6. La trampa

Al día siguiente, en cuanto hubo cumplido con lo que se esperaba de ella en los distintos templos, y con la tarea de enseñar a las novicias las danzas sagradas, escapó a la Casa Pequeña y, luego de oscurecer el cuarto, destapó la mirilla v espió. Abajo no había luz. El intruso se había ido. Ella no había esperado que se quedase tanto tiempo frente a la puerta inexpugnable, pero no había otro sitio desde donde mirar. ¿Cómo iba a encontrarlo ahora si él mismo se había perdido?

Según las descripciones de Thar y su propia experiencia, los túneles del Laberinto, con los meandros, bifurcaciones, espirales y pasadizos ciegos, se extendían por más de veinte millas. El callejón sin salida más alejado de las Tumbas no quedaba, probablemente, a mucho más de una milla en línea recta. Pero allí abajo nada iba en línea recta. Todos los túneles se curvaban, se dividían y volvían a juntarse, se ramificaban, entrelazaban y enroscaban, trazando una intrincada red de itinerarios, que terminaban donde comenzaban, porque allí no había ni principio ni fin. Uno podía andar, andar y andar, sin llegar jamás a ninguna parte, porque no había adonde llegar. En aquel Laberinto no había centro ni fondo. Y una vez cerrada la puerta, no tenía fin. Ninguna dirección era buena.

Aunque los caminos y recodos que conducían a las distintas cámaras y zonas estuvieran grabados en la memoria de Arha, incluso ella había llevado, en sus exploraciones más largas, un ovillo de hilo fino que iba desenrollando conforme avanzaba y volvía a enrollar en el camino de regreso. Pues si olvidaba tener en cuenta algunos de los pasadizos o recodos, hasta ella podía perderse. La luz no le servía de nada, porque allí abajo no había puntos de referencia. Todos los corredores, todos los soportales y todas las aberturas eran iguales.

Durante todo ese tiempo el intruso podía haber recorrido muchas millas, y aún no estar a más de quince metros de la puerta por la que había entrado.

Fue al Palacio del Trono, al Templo de los Dioses Gemelos, al sótano de las cocinas, y aprovechando los momentos en que se quedaba sola, escrutó a través de todas las mirillas la fría y densa oscuridad. Y cuando cayó la noche, glacial e incandescente de estrellas, fue a ciertos parajes de la Colina, levantó ciertas piedras, apartó la tierra, miró de nuevo y vio la oscuridad subterránea sin estrellas.

El hombre estaba allí. Tenía que estar. Sin embargo se le había escapado. Moriría de sed antes que ella lo encontrase. Tendría que mandar a Manan al Laberinto para que lo buscara, cuando ella estuviese segura de que había muerto. Ese pensamiento le era insoportable. Mientras seguía arrodillada en el áspero suelo de la Colina, a la luz de las estrellas, unas lágrimas de rabia le asomaron a los ojos.

Tomó el sendero de la ladera que descendía hasta el Templo del Dios-Rey. Las columnas de capiteles tallados resplandecían escarchadas y blancas como pilares de hueso a la luz de las estrellas. Llamó a la puerta trasera y Kossil la hizo entrar.

—¿Qué trae aquí a mi señora? —dijo la mujer, fría v cauta.

—Sacerdotisa, hay un hombre en el Laberinto.

Kossil se sorprendió. Por una vez había ocurrido algo que ella no había previsto. Se enderezó y miró fijamente delante de ella. Parecía que los ojos se le desencajaban. A Arha se le ocurrió entonces que Kossil se parecía mucho a Penta imitando a Kossil, y sintió que iba a soltar una carcajada. Se contuvo y la carcajada se apagó.

—:¿Un hombre? ¿En el Laberinto?

—Un hombre, un extraño. —En seguida, como Kossil continuaba mirándola con incredulidad, añadió:— Reconozco a un hombre cuando lo veo, aunque haya visto pocos.

Kossil desdeñó la ironía: —¿Cómo ha podido entrar?

—Por arte de hechicería, creo. Tiene la piel oscura, tal vez sea de los Países del Interior. Ha venido a saquear las Tumbas. Lo encontré por primera vez en la Cripta, debajo mismo de las Piedras. Corrió a la entrada del Laberinto cuando me vio, como si supiera a dónde quería ir. Yo cerré la puerta de hierro detrás de él. Probó con algunos hechizos, pero no consiguió abrirla. Por la mañana se había metido en el Laberinto. Ahora no puedo encontrarlo.

—¿Lleva luz?

—Sí.

—¿Agua?

—Una cantimplora, pequeña, no llena.

—La bujía ya se le habrá consumido —reflexionó Kossil—. Cuatro o cinco días. Tal vez seis. Luego enviaremos abajo a mis guardias, a que arrastren el cadáver fuera. La sangre alimentará el Trono y…

—No —dijo Arha con súbita y estridente vehemencia—. Quiero encontrarlo vivo.

La sacerdotisa miró a la muchacha desde su pesada altura. —¿Por qué?

—Para… para que su agonía sea más larga. Ha cometido un sacrilegio contra los Sin Nombre. Ha profanado la Cripta con esa luz. Ha venido a robar los tesoros de las Tumbas. Merece un castigo peor que el de morir a solas en un túnel.

—Sí… —dijo Kossil, pensativa—. Pero ¿cómo lo capturaréis, señora? Es muy arriesgado. Ningún riesgo, en cambio, de la otra manera. ¿No hay en alguna parte del Laberinto una cámara llena de huesos, las osamentas de los hombres que entraron allí y que no salieron nunca? Dejad que los Tenebrosos lo castiguen a su modo, con sus propios métodos, los sombríos métodos del Laberinto. Es una muerte cruel, la sed.

—Lo sé —dijo la joven. Dio media vuelta y salió a la noche, poniéndose la capucha, para resguardarse la cabeza del viento helado y silbante. ¿Acaso no lo sabía?

Había sido infantil y estúpida acudiendo a Kossil, de la que no obtendría ayuda. La propia Kossil no sabía hacer otra cosa que esperar impasible a que llegara la muerte, y tampoco comprendía. No veía la necesidad de encontrar a aquel hombre, y de que no corriera la suerte de los otros. Arha no podía soportarlo de nuevo. Puesto que tenía que morir, que fuese una muerte rápida, a la luz del día. Sin duda, este ladrón, el primero que en muchos siglos se había atrevido a robar las Tumbas, merecía morir bajo el filo de la espada. Ni siquiera tenía un alma inmortal que pudiese renacer. El fantasma erraría, gimiendo, por los corredores. No podía permitir que muriese allí de sed, solo y en la oscuridad.

Arha durmió muy poco aquella noche. El día siguiente lo tenía ocupado con ritos y obligaciones. Pasó la noche yendo de una mirilla a otra, en silencio y sin linterna, por todos los edificios oscuros del Lugar, y sobre la colina barrida por los vientos. Volvió a la Casa Pequeña y se acostó al fin, dos o tres horas antes del alba, pero tampoco entonces descansó. Al tercer día, al final de la tarde, salió sola al desierto y se encaminó al río, poco caudaloso ahora a causa de la sequía invernal y con hielo entre las cañas. Recordó que una vez, en el otoño, se había internado muy lejos en el Laberinto, más allá del Cruce Seis; y que mientras recorría un túnel largo y curvo había oído el rumor de una corriente de agua al otro lado de las piedras. Si un hombre sediento llegaba a ese pasadizo, ¿no se quedaría allí? También había mirillas en estos parajes; tuvo que buscarlas, pero Thar se las había enseñado una por una el año anterior y no le fue muy difícil dar con ellas. Guardaba, de los sitios y las formas, el recuerdo que puede tener un ciego, y antes que buscar las mirillas secretas con los ojos, parecía orientarse a tientas. En la segunda, la más alejada de las Tumbas, cuando se levantó la capucha para tapar la luz y acercó el ojo al orificio perforado en la cara de la roca, vio abajo el débil resplandor de la luz mágica.

Estaba allí, sólo en parte visible. La mirilla daba al fondo mismo del callejón sin salida. Arha no veía más que la espalda, el cuello doblado y el brazo derecho del hombre. Sentado cerca del ángulo que formaban los muros, escarbaba en las piedras con un cuchillo, una daga de acero corta y de mango adornado con piedras preciosas. El cuchillo tenía la hoja partida, y la punta rota estaba en el suelo, justo debajo de la mirilla. La había quebrado tratando de separar las piedras y llegar al agua que oía correr, rumorosa y cristalina, en el silencio mortal del subterráneo, al otro lado del muro impenetrable.

Trabajaba con desgano. Después de aquellas tres noches con sus días, era un hombre muy distinto del que Arha había visto frente a la puerta de hierro, vivaz y sereno, riéndose de su propia derrota. Todavía se empecinaba, pero había perdido poder. No contaba con ningún sortilegio capaz de separar aquellas piedras y tenia que recurrir a un cuchillo inservible. Arha vio que la luz mágica, ahora pálida y mortecina, parpadeaba un momento. El hombre sacudió la cabeza y dejó caer la daga. Luego, obstinado, la recogió e intentó meter a la fuerza la hoja rota entre las piedras.

Tendida a la orilla del río entre las cañas apretadas por el hielo, sin darse mucha cuenta de dónde estaba ni de lo que hacía, Arha puso la boca sobre la fría boca de la piedra y ahuecó las manos alrededor para concentrar el sonido. —¡Hechicero! —dijo, y la voz, colándose por la garganta de roca, resonó fría y susurrante en el túnel subterráneo.

El hombre se sobresaltó y se puso en pie gateando, y estaba fuera del campo visual de Arha cuando ella volvió a mirar. Arha aplicó de nuevo la boca a la mirilla y dijo: —Retrocede a lo largo del muro del río hasta el segundo recodo. El primer recodo a la izquierda. Pasa dos a la derecha y toma el tercero. Pasa uno a la derecha y toma el segundo. Luego a la izquierda; luego a la derecha. Quédate allí, en la Cámara Pintada.

Cuando se movió para volver a mirar, quizá dejó que un rayo de luz penetrara un instante en el túnel, porque él era visible otra vez y miraba hacia el orificio mostrando un rostro marcado de cicatrices, tenso y ansioso, de labios negros y resecos, y ojos brillantes. Levantó la vara, acercando la luz cada vez más a los ojos de Arha. Aterrorizada, ella se echó atrás, cubrió la mirilla con la tapa de piedra y los pedruscos que la disimulaban, se incorporó y regresó de prisa al Lugar. Le temblaban las manos y en algún momento del camino se sintió mareada. No sabía qué hacer.

Si el hombre seguía las instrucciones que le había dado, retrocedería hacia la puerta de hierro, hasta el recinto de las pinturas. Y no había nada allí que pudiera interesarle. Lo que sí había en el techo de a Cámara Pintada era una mirilla que daba a la Cámara del Tesoro del Templo de los Dioses Gemelos; quizá por eso había pensado en esa cámara. Arha no lo sabía. ¿Por qué le había hablado?

Podía alcanzarle un poco de agua por alguna de las mirillas, y luego conducirlo a aquel sitio. De ese modo lo mantendría con vida más tiempo. Tanto tiempo como quisiera, en realidad. Si le proporcionaba agua y un poco de comida de tanto en tanto, el hombre seguiría errando por el Laberinto durante días y meses; y ella podría verlo por las mirillas e indicarle cómo encontraría agua; y a veces engañarlo, para que fuese allí en vano, porque él siempre tendría que ir. ¡Así aprendería a no burlarse de los Sin Nombre y a no pavonearse neciamente en los sepulcros sagrados de los Muertos Inmortales!

Pero mientras él estuviese allí, ella nunca podría entrar en el Laberinto. ¿Por qué no?, se preguntaba; y se respondía: Porque podría huir por la puerta de hierro, que yo tendría que dejar abierta al entrar… De todos modos, no llegaría más allá de la Cripta. La verdad era que tenía miedo de encontrárselo cara a cara. Tenía miedo de los poderes y las artes de las que se había valido para entrar en la Cripta, y de la magia que mantenía encendida la luz. Y sin embargo, ¿era todo eso tan temible? Las potestades que reinaban en los lugares oscuros estaban de parte de ella. Era obvio que él no podía hacer gran cosa allí, en el dominio de los Sin Nombre. No había abierto la puerta de hierro; no había hecho aparecer alimentos mágicos ni había sacado agua del muro de piedras, ni convocado un monstruo demoníaco para que derribase los muros; ninguna de las cosas que ella temía que fuese capaz de hacer. Ni siquiera había encontrado, después de andar durante tres días por los pasadizos, la puerta del Gran Tesoro, que era sin duda lo que él estaba buscando. La misma Arha aún no había tenido en cuenta las indicaciones de Thar para llegar a esa cámara, postergando la visita una y otra vez, por un cierto temor, una renuencia, la impresión de que todavía no era el momento.

Ahora pensaba: ¿y si él fuera allí en vez de ella? Que contemplara cuanto quisiera los tesoros de las Tumbas. ¡Para lo que iba a servirle! Y ella se mofaría de él, diciéndole que comiera el oro y bebiese los diamantes.

Con la prisa nerviosa, febril, que la dominaba desde hacía tres días, corrió al Templo de los Dioses Gemelos, abrió la pequeña cámara abovedada de los tesoros y destapó la mirilla, bien oculta en el suelo.

Allá abajo estaba la Cámara Pintada, pero oscura como boca de lobo. El camino que el hombre tenía que recorrer por la maraña de túneles, era mucho más tortuoso y quizá mucho más largo. Arha no había pensado en eso. Además, debilitado como estaba, no andaría muy rápido y olvidaría las instrucciones y se equivocaría en algún recodo. No había muchas personas como ella, capaces de recordar instrucciones que habían oído sólo una vez. Quizá ni siquiera comprendía la lengua que ella hablaba. En ese caso, que anduviera sin rumbo hasta que al fin cayese y muriese rendido en la oscuridad, el necio, el extranjero, el impío. Que su espectro gimiera por las galerías de picara de las Tumbas de Atuan hasta que también él fuese devorado por las tinieblas…

A la mañana siguiente, muy temprano, después de una noche de escaso reposo y malos sueños, volvió a la mirilla del pequeño templo. Miró y no vio nada: una negra oscuridad. Descolgó una cadena con una vela encendida dentro de una pequeña linterna de estaño. El hombre estaba allí, en la Cámara Pintada. Al resplandor de la bujía, alcanzó a verle las piernas y una mano inerte. Habló por la abertura, que era grande, del tamaño de una baldosa: —¡Hechicero!

El hombre no se movió. ¿Estaría muerto? ¿Era ésa toda la fuerza que él tenia?

Arha torció la cara en una mueca de desprecio; el corazón le latía con violencia. —¡Hechicero! —gritó, y la voz vibrante resonó abajo, en la oquedad. El nombre se estremeció, se incorporó lentamente y miró en torno, azorado. Al cabo de un momento alzó los ojos, parpadeando a la luz de la linterna que pendía del techo. Daba miedo verle la cara, hinchada y oscura como la de una momia.

Alargó la mano en busca de la vara, que tenía al lado, en el suelo, pero la luz no floreció en la madera. No le quedaba ningún poder.

—Tú quieres ver el Tesoro de las Tumbas de Atuan, ¿eh, hechicero?

El hombre alzó la cara, fatigado, mirando de soslayo la luz de la linterna, que era lo único que veía. Al cabo de un rato, con una mueca que podía haber empezado como una sonrisa, inclinó la cabeza, asintiendo.

—Sal de esta cámara hacia la izquierda. Toma el primer corredor a la izquierda… —De prisa y sin pausa, Arha recitó la larga serie de indicaciones, y por último dijo:— Allí encontrarás el tesoro que has venido a buscar. Y allí, quizá, también encuentres agua. ¿Qué preferirías en este momento, hechicero?

Él se levantó, apoyándose en la vara. Buscó a Arha con los ojos, que no podían verla, y quiso decir algo, pero tenía la garganta reseca y no le salió la voz. Se encogió ligeramente de hombros y dejó la Cámara Pintada.

Arha no pensaba darle agua. De todos modos, nunca acertaría con el camino de la Cámara del Tesoro. Las instrucciones eran demasiado largas para que él las recordase; y allí estaba el Pozo, si es que llegaba tan lejos. Y ahora iba a oscuras. Se extraviaría y al fin caería exánime y moriría en cualquier rincón de las galerías angostas, secas y resonantes.

Y Manan lo encontraría y lo sacaría a la rastra. Y ése sería el fin. Arha apretó entre las manos la tapa de la mirilla y balanceó el cuerpo acuclillado, de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, mordiéndose el labio como para soportar un dolor terrible. No le daría agua. No le daría agua. Le daría muerte, muerte, muerte, muerte.

En aquella hora triste de la vida de Arha, Kossil vino a verla. Entró en la recámara con pasos pesados, envuelta en las negras y abultadas ropas invernales.

—¿Ha muerto ya el hombre? Arha alzó la cara. No tenía lágrimas en los ojos, nada que ocultar.

—Creo que sí —dijo, levantándose y sacudiéndose el polvo de las faldas—. La luz se ha extinguido.

—Puede estar fingiendo. Esas gentes sin alma son muy astutas.

—Esperaré un día para estar segura.

—Sí, o dos días. Luego, que baje Duby a retirar el cadáver. Es más fuerte que el viejo Manan.

—Pero Manan está al servicio de los Sin Nombre, y Duby no. Hay sitios en el Laberinto a los que Duby no debe ir, y el ladrón está en uno de ellos.

—Bueno, si ya ha sido profanado…

—La muerte del hombre lo purificará —dijo Arha, y pensó que quizá tenía algo raro en la cara, por el modo como la miraba Kossil—. Estos son mis dominios, sacerdotisa. He de custodiarlos como mis Amos ordenan. No necesito más lecciones sobre la muerte.

El rostro de Kossil pareció retirarse dentro de la negra capucha, como una tortuga del desierto dentro del caparazón, malhumorada, lenta y fría.

—Muy bien, señora.

Se separaron frente al altar de los Dioses Hermanos. Arha se encaminó, sin prisa, hacia la Casa Pequeña, y llamó a Manan para que la acompañase. Desde que había hablado con Kossil sabía lo que tenía que hacer.

Manan y ella subieron por la Colina, entraron en el Palacio, llegaron a la Cripta y descendieron. Tirando juntos de la larga manija, abrieron la puerta de hierro del Laberinto. Luego encendieron las linternas, y Arha encabezó la marcha hacia la Cámara Pintada, y desde allí tomó el camino del Gran Tesoro.

El ladrón no había llegado muy lejos. No había andado ni quinientos pasos de tortuoso trayecto cuando dieron con él, tirado en el estrecho corredor como un montón de andrajos. Cerca de él estaba la vara, que había soltado antes de caer. Tenía la boca ensangrentada y los ojos semicerrados.

—Está vivo —dijo Manan, arrodillándose, poniendo la manaza amarilla en la garganta oscura, sintiéndola latir—. ¿Lo estrangulo, mi ama?

—No. Lo quiero vivo. Levántalo y sígueme.

—¿Vivo? —dijo Manan, turbado—. ¿Para qué, mi pequeña?

—¡Para que sea un esclavo de las Tumbas! Deja de hablar y haz lo que te digo.

Con la cara más melancólica que nunca, Manan obedeció, echándose el joven al hombro como si fuese un costal. Siguió a Arha con pasos vacilantes. No podía caminar mucho tiempo llevando aquella carga, y durante el viaje de vuelta se detuvieron una docena de veces para que Manan recobrara el aliento. Cada vez que paraban, el corredor era siempre igual: las piedras de color gris amarillento, que remataban en una bóveda, el suelo rocoso y desparejo, el aire estancado; Manan, que gruñía y jadeaba; el intruso, inmóvil; y las dos linternas de llamas mortecinas con un halo de luz que se estrechaba y se perdía en la oscuridad del corredor en ambas direcciones. En los altos Arha echaba un poco de agua del frasco que había traído consigo en la boca seca del hombre, sólo un sorbo cada vez, no fuera que la vida, al volver, lo matase.

—¿A la Cámara de las Cadenas? —preguntó Manan cuando entraron en el pasaje que conducía a la puerta de hierro; y sólo en ese momento, al oírlo, se dio cuenta Arha de que no había pensado en dónde meter al prisionero.

—No, allí no —dijo, sintiendo náuseas, como siempre que recordaba el humo y el hedor, y aquellos rostros desgreñados, ciegos y mudos. Además, Kossil podría ir a la Cámara de las Cadenas—. Ha de quedarse en el Laberinto, para que no recupere su magia. ¿Dónde hay una celda…?

—La Cámara Pintada tiene puerta y cerrojo, y una mirilla, mi ama. Si se puede confiar en las puertas…

—Aquí abajo no tiene ningún poder. Llévalo allí, Manan.

Otra vez con la carga a cuestas, Manan desanduvo la mitad del camino, demasiado fatigado y sin aliento para protestar. Cuando por fin estuvieron en la Cámara Pintada, Arha se quitó la larga y pesada capa invernal, y la extendió sobre el suelo polvoriento. —Ponlo encima.

Jadeando, Manan la miró con melancólica consternación. —Mi pequeña…

—Quiero que este hombre viva, Manan. Se morirá de frío, mira cómo tiembla.

—Te mancillará la capa, que es la capa de la Sacerdotisa. Es un infiel, un hombre —barbotó Manan, arrugando los ojos pequeños, como si le doliera algo.

—¡Entonces quemaré la capa y haré tejer otra! ¡Haz lo que te digo, Manan!

Manan se encorvó, obediente, y bajó al prisionero hasta la capa negra. El hombre estaba inmóvil como la muerte, pero el pulso le latía con fuerza en el cuello, y de tanto en tanto unos espasmos lo estremecían de la cabeza a los pies.

—Habría que encadenarlo —dijo Manan.

—¿Te parece peligroso? —se burló Arha; pero cuando Manan le señaló el aro de hierro incrustado en las piedras al que podrían sujetar al prisionero, lo dejó ir a la Cámara de las Cadenas en busca de grilletes. Manan se perdió por los corredores refunfuñando, repitiendo entre dientes las instrucciones; había recorrido otras veces ese mismo camino, yendo y viniendo, pero nunca solo.

A la luz de la linterna de Arha, las pinturas de las cuatro paredes parecían moverse, crisparse; las toscas figuras humanas de grandes alas abatidas se agazapaban y se erguían con una monotonía intemporal.

Ella se arrodilló y fue echando agua, poca cada vez, en la boca del prisionero. El hombre acabó tosiendo y alzó las manos débiles hacia el frasco. Arha lo ayudó a beber. Con la cara toda mojada, embadurnada de sangre y polvo, volvió a tenderse en el suelo y murmuró algo, una palabra o dos, en una lengua que Arha desconocía.

Manan regresó al fin, arrastrando una cadena, un gran candado con llave y un ceñidor de hierro que puso y cerró alrededor de la cintura del hombre. —No está bastante apretado, puede escabullirse —gruñó, mientras enganchaba el eslabón del extremo al aro incrustado en el muro.

—No, mira. —Menos asustada ahora, Arha mostró que no le cabía la mano entre el ceñidor de hierro y las costillas del hombre—. A no ser que no coma en más de cuatro días.

—Pequeña —dijo Manan quejumbroso—, yo no discuto, pero… ¿cómo va a servir de esclavo en el Templo si es un hombre, pequeña?

—Y tú eres un viejo tonto, Manan. Vamos, y déjate de pamplinas.

El prisionero los miraba con ojos brillantes y fatigados.

—¿Dónde está la vara, Manan? Aquí. Me la llevaré; tiene poderes mágicos. Ah, y esto; también me lo llevaré —y con un movimiento rápido tomó la cadena de plata que asomaba en el cuello de la túnica del prisionero, y se la quitó por la cabeza, aunque él trató de impedírselo sujetándole los brazos. Manan le asestó un puntapié en la espalda. Arha sostenía la cadena en el aire, lejos de las manos del prisionero—. ¿Así que éste es tu talismán, hechicero? ¿Lo aprecias mucho? No parece gran cosa. ¿No pudiste conseguir nada mejor? Te lo guardaré en un lugar seguro. —Y se puso la cadena por la cabeza, ocultando el colgante bajo el cuello de la túnica de lana.

—Tú no sabes cómo se usa —dijo el hombre, con la voz muy ronca y pronunciando mal, aunque con suficiente claridad, las palabras de la lengua karga.

Manan le dio otro puntapié y el hombre dejó escapar un leve gruñido de dolor y cerró los ojos.

—Déjalo, Manan. Vamonos.

Arha salió de la cámara. Manan la siguió refunfuñando.

Por la noche, una vez apagadas todas las luces del Lugar, Arha trepó otra vez por la Colina. Llenó el frasco en el pozo de las recámaras del Trono, y descendió con el agua y una gran hogaza de pan ázimo de trigo sarraceno a la Cámara Pintada del Laberinto. Puso todo detrás de la puerta, al alcance del prisionero, que estaba dormido y no se movió.

Regresó a la Casa Pequeña y esa noche ella también durmió mucho y bien.

Por la tarde, temprano, volvió sola al Laberinto. El pan había desaparecido, el frasco estaba vacío, y el intruso se había sentado de espaldas contra el muro. La cara, cubierta de costras y suciedad, seguía siendo repugnante, pero la expresión era ahora vivaz.

Arha se situó en el otro extremo de la Cámara, donde él no podía alcanzarla, y lo miró un rato.

Luego apartó los ojos. Pero allí no había nada que ver. Algo le impedía hablar. El corazón le latía como si estuviese asustada. Sin embargo, no había ninguna razón para tenerle miedo.

—Es agradable que haya luz —dijo él, con la voz dulce pero grave que tanto la turbaba.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella, imperiosa. Su propia voz, pensó, sonaba más aguda y débil que de costumbre.

—Bueno, casi todos me llaman Gavilán.

—¿Gavilán? ¿Es ése tu nombre?

—No.

—¿Cuál es tu nombre, entonces?

—Eso no te lo puedo decir. ¿Tú eres la Sacerdotisa de las Tumbas?

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—Me llaman Arha.

—La que ha sido devorada… ¿No es eso lo que significa? —Los ojos oscuros la miraban con fijeza. Esbozó una sonrisa.— ¿Y cuál es tu nombre?

—No tengo nombre. No me hagas preguntas. ¿De dónde vienes?

—De los Países del Interior, del Oeste.

—¿De Havnor?

Era el único nombre que conocía de ciudad o islas en los Países del Interior.

—Sí, de Havnor.

—¿A qué has venido aquí?

—-Las Tumbas de Atuan son famosas entre mi gente.

—Pero tú eres un infiel, un incrédulo.

El hombre meneó la cabeza. —Oh, no, Sacerdotisa. ¡Creo en las Potestades de las Tinieblas! He conocido a los Innominados, en otros lugares.

—¿En qué otros lugares?

—En el Archipiélago, en los Países del Interior, hay sitios que pertenecen a las Antiguas Potestades de la Tierra, como éste. Pero ninguno tan grande. En ninguna otra parte tienen un templo y una sacerdotisa y un culto como el que aquí se les rinde.

—¿Has venido a rendirles culto? —preguntó ella burlona.

—He venido a robar —dijo él.

Arha clavó los ojos en el rostro sombrío.

—¡Fanfarrón!

—Sabía que no sería fácil.

—¿Fácil? ¡Es imposible! Lo sabrías bien si no fueras un incrédulo. Los Sin Nombre velan por lo que les pertenece.

—Lo que yo busco no les pertenece.

—¡Te pertenece a ti, sin duda!

—Yo tengo derecho a reclamarlo.

—¿Qué eres tú entonces: un dios, un rey? —Lo miró de arriba abajo, tal como estaba: encadenado, sucio, exhausto.— ¡No eres más que un ladrón!

Él no respondió, pero la miró a los ojos.

—¡No tienes que mirarme! —dijo ella con voz estridente.

—Señora —dijo él—, no es mi intención ofenderte. Soy un extranjero, un intruso. No conozco vuestras costumbres ni sé cómo se ha de tratar a la Sacerdotisa de las Tumbas. Estoy a tu merced y pido perdón si te he ofendido.

Arha calló un momento y sintió que la sangre le subía a las mejillas, ardiente y turbulenta. Pero él ya no la miraba, y no la vio enrojecer. Obediente, había desviado los ojos oscuros.

Durante un rato nadie dijo nada. Las figuras pintadas todo alrededor los contemplaban con ojos tristes y ciegos. Arha había traído una jarra de piedra llena de agua. El hombre volvía los ojos una y otra vez hacia la jarra y al cabo ella dijo: —Bebe, si quieres.

Él se abalanzó sobre la jarra, y levantándola como si fuese una liviana copa de vino, bebió un larguísimo sorbo. Luego humedeció una punta de la túnica y se limpió lo mejor que pudo la mugre, los coágulos de sangre» y las telarañas de la cara y las manos. Cuando concluyó, tenía mejor aspecto, pero el aseo gatuno había puesto al descubierto las cicatrices de un lado de la cara: cicatrices antiguas, curadas hacía mucho, blancuzcas sobre la piel oscura, cuatro estrías paralelas desde el ojo hasta la mandíbula, como arañadas por las garras de una zarpa enorme.

—¿Qué es eso? —dijo ella—. Esa cicatriz.

Él no respondió en seguida.

—¿Un dragón? —dijo ella, burlándose. ¿Acaso no había bajado allí para escarnecer a su víctima, para atormentarlo, para demostrarle el desamparo en que se encontraba?

—No, no es de dragón.

—Entonces ni siquiera eres señor de dragones.

—Sí —dijo él con cierta reticencia—, soy señor de dragones. Pero las cicatrices son de un tiempo anterior. Te dije que me había encontrado antes con las Potestades Tenebrosas, en otros lugares de la Tierra. Lo que ves en mi cara es la marca de alguien de la familia de los Sin Nombre. Pero ya no sin nombre, porque al fin supe cómo se llamaba.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo se llamaba?

—No te lo puedo revelar —dijo él y sonrió, aunque tenía una expresión grave.

—Ésas son necedades, disparates, sacrilegios. ¡Pero si son los Sin Nombre! No sabes de qué estás hablando…

—Lo sé, Sacerdotisa, y aún mejor que tú —dijo él, con una voz más profunda—. ¡Mírame otra vez! —Volvió la cabeza para que ella viera las cuatro marcas espantosas que le surcaban la mejilla.

—No te creo —dijo Arha, y la voz le tembló.

—Sacerdotisa —dijo él, despacio—, no tienes muchos años; sin duda no llevas mucho tiempo al servicio de los Tenebrosos.

—Pues sí. ¡Muchísimo tiempo! Soy la Primera Sacerdotisa, la Reencarnada. Sirvo a mis amos desde hace mil años y también los servía mil años antes. Soy la sierva y la voz y las manos de los Tenebrosos. ¡Y soy la venganza de quienes profanan las Tumbas y ven lo que no debe verse! Acaba con tus mentiras y tu jactancia, ¿no ves que si digo una palabra vendrá mi guardián y te cortará la cabeza? ¿O que si me voy y cierro esta puerta, nadie vendrá, jamás, y morirás aquí en la oscuridad, y aquellos a quienes sirvo devorarán tu carne y tu alma y sólo dejarán tus huesos, aquí en el polvo?

Él asintió en silencio.

Arha tartamudeó y, como no encontró nada más que decir, salió majestuosamente de la cámara y cerró con un estrepitoso portazo. ¡Que pensara que no volvería! ¡Que sufriera, allí a oscuras, que maldijera y temblara, y tratara de obrar sus inútiles e inmundos sortilegios!

Pero imaginó que en ese momento el hombre se estiraba para dormir, como ya lo había hecho junto a la puerta de hierro, apacible como un cordero en un prado bañado por el sol.

Escupió en la puerta cerrada, hizo una señal para conjurar la profanación, y casi corriendo se encaminó a la Cripta.

Se alejó bordeando el muro hacia la puerta-trampa del Palacio, rozando con los dedos los delicados planos y tracerías de la roca, que eran como un encaje petrificado, y de pronto tuvo el deseo de encender la linterna, de ver una vez más, tan sólo un instante, la piedra cincelada por el tiempo, el maravilloso centelleo de los muros. Cerró los ojos con fuerza, y apretó el paso.

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