A menudo, en la nocturnal quietud,
Antes de que la cadena del Sueño me venga a atar,
Una Remembranza Tierna trae la luz
De otros días que me ha de rodear.
Roma, 2041 d. C.: sosteniendo la mano de Heather, David estaba caminando a través del corazón denso y bullicioso de la ciudad. El cielo nocturno por encima de ellos, con capas de smog, parecía tan anaranjado como las nubes de Titán.
Aun en hora tan avanzada, Roma estaba llena de turistas. Muchos, como Heather, caminaban por todas partes llevando las bandas cefálicas del Ojo de la Mente o las Antiparras y los Guantes.
Transcurridos cuatro años del primer lanzamiento en masa de la cámara Gusano al mercado, ser turista, vagando por los centros más importantes de la antigüedad, se había convertido en un fascinante pasatiempo, y muy de moda. David había tomado la firme decisión de que, antes de partir de Italia, tenía que probar la gira submarina con equipo autónomo de buceo, a través de la sumergida Venecia… Fascinante, sí, y entendía el porqué: el pasado se había vuelto un sitio confortable y con el que se estaba familiarizado; su exploración era una aventura segura y sintética; era el sitio perfecto para desviar la mirada de la pared meteorítica en blanco que ponía fin al futuro. Qué irónico, pensaba David, que a un mundo al que se le negara su futuro repentinamente se le concediera su pasado.
Y era tentador escapar de un mundo donde inclusive el presente transformado era un lugar extraño y perturbador.
Hoy en día, casi todos usaban algún tipo de cámara Gusano, por lo general la versión en miniatura, del tamaño de un reloj de pulsera, que se alimentaba con la energía proveniente de la tecnología del vacío comprimido. La cámara Gusano personal era el enlace con el resto de la humanidad, con las glorias y los horrores del pasado… y, lo que no era algo desdeñable, un chiche útil para ver qué había a la vuelta de la esquina.
Y el fulgor implacable de la cámara estaba dando un nuevo aspecto a todo.
La gente ni siquiera se vestía de la manera que solía hacerlo. Algunas personas de mayor edad, en las populosas calles de Roma, seguían usando ropa que permitía reconocer la moda de unos pocos años antes. Por su parte, había turistas que llevaban por las calles, y no sin cierto aire desafiante, camisetas y pantalones cortos chillones exactamente con el mismo desenfado que en décadas atrás. Así también pudo verse a una mujer con una camiseta en la que se leía el siguiente mensaje llamativo y con brillos:
¡eh, allá en el futuro:
saquen de acá a su abuela!
La mayoría de la gente se había cubierto con camisolas sin costura, de una sola pieza, que se abotonaban muy alto en el cuello; el traje se completaba con mangas largas y pantalones que remataban en guantes y botas, también incorporados al traje. Había también algunos modelos de atuendo completo, estilo oriental, importados del mundo islámico: batas y túnicas sin forma que se arrastraban por el suelo, tocados que tapaban todo menos los ojos, que, con uniformidad, tenían mirada fija y recelosa.
Otros habían reaccionado de manera por completo diferente: ahí estaba la pareja nudista, dos hombres tomados de la mano, que con desafiante orgullo lucían caídos vientres propios de la madurez por sobre sus ya marchitos genitales.
Pero, cautelosos o desafiantes, la gente de mayor edad, entre la que David se incluía a regañadientes, demostraba estar continua e incómodamente consciente de la mirada fija y perseguidora de la cámara Gusano.
La actitud de los jóvenes, al crecer con la cámara Gusano como elemento normal de su vida, era diferente.
Muchos de los jóvenes iban desnudos simplemente, con excepción de artículos prácticos tales como bolsos y sandalias. Pero a David le daban la impresión de que no padecían en absoluto la timidez ni la inhibición de sus mayores, como si tomaran la decisión de qué usar sobre la base exclusiva de lo práctico o del deseo de exhibir su personalidad, en vez de dejarse influir por la modestia o el tabú.
Un grupo de jóvenes lucía unas máscaras con las facciones de la cara de una misma persona, pero con distintos gestos. Tanto chicos como chicas llevaban esa cara, la que exhibía toda una gama de situaciones y emociones: empapada por la lluvia, iluminada por el Sol, con barba o perfectamente afeitada, riendo o llorando, hasta durmiendo; todas expresiones que nada parecían tener que ver con quienes la usaban. Era desconcertante verlos, era como encontrarse con un grupo de clones vagando por la noche romana.
Esas máscaras representaban a Rómulo, y era el accesorio de última moda creado por Nuestro Mundo. Rómulo, fundador de la ciudad, se había convertido en un personaje de importancia para los jóvenes romanos, pues la cámara Gusano había demostrado que realmente había existido, aun cuando su hermano y la historia de la loba hubieran resultado ser un mito. Cada máscara no era otra cosa que una pantalla flexible, moldeada para la cara del portador, con alimentación incorporada proveniente de una cámara Gusano, y mostraba la cara de Rómulo tal como él había sido en la edad exacta, al minuto, de quien estaba usando la máscara. Con variaciones en función de la región, Nuestro Mundo estaba apuntando a otras partes del mundo.
Eran productos que se vendían extraordinariamente bien, pero David sabía que le iba a tomar toda la vida acostumbrarse a ver la cara de un varón joven de la Edad del Hierro… luciendo un par de graciosos pechos desnudos.
Cruzaron una pequeña plaza, con unos canteros de plantas algo estropeadas, rodeada por edificios altos, antiguos. En un banco que allí había, David observó a una pareja joven, un muchacho y una muchacha, ambos desnudos. Quizá tendrían unos dieciséis años. La muchacha estaba sobre el regazo de su compañero y se estaban besando con ardor. La mano del muchacho apretaba con urgencia uno de los pequeños pechos de ella. Y la mano de la muchacha, hundida entre ambos cuerpos, envolvía el pene erecto.
David sabía que algunos comentaristas (más viejos) desdeñaban todo esto, considerándolo nada más que hedonismo, una danza loca de los jóvenes antes del comienzo del incendio. Era un reflejo estúpido, juvenil, de las filosofías nihilistas horribles y desesperanzadas que recientemente se habían desarrollado en respuesta a la existencia amenazadora del Ajenjo: filosofías en las que al universo se lo veía como poco más que un puño gigantesco que tenía la intención de aplastar, una y otra vez, toda forma de vida, belleza y pensamiento. Por supuesto, nunca había existido la manera de sobrevivir a la lenta decadencia del universo. Ahora, el Ajenjo había hecho que ese límite cósmico se volviera horriblemente real, y no quedaba otra cosa por hacer que no fuera bailar y tener sexo y llorar.
Conceptos así eran seductores en una manera desconsoladora. Pero la explicación del modo de actuar de la juventud moderna seguramente era más simple que eso, pensó David. Él creía más que probable que fuera otra consecuencia de la cámara Gusano: el abandono inexorable y desconcertante de los tabúes, en un mundo en el que las paredes habían caído.
Un puñado de personas se había detenido para mirar a la pareja: uno de los hombres —desnudo también él— se masturbaba lentamente.
Desde el punto de vista técnico, eso seguía siendo ilegal. Pero ya nadie trataba de hacer cumplir las leyes. Después de todo, ese hombre solitario podría regresar a la habitación de su hotel y recurrir a su cámara Gusano para hacer un acercamiento con quienquiera que fuese, en cualquier momento del día o de la noche. En definitiva, mucha gente había estado utilizando la cámara Gusano en esas actividades, desde que fuera lanzada al mercado; y a películas y revistas y cosas por el estilo desde hacía mucho más tiempo aún. Por lo menos, en esta era de la cámara Gusano ya no había más hipocresía.
Pero estos incidentes ya eran poco frecuentes. Estaban surgiendo nuevas normas sociales.
Para David el mundo podía compararse con un restaurante lleno de clientes donde se podía oír lo que el hombre de la mesa vecina le estaba diciendo a su esposa. Pero eso no era cortés; quien se permitía hacerlo se exponía a ser aislado socialmente. Y, después de todo, mucha gente en realidad disfrutaba en sitios públicos y muy populosos: el zumbido, la excitación, la sensación de pertenencia a un grupo podían dejar a un lado cualquier deseo de tener vida privada.
Mientras David miraba, la muchacha se separó, sonriéndole a su amante, y se deslizó hacia abajo por el cuerpo de él, suave como una serpiente, tomó el pene, lo acercó a su boca y…
David miró hacia otro lado, sintiendo que la cara le ardía.
Los jóvenes habían hecho el amor de manera torpe, propia de aficionados, quizá con excesiva avidez; los dos cuerpos, aunque jóvenes, no eran particularmente atractivos. El suceso no era ni una demostración de arte ni una exhibición pornográfica: era la vida humana, en toda su torpe belleza animal. David trató de imaginar cómo se hubiera sentido de ser ese muchacho, aquí y ahora, liberado de tabúes, recreándose en el poder de su cuerpo y en el de su amante.
Heather, empero, no vio todo esto. Caminando sin rumbo al lado de él, con los ojos brillantes, todavía estaba sumergida en el pasado profundo; tal vez era hora de unirse allí con ella. Con una sensación de alivio, y una breve palabra al motor de búsqueda solicitándole instrucciones de uso, David se puso su propio Ojo de la Mente y se deslizó hacia otro tiempo.
Caminaba bajo la luz del Sol. Pero esta calle llena de gente, uno de cuyos lados estaba limitado por grandes bloques cuadrados de departamentos de muchos pisos, era oscura. Determinada por la peculiar topografía del emplazamiento —las famosas siete colmas— se había erigido Roma, que ya tenía un millón de habitantes.
En muchos aspectos, la ciudad parecía ser notablemente moderna. Pero éste no era el siglo XXI. David estaba atisbando esta capital vibrante y bulliciosa en una brillante tarde del verano italiano… pero a sólo cinco años de la cruel muerte de Cristo. No había vehículos de motor, claro está; sólo pocas carretas o carrozas tiradas por animales. La forma más frecuente de transporte, aparte del desplazamiento a pie, era mediante litera o silla de manos alquilada. Aun así, las calles estaban tan llenas de gente que ni siquiera el tráfico pedestre podía circular a una velocidad poco mayor que la de un caracol.
Alrededor de ellos, una multitud de gente, ciudadanos, soldados, indigentes y esclavos. David y Heather se alzaban por encima de la mayoría de todo el gentío y, además, al caminar por sobre la superficie moderna del suelo, estaban flotando encima del piso de adoquines de la ciudad antigua. Los pobres y los esclavos parecían empequeñecidos, algunos de ellos de débil aspecto debido a la mala alimentación y a las enfermedades; semejaban ratas, apiñados alrededor de las fuentes públicas de agua. Pero muchos de los ciudadanos llevaban togas blanco brillante cosidas con hilo de oro, y eran los herederos de la opulencia que había otorgado el imperio en expansión a generaciones de romanos beneficiados con esa política. Eran tan altos y estaban tan bien alimentados como David y, con la ropa adecuada, seguramente no habrían estado fuera de lugar en las calles de una ciudad cualquiera del siglo XXI.
Pero David no se podía acostumbrar al modo en que la masa de gente, parecida a enjambres en movimiento, pasaba a través de él.
Resultaba difícil aceptar que para estos romanos, activamente dedicados a sus propios asuntos, él no era más que un fantasma carente de solidez. David ansiaba estar allí, desempeñar un papel.
En ese momento llegaron a un sitio más abierto. Eso era el Foro romano: una plaza rectangular bellamente pavimentada, rodeada por imponentes edificios públicos de dos pisos y que en el frente presentaba filas de columnas estrechas de mármol. Una línea de columnas de triunfo, cada una rematada por estatuas recubiertas en hoja de oro, se alzaba de manera conspicua en el centro de la plaza y, más hacia adelante, pasando un montón de techos en pendiente de tejas rojas, característicamente romanos, David pudo ver la masa curva del Coliseo.
En una de las esquinas observó a un grupo de ciudadanos vestidos de manera suntuosa, senadores quizá, que discutían con vehemencia, que golpeaban sobre tablillas, sin pensar en la belleza y el portento de lo que tenían a su alrededor. Eran la prueba de que esta ciudad no era un museo sino, y de manera muy evidente, la capital operativa de un imperio enorme, complejo y bien dirigido, la Washington de otros tiempos, y su cosmopolitismo era regocijante, tan diferente de las reproducciones despobladas, relucientes y sin relieve de los antiguos museos, películas y libros previos a la aparición de la cámara Gusano.
Pero a esta ciudad imperial, ya antigua, sólo le quedaban unos siglos más para sobrevivir. Los grandiosos acueductos iban a desplomarse; fallarían las fuentes públicas; y, durante el curso de mil años, los romanos quedarían resignados a traer el agua a mano desde el Tíber.
Sintió un suave toque en el hombro.
Se dio vuelta, sobresaltado: un hombre, vestido con traje y corbata gris carbón, monótonos, con un aspecto que allí no encajaba. Tenía cabello rubio cortado estilo militar y estaba exhibiendo una chapa. Al igual que David y Heather, se hallaba flotando unos metros por encima del piso de la Roma imperial.
Era el agente especial del FBI, Michael Mavens.
—Usted —dijo David—. ¿Qué quiere de nosotros? ¿No cree que ya le hizo suficiente daño a mi familia, agente especial?
—Nunca tuve la intención de hacer daño, señor.
—Y ahora…
—Y ahora necesito su ayuda…
Al tiempo que contenía un suspiro, David levantó las manos hacia la banda cefálica del Ojo de la Mente. Pudo sentir el indefinible cosquilleo que venía junto con la interrupción del enlace transceptor del equipo con la corteza cerebral.
De pronto se encontró sumergido en la tórrida noche romana.
A su alrededor el Foro romano estaba reducido a grandes trozos de cascotes de mármol diseminados por el suelo, tenían la superficie amarronada y se estaban descomponiendo en el aire viciado de la ciudad. De los grandiosos edificios sobrevivía apenas un puñado de columnas y vigas transversales, que sobresalían del suelo como huesos expuestos al aire y, a través de grietas que había en las baldosas, crecía un pasto enfermo y envenenado por la ciudad.
De una manera extraña, en medio de los turistas del siglo XXI vestidos de manera recargada, Mavens, con su traje gris, parecía aún más fuera de lugar que en la antigua Roma.
Michael Mavens se dio vuelta y estudió a Heather. Los ojos de ella, sumamente dilatados, centelleaban con el inconfundible brillo perlado de los puntos de vista, brillo proyectado por generadores miniatura de cámara Gusano que la mujer tenía implantados en las retinas. David le tomó la mano. Ella se la apretó con suavidad.
La mirada de Mavens se encontró con la de David. El agente hizo una leve inclinación de cabeza, indicando que entendía, pero insistió.
—Necesitamos hablar, señor. Es importante.
—¿Mi hermano?
—Sí.
—Muy bien. ¿Nos acompañará de vuelta al hotel? No está lejos.
—Lo agradecería.
Así que David salió caminando de las ruinas del Forum Romanum, guiando con delicadeza a Heather por entre la manipostería caída. Heather giraba la cabeza como si fuera una cámara rotando sobre su pie, todavía sumergida en las brillantes glorias de una ciudad muerta hacía mucho, y la distorsión del espacio-tiempo brillaba en sus ojos.
Llegaron al hotel.
Heather apenas había hablado desde el foro. Antes de ir a su habitación, le permitió a David que la besara en la mejilla. Ahí se tendió en la oscuridad mirando el cielo raso, los ojos con cámaras gusano centelleando. David se dio cuenta, con preocupación, que no tenía la menor idea sobre qué estaba mirando su madre.
Cuando regresó a su propia habitación, Mavens lo estaba esperando. David preparó bebidas en un minibar: una cerveza para él y un whisky para el agente.
Mavens habló un poco de cosas sin importancia.
—Sabe usted, el alcance de Hiram Patterson es asombroso. En su baño ahora mismo acabo de usar un espejo cámara Gusano para sacarme un resto de espinaca que tenía metido entre los dientes. Mi esposa tiene una cámara Niñera en casa. Mi hermano y la esposa usan un monitor Gusano para saber adonde va su hija de trece años, que es un tanto desenfrenada, en opinión de ellos… y así todo el tiempo. Pensar que es la tecnología milagrosa de esta época y la usamos para cosas tan triviales.
David dijo con tono vivo:
—En tanto y cuanto siga vendiéndola, a Hiram no le importa qué hacemos con ella. ¿Por qué no me dice por qué vino hasta tan lejos para verme, agente especial Mavens?
El hombre buscó en un bolsillo de su arrugada chaqueta y extrajo un disco de datos del tamaño de la uña del dedo; lo hizo girar como una moneda y David vio resplandecer un holograma en la superficie. Mavens colocó el disco con todo cuidado sobre la pequeña mesa pulida que había al lado de su bebida.
—Estoy buscando a Kate Manzoni —dijo— y a Bobby Patterson y a Mary Mays. Los empujé a ocultarse. Quiero traerlos de vuelta. Ayudarlos a reconstruir su vida.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó David agriamente—. Después de todo, usted cuenta con el respaldo de los recursos del fbi.
—No para esto. A decir verdad, la Agencia ya abandonó las esperanzas de encontrarlos a los tres. Yo no.
—¿Por qué? ¿Quiere castigarlos un poco más?
—En absoluto —dijo Mavens, incómodo—. El de Manzoni fue el primer caso resonante que oscilaba alrededor de las pruebas aportadas por una cámara Gusano. Y lo resolvimos mal. —Sonrió y se lo vio cansado. —Estuve revisándolo. Eso es lo maravilloso de la cámara Gusano, ¿no? Es la máquina más grandiosa del mundo para encontrar explicaciones después del hecho.
“Verá, ahora es posible leer muchos tipos de información a través de la cámara Gusano; en especial, lo que contienen la memoria de las computadoras y los dispositivos de almacenamiento. Revisé todo el equipo que Kate Manzoni había estado usando en el momento de su supuesto delito y, al final, descubrí que lo que Manzoni afirmaba había sido cierto todo el tiempo.
—¿Y eso es…?
—Que Hiram Patterson fue responsable del delito… aunque resultaría difícil acusarlo, incluso utilizando una cámara Gusano. Y que inculpó falsamente a Manzoni. —Sacudió levemente la cabeza, como para aventar un mal pensamiento. —Conocí y admiré la labor periodística de Kate Manzoni mucho antes de que apareciese este caso. El modo en que reveló el encubrimiento y la existencia del Ajenjo…
—No fue culpa de usted —dijo David con llaneza—. Únicamente estaba haciendo su trabajo.
Mavens contestó con aspereza:
—Es un trabajo que arruiné yo. No es el primero. Lo cierto es que quienes fueron dañados —Bobby y Kate— se han esfumado. Y no son los únicos.
—Ocultándose de la cámara Gusano —dijo David.
—Por supuesto. Los está cambiando a todos…
Era cierto. En esta nueva apertura, los negocios florecían. El crimen parecía haber decaído hasta un mínimo irreducible, a casos ínfimos y debidos a trastornos mentales. Cautelosamente, los políticos habían encontrado maneras de operar en el nuevo mundo de paredes de cristal, en el que cada uno de sus movimientos estaba expuesto al examen concienzudo por parte de una ciudadanía preocupada y que estaría en línea de defensa, ahora y en el futuro. Más allá de la trivialidad del turismo en el tiempo, una nueva historia verdadera, a la que se había expurgado de mitos y mentiras, y que no por eso era menos maravillosa, estaba ingresando en la conciencia de la especie humana; naciones y religiones y grandes compañías casi parecían haberse abierto paso a través de sus encuentros de disculpas recíprocas, y para con la gente. Las religiones subsistentes, vueltas a fundar y purificadas, liberadas de corrupción y codicia, estaban surgiendo hacia la luz y, según le parecía a David, se concentraban en atender su verdadera misión, que era la búsqueda de lo trascendente por parte de la humanidad.
Desde lo sublime hasta lo más abyecto. Hasta los modales habían cambiado. La gente parecía estar volviéndose un poco más tolerante con sus congéneres; siendo capaz de aceptar las diferencias y los defectos del prójimo… porque cada persona sabía que estaba bajo una mirada escrutadora también.
Mavens estaba diciendo:
—Sabe, es como si todos estuviéramos bajo reflectores en un escenario a oscuras. Ahora las luces del teatro están encendidas y podemos ver toda la sala hasta las bambalinas… nos guste o no. Supongo que usted oyó hablar de la vas —Vigilancia Mutuamente Asegurada—, una consecuencia del hecho de que todos portan una cámara Gusano: todos vigilan a todos. De pronto, nuestra nación está llena de ciudadanos corteses, cuidadosos, alerta. Pero eso puede ser dañino. Algunos parece que se están volviendo obsesivos de la vigilancia y no están dispuestos a hacer cosa alguna que los deje marcados como diferentes de la norma. Es como vivir en un pueblo pequeño dominado por la mirada curiosa…
—Pero seguramente la cámara Gusano ha sido, en el balance final, una fuerza que actuó para bien, como en Cielos Abiertos, por ejemplo.
El de Cielos Abiertos había sido el antiguo sueño del presidente Eisenhower sobre la transparencia internacional. Aun antes de la cámara Gusano se había producido la instrumentación de algo parecido a aquella visión, con reconocimiento aéreo, satélites de vigilancia, inspectores de armas. Pero siempre fue limitado: a los inspectores se los podía echar; a los silos de misiles ocultarlos con lonas mimetizadas.
—Pero ahora —dijo Mavens—, en este maravilloso mundo de la cámara Gusano, los estamos observando y sabemos que ellos nos observan a nosotros. Y nada se puede esconder. Los tratados para la reducción de armamentos se pueden verificar; varios conflictos armados quedaron congelados en una situación de impasse, al saber ambos bandos lo que estaba por hacer el otro. No sólo eso, sino que los ciudadanos también nos están observando a nosotros. Por todo el planeta…
Regímenes dictatoriales y represores, expuestos a la luz, se estaban derrumbando. Aunque algunos Estados totalitarios habían intentado utilizar la nueva tecnología como instrumento de opresión, la deliberada inundación con cámaras Gusano por parte de las democracias ha dado por resultado la apertura y la responsabilidad por las acciones. Esto era la extensión del trabajo pasado que habían realizado grupos tales como el Programa Testigo que, durante décadas, había suministrado equipos de videograbación a grupos que protegían los derechos humanos: Que la verdad libre el combate.
—Créame —dijo Mavens—, Estados Unidos la está sacando barata: el peor escándalo que sufriéramos hace poco fue que se diera a conocer los refugios contra el Ajenjo.
Ejercicio patético, hecho sin ánimo ni interés. Se trataba de un puñado de montañas ahuecadas y de minas transformadas cuyo propósito era servir como refugio para los ricos y poderosos o, por lo menos, para sus hijos, durante el Día del Ajenjo. La existencia de tales instalaciones se había sospechado desde hacía mucho. Cuando se las expuso a la opinión pública, los científicos demostraron con rapidez su inutilidad como refugios, causando burla la ingenuidad de sus constructores.
Mavens dijo:
—Si se piensa en esto, en cualquier otro momento del pasado, por lo general había para revelar escándalos mucho más graves que ése. Todos nos estamos volviendo más limpios. Hay quienes sostienen que podemos estar a punto, por fin, de conseguir un verdadero gobierno mundial que responda al consenso general… hasta una Utopía.
—¿Lo cree usted?
Mavens sonrió con amargura.
—Ni por un segundo. Tengo la sensación de que cualquiera que sea el sitio hacia el cual nos dirigimos, cualquiera que fuese el lugar al que la cámara Gusano nos estuviere llevando, es sin duda, mucho más extraño.
—Quizá —dijo David—. Supongo que nos tocó vivir en uno de los instantes en que se produce un cambio de perspectiva: la generación pasada fue la primera en ver la Tierra completa desde el espacio; la nuestra fue la primera en ver la verdadera historia completa… y la verdad sobre nosotros mismos. Sabe usted, yo tendría que estar en condiciones de enfrentarme a todo eso. —David forzó una sonrisa. —Acepte la palabra de un católico, agente especial Mavens. Crecí alentado en la creencia de estar bajo la mirada escrutadora de una especie de cámara Gusano… pero esa cámara era el ojo de Dios, que todo lo ve. Tenemos que aprender a vivir sin subterfugios ni vergüenza. Sí, es difícil para nosotros, difícil para mí. Pero, gracias a la cámara Gusano, tengo la impresión de que toda la gente se está volviendo algo más cuerda.
Y era notable que todo esto hubiera emanado de la aparición de un dispositivo del que Hiram, su fuerza impulsora, pensó, no era más que una cámara de TV más inteligente. Pero ahora Hiram, oculto quién sabe dónde, estaba a la manera de todos aquellos inventores desde Frankestein para acá, frente al peligro de que lo destruyera su propia máquina.
—Quizás en una generación, o en dos, esto nos deje purificados —dijo Mavens—, pero no toda la gente puede soportar que se la ponga al descubierto. La tasa de suicidios sigue siendo elevada… y le sorprendería saber cuánto de elevada. Y hay mucha gente, como Bobby, que desaparece de los registros (planillas de votantes, censos). Algunos hasta se extirpan de los brazos los implantes para seguimiento: los podemos ver, claro, pero no les podemos dar nombre. —Fijó la mirada en David. —Ésta es la clase de grupo al que creemos que Bobby y los demás se unieron. Se llaman a sí mismos Refugiados. Y ésa es la clase de gente cuya huella tenemos que seguir si queremos hallar a Bobby.
David frunció el entrecejo.
—Él hizo su elección. Puede que esté feliz.
—Está huyendo. En este preciso momento no tiene elección alguna.
—Si lo encuentra a él, también encuentra a Kate… y ella tendrá que cumplir su sentencia.
Mavens negó con movimiento de la cabeza.
—Puedo garantizar que eso no va a ocurrir. Ya se lo dije, tengo pruebas de su inocencia. Ya estoy preparando material para una nueva apelación. —Tomó el disco de datos y con él dio golpecitos en la mesa.
—Entonces —dijo el agente—, ¿no quiere usted tirarle un salvavidas a su hermano?
—¿Qué quiere que haga yo?
—Podemos encontrar el rastro de las personas con la cámara Gusano, mediante el sencillo procedimiento de seguirlas —dijo Mavens—. No es fácil y demanda mucho trabajo, pero es posible. Pero la búsqueda del rastro mediante el ojo se puede burlar. A un rastro obtenido por la cámara Gusano tampoco se lo puede identificar de manera confiable con una clave que vaya a algún indicador externo, ni siquiera a un implante: a los implantes se los puede extirpar, transferir, volver a programar, destruir. Así que un laboratorio de investigaciones delfbi estuvo trabajando en un método mejor.
—¿Sobre la base de… ?
—El adn. Estamos convencidos de que será posible empezar a partir de cualquier fragmento orgánico analizable, un poco de piel muerta o un recorte de uña, suficiente como para registrar la disposición individual del adn; y después hacer el seguimiento hacia atrás del fragmento hasta que… hmmm… se vuelva a unir a la persona en cuestión. Y después, utilizando la clave de adn, podemos seguir las huellas del individuo hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, tan lejos como queramos.
“Este disco contiene soporte lógico de seguimiento. Lo que necesitamos de usted es que lo incorpore a una cámara Gusano operativa. La gente de Nuestro Mundo, y usted de manera específica, doctor Curzon, aún tienen la delantera en esta tecnología.
“Pensamos que, en última instancia, podría ser posible establecer una base global de datos sobre secuencias de adn: de los niños se tomaría la secuencia de adn y se la registraría cuando nacen… y sería usado como base de un procedimiento general de búsqueda, sin necesidad de depender de que se tuviera un fragmento físico…
—Y entonces —dijo David lentamente—ustedes se podrán sentar en el cuartel general delfbi y sus espías a través de los agujeros de gusano van a rastrillar todo el planeta hasta que encuentren a quien sea que estén buscando… inclusive en completa oscuridad. Será el golpe mortal a la vida privada. ¿Tengo razón?
—Oh, vamos, doctor Curzon —insistió Mavens—. ¿Qué es la vida privada? Mire a su alrededor. Ya los muchachos están teniendo sexo en la calle. Dentro de diez años más usted tendrá que explicar cuál solía ser el significado de las palabras vida privada. Estos muchachos ya son diferentes. Los sociólogos dicen eso. Usted puede verlo. Están creciendo acostumbrados a la apertura, a vivir abiertos a la luz y a hablar entre sí todo el tiempo. ¿Oyó hablar de las Palestras, gigantescas discusiones en curso que se transmiten a través de enlaces por cámara Gusano, en las que no hay mediadores, son internacionales y, a veces, constan de miles de participantes? Prácticamente ninguno de los participantes supera los veinticinco años de edad. Están empezando a resolver cosas por sí mismos, casi con ninguna referencia al mundo que construimos. En comparación, nosotros estamos como la mierda, ¿no es así?
Muy a su pesar, David descubrió que estaba de acuerdo. Y eso no se iba a detener ahí. Quizás iba a ser necesario que las dañadas generaciones mayores, entre ellas él mismo, hicieran mutis por el foro llevándose consigo sus problemas emocionales y tabúes, antes de que los jóvenes pudieran heredar este nuevo mundo, que únicamente ellos entendían de verdad.
—Puede ser —gruñó Mavens cuando David expresó en voz alta M ese pensamiento—. Pero yo no estaría tan dispuesto a rendirme aún. Y, mientras tanto…
—Mientras tanto, yo podría encontrar a mi hermano.
Mavens estudió su vaso.
—Mire, eso nada tiene que ver conmigo. Pero Heather es una cabeza de gusano, ¿no?
Un cabeza de gusano era el resultado máximo de la adicción a las cámaras Gusano. Desde que se había aplicado sus implantes retinianos, Heather había pasado la vida en un sueño virtual. Naturalmente, tenía la capacidad de sintonizar sus ojos con cámara Gusano para ver el presente o, por lo menos, el pasado muy reciente, como si sus ojos hubieran seguido siendo los originales orgánicos. Pero —eso David lo sabía— su madre prácticamente nunca optaba por hacerlo.
Por lo común vagaba en un mundo iluminado por el fulgor perdido del pasado profundo. A veces caminaba con su propio yo más joven, incluso mirando a través de sus propios ojos, volviendo a vivir los sucesos pasados una y otra vez. David estaba seguro de que Heather estaba con Mary casi todo el tiempo, la bebé en sus brazos, la niñita corriendo hacia ella; incapaz y, de todos modos, para nada dispuesta, a modificar un solo detalle.
Si el estado de Heather nada tenía que ver con Mavens, tenía bastante que ver con David. Quizás el impulso de él por protegerla había sido el propio roce de David con la seducción del pasado.
—Algunos analistas —dijo David con calma— dicen que esto es el futuro para todos nosotros: agujeros de gusano en los ojos, en los oídos. Aprenderemos una nueva percepción, en la que los estratos del pasado sean tan visibles para nosotros como los del presente. Será una nueva manera de pensar, de vivir en el universo. Pero, por ahora…
—Por ahora —completó Mavens con delicadeza—, Heather necesita ayuda.
—Sí. Tomó muy mal la pérdida de su hija.
—Pues entonces haga algo al respecto. Ayúdeme. Mire, este seguimiento por el adn no es un mero dispositivo de intervención clandestina. —Mavens se inclinó hacia adelante—. Piense en las otras cosas que se pueden hacer con él: erradicar enfermedades, por ejemplo. A una peste que se estuviera extendiendo se le podría seguir el rastro en forma retrospectiva a lo largo de sus vectores, ya sean portadores por aire o por agua o por lo que fuere, reemplazando lo que pueden ser meses de trabajo de investigación esmerada y peligrosa por una mirada que durara un instante… Los centros para control de enfermedades ya están considerando esto. ¿Y qué tal la historia? Se podría hacer el seguimiento de una persona hacia atrás en el tiempo, hasta el útero, ¿de acuerdo? No se precisaría una extensión muy grande del soporte lógico para transferir el seguimiento hasta el adn de cada uno de los padres, y para sus padres antes de ellos. Se podría recorrer árboles genealógicos hasta sus raíces atrás, en el tiempo. Y se podría trabajar al revés: empezar con un personaje histórico cualquiera y hacer el seguimiento prospectivo de todos sus descendientes vivos… Usted es científico, David. La cámara Gusano ya puso de cabeza la ciencia y la historia, ¿no es así? Piense hasta dónde podría usted con esto.
Sostenía el disco delante de la cara de David, tomándolo entre el pulgar y el índice como si fuera, pensó David, una hostia.
El nombre de ella era Mae Wilson.
Su intención era clara, como un trozo de cristal.
Esto fue a partir del momento en que su hija adoptiva, Barbara, fuese condenada por el asesinato en primer grado de su hijo adoptado, Mian, y sentenciada a seguir los pasos de su padre, el marido de Mae, Phil, hasta un cuarto en el que se le habría de aplicar una inyección letal.
Lo concreto de esto era que la mujer ya se había acostumbrado a la idea de que su marido fuese un monstruo que había abusado y matado al muchacho que ambos tenían a su cuidado. Con el transcurso de los años había aprendido a culparlo a Phil; hasta había aprendido a odiar su recuerdo y, al aferrarse a eso, había encontrado un poco de paz.
Además, todavía la tenía a Barbara, que estaba en alguna parte fuera del hogar y era un fragmento del naufragio de su vida; era la prueba de que algo bueno había salido de todo ello.
Pero ahora, debido a la cámara Gusano, eso había dejado para siempre de ser una opción. No había sido Phil después de todo… sino Barbara. Eso ya no era admisible. El monstruo no había sido quien le había mentido durante todos estos años, sino otro, al que ella había alimentado, criado, formado.
Y ella, Mae, no era víctima del engaño sino que, de algún modo, era agente de todo el desastre.
Por supuesto que dejarla a Barbara al descubierto había sido justo. Por supuesto que era verdad. Por supuesto que había sido una gran injusticia lo que se le había hecho, de entre todos ellos, a Phil en su errónea convicción, injusticia que ahora se había corregido, por lo menos de modo parcial, gracias a la cámara Gusano.
Pero no era ni justicia ni verdad ni corrección lo que Mae quería. Nadie lo quería. ¿Por qué toda esa gente que amaba de tal modo la cámara Gusano no podía ver eso? Todo lo que Mae quería era consuelo.
Su intención fue clara desde el principio: hallar a alguien nuevo a quien odiar.
Nunca podría odiar a Barbara, claro, a pesar de lo que había hecho. Todavía se encontraban unidas como por medio de un cable de acero. Por ello el foco de Mae se fue desplazando a medida que profundizaba y desarrollaba su idea.
Al principio había fijado su atención en el agente Mavens del FBI, el hombre que pudo haber descubierto la verdad en primer lugar, en los antiguos tiempos previos a la cámara Gusano. Pero eso no era adecuado, claro: ese hombre había sido, en sentido literal, un agente, que había llevado a cabo su trabajo en silencio y con la tecnología de que disponía en ese momento.
A la tecnología en sí, pues… ¿A la omnipresente cámara Gusano? Pero odiar una simple maquinaria era superficial, insatisfactorio.
No podía odiar cosas. Tenía que odiar a gente.
Hiram Patterson, por supuesto.
El había malogrado a la especie humana con su monstruosa máquina de la verdad, por ningún otro propósito que no fuera el monetario.
Hasta incluso, la-máquina había destruido la religión que en algún momento le brindara a Mae algún consuelo.
Hiram Patterson.
Le tomó a David tres días de trabajo intenso en la Fábrica de Gusanos el poder enlazar el soporte lógico de seguimiento del laboratorio federal, con un agujero operativo de gusano.
Después fue al departamento de Bobby. Buscó en él hasta que encontró, pegado en una almohada, un cabello de la cabeza de Bobby. Con él se dirigió a uno de los laboratorios de Hiram para que se obtuviera la secuencia del adn a partir de ese cabello.
La primera imagen, brillante y clara en su pantalla flexible, fue la del cabello en sí, que yacía en la almohada sin que se hubiera reparado en él.
David empezó a hacer el seguimiento hacia atrás en el tiempo. Había ideado un modo para hacer que el punto de vista hiciera, en forma efectiva, un rebobinado rápido hacia el pasado. En realidad, lo que se conseguía establecer era una sucesión de agujeros nuevos de gusano en forma retrospectiva, a lo largo de la línea mundial de moléculas de adn provenientes de aquel cabello.
Aceleró. Días y noches pasaron en forma de imágenes borroneadas. Todavía el cabello y la almohada permanecían sin cambios en el centro de la imagen.
De pronto hubo un movimiento repentino.
David retrocedió, volvió a fijar la imagen con claridad y le permitió que avanzara con ritmo normal.
El momento era aproximadamente unos tres años atrás. Los vio a Bobby, Kate y Mary. Estaban de pie, conversando animadamente. Mary estaba semioculta por un recubrimiento inteligente. Estaban preparando su desaparición, entendió David con rapidez: ya, a esta altura, los tres habían salido de la vida de David y Heather.
El ensayo había terminado. El seguimiento funcionaba. Podía hacer seguimiento hacia adelante, acercándose a lo presente, hasta que localizara a Bobby y a los demás… pero, quizás, eso mejor era dejárselo al agente especial Mavens.
El ensayo había concluido. David se preparó para apagar la cámara Gusano, y sólo por súbito capricho, David dispuso la imagen de la cámara Gusano de modo tal que se concentrara sobre la cara de Bobby, como si una cámara invisible hubiera estado flotando ahí, justo delante de sus ojos, a través de la totalidad de su joven vida.
Y David empezó a explorar hacia atrás.
Mantuvo la velocidad alta cuando se desarrollaban los momentos cruciales de la vida reciente de Bobby: en la sala del tribunal con Kate, en la Fábrica de Gusanos con David mismo, riñendo con el padre, llorando en brazos de Kate, desafiando la ciudadela virtual de Billybob Meeks…
David aumentó más el ritmo del rebobinado, manteniendo aún la fijación sobre la cara de su hermano. Lo vio a Bobby comer, reír, dormir, jugar, hacer el amor. El fondo, la parpadeante luz de la noche y del día, se hizo borroso: un marco sin importancia para esa cara, y las expresiones de esa cara mutaban con tanta rapidez que también a ellas las unificó, de manera que la cara de Bobby pareciera estar permanentemente en reposo, con los ojos semicerrados, como si hubiera estado durmiendo. La luz del verano venía y se iba como la marea y de vez en cuando, con una premura que sobresaltaba a Bobby, cambiaba el estilo de corte de cabellos de Bobby: de corto a largo, de oscuro natural a rubio; inclusive, en un momento dado, a rapado con la cabeza afeitada.
Y a medida que los años se iban devanando hacia atrás, la piel de Bobby perdía las líneas que se le habían ido formando alrededor de boca y ojos, y una suavidad juvenil le cubrió los huesos. Imperceptiblemente al principio y con más celeridad después, esa cara rejuvenecía: se ablandó y contrajo, como si se simplificara, y esos ojos semicerrados que temblaban en la imagen, se fueron volviendo más redondos y más inocentes; las sombras que había más allá, provenientes de adultos y de sitios enormes, no identificables, se hicieron más formidables.
David congeló la imagen en unos días después del nacimiento de Bobby. La cara redonda y sin forma de un bebé se quedó mirándolo, los azules ojos muy abiertos y tan vacíos como ventanas.
Pero detrás de él David no vio la escena típica de la maternidad o del hospital que esperaba: Bobby estaba en un sitio donde había lámparas fluorescentes que emitían una luz muy intensa, paredes brillantes, un equipo complejo con un costoso material de experimentación y técnicos vestidos con túnicas verdes de cirugía.
Daba la impresión de que era un laboratorio de alguna especie.
A modo de ensayo, David hizo que la imagen avanzara.
Alguien estaba sosteniendo a Bobby criatura en el aire, con las manos enguantadas debajo de las axilas del niño. Con facilidad resultante de la práctica, David hizo girar el punto de vista, esperando ver a una Heather más joven o, inclusive, a Hiram.
Ninguno de los dos: la cara sonriente que tenía adelante y que ocupaba toda la pantalla como la Luna era la de un hombre maduro que se estaba poniendo canoso, la piel con arrugas y amarronada, de inconfundibles rasgos orientales.
Era una cara que David conocía. Y, de pronto, entendió las circunstancias del nacimiento de Bobby… y muchas otras cosas además.
Se quedó contemplando la imagen durante largo rato, meditando sobre qué hacer.
Mae sabía, mejor que cualquier persona viviente, que no era necesario dañar a alguien en forma física para herirlo.
No había tenido intervención directa en el horroroso crimen que destruyera a su familia; ni siquiera había estado en la ciudad en aquel momento ni tampoco había visto una mancha de sangre. Pero ahora todos los demás estaban muertos y ella era la que tenía que cargar con todo el dolor por sí misma, durante el resto de su vida.
De modo que para llegar hasta Hiram, para hacerlo sufrir como había sufrido ella, tenía que herir a la persona que Hiram amara más.
No fue necesario estudiar demasiado a Hiram, el hombre más público del planeta, para averiguar quién era ese ser tan querido: Bobby Patterson, su hijo adorado.
Y, claro está, se debía hacer de manera tal que Hiram supiera que él había sido el responsable en última instancia… tal como lo había sido Mae. Ésa era la manera de que el dolor fuera el más profundo de todos.
Lentamente, en los oscuros recovecos de su mente, empezó a elaborar planes.
Era cuidadosa. No tenía la más mínima intención de seguir a su marido y a su hija a la celda con la aguja. Sabía que no bien se cometiera el crimen, las autoridades usarían la cámara Gusano para explorar en forma retrospectiva su vida, buscando las pruebas de que había planeado el crimen y de sus propósitos de llevarlo a cabo.
Nunca debía olvidar ese hecho. Era como si hubiera estado en un escenario abierto, en el que cada una de sus acciones era vigilada y registrada y analizada por observadores expertos del futuro que tomaban nota a su alrededor, sentados en su butaca, mimetizados en la oscuridad de la sala.
No podía ocultar sus acciones. Por eso tenía que hacerlo parecer un crimen pasional.
Sabía que hasta tenía que fingir que no se daba cuenta de la futura mirada escrutadora en sí.
Si parecía que estaba actuando, eso no convencería a alguien. Así que siguió haciendo todas las cosas privadas naturales que todos hacían: tirar pedos y hurgarse la nariz con el dedo y masturbarse, tratando de no demostrar mayor conciencia de la observación que cualquier otra persona en esta época de paredes de vidrio.
Tenía que reunir información, claro. Pero también eso era posible ocultarlo abiertamente: Hiram y Bobby eran, después de todo, dos de Jas personas más famosas del planeta. Mae podía aparentar ser, no una cazadora obsesa al acecho, sino una viuda solitaria que buscaba consuelo en los programas de televisión que trataban sobre la vida de gente famosa.
Después de un tiempo halló la manera de llegar hasta ellos.
Eso significaba iniciar una nueva carrera pero, una vez más, eso no era algo fuera de lo común. Ésta era una época de paranoia, de estar vigilante; la seguridad personal se había vuelto cosa de todos los días, una industria floreciente, una carrera atrayente por razones válidas para mucha gente. Empezó a hacer ejercicio, a endurecer el cuerpo, a entrenar la mente. Tomaba trabajos en cualquier parte, custodiando gente y sus posesiones, desconectada de Hiram y su imperio.
No dejaba cosa alguna anotada; no decía cosa alguna en voz alta. A medida que la trayectoria de su vida cambiaba lentamente, Mae trataba de hacer que cada paso avanzado pareciese natural, que fuera lógico por sí mismo. Como si casi por accidente las circunstancias la hubieran llevado hasta Hiram y Bobby.
Y, mientras tanto, observaba a Bobby una vez y otra, a través de su juventud con todo servido a sus pies, hasta que se convirtiera en hombre. Era el monstruo de Hiram, pero era un ser hermoso y Mae llegó a sentir que lo conocía.
Iba a destruirlo. Pero cuando pasaba sus horas de vigilia con Bobby, aun contra la voluntad de Mae, él iba ganando los lugares vacíos de su corazón.
Bobby y Kate, buscando a Mary, avanzaron con cautela por la calle Oxford.
Tres años atrás, inmediatamente después de enviar a la pareja a una célula de los Refugiados, Mary había desaparecido de la vida de ellos dos. Eso no era algo tan fuera de lo común. La indefinida red de Refugiados, que se extendía por todo el mundo, trabajaba sobre la base de la organización en células de los antiguos grupos terroristas.
Pero recientemente, preocupado porque no había tenido noticias de su media hermana desde hacía muchos meses, Bobby le había seguido el rastro hasta Londres y hoy, según se le había asegurado, se iba a encontrar con ella.
El cielo de Londres era una cubierta gris y llena de smog que desde lo alto, amenazaba con descargar la lluvia. Era un día de verano, pero ni cálido ni frío: una irritante definición urbana de la nada. Bobby sentía molesto calor dentro de su recubrimiento inteligente que, claro está, se tenía que conservar herméticamente cerrado en todo momento.
Bobby y Kate se deslizaban con pasos suaves, inconspicuos, de un grupo a otro. Con habilidad que era producto de la práctica se unían a una multitud transitoria, se escurrían hacia el centro de ella y después, cuando el gentío se separaba, volvían a partir, siempre en una dirección diferente de aquella en la que habían venido. Si no había más alternativa, iban caminando para atrás inclusive, volviendo sobre sus pasos. Su avance era lento. Pero a cualquier observador con cámara Gusano le resultaba del todo imposible seguirles el rastro durante más que algunos pasos: una estrategia tan efectiva en verdad, que Bobby se preguntaba cuántos Refugiados más habría aquí hoy, desplazándose a través de las multitudes como fantasmas.
Resultaba evidente que, a pesar del colapso climático y de la pobreza general, Londres seguía atrayendo turistas. La gente todavía venía aquí, supuestamente para visitar las galerías de arte y ver los antiguos edificios y palacios que había dejado desocupados la familia real de Inglaterra, luego de trasladarse a un trono más soleado en la monárquica Australia.
Pero también era tristemente claro que esta ciudad había visto mejores días. La mayoría de las tiendas eran ferias de regateo ubicadas en locales sin fachada, y había muchos lotes vacíos, como dientes que faltaran de la sonrisa de un viejo. Así y todo, las aceras de esta ancha calle, una arteria que corría de este a oeste, y que fuera hace mucho una de las principales zonas de compras de la ciudad, estaban pobladas por ríos de gente que se desplazaban con tremenda lentitud… y eso la convertía en un buen lugar para ocultarse.
Pero Bobby no disfrutaba de la presión de la carne circundante. Cuatro años después de que Kate le hubiera apagado el implante, sabía que todavía se sobresaltaba con demasiada facilidad, y sentía repulsión al primer contacto no deseado con las personas.
Le disgustaban de especial manera los vientres y las fofas nalgas de los muchos japoneses de edad madura que pululaban por aquí: Japón parecía ser una nación que había reaccionado a la cámara Gusano con una conversión masiva al nudismo.
En ese momento, por encima del bullicio de las conversaciones que se producían en derredor, Bobby pudo discernir un grito:
—¡Ea! ¡Abran paso!
Delante de ellos, la gente se separó, dispersándose como si algún animal salvaje los hubiera estado obligando a dejarle lugar. Bobby tiró de Kate y se metieron en el portal de una tienda.
A través del molesto río de gente venía un rickshaw tirado por un londinense gordo con el torso desnudo hasta la cintura, con grandes manchones de sudor debajo de sus carnosas tetillas. La mujer que iba arriba del vehículo, y que estaba hablándole a su implante de muñeca, podría haber sido estadounidense.
Cuando el carro pasó, Bobby y Kate se unieron a la corriente de peatones que se estaba formando de nuevo. Bobby deslizó la mano, de modo que los dedos rozaran la palma de Kate, y empezó a decir, usando el alfabeto de señales táctiles:
—Un tipo encantador.
—No es su culpa —respondió Kate del mismo modo—. Mira a tu alrededor. Probablemente un tipo de rickshaw otrora ministro de Hacienda…
Se apresuraron aún más, abriéndose camino hacia la intersección de la calle Oxford con Tottenham Court Road. Las multitudes se hicieron un poco menos espesas cuando dejaron atrás Oxford Circus, y Kate y Bobby se desplazaron con mayor cautela y velocidad, conscientes de que estaban expuestos. Bobby se aseguró de estar al tanto de las rutas de escape, definida por varias avenidas disponibles en cualquier momento.
Kate llevaba la capucha de su recubrimiento un poco abierta pero, debajo de eso, su máscara térmica era suave y anónima. Cuando se quedaba quieta, los proyectores de hologramas del recubrimiento, al lanzar imágenes del fondo que tenía en derredor, se estabilizaban y la volvían razonablemente invisible desde cualquier ángulo alrededor de ella… una buena ilusión, al menos, hasta que se iniciaba el desplazamiento otra vez y el retardo en el procesamiento hacía que la imagen falsa de Kate se deshiciera en fragmentos y se volviera borrosa. Pero, a pesar de las limitaciones, un recubrimiento inteligente podría descolocar a un operador descuidado o distraído de cámara Gusano, y por eso valía la pena usarlo.
Con esa misma intención, tanto Bobby como Kate hoy estaban usando sus máscaras térmicas, moldeadas de manera de brindar un anonimato sin fisuras. Las máscaras emitían diagramas térmicos infrarrojos y eran tremendamente incómodas, pues sus elementos incorporados de emisión de calor estaban directamente apoyados sobre la piel de quien las usaba. Era posible llevar máscaras corporales que cubrieran todo el cuerpo, las que funcionaban según el mismo principio; algunas tenían la capacidad, inclusive, de enmascarar el diagrama térmico infrarrojo característico de un hombre y hacerlo aparecer como de mujer, y viceversa. Pero Bobby, después de haberse probado el suspensorio masculino obligatorio que se sujetaba con alambres generadores de calor, se había echado atrás antes de llegar a esa situación particular de incomodidad.
Pasaron una casa residencial de la ciudad que, posiblemente, había sido una tienda transformada, cuyas paredes habían sido reemplazadas por hojas de vidrio transparente. Al mirar en las habitaciones brillantemente iluminadas, Bobby pudo ver que hasta los pisos y cielo rasos eran transparentes, lo mismo que muchos de los muebles… y hasta el baño. La gente se desplazaba desnuda por las habitaciones, aparentemente sin prestar la más mínima atención a las miradas de la gente en la calle. Este hogar era otra reacción más al efecto de observación de la cámara Gusano, una declaración en-la-propia-cara-de-los-fisgones, así como un recordatorio constante para los ocupantes en sí de que cualquier forma manifiesta de vida privada era ahora, y para siempre, ilusoria.
En la intersección con Tottenham Court Road se acercaron a las ruinas de Center Point: un bloque de torres, nunca ocupadas del todo y después destrozadas durante el peor momento del problema generado por el terrorismo de los separatistas escoceses.
Y fue aquí que Bobby y Kate se encontraron, tal como se lo habían prometido.
Un contorno que brillaba con luz trémula bloqueó la trayectoria de Bobby. Logró percibir una máscara térmica dentro de una capucha de recubrimiento inteligente y una mano se extendió hacia la de él. Le tomó unos segundos sintonizarse con la forma rápida y confiada de comunicación táctil en las manos.
—…25. 4712425. Soy 4712425. Soy…
Bobby dio un golpecito rápido con su propia mano y contestó:
—Te tengo. 4712425. 5650982 yo 8736540 otro.
—Bien fiuu bien por fin —llegó la respuesta, firme y segura—. Vamos ahora.
El extraño los condujo fuera de la calle principal y hacia un laberinto de callejones. Bobby y Kate, todavía tomados de la mano, se mantuvieron en los costados de la calle, ocultos en las sombras toda vez que les era posible. Pero evitaban los quicios, la mayoría de los cuales estaban ocupadas por pordioseros.
Bobby deslizó la mano dentro de la del extraño.
—Creo conocerte.
La otra mano, con una forma icónica, registró alarma.
—Y con eso se acaban los recubrimientos y los malditamente inútiles números. —El extraño se refería al número anónimo de identificación que a cada miembro de la red mundial informal de tribus de Refugiados se instaba a usar. Los números se proporcionaban a pedido desde una fuente central, accesible por cámara Gusano, de la que se rumoreaba que era un generador aleatorio de números que se hallaba sepultado en una mina fuera de uso de Montana y que trabajaba sobre la base de principios de mecánica cuántica, imposibles de descifrar.
—No eso —contestó él.
—Qué, pues. Forma de culo grande y gordo no poder ocultar ni con recubrimiento.
Bobby suprimió una carcajada. Ésa era confirmación más que suficiente de que “4712425” era quien él pensaba: una mujer, acento del sur de Inglaterra, edad que rondaba la sesentena, forma de barril, buen humor, segura de sí misma.
—Reconozco estilo. Estilo de escritura táctil.
La mujer hizo un signo de reconocimiento.
—Sí sí sí. Oí eso antes. Debo cambiar.
—No puedes cambiar todo.
—No, pero puedo tratar.
A los alfabetos táctiles de manos, en que la yema de los dedos rozaba la palma y los dedos de la mano del receptor, originariamente se los había desarrollado para gente que era, al mismo tiempo, sordomuda y ciega. Los habían adoptado, y adaptado, con avidez los Refugiados de la cámara Gusano: la comunicación alfabética táctil, que tenía lugar dentro de manos ahuecadas, resultaba casi imposible de descifrar por un observador.
…Casi, pero no del todo. Nada era a prueba de fallas. Y Bobby siempre estuvo consciente de que los observadores con cámara Gusano se podían dar el lujo de mirar hacia atrás en el pasado y de volver a repetir la imagen de cualquier cosa que hubieran pasado por alto, y con la frecuencia que desearan, desde el ángulo que quisieran y en un acercamiento tan detallado como se les ocurriera.
Pero no había necesidad de que los Refugiados le hicieran a los fisgones la vida más fácil de lo que debieran.
A partir de versiones varias y por algunos conocidos, Bobby supo que “4712425” era una abuela. Se había jubilado de su profesión unos años atrás y no tenía antecedentes policiales ni experiencia en la actividad entrometida de vigilancia ni alguna otra razón obvia para haber pasado a la clandestinidad, como, de hecho, sí ocurría con muchos de los Refugiados que Bobby había conocido durante sus años en fuga. Lo que pasaba era, simplemente, que esa mujer no quería que la gente la mirara.
Por fin, 4712425 los trajo a una puerta. Con un gesto silencioso, su guía hizo que Bobby y Kate se detuvieran ahí y ajustaran los recubrimientos y las máscaras térmicas, para asegurar que nada de ellos estuviera expuesto.
La puerta se abrió, revelando nada más que oscuridad.
…Y entonces, dando un giro para una pista errónea, 4712425 los tocó a ambos levemente y los condujo más lejos por la calle. Bobby miró hacia atrás y vio que la puerta se cerraba en silencio.
Cien metros más adelante llegaron a una segunda puerta, que se abrió para dar acceso a un pozo de oscuridad.
—Despacio. Paso a paso, dos más… —En la más absoluta oscuridad, 4712425 los estaba guiando a Bobby y a Kate en el descenso por una corta escalera dentro de su armazón.
Por los ecos y los olores, Bobby pudo sentir la habitación que tenía delante de sí era grande; las paredes, duras —revoque, pintado encima quizá— y con una alfombra que ahogaba los sonidos sobre el suelo. Había aroma a comida y bebidas calientes. Y había gente aquí, podía oler el aroma mezclado de esas personas, oír el suave crujido de los cuerpos que se desplazaban por el lugar.
Cada vez estoy adquiriendo más pericia en esto, pensó. Unos pocos años más y no necesitaré usar los ojos en absoluto.
Llegaron a la base de la escalera.
—Una habitación quizá quince metros cuadrados —había dicho ahora 4712425 en forma táctil—. Dos puertas en parte atrás. Baños. Gente aquí, once doce trece catorce, todos adultos. Ventanas opacables. —Ésa era una artimaña frecuente: las habitaciones a las que se mantenía a oscuras todo el tiempo eran pasibles de adquirir renombre como nidos de Refugiados.
—Pienso OK —deletreó Kate ahora—. Comida aquí y camas. Vamos. —Empezó a sacarse tironeando su recubrimiento y, después, el traje que estaba llevando debajo.
Con un suspiro, Bobby empezó a seguirla de inmediato. Entregó sus ropas, una por una, a 4712425, que las añadió a una ménsula que no podían ver. Después, desnudos con excepción de las máscaras térmicas, se tomaron de la mano una vez más e ingresaron en el grupo, cuyos componentes eran todos anónimos en su desnudez. Bobby hasta esperaba poder intercambiar su máscara térmica con alguno antes de que la reunión hubiera terminado, con el objeto de confundir aún más a quienes pudieran decidir observarlos.
Se saludaron. Manos, masculinas y femeninas, perceptiblemente diferentes por la textura; se agitaron ante la cara de Bobby. Finalmente, alguien tomó su mano. Bobby tuvo la impresión holística de que se trataba de una mujer, cincuentona, más baja que él; y las manos de ella, pequeñas y torpes, le palparon la cara, las manos y las muñecas.
De ese modo, tocándose en la oscuridad, los Refugiados se exploraban entre sí de manera incierta. El reconocimiento, que se buscaba con dificultad y se confirmaba con precaución, hasta con renuencia, se basaba, no sobre nombres o caras o rótulos visuales o audibles, sino sobre señales más intangibles, más sutiles: la forma que la persona que estaba delante tenía en la oscuridad; su olor, indeleble y característico, a pesar de las capas de suciedad o del lavado más vigoroso; la firmeza o la debilidad en el toque, las modalidades de comunicación, la calidez o la frialdad, el estilo.
En el primero de esos encuentros, Bobby había retrocedido, retrayéndose en la oscuridad ante cada toque. Pero era una forma de saludar gente que distaba mucho de ser desagradable. Supuestamente, eso Kate lo había diagnosticado por él; todo este asunto no verbal, el tocar y el acariciar, rozaba alguna cuerda agradable en un nivel animal profundo de la personalidad humana.
Bobby empezó a relajarse, a sentirse seguro.
Por supuesto, al anonimato de las comunidades de Refugiados lo buscaban los chiflados y los delincuentes… y era relativamente fácil que en las comunidades se infiltraran aquellos que buscaban a otros que se ocultaban, para bien o para mal. Pero según la experiencia de Bobby, los Refugiados tenían una notable eficacia para ejercer su autovigilancia. Aunque no había una coordinación central, era el interés de todos conservar la integridad del grupo local y del movimiento en su totalidad. Así que a los malos de la película se los identificaba con rapidez y se los expulsaba, así como a los agentes federales y a otros intrusos.
Bobby se preguntaba si éste podría ser el modelo de cómo las comunidades humanas se podrían organizar en el futuro sometido a las cámaras Gusano e interconectado: como redes laxas, autogobernadas, caóticas y hasta ineficaces quizá, pero elásticas y flexibles. Como tales, suponía Bobby, los Refugiados no eran más que una extensión de agrupamientos como las redes de VAS y Vigilancia Antibombas y los escuadrones de la verdad, e inclusive agrupamientos anteriores como los observadores aficionados del cielo que habían descubierto el Ajenjo.
Y al estar siendo despojados de sus tabúes y su vida privada por la cámara Gusano, quizá los seres humanos estaban volviendo a una forma más primitiva de conducta: los Refugiados hablaban a través del acicalamiento, como los chimpancés. Invadidos por la calidez y el olor y el tacto, y el sabor inclusive, de otras personas, estas reuniones eran sensuales en extremo y, en ocasiones, hasta llegaban a ser eróticas. Bobby había sabido que más de uno de esos encuentros se degradaba hasta convertirse en una orgía lisa y llana, aunque él y Kate habían dado sus disculpas (no verbales) antes de verse demasiado envueltos en cosas así.
Ser Refugiado, pues, no era algo tan malo. Y por cierto que era mejor que las alternativas que se le ofrecían a Kate.
Pero era una vida en las sombras.
Resultaba imposible permanecer en un mismo lugar durante mucho tiempo, era imposible tener posesiones de importancia; era imposible, inclusive, desarrollar una amistad muy íntima con algún otro Refugiado por miedo a la traición. Bobby sabía el nombre de sólo un puñado de los que había conocido en sus tres años de vida clandestina. Muchos se habían vuelto camaradas, brindando una ayuda y un asesoramiento invalorables, en especial en el principio, a los dos indefensos neófitos que Mary había rescatado. Camaradas, sí, pero sin un mínimo de contacto humano, parecía que nunca podrían llegar a ser verdaderos amigos.
La cámara Gusano no podía privarlo necesariamente de su libertad o de su vida privada pero, según parecía, sí podía encerrar entre paredes su condición de ser humano.
De pronto, Kate le estuvo tironeando el brazo, golpeteando con sus dedos en la palma de la mano de Bobby.
—Encontré ella. Mary. Mary está aquí. Por ahí. Ven ven ven.
Sobresaltado, Bobby se dejó llevar hacia adelante.
Estaba sentada sola en un rincón de la habitación.
Con suavidad, Bobby exploró el porte con los dedos: Mary estaba vestida y llevaba una camisola. Había un plato con comida, enfriándose y sin tocar, al lado de ella. No estaba llevando la máscara térmica.
Tenía los ojos cerrados. No respondió a los toques de la pareja, pero Bobby percibió que no estaba dormida.
Kate hundió los dedos con malhumor en la palma de Bobby:
—… Para eso que lleve cartel neón acá estoy vengan agárrenme…
—¿Está bien ella?
—No sé no me doy cuenta.
Bobby tomó la laxa mano de su hermana, la masajeó y deletreó de manera táctil el nombre de ella, una vez y otra:
—Mary Mary Mary Mary Mays Bobby acá Bobby Patterson Mary Mary…
Bruscamente, la muchacha pareció despertar.
—¿Bobby?
Él pudo sentir el silencio aún más profundo, propio de la conmoción, que se hizo en toda la habitación: era la primera palabra que alguien hubiera pronunciado en voz alta desde que la pareja hubo llegado aquí. Kate, al lado de Bobby, extendió el brazo y con la mano como mordaza, tapó la boca de Mary.
Bobby encontró la mano de su media hermana y dejó que ella hablara por tacto con él:
—Perdón Perdón. Distraída. —Llevó la mano de él hasta su boca, y Bobby sintió que esos labios se distendían formando una sonrisa. Distraída y feliz. Pero eso no necesariamente era algo bueno: feliz significaba descuidada.
—¿ Qué ocurrió a ti?
La sonrisa de ella se hizo más amplia.
—¿No se supone yo feliz, hermano mayor?
—Sabes qué quiero decir.
—Implante —se limitó a contestar.
—¿Implante qué implante?
—Cortical.
Oh!, pensó Bobby, consternado. Rápidamente le transmitió la información a Kate.
—Mierda mala mierda —fue la respuesta de Kate—. Ilegal.
—Sé eso.
—…Jamaica —dígito Mary ahora en la mano de Bobby.
—¿Qué?
—Amigo de célula en Jamaica. Veo por sus ojos, oigo por sus oídos. Mejor que Londres. —El toque de Mary en su mano era delicado: la analogía de un susurro.
Los nuevos implantes corticales, adaptados de los aparatos de rv para implante nervioso, eran la expresión final de la tecnología de las cámaras Gusano: un generador pequeño de agujeros de gusano por vacío comprimido, junto con aparatos sensoriales nerviosos, hundidos en lo profundo de la corteza de la persona que los recibía. El generador estaba rociado con sustancias químicas neurotrópicas, por lo que, en el transcurso de varios meses, las neuronas del recibidor desarrollaban vías de acceso hacia el interior del generador. Y el generador neural era un analizador sumamente sensible del diagrama de actividad neuronal, que tenía la capacidad de localizar con precisión sinapsis neuronales individuales.
Un implante así podía leer para, y grabar en, el cerebro, y enlazar ese cerebro con otros. Por medio de un esfuerzo consciente de la voluntad, el recibidor de un implante podía establecer una conexión de cámara Gusano desde el centro de su propia mente con la de cualquier otro recibidor.
Armada con los implantes, una nueva comunidad interconectada estaba surgiendo de las Palestras y los escuadrones de la verdad, y de otros grupos de pensamiento y discusión que habían llegado a caracterizar la nueva y joven organización política de alcance mundial: cerebros unificados con cerebros. Mentes enlazadas.
Se llamaban a sí mismos los Unificados.
Era, según suponía Bobby, un nuevo y brillante futuro. Lo que importaba aquí y ahora, empero, era que una muchacha de dieciocho años, su hermana, tenía un agujero de gusano en la cabeza.
—Estás asustado —dígito Mary ahora—. Cuentos de terror. Mente grupal. Alma perdida. Bla bla.
—Demonios, sí.
—Miedo a lo desconocido. Quizá…
Pero, de pronto, Mary se apartó de él y se puso de pie. Bobby extendió el brazo a ciegas, le encontró la cabeza, pero Mary se separó con brusquedad. Se fue.
Por toda la habitación, exactamente en el mismo instante, otros se habían desplazado. Era como una bandada de pájaros que saliera volando de un árbol como si todos fuesen uno.
Aparecieron hilachas de luz cuando se abrió la puerta de calle.
—Vamos —dígito Bobby. Aferró la mano de Kate y se abrieron camino, junto con el resto de los presentes, en dirección a la puerta.
—Asustado —dígito Kate mientras caminaban presurosos—. Tú asustado. Palma fría. Pulso. Me doy cuenta.
Bobby estaba asustado, lo reconocía. Pero no de la detección súbita: habían pasado por situaciones así antes y, en un grupo que se hallaba en una casa de seguridad como ésta, siempre existía un sistema complejo de centinelas equipados con cámaras Gusano. No, no era de la detección, ni siquiera de la captura, de lo que estaba asustado.
Era del modo en que Mary y los demás habían actuado como si hubieran sido una sola persona. Un solo organismo. Unificados.
Se metió dentro de su recubrimiento inteligente.
En la Fábrica de Gusanos, David se sentó ante una gran pantalla flexible que estaba montada en la pared.
La cara de Hiram lo miraba con fijeza: un Hiram más joven, una cara más suave… pero Hiram sin la menor duda. La cara estaba enmarcada por un paisaje urbano iluminado con luz mortecina: bloques habitacionales deteriorados e inmensos sistemas de caminos, un sitio al que parecía que se lo había diseñado para excluir a los seres humanos. Esto era en las afueras de Birmingham, una gran ciudad en el corazón de Inglaterra, justo antes del final del siglo XX… algunos años antes de que Hiram hubiera abandonado ese viejo y decadente país con la esperanza de tener una oportunidad mejor en Norteamérica.
David había logrado suceso en la combinación del dispositivo para seguimiento de adn de Mavens, con un sistema de guía por cámara Gusano, y lo había extendido para que cruzara las generaciones. Por eso, así como se las había ingeniado para explorar de manera retrospectiva a lo largo de la línea de la vida de Bobby, de manera análoga ahora había hecho el seguimiento hasta el padre de Bobby, el creador del adn de Bobby.
Y ahora, impulsado por la curiosidad, pretendía ir aún más lejos, buscando sus propias raíces… lo que, al fin y al cabo, era la única historia que importaba.
En la oscuridad del cavernoso laboratorio, una sombra pasó de un extremo a otro de la pared, sin tener una fuente que la hubiera generado. La percibió con la visión periférica; no le dio importancia.
Sabía que se trataba de Bobby, su hermano. David no sabía por qué estaba aquí. Se acercaría a David cuando estuviera listo.
David cerró los dedos en torno a un pequeño control por palanca de mando, y lo apretó hacia adelante.
La cara de Hiram se alisó, volviéndose más joven. El fondo se convirtió en un borrón alrededor de él. Una nevisca de días y noches, de edificios apenas visibles… a la que reemplazaron llanuras gris verdoso: la campiña de Fens en la que había crecido Hiram. Pronto, la cara de Hiram se contrajo sobre sí misma y se volvió inocente, aniñada, y en un instante se marchitó hasta transformarse en la de un bebé.
Y la reemplazó de pronto la cara de una mujer.
La mujer le estaba sonriendo a David o, mejor dicho, a alguien que estaba detrás del invisible punto de vista de la cámara gusano que revoloteaba ante los ojos de ella. David había elegido este punto de referencia para seguir la línea de adn de mitocondria, que se transmitía sin cambios de madre a hija… y por eso ésta era, claro, su abuela. Era joven, estaba en mitad de la veintena… por supuesto que era joven: el seguimiento del adn habría hecho la conmutación de ella a Hiram en el instante de la concepción de éste. Piadosamente, David no iba a ver a estas abuelas envejecer. Era hermosa, con una belleza serena y un aspecto que David pensó que era clásicamente inglés: pómulos altos, ojos azules, cabello rubio rojizo atado atrás de la cabeza formando un rodete alto.
El linaje asiático de Hiram había venido por línea paterna. David se preguntaba qué dificultad le habría ocasionado a esta bonita joven ese amorío en aquel tiempo y lugar.
Y detrás de él, en la Fábrica de Gusanos, sintió que esa sombra se deslizaba cada vez más cerca de donde estaba él.
Apretó el bastón de mando y se reanudó el matraqueo de días y noches. La cara se volvió como de niñita, su cambiante estilo de peinado titilando en el borde de la visibilidad. En ese momento, la cara pareció perder su forma volviéndose borrosa, ¿irrupciones súbitas de gordura infantil?, antes de contraerse y adoptar la falta de forma de la infancia.
Otra transición brusca. Su bisabuela, entonces. Esta mujer joven estaba en una oficina, el ceño fruncido, con gesto de concentración; el cabello, una ridículamente complicada escultura de pliegues dispuestos formando un ovillo apretado. En el fondo, David alcanzó a ver más mujeres, la mayoría jóvenes, que, dispuestas en filas, trabajaban con intensidad ante toscas calculadoras mecánicas que eran verdaderos armatostes, en las que laboriosamente hacían girar teclas, palancas y manijas. Ésta debía de ser la década de 1930, muchísimos años antes del nacimiento de la computadora con silicio. Quizás éste era un centro tan complejo de información como cualquier otro del planeta. Inclusive esta época pasada, a pesar de lo próxima que estaba de la suya propia, era un país diferente, reflexionó Bobby.
Liberó a la muchacha de su trampa en el tiempo, y ella decreció bruscamente hacia la infancia.
Pronto otra mujer lo estaba contemplando. Iba vestida con falda larga y una blusa mal confeccionada que le quedaba mal. Estaba agitando la bandera inglesa y la estaba abrazando un soldado que llevaba un casco plano de lata. La calle que estaba detrás de la mujer se hallaba llena de gente, hombres de traje y otros de gorra y mono de mecánico; las mujeres, con abrigos largos. Estaba lloviendo, un día desolador de otoño, pero a nadie parecía importarle.
—Noviembre de 1918 —dijo David en voz alta—, el Armisticio. El final de cuatro años de sangrienta matanza en Europa. Por cierto que no habría sido una mala noche para concebir un hijo. —Se dio vuelta.
—¿No lo crees así, Bobby?
La sombra, inmóvil contra la pared, pareció vacilar. Después se separó, desplazó con libertad y adoptó el contorno de una forma humana. Manos y cara aparecieron, flotando incorpóreas.
—Hola, David —Siéntate conmigo —invitó David.
Su hermano se sentó y crujió la tela del traje de recubrimiento inteligente. Parecía desmañado, como si no hubiera estado acostumbrado a estar tan cerca de alguien sin ocultarse. No importaba: David nada exigía de él.
La cara de la muchacha del Día del Armisticio se suavizó, disminuyó, se contrajo hasta convertirse en la de un bebé y se produjo otra transición: una muchacha con algunos de los rasgos de sus descendientes: los ojos azules y el cabello rubio rojizo, pero más delgada, más pálida y con las mejillas hundidas. Al tiempo que se iba despojando de años, la joven se desplazaba a través de un borrón de escenas urbanas oscuras —fábricas y casas con azotea— y, en ese momento, un relámpago de niñez, otra generación, otra muchacha, el mismo paisaje deprimente.
—Parecen tan jóvenes —murmuró Bobby, su voz se oía ronca, como si no se la hubiera usado desde hacía mucho.
—Creo que vamos a tener que habituarnos a eso —dijo David con tono lúgubre—. Ya estamos bien avanzados dentro del siglo XIX. Los grandes progresos en medicina se están perdiendo y la conciencia de la importancia de la higiene es rudimentaria. La gente está muriendo de enfermedades simples, curables. Y, claro está, estamos siguiendo una línea de mujeres que, como mínimo, vivieron lo suficiente como para llegar hasta la edad en que podían tener hijos. No estamos viendo a las hermanas, que murieron en la infancia sin dejar descendencia.
Las generaciones iban cayendo, las caras desinflándose como globos, una después de la otra, cambiando sutilmente de una generación a otra por efecto de la lenta deriva genética que estaba en acción.
Ahí apareció una muchacha cuya cara con cicatrices estaba surcada por lágrimas en el momento de dar a luz. A su bebé se lo habían sacado, David vio —o, mejor dicho, en esta visión con inversión del tiempo, se lo habían dado— instantes después del nacimiento. El embarazo se fue devanando en escenas de padecimiento y vergüenza, hasta que llegaron al momento que definió la vida de esa mujer: una brutal violación cometida, según parecía, por un miembro de la familia, un hermano o un tío. Purificada de esa oscuridad, la muchacha se volvía más joven, bonita, sonriente, su cara llenándose con esperanzas a pesar de la escualidez de su vida, pues hallaba belleza en lo simple: la breve apertura de una flor, la forma de una nube.
El mundo debía de estar lleno de esas biografías desdichadas, pensó David, avanzando, a medida que se hundían en el pasado, efectos que precedían a la causa, dolor y desesperación se desmoronaban a medida que se acercaban a la tabla rasa de la niñez.
Súbitamente, el fondo volvió a cambiar. Ahora, en torno a la cara de esta nueva abuela distante unas diez generaciones, había una campiña: pequeños terrenos, cerdos y vacas que raspaban el suelo, una multitud de niños mugrientos. La mujer estaba agobiada, le faltaban dientes, la cara, arrugada, le daba apariencia de vieja… pero David sabía que no podía tener más de treinta y cinco o cuarenta años.
—Nuestros ancestros eran granjeros —dijo Bobby.
—La mayoría de los de todos, antes de las grandes emigraciones hacia las ciudades. Pero se está desarrollando la Revolución Industrial. Es probable que ni siquiera puedan fabricar acero.
Las estaciones pasaron latiendo, verano e invierno, luz y oscuridad; y las generaciones de mujeres, hija a madre, seguían su ciclo más lento que iba de madre agobiada a doncella radiante a niña de ojos muy abiertos. Algunas de las mujeres irrumpían en la pantalla con caras contraídas por el dolor: eran aquellas infortunadas, cada vez más frecuentes, que habían muerto cuando estaban dando a luz.
La historia retrocedió. Los siglos desandaban su marcha, el mundo se estaba vaciando de gente. Por todas partes, los europeos se estaban retirando de las Américas, para olvidar pronto que esos grandiosos continentes existían siquiera, y la Horda de Oro, inmensos ejércitos de mongoles y tártaros, sus cadáveres levantándose de la tierra de un salto, se estaba volviendo a formar y a retroceder hacia el Asia central.
Nada de eso tocaba a esos labriegos ingleses que trabajaban denodadamente, sin educación ni libros, en el mismo trozo de suelo de generación en generación. Gente para la que, reflexionaba David, el recolector local del diezmo habría de ser una figura más formidable que la de Tamerlán o Kublai Khan. Si la cámara Gusano no hubiera mostrado otra cosa, pensaba, habría bastado esto: mostrar con impía claridad, que la vida de la mayoría de los seres humanos había sido desdichada y corta, privada de libertad, regocijo y comodidad, y que los breves momentos de luz se reducían a las sentencias que esos seres debían soportar.
Por fin, en torno de la cara enmarcada de una sola muchacha, el cabello pegajoso por la mugre y oscurecido; la piel, cetrina y la expresión ratonil, de cautela, hubo un brusco borrón de ambiente. Los dos hermanos percibieron fugazmente una campiña deprimente, una familia de refugiados vestidos con harapos y que caminaba sin cesar y, diseminadas por doquier, pilas de cadáveres que se estaban quemando.
—Una peste —dijo Bobby.
—Sí. Se ven forzados a huir. Pero no hay lugar alguno al que ir.
Pronto la imagen se estabilizó en otro jirón anónimo de tierra dispuesta en un paisaje plano, enorme y, una vez más, las generaciones de trabajo afanoso, interrumpidas de manera tan calamitosa, se reanudaron.
En el horizonte había una catedral normanda; una inmensa caja de arenisca que se alzaba con aire amenazador. Si esto era el Fens, la gran llanura situada al este de Inglaterra, entonces eso podía ser Ely. Ya con siglos de antigüedad, la gran construcción parecía una gigantesca nave espacial de arenisca que había descendido de los cielos y debió de haber dominado por completo el paisaje mental de esta gente que trabajaba sin cesar… lo que, claro está, era su propósito.
Pero incluso la gran catedral empezó a contraerse, desplomándose con sobrecogedora rapidez para convertirse en formas más pequeñas, más simples, para desaparecer finalmente por completo de la vista.
Y la cantidad de almas seguía disminuyendo, la gran marea de humanidades se estaba retirando de todo el planeta. Los invasores normandos ya debían de haber desmantelado sus grandes torres de homenaje y sus castillos, y retirado a Francia. Pronto las oleadas de invasores provenientes de Escandinavia y Europa habrían de regresar a su casa desde Gran Bretaña. Más a la distancia, mientras se aproximaban la muerte y el nacimiento de Mahoma, los musulmanes se estaban retirando del Norte de África. Para el momento en que a Cristo se lo bajó de la Cruz, en todo el mundo sólo iban a quedar alrededor de cien millones de seres humanos: menos de la mitad de la población de Estados Unidos de América hoy.
A medida que las caras de los ancestros pasaban en rapidísima sucesión, se produjo otro cambio de escena; una breve migración. Ahora estas familias distantes rasguñaban en una tierra de ruinas: paredes bajas, sótanos al descubierto, el suelo regado con bloques de mármol y otra piedra de construcción.
Después crecieron edificios como flores fotografiadas en plazos prefijados, las piedras desparramadas se juntaron.
David hizo una pausa. Se fijó en la cara de una mujer, su propio ancestro remoto a unas ocho generaciones de distancia. La mujer tenía cuarenta años quizás; era garbosa, el cabello rubio rojizo matizado con gris; los ojos, azules. La nariz sobresalía con orgullo. Aguileña.
Detrás de la mujer, los campos deprimentes habían desaparecido para ser reemplazados por un paisaje urbano ordenado: una plaza rodeada por columnatas y estatuas y edificios altos; los techos estaban cubiertos por tejas rojas. La plaza estaba repleta de puestos donde se ofrecían objetos para vender, comerciantes congelados en el acto de pregonar sus mercancías. Los comerciantes tenían aire cómico, tan empeñados como lo estaban en conseguir sus migajas de ganancia sin sentido, todos ellos ignorantes de las desoladas épocas que tenían en su propio futuro cercano, su propia muerte inminente.
—Un poblado romano —comentó Bobby.
—Sí. —David señaló la pantalla; —creo que ése es el Foro. Ésa es la basílica, probablemente, el concejo y los tribunales. Esas filas de columnatas conducen a tiendas y oficinas. Y el edificio que está por allá podría ser un templo…
—Todo se ve tan ordenado —musitó Bobby—, hasta moderno. Calles y edificios, oficinas y tiendas. Se puede ver que todo está dispuesto según un patrón de cuadrícula, como Manhattan. Siento como si pudiera entrar en la pantalla y buscar un bar.
El contraste entre esta islita de civilización y el mar de ignorancia, era un trabajo afanoso de siglos de amplitud que la rodeaba de forma impresionante, por lo que David se resistía a irse.
—Estás corriendo peligro al venir aquí—dijo.
La cara de Bobby, flotando sobre el recubrimiento, era como una máscara espectral a la que iluminaba la sonrisa congelada de su lejana bisabuela.
—Ya lo sé. Y también sé que estuviste ayudando al FBI. El seguimiento del adn…
David suspiró.
—De no haber sido yo, algún otro lo habría desarrollado. Por lo menos, de esta manera sé qué se proponen. —Pulsó su pantalla flexible: un recuadro de imágenes más pequeñas se encendió alrededor de la imagen de la bisabuela. —Aquí. La cámara Gusano ve todos los cuartos y corredores vecinos. Esta vista aérea muestra la playa de estacionamiento. He incorporado una mezcla de reconocimiento infrarrojo. Si alguien se acercara…
—Gracias.
—Ha pasado mucho tiempo, hermano. No olvidé el modo en que me ayudaste a superar mi propia crisis, mi roce con la adicción.
—Todos tenemos crisis. No tienes por qué agradecer.
—Todo lo contrario… No me has dicho para qué viniste acá.
Bobby se encogió de hombros y el movimiento que se efectuó dentro del recubrimiento generó un borrón impreciso.
—Sé que nos has estado buscando, estoy bien y vivo. También lo está Kate.
—¿Y feliz?
Bobby sonrió.
—Si quisiera estar feliz tan sólo tendría que encender el micro-procesador que llevo en la cabeza. En la vida hay otras cosas además de la felicidad, David. Quiero que le lleves un mensaje a Heather.
David frunció el entrecejo.
—¿Es sobre Mary? ¿Está herida?
—No… no exactamente —Bobby se enjugó la cara, que estaba acalorada debido al recubrimiento inteligente—: se convirtió en uno de los Unificados. Vamos a tratar de encontrarla para volver a casa. Quiero que me ayudes a organizar eso.
Eran noticias perturbadoras.
—Por supuesto. Puedes confiar en mí.
Bobby sonrió de oreja a oreja.
—Lo sé. De otro modo no habría venido.
Y yo, pensó David con inquietud, desde la última vez que nos vimos he descubierto algo trascendental sobre ti.
Contempló la cara sincera, curiosa, de Bobby, iluminada por un día que había desaparecido hacía dos milenios: ¿era éste el momento de golpear a Bobby con otra revelación más sobre el increíble desastre que con su vida había hecho Hiram… quizás, en verdad el crimen mayor que Hiram hubiera cometido contra su hijo?
Más tarde, pensó. Más tarde. Ya llegará la ocasión.
Además, la imagen de la cámara Gusano seguía refulgiendo en la pantalla, tentadora, ajena, completamente irresistible. La cámara Gusano en todas sus manifestaciones había cambiado el mundo. Pero nada de eso importaba, pensó David, en comparación con esto: el poder de la tecnología para revelar lo que se había considerado perdido para siempre.
Habría tiempo suficiente para la vida, para sus complejas cuestiones, para lidiar con lo futuro carente de forma. Por ahora, la historia llamaba. David tomó la palanca de mando, la empujó hacia adelante y los edificios romanos se evaporaron como copos de nieve bajo el Sol.
Otro breve borrón de migraciones, y ahora había una nueva raza de ancestros: todavía con el característico cabello rubio rojizo y los ojos azules, pero sin vestigios de la nariz aguileña. En torno de las caras titilantes, David pudo ver fugazmente campos, pequeños y rectangulares, trabajados con arados de los que tiraban bueyes o, en épocas de mayor pobreza, por seres humanos inclusive. Había graneros de madera, ovejas y cerdos, ganado vacuno y cabras. Más allá de los campos agrupados vio terraplenes hechos en obra de tierra, lo que convertía la zona en un fuerte… pero bruscamente, cuando se hundieron con mayor profundidad en el pasado, a las obras de tierra las reemplazó una empalizada más tosca de madera.
Bobby dijo:
—El mundo se está volviendo más simple.
—Sí. ¿Cómo fue que lo expresó Francis Bacon?… “Los buenos efectos forjados por los fundadores de ciudades, los legisladores, los padres del pueblo, los extirpadores de tiranos y los héroes de esa clase, no se extienden más que por lapsos breves; en tanto que la obra del Inventor, si bien es algo de menos pompa y apariencia, se siente por doquier y dura para siempre”. En este preciso momento se está librando la guerra de Troya con armas de bronce. Pero el bronce se rompe con facilidad, lo que explica por qué la guerra duró veinte años, relativamente con pocas bajas. Nos hemos olvidado de cómo fabricar hierro, así que no nos podemos matar los unos a los otros con tanta eficiencia como solíamos tener…
Continuaba el trabajo afanoso y con ahínco en los campos, prácticamente sin cambios de una generación a otra. Las ovejas y el ganado, si bien domesticados, se parecían mucho a las razas más silvestres.
Ciento cincuenta generaciones de profundidad, y las herramientas de bronce habían cedido el paso, por fin, a la piedra. Pero los campos que se trabajaban con piedra habían cambiado poco. Como el ritmo de cambios históricos había disminuido, David dejó pasar las imágenes con más rapidez. Transcurrieron doscientas, trescientas generaciones, las caras apenas vislumbradas convirtiéndose en forma borrosa en otras, lentamente moldeadas por el tiempo, el trabajo esforzado y la mezcla de genes.
Pero pronto eso significará nada, pensó David lúgubremente… nada, después del Día del Ajenjo. En esa oscura mañana, toda esta paciente lucha, el trabajo hasta deslomarse de miles de millones de vidas pequeñas, quedará arrasado. Todo lo que habremos aprendido y construido se perderá y hasta puede ser que ni siquiera queden mentes para recordar, para lamentar. Y la pared del tiempo estaba cercana, mucho más cercana que la primavera romana que habían llegado a ver. Podría quedar tan poco de la historia como para ponerse punto final a sí misma.
De pronto, ése fue un pensamiento insoportable, como si con la imaginación David hubiera absorbido la realidad del Ajenjo por primera vez. Tenemos que hallar una manera de empujarlo a un costado, pensó, por el bien de estos otros, de los antiguos que nos contemplan a través de la cámara Gusano. No debemos perder el significado de sus vidas ya desaparecidas.
Y entonces, de modo súbito, el fondo fue una mancha borrosa otra vez.
Bobby dijo:
—Nos volvimos nómadas. ¿Dónde estamos?
David pulsó un panel de referencia.
—Europa boreal. Nos hemos olvidado de cómo hacer agricultura. Las ciudades y los poblados se dispersaron. No más imperios, no más ciudades. Los seres humanos somos bestias bastante raras de hallar y vivimos en grupos y clanes nómadas, poblados que pueden durar una estación, o dos en el mejor de los casos.
Doce mil años más atrás detuvo la exploración.
Ella pudo haber tenido quince años de edad y sobre la mejilla izquierda llevaba, toscamente tatuado, un sello redondo de alguna clase. Parecía estar con una salud vigorosa. Llevaba un bebé envuelto en cuero de animal —mi lejano bistío, pensó David distraídamente— y ella le estaba acariciando la redonda mejilla. La mujer llevaba calzado, calzas y una capa pesada de hojas entretejidas. A sus otras prendas parecía que se las había unido con costuras formadas a partir de tiras de piel. Tenía hierbas metidas dentro del calzado y debajo de su tocado, probablemente para obtener aislación contra el frío.
Mientras acunaba a su bebé caminaba detrás de un grupo de otros seres humanos: hombres, mujeres con bebés, niños. Se estaban abriendo camino hacia arriba en una lomada baja e inclinada. Caminaban con aire indiferente, a un ritmo que parecía destinado a llevarlos muchos kilómetros. Pero algunos de los adultos tenían lanzas con punta de pedernal prontas a entrar en acción, posiblemente para estar en guardia contra el ataque de animales, más que para enfrentar alguna amenaza de otros seres humanos.
La mujer alcanzó la parte superior de la lomada. David y Bobby, que se desplazaban sobre el hombro de su abuela, miraron con ella la tierra que estaba más allá.
—¡Oh, Dios! —exclamó David— ¡Oh, Dios!
Estaban mirando una planicie amplia y extensa. Muy a lo lejos, quizás al norte, había montañas, oscuras y que se cernían amenazadoras, veteadas con el brillo enceguecedor de los glaciares. El cielo era azul y límpido como un cristal; el Sol estaba alto.
No había humo ni división de campos ni vallados. A todas las marcas que habían hecho los seres se las había borrado de este mundo gélido.
Pero el valle no estaba vacío.
…Era como una alfombra, pensó David: una alfombra móvil de cuerpos parecidos a grandes bloques de piedra, cada uno recubierto con una pelambre larga color rojo amarronado que colgaba hasta el suelo, como la piel de un buey almizcleño. Se desplazaban con lentitud alimentándose al mismo tiempo; la manada más grande estaba constituida por grupos dispersos. En el borde próximo de la manada, uno de los ejemplares jóvenes escapó del lado de sus padres sin la menor cautela y empezó a tocar el suelo con la pata. Un lobo macilento, de pelambre blanca, avanzó sigilosamente hacia el animalito. La madre de la cría se separó de la manada, y mostró sus curvos colmillos destellantes. El lobo huyó.
—Mamuts —dijo Bobby.
—Debe de haber decenas de miles. ¿Y qué son ellos, una especie de venado? ¿Esos son camellos? Y… ¡oh, Dios mío… creo que es un tigre dientes de sable!
—Leones, tigres y osos —dijo David—. ¿Quieres continuar?
—Sí. Sí, continuemos.
El valle de la Edad del Hielo desapareció, como si lo hubiera hecho dentro de la niebla, y únicamente quedaron las caras humanas, cayendo y desapareciendo como las hojas de un almanaque.
David todavía pensaba que podía reconocer la cara de sus ancestros: redonda, casi siempre devastadoramente jóvenes cuando daban a luz y, aun así, conservando esa configuración de los ojos azules y el cabello rubio rojizo.
Pero el mundo había cambiado en forma espectacular.
Grandes tormentas martillaban en el cielo; algunas duraban años. Los ancestros luchaban para pasar por paisajes de hielo y sequía, incluso por el desierto, hambrientos, sedientos, nunca en buen estado de salud.
—Hemos tenido suerte —dijo David—. Tuvimos milenios de relativa estabilidad climática: tiempo suficiente para descubrir la agricultura, construir nuestras ciudades y conquistar el mundo. Antes de eso, esto.
—Tan tremendamente frágiles —añadió Bobby, maravillado.
Más de mil generaciones más atrás, las caras empezaron a ponerse oscuras.
—Estamos emigrando hacia el sur —señaló David—: estamos perdiendo nuestra adaptación a los climas más fríos. ¿Estamos volviendo a África?
—Sí —sonrió David—. Estamos volviendo a casa.
Y en una docena de generaciones más, cuando esta primera gran migración se deshizo, las imágenes empezaron a estabilizarse.
Ésta era la punta sur de África, al este del cabo de Buena Esperanza. El grupo ancestral había llegado a una cueva próxima a la playa, de la cual sobresalían rocas sedimentarias gruesas y de color tostado.
Parecía ser un lugar generoso. Prado y bosque, dominados por arbustos y árboles que presentaban enormes flores espinosas y coloridas y que se extendían justo hasta llegar al borde del mar. El océano era calmo, y pájaros marinos describían círculos en lo alto. La línea de playa intercostera era rica en algas pardas, medusas y calamares varados.
En el bosque se podía cazar. Al principio divisaron animales con los que estaban familiarizados, tales como el antílope eland, la gacela sudafricana, el elefante y el cerdo salvaje, pero a medida que ahondaban más en el tiempo se veían especies no tan conocidas: el búfalo de cuernos largos, el antílope gigante de Sudáfrica, una clase de caballo gigante que tenía rayas como una cebra.
Y aquí, en estas cuevas que nada tenían de notable, los ancestros permanecieron, generación tras generación.
El ritmo del cambio era ahora terriblemente lento. Al principio, los ancestros llevaban ropa pero, a medida que centenares de generaciones se marchitaban, la ropa era de calidad cada vez peor y, a la larga, ni siquiera eso. Cazaban con lanzas con punta de piedra y hachas de mano, ya no más con flechas. Pero también las herramientas de piedra eran cada vez más toscas; la cacería, menos ambiciosa, a menudo no más que unos intentos irregulares por rematar un eland herido.
En las cuevas, cuyo piso gradualmente se hundía más en el transcurso de los milenios, a medida que estratos sucesivos de detritos humanos se eliminaba, al principio hubo algo así como el nivel más complejo de una sociedad humana. Hasta había arte, imágenes de animales y de seres humanos laboriosamente pintados en las paredes con dedos manchados con tinturas.
Pero al final, más de mil doscientas generaciones atrás, las paredes quedaron en blanco y las últimas imágenes toscas ya se habían erradicado.
David sintió un escalofrío, había llegado a un mundo sin arte: no había pinturas, ni novelas, ni esculturas, quizá ni siquiera cantos o poesía. El mundo se estaba quedando vacío de pensamientos.
Cada vez más profundamente cayeron, a través de tres, cuatro, mil generaciones: un inmenso desierto de tiempo, cruzado por una cadena de ancestros que se reproducían y tenían trifulcas en esa cueva carente de ornamentación. Esta sucesión de abuelas exhibía muy pocos cambios de importancia… pero David creyó haber descubierto una cada vez mayor vaguedad, una perplejidad, incluso un estado de miedo habitual, producido por la falta de comprensión, en esas caras oscuras.
Por fin se produjo una discontinuidad súbita y discordante. Y esta vez no fue el paisaje el que había cambiado sino la cara de los ancestros en sí.
David frenó la caída y los hermanos miraron a esta sumamente remota abuela, que atisbaba desde la boca de la cueva africana en la que sus descendientes iban a morar durante miles de generaciones.
La cara de esa antecesora tenía un tamaño mayor que lo normal, los ojos estaban muy separados, la nariz era aplanada y los rasgos estaban muy separados entre sí, como si a toda la cara se la hubiera estirado para ensancharla. La mandíbula era gruesa, pero la barbilla era pequeña y huidiza. Y sobresaliendo de la frente había un inmenso arco superciliar, una protuberancia ósea parecida a un tumor, que empujaba hacia abajo la cara y que hacía que los ojos quedaran hundidos en las enormes órbitas oculares formadas por huesos duros. Una protuberancia en la parte de atrás de la cabeza desplazaba el peso de esos inmensos arcos superciliares, pero hacía que la cabeza se ladeara hacia abajo, de modo que la barbilla quedara casi apoyada sobre el pecho, mientras el macizo cuello serpenteaba hacia adelante.
Pero los ojos tenían una mirada clara y de comprensión.
Era más humana que cualquier simio y, sin embargo, no era humana. Y era ese grado de proximidad, y aun así de diferencia, lo que perturbaba a David.
Ella era, sin la menor duda, una Neanderthal.
—Es hermosa —dijo Bobby.
—Sí —susurró David—. Esto va a mandar a los paleontólogos de vuelta al tablero de dibujo. —Sonrió, regodeándose con la idea.
Y, se preguntó súbitamente, ¿cuántos observadores de su propio lejano futuro los iban a estar estudiando a él y a su hermano aun ahora, cuando se convertían en los primeros seres humanos que se enfrentaban con sus propios ancestros provenientes de lo profundo de los tiempos? David suponía que nunca podría empezar a imaginar la forma de aquellos antecesores, las herramientas que usaban, sus pensamientos aun cuando esta abuela Neanderthal seguramente nunca podría haber previsto la existencia de este laboratorio, de este hermano seminvisible, ni de los chiches relucientes que había aquí.
Y más allá de esos observadores, todavía más adentro en el futuro, debía de haber otros que los observaban a ellos a su vez y así todo el tiempo, cada vez más adentro del aún más inimaginable futuro, en tanto la humanidad, o aquellos que sucedieran a los seres humanos, persistiera. Era un pensamiento escalofriante, aplastante.
Todo eso suponiendo que el Ajenjo perdonara a alguien, en primer lugar.
—…Oh —susurró Bobby. Parecía estar decepcionado.
—¿Qué pasa?
—No es culpa tuya. Yo conocía el riesgo. —Hubo un leve crujido de tela, una sombra borrosa.
David se volvió, Bobby se había ido.
Pero ahí estaba Hiram, irrumpiendo como una tromba en el laboratorio, haciendo tronar puertas y aullando:
—¡Los tengo! ¡Maldición, los tengo! —palmeó a David en la espalda—. Ese seguimiento por el adn funcionó de maravillas, Manzoni y Mary, las dos juntas. —Levantó la cabeza.
—¿Me oyes, Bobby? Sé que estás acá. Las tengo. Y si quieres volver a ver otra vez a cualquiera de ellas, tienes que venir a mí. ¿Entendiste eso?
David se quedó mirando los profundos ojos de su ancestro perdida, un miembro de una especie diferente, quinientas generaciones alejada de él mismo… y apagó la pantalla flexible.
Cuando se la devolvió por la fuerza a la sociedad humana libre, Kate se sintió aliviada al descubrir que se la había declarado inocente de la sentencia penal que se le había impuesto. Pero quedó anonadada al descubrir que se la separaba de Mary, de sus amigos y que se la encarcelaba de inmediato… por disposición de Hiram Patterson.
La puerta que daba a la suite se abrió, tal como lo hacía dos veces por día.
Ahí quedaba parada una guardia: una mujer alta, esbelta y elástica, que iba vestida con un sobrio traje como de directivo empresario. Hasta era hermosa… pero con cara que carecía por completo de gestos y una mirada muerta que Kate encontraba escalofriante.
Su nombre, Kate se había enterado, era Mae Wilson.
Wilson empujaba un pequeño carrito a través de la puerta, arrastraba afuera el del día anterior, lanzaba una rápida mirada profesional por toda la habitación y después cerraba la puerta. Y eso era todo, terminaba su trabajo sin que se pronunciara una sola palabra.
Kate había estado sentada en el único mueble de la habitación, una cama. Ahora se paró y cruzó hacia el carrito; empujó hacia atrás la tapa blanca de papel que lo cubría: había carne fría, ensalada, pan, fruta y bebidas, un termo con café, agua en botella, jugo de naranja. En la bandeja inferior estaba el material que venía de la lavandería: ropa interior limpia, camisolas, sábanas para la cama. Las cosas de siempre.
Kate había agotado hacía mucho las posibilidades del carrito que venía dos veces por día: los platos de papel y los cubiertos de plástico eran inútiles para cualquier otra cosa que no fuera su propósito primordial, y casi inútiles para eso también. Incluso las ruedas del carrito eran de plástico blando.
Volvió a la cama y se sentó sin ánimo ni energía, mordisqueando un durazno.
El resto de la habitación era igual de decepcionante: las paredes eran enteramente lisas, revestidas con un plástico transparente a través del cual no podía hundir las uñas. Ni siquiera un artefacto de iluminación: el fulgor gris que inundaba la habitación veinticuatro horas por día, provenía de lámparas fluorescentes que estaban detrás de paneles en el cielo raso, sellados detrás del plástico y, de todos modos, fuera de su alcance. La cama era una caja plástica unida de manera enteriza al piso. Kate había tratado de desgarrar las sábanas, pero la tela era muy resistente (y, sea como fuere, todavía no estaba preparada para verse a sí misma estrangulando a alguien con un garrote, ni siquiera a Wilson).
Las cañerías, un inodoro y un artefacto para ducharse tampoco eran de valor para el propósito mayor de Kate: el inodoro era químico y parecía desembocar en un tanque herméticamente cerrado, así que ni siquiera podía contrabandear un mensaje en sus desechos corporales… aun suponiendo que pudiera resolver cómo hacerlo.
…Pero, a pesar de todo, había estado cerca de escaparse, una vez. Repetirse en la mente ese casi triunfo era algo para disfrutar.
El plan lo había desarrollado en la cabeza, sitio en el que la cámara Gusano todavía no podía fisgonear. Había trabajado en los preparativos durante más de una semana. Cada doce horas había dejado el carrito en un sitio levemente distinto: cada vez una fracción más adentro de la habitación. En la cabeza armó la coreografía de cada preparación: tres pasos desde la cama hasta la puerta, cortar el segundo paso en esa fracción más…
Y cada vez que iba hasta la puerta para recoger el carrito, Wilson se veía obligada a entrar un poco más.
Hasta que, por fin, llegó un momento en que Wilson, para alcanzar el carrito, tuvo que dar un solo paso hacia adentro de la habitación. Nada más que un paso, eso fue todo… pero Kate tenía la esperanza de que fuera suficiente.
Dos pasos a la carrera la llevaron hasta el vano de la puerta. Una embestida con el hombro la golpeó a Wilson hacia adelante, metiéndola en la habitación, y Kate logró hacer como dos pasos fuera de la puerta.
La habitación había resultado ser nada más que una caja, que estaba aislada en una cámara gigantesca, del tamaño de un hangar, cuyas paredes eran altas, lejanas y escasamente iluminadas. Había otros guardias en torno a ella, hombres y mujeres, que se levantaron de sus escritorios extrayendo armas. Kate miró alrededor con desesperación, en busca de un lugar para correr…
La mano que se había cerrado sobre la de ella era corno una prensa. El meñique se lo retorcieron hacia atrás y el brazo se lo doblaron de costado. Kate cayó de rodillas, incapaz de sofocar un grito y sintió que los huesos de su dedo se rompían en una explosión de dolor torturante.
Era, claro está, Wilson.
Cuando volvió en sí estaba en el piso de su prisión, atada ahí con lo que se sentía como cinta para caños, mientras un médico le trataba la mano. A Wilson la mantenía retenida otro de los guardias. En esa cara de acero había una mirada asesina.
Cuando todo terminó, Kate tuvo un dedo que estuvo latiendo durante semanas. Y Wilson, cuando volvió otra vez a la puerta con su ronda rutinaria de dos veces por día, paralizó a Kate con una mirada llena de odio. Herí su orgullo, entendió Kate. La próxima vez me va a matar sin la menor vacilación.
Pero para Kate estaba claro que, aun después de su intento de fuga, todo ese odio no estaba dirigido hacia ella. Se preguntó quién era el verdadero blanco de Wilson… y si Hiram sabía esto.
Del mismo modo supo que nunca había sido el verdadero objetivo de Hiram: ella era nada más que la carnada, la carnada de una trampa.
Tan sólo estaba en el camino de estos lunáticos y de sus imposibles de conjeturar programas de acción.
No le hacía el menor bien cavilar sobre cosas así. Se tendió de espaldas en la cama. Más tarde, en la rutina que había utilizado para estructurar sus vacíos días, se había dedicado a hacer un poco de ejercicio. Por ahora, suspendida bajo la luz que nunca se extinguía, trató de poner la mente en blanco.
Una mano tocó la de ella.
En medio del caos, las recriminaciones y la ira que sucedieron a la recuperación de Mary y Kate, David pidió ver a Mary en la fría calma de la Fábrica de Gusanos.
De inmediato lo estremeció la familiaridad de los ojos azules de Mary, tan parecidos a los ojos que había seguido hacia lo profundo del tiempo, hasta llegar a África.
Sintió escalofríos ante la sensación de desvanecimiento de la vida humana. ¿Es que Mary no era más que la manifestación transitoria de genes que se le habían transmitido a ella a través de miles de generaciones, inclusive desde los hace mucho desaparecidos días del Neanderthal, genes que, a su vez, habrían de pasar a un futuro desconocido? Pero la cámara Gusano había destruido esa deprimente perspectiva. La vida de Mary era transitoria, pero no por ello menos importante y ahora que al pasado se lo había expuesto, los que iban avenir después seguramente habrían de recordar y de apreciar a esta muchacha.
Y la vida de ella, moldeada en un mundo que cambiaba con rapidez, todavía podría llevarla a lugares que David ni siquiera podía imaginar.
Mary le dijo:
—Pareces preocupado.
—Eso se debe a que no estoy seguro de con quién estoy hablando.
Ella resopló y, durante un instante, David vio a la antigua, rebelde y descontenta Mary.
—Disculpa mi ignorancia —dijo David—. Tan sólo estoy tratando de entender. Todos estamos tratando. Esto es algo nuevo para nosotros.
La muchacha asintió con la cabeza.
—¿Y, en consecuencia, es algo para temer?… Sí—dijo finalmente—. Sí, pues. Nosotros estamos aquí. El agujero de gusano que hay en mi cabeza nunca se apaga, David. Todo lo que hago, todo lo que veo y oigo y siento, todo lo que pienso, es…
—¿ Compartido ?
—Sí. —Lo estudió. —Pero sé lo que quieres dar a entender con eso: diluido. ¿No es así? Pero no es así. Yo no soy menos de mí misma, sino que estoy mejorada. Sencillamente es otro estrato de la mente, o del procesamiento de información si lo prefieres: es un estrato que está por sobre mi sistema nervioso central, del mismo modo en que el snc lo está sobre las redes más antiguas, como la bioquímica. Mis recuerdos siguen siendo míos. ¿Importa que estén guardados en la cabeza de alguna otra persona?
—Pero esto no es tan sólo una clase pulcra de red de telefonía móvil, ¿no? Ustedes, los Unificados, sostienen que es algo mucho más elevado que eso. ¿ Hay una nueva persona en todo esto, un nuevo y combinado ser? ¿Una mente grupal, vinculada por agujeros de gusano, que surge de la red?
—Tú crees que eso sería una monstruosidad, ¿no?
—No sé qué pensar al respecto.
La estudió, tratando de encontrar a Mary dentro de la cáscara de la Unificación.
No ayudaba que los Unificados rápidamente hubieran adquirido renombre como actores consumados, o mentirosos, para decirlo de manera más directa. A causa de sus estratos separados de conciencia, cada uno de ellos tenía el dominio de su lenguaje corporal, de los músculos de la cara, un poder sobre los canales de comunicación que había evolucionado para transmitir información de manera confiable y honesta que podían derrotar al actor más experto. David no tenía motivos para suponer que Mary le estuviera mintiendo. Era, simplemente, que no alcanzaba a ver cómo podía comprobar si ella lo estaba haciendo o no lo estaba haciendo.
Mary dijo en ese momento:
—¿Por qué no me preguntas lo que realmente quieres saber?
Turbado, él contestó:
—Muy bien, Mary… ¿qué se siente?
Ella contestó lentamente:
—Lo mismo. Sólo que… más. Es como despertarse por completo; una sensación de claridad, de conciencia plena. Tú debes saberlo. Nunca fui una científica, pero he resuelto rompecabezas. Juego al ajedrez, por ejemplo. La ciencia es algo como eso, ¿no?, deduces algo y, de pronto, ves cómo todo el juego encaja perfectamente. Es como si las nubes se disiparan nada más que por un instante y pudieras ver a lo lejos, mucho más lejos que antes.
—Sí —contestó David—, he tenido algunos momentos así en mi vida. Fui afortunado.
Ella le apretó la mano.
—Pero, para mí, ése es el modo en que se sienten las cosas todo el tiempo. ¿No es maravilloso?
—¿Entiendes por qué la gente les teme?
—Hacen más que temernos —dijo Mary con calma—, nos persiguen. Nos atacan. Pero no nos pueden dañar. Los podemos ver venir, David.
Eso lo hizo estremecerse.
—Y aun si a uno de nosotros lo matan… aun si me matan… entonces nosotros, el ser más grande, seguimos adelante.
—¿Qué quiere decir eso?
—La red de información que define a los Unificados es grande y está creciendo todo el tiempo. Probablemente es indestructible, como una Internet de las mentes.
David frunció el entrecejo, oscuramente irritado.
—¿Alguna vez oíste hablar de la teoría del vínculo? —siguió ella—, describe nuestra necesidad psicológica de formar relaciones íntimas, de llegar a nuestros íntimos. Precisamos esas relaciones para ocultar la horrible verdad que enfrentamos cuando crecemos: que cada uno de nosotros está solo. La batalla más tremenda de la existencia humana es conseguir la aceptación de ese hecho. Y ésa es la razón por la que estar Unificados es tan atrayente.
—Pero el microprocesador que tienes en la cabeza no te ayudará —respondió David con brutalidad—. No al final, pues debes morir sola, exactamente igual que como debo hacerlo yo.
Mary sonrió, disculpándolo con frialdad, y se sintió avergonzada.
—Pero eso puede no ser cierto —repuso—. Quizá yo pueda seguir viviendo, y sobreviva a la muerte de mi cuerpo… del cuerpo de Mary. Pero yo, mi conciencia y mis recuerdos, no estarán residiendo en el cuerpo de uno de los miembros o de otro, sino que estarán… distribuidos. Compartidos entre todos ellos. ¿No sería maravilloso?
David susurró.
—¿Y ésa serías tú? ¿Verdaderamente podrías evitar la muerte de esa manera? ¿O este yo distribuido sería una copia?
Ella suspiró:
—No lo sé. Además, la tecnología está, en cierto modo, lejos de realizar eso. Hasta que lo haga padeceremos enfermedades, accidentes, la muerte. Y siempre estaríamos apesadumbrados.
—Cuanto más sabio eres, más te duele.
—Sí. La condición humana es trágica, David. Cuanto más grande se vuelven los Unificados, más claramente puedo ver eso. Y más lo puedo sentir. —El rostro de ella, todavía joven, parecía recubierto por la máscara fantasmal de una edad mucho mayor.
—Ven conmigo —dijo David—. Hay algo que te quiero mostrar.
Kate no pudo evitar un respingo y quitó la mano con rapidez.
Astutamente convirtió su jadeo involuntario en tos, y extendió el movimiento de la mano para cubrirse la boca. Después, con delicadeza, volvió a poner la mano donde había estado: descansando sobre la sábana superior de la cama.
Y ese delicado toque volvió. Los dedos eran cálidos, fuertes, inconfundibles a pesar del guante de recubrimiento inteligente que tenía que taparlo todo. Sintió los dedos posarse sobre su palma y trató de mantenerse quieta, comiendo el durazno.
—Perdón sobresaltar ti. No deseo daño.
Kate se inclinó un poco hacia atrás, buscando ocultar su propia digitación detrás de la espalda.
—¿Bobby?
—¿ Quién si no? Linda prisión.
—En Fábrica de Gusanos, ¿no?
—Sí. Seguimiento de adn. David ayudó. Métodos Refugiados. Mary ayudó. Toda familia junta.
—No debiste venir —dígito ella con rapidez—. Eso quiere Hiram. Agarrarte. Cebo en trampa.
—No abandono ti. Te necesito. Apróntate.
—Intenté una vez. Guardias astutos, perspicaces…
Kate se arriesgó a atisbar lo que tenía a su lado: no podía ver signos de la presencia de Bobby, ni siquiera algo así como una sombra falsa, una depresión en el cubrecama, un indicio de distorsión. Era evidente que la tecnología del recubrimiento inteligente estaba mejorando con tanta rapidez corno la cámara Gusano en sí.
Podría no tener otra oportunidad, pensó Kate. Debo decírselo.
—Bobby. Vi a David. Tenía noticias. Sobre ti.
La digitación de él ahora era más lenta, vacilante.
—¿ Yo que de mí?
—Tu familia… —No puedo hacerlo, pensó. —Pregunta Hiram— dígito ella de nuevo, sintiéndose amargada.
—Preguntando a ti.
—Nacimiento. Tu nacimiento.
—Preguntando a ti. Preguntando a ti.
Kate hizo una profunda inspiración.
—No lo que crees. Medita. Hiram quería dinastía. David gran decepción, fuera de control. Madre gran inconveniente. Por eso, tiene hijo sin madre.
—No entiendo. Tengo madre. Heather madre.
Kate vaciló.
—No es. Bobby, tú eres un clon.
David se acomodó y fijó el frío metal del aro del Ojo de la Mente sobre la cabeza. Cuando se hundió en la realidad virtual, el mundo se volvió oscuro y silencioso y, durante un breve instante, no tuvo sensación de su propio cuerpo, ni siquiera pudo sentir la mano cálida y suave que envolvía la de él.
Entonces, a su alrededor, aparecieron las estrellas. Mary jadeó y se aferró del brazo de David.
Él estaba suspendido en un diorama en tres dimensiones de estrellas, estrellas diseminadas sobre un cielo de terciopelo negro, estrellas más apiñadas que en la más oscura noche en el desierto… y, sin embargo, había una estructura, según David veía lentamente. Un gran río de luz —estrellas tan apretujadas que se fusionaban formando nubes refulgentes, pálidas— corría alrededor del ecuador del cielo: era la Vía Láctea, claro, el gran disco de estrellas en el que David todavía estaba engastado.
Miró hacia abajo: ahí estaba su cuerpo, familiar y confortable, claramente visible en la compleja luz proveniente de muchas fuentes que caía sobre él. Pero él mismo estaba flotando a la luz de las estrellas, sin encierro ni apoyo.
Mary iba a la deriva al lado de él, todavía agarrada de su brazo. El toque de ella era confortable. Qué extraño, pensó David: Podemos enviar nuestra mente a más de dos mil años luz de la Tierra y, sin embargo, todavía tenemos que agarrarnos entre nosotros: nuestra herencia primigenia nunca demasiado lejos de las puertas de nuestra alma.
Este cielo extraño estaba poblado.
Había un sol, un planeta y una luna, suspendidos alrededor de él, como la trinidad de cuerpos que siempre había dominado el ambiente humano. Pero era un sol bastante extraño… de hecho, no una sola estrella como el Sol de la Tierra, sino una estrella binaria.
La principal era una gigante anaranjada, mortecina y fría. Centrado en un núcleo amarillo refulgente había una masa de gas anaranjado que constantemente se volvía más tenue. Había mucho detalle en ese disco tétrico: un trazado de luz amarillo blanco que danzaba en los polos y las feas cicatrices de manchas gris negro alrededor del ecuador.
Pero la estrella gigante estaba visiblemente aplanada. Tenía una estrella acompañante, pequeña y azulada, poco más que un punto de luz, que describía una órbita tan próxima a su estrella madre que estaba casi dentro de la disipada atmósfera exterior de la gigante. En verdad, eso pudo ver David, una tenue luminosidad ondulante de gas, arrancada de la estrella madre y todavía refulgente, se había envuelto a sí misma alrededor de la compañera y estaba cayendo en su superficie una lluvia tenue, infernal, de hidrógeno en fusión.
David miró el planeta que flotaba debajo de sus pies: era una esfera del tamaño aparente de una pelota de playa, semiiluminado por la compleja luz roja y blanca de sus estrellas madre. Pero era evidente que carecía de aire: su superficie era una trama complicada de cráteres de impacto y cadenas montañosas. Quizás en otra época había tenido una atmósfera, incluso océanos, o pudo haber sido el núcleo rocoso o metálico de una gigante de gas, un Neptuno o un Urano de otros tiempos. Hasta era posible, suponía David, que hubiera albergado vida. De ser así, esa vida ahora estaba destruida o había huido y todo vestigio de su paso, calcinado desde la superficie por el sol moribundo.
Pero este mundo muerto que había explotado todavía tenía una luna. Aunque mucho más pequeña que su planeta madre, la luna brillaba con más intensidad, reflejando más de la compleja luz mezclada de las estrellas gemelas. Y su superficie aparecía, a primera vista, completamente suave, por lo que el pequeño mundo parecía ser una bola de billar a la que se había fresado en algún torno enorme. Cuando David miró más de cerca, pudo ver que había una red de finas grietas y cordilleras, algunas de las cuales evidentemente tenían centenares de kilómetros de largo, distribuidas por toda la superficie. La luna se parecía a un huevo duro, pensó David, cuya cáscara se hubiera resquebrajado asidua y delicadamente con una cuchara.
Esta luna era una bola de agua helada. Su superficie alisada era señal de una reciente fusión del globo, probablemente causada por la grotesca expansión de la estrella madre, y las cordilleras eran costuras entre placas de hielo. Y, quizás, al igual que en una luna de Júpiter, Europa, todavía quedaba una capa de agua líquida en alguna parte por debajo de esa superficie congelada, un antiguo océano que podría actuar como refugio, aún ahora, para la vida en retroceso…
David suspiró. Nadie lo sabía. Y, en este preciso momento, nadie tenía el tiempo ni los recursos para averiguarlo: sencillamente había demasiado por hacer, demasiados lugares a los que ir.
Pero no era el mundo rocoso ni su luna de hielo, ni siquiera la extraña estrella doble misma, sino algo mucho más grandioso, más allá de este pequeño sistema solar, lo que había traído a David hasta aquí.
Giró sobre su punto de vista y miró más allá de las estrellas.
La nebulosa abarcaba la mitad del cielo.
Era un baño de colores, que iban desde el azul blanco brillante en su centro, a través del verde y del anaranjado, hasta púrpuras y rojos oscuros en su periferia. Era como una gigantesca pintura a la acuarela, pensó David, en la que los colores fluían suavemente uno dentro del otro. Pudo ver capas en la nube, la textura, los estratos de sombras que la hacían asombrosamente tridimensional, con una estructura más fina situada a mayor profundidad en el corazón.
El aspecto más llamativo de la estructura más grande era una configuración de nubes oscuras, ricas en polvo, dispuestas en una asombrosamente clara forma en V delante de la masa refulgente, como si se tratara de un pájaro inmenso que levantaba alas negras delante de una llama. Y delante de la forma de pájaro, como una rociadura de chispas proveniente de esa fogata que estaba detrás, había un tenue velo de estrellas que lo separaban a David de la nube. El gran río de luz que era la Galaxia fluía alrededor de la nebulosa, pasando por detrás de ella como si la quisiera circundar.
Aun cuando volvía la cabeza de un lado para otro, le resultaba imposible captar toda la escala de la estructura. En ocasiones parecía suficientemente cerca como para poder tocarla, como si se tratara de una gigantesca escultura dinámica de pared hacia la que pudiera extender la mano y explorar. Y después retrocedía, aparentemente hasta lo infinito. David sabía que su imaginación, desarrollada hasta poder aprehender la escala de mil kilómetros de la Tierra, era inadecuada para la tarea de comprender las inmensas distancias con que había que habérselas acá.
Pues si el Sol se desplazaba hacia el centro de la nebulosa, los seres humanos podían construir un imperio interestelar sin llegar al borde de la nube.
La admiración creció dentro de él, súbita, inesperada. Soy privilegiado, pensó de manera diferente, por vivir en una época así. Algún día, supuso, un explorador con cámara Gusano iba a zarpar por debajo de la corteza de hielo de la luna y buscaría lo que fuere que hubiera en el núcleo y, quizás, equipos de investigadores restregarían la superficie del planeta que hay debajo, en busca de reliquias del pasado.
Envidiaba a esos futuros exploradores por la profundidad de su conocimiento. Y, sin embargo, sabía que, con toda seguridad, ellos envidiarían a la generación de él principalmente pues, como él había salido hacia las afueras con el frente en expansión de la exploración con cámara Gusano, había llegado aquí primero, y nadie más, en toda la historia, podría decir eso.
—Larga narración. Laboratorio japonés. El sitio que usaron para clonar tigres para médicos brujos. Heather nada, más que sustituía. David vio todo con Cámara. Después todo control mente. Hiram no quería más errores…
—Heather. Yo no sentía vínculo. Ahora sé por qué. Qué triste.
Kate creía que podía sentir el pulso de Bobby en el toque invisible que él hacía sobre su palma.
—Sí triste triste.
Y después, sin la menor advertencia, la puerta estalló en pedazos al abrirse.
Mae Wilson entró sosteniendo una pistola. Sin la menor vacilación disparó una vez, dos veces, a cada lado de Kate. El arma llevaba silenciador, por lo que los disparos fueron meros taponazos.
Se oyó un grito, se vio un manchón de sangre que flotó en el aire; otro parecido a una pequeña explosión, allá donde la bala había salido del cuerpo de Bobby.
Kate trató de pararse, pero la boca del arma de Wilson apuntaba a la parte de atrás de su cabeza.
—Ni siquiera lo pienses.
El recubrimiento de Bobby estaba cayendo en grandes círculos de distorsión y sombra que se extendían alrededor de sus heridas. Kate pudo ver que él estaba tratando de llegar a la puerta. Pero ahí había más esbirros de Hiram, no iba a tener manera de pasar.
En ese momento, Hiram mismo llegó a la puerta. Tenía la cara retorcida por una emoción irreconocible cuando miró a Kate, al cuerpo de Bobby.
—Sabía que no ibas a poder resistir. Te agarré, mierdita.
Kate no había salido de su celda cuadrada durante… ¿cuánto tiempo? ¿Treinta, cuarenta días? Ahora, en los espacios cavernosos e iluminados con luz mortecina de la Fábrica de Gusanos, se sentía expuesta, turbada.
Sucedió que el disparo había pasado directamente a través de la parte superior del hombro de Bobby, desgarrando músculo y quebrando hueso pero, por pura casualidad, sin poner en peligro la vida de él. Los médicos de Hiram habían querido darle a Bobby una anestesia general cuando lo trataban pero, sin dejar de mirar con fijeza a Hiram, Bobby se negó y padeció el dolor del tratamiento con plena conciencia.
Hiram abrió la marcha por un piso vacío de gente y pasaron frente a la maquinaria detenida y voluminosa. Wilson y los demás esbirros formaban un círculo alrededor de Bobby y de Kate, algunos de ellos caminando hacia atrás para poder vigilar a sus cautivos y poniendo bien en claro que no había manera de escapar.
Hiram, sumergido en el proyecto que fuere que estaba desarrollando ahora, parecía una presa cazada. Sus hábitos eran extraños, reiterativos, obsesivos; era un hombre que había pasado demasiado tiempo solo. Él mismo es el sujeto de un experimento, pensó Kate con amargura: un ser humano privado de compañía, temeroso de la oscuridad, sujeto a constantes miradas, más o menos hostiles, del resto de la población del planeta, rodeado por los ojos invisibles de esa población. Lo estaba destruyendo sin cesar una máquina que él nunca había imaginado, que nunca había tenido la intención de fabricar y cuyas consecuencias probablemente no entendía ni siquiera ahora. Con una punzada de piedad, Kate se dio cuenta de que en toda la historia no hubo un ser humano que tuviera más derecho de sentirse paranoico.
Pero nunca le podría perdonar por lo que les había hecho a ella… y a Bobby. Y se dio cuenta de que no tenía la más mínima idea de lo que Hiram tenía pensado para ellos, ahora que había atrapado al hijo.
Bobby sostuvo la tensa mano de Kate, asegurándose de que el cuerpo de ella nunca dejara de estar en contacto con el de él, de que eran inseparables. Y aun mientras la protegía pudo inclinarse sutilmente sobre ella sin permitir que los demás lo vieran, reuniendo las fuerzas que ella estaba contenta de brindarle.
Llegaron a una parte de la Fábrica de Gusanos que Kate nunca había visto antes: se había construido una especie de casamata, un enorme cubo semiempotrado en el suelo. El interior estaba brillantemente iluminado. En el costado se había abierto una puerta, que se operaba mediante una rueda pesada como si se tratara de la mampara de un submarino.
Bobby entró con cautela, todavía aferrando a Kate:
—¿Qué es esto, Hiram? ¿Por qué nos trajiste aquí?
—Bonito lugar, ¿eh? —Hiram mostró una vasta sonrisa y palmeó la pared confiadamente. —Pedimos prestados algo de la técnica de la antigua base de MORAD que habían socavado en las montañas de Colorado. Toda esta maldita casamata está montada sobre muelles amortiguadores.
—¿Es para eso que sirve esto? ¿Para soportar un ataque termonuclear?
—No. Estos muros no son para evitar una explosión. Se espera que soporten una que ocurra en su interior.
Bobby frunció el entrecejo.
—¿De qué estás hablando?
—Del futuro. El futuro de Nuestro Mundo. Nuestro futuro, hijo.
Bobby repuso:
—Hay otros que sabían que yo estaba viniendo para acá: David. Mary, El agente especial Mavens del FBI. Estarán aquí pronto. Y entonces yo saldré de aquí… con ella.
Kate observó los ojos de Hiram, que miraba alternativamente a uno y a otro, maquinando. Dijo finalmente:
—Tienes razón, claro. No te puedo retener aquí. Aunque me pude haber divertido intentándolo. Tan sólo concédeme cinco minutos. Permíteme presentar mi causa, Bobby. —Forzó una sonrisa.
Bobby pugnó por hablar:
—¿Es eso todo lo que quieres? ¿Convencerme… de algo? ¿Es de eso que se trata todo esto?
—Déjame mostrarte. —Y con una leve inclinación de cabeza hacia los esbirros indicó que a Bobby y a Kate se los metiera dentro de la casamata.
Las paredes eran de grueso acero. La casamata estaba llena de cosas, con lugar nada más que para Hiram, Kate, Bobby y Wilson.
Kate miró en derredor, tensa, alerta, sobrecargada. Evidentemente éste era un laboratorio experimental en funcionamiento: había pizarrones blancos, tableros para conexión, pantallas flexibles, gráficas en hojas separables, sillas plegables y pupitres fijados a las paredes. En el centro de la habitación estaba el equipo que, cabía suponer, era el centro de interés de todo eso: lo que parecía ser un intercambiador de calor y una pequeña turbina, y otros equipos, cajas blancas y sin etiquetas. Sobre uno de los pupitres había una taza de café, semi-bebido y todavía humeante.
Hiram caminó hasta el medio de la casamata.
—Perdimos el monopolio de la cámara Gusano más rápido que lo que yo quería. Pero conseguimos una pila de dinero. Y estamos obteniendo más. La Fábrica de Gusanos todavía está muy adelante de cualquier instalación similar de todo el mundo. Pero nos estamos dirigiendo hacia una meseta, Bobby. Dentro de unos pocos años, las cámaras Gusano van a poder llegar al otro lado del universo. Y ya, ahora, cualquier niño inservible tiene su propia cámara Gusano privada; el mercado de los generadores se está saturando. Estaremos en el negocio de los repuestos y las actualizaciones, donde los márgenes de beneficio son bajos y la competencia, feroz.
—Pero usted —dijo Kate— tiene una idea mejor, ¿no es así?
Hiram la miró con odio.
—Eso no es algo que le importe. —Fue hasta la maquinaria y la acarició. —Nos fue tremendamente bien extrayendo agujeros de gusano de entre la espuma cuántica y ampliándolos. Hasta ahora los hemos estado usando para transmitir información, ¿sí? Pero tu inteligente hermano David te dirá que se necesita una cantidad finita de energía hasta para registrar un solo pedacito de información. Así que si estamos transmitiendo datos tenemos que estar transmitiendo energía también. En estos momentos no es más que un hilito… ni siquiera suficiente como para hacer que se ponga incandescente una lámpara.
Bobby asintió con movimiento rígido de la cabeza, evidentemente tenía dolores.
—Pero tú harás que todo eso cambie.
Hiram señaló los equipos.
—Éste es un generador de agujeros de gusano. Es tecnología de vacío comprimido, pero mucho más adelantada que cualquier cosa que se pudiera hallar en el mercado. Quiero fabricar agujeros de gusano más grandes y más estables, y que lo sean mucho más, más que lo que nadie hubiese podido conseguir hasta el momento. Suficientemente amplios como para que actúen como conductos para cantidades importantes de energía.
Y la energía que obtengamos pasará a través de este equipo, el intercambiador térmico y la turbina, para extraer energía eléctrica utilizable. Tecnología sencilla, del siglo XIX… pero eso es todo lo que necesito en tanto y en cuanto tenga el flujo de energía. Esto no es más que una instalación experimental, pero es suficiente para demostrar el quid del principio, y para resolver los problemas, en especial la estabilidad de los agujeros de gusano…
—¿Y de dónde —preguntó Bobby lentamente— vas a extraer la energía?
Hiram sonrió y se señaló los pies.
—De aquí abajo, del núcleo de la Tierra, hijo. Una bola de níquel-hierro sólida, del tamaño de la Luna, que fulgura emitiendo tanto calor como la superficie del Sol. Toda esa energía atrapada ahí desde que se formara la Tierra; el motor que impulsa los volcanes y los terremotos y la circulación de las placas de la corteza… £50 es lo que planeo aprovechar.
“¿Puedes ver lo hermoso de todo esto? La energía que los seres humanos quemamos acá, en la superficie, es la de una vela en comparación con la de ese horno. No bien los tipos de Técnica resuelvan el problema de la estabilidad de los agujeros de gusano, toda empresa actual que se dedique a la actividad de generación de energía se volverá obsoleta de un día para otro. ¡Fusión nuclear, un cuerno! Y no se detendrá ahí. Quizás algún día aprendamos a aprovechar las estrellas mismas. ¿No lo ves, Bobby? Hasta la cámara Gusano es nada en comparación con esto. Cambiaremos el mundo. Nos volveremos ricos…
—Más allá de los sueños de avaricia —musitó Bobby.
—He aquí el sueño, muchacho. Es en eso que quiero que trabajemos juntos. Tú y yo. Construyendo un futuro, construyendo Nuestro Mundo.
—Papá —Bobby extendió su mano libre—, te admiro. Admiro lo que estás construyendo. No te voy a detener. Pero no quiero esto. Nada de esto es real, ni tu dinero ni tu poder. Todo lo que es real para mí es Kate y yo. Tengo tus genes, Hiram, pero no soy tú. Y nunca lo seré, no importa cuánto intentes que así sea…
Y mientras Bobby decía eso, en la mente de Kate se empezaron a formar enlaces, como se solían formar cuando ella se aproximaba al núcleo de verdad que se hallaba en el corazón de la noticia más compleja.
“No soy tú”, había dicho Bobby.
Pero, ahora lo entendía Kate, ésa era toda la cuestión.
Mientras flotaba en el espacio, la boca de Mary estaba completamente abierta. Sonriendo, David extendió el brazo hacia ella, le tocó la barbilla y le cerró la mandíbula.
—No puedo creerlo —dijo ella.
—Es una nebulosa —contestó David—. De hecho, se la llama Nebulosa Trífida.
—¿Es visible desde la Tierra?
—Oh, sí. Pero estamos tan lejos de casa que la luz que emanó de la nebulosa en la época de Alejandro Magno recién ahora está llegando a la Tierra. —Señaló con el dedo: —¿Puedes ver esos puntos oscuros? —Eran glóbulos oscuros, finos, como gotas de tinta en agua coloreada. —Se los llama glóbulos de Bok. Hasta el más pequeño de ellos podría encerrar todo nuestro Sistema Solar. Creemos que son el lugar de nacimiento de las estrellas: nubes de polvo y gas que se condensarán para formar nuevos soles. Se necesita mucho tiempo para formar una estrella, claro, pero las etapas finales, cuando la fusión rompe todo y la estrella explota haciendo volar la cáscara circundante de polvo y empieza a brillar, puede ser un proceso repentino. —Miró a Mary. —Piensa en eso: si vivieras aquí, quizás en esa bola de hielo que está debajo de nosotros, podrías ver, en el curso de tu vida, el nacimiento de docenas, quizás centenares, de estrellas.
—Me pregunto qué religión habríamos inventado —dijo ella.
Era una buena pregunta.
—Quizás algo más suave. Una religión dominada por imágenes de nacimiento, antes que de muerte.
—¿Por qué me trajiste hasta acá?
David suspiró.
—Todos deberían ver esto antes de morir.
—Y ahora lo hemos hecho —dijo Mary con un poco de formalidad—. Gracias.
David sacudió la cabeza, irritado.
—No ellos. No los Unificados. Tú, Mary. Espero que me perdones por eso.
—¿Qué es lo que quieres decirme, David?
Él vaciló. Señaló la nebulosa.
—En alguna parte de por allá, allende la nebulosa, está el centro de la galaxia. Hay un gran agujero negro ahí, que tiene una masa que es un millón de veces la del Sol. Y todavía está creciendo. Nubes de polvo y gas y estrellas aplastadas fluyen hacia el agujero desde todas direcciones.
—Vi fotografías de él —dijo Mary.
—Sí. Ahí afuera ya hay todo un enjambre de stapledons. Tienen cierta dificultad para acercarse al agujero en sí. La inmensa distorsión gravitatoria hace estragos con la estabilidad de los agujeros de gusano…
—¿Stapledons?
—Puntos de vista de las cámaras Gusano. Observadores incorpóreos que vagan por el espacio y el tiempo. —Sonrió e indicó su propio cuerpo flotante. —Cuando te acostumbres a esta exploración con cámara Gusano en realidad virtual, descubrirás que no necesitas llevar tanto equipaje como éste.
“Lo que quiero decir, Mary, es que estamos enviando mentes humanas como una nube de villanos a través de un bloque de espacío-tiempo de doscientos mil años luz de anchura y cien milenios de profundidad, al otro lado de cien mil millones de sistemas estelares, hasta llegar de vuelta al nacimiento de la humanidad. Ya hay más que lo que podemos estudiar aun cuando contáramos con una cantidad cien veces superior de observadores preparados… y a los límites se los empuja hacia atrás todo el tiempo.
“Algunas de nuestras teorías se están confirmando, a otras se las desenmascara sin que se lo lamente en absoluto. Y eso es bueno: así es como se supone que sea la ciencia.
“Pero pienso que hay una lección más profunda, más abstrusa, que ya estamos aprendiendo.
—¿Yesque…?
—Esa mente, esa vida misma es preciosa —dijo lentamente—. Inimaginablemente preciosa. Recién acabamos de empezar nuestra búsqueda. Pero ya sabemos que no existe una biosfera de importancia dentro de un radio de mil años luz, ni tan profunda en lo pasado que la podamos ver. Oh sí, quizás hay microorganismos que se aferran a la vida en algún estanque tibio y lleno de légamo o en lo profundo de las grietas de alguna fisura volcánica de alguna parte. Pero no hay otra Tierra.
“Mary, la cámara Gusano llevó mi percepción fuera de mis propias preocupaciones, y lo hizo de manera inexorable, paso a paso. He visto la maldad y la bondad en el corazón de mi prójimo, las mentiras de mi propio pasado, el horror banal de la historia de mi pueblo.
“Pero ahora hemos llegado más allá de eso, más allá del clamor de nuestros breves siglos humanos, de la ruidosa isla a la que nos aferramos. Ahora vi la vacuidad del universo más amplio, la estúpida agitación de lo pasado. Ya hemos terminado con eso de culparnos a nosotros mismos por la historia de nuestra familia y estamos empezando a ver la verdad mayor: que estamos rodeados por un abismo, por grandes silencios, por el ciego resultado de inmensas fuerzas sin inteligencia. La cámara Gusano es, finalmente, una máquina de perspectiva… y estamos consternados por esa perspectiva.
—¿Por qué me estás diciendo esto?
La miró de frente.
—Si te lo digo a ti, es decírselo a todos ustedes, quiero que sepan qué gran responsabilidad pueden tener entre manos.
“Hubo un jesuita llamado Teilhard de Chardin. Creía que así como la vida había cubierto la Tierra para formar la biosfera, del mismo modo la especie humana —vida pensante, al fin y al cabo— habría de abarcar la vida para formar un estrato superior, un estrato cogitativo al que llamó noosfera. Afirmaba que la organización tosca de la noosfera iba a crecer, hasta conglutinarse en un solo ser supersapiente al que denominó Punto Omega.
—Sí —dijo Mary y cerró los ojos—. El fin del mundo: la introversión interna sobre sí misma de la noosfera en masa, que de manera simultánea alcanzó el límite máximo de su complejidad y su ubicación central…
—¿Leíste a de Chardin?
—Lo leímos.
—Es el Ajenjo, como ves —dijo David con voz ronca—. Ese es mi problema.
“No puedo obtener consuelo de los nuevos pensadores nihilistas. La idea de que a este diminuto trocito de vida y mente lo deba aplastar, en este momento de comprensión trascendente, un pedazo de roca al azar es simplemente inaceptable.
Mary le tocó la cara con sus pequeñas manos jóvenes.
—Entiendo. Confía en mí. Estamos trabajando en ello.
Y, al mirar en los jóvenes-viejos ojos de ella, le creyó.
La luz estaba cambiando ahora de manera sutil, volviéndose significativamente más oscura.
La estrella acompañante blanco-azulada estaba pasando por detrás del volumen más denso de la estrella madre. David pudo ver que la luz de la compañera fluía a través de las capas complejas de gas que había en la periferia de la gigante y, cuando la compañera tocaba el perfil borroneado de la gigante, se veían sombras de nudos más espesos de gas que las capas exteriores proyectaban sobre la atmósfera. En forma más difusa, líneas inmensas, de millones de kilómetros de largo y completamente rectas, fluían hacia el observador. Era una puesta de sol sobre una estrella, se dio cuenta David con asombro, un ejercicio en geometría y perspectiva celestiales.
Y, aun así, el espectáculo no le hacía recordar a otra cosa que las puestas del Sol sobre el océano, que siendo un chico disfrutaba, mientras jugaba con su madre en las extensas playas atlánticas de Francia. Eran instantes en que las varas de luz que arrojaban las espesas nubes oceánicas lo habían hecho preguntarse si no estaba viendo la luz de Dios Mismo.
¿Verdaderamente eran los Unificados el embrión de un nuevo orden de la humanidad… de la mente? ¿Estaba él, David, haciendo una especie de primer contacto acá, con un ser cuyo intelecto y comprensión podrían sobrepasar los de él mismo, tal como él podría haber sobrepasado a su bisabuela Neanderthal?
Pero quizás era necesario que creciera una nueva forma de mente, que crecieran nuevos poderes mentales, para aprehender la perspectiva más amplia que ofrecía la cámara Gusano.
Pensó: Se te teme y se te desprecia, y ahora eres débil. Yo te temo; yo te desprecio.
Pero así también se lo temió y despreció a Cristo. Y lo futuro le perteneció a Él… como quizá te pertenece a ti.
Y, así, puedes ser la única depositaria de mis esperanzas, tal como he tratado de expresártelo.
Pero cualquiera que fuere el futuro, no puedo dejar de extrañar a la muchacha peleadora que solía vivir detrás de esos antiguos ojos azules.
Y me perturba que ni siquiera una vez hubieras mencionado a tu madre, que se pasa el tiempo soñando, en habitaciones a oscuras, con lo que queda de su vida. ¿Es que nosotros, los que te precedimos, significamos tan poco para ti?
Mary se acercó más a él, le rodeó la cintura con los brazos y lo apretó con fuerza. A pesar de los pensamientos angustiantes de él, la sencilla calidez humana de Mary era un gran consuelo.
—Vamos a casa —dijo ella—, creo que tu hermano te necesita.
Kate sabía lo que tenía que decirle: —Bobby…
—¡Cállese, Manzoni! —gruñó Hiram. Ahora estaba incontenible y lanzaba los brazos hacia el aire, al tiempo que recorría la habitación a zancadas. —¿Qué hay respecto de mí? Sos mi creación, mierdita. Yo te creé para así no tener que morir, sabiendo…
—Sabiendo que usted iba a perderlo todo —completó Kate.
—Manzoni…
Wilson se adelantó un paso, parándose entre Hiram y Bobby, mirándolos a todos.
Kate no le prestó atención.
—Usted quiere una dinastía. Usted quiere que su progenie gobierne este planeta de mierda. No funcionó con David, así que lo intentó otra vez, sin tener el inconveniente, siquiera, de compartirlo con una madre. Sí, usted lo creó y usted trató de controlarlo, pero ni aun así él quiere intervenir en los juegos de usted.
Hiram la miró decididamente, mientras los puños se le crispaban.
—Lo que él quiere no tiene importancia alguna. Nadie va a interferir conmigo.
—No —dijo Kate, asombrada—. No, no lo va a permitir, ¿no es así? ¡Dios mío, Hiram!
Bobby dijo con urgencia:
—Kate, creo que es mejor que me digas de qué estás hablando.
—Oh, no digo que éste fuera el plan de Hiram desde el principio. Pero sí lo fue siempre de reserva, en caso de que tú no… cooperaras. Y, claro está, tuvo que esperar hasta que la tecnología hubiera estado lista. Pero ahora ya lo está, ¿no, Hiram?…
Y otra pieza del rompecabezas cayó en el lugar correspondiente.
—¡Usted está suministrando los fondos para los Unificados!, ¿no es así? En forma disimulada, por supuesto. Pero son los recursos de usted los que están detrás de la tecnología del enlace intercerebros. Usted tenía su propio propósito para ello.
En los ojos de Bobby, con ojeras negras y marcados por el dolor, Kate pudo ver que por fin entendía lo que ocurría.
—Bobby, tú eres su clon. Tu cuerpo y estructuras nerviosas están tan próximos a los de Hiram como es humanamente posible fabricar. Hiram quiere que Nuestro Mundo siga viviendo después de la muerte de él. No quiere ver que se disperse… o, peor, que caiga en las manos de alguien de afuera de la familia. Tú eres su única esperanza. Pero si no cooperas…
Bobby se volvió hacia su clon-padre.
—Si no voy a ser tu heredero, entonces me matarás. Tomarás mi cuerpo y cargarás tu propia mente asquerosa dentro de mí.
—Pero no va a ser así —dijo Hiram con rapidez—. ¿No te das cuenta? Estaremos juntos, Bobby. Habré vencido a la muerte, por Dios. Y cuando te vuelvas viejo, lo podremos hacer de nuevo. Y de nuevo, y de nuevo.
Bobby se quitó bruscamente el brazo de Kate y avanzó a zancadas hacia Hiram.
Wilson se interpuso entre Hiram y Bobby, empujándolo a Hiram hacia atrás de ella, y levantó su pistola.
Kate trató de avanzar para interponerse, pero se sentía como si hubiera estado envuelta en melaza.
Wilson estaba dudando. Parecía estar por tomar una decisión propia. La boca del arma fluctuó entre blancos.
Entonces, en un solo movimiento rápido como un relámpago, se dio vuelta y le dio a Hiram una bofetada sobre la oreja, que fue lo suficientemente fuerte como para dejarlo tendido en el piso, y lo agarró a Bobby. Éste trató de asestarle un golpe, pero la mujer lo tomó por el brazo herido y le apretó el hombro herido con un dedo lleno de decisión, Bobby lanzó un grito, los ojos se le pusieron en blanco y cayó de rodillas.
Kate se sentía abrumada, desconcertada. ¿Y ahora, qué? ¿Cuánto más se iba a complicar todo esto? ¿Quién era esta Wilson? ¿Qué quería?
Con movimientos llenos de energía, Wilson los tendió a Bobby y su clon-padre uno al lado del otro y empezó a mover conmutadores en la consola del equipo que estaba en el centro de la habitación. Hubo un zumbido de ventiladores y un crepitar de ozono; Kate sentía que poderosas fuerzas se estaban acumulando en la habitación.
Hiram trató de sentarse, pero Wilson lo volvió a dejar tendido de espaldas aplicándole una patada en el pecho.
Hiram le gritó con voz ronca:
—¿Qué demonios está haciendo?
—Dando inicio a un agujero de gusano —murmuró Wilson, concentrada—. Un puente hacia el centro de la Tierra.
Kate le dijo:
—Pero no puede. Los agujeros de gusano todavía son inestables.
—Ya lo sé —contestó Wilson secamente—. Ese es el objetivo. ¿Todavía no lo entiende?
—¡Santo Dios —dijo Hiram—, usted pretendía hacer esto todo el tiempo!
—Para matarlo a usted. Tiene toda la razón. Esperé esta oportunidad… y la aproveché.
—¿¡Por qué, en nombre del Cielo!?
—Por Barbara Wilson. Mi hija.
—¿Por quién?…
—Usted la destruyó. Usted y su cámara Gusano. Sin usted…
Hiram lanzó una carcajada, un sonido feo, forzado.
—No me lo diga. No importa. Todo el mundo tiene algo de qué quejarse. Siempre supe que uno de ustedes, imbéciles amargados, al final iban a lograr infiltrarse. Pero yo confiaba en usted, Wilson.
—De no haber sido por usted yo habría sido feliz. —La voz de la mujer sonaba diáfana y serena.
—¿De qué está hablando?… ¿Pero a quién mierda le importa? Mire… ya me tiene —dijo Hiram con desesperación—. Deje ir a Bobby. Y a la muchacha. Ellos no importan.
—¡Pero sí importan! —Wilson parecía estar a punto de llorar. —¿No se da cuenta? Él es lo que importa.
El zumbido del equipo fue en crescendo y sobre las salidas del monitor de la pantalla flexible que había en la pared, dígitos empezaron a correr de arriba hacia abajo.
—Sólo faltan unos segundos —dijo Wilson—. No es esperar mucho, ¿no? Y después todo habrá terminado.
Se volvió hacia Bobby.
—No debe temer.
Bobby, apenas consciente, se esforzó por hablar:
—¿Qué?
—No va a sentir cosa alguna.
—¿Y eso qué le importa a usted?
—Pero es que sí me importa. —Le acarició la mejilla. —Pasé tanto tiempo observándote. Sabía que eras clonado. No importa. Te vi dar tus primeros pasos. Te amo.
Hiram gruñó:
—Una remaldita merodeadora por la cámara Gusano, eso es todo lo que es usted. ¡Qué…poca cosa? Me han perseguido sacerdotes, proxenetas, políticos, criminales, nacionalistas, los cuerdos y los dementes. Todos los que tenían alguna queja contra el inventor de la cámara Gusano. Los esquivé a todos ellos. Y ahora llegamos a esto. —Empezó a forcejear. —No. No de este modo. No de este modo…
Y con un solo desplazamiento como el de una víbora, se lanzó hacia la pierna de Wilson y hundió los dientes en los tendones de los músculos.
La mujer lanzó un grito y trastabilló hacia atrás. Hiram se mantenía agarrado con los dientes, como un perro, mientras la sangre de su presa le chorreaba por la boca. Soltó la pierna de Wilson y aulló hacia Kate:
—¡Sáquelo de acá! ¡Sáquelo…! —Pero en ese momento la mujer le disparó el puño contra la ensangrentada garganta y Kate oyó el crujido de cartílago y hueso; la voz de Hiram se transformó en un gorgoteo.
Kate agarró a Bobby por el brazo sano y lo arrastró a viva fuerza, para hacerlo pasar por el umbral de la casamata. El joven gritó cuando su cabeza resonó al golpearse con el quicio de metal grueso de la puerta, pero Kate no le prestó atención.
No bien los colgantes pies de Bobby hubieron traspuesto la puerta, Kate la cerró de un golpe, enmascarando el ruido cada vez más intenso del agujero de gusano, y empezó a afianzarla con las grapas de sujeción.
Los esbirros de seguridad de Hiram se estaban acercando, confundidos. Kate, mientras hacía girar la rueda, les gritó:
—¡Ayúdenlo y largúense de acá!…
Pero, en ese momento, la pared se hinchó contra Kate, que fugazmente vio luz tan brillante como la del Sol. Ensordecida, cegada, le pareció que estaba cayendo.
Cayendo hacia la oscuridad.
Como dos stapledons, puntos de vista incorpóreos de cámara Gusano, Bobby y David se remontaron sobre el sur de África.
Era el año 2082. Cuatro décadas habían transcurrido desde la muerte de Hiram Patterson. Y Kate, la esposa de Bobby durante treinta y cinco años, estaba muerta.
A un año de convivir con esa brutal verdad, la idea de su ausencia nunca se apartaba de sus pensamientos, sin importar siquiera cuan magnífico fuese el panorama que la cámara Gusano le trajera. Pero él aún estaba vivo y tenía que seguir viviendo; se forzó a mirar hacia afuera, para estudiar África.
En el presente las-llanuras del más antiguo de los continentes estaban cubiertas con una cuadrícula rectangular de campos de labranza. En todas direcciones se estrechaban edificios con pulcras chozas de plástico, las máquinas trabajaban esforzadamente; las cultivadoras autónomas se parecían a escarabajos crecidos en exceso con caparazones de células solares centelleando a la luz del día. La gente se movía despacio a través de los campos; toda ella usaba ropa blanca suelta, sombreros de ala ancha y capas recargadas de filtro solar.
En el corral de una de las granjas, que estaba cuidadosamente barrido, jugaba un grupo de niños. Se los veía limpios, bien vestidos y bien alimentados; corrían a los gritos y se asemejaban a blancos porotos sobre la mesa, en ese paisaje. Bobby había visto pocos niños hoy, y este excepcional puñado le parecía de un preciosismo único.
Al observarlos más de cerca, vio cómo los desplazamientos de esos niños eran complejos y rígidamente coordinados, como si pudieran saber sin demora ni ambigüedad qué pensaban los otros. Tal vez, sí lo sabían. Así se le había dicho a Bobby: había niños que nacían con agujeros de gusano en la cabeza, enlazados dentro de las mentes del grupo de los Unificados, que cada vez se expandía más, aún antes de salir del útero.
Eso hizo que Bobby se estremeciese. Sabía que su cuerpo estaba respondiendo al fantasmagórico pensamiento, abandonado en la instalación a la que todavía se llamaba Fábrica de Gusanos, aunque a cuarenta años después de la muerte de Hiram, el actual propietario de la instalación fuese un fideicomiso que representaba a un consorcio de museos y universidades.
Mucho tiempo había transcurrido desde aquel día decisivo, el día de la muerte de Hiram en la Fábrica de Gusanos y, sin embargo, el recuerdo se conservaba intenso en la mente de Bobby, como si su propia memoria hubiese sido una cámara Gusano, como si su mente hubiera estado fijada en lo pasado. Y ahora, éste era un pasado que contenía todo lo que quedaba de Kate, muerta un año atrás de cáncer, todos y cada uno de sus actos engarzados en la historia inalterable, como todos los miles de millones de almas sin nombre que la habían precedido en la tumba.
Pobre Hiram, pensó. Todo lo que quiso siempre fue ganar mucho dinero. Ahora, con Hiram muerto hacía mucho tiempo, la compañía había desaparecido y la fortuna estaba embargada. Y, sin embargo, por accidente, ese hombre había modificado el mundo…
David, una presencia invisible aquí con él, había permanecido en silencio durante largo rato. Bobby introdujo subrutinas de empatia para atisbar el punto de vista de David.
Los campos refulgentes se evaporaron, y fueron reemplazados por un paisaje desolado, árido, en el que unos pocos árboles achaparrados pugnaban por sobrevivir.
Bajo la intensa luz del Sol, que caía a plomo, una fila de mujeres avanzaba lentamente a través de esa tierra. Cada una de ellas portaba un inmenso recipiente de plástico sobre la cabeza, repleto de agua salobre. Se veían mustias, vestidas con harapos y con la espalda rígida.
Una de las mujeres llevaba a un niño tomado de la mano. Parecía evidente que el desdichado niño, desnudo, delgado como un saco de huesitos y con la piel transparente como papel, se hallaba en un avanzado estado de desnutrición y, quizás, enfermo de sida, o como solían denominarla, recordó Bobby con lúgubre humor, la enfermedad de los flacos.
—¿Por qué mirar el pasado, David? Las cosas son mejores ahora —reflexionó Bobby —Pero éste fue el mundo que nosotros hicimos —respondió su compañero con amargura. Su voz sonaba como si estuviera junto a Bobby, en una habitación cálida y confortable; y no flotando en ese vacío indiferente. —Con razón los niños piensan que nosotros, los viejos, somos un montón de salvajes. Fue un África de sida y desnutrición, sequías y malaria, infecciones con estafilococos y fiebre del dengue, y de interminables guerras inútiles; un África bañada en el salvajismo. Pero —dijo— era un África con elefantes.
—Todavía hay elefantes —dijo Bobby. Y era cierto: un puñado de animales en los zoológicos, sus simientes y óvulos llevados y traídos por avión en un intento por conservar poblaciones viables. Hasta había cigotas de elefantes y de muchas especies en peligro e incluso desaparecidas, congeladas en sus tanques de nitrógeno líquido en las sombras petrificadas de un cráter del polo sur lunar, quizás el último refugio de vida en la Tierra, si es que se comprobaba que, después de todo, era imposible desviar el Ajenjo.
Y seguía habiendo elefantes… pero ninguno en África, no quedaba rastro de ellos, con excepción de los huesos desenterrados ocasionalmente por los granjeros robot; huesos a veces, con las marcas de mordeduras dejadas por seres humanos desesperados. A lo largo de toda su vida, Bobby había presenciado la extinción del elefante, del león, del oso; e incluso de los parientes más cercanos del hombre, chimpancés, gorilas y el resto de los primates superiores. Ahora, fuera de los hogares, de los zoológicos, de las colecciones y de los laboratorios, en el planeta ya no había mamíferos grandes, a excepción del ser humano.
Pero estos sucesos no tenían retorno.
Con gran esfuerzo de voluntad, Bobby adoptó el punto de vista de su hermano y ascendió en forma vertical.
Mientras subían por el espacio y el tiempo, los campos refulgentes habían cobrado existencia de nuevo. Los niños menguaron de tamaño hasta llegar a la invisibilidad y la tierra cultivada se minimizó en una cuadrícula de colores oscurecida lentamente por la niebla y las nubes.
Y entonces, cuando la Tierra retrocedió, el conocido contorno de África, tan familiar por los libros de texto, surgió ante los ojos de Bobby.
Hacia el oeste, sobre el Atlántico, una sólida masa de nubes se extendía sobre la piel curva del océano, acanalado por ordenadas hileras de espuma blanco grisáceo. Cuando la rotación del planeta transportó a África hacia las sombras de la noche, Bobby pudo ver cerradas nubes ecuatoriales que se extendían durante centenares de kilómetros en dirección a tierra firme, como dedos púrpura que sondearan la oscuridad.
Desde esta posición privilegiada Bobby pudo comprender el resultado del trabajo humano.
Bien adentro del océano había una depresión, un gran remolino humeante de nubes blancas sobre el océano azul. Pero éste no era un sistema natural: tenía una regularidad y una estabilidad que desconocía la escala. Las nuevas funciones de manejo de las condiciones meteorológicas lentamente iban reduciendo la intensidad de los sistemas de tormenta que todavía rugían por el planeta, en especial alrededor de la castigada Dorsal del Pacífico.
Hacia el sur del antiguo continente, Bobby podía ver con claridad los grandes barcos cortina abriéndose paso en la atmósfera. Las láminas conductoras que transportaban brillaban tenuemente como alas de libélula, mientras purificaban la atmósfera y le devolvían su ozono agotado en tiempos remotos. Y frente a la costa occidental, masas pálidas seguían el contorno del litoral durante centenares de kilómetros, arrecifes que eran generados con rapidez en una nueva formación de corales modificados por ingeniería genética. Se trabajaba arduamente para fijar el exceso de carbono y brindar un nuevo santuario para las comunidades de plantas y animales en peligro de extinción que otrora habitaron los arrecifes naturales del mundo y fueron destruidos luego por la contaminación, la depredación pesquera y las tormentas.
Por todas partes la gente estaba trabajando, reparando, edificando.
El suelo también había cambiado. El continente estaba casi libre de nubes, su suelo era marrón grisáceo y el verdor vegetal estaba escondido tras la neblina. La gran masa boreal que había sido el Sahara se hallaba dividida por un fino trazado en azul y blanco. A lo largo de las riberas de los nuevos canales, el verdor brillante comenzaba a expandirse. En todas direcciones podía distinguirse la estructura de tuberías, fulgurante como una joya, de la planta de Energía, la realización del último sueño de Hiram. Su proyecto, la extracción del calor del centro mismo de la Tierra, cuyo resultado era un producto energético gratuito y limpio, que había permitido en gran medida que el planeta se estabilizara y transformara. Era notable ser espectador de tan asombrosa escala y regularidad. David decía que le hacía recordar nada menos que a los antiguos sueños sobre Marte, el moribundo mundo desértico restaurado por la inteligencia.
Según parecía, la especie humana había madurado justo a tiempo para salvarse a sí misma. Pero había sido una adolescencia muy difícil.
Aun cuando la población humana había seguido aumentando en cantidad, los cambios climáticos habían devastado la mayoría de los recursos de agua y alimentos del mundo, esto es, la desertificación de las grandes regiones productoras de granos de Estados Unidos y Asia; la inundación de muchas zonas de producción agrícola de las tierras, debida al ascenso del nivel de los mares; la contaminación de napas acuíferas y la acidificación o el secado de lagos de agua dulce. El problema del exceso de población dejó de ser tal con las sequías, las enfermedades y la hambruna, que provocó la desaparición de comunidades enteras alrededor de todo el mundo. Puede decirse que ésta fue una debacle sólo en términos relativos: la mayor parte de la población de la Tierra había sobrevivido. Pero, como siempre, el precio fue pagado por los más vulnerables, siendo los más afectados, niños y ancianos.
De la noche a la mañana, el mundo había quedado poblado por gente de mediana edad.
Nuevas generaciones surgieron en un mundo que, todavía se hallaba recuperándose, gracias a sobrevivientes de distintas edades. Los jóvenes —dispersos, apreciados, enlazados por cámaras Gusano— miraban a sus mayores cada vez con más intolerancia, indiferencia y desconfianza.
En las escuelas, los niños de la cámara Gusano hacían estudios académicos de la era en que sus padres y abuelos habían crecido: una época incomprensible, llena de tabúes, previa al advenimiento de la cámara Gusano, sólo unas décadas atrás en el pasado, en las que prosperaban mentirosos y estafadores y el delito estaba fuera de control, se mataban unos a otros a causa de engaños e ignorancia; al mundo se lo había convertido en una montaña de basura, debido al descuido sistemático, la codicia, el olvido del otro y la falta de previsión por el futuro. Por ello es que para los jóvenes, los viejos eran un montón de salvajes imcomprensibles con un lenguaje propio y casi el mismo recato que una tribu de chimpancés…
Pero el conflicto generacional no era toda la cuestión. A Bobby le parecía que se estaba abriendo una fisura más importante.
Las mentes en masa todavía estaban, según él suponía, en su infancia, y eran superados en número por las generaciones más antiguas de los No-Unificados. Pero ya sus percepciones habían llegado al mundo humano y estaban teniendo un efecto espectacular.
Las nuevas supermentes comenzaban a encontrarse ante el más grande de los desafíos, desafíos que exigían, al mismo tiempo, lo mejor del intelecto y la supresión de los peores sentimientos de disensión y egoísmo humanos. La modificación y el control del clima, por ejemplo, se produjeron como consecuencia de la naturaleza intrínsecamente caótica de los sistemas meteorológicos globales, problema que otrora había parecido ser inmanejable. Pero era un problema que ahora comenzaba a resolverse.
La nueva generación de Unificados adultos ya estaba gestando el futuro. En él, seguramente, la democracia, según temían muchos, no sería relevante; e incluso el consuelo de la religión perdería importancia ante el convencimiento de los Unificados, y no sin cierta justificación, de poder desterrar la muerte.
Quizá no habría futuro para los seres humanos siquiera.
Era maravilloso, inspiraba miedo, daba terror. Bobby sabía que era un privilegio estar vivo en un momento así, pues no tenía duda alguna de que semejante explosión de la mente no se repetiría.
Lo cierto es que tanto él como David y el resto de su generación —los últimos de los No Unificados— se sentían cada vez más aislados en el planeta que los había visto nacer.
Sabía que ese brillante futuro no era para él, y a un año después de la muerte de Kate, del golpe asestado por esa enfermedad que súbitamente la arrebató de su lado, ya el presente no tenía el menor interés. Lo que quedaba para él, así como para David, era lo pasado.
Y lo pasado era aquello que ambos habían decidido explorar, tan lejos y tan rápido como pudieran; dos viejos tontos que, de todos modos, no tenían la menor importancia para nadie.
Sintió una presión —difusa, casi intangible y, sin embargo, demandante—. Era como si le hubieran estado apretando la mano.
—¿David?
—¿Estás listo?
Bobby dejó que un rincón de su mente se demorara por segundos en su distante cuerpo, miembros fantasma se formaron en torno a él, hizo una profunda inspiración, apretó las manos hasta volverlas puño, se volvió a relajar.
—Hagámoslo.
En ese momento, la visión de Bobby empezó a caer del cielo africano directamente hacia la costa austral. Y mientras él mismo caía, el día y la noche empezaron a aletear de un extremo al otro de la enferma faz del continente, los siglos cayendo como las hojas de un árbol en otoño.
Cuando hubieron llegado cien mil años atrás, se detuvieron. Como dos libélulas, Bobby y David revolotearon ante una cara de poderosos arcos superciliares, nariz aplanada, ojos de mirada nítida, sexo femenino.
No era del todo humana.
Detrás de ella, un pequeño grupo de familia, adultos de poderosa contextura y niños como crías de gorilas, estaban trabajando ante una fogata que habían logrado encender en esta antigua playa. Más allá de ellos se veía un risco bajo y el cielo que en lo alto era de un azul intenso, brillante; quizás éste era un día de invierno.
Los hermanos se sumergieron aún más en el tiempo.
Los detalles, el grupo de familia, el cielo verdeazulado, dejaron de existir en un abrir y cerrar de ojos. La abuela Neanderthal misma se hizo borrosa, perdiendo la expresión de la cara, cuando una generación se depositó sobre la anterior en forma demasiado rápida como para que el ojo pudiera seguirla. El paisaje se convirtió en un contorno grisáceo, siglos de clima y desarrollo estacional pasando en cada segundo.
La cara de muchos antepasados fluía y cambiaba. Medio millón de años más atrás, la frente se volvió más baja, las órbitas oculares se hicieron más sobresalientes, retrocedió la barbilla y se volvieron más pronunciados los dientes y las mandíbulas. Quizás esta cara se parecía más a la de un simio actual, pensó Bobby, pero sus ojos seguían teniendo una mirada curiosa, inteligente.
El tono de la piel cambiaba su pigmentación alternando de oscura a clara, y otra vez a oscura.
—Homo erectus —dijo David—, fabricantes de herramientas. Migraron por todo el planeta. Todavía estamos cayendo. ¡Cien mil años en pocos segundos, Dios! ¡Pero tan pocos cambios!
La siguiente transición vino de repente: los arcos superciliares se hundieron más, la cara se volvió más larga aunque el cerebro de esta distante abuela, mucho más pequeño que el de un ser humano moderno, era, de todos modos, mucho más grande que el de un chimpancé.
—Homo Habilis —dijo David—. O, quizás, éste es Australopithecus. Las líneas evolutivas están enredadas. Ya estamos dos millones de años atrás en el tiempo.
Los rótulos antropológicos importaban muy poco. Resultaba profundamente perturbador contemplar, según encontraba Bobby, esta cara multigeneracional que pasaba frente a su vista como un parpadeo, la cara de un ser parecido a un chimpancé a la que podría no haber mirado ni siquiera en el zoológico… y saber que éste era su antepasado, la madre de sus abuelas en una línea ininterrumpida de descendencia. A lo mejor era así cómo se sentían los Victorianos cuando Darwin regresó de las Galápagos, pensó Bobby.
Ahora se estaban perdiendo los últimos vestigios de humanidad; la caja craneana se contraía aún más; esos ojos adquirían una mirada nebulosa, de perplejidad.
El fondo, borroso por el pasaje de los años, se volvió más verde. Quizás, en tal profundidad en el tiempo, había bosques cubriendo África. Y la antepasada seguía reduciéndose: su cara, fija en el resplandor del punto de vista de la cámara Gusano, se estaba volviendo más elemental; esos ojos, más grandes, más tímidos. Ahora a Bobby le hacía recordar más a un társido, o a un lémur.
Pero, aun así, esos ojos que miraban hacia adelante, dispuestos sobre una cara chata, todavía contenían una mirada vivaz, o una promesa de ella.
En forma impulsiva, David disminuyó la velocidad de descenso que llevaban y hizo que se detuvieran fugazmente en unos cuarenta millones de años en lo pasado.
La cara como de musaraña de la antepasada escudriñaba a Bobby con ojos muy abiertos y nerviosos. Detrás de ella había un fondo de hojas, ramas. En una llanura que había más allá, a la que se vislumbraba indistinta a través de luz verde, había una manada de lo que parecían ser rinocerontes, pero con enormes cabezas que parecían haber sufrido un terrible accidente, cada una de las cuales venía equipada con seis cuernos. La manada se movía con lentitud, pesadez, latigueando suavemente con la cola, ramoneando arbustos bajos y extendiéndose para alcanzar las ramas que colgaban de los árboles. Herbívoros, pues. A un joven ejemplar rezagado lo acechaba un grupo de lo que parecían ser caballos… pero estos caballos, con dientes sobresalientes y movimientos tensos y vigilantes, parecían ser depredadores.
David dijo:
—El primer gran apogeo de los mamíferos. Bosques por todo el planeta, las tierras de pastoreo habían desaparecido por completo. Y también lo ha hecho la fauna moderna: no hay caballos, ni rinocerontes, ni cerdos, ni ganado vacuno, ni gatos, ni perros, que se encuentren completamente evolucionados…
Cada pocos segundos, la cabeza de la abuela se movía hacia un lado y hacia otro con nerviosidad, incluso mientras masticaba frutos y hojas. Bobby se preguntaba qué depredadores podrían descolgarse amenazadores desde este extraño cielo, para tomar como blanco a un primate desprevenido.
Con el consentimiento sin palabras de Bobby, David soltó el instante y cayeron una vez más por el tiempo. El fondo se borroneó para convertirse en una acuarela azul verde, y la cara de la antepasada se deslizó, haciéndose más pequeña, con los ojos más abiertos y habitualmente negros: quizá se había vuelto nocturna.
Bobby vio de modo fugaz la vegetación, espesa y verde, en gran parte, para nada familiar. Y, no obstante, la tierra tenía apariencia de estar extrañamente vacía: no había herbívoros gigantes, ni carnívoros que los persiguieran cruzando el vacío escenario que estaba más allá de la cara de mejillas estrechas, ensombrecida, con ojos enormes, de la antepasada. El mundo era como una ciudad abandonada por los seres humanos, pensó Bobby, con los seres diminutos, las ratas y los ratones y los ratones de campo, excavando sus madrigueras entre las enormes ruinas.
Pero ahora los bosques empezaban a retroceder otra vez, disolviéndose como bruma de verano. Pronto la tierra se volvió esquelética: una planicie señalada por tocones rotos de árboles que alguna vez debieron de haber sido muy altos.
De repente se acumuló hielo, que se extendió por el suelo en forma de gruesas lenguas. Bobby podía sentir la vida que se iba estirando fuera de este mundo como una marea lenta.
Y entonces vinieron nubes, que sumergieron el mundo en la oscuridad. La lluvia, entrevista, empezó a saltar del terreno oscurecido. Grandes pilas de huesos se rearmaban desde el barro y la carne se acumulaba sobre ellos formando protuberancias grises.
—Lluvia ácida —murmuró David.
Destelló luz, encandilante, abrumadora.
No era la luz del día, sino un incendio que parecía abarcar todo el paisaje. La violencia del fuego era enorme, alarmante, aterrorizante.
Pero retrocedió.
Bajo un cielo plomizo, los incendios empezaron a aplastarse formando llamaradas aisladas que iban menguando más, cada llama derrotada devolviéndole el verdor a otra rama con hojas. Por fin, el fuego se redujo a bodoques candentes y compactos que saltaban hacia el cielo y las chispas que huían se fusionaban dando una nube de estrellas fugaces bajo un cielo negro.
Ahora, las nubes negras espesas se retiraban como una cortina. Sopló un poderoso viento que devolvió las ramas arruinadas a los árboles, llevando con suavidad a bandadas de seres voladores a las ramas. En el horizonte se estaba acumulando un abanico de luz, que se volvía rosado y blanco, para al final convertirse en una línea de energía cuya irradiación apuntaba directamente hacia el cielo.
Era una columna de roca fundida.
La columna se derramó dando un fulgor anaranjado y, como si fuera un segundo amanecer, una masa incandescente, difusa, se alzó por sobre el horizonte. Una cola larga, también incandescente, se extendió por medio cielo describiendo una gran curva flamígera. Enmascarado por la luz del día, brillante en la noche, el cometa retrocedía día tras día, llevando su carga de destrucción de vuelta a las profundidades del Sistema Solar.
Los dos hermanos se detuvieron en un mundo súbitamente renovado, un mundo de riqueza y de paz.
La antecesora, con sus ojos muy abiertos, caminaba por esa tierra como una criatura asustada o quizás incautamente atrapada allí.
A unos pasos de ella, Bobby vislumbró lo que parecía ser la costa de un mar interior. Selvas lujuriantes llegaban hasta las pantanosas tierras bajas que bordeaban la costa y un río ancho descendía desde lejanas montañas azules. Cocodrilos de anchos lomos con crestas cortaron las aguas barrosas y lentas del río. En esta tierra abundaba la vida, y sin ser demasiado familiar en los detalles no difería mucho de aquella tierra propia de la juventud de Bobby.
Pero el cielo no era de un verdadero azul, más bien era de un sutil violeta, pensó; hasta las formas de las nubes que se diseminaban en lo alto, parecían extrañas. Quizás el aire mismo era diferente aquí, tan en lo profundo del tiempo.
Una manada de criaturas cornadas se desplazaba a lo largo de la pantanosa costa. Tenían aspecto parecido al de los rinocerontes, pero sus desplazamientos eran extraños, casi parecidos a los de un pájaro, caminaban con lentitud, mascaban las ramas del follaje, hacían sus nidos, luchaban, se limpiaban. Se veía también una manada de lo que, a primera vista, parecían ser avestruces, que caminaban erguidos, subiendo y bajando la cabeza al compás del desplazamiento, con movimientos nerviosos y mirando suspicaces.
En los árboles, Bobby entrevió una sombra enorme que se desplazaba con lentitud, como si hubiera estado siguiendo el rastro de los gigantescos comedores de plantas. Quizá se trataba de un carnívoro… incluso, pensó con un estremecimiento de emoción, un raptor.
Alrededor de las manadas de dinosaurios revoloteaban nubes de insectos.
—Somos privilegiados —comentó David—, tenemos una visión relativamente buena de la vida silvestre. La era de los dinosaurios resultó ser inmensa, desconcertante, carente de vitalidad y, en su mayor parte, vacía. Se extiende, después de todo, más de centenares de millones de años.
—Pero —repuso Bobby secamente— fue algo así como desconcertante descubrir que el Tiranosaurio Rex era, después de todo, un animal que se alimentaba de carroña. Toda esta belleza, David, y ninguna mente para apreciarla. ¿Estuvo esperando todo el tiempo por nosotros?
—Sí, claro, la belleza que no se ve: “¿Es que a las hermosas conchas espiraladas y en forma de cono de la época del eoceno y a los amonitas esculpidos y llenos de gracia del período secundario se los creó para que, millones de años después, el hombre pudiera admirarlos en su gabinete de investigación?”. Darwin, El origen de las especies.
—Supongo que no. Éste es un lugar antiguo, Bobby. Lo puedes ver, una comunidad remota que evolucionó unida en el transcurso de millones de años. Y, sin embargo,…
—Y, sin embargo, todo eso iba a desaparecer cuando el Ajenjo del cretácico produjo su daño.
—La Tierra no es más que un inmenso cementerio, Bobby y, a medida que nos sumergimos cada vez más en el pasado, todos esos huesos se alzan otra vez para confrontarnos…
—No del todo, tenemos los pájaros.
—Los pájaros, sí. Un final bastante hermoso para este argumento secundario en particular de la evolución, ¿no crees? Esperemos que nosotros tengamos tan buen final. Prosigamos.
—Sí.
Así que se zambulleron una vez más, cayendo con seguridad a través del verano mesozoico de los dinosaurios, doscientos millones de años hacia atrás en el tiempo.
Antiguas selvas pasaron velozmente como una acuarela verde sin significado ante la mirada de Bobby, sirviendo de marco a los ojos tímidos y sin inteligencia de millones de generaciones de ancestros que se reproducían, se esperanzaban, morían.
El verdor se convirtió bruscamente en un claro, revelando una llanura plana polvorienta y un cielo vacío.
La tierra despojada era un desierto, endurecido y chato por el calor abrasador de un sol alto y feroz; las arenas tenían color uniformemente rojizo. Hasta las colinas se habían desplazado y fluido, tan profundo era el tiempo al que habían llegado.
La antepasada que se hallaba aquí era un pequeño ser, parecido a un reptil, que mordisqueaba concienzudamente lo que parecía ser los restos de una cría de rata. Estaba en el borde de un bosque de baja altura formado por helechos y coníferas achaparrados, que lindaba con un río que formaba meandros.
Algo así como una iguana correteaba por las cercanías, en cuya boca centelleaban filas de dientes agudos. Quizás era la madre de todos los dinosaurios, reflexionó Bobby. Y más allá de los árboles, Bobby divisó lo que parecían ser jabalíes de verruga, que gozaban en el barro próximo al agua de moroso desplazamiento.
David gruñó:
—Lycosaurus —dijo—, las criaturas más afortunadas que hayan vivido jamás. El único animal grande que sobrevivió al evento de la extinción…
Bobby estaba confundido.
—¿Te refieres al cometa que aniquiló los dinosaurios?
—No —dijo David con tono lúgubre—. Me refiero a otro, por el que pronto tendremos que pasar, doscientos cincuenta millones de años en el pasado. El peor de todos…
Así que fue por eso que el grandioso panorama de la jungla lujuriante de los dinosaurios había desaparecido. Una vez más, la Tierra se estaba vaciando de vida. Bobby experimentó una profunda sensación de pavor.
Descendieron una vez más.
Por fin, los últimos árboles achaparrados se redujeron hasta convertirse en sus semillas enterradas y lo último de verdor —malezas y arbustos que luchaban por sobrevivir—• se marchitó y murió. Una tierra calcinada empezaba a reconstituirse a sí misma: un lugar de tocones quemados y ramas caídas y, por aquí y por allá, huesos amontonados. Las rocas, cada vez más expuestas a la marea en retroceso de la vida, se habían vuelto poderosamente rojas.
—Es como Marte.
—Y por el mismo motivo —dijo David con tono lúgubre—. Marte no tiene vida, sus sedimentos se herrumbraron, se quemaron lentamente, sometidos a la erosión y al viento, a un calor y frío devastadores. Y así en la Tierra, donde nos acercamos a ésta, la más grande de las muertes, ocurrió lo mismo: las rocas se fueron erosionando.
“Y a través de todo esto, una cadena de antepasados se aferró a la vida, subsistiendo en hondonadas poco profundas situadas en el borde de mares interiores que casi, pero no del todo, se habían secado hasta convertirse en cuencas de letal polvo marciano.
“La Tierra de estos períodos era muy diferente, —dijo David—. La tendencia tectónica había hecho que todos los continentes se reunieran formando un solo conjunto gigantesco, la masa terrestre más grande de la historia del planeta. A las zonas tropicales las dominaban desiertos inmensos, en tanto que a las latitudes altas las flagelaba la glaciación. En el interior del continente, el clima oscilaba de manera violenta entre el calor brutal y el congelamiento absoluto.
Este mundo ya frágil debió sufrir un nuevo desastre causado por el excesivo dióxido de carbono, que ahogaba a los animales: el efecto calentamiento de invernadero agravando el clima que era casi letal.
—La que sufrió en particular fue la vida animal viendo reducido su hábitat a los charcos. Pero para el hombre está casi acabada, Bobby; el exceso de dióxido de carbono está regresando hacia el lugar de donde provino: profundas trampas marinas y un gran derrame de basaltos de desbordamiento en Siberia, gases que habían surgido desde el interior de la Tierra para envenenarle la superficie. Y pronto ese monstruoso mundo continental se dividirá.
“Tan sólo recuerda esto: la vida sobrevivirá. De hecho, nuestros antepasados lo hicieron. Concéntrate en eso. Si no, no habríamos llegado hasta aquí.
Mientras Bobby estudiaba la vacilante mezcla de rasgos de reptil y de roedor que se centraba en su visión, encontró que esa idea le daba muy poco consuelo.
Se desplazaron más allá del pulso de extinción, hacia el pasado más profundo.
La Tierra que estaba en etapa de recuperación parecía un sitio muy diferente. No había señales de montañas y los antepasados se aferraban a la vida en las márgenes de enormes mares interiores poco profundos, que avanzaban y retrocedían a medida que pasaban los milenios. Y, con lentitud, después de millones de años, cuando los gases asfixiantes retrocedieron al interior del suelo, el verdor volvió al planeta Tierra.
La antepasada se había convertido en una criatura similar a un palmípedo y muy inclinada sobre el suelo, cubierta por una corta pelambre pardo grisácea. A medida que las generaciones se sucedían con celeridad, la mandíbula se alargaba; el cráneo cambiaba de morfología, estirándose hacia atrás y, al final, pareció haber perdido los dientes, para terminar con una boca parecida a un pico. Ahora la pelambre se había reducido por completo y el hocico se había alargado más, y la antepasada se transformó en un ser que, para el ojo sin experiencia de Bobby, resultaba indiferenciable de una lagartija.
Advirtió que se estaban acercando a una profundidad tan grande en el tiempo que las grandes familias de animales terrícolas —las tortugas, los mamíferos y lagartijas, cocodrilos y pájaros— estaban volviendo a fusionarse formando el grupo madre, los reptiles.
Entonces, después de más de trescientos cincuenta millones de años más atrás, la antepasada volvió a cambiar su morfología: la cabeza se redujo, sus miembros fueron más cortos y gruesos; el cuerpo se hizo más estilizado. Quizás ahora era un anfibio. Finalmente, esos miembros rechonchos se convirtieron en simples aletas lobuladas que se fundían en el cuerpo.
—La vida está en regresión sobre la Tierra —explicó David—. El último de los invertebrados, probablemente un escorpión, está arrastrándose de vuelta hacia el mar. En tierra, las plantas pronto perderán las hojas y ya no van a ser erectas. Y después de eso, la única forma de vida que quedará sobre la tierra serán simples formas incrustadas.
De pronto, Bobby estuvo sumergido y su abuela en regresión lo llevó al interior de aguas poco profundas.
El agua estaba poblada de vida, abajo había un arrecife de coral que se extendía en el azul lechoso. A lo largo del banco de piedras había esparcidas lo que parecían ser flores de pecíolo largo, a través de las cuales nadaba una impresionante variedad de seres encerrados en conchas, moviéndose en busca de comida. Bobby reconoció los nautiloides, que se parecían a una amonita gigante.
La antepasada era un pez pequeño, parecido a una hoja de cuchillo y carente de rasgos notables, una más de un cardumen que salía disparado de un lado para otro, con desplazamientos tan complejos y nerviosos como los de cualquier especie moderna.
A lo lejos, un tiburón nadaba sin prisa, su silueta inconfundible aun con todo el tiempo que había transcurrido. El cardumen, asustado por el depredador, huyó a toda velocidad y Bobby sintió un impulso de empatia por sus ancestros.
Los dos hermanos aceleraron una vez más, cuatrocientos millones de años para atrás, cuatrocientos cincuenta.
Hubo una gran actividad de experimentación evolutiva, cuando variedades de armadura ósea pasaron como parpadeo sobre los cuerpos blandos de los ancestros, algunos de los cuales parecieron durar poco más que unas pocas generaciones, como si aquellos peces primitivos hubieran perdido las mañas para desarrollar el plan de un cuerpo adaptativo. Para Bobby resultaba claro que la vida era una acumulación de información y de complejidad, datos almacenados en las estructuras mismas de los seres vivos, que se habían obtenido con gran esfuerzo en el transcurso de millones de generaciones, a costa de dolor y muerte y que, ahora, se estaban esparciendo en forma casi descuidada.
En ese momento, el feo pez primigenio desapareció. David volvió a retrasar el retroceso cronológico.
No había peces en este antiguo mar. La antepasada ya era un animal pálido parecido a un gusano, que se agazapaba en un lecho marino de arena ondulada.
David comentó:
—A partir de ahora, las cosas se vuelven más simples: solamente hay pocas algas y por fin, mil millones de años en el pasado, nada más que vida unicelular, que se mantiene así hasta el principio.
—¿Cuánto más atrás?
David le contestó con tranquilidad:
—Bobby, apenas hemos comenzado. Tenemos que viajar el triple de profundidad temporal que la que tenemos en este instante.
Se reanudó el descenso.
La antepasada era un gusano burdo cuya forma mutaba y pasaba titilando ante la vista… y ahora, de repente, se marchitaba hasta convertirse en una mera mancha de protoplasma engastada en una maraña de algas.
Y cuando cayeron un poco más, únicamente quedaban las algas. Bruscamente se vieron lanzados hacia la oscuridad.
—Mierda —dijo Bobby—. ¿Qué pasó?
—No lo sé.
David dejó que cayeran aún más profundamente, un millón de años, dos. Sin embargo, la oscuridad universal continuaba.
Por fin, David rompió el vínculo con la antepasada de este período, un microbio o un alga primitiva y llevó el punto de vista fuera del océano, para que flotara mil kilómetros por encima del centro de la Tierra.
El océano era blanco, cubierto por hielo desde los polos hasta el ecuador, con grandes mantos surcados por las cicatrices de pliegues y arrugas de centenares de kilómetros de largo. Más allá del limbo de hielo del planeta, una Luna en cuarto creciente ascendía con su faz de cráteres inmutables como en los tiempos de Bobby, sus rasgos ya inimaginablemente antiguos. Pero la nueva Luna brillaba, bajo la luz reflejada por la Tierra, casi con la misma intensidad que la Luna creciente bajo la luz directa del Sol.
La Tierra había adquirido un brillo que encandilaba, quizá más intenso que el de Venus si pudiese apreciarse igualmente.
—Mira eso —susurró David. En alguna parte próxima al ecuador de la Tierra había una estructura circular de hielo, cuyas paredes se hallaban muy ablandadas y, en su centro, un montículo bajo erosionado.
—Ése es un cráter cuyo impacto es de tiempo remoto. Esa cobertura ha estado ahí desde hace mucho.
Reanudaron su descenso. Los detalles del desplazamiento de los mantos de hielo, las grietas, las crestas arrugadas y las líneas de montículos de nieve parecidos a dunas, se volvieron borrosos, hasta convertirse en una suavidad perlada. Pero aún persistía la congelación de todo el globo.
De repente, luego de una caída de otros cincuenta millones de años más, el hielo se despejó, como escarcha que se evapora de encima de una ventana calentada. Pero, justamente cuando Bobby sentía una oleada de alivio, el hielo volvió a cerrarse otra vez, cubriendo el planeta de polo a polo.
Hubo tres interrupciones más en la glaciación, antes de que por fin se despejara por completo.
El hielo reveló un mundo que era casi parecido al planeta Tierra, tenía océanos azules y continentes, pero los continentes eran absolutamente desérticos, dominados por ásperas montañas con cumbres cubiertas de hielo o por desiertos rojo herrumbre, continentes cuya forma era por completo desconocida para Bobby.
Pudo contemplar los lentos movimientos de los continentes al reunirse, ante la impronta tectónica, originando una sola masa continental gigantesca.
—Ésta es la respuesta —dijo David con tono severo—. El supercontinente, el aglutinarse y separarse alternativamente, es la causa de la glaciación. Esa enorme madre al separarse origina una mayor área litoral, lo que estimula la producción de mucha más vida, vida en este preciso momento restringida a microbios y algas que viven en mares interiores y aguas costeras poco profundas; además esa vida capta el exceso de dióxido de carbono que hay en la atmósfera. El efecto invernadero se desploma y el Sol es un poco más mortecino que en nuestra época…
—Y entonces, la glaciación.
—Sí. Encendido y apagado, durante doscientos millones de años; en donde no puede haber fotosíntesis ahí durante millones de años. Es asombroso que la vida lisa y llanamente se hubiera podido mantener.
Los dos descendieron una vez más hacia el interior del vientre del océano, y pusieron su atención en el seguimiento del adn sobre una maraña indiferenciada de algas verdes: ahí, en alguna parte, estaba engarzada la extraordinaria célula, antecesora de todo ser humano que hubiera vivido jamás.
En la superficie, un pequeño cardumen de seres parecidos a medusas se desplazaba por las frías aguas azules. Más lejos, Bobby pudo detectar seres más complejos: frondas, bulbos, marañas en forma de colchón adheridas al fondo del mar o con flotación libre.
Bobby dijo:
—No me da la impresión de que ésas sean algas.
—¡Dios mío! —exclamó David—. Parecen ediacaranos: formas de vida multicelulares. Pero no está previsto que los ediacaranos evolucionen hasta dentro de un par de centenares de millones de años. Algo no está bien.
Retomaron su descenso. Los indicios de vida multicelular pronto se perdieron, a medida que la vida abandonaba lo que había aprendido dolorosamente.
Mil millones de años más atrás y otra vez cayó la oscuridad como un martillazo.
—¿Más hielo? —preguntó Bobby.
—Creo que entiendo —dijo David con voz grave—, fue un impulso de evolución, un suceso temprano, algo que no reconocimos a partir del examen de los fósiles, un intento de la vida por desarrollarse más allá de la etapa unicelular. Pero está condenado a que lo borre del mapa la glaciación que avanzó de manera vertiginosa, y se perderá doscientos millones de años de progreso. ¡Maldición, maldición!
Cuando el hielo se despejó, otros cien millones de años más atrás, otra vez hubo indicios de formas más complejas, multicelulares, de vida hurgueteando en los colchones de algas. Otro falso comienzo, al que iba a eliminar la salvaje glaciación, y otra vez los hermanos se vieron forzados a observar cómo la vida desaparecía hasta llegar a sus formas más primitivas.
Mientras caían a través de los largos eones desprovistos de características, presenciaron por cinco veces más la glaciación global sobre el planeta, matando los océanos, arrebatando la existencia de todas las formas de vida, con excepción de las más primitivas que hubiera en los hábitat más marginales. Era un salvaje ciclo de retroalimentación que se iniciaba con cada intento de los organismos vivientes de emerger en las playas de aguas poco profundas en los litorales continentales.
David dijo:
—Es la tragedia de Sísifo. Según el mito, Sísifo estaba condenado por los dioses a llevar una roca hasta la cumbre de una montaña subiéndola por la ladera, nada más que para verla rodar hacia atrás una y otra vez. Del mismo modo, la vida lucha por lograr complejidad e importancia, y una y otra vez se la vuelve a aplastar hasta dejarla reducida a su nivel más primitivo. Es una serie de Ajenjos de hielo que se repite sin cesar. Quizás esos filósofos nihilistas tenían razón: quizás esto es todo lo que podemos esperar del universo, un implacable aplastamiento de la vida y del espíritu, porque el estado de equilibrio del cosmos es la muerte…
Bobby dijo con tono lúgubre:
—Tsiolkovski una vez llamó a la Tierra la cuna de la especie humana. Y eso es, de hecho es la cuna de la vida. Pero…
—Pero —dijo David— es una maldita cuna que aplasta a sus ocupantes. Por lo menos, esto no podría ocurrir ahora. No totalmente de esta manera, de todos modos. La vida desarrolló ciclos complejos de realimentación, que controlan el flujo de masa y energía a través de los sistemas de la Tierra. Siempre hemos creído que la Tierra viviente era una totalidad de belleza. No lo es. La vida tuvo que aprender a defenderse del salvajismo geológico aleatorio del planeta.
Finalmente llegaron a un tiempo que estaba más profundo que cualquiera de las glaciaciones.
Esta joven Tierra tenía poco en común con el mundo en que se iba a convertir. El aire era visiblemente espeso, irrespirable, aplastante. No había colinas ni orillas, precipicios ni bosques. Una gran extensión del planeta parecía estar cubierta por un océano poco profundo sin continentes que lo dividan. El lecho marino era una corteza fina, resquebrajada y rota por ríos de lava que escaldaban los mares. Con frecuencia, gases espesos nublaban el planeta durante años. El proceso lo interrumpían los volcanes que se erguían por encima de la superficie y absorbían los gases llevándolos de vuelta hacia el interior.
Visto a través del espeso smog que se desplazaba, el Sol era una esfera fulgurante y feroz. La Luna era un enorme plato playo, y ya se podían reconocer sus rasgos actuales hoy conocidos.
Tanto la Luna como el Sol parecían correr por el cielo. Esta joven Tierra giraba con rapidez sobre su eje, frecuentemente hundiendo su superficie y su frágil cargamento de vida en la noche, mientras altísimas mareas barrían el castigado planeta.
Los antepasados que había en este sitio hostil no eran ambiciosos; generación tras generación de células sin características singulares vivían en enormes comunidades próximas a la superficie de aguas poco profundas. Cada comunidad empezaba como una masa de materia parecida a una esponja, que se habría de marchitar otra vez, estrato sobre estrato, hasta quedar una mancha única de verdor flotando en la superficie y deslizándose por el océano para fusionarse con alguna comunidad más antigua.
El cielo estaba muy ocupado, lleno de vida con el resplandor de meteoros gigantes que volvían al espacio profundo. Con frecuencia —con terrible frecuencia—, murallas de agua de varios kilómetros de altura corrían por todo el globo y convergían sobre una herida ardiente producida por el impacto desde el cual un asteroide o un cometa salían disparados hacia el espacio, iluminando brevemente el cielo lastimado antes de ir disminuyendo de tamaño en la oscuridad.
La violencia y lo frecuente de esos impactos parecía ir en aumento.
Y entonces, de manera repentina, la vida verde de los colchones de algas empezaba a emigrar por toda la superficie de los jóvenes y turbulentos océanos, arrastrando con ella a la cadena de antepasados, y también el punto de vista de Bobby. Las colonias de algas se fusionaban, volvían a desaparecer, se fusionaban, como si se hubieran estado consumiendo para regresar hacia un núcleo común.
Por fin se encontraron en un estanque aislado que se había formado en la depresión de un cráter amplio y de un impacto profundo, como si se hubiera tratado de una luna inundada. Bobby vio montañas de bordes puntiagudos, un pico central corto y romo. El estanque era de un verde deslucido, ceniciento y, en alguna parte de su interior, las cadenas de antepasados continuaban su ciego trabajo incesante y esforzado de regreso a la Nada.
De pronto, la tintura verde se marchitó, reduciéndose a pequeñas manchas aisladas y la superficie del lago dentro del cráter quedó cubierta con una nueva clase de espuma flotante, una maraña espesa ligeramente marrón.
—…Oh —susurró David, como si estuviera conmocionado—. Acabamos de perder la clorofila: la capacidad de elaborar energía a partir de la luz solar. ¿Ves lo que sucedió? A esta comunidad de organismos se la aisló del resto mediante algún impacto o accidente geológico, quizás el evento que formó este cráter. Acá se acabaron los nutrientes. A los organismos se los obligó a mutar o morir.
—Y mutar, mutaron —dijo Bobby—. Porque si no…
—Si no, no existiríamos.
Se sucedió una ráfaga de violencia, un borroneo de movimientos, avasallador e irresuelto: quizás éste era el fenómeno violento, aislante, sobre el que David había teorizado.
Cuando hubo terminado, Bobby se encontró debajo del mar una vez más, contemplando una maraña de espesa espuma marrón que se aferraba a una chimenea de humo, difusamente iluminada por el fulgor interno de la Tierra.
—Entonces, se llegó a esto —dijo David como comprendiendo—. Nuestros antepasados en lo más profundo del tiempo eran comedores de rocas, termófilos o, quizás, hipertermófilos, es decir, adaptados a las más elevadas temperaturas. Consumían los minerales que esas chimeneas inyectaban en el agua: hierro, azufre, hidrógeno. Toscos, ineficaces, pero vigorosos. No precisaban luz ni oxígeno; ni siquiera material orgánico.
Ahora Bobby se hundió en la sombra total. Pasó a través de túneles y grietas, reducido, contraído, en la más completa oscuridad sólo quebrada por ocasionales destellos débiles en rojo.
—¿David? ¿Estás ahí todavía?
—Estoy aquí.
—¿Qué nos está pasando?
—Estamos pasando por debajo del lecho marino. Estamos emigrando a través de la roca basáltica porosa que hay allí. Toda la vida que hay en el planeta se está conglutinando, Bobby, volviendo a retraerse a lo largo de las cordilleras oceánicas y los lechos basálticos del fondo del mar, fusionándose hasta un único punto.
—¿Adonde? ¿Adonde estamos emigrando?
—Hacia la roca profunda, Bobby. A un punto que está un kilómetro abajo. Será el último sitio en el que la vida podrá esconderse. Toda la vida que hay sobre la Tierra proviene de este lugar situado en lo más profundo de la roca, un verdadero refugio.
—¿Y de qué —preguntó Bobby, sintiendo un presagio— se tuvo que proteger la vida?
—Temo que estamos próximos a averiguarlo.
David hizo que ambos se elevaran y flotaran en el aire pestilente de esta Tierra carente de vida.
La luz allí era mortecina y anaranjada, como el crepúsculo en una urbe con smog. El Sol debía de estar por encima del horizonte, pero Bobby no lo pudo localizar con precisión, ni a la gigantesca Luna. La atmósfera se podía palpar por lo espesa y aplastante. El océano se revolvía debajo de ella, era negro, en algunos lugares hervía y el fracturado lecho estaba bordado con fuego.
El cementerio está verdaderamente vacío ahora, pensó Bobby. Con la excepción de ese único refugio pequeño y hundido en lo profundo —y que contiene a mis antepasados más lejanos—, estas rocas jóvenes han entregado todos sus muertos encerrados entre los estratos.
Y ahora se estaba acumulando un manto de nubes negras, como si un dios impetuoso lo hubiera extendido por todo el cielo.
Comenzó entonces una lluvia invertida: desde la apretada superficie del océano surgían varillas de agua en dirección a las nubes, las que empezaban a expandirse.
Un siglo transcurrió, y la lluvia todavía rugía hacia lo alto saliendo del océano, sin reducir su ferocidad en lo más mínimo. En verdad, tan voluminosa era la lluvia que pronto los niveles del océano empezaron a descender de manera perceptible. Las nubes se engrosaron aún más y los océanos se achicaron, formando estanques aislados de salmuera en las cavidades más profundas de la superficie agrietada y azotada de la Tierra.
Este proceso llevó dos mil años. La lluvia no se detuvo hasta que los océanos hubieran regresado a las nubes y la tierra quedara seca.
Y la tierra empezó a fragmentarse más.
Pronto, las grietas con brillo incandescente que había en el suelo desnudo se ensancharon, se hicieron más brillantes, y la lava pulsaba y fluía. Finalmente sólo quedaron islas aisladas, astillas de roca que se contraían y fundían, y un nuevo océano cubrió como un manto la Tierra, un océano de roca fundida, de centenares de metros de profundidad.
Se sucedía una nueva lluvia invertida, una horrible tormenta de brillante roca fundida que saltaba hacia lo alto desde el suelo. Los corpúsculos de roca se unieron a las nubes de agua, por lo que la atmósfera se convirtió en un infernal estrato de partículas de roca incandescente y vapor de agua.
—Increíble —gritó David—. La Tierra está reuniendo una atmósfera de vapor de roca de cuarenta o cincuenta kilómetros de espesor, que ejerce una presión superior en cien veces a la de nuestra atmósfera. La energía térmica que contiene es estupenda, la parte superior de las nubes del planeta debe estar refulgiendo. La Tierra está brillando convertida en una estrella de vapor de roca.
Pero la lluvia de roca estaba quitando el calor de la tierra golpeada, y con rapidez, en el lapso de unos meses, el suelo se había enfriado hasta alcanzar la solidificación. Por debajo de un cielo refulgente, se estaba volviendo a formar agua líquida, nuevos océanos conglutinándose a partir de las nubes que se enfriaban. Pero los océanos se formaban hirviendo, al estar la superficie en contacto con vapor de roca. Y entre los océanos, surgían montañas, que no se fundían, a partir de charcos de escoria.
Y ahora una pared de luz pasó velozmente frente a Bobby, arrastrando con ella un frente de nubes hirvientes y vapor, en una ráfaga de inimaginable violencia. Bobby lanzó un grito de terror…
David redujo la velocidad de descenso que llevaban en el tiempo. La Tierra se recuperó una vez más.
Los océanos, de un color negroazulado, estaban en calma. El cielo, vacío de nubes, era una cúpula verdosa. La Luna era perturbadoramente enorme, con su aspecto devastado, y la cara del Viejo que le era familiar a Bobby, aunque le faltaba el ojo derecho. Y había un segundo Sol, una fulgurante bola cuya luminosidad sobrepasaba la de la Luna con una cola que se extendía por el cielo.
—Un cielo verde —murmuró David—. Qué extraño. ¿Metano, quizá? ¿Pero cómo?…
—¿Qué demonios es eso ? —dijo Bobby.
—¡Oh! ¿Un cometa? Un verdadero monstruo. Del tamaño de asteroides actuales como Vesta o Palas; de unos quinientos kilómetros de anchura, quizá. Cien mil veces la masa del asesino de dinosaurios.
—El tamaño del Ajenjo.
—Sí. Recuerda que la Tierra en sí se formó por impactos, conglutinándose a partir de una andanada de planetesimales que estaban en órbita alrededor del Sol joven. El impacto más poderoso de todos probablemente fue la colisión con otro mundo joven que casi nos parte en dos.
—El impacto que formó la Luna.
—Después de eso la superficie se volvió relativamente estable; pero aún la Tierra estaba sometida a impactos inmensos, decenas o centenares de ellos en el lapso de unos pocos centenares de millones de años; un bombardeo cuya violencia ni siquiera podemos alcanzar a imaginar. La tasa de impactos fue disminuyendo a medida que a los planetesimales restantes los iban absorbiendo los planetas, y hubo un período de tranquilidad y paz, de relativa inmovilidad, que duró unos centenares de millones de año. Y después esto. La Tierra tuvo la mala suerte de toparse con un gigante así en la etapa más tardía de este período de impactos. Y un impacto como éste era lo suficientemente intenso como para hacer hervir los océanos, hasta fundir las montañas.
—Pero sobrevivimos —señaló Bobby con tono sombrío.
—Sí. En nuestro nicho profundo, caliente.
Cayeron hacia adentro de la Tierra una vez más, y Bobby se encontró sumergido en la roca junto con sus antepasados más lejanos: una raspadura de microbios termófilos.
Esperó en la oscuridad, mientras incontables generaciones se iban soltando sucesivamente hacia atrás en el tiempo.
Entonces, en forma nebulosa, vio luz otra vez.
Estaba ascendiendo por alguna clase de columna hueca, como por un pozo, en dirección a un círculo de luz verde: el cielo de esta Tierra extraña, previa al bombardeo. El círculo se amplió hasta que Bobby se elevó a la luz.
Tuvo un poco de problemas para interpretar lo que vio a continuación.
Le parecía estar dentro de una caja de algún material vítreo. El antepasado tenía que estar aquí junto con él, una sola célula tosca entre millones que subsistían en este recipiente. La caja estaba colocada sobre una especie de pedestal y, desde aquí, Bobby pudo mirar por encima…
—¡Oh, Dios bendito! —exclamó David.
Era una ciudad.
Bobby vislumbró un archipiélago de pequeñas islas volcánicas que se alzaban desde el mar azul. Pero las islas estaban unidas por puentes anchos y planos. Sobre el suelo, paredes bajas señalaban formas geométricas como si fueran campos; pero éste no era un paisaje humano. Los campos parecían tener forma de distintas variaciones de hexágonos. Hasta había edificios, bajos y rectangulares, como hangares de avión. Bobby pudo discernir desplazamientos entre los edificios, una especie de tráfico; pero estaba demasiado lejos como para diferenciarlos.
Y entonces, algo se desplazó hacia él.
Parecía ser un trilobita, quizás. Un cuerpo bajo segmentado había centelleado bajo el cielo verde. Eran conjuntos de patas —¿seis u ocho?— que vibraban por el desplazamiento, con algo que parecía una cabeza en la parte anterior.
Una cabeza que con su boca sostenía una herramienta de metal destellante.
La cabeza se levantó hacia Bobby, que trató de discernir los ojos de este ser imposible. Sentía como si pudiera extender la mano y tocar esa cara de quitina, y…
…y el mundo volvió bruscamente a la oscuridad.
Eran dos ancianos que habían pasado demasiado tiempo en la realidad virtual, y el Motor de Búsqueda los había echado. Bobby, endido en el suelo y algo atontado, pensó que el haber sido despedidos era probablemente una bendición.
Se puso de pie, se estiró y frotó sus ojos.
Anduvo a los tropezones por la Fábrica de Gusanos, una solidez y una suciedad que parecía irreal después del espectáculo de cuatro mil millones de años que acababa de soportar. Encontró un robot teleguiado que portaba café, ordenó dos tazas y sorbió sin respirar un trago de café caliente. Después, sintiéndose ya casi devuelto a su condición humana, se volvió a su hermano. Sostuvo el café hasta que David, con la boca abierta y los ojos vidriosos, se sentó y tomó la taza.
—Los sísifos —murmuró David con la voz seca.
—¿Qué?
—Así es como debemos llamarlos. Evolucionaron en la Tierra primitiva, en el intervalo de estabilidad que hubo entre los primeros y últimos bombardeos. Eran diferentes de nosotros… El cielo de metano. ¿Qué pudo haber querido decir eso? Quizás hasta su bioquímica era novedosa, basada en compuestos de azufre o con amoníaco como solvente, o… Y claro está —dijo agarrando el brazo de Bobby—, entiendes que debieron de haber tenido muy poco en común con los seres seleccionados para el refugio. El refugio de nuestros antepasados. No más que lo que tenemos con las exóticas flora y fauna que todavía se aferra a las chimeneas de lo profundo del mar. Pero ellos, los termófilos, nuestros antepasados, fueron la mejor esperanza para la supervivencia…
—David, espera un poco. ¿De qué estás hablando?
David lo miró, perplejo.
—¿Aún no entiendes? ¡Eran inteligentes! Los sísifos. Pero estaban condenados. Lo vieron venir, ¿ves?
—El gran cometa.
—Exacto. Del mismo modo que podemos ver nuestro propio Ajenjo. Y sabían qué iba a provocar en su mundo: que los océanos hiervan, incluso que las rocas se fundan centenares de metros hacia abajo. Los viste. Su tecnología era primitiva. Eran una especie joven. No tenían manera de escapar del planeta o sobrevivir ellos mismos al impacto o desviar el objeto que haría impacto. Estaban condenados, no tenían a qué recurrir. Y, aun así, no sucumbieron a la desesperación.
—Enterraron el refugio, y lo hicieron con la profundidad suficiente como para que el pulso de calor no lo pudiera alcanzar.
—Sí. ¿Lo ves? Ellos trabajaron denodadamente para conservar la vida, o sea nosotros, Bobby; aun en medio de la catástrofe más grande que hubiese padecido el planeta.
“Y ése es nuestro destino, Bobby. Así como los sísifos conservaron su puñado de microbios termófilos para que sobrevivieran al impacto, así como esas marañas de algas y plantas marinas lucharon para llegar vivas a los salvajes episodios de glaciación, así como la vida compleja, al evolucionar y adaptarse, sobrevivió a las catástrofes posteriores de vulcanismo, impacto y accidentes geológicos; así tenemos que hacerlo nosotros. Incluso los Unificados, la nueva evolución de la mente, son parte de un solo hilo de unión que se remonta al origen de la vida misma.
Bobby sonrió.
—¿Recuerdas lo que Hiram solía decir? “No hay límites para lo que podemos lograr, si trabajamos juntos”.
—Sí. Así es exactamente. Hiram no era tonto en absoluto.
Afectuosamente, Bobby tocó el hombro de su hermano.
—Pienso…
…y una vez más, sin advertencias, el mundo volvió a la oscuridad.