Arha estuvo enferma varios días. La trataron como si tuviese una fiebre. Se quedaba en cama, o se sentaba a la tenue luz otoñal en la galería de la Casa Pequeña, y contemplaba las montañas de poniente. Se sentía débil y estúpida. Se le ocurrían las mismas ideas una y otra vez. Se avergonzaba de haberse desmayado. Ningún guardia Había sido apostado sobre el Muro de las Tumbas, pero ya nunca se atrevería a hablar del asunto con Kossil. No quería ver a Kossil: nunca. Estaba avergonzada de haberse desmayado.
A menudo, a la luz del sol, se imaginaba cómo se comportaría la próxima vez que descendiera a los lugares oscuros bajo la colina. Pensaba muchas veces en la muerte que impondría al próximo grupo de prisioneros, más refinada, más en consonancia con los ritos del Trono Vacío.
Noche tras noche, se despertaba en la oscuridad gritando: —¡Todavía no han muerto! ¡Todavía agonizan!
Soñaba mucho. Soñaba que tenía que hacer la comida, grandes calderos rebosantes de sabrosos potajes, y echarla por un agujero en la tierra. Soñaba que tenía que llevar entre tinieblas un cuenco de agua, un cuenco grande de cobre, a alguien que tenía sed. Y nunca conseguía llegar. Se despertaba y ella misma tenía sed, pero no se levantaba a beber. Permanecía despierta, con los ojos abiertos, en la alcoba sin ventanas.
Una mañana Penta vino a verla. Desde la galería, Arha vio que se acercaba a la Casa Pequeña con aire despreocupado e indeciso, como si sólo estuviera paseando por allí. Si Arha no le hubiese hablado, ella no habría subido los escalones. Pero Arha se sentía sola y la llamó.
Penta la saludó con una profunda reverencia, como hacían todos los que se acercaban a la Sacerdotisa de las Tumbas, y luego se desplomó en los escalones, a los pies de Arha, con un ruido que sonó así como ¡Uff! Era ahora alta y rolliza; al menor movimiento se ponía como una cereza, y en este momento tenía la cara roja a causa del paseo.
—He sabido que estabas enferma. Te he guardado unas manzanas. —De repente, de algún recoveco de la voluminosa túnica negra, sacó una red de juncos con seis u ocho manzanas perfectamente amarillas. Ahora estaba consagrada al Dios-Rey y servía en el templo a las órdenes de Kossil; pero no era aún una sacerdotisa, y todavía estudiaba y trabajaba con las novicias,— Poppe y yo hemos seleccionado las manzanas este año, y yo he apartado las mejores. Siempre dejan secar las buenas. Es cierto que se conservan mejor, pero me parece un desperdicio. ¿No son bonitas?
Arha tocó la satinada piel oro pálido de las manzanas y observó los pedúnculos, que aún retenían, débilmente, algunas hojas castañas. —Son bonitas.
—Come una —dijo Penta.
—Ahora no. Come tú.
Penta escogió por cortesía la más pequeña, y se la comió en unos diez mordiscos jugosos, hábiles, reconcentrados.
—Me pasaría el día comiendo —dijo—. Nunca tengo bastante. Ojalá fuera cocinera en vez de sacerdotisa. Guisaría mejor que esa vieja tacaña de Nathabba, y además podría rebañar las marmitas… Ah, ¿te has enterado de lo que le pasó a Munith? Tenia que pulir esas vasijas de cobre donde se guarda el aceite de rosas, ya sabes, esos jarros largos y finos, con tapón. Pensó que tenía que limpiarlos también por dentro, así que metió la mano, envuelta en un trapo, sabes, y después no la podía sacar. Tanto se esforzó que se le hinchó e inflamó toda la muñeca, y se quedó realmente atascada. Y echó a correr por los dormitorios chillando: «¡No la puedo sacar! ¡No la puedo sacar!». Y Punti está tan sordo que creyó que había un incendio y se puso a dar voces llamando a los otros guardianes para que vinieran a salvar a las novicias. Y Uahto, que estaba ordeñando, salió corriendo del establo a ver qué pasaba, y dejó el portón abierto, y todas las cabras lecheras escaparon, y se desbandaron por el patio y atropellaron a Punti, a los celadores y a las niñas pequeñas; y Munith seguía blandiendo el jarro de cobre, en el extremo del brazo, en plena histeria, y todo el mundo corría de un lado a otro cuando Kossil bajó del templo y dijo: «¿Qué es esto? ¿Qué es esto?».
La hermosa cara redonda de Penta se torció en una mueca de repugnancia, muy distinta de la fría expresión de Kossil, y que sin embargo recordaba tanto a Kossil que Arha soltó una risa nerviosa, casi de miedo.
—«¿Qué es esto? ¿Qué es esto?», decía Kossil. Y entonces…, de pronto, la cabra parda se lanzó de cabeza contra Kossil… —Penta lloraba de risa.
—Y Mu-Munith golpeó, golpeó a la cabra con el ja-ja-jarro…
Las dos muchachas se retorcían entre espasmos de risa, abrazándose las rodillas y sofocándose.
—Y Kossil se dio vuelta y dijo: «¿Qué es esto? ¿Qué es esto?». Se lo dijo a la…, a la…, a la cabra.
—El final de la historia se perdió en carcajadas. Por último, Penta se secó los ojos, se sonó la nariz, y empezó a comer otra manzana, con aire ausente.
Arha se había reído demasiado y tardó en serenarse. Al cabo de un rato preguntó: —¿Cómo viniste aquí, Penta?
—Yo era la última de seis hermanas, y mis padres no podían criar tantas mujeres y casarlas a todas. Así que cuando cumplí los siete años me llevaron al templo del Dios-Rey y me dedicaron a él. Eso fue en Ossawa. Allí tenían demasiadas novicias, supongo, porque al poco tiempo me mandaron aquí. O, tal vez pensaron que llegaría a ser una sacerdotisa notable o algo por el estilo. ¡Pero en eso sí que se equivocaron! —Penta mordisqueó la manzana con una expresión a la vez alegre y melancólica.
—¿Hubieras preferido no ser sacerdotisa?
—¡Que si lo hubiera preferido! ¡Pues claro! Hubiera preferido casarme con un porquerizo y vivir en un foso. ¡Hubiera preferido cualquier cosa antes que enterrarme aquí por el resto de mis días con una caterva de mujeres, en este condenado desierto adonde nunca viene nadie! Pero de nada sirve lamentarse, porque ahora he sido consagrada y estoy clavada aquí, para siempre. ¡Pero en mi próxima vida espero ser bailarina en Awabath! Bien me lo habré ganado.
Arha la miró fijamente con ojos sombríos. No comprendía. Tenía la impresión de no conocer a Penta, de haberla mirado y no haber visto nunca a esta muchacha redonda y llena de vida y jugos, como una de aquellas hermosas manzanas doradas.
—¿Y el Templo no significa nada para ti? —preguntó con cierta aspereza.
Penta, siempre sumisa y fácil de intimidar, no se alarmó esta vez. —Yo sé que tus Señores son muy importantes para ti —dijo con una indiferencia que chocó a Arha—. De todos modos, eso tiene algún sentido, ya que eres su única y privilegiada servidora. Y no sólo has sido consagrada, sino que naciste para serlo. Pero piensa en mí, ¿tengo que sentir el mismo respeto y todo lo demás por el Dios-Rey? Al fin y al cabo no es más que un hombre, aunque viva en Awabath en un palacio de diez millas de largo con techos de oro. Anda por los cincuenta años, y es calvo. Puedes verlo en todas las estatuas. Y te apuesto que tiene que cortarse las uñas de los dedos de los pies como cualquier otro hombre. Sé perfectamente bien que también es un dios. Pero yo digo que será mucho más divino cuando haya muerto.
Arha estaba de acuerdo con Penta, porque en secreto había llegado a la conclusión de que los supuestos Emperadores Divinos de Kargad eran advenedizos, falsos dioses que pretendían reemplazar a las auténticas y eternas Potestades. Pero había algo detrás de las palabras de Penta con lo que no estaba de acuerdo, algo enteramente nuevo para ella, y que la asustaba. Por primera vez comprendía qué distintas eran las gentes, y de qué modo distinto veían la vida. Era como si hubiese levantado los ojos y visto de pronto un planeta enteramente nuevo que flotaba enorme y populoso al otro lado de la ventana, un mundo absolutamente desconocido, donde no importaban los dioses. La asustaba la firmeza del descreimiento de Penta. Asustada, atacó.
—Es verdad. Mis Señores han muerto hace mucho, mucho tiempo; y nunca fueron hombres… ¿Sabes, Penta, que yo podría ponerte al servicio de las Tumbas? —La voz de Arha era amable, como si estuviese ofreciendo a Penta una buena oportunidad.
El color desapareció de golpe de las mejillas de Penta.
—Sí —dijo—, tú podrías. Pero yo no soy… Yo no serviría para eso.
—¿Por qué?
—Me da miedo la oscuridad —dijo Penta en voz baja.
Arha murmuró entre dientes, como protestando, pero estaba satisfecha. Había oído lo que quería oír. Penta no creería en los dioses, pero temía a los poderes innombrables de las tinieblas como toda alma mortal.
—Sólo lo haría si tú quisieras, ya lo sabes —dijo Arha. Hubo un largo silencio entre las dos.
—Cada día te pareces más a Thar —dijo Penta con una voz dulce y soñadora—. ¡Por fortuna, no te pareces a Kossil! ¡Aunque eres tan fuerte! Yo también quisiera ser fuerte. Pero lo único que me gusta es comer.
—Pues come —dijo Arha, condescendiente y divertida, y Penta se comió poco a poco una tercera manzana.
Un par de días después, las exigencias del interminable ritual del Lugar obligaron á Arha a dejar su retiro. Una cabra había parido a destiempo un par de cabritos, y de acuerdo con la costumbre había que sacrificarlos a los Dioses Gemelos: una ceremonia importante, a la que debía asistir la Primera Sacerdotisa. Y siendo el período oscuro de la luna, había que celebrar las ceremonias de la oscuridad delante del Trono Vacío. Arha aspiró los vapores narcóticos de las hierbas que ardían delante del trono en grandes bandejas de bronce, y bailó sola y vestida de negro. Bailó para los espíritus invisibles de los muertos y los no nacidos, y mientras bailaba, los espíritus se congregaban en el aire de alrededor, siguiendo los giros y vueltas de los pies de Arha, y los movimientos lentos y seguros de sus brazos. Entonó los cánticos cuyas palabras ningún hombre entendía, y que ella había aprendido de Thar, sílaba por sílaba, hacía mucho tiempo. Un coro de sacerdotisas ocultas en la oscuridad, detrás de la doble hilera de columnas, repetía las misteriosas palabras de Arha, y el aire de la vasta sala en ruinas retumbaba de voces, como si una multitud de espíritus coreara los cánticos una y otra vez.
El Dios-Rey de Awabath no envió nuevos prisioneros y poco a poco Arha dejó de soñar con los tres que desde hacía mucho tiempo estaban muertos y enterrados en fosas poco profundas, dentro de la gran caverna bajo las Piedras Sepulcrales.
Tenía que animarse y volver a la caverna. Era menester que volviese: la Sacerdotisa de las Tumbas tenía que ser capaz de entrar sin miedo en sus propios dominios, y conocer sus meandros.
La primera vez que entró por la puerta-trampa tuvo que esforzarse de veras, aunque no tanto como ella había temido. Se había preparado con tanto cuidado, estaba tan decidida a ir sola y a no perder la sangre fría, que se sintió casi decepcionada al descubrir que no había nada que temer. Si había tumbas, no alcanzaba a verlas; no veía nada. Estaba oscuro, en silencio. Y eso era todo.
Día tras día bajaba allí, entrando siempre por la trampa de detrás del salón del Trono, hasta que conoció bien todo el recinto de la caverna de extrañas paredes talladas, tan bien como es posible conocer lo que no se ve. Pero nunca se apartaba de las paredes, pues si atravesaba el gran espacio vacío, corría el riesgo de desorientarse en la oscuridad, y aun cuando, tanteando a ciegas, volviera a encontrar el muro, no sabría dónde estaba. Había comprendido, desde la primera vez, que en los lugares oscuros lo importante era saber qué recodos y vanos habían quedado atrás y cuáles vendrían luego. Y para eso había que contarlos, ya que al tacto todos eran iguales. Aquel juego insólito de guiarse por el tacto y el número, en vez de la vista y el sentido común, no era difícil para la bien ejercitada memoria de Arha. Pronto llegó a reconocer todos los corredores que desembocaban en la Cripta, la red que se extendía bajo el Palacio del Trono y la cumbre de la Colina. Sin embargo había un corredor en el que nunca entraba —el segundo a la izquierda, desde la puerta de la piedra roja—, porque sabía que si alguna vez entraba en él por error, confundiéndolo con algún otro, podía ocurrir que nunca volviera a encontrar la salida. Y aunque el deseo de entrar allí, de conocer al fin el Laberinto, la acuciaba cada vez más, se contenía tratando de aprender antes todo lo posible, estudiándolo desde fuera.
La misma Thar sabía bien poco, aparte de los nombres de algunas cámaras, y la lista de direcciones, de recodos que había que tomar o pasar de largo, para ir a esas cámaras. Se los enumeraba a Arha, y se los describía, pero nunca quiso dibujarlos en el polvo, ni siquiera en el aire con un movimiento de la mano; y ella misma nunca había recorrido esos recodos, nunca había entrado en el Laberinto. No obstante, cuando Arha le preguntaba: «¿Cómo se llega desde la puerta de hierro que siempre está abierta hasta la Cámara Pintada?», o: «¿Cuál es el camino que conduce desde la Cámara de las Osamentas al túnel junto al río?», Thar se quedaba un momento en silencio y luego recitaba las instrucciones aprendidas de la Arha anterior: se pasan de largo tantas intersecciones, se gira tantas veces a la izquierda, y así sucesivamente. Y Arha lo aprendía todo de memoria, como lo aprendiera Thar, y a menudo le bastaba escucharlo una vez. De noche, en cama, lo repetía para sus adentros, tratando de imaginar los lugares, las cámaras, las vueltas y revueltas.
Thar le enseñó las numerosas mirillas que se abrían sobre el Laberinto en cada edificio y templo del Lugar, y aun al aire libre, bajo las rocas. La telaraña de túneles de piedra se extendía por debajo de todo el Lugar hasta más allá de las murallas: millas y millas de túneles en tinieblas. Ningún ser humano del Lugar, salvo ella, las dos sacerdotisas y los sirvientes, los eunucos Manan, Uahto y Duby, conocían la existencia de aquel laberinto. Los demás habían oído vagos rumores: sabían que había cavernas o cámaras bajo las Piedras Sepulcrales. Pero nadie sentía mucha curiosidad por las cosas de los Sin Nombre ni por los lugares que les habían sido consagrados. Quizá pensaban que cuanto menos supieran, mejor. La curiosidad de Arha, claro está, era muy fuerte, y enterada de que había mirillas para espiar el interior del Laberinto, las había buscado; pero estaban tan bien escondidas en las losas de los suelos y la tierra del desierto que nunca había descubierto ninguna, ni siquiera la de su propia Casa Pequeña, hasta que Thar se la señaló.
Una noche, al comienzo de la primavera, tomó una linterna, y sin encenderla descendió a la Cripta y caminó hasta el segundo pasadizo a la izquierda de la puerta roja.
En la oscuridad, penetró unos treinta pasos y cruzó luego el vano de la puerta, palpando el marco de hierro incrustado en la roca: el límite, hasta entonces, de sus exploraciones. Una vez pasada la Puerta de Hierro, siguió andando durante un largo rato, y cuando por fin el túnel empezó a curvarse hacia la derecha, encendió la bujía y miró alrededor. Pues aquí se permitía la luz. Ahora no estaba en la Cripta. Era un lugar menos sagrado, aunque quizá más temible. Estaba en el Laberinto.
Las paredes, la bóveda y el suelo de roca viva la rodeaban dentro de la pequeña esfera de la vela. El aire no se movía. Delante y detrás de ella el túnel se perdía en la oscuridad.
Los túneles, todos iguales, se entrecruzaban una y otra vez. Arha llevaba cuenta minuciosa de los cruces y pasadizos, y recitaba para sus adentros las instrucciones de Thar, aunque las recordaba muy bien. Pues no era cosa de perderse en el Laberinto. En la Cripta, y en los cortos pasadizos que la rodeaban, Kossil o Thar podrían dar con ella, o Matan venir a buscarla, puesto que la había acompañado varias veces. Pero aquí, en el Laberinto, ninguno de ellos había puesto los pies; sólo ella, Arha. Si se extraviaba en las espirales de los túneles, de poco le serviría que bajaran a la Cripta y la llamaran a media milla de distancia. Se imaginaba cómo oiría los ecos de las voces, repetidos en todos los túneles, mientras ella trataba de acercarse, pero sólo consiguiendo 'estar cada vez más lejos. Tan vivida era esta escena imaginaria que de pronto se detuvo, creyendo oír a lo lejos la llamada de una voz. Pero no había nada. Y ella no se perdería. Iba muy atenta; y éste era su lugar, su dominio. Los poderes de la oscuridad, los Sin Nombre, guiarían sus pasos, así como extraviarían los de cualquier otro mortal que osara penetrar en el Laberinto de las Tumbas.
No fue muy lejos aquella primera vez, aunque sí lo bastante como para que la certeza, extraña y amarga, pero también embriagadora, de que en aquel sitio estaba completamente sola y no dependía de nadie, se fortaleciera en ella y la hiciera volver, uno y otro día, e internarse cada vez más lejos. Llegó hasta la Cámara Pintada y las Seis Travesías, recorrió el largo Túnel Extremo y penetró en la rara maraña que conducía a la Cámara de las Osamentas.
—¿Cuándo fue construido el Laberinto? —le preguntó a Thar; y la austera y enjuta sacerdotisa le respondió: —Señora, no lo sé. Nadie lo sabe.
—¿Por qué lo construyeron?
—Para ocultar los tesoros de las Tumbas y para castigar a quienes intentaron robar esos tesoros.
—Todos los tesoros que he visto están en las recámaras y los sótanos del Trono. ¿Qué hay en el Laberinto?
—Un tesoro mucho mayor y mucho más antiguo. ¿Querríais verlo?
—Sí.
—Sólo vos podéis entrar en el Tesoro de las Tumbas. Podéis llevar a vuestros sirvientes al Laberinto, pero no al Tesoro. Bastaría que Manan entrase para despertar la cólera de las tinieblas; no saldría con vida del Laberinto. Al Tesoro tendréis que ir sola, siempre sola. Yo sé dónde está el Gran Tesoro. Vos me dijisteis cuál era el camino, hace quince años, antes de morir, para que yo lo recordase y os lo contara cuando volvierais. Puedo indicaros el camino a seguir por el Laberinto, más allá de la Cámara Pintada; y la llave de la Cámara del Tesoro es la de plata que lleváis en vuestra argolla, la que tiene un dragón en la guarda. Pero tenéis que ir sola.
—Indícame el camino.
Thar se lo dijo, y ella recordó, como recordaba todo lo que le decían. Pero no fue a ver el Gran Tesoro de las Tumbas. La retuvo la impresión de que aún le faltaba voluntad, o convencimiento. O quizá quería guardar algo en reserva, algo que la incitara a mirar adelante y encontrar de algún modo aquellos túneles interminables que concluían siempre en muros desnudos o en vacías celdas polvorientas. Esperaría un poco antes de ir a ver sus tesoros. Al fin y al cabo, ¿no los había visto antes? Todavía se sentía rara cuando Thar o Kossil le hablaban de las cosas que ella había dicho o visto antes de morir. Sabía, sí, que había muerto y que había renacido en un cuerpo nuevo; y no sólo una vez, hacía quince años, sino también hacía cincuenta años, y antes, y antes aún, retrocediendo a lo largo de los años y los siglos, de generación en generación, hasta el comienzo mismo de los tiempos, cuando se excavó el Laberinto y se erigieron Piedras, cuando la Primera Sacerdotisa de los Sin Nombre vivía en el Lugar y danzaba ante el Trono Vacío. Todas aquellas vidas y la suya eran todas la misma vida. Ella era la Primera Sacerdotisa. Todas las criaturas humanas renacían una y otra vez, pero sólo ella, Arha renacía eternamente, siempre la misma. Había aprendido cien veces los caminos y recodos del Laberinto, y al fin había llegado a la cámara secreta.
A veces tenía la impresión de acordarse. Los lugares oscuros bajo la colina le eran tan familiares como si fuesen no sólo sus dominios sino también su hogar natal. Cuando aspiraba los humos narcóticos para las danzas de la oscuridad de la luna, la cabeza le daba vueltas y el cuerpo dejaba de pertenecerle; en esos momentos, vestida de negro y descalza, bailaba a través de los siglos, y sabía que aquella danza no se había interrumpido nunca.
Sin embargo, era siempre raro cuando Thar le decía: —Antes de morir me dijisteis…
Una vez preguntó: —¿Quiénes eran esos hombres que venían a saquear las Tumbas? ¿Lo hizo alguien alguna vez? —La idea de que hubiera saqueadores le parecía emocionante, pero improbable. ¿Cómo habían podido llegar en secreto hasta el Lugar? Los peregrinos eran escasos, más escasos aún que los prisioneros. De cuando en cuando llegaban nuevos esclavos y novicias, de los templos menos importantes de los Cuatro Países, o algún pequeño grupo con ofrendas de oro o inciensos raros. Y eso era todo. Nadie venía por azar, ni a comprar ni a vender, ni a ver, ni tampoco a robar; sólo venían los que habían sido enviados. Arha no sabía siquiera a qué distancia quedaba la población más cercana, si a veinte millas o más; y la población más cercana era una pequeña aldea. El Lugar estaba custodiado y defendido por el vacío, por la soledad. Quienquiera que penetrase en el desierto circundante, pensaba Arha, tenía tantas posibilidades de pasar inadvertido como una oveja negra en un campo nevado.
Estaba con Thar y Kossil, con quienes pasaba ahora gran parte del tiempo, cuando no se quedaba en la Casa Pequeña o sola bajo la colina. Era una noche de abril fría y borrascosa. Estaban sentadas frente al pequeño fuego de salvia que ardía en el hogar, en una habitación trasera del Templo del Dios-Rey, el cuarto de Kossil. Al otro lado de la puerta, en el corredor, Manan y Duby jugaban con varillas y abalorios, lanzando al aire un puñado de varillas y tratando de pescar al vuelo el mayor número posible en el dorso de la mano. Manan y Arha también jugaban a veces a ese juego, a escondidas, en el patio interior de la Casa Pequeña. Cuando las tres sacerdotisas callaban sólo se oía el crujido de las varillas contra el suelo, los roncos murmullos de triunfo o derrota, y el ligero crepitar de las llamas. Todo alrededor, más allá de las murallas, pesaba el profundo silencio nocturno del desierto. De vez en cuando repiqueteaba un aguacero, violento y breve.
—Muchos venían, en tiempos lejanos, a saquear las Tumbas; pero ninguno lo logró jamás —dijo Thar. A pesar de su humor taciturno, de vez en cuando le gustaba contar historias, y lo hacía como parte de la instrucción de Arha. Aquella noche parecía dispuesta a que le sacasen una historia.
—¿Qué hombre se atrevería?
—Ellos —dijo Kossil—. Ellos, los hechiceros, ese pueblo de magos de los Países del Interior. Eso acontecía antes de que los Dioses-Reyes reinaran en las tierras de Kargad; en aquellos tiempos no éramos tan fuertes. Los hechiceros venían del oeste, en navios, a Karego-At y Atuan, y saqueaban los pueblos de la costa y las granjas, y llegaron hasta la Ciudad Sagrada de Awabath. Venían a matar dragones, decían, pero se quedaban a robar las ciudades y los templos.
—Y sus grandes héroes venían aquí a probar sus espadas —dijo Thar— y a obrar sus maleficios sacrílegos. Uno de ellos, un hechicero poderoso y señor de dragones, el más grande de todos, conoció aquí una gran derrota. De esto hace mucho, muchísimo tiempo, pero la historia todavía se recuerda, y no sólo en este lugar. Aquel hechicero se llamaba Erreth-Akbé, y era a la vez rey y mago en el Oeste. Vino a nuestras tierras y en Awabath se unió a ciertos señores kargos rebeldes, y luchó por el dominio de la ciudad con el Sumo Sacerdote del Templo Interior, de los Dioses Gemelos. Fue una lucha larga, la hechicería del hombre contra el rayo de los dioses, y el templo quedó hecho escombros alrededor de los combatientes. Por último, el Sumo Sacerdote rompió la vara mágica del hechicero y partió en dos el amuleto de poder, y lo venció. El hechicero escapó de la ciudad y de las tierras kargas, y atravesando Terramar huyó hacia los confines de occidente; y allí lo mató un dragón, porque había perdido todo poder. Y desde ese día la fortaleza y la grandeza de los Países del Interior no han dejado de disminuir. En cuanto al Sumo Sacerdote, se llamaba Intathin, y fue el primero de la casa de Tarb, de cuya estirpe, una vez cumplidas las profecías y transcurridos los siglos, nacieron los Sacerdotes-Reyes de Karego-At, antepasados de los Dioses-Reyes de todo Kargad. Y así, desde los días de Intathin, el poder y la grandeza de los países kargos no ha dejado de crecer. Los que venían a saquear las Tumbas eran los hechiceros, que intentaban una y otra vez recuperar el amuleto roto de Erreth-Akbé. Pero todavía está aquí, donde el Sumo Sacerdote lo puso a buen recaudo. Y ahí están también los huesos de todos ellos… —Thar señaló el suelo bajo sus pies.
—Y la otra mitad se ha perdido para siempre.
—¿Cómo se perdió? —preguntó Arha.
—Una mitad, la que quedó en la mano de Intathin, fue donada por él al Tesoro de las Tumbas, donde ha de permanecer a salvo por toda la eternidad. La otra quedó en la mano del mago, pero antes de huir se la regaló a un reyezuelo, uno de los rebeldes, llamado Thoreg de Hupun. No sé por qué lo hizo.
—Para provocar discordias, para ensoberbecer a Thoreg —dijo Kossil—. Y así fue. Los descendientes de Thoreg volvieron a sublevarse durante el reinado de la casa de Tarb; y de nuevo se alzaron en armas contra el primer Dios-Rey, negándose a reconocerlo como rey o como dios. Eran una casta maldita, embrujada. Hoy todos han muerto.
Thar asintió. —El padre de nuestro actual Dios-Rey, el Señor que se Alzó, derrotó a esa familia de Hupun y destruyó sus palacios. Cuando acabó todo, la mitad del amuleto que ellos conservaban desde los tiempos de Erreth-Akbé e Intathin se había perdido. Nadie sabe dónde fue a parar. Y esto ocurrió hace una generación.
—Lo tirarían, sin duda, como un trasto viejo —dijo Kossil—. Dicen que no parecía tener ningún valor, ese Anillo de Erreth-Akbé. ¡Maldito sea el anillo y malditas todas las cosas de ese pueblo de hechiceros! —Kossil escupió a las llamas.
—¿Has visto tú la mitad que hay aquí? —preguntó Arha a Thar.
La mujer enjuta meneó la cabeza. —Está en la Cámara del Tesoro, adonde nadie tiene acceso excepto la Sacerdotisa Única. Puede que sea el mayor de todos los tesoros entre los que hay allí; no lo sé. Quizás. Durante centenares de años los Países del Interior han enviado ladrones y hechiceros a tratar de rescatarlo, hombres que pasaban de largo frente a cofres de oro buscando esa sola cosa. Mucho tiempo ha transcurrido desde que vivieron Erreth-Akbé e Intathin, y si embargo la historia aún se recuerda y se cuenta, tanto aquí como en el Oeste. La mayor parte de las cosas envejecen y mueren con el paso de los siglos. Son muy pocas las cosas preciosas que siguen siendo preciosas, o las historias que se siguen contando.
Arha reflexionó un momento y dijo: —Han de ser muy valientes esos hombres, o muy estúpidos, para penetrar en las Tumbas. ¿Es que no conocen los poderes de los Sin Nombre?
—No —dijo Kossil con su voz fría—. Ellos no tienen dioses. Practican la magia y ellos mismos se creen dioses. Pero no lo son, y cuando mueren, no renacen. Se convierten en huesos y polvo y durante un tiempo sus fantasmas gimen en el viento, hasta que el viento los dispersa. No tienen un alma inmortal.
—Pero ¿qué magia es ésa que practican? —preguntó Arha, fascinada, sin acordarse que una vez había dicho que ella volvería la cabeza y se negaría a mirar los navíos de los Países del Interior—. ¿Cómo la hacen? ¿Y qué efectos produce?
—Son trucos, supercherías, juegos de manos —dijo Kossil.
—Algo más que eso —dijo Thar—, si lo que se cuenta es verdad, aunque sólo sea una parte. Los hechiceros del Oeste pueden levantar los vientos y aplacarlos, y hacer que soplen en cierta dirección. En eso todos están de acuerdo, y cuentan la misma historia. De ahí que sean grandes navegantes; pueden henchir las velas con el viento de la magia, e ir a donde quieran, y calmar las tempestades del mar. Y se dice que pueden hacer luz a voluntad, o bien tinieblas; y convertir las rocas en diamantes y el plomo en oro; que pueden construir un inmenso palacio o una ciudad entera en un instante, en apariencia al menos; y que ellos mismos se transforman en osos, en peces o en dragones, como prefieran.
—Yo no lo creo —dijo Kossil—. Que sean peligrosos, sutiles en artimañas, escurridizos como anguilas, sí. Pero se dice que si a un hechicero le quitas la vara de madera, pierde el poder. Sin duda hay runas maléficas grabadas en la vara.
Thar volvió a negar con la cabeza. —Llevan una vara, es verdad, pero no es más que un instrumento del poder que tienen dentro de ellos.
—Pero ¿cómo consiguen ese poder? —preguntó Arha—. ¿De dónde procede?
—Mentiras —-dijo Kossil.
—Palabras —dijo Thar—. Me lo contó alguien que tuvo ocasión de observar a un gran hechicero de los Países del Interior, un Mago, como les dicen allí. Había caído prisionero mientras iba hacia el Oeste. Les mostró una vara de madera seca y pronunció una palabra. Y he aquí que la vara floreció. Y pronunció otra palabra y he aquí que se cuajó de manzanas rojas. Y pronunció una palabra más y la vara, las flores y las manzanas desaparecieron y el hechicero con ellas. Una sola palabra y se había desvanecido como el arcoiris, en un abrir y cerrar de ojos, sin dejar rastro; y nunca lo encontraron en esa isla. ¿Fue eso un simple juego de manos?
—Es fácil engañar a los tontos —dijo Kossil.
Thar no dijo nada más, por no discutir; pero Arha se resistía a abandonar el tema. — (Qué aspecto tienen esos hechiceros? —preguntó—. ¿Es verdad que son completamente negros, con los ojos blancos?
—Son negros y repulsivos. Yo no he visto ninguno —dijo Kossil con satisfacción, moviendo la pesada mole del cuerpo en el taburete bajo y extendiendo las manos hacia las llamas.
—Que los Dioses Gemelos los mantengan lejos —musitó Thar.
—Nunca volverán aquí —dijo Kossil. Y el fuego chisporroteó, y la lluvia repiqueteó sobre el tejado, y afuera, en la penumbra del portal, Manan gritó con voz estridente: —¡Aja! ¡La mitad para mí, la mitad!