5. Una luz bajo la colina

Cuando el año declinaba otra vez hacia el invierno, Thar murió de una enfermedad consuntiva que le había empezado en el verano. Ella, que siempre había sido enjuta, se volvió esquelética; ella, que siempre había sido taciturna, dejó por completo de hablar. Sólo con Arha conversaba a veces, cuando estaban solas; luego, hasta eso terminó, y se hundió silenciosamente en la oscuridad, y por último desapareció. Arha la echó mucho de menos. Thar había sido severa, pero nunca cruel. Había inculcado a Arha orgullo, nunca miedo.

Ahora sólo quedaba Kossil.

La nueva Sacerdotisa del Templo de los Dioses Gemelos llegaría de Awabath en la primavera; mientras tanto Arha y Kossil gobernaban a medias el Lugar. La mujer llamaba «señora» a la joven y si recibía órdenes tenía que obedecerlas. Pero Arha había aprendido a no dar órdenes a Kossil. Tenía derecho a hacerlo, pero no la fuerza necesaria; en verdad, se necesitaba una fuerza enorme para afrontar los celos de Kossil (que hubiera querido acceder a una jerarquía superior), y el odio que ella mostraba por todo lo que no alcanzaba a dominar.

Desde que supiera (por la gentil Penta) que en el mundo había impiedad, y lo había admitido como posible, aunque la asustase, fue capaz de mirar a Kossil con más calma, y de comprenderla. No había en el corazón de Kossil una devoción sincera por los Sin Nombre ni por los dioses. Nada era sagrado para ella excepto el poder. El Emperador de los Países Kargos tenía ahora el poder, y por lo tanto era para ella un verdadero Dios-Rey al que servía con lealtad. Pero los templos le parecían un mero escenario; las Piedras Sepulcrales, sólo rocas; las Tumbas de Atuan, unos fosos oscuros en la tierra, terroríficos pero vacíos. Hubiese querido suprimir el culto del Trono Vacío, pero no podía. Hubiese querido suprimir a la Primera Sacerdotisa, pero no se atrevía.

Arha había llegado a plantearse bastante en serio esta última eventualidad. Quizá Thar la había ayudado a tenerla en cuenta, aunque nunca la mencionara. En los primeros tiempos de su enfermedad, antes de enmudecer, le había pedido a Arha que fuese a verla cada dos o tres días, y hablaba con ella y le contaba muchas cosas del Dios-Rey y de su predecesor, y de las costumbres de Awabath; cosas que Arha, por ser una sacerdotisa importante, tenía que saber, pero que rara vez eran halagüeñas para el Dios-Rey y su corte. También habló de la vida anterior de Arha, y de cómo era ella y de qué cosas hacía entonces; y algunas veces, no a menudo, había insinuado cuáles podían ser las dificultades y peligros de la vida actual de Arha. Nunca mencionó el nombre de Kossil. Pero Arha había sido discípula de Thar durante once años y el tono y la cadencia de la voz le bastaban para comprender y recordar.

Una vez pasada la lúgubre conmoción de los Ritos Funerarios, Arha procuró evitar a Kossil. Cuando concluía los largos trabajos y rituales del día, se retiraba a su morada solitaria; y siempre que tenía tiempo iba a la recámara del Trono, abría la puerta-trampa, y descendía a la oscuridad. De día y de noche, porque allí abajo no había ninguna diferencia, continuaba explorando sus dominios. La Cripta, lugar sacrosanto, estaba prohibido para todos excepto las sacerdotisas y los eunucos más fieles. Cualquier otra persona, hombre o mujer, que se aventurara dentro, moriría fulminado por la ira de los Sin Nombre. Sin embargo, de todas las reglas que Arha había aprendido, ninguna prohibía entrar en el Laberinto. No era necesaria. Allí sólo se podía entrar desde la Cripta; y de todas maneras, ¿acaso las moscas necesitan leyes para saber que han de evitar las telarañas?

Así pues, a menudo llevaba a Manan a las zonas más próximas al Laberinto, para que aprendiese los caminos. El eunuco no tenía ningún deseo de acompañarla, pero le obedecía, como siempre. Hizo que Duby y Uahto, los eunucos de Kossil, conocieran el camino hasta la Cámara de las Cadenas y la salida de la Cripta, pero nada más; nunca los llevó al Laberinto. Pretendía que sólo Manan, completamente fiel, conociera esos caminos secretos. Porque eran de ella, sólo de ella, para siempre. Ahora la exploración que hacía del Laberinto era minuciosa. Durante todo el otoño, pasó muchos días recorriendo las galerías interminables, y aún quedaban zonas a las que nunca había llegado. Era fatigoso recorrer aquella maraña de caminos, vasta e ininteligible; se le cansaban las piernas y se aburría, siempre contando y recontando los recodos y pasadizos de detrás y de delante. Era una obra prodigiosa que se extendía bajo tierra, en la dura roca, como las calles de una gran ciudad; pero había sido hecha para cansar y confundir al mortal que la transitara, y aun las sacerdotisas tenían que sentir que no era en verdad más que una trampa gigantesca.

Por eso, y cada vez más a medida que arreciaba el invierno, se dedicó a explorar a fondo el Palacio mismo, los altares y alcobas, detrás y debajo de los altares, las cámaras atestadas de cofres y cajas, el contenido de los cofres y las cajas, los pasadizos y desvanes, la polvorienta cavidad bajo la cúpula donde anidaban centenares de murciélagos, los sótanos y subsolanos que eran las antecámaras de los corredores en tinieblas.

Con las manos y las mangas perfumadas por la reseca fragancia del almizcle que se había convertido en polvo al cabo de ocho siglos en un cofre de hierro, y la frente manchada por los colgajos negros de las telarañas, se pasaba las horas de rodillas estudiando las tallas de un hermoso arcón de madera de cedro, carcomido de vejez, regalo de algún rey a las Potestades Sin Nombre de las Tumbas. Allí estaba el rey, una minúscula figura hierática con una nariz enorme, y también el Palacio del Trono, con la cúpula hundida y las columnas del pórtico talladas en delicados relieves sobre la madera por algún artista que había sido un puñado de cenizas durante quién sabe cuántos años. Y allí estaba la Sacerdotisa Única, aspirando los vapores narcóticos de las bandejas de bronce y prodigando profecías o consejos al rey, con la nariz rota en esta escena; la cara de la Sacerdotisa era demasiado pequeña para que se le distinguiesen las facciones, pero Arha imaginaba que aquella cara era la suya. Se preguntaba qué le habría dicho al rey de la gran nariz y si él se habría sentido agradecido.

Tenía en el Palacio del Trono sus lugares favoritos, como se tienen rincones favoritos en una casa soleada. Iba a menudo al pequeño desván que había encima de los vestuarios, en los fondos del Palacio. Allí se guardaban las antiguas vestiduras y atavíos, vestigios de los tiempos en que los grandes reyes y señores acudían a rendir culto al Lugar de las Tumbas de Atuan, aceptando la existencia de un poder superior a ellos y a cualquier hombre. A veces sus hijas, las princesas, se ataviaban con sedas blancas y suaves, recamadas con topacios y oscuras amatistas, y danzaban con la Sacerdotisa de las Tumbas. Entre los tesoros había unas tablillas de marfil pintadas, que representaban una de esas danzas, con los señores y los reyes esperando fuera del Palacio, porque entonces como ahora ningún hombre ponía jamás el pie en el suelo de las Tumbas. Sólo las doncellas podían entrar, y danzaban con la Sacerdotisa, vestidas de seda blanca. Entonces como ahora, la Sacerdotisa llevaba siempre una túnica rústica de lienzo negro; pero a ella le gustaba acariciar aquellas telas suaves y delicadas, desgastadas por el tiempo, y las joyas que se desprendían de la seda. En los arcones había un aroma distinto de todos los almizcles e inciensos de los templos del Lugar: un aroma más fresco, más ligero, más joven.

Los búhos, indiferentes, posados en las vigas, abrían y cerraban los ojos amarillos. Un atisbo de claridad estelar brillaba entre las tejas del techo; o bien la nieve se filtraba por los resquicios, tenue y fría como aquellas sedas antiguas que se deshacían al tacto.

Una noche de fines del invierno, hacía mucho frío en el Palacio. Fue a la puerta-trampa, la levantó, se escurrió hasta los escalones, y volvió a cerrar la puerta encima de ella. Llegó en silencio al pasadizo de acceso a la Cripta, que ahora conocía tan bien. Naturalmente, allí nunca encendía ninguna luz, y si llevaba una linterna, porque había estado en el Laberinto o para alumbrarse al aire libre en las tinieblas de la noche, la apagaba antes de acercarse a la Cripta. Jamás, en todas las veces sucesivas en que había sido sacerdotisa, había visto aquel lugar. Al entrar en el pasadizo, sopló la bujía de la lámpara, y sin acortar el paso siguió avanzando en la profunda oscuridad como un pececillo en aguas tenebrosas. Allí, fuese invierno o verano, no había frío ni calor: siempre la misma frescura constante, un poco húmeda, invariable. Arriba, los grandes vientos helados del invierno azotaban el desierto con la polvareda de la nieve. Aquí no había viento ni estaciones; era un lugar cerrado, tranquilo, seguro.

Iba a la Cámara Pintada. Le gustaba ir allí a veces a estudiar las extrañas pinturas murales que brotaban de pronto de la oscuridad al resplandor de la bujía: hombres de largas alas y ojos grandes, serenos y displicentes. Nadie hubiera podido decirle qué eran, no había pinturas semejantes en ninguna otra parte del Lugar, pero ella creía saberlo: eran los espíritus de los condenados, de los que no renacen. Como la Cámara Pintada estaba en el Laberinto, primero tenía que atravesar la caverna bajo las Piedras Sepulcrales. Se acercaba ahora a la Cripta, bajando por el pasadizo en declive, cuando vislumbró un débil color gris, el reflejo de un destello, el eco del eco de una luz remota.

Pensó que los ojos la engañaban, como le ocurría con frecuencia en aquella negra oscuridad. Los cerró y el resplandor se desvaneció. Los abrió y reapareció.

Se había detenido y permanecía inmóvil. Gris, no negro. Un apagado halo de palidez, apenas visible, allí donde nada podía ser visible, donde todo tenía que ser oscuridad.

Avanzó unos pasos y alargó la mano hacia ese rincón de la pared del túnel; y alcanzó a ver el movimiento de la mano, infinitamente débil.

Siguió avanzando. Era tan extraño que estaba más allá del pensamiento, más allá del miedo, este débil brote de luz donde nunca había habido luz, en la tumba más profunda de la oscuridad. Siguió avanzando, descalza, vestida de negro. En la última vuelta del pasadizo, se detuvo; luego muy lentamente dio un último paso, y miró, y vio lo que jamás había visto, aunque hubiera vivido un centenar de vidas: la enorme bóveda bajo las Piedras Sepulcrales, excavada no por la mano del hombre sino por los poderes de la Tierra. Enjoyada con cristales y ornamentada con pináculos y filigranas de caliza blanca, donde las aguas subterráneas habían trabajado durante años, inmensa, de techos y paredes rutilantes, delicada e intrincada: un palacio diamantino, una casa de cristal y amatista, donde el esplendor de la luz había expulsado las tinieblas antiguas.

No brillante, sino enceguecedora para el ojo habituado a la oscuridad, era la luz que obraba este prodigio.

Un resplandor suave, como un fuego fatuo que se desplazaba lentamente por la caverna; arrancaba mil destellos a los cristales del techo y proyectaba mil sombras fantásticas a lo largo de las esculpidas paredes.

La luz ardía en el extremo de una vara de madera, sin humo y sin consumirse. Una mano humana sostenía la vara. Arha vio la cara junto a la luz: una cara oscura; la cara de un hombre.

Arha no se movió.

Durante largo rato el hombre anduvo de un lado a otro por la vasta caverna. Iba y venía como si buscara algo, escudriñando detrás de las cataratas de encaje de las piedras, estudiando los diversos corredores que desembocaban en la Cripta, aunque sin internarse en ellos. Y mientras, la Sacerdotisa de las Tumbas permanecía inmóvil, en el ángulo oscuro del pasadizo, aguardando. Quizá lo que más le costaba creer era que estaba viendo a un desconocido. Rara vez había visto a gente desconocida. Supuso que tenía que ser uno de los guardianes; no, uno de los hombres de extramuros, un cabrerizo o un guardia, algún siervo de! Lugar que había entrado a ver los secretos de los Sin Nombre, tal vez a robar algo en las Tumbas…

A robar algo. A robar a las Potestades Oscuras. Un sacrilegio: la palabra entró lentamente en el ánimo de Arha. Era un hombre y ningún hombre podía hollar el suelo de las Tumbas, el Lugar Sagrado. Sin embargo, allí estaba, en la gruta que era el corazón de las Tumbas. Había entrado. Y había encendido una luz allí donde la luz estaba prohibida, donde jamás había habido luz desde los orígenes del mundo. ¿Por qué los Sin Nombre no lo fulminaban?

Ahora el hombre estaba quieto y escudriñaba la superficie agrietada y removida del suelo rocoso; era evidente que había sido excavado y vuelto a llenar. Algunos terrones sueltos, acres y estériles, no habían sido apisonados.

Los Señores habían devorado a los tres prisioneros. ¿Por qué no devoraban también a este intruso? ¿A qué esperaban?

A que las manos que eran de ellos se moviesen, a que la lengua que era de ellos hablase…

—¡Vete! ¡Vete! ¡Sal de aquí! —gritó de pronto a toda voz.

Los grandes ecos que chillaron y retumbaron en la caverna parecieron enturbiar el rostro oscuro, sorprendido, que se volvió hacia Arha y por un instante la miró a través del trémulo esplendor de la caverna. Luego la luz desapareció. El esplendor desapareció. Oscuridad cerrada, y silencio.

Ahora volvía a ser capaz de pensar. Se había liberado del hechizo de la luz.

El hombre tenía que haber entrado por la puerta de las piedras rojas, la Puerta de los Prisioneros, e intentaría escapar por ella. Ligera y sigilosa como una lechuza que volara en silencio, Arha corrió por los circuitos de la caverna hasta la puerta baja que sólo se abría desde el exterior. Allí se agachó, a la entrada del túnel.

Ni un soplo de viento llegaba de afuera. El hombre no había dejado la puerta abierta, y tampoco la había asegurado por dentro. Si se encontraba aún en el túnel, estaba atrapado.

Pero no se encontraba en el túnel. Arha estaba segura…Tan cerca, en un espacio tan reducido, tendría que oírlo respirar, sentir el calor de su cuerpo y el pulso mismo de su vida. En el túnel no había nadie. Se irguió y escuchó. ¿Dónde habría ido?

La oscuridad le oprimía los ojos como una venda. Haber visto la Cripta la desconcertaba; se sentía perpleja. La había conocido como un espacio que sólo el oído, el tacto y las leves corrientes de aire fresco entre las tinieblas, llegaban a delimitar; algo inmenso, un misterio que nunca se develaría. Y ahora lo había visto, y el misterio se había resuelto, no en horror, sino en belleza, un misterio aún más profundo que el de la oscuridad.

Avanzó a pasos lentos, inseguros. Fue a tientas hasta el segundo pasadizo de la izquierda, el que conducía al Laberinto. Allí se detuvo y escuchó.

Los oídos no le dijeron más que los ojos. Pero había puesto una mano a cada lado del arco de piedra, y advirtió en la roca una mínima y recóndita vibración, y en el aire frío, enrarecido, el rastro de un olor que no era de allí: el olor de la salvia silvestre que crecía en las colinas desérticas, arriba, a cielo abierto.

Lenta y silenciosa se movió a lo largo del corredor, guiada por el olfato.

Había caminado tal vez un centenar de pasos, cuando lo oyó. Iba adelante en el túnel, tan sigiloso como ella, pero menos seguro. Arha oyó un leve ruido, como si el hombre hubiese tropezado un instante en el suelo desparejo. Nada más. Esperó un momento y luego echó a andar otra vez, rozando apenas el muro con los dedos de la mano derecha, hasta dar con una barra redonda de metal. Allí se detuvo y tocó la barra estirando el brazo y al fin encontró una tosca palanca de hierro. Bruscamente, tirando con todas sus fuerzas, bajó la palanca.

Se oyó un chirrido horripilante y el estruendo de un golpe. Unas chispas azules saltaron y cayeron. Los ecos se perdieron atropellándose en el corredor de detrás. Extendió las manos, y delante de ella, a sólo unos centímetros, tocó la corroída superficie de una puerta de hierro.

Tomó aliento.

Regresando lentamente por el túnel hacia la Cripta, y siguiendo la pared de la derecha, se encaminó a la puerta-trampa del Palacio del Trono. Caminaba sin prisa y en silencio, aunque el silencio ya no era necesario. Había capturado al ladrón. La puerta de hierro era la única vía de acceso al Laberinto. Y sólo se abría desde fuera.

Ahora el hombre estaba allá abajo, en la oscuridad subterránea, y nunca saldría.

Muy erguida, pasó lentamente al lado del Trono y penetró en la gran nave con columnas. Allí, junto al alto trípode del brasero de bronce, donde flameaba el fulgor rojizo del carbón de leña, dio media vuelta y fue hacia las siete gradas que conducían al Trono.

Se arrodilló en el primer escalón y bajó la frente hasta apoyarla sobre la piedra fría y polvorienta, sembrada con los huesos de rata que se les caían a los búhos cazadores.

—Perdonad que haya visto vuestras tinieblas violadas —dijo, sin pronunciar las palabras en alta voz—. Perdonad que haya visto vuestras tumbas profanadas. Seréis vengados. ¡Oh Señores míos, la muerte os lo entregará, y nunca volverá a nacer!

Sin embargo, aun mientras imploraba, imaginaba el esplendor tembloroso de la caverna, la vida en la mansión de la muerte; y en vez de sentirse horrorizada por el sacrilegio, enfurecida contra el ladrón, sólo pensaba en lo extraño que era todo aquello, muy extraño…

—¿Qué he de decirle a Kossil? —se preguntó al salir al azote del viento invernal, arrebujándose en la capa—. Nada. Todavía no. Yo soy la dueña y señora del Laberinto. Esto no concierne para nada al Dios-Rey. Quizá se lo diga después, cuando el ladrón haya muerto. ¿Cómo debo matarlo? Haré venir a Kossil para que lo vea morir. A ella le gusta la muerte. ¿Qué estaría buscando? Tiene que estar loco. ¿Cómo pudo entrar? Kossil y yo guardamos las únicas llaves de la puerta de las piedras rojas y de la puerta-trampa. Tiene que haber entrado por la puerta de las piedras. Sólo un hechicero podría abrirla. Un hechicero…

Se detuvo, pese a que el viento casi no la dejaba tenerse en pie.

«Es un hechicero, un mago de los Países del Interior, que busca el amuleto de Erreth-Akbé.»

Y esa idea era tan monstruosa y tan fascinante que sintió que se le acaloraba todo el cuerpo, a pesar del viento helado, y rió a carcajadas. Todo alrededor de ella, el Lugar y el desierto en torno, era silencioso y negro; el viento soplaba; no había luces en la Casa Grande. Una nieve tenue, invisible, pasaba con el viento.

«Si ha abierto la puerta de las piedras rojas por arte de hechicería, también puede abrir otras. Y puede escapar.»

Este pensamiento la desalentó un momento, pero no la convenció. Los Sin Nombre lo habían dejado entrar. ¿Por qué no? No podía traer ningún daño. ¿Qué daño hace un ladrón que no puede abandonar la escena del robo? Era dueño sin duda de poderes y encantamientos oscuros, fuertes todos, puesto que había llegado hasta allí; pero no iría mucho más lejos. Ningún sortilegio echado por un mortal podía ser más fuerte que la voluntad de los Sin Nombre, las presencias en las Tumbas, los Reyes cuyo Trono estaba vacío.

Echó a correr hacia la Casa Pequeña. Manan dormía en el portal, envuelto en la capa y en la andrajosa manta de pieles que eran su lecho de invierno. Arha entró sin hacer ruido, para no despertarlo, y sin encender ninguna lámpara. Abrió la puerta de una habitación diminuta, una especie de cubículo que había en el fondo del corredor. Hizo chispear un trocito de pedernal para que alumbrara cierta parte del suelo, y arrodillándose levantó una baldosa. Buscó con la mano hasta encontrar un trozo pequeño de tela gruesa y sucia. Lo apartó sin hacer ruido y se echó bruscamente hacia atrás; un rayo de luz había salido desde abajo iluminándole la cara.

Al cabo de un momento, con mucha cautela, miró por la abertura. Se había olvidado de la luz misteriosa que el intruso llevaba en la vara. Había llegado a pensar que lo oiría allá abajo, en la oscuridad. Había olvidado la luz, pero él estaba donde ella lo había supuesto; justo debajo de la mirilla, delante de la puerta de hierro que le impedía huir del Laberinto. Estaba de pie, con una mano en la cintura y la otra esgrimiendo la vara de madera, tan alta como él, en cuyo extremo ardía el tenue fuego fatuo. La cabeza, que Arha veía desde arriba, a unos dos metros, estaba un poco inclinada hacia un lado. Vestía como los peregrinos o los viajeros en invierno; una capa corta y gruesa, una túnica de cuero, polainas de lana y sandalias de cordones; un morral ligero y una cantimplora le colgaban de la espalda; en la cadera llevaba un cuchillo envainado. Estaba allí inmóvil como una estatua, tranquilo y pensativo.

Lentamente levantó la vara del suelo, y volvió el extremo luminoso hacia la puerta, que Arha no alcanzaba a ver. La luz cambió, se hizo más concentrada y clara, resplandeciente. Y el hombre habló en voz alta. La lengua que hablaba sonaba extraña a los oídos de Arha, pero aún más extraña le pareció la voz, profunda y resonante.

La luz de la vara se avivó, fluctuó, y se atenuó. Durante un momento se extinguió del todo y la figura del hombre desapareció en las sombras.

La fosforescencia malva reapareció, y Arha vio otra vez al hombre, que se apañaba de la puerta. El sortilegio de apertura le había fallado. Los poderes que aseguraban aquellos cerrojos eran más fuertes que cualquier magia.

El hombre miró en torno como si se preguntara: ¿Y ahora qué?

El túnel o corredor donde estaba tenía unos dos metros de ancho, con el techo a unos cuatro o cinco metros del suelo tosco. Las piedras de las paredes, aunque sin argamasa, estaban dispuestas con tanto cuidado y precisión que era difícil introducir la punta de un cuchillo entre las junturas. Las paredes estaban inclinadas hacia dentro y se unían arriba formando una bóveda.

No había nada más.

El hombre echó a andar. Una zancada, y Arha dejó de verlo. La luz se desvaneció. Arha se disponía a cubrir la mirilla con la tela y la baldosa cuando el haz de luz brotó otra vez del suelo. El hombre había regresado a la puerta. Quizás había comprendido que si se alejaba y entraba en el Laberinto era improbable que la volviera a encontrar.

Pronunció una sola palabra, en voz baja.

—Emenn —dijo, y luego otra vez, más fuerte—: ¡Emenn!

Y la puerta de hierro trepidó sobre las jambas. Y los ecos retumbaron graves como truenos, rodando por el túnel abovedado, y a Arha le pareció que el suelo temblaba debajo de ella.

Pero la puerta no se abrió.

El hombre se rió, una risa breve, como si pensara: ¡Qué manera de hacer el tonto! Y una vez más repasó las paredes de alrededor, y cuando levantó la cabeza, Arha vio una leve sonrisa en el rostro oscuro. Luego el hombre se sentó, se descolgó el morral, sacó un pedazo de pan seco y empezó a mascarlo. Destapó la cantimplora de cuero y la sacudió; parecía liviana, como si estuviera casi vacía. La volvió a tapar sin beber. Puso el morral en el suelo a guisa de almohada, se envolvió en el manto y se acostó. Tenía la vara en la mano derecha. Mientras se tendía de espaldas, la luz o fuego fatuo flotó separándose del extremo de la vara y colgó débilmente detrás de él. Tenía la manó izquierda sobre el pecho, cerrada, guardando algo que pendía de la pesada cadena que llevaba al cuello. Estaba cómodamente estirado, con las piernas cruzadas en los tobillos; su mirada errante subió por las paredes hasta el orificio de la bóveda y se alejó; suspiró y cerró los ojos. La luz se debilitó lentamente. Dormía.

La mano cerrada sobre el pecho se aflojó y resbaló al costado; y entonces Arha pudo ver el talismán que él llevaba en la cadena: parecía un trozo de metal en bruto, en forma de media luna.

El tenue resplandor de la magia se extinguió al fin. Ahora el hombre yacía en silencio y a oscuras.

Arha puso en la mirilla la tela y la baldosa, se levantó con cautela y se escabulló a su habitación. Se acostó y pasó largas horas despierta en la oscuridad, oyendo el rugido del viento, viendo siempre ante ella la luminosidad cristalina que había centelleado en la casa de la muerte, el suave fuego que ardía sin llama, las piedras de las paredes del túnel, el rostro plácido del hombre dormido…

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