VII

Leisha pasó los exámenes finales en julio. No le parecieron difíciles. A la salida tres compañeros, dos hombres y una mujer, siguieron charlando con Leisha, como por casualidad, hasta que subió a salvo a un taxi cuyo conductor no la reconoció, o no dio muestras de ello. Los tres eran durmientes. Un par de estudiantes, unos rubios prolijamente rasurados con las caras largas y la arrogancia sin motivo de los tontos con dinero, vieron a Leisha y le hicieron muecas.


La compañera de Leisha les respondió.


Leisha debía volar a Chicago la mañana siguiente. Se encontraría allí con Alicia, para ordenar la gran casa sobre el lago, disponer de los efectos personales de Roger Camden y poner la propiedad en venta. No había tenido tiempo hasta entonces.


Recordaba a su padre en el invernadero, con un sombrero de copa chata que había encontrado al algún sitio, plantando orquídeas, jazmines y pasionarias.


Cuando sonó el timbre de la puerta se sobresaltó; casi nunca tenía visitantes.


Se apresuró a encender la cámara exterior -puede que fueran Jonathan o Martha, de vuelta en Boston para sorprenderla, para celebrar-, ¿por qué no había pensado antes en algún tipo de celebración?


Richard contemplaba la cámara. Había estado llorando.


Abrió de un tirón la puerta.


Richard no hizo el menor intento de entrar. Leisha vio que lo que por la cámara había registrado como pena era en realidad algo más: lágrimas de bronca.


– Tony murió.


Leisha extendió ciegamente la mano. Él no la tomó.


– Lo mataron en prisión. No las autoridades… los otros prisioneros. En el patio. Asesinos, violadores, saqueadores, la escoria de la tierra… y pensaron que tenían derecho a matarlo a él por ser diferente.


Ahora Richard le agarró el brazo, con tanta fuerza que algo, algún hueso, se desplazó bajo la carne y le oprimió un nervio.


– No sólo diferente… mejor.


Porque era mejor, porque todos lo somos, no nos ponemos de pie y lo gritamos, por un condenado sentimiento de no querer herir sus sentimientos… ¡Dios!


Leisha liberó su brazo y se lo frotó, muda, contemplando la cara de Richard.


– Lo golpearon hasta matarlo con un caño de plomo. Nadie sabe cómo lo consiguieron. Lo golpearon detrás de la cabeza y luego lo voltearon y…


– ¡No! -dijo Leisha, con un gemido.


Richard la miró. A pesar de sus gritos, de la violenta presión en su brazo, Leisha tuvo la confusa impresión de que recién la veía realmente. Siguió frotándose el brazo, mirándolo aterrorizada. Él dijo, suavemente:


– He venido a llevarte a Santuario, Leisha. Dan Walcott y Vernon Bulriss están afuera en el auto. Si es necesario, entre los tres te llevaremos. Pero vendrás. ¿Lo ves, no? No estás segura aquí, siendo tan conocida y con tu aspecto espectacular… eres un blanco natural, el más natural. ¿Tendremos que obligarte o ves, finalmente, que no tenemos otra opción, que los bastardos no nos dejan otra opción, más que Santuario?


Leisha cerró los ojos. Tony a los catorce años, en la playa.


Tony, con los ojos fieros e iluminados, el primero en extender la mano para tomar el interleukin-1. Mendigos en España.


– Iré.


Nunca había conocido una furia igual. La asustaba, apareciendo en oleadas a lo largo de la noche, retrocediendo pero volviendo a brotar. Richard la sostenía entre sus brazos, recostados contra la pared de la biblioteca, y el abrazo no hacía mayor diferencia. En la sala Dan y Vernon hablaban en voz baja.


La furia surgía a veces en gritos, y Leisha se oía y pensaba no me reconozco. A veces se tornaba en llanto, o en hablar de Tony, de todos ellos. Ni los gritos ni el llanto ni el hablar la aplacaban.


El planificar sí, un poco.


Con una voz fría que le sonaba ajena, Leisha le contó a Richard del viaje para cerrar la casa de Chicago. Tenía que ir; Alice ya estaba allí. Si Richard, Dan y Vernon la ponían en el avión, y Alice la esperaba al otro lado con guardias del sindicato, estaría bastante segura. Cambiaría el pasaje de vuelta de Boston a Belmont e iría de allí a Santuario con Richard.


– La gente ya está llegando -explicó Richard-. Jennifer Sharifi lo está organizando todo, aceitando a los proveedores durmientes con tanto dinero que no pueden resistirse. ¿Qué harás con esta casa, Leisha?, ¿con tus muebles, la terminal, la ropa?


Leisha contempló su familiar entorno. En las paredes se alineaban los libros de leyes, rojos, verdes, castaños, pero la misma información estaba disponible por red. Sobre el escritorio, había una taza de café descansando sobre un impreso. A su lado estaba el recibo que le había pedido al taxista esa tarde, un frívolo souvenir del día en que se había recibido; había pensado enmarcarlo. Por encima del escritorio había un retrato holográfico de Kenzo Yagai.


– Que se pudra -contestó.


Richard la estrechó más entre sus brazos.


– Nunca te había visto así -dijo Alice, con prudencia-. Es algo más que el levantar la casa, ¿verdad?


– Pongamos manos a la obra -dijo Leisha. Sacó bruscamente un traje del armario de su padre. -¿Quieres algo de esto para tu esposo?


– No le irían bien.


– ¿Los sombreros?


– No -dijo Alice-. Leisha, ¿qué te pasa?


– ¡Hagamos esto! -Arrojó todas las ropas del armario de Roger Camden en una pila en el suelo, garabateó en un papel PARA LA AGENCIA DE VOLUNTARIOS y lo puso sobre la pila. Silenciosamente, Alice comenzó a agregar ropas de los cajones de la cómoda, que ya tenía pegado un papel que decía SUBASTA PUBLICA.


Ya estaban descolgadas todas las cortinas de la casa; Alice lo había hecho el día anterior.


También había arrollado las alfombras. El sol se reflejaba rojizo sobre la madera desnuda de los pisos.


– ¿Y qué hay de tu vieja habitación? -preguntó Leisha-. ¿Qué quieres de allí?


– Ya lo etiqueté -dijo Alice-. El jueves vendrá la mudadora.


– Bien. ¿Qué más?


– El invernadero. Sanderson ha estado regando todo, pero realmente no sabía cuánta agua necesitaba cada planta, de modo que algunas están…


– Despide a Sanderson -espetó Leisha-. Las exóticas pueden morirse. O que las envíen a un hospital, si prefieres. Ten cuidado solamente con las venenosas. Vamos, ocupémonos de la biblioteca.


Se había cortado el cabello, a Leisha le pareció que le quedaba horrible, formando mechones castaños en punta en torno a su ancho rostro. Además había engordado. Comenzaba a parecerse a su madre.


– ¿Recuerdas -dijo- la noche en que te dije que estaba embarazada, justo antes de irte a Harvard?


– ¡Acomodemos la biblioteca!


– ¿Recuerdas? -dijo Alice-.


¡Por Dios, Leisha! ¿No puedes escuchar a nadie más que a ti misma? ¿Tienes que ser tan como Papá cada minuto?


– ¡No soy como Papá!


– ¡Un cuerno no lo eres! Eres exactamente como él te hizo. Pero no se trata de eso. ¿Recuerdas esa noche?


Leisha pasó sobre la alfombra y salió. Alice se quedó sentada.


Leisha volvió a entrar.


– Lo recuerdo.


– Estabas al borde de las lágrimas -dijo, implacable, Alice, con voz tranquila-. Ni siquiera recuerdo exactamente por qué. Puede que porque después de todo no iría a la universidad.


Pero te rodeé con mis brazos y por primera vez en años (en años, Leisha) sentí realmente que eras mi hermana. A pesar de todo, de tus vagabundeos de noche por los pasillos y la exhibición de discusiones con Papá y la escuela especial y las largas piernas y el cabello dorado artificiales; de toda esa mierda.


Parecías necesitar que te abrazara. Parecías necesitarme. Parecías necesitar algo.


– ¿De qué estás hablando? -preguntó Leisha-. ¿Es que sólo puedes estar cerca de alguien cuando está en problemas y te necesita? ¿Es que sólo puedes ser mi hermana si sufro por alguna pena, alguna herida abierta? ¿Es ese el lazo entre vosotros, los durmientes: "Protégeme mientras estoy inconsciente, estoy tan desvalido como tú."?


– No -contestó Alice-. Estoy diciendo que eres mi hermana sólo cuando estás sufriendo alguna pena.


Leisha la miró fijamente.


– Eres estúpida, Alice.


– Lo sé -contestó con calma Alice-. Comparada contigo lo soy, y lo sé.


Alice se irguió enojada. Se sentía avergonzada por lo que había dicho Alice, aunque fuera verdad y ambas lo supieran, y la furia seguía en ella, como un vacío oscuro, informe y ardiente. Lo que más le molestaba era la carencia de forma. Sin forma no podía haber acción; sin acción, la furia seguía bullendo en su interior, ahogándola.


– Cuando tenía doce -dijo Alice-, Susan me regaló un vestido para nuestro cumpleaños. Tú estabas fuera, en alguno de esos viajes de estudios que tu fantasiosa escuela progresiva organizaba siempre. El vestido era de seda celeste, con encaje antiguo… muy hermoso. Estaba emocionada, no sólo porque era hermoso sino porque Susan me lo había traído a mí y para ti había traído software. El vestido era mío. Sentía que el vestido era yo -en la oscuridad creciente, Leisha apenas distinguía sus toscas facciones-. La primera vez que me lo puse un muchacho dijo: "¿Le robaste el vestido a tu hermana, Alice?, ¿se lo sacaste mientras dormía?". Después se rió como loco, como hacían siempre.


Tiré ese vestido. Ni siquiera se lo expliqué a Susan, aunque pienso que debe de haber entendido. Lo que era tuyo era tuyo, y lo que no era tuyo era tuyo también. Así lo decidió Papá.


Así lo inscribió en nuestros genes.


– ¿Tú también? -dijo Leisha-. ¿No difieres en nada de los demás mendigos envidiosos?


Alice se levantó de la alfombra. Lo hizo lentamente, tomándose tiempo para sacudirse el polvo de la parte trasera de su arrugada falda, para alisar la tela estampada. Luego caminó hacia Leisha y la golpeó en la boca.


– ¿Ahora te parezco más real?


– preguntó tranquilamente.


Leisha se llevó la mano a la boca y sintió sangre. En ese momento sonó el teléfono, la línea personal no registrada de Camden. Alice se acercó al aparato, levantó el auricular, escuchó y se lo entregó con calma a Leisha.


– Es para ti.


Muda, Leisha lo tomó.


– ¿Leisha? Habla Kevin. Escucha, sucedió algo. Me llamó Stella Bevington, por teléfono, no por la Red, creo que sus padres le desconectaron el módem. Cuando levanté el tubo ella gritó "¡Habla Stella! ¡Me están pegando, está borracho…!" y se cortó la comunicación. Randy se fue a Santuario… diablos, se fueron todos. Tú eres la que está más cerca, sigue en Skokie. Mas vale que llegues rápido. ¿Tienes guardaespaldas de confianza?


– Sí -dijo Leisha, aunque no los tenía; finalmente, la furia tomaba forma-. Puedo hacerme cargo.


– No sé cómo harás para sacarla de allí -dijo Kevin-. Te reconocerán, saben que llamó a alguien, hasta puede que la hayan desmayado…


– Yo me haré cargo -dijo Leisha.


– ¿Hacerte cargo de qué?


– preguntó Alice.


Leisha la encaró, y aun sintiendo al mismo tiempo que no debía hacerlo, le dijo:


– De lo que tu gente hace. A uno de nosotros. Una niña de siete años que está siendo golpeada por sus padres porque es insomne… por ser mejor que vosotros… -corrió escaleras abajo y hacia el automóvil rentado en el que había llegado del aeropuerto.


Alice corrió tras ella.


– Tu auto no, Leisha. Pueden rastrear un auto rentado como si nada. El mío.


Leisha gritó: -Si crees que eres…


Alice abrió de un tirón la puerta de su baqueteado Toyota, un modelo tan viejo que las cámaras de energía-Y no estaban en el interior sino que colgaban burdamente a los costados. Le indicó a Leisha el asiento del acompañante, cerró de un portazo y se coló tras el asiento del conductor. Tenía las manos firmes.


– ¿A dónde?


Leisha sintió que todo se volvía negro. Metió la cabeza entre las piernas, tanto como el estrecho Toyota le permitía. Hacía dos… no, tres días que no comía. Desde la noche anterior a los exámenes. El desvanecimiento se alivió, reapareciendo en cuanto levantó la cabeza.


Le dio a Alice la dirección en Skokie.


– Quédate en la parte trasera -dijo Alice-. Y en la guantera hay un pañuelo… póntelo. Bajo, como para taparte la cara lo más posible.


Alice había parado el auto en la carretera 42. Leisha dijo:


– Pero aquí no…


– Es una oficina para emergencias del sindicato de guardias. Debe parecer que tenemos alguna protección, Leisha. No le diremos nada. Enseguida vuelvo.


En tres minutos salió con un hombre enorme con un barato traje oscuro. Éste se deslizó en el asiento delantero, junto a Alice, sin decir nada. Alice no los presentó.


La casa era pequeña, un poco deslucida, y se veía luz en la planta baja, pero no en el piso alto. Al norte, lejos de Chicago, brillaban las primeras estrellas. Alice dijo al guarda:


– Salga del auto y quédese junto a la portezuela… no, más a la luz… y no haga nada a menos que me ataquen de algún modo.


El hombre asintió. Alice se adentró en el sendero. Leisha se deslizó del asiento trasero y la alcanzó a los dos tercios del camino hacia la puerta de plástico del frente.


– Alice, ¿qué demonios estás haciendo? Yo tengo que…


– Baja la voz -dijo Alice, mirando al guardia-. Leisha, piensa. Te reconocerían. Aquí, cerca de Chicago, con una hija insomne… esta gente ha estado viendo tu retrato en las revistas por años. Te conocen. Saben que serás abogada. A mí no me vieron nunca. Yo no soy nadie.


– Alice…


– ¡Por el amor de Dios, vuelve al auto! -susurró Alice, y llamó a la puerta.


Leisha se apartó del sendero, escondiéndose en la sombra de un sauce. Un hombre abrió la puerta, con el rostro totalmente inexpresivo. Alice dijo:


– Agencia de Protección Infantil. Recibimos un llamado de una niña, de este número. Déjeme entrar.


– Aquí no hay ninguna niña.


– Esto es una emergencia, prioridad uno -dijo Alice-.


Acta de Protección Infantil 186.


¡Déjeme entrar!


El hombre, con rostro aún sin expresión, echó un vistazo a la enorme figura junto al auto.


– ¿Tiene orden de registro?


– No la necesito en una emergencia infantil prioridad uno.


Si no me deja entrar, tendrá un problema legal como nunca siquiera imaginó.


Leisha apretó los labios. Nadie creería eso; era charlatanería legal… Le dolió la boca donde la había golpeado Alice.


El hombre se apartó para dejar pasar a Alice.


El guardia se adelantó. Leisha dudó, y lo dejó pasar. Él entró con Alice.


Leisha esperó, sola, en la oscuridad.


En tres minutos habían salido, llevando el guardia una niña. A la luz del porche se destacó la palidez del rostro de Alice. Leisha saltó a abrir la puerta del auto, ayudando al guardia a acomodar a la niña adentro. Éste fruncía el entrecejo, con un gesto entre intrigado y cauteloso. Alice dijo:


– Aquí tiene. Son cien dólares extra. Para que se vuelva a la ciudad por su cuenta.


– ¡Hey…! -exclamó el guardia, pero tomó el dinero. Se quedó mirándolas mientras Alice arrancaba.


– Irá directo a la policía -dijo Leisha desanimada-. Tiene que ir, o pierde su puesto en el sindicato.


– Lo sé -dijo Alice-. Pero para entonces no estaremos en el auto.


– ¿Dónde?


– En el hospital -dijo Alice.


– Alice, no podemos… -Leisha no terminó la frase, y se volvió hacia el asiento trasero-. ¿Stella, estás consciente?


– Sí -dijo una vocecita.


Leisha tanteó hasta encontrar la luz del asiento trasero. Stella yacía encogida, con el rostro contorsionado de dolor. Se sostenía el brazo izquierdo con el derecho. Tenía un sólo moretón en la cara, sobre el ojo izquierdo.


– Tú eres Leisha Camden -dijo la niña, y comenzó a llorar.


– Tiene el brazo roto -dijo Alice.


– Querida, ¿puedes… -Leisha sentía la garganta cerrada, le costaba articular las palabras-…puedes aguantar hasta que te llevemos a un doctor?


– Sí -dijo Stella-. ¡Pero que no me lleven allá de vuelta!


– No lo haremos -dijo Leisha-. Nunca.


Miraba a Alice y veía la cara de Tony. Alice dijo:


– Hay un hospital comunal a unos quince kilómetros hacia el sur.


– ¿Cómo lo sabes?


– Estuve allí una vez. Sobredosis de drogas -dijo brevemente Alice. Conducía inclinada sobre el volante, con cara de estar pensando furiosamente. Leisha también pensaba, tratando de ver la forma de evitar el cargo legal de secuestro. Probablemente no podrían decir que la niña fue voluntariamente con ellas: sin duda Stella cooperaría, pero a su edad y en su condición probablemente sería considerada non sui juris, y su palabra no tendría peso legal…


– Alice, no podremos ni siquiera entrar al hospital sin datos de seguro social. Verificables por red.


– Escucha -dijo Alice, no a Leisha sino por sobre su hombro, hacia el asiento trasero-, te diré lo que haremos, Stella. Yo les diré que eres mi hija y que te caíste desde una roca grande que trepabas cuando paramos a merendar en una zona para acampar de la carretera. Estamos viajando de California a Philadelphia para visitar a tu abuela. Tu nombre es Jordan Watrous y tienes cinco años.


– Tengo siete, para ocho -dijo Stella.


– Eres una niñita de cinco muy alta. Tu cumpleaños es el 23 de marzo. ¿Podrás hacerlo, Stella?


– Sí -dijo la niña, con voz algo más segura.


Leisha miró fijo a Alice:


– ¿ puedes hacer esto?


– Por supuesto -dijo Alice-. Soy hija de Roger Camden.


Alice llevó, medio alzada, a Stella a la Sala de Guardia del pequeño hospital comunal. Leisha las contempló desde el automóvil: una mujer regordeta y baja, una niña delgada con el brazo torcido. Luego condujo el auto hasta el lugar más apartado del estacionamiento, bajo la dudosa sombra de un arce raquítico, y lo cerró con llave. Se ajustó el pañuelo tapándose más la cara.


El número de matrícula y el nombre de Alicia estarían ya en todas las comisarías y en todas las agencias de alquiler de automóviles. Los bancos de datos médicos eran más lentos; a menudo solamente volcaban datos de servicios locales una vez al día, celosos de la interferencia gubernamental en lo que, a pesar de medio siglo de batallas legales, aún era un sector privado.


Alice y Stella probablemente no tuvieran problemas en el hospital. Probablemente. Pero Alice no podría rentar otro automóvil.


Leisha sí.


Pero los archivos que alertarían a las agencias de alquiler sobre Alice Camden Watrous podrían o no incluir como dato que era la melliza de Leisha Camden.


Leisha contempló las hileras de vehículos del estacionamiento. Un lujoso y despampanante Chrysler, una furgoneta Ikeda, una línea de Toyotas y Mercedes clase media, un antiguo Cadillac '99 -podía imaginar la cara de su dueño si desaparecía- diez o doce autos pequeños baratos, un hovercar con el chófer de uniforme dormido ante el volante. Y una camioneta granjera destartalada.


Leisha se dirigió a la camioneta. Había un hombre al volante, fumando. Se acordó de su padre.


– Hola -dijo Leisha.


El hombre bajó la ventanilla pero no contestó. Tenía un cabello castaño grasiento.


– ¿Ve ese hovercar allí? -dijo Leisha, tratando de que su voz sonara aguda y juvenil.


El hombre lo miró de reojo, con indiferencia; no alcanzaba a ver que el conductor dormía.


– Es mi guardaespaldas. Cree que estoy en el hospital, como me ordenó mi padre, haciéndome ver este labio -sentía la hinchazón donde la había golpeado Alice.


– ¿Y con eso?


Leisha dio una patadita en el piso.


– Que no quiero ir. Es una mierda y Papá también. Quiero largarme. Le daré 4.000 créditos bancarios por su camioneta. En efectivo.


El hombre abrió grandes los ojos, arrojó el cigarrillo y volvió a mirar el hovercar. El chófer era corpulento y estaba lo bastante cerca como para oír un grito.


– Todo lindo y legal -dijo Leisha, afectando una sonrisa.


Sentía que se le doblaban las rodillas.


– Déjeme ver el dinero.


Leisha se alejó de la camioneta, hasta donde no pudiera alcanzarla, y sacó el dinero de su portamonedas. Acostumbraba llevar mucho efectivo, porque siempre había tenido a Bruce, o a alguien. Siempre había estado segura.


– Salga de la camioneta por el otro lado -dijo Leisha- y trabe la puerta al salir. Deje las llaves en el asiento, donde pueda verlas desde aquí. Entonces pondré el dinero sobre el techo, en un lugar donde lo pueda ver.


El hombre rió, con una risa como pedregullo cayendo.


– Eres una pequeña Dabney Engh, ¿no? ¿Es esto lo que les enseñan a las jovencitas de alta sociedad en las escuelas caras?


Leisha no tenía idea de quién era Dabney Engh. Esperó, observando como el hombre trataba de encontrar la forma de engañarla, y tratando de ocultar su alegría. Pensó en Tony.


– Está bien -dijo él, saliendo de la camioneta.


– ¡Trabe la puerta!


Con una mueca, volvió a abrir la puerta y puso la traba. Leisha puso el dinero sobre el techo, abrió la puerta del lado del volante, se trepó, trabó la puerta y cerró las ventanillas.


El hombre rió. Ella puso la llave en encendido, arrancó y condujo hacia la calle. Le temblaban las manos.


Dio dos vueltas a la manzana.


Cuando volvió, el hombre se había ido y el conductor del hovercar seguía durmiendo. Había considerado la posibilidad de que el hombre lo despertara, por pura maldad, pero no. Estacionó la camioneta y esperó.


Una hora y media más tarde Alice y una enfermera sacaban a Stella en una silla de ruedas por la entrada de Emergencias.


Leisha saltó de la camioneta y gritó "¡Aquí, Alice!", agitando los brazos. Estaba demasiado oscuro como para ver la expresión de Alice, de modo que sólo le restaba esperar que no mostrara asombro ante la baqueteada camioneta y que no le hubiera dicho a la enfermera que las esperaba un auto rojo.


Alice dijo:


– Esta es Julie Bergadon, una amiga a quien llamé mientras le curaba el brazo a Jordan -la enfermera asintió sin interés.


Las mujeres ayudaron a Stella a subir a la alta cabina de la camioneta; no había asiento trasero. Stella tenía el brazo enyesado y se veía drogada.


– ¿Cómo? -preguntó Alice mientras partían.


Leisha no contestó. Estaba mirando un hovercar de la policía que aterrizaba en el otro extremo del estacionamiento. Bajaron dos oficiales y se encaminaron directamente hacia el auto de Alice bajo el raquítico arce.


– ¡Mi Dios! -exclamó Alice.


Por primera vez parecía asustada.


– No nos seguirán el rastro -dijo Leisha-. No a esta camioneta. Puedes estar tranquila.


– Leisha -la voz de Alice se alzaba, atemorizada-. Stella está dormida.


Leisha echó un vistazo a la criatura, recostada contra el hombro de Alice.


– No, no está dormida, está inconsciente por los calmantes.


– ¿Está bien?, ¿es normal para… ella?


– Podemos perder el sentido.


Incluso podemos experimentar el sueño inducido químicamente.


– Tony, ella, Richard y Jeanine en el bosque a medianoche…-.


¿No lo sabías, Alice?


– No.


– No sabemos mucho una de la otra, ¿verdad?


Avanzaron en silencio hacia el sur. Finalmente Alice preguntó:


– ¿A dónde la llevaremos?


– No sé. El primer lugar en el que buscaría la policía es con cualquiera de los insomnes…


– No puedes arriesgarte, tal como están las cosas -dijo Alice, preocupada-. Pero todos mis amigos están en California, y no creo que podamos llevar esta lata oxidada tan lejos sin que nos detengan.


– Igual no resultaría.


– ¿Qué haremos?


– Déjame pensar.


En una bajada de autopista encontró un teléfono público. No tendría protección de datos, como la Red del Grupo. ¿Estaría intervenida la línea abierta de Kevin? Probablemente.


Sin duda la de Santuario sí lo estaba.


Santuario. Todos estaban yendo o ya estaban allí, había dicho Kevin. Refugiados, tratando de que las Montañas Allengheny los rodearan como una pequeña cerca protectora. Excepto los niños como Stella, que no podían.


¿A dónde? ¿Con quién?


Leisha cerró los ojos. Los insomnes estaban descartados, pues la policía encontraría a Stella en horas. ¿Susan Melling?


Demasiado notoria como madrastra de Alice y co-beneficiaria del testamento de Camden; la interrogarían inmediatamente. No podía ser nadie a quien se pudiera relacionar con Alice. Tenía que ser un durmiente que Leisha conociera y en quien confiara, ¿y dónde encontrar a alguien que cumpliera esos requisitos?, ¿y cómo decidir arriesgarse con alguien? Se quedó un largo rato en la oscura cabina telefónica.


Luego caminó hacia la camioneta.


Alice dormía, con la cabeza reclinada sobre el asiento. Un hilillo de baba corría por su barbilla. Tenía el rostro pálido y cansado, a la escasa luz de la cabina. Leisha volvió al teléfono.


– ¿Stewart? ¿Stewart Sutter?


– ¿Sí?


– Habla Leisha Camden. Pasó algo -le contó la historia brevemente, en frases concisas.


Stewart no la interrumpió.


– Leisha… -comenzó a decir Stewart, y se interrumpió.


– Necesito ayuda, Stewart -"Te ayudaré, Alice", "No necesito tu ayuda". Sopló el viento sobre el oscuro campo junto a la cabina y Leisha se estremeció. Oyó en el viento el débil ruego de un mendigo. En el viento, y con su propia voz.


– Está bien -dijo Stewart- te diré qué haremos. Tengo una prima en Ripley, Nueva York, justo en la frontera estatal de Pennsylvania por vuestra ruta hacia el este. Tiene que ser en Nueva York, porque es donde tengo matrícula. Lleva allí a la niña. Yo llamaré a mi prima y le diré que van. Es una mujer mayor, una gran activista, se llama Janet Patterson. Vive en…


– ¿Qué te hace pensar que colaborará? Puede ir presa. Y tú también.


– Estuvo presa tantas veces que no lo creerías. En todas las protestas políticas desde Vietnam. Pero nadie irá preso. Ahora soy de hecho vuestro abogado, y tengo privilegios. Haré que declaren a Stella bajo la tutela del Estado. No será difícil con el precedente que establecísteis en el hospital de Skokie. Luego se la puede transferir a un hogar sustituto en Nueva York. Conozco el sitio adecuado, gente buena y amable. Entonces Alice…


– Ella es residente de Illinois. No puedes…


– Sí, puedo. Desde que se difundieron los resultados de esas investigaciones sobre la prolongada vida de los insomnes, los legisladores se han visto perseguidos para aprobar leyes por estúpidos electores asustados o celosos, o simplemente enojados.


El resultado es un cuerpo de supuestas "leyes" abarrotado de contradicciones, absurdos y coladuras. A largo plazo no se sostendrán (o al menos eso espero) pero por ahora pueden explotarse. Las puedo usar para crear el caso más condenadamente enmarañado para Stella que se haya visto jamás, y mientras tanto no podrán regresarla a su casa. Pero eso no servirá para Alice… necesitará un abogado matriculado en Illinois.


– Tenemos una -dijo Leisha-. Candace Holt.


– No, no un insomne. Confía en mí para eso, Leisha. Encontraré uno bueno. Hay un hombre en… ¿estás llorando?


– No -dijo Leisha, llorando.


– ¡Ah, Dios! -dijo Stewart-. ¡Bastardos! Siento que haya pasado todo esto, Leisha.


– No te preocupes -dijo Leisha.


Cuando tuvo la dirección de la prima de Stewart volvió a la camioneta. Alice seguía dormida, y Stella inconsciente. Leisha cerró la portezuela lo más despacio posible. El motor se ahogó y rugió, pero Alice no se despertó. En la oscura y estrecha cabina las acompañaba un montón de gente: Stewart Sutter, Tony Indivino, Susan Melling, Kenzo Yagai, Roger Camden.


A Stewart Sutter le dijo: "Me llamaste para informarme de la situación en Morehouse amp; Kennedy. Estás arriesgando tu carrera y a tu prima por Stella. Sin esperar ganar nada. Como Susan cuando me informó por adelantado de los resultados del estudio de Bernie Kuhn. Susan, que malgastó su vida por seguir a Papá y la recuperó con su propio esfuerzo.


Un contrato que no tiene en cuenta a ambos participantes no es un contrato. Lo sabe cualquier estudiante de primer año.”


A Kenzo Yagai le dijo: "El intercambio no siempre es lineal. No viste eso. Si Stewart me da algo y yo le doy algo a Stella, y dentro de diez años Stella es diferente por eso y le da algo a alguien más que aún no conocemos, eso es una ecología.


Una ecología de intercambios, sí, en la que cada nicho es necesario aunque no estén ligados por un contrato. ¿Un caballo necesita de un pez? La respuesta es .”


A Tony le dijo: "Sí, hay mendigos en España que no intercambian, que no dan nada ni hacen nada. Pero hay algo más que mendigos en España. Si te apartas de los mendigos te apartas de todo el condenado país. Y te apartas de la posibilidad de una ecología de ayuda. Eso es lo que quería Alice aquella noche, hace tantos años, en su dormitorio.


Embarazada, asustada, enojada, celosa, quería ayudarme a , y yo no la dejaba porque no lo necesitaba. Pero ahora lo necesité y ella me ayudó. Los mendigos necesitan ayudar tanto como que los ayuden.”


Y, finalmente, sólo quedaba Papá. Hasta podía verlo, con los ojos brillantes, sosteniendo flores exóticas de gruesos pétalos en sus manos fuertes. Le dijo a Camden: "Te equivocabas.


Alice es especial. ¡Oh, Papá… lo especial que es! Te equivocabas.”


En cuanto pensó esto sintió que se iluminaba. No con la brillante burbuja de la alegría ni con la dura claridad del examen, sino algo distinto: como el sol, entrando suavemente por los vidrios del invernadero, donde dos niñas corren, entrando y saliendo de su luz. De repente se sintió ella misma luz, no brillante sino traslúcida, un medio para que la luz del sol pasara hacia algún otro lugar.


Condujo a la mujer dormida y a la niña lastimada a través de la noche, hacia el este, hacia la frontera estatal.

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