II

El primer recuerdo de Leisha eran unas líneas flotantes que en realidad no existían. Lo sabía porque cuando extendía el puño para tocarlas no había nada. Después se dio cuenta de que las líneas flotantes eran luz: la luz del sol colándose en franjas por las cortinas de su habitación, por entre las persianas de madera del comedor, por el enrejado del invernadero.


El día en que descubrió que el flujo dorado era luz se rió en voz alta, con la alegría del descubrimiento, y Papá se volvió desde donde ponía flores en macetas y le sonrió.


Toda la casa estaba llena de luz. La luz desbordaba el lago, recorría los altos cielos rasos blancos, formaba charcos en los brillantes pisos de madera. Ella y Alice se movían siempre entre la luz, y a veces Leisha se detenía y echaba hacia atrás la cabeza para que le corriera por la cara. Podía sentirla, como si fuera agua.


La mejor luz, por supuesto, era la del invernadero. Allí le gustaba estar a Papá cuando volvía a casa de hacer dinero. Papá plantaba y regaba, tarareando, y Leisha y Alice corrían entre los tablones de flores, con sus maravillosos olores de tierra, pasando del lado oscuro del invernadero, donde crecían las grandes flores púrpura, al soleado, con su despliegue de flores amarillas, yendo y viniendo, entrando y saliendo de la luz.


– ¡Prosperan! -le decía Papá-, todas las flores cumpliendo sus promesas. ¡Alice, ten cuidado! Casi volteas esa orquídea. -Alice, obediente, dejaba de correr por un rato. Papá nunca le decía a Leisha que no corriera.


Un rato después se iría la luz. Alice y Leisha tomarían su baño, y luego Alice se pondría apática o irritable. No jugaría con Leisha, aún cuando le dejara elegir el juego o tener todas las mejores muñecas. La Nana llevaría a Alice a "la cama" y Leisha charlaría un poco más con Papá, hasta que le dijera que tenía que ir a su estudio con los papeles que hacían dinero.


Leisha siempre sentía cierto pesar cuando él tenía que irse, pero nunca duraba mucho porque llegaba Mademoiselle y comenzaban las lecciones, que le gustaban. ¡Era tan interesante aprender cosas! Ya podía cantar veinte canciones y escribir todas las letras del alfabeto y contar hasta cincuenta. Y para cuando terminaran las lecciones, volvería la luz y sería el momento del desayuno.


El desayuno era el único momento que no le gustaba a Leisha. Papá se había marchado a la oficina, y Leisha y Alice tomaban el desayuno con Mamá en el gran comedor. Mamá llevaba su bata, que gustaba a Leisha, y no olía raro ni hablaba raro como después durante el día, pero igual el desayuno no era divertido. Mamá siempre empezaba con La Pregunta.


– Alice, querida, ¿cómo dormiste?


– Bien, Mamá.


– ¿Tuviste lindos sueños?


Por mucho tiempo Alice dijo que no. Luego un día dijo:


– Soñé con un caballo. Yo lo montaba.


Mamá aplaudió, besó a Alice y le dio un buñuelo dulce extra.


Después de esto Alice siempre tuvo un sueño para contarle a Mamá.


Una vez Leisha dijo:


– Yo también tuve un sueño.


Soñé que la luz entraba por la ventana y me envolvía toda como una sábana, y entonces me besó en los ojos.


Mamá dejó su taza tan bruscamente que el café se volcó.


– No me mientas, Leisha. No tuviste un sueño.


– Sí que lo tuve -dijo Leisha.


– Sólo los niños que duermen pueden tener sueños. No me mientas, no tuviste un sueño.


– ¡Sí, lo tuve, lo tuve!


– gritó Leisha. Casi podía verlo: la luz fluyendo por la ventana y envolviéndola como una sábana dorada.


– ¡No toleraré una niña mentirosa!, ¿me oyes, Leisha? ¡No lo toleraré!


– ¡Tú eres mentirosa! -gritó Leisha, sabiendo que no era verdad lo que decía, odiándose por ello pero odiando a Mamá mucho más y eso también estaba mal, y allí estaba Alice, dura y como congelada; Alice estaba espantada y todo por culpa de Leisha.


Mamá dio un grito agudo:


– ¡Nana, Nana! ¡Lleve inmediatamente a Leisha a su habitación! ¡No puede sentarse con gente civilizada si no es capaz de dejar de decir mentiras!


Leisha comenzó a llorar. La Nana la llevó a su habitación.


Ni siquiera había tomado el desayuno, pero eso no le importaba; mientras lloraba lo único que veía eran los ojos azorados de Alice, con sus quebrados reflejos de luz.


Pero Leisha no lloró mucho tiempo. La Nana le leyó una historia, y luego jugó con ella al Salto de Datos, y luego subió Alice y la Nana las llevó a las dos a Chicago, al Zoo, donde había maravillosos animales que ver, animales que Leisha ni soñaba… ni tampoco Alice. Y para cuando volvieron Mamá ya se había ido a su habitación y Leisha sabía que estaría allí con los vasos que olían raro, y que no tendría que verla por el resto del día.


Pero esa noche fue a la habitación de su madre.


– Debo ir al baño -le dijo a Mademoiselle. Mademoiselle le preguntó:


– ¿Necesitas ayuda? -tal vez porque Alice aún necesitaba ayuda en el baño. Pero Leisha no, y agradeció. Luego se sentó un minuto en el toilet aunque no viniera nada, para que no fuera mentira lo que dijo.


Leisha recorrió el vestíbulo en puntas de pie. Primero fue a la habitación de Alice. Brillaba una lucecita en la pared, cerca de la "cuna". En la habitación de Leisha no había cuna. Miró a su hermana por entre los barrotes. Alice yacía de costado, con los ojos cerrados. Sus párpados se movían rápidamente, como cortinas agitadas por el viento. Su mandíbula y su cuello pendían flojamente.


Leisha cerró con cuidado la puerta y fue a la habitación de sus padres.


Ellos no "dormían" en una cuna sino en una enorme "cama", con bastante lugar entre ellos como para más gente. Los párpados de Mamá no se movían; reposaba de espaldas haciendo un ruido jrr-jrr con la nariz. Se le sentía fuerte el olor raro.


Leisha retrocedió y fue de puntillas hacia Papá. Se veía como Alice, sólo que su mandíbula y su cuello estaban aún más flojos, con pliegues de piel colgando como el toldo que se había caído en el patio trasero. A Leisha le dolía verlo así. Entonces lo ojos de Papá se abrieron tan rápidamente que Leisha gritó.


Papá se deslizó de la cama y la levantó, echando una rápida mirada a Mamá. Pero ella no se movió. Papá sólo tenía puestos los calzoncillos. La llevó al vestíbulo, donde apareció corriendo Mademoiselle, diciendo:


– ¡Oh, señor! Lo siento, ella dijo que iba al baño…


– Está bien -dijo Papá-, la llevaré conmigo.


– ¡No! -gritó Leisha, porque Papá estaba en calzoncillos, y la habitación tenía ese olor raro de Mamá. Pero Papá la llevó al invernadero, la sentó en un banco, se envolvió en un trozo de plástico verde que se usaba para cubrir plantas y se sentó junto a ella.


– Ahora, ¿qué pasó Leisha?


¿Qué estabas haciendo?


Leisha no contestó.


– Estabas mirando dormir a la gente, ¿verdad? -dijo Papá, y como su voz era más suave Leisha murmuró: "Sí". Inmediatamente se sintió mejor; hacía bien no mentir.


– Estabas mirando dormir a la gente porque tú no duermes y sentías curiosidad, ¿no? Como George el Curioso en tu libro.


– Sí -dijo Leisha-. ¡Yo pensé que me habías dicho que de noche hacías plata en tu estudio!


Papá sonrió.


– No toda la noche. Parte.


Pero después duermo, aunque no mucho -subió a Leisha a su regazo-. Yo no necesito dormir mucho, de modo que hago de noche más que la mayor parte de la gente. Distintas personas necesitan distinta cantidad de sueño. Y unos pocos, muy pocos, son como tú. No necesitas dormir nada.


– ¿Por qué no?


– Porque eres especial. Mejor que otra gente. Antes de que nacieras hice que unos doctores me ayudaran a hacerte así.


– ¿Por qué?


– Para que puedas hacer lo que quieras y manifiestes tu personalidad.


Leisha se retorció en sus brazos para mirarlo interrogante; no entendía sus palabras.


Papá se estiró y tocó una flor solitaria que crecía en un árbol alto de maceta. La flor tenía unos gruesos pétalos, como la crema que él ponía al café, y el centro era rosa pálido.


– Mira, Leisha… este árbol hizo esta flor. Porque puede.


Sólo este árbol puede hacer este tipo de flor maravillosa. Esa planta que cuelga allí no puede, ni tampoco aquellas. Sólo este árbol. Por lo tanto, la cosa más importante en el mundo para este árbol es producir esta flor. La flor es la individualidad del árbol -es decir, él mismo y no otra cosa- puesta de manifiesto. Nada más importa.


– No entiendo, Papá.


– Algún día lo entenderás.


– Pero yo quiero entender ahora -dijo Leisha, y Papá rió, encantado, y la abrazó. El abrazo le hizo bien, pero aún quería entender.


– Cuando haces plata, ¿esa es tu indivi… eso?


– Sí -dijo alegremente Papá.


– Entonces, ¿nadie más puede hacer plata, como sólo ese árbol puede hacer esa flor?


– Nadie más puede hacerla de la forma en que yo lo hago.


– ¿Y qué haces con la plata?


– Compro cosas para ti. Esta casa, tus vestidos, Mademoiselle para enseñarte, el auto para viajar en él.


– ¿Qué hace el árbol con la flor?


– Se vanagloria con ella -dijo Papá, lo que no tenía sentido-. La excelencia es lo que cuenta, Leisha. La excelencia basada en el esfuerzo individual. Y eso es lo único que cuenta.


– Tengo frío, Papá.


– Entonces mejor te llevo de vuelta con Mademoiselle.


Leisha no se movió. Tocó con un dedo la flor.


– Quiero dormir, Papá.


– No, no quieres, mi amor.


Dormir es perder el tiempo, perder vida. Es una pequeña muerte.


– Alice duerme.


– Alice no es como tú.


– ¿Alice no es especial?


– No, tú lo eres.


– ¿Por qué no hiciste especial a Alice también?


– Alice se hizo sola. No tuve oportunidad de hacerla especial.


Era demasiado duro todo. Leisha dejó de acariciar la flor y se deslizó de la falda de Papá.


Él le sonrió.


– Mi querida preguntona.


Cuando crezcas, encontrarás tu propia excelencia, y será de una clase nueva, de una especie que el mundo nunca ha visto. Incluso puedes ser como Kenzo Yagai. Él creó el generador Yagai, que da energía al mundo.


– Papá, quedas cómico envuelto en el plástico de las flores -rió Leisha. Papá también rió.


Pero entonces ella dijo:


– Cuando sea grande aprovecharé que soy especial para encontrar la forma de que Alice también sea especial -y Papá dejó de reír.


La llevó de vuelta con Mademoiselle, quien le enseñó a escribir su nombre, y eso fue tan excitante que olvidó la intrigante conversación con Papá.


Eran seis letras, todas diferentes, y juntas eran su nombre.


Leisha lo escribió una y otra vez, riendo, y Mademoiselle rió también. Pero después, en la mañana, Leisha pensó de nuevo en la conversación con Papá. Pensó en ella a menudo, dando vueltas en su mente a las poco familiares palabras como si fueran piedritas, pero la parte en la que más pensó no era una palabra; era la cara contraída de Papá cuando ella le dijo que usaría su condición de especial para hacer especial a Alice también.


Todas las semanas la doctora Melling venía a ver a Leisha y Alice, a veces sola, a veces con otra gente. A Leisha y Alice les gustaba la doctora Melling, porque reía mucho y sus ojos eran brillantes y cálidos. A menudo también estaba Papá allí. La doctora Melling jugaba con ella, primero con Alice y Leisha por separado y luego juntas. Les tomaba fotos y las pesaba. Las hacía recostar sobre una mesa y les pegaba cositas de metal en las sienes, lo que sonaría alarmante pero no lo era porque había muchas máquinas para mirar, todas haciendo ruidos interesantes, mientras estaban tendidas allí. La doctora Melling era tan buena contestando preguntas como Papá. Una vez Leisha preguntó:


– ¿La doctora Melling es una persona especial, como Kenzo Yagai?


Y Papá rió y miró a la doctora Melling y dijo: "Oh, sí, por supuesto".


Cuando Leisha tenía cinco años, ella y Alice empezaron la escuela. El chófer de Papá las llevaba todos los días a Chicago. Estaban en aulas diferentes, lo que molestaba a Leisha. Los niños del aula de Leisha eran todos mayores. Pero desde el primer día adoró la escuela, con su fascinante equipo de ciencias y cajones electrónicos llenos de rompecabezas matemáticos y otros niños con quienes buscar países en el mapa. En medio año ya la habían pasado a otra aula diferente, donde los niños eran aún mayores, pero igual le eran agradables. Leisha comenzó a estudiar japonés. Le encantaba dibujar los hermosos caracteres en grueso papel. Papá dijo:


– La Escuela Sauley fue una buena elección.


Pero a Alice no le gustaba la Escuela Sauley. Quería ir a la escuela en el ómnibus amarillo como la hija de la cocinera.


Lloró y tiró al suelo sus pinturas en la Escuela Sauley. Después Mamá salió de su habitación -hacía semanas que Leisha no la veía, pero sabía que Alice sí- y tiró al suelo unos candelabros que había en la repisa. Los candelabros, que eran de porcelana, se rompieron. Leisha corrió a juntar los trozos mientras Mamá y Papá se gritaban en el vestíbulo, junto a la gran escalera.


– ¡También es mi hija! ¡Y yo digo que puede ir!


– ¡No tienes derecho a opinar! ¡Una borracha perdida, el peor ejemplo posible para ambas… y yo creí que obtenía una fina aristócrata inglesa!


– ¡Obtuviste lo que pagaste!


¡Nada! ¡Nunca necesitaste nada de mí ni de nadie!


– ¡Paren! -gritó Leisha-.


¡Paren! -Y se hizo silencio en el vestíbulo. Leisha se cortó con la porcelana; la sangre goteó en la alfombra. Papá corrió a levantarla.


– ¡Paren! -sollozó Leisha, y no entendió cuando Papá dijo quedamente:- Páralo tú, Leisha.


Nada de lo que hagan debe siquiera tocarte. Debes ser lo suficientemente fuerte.


Leisha hundió la cabeza en el hombro de Papá.


Transfirieron a Alice a la Escuela Elemental Carl Sandburg, a la cual viajaba en el ómnibus amarillo con la hija de la cocinera.


Unas semanas después Papá les dijo que Mamá se iba por unas semanas a un hospital, para dejar de tomar tanto. Cuando saliera, dijo, se iría a vivir un tiempo a otro lado. Ella y Papá no eran felices. Leisha y Alice se quedarían con Papá y podrían visitar a Mamá a veces. Se los dijo con mucho cuidado, eligiendo las palabras pero respetando la verdad. Leisha ya sabía que la verdad era muy importante.


Ser fiel a la verdad era ser fiel a uno mismo, a su propia especial condición; a su individualidad. Un individuo respeta los hechos, y por lo tanto dice siempre la verdad.


Mamá, Papá no lo dijo pero Leisha lo sabía, no respetaba los hechos.


– No quiero que Mamá se vaya -dijo Alice, y comenzó a llorar. Leisha pensó que Papá la alzaría, pero no lo hizo. Sólo se quedó allí mirándolas.


Leisha rodeó a Alice con sus brazos:


– ¡Está bien, Alice, está bien! ¡Haremos que todo esté bien! Jugaré contigo todo el tiempo que no estemos en la escuela, para que no extrañes a Mamá.


Alice se abrazó a Leisha, y ésta le hizo girar la cabeza para que no viera la cara de Papá.

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