Los hijos del Conde Olar heredaron la extraordinaria fuerza física, los ojos grises, el áspero cabello rojinegro y la humillante cortedad de piernas de su padre.
Sikrosio, el primogénito, tenía más rojo el pelo, también eran mayores su fuerza y corpulencia, su destreza con la espada y su osadía. Por contra, de entre todos ellos, resultó el peor jinete, precisamente por culpa de aquellas piernas cortas, gruesas y ligeramente zambas que algunos -bien que a su espalda- tildaban de patas. Si hubo algún incauto o malintencionado que se atrevió a insinuarlo en su presencia, no deseó, o no pudo, repetirlo jamás.
Desde temprana edad, Sikrosio dejó bien sentado que no se trataba de una criatura tímida, paciente, ni escrupulosa en el trato con sus semejantes. Su valor y arrojo, tanto como su naturaleza, no conocían el desánimo, la enfermedad, la cobardía, la duda, el respeto ni la compasión. Pronunciaba estrictamente las palabras precisas para hacerse entender, y no solía escuchar, a no ser que se refiriesen a su persona o su caballo, lo que decían los otros. No detenía su pensamiento en cosa ajena a lances de guerra, escaramuzas o luchas vecinales y, en general, a toda cháchara no relacionada con sus intereses. Cuando no peleaba, distribuía su jornada entre el cuidado de sus armas y montura, la caza, ciertos entrenamientos guerreros y placeres personales -no muy complicados éstos, ni, en verdad, exigentes-. Era de natural alegre y ruidoso, y prodigaba con mucha más frecuencia la risa que la conversación. Sus carcajadas eran capaces de estremecer -según se decía- las entrañas de una roca, y aunque consideraba probable que un día u otro el diablo cargaría con su alma, tenía de ésta una idea tan vaga y sucinta -en lo profundo de su ser, desconfiaba de albergar semejante cosa- que poco o nada se preocupaba de ello. Amaba intensamente la vida -la suya, claro está- y procuraba sacarle todo el jugo y sustancia posibles. A su modo, lo conseguía.
Pero un día, Sikrosio conoció el terror. El terror nació de un recuerdo y culminaba en una profecía. El recuerdo le asaltaba inesperado, cada vez con más frecuencia, y llegó a amargar parte de su vida. La profecía -que vino mucho más tarde- la destruyó definitivamente.
Y todo esto comenzó una mañana, apenas amanecida la primavera, junto al río Oser.
Aquel invierno había cumplido diecinueve años. Sabía -pero jamás recordó cuándo, ni en qué circunstancias- que salió de caza, que estaba cansado y que se había tendido en la recién nacida hierba, muy cerca de la vertiente que descendía hacia el río. Aún había zonas de hielo y nieve sin derretir en las sombrías hendiduras, junto a la espesura que a la otra orilla del Oser iniciaba la selva.
Para todos los habitantes de la región, el origen del río era un misterio. El manantial de su nacimiento brotaba en la espesura norte, allí donde nadie se adentraba. Solamente su nombre -llegado a ellos no sabían cómo- les estremecía igual que la palabra de un libro prohibido o como la huida de algún reencuentro que nadie deseara y cuyo solo presentimiento les turbara.
De improviso, algo que no era brisa, ni pisada de hombre o animal, ni aleteo, ni, en fin, cuanto su oído de cazador conocía, agitó sutilmente la maleza. Sin razón alguna -su instinto se lo advertía-, un ave huyó, espantada. Y a poco la vio caer a su lado, como herida. Pero no había sangre, ni en sus plumas ni en el olor de la mañana. Era una muerte inexplicable, una especie de caída sobre sí misma, sin heridas, mostrando tan sólo las huellas de su pavor, arma invisible. Contempló su último palpitar en el suelo, la vio estremecerse, agonizar y, al fin, quedar inerte.
Sikrosio no avanzó ni un dedo hacia ella. Había caído un rayo de luz que atravesaba el resplandor de aquel sol apenas brotado, que aún parecía verterse en el cielo como un líquido. Entonces sintió que la tierra temblaba bajo su cuerpo, y era aquel un temblor levísimo. Para quien no conociera la áspera y delicada naturaleza como él la conocía, era un temblor casi impalpable, parecido a un sordo retumbar, aunque sin ruido: redoble de lejanos tambores, pero mudo.
Sikrosio notó cómo su cuerpo se inundaba de sudor, a pesar de que el calor no había llegado aún a aquellas tierras. Como vio hacer tantas veces a culebras y salamandras, reptó hasta allí donde la maleza y hojarasca eran más tupidas y apretó la jabalina contra su costado. Entonces, sobresaltado, oyó los cascos de su caballo -que hasta aquel momento pacía cerca de él- en una alocada huida. Su relincho atravesó el cielo, igual que una flecha de muerte, y Sikrosio olió la muerte, clara y físicamente: era un olor que conocía bien.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que sus párpados, súbitamente pesados, no se cerrasen. Normalmente, no le suponía ninguna molestia permanecer alerta y al acecho con todos sus sentidos, pero en aquel momento una gran pesadez, una penosa sensación de inutilidad se había apoderado de toda su persona; y sólo el asombro que esto le produjo pudo evitar que cayera totalmente en la zona oscura y densa que se abría lentamente ante él. Creyó oír los golpes de su corazón contra la tierra. «Pero ¿ante quién?, ¿ante qué? ¿Qué es lo que amenaza desde ahí…, del fondo del río?»
El miedo era algo totalmente nuevo y amargo para él. En otras ocasiones, si olfateaba alguna amenaza, su corazón volteaba casi gozoso por la proximidad de la lucha, de matar. Pero no era este bronco latido que le sacudía y que -se resistía a creerlo tanto se parecía al miedo. En los lances más osados de su vida no había tenido ni la más remota sospecha de morir, pero en aquel momento la muerte le rozaba a él, sólo a él. Y no era sólo miedo lo que sentía, sino algo peor: un húmedo sudor, un frío viscoso, como de saberse muerto.
Luego, llegó a sus oídos un sigiloso y rítmico golpear. Parecía uno solo, pero estaba hecho de otros muchos: uno en innumerables, como alas que batieran todas a la vez, con vibración y puntualidad de bien adiestrados timbales. Venía de allí abajo y chocaba contra el agua. En aquellos parajes apenas había alguna barca de las usadas por los pescadores que habitaban junto al lago. «Son remos. Remos que baten en el río. Vienen del Norte…»
En aquel momento su terror fue tan evidente como la lasitud de sus miembros y la tendencia de sus párpados a cerrarse. Paralizado, tendido e indefenso igual que una hoja caída del árbol, pensó: «Si se levantara la brisa, me arrastraría». Entonces, por primera y última vez en su vida, les vio. Y jamás pudo olvidarles.
Un gusto a sal inundó su paladar y lengua, y tuvo la clara visión de un mar gris y helado brotando a través de la niebla que rodeaba su conciencia. Incrustado en su más remota memoria, el mar gris y helado, sin orilla posible, se extendió y le invadió, taladrado por ensordecedores, cruelísimos gritos de gaviotas. Desde la última piel de su memoria, antes de que se borrara de ella, nuevamente lo reconoció.
Después, lentamente, del verdinegro mundo del río apareció la enorme y alta cabeza del dragón, tan pausada como una pesadilla. Iracunda, implacable, cubierta de escamas, sus ojos de oro fuego atravesaban los destellos del mismo sol. Visión bella y espantosa a la vez, fue avanzando y creciendo ante él. Salió de la maleza y alzó su cuello, como un grito.
Sikrosio tuvo fuerzas tan sólo para asirse con ambas manos a la hierba, clavar las uñas en la tierra arenosa de la vertiente y admitirlo como el dragón de sus más remotos sueños; el dragón que brillaba en los ojos grises de su padre, el que creyó atisbar, retorciéndose, al fondo de alguna jarra de cerveza. Era su viejo, odiado, amado, conocido, desconocido, deseado, temido, salvaje dragón, hundiéndole por vez primera en la conciencia pantanosa y abominable del terror. Luego, vinieron ellos.
Durante los primeros tiempos, después de aquel día, el recuerdo de aquella escena venía a Sikrosio sin motivo aparente, de la forma más inesperada, entre jarras de espumosa cerveza o en la más placentera compañía. Como caído de lo más alto, imagen misma de aquella ave tan misteriosamente alcanzada, el recuerdo venía a dar contra su corazón: y allí revivía y se alzaba, convertido en buitre. En tales ocasiones, Sikrosio terminaba en el suelo, zarandeado por un convulso temblor y tan pálido como si acabara de expulsar la última gota de sangre.
No era aconsejable permanecer a su lado cuando volvía en sí: siempre fue violento y desconsiderado, pero el terror le volvió de una brutalidad a ras del suelo, casi bestial. Su frente, no muy despejada por naturaleza, iba plegándose, cada vez más profundamente, en un surco que acabó confundiéndole cejas y cabello en una masa rojinegra -más roja que negra-. Los ojos se le redondearon, saltones, en una mirada fija y tan cruel que pocos la resistían sin perder el tino totalmente. Siempre fueron escasas sus palabras, y no pareció demasiado extraño que las sustituyera por gruñidos más o menos locuaces. Pero lo más raro, lo que atemorizó seriamente a quienes le rodeaban, fue la lenta, pero inexorable, desaparición de su risa.
Cuando el recuerdo le tumbaba entre convulsiones, rememoraba haber temblado de modo parecido sólo en cierta ocasión, cuando huía de quienes sañudamente querían matarle y vino a refugiarse en el interior de una caverna sólo por él conocida. Pero también parecía haberse refugiado allí todo el invierno; y si la caverna le libró de la muerte que allá afuera le buscaba, a punto estuvo de proporcionársela dentro, de puro frío. Sikrosio demostró entonces, una vez más, que por caminos naturales no era fácil abatirle.
Pero a la vez, el recuerdo traía consigo la maldita visión de sí mismo, cierta mañana de primavera junto al Oser, y le aniquilaba. Todo su ser volvía a sumergirse en aquella ceguera, en la absoluta incomprensión de cuanto le había acontecido, hasta el punto de convertirle, poco a poco, en el espectro de sí mismo, o de lo que en un tiempo creyó ser. Porque aquella mañana, y cuanto le aconteció en ella, le había desvelado la existencia de un elemento que residía en él, o en el mundo que hasta el momento tan rotundamente hollara, y cuya naturaleza no podía ni pudo jamás explicarse. «Es una historia extraña, extraña, extraña…», se repetía tozudamente. Cuando volvía en sí, el terror se fundía, desaparecía ante sí mismo, y sólo era un jirón de miedo, un mísero despojo en la arenosa tierra que descendía hacia el río.
Y sin embargo, a pesar de su valor, de su fuerza y de su arrogancia, incluso de ese terror, Sikrosio no fue un hombre extraordinario. Comparado con la mayoría de barones, margraves y condes que se disputaron durante años y años aquella larga zona de tierra fronteriza donde nació, Sikrosio fue un hombre más bien vulgar.
El Conde Olar, padre de Sikrosio y otros cinco varones, no era, en cambio, un hombre vulgar. Por sus buenos servicios, el Rey le había concedido la más extensa y menos inhóspita zona de aquellas tierras fronterizas, y allí se instaló cierta memorable jornada, hacía ya muchos lustros, y edificó el tosco Torreón de madera que más tarde sería Castillo y, mucho más tarde aún, centro de un verdadero Reino.
Pero estas cosas no hubieran sucedido nunca si el Conde Olar no hubiera tomado posesión de aquella insalubre y poco apetitosa recompensa a sus grandes sacrificios -entre ellos parte de su pie derecho y la mitad de una mandíbula- a la causa de su Rey. Mientras él vivió, su Torreón fue incendiado dos veces y casi destruido una. Pero también es verdad que mientras él vivió, el Torreón volvió a alzarse allí, en el promontorio que más verdeaba en primavera, expuesto a todos los vientos, cerca del Oser; y desde sus almenas podía otearse casi por entero aquella región dividida -de forma tan vaga como ferozmente defendida- por una innumerable y mal avenida sociedad de pequeños barones y un Margrave temido, el feroz Tersgarino, de leyenda y hechos poco tranquilizadores: se había rebelado contra el Rey, y la presencia de Olar y su fidelidad al monarca, y su recompensa con la donación real de aquel patrimonio no eran absolutamente casuales. La enemistad entre Tersgarino y Olar había nacido desde antes, puede decirse, de que éste pusiera sus pies en aquella tierra.
El resto de los pequeños feudales y barones que inundaban la zona no se distinguió tampoco por su amistad al nuevo intruso y protegido del Rey, a quien odiaban y de quien deseaban independizarse con poco o ningún disimulo. Pero sus tropas, extraídas de la leva campesina, en verdad eran gente apática y medrosa, nada dispuesta al combate. Tampoco la tierra era capaz de enriquecer a ninguno de aquellos señores. No contaban, pues, más que con su astucia, su crueldad y su insensato y mal distribuido valor. La muerte era tan frecuente en aquella estrecha y larga faja de tierra, que llegó a resultar casi familiar y poco temida. «A todo se habitúan las gentes, con un poco de constancia», solía decir el Conde a sus hijos y súbditos. No le faltaba razón, porque incluso nobles y vasallos habían llegado también a acostumbrarse a él. Excepto naturalmente, Tersgarino.
Las nuevas posesiones de Olar en aquel extremo y en verdad medio perdido terreno fronterizo al Este del Reino, le fueron procuradas tras la expropiación y ajusticiamiento de cinco señores muy rebeldes y belicosos, reos todos de deslealtad a la Corona, bandidaje y una larga serie de delitos menores. Pero era la única zona que daba un cierto, razonable y regular fruto, amén de contener el más grande de los treinta y dos lagos -alguno tan pequeño que no merecía este nombre, y otros tan cenagosos que todos llamaban, con propiedad, pantanos- de la Comarca. Gracias a ello, y a estar cruzada por tres ríos y alguno que otro riachuelo, podía conseguirse alguna pesca y hacían su suelo más fértil. Además, poseía varios burgos, siervos y vasallos, todos acogidos a su protección.
Al Norte se alzaba la selva, que procuraba la mejor caza, y al Oeste, la alta tundra, cuyo camino llevaba al Rey y donde se amurallaba el pequeño dominio del Abad Abundio, a quien el monarca -y por tanto Olar- respetaba y quería. Al Este, y a todo lo largo, sus límites estaban marcados por la estepa, y esta frontera natural sólo aparecía interrumpida por el misterioso margraviato llamado el País de los Desfiladeros -rico en minerales preciosos, según se decía-, y su Margrave Tersgarino. Al Sur, las tierras del Conde Olar se disputaban los límites entre un puñado de barones, y la cadena de altas montañas llamadas Lisias constituían su frontera natural al Sureste.
Entre ellas y las tierras del Conde, más hacia Oriente, existía un pequeño país llamado de los Weringios y gobernado por un reyezuelo, cuyo nombre era Wersko. Eran de otra raza y hablaban otra lengua. Los campesinos decían que, en un tiempo ya lejano, los weringios habían ganado sus tierras a las tribus de la estepa. Pero esto parecía al Conde poco probable, porque, según sus noticias, si toda la rama ascendente de Wersko era como él, la cosa no tenía ningún síntoma de verosimilitud: al parecer, Wersko era apático y dado a la vida placentera que, gracias a su comercio con tierras del Sur y a la riqueza natural de su suelo, le era fácil llevar. Pero gozaba de misteriosas y poco claras protecciones: ni piratas sarracenos, que a veces llegaban por el Sur, ni jinetes esteparios le molestaban jamás -al igual que a Tersgarino-. El Conde, pues, observó una cautelosa distancia, a pesar de que Wersko hubiera parecido presa fácil a una experiencia guerrera e invasora incluso más tierna que la suya. Así, las relaciones entre el Conde Olar y el País de los Weringios -del que, por otra parte, le separaba un curioso Pasillo llamado de Nadie, protegido a ambos lados por restos de una antigua fortificación transcurrieron en la más infame de las vecindades. Esto es: se ignoraron mutuamente. De todos modos, bastante ocupación tenía el Conde con mantener a raya al resto de sus numerosos y nada soñolientos vecinos.
A pesar de todo, desde el día en que pisó aquella tierra por vez primera, hasta el último, en el que la muerte le sacó de allí, el Conde Olar no conoció jamás la paz. El Este, allí donde las colinas se suavizaban en anchas praderas y la hierba crecía hermosa y alta, apenas si podía servir de pasto a su escaso ganado, porque la amenaza más grande llegó siempre de aquel punto. Desde siempre y para siempre, el Conde Olar debió batirse, mientras tuvo vida, no sólo con sus vecinos, sino, sobre todo, con los temibles -para los campesinos, siervos y vasallos, verdadera imagen de los diablos infernales- Jinetes Esteparios. Las frecuentes incursiones de estos guerreros salvajes y ecuestres, extraordinarios jinetes, en tierras de Olar, sembraban la muerte, la rapiña y el terror. De forma que aquellas praderas morían lentamente, su hierba nacía y se agostaba y los límites del Conde se empequeñecían allí, para ser ganados día a día por la estepa y sus malditos y misteriosos guerreros. Venían y desaparecían: no deseaban tierras ni dominios, sólo incendiaban, robaban, mataban. Los pequeños templos y ermitas eran saqueados, llevábanse sus vasos de oro, destruían cuanto hallaban y arrasaban chamizos, aldeas y caseríos. Donde ellos pisaban, la vida moría, segada por tiempo y tiempo.
En tierras del Conde Olar, la paz llegó a ser un relato antiguo, una vieja leyenda transmitida por los ancianos. El mundo, para ellos, era un estremecido y furioso nido de alimañas, de entre las cuales debían salir como fuera, aun desgarrados, pero con vida suficiente para sembrar también la muerte que, como muralla protectora, les defendiera del exterior. Todo hombre lindante llegó a ser, más tarde o más temprano, un enemigo.
No existía otra calma, pues, que la sombría humedad de aquel tosco Torreón de madera que levantaron tres veces los siervos, bajo el chasquido poco hospitalario del látigo del Conde. Él mismo y sus hijos dejaban la espada para, con sus propias manos, acarrear troncos y blandir el hacha cuando era preciso. El látigo no abandonó nunca el costado del Conde: era tan inseparable de él como su espada. Pero el látigo era para su gente y la espada para la ajena. Así dividía las categorías de sus puniciones y de sus consideraciones.
Transcurrió tiempo, tiempo, tiempo, hasta perderse en el tiempo, desde aquel día en que llegó el Conde, por el alto de la tundra, camino que llevaba a Occidente, para tomar posesión de su nuevo dominio y recompensa. Ya nadie, excepto él, tenía memoria de aquellos días lejanos en que el Rey tenía puesta su confianza en él antes que en ningún otro. Días en que el Rey no había decaído todavía en la enfermedad que iba a convertirle en espectro de sí mismo. Para el Conde Olar estas cosas no ocurrían: él era el eterno recién llegado y aún estaba librando sus primeras batallas, pacificando sus límites, asentándose en sus nuevas tierras. No vio que su cabello encanecía, que su rostro se cubría de arrugas, y que su mandíbula partida temblaba, a menudo, cuando miraba hacia Occidente. «Las gentes -repetía a quienes le escuchaban-, con un poco de constancia, se acostumbran a todo.»
Tersgarino se fue convirtiendo en una idea fija: «Cuando venza a Tersgarino, el Rey me concederá título de Margrave de toda esta tierra y someterá a mí cuantos condes o barones deje con vida». Esta promesa -tal vez inventada, tal vez cierta- era la esperanza que, machaconamente, inculcaba el Conde a sus hijos. Ellos le creían fielmente y ponían en ella todo su coraje. Pero Tersgarino, y sus reales o imaginarios tesoros minerales, continuaban invisibles e inalcanzables en su privilegiada situación orográfica. Sus diabólicas maquinaciones con los esteparios les hacían rechinar los dientes. «Pagará tributos a la estepa para que lo dejen tranquilo», se decía a veces Olar.
Lo cierto es que la espalda del País de los Desfiladeros, único flanco vulnerable, daba a la estepa, pero los jinetes jamás turbaron sus dominios. Los estragos causados dentro de sus tierras, solía llevarlos a cabo Tersgarino sin ayuda de nadie: la única pena o castigo que se conocía en los Desfiladeros era el descuartizamiento del reo por caballos. Todos sus mineros eran prisioneros forzados y cuando envejecían eran liquidados a su vez de la forma antes descrita. El miedo a Tersgarino no era menos eficaz, para salvaguardarle del exterior, que los famosos peñones de su desfiladero. Inexorablemente, año tras año, batalla tras batalla, hombre tras hombre, perdió el Conde Olar todo intento contra el Margrave de los Desfiladeros. Su odio, su saña y su sed de aniquilarle duraron hasta el último de sus días. Tal vez a Tersgarino le ocurrió otro tanto, pero de esto no se tuvo constancia jamás.
Del camino alto de la tundra, casi cubierto por la maleza, sólo llegaban a veces el viento y un polvo gris como ceniza que de allí traía aquel. Se hacía cada vez más difícil el tránsito por aquellos parajes. Un Rey regía -al menos oficialmente- sus destinos, pero nadie, excepto el Conde Olar, le vio jamás, y el único que le conoció hablaba de un hombre que, en verdad, ya no existía: aunque él no lo supiera, el Rey ya no era sino una sombra de lo que realmente fue.
Así, en cierta ocasión, el Abad de los Abundios le llamó y le notificó la enfermedad que consumía al monarca, y le entregó, a su vez, un pergamino sellado. Ambas cosas trastornaron al Conde Olar, y durante un día y una noche se oyó restallar su látigo por las orillas del Oser, bajo la luna llena del estío.
Sikrosio no durmió aquella noche. Su instinto de cazador le avisaba: una presa estaba al caer, si bien no atinaba aún a olfatear cuál sería. Pero permanecía con los oídos atentos y los ojos abiertos. Tenía doce años, pero era tan alto como su padre y más fuerte, ya, que él. Sabía, desde el día anterior, que el Rey agonizaba. Era todo lo que sabía, pero su instinto, siempre alerta, le avisaba de muchas cosas, y le aconsejaba no dormir.
Al poco tiempo, el Príncipe Bastardo, hermano del Rey, llegó a aquella olvidada e insana zona fronteriza. Era un Príncipe en verdad gentil, educado, afectuoso y sorprendente. Llegó, precedido de una verdadera tropa, desbrozando las jaras y malezas del alto camino de la tundra. Sikrosio y su padre le esperaban a pie, con su exigua y mal vituallada leva y sus rudos vasallos.
Ante el Príncipe Bastardo, Sikrosio se sintió súbitamente humillado: pobre, tosco, sin tropa, sacrificado, mal retribuido. Violentamente, odió al Rey; al Príncipe, simplemente, le envidió. Pero sus sentimientos eran breves, y olvidó rápidamente a uno y a otro. Sólo concentró sus pensamientos en una cosa: averiguar lo que traía allí a tan alto Señor, y qué esperaba de su estúpido padre -de pronto, así le parecía el Conde, hasta entonces admirado sin resquicio.
«El Rey está muy lejos -se dijo a sí mismo Sikrosio, lentamente, como quien se confía un preciado secreto-. La espesa y alta tundra que nos separa de Occidente -por primera vez no repitió dócilmente la expresión paterna: nos conduce- no le vio, ni le verá jamás llegar.» El Rey había prometido el margraviato, la sumisión de pequeños señores, barones y condes, siempre en litigios, el vasallaje y la total posesión de aquella tierra, con derecho a herencia… Pero ¿desde cuándo oía decir esto? Desde que tuvo apenas oídos para oír. Habían pasado los años y nadie, jamás, había tenido la más mínima noticia del Rey. Ni siquiera sabían que moría, que su carne se deshacía como ceniza y aparecían sus huesos y su calavera, como la de cualquier simple mortal, bajo la corona de oro y zafiros.
Sikrosio apretó la daga, el puño se clavó en sus dedos y guardó su huella hasta el amanecer. ¿Pacificar barones, reducir a Tersgarino?… ¿Quién pacificará jamás a las alimañas, a los lobos que aúllan en la intrincada selva, a las aves rapaces que cruzan el cielo, a las aguas del Oser que el deshielo desborda primavera tras primavera? ¿Quién reducirá el galope furioso del caballo salvaje que huye hacia la tundra? ¿Quién reducirá el tiempo, la tempestad, el súbito oleaje que sacude, misteriosamente, el centro del Lago de las Desapariciones? Sikrosio sonrió a la madrugada y escuchó el piar de los primeros tordos, con la alegría de una recién descubierta verdad. Era ya su verdad, no la verdad de los demás. Y pensó que los tordos eran, quizá, sus amigos. En todo caso -y aunque por breves instantes-, serían los únicos amigos que tuvo en la vida.
Pero los inviernos, y los hielos y deshielos, y el brotar de la hierba, cayeron aún sobre el Torreón con silencio y ausencia. Tiempo sobre tiempo, el Torreón creció algo, ensanchó la granja y algún pequeño barón fue sometido definitivamente. La nueva vida de Sikrosio fue tomando, poco a poco, el viejo color de la de su padre. Olvidó aquel amanecer, aquella noche en que oyó el restallar del látigo en las orillas del Oser, y el piar de los tordos, inexistentes amigos. O pareció que lo olvidaba.
El Conde Olar era ya viejo, pero no era, ni lo fue jamás, un viejo como los demás. Sikrosio llegó a entenderlo, por fin, y colocó de nuevo a su padre en su pedestal, hasta el día de su muerte.
Y llegó el día en que, de nuevo, el Abad de los Abundios entregó al Conde un pergamino con el sello que ya Sikrosio identificaba: era el mismo emblema que lucía en su dedo índice, grabado en anillo de oro, el Príncipe Bastardo.
El Conde Olar era hombre adusto, poco dado a efusiones de ningún género, sin otra explosión de sentimientos visible que el restallar de su látigo. Pero tenía una especial costumbre: en las raras ocasiones en que un gozo intenso desbordaba sus espesos muros de contención, solía golpearse la cabeza con los puños de tal forma, que si no se hubiera tratado de su propia morra, todos hubieran creído que intentaba reducirla a bien poca cosa. Así, aquel día, se propinó toda suerte de puñetazos capaces de dar fin a testas más jóvenes o aparentemente más robustas. Después, bebió en abundancia, más que de costumbre -en esto nunca fue moderado-. Lo hizo rodeado de sus caballeros, de sus vasallos y del primogénito Sikrosio -recién investido caballero-. Luego partió hacia Occidente, con nutrida escolta, lo mejor trajeado que le fue posible.
Sikrosio le acompañó hasta el borde de la tundra. Como clavado en el suelo, la cabeza alzada y los ojos ansiosos, le vio marchar, hasta que desapareció el último de sus hombres. Luego, un viento furioso lanzó aquel misterioso polvo gris sobre él y, cuando lo sacudió de su traje y montura, le pareció que una lluvia de ceniza intentaba sepultarle. Volvió grupas y galopó, desazonado, durante todo el día. Al anochecer, a su vez, bebió mucha cerveza: porque aquella ceniza se había pegado a su paladar y no parecía borrarse fácilmente. No obstante, una intensa alegría le llenaba, y su risa rodó como un trueno por las orillas del Oser, estremeciendo a quien halló en su camino.
Tal vez pasó mucho tiempo. Tal vez varios años. Un día, el Conde regresó por el camino de la tundra. Hasta el momento, Sikrosio y sus hermanos habían defendido solos los ataques vecinales, y cuando vieron de nuevo el rostro ceñudo y los ojos grises de su padre, el primogénito supo que por fin llegaba un tiempo provechoso, aunque muy duro, para él. No había logrado aplacar el talante belicoso de sus vecinos, ni había sometido al Margrave -ya soberano- del País de los Desfiladeros, pero el Conde Olar halló sus tierras ni un palmo más allá ni uno más acá de como las dejó. Ni una viña había engrandecido las viñas que crecían junto a su Torreón, pero ni una sola echó de menos en ellas. Tal vez aquel estado de cosas superaba sus mejores esperanzas y, acaso, ésa fue la razón de que por vez primera y última en su vida tomara por los hombros a Sikrosio y, tras mirarle un rato con sus intensos ojos grises, le estrechara fuertemente entre sus brazos.
Pero Sikrosio, aun valorando el gesto en su medida, estaba demasiado intrigado, y aun receloso, para abandonarse a las delicias de aquella casi dolorosa explosión de amor paterno. Porque antes que a ningún otro, de entre la nutrida, bien trajeada y aún mejor armada tropa que escoltaba a su padre -insólita en aquellas tierras, donde únicamente a latigazos y terror podían lanzar al enemigo su leva reculona, harapienta y mal pertrechada de horcas, hoces y desdentados cuchillos-, su ojo avizor descubrió la presencia de un muchacho enclenque y, según pensó, «vestido como una cortesana». Claro está que la idea que se había hecho Sikrosio en lo tocante a cómo vestía una dama -y sobre todo una dama de la Corte- tenía como base más sólida la pura nada. Para colmo de suspicacias, el propio Conde Olar escoltaba, como quien vigila el más preciado tesoro o, aún más, el hilo que le une a la vida, a aquel chiquillo que, a juicio de su primogénito, no sobreviviría a un cuarto de bofetada.
Sikrosio no tendría grandes conocimientos del mundo que se agitaba más allá de las inhóspitas tierras donde nació, ni su imaginación podía ofrecer, aun como muestra de su desenfreno, imagen más rica que la de un lechón rodeado de cerveza y ciruelas, pero no era estúpido y sí estaba, en cambio, habituado al acecho y la sospecha. No le costó rumiar demasiado tiempo hasta llegar a la conclusión de que el pequeño -a su juicio- adefesio no era otro sino el hijo único y único heredero del Rey. Para llegar a esta certeza, las cejas de Sikrosio se unían, se enarcaban y parecían querer saltarle de la piel a causa del esfuerzo hecho por comprender: ¿para qué y por qué le traía su padre al Príncipe Heredero?
Apenas quedaron a solas, no pudo contener su curiosidad. Sin ambages -y en esto agradaba mucho a su padre-, repitió en voz alta la pregunta que le desazonaba. «Para cuidar y atender su educación -respondió el Conde Olar con voz reventante de orgullo, y una chispa de maligna socarronería-. Para adiestrarlo en el arte de la caza y de las armas.» Era la primera vez que Sikrosio oía llamar a su padre arte a aquella suerte de desesperación colectiva que les obligaba a lanzarse unos sobre otros, espada en mano, en defensa de un palmo de tierra. Esto, de por sí, hubiera bastado para enmudecerle, pero aún su padre añadió:
«Y en cuanto a conocimientos del espíritu, en fin, en cuanto al resto -al decir resto dobló los labios con un leve tinte despectivo-, está el Abad Abundio. Eso no nos atañe». El Conde miró hacia la lejana tundra, y murmuró: «El Rey se muere, hijo mío. Pero el Rey me quiere. He aquí la prueba de su afecto y de su confianza. Sólo en mí confía».
Aparte la estupefacción que semejantes declaraciones le causaron, si algo, y muy tempranamente, había aprendido Sikrosio de su padre, era el momento justo y exacto de guardarse preguntas. Así que no hizo más indagaciones, procuró contentarse con las respuestas que le otorgaron -al menos, de momento- y siguió tejiendo el hilo de su cavilar, a solas y en silencio. «Para cuidar de su instrucción -resumió, al cabo-, no entiendo cómo el Príncipe Heredero viene a verificar sus reales aprendizajes a lugar tan apartado. El último y más olvidado rincón del Reino; sin duda alguna, el más peligroso y mísero; entre gentes rudas y torvas y en un Torreón que no dispone de la más modesta comodidad o simple bienestar.»
La palabra lujo carecía allí de significado, y es probable que el mismo Sikrosio la ignorase, pero tenía idea de la dureza de sus vidas. Más allá de la tundra, hacia el interior, hacia Occidente, existían familias nobles -según había oído- rodeadas de toda clase de riqueza y cuanto ésta acarrea: blanditos, bien vestidos, gentiles, graciosos, incluso cultos y con verdaderos modales; cosas de las que oyó hablar a su madre, siendo niño -antes de que ésta muriera de una indigestión de compota-, aunque no tuviera una exacta idea de su verdadero sentido, excepto la seguridad de que él, por lo menos, no las poseía. «Esas criaturas de alcurnia y vida muelle están dotadas y provistas de todo lo necesario para encarnar a los educadores del Príncipe -rumiaba a seguido y para sí, entre sorbo y sorbo de cerveza-. A buen seguro, se matarían los unos a los otros hasta el puro exterminio con tal de apoderarse de semejante privilegio. Eso les honraría hasta reventar.» Sin matanzas, Sikrosio no podía imaginar discusión razonable o reparto posible. No era, en todo caso, su culpa. En estos ejemplos y enseñanzas fue criado, y no de otra manera.
«Cualquiera de entre ellos sería adecuado para llevar a cabo la famosa educación -concluyó para sí, tras un rato de meditación-, cualquiera antes que mi padre. Antes que este desdichado y exprimido Conde Olar, relegado y otrora protegido, que no hoy» Usado y abandonado como puede hacerse con un arma o un enser, según convenga a los reales intereses; tristemente recompensado al fin con la franja de tierra que habitaban: casi siempre ensangrentada, en su mayor parte estéril y siempre amenazada; envenenado, en suma, con el señuelo de una remotísima y sin duda jamás cumplida esperanza.
Sikrosio aplastó pensativamente un hambriento mosquito de los que infestaban las proximidades del Lago. Los mosquitos solían invadirlo todo por aquellas fechas: verdes, azulados, entre oro y malva, zumbaban su fiebre en torno a fatigados campesinos y no menos agotados y sudorosos señores. «Ignorante, infestado de plagas y de fiebres, acosado por jinetes esteparios, estremecido por la proximidad del Desfiladero, duerme con un ojo cerrado y otro abierto, recelando de cualquier hombre de estas tierras: porque el vecino más manso en apariencia, cuando llegue la noche, caerá sobre tu casa, degollará a tus gentes y no dejará vivo ni al más pequeño de tus hijos.» ¿Dónde había oído eso? Tal vez era una canción. Tal vez algún juglar, de los escasos que hasta allí llegaron, lo recitó una noche de invierno, a cambio de su refugio bajo la escalera del Torreón. «En todo caso -levantó la cabeza-, ésta es mi tierra.» Al decirlo sentía un orgullo oculto, pero muy poderoso.
Acaso, de poder hacerlo, no habría elegido otra tierra. Claro está que tampoco otra forma de vida: el peligro, la sangre, la desazón, la rebeldía y la saña de las venganzas constituían lo más sustancioso de ella. Tenía, por entonces, dieciocho años, y aún no se había topado con rival que pudiera superarlo en cosa alguna. Probablemente, por aquellos días, Sikrosio era feliz. Y es lástima, pero no lo sabía. Ni tampoco lo poco que esta felicidad iba a durarle.
Siete velones ardían en torno a la mesa -rarísimo alarde en el Torreón del Conde Olar- para alumbrar la comida del Príncipe Heredero. El fuego ardía permanentemente, día y noche, junto a él, y sin embargo, temblaba de continuo. Tenía los ojos asustados, miraba con recelo hacia los rincones oscuros, apenas pronunciaba una palabra, menos aún una orden.
Noche tras noche, desde su llegada, Sikrosio le servía la mesa y guardaba su persona. Tácitamente, sin que mediaran explicaciones el Conde le había designado como su escudero y, si bien Sikrosio se desazonaba por la oculta y secretísima orden que adivinaba en la mirada de su padre apenas le confió esta encomienda, tenía la certeza de que su designación no estaba movida únicamente por el hecho de ser el mayor de sus hijos, el más valeroso, fuerte y astuto. Pero no sabía cuál era aquella orden, aquella confianza demostrada hacia su persona, que iba más allá del afecto paterno o su conocimiento de los propios méritos: él debía hacer algo, si bien no acertaba qué cosa era la que se esperaba de él. No obstante, abrigado por su innata prudencia y recelo, Sikrosio se guardaba muy bien de averiguarlo. «Ya lo descubriré -rumiaba-. Entonces, lo llevaré a cabo.»
Pero pasaron varios días y aquella misteriosa encomienda no se le revelaba. Pensaba y pensaba en ello, escudriñaba -espiaba, en verdad- cada gesto, mirada, silencio o palabra de su padre. Miraba al Príncipe, a solas, en la noche, rodeado de aquellos siete velones que en lo profundo le dolían -a la fuerza desde muy niño Sikrosio aprendió a economizar, en previsión a los nada raros días de forzosa austeridad- como un despilfarro inútil y sin sentido alguno, ya que su destinatario no parecía ni apercibirse de semejante alarde de generosidad. Le contemplaba comer, despacio, el labio superior apenas cubierto de una pelusa rubia, los labios rojos como los de una joven plebeya. El cabello caía desmayadamente sobre los costados de su rostro flaco, y rodeaba sus hombros. El cabello del Príncipe le recordaba la mies, cuando las malas y prematuras heladas frustraban su lozanía y color, jóvenes y tempranamente secas. «Como todo él -se decía-. Es joven, casi niño, y sin embargo, a veces, parece que ya está muerto, o que se haya instalado en su futura vejez para que le dejen tranquilo, sin obligaciones, ni deseos, ni memoria.» Súbitamente, un rayo atravesó su pensamiento y entendió. Sintió un escalofrío, en verdad inusitado, pero no era horror, ni miedo -era incapaz, aún, del miedo- ni placer. Era, simplemente, el soplo de una muy remota y hasta el momento jamás experimentada sensación de amenaza: desconocida, porque no sabía a ciencia cierta qué clase de amenaza se cernía sobre ellos. Y también, a seguido, le invadió una suerte de cólera apática, ligera como espuma, pero tal vez más desazonante que todas cuantas desazones conociera hasta el momento. «Estúpido niño -pensó-. Has caído en la trampa.»
Mientras estas cosas sucedían en tierras del Conde Olar y en el propio seno de su familia, más allá de la tundra, hacia Occidente, el Rey agonizaba.
Apenas apuntada la primavera, un hecho verdaderamente inusitado -habían oído hablar a los viejos campesinos y siervos de ellos, pero hacía muchas generaciones nadie les había visto en esa región- estremeció las tierras del Conde Olar. Una horda de piratas norteños, navegantes, rubios y verdaderamente sanguinarios -sólo comparables en su ferocidad a los temibles jinetes del Este-, descendió aguas abajo, por el Oser, y cayó por sorpresa sobre ellos.
Una y otra vez a lo largo de su vida, cuando el recuerdo le atormentaba, Sikrosio se decía: «¿Qué hice, qué pudo ocurrirme tras ver al dragón? Yo vi a los piratas, sus trenzas rubias y rojas al viento; saltaban por la borda, caían al agua…». Y el recuerdo se ceñía entonces a un chocar rítmico de algo duro contra el agua, y luego su reconocimiento del golpe de los remos, que nunca viera hasta entonces. La vela listada, flamante, avanzando detrás de la enramada negra, surgiendo del mundo misterioso del río. Y después, después, ¿oyó en verdad el grito salvaje, gutural, el brillo de rodelas al sol, cada una en sí misma un sol refulgente, obligándole a cerrar los ojos? ¿Y la monstruosa dulzura, y su caída a una región de niebla y oscuridad, sin apenas conciencia de sentirse vivo, ni muerto, ni herido…? Nunca sabría si había dormido o no, aunque, más tarde, su padre le gritara, casi enfurecido, que no se había dormido, que jamás los vio, que nunca pudo verlos. ¿Se había dormido? ¿Cómo podía haber dormido allí, bajo sus pisadas, y despertar sin un rasguño, como si en verdad se hubiera tratado de un insecto o un reptil, en vez de un joven armado?
Sólo volvió al mundo real, al mundo que él conocía, cuando el resplandor del incendio y el humo llegaron a sus ojos. Sobre él se extendía la noche teñida de rojo: el Torreón de su padre ardía. Se incorporó y contempló el altozano.
«Dormido, dormido. Es una historia rara.» Sikrosio levantaba la jarra de cerveza, temblaba convulsamente, y el recuerdo y el incendio regresaban, y el inexplicable sueño.
Había llegado al incendiado Torreón en carrera desesperada -su montura había huido- cuando, súbitamente, le vino a la memoria el nombre del hermano del Rey. Vio la degollada cabeza del Príncipe Heredero rodando por la escalera de madera, entre llamas. El pelo rubio y ralo se prendió, como mies seca y la convirtió en una bola de fuego que rodaba y rodaba largamente en el convulso temblor que seguía a su recuerdo. Su padre, el Conde Olar, se golpeaba la cabeza con los dos puños, y su risa bronca, hueca, como brotada del fondo de un barril vacío, se fundía al humo y al fuego de la noche.
En el recuerdo de Sikrosio, la mirada ceñuda y el desprecio de la voz de sus hermanos le sacuden como el viento a un joven abedul. «Tú no estuviste en el combate», restalla su propia voz, un grito de lobo, herido, hacia su padre; y su padre le toma la cabeza entre las manos -unas manos enormes, callosas, que nunca olvidará-, le sacude violentamente -como en el confuso temblor del recuerdo- y ve sus ojos grises clavados fieramente en él y oye con estupor su voz -su padre, tan implacable con los cobardes- que le dice: «Tú no pudiste verlos, es imposible, tú saliste a cazar a la taiga, llevabas tres días fuera, cazando; cuando regresaste ya habían sido vencidos, ya habían huido los supervivientes río arriba. No es posible que tú los vieras, tú no los pudiste ver aquella mañana, porque el día anterior ya habían desaparecido…».
«¿Tres días? ¿Tres días de caza?», por más que se golpeaba la cabeza contra el muro, no podía recordarlo. Sólo recordaba el dragón y los guerreros y las rodelas al sol y el chocar de los remos en el agua. Sólo eso. Y su padre decía: «Ellos no estaban ese día, tú no pudiste verlos, vuelve en ti, estúpido, vuelve en ti, estás embrujado». Pero, desde entonces, sus hermanos le escupían su desprecio: «Tú no estuviste en el combate, tú no tienes derecho a heredar un título ni una tierra que se ganó en un combate en donde faltabas». Sabía, por tanto, lo que tras la muerte de su padre le esperaba. Desde ese momento, la guerra había empezado, sorda y ya irrefrenable, entre sus hermanos y él. «Tú no estuviste en el combate…»
En Occidente, más allá de la tundra, el Rey murió y el Bastardo subió al trono. Al decir de las gentes, y de la historia, fue un gran Rey.
Aquella horda desapareció como había llegado. Pero, aunque indirectamente, fue gracias a ellos que llegó la fortuna al Conde Olar y sus hijos. Los dientes de Sikrosio crujían de despecho al pensar que de entre aquellos hijos que combatieron junto al padre no había estado él, no estaba él, estaba dormido. Y se habían batido de tal forma que, de entre todos los señores de la zona invadida, fueron los únicos que vencieron y expulsaron a los rubios e inesperados visitantes de los ríos. Alguien había oído hablar de ellos, historias de pueblos junto al mar, pero jamás les habían visto -eran cosas de otro tiempo-, y nadie les volvió a ver.
La derrota de los piratas y el clamor de aquella victoria que daba pruebas de un valor poco común, fue lo que poco más tarde, por orden expresa del nuevo Rey -el antiguo Príncipe Bastardo-, dieron al Conde Olar el título de Margrave -con derecho a herencia absoluta- de aquella región larga, estrecha, incómoda e insalubre que, desde ese momento, tomó también el nombre de Olar. En adelante la pacificación de los vecinos y parientes y la derrota de Tersgarino eran cosas que le atañían únicamente a él. Pasaron a ser un problema privado y estrictamente personal.
Más que ningún otro antecesor, el Margrave Olar asoló por su cuenta la región. De su Torreón colgaron, uno a uno, belicosos barones, campesinos rebeldes, siervos fugitivos, ladrones, mendigos, brujos adivinos, malos administradores y todo aquel que se interpuso en su camino. Elevó a sus hijos en rango y prestigio, pero nunca pudo dar muerte ni presentar batalla decente a Tersgarino. Para siempre dueños de Olar, los margraves de aquel nombre dominaron el país con gran sentido de la propia supervivencia.
Volvieron, uno a uno, los inviernos implacables, las fiebres, las incursiones esteparias, las revueltas internas -cada vez menores, en verdad-, y se apagaron algo la insumisión de barones y el bandidaje de los contornos.
Por fin -aunque a través de su hermano bastardo-, la legendaria promesa que le hizo el Rey se cumplía. El Conde Olar era el Margrave, con derecho hereditario, el Señor absoluto, total, de aquella franja de tierra invadida por las nieblas, la insalubre vecindad del Lago de las Desapariciones, el frío húmedo del invierno, el terror de la estepa, el sueño secreto y largamente acariciado, casi imposible, de invadir aquel Sur que, tras las montañas Lisias, él imaginaba, desde niño, como el paraíso…
Jamás Olar volvió a saber del Rey Bastardo. Y el Rey se despidió de Olar como de un mal sueño: ya no existía para él. Las jaras comieron las rutas que se adentraban hacia Occidente. Sólo les quedaban el poderío, la fuerza, la sangre, las espadas, el alerta continuo, la estepa y el miedo: un recelo, una memoria gris y helada, un dragón y un guerrero de largas trenzas y barba roja, gritando como un ave, raro y solitario animal, en la niebla que ascendía del río.
Pero los rubios piratas no volvieron jamás, jamás, para desesperación de Sikrosio. Todo había sucedido tal y como lo guardaba ahora en la memoria. Su padre había ganado aquella batalla, había expulsado a los piratas de Olar, había salvado la Marca al Rey. Pero el Rey había muerto y la cabeza de su hijo rodaba por los escalones de madera del Castillo en llamas. Cuando el hermano bastardo del Rey subió al trono y les olvidó, Olar pasó enteramente a sus manos «para siempre, para siempre, siempre…». Los puños contra la cabeza, la risa escandalosa de su padre entre las cenizas del Castillo abrasado.
Aquel gran Rey occidental, tan poderoso y turbulento como sagaz, verdadero Señor del pequeño territorio comprendido entre la estepa y las altas tundras donde ocurrieron estas cosas, fue tan grande, y tan abundantes y diversas sus preocupaciones, que jamás prestó demasiada atención -en rigor, y según se desprende de los hechos, ninguna- a esta región fronteriza -de límites tan imprecisos como remotos-, cuyo núcleo de pequeños condados llegaría a constituir la Marca Olar.
De Occidente había recibido Olar cuanto era y poseía: religión, costumbres, organización y lengua -aun adulterada por otra que, desde épocas inmemoriales, llegárales a través de la selva norteña-. Pero a fuerza de cautela y recelo, año tras año, al fin consiguió imponer Olar -si no legalmente, al menos de hecho- su autonomía. Y debió su independencia a su primer Margrave: hombre valiente -a diferencia de sus coterráneos-, generoso y tenaz: así, al menos, se procuró perdurara su memoria en todos los olarenses, tanto nobles vasallos como villanos, campesinos o siervos.
Lo cierto es que al Margrave Olar debían la creación de su milicia. Hasta entonces, la propiedad de las tierras se había dividido, de forma tan violenta como arbitraria y tornadiza, entre barones y condes, los únicos cualificados para el mundo militar. Eran pocos y demasiado imbuidos por el lucro personal, o el orgullo insensato para llegar a disponer de un solo, grande y verdadero Ejército -cosa en verdad anhelada, dada la constante amenaza en que vivían-. Por vez primera en aquellas latitudes, el Margrave Olar extendió entre sus vasallos el privilegio de libertad, propiedad y nobleza; y estas gentes fueron los sólidos cimientos del naciente país. El feudo constituía su único bien y apenas les daba para vivir. Abandonaron, desde entonces, sus casas y haciendas en manos de los campesinos, y marcharon a vivir al Castillo del Señor de sus tierras.
Más propio sería decir que donde vivieron fue sobre sus caballos. A los seis o siete años, sus propios padres los encaramaban a él, y éste constituía, desde tal punto y hora, todo lo que poseían y estimaban en el mundo; y no tuvieron otro amigo, ni otro maestro, que el entrañable cuadrúpedo. A menudo dormían en el suelo, de camino, con el aparejo de su montura como almohada, o hacinados en los toscos torreones del Señor a quien servían. Sin otro oficio que el de las armas, peleaban entre sí -con más frecuencia que seso- por el puro afán de mantenerse en forma. De semejantes festivales de sangre, a menudo salían descalabrados, y aun muertos. Otra cosa, en verdad, no sabían hacer, ni se esperaba de ellos. Para eso se ejercitaban, y para nada más crecían, vivían y morían. Pero eran espléndidos hombres de armas y el Margrave Olar precisaba soldados de su catadura. En ellos asentó su fuerza e independencia, de suerte que, en las -por aquellos días- frecuentes invasiones de las Hordas ecuestres llegadas de la estepa, el Margrave Olar y su naciente Ejército consiguieron rechazarlas y vencerlas siempre.
No sólo hizo estas cosas el Margrave. Ordenó construir fortificaciones de madera, de Norte a Sur, a lo largo de la linde esteparia. Y arrojó así de las praderas -adicionadas a Olar desde aquel día- a esas Hordas a caballo. Mientras él vivió, mantuvo allí tropas en guarniciones permanentes y, por primera vez, en aquellas pavorosas latitudes, ondearon sus enseñas. De esta forma quedaron delimitadas las fronteras orientales de la Marca que llevó su nombre.
El Margrave Olar tardó en morir varios años. Sikrosio, entonces, le sucedió. Pero no le fue fácil conseguirlo, y habría siempre, mientras tuvo vida, de luchar y matar, entre su propia sangre incluso, para mantener su derecho -o lo que él creía así-. Sus hermanos no aceptaban fácilmente aquella sucesión. Ni sus parientes ni los barones ni, como siempre, Tersgarino, desde su Desfiladero entre Olar y la estepa. Pero Sikrosio persiguió y dio muerte, y aun torturó, a todo aquel que le disputara el poderío de aquella estrecha franja de tierra.
No era hombre cobarde, y además, amaba la lucha; no sospechaba siquiera otra forma de vida, aun viviendo, como vivía, en la defensa de apenas nada: aquel bárbaro dominio de margraves, aquella franja de tierra mineral, estaba casi enteramente ocupada por el gran Lago -llamado más tarde, y no sin motivo, de las Desapariciones-, y un sinfín de pequeños y no menos insalubres pantanos que infestaban de mosquitos y fiebres el aire; cruzada de Norte a Sur y de Oeste a Este por varios ríos, éstos no bastaban para fertilizar debidamente una tierra estéril que mucho tiempo -y generaciones- tardaría en proveer de riquezas a unos pocos de sus habitantes, mientras mantuvo en la desesperación a los más.
A pesar de la sumisión al Conde Olar del puñado de barones que se disputaban el margraviato, sus límites seguían siendo inestables y mantenían a Sikrosio en alerta. El Vigía velaba sus noches de continuo, un ojo abierto y otro cerrado, siempre avizor en lo alto de aquel Torreón de madera que se alzaba en el altozano, expuesto a los fríos vientos que llegaban del Norte y sacudido por la lluvia de arena que arrojaban las dunas desde la estepa. A pesar de haber crecido, aquel Torreón no podía de ningún modo llamarse Castillo ni cosa que se le pareciera.
Allí, Sikrosio se debatía, como su padre, entre el olvido de Occidente y su miedo al Este. La ancha tundra y sus difíciles caminos ahora ya borrados, aunque único contacto con el mundo, fueron para Sikrosio sólo un remoto pasado del que pronto hubo de desprenderse -tanto él como cuantos habitaban aquel dominio disputado a sangre y fuego-. La estepa, por su parte, seguía enviándoles de vez en cuando incursiones de jinetes que propagaban en sus lindantes praderas la muerte y el terror.
Y durante los largos hastíos del invierno, cuando los hombres no podían luchar contra la naturaleza, el sueño del Sur jamás conocido encendía, también como a su padre, la imaginación de Sikrosio. Separados de él por las Lisias, cordillera que ninguno se atrevía a cruzar, decíase que al «otro lado de las montañas» el mundo podía ser algo hermoso, cálido y confortable: un sueño, en fin, del todo imposible. Los mercaderes, además, nunca osaban adentrarse ni cruzar por tierras de Olar, por su justo temor al desvalijamiento y a la pérdida de sus vidas.
Así, Sikrosio quedaba solo entre el Norte espeso y selvático, del que llegaba el misterio de un pasado que le sabía a la sal de un mar gris y helado, sacudido por la rara y temblorosa nostalgia de un dragón de fuego, y la humillación en su memoria.
La soledad parecía la verdadera Señora de Olar. La soledad, el acecho, la más perentoria necesidad de supervivencia en un cerrado círculo de ambición y pillaje. Desde que vino al mundo hasta que lo abandonó, no conoció otra cosa el primogénito del Conde Olar. Ni tampoco imaginó pudiera existir algo más. En el tiempo y lugar donde le tocó vivir, Sikrosio había sido hasta este determinado momento un hombre normal, ni peor ni mejor que la mayoría.
Habitaba con su esposa, hijos, caballeros, concubinas, servidores, siervos, enanos, bufones y toda clase de gente sospechosa, a la que era muy aficionado, en el mismo Torreón donde morara su padre. El tosco Torreón originario, como todo el recinto y las murallas, se había engrandecido. Varias dependencias fueron añadidas, pero la visión del ya pequeño Castillo llegó a hacerse aborrecible para todos aquellos que antes, en tiempos del Margrave Olar, vieran en él su cobijo e, incluso, su esperanza.
Sikrosio fue violento y borracho empedernido. Parecía no tuviese más empeño en esta vida que sembrar el descontento -y aun el terror- en toda la Marca, donde ejercía sin límites previsibles su opresivo dominio. Tan sólida era su ignorancia, que jamás llegó a diferenciar cabalmente su mano derecha de la izquierda, ni conocía otra cosa que el nombre de los animales que cazaba. Con el de las personas que le rodeaban solía embarullarse de tal modo, que acabó llamando a todos Pahl -ya que este nombre era breve y, según le venteaba la memoria, se prestaba a variaciones aproximadas-, y a duras penas llegó a memorizar correctamente el nombre de sus hijos, a pesar de haberlos inventado él: tras obligar al capellán a recitarle todo el Santoral en medio de sus libaciones, a la postre, los rechazó todos por -según él- insuficientes. Pero esto era lo más soportable de su persona, puesto que ignorantes eran, en su mayoría, los demás señores, buenos o malos, que por aquellas tierras moraban.
Más grave era la constancia y prueba, que daba a manos llenas, de una mentalidad y talante tan obtusos y sensuales como capaces de la astucia más sórdida y el fanatismo más extremo. Al contrario de su antigua despreocupación religiosa, de cuando en cuando sufría terrores supersticiosos que degeneraban en una cólera desprovista de significación para quienes tenían la mala ventura de padecerla o aun observarla a prudente distancia. Igualmente injustificables eran las explosiones de alborozo que, ante el estupor general, le hacían manotear y farfullar espurreos y gorjeos casi pajariles de insólita candidez.
Con semejantes ejemplos en sus tierras, la mayor parte de los antiguos caballeros habíanse convertido en bandoleros, más o menos enmascarados. Brutales, rapaces, sin la más leve sospecha de lo que podía significar la palabra piedad, o el más sucinto respeto hacia la vida ajena, se entregaban -como su Señor- a la violencia, el saqueo y abuso, sin el mínimo rebozo. Allí donde pisaban, sumían en el terror a siervos y campesinos; y bajo tales enseñas, sólo el peso de la fuerza se imponía sobre toda razón o consideración. Luego de consumadas estas andanzas -que a él mucho le regocijaban-, Sikrosio y sus caballeros-bandidos regresaban al Castillo del Margrave y allí comenzaban y se prolongaban indefinidamente sus burdas orgías.
Días más tarde, evaporados los entusiasmos por el entumecimiento y el hastío, aventados ya los últimos humos alcohólicos -pues la cerveza presidía sus menores actos-, estremecíase Sikrosio en una suerte de terror o arrepentimiento del más oscuro y turbio origen, puesto que sus lamentaciones no iban dirigidas hacia las víctimas y los atropellos causados, sino ante la amenaza del infierno que, sin duda, acechaba con golosa delectación el vuelo -seguramente poco gracioso- de su alma hacia parajes menos carnales. Ordenaba entonces otra clase de lúgubres orgías: penitencias colectivas, donde jamás faltaban la sangre, los latigazos y las cadenas, en desagravio a unas faltas que había cometido él solo. Y no era extraño ver azotados a sus siervos en expiación de la última de sus barrabasadas.
En este clima de violencia, no era difícil adivinar una total carencia de energía, si se hubiera presentado la posibilidad de tener que enfrentarse a cualquier peligro que, por parte de fuerzas externas, sobreviniera al país. Y con indudable olfato, alguien percibió estas flaquezas, pues no tardaron en resurgir por el horizonte estepario, que tan acertadamente guardara el Margrave Olar, los temibles jinetes, que todos llamaban Diablos Negros.
Desguarnecidas las antiguas fronteras, donde la madera se pudría y derrumbaba, relajada la tropa, pronto quedaron abiertas grandes brechas en su otrora imponente muralla. Y así, los temidos jinetes hollaron de nuevo la verde hierba olarense. Incendiaban aldeas, degollaban gente y saqueaban ermitas y monasterios, para replegarse luego tan brusca y velozmente como llegaran, hasta desaparecer como tragados por el mismo suelo. Gritos esteparios, pavorosos como la imagen de la muerte, cruzaban el cielo de las praderas. Los Diablos Negros -o bien Hordas Feroces, que de ambas maneras les llamaban los de Olar- aventuráronse, en más de una ocasión, hasta las mismas colinas.
No formaban parte, al parecer, de ejército alguno, al menos tal y como concebían un ejército las gentes de Olar, de forma que resultaba realmente imposible dado el caso de que lo hubieran intentado, con tan escasos medios como baja moral presentarles batalla. Montados en velocísimos y hermosos corceles, al viento sus gritos de guerra -guturales sonidos que helaban la sangre olarense-, sembraban el pánico con su salvaje y sanguinaria crueldad. No intentaban conquista de tierra alguna, y esto sorprendía mucho a los de Olar; sólo parecían sedientos de una total y espeluznante destrucción: incendiar, matar y, sobre todo, saquear.
Los de Olar -hasta entonces tierra de caballos grandes y pesados, buenos para portar hombres armados de lanzas, escudos y toda clase de aparejos guerreros- envidiaban y aborrecían a aquellos seres que parecían la continuación de sus magníficas monturas. La táctica de estos guerreros llenábales de confusión y espanto y, en el mejor de los casos, tan sólo lograron perseguirles, para, de este modo, caer neciamente en sus manos. Sueños eran ya, al parecer, las gloriosas victorias atribuidas al Margrave Olar. Los desperdigados señores que, con más energía y buena voluntad que dotes guerreras -o simple buen seso-, cayeron en tales trampas, jamás regresaron. No es extraño que, de nuevo, el pavor de otros tiempos al oír el redoble de aquellos cascos en la lejanía, sumiera a cualquier habitante de las praderas en la más atropellada y confusa huida. La sola idea de adentrarse en la estepa, por pacífica que ésta pudiera presentarse, les producía un irreprimible y terrorífico entumecimiento, o aun parálisis.
De otra parte, se recrudecieron en el apocado espíritu olarense viejos temores y sombrías leyendas en torno al vecino País de los Desfiladeros. Nadie en Olar había visto jamás a Tersgarino, su Rey. Manteníase, tanto él como su pueblo, en el más feroz aislamiento y misterio. Sólo, de tarde en tarde, algún minero fugitivo -de los muchos que padecían cruel cautiverio en aquel sombrío país- osó contar alguna de las cosas que allí dentro ocurrían. Y estas noticias no añadían valor ni coraje a los escasos entusiasmos que, por naturaleza y circunstancias, animaban a las gentes de las praderas y colinas. Y nadie pudo dar fe de lo que nunca vieron sus ojos, puesto que los fugitivos de las Minas de Tersgarino -tan escasos como depauperados- huían rápidamente hacia tierras cuanto más lejanas mejor, sin facilitar mayores detalles de todo lo que vieron sus ojos, vejaron sus espíritus y padecieron sus poco envidiables cuerpos.
Sólo en dos o tres ocasiones, algún barón de las cercanías se dejó tentar por la codicia y, envenenado por la leyenda de los fabulosos tesoros que Tersgarino acumulaba, se arrojó al asalto del País de los Desfiladeros. Pero todo intento de este tipo resultó no sólo infructuoso, sino cruento. En las mil grietas y recovecos de sus escarpadas vertientes, los guerreros de Tersgarino tendían celadas laberínticas, astutas emboscadas y trampas sin cuento, donde los pretendidos invasores morían como moscas y sin remisión posible. Por boca de los escasos y desgraciados supervivientes se sabía que Tersgarino no perdonaba a sus enemigos, antes bien, se cebaba en los prisioneros como, al decir de Olar, un cerdo en bosque de bellotas. Por todo lo cual puede decirse que el miedo, la muerte y la ruina llegaban a Olar por su zona oriental, aparte de ser ésta la más pobre, pues, exceptuada la hierba para el pastoreo y unas minas de hierro abiertas en las llamadas Tierras Negras, nada bueno les llegaba por aquel lado.
Como todos los varones de su estirpe, Sikrosio era criatura de singular fuerza física. Pero con una curiosa particularidad: sentado daba la impresión de un gigante, pero al ponerse en pie ofrecía, a quien tuviera ganas de contemplarle -cosa poco frecuente-, el asombroso espectáculo de una increíble cortedad de piernas. Tenía la cabeza grande, profusamente invadida de pelo fuerte y rojo, y sus ojos grises -en un tiempo hermosos- hundíanse en bolsas de grasa.
Sus pasiones -caza, encuentros de caballeros y mujeres, por este riguroso orden de prioridad- eran de todos conocidas. Poseía la mejor halconería de Olar, y hubiera podido ser todavía un buen guerrero -como lo había sido- caso de decidirse a enfrentar enemigos, en lugar de afanarse en atropellar a propios. Su brazo era férreo, descomunal su fuerza, y era muy ducho en tretas y lances guerreros, así como buen esgrimidor de lanza. Pero a causa de la cortedad de sus piernas -ayudado en esta desdicha por la gran dificultad que le suponía respirar con regularidad, dado la mucha grasa que llegó a acumular su cuerpo-, resultaba un pésimo jinete. Este defecto le humillaba en extremo, y se mostraba muy suspicaz al respecto. Tanto que, en razón a los reconcomios y recelos que le asaltaban en lo tocante a este asunto, llegó incluso a matar. Y esa circunstancia sería, precisamente, la perdición de su esposa, la Margravina Volinka.
Esta mujer era en todo distinta a su marido: pacífica, piadosa y triste, de naturaleza sobria y carnes enjutas. Pero, a causa de las múltiples desdichas y sinsabores que le deparara su vida conyugal, agrióse su carácter hasta el punto de que, a menudo, sus palabras -aunque escasas y espaciadas- revestían tal dureza que mucho sorprendía oírlas en labios de tan frágil criatura. Sólo suavizaba sus intemperancias ante dos niños: sus hijos, Sirko y Volodioso. No era agradable la existencia de estos dos niños, porque, dado el carácter de su padre, despertaban mucho odio por doquier.
Un vigía velaba día y noche en lo alto del torreón mayor, y abajo, en las dependencias de la pequeña fortaleza, Sikrosio se codeaba con sus huéspedes: sus jóvenes caballeros, los bufones y las concubinas, cuya convivencia se veía obligada a soportar Volinka. Sikrosio no podía respirar, al parecer, sino en la promiscuidad más espesa: rodeado siempre de sus guerreros, lacayos y jóvenes feudales de cuyo sustento y educación militar se encargaba. Le servían, hacían la guardia, conversaban y se emborrachaban con él, y con él fraguaban secretas tropelías por los contornos. Tenían orden de velar su sueño -no se fiaba de nadie-, incluso cuando dormía con la Margravina u otra mujer. jamás comía solo: en la sala principal, en torno a largas mesas, se hacinaban todos. Él, entre sus caballeros y sus perros. De cuando en cuando, sentaba a su lado a la concubina de turno.
La Margravina había obtenido permiso, al fin, para comer sola con sus hijos -aún muy niños- en otra estancia. Pero cuando Sirko, el mayor, cumplió cinco años, Sikrosio la obligó a entregárselo. Desde entonces, con sus ojos estupefactos bajo la estrecha frente cubierta de pelo rojo y crespo, aquel robusto y pesado niño participó pasiva y taciturnamente de la promiscua vida de su padre. Lo mismo hizo con el segundo, Volodioso. Pero éste, aunque tan silencioso como Sirko, no era en modo alguno como su hermano mayor, que parecía ajeno a cuanto le rodeaba. Antes bien, sus enormes ojos grises, de un brillo singular, vencían el sueño para absorber, con sedienta fruición, el abigarrado mundo que su padre extendía ante su mirada. Pero era el segundón, y la atención de su padre se centraba en Sirko.
Ambos niños dieron muestras muy pronto de gran capacidad y disposición para el manejo de las armas, lo que llenó de alegría al Margrave.
Allá abajo, en los huecos de las escaleras, se cobijaban a veces mendigos, gentes de camino o maleantes a sueldo de Sikrosio, lo que en ocasiones dio oportunidad a que se sucedieran lances desagradables. Todos contribuían a la algarabía y el hedor general, mientras la vida de Sikrosio continuaba en el absoluto menosprecio de las de los demás, lo cual no evitaba -sino al contrario que el descontento creciese. Especialmente por parte de algunos barones de más sobrias y honradas costumbres, y muy en particular del Abad de los Abundios, cuyo Monasterio se alzaba cerca del Castillo de Sikrosio. Por supuesto que los más desesperados eran los pobres campesinos, los villanos y siervos: pero la opinión de éstos no contaba -ni contó nunca.
Cierto día, hallándose encinta la Margravina del tercero de sus hijos, y muy próxima a dar a luz, oyó gran revuelo en el patio. Entre los ladridos de la jauría y gran vocerío de gentes, entraron a Sikrosio en el Castillo, en parihuelas y con una pierna rota. Se había caído del caballo. La Margravina contempló en silencio cómo le acomodaban, con grandes alharacas, junto a la chimenea, donde ardía un enorme leño. Tal vez, harta de vivir de aquel modo, Volinka sabía lo que hacía…; tal vez creyó que por hallarse su esposo en tal estado… -hay que añadir que la caída no fue sólo debida a la torpeza del jinete, sino a la mucha cerveza que espesaba su cerebro-; tal vez porque hay momentos en la vida que parecen una llamada, o un aviso, o un signo, el caso es que, encarándose a él, dijo clara y fríamente:
– Todo esto te ha sucedido por ser tan mal jinete como mal hombre. No debías empeñarte en cabalgar, cuando tienes semejantes patas, cortas y peludas como las de una alimaña, y lo haces con la misma gracia que un sapo a horcajadas de un cerdo.
En el aterrador estupor que siguió a estas palabras, Sikrosio guardó un breve silencio. Levantó lentamente sus párpados enrojecidos y clavó una singular mirada en la Margravina. Ésta manteníase erguida, pese a su hinchado vientre, sobre los dos escalones que daban entrada a la estancia. Súbitamente, y sin mediar palabra, Sikrosio tomó el gran atizador de hierro que reposaba junto al fuego y, lanzándolo con su descomunal fuerza sobre la Margravina, la derribó, con la cabeza destrozada.
Horas más tarde la mujer murió. Pero antes dio a luz a un niño de cabeza estrecha y larga que, pese a los cuidados recibidos -o quizá por ello mismo-, vivió. Para colmo de desventuras, se llamó Roedisio.
Aquella escena no despertó demasiada indignación entre las duras gentes que la presenciaron. Solamente un niño de grandes ojos grises -el segundón, en quien nadie reparaba- contempló desde su rincón, atónito, cuanto sucedía. Amaba a su madre más que a otra cosa en el mundo -en verdad no amaba nada más-, y al presenciar el suceso, pese al vigor de sus gruesas piernas, sintió como si el suelo cediera bajo sus pies. Se deslizó hasta el suelo lentamente, con la espalda pegada a lo largo del muro. Sus ojos se clavaron en Sikrosio con odio tan profundo, que, aunque nadie podía suponerlo, en aquel instante nació la mala estrella del Margrave.
Volodioso no olvidó jamás ese día. juró vengarse de su padre y bien cierto es que lo cumplió.
Vivía en el Castillo otro hijo de Sikrosio, bastardo, nacido en tristes circunstancias.
La persona que más apreciaba Sikrosio en el Castillo era su Herrero-Armero. Para él tenía consideraciones que a otro de más noble cuna no dispensaba. Así, cierto día en que bajo su mirada vigilante nacía una espada de filo muy cuidado, tuvo ocasión de contemplar algo que hasta aquel momento -no sin razón- el precavido Herrero había hurtado a sus ojos: su joven esposa. Era una mujer tan joven y de belleza tan extraordinaria, que Sikrosio quedó mudo al contemplarla.
Pese al ascendiente y consideración de que gozaba el Herrero, esto no fue obstáculo que detuviera el violento deseo del Margrave, y al fin, aunque muy por la fuerza, la tomó como concubina.
El Herrero huyó desesperado, pero los hombres de Sikrosio le dieron caza, y cuando mucho tiempo después le trajeron, encadenado y famélico, su esposa ya estaba encinta del Margrave. Aun así, apenas nació el niño, los esposos huyeron y abandonaron a la criatura, que odiaban.
Esta vez los hombres de Sikrosio no les alcanzaron: sus cadáveres, según se murmuraba -aunque en verdad no hubo constancia de estos hechos-, aparecieron flotando en el Lago de las Desapariciones, que, desde aquel día, acrecentó aún más su maléfica leyenda.
Y como nadie tenía interés por el niño abandonado, la Margravina -que entonces aún vivía- lo tomó a su cuidado. Volinka era mujer raramente humanitaria y piadosa, sobre todo si se considera el nido de alimañas en que vivía, pero la desdichada herrera le había inspirado más lástima que despecho: bien había constatado cuán en contra de su voluntad se prestó la infeliz a las exigencias del animal de su marido.
Al morir Volinka, el pequeño bastardo quedó sin amparo, pero era una criatura de tan singular belleza y encanto -se parecía a su madre-, que el propio Sikrosio, aun dedicándole a los más bajos servicios, lo conservó en el Castillo.
Con el tiempo, todos notaron la rara intuición que el niño tenía para olfatear hechos y criaturas en el aire. Distinguía los menores movimientos de la arboleda en la más vasta lejanía, y resultaba evidente su aguda y misteriosa capacidad para descifrar la guarida de los vientos, la nieve, las heladas y el granizo. Así que Sikrosio decidió reservarlo como Vigía. Como su edad era aún muy tierna para este menester -ni aun de puntillas alcanzaba las almenas de la torre-, Sikrosio le entregó al viejo Vigía, con la recomendación de que le instruyera en aquel oficio.
Los campesinos aseguraban que estas dotes le venían al niño de su madre, pues, según las habladurías, aquella criatura de arrolladora belleza fue en verdad un hada que, prendada del Herrero, renunció a su condición para casarse con él. Esto extrañaba a muchos, porque el desdichado Herrero era horroroso. Pero los que se extrañaban de aquel amor ignoraban cuán distintos son los conceptos que tienen esas criaturas de la humana belleza.
Naturalmente, estas cosas eran sólo cuentos de viejas, de leñadores, de campesinos, de pastores y carboneros: no podía asegurarse nada con certeza. Pero lo cierto es que el hijito de aquella encantadora criatura y del bestial Sikrosio creció, a partes iguales, fuerte como su padre y delicado como su madre. Mostró gran aptitud para toda clase de trabajos y era tan dulce y simple que, no habiéndole bautizado sus padres, todos empezaron a llamarle Almíbar, y con ese nombre vivió y murió.
En general, Almíbar era despreciado por los caballeros, y especialmente por sus hermanos Sirko y Roedisio. Pero no por Volodioso. Este curioso segundón, si bien no sentía afecto por el pequeño bastardo, experimentaba una gran curiosidad hacia él: a lo largo de su vida -y, en suma, de esta historia-, la curiosidad de Volodioso fue una de sus más fructíferas cualidades. Junto a la fortaleza física y pericia en el arte de las armas, que le igualaban a sus hermanos, el segundón poseía cualidades que le distinguían de ellos: además de ser excelente jinete -era el único hijo de Sikrosio que, exceptuando a Almíbar, no nació paticorto-, alentaba en su persona una inteligencia que, si bien tosca y sin cultivo, adivinábase despierta y vivaz. A los doce años, era el más arriesgado y audaz galopador de las colinas y, a menudo, atraído por un oscuro impulso, llegó a adentrarse en las praderas. Allí, en los claros días de verano, atisbaba la lejanía, hacia las estepas. En esos momentos, sentía una rara angustia, amarga y dulce a un tiempo: una atracción y un escalofrío que le dejaban, por muchos días, turbado y pensativo.
A estas excursiones y de caza, llevaba con él a su medio-hermano Almíbar. Los ojos del niño que podía ver tantas cosas a través del polvo, del viento y del miedo, le despertaban un gran interés. Almíbar le portaba carcaj, flechas y jabalinas. Juntos se adentraban en los bosques, como si de un gran señor y su diminuto escudero se tratara. La edad de ambos aún era corta: todavía Volodioso no había sido armado caballero, ni Almíbar tenía edad -ni condición- para otra cosa que para paje. Pero Almíbar sentía veneración por Volodioso y nada le alegraba tanto como cuando, recluido en su habitual puesto de la Torre Vigía, oía cómo su hermano le llamaba para que le acompañase.
Alguna vez, el joven Volodioso se preguntó por qué razón ningún olarense se decidía -o al menos sentía curiosidad- por atravesar y conocer el mundo de más allá de las montañas Lisias. Esta falta de curiosidad era, para él, incomprensible. Según contaban vagabundos y caminantes -y más de una noche Volodioso fue a escucharles, a escondidas, bajo las escaleras del Torreón donde solían cobijarse-, tras aquellas montañas, en su zona Sur, el sol brillaba sobre extensos y bien cultivados campos, abundaban las frutas y, sobre todo, las viñas: que daban un extraordinario vino, muy superior, y sin posible comparación, a la cerveza que se bebía en Olar.
El aire era en aquellas tierras dulce, cálido y perfumado por la flor de los almendros. Y se ofrecía a los ojos del caminante algo que los de Olar -si se exceptúa a sus remotos antepasados- no habían visto nunca: el mar. Un mar tan azul y quieto que, según los que lo contemplaron, desde sus acantilados podía divisarse el fondo: la arena de oro verde y los diminutos palacios de las criaturas submarinas, con sus altos minaretes de nácar y sus jardines de espuma, tan blancos como la nieve. Al parecer, aquellos litorales sureños rebosaban animación, y sus gentes se mostraban muy distintas a las taciturnas y melancólicas de Olar. Según Volodioso oía oculto en la sombra, con el corazón palpitándole de rabia y ansia, los sureños eran criaturas de lengua viva y ojos brillantes, muy diestros en el comercio y la navegación. A sus tierras llegaban, y de ellas partían, mercaderes de todas las razas y mercancías de todas las clases.
Muy envidiables parecían estas cosas al joven segundón, y muy opuestas a todo lo que le rodeaba: aquellas villas olarenses, de tan escasa como apocada población, que se perdían en leguas y leguas de tierra inhabitada. Muy distinto, ciertamente, el bullicio y parloteo vivaz y chispeante descrito por los caminantes y mercenarios, al silencio que envolvía y se espesaba en torno a la sombría silueta de los castillos-fortalezas, de los oscuros torreones alzados en la quietud de las colinas y la adusta desconfianza de las murallas.
Y aun despertando la envidia -una envidia en verdad sumisa, casi resignada- de las gentes olarenses que escuchaban tales cosas, ninguno de ellos traspasaba las montañas Lisias. Una vaga desazón les replegaba ante la idea del mar. Tal vez, flotaban en las brumas de su más remota conciencia historias de rubios navegantes, retazos de leyendas que, de padres a hijos, hablaban de guerreros marinos surcando la corriente de los ríos o a través de la selva. Tan confusas remembranzas calaban sus huesos y aún despertaban su memoria más allá de la vida: había un mar gris y helado inscrito en algún profundo rincón de su melancolía. Y la atracción y el temor mezclados que ejercía ese mar en sus ánimos, les mantenía en una suerte de tímido estupor, en un tembloroso deseo de acudir o de huir a su influjo. Esta duda les mantenía clavados a su tierra y teñía de tristeza su mirada. Tenían conciencia de que conocían el mar -algún mar- aunque jamás lo hubieran visto: y no podían regresar a él. Y aunque el mar sureño descrito por los que venían del otro lado de las Lisias, se les aparecía más alegre, muy distante al que vagaba por sus conciencias, aquella difusa memoria les imbuía de prudencia -como ellos decían- o cobardía -como pensaba Volodioso-. En todo caso, les privaba de curiosidad hacia otras tierras y otras gentes y, por tanto, hacia el mundo.
Volodioso meditaba estos hechos y ardía su sangre. Era demasiado niño aún para tomar determinaciones de cualquier clase. Y, como no era tonto, se daba cuenta de que si algún día quería llevarlas a cabo debía esperar. Se juraba entonces que su vida tomaría rumbos muy distintos a los conocidos en Olar. Se interesaba por cuanto había más allá de sus fronteras, preguntaba, indagaba, escuchaba todo cuanto sobre ello se decía.
Así, llegó a conocer también muchas cosas del vecino País de los Weringios. Wersko II, su actual Rey -al parecer, nada belicoso-, amaba las dulzuras de la vida. Era aún muy joven: apenas adolescente, había ceñido la corona de su padre, Wersko I, quien, según oyó, fue de talante muy parecido al de su hijo y había muerto, precoz y vulgarmente, a causa de una excesiva ración de empanada de liebre. Esta muerte le pareció extraña: no podía imaginarla así para su padre, Sikrosio, ni para cualquier barón o conde conocidos, pues si de indigestiones estaban salpicadas las vidas de estas gentes -cosa muy corriente-, la muerte no llegó directamente de ellas, sino por las caídas de montura que provocara su embotamiento, tras ingerir un ciervo relleno de lechón y codornices.
A menudo había oído contar que el padre del actual y jovencísimo Wersko había pactado de alguna manera con los guerreros de las estepas, sus -demasiados próximos- vecinos, por medio de tributos o cosa parecida. Incapaz de una cosa semejante, tal idea indignaba a Volodioso, y por tal causa, empezó a despreciar a los weringios. No obstante, se daba clara cuenta de que el País del Rey Wersko tampoco era molestado por las incursiones de las tribus ecuestres. Al contrario: aquel Reino, rico y pacífico, crecía y se expandía en paz. Su comercio florecía también. Opuestamente a los olarenses, los weringios sí cruzaron las Lisias, y mantenían contactos y relaciones con el Sur.
Un día Volodioso se enteró de que, en tiempos ya olvidados, algunos condados de Olar fronterizos a los weringios se querellaron a causa, precisamente, de los límites no muy claros que separaban ambos países. Esto dio lugar a pequeñas guerras y escaramuzas. Luego -y de esto ya casi nadie tenía memoria-, los weringios levantaron en su frontera una alta empalizada de troncos afilados, aunque con los años, aquellas endebles fortificaciones aparecían aquí y allá casi desmoronadas. Y como también, en aquellos días lejanos, los de Olar alzaron en sus límites idénticas defensas, un estrecho pasillo se abría entre ambos, desde entonces llamado el Pasillo de Nadie.
Gracias al comercio que iniciaron con los países meridionales, los weringios vieron prosperar su Reino y sus vidas. Partiendo de aquel Pasillo de Nadie y a través de las montañas que los separaban del mar, los weringios construyeron con el tiempo una ancha vía que les unía al bello Sur. Y mucho gozaban, al parecer, de todas estas cosas. Y muy bien vivían, según oía el joven segundón.
Pero al Margrave Sikrosio poco le importaban tales nuevas. Sólo preocupado en mantener en un puño la Marca, apenas si se apercibía del creciente descontento de condes y barones que la componían. Volodioso se dio cuenta de hasta qué punto vivía su padre, y con él su país, de espaldas al mundo. En ocasiones, cuando se embriagaba, Sikrosio decía cosas extrañas. Señalaba al Norte, y murmuraba: «De la Selva, llega el misterio». Indicaba después hacia el Este: «De la Estepa, la destrucción, el fuego, la muerte…». Luego, volvíase hacia el Sur: «Del otro lado de las Lisias, el sueño, lo imposible…, y la mentira». Por fin, con voz donde latía una misteriosa tristeza, señalaba a Occidente: «Y de más allá de las tundras, el olvido». En estas últimas palabras yacía tan oscuro desengaño o llanto que, oyéndolas, un estremecimiento sacudía de parte a parte a Volodioso, sin que pudiera descifrar su razón.
El descontento general iba creciendo, y llegó a provocar pequeñas revueltas. Pero la supremacía militar de Sikrosio las arrollaba. Sus castigos fueron tan ejemplares, que en los últimos años de su vida, de las horcas de la Torre Vigía, viéronse de continuo bamboleantes cuerpos de todos aquellos que, verdad o mentira, eran tachados de traidores o subversivos.
Pese a todo, los nobles expoliados y vejados crecían en ansias de independencia. Mas estaban tan desunidos, temerosos y dispersos, que Olar perdía de día en día su fuerza: la unión, que con tanto esfuerzo lograra aquel Margrave ya lejano, portador de su autonomía.
Pero estas desmembradas ansias de independencia y esas amenazas de dispersión fueron finalmente el incentivo que condujo a la auténtica unidad e independencia de Olar, su sometimiento total a un soberano, y la constitución de un Reino. Y esto ocurrió tan sólo en virtud de la inquietud y la astucia, el valor y la osadía de un joven llamado Volodioso: un segundón en quien, entonces, aún nadie reparaba.
Ciertamente, no sólo de osadía, astucia y valor se hace la historia de los hombres. A menudo el azar, las circunstancias propicias, la aparición de una misteriosa estrella, ayudan no poco a la consecución de sus empresas. También en las de Volodioso las circunstancias y el azar tuvieron su parte en el triunfo. Aunque menos que en otros, si se considera la fuerza de su tesón, de su brazo y de su mente.
Volodioso había crecido en un ambiente rudo, hostil y cruel. Desde muy niño, vio a su padre convertido en un barril de cerveza y embotamiento. Contempló sus abusos y su despotismo, fue testigo de su decrepitud y su estupidez. Pronto comprendió que no sólo los condes y barones vecinos le odiaban, sino cuantos le rodeaban y adulaban. Los caballeros que no estaban a su servicio le temían, los villanos, campesinos y siervos consideraban que el diablo era dueño de sus vidas y hacienda. Allí donde iba su padre, llegaban el terror y la fuerza.
El país hervía de gentes proscritas, fugitivos y bandoleros. Se imponía el peso de la fuerza por comarcas y caminos. Los impuestos, glebas y tributos eran cada vez mayores, y las primitivas Asambleas que instituyera el Conde Olar, corrompidas por Sikrosio, apoyaban sus desmanes. La tropa del Margrave, engrosada por todo infeliz empujado por el hambre o por aventureros de oscuro pasado, era tan despiadada y voraz como su amo; no había otra ley que la de la extorsión y la sangre. Todos sabían que el Margrave practicaba el primero un bandolerismo enmascarado: varias de estas bandas de asaltantes de caminos vivían a sus expensas. Pero nadie se atrevía, aún, a decirlo.
Una sola fuerza realmente peligrosa se opuso al fin a la suya: la del Abad de los Abundios, cuyo pequeño Monasterio había ido creciendo hasta convertirse en centro vital de una villa amurallada.
El Abad Abundio era el único refugio de cuantos osaban oponerse al Margrave. Bajo su iniciativa, se larvó la primera revuelta de importancia que dividió la Marca: los barones corrompidos aliáronse a Sikrosio, y los ofendidos, al Abad. Pero el verdadero origen de esta revuelta fue algo tan simple y aparentemente ingenuo, que difícilmente podría creerse, si no es porque así ocurrió.
Volodioso había cumplido quince años. Su hermano Sirko, tres años mayor que él, era un joven taciturno, de frente estrecha, gigantesco cuerpo y valor tan inútil como desenfrenado, pues su afán de lucha le hacía emprenderla súbitamente con cualquier pequeño feudal, caballero o noble, que, sin motivo efectivo, recibía y rechazaba sus acometidas como mejor podía. Era, no obstante, un buen soldado, y Volodioso lo sabía, como lo sabía de sí mismo.
Volodioso era consciente de los propios valores tanto como de los de los demás. Apreciaba de sí mismo varias cosas: su gran estatura -hereditaria en toda aquella estirpe y que se prolongó hasta el último de su rama- y astucia, unidas a una oscura intuición para adentrarse en los deseos de los hombres y sus móviles, le hacían en todo superior a sus hermanos. Esa intuición le impelía a reflexionar sobre las conductas, los gustos y sentimientos humanos y, en suma, sobre el mundo que le había tocado en suerte.
Como su padre y sus hermanos, no sabía leer ni escribir -sólo los monjes y algún que otro extravagante conocían estas cosas-. Lo ignoraba todo, o casi todo, pero era reflexivo y sagaz, y había aprendido a escudriñar en la mirada, en el silencio y en las palabras de los demás mortales. Tal vez por eso, contrariamente a sus hermanos, mostraba predilección por Almíbar. Adivinaba en el pequeño algún oculto don o poder, que sospechó podía serle de utilidad en el futuro. En cuanto al pequeño, Roedisio, además de malvado era evidentemente imbécil.
Almíbar, destinado a Vigía, vivía prácticamente en lo alto de la Torre con el Vigía verdadero. Dormía y comía allí: rodeado de trompetas, cuernos, bocinas y una inquietante cornamusa. Cuando Volodioso salía de caza y lo mandaba llamar, el medio hermano bajaba saltando de alegría la empinada escalera de caracol. Luego, corrían juntos por el bosque: a caballo Volodioso, en un pequeño asno Almíbar.
Cierto día, Volodioso sintió sed y bajó a beber de un manantial, a la entrada del bosque. Luego se reclinó un momento en la hierba para descansar, con la espalda apoyada en un árbol. Era una mañana de primavera y el sol se filtraba entre las ramas, de forma que venía a dar de lleno en la cabeza del joven Almíbar.
De pronto, Volodioso creyó ver que sus cabellos resplandecían y que sus ojos se llenaban de un extraño fulgor, y aún más, le pareció que se elevaba sobre sus plantas.
– ¿Qué te pasa? -gritó, sobresaltado.
– Escucho lo que dicen los pájaros -contestó Almíbar.
– ¿Cómo lo que dicen?… -se impacientó Volodioso-. ¡Su lenguaje no es el nuestro! ¿Acaso tú, torpe, lo conoces?
Pero veía claramente cómo Almíbar seguía con la mirada y la sonrisa el revoloteo y el piar -de pronto destemplado-, de los pájaros. Al fin, éstos rodearon a Volodioso, se posaron en sus hombros y en su cabeza y, suavemente, picotearon sus orejas y sus labios. Volodioso quedó inmóvil, casi aterrado en su estupor. Luego una nube ocultó el sol y, entre la espumosa neblina que ascendía del torrente, Almíbar quedó en la sombra. Parecía un pequeño elfo, de los que había oído hablar Volodioso a los sirvientes, aunque nunca les había visto.
– Hermano -murmuró Almíbar, arrodillándose ante él-, los pájaros dicen que tú serás el Rey de Olar.
Aquellas palabras conmocionaron al segundón, que no pudo replicarle. Suavemente, le tomó de las manos, izándole del suelo, y, en silencio, regresaron al Castillo.
Prodigiosamente, desde aquel momento, los pájaros casi nunca le abandonaban: venían a su encuentro y le saludaban con gritos que, aunque él no entendía, creía interpretar. Eran siempre los mismos, pájaros humildes, de los que no tienen nombre. Lleno de curiosidad, tomó de la mano a su medio-hermano, paje y escudero. Con él subió a la Torre, y desde allí contempló el horizonte, la inmensa lejanía de donde se avistaba la aparición de enemigos. Hasta allí subieron también los Pájaros Sin Nombre de Volodioso, y escucharon al joven Almíbar -un niño todavía- revelar ingenuamente, sin el menor atisbo de suficiencia o de misterio, como cosas para él cotidianas, sus relaciones con el único mundo que le amaba.
Oyéndole, Volodioso reflexionó y comprendió que si Almíbar fue arrojado de los humanos, sólo los animales y las plantas, el viento y la lluvia, el manantial y el Lago, le acogían en un entendimiento que para él estaba repleto de misteriosos e incomprensibles significados. Así, se enteró también de que Almíbar era instruido a escondidas por el capellán del Castillo. Era éste un monje atribulado, de origen humilde, a quien Sikrosio maltrataba como al más bajo siervo, pero al que necesitaba para que le absolviera cuando, aullando, despertaba sobrecogido por los terrores del infierno. Y ocultaba a todos, pero enseñaba al niño un libro donde estaba escrita la historia de un Gran Rey y un Gran Guerrero.
Hizo Volodioso que Almíbar recitara una y otra vez aquellas historias: hasta el punto de que llegó a aprenderlas casi de memoria. Y tanto pensó y meditó las historias leídas por Almíbar -y otras muchas que ellas hicieron brotar en lo más profundo de su caletre-, que al fin, cierta madrugada, saltó de su lecho y subió a la Torre en busca de su medio-hermano. Había dado al fin con algo que desde hacía mucho tiempo barruntaba y no acertaba a aclarar. Aunque era inteligente, por no tener ocasión de ejercitar este atributo de su naturaleza, sus pensamientos se producían en un curso despacioso, casi tardo. Aunque sagaz, sus conclusiones eran trabajosas y de lenta elaboración.
– Almíbar, hermano mío -llamó quedamente.
El niño oyó la palabra hermano por vez primera, y le dejó transido de admiración, amor y respeto.
– Tengo que hacerte algunas revelaciones.
Dijo revelaciones, en vez de maquinaciones, porque sabía que aquél, y no éste, era el lenguaje que debía emplear en adelante. A seguido, habló abundantemente a su medio-hermano de los pájaros. Y según podía desprenderse de sus palabras -al menos así lo entendía alborozadamente el corazón del inocente niño-Vigía-, aquellas aves le habían encargado la confección de una corona; pero ésta debía ser enterrada en un lugar tan sólo conocido por ellos dos, Almíbar y Volodioso. Luego, el segundón pidió al niño -tan ducho en estas cosas- que confeccionara la tal corona y que amaestrara debidamente dos halcones capaces de transportarla entre sus garras. «Pues, llegado el momento oportuno, les ordenarás que la coloquen en mis sienes.»
El niño, muy alborozado, asintió a todo: no sólo por el gran afecto -aun veneración- que sentía por su poco ruboroso hermano, sino, además, porque estas cosas eran las únicas que sabía y le placía hacer -y para las únicas que, de algún modo, fue útil en este mundo.
– Una vez hecha la corona, la entierras allí donde yo te indicaré y sólo nosotros dos sepamos.
Ocurrieron estas cosas poco antes de que Volodioso cumpliera dieciséis años. Y como poseía méritos suficientes para ello -y tratábase de una de las pocas cosas en que su padre se mostraba justo-, fue investido caballero por el propio Sikrosio.
Con la espada para siempre al cinto, y su vigorosa, ágil y despierta naturaleza aguzada en mil proyectos, comprendió que su momento había llegado. Pudo tomar parte en los encuentros, justas y lides, y procuró en ellos llamar la atención de los más notables señores y caballeros vecinos. Especialmente eligió como blanco de sus exhibiciones -mejor dicho, como principal peón de ellas- a un noble y justo barón, padre de tres hijos (tan justos y nobles como él). Llamábase Arniswalgo, y Volodioso -que no abandonó jamás la vieja costumbre infantil de escuchar bajo las escaleras, o en cualquier lugar que a tal efecto conviniese: tanto si se trataba del barril de un cervecero, como de un montón de heno- sabía que él y sus hijos eran los más disgustados por la tiranía y los excesos paternos. Sabía, también, quiénes se mostraban menos escrupulosos en unirse al mejor postor, y quiénes, entre todos los señores de la Marca, eran los más ruines, mentecatos o simplemente inocentes.
A los encuentros de caballeros que con regularidad impropia a su habitual desorden organizaba el Margrave Sikrosio, acudían la mayor parte de los señores y caballeros: ora por gusto, ora forzados por las circunstancias. En tales ocasiones, Volodioso afinó y aguzó cuanto pudo el dardo de sus ambiciones. Y así, tras muchas noches en vela, le sorprendía el alba entre la algarabía de sus inseparables pájaros. La luz de un nuevo sol le recordaba que había cesado la hora de los sueños y comenzaba la de la realidad.
Distinguióse pronto en los juegos guerreros, no sólo por su bravura, la fuerza de su brazo y el ímpetu de su poderosa naturaleza, y aun arrogancia, sino también por la templanza de su porte -aunque mucho costara a su violento temperamento-, y por la -muy meditada, en verdad- nobleza y aun generosidad de que hizo gala en ellos, sobre todo cuando vencía al contrario -virtudes desusadas en aquella familia-. Sorprendió por todo ello, en verdad, pero aún más por el contraste que ofrecía con el tropel de desaforados que rodeaban su vida.
Tanto el noble Arniswalgo y sus hijos, como otros muchos casi tan nobles y casi tan dignos, aunque amedrentados por el desenfreno de quien debió ser, según pensaban, ejemplo de sus vidas, fijaron por primera vez su atención en aquel joven alto y fornido -más alto y fornido de lo que correspondía a su edad-, que se mostraba tan insólitamente caballeroso, mesurado y digno, tanto en su porte como en sus acciones. A no ser por la intachable virtud y honestidad que distinguió siempre a la Margravina Volinka, muchos hubieran dudado fuese hijo de tal padre.
Aunque Sirko era tan valiente y buen guerrero como Volodioso -o quizá más-, llevaba la imprenta paterna grabada en su torpeza, mala intención y brutalidad. En cuanto a Roedisio, ni que decir tiene que su fuerza -aunque siniestramente efectiva sólo servía para lanzar jarras de cerveza al aire, sin atinar siquiera con el desdichado a quien elegía como blanco de sus necios y ruidosos alborozos. Y aunque hubiera estado en edad de ser armado, ni el propio Sikrosio hubiera osado poner una lanza en sus cortas y pesadas manos; y si alguna vez logró encaramarse a lomos de cualquier bestia -aunque fuera un perro-, sin remedio daba en el suelo con sus huesos: así que su cabeza, naturalmente deforme, la había conseguido adornar, por cuenta propia, con toda clase de bandullones y piqueras. No es raro que Volodioso se despegara del conjunto ofrecido por padre, hermanos y favorecidos.
Cierto día se libró un encuentro a muerte. En rigor, esto había sido prohibido en tiempos del Margrave Olar, pero Sikrosio prescindió de tal cosa -como de tantas otras- y reverdecieron con singular contento, al menos una vez por año, los duelos mortales. Precisamente elegía para ello Pentecostés, con la excusa de que el descalabrado, sin duda alguna, era víctima de la cólera divina, a causa de algún pecado, conocido o secreto.
Llegaron a Volodioso el turno y la ocasión de participar. Y tras vencer a su oponente, ocurrió algo tan inaudito entre semejantes energúmenos -los dignos barones se abstenían de tales empresas y limitábanse a contemplarlas, ahogando sus amarguras y marchitos anhelos de justicia en jarras de cerveza-, que nadie creía ver lo que veía. Cuando todos esperaban que Volodioso atravesara con su lanza al oponente derribado, le perdonó la vida. Muy oportunamente había tomado por contrincante a un pequeño feudal, pobre, marrullero y traidor por naturaleza, que había hecho su fortuna capitaneando una banda de salteadores al cobijo de Sikrosio, pero cuyas indudables dotes guerreras no eran en absoluto despreciables. Con gallardía e incluso gentileza, reconociendo públicamente que así lo hacía por estimar que su oponente había peleado con valor -cosa cierta- y nobleza singulares -cosa del todo falsa-, Volodioso añadió luego, con sagacidad, que no quería privar a su pueblo de un guerrero tan digno y estimable, dado el caso de tener que enfrentarse, un día, con los muchos enemigos que acechaban a Olar.
Tan pundonorosas palabras estuvieron a punto de segar, de puro estupor, la vida del magullado feudal-bandido, llamado Arán. Confusamente oyó las escuetas y muy precisas palabras de su vencedor y, cuando sus escuderos le arrastraban por los sobacos y arrojaban cerveza por la cara -lo único capaz de regresarle al mundo de los vivos-, creyó hallarse manipulado por los ayudantes de Satanás en el aderezo que, según imaginaba, debía preceder a sus eternas torturas.
Una vez terminada la sangrienta fiesta, ya todos embriagados, y antes de dar cuenta del primer asado de los muchos que componían el ágape con que solía rematar Sikrosio estas jornadas, Arniswalgo se aproximó a Volodioso y, en tono moderado -no se fiaba demasiado de aquella familia-, le hizo notar su agrado -y también su extrañeza- por el gesto presenciado. Volodioso compuso entonces su más noble continente -mucho lo ensayó antes, a ejemplo de los caballerosos héroes que, extraídos de su libro, solía hablarle Almíbar-. No comprendía, manifestó, que alguien pudiera sorprenderse ante aquella actitud, pues según su entender, así debía portarse todo caballero bien nacido. Y de este modo se inició una plática -al principio recelosa, luego más suelta- entre Arniswalgo y el segundón, al fin de la cual el anciano quedó muy maravillado.
Más tarde, el barón comentó con sus íntimos -nobles compungidos y estrujados como él- que ojalá, en vez del torpe Sirko, hubiera un primogénito en la familia del Margrave como el joven Volodioso. De pronto, el más apagado, magullado y temeroso de aquellos dignos y ultrajados señores, que a la chita callando se reunían de cuando en cuando en el Castillo de Arniswalgo -ya que no a otra empresa más enérgica, al menos a poner de vuelta y media al Margrave y sus allegados-, dijo: «Volodioso es el único de esa familia con piernas que lo parecen: no un par de pezuñas a los costados».
Y esta afirmación, al parecer banal, reafirmó en todos la naciente confianza que habíales inspirado Volodioso. «Así es de curiosa la humana naturaleza», pensó Volodioso, que espiaba escondido tras una barrica de manteca.
Y no dejó apagar aquel tímido pero cálido rescoldo de interés y confianza hacia su persona. Se las apañó para frecuentar la compañía de los nobles estrujados y, poco a poco -ellos no hubieran podido decir cómo llegaron a reunir semejante valor- acabaron haciéndole el tesorero de sus muchas quejas y amarguras.
– La justicia y la paz se impondrán en Olar -juró al fin Volodioso, solemnemente, besando la cruz de su aún muy nueva espada. Y aunque esta promesa era tan vaga como hermosa, todos los ofendidos y despojados sintieron renacer su marchita esperanza.
En cuanto a los hijos de Arniswalgo, tres muchachos de naturaleza leal y valerosa, tan poco recelosos como su padre, desde entonces fueron los camaradas entrañables del joven segundón. De tal forma se exhibió ante ellos Volodioso, aunque mucha violencia costaba a su ruda naturaleza, que largo hablaron luego los jóvenes de su inteligencia, valor y espíritu justiciero. Entre jarra va jarra viene de dorada y espumosa cerveza, suspiraban porque no les hubiera tocado en suerte un Margrave como Volodioso, y no el energúmeno desastrado de su padre. Pero no hacían nada para conseguirlo.
Estaba ya en puertas el otoño, pero el verano mostrábase rezagado. Y como suele ocurrir en estas ocasiones, el fuego del estío se arrastraba de forma lenta, sinuosa y muy desazonadora: buen clima para revueltas, ira, amor o locura. El fino olfato de Volodioso así lo percibió en el aire de aquel amanecer en que, por fin, llamó aparte a su hermano Sirko. Eligiendo una estancia un tanto lóbrega que daba sobre las mazmorras, pero que, por ello, parecía más fresca que las demás, mandó traer cervezas y jarras. Al fin a solas, dijo a su hermano:
– He meditado mucho sobre nuestra vida y la de nuestro padre. He pensado que tú debías tomar su puesto, ya que él es indigno, hermano.
Sirko quedó estupefacto. Si algo temía en este mundo era a la muerte, al diablo, a la excomunión y a su padre.
Sin darle tiempo a reflexionar sobre tan imprudentes palabras, Volodioso le ofreció cerveza. Y más y más cerveza, hasta que rodó por el suelo y hubieron de conducirle como un saco hasta su lecho.
Entonces, Volodioso llamó al pequeño Almíbar. Hízole escribir una carta dirigida al Abad Abundio: en ella exponía su descontento y el de su hermano hacia su padre y, ofreciéndole su apoyo, asegurábale que si se rebelaba contra Sikrosio -el Abad disponía de soldados y él no-, muchos nobles, aún indecisos, seguirían su ejemplo. Hablóle también de un rey, de un reino: pero en términos tan ambiguos, que cualquiera -incluso el propio Abad- podría sentirse aludido.
A la primera tarde, cuando Sirko despertó de sus vapores, le envió al Monasterio con la carta, en compañía de Roedisio, con quien había mantenido antes secretas conversaciones, mientras éste reía sin cesar, asintiendo con la cabeza. Con mirada soñadora, Volodioso vio partir a sus hermanos hacia el Monasterio. Entonces, quedóse él junto a su padre, manteniendo a su lado al pequeño Almíbar.
Luego, al anochecer, partió secretamente a los castillos y mansiones de aquellos nobles feudales y caballeros que no gozaban del favor de Sikrosio; y aún más, envió emisarios a las partidas de bandoleros que actuaban al margen de las de su padre, ofreciéndoles perdón y un futuro halagüeño en la milicia.
El fruto de sus actividades superó sus esperanzas: bandas de forajidos y proscritos, aventureros sin ley ni techo, al enterarse de sus propuestas, abandonaron a Sikrosio y se unieron al joven segundón. Así pudo comprobar hasta qué punto era aborrecido el Margrave.
Hechas estas cosas, la revuelta del Abad se tornó en guerra encarnizada. Y las huestes de Abundio y Sirko hallaron aun dentro del propio Castillo de Sikrosio sus mejores aliados: Volodioso y sus hombres desde el interior. Fácil es comprender quiénes vencieron.
Pero no es tan fácil averiguar cómo murió Sirko. Acaso Volodioso, en sus secretas conversaciones, instó al imbécil Roedisio a eliminarlo, con la sibilina esperanza de sustituirle en el trono prometido: «Yo seré tu Consejero, tú reinarás en Olar, y yo gobernaré contigo». ¿Por eso se reía Roedisio tanto, cuando llevaban la carta al Abad?…, quién lo sabe. Lo único cierto es que, finalizada la lucha, Roedisio atravesó a Sirko con la espada, junto al foso. Y esto le produjo gozo tal, que revolcábase de risa, entre la sangre.
Sikrosio fue degollado en su propio lecho, donde le sorprendió el asalto, completamente beodo. Malas lenguas dijeron -años más tarde- que fue la mano de Volodioso quien cometió el parricidio. Otros, en cambio, aseguraban haberle visto en aquellos momentos batiéndose en las murallas. El caso es que Sikrosio murió a manos de no se sabe quién. Lo que nadie pudo dudar es que Volodioso fue quien lo hizo colgar -aun degollado-, junto a sus pocos leales, de las horcas que ornaban la Torre Vigía -aquella donde otrora se balanceaban cuerpos de delincuentes o supuestos traidores al Margrave; aquella donde un bello aprendiz de Vigía, desterrado de todo amor entre los hombres, escuchaba el lenguaje de los árboles y de las aves.
Entonces, Volodioso besó la cruz de su espada y, alzándola después a un cielo que, de improviso, se llenó de bandadas de pájaros, gritó; gritó de tal forma, que sofocó todos los ruidos, todos los lamentos y alaridos de victoria que poblaban el aire. Y en aquel grito se abría paso la voz de un niño que decía: «Madre, ya estás vengada».
Después el silencio aún fue mayor, casi irreal. Era un silencio audible, casi podía verse y tocarse. Como bajo una orden encantada, todas las cabezas y ojos aún vivos se alzaron hacia la Torre Vigía, donde había aparecido un raro resplandor. De entre las almenas surgió la silueta de un niño. Era el pequeño Almíbar, y portaba en cada puño un halcón. Dio un pequeño grito, que sonó como el viento entre los álamos, y los dos halcones se lanzaron al vuelo.
Inmediatamente regresaron, llevando entre sus garras una sencilla corona. Con vuelo lento, casi respetuoso, descendieron hasta la cabeza de Volodioso y la colocaron en ella. Luego, remontaron el vuelo y desaparecieron. Y nunca los volvieron a ver.
La institución del Reino y la coronación de Volodioso fueron cosas en verdad tan sencillas como raudas. Volodioso y sus fieles ex bandoleros, pequeños feudales y barones ultrajados redujeron las pretensiones del Abad de forma harto expeditiva: confinado en su Monasterio, despojado de casi todo poder, hubo de contemplar con sordo furor cómo Volodioso subió al trono, Rey y Señor absoluto del recién nacido Reino de Olar.
Poco después de la coronación, Roedisio murió misteriosamente. El viejo Abad, desde su obligado retiro, no se calló, y atemorizó al mismo Volodioso, advirtiéndole que el verdadero Gran Rey de Occidente vendría a deponerle y arrasaría su naciente e ilegal Reino como castigo a sus desacatos.
Al frente de sus mejores hombres, Volodioso se encaminó a las altas mesetas, en cuyas cimas se extendía la tundra que jamás, desde que él vivía, había filtrado ser humano alguno hacia Olar. Allí esperó en vano al Gran Rey que debía castigar su osadía: tres días y tres noches acampó, con sus hombres, mientras el viento batía los árboles y el silencio se hacía extrañamente mineral.
Al atardecer del tercer día, la rara iluminación que durante sus libaciones transfiguraba el rostro de Sikrosio, pareció revivir ante él. Creyó oír en el viento restos de presagios, ecos de alguna incomprensible devastación y, al fin, la voz de su padre: «Y de Occidente, hijo mío… el olvido». Volodioso se estremeció hasta los huesos. Volvió grupas y ordenó la retirada. De aquel Gran Rey amenazante, jamás se supo en Olar.
El Abad Abundio murió de despecho, pero a seguido tomó su cargo el oscuro monje que enseñó a leer a Almíbar. Sorprende considerar la extrañeza que en algunos causaron estas cosas -especialmente cuando, poco a poco, la nobleza fue despojada de sus privilegios, supeditándola en vida y hacienda a la única y total soberanía: el Rey Volodioso-, si hubieran considerado que las manos que ahora regían sus derechos y obligaciones eran las mismas que colgaron el cadáver de su propio padre de la Torre Vigía.
Volodioso había eliminado de sus planes a sus hermanos legítimos, pero al bastardo Almíbar lo conservó siempre a su lado. Y lo cierto es que el poder de Volodioso creció, y se pegó al trono como un molusco a la roca.
Almíbar, fiel escudero, le seguía a todas partes: incluso le servía el vino, la comida, y velaba su sueño. Pero ni los años ni los cargos más altos cambiaron su naturaleza: seguía inmerso en un mundo inexpugnable de inocencia y sabiduría mezcladas; un mundo donde platicaba con los arroyos y las hojas, con el viento, la hierba y la tempestad. Si había que batirse, seguía de cerca el caballo del Rey -y en cierta ocasión le salvó la vida-, pero aunque conocía el manejo de las armas, y su brazo era fuerte y su naturaleza robusta -aunque espigado y bello-, tomaba con más placer el libro que la espada. Absorto en un ensimismado reino de palabras y ecos, ingenuo y grave a un tiempo, Almíbar aborrecía la sangre.
También Volodioso experimentaba un aborrecimiento: el viejo Castillo donde había nacido y donde vio morir a su madre. Mandó construir otro, más hacia el Oeste, precisamente junto al gran Lago de las Desapariciones, donde un día flotaron los cadáveres del Herrero y su joven esposa. Volodioso no prestaba atención a estas historias, en cambio, le gustaban los abedules, los arces y los hermosos bosques que lo rodeaban.
El nuevo Castillo creció como su poder, y en sus vertientes nació la ciudad que llevó el nombre de Olar y fue capital del Reino. A lo lejos, el viejo Castillo de Sikrosio recortábase oscuramente en el atardecer, tras el incendio de que fue pasto. Y nunca llegó a desaparecer el negro hollín de sus piedras, ni siquiera cuando, años más tarde, fue restaurado con gran generosidad por Volodioso, y donado, junto con sus tierras y nutrida guardia, a su medio-hermano Almíbar. Desde el día en que murió Sikrosio, todos en Olar -incluido el Rey- le llamaron el Castillo Negro.
Tras varios años de reinado, y precisamente cuando su popularidad decaía -la mano de hierro de Volodioso hizo añorar a más de un resentido o estúpido los tiempos del Margrave Sikrosio-, irrumpieron en Olar las Hordas Feroces sembrando el pánico e invadiendo, con ánimo poco amistoso, las aldeas de las praderas.
Volodioso acudió prestamente con sus huestes. Combatió, arrojó y persiguió a los Diablos Negros con tal ímpetu, astucia y valentía, que nuevamente ganó la incondicional lealtad de sus súbditos. Creció así la admiración y el respetuoso temor hacia un hombre que, por vez primera, trajo a Olar, clavadas en lanzas, las cabezas de dos jefes esteparios: el temible Krejko y el sanguinario Hukjo. Y aún hizo más: las decrépitas fortificaciones del Este, que con tanto esfuerzo levantó el Conde Olar y con gran desidia abandonó Sikrosio, fueron rehechas y avanzaron hasta las mismas estepas. Reconstruidas y reforzadas, ondearon en ellas las enseñas del Reino, sobre el horizonte del miedo.
Estaba aún fresca la gloria de esta victoria, cuando el vecino País de los Weringios fue sacudido por una invasión inesperada: del Sureste, por aquel mismo camino que a través de las Lisias abrieron al comercio, cayó sobre ellos la piratería sureña. Sarracenos, mercenarios de la estepa -restos de antiguas tribus, olvidados reyes nómadas- sorprendieron a los pacíficos y confiados weringios. Desolado, el Rey Wersko pidió ayuda a su vecino, el fuerte y poderoso Volodioso.
Pactaron sensatas condiciones, y concertaron el matrimonio de Volodioso con la hija de Wersko -aunque ésta, a la sazón, contaba seis meses de edad-. No obstante, el matrimonio se efectuó por poderes -era la clave de importantes acuerdos para Volodioso-, y sólo entonces avanzó, con su poderoso ejército, hacia los invasores. Arrojó del país a piratas y mercenarios e hizo numerosos prisioneros. Aún más: empujado por su irreprimible curiosidad, avanzó por la estrecha cinta que atravesaba las Lisias y pisó, por primera vez, el legendario Sur.
Nunca antes había visto el mar, y se mantuvo largo rato en silencio ante él. Luego atacó, venció, sometió y anexionó aquellas tierras a sus dominios. Se enamoró de los viñedos, del sol, de las costumbres de aquellas gentes. Probó por vez primera el vino -que tuvo gran importancia en su vida y en esta historia- y, desde aquel momento, apartó la cerveza de su mesa. Se apropió de todos los viñedos y despojó sin miramientos a sus dueños y cultivadores. Año tras año, en largas caravanas, mandó transportar el vino del Sur hasta su Castillo de Olar, junto al Lago. Pero nadie supo jamás el sobrecogimiento, la timidez, que aquel mundo le inspirara: hasta el punto de que fue más cruel con los que allí le ofrecieron resistencia que con cualquier otro. El mar también le dio miedo.
La conquista y sometimiento del Sur no fue en verdad empresa fácil. Hubo de batallar duramente y mucho tiempo, y escarmentar sin piedad a los innumerables príncipes, margraves, señores y villanos que se resistieron a su brutal avance. Los menos se rindieron sin lucha.
Una vez dominado el Sur, instaló allí gobernadores y dignatarios; pero toda su tierra era él. Luego, de regreso a Olar, traicionó al Rey de los Weringios, que durante todas las campañas había sido sólo un pálido figurón a su lado. Con el pretexto de que la Princesa -su esposa de seis meses- había muerto en circunstancias extrañas, acusó a Wersko de incumplir sus pactos y promesas. Lo mandó encarcelar, y luego se proclamó Rey de los Weringios. Su país pasó a ser territorio de Olar, de forma que su Reino se ensanchó al Sureste, avanzó a través de las Lisias, atravesó el Sur y se detuvo en el mar. Es verdad que, el resto de su vida, tanto weringios como meridionales, revuelta tras revuelta, no le dieron reposo. Pero acabó agotándoles, y lo cierto es que los exprimió como a un limón.
Mantuvo durante toda su vida continuas luchas con los jinetes de la estepa, y al fin de sus días, estos Diablos Negros se convirtieron en su obsesión. No logró acabar con ellos, pero las fortificaciones del Este no retrocedieron. Lo cual, dado el tipo de gentes con que trataba, era mucho.
En cuanto al País de los Desfiladeros, permaneció a lo largo de estos acontecimientos inmutable y cerrado como un gigantesco molusco. Y con buen olfato, Volodioso no molestó jamás a Tersgarino, ni Tersgarino le molestó a él.
En rigor, el reinado de Volodioso fue una sucesión de guerras cruentas y gloriosos triunfos. Sometió y expolió de tal modo a nobles, señores y vasallos, que éstos apenas osaban mover los párpados en su presencia. Creó un ejército fuerte y poderoso, y su leyenda creció junto a su poder. Al fin de sus días es posible que dominara más por su prestigio que por su verdadero valor: pero, en puridad, lo uno no hubiera llegado sin lo otro. Amargó la vida a muchos, satisfizo a unos pocos, engrandeció a alguno. Construyó bastante y destruyó a mansalva. En general, fue más temido que amado, mas no debió existir otro mejor ni más fuerte que él, puesto que nadie le arrojó del trono ni le despojó de su Reino.
Bajo su mando nacieron ciudades, pueblos, villas, monasterios, abadías e iglesias. Roturó parte de los bosques y la selva, y ensanchó la zona Norte con tierras de cultivo. Permitió y protegió caravanas de mercaderes hacia el Sur, que importaron tejidos y especies, y trajeron el papel a Olar. En las calles de las ciudades y villas abriéronse por primera vez talleres artesanos y, aunque tímidamente, comenzaron a florecer pequeñas industrias: tintoreros, alfareros, tejedores y artesanos de varios tipos llegaron de otras tierras y se instalaron allí donde, poco antes, tan sólo circulaban carretas, campesinos, leñadores, gallinas y perros famélicos. Amuralló las ciudades y villas y, aunque redujo al mínimo el poder y privilegio de los Abundios, enriqueció sus monasterios con sabias y oportunas donaciones.
Hasta el final de sus días fue rudo, ignorante, valiente, astuto y desconfiado. Implacable con quien lo creyó oportuno y magnánimo con quien le convino. Pero fue un gran Rey y, sin él, Olar jamás hubiera soñado con llegar adonde llegó.
Hasta que, una mañana de otoño, arribó para Volodioso, como para otro cualquiera, la oscura nave que remolca el último día de la vida.
El Conde Tuso era un hombre alto y enjuto, de rostro muy pálido. Usaba largas ropas negras y un gorro de fieltro, también negro, rodeado de pieles de castor. En Olar nadie osaba oponérsele, pues de su afilada lengua y retorcida astucia provenían muchas muertes y calamidades, tanto a nobles como a villanos. Su ambición era desmedida, y como, a partir de los últimos años en que Volodioso se tornó más lento y pesado, él era en quien descansaba y de él dependía la suerte de cuantos componían aquella Corte, y aun el país, no podría extrañar a nadie que Tuso fuera a partes iguales adulado y aborrecido. Pero no sólo era su siniestro prestigio lo que influía en el temor que inspiraba, sino también -y era famosa la tendencia visionaria y supersticiosa de los olarenses- su vidrioso origen.
Hacía ya de esto muchos años, cuando la gloriosa -aunque no muy honesta- anexión del País de los Weringios; el Rey, entonces, lo trajo consigo a Olar. Lo presentó como hombre sabio y prudente en extremo, cosa que era cierta, aunque no pudo alabar jamás su lealtad sin despertar sospechas, ya que hasta aquel momento el Conde Tuso había desempeñado el cargo de Consejero en la Corte de Wersko, lo que no impidió que conspirara contra su Rey en favor del más fuerte. Además de saber leer y escribir a la perfección, era muy entendido en matemáticas y alguna ciencia más, no confesada, pues Volodioso -que no desmentía así su origen olarense-, no vacilaba en enviar a la hoguera a quien en tales cosas se propasaba. Su gran eficacia como administrador y su gran astucia le elevaron, en la poderosa pero ignorante y confusa Corte de Volodioso, al codiciado puesto de Consejero. Envidiado y execrado a partes iguales por cuantos componían aquella Corte y sus variados escalones, últimamente este hombre era quien manejaba el país, pues sólo Volodioso no sabía que se estaba haciendo viejo.
Aunque le sobraban artes y poder de manipulación para ello, el Conde Tuso no deseaba en modo alguno alcanzar una corona. En repetidas ocasiones lo demostró. El oficio de Rey no le agradaba en absoluto, antes bien, lo consideraba molesto. Una corona era excesivamente pesada para ser portada, según sus propias palabras, «por hombres de cuerpo débil y mente poderosa». Prefería, según se deducía, gobernar agazapado tras un trono, no encaramado a él. Más fácil resultaba así zafarse de los errores y aprovecharse de los aciertos, cosa en la que demostraba la máxima habilidad. Su lengua y argumentaciones eran tan afiladas como sagaces: bastaba recordar cómo, gracias a la acertada manera de utilizarla, supo librarse no sólo de la horca o el descuartizamiento -fin al que estaban destinados la mayoría de los weringios, tanto si apoyaron a Volodioso como si se le opusieron-, sino que además había hecho muy buena fortuna junto al que exterminó a sus hermanos de raza y a su propio Rey, a quien hasta entonces sirvió como ahora a Volodioso.
Tenía un ojo azul y otro amarillo. Estos ojos, dotados de un enorme poder de sugestión, le habían servido para evadirse de no pocas acechanzas y peligros. Cada vez que algún ingenuo osó acusarle de deshonestidades, malversaciones, usura, brujería o pactos con el Maligno, le bastaba mirar fijamente a su acusador, y en un breve pero sustancioso discurso, salían de sus labios tantos y tan sutiles argumentos de autodefensa como rayos de sus ojos. Hasta el punto de que, el acusador, se convertía lentamente en tembloroso acusado y, al fin, temblando como una hoja, o más mudo que un pedrusco, daba con sus huesos en la prisión o en la hoguera.
Estas particularidades habían conseguido hacer del Conde Tuso una figura muy poderosa. Y aunque muchos guardaban alguna ofensa o desdicha proveniente de su persona, y aun sintiendo repulsión por su figura, sus negros vestidos cubiertos de caspa, y el sudor que mantenía húmedas sus manos de uñas amarillas, no dejaban de sonreírle, adularle y colmarle de regalos, sabedores de que caer en su desgracia era caer en la desgracia total.
Durante los últimos años del reinado de Volodioso, el país pareció inmerso en una calma densa e insólita, apenas turbada por las rencillas suscitadas entre los propios nobles que, aburridos, se dedicaban de cuando en cuando a atacarse entre sí. «En verdad -se decían-, el Rey ha envejecido.» Por contra, Tuso había adquirido un poder casi absoluto y una gran seguridad en sí mismo. Vivía en el propio Castillo de Olar, donde se había instalado definitivamente la ruda y tosca Corte de Volodioso. Tuso no tenía mujer ni hijos, no se le conocía otra pasión que el poder, el oro y, de tarde en tarde, el viejo buen mosto del Sur, tan apreciado también por el Rey y todos los habitantes de Olar.
Entre los largos y helados pasillos del Castillo, donde en invierno resbalaba la humedad a lo largo de sus muros, en las estancias donde gruesos tapices y pieles intentaban abrigarles de las inclemencias de su región, comenzaron a circular rumores: decíase que el verdadero ascendiente de Tuso sobre el monarca no residía en su astucia y tino administrativo -cosas innegables-, ni en magia ni maleficio alguno, sino acaso en una verdad muy simple: debido a la particularidad de aquellos ojos suyos, cada vez que Tuso exponía ante el Rey alguna acusación, consejo o simple sugerencia, miraba al monarca de frente, y éste, indeciso ante el ojo amarillo y el ojo azul, intrigado por saber con cuál de ellos le miraba y, a su vez, a cuál de ellos dirigir la propia mirada, pasaba el tiempo en este dilema, desentendiéndose de todo lo demás. De este modo, sellaba y asentía a todo cuanto Tuso fingía consultarle, cuando, en verdad, sólo ordenaba a su propio Rey. Así las cosas, y ante la decadencia cada día más ostensible del monarca -pero de cuya apreciación guardábanse todos de manifestarse enterados-, los cortesanos se preguntaban, inquietos, quién sería, por fin, designado como sucesor del Gran Volodioso.
Empezó a correr el rumor, y al fin se comprobó, de que el Conde Tuso había elegido ya entre los hijos del Rey aquel que debería ser el heredero de la Corona. Todas las apariencias indicaban que su dedo largo y huesudo había señalado -aunque sin manifestarlo jamás con palabras- al primogénito del Rey, el mayor de los hermanos Soeces.
Estos hermanos, pelirrojos y de grandes dientes -aun con la boca cerrada sobresalían de sus labios-, eran fruto de los amores de Volodioso y una tal Condesa Soez, vieja amante del monarca. Se contaba que esta Condesa fue, en su momento, la tierna y dulce amante de Wersko y, según se rumoreaba, el motivo que unió, en aquellos días de traición y maquinaciones, los destinos de Tuso y el Rey de Olar. Cuando éste la conoció, la Condesa no rebasaba los trece años, pero tan bien desarrollada y hermosa aparecía, y tan resplandecientes eran sus rojos cabellos, que Volodioso al verla quedó mudo de admiración.
Tuso -entonces Consejero del infeliz y confiado Wersko- se apercibió en seguida de la impresión que la joven causaba en Volodioso. No tardó en favorecer aquellas inclinaciones, y se dedicó de lleno a hilar la sutil madeja de cuyo cabo se devanó más tarde la maraña de las traiciones y calumnias que hundieron para siempre al Rey Wersko. Malas lenguas aseguraron -aunque sólo tenían el valor de chismes susurrados por damas ociosas- que cuando Volodioso preguntó el nombre de la tierna y sugerente condesita, Tuso se apresuró a informarle que era la viuda de un tal Conde Soez, barón de grandes virtudes, pero que tuvo la mala ocurrencia de desposarse con tan apetitosa criatura estando ya, como vulgarmente se dice, con un pie en la sepultura. Sea por la emoción de semejante boda, sea porque ella misma diole el último empujoncito, al día siguiente a sus esponsales, el viejo Soez murió. Al oír estas cosas, Volodioso explayó sus sentimientos -nunca fue un hombre refinado- en grandes carcajadas.
– ¿Soez? -gritaba, alborozado-. ¿Cómo es posible que alguien se llame así?
El Conde Tuso respondió con gravedad:
– Ciertamente, Majestad: del noble tronco Soez, de la muy antigua rama de los Soeces.
– Ah… -dijo Volodioso, un tanto arrepentido de su ignorante explosión. Y no volvió a mofarse de aquel nombre.
Por su parte, ella le dio seis hijos, de los que vivían cuatro. Se había convertido en mujer muy gorda, dedicada a comer en abundancia, dado que la gracilidad de su talle ya no debía seducir a nadie. Vivía en el Sur, en un pequeño castillo donado por el Rey. Sus hijos permanecieron con ella mientras fueron muy niños, pero a partir de cierto incidente, en la actualidad habitaban en la Torre Sur del Castillo de Olar.
Los muchachos eran sucios y groseros. Vivían hacinados junto a sus perros y criados, y jamás se quitaban -ni para dormir ni en el cambio de las estaciones- sus jubones de cuero mugriento, dentro de los cuales tiritaban en invierno y cocíanse en sus propios jugos en verano. Tan estúpidos y brutales se mostraban en todo instante, y sus risas -absolutamente desprovistas de matiz humano- resonaban hasta tan altas horas de la madrugada, que viéndoles y oyéndoles su padre no podía evitar el revivir, en ellos, la aborrecida imagen del Margrave Sikrosio. Rodeados de sus lebreles y halcones, de sus sirvientes -tan groseros y sucios como ellos, y por añadidura ladrones-, eran aborrecidos por todo el mundo.
Una puerta medio oculta de su torre llevaba, a través de la muralla, al Pasadizo de las Liviandades. Por él traían a su guarida, cuando tal les apetecía, algunas mujeres -generalmente a la fuerza, ya que eran comúnmente robadas por sus criados en las alquerías y burgos vecinales-. Como su abuelo, se dedicaban al bandidaje y a cometer toda clase de abusos y tropelías. Pasaban el tiempo en estas cosas y jugando a los dados con los soldados, o ejercitándose en las armas. Sólo el menor de ellos, que era aún muy niño, aunque tan ruin y brutal como sus hermanos, había heredado, en cambio, la gran belleza de su madre y una grande y solapada picardía.
En pago a sus buenos rendimientos, Volodioso casó a la Condesa Soez con un antiguo y pobre vasallo que había ascendido en la Corte gracias a sus notables conocimientos en música y poesía. En la rudeza de aquel ambiente, sus buenos modales y su encanto natural le hicieron casi imprescindible en cualquier reunión donde hubiese damas. En ocasiones, él había amenizado los festines con la cítara y el laúd. Incluso había compuesto alguna cancioncilla, y el Rey, que secretamente admiraba estos dones, fue generoso con él. Todos le llamaban Caralinda, pues tenía, ciertamente, una linda carita de niña. Pero era desmedrado y, a pesar de que intentaba disimular la imperfección de su cuerpo rellenando sus trajes de crin y lana en bruto, no lo conseguía. Con los años, y dada su afición a comer -pasó hambre en la infancia-, se volvió tan mofletudo, que apenas se veían bellos sus ojos bordeados de largas pestañas.
Pero como la Condesa Soez era, en honor a la verdad, estúpida y holgazana al máximo, y se aburría en sus solitarias tierras dedicada a la gula y la pereza, había abrumado con mensajes y súplicas al Rey hasta que consiguió que la casara con Caralinda. Tras la ceremonia en Olar, la Soez regresó al Sur con su marido, algunos regalillos y un fraile para la capilla. También les adjudicó una pequeña propiedad, y procuró olvidarles.
Pero no había transcurrido mucho tiempo, cuando Volodioso recibió otro mensaje de la Condesa: ésta le comunicaba que, aunque había resuelto que a Caralinda no le placían en absoluto las mujeres sino lo contrario, el hecho no revestía gravedad para ella: sus propios apetitos carnales, decía la carta, hallábanse a la sazón muy amortiguados. Por contra, mucho se reía y divertía con las ocurrencias y amoríos del pobre Caralinda, viéndole correr tras villanos y pajes, y alguna que otra vez le conmovió con sus desgarradoras baladas de amor imposible. En lo tocante a sus hijos -y éste era el verdadero motivo de su carta-, estaba, como vulgarmente se dice, harta de ellos. Cierto día, sin ir más lejos, habían colgado a Caralinda por los pies de una higuera, y si no fuera porque tuvo a tiempo noticia de ello, hubieran acabado con la vida del infeliz. De modo que, junto al mensaje, la Condesa devolvía al Rey a los muchachos, «por si -la carta estaba redactada en muy buenos términos por el fraile- el Rey veía alguna cosa buena en que ocuparles tal como el oficio de las armas. O si, por contra, tenía a bien desterrarles o deshacerse de ellos, puesto que sus hijos eran».
El Rey no se sintió en absoluto complacido con aquel envío. Desde un principio experimentó una irreprimible repugnancia por tan sucios y obtusos vástagos. Pero apenas comprobó que eran fuertes y muy bien dispuestos para el manejo de las armas, los entregó a su Maestro en tal menester. Pronto se confirmó que aprendían bien y rápido, y que el mayor daba incluso pruebas, si no de verdadera inteligencia, sí de una taimería pérfida y poco común que le valió el sobrenombre de El Zorro. Entonces los admitió y reconoció como sus hijos y, aunque en espera de alguna decisión más categórica sobre su futuro, los alojó en la herrumbrosa y húmeda Torre del Sur.
Llamábase el mayor Ancio. Le habían seguido Bancio y Cancio, que eran gemelos, y Dancio y Encio, pero éstos habían muerto. El menor era un niño monstruoso que se llamaba Furcio y, en realidad, era el peor de los cuatro. Único heredero de la auténtica y asombrosa belleza materna, le gustaba tanto como a sus hermanos robar, matar, atropellar y jugar a los dados, pero todo parecía hacerlo con sibilino candor y dulce sonrisa.
Ancio el Zorro fue pronto asiduo acompañante del Conde Tuso, so pretexto de aprender a leer y escribir, cosa que en modo alguno consiguió. Aunque nadie juzgaba esto necesario en un noble, Volodioso respetaba y lamentaba no haber tenido tiempo de instruirse, aunque fuera someramente. Pero la verdad es que Tuso interesábase mucho más por la naturaleza maligna y artera de Ancio que por sus progresos en las letras, y pudo cerciorarse de que el muchacho, pese a su astucia, poseía menos inteligencia que una rata, aunque se mostraba tan ladino y escurridizo como ellas. El Conde Tuso se convenció de que el joven Príncipe era bastante susceptible de ser manejado a su antojo y, por esa razón -entre otras-, decidió para su capote que Ancio, y no otro, sería el futuro Rey de Olar.
La amenaza de tal perspectiva llenaba de pánico a cuantos correteaban por Palacio, y aun llegaba a los castillos de la pequeña nobleza, que se alzaban esparcidos por los campos. Mas, aunque temían tales desdichas, nada se les ocurría para oponerse a ellas. Nunca fueron un pueblo arrojado ni heroico, y la férrea mano de Volodioso habíales amansado de tal modo, que sólo eran, a la hora del relevo de su Rey, un rebaño de asustadas ovejas. Deseaban que la Corona de Olar la ciñera en su día la testa del otro hijo del Rey -a la sazón un muchacho de doce años, llamado Predilecto-, pero nada hacían para llevar este secreto deseo a la práctica. Y si se les hubiera ocurrido hacerlo, tal era el miedo que tanto Volodioso como Tuso -y el mismo Ancio- les inspiraban, que temblaban ante la simple posibilidad de traslucir su insinuación, que les delatara como partidarios de Predilecto o revelara su deseo de arrebatar la corona de aquel descarado, sucio y sinuoso Ancio el Zorro.
La historia y origen del joven Príncipe Predilecto era muy diferente a la de los Soeces.
Hacía años, cierto día de verano, Volodioso sintió deseos de visitar las tierras sureñas, donde se criaban los preciados viñedos que constituían su pasión y debilidad. Sentía predilección por una dulce región, que hasta el momento de su violenta conquista formaba la pequeña e independiente Marca Lorenta. Era una comarca muy bella, y el mar que bañaba sus costas y playas lucía un color verdeazul tan intenso que, en ocasiones, cegaba como si los destellos de una inmensa turquesa incendiaran el mundo.
Cerca del mar existía un castillo, propiedad del que fuera Margrave Almino. Ahora, la pequeña torre, su fortaleza y sus campos, antes florecientes de frutos y viñas, aparecían, como toda la comarca, muy deteriorados y maltrechos. Aquella zona fue de las que con más gallardía y altivez se opusieron a la invasión de Volodioso. El Margrave Almino era ya entonces un hombre anciano, pero sus dos hijos -Laurio y Teónico- marcharon al frente de sus escasas tropas y murieron defendiendo la Marca. En el despojado Castillo sólo quedó el anciano, que rebasaba los setenta años, víctima de una dolencia que a menudo paralizaba sus piernas y le impedía montar a caballo y combatir.
Cuando la Marca Lorenta quedó sometida, ya muertos sus hijos, el ex Margrave quedó al cuidado de su única heredera y nieta, la pequeña Lauria, aún muy niña. Se refugió con ella, y los pocos sirvientes y campesinos que quedaron vivos, en el viejo Castillo, y allí llevaban una vida opaca y muy oculta. Volodioso había castigado la insubordinación como solía, y Laurio y Teónico fueron víctimas de su venganza. Pero como en lo más profundo de su ser admiraba el valor y despreciaba la cobardía, la dignidad del anciano le impresionó y dolió a partes iguales. Esta clase de nobles señores le provocaban la íntima y humillante necesidad de compararlos con Sikrosio. Como Almino no había tomado parte activa en la lucha, decidió salvar su vida y lo que quedaba de su hacienda.
En los países conquistados por Volodioso, salvar la hacienda equivalía a bien poca cosa: las posesiones y toda clase de bienes -hasta la última gallina- se gravaban de tal modo, y tan desconsideradamente eran expoliados de lo mejor de sus rentas y frutos, que más de uno, ante la magnanimidad del vencedor, halló más soportable la de la muerte. Pero el anciano Almino reflexionó sobre su suerte, y vino a decirse que, después de todo, el futuro de la pequeña Lauria sería mucho más negro si él abandonaba este mundo que permaneciendo en él. Y no se suicidó. Acató en silencio, altivamente, todas las imposiciones, abusos y atropellos que conllevaba el perdón de Volodioso, y se retiró a una oscura y nostálgica vida entre ruinas.
La fuente principal de su antigua riqueza la constituían los más preciados viñedos de la Comarca. Éstos fueron, naturalmente, objeto de la pasión vinícola del actual ex bebedor de cerveza y Rey de Olar. Aun así, Almino y sus gentes vivían del producto de los pocos que les permitieron explotar. Almino había sido un Margrave tan raramente honesto, justo y generoso, que ahora, acrecentado su prestigio tras la onerosa derrota del país, podía asegurarse, sin eufemismos ni exageración, que en tan tristes días su nombre y persona eran literalmente venerados por los desgraciados Lorentinos, que en él veían padre, jefe y consuelo.
Conservaba sólo, para su servicio personal, dos antiguos camareros y tres sirvientes, entre los que destacaba uno, al que trataba casi como a un hijo, llamado Gurko, y que, a su vez, le adoraba. El mismo Almino, cuando se lo permitían sus achaques, no desdeñaba tomar parte, como cualquier campesino, en los trabajos de cepa, viña y recolección. En septiembre, aún permitíase celebrar en el lagar, junto a sus gentes, las viejas fiestas de la vendimia heredadas de sus antepasados. Aunque aquellas fiestas se celebraban ahora sumamente moderadas y modestas.
Aquel día de verano, apenas finalizada la primavera, Volodioso decidió acampar y hacer noche en Lorenta. Le precedieron dos emisarios, que galoparon hacia las tierras del viejo Almino y ordenaron que dispusiera el Castillo -o lo que quedaba de él- para recibir el alto honor de alojar en él al Rey.
En aquellas circunstancias, el viejo ex Margrave se hallaba muy enfermo: no en vano habían transcurrido muchos años y muchas penas desde el día en que tan incómodo Señor tomara posesión de su tierra. Por tanto, y ante la imposibilidad de levantarse del lecho, Almino ordenó que, en su nombre y representación, el Rey fuera recibido por su nieta Lauria, que contaba ya dieciséis años.
Llamó a la muchacha y la instruyó para que diese la bienvenida y atendiera a su -aunque aborrecido- real huésped con todas las atenciones y delicadezas que su alto, caballeroso y honorable concepto de anfitrión le dictaban, aun en ocasiones de tanta vejación y rencor como aquélla. Prescindiendo del dolor y del odio que corroían su alma, habló en tal sentido con la joven e inocente Lauria -educada, pese a su alta alcurnia, poco mejor que una campesina-, y no olvidó hacer hincapié a la muchacha sobre la más preciada cualidad de una auténtica Señora, y por la que como tal es reconocida, aun en las más difíciles y míseras circunstancias: esta cualidad residía en la gentileza con que acogía a sus huéspedes. Dicho lo cual, le ordenó que se ataviase con el mayor esmero posible y que, ayudada por las más diestras mujeres, cortase flores para hacer guirnaldas con que engalanar el atropellado Castillo. La instruyó para que saliese en persona al encuentro del brutal Volodioso y sobre la forma en que había de saludarle, ya que éste era, al fin y al cabo, no sólo un Rey, sino, sobre todas las cosas, el huésped de su casa.
Así aleccionada, Lauria trenzó sus espléndidos cabellos castaños, vistió sus únicas prendas vagamente cortesanas -a decir verdad, y aunque en su cuerpo parecían exquisitas, muy modestas- y se dispuso a obedecer a su abuelo.
Era Lauria una criatura de belleza fresca y suave. En su piel, dorada por el sol y la brisa marina -la jovencita, como su abuelo, no desdeñaba participar en la recolección y trabajos de las viñas-, contrastaban y resplandecían sus grandes ojos azul oscuro, color prácticamente desconocido en el norteño y brumoso Olar. Tan hermosos ojos constituían las únicas joyas heredadas de su infortunada familia: de padres a hijos, toda su estirpe recibió, con escrupulosa y rara exactitud, el color, la forma y la luz de la mirada. Y tan suaves y brillantes eran sus cabellos, que cuando los dejaba sueltos sobre la espalda (y así recorría playas y viñedos) relucían como cobre bruñido.
Por aquellos días, el Rey, si no muy joven, presentaba todavía un aspecto muy saludable, rebosante de vitalidad. Quedó impresionado ante la inesperada presencia y delicada belleza de Lauria, y rápidamente la invitó a ser -a su vez- huésped de honor en la fiesta que dispuso para el siguiente día. Bajo los pinos que dulcemente se mecían junto al mar, armáronse tiendas y se extendieron mesas cubiertas de blancos manteles y provistas de manjares.
Lauria acudió sumisamente a su requerimiento y el Rey la sentó a su lado. Y tanto la agasajó, que todos -menos ella- comprendieron el verdadero motivo de sus intenciones. Para llevarlas a buen fin, montaron una tienda, listada de azul y blanco, junto a la del Rey. Y según órdenes de éste, llegada la tarde entre dos luces, la invitaron -si bien la inocente Lauria no calibró en su justa medida que las palabras de invitación iban acompañadas por la Real Guardia Armada- a ocuparla «en tanto el Rey Volodioso permaneciese en Lorenta». A su vez, el Rey envió emisarios al Castillo -igualmente armados-, y devolvió a las terribles dueñas que acompañaban a Lauria, con la encomienda de advertir a su anciano señor -aunque con modales menos delicados que a la muchacha- de sus inapelables intenciones.
Almino, que era hombre de conducta y costumbres austeras y muy religiosas, saltó del lecho, pese a su calentura y malas piernas, dispuesto esta vez a enfrentarse al Rey. Requirió la enmohecida espada, su coraza, su escudo y el viejo y atropellado caballo. Pero apenas había llegado a la destruida muralla, un mal aire llegó a él y cayó de su montura, con el rostro amoratado. Todos sus hombres eran pobres sirvientes y campesinos desarmados. Y como a fuerza de vejaciones y atropellos, de hambre y resignación, habíanse vuelto gente de mucha paz, no les cupo otro recurso que doblegarse ante la fuerza de Volodioso o los soldados que le representaban. Sólo el fiel y joven sirviente Gurko se desesperó abrazado a su Señor. Quiso arrebatarle el arma e ir en pos del maldito Rey, pero se lo impidieron sus compañeros. Resignados, se limitaron a llorar a Almino y enterrarle, con toda la ceremonia posible y auténtico amor, junto a las últimas rosas del huerto -su único lujo-, que con tanto celo cuidaba.
Debido a su aislada y parca educación, Lauria era muchacha muy inocente. Es más, incluso un tanto simple para su edad. Asimilando sin gran sutileza las recomendaciones de Almino, creyó cumplía bien sus órdenes hospitalarias obedeciendo con absoluta escrupulosidad a Volodioso, cosa que por otra parte, desde su niñez, viera hacer a todo el mundo, incluido su venerable abuelo. Y así, aprestóse a cumplir también aquella orden. En rigor, la pobre Lauria jamás había disfrutado refinamientos semejantes a los que halló, reunidos y a su disposición, en aquella hermosa tienda blanca y azul. Y lo cierto es que se alegró como una niña por tener la oportunidad de alojarse allí.
Cuando apenas hacía un rato que se había retirado a ella, y aún permanecía entusiasmada a la vista de la cantidad de adornos, perifollos y baratijas con que el Rey la mandó adornar, el propio Rey se anunció -sin demasiada ceremonia- y entró. Nada mejor se le ocurrió a Lauria, aún presa de la embriaguez que tanto regalo la causaba, que correr a su encuentro y abrazarle, diciéndole, también, que mucho debía apreciarla quien tanto la honraba. Volodioso quedó muy complacido ante esta reacción, que contrastaba, ciertamente, con su fundada sospecha de hallar -como estaba acostumbrado- los consiguientes y habituales lloriqueos, súplicas y hasta arañazos, en la presa de turno. Así es que, entre mimos y carantoñas, poco le costó persuadir de sus verdaderos deseos a la inocente criatura -cuya mente no parecía, en este aspecto, rebasar los ocho años.
Como simple que era, accedió de buen grado a complacerle en sus requerimientos; y es más, como en puridad no conocía, ni aún tenía noticia de su profundo significado, incluso los juzgó banales a cambio de tanto halago como jamás la infeliz había recibido. No obstante, era una joven tan sana, agreste y pura, que cuando aquella noche -y varias noches siguientes- tuvo noticia y conoció los más amplios y variados aspectos que componen las humanas relaciones -especialmente en lo que concierne a hombre y mujer-, llegó a la diáfana conclusión de que, si en verdad misteriosa era la vida, resultaba al fin mucho más divertida y placentera de lo que sus cortos años en el Castillo y las severas costumbres de su abuelo le hicieron suponer. Por ninguna parte aparecían las dos fastidiosas dueñas con que éste la obligaba a compartir todas sus horas, y amén de sentirse tratada con un mimo y regalo jamás soñado durante el transcurso de todos los festines, bajo la arboleda, la instalaban junto al Rey, coronada de rosas, llegó a sentirse, al fin, como una verdadera Reina.
Por su parte, el mismo Volodioso comenzó a experimentar hacia la muchacha un curioso sentimiento. jamás en toda su vida topó con mujer parecida, que, desde el primer instante, sin fingidos o forzados forcejeos, se prestara tan cándida y graciosamente a su voluntad. Además, aquella candidez no privaba a Lauria de agudo instinto y delicadeza en lo que tocante al amor se refería. Así que, como invadido por un sutil y dulce veneno -más aún teniéndose en cuenta que Volodioso ya rebasaba, si bien con mucha arrogancia, la edad del amor sin tregua-, el Rey de Olar se entretuvo en aquellos parajes mucho más tiempo del previsto.
Mientras duró aquel idilio, Volodioso prohibió que se comunicara a la muchacha la muerte de su abuelo, pues juzgó -no sin razón- que resultaba menos enfadoso dejarlo para cuando él hubiera partido. Pero era notable el hecho de que si bien en ocasiones similares no le preocupó nunca un detalle semejante, esta vez envió soldados al Castillo con la severa advertencia de que si alguno de los sirvientes osaba revelar a la jovencita antes o después de su partida la verdadera causa de la muerte de Almino, el imprudente sería despedazado vivo y sus piltrafas expuestas al escarmiento general. Huelga decir que todo el mundo selló sus labios al respecto. Y halláronse bien dispuestos a propagar -como ordenó el Rey- que la causa de tal muerte obedecía a las malignas calenturas que, ya en ocasión de la regia visita, padecía el buen señor.
Pasados algunos días, Volodioso recibió urgente aviso de una revuelta estallada entre los siervos mineros que habitaban en las Tierras Negras. Era ésta una región tan mísera, que a las pobres gentes que allí habitaban se les llamaba el Pueblo de los Desdichados. Desde hacía años, desde los tiempos de su padre, estas gentes solían rebelarse, pese a los escasos medios de que disponían para ello. Una vez tras otra, la rebelión brotaba en aquella zona, sólo armados por el hambre y la desesperación. Pero, al decir del vulgo, estos motivos resultaban a la larga más convincentes que la venganza de cualquier agravio o aun la defensa de una religión o patria.
Muy a su pesar, y con grandes muestras de ternura, Volodioso se despidió de la muchacha. Ordenó que desde aquel momento nada les faltara ni a ella ni a sus sirvientes. Así mismo dispuso que los impuestos y gabelas fueran disminuidos, y se obedeciera y respetase a la Marquesa Lauria como Señora del Castillo y tierras adyacentes, y disfrutara de cuantos privilegios y bienes como antaño disfrutara su familia. Dicho lo cual, y para evitarse el dolor de verla derramar la primera lágrima -la carencia de lloriqueo mucho le complacía en Lauria y, a su juicio, la diferenciaba muy grata y considerablemente de las mujeres por él conocidas-, partió dispuesto a sofocar aquella nueva rebelión minera, pero prometiéndose a sí mismo, y a la muchacha regresar a Lorenta muy a menudo y allí, de nuevo, reanudar, gustar y prolongar la desconocida y embriagadora emoción que ella le inspiraba y que le llenaba de felicidad.
La revuelta fue, como de costumbre, sofocada sin dificultad. Y tras colgar de la Torre Negra a sus cabecillas – la Tierra de los Desdichados se extendía muy próxima al Castillo de Sikrosio-, la calma reinó nuevamente en Olar. Entre escombros y redobladas sanciones, el Pueblo de los Desdichados volvió a cavar los escasos y rocosos terruños que les permitían cultivar, y de los que subsistían. Y Volodioso regresó a sus lares, con la satisfacción de un deber cumplido.
Por aquellos días, la Condesa Soez aún vivía en el Castillo. Si bien ya empezaba a mostrarse un poco gruesa, aún era su piel tan tersa, que -según el Físico- podría escribirse en ella. Entre tanto, una joven muchacha, hija del Conde Silcasmundo, fue presentada por su padre al Rey. No era bella, pero tan complaciente y rozagante, y tan hábilmente le fue metida por los ojos -como vulgarmente se dice- por su propio padre, que al fin despertó la pasión de Volodioso.
Licenció a la Soez -que se quedó muy contenta, a decir verdad- y, cansado y harto de castigar gente y atravesar cuerpos, el Rey juzgó buena a la joven rolliza para su solaz y descanso de guerrero. A su vez, Silcasmundo ascendió en importancia y alcanzó alguna prebenda. Entretenido con la muchacha y acaso por primera vez fatigado, Volodioso olvidó lentamente a la pequeña Lauria.
Años más tarde, ocurrió que Volodioso hubo de retornar a Lorenta llevado por algunos asuntos de su interés, entre los que no era tema baladí sus famosos viñedos. Y muy grande fue su asombro al oír que, apenas sus habitantes divisaron el cortejo real, las campanas de la villa repicaban alegres. A su vez, dos lindos pajes acudían a la Puerta de Honor para recibirle. Sobre bordado cojín, portaban la llave del Castillo de Almino, y advirtiéronle que su Señora, la Marquesa Lauria, esperaba les honrase con su presencia -como en otra ocasión- y descansara en su Castillo.
Volodioso recuperó entonces la dulce emoción de su recuerdo y, espoleando su montura, adelantóse al cortejo a galope, sin boato ni protocolo alguno, como un vulgar adolescente enamorado. Llegó al Castillo y comprobó con estupor que la pequeña Lauria había acudido a sus puertas para recibirle y que habíase convertido en una mujer de belleza serena, jugosa y extraordinaria. Con gravedad y dulzura, le hizo una reverencia tan exquisita como jamás ninguna de las enfatuadas y torponas damas de la Corte olarense hubiera conseguido, sin caer en titubeos o disparatados tropezones. «Esto -pensó- no es una reverencia: es como si una bandada de cisnes se hubiera posado en copa de oro.» Y satisfecho y asombrado de que se hubiera cocido en su propio caletre tan peregrina imagen, ordenó enviaran emisarios a Caralinda para que se aprestase a componer una canción con ese motivo. Levantó con toda la suavidad de que era capaz a Lauria, y la abrazó tiernamente.
Desde aquel punto y hora, su amor se prolongó de tal modo y con tanta gloria, que el maduro Volodioso creyó reverdecían los años en que, jinete en su caballo, el halcón al puño, cabalgaba por los espesos bosques de una tierra que aún no era su Reino, entre unos hombres que aún no eran sus súbditos y vasallos, cuando sentía en su pecho los golpes de un corazón que aún no era (en modo alguno) el fatigado corazón de un hombre viejo.
No obstante, Volodioso no pudo prolongar aquella felicidad demasiado tiempo: puesto que, por mucho que el amor le deleitase, al fin y al cabo era Rey. Así que, un día, partió nuevamente hacia Olar. Pero con tan raro perfume en los labios, con tan oscuro temblor en lo hondo de su pecho, como jamás conociera antes. Y cuando el Castillo de Lauria y la hermosa tierra y el fascinante mar se perdían tras las Lisias, cuando entró de nuevo en las rudas tierras donde había nacido, una gran melancolía llegó hasta él. Y se dijo que ninguna mujer en el mundo mostró hacia él tan suave y graciosa conducta, atinada conversación, delicado y encendido amor. Y recordó y comprobó con estupor que, en los años de ausencia, cuando se mantuvo lejos de Lauria, ella no conoció a ningún otro hombre. Por el contrario, el nombre de Volodioso y aun su efigie -pintada por no sabía qué benigno artista, pues en aquel retrato el Rey se vio a sí mismo con una expresión y una sonrisa que, a decir verdad, nada le pareció más lejos de la realidad- eran en Lorenta respetados e incluso -¿quién sabe?- hasta amados. Cosa que no sucedía jamás allí donde ponía su pie.
Y así, pasaron días y días y días. Y transcurrido algún tiempo, llegó a Olar un emisario de Lorenta, con la triste nueva de que Lauria había muerto.
El Rey sintió que su corazón se desgarraba. Rugiendo de dolor como jamás le viera nadie, recibió la noticia. Preguntó luego al emisario cuál había sido la causa de tal muerte, pues si ésta sucedió por obra de criatura humana, no habría peor ni más lenta muerte para él. Al oír esto, el emisario se echó a temblar y, como no se atrevió a hablar más, fue azotado hasta lograr que confesara que, en efecto, una humana criatura fue la causa de la muerte de su amada Señora. Aullando de ira, el Rey le intimó a que dijese el nombre del infame y, ante el estupor general, y con voz desfallecida, el apaleado emisario emitió la siguiente información: «Todavía no tiene nombre».
Ya se aprestaban a azotarle de nuevo y con más rigor, cuando llegó hasta el Rey una sospecha. Y juzgando que si aquel infeliz era apaleado de nuevo, poca sustancia podría extraerse de sus palabras, le preguntó: «¿Por ventura os referís a un recién nacido?». El emisario asintió débilmente, y tras refrescarle con un cubo de agua fría, hizo con voz que era una pura ilusión las aclaraciones siguientes: «Recién nacido, por cierto, mi Señor: e hijo vuestro por añadidura». Dicho lo cual, se desmayó.
Transido de pena y remordimiento, Volodioso mandó que reanimasen y aplicaran ungüentos al infeliz, que le dieran ropa nueva y lo despidieran con órdenes estrictas: «Que aquel niño, fruto de su amor con su amor, debía vivir y crecer como auténtico Señor del Castillo y tierras, igual como lo fuera su madre. Sus tierras y sus vasallos quedaban eximidos de tributos, y debían cuidarle y educarle con el mismo amor con que su madre lo hubiera hecho». Y añadió: «A los doce años, cumplidas estas cosas, enviádmelo».
Mucho tiempo tardó Volodioso en reponerse de aquel dolor: y aun hubo quien afirmó haber oído el solitario llanto del Rey -parecido al mugido de un furioso toro- surgir de su cámara en la noche.
Poco después de aquel triste suceso, y ante la sorpresa general, dada su avanzada edad, Volodioso contrajo matrimonio. Durante cierto tiempo, el Rey tuvo hacia su esposa una cordial inclinación, pero la vida de Volodioso estaba poblada de violentos incidentes, y tras uno de ellos, aquel sentimiento desapareció. La Reina fue encerrada en la Torre Este, sin más compañía que dos doncellas y olvidada de todos, a pesar de hallarse encinta. Y el hijo que de aquella unión nació -Príncipe ignorado y vejado hasta por los criados-, a los tres años escapaba a veces del encierro y vagaba por los pasillos del Castillo como un cachorro salvaje, sin que nadie le prestara atención.
Y el tiempo, indiferente a todos los sucesos -tanto en lo que respectaba a Volodioso como a las demás gentes-, siguió rodando, cuando un día se anunció en el Palacio de Olar la llegada de un jovencito de doce años, hijo de Lauria y Volodioso, y que, por haber olvidado el Rey, en su pesar, reparar en tal detalle, aún no tenía nombre.
Totalmente desengañado en cuanto a sus hijos se refería, Volodioso esperaba ver aparecer ante sus ojos algún mentecato más o menos parecido a sus otros retoños. Pero vio aproximarse a él un muchacho, que si en mucho rebasaba la estatura pertinente a su edad, no obstante parecía flexible y espigado como un junco. Su cabello, oscuro y suave, flotaba al viento; y, según pudo apreciar al verle aproximarse sobre su montura, era el mejor jinete que contemplaron ojos olarenses. Tan buen jinete, pensó, como podrían serlo los jóvenes guerreros esteparios. Con gracia y soltura, el muchacho se apeó y, avanzando entre la curiosidad de soldados y cortesanos, hizo una reverencia que -desbrozándola de toda frívola sospecha-, recordó al Rey cierta canción, ya olvidada, que un día ordenara componer a Caralinda.
El corazón del Rey tembló como ya hacía muchos años no sentía. Avanzó hacia el muchacho, e izándolo por los brazos, le contempló. Y vio su rostro tostado por el sol, donde unos ojos azul oscuro, límpidos y brillantes -que otros muy amados le traían al pensamiento y corazón-, le miraban a su vez. Sin decir palabra le estrechó contra su pecho, y dijo: «Tú eres mi predilecto». Desde aquel momento, le llamó así. Y ni en vida ni después de su muerte, nadie lo osó cambiar, y como Predilecto quedó en la memoria y en los labios de cuantos le conocieron.
Predilecto demostró que sus maestros no habían descuidado su educación. Sus discretos y a un tiempo refinados modales y sus ropas sencillas y elegantes evidenciaban una gran distancia de los torpes modales y las recargadas vestiduras que lucía la Corte de Olar. Asombró a los nobles -que despreciaban tal cosa- por saber leer y escribir. Y no sólo sabía, sino que incluso hacía uso de ello, aunque esta rareza no le impedía mostrarse muy diestro en el manejo y arte de las armas. Pese a su natural gentileza y respetuoso porte -cosas en verdad escasas en aquel Castillo-, pronto superó al más diestro en estas lides. A poco, y pese a la fuerza, astucia y gran entrenamiento de Ancio el Zorro -que como es de toda lógica, le aborreció desde el primer momento-, venció a sus hermanos en cuantas pruebas y justas que, para entrenar a sus hijos y jóvenes caballeros, y solazarse él mismo, disponía Volodioso. No fue menor la habilidad de Predilecto en lo tocante a cacerías. Ni se arredró tampoco -nadie le vio caer al suelo, ni perder el tino o la prudencia- en los retos que en cuestión de libaciones hacíanle sus hermanos. Por todo lo cual, puede deducirse que Predilecto era realmente una criatura poco común.
Volodioso alojó a este hijo en una cámara contigua a la suya. Y a menudo cabalgaban ambos, a solas, por aquellos parajes que hacía tantos años hiciéronle desear ser Rey un día y, de este modo, unir a las mezquinas y acobardadas gentes que componían su pueblo. Poco a poco, en estas excursiones, iba explicando a Predilecto lo que fuera su vida. Y entre una cosa y otra, le enteró de cuánto amó a su madre. Es más, cierto día en que cabalgaban junto al Lago, le dijo que Lauria fue la única mujer a la que verdaderamente había amado. Al oírle, el muchacho sintió nacerle un profundo afecto por aquel Rey ya viejo que, aunque temido y respetado, sabía que era también muy aborrecido. Pronto adivinó -pues era de inteligencia vivaz, aunque de pocas palabras- que, a lo largo de toda su vida, Volodioso sólo fue capaz de despertar un amor: el de Lauria. Y comprendió que su madre, casi como única herencia, le había legado a su vez a él tan raro sentimiento, para que lo cuidara y con él viviera hasta el último de sus días.
Únicamente un defecto hallaba Volodioso en Predilecto: el muchacho era valiente, gallardo y altivo, pero parecíale incapaz de abrigar en su pecho sentimiento alguno de ambición o venganza. Con tales carencias -se decía el anciano-, mal Rey podía hacer de él. Luego, repasando mentalmente uno a uno a los cuatro Soeces, despertábase en él una creciente irritación, imaginando, con sagacidad de viejo y experiencia de Rey, cómo a su muerte éstos no tardarían en azuzarse entre ellos. Los veía guerreando entre sí, acaso matándose y, en fin, lo que más le dolía, diezmando y destruyendo la obra que tantos años y esfuerzos -e incluso, a decir verdad, dolor- le costó crear.
En aquellos momentos, Volodioso no se acordaba ni por asomo del último y menor de sus hijos -que además era el único habido de matrimonio y, por tanto, legítimo-. Este hijo contaba entonces cuatro años de edad. Pero no lo había visto nunca, y sabido era que a tal edad, Volodioso no distinguía un niño de una gallina.
Al Sur de Lorenta, y en tierras costeras como ésta, existió un rico y hermoso dominio, propiedad de un barón belicoso e inquieto llamado Ansélico. Aunque era menos poderoso que Lorenta, y pese a que sus viñedos no tenían comparación -ni en calidad ni en cantidad- a los del infortunado Almino, la conquista de tal lugar dio más quebraderos de cabeza a Volodioso que todas las tierras del Sur juntas. Mucho tiempo le llevó dominarla por entero.
Pese a que las expeditivas maneras del Rey de Olar no daban, en términos generales, ocasión, tiempo ni ánimos suficientes para oponerse a su pertinaz manía de engrandecer su Reino, en aquella circunstancia Volodioso se enfrentó a un hombre que ostentaba curiosas similitudes consigo mismo. Ansélico era tan ambicioso, testarudo y soberbio como él. Como él, imponía su voluntad inapelable allí donde pisaba; y, como él, era más temido que amado. Pero también como él -y a diferencia de la mayoría de los nobles señores-, Ansélico sentía una viva curiosidad y un gran respeto por la ciencia, e incluso por la brujería, en cualquiera de sus manifestaciones. Como Volodioso, gozaba y estimaba el precioso don del vino, que acumulaba en los subterráneos de su Castillo y que a menudo visitaba. Acompañado de su Copero en tan placenteras expediciones, en ocasiones solía dedicar a sus mejores mostos nombres tan dulces y tan amorosas miradas que, a buen seguro, contribuían así a la buena marcha de su proceso y mejoraban su calidad. Por lo menos, así lo creía él, y acaso no le faltaba su pizca de razón.
Tenía Ansélico tres hijos varones, robustos, turbulentos y buenos catadores de vino como él. Y con gran diferencia de edad, una hijita a quien todos adoraban, pues era lista y graciosa como una ardilla. Añadíanse a estos dones personales, la triste circunstancia de que la madre murió cuando la niña contaba apenas tres años, y, acrecentada por tan malaventura, la escondida ternura de padre y hermanos se centró totalmente en ella.
Cinco años tenía esta criatura cuando llegaron a tierras de Ansélico malas nuevas portadoras de la invasión inesperada del lejano Rey de Olar. Ansélico -según queda dicho- era hombre alimentado por muy parecidos acicates a los que se abandonaba su enemigo, y, al igual que él, sustentaba idénticas convicciones de propiedad, dominio y engrandecimiento. Ambas fuerzas y ambos hombres chocaron, pues, con singular saña.
Pero a diferencia de Volodioso, la milicia de Ansélico -compuesta de pequeños terratenientes en irrisorio número, campesinos-soldados de famélica catadura y escaso entusiasmo por defender unos ideales e incluso un terruño que, gravado por gabelas, impuestos y toda clase de abusos, apenas les daba para mal vivir- componía un simulacro de ejército muy inferior al corajudo, bien disciplinado y mejor armado de Volodioso. Si la tropa de Ansélico salía bien parada en sus escaramuzas contra los piratas costeros, o en las frecuentes rencillas con otros barones o nobles señores, a la larga -y pese a su heroica y aun desesperada resistencia-, al término de tan desigual lid, el Rey Soldado de Olar venció rotundamente.
Cuando los oponentes de Volodioso resultaban gentes pacíficas, de manso espíritu o fácil rendición, mostrábase con los vencidos sumamente desdeñoso, pero, paradójicamente, suave en el castigo y, en algún caso, hasta magnánimo. Por contra, si el enemigo se revelaba valiente, indómito y heroico, ganábase de inmediato la profunda admiración y aun el íntimo respeto del Rey de Olar, mas -misterios de la humana naturaleza-, en tales ocasiones, los vencidos eran tratados con el mayor rigor imaginable. Y sin temor de falsear los hechos, puede asegurarse que cuanto más gallardos y valerosos se mostraron con él, llevaba su venganza a la más horrible crueldad, aunque él la llamase ejemplar, aleccionadora y muy justo escarmiento.
No hace falta decir, por tanto, cómo se condujo Volodioso tras la derrota de Ansélico. Al Barón, malherido como estaba, hubieron de izarlo dos soldados, para que se mantuviese con honor en la operación de arrancarle los ojos. Sus dos hijos mayores -para su bien- habían muerto en el transcurso de la lucha. El menor, que contaba doce años y era un hermoso niño de rizos rubios y fiera mirada, fue conducido junto a su padre -ya cegado- a la plaza pública, y allí ambos fueron decapitados. Después, Volodioso ordenó clavar las dos cabezas en sendas lanzas y exponerlas en lo alto del torreón más alto del Castillo de Ansélico -reducido ya a puras ruinas-, para escarmiento de los que aún se imaginaran capaces de oponer fuerza o argumentaciones a sus deseos.
Luego mandó incendiar todas las chozas, villas y burgos del Dominio, y pasó a cuchillo a señores y villanos. Los pocos soldados y algún aterrorizado campesino que aún quedaban con vida, se apresuraron a pedir clemencia a Volodioso: juraron que sólo a la fuerza combatieron contra él, y que a su vez, ansiaban engrosar las filas de su victoriosa y legendaria milicia. Volodioso eligió a los que consideró más fuertes o con buena disposición para el manejo de las armas. Llevado de sus ocultas e insatisfechas ansias de cultura, salvó a quienes sabían leer y escribir y a los expertos en hierbas o ungüentos contra las heridas infecciosas. Los demás siguieron la suerte de sus señores. Y tal como el Físico de la tropa aconsejó -pues de un tiempo a esta parte, allí donde él y su ejército pisaban, desencadenábanse pestíferas epidemias que comenzaban a mermar sus propias filas-, Volodioso ordenó que amontonasen todos los cadáveres, para luego prenderles fuego.
Una vez cumplidos estos requisitos -que en el fondo le aburrían y ejecutaba con la rutina que se desprende de la árida burocracia de la guerra-, partió de nuevo y prosiguió su incontenible marcha hacia el Sur de igual guisa, hasta dominarlo por entero.
Pero cuando el último de sus soldados se perdió tras la polvareda y el grasiento humo negro que esparcía al viento un olor monstruosamente suculento, parecido al de un inmenso asado, Volodioso y sus hombres ignoraban que en aquel informe montón de ardientes ruinas que fuera dominio de Ansélico, dos seres se ocultaban y vivían todavía. Y no sólo vivían, sino que serían parte activa -y aun trascendental-, no sólo de su vida, sino de la historia de su Reino.
Cuando el pavor de la invasión del Sur por Volodioso llegó hasta Ansélico, éste había mandado llamar a un anciano que con él moraba en el Castillo y a quien todos llamaban el Hechicero. Este hombre gozaba de gran prestigio y consideración en la pequeña Corte de Ansélico. Y el mismo Barón sentía hacia él veneración y afecto muy profundos.
El anciano llegó a aquellas costas cuando Ansélico era todavía un adolescente. Según decían, el Hechicero arribó mal asido a una rudimentaria balsa y convertido en un puro despojo. Le recogieron unos pescadores de corazón compasivo: diéronle vino para reanimarle, ropas con que cubrir su descarnado cuerpo y techo donde cobijar sus infortunios. En pago, el náufrago curó a la hija de aquel matrimonio, pues desde hacía tiempo sufría los maléficos influjos de la Dama de la Montaña, bruja perversa y caprichosa que, al parecer se entretenía pinchando a las mozuelas durante el sueño, hasta cubrirlas de purulentos granos que afeaban su rostro y condenarlas así a la soltería -e inclusive virginidad- perpetua.
El Hechicero contempló el rostro de la muchacha, que bajo la confusión de tanto grano se adivinaba gracioso y atractivo. Pidió una olla de barro, raspaduras de uña, cenizas de sarmiento y el ojo de una lechuza. Partió luego hacia la montaña donde reinaba la susodicha Dama y, al cabo de tres días, regresó con una bolsita repleta de hierbajos. Mantuvo el estupefacto y desvalido ojo de la lechuza macerándose en vino blanco durante tres noches de luna llena. Lo desmenuzó y mezcló luego, concienzudamente, a la ceniza y las raspaduras, y añadióles una pizca de tomillo, tres granos de comino y un buchecito de agua salada. Después, en una olla, sobre el fuego del hogar, dejó evaporar estas cosas. Una vez todo se redujo a pura miseria, lo arrojó al fuego, pero al mismo tiempo, con ambas manos extendidas sobre las llamas, pronunció una secreta letanía. Entonces, éstas se volvieron azules, luego verdes y cuando el Hechicero las retiró, el asombrado matrimonio de pescadores comprobó que las palmas del náufrago lucían con un bello fulgor marítimo. Llegado a este punto, pasó tan singulares palmas por el rostro de la doncella, y toda espinilla, purulencia, grano o similar, desaparecieron. Los pescadores se hicieron lenguas del prodigio y, desde entonces, el Hechicero fue muy solicitado.
Así estaban las cosas cuando el padre de Ansélico decayó víctima de calenturas y alucinaciones, a causa, al parecer, de una mala úlcera que se le abrió en la pierna. No había físico, curandero ni gente alguna que pudiera aliviarle, hasta que, cierto día, el entonces joven Ansélico oyó hablar del prodigioso náufrago y fue en su busca. Le llevó al Castillo y condujo hasta el lecho de su delirante padre. Éste aullaba completamente desnudo, aferrándose a cuanto alcanzaban sus manos y asegurando que el Diablo le perseguía para obligarle a comer un plato de potaje de coles -bazofia que aborrecía.
El Hechicero tomó con suavidad al enfermo por las muñecas, cubrió sus vergüenzas -pues era hombre muy recatado-, le condujo al lecho y le habló dulcemente hasta aplacar su terror. Luego pidió agua hirviendo, un puñal de hierro y unos granos de pimienta. Con estas cosas y ciertas hierbas que extrajo de su túnica, hizo algunas cocciones en un gran perol, hasta que el puñal se volvió rojo, luego azul y, al fin, de ningún color: desapareció. Así, con el puñal diluido en aquel caldo hirviente, el Hechicero lo arrojó sobre la pierna enferma y, como es presumible, abrasó la úlcera -y la pierna-. Difícil sería describir los aullidos y blasfemias que, en tumulto, se precipitaron a través de los labios del encamado. No obstante, y una vez se enfrió lo que quedaba de la pierna, el infeliz sonrió aliviado, y luego se durmió.
Al despertar, pidió a grandes voces trajeran a su presencia al Hechicero: tomó su blanca cabeza entre ambas manos y besó su frente repetidas veces. Luego, juró que moderaría sus costumbres y que sería generoso con quienes dependían de él. Repuesto de tales espantos -pues no sabía si le atemorizaban más los aullidos del anciano o sus muestras de afecto-, el Hechicero envolvió en tiras de lienzo, untadas con manteca de sapo, los restos de lo que otrora fue pierna. Y al cabo de un mes, la carne había crecido sobre el hueso, y el Barón pudo patear a gusto el trasero de sus sirvientes, como en sus tiempos más gozosos. Y mientras que, a despecho de anteriores arrepentimientos, los villanos y campesinos seguían sustentándose de míseras coles, la pierna del viejo Barón tornosse de tal fuerza y firmeza, que con ella ganó prestigio y leyenda hasta el fin de su vida. Desde entonces, el Hechicero se instaló en el Castillo y allí se dedicó a instruir al desazonado y turbulento Ansélico, no sólo en las letras sino en alguna otra cosilla, tal como matemáticas y astrología, materias en que el anciano mostrábase verdaderamente sabio.
Por todo ello, y hasta el espantoso fin de sus días, Ansélico le guardó a su lado con la misma veneración y respeto con que lo hiciera su padre. Antes de ese fin, empero, habían ocurrido dos cosas: el día en que murió el viejo Barón, el Hechicero llamó aparte a Ansélico y, llevándole frente al cadáver -que como era costumbre, permanecía expuesto en el Patio de Armas para que vasallos, sirvientes y campesinos pudieran rendirle póstumo homenaje-, le dijo: «Ansélico, toma tu daga y abre de arriba abajo la pierna de tu padre: aquella que yo curé». Ansélico notó que se le erizaban los cabellos. «¿Por qué? No me atrevo», farfulló. «Haz como te digo», insistió el Hechicero. Venciendo su pavor y repugnancia, Ansélico obedeció. Y ante su asombro, apareció, pegado a la tibia paterna, el famoso puñal de hierro. «Tómalo ahora -dijo el Hechicero-, y bésalo.» Anonadado y, venciendo su náusea, Ansélico besó el puñal, y entonces, la incisión que él practicara, y que mantenía abierta la pierna, cerróse por sí sola y no veíase allí costura ni juntura alguna. El anciano Barón fue enterrado, y sólo entonces el Hechicero confesó a su hijo que, si no hubiera extraído el arma, su beneficiario hubiérase precipitado de cabeza al Reino de las Tinieblas Irremisibles. «Guarda ese puñal -dijo el Hechicero-. Algún día te será útil.» Así lo hizo el joven Barón, y lleno de respetuoso pánico nada más preguntó.
Cuando llegó la devastadora noticia del avance de Volodioso y su Ejército hacia tierras de Ansélico, éste llamó aparte a su Maestro Hechicero y le dijo: «Grandes luchas, de incierto resultado, se avecinan. Tengo, como sabes, tres hijos varones, adiestrados en el honor y la espada, y conmigo los llevaré para que cumplan con su deber. Pero a mi hijita, quiero preservarla de todo mal. Dime, pues, qué debo hacer para protegeros a ti y a ella de toda calamidad, pues desde este momento te nombro su Guardián».
El anciano reflexionó, mientras su corazón desfallecía: en parte a causa del temor que tal guerra le inspiraba, dado que no era -ni jamás hizo alarde de tal cosa- hombre inclinado a la espada, y en parte por el hecho de que si alguien había logrado despertar su corazón de las distancias afectivas en que lo mantenían estudios y adivinaciones, ésa era, precisamente, aquella niña. La adoraba hasta tal punto que, siendo como era de sustancia cobarde y débil, no hubiera vacilado en empuñar la espada -aun desaguisadamente- por defender su vida. Si fuera preciso, se sobreentiende.
Tal inclinación no se debía únicamente a la gracia y el encanto de aquella criatura. Algo había que el anciano Hechicero guardaba en lo hondo de su corazón y que tuvo lugar a partir del día en que le confiara Ansélico la educación de sus hijos varones. Pronto apreció el Maestro que los muchachos no habían heredado las ansias de saber y conocer del padre. Antes bien, sospechábalos en la línea del abuelo, pues con toda evidencia hallaban más gusto en empuñar la espada que en tomar los libros. Cierto día, y por casualidad, descubrió que en el transcurso de tan mal aprovechadas lecciones, ocultándose bajo la mesa o tras los tapices, bullía y escuchaba con ansia la hermana pequeña. Poco a poco, fue descubriendo el interés y la sed que sus lecciones despertaban en los grandes y oscuros ojos de la niña. Un estremecimiento desconocido, mezcla de ternura y orgullo, le caló hasta los puros huesos y, desde entonces, cautamente, y a espaldas de su padre y hermanos, comenzó a instruir a la tierna niña.
En verdad, quedó maravillado de la rara y aun prodigiosa inteligencia de tan menguado ser. No sólo había aprendido a leer y escribir ella sola -meramente oyendo y observando a sus desaplicados hermanos-, sino que a partir de aquel día y bajo sus enseñanzas, a los cinco años conocía el latín, algo de griego, amén de ciertos conocimientos de geografía y botánica. Y aún más: la inició -vista la fruición de la niña en aprender- en otras disciplinas y atisbos que iban más allá de la astrología y matemáticas, materias en que, por otra parte, dio evidentes muestras de aprovechamiento. Y al fin llegó al descubrimiento maravilloso: en el fondo de sus redondas y bellas pupilas, aquella niña poseía la luz especial y muy raramente concedida -de milenio en milenio- a ciertos seres: la luz secreta y prodigiosa que proviene del ardiente Goteo Estelar.
Y así, el anciano adoró a la niña, y la niña a él. Solían refugiarse en la cámara del anciano, y allí, mordisqueando frutas y dulces, pasaban largos ratos, transidos de infinita curiosidad o encandilados en atisbos de sabiduría. A veces, sorprendíales así la aurora: la niña en el regazo de su Maestro, y vencidos ambos por la implacable necesidad de reposo que mortifica a la humana naturaleza.
Por todas estas cosas, al oír las palabras de Ansélico, el corazón del Hechicero también rebosaba amargura, pues según decía quien bien conocía los hechos, brutales gentes se aproximaban, dispuestas a turbar tan lúcidas y placenteras enseñanzas, tan furtivos e inocentísimos contubernios. Reprimiendo unas lágrimas, donde se embarullaban enternecimiento y pavor a partes iguales, el anciano logró al fin musitar: «Hijo mío -así llamaba a Ansélico, dado que no sólo fue su Maestro, sino medio-padre de aquel congestionado y algo adiposo Barón (que otrora mostróse curioso olfateador de más espirituales apetencias)-, es muy grave cuanto me dices. Y mucho te agradezco la confianza y el honor que me dispensas encomendando a mi custodia el más preciado tesoro de tu casa. Así pues, tráeme aquel puñal de hierro (símbolo de nuestro afecto) que tras la muerte de tu padre te mandé guardar». Ansélico obedeció prestamente, y una vez el anciano tomó el puñal, con él en alto se arrodilló y, vuelto, según explicó, «hacia la conjunción Oriente-Occidente», le instó a imitarle, con lo que confundió a Ansélico, ya que éste no atinaba a comprender hacia dónde debía enfocar tal postura. No obstante, hizo lo que viera hacer al anciano, aun sin entender nada. De tan misteriosa guisa postrado, el anciano clamó con grito semejante al agónico del cisne herido. Luego, resplandeció el puñal, saltó de sus manos y, como un pájaro, les condujo por escaleras y vericuetos del Castillo hasta llegar a las mazmorras. Allí se clavó -como si de manteca y no de piedras se tratase- en uno de los muros. «Éste es el camino», informó con rostro transfigurado el anciano.
De inmediato ordenó trajesen picos y mazas, pero advirtiendo hicieran estas cosas en tal secreto, que sólo Ansélico y sus hijos debían conocerlas. De modo que padre e hijos picaron y golpearon hasta arrancar unas piedras del muro, y ante sus ojos apareció una puertecilla, mohosa por los años, que conducía al único pasadizo verdaderamente secreto del Castillo. Por un angosto corredor, tras muchos vericuetos, el pasadizo ascendía hasta desembocar en una amplia gruta sobre el mar. Allí, mandó el Hechicero colocar dos yacijas, víveres, velas y otros enseres, de forma que en tan recóndito escondrijo pudieran habitar la niña y él. Al menos, en tanto no se despejara el sombrío futuro del país.
Cuando el avance de Volodioso y su ejército hacia el dominio de Ansélico constituyó por fin algo tan implacable como evidente, el Hechicero llamó a la niña. En un cofrecito, le ordenó guardar sus ropas y cuanto estimase ella como más preciado -y en él cupiese-. Llegado este desdichado instante, su padre y hermanos la besaron, y con mucho pesar la despidieron. Y precisa señalarse -pese a desvelar con ello la pudorosa intimidad de tan rudos guerreros-, que temblaban sus labios con mucha emoción al hacerlo. Entonces, el hermano menor, aquel rubio y fiero niño, a quien la suerte destinó morir horrorosa, aunque digna y altivamente junto a su padre, dijo: «No olvides llevar contigo el soldado que te fabriqué». «No lo he olvidado», respondió la pequeña: y extrajo del cofre un soldadito tallado en madera, cuyas piernas y brazos, mediante ingeniosas cuerdas, podían moverse con gracia. Luego, la niña besó y abrazó a su padre y hermanos y, tomando la mano del Maestro, con gravedad y compostura digna de su altiva estirpe -que a decir verdad, llenó de orgullo a sus familiares-, desaparecieron tras la recién descubierta puertecilla. Ansélico y sus hijos, entonces, volvieron a ocultarla bajo las piedras, de forma que nadie pudiera sospechar ni adivinar su existencia.
Por su parte, el Hechicero llevó consigo algunos víveres, agua y el arca donde guardaba todos sus tesoros: voluminosos rollos de pergaminos, fajos de recetas, mejunjes, polen, semillas, mandrágora, resplandor de luciérnagas, escudillas con agua pantanosa y algunas aparentes fruslerías, tan misteriosas como indescifrables.
El tiempo pasó, y fue esparciendo toda clase de calamidades por tierras de Ansélico. Parecía como si un negro vendaval sacudiese todo cuanto hallaba a su paso, salpicando de incendio y hedor a muerte su camino. Pero en tanto se sucedían estas desdichas, el Hechicero y su pequeña discípula permanecieron ocultos en la gruta, a salvo e ignorados de todos.
Días llegaron en que, a través de la hojarasca y espinos que cubrían la entrada de la cueva, penetraron hasta sus oídos los clamores de la guerra y las luchas: gritos enfurecidos, galopes de caballos, lamentos de agonía o ira, humo de incendios y, al fin, el gran silencio de la sangre perdida.
Hasta que un buen día pareció restablecida la calma. El Hechicero se decidió, tembloroso, a apartar tímidamente los espinosos ramajes, y asomó la cabeza al exterior. Descubrió entonces que se hallaban en un punto elevado sobre el mar y, mudo de horror y pena, contempló las ruinas de lo que fueran Castillo, campos labrados y viñedos. La humareda negra y el hedor que emponzoñaban el aire medio le asfixiaron, y, dejándose caer en el suelo de la gruta, lloró por la pérdida de todas estas cosas, con gran sentimiento.
Sólo cuando la humareda se esponjó y huyó hacia el Este, se hizo visible entre tanta ruina la bandera de Olar con sus odiadas enseñas en la torre más alta del Castillo; y ensartadas en lanzas, se recortaban contra el cielo las cabezas de Ansélico y su hijo menor. A éste le reconoció por el oro de sus bucles: como un reto a la muerte, flameaban aún al viento y al sol. El corazón del Hechicero desfalleció y, lívido, cayó cuan largo era -no mucho, en verdad-, gimiendo como un pájaro a quien arrebatan su nido.
La niña, que dentro de la cueva se entretenía jugando con el soldadito fabricado por su hermano, contempló con estupor aquellas inusitadas demostraciones. Y advirtiendo las lágrimas que sin rebozo alguno dejaba fluir de sus ojos el ponderado Maestro, se aproximó a él, apartó las greñas de su frente, enjugó aquel torrencial relajamiento con el borde del vestido, y opinó:
– No lloréis, Maestro: es malo para la salud.
El Hechicero acarició su carita de manzana y, sorbiendo las lágrimas que, pertinaces, seguían fluyendo tumultuosamente de sus ojos, murmuró:
– Querida niña, ¡estamos perdidos!
La pequeña quedó pensativa. Y a poco, comprendiendo que el Hechicero, como vulgarmente se dice, no levantaba cabeza, se aprestó a ofrecerle algo de pan y queso, al tiempo que consideraba:
– No temáis, Maestro, aún quedan suficientes alimentos para resistir algún tiempo.
El desventurado Maestro rechazó la comida. Y luego, muy poco a poco, y sazonando con su llanto tan pavoroso informe, como mejor pudo fue convenciendo a la niña de que no era a tenor de la escasez de víveres, ni por hallarse prácticamente harto de pan y queso, que ofrecía tan impúdicamente a sus pesares. La verdadera causa de su desesperación era fruto de la cruel y sanguinaria derrota que acababa de constatar.
La niña le escuchó atentamente, sentada en sus rodillas. Y cuando al fin comprendió cuanto había ocurrido, salió corriendo y se detuvo, muda y pálida, a la entrada de la gruta.
Lo primero que distinguió en el ansiado cielo fue la silueta de dos cabezas que negreaban sobre el carmín del crepúsculo. El último sol arrancaba un oro leonado y raramente infantil a la de aquel que fabricara su único juguete. Estuvo así, con ambas manos apretadas en los espinos que hasta entonces la ocultaban, sin sentir el dolor ni la sangre en sus dedos. Y, transcurrido un tiempo, cuyo silencio azotaba sólo la ira del mar, dio pruebas de ser-si bien que la única- muy auténtica heredera de tan indómita como dura estirpe. Con sus labios gordezuelos tan blancos como jamás se vieran antes, se sentó en la hierba y, sólo entonces, cerró los ojos. Ni una sola lágrima brotó de ellos y jamás nadie la vio llorar aquellas muertes. Por las rojas praderas de sus párpados cerrados huían tres corceles, espoleados por tres lindos muchachos, y el menor de los tres, al viento el oro de sus rizos, le gritaba: «Hermanita, no olvides el soldadito que tallé para ti».
– No llores más, Maestro -dijo, al fin-. Yo te juro que, un día u otro, nos vengaremos de Volodioso.
Luego, ordenó al Hechicero que desprendiera las cabezas de su padre y su hermano y que las sepultara en aquella misma gruta donde estaban.
– ¿Cómo quieres, niña, que suba ahí arriba? -se horrorizó el anciano-. Tú sabes que además de desgarrarme las entrañas y las ropas, soy viejo y torpe, y no puedo trepar hasta tan alto sin caer y matarme, de puro vértigo y dolor.
Pero la niña le miró fijamente y dijo, con resolución:
– Sí puedes, Maestro: yo te vi, un día, formar la nubecilla en tu cámara secreta. Porque, para verte trabajar, cuando creías que dormía te espiaba por el hueco de la cerradura.
– ¿Cómo es posible? -se lamentó el Hechicero-. ¿Tú sabes a qué peligros te has expuesto en ello, criatura? ¡Podías haber quedado ciega, si te hubiese descubierto!
– No es verdad -respondió ella moviendo la cabeza, mientras sus trenzas bailaban-. No hubieras hecho eso, y yo lo sabía.
– ¡Bien sabes cuánto te quiero! -dijo el Hechicero, contemplando su carita redonda, donde dos ojos brillantes y sagaces le intimidaban-, pero no debes abusar de este cariño.
Suspiró, y añadió:
– Sí, eres la criatura más lista e inteligente que he conocido, y por ello te quiero como un padre. Eres más inteligente, no sólo que tus desdichados padre y hermanos, sino que toda otra criatura, y así escribes y lees de corrido y conoces tantas otras cosas a una edad tan tierna. Pero tan sólo eres una niña y tan sólo en una mujer te convertirás (si vives, como espero, para ello). Por tanto, debes ocultar cuanto sabes y conoces, si deseas salir con bien de tanta maldad y estupidez como reinan en el mundo. Debo velar por ti, como me encomendó tu padre. Si fueras un muchacho, te enviaría a un convento para que allí te instruyesen, pero siendo como eres una niña, mal me parece encerrarte en la Abadía Blanca: pues tengo a esas mujeres por necias y perezosas, y mucho me temo que serías muy infeliz entre ellas. Mejor será que desde ahora nos defendamos y permanezcamos juntos como mejor podamos. Y ya que, según veo, tanto conoces de mis habilidades ocultas, podré dedicarme al estudio de esos conocimientos y prácticas sin necesidad de ocultarme, y gracias a ellos, de una manera u otra, quizá podamos sobrevivir hasta que tengas edad de valerte por ti misma.
Volvió a suspirar, y al fin decidió:
– Lo primero que vamos a hacer es buscarte un nombre por el que nadie te reconozca: pues atino que el que llevas puede serte muy peligroso.
Reflexionó, y al fin quedó decidido que desde ese momento la llamaría Ardid, «porque este nombre no puede decirse exactamente si es propio de hombre o mujer y de casta noble o villana; sin contar con que (y juzgando tu temperamento) te cuadrará bien».
– Haz lo que te ordeno -respondió Ardid, por todo comentario-. Baja esas cabezas.
Inútilmente trató el viejo de resistirse. Al fin, buscó en el cofre y, tras algunas manipulaciones, preparó el cocimiento capaz de provocar la misteriosa nubecilla que le permitía elevarse y flotar en las alturas, a su antojo, durante cierto tiempo. Una vez formó la nubecilla, el Hechicero montó en ella y, advirtiendo a la pequeña Ardid que no se alejara, voló hacia la torre del Castillo, y aunque medio desvanecido de horror y pesar, cumplió las órdenes de la niña. Sacudido por convulso terror, que a punto estuvo de precipitarle al vacío, volvió con ambas cabezas a la cueva y enterró lo poco que quedaba de aquellos a quienes mucho amó.
En tanto, Ardid había bajado al llano. Recogió unas cuantas flores silvestres, que azuleaban cándidamente entre cenizas y muerte, y de regreso a la cueva las depositó con gran cuidado en la mísera y mal cavada tumba. Luego, tomó el soldadito de madera, lo contempló con ojos pensativos y lo enterró al lado. «Tuve poco tiempo para jugar contigo -murmuró-. Ahora ya es tarde para recuperarlo.» Después se volvió al Hechicero y le dijo:
– Éste es un mal lugar para vivir, Maestro. Volvamos al Castillo, y allí, de alguna manera, podremos arreglarnos mejor.
El Hechicero asintió, y cargando ambos con sus pocos enseres, allí se fueron. Pero grande fue su desolación al contemplar de cerca las humeantes ruinas de lo que fuera recia y aun bella fortaleza: todo lo que de valor hubo allí fue saqueado por las huestes de Volodioso, y tan sólo muerte, despojos y miseria les rodeaba. No obstante, el Torreón principal parecía mejor conservado que el resto.
– Aquí, por lo menos, podremos guarecernos de la lluvia, el frío y el viento -resumió Ardid, dando muestras de mucha sensatez.
Y poniendo manos a la obra, entre los dos desbrozaron de ruina, destrozos y hollín cuanto les fue posible. Y cuando les sorprendió la noche, medio habían compuesto una estancia, que si en nada recordaba a una cámara principesca, al menos servía para no morir ateridos y mantenerles a cobijo de las alimañas, cuyos gritos feroces ya llegaban, junto al viento, a sus oídos, pues de las boscosas colinas descendían, siempre tras las huellas de los soldados de Olar.
Pasaron aquella noche oyendo arañar su bien atrancada puerta a toda clase de hambrientos animales. Y cuando el sol dispersó a tales criaturas, Maestro y Discípula continuaron su trabajo; y así día tras día, hasta hacer medianamente habitable tanto despojo.
Pasados unos meses, ambos desdichados llegaron a considerar incluso confortable su guarida en el Torreón. El Hechicero buscó, encontró y manipuló ciertas raíces y hierbas, hasta lograr unas sustancias que, según dijo, les servirían de alimento durante mucho tiempo. Por su parte, la pequeña Ardid se internaba en los campos en busca de las bayas y frutos silvestres, antes que el cambio de estación las agotara.
No lejos de allí había una viña, y aunque apenas mediaba el mes de marzo, si la trabajaban adecuadamente y a su debido tiempo, brotarían y luego madurarían los racimos. Al menos, esta idea les llenó de esperanza. Para ello proyectaron practicar un pasadizo subterráneo que les llevara hasta la viña y, así, cuando estuvieran las uvas en sazón y llegasen en su busca los viñadores de Volodioso, no les descubrieran. El Hechicero meditó, buscando alguna fórmula capaz de verificar tales cosas, porque si debían confiar en sus uñas y los escasos materiales de que disponían -dos patitas que con estacas y piedras afiladas intentó fabricar Ardid-, morirían los dos antes de dar fin al pasadizo.
Estaba consultando su Gran Libro de las Sabidurías, cuando dio con algo que le hizo meditar. Era ya hora de retirarse y, al ver que la pequeña se disponía a ahuecar la hierba de sus yacijas, dijo:
– Aquí se distingue la huella y noticia de alguien que, si tuviéramos la fortuna de conjurar a nuestra presencia (y una vez esto conseguido, no nos convirtiera en sapos o algo parecido, pues es cuestión de hallarlo en humor bien dispuesto), podría ayudarnos mucho.
– ¿Quién es? -preguntó Ardid-. Si dais con él, os aseguro que no se atreverá a tocarnos.
– Ah, querida niña -dijo el Hechicero, quitándole de la mano el cuchillito que con una afilada piedra se había confeccionado-, no se trata de un ser al que podamos matar, como a cualquier criatura de nuestra especie. Por el contrario, trátase nada menos que del Trasgo del Sur: el más veloz y perfecto horadador de túneles subterráneos de que se tiene noticia.
– ¿El Trasgo del Sur? ¡Contadme quién es! -dijo Ardid, vivamente interesada. Y como cuando su Maestro la instruía en matemáticas, astrología u otra ciencia, se sentó frente a él con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada entre los puños.
– El Trasgo del Sur es una criatura de la familia menor de los gnomos -dijo el Hechicero-. Su humor es tan variable como el tiempo, pues según traiga la estación sus avisos, esta clase de seres se revelan antojadizos e injustos.
Y se apresuró a consultar nuevamente el libro, por ver si daba con la fórmula adecuada. El fuego se apagó, comieron las bayas y el resto de queso rancio que aún les quedaba, y cuando Ardid ya dormía y las estrellas brillaban en el cielo, aún no había dado el Hechicero con la fórmula adecuada. Sólo cuando el sol asomó por sobre el bosque, cerró el libro y, viendo cómo Ardid, ya despierta y sentada en la yacija, le miraba con sus brillantes y oscuros ojos, dijo en tono airado:
– Creo que esta noche, cuando el sol esté medio oculto tras las Colinas Gemelas, debéis avisarme. Entonces, probaré algo que me parece acertado. En tanto, querida niña, dejadme echar un sueñecillo, pues ando muy fatigado de tanto escudriñar en vano.
Ardid asintió. Como solía, bajó a bañarse en el mar y luego se dispuso a buscar el sustento diario. Entonces vio brillar algo entre la arena: era una piedra azul, tan reluciente y pulida por el agua que semejaba un objeto de metal. La tomó entre las manos y vio que era alargada y acabada en punta, como un puñal. Primero pensó que le sería muy útil para este efecto, pero en seguida descubrió que estaba horadada en el centro, y que el dorso, plano, como cortado a todo lo largo, hacía suponer que había perdido su otra mitad. La sopesó y le pareció tan ligera y aun delicada, a pesar de su filo, que pensó se rompería si la utilizaba como puñal. De todos modos, la guardó en su bolsillo.
Cuando llegó la luz dorada de Poniente y corrió en busca de su Maestro para anunciarle que la hora indicada había llegado, lo encontró en el ángulo que formaban las dos paredes más gruesas del ruinoso Torreón, sumido en murmuraciones y en los vahos de su caldero. El resultado, sin embargo, no fue de la satisfacción del anciano: en vez de al Trasgo del Sur, su conjuro atrajo bandadas de murciélagos, que mucho trabajo les llevó espantar con largas ramas y una rara oración aprendida por ambos, ya que a menudo tuvieron que recitarla.
Día tras día, el Hechicero intentaba sin fruto hallar la fórmula perseguida; y ya estaban muy desesperanzados -y habían conjurado, sin querer, a su presencia ortigas, flores de azafrán, albahaca y otras cosas afortunadamente inofensivas- cuando, cierto día, a eso de la media tarde, un extraño suceso vino a conducirles inesperadamente a su tan perseguida meta.
Se hallaba la pequeña Ardid canturreando por un lugar cercano a la viña, donde algunos espinos ofrecían sabrosas moras, cuando al inclinarse, cayó al suelo la piedra azul y horadada que guardaba en su bolsillo. Una brisa perfumada jugaba con su cabello destrenzado, y en aquel momento, el último fuego del sol pareció refugiarse en el centro mismo de la piedra. Llevada por un desconocido impulso, Ardid la acercó a su ojo derecho y a través de su agujero miró hacia el mar. Estremecida, pensó que jamás el mar, el cielo y la tierra le habían parecido tan hermosos. Y súbitamente, de entre la bruma dorada que brotaba de las olas, Ardid creyó descubrir cómo se alzaba una isla extraña: era de un verde esmeralda y giraba sobre sí misma, lentamente. Y antes de que pudiera dar la vuelta entera, antes de que pudiera ver lo que había al otro lado, desapareció entre la espuma tal como había aparecido.
Entonces le pareció que llegaba a sus oídos una suerte de quejidos, que si por un momento podrían confundirse con los del viento a través de la rendija de una puerta, por otra parte su razón le indicaba la imposibilidad de que tuvieran tal origen: allí no había puerta alguna, ni rendija posible por el que éste se filtrara. Con cautela, sin dejar su canturreo y fingiendo no oír nada, guiándose de aquel sonido, fue aproximándose al lugar que le pareció ser de donde partía. Entraba en los senderos de la viña cuando un fuerte olor a mosto le llegó. Le pareció extraño, pues la viña aparecía aún desnuda, y mucho tiempo se vería así antes de dar fruto. Avanzando con cuidado y olfateando el aire, se halló al fin muy próxima -o así le parecía- a los quejidos y al olor.
Al fin, sus ojitos de ardilla escrutaron por entre las cepas y dio con algo que, si a primera vista podía ser confundido con un manojo de sarmientos, no lo juzgó así su aguda mirada. Un hombrecillo muy menudo, del color cambiante de la tierra y las cepas, de piernas y brazos muy flacos, aparecía tendido en el suelo y se lamentaba, al parecer, con gran desolación. Bajo la espesa cabellera roja, que le cubría la cabeza como un gorro de piel, surgían dos largas y puntiagudas orejas. A todas luces aquella cabeza resultaba desproporcionada para su desmedrado cuerpecllo. Con ambas manos se cubría el rostro, y al parecer no había visto ni oído a la niña.
Ardid se agachó a mirarle de más cerca, muy intrigada. Durante un corto rato contempló al hombrecillo con gran curiosidad. Pero como éste no parecía darse cuenta de su presencia, decidió al fin rozarle suavemente la crespa pelambre con la punta de los dedos. Tenía un tacto parecido al de las hojas de otoño, rojas y crujientes. Al fin, se decidió a hablarle:
– ¿Qué es lo que te aflige así?, ¿y quién eres y qué haces en este apartado lugar?
El hombrecillo dio un respingo tal, que-cosa jamás vista hasta aquel momento por la niña- saltó y se elevó en el aire muy por encima de su cabeza: y allí aún dio dos vueltas más, para al fin caer de nuevo al suelo con suavidad de pluma, de pie y sin daño alguno. Ardid notó entonces que aquel extraño ser la miraba con ojos desorbitados de pasmo, y sus ojos eran exactamente iguales a dos endrinas: negros pero con un fondo azul de río subterráneo.
En vista de que el hombrecillo nada decía, volvió a interrogarle aún dos veces más, hasta que, con una voz que seguía pareciéndose al viento entre las rendijas, dijo:
– ¿Es posible que me veas?
– Tan claro como tú a mí. ¡No estoy ciega!
El hombrecillo redobló sus lamentos a la par que decía, mientras daba vueltas en torno a las cepas y las amenazaba con el puño:
– ¡Vosotras tenéis la culpa, malditas! ¡Vosotras! ¡Era cierto lo que la Dama del Lago me avisó! ¡Ay de mí, que estoy contaminado de humano por vuestra culpa! ¡Ay de mí, que verdaderamente ahora compruebo cómo estoy contaminado!
Ardid, muy divertida, se sentó en el suelo. Intentó agarrar al hombrecillo cada vez que éste, en sus paseos, se aproximaba a ella. Pero según comprobó, resultaba imposible, pues aquel cuerpecito se escurría de entre sus dedos como si de agua o viento se tratase.
Cuando al fin cesó en sus gemidos y correrías, el extraño ser se situó frente a ella, escudriñándola, y dijo:
– ¡Tienes ojos de ardilla! Dime quién eres, y acaso podré contarte algo de mí.
– No -contestó Ardid-. Yo te vi primero: por tanto, tú eres quien debe decir primero su nombre. Te he encontrado en mi viña y debes explicarme qué haces en ella.
– ¡Ah, maldita criatura! ¿Con que ésta es tu viña, eh? -clamó él, verdaderamente exasperado-. ¡Entonces, dime qué has hecho en ella para que ni un solo racimo cuelgue de sus cepas! ¡Y si no haces que esos racimos vuelvan a brotar, te convertiré en sapo, escarabajo, murciélago o cualquier criatura despreciable!
Al oírle, los ojos de Ardid brillaron de alegría.
– ¿No serás, por ventura, el Trasgo del Sur? -exclamó alborozada-. ¡Llevamos tanto tiempo llamándote sin éxito! ¡Casi no puedo creerlo!
– Pero ¿conoces mi existencia, maldita bruja? ¿Quién eres tú? ¿Alguna nieta de la Montaña acaso?… No tenía noticias de que las tuviera, y menos aún tan tiernas.
– Si me obedeces -dijo Ardid-, te contaré alguna cosa de mí. Pero si no lo haces, me iré, y no sabrás nunca cómo la viña puede volver a dar frutos. Según veo, te gusta demasiado lo que de ella se destila.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por tu nariz colorada -dijo Ardid-. Así se ponían las de mi padre y mis hermanos cuando abusaban del vino.
– ¿Tan contaminado estoy? -insistió el Trasgo, enormemente entristecido y palpando la punta de su larga nariz-. ¡Es una gran desdicha, una verdadera desdicha!… Pero ya que no tiene remedio, dime, preciosa criatura, ¿conoces la fórmula para que broten nuevamente esos maravillosos y malignos frutos?
– Cierto -asintió Ardid-. Pero no lo haré, si no me acompañas junto a mi Maestro y prometes ayudarnos.
El Trasgo del Sur reflexionó. Al fin, con un suspiro que hizo estremecer toda la viña, dijo:
– Me resultas agradable: así que te acompaño. Pero si me engañas, tanto tú como tu Maestro os acordaréis de mí. Y sin una pizca de agradecimiento.
Seguida del Trasgo del Sur, Ardid emprendió gozosa el camino hacia el Torreón. Saltaban ambos sobre las piedras y, al parecer, en buena armonía, pues su charloteo sorprendió al Hechicero que, acalorado por el humo y la llama de sus cocciones, no se había apercibido del paso de las horas.
Era casi de noche y, asustado, se aprestó a asomar la cabeza al exterior. Así pudo contemplar, atónito, su llegada.
– ¿Qué es esto?… -balbuceó. Pero casi en el acto comprendió que el visitante que conducía la niña no era otro que el tan anhelado y vanamente conjurado Trasgo sureño. El anciano cayó sentado al suelo, con la boca y ojos tan abiertos que, al verlo, Ardid no pudo evitar una alegre carcajada. El Trasgo la imitó: pero la risa del Trasgo era tan ronca y tan huidiza, que sólo el Hechicero comprendió que aquel raro sonido demostraba -por aquella vez al menos- un buen humor que alentaba los mejores augurios.
Antes de comenzar a hablar, el Hechicero y el Trasgo se miraron con gran detenimiento y un tanto de recelo. Al fin, el primero, si bien con un respeto muy grande, osó preguntar:
– ¿Cómo es posible, mi buen Trasgo del Sur, que una niña haya podido conjurarte a su presencia, mientras que yo, dedicado tantos días a estos menesteres, no haya acertado todavía con la fórmula exacta?
– No te alarmes -dijo el Trasgo, encaramándose sobre la yacija donde solía dormir el viejo-. Todo tiene una, para mí, triste explicación.
Relató cómo le había hallado Ardid, entre las cepas; y cómo ella le había informado de lo que esperaban de él, y de cómo, a su vez, habían llegado a un acuerdo.
– Pero -añadió- le he advertido de que, si no lográis hacer de la viña un nuevo campo de hermosos racimos, os haré un daño tal, que me maldeciréis por el resto de vuestra humana y mísera vida.
– No te defraudaremos -se apresuró a informar el anciano-. La viña será de nuevo campo de racimos: aunque para esto habrás de aguardar al tiempo en que las hojas tomen el color de tus cabellos. Ahora, te ruego que sacies mi curiosidad: ¿no te vio la niña? Te juro que esta curiosidad no es vanamente humana, sino propia de un ser dedicado toda su vida a las adivinaciones y ciencias remotas, de manera que a menudo he llegado a tomar contacto con muy respetables, dignos y poderosos seres de tu…
– No serían muy poderosos, a juzgar por los que han acudido a tus llamadas -dijo el Trasgo, con voz doliente-. Pero si ésa es tu inquietud, no veo, dada mi desgracia, motivo para no iluminar un poco tu sed de sabiduría. Todos los de mi especie, las criaturas del Mundo del Subsuelo (esto es, gnomos, trasgos, silfos, elfos, ondinas, brujas y alguna especie de entre las hadas), dependemos de una gran Fuerza Mayor (de todo punto invulnerable) y tan remota que nos precede en siglos, como tu ciencia ha debido enseñarte…
– Así es -afirmó impaciente el Hechicero (pero tomando buena nota de las cosas, pues hasta la fecha ningún estudio le había aclarado estos asuntos tan específicamente, aunque se lo viniera barruntando)-. Te ruego que aligeres los preámbulos y llegues pronto al meollo del asunto.
– Pues bien, la Gran Fuerza que domina estos contornos, además de las criaturas submarinas, fluviales o lacustres, es la Dama del Lago.
– Del Lago de Olar, se entiende bien -dijo el anciano, que algo venía sospechando si hacía caso de las mil fantasías que entre campesinos circulaban respecto a aquel lugar.
– Tal como dices -asintió el Trasgo-. Ella me advirtió hace tiempo de que me librara mucho de la contaminación.
– ¿Qué contaminación? -dijo la pequeña Ardid, que escuchaba con gran embeleso la conversación, mientras disponía las escudillas para la cena.
– Por supuesto, niña, hablo de la contaminación de los humanos: la mayor desgracia que a un ser de mi especie puede ocurrirle.
– ¿Por qué?
– Esta niña es Trasgo.
Pero el Hechicero arguyó presuroso: raza ignorante, según veo -murmuró con recelo el
– ¡No lo creas! Es de inteligencia tan rara y poco común, que supera once veces su edad (y aun contando al más inteligente a tales años). Lo único que ocurre es que por ser aún demasiado joven no la he iniciado en ciertos menesteres.
– Pues has de saber, jovencita -dijo el Trasgo-, que si por alguna causa, de las que luego especificaré, los de mi especie llegan a contaminarse de los humanos, a medida que esta contaminación va produciéndose y aumentando, su poder va disminuyendo. Y hay de algunos casos (bien quisiera no contarme entre ellos) en que ese poder acaba, por tal causa, desapareciendo de nuestro mundo. Y a medida que nuestro poder se apaga, se apaga también nuestra sustancia misma, hasta dar en simple ceniza que el viento esparce y llega a nada. Sólo si podemos detener la contaminación, y ésta es muy débil, como la mía ahora, podemos errar entre los humanos con bastante poder aún. Pero si la contaminación crece, al fin dependeremos tan sólo de la credulidad de las gentes o de la protección de algún sabio o inocente (como tú y tu Maestro me parecéis). Volviendo a mi historia, se da el caso de que la Vieja Dama del Lago me advirtió las dos causas más corrientes de contaminación para un Trasgo: una, el probar cierto elixir, producto de la malicia humana, que les convierte a ellos en seres casi como nosotros (aunque por corto tiempo) y es llamado vulgarmente vino. El otro (y de eso, casi todos nos salvamos), el amor hacia una de las feas criaturas humanas (a las que, sin deseo de ofenderos, pertenecéis). Así contaminados, sufrimos la amistad de los humanos y el desprecio de los de nuestra raza: todo ello, por supuesto, en el grado a que somos acreedores por nuestro uso o abuso de ambos venenos. Pues bien, cierto día (y debe disculpárseme de ello, porque al fin y al cabo, soy tan joven que apenas llego a los tres siglos) estaba yo horadando por aquí y por allá, en mis túneles del subsuelo. Me aburría un tanto y acerté a pinchar la raíz de una vid. Salió un juguillo de aspecto suntuoso que olí con verdadero deleite, y aunque procuré apartarlo de mi memoria, estuve durante algún tiempo tentado de asomar los ojos a la superficie, para conocer lo que de verdad había en todo ello. Entonces sólo tenía doscientos años; pero al acercarme a los trescientos, una tarde muy madura de sol, acerté a asomar la cabeza por entre una viña. Entonces, a una luz muy hermosa, ya que el sol se volvía encendido y dorado, brillaron ante mí unos frutos magníficos y que de inmediato me trajeron el olor de la sustancia prohibida. Había unos viñadores entre las vides y, como no podían verme, anduve entre ellos; los seguí y fui hasta sus casas y más tarde al lagar. Allí vi todas sus manipulaciones (aunque sabía que entraba en zona muy peligrosa, pues no debía mirar esas manipulaciones). Los hallé tan hermosos y alegres a todos, pisando frutos en un gran barreño de madera, que, poco a poco, sus narices afiladas y sus ojos tan relucientes los hacían casi semejantes a criaturas de mi especie. Por tanto, me senté al borde del barreño y aspiré con deleite aquellos humos, cuando, sin saber cómo, caí dentro. Y cuál sería mi sorpresa, que aquel zumo entróme por orejas, boca y ojos y, en suma, por el cuerpo entero; y todas mis raíces se empaparon de él hasta sentirme yo mismo como una vid. He de confesaros una cosa: bien sabéis que, a nuestro parecer, ningún encanto ofrecéis los humanos excepto si eso os ocurre: me refiero a cuando aparecéis sacudidos de alegría vinícola. Nosotros no conocemos ese especial estado, y sabido es que nunca hemos podido ni sabido reír. Ver a menudo la risa de las gentes había acuciado mi curiosidad, y hasta una cierta envidia; cuando he aquí que todo mi ser andaba sacudido por ese maldito y bullicioso sentimiento (del que tanto pesar me ha venido, al fin…). Estuve muy violentamente inundado de risa y elixir, hasta que los viñadores, confundiéndome con un manojo de ramitas encarnadas, me arrojaron fuera del lagar. Así me sorprendió la noche, con los vapores ya despejados y una gran pesadumbre en todo mi ser. Desde ese día (y como no aprecié ningún maligno síntoma de los predichos en mi sustancia), he ido probando a menudo el zumo prohibido. Es más, con mi pico de diamante he horadado viñas y viñas en busca de racimos, y las llevé hasta las entrañas de mi escondido río. Como ya tenía visto la forma en que ellos los manipulaban, me costó poco trabajo (dada mi superior habilidad para extraer zumos de las cosas más secas) fabricar y llenar de vino muchos recipientes, y guardarlos. De ellos he venido libando y sintiéndome tan regocijado y feliz como nunca creí se pudiera ser. Hasta que hoy, habiéndoseme terminado la última gota, he ascendido a la viña y la he visto pelada, seca y desolada en extremo. En estas lamentaciones me hallaba (pues no podía intentar mediante conjuro renacer el fruto, ya que tal cosa hubiera acarreado mi repentina desaparición), cuando esta niña ha oído mi voz y ha percibido mi ser. ¡Con ello he comprendido -y un largo suspiro del Trasgo hizo temblar las agonizantes llamas del fuego, que por escucharle, Ardid dejaba apagar- que la Dama Vieja del Lago tenía razón! Mi poder empieza a declinar: pues si hasta este momento, los ojos humanos muy raramente atinaban a vislumbrarme durante mis agudas libaciones (y aun así, solían confundirme con hojas de otoño, con sarmiento o ráfagas de viento), esta niña ha podido apreciar y distinguir muy claramente toda mi sustancia. Por tanto, mi dolor no puede ser explicado en su profundidad: no lo entenderíais.
– Mucho te comprendo -dijo el Hechicero, moviendo la cabeza-. Pero me extraña que un ser como tú haya caído en semejante aberración. Humano soy, para mi mal, y aunque, en sentido contrario a ti, algo contaminado de vuestra sustancia (el estudio y la fe son nuestros vehículos de contaminación), jamás me tentó el abuso de ese licor que, no obstante, vi libar con abundancia en todas partes, tanto a míseros como a poderosos. El estudio de la humana flaqueza y la contemplación de los desastres producidos por ese elixir (aunque al ver su alegría lo creas sublimación), me ha advertido de tal forma de sus peligros, que ahuyento de mí toda tentación en semejante sentido. Y aunque, de tanto en tanto, lo he probado en algún banquete o como reanimador de extrema necesidad, no me ha seducido especialmente: pues aprecié cómo entorpece las ideas, el tesón y el estudio, cosas que estimo más que a mi propia vida.
– Amigo mío -dijo el Trasgo (y estas palabras llenaron de satisfacción al Hechicero, pues hasta aquel momento ningún conjurado le había llamado así)-, poco seso trasluces si en verdad desprecias algo tan sabroso y regocijante. Ten por seguro que si bien lamento mi desdicha, no por ello recuerdo con repugnancia los nunca satisfechos goces que tales libaciones me han proporcionado. Tanto es así que, aunque con moderación, ya que he perdido algo muy importante de mi ser, pienso repetirlo. Y detenerme, eso sí, en el momento que juzgue realmente peligroso: no me faltará fuerza para ello. En cambio, carezco de empuje para dejar de gustar tal delicia alguna que otra vez más y experimentar en todo mi ser sus gozosos efectos.
– La verdad es -dijo Ardid- que mi padre y mis hermanos resultaban muy graciosos cuando bebían. Y pienso que, de cuando en cuando, yo también he de probar ese elixir tan divertido: sé que tengo fuerzas suficientes para tomarlo o dejarlo según me plazca.
– Ah -dijo el Trasgo-, humana, y por añadidura mujer, debías ser para abrigar tan necia seguridad en ti misma.
La niña le miró con severidad, pero al fin, pensó que era un pobre viejo sin apenas juicio, ya que se había dejado arrastrar por algo tan tonto y de tan escaso interés: más que por verdaderos deseos, ella había hablado así por cortesía hacia él.
Sirvió en las escudillas las bayas y las moras, y un poco del zumo que había destilado el Hechicero para aderezarlas. El Hechicero y ella comieron, mientras el Trasgo preguntaba si por ventura no tendrían alguna gotita de aquel maravilloso licor.
– Ahora que lo pienso -dijo la niña- viene a mi memoria un escondite de las bodegas, donde guardaba mi padre el barril del mejor mosto, y si no fue descubierto por las tropas de Volodioso, allí estará. De modo que si prometes ayudarnos, te daré un poco, a condición de que no abuses de él.
– Estoy dispuesto -asintió el Trasgo, con tal rapidez, que apenas dicho esto apareció sentado en un hombro de Ardid-. ¡Presto! ¿En qué puedo ayudaros?
Con todo detalle, expresaron su deseo de que horadase un túnel hasta la viña; y nada más agradable pudieron decirle, según parecía.
– ¡Con gran placer! -dijo-. Descuidad, que no será menester arriesgar vuestras vidas cuando lleguen los viñadores del Rey Volodioso. Yo mismo seré quien traiga aquí los preciosos racimos. Nada me cuesta a mí (el más rápido horadador de túneles ocultos) y veo que mucho a vosotros.
Sellaron su pacto besándose en la frente, ojos y mejillas. -Niña querida -dijo entonces el Hechicero-, toma el viejo puñal de hierro que bien conoces: déjate conducir allí donde te indique su afilada punta y, si todavía existe un barril lleno de vino, él te marcará dónde se halla. De ahora en adelante, guarda ese puñal y no te separes más de él.
La niña encendió el candil y, alumbrándose con él, bajó al subterráneo que conducía a la bodega. Allí sólo había un barril, vacío y astillado: al parecer se rompió mientras lo transportaban los hombres de Volodioso. Pero el puñal pareció tomar vida y, súbitamente, señaló una puertecilla, disimulada, en el suelo. Ardid la levantó y bajó por una escalerilla hasta una pequeña cueva, donde encontró el barril más preciado: era el más pequeño, pero el de mejor contenido. Llenó de su aromático vino la escudilla y regresó a donde los dos viejos -como ella los llamaba en su interior- la aguardaban.
– Aquí está lo prometido, Trasgo del Sur, pero por tu bien te ruego no abuses de él. Aún deben transcurrir meses hasta que llegue el día en que podamos recolectar una nueva cosecha. Y si abusas de éste y lo apuras en poco tiempo, te auguro una espera demasiado larga para tu gran sed.
El Trasgo acercó a su nariz el vino, luego a su boca, y sorbiéndolo muy voluptuosamente, al poco abandonó sus pesares. Y tan regocijado parecía, que anduvo dando volteretas de un lado a otro, llamándoles nombres tan chuscos, que Ardid reía hasta que las lágrimas rodaban por su cara. No así el Hechicero, que si bien agradecía la circunstancia que les trajera semejante aliado, movía con lástima la cabeza. Pensó luego que, desde la desdichada muerte de su padre, no había visto a Ardid tan alegre. «Todo sea para bien», se dijo. Y añadió en voz alta:
– Quiera el destino que esta alianza aporte cosas buenas para todos. Pues has de saber, Trasgo, que si bien los humanos tenemos grandes defectos, también tenemos algunas cualidades: y el agradecimiento, como el sentimiento de la amistad, no son las menores entre ellas. Cosas que, según mis estudios y averiguaciones, vosotros no conocéis; sólo os mueve, unos hacia otros, el instinto defensivo, en su más pura esencia, de conservar la perennidad de vuestra especie. Por tanto, mucho he de cambiar si no consigo apartarte de ese feo vicio, que tú consideras inapreciable.
– Calla, calla, vejestorio -dijo el Trasgo entre volatines (sin considerar que triplicaba muchas veces la edad del Hechicero, aunque en otra tabla de valoraciones)-, y te confesaré, ya que de amistad me estás hablando, que a ello me insta quizás el nacimiento de alguna raíz desconocida que brota en mí y de la que hablaré otro día. Y también te digo que si bien la Vieja Dama del Lago está orgullosa de su pureza, pienso que mucho pierde no contaminándose (siquiera sea una pizquita) por este conducto del vino.
Escandalizado, iba a replicarle el Hechicero por su falta de respeto a tan Alta Criatura -y por el miedo que le causaba conocer el nacimiento de aquella raíz cuyos síntomas anunció el Trasgo: pues sabía que era la simiente del corazón, órgano que tantas desventuras podía causar a humanos, como a otras criaturas que llegaran a albergarlo-, pero dándose cuenta de que el Trasgo estaba perdidamente borracho, se aprestó a acostarle en su propia yacija. Pero en lugar de agradecérselo, el Trasgo le insultó, llamándole ignorante por no saber que su comodidad se hallaba entre las brasas de la lumbre. En ellas se acurrucó y a poco se difuminó en su rojo resplandor, con lo que le supieron dormido. Visto aquello, el viejo Hechicero juzgó con gran alivio que la contaminación del Trasgo no había llegado todavía, ni con mucho, a un grado verdaderamente peligroso. Su poder no parecía disminuido. Indicó a Ardid que escondiera la escudilla -aún medio llena- y le aconsejó que no la volviera a sacar en tanto él no lo indicara.
Una vez hechas estas cosas, Maestro y Discípula se acostaron y durmieron con el ánimo más esperanzado hacia su incierto porvenir.
A medida que pasó el tiempo, y cada vez con más frecuencia, el Trasgo les visitaba. Aconsejada y dirigida por el Hechicero, que mucho sabía de éstas como de otras cosas, Ardid acudía a la viña para vigilarla y prodigarle sus cuidados. Casi todos los días el Trasgo iba a su encuentro y, sentados los dos en el suelo, entre las cepas, platicaban de muchas cosas. De suerte que la maligna simiente que el Trasgo llamó Raíz Desconocida -y el Hechicero, corazón-, iba aumentando en su pecho. Sin apercibirse cabalmente de ello, el Trasgo del Sur llegó a no poder vivir sin aquellas pláticas y juegos. Y si la niña no acudía a la viña, iba él al Torreón a visitarles y libar unos sorbitos de la escudilla. Y fue así como una firme y dulce amistad fue tomando cuerpo en el ánimo de aquellas tres criaturas, que por singular azar, halláronse reunidas en tan vasta soledad.
Una vez, Ardid manifestó su deseo de comer carne, pero las torpes y rústicas armas que habían fabricado no servían para cazar. El Trasgo no podía, en modo alguno, matar animales, pero sí conducirlos por el pasadizo subterráneo, de forma que así llegaran, como quien dice, por su propio impulso, hasta la misma olla. Esta operación repugnaba terriblemente al Trasgo, no seguro, además, de librarse del castigo de la Dama del Lago. Pero no podía negar aquel deseo a la pequeña Ardid, y accedió. Y aunque él lo ignorara, la aún casi invisible Raíz Desconocida creció un poquitín más dentro de su pecho. Aprestados con sendos barrotes, el Maestro y Ardid -aun cerrando el primero los ojos, que no la niña- sacrificaron por este procedimiento algunas liebres y conejos. Luego, Ardid tendía sus pieles a secar, en espera de poder utilizarlas. Y aunque el Trasgo sentía una profunda náusea al verles clavar tan vorazmente los dientes en la carne, nada dijo, y se limitó a beber mucho más de lo acostumbrado.
Con lo que, entre cabriolas y ocurrencias, las veladas adquirían gran animación.
Y día llegó en que, por fin, entre los ruidos del campo y los rumores del cercano mar, Ardid y el Maestro aprendieron a distinguir bajo la tierra y las piedras el suave golpeteo del martillo de diamante, que pasaba inadvertido a los humanos. Apenas lo oían, la niña saltaba gozosa y apoyaba la oreja en el suelo. De esta forma, le seguía los pasos y, golpeando a su vez con los nudillos en la tierra, le respondía. Así jugaban y se perseguían: el uno bajo tierra, la otra sobre ella. Y mucho les divertían estas correrías, hasta el punto de que Ardid, sofocada y sudorosa, pedía al Trasgo que asomara de una vez la cabeza por algún agujero o un tronco hueco. El anciano Hechicero se decía entonces que jamás -ni antes ni después de la muerte de Ansélico- había visto tan linda, alegre y saludable a su discípula.
La niña parecía muy interesada en los túneles del Trasgo, y un día asomó su carita por el agujero recién abierto y descubrió, con pasmo y emoción, el camino subterráneo que iba al Mundo del Subsuelo. Aquí y allá resplandecían luces de variados colores y matices. Unas eran luciérnagas demasiado tímidas para acudir a la noche; otras, estrellas caídas y enterradas; otros, resplandecientes huesecillos de ciervos o de criaturas muertas con el corazón intacto.
Al percibir el Trasgo el deleite de la niña, exclamó:
– ¡Ah, Maestro, qué descubrimiento tan grande! Ahora atino a comprender que mi contaminación no es tan grave ni muchísimo menos: pues si la niña puede ver mi subterráneo y sus resplandores -que no sufren contaminación alguna-, es que posee en el fondo de los ojos el Goteo Lunar (cosa que me pasó por la miente y que estúpidamente deseché, por demasiado extraordinario: sólo se concede una vez cada milenio, siglo más siglo menos). De modo, que aun en el caso de que yo me hallara en estado de prístina pureza, ella me habría visto igualmente aquel día en la viña. Y en cuanto a ti, huelgan explicaciones, puesto que sufres a tu vez una suerte de contaminación de nuestra sustancia. Por todo lo cual, amigo mío, te ruego me alcances unos traguitos para celebrarlo.
Así lo comprendió el Hechicero, pues hacía tiempo que había adivinado que Ardid poseía el precioso don. Aconsejó moderación al Trasgo, advirtiéndole cuán traidor era aquel vicio, pues antes de lo que creyera, habríase adueñado de él, contaminándole de la peor manera. «Toda felicidad o bien -añadió- es espada de dos filos.» E igual que Ardid podía perder, al crecer, tan maravilloso don, el Trasgo podría perder su sustancia en el abuso del vino.
Desde aquel día, el Trasgo tendía la mano a Ardid desde su túnel, y ambos recorrían así los oscuros laberintos. La niña abría bien los ojos -que en la secreta oscuridad, lucían de forma que podían distinguirse las salpicaduras lunares-, y allí semejaban los dos criaturas de los ocultos ríos y los más hondos pasadizos.
– Nosotros, los habitantes del Subsuelo, hablamos el lenguaje Ningún -le contó un día el Trasgo-. Es el lenguaje tejido en el envés de las palabras. Sólo los humanos con gotas de luna en los ojos lo pueden descifrar. Aunque nosotros, por supuesto, conocemos todas las lenguas de los humanos. ¡Son tan simples!…
De esta forma, por los ojos y oídos entraba a Ardid mucha sabiduría, y crecía en conocimientos y en prodigiosa memoria. Llenos de tierra y tiernas raicillas, con los cabellos enredados en la sombra de fresas aún no nacidas -hasta la próxima primavera-, regresaban tras estas correrías al Torreón. Allí les aguardaba el Hechicero, impaciente. Pese a su exiguo y desmadrado cuerpo, era demasiado corpulento para avanzar por aquellos laberintos, y aun lamentándolo, debía permanecer arriba. Luego interrogaba muy concienzudamente a la niña, para que le refiriese cuanto había visto. Y ésta se lo repetía con tal exactitud y precisión, que el anciano sentíase sumamente satisfecho, tanto de ser su Maestro como de la niña misma.
Fueron aquellos tiempos, verdaderos tiempos felices. Aunque ellos no lo supieran entonces. Sólo al cabo de años y años, los recordarían como una época muy hermosa, aunque ya imposible.
Los colores del cielo y de la tierra fueron madurando, y un frío aún placentero llegó hasta la viña. De vez en cuando el Trasgo decía que un suave calor se adueñaba de las puntas de sus dedos y de su nariz, semejante al que el vino le proporcionaba. Y aunque el Hechicero nada comentaba a este respecto, le miraba con tristeza, pues sabía que éste era el segundo -y quizá peor- camino de contaminación. Pero no podía impedírselo -ni deseaba poder-, ya que aunque iba teniéndole mucho afecto, mayor era el que la niña le inspiraba: en ella veía una hija, más que de la carne, del entendimiento. Y este lazo era más fuerte que cualquier otro para él.
Cierto día de septiembre apuntaron los racimos, aún muy tiernos y diminutos. Pero con tal alborozo fueron saludados por los tres, que aun a costa de lo mucho que le costaba arrastrar las piernas, el Hechicero les acompañó -si bien moderadamente- en sus regocijados bailes en torno a los frutos recién nacidos.
Desde aquel momento, el Trasgo del Sur y Ardid acudían todos los días a la viña y comentaban los adelantos y novedades. El Trasgo ahuyentó a los dañinos animales que, a juicio de Ardid, podían estropear la cosecha, y aumentó los zumos que de la tierra y las raíces podían absorber y más favorecerles. Y pasaban el tiempo entre trabajos, charlas y bailes, persiguiéndose entre las cepas, bajo el sol maduro y la cálida lluvia que anuncian el otoño. Así pudieron calcular cuándo podría comenzarse a vendimiar.
En tanto que el Trasgo aprendía de la niña, y el Hechicero del cultivo y cuidado de la viña, la niña aprendía del Trasgo muchas cosas. Y entre lo que de éste aprendía y lo que su Maestro le enseñaba, a los seis años era la criatura más prodigiosa en conocimientos que pueda imaginarse. El Hechicero no dejó ni un solo día -tanto los que permanecieron en la cueva, como cuando se refugiaron en las ruinas del Torreón- de impartir sus acostumbradas lecciones a la pequeña. De este modo, su ciencia matemática crecía junto a su ciencia del Subsuelo; y si sus ojos parecían antes los de una ardilla, ahora tenían la gravedad, la astucia y la profundidad de un ser muy superior. Y en ellos residía gran parte de la belleza que, en el transcurso de los años, había de volverla tan seductora.
Ya estaba cercano el día en que decidieron recolectar los racimos, cuando oyeron aproximarse, desde la lejanía, unos cánticos conocidos. La niña y su Maestro se apresuraron a esconderse en el subterráneo del Torreón y, llamando al Trasgo con los nudillos, la pequeña Ardid aproximó los labios al suelo y murmuró en voz muy queda:
– ¡Trasgo, hemos de andar con cuidado, porque se acercan los viñadores de Volodioso! Esos cánticos que trae el viento acompañan los de la época del vino: las viejas canciones de septiembre, que muy bien conozco.
– Cierto -dijo el Trasgo, estirando sus puntiagudas orejas-. Ocultaos con cuidado que yo también lo haré, pues desde las últimas alegrías, tal vez abusé de los tragos y no ando seguro del grado de mi contaminación.
Arrebujados el uno en las raíces de la viña, los otros en el subterráneo, oyeron, poco a poco, las pisadas y las voces de los viñadores. Luego, el ruido de carros, el entrechocar de sus cuchillas, sus risas y sus bromas.
Apenas habían recolectado un cuarto de la viña, los hombres de Olar se aprestaron a tenderse, rendidos de fatiga, bajo los cercanos almendros. Apretándose unos contra otros para darse calor, pronto quedaron dormidos. Cuando el sonoro ruido de sus ronquidos llegó hasta ellos, Ardid y el Trasgo salieron muy sigilosamente y, tomando las cestas de juncos, que para el caso había confeccionado y guardado el Trasgo en su pasadizo, aprestáronse a dejar la viña totalmente desnuda de grano. Pero si bien la niña se apresuraba hasta que su corazón parecía salírsele del pecho, y lo sentía en la misma garganta como si un pájaro quisiera huir de su jaula, la rapidez del Trasgo era ochocientas veces ocho superior a la de ella: y no apuntaba el día, ni con mucho, cuando ya habían llenado todas las cestas y, con ellas a hombros, regresaban por el pasadizo hasta el sótano del Torreón.
Una vez allí, el Hechicero apagó precipitadamente el fuego, para que no les delatase. Atrancaron bien la puerta y se apiñaron en la antigua bodega, en espera de que desaparecieran los viñadores.
Cuando despertaron, los hombres quedaron muy asombrados al comprobar que, durante aquella noche, la viña había sido totalmente despojada de racimos. En realidad eran soldados, ex campesinos alistados más o menos a la fuerza en las milicias de Volodioso. A los más expertos, el Rey de Olar les enviaba a vendimiar, por ser cuestión de gran importancia para él. Todo el día anduvieron recelosos por los alrededores, provistos amenazadoramente con largos palos y llenando el aire de juramentos. Al atardecer, se acercaron al ruinoso Castillo: pero les pareció tan agorera su negra silueta, que sintieron un gran escalofrío calándoles hasta los huesos. Como muchos de ellos habían participado en su saqueo y destrucción, tuvieron para sí que tal vez los espectros del Barón Ansélico y su hijo, cuyas cabezas habían clavado en lanzas, y de las cuales no quedaba el menor vestigio -cuando al menos, sus cráneos mondados debían brillar al atardecer-…regresaron presos de espanto a los almendros. Reunidos en temblorosa asamblea, decidieron que debían alejarse de aquel lugar y comunicar al Rey Volodioso que algún espíritu maligno andaba por tales lugares. Recordaban que, según el decir de las gentes, el Barón había sido educado por un viejo extranjero, sospechoso de brujería. Tras mucho deliberar qué les daba más miedo, si la proximidad de los espectros o la ira de Volodioso, al fin decidieron no hacer ni lo uno ni lo otro. Esto es, ni permanecer en tan siniestro lugar ni presentarse en Olar con las manos vacías. Por lo que, despidiéndose los unos de los otros con grandes muestras de aflicción, se separaron en grupos de dos o tres, y se lanzaron en busca de algún puerto donde embarcar hacia lugares donde nadie pudiera hallarles.
Cuando el último soldado-viñador hubo desaparecido, el Trasgo -que seguía sus pasos bajo tierra- volvió al pasadizo secreto y comunicó las buenas nuevas a sus amigos. Al oírle, Ardid y el Hechicero se alegraron indeciblemente. Y desde aquel punto y hora, decidieron disponer de la cosecha. Según habían convenido -teniendo en cuenta que el Hechicero y Ardid eran mayoría-, dieron un tercio de las canastas al Trasgo. El resto lo distribuyeron según el Maestro indicó: la mitad se conservaría confitada en tarros y la otra convertida en vino -que, pese a todo, hubo de admitir como una sustancia de gran alimento-. El Trasgo quería sólo vino, y poco o nada pudieron contra tamaña temeridad. Pero al fin, hubieron de plegarse a sus deseos, sobre todo considerando que los alimentos de un Trasgo nada tienen en común con los de las criaturas humanas. Acudieron al lugar donde en tiempos se alzaba el lagar y, hallándolo en buen estado, se dispusieron a fabricar el codiciado tesoro. Y tan bien lo pasaron, y de tanta ayuda y diligencia fue el Trasgo en este menester -bien lo había aprendido de otros hombres, para causa de su mal, en otro tiempo-, que los odres quedaron llenos en menos tiempo del imaginable; y se aplicaron con ahínco a restaurar y luego llenar el viejo y gran barril que aún quedaba en la bodega. A poco, muy contentos, celebraron su particular fiesta de la vendimia.
Y en esto se hallaban cuando avistaron en lontananza un grupo de soldados de Volodioso. Desde su escondite, les vieron pasar y recorrer toda la zona. Seguramente iban en busca de los viñadores fugitivos. Pero al cabo de unos días y ante el agorero silencio, ruina y misterio que ofrecían aquellos parajes, ante la viña sin fruto y la desaparición del grupo anterior, un escalofrío debió recorrer sus espaldas. Eran olarenses al fin y al cabo y, como tales, supersticiosos. Y el aspecto que ofrecían las ruinas del Castillo y aldeas adyacentes decidió al jefe de la expedición:
– Está claro que algún embrujo aletea en este lugar. Y como, según vemos todos, la viña aparece despojada, creo que debemos regresar a Olar para contar al Rey todo lo que hemos visto. Y partieron.
Después del otoño llegó el frío, y los tres amigos permanecieron encerrados en la torre. Ardid y el Trasgo -ya que la estatura de la niña aún lo permitía- correteaban a veces por los túneles subterráneos. Así, en cierta ocasión, mientras Ardid revolvía con sus uñitas las raíces, por si atinaba a apresar algún resplandor -que huían sin remisión de entre sus dedos-, tocó algo duro y cálido a un tiempo. Tiró de aquel objeto, y quedó súbitamente pálida y tan temblorosa, que hubo de sentarse en el suelo. El Trasgo, perplejo, preguntó:
– ¿Qué te ocurre, niña?
Ardid le mostró su hallazgo: era aquel soldadito que su hermano pequeño había fabricado para ella. Y dijo:
– Este juguete lo hizo para mí el más joven de mis hermanos. Yo apenas jugué con él ni con nada, porque prefería estudiar a estas cosas. Pero el último día en que lo vi, me dijo que lo llevara conmigo. Pero yo lo enterré: el Hechicero me enseñó que no debemos recrearnos en nuestro corazón, si deseamos ser grandes y sabios. Ahora lo he encontrado, y he visto de nuevo a mi hermano. Por eso siento un dolor tan grande.
– Verdaderamente -dijo el Trasgo-, el amor humano debe ser un terrible azote, o un gran castigo.
Arrebató el muñeco de las manos de Ardid y fue a ocultarlo lejos, donde nadie -ni siquiera los gnomos- lo encontraran. Después, las tardes fueron cada vez más cortas y las noches más largas. Y reunidos los tres junto al fuego, muchas historias y secretos se contaron, y así sus conocimientos se intercambiaban y acabaron interesándose mucho los unos en los otros. Hasta que llegó un día en que el Trasgo empezó a decir que los humanos le parecían gente muy particular, y que mucho le agradaría convivir algún tiempo con ellos. Cuando esto decía, solía estar bastante borracho, pero no por ello manifestaba algo que no deseara de verdad. Y si bien, según las apariencias y los dichos, su contaminación crecía, también el saber del Hechicero aumentaba. Y de ambos, mucho aprendía la pequeña Ardid y mucho reflexionaba.
Una noche en que se calentaban los tres junto a las brasas, dijo la niña:
– Estoy dándole vueltas a una idea.
– ¿Qué idea es ésa? -le preguntaron.
– Según puedes recordar, Maestro, yo te juré que me vengaría del Rey Volodioso. Y estoy cavilando que va siendo hora de poner en práctica esa venganza. Por tanto, ya que tanto sabéis de estas cosas, quisiera que me aconsejarais cuál puede ser la venganza más acertada.
El Trasgo -que aunque no había llegado a su acostumbrada borrachera, empezaba a sentir sus primeros efectos- opinó, con voz un tanto tartajosa:
– Al decir de quienes saben más que yo, recuerdo que una vez algo muy curioso escuché a un puro gnomo: y éste dijo que si un humano deseaba vengarse de otro, ninguna venganza más feroz había que instarle (o condenarle) a matrimonio.
– ¿A matrimonio? -dijo el Hechicero, revolviendo pensativamente el caldero donde ensayaba una cocción de Raíces Fuentes de juventud, sin resultados aún previsibles-. No veo la relación que ello pueda tener con lo que nuestra niña dice.
– Nuestra niña es lo suficientemente inteligente para entender a este viejo borracho -dijo el Trasgo, haciendo barbotear una risa prestada al hervor del caldero, que dicho sea en honor a la verdad, llenaba de un apetitoso aroma la estancia. A medida que el invierno avanzaba y su intimidad iba en aumento con el Hechicero y Ardid, iba tomándole mayor gusto a la risa, aunque fuera de segunda mano, y llamaba a la pequeña «nuestra niña», como el Hechicero.
Ésta les escuchó pensativa, mordiendo una raicilla que, según recomendó el Hechicero, no sólo nutría, sino que fortalecía los dientes y las encías. Al fin, dijo:
– Pues bien: me casaré con él.
– ¿Pero qué dices? -el Hechicero frunció las cejas-. Según mis cálculos aún no tienes siete años. No estás en edad de esas cosas. Y por otra parte, no estoy dispuesto a semejante crimen: ¡entregar a lo que más estima mi viejo corazón a ese lobo singular! Te despedazaría a ti (y a mí por añadidura), si es que tan sólo llegáramos a insinuar tan peregrina proposición -y añadió, mirándoles con la severidad que le permitió su estatura sobre los restantes contertulios-. No sé qué disparate mayor, comparable a éste, puede cocerse en mentes de niños o de borrachos.
– Pues demuestras estar muy mal informado -continuó el Trasgo del Sur, echándose al coleto un buchecito más largo de lo prudente-. Según mis noticias, el Rey Volodioso contrajo primeras nupcias (por razones de Estado) con la hija del Rey de los weringios cuando ésta tenía seis meses. Claro que esta criatura fue fácilmente eliminada antes de hallarse en edad de ejercer o reclamar funciones de esposa. Volodioso tenía otros proyectos más urgentes que llevar a cabo.
– Bueno -dijo el Hechicero-, pero con ello no queda rebatida la estupidez de semejante idea, ni la desgracia que puede acarrear tal proposición…
– Dejadme pensar-les interrumpió Ardid.
Y retirándose a su rinconcito predilecto, estuvo arañando el suelo con una ramita. Hasta que al fin exclamó:
– No sé cómo os las ingeniaréis, pero como sois aún más duchos que yo en sutilezas y artimañas, debéis conseguir que ese matrimonio se lleve a efecto. Y si no lo hacéis, en cuanto raye el alba me marcharé de aquí y no me veréis más: no estoy dispuesta a pasar mi vida en este agujero, oyendo los delirios de dos viejos necios.
La dureza de aquellas palabras dejó mudos de espanto y de pena a los dos ancianos -bien que el Trasgo no era aún anciano, sino muy lozano representante de su especie.
– No serás capaz de apuñalar tan cruelmente nuestros sentimientos -dijo el Hechicero, con lágrimas en los ojos.
Por su parte, el Trasgo quedó pensativo, y sus ojillos de endrina parecían querer ocultarse en la maraña de sus cejas escarlata.
– Niña, niña -dijo al fin-, no debías sembrar sentimientos tan dolorosos en quienes te rodean. No dice bien de tu educación -y miró con reproche al Hechicero.
– Si no te dieras al vino como majadero que eres -se exaltó el anciano-, no proferirías tan ridícula sugerencia, ni te hallarías ahora envuelto en ese funesto -para ti- cariño hacia esta tierna desagradecida.
– Pues bien -dijo Ardid, mirándoles con sus brillantes ojos negros, que rebosaban fiereza y una pizquita de burla-, sea como sea, así lo haré. Con que si es verdad que tanto me queréis, empezad a urdir un plan que no resulte demasiado idiota. Voy a dormir y cuando despierte quiero saber qué habéis decidido.
Entre algunas discusiones más, los dos viejos acabaron, al fin, dispuestos a elaborar el malhadado plan.
Aún no había asomado el sol cuando, entre tiras y aflojas de mayor o menor agudeza, aunando sus fuerzas y entendimiento, el Hechicero y el Trasgo llegaron a proponer la siguiente aventura:
– Querida niña -dijo el Hechicero, despertándola-, creo que al fin hemos dado con algo útil. Siéntate, échate agua a la cara y escucha con gran atención lo que te vamos a decir.
Con gran diligencia hizo Ardid ambas cosas. Y sentándose en el suelo, con las piernas cruzadas como tenía por costumbre para la lección, abrió mucho los ojos y oídos.
– Aunque el Trasgo no ama las tierras del Norte, en especial porque se acercan al Lago de Olar y quedan muy próximas a la Dama del Lago (de la que justamente teme algún castigo o desplante), tanto es el cariño que has despertado en él, que se halla dispuesto a horadar los caminos ocultos y llegar hasta el Reino de Volodioso. Una vez allí, sembrará en las gentes la creencia de que en las cercanías existe una prodigiosa criatura, Princesa de Allende el Mar, recién arribada a estas costas por culpa de la saña de los sarracenos, o similares, arrasadores del Reino de su padre. Y que ella, acompañada sólo de un anciano y fiel servidor, ha asombrado a todos aquellos por cuyas tierras pasa con la gran sabiduría que atesora. Y que esa sabiduría convierte en ricos y poderosos a quienes de ella se benefician. Pero dicha Princesa sólo guarda el tesoro de su total sapiencia para aquel que acepte o elija como su esposo, con cuyo matrimonio le será transferida. En especial, se hará conocer el gran talento que posee en matemáticas, astrología y botánica, amén de los mil conocimientos aliviadores del dolor físico y la facultad de dispersar la peste. Como todos conocemos la gran ignorancia que aflige a Volodioso, y cuánto él se lamenta, preocupado sólo en su sanguinario engrandecimiento, de no haber llegado a conocer ciencia alguna, bien cierto es que no tardará mucho en buscar a quien puede decirle cuánta es la capacidad de talento y los conocimientos de tal Princesa. Ésta, que eres tú, tapada con un velo, no dejará ver su rostro antes de que se haya celebrado el matrimonio: sólo así, se dirá, podrá su esposo alcanzar iguales talentos y sabiduría. Una vez el matrimonio se verifique, tu astucia sabrá hacer el resto. Pues eres tú quien así lo quiere, y tú sabrás cómo piensas utilizar ese matrimonio para tu venganza.
– Descuidad -dijo Ardid-, esta parte del plan me pertenece a mí. Vosotros cumplid vuestra tarea. Y ahora apresuraos a recoger nuestras cosas, porque nos marchamos de aquí.
– ¿Ahora? -gritó el Hechicero-. ¡No es posible! Nadie debe veros antes de ese malhadado matrimonio (si es que se verifica). -No iremos a Olar, por supuesto -dijo Ardid-, pero nos acercaremos allí. Y permaneceré escondida, hasta que el Trasgo juzgue que ha llegado el momento oportuno de presentarme al Rey.
Como no era posible contradecir a Ardid, obedecieron. Y cuando los tres abandonaron el ruinoso Torreón de Ansélico y emprendieron el camino hacia las tierras del Norte, el invierno ya tocaba a su fin y la hierba aparecía tímidamente entre la escarcha. Ardid cogió las primeras campanillas azules, y subiendo a la gruta, cubrió la parca tumba de su padre y su hermano. Luego, bajó al valle, y junto a su Maestro, siguieron la ruta que les marcaba el Trasgo bajo tierra, a golpes de martillo. Resonaban como lejanos tambores o como cascos sofocados de corceles. Así, emprendieron el camino que había de llevarles al Reino de Olar y a su cruel Rey.
Ya estaba avanzada la primavera cuando, por fin, atravesaron las Lisias. Por la colina Norte vieron algunos caballos, que los campesinos dejaban sueltos para que pacieran a su placer. De entre todos ellos, uno, negro y hermoso, llamó la atención de Ardid.
– Trasgo -llamó, acercando su boca al suelo, bajo el que sentía el martillo de diamante-, haz que ese joven caballo sea tan blanco como la nieve y que sus ojos tengan el azul del cielo. Así tendré un aspecto más imponente el día en que, montada en él, pueda acercarme al Rey. Convenientemente tapada, pasearé a sus lomos entre las gentes, mientras mi querido Hechicero lo lleva de la brida. Porque no se concibe dama de alcurnia a pie y medio descalza, como voy yo.
Y volviéndose al Hechicero, añadió:
– Búscame ropas adecuadas y un velo, porque tal como voy, sólo con un mendigo podría comparárseme.
El anciano movió la cabeza con tristeza:
– Es cierto -dijo-, y no sabes cuánto me duele ver que una criatura tan hermosa debe ir tan mal aderezada, cuando sé que cualquier necia y estúpida cortesana, que desnuda sólo sería un pellejo repleto de vanidad, parece una princesa, vestida lujosamente.
El Trasgo asomó la cabeza por entre una mata de tomillo, y poniendo la mano sobre los ojos -pues el sol daba de frente- divisó el caballo.
– No será difícil -dijo-. Mi poder no está tan menguado, espero, como para no conseguir una cosa semejante. Porque has de saber, querida niña, que no es con estúpidas hierbas propias de aficionados hechiceros como yo pinto las cosas -y miró burlonamente al anciano-. Lo que puedo conseguir es conducir la luz de tal manera, que todo ojo humano que se pose en el caballo lo vea tal y como tú deseas.
– ¿La luz? -se inquietó la niña-. ¡No es la luz quien levanta los colores!
– Muchas cosas ignoráis tú y tu Maestro, todavía -dijo el Trasgo. Y ante el asombro del Hechicero y Ardid, condujo la luz. Y el caballo negro se tornó blanco como la nieve, y sus ojos, azules.
– Es muy hermoso -dijo el Hechicero-. Pero ¿cómo lo atraeremos?
– Eso es cosa tuya -contestó el Trasgo-. Respecto a palabrería convincente, conoces la suficiente. Tanta como para no molestarme más en semejantes minucias.
Y desapareció de nuevo bajo tierra.
El anciano abrió su cofre, extrajo el Rollo de la Verdad y la Mentira y, a poco, recitó una larga oración dirigida al caballo. Éste, al oírla, levantó la cabeza, olfateó el aire y, mansamente, se acercó a ellos. Se paró junto a la niña y pasó su belfo, rosado y tibio, sobre los rubios y enmarañados cabellos de la pequeña Ardid.
Dando un grito de salvaje alegría, la niña se asió con las dos manos a su larga crin. Pidió al Hechicero que la encaramase a su lomo, y una vez estuvo sobre él, cabalgó por la colina, las deshechas trenzas al viento, como de fuego bajo el sol del mediodía.
«Verdaderamente, es una Reina», se dijeron los dos viejos. Todo era poco -pensaron- para conseguir que, algún día, se cumplieran todas sus esperanzas.
Había allí cerca una cabaña ruinosa que, en tiempos, servía a los pescadores del Lago para guardar las redes. Hacía ya tiempo que no pescaban en él, pues había cundido la noticia de que los malos espíritus lo inundaban. Muchos jóvenes desaparecían con sólo asomarse a sus aguas, y esto hizo pensar a las gentes que aquellos parajes estaban repletos de maligno poder. Pero la cabaña abandonada sirvió al Hechicero y Ardid para cobijarse y aposentarse. Una vez se hubieron medianamente instalado, llamaron al Trasgo, dispuestos a tomar las próximas decisiones.
Al día siguiente, y aun a sabiendas de que esta operación le mermaba días de vida, el Hechicero fabricó la nube voladora. A lomos de ella, merodeó sobre la ciudad y los contornos. Vio unas lavanderas que, cerca del Castillo de una noble dama, lavaban la ropa y la tendían al sol. Por el tamaño de algunas prendas, el anciano calculó que la dama debía tener una hija de la edad de Ardid. Y así pensando, descendió con suavidad, llenó de niebla el arroyo, y en tanto las lavanderas se llevaban las manos a la cara y maldecían tan extraño contratiempo, hurtó algunos vestidos y un par de zapatitos y regresó a la cabaña.
Ardid los combinó como mejor pudo y se vistió con ellos. Con los rubios cabellos bien trenzados y aquella ropa, parecía una joven princesa. Al menos, así lo juzgaron los dos viejos que, a la luz del fuego, la contemplaron extasiados.
– Trasgo -dijo la niña-, conduce la luz de forma que esta ropa cambie de color para que nadie pueda reconocerla. Lástima -añadió- que no pueda apenas soportar estos horribles zapatos.
Y así diciendo, se descalzó y lanzó al aire los zapatitos dorados. Acostumbrada a vagar de aquella guisa por los campos, se le hacía intolerable encerrar sus pies en cosa alguna.
– Guárdalos -dijo el Hechicero-, porque el día en que te presentes al Rey de Olar, no puedes ir descalza como una campesina. Así lo comprendió Ardid, y mientras el Trasgo conducía la luz y todas sus ropas se tiñeron de un tono parecido al del otoño en los viñedos -color que él prefería-, la niña guardó los zapatos en el cofre de su Maestro.
A menudo, durante aquel tiempo que pasaron en la cabaña junto al Lago de las Desapariciones, el Trasgo hizo incursiones por las aldeas comarcales, por los burgos y por la zona más populosa de la ciudad. Solía introducirse en los carros de los vendedores de hortalizas que voceaban su mercancía junto a la Muralla, penetraba en el Mercado, y su paso fugaz era con frecuencia achacado a ráfagas de viento -mientras, asustados, se les erizaba el lomo a los gatos-. Incluso, en cierta ocasión, un campesino, que se dirigía a la ciudad con su borrico cargado de hortalizas, le confundió con una raposa, y le anduvo a la zaga, esgrimiendo una feroz guadaña. Esto le llenó de terror, por lo que se ocultó bajo una mata de endrinas: pues aunque bien sabía que contra su sustancia nada podían las armas humanas, aquella circunstancia le avisaba de que iba tornándose particularmente visible a los humanos. Comprendió que debía actuar con suma cautela en lo tocante a sus libaciones, si no quería contaminarse totalmente.
De una u otra forma, el Trasgo conducía palabras sueltas, las gavillaba cuidadosamente, y luego las deslizaba en las conversaciones de los mercaderes, artesanos y campesinos: y aunque ellos mismos no acertaban a saber quién era el que introducía tales cosas en sus charlas, empezaban discutiendo el precio de una cabra y acababan elogiando a una cierta doncella que conocía todo lo concerniente al sol, la luna y las estrellas. Y además, podía verificar todos los cálculos posibles del mundo -por tanta matemática como sabía-. Y añadían que nadie podía engañarla en sus prodigiosos cálculos y cuentas, con lo cual los mercaderes fueron los primeros en sentirse interesados en ella. Así, empezó a correr el rumor de su fama en los alrededores del Lago de las Desapariciones. Al parecer -decían-, la tal doncella, una lejana y desterrada Princesa, era capaz de llevar a cabo, rápidamente, los más intrincados cálculos, sin ayuda de los dedos ni muescas de cuchillo, ni otra cosa parecida.
Poco a poco, entre unos y otros fueron engrandeciendo su prestigio, y llegó un día en que el Trasgo tuvo poco trabajo: pasando de unos labios a otros, la historia de la doncella sapiente se iba transformando de tan caprichosa manera, que llegó un momento en que consideró oportuno que la niña hiciera su primera aparición en la ciudad. Horadó la tierra y se acercó subterráneamente a la cabaña de sus amigos, con el aviso de que la primera fase de su plan había llegado a término.
Una mañana de gran afluencia en el mercado, Ardid vistió sus ropas de resplandeciente color viña madura, y ayudada por sus amigos compuso su peinado con gran esmero. Luego, ellos, tapándola casi enteramente con el velo, la izaron al caballo, y anciano y niña encamináronse a la Puerta Sur de la ciudad -por donde entraban los mercaderes y campesinos que iban allí para vender, junto a la Muralla, sus mercancías-. El Hechicero, con gran solemnidad, iba anunciando el paso de la Doncella Prodigiosa, y apenas habían avanzado unos pasos entre la abigarrada multitud, cuando un grande y respetuoso silencio les rodeó. Por fin, un hombre grueso, que bajaba de las tierras de los carboneros y conducía un asnillo con dos grandes cargas de leña, se aproximó a ellos, se inclinó cuanto le permitía su vientre, y dijo:
– Señora, si tan sabia sois, ¿podríais decirme por qué siempre al volver del mercado, tras vender mi leña, me hallo más pobre que cuando acudía?
Oculta tras su velo, Ardid preguntó con voz que, aunque joven y fresca, por tener aquel timbre tan especial -como de criatura acostumbrada a vivir entre dos viejos sabios-, dejó atónita a la multitud:
– Explícame cuánto te cuesta cortar y cargar la leña, cuál es el precio en que la tasas, y a quiénes la vendes.
El carbonero permaneció un rato como mudo, con la boca abierta. A poco, empezó a contar con los dedos: pero tal barullo se hizo que, al fin, sólo supo decir que vendía su leña a un alfarero que fabricaba escudillas, y cuyo pequeño taller y vivienda se hallaban adosados a la Muralla. El alfarero parecía muy inquieto, y dirigiéndose a él, preguntó Ardid:
– ¿Quieres comprar a este hombre la leña de costumbre, en mi presencia?
El alfarero asintió, aunque con cierto recelo en la mirada. A poco, ambos hombres se enzarzaron en una complicada conversación, al cabo de la cual el alfarero adquirió las dos cargas al precio de una: pero con tal habilidad contaba, y tales y tan enrevesadas sumas hacía al derecho y al revés, que todos los presentes -el carbonero incluido- creyeron que le compraba una sola carga por el precio de dos. Y ya estaba muy contento el carbonero pensando que había engañado al artesano, cuando Ardid detuvo su apretón de manos -señal de contrato entre comprador y vendedor-, y dijo:
– Las sumas del artesano son un engaño que sólo a un estúpido o a un niño de pecho podrían confundir.
Y sin necesidad de usar los dedos, ni hacer muescas en parte alguna, de corrido y muy claramente, deshizo el embrollo: y dio el justo y verdadero precio a la mercancía.
Las gentes quedaron muy asombradas y luego, alborotáronse: querían despedazar al artesano y saquear su pequeño taller. Pero éste se apresuró a cerrar su casa con toda suerte de barras y pasadores, y escondióse bajo la paja de su lecho.
Ardid continuó su marcha por el mercado. Tras una consulta le llegaba otra, de tal modo que se organizó un gran tumulto en el Mercado de la Muralla. Y de tal manera fueron perseguidos algunos mercaderes por los indignados villanos, que el vocerío llenó el aire, y empezaron a cruzarse por sobre las cabezas hortalizas y toda clase de frutas.
El fragor del tumulto llegó a oídos de la milicia, que tenía severas órdenes de vigilar a los ciudadanos en previsión de posibles revueltas. Los Desdichados, en casos desesperados, bajaban a la ciudad a levantar a los más míseros, aun a costa de las feroces represalias y ejemplares castigos que se llevaban a cabo con sus cabecillas: pues la desesperación torna a los cobardes en valientes, y a los pacíficos en belicosos. Apenas aparecieron los soldados por el Mercado de la Muralla -los campesinos, mercaderes y toda la gente que allí se agolpaba conocían bien la forma en que solían proceder con los alborotadores-, desalojaron, en menos tiempo del que se precisa para narrarlo, no sólo el Mercado, sino sus alrededores. De este modo, cuando el grupo vigilante llegó al lugar del suceso, únicamente halló a un anciano que sujetaba de la brida un caballo, a cuyos lomos, cubierta por un velo, se mantenía erguida una menuda figura.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó el que los mandaba, con modales poco refinados.
El Hechicero desplegó entonces toda la suavidad y astucia de sus maneras, y así puso al corriente de aquellos hombres la causa del alboroto. El jefe de los soldados quedó pensativo. Al fin, dijo:
– Pues si tu Doncella, como dices, es tan ducha en materia de cuentas (y por cierto que lo oí comentar hace tiempo), que me explique por qué a la hora de recibir nuestra soldada, nunca parecen claras las cuentas.
– Con gusto -dijo el Hechicero-. Pero antes expón a la Princesa todos los pormenores de esa circunstancia.
Así lo hizo el soldado, y Ardid, sin vacilación, le demostró que todo el mal residía en una complicada operación hecha al revés, gracias a la cual les eran descontadas, en vez de añadidas, las pagas suplementarias y los servicios fuera de su obligación.
El soldado quedó muy perplejo, y, mesándose la barba, meditó en que, a fin de cuentas, todo el mal residía en que él, a pesar de su grado de Capitán, era un estúpido, y, en cambio, el Alto Consejero Tuso, Tesorero y Administrador, tenía muy bien aleccionados a los hombres empleados en aquel cometido. Y que, en definitiva, el Conde Tuso era lo que vulgarmente se llama un ladrón. Pero se guardó mucho de manifestar tal opinión en voz alta. Y volviendo grupas, ordenó retirarse a sus hombres. Antes, de todos modos, avisó al Hechicero:
– Mucho me maravilla el modo de razonar de la Princesa, tu Señora, tan claro y sucinto. Pero mejor será que no deis muchas voces en lo que a mí respecta, y olvidemos ambos el incidente. Por otra parte, mucho os agradecería que tan gentil y sabia Doncella, y tú mismo, no provoquéis semejantes alborotos; antes bien, montad una suerte de tienda en la Muralla, donde vendáis vuestras aclaraciones a un precio que no provoque entusiasmo por conocer la causa de tanta inexactitud (especialmente en lo que concierne a asuntos relacionados con la Administración Real). Por otra parte, evita estas algarabías y peleas, que a nada bueno, ni para vosotros ni para mí, pueden conducir.
– Ah, debo advertirte que en lo primero no puedo seguir tu consejo -dijo el Hechicero-, pues mi Señora no venderá jamás su sabiduría por moneda corriente. Ella, por gusto y gentileza, puede favorecer con sus conocimientos a quien le plazca (aunque una sola vez por persona). Toda su gran sabiduría (que no empieza ni termina en cuentas de mercader, ni en altos cálculos matemáticos) la guarda para favorecer con ella únicamente a aquel que la tome por esposa.
Al oír tal cosa, el Capitán detuvo el caballo. Y muy intrigado, preguntó:
– ¿Cómo es eso? ¡Jamás oí nada parecido!
– Es así porque al nacer la Princesa fue dispuesto de ese modo por su Hada Madrina: venía escrito en su estrella que un gran Señor la desposaría y la colmaría de halagos, honores y respetos (como bien merece, por otra parte). Y sólo a él la Princesa podrá hacer entrega total de su prodigiosa sabiduría.
El soldado quedó muy admirado, y dijo:
– Así será, si lo ha dicho un Hada. Pero te confieso, buen anciano, que noto que no soy de la especie de los grandes señores: ten por seguro que jamás tomaría por esposa a una mujer dotada de tan agudos conocimientos. Y me barrunto que esa tan singular cualidad que posee (y no me preguntéis la razón de esta sospecha, pues tan sólo se trata de una corazonada) no va a traerle sino amargos tragos y sinsabores. Créeme que lo lamento en verdad. Pues, aunque soy hombre difícil a la amistad o a los afectos repentinos, te aseguro que tanto tú como tu gentil Señora habéis despertado en mí un no sé qué, donde rebullen sentimientos muy benignos. En suma, y dicho de otra forma: que me habéis caído en gracia.
Dicho lo cual, clavó espuelas y, seguido de sus hombres, se alejó. Acaso turbado por mostrar un rinconcito, tan desconocido para los demás como para él mismo, de su, en verdad, muy solitario corazón.
Cuando desaparecieron los soldados, el Hechicero se sintió muy satisfecho del cariz que iban tomando las cosas. Asió la brida del caballo, y, conduciéndole, atravesó la puerta de la ciudad, salió al campo y tomó la dirección de la cabaña.
Esta escena se repitió alguna vez más. Y apenas las gentes les veían avanzar por el Mercado de la Muralla, se aglomeraban ansiosas de beneficiarse de la sabiduría de la Doncella, o tan sólo para contemplar su paso. Ella, muy de tarde en tarde, y elegidamente, favorecía con sus conocimientos a algún que otro infeliz.
En cuanto a los soldados, si bien les amonestaron alguna que otra vez por desobedecer sus órdenes, se mostraban, de forma harto insólita, muy benignos con ellos. Y especialmente el Capitán que les mandaba -llamado Randal- hacía lo que suele llamarse la vista gorda. Y aún más: escuchaba arrobado y maravillado los claros y restallantes razonamientos de la misteriosa Princesa.
Sin embargo, así iba transcurriendo el tiempo, sin que se vislumbrara fruto alguno. Y ya discutían el Trasgo y el Hechicero la defectuosa contextura de su plan -que demasiado se prolongaba en su primera fase-, cuando, cierta mañana, les sobresaltaron galopes de caballos aproximándose a la cabaña. El Hechicero asomó la cabeza, y con ánimo suspenso contempló cómo Randal y sus hombres venían hacia ellos. Compuso su mejor semblante, y con toda amabilidad salió a recibirles. Hizo una graciosa reverencia y dijo:
– ¿Qué os trae, valiente soldado, a nuestra humilde morada? Con gusto os ofreceré un vaso de buen vino, si ello os place. Ya que sólo así podré agradecer que tan amistoso y benigno os hayáis mostrado con mi desgraciada y extraordinaria Señora.
Si bien eran muy frugales sus comidas, la provisión de vino -que el Trasgo transportaba por cualquier túnel subterráneo y guardaba bajo el suelo de la cabaña- les permitía aquel desprendimiento.
– Mucho me agradaría, buen anciano -dijo Randal, desmontando, al tiempo que mostraba un pergamino cuidadosamente enrollado y sellado-. Pero nos está prohibido beber vino, excepto en las ocasiones en que el Rey lo manda para conmemorar sucesos extraordinarios, y ordena que de la fuente pública de nuestra Plaza mane vino blanco y vino rosado durante tres días. Aunque esto sólo ocurre cuando se trata de festejar alguna victoria sobre nuestros enemigos, o durante los bautizos o las bodas de alcurnia. Pero, ¡atiende!, es una carta del propio Rey lo que traigo aquí. Y tengo orden de que una vez la hayáis leído, os conduzca a su presencia.
– ¿Es acaso una orden de arresto? -se lamentó el Hechicero-. ¡Ay de mí! Os juro que no hemos hecho nada malo; y mi pobre Señora bien merece (después del sufrimiento que lleva consigo) un poco de paz: ninguna otra cosa pide en este mundo.
– No es eso, precisamente -dijo Randal, rascándose el cogote (lo que indicaba ciertas dudas al respecto, aunque no se atrevía a manifestarlas)-. Más bien, creo yo, se trata de una gentil invitación.
Pero calló añadir: «y si esta invitación es rechazada por vosotros, tened por seguro que vuestras cabezas rodarán como manzanas maduras». Y mucho se notaba, aun en rostro tan severo y atezado, la pena que tal idea le causaba.
El Hechicero abrió el pergamino y lo leyó atentamente. Volodioso ordenaba que tanto la Princesa como él fueran sus huéspedes, pues habiendo llegado a sus oídos las maravillas que adornaban a la misteriosa Doncella, y enterado de la alta alcurnia de ésta y de sus muchas vicisitudes y aflicción por culpa de desgracias y pobreza presentes, brindábale cobijo en su propio palacio, ya que, suponía, las refinadas costumbres de tal Señora así lo exigían. No obstante, había en toda aquella misiva un tono tan conminatorio e inapelable, que no escapó a la sagacidad del Hechicero. Y ello le llenó de temor -nunca fue hombre arrojado-. Y se dijo que la tozudez de Ardid y las imprudentes ideas del Trasgo del Sur les habían conducido a una situación peligrosa. Pero como, en todo caso, la cosa ya no tenía remedio, entró resignadamente en la cabaña para avisar a la niña de que el temido y deseado momento había llegado después de todo. Aunque, a su juicio, fuese un disparate descomunal, capaz de cocerse sólo en los calenturientos meollos de una niña y un borracho.
Apenas entró en la cabaña vio a Ardid y al Trasgo cuchicheando. Y cuando iba a advertirles del acontecimiento, Ardid puso un dedo en sus labios, dándole a entender que ambos habían oído y presenciado -probablemente ocultos en los túneles subterráneos, a los que era la niña tan aficionada- todo lo acaecido fuera de la cabaña.
Ardid vistió sus ropas de viña septembrina, y se cubrió con el velo. Calzóse los zapatos y, reprimiendo un gesto de profundo desagrado, dijo a su Maestro:
– Decid al Capitán que estoy dispuesta a obedecer al Rey, y que me siento muy halagada por su gentileza.
– Recuerda todo lo planeado y estudiado, sin olvidar detalle, niña -susurró el anciano, procurando que el temblor de sus labios y los malos augurios que revoloteaban sobre su blanca cabeza no resultaran demasiado evidentes.
Las noticias que sobre Ardid habían llegado a la Corte de Olar eran tan fascinantes que todos ardían en deseos de conocerla. En verdad era una Corte muy tosca y sumida en austeridades militares, donde, especialmente las damas, tenían pocas ocasiones de lucir atuendos y aderezos. Para aquel acontecimiento dispusieron una suerte de recepción, en la cual todos tendrían ocasión de lucir sus mejores trajes -muy recientemente adquiridos en la fastuosa y sureña isla de la Reina Leonia- y de divertirse un poco con algo más que las decapitaciones, cacerías o comilonas de soldados beodos con las que acababa casi todo banquete. Sin embargo, al principio sufrieron una gran decepción.
Estaban ya todos reunidos, aguardando la llegada de la desconocida Doncella, cuando apareció únicamente un anciano de porte severo y larga túnica, que, inclinándose ante Volodioso, manifestó:
– Señor, ya que vos lo deseáis, mi Señora la Princesa acepta vuestra noble hospitalidad. Pero no por mucho tiempo, pues hemos de continuar viaje hasta dar con el Gran Señor Predestinado (como su estrella indica).
– ¿Qué dice? -inquirió Volodioso, inclinándose hacia Tuso. Este, con gesto de prevención, como de costumbre, hallábase dos pasos a su espalda. Pero antes de oír la respuesta de su Consejero, la impaciencia hizo levantarse al Rey, y aflojando las cintas de su manto real (que le impedían moverse cómodamente), dijo:
– Buen viejo, habla más claro; no entiendo una palabra de lo que dices.
– Digo, Señor -repitió el Hechicero, con la segunda de sus mejores reverencias-, que mi Señora la Princesa tuvo en la cuna -al igual que muchas princesas, como sin duda sabéis- un Hada Madrina, con quien su buen padre el Rey estaba muy bien relacionado. Y así, tal Señora, llamada Hada Feliciante, diole como don su prodigiosa sabiduría. Pero, como todo don, éste hallábase sujeto a una condición (bien sabéis que tales señoras suelen amargar sus regalos con estos detalles). Éste consiste, en el presente caso, en que sólo podría poner toda su ciencia al servicio de un gran Señor que la tomara por esposa. Como os habrán referido, muchas desgracias han sobrevenido a nuestro difunto Rey y a mi Señora (su augusta hija). Guerra y ruina, el país pasto de piratas, andamos por el mundo en pos de ese Predestinado, a quien deba ella prodigar su ciencia, y él, matrimonio y honores. Por tanto, no debéis detener nuestro camino: pues así incurriríamos todos en el enojo de la noble Hada Feliciante. Y, conocedores de vuestra grandeza y generosidad, a ella nos confiamos humildemente, noble Rey Volodioso.
Volodioso parecía confuso. Meditó por un instante, y al fin dijo:
– Bueno, si así lo deseáis, no os retendré demasiado. Pero antes deseo ver a vuestra Señora, y escuchar sus raros parloteos.
– Ah, noble Rey -dijo el Hechicero. Y aunque sus piernas temblaban de insuperable miedo, aún exprimió la fuerza necesaria para una tercera y solemne reverencia-, con gusto os complacería, pero habéis de saber que sólo a una pregunta por persona le está permitido contestar; y que si bien podrá presentarse ante vos, no le está permitido mostrar su rostro a nadie antes que al que será su Señor y esposo, y aun así después del matrimonio; y no puede romper este mandato, pues mucha desgracia acarrearía a quienes sin haber cumplido tal requisito posaran los ojos en ella.
Volodioso, que era impaciente y curioso por naturaleza -ambas cualidades le habían ayudado a ser Rey-, descendió los peldaños del trono, y exclamó:
– ¡Pues, al menos, que pase de una vez!
– Tampoco es esto posible, mi Señor -balbuceó el Hechicero (y aquí ya no pudo volver a inclinarse: pues si tal hacía, seguro estaba de no volver a levantarse en lo que le restaba de vida)-. Tampoco antes de su matrimonio le es dado mostrarse apeada de su caballo Magnífico Níveo.
– ¿Pero cuánta tontería es ésa? -gritó al fin Volodioso-. ¿No sabéis que os puedo mandar degollar de una vez, si no obedecéis al acto?
– No lo dudo -farfulló el Hechicero (ya al límite de su resistencia)-. Pero no os lo aconsejo: Hada Feliciante es de carácter agrio y también sabe castigar muy duramente. Sabed que los asesinos de su padre y usurpadores de su Reino, en este momento, están todos ciegos, y el Reino es una pura ruina, pasto de las llamas. No quisiera que un noble Señor como vos, que tan gentil se muestra hacia mi Señora, hallara un fin tan miserable e impropio de su grandeza: no ignoráis que los poderes de tales Damas no son atacables por humanas fuerzas, ni espadas ni lanzas.
Volodioso hizo a Tuso gesto de que se aproximara, y en voz baja le preguntó qué opinaba de tales cosas, a su entender estúpidas y embrolladas. Pero Tuso -que tenía conocimiento de los males que podían acarrearse a quienes se oponían a las Fuerzas Mayores -dijo con cautela:
– Mejor será, Señor, que uséis de la prudencia. Y veamos, ante todo, si son ciertas o falsas las maravillas atribuidas a la tal Princesa. Por experiencia sé que no debemos afrontar las iras de tales Damas, ya que he visto con mis ojos algunas de sus represalias, y os aseguro que en ferocidad no tienen rival. Por tanto, bueno será andar despacio y con sigilo. Observad y meditad, pues nada malo podéis sacar de ello. Antes bien, sospecho buena fortuna para vos y para el Reino, si adquirís semejantes relaciones o incluso parentesco.
En su interior, Tuso había visto súbitamente brillar la posibilidad de aliarse al anciano y su Señora: y, en unión de ambos, disfrutar de un porvenir más risueño que el suscitado por las esperanzas puestas en el mayor de los Soeces, cada día más lerdo, ruin y taimado.
– Está bien -dijo Volodioso-. Veamos, pues, tanta maravilla, por confusa que parezca. Después decidiré qué debo hacer con vosotros.
Salieron todos, en verdad unos llenos de excitación, de recelo otros, al Patio de Armas, donde, a lomos del blanquísimo caballo de ojos azules -que maravilló a toda la Corte, e hizo rebullir la codicia de Volodioso, apasionado por estos animales-, se erguía una esbelta aunque, al parecer, menuda figura.
Ardid aparecía cubierta con su velo. Y era tal el resplandor de sus vestiduras y tules, que todas las damas sintieron una punzada de envidia en sus corazones: y hallaron que sus ropas eran burdas y mal confeccionadas. En lo que no les faltaba razón, pues la Corte de Volodioso sólo muy recientemente tuvo la posibilidad de conocer y adquirir las mercaderías de la Reina Leonia.
Volodioso quedó muy impresionado ante aquel espectáculo. No en vano el Trasgo, que permanecía oculto y al acecho, había conducido la luz de tal manera que casi cegaba mirar hacia la pequeña Ardid y su rica montura. Así impresionado, dijo el Rey:
– Princesa, quisiera que respondierais a una pregunta mía.
– Así lo haré, Señor -dijo Ardid. Y su voz sonó tan fresca y jugosa que embriagó los oídos de Volodioso como un dulce vino: pues sólo en la lejana Lauria había hallado semejante tersura y ausencia de chillidos, cosa que mucho le desagradaba. Pero precisamente las damas de Olar, deficientemente informadas aún del verdadero refinamiento y sus cánones, creían que debían forzar y aguzar sus voces, con el deplorable resultado que conocemos.
Volodioso consultó con Tuso, y éste le aconsejó preguntase a la Doncella cuántas horas había luchado y cuántas había descansado. Tuso conocía muy bien aquellas respuestas: éstas y otras cosas estaban apuntadas en sus secretos libros de zorro cortesano.
Así lo hizo el Rey, y Ardid repuso:
– Lo haré con gusto. Pero como mi ciencia no es cosa de brujería ni adivinación, sino de profundo estudio y lógica, debéis decirme antes cuántos inviernos y primaveras, cuántos veranos y otoños pasasteis en luchas o en paz. Así el cálculo será perfecto y sin artificios.
– Bien -dijo el Rey-, os complaceré.
Y sirviéndose de los dedos, acumulando victorias, escaramuzas, amoríos, heridas, fríos y calores, expuso por separado lo que consideraba -y tal vez así era- la exacta cantidad de estaciones pasadas en guerra o en paz.
Tras meditar breves instantes, la jovencita, oculta tras el resplandeciente velo, emitió con su clara y fresca voz los días justos -que a lo largo de su vida con el Rey, tan minuciosa y trabajosamente, había apuntado Tuso-. El Consejero quedó entusiasmado ante la posibilidad de habérselas con semejante aliada, por lo que se apresuró a decir al Rey:
– ¡Es tal y como ha dicho, Señor! Tengo para mí que deberíais guardarla con vos… aun a costa de ese matrimonio. Porque si el matrimonio resulta bien, buen negocio habréis hecho. Y si resulta mal, eliminar una esposa no es difícil. Según deduzco de las palabras del viejo, nada podrá en contra la tal Feliciante: he estudiado estas cosas y sé que, una vez cumplida la profecía, toda venganza queda neutralizada.
El Rey quedó perplejo. No le seducía otro matrimonio, pues si bien el anterior fue eliminado sin dificultad, no le parecía que aquella jovencita fuera tan fácil de manejar como un rorro de seis meses. No obstante, su curiosidad era tan grande que manifestó:
– Yo no veo el rostro de la Princesa, anciano. Decidme, al menos, una cosa: ¿es fea?, ¿o, por lo menos, es soportable?
– Oh, no es fea en modo alguno -dijo el Hechicero-. Antes bien: bella como la luz del día. Sus ojos acumulan el brillo de toda la inteligencia de la tierra, y su sonrisa rebosa el candor de la infancia. Es joven como el rocío, y fresca y tierna como las rosas -con lo que, en puridad, no decía una sola mentira.
Todo ello agradó al Rey, pero aún insistió:
– ¿Rubia o morena?
– Rubia, Señor, pero con ojos negros.
– ¡Me gustan las rubias! -dijo lleno de gozo Volodioso-. Bien, en este caso, no veo inconveniente en casarme con ella. Y como soy un gran Señor, muy poderoso, no dudo en que, por fin, habéis topado con el Predestinado. ¡Pero si me engañáis, os juro que os descuartizaré vivos, para escarmiento de todos, haga lo que haga después esa Señora Feliciante, o como se llame!
– No os engañamos en absoluto, mi Rey -dijo el Hechicero. Pero el temblor que oscurecía sus desfallecidas palabras quedó materialmente aplastado por las exclamaciones de la Corte, que con violento y súbito júbilo celebraba la gran decisión de su poderoso Señor.
– Entonces, llamad al Abad Abundio -dijo Volodioso-, y celébrese aquí mismo el matrimonio.
Partió a caballo un mensajero hacia el cercano Monasterio, y, a poco, regresó con el Abad, quien, a decir verdad, temblaba como hoja en el árbol.
– Andad y casadnos pronto -dijo Volodioso.
Entretanto, un tropel de sirvientes había instalado en el Patio de Armas grandes mesas, ya que la premura no permitía ofrecer un verdadero banquete. Dispusieron en ellas, sobre blancos manteles de lino, vinos y variados manjares. Estaban todos muy alborozados, y, siguiendo la real indicación, todos comenzaron a brindar y beber. El Rey estaba ya ligeramente borracho, aunque se mantenía en pie con firmeza, cuando el Abad se hallaba dispuesto para la ceremonia.
– ¡Apearos de una vez, diablo! No me gusta mirar a mi novia de abajo arriba-dijo Volodioso.
– No es posible, Señor, hasta que no se haya realizado el matrimonio -respondió ella, con firmeza.
– ¡Maldita Feliciante! -Volodioso arrojó su copa, y, colocándose la corona que, rodilla en tierra, un paje le ofrecía, añadió-: ¡Cómo le gustaba a esa Señora complicar la vida!
Aun así, se prestó al último requisito, y el Abad les casó: él a pie, y ella a caballo.
Apenas terminó la ceremonia -tal y como se ordenó, precipitadamente, a sudorosos emisarios-, todas las campanas de la ciudad voltearon. Y entre el alborozo general, el Rey alzó los brazos, tomó por la cintura a Ardid y la bajó, por fin, del caballo.
Entonces, al verla en el suelo y comprobar que apenas alcanzaba más allá de sus rodillas, una gran ira le llenó, y, desenvainando la espada, gritó, rojo de furor:
– ¡Bellaco, embustero viejo! ¡Sinvergüenza, maldito, que me has casado con una enana!
Pero apenas había dicho tal, Ardid alzó el velo que ocultaba su rostro, y ante el Rey apareció una carita redonda, tostada por el sol: y un par de ojos oscuros e iracundos le miraron con idéntica cólera a la suya, mientras decía altivamente:
– ¡Insolente marido, el mío! ¡Soy yo la engañada, que creí erais un gran Señor y sólo veo ante mí un soldadote sin refinamientos ni modales! ¿Quién dice que soy enana? ¡Soy alta y robusta, para mis siete años! Y tened por seguro que a los quince ninguna de estas raquíticas y pálidas damas (por cierto, muy mal vestidas) -y aquí la naricilla de Ardid se frunció con desdén podrá compararse con mi belleza, donaire y real porte.
jamás, en toda su vida de Rey, ni hombre ni mujer alguna había osado dirigir tales frases a Volodioso. Quedó, pues, tan asombrado que enmudeció de estupor y su brazo cayó, sin fuerza.
Durante los breves minutos que este silencio y estupor le embargaron, pudo muy bien apreciarse el crecer de la hierba y el trepar de las lagartijas por las piedras de la Muralla, e incluso el vuelo de las moscas en el, a pesar de todo, aire puro de la mañana. Y estaban todos tan sobrecogidos, que apenas acertaban a respirar. En cuanto al Hechicero, llegado al verdadero y máximo límite de sus fuerzas, no podía ya moverse ni hablar. Y lo que todos tomaron por dignidad y sereno valor sin precedentes, no era otra cosa que pánico petrificarte.
Ése era el turno del Trasgo, el momento en que debía poner en práctica su participación en la escena. Desde su escondite, destapó una calabaza que, durante las últimas libaciones, había almacenado su propia risa, y la envío, con la luz, hacia Volodioso. Envuelta en dulces vapores de mosto, la risa penetró al Rey por ojos, oídos y labios, e invadió su pecho y todo su ser. Hasta que, levantando la cabeza, prorrumpió en carcajadas tan alegres como jamás salieron de su garganta. Naturalmente, todos le corearon. Al fin, secó con el dorso de la mano las lágrimas que aquella expresión de alegría le arrancara, tomó la niña en brazos, la besó en ambas mejillas, y dejándola de nuevo en el suelo, agarró sus trenzas -que resplandecían como el sol poniente- y tiró de ellas con alegre e infantil jugueteo. Luego, dijo:
– Ah, ¡qué noble y preciosa Reina tenemos en Olar! ¡Qué graciosa y maravillosa Reina! Os juro que es la primera vez que un niño no me parece un conejo o una gallina.
En éstas, Tuso había reaccionado rápidamente. Y mientras en su fuero interno se complacía mucho por tener una criatura tan tierna en sus manos, a quien imaginaba podría moldear a su antojo, apresuróse a deslizar estas palabras en los oídos del Rey:
– Señor, ¡qué gran fortuna! Pensad en las ventajas que reporta una esposa semejante: por largos años aún, jamás os dará muestras de celos ni cosa parecida. Y podréis guardar vuestras amantes en el Castillo, como ahora, sin oír las odiosas quejas de una mujer legítima. Siendo sólo una niña, podréis gobernarla a vuestro antojo y prescindir de enojosas obligaciones maritales que no siempre os apetecerán (tenedlo por seguro). Y podréis educarla según vuestra conveniencia, de tal modo que cuando tenga edad suficiente para consumar el matrimonio, a buen seguro no encontraríais esposa más dócil y sumisa. Amén de que, llegada tal hora, a juzgar por sus facciones, será una hermosísima mujer.
– Eso pienso -dijo el Rey. Y añadió-: Mi querida Señora, ¿podéis revelar el nombre de la más joven Reina?
– En efecto: soy la Reina Ardid.
Y sus palabras fueron acogidas con gran contento, en tanto resucitaban lentamente de su congelada estolidez el Abad -que temía ser decapitado por haber bendecido tal unión- y el Hechicero -por razones similares.
El Rey ordenó fuera colocada una corona de flores -en espera de que fabricaran otra de oro- sobre las rubias trenzas de la joven Reina. Y acto seguido, dedicáronse muy placenteramente a comer y beber. La madrugada les sorprendió ya muy avanzada entre risas, vino y chanzas no siempre del mejor gusto. Mientras, la más joven Reina dormía dulcemente, con la corona en las rodillas, pero con las manos tan asidas a ella, que una mirada más lúcida que aquellas que la rodeaban hubiera podido imaginar cuán difícil iba a ser arrebatársela.
Al día siguiente, el Rey ordenó que instalaran lo más confortablemente posible a la Reina en el Ala Sur del Castillo, junto a su fiel Maestro. Y advirtió a su Consejero:
– Tuso, siempre que te sea preciso, guíate por los grandes conocimientos de nuestra sabia Reina. Por lo demás, guardadla bien, hasta que tenga edad de darme un hijo. Y cuando este día llegue, avisadme, pues tal vez para entonces, entre una cosa y otra, la haya olvidado.
– Así se hará, tenedlo por seguro -dijo Tuso-. La Reina será atendida como si de mi hija se tratara: la vaciaré de su ciencia como a un cántaro boca abajo, para servir a vos y al Reino.
– Ahora -dijo el Rey, con sonrisa indulgente-, preguntad a la pequeña Reina qué regalo desea recibir del Rey, en ocasión de unos acontecimientos tan singulares.
Y ante el desconcierto de todos los cortesanos -y del propio Rey-, la pequeña Ardid pidió unas espuelas de oro.
– Que forjen las mejores y más bellas espuelas del oro más puro -dijo el Rey, íntimamente satisfecho con aquellas preferencias-. Y entregádselas con mis más afectuosos saludos.
Así se hizo; y de este modo, la pequeña Ardid se convirtió, a los siete años de edad, en la Reina de Olar.
A decir verdad, como Reina, Ardid sólo disfrutaba el nombre. No estaba aún preparada para todo aquello que su pequeño y ambicioso corazón anhelaba, tanto en cuestiones de venganza como de poder. «Destruiré a Volodioso; y mi hijo será el Rey más grande de cuantos el mundo ha conocido -soñaba-. Mi familia quedará vengada: mi sangre llevará la corona del que arrebató la vida a mi padre y mis hermanos y, a mí, todo lo que poseía en la tierra.» Pero no sabía, pese a su precocidad y sabiduría, que la tierra y el mundo eran más vastos, antiguos, dulces y perversos de lo que ella podía imaginar.
La instalaron en el Ala Sur, tal como ordenó Volodioso, en una de las más espaciosas estancias del Torreón que daba sobre el Lago de las Desapariciones. Junto a sus habitaciones había otra pequeña estancia, donde se aposentó el Hechicero. Y éste, a su vez, pudo disponer de un pequeño recinto donde instalar el laboratorio de sus profundos estudios y averiguaciones. Tuso, con gran amabilidad y amables maneras, se avino ladinamente a todos sus deseos, pues contaba de ese modo ganarse la voluntad de la pequeña, para luego manejarla a su antojo. Si, como había dicho el Rey, la niña daría en su día un hijo legítimo al Trono de Olar, tiempo había para meditar sobre el heredero en quien más le convenía apoyarse.
Poco antes de aparecer Ardid en escena, había llegado a Olar la noticia del nacimiento del séptimo hijo del Rey, habido esta vez de la famosa Lauria. En aquellos momentos, el niño se criaba aún en Lorenta, y mucho le hacía cavilar a Tuso la conveniencia de dejarle vivir o no, cuando se produjeron los últimos acontecimientos. De esta forma -reflexionó- disponía de varias cartas a manejar, pues una sola no era aconsejable llegado el caso de que fallara. Y aunque secretísimas y oscuras razones le instaban a postular la candidatura de Anclo, no desechaba nuevas posibilidades.
Instaló como mejor pudo a la pequeña Reina, y ordenó que fuese atendida según merecía, so pena de graves castigos en caso de que le llegara alguna queja de la niña. Todas las damas de la Corte se esmeraron y esforzaron por su parte en atraerse la simpatía de la joven Reina. Si bien, desde el primer día, Ardid dio muestras de la firmeza de su carácter y de la poca costumbre que tenía de tratar con gentes de tan cortas luces.
Ni un solo día dejó de recibir sus acostumbradas lecciones del Hechicero. Después, montada en su blanco caballo con sus espuelas de oro, galopaba por los alrededores del Lago de las Desapariciones, lugar que la atraía mucho, pero siempre protegida y vigilada de muy cerca por la Guardia que a este fin dispuso Tuso, bajo cuyo mandato puso a Randal. El Capitán estaba tan fascinado por la niña, que se hubiera dejado matar por ella, si el caso lo hubiera requerido.
Sólo una advertencia hizo Tuso al Hechicero, el día que éste pidió un habitáculo donde poder encerrarse para verificar sus experimentos. Y fue ésta:
– No veo inconveniente en ello, Maestro -pues así le llamaban todos, ya que la Reina le daba este nombre-. Pero por vuestro bien os he de advertir una cosa: que toda suerte de brujerías o ciencias oscuras están prohibidas en el Reino de Olar, así como la práctica de toda suerte de encantamientos y sus derivados. De modo que si tan sólo se trata de estudios sobre matemáticas y ciencias nobles, con gusto seréis atendido. Pero no debéis rozar otras zonas más peligrosas, que huelan a magia o cosa parecida: pues la pena impuesta para tales desmanes es la hoguera. Y de ella, ni la misma Reina ni los mismos hijos del Rey serían librados (cuanto más un Maestro, servidor al fin y al cabo, como yo mismo).
– Lo entiendo muy bien -dijo el Hechicero con gran soltura. Ya que toda su vida la pasó en tales amenazas, estaba muy avezado en mentir sobre estas cosas-. Sólo de ciencias nobles se trata. Y habéis de saber que la magia (y todo lo que trate, o a ella se parezca) me repugna como al que más.
– Así lo espero -dijo Tuso muy satisfecho. Sentíase particularmente aterrado por la amenaza de todo lo que escapara a sus humanas entendederas. Y de él había partido la idea de aquella ley, ya que a Volodioso poco o nada le importaban los brujos, hechiceros y demás ralea-. Si es verdad cuanto decís, tened por seguro que tanto a vos como a vuestra querida Reina nada os faltará, y siempre hallaréis en mí, para cuanto se os ocurra, un leal amigo.
El Hechicero quedó tranquilo. Pero no la pequeña Ardid, que, fingiéndose entretenida en unos pergaminos, no perdió ni una sola palabra de lo antedicho. En cuanto se quedaron solos, dijo a su Maestro:
– No os fiéis de ese hombre. Es profundamente antipático, y le veo tan falso como las arenas de un pantano. Haréis bien en no confiarle lo más mínimo sobre nosotros o nuestra vida, pues sólo nos traería desgracia.
– Si así lo decís, querida niña, así será -dijo el Hechicero, poco interesado en la cuestión, y por contra, muy ilusionado ante la perspectiva de poseer nuevamente una guarida donde explayarse en sus secretas averiguaciones-. Los ojos de un niño listo, como vos, ven tres veces más que los ojos de cualquier adulto. Dicho lo cual, haciéndose conducir por un criado, bajó a las mazmorras y eligió la que a su juicio reunía mejores condiciones. Viniendo a ser ésta -sin saberlo él- contigua al Pasadizo de las Liviandades, por cuyo conducto los príncipes Soeces hacían llegar hasta ellos las muchachas robadas. Fabricó él mismo la llave de aquella guarida, y la cosió al interior de su túnica, prohibiendo que le molestaran mientras se hallara allí encerrado. Una vez hecho esto, instaló su cofre, todos sus libros, vasijas, hierbas, elixires y pergaminos, y considerándose el más dichoso de los mortales, se dispuso a continuar la vida que de modo tan desconsiderado había interrumpido, años atrás, el mismo Rey Volodioso que ahora le protegía.
Con mucha frecuencia, el Trasgo del Sur trepaba por los pasadizos del Castillo, y tomando la ruta de los tiros de la chimenea, entraba en la cámara de Ardid. Entonces, organizaban ambos grandes correrías y juegos a través de chimeneas y subterráneos pasadizos: y de este modo, la pequeña oía cuanto se hablaba en la Corte, cuanto se urdía, decía o criticaba a sus espaldas. Y todo lo guardaba en su prodigiosa memoria, para utilizarlo cuando fuera conveniente.
También solían trepar a las almenas de la Torre, y contemplar los campos y los bosques.
El Trasgo bebía con toda la prudencia que le era posible. Pero, así y todo, la niña notó que su contaminación iba en aumento -si bien en grados aún muy pequeños-, y solía decirle con severidad:
– Ten cuidado, Trasgo, ten cuidado. Ayer alguien te vio cuando asomabas la cabeza por la chimenea del Salón del Consejo: era un paje, y atizó el fuego con las tenazas, creyendo que se había introducido allí una lechuza. Ten por seguro que, si no dejas de beber, algún día perderás tu poder y serás visible para todos. Y eso sería tan malo para ti como para nosotros.
– No temas, niña -decía el Trasgo, mientras, animado por el mosto, daba volatines por las almenas-. Mi contaminación es aún muy pequeña. ¡Y bien vale estar un tantico contaminado, si ello me produce una alegría tan grande!
Ambos reían entonces, pero el Hechicero, que a menudo se les reunía por las noches -cuando todos en Palacio creían dormida a la joven Reina-, movía la cabeza con pesadumbre: pues sabía que la otra vía de contaminación -y muy creciente en el Trasgo- era aún más peligrosa para aquel que abandonó sus tierras del Sur por el frío y desapacible Norte, y que ahora vivía entre pasadizos humanos en un Castillo también frío y destartalado -cuando muy bien podía corretear por las jugosas raíces de su tierra, entre viñedos y almendros que, en la primavera, tan hermosos y floridos se mostraban- con tal de estar junto a sus amigos. Pero así era: el Trasgo no podía ya vivir sin su compañía. Y no atinaba a reflexionar que esta contaminación era más embriagadora, más veloz y más peligrosa aún que la causada por el vino que tanto jolgorio y despreocupación inspiraba.
De este modo, iba pasando el tiempo. La niña seguía estudiando y maravillando con su sabiduría a todas las consultas que se le hacían de parte del Rey -por medio de su Consejero-. Y siempre animada por los idénticos propósitos y sentimientos que hasta allí la llevaron, aunque el Consejero Tuso le inspiraba repulsión, ella fingía amistad hacia él: si bien ni un solo momento perdió su gran dignidad y altivez, que -al decir de todos- la distinguían como criatura destinada a ser una verdadera Reina. Y aunque las damas que la visitaban la llenaban de irritación y hastío, no mostraba ante ellas este sentimiento: con todas aparecía amable, juiciosa y correcta en sus modales, de forma que si ninguna podía considerar que había ganado su estima y confianza, tampoco podía creer que resultaba desagradable a la Reina. Y así, daba muestras Ardid de una sabiduría mucho mayor que la de aquellos conocimientos en matemáticas, por la que todos la admiraban.
Por entonces sucediéronse las grandes batallas contra las Hordas Feroces de la estepa.
A menudo, los esteparios cruzaban el Gran Río, y, a despecho de la línea de fortificaciones, reconstruida por Volodioso, se adentraban en Olar en incursiones tan rápidas como despiadadas, y sembraban el horror, la ruina y la muerte por aldeas y monasterios. Estos últimos eran preferentemente blanco de sus saqueos: pues no en vano conocían la cantidad de objetos de valor -vasos de oro y plata, joyas y otras riquezas- que allí se acumulaban.
Un sentimiento nuevo brotó en Volodioso, mezcla de ira y atracción hacia aquellos jinetes prodigiosos, y crecía en su ánimo de día en día. Ellos le habían hecho apreciar la supremacía de los hombres a caballo sobre los hombres de a pie, y así se despertó su pasión por estos animales: y cada vez que en su persecución llegaba a apoderarse de sus veloces corceles, la alegría de Volodioso era mayor que la producida por captura de prisioneros, o por infringirles bajas. La estepa, ante sus ojos y su insaciable curiosidad, comenzó a despertarle un desazonante deseo sacudido de creciente insatisfacción. Una sed que nunca logró calmar en toda su vida.
jamás los esteparios constituyeron un verdadero ejército. Apenas le era notificado el primer síntoma de sus incursiones, reunía Volodioso sus hombres y acudía prestamente al Este, abandonando cuanto tuviera entre manos: sólo imbuido de una ira, de un salvaje deseo de exterminio; o acaso, empujado por la oscura esperanza de desentrañar algo que empezaba a constituir la clave de un vasto y complejo misterio. Les perseguía encarnizadamente, aun a sabiendas de que estas persecuciones se estrellaban, al fin, en lucha contra la nada. Con la misma rapidez que aparecían, los Diablos Negros -como los llamaban los olarenses, tan dispuestos siempre a imaginar las más descabelladas y maléficas criaturas- desaparecían en dispersos grupos; caían sobre sus tropas, luego: aquí y allá, incontrolables, inesperados y lanzando escalofriantes gritos. Causaban entonces desastrosas bajas -siendo menos en número y peor armados que los de Olar-, y, sobre todo, despertaban entre sus filas algo más terrible que la misma muerte: el miedo.
A veces, capturaron alguno de aquellos guerreros. Sin pronunciar palabra, sufrieron los crueles castigos y torturas de que eran objeto. De lo alto de las torres que se alzaban en las fortificaciones, ataban o clavaban en estacas sus mutilados cadáveres o, incluso, aún vivos, sus desgarrados cuerpos, para que así sus hermanos de raza pudieran contemplar los sistemas de venganza practicados por el Rey Volodioso. Pero aquellos jinetes casi fantasmales no parecían ni desanimarse ni desaparecer.
Estepa adelante, al otro lado del Gran Río, allí donde jamás pusieron sus plantas los hombres de Olar, el mundo se convirtió para éstos en un misterio infinito y pavoroso. Ni aun a riesgo de ser descuartizados vivos -si el caso hubiera llegado-, los hombres que formaban el poderoso y ampliamente conocido Ejército de Volodioso hubieran traspasado aquel río, ni se hubieran adentrado en la estepa. Allí -se decían-, no era ya la Muerte quien les aguardaba, sino las Tinieblas del Fin del Mundo. Había cundido entre los soldados la creencia -y así, se extendió a todo el Reino- de que tras el Gran Río se abría el gran abismo donde terminaba el mundo: y por ende, los negros jinetes no eran otra cosa que negros diablos -de tal idea nació tal nombre surgido de aquellas Tinieblas. Quien osara llegar hasta allí, sería precipitado en el gran abismo, y su condenación, agonía y tortura prolongaríanse por toda la Eternidad.
Volodioso no creía en esta historia. Pero, en cambio, se consumía de curiosidad y de temor, a partes iguales, ante aquello que su humano entendimiento no lograba explicarse.
– No os preocupéis de las estepas ni de sus jinetes, Señor -solía decirle, en ocasiones, el Consejero Tuso-. Limitaos a defender vuestras fronteras, y mantenedlos alejados de ellas: os aseguro que, en verdad, sus tierras y gentes no os interesan. Sé de muy buena fuente que se trata tan sólo de hordas míseras, sin ley, sin Rey, sin patria verdadera: tan sólo conducidas por jefes de ferocidad y salvajismo destructor y obtuso; bien poco pueden aportar a vuestro floreciente Reino. Si se adentran en las praderas de Olar, o en la vecindad de las colinas, es tan sólo empujados por su propia hambre; se trata de simples y desesperados ladrones, dispuestos a morir por una cabra o una gallina, por una escudilla de legumbres o, como máximo, por un vaso de oro si alcanzan a destruir y saquear un monasterio o una abadía… Tened por seguro, Señor, que ningún provecho y muchas preocupaciones os traería conquistar tierras tan áridas, inhabitables e ingratas. Sólo abunda allí el viento, el frío, el polvo y la más vasta ignorancia.
Así, por lo común, lograba convencerlo, o al menos aplazarlo. Pero alguna vez, de regreso de aquellas tierras, si celebraba la -al menos momentánea- expulsión o venganza, el Rey se embriagaba de forma taciturna y desconocida en él.
– Mi hermano Almíbar me habló, en tiempos, de otras cosas -decía, cuando el vino comenzaba a enturbiar sus ojos y su lengua-. Mi pequeño hermano Almíbar tenía un libro bajo la cornamusa… y allí había historias muy curiosas, que hablaban de un reino fastuoso donde los reyes dormían junto al río, en tiendas de seda y oro, y bebían en copas guarnecidas de rica pedrería. Así lo decía el libro… y decía también (bien lo recuerdo) que las torres de sus ciudades no estaban hechas por la mano de los hombres, sino que fue el viento quien cinceló sus cúpulas doradas y sus almenas azules… Sí, sí: llamad en seguida a Almíbar, llamad a mi hermanito, y decidle que su hermano-Rey le llama, y que traiga su libro, y lea para mí estas historias…
Llamaban a Almíbar, y el medio-hermano acudía, solícito, aunque interrumpieran su sueño.
No había cambiado, desde los tiempos de aprendiz de Vigía: habíase convertido en un joven elevado a Príncipe por el Rey, y habitaba en el cercano Castillo Negro. Conservaba su ensoñadora expresión -tan ensoñadora que, al cabo, comenzóse a murmurar en la maldiciente Corte si no respondería a una profunda y muy arraigada estupidez.
En aquellas ocasiones, vestíase presuroso, y acudía junto al hermano-Rey, a quien tanto amaba. Calmábale con raras palabras -a juicio del impaciente Tuso, llenas de despropósitos-, pero que tenían la virtud de aplacar los emperrados sueños que provocaba el vino en tan poderoso como contradictorio Rey.
– Perdí aquel libro -solía decir Almíbar, entre otras cosas de difícil comprensión-. Lo perdí, cuando me enviasteis al Monasterio… Sí, lo siento mucho, hermano, pero perdí aquel libro. Y también perdí la cornamusa. Pero, decidme, ¿cómo están los queridos Pájaros Sin Nombre? ¿Os atienden bien? ¿Proliferan?
Y aunque parezca mentira, tales cosas, sin lógica ni hilación aparente, sacaban al Rey de su obcecación. Y así, durmiéndole entre confusas pláticas, le dejaba tranquilo. Al día siguiente, el Rey salía al bosque, y sus escuderos decían que muchos pájaros humildes, grises y chillones, se posaban en sus hombros, y, al parecer, a él le complacía mucho verlos. Aparentemente, al menos, olvidaba la estepa y sus molestos habitantes.
– ¡Sólo hambre, hambre y miseria! -rezongaba Tuso, deseando poner su broche de oro al tema. Y aunque no lo decía, despreciaba profundamente al Príncipe Almíbar por haber llenado, en algún tiempo que no alcanzaba a descifrar, la sesera de un Rey tan poco dado a fantasías, tan rotundo, expeditivo y desprovisto de quimeras, con tan peregrinas historias: ciudades rematadas por el viento, tiendas de seda y oro, y otras zarandajas. Y, sobre todo, por mezclar en tales pláticas una malhadada cornamusa, cuyo significado no sabía descifrar y tenía la virtud de irritarle.
– ¿Qué cornamusa? ¡Hambre y miseria! -repetía, frenético, aun a solas. Y tentado estaba de darse cabezazos contra el muro, por no llegar a esclarecer el enmarañado revoltijo de aquellas alusiones, que acababan dejándole totalmente desorientado.
– Hambre y miseria, Señor -insistía, más serenamente, cuando los vapores etílicos se habían disipado por completo de la mente del monarca-. Y de eso ya tenemos bastante aquí, en tierras de los Desdichados; no deis entrada a gentes de esa clase, tan dadas a las revueltas, en un país cada día más próspero y floreciente: aun a costa de su derrota…
– Razón tenéis -decía Volodioso, ya serenamente ocupado en cosas más sensatas.
Hasta que se producía la próxima incursión y el Rey, tras batirse con valentía y tesón admirables, regresaba -vencedor a medias, pues sólo había defendido lo que era suyo-, y nuevamente caía en sus melancólicas libaciones y volvía a llamar a Almíbar. Pues sólo se acordaba de su medio-hermano en estas ocasiones.
Almíbar vivía retirado en su Castillo, ocupado en idear los más lujosos y bellos uniformes con que vestir la tropa que le confió -y hasta donó- su hermano el Rey. Tropa malgastada, a juicio de Tuso, aunque no se atrevía a decirlo. «Curiosa relación -pensaba el Consejero- la de estos dos hermanos. Curiosa, en verdad. ¿Qué habrá detrás de ello?…» Entonces, aparecía en su mente una estúpida e indescifrable cornamusa; y se daba a todos los diablos.
De todas formas, la obsesión por la estepa se había apoderado fuertemente de Volodioso, especialmente en aquellos inviernos que fueron de una crudeza jamás conocida en Olar. Pese a que su clima no era suave, tal vez empujados por el hambre y la miseria que propagaba tan obsesivamente Tuso, el caso es que las Hordas penetraron más encarnizadamente y con mayor frecuencia a través de sus fronteras.
Y así, durante los primeros años en que la niña Ardid reinaba -si bien que nominalmente- en Olar, su esposo el Rey se debatía día a día en el Este: librando batallas y más batallas, que poco a poco desangraban su ejército y le sumían en una sorda cólera. No se las tenía que ver con el enemigo acostumbrado, sino con espectrales jinetes.
A veces, en su persecución, llegaron a internarse en la estepa, cerca del Gran Río. Pero una vez allí, los mejores soldados caían presos de una inmensa e inexplicable angustia. Estremecidos de soledad, regresaban a Olar, nunca derrotados, nunca vencedores, siempre insatisfechos.
– ¡Son como diablos! -rugía el Rey, enfurecido-. Nunca les pude ver de frente. Nunca les oyes, ni les hueles, hasta que los tienes encima…
Sin embargo, en cierta ocasión, logró caer con sus hombres sobre un grupo acampado en un pequeño boscaje de chatos matorrales, junto a un arroyo. Fue la inolvidable matanza en la que pasaron a cuchillo a su jefe, Hukjo, y al hijo de éste, Krejko; saquearon sus tiendas, donde sólo hallaron pieles como algo de valor. Una en particular -que servía de manto a Hukjo- agradó a Volodioso y, con ella y otras parecidas, cubrió el suelo de su cámara y el lecho real.
Regresó a Olar con las cabezas de dos de sus cabecillas clavadas en las lanzas de sus dos mejores soldados. Las hizo disecar y colgar de la repisa de su chimenea. Pero fuera que la disecación no estaba bien hecha, fuera que la humedad del Lago no les era propicia, el caso es que a poco hedían de tal forma que tuvieron que ser arrojadas a los estercoleros. Su vista llenó de pánico a rapaces y campesinos. Desde entonces creían ver cabalgar sus espectros en la noche, cruzando el Lago en corceles transparentes, hasta desaparecer en la inmensa estepa celeste.
Para consolarse, Volodioso hizo que tallaran réplicas de aquellas cabezas en el dosel de su cama. Y así, a veces, las contemplaba pensativo, y mudamente les preguntaba qué era lo que había de verdad más allá del Gran Río y las grandes estepas; allí donde el sol desaparecía lentamente, como larga agonía.
Entre unas y otras cosas, pasaron seis años. Y cierto día, durante una de sus escaramuzas del Este, Volodioso resultó herido gravemente. Fue conducido con gran cuidado al Castillo para que allí sanara, pues parecía que de otra forma se desangraría sin remedio. Una lanza esteparia le había atravesado el pecho, y aunque en otras ocasiones, durante sus muchas campañas, le alcanzó alguna arma, jamás había recibido otra herida igual y tenía el cuerpo cosido a cicatrices. Cuando se halló en su cámara, mandó llamar a su Físico por si podía detener la gran agonía que empezaba a agostarle.
Su Físico preparó bebidas y emplastes de raíces secretas con que aliviar su dolor, quemó su herida con cuchillo al rojo vivo para librarla de impurezas; y, al fin, tras conseguir detener la huida de su sangre, le dejó suavemente dormido.
Estaba el Rey muy débil, pero era tan fuerte y robusta su naturaleza que, lentamente, fue recuperándose, aunque sin poder levantarse del lecho todavía.
Era ya primavera, cuando Volodioso ordenó que le llevaran a la parte Sur del recinto arbolado que rodeaba el Castillo. Deseaba ver los pájaros, sus viejos amigos -que durante todo aquel tiempo no se habían movido de la ventana-, para llevarles algunas migajas. Le condujeron con gran tiento sentado en un sillón, cubiertas las piernas con la piel de lobo que fuera propiedad de Hukjo. Entonces pidió que le dejaran solo con aquellas avecillas: le gustaba estar así con ellas, sin testigos que pudieran presenciar la ternura que le inspiraban, y tomarla por debilidad.
Él lo había olvidado, pero precisamente allí se alzaba una torre adosada a la muralla interior del recinto, llamada Torre del Sur: y allí habitaba Ardid.
La joven Reina había ordenado plantar a su alrededor un huerto-jardín. En él brotaban rosales y plantas de varios tipos -que muchos desvelos costaron, dado el riguroso clima de Olar-. Mandó construir también en su centro un pequeño estanque, con surtidor, donde coleteaban pececillos dorados, rojos y azules. Había tenido tal ocurrencia porque, siendo niña, y en su cálido país, paseó con frecuencia por los cuidados huertos y jardines que en sus buenos tiempos abundaban. Y allí, durante sus correrías con el Trasgo, descubrieron una puertecilla de hierro, abierta en la misma muralla, y que, al parecer, por hallarse totalmente oculta bajo una maraña de espinos y follaje, permanecía ignorada de todos. Esta puerta encendió la imaginación de Ardid, y con la complicidad del Trasgo, decidió mantenerla en secreto «por si algún día precisaba de sus servicios».
El Rey quedó muy sorprendido al contemplar el encantador jardín que se extendía ante sus ojos. Sin embargo, nada dijo, ni preguntó, pues era hombre que prefería encontrar por sí solo las respuestas a cuanto despertaba su extrañeza o curiosidad. Y decidió desentrañar por sí mismo, una vez sus piernas le mantuvieran con la firmeza necesaria, el misterioso origen de tal jardincillo. Dedicóse en tanto a llamar suavemente a sus pequeños amigos, y extrajo -ocultas bajo la negra piel de Hukjo- unas migajas de pan con que obsequiarles.
Estaba el Rey a solas con los pájaros, que amistosamente alborozados llegaron en pequeñas bandadas. Dispuestos en corro a su alrededor, parecían charlotear con él, picoteando aquí y allá, cuando, de entre dos árboles gemelos, vio aparecer y acercársele una hermosa muchacha, de rubios cabellos y brillantes ojos negros, que le hizo una gentil reverencia.
Tal vez por hallarse a solas, en la íntima compañía de sus amigos los pájaros, o por la sangre perdida, Volodioso sentíase suavemente melancólico. Y así, al ver a la muchacha, notó cómo rebullía en él una animación muy placentera. Y dijo:
– ¿Quién eres tú, linda criatura? -Y añadió prontamente-: Pero dime antes, ¿cuántos años tienes?
– Trece -contestó la muchacha, sonriéndole con gran encanto-. Y si mal no recordáis, soy la Reina Ardid, vuestra esposa.
– ¡Trueno! -masculló el Rey, intentando incorporarse-, de eso sí que me había olvidado.
– Pero yo no de vos -respondió ella con voz calmosa y suave, aunque muy firme-. He oído que sufrís una cruel herida, y por tanto, como esposa vuestra, estimo que debo cuidaros y aliviaros en cuanto me sea posible. Tal vez no hayáis olvidado que fue a causa de mi ciencia por lo que me tomasteis en matrimonio.
– ¡Oh, sí! -dijo él, animándose por momentos-. Lo recuerdo muy bien. Pero has de saber, preciosa criatura, que me han tenido alejado de este lugar crueles batallas y grandes preocupaciones. Espero que, entretanto, hayáis crecido bien y sin queja.
– Así es -dijo Ardid, sentándose a sus pies-. Ved cómo hice florecer este paraje: antes era un revoltijo de malezas, y ahora es mi jardín, y el vuestro. Pero también es verdad que durante vuestra ausencia y vuestras luchas con las Hordas del Este -tened por seguro que he seguido todas vuestras batallas con gran interés-, las reservas del Reino han sufrido considerables reveses, ya que las guerras, cuando se trata sólo de defenderse, y no de conquistar, no traen riquezas a un país, sino muchos gastos. El Rey quedó mudo de asombro al oír tales razonamientos en una boca casi infantil, y por añadidura femenina. Pero recordando que la ciencia de la Reina era muy grande, se guardó de mostrar su estupor. Con creciente admiración -si bien un tanto picado por la directa alusión a la cuestión defensa-conquista, y sus considerables mermas en provecho del país-, siguió escuchando:
– Pero -continuó Ardid, con su vocecita tersa y firme- no en vano me tomasteis por esposa y Reina, de suerte que, gracias a mi capacidad de administración y buen cálculo, he sabido orientar y aun dirigir de tal forma a vuestro Consejero, Tesorero y Administrador, el Conde Tuso, que, si bien el Reino ha atravesado años de mucha austeridad y, como vulgarmente se dice, hemos exprimido hasta la última gota a campesinos, villanos y vasallos en general, lo cierto es que, aunque no nos hemos enriquecido, ni ha prosperado el país, tampoco nos hallamos sumidos en la miseria y el descalabro que era de esperar. Tened por seguro que tanto las tierras del Sur, como los territorios que durante vuestras campañas de conquista añadisteis al Reino, han sido de tal manera utilizados y aprovechados, que no me gustaría hallarme, querida y amada Majestad, en la piel de ninguno de vuestros vasallos oriundos de aquellas zonas.
Al decir esto sonreía con tal dulzura, que el Rey no sabía si sus palabras contenían un reproche o una alabanza.
– Si todo ello es cierto -dijo al fin el Rey, acariciándole las mejillas, y comprobando, de paso, que eran suaves, firmes y doradas como albaricoque-, os aseguro que os estimaré aún más que ahora. Y tened por seguro, querida niña, que ninguna Reina será tan honrada como vos.
– Mucho me place oírlo -dijo ella, levantando las manos y ahuecando sus cabellos con gran coquetería-. Pero tened en cuenta (y no lo olvidéis) que ya no soy, en modo alguno, una niña.
Dicho lo cual se levantó. Y luego, inclinóse para mullir y arreglar con sumo tacto la piel que cubría las rodillas del Rey, y que, mientras tanto, se había deslizado al suelo.
– Hermosa piel -dijo acariciándola-. Lástima que sea de un color tan sombrío.
– Ah, querida, era el manto del peor cabecilla del Este -dijo Volodioso-. Y tened por seguro que con la piel de su cuerpo hubiera hecho lo mismo, si no la hubiera cosido antes a lanzazos: de poco abrigo me serviría ya en el crudo invierno.
Dicho lo cual, juzgó que su ocurrencia era extremadamente graciosa, y prorrumpió en grandes carcajadas: como sólo una vez -hacía de ello seis años- se habían oído brotar de su garganta. Y no era ajeno a ella el Trasgo del Sur, que bailoteaba entre las ramas de los árboles gemelos: satisfecho de que la escena por ellos planeada se sucediera tan a gusto de ambos.
– Pues juzgo que ya habéis guerreado bastante -dijo Ardid-. Y si me lo permitís, os aconsejaría una temporada de descanso y de paz, reponiéndoos de vuestra herida, y teniéndome en vuestra compañía. Creo que si realmente soy vuestra esposa, algún día debo apreciarlo de veras.
El Rey quedó muy asombrado al oír aquellas palabras, que no supo cómo interpretar. Pero observando detenidamente a la Reina, dio en pensar que, efectivamente, no era en modo alguno una niña. La juzgó alta y muy bien proporcionada, amén que semejaba toda ella una hermosa fruta. Y se dijo que, si bien poseía la altivez y el porte de una verdadera Reina, su aspecto era tan lozano como el de alguna de aquellas campesinas que le parecieran más apetitosas que las insulsas damas de su Corte. Y, como la reunión de tales cualidades ofrecía un singular atractivo, dijo, mientras atraía a la Reina por la cintura:
– Bien pensado, creo que el nuestro fue un matrimonio muy acertado.
– No lo dudéis -sonrió la jovencita-. Pero ahora conteneos, pues debéis cuidar vuestra herida y reponeros suficientemente de ella. El Rey se sintió muy regocijado con las respuestas de la Reina, y pensó que, si bien carecía del encanto y la fascinación de la inolvidable Lauria, al menos era la criatura menos aburrida de la Corte -además de muy prometedora en el amor, si, como decía, y estaba dispuesto a creer, ya no era una niña.
– Esmeraos -dijo, acariciándola (y notó que la contextura de la muchacha era de firmeza singular)- y procurad que sane pronto. Pues os aseguro que no os daré motivos para la decepción o el arrepentimiento de haberme aceptado como esposo.
Así transcurrió la mañana, en animada charla. El Rey estaba totalmente perplejo ante los muchos conocimientos que la criatura en cuestión -niña o mujer- acumulaba: tanto en lo que concernía a la Corte como a sus propias andanzas, guerreras o amorosas. Y, con gran alivio, comprobó que su joven esposa se hallaba a gran distancia de lo que suele tenerse por mujer celosa; antes bien, hacía atinadas observaciones -no exentas de malicia sobre las mujeres con las que él solía entretener sus ocios. Y estos comentarios le regocijaban profundamente.
Nuevamente, como hacía seis años, tomó sus trenzas entre las manos y, tirando cariñosamente de ellas -si bien esta vez con distinto brillo en sus ojos, ya despojados de toda melancolía enfermiza-, dijo:
– A este paso, esposa mía, creo que sanaré mejor con tus charlas que con tus pócimas.
– Pero no hemos de descuidarlas -dijo la Reina-. Para ello estuve indagando largamente en ungüentos y remedios: y debo decir que no es ajeno a ello mi buen Maestro, a quien tanto debo.
– Ah, sí, el vejete aquel -dijo el Rey, lleno de tierna bonhomia. Pues desde que apareció Ardid ante él, todo le llenaba de alborozo-. Era un hombre muy digno, aunque demasiado solemne, a decir verdad.
– Pues si me obligáis a ello -repuso Ardid, con gesto altivo-, os confesaré que esta Corte anda harto necesitada de cierta solemnidad. A lo que he podido ver, vuestros súbditos, aun los más nobles, más que cortesanos se me antojan pandillas de cómicos, o aún peor, de truhanes disfrazados.
– Si así lo deseáis, la Corte se refinará un poco -dijo Volodioso-. Pero tened en cuenta que este Reino se hizo con la espada, no con reverencias cortesanas.
Y ante estas palabras, que si bien evidenciaban un no muy hábil, pero sí lícito desquite, Ardid dio muestras del más exquisito tacto, pues respondió, con gran dulzura:
– También eso es verdad, mi buen Señor, y tengo para mí que ésta es la única forma de crear un Reino poderoso. Tened por seguro que vuestra reflexión la tomo por lección, y por cierto, muy atinada: no la olvidaré, estad seguro.
Con lo cual Volodioso quedó, además de admirado, sumamente halagado. Porque en definitiva, éste era el único detalle que hasta el momento había descuidado la astuta Ardid, y a fe, que en lo venidero lo tuvo en cuenta, pues, amén de inteligente y bien aconsejada, antes que nada era mujer, y por tanto, sabia por naturaleza.
Desde aquel instante, la Reina no se apartó apenas del Rey, cuidándole con gran esmero y a la par divirtiéndole con sus charlas. Hasta que el día llegó -más pronto aún de lo augurado por el Físico- en que Volodioso dio buenas muestras de hallarse restablecido. Recuperó fuerzas y apetito con sorprendente rapidez; y aparejadas, grandes reservas de su apasionada naturaleza se mostraron sin rebozo. Tanto es así que tan pronto lo consideró factible, dijo a su esposa:
– Si como asegurasteis, y yo creo, no sois una niña, hora es ya de que lo demostréis.
Por lo que el Rey y la Reina, bajo la triste mirada de las cabezas de los guerreros vencidos que, desde el dosel del lecho, se hallaban, de todos modos, muy lejos ya de conmoverse por tan humano espectáculo, pasaron juntos aquella noche y otras muchas más.
Y efectivamente, el Rey comprobó que Ardid no era solamente una mujer, sino de las más suaves, astutas y ricas en recursos de amor -cosa que, a decir verdad, le era a Volodioso cada día más necesaria-. Con lo que, como es presumible, quedó sumamente complacido.
El tiempo, no obstante, proseguía en su infatigable galope, y si bien fue generoso en cuanto a la rapidez con que consiguió curar al Rey y hacer una mujer de la pequeña Ardid, tampoco se detuvo respecto a los demás acontecimientos.
Un día, el Rey empezó a cansarse de la Corte, y si bien aún se divertía y deleitaba con su joven esposa, empezaba a echar de menos la compañía de sus soldados y las escaramuzas de rigor. A decir verdad, antes que esposo, amante o Rey, era un guerrero, que sólo entre guerreros y en peligrosas andanzas de todo tipo veía colmada su vida. Amaba el peligro y la aventura, carecía de la más elemental cultura, era duro, terco, sensual y olvidadizo; y estas características de su persona no menguaban, sino al contrario, con la edad.
Por todo ello recibió, casi con alegría, la noticia de una sublevación en el País de los Weringios. Y tomando rápidamente el mando de sus mejores hombres, besó tiernamente a Ardid, que le respondió con intachable sonrisa, sin los lagrimeos que tanto le molestaban -y que sólo Lauria y, paradójicamente, su tierna esposa le habían evitado-, y despidióse de ella.
– Sabed, Señor -dijo la Reina, entonces-, que espero un hijo; y por tanto, cuando regreséis, tal vez hallaréis en Palacio un heredero.
– Eso está bien -dijo Volodioso, aunque a todas luces más interesado en lo que se proponía llevar a cabo en tierras weringias que por tan regia nueva-. Pero en cuanto a la herencia, de eso hablaremos despacio: sabéis que tengo otros hijos.
– Pero éste será un hijo legítimo -dijo Ardid. Y por primera vez pronunció ante el Rey palabras imprudentes.
Sin embargo, Volodioso ya había espoleado su caballo, y no tuvo ocasión de escucharlas. Con lo que, tal vez, Ardid retrasó así la amargura de los días que aún habían de suceder para ella.
Pasaron días y días de un largo y vacío invierno que, por vez primera, llenaron el corazón de Ardid de extraña melancolía. Y, conversando con su Maestro y con el Trasgo, no hallaba ya el antiguo placer de la venganza y los deseos cumplidos. Algo había nacido en su corazón, que la dejaba pensativa y sombría. Hasta el punto de que el Hechicero vino a reparar en ello, y le dijo:
– ¿Qué tenéis, querida niña, que nunca os vi con semblante tan pálido y como desencantado? ¿Acaso estáis enferma?
– No -se apresuró a decir Ardid-. Tened por seguro que estoy bien. Soy fuerte como una campesina, no una de esas ridículas mujeres cortesanas: me lavo con nieve todas las mañanas, y mi cuerpo no tiembla, ni mis dientes castañean. No estoy enferma, y sé que la maternidad no es ninguna enfermedad. Estad seguro de que sólo son figuraciones vuestras.
Pero ya no deseaba corretear con el Trasgo, pues aunque ya hacía mucho tiempo que su estatura no le permitía entrar en los subterráneos, no por ello dejó de caminar y escudriñar con él otros vericuetos. En cambio, ahora prefería quedarse en su cámara, y que él le contase cuanto oía y veía. Y el Trasgo, al parecer entristecido, le dijo una noche:
– Querida niña, a decir verdad, sin ti, las correrías no me divierten: ¿no podríamos quedarnos aquí tan tcalientitos, los tres juntos, charlando y bebiendo un poquitín, en lugar de mandarme a oír necedades? Ten por seguro que más de lo que ya sabes de toda esta estúpida y malvada gente, no podrás conocer.
– Está bien -dijo la Reina-. Si así os lo parece, no veo inconveniente. Pero cuidad el vino, sobre todo: no quisiera perderos, pues siento que cada día os necesito más a ambos.
– ¿Te sientes sola? -dijo el Hechicero, receloso.
Al oír esto, Ardid se sobresaltó, y vieron que sus mejillas se encendían, al contestar:
– En modo alguno. ¿Cómo voy a sentirme sola entre vosotros? Aquí, y en cualquier parte, sois mis únicos amigos.
Y el Trasgo y el Hechicero quedaron convencidos de ello. Sólo una vocecita, aguda e inoportuna, acusaba a Ardid de que, por vez primera, había mentido a sus dos viejos y leales compañeros.
Faltaban dos meses para el nacimiento del hijo de Ardid y de Volodioso, cuando se anunció con gran trompeteo que éste regresaba a Olar. El tiempo transcurrido desde su partida inquietaba a todos: pues se tenía noticias de que la revuelta de los Weringios fue sofocada en breves días, ya que carecían de armas y de toda otra cosa que no fuera su odio. Pero el Rey, por vez primera, se había adentrado por propia iniciativa, y sin provocación de incursión alguna, en las misteriosas estepas. Desde entonces, ninguna noticia había llegado al Reino, a pesar de los muchos emisarios que Tuso envió. Muy inquieta se hallaba Olar por la suerte de todos; y habían llegado las cosas a un punto de gran consternación, cuando el regreso del Rey calmó los ánimos, y enteró a todos de una de sus más arriesgadas y triunfales empresas. En efecto, el Rey regresaba del Este con un brillo salvaje en la mirada. Por vez primera no había defendido a Olar de las Hordas, sino que -al decir de las gentes- éstas habían tenido que defenderse de él.
Por tal motivo, dispusiéronse grandes festejos -aunque la economía del país no lo aconsejaba-, y Volodioso apareció radiante a la Puerta Volinka -llamada así en honor de su madre, ya que era la más grande e importante de la ciudad- y al frente de sus soldados. Éstos se veían tan abatidos y destrozados por la lucha, que ningún orgullo asomaba a sus rostros; antes bien, dejaban traslucir un gran desfallecimiento. Pues aquella inútil aventura había costado muchas vidas, pérdidas y sufrimientos.
Nada de esto veía Volodioso; y así, proclamó cumplido su gran deseo de adentrarse en las estepas. En Olar se comentaba que, por fin, sus hombres habían llegado al Gran Río. Y allí divisaron una gran muralla, dispuesta de tal forma que hacía suponer que una gran ciudad se defendía tras ella. Pero antes de que pudieran acercársele, muchos guerreros salieron a su encuentro. Y tuvo lugar una gran batalla contra aquellos hombres, hasta que éstos fueron vencidos. Entonces, con gran asombro, comprobaron que la muralla inexpugnable no estaba hecha por manos humanas, sino que la componían enormes y extrañas rocas, y que no ocultaba ni protegía una ciudad, sino restos de un mísero pueblo tribal, compuesto de tiendas, toscos carros y cabañas de madera. A modo de empalizada, aquel poblado aparecía rodeado por lanzas que ostentaban clavados en la punta cráneos y cabelleras de guerreros vencidos, que ondeaban agoreramente entre la humareda.
El Rey, ardiendo de curiosidad, penetró en el siniestro círculo, cuando vio a un joven guerrero, ataviado como un jefe, que intentaba huir en un hermoso caballo negro. Le persiguió con saña, y cuando lo hubo apresado, e iba a degollarlo bajo sus rodillas, comprobó que no era un joven jefe -como su aspecto le hizo creer-, sino una joven mujer, de largas trenzas negras y ojos brillantes como carbones encendidos. Mucho le costó reducirla, y aún más encadenarla. Pero quedó fuertemente fascinado por la misteriosa mirada de la desconocida guerrera. Y con ella encadenada, como trofeo de guerra, entró en Olar.
Desde el primer instante en que los ojos de Ardid contemplaron a la mujer de las Hordas Feroces, sintió algo frío y afilado hundirse en su corazón.
Nunca había visto a nadie que, a pesar de hallarse encadenado, ofreciera, sobre su negro corcel, aire más arrogante y altivo. Había tal fuego en sus ojos, que casi resultaba imposible mantener su mirada. Ardid creyó ver un ave oscura y lenta cruzar el cielo de Olar. Y conteniendo un repentino temblor, avanzó hacia Volodioso. Pero el Rey apenas si le prestó atención. Besó su frente distraídamente, y en seguida mandó que preparasen un gran banquete para celebrar el triunfo, amén de que -como era de rigor- se abrieran dos fuentes de vino en la Plaza.
– Mi Señor, no tenemos reservas para tales dispendios -dijo Ardid-. Pensad cuánto ha costado esta última aventura.
– ¿Qué decís? -gritó enfurecido Volodioso-. No sois vos quien da las órdenes en Olar, entendedlo bien.
Así, la trató por vez primera con rudeza. Y no pasó desapercibido a la sagaz mirada de Ardid que Volodioso sólo tenía ojos para su prisionera. Comprendió que todo cuanto hacía y decía era tan sólo para que ella viese cuán poderoso y fastuoso era su vencedor.
La Reina, entonces, se excusó, diciendo que no asistiría al banquete por hallarse muy fatigada por su avanzada maternidad. Al oírla, Volodioso se limitó a sonreír, y añadió:
– Así lo creo yo también. Id pues y reposad. Y no os preocupéis de otras cosas.
Con lo que Ardid se sintió humilladamente despedida.
Llena de amargura se retiró a su aposento, pero no podía conciliar el sueño. A sus oídos llegaban las voces de los que celebraban la victoria, tanto cortesanos como plebeyos. Asomada a las ventanas contempló, por sobre la ciudad, el cielo enrojecido por las hogueras con que el pueblo, bailando en torno, celebraba la victoria. Sólo el Lago, terso y negro, lleno de misteriosa calma, pareció refrescar el ardor de sus pensamientos. Al fin, no pudo contenerse y acercándose al hueco de la chimenea llamó al Trasgo, que acudió presuroso.
– Mi buen Trasgo -le dijo-, me siento muy pesada para seguiros por ahí, pero tened por seguro que deseo muy vivamente saber lo que hace el Rey esta noche.
– Con gusto te complaceré -dijo el Trasgo-, pues he visto traer grandes toneles de un vino rosado que todavía no he probado. Y a fe mía que esta noche me daré ese gusto.
– Tened prudencia -dijo Ardid, llena de inquietud-. Temo que alguien os pueda ver: ya sabéis que los hombres ebrios poseen, a veces, ciertas cualidades (aunque efímeras como el vapor del alcohol), y temo mucho por el avanzado estado de vuestra contaminación.
– No temas -dijo el Trasgo-. Mucho he de libar aún, para que cosa semejante me pille desprevenido. Te aseguro una vez más, querida niña, que no es tan grave mi situación.
– No todo lo fiéis al vino -dijo entonces Ardid en voz baja y triste-. Tened por seguro, querido Trasgo, que otros conductos pueden llevaros a la perdición.
– ¡No será el amor! -rió el Trasgo-. Un Trasgo no es capaz de enamorarse de alguien tan feo, perdonadme, como una criatura humana.
– Ay, Trasgo -suspiró Ardid-, no sabéis de lo que habláis. No sólo esa clase de amor puede perderos, sino todo sentimiento dulce y cálido que haga crecer la Raíz Desconocida en tu pecho… Y en cuanto a lo que habláis de fealdad y hermosura, esas cosas poco o nada tienen que ver en ello. Ni tan siquiera la edad, o la maldad de un ser humano, pueden detener el crecimiento de esa maligna raíz: entendedlo bien.
Pero el Trasgo, sediento y presuroso, ya había desaparecido. Era casi amanecido cuando volvió. Y halló a la Reina en el mismo lugar junto a la chimenea, donde sólo unas débiles brasas lucían entre la ceniza. Estaba pálida y seria. Y por vez primera, pensó que la querida niña era una Reina y mujer de muy maduro entendimiento. Dijo entonces:
– Tengo buenas nuevas, querida niña. El Rey está atrapado por la pasión hacia esa Princesa salvaje; y de tal manera lo ha encadenado, que está dispuesto a tenerla aquí como amante, no como cautiva. Y bien dices que el corazón humano gasta malas pasadas: así, presa fácil será de toda suerte de venganzas (tuyas o de ella). Pues un hombre en tal estado es vulnerable a cualquier cosa. Mucho me he regocijado viendo cómo pretendía hacerse admirar de ella, mientras esa mujer le despreciaba con sus feroces ojos de asesina; y he visto cómo ocultaba un cuchillo entre los vestidos. ¿Sabes una cosa? El Rey le ha quitado las cadenas, la ha coronado con muérdago, y ha dicho que esta noche la conduzcan a su cámara. De suerte que, tenlo por seguro, no amanecerá un nuevo día para él: ella le hundirá entre las costillas, o donde mejor atine, su cuchillo. Y esta vez sí que no habrá Físico ni bebedizo que lo remienden.
Dicho lo cual, revoloteó por la cornisa, saltó dos o tres veces sobre el lecho de brasas, y desapareció de nuevo en la oscuridad de la chimenea.
Ardid se había levantado, temblando; sus labios estaban helados y sus manos también. Y no acertaba a decir palabra ni a moverse. De pronto sintió como si aquella raíz maligna de que hablara al Trasgo creciera dentro de ella: y un árbol poderoso extendió sus ramas y la invadió: y notaba en la sangre y en los labios su ácido zumo, agrio como las uvas verdes, embriagador como las uvas fermentadas. Y sin pararse en mientes ni razonar, abrió la puerta y corrió hacia la cámara Real. Y como sabía que la Guardia -aún- no iba a atreverse a impedirle el paso -era la Reina, al fin al cabo-, allí se fue; y ordenó que abrieran las puertas, y entró en la estancia igual que el huracán, dejando que los batientes golpearan contra el muro. Apartó entonces las cortinas, y vio cómo en aquel momento el Rey besaba a la mujer de las Hordas salvajes.
Apenas pudo entender Volodioso qué clase de vendaval furioso le arrebataba de los brazos a su prisionera, cuando vio unos ojos brillantes y oyó una voz que le decía, mientras sujetaba por las trenzas a la mujer esteparia:
– ¿Tan necio eres que no ves lo que oculta entre las ropas? ¿No ves que quiere matarte?
El primer impulso del Rey fue mandarla decapitar. Pero al punto divisó el puñal en las manos de su prisionera, y se sosegó un tanto. Luego, volvióse iracundo hacia la Reina y dijo:
– Eres imprudente, Ardid. Nunca, esta noche, debiste entrar aquí. No te ha servido de nada tu sabiduría.
– ¿No veis que os he salvado la vida? -dijo ella, temblando de ira.
– Eres necia -dijo el Rey con rabia. Y arrebatando el puñal de manos de las dos mujeres, lo arrojó por la ventana-. ¿Crees que soy tan estúpido como para no saberlo? Conozco muy bien todas las argucias femeninas. Y ésta prestaba nuevos bríos y alicientes a este lance. Parece increíble que me hayáis supuesto tan estúpido, y que lo hayáis sido vos también.
Ardid, desfallecida, notó cómo sus labios temblaban, y no podía pronunciar palabra.
– Así que márchate en buena hora, estúpida mujer -dijo-. Y no vuelvas a entrometerte en mis asuntos, si quieres vivir en paz.
Con estas palabras la despidió aquella madrugada. Y Ardid en lo profundo de su corazón supo que era para siempre.
Desde aquella hora, el Rey no volvió a dirigir la palabra a Ardid, ni a acordarse tan siquiera de ella. Sólo tenía pensamiento para su feroz enemiga, que no desperdiciaba ocasión de demostrarle su odio. Y cuanto mayor era el odio de ella, más grande era la pasión del Rey, de forma que toda la Corte estaba asustada.
Tuso consideraba aún imprudente entrometerse en aquella situación, si bien ésta comenzaba a inquietarle. Volodioso había mandado alojar a la prisionera en una cámara contigua a la suya, y cubrirla de adornos y vestidos. A cambio, sólo desprecio recibía de la misteriosa mujer, a quien jamás oyó la voz.
Así estaban las cosas cuando Ardid decidió por su cuenta hallar la solución. Sabía que, a pesar de los halagos que recibía del Rey, de hecho, la mujer de las Hordas salvajes permanecía prisionera. Y aún más, de nuevo permanecía con las manos atadas a la espalda, pues de no ser así, arañaba con tal furia que el Rey mostró en su rostro las huellas de sus garras, como si una alimaña hubiera desgarrado su carne. Y teniendo noticia de que la mujer esteparia sólo tenía ojos para mirar hacia el Este, asomada a la ventana, Ardid reflexionó que la mejor solución para deshacerse de ella era consiguiendo que escapase.
Eligió una tarde en que el Rey, despechado y taciturno, salió de caza con su hermano Almíbar. Ardid penetró entonces en la cámara de su Maestro y le pidió, con lágrimas en los ojos, polvos de adormidera amañados en vapor, para con ello dormir a la Guardia encargada de la vigilancia de la prisionera. El viejo sintió de improviso un gran temor, y le dijo:
– ¿Cómo es eso, niña? ¿Qué leo en tus ojos? ¿Qué es lo que así te aflige? Debías sentirte feliz viendo a tu enemigo en manos de esa fiera que, a buen seguro, un día u otro, acabará con su vida: y de este modo, a fuer de satisfecha tu venganza, te verás Reina y madre de un legítimo heredero. ¿Qué más puedes desear?
– Calla Maestro, y nada me preguntéis -dijo ella-. Sólo os pido que, por el gran cariño que me tenéis, lo hagáis.
El viejo movió la cabeza con pesar. Al fin, laboriosamente, hizo lo que ella pedía. Pero con evidente disgusto, pues aquellas mescolanzas eran cosa propia de aficionados sin categoría alguna, e impropio de un sabio de altura como él.
Ardid se aproximó a la cámara donde guardaban a la prisionera, y esparciendo el vapor del sueño, los soldados quedaron totalmente atrapados en las redes de un profundo sopor. Luego, entró en la cámara, y por señas, indicó a la Princesa que la siguiera. Ésta la miró fijamente a los ojos, y un hilo invisible, pero cierto, pareció enlazar sus miradas. A partir de ese instante, se limitó a obedecer.
Ardid la condujo a las caballerizas; y usando nuevamente del vapor del sueño, durmió a todo sirviente, mozo o palafrenero que halló al pasar. Y desatando el hermoso corcel negro de la mujer esteparia, que celosamente conservaba el Rey en sus caballerizas, indicó a su dueña que lo montase. Ésta lo hizo inmediatamente de un ágil salto. Luego, Ardid condujo con gran cuidado montura y amazona hacia la parte Sur, allí donde plantara un día su jardín: y por la secreta puertecilla medio oculta entre la maleza, la invitó a salir. Sólo entonces cortó, con su cuchillito, las ligaduras de sus manos. Entonces, la prisionera la miró de nuevo con sus relampagueantes ojos y, poniéndole una mano sobre el hombro, pronunció en voz baja unas palabras en la lengua de Olar, que asombraron a Ardid:
– No ames al lobo, ¡destrúyelo! -dijo. E hincando los talones en los ijares de su corcel, se perdió velozmente en la oscuridad, hacia el añorado Este.
Aquellas palabras se clavaron profundamente en el corazón de Ardid. Llena de temor y sombríos presentimientos, regresó y se encerró nuevamente en su cámara.
El Rey Volodioso quedó consternado al conocer la desaparición de la muchacha esteparia. Pero como nadie había visto lo sucedido, y nadie podía dar razón de cómo ocurrió, y dado que la Guardia permanecía impertérrita a su puerta, y ésta aparecía sin huellas de haber sido forzada, un escalofrío de temor recorrió los huesos de todos los habitantes del Castillo, hasta el último pinche de cocina, sin exceptuar al propio Volodioso. Tuso, que abrigaba sus temores respecto a la Princesa Guerrera, dijo al Rey:
– No tengáis ahora duda alguna, esa mujer era una bruja maligna, y sólo pesar os hubiera traído el conservarla.
El Rey quedó muy mohíno. Estuvo todo el día a solas, sin querer ver a nadie, ni comer; sólo bebiendo, hasta muy avanzado el alba.
Al día siguiente, Ardid acudió a ver a su esposo, con aire falsamente humilde y afectuoso. Pero el Rey la recibió con desvío, y apenas le prestó atención. Así ocurrió un día tras otro. Hasta llegar uno en que Ardid perdió totalmente la paciencia, y encarándose a él, le dijo:
– Habéis de saber, esposo mío, que si indudablemente habéis sido un gran Rey, en la actualidad estáis destruyendo todo lo que hicisteis. Por vuestros estúpidos caprichos y vuestra manía de andar a la zaga de unas gentes que más nos conviene tener alejadas, debo deciros que si no fuera gracias a mi gran astucia el país no se hubiera salvado de la ruina y la miseria. A estas horas no seríais sino un Rey mendigo, perseguido hasta la muerte por vuestros enemigos, que, no lo dudéis, son muchos. Y tened por seguro que si esa mala víbora no hubiera desaparecido por artes de una magia repugnante que desconozco y desprecio, es muy cierto que vuestra ridícula pasión de viejo por un ser semejante, os hubiera llevado a muy graves situaciones.
– ¿Queréis callar de una vez? -dijo el Rey, que ni siquiera mostraba cólera, sino un profundo hastío-. ¡Esposa teníais que ser, al fin y al cabo! ¿Cómo pude caer en red semejante? Sabed, estúpida y charlatana criatura, que nunca podréis entender, con vuestra infantil forma de pensar, lo que en verdad suponía para mí la Princesa de las Hordas. Ella no era para mí una mujer: era la misma estepa, la tierra desconocida, la enorme ignorancia que me tortura por lo que no ven mis ojos, ni tocan mis manos. No, no era una mujer tan sólo: era el misterio, la pasión de conquistar lo desconocido: era el último jirón de mi juventud.
La Reina quedó muda de estupor. No comprendía aquellas palabras. Nunca oyó una perorata tan larga en labios del Rey, y comprobó que no estaba borracho. Súbitamente le vio despojado de toda su realeza, fuerza y poder: sólo era un hombre perdido en muy vasta y estremecedora soledad.
– Pues entonces -dijo Ardid, lo más suavemente que le fue posible-, pensad que vuestra esposa es muy joven, y que pronto os dará un hijo hermoso y fuerte.
– ¡Dejadme, he dicho! -se impacientó el Rey-. Nada me importan esas cosas. ¡Dejadme solo!
Entonces Ardid cometió el gran error de su vida: insistir con su presencia y sus palabras en el momento más inadecuado, de forma que destrozó la soledad, que en verdad el Rey amaba. Y viendo que el Rey se impacientaba, la ira la dominó a su vez, y levantándose, gritó:
– ¡Sois tan estúpido y majadero como jamás conocí a nadie, Rey Volodioso! Y tened por seguro que esa maldita se llevó lo que os quedaba de juventud, con ser bien poco; porque sólo a un viejo idiota contemplo ante mí, no al magnífico Rey con quien creí casarme. ¡Os juro que vengaré este desprecio, y que mi hijo será un verdadero Rey, y no una piltrafa borracha y enamoradiza capaz de llevar a la ruina un país conseguido a través de tanta sangre y tanto sacrificio!
Entonces el Rey perdió toda la paciencia que le quedaba, y llenándose de furor como de un vino más poderoso que ninguno, llamó a grandes voces venir la Guardia, y ordenó que la Reina fuese encerrada de por vida en la Torre Este. Y que jamás oyera hablar de ella. Luego, llamó a su hermano Almíbar -por ser el único en quien confiaba, y por haberlo dotado de soldados muy bien dispuestos y aguerridos-, y díjole:
– A ti te confío el cuidado de esa arpía, a quien no mando decapitar por dos únicas razones: primero, porque sus consejos son necesarios para la economía del país (y en su encierro, deberá seguir proporcionándolos); segundo, porque está a punto de traer al mundo un hijo mío, y nadie sabe aún cómo será. Pero entiende bien, Almíbar, que la Reina no debe pisar jamás otro suelo que el de sus estancias, ni salir de la Torre, ni recibir a persona alguna sino a ti; y sólo llevará con ella dos doncellas. No quiero oír su nombre en lo que me resta de vida. Y cuando el hijo que lleva -si es varón- tenga edad de presentarse a mí -y juicio suficiente para responder a mis preguntas, y fuerza para manejar la espada-, me lo traéis; y si veo en él alguna cosa buena, lo tendré conmigo. Y si no, decidiré a su tiempo cuál será su destino.
Dicho lo cual, se apagó la estrella ascendente de la Reina Ardid. Vivió en la oscuridad, olvidada de todos, durante seis largos años.
Los hermanos Soeces experimentaban una viva y razonable antipatía por la Reina, y a su vez, eran ampliamente correspondidos por ella. Ardid odiaba sus rostros de raposo, sus largos dientes, siempre asomando entre los labios, y sus traidores ojos verdes.
El día en que la Reina fue encerrada en la Torre Este, Ancio contaba cerca de quince años. Mucho se regocijó con la desventura de Ardid, de modo que aquella noche se bebió él solo medio barril de cerveza, y anduvo aturdido en sus husmos hasta la mitad del día siguiente. Su pasatiempo habitual -entre pelea y borrachera- consistía en corretear por los bajos corredores del Castillo, o por las dependencias de la soldadesca, y jugar a los dados con ellos. A menudo despojaba a aquellos obtusos infelices de su exigua paga -si la percibían, cosa que ocurría espaciadamente- o de cuanto llevaran encima. Así, ora una daga, ora una coraza, había llegado a almacenar en la sucia guarida de su Torreón un verdadero arsenal, que ocultaba bajo algunas de las pieles que hurtaba un poco por aquí, un poco por allá, cuando pisaba estancias más abrigadas que la suya. Esto causaba gran envidia en sus hermanos, y quizá por esa razón, más que por el abuso que hacía de su descomunal fuerza en los continuos dimes y diretes que animaban sus jornadas, le aborrecían.
Bancio y Cancio, los gemelos, cumplían por aquellos días trece años. Ofrecían, a los pocos que gustaban de contemplarles, un prodigioso parecido físico y tal vez moral: pues no podía dilucidarse con exactitud quién de ellos era más cobarde, fantasioso, embustero, lenguaraz y bravucón. Por otra parte, solían enredarse de continuo en feroces luchas. Por la menor cuestión lanzábase uno contra otro sin previo aviso, y dábase la curiosa circunstancia de que todas las añagazas ocurríanseles en común y a la vez, de forma que recibían por igual golpes, atroces insultos y amenazas escalofriantes.
En cierta ocasión -y siendo aún muy niños- arrojáronse el uno contra el otro animados por una misma idea entre las cejas y los dientes, de suerte que salieron de esta empresa cada uno con una oreja de menos. Esto es: Bancio había arrancado de cuajo la derecha de Cancio, cuando Cancio aún mordisqueaba la diestra de Bancio; y de esta guisa, estupefactos y doloridos, comprendieron la similitud prodigiosa con que se ponían en movimiento sus impulsos agresivos. Por todo ello, ambos aparecían privados de un órgano auditivo, y solían tapar como mejor podían las cicatrices producidas por los fraternos colmillos, cubriéndolas con mechones de pelo rojo y áspero, muy semejante en calidad y aspecto a manojos de estopa.
Por lo demás, jamás se separaban, y en verdad casi formaban una sola fuerza. De entre los cuatro hermanos, eran los peor dotados en cuanto a corpulencia y vigor, si bien lo suplían por la dureza de sus nervios; además, eran bastante ágiles. Desgraciadamente, ambos cerebros habíanse repartido también por igual la escasa porción de lucidez que les tocara en suerte: con lo que la indigencia de su entendimiento resultaba tan notoria como deprimente. De todos modos, alguien aseguraba que, en lo profundo, aquellos amarillos y desgalichados gemelos, a despecho de obsequiarse de continuo uno a otro con los vaticinios más sombríos -especialmente relacionados con súbitas y despiadadas muertes-, se amaban con recóndita ternura; y que esta ternura, aunque asfixiada en la mísera apariencia de sus espíritus, era un fuerte lazo de unión y mutua protección: más fuerte que todas sus peleas, insultos, y los agoreros presagios con que abundantemente se rociaban. Y cosa curiosa, con ser los más necios, eran los de lengua más suelta, aunque no constituían con ello una excepción.
Los otros dos hermanos -Dancio y Encio- que siguiéronles en edad, habían muerto. Dancio, a causa de las desgarraduras que causara en sus carnes de infante un enloquecido mastín a quien el pequeñuelo, incautamente, intentara sacar los ojos con un punzón. Y Encio -algo más crecidito que su difunto hermano- pereció miserablemente ahogado en una hedionda charca, por culpa del airado desplante de un raposo -animales que era muy ducho en atraer mediante ingeniosas trampas-, a quien, sin cerciorarse previamente de su conformidad, destinaba idéntica suerte.
En cuanto a Furcio, el menor de los seis -cuatro aún vivientes, dos mal llorados-, durante los amargos días de la joven Reina, acababa de cumplir ocho años. Era Furcio criatura tan desarrollada y apuesta, tan robusta y desprovista de cualquier sospecha de candor, que muy bien pasaría por criatura de mucha más edad. Como dato particular -aparte de ser el único hermoso de los Soeces-, revelóse este niño tan lujurioso como un mono, y a despecho de su tierna edad, tales inclinaciones podían apreciársele sin rebozo alguno y de forma muy evidente. Por estas señas era muy conocido entre las damas que componían la Corte, a quienes avergonzaba y divertía a partes iguales, mientras soportaban en silencio los obscenos gestos que el joven Príncipe, encaramado en las altas ventanas, o entre los pliegues de algún tapiz, solía dedicarles. Y no sólo era conocido -dada la tendencia al compadreo y fullería que arrastraba a todos los hermanos a dependencias de sirvientes y soldados-, sino mal soportado por toda mujer, joven o madura, que en el Castillo morara: desde la matrona ceñuda a la tímida pinche de cocina. Además de estas particularidades, Furcio ostentaba un curioso sentido de contradicción, y lo lanzaba, sin distinción alguna, contra toda criatura que tuviera la oportunidad de tratarle. Así, en circunstancias verdaderamente insólitas por lo severas, surgían de sus labios sarcásticas e inesperadas carcajadas: de suerte que quienes las escucharon -y jamás olvidaron, a buen seguro-, por mucho que se preguntaran el motivo que las provocara, jamás llegaban a descifrarlo. Por contra, hallándose entre la más alegre y placentera concurrencia, el pequeño Furcio contraía su bello rostro en lúgubre expresión, y tan húmeda y agorera mostrábase entonces su mirada, que nadie podía contemplarle sin que se amargara su ánimo. Ni la más tenebrosa profecía hubiera resultado tan estremecedora como el anuncio de inminentes, suntuosas y punitivas tinieblas con que amenazaban sus preciosos ojitos de color turquesa.
Por todas estas cosas, no es difícil comprender que el Rey Volodioso experimentara escaso entusiasmo por conocer y convivir con tales vástagos. Aunque no había decidido aún quién sería su sucesor, dotó a cada uno de ellos con títulos, honor y tierras; siempre, empero, supeditando su disfrute al día de su muerte. Entretanto, y con la intención de observarles de cerca, manteníalos en el Castillo, si bien procuraba enfrentarse a ellos lo menos posible. Y en rigor, con alivio y desánimo a partes equivalentes, desentendíase de sus vidas.
Volodioso poseía una remota y muy imprecisa idea sobre la existencia de Furcio. Ya que por su edad aún no se hallaba en condiciones de presentarse a él -sabidas eran sus estrictas órdenes en este sentido-, los tres hermanos mayores mantenían al menor medio oculto en su guarida, entre perros, apolilladas y hediondas pieles, restos de comida -donde se mezclaban huesos de jabalí y cáscaras de bellota-, cerveza, pan, alguna concubina y las armas. Sus aficiones y forma de vida no desmentían, en modo alguno, su indudable parentesco con el Margrave Sikrosio. Y no sólo esto tenían en común con él.
Volodioso sólo veía muy de tarde en tarde a Ancio, Bancio y Cancio. Y como los tres resultaron apreciables -y Ancio notable- en el arte y manejo de las armas, díjose el Rey, con sana filosofía y melancólica resignación, que, si bien en la paz resultaban harto molestos, para la guerra, por lo menos, servirían. Lo cual bastó para que no los devolviera a su madre o los desterrara. Él mismo, junto al Maestro de Armas, seguía los progresos de sus hijos en tales menesteres. Y si en algún momento rozó su corazón un sentimiento parecido -aun por vago que pareciese al orgullo paterno, fue aquellas veces en que contemplaba a Ancio lanza en ristre, empapado en sudor y sangre -brotando a través de la piel, o bullente bajo ella-, vencedor frente a otros más experimentados caballeros.
Aunque Ancio prohibía a Furcio asomar su innoble persona por las dependencias altas del Castillo, escasa obediencia y mucha mofa hacía el niño de tales advertencias o amenazas. A menudo escapaba de la Torre, y es posible que muy pocos conocieran el destartalado Castillo olarense como el pequeño y empedernido Furcio. Pero bien cuidaba de sustraerse a la vista de su padre, pues no ignoraba que si tal cosa ocurría, muy amenazados se verían todos los Soeces: bien de ser devueltos al sureño patrimonio de su madre y Caralinda, o de desaparecer de Olar -o aun, quién sabe, de este mundo- de forma tan expeditiva como discreta. Así, y por razones distintas a sus hermanos -aunque no por diferencia de gustos-, solía pasear su bella personita por las más bajas dependencias, a lo largo de pasillos donde jamás entró la luz del día. No era raro tropezar, en tan oscuros como subterráneos lugares, con el Príncipe de los ojos turquesa, y escuchar, ora sus paralizantes carcajadas, ora sus profundos silencios que, igualmente audibles, parecían estremecer los roqueños cimientos. Era costumbre esparcir por los suelos de aquellos corredores puñados de paja, para que resultase más cómodo transitar entre los orines de animales y hombres, y facilitar los someros barridos que de tarde en tarde empujaban hacia otros aún más míseros lugares tales miserias. No obstante, allí solía amanecer más de una vez el niño de los cabellos de fuego y los preciosos ojos: y tan a gusto y encantado despertaba como la más remilgada Princesa entre ricas cobijas. Mucha y muy auténtica debía de ser su belleza, para lucir entre la mugre que tan fielmente le acompañaba -y gustar de ella.
Lo cierto es que, hasta en sus más lujosos departamentos, el Castillo de Olar no era lugar confortable ni aseado, ni siquiera hermoso. Excepto las cámaras reales o de los altos dignatarios que allí moraban, casi ninguna de sus habitaciones disponía de tapices o cortinas. A causa de la carencia de abrigo, unida a los larguísimos y fríos inviernos y a la proximidad del Lago de las Desapariciones, la insalubridad de aquellos recintos era muy elevada. Las ventanas, como correspondía a tales latitudes, eran de muy escaso vuelo, y raramente el sol se filtraba por ellas. De continuo, un agua lenta y verdinegra resbalaba, como sudor o lágrimas, a lo largo de los muros. Y crecía el musgo y todo oscuro y diminuto ser, más o menos viviente, en sus rincones. Más de una maligna calentura se llevó al otro mundo a servidores y aun a cortesanos. Y ni que decir tiene que toda criatura de escasa o ninguna alcurnia que allí sobrevivía, veíase de continuo sacudida por toses pertinaces y sospechosas palideces.
Pese a todo, la furia de supervivencia que alimentaba a los vástagos de la raza Soez -y quede claro que los muertos Dancio y Encio sucumbieron por causas ajenas a cualquier dolencia interna- manteníalos en tan vivaz como roqueña salud, que más de un amarillento cortesano hubo de maldecirles y envidiarles. Contra toda amenaza, los Soeces amanecían, día tras día, en la más opulenta lozanía y buena forma, sobreponiéndose a toda insalubridad. Pese a que para nadie eran un secreto las indigentes condiciones de sus departamentos -un verdadero nido de suciedad, inclemencia y abandono-, lo cierto es que el Conde Tuso, encargado de su alojamiento y educación -por llamar a esto último de algún modo-, no proveía como era debido las necesidades de los príncipes, en verdad postergados. Cualquier soldado distinguido en sus campañas merecía más atenciones por parte del Rey que aquellos desdichados pelirrojos. Y el precavido Consejero consideraba más oportuno proveerse a sí mismo de las comodidades que, lícitamente, hubieran debido tener primacía por parte de los que eran, al fin y al cabo, los hijos del Rey. Mucho contribuía a esta poca equitativa repartición de comodidades, el convencimiento que albergaba Tuso de que los cuatro hermanos no hubieran apreciado muestra alguna de lujo o refinamiento en sus dependencias. Sospechaba -y tal vez no se equivocaba- que jamás habrían distinguido con exactitud la más lujosa cámara principesca de una pocilga. Con lo que atinó a decirse que más provecho sacaría él de tales cosas que semejantes zoquetes.
Ancio y Furcio habían crecido, pese a todo, tan robustos, que nadie podía dudar de su consanguinidad con la rama de los Olar. Volodioso -como su padre, y posiblemente sus abuelos jamás estuvo enfermo por causas propias o internas. Y como él, Anclo y Furcio eran altos y duros a los golpes y al frío, insensibles al calor o al viento, irrespetuosos con las tempestades y prevaricadores con los rayos. Ni que decir tiene que temían menos una lanza certera que un pensamiento velado. Y velados, para los cuatro hermanos -en esto eran todos iguales-, resultaban todos aquellos pensamientos que se apartaban un ápice de cualquier ocurrencia destinada a su lucro o placer individual. A pesar de reunir un haz de cualidades más bien negativas, algo había en ambos que a la larga o a la corta inspiraba un fugaz sentimiento de complacencia: su exultante amor a la vida, que, en ocasiones, les confería una especie de iluminada grandeza: en Anclo, tras el combate, en Furcio -menos esplendorosamente, es cierto-, tras el hurto o el engaño. Algo era, después de todo.
Bancio y Cancio, aun resistiendo heroicamente, como baqueteados cueros, a tirones, cortes, humedades, sequías, latigazos y tensiones, nacieron escuálidos; y su piel amarilla, cubierta de pecas, en nada recordaba la lozanía de las manzanas. No obstante -unos hablaban de su mutuo y extraño afecto, otros de una misma sustancia venenosa-, lo cierto era que resistían, con nervio indomable, con huesos más duros que lanzas, todo rigor, inclemencia, despego y crueldad circundante. No eran amados, y lo sabían. Así, entre insulto e insulto, de amenaza a amenaza, de golpe a golpe, enviábanse quizá briznas de un tímido -tanto que ni sabía nacer- y fraternal amor. Pero estas cosas, ¿quién podía asegurarlas? Nadie. Y menos que ninguno, ellos.
En suma, nada extrañará que los hermanos, uno a uno, y sin distinción de caracteres o apariencia, se alegraran con la desgracia de la Reina Ardid. Y Ancio en especial, pues sobre todas las cosas celebraba que el temido hijo legítimo naciera en cautiverio. No faltaría una mano piadosa -si preciso fuera- que le ahorrara de una vez por todas los sinsabores de este mundo.
Con tal idea entre las cejas, una vez refrescada su mente de los vapores nocturnos, fue en busca de su mentor y maestro, el Conde Tuso. No en vano había notado que en los últimos tiempos, éste se había mostrado un tanto desviado -al menos aparentemente- hacia la Reina, y su olfato zorruno le avisaba de que, si en verdad la mente de Tuso tenía algún parecido con la suya, algo andaba torcido entre los dos. Por tanto, una vez reunidos ambos, y a solas, dijo, con lo que consideraba tacto y discreción:
– Si os parece, suprimo al hijo de la Reina apenas nazca.
El Conde Tuso observó a Ancio con atención reflexiva. Consideró calmosamente la astucia zorruna de sus ojos, y hallóla empobrecida por considerables masas de ignorancia y brutalidad. No obstante, la más retorcida iniquidad se arropaba amorosamente en aquel ser: y así, vagando en su escrutinio de una a otra zona de las que componían tal figura, vino a detenerse su mirada en la contemplación de las manos largas de Ancio: largas, pecosas, provistas de dedos como patas y uñas escrupulosamente bordeadas en negro. Eran unas indudables manos de ladrón: manos de muerte por la espalda, de vertedor de veneno. Eran -según su larga experiencia le mostraba- las inconfundibles manos que se agitan gozosamente a la sombra de otros más poderosos, más arriesgados, o más locos de vanidad y gloria. Porque no había ambiciones semejantes en los ojos de Ancio: sólo bajo las órdenes de un Amo, se abría paso el más diestro ejecutor de humanas supresiones y torturas.
En aquel momento, una oscura decisión cuajó en el Consejero -que aun sabiéndose nacido para Amo de perros semejantes, se estremecía a la sola vista de la sangre-. Además de las secretas razones que le empujaban a proteger -a su modo, se entiende- a los Soeces, sabía bien que tan sólo del más primario, limitado y estrictamente personal placer cabía llenar las manos y los deseos de Ancio. Sólo calmando con piltrafas del peor y más ruin egoísmo, se atendía a todas sus aspiraciones. «Buen Rey, bajo su custodia y con tales apetitos, sería Ancio.» Abandonó al fin sus indecisiones y titubeos sobre la actitud que debía tomar frente a la Reina Ardid -que, aunque dulce y amable en apariencia, adivinaba firme y afilada como bien templada espada-, y considerando que aún no había nacido el presunto heredero -dicho sea de paso, podía resultar niña-, pasó el brazo por los hombros del Soez, y dijo:
– No eres sutil, Ancio, pero tienes otras cualidades. Por tanto, ven a mi cámara esta noche, y hablaremos despacio.
Ancio mostró generosamente la parte de sus dientes que aún mantenía oculta bajo los labios, y se fue, convencido de haber dispensado su más encantadora sonrisa a tan buen mentor como sospechoso cómplice. Pues tal vez el Conde Tuso menospreciaba un tanto las recónditas virtudes de aquel a quien -no en balde- bautizó la Corte con el sobrenombre de El Zorro.
Y cuando aquella noche acudió el primogénito del Rey a la cámara del Real Consejero, se sentó a sus pies con humildad de niño y veneración de discípulo.
– No olvides, Ancio -dijo Tuso-, que la prudencia es buena consejera.
Y de esta forma, disuadió a El Zorro de sus impulsos infanticidas. Opinó que, por el momento, bastaba mantener a la Reina en una estrecha vigilancia, cosa de la que él mismo se preocuparía.
– Y llegado el día pertinente -terminó- has de entender bien una cosa y grabarla en tu mollera: todo aquello que yo te ordene, debes cumplirlo sin dilación ni titubeos. Si así me lo prometes, yo te prometo a mi vez que serás el Rey de Olar.
– Así lo haré, tenedlo por seguro -se avino respetuosamente Ancio el Zorro.
Sólo entonces, extrajo el Consejero de una pequeña arqueta dos copas finamente cinceladas -vestigios de un remoto esplendor que, súbitamente, poblaron de nubes su ojo azul y su ojo amarillo-. Escanció en ellas el preciado mosto, que, un poquito por aquí, un poquito por allá, escamoteaba a las bodegas semisagradas de Volodioso, y brindó con su protegido, en la espera de muy lucrativos días.
Absorto en la íntima melancolía de su vino y de su copa, el Consejero se concentró brevemente -como ocurría a veces, en la soledad de su alcoba- en su recóndito sentir; en recordar, o tal vez lamentar, otros tiempos, otras tierras, otras gentes. Mientras tanto, Ancio daba sorbitos a aquel líquido que ni remotamente le placía tanto como la cerveza, mientras en su sesera larvaba y maduraba la forma en que, una vez encajada la corona en su roja pelambre, deshacerse de aquella concomitancia, de aquella despótica tutela que, desde lo más hondo de su corazón, aborrecía.
Las dos doncellas que acompañaron a la Reina Ardid en su encierro -y que, sin culpa alguna, debían padecer idéntico cautiverio- no fueron, en esta ocasión, sus acostumbradas camareras, pertenecientes a la nobleza. Para tan triste cometido, eligieron dos infelices a las que, hasta el momento, sólo les habían sido encomendadas funciones de ayudanta de peinadora y vestidora de las damas menos relevantes.
Apenas se halló a solas con las dos muchachas -que lloraban sin rebozo-, la Reina les dijo:
– No desesperéis, muchachitas. Os prometo salir de aquí muy bien libradas, pues lo cierto es que, una vez haya nacido mi hijo, no precisaré de vuestros cuidados. Sólo os pido paciencia hasta ese momento que, además, siento muy próximo. Por tanto, en breve os veréis nuevamente libres.
Las muchachas, llamadas Dolinda y Artisia, la miraron asombradas. Jamás, hasta el presente, dama ni caballero alguno habíase dirigido a ellas de forma que las distinguiera de un perro -y no de los más cuidados-. Secaron sus ojos con el borde del delantal, y la que parecía más espabilada, la llamada Dolinda, dijo:
– ¿Y cómo será posible eso, Majestad?
– Dejadme hacer, y no preguntéis más -dijo la Reina. Y contempló, enternecida, sus rostros casi infantiles-. Habéis de saber que no es por causa de este cautiverio (del que, como más tarde os mostraré, muy bien podría evadirme), sino por el deseo de que mi hijo nazca en este Castillo, que acepto vivir el tiempo que sea menester entre las sucias paredes de este Torreón.
Tal seguridad había en su voz, y con tanta autoridad y afecto les habló, que las dos pobres criaturas -de once y doce años de edad- sintieron renacer su esperanza. Sobrecogidas por aquel tono y por aquella -en verdad muy señorial- forma de afrontar y sonreír a su negro destino, Dolinda y Artisia quedáronse con la boca abierta, sin atinar a decir cosa alguna.
Pasaron así muchos días. Poco a poco, las maneras y las palabras de Ardid fueron ahuyentando la tosquedad y timidez de ambas doncellas. Y como jamás vieron ni oyeron a ser alguno que se pareciera a aquella Reina -hasta entonces, sólo la habían atisbado de lejos, transidas de temor y admiración-, las dos niñas conocieron, aun por tan triste rendija, un primer resplandor de humanidad y aun de dulzura, tan ausentes ambas de su corta vida.
Eran lindas y graciosas -esto fue lo que les hizo engrosar la servidumbre del Castillo- y, al mismo tiempo, muy hábiles en la costura y en todo tipo de trabajos caseros. Entre charlas y enseñanzas, Ardid fue puliendo sus maneras y su lenguaje. Y quedó muy complacida al ver qué ardor ponían ambas criaturas, no sólo en escuchar y atender sus enseñanzas, sino en servirla con el mayor esmero de que eran capaces. Diose cuenta de que -en especial Dolinda- eran criaturas de viva y despierta inteligencia; y como esta cualidad animaba al instante el interés de Ardid, sintió, al tratarlas en su forzada intimidad, la punzada de una vaga indignación -aunque no sabía decirse contra quién: si contra el mundo, contra Olar, o contra sí misma-, pues atinó a decirse que, de haber nacido en otra cuna, muy buen provecho -habríase extraído de las doncellitas. Comparábalas a algunas jóvenes damas de la Corte, estúpidas y emperifolladas; y aun con su humilde ropa y sus sencillas trenzas, la pequeña Dolinda salía de tal comparación mucho mejor parada. Pero Ardid no era mujer que entretuviese demasiado su pensamiento en estas cosas, pues, aun conociendo o intuyendo su importancia, otras ideas más personales y ambiciosas se anteponían a tales consideraciones, y aun sentimientos.
No obstante, día a día fue estrechándose la intimidad entre Reina y doncellas -la situación se prestaba a ello-, y mucho aprendieron en tan largas horas las unas de las otras. Y si las dos niñas sacaron provecho de tales experiencias, mucho más extrajo de las suyas la propia Reina: aspectos de la vida corriente de las gentes corrientes que, por una u otra razón, desconocía, le iban siendo revelados.
Al fin, cierta madrugada, anuncióse con gran evidencia la llegada al mundo de aquel que, entre las tres, llamaban ya el Príncipe Heredero. Y como la joven Reina fue instruida sin remilgos en las causas y orígenes de la vida humana por su Maestro, conocía mejor que partera alguna todo lo referente a tales cuestiones. De manera que ella misma dio instrucciones muy precisas a las dos doncellas; y sin alharacas ni gemidos al uso, la Reina dio a luz, sin complicaciones de ninguna clase, a una criatura robusta y de abundante pelambre negra -que, al decir de las muchachas, no era corriente lucir en recién nacidos-. Más motivo de admiración dio a las tres comprobar que la mirada azulnegra del niño -si bien turbado por la expresión de los que, a buen seguro, quedan estupefactos en su primera ojeada al mundo donde les tocó nacer- no tardó en significarse con brillo singular; e hizo por primera vez, tras su cautividad, sonreír a la Reina Ardid.
– ¡Ah! -exclamó-, esos ojos no desdecirán de mi casta. Ahora, queridas niñas, dormid, que bien ganado tenéis el reposo. Habían confeccionado entre las tres unos sencillos pañales, y con ellos, como si de un campesino se tratase, vistieron pobremente al que, sin saberlo ellas, sería, con el tiempo, el más grande Rey de Olar.
Cuando las muchachas estuvieron profundamente dormidas, la Reina llamó al Trasgo. Desde su cautiverio sólo le había visto dos veces, y en ambas ocasiones ella se negó a abandonar la prisión a través de los subterráneos, como él pretendía. Aparte de que su estatura se lo impedía, le razonó de esta forma:
– ¿Por qué he de huir, mi buen amigo? ¿Dónde voy a ocultarme? Me perseguirán como una alimaña: y al fin y al cabo, aquí nada nos faltará a mí y a mi hijo. Por el contrario, prefiero pasar mis días relegada, hasta el momento en que mi hijo pueda reclamar sus derechos. Entonces se cumplirá mi vieja venganza, tan estúpidamente olvidada, y cuya desatención me ha traído tanto mal. Así, querido Trasgo, aguarda con paciencia, como yo, a que llegue ese día. Y avisa de todo a mi buen Maestro, pues, sumido en sus estudios y averiguaciones, no creo que esté muy enterado del curso de los acontecimientos. Y de ello me alegro, pues su humilde y sustanciosa vida fue olvidada por el Rey y de este modo se ha salvado de un castigo semejante al mío.
– Así lo haré -dijo el Trasgo-, pero no creo que mis subterráneos sean un camino de fácil acceso para él…
– Pedidle un esfuerzo -dijo Ardid-, ya que le necesito de veras.
El Trasgo volvió a poco con la noticia de que el anciano, si bien derramando abundantes lágrimas, no había sido capaz de atravesar los laberintos llevados a cabo por él.
– Es muy viejo, en verdad -dijo el Trasgo chascando la lengua. Y olvidando que le sobrepasaba cuantiosamente en lustros, añadió-: Temo que por mucho cariño que os tenga, no le sea posible llegar hasta aquí.
– Entonces -dijo Ardid-, decidle que esta noche dejaré abierta mi ventana: de suerte que, si forma la nubecilla voladora (aunque sé que esto no es de su agrado, pues aparte de que se marea mucho, lo considera cosa poco seria), podrá entrar aquí. Es la única forma de encontrarnos que se me ocurre, y así podamos celebrar asamblea íntima y urdir diferentes y variados proyectos.
Así lo hizo el Trasgo. Y a la noche, cuando dormían las doncellas, el Hechicero voló, entró y cayó cuan largo era sobre las pieles con que el Rey permitió cubrir el suelo de la estancia, y entre las que figuraba una, precisamente perteneciente al infortunado Hukjo: aquella que cubría las rodillas de Volodioso el día en que halló a Ardid en su jardín. El Trasgo le reanimó hábilmente, dándole a beber de un frasquito azul que él mismo le había enseñado a llenar con un preparado de hierbas saludables. Pasada su pequeña agonía, el Hechicero abrazó a Ardid y juntos lloraron su desdicha, ante la mirada amorosa y entristecida del Trasgo, cuya contaminación aún no le permitía llorar, aunque sí abonar de una pena cada día más peligrosa su naciente raíz.
– ¡Ay, niña mía! -dijo al fin el viejo, secándose las lágrimas con el borde de la túnica-. ¿Qué te ha trastornado de tal guisa? ¿Cómo no cumpliste estrictamente un plan tan bien trazado, y dejaste vivir y colear a tu verdugo? ¿Qué es lo que falló?
– Dejemos eso -dijo Ardid, con evidente desazón-. ¡Ya pasó el maleficio!
– ¿Maleficio? -se asombró el viejo-. No sabía que en este Castillo alguien poseyera (descontados el Trasgo y yo) tales conocimientos.
– No se trata de un maleficio a vuestro uso -dijo Ardid-, sino un maleficio que suele atacar a infinidad de seres humanos. Pero, dejemos eso, os lo ruego: ya pasó. Por contra, la maligna raíz de ese mal se ha convertido en poderosa rama, de muy distinta y más eficaz especie: el odio.
– Entiendo, entiendo -dijo entonces el anciano-. Le amasteis.
– Bien, si así lo entendéis -dijo ella, con voz trémula; pero este temblor fue el último jirón de un amor ya totalmente aventado. Un amor que huyó, cual ráfaga de viento, por la abierta ventana.
Y al pasar junto a la espesa cortina, ésta se agitó: y un pájaro azul que había tejido en ella palideció como si el sol le hubiera dado muy de frente, y mucho tiempo.
– Al fin y al cabo -dijo Ardid, totalmente serenada, y recuperando la firmeza y juicio que siempre la distinguiera-, si se considera fríamente la situación, la cosa no es demasiado rara: torpes fuimos los tres por no atinar en ello, y no urdir algún remedio contra tal posibilidad. Pues si entre hombres maduros me crié, natural era que amara a un hombre maduro, y no a un jovenzuelo. Siempre consideré que sólo los hombres de edad eran dignos oponentes de mi conversación y mi amistad. Tanto más, si el amor había de llegar a mí. Torpemente, pues, no dimos en pensar que la edad y el porte de Volodioso eran las justas para despertar en mí semejante sentimiento. Pero, puesto que ya todo pasó, y en el presente tan sólo un odio lento y reposado crece en mi pecho, paciencia tengo para aguardar el momento en que broten sus ramas y pueda regar sus flores; y así, deleitarme con su perfume.
– ¡Así me gusta oír a mi pequeña Reina! -dijo el anciano-. ¡Ésta es mi Ardid!
– En efecto, ésta es mi Ardid -se regocijó el Trasgo. Y para celebrarlo se echó al gaznate unos tragos suplementarios que, en puridad, le correspondían.
La noche en que el pequeño Príncipe nació, la Reina llamó al Trasgo por tercera vez. Y éste se enterneció mucho en la contemplación del niño: le tocó los ojos y la cara con sus dedos ingrávidos -para los humanos no iniciados-, y dijo:
– Es muy parecido a su padre, querida niña.
– ¡No digas eso en mi presencia! -silabeó Ardid, súbitamente enfurecida-. Sus ojos son mis ojos.
– No sé -titubeó el Trasgo-, te digo (y es verdad, pues veo la configuración de su futuro cerebro y esqueleto) que se parece a su padre: como él, será fuerte, sensual y valiente. Pero aguarda: atisbo en el nacimiento de su mirada algo no habitual… ¿Será, acaso, capaz de verme, igual que tú me viste, aquella mañana, en los sarmientos? No sé, querida niña: acaso también se parece a ti…
Pero Ardid no se apercibió -o no quiso apercibirse- de que en aquellas últimas apreciaciones había, por parte del Trasgo, más deseo y esperanza que riguroso análisis. Y tampoco vio -pues ni ella ni el mismo Trasgo estaban en condiciones de prestar atención a tales cosas- la maligna lozanía que, a impulsos de tal aseveración, vivificó la peligrosa raíz que crecía en el pecho del Trasgo del Sur.
– En tal caso -dijo-, no tengo nada que objetar. Si en lo bueno es como su padre, y al mismo tiempo lleva lo mejor de mí, contenta puedo estar: será un gran Rey.
– ¿Es tan importante ser un gran Rey? -preguntó el Trasgo, lleno de curiosidad-. Niña mía, se me antoja difícil entender a los humanos.
La Reina quedó pensativa. Pero, al fin, espantó de su mente un enjambre de vagas dudas, y aseveró:
– Lo es, y aunque sé cuánto trastorna este viaje a mi querido Maestro, anda y dile que venga a conocer a nuestro Príncipe. Así lo hizo el Trasgo, y algo más tarde entró como una tromba por la abierta ventana el Hechicero. Y tal era la impaciencia de su corazón por ver al niño, que acaso olvidó marearse. Sentados junto a la cuna, permanecieron los tres en tiernas pláticas, hasta rayar el alba. Entonces, cada uno regresó a su lugar: el Trasgo al subterráneo, el Hechicero a su laboratorio y la Reina a su lecho. Pero una esperanza, aún tenue como la luz de una luciérnaga, pareció iluminar a los tres amigos.
Apenas despertaron, la Reina dijo a sus doncellas:
– Muchachas, vuestra huida está dispuesta: ya que el Príncipe ha nacido, no os necesito, pues en verdad sé arreglármelas muy bien sola. Por tanto, os revelaré un pasadizo secreto por el que podréis escapar; y os daré uno de mis pendientes, única joya que aquí poseo, a cada una, para que no os vayáis con las manos vacías, pues bien sé que el oro, o cosa que lo valga, mucho ayuda a solucionar todas las cosas de este mundo.
Las muchachas se miraron y quedaron un rato indecisas. Al fin, cuchichearon, y entonces Dolinda, que era la mejor conversadora, manifestó:
– Majestad, lo hemos meditado mucho, y hemos dado en pensar que al fin y al cabo aquí estamos bien guarecidas y alimentadas. No olvidéis que hemos salido del bajo pueblo, y que no es una suerte bendita volver a él. Por otra parte, creed que os hemos tomado gran cariño, pues siendo gran Reina, y gran Señora sobre todas, no sois caprichosa ni malvada como otras damas a quienes nos tocó servir: que nos clavaban agujas y nos arañaban la cara si no las peinábamos a su gusto. Aparte de estas cosas, y una vez ha nacido y hemos conocido al joven Príncipe, hemos de confesaros que él se ha adueñado de nuestro corazón: y mucho nos afligiría abandonaros a vos y a él. Así que, si nos lo permitís, permaneceremos con vos, en tanto no os enoje nuestra presencia.
La Reina las abrazó, complacida. Y así, tuvo dos muchachas con quienes compartir los tristes días de su encierro: pues la compañía del Trasgo y el anciano Hechicero, si bien la confortaba como ninguna otra cosa en el mundo, no llenaba ciertos escondrijos de su corazón que comenzó a atisbar; y por esto, ellos ya no lo eran todo en su vida, como en otros tiempos en que, descalza, recorría campos y viñedos, y miraba al mar a través de una piedra horadada. En la Corte y en el amor que brevemente conoció, había descubierto otros aspectos de la vida que, en verdad, dos ancianos tan alejados del humano ajetreo como eran el Trasgo y el Hechicero, mal podían comprender. La Reina, que ahora por vez primera deseaba conservarse bonita y joven, podía conversar de aquellas cosas con las dos muchachas: ya que ellas, por haber peinado, vestido y maquillado a muchas damas, conocían infinidad de recursos y martingalas sobre afeites, secretos de belleza y de juventud, que Ardid, con toda su gran sabiduría, no había llegado a sospechar. Por otra parte, también conocían aquellas muchachas la veleidad y las debilidades de los hombres, tanto nobles como plebeyos. Y de esto tampoco había aprendido lo suficiente la niña, que creía saberlo todo.
Al fin comprendía Ardid que ignoraba si no el más importante sí un muy provechoso aspecto de la vida entre sus semejantes. Por tanto, no sólo aprendió de ellas estas cosas, sino que mucho les oyó de intrigas y zancadillas, de odios y rencores disimulados bajo el colorete; mucho escuchó de amores apretados bajo la -por ella aún desconocida- tortura de una prenda íntima, que, a decir de las muchachas, oprimía de tal forma las carnes que a una mujer robusta la tornaba en talle de lirio -si bien no podía prolongarse por muchas horas, so peligro de asfixia y amoratamiento progresivo-. En fin, que con estas charlas, Ardid se divertía mucho, y aprendía aún más.
El Príncipe, si bien lloraba con ensordecedora potencia, que denotaba la robustez de sus pulmones, crecía hermoso y gordito. Miraba vivamente interesado las cortinas con pájaros azules, la piel esteparia, o el fuego que ardía en la gran chimenea de piedra. Y cuando llegó la primavera y el frío se alejó hacia otras regiones, y el sol entró por las estrechas ventanas de la Torre Este, sonrió por vez primera a un grupo de pájaros que, sin nadie notarlo, habíanle reconocido como hijo de un hombre a quien amaron mucho.
Almíbar, el medio-hermano de Volodioso, era por naturaleza enemigo de la guerra y la violencia. En su primera juventud sufrió muchas afrentas por parte de los hijos del Margrave Sikrosio, excepto de Volodioso. Era casi un niño cuando éste se proclamó Rey; y habiendo dado muerte más o menos directamente a sus otros dos hermanos, reflexionó sobre el destino que debía deparar a aquel niño, apenas llegado a la pubertad. Recordaba con agrado el tiempo en que Almíbar tenía apenas siete años -y quince él-, cuando de paje lo llevaba, portando carcaj, flechas o jabalina. Y el día en que, interpretando el lenguaje de los pájaros, profetizó su reinado.
Así pues, siendo ya Rey, contempló a aquel adolescente cuyos rasgos se le parecían, pero tan suavizados y embellecidos, que sólo tras una intensa y sagaz mirada podía adivinarse que eran hijos de un mismo padre. Pensó Volodioso que Almíbar era manso de carácter, le había secundado en todo, que le amaba y que, si bien no resultaba claro a su entender, la verdad es que sentía hacia el medio-hermano un tibio afecto, como jamás le inspiraron Sirko el taciturno, ni Roedisio el imbécil. Por tanto, lo retuvo a su lado; y a poco comprobó que era tímido y dulce como una muchacha, y que seguía tan aficionado a las letras y a las artes como en tiempos del libro bajo la cornamusa. Aunque era fuerte, hábil y capaz de manejar la espada, si a ello se veía obligado, tal cosa le repugnaba profundamente. Lo llevó consigo durante un tiempo, y tuvo la evidencia de su fidelidad en circunstancia muy significativa para él.
Eran los días de sus campañas del Sur, cuando adicionó a su Reino las regiones de clima suave y codiciados viñedos. En medio de una batalla, una flecha vino a herirle en el hombro: el dolor experimentado le hizo perder su montura, y en el suelo e indefenso, vio un iracundo adversario que se prestaba a partirle el cráneo con su hacha. Fue entonces cuando, inesperadamente, un cuerpo esbelto -e insospechadamente provisto de fuerza y agilidad- se interpuso entre él y su agresor. Era Almíbar, que solía avanzar a su lado, a guisa de escudero. La pequeña daga que, más como adorno que como arma, llevaba al cinto se hundió en el corazón del adversario. Y si bien el hacha de éste desvióse así de la cabeza del Rey, vino, en cambio, a cercenar la delicada muñeca de quien tan valerosa como humildemente le salvó la vida.
Entre las escasas virtudes -aparte sus dotes guerreras y de mando- que adornaban el carácter de Volodioso, contábase, no obstante, su feliz memoria para quien le hizo un favor. Y así como jamás olvidó una afrenta, tampoco se desmemoriaba en esta clase de lances. Desde aquel día, pues, el fraterno sentimiento del Rey se volvió -en cuanto era posible- hacia el medio-hermano. Juró protegerle mientras viviera, y darle cuanto él apeteciera y en su ánimo estuviese.
Terminadas las campañas del Sur, mandó fabricar una mano de marfil, sujetarla hábilmente al muñón del desgraciado y fiel Almíbar, y cubrirla con un guante de rico terciopelo carmesí. Además, le regaló una daga de oro puro con puño de rubíes; y en su hoja leíase este emblema: «Un corazón fiel es digno de vivir». Con lo cual vino a demostrar a todo el mundo que las dudas abrigadas hasta el momento sobre la conveniencia de enviarlo junto a sus otros hermanos, quedaban zanjadas para siempre.
No contento con ello y arrastrado por la euforia de sus crecientes victorias y su engrandecimiento -era el tiempo joven: el hermoso tiempo en que el Reino se enriquecía y ensanchaba aún a costa de las guerras, en vez de desangrarse en ellas; el tiempo en que un Rey nacía y crecía, más aún dentro de su corazón que en parte alguna; un tiempo en que los pájaros, sus amigos, venían a recibirle los primeros a la Puerta Volinka (veíalos llegar a él en bandadas de plata, sobre las murallas de la cada día más rica y poderosa Olar), antes que las campanas del triunfo que volteaban en las torres resonaran en sus oídos-, embargado, en aquellos días, de gloria y de poder, ofreció dar a Almíbar lo que más deseara. El muchacho reflexionó y al fin dijo, ruborizándose, que, puesto que más que otra cosa en el mundo amaba el estudio, para cumplir tales deseos no veía otro lugar más adecuado que ingresar en el Monasterio de los Abundios. Volodioso disimuló su extrañeza, pero al fin concedió a su medio-hermano tan peregrino deseo.
Partió Almíbar con el corazón arrebatado de ilusión, hacia lo que consideraba su más preciado sueño. Pero no llevaba en el Monasterio mucho tiempo, cuando fue devuelto al Rey, con el siguiente aviso del Abad: «Mucho lamentamos devolveros a nuestro dulce y sensible hermano Almíbar, de quien, en verdad, nos duele desprendernos. Pero sabed que si bien parece dotado de buena inteligencia, no parece en cambio provisto, como aquí conviene, de perseverancia y auténtica vocación en cosa alguna. Es lo que podríamos llamar espíritu de mariposa; que no se detiene mucho tiempo en una sola flor. Por otra parte, el joven Almíbar, acostumbrado a vuestra generosa protección, no se adapta a la austeridad de esta Orden: detesta las gachas y la dureza del lecho, lleva bajo el hábito impropios collares e incluso jubón de terciopelo, con la excusa de ser éste un preciado regalo vuestro. Dadas éstas y otras circunstancias, juzgamos que mejor prosperará en la Corte, para entretener a las nobles damas con su aguda y gentil forma de ser y conversar, su buena disposición para la música y el canto, y, en fin, todas esas cosas que a todas luces le hacen más feliz que esta muy severa vida monacal». El Rey quedó perplejo, y ya estaba dispuesto a arrasar el Convento con sus monjes dentro, cuando sospechó que antes debía preguntar su parecer al propio Almíbar. Éste se ruborizó de nuevo, suspiró, y bajando la cabeza, admitió que en verdad la vida en el Monasterio no era ni mucho menos como la había imaginado, y que estaba tan deseoso de abandonarlo como los monjes de perderlo de vista.
– Pues bien -dijo el Rey-, permanece en la Corte. Te nombraré Príncipe y te cederé el viejo Castillo y las tierras que fueron de nuestro padre. Tú sabrás engalanarlo con el buen gusto que demuestras. Te daré también una pequeña tropa que tú vestirás y mantendrás. Pero has de saber que tanto tú como tus hombres estaréis dispuestos en todo momento, si yo lo precisara, a acudir en mi ayuda; puesto que en ti confío como en ningún otro. Los adiestrarás (que de ello sabes, aunque no te guste) y los mantendrás en buena forma, para cualquier imprevisto que se presentara. Y aunque no posees dote alguna, puedes disfrutar de por vida el dominio y vasallaje de todas las aldeas comprendidas en ese territorio. Pero una cosa te advierto: tanto tú, como tus tierras, como tus soldados son, en puridad, míos. Y tal como te los doy, te los quitaré, si no respondes a mi confianza con tu lealtad.
Con lágrimas en los ojos, Almíbar besó la mano del Rey. Y ya Príncipe, fue elemento indispensable en toda reunión cortesana; de suerte que fue nombrado jefe de Ceremonias y, al mismo tiempo, era él quien dirigía las expediciones a la Isla de Leonia, en el Sur, donde se llevaban a efecto compras y toda clase de intercambio de mercancías. Vistió con gran generosidad a sus soldados, y si bien éstos permanecían hasta el momento al margen de las batallas llevadas a cabo por Volodioso, el Rey sabía que siempre contaba con un bien alimentado y pertrechado refuerzo para casos de emergencia. El carácter de Almíbar era excelente y su fidelidad hasta tal punto inquebrantable, que no tuvo pocas ocasiones de demostrarla al Rey. Y éste se hallaba muy complacido.
Pero comprobando, por algunas murmuraciones, que al joven Príncipe Almíbar, si bien encantaba a las damas con la inspirada música de su laúd y sus canciones, con sus poesías y otras zarandajas por el estilo -causando la profunda envidia de Caralinda-, no se le conocía, en cambio, ningún amorío, aunque más de un corazón latía por sus oscuros rizos y sus azules ojos, sospechó Volodioso que las aficiones de su hermano se encaminaban por otros derroteros. Y llamándole confidencialmente, le planteó directamente la cuestión, pues, según pensó, si así eran las cosas, debían aceptarse como tal, y no veía inconveniente alguno en que, aunque observando gran discreción, hermano tan noble y fiel tuviera sus lícitos esparcimientos carnales. Pero el joven, asombrado, dijo:
– ¡Oh no, Señor! No es eso. Realmente he formado en mi interior una imagen tan ideal de la criatura amada, que no puedo mirar con ojos amorosos a nadie, pues a nadie parecido he hallado todavía.
Volodioso recordó entonces que la madre de Almíbar fue un hada, de manera que, después de todo, no tenía nada de raro lo que oía.
– Pero bueno -dijo el Rey-, descríbela, y la buscaremos.
– Es indescriptible -contestó el joven.
– Bien, dime, al menos, si se trata de hombre, mujer o de qué otra especie.
– En verdad, no estoy seguro -dijo el muchacho-. No estoy seguro de ese pequeño detalle. Os prometo que, llegado el caso de hallarla, os avisaré.
Pero, llegado el caso, no le avisó. Y no le avisó por justificadísima prudencia, ya que la criatura ideal y soñada por él durante largos años fue inmediata y dolorosamente identificada en la figura de la pequeña Ardid, de siete años de edad, el día en que ésta, tras curioso matrimonio, alzó su velo ante la maravillada Corte.
Desde ese momento, el joven Almíbar luchaba como un poseso entre su fidelidad y el amor creciente por aquella insólita criatura, a decir verdad, de todo punto indescriptible. Y así, guardó este secreto en su corazón, y aunque la Reina creció, y al fin cayó en desgracia, este amor no había sufrido merma alguna. Porque, así como algunos seres humanos experimentaban tales sensaciones ora a partir del corazón, ora a partir del vientre, Almíbar era de los que anidaban tan peregrino sentimiento en el reducto más espeso e intrincado de su imaginación. Lo cual, ni que decir tiene, acarrea sinsabores mucho más graves que al resto de los humanos afectados del mismo mal, pero radicado en lugar más pertinente.
Estando así las cosas, fue enorme la consternación del Príncipe Almíbar cuando, de regreso de cacería con el Rey, recibió las nuevas de la desgracia de Ardid, al tiempo que la delicada misión que se le encomendaba: ser su Guardián.
No obstante, cumplió las órdenes de su hermano: envió la nutrida y brillante Guardia de su pequeño ejército a custodiar las habitaciones de la Reina, con la minuciosidad y exactitud que ponía en todas sus obligaciones. Pero su corazón latía con desenfreno, y aquella misma noche tuvo que guardar cama, preso de violentas calenturas. Sanó rápidamente de éstas, pero desde ese momento sus poesías y canciones tenían una singular melancolía que prendía en los corazones de todos los que las oían, y a menudo llegaban al pueblo, y éste las propagaba a su modo y entender: unos mejorándolas, otros haciendo de ellas auténticos estropicios.
Al fin, llegó un día en que no pudo demorar por más tiempo su obligada visita semanal a la Reina -hasta aquel momento aplazada por excusas más o menos bien urdidas-, pues fue enterado por la Guardia -a su vez enterada por las doncellas- del nacimiento del Príncipe. Armándose de valor, sentía, mientras se acicalaba con esmero, que una gran batalla se libraba en su interior. Pese a su apariencia soñadora y dulce, abrigaba un temperamento de gran ímpetu amoroso, a lo cual había contribuido mucho su consanguinidad con Volodioso: pues, al parecer, Sikrosio dotó a toda su ralea de la furia erótica que los distinguía y trastornaba. Pero también la nobleza de su carácter y su indudable amor y admiración hacia el Rey eran una dura roca donde se estrellaban todos sus sueños de amor.
Comprendió que un día u otro debía afrontar la situación, y así, anunció a la Reina que el Príncipe Almíbar, su Guardián, la visitaría aquella tarde, poco antes de la puesta del sol, para informarse del curso de su vida, como tenía mandado.
La Reina escuchó con indiferencia la noticia de aquella visita. Recordaba vagamente a Almíbar como un joven tímido e insensato, que solía deslizarse por entre las cortinas como una sombra. A decir verdad, sentía hacia su persona un ligero desprecio, por parecerle un inútil, aprovechado de la generosidad del Rey. En cuanto a sus poesías y canciones, nunca estuvo capacitada para apreciar tales sutilezas, y sólo le parecían palabrería y sonidos más o menos afortunados.
La ciencia era lo único que le interesaba por aquellos tiempos, y, después, su venganza. Más tarde, el amor borró todas estas cosas y, en la actualidad, sólo llenaba sus pensamientos el pequeño Príncipe, en quien había reunido toda la capacidad de amor y esperanza de que era capaz. Hacerlo Rey era, pues, su única ambición y anhelo en este mundo. Y por ello, se veía capaz de cualquier cosa. Sabía ya que los encantos femeninos no eran arma desdeñable en la lucha que se proponía librar, y cuidaba con esmero de que la frescura de sus mejillas y la tersura de su rostro no se marchitasen.
Entró el Príncipe Almíbar muy erguido, dispuesto a ofrecer un aspecto severo y de gran prestancia, si bien su corazón se partía. La Reina le recibió con idéntica altivez, en la que se traslucía un ligero desdén, y tras un frío y ceremonioso saludo, le mostró la cuna del Príncipe.
– Se lo comunicaré a nuestro amado Rey -dijo, procurando dar a su voz un tono frío y rutinario.
Pero en aquel momento, unas muchachas que pasaban por la orilla del Lago entonaron una de sus canciones predilectas, compuesta con el corazón puesto en aquella que ahora se erguía frente a él, hermosa como nunca la viera antes. Y de tal modo la canción repetía la belleza y el amor que por ella sentía, que sintió cómo sus palabras se le clavaban directamente en el pecho, atravesándolo de parte a parte igual que una fina y dura daga. Tanto es así que palideció intensamente, llevóse la mano a la frente, y se desplomó suavemente sobre las famosas pieles de Hukjo. Al verle caer con la suavidad de un ciervo herido, la Reina y las doncellas quedaron boquiabiertas: jamás hombre alguno, como no fuera atravesado por alguna arma, había ofrecido un espectáculo semejante a sus ojos. Y esto con la diferencia de que en lugar de desplomarse con la suavidad del Príncipe, lo hacían entre juramentos, asiéndose con manos como garfios a cuantos tapices o ramajes -según el lugar del suceso- hallaban en la caída.
– ¿Qué ocurre? -dijo la Reina-.
Se inclinó hacia él, dispuesta a levantarle de tan indigna postura. Y al inclinarse, sus rubias trenzas sueltas rozaron el rostro de Almíbar, que abrió los ojos. Y hallando tan cerca de los suyos los ojos y los labios de la Reina, toda su fidelidad y buenos propósitos se esfumaron como viento, y sólo su grandísimo amor llenaba el mundo. Hasta tal punto que, olvidando la presencia de las dos doncellas, asióse con desesperada pasión a la cintura de la Reina, y atrayéndola hacia sí con el brazo izquierdo -que era el de la mano sana-, besó sus labios con tal ardor y dulce violencia, que la Reina, habiendo ya conocido por su esposo las dulzuras que tales transportes llegaban a producir, sintió a su vez reverdecer emociones ya alejadas de su espíritu, pero no de su cuerpo. Así enlazados, rodaron ambos por sobre las pieles del feroz Hukjo, mientras las doncellas se ausentaban silenciosamente al aposento contiguo, tiernamente con Diríase que le ha dado un aire movidas y esperanzadas por lo que podía reportar aquel suceso a su amada Reina, a su no menos amado Príncipe, y a ellas mismas.
Y si bien tras aquel azaroso lance, la Reina recuperó su prestancia, y a través de la bruma de tan placentera sensación, descubrió que el Príncipe Almíbar no era en modo alguno feo, antes bien, un guapo mozo, arrebatado y dulce a un tiempo, la amargura de sus pasadas experiencias la avisó prontamente de lo aprovechable de la situación. Desasiéndose del brazo que tan empecinadamente la retenía, y sentada aún en el suelo, arreglóse prestamente el corpiño y los cabellos diciendo:
– ¡Ah, Príncipe! ¿Cómo habéis osado abusar de tal forma de la debilidad de una mujer, aún joven, condenada a tan grande soledad y privaciones? ¿Tan cruel sois que venís a gozaros de mi desdicha, para luego hacer mofa vanidosa y escarnio de sentimientos tan nobles como los que experimento hacia vos?
Y mientras esto decía, recuperaba su memoria la visión de los azules ojos de Almíbar, medio oculto entre los tapices y las sedas, clavados en ella con una fijeza que entonces halló estúpida, y ahora entendía de muy distinta manera.
– Señora -rugió suavemente, si esto es posible, y a fe que en él lo fue-, ¿cómo podéis pensar tal indignidad de mí? Humildemente os suplico perdonéis este arrebato: hace tanto, tanto tiempo que…
Y así, empezó aquel idilio secreto, aquel pacto, aquella esperanza luminosa que, pacientemente, condujo a Ardid al soñado día de la venganza.
El amor de Almíbar creció con los días, con los años. Pero el amor no prendió en el pecho de Ardid: mucho había aprendido de sus funestas consecuencias, para dejarse arrastrar por tan peligroso sentimiento. Así pues, si bien consideraba muy agradable y sano tener oportunidad de no marchitar su robusta y bella juventud en la estúpida soledad de cuatro paredes, no por ello su cerebro dejaba de urdir planes de un futuro más halagüeño.
El niño que Ardid llamaba Príncipe Heredero fue bautizado sin pompa alguna y con una parquedad sin igual. Un fraile del convento de los Abundios fue introducido bajo custodia en la Torre Este, echó agua en la cabeza del infante, le impuso de nombre Gudú -como su madre ordenó- y se volvió por donde había venido, con más prisa de la que era previsible. El Abad, dadas las circunstancias, juzgó inadecuada su presencia, aun a sabiendas de que, hasta el momento, la costumbre aconsejaba que él bautizase a todos los hijos de nobles, y más aún, a los hijos del Rey.
El niño crecía, sin lujo alguno, en las habitaciones de su madre. Día a día, el uso y el tiempo iban deteriorando muebles y enseres, y nadie se cuidaba de reponerlos. Pero estas cosas no preocupaban a la Reina, ensimismada en otras preocupaciones.
El niño aprendió muy pronto a mantenerse sobre sus piernas, largas y firmes, y mucho antes de lo acostumbrado aprendió a corretear sin ayudarse de manos y rodillas. La madre, el Hechicero, el Trasgo y el propio Almíbar le amaban, pero cada uno inmerso en sus propias obsesiones, poco o nada cuidaban de sus correrías, y menos aún de su educación, juzgando que aún era temprano para ello, y que muchas otras cosas requerían su atención.
Almíbar fue dulce y amistoso con el Hechicero, y le permitió visitar con asiduidad a la Reina. Y como tenían aficiones comunes -si bien en Almíbar de muy modesta calidad-, el Hechicero consentía en instruirle sobre algunos de sus conocimientos, por lo que las veladas en las cámaras de la Reina Ardid tomaron un tinte a medias entre conspiración y hogareña intimidad. Al Trasgo no podía verlo Almíbar, pero al fin, enterado de su existencia, podía mantener alguna charla de pura cortesía con él, a través del Hechicero o de la propia Ardid. No obstante, si bien se respetaban mutuamente, lo cierto es que jamás se comprendieron uno a otro.
A pesar de todos los vaticinios del Trasgo sobre sus ojos, el pequeño Gudú jamás dio muestras de enterarse de su presencia. Y aunque esto le daba claras muestras del pequeño grado de contaminación de que era víctima, el Trasgo se sentía íntimamente desazonado por su causa. Se guardaba de decirlo, pero su gran deseo hubiera sido todo lo contrario; y por llamar su atención, no cesaba de dar cabriolas y volatines frente al niño, ante la indiferencia de éste. Por contra, la vista de Gudú era aguda para todo lo demás. Encaramado al antepecho de la ventana, distinguía claramente cuanto se ofrecía a su escrutadora mirada, que, con el tiempo, se tornó de un azul muy claro, mezclado de gris, y tan brillante, que recordaba el fulgor de la escarcha invernal en las ramas desnudas del parque.
Así, pasaron algunos años, y cuando Gudú el Ignorado cumplió tres, dado el relajamiento de la Guardia -no olvidemos que ésta y su Capitán, Randal, pertenecían en cuerpo y alma a la Reina y al Príncipe Almíbar-, en la Corte de Olar se tenía a los de la Torre Este y a sus guardianes en el total olvido.
El pequeño Príncipe atravesó un día los umbrales de las estancias maternas y se aventuró por pasillos y recovecos. Era una criatura de aspecto tan robusto que, aun a pesar de la palidez de su piel -como criatura crecida a espaldas del sol que, sólo a ciertas horas y estaciones, bailaba sobre los azules pájaros de las cortinas, ya totalmente marchitos-, presentaba un aspecto tan fuera de lo común -los niños de la damas cortesanas solían crecer enfermizos e incómodos entre refajos y puntillas-, que hubiérasele tomado por un campesino, a no ser por la pulcritud de las dos doncellas que de él cuidaban.
Gudú tenía la cabeza grande, de frente ancha y despejada aunque materialmente tapada por la espesa pelambre negra de rizos enmarañados. Sus ojos inquisitivos parecían taladrar cuanto miraban, y había una especie de fiereza en su semblante totalmente impropia en un niño tan pequeño. Tenía manos muy grandes, aunque todavía sembradas de hoyuelos, y cuando asían algo, no lo dejaban caer al suelo como solían hacer los de su edad, sino que lo retenían con fuerza, y nadie era capaz de arrebatárselo: sólo se desprendía de su presa para lanzarla, con precisión asombrosa, sobre alguna cabeza elegida como diana. Por lo que demostraba hallarse dotado de gran puntería, por una parte, y escasa consideración hacia sus semejantes, por otra.
Con tales aficiones, a pesar de que por su estatura no hubiera sido fácilmente distinguido entre los sombríos recovecos del grande y poco confortable Castillo, lo cierto es que su presencia empezó a hacerse notar por criados y soldados, y tomándosele por el hijo de alguno de ellos, en más de una ocasión recibió un puntapié en sus tiernas posaderas: humillación correspondida con mordiscos que, a su vez, mostraban un desarrollo y fiereza en la dentadura del niño equiparable a su puntería. Aunque a nadie le interesaba realmente quién era el niño, poco a poco, unos y otros fueron barruntándolo. Y como no se atrevían a decirlo, ni comentarlo, fue costumbre entre criados y soldados hallarlo en los corredores metido entre sus piernas, como si se tratara de un cachorro perdido. Después del primer puntapié, Gudú se frotó con gran parsimonia la parte afectada, y aprendió a correr, trepar y ocultarse con tanta rapidez y astucia, que vino a constituir casi una pesadilla para quienes tenían que sufrir sus raudas y ladinas incursiones. En ellas llegó incluso hasta las cocinas, y así conseguía bocados que nunca antes probara. Robaba cuantos objetos llamaban su atención, y escabulléndose como un gato, venía a ocultarlo todo en un hueco de la negra chimenea. Allí los encontraba el Trasgo, y transido de ternura, los acariciaba con profunda melancolía. «Ah, mi Príncipe -se decía, en la soledad de su subterráneo-, ¿llegarás a verme algún día? Si tal cosa sucede, poco me importará aumentar mi grado de contaminación: con ello me daré por satisfecho.»
Los años se sucedieron para la Reina y su camarilla con mayor rapidez de lo imaginado al principio de su cautiverio.
Y llegó un día en que cumplió Ancio veinte años, Bancio y Cancio dieciocho, Furcio trece, y estando a punto de cumplir le aquellos como una visión especial, como un raro caballero de leyenda lejano a toda la maldad que conocían.
Poco a poco Predilecto fue acercándose más a sus aldeas, a su miseria y a su desesperación, hasta que llegó un día en que habló con un muchacho, otro con un hombre, otro con varios hombres y mujeres. Se acercaba a sus chozas, y ya no le recibían con pedradas o silencio -como había ocurrido en alguna ocasión con alguno de los Soeces o su tropa-. Sólo el primer día le trataron con despego y una piedra le dio en la frente. Entonces, una muchacha llamada Lure lo entró en su cabaña y le vendó. Y eran tan grandes su distinción y belleza, que una mujer, deslumbrada, dijo que Lure tenía a San Jorge en su choza. Y cuando algunos se acercaron a verle, temerosos, Predilecto sintió una gran pena en su corazón, al contemplar sus andrajos y sus rostros famélicos. Se juró que si un día llegaba a ser Rey, pondría fin a toda aquella maldad.
Así lo dijo, pero el viejo abuelo de la muchacha le advirtió:
– Seguramente así lo piensas, joven Príncipe. Pero has de saber que no cumplirás lo dicho: un Rey nunca podrá ser como tú dices. Y si llegas a Rey, como los otros te portarás, para no dejar de serlo.
– ¡No, no! -protestó él-. Te digo la verdad. Mi conducta será muy distinta.
– Entonces dejarías de ser Rey -repitió el anciano-. Muchos años he vivido, y mucho sé de todas estas cosas. Y te diré algo, noble jovencito: acaso nosotros seríamos los primeros en arrojarte del trono.
Estas palabras le dejaron muy confuso, y se dijo: «Mi padre y este anciano dicen lo mismo, cada uno desde lugar opuesto». -Entonces -dijo Predilecto-, no seré jamás Rey.
Y el anciano sonrió.
– Así, quizá podrás hacer algún bien a gentes como nosotros. Y Predilecto reflexionó:
– Algún día el mundo será justo para todos. El anciano quedó muy caviloso.
– Puede que digas verdad -exclamó-. Y puede que algún día, en algún tiempo, eso sea posible.
– Todo es posible -dijo con pasión Predilecto- si queremos que lo sea.
A partir de entonces, en sus escapadas -que instintivamente ocultaba a los del Castillo- aquellas gentes llegaron a constituir el único lugar donde podía liberar de soledad, angustia y desesperanza todo lo que despertaba en su corazón a medida que se hacía hombre. Y en medio de todas estas cosas, algo le hacía sufrir y le consolaba a un tiempo: a pesar de cuanto descubría, pensaba y sentía, amaba a su padre, y no podía dejar de amarle.
Estando así las cosas, cierto día tropezó en un corredor del Castillo con un grupo de pinches que maltrataban y se burlaban de un niño. Lo habían rodeado y a puntapiés se lo pasaban unos a otros. El niño era muy pequeño, de unos cinco o seis años de edad. Como un lobezno rebelde y furioso, se defendía a dentelladas, y comprobó que más de una canilla había ya hecho sangrar. Esto excitaba más a los pinches, y les divertía y enfurecía a partes iguales.
Predilecto sintió que un viejo y remoto rencor -un rencor que aún no conocía, que presentía difusamente en sus visitas a los Desdichados- estallaba dentro de él como un trueno. Por primera vez una ira sorda, ciega y roja nubló sus ojos. Nadie le había visto jamás el rostro, por lo común sereno y afable, inundado de tan salvaje odio. Levantó la espada, y con la hoja de plano, asestó tantos golpes a aquella pandilla de truhanes, que más de uno anduvo por algunos días medio cojo o con el brazo envuelto en un pañuelo. Y espantándolos gritó, fuera de sí:
– ¡Jamás, jamás nadie toque a un indefenso en mi presencia! Pero alguien no se había marchado, alguien que arteramente había escapado a sus golpes, y que apareciendo tras una tinaja, le escupió con rabia:
– Estúpido, ¿sabes quién es este que llamas indefenso y muerde como un gato montés? -mostró la mano ensangrentada, donde muy claramente se marcaban unos diminutos pero afilados colmillos, y añadió-: Es el repugnante hijo de la repugnante Reina Bruja, que nuestro padre mandó encerrar hace seis años en la Torre Este.
Predilecto reconoció entonces a su hermano Furcio, que tenía su misma edad, y miró con más atención al niño: parecía un animalito, un cachorro sorprendido. Sus grandes ojos azul-gris se clavaban en los suyos, con gran estupor: nadie le había defendido nunca.
– No me importa quién sea -dijo Predilecto- y si es cierto lo que dices, mi hermano es, y como hermano lo he de defender y respetar.
– Idiota -respondió Furcio-.
Y desapareció, riendo a carcajadas. Predilecto se inclinó hacia el niño y acarició su enmarañada cabellera. Desde aquel día, de lejos o de cerca, Gudú le seguía, como un curioso y atónito animalillo. Al verle, Predilecto sentía dolor y, a un tiempo, le despertaba un tierno sentimiento que creció día a día en su corazón y jamás le abandonó. Y fue, al fin, la perdición de su vida.
Desde ese punto y hora, jamás nadie se atrevió a tocar-al menos en su presencia- al todavía ignorado y despreciado Príncipe Gudú.
¡Más te valdrá que no sepa él!
No sabía que aquella madrugada sería la última en que vería levantarse el sol sobre Olar, ni que aquella tarde, antes que ese mismo sol se hundiera en el Lago de las Desapariciones, él habría embarcado en la nave sin regreso. Y esta nave se lo llevó sin resolver por propia iniciativa lo que, en puridad, era más importante para él y, por tanto, para Olar: su descendencia.
Si se lo hubieran dicho -era fuerte, nada le dolía, era Rey-, no lo hubiera creído; con lo que, a pesar de ello, no debía diferenciarse en exceso de los demás hombres. Al parecer, casi nadie cree que el olor de la tierra, el resplandor del cielo o el viento traen por última vez el aliento de la vida: tanto si ocurre en invierno, primavera, verano o durante el turbador otoño.
Y sin embargo, Volodioso hubiera podido apercibirse de que sólo para él había llegado el frío. Cuando le decían: «El otoño no es un tiempo frío. Sólo el invierno penetra en los huesos», él sentía el frío precisamente allí, dentro de sus huesos. Un frío como ni siquiera conoció durante las campañas esteparias. Arropado en sus pieles no lograba entrar en calor. Con ellas se cubría y cubría el suelo de su cámara. Tenían para él singular significado puesto que las consiguió de sus peores enemigos, y se complacía a menudo mirándolas, pasando la mano sobre la negra, blanca o castaña suavidad. En realidad, acariciaba la única derrota de aquellos guerreros que asolaron -y aún asolarían por mucho tiempo- su país.
Durante todos los días de su vida, el Rey Volodioso despertó al alba. El sueño cesaba para él en el momento justo en que el sol asomaba en los confines del mundo. También el Margrave Sikrosio -gran cazador y hombre en verdad infatigable- solía levantarse de madrugada. Contrariamente a él, Volodioso no precisaba escuderos, pajes o persona alguna que le sacudiera en el lecho. Para arrancarle violentamente de las brumas en que se sumía Sikrosio, a rastras del alcohol y el sueño, más de una vez, ante el miedo que el cumplimiento de esta orden provocaba en sus servidores, su propio hermano Sirko y él se habían encargado de tan penoso cometido. Y estando en ello, explicábase el pavor de cuantos se veían obligados a hacerlo, pues apenas el Margrave renacía de sus oscuras tinieblas, la emprendía a bastonazos, blasfemias y juramentos, seguidos por un indescifrable -y casi infantil- llanto.
Si bien su padre necesitaba desahogar el colérico asombro, el casi inocente estupor que le producía, día tras día, reincorporarse a la vida y al sol, Volodioso no precisaba que le tironeasen de brazos y piernas o le sacudieran como un fardo. Al simple anuncio de la luz en el cielo se abrían sus ojos.
Aquella madrugada aún brillaban en el hueco de la chimenea rescoldos del fuego nocturno. Volodioso levantó la vista hacia el dosel de su lecho: desde un travesaño, entre las columnas que lo sustentaban le miraban las dos cabezas de Hukjo y Krejko talladas en madera. Así, día tras día, el fuego o la primera luz del día iluminaba sus desgastadas facciones y su recuerdo.
Volodioso descorrió las cortinas del lecho y saltó al suelo. De nuevo, el frío hiriente le estremeció. Se arrebujó aún más en las pieles y ni aun así logró aplacarlo. Volvió a mirar las dos cabezas: tenía la impresión de que -de alguna manera, en alguna desconocida zona de su reciente sueño- los jefes vencidos habían estado hablándole de algo que ahora, inútilmente, trataba de recordar. Se apartó al fin, con la impresión de que algo flotaba en el umbral de la noche y el día y turbaba su despertar: una materia blanca, transparente, cuyo significado no alcanzaba. Un paje le aguardaba para llenar de agua la jofaina donde solía hacer sus -en verdad someras- abluciones matinales. Deseaba ahuyentar aquella vaga e imprecisa imagen, y pensó: «Fue una buena idea clavar a Hukjo y al otro en mi cabecera. Debí añadir alguno más. En verdad, siempre tuve a mano una buena razón para deshacerme de quien intentó interponerse en mi camino». El paje vertió el agua, y de pronto se extrañó de no verle romper la delgada corteza de hielo que solía formarse en los jarros. «No es raro -reflexionó-, no estamos en invierno. No es tiempo aún de que el agua se hiele.» Entonces, le invadió un cansancio extraño, una pesadez inusitada de brazos y piernas. «Siempre hubo para mí una buena razón: mi razón, la gran sustancia de todos mis actos, la que me hizo Rey a mí, y Reino a Olar. Sin ella esta tierra sería sólo una región desmembrada en míseros grupos que andarían guerreando entre sí, o acuchillándose por culpa de una gallina. Sin patria, sin Rey, sin unión ni fuerza.»
El Barón Ramo sostenía la ropa de su Señor y Rey. Ramo ejercía en el Palacio las funciones de Senescal. Era un hombre taciturno y enjuto, al que casi nunca se oyó hablar. Ahora era viejo, pero en tiempos fue un gran soldado, muy leal a Volodioso. Fue de gran ayuda en la primera revuelta contra Sikrosio, y estuvo siempre a su lado: en las luchas contra los jinetes de la estepa, en las campañas del Sur. Ahora, le faltaba un ojo y tenía la barbilla hendida por una cicatriz violácea que le impedía lucir barba. Volodioso le distinguía con su rara intimidad.
Contrariamente a su padre, Volodioso procuraba huir lo más posible de la promiscuidad. Todos sabían que los silencios y la soledad del Rey eran tan sagrados como sus decisiones y mandatos. Sin embargo, nadie hubiera podido asegurar que Volodioso sentía afecto por el Barón Ranio, o si ponía su confianza en él. Estos sentimientos en Volodioso fueron siempre un misterio. Ni tan siquiera el Conde Tuso, su Consejero Real, podía vanagloriarse de gozar de ellos -y su astuta prudencia le guardaba muy bien de hacerlo-. Sólo el medio-hermano del Rey, el Príncipe Almíbar, tendría sólidos motivos para jactarse de su absoluta confianza, pero ni lo hacía ni se aprovechaba de ello, ni tal vez se apercibía enteramente de la magnitud de tal honor.
El Rey Volodioso se frotó los ojos y hundió la cabeza en el agua; a su contacto, se estremeció, como si se tratara de hielo o nieve. Aunque se moriría sin confesarlo, no sólo el frío había entrado en su ser, sino que otro fenómeno le turbaba más aún: ante sus ojos los objetos se hacían más borrosos cada día. Intentó ahuyentar con otros pensamientos la amarga sensación que estos descubrimientos le despertaban. «Olar es un hermoso nombre: no sólo es el de esta ciudad y este Reino, no sólo el de mi estirpe. Es el nombre de mi gran razón.»
De improviso, en el redondo caparazón del recipiente, del agua misma, parecía brotar un rostro: al fondo de un negro y reluciente Reino, flotaba su propia cabeza decapitada. El terror paralizó un instante los movimientos del Rey. Luego, de un brusco manotazo, derribó la jofaina, que rodó con estrépito. El resplandor del fuego arrancaba chispas rojizas de su pulido cobre y el agua se desparramó sobre las pieles de Hukjo, que parecieron beberla con sed. Volodioso se sentía zozobrar en una suerte de remoto asombro, tan remoto como el oscuro origen de la vida, ante el fantasma de su propia decapitación. «No tengo miedo. Sólo he visto el rostro de un anciano a quien no conozco.» Pero no era un anciano. «La ancianidad -solía decirse él a menudo- no es compatible con los hombres de mi raza.» Se vistió, deprisa, evitando que Ramo viera el temblor de sus manos.
Ahora, en tiempos de paz, practicaba la caza con asiduidad un tanto obsesiva, y el otoño era la época más propicia para ir al jabalí. No había batalla alguna que ganar, nadie de quien defenderse, no se ofrecía otra presa más tentadora que atrapar. La caza del jabalí iniciaba también aquella madrugada, y este pensamiento devolvió el sosiego y el buen ánimo a su espíritu. No volvería a mirar el fondo del agua, pensó. Podría ocurrir que, de improviso, surgieran espectros de viejos reyes, o quizá de algún marchito, o tal vez perdido sueño. Deseó encararse a las cabezas esculpidas en su cabecera y preguntarles si un gran Rey -o un viejo Rey- puede sufrir alucinaciones o agoreros presagios. Pero no estaba solo, ya habían descorrido los gruesos tapices y a través de la ventana llegaba el cautivador susurro de la madrugada.
Una vez más se iniciaba, con el nuevo día, la cacería real. El aire traía mezclados olores desde los cercanos bosques. En el patio aguardaban los caballeros y las damas convocadas, y alguno de sus hijos.
En aquel momento Volodioso oyó el ladrido impaciente de los perros, y sonrió. Aún podía -se dijo- lanzar muy lejos la jabalina, sin errar el blanco. Pero no sabía que para nadie resultaba un secreto la creciente cortedad de su vista. Los aduladores cortesanos ponían los blancos tan cerca de sus narices, que ciego debería estar para no alcanzarlos. Aparte de esta debilidad, las fuerzas no le habían abandonado, hasta el punto de que en la Corte tres mujeres gozaban de sus favores, mucho más repetidamente de lo que su edad y venerables canas hacían presumir.
El paso del tiempo, no obstante, se acusa para todos de uno u otro modo, y había en él algo mucho más indicativo de ese paso, que el frío o la ceguera. Algo que a todas luces anunciaba su declive. Y quizás era su amor, su ternura -ciertamente insólita- hacia uno de sus hijos: el Príncipe Predilecto.
Como los otros cuatro príncipes -los hermanos Soeces-, Predilecto era hijo bastardo. Y aunque el Rey tenía uno legítimo -que en aquellos días apenas llegaba a los seis años-, este niño era tan despreciado e ignorado por él, a causa de la aversión que la Reina le inspiraba, que, en la mañana que nos ocupa, Volodioso aún no había decidido quién de entre sus hijos debía sucederle en el trono. La ley de sucesión aún no había sido decretada en Olar, y Volodioso -que gustaba imaginar a la muerte agazapada en un recodo aún muy lejano de su camino- dejaba siempre este detalle para última hora. Tenía para ello muchas y explicables razones, y era causa para él de muchas dudas.
Cuando bajó la escalera que llevaba al patio arrastrando su manto rojo -del que ahora, cosa extraña en él, casi nunca se desprendía- entre la doble fila de pajes con antorchas encendidas, nadie, ni sus más adictos cortesanos ni sus hijos, sospechaban que veían descender por última vez al Rey.
En el patio piafaban los caballos, y el ladrido de la jauría se perdía hacia los bosques. Aún el cielo no había logrado desprenderse enteramente de la noche y todavía alguna estrella asomaba tímidamente entre el viento. Los que solían acompañarle en estas cacerías no eran numerosos, pero sí muy elegidos. Jamás faltaba su Real Consejero.
Si bien anciano y con paso lento, no era corriente, ni en los más grandes monarcas, su imponente majestad. Entre la doble hilera de antorchas, bajo las últimas estrellas, contempló a sus hijos, y algo como un frío resplandor le llenó el pecho. Se dijo entonces que dejaría zanjado en muy breves días, y para siempre, el dilema aún sin veredicto de su sucesión. Y con este pensamiento entre las cejas, oyó la llamada de los cuernos de caza y los impacientes ladridos de los perros. Bajóse el puente sobre el foso y la comitiva de Volodioso partió para su última cacería -con semejante Rey, al menos.
Como bien demostró a lo largo de su vida, Volodioso era muy aficionado a las bebidas espirituosas, y como esta afición se le agudizara con los años -especialmente con el raro frío que llegó a sus huesos en aquel otoño-, el preciado mosto le acompañaba allí donde fuere y, naturalmente, también en las cacerías.
El jabalí -animal que abundaba en los bosques de Olar- era capturado según la astucia y medios de que cada uno disponía. Pero cosa muy distinta era la cacería real. Especialmente en los últimos años, requería grandes preparativos y artimañas. Aunque él lo ignorara, todos sabían -como quedó dicho- que el anciano Volodioso andaba muy flojo de la vista. Por tanto, habían llegado a la siguiente solución: se conducía al Rey hasta un lugar denominado el Puesto Real. Este puesto había sido antes muy estudiado por los cazadores y los sirvientes expertos en el oficio, y era desde donde mejor -y con más seguridad- podía considerarse infalible el blanco. Generalmente situado en alto, el Puesto Real dominaba un estrecho pasadizo hábilmente practicado, y hacia el cual, ojeadores, sirvientes, campesinos y toda clase de gentes diestras en tales artes, conducían -de grado o por fuerza- la perseguida y preciada bestia. Y cuando la tal bestia entraba en aquella zona de modo que el caduco ojo del Rey lograba localizarla, Volodioso, ignorante de tales engaños, lanzaba prestamente la jabalina. Y entonces, herido o muerto, el animal rodaba ante aplausos y murmuraciones de admirativa sorpresa por parte de quienes le acompañaban.
Sólo Predilecto permanecía mudo y pálido de secreta humillación y pesar ante tales escenas. A menudo se mordía los labios, y sus ojos acechaban, prestos a adivinar y atajar cualquier añagaza que pudiera dar al traste con tan bien planeada estupidez, sólo por si de tales cosas resultara dañado el padre que, en su cándida intimidad, amaba, pero a quien, aun sin confesárselo, admiraba cada día un poco menos.
El Rey se instaló aquella madrugada en su puesto de espera habitual, sentándose sobre mullido almohadón aun entre ramajes. Tras él, en sillitas más o menos lujosas -según su alcurnia, riqueza o vanidad lo permitían-, se instalaban Consejero, nobles cortesanos, caballeros y damas. Más allá, convenientemente esparcidos, soldados, cazadores y sirvientes, amén de un par de jóvenes coperos que se ocupaban de llenar el vaso del Rey y cuidar de los odres que, a lomos de un borriquillo, contenían el preciado líquido.
Salvo raras ocasiones, las damas solían aburrirse, por el obligado silencio. Enjugaban en sienes y puños un fingido o auténtico sudor de miedo, y, veladamente, despellejaban, descuartizaban y maceraban a cuantos alcanzaba su lengua. Pocas entre ellas amaban en verdad la caza, y no por ello desplegaban menos ostentación de espuelas de plata, carcaj de marfil finamente tallado u otras cinegéticas fruslerías. Halcones ornados de collares y piedras se erguían en sus puños. Y así, pertrechadas de forma más o menos pintoresca, todas y cada una de ellas aprestaban sus flechas o jabalinas, según tuvieran por mejor arma o se creyeran más diestras en ella.
No les iban a la zaga los caballeros, aunque con mayor rigor y celo. Un muchachito de raza negra, regalo de la Reina Leonia -hábil y misteriosa mujer, soberana y mercader, de turbia historia, pero muy respetada, y quizás admirada, por Volodioso-, retenía a dos fieles lebreles que, con ojos rebosantes de desengaño, contemplaban todo aquel ajetreo. Frotábanse uno a otro con la cabeza, y murmuraban misteriosamente en su lengua. En ocasiones emitían un ladrido que en realidad sólo significaba gentil cumplido o prurito de lo que consideraban deber; si bien su mirada reflejaba fatigada ironía. Cuando se fijaban en su Rey, a quien durante largos años acompañaran en más severos tiempos, sus pupilas rebullían discretamente, y si se detenían en Predilecto, el amarillo pálido de sus iris dorábase como miel. Por lo demás, y en tanto el sol avanzaba en el cielo, ambos canes dormitaban; y si abrían un ojo, entre bostezos, y este ojo recorría el resto de los que al Rey acompañaban, inundábase de tal hastío, que presto se cerraba; tal vez para regresar a la visión de otros tiempos que, a juzgar por el nostálgico runruneo de sus sueños, consideraba más dignos de contemplar que la realidad circundante.
Hacía rato que el sol lucía sin rebozo -aunque al Rey, acurrucado en su manto y pieles, se le antojaba que ningún calor emanaba de él-, y disponíase Volodioso a llevar por vez incontable la copa a sus labios, cuando un vigilante apostado al efecto emitió la señal convenida que remedaba, de forma totalmente falsa dado lo inapropiado de la estación, el cloqueo de la perdiz. Esto indicaba al Rey y a sus acompañantes que el malhadado jabalí, sañudamente azuzado por zapadores, ojeadores y demás sirvientes, había decidido, de una vez, tomar el camino destinado a situarlo en el lugar propicio donde podría recibir digna muerte -ya que de real mano venía-. No obstante, tan alto honor no era siempre apreciado por aquellas bestias, pues a menudo no mostrábanse partidarias de tomar la bien estudiada ruta que, a palos, pedradas y con lo que mejor apañaban y podían, instábanles a seguir los sudorosos y desgraciados ojeadores: villanos, campesinos y demás ralea recolectada para tales ocasiones.
Aun a despecho del acoso de los perros, el jabalí opinaba a menudo de distinta manera respecto a los planes adoptados para tal efecto. Y entonces, la jornada de caza, si bien reputada como apasionante, sana y excitantemente placentera para los cazadores de la colina real, no resultaba así para los encargados -a menudo sin previa consulta- de convencer al animal de su correcto destino. De todas formas -acosado y exhausto-, a la larga o a la corta, el jabalí solía emprender al fin el camino de la muerte. Sólo entonces descansaban los forzados y poco entusiastas ojeadores: incluso llegaban a abrazarse y, de pura alegría, lloraban juntos, ya que -por aquella jornada, al menos- todas sus fatigas finalizaban. Más de uno entre ellos -únicamente armados con piedras, horcas y palos, y con frecuencia descalzos- salió mal parado de tal empresa: si no por los colmillos del molestado e iracundo jabalí, estaba prohibido, bajo ninguna excusa, darle por su mano muerte, sí por la impaciencia o el mal humor del augusto cazador del altozano.
Apenas se amortiguó la algarabía de los ojeadores -que tan peregrina idea evidenciaban del cloqueo de la perdiz-, se pudo comprobar que el jabalí en cuestión -una bestia grande y negra que por aquellos parajes usufructuaba prestigio y vejez paralelos a los del Rey-, al igual que Volodioso, era animal de gran valor y baqueteada experiencia. Sin gran esfuerzo, imbuido de una suerte de fatídica aceptación -también los reyes del bosque sienten el peso o hastío de un reinado demasiado largo, el desprecio por un mundo que ya no desean o no tienen fuerza para defender-, el Rey del Bosque tomó aquella mañana, de buen grado, la ruta maldita. Y ya empezaban a abrazarse algunos esperanzados ojeadores, cuando un grito desgarrador -en verdad varios gritos, aunque amalgamados en gutural y estrepitoso sonido de muchas gargantas- detuvo las efusiones de aquellos infelices.
El Jabalí Rey, que tan sorprendentemente y sin apenas hostigación tomó la ruta hacia una muerte doblemente real -como sin duda le correspondía-, llegado al punto justo donde según los cálculos debía ofrecer fácil blanco a la jabalina, dio un súbito viraje. Y, cosa jamás vista, con ímpetu sólo comparable al de Volodioso en sus mejores días, se lanzó cuesta arriba y así, sin vacilación alguna, embistió el Real Puesto y a su real ocupante.
Tan rápidamente ocurrió todo, y con tal certeza en su blanco atacó el jabalí, que en menos tiempo del que se precisa para narrarlo prescindió de los burdos ramajes que pretendían escamotear su pieza. Con fiereza, de Rey a Rey, derribó a Volodioso de su asiento, le clavó en garganta y pecho sus enormes colmillos, y al sol otoñal relucieron juntas las armas de la bestia Rey y la copa de oro del viejo guerrero. Volodioso apenas pudo, no ya lanzar la jabalina, sino tan siquiera apurar el vino. Rodó por el suelo, bajo las feroces embestidas del animal, sin tiempo de propagar al aire un lamento.
El alarido que oyeron los ojeadores no fue, pues, exhalado por la garganta real, sino tan sólo por sus aterrados acompañantes. Ni uno entre ellos empero, osó avanzar un paso en socorro del Rey. Al contrario, nobles, damas, caballeros y demás cortesanos -incluido el Consejero y los jóvenes Soeces- emprendieron tan frenética como veloz retirada del lugar donde ambos reyes ajustaban una última y misteriosa cuenta. Con despavorida agilidad y un absoluto desprecio del bien parecer -que ni su rango ni lo abrupto del terreno hacían presumibles-, treparon vertiente arriba y pusieron sus personas a buen recaudo.
Únicamente un muchacho espigado, de apenas catorce años de edad, alzó prestamente su jabalina y ésta cruzó el aire, como reluciente pájaro de oro, hasta clavarse en el ojo derecho del Rey Jabalí: con tan certera puntería como mortal precisión.
Sólo entonces, un tenue silbido que respondía a la voz del Consejero deslizó en la oreja de Ancio el Zorro un claro y rotundo «¡imbécil!», poco apropiado, en verdad, a las dolorosas circunstancias presentes. Apenas designó de este modo al primogénito de Volodioso, le empujó de malos modos hacia el lugar donde aún rebullía el Rey, desfallecido ahora en una rara y casi voluntaria agonía. Con grandes alaridos, Ancio se lanzó hacia el revoltijo que, insólita y promiscuamente enlazados, ofrecían ambos reyes: acribilló así al animal de saetas, entre blasfemias y gemidos.
Cuando la desperdigada hueste cortesana descendió de sus refugios, entre mucho quejido y rotura de corpiños o jubones -pues en estas ocasiones se tenía en Olar por señal de mucho dolor rasgarse trajes y camisas-, rodearon la triste escena. En lo que quedaba del Real Puesto comprobaron, la mayoría con estupefacto horror, que Volodioso aún vivía. Y que, además, les miraba a todos con sus coléricos ojos azules, inmersos -esta vez- en un misterioso y dolorido asombro, casi infantil, que nunca antes le vieran. Nadie lo sabía, pero en el instante de su muerte, la imagen de Volodioso reproducía, con extraordinaria similitud, los despertares de su padre.
El real manto aparecía desgarrado, y la sangre que manaba muy abundantemente de su cuello venía a confundirse en su color. Luego, la hierba de octubre pareció regarse de una suerte de rocío, vivaz e insólito. Y entonces, unos lamentos auténticos y lastimeros cruzaron el aire: los fieles lebreles, la cabeza al viento, lloraban solitariamente y de todo corazón la muerte del Rey. Pues si la muerte aún no se había aposentado totalmente en aquel cuerpo, poco quedaba ya del que otrora abrigó esperanzas, triunfos, sueños y fatigas de soberano. Volodioso, al oírles, alzó el brazo, sus dedos se aflojaron, la copa cayó al suelo, y vino, manto y sangre se confundieron por última vez en un mismo tono rojo.
Tuso, con voz tonante, ordenó izar su cuerpo del suelo, con gran cuidado, y conducirle, lo más rápido posible, hasta el Castillo. Y en medio de aquella confusión de gritos y sollozos, un muchacho -casi un niño-, el único entre todos que verdaderamente dio muerte al Rey del Bosque, se ocultó a un lado, entre los árboles. Y así, aparte y en silencio, lloró la muerte de su padre. Le habían enseñado desde su más tierna edad que las lágrimas son cosa despreciable e impropia de varones; por eso, su llanto no mojaba sus mejillas, sino que, como río de fuego, vertíase hacia dentro de su pecho, camino del corazón. Y allí sentía confundirse sus llamas y su hiel.
Mientras los sirvientes armaban una suerte de parihuelas donde extender y conducir al moribundo Volodioso, la mente de cuantos le rodeaban hervía en una desazonada y febril encrucijada de disparatadas posibilidades, amenazas o premios. Y todos y cada uno de ellos, en el entresijo de sus molleras, apresurábanse a dirimir cuál sería la más acertada actitud a adoptar: si aproximarse al bando de Ancio o al de Predilecto. Pues -pensaban si Volodioso conservaba aún un destello de vida, ese destello haría prevalecer, a buen seguro, su fiera voluntad. No en vano le habían obedecido y soportado durante casi treinta años. Y mientras que, con toda suavidad, le conducían al Castillo, de la boca del Rey surgían vagos rugidos que, a todas luces y sin ofrecer la posibilidad de otras conjeturas, sustituían la ristra de juramentos y blasfemias que le inspiraba tan estúpida y banal forma de morir.
Morir así, evidentemente, no entró nunca ni en los más descabellados cálculos del Rey de Olar.
Tendido en su lecho, entre negras pieles esteparias, Volodioso ofrecía su más salvaje aspecto. Ardían dos enormes troncos en la gran chimenea, y el resplandor del fuego enrojecía las cabezas de madera de los vencidos, de modo que a trechos parecían jubilosas o anonadadas por su agonía: como si el momento de su venganza hubiera llegado inesperadamente, y no lograran paladearlo como merecía.
Los nobles distinguidos situáronse más o menos estratégicamente en torno al lecho del Rey. Sentados, o de pie, con rostro afligido, bien que con un puntito de temor en los ojos. Con su actitud y mirada, tan autoritaria como amenazadora, el lugar más próximo al Rey lo consiguió su Consejero, el Conde Tuso, como era de esperar. Hizo señas a Ancio para que se situara a su lado, y cuando éste le obedeció, todos apreciaron que tenía erizado el cabello. Al parecer era la primera vez que Ancio veía morir a alguien sin la propia intervención y, según se deducía de su actitud, semejante fenómeno no le producía ningún placer; antes bien mostrábase horrorizado y tembloroso como ante la imagen del mismísimo diablo.
Era aquél, en verdad, un otoño espléndido, y como, entre unas y otras cosas, la mañana estaba ya muy avanzada y brillaba el sol, los presentes juzgaron que debían descorrerse las cortinas que protegían las ventanas. Entonces un grupo de oscuros pájaros, humildes y sin nombre, esos que anuncian el invierno, vinieron a posarse en ellas. Así, los viejos amigos del Rey, descendientes de aquellos que en un tiempo, y junto a Almíbar, anunciaran al joven segundón su alto destino, venían ahora a despedirle. Año tras año, de padres a hijos, los pájaros de aquellos tiempos volvían a Volodioso. No le abandonaron nunca: cuando, tras alguna batalla, regresaba triunfalmente a Olar, eran ellos los primeros en recibirle y acompañarle hasta el Castillo. El Rey tenía prohibido a todo el mundo hacerles el menor daño, so pena de muy graves castigos; tanto si se trataba de hombres maduros, mujeres, mozalbetes e incluso niños.
El Rey volvió la cabeza y miró, tras la ventana, un pedazo de cielo, ya azul. Y por última vez pudo contemplar cómo sus amigos venían a rendirle postrer homenaje. Estuvo escuchando un instante su piar, entre el súbito silencio de los que le rodeaban. Y entendió su lenguaje, como otrora lo entendiera el pequeño Vigía; y le decían: «Adiós, adiós, amigo. Nunca más nos traerá el sol noticia de tu gloria, ni la hierba podrá narrarnos tus pisadas, ni el arroyo la historia de tu corazón. Adiós, amigo. Ten por seguro que volaremos allí donde exista un recuerdo para ti; y a todo inoportuno o estúpido que manche tu memoria, le picotearemos hasta ahuyentarlo».
Era la primera vez que entendía su lenguaje, por más que lo deseó. Y echó en falta a Almíbar.
Luego, los ojos del Rey perdieron fiereza. Y pronunció las últimas palabras de su vida:
– Acércate, hijo mío.
Ancio titubeó. Pero un empujón de Tuso le obligó a avanzar -temblaba todo él y se mordía un dedo- hacia aquello que aún era su padre y que tanto le atemorizaba. Es seguro que por su mente pasó en aquel trance un deseo: «Pido al cielo, o al infierno (cualquiera de los dos que me sea favorable) no morir jamás en lecho».
Apenas lo vio, el furor volvió al rostro del Rey, y levantando penosamente la cabeza, de cuya garganta aún brotaba sangre negruzca, buscó en torno ansiosamente. Hasta que, junto al tapiz donde mandó perpetuar la onerosa rendición de los Weringios, descubrió a Predilecto. Extendió el brazo en aquella dirección, mas aunque intentaba decir algo, ninguna palabra surgía de sus labios. Sin embargo, tan elocuente se mostraba su mirada, que Predilecto se aproximó.
Cuando lo vio a su lado, Volodioso reclinó de nuevo la cabeza, y de este modo Ancio y Predilecto quedaron juntos. Todos seguían la escena con el ánimo en suspenso, llenos de temor y cavilaciones. Tuso, que conocía la que hasta el momento, y en tanto el Rey no decidiera otra, considerábase regla de sucesión, musitó sordamente:
– ¡Arrodillaos! -al tiempo que, con el pie, golpeaba las posaderas de su candidato, para que éste quedara más cerca de la mano del Rey.
Existía una remota tradición -que no ley-, usada a la sazón por otros monarcas, que decidía y daba como válido sucesor, en casos semejantes, a aquel sobre cuya cabeza se posara la mano del monarca moribundo.
Arrodilláronse todos, llenos de expectación, y aun algunos de terror. Los dos muchachos hiciéronlo casi a un tiempo. Y, en verdad, ofrecían un aspecto muy diferente: pues si bien Ancio miraba al Rey con ojos desorbitados y con la boca entreabierta, Predilecto intentaba ocultar el rostro, para que ninguna malsana curiosidad pudiera ofender su aflicción.
En éstas estaban cuando, ya con gran fatiga, el Rey levantó al fin la mano y la avanzó, con indudable intención, hacia la inclinada cabeza de su hijo Predilecto.
Pero aún no se había posado en sus brillantes y suaves cabellos, cuando sucedió algo totalmente imprevisto: debajo las coberturas del lecho, entre las pieles, emergió una cabeza hirsuta, oscura y rizada -que mucho recordaba, en verdad, a la de Volodioso en su juventud-. Y unas torpes manos infantiles alcanzaron una pelota azul que, surgida a su vez del mismo lugar, y dando botes, pretendía huir de ellas. La cabeza del niño se alzó entonces, con tal oportunidad y precisión, que la mano ya casi inerte del Rey se posó en ella. Y en ninguna más.
La expectación y el asombro de todos -incluido el propio Tuso- no había llegado aún a ese punto en que puede trocarse violenta o astuta decisión, cuando aún mucho más estupefactos -y de seguro que los que estos hechos presenciaron no olvidarán jamás-, las puertas de la Cámara Real se abrieron con gran solemnidad y dos hermosos pajes del Príncipe Almíbar anunciaron y dieron paso a la Reina de Olar.
Ardid atravesó el umbral con gran aplomo y soltura, y tras ella su Guardián el Príncipe Almíbar -en quien Volodioso depositara su única y real confianza-. Con disposición y firmeza como jamás le viera nadie -pues siempre aparecía tan enajenado y sumiso-, Carcelero y Reina penetraron en la estancia donde, ya totalmente inconsciente, moría el Rey. En su agonía, Volodioso atenazaba la cabeza infantil que tan oportuna -o inoportunamente, según criterio de cada cual allí presente- surgió de bajo su lecho.
El Príncipe Almíbar avanzó, y haciendo una profunda reverencia a su moribundo medio-hermano el Rey, dijo con voz fuerte y rotunda:
– Amada y respetada Majestad, bien claramente ha sido contemplado tu gesto y entendida por todos nosotros tu egregia voluntad.
Luego se volvió a la Reina. Ésta alzó el velo que hasta entonces cubriera su rostro, y muchos cortesanos revivieron, y algunos aún muy jóvenes contemplaron por primera vez, aquella faz. Y al tiempo pudieron darse cuenta de que la famosa Guardia y los famosos soldados, tan bien armados como perfectamente trajeados, de Almíbar y su Capitán Randal, ocupaban los puntos más estratégicos de la Cámara Real. De modo que si alguna duda les cabía aún sobre la legitimidad de aquella designación, huelga decir que esta duda fue rápidamente disipada.
La Reina avanzó entonces -a decir verdad con suprema majestad- hacia el lecho real. Observó unos momentos en silenció el rostro del que hasta aquel momento fue y aún era su esposo.
Durante su vida, Volodioso fue protagonista de muy grandes e importantes empresas, merecedoras de desfilar por su pensamiento en el último instante. Pero, curiosamente, entre las brumas de su abandono del mundo, fue el aborrecido rostro de su padre lo último que vio Volodioso: iluminado por la cerveza y tartajeando las estremecedoras palabras con que solía señalar a Occidente: «De allí, hijo mío… el olvido». Así, con una expresión infinitamente desolada en su mirada vuelta a Occidente, Volodioso el Grande murió.
Llegado este instante, la Reina tomó la crispada mano del Rey, desprendió sus dedos de los infantiles rizos negros que tan fuertemente asía, y alzó del suelo al dueño de tal cabeza.
Era éste un robusto niño de unos seis años, de aire salvaje y hosco. Como todo comentario emitió un feroz gruñido, hasta que al fin, libre de lo que le sujetaba, continuó persiguiendo tras los tapices, o entre las piernas de todos, la pelota azul que le condujera bajo el lecho real. Y todos los cortesanos pudieron escucharle de sus labios en su media lengua, remedos más o menos exactos, pero inconfundibles, de aquellos juramentos y maldiciones que más de una vez oyeran antes en labios del que acababa de enmudecer para siempre.
La Reina se volvió entonces a todos los presentes -atemorizados, presos de variopintos sentimientos-, que en el ínterin habían hincado la rodilla. Con voz llana y suave, pero indudablemente firme, dijo:
– El Príncipe Gudú, único hijo legítimo de nuestro amado y difunto Rey Volodioso, ha sido por él designado, como todos los aquí presentes hemos podido presenciar, sucesor a la corona de Olar. Así se cumplirá, a fe mía, y pongo a todos por testigos.
Pues juro defender sus derechos, si preciso fuera, tanto con la razón como con la espada.
Estas palabras fueron corroboradas por el ruido sordo que produjeron al chocar contra sus escudos las lanzas de la Guardia de Almíbar: tanto los de Randal como los que componían su tropa personal. Al parecer, era su sistema de expresar lealtad a alguien.
Hubo, ciertamente, un instante de indecisión. Todas las miradas se dirigieron al Conde Tuso, pero éste parecía petrificado; su temible mirada sólo asaeteaba un objetivo: los saltones y atónitos ojos de Ancio que, totalmente hipnotizado, le miraba con la boca más abierta de lo común.
Este momento de desconcierto fue suficiente para que, súbitamente, algo semejante a un aleteo recorriera la estancia: una larga y retenida angustia pareció así liberarse de las gargantas. Un innumerable alivio recorrió y distendió, como cálido aliento, a los presentes. Y una sola idea tomó posesión de todos los ánimos: «Ésta es la mejor solución: ni el odioso Ancio, con su siniestro Consejero, ni el demasiado honesto Predilecto, indefenso en tales debates (e incluso sospechoso de rehuir toda lucha entre hermanos). Por contra, este nuevo Rey es un niño, ¡un niño de seis años!… ¿Quién sabe lo que puede aún suceder, hasta que le llega la edad de reinar? Bien sabemos que los niños (y especialmente si son príncipes herederos, o reyes sin edad aún de gobernar) mueren con insólita facilidad».
Así pues, el tormentoso augurio que como negra e hinchada nube amenazara por sobre sus cabezas desde el momento en que el Rey del Bosque y el Rey de Olar dirimieran sus puntos de vista, disipóse como al soplo de una brisa repleta de esperanzas. Y hay que añadir que, al arrodillarse todos ante el pequeño Gudú y proclamar fogosamente con los gritos acostumbrados su adhesión al tierno Rey, más de uno sintióse gratamente sorprendido al comprobar que su Reina era una joven mujer de extraña e indómita belleza. Así, cuando la augusta Señora volvió el rostro hacia el Príncipe Almíbar y dedicó a su antiguo Guardián una esplendorosa sonrisa, despertó, aunque bien se guardaron de manifestarlo, la sospecha entre los presentes de que acaso, durante el largo cautiverio de la Reina, Guardián y Cautiva habían estado dándoles, como vulgarmente se dice, gato por liebre.
Tal vez el destino de Olar -y de esta historia- hubiera tomado un rumbo muy distinto si no fuera porque en tan crítico momento sobrevino al Conde Tuso la, para él, malhadada circunstancia de ser víctima de una visión interponiéndose a todo razonamiento: una cornamusa, símbolo de su incomprensión, se recortó flotante ante sus ojos, borrando cualquier idea o impulso. Una cornamusa, como enseña de algo o alguien que, por indescifrable, le inquietaba e irritaba a partes iguales: el Príncipe Almíbar.