2. La Muralla alrededor del Lugar

Pasaron los años y olvidó por completo a la madre, sin saber que la había olvidado. Ella era de aquí, del Lugar de las Tumbas, y siempre lo había sido. Sólo en las largas tardes de julio, contemplando las montañas del oeste, áridas y leonadas por los reflejos postreros del crepúsculo, recordaba a veces un fuego encendido en un hogar, en tiempos lejanos, que ardía con la misma luz clara y amarilla. Y a la vez tenía entonces un vago recuerdo de brazos que la estrechaban, un recuerdo extraño, pues aquí casi nunca la tocaban siquiera; y el recuerdo de un olor agradable, la fragancia de unos cabellos recién lavados y enjuagados con agua de salvia, de unos cabellos largos y rubios, del mismo color que el ocaso y la lumbre del hogar. Eso era cuanto le quedaba.

Ella sabía mucho más, por supuesto, pero sólo porque le habían contado toda la historia. Cuando tenía siete u ocho años y empezó a preguntarse por primera vez quién era en realidad esa persona a quien llamaban «Arha», buscó al guardián, el eunuco Manan, y le dijo: —Cuéntame cómo me eligieron, Manan.

—Tú ya sabes todo eso, pequeña.

Y en verdad lo sabía; Thar, la alta sacerdotisa de voz seca, se lo había contado una y otra vez hasta que la pequeña aprendió las palabras de memoria; y las recitó: —Sí, lo sé. A la muerte de la Sacerdotisa Única de las Tumbas de Atuan, en el curso de un mes, según el calendario de la luna, se celebran las ceremonias funerarias y de purificación. Más tarde, ciertas sacerdotisas y ciertos guardianes del Lugar de las Tumbas se ponen en camino, cruzan el desierto y recorren las ciudades y aldeas de Atuan, buscando e indagando. Buscan una niña que haya nacido la misma noche en que murió la Sacerdotisa. Cuando la encuentran, observan y aguardan. La niña ha de ser sana de cuerpo y de espíritu, y mientras crece no ha de tener raquitismo ni viruela ni ninguna deformidad, ni quedarse ciega. Si llega intacta a la edad de cinco años, se reconoce entonces que el cuerpo de la niña es en verdad el nuevo cuerpo de la Sacerdotisa muerta. Y la niña es presentada al Dios-Rey de Awabath y traída aquí, a este Templo, e instruida durante un año. Y al término de ese año es conducida al Palacio del Trono, y el nombre de la niña es restituido a quienes son sus Amos, los Sin Nombre, porque ella es la sin nombre, la Sacerdotisa Siempre Renacida.

Ésa era, palabra por palabra, la historia que Thar le había contado, sin que ella nunca se atreviera a pedir una palabra más. La enjuta sacerdotisa no era cruel; pero era fría de carácter y vivía bajo una ley de hierro, y Arha la temía y respetaba. A Manan en cambio no lo temía ni lo respetaba, todo lo contrario, y le ordenaba a menudo: —¡A ver, cuéntame cómo me eligieron! —Y Manan volvía a contárselo.

—Partimos de aquí, hacia el norte y el oeste, el tercer día de luna creciente, porque la que fue Arha había muerto el tercer día de la luna anterior. Y ante todo fuimos a Tenacbah, que es una gran ciudad, aunque quienes han visto las dos dicen que comparada con Awabath parece una pulga al lado de una vaca. Pero para mí es bien grande: ¡más de mil casas ha de haber en Tenacbah! Y luego fuimos a Gar. Pero en esas ciudades no había nacido ninguna niña el tercer día de luna del mes anterior; algunos habían tenido hijos varones, pero los varones no sirven… De modo que entramos en la región montañosa del norte de Gar, y fuimos a las aldeas y ciudades. Ésa es mi tierra. Allí nací yo, en esas montañas, donde corren los ríos y la tierra es verde. No en este desierto. —La voz ronca de Manan tenía un tono extraño cuando lo decía, ocultando los ojos pequeños bajo los párpados; callaba un momento y luego continuaba:— Así que buscamos a todos los padres de criaturas nacidas en los últimos meses, y hablamos con ellos. Y algunos nos mentían. «Oh, sí, seguro que nuestra hija nació el tercer día de la luna.» Porque para la gente pobre, sabes, a veces es una suerte desembarazarse de las niñas recién nacidas. Y había otros que eran tan pobres y que vivían en los valles en chozas tan solitarias que no llevaban cuenta de los días y apenas sabían medir el paso del tiempo, de modo que eran incapaces de decir a ciencia cierta qué edad tenían los niños. Pero nosotros siempre descubríamos la verdad, indagando e indagando. Fue una busca larga y lenta. Por fin encontramos una niña, en una aldea de diez casas, en los valles de huertos que hay al oeste de Entat. Ocho meses tenía la pequeña, tantos como había durado nuestra búsqueda. Pero había nacido la noche en que muriera la Sacerdotisa de las Tumbas y dentro de la misma hora. Y era una hermosa criatura, que se empinaba en el regazo de la madre y con ojos brillantes nos miraba a todos, apiñados en la única habitación de la casa como murciélagos en una cueva. El padre era pobre. Cuidaba los manzanos del huerto del hombre rico y no poseía más fortuna que sus cinco hijos y una cabra. Ni siquiera la casa era suya. Y allí estábamos nosotros, amontonados, y, por la forma que las sacerdotisas miraban a la pequeña y hablaban entre ellas, se adivinaba que creían haber encontrado al fin a la Renacida. Y también la madre lo adivinaba. Sostenía a la niña en el regazo, en silencio. Así que al día siguiente volvimos a la cabaña. ¡Y qué vemos! La criatura de ojos brillantes tendida en una cuna de juncos, llorando y gritando, el cuerpo cubierto de ronchas y pústulas de la fiebre, y la madre gimiendo más alto que la niña: «¡Ay, ay! ¡Mi pequeña tiene los Dedos de la Bruja!». Eso decía, queriendo decir la viruela. Pero Kossil, que es ahora la Suma Sacerdotisa del Dios-Rey, se acercó a la cuna y tomó al bebé en brazos. Todos los demás habían retrocedido, y yo con ellos. No es que tenga en mucho mi propia vida, mas ¿quién entra en una casa donde hay viruela? Pero ella no estaba asustada, ella no. Alzó a la niña y dijo: «No tiene fiebre». Se mojó los dedos con saliva y frotó las manchas rojas, que desaparecieron. No eran más que zumo de moras. ¡La pobre tonta de la madre había querido engañarnos y quedarse con la niña! —Manan reía a carcajadas mientras recordaba; mantenía casi impasible la cara amarilla, pero le temblaban los flancos.— Entonces el marido la azotó, pues temía la cólera de las sacerdotisas. Y pronto regresamos al desierto; pero cada año alguien de aquí, del Lugar, volvía a la aldea de los pomares, a ver cómo seguía la pequeña. Así pasaron cinco años, y entonces Thar y Kossil emprendieron el viaje, con los guardianes del Templo y los soldados de casco rojo que envió el Dios-Rey para que las escoltaran y protegieran. Y trajeron a la niña, porque era en verdad la Sacerdotisa de las Tumbas reencarnada, y tenía que estar aquí. ¿Y quién era esa niña, eh, pequeña?

—Yo —respondió Arha, mirando a lo lejos, como pendiente de algo que no alcanzaba a ver, algo que había desaparecido.

Una vez preguntó: —¿Qué hizo la… la madre, cuando fueron a llevarse a la niña?

Pero Manan no lo sabía; no había acompañado a las sacerdotisas en aquel último viaje.

Y ella no lo recordaba. ¿Para qué servía recordar? Todo aquello había desaparecido para siempre. Había llegado al lugar indicado. De todo el mundo ella sólo conocía un lugar: el Lugar de las Tumbas de Atuan.

El primer año había dormido en el gran dormitorio, con las otras novicias, niñas de entre cuatro y catorce años. En ese entonces ya había elegido a Manan, entre los Diez Guardianes, para que cuidara de ella, y el camastro estaba instalado en una alcoba, algo separada del gran dormitorio con vigas bajas de la Casa Grande, donde las otras niñas cuchicheaban entre risas ahogadas antes de dormirse y bostezaban mientras se trenzaban unas a otras los cabellos a la luz gris de la mañana. Y desde que le quitaron el nombre y se convirtió en Arha, dormía sola en la Casa Pequeña, en el lecho y en la alcoba que serían su lecho y su alcoba durante el resto de su vida. Esa era su casa, la Casa de la Sacerdotisa Única, donde nadie podía entrar sin su permiso. Cuando todavía era muy pequeña, le gustaba que la gente llamara humildemente a su puerta y responder: —Puedes entrar. —Y la exasperaba que las Sumas Sacerdotisas, Kossil y Thar, se consideraran autorizadas para entrar en la casa sin llamar a la puerta.

Pasaban los días y pasaban los años, siempre iguales. Las niñas del Lugar de las Tumbas ocupaban las horas del día con tareas y disciplinas. Nunca se entretenían con juegos. No había tiempo para jugar. Aprendían las danzas sagradas y los cantos sagrados, las historias de los Países Kargos y los misterios de los distintos dioses a quienes estaban dedicadas: el Dios-Rey, que reinaba en Awabath, o los Hermanos Gemelos, Atwah y Wu-luah. De todas ellas, sólo Arha aprendía los ritos de los Sin Nombre, que eran enseñados por una sola persona, Thar, la Sacerdotisa Suprema de los Dioses Gemelos. Esta circunstancia la apartaba de las otras niñas durante una hora o más al día, pero al igual que ellas pasaba la mayor parte de la jornada trabajando. Aprendían a hilar y tejer la lana de los rebaños de ovejas, y a cultivar, cosechar y preparar los alimentos cotidianos: lentejas, cereales —machacados para el potaje, molidos para el pan ázimo—.cebollas, coles, queso de cabra, manzanas y miel.

Lo mejor que podía ocurrirles era que les permitiesen ir a pescar en el río de aguas verdes y turbias que corría por el desierto, a un kilómetro al nordeste del Lugar: almorzar una manzana o una tortilla de maíz fría y estarse el día entero a la seca luz del sol, entre los cañaverales, mirando el agua lenta y verdosa y las sombras de las nubes que poco a poco cambiaban de forma sobre las montañas. Pero si alguna de ellas chillaba de entusiasmo cuando el sedal se estiraba y sacaban un pez brillante y plano que saltaba en la orilla, ahogándose en el aire, Mebbeth silbaba como una víbora:

—¡Silencio, loba escandalosa! —Mebbeth, una de las servidoras del Templo del Dios-Rey, era morena y todavía joven, pero dura y cenante como la obsidiana. La pesca era su pasión. Había que llevarse bien con ella, y no hacer el menor ruido, o de lo contrario no las llevaría otra vez de pesca; y en ese caso ya no volvían nunca al río, excepto para buscar agua en el verano cuando se secaban los pozos. Era una faena pesada, recorrer aquel kilómetro hasta el río, bajo un cielo calcinante, llenar los dos cubos colgados de la pértiga y regresar cuesta arriba al Lugar, lo antes posible. Los primeros cien metros eran poca cosa, pero luego los cubos pesaban cada vez más y la pértiga quemaba los hombros como una barra de hierro al rojo, y la luz era enceguecedora en el reseco camino, y cada paso más penoso y más lento. Al fin llegabán a la fresca sombra del patio trasero de la Casa Grande, junto a la huerta, y volcaban estrepitosamente los cubos en la cisterna grande. Luego había que rehacer el camino y repetir la operación, una y otra vez.

Dentro del recinto del Lugar —éste era el único nombre que tenía y necesitaba, porque era el más antiguo y el más sagrado de todos los lugares en los Cuatro Países del Imperio Kargo— habitaban unas doscientas personas y había muchos edificios: tres templos, la Casa Grande y la Casa Pequeña, la vivienda de los guardianes eunucos; y fuera del recinto, muy cerca de las murallas, las barracas de los guardias y las cabañas de los esclavos, los almacenes de víveres y los corrales de las cabras y las ovejas, además de las construcciones de la granja. De lejos, desde lo alto de las áridas colinas del poniente, cuya única vegetación eran plantas de salvia, matas de hierbajos escuálidos, hierba del desierto y maleza baja, parecía una pequeña ciudad. Y aun desde muy lejos, desde las llanuras orientales, alcanzaba a verse el techo de oro del Templo de los Dioses Gemelos, que centelleaba y refulgía al pie de las montañas, como una hojuela de mica en un saliente rocoso.

El Templo mismo era un cubo de piedra enlucido de blanco, sin ventanas, con un pórtico y una puerta. Más ostentoso, y varios siglos más moderno, era el Templo del Dios-Rey, situado un poco más abajo en la montaña, con un pórtico alto y una hilera de gruesas columnas blancas de capiteles de color; cada una de ellas era un macizo tronco de cedro, transportado en barco desde Hur-at-Hur, la región de los bosques, y arrastrado por las yermas llanuras hasta el Lugar mediante el esfuerzo conjunto de veinte esclavos. Sólo después de haber visto el techo de oro y las luminosas columnas, distinguiría el viajero que se acercara desde el este el más antiguo de aquellos templos, encaramado a mayor altura en la Colina del Lugar, dominando el conjunto, leonado y ruinoso como el desierto mismo: el inmenso y aplastado Palacio del Trono, de muros remendados y una achatada cúpula en ruinas.

Detrás del Palacio y rodeando la cima de la loma, corría un muro de piedra, construido sin argamasa y derruido en parte. Dentro del espacio amurallado, afloraban varias piedras negras de cinco a seis metros de altura, como dedos gigantescos. En cuanto uno las veía era imposible dejar de mirarlas.

Se erguían llenas de significado y sin embargo nadie sabía qué significaban. Eran nueve. Una se mantenía vertical, las otras más o menos inclinadas, y dos se habían caído. Todas estaban cubiertas de un liquen gris y anaranjado, como salpicadas de pintura, menos una desnuda y negra, que brillaba levemente. Ésta era lisa al tacto, pero en las otras, bajo la costra de liquen, se veían, o mejor se palpaban, unos grabados imprecisos, figuras o signos. Aquellas nueve piedras eran las Tumbas de Atuan. Se decía que estaban allí desde los tiempos de los primeros hombres, desde la creación de Terramar. Habían sido colocadas allí en medio de las tinieblas, cuando las tierras se alzaron desde las profundidades del océano. Eran mucho más antiguas que los Dios-Reyes de Kargad, más antiguas que los Dioses Gemelos, más antiguas que la luz. Eran las tumbas de quienes gobernaban antes de que hubiera un mundo humano, las tumbas de quienes no tenían nombre; y aquella que los servía tampoco tenía nombre.

Arha no iba a menudo a visitarlas y ninguna otra criatura ponía jamás el pie en la cumbre de la colina, dentro de la muralla de piedra que había detrás del Palacio del Trono…Dos veces al año, en el plenilunio más cercano a los equinoccios de otoño y primavera, se hacía un sacrificio delante del Trono; y Arha salía entonces por la baja puerta trasera del Palacio llevando un gran cáliz de cobre lleno de la humeante sangre de un macho cabrío; de esa sangre tenía que verter la mitad al pie de la lápida negra vertical y la otra mitad sobre una de la» lápidas caídas, incrustadas de tierra pedregosa y manchadas por siglos de ofrendas de sangre.

A veces ella se paseaba al amanecer entre las Piedras, tratando de descifrar los borrosos salientes e incisiones de los grabados, que parecían cobrar mayor relieve a la luz rasante; o se sentaba a contemplar las altas montañas del poniente y los techos y muros del Lugar, y observaba los primeros signos de actividad en la Casa Grande y en el cuartel de los guardias, y los rebaños de ovejas y cabras que iban hacia los pastos ralos junto al río. Nunca había nada que hacer entre las Piedras. Si iba, era porque se lo permitían y allí estaba sola. Era un paraje lúgubre y desierto. Aun en el ardor del mediodía estival, soplaba siempre un hálito frío. A veces el viento silbaba entre las dos piedras más próximas, inclinadas la una hacia la otra como si estuviesen contándose secretos. Pero no se contaban ningún secreto.

De la Muralla de las Tumbas partía otro muro de piedra, más bajo, que trazaba una curva irregular alrededor de la Colina e iba a perderse por el norte, en dirección al río. Más que proteger el Lugar, lo dividía en dos mitades: a un lado los templos y las viviendas de las sacerdotisas y los guardianes, a otro los alojamientos de los centinelas y de los esclavos que cultivaban la tierra, cuidaban el ganado y abastecían el Lugar. Ninguno de esos hombres cruzaba jamás la empalizada, salvo los guardias, que en ciertas festividades muy sagradas, acompañados por tamborileros y trompeteros, formaban el séquito de la procesión de las sacerdotisas; pero nunca entraban en los pórticos de los templos. Y ningún otro hombre posaba jamás los pies en el recinto del Lugar. En otras épocas hubo peregrinaciones, reyes y capitanes que llegaban de los Cuatro Países a prosternarse allí; y el primer Dios-Rey, hacía siglo y medio, había venido a encabezar los ritos de su propio templo. Mas ni siquiera él había penetrado en el recinto de las Piedras Sepulcrales, y había tenido que comer y dormir en los extramuros del Lugar.

La muralla era fácil de escalar metiendo los dedos en las hendiduras. La Devorada y una muchachita llamada Penta estaban sentadas en la cresta de la muralla una tarde a finales de la primavera. Las dos tenían doce años. Se suponía que estaban entonces en la tejeduría de la Casa Grande, un enorme desván de piedra; se suponía que estaban trabajando con los grandes telares, doblados siempre bajo el peso de la deslustrada lana negra, tejiendo la tela negra de las túnicas. Habían escapado a hurtadillas, a Deber en la fuente del patio, y de pronto Arha había dicho: —¡Ven! —y había conducido a la otra niña por la falda de la colina, dando un rodeo para que no las vieran desde la Casa Grande, hasta llegar a la muralla. Ahora estaban sentadas en la cima a tres metros de altura, con las piernas desnudas colgando por fuera, contemplando las monótonas e inacabables llanuras que se prolongaban por el este y el norte.

—Me gustaría ver el mar —dijo Penta.

—¿Para qué? —dijo Arha, mascando el tallo amargo de un hierbajo que había arrancado del muro. En la tierra árida la floración había acabado. Todas las florecillas del desierto, amarillas, rosadas y blancas, y de vida efímera, estaban a punto de dispersar las semillas al viento, en diminutos penachos y parasoles de cenizas blanquecinas, dejando caer las ganchudas, ingeniosas cápsulas. Bajo los manzanos, el suelo del huerto era un movimiento de capullos rotos, blancos y rosados. Las ramas eran verdes, los únicos árboles verdes en muchas millas a la redonda. Todo lo demás, de horizonte a horizonte, tenía el color mortecino y leonado del desierto, excepto las montañas, que las primeras flores de la salvia teñían de azul plateado.

—No sé para qué. Me gustaría ver algo diferente. Aquí todo es siempre igual. Nunca pasa nada.

—Todo cuanto pasa en otras partes comienza aquí —dijo Arha.

—Ya lo sé… ¡Pero me gustaría ver cómo pasa algo de todo eso!

Penta sonrió. Era una niña dulce, de aire sosegado. Se rascó las plantas de los pies desnudos contra las rocas calentadas por el sol, y prosiguió al cabo de un momento: —Yo vivía cerca del mar cuando era pequeña, sabes. Nuestra aldea estaba detrás de las dunas y bajábamos a jugar en la playa. Una vez, recuerdo, vimos pasar una flota de navios, a lo lejos, en alta mar. Corrimos a contarlo en la aldea y todos fueron a ver. Los barcos parecían dragones de alas rojas. Algunos tenían cuellos de verdad, con cabezas de dragón. Navegaban cerca de Aman, pero no eran navios kargos. Venían del oeste, de los Países Interiores, dijo el jefe. Todos bajaron a verlos. Yo creo que tenían miedo de que desembarcaran. Pero pasaron de largo y nadie supo a dónde iban. Tal vez a hacer la guerra en Karego-At. Pero, te das cuenta, venían en realidad de la isla de los hechiceros, donde la gente es del color de la tierra, y cualquiera puede echarte un sortilegio con tanta facilidad como si te guiñaran un ojo.

—A mí no —dijo Arha con desdén—. Yo ni siquiera los miraría. Son hechiceros viles y despreciables. ¿Cómo se atreven a navegar tan cerca de la Tierra Sagrada?

—Bueno, supongo que algún día el Dios-Rey los vencerá y los convertirá a todos en esclavos. Pero ojalá pudiera ver el mar. Había unos pulpos pequeñitos en los charcos de la marea, y si les gritabas «¡Buu!» se ponían completamente blancos. Ahí viene el viejo Manan, buscándote.

El guardián y sirviente de Arha se acercaba a pasos lentos por el lado interior de la muralla. Se agachó a arrancar una cebolla silvestre, de las que llevaba en la mano toda una ristra, y luego se irguió y miró en torno con sus ojillos pardos y apagados. Había engordado con los años, y la piel amarillenta y lampiña relucía al sol.

—Déjate caer por el lado de los hombres —musitó Arha, y las dos chiquillas, ágiles como lagartijas, se deslizaron por la cara externa del muro hasta quedar colgando por debajo del borde, invisibles desde el interior. Oyeron acercarse las lentas pisadas de Manan.

—¡Uhú! ¡Uhú! ¡Cara de patata! —canturreó Arha en un susurro burlón, tan débil como el silbido del viento sobre las hierbas.

Los pesados pasos se detuvieron. —¡Hola! —dijo la voz ambigua—. ¿Pequeña? ¿Arha?

Silencio.

Manan siguió caminando.

—¡Uu-huu! ¡Cara de patata!

—¡Uhú, panza de patata! —la imitó Penta, y gimió sofocando la risa.

—¿Hay alguien ahí? Silencio.

—Bueno, bueno, bueno —suspiró el eunuco, y los lentos pies siguieron adelante. Cuando hubo desaparecido detrás de la ladera, las niñas volvieron a encaramarse en lo alto del muro. Penta tenía la cara roja de risa y sudor, pero Arha parecía furiosa.

—¡Ese viejo carnero estúpido me persigue por todas partes!

—Tiene que hacerlo —le dijo Penta, conciliadora—. Es su trabajo, velar por ti.

—Aquellos a quienes yo sirvo velan por mí. A ellos tengo que complacer; sólo a ellos y a nadie más. Esas viejas y esos mitad hombres, tendrían todos que dejarme tranquila. ¡Yo soy la Sacerdotisa Única!

Penta se quedó mirándola. —Ya, Arha —dijo con voz débil—, ya sé que lo eres.

—Pues tendrían que dejarme en paz. ¡Y no darme órdenes a todas horas!

Penta no dijo nada durante un rato, pero suspiró y siguió sentada, balanceando las piernas rollizas y contemplando las vastas y descoloridas tierras que subían tan poco a poco hasta el horizonte, alto, borroso e inmenso.

—Bien sabes que muy pronto serás tú quien dé las órdenes —dijo al cabo, en voz baja—. Dentro de dos años ya no seremos niñas. Tendremos catorce años. Yo iré al templo del Dios-Rey y todo seguirá más o menos igual. Pero entonces tú serás de verdad la Suma Sacerdotisa. Y hasta Kossil y Thar tendrán que obedecerte.

La Devorada no respondió. Tenía la cara tensa, y bajo las cejas oscuras los ojos reflejaban el pálido resplandor de la luz del cielo.

—Tendríamos que volver —dijo Penta.

—No.

—Pero la maestra dé los telares podría decírselo a Thar. Y pronto será la hora de los Nueve Cánticos.

—Yo me quedo aquí. Y tú también te quedas.

—A ti no te castigarán, pero a mí sí —dijo Penta con su dulzura habitual. Arha no respondió. Penta suspiró y no se movió. El sol se iba hundiendo en las altas brumas de la llanura. Muy lejos, en el largo y suave declive de los campos, tintineaban débilmente las esquilas de las ovejas y balaban los corderos. Él viento primaveral soplaba en ráfagas ligeras, secas, aromáticas.

Los Nueve Cánticos ya casi habían terminado cuando las dos niñas regresaron. Mebbeth las había visto sentadas en el «Muro de los Hombres» y había dado cuenta a su superior, Kossil, la Suma Sacerdotisa del Dios-Rey.

Kossil era de pies pesados, de cara grave. Les habló a las dos niñas sin la menor expresión en el rostro ni en la voz, y les ordenó que la siguieran. Las condujo por los corredores de piedra de la Casa Grande, salieron por la puerta principal y subieron la cuesta hasta el Templo de Atwan y Wu-luah. Allí habló con la Suma Sacerdotisa del templo, Thar, alta, seca y enjuta como una pata de gamo.

Kossil dijo a Penta: —Quítate la túnica.

Azotó a la niña con un haz de varas de caña que le lastimaron la piel. Penta soportó el castigo con paciencia y lágrimas silenciosas. La enviaron de vuelta a la tejeduría sin cenar, y el día siguiente también lo pasaría en ayunas. —Si volvemos a encontrarte otra vez encaramada en el Muro de los Hombres —dijo Kossil—, te sucederán cosas mucho peores que ésta. ¿Has entendido, Penta? —La voz de Kossil era suave, pero no bondadosa. Penta dijo: —Sí —y echó a correr, encogiéndose y retorciéndose de dolor cuando la tela áspera de la túnica le rozaba las llagas de la espalda.

Arha había presenciado el castigo de pie junto a Thar. Ahora observaba cómo Kossil limpiaba las cañas del látigo.

Thar le dijo: —No es propio de ti que se te vea trepando y correteando con las otras niñas. Tú eres Arha.

Malhumorada y hosca, Arha no respondió.

—Es mejor que sólo hagas lo que tienes que hacer. Tú eres Arha.

Por un instante, la niña alzó la mirada al rostro de Thar, y luego al de Kossil, y sus ojos eran como abismos pavorosos de rabia y odio.

Pero la enjuta sacerdotisa no se inmutó; insistió por el contrarío inclinándose hacia adelante y diciendo casi en un susurro: —Tú eres Arha. No queda nada. Todo lo demás ha sido devorado.

—Todo ha sido devorado —repitió entonces la niña, como lo había repetido todos los días, desde que tenía seis años.

Thar inclinó levemente la cabeza, y también Kossil, mientras apartaba el látigo. La niña no la saludó; dio media vuelta y se alejó con aire sumiso.

Después de cenar patatas y cebollas tiernas, consumidas en silencio en el estrecho y sombrío refectorio, después de cantar los himnos vespertinos y de poner sobre las puertas las palabras sagradas, y después del breve Ritual del Inefable, las tareas del día habían concluido. Ahora las niñas podían subir al dormitorio y jugar con varillas y dados mientras durase encendida la única vela de junco, y cuchichear de cama a cama en la oscuridad. Como todas las noches, Arha se encaminó por los patios y rampas del Lugar hacia la Casa Pequeña, donde dormía sola.

La brisa nocturna era apacible. Las estrellas de la primavera brillaban apretadas, como las margaritas en los prados, como el centelleo de la luz sobre el mar en abril. Pero ella no tenía recuerdos de prados ni de mares. No alzó los ojos.

—¡Hola, pequeña!

—Manan —dijo la niña, indiferente. La gran sombra se le acercó arrastrando los pies; la cabezota calva reflejaba la luz de las estrellas.

—¿Te han castigado?

—A mí no pueden castigarme.

—No… claro que no…

—Ellas no pueden castigarme. No se atreven.

Manan continuaba de pie, desdibujado y voluminoso con las grandes manos caídas a los lados. Arha sentía el olor a cebollas silvestres, a sudor y salvia que despedían las ropas del hombre, negras y raídas, desgarradas en los bajos y demasiado cortas para él.

—No pueden tocarme. Yo soy Arha —dijo la niña con una voz estridente y salvaje, y se echó a llorar.

Las manos grandes y expectantes se alzaron y la atrajeron, la estrecharon con ternura, le acariciaron los cabellos trenzados. —Bueno, bueno. Pequeño panal de miel, mi pequeña… —Ella oía un murmullo ronco muy dentro del amplio pecho de Manan, y lo abrazó. Pronto dejó de llorar, pero continuó aferrada a Manan como si no pudiera sostenerse en pie.

—Pobre pequeña —murmuró él, y alzando a la niña la llevó hasta el portal de la casa donde dormía sola y la puso en el suelo.

—¿Te encuentras bien ahora, pequeña? Ella asintió en silencio, se apañó de él, y entró en la casa oscura.

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