– Quiero conocer a los demás -dijo Leisha-. ¿Por qué me mantuvieron aparte de ellos tanto tiempo?
– No te mantuve aparte -respondió Camden-. No ofrecer no es lo mismo que negar. ¿Por qué no habrías de pedirlo tú? Ahora eres tú quien lo quiere.
Leisha lo miró. Tenía 15 años y estaba en el último curso de la Escuela Sauley.
– ¿Por qué no me lo ofreciste?
– ¿Por qué habría de hacerlo?
– No lo sé -contestó Leisha-. Pero me diste todo lo demás.
– Incluida la libertad para pedir lo que quisieras.
Leisha buscó la contradicción, y la encontró.
– Yo no pedí la mayor parte de las cosas que me brindaste para mi educación, porque no sabía lo bastante como para pedirlas, y tú, como adulto, lo hiciste. Pero nunca me ofreciste la oportunidad de conocer a ninguno de los otros mutantes insomnes…
– No uses esa palabra -interrumpió Camden.
– … de modo que o bien pensaste que no era esencial para mi educación o bien tenías otro motivo para no querer que los conociera.
– Falso -dijo Camden-.
Existe una tercera posibilidad.
Que yo pensara que es esencial para tu educación conocerlos, que yo lo quisiera, pero que este asunto ofreciera una oportunidad de fomentar tu iniciativa personal esperando que tú lo pidieras.
– Muy bien -dijo Leisha, un poco desafiante; parecía haber muchos desafíos entre ellos últimamente, sin motivo aparente.
Cuadró los hombros y adelantó sus pechos nacientes:
– Lo estoy pidiendo. ¿Cuántos insomnes hay, quiénes son y dónde están?
– Si usas ese término "los insomnes" -respondió Camden-, es que ya has estado leyendo algo por tu cuenta. De modo que probablemente sepas que hay 1.082 de vosotros hasta ahora en los Estados Unidos, unos pocos más en el extranjero, la mayoría en grandes ciudades. Hay setenta y nueve en Chicago, la mayoría niños pequeños. Sólo diecinueve son mayores que tú.
Leisha no negó haber leído algo de eso. Camden se inclinó hacia adelante en su silla para mirarla. Leisha se preguntó si estaría necesitando anteojos; su cabello ya era totalmente gris, escaso y tieso como solitarias pajas de escoba. El Wall Street Journal lo incluía entre los cien hombres más ricos de América, y el Women's Wear Daily señalaba que era el único multimillonario del país que no se movía en la sociedad de las fiestas internacionales, de los bailes de caridad y los jets particulares. El jet de Camden lo transportaba a reuniones de negocios por todo el mundo, a la presidencia del Instituto de Economía Yagai y poco más. Con los años se había vuelto más rico, más aislado y más cerebral. Leisha sintió una oleada del viejo afecto.
Se arrojó de costado en un sillón de cuero, con las largas piernas colgando sobre un apoyabrazos. Se rascó, distraída, una picadura de mosquito en el muslo. -Bueno, entonces me gustaría conocer a Richard Keller.
– Vivía en Chicago y era el insomne del testeo beta más próximo a ella en edad. Tenía 17.
– ¿Y por qué pedírmelo? ¿Por qué no vas directamente?
Leisha sintió una nota de impaciencia en su voz. Le gustaba que explorara las cosas primero, para comentarlas con él luego.
Ambas partes eran importantes.
Leisha rió: -¿Sabes, Papá?, eres predecible.
Camden rió también. En medio de las risas entró Susan:
– Por cierto, no lo es. Roger, ¿qué hay de esa reunión en Buenos Aires el jueves? ¿Se confirma o no? -Al no tener respuesta, su voz se tornó más aguda:- ¡Roger, te estoy hablando!
Leisha apartó la vista. Dos años antes, Susan dejó finalmente la investigación genética para ocuparse de la casa y la agenda de Camden; antes había intentado infructuosamente hacer las dos cosas. A Leisha le parecía que, desde que dejara Biotech, Susan había cambiado. Su voz era más tensa, insistía en que la cocinera y el jardinero cumplieran sus instrucciones al pie de la letra. Su cabellera rubia se había convertido en rígidas ondas platinadas.
– Confirmada -dijo Roger.
– Bueno, gracias por al menos contestarme. ¿Iré yo?
– Si quieres.
– Quiero.
Susan salió. Leisha se puso de pie y se estiró, levantándose sobre las puntas de los pies.
Era agradable alzarse, estirarse, sentir que la luz del sol, entrando por los amplios ventanales, le bañaba la cara. Sonrió a su padre y se encontró con que la miraba con una expresión inesperada.
– Leisha…
– ¿Qué?
– Ve a Keller, pero sé prudente.
– ¿En qué?
Pero Camden no contestó.
La voz en el teléfono sonaba evasiva. -¿Leisha Camden? Sí, sé quién eres. ¿El jueves a las tres?
La casa era modesta, colonial de haría unos treinta años, en una tranquila calle suburbana en la que se podía vigilar desde la ventana a los niñitos que andaban en bicicleta. Pocos techos tenían más de una célula de energía-Y. Los árboles, enormes viejos arces, eran hermosos.
– Adelante -dijo Richard Keller.
No era más alto que ella, rechoncho, con un feo acné. Probablemente no tenía otras alteraciones genéticas aparte del sueño, supuso Leisha. Tenía un espeso cabello oscuro, la frente baja y gruesas cejas negras como cepillos. Antes de cerrar la puerta Leisha vio que miraba su coche con chófer, estacionado en la entrada junto a una oxidada bicicleta.
– Todavía no puedo manejar -dijo ella-. Sólo tengo quince.
– Es fácil aprender -dijo Keller-. ¿Me dices a qué has venido?
A Leisha le gustó que fuera tan directo. -A conocer a otro insomne.
– ¿Quieres decir que nunca te encontraste con ninguno de nosotros?
– ¿Quieres decir que todos los demás se conocen? -No se lo esperaba.
– Ven a mi habitación, Leisha.
Lo siguió hasta el fondo de la casa, en la que no parecía haber nadie más. Su habitación era amplia y aireada, llena de computadoras y archivadores. En un rincón había un aparato de remo. Parecía una versión zaparrastrosa del cuarto de cualquier compañero brillante de la Escuela Sauley, excepto porque había más espacio sin la cama.
Se dirigió a la pantalla de la computadora.
– ¡Vaya!… ¿trabajas en ecuaciones de Boesc?
– En una aplicación.
– ¿A qué?
– A patrones migratorios de peces.
Leisha sonrió: -Sí… funcionaría. Nunca lo había pensado.
Keller parecía no saber qué hacer con esa sonrisa. Miró primero a la pared, luego a su barbilla.
– ¿Estás interesada en modelos Gaea?, ¿en el ambiente?
– Bueno, no -confesó Leisha-. No particularmente. Estudiaré ciencias políticas en Harvard. Derecho. Pero por supuesto vimos modelos Gaea en la escuela.
Keller logró finalmente despegar la vista de ella. Se pasó la mano por el oscuro cabello y le dijo:
– Siéntate, si quieres.
Leisha se sentó, mirando apreciativamente las láminas de la pared, que mezclaban el verde con el azul, como corrientes oceánicas.
– Me gustan esos dibujos, ¿los programaste tú?
– No eres para nada como te imaginaba -fue la respuesta de Keller.
– ¿Cómo habías pensado que era?
Sin dudar, él contestó:
– Estirada. Engreída. Superficial, a pesar de tu cociente intelectual.
Se sintió más dolida de lo que hubiera esperado. Keller le espetó:
– Eres la única insomne realmente rica. Pero seguramente lo sabías.
– No, nunca me fijé en ese punto.
Tomó asiento a su lado, estirando sus piernas regordetas frente a sí, con una indolencia que no tenía nada que ver con relajarse.
– En realidad tiene sentido.
La gente rica no hace modificaciones genéticas a sus hijos para que sean superiores… piensan que por ser sus descendientes ya lo serán. Y los pobres no pueden pagárselo. Los insomnes somos de clase media alta, a lo sumo. Hijos de profesores, científicos, gente que valora el cerebro y el tiempo.
– Mi padre valora el cerebro y el tiempo -dijo Leisha-. Es el principal colaborador de Kenzo Yagai.
– ¡Leisha!, ¿piensas que no lo sé? ¿Quieres deslumbrarme o qué?
Ella contestó, intencionadamente: -Estoy conversando contigo. -Pero al minuto siguiente sintió cómo el dolor alteraba sus facciones.
– Lo siento -murmuró Keller.
Saltó de la silla y retrocedió hacia la computadora-. Lo siento. Pero… no entiendo qué haces aquí.
– Me siento sola -respondió Leisha, para su propia sorpresa.
Lo miró-. Es cierto, estoy sola. Tengo amigos, y a Papá y a Alice… pero nadie sabe realmente, nadie entiende… ¿qué?
Ni sé lo que estoy diciendo.
Keller sonrió. La sonrisa cambiaba completamente su rostro, lo iluminaba.
– ¡Oh, yo sí lo sé! ¿Qué hacer cuando dicen "¡Anoche tuve un sueño tan especial!"?
– ¡Sí! -replicó Leisha-.
Pero eso no es nada… la cosa es cuando yo digo "Esta noche te lo busco" y me miran con esa expresión rara que significa "Lo hará mientras yo duermo".
– Aún eso no es nada -dijo Keller-. La cosa es cuando juegas básquet después de la cena en el gimnasio y vas por algo para comer y dices "Demos un paseo junto al lago" y te contestan "Estoy muy cansado. Ya me voy a la cama".
– Pero eso realmente no es nada -saltó Leisha-. La cosa es cuando estás realmente absorto en la película y llegas a un punto en que es tan divinamente hermosa que saltas y dices "¡Sí, sí!", y Susan dice "Leisha, realmente… crees que eres la primera persona que disfruta algo".
– ¿Quién es Susan? -dijo Keller.
El encanto estaba roto. Pero no del todo; Leisha pudo decir "Mi madrastra" sin sentirse muy incómoda respecto a lo que Susan había parecido ser y lo que resultó. Allí, muy cerca, estaba Keller, sonriendo tan alegremente, comprendiendo, y repentinamente la invadió un alivio tan grande que fue derecho hacia él y le rodeó el cuello con sus brazos, apretándolos recién cuando notó que se apartaba por la sorpresa. Comenzó a sollozar… ella, Leisha, que nunca lloraba.
– ¡Epa! -dijo Richard-.
¡Epa!
– Brillante -dijo riendo Leisha-. Brillante respuesta.
Ella pudo sentir su sonrisa incómoda: -¿Prefieres ver mis curvas de migración de peces?
– No -sollozó Leisha, y él continuó sosteniéndola, palmeándole la espalda, diciéndole sin palabras que estaba en su hogar.
Camden la esperaba, aunque era más de medianoche. Había estado fumando mucho. Le dijo pausadamente tras el aire azulado:
– ¿La pasaste bien, Leisha?
– Sí.
– Me alegro -dijo él, apagando su último cigarrillo, y subió la escalera, lentamente y algo rígido, pues tenía cerca de setenta ya, rumbo a la cama.
Por casi un año fueron a todas partes juntos: a nadar, a bailar, a los museos, al teatro, a la biblioteca. Richard le presentó a los otros, un grupo de doce muchachos entre catorce y diecinueve, todos inteligentes y vivaces. Todos insomnes.
Leisha aprendió.
Los padres de Tony, como los suyos, se habían divorciado. Pero él, de catorce años, vivía con su madre, quien no había querido especialmente un niño insomne, mientras su padre que sí lo quería había adquirido un hovercar rojo y una amiguita joven que diseñaba sillas ergonómicas en París. Tony tenía prohibido decirle a nadie -ni a parientes o compañeros de escuela- que era insomne. "Te considerarían un monstruo", decía su madre, evitando mirarlo a la cara. La única vez que la desobedeció recibió una paliza y se mudaron a otro barrio. Tenía entonces nueve años.
Jeanine, casi tan delgada y zanquilarga como Leisha, se estaba entrenando en patinaje sobre hielo para las Olimpíadas.
Practicaba doce horas al día, cosa que nunca podría hacer un durmiente que aún asistiera a la escuela. Todavía el periodismo no se había enterado. Jeanine temía que, si lo hacían, de algún modo le impedirían competir.
Jack, como Leisha, entraría a la universidad en setiembre. A diferencia de Leisha, ya había comenzado su carrera. La práctica del derecho debía esperar a que terminara sus estudios; la práctica de las finanzas sólo requería dinero. Jack no tenía mucho, pero sus precisos análisis convirtieron $600 ahorrados de trabajos veraniegos en $3.000 con inversiones en la bolsa de valores, luego en $10.000, y entonces tenía suficiente como para poder especular con datos.
Jack tenía quince, lo cual significaba que era demasiado joven para hacer inversiones legalmente, de modo que las transacciones se hacían a nombre de Kevin Baker, el mayor de los insomnes, que vivía en Austin. Jack le contaba a Leisha:
– Cuando alcancé una ganancia del 84% en dos trimestres consecutivos, los analistas de datos me detectaron. Sólo estaban husmeando. Bueno, era su trabajo; aunque los montos totales fueran realmente pequeños. Lo que les llama la atención son los patrones. Si se toman el trabajo de relacionar bancos de datos y se topan con que Kevin es un insomne, ¿tratarán de impedirnos de algún modo invertir?
– Eso es paranoia -dijo Leisha.
– No, no lo es -dijo Jeanine-. Leisha, no sabes.
– Quieres decir porque he estado protegida por el dinero y los cuidados de mi padre -replicó Leisha. Nadie sonrió; confrontaban sus ideas abiertamente, sin alusiones veladas. Sin sueños.
– Sí -dijo Jeanine-. Tu padre suena terrible. Y te educó para creer que no deben ponerse trabas en el camino del progreso… ¡Jesús, es un yagaísta!
Bueno, pues nos alegramos por ti -lo dijo sin sarcasmo, y Leisha asintió-. Pero no siempre el mundo es así. Nos odian.
– Eso es demasiado fuerte -dijo Carol-. No es odio.
– Bueno, puede ser -asintió Jeanine-. Pero son diferentes de nosotros. Somos mejores, y naturalmente se resienten.
– No veo qué tiene de natural -dijo Tony-. ¿No sería igual de natural admirar lo que es mejor? Eso hacemos nosotros. ¿Alguno siente resentimiento hacia Kenzo Yagai por su genio? ¿O hacia Nelson Wade, el físico? ¿O hacia Catherine Raduski?
– No nos resentimos porque somos mejores -dijo Richard-.
Y con esto queda demostrado.
– Lo que deberíamos hacer es tener nuestra propia sociedad -dijo Tony-. ¿Por qué permitir que sus regulaciones restrinjan nuestro progreso natural y honesto? ¿Por qué deben impedirle a Jeanine competir con ellos y a Jack invertir en sus propios términos porque somos insomnes?
Algunos de ellos son más brillantes que otros. Algunos son más persistentes. Bueno, nosotros tenemos más concentración, más estabilidad bioquímica y más tiempo. Los hombres no son creados iguales.
– Sé justo, Jack; nadie nos ha impedido nada todavía -dijo Jeanine.
– Pero lo harán.
– Espera -dijo Jeanine. La conversación la perturbaba profundamente-. Quiero decir, sí, en muchos sentidos somos mejores. Pero estás citando fuera de contexto. La Declaración de la Independencia no dice que todos los hombres sean iguales en capacidades. Habla de derechos y posibilidades; significa que son iguales ante la ley. No tenemos mayor derecho a una sociedad separada o a estar libres de restricciones sociales que cualquier otro. No existe otra forma de intercambiar libremente los resultados del esfuerzo propio más que el que se apliquen a todos las mismas reglas.
– Hablas como una auténtica yagaísta -dijo Richard, estrujándole la mano.
– Ya son demasiadas discusiones intelectuales para mí -dijo riendo Carol-. Hemos estado horas con esto. ¡Por Dios, estamos en la playa! ¿Quién quiere nadar conmigo?
– Yo -dijo Jeanine-. Vamos, Jack.
Todos se levantaron, sacudiéndose la arena, dejando los anteojos de sol. Richard hizo poner de pie a Leisha. Pero justo antes de que corrieran hacia el agua Tony le puso una flaca mano sobre el brazo:
– Otra pregunta, Leisha. Sólo para que lo pienses. Si logramos más que otros, y hacemos intercambio con los durmientes cuando es mutuamente beneficioso, no haciendo distinciones entre el fuerte y el débil, ¿qué obligación tenemos hacia aquellos tan débiles que no tienen nada para intercambiar con nosotros? Vamos a dar ya más de lo que recibimos, ¿tendremos que llegar a no recibir nada a cambio? ¿Tenemos que cuidar a los deformados, discapacitados, enfermos, perezosos e inútiles de ellos con el producto de nuestro trabajo?
– ¿Deben hacerlo los durmientes? -replicó Leisha.
– Kenzo Yagai diría que no.
Él es durmiente.
– Él diría que recibirán los beneficios del intercambio contractual aún cuando no sean parte directa del contrato. Todo el mundo está mejor alimentado y más sano gracias a la energía.
– ¡Vengan! -gritó Jeanine-.
¡Leisha, me hunden! ¡Jack, basta! ¡Leisha, ayúdame!
Leisha rió. Justo antes de ir por Jeanine, captó la mirada de Richard, y la de Tony: Richard gozoso, Tony enojado. Con ella, pero, ¿por qué? ¿Qué había hecho, sino argumentar en favor de la dignidad y el intercambio?
Entonces Jack le arrojó agua, y Carol empujó a Jack hacia las tibias olas, y Richard la rodeaba con sus brazos, riendo.
Cuando se sacó el agua de los ojos, Tony se había ido.
Medianoche.
– Muy bien -dijo Carol-, ¿quién será el primero?
En el claro entre los arbustos, los seis adolescentes se miraron. Una lámpara Y, a baja potencia para crear atmósfera, lanzaba sombras fantasmagóricas sobre sus rostros y sus desnudas piernas. Los árboles de Roger Camden se alzaban espesos y oscuros en torno, formando una barrera entre ellos y los edificios más cercanos de la casa.
Hacía mucho calor. El aire de agosto era pesado. Habían votado en contra de traer un campo-Y de aire acondicionado, porque se trataba de un retorno a lo primitivo, a lo peligroso; y primitivo sería.
Seis pares de ojos se clavaron en el vaso que sostenía Carol.
– Vamos -dijo-. ¿Quién quiere beber? -Hablaba despreocupadamente, teatralmente alto-. Fue bastante difícil conseguir esto.
– ¿Cómo lo lograste? -preguntó Richard, que era, sin contar a Tony, el miembro del grupo con menos contactos familiares y menos dinero-. ¡Y en forma bebible!
– Mi primo Brian es proveedor de farmacia del Instituto Biotech. Y es curioso. -Hubo señales de asentimiento en el círculo; excepto Leisha, eran insomnes precisamente porque tenían parientes relacionados de algún modo con Biotech. Y todos eran curiosos. El vaso contenía interleukin-1, un reforzador del sistema inmune, una de las muchas sustancias que como efecto colateral inducían al cerebro a un sueño rápido y profundo.
Leisha se quedó mirando el vaso. Sintió que le subía un calor en el bajo vientre, no muy distinto del que sentía cuando ella y Richard hacían el amor.
Tony dijo: -¡Dámelo!
Carol lo hizo.
– Recuerda que sólo necesitas un sorbito.
Tony se llevó el vaso a la boca, se detuvo, los miró desafiante por sobre el borde del vaso y bebió.
Carol tomó de vuelta el vaso.
Todos vigilaron a Tony. En un minuto se tendía en el desnudo suelo; en dos cerraba los ojos, dormido.
No era como mirar dormir a los padres, a los hermanos, a amigos. Era Tony. Apartaron la vista, de él y de los demás.
Leisha sintió que el calor en su entrepierna hormigueaba, casi obsceno.
Cuando fue su turno, bebió lentamente, luego pasó el vaso a Jeanine. Comenzó a sentir la cabeza pesada, como rellena de estopa húmeda. Los árboles que bordeaban el claro se hicieron borrosos. La lámpara también… ya no era brillante y clara sino sucia y salpicada; si la tocaba, mancharía. Luego la oscuridad invadió su cerebro, llevándoselo: llevándose su mente. Trató de llamar "¡Papá!", para que la retuviera, pero entonces la oscuridad la cubrió.
Todos tuvieron dolor de cabeza después. Arrastrarse entre los bosques en la tenue luz matinal fue una tortura, mezclada con una extraña vergüenza. No se tocaron. Leisha caminaba lo más lejos posible de Richard. Pasó un día hasta que desaparecieron las puntadas de la base de su cráneo y las náuseas de su estómago.
Ni siquiera habían soñado.
– Quiero que vengas conmigo esta noche -dijo Leisha por décima o undécima vez-. En sólo dos días nos vamos a la universidad; es la última oportunidad. Realmente quiero que conozcas a Richard.
Alice estaba de bruces sobre su cama. El cabello, castaño y opaco, le caía sobre la cara.
Vestía un caro mono de seda amarilla, de Ann Patterson, que se plegaba en frunces sobre sus rodillas.
– ¿Por qué? ¿Qué te importa que lo conozca o no?
– Porque eres mi hermana -dijo Leisha. Se cuidó mucho de no decir "melliza". Nada enojaba tanto a Alice.
– No quiero. -Al momento el rostro de Alice cambió-. ¡Oh!, lo siento, Leisha… no quise parecer tan irritada. Pero… pero no quiero.
– No a todos, sólo a Richard.
Y sólo por una hora más o menos.
Luego te vuelves y empacas para ir a la Universidad del Noroeste.
– No voy a la Universidad.
Leisha se quedó mirándola.
– Estoy embarazada -dijo Alice.
Leisha se sentó en la cama.
Alice giró sobre su espalda, se apartó el cabello de los ojos y rió. Leisha trató de no escucharla.
– ¡Mírate! -dijo Alice-. Se podría pensar que la embarazada eres tú. Pero no lo estarás, ¿verdad Leisha?, no antes de lo conveniente. No tú.
– ¿Y cómo? -preguntó Leisha-. Ambas tenemos los casquetes…
– Me lo hice sacar -dijo Alice.
– ¿Querías embarazarte?
– ¡Maldición, sí! Y Papá no puede hacer nada al respecto.
Excepto, por supuesto, cortarme el crédito totalmente, pero no creo que lo haga, ¿y tú? -volvió a reír-. Ni siquiera tratándose de mí.
– Pero Alice… ¿por qué? ¡No será sólo para enojar a Papá!
– No -dijo Alice-. Hasta tú podrías suponerlo, ¿o no? Es porque quiero tener algo que amar. Algo propio. Algo que no tenga nada que ver con esta casa.
Leisha pensó en ella y Alice corriendo por el invernadero, años atrás, ella y Alice entrando y saliendo de la luz.
– No fue tan malo crecer en esta casa.
– Leisha, eres estúpida. No sé cómo alguien tan despierto puede ser tan estúpido. ¡Sal de mi habitación! ¡Fuera!
– Pero Alice… un bebé…
– ¡Vete! -gritó Alice-.
¡Vete a Harvard, a tener éxito!
¡Sal de aquí!
Leisha saltó de la cama.
– ¡Con gusto! Eres irracional, Alice. No piensas en el futuro, no planificas un bebé…
– Pero nunca podía mantener el enojo. Éste se esfumó, dejando su mente vacía. Miró a Alice, quien repentinamente extendió los brazos, y se arrojó en ellos.
– Tú eres el bebé -dijo Alice encantada-. Tú lo eres.
Eres tan… no sé qué. Eres un bebé.
Leisha no dijo nada. Se sentía tibia en los brazos de Alice, se sentía completa, como dos niñitas entrando y saliendo de la luz.
– Yo te ayudaré, Alice. Si Papá no lo hace.
Alice la empujó abruptamente:
– No necesito tu ayuda.
Se quedó parada. Leisha frotó sus brazos vacíos, con los dedos aferrados al codo opuesto. Alice pateó la maleta vacía y abierta que se suponía debía empacar para ir a la Universidad, y repentinamente sonrió, con una sonrisa que hizo que Leisha apartara la vista. Se preparó para más agresiones. Pero lo que Alice dijo fue:
– Que la pases bien en Harvard.