustado-. Lo cierto es que sólo deseo una cosa en el mundo, y ésta es dormir, dormir… y acaso, jamás despertar.» Y con tan agridulce sensación, se volvió a dormir profundamente.
Estaba ya el sol mediado, cuando entró Gudú en su tienda. Ordenó a la muchacha que les dejara solos, y despertó a su hermano.
– ¿Qué es esto? -dijo-. Parecéis muy débil y desganado…
– Así es, Señor -dijo Predilecto-. Pero si lo deseáis, me pondré en pie; y creed que lo deseo tanto o más que vos, pues jamás antes me ocurrió algo semejante.
– Es curioso -dijo el Rey, pensativo-. Siempre fuisteis de naturaleza robusta, y nunca vi que herida alguna os postrase de forma semejante. Pero, me digo que, tal vez, os alegrará la vida la compañía de la muchacha que os he enviado. Procurad divertiros con ella: os aseguro que es sabia en esos lances. Si sabe comportarse en el cuidado de heridas como en el placer, muy pronto os sanará. Así, tal vez, os devolverá el arresto y las ganas de vivir que, alarmado, compruebo no bullen en vos como de costumbre.
– Ciertamente -sonrió Predilecto-. Os agradezco que hayáis pensado tanto en mí. Pero si he de seros sincero, no creo que esa muchacha pueda aliviarme más que los ungüentos y hierbas de la anciana hechicera…
Gudú sonrió con picardía.
– Si guardáis algún escrúpulo sobre el hecho de arrebatarme, aun con mi venia, la compañía de esa jovencita, os diré que poco me importa y que otras hay (en extraña abundancia y a cuál más bella, os aseguro) por estos parajes. Entiendo que más la necesitáis vos que yo. Así que podéis hacer cuanto os plazca en este sentido; y no seré yo quien os lo reproche. Antes bien, si ello contribuye a alegrar vuestros ojos y haceros desear la vida, mucho me felicitaré de ello. -Y con aquella peculiar risa que a partes iguales helaba la sangre o la volvía a calentar en quien la escuchaba, golpeó fraternalmente el hombro de Predilecto y salió de la tienda.
Cuando Lontananza regresó, Predilecto fingióse dormido. Y así lo hizo, aún, durante aquel día y el siguiente. Pero al fin, y conmovido por los muchos cuidados y la ternura que ella le dedicara, notó que la herida mejoraba mucho y que las fuerzas volvían a él. Al fin, al cuarto día, sonrió a la muchacha, incorporándose. Y más pronto de lo que él podía suponer, ella le abrazó y besó de tal forma, que quedó sobrecogido. Y aunque su mente, y su ser todo, permanecía lejos de allí y de sus brazos, lo cierto es que correspondió a sus caricias, y Lontananza consiguió, y aun superó, cuanto deseaba de él.
Pero llegó para Ondina el último día de su plazo como Lontananza. Debía, pues, según lo establecido, tomar una forma diferente. Y su corazón se inundó nuevamente de aquella desconocida agonía que la sobrecogiera al principio de esta aventura. Aunque el joven Príncipe se mostraba cariñoso con ella, lo cierto es que ella no sentía lo que otras veces con otros hombres. Algo se abría paso en su atormentado sentimiento y le decía que lo que de él recibía, no cumplía lo que otras veces juzgara totalmente satisfactorio. En su lugar, un amargo dolor, una bruma que ella adivinaba tristeza, la anegaba. De improviso, ella deseaba que él sintiera por ella lo mismo que ella sentía por él, y estaba muy claro que esto no sucedía, y que más por complacerla respondía a sus abrazos que por complacerse a sí mismo. «Acaso -pensó- no me encuentra suficientemente hermosa.» Y como se acercaba el final de aquel último día, le dijo: «¿Qué clase de mujer es la que más os agrada? Creo que no es alguien como yo». Predilecto la miró con aire ausente, y al fin dijo: «Sois muy bella. No tenéis de qué quejaros en este sentido. Y os digo que mucho me agradáis, y que pocas muchachas he visto tan bonitas y tan graciosas y atractivas como vos». «Entonces -dijo ella; y sin saber la razón, estalló en lágrimas-, ¿por qué no me amáis?» Predilecto quedó muy turbado y no supo contestarle. Al mismo tiempo, se dijo a sí mismo: «A menudo me he preguntado por qué no he conocido el amor». Y en este pensamiento latía una dolorosa duda que, sin decírselo a sí mismo, arrojaba de sí y a sí mismo se ocultaba: como si en aquel descubrimiento adivinara el mayor mal que pudiera alcanzarle en este mundo.
– No lloréis -dijo al fin, acariciándola-, el amor tiene muchas formas de manifestarse, y sabido es que todos los hombres y mujeres tenemos distinta manera de interpretarlo.
– No, a fe mía -respondió Lontananza-. Por lo que sé al respecto, sólo vos sois diferente para mí y, acaso, por ello os amo de esta forma. -Y así diciendo, salió de la tienda, pues el día acababa, y con el día, su plazo.
Regresó al manantial y, cuando el sol se hundió en el confín de las estepas, se sumergió en las aguas y flotó de un lado para otro, refrescando su ardorosa mente. Y, cosa muy particular, en vez de sentirse tan ligera e inconsistente como en ocasiones anteriores le ocurriera, algo pesaba dentro de ella, y en este peso latía el recuerdo incomprensible y persistente del joven Príncipe Hermano del Rey.
Así estaba cuando un pececillo dorado atinó a quedársela mirando muy asombrado. Jugueteó en su derredor, con ojos muy interesados.
– ¿Qué estás mirando? -le dijo ella, molesta-. Has de saber que soy la Ondina Nieta y que no tolero impertinencias.
Al oír estas palabras, el pececillo se estremeció y pretendió huir, pero Ondina lo sujetó por la cola.
– Dime qué mirabas -dijo-, y prometo no decir nada a mi abuela.
– Me llamaba la atención algo desusado en vos -dijo el trémulo pececillo, intentando inútilmente escapar-. Sólo eso; pero os aseguro que no había ánimo de desacato en mí, ni nada parecido.
Ondina lo dejó marchar, pero quedó muy asombrada. Y a poco, oyó los pasos de la vieja Bruja de la Estepa, su amiga, que buscaba a la orilla del manantial ciertas plantas que sólo alumbran y se abren a la luz de la luna. La llamó, y cuando distinguió sobre el agua la cara de la anciana dijo:
– Anciana, algo extraño me ocurre.
– No necesitáis decírmelo -respondió ella en voz muy queda, tanto que sólo las hierbas de la orilla y Ondina la podían oír-. En verdad que habéis sido imprudente, y mucho me ha asombrado tal cosa, sabiendo como sé que sois nieta de quien sois, cuya sabiduría permanezca pura y descontaminada por el tiempo sobre el tiempo a través y antes del tiempo y después del tiempo…
– Ahorrad protocolo, que Ella no está aquí -la interrumpió Ondina, impaciente-. No sé a qué os referís.
– No debisteis tocar la piedra del Príncipe Hermano, y menos aún extraerla: pues su sangre os ha manchado y ha hecho brotar una simiente maligna en vos. Temo que hayáis empezado a contaminaros.
– No podía saberlo -se lamentó Ondina-. Mi abuela me habló en muchas ocasiones de esto, advirtiéndome de cuantas cosas debía evitar para no contaminarme, pero tan largas y prolijas eran las listas de estas cosas que me obligó a memorizar, que jamás retuve ni una sola… Sólo sabía que la contaminación debía ser evitada a toda costa, pero no llegué a aprenderme de memoria las trescientas mil veintitrés ocasiones que acechan a una ondina: y comprended que no es extraño. Ella conduce y conoce las Raíces del Agua y, por tanto, su sabiduría es muy superior, y en comparación a ello, estas cosas son pura y simple nadería. Pero yo soy sólo una ondina, y según dicen, de la más fina calidad (como nieta suya). Por tanto, también de las más estúpidas entre las estúpidas. No es posible reprocharme una ligereza.
– Así será si lo decís -dijo la Bruja de la Estepa-. Pero es difícil poner remedio a esto que os ocurre; aunque, sin duda, alguno habrá que yo desconozco. Sois muy tierna, y tierna es la raíz que ha brotado: creo que, de alguna forma, podría detenerse el mal. Pero sobre todo, querida niña, procurad frenar un tanto vuestra regia estupidez, para al menos no olvidar una cosa: que no debéis, bajo ningún pretexto, intentar permanecer ni uno más de los días establecidos en la misma apariencia humana, aunque os duela. En caso contrario, las cosas tomarían un giro poco recomendable.
– No veo por qué ha de dolerme -murmuró ella, aún con voz vacilante-. Decidme lo que sabéis de estas cosas, buena Bruja.
– Ah, ya lo entenderéis por vuestra propia experiencia, niña estúpida y hermosa entre las más hermosas y estúpidas -respondió la Bruja. Y en su voz había sincero halago, fruto del afecto que Ondina le inspiraba-. Ya lo sabréis vos misma algún día. Yo soy demasiado vieja para rememorar tales cosas; pero tened por seguro que algún día las conocí, y por su causa arrastro mi vejez entre humanos, contaminada y casi mortal, recurriendo a bebedizos, hierbas y emplastos, como cualquier hechicero vulgar de origen humano. Sabed, eso sí, que la piedra que arrancasteis del pecho al Príncipe no era otra cosa que la honda y grave herida del deseo, el sueño y el amor. Difícil va a seros hallar correspondencia en él. ¿Queréis un consejo? Intentad olvidarlo.
– Así lo haré -dijo Ondina-. Pero no comprendo por qué razón, si la piedra fue arrancada, persiste el amor…
– Porque la piedra no es su amor, sino el vehículo o arma de que el amor se valió para marcarle. Y únicamente el amor fue quien la empujó y hundió en su carne. Y si bien sé que la experiencia ajena de nada sirve, ni para los humanos ni para los no humanos, no olvidaré deciros que por culpa de un hombre (un joven guerrero de la estepa, hijo de Larkaikio) llegó la causa de mi perdición. Por jugar a los humanos con la misma inconsciencia que vos, le amé y me contaminé; y de él tuve una hija, desdichada como sólo puede ser el fruto de tal entronque. Y de esta hija, y de su unión con otro humano del Este, y aún más nefasto, nació ese Yahek. Tened por seguro que mi odio hacia mi nieto no tiene límites: sólo ese odio puede salvarme de la contaminación total. Y si algún día le amara, aun por leve que fuera este amor, yo desaparecería en cenizas que el viento de la estepa esparciría, y llevaría la peste de la tristeza y de la desesperación hacia todas las tribus que la recibieran.
– Es triste vuestra historia -dijo Ondina-. Y no quisiera caer en semejante desgracia. ¿Qué puedo hacer?
– Creo que deberíais consultar a vuestra abuela -dijo con gran respeto la Bruja de la Estepa-. Sólo ella conocerá algún remedio para un brote tan tierno.
– ¿Cómo es ese brote? -dijo Ondina, con voluble curiosidad-. No puedo verlo, y me intriga.
La Bruja de la Estepa se inclinó más hacia el agua y murmuró:
– Es como un hilillo rojo, tan sólo. Apenas un diminuto tallo, en apariencia efímero.
– Pues grande debe ser su fuerza cuando, siendo tan débil, me consume de ansias por volver a los brazos de mi amado Príncipe.
– Es fuerte -contestó la anciana, suspirando-. Si no lo fuera, no me veríais como me veis, siempre siguiendo de lejos a ese maldito nieto, para que mi odio no se apague. Al ver su rostro, al oír sus palabras y contemplar sus actos, se me revuelve el ser en ira, y me hace meditar el peligro que encierra para mí si el odio se extinguiera.
– Si consiguiera odiar al Príncipe… -insinuó, pensativa, la atribulada Ondina. Pero en seguida, su ánimo se encrespó, como bajo un rayo poderoso, y dijo-: ¡Oh, no, no: ni por todas las contaminaciones posibles deseo odiarle! El amor es mucho más intenso, mucho más hermoso, a pesar del dolor que produce, que todo sentimiento conocido hasta el presente.
– ¡Ah, reflexionad, reflexionad! -clamó la Bruja de la Estepa-. Y creedme, consultad a vuestra abuela. Creo que aún os queda suficiente noche para ir y regresar, sin que por eso faltéis al pacto que pondría en entredicho vuestra pureza en el honor de los lacustres.
– ¡Allá voy! -dijo la insensata Ondina-. No tardaré, buena anciana…
Y veloz, mucho más veloz que el agua -que dominaba- y que el tiempo -que tenía bajo sus manos-, llegó al Lago de Olar. Y así, trepó por los ocultos manantiales hasta alcanzar la Cueva del Manantial, donde, por lo común, residía su abuela, la Dama del Lago, y donde tenía su sede el taller de Raíces del Agua más importante y principal de la Comarca.
Tuvo que aguardar un tiempo, hasta que los nuevos manantiales que elaboraba en aquel instante la Dama, encontraron sus rutas. Apartando espumosas cataratas, Ondina asomó su preciosa cabeza entre las manos de su abuela, que a pesar de contar ochocientos años, era Fuerza Alta y Purísima, jamás Contaminada en Varias Generaciones, y ofrecía el aspecto más hermoso y joven imaginable, tanto, que apenas parecía un poco mayor que su nieta. Sus larguísimos cabellos se esparcían por varias leguas a través de los manantiales, y eran de un tono que iba del verde pálido como noche de junio, al dorado en sazón del sol sobre los lagos otoñales. Y sus ojos tenían el fulgor de los fuegos submarinos, agujas de oro que atravesaban corrientes, rumores, viento perdido y joven -ese que a veces venía a caer entre las piedras de la gruta y que en su juvenil inconsciencia llora por no encontrar salida. Entre sus tareas se contaba conducirlo, como puede hacerlo una muchacha con un pájaro perdido, hacia el Viento Madre-. Al contemplar a su nieta, la ira inundó sus ojos, y gritó de tal forma que dos embarcaciones que en el Mar del Sur habían tomado una corriente de su jurisdicción, zozobraron.
– ¡Qué veo, qué veo en ti, desdichada entre las desdichadas, qué veo que has deshonrado para siempre mi estirpe fluvial!
Y con el mismo iracundo desconsuelo que hubiera mostrado una severa madre terrestre al descubrir que su hija soltera se hallaba embarazada, posó los ojos, como candentes alfileres, en la carne de Ondina, allí donde la casi invisible venilla roja había tomado asiento. Y como no necesitaba oírla, porque todos los pensamientos de Ondina eran transparentes para ella, enteróse de cuanto había ocurrido. Ondina, temblando de miedo, sólo supo decir:
– Abuela, Abuela Purísima, proporcionadme, al menos, un calmante. El dolor que me traspasa es sutil, pero tan agudo, que no me da reposo.
– ¿Calmante? -gritó la Dama, de tal forma que aquellas naves que, en su zozobra, aún se mantenían en parte fuera del mar, se hundieron estrepitosamente hacia el fondo y ninguno de sus tripulantes pudo contarlo-. ¡No hay calmante, para tal desdicha!
No obstante, entendía aquel amor. Aunque, por supuesto que a su manera, esto es: un raro eslabón que la encadenaba a los actos y sentimientos de la nieta, una especie de ligamento hecho de sutilísimos hilos de luz y raíces del agua, le impedían desentenderse de sus pensamientos, sueños y zozobras, que sabía muy fuertes y poderosos.
Recompuso el grave talante que la distinguía, permaneció unos momentos pensativa, y dijo al fin:
– Sólo puedo decirte una cosa: no trates de humanizarte para él de ningún modo. Eso sería tu total perdición, y tu vejez. Si aún quieres permanecer, en parte, dentro de nuestra fluvial especie, lo único aconsejable es que le lleves a él a tu especie, y no vayas tú a la suya; esto es, que consigas contaminarle, de modo que sucumba y se funda en tu sustancia.
– ¿Y quedará, entonces, como los de mi jardín?
– Más o menos -dijo la Dama-. En verdad, más menos que más.
– ¿Muerto, como ellos dicen?
– De eso estáte segura -dijo la Dama-. Tan muerto como pueda estarlo el muerto más muerto. Pero, naturalmente, intacto, para que puedas contemplarle, adorarle e incluso besarle.
– Muerto no lo quiero -dijo Ondina, con voz tan oscura, que las aguas todas parecieron nublarse-. ¡Muerto, no!…
– ¡Aguarda! -dijo la abuela, alarmada. Temía una insensatez aún mayor y sin remedio posible-. ¡Aguarda: déjame consultar las Raíces del Agua!…
Al fin, mirándola con profunda pena -que en los de su especie se manifestaba como el oscurecimiento total de la luz que emanaban su cabello, sus ojos y su piel-, dijo:
– Ondina, nieta querida, niña mía, sólo puedo asegurarte una cosa. Si tú no descubres el modo de que él vaya a tu mundo, nadie lo conocerá. Si tú no sabes llevarlo al tuyo, nadie sabrá. Y ten por seguro que no veo solución satisfactoria a esto. Pero recuerda aquella sirena y lo que ocurrió con su amor hacia el joven Príncipe de los Ojos Negros. Recuérdalo y tenlo bien presente. No repitas su insensatez. Y otra cosa te digo: jamás perdonaré al Trasgo que veo reflejado ahora en el agua de tu mirada, y adivino su grave estado de contaminación. Ni a ese llamado Hechicero, chapucero humano, mal contaminado de nuestra especie, que, en su ignorancia e imperfectos métodos, no atinó que si existía un solo ser a quien no debía mezclar en la historia de Gudú Rey era a ti, o a cualquiera de los que en este Lago anidan.
– ¿Por qué? -dijo ella.
– Porque este Lago crece y crece por las lágrimas derramadas de tantos y tantos desdichados. Y aunque Gudú no puede llorar, bien cierto es que ha hecho, y hará aún, derramar abundantes lágrimas a los demás. Y las lágrimas de su madre no serán las menos abundantes. Así pues, ese par de chapuceros (el Trasgo del Sur y el Hechicero) no atinaron en descubrir, en sus malas imitaciones, algo tan elemental. Y por ello tendrán su castigo, bien te lo aseguro. Nunca serán perdonados por mí. Nunca. Y ahora, vete, que tu vista me ofende más que la vista de cualquier otro contaminado, aunque fuese el Trasgo mismo.
Aunque no se lo confesaban abiertamente, y manifestaban tolerancia ante ellos, y se favorecían en lo que era menester, lo cierto es que entre los submarinos y los subterráneos -los trasgos eran los que, junto a los gnomos, se movían más y mejor en el humano elemento- nunca hubo auténtico entendimiento ni simpatía.
– ¡Fiarse de un trasgo, de un Trasgo del Sur, por añadidura! -no pudo menos de reprocharle la Dama-. ¡Fiarse de un trasgo! Sabido es que sólo sirven para empujar gente al fondo del Lago. Ondina estúpida debías ser, para fiarte de un trasgo, y por ende contaminado de las dos peores vías: vino y amor hacia humanas criaturas. Vete, vete de mi vista antes de que se desencadene la ira y no deje una sola nave sobre los mares. -Y movida por la insobornable forma de justicia que la caracterizaba, añadió-: En verdad, no sería justo…
Cuando Ondina desapareció en la corriente, de nuevo hacia el manantial del Este, la Dama murmuró para sí:
– Amor, amor…, eso será bueno para los humanos, si bien a ninguno que no sea de simple naturaleza y poco seso, produce más que trastornos. ¡Amor! ¡Qué semilla estúpida y molesta! Y a fe mía que algún día lograremos extirparla para siempre. Sólo esta seguridad puede consolarme…
Al alba, según lo establecido, Ondina tomó una forma distinta. Esta vez, procuró que fuera la más bella y sugerente, de forma que ninguna otra, hasta el momento, podía comparársele. Mientras se peinaba con cuidado, procurando que los nuevos rizos ocultaran sus orejas, una sombra se proyectó sobre ella. La Bruja de la Estepa se acercaba.
– ¿Qué noticias traes, niña? -dijo-. ¡Pocas veces he contemplado un aspecto más apetitoso que el tuyo!
– ¿Así lo crees? -Incomprensiblemente regocijada, Ondina se volvió hacia ella como si nunca hubiera reflexionado sobre las calamidades anunciadas por su abuela. -Así lo espero, pues ardo en deseos de encontrarme junto a mi Predilecto.
– ¿Qué dices? -se asustó la vieja-. ¿No has hallado remedio de estas lacras en los consejos de tu abuela?
– ¡Bah! -dijo Ondina, bailando sobre el musgo-. ¡Bah! ¡Cosas de una vieja Dama que no sabe ni conoce lo que es el amor!
Y dejando muy escandalizada, a la vez que asustada, a la anciana, se lanzó hacia el campamento con intenciones poco recatadas.
Pero también el día había amanecido para las empresas del Rey. Y hallándose Predilecto muy recuperado de sus males, Gudú se dedicó de lleno a planear una incursión en toda regla hacia las estepas. Estaba ya alineado y bien pertrechado todo su ejército, y tan sólo quedaban, en el campamento, las mujeres, los niños -«Cómo habían proliferado, por cierto», comprobó Gudú-, enseres y rebaños. Y los no muy numerosos soldados de la guarnición.
Ondina los contempló muy admirada. Luego de observar formados a los soldados en la linde de las estepas, se acercó a una mujer que ordeñaba una cabra. Aunque ella lo ignoraba, se trataba de la mujer de Yahek. Ondina dijo:
– ¿Qué veo? ¿Hacia dónde van esos hombres?
– Tú eres nueva, sin duda, en estas tierras -contestó la mujer, mirándola de arriba abajo con escasa simpatía-. Brotáis como hongos en estos parajes… Y sois desvergonzadas y putas como gallinas.
Ondina no entendía la animosidad de aquellas palabras, y limitóse a decir:
– Aquel que veo allí, cuya espada brilla más que ninguna, ¿es el hermano del Rey?
– Así lo dicen -respondió de mal talante la mujer-. Aunque tengo mis dudas… A lo que parece, mucha lagarta disfrazada de inocencia anda por el mundo.
– Pues si es él, me parece más hermoso que ninguno.
Entonces los ojos de la mujer se iluminaron, y su pecoso rostro, aunque no bello, se encendió. Y dijo, con profunda ternura:
– Oh, no; el más gallardo y fuerte entre todos es aquel cuyo cráneo reluce como el sol poniente: ése es mi Yahek.
Y ambas, con la mano como una visera sobre los ojos, contemplaron el objeto de sus predilecciones, que ajenos a tales cosas, se aprestaban a cumplir las órdenes de Gudú.
Indra, la mujer de Yahek, cubrió con una mano su vientre y, con aire risueño y confidencial, añadió:
– Por cierto, que espero un hijo de él, y siento como si estallara de alegría todo mi ser.
– ¿Un hijo? -se maravilló Ondina. Y a su vez apoyó la mano en aquel vientre, y exclamó-: ¡Qué cosa más singular!
– ¿Singular? -dijo Indra, airada. Recobró su hosquedad, y apartando de un manotazo la mano de Ondina, añadió-: Tú sí que eres singular, y además necia.
Recogió el cuenco de leche recién ordeñada, y se alejó. Ondina quedó, entonces, sumida en sus meditaciones:
– Un hijo, qué cosa más extraña… Esta experiencia no la he conocido.
Se miró el vientre, terso y suavemente dorado, que había dejado al descubierto, olvidada de ceñirse la túnica.
Pero la Bruja de la Estepa la oyó y, acercándose a ella, la cubrió precipitadamente.
– Insensata, insensata -le dijo, en un susurro-, no caigas en tal cosa, que si esto sucede, no tendría remedio vuestra desgracia. Afortunadamente, el plazo acordado de diez días te impide llegar a cometer locura semejante. Porque voy comprobando que verdaderamente eres la más imprudente entre las imprudentes…
– Diez días, tan sólo -súbitamente la voz de Ondina se apagaba-. Diez días… ¡qué cosa más triste!
– Pues en otras ocasiones, se te hacía largo -recordó la Bruja-. Muchas veces te vi mudar de aspecto y de varón con alegría.
– Pero ahora -respondió ella, con un suspiro- quisiera que mi aspecto no variase, y que en este mismo aspecto me amase siempre aquel en quien siempre pienso. Oh, Bruja estimada, poco saben los de otras naturalezas lo que este sentimiento reporta a quienes lo hemos llegado a conocer. Mi abuela me aconsejó convertirlo a mi naturaleza, como única solución. Pero yo sólo le quiero tal como es y no de otra forma. ¡Parece imposible que nadie pueda entender algo tan simple!
– Tampoco lo entendía yo, en tiempos, ni tú misma antes de ahora… Quiera tu suerte que, a cambio, no te vea depender del odio. Pues esa otra cara del amor no es tan placentera, aun con estar tan próximas las dos, que ni uno solo de tus preciosos cabellos de oro las separa.
Aún no había salido el sol, cuando, entre dos árboles gemelos de la espesura, Gudú recibió las valiosas instrucciones de su madre.
Exactamente la clase de información que deseaba. Dos silfos -que él no vio- pusieron en sus manos un primoroso y bien dibujado pergamino, donde Gudú contempló, meditativo, las inmensas regiones llanas y peladas que se detenían al borde del Gran Río. Una sola nota le llegó, de mano del Maestro: «Mi Rey y Señor, no crucéis el Gran Río. Allí, os aseguro, continúan las mismas configuraciones -aún más anchas, y más llanas, si cabe- que las que veis. Allí no hay nada más que tierra desértica, y soledades sin límites posibles de abarcar en un solo pergamino. No crucéis el Gran Río, os lo ruego: vuestro padre y vuestra madre amarga experiencia tuvieron de tal empresa que, además, no fue llevada a cabo. Sabed que, muy probablemente, el mundo se corta ahí con gran estrépito, y os enfrentaríais a hordas dispersas, de tácticas y costumbres guerreras totalmente desconocidas. Ningún ejército al uso podrá vencerles, aunque sea más numeroso. Tened presente cuanto os digo». No añadió que las posibilidades de desplazamiento del Trasgo, en lo referente al Gran Río, terminaban allí; y que más allá, otras especies subterráneas tal vez horadaban caminos secretos, pero no se trataban ni se reconocían con los de esta orilla, como solía acontecer. Y no lo dijo porque tenía el convencimiento de que Gudú no hubiera entendido ni una sola palabra de estas cosas.
– ¡Qué estúpido! -dijo Gudú-. En fin, al menos para empezar, algo me sirve esto…
Estudió largo rato aquellos contornos y, a su vez, trazó sobre ellos las líneas rojas que creyó oportunas. Más tarde, reunió a Predilecto, Yahek, Randal y al resto de sus capitanes. Les instruyó en lo que creía más conveniente, para que aquellas órdenes y aquellos trazos se inscribieran en lo más hondo de sus molleras, con la misma rotundidad que él los trazó.
En los días siguientes, Ondina no logró el amor de Predilecto. Y la tristeza la invadía de tal forma que la última noche fue a llorar al manantial.
– Procura olvidar -dijo la Bruja, acariciando sus cabellos-. Intenta, por ejemplo, frecuentar otros muchos varones. Escucha: entre los prisioneros veo un joven, de cabello negro como el ala del cuervo, tan valiente y aguerrido como el que más. Está herido, ve a consolarle, cuídalo, y tal vez recompongas tu ánimo. Tengo observado que, a veces, la profusión de estas variaciones mitiga el amor mismo. Inténtalo, al menos. Y recuerda a Gudú, pues le has olvidado muchos días, y, tras jornadas tan duras, le veo un tanto deseoso de mujer. Tenlo presente: si no cumples el pacto establecido, se agravarán las cosas para ti…
– Lo intentaré, buena Bruja -dijo Ondina, entre lágrimas-. Lo intentaré.
Y así, tomó nueva forma y acudió al encuentro de Gudú, que no la rechazó. Y de Gudú pasó a otro joven guerrero, que le pareció muy curioso y distinto de cuantos conocía. Por algún tiempo -los días que con él estuvo- creyó que olvidaba un tanto a Predilecto, comprobando que entre las distintas razas y condiciones, y la humana naturaleza, había -pensó- gran variación de formas de amar, cosa que estimulaba su insaciable curiosidad. Pero en lo más hondo de su corazón, estas cosas eran sólo ligeras distracciones, y ni un solo momento borraba de su pensamiento y de su infinita nostalgia al único entre todos, aquel que le hacía olvidar cuanto el mundo contenía de hermoso, maligno, placentero o inane. Y así, en lo profundo del manantial, mutación tras mutación, lloraba.
– No le mires, no le veas, y así, tal vez dejes de amarlo -le decía a veces la Bruja esteparia, que la apreciaba.
– ¿Que no le vea, que no le mire? Mucho habéis estropeado en la memoria vuestra juventud si eso decís: aunque no le mire, le veo, aunque no le vea, le amo. Creo que no hay remedio para mí.
Y los días pasaban, tanto para ellas como para el resto de los seres, humanos o de cualquier otra especie.
Gudú cenó con Predilecto, Yahek y Randal. Y mientras devoraba la carne del cabrito asado y bebía abundante vino, decía, manchando con sus dedos la superficie del pergamino que configuraba sus nuevas tierras:
– ¿Veis? No existen verdaderos misterios en la tierra que un hombre no sea capaz de desvelar. Yo lo hago y lo haré siempre. No habrá Desconocido frente a mí, no habrá Misterio, jamás, frente al Rey Gudú. Y el Reino de Olar se extenderá en tanto mi curiosidad y mi valor me empujen. Tenedlo presente: allí donde llegue Gudú el Invencible, todas las tierras serán parte de Olar. -Así se adjudicó, en vida (y muy joven, por cierto), su adjetivo póstumo.
Pero en verdad que despertaba el fervor y la admiración de sus soldados y de cuantos le rodeaban. Sólo Predilecto se mostraba pensativo y sombrío, tanto como valiente en la batalla, leal compañero, hermano y protector… Y estas cosas no pasaban desapercibidas a la sagaz mirada de Gudú, aunque no hallaba explicación a aquella expresión taciturna y a su manera de mostrarse tan concentrado. Observó que, apenas había ocasión para ello, Predilecto se alejaba del campamento y permanecía en soledad, como si sólo así pareciera hallarse a gusto. Como si toda compañía -incluso la del Rey- importunara algo misterioso y desconocido que dominaba todos sus pensamientos.
– ¿Qué te ocurre? -díjole al fin Gudú-. Te veo diferente, y aunque tu herida es ahora apenas una cicatriz cerrada, y la fuerza y el vigor que respiras saltan a la vista, algo parece que te obsesiona y te mantiene alejado de mí, aunque te vea a mi lado.
– No lo sé, Señor -contestó Predilecto-. No acierto a explicarme esta especie de alejamiento que me inspiran todas las cosas: y creedme que mucho medito sobre ello y no encuentro una razón suficiente a estas preguntas. Pues, si muchos pensamientos y dudas me torturan a veces, algo alienta en mí que domina todas ellas y me postra en estado tan peregrino.
– ¿Dudas? -Fue lo único que Gudú entendió de tales confidencias-. ¿Qué clase de dudas?
– Sobre la utilidad de cuanto llevamos a cabo, no sólo vos y yo, sino el mundo en general -intentó explicar Predilecto.
– ¡Ah! ¡Cosas de frailes! -contestó Gudú, aliviado-. No prestéis oído a eso. Estimo que leíais demasiado en la época de nuestras lecciones. Esas cosas conducen a la gente a los conventos o a actitudes extrañas y estúpidas. Despejad vuestras ideas y centraos en lo que más pueda sernos útil: a vos, al Reino, y naturalmente, a mí.
– Así lo hago -dijo Predilecto-. Os aseguro que me aplico a ello con toda mi fuerza.
Pero poca fuerza debía de ser aquélla, puesto que su sombrío y retraído talante no disminuían.
Las dudas de Predilecto no frenaron la ambición de Gudú, que ganó su primera batalla contra las Hordas, clavó en el límite del Gran Río sus enseñas y ordenó levantar fortalezas de madera para contener sus acometidas, aunque éstas no dejaron de hacerse patentes: tras aquella primera victoria, en varias ocasiones y de impensada manera, las Hordas surgían de nuevo. Cruzaban el río e intentaban recuperar el territorio perdido. Así, aún varias escaramuzas -si no batallas- se sucedieron. Y pasó tiempo -mucho tiempo- antes de que, por fin, una aparente calma, más duradera que las otras, reinara en aquellas latitudes.
Algunos guerreros esteparios fueron absorbidos por el ejército de Gudú, tentados por la generosidad con que éste les trataba. Pero eran los menos numerosos, estrechamente vigilados y sometidos a la indiscutible experiencia y capacidad de mando de Yahek. Conocía bastante de su lengua y costumbres, y esto también fue útil a Gudú. Pero la mayoría de los guerreros de las Hordas se negaron a formar parte del invasor, por lo que fueron decapitados o quemados vivos -según el grado de su jerarquía-. Sus extraordinarios caballos, en cambio, fueron bien acogidos y alimentados.
En estas cosas había transcurrido casi un año. El frío que anunciaba un nuevo otoño, y la proximidad de un nuevo invierno y un nuevo cumpleaños de Gudú, le alcanzaron cuando, por fin, parecía que las márgenes del Gran Río se hallaban aquietadas. Llegado este momento, Predilecto le dijo:
– Señor, estimo que es hora de que regreséis a Olar: pues si no lo habéis olvidado, allí os aguarda vuestra esposa, y no creo que se aparte de vuestros proyectos el aseguraros una descendencia sin intromisiones ajenas o nefastas en cuanto a la sucesión. Si, como recuerdo, esta cuestión os tenía preocupado, no es éste el peor momento para que cumpláis tales requisitos.
– Es verdad lo que dices -admitió Gudú, aunque de mal agrado-. Pues bien, dejemos aquí las tres cuartas partes de los hombres al mando de Randal, y regresemos a Olar con Yahek: y el resto. Esto no es precisamente de mi agrado, pues os confieso que la sola idea de la Corte de Olar me abruma. He de deciros una cosa: hijo de soldado soy y soldado moriré. Por tanto, sólo entre soldados, y en este campamento, me siento a gusto. En mi cabeza bulle algo que estimo muy atinado, y que además puede compaginar en buena armonía todas mis obligaciones. Habréis visto que, entre las gentes que nos siguen, han nacido nuevos súbditos de Gudú -y emitió su peculiar y escalofriante risita-. Pues bien, he pensado que en el Castillo Negro, y no en la ciudad de Olar instalaré mi verdadera Corte. De manera que todos esos niños, y cuantos lo deseen o juzgue yo oportuno, serán instruidos según mi forma de pensar y guerrear. Y así, mantendré una Escuela de Guerra que será, con el tiempo, el mejor y más adiestrado ejército del mundo conocido. Unos crecerán allí, y otros se incorporarán a ellos. Y allí acudirán algunas de estas mujeres, o las que les sucedan, para solaz de mis soldados; y las que yo estime convenientes, para mí mismo. Ya que no será del agrado general que las lleve conmigo al mismo Castillo de Olar donde mi esposa legítima reside. Tú participarás en este sentido de los mismos derechos, y sin limitaciones… Ésta es una idea largamente meditada, y se llevará a cabo con buen éxito.
– No sé qué deciros, Señor -dijo Predilecto. La idea le desagradó profundamente, aunque sin hallar palabras con que oponérsele-. Intuyo que algo no marchará bien en este asunto… Os ruego lo meditéis con calma.
– Ya lo he meditado -contestó Gudú con voz que hacía abandonar todo intento de discusión-. Y tened por seguro que nada fallará. Te juro, Predilecto, que mi verdadera Corte será la Corte Negra, compuesta de soldados y cachorros de soldados.
Dio las órdenes pertinentes para que, tal como dijo, se iniciara el regreso a Olar.
Llegado ya el principio del otoño, y dejando allí a Randal y a la mayoría de los hombres, partieron ellos con Yahek y el resto de los soldados. Cada mujer quedó libre de elegir su camino, y pudo comprobarse que la mayoría partía con las huestes de Gudú. Todas las que tenían hijos -y había muchas- se dirigieron hacia Olar con el Rey. Sólo las que no estaban ligadas a tal condición, permanecieron en el Este, en los campamentos de las estepas.
El regreso de Gudú a la ciudad y Corte de Olar se hizo lento y premioso. Pues, como ningún deseo sentía de que aquel instante llegara, iba entreteniéndose mucho en el camino, tanto para cazar como para enviar a Yahek y algunos soldados -e incluso lo hacía él mismo, en ocasiones- internarse en las espesuras, en pos de algunos muchachitos que, atemorizados y hambrientos, vagaban de aquí para allá. Muchos de ellos habían sido privados de sus padres, para seguir al Rey en su lucha contra Usurpino; y, aunque había pasado más de un año de aquella guerra, con él continuaban: o en las fortificaciones que les defendían de las estepas, o muertos. Sus madres habían perecido o fueron enviadas como trabajadoras a las nuevas y productivas viñas. Ellos vagaban, casi como animales, medio muertos de hambre y frío. «De ahora en adelante -dijo Gudú a Yahek-, no espantes o pases a cuchillo a esas criaturas: antes bien, atráelas y aúnalas a nuestra comitiva; les alimentas y les prometes seguir las huellas de su Rey Gudú. Y no olvides enardecerles, explicándoles cómo y de qué forma vencí al Usurpador del País de los Desfiladeros, así como al reciente guerrero de las Hordas Feroces; y tampoco olvides decirles que si obedecen cuanto les diga, serán alimentados y vestidos como jamás soñaron, y alcanzarán gloria y honores: pues el Rey Gudú no es, en absoluto, ni tacaño ni olvidadizo con quienes bien le sirven.»
Así lo hizo Yahek. Y en estas cosas, el viaje se alargaba en demasía y amenazaban ya las primeras heladas, cuando al fin divisaron las Torres Negras y luego las oscuras almenas del Castillo Negro, cuya historia estremecía a los campesinos de Olar.
Una vez allí, Gudú detuvo, por el momento, su viaje. Envió hombres en busca de desperdigados campesinos por los alrededores. Cuando los tuvo delante, eligió entre ellos los más diestros albañiles: tenía planeado ensanchar el medio ruinoso Torreón, de forma que tuviera otras muchas dependencias. A su vez, instaló alrededor las tiendas para que, en tanto las obras estuvieran acabadas, pudieran todos albergarse. Y esta iniciativa constituyó el primer paso a lo que él había denominado la Corte Negra.
Ya con las nieves primeras, recordó que estaba próximo su cumpleaños. Y juzgando que ya había hecho esperar a su prometida demasiado tiempo, preguntó a Predilecto:
– Dime, hermano, ¿en verdad es hermosa la Princesa, mi esposa?
– Es la más hermosa de cuantas vi -se apresuró a contestar el Príncipe. Y al punto lo dijo, se estremeció y quedó, al parecer, como sorprendido de sus propias palabras.
– Si así lo decís, os creo, pues soléis elegir bien y en este terreno tenéis un probado buen gusto -dijo Gudú, riendo-. En vista de lo cual, mañana, o pasado, o el otro a más tardar, tomaré unos cuantos hombres de escolta, y con vos me dirigiré a Olar.
Y como la marcha de las obras le interesaba más que ninguna otra cosa, aún se demoró un día, y otro, y otro, y muchos más. Estaba ya madurado el invierno, y un gran frío azotaba los bosques y las tierras. Ondina permanecía con él: ora de una, ora de otra forma. Y había aprendido a tomar aspectos de tal disparidad -aunque siempre bella-, que Gudú no sabía si se aficionaba a la misma criatura o era otra muy nueva y diferente. Ondina procuraba -aunque sentía que se agudizaba y crecía aquel dolor desde el centro de su pecho- no mirar jamás a Predilecto, ni hacia donde él dirigía su mirada. Pero en vano, pues allí donde sus ojos ponía, los de él veía, y aquel a quien ella abrazaba, él era. Por muchos y variados hombres o muchachos, de cualquier especie o condición, que intentara conocer y anegar en ellos su único recuerdo perdurable, sólo a uno deseaba, a uno solo acariciaba y unos únicos labios besaba.
Y, cierta mañana invernal en que el viento azotaba los árboles de la cercana espesura y el primer fuego de las rudas cocinas brotaba en la naciente Corte Negra, mientras el Maestro Yahek despertaba a los muchachos, los alineaba en el reducto del Castillo y se disponía -como todos los días- a adiestrarlos en el manejo de las armas, en la disciplina y en la admiración sin límites hacia el Más Grande Rey, Gudú, Predilecto dijo a su hermano:
– Señor, muchos días han pasado tras el que habíais decidido regresar a la Corte de Olar.
– Es cierto -dijo Gudú. Y con repentina decisión ordenó-. Hoy mismo, pues, elegid los hombres, partamos allá y acabemos de una vez con el enojoso asunto. Al Reino le precisa legalizar y prever la sucesión de mi propia estirpe, y, al tiempo, apuntalar cuantas cosas queden allí descuidadas. Vamos a consumar esa maldita boda, como si de otra batalla se tratase.
Y mientras sus soldados reían -como tenían por costumbre cuantas chanzas se le ocurrieran a Gudú, Ondina sintió que su dolor se intensificaba ante la idea de verse privada -aunque sólo de mirarle se trataba- de la presencia de Predilecto. Por unos instantes, pensó en sumirse en el manantial y, siguiendo las profundidades del río -cuyas márgenes vigilaban los soldados- seguir a Predilecto, allí donde éste tuviera a bien dirigirse.
En el transcurso de aquel tiempo, muchas cosas habían cambiado, también, en Olar. Y si bien estas cosas, por pertenecer al reino de lo oculto -tanto de la humana naturaleza como de otra cualquiera- no parecían visibles, sí se dejaban sentir.
El primero de todos los cambios, por tratarse del más evidente, era el efectuado en la Princesa y futura Reina de Olar. A partir del día en que -por última vez- perdió su zapato, llorando y pidiendo a Predilecto que no la abandonase, su carácter antes expansivo y al parecer desprovisto de toda regla que no fuera seguir sus propios impulsos, tornóse serio, meditativo y altamente majestuoso. Ciertamente, en los últimos tiempos, los juegos con su curioso séquito no parecían atraerla tanto como antes, pero desde el citado día, los rechazó por completo. Y así, por vez primera, una hoja se cayó del Árbol, luego otra y otra, y Once y los muchachos las recogieron y guardaron en el cofre de Tontina, puesto que, se decían, seguramente el otoño había llegado.
Tontina dejó que Ardid ordenase su nuevo peinado; y la Camarera Mayor, Dolinda, lo trenzó, y curvó, y sujetó de mil formas y maneras, a cual más complicada y ornamental, en torno a su rostro, que -a decir verdad- iba adquiriendo mayor y más profunda belleza. Pues no sólo había crecido, sino que toda ella se había transformado de tal forma, que nadie -nadie que nunca se hubiera asomado antes y después al infinito túnel luminoso de sus ojos, transparente aún a través de la seriedad y grave compostura que la revestían- hubiera reconocido a la niña que, cubierta con una capa de piel blanca, había llegado por vez primera al Castillo de Olar. Ahora, ninguno de los muchachos de su séquito hubiera podido dar cariñosos tironcitos de las diminutas trenzas que, entonces, bailaban junto a sus sienes. Ni tampoco, por supuesto, nadie la contradecía ya, ni discutía, ni se enfadaba por cualquier otro motivo, ante tan imponente seriedad y digno porte. Tal y como no hubieran osado hacerlo con la propia Reina Madre Ardid.
Y cuando entraron en aquel invierno, cierto día, Tontina dijo a Ardid:
– Señora, bueno será que me instruyáis en mis deberes de Reina esposa, pues aunque mi Señor y Rey, Gudú, tarda en llegar, algún día lo hará y debo estar preparada para no aparecer ante él como niña de poco seso.
– Mucho me place, querida, cuanto dices -dijo Ardid, satisfecha-. Y créeme que desde hoy me ocuparé de ti.
Así pues, guardó pluma y pergaminos y se dispuso a llevar a cabo la instrucción de la Princesa. Pero atinó que, antes que en los detalles mismos de la noche nupcial -y su astuto instinto le decía que, para ello, mejor sería aguardar a la víspera misma del acontecimiento-, debía pensar en cuanto es pertinente y usual en el comportamiento de una Reina que, a todas luces, no tenía precedentes por aquellas tierras -ya que su propio caso, por supuesto, era en todo muy diferente y especial.
Así, consultó con sus habituales amigos. Y si bien Ardid no se había apercibido, también en ellos se había producido un cambio.
Cierto día, el Hechicero dijo:
– Querida niña, mi mazmorra es fría como un témpano: bueno sería trasladarme a algún lugar donde el fuego ardiera en buena chimenea. Sabes, como yo, que mis fuegos no despiden más calor que el de los descubrimientos -en caso de que se produzcan-. Y tengo para mí que, en los últimos tiempos, ando bastante torpe en estas cosas. Por tanto, me pregunto si mis miembros entumecidos no tendrán que ver en ello…
– Con gusto, querido mío -dijo la Reina, que, también en los últimos tiempos, familiarizaba bastante los tratamientos entre sus íntimos-. Sube a donde quieras cuando quieras: sabes que puedes andar a tu antojo en este Castillo.
Así lo hizo el anciano, y se instaló en una pequeña dependencia que antaño sirvió a Dolinda -antes de casarse- y ahora solía permanecer cerrada e inhabitada, muy cercana a la de la misma Reina.
Otro que, en verdad, había sufrido una transformación notable era el Trasgo. La última cosecha fue pródiga en sumo, y se acarrearon desde el Sur tantos odres como jamás en vida de Volodioso, ni de cualquiera antes, pudiera recordarse -aunque la gran sabiduría y sentido económico de Ardid no fue en absoluto ajeno en ello e incluso mandó incluir la mitad de lo que atañía a tierras de Predilecto, antes siempre respetada-. Así pues, el Trasgo recuperó su alegría de vivir, al tiempo que su contaminación alcanzaba extremos peligrosos. No sólo Almíbar podía por fin contemplarlo a placer, sino que casi todo ser humano, a poco soñador o sagaz que fuese, podría divisarlo. Tanto es así, que más de un susto se llevó, y Ardid le suplicó con mucho encarecimiento que no saliera de los subterráneos o, a lo sumo, del caño de las chimeneas. Y aunque el Trasgo así lo prometió, a veces rondaba por los bosques, totalmente ebrio, y en ocasiones incluso entabló conversación con algún muchachito de los que iban a por leña, si bien muy vagamente y de forma tan poco creíble, que éstos no tardaban en creer que se habían quedado dormidos, o que su propia hambre -que no solía faltar entre los humildes campesinos- les hacía desvariar y ver alucinaciones. Por lo que los parajes por el Trasgo visitados en sus locas correrías de borracho, no tardaron en despertar ciertas sospechas de brujería entre las gentes, y pronto fueron abandonados, por más y mejor leña que en ellos se encontrara.
Pero de todos los síntomas de contaminación que el Trasgo denotaba, tal vez el más grave lo constituían las extrañas confusiones que, si bien no frecuentes, a veces le hacían desvariar la memoria: así, en alguna ocasión creyó que Ardid aún no había rebasado los diez años, y en alguna otra pidió con insistencia a la Reina le dejase ver al pequeño Príncipe Gudú, por quien tanto se desvelaba y que permanecía tan desconsideradamente oculto a su vista, que ni horadando todos los subterráneos imaginables daba con él. Si bien estas cosas sólo ocurrían cuando probaba el mosto más añejo -aquel que celosamente se conservaba en el barril-madre-, por lo que Ardid lo tomaba como simples delirios de beodo y no les prestaba demasiada atención. A veces le reprochaba su afición, es cierto, pero con mucha menos preocupación e insistencia que antaño.
Tal como había decidido, Ardid llamó al Hechicero, y como en los últimos tiempos venía observando con demasiada frecuencia, tras llamar repetidas veces a su bien cerrada puerta, ésta la halló semiabierta, y a su amigo y Maestro durmiendo apaciblemente junto al fuego. A sus pies, como ya era también usual, divisó acurrucado al Trasgo, que parecía hallar buen acomodo -mejor aún que en las brasas- entre los pliegues de aquella venerable y muy vieja túnica.
– Queridos míos, os necesito -dijo Ardid, besándoles en la frente-. Debéis aconsejarme en todo lo que corresponde hacer con una Princesa de sangre purísima como nuestra Tontina. Ella misma me ha pedido la instruya en estas cosas. Y como sabéis, mis tareas están más cerca de las preocupaciones de un hombre que de las propiamente femeninas, y no atino a saber en qué se ha de fundamentar tal aleccionamiento. Presumo que mis tretas y ardides anteriores no sean del todo aconsejables a nuestra futura Reina.
– Así lo creo -dijo el Hechicero, disimulando su bostezo y restregándose los ojos-. Pensemos, pues… Trasgo querido, alcánzame El Libro de los Linajes, ya que tus ágiles y jóvenes piernas son más ligeras que las mías.
– A fe mía, no hace mucho me creíais más viejo que vos -dijo el Trasgo, con malicia-. Pero si os conviene… En fin, en seguida os alcanzo el libro; y presiento que mi memoria en estas cosas, irá más allá de lo que vuestro erudito libro pueda esclarecer.
Así lo hizo y, al fin, tras estudiar en él algunas cosas, llegaron a la conclusión de que la Princesa debía dedicar sus días a bordar en oro, seda y plata, hasta llegado el momento en que Gudú tuviera a bien conocerla.
– ¿Bordar? -preguntó Ardid, inquieta-. No nunca tal cosa, Maestro querido.
– En verdad, niña, que no se me ocurrió -dijo éste, perplejo.
– No hay que preocuparse -dijo el Trasgo-. Según tengo entendido, no es preciso bordar tanto ni tan escrupulosamente… de lo contrario, las ilustres y reales criaturas habrían cubierto el mundo de bordados. Con tal de que lo finja, y suspire de tanto en tanto, podrá ofrecer una imagen más o menos exacta de lo que debe ser o parecer una Princesa.
Así lo entendió Ardid, y ordenó trajesen dos bastidores, finas telas y no menos finas madejas de seda, oro y plata. Sentóse con Tontina frente a la ventana de su gabinete y así, ambas pinchaban y despinchaban aquí y allá, un poco por este lado y un poco por el otro: pues Tontina en todo imitaba a la Reina, y cuando ésta -ignorante de cuanto podía ser un bordado- sembraba pinchazo tras pinchazo, con suspiros de más o menos intensidad, a su vez ella empezó a hacer lo mismo. Poco tardaron en darse cuenta de que aquellas sesiones no eran en absoluto amenas. A poco, Ardid, nerviosa, se pinchaba repetidas veces en el dedo. Y ambas, pinchazo por un lado, suspiro por otro -bostezo sobre bostezo-, siguieron así días y días. De tarde en tarde, Tontina explicaba algunas cosas a Ardid, que ésta consideraba hasta cierto punto interesantes -todo nuevo conocimiento era útil para ella.
Pero un día quedó alarmada ante un comentario de Tontina. Repasando con el dedo índice el polvo acumulado al borde de la ventana, la Princesa dijo, pensativa:
– Creo, madre, que si es mi deber dar un hijo al Rey, debería suprimirse de nuestras costumbres y tradiciones la invitación a Hadas Madrinas, pues siempre queda alguna olvidada, y ésta suele jugarnos malas tretas… Ni siquiera mi bautizo, tan seleccionado y expurgado, se libró de un ligero rencor…
– ¿Qué decís? -se inquietó Ardid-. Explicadme la causa de esa circunstancia: espero no revista graves consecuencias…
– Oh, no, por supuesto -dijo Tontina intentando imitar en todo el tono de su suegra, a quien de día en día estimaba y admiraba más-, no es grave, simplemente curioso.
– Explicaos con más detalle, y reflexionaremos juntas el caso -respondió Ardid. Aunque tanto la Princesa como ella misma sabían que sólo decidiría ella la cuestión.
– Mi Hada Madrina Mayor creyó prudente obsequiarme, entre otras prendas, que según dicen están a la vista, con la destrucción de cualquier encantamiento, tales como dormir, o medio-morir, durante cien años, sólo aniquilado a través del primer beso de amor, ya que no parece que estas cosas tuvieran un resultado demasiado satisfactorio. Podía darse la circunstancia -como en el caso de mi augusta tatarabuela- de que la princesa desencantada resultase cien años más vieja que su esposo. Y aunque en su apariencia nada había que lo demostrase, lo cierto es que su mentalidad, aficiones e ignorancia de muchos acontecimientos, llegaron a hacerla, con el tiempo, un tanto cargante para él. Y por lo que respecta a la de la piel blanca como la nieve, oí rumores de que el esposo, que mucho la amaba, tuvo que soportar durante toda su vida las continuas visitas y alojamiento en el Castillo de siete enanos estúpidos y feos en extremo, que le desagradaban profundamente y que se veía obligado a tratar con la misma deferencia que si fueran sus cuñados. Así pues, ningún encantamiento de ese tipo tendrá efecto en mí, puesto que me liberaron de todas esas zarandajas de los primeros besos de amor. Pero he aquí que el Hada Segundona, que andaba siempre muy resentida respecto a las supremacías de su hermana gemela el Hada Mayor, si bien no fue olvidada (como ocurrió con aquellas otras tan vengativas), se sintió molesta por tener que donarme sus gracias después de su hermana; y así, tras concederme el candor, la alegría de la inconsciencia, y otras cosas así que, os confieso, nunca entendí bien, dijo, con una risita sospechosa, que mi primer beso de amor sería el último beso de amor. Y aunque nadie logró explicarme tal cosa, pues nadie la entendía, lo cierto es que, desde que soy mujer casada, esto me preocupa.
– Bah, si de tal cosa se trata… -dijo Ardid, aliviada aunque no tranquilizada. Volvió a pinchar aquí y allá en el bastidor, y añadió-: No debéis preocuparos: tengo para mí que así sucede a todo el mundo, tanto si eres víctima de encantamientos, maleficios, dones o cualquier otra cosa. No os estorbará solucionar muy pronto una cosa así, pues si bien el amor es placentero en su primera fase, tórnase amargura, si es que no extremoso fastidio, con el tiempo. Si gustáis las mieles de un primer beso de amor, y tan fácilmente elimináis ese veneno de vuestro ser, no veo por qué debáis sentiros preocupada, antes bien felicitaros de ello.
– Pero -dijo Tontina, reflexivamente-, también con ello termina mi plazo.
– ¿Qué plazo?
– No sabría decíroslo exactamente. Es una suerte de plazo al que estoy sujeta, y condiciona mi amor y mi vida. Temo que expire el día en que, verdaderamente, me convierta en mujer: y eso es algo que deseo, os confieso.
– Todo el mundo depende de plazos más o menos semejantes, querida hija: todos cumplimos esos plazos, pues si no fuera así, la vida se detendría y nadie se haría viejo ni moriría: lo cual, os confieso, a la larga debe resultar un tanto desalentador.
– Si así lo creéis, así será. Vuestra sabiduría no tiene par, ni en esta Corte ni en ninguna otra. Nadie me dio tan clara explicación sobre estas cosas…
Cuando, por labios de la inocente Tontina, que tanto se confiaba a ella, supo de todas aquellas historias de durmientes y hadas, de ogresas y madrastras, tuvo para sí que ser suegra y madre en tales familias entrañaba riesgos asaz peligrosos para ser recompensados por algo tan digno y estimable, aunque poco satisfactorio, como la pureza de la sangre y de la estirpe. Y llegó a la conclusión de que si para conseguir ser un producto de tal pureza, era preciso sujetarse a tradiciones tales, bautizos de exhaustivas listas, madrastras -que al parecer afluían como verdaderas bandadas en sus vidas- y sueños tan desconsideradamente largos, se sentía más segura en su mediocre origen de hija de barón sureño, aunque no muy rico, no muy noble, no muy honesto, no muy bien relacionado, y derrotado, por añadidura.
– No temáis, niña querida -dijo al fin-. Creo que este entronque con alguien tan valeroso como renovador, como será, sin duda, el matrimonio a que os habéis prestado, librará nuestra estirpe de tan molestas, aunque respetables, cosas.
– Así lo espero -dijo Tontina, al parecer también aliviada.
– El mundo avanza, y con él la sensatez. Así pues, hora es ya de ir puliendo las tradiciones -puntualizó Ardid.
Así estaban las cosas, cuando un gran espanto revolvió la ciudad. Y aunque de aquel espanto no se libró Ardid ni la propia Tontina, lo bendijeron secretamente, por ser causa de la interrupción de sus fingidas labores, convertidos a la sazón los bastidores en dos puros coladores, tachonados aquí y allá por gotas de sangre, seca o fresca, pero nada bella, según les parecía. Sus dedos martirizados, por la aguja y la ineptitud, y sus largos suspiros, más auténticos que sus bordados, iban tejiendo pensamientos y sentimientos mudos.
Así, cuando Ardid fue notificada de que habían sido avistadas tropas belicosas acampadas al otro lado del Lago, y que sus hogueras y gritos guerreros se oían y veían en el viento frío del atardecer, dio un puntapié al bastidor que cayó en los leños de la chimenea y ardió plácidamente, ante el regocijo del Trasgo.
– ¿De qué te alegras, insensato? -dijo Ardid, falsamente incomodada-. ¿No sabes que estamos amenazados y que mi olvidadizo hijo Gudú anda aún lejos de nosotros, con lo más florido de nuestras tropas?
Con la rapidez que era en ella una virtud, en trances semejantes, y perdición, en otros, mandó abrir las compuertas, para que los ciudadanos y todo aquel que se hallase aterrorizado -como era costumbre- pudieran refugiarse en el recinto del Castillo. Y al tiempo que ordenaba formar a sus tropas, los escasos y ancianos barones y caballeros que quedaban en Olar -dado que los nobles jóvenes estaban con Gudú- acudieron en tropel con cuantos hombres disponían, manifestándose -según sus propias palabras- dispuestos a morir, antes que rendirse, aunque temblando tanto de frío como de temor, pues los años de blandura y abandono no habían endurecido sus carnes ni su espíritu.
Ardid maldijo en su interior la fatal atracción que Volodioso y Gudú experimentaban hacia las estepas. «Si al tiempo que incapacitarle para el amor, hubiéramos podido incapacitarle para la fascinación de lo desconocido…», murmuró. Pero el Hechicero dijo: «Querida, en tal caso (aunque te confieso que imposible, al menos para mi ciencia), mal Rey sería quien no sienta esa clase de fascinación, que empuja a los hombres a dominar, someter y conquistar». «Bien -dijo Ardid-, dejemos eso. Lo hecho, hecho está, y nada adelantaremos con ello. Pero siempre temí que los gemelos Bancio y Cancio nos jugarían una mala pasada.
La presentación oficial de Tontina al Rey revistió, como largamente soñara Ardid, suntuosidad y espectacularidad como jamás se viera en Olar. Rápidamente, de cofres y arcas, surgieron las ricas prendas que para tal efecto se guardaban y que en previsión trajeron -hacía demasiado tiempo- de la maravillosa Isla de Leonia. La propia Ardid vistió para esta ocasión a su nuera. Tan sólo con la ayuda de Dolinda, Artisia y tres jovencitas al servicio de éstas, que acercaban peines y alfileres, adornaron a la futura Reina de Olar con las mismas galas que luciera el día de la boda por poderes. Fue cepillado y alisado el traje bordado en perlas, y el manto de armiño cubrió sus hombros, graciosamente echado hacia atrás, de forma que no ocultara la magnificencia del vestido. Y fue calzada con aquellos zapatos de nácar y perlas que estrenara el día de la boda -y uno perdiera, si bien que por última vez-. Y cuando hubieron trenzado, y retorcido, y combinado de mil maneras los luminosos e increíblemente rubios cabellos, que se deslizaban como agua entre los dedos, y hubieron prendido en ellos broches de piedras rojas y verdes, descubrió Ardid, con asombro, una peregrina joya que pendía sobre su pecho.
– ¿Qué es esto? -preguntó-. Una piedra azul, partida y horadada… Creo haberla visto antes en alguna parte.
– Señora -dijo Tontina, cubriéndola con ambas manos-, os ruego que no me ordenéis desprenderme de ella. Es el único vestigio de aquello que yo llamaba -aunque ahora entiendo que muy tontamente- mi Secreto e íntimo Tesoro.
– Ah, bien -dijo Ardid, aunque un leve resquemor, que no acertaba a definir, la invadió-. Pero creo que deberíais ocultarla bajo el vestido…
Así lo hizo Tontina, pero con tanta precipitación que el extremo agudo de la piedra se clavó en su carne, y un dolor tan vivo la inundó, que estuvo a punto de desfallecer.
– ¿Qué es esto? -se alarmó Dolinda-. ¿Os encontráis mal, Princesa?…
– No es nada -murmuró al fin Tontina. Recuperó el tono rosado de sus mejillas y sonrió, aunque de forma tan melancólica que su sonrisa hizo brotar lágrimas de todas las mujeres-. ¡Ya ha pasado!…
– Todas las muchachas, en estas ocasiones, suelen sufrir desmayos y desfallecimientos -dijo Ardid, con sonrisa de suficiencia. Aunque, a decir verdad, conocía tales cosas sólo por referencias, ya que jamás las experimentó en su persona.
Una vez acicaladas todas las damas, se dirigieron hacia el Salón del Trono con solemne paso y gran boato, por orden de nobleza y jerarquía escrupulosamente trazadas por Ardid. Allí, según instrucciones maternas, aguardaba Gudú -a quien su madre envió recado presuroso de que, al menos por una vez, se abstuviera dar muestras de impaciencia: ya que el protocolo exigía una ligera impuntualidad en la persona de Tontina-. A su vez, le suplicaba encarecidamente que se bañase y trocase sus ropas de soldado -que sospechaba hediondas- por el traje ricamente bordado que le enviaba; y que, a ser posible, usase el perfume que el buen Almíbar había traído para él, dada la ocasión, y que gentilmente tenía el honor de ofrecerle.
Aunque con aire resignado -la prudencia le recomendaba seguir los consejos de su madre, que tenía por sabia-, y negándose a escanciar el perfume en sus rizados y negros cabellos, indomables en verdad a todo acicalamiento -al menos, por una vez-, pero limpios, Gudú se armó de toda la paciencia de que era capaz. E incómodo dentro de aquellas ropas -pues no habían tenido en cuenta la expansión habida en dos años por su vigorosa naturaleza-, le apretaban y tironeaban por todas partes, amenazando descoserse en varios puntos. Con la corona ciñendo la cabeza, la espada de su padre al cinto y el regio manto rojo que fuera de Volodioso cubriendo sus espaldas, aguardaba, sentado en el trono, rodeado de todos sus nobles, caballeros, pajes y lo más escogido y aseado de sus capitanes. Yahek se había bañado, a su vez, por orden del Rey -él mismo estimaba que su olor superaba a cuantos conocía o tenía noticia existieran-, y su cráneo rojizo y brillante atraía las miradas, hasta el punto de distraer la atención de cualquier otra ostentación capilar, con gran descontento de los nobles.
Junto a Gudú, en pie y a su derecha, el Príncipe Predilecto aparecía vestido, nuevamente, con el traje que le regalara Almíbar. Si bien, según observó, le quedaba ahora muy ancho. Por lo visto, el tiempo transcurrido había afinado su silueta -aunque no ablandado sus músculos y nervios- más de lo que fuera previsible. Y era el más modestamente ataviado de cuantos allí se hallaban. La propia Ardid, al hacer su entrada en la estancia, ceremoniosamente, tras lanzar rápida pero certera mirada sobre todos, y hallándolos en general satisfactorios, vino a reparar en ello. Y se dijo, con el vago remordimiento que a veces le embargaba contemplándole: «Ay, no atiné a su debido tiempo que esta noble criatura, siendo el mejor hermano, el más leal y generoso de cuantos soñara para mi hijo, aparece hoy como el peor trajeado y el peor atendido de todos… Pero me hago el firme propósito de que, en adelante, corregiré y compensaré tales descuidos». Aunque tal propósito fue a acompañar, de inmediato, otros similares que aún aguardaban su realización.
Pero la Princesa no veía ni pensaba lo mismo. Jamás había visto antes a su esposo, y parecía natural que su primera mirada fuera para él. Pero lo cierto es que le pareció entrar en una estancia sólo poblada por sombras, más o menos vagas. Y únicamente una figura, de pie junto al trono, se hizo visible para ella. Y en aquel momento sintió, más que pensó, que jamás nadie, ni en la esplendorosa y fantasiosa Corte de su padre, ni en parte alguna, vio criatura más radiante: sus cabellos castaños tenían el reflejo dorado de la vida -pues el resplandor de toda la vida posible en el mundo, le aureolaba como una corona-, y sus ojos, de un azul oscuro y brillante, parecían retener la luz del mundo: aquella luz sobre el mar en las noches transparentes del Norte, donde ella había nacido; y también la luz de aquel país, donde las viñas maduraban como un reguero de oro al sol, y los almendros y cerezos se cubrían de nubes blancas como la nieve y rosadas como el amanecer. De la luz de los fiordos y de la luz del Sur, fundidas, nacía para ella el Príncipe Predilecto. Y la vida, en su esplendor apagaba cualquier otro brillo, y su rostro borraba cualquier otro rostro, y su mirada otra mirada. Y ensimismada en estas cosas, tropezó con los tapices de la Isla Leonia, que tan cuidadosamente habían sido desembarcados, enrollados, guardados y, a su vez, desenrollados y extendidos sobre las húmedas piedras del rudo Castillo, para la ocasión. Al tropezar, nuevamente el dolor de la piedrecilla se hundió, un poco más, en su pecho.
– Teneos firme, niña querida -murmuró Ardid-. No es momento para desmayos ni alifafe alguno: sois ya la Reina de Olar. Estas palabras tuvieron la virtud de producir en Tontina una fuerte conmoción. Como si bruscamente la sacudieran de un sueño y despertase. Sólo entonces vio a todos los presentes, que la contemplaban extasiados. Y, al fin, sentado en el trono, al Rey Gudú que, contraviniendo las órdenes maternas, levantóse casi de un salto. Y, de pronto, sus ojos grises y brillantes, que resaltaban poderosamente en el atezado rostro, la hirieron como el filo de las espadas. Y súbitamente sintió en su boca un gusto de sangre -como cuando, bordando con la Reina Ardid, se chupaba disimuladamente un dedo pinchado por la aguja; pues el mismo sabor fresco y hondo a la vez, húmedo y oscuro, la embargaba.
Un frío lento y despacioso fue apoderándose de todo su ser mientras buscaba palabras en sus recuerdos o en cualquier rincón de su mente: palabras que huían, como flotantes lucecillas de luciérnagas en la noche, y se deshacían como nubecillas hacia la nave, alta y negra, donde pendían las grandes lámparas de bronce y hierro, en los muros donde las llamas de resina ardían y crepitaban con un fragor que la llenó de un escalofrío inexplicablemente presentido, donde se mezclaban el chocar de espadas, humaredas de incendio, hollín y muerte. Deseó recuperar aquellas palabras tan minuciosamente aprendidas, que -según fue aleccionada- la adentrarían en el Nuevo Plazo de su vida. Eran palabras que hablaban de amor, fidelidad, sumisión, respeto… y algunas cosas más. Pero se perdían, y temía -y sabía- que nunca las recuperaría: porque tal como viera siendo niña, nadie puede retener a las aves cuando emigran del frío hacia las tierras cálidas del Sur.
– Diablos del más oscuro infierno -murmuró Gudú, en dirección a Predilecto, sofocando su risita habitual-. Verdaderamente es más hermosa que su retrato. Razón teníais cuando tan bien la describisteis.
Sin aguardar con aire solemne -como aconsejara Ardid, tras lecturas y comparaciones con ceremonias semejantes-, avanzó hacia la Princesa. Con ambos brazos extendidos, cortó la tímida reverencia que Tontina iniciaba y, elevándola hacia él, la besó. Pero sus labios dejaron en los de Tontina un amargo sabor, mezclado al de la sangre. Sólo atinó a decirse, aturdida, cuán extraño a cuanto había oído resultaba ser el gusto de su primer beso de amor. Y mientras la Corte prorrumpía en gozosas exclamaciones y los músicos llenaban el aire con los sones de sus flautas y dulzainas, pensó qué asombroso le resultaba ahora el hecho de que recibir un beso semejante hubiera sido el motivo que despertara del sueño o arrancase de la media-muerte a sus nobles abuelas. «Qué sabia me parece mi noble suegra, y qué razón tenía cuanto dijo cuando hablamos de este beso y sus posibles consecuencias… No es doloroso perder tal cosa, al tiempo que probarla.» Y pensó que los dientes de Gudú -aunque tan blancos como los de su madre- eran agudos como puñales, y que la presión de sus manos en sus hombros era parecida a guanteletes de hierro. Sus ojos le recordaban el hielo que, en las madrugadas, pendía en témpanos de las cornisas y servía de blanco a las piedras infantiles.
De pronto, sin saber cómo ni por qué, en aquel momento, se despidió de Once, su primo, y de sus amigos, los muchachitos y muchachitas de su séquito, y de las perdices, las ardillas, los ciervos, los cachorros… A su vez, se apercibió de que hacía tiempo que no les veía, hasta el punto de no saber dónde moraban. Desde el día en que cesaron los juegos y recogieron del suelo las últimas hojas del Árbol, teníalos por definitivamente perdidos; pero hasta el momento no había tenido clara conciencia de ello. Así, al recibir el beso de Gudú, se hizo más patente en ella el adiós que acompañaba el último jirón de su Primer Plazo: aquel Primer Plazo del que intentó hablar en su día a Ardid y ésta no había considerado importante. Y supo que sus viejos amigos y sus antiguos juegos, junto a las palabras aprendidas y las palabras olvidadas, erraban sin rumbo, o regresaban sin ella a un país que en un tiempo le fue muy familiar y del que ahora ni aun acertaba a recordar el nombre.
La Reina, con un súbito temblor interno que nadie percibió, excepto el Trasgo y el anciano Maestro -que, como de costumbre, la seguía un paso atrás, a su derecha-, desprendió de su cabeza aquella corona que tanto, tanto, le había costado conseguir y, entregándosela a Gudú, arrodillóse en un lujoso cojín -y, por vez primera, sus rodillas crujieron y, también por vez primera, pensó que la vejez no era algo muy remoto, y no imposible para ella-. Pero dijo, con voz clara y firme:
– Tomad esta corona, Rey Gudú, y coronad con ella a vuestra esposa y Reina nuestra, para gloria de Olar.
Y como el Abad estaba hacía tiempo dispensado de ser el principal ejecutor de estas y otras muchas cosas, el Rey mismo la colocó sobre las sienes de Tontina.
– Así lo hago -dijo- y así lo ordeno, para alegría y obligación de cuantos componen este país; sea por años y años, hasta el último día de la tierra…
Quedaron todos muy sorprendidos por estas últimas palabras -en verdad, algo exageradas, y que además no constaban en El Libro de los Protocolos de Coronación, tan escrupulosamente compuesto e ideado por su madre-. Ofreció el brazo a su joven esposa, y se inició el cortejo hacia el Salón de los Banquetes -que era el destinado a las cada vez menos frecuentes reuniones de la Asamblea, ya que no había otro mayor en el Castillo, exceptuando el del Trono.
El Salón de los Banquetes se había adornado a tales efectos de forma totalmente inaudita. Como la estación impedía disponer de flores naturales, Almíbar había ordenado engalanar paredes y puertas con ramos de acebo, verdes como el Lago, sembrados de granos rojos que brillaban como rubíes. El muérdago se trenzó con hilos de seda, y las grandes lámparas cuajadas de velas encendidas a centenares y adornos de todas las clases convertían aquel lugar, por lo común oscuro, húmedo y desapacible, en un cálido recinto luminoso. Grandes troncos ardían en la enorme chimenea, y sobre lecho de piedras -a cuyo alrededor se habían dispuesto las mesas-, un cúmulo de brasas al rojo vivo, estrechamente vigiladas y avivadas por dos sirvientes, caldeaban la estancia. Tapices y alfombras cubrían por doquier las ennegrecidas piedras, y pieles celosamente atesoradas fueron extendidas bajo los pies y sobre los asientos de los comensales, de forma que la dureza y el frío no les incomodaran. Grandes antorchas alejaban la oscuridad, pues, por lo común, y aun en pleno día y más esplendoroso verano, jamás llegaba a lucir el sol a través de tan estrechos ventanales. Ahora, por el contrario, relumbraban el oro y las valiosas piedras de hebillas, collares y broches. Todos parecían más hermosos y más jóvenes, pues el resplandor del fuego es más benigno que la cruda realidad del sol con los rostros que han dejado atrás la juventud. Y como a los jóvenes y hermosos no perjudicaba tampoco, lo cierto es que a todos favorecía. Si algún sirviente o invitado no lucía como era debido, aquellos resplandores disimulaban descosidos o costuras mal cosidas, manchas o ropas descoloridas.
Ardid y Almíbar se miraron con mutua aprobación y halagüeña sonrisa. También el modesto galón de oro, un tanto mortecino y oscurecido por la humedad, que bordeaba la túnica de Predilecto, brillaba como recién bordado. Y su apostura y belleza -que atraían la arrobada mirada de muchas damas- suplían largamente tales descuidos, de modo que su aspecto no desmerecía en absoluto junto al rico traje -si bien estrecho y altamente embarazoso- que lucía el Rey, quien acabó descosiendo una costura con la punta de la daga.
Muy tarde, en verdad, acabaría el banquete. Estaba previsto -tanto en las cocinas como en los pasillos de sirvientes- que se prolongaría hasta muy avanzada el alba. Y para ello el vino corría y, entre plato y plato, un delicado conjunto de músicos amenizaba la velada. Pero los desposados no debían permanecer en compañía de sus invitados hasta tan altas horas. Así es que, con una discreta seña de Ardid, Almíbar indicó al Rey que había llegado la hora de retirarse a su cámara y como parecía establecido, aguardar allí la llegada de su esposa. Por supuesto, el banquete podía continuar sin ellos. Y mientras Gudú se dirigía a sus aposentos, Ardid y sus doncellas condujeron a Tontina a los de ésta.
Nadie reparó, entre unas y otras cosas, en la brusca desaparición de Predilecto. Nadie, excepto una muchacha, de singular belleza, que oculta tras un tapiz lo observaba todo con ávida mirada, y con más atención que a nada ni a nadie, al mismo Predilecto. Sólo ella lo vio salir y sigilosamente, le siguió. Siempre tras él, salieron al jardín donde les recibió la oscuridad y el frío de la noche.
Era el antiguo jardín de Ardid, aquel que más tarde vio crecer en su centro el maravilloso Árbol de los Juegos, escenario de los primeros tiempos de la Princesa en el Castillo. Pero del Árbol y sus doradas hojas ya sólo quedaban el tronco negro y las ramas desnudas. Y allí, el Príncipe sentóse junto al diminuto estanque, donde aún brotaba el surtidor como el eco de una voz. La luna apareció entonces. A su luz, el Príncipe comprobó que el surtidor estaba rígido e inmóvil. Lo tocó y se dio cuenta de que estaba helado. En aquel momento, brillaron las desnudas ramas del Árbol de los Juegos, pero no con sus extraordinarios colores rojo y oro, sino cubiertas de escarcha. Todo vestigio de verdor y de hierba había muerto, sólo hielo y abrojos cubrían el suelo, donde antes crecían flores de toda especie y forma. Y aunque ningún niño jugaba, ni pájaro ni animal alguno correteaba, sí percibió Predilecto el hueco que había grabado allí su ausencia y el eco de sus voces. Sólo los verdes ojos de la raposa y la mirada amarilla de la lechuza, con su impávida sabiduría brillaron como un fugaz aleteo de luz, y le estremecieron.
En las últimas horas de aquella jornada que tocaba ya a su fin, una suerte de cruel y doloroso despertar pugnaba por abrirse paso en sus pensamientos y su corazón. Y otro pensamiento luchaba fuertemente por desvelar un secreto que alentaba dentro de él, y se repetía: «No quiero saber; no deseo saber nada». Pero sabía. Intentaba dominar una ira sorda y un dolor tan grande como nunca antes sintió, que le invadían, crecientes y tan implacables como caen los granos de arena dorada en el reloj. Una desesperada y casi feroz expresión llenó sus ojos e hicieron estremecer a la muchacha que los contemplaba. Huyó la lechuza y la raposa se deslizó rauda hacia las sombras. Ondina contuvo un grito. Y como la sabiduría que rechazaba Predilecto era aguda como el más afilado puñal, atravesó a su vez la estupidez de la muchacha, y entendió que Predilecto amaba a la joven y reciente Reina de Olar, con amor tan triste y sin esperanza como el que la propia Ondina sentía hacia él. «Ah, no, no -se dijo, entre lágrimas. Eran las primeras lágrimas de su vida, amargas como jamás la sal del mar alcanzó, y tan hirientes como jamás fueron los espinos del bosque-. No dejaré que este amor sea el que te aparte de mí.» Surgió de la oscuridad y, acercándose a Predilecto, le abrazó y besó con tal pasión y fuerza, que despertó de su ira al Príncipe. Una enorme sorpresa y una gran tristeza le llenaron al verla. Y, apartándola suavemente, dijo:
– No quisiera herirte, hermosa criatura… No sé quién eres, y aunque esto no sería obstáculo para que, en otra ocasión, correspondiera a tus besos, esta noche, te lo ruego, déjame solo, pues sólo en soledad podré respirar y vivir.
– ¿Qué decís, Príncipe? -gimió Ondina-. Olvidad lo que leo en vuestros ojos… Ésa en quien pensáis es la esposa del Rey, hermano vuestro, por añadidura…
– ¡Callad! -se sobresaltó Predilecto, apartándose de ella horrorizado-. ¿Qué os hace decir semejante disparate?…
– No hay nada oculto para mí en cuestiones de amor -dijo ella-. Yo misma soy víctima de igual veneno. Venid a mí, por tanto, y trataré de mitigar vuestra pena al tiempo que mitigo la mía.
Pero él se apartó de ella, desazonado, mientras le advertía que jamás volviera a pronunciar tales palabras, si en algo estimaba su vida.
Pero ella murmuró, mientras seguía ocultamente sus pasos:
– Ah, estúpido Príncipe, qué poco sabéis de estas cosas… Y estúpida de mí, también, que de tan poco me sirve conocerlas.
En tanto, en la cámara de Tontina, la Reina madre y las doncellas sustituyeron el rico y pesado traje de Tontina, por ropas mucho más sutiles y ligeras: no habían hallado, ni en la Isla de Leonia ni en parte alguna, tan transparente y delicado tejido como aquél. De suerte que, comprobaron, con íntima y sobrecogida admiración, no había riqueza en vestido comparable a la pura y simple belleza de Tontina, en su más cándida y natural expresión. Ni peinado que mejor sentara a su rostro que el esparcido y libre torrente de sus largos cabellos. Ardid murmuró:
– En verdad que sois rubia, desde la punta de vuestros cabellos a la punta de vuestros pies: ni el sol ni la luna juntos, ni el invierno ni el otoño uniendo sus resplandores, ni la primavera y el verano tejiendo sus respectivos amaneceres, hallarían Princesa o Reina más rubia que vos.
Y tomando aliento, tras rapto tan sincero como impulsivo, perfumó a Tontina de pies a cabeza. Luego, tomándola de la mano, y precedida de las doncellas que portaban antorchas, la condujo hasta la puerta de la Cámara Real. Y allí sintió que una dulce y rara congoja subía a su corazón, y besándola suavemente en la frente, dijo:
– Entrad, Reina de Olar, y en todo sed amable y complaciente con el que es vuestro esposo, Rey y Señor.
Y dejándola allí -tan quieta y muda como permaneciera durante toda la ceremonia y el banquete- se alejaron, cada una a sus aposentos, con un retenido suspiro donde se mezclaba, a partes iguales, añoranza, ternura y una remota y casi olvidada tristeza.
Tontina atravesó el umbral y las dos estancias que, divididas por tapices de espesura y pesadez que estimó excesivos, la separaban de la cámara misma. Y una vez alzó este último tapiz, halló a Gudú, con evidentes muestras de impaciencia. El ruido de sus pasos apenas podía amortiguarse en las tupidas pieles que cubrían el suelo. Pero cuando alzó el rostro y vio a Tontina, la arruga que fruncía su ceño desapareció y, con su risita breve y ronca, opinó:
– Os habéis hecho esperar, mi Reina, pero al veros, estimo que en gracia a vuestra belleza tal cosa puede disculparse.
Y así diciendo, la tomó en sus brazos y besó con tal ímpetu, que Tontina creyó encontrarse bajo el más violento temporal que pudiera hallarla desnuda y sola en pleno bosque. Una angustia insoportable la invadió, y como bajo tan brusco y duro abrazo la piedra azul se hundía esta vez en su carne con auténtica saña, gimió de tal forma que, sorprendido -jamás le ocurriera antes cosa igual-, Gudú la soltó.
– ¿Qué ocurre? -dijo-. ¿Acaso os he lastimado?
– Así lo creo -murmuró Tontina, apenas sin aliento. Y llevándose ambas manos al pecho, cayó de rodillas y temblando sobre el suelo. Y tanto era su temblor y su palidez, que Gudú, perplejo, atinó a decir:
– Tal vez la ligereza de vuestra ropa (que, por otra parte, mucho me place) hace que sintáis frío: aproximaos más al fuego y reanimaos. Si bien creo que, en breve, yo mismo conseguiré daros más calor que si en las llamas mismas os hallaseis.
Con la máxima delicadeza de que supo echar mano -y que pareció a Tontina un brusco empellón-, la acercó al fuego. Y una vez allí, acarició los brillantes cabellos y, sintiendo tan suave y resbalosa seda entre sus dedos, dijo:
– Qué hermosos cabellos tenéis… y qué bella sois, en general. Si el tiempo y mi insolencia no apremiaran, sólo en contemplaros me detendría…
Y tornó a abrazarla y besarla. Pero esta vez su abrazo produjo tal repulsión y horror en Tontina, que ni fuego, ni abrazo, ni besos mitigaban su frío: antes bien, lo acrecentaban de tal forma que creyó que moría aterida entre aquellos brazos y bajo aquellos labios. Entonces, un rayo tan cruel como luminoso se abrió paso en su confusión; y otros labios y otros brazos acudieron a su mente; y otros besos -si bien, sólo presentidos y deseados- le advirtieron que estaba muy lejos de conocer ni el primero ni el último beso de amor. Muy claro llegó entonces a sus oídos el penetrante grito de la lechuza y, bruscamente -tanto que nadie jamás imaginó posible en tan suave criatura-, apartó al Rey de sí. Encendida por una violenta y, a un tiempo, dulce ira, con sabiduría que llegaba a su lengua y a su entendimiento -hasta aquel momento sumidos, según parecía, en la cálida ignorancia de su infancia irreversiblemente abandonada-, dijo:
– No son vuestros besos ni vuestros abrazos quienes me devolverán el calor: es el calor de la vida el que me falta, y mi vida no está en vuestra vida.
– ¿Qué galimatías es ése? -se impacientó Gudú, más asombrado que enfadado, pues en su interior no dejaba de estimar que tal rechazo y rebeldía componían una picante sustancia que no había gustado hasta el presente-. Tengo para mí que debéis abreviar las gazmoñerías en que sin duda habéis sido instruida, y pasad rápidamente a la segunda y verdadera fase de esas enseñanzas. Dad, pues, por zanjado este preámbulo, y no olvidéis que soy hombre y Rey poco paciente.
– Vos sois quien habla en lenguaje que no entiendo -dijo Tontina, al tiempo que se incorporaba y retrocedía hacia el tapiz que separaba la cámara de las otras estancias-. Y permitid os diga, mi Señor, que sois aún más necio de lo que a primera vista me parecisteis.
– ¿Qué estupideces oigo? -dijo Gudú, encolerizándose al fin-. Venid aquí y cerrad la boca, pues ni siquiera en vos se quiebra la opinión de que una mujer, cuanto más callada, más hermosa parece.
Él intentó sujetarla, pero Tontina sabía hurtar sus brazos y sus torpes y ansiosas manos tan ágilmente como jamás criatura ni animal alguno él viera antes. Tal vez la ayudaron mucho en ello su afición a los juegos que, hasta muy reciente época, tanto practicó. A medida que escapaba una y otra vez de sus brazos, retrocedía y atravesaba en su huida las dos estancias anteriores. La ira se adueñó de Gudú de tal forma que su garganta parecía hervir, y jadeando como si se tratara de una cacería difícil, logró, al fin, apresarla contra la última puerta de su cámara. Y allí, oyó decir a Tontina:
– Sois necio y grosero. Y sabed que no deseo vuestros besos ni vuestros abrazos, sino otros besos y otros abrazos, y que no os amo en absoluto ni os amaré jamás: pues es otro a quien amo y a quien amaré hasta el último día de mi vida.
– Estúpida -rugió Gudú. Las últimas palabras de Tontina le sorprendieron por parecerle inexplicables-. ¿Qué me importa vuestro amor, ni lo que vos sintáis? Lo que yo pueda desear y juzgar como bueno, deseable y bueno será.
– No para mí -respondió Tontina. Y con un hábil escamoteo se desasió nuevamente de sus brazos y corrió a refugiarse tras un alto asiento de respaldo-. Debéis saber que también yo soy Reina, y mujer de inquebrantable voluntad. Y lo que estimo justo para mí, lo será para vos. Y como justo, debo deciros que ni bajo tormento lograréis de mí un solo beso. Dejadme en paz acudir en busca de quien en verdad amo, y con quien en verdad deseo hallarme.
Sólo entonces alcanzó Gudú el verdadero significado de sus palabras:
– ¿Entonces, vos misma confesáis tener un amante? Tened por seguro que las leyes son duras con mujeres como vos, y no por Reina os libraréis de ellas: antes bien, más duro seré, por ello mismo y para escarmiento de otras. Retirad, pues, esas palabras, si son disimulo de una mal aprendida, ineficaz y contraproducente coquetería.
– Repito y juro lo que digo -respondió Tontina, con voz firme-. Es otro a quien yo amo, y otro a quien iré a buscar: no a vos, grosero y ridículo Gudú, que no merecéis ser Rey, ni tan sólo esposo de la mujer más vil.
Aquí, la ira del Rey llegó a su punto culminante. Desapareció totalmente su deseo, y ya ni la belleza de Tontina veía. Sólo ocupaban su mente la ceguera de su gran indignación y su soberbia, tan incomprensiblemente heridas. A grandes voces llamó a la Guardia y, al punto, ordenó que condujeran, en calidad de prisionera, a la Reina, y la encerraran en la más oscura mazmorra.
Tontina no opuso resistencia y se dejó conducir, tan suavemente que la propia Guardia, asustada y sorprendida, sentía al verla cómo se ablandaban sus entrañas. Aunque, naturalmente, bien se cuidaron de no demostrarlo.
Una vez se hubieron llevado a la muchacha, Gudú reflexionó. Pero se hallaba tan excitado, y tan grande era su ira, que no alcanzaba a ordenar sus pensamientos. Al fin, mandó recado a su madre, diciéndole que precisaba verla a solas, con la mayor urgencia.
Desolada, llegó la Reina. Sus trenzas sueltas y su desaliñado porte hacían patente la prisa con que saltó del lecho para acudir a tan insólito requerimiento. El rumor confuso de los que abajo aún celebraban, ebriamente, los frustrados esponsales, llegaba a sus oídos, cuando oyó decir a Gudú:
– ¿Qué clase de bruja siniestra me buscasteis por esposa? Has de saber, madre, que esa Tontina, que el diablo confunda, ha osado rechazarme.
– Hijo querido, calmaos -dijo Ardid, intentando recuperar el ánimo-. Aunque vos tal vez no lo sepáis, es costumbre en muchacha de alto linaje resistir en un principio los impulsos del varón…, pero tened por seguro que tales escrúpulos pasarán pronto, y mucho me equivoco si no llegará el día (y muy cercano, a mi ver) en que sea ella quien os persiga por vuestras dependencias, y seáis vos quien la frene en sus impulsos…
– No digáis tonterías, madre -barboteó Gudú. Y dio tal puñetazo sobre la silla tras la que poco antes se refugiara Tontina, que, bien sea por la humedad que pudría la madera en aquellos lugares, bien porque la carcoma había celebrado inmensos festines en sus patas, bien porque la ira y la fuerza vigorosa de Gudú unidas eran irresistibles, ésta se desmoronó entre el crujir de sus astillas.
– No sólo me ha rechazado, sino que, clara y sucintamente, ha manifestado desear a otro. Y por ello, según me ha hecho saber, todo contacto conmigo le repugna, pues es otro contacto el que, al parecer, añora. Y para que os lo grabéis bien en la mollera -y la miró de la forma que Ardid atinaba prudente no contradecir ni desobedecer en modo alguno-, os ordeno que la entreguéis mañana mismo al verdugo, la queméis viva (a ser posible con leña verde), y cuando se haya reducido a cenizas, me enviéis éstas en una vasija, para recordarme la candidez que he mostrado en este asunto. Para que no vuelva a repetirse en lo sucesivo. También os comunico que en este momento parto para mi Castillo Negro, y allí aguardaré las noticias del cumplimiento de cuanto os digo. Cuando la vasija en cuestión se halle en mi poder, en lugar bien visible la pondré. Y allí estará hasta que se decida la que habrá de ser, a la mayor brevedad posible, mi futura y auténtica esposa. Esto os ordeno llevar a cabo; pero abandonad todo sueño de linajes puros, extraños y complicados: aprestaos a presentarme un buen racimo de mujeres sanas, princesas o pseudoprincesas, que no alteren con fútiles cuestiones el curso de mi precioso tiempo. Ahora, pues, salid, y sabed que no toleraré la menor dilación… En los momentos presentes, Tontina se halla encerrada en la mazmorra que mi Guardia personal os tendrá a bien informar.
Dicho lo cual, a grandes voces ordenó ensillar su caballo y conducir a la Reina a la mazmorra susodicha.
– Permitidme, al menos, una cosa -dijo Ardid, recuperando, si bien con gran dificultad, el dominio de sus pensamientos-. Y ello es que, para evitar escándalos que a nada bueno podrían conducirnos, y estimando que la fiel Guardia está al corriente de lo acontecido (y, como según llega a mis oídos, nuestros invitados y todos en el Castillo andan aún inmersos en el mediado banquete, y de nada se han apercibido), dejéis que lleve el cumplimiento de ese castigo en el más riguroso secreto. Propaguemos la noticia de que la propia Tontina, víctima de cualquier maleficio (de los que, afortunadamente, abundan en su linaje), ha muerto en su noche de bodas…, digamos que por propia iniciativa…
– Haced como gustéis, pero guardaos mucho de no acatar mis órdenes -dijo Gudú-. Y ahora, id sin dilación a cumplirlas.
– Aún otra cosa, hijo mío -dijo Ardid, sujetando a su expeditivo vástago por una punta de aquella camisa tan ricamente bordada para la ocasión y que, al parecer, muy poco impresionara a Tontina-. Afuera está la Guardia de Tontina… y tened por seguro que esos soldados tan intachablemente marciales, vestidos y armados, no aceptarán como buena cualquier cosa: algo debemos hacer con ellos.
– Mi Guardia personal, con Yahek al frente, dará buena cuenta de ellos al amanecer -dijo Gudú-. Por muy bien trajeados que estén, dudo que puedan hacer frente a Yahek y los suyos.
Y desprendiendo de un tirón la camisa de manos de su madre, la lanzó sin miramientos por sobre su propia cabeza; y a grandes voces reclamó sus cómodas ropas de soldado.
Atribulada, Ardid descendió hacia las mazmorras seguida de los soldados. Y aunque bien hubiera querido llamar en su ayuda al Hechicero o al Trasgo, la imponente actitud de aquellos soldados no le aconsejaban, por el momento, tales desvíos. Así pues, siguióles resignadamente y, al fin, estremecida de frío y horror, pisó las más lúgubres dependencias de aquel Castillo.
Un soldado descorrió el enorme cerrojo, enmohecido y cubierto de orín. La luz de la antorcha iluminó, y descubrió, sentada en el suelo, a la Princesa.
– Dejadnos solas -dijo Ardid, secamente. Y entró, cerrando la puerta tras sí.
– ¿Qué has hecho, desgraciada? -gimió. Y aunque deseaba con todas sus fuerzas recuperar su dureza y severidad, la vista de la princesa le impedía de todo punto conseguirlo-. ¿Te das cuenta de que has labrado tu desgracia? Apresúrate, rectifica tus imprudentes palabras, y tal vez, aunque no estoy segura de ello, consigamos que el Rey te perdone.
– No -dijo ella-, no lo haré.
Y nada más pudo conseguir de ella.
Así pues, salió de la mazmorra. Hacía muchos años, mucho tiempo, que no sentía tanta congoja, tan infinita tristeza. Y se dijo: «Acabé imaginando que Tontina era en verdad una hija, y que me amaba: así me lo parecía, y así suavizaba esta honda pena de saber que mi hijo no me amará jamás». De improviso se sintió inmersa en un sueño. Era un sueño anterior, y no sabía con certeza si lo había soñado o vivía realmente lo que desfilaba ante sus ojos: lo cierto es que se hallaba en las almenas de la Torre Vigía, con su amado Almíbar, esperando la llegada de Tontina. La vio al fin. Pero no era su carroza: la que avanzaba sobre la hierba era una nave. Y en aquel país de gentes sin mar, nadie la comprendió -y acaso ni la vio-. Sólo Ardid sintió una punzada en el más escondido lugar de su ser, porque ella sí vio en otro tiempo cruzar el horizonte siluetas parecidas que, después, bajo el viento y el sol, intentaba recuperar, aunque ésta era mucho más esbelta, mucho más hermosa, mucho más fina… «No obstante -se dijo-, ¿cómo llegaba así, sobre la hierba?, ¿cómo avanzaba más allá del Lago?, ¿cómo aparecía entre los abedules y desaparecía entre ellos, y se reflejaba, o lo parecía, para desaparecer de inmediato en la tersura negra del agua?…» Ardid contuvo el aliento. La nave parecía deslizarse sobre un trineo, en una inexistente nieve. Entonces bajó la escalera, abandonó la Torre Vigía y dejó perplejo a su buen Almíbar, que murmuraba extrañas cosas, arrebolado y como ausente del mundo.
«¡Ven acá! -le gritó, angustiada-. Baja de ahí: ya no eres el Vigía.» Pero sí lo era, aunque la sabia Reina lo ignorara. Porque la sabia Ardid ignoraba muchas, muchas cosas.
Cuando se reunió al impaciente y selecto grupo de la más estricta Corte, Ardid apareció de nuevo serena. Pero al ver cómo se elevaba el puente y sentir algo como un resplandor en torno, no pudo evitar que sus manos temblaran. Pues, ¿qué había visto? ¿Tan neciamente fantasiosa se tornaba? ¿Acaso -y le dirigió una furtiva mirada de despecho, ligeramente punitiva- Almíbar la había trastornado con sus viejas historias de viejos seres de viejos mundos y muy barridas tinieblas?
Pero rápidamente se recompuso. Levantando la cabeza, miró a la Guardia con toda la severidad de que era capaz y, entonces, su sagaz mirada le desveló que aquellos hombres, tan rudos y fieros, sentían un gran pavor o dolor -no podía esclarecerlo por llevar a cabo, en la persona de la Princesa, el castigo que Gudú ordenara. Así fue como, súbitamente, recordó a aquel que, en los momentos de apuros, estimaba siempre como más útil, más fiel y más competente:
– Soldados -dijo-, ordenad al Hermano Protector de nuestro noble Señor y Rey Gudú, el Príncipe Predilecto, que cumpla las órdenes de mi hijo.
– Así se hará, Señora -respondió el Capitán de los soldados.
Y a las luces adivinó Ardid el alivio que tal encomienda les producía. Sin más, fue hacia las escaleras; pero aún se volvió para decir a aquellos hombres:
– Y no olvidéis decirle que, a su vez, recoja las cenizas de la que fue, por tan breve tiempo -y reprimió un inoportuno suspiro-, nuestra joven Reina. Luego, yo las entregaré sin dilación al Rey. Y decidle que todo debe ocurrir antes del amanecer. Y, al amanecer, advertid a Yahek de lo que el Rey ha ordenado: que aniquilen a la Guardia de la Princesa Tontina, de forma que no quede huella de cuanto ha ocurrido. Y sabed que vuestras vidas dependen del cumplimiento estricto de cuanto se os ordena y del secreto que respecto a todo ello sepáis guardar.
Presurosamente -demasiado presurosamente, dado su regio porte- se sumergió en las oscuras profundidades que le conducirían, de vuelta, a su cámara.
Y de nuevo el sueño la atrapó entre sus garras: y se vio a sí misma, inclinada sobre el lecho donde la Princesa parecía morir de alguna extraña dolencia; aquel en que una flor apareció en su pecho y la sanó. Y de nuevo la veía, como arrastrando un extraño trineo.
– ¿Qué arrastras, niña?
– .Mi trineo. Es mi trineo.
– Niña mía, estamos en primavera, abandona el trineo. No temas: la nieve está lejos.
– No temo a la nieve, madre, sólo temo a la primavera.
Ardid tomó su mano. Pero apenas la rozó, la soltó, como si hubiera atrapado una de aquellas codornices ensangrentadas y moribundas que sus hermanos solían traer, colgadas al cinturón, y que aún vivían, pero ya estaban temblando dentro de la muerte. Sintió entonces un frío muy grande, y contempló el rostro blanco, los párpados cerrados de Tontina. Y se estremeció de nuevo ante las delgadas, frágiles y sedosas trencitas que, paradójicamente, eran el peinado de un antiguo, rubio y muy temido guerrero. «La primavera», se repitió Ardid, sin conocer lo que decía, ni desear conocerlo. «Tan sólo a la primavera…»
«Es tan joven -resumió al fin, espantando como solía sus fantasmas-. Es aún tan joven… Tiempo vendrá donde no temerá ni al invierno, ni al sol, ni al hombre… Tiempo habrá aún, para no temer a nadie…» Y aunque una súbita idea -«… excepto a sí misma»- bullía en su mente, también la apartó en las grutas de la memoria. Seguramente, junto a otros muchos recuerdos, igualmente inoportunos y demoledores.
Hallábase aún Predilecto en el jardín cuando, como la repetición de un sueño o un recuerdo olvidado, llegaban ahora hasta él una escena y unas palabras:
– ¡Tenéis tanto sol! -decía Tontina, levantando la mano para protegerse-. ¡Vais tan deprisa!… Deprisa crecen las flores, deprisa el viento barre el polvo y las hojas secas y la hierba quemada…, pero allí, de donde yo vengo, el gran frío nos preserva de estas cosas, y estamos tan cerca de nuestros orígenes, que podemos recordar la vida de las estrellas.
– ¿Qué dices? -se extrañó Predilecto-. No te entiendo… Ella se reía como si hubiera oído una broma.
– ¡Tú no necesitas entender! -decía, tirándole graciosamente de la barba (cosa que le dejó muy confuso, pues tamaña falta de respeto no la hubiera perdonado sino a través de la sangre)-. Sabed que la nieve y los grandes hielos conservan las pisadas de los hombres, y sus llantos y sus risas, mucho más que el ardor y la viveza sureña… Sí, es cierto; allí de donde vengo, no crecen las flores que veremos el día en que tú y yo lleguemos a conocernos. Pero en cambio, cuando esas flores hayan muerto, tus pisadas y mis pisadas caminarán juntas por tundras donde el hielo permite eternas huellas humanas: bien poco es -suspiró-, pero más efímeras son las rosas o el aroma de las fresas.
Predilecto sintió que algo nacía y moría en su interior. Por un momento estuvo seguro de haber alcanzado, por fin, la respuesta a sus innumerables dudas: pero pesaban muchos soles y muchas espadas y muchos aventados amores u odios sobre él; y todo se redujo a polvo, y con el viento se dispersó. En cambio, en las eternas nieves de la princesa Tontina, las palabras imponían sus huellas y horadaban en el tiempo; y en él persistirían hasta que un sol definitivo devorase el mundo para siempre.
Las voces y pisadas de los soldados, y la luz de sus antorchas, interrumpieron sus cavilaciones. Y así, acudió a su encuentro, en demanda de lo que sucedía a tales horas, pues no parecía tratarse de cosa baladí.
– Señor -dijo el Capitán de la Guardia, con voz excesivamente vacilante- os traemos una grave encomienda.
Brevemente, expuso al Príncipe las órdenes del Rey, su hermano, y las de Ardid, la Reina. Y apenas hubieron comunicado tan ingrata orden al Príncipe, dejáronle solo, y en su mano depositaron las llaves de la mazmorra. Y lo hicieron con tal gesto que no parecía sino que tales llaves quemaban como hierro candente.
«¿Qué es lo que oigo? -se dijo el estupefacto Príncipe-. ¿Es cierto o es un sueño, que he de cumplir orden tan horrible, ni aun llegándome del Rey, mi hermano, a quien juré obedecer y proteger con mi vida?» Y era tal la confusión y dolor que aquello, le producía, que ni el horror de semejante orden podía sacarle de un enorme asombro e incredulidad. Pero allí estaban las llaves en su mano. Pesaban como las palabras de los soldados, y en ella se grababan como a punta de fuego.
Ondina se había ido, nadie estaba con él en aquel instante. La muchacha había retornado a la Corte Negra, inundada de pena, para no ver ni oír nada que a él pudiera recordarle. Y él echó de menos una presencia, alguien con quien compartir noticia tan cruel. Nueva que se negaba, desde lo más profundo de su ser, a aceptar.
– No la llevaré a cabo; una y mil veces, no -murmuró como última resolución…
Y comprendiendo que si no obraba con rapidez, el peligro que corría Tontina sería todavía mayor, se dirigió con toda premura a la mazmorra. Abrió aquella siniestra puerta y descubrió, sentada en el suelo, sobre la paja, a la reciente y muy joven Reina.
Ordenó a los soldados que la sacaran de allí. Y viéndola vestida con tan ligera ropa, quitóse a su vez el manto de terciopelo verde que Almíbar le regalara, y, sin mirarla, le ordenó que se abrigase con él. La dejó custodiada por sus hombres y volvió de nuevo al jardín. Una vez allí, les dijo a los soldados:
– Marchaos, y decid a la Reina que cumpliré prontamente sus órdenes.
– Si preciso fuera -dijo el Capitán que les mandaba, con voz trémula-, podéis llamarnos.
– Tengo a mis hombres conmigo -respondió Predilecto-. Y podéis observar que jamás reo alguno se prestó más dócilmente al sacrificio. Decid a la Reina que, una vez consumadas sus órdenes, entregaré las cenizas tal y como me ordenó.
Y una vez los soldados del Rey partieron, los hombres de Predilecto, visiblemente afectados, preguntaron si debían formar la pila de leña de la hoguera, y dónde.
– Aquí -dijo Predilecto-, junto al Árbol de los Juegos.
Y en tanto los hombres cortaban la leña, él ordenó enjaezar su caballo. Y una vez todo estuvo a punto, mandó traer a la Princesa. Y cuando sus hombres la traían y cruzaban el jardín, la luz de las antorchas temblaba en el viento, y el cabello de Tontina flotaba en la noche, como si de otra y más brillante hoguera se tratase. Entonces, el Capitán de sus hombres dijo, rodilla en tierra:
– Señor, os rogamos nos dispenséis de contemplar el sacrificio, pues aunque templados en las mayores atrocidades, ninguna como ésta nos ha llegado al corazón, y tememos rebelarnos ante semejante crueldad.
Y aunque temía las represalias que tan audaces palabras podrían suscitar en Predilecto, éste dijo:
– Ve con tus hombres, y permaneced en vuestros puestos, pues para tan sumiso reo sólo preciso de mi autoridad.
Los hombres partieron. Solos, a la luz de dos débiles antorchas, Predilecto y Tontina se miraban. Y aunque la Princesa se hallaba con ambas manos encadenadas, y creía llegada su última hora, tal era la expresión de sus ojos, que nadie diría sino que por primera vez conocía la felicidad.
Apenas los últimos hombres desaparecieron, y aunque Predilecto conocía la fidelidad de aquellos que de niños le habían acompañado desde las tierras cálidas del Sur hasta las frías tierras de su padre, y no dudaba que todos, hasta el último de ellos, adivinaba cuáles eran sus deseos e intenciones, no dio reposo a su inquietud hasta que sólo oyó el viento, que arrastraba quemados restos de algún último y fantasmal espectro de lo que tal vez fueron flores o tiernos tallos silvestres. Entonces, miró a Tontina. Y sintiendo estallar lo que por tanto tiempo guardaba -y no quería a sí mismo decirse-, con manos temblorosas desató sus cadenas, y oyó cómo ella decía:
– No tiembles, Predilecto, pues este momento vale para mí más que una vida entera junto a Gudú.
– Callad, os lo ruego -dijo el Príncipe. E hincando su rodilla, y sin atreverse a mirarla, añadió-: Aunque bien sé a lo que me expongo, os juro que nadie os tocará mientras yo viva. Y si vuestra vida vale mi muerte, poco precio me parece ésta para salvaros.
Entonces Tontina se inclinó hacia él y, arrodillándose junto a Predilecto, le abrazó tan estrechamente, que toda la fuerza y voluntad de rechazo desaparecieron en él.
– ¿Qué hacéis, Señora? -dijo-. Os ruego contengáis el escaso agradecimiento que debéis a una acción que más obedece a egoísmo propio que a verdadera compasión. Pues si supiera que habéis muerto, mi vida no valdría más que la de cualquier ahorcado de entre los más miserables.
– Callad -dijo Tontina, poniendo su mano sobre los labios del Príncipe. Y a su contacto ambos quedaron mudos, y el mundo parecía borrarse a su alrededor, aquel mundo que tiempo atrás Tontina juzgara hermoso.
Aún pasó algún tiempo, antes de que Predilecto hallara alguna palabra con que iluminar tan oscura y, a la vez, luminosa turbación. Y dijo:
– Os lo ruego, Princesa, no prolonguéis mi sufrimiento. Subid conmigo a mi caballo, y en él os llevaré allí donde una vez soñabais y, según dijisteis, habríamos de conocernos…
– Ese lugar es mi tierra -dijo Tontina, con tal luz en los ojos, que por sí solos parecían llenar de resplandor cuanto miraban-. La única tierra y el único país que me pertenece: pues vos solo sois mi patria, y vos solo mi raza.
Y así diciendo, le abrazó de nuevo, y sus rostros se rozaron, y el mundo se borró alrededor. Predilecto olvidó su fidelidad a Gudú y a la Reina, y a todo juramento que no fuera aquello que, como un dogal sutil y férreo a un tiempo, lo ataba a la Princesa.
– Señora -dijo penosamente, pues muy cerca de sus labios estaban los labios de ella, y muy cerca de sus ojos, los ojos de ella-, no hagáis tal cosa: ya no sois una niña, y no debéis portaros como en el tiempo en que tal fuisteis, cuando nos contábamos historias y jugábamos juntos…
– No soy una niña, bien lo sé -respondió Tontina.
Y su voz parecía lejana y próxima a la vez: como si brotara del centro de su ser y, a un tiempo, huyera por sobre la línea del horizonte.
– No lo soy: el último minuto del Primer Plazo está acabado, y entraré en un Nuevo Plazo que colmará mi vida hasta la última gota. Por eso sé que soy una mujer y que os amo.
Y al oír el acento de aquella voz, Predilecto supo que todo cuanto él deseaba y temía decir estaba dicho. Sus labios se unieron por vez primera, y sus cuerpos se estrecharon uno junto al otro. Y, al fin, Tontina dijo:
– Éste es el primer paso del fin, Predilecto: y os suplico, por lo que podáis amarme, que lo prolonguéis mientras sea posible. Pues si el primer beso de amor debiera ser el último, no quiero presenciar el fin.
– No habrá nunca fin -dijo Predilecto.
Y besándola una y mil veces, sintieron como si bajo sus cuerpos brotara un tiempo nuevo y viejo a la vez: un tiempo en que el jardín de Ardid había florecido misteriosamente y el Árbol de los juegos resplandecía. Así lo sentían sobre ellos; bajo sus ramas heladas creyeron que brotaban de nuevo todas sus hojas, y que como lluvia de oro caían y les cubrían. Ni la escarcha ni la agostada y húmeda tierra del jardín muerto eran verdad para ellos; ni el frío de la noche, ni la oscuridad, ni la pálida frialdad de la luna. Era el sol, tan cálido y maduro como jamás estuvo, el que lucía sobre las vides, los almendros y los olivos. Y no era el helado viento que agitaba la espesura de los bosques lo que les llegaba, sino el rumor de un mar tan azul como jamás contemplaran otros ojos que aquellos que, libres de toda ceguera humana, sabían mirar a través de una piedra horadada. Y sentían o sabían que el mundo tal vez fue, o podía ser, o sería, hermoso.
Y se amaron de tal forma, que en mucho tiempo -antes y después de ellos; y en tierras aún muy lejanas a las suyas, o en siglos remotos, a ambas orillas del tiempo- no llegarían a amarse igual dos criaturas humanas.
Sólo cuando una luz dorada comenzaba a rozar las copas de los árboles, Predilecto despertó del sueño profundo y lúcido que había conocido por primera vez. Alzó la cabeza y vio amanecer un nuevo día. Sintió frío, estrechó más a Tontina contra él, y creyó despertarla también, diciéndole:
– Hemos de huir, porque está amaneciendo; y nadie debe hallarnos aquí. Algún lugar habrá en el mundo, donde podamos ocultarnos de toda la ira, la maldad y el egoísmo de la tierra.
Pero un frío más grande -uno que partía de sí mismo- le llegó, al contemplar cuán blanca y fría estaba la piel de la Princesa. La abrigó más, y la apretó contra su pecho, diciéndole:
– ¿No oís? ¡Debemos apresurarnos!
Pero los ojos de Tontina estaban abiertos, y era su transparencia igual a la que algunos días de sol ofrecía el mar, que podía verse en ellos el fondo. En las pequeñas playas, la arena de oro y las algas y el suave deslizarse de los pececillos dorados revivían ahora en su memoria, contemplándoles. Oyó entonces la voz de Tontina: era una voz lejana, como si de alguna bóveda muy alta -tal que el cielo mismo- bajara; o brotara de una azul profundidad.
– Mira -murmuró. Y su brazo, blanco y dorado, se tendió hacia la luz que del cielo iba naciendo, sobre la negrura de los bosques. Allí van los que fueron mis amigos: van a enterrar a una niña que llamaban Tontina.
– No van a enterrarla -dijo Predilecto, poseído de súbito terror, estrechándola más y más-. No murió, está aquí conmigo, y nadie la apartará de mí.
– Tontina murió -repetía ella, como el extraño eco de su propia voz-: yo soy una mujer, y te amo.
Entonces vieron un cortejo que avanzaba entre la luz del amanecer, sobre las largas estepas celestes: y lo componían sus jóvenes amigos, precedidos por el Príncipe Once; y no faltaba ninguna ave, ni ningún ciervo ni mariposa. Conducían en andas una niña que, en verdad, parecía muerta. Y todos los muchachos y muchachas, y la misma Tontina muerta, eran traslúcidos. La luz seguía su camino, y las nubes del amanecer, su ruta hacia otros desconocidos países. Y todos parecían en seguida las huellas de sí mismos: reflejados en el cielo como los árboles se reflejan en el agua, sin saber si eran ellos o su recuerdo.
– ¿Adónde van? ¡Llámales! -dijo Predilecto, lleno de angustia-. Llámales; y diles que se detengan, que no has muerto, que estás aquí, y que esa muchacha que van a enterrar no es la Princesa Tontina.
– No puedo llamarles dijo Tontina. Y esta vez su voz era más remota y más ligero su peso-. Olvidé sus nombres; y aunque no los hubiera olvidado, no me oirían. Porque regresan allí de donde vine y a donde siempre van, y de donde siempre volverán; y aunque les siguiera, las murallas de esa ciudad están para mí cerradas para siempre y no podría entrar en ella… Son sólo espectros de unos juegos, de unas voces: espectros de nombres y juegos y canciones. Pero tampoco deseo ir allí, ni estar con ellos.
– ¿Qué dices? ¿Adónde van, que de tal forma se funden en la nada? ¿Cuáles son esas murallas que no se abrirán más para ti? Yo derribaré todas las murallas, y allí irás, si lo deseas…
– No deseo ir, porque Tontina ha muerto -repetía ella; y su voz ya no era sino el eco de sus propias palabras, llevado por el viento, en la tenue música que desde la luz brotaba-. Tontina ha muerto. Soy una mujer, y te amo.
Al fin, el viento cesó. La configuración de las nubes y la ruta de la luz tomaron con el día, que brotaba desde todos los rincones del cielo, un nuevo aspecto. Y el amanecer escondía voces y huellas de muchachos, y el mismo eco de las palabras de Tontina: que entre sus brazos estaba, inmóvil, ahora con los ojos cerrados y los labios mudos. Un gran frío le llenó y, aterrido, se sintió repentinamente el hombre más solitario de la tierra. El Árbol de los juegos seguía yerto y helado, y el surtidor de la fuente no manaba, y ninguna flor ni hoja de oro aparecía sobre la escarcha y la tierra yerma que fue jardín de Ardid.
– Háblame -suplicó Predilecto, temblando de horror. Y un duro y frío dolor le atravesaba-. Despierta, despierta, mírame… Pero ella no despertaba ni le veía ni parecía oírle. La depositó con gran cuidado sobre el suelo, y vio avanzar al sol por encima de las ramas heladas del Árbol de los Juegos: y, lentamente, éstas se derretían, y una lluvia desolada, más triste que llanto alguno, caía sobre él y sobre las raíces. Y por más que sobre Tontina se inclinaba y besaba sus fríos labios y le hablaba, ella no parecía ya sino el recuerdo de sí misma, o de lo que, tal vez, sería algún día.
Ahora sabía Predilecto cuán horrible podía ser el mundo; pero sólo podía pensar en aquella blanca y bellísima criatura que, tendida en el suelo, permanecía insensible a él y a todo cuanto en la tierra existe. Era horrible el mundo, en verdad; y horrible el día que avanzaba sobre las ramas del árbol muerto, y horribles los tímidos gritos y aleteos de los pájaros invernales que surcaban de sombras la frente de Tontina, y la tierra toda. Horrible y sin sentido: un hombre como él, ligado a juramentos vanos, a vanas lealtades, a tristes ecos de palabras que habían ya huido con el día, con la noche y con el tiempo; un hombre tan solo y tan perdido como él en la vasta soledad de la tierra.
Entonces, vio dos piernas de muchacho balanceándose en el aire. Alzó la cabeza y descubrió, sentado en una rama, como solía, al Príncipe Once.
– ¿Cómo puedes sonreír -dijo- si el mundo ha muerto? ¿Cómo puedes sonreír si el mundo no responde ni ve ni oye?
– Eso pasó hace tiempo. Hace tiempo, desde el día en que tú te alejaste y ya no nos escuchabas. Tontina murió entonces, no ahora.
– ¡No murió! -dijo él-. Tontina no estaba muerta cuando sentía mis besos y respondía con su amor al mío.
– Pero ésa no era Tontina -respondió Once, con la tranquilidad que le distinguía-. Esta que está en tus brazos es la que cumplió el Segundo Plazo: y como mujer, te amaba, y de ti recibió el Primer Beso de Amor y el último… La verdadera Tontina ahora está jugando.
– ¿Jugando? ¿Qué dices? No confundas más mi angustia, porque no puedo vivir sin saber dónde está, y qué piensa, y qué dice…
– Nada. No dice nada. Está jugando a No Volver Nunca.
– Entonces, dime -y le obligó a bajar del Árbol, y le zarandeó por los hombros; pero era tan frágil que le sentía entre sus manos como si zarandease viento y sombras, o remotas imágenes medio olvidadas-. Dime quién fue el que causó un dolor tan grande en ella, porque le perseguiré hasta el fin de la tierra, y mi espada no tendrá clemencia para él.
– No entiendes nada -respondió Once, al parecer asombrado. Y súbitamente se agachó y recogió del suelo una hoja, hermosa y dorada, que brilló entre sus manos-. No sabes que ni la espada ni el odio ni toda la venganza de la tierra podrían nada contra esto: pues ni atravesándole con tu venganza y tu espada y tu odio matarías a quien causó eso que llamas tanto mal. En verdad, ella está simplemente así: lejos. Y juega a No Volver.
– Pues si ella desea volver a su hogar -dijo Predilecto, mientras las lágrimas pugnaban por afluir a sus ojos (pero tanta era su costumbre de retenerlas, que cristalizaban y aguijoneaban sus entrañas)-, si allí desea ir, ten por seguro que allí la llevaré; aunque tenga que recorrer todas las vidas y todos los caminos.
– No entrará nunca más: porque voluntariamente dejó atrás aquella ciudad, y sólo quienes la abandonan por propia voluntad no pueden atravesar nunca sus murallas.
– ¿Cuál es esa ciudad? Con uñas y dientes cavaré una rendija para que a ella regrese, si en ella era feliz entonces.
– No sé si era feliz: era niña. Y esa ciudad, como tú la llamas, no es propiamente tal, pues sólo se trata de la Historia de Todos los Niños, de donde venimos y adonde regresamos, por los siglos de los siglos, Nosotros, Sus Amigos los de Siempre.
Oyó entonces, aunque ya aventado, el último aleteo de las codornices, el cuchicheo de las ardillas y un coro de voces que no se sabía bien si discutían, reían o lloraban por algo.
– Entonces, ¿qué puedo hacer?
– Nada -dijo Once-, nada.
– Pues óyeme bien -respondió Predilecto; y súbitamente todo su dolor, un dolor que se remontaba a su partida del Sur, cierta madrugada, en que se despidió de sus amigos los viñadores, y del sol y del mar, regresó a él, a través de una piedra horadada-. Ten por seguro que nada ni nadie nos separará, y mientras vida me aliente, y aún después, estaremos unidos por todos los que en la tierra sepan lo que es amar, y llorar, y aborrecer, y gozar, y acongojarse, y pelear y, en suma, sentirse el más feliz, afortunado, valiente, solitario y cobarde entre los hombres nacidos y por nacer.
– En tal caso, será como dices. Así nadie podrá destruirla. Y como el primer beso de amor despertó y mantuvo intactas a sus abuelas, su primero, último y único beso de amor, el que la ha matado, podrá guardarla intacta, a condición de que tú seas su Guardián. Y en verdad, que nada ni nadie, ni ahora ni después de muertos, logrará separaros.
– Dime qué debo hacer, tú que eres niño también y tanto la conocías.
– Su Guardián ahora es tu recuerdo -dijo Once. Y desenvainando su espada de oro y diamantes, añadió-: Sígueme: la conduciremos allí donde nadie pueda hallarla, ni destruirla, ni separarla de ti… excepto tu memoria.
Predilecto tomó a Tontina en sus brazos y siguió a Once. Con él salió del recinto amurallado y ascendió por las colinas, y dejó atrás Olar y los bosques. Y sólo cuando entraron en la Gruta del Manantial la depositó en el suelo: y con yedra perenne y escarcha recién nacida la cubrieron. Y la guardaron para siempre, en el oculto cofre del más íntimo y preciado secreto del Príncipe Predilecto.
Había allí una huella curiosa. Una huella larga y esbelta, estilizada, en cuyo vacío vagaban rumores y gritos submarinos. Había también rodelas: infinidad de rodelas de madera, de brillantes colores. Y dijo Once:
– Es el espectro de un Rey o un Príncipe que murió antes que ella -aunque ella aún tenía que nacer-. Y ése es su féretro: va así, con las armas de su gloria y sus sueños, hacia el otro lado de la vida.
– No sé qué dices -murmuró Predilecto, desfallecidamente.
– Va hacia la Pradera de la Gaviota, corcel del mar, con su fiel perro a los pies, su escudo y su mejor caballo negro. Así está escrito en el vacío. Y en esta ausencia, Tontina encontrará tal vez el nuevo principio del fin: eres tú.
Cuando se halló de nuevo solo, tan absolutamente solo, entre los despojos que desvelaba el día naciente, mientras el sol descubría, en toda su fealdad, abrojos, cieno y hielo sucio, allí donde antaño floreciera un jardín por dos veces florecido…, y del Árbol sólo cenizas quedaban, oyó la voz de los soldados que decían:
– Señor, la Reina reclama las cenizas.
Y le tendían una vasija azul -del mismo color de las piedras que se pulían en el fondo del río-. Y con las cenizas del Árbol de los Juegos llenó aquella vasija y la entregó a los soldados, para que la llevaran a Ardid, de nuevo única Reina de Olar.
En la cámara de Ardid, los íntimos se hallaban en un estado lamentable. Almíbar y el Hechicero sollozaban sin rebozo, y el Trasgo recogía sus lágrimas, pues, según decía, eran buena simiente de Martillo: pues sólo de lágrimas como aquéllas brotaban los diamantes que horadan la tierra y les conducen bajo las pisadas de los hombres.
– No lloréis más, os lo ruego -se impacientaba la Reina, si bien su voz temblaba como el cielo antes de la lluvia-. No lloréis más, queridos míos: otras niñas hay en la tierra, y tan lindas y tan dulces como la Princesa Tontina. No lloréis más, secad las lágrimas y pensad un poco en nuestros problemas.
Pero Almíbar -y díjose Ardid, de nuevo, cuán gordo y fofo se volvía por días- secábase sin rebozo la nariz y los ojos con un pañuelo bordado, regalo de Leonia, mientras decía entrecortadamente:
– ¿Era preciso…, era preciso, Ardid, segarla de la tierra?
Y el Hechicero, a su vez, ocultaba el rostro entre las amplias mangas de su túnica rezurcida y viejísima -ahora atinaba en ello Ardid-, diciendo:
– Bien, querida…, ¿era preciso hacer tal cosa?
– Así lo ordenó el Rey -dijo ella-. Y el Rey es el Rey.
Pero su argumentación, si bien no hallaba réplica, no detenía tanta desolación. Y sólo el Trasgo no lloraba: pues sus lágrimas estaban sólo ligadas a Gudú, que no le conocía; y sólo en el dolor que le infligía que no podía verle, solían brotar: y además a través del vino.
– Era su último Plazo -repetía, de tanto en tanto. Si bien, como era ya cada vez más frecuente, sus amigos no le entendían-. El Plazo es el Plazo, ¡qué le vamos a hacer! No sé por qué os extrañáis tanto: todo sucedió tal y como debía suceder. No sé a qué viene tanta consternación.
Aunque, naturalmente, nadie le hacía caso.
– Ya amaneció -dijo la Reina-. Ahora, los hombres de Yahek destruirán su Guardia. Y quiera que nadie, sino ellos y nosotros, sepa lo que en verdad acaeció. Pues tengo para mí que ni su padre ni todo su linaje nos lo perdonarán…
– ¿Su padre? -dijo el Trasgo, asombrado-. ¿Cómo puedes decir eso? Harto tiene ahora con su nueva esposa, que le dará nuevas hijas y, a su vez, nuevas preocupaciones traerán. Ten por cierto que su padre ya la ha olvidado, como olvidó a anteriores Tontinas…
Y en efecto, la Reina procuróse, con ansiedad, noticias de lo que ocurría. Y, al tiempo que los hombres le traían la vasija azul con las cenizas -que ni pudo tocar, y ordenó fueran enviadas prestamente a su hijo-, enteróse de que los hombres de Yahek habían cumplido su cometido.
– Haced venir a Yahek -dijo la Reina, llena de curiosidad, pues algo temía que no sabía decirse-. Y que me explique punto por punto cuanto ha ocurrido.
Un tanto azorado, llegó Yahek y, postrando rodilla en tierra -pues jamás señora alguna como aquella Reina le produjo mayor azoramiento y respeto-, explicó:
– Fue algo extraño, en verdad, mi Señora. Lo cierto es que, bien dispuestos, caímos sobre ellos por sorpresa; y ya me extrañó hallarlos en perfecta formación, y en torno a la carroza de su Señora. De modo que mejor blanco no podían ofrecernos. «¡Rendíos, o sois muertos!», dije (por decir, pues es la costumbre, aunque de cualquier manera bien muertos los tenía en mi intención). Así que, con gran sorpresa, vimos que no se movían, y que en su lugar, impávidos y en verdad majestuosos, si me permitís tal comparanza, permanecían. «Rendíos, cobardes», les grité. Y viendo que seguían como sordos y ciegos y mudos, contra ellos arremetimos (créame, Señora, que con harta furia, pues algo había en ellos que mucho nos imponía). Y así, sin moverse ni alzar espada o lanza, de las que tan bien estaban pertrechados, les atravesamos sin esfuerzo alguno. Cuando, he aquí, que se desmoronaron. Y cuando sobre ellos caímos para despojarlos, pues sabéis que el botín nos está permitido por vuestro augusto hijo, y es la razón de nuestra fortuna, destripándolos con lanzas y espadas, llegamos a apercibirnos que sólo había en su interior esto.
Y así diciendo, mostró un puñado de paja a Ardid.
– ¿Esto?-dijo la Reina, asustada-. ¿Cómo es posible?
– Tal como lo oís, Señora. Eran, ¿cómo deciros?…, igual que esos muñecos que fabrican los campesinos para asustar a los pájaros y evitar que devoren la simiente: espantapájaros.
Ardid tomó aquel puñado de paja, que se deshizo entre sus dedos.
– Y así -continuó Yahek-, nos repartimos sus vestiduras. Y he de deciros que, pese a su lujosa apariencia, estaban hechas de tan apolillada y efímera sustancia, que se deshicieron como polvareda entre nuestras manos. Y en cuanto a sus armas, ¡oh, Señora, qué horrible decepción!, dentro de sus vainas, las espadas eran verdes hojas de lirio, como las que a veces usan los chiquillos para fabricarse espadas con que jugar. ¿Y sus lanzas?…, sólo quebradizas cañas las mantenían enhiestas. Y así, tan sólo lumbre y ceniza, paja y polvo, quedó de tan imponente Guardia. Y lo mismo digo -añadió- de la carroza: pues sólo una corteza de calabaza había en su lugar y, a lo que vi, bastante reseca y pasada, como conservada durante muchos años.
Ardid despidió a Yahek, precipitadamente. Corrió a su cámara, donde ella misma vigilaba los cofres que trajera, colmados de riqueza, la desaparecida Tontina. Los abrió, y con desfallecimiento, cayó de rodillas en el suelo. Allí la encontraron sus fieles amigos, deslizando entre sus dedos, con aire ausente, infinidad de piedrecitas de diversos y lindos colores. Una mariposa de oro escapó a ellos: volando alcanzó la ventana y huyó, aterida y desorientada, hacia el vasto mundo.
Ardid permaneció aún algún tiempo en la misma actitud. Y sólo al cabo de mucho rato se levantó, y todos vieron que sus pasos no tenían la acostumbrada gallardía, y que sus hombros se doblaban suavemente.
Fue al cuarto de Tontina y, allí, la miraron todos los muñecos de tal forma con sus ojos de vidrio, que rápidamente salió de la estancia. Y dijo:
– Que recojan cuanto hallen en las que fueron habitaciones de la Princesa Tontina. Y que lo suban todo a la más alta y más lejana torre, bajo el tejado de la Torre Norte, que condenó el Rey Volodioso.
Así lo hicieron: pues en la Torre Norte había un puntiagudo tejado azul, que en tiempos construyó Volodioso, imitación de alguno que llamara su atención. Y bajo aquel tejado, unas vastas buhardillas se enmohecían y alegraban, a trechos, según el sol o la niebla tenían a bien visitarlas.
Cuando el día estaba ya mediado, Gudú recibió las cenizas de Tontina. Las colocó en lugar visible, junto a su lecho, de tal forma que, todos los días, al despertar, le recordaran su ligereza en lo que tocante a bodas se refería. Y acariciando a la joven y hermosa criatura que le esperaba al llegar al Castillo Negro, dijo:
– ¿Ves lo que les pasa a las mujeres necias? Ésa se llamaba Tontina, y ahora reside ahí, convertida en frágiles cenizas.
Y ante su asombro, la muchacha prorrumpió en gritos de alegría, y, abrazándole, mostró hacia él un entusiasmo que, hasta el momento, había resultado un tanto reacio.
«Ella ha muerto, luego el mal ha cesado», se decía la inocente Ondina. «Ella ha muerto, luego el Príncipe es mío.»
Y aún más alegría experimentó cuando, aquel anochecer, Gudú ordenó que enviaran un aviso a Predilecto para que se incorporara prestamente a la Corte Negra, donde, al parecer, se preparaban muchas cosas.
Sorprendido, el Rey -y la misma Ondina- recibió una carta de la Reina que le comunicaba que Predilecto había desaparecido desde el día en que dio muerte a la Princesa; y que de él nadie sabía nada, ni se tenía noticia alguna. Con lo que -temía la Reina-, por las muchas extrañas cosas que tras su muerte habían ocurrido, tal vez algún hechizo se había cernido sobre el hombre; acaso sufría algún castigo, de forma que había desaparecido, tan misteriosa como extrañamente.
– En verdad que es raro -dijo Gudú, pensativo-. Pero no tengo gran fe en cualquier especie de encantamiento o brujería, por evidente que parezca. Créeme: sólo en seres tan evidentes como tú tengo puesta mi fe.
Y, riendo, palmoteó campechanamente el trasero de Ondina. Ésta lo miró entonces gravemente, y se retiró en silencio.
Así que estuvo a solas, Ondina salió al bosque y buscó, entre la espesura, a la Bruja de las Estepas.
– Amiga -le dijo-. ¿Sabes algo? Ando muy confusa: pues ha muerto la que robaba el amor de Predilecto, y ahora que lo tengo libre de tal cosa, él ha desaparecido.
– No sé qué decirte -exclamó la anciana, con aire fatigado-. Son muchos mis años, y las largas caminatas a que me obliga el odio hacia Yahek no dan reposo a mi cuerpo. Muy lejos quedan de mí los asuntos del amor. Y creo que de poco te servirán mis suposiciones.
Pero viendo la tristeza de la muchacha, añadió:
– ¿Por qué no sigues el hilo de las corrientes, hacia el Sur?… Tengo entendido que tu Príncipe, allí tenía arraigado gran parte de su origen. Tal vez esté ahora allá, en busca de su perdida felicidad…, o intentando reparar algún mal.
La anciana, si no muy lista, al menos era sabia en vejez, y atinó en parte con su consejo. Pues cuando Ondina se sumergió en el manantial y se dirigió al Sur, ya cerca del mar, en un viejo y abandonado Castillo, vio el caballo de Predilecto y a dos de sus soldados. Aguardó a la noche, anhelante, sabiendo que allí estaba él y que, con toda probabilidad, aquella noche obtendría su amor.
Apenas había quedado solo, Predilecto se sintió invadido de un recuerdo: «Es allí donde tenemos que conocernos mucho». Presa de un solo pensamiento y un solo deseo, en la bruma de la mañana brillaban la crin leonada de su caballo y su lomo color avellana. Lo montó y, jinete sobre su lomo, partió hacia el Sur, hacia las tierras amadas de su madre Lauria. No supo cuánto tiempo -ni si eran años o instantes, o sólo un tiempo anterior a todo lo que le había sucedido-, pero si a alguien encontró o vio en el camino, o le preguntaron alguna cosa, él nada podía decir, ni recuperaba su voz.
Cierto día llegó en que, por fin, reconoció el paisaje: las suaves colinas, las viñas, los almendros, los olivos y el mar. Pero aunque el invierno había llegado allí también y su frío color invadía la tierra, él sintió cómo todo su ser renacía de la bruma -pues la bruma parecía rodear su vida desde el día en que partió a Olar, en busca de su padre, hasta aquel momento-. Al fin, distiguió el Castillo que fue de su madre y aún le pertenecía. Y entonces recordó a los muchachitos de las Tierras Negras, y a su viejo sirviente, que había enviado allí, tiempo atrás. Pero a medida que se acercaba, la niebla trepaba del cercano río e invadía nuevamente el mundo. Y así, entró en el recinto amurallado sin hacerse anunciar: pues las puertas estaban abiertas y podridas, y mohosas las cadenas y cerrojos. La hiedra invadía los muros y penetraba en las estancias. Allí, donde fuera niño un día, sólo encontró polvo, moho y muebles astillados, vestigios de un mundo que ya no era, como si alguien hubiera desalojado todos los recuerdos, entrado a saco y llevado con él todas las cosas. Sólo, en el marco de alguna ventana, un girón de tapiz flotaba al viento. Y las telas de araña, como sutiles velos, brillaban a la luz que entraba por las rendijas.
Subió la escalera como dentro de un sueño o de un tiempo, pero sabiéndose fuera del mismo, sólo espectador del mismo, e incluso de sí mismo.
Así, llegó a una estancia pequeña y encontró, sentado en el suelo junto a un débil fuego, a un anciano que, al levantar la cabeza hacia él, reconoció como su fiel Amer. Sin poder decir nada, sus manos se estrecharon, y vio cómo las lágrimas corrían por la mejilla de Amer.
– ¿Por qué lloras? -preguntó.
– Todo nos lo quitó el Rey Gudú -dijo-, todo: envió aquí su gente, se llevaron la cosecha y enroló a los muchachos para que fueran a engrosar su Corte Negra. Tan sólo a mí me dejaron, porque era viejo y de nada podría servirles. Y vivo de raíces y bayas, y de lo que algún pastor, a veces, viene a traerme. Pero sabed, Príncipe, que estoy contento, porque, al fin, he vuelto a encontrarte.
Predilecto calló, aunque sentía el dolor punzante de todas las lágrimas que nunca había derramado -pues le habían enseñado que llorar no era propio de nobles varones-, y ardían en su garganta y en sus ojos. Acarició la cabeza de Amer, y sus labios temblaron cuando el anciano avanzó su mano hacia él y dijo, asombrado:
– ¿Niño, qué te ocurre? -Y estas palabras le recordaron un día (tendría ocho años) que se cayó de lo alto del cerezo y Amer se acercó a él y, aproximando su tímida mano (que, como ahora, no se atrevía a tocarle siquiera), le hizo la misma pregunta. Y sólo entonces sintió que el hielo y toda la dureza donde el mundo le había encerrado estallaban. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y dijo:
– Me ocurre, Amer, que quise ser un hombre y valiente caballero; un fiel, intachable y leal caballero: y sólo fui hombre estúpido.
– No digas eso, Príncipe -dijo el viejo, horrorizado-. Nadie más noble, fiel y generoso que tú. Nadie en el mundo, tenlo por seguro.
Predilecto sabía que no podría hacerse entender, y así, permaneció junto a él; y con él recorrió los campos, y con el dinero que le quedaba en la bolsa compró en alguna alquería alimento y leña. Y con sus manos le dio de comer y de beber, hasta que una madrugada, Amer, murió. Entonces, se sintió tan vacío e inútil sobre la tierra como jamás creyó podría sentirse mendigo alguno. Lo enterró en el que fuera cementerio de los nobles: en el lugar más alto, allí donde reposaba su propia madre. Luego, tejió una corona con hojas, de esas que nunca mueren, y la depositó encima. Y regresó al Castillo, sin saber qué hacer ni adónde ir.
Entonces, oyó una voz que le llamaba y, sorprendido, se volvió. Vio una joven muy linda, de cabellos negros y ojos tan profundos que recordaban el tono de las violetas silvestres.
– Príncipe Predilecto -le dijo-, he venido a servirte y a amarte: tenme a tu lado y déjame acompañarte.
– Márchate -dijo Predilecto, perplejo y molesto ante tantas mujeres que, sin pretenderlo, se le ofrecían-. Mucho siento decírtelo, pero nada más que la soledad me es grata. Márchate, te lo ruego, y déjame morir.
– No, no debes morir -dijo la muchacha, acercándose a él y tomándole de la mano-. Tú eres el más hermoso, el más joven y el más valiente Príncipe: y yo te amo.
– No digas eso -dijo Predilecto, bruscamente, desasiéndose de su mano. Y se alejó presuroso, con tal dolor y furia en la mirada como jamás Ondina había podido imaginar en él.
Pero ella le siguió y siguió, por las vacías estancias del Castillo; y por más que él la rechazaba, e incluso en una ocasión desenvainó su espada, amenazándola con matarla si no dejaba de importunarle, ella insistía con tal dolor y tantas lágrimas, que, al fin, Predilecto se compadeció. Dejó caer su mano con la espada, y le dijo:
– Si es verdad que me amas, entenderás mejor que nadie que también yo he amado y amo de tal forma, que sólo el objeto de este amor podría calmar mi sed, mi hambre y mi dolor. Así pues, te lo ruego: márchate. Pues mientras tenga vida, y aún después, sólo a ella amaré, y nada en el mundo podrá separarme de su memoria.
Al oír estas palabras, Ondina lanzó tal grito, que el mar se estremeció, y las olas que se estrellaban en el acantilado tornáronse rojas como el vino. Después, recuperando su aspecto fluvial, se hundió en las aguas. Pero Predilecto ya ni siquiera la veía.
En lo profundo del mar, dejándose zarandear de uno a otro lado, Ondina lloraba, entre algas y caracolas, rodeada por el rumor de las corrientes que conducían hasta allí donde moraba su abuela. Pero estas corrientes la atemorizaban, y regresaba, una y otra vez, a la arena, tal y como veía hacer al mismo mar.
– ¿Por qué no puedo apartarme de la tierra? -se preguntaba. «Porque amas», parecía decirle el mar; y lo repetía y repetía, pero nunca terminaba de decir algo que ella anhelaba saber. Hasta que, al fin, una pronta inspiración llegó a su mente: «Tomaré -se dijo- la figura de aquella a quien él ama, de suerte que pueda llevarlo conmigo». «¡Cuidado! -gritó el mar entonces. Y se levantó de tal forma que parecía unirse con el viento celeste-. ¡Cuidado, Ondina! No debes tomar jamás una figura que antes existió.» «Sólo así lograré atraerle», sollozó Ondina. «¡No lo hagas, no lo hagas!…», repitió el mar. Y lo repitieron el eco de las caracolas y las olas que, lentamente, regresaban de la arena.
Pero ella no les escuchó. Así que, tomando el aspecto externo de la que fue Tontina, avanzó hacia el Castillo.
Halló a Predilecto dormido junto al fuego. Pero al besarle en los labios, tuvo conciencia del error que había cometido. Pues aunque le besaba, no sentía bajo los suyos los labios de él. Y aunque le tocaba, no sentía el tacto de su cuerpo. Desesperada, le gritó que despertara, que la viera; pero él, tampoco la oía. Y sólo cuando el sol entró hasta rozar su frente y, voluntariamente, abrió los párpados, la vio. Sus ojos se iluminaron. Extendiendo las manos hacia ella, quiso abrazarla. Pero no lograba sentirla entre sus brazos, como ella tampoco los sentía entre los suyos.
– ¿Por qué haces esto, Tontina? -dijo Predilecto, con tal tristeza que Ondina, a su vez, lloró sin consuelo.
– No llores -dijo él-. No llores: allí donde vayas, yo iré también.
Y Ondina echó a correr hacia el mar, y tras ella Predilecto, de suerte que, cuando ella se hundió en las olas, junto a ella se hundió el Príncipe Predilecto, y junto a la muchacha con aspecto de Tontina se ahogó.
Pero Ondina se desprendió de su cuerpo y, flotando, llegó a la playa. Quedó enredada allí, como una extraña alga, hermosa y quieta. Entonces, tomó entre sus brazos el cuerpo de Predilecto y con gran amor lo estrechó contra ella: pero ya era como los muchachos del fondo de su jardín.
«¿Qué has hecho? -se horrorizó el mar-. ¿Qué has hecho? Has matado al Príncipe.»
Ella lo arrastró, corriente arriba, por el túnel submarino que conducía hasta su viejo jardín, en lo más hondo del Lago. Y allí, lo adornó con perlas y maraubinas, pero por más que le besaba y acariciaba, él no respondía ni a sus besos ni a sus caricias. De suerte que, al fin, le invadió tan profundo y oscuro desaliento y tan irremisible era su dolor, que se dejó llevar, sin freno ni voluntad, hacia las corrientes que conducían a la morada de su abuela.
La Dama del Lago la esperaba, y había tal cólera en sus ojos como jamás el agua había reflejado.
– Eres la más estúpida entre las estúpidas -dijo. Pero como Ondina nada respondía y sólo lloraba, de forma que sus lágrimas venían a unirse a las Raíces del Agua, su ira se aplacó y quedó pensativa. Se inclinó sobre ella y escudriñó atentamente sus ojos:
– Si pudiera remediar algo de todo el mal que hiciste -dijo-, tal vez tu ignominiosa contaminación no sería tan irremediable. Y así, condujo los débiles hilos de plata verde y los trenzados surtidores de oro y, levantando sus largos brazos hacia el lugar donde se hallaba la Gruta del Manantial, lanzó hacia allí la gran vía fluvial. De forma que ésta trepó hasta la Gruta, empujó con fuerza la corriente e inundó el recinto, desprendió a Tontina de su lecho de hojas, y la sumergió.
«Retorna a los tuyos, de donde jamás viles aficionados debieron robarte: estúpidas criaturas ensoberbecidas y ambiciosas, asesinos de leyendas no nacidas, hurones de la salvaje inocencia. Vuelve a tus padres, a tus hermanos, de donde jamás debieron anticipar tu pobre y triste vida. Tontina, Tontina: cuando algún día nazcas -si naces-, ya se habrán marchitado todas estas cosas, y sólo los de limpio corazón sabrán recuperar tu imagen; algún día se sabrá quién fue tu abuela, y tu madre, y tú misma. Y así, podrán hablar al mar, y la resina llameará de nuevo… si aún queda un niño que desee haberte conocido. Tontina, Tontina: ¿cómo te dejaste nacer? El mundo no es hermoso; nunca habrá un mundo hermoso: desapareció el día que el mar se heló para siempre en tus islas. Tontina, Tontina: nadie sabe si algún día regresarás, pero, en tanto, navega, no te detengas jamás: porque sólo así podrás salvar algo de lo que para ti pudo ser, un día, la vida.»
La Dama proclamó la Muerte Más Hermosa, y llegaron por los submarinos caminos los sirvientes-guerreros, con sus largas trenzas de oro, sus ojos aguamarina y sus rodelas de ámbar. Eran los proveedores de resina, que en las turbas danesas mantenían la llama de unos relatos y cuentos, en la sustancia de sus hermanas, las Sagas. Y les dijo:
– Horadad el hielo, gentiles proveedores de resina: vuestra Princesa irá abriendo camino hacia la Pradera de la Gaviota, pues sólo así arribará el día en que hubiera debido nacer.
Los guerreros silenciosos trazaron en el fondo del Lago largas inscripciones con el filo de sus lanzas. Luego remontaron hasta el manantial y desprendieron a Tontina de su lecho de recuerdos, que ya empezaban a empalidecer: pues aquel que los regaba ya no vivía. Pero aún estaba allí su perfume: y los proveedores de resina siguieron su estela.
Colocaron a Tontina como mejor sabían -ya que aún no habían inventado la urna de cristal de su abuela, aún no nacida-. Así, en el fondo de una nave esbelta y blanca, como talada en hueso, dejaron a la niña sobre el oro de su cabello, que el mar levantaba y volvía azul o esmeralda, e incluso, a trechos, del hondo violeta de las noches. Y el mar, que era con ellos tan respetuoso como noble, abrió su ruta hacia la Pradera Infinita, y cien mil gaviotas gritaron en todas las playas del mundo -del mundo que ellos recorrían a gritos y lanzazos, a impulsos de amor y de sangre, entre destellos de hierro y copas de cristal azul-, de suerte que hubo un gran pasmo en la tierra y en el mar, para todas sus criaturas -excepto, por supuesto, las humanas.
Y los guerreros blancos, que sabían dónde ardía el fuego, remaron sin demora, aunque lentamente -tan lentamente que sólo los cien mil siglos de la Dama podrían apreciarlo-, y se sumergieron en la ruta que llevaba al fondo del Lago.
Y como sabían distinguir un Gran Príncipe de un ruin monarca, encallaron entre las flores minerales del jardín de los Muchachos Ahogados; y entre tantos, sólo uno tenía sobre el corazón una piedra horadada, de color azul. De suerte que, desprendiéndolo de algas y ansiosas flores, lo llevaron sobre su escudo, y en el fondo de una nave lo dejaron.
La nave encendía el mar a su paso, y su alta vela se hinchó entre el vaivén de las mil rutas fluviales: y era grande, listada de blanco y verde. Y así, los guerreros blancos desenvainaron la espada de Predilecto y la dejaron a su lado izquierdo, para que a mano la hallara. Y pusiéronle también el juego de ajedrez con que se entretenía de niño, en el Sur, alineadas las fichas de hueso blanco y negro, porque aún tendría que comenzar una batalla, en algún lado, en alguna misteriosa lid que nunca emprendió antes.
Entonces, la Dama, que lo observaba todo en el pocillo formado entre sus manos, dijo: «Oíd, criaturas del agua: va a comenzar el Gran Viaje. Prestad atención, pues raramente podemos presenciar tan preciosa y difícil huida».
El océano hinchó, a salvajes y doloridos lamentos, las velas listadas en blanco y oro, y blanco y verde; y zarparon las naves, al fin: allí estaban su tablero de damas, sus copas de vidrio azul y la cinta que, a veces, Tontina se enrollaba al índice, cuando quedaba pensativa.
Todas las criaturas lacustres, fluviales y marítimas abandonaron sus palacios de nácar, o de musgo, o de hielo, y acudieron a ver cómo las naves de Predilecto y Tontina afluían a una misma vena marítima. Y así, con solemnidad suboceánica, chocaron y se partieron en miles de diminutas y relucientes astillas: saltó la quilla, la vela y el mástil; rodaron al fondo del mar los escudos pintados, las copas de oro, las piezas de ajedrez, los collares y los emblemas. Sus cuerpos se desprendieron y flotaron, y vinieron a chocar uno con otro, igual que las proas de sus naves. Y alzaron éstas la cabeza, y los dragones de oro tuvieron una última mirada mineral antes de hundirse en el cieno y retornar a lo que fueran: huellas, espectros de naves y de reyes, de batallas y de muerte sinnúmero.
Pero no así Tontina y Predilecto: pues en el espeso lamento del mar, se agitaron cada una de las dos mitades de una sola piedra, horadada y azul; y así, como se cierran las dos hojas de la concha, se ajustaron una sobre otra, tan herméticas como el nácar de las perlas, sobre aquel orificio único, por donde el mundo, acaso, pudiera atisbarse, un día, hermoso. Y cada una de las dos mitades iba indestructiblemente atada al cuello de ambos muchachos.
Y arrastrados por aquella piedra, Tontina y Predilecto ascendieron en el agua y se alejaron, los cuerpos enlazados por una misma cadena y una sola piedra azul, pulida y horadada por las Raíces del Agua, unidas ya sus dos mitades.
– ¿Adónde van? -dijo débilmente Ondina, mirando cómo se alejaban en el agua.
– Más allá de las regiones de Nunca y Siempre, donde residen los ecos y las huellas de la Luz, y los reflejos engañosos del mundo -dijo su abuela-. No puedo hacer otra cosa.
– Abuela, te lo ruego, arráncame esta raíz -dijo Ondina. Y su voz sonaba tan desfallecida y tan honda como el agua que despierta eco en las grutas submarinas-. Arráncamela: no puedo vivir con tanto dolor.
– No puedo -dijo ella-. No puedo.
Pero tanto y tanto suplicaba Ondina, y tal era el dolor de sus ojos y de su voz, que al fin la Dama dijo:
– Por ti voy a romper una muy arraigada tradición; pero no sé si lograré conseguirlo. Es sabido que a los que se dejan contaminar, nadie debe ayudarles. Sin embargo, eres mi nieta, y esto no puedo olvidarlo por más que lo desee. Y tampoco puedo olvidar que, después de todo, amaste a un ser humano que, en verdad, hubiera merecido ser fluvial.
Y así, le ordenó dormir, y colocó sobre sus ojos dos perlas negras. Cuando ella dormía, de entre sus propios cabellos extrajo la larga aguja de oro con que marcaba la ruta de las Raíces del Agua. La clavó en el pecho de Ondina y, con todas sus fuerzas, intentó arrancarle la raíz, que ya era tan crecida como nacimiento de coral, y tan dura como éste. Por más que la Dama se esforzaba y hundía su aguja en él una y mil veces, al fin desistió. Y con gran melancolía contempló a su nieta dormida, y dijo:
– La raíz ha arraigado demasiado. Nadie podrá arrancártela. Pero se me ocurre que, si en vez de ella, te arranco la memoria, olvidarás el objeto del nefasto amor y, por tanto, tu dolor se mitigará.
Así lo hizo, y la memoria se desprendió tan fácilmente como la bruma se desprende del techo del agua. Y con ella se perdió. Ondina abrió los ojos y miró a su abuela. Pero la sonrisa fija y quieta que antaño tanto la distinguía, había desaparecido. -Flota -dijo la Dama-. Aléjate, aléjate, Ondina querida, que tu dolor es un dolor olvidado.
Ondina obedeció, blandamente, y se alejó en el agua. Ya no recordaba a Predilecto, pero la melancolía anidaba en sus ojos y en sus labios.
– ¿Ya no recuerda al Príncipe? -indagó un curioso pececillo rojo que la Dama guardaba junto a ella (como algunas mujeres guardan pájaros o flores).
– No lo recuerda -dijo la Dama-, y por tanto, su amor tampoco la hiere como antes. Pero ahí está aún la raíz: y desde hoy, Ondina flotará por todas las orillas del agua, convertida en la tristeza.
– ¿Y qué ocurrirá?
– Nada nuevo -dijo la Dama-. A veces se adentrará con la bruma hasta las moradas de los hombres, penetrará con la sal en su lengua y sus palabras, invadirá con su aroma mentes y corazones. Pero esta enfermedad es tan común ahí arriba -y señaló el techo del Lago- como el odio, la venganza o la ambición, o como el amor mismo.
Y así, los ojos de la Dama se oscurecieron, porque sabía que su nieta vagaría sin fin por las costas, las resacas del vino y las orillas de las tempestades, sin descanso. «Estas cosas -se dijo-, ¿a quién importan? No a los humanos, por supuesto.» Y regresó a las Raíces del Agua con su aguja de oro, que había quedado teñida -desde aquel día y para siempre- por una sangre fina, delicada, casi transparente.
Desde entonces, a veces, llega hasta el corazón de los humanos un sentimiento extraño: recuerdo, melancolía o deseo. Es Ondina, aunque ellos no lo saben, que ronda sin descanso por playas y litorales.