VI

MUTANTE INSOMNE RUEGA QUE ANULEN ALTERACION GENETICA, proclamaba el titular en el Mercado. "¡POR FAVOR, DÉJENME DORMIR COMO LA GENTE VERDADERA!" PIDE UNA NIÑA.


Leisha tecleó su número de crédito y ordenó al kiosco una impresión, aunque solía ignorar los diarios electrónicos. El encabezado siguió dando vueltas.


Un empleado del Mercado dejó de apilar cajas en estantes y la miró. Bruce, el guardaespaldas de Leisha, miró al empleado.


Ella tenía veintidós años, cursaba el último año de Leyes en Harvard, dirigía la Revista de Leyes y era la primera de su clase. Los tres siguientes eran Jonathan Cocchiara, Len Carter y Martha Wentz, todos insomnes.


Una vez en su departamento, hojeó el impreso. Luego conectó con la red del Grupo, en Austin.


Los archivos tenían más noticias sobre la niña, con comentarios de otros insomnes, pero antes de que pudiera llamarlos apareció la voz de Kevin Baker en la línea.


– Leisha, me alegra que llamaras. Estaba por hacerlo yo.


– ¿Cuál es la situación de esta Stella Bevington, Kev? ¿Alguien ha averiguado?


– Randy Davies. Es de Chicago, pero no creo que lo conozcas, todavía está en la escuela.


Él está en Park Ridge y Stella en Skokie. Los padres no quisieron hablar con él (de hecho lo trataron bastante mal) pero se las arregló para ver a Stella.


No parece un caso de maltrato, sólo la estupidez habitual: los padres querían un hijo genio, ahorraron y juntaron, y ahora no pueden acostumbrarse a lo que es. Le gritan que duerma, la tratan mal de palabra cuando los contradice, pero por ahora no hay violencia física.


– ¿Pueden iniciarse acciones legales por maltrato emocional?


– No creo que deseemos dar ese paso todavía. Dos de los nuestros se mantendrán en contacto con Stella (no tiene módem, y no les dijo a los padres de la red) y Randy informará una vez por semana.


Leisha se mordió el labio.


– Un diario dice que tiene siete años.


– Sí.


– Puede que no deba quedarse allí. Y tengo residencia en Illinois, puedo presentar una demanda por malos tratos desde aquí si Candy tiene mucho que hacer… -Siete años.


– No. Esperemos un poco. Probablemente Stella estará bien.


Tú lo sabes.


Lo sabía. Casi todos los insomnes seguían estando "bien” por más oposición que encontraran de parte del sector estúpido de la sociedad. Y sólo era el sector estúpido, se dijo Leisha; una minoría pequeña pero ruidosa. La mayor parte de la gente podía aceptar la presencia creciente de los insomnes, y lo hacía, desde que quedó claro que esta presencia no sólo implicaba mayor potencial sino también beneficios crecientes para todo el país.


Kevin Baker, quien tenía ahora veintiséis años, había hecho una fortuna con microchips tan revolucionarios que la Inteligencia Artificial, antes un sueño dudoso, estaba cada año más cerca de convertirse en realidad. Carolyn Rizzolo había ganado el Premio Pulitzer de teatro con su obra Luz Matinal. Tenía veinticuatro. Jeremy Robinson había hecho un trabajo interesante en aplicaciones de la superconductividad cuando aún era estudiante de Stanford. William Thaine, quien dirigía la Revista de Leyes cuando Leisha entró a Harvard, ahora se dedicaba a la práctica privada. Nunca había perdido un caso. Tenía veintiséis, y ya estaba tomando casos importantes. Sus clientes tenían en cuenta su habilidad y no su edad.


Pero no todos reaccionaban así.


Kevin Baker y Richard Keller habían iniciado la red que conectaba a los insomnes en un estrecho grupo, siempre al tanto de las luchas de los demás. Leisha Camden financiaba las batallas legales, los gastos de educación de los insomnes cuyos padres no podían costearlos, el apoyo a niños en malas situaciones emocionales. Rhonda Lavelier obtuvo una licencia de madre sustituta en California, y siempre que fuera posible el Grupo maniobraba para que le asignaran a los pequeños insomnes que debían ser separados de sus padres. El Grupo tenía ahora tres abogados matriculados, y el año siguiente tendrían cuatro más, registrados en cinco estados diferentes.


La única vez que no pudieron sacar legalmente a un niño maltratado lo secuestraron.


Era Timmy De Marzo, de cuatro años. Leisha se había opuesto a esa acción. Arguyó desde el punto de vista moral y el práctico (ambos eran lo mismo para ella), que si creían en su sociedad, en sus leyes fundamentales y en su propia capacidad para pertenecer a ésta como individuos productivos libres de contratar, debían atenerse a las leyes contractuales de la propia sociedad. Los insomnes eran, en su mayor parte, yagaístas, y entonces debían saber esto. Y si los pescaba el FBI la justicia y la prensa los crucificarían.


No los pescaron.


Timmy De Marzo -quien todavía no podía pedir ayuda por la red, por lo que conocieron su situación a través del rastreo automático de informes policiales que mantenía Kevin por medio de su compañía- fue sustraído de su propio patio trasero en Wichita. Había pasado el último año en un aislado remolque en Dakota del Norte, aunque nada era lo bastante aislado como para no tener módem. Lo cuidaba una madre sustituta legalmente irreprochable que había pasado allí toda su vida. Era la prima segunda de un insomne, una mujer gorda y alegre, con más cerebro de lo que aparentaba. Era yagaísta. No había ningún registro de la existencia del niño en los bancos de datos: ni del Servicio de Recaudación Impositiva, ni de las escuelas, ni siquiera en el registro computarizado de compras del almacén local. La comida específica para el niño se enviaba mensualmente con un camión propiedad de insomnes de State College, Pennsylvania.


Diez integrantes del Grupo sabían del secuestro, sobre 3.428 nacidos en los Estados Unidos.


De este total, 2.691 integraban el Grupo, vía la red. Otros 701 eran todavía demasiado pequeños para usar un módem. Sólo 36 insomnes, por alguna razón, no eran parte del Grupo.


Tony Indivino arregló el secuestro.


– Es de Tony que quería hablarte -le dijo Kevin-. Empezó de nuevo. Esta vez está decidido. Está comprando tierras.


Leisha dobló cuidadosamente el diario y lo dejó sobre la mesa.


– ¿Dónde?


– En las Montañas Allegheny, al sur del Estado de Nueva York.


Muchas tierras. Está urbanizando ahora. En primavera empieza con los edificios.


– ¿Sigue financiándolo Jennifer Sharifi? -Era la hija, nacida en América, de un príncipe árabe que había querido un hijo insomne. El príncipe había muerto y Jennifer, de ojos oscuros y políglota, era más rica de lo que nunca sería Leisha.


– Sí. Está empezando a tener seguidores, Leisha.


– Lo sé.


– Llámalo.


– Lo haré. Manténme informada sobre Stella.


Trabajó hasta medianoche en la Revista de Leyes, luego hasta las cuatro de la mañana preparando sus clases. De cuatro a cinco atendió asuntos legales del Grupo. A las cinco llamó a Tony, todavía en Chicago. Había terminado la escuela, cursado un semestre en la Universidad del Noroeste, y finalmente había explotado contra su madre por obligarlo a vivir como un durmiente. A Leisha le parecía que la explosión no terminaba nunca.


– ¿Tony?, Leisha.


– Las respuestas son sí, sí, no y vete al diablo.


Leisha apretó los dientes.


– Muy bien. Ahora dime las preguntas.


– ¿Planteas en serio lo de que los insomnes creen su propia sociedad autosuficiente? ¿Quiere Jennifer financiar un proyecto tan grande como la construcción de una pequeña ciudad? ¿No crees que tira por tierra todo lo que puede lograrse mediante la paciente integración del Grupo al conjunto? ¿Y qué se hace con las contradicciones de vivir en una ciudad armada restringida y aún así tener intercambio con el exterior?


– Yo nunca te mandaría a ti al diablo.


– Un hurra por ti -dijo Tony, añadiendo luego:- Lo siento. Eso suena como uno de ellos.


– Es malo para nosotros, Tony.


– Gracias por no decir que no pude evitarlo.


Ella se preguntó si era así.


– No somos especies diferentes.


– Díselo a los durmientes.


– Exageras. Hay quienes odian por ahí, siempre hay quienes odian, pero abandonar…


– No estamos abandonando. Todo lo que creamos puede ser intercambiado libremente: software, hardware, novelas, información, teorías, consejos legales.


Podemos entrar y salir. Pero tendremos un lugar seguro a donde volver. Sin sanguijuelas que creen que les debemos nuestra sangre porque somos mejores.


– No es cuestión de deudas.


– ¿En serio? -dijo Tony-.


Aclaremos esto, Leisha. A fondo.


Tú eres yagaísta, ¿en qué crees?


– Tony…


Dilo -dijo Tony, con un tono que le recordó al chico de catorce años que era cuando Richard los presentó. Al mismo tiempo vio la cara de su padre; no como era ahora, después del by-pass, sino como había sido cuando ella era niña y la sentaba en su regazo para explicarle que ella era especial.


– Creo en el intercambio voluntario para beneficio mutuo.


Que la dignidad espiritual proviene de mantenerse con el esfuerzo propio, y del intercambio del resultado de esos esfuerzos en cooperación mutua extendida a toda la sociedad. Que el símbolo de todo esto es el contrato. Y que nos necesitamos los unos a los otros para un intercambio más completo y beneficioso.


– Bien -espetó Tony-. Pero, ¿qué dices de los mendigos en España?


– ¿Los qué?


– Caminas por la calle en un país pobre, como España, y ves un mendigo. ¿Le das un dólar?


– Probablemente.


– ¿Por qué? No está intercambiando nada contigo. No tiene nada para cambiar.


– Lo sé. Por amabilidad. Por compasión.


– Ves seis mendigos. ¿A todos les das un dólar?


– Probablemente -dijo Leisha.


– Lo harías. Ves cien mendigos y no tienes la fortuna de Leisha Camden… ¿A todos les das un dólar?


– No.


– ¿Por qué?


Leisha se armó de paciencia.


Poca gente podía hacerla desear interrumpir una comunicación.


Tony era uno de ellos.


– Reduciría demasiado mis recursos. Mi vida tiene prioridad en cuanto a los recursos que obtengo.


– Muy bien. Ahora considera esto: en el Instituto Biotech (donde tú y yo comenzamos, mi querida pseudo hermana) la doctora Melling ayer…


¿Quién?


– La doctora Susan Melling. ¡Oh, Dios!, me había olvidado… ¡Estuvo casada con tu padre!


– La perdí de vista -dijo Leisha-. No me enteré de que había vuelto a la investigación. Alice dijo… no importa. ¿Qué pasa en Biotech?


– Dos hechos cruciales, que acaban de difundir. Hicieron el análisis genético fetal a Carla Dutcher. El gen de insomnes es dominante. La próxima generación del grupo tampoco dormirá.


– Ya todos lo sabíamos -dijo Leisha. Carla Dutcher era la primera insomne embarazada. Su esposo era durmiente-. Todo el mundo esperaba eso.


– Pero para la prensa de todos modos será un regalo de los dioses. Imagina: ¡CRIA DE MUTANTES! ¡NUEVA RAZA PUEDE DOMINAR LA NUEVA GENERACION!


Leisha no lo negó.


– ¿Y el segundo?


– Es triste, Leisha. Acabamos de tener nuestro primer muerto.


Se le encogió el estómago:


– ¿Quién?


– Bernie Kuhn, de Seatle -ella no lo conocía-. Un accidente automovilístico. Parece bastante claro: perdió el control en una curva pronunciada al fallarle los frenos. Llevaba sólo unos meses de conducir, tenía diecisiete. Pero lo significativo aquí es que los padres donaron su cuerpo y su cerebro a Biotech conjuntamente con la Escuela de Medicina de Chicago. Lo disecarán para poder ver por primera vez los efectos sobre el cuerpo y el cerebro de la falta prolongada de sueño.


– Hacen lo correcto -dijo Leisha-. Pobre chico. ¿Pero qué temes que encuentren?


– No lo sé. No soy médico.


Pero sea lo que sea, si los cultores del odio pueden usarlo en nuestra contra lo harán.


– Estás paranoico, Tony.


– Imposible. Los insomnes tenemos personalidades calmas y más conectadas con la realidad de lo corriente. ¿No lees la literatura sobre el tema?


– Tony…


– ¿Que tal si caminas por esa calle de España y un centenar de mendigos quieren cada uno un dólar y tú dices que no y ellos no tienen nada que intercambiar contigo pero están tan corroídos por la ira por lo que tú tienes que te atacan, te lo sacan y te golpean por mera envidia y desesperanza?


Leisha no contestó.


– ¿Dirás que no es una actitud humana, Leisha? ¿Que nunca sucede?


– Sucede -contestó Leisha serenamente-. Pero no tan seguido.


– Una mierda. Lee más historia. Lee más periódicos. Pero el asunto es: ¿qué hace un buen yagaísta que cree en los contratos de mutuo beneficio con la gente que no tiene nada que intercambiar y solamente puede recibir?


– Tú no eres…


– ¿Qué, Leisha? En los términos más objetivos que puedas aplicar, ¿qué les debemos a los necesitados ávidos y no productivos?


– Lo que dije originalmente: amabilidad, compasión.


– ¿Aunque no la retribuyan? ¿Por qué?


– Porque… -se detuvo.


– ¿Por qué? ¿Por qué los seres humanos productivos y respetuosos de las leyes deberían algo a los que no producen mucho ni respetan las leyes? ¿Qué justificación filosófica, económica o espiritual existe para deberles algo? Sé tan honesta como conozco que eres.


Leisha puso su cabeza entre las rodillas. La pregunta la superaba, pero no trató de evadirla.


– No lo sé. Sólo sé que es así.


– ¿Por qué?


Ella no contestó. Tras una pausa, lo hizo Tony. Había desaparecido de su voz el desafío intelectual. Dijo, casi tiernamente: -Ven en la primavera a ver el emplazamiento de Santuario. La construcción estará adelantada para entonces.


– No -dijo Leisha.


– Me complacería.


– No. El camino no es un retiro armado.


– Los mendigos se están volviendo más agresivos, Leisha -dijo Tony-. A medida que los insomnes se hacen más ricos, y no me refiero a dinero.


– Tony… -dijo ella, y se detuvo. No podía pensar en nada que decir.


– No andes mucho por las calles armada sólo con las obras de Kenzo Yagai.


En marzo, un marzo de frío cortante con vientos que bajaban por el río Charles, Richard Keller llegó a Cambridge. Hacía cuatro años que Leisha no lo veía. No le avisó que venía por la red del Grupo. Ella bajaba apurada por la acera de su casa, arropada hasta los ojos en un echarpe rojo para protegerse del frío helado, y lo encontró parado ante la puerta. Detrás de Leisha, su guardaespaldas se puso en guardia.


– ¡Richard! Está bien, Bruce, es un viejo amigo.


– Hola Leisha.


Se veía más pesado, más robusto, con los hombros más anchos de lo que ella recordaba.


Pero la cara era la de Richard, más adulta pero sin cambios: oscuras cejas bajas, oscuro cabello rebelde. Se había dejado la barba.


– Luces hermosa -dijo él.


Ella le alcanzó una taza de café:


– ¿Vienes por negocios?


Sabía, por la red, que había terminado su Maestría y realizado un trabajo destacado de biología marina en el Caribe, pero lo había dejado hacía un año y desaparecido de la red.


– No, placer. -Sonrió repentinamente, la misma vieja sonrisa que iluminaba su cara oscura-. Casi no me acordé de qué era eso por un largo tiempo. Satisfacción sí, todos somos buenos para la satisfacción del trabajo cumplido, pero, ¿placer?, ¿antojo?, ¿capricho? ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo tonto, Leisha?


Ella sonrió.


– Comí azúcar hilada en la ducha.


– ¿En serio? ¿Y por qué?


– Para ver si se disolvía en dibujos pegajosos rosados.


– ¿Y lo hizo?


– Sí. Encantadores.


– ¿Y esa fue tu última tontería? ¿Cuándo fue?


– El verano pasado -contestó, riendo, Leisha.


– Bueno, la mía es más reciente. Es esta, estoy en Boston por el mero placer espontáneo de verte.


Leisha dejó de reír.


– Usas un tono demasiado intenso para un placer espontáneo, Richard.


– Ssíí -dijo él, intensamente. Ella volvió a reír. Él no.


– Estuve en la India, Leisha.


Y en China y en Africa. Mayormente pensando, observando. Primero viajé como durmiente, sin llamar la atención. Luego me puse a buscar a los insomnes de India y China. Son unos pocos, sabes, cuyos parientes quisieron venir aquí para la operación.


Son bastante aceptados y los dejan tranquilos. Yo traté de entender por qué países desesperadamente pobres (al menos para nuestro estándar, allí la energía-Y se consigue casi únicamente en las grandes ciudades) no tienen problemas en aceptar la superioridad de los insomnes, mientras que los estadounidenses, con más prosperidad que en ningún momento de la historia, se resienten cada vez más.


– ¿Y lo descubriste? -preguntó Leisha.


– No. Pero descubrí algo más, observando esas comunas y villas y kampongs. Somos demasiado individualistas.


Leisha se sintió decepcionada. Recordó la cara de su padre diciéndole: "Lo que cuenta es la excelencia, Leisha. La excelencia basada en el esfuerzo individual…" Tomó la taza de Richard.


– ¿Más café?


Él la tomó de la muñeca y la miró a la cara.


– No me malinterpretes, Leisha. No estoy hablando de trabajo. Somos demasiado individuales en el resto de nuestras vidas.


Demasiado racionales emocionalmente. Demasiado solitarios. El aislamiento mata algo más que el libre flujo de ideas. Mata la alegría.


No le soltó la muñeca. Ella lo miró profundamente a los ojos, llegando tan hondo como nunca antes: sentía como si mirara dentro del pozo de una mina, vertiginoso y atemorizante, sabiendo que en el fondo podía haber oro u oscuridad. O ambas cosas.


Richard dijo suavemente: -¿Y Stewart?


– Terminó hace mucho tiempo.


Cosa de estudiantes -no parecía su propia voz.


– ¿Kevin?


– No, nunca… somos solamente amigos.


– No estaba seguro. ¿Alguien?


– No.


Le soltó la muñeca. Leisha lo miró tímidamente. De pronto él rió:


– Alegría, Leisha.


Le recordó algo, pero no pudo ubicarlo y en seguida desapareció. Ella rió también, una risa ligera y burbujeante, como azúcar rosa hilado en verano.


– Ven a casa, Leisha. Tuvo otro ataque al corazón.


En el teléfono, la voz de Susan Melling sonaba cansada.


Leisha preguntó: -¿Es serio?


– Los médicos no están seguros. O dicen que no lo están.


Quiere verte. ¿Puedes dejar los estudios?


Era mayo, sobre los exámenes finales. Las pruebas de la Revista de Leyes estaban retrasadas. Richard había comenzado un nuevo negocio, consultor marino para los pescadores de Boston afligidos por inexplicables cambios bruscos de las corrientes oceánicas, y estaba trabajando veinte horas por día.


– Iré -contestó Leisha.


Hacía más frío en Chicago que en Boston. Los árboles empezaban a brotar. Sobre el Lago Michigan, que llenaba las ventanas de la casa de su padre, unas nubes aborregadas esparcían un frío rocío. Leisha notó que Susan estaba viviendo allí: sus cepillos en el tocador de su padre, sus periódicos en la repisa del vestíbulo.


– Leisha -dijo Camden. Se veía viejo. La piel gris, las mejillas hundidas, la mirada asustada y decepcionada de un hombre que había aceptado el vigor como algo inseparable de su vida, como el aire que respiraba. En un rincón del cuarto, en una pequeña silla siglo XVIII, estaba sentada una mujer baja y rechoncha, con cabellos castaños.


Alice.


– Hola, Leisha.


Alice. Te busqué…


No debía haber dicho eso.


Leisha había buscado, pero no mucho, sabiendo que no quería que la encontraran.


– ¿Cómo estás?


– Estoy bien -dijo Alice.


Parecía remota, gentil, muy distinta de la Alice de seis años atrás, en las peladas colinas de Pennsylvania. Camden se movió penosamente en la cama. Miró a Leisha con ojos que, ella notó, no habían perdido su brillo azul.


– Le pedí a Alice que viniera. Y a Susan. Susan vino hace un tiempo. Me muero, Leisha.


Nadie lo contradijo. Leisha, conociendo su respeto por los hechos, calló. El cariño le hacía doler el pecho.


– John Jaworski tiene mi testamento. Ninguna de ustedes puede romperlo. Pero quería decirles personalmente qué contiene.


Estuve vendiendo en los últimos años, liquidando. La mayor parte de mis bienes está ahora disponible. Dejé un décimo a Alice, un décimo a Susan, un décimo a Elizabeth y el resto a ti, Leisha, porque eres la única con la capacidad individual de usar el dinero en todo su potencial para progresar.


Leisha miró alterada a Alice, que le devolvió la mirada con su extraña y remota calma.


– ¿Elizabeth? ¿Mi madre? ¿Está viva?


– Sí -dijo Camden.


– ¡Me dijiste que había muerto! ¡Hace años!


– Sí. Pensé que era mejor para ti. A ella no le gustaba lo que eras, estaba celosa de lo que podrías ser. Y no tenía nada qué brindarte. Solamente te hubiera causado daño emocional.


Mendigos en España… -Eso estuvo mal, Papá. Estuviste mal. Es mi madre… -no pudo terminar la frase.


Camden no se inmutó.


– No lo creo. Pero ahora eres adulta. Puedes verla si quieres.


La siguió mirando con sus ojos brillantes, hundidos, mientras en torno a Leisha el aire parecía espesarse y crepitar. Su padre le había mentido. Susan la miraba con detenimiento, esbozando una sonrisa. ¿Le agradaba ver cómo caía Camden en la estima de su hija? ¿Es que siempre había estado celosa de su relación, de Leisha…?


Estaba pensando como Tony.


Esta idea la paralizó por un momento. Pero siguió mirando a Camden, que le devolvía la mirada sin inmutarse, un hombre que aún en su lecho de muerte estaba seguro de tener razón.


Alice la tomó del codo, hablándole tan suavemente que nadie más pudo oírla.


– Ya pasó, Leisha. En un rato te sentirás bien.


Alice había dejado a su hijo en California, con el que era su esposo desde hacía dos años, Beck Watrous, un contratista de obras que había conocido cuando era camarera de un centro turístico de las Islas Artificiales.


Beck había adoptado a Jordan, el hijo de Alice.


– Antes de Beck pasé una mala temporada -dijo Alice con su voz distante-. ¿Sabes que cuando estaba embarazada solía soñar que Jordan sería insomne, como tú? Y me despertaba con mareos matinales por un bebé que sólo sería un estúpido como yo. Estuve con Ed (en Pennsylvania, ¿recuerdas?, viniste a verme allí una vez) dos años más. Me alegraba cuando me pegaba. Deseaba que Papá pudiera verlo. Al menos Ed me tocaba.


Leisha hizo un ruido con la garganta.


– Finalmente me fui porque tenía miedo por Jordan. Me fui a California, y no hice más que comer durante un año. Llegué a pesar más de ochenta kilos.


– Leisha calculó que mediría alrededor de un metro sesenta-.


Luego vine a casa a ver a Mamá.


– No me lo dijiste -intervino Leisha-. Sabías que estaba viva y no me lo contaste.


– Pasa la mitad del tiempo en un secadero -dijo Alice con brutal simplicidad-. No te hubiera visto aunque lo intentaras. Pero me vio a mí, y se babeaba llamándome su "verdadera” hija, y me vomitó encima. Yo me alejé de ella y miré mi vestido, y me di cuenta de que tenía que vomitarlo, de tan feo que era. Deliberadamente feo. Comenzó a gritar que Papá había arruinado su vida, y la mía, todo por ti. ¿Y sabes qué hice?


– ¿Qué? -dijo Leisha, con voz trémula.


– Volé a casa, quemé toda mi ropa, me conseguí un trabajo, comencé a estudiar, bajé veinte kilos y puse a Jordan en terapia de juego.


Las hermanas permanecieron sentadas en silencio. Tras la ventana el lago estaba oscuro, sin luna ni estrellas. Fue Leisha la que de pronto se estremeció, y Alice la que le palmeó el hombro.


– Dime… -No sabía qué quería que le dijera, pero quería oír la voz de Alice, su voz tal como era ahora, gentil y remota, ya no herida por el hecho hiriente de la mera existencia de Leisha. Su hiriente existencia-… cuéntame de Jordan. ¿Ya tiene cinco? ¿Cómo es?


Alice se volvió para mirar a Leisha a los ojos.


– Es un niño feliz y común.


Absolutamente común y corriente.


Camden murió una semana después.


Después del funeral, Leisha intentó ver a su madre en el Centro Brookfield de Adicción al Alcohol y a las Drogas. Le dijeron que Elizabeth Camden no veía a nadie más que a su única hija, Alice Camden Watrous.


Susan Melling, vestida de negro, llevó a Leisha al aeropuerto. Hablaba fluidamente, con determinación de los estudios de Leisha, de Harvard, de la Revista. Leisha le contestaba con monosílabos, pero ella persistía, preguntando, exigiendo respuestas. ¿Cuándo tendría sus exámenes? ¿Había pedido alguna entrevista para buscar trabajo? Gradualmente Leisha comenzó a salir del mutismo en que se había sumergido cuando bajaran a tierra el ataúd de su padre. Se dio cuenta de que el persistente interrogatorio de Susan era una amabilidad.


– Sacrificó a un montón de gente -dijo súbitamente.


– No a mí -dijo Susan, mientras entraba en el estacionamiento del aeropuerto-. Sólo durante un tiempo, cuando dejé mi trabajo para hacer el de él.


Roger no respetaba mucho el sacrificio.


– ¿Estaba equivocado en eso? -preguntó Leisha, con involuntaria desesperación.


Susan sonrió tristemente.


– No, no estaba equivocado.


No debería haber dejado nunca mis investigaciones. Me tomó mucho tiempo volver a ser yo misma después.


Hace eso con la gente, resonó en su mente. ¿Lo había dicho Susan?, ¿Alice? No lo recordaba.


Vio a su padre en el viejo invernadero, plantando y replantando las llamativas flores exóticas que tanto amaba.


Estaba cansada. Era fatiga muscular por la tensión, lo sabía; se recuperaría con veinte minutos de descanso. Le ardían los ojos por las desacostumbradas lágrimas. Los cerró, recostándose sobre la butaca del coche.


Susan estacionó el automóvil, apagó el motor y dijo: -Hay algo que quiero decirte, Leisha.


Leisha abrió los ojos.


– ¿Sobre el testamento?


Susan sonrió forzadamente.


– No. No tienes problemas con cómo dividió los bienes, ¿verdad? Te parece razonable. Pero no es eso. El equipo de investigación de Biotech y la Escuela de Medicina ha terminado los análisis del cerebro de Bernie Kuhn.


Leisha se volvió hacia ella.


Estaba intrigada por la complejidad de su expresión. Reflejaba determinación, satisfacción, enojo y algo más que Leisha no ubicaba.


– Lo publicaremos la semana próxima -dijo Susan-, en la Revista de Medicina de Nueva Inglaterra. Se cuidó increíblemente la seguridad; nada de filtraciones a la prensa popular. Pero quiero decirte ahora, personalmente, lo que encontramos. Para que estés preparada.


– Adelante -dijo Leisha.


Sentía una opresión en el pecho.


– ¿Recuerdas cuando tú y los otros chicos insomnes tomaron interleukin-1 para ver cómo era dormir, cuando tenías dieciséis?


– ¿Cómo lo supiste?


– Los vigilábamos mucho más de cerca de lo que pensaban.


¿Recuerdas el dolor de cabeza que les dio?


– Sí -ella, Richard, Tony, Carol, Jeanine… desde que la rechazaron en el Comité Olímpico, Jeanine no volvió a patinar.


Era maestra de jardín de infantes en Butte, Montana.


– Del interleukin-1 quería hablarte; al menos en parte. Es una de un grupo de sustancias que estimulan el sistema inmunitario. Aumentan la producción de anticuerpos, la actividad de los glóbulos blancos y muchas otras actividades inmunológicas. La gente normal tiene producción de IL-1 durante la fase de ondas lentas del sueño. Eso significa que tienen (tenemos) estimulación del sistema inmune durante el sueño. Una de las preguntas que los investigadores nos hicimos hace veintiocho años era: ¿enfermarán más seguido los niños insomnes, por no tener ese aporte de IL-1?


– Nunca estuve enferma -dijo Leisha.


– Sí. Tuviste varicela y tres resfríos leves a los cuatro años -precisó Susan-. Pero en general erais todos un grupo muy sano. De modo que a los investigadores nos quedó la teoría alternativa para el refuerzo inmunológico durante el sueño: que el aumento de la actividad inmune existe como contrapartida de una mayor vulnerabilidad del cuerpo a las enfermedades durante el sueño, probablemente conectada a las fluctuaciones de la temperatura corporal durante el sueño REM. En otras palabras, que el sueño causaba la vulnerabilidad que contrarrestaban los pirógenos endógenos como el IL-1. El sueño era el problema y el estímulo inmunológico la solución.


Sin sueño no existiría el problema. ¿Me sigues?


– Sí.


– Por supuesto. Pregunta tonta. -Susan se apartó el cabello de la cara. Estaba encaneciendo en las sienes, y tenía una pequeña mancha de vejez junto a la oreja derecha.


– En estos años reunimos miles (o puede que cientos de miles) de tomografías cerebrales tuyas y de los demás chicos, además de interminables electroencefalogramas, muestras de fluido cerebroespinal y todo lo demás. Pero no podíamos ver realmente dentro de vuestros cerebros, saber qué pasaba allí.


Hasta que Bernie Kuhn se dio ese topetazo.


– Susan -dijo Leisha-, dímelo directamente, sin más vueltas.


– No envejecerás.


– ¿Qué?


– Bueno, cosméticamente sí: canas, arrugas, flaccidez. Pero la ausencia de péptidos del sueño y todo lo demás afecta los sistemas de restauración de tejidos de una forma que no entendemos. Bernie Kuhn tenía un hígado perfecto. Pulmones perfectos, corazón perfecto, nódulos linfáticos perfectos, páncreas perfecto, médula oblongada perfecta. No sólo sanos o jóvenes; perfectos. Hay un estímulo de la regeneración de tejidos que deriva claramente del funcionamiento del sistema inmunológico pero que es radicalmente distinto de lo que hubiéramos sospechado. Los órganos no muestran desgaste alguno, ni siquiera el mínimo esperable a los diecisiete. Se auto reparan… una y otra vez.


– ¿Por cuánto tiempo? -musitó Leisha.


– ¿Y quién diablos lo sabe?


Bernie Kuhn era joven… puede que haya un mecanismo compensatorio que lo interrumpe en algún punto y os vengáis abajo de golpe, como una jodida galería de Dorian Grays. Pero no lo creo.


Tampoco creo que siga por siempre; una regeneración de tejidos no puede hacer eso. Pero mucho, mucho tiempo.


Leisha se quedó contemplando los reflejos borrosos en el parabrisas del automóvil. Vio la cara de su padre contra el satén azul del féretro, rodeada de rosas blancas. Su corazón, que no se regeneraba, había fallado.


– El futuro es sólo especulación en este caso. Sabemos que las estructuras péptidas que inducen al sueño en las personas normales recuerdan los componentes de paredes celulares bacterianas. Puede que haya una conexión entre el sueño y la receptividad patógena. No sabemos.


Pero la ignorancia nunca detuvo a los periódicos. Quería prepararte porque los llamarán superhombres, homo perfectus, y quién sabe qué más. Inmortales.


Las dos mujeres permanecieron en silencio. Finalmente Leisha dijo:


– Voy a informar a los demás.


Por nuestra red de datos. No te preocupes por la seguridad. Kevin Baker diseño la red del Grupo, y nadie se entera de lo que no queremos que se enteren.


– ¿Ya están tan bien organizados?


– Sí.


Susan pareció decir algo para sí y apartó la vista de Leisha.


– Mejor entremos, o perderás tu vuelo.


– Susan…


– ¿Qué?


– Gracias.


– De nada -dijo Susan, y Leisha notó en su voz lo que antes había visto en su expresión sin poder ubicar: ansiedad.


Regeneración de tejidos. Mucho, mucho tiempo, canturreaba la sangre en los oídos de Leisha durante su viaje a Boston. Regeneración de tejidos. Y, eventualmente: inmortales. No, eso no, se decía severamente. Eso no. Pero la sangre no escuchaba.


– ¡Qué sonrisa! -dijo su vecino de asiento de la primera clase del avión, un hombre en viaje de negocios que no la había reconocido-. ¿Viene de alguna gran fiesta en Chicago?


– No, de un funeral.


El hombre pareció asombrado, y luego disgustado. Leisha miró por la ventanilla hacia el suelo, allá lejos. Ríos como microcircuitos, campos como prolijas fichas de archivo. Y en el horizonte esponjosas nubes blancas, como masas de flores exóticas, capullos de un invernadero lleno de luz.


La carta no era más gruesa que cualquier envío en papel, pero era tan raro que cualquiera de ellos recibiera una carta con la dirección a mano que Richard estaba nervioso.


– Podría ser un explosivo.


Leisha miró la carta en la repisa del vestíbulo: "SRA. LIESHA CAMDEN", letras imprenta mayúsculas, mal escrito.


– Parece escritura infantil -dijo.


Richard permanecía en pie, con la cabeza baja y los pies separados. Pero su expresión era solamente preocupada.


– Tal vez sea deliberadamente infantil. Pueden haber pensado que desconfiarías menos.


– ¿Quienes? ¿Nos estamos volviendo tan paranoides, Richard?


La pregunta no lo hizo desistir.


– Sí. Por el momento.


Una semana antes la Revista de Medicina de Nueva Inglaterra había publicado el cuidadoso y sobrio artículo de Susan. Una hora más tarde las emisoras y redes explotaban en especulaciones, drama, furia y temor. Junto con los demás miembros del Grupo, habían aislado e individualizado cada uno de estos cuatro componentes, buscando la reacción dominante: especulación ("Los insomnes pueden vivir siglos, y esto podría llevar a que…"); drama ("Si un insomne se casa sólo con durmientes, su vida puede alcanzar a una docena de matrimonios, y varias docenas de hijos, una confusa familia mixta…"); furia ("El ir contra las leyes de la naturaleza sólo nos ha aportado esta supuesta gente antinatural que vivirá con la ventaja tramposa del tiempo: tiempo para acumular más capacidad, más poder, más propiedades como el resto nunca podremos ni imaginar…"); y temor ("¿En cuánto tiempo nos dominará la super-raza?").


– Todos son temor, de uno u otro tipo -dijo finalmente Carolyn Rizzolo, y la Red dejó de clasificar.


Leisha estaba dando los exámenes finales de su último año en la escuela de leyes. Los comentarios la acompañaban cada día en el campus, por los corredores, en clase; cada día los olvidaba en el trajín de los exámenes, donde todos los estudiantes quedaban reducidos al mismo status de suplicantes ante la gran universidad. Luego, temporalmente exhausta, caminaba silenciosamente a casa hacia Richard y la Red del Grupo, consciente de las miradas de la gente en la calle, consciente de su guardaespaldas, Bruce, entre ella y los demás.


– Se calmará -dijo Leisha.


Richard no contestó.


La ciudad de Salt Springs, Texas, promulgó una ordenanza local que no permitía a los insomnes tener licencia de expendio de licores, basándose en que los estatutos de derechos civiles descansaban en la cláusula de que "todos los hombres fueron creados iguales", lo que claramente no incluía a los insomnes.


No había insomnes en un radio de más de cien kilómetros de Salt Springs y nadie había pedido una licencia de expendio de licores en los últimos diez años, pero la United Press y la Datanet News tomaron la historia y en veinticuatro horas aparecieron calurosos editoriales, de ambos bandos, por toda la nación.


Se dictaron más ordenanzas locales. En Pollux, Pennsylvania, se podía denegar el alquiler de departamentos a insomnes basándose en que su prolongada vigilia aumentaría el uso y desgaste de la propiedad y las cuentas de servicios. En Cranston Estates, California, se prohibía a los insomnes operar negocios abiertos las veinticuatro horas: "competencia desleal".


Iroquois County, Nueva York, les prohibía actuar como jurados, arguyendo que un jurado que incluyera insomnes no constituía "un jurado de pares".


– Todas estas reglas serán abolidas en instancias judiciales superiores -dijo Leisha-. ¡Pero, Dios! ¡La pérdida de tiempo y dinero para lograrlo! -mientras lo decía una parte de su mente notaba que su tono era igual al de Roger Camden.


El estado de Georgia, en el cual algunos actos sexuales entre adultos que consintieran en ellos aún eran considerados crímenes, decidió que el sexo entre insomnes y durmientes era una felonía de tercer grado, clasificándolo como bestialismo.


Kevin Baker había diseñado un software que revisaba las redes de noticias a alta velocidad, señalaba todas las historias que implicaban discriminación o ataques contra los insomnes y las clasificaba. La Red del Grupo daba acceso a esos archivos.


Leisha les dio una leída y llamó a Kevin.


– ¿No puedes crear un programa paralelo que señale las notas que nos defienden? Estamos obteniendo una visión parcial.


– Tienes razón -dijo Kevin, algo sorprendido-. No lo pensé.


– Piénsalo -dijo sombríamente Leisha. Richard la miraba sin decir nada.


La alteraban mucho las noticias sobre niños insomnes. Aislamiento escolar, maltrato verbal por los hermanos, ataques de matones de barrio, confuso resentimiento de padres que querían un niño excepcional pero no habían considerado que pudiera vivir siglos. El consejo escolar de Cold River, Iowa, votó que se excluyera a los niños insomnes de las aulas convencionales, porque su rápido aprendizaje "creaba sentimientos de inadecuación en otros, interfiriendo en la tarea educativa". Destinó fondos para que los insomnes tuvieran tutores domiciliarios, pero no consiguió voluntarios entre su plantel de profesores.


Leisha comenzó a pasar tanto tiempo en la Red con los niños como destinaba a estudiar para sus exámenes, que estaban fijados para julio.


Stella Bevington dejó de usar su módem.


El segundo programa de Kevin catalogó editoriales impulsando un trato justo para los insomnes. El consejo escolar de Denver destinó fondos a un programa por el cual los niños más dotados, incluidos los insomnes, podrían utilizar sus talentos y formar equipos para ser tutores de niños más pequeños. Rive Beau, en Louisiana, eligió a la insomne Danielle du Cherney para el Consejo Metropolitano, a pesar de que sólo tenía veintidós años, lo que no era reglamentario. La prestigiosa firma de investigaciones médicas Halley Hall publicitó ampliamente la contratación de Christopher Amren, un insomne con doctorado en física celular.


Dora Clarq, una insomne de Dallas, abrió una carta que le estaba dirigida y un explosivo plástico le voló un brazo.


Leisha y Richard contemplaron el sobre en la repisa del vestíbulo. El papel era grueso, color crema, pero no caro: el tipo de papel voluminoso teñido en un tono pergamino. No tenía remitente. Richard llamó a Liz Bishop, una insomne que se estaba especializando en Justicia Criminal en Michigan. Nunca había hablado con ella (ni tampoco Leisha), pero en seguida se conectó con la Red y les dijo cómo abrirlo, o que si lo preferían volaría ella para hacerlo. Richard y Leisha siguieron sus instrucciones para detonación remota en el sótano del edificio. Nada explotó. Una vez abierto el sobre, sacaron la carta y la leyeron:


Estimada Señora Camden:


Usted fue muy buena conmigo y yo siento hacerle esto pero renuncio. Se están poniendo muy pesados en el sindicato no oficialmente pero usted sabe como son esas cosas. Yo en su lugar no iría al sindicato por otro guardaespaldas y trataría de encontrar uno privadamente. Pero tenga cuidado. Repito que lo siento pero yo también tengo que vivir.


Bruce-No sé si reírme o llorar -dijo Leisha-. Nosotros dos llevando semejante equipo, pasando horas en instalar esto para que no detonara un explosivo…


– De todos modos no tenía mucho más que hacer -dijo Richard. Desde la oleada antiinsomnes, todos sus clientes de consultoría marina excepto dos, vulnerables ante el mercado y por lo tanto ante la opinión pública, habían cancelado sus cuentas.


La Red, todavía conectada en la terminal de Leisha, emitió un llamado de emergencia. Leisha llegó primero. Era Tony.


– Leisha, necesito tu ayuda legal, si aceptas. Tratan de atacarme en Santuario. Por favor vuela aquí.


Santuario era un conjunto de toscas cuchilladas de color marrón en la tierra primaveral.


Estaba situada en los Montes Allegheny, al sur del estado de Nueva York, antiguas colinas redondeadas por el tiempo y cubiertas de pinos y nogales americanos. Una estupenda carretera llevaba allí desde la ciudad más cercana, Belmont. Allí se levantaban, en distintas etapas de construcción, edificios bajos, fáciles de mantener, de diseño sencillo pero gracioso. Jennifer Sharifi, con aspecto agotado, salió al encuentro de Leisha y Richard.


– Tony quiere hablar contigo, pero me pidió que primero les mostrara todo a ambos.


– ¿Qué pasa? -preguntó suavemente Leisha. No había visto nunca a Jennifer antes, pero ningún insomne lucía así (estrujada, exhausta, desgastada) a menos que el nivel de tensión fuera enorme.


Jennifer no trató de evadir la pregunta.


– Luego, primero vean Santuario. Tony respeta tu opinión enormemente, Leisha. Quiere que vean todo.


Los dormitorios eran para cincuenta personas, con habitaciones comunes para cocinar, comer, descansar y bañarse, y una zona privada de oficinas, estudios y laboratorios para trabajar.


– Los llamamos igual dormitorios, a pesar de la etimología -dijo Jennifer, tratando de sonreír. Leisha miró a Richard.


La sonrisa fue un fracaso.


Estaba impresionada, contra su voluntad, por lo completo de los planes de Tony para vidas que debían ser al mismo tiempo comunitarias e intensamente privadas. Había un gimnasio, un pequeño hospital…


– Para fin de año tendremos dieciocho médicos matriculados, sabes, y cuatro piensan venir aquí, y una guardería de día, una escuela, una granja de cultivos intensivos.


– La mayor parte de la comida vendrá de afuera. También la mayoría de los trabajos, aunque harán la mayor cantidad posible desde aquí, por red informática.


No nos estamos aislando del mundo… solamente creamos un lugar seguro desde donde intercambiar con él.


Leisha no respondió.


Además del servicio energético, energía-Y autosuficiente, estaba muy impresionada por la planificación humana. Tony tenía insomnes interesados de casi cualquier campo que pudieran necesitar, tanto para los requerimientos internos como para tratar con el mundo exterior.


– Lo primero son los abogados y contadores -dijo Jennifer-.


Es nuestra primera línea de defensa para salvaguardarnos. Tony reconoce que la mayoría de las batallas modernas por el poder se libran en las cortes y en la bolsa.


Pero no todas. Al final, Jennifer les mostró los planes para la defensa física. Los explicó con una mezcla de desafío y orgullo: se había hecho el máximo esfuerzo para detener atacantes sin herirlos. La vigilancia electrónica rodeaba completamente los casi cuatrocientos kilómetros cuadrados que había comprado Jennifer (Leisha pensó, admirada, que algunos condados eran más pequeños). Al cerrar el contacto, se activaba un campo de fuerza de media milla en la cerca que daba un choque eléctrico a cualquiera que se acercara a pie, "Pero sólo hacia afuera, no queremos que vayan a lastimarse nuestros niños". La entrada indeseada de vehículos y robots se identificaba por un sistema que detectaba todo objeto metálico de más de cierta masa que se moviera en Santuario. Todo móvil metálico que no tuviera un aparato de identificación especial diseñado por Donna Pospula, una insomne que patentara importantes componentes electrónicos, era considerado sospechoso.


– Por supuesto, no estamos preparados para un ataque aéreo o un asalto armado directo -dijo Jennifer-. Pero no es lo que esperamos. Solamente cultores del odio con motivaciones personales -su voz se hizo más débil.


Leisha tocó con la punta de los dedos la copia de los planos de seguridad. La perturbaban.


– Si no podemos integrarnos en el mundo… libre comercio debería implicar libre tránsito.


– Bueh, sí -dijo Jennifer, una respuesta tan poco propia de una insomne, cínica e imprecisa, que Leisha se quedó mirándola-.


Tengo algo que decirte, Leisha.


– ¿Qué?


– Tony no está aquí.


– ¿Y dónde está?


– En la cárcel del condado de Allegheny. ¡Es cierto que estamos teniendo pleitos por la zonificación de Santuario… zonificación! ¡En este lugar aislado!


Pero es algo más, algo que ocurrió esta mañana. Arrestaron a Tony por el secuestro de Timmy De Marzo.


La habitación pareció oscilar.


– ¿El FBI?


– Sí.


– ¿Cómo… cómo lo descubrieron?


– Algún agente eventualmente resolvió el caso. No nos dijeron cómo. Tony necesita un abogado, Leisha. Dana Monteiro ya aceptó, pero Tony te quiere a ti.


– ¡Jennifer… no daré los exámenes finales hasta julio!


– Dice que esperará. Mientras tanto Dana será su abogada.


¿Conseguirás tu título?


– Por supuesto. Pero ya tengo un trabajo esperándome con Morehouse, Kennedy amp; Anderson en Nueva York… -se detuvo. Richard le dirigía una dura mirada, mientras Jennifer contemplaba el piso. Leisha dijo, suavemente: -¿Qué alegará?


– Culpable -dijo Jennifer-, con… ¿cómo se llama legalmente? Circunstancias atenuantes.


Leisha asintió. Había temido que Tony se declarara inocente: más mentiras, subterfugios, tramoyas políticas. Su mente recorrió rápidamente circunstancias atenuantes, precedentes, pruebas en antecedentes… Podrían usar Clements contra Voy


– Dana está ahora en la cárcel -dijo Jennifer-. ¿Quieren ir conmigo?


– Sí.


En Belmont, sede del condado, no les permitieron ver a Tony.


Dana Monteiro, como su representante, podía entrar y salir libremente. Leisha, que no era oficialmente nada, no podía ir a ninguna parte. Eso les dijo un hombre en la oficina de la Fiscalía, que permaneció impasible mientras les hablaba, y que escupió en el suelo hacia sus pies cuando se iban, aunque eso lo dejó con la mancha del salivazo en su piso de la corte.


Richard y Leisha se dirigieron en el automóvil rentado al aeropuerto para volar a Boston.


En el camino Richard dijo que la dejaba. Se mudaba a Santuario ya, aunque todavía no estuviera funcionando, para ayudar en la planificación y en la construcción.


Pasaba la mayor parte del tiempo en su casa de la ciudad, estudiando ferozmente para los exámenes o contactando a los niños insomnes por la Red. No había contratado a otro guardaespaldas para reemplazar a Bruce, lo que hacía que saliera poco; esa reticencia a su vez la enojaba consigo misma. Una o dos veces al día repasaba los informes electrónicos de Kevin.


Había signos de esperanza. El Times de Nueva York publicó un editorial, difundido ampliamente por los servicios electrónicos de noticias:


PROSPERIDAD Y ODIO: UNA CURVA LOGICA QUE CASI NO VEMOS Los Estados Unidos nunca han sido un país que valorara mucho la calma, la lógica, la racionalidad. Tenemos, como pueblo, tendencia a etiquetar estas cosas como "frías". Tenemos, como pueblo, tendencia a admirar el sentimiento y la acción: en nuestras historias y memorias no exaltamos la creación de la Constitución sino su defensa en IwoJima; tampoco los logros intelectuales de un Stephen Hawkings sino la heroica pasión de un Charles Lindbergh; ni a los inventores de los monorraíles y computadoras que nos unen sino a los compositores de furibundas canciones de rebeldía que nos separan.


Un aspecto peculiar de este fenómeno es que se hace más fuerte en tiempos de prosperidad. Cuanto mejor están nuestros ciudadanos, cuanto más contentos por los resultados que viven de un calmo razonar, más apasionados se muestran en su tendencia a la emoción. Consideren, en el siglo pasado, los ostentosos excesos de los Años Locos y el regodeo anti-sistema de los sesenta. Consideren, en nuestro propio siglo, la prosperidad sin precedentes que trajo la energía-Y; y consideren luego que Kenzo Yagai, excepto para sus seguidores, fue visto como un lógico despiadado y avaricioso, mientras que la adulación nacional se vuelca hacia el escritor neonihilista Stephen Castelli, hacia la "tierna" actriz Brenda Foss y hacia el temerario clavadista de pozos gravitatorios Jim Morse Luter.


Pero sobre todo, mientras evalúan este fenómeno en sus casas provistas de energía-Y, consideren el actual brote de sentimientos irracionales hacia los "insomnes" a partir de la publicación de los descubrimientos conjuntos del Instituto Biotech y la Escuela Médica de Chicago sobre regeneración de tejidos en los insomnes.


La mayoría de los insomnes son inteligentes. La mayoría son calmos, si se entiende este término tan maltratado como la capacidad de dirigir las energías a resolver problemas más que a emocionarse con ellos. (Aún la ganadora del Premio Pulitzer Carolyn Rizzolo nos brindó un asombroso juego de ideas, no de pasiones desencadenadas.) Todos ellos muestran una tendencia natural a realizar logros, decididamente respaldada por tener un tercio de tiempo más al día para alcanzarlos. Sus logros residen, en su mayor parte, en campos lógicos más que emocionales: computadoras, ley, finanzas, física, investigación médica. Son racionales, ordenados, calmos, inteligentes, alegres, jóvenes, y posiblemente longevos.


Y, en nuestros Estados Unidos de prosperidad sin precedentes, crecientemente odiados.


El odio que hemos visto florecer tan acabadamente en los últimos meses, ¿brota, realmente, de la "ventaja desleal" que tienen los insomnes sobre el resto de nosotros para conseguir trabajo, ascensos, dinero, éxito? ¿Es realmente envidia por la buena suerte de los insomnes? ¿O proviene de algo más pernicioso, enraizado en nuestra tradición de acción del "pistolero más rápido" americano: odio por el que es lógico, calmo, considerado; un odio, de hecho, hacia la mente superior?


Si es así, tal vez debamos pensar en los fundadores de esta nación: Jefferson, Washington, Paine, Adams… todos habitantes de la Edad de la Razón. Estos hombres crearon nuestro sistema de leyes, ordenado y equilibrado, precisamente para proteger la propiedad y los logros creados por los esfuerzos individuales de mentes equilibradas y racionales. Los insomnes pueden ser la prueba interna más severa de nuestra sensata creencia en la ley y el orden. No, los insomnes no fueron "creados iguales", pero debemos examinar nuestra actitud hacia ellos con igual cuidado que nuestra jurisprudencia más sensata. Puede que no nos guste lo que encontremos sobre nuestras motivaciones, pero nuestra credibilidad como pueblo puede depender de la racionalidad y la inteligencia de este examen.


Ambas cosas estuvieron escasas en la reacción del público ante los resultados de la investigación del mes pasado.


La ley no es teatro. Antes de redactar leyes que reflejen sentimientos dramáticos y exaltados, debemos estar muy seguros de comprender la diferencia.


Leisha se arrebujó feliz, sonriente, contemplando con deleite la pantalla. Llamó al Times: ¿quién había escrito el editorial? La recepcionista, que la había atendido con cordialidad, se volvió reticente. El Times no proporcionaba esa información, "sin investigación interna previa".


No logró deprimirla. Rondó por todo el departamento, tras días de estar sentada ante su escritorio o la pantalla. El contento le exigía acción física. Lavó platos, ordenó libros.


Habían quedado huecos en el mobiliario cuando Richard se llevó sus pertenencias; algo más calmada, reordenó los muebles para cubrirlos.


Susan Melling la llamó para hablar del editorial del Times, y charlaron cálidamente unos minutos. Cuando Susan cortó la comunicación el teléfono volvió a sonar.


– ¿Leisha? Tu voz es la misma de antes. Habla Stewart Sutter.


– ¡Stewart! -No lo había visto en años. El romance había durado dos años y luego se había disuelto, no por algún suceso desagradable sino por la presión de los estudios de ambos. Parada frente a la terminal, oyendo su voz, Leisha sintió nuevamente sus manos en los pechos como en la estrecha cama del dormitorio: tantos años hasta encontrarle un buen uso a una cama. Las manos fantasmales se convirtieron en las de Richard, y la atenazó una repentina pena.


– Escucha -dijo Stewart-, te llamo porque hay cierta información que creo que debes conocer. Das tus exámenes la semana próxima, ¿verdad? Y luego tienes un posible trabajo con Morehouse, Kennedy amp; Anderson.


– ¿Cómo sabes todo eso, Stewart?


– Rumores en el "Caballeros".


Bueno, no exageremos, pero la comunidad legal de Nueva York (al menos esta parte) es más pequeña de lo que crees. Y tú eres una figura muy visible.


– Sí -admitió Leisha, neutral.


– Nadie duda que obtendrás el título, pero sí hay dudas respecto al trabajo con Morehouse, Kennedy. Tienes dos socios principales, Alan Morehouse y Seth Brown, que cambiaron de idea desde este… sacudón. "Publicidad negativa para la firma", "convertir la ley en un circo", bla, bla, bla. Conoces el paño.


Pero tienes también dos ardientes defensores, Ann Carlyle y Michael Kennedy, el propio patriarca. Es todo un cerebro. De cualquier modo, quería que te enteraras de todo esto para que supieras cómo es la situación exactamente y con quiénes contar llegado el momento de la lucha interna.


– Gracias -dijo Leisha-.


Stew… ¿Por qué te preocupas por si entro o no. ¿Por qué te importa?


Hubo un silencio al otro extremo de la línea. Luego Stewart dijo, muy bajo: -No somos todos cabezas huecas aquí, Leisha. A algunos todavía nos importa la justicia. Y también el progreso.


Leisha se iluminó, como una burbuja de luz animada.


– También tienen mucho apoyo aquí -dijo Stewart- para esa estúpida demanda por la zonificación en Santuario. Puede que no se den cuenta, pero la tienen. Lo que los de la Comisión de Parques tratan de conseguir es… pero sólo están siendo usados de fachada. Tú lo sabes.


De todos modos, cuando llegue a la corte tendrán toda la ayuda que necesiten.


– Santuario no es obra mía, para nada.


– ¿No? Bueno, hablaba de vosotros en conjunto.


– Gracias, en serio. ¿Como están tus cosas?


– Bien. Soy papá.


– ¿En serio? ¿Niño o niña?


– Una niña. Una hermosa brujita que me tiene loco. Me gustaría que conocieras a mi esposa, Leisha.


– A mí también -respondió Leisha.


Pasó el resto de la noche estudiando. Seguía sintiendo la burbuja, y reconoció exactamente qué era: alegría.


Todo estaría bien. El contrato, no escrito, entre ella y su sociedad -la sociedad de Kenzo Yagai, la de su padre- se cumpliría. Con disenso y conflictos y, sí, algo de odio: de repente pensó en los mendigos en España de Tony, furiosos ante el fuerte por no serlo ellos. Sí, pero se cumpliría.


Creía en eso. Decididamente.

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