TERCERA PARTE

19 Hermano y hermana, hermana y hermano

Día vigesimotercero, mes de Mishamont, año 352 DC

A primera hora de la mañana, Iolanthe y Raistlin recorrieron los corredores de la magia para llegar al Alcázar de Dargaard. Ambos emergieron la única habitación del alcázar en ruinas que era habitable: el alojamiento de Kitiara. Incluso allí, Raistlin apreció manchas negras en las paredes, recuerdo del fuego que había asolado el alcázar tanto tiempo atrás.

Los cristales de las ventanas emplomadas habían estallado y jamás se habían restituido. Un viento helado se colaba a través de lo que habían sido hermosas celosías, como el aliento que silba entre unos dientes podridos. Raistlin miró por la ventana y vio un paisaje desolado de muerte y destrucción. Guerreros espectrales con rostros de fuego mantenían una estremecedora vigilia, recorriendo los parapetos que habían lucido orgullosos el color encarnado de la rosa y se habían teñido del cruento rojo de la sangre.

Según decía la leyenda, el Alcázar de Dargaard había sido una de las maravillas del mundo. Su diseño había querido recordar el emblema de la familia, la rosa. Las paredes de piedra imitaban la forma de los pétalos y antaño habían resplandecido bajo el sol de la mañana. Las torres rojas, a imagen de las rosas, apuntaban orgullosas al cielo azul. Pero la rosa se había marchitado, su esencia había sido destruida por las pasiones oscuras del caballero. El fuego, la muerte y el deshonor mancharon los muros encarnados. Las torres desmoronadas quedaron atrapadas entre nubes de tormentas. Se decía que Soth se había envuelto a sí mismo y a su alcázar en una tempestad perpetua, pues había decidido ocultar el sol para proteger sus ojos de la luz, que tan odiosa se había vuelto para él.

Raistlin miró largamente los despojos de un hombre noble, cuya incapacidad para controlar sus pasiones le había empujado a la ruina, y se sintió agradecido al dios que lo había bendecido al nacer y le había concedido verse libre de tal debilidad.

Apartó los ojos de aquella vista desazonadora y los volvió hacia su hermana. Kitiara estaba sentada en su mesa, redactando algunas órdenes que no podían esperar. Había pedido a sus visitantes que tuvieran paciencia hasta que hubiera terminado.

Raistlin aprovechó la oportunidad para observarla. Había visto a Kit un momento en Flotsam, pero no podía tenerse en cuenta, porque en aquella ocasión su hermana montaba su Dragón Azul y llevaba la armadura y el casco propios de una Señora del Dragón. Habían pasado cinco años desde la última vez que habían estado juntos, cuando habían prometido volver a encontrarse en la posada de El Último Hogar, promesa que Kit no había cumplido. Raistlin, que había cambiado más allá de lo imaginable en esos cinco años, se sorprendió al ver que su hermana seguía igual.

Kitiara era delgada y ágil, y tenía el cuerpo fibrado y musculoso propio de un guerrero. Aunque ya pasaba de la treintena, estaba igual que a los veinte años. Su maliciosa sonrisa seguía resultado irresistible. Los rizos cortos y negros le enmarcaban la cara, tan brillantes e indómitos como cuando era joven. Su rostro estaba limpio, no lo surcaban arrugas de penas ni de alegrías.

Ninguna emoción había afectado nunca demasiado a Kitiara. Aceptaba la vida tal como se presentaba, exprimía cada momento y al instante lo olvidaba para vivir el siguiente. No se arrepentía jamás. Raramente pensaba en los errores del pasado. Su mente siempre estaba demasiado ocupada en urdir planes para el futuro. Desconocía el aguijón de la conciencia o el estorbo de la moral. La única grieta en su armadura, su único punto débil, era su obsesión por Tanis, el semielfo, el hombre al que no había querido hasta que él le había dado la espalda y se había alejado.

Iolanthe paseaba nerviosamente por la habitación, con los brazos cruzados bajo de capa. La estancia estaba gélida y la hechicera temblaba, aunque quizá no se debiera tanto al frío como al miedo. Había insistido en que tenían que llegar a primera hora del día para poder irse antes del atardecer. Raistlin no se cansaba de observar a Kit, que seguía peleándose con la misiva.

Escribir nunca había sido una tarea fácil para Kitiara. Siempre le habían atraído la acción y las aventuras y pronto perdía el interés, así que no había sido buena estudiante. Además, nunca había tenido la oportunidad de ir a la escuela. Rosamun, su madre, no había sabido sobrellevar el don. Para ella, el don se convirtió en una enfermedad. Después de que nacieran los gemelos, había navegado a la deriva en una marea de sueños y fantasías extravagantes, y apenas conservaba la cordura. Cuando murió su marido, Rosamun se alejó de la última parcela de realidad que habitaba y que la había salvado de la locura en la que acabó por hundirse. Kit se había encargado de criar a sus dos hermanos pequeños. Se había quedado junto a los niños hasta que decidió que ya eran lo suficientemente mayores para cuidar de sí mismos. Entonces se fue y dejó que los hermanos se valiesen por sí mismos.

Sin embargo, Kitiara no había olvidado a sus medio hermanos. Unos años más tarde, había regresado a Solace para comprobar cómo les iba. Fue entonces cuando conoció a su amigo Tanis, el semielfo. Ambos se entregaron a una apasionada aventura. Ya entonces, Raistlin se había dado cuenta de que esa relación no podía acabar bien.

La última vez que Raistlin la había visto, Kitiara volaba a lomos de su Dragón Azul, Skie, y él navegaba en un barco hacia su destino en el Mar Sangriento. Caramon había arrancado a Tanis la confesión de que había estado perdiendo el tiempo con Kit en Flotsam, que había traicionado a sus amigos por la Señora del Dragón. Raistlin recordó a Caramon, enfurecido, lanzando un sinfín de acusaciones a Tanis mientras el barco era arrastrado al corazón de la tormenta.

«—Así que ahí era donde estabas. Con nuestra hermana, ¡la Señora del Dragón!...»

«Sí, la amaba —había contestado Tanis—. No espero que tú lo entiendas.»

Raistlin dudaba mucho que Tanis se entendiera a sí mismo. Era como el hombre que nunca sacia su sed de aguardiente enano. Kitiara lo intoxicaba y el semielfo no lograba limpiar su organismo de su veneno. Había sido su ruina.

Kitiara iba vestida para ir al combate. Llevaba la espada, calzaba las botas, se cubría con la armadura de escamas de Dragón Azul y en los hombros lucía una capa azul. Estaba totalmente concentrada en su trabajo, inclinada sobre la mesa como un niño al que obligan en la escuela a terminar un ejercicio odiado. Su cabeza, cubierta por una maraña de rizos negros, casi rozaba el papel. Se mordía el labio y fruncía el entrecejo. Escribía, sin dejar de murmurar, después tachaba lo escrito y volvía a empezar.

Al final, Iolanthe, consciente de que el tiempo iba pasando, carraspeó.

Kitiara levantó la mano del papel.

—Sé que estás esperando, amiga mía. —Kit estornudó. Se frotó la nariz y estornudó de nuevo—. ¡Es ese perfume repugnante que llevas! ¿Qué haces? ¿Te bañas en él? Dame un momento. Estoy a punto de terminar. Vaya, ¡en nombre del Abismo! ¡Mira lo que he hecho!

Con las prisas, Kit había pasado la mano por la hoja y emborronado la última frase que había escrito. Entre juramentos tiró la pluma, y la tinta se derramó por el papel, lo que acabó de estropear su esforzado trabajo.

—¡Desde que ese idiota de Garibaus consiguió que lo mataran, yo misma tengo que escribir todas las órdenes!

—¿Y tus draconianos? —preguntó Iolanthe, lanzando una mirada hacia la puerta cerrada, a través de la que podía oírse el roce de las garras y las voces ahogadas de los escoltas de Kit. Los draconianos estaban rezongando. Por lo visto, hasta los lagartos se encontraban a disgusto en el Alcázar de Dargaard.

Raistlin se preguntaba cómo podía soportar Kit vivir allí. Quizá, como todo lo demás en su vida, la tragedia y el horror que envolvían el Alcázar de Dargaard le resbalaran, como los patinadores que se deslizan sobre el hielo.

Kitiara sacudió la cabeza.

—Los draconianos son buenos guerreros, pero unos chapuceros como escribanos.

—Quizá yo pueda serte de ayuda, hermana —propuso Raistlin con su suave voz.

Kitiara se volvió para mirarlo.

—Ay, hermanito. Me alegra ver que sigues vivo. Pensaba que habías muerto en El Remolino.

«No gracias a ti, hermana», habría querido responder Raistlin con ironía, pero se quedó callado.

—Tu hermanito le sacó cien monedas de acero a Ariakas por venir a espiarte —dijo Iolanthe.

—¿De verdad? —Kitiara esbozó su sonrisa pícara—. Bien hecho.

Las dos mujeres se echaron a reír con aire confabulador. Raistlin sonrió entre las sombras de su capucha, que no se quitaba a propósito, para poder observar sin ser observado. Se sintió satisfecho al ver comprobadas sus sospechas sobre Iolanthe. Decidió probar qué más lograba descubrir.

—No lo entiendo —dijo, paseando la mirada de una mujer a otra—. Pensaba que...

—Pensabas que Ariakas te había contratado para que me espiaras —terminó la frase Kitiara por él.

—Eso era precisamente lo que queríamos que pensaras —dijo Iolanthe.

Raistlin meneó la cabeza, como si estuviera realmente perplejo, aunque en realidad lo había sospechado todo.

—Te lo explicaré más tarde —dijo Kit—. Como ya te he dicho, me alegré al saber por Iolanthe que seguías vivo. Tenía miedo de que tú, Caramon y los demás hubierais muerto en El Remolino.

—Yo escapé —explicó Raistlin—. Los demás no. Murieron en el Mar Sangriento.

—Entonces no sabes que... —empezó a decir Kitiara, pero se detuvo.

—¿No sé el qué? —preguntó Raistlin con aspereza.

—Tu hermano no murió. Caramon sobrevivió, al igual que Tanis y esa camarera pelirroja cuyo nombre nunca logro recordar, lo mismo que esa otra mujer del bastón de cristal azul y el bruto de su marido.

—¡Es imposible! —exclamó Raistlin.

—Te lo prometo —contestó Kitiara—. Ayer estaban todos en Kalaman. Y según mis espías, allí se reunieron con Flint, Tas y esa elfa Laurana. Tú también la conocías, creo.

Kit siguió hablando sobre Laurana, pero Raistlin no estaba escuchándola. Menos mal que la capucha le tapaba el rostro, pues todo le daba vueltas y bailaba ante sus ojos como si fuera un vulgar borracho. Había estado tan seguro de que Caramon estaba muerto... Se había convencido a sí mismo, repitiéndoselo una y otra vez, todas las mañanas, todas las noches... Cerró los ojos para que la habitación dejara de darle vueltas y se agarró a los reposabrazos de la silla para mantener el equilibrio.

«¿Qué me importa que Caramon esté vivo o muerto? —se preguntó Raistlin, apretando los dedos sobre la madera—. Para mí, es lo mismo.»

Pero no lo era. En lo más profundo de su ser, una parte de sí mismo débil y que siempre había despreciado, una parte que siempre había tratado de eliminar, sentía ganas de llorar.

Kitiara estaba mirándolo, esperando que le respondiera a algo que Raistlin ni siquiera había oído.

—No sabía que mi hermano estuviera vivo —dijo Raistlin, luchando consigo mismo para mantener su emociones a raya—. Es raro que estuviera en Kalaman. Esa ciudad queda al otro extremo del mundo desde Flotsam. ¿Cómo llegó allí nuestro hermano?

—No pregunté. No era el momento ni el lugar para celebrar una reunión familiar —repuso Kitiara, riéndose—. Estaba demasiado ocupada diciendo al populacho lo que tendría que hacer para rescatar a su Áureo General.

—¿Quién es ése? —preguntó Raistlin.

—Laurana, la elfa.

—Ah, sí —repuso Raistlin—. Cuando estaba en Palanthas oí que los caballeros la habían elegido. Parece que fue una decisión acertada. Ha estado cosechando victorias.

—Pura chiripa —dijo Kitiara, enojada—. Ya he puesto fin a sus victorias. Ahora es mi prisionera.

—Y ¿qué piensas hacer con ella?

Kitiara se quedó en silencio.

—Pienso utilizarla para hacerme con la Corona del Poder —dijo al fin—. Les dije a los habitantes de Kalaman que si querían recuperarla, debían entregar a Berem, el Hombre Eterno.

Raistlin empezaba a entenderlo todo. Recordó al hombre al timón del barco. El hombre que había dirigido la embarcación hacia el Mar Sangriento. Un viejo de mirada joven.

—Berem está con Tanis, ¿verdad?

Kit lo miró, sorprendida.

—¿Cómo lo has sabido?

Raistlin se encogió de hombros.

—Sólo ha sido una corazonada. ¿Crees que Tanis intercambiará a Berem por Laurana?

—Estoy segura —dijo Kitiara—. Y yo intercambiaré a Berem por la corona.

—Así que ése es tu plan secreto. ¿Dónde están ahora Tanis y mi hermano?

—Intentando encontrar la forma de rescatar a la elfa. Mis espías les seguían la pista, pero los perdieron, aunque encontraron a alguien que recordaba a un kender parecido a Tasslehoff y que andaba preguntando cómo llegar a un lugar llamado La Morada de los Dioses.

—Morada de los Dioses... —repitió Raistlin con aire pensativo.

—¿Has oído hablar de ese sitio?

Raistlin negó con la cabeza.

—Me temo que no.

Pero claro que había oído hablar de él. La Morada de los Dioses era un lugar sagrado, dedicado a los dioses. No estaba dispuesto a compartir esa información con su hermana. El conocimiento era poder. Se preguntó por qué Tanis, su hermano y los demás se dirigirían allí.

—Se dice que se encuentra en algún lugar cerca de Neraka, en las montañas Khalkist —prosiguió Kit—. Tengo patrullas en su busca. No tardarán en encontrarlos y Tanis me conducirá hasta Berem.

—¿Por qué es tan importante ese hombre? —quiso saber Raistlin—. ¿Por qué anda medio ejército en su busca? ¿Qué hace que sea tan valioso como la Corona del Poder?

—No necesitas saberlo.

—Si quieres mi ayuda, sí necesito saberlo.

—Mi hermanito es un cabrón que siempre piensa en sí mismo. —Kitiara le dedicó una sonrisa—. Pero así fue como te eduqué. Te contaré una historia.

Acercó una silla y se sentó. Como sólo había dos sillas en la habitación, Iolanthe se acomodó en la cama, con las piernas cruzadas.

»Esta historia va a parecerte muy interesante —dijo Kitiara, esbozando una sonrisa maliciosa—. Es sobre dos hermanos, y uno de ellos mata al otro.

Si esperaba alguna reacción por parte de Raistlin, Kitiara debió de sentirse decepcionada. El hechicero permaneció inmóvil en su silla, esperando.

»Según la leyenda, ese hombre llamado Berem y su hermana iban caminando y se encontraron con una columna caída, cubierta de piedras preciosas, unas gemas únicas. Los dos hermanos eran pobres y el hombre, Berem, decidió robar una esmeralda. Su hermana quiso impedírselo y, resumiendo, él le dio un golpe en la cabeza.

—La hermana se cayó y se golpeó la cabeza con una piedra —la corrigió Iolanthe.

Kitiara hizo un gesto con la mano.

—Da igual. Lo que importa es que Berem terminó maldito por los dioses y con la esmeralda incrustada en el pecho. Desde entonces, vaga por el mundo, intentando escapar de su culpa. Mientras tanto, su hermana lo perdonó y su bondadoso espíritu entró en la piedra. Cuando Takhisis quiso entrar en el mundo por ella, no pudo. Su entrada estaba cerrada.

Raistlin se habría mostrado escéptico ante una historia tan difícil de creer, a no ser porque había visto con sus propios ojos la esmeralda incrustada en el pecho de Berem.

«No me equivocaba —pensó el hechicero—. Takhisis no puede entrar en el mundo con todo su poder. Mejor. Si no, esta guerra habría terminado antes de empezar.»

—La columna caída es la Piedra Angular del Templo de Istar —aclaró Iolanthe—. Takhisis la encontró y la llevó a Neraka para construir su templo alrededor. Busca a Berem para destruirlo, pues si se une a su hermana, la puerta del Abismo se cerrará.

—¿Y qué se espera de mí en toda esta historia? —preguntó Raistlin—. ¿Por qué involucrarme en algo así? Parece que vosotras ya habéis pensado en todo.

Kitiara miró a Iolanthe con los ojos sombreados por largas pestañas. Esa mirada no iba dirigida a ella en realidad. Con esa mirada intentaba decir a Raistlin «Tú y yo hablaremos sobre este tema en privado». Kitiara cambió de tema.

—¿Tienes mucha prisa por marcharte? Hace años que no te veo. Dime, ¿qué piensas de esa elfa?

—Kitiara —dijo Iolanthe en tono de advertencia—, las paredes tienen oídos. Eso incluye las paredes chamuscadas.

Kit no le hizo caso.

—Todo el mundo pone su belleza por las nubes. Es tan pálida como un pan empapado en leche. Pero cuando yo la vi fue en la Torre del Sumo Sacerdote, justo después de la batalla. No estaba en su mejor momento.

—Kitiara, tenemos asuntos más importantes de los que... —empezó a decir Iolanthe, pero Kit le hizo callar.

—¿Que piensas de ella? —insistió Kit.

¿Qué pensaba Raistlin sobre Laurana? Que era la única belleza que quedaba para él en el mundo. Ni siquiera la maldición que le nublaba la vista, por la cual veía todas las cosas viejas, marchitas y sin vida, había logrado alterar esto. Los elfos eran muy longevos y la edad trataba con delicadeza a la doncella elfa. Los años no hacían más que realzar su belleza, si es que eso era posible.

Laurana se sentía un poco intimidada ante su presencia, un poco asustada. Sin embargo, había confiado en él. Raistlin no sabía por qué, pero parecía que ella veía algo en él invisible para los demás, algo que ni siquiera él lograba descubrir. La había amado... No, amar no era la palabra, la había ansiado, como un hombre acosado por la sed y perdido en el desierto ansia un sorbo de agua fresca.

—Ella es todo lo que tú eres, hermana, y todo lo que no eres —contestó Raistlin en voz baja.

Su hermana se echó a reír, satisfecha. Se lo tomó como un cumplido.

—Kitiara, tengo que hablar contigo —dijo Iolanthe, al límite de su paciencia—. En privado.

—Quizá yo pueda terminar de escribir la carta por ti —sugirió Raistlin.

Kitiara le hizo un gesto y ella se acercó a la ventana. Allí, Iolanthe y ella juntaron las cabezas y empezaron a hablar con tonos apagados.

Raistlin se sentó. Dejó el Bastón de Mago al alcance de la mano. Con la mente en otra parte, empezó a copiar mecánicamente las palabras escritas en el papel emborronado y lleno de tachones en una hoja en limpio. Escribía con suavidad y destreza, con una letra mucho más legible que la de Kit.

Mientras trabajaba, se apartó disimuladamente la capucha para intentar oír lo que hablaban las dos mujeres. Sólo entendió algunas palabras, pero las suficientes para hacerse una idea general del tema que trataban.

—... Ariakas sospecha de ti... Por eso mandó a tu hermano... Tenemos que pensar en algo que decirle...

Raistlin siguió con la carta. Concentrado en la conversación ajena, apenas había prestado atención a las palabras que estaba escribiendo, hasta que un nombre se iluminó y dejó el resto de la hoja sumido en la oscuridad.

«Laurana.» Las órdenes trataban sobre ella.

Raistlin se olvidó por completo de Kit e Iolanthe. Todo su ser se concentró en la carta y repasó lo que había escrito. Kit enviaba la misiva a un subordinado, al que le decía que las órdenes habían cambiado. Ya no tenía que llevar a la «cautiva» al Alcázar de Dargaard. Debía conducirla directamente a Neraka. El subordinado tenía que asegurarse de que Laurana siguiera viva e ilesa, al menos hasta que se hubiera realizado el intercambio por el Hombre Errante. Después, cuando Kitiara estuviera en posesión de la corona, Laurana se ofrecería como sacrificio ante la Reina Oscura.

Raistlin se quedó pensando. Kitiara tenía razón. No cabía duda de que Tanis iría a Neraka para intentar salvar a Laurana. ¿Había alguna forma de que Raistlin pudiera ser de ayuda? Kitiara lo quería allí por algún motivo, pero no lograba descubrir cuál. No lo necesitaba para capturar a Berem. La conspiración estaba muy avanzada y no quedaba nada que él pudiera hacer. Ariakas lo había enviado para traicionar a Kit. La Luz Oculta lo había enviado para traicionar a Kit y a Ariakas. Iolanthe tenía preparado algún complot por su cuenta. Todos tenían el puñal preparado, listos para clavarlo en la espalda que hiciera falta. Raistlin se preguntó si no acabarían matándose entre sí.

Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por unas fuertes pisadas que resonaban sobre el suelo de piedra. Iolanthe se quedó pálida como una muerta.

—Debo irme —anunció apresuradamente, envolviéndose en su capa—. Raistlin, ven a verme cuando vuelvas a Neraka. Tenemos muchas cosas de las que hablar.

Antes de que pudiera decir nada, Iolanthe lanzó la arcilla mágica contra la pared, se coló por el portal antes siquiera de que hubiera acabado de abrirse y lo cerró rápidamente tras de sí.

Las pisadas se acercaban, lentas, resueltas, osadas. El aire de la habitación se volvió gélido como la muerte.

—Estás a punto de conocer al señor del Alcázar de Dargaard, hermanito —dijo Kitiara, intentando dedicarle una de sus sonrisas maliciosas, pero Raistlin vio que se borraba de sus labios antes de nacer.

20 El Caballero de la Rosa Negra. El reloj de estrellas

Día vigesimotercero, mes de Mishamont, año 352 DC

La frialdad de la muerte reptaba por el suelo, se filtraba por las grietas de las paredes de piedra, exhalaba su aliento por las ventanas rotas. Raistlin tembló envuelto por aquella gelidez espectral, dejó la pluma en la mesa y escondió las manos en las mangas de la túnica para calentárselas. Se levantó para estar preparado.

—Soth es atroz —dijo Kitiara, con la mirada clavada en la puerta—. Pero no te hará daño mientras estés bajo mi protección.

—No necesito tu protección, hermana —contestó Raistlin, molesto por el tono paternalista con que le había hablado.

—Simplemente ten cuidado, ¿entendido, Raistlin? —repuso Kitiara ásperamente.

Se quedó sorprendido. Era muy raro que lo llamase por su nombre.

»Soth podría matarnos a los dos con una sola palabra —añadió Kitiara en un tono más suave.

La puerta se abrió y entró el terror.

El Caballero de la Muerte se quedó en el umbral. Resultaba imponente con aquella armadura de un caballero solámnico de la época del alzamiento de Istar. Era una armadura hermosamente trabajada y que antaño había brillado con orgullo plateado. Ennegrecida y manchada de sangre, sólo quedaría limpia si se lavaba con las aguas de la redención, pero Soth no tenía el menor anhelo de encontrar el perdón. De los hombros le caía una capa negra, un harapo cubierto de sangre.

Por las rendijas del yelmo se adivinaba el resplandor carmesí de sus ojos, enrojecidos por la pasión que no había podido controlar y que había sellado su destino. Lanzaba su ira contra su sino, contra los dioses; incluso contra sí mismo, en algunos momentos. Únicamente con las sombras de la noche, cuando las banshees entonaban para él el cántico lastimero de su propia caída, el fuego abrasador de su mirada quedaba reducido a las brasas incandescentes del amargo remordimiento. Cuando el canto se apagaba con la llegada de un nuevo día, la ira de Soth se avivaba de nuevo.

Raistlin había recorrido muchos lugares oscuros a lo largo de su vida, quizá ninguno más tenebroso que su propia alma. Se había sometido a la temida Prueba de la torre. Había atravesado el Bosque Oscuro. Se había quedado atrapado en la pesadilla que era Silvanesti. Había sido prisionero en las mazmorras de Takhisis. En todos aquellos lugares había tenido miedo. Pero cuando miró el fuego infernal que consumía la mirada del Caballero de la Muerte, Raistlin sintió un miedo tan abrumador, tan paralizador, que creyó que podría morir de terror.

Podía aferrarse al Orbe de los Dragones, pronunciar las palabras mágicas y desaparecer tan rápido como había hecho Iolanthe. Estaba buscando con dedos temblorosos el orbe, cuando se dio cuenta de que Kitiara lo observaba.

Los labios de su hermana se curvaron. Estaba poniéndolo a prueba, provocándolo como cuando era un niño y quería que aceptara un reto.

La furia actuó en Raistlin como si fuera una poción y le devolvió la valentía y la capacidad de pensar. Se dio cuenta de algo de lo que se habría podido percatar antes si no hubiera sentido tal pavor: el miedo era mágico, un hechizo que Soth había lanzado sobre él.

Ojo por ojo. No era el único que podía jugar a ese juego.

—¡Delu solisar! —dijo Raistlin sin perder un momento. Soltó el orbe y levantó la mano para trazar una runa en el aire.

La runa se envolvió en llamas y brilló intensamente. Los hechizos rivales quedaron suspendidos en el aire, temblorosos. Kitiara observaba la escena, con una mano en la cadera y la otra aferrada a la empuñadura de su espada. Estaba disfrutando con el enfrentamiento.

La magia de Soth se quebró. Raistlin detuvo su hechizo. La runa abrasadora desapareció, dejando una sombra azulada y una voluta de humo.

Kitiara asintió en señal de aprobación.

—Lord Soth, Caballero de la Rosa, tengo el honor de presentarte a Raistlin Majere. —Kitiara, en parte burlona y en parte orgullosa, añadió—: Mi hermanito.

Raistlin hizo una reverencia para corresponder a la presentación y después levantó la cabeza y se irguió cuan alto era, obligándose a mirar a las rendijas de los ojos del yelmo del Caballero de la Muerte. Miró fijamente las llamas que consumían esa alma atormentada, aunque su mera visión hacía estremecerse horrorizada al alma de Raistlin.

—Eres muy diestro con la magia para ser tan joven —dijo lord Soth. Su voz sonaba hueca y profunda, con ecos de una ira eterna, de un remordimiento sin consuelo.

Raistlin volvió a hacer una reverencia. Todavía no estaba seguro de poder pronunciar palabra alguna.

—Proyectas dos sombras, Raistlin Majere —dijo de repente el Caballero de la Muerte—. ¿Por qué?

Raistlin no tenía la menor idea de a qué se refería.

—No proyecto ni una sola sombra en este lugar espantoso, mi señor, mucho menos dos.

Los ojos de color carmesí del Caballero de la Muerte parpadearon.

—No hablo de sombras proyectadas por el sol —aclaró lord Soth—. Habito dos planos. Estoy obligado a morar en el plano de los vivos y condenado a morar en el plano de los muertos que no pueden morir. Y en ambos veo tu sombra más oscura que la oscuridad.

Raistlin lo comprendió.

Kitiara no entendía lo que Soth quería decir.

—Raistlin tiene un hermano gemelo... —empezó a decir.

—Ya no —la interrumpió Raistlin, lanzándole una mirada airada. A veces podía ser tan tonta como Caramon.

Tras el hechizo, el miedo y las intrigas, de repente Raistlin se sintió desfallecer.

—Me trajiste aquí porque necesitabas mi ayuda, hermana. Os he jurado lealtad a ti y a Takhisis. Si deseas que te sirva de alguna otra forma, dime cómo puedo hacerlo. Si no, permite que me vaya.

Kitiara miró a lord Soth.

—¿Qué crees?

—Es peligroso —contestó Soth.

—¿Quién? ¿Raistlin? —se burló Kitiara, sorprendida y divertida al mismo tiempo.

—Será tu sino. —El Caballero de la Muerte miraba fijamente a Raistlin, las llamas danzaban en sus ojos.

Kitiara vaciló. Miraba a Raistlin y, con el ceño fruncido, repiqueteaba los dedos en la empuñadura de su espada.

—¿Quieres decir que debería matarlo?

—Quiero decir que no deberías intentarlo —dijo Raistlin, paseando la mirada de uno a otro. Tenía un trozo de ámbar entre los dedos.

Kitiara clavó la mirada en él y de pronto se echó a reír.

—Ven conmigo —dijo, y cogió una antorcha encendida que colgaba de la pared—. Tengo que enseñarte una cosa.

—¿Y él? —preguntó Raistlin sin moverse de donde estaba.

El Caballero de la Noche se había acercado a la ventana. Paseó la mirada por la desolación que se extendía a sus pies.

—Se acerca el atardecer —dijo Kitiara—. Soth tiene cosas que hacer. Démonos prisa —añadió, estremecida—. Preferirás no estar cerca.

El lamento era lejano, pero el sonido aterrador y penetrante se clavó en Raistlin y le atravesó el corazón. Frenó sus pasos, giró la cabeza, y recorrió con la mirada el pasillo. El canto era horrendo, pero sentía que algo le obligaba a escucharlo.

Kitiara lo cogió por la muñeca.

—¡Tápate los oídos! —le advirtió.

—¿Qué es? —preguntó Raistlin. Sintió que se le erizaba el vello.

—Las banshees. Las elfas que lo acompañan en su maldición. Su sino es cantar para él todas las noches, recitar la historia de sus crímenes. Él se sienta en la habitación donde murieron su esposa y su hijo, contempla las manchas de sangre en el suelo y escucha.

Apretaron el paso y recorrieron apresuradamente el pasillo. El cántico lúgubre no los abandonaba. El lamento golpeaba a Raistlin con alas negras y lo desgarraba con zarpas afiladas. Intentó taparse las orejas con las manos, pero el cántico resonaba en su sangre. Vio que Kitiara estaba muy pálida y sudaba.

—Todas las noches es igual. No logro acostumbrarme.

De repente, el pasillo por el que iban moría en una pared. Raistlin supuso que no habrían recorrido toda esa distancia para nada y esperó pacientemente a ver qué pasaba.

Kit le tendió la antorcha para que la sujetase. Raistlin podría haberse ofrecido para utilizar la luz de su bastón, pero no le gustaba descubrir su poder a la gente a no ser que hubiera una buena razón. Levantó la antorcha para que Kitiara pudiera ver lo que hacía.

Kitiara apoyó la mano izquierda en una piedra del muro y la derecha sobre otra, y apretó una tercera piedra del suelo con el pie. Por pura costumbre, Raistlin anotó mentalmente la situación exacta de cada piedra. En lo más profundo de sí deseaba no tener que volver jamás al Alcázar de Dargaard, pero nunca se podía estar seguro. Rechinando sobre sus goznes, la pared, que en realidad era una puerta, se abrió lentamente. Kit, de un salto, se metió en la oscuridad que los esperaba al otro lado. Raistlin miró en derredor y la siguió con cautela.

Kitiara puso la mano en una piedra del otro lado y la puerta se cerró. El lamento de las banshees casi se apagó. Kitiara y Raistlin compartieron un suspiro de alivio.

Kitiara le cogió la antorcha y echó a caminar por delante, alumbrando sus pasos. Una escalera de caracol excavada en la roca, cerrada entre toscas paredes de piedra, se hundía en las entrañas de la tierra. Kitiara bajaba rápidamente, y el repiqueteo de sus botas sobre la piedra acababa de ahogar el lamento distante de las banshees. Raistlin la siguió. Se fijó en que la escalera no estaba quemada ni había rastro de humo o muerte.

—Esta obra es nueva —dijo, pasando la mano por la piedra. Los dedos se le cubrieron de polvo—. Se ha construido hace poco.

—Lo ha hecho nuestra reina —contestó Kitiara.

Raistlin dejó de caminar.

—¿Dónde me llevas? ¿Qué hay ahí abajo?

Kitiara le sonrió con malicia.

—¿Quizá prefieras volver a subir para escuchar los cánticos?

Raistlin siguió bajando. La escalera, con los cuarenta y cinco escalones que contó, llevaba a una puerta de impenetrable acero. Raistlin se quedó mirándola, impresionado. Sólo aquella puerta valía toda la riqueza de Neraka. No podía imaginar siquiera el tesoro que guardaría al otro lado.

Kitiara apoyó la mano derecha, con la palma abierta, en el centro de la puerta, cuya superficie era perfectamente lisa. Raistlin no veía que tuviera ni una sola marca. Kit pronunció una única palabra: «Takhisis.» Bajo su mano destelló una luz blanca. Volvió a invocar el nombre de la Reina Oscura y brilló una luz verde. Kitiara repitió el nombre tres veces más y en las tres ocasiones la luz cambió de color, pasando del rojo al azul y después al negro.

Se iluminó el perfil de un dragón de cinco cabezas, grabado en la puerta, y ésta se elevó lenta y silenciosamente, hasta que desapareció en el techo.

Kitiara hizo un gesto a Raistlin para que entrara. Él se quedó fuera, mirándola fríamente.

—Tú primero.

Kitiara se rió y sacudió la cabeza, luego pasó delante de él. Mantenía la antorcha en alto, para que pudiera verse bien la cámara. La llama iluminó las paredes excavadas en la roca. La cripta no era demasiado grande, tendría unos veinte pasos por veinte. El techo era bajo. Raistlin podría tocarlo con la mano si estiraba el brazo.

En la cripta sólo había tres objetos: un reloj de arena en un armazón de oro, el pedestal de oro que lo sostenía y una vela con rayas rojas numeradas en intervalos regulares, desde el uno hasta el veinticuatro. La vela contaba las horas del día. Casi se había consumido.

Raistlin seguía sin confiar en Kitiara, pero la curiosidad se impuso a la precaución. Entró en la cámara y se acercó al reloj de arena para estudiarlo. No necesitaba conjurar un hechizo para darse cuenta de que estaba encantado.

La parte superior del reloj estaba llena de arena; en la inferior reinaba la oscuridad, impenetrable y eterna. Raistlin lo observó con más atención y vio que un grano de arena estaba atrapado en el estrecho paso que dividía las dos partes. El grano no había caído. Cortaba el paso al resto de los granos de arena, que no podían pasar a la mitad inferior.

—Está atascado —dijo Raistlin.

—¡Espera! —exclamó Kitiara en un susurro.

—¿A qué?

—A la Vigilia Oscura —repuso Kitiara.

Raistlin observó como la llama de la vela consumía la cera y derretía la parte blanca hasta llegar a la raya roja que marcaba el final del día. Cuando la banda roja empezó a fundirse, miró el reloj de arena y contuvo el aliento.

El único grano de arena atrapado en el cuello estrecho que comunicaba las dos partes empezó a brillar. El grano se iluminó y, como si fuera una estrella, cayó al fondo del reloj. Centelleó un momento en la negrura y después la luz se debilitó y acabó por apagarse. Otro grano minúsculo bajó por el cuello estrecho y se quedó cerrándolo.

Kitiara sustituyó la vela que marcaba las horas por otra nueva y la encendió con la llama agonizante de la anterior. La llama se encendió, intensa y firme, en la atmósfera inmóvil de la cripta.

—¿Qué es esto? —preguntó Raistlin con la voz timbrada por el asombro.

—El Reloj de Arena de las Estrellas —dijo Kitiara—. Empezó a contar el tiempo el primer día de la creación. Cuando se termine la arena, el tiempo llegará a su fin.

Raistlin ansiaba acariciar la superficie brillante del cristal, pero mantuvo las manos entrelazadas bajo las mangas de la túnica. Había que ser precavido con los objetos mágicos.

—¿Y qué hace aquí? ¿Cómo se hizo con él Takhisis?

—Ella lo creó —contestó Kitiara.

—¿Qué tiene que ver todo esto con Ariakas?

—Nada.

Raistlin la miró, perplejo.

—Sí, ya sé que eso fue lo que le dije a Iolanthe. Tenía que decirle algo que le hiciera traerte, pues de lo contrario sospecharía algo. ¿Cómo crees que escapó esa hechicera, Ladonna? Iolanthe la ayudó. Esa bruja no es de confianza, hermanito.

Raistlin no se sorprendió. Todo encajaba con sus propias sospechas.

—Yo no confío en ella —dijo Raistlin—. No confío en nadie.

—¿Ni siquiera en mí? —quiso saber Kitiara con un tono juguetón. Alargó la mano como si quisiera echarle el pelo hacia atrás, como hacía cuando era un niño y lo consumía la fiebre.

Raistlin se echó hacia atrás para esquivar su caricia.

—¿Por qué estoy aquí? ¿Qué quieres de mí?

Kitiara bajó la mano y la apoyó en la parte superior del armazón del reloj de arena.

—El Ladino. Así te llamaban. Tal vez por eso siempre fuiste mi preferido. Parece que Nuitari ha traicionado por última vez a su madre. Takhisis ha decidido librarse del dios de la magia y de sus dos primos traidores. Va a traer tres dioses nuevos, los dioses del gris. Responderán directamente ante su reina y ella les concederá la magia.

Raistlin se tambaleó, como si acabaran de propinarle un puñetazo en la cara. Si no hubiera tenido el apoyo del bastón, se habría desplomado. Cualquier pensamiento de rescatar a Laurana se borró de su mente. Tenía que pensar en sí mismo. Corría un peligro de muerte. Kit estaba hablando de destruir a los dioses de la magia, acabar con la magia, que para él era su vida.

Podía sentir a la Reina Oscura muy cerca de él. Podía sentir su aliento en la nuca. Oyó la voz como la había oído en su altar del Palacio Rojo.

«¡Sírveme! ¡Inclínate ante mí!»

Ésa era su forma de castigarlo por su desobediencia. Tendría que tener cuidado con ella, mucho cuidado.

—Una idea interesante —comentó Raistlin fríamente—. Eliminar tres dioses no puede ser fácil, ni siquiera para Takhisis. ¿Cómo piensa conseguirlo?

—Con tu ayuda, hermanito. —La mirada de Kitiara se perdió en la llama de la vela—. Mañana por la noche, en la Noche del Ojo, los hechiceros más poderosos de Ansalon se reunirán en un mismo lugar: la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. Tú vas a destruir la torre y a aquellos que estén en ella.

—¿Y si me niego? —preguntó Raistlin.

—¿Por qué ibas a negarte? No les debes nada a esos hechiceros. Te hicieron sufrir —contestó Kitiara—. Takhisis te hará mucho más poderoso de lo que haya sido Par-Salian jamás, más poderoso que todos los hechiceros del mundo juntos. Únicamente tienes que pedírselo.

Raistlin contempló la llama de la vela devorando la cera.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó al fin.

—Sirve a Takhisis y ella te concederá todo lo que tu corazón desea —dijo Kitiara. Acarició la parte superior del armazón del reloj de arena—. Traiciónala, y terminará contigo.

—Veo que no tengo muchas opciones.

—Tienes suerte de que te deje al menos una. No sé lo que habrás hecho, pero nuestra reina no está contenta contigo. Te concede esta oportunidad para que demuestres lo que vales. ¿Qué respondes?

Raistlin se encogió de hombros.

—Me inclino ante mi reina.

Kitiara sonrió con esa sonrisa maliciosa tan suya.

—Creo que es lo mejor que puedes hacer.

21 La puerta rota. Cuestión de confianza

Día vigésimo cuarto, mes de Mishamont, año 352 DC

La Vigilia Oscura había pasado hacía tiempo. Había empezado el nuevo día, el día que cambiaría su vida. Raistlin volvía a estar en su habitación de El Broquel Partido y no recordaba cómo había llegado allí. Se quedó atónito al darse cuenta de que había conjurado hechizos y recorrido los corredores de la magia sin ser consciente. Se alegró al pensar que al menos una parte de su cerebro seguía actuando de forma racional, mientras el resto corría a lo loco, lanzando chillidos histéricos y agitando los brazos.

—¡Tranquilo! —se dijo, paseando por la pequeña habitación—. Tengo que estar tranquilo. Tengo que pensarlo bien.

Alguien dio unos golpes en el suelo desde la habitación de abajo.

—¡Estamos en mitad de la puta noche! —gritó una voz a través de las tablas de madera—. ¡Deja de ir de un lado a otro o tendré que subir y hacer que pares!

Por un momento, a Raistlin se le pasó por la cabeza lanzar una bola de fuego a través del suelo, pero lo único que iba a conseguir con eso era quemar la posada. Se tiró en la cama. Estaba agotado. Necesitaba dormir. Intentó cerrar los ojos, pero cada vez que lo hacía, veía el diminuto grano de arena encendiéndose y cayendo en la oscuridad. Veía la vela consumiendo las horas.

«Esta noche... la Noche del Ojo.

»Esta noche debo destruir la magia.

»Esta noche debo destruirme a mí mismo.»

Porque de eso se trataba. La magia era su vida. Sin ella, no era nada, menos que nada. Sí, era cierto que Takhisis había prometido que recibiría la magia de ella, como Ariakas. Raistlin tendría que dedicarle sus oraciones, tendría que suplicarle. Y ella decidiría si le tiraba las migajas o no.

Y si se negaba, si se enfrentaba a ella, ¿dónde, en todo el ancho mundo, podría esconderse de la diosa?

Raistlin sintió que se ahogaba. Se levantó de la cama, se acercó a la ventana y abrió los postigos para que pasara el aire fresco de la noche. A lo lejos, la silueta oscura del templo dominaba Neraka y parecía borrar las estrellas. Las torres y los chapiteles se retorcían bajo su mirada febril. Se convertían en una garra que se cernía sobre él, que se alargaba hacia su cuello...

Raistlin volvió en sí ahogando un gemido. Se había quedado dormido de pie. Volvió con pasos vacilantes a la cama y se derrumbó en ella. Cerró los ojos y llegó el sueño, abalanzándose sobre él como un animal salvaje que le quisiera hundir en las profundidades más lúgubres.

Mientras dormía, la parte más lógica de su cerebro debió de seguir trabajando, ya que, cuando se despertó unas horas después, ya sabía lo que tenía que hacer.


Amanecía un nuevo día y era el momento del cambio de guardia. Los soldados que acababan su turno estaban de buen humor y se dirigían a las tabernas. Los soldados que lo comenzaban gruñían y maldecían. La bruma, de un gris plomizo, retiraba sus tentáculos de la ciudad. Las nubes se disiparían. La Noche del Ojo estaría despejada. La Noche del Ojo siempre estaba despejada. Los dioses se encargaban de que así fuera.

Raistlin caminaba rápido, las manos dentro de las mangas, la cabeza gacha, la capucha echada. Chocó contra unos soldados que lo miraron enfadados y que le gritaron unos cuantos insultos a los que no prestó atención. Los soldados siguieron su camino, pues acudían tarde a su deber o los empujaba la impaciencia por un buen trago.

Raistlin entró en el Barrio Rojo. Sólo había estado allí una vez antes, era de noche y fingía que estaba inconsciente.

Siguió el camino que había tomado Maelstrom y encontró lo que creyó que era la entrada a los túneles que discurrían bajo la tienda de Lute. La entrada estaba bien escondida y Raistlin no estaba seguro. Rodeó el edificio hasta la parte delantera y levantó la vista hacia el emblema: un laúd colgado de una cuerda sobre la puerta. El viento jugaba con las cuerdas y arrancaba de ellas un murmullo.

Raistlin aporreó la puerta. Los perros ladraron.

—¡Todavía no está abierto! —gritó una voz profunda desde el interior.

—Ahora sí lo está —dijo Raistlin. Cogió un poco de estiércol de una bolsa y empezó a darle vueltas entre los dedos, mientras entonaba las palabras del hechizo—. ¡Daya laksana banteng!

El vigor se apoderó de su cuerpo. Raistlin pegó una patada a la pesada puerta de madera y ésta se rompió en trozos. La barra de hierro se desprendió y cayó al suelo. Raistlin apartó a un lado unos cuantos trozos de madera con su bastón y entró en la tienda.

A su encuentro salieron dos mastines. Los perros no lo atacaron. Se plantaron delante de él, con las cabezas gachas y las orejas echadas hacia atrás. La hembra enseñó los colmillos amarillos.

—Llama a los perros —dijo Raistlin.

—¡Vete al Abismo! —aulló un hombre con barba negra que estaba sentado en un taburete al fondo de la abarrotada habitación—. ¡Mira cómo has dejado mi puerta!

—Llama a los perros, Lute —repitió Raistlin—. Y no se te ocurra tocar esa ballesta. Si lo haces, lo único que va a quedar sobre el taburete será un montón de carne grasienta y peluda de enano quemado.

Lute alejó la mano de la ballesta lentamente.

—Shinare —llamó en un tono hosco—. Hiddukel. Venid aquí.

Los perros gruñeron a Raistlin y regresaron junto a su dueño.

—Enciérralos en esa habitación —ordenó Raistlin, señalando el dormitorio del medio enano.

Lute mandó a los perros a su habitación y, entre jadeos y maldiciones, se bajó del taburete y cerró la puerta detrás de los animales. Raistlin se abrió paso entre los montones de trastos hasta el fondo de la tienda.

—¿Qué quieres? —preguntó Lute, mirándolo con odio.

—Necesito hablar con Talent.

—Has venido al lugar equivocado. Está en El Broquel Partido...

Raistlin pegó un puñetazo en el mostrador.

—No estoy de humor para oír mentiras. ¡Dile a Talent que tengo que halar con él ahora!

Lute resopló.

—No soy tu recadero...

Raistlin agarró la tupida barba de Lute y le pegó un tirón que hizo asomar las lágrimas a los ojos del medio enano.

Lute aulló y trató de zafarse de Raistlin desesperadamente. Sus esfuerzos fueron tan vanos como si hubiera querido partir una de las vigas de roble que sostenían el techo. Raistlin todavía estaba bajo los efectos del hechizo vigorizante. Dio otro tirón a la barba de Lute y le arrancó unas gotas de sangre y un quejido de dolor. Al oír los gritos de su señor, los perros ladraron furiosamente y se lanzaron contra la puerta.

—Te arrancaré la barba de raíz —lo amenazó Raistlin entre dientes—, a no ser que hagas lo que te digo. Irás a buscar a Talent ahora. Le dirás que nos encontraremos en el mismo sitio que la última vez: en los túneles de debajo de este edificio.

Lute maldijo entre dientes.

Raistlin tiró con más fuerza.

—¡Haré lo que dices! —chilló Lute, dando torpes golpes a la mano de Raistlin—. ¡Suéltame ya! ¡Suelta!

—¿Hablarás con Talent? —preguntó Raistlin sin soltar al medio enano. Lute asintió. Las lágrimas le caían por las mejillas. Raistlin lo soltó y Lute estuvo a punto de caer de espaldas. El medio enano se masajeó la dolorida barbilla.

—Tendré que enviar a Mari. No puedo ir yo en persona. Me has roto la puerta. Me robarían la tienda.

—¿Dónde está Mari?

—Normalmente se pasa por aquí a esta hora.

Como si esas palabras la hubiesen hecho aparecer, la kender se asomó por la puerta.

—Oye, Lute, ¿qué le ha pasado a tu puerta? —preguntó—. Vaya, hola, Raist. No te había visto.

—No te preocupes por nada —gruñó Lute—. Y no se te ocurra poner un pie en la tienda. Corre a buscar a Talent. Dile que vaya a los túneles.

—Claro, Lute, ahora voy. Pero ¿qué le pasado a la puerta...?

—¡Vete, estúpida! —aulló Lute.

—Tienes que darte mucha prisa, Mari —dijo Raistlin—. Es urgente.

La kender miró a uno y después al otro, y echó a correr.

—¡Y trae a un carpintero! —gritó Lute.

—¿Cómo llego al túnel? —preguntó Raistlin.

—Ya que eres tan listo, adivínalo —repuso Lute. Todavía estaba frotándose la barbilla.

Raistlin echó un vistazo a la tienda repleta de cachivaches.

—Claro... la trampilla está debajo del cajón del perro. No puede decirse que sea demasiado original. ¿Está cerrada? ¿Tiene llave?

Lute murmuró algo.

—Siempre me queda la opción de abrir un agujero en tu suelo —dijo Raistlin.

—No tiene llave. Simplemente levanta la maldita trampilla y baja la puta escalera. Mira bien dónde pisas. La escalera tiene mucha pendiente. Sería una pena que te cayeras y te rompieras la crisma.

Raistlin se acercó al cajón del perro y lo apartó. Debajo, encontró la trampilla. El hechizo estaba empezando a desvanecerse, pero por suerte le quedaba la fuerza suficiente para tirar de la pesada puerta de madera. En momentos como aquél era cuando echaba de menos a Caramon.

Raistlin escudriñó la oscuridad, que sería aún más impenetrable cuando cerrara la trampilla.

—Shirak —dijo Raistlin y el cristal del extremo del bastón empezó a brillar.

Se recogió las faldas de la túnica y empezó a bajar con cuidado. La trampilla se cerró de golpe. La cámara subterránea estaba en silencio y olía a barro. A lo lejos se oía un goteo. Movió la luz alrededor y, un momento después, descubrió la silla a la que lo habían encadenado y aquella en la que Talent se había sentado.

Raistlin cogió la silla de Talent y se sentó a esperar.


Talent no tardó en llegar. Raistlin oyó las pisadas de unas botas resonando sobre el suelo sucio y al instante vio la luz de un farol brillando en la oscuridad. Raistlin tenía unos pétalos de rosa en la mano y las palabras de un hechizo en los labios, por si acaso Talent había decidido enviar a alguien en su lugar, por ejemplo, Maelstrom.

Fue Talent en persona quien apareció en el círculo de luz que proyectaba el bastón.

—Siéntate —le ordenó Raistlin y arrastró una silla con el pie.

Talent se quedó de pie. Cruzó los brazos sobre el pecho.

—Estoy aquí, pero no porque quiera estar. Nos podrías haber puesto a todos en peligro...

—Ya estáis en peligro —lo interrumpió Raistlin—. He estado en el Alcázar de Dargaard. He hablado con mi hermana. Por favor, siéntate. No me gusta tener que estirar el cuello para mirarte.

Talent vaciló y al final se sentó. A un costado le colgaba la espada. La punta de metal dibujó un surco en el polvo del suelo.

—¿Y bien? —preguntó con voz tensa—. ¿Qué tenía que decir la Dama Azul?

—Muchas cosas, pero la mayoría no son de tu incumbencia. Una sí lo es. Os han traicionado. Takhisis lo sabe todo. Ha ordenado a Ariakas que te mate a ti a Mari y al resto de la banda.

Talent frunció el entrecejo.

—No es que no te crea, Majere, pero si Ariakas lo sabe, ¿por qué no nos ha arrestado?

—Porque en Neraka vosotros sois mucho más populares que el emperador —contestó Raistlin—. Habría disturbios en las calles si os arrestan y cierran El Broquel Partido. Lo mismo sucede con tu amigo peludo del piso de arriba. Su negocio es vital para muchos de los habitantes de esta ciudad, sobre todo ahora que las tropas no reciben su paga. Y después están los clérigos del templo, que a la mitad los tienes en el bolsillo. Tendrían que renunciar a todos los lujos del mercado negro a los que se han acostumbrado.

Talent sonrió sarcásticamente.

—Supongo que todo eso es verdad. Así que Ariakas no tiene pensando arrestarnos...

—No. Sencillamente va a hacer que os maten —repuso Raistlin.

—¿Cuándo se supone que va a ser eso?

—Esta noche.

—¿Esta noche? —Talent se levantó, alarmado.

—La Noche del Ojo. Iolanthe me dijo que tú y tus amigos de El Trol Peludo siempre organizáis una fiesta en la calle con hogueras. Esta noche las hogueras se van a descontrolar. Las llamas se extenderán hasta El Trol Peludo y El Broquel Partido. Mientras intentáis apagar el incendio, ocurrirá un desgracio accidente. Tú, Mari y otros miembros de La Luz Oculta quedaréis atrapados en el interior del edificio en llamas. Moriréis abrasados.

—¿Y qué pasa con Lute? —preguntó Talent ásperamente—. Él no estará en la fiesta. Nunca sale de su tienda.

—Encontrarán su cuerpo por la mañana. Por un extraño infortunio, sus propios perros se volverán contra él y lo despedazarán.

—Entiendo —dijo Talent con expresión sombría—. ¿Quién es el traidor? ¿Quién nos ha traicionado?

Raistlin se levantó.

—No lo sé. Tampoco me importa. Tengo mis propios problemas y son mucho más graves que los vuestros. Lo que me lleva a mi última petición. Hay dos personas más destinadas a morir esta noche. Una de ellas es Iolanthe...

—¿Iolanthe? ¿La bruja de Ariakas? —se sorprendió Talent—. ¿Por qué iba a querer matarla?

—No es el emperador quien quiere matarla, sino la Dama Azul. La segunda persona es Snaggle, el dueño de la tienda de hechicería de la Ringlera de los Hechiceros. No querrá abandonar su tienda. Habrá que «convencerlo».

—En nombre del Abismo, ¿qué está pasando? —quiso saber Talent, horrorizado.

—No puedo contarte la conspiración de principio a fin. Lo que puedo decirte es que esta noche, la reina Takhisis tomará el control de la magia. Bajo sus órdenes, la Dama Azul va a mandar escuadrones de muerte para que acaben con todos los hechiceros que puedan. Tanto Snaggle como Iolanthe están en la lista.

Talent lo miraba, sumido en un silencio atónito.

—¿Por qué me lo cuentas a mí? ¿Por qué no se lo cuentas a Iolanthe? —preguntó al Fin.

—Porque no puedo confiar en ella —contestó Raistlin—. Ni siquiera ahora sé de qué lado está.

Talent sacudió la cabeza.

—Iolanthe supone una amenaza para ti y, de todos modos, quieres protegerla. Creía que más bien eras de los que se reirían mientras contemplabas cómo la devoraban las llamas. No te entiendo, Majere.

—Supongo que hay muchas cosas en el mundo que no entiendes —repuso Raistlin mordazmente—. Por desgracia, no tengo tiempo para explicártelas. Baste con decir que tengo una deuda con Iolanthe y Snaggle. Y yo siempre pago mis deudas.

Recogió el bastón coronado por la luz y se dispuso a marcharse.

—¡Oye! —exclamó Talent—. ¿Adónde vas?

—Me voy por el otro camino. Tu amigo Lute no se alegrará de verme de nuevo.

—Seguramente tengas razón. He oído algo sobre una puerta destrozada —dijo Talent, echando a andar detrás de Raistlin—. Pero vas a perderte. Tendré que enseñarte el camino.

—No te molestes. Lo recuerdo de la última vez que estuve aquí.

—¿Lo recuerdas? Es imposible. Estabas... —Talent se detuvo. Miró fijamente al mago—. Sólo estabas fingiendo que estabas drogado. Pero ¿cómo supiste que la bebida contenía...?

—Tengo un sentido del olfato muy fino —contestó Raistlin.

Los dos caminaron juntos. Los únicos sonidos en el túnel eran el golpe apagado del bastón sobre el suelo, el susurro de la túnica negra y las pisadas de las botas de Talent. Talent andaba con la cabeza agachada, las manos a la espalda, inmerso en sus pensamientos. Raistlin miró alrededor con interés, fijándose en el sinfín de túneles que partían desde su posición. Dibujó mentalmente un plano de la ciudad e intentó calcular adonde llevaría cada uno de los pasillos.

—Esta red es muy amplia —comentó Raistlin—. Diría, por ejemplo, que este túnel lleva al Templo de la Reina Oscura —dijo, señalando un pasillo con su bastón. Señaló otro y añadió—: Y éste conduce a El Broquel Partido.

—Y éste —dijo Talent con gesto serio, apoyando la mano en la empuñadura de la espada— lleva a la puerta a la gente que hace demasiadas hipótesis.

Raistlin sonrió e inclinó la cabeza.

»Estaba preguntándome una cosa —dijo Talent de repente—. No confías en Iolanthe, una hechicera como tú. Los dioses son testigos de que yo no confío en ti. Sin embargo, tú confías en mí. Así debe de ser, ya que me has contado todo esto... ¿Por qué?

—Me recuerdas a alguien —contestó Raistlin tras un momento—. Como tú, era un solámnico. Est Sularus uth Mithas. Vivía según ese lema. Su honor era su vida.

—La mía no —dijo Talent.

—Razón por la cual sigues con vida y Sturm no. Y por eso confío en ti.


Talent acompañó al mago hasta la calle. Talent no dejó de mirar a Raistlin hasta que su túnica negra se confundió entre el gentío. Incluso cuando Raistlin ya había desaparecido, Talent siguió parado en el callejón, repitiendo mentalmente las palabras del hechicero.

Parecía demasiado increíble para ser cierto. ¡Takhisis intentando destruir a los dioses de la magia! Bueno, ¿y qué? De todos modos, ¿quién iba a echar de menos a un puñado de hechiceros? El mundo sería un lugar mejor sin hechiceros, o al menos eso creía la mayor parte de la gente, incluido Talent Orren.

«Por ejemplo, ese muchacho —pensó Talent—. Me pone la piel de gallina. ¡Sólo fingía que estaba drogado! Maelstrom deberá tener más cuidado la próxima vez. Aunque quizá no haya una próxima vez. No, si lo que dice Majere es cierto. ¿Confío en él? Todo esto podría ser una trampa.»

Talent enfiló hacia la tienda de Lute. Una vez allí, se encontró con que su amigo, por primera vez que él recordara, había reunido las fuerzas necesarias para salir del mostrador hasta la parte delantera de la tienda. Lute miraba enfadado los restos de su puerta, empujando los trozos con la muleta y maldiciendo. Mari estaba sentada en el escalón, con la barbilla apoyada entre las manos, escuchando el imaginativo lenguaje de Lute con evidente satisfacción.

—Mari —dijo Talent, arrodillándose junto a la kender para mirarla a los ojos—. ¿Qué piensas de ese hechicero, Majere?

—Es mi amigo —contestó Mari sin vacilar—. Tuvimos una larga conversación, él y yo. Vamos a cambiar la oscuridad.

Talent la miró en silencio. Después se levantó.

—Tenemos un problema.

—¡Vaya si lo tenemos! —exclamó Lute furioso—. ¡Mira lo que ha hecho ese hijo de puta con mi puerta!

—Un problema más grave que ése —dijo Talent Orren—. Vayamos adentro, los tres. Tenemos que hablar.

22 Dios del blanco. Dios del rojo. Dios del negro

Día vigésimo cuarto, mes de Mishamont, año 352 DC

—Piel de cordero —dijo Raistlin—. La mejor. Y una pluma.

—¿De qué tipo? —preguntó Snaggle, cogiendo una caja. La dejó en el mostrador y la abrió—. Tengo unas plumas de cisne preciosas. Acaban de llegar. De cisne negro y de cisne blanco.

Raistlin estudió las plumas y después escogió una. Observó la punta con mucha atención, porque tenía que ser perfecta, y acarició la suavidad de las barbillas del astil. Su mente retrocedió hasta aquel día en clase del maestro Theobald, el día que había cambiado su vida. No, eso no era cierto. Ese día no había cambiado su vida. Había confirmado lo que era su vida.

—Me llevaré la pluma de cuervo —decidió Raistlin. Snaggle torció la boca.

—¿De cuervo? ¿Estás seguro? Puedes permitirte algo mejor. Esas pociones que haces son una maravilla. Se me agotan enseguida. Estaba pensando en encargarte más.

Agitó la pluma de cisne tentadoramente.

—También tengo de pavo real. Iolanthe sólo utiliza plumas de pavo real.

—No me sorprende —dijo Raistlin—. Gracias, pero ésta es la que quiero.

Dejó la modesta pluma de cuervo sobre el mostrador. Eligió la pieza de piel de cordero con atención. En ese caso, sí se decantó por la de mejor calidad.

Snaggle calculó el importe de las compras y se dio cuenta de que sumaban la misma cantidad que debía a Raistlin por las pociones. Hizo un nuevo encargo al hechicero. Pero jamás llegaría a recibirlo. Raistlin albergaba la esperanza de salvar al viejo, pero no podría salvar la tienda, que sería devorada por las llamas. Raistlin miró las cajas pulcramente etiquetadas y colocadas en los estantes, las cajas donde se guardaban los ingredientes de los hechizos y objetos, pergaminos y pociones. Pensó en la casa de Iolanthe sobre la tienda, todos sus libros de hechizos y manuscritos, sus ropas y joyas, y un sinfín de objetos de valor. Todo se perdería en el incendio.

Cuando ya se marchaba, Raistlin volvió la mirada hacia Snaggle y vio al viejo sentado en su taburete, sorbiendo tranquilamente su té de vainas, ajeno totalmente a la ira que se precipitaba contra él.

—¿Cómo celebras la Noche del Ojo, señor? —preguntó Raistlin.

Snaggle se encogió de hombros.

—Para mí es igual que cualquier otra noche. Me bebo mi té, cierro la tienda y me voy a dormir.

Por un momento, Raistlin imaginó las llamas devorando la tienda y rodeando la cama del viejo. Escondió sus preciadas compras en las mangas largas y amplias de su túnica y salió a la calle. Se dirigía a su próximo destino, la Torre de la Alta Hechicería de Neraka.


Raistlin conjuró el hechizo más poderoso que pudo para cerrar la torre. No le parecía probable que alguien llamara a su puerta, pero no quería correr el riesgo de que lo molestaran. Subió la escalera lentamente. El tiempo transcurría. Podía ver el grano de arena atrapado en el cuello del reloj de arena. A cada momento que pasaba, el grano se acercaba un poco más al olvido.

Raistlin estaba cansado. Se había puesto en marcha antes del amanecer y no se había quedado tranquilo hasta que no había hablado con Talent y se había asegurado de que todo iba bien por esa parte. Primero se había ocupado de las cosas menos importantes. Al acercarse al momento de la verdadera decisión, sus pasos iban haciéndose más lentos. Ni siquiera al advertir a Talent del peligro que corría, Raistlin se había comprometido a luchar contra Takhisis. Siempre podría dar marcha atrás, hacer lo que se suponía que tenía que hacer, lo que había asegurado a Kitiara que haría.

Raistlin siguió subiendo.

Al llegar a la cocina pequeña y cochambrosa, que seguía oliendo a repollo, se sentó en un taburete. Desenvolvió el paquete y extendió cuidadosamente la piel de cordero sobre la mesa, delante de él. La alisó con delicadeza, como hacía cuando era niño. Cogió la pluma de cuervo y la mojó en la tinta. Miró su mano, y era la mano de un niño. Oyó una voz, y era la voz de su maestro, Theobald, tan odiado y despreciado.

«Escribirás en esta piel de cordero las palabras: "Yo, Mago". Si tienes el don, pasará algo. Si no, nada sucederá.»

El Raistlin adulto escribió las palabras con letra angulosa, grande e inclinada.

«Yo, Mago.»

No pasó nada. Tampoco había pasado nada aquella primera vez.

Raistlin se volvió hacia sí mismo, a la misma esencia de su ser, y prometió: «Voy a hacerlo. Nada importa en mi vida excepto esto. No existe ningún otro momento excepto éste. Nazco en este momento y, si fracaso, moriré en este momento.»

Recordó su oración, las palabras que se habían grabado para siempre en su corazón.

Dioses de la magia, ¡ayudadme! Os dedicaré mi vida. Os serviré por siempre. Cubriré de gloria vuestros nombres. ¡Ayudadme, por favor, ayudadme!

La oración que entonó como adulto era diferente.

—Dioses de la magia —dijo—, prometí que os dedicaría mi vida. Os prometí serviros por siempre. En esta ocasión, cumpliré mi promesa.

Bajó la mirada hacia las palabras que había escrito, las palabras sencillas de la prueba de un niño, y pensó en los sacrificios que había hecho, el dolor que había soportado y el dolor que seguiría soportando hasta el final de sus días. Pensó en las bendiciones que le habían sido concedidas y cómo eso compensaba tanto dolor. Pensó en que la magia, el dolor y las bendiciones podían desaparecer y dejarlo como el niño que había sido: débil y enfermizo, solitario y asustado. Pensó en Antimodes, su mentor, un mago de mentalidad práctica, un auténtico hombre de negocios; en Par-Salian, sabio y visionario, pero tal vez no lo suficientemente sabio y visionario; en Justarius, quien se había quedado cojo en la Prueba y sólo quería vivir en paz para poder cuidar de su familia; en Ladonna, que había creído la promesa de la Reina Oscura y había acabado traicionada y consumida por la ira.

Todos morirían esa noche si no detenía a Takhisis.

Raistlin alzó la voz y miró al cielo.

—Sé que os he decepcionado a todos. Sé que no aprobáis lo que soy. Sé que he infringido vuestras leyes. Eso no significa que no os venere o que no os guarde respeto. Esta noche estoy demostrándolo. Al acercarme a vosotros, pongo en riesgo mi vida.

—No es mucho lo que está en riesgo —repuso Nuitari—. Despojado de la magia, no tienes vida.

El dios se cernía sobre Raistlin. Su rostro era redondo como una luna y sus ojos, vacío y oscuridad, lo que hacía que la furia que ardía en ellos fuera aún más terrible. Vestía una túnica negra y en la mano sostenía un azote de tentáculos negros.

—Tal como has dicho, quebrantaste nuestras leyes —dijo Solinari, situándose junto a su primo. Ataviado con una túnica blanca, el dios sostenía un azote de hielo—. El Cónclave de Hechiceros se creó con un fin: gobernar la magia y a aquellos que la utilizan. No sólo infringiste las leyes, sino que las despreciaste, te burlaste de ellas.

—No obstante, lo entiendo —concedió Lunitari, hermosa y horrible, con su cabellera negra veteada de blanco. Su túnica era roja y llevaba un azote de fuego—. No justifico tus acciones, pero las entiendo. ¿Qué quieres de nosotros, Raistlin Majere?

—Salvar lo que se va a perder esta noche. En el Alcázar de Dargaard hay una cámara subterránea. En esa cámara se encuentra el Reloj de Arena de las Estrellas. Takhisis lo creó. La arena que metió dentro es el futuro que ella desea, un futuro dominado por ella. Con cada grano que cae, ese futuro está más cerca de hacerse realidad.

»Esta noche, Takhisis traerá a tres dioses. Son los dioses del gris, unos dioses de la "nueva magia" que protegerán el Reloj de Arena. Su intención es que esos dioses sin color os reemplacen. Sus nuevos dioses le serán leales. Toda la magia pasará por ella. Vosotros tres ya no seréis necesarios.

Los tres primos lo miraban en silencio, tan atónitos que no podían decir nada.

—Esta noche —prosiguió Raistlin— podéis tender una emboscada a esos tres dioses y romper el Reloj de Arena. Esta noche podéis salvaros. Podéis salvar la magia.

—Si lo que dices es cierto... —empezó a decir Solinari.

—Mirad en mi corazón —dijo Raistlin con sequedad—. Comprobad que digo la verdad.

—Es cierto —confirmó Lunitari, y su voz temblaba de ira.

Solinari frunció el entrecejo.

—Para luchar contra dioses debemos aplicar todo nuestro poder. Tendremos que retirar nuestra magia del mundo. ¿Qué les pasará a nuestros hechiceros? Se quedarán indefensos.

—La mayoría de los hechiceros estará en la Torre de la Alta Hechicería. Yo me encargaré de protegerlos.

—¡Y se supone que debemos confiar en ti!

Raistlin esbozó una tímida sonrisa.

—No tenéis otra opción.

—Si haces lo que dices, Takhisis sabrá que la traicionaste. Se convertirá en tu enemiga no sólo en esta vida, sino también en la ulterior —le advirtió Lunitari.

—Únete al Cónclave de Hechiceros. Sométete a la ley —dijo Solinari—. Te protegeremos.

—De lo contrario, estarás solo —concluyó Nuitari.

—Tendré en cuenta vuestra propuesta —contestó Raistlin.

¿Qué otra cosa podía decir, agostándose al calor del azote de llamas, abrasándose en el frío del azote de hielo y retorciéndose de dolor bajo las mordeduras de los tentáculos negros?

Solinari y Nuitari no estaban satisfechos, pero tenían cosas que hacer y no se quedaron para discutir o convencerlo con promesas. Ambos partieron y sólo se quedó Lunitari.

—No tienes la menor intención de unirte al Cónclave, ¿verdad?

Raistlin bajó la vista hacia las palabras escritas en tinta negra sobre la piel de cordero. Recorrió los trazos con el dedo.

—Yo, Mago —dijo en voz baja.

Se sobresaltó al ver que las palabras se volvían rojas, como si estuvieran escritas con sangre. Se estremeció y arrugó la piel con la mano.

Cuando levantó la vista, Lunitari había desaparecido.

Raistlin suspiró profundamente, cerró los ojos y hundió la cabeza entre las manos. Tenían razón. Estaba jugando a un juego peligroso, un juego mortal. No estaba arriesgando sólo su vida, sino también su alma. Sin embargo, tal como había dicho Nuitari, no era mucho lo que ponía en riesgo.

Raistlin se sentía exhausto, pero todavía quedaban muchas cosas por hacer antes de que el día diera paso a la noche crucial. Salió de la Torre de la Alta Hechicería de Neraka para no volver jamás.


Raistlin entró en la ciudad, utilizando su salvoconducto falso para poder cruzar la puerta. Tuvo que esperar una cola interminable, pues el paso estaba atestado de soldados. Recordó que Kitiara había dicho algo sobre que Ariakas había convocado a todos los Señores de los Dragones en Neraka. Ella misma iba a acudir, en cuanto el asunto de los dioses de la magia estuviera resuelto.

Raistlin se dirigió directamente al templo. Entró por la puerta principal, pidiendo humildemente a un peregrino oscuro que le hiciese de guía.

El peregrino lo llevó al santuario. Raistlin se postró ante el altar, con la frente tocando el suelo, y rezó a Takhisis.

—Mi reina, he hecho lo que me pedisteis. Suplico vuestra bendición.

23 La oración

Día vigesimocuarto, mes de Mishamont, año 352 DC

La Noche del Ojo era el momento en el que las lunas que representaban a los dioses de la magia se alineaban y formaban un ojo impertérrito en el cielo y concedían poder a sus hechiceros a lo largo y ancho de todo Ansalon.

Pero aquella noche no salieron las lunas. La luz de Solinari no prestó su resplandor plateado a los lagos. La luz roja de Lunitari no prendió fuego a los cielos. La luz negra de Nuitari, que sólo era visible para los devotos al dios, se mantuvo oculta para todos. Las lunas habían desaparecido. Y lo mismo había sucedido con la magia. El Ojo se había cerrado.

En todo el continente, los escuadrones de la muerte de la reina Takhisis se lanzaron a la búsqueda de los desventurados hechiceros, despojados de su poder, para destruirlos. Los escuadrones de draconianos, armados con espadas y cuchillos, salieron disciplinadamente del templo de Neraka. Uno de los escuadrones fue a la destartalada Torre de la Alta Hechicería. Al no encontrar a nadie, le prendieron fuego. Otro se dirigió a la tienda de hechicería de Snaggle, en la Ringlera de los Hechiceros. El viejo no estaba, para su asombro, pues nunca nadie había visto que Snaggle abandonara su negocio hasta entonces.

Furiosos y frustrados, los draconianos saquearon la tienda, sacaron las cajas pulcramente etiquetadas de los estantes y las vaciaron en la calle. Después, el fuego se ocupó del resto. Los draconianos lanzaron las botellas, rompieron los frascos y confiscaron objetos para llevarlos al templo. Cuando la tienda quedó vacía, también prendieron fuego al edificio. Otros escuadrones habían recibido órdenes de ir a El Broquel Partido y a El Trol Peludo para ocuparse de los incendios que arrasarían las tabernas «por accidente» y que, por si eso fuera poca desgracia, acabarían con la vida de sus propietarios.

El escuadrón enviado a El Broquel Partido estaba liderado por el comandante Slith, y el draconiano no estaba contento con su misión. Slith no daría ni una de sus escamas por los hechiceros y no le importaría rajarlos de arriba abajo. Pero apreciaba a Talent Orren. A Slith le gustaba Talent y, sobre todo, el acero que Talent le pagaba. Slith no sólo abastecía a Talent de gran parte de la mercancía que éste vendía en el mercado negro, además recibía una comisión por cada cliente que enviaba a la taberna.

Slith caminaba inmerso en lúgubres cavilaciones, dado que si esa fuente de ingresos estaba a punto de quedar reducida a cenizas y sólo contaba con su paga del ejército, que ni siquiera había recibido todavía, ya no tenía ninguna razón para permanecer en Neraka. Slith no pertenecía a aquel lugar. Era un desertor que había abandonado el ejército mucho tiempo antes, y la única razón por la que había parado en Neraka era que le habían dicho que allí se hacía buen acero. El sivak caminaba pesadamente, estrujándose el cerebro, intentando encontrar la manera de desobedecer las órdenes sin llegar a desobedecerlas. Se dio cuenta de que uno de sus subordinados intentaba llamar su atención.

—Sí, ¿qué? —gruñó Slith.

—Señor, algo va mal —dijo Glug.

—Si te refieres a que Takhisis olvidó darte un cerebro, lo sabemos todos —masculló Slith.

—No es eso, señor —repuso Glug—. Mire la taberna. Está... Es que está muy tranquila, señor. Demasiado tranquila. ¿Dónde está la fiesta?

Slith frenó en seco. Aquélla sí que era una buena pregunta. ¿Dónde diantres estaba la fiesta? Se suponía que tenía que haber hogueras, gentes agolpadas en las calles, gentes que habían sido pagadas para prender fuego a la taberna. Slith veía luces en El Broquel Partido, pero no se oían carcajadas salvajes, conversaciones escandalosas ni la jarana típica de los borrachos. El Broquel Partido estaba silencioso como una tumba.

Eso lo intranquilizó. Miró calle arriba y calle abajo. No se veía a nadie.

—¿Qué hacemos, señor? —preguntó Glug.

—Seguidme —ordenó Slith.

Echó a andar y tras él fue su escuadrón, arañando el pavimento.

Slith se acercó a la puerta de El Broquel Partido. Un humano gigantesco, que respondía al nombre de Maelstrom y que era bien conocido por Slith, hacía guardia en la entrada.

—Dracos no —dijo Maelstrom, señalando el cartel—. Sólo humanos.

—Hemos venido en nombre de la Reina Oscura —dijo Slith.

—Vaya, eso lo cambia todo —contestó Maelstrom. Sonrió y abrió la puerta—. Entrad sin más.

—Vosotros esperad —ordenó Slith, dejando al escuadrón en la calle.

Entró en la taberna y se quedó paralizado. Parpadeó varias veces, perplejo.

La taberna estaba atestada. Todos los sitios estaban ocupados, incluso había gente apoyada en las paredes. La mayoría de los clientes eran soldados, pero también había un buen número de peregrinos oscuros, ocupando los lugares de honor, cerca de la puerta principal. Slith reconoció a algunos de los mejores clientes del mercado negro de Talent. Mientras el sivak estaba allí, plantado con la boca abierta, una de las peregrinas oscuras se levantó y empezó a dirigir los rezos de la muchedumbre.

—Perdonadnos, Nuestra Oscura Majestad —exclamó la peregrina, levantando las manos—. ¡Te rogamos que nos devuelvas las lunas que habéis borrado del cielo! ¡Oíd nuestra plegaria!

Mientras los soldados y los peregrinos empezaban a entonar el nombre de Takhisis, Talent Orren, que había visto a Slith, se abrió camino entre la multitud.

—En nombre del Abismo, ¿qué está pasando? —preguntó Slith, mirando fijamente aquel gentío.

—Bienvenido seas, comandante —saludó Talent con gran solemnidad—. Tú y tus hombres. Entrad, uníos a nuestras súplicas a la Reina Oscura.

Slith soltó un bufido. Su lengua puntiaguda asomó entre sus colmillos y volvió a esconderse.

—Corta el rollo, Talent —dijo con aspereza.

—La Reina Oscura ha borrado las lunas del cielo —prosiguió Talent en voz alta y teñida de respeto—. Nos hemos reunidos para solicitar su perdón. —Bajó la voz—. Nos hemos reunidos todos, por si no entiendes lo que quiero decir.

Slith vio al viejo Snaggle, que parecía totalmente fuera de sí. A juzgar por el modo en que se retorcía, debía de estar atado a la silla. A su lado estaba sentada una kender que lucía una enorme sonrisa. Y allí estaba Lute, con su corpachón descansando sobre un taburete y los dos perros tumbados a sus pies.

—Os han dado el soplo —dijo Slith.

—¡Únete a mis ruegos! —gritó Talent.

Agarró a Slith por el hombro y lo atrajo hacia sí para susurrarle al oído:

—Creo que es justo que te advierta de que estos hombres píos, que esta noche han venido a rezar, están armados hasta los dientes y os superan tres a uno. Van a tomarse muy mal que interrumpáis sus oraciones, y todavía se tomarían peor que quemarais la taberna.

Slith se dio cuenta de que todos los ojos estaban clavados en él; vio las manos descansando sobre los puñales y las mazas, las empuñaduras de las espadas o los medallones sagrados.

—Supongo que en El Trol Peludo también están celebrándose servicios esta noche —dijo Slith.

—Así es —confirmó Talent.

Slith sacudió la cabeza.

—No te librarás, Talent. El Señor de la Noche se pondrá furioso cuando se entere. Vendrá él mismo en persona para arrestaros.

—Se encontrará con que los pájaros han volado del nido. Maelstrom, Mari, Snaggle y yo mismo.

El rostro de Talent se ensombreció y, aprovechando una serie de exhortaciones más altas, se dirigió al draconiano en voz baja:

—¿Has visto a Iolanthe?

—¿La bruja? No.

—No sé dónde está. Se suponía que tenía que reunirse aquí conmigo.

Slith estudió a su amigo. El sivak no era especialmente hábil a la hora de interpretar los sentimientos de los humanos, seguramente porque no le importaban lo más mínimo, pero la aflicción de Talent era tan evidente que ni siquiera el draconiano podía pasarla por alto. Como no existían draconianos hembra, Slith nunca había sentido esa emoción en sus propias carnes. Aunque en ciertas ocasiones lamentaba esa carencia, en otros momentos como aquél, al adivinar el pesar de la preocupación y el miedo en el rostro de Talent, Slith se consideraba muy afortunado.

—Seguro que Iolanthe está bien —dijo el sivak flemáticamente—. La bruja sabe cuidar de sí misma. Si te sirve de consuelo, no estaba en casa cuando le prendimos fuego.

Como Talent no parecía alegrarse demasiado por la noticia, Slith decidió cambiar de tema.

—¿Adónde iréis?

—A cualquier sitio en el que las fuerzas de la luz estén luchando contra la Reina Oscura. El ejército irá detrás de nosotros. Necesitamos una ventaja de un par de horas.

Talent puso un monedero grande en la mano del draconiano. Se oyó el tintineo de las monedas de acero. Slith lo sopesó e hizo un rápido cálculo mental.

—Me han dicho que en El Trol Peludo están sirviendo aguardiente enano gratis —dijo Talent.

Slith sonrió. Asomó la lengua entre los labios.

—Supongo que debería ir a investigarlo.

Se guardó el monedero y dejó escapar un suspiro.

»Supongo que esto significa que nuestra pequeña aventura comercial llega a su fin.

—Todo está llegando a su fin, Slith —repuso Talent calmadamente—. La larga noche se termina.

Slith palpó el monedero.

—Estoy pensando que por aquí se van a desatar todos los infiernos. Tal vez debería aprovechar esta oportunidad para retirarme de la vida militar, una vez más. Unirme a unos cuantos compinches.

—Y construir esa ciudad de la que siempre estás hablando —dijo Talent.

Slith asintió.

»Buena suerte, Talent. Ha sido un placer hacer negocios contigo.

—Lo mismo digo. Buena suerte para ti también.

Estrecharon mano y garra. Slith hizo un gesto de despedida a Talent, se volvió con un movimiento brusco muy militar, girando sobre los talones, y salió a la calle. Lanzó una mirada y una sonrisa a Maelstrom, quien le guiñó un ojo.

Las tropas de Slith se quedaron decepcionadas al oír que no iban a quemar El Broquel Partido, pero los ánimos subieron en cuanto supieron que se dirigían a El Trol Peludo.

—Parece que podrían estar sirviendo aguardiente enano en mal estado —dijo Slith—. Tendréis que probarlo para descubrirlo.

—¿Adónde va usted, señor? —quiso saber Glug.

—Yo iré ahora. Coge a los chicos y salid para allá. Nos encontraremos en la taberna. No os bebáis todo el aguardiente enano antes de que llegue.

Glug saludó y echó a correr. El escuadrón se lanzó a la carrera tras él.

Slith se quedó parado en medio de la calle, contemplando la silueta retorcida del templo, que se alzaba a lo lejos. Levantó la garra para despedirse, se dio media vuelta y echó a andar en dirección contraria.

—Buena suerte, Su Majestad —gritó, volviendo la cabeza—. Tengo el presentimiento de que la vais a necesitar.

24 La noche sin lunas

Día vigesimocuarto, mes de Mishamont, año 352 DC

La Torre de Wayreth era la Torre de la Alta Hechicería más antigua de Ansalon, una de las dos únicas torres que quedaban en pie y la única que seguía utilizándose.

Construida después de la Segunda Guerra de los Dragones, la Torre de Wayreth se elevó por encima del desastre. En aquella época, la magia era salvaje y bronca. Tres poderosos hechiceros habían conjurado un hechizo con la intención de poner fin a la guerra, pero se escapó de su control y devastó gran parte del mundo. Los dioses de la magia se dieron cuenta de que había que hacer algo para gobernar la magia y a aquellos que la practicaban. Nuitari, Lunitari y Solinari enseñaron la disciplina de la magia a tres hechiceros y los enviaron a establecer las tres Ordenes de la Alta Hechicería, que estarían dirigidas por un organismo llamado Cónclave.

Los hechiceros necesitaban un cuartel general, un lugar donde acudieran los estudiantes de magia para aprender las destrezas de su arte; donde se celebrara la Prueba de la Alta Hechicería que se había instaurado recientemente; donde se crearan y guardaran los objetos, se pusieran a prueba los hechizos, se escribieran y clasificaran los libros. Al mismo tiempo, debería ser una fortaleza y un refugio, pues eran muchos los que no confiaban en los hechiceros y buscaban hacerles daño.

Los tres hechiceros se unieron para erigir la Torre de Wayreth. Las dos agujas de la torre, que se alzaban sobre la bóveda y estaban unidas por una pared triangular, estaban hechas a partir de una bruma plateada mágica, que lentamente se había convertido en piedra. En esa época la torre había sufrido el ataque de una tribu de bárbaros, que querían hacerla suya. La torre y los hechiceros que la habitaban se habían salvado gracias a un Túnica Negra que había conjurado un bosque mágico que rodeaba la torre.

El hechicero murió, pero el bosque de Wayreth se extendió y expulsó a los bárbaros. Desde aquel día lejano, la magia del bosque ocultaba la torre y la protegía de sus enemigos.

«Tú no encuentras la Torre de Wayreth. La torre de Wayreth te encuentra a ti», rezaba el dicho.

La torre de Wayreth estaba muy ocupada encontrando a la multitud de hechiceros que viajaban hasta ella para celebrar la Noche del Ojo. Normalmente sólo se permitía la entrada a los hechiceros que ya habían pasado la Prueba o a aquellos que se presentaban al examen. Pero la Noche del Ojo era una ocasión especial y por eso también se permitía el paso a los estudiantes más brillantes, acompañados por sus maestros.

La torre rebosaba de practicantes de la magia que habían llegado desde todos los rincones de Ansalon. Hasta la última cama de la última celda estaba ocupada, y más de uno dormía sobre mantas en el suelo o había levantado una tienda en el patio. Se respiraba un ambiente de fiesta. Los viejos amigos se saludaban con abrazos afectuosos y se ponían al día de las últimas novedades. Los estudiantes vagaban de un lado a otro, invadidos por la admiración y la excitación, y se perdían en los laberínticos salones, para acabar apareciendo por error en las zonas restringidas. Animales de todo tipo corrían y volaban, reptaban y andaban a cuatro patas por los salones, con el peligro constante de acabar debajo de algún pie o de enredarse en la melena de algún hechicero.

Algunos hechiceros estaban en los laboratorios, concentrados en preparar los ingredientes para las pociones y otros brebajes, listos para mezclarlos cuando el poder de las lunas estuviera en su culmen. Otros hechiceros se habían encerrado en las bibliotecas para estudiar los hechizos que querían llevar a cabo esa noche. Los Túnicas Negras y los Túnicas Rojas trabajaban codo con codo con los Túnicas Blancas. Todos olvidaban sus diferencias para hablar de magia, aunque de vez en cuando estallaba alguna disputa.

Todavía quedaban algunos Túnicas Blancas, por ejemplo, enojados porque los Túnicas Negras se habían rendido ante la reina Takhisis. Esos Túnicas Blancas no creían que los Túnicas Negras debieran ser perdonados y aprovechaban la menor oportunidad para plantear su punto de vista. Los Túnicas Negras se sentían ofendidos, y el resultado era que acababan todos gritando. Aquellas disputas quedaban rápidamente apaciguadas por los monitores. Estos eran un grupo de Túnicas Rojas que estaban encargados de patrullar la torre, mantener los ánimos tranquilos y asegurarse de que ningún incidente estropeara esa gran noche. En la mayor parte de los casos, los hechiceros de las tres órdenes se alegraban de volver a estar unidos por su amor a la magia, aunque eso fuera lo único que los unía.

Aquella Noche del Ojo no se celebraría una reunión del Cónclave, algo que rompía con la tradición. Se decía que los jefes del Cónclave habían decidido prescindir del encuentro porque quitaba mucho tiempo al trabajo más importante. Como esa reunión sólo tenía como aliciente el tradicional discurso de Par-Salian, el cual, según los hechiceros más jóvenes, tenía un magnífico efecto soporífero, la noticia fue bienvenida.

Únicamente unos pocos, un grupo muy reducido, sabían la verdadera razón de la cancelación del encuentro. Los jefes de las tres órdenes no iban a estar en la Torre de Wayreth aquella noche. Ladonna, Par-Salian y Justarius planeaban acometer una misión arriesgada y peligrosa en Neraka. Acompañándolos irían seis guardaespaldas. Eran hechiceros jóvenes y fuertes que habían dedicado varios días a armarse de hechizos de combate, pensados para rechazar a casi cualquier tipo de enemigo, vivo o muerto viviente, y de hechizos de protección para sí mismos y para sus líderes.

Cuando caía la noche, los demás hechiceros asistieron a un espléndido banquete servido en el patio. Ladonna, Justarius y Par-Salian se encontraban encerrados en una de las cámaras superiores de la torre, discutiendo sus planes. Estaban sentados en penumbra, con los rostros invisibles entre las sombras y los ojos brillantes a la luz del fuego. Al ver que las llamas se apagaban y sentir la caricia fría del aire de la noche, Par-Salian se levantó para echar otro tronco.

Sobre la repisa de la chimenea ardía una vela de una hora. La llama imperturbable consumía lentamente el tiempo, hasta que las tres lunas se alinearan y los hechiceros pudieran emprender el peligroso viaje, a través del tiempo y el espacio, hasta el Templo de la Reina Oscura.

—La coordinación es esencial —dijo Ladonna. Vestía una túnica ribeteada en piel y lucía colgantes y anillos. Ninguna de las joyas se debía a la vanidad. Todas eran objetos mágicos o podían utilizarse como ingredientes para los hechizos—. Primero hay que quitar el espíritu de Jasla de la Piedra Angular con mi hechizo de nigromancia.

Lanzó una mirada gélida a Par-Salian.

—Amigo mío, esto responde a una razón totalmente lógica —añadió, en referencia a una discusión que se había alargado durante días—. Si levantas tus barreras para sellar la piedra antes de que yo conjure mi hechizo, encerrarás el espíritu de la muchacha dentro.

—Lo que me preocupa es lo que pasará con el alma de Jasla —dijo Par-Salian—. Su espíritu es bondadoso, no lo olvides, Ladonna. Quiero tener garantías de que la dejarás libre y no la harás tu prisionera.

—Tienes que admitir que descubrir cómo ese espíritu bloqueó la entrada a la reina Takhisis sería una información increíblemente valiosa —repuso Ladonna con frialdad—. Sólo quiero hacerle unas cuantas preguntas. Somos mayoría. Justarius está de acuerdo conmigo.

—Se trata de hacer lo mejor para todos —dijo Justarius. Llevaba varios pergaminos en el cinturón, además de las bolsas con los componentes de los hechizos.

Par-Salian sacudió la cabeza, no acababa de estar convencido.

—Puedes estar presente en el interrogatorio —concedió Ladonna, aunque no parecía muy contenta por decir eso—. Y podrás comprobar con tus propios ojos que la dejo libre.

—Ya está. ¿Así te quedas más tranquilo? Esta discusión nos está costando un tiempo precioso —dijo Justarius.

—Está bien —aceptó Par-Salian—. Siempre que pueda estar presente. Primero Ladonna conjurará su hechizo, quitaremos el espíritu de Jasla y lo llevaremos a un lugar seguro. Justarius, tú lanzarás tus hechizos para modificar la naturaleza de la Piedra Angular...

—Para lo que servirá eso... —murmuró Ladonna.

Justarius se irguió.

—Ya lo hemos hablado más de cien veces...

—Y lo hablaremos otras cien si es necesario —lo interrumpió Ladonna con dureza—. Esto es demasiado importante para tomárselo a la ligera.

—Tiene razón —dijo Par-Salian—. No todos los que vayan a Neraka esta noche volverán con vida. Cada uno de nosotros debe estar completamente comprometido. Plantea tus razones.

—¿Otra vez? —preguntó Justarius, exasperado.

—Otra vez —ordenó Par-Salian.

Justarius suspiró.

—La piedra original, que era de mármol blanco, estaba bendita y santificada por los dioses. Takhisis le dio su propia «bendición», en un intento de corromperla. Pero tanto Par-Salian como yo estamos de acuerdo en que la piedra sigue siendo pura en esencia, lo que explica que el espíritu de Jasla pudiera encontrar un santuario en su interior. Si eliminamos la parte corrupta y la piedra puede volver a su forma original y Par-Salian la protege con poderosos hechizos defensivos, Takhisis no logrará pervertirla nunca más.

—Y como su templo se apoya en la Piedra Angular, si ésta se transforma, el templo quedará derruido y la Reina Oscura quedará atrapada en el Abismo por siempre jamás —concluyó Par-Salian.

Todos se sumieron en el silencio, con la preocupación reflejada en el rostro. Los tres eran conscientes de que sus argumentos eran inútiles, estériles, encaminados a evitar lo que todos tenían en la cabeza. Finalmente, Ladonna se atrevió a decir lo que sabía que todos pensaban.

—He buscado la bendición de Nuitari para este plan. El dios de la luna oscura no me presta atención. No creo haberle ofendido, pero si lo he hecho...

—No es por ti, Ladonna. Yo he acudido a Solinari y el resultado ha sido el mismo —dijo Par-Salian—. No he obtenido respuesta alguna. ¿Y tú, amigo mío?

Justarius negó con la cabeza.

—Lunitari no me habló. Y es algo muy preocupante, porque a la diosa le gusta charlar sobre los temas más triviales. Este plan nuestro es la empresa más arriesgada llevada a cabo por un hechicero desde que los Tres Sagrados pusieron fin a la Segunda Guerra de los Dragones, y mi diosa no me dice ni una palabra. Algo va mal.

—Tal vez deberíamos paralizarlo todo —dijo Par-Salian.

—¡No seas una vieja llorica! —se burló de él Ladonna.

—Lo que soy es práctico. Si los dioses no...

—¡Ssh! —les hizo callar Justarius, levantando una mano. Desde el otro lado de la puerta llegaban gritos y voces—. ¿A qué se debe todo ese jaleo?

—A un exceso de vino elfo —contestó Par-Salian.

—No suena como una fiesta —dijo Ladonna, alarmada—. ¡Suena más como un motín!

Las voces cada vez llegaban más altas y los hechiceros oían a gente correr por el pasillo, víctimas del pánico. Empezaron a golpear la puerta, cada vez más puños, hasta que la madera tembló bajo aquella lluvia de golpes. Los hechiceros empezaron a llamar a sus líderes a gritos, algunos aullaban el nombre de Par-Salian, otros el de Ladonna o el de Justarius.

Enfadado por aquel comportamiento tan impropio, Par-Salian se puso de pie, atravesó la habitación a zancadas y abrió la puerta bruscamente. Se quedó sorprendido al encontrar el vestíbulo a oscuras. Por lo visto, las luces mágicas que iluminaban todos los pasillos de la torre habían fallado. Al ver que unos cuantos hechiceros llevaban velas y faroles, Par-Salian tuvo un mal presentimiento.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó con voz áspera, mirando con fiereza a la muchedumbre de hechiceros que se agolpaba en el vestíbulo—. ¡Que cese este tumulto de inmediato!

Los hechiceros que se hacinaban en la sala a oscuras quedaron en silencio, pero no duró mucho.

—Decídselo —dijo una voz.

—¡Sí, decídselo! —exclamó otra.

—¿Decirme el qué?

Muchas voces empezaron a hablar al mismo tiempo. Par-Salian las hizo callar con un gesto impaciente y miró en derredor en busca de un portavoz entre todas aquellas sombras.

—¡Antimodes! —dijo Par-Salian, al descubrir a su amigo—. Dime qué está pasando.

La multitud se apartó para dejar que Antimodes se acercara a su líder. Antimodes era un hechicero mayor, muy respetado y querido. Provenía de una buena familia y él mismo contaba con sus propias riquezas. Su gran pasión era conseguir que la causa de la magia se abriera paso en el mundo y muchos magos jóvenes habían disfrutado de su generosidad. Antimodes era un hombre de negocios y todo el mundo reconocía su sensatez y su sentido práctico. Cuando Par-Salian vio su rostro pálido y apesadumbrado, sintió que se le caía el alma a los pies.

—¿Has mirado por la ventana, amigo mío? —preguntó Antimodes. Hablaba en voz baja, pero la muchedumbre escuchaba con los cinco sentidos. Recogieron sus palabras y las repitieron.

—¡Mira por la ventana! ¡Sí, mira afuera!

—¡Silencio! —ordenó Par-Salian, y la multitud volvió a callarse, pero no del todo. Muchos mascullaban y murmuraban una cadena de palabras susurrantes y teñidas de miedo.

—Deberías mirar por la ventana —dijo Antimodes solemnemente—. Tienes que verlo con tus propios ojos. Y mira esto también. —Levantó una mano, señaló con un dedo y pronunció unas palabras mágicas—. ¡Sula vigis dolibix!

—¿Estás loco? —exclamó Par-Salian, alarmado, esperando que unas runas ardientes salieran disparadas de la mano de su amigo. Pero no pasó nada. Las palabras del hechizo cayeron al suelo como hojas muertas.

Antimodes suspiró.

—La última vez que me falló este hechizo, amigo mío, tenía dieciséis años y estaban pensando en una chica, no en mi magia.

—¡Par-Salian! —llamó Ladonna con voz temblorosa—. ¡Tienes que ver esto!

Estaba apoyada en el alféizar de la ventana y poco le faltaba para caer, con la espalda arqueada y la cabeza vuelta hacia el cielo.

—Las estrellas relucen. La noche está despejada. Pero...

Se volvió hacia él, pálida.

—¡Las lunas han desaparecido!

—Y lo mismo puede decirse del Boque de Wayreth —añadió Justarius con voz lúgubre, mirando por encima del hombro de Ladonna.

—¡Hemos perdido la magia! —aulló una mujer desde el vestíbulo. Su grito aterrorizado despertó el pánico de la multitud.

—¿Acaso sois unos locos gullys para comportaros así? —bramó Par-Salian—. Todos a vuestras habitaciones. Debemos mantener la calma y descubrir qué está pasando. Monitores, quiero que los pasillos queden despejados ahora mismo.

Los gritos cesaron, pero los hechiceros seguían dando vueltas sin saber adonde dirigirse. Antimodes quiso dar ejemplo retirándose a sus habitaciones y llevándose consigo a sus amigos y a sus discípulos. Volvió la vista para mirar a Par-Salian, quien sacudió la cabeza y suspiró.

Los monitores, con sus túnicas rojas, empezaron a moverse entre el gentío, apremiando a todos para que obedeciesen al jefe del Cónclave. Par-Salian esperó en la puerta hasta que vio que el vestíbulo empezaba a vaciarse. La mayoría de los hechiceros no fue a sus habitaciones. Se agolpaban en las zonas comunes para lanzar sus especulaciones y ponerse nerviosos unos a otros.

Par-Salian cerró la puerta y se volvió para mirar a sus compañeros. Ambos estaban asomados a la ventana, observando el cielo con la vana esperanza de descubrir que estaban equivocados. Quizá una nube solitaria hubiera ocultado las lunas o tal vez hubieran calculado mal el tiempo y las lunas aparecieran más tarde. Pero la prueba del bosque desaparecido era espeluznante e imposible de negar.

Mientras Par-Salian contemplaba el paraje desnudo e inhóspito, las colinas despojadas de árboles, intentó conjurar un hechizo sencillo, un simple truco. En el mismo momento en que estaba pronunciando las palabras, que salieron de sus labios como un galimatías, supo que no funcionaría.

—¿Qué hacemos? —preguntó Ladonna con voz hueca.

—Debemos rezar a los dioses...

—No van a responderos —dijo una voz desde la oscuridad. En el centro de la habitación había un hechicero ataviado con la túnica negra.

—¿Quién eres tú? —preguntó Par-Salian.

El hechicero se quitó la capucha. La piel dorada centelleó bañada por la luz de las llamas. Unos ojos con pupilas en forma de reloj de arena los miraban con indiferencia.

—Raistlin Majere —dijo Justarius con voz áspera.

Raistlin hizo una inclinación de cabeza como saludo.

—¡Todo esto es obra tuya! —exclamó Ladonna, colérica.

Raistlin sonrió mordazmente.

—A pesar de que considero un halago que pienses que tengo el poder necesario para hacer desaparecer las lunas, señora, debo desengañarte. Yo no hice que las lunas desaparecieran. Tampoco eliminé yo su magia. Lo que teméis es cierto. Vuestra magia ha desaparecido. Los dioses de la magia han perdido su poder.

—Entonces, ¿cómo has venido tú aquí si no ha sido con magia? —preguntó Par-Salian con voz airada. Raistlin le hizo una inclinación.

—Una observación muy inteligente, jefe del Cónclave. He dicho que vuestra magia ha desaparecido, pero no la mía.

—¿Y de dónde procede tu magia si puede saberse?

—De mi dios. De mi reina —repuso Raistlin en voz baja—. De Takhisis.

—¡Traidor! —gritó Ladonna.

Cogió uno de los colgantes que llevaba y arrancó un poco de piel del cuello de su túnica.

—Ast kiranann kair Gardurn... —titubeó y volvió a empezar—. Ast kianann kair...

—Es inútil —la interrumpió Justarius con amargura.

—No soy yo el traidor —dijo Raistlin—. No soy yo quien delató vuestro complot para entrar en el templo y bloquear la Piedra Fundacional para la Reina Oscura. Si no fuera por mí, ahora mismo estaríais todos muertos. El Señor de la Noche y sus peregrinos están esperándoos allí.

—¿Quién fue entonces? —quiso saber Ladonna, furiosa.

—Las paredes oyen —repuso Raistlin en voz baja.

Ladonna cruzó los brazos sobre el pecho y empezó a dar vueltas por la habitación. Justarius seguía junto a la ventana, contemplando la noche.

—¿Has venido a regodearte? —preguntó Par-Salian.

Raistlin entrecerró los ojos.

—Me elegiste como tu «espada», Maestro del Cónclave. Y quién ignora que una espada corta por los dos filos... Si tu espada te ha hecho sangrar, la culpa es sólo tuya. Pero para responder a tu pregunta: no, no he venido aquí a regodearme.

Señaló hacia la ventana.

»El bosque de Wayreth ha desaparecido. En este mismo momento, un Caballero de la Muerte llamado Soth y sus guerreros espectrales cabalgan hacia la torre. Nada se impone en su camino. Y cuando lleguen aquí, no habrá nada que los detenga y evite que tiren abajo estos muros y maten a todos los que se refugian tras ellos.

—¡Que Solinari nos proteja! —murmuró Par-Salian.

—Solinari está luchando por su propia supervivencia —dijo Raistlin—. Takhisis ha traído unos dioses nuevos al mundo, los dioses del gris, así los llama ella. Planea deponer a nuestros dioses y hacerse con el control de la magia, que repartirá entre sus favoritos. Como yo.

—No te creo —repuso Justarius con aspereza.

—Cree lo que te dicen tus ojos, entonces —dijo Raistlin—. ¿Cómo vais a luchar contra lord Soth? Su magia es poderosa y no procede de las lunas. Nace de la maldición a la que lo condenaron los dioses. Puede abrir un boquete en estos muros con un simple gesto. Puede levantar a los muertos de sus tumbas. Con sólo pronunciar una palabra, las personas caen muertas. El terror que desata su aparición es tan intenso que ni siquiera el más aguerrido puede resistirlo. Temblaréis detrás de estos muros, esperando la muerte. Rezando para que la muerte os llegue.

—No todos actuaremos así —dijo Justarius con voz lúgubre.

—Vosotros también lo haréis, señor —se burló Raistlin—, ¿Dónde están las espadas, los escudos y las hachas? ¿Dónde están los guerreros invencibles que os defenderán? Sin vuestra magia, no podéis defenderos. Tenéis vuestros cuchillitos, eso es cierto, pero ¡apenas sirven para untar mantequilla!

—Evidentemente, tú tienes la respuesta —intervino Par-Salian—. De lo contrario, no habrías venido.

—Así es, Maestro del Cónclave. Yo puedo ayudar.

—Y si trabajas para Takhisis, ¿por qué ibas a hacerlo? ¿Y por qué deberíamos confiar en ti? —preguntó Ladonna.

—Porque, señora, no os queda otra opción —contestó Raistlin—. Puedo salvaros... pero eso tiene su precio.

—¡Faltaría más! —exclamó Justarius amargamente. Se volvió hacia Par-Salian—. Sea cual sea el precio, es demasiado alto. Prefiero arriesgarme a vérmelas con ese Caballero de la Muerte.

—Si únicamente se tratara de nuestras vidas, me inclinaría a pensar como tú —contestó Par-Salian con pesar—. Pero tenemos cientos de vidas bajo nuestro cuidado, desde nuestros discípulos hasta algunos de los hechiceros con más talento y sabiduría de todo Ansalon. No podemos condenarlos a muerte por nuestro orgullo herido. —Se volvió hacia Raistlin—. ¿Cuál es tu precio?

Raistlin se quedó en silencio un momento.

—He elegido seguir mi propio camino, libre de ataduras —contestó al final con voz suave—. Lo único que pido, maestros, es que me permitáis seguir por él. El Cónclave no tomará medidas contra mí ni ahora ni en el futuro. No enviaréis hechiceros para intentar matarme, hacerme prisionero o darme sermones. Dejaréis que siga mi camino y yo os ayudaré a conservar la vida, para que podáis seguir el vuestro.

Par-Salian frunció el entrecejo.

—Si dices eso, implica que nuestra magia volverá, que los dioses de la magia volverán. ¿Cómo es eso posible?

—Eso es asunto mío —repuso Raistlin—. ¿Aceptáis el trato?

—No. Son demasiadas las cosas que desconocemos —dijo Ladonna.

—Estoy de acuerdo con ella —se sumó Justarius.

Raistlin, las manos entrelazadas bajo las mangas de la túnica negra no perdía la calma.

—Mirad por la ventana. Veréis un ejército de soldados muertos vivientes cubiertos con armaduras abolladas y ennegrecidas, marcadas por la rosa. Mientras cabalgan, las llamas devoran su carne. Sus rostros se contorsionan atormentados por el fuego sagrado que los consume infinitamente. Son portadores de la muerte, y la muerte dirige sus pasos. Soth echará abajo los muros de esta torre con sólo tocarlos. Su ejército pasará por encima de los restos humeantes, y vuestros discípulos y vuestros amigos y colegas estarán indefensos ante ellos. Ríos de sangre bajarán por los pasillos...

—¡Basta! —gritó Par-Salian, conmocionado. Miró a sus compañeros—. Os lo pregunto directamente: ¿podemos enfrentarnos a ese Caballero de la Muerte sin nuestra magia?

Ladonna se había puesto mortalmente pálida. Con los labios apretados en una línea tensa, se dejó caer en una silla.

Justarius parecía desafiante, pero después su rostro se demacró y sacudió la cabeza con brusquedad.

—Yo soy de Palanthas —dijo—. He oído historias de lord Soth y si la décima parte de ellas es verdad, sería peligroso enfrentarnos a él incluso si contáramos con nuestra magia. Sin ella..., no tenemos ninguna posibilidad.

—Recordad lo que voy a decir. Si hacemos este trato con Majere, viviremos para lamentarlo —dijo Ladonna.

—Pero al menos viviréis —murmuró Raistlin.

Soltó de su cinturón una bolsa de piel y repartió el contenido por el suelo. Canicas de todos los colores rodaron por la mullida alfombra. Ladonna se quedó mirándolas y soltó una carcajada incrédula.

—Nos está tomando el pelo —dijo.

Par-Salian no estaba tan seguro. Observó el movimiento de los dedos largos y delgados de Raistlin, delicados y sensibles, buscando entre las canicas hasta que encontró la que quería. La cogió, la sostuvo sobre la palma de la mano y empezó a recitar unas palabras.

La canica creció hasta ser tan grande como la mano de Raistlin. Dentro del globo de cristal se arremolinaban y titilaban los colores. Par-Salian miró el centro de la bola y vio unos rojos de reptil que miraban hacia fuera.

—¡Un Orbe de los Dragones! —exclamó, asombrado.

Par-Salian se acercó, fascinado. Había leído mucho sobre los famosos Orbes de los Dragones. Durante la Era de los Sueños, varios magos de las tres órdenes, que se habían unido entonces para combatir a la Reina Oscura habían creado cinco orbes. Dos de los objetos se habían quedado en las tristes Torres de Losarcum y de Daltigoth, y habían sido destruidos en las explosiones que también habían acabado con las torres.

Otro de los orbes había desaparecido hasta que los Caballeros de Solamnia lo habían encontrado en la Torre del Sumo Sacerdote. El Áureo General, Laurana, lo había utilizado para proteger la torre de un ataque de dragones malignos. En la batalla, se había perdido el orbe.

El cuarto orbe había sido entregado al hechicero Feal-thas para que lo guardara y éste lo había encerrado en el Muro de Hielo durante muchos siglos. El orbe había tenido una vida trágica y azarosa que lo había llevado a su destrucción a manos de un kender en el Consejo de la Piedra Blanca.

El orbe que en ese momento contemplaba Par-Salian, el único que quedaba, estaba en poder de Raistlin Majere. ¿Cómo era posible? Par-Salian era un hechicero poderoso, quizá uno de los más poderosos que hubiera vivido jamás, y se preguntaba si tendría la valentía de posar las manos sobre el orbe. Aquel objeto podía apoderarse de la mente de un hechicero y mantenerlo cautivo, atrapado para siempre en una pesadilla viva y atormentadora, tal como le había sucedido al infeliz Lorac. El joven mago Raistlin Majere se había atrevido a hacerlo y había logrado someter al orbe a su voluntad.

Mientras Par-Salian observaba el orbe, fascinado y asqueado al mismo tiempo, se le reveló la respuesta. Vio la figura de un hombre, un hombre que cargaba con el peso de muchos años, apenas piel y huesos, más muerto que vivo. El hombre apretaba los puños furioso y parecía que gritaba fuera de sí, pero sus gritos eran mudos.

Par-Salian miró a Raistlin admirado y asombrado, y éste le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—No te equivocas, Maestro del Cónclave. El prisionero es Fistandantilus. Me encantaría contarte la historia, pero no hay tiempo. Debéis quedaros callados. No digáis nada. No os mováis. No respiréis siquiera.

Raistlin posó las manos sobre el Orbe de los Dragones. Lanzó un aullido de dolor cuando del orbe salieron unas manos y se aferraron a él. Cerró los ojos y jadeó.

—Te lo ordeno, Viper, convoca a Cyan Bloodbane —dijo Raistlin con un hilo de voz. Temblaba, pero mantenía las manos obstinadamente sobre el orbe.

—¡Bloodbane es un Dragón Verde! —exclamó Ladonna—. ¡Nos mintió! ¡Quiere matarnos!

—¡Silencio! —ordenó Par-Salian.

Raistlin estaba concentrado en el orbe, escuchando una voz muda para ellos, la voz del orbe, y parecía que no le gustaba lo que le decía.

—¡No puedes bajar la guardia! —dijo enfadado, dirigiéndose al dragón que estaba en el orbe—. ¡No debes dejarlo libre!

Las manos del orbe apretaron con más fuerza las de Raistlin y el hechicero ahogó un grito de dolor, ya fuera por el ímpetu con que lo aprisionaban o por la dureza de la decisión que le pedían que tomara.

—Así será —dijo Raistlin al fin—. ¡Llama al dragón!

Par-Salian, con los ojos clavados en el orbe, vio que los colores se agitaban con violencia. La figura diminuta de Fistandantilus desapareció. El rostro de Raistlin se deformó en una mueca, pero no separó las manos del orbe. Toda su voluntad se centraba en el objeto y era ajeno a lo que sucedía alrededor.

—Ladonna, ¿estás loca? ¡Detente! —gritó Justarius.

Ladonna no le hizo caso. Par-Salian distinguió el destello del acero y pegó un salto hacia ella. Consiguió agarrarla por la muñeca e intentó quitarle el cuchillo. Ladonna se volvió hacia él, forcejeando, y le hizo un corte profundo en el pecho. Par-Salian se tambaleó hacia atrás, sangrando, y bajó la vista hacia la mancha roja que empezaba a empaparle la túnica blanca.

Ladonna se abalanzó sobre Raistlin. El hechicero no le prestó atención. El orbe empezó a brillar con una luz intensa, verde y vaporosa. Unos tentáculos brumosos salieron sinuosos del orbe y envolvieron el cuerpo de Ladonna. La mujer gritó y se retorció. El olor era sofocante. Par-Salian se cubrió la boca y la nariz con la manga. Justarius boqueaba en busca de aire fresco y, tambaleante, se acercó a la ventana.

—No les hagas daño, Viper —murmuró Raistlin.

Los tentáculos soltaron a su presa, y Ladonna se desplomó sobre una silla. Justarius intentaba recuperar el aliento, asomado a la ventana.

—Par-Salian —dijo Justarius, señalando hacia fuera. Par-Salian miró hacia allí.

Un dragón planeaba alrededor de la Torre de la Alta Hechicería. Su cuerpo gigantesco emitía un resplandor gris verdoso aterrador bajo la luz tenue del cielo sin lunas.

25 El Dragón Verde. El Caballero de la Muerte.

Día vigesimocuarto, mes de Mishamont, año 352 DC

El anciano Dragón Verde Cyan Bloodbane despreciaba a todos los seres con los que se había encontrado en su vida, la cual abarcaba varios siglos. Mortales e inmortales, muertos y muertos vivientes, dioses o dragones; a todos los había odiado. Sin embargo, a algunos los había odiado con más ardor: a los elfos, por una parte; y a los caballeros solámnicos, por la otra. Había sido un Caballero de Solamnia, un tal Huma Dragonbane, quien le había arruinado la diversión a Cyan. Él era entonces un dragón joven y participaba en la Segunda Guerra de los Dragones.

Aquel caballero abominable con su Dragonlance, esa arma que perforaba el cerebro y quemaba los ojos, había arrojado a la reina de Cyan, a Takhisis, al Abismo. Antes, le había arrancado la promesa de que todos sus dragones tendrían que abandonar el mundo, esconderse en sus cubiles y caer en un sueño eterno.

Cyan había hecho todo lo posible por escapar de tan terrible destino, pero no podía enfrentarse a los dioses y, como todos los demás, había sucumbido a un sueño forzoso que había durado un sinfín de años. Pero primero se había tomado la molestia de decirle a su reina lo que pensaba de ella.

Varios siglos después, se despertó, con la furia todavía ardiendo en su interior. Takhisis lo había apaciguado prometiéndole que podría vengarse de los infames elfos, que una vez se habían atrevido a asaltar su cubil durante la Segunda Guerra de los Dragones y le habían infligido unas heridas que estaba convencido que todavía le mermaban sus capacidades.

El imbécil de Lorac, rey de Silvanesti, había robado un Orbe de los Dragones y, cuando intentó utilizarlo para invocar al dragón y salvar su amada tierra de los ejércitos del Señor del Dragón Salah-Kahn, Cyan respondió a su llamada.

El dragón verde fue a Silvanesti y encontró a Lorac atrapado en los terribles tentáculos del Orbe de los Dragones. Cyan podría haber acabado con el maldito elfo, pero ¿qué diversión podía encontrar en eso? Por tanto decidió infligir unas heridas que dolerían profundamente a todos los elfos del mundo, hasta el final de los tiempos. Se había apoderado de su amada tierra. Había tomado la belleza deslumbrante de Silvanesti y la había corrompido y apuñalado, desgarrado y quemado.

Torturó a los árboles hasta que sangraron y se retorcieron en su agonía. Volvió negras las verdes praderas y transformó los lagos cristalinos en ciénagas malolientes. Pero lo más divertido había sido susurrarle a Lorac en el oído todas aquellas pesadillas y obligarle a contemplar aquel horror con sus propios ojos. Le hizo creer que tales atrocidades eran obra suya.

Atormentar a Lorac no había estado nada mal durante un tiempo, pero Cyan no tardó en aburrirse. Silvanesti era una ruina doliente. Lorac se había vuelto loco. El dragón verde se animó con la llegada a Silvanesti de una banda de criminales y ladrones, liderados por Alhana Starbreeze, la hija de Lorac. Cyan se entretuvo algún tiempo atormentándolos. Pero el placer terminó cuando un joven hechicero que todavía tenía la cáscara del huevo pegada a la cabeza, como solían decir los dragones, había logrado romper el control que el orbe, y Cyan, ejercían sobre Lorac.

Al principio Cyan se había entretenido observando los torpes intentos del joven hechicero por hacerse con el dominio del Orbe de los Dragones, disfrutando anticipadamente de la posibilidad de torturar a un nuevo mortal. Pero se llevó una cruel decepción. Raistlin no sólo había controlado el orbe, además había ordenado al objeto que subyugara a Cyan.

El dragón verde se resistió y luchó, pero el Orbe de los Dragones era poderoso y ni siquiera él pudo resistir su llamada. Y ésa era la razón de que se encontrara en el oeste de Ansalon, volando sobre la torre abandonada por los dioses, obligado a cumplir la voluntad de su odiado amo. Cyan no tenía la menor idea de por qué estaba allí, pues su amo todavía no se había dignado a informarlo. El dragón volaba alrededor de la torre sin un objetivo claro, considerando que siempre le quedaba la opción de entretenerse lanzado el gas venenoso de su aliento sobre los hechiceros indefensos que se arremolinaban en el patio.

Entonces, Cyan oyó el clamor de las trompetas. Conocía aquel sonido y lo odiaba. Miró a través de las colinas y vio que un caballero solámnico cabalgaba hacia él.

Cyan no sabía nada de los Caballeros de la Muerte. Si alguien le hubiera dicho que aquel caballero estaba maldito, que era malvado y que ambos luchaban en defensa de la misma causa, el dragón se habría limitado a dejar escapar un resoplido mortal. Un condenado caballero solámnico, estuviera maldito o bendito, muerto o vivo, seguía siendo un condenado caballero solámnico, y debía ser eliminado.

Cyan se lanzó en picado desde las alturas. Utilizaría el terror que inspiraba para espantar al caballero, después lo mataría con su aliento venenoso.

Lord Soth estaba concentrado en liderar a sus guerreros espectrales en el ataque a los muros de la torre. Con los cinco sentidos puestos en la carga, Soth no prestaba atención a lo que sucedía sobre su cabeza. Apenas lanzó una mirada hacia donde estaba el dragón.

Cyan se decepcionó. Contaba con el terror que inspiraba para que el caballero saliera corriendo y gritando, y así disfrutar de un poco de ejercicio, persiguiendo al caballero por el campo antes de matarlo.

Poco a poco, Cyan empezó a darse cuenta de que aquél no era un caballero normal y corriente, y entonces lo descubrió: ¡el condenado caballero ya estaba muerto! Eso restaba gran parte de la emoción de matarlo. Cyan lanzó unos cuantos hechizos al azar contra el caballero, así como un par de rayos mágicos e intentó atraparlo en una telaraña, pero no consiguió nada. El dragón hizo rechinar los dientes, frustrado. Tal vez no pudiera acabar con el caballero, pero iba a asegurarse de que su vida de no muerto fuese insoportable.

Soth, al ver que impactaban unos rayos mágicos alrededor y que del cielo caía una telaraña, se quedó sorprendido, preguntándose quién podría estar utilizando esa magia. No podía ser obra de los hechiceros. Las lunas habían desaparecido. Levantó la cabeza a tiempo para ver que el dragón verde se lanzaba en picado sobre él. Parecía un halcón dispuesto a cazar, con las garras extendidas. Asombrado más allá de lo imaginable, Soth se preguntó de dónde había salido aquel dragón y por qué estaba empeñado en atacarlo. Pero no tuvo tiempo de encontrar una respuesta. En realidad no tuvo tiempo para mucho más que desenvainar su espada. Y quedó demostrado que eso no servía de nada.

Cyan atrapó a Soth entre sus garras y lo arrancó de su montura. El dragón elevó a Soth por los cielos mientras éste lo punzaba con la espada, y después lo soltó. A continuación, Cyan se lanzó sobre las filas de los caballeros espectrales. Cayó sobre ellos con todo su peso, los desgarró con sus garras y los mordió con sus colmillos. Arrancó, trituró y escupió huesos con sus poderosas mandíbulas.

Para entonces, Soth ya se había recuperado y volvía a estar sobre su caballo. Con su espada envuelta en llamas malignas, cabalgó tras el dragón.

La bestia alzó el vuelo y volvió a lanzarse al ataque. El Caballero de la Muerte abrió un tajo salvaje en el cuello del animal y Cyan aulló iracundo, mientras giraba en el aire. Describiendo círculos amenazadores, el dragón volvió a descender para un nuevo ataque.

Lord Soth, de pie sobre su montura negra, alzó la espada.


—Así se vuelve el mal contra sí mismo —dijo Raistlin.

Par-Salian se apartó de la ventana desde la que había estado presenciando aquella insólita batalla y se volvió. Raistlin tenía la mirada clavada en la vela que marcaba la hora, de la que apenas quedaba un montoncito de cera. Parecía agotado. Par-Salian no lograba imaginar siquiera el desgaste que supondría para la mente y el cuerpo controlar el orbe.

—Tengo que marcharme —dijo Raistlin—. Casi es la hora.

—¿La hora de qué? —preguntó Par-Salian.

—Del final. —Se encogió de hombros—. O del principio.

Sostenía el Orbe de los Dragones entre las manos. La movediza luz multicolor bañaba su tez dorada y se reflejaba en sus pupilas con forma de reloj de arena. Mientras Par-Salian observaba el Orbe de los Dragones, lo asaltó un pensamiento. Tomó aire, pero antes de que pudiera decir nada, Raistlin se fue. Desapareció tan silenciosa y rápidamente como había llegado.

—¡El Orbe de los Dragones! —exclamó Par-Salian y los otros dos hechiceros dejaron de mirar la batalla para mirarlo a él—. De todos los objetos jamás creados, Takhisis teme a éste por encima de todo. Si supiera que Majere posee uno, jamás le permitiría que lo utilizara.

—En concreto, jamás permitiría que utilizase la magia del orbe —convino Justarius, sintiendo que nacía en él la comprensión y la esperanza.

—¿Y eso qué significa, si es que significa algo? —preguntó Ladonna, mirando a los dos hombres.

—Significa que nuestra supervivencia está en manos de Raistlin Majere —dijo Par-Salian.

Y le pareció oír, susurrantes a través de la oscuridad, las palabras del joven mago.

—¡Recuerda nuestro trato, Maestro del Cónclave!

26 El Remolino Negro

Día vigesimocuarto, mes de Mishamont, año 352 DC

Los dioses de la magia, con sus lunas ausentes del cielo, entraron en el Alcázar de Dargaard. Lord Soth no estaba allí. El caballero y sus guerreros cabalgaban sobre las alas de la furia hacia la Torre de Wayreth. El bosque de Wayreth había desaparecido. Los hechiceros que se habían reunido en la torre para la Noche del Ojo estaban desprovistos de su magia y eran vulnerables al abrumador ataque del Caballero de la Muerte. Sus jubilosas celebraciones bien podrían terminar en una masacre y con la destrucción de su torre.

Sin embargo, no había nada que pudiera hacerse al respecto. Tenían que hacer creer a Takhisis que los dioses de las lunas habían caído víctimas de su conspiración, que se habían enfrentado a los tres nuevos dioses del gris y que éstos los habían asesinado. Advertidos por Raistlin Majere, los tres habían acudido a la torre para tender una emboscada a esos nuevos dioses cuando intentaran entrar en el mundo.

—Nuestro mundo —dijo Lunitari, y los otros dos dioses repitieron sus palabras.

Las banshees huyeron despavoridas al ver llegar a los dioses. Kitiara estaba en su dormitorio, dormida, soñando con la Corona del Poder.

Los dioses se dirigieron de inmediato a la cámara que Raistlin les había descrito, atravesando la piedra y la tierra para llegar a ella. Entraron en la cripta y se reunieron alrededor del único objeto que había en la habitación, el Reloj de Arena de las Estrellas. Observaron que los granos de arena del futuro relumbraban y brillaban en la parte superior del reloj. La otra mitad estaba oscura y vacía. De repente Nuitari señaló.

—¡Un rostro en la oscuridad! —dijo el dios—. ¡Uno de los intrusos está llegando!

—Yo también veo a uno —dijo Solinari.

—Yo ya veo al tercero —dijo Lunitari.

Los dioses invocaron toda su magia, retirándola de todos los rincones del mundo, atraparon el fuego y el rayo, la tempestad y el huracán, la oscuridad y la luz cegadoras, y entraron en el reloj de arena para enfrentarse a sus enemigos.

Pero cuando estuvieron dentro de esa negrura, los dioses de la magia no vieron enemigo alguno. Sólo se veían a sí mismos, y las estrellas que brillaban por encima. Mientras las contemplaban, las estrellas empezaron a dar vueltas, primero lentamente, después más rápido; giraban alrededor de un vórtice negro y, describiendo una espiral, empezaron a alejarse de ellos.

Y alrededor sólo había silencio y oscuridad, impenetrables y eternos. Ya no podían oír el canto del universo. No podían oír las voces de los otros dioses. No podían oírse entre ellos. Pero se veían caer, arrastrados por el vacío. Los tres intentaron agarrarse, sujetarse entre sí, pero caían demasiado rápido. Buscaron, desesperados, una forma de escapar, pero se dieron cuenta de que no existía.

Habían caído en un remolino, un remolino en el tiempo que giraría una y otra vez, arrastrando las estrellas, una a una, hasta el final de todas las cosas.

Sus manos no podían entrar en contacto, pero sí sus pensamientos.

«Una imagen en el espejo —pensó Solinari amargamente—. No hay otros dioses... Miramos el reloj de arena y nos vimos a nosotros mismos...»

«Estamos atrapados en el tiempo —pensó Nuitari enfurecido—. Atrapados por toda la eternidad. Raistlin Majere nos engañó. ¡Nos traicionó por Takhisis!»

«No —pensó Lunitari en medio del dolor y la desesperanza—. Raistlin también ha sido engañado.»

27 Hermano y hermana. El Reloj de Arena de las Estrellas

Día vigesimocuarto, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin abandonó los corredores de la magia y entró en el Alcázar de Dargaard. El resplandor de los colores del Orbe de los Dragones se desvanecía rápidamente en su mano. El orbe se había encogido hasta tener el tamaño de una canica. Raistlin abrió la bolsa y dejó caer el orbe dentro.

La habitación estaba a oscuras y, por suerte, en silencio. Las banshees no tenían motivo para entonar su terrible canto, pues el señor del alcázar estaba fuera. Soth estaría ausente una buena temporada, o eso imaginaba Raistlin. Cyan no era de los que se rendía, sobre todo cuando el enemigo se había cobrado su sangre.

El dragón jamás lograría derrotar al Caballero de la Muerte. Soth jamás lograría matar al dragón, pues Cyan se tenía en demasiada estima así mismo como para ponerse en una situación de auténtico peligro. Mientras pudiera hostigar y atormentar a su enemigo, no abandonaría la batalla. En cuanto el combate empezara a ponerse en su contra, el dragón optaría por la solución menos arriesgada y dejaría solo a su enemigo.

Raistlin entró en el dormitorio de Kitiara. Kit estaba en la cama. Tenía los ojos cerrados y respiraba profunda y acompasadamente. Raistlin percibió el cargante olor del aguardiente enano y supuso que su hermana, más que dormirse, había caído redonda, pues ni siquiera se había desvestido. Lucía una camisa de hombre, abierta por el cuello, de mangas amplias y largas, y unos pantalones ajustados de piel. Hasta llevaba todavía las botas.

Tenía buenas razones para haberse regalado con ese aguardiente. No tardaría mucho en abandonar el Alcázar de Dargaard. Unos pocos días antes, la reina Takhisis había convocado a sus Señores de los Dragones en Neraka para celebrar un consejo de guerra.

—Se dice que es posible que Takhisis decida que Ariakas ha cometido demasiados errores dirigiendo la guerra —había contado Kitiara a su hermano—. Elegirá a otra persona para ponerla al frente del imperio, alguien en quien confíe más. Alguien que realmente haya hecho algo por hacer avanzar nuestra causa.

—Alguien como tú —había dicho Raistlin.

Kitiara le había dedicado una de sus sonrisas torcidas.

Raistlin se acercó a su hermana. Kitiara yacía boca arriba, despatarrada, con los rizos negros hechos una maraña y un brazo apoyado sobre la frente. A Raistlin le sobrevino el recuerdo de cuando la miraba dormir, siendo niños. La observaba las noches en que estaba enfermo, cuando la fiebre consumía su cuerpo débil, las noches en que Caramon lo entretenía con sus estúpidos juegos de sombras. Raistlin volvió a ver a Kitiara despertarse y acercarse a él para humedecerle la frente o darle de beber. La recordó diciéndole, molesta, que tenía que esforzarse en ponerse bien.

Kit siempre se había mostrado impaciente con sus achaques y dolencias. Ella no había estado enferma ni un solo día de su vida. Desde su punto de vista, si Raistlin realmente ponía todo su empeño, lograría sanarse. A pesar de esa convicción, lo trataba con una especie de delicadeza ruda. Ella había sido quien había sabido ver su talento para la magia. Ella había sido quien había buscado un maestro para que le enseñara. Le debía muchas cosas, seguramente hasta la vida.

«Y estoy perdiendo el tiempo», se dijo Raistlin a sí mismo.

Cogió unos pétalos de rosa.

A Kit, aún sumida en un profundo sueño, le temblaron los párpados cerrados, masculló algo y, se revolvió. De repente, dejó escapar un grito aterrador y se sentó en la cama. Raistlin maldijo en voz baja y se alejó, creyendo que la había despertado. En los ojos abiertos como platos de su hermana se reflejaba el miedo.

—¡Mátenlo lejos, Tanis! —gritó Kitiara. Alargó las manos, suplicante—. ¡Siempre te he querido!

Raistlin se dio cuenta de que seguía dormida. Meneó la cabeza y resopló.

—¿Querer a Tanis? ¡Jamás!

Kitiara gimió y se desplomó sobre la almohada. Se hizo un ovillo y se cubrió la cabeza con la manta arrugada, como si pudiera esconderse de la pesadilla que la perseguía.

Raistlin se deslizó a su lado y, extendiendo los dedos, dejó que los pétalos de rosa cayeran sobre su rostro.

—Ast tasarak sinuralan krynawi —dijo el hechicero.

Mientras decía estas palabras, se dio cuenta de que algo no iba bien. Carecían de vida, estaban secas. Lo achacó a su propio cansancio. Esperó hasta estar seguro de que su hermana había caído bajo el efecto del encantamiento, y se fue.

Estaba a punto de cruzar sigilosamente la puerta cuando una voz lo detuvo. La misma voz que había deseado olvidar y que en sus oraciones había rogado no volver a oír jamás.

—Los sabios dicen que dos soles no pueden girar en la misma órbita. Ahora estoy débil, después de mi cautiverio, pero cuando me haya recuperado, por fin quedará resuelto el asunto que tú y yo tenemos pendiente.

Raistlin no respondió a Fistandantilus. No había nada que decir. Estaba totalmente de acuerdo.


Raistlin había memorizado el camino que Kitiara había seguido para llegar a la cámara secreta bajo el Alcázar de Dargaard. Recorrió los pasillos silenciosos y sumidos en la oscuridad, siguiendo el mapa que tenía en la cabeza. Llevaba consigo el Bastón de Mago, que había dejado en el alcázar confiando en su retorno.

—Shirak —dijo, y aunque la palabra sonó queda y sin fuerza, la bola de cristal empezó a brillar.

Raistlin se alegró de contar con esa luz. El alcázar estaba desierto, su señor y los guerreros espectrales se habían ido y las banshees habían enmudecido. Pero el miedo y el horror eran moradores permanentes de la fortaleza. Los dedos descarnados de la muerte tiraban de su túnica o le acariciaban la mejilla, fríos y heladores. El suelo temblaba, caían piedras de las paredes y las mismas paredes se derrumbaban. Oía los aullidos de una mujer agonizante, suplicando a Soth que salvara a su pequeño, y los lloros desgarradores del bebé quemándose vivo.

El pavor se apoderaba de él. Le temblaban las manos y se le nublaba la vista. Jadeando, se apoyó en una pared. Se obligó a respirar profundamente, para despejar su mente y recuperar el sentido.

Cuando se recobró, siguió bajando por la escalera de caracol excavada en la piedra. Apagó la luz del bastón al llegar a la puerta de acero para no delatar su entrada. Se hizo una oscuridad impenetrable, y tanteó el vacío hasta tocar con la mano la puerta. Con los dedos, descubrió los surcos grabados de la imagen de la diosa. Invocó el nombre de Takhisis y relumbró una luz blanca. Pronunció el nombre cuatro veces más, tal como había hecho Kitiara, y en cada ocasión se iluminó una luz de color diferente bajo la palma de su mano. La puerta se abrió con un chasquido.

Raistlin no cruzó el umbral de inmediato. Permaneció silencioso, inmóvil, conteniendo la respiración para no hacer ni el más mínimo ruido. Parecía que la habitación estaba vacía, a no ser por el Reloj de Arena de las Estrellas. Mientras lo contemplaba, un diminuto grano de arena cayó por la estrecha abertura que unía las dos mitades del reloj y se quedó allí suspendido.

Raistlin suspiró aliviado. La noche estaba a punto de terminar. Los dioses de la magia debían de haber ganado la batalla. Sin embargo, era extraño que no hubieran destruido el reloj de arena...

Sintió que se le encogían las entrañas. Algo no iba bien. Entró en la habitación, los faldones de su túnica negra aletearon. Apoyó el Bastón de Mago contra una pared y se acercó al reloj de arena para observarlo. Tres lunas, la plateada, la roja y la negra, brillaban con luz trémula cercadas por la oscuridad de la mitad inferior del reloj. Su luz seguía luciendo, pero era tenue y no brillaría mucho más tiempo. ¿Qué había pasado?

Raistlin no lo entendía y alargó la mano hacia el reloj de arena.

Una voz lo detuvo y a punto estuvo también de detenerle el corazón.

—Te equivocas, hermanito. Sí quiero a Tanis.

Kitiara apareció entre las sombras, con una espada al cinto.

Raistlin bajó la mano y la deslizó entre los pliegues de su túnica.

—Tú eres incapaz de querer a nadie, hermana mía. En eso, somos iguales —logró decir con voz tranquila, y se encogió de hombros.

Kitiara lo contempló largamente, en sus ojos negros se reflejaba el resplandor titubeante de las estrellas del reloj de arena.

—Quizá tengas razón, hermanito. Parece que somos incapaces de sentir amor. O lealtad.

—Al hablar de lealtad, supongo que te refieres a tu traición a Iolanthe —repuso Raistlin.

—En realidad me refería a tu traición a nuestra reina —dijo Kitiara—. En cuanto a Iolanthe, sí que sentí una pequeña punzada de remordimiento cuando la entregué a los escuadrones de la muerte. Ella me salvó la vida, ¿lo sabías? Me rescató de la prisión cuando Ariakas me había condenado a muerte. Pero no se podía confiar en ella. Como ocurre contigo, hermanito. No se puede confiar en ti.

Kitiara se acercó más. Caminaba con aire arrogante, la mano apoyada en la empuñadura de la espada con un gesto descuidado.

Una mano de Raistlin, oculta entre los pliegues de la túnica, se deslizó hasta una de las bolsas.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando —contestó—. Hice lo que prometí que haría.

—Ahora mismo se suponía que debías estar en la Torre de Wayreth, traicionando a tus amigos los hechiceros y ayudando a lord Soth.

Raistlin esbozó una sonrisa sombría.

—Y también se suponía que tú debías estar dormida.

Kitiara se echó a reír.

—Menuda pareja formamos, ¿verdad, hermanito? Takhisis te concedió el don de su magia y tú lo utilizas para traicionarla. Ariakas me entregó un puesto de mando y yo planeo hacer lo mismo con él. —Suspiró y añadió:— Tú dejaste morir al pobre Caramon. Y ahora yo tengo que matarte.

Desvió los ojos hacia el reloj de arena y, al ver las tres lunas agonizantes reflejadas en sus pupilas negras, Raistlin comprendió la verdad. No estaba dormida porque el hechizo que había conjurado no había funcionado. Y no había funcionado porque no había magia. Lo habían engañado. Observó cómo se deslizaba el grano de arena por el estrecho cuello del reloj, acercándose cada vez más a la oscuridad.

—Nunca hubo unos dioses del gris, ¿verdad? —dijo Raistlin.

Kitiara negó con la cabeza.

—Takhisis tenía que encontrar la forma de atraer a Nuitari y a sus primos hacia su trampa. Sabía que la idea de que unos dioses nuevos iban a suplantarlos sería más de lo que podrían resistir.

Pasó la mano por la superficie límpida y suave del cristal.

»Tus dioses han caído en El Remolino y no pueden escapar de él.

Raistlin miró fijamente el cristal.

—¿Cómo sabías que advertiría a los dioses? ¿Por qué sabías que los traería aquí?

—Si no lo hacías tú, lo habría hecho Iolanthe. Así que realmente no importaba mucho. —Kitiara deslizó su mano hacia un costado. Se oyó el sonido susurrante de la espada al salir de la vaina.

Kitiara sostenía la espada con gesto experto, agarraba la empuñadura con facilidad y destreza. Era implacable, despiadada. Quizá sintiera el escozor del remordimiento por tener que matar a Raistlin. Pero lo superaría, a él no le cabía ninguna duda, porque eso sería lo que le habría pasado de estar en su caso.

Raistlin no se movió. No intentó huir. ¿Qué sentido tendría? Se imaginó a sí mismo corriendo por los pasillos, presa del pánico, con los faldones de su túnica aleteando. Correría hasta que le fallasen las piernas y se quedase sin aliento, caería al suelo y su hermana le hundiría la espada entre los hombros...

—Recuerdo el día que nacisteis tú y Caramon —dijo Kitiara de repente—. Caramon era fuerte y vigoroso. Tú eras débil, a duras penas estabas vivo. Habrías muerto de no ser por mí. Te di la vida. Supongo que eso me concede el derecho a quitártela. Pero sigues siendo mi hermanito. No te resistas y te daré una muerte rápida y limpia. Será sólo un instante. Lo único que tienes que hacer es entregarme el Orbe de los Dragones.

Raistlin metió la mano izquierda en la bolsa. Sus dedos se cerraron alrededor del orbe y lo atraparon en su puño. Tenía los ojos clavados en Kit, le sostenía la mirada.

—¿Para qué sirve ya el Orbe de los Dragones? —preguntó—. Está muerto. La magia nos ha abandonado.

—Quizá te haya abandonado a ti —repuso Kitiara—, pero no el Orbe de los Dragones. Iolanthe me contó cómo funciona el orbe. Una vez que un objeto está encantado, seguirá encantado para siempre.

—¿Quieres decir, así? —Raistlin pronunció una palabra:— Shirak.

El Bastón de Mago se iluminó con una luz cegadora.

Por un momento, Kit no pudo ver nada. Intentó protegerse los ojos del repentino destello y levantó la espada, hundiéndola en las sombras con estocadas frenéticas. Raistlin rechazó el ataque sin mucho esfuerzo y sacó un puñado de canicas para lanzarlas a los pies de Kit.

Kitiara todavía no veía bien y pisó las canicas. Resbaló y perdió el equilibrio. Cayó pesadamente al suelo y se golpeó la cabeza.

Raistlin alcanzó su bastón y se acercó a su hermana, listo para darle en la cabeza en cuanto moviera un solo párpado. Sin embargo, Kitiara yacía inmóvil, con los ojos cerrados. Pensó que tal vez estuviera muerta y se agachó para tomarle el pulso en el cuello. Sintió sus latidos fuertes. Se despertaría con un dolor de cabeza insoportable y la visión un poco borrosa, pero se despertaría.

Seguramente debería matarla, pero como ella misma había dicho, le había dado la vida. Raistlin se dio media vuelta. Otra deuda que quedaba saldada.

Se concentró en el Reloj de Arena de las Estrellas. Las tres lunas titilaban tras el cristal como luciérnagas atrapadas en un frasco. Oyó el grito de Fistandantilus.

—¡Rómpelo!

Raistlin levantó el reloj de arena. Esperaba que fuese muy pesado. Pero se encontró con que era decepcionantemente ligero. Estaba a punto de estrellarlo contra el suelo, como el viejo le apremiaba que hiciera. Entonces se detuvo. ¿Por qué Fistandantilus querría ayudarlo a él?

La idea de Raistlin era romperlo y liberar a los dioses. Pero ¿y si no sucedía eso? ¿Qué pasaría si, al romper el reloj de arena, los encerraba en la oscuridad para siempre?

Raistlin miró fijamente el reloj. El reluciente grano de arena temblaba, a punto de caer. Y entonces se alzó el pavoroso canto de las banshees, un lamento aterrador con el que daban la bienvenida más pavorosa que pueda imaginarse a su señor.

Lord Soth había regresado al Alcázar de Dargaard.

Raistlin oía, por debajo del cántico, las pisadas del Caballero de la Muerte bajando la escalera a la carrera. Se le pasó por la cabeza intentar esconderse, y estaba a punto de colocar el reloj de arena sobre el pedestal cuando el grano de arena empezó a deslizarse...

Raistlin se quedó mirándolo y, de pronto, un fogonazo estalló en su mente, como la luz que se había encendido en el bastón. Con la esperanza de que no fuera demasiado tarde, rápidamente dio la vuelta al Reloj de Arena de las Estrellas.

El grano de arena volvió a caer en la parte superior del reloj, que había pasado a ser la inferior.

Las tres lunas desaparecieron.

Raistlin ya no veía la luz bendita de las lunas. No sabía si su acto desesperado había funcionado o había fracasado. Extendió las manos, con las palmas hacia arriba.

—¡Kair tangas miopair! —exclamó con voz temblorosa.

Por un momento sólo sintió que el corazón le dejaba de latir, aterrorizado. Después, aquella calidez tan familiar, apaciguadora y a la vez enervante, le ardió en la sangre y de sus manos nacieron llamas. Vio como el fuego lamía las palmas de sus manos y lo invadió un alivio inmenso. Los dioses eran libres.

Raistlin lanzó el Reloj de Arena de las Estrellas contra una pared. El cristal estalló en una cascada de esquirlas punzantes. La arena relució en el aire como una constelación de estrellas diminutas.

Raistlin recogió el Orbe de los Dragones de entre las canicas. La puerta ya se abría, empujada por la mano del Caballero de la Muerte. Apenas le quedaban fuerzas para pronunciar las palabras del hechizo...

... apenas.

28 No hay descanso para el hechicero. La venganza.

Día vigésimo quinto, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin salió de los corredores de la magia y apareció en su habitación de El Broquel Partido. Estaba agotado y sólo podía pensar en su cama, donde caería redondo al instante. Para su sorpresa, su cama ya estaba ocupada.

—Bienvenido a casa —lo saludó Iolanthe.

Estaba sentada en la cama. Cuando levantó la cabeza, Raistlin vio que tenía el rostro magullado e hinchado. Los dos ojos amoratados, uno ni lo podía abrir. El labio partido. Su lujosa ropa desgarrada. Marcas violáceas en el cuello.

—Gracias por salvarme la vida esta noche, querido —dijo en un murmullo—. Siento mucho no poder devolverte el favor.

Giró la cabeza hacia el hombre que estaba de pie junto a la ventana, mirando fijamente las tres lunas, que acaban de unirse para formar el ojo imperturbable. Fue sólo un vistazo. Su rostro estaba sombrío, carente de expresión.

Raistlin no sentía nada. Iba a morir en pocos minutos y se sentía demasiado cansado, demasiado exhausto, como para que le importase. Supuso que debería intentar defenderse, conjurar algún tipo de hechizo mortal. Unas palabras cargadas de magia revolotearon por su cabeza y se alejaron antes de que pudiera atraparlas.

—Si vas a matarme, hazlo ya —dijo con un hilo de voz—. Al menos así podré descansar.

Iolanthe intentó sonreír, pero ese mero gesto le provocó una punzada de dolor. Hizo una mueca y se llevó los dedos a los labios.

—Mi señor quiere el Orbe de los Dragones —dijo la hechicera.

Raistlin se arrancó la bolsa del cinturón y la tiró al suelo. La bolsa se abrió. Las canicas y el Orbe de los Dragones rodaron por el suelo hasta detenerse, relucientes bajo la luz de la luna. Las tres lunas empezaban a alejarse, pero siempre se mantenían unidas.

Los rayos de luna, plateados y rojos, se reflejaron en el orbe y, como si quisiera empaparse de su magia, el orbe pareció crecer. Sus luces de colores se agitaron.

Ariakas miraba fijamente el orbe, como si hubiera entrado en trance. Se separó de la ventana y se acuclilló para observarlo. Las manos del orbe se extendieron hacia él. Ariakas movió los dedos con nerviosismo. Debía de ansiar tocarlo, comprobar si podía dominarlo. Empezó a alargar la mano hacia el objeto. Con una sonrisa lúgubre, retiró la mano.

—Buen intento, Majere —dijo Ariakas, levantándose—. Pero yo no soy tan estúpido como el rey Lorac...

—Oh, sí que lo eres, querido —dijo Iolanthe.

Una ráfaga de aire helado, tan gélido como las ruinas congeladas del Muro de Hielo, golpeó a Ariakas por detrás. Ese frío mágico le tiñó de azul la carne y le robó el aliento. La escarcha se colgó de su pelo, de su barba y su armadura. Se le congeló la sangre. Una expresión de furia y sorpresa se heló en su rostro. Sin capacidad para moverse, cayó al suelo con un golpe seco, como el de un bloque de hielo.

—Nunca des la espalda a un hechicero —le advirtió Iolanthe—. Sobre todo a uno al que acabas de propinar una paliza.

Raistlin lo observaba todo con una expresión estúpida provocada por el cansancio. Iolanthe se acercó a Ariakas. Se arrodilló, apoyó la mano en su cuello y empezó a maldecir.

—¡Maldito sea el Abismo una y mil veces! ¡Este cabrón sigue vivo! Creía que lo había matado. Takhisis debe quererlo mucho.

Iolanthe se guardó en el escote un pequeño cono de cristal y tendió la mano a Raistlin.

—Sé que estás cansado. Yo te llevaré. ¡De prisa! Tenemos que salir de aquí antes de que los guardias vengan a ver qué le ha pasado.

Raistlin la miraba fijamente. Estaba demasiado cansado para pensar. Tenía que convencer a su cerebro para que volviera a ponerse en marcha. Sacudió la cabeza, sin hacer caso a la mano que se tendía hacia él, y recogió el reluciente Orbe de los Dragones. Éste se encogió al entrar en contacto con sus dedos.

—Vete tú —dijo Raistlin.

—¡No puedes quedarte en Neraka! Ariakas no está muerto. Mandará al Espectro Negro a por ti...

—Eso fue lo que intentó hacer esta noche, ¿verdad? —repuso Raistlin, mirando a Iolanthe fijamente.

La hechicera se sonrojó. Era hermosa y seductora. No era raro que los Túnicas Negras se confiaran a ella y a sus palabras cautivadoras susurradas en mitad de la noche.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Iolanthe.

—Cuento los escalones, recuerda. ¿Hace cuánto que trabajas para La Luz Oculta?

—Desde que... —Iolanthe se interrumpió y sacudió la cabeza—. Es una larga historia, perfecta para contar una noche de invierno, sentados alrededor del fuego. Ahora no tenemos tiempo. Mis amigos y yo abandonamos Neraka. Ven con nosotros.

Raistlin miraba el orbe, contemplando sus colores. Negro y verde, rojo y blanco y azul se entrelazaban, giraban y se agitaban.

—Tengo que cambiar la oscuridad —dijo el hechicero.

Iolanthe lo miró, sin comprender. Después le apretó la mano y le besó dulcemente en la mejilla.

—Gracias, Raistlin Majere. Has salvado a las personas que más quiero.

Lanzó su arcilla mágica contra la pared. La puerta se abrió, creció e Iolanthe la atravesó.

»Que vayas con los dioses —le dijo al despedirse.

El portal se cerró tras ella.

—Ese es mi plan —dijo Raistlin.

Levantó el Orbe de los Dragones entre sus manos y miró a las tres lunas.

»Me lo debéis —dijo, dirigiéndose a la ventana.

Las manos del Orbe de los Dragones se alargaron hacia él, lo asieron y se lo llevaron consigo.

29 La Morada de los Dioses. Viejos amigos.

Día vigesimoquinto, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin se despertó sobre la dura piedra, fría y pulida, como si estuviera descansando sobre la superficie de un lago helado de aguas negras y relucientes. Lo rodeaba un círculo formado por veintiuna columnas de piedra, informes y sin tallar. Las columnas se alzaban tan juntas entre sí que Raistlin no podía ver lo que había al otro lado.

No tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaba dormido. Recordó momentos de una semiinconsciencia somnolienta, en los que pensaba que debería despertarse, que los granos de su reloj de arena estaban cayendo muy rápido y que él no estaba allí para darles forma. Varias veces intentó aferrarse a las riberas de la conciencia y salir del profundo pozo del sueño, pero siempre descubría que le fallaban las fuerzas.

Ya despierto, le costaba hacerse a la idea de moverse, como quien se resiste a abandonar el abrigo de la cama en una mañana gris en la que las gotas de lluvia golpean suavemente la ventana. El aire era puro y calmo, y llevaba hasta él el aroma de la primavera. Pero era un aroma lejano, como si se tratara de una estación remota, distante; como si allí, en aquel valle, el transcurso del año no importase.

Raistlin levantó la vista hacia el cielo y vio que el alba estaba cercana. Sin embargo, no tenía la menor idea de qué día podía ser. Sobre su cabeza, el cielo estaba negro como la muerte. Una luz tenue, que se asomaba titubeante por el este, prometía un amanecer rosado. Las estrellas brillaban intensamente, pero ninguna superaba a la estrella roja, el fuego de la fragua de Reorx. Las constelaciones de los otros dioses también eran visibles, todas al mismo tiempo, algo imposible.

El otoño anterior, Raistlin había mirado hacia el cielo y había visto que faltaban dos constelaciones: la de Paladine y la de Takhisis. ¡Qué lejano le parecía aquel momento! Las hojas del otoño se habían consumido en el fuego y se habían convertido en humo. El invierno había honrado a los muertos con su nieve blanca y pura. La nieve se fundía y la nueva vida, nacida de la muerte y el sacrificio, luchaba con obstinación para abrirse camino a través de la tierra helada.

—La Morada de los Dioses —se dijo Raistlin a sí mismo, en voz baja.

Había dormido sobre la dura piedra sin ni siquiera una manta, pero no se sentía entumecido ni dolorido. Se puso de pie, se sacudió la túnica y se aseguró de que el Bastón de Mago seguía a su lado. Podía ver las constelaciones reflejadas en la superficie, negra y brillante.

Las estrellas estaban por encima y por debajo, como en un reloj de arena.

Las columnas que lo rodeaban podían parecerse a los barrotes de una prisión. No vio ningún hueco por el que pudiera pasar entre ellas.

«Para algunos, la fe es una prisión —reflexionó—. Para otros, la fe conlleva la libertad.»

Raistlin caminó con paso resuelto hacia las columnas y, sin saber cómo había ido a parar allí, se encontró en el otro lado.

—Interesante —murmuró.

Sentía sed y hambre. Ni en sus mejores tiempos había comido mucho, pero en los últimos días había soportado tanta tensión y una confusión interna tan profunda, que se había olvidado por completo de comer. Como si hubiera aparecido allí por sólo pensarlo, encontró un arroyo de aguas cristalinas que bajaba de las montañas. Raistlin bebió hasta hartarse y, mojando un pañuelo, se lavó la cara y el cuerpo. El agua tenía propiedades reconstituyentes, o eso parecía, pues se sintió más fuerte y vigoroso. Ya no sentía hambre.

Raistlin había leído algo sobre La Morada de los Dioses, pero no mucho, pues no se había escrito gran cosa. El Esteta que había viajado a Neraka había intentado encontrar aquel lugar, que estaba muy cerca de la temida ciudad, pero no lo había conseguido. La Morada de los Dioses era el lugar más sagrado del mundo. Se desconocía quién lo había creado y por qué. El Esteta planteaba varias teorías. Había quien decía que cuando los dioses habían terminado de crear el mundo se habían reunido en aquel lugar para regocijarse con su obra. Otra teoría sostenía que La Morada de los Dioses era obra de los hombres, un santuario en honor a los dioses que había erigido alguna civilización perdida y olvidada mucho tiempo atrás. Lo que sí se sabía con certeza era que sólo los elegidos por los dioses tenían permitida la entrada.

A Raistlin lo invadió una sensación de premura... el aliento de los dioses sobre su nuca.

«Todo sucede por alguna razón. Necesito asegurarme de que la razón es mía.»

Raistlin se sentó en el suelo de piedra, cerca del arroyo, y sacó el Orbe de los Dragones de su bolsa. Dejó el orbe delante de él y, recitando las palabras, tendió las manos hacia las manos que se alargaban hacia las suyas. No tenía ni idea de si su plan iba a funcionar, pues todavía estaba descubriendo la capacidad del orbe. Por lo que había leído, los hechiceros que crearon el orbe lo utilizaban para ver el futuro. Si los ojos del orbe podían ver el futuro, ¿por qué no el presente? Parecía mucho más fácil.

—Estoy buscando a alguien —le dijo al orbe—. Quiero saber qué está haciendo esa persona, oír lo que está diciendo y ver lo que está viendo en este mismo momento. ¿Es eso posible, Viper?

Lo es. Piensa únicamente en esa persona. Concéntrate en esa persona y destierra todos los demás pensamientos. Di su nombre tres veces.

—Caramon —dijo Raistlin, y pensó en su gemelo. Mejor dicho, sencillamente dejó de esforzarse por apartarlo de su mente.

»Caramon —repitió Raistlin y miró fijamente el orbe, en el que empezaban a arremolinarse los colores.

»¡Caramon! —pronunció Raistlin por tercera vez, alzando la voz, como cuando eran más jóvenes y quería despertarle. A Caramon siempre le había gustado dormir.

Los colores del orbe se desvanecieron como las brumas de la mañana. Raistlin vio la lluvia caer con fuerza y la superficie mojada de una pared de piedra. Empapados, sus amigos formaban un círculo: Tanis, Tika Waylan, Tasslehoff Burrfoot, Flint Fireforge y su hermano gemelo, Caramon. Con ellos estaba un hombre vestido con una túnica parda y un sombrero que había conocido tiempos mejores.

—Fizban —dijo Raistlin en voz baja—. Por supuesto.

Tanis y Caramon llevaban la armadura negra y el emblema de los oficiales del ejército de los Dragones. Tanis se cubría la cabeza con un yelmo demasiado grande para él, no tanto para protegerse como para esconder las orejas puntiagudas que delataban su sangre elfa. Caramon no llevaba yelmo. Seguramente no había encontrado ninguno lo suficientemente grande. El peto le quedaba muy apretado; las cinchas que lo sujetaban se estiraban al máximo sobre su torso enorme.

Mientras Raistlin los observaba, Tanis, con el rostro deformado por la ira, miraba agitadamente en derredor del pequeño grupo. Sus ojos se clavaron en Caramon.

—¿Dónde está Berem? —preguntó con voz alterada.

Raistlin se puso tenso al oír ese nombre.

Su hermano enrojeció.

—Yo... no lo sé, Tanis. Es que yo... pensaba que estaba junto a mí.

Tanis estaba furioso.

—Es nuestra única forma de entrar en Neraka y es la única razón por la que mantienen a Laurana con vida. Si lo cogen...

—No te preocupes, compañero. —Ésa era la voz de Flint, siempre consolando a Tanis—. Lo encontraremos.

—Lo siento, Tanis —murmuraba Caramon—. Estaba pensando en..., en Raist. Ya..., ya sé que no debería...

—¿Cómo es posible que ese condenado hermano tuyo estropee las cosas incluso sin estar presente?

—Sí, ¿cómo lo hago? —preguntó Raistlin, con una sonrisa y un suspiro.

Así que Tanis había capturado a Berem y, por lo que parecía, su idea era intercambiarlo por Laurana. El único inconveniente era que Caramon lo había perdido. Raistlin se preguntó si Tanis sabría el motivo por el que la Reina Oscura quería a Tanis con tal desesperación. Si lo supiera, ¿estaría tan ansioso por entregarlo? Raistlin no se atrevía a suponer nada. No conocía a esa gente. Habían cambiado; la guerra y las penalidades los habían cambiado.

Caramon, siempre con su buen carácter, alegre y sociable, estaba perdido y solo, buscando esa parte de sí mismo que había desaparecido. Tika Waylan estaba junto a él, intentando apoyarle, pero sin lograr comprenderlo.

También estaba la coqueta y guapa de Tika, con sus indomables rizos pelirrojos y su risa franca. Tal vez sus rizos de color carmesí estuvieran mojados y alicaídos, pero su brillo de fuego seguía ardiendo bajo la tormenta primaveral. Llevaba una espada, no las jarras de cerveza, y se cubría con partes de diferentes armaduras. Raistlin se había sentido molesto por el amor que Tika profesaba a su hermano. O quizá estuviera celoso de ese amor. No se debía a que Raistlin estuviera enamorado de Tika, sino a que Caramon había encontrado a alguien a quien amar, aparte de su gemelo.

—Te hice un favor yéndome, hermano —dijo Raistlin a Caramon—. Ha llegado el momento de que me dejes ir.

Después se fijó en Tanis, el líder del grupo. Antes era sereno y tranquilo, pero, bajo la atenta mirada de Raistlin, empezaba a desmoronarse. Le habían arrebatado a la mujer que amaba y estaba desesperado por salvarla, aunque eso significara destruir el mundo.

Fizban, el hechicero viejo y de mente confusa que se cubría con la túnica parda, se mantenía aparte, observando y esperando tranquila, pacientemente.

Raistlin recordó una pregunta que Tanis le había hecho en una ocasión, mucho tiempo atrás, cuando soplaban los vientos fríos del otoño: «¿Crees que hemos sido elegidos, Raistlin?... ¿Por qué? No somos el prototipo de héroes...»

Raistlin recordaba también su contestación: «Pero ¿elegidos por quién?¿Y con qué finalidad?»

Miró a Fizban y obtuvo la respuesta que buscaba. Al menos, parte.

Tasslehoff Burrfoot se veía imparable, irresponsable, irritante. Si Berem era el Hombre Eterno, Tas era el Niño Eterno. Pero el niño se había hecho mayor. Como Mari. Realmente triste.

Mientras Raistlin los observaba, Tanis, enfadado, ordenó al resto del grupo que buscase a Berem. Volvieron sobre sus pasos, cansados, estudiando el camino para encontrar el punto en el que Berem lo había abandonado. Fue Flint quien descubrió las huellas de Berem en el barro y echó a correr, mientras los demás se quedaban atrás.

—¡Flint! ¡Espera! —gritó Tanis.

Raistlin levantó la cabeza, sobresaltado. El grito no provenía del orbe. ¡Venía del otro lado de la pared de piedra! Raistlin miró hacia donde se oía la voz de Tanis y vio un paso estrecho en la piedra. Habría jurado que antes allí no había nada.

No tenía tiempo para muchas elucubraciones y, por lo que se veía, ya no necesitaba el Orbe de los Dragones. Kitiara tenía razón. Sus amigos habían estado buscando La Morada de los Dioses y parecía que habían dado con ella.

Raistlin volvió a guardar el orbe en su bolsa. Recogió el bastón y recitó apresuradamente las palabras de un hechizo, con la esperanza de que la magia funcionase en un lugar sagrado como aquél.

—Cermin shirak dari mayat, kulit mas ente bentuk.

Raistlin había conjurado un hechizo para hacerse invisible. Miró hacia el arroyo y no vio su propio reflejo. Si él mismo no se veía, tampoco lo verían sus amigos. La magia había funcionado.

Fizban podría ser la única excepción. Raistlin no quería correr riesgos, así que se deslizó entre dos columnas de piedra y se escondió detrás, justo en el mismo momento en que un hombre aparecía gateando por la abertura en la roca.

Aquél era el hombre del rostro de anciano y los ojos jóvenes, el hombre que estaba a bordo del barco en Flotsam, el hombre que los había conducido a El Remolino. Cuando Berem se puso de pie, en su pecho relució una esmeralda, bañada por los primeros rayos del sol.

Berem, el Hombre Eterno. El Hombre de la Joya Verde. El hermano de Jasla. El hombre que liberaría a la reina Takhisis o la dejaría cautiva para siempre en el Abismo.

Berem miró alrededor, asustado. Su rostro tenía la expresión de un hombre acosado, como un zorro que huye de los perros. Cruzó corriendo la superficie de piedra del valle. Flint y los demás no debían de estar muy lejos pero, por el momento, Berem y Raistlin estaban solos en La Morada de los Dioses.

Unas sencillas palabras mágicas y Raistlin podría inmovilizar a Berem, hacerlo su prisionero. Podría utilizar el Orbe de los Dragones para que fueran ambos a Neraka. Podría presentar ante Takhisis una ofrenda de valor incalculable. La diosa se lo agradecería. Le concedería cualquier cosa que su corazón ansiara. Incluso podría negociar la liberación de Laurana. Pero jamás podría volver a dormir tranquilo...

Raistlin vio que Berem pasó corriendo a su lado. El Hombre Eterno había descubierto lo que parecía ser otro paso en una pared que había más lejos. Y allí llegaba Flint, persiguiéndolo. El enano tenía el rostro colorado por el esfuerzo y la excitación. Berem le sacaba una buena ventaja. No parecía demasiado probable que Flint ganara aquella carrera.

Raistlin oyó un grito detrás de él y, al darse la vuelta, descubrió a Tasslehoff, a gatas por el estrecho túnel. El kender salió al valle y empezó a expresar su asombro ante las columnas de piedra, el suelo de piedra y otras maravillas, mediante sonoras exclamaciones. Raistlin podía oír también las voces del resto de sus amigos al otro lado del túnel. Sin embargo, no distinguía lo que decían.

—¡Tanis, date prisa! —exclamó Tas.

—¿No hay otro camino? —La voz de Caramon sonaba desesperada a través del angosto paso.

Tasslehoff recorría el valle, intentando dar con Flint, pero entre el enano y el kender se alzaban las columnas, que les impedían verse. Tas volvió corriendo al túnel y se agachó para mirar hacia el interior.

Gritó algo por el hueco y otro grito le respondió. Por los sonidos que llegaban, todos habían intentado entrar gateando, y parecía que Caramon se había quedado atascado.

Flint estaba cada vez más cerca de Berem. Los primeros rayos de sol de la mañana proyectaban lentas sombras sobre las paredes de piedra, y Berem ya no encontraba el paso. Corría de un lado a otro, como un conejo que ha caído en la trampa y busca la salida frenéticamente. Por fin, encontró la abertura y se lanzó hacia ella.

Berem estaba a punto de desaparecer a gatas por el agujero. Raistlin reflexionaba sobre qué debería hacer, preguntándose si sería mejor detenerlo, cuando de repente Flint lanzó un chillido terrible. El enano se llevó las manos al pecho y, aullando de dolor, cayó de rodillas.

—Su corazón. Lo sabía —dijo Raistlin—. Lo había avisado.

El instinto le llevaba a ir a socorrer al enano, pero se detuvo. Ya no formaba parte de sus vidas. Ellos ya no formaban parte de la suya. Raistlin se quedó observando y esperando. De todos modos, no podía hacer nada.

Berem oyó el grito de Flint y se volvió, temeroso. Al ver que el viejo enano se desplomaba, el hombre vaciló. Miró la abertura en la pared, miró a Flint y echó a correr para ayudarlo. Berem se arrodilló junto al enano, que se había quedado pálido.

—¿Qué te pasa? ¿Qué puedo hacer? —preguntó Berem.

—No es nada. —Flint boqueaba en busca de aire. Se apretaba el pecho con las manos—. Tengo la digestión un poco pesada, eso es todo. Algo que he comido. Sólo... ayúdame a ponerme de pie. Me cuesta respirar. Si camino un poco...

Berem ayudó al enano a levantarse.

Desde el otro extremo del valle, Tasslehoff por fin los había visto. Pero, como no podía ser de otra manera, el kender interpretó mal toda la situación. Creyó que Berem estaba atacando a Flint.

—¡Allí está Berem! —gritó fuera de sí el kender—. ¡Y está haciéndole algo a Flint! ¡Corre, Tanis!

Flint dio un paso y se tambaleó. Se le pusieron los ojos en blanco. Le fallaron las piernas. Berem cogió al enano en brazos y lo tumbó delicadamente sobre las rocas. Se quedó inclinado sobre él, sin saber qué hacer.

Al oír las pisadas que corrían hacia él, Berem se incorporó. Parecía aliviado. Por fin llegaba ayuda.

—¿Qué has hecho? —aullaba Tanis enfurecido—. ¡Lo has matado!

Desenvainó la espada y hundió la hoja en el pecho de Berem.

El hombre se estremeció y dejó escapar un grito. Se tambaleó y, atravesado por la espada, cayó sobre Tanis. El peso de su cuerpo estuvo a punto de tirarlos a los dos al suelo.

Las manos de Tanis se cubrieron de sangre. El semielfo arrancó la espada de su víctima y se volvió, dispuesto a enfrentarse a Caramon, que intentaba apartarlo. Berem gemía en el suelo, mientras la sangre manaba de la herida mortal. Tika sollozaba.

Flint no había visto nada de lo sucedido. Estaba abandonando el mundo, su alma se disponía a emprender la próxima etapa del viaje. Tasslehoff cogió al enano de la mano e intentó que se incorporara.

—Déjame, cabeza de chorlito —protestó Flint con un hilo de voz—. ¿No ves que estoy muriéndome?

Tasslehoff gimió, sobrepasado por el dolor, y cayó de rodillas.

—¡No estás muriéndote, Flint! No digas eso.

—¡Sabré yo si estoy muriéndome o no! —repuso Flint iracundo, mirándolo ceñudo.

—Otras veces ya pensaste que te morías y sólo estabas mareado por las olas —dijo Tas, y sorbió por la nariz—. Quizá ahora estés..., estés... —Miró alrededor del valle de piedra—. Quizá ahora estés mareado por las rocas.

—¡Por las rocas! —bufó Flint. Pero al ver el dolor del kender, la expresión del enano se suavizó—. Vamos, vamos, amigo. No pierdas el tiempo lloriqueando como un enano gully. Corre a buscar a Tanis.

Tasslehoff resopló y fue a hacer lo que le decían.

A Berem le temblaban los párpados. Gimió de nuevo y se sentó. Se llevó la mano al pecho. La esmeralda, cubierta de sangre, lanzaba destellos bajo el sol.

Siempre hay esperanza. No importan los errores que cometamos, no importan nuestras faltas ni los malentendidos, no importan el dolor, la pena y las pérdidas, no importa lo impenetrable que sea la oscuridad, pues siempre hay esperanza.

Raistlin abandonó su escondite detrás de las columnas y se acercó, invisible, a Flint, que yacía en el suelo con los ojos cerrados. Por un momento, el enano estaba solo. Un poco más allá, Caramon intentaba que Tanis recuperara la razón. Tasslehoff tiraba de la manga de Fizban, intentando hacerse entender. Fizban lo entendía todo perfectamente.

Raistlin se arrodilló junto al enano. El rostro de Flint estaba muy pálido, deformado por el dolor. Apretaba los puños. El sudor le cubría la frente.

—Nunca te gusté —dijo Raistlin—. Nunca confiaste en mí. Y sin embargo, fuiste bueno conmigo, Flint. No puedo devolverte la vida. Pero puedo aliviar tu agonía y darte tiempo para que te despidas.

Raistlin metió la mano en una bolsa y sacó un frasco pequeño con zumo de semillas de adormidera. Vertió unas gotas en la boca del enano. La mueca de dolor desapareció. Flint abrió los ojos.

Cuando sus amigos se reunieron alrededor de Flint para despedirse, Raistlin se quedó acompañándolos, aunque ninguno llegó a saberlo jamás. Se dijo a sí mismo más de una vez que debería marcharse, que tenía muchas cosas que hacer, que sus ambiciosos planes de futuro pendían de un hilo. Pero permaneció junto a sus amigos y su hermano.

Raistlin se quedó hasta que Flint suspiró, cerró los ojos y el último aliento abandonó el cuerpo del enano. Raistlin pronunció un hechizo. El corredor se abrió ante él.

Se adentró en el pasadizo y no volvió la vista atrás.

30 El Cuchillo de Kitiara. La Espada de Par-Salian

Día vigesimoquinto, mes de Mishamont, año 352 DC

Kitiara llegó a Neraka a primera hora de la mañana del día veinticinco, temiendo llegar demasiado tarde para el consejo, pero su sorpresa fue descubrir que el mismísimo Ariakas todavía no había aparecido. Los preparativos de la reunión eran cada vez más confusos, pues ninguno de los Señores de los Dragones ni sus ejércitos podían entrar en la ciudad antes que el emperador. Ariakas no confiaba en sus compañeros, los Señores de los Dragones. Si se les permitía la entrada a Neraka, tal vez cerraran las puertas de la ciudad, apostaran en las murallas a sus soldados e intentaran dejarlo fuera.

Kitiara había planeado alojarse en los lujosos aposentos que estaban esperándola en el templo. En vez de eso, no le quedó más remedio que acampar al otro lado de las murallas e instalarse en una tienda tan baja y estrecha que ni siquiera podía dar vueltas por ella, como tenía la costumbre de hacer cuando necesitaba pensar sobre algo.

Kitiara estaba de un humor de perros. Todavía le dolía la cabeza por el golpe que se había dado contra el suelo de piedra de la cámara. Se alegraba de tener una excusa para salir del Alcázar de Dargaard. A pesar de lo mal que se sentía, había llamado a Skie y había volado a lomos del dragón para reunirse con su ejército. La idea de enfrentarse a Ariakas para conseguir la Corona del Poder mitigaba un poco su terrible dolor de cabeza. Pero cuando había llegado, había descubierto que nadie sabía dónde estaba Ariakas o cuándo se dignaría a honrarlos con su presencia. Así que a Kitiara sólo le quedaba enfadarse y quejarse a su asistente militar, un draconiano bozak llamado Gakhan.

—Ariakas está haciéndolo a propósito para ponernos nerviosos —murmuró Kitiara. Estaba encorvada sobre una mesita auxiliar, masajeándose las sienes—. Está intentando intimidarnos, Gakhan, y eso no voy a permitirlo.

Gakhan emitió un ruido, una mezcla de bufido y gruñido. El bozak sonrió y su lengua asomó entre los labios.

Kitiara levantó la cabeza y lo miró con interés.

—Tú has oído algo. ¿Qué pasa?

Gakhan acompañaba a Kitiara desde antes del estallido de la guerra. Aunque oficialmente era su asistente, su título extraoficial era el de «Cuchillo de Kitiara». El draconiano era leal a Kitiara y a su reina, en ese orden. Algunos decían que estaba enamorado de la Dama Azul, pero siempre tenían mucho cuidado de decirlo a sus espaldas, jamás cara a cara. El bozak era listo, reservado, ingenioso y extremadamente peligroso. Se había ganado su apodo.

Gakhan lanzó una mirada hacia la puerta de la tienda, después la cerró y la ató con cuidado. Se inclinó sobre Kitiara.

—Mi señor Ariakas llega tarde porque está herido. Estuvo a punto de morir —anunció en voz baja.

Kitiara se quedó mirando fijamente al bozak.

—¿Qué? ¿Cómo?

—No alcéis la voz, mi señora —la previno el draconiano con gran seriedad—. Si se filtraran noticias como ésta, los enemigos del emperador podrían envalentonarse.

—Sí, es cierto, tienes razón —concedió Kitiara con la misma gravedad—. ¿Confías en la fuente de esta... esta información tan inquietante?

—Completamente —contestó Gakhan.

Kitiara sonrió.

—Necesito más detalles. Últimamente Ariakas no ha estado en el campo de batalla, así que imagino que alguien habrá intentado matarlo.

—Y estuvo a punto de conseguirlo.

—¿Quién fue?

Gakhan se quedó callado un momento para aumentar el suspense, después esbozó una sonrisa.

—¡Su bruja!

—¿Iolanthe? —preguntó Kitiara alzando la voz, tan sorprendida que olvidó que debía mostrarse circunspecta.

Gakhan la reconvino con la mirada y Kit volvió a bajar la voz.

—¿Cuándo fue?

—La Noche del Ojo, mi señora.

—Pero eso es imposible. Iolanthe murió esa noche. —Kitiara hizo un gesto hacia varios despachos—. Tengo los informes...

—Inventados, mi señora... Parece que Talent Orren...

Kitiara lo miró furiosa.

—¿Orren? ¿Qué tiene que ver con todo esto? Quiero saber lo que ha pasado con Iolanthe.

Gakhan inclinó la cabeza.

—Si tenéis paciencia, mi señora. Parece que Orren descubrió la conspiración para matarlo a él y a sus compañeros de La Luz Oculta. Propagó el rumor entre las tropas de que la Iglesia quería «limpiar» la ciudad de Neraka. Se habían dado órdenes de incendiar El Broquel Partido y El Trol Peludo. Evidentemente, los soldados no estaban muy contentos. Cuando llegaron los escuadrones de la muerte para llevar a cabo sus órdenes, encontraron soldados armados defendiendo las tabernas. Orren y sus amigos escaparon.

—¿Qué tiene que ver todo esto con Iolanthe? —preguntó Kit con impaciencia.

—Es miembro de La Luz Oculta.

Kitiara se quedó estupefacta.

—Eso es imposible. ¡Me salvó la vida!

—Creo que en ese momento le rondaba la idea de serviros, mi señora. Sin embargo, se sintió decepcionada cuando quisisteis eliminar la magia. Había estado haciendo trabajos ocasionales para Orren. Se convirtieron en amantes y ella se unió al grupo.

—¿Y cómo encaja Ariakas en toda esta historia? —quiso saber Kit, confusa.

—El emperador quería el Orbe de los Dragones que está en poder de vuestro hermano. Ariakas salvó a Iolanthe de los escuadrones de la muerte, pero no por amor. Le dijo que si tenía aprecio a su vida, tendría que matar a Raistlin. Ariakas fue con ella para asegurarse de que cumplía su orden y conseguir así el Orbe de los Dragones.

—Pero Iolanthe, en vez de atacar a Raistlin, se volvió contra Ariakas —dijo Kitiara.

—Me han dicho que si no llega a ser por la intervención del Señor de la Noche, por petición de Su Oscura Majestad, el emperador habría muerto congelado.

Kitiara echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Gakhan se permitió una sonrisa y un movimiento de cola, pero eso fue todo.

—¿Ariakas ya se ha descongelado? —preguntó Kitiara sin dejar de reírse.

—El emperador ha recuperado la salud, mi señora. Mañana llegará a Neraka.

—¿Qué pasó con Iolanthe?

—Huyó, mi señora. Se fue de Neraka con Orren y el resto de los miembros de La Luz Oculta.

—Es una vergüenza que la haya subestimado así. —Kitiara sacudió la cabeza—. Podría haberla utilizado. ¿Qué hay de Raistlin?

—Ha desaparecido, mi señora. Se supone que también abandonó Neraka, aunque nadie sabe adonde ha ido. Tampoco es que importe —añadió Gakhan, encogiéndose de hombros—. Está condenado. El emperador quiere verle muerto. La reina Takhisis quiere verle muerto. El Señor de la Noche quiere verle muerto. Si Raistlin Majere sigue en Neraka es que es un tonto de campeonato.

—Y mi hermano puede ser cualquier cosa, pero nunca ha sido tonto. Gracias por la información, Gakhan. Tengo que pensar sobre todo esto —dijo Kitiara.

El bozak hizo una reverencia y se retiró. Uno de los ayudantes entró para encender el farol, pues ya había caído la noche, y le preguntó si deseaba cenar. Kit ordenó que se marchara.

—Pon un guardia fuera. No quiero que nadie me moleste esta noche.

Kitiara se quedó sentada contemplando la llama temblorosa de la vela, viendo el rostro embrutecido de Ariakas. El emperador creía que ella estaba conspirando contra él.

Bien, eso era cierto.

Y no podía echarse la culpa más que a sí mismo. Siempre había fomentado la rivalidad entre sus Señores de los Dragones. La certidumbre de que cada Señor del Dragón estaba permanentemente amenazado por los demás, que podían arrebatarle su puesto, los mantenía alerta. La parte negativa era que cualquiera de ellos podía decidir dar una puñalada por la espalda a otro de los Señores de los Dragones, y esa espalda también podía ser la de Ariakas.

Ariakas desconfiaba de todos los Señores de los Dragones, pero recelaba de ella especialmente. Kitiara era muy popular entre sus tropas, mucho más que Ariakas entre las suyas. Ella se preocupaba de que sus soldados recibieran su paga. Y más importante aún eta que Kitiara gozaba del favor de la Reina Oscura, que últimamente no miraba a Ariakas con muy buenos ojos. Había cometido demasiados errores.

Debería haber ganado la guerra con un par de golpes certeros y brutales, haber acabado con todo antes de que los Dragones del Bien se unieran al bando de la luz. Debería haber tomado la Torre del Sumo Sacerdote antes de que los caballeros recibieran refuerzos. Debería haber confiado en los dragones, que podía atacar desde el aire, lo que les daba una gran ventaja, y apoyarse menos en las tropas de tierra. Y no debería haber permitido que Kitiara se aliara con el poderoso lord Soth.

No cabía duda de que Takhisis se arrepentía de haber elegido a Ariakas para liderar sus ejércitos de los Dragones. Kitiara creía sentir la mano de Su Oscura Majestad sobre su hombro, empujándola hacia el trono, apremiándola para que se apoderara de la Corona del Poder.

Qué raro... Kitiara realmente sintió una mano sobre el hombro.

—¿En nombre de...?

Kitiara se levantó de un salto y desenvainó la espada al mismo tiempo. Estaba a punto de atacar cuando descubrió de quién se trataba.

»¡Tú!

—El tonto de campeonato —dijo Raistlin.

Kitiara sostenía la espada en alto y lo observó con los ojos entrecerrados.

—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has venido?

—No porque vaya a matarte, hermana, si eso es lo que temes. Tú ibas a matarme, eso es verdad, pero quisiera que nuestros problemas se limitasen a una pelea entre hermanos.

Kitiara sonrió, aunque no dejó de apuntarlo con la espada.

—Tendré el arma a mano, por si acaso la pelea entre hermanos sube de tono. Así que dime, ¿por qué estás aquí, hermanito? Te has ganado a los peores enemigos. El emperador quiere verte muerto. ¡Incluso una diosa quiere verte muerto! —Kit meneó la cabeza—. Si esperas que yo te proteja, no puedo hacer nada por ti.

—No espero absolutamente nada de ti, hermana. He venido para ofrecerte algo.

Raistlin estaba con las manos escondidas en las mangas de la túnica y la capucha echada hacia atrás. La llama del farol se reflejaba en sus inquietantes pupilas con forma de reloj de arena.

»Quieres la Corona del Poder —le dijo a su hermana—. Yo puedo ayudarte a conseguirla.

—Te equivocas —repuso Kitiara con gran seriedad—. Ariakas es mi emperador. Soy su seguidora más leal.

—Y yo soy el rey de los elfos —contestó Raistlin, resoplando.

Kitiara torció la boca.

—En serio, estoy preocupada por la salud del emperador.

Con el dedo índice, recorrió la ranura de la espada por la que se canalizaba la sangre.

—Ariakas está agotado de ocuparse de los asuntos del gobierno. Debería tomarse un descanso..., un descanso bien largo. Así que ¿cuál es tu idea? ¿Cómo puedes ayudarme?

—Tengo más de una flecha en el carcaj —repuso Raistlin fríamente—. La que decida utilizar dependerá de las circunstancias en que tenga que utilizarla.

—Dices las mismas tonterías que el rey de los elfos —dijo Kitiara, molesta—. No me lo dices porque no confías en mí.

—Menos mal que no lo hago, hermana, porque, si no, a estas alturas ya estaría muerto —respondió Raistlin con aspereza.

Kitiara lo miró un momento, después envainó la espada y volvió a sentarse.

—Digamos que acepto tu oferta. Me ayudas a deshacerme del emperador. ¿Qué esperas recibir a cambio?

—La Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.

Kitiara se quedó perpleja.

—¿Esa monstruosidad? ¡Está maldita! ¿Por qué ibas a querer eso?

Raistlin sonrió.

—Que eso lo diga la mujer que vive en el Alcázar de Dargaard.

—No por mucho tiempo. Puedes quedarte con la maldita torre. No creo que haya nadie más que la quiera. —Apoyó los codos sobre la mesa y se quedó mirándolo, expectante—. ¿Cuál es tu plan?

—Tienes que meterme en el templo mañana, cuando se reúna el consejo.

Kitiara lo miró fijamente.

—¡Sí que eres un tonto de campeonato! Sería como si tú sólito te metieras en el calabozo y echaras la llave. Todos tus enemigos van a estar allí, ¡incluida la reina Takhisis! Si ella o alguno de ellos te descubre, no vivirás ni siquiera el tiempo suficiente para exhalar tu último suspiro.

—Tengo la habilidad de esconderme de mis enemigos mortales. En cuanto a los inmortales, tienes que convencer a Takhisis de que soy más útil vivo que muerto.

Su hermana resopló.

—Estropeaste su plan para destruir a los dioses. Traicionaste su confianza en más de una ocasión. ¿Qué podría decirle yo a Takhisis para que te mantenga con vida?

—Sé dónde está Berem, el Hombre Eterno.

Kitiara contuvo el aliento. Lo miró con incredulidad. Se puso de pie de un salto y lo cogió por los brazos. Era hueso y pellejo, ni rastro de músculos, y se acordó de cuando era el niño enfermizo y débil que ella ayudó a criar. Y, como si fuera ese niño pequeño, lo sacudió con impaciencia.

—¿Sabes dónde está Berem? ¡Dímelo!

—¿Aceptas mi trato? —insistió Raistlin.

—¡Sí, sí, acepto tu trato, maldito seas! Encontraré la forma de meterte en el templo y hablaré con la reina. Pero ahora tienes que decírmelo: ¿dónde está ese Hombre Eterno?

—Nuestra madre sólo dio a luz a un hijo tonto, hermanita, y ése fue Caramon. Si te lo digo ahora, ¿qué iba a impedir que me matases? Para encontrar a Berem tienes que mantenerme con vida.

Kitiara le dio un empujón que por poco lo tira.

—¡Estás mintiendo! ¡No tienes ni idea de dónde está Berem! No hay trato.

Raistlin se encogió de hombros y se dio media vuelta para irse.

—¡Espera! ¡Quieto! —Kitiara se mordió el labio y lo miró fijamente.

—¿Por qué iba yo a unirme a ti? —preguntó por fin.

—Porque quieres la Corona del Poder. Y Ariakas es quien la lleva. He leído sobre esa corona y sé cómo funciona su magia. Aquel que la lleva es invencible ante...

—¡Todo eso ya lo sé! —Kitiara lo interrumpió, perdiendo la paciencia—. No necesito que un libro me lo cuente.

—Lo que iba a decir es que la corona es «invencible ante los ataques físicos y la mayoría de las agresiones mágicas comunes» —terminó Raistlin fríamente.

Kitiara frunció el entrecejo.

—No lo entiendo.

—Yo nunca he sido «común» —dijo Raistlin.

Los ojos de Kitiara centellearon bajo sus largas pestañas negras.

—Acepto tu trato, hermanito. Mañana será un día que siempre se recordará en la historia de Krynn.

31 El Espiritual. El Templo de la reina Oscura.

Día vigesimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC

Amaneció el sol, parecía tener los ojos rojos y llorosos, la expresión huraña después de una noche caótica regada de alcohol. Las alcantarillas de las calles de Neraka eran arroyos de color carmesí que corrían hacia el comienzo de aquel día único y, sin embargo, el enemigo ni siquiera estaba a la vista. Las fuerzas de los Señores de los Dragones combatían entre ellas.

Como el emperador había llegado tarde, las tropas de los demás Señores de los Dragones tenían prohibida la entrada a la ciudad de Neraka, lo que significaba que les quedaba prohibido disfrutar de la cerveza, del aguardiente enano y de otros placeres que ofrecía la ciudad. Los soldados, que en muchos casos habían tenido que avanzar a marchas forzadas para llegar a Neraka a tiempo, habían soportado la marcha, los latigazos, el agua putrefacta y la mala comida porque les habían prometido unas buenas vacaciones en Neraka. Cuando les dijeron que no podían entrar en la ciudad y que tenían que seguir comiendo aquella bazofia y bebiendo únicamente agua, se amotinaron.

Dos Señores de los Dragones, Lucien de Takar, el líder semiogro del Ejército de los Dragones Negro, y Salah-Kahn, líder del Verde, llevaban un mes enzarzados en su propia guerra. Los dos pretendían extender sus dominios con el territorio de su contrincante. Los humanos de Khur, bajo las órdenes de Salah-Kahn, siempre habían odiado a los ogros; éstos, por su parte, siempre habían odiado a los humanos. Las dos razas se habían aliado en la guerra sin mucho entusiasmo, pero cuando la guerra empezó a ir mal, cada Señor del Dragón se preocupó por sí mismo. Cuando estallaron las refriegas entre las tropas, los líderes se echaron la culpa entre sí pero ninguno hizo nada por poner paz.

El Ejército de los Dragones Blanco era el que estaba en peores condiciones, pues carecía de líder. El hobgoblin Toede, que era quien estaba al mando, no había aparecido y se rumoreaba que había muerto. Los oficiales draconianos y humanos empezaron a pelearse por el cargo y se esmeraban para caer en gracia al emperador, pero nadie se ocupaba de mantener la disciplina y el orden entre las filas.

Sólo uno de los Señores de los Dragones conseguía mantener a sus fuerzas bajo control, y se trataba de Kitiara, la Dama Azul. Sus oficiales y sus tropas le eran leales y mostraban gran disciplina. Se sentían orgullosos de su líder y de sí mismos, y aunque había alguna queja porque estaban perdiéndose la diversión, los soldados permanecían en su campamento.

Los soldados del Ejército de los Dragones Rojos ya estaban en la ciudad y habían recibido órdenes de mantener a los demás fuera hasta que llegara el emperador. Resultó una tarea complicada, porque los draconianos podían traspasar la muralla volando tranquilamente por encima y se amontonaban en El Broquel Partido y El Trol Peludo (ambas tabernas regentadas por nuevos dueños).

Cuando la guardia nerakiana, escoltada por los soldados del Ejército de los Dragones Rojo, intentó expulsar a los draconianos durante la noche, estallaron las peleas. El Señor de la Noche, al ver que la guardia estaba en desventaja al enfrentarse a aquella multitud amotinada, y temeroso de que los disturbios llegasen hasta el templo, envió en su ayuda a los guardias de ese recinto sagrado. Eso dejó el templo sin hombres de armas en un momento crítico, justo cuando el Señor de la Noche estaba preparando el consejo de guerra.

El Señor de la Noche estaba furioso y echaba toda la culpa a Ariakas, quien, según decían los rumores, había sido tan idiota como para casi dejarse liquidar por su propia furcia. El Señor de la Guerra ordenó a todos los peregrinos oscuros de la ciudad y de los alrededores que acudieran al templo para que colaboraran en la seguridad.


Raistlin se levantó antes del amanecer. Había pasado la noche en los túneles bajo la tienda de Lute. Esa mañana se quitó su túnica teñida de negro. Acarició el tejido con la mano. El tintorero no lo había engañado; el negro no se había descolorido ni se había tornado verdoso. La túnica le había hecho un buen servicio. La dobló y la dejó cuidadosamente en una silla.

Ató las bolsas de los ingredientes de hechizos y el Orbe de los Dragones en una tira de piel y se la colgó al cuello. Se colocó la daga de plata en la muñeca y se aseguró de que ésta le caería en la mano con un simple giro de muñeca. Por último, se vistió con la túnica de terciopelo negro de un Espiritual y se colgó el medallón de oro propio de un clérigo de alto rango de los dioses de la oscuridad. Kitiara era quien le había proporcionado el disfraz. Le contó que se había encontrado con el Espiritual cuando escapaba de la prisión de Ariakas.

La tela se deslizó por el cuello y los hombros de Raistlin. Colocó los amplios pliegues de forma que las bolsas quedaran debajo, ocultas a la vista. Los clérigos recibían su magia sagrada a través de sus oraciones a los dioses, no mediante pétalos de rosa y guano de murciélago.

Cuando estuvo listo, colocó el Orbe de los Dragones sobre la mesa y apoyó las manos sobre él.

—Muéstrame a mi hermano —ordenó.

Los colores del orbe empezaron a brillar y a girar en su interior. Aparecieron unas manos, pero no eran aquellas a las que ya estaba acostumbrado. Eran unas manos huesudas, con los dedos largos, descarnados, y las uñas horrendas de los cadáveres...

Raistlin ahogó un grito y rompió abruptamente el hechizo. Apartó las manos. Le llegó el eco de las carcajadas y aquella voz odiada.

—Si tu armadura está hecha de despojos, yo encontraré una grieta en ella.

—Los dos queremos lo mismo —dijo Raistlin a Fistandantilus—. Yo tengo los medios para conseguirlo. Si interfieres, los dos perderemos.

Raistlin esperó la respuesta en tensión. Al ver que no llegaba, vaciló. Después, como no aparecía ninguna mano, cogió el orbe y lo metió en la bolsa. No volvió a utilizar el orbe, sino que recorrió los pasadizos que lo llevaron al otro lado de la muralla, a Neraka.


Cuando llegó Raistlin, delante del templo ya estaba reunida una multitud de clérigos oscuros. La cola bajaba toda la calle y daba la vuelta al edificio.

Raistlin estaba a punto de ponerse el último, cuando se le ocurrió que un Espiritual, como se suponía que era él, no esperaría en la cola como los peregrinos más humildes. Eso podría resultar un poco sospechoso. Golpeó en la espinilla a las personas que tenía delante con el Bastón de Mago y les ordenó que se apartasen.

Varios se volvieron hacia él, enfadados, pero tuvieron que cerrar la boca y tragarse el enfado al ver los destellos dorados del medallón. Con expresión huraña, los peregrinos oscuros se apartaron para dejar paso a Raistlin, que llegó al principio de la cola a base de empellones.

Raistlin se tapaba el rostro con la capucha. Llevaba guantes negros de cuero para ocultar su piel dorada y también la daga. Caminaba cojeando, para poder explicar la presencia del bastón. Y a pesar de que el Bastón de Mago se ganó algunas miradas curiosas, tenía el aspecto anodino que las circunstancias requerían.

Al llegar a la entrada del templo, Raistlin presentó su salvoconducto, que también le había conseguido su hermana, y aguardó con impaciencia mal disimulada mientras el guardia draconiano lo estudiaba. Por fin, el draconiano le hizo un gesto con la garra.

—Tienes permiso para entrar, Espiritual.

Raistlin se disponía a cruzar la puerta de doble hoja ricamente decorada, en la que se veían representaciones de Takhisis en forma del dragón de las cinco cabezas, cuando lo detuvo otro guardia, esta vez humano.

—Quiero verte la cara. Quítate la capucha.

—Tengo un motivo para cubrirme con la capucha —contestó Raistlin.

—Y tendrás un motivo para quitártela —contestó el guardia, y alargó la mano hacia él.

—Está bien —aceptó Raistlin—. Pero estás advertido. Soy seguidor de Morgion.

Echó la capucha hacia atrás.

El guardia puso una mueca de miedo y asco. Se frotó la mano en el uniforme para eliminar cualquier posibilidad de contagio. Varios clérigos que esperaban su turno detrás de Raistlin se empujaron para alejarse lo máximo posible de él. De todos los dioses oscuros, Morgion, el dios de la enfermedad y la putrefacción, era el más abominado.

—¿Querrías ver también mis manos? —preguntó Raistlin, y empezó a quitarse los guantes negros.

El guardia murmuró algo inteligible y señaló la puerta con el pulgar. Raistlin volvió a echarse la capucha sobre la cabeza y nadie más lo detuvo. Mientras entraba en el templo, oyó comentarios sorprendidos a sus espaldas.

—Tiras de carne desprendiéndose...

—...¡Tiene los labios comidos! Se veían los tendones y el hueso...

—...un cadáver viviente...

Raistlin se sentía orgulloso. Su hechizo había funcionado. Pensó en mantener la ilusión óptica, pero acabaría agotado si tenía que alimentar el hechizo durante todo el día. Sencillamente no se quitaría la capucha.

Raistlin se unió a un numeroso grupo de clérigos que se agolpaba alrededor de la entrada. Preguntó a uno de ellos cómo podía encontrar la sala del consejo.

—Vengo del este. Ésta es la primera vez que visito el templo de Su Oscura Majestad —dijo como por explicación Raistlin—. No conozco el camino.

La peregrina oscura se sintió halagada por haber sido escogida por un clérigo de rango tan alto y se ofreció a acompañar personalmente al Espiritual. Mientras lo guiaba por los enrevesados pasillos que llevaban al salón del consejo, le fue contando los pasos planeados para el consejo de guerra, o el Gran Consejo, como Ariakas lo llamaba.

—La reunión de los Señores de los Dragones comenzará con la puesta del sol. Una hora más tarde —la voz de la peregrina se ahuecó por la admiración—, nuestra Reina Oscura, Takhisis, se unirá a los Señores de los Dragones para anunciar la victoria en la guerra.

«Un poquito prematuro», pensó Raistlin.

—¿Qué sucede durante el Gran Consejo? —preguntó a la peregrina.

—Primero ocuparán su lugar las tropas del emperador, a los pies de su trono. Después entrarán las tropas de los Señores de los Dragones y, por último, los Señores de los Dragones en persona. El último en aparecer será el emperador. Cuando todos estén reunidos, los Señores de los Dragones jurarán lealtad al emperador y a Su Oscura Majestad. Los Señores de los Dragones presentarán al emperador sus ofrendas para la diosa, como prueba de su devoción.

»Hemos oído —añadió la peregrina oscura en un tono confidencial— que una de las ofrendas será la elfa conocida como Áureo General. La sacrificarán en honor a Takhisis durante los rituales de la Vigilia Oscura. Espero que podáis asistir, Espiritual. Nos honraría mucho vuestra presencia.

Raistlin repuso que estaría encantado.

»Esta es la sala del consejo —anunció la peregrina, llevándolo hasta la puerta principal—. No se nos permite entrar, pero podéis echar un vistazo desde fuera. ¡Es impresionante!

Como todas las salas del templo, el salón circular del consejo existía entre el plano etéreo y el mundo real, y estaba diseñado para inquietar a aquel que lo mirara. Todo era como parecía ser y nada era lo que parecía. El suelo de granito negro se movía bajo los pies. Las paredes eran del mismo granito negro y daban la sensación de que se elevaban como una ola, a punto de tragarse el mundo.

Raistlin levantó la vista hacia el cielo abovedado y se quedó atónito al ver varios dragones sobre los aleros. Estaba mirando a los dragones y preguntándose cómo influirían en sus planes, cuando de repente tuvo la impresión de que el cielo se desplomaba sobre él. Sin querer, se encogió y oyó que la peregrina oscura dejaba escapar una risita seca. Raistlin clavó la mirada en el techo hasta que dejó de sentir el vacío en la boca del estómago que uno suele sentir cuando cae desde cierta altura.

—En esas cuatro plataformas están los tronos sagrados de los Señores de los Dragones —explicó su guía, señalando las tribunas—. La blanca es para lord Toede, la verde para Salah-Kahn, la negra para Lucien de Takar y la azul para la Dama Azul, Kitiara uth Matar.

—Las plataformas son bastante ridículas —comentó Raistlin.

La guía se puso tiesa, ofendida.

—Resultan imponentes.

—Ruego que me perdones —dijo Raistlin—. Lo que quería decir es que las plataformas no son lo suficientemente grandes para albergar a los Señores de los Dragones y a todos sus guardias. ¿No tenéis miedo de los asesinos?

—Ah, ya entiendo lo que queréis decir —repuso la guía con sequedad—. Sólo se permite acceder a las plataformas a los Señores de los Dragones. Los guardias se quedan en la escalera que lleva a la tribuna y rodean la plataforma. Es imposible que llegue hasta allí ningún asesino.

—Supongo que el trono grande y decorado con todas esas piedras preciosas en la parte de delante del salón es el del emperador, ¿verdad?

—Sí, ahí es donde se sentará Su Majestad Imperial. ¿Y veis el balcón oscuro sobre el trono?

A Raistlin le resultaba difícil mirar a ningún otro sitio. Sus ojos siempre acababan atraídos hacia esa zona en sombra, y ya sabía a qué estaba dedicado el balcón antes de que su guía se lo dijera.

—Ése es el lugar por el que nuestra reina hará su entrada triunfal en el mundo. Sois afortunado, Espiritual. Estaréis allí con ella.

—¿Estaré allí? —preguntó Raistlin, sorprendido.

—El emperador tiene su trono por debajo. Nuestro Señor de la Noche se quedará cerca de Su Oscura Majestad y los dignatarios como vos, Espiritual, estaréis de pie a su lado.

La peregrina suspiró con envidia.

»Sois muy afortunados de estar tan cerca de Su oscura Majestad.

—Ciertamente —contestó Raistlin.

Había planeado con su hermana que se uniría a ella en su plataforma. Desde allí podría utilizar su magia. Aquel plan no carecía de riesgos. Quedaría a la vista de todos los asistentes al consejo, incluido Ariakas. Y aunque Raistlin iba vestido como un clérigo, en cuando empezara a conjurar su hechizo, todos sabrían que era un hechicero. Cuanto más pensaba en ello, más cuenta se daba de que le iría mucho mejor la plataforma del Señor de la Noche.

«Estaré situado sobre Ariakas —pensó—. El emperador estará de espaldas a mí. Es verdad que tendré cerca a Takhisis, pero no me estará prestando ninguna atención. Todo su ser estará concentrado en sus Señores de los Dragones.»

—Deberíamos irnos —dijo la guía—. Es casi la hora de los rituales del mediodía. Podéis acompañarme.

—No querría ser una carga —contestó Raistlin, que llevaba rato preguntándose cómo podría librarse de la mujer, para poder ir a explorar por su cuenta—. Ya encontraré yo solo el camino.

—La asistencia es obligatoria —repuso la guía fríamente.

Raistlin maldijo para sí, pero no había nada que pudiera hacer. Su guía lo alejó del salón a través del laberinto del templo. Pronto se confundieron con una muchedumbre de clérigos oscuros y soldados que querían entrar en el salón del consejo. Los centenares de cuerpos desprendían un calor asfixiante. Raistlin sudaba debajo de la túnica de terciopelo. Sentía las palmas de las manos húmedas por debajo de los guantes negros y lo acosaba un picor insoportable. Era una sensación muy molesta, estaba deseando quitarse los guantes, pero no se atrevió. Su piel dorada habría provocado un sinfín de comentarios y tenía miedo de que lo reconocieran por la vez que había estado prisionero.

Cuando parecía que la muchedumbre empezaba a dispersarse, un draconiano baaz enorme salió de la nada dando empujones.

—¡Dejad paso! —gritaba el draconiano—. Prisioneros peligrosos. ¡Dejad paso! ¡Dejad paso!

La multitud se apartó como se le ordenaba. Aparecieron los prisioneros. Uno de ellos era Tika, que avanzaba justo detrás del guardia. Los rizos rojos le caían sin vida y enredados sobre la espalda, y tenía los brazos cubiertos de cortes largos. En cuanto se quedaba un poco retrasada, un draconiano baaz le daba un empujón por la espalda.

Caramon era el siguiente, con Tasslehoff echado a la espalda. Caramon iba protestando a voces que no tenían ningún motivo para arrestarlo, era oficial de un ejército de los Dragones y estaban cometiendo un grave error. ¿Qué más daba si no tenía los papeles necesarios? Exigía hablar de inmediato con la persona al cargo.

Tas tenía la cara cubierta de sangre y magullada, y debía de estar inconsciente, pues estaba callado. Y Tasslehoff Burrfoot jamás estaría callado en una situación tan interesante.

«¿Dónde está Tanis?», se preguntó Raistlin. Caramon, siempre tan inseguro, jamás abandonaría a su líder. Quizá Tanis hubiera muerto. El hecho de que Tasslehoff estuviera herido daba a entender que había habido un combate. Los kenders nunca sabían cuándo tenían que mantener la boca cerrada.

En el grupo había otra persona, un hombre alto de barba larga y blanca. Al principio Raistlin no lo reconoció, hasta que Tika dio un traspié. El draconiano baaz la empujó y tropezó con el hombre alto. La barba falsa se desprendió y Raistlin supo quién era: Berem.

Tika tocó la cara de Berem, como si estuviera preocupada por él, pero lo que en realidad quería era arreglar el desaguisado y rápidamente volver a pegar la barba.

El grupo pasó tan cerca de Raistlin que le habría bastado con extender una mano para tocar a Caramon en el brazo, ese brazo fuerte en el que tantas veces se había apoyado, que tantas veces lo había sostenido, le había dado abrigo y lo había defendido. Raistlin se concentró en el hombre de la barba falsa.

Raistlin había prometido entregar a Takhisis a Berem, el Hombre Eterno, y allí estaba el Hombre Eterno, a un paso de él.

Raistlin soltó el aire lentamente. La idea estalló en su cabeza como una estrella fugaz, cegándolo. Su corazón latía con fuerza, las manos le temblaban. Sólo había pensado ver a su hermana, Kitiara, con la corona sobre la cabeza. Hasta allí había llegado su ambición, su deseo. Jamás había soñado con tener la capacidad de derrotar a la reina Takhisis. Rápidamente borró esa idea, consciente de la voz que resonaba en su mente. Fistandantilus estaba allí, observando, esperando, tomándose su tiempo.

Dos soles no pueden girar en la misma órbita.

Raistlin se tapó bien el rostro con la capucha y se apartó. Se quedó junto a una pared. Los clérigos y los soldados pasaban a su lado, empujándose, y lo ocultaban. Los draconianos siguieron caminando, abriéndose paso a golpes entre la multitud, hasta que Raistlin los perdió de vista.

—¿Adónde llevan a los prisioneros? —preguntó a su guía.

—A los calabozos que hay debajo del templo —contestó ella. Hizo una mueca de desaprobación—. No sé por qué los idiotas de los guardias han traído a esa escoria al piso principal. Los dracos tendrían que haber entrado por la puerta que les corresponde. Pero ¿qué puede esperarse de esos lagartos? Siempre he dicho que fue un error crearlos.

«Verdaderamente», pensó Raistlin. Pero no por la razón que su guía imaginaba. Los draconianos de la Reina Oscura, llevados al mundo para ayudarla a conquistarlo, estaban llevando al único hombre del mundo que podía hacer que la diosa lo perdiera. Y lo llevaban al único lugar del mundo en el que el hombre necesitaba estar: La Piedra Angular.

32 Una especie de reunión. La trampa del hechizo

Día vigesimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC

Los servicios del mediodía se celebraban en varios lugares del templo. La guía de Raistlin lo condujo por una escalera de veintiséis peldaños hasta un lugar que se conocía sencillamente como el Santuario.

—Un espacio de adoración y meditación —según su guía—, donde ninguna imagen ni ningún sonido interfieren a los sentidos, para no distraernos de nuestra adoración a la reina.

Por lo visto, eso incluía la luz. Entraron en un pasadizo serpenteante donde la oscuridad era total, impenetrable. Raistlin tenía que avanzar a ciegas, palpando una pared de piedra con una mano y arrastrando los pies por el suelo para no tropezar con nada. Su guía otorgaba un gran valor simbólico a la oscuridad.

—Nosotros, los mortales, estamos ciegos y tenemos que confiar en nuestra reina para que nos guíe. Estamos sordos y sólo oímos su voz —le dijo la peregrina antes de adentrarse en el lugar sagrado—. En el Santuario no se permite ninguna luz. Está prohibido hablar. Los hechizos sagrados protegen la oscuridad y el silencio.

Raistlin lo encontró todo muy incómodo.

Se dio cuenta de que el pasadizo acababa porque se pegó de bruces contra una pared. No veía nada, no oía nada. Sin embargo, sí olía y sentía, y ambos sentidos le dijeron que estaba en una habitación llena de gente. La guía de Raistlin le apretó el hombro para indicarle que tenía que postrarse de hinojos. Raistlin hizo como que se arrodillaba y, en cuanto la mujer lo soltó, se separó de ella sigilosamente. No quería perderse, así que se mantuvo cerca de la puerta, de pie junto a la entrada, apoyado en el Bastón de Mago.

Pensó que por lo menos así tendría tiempo para reflexionar, estudiar su plan, repasarlo. Estaba empezando a disfrutar del silencio cuando lo sorprendieron unas voces que entonaron una oración. Aquel sonido destruyó la paz reinante. Sintió un escalofrío. La sala seguía tranquila, pero las voces subían de tono y se le clavaban en los oídos.

—Todo sucede por una razón, porque Takhisis quiere que suceda —entonaban los clérigos.

—Todo lo que hago es por gracia de Su Oscura Majestad. Todo lo que hago es merced a Su Oscura Majestad. La libertad es una ilusión.

Mientras escuchaba los cánticos, aquel terrible pensamiento asaltó a Raistlin. «¿Y si tienen razón? ¿Y si estoy haciendo esto porque Takhisis me dicta que lo haga? ¿Y si es ella quien me ha traído a Neraka? ¿Y si es ella quien me ha protegido, me ha salvado y me ha guiado? Me está llevando a mi destrucción...»

Estaba de pie junto a la puerta y lo único que tenía que hacer era darse media vuelta y salir. Se dio la vuelta y se encontró con un muro. Se deslizó a lo largo de la pared, con la esperanza de estar avanzando en el sentido correcto, pero los bultos de los clérigos devotos no le dejaban pasar. Intentó seguir en la otra dirección, pero se encontró dando vueltas en medio de la noche más ciega y asfixiante que jamás hubiera podido imaginar. No encontraba la salida.

Estaba sudando. El medallón de oro que le colgaba del cuello parecía una piedra que quisiera hundirlo en la tierra con su peso. Empezó a dar vueltas sin separar los pies del suelo y a cada paso tropezaba con los cuerpos. Una mano lo agarró por el tobillo y estuvo a punto de parársele el corazón.

«Éste será mi futuro si me entrego a ella —se dio cuenta Raistlin de repente—. Estaré perdido en la oscuridad, separado de mi cuerpo, como Fistandantilus. Estaré solo y asustado, asustado para siempre.»

—Todo lo que hago es por gracia de Su Oscura Majestad. Todo lo que hago es voluntad de Su Oscura Majestad.

«Mentiras... No son más que mentiras —pensó Raistlin—. El miedo, ésa es su voluntad.»

Raistlin se detuvo. Miró fijamente la oscuridad. Y le pareció que la oscuridad parpadeaba.

Cuando por fin terminó la hora de oración y meditación, los peregrinos oscuros se levantaron con el cuerpo entumecido después de haber estado de rodillas y comenzaron a dirigirse a la salida. El hechizo de oscuridad seguía envolviéndolos y tenían que caminar despacio, palpando las paredes. Raistlin encontró la salida sin problemas. Había estado justo a su lado todo el rato.

Cuando llegó de nuevo a la zona principal del templo, dejó escapar un suspiro de alivio. Aunque la iluminación era tenue, al menos había luz.

—Ahora debo cumplir con mis obligaciones —le comunicó su guía con tono de disculpa—, ¿Estaréis bien solo?

Raistlin le aseguró que estaría perfectamente. Ella le explicó cómo llegar al comedor y le dijo que disfrutaba de total libertad para contemplar las maravillas del resto del templo.

—Son pocas las zonas prohibidas. Los aposentos de los Señores de los Dragones, que se encuentran en la torre, y la sala del consejo.

—¿Y las mazmorras? —preguntó Raistlin.

La guía frunció el entrecejo.

—¿Por qué querríais ir allí?

—Soy seguidor de Morgion —contestó Raistlin con su voz más aterciopelada—. Tengo la obligación de llevar nuevos devotos a mi dios. Suele suceder que aquellos que se pudren en las celdas se muestran más receptivos a su llamada.

La guía puso una mueca de repugnancia. La mayoría de los peregrinos oscuros detestaban a Morgion y a sus sacerdotes, y su forma de engatusar a los enfermos. Los atraían con falsas promesas de que recobrarían la salud y les forzaban a llegar a tratos atroces de los que ni siquiera la muerte podía liberarles. La guía de Raistlin repuso en un tono cáustico que podía visitar las mazmorras, si eso era lo que deseaba. Lo previno de que no se perdiera.

—El Señor de la Noche y los demás dignatarios se reunirán aquí una hora antes del comienzo del consejo. Deberíais estar aquí si queréis uniros a ellos.

Raistlin repuso que nada podría hacerle más feliz y prometió estar de vuelta dos horas antes de lo necesario. Su guía lo dejó solo y Raistlin encontró el camino para bajar del nivel superior del templo al inferior. Contó los peldaños mientras bajaba y mentalmente fue haciendo un mapa.

Raistlin encontró a sus amigos en una celda. No se acercó, si no que los observó desde cierta distancia. Los pasadizos de las mazmorras eran angostos y oscuros. En las paredes había unas estructuras de hierro de las que colgaban las antorchas, que proyectaban unos charcos de luz sobre el suelo. El olor era insoportable, una mezcla de sangre, carne putrefacta (normalmente los cadáveres se quedaban varios días encadenados a las paredes antes de que se los llevasen) y desperdicios.

El carcelero era un hobgoblin aburrido repantigado en una silla que se entretenía lanzando su cuchillo a las ratas. Sujetaba el puñal en la mano y, en cuanto una rata asomaba entre las sombras, se lo lanzaba. Si acertaba, marcaba una rayita en la pared de piedra. Si fallaba, fruncía el entrecejo, gruñía y hacía una marca en otra parte de la pared. No tenía muy buena puntería y, a juzgar por el número de marcas, las ratas iban ganando.

Absorto en su competición, el hobgoblin no prestaba atención a sus prisioneros. Tampoco había razones para que lo hiciera. Era evidente que no iban a ir a ningún sitio, e incluso si lograban escapar, se perderían en el laberinto de túneles que se movían entre diferentes planos, o caerían en un charco de ácido o en cualquier otra trampa de las que estaban repartidas por los pasadizos.

Bajo la luz tenue, Raistlin distinguió a Caramon desplomado sobre un banco, en el extremo más alejado de la celda. Fingía que estaba dormido, pero los resultados demostraban que no era un buen actor. Tika, que estaba sentada enfrente, sostenía la cabeza de Tas en su regazo. El kender seguía inconsciente pero, por sus gemidos, al menos seguía vivo. Berem estaba sentado en otro banco, con sus ojos inexpresivos clavados en la oscuridad. Tenía la cabeza ladeada, como si estuviera escuchando la voz de alguien muy querido. Respondía en voz baja.

—Ya voy, Jasla. No me dejes.

Raistlin sopesó la idea de liberar a Berem. La descartó casi de inmediato. Aquél no era el momento. Takhisis estaba observando. Sería mejor esperar al anochecer, cuando estuviera concentrada en la lucha por el poder que se desataría entre sus Señores de los Dragones.

El único problema con ese plan radicaba en que era probable que Berem fuera descubierto mucho antes de que llegara la noche. La barba falsa, hecha con lana, estaba empezando a caérsele. Llevaba un jubón cerrado con cordones que se le abría un poco, y Raistlin vio el leve resplandor verde de la esmeralda de su pecho. Si Raistlin podía verlo, también lo vería el carcelero hobgoblin. Lo único que tenía que hacer era dejar de preocuparse por las ratas...

«Estás en peligro, Caramon —le advirtió Raistlin en silencio—. ¡Abre los ojos!»

En ese mismo momento, como si hubiese oído la voz de su hermano, Caramon abrió los ojos y vio el brillo verde. Bostezó y se puso de pie pesadamente, estirando los brazos como si los tuviera entumecidos por estar tanto tiempo sentado.

Echó un vistazo al carcelero. El hobgoblin observaba una rata que se debatía entre si era seguro salir de su agujero o no. Caramon se acercó a Berem con aire despreocupado y, sin dejar de mirar al hobgoblin, le cerró los cordones de la pechera del jubón. El brillo esmeralda desapareció. Caramon iba a pegar bien la barba falsa cuando el hobgoblin lanzó el cuchillo, falló y soltó un juramento. El puñal chocó contra la pared con un sonido metálico. La rata, haciendo un ruidito de alegría, se fue. Caramon se sentó rápidamente, cruzó los brazos sobre el pecho y fingió que dormía de nuevo.

Raistlin concentró su mirada y sus pensamientos en Caramon. «Puedes hacerlo, hermano. Te he llamado tonto muchas veces, pero no lo eres. Eres más listo de lo que crees. Tú solo puedes ponerte en pie. No me necesitas a mí. No necesitas a Tanis. Yo me ocuparé de distraerlos y tú actuarás.»

Caramon pegó un respingo en el banco.

—¿Raist? —llamó en voz alta—. ¿Raist? ¿Dónde estás?

Tika estaba dando golpecitos a Tas en las mejillas para despertarlo. El grito de Caramon la sobresaltó. Lo miró con expresión reprobadora.

—¡Déjalo ya, Caramon! —dijo con voz cansada, los ojos anegados en lágrimas—. Raistlin se ha ido. Métetelo en la cabeza.

Caramon se sonrojó.

—Debía de estar soñando —balbuceó.

Tika suspiró con aire sombrío y volvió a intentar despertar a Tas. Caramon se tiró sobre el banco, pero no cerró los ojos.

—Supongo que todo depende de mí —dijo con un suspiro.

—Jasla está llamándome —dijo Berem.

—Sí —contestó Caramon—. Ya lo sé. Pero ahora no puedes ir con ella. Tenemos que esperar. —Apoyó la mano en el brazo de Berem, en un gesto tranquilizador y protector.

Raistlin pensó en todas las veces que le había molestado esa mano reconfortante. Dio media vuelta, desanduvo sus pasos por el pasillo y, alejándose, se adentró en la oscuridad. No estaba seguro de adonde iría a parar, pero tenía cierta idea. Cuando llegó al lugar donde el pasadizo se dividía en dos, eligió el corredor que bajaba, el que estaba más oscuro. El aire estaba frío y apestaba. Las paredes rezumaban humedad y una capa de limo cubría el suelo.

Unas antorchas trataban de iluminar el camino, pero su luz era muy débil, como si a ellas también les costase sobrevivir en aquella oscuridad opresiva. Raistlin pronunció la palabra que encendía su bastón y el brillo del globo de cristal se iluminó tan vacilante que apenas le servía para ver. Avanzó sigilosamente, pisando con sumo cuidado, atento a cualquier sonido. Al llegar a una escalera, se detuvo para escuchar. Desde abajo subían las voces guturales y sibilantes de los guardias draconianos.

Oculto entre las sombras, Raistlin se quitó el medallón dorado que llevaba al cuello y lo metió en su bolsillo. Cogió las bolsitas que llevaba colgadas de un cordel y se las ató en el cinturón de la túnica negra. Después, apagó la luz de su bastón y bajó la escalera sin hacer ruido.

Al girar un recodo, encontró la sala de los guardias. Allí había varios draconianos baaz sentados a la mesa con un oficial bozak, jugando a los huesos bajo la luz de una única antorcha.

Dos baaz más hacían guardia delante de un arco de piedra lleno de telarañas. Detrás del arco se abría una oscuridad más vasta y profunda que las sombras de la muerte.

Raistlin se quedó donde estaba, escuchando la conversación de los draconianos. Lo que oyó confirmaba su teoría. Anunció su presencia con un «ejem» bien alto y bajó los últimos escalones haciendo mucho ruido, con sus pisadas resonando sobre la piedra.

Los draconianos se pusieron de pie de un salto, con las espadas desenvainadas. Raistlin apareció ante ellos, y los guardias, cuando vieron la túnica de hechicero, se relajaron. De todos modos, no soltaron sus espadas.

—¿Qué quieres, Túnica Negra? —preguntó el bozak.

—Me han ordenado que renueve las trampas mágicas que protegen la Piedra Fundamental —contestó Raistlin.

Estaba corriendo un riesgo enorme con sólo nombrar la Piedra Angular. Si su hipótesis era falsa y aquellos draconianos estaban vigilando cualquier otra cosa, tendría que luchar por su vida de un momento a otro.

El oficial estudió a Raistlin con recelo.

—Tú no eres el hechicero que suele venir —respondió—. ¿Dónde está él esta noche?

Raistlin se dio cuenta de que había remarcado mucho el «él» y descubrió que se trataba de una prueba. Resopló.

—Debes de tener muy mala vista, oficial, si confundes a la señora Iolanthe con un hombre.

Los draconianos baaz soltaron varias risotadas e hicieron comentarios groseros a costa de su oficial. Éste les hizo callar con un gruñido y volvió a envainar la espada.

—Pues ponte a ello.

Raistlin cruzó la sala hacia el arco con telarañas. Levantó el bastón y dejó que su luz mágica jugara con las telas de seda. Pronunció varias palabras mágicas. Los hilos destellaron con un débil resplandor que murió casi en el mismo instante. Los draconianos volvieron a su juego.

—Menos mal que he venido —dijo Raistlin—. La magia estaba empezando a fallar.

—¿Dónde está la bruja esta noche? —preguntó el oficial con un tono de voz demasiado despreocupado para serlo.

—He oído que está muerta —repuso Raistlin—. Intentó asesinar al emperador.

Con el rabillo del ojo, vio que el oficial y los baaz se miraban entre sí. El oficial murmuró al oír la noticia, algo así como que su muerte era «desperdiciar una hembra de primera calidad».

Raistlin echó a andar hacia el otro lado del arco.

—No des ni un paso más, Túnica Negra —le ordenó el oficial—. Nadie puede pasar de ahí.

—¿Por qué no? —preguntó Raistlin, fingiendo sorpresa—. Tengo que comprobar el resto de las trampas.

—Son órdenes —dijo el oficial.

—¿Qué hay ahí? —quiso saber Raistlin, intrigado.

El oficial se encogió de hombros.

—No lo sé, ni me importa.

Los guardias no se ponían para no guardar nada. Raistlin estaba convencido de que la Piedra Fundamental estaba al otro lado del arco. Intentó ver, aunque fuera de pasada, aquella piedra legendaria, pero no lo consiguió, si es que realmente estaba ahí.

Levantó la vista hacia el arco. Sintió algo extraño. Se le erizó la piel; le recorrió un escalofrío. No sabría explicar por qué, pero tenía la extraña sensación de que ya había visto ese arco antes.

La mampostería era antigua, muy anterior a la sala donde estaban los guardias, que parecía de construcción moderna. Raistlin podía distinguir los bordes borrosos de las tallas sobre los bloques de mármol que formaban el arco y, a pesar de que las tallas estaban dañadas y muy borradas, las reconoció. Cada trozo de mármol estaba tallado con un símbolo de los dioses. Raistlin miró la piedra angular, en el punto central, y en las tenues líneas distinguió el símbolo de Paladine.

Cerró los ojos y ante él apareció el Templo de Istar, bello, elegante, con el mármol blanco reluciente bajo el sol. Abrió los ojos y éstos se sumergieron en la oscuridad maligna del Templo de Takhisis, y supo con una certidumbre absoluta lo que había al otro lado: El pasado y el presente.

—¿Por qué estás tardando tanto? —preguntó el oficial.

—No logro descubrir el tipo de hechizo que la señora Iolanthe ha conjurado —contestó Raistlin, frunciendo el ceño como si estuviera muy confuso—. Dime, ¿qué pasaría si alguien pasara por debajo del arco?

—Se desata un verdadero infierno —respondió el oficial alegremente—. Las trompetas dan la alarma, o eso me han contado. Yo no lo sé. Nunca ha pasado. Nadie ha cruzado el arco.

—Esas trompetas —dijo Raistlin—, ¿se oyen desde todas partes del templo? ¿Incluso en el salón del consejo?

El draconiano gruñó.

—Por lo que me han contado, hasta los muertos podrían oírlas. El estruendo sería el mismo que si se acabara el mundo.

Raistlin conjuró un hechizo sencillo sobre las telarañas y después se dispuso a irse. Pero se detuvo como si se lo hubiera pensado mejor.

—¿Alguno de vosotros sabrá, por casualidad, dónde han llevado a la elfa que llaman Áureo General? Se supone que tengo que interrogarla. Pensaba que estaría en las mazmorras, pero no la encuentro.

El draconiano no sabía nada. Raistlin suspiró y se encogió de hombros. Bueno, por lo menos lo había intentado. Volvió a subir la escalera, pensando por el camino que la trampa que había dispuesto era tan tosca que había que ser un completo imbécil para caer en ella.

33 El Señor de la Noche. Saldando deudas

Día vigesimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC

Las campanas del templo dieron la hora. Cada vez faltaba menos para el inicio del consejo y Raistlin todavía tenía que volver al piso superior. En cuanto estuvo fuera del alcance de las miradas de los guardias, volvió a esconder las bolsas debajo de la túnica. Se colgó al cuello la cadena de oro con el medallón de fe y así pasó de ser un hechicero a convertirse en un clérigo, y abandonó las mazmorras. Fue contando los escalones para encontrar el camino hasta los niveles más altos del templo, donde ya estaba reuniéndose el séquito del Señor de la Noche.

Raistlin se unió al grupo de Espirituales en una antecámara fuera de la sala del consejo. Se mantuvo apartado, intentando no llamar la atención. No hablaba con nadie y se quedó entre las sombras, con la cabeza agachada y la capucha cubriéndole el rostro. Su cojera era muy pronunciada. Se apoyaba pesadamente en el bastón. Unos cuantos Espirituales lo miraron, y uno parecía dispuesto a acercarse a él.

—Es un seguidor de Morgion —le advirtió otro, y el clérigo cambió de idea.

A partir de ese momento, todos dejaron a Raistlin en la soledad más absoluta.

El Señor de la Noche hizo su aparición, acompañado por un asistente. El Señor de la Noche vestía una túnica negra de terciopelo y sobre ella una sotana bordada con los cinco colores de las cinco cabezas del dragón, Takhisis. Los Espirituales, que también lucían su ropa de gala, se agolparon alrededor. El Señor de la Noche estaba de un humor excelente. Saludó a todos los Espirituales uno a uno y, al final, sus ojos vacíos e inexpresivos se detuvieron en Raistlin.

—Me han dicho que eres devoto de Morgion —dijo el Señor de la Noche—. En muy pocas ocasiones contamos con uno de sus seguidores entre nosotros, sobre todo uno de rango tan alto. Sed bienvenido, Espiritual...

El Señor de la Noche se quedó callado. Entrecerró los ojos. Observó a Raistlin.

—¿Nos hemos visto antes, Espiritual? —preguntó el Señor de la Noche; aunque su voz era agradable, la mirada de sus ojos no lo era—. Hay algo en ti que me resulta familiar. Quítate la capucha. Deja que te vea la cara.

—Mi cara no es muy agradable de ver, Señor de la Noche —contestó Raistlin con voz áspera, lo más diferente de la suya que pudo fingir.

—No soy fácil de impresionar. Esta misma mañana le corté la nariz a un hombre y después le arranqué los ojos —repuso el Señor de la Noche con una sonrisa—. Era un espía y eso es lo que yo hago con los espías.

Raistlin se puso en tensión, maldiciendo su mala suerte. No debería haber acudido. Tendría que haber previsto que corría el riesgo de que el Señor de la Noche lo reconociera. Ni siquiera se molestarían en llevarlo a las mazmorras. El Señor de la Noche lo mataría allí mismo, donde estaba.

«¡Quítate la capucha! Muéstrale tu rostro», dijo Fistandantilus.

—¡Cállate! —ordenó Raistlin por lo bajo. En voz alta, dijo—: Mi señor, he hecho una promesa a Morgion...

—¡Quiero verte la cara! —El Señor de la Noche cogió su medallón de la fe y empezó a rezar—. Takhisis, escucha mi oración...

«¡Te matará aquí mismo! ¡Quítate la capucha! Como tú mismo dijiste, estamos juntos en esto. Por el momento...»

Lentamente, con movimientos vacilantes, Raistlin se llevó las manos a la capucha y empezó a retirarla.

Una mujer del grupo de Espirituales se cubrió la boca con la mano y reprimió una arcada. Los demás apartaron los ojos y se alejaron de él. El Señor de la Noche miró hacia otro lado, no porque sintiera repugnancia, sino porque ya había perdido todo el interés. No había desenmascarado a un espía, sino a un seguidor enfermo de un dios repugnante.

—Cúbrete —ordenó el Señor de la Noche, haciendo un gesto desdeñoso con la mano—. Mis disculpas a Morgion si le he ofendido en algo.

Raistlin se echó la capucha sobre la cabeza.

«Una vez más, te he salvado, jovencito.»

Raistlin se apretó una sien. Querría atravesarse el cráneo y arrancarse esa voz de la cabeza.

Fistandantilus se echó a reír. «Me debes una. Y siempre te enorgulleces de pagar tus deudas.»

Una mano apretó el corazón de Raistlin. Sintió un dolor intenso en el pecho. Le costaba respirar y le sobrevino un ataque de tos que lo dobló. Se llevó la mano a la boca y los dedos se le cubrieron de sangre. Raistlin maldijo para sí, invadido por la impotencia. Maldijo y tosió hasta que se sintió mareado y se dejó caer contra una pared.

Los Espirituales lo miraban asustados. Todos tenían la palabra «contagio» en los labios y estaban dispuestos a pegarse para poder apartarse de él lo antes posible. En ese momento, el sonido de una campanilla resonó en todo el templo. El nerviosismo hizo que los Espirituales se olvidaran de Raistlin.

—La campana nos está llamando, mi señor —anunció el asistente, y abrió la puerta de doble hoja que comunicaba la cámara con el salón del consejo.

Los Espirituales se arremolinaron alrededor de la puerta, ansiosos por presenciar la procesión del Señor de la Muerte y la llegada del emperador.

—¿Tenéis que quedaros ahí, embobados como paletos? —dijo el Señor de la Noche.

Los Espirituales, con expresión avergonzada, volvieron a la antecámara.

—Las tropas del emperador están reuniéndose alrededor de su trono —informó el asistente desde su posición junto a la puerta—. Están preparándose para recibir al emperador.

—Nosotros entramos después de Ariakas —anunció el Señor de la Noche—. En fila.

El asistente corría de un lado a otro, colocando a los Espirituales en dos hileras. El Señor de la Noche ocupó su puesto al final. Nadie prestaba atención a Raistlin, que seguía apoyado en su bastón, intentando recuperar el aliento y despejar su mente. El suelo temblaba bajo el estruendo de centenares de pies, marchando al mismo tiempo al ritmo de un tambor y de las órdenes que gritaban los oficiales.

—Primero saldrá el cortejo de peregrinos —explicó el Señor de la Noche a sus Espirituales—. Cuando os hayáis reunido todos en la plataforma, entraré yo y me situaré en el lugar de honor junto a Su Oscura Majestad.

Los soldados empezaron a vitorear en el salón.

—Vete a ver qué está pasando —ordenó el Señor de la Noche a su asistente.

—El emperador ha entrado en la sala —informó el ayudante.

—¿Lleva la Corona del Poder? —preguntó el Señor de la Noche, nervioso.

—Lleva la armadura propia de un Señor del Dragón —dijo su asistente—, una capa de color morado y la Corona del Poder.

El rostro del Señor de la Noche se contrajo en una mueca airada.

—La corona es un objeto sagrado. Cuando la reina Takhisis haya conquistado el mundo, ya veremos quién lleva la corona. —La furia hacía que su voz se elevase chillona sobre las ensordecedoras ovaciones.

Los Espirituales permanecían en fila, expectantes, nerviosos, aguardando la señal y la llegada de su reina. Raistlin se puso en último lugar. Empezó a toser. El clérigo que estaba delante de él se volvió para mirarlo con odio.

Las tropas de Ariakas lo vitoreaban una y otra vez. No parecía que Ariakas tuviera mucha prisa por hacerles callar, pues los vítores eran cada vez más altos y escandalosos. Los soldados golpeaban el suelo con las lanzas, entrechocaban las espadas y los escudos, y bramaban su nombre. Los Espirituales empezaban a cansarse de esperar. Murmuraban entre sí y pasaban el peso del cuerpo de un pie a otro, impacientes. El Señor de la Noche fruncía el ceño y quiso saber qué estaba pasando.

—Ariakas está haciendo reverencias al trono de la Reina Oscura —informó el asistente desde su puesto junto a la puerta. Tenía que gritar para que lo oyeran.

—¿Ya ha llegado Su Oscura Majestad? —preguntó el Señor de la Noche.

—No, mi señor. Su trono sigue vacío.

—Perfecto. Estaremos allí para darle la bienvenida.

Los Espirituales se movían nerviosamente. El Señor de la Noche daba golpecitos con el pie sobre el suelo. Por fin, los vítores empezaron a apagarse. El silencio empezó a extenderse entre las tropas. Se oyó el sonido de otra campanilla.

—Esa es nuestra señal —dijo el Señor de la Noche—. Preparaos.

Los Espirituales se colocaron bien las capuchas y se alisaron las túnicas. Se oyó una trompeta y volvieron a extenderse los vítores por toda la sala, tan ensordecedores o más aún que los dedicados al emperador. El Señor de la Noche se sentía satisfecho. Hizo un gesto y la hilera de Espirituales empezó a avanzar hacia la puerta. Saldrían al estrecho puente de piedra que llevaba desde la antecámara al trono de la Reina Oscura. Los dos primeros Espirituales ya estaban en la puerta cuando, de pronto, el asistente lanzó un grito para que se detuvieran.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó el Señor de la Noche, frunciendo el entrecejo otra vez por la contrariedad.

—¡La señal era para la Señora del Dragón Kitiara, mi señor! —contestó el asistente, tembloroso—. La Dama Azul y sus tropas están entrando en la sala ahora mismo.

El Señor de la Noche palideció de furia. Los Espirituales abandonaron la fila y se arremolinaron enfadados alrededor de su líder. Todos querían ser escuchados. La aparición de un draconiano que lucía el emblema de la guardia del emperador trajo consigo un silencio cortante y repentino.

—¿Qué quieres? —preguntó el Señor de la Noche, furibundo.

—Su Majestad Imperial Ariakas transmite sus respetos al Señor de la Noche de la reina Takhisis —dijo el draconiano—. El emperador me envía para informar a vuestra señoría de que ha habido un cambio de planes. Vuestra señoría y sus respetados clérigos entrarán en el salón detrás del Señor del Dragón del Ejército de los Dragones Blancos, lord Toede. El emperador...

—Me niego —repuso el Señor de la Noche con una tranquilidad que resultaba inquietante.

—Ruego que me perdonéis, vuestra señoría —dijo el draconiano.

—Ya me has oído. No voy a entrar el último. De hecho, no voy a entrar. Puedes decírselo a Ariakas.

—Se lo diré al emperador —repuso el draconiano, antes de retirarse con una reverencia y un movimiento desdeñoso de la cola.

El Señor de la Noche paseó su mirada lúgubre por los clérigos.

—Ariakas me insulta y, al insultarme, está insultando a nuestra reina. ¡No estoy dispuesto a aceptarlo, y nuestra diosa tampoco! Iremos al Santuario y desde allí le dedicaremos nuestras oraciones.

Los Espirituales salieron presurosos de la habitación, haciendo gala de una justificada indignación. Raistlin iba a unirse a ellos. Dio un paso, se llevó la mano al pecho y lanzó un grito de dolor desgarrador. Se le cayó el bastón de la mano. Tropezó, se tambaleó y cayó de rodillas, entre toses y escupitajos sanguinolentos. Con un gemido, cayó de bruces y se quedó tendido en el suelo, retorciéndose entre terribles dolores.

Los Espirituales se detuvieron y lo miraron preocupados. Varios dirigieron sus miradas dubitativas hacia el Señor de la Noche.

—¿Deberíamos ayudarle? —preguntó uno de ellos.

—Dejadlo. Morgion se ocupará de su clérigo —repuso el Señor de la Noche, hizo un gesto desdeñoso con la mano y salió apresuradamente de la antecámara.

Los Espirituales no necesitaban que se lo dijeran dos veces. Cubriéndose la boca y la nariz con la manga de sus túnicas negras, pasaban al lado de Raistlin lo más rápido posible.

En cuanto estuvo seguro de que se hallaba solo, Raistlin se puso de pie. Recogió el Bastón de Mago, se acercó a la puerta y se asomó al salón.

Ante él se extendía un puente estrecho de piedra negra. Al final se abría la tribuna envuelta en sombras donde se encontraba el trono de la Reina Oscura. La diosa todavía no había hecho su entrada. Quizá estuviera en el Santuario, escuchando las quejas de su Señor de la Noche. En el salón, retumbaban los tambores y vitoreaban los soldados. Otro Señor del Dragón entraba grandiosamente. Raistlin se aventuró un par de pasos por el puente. Pero no fue muy lejos, pues quería ver, pero no ser visto.

El puente no tenía barandilla, ni pretil. Raistlin se asomó por el borde y vio las cabezas de la multitud que estaba mucho más abajo. Los soldados se elevaban, se retorcían y se agitaban, y a Raistlin le hicieron pensar en un montón de gusanos alimentándose de un cadáver putrefacto. Las plataformas en las que se situaban los tronos de los Señores de los Dragones estaban muy altas sobre el suelo. Unos puentes estrechos de piedra unían las antecámaras de cada Señor con su trono. De esa forma, los Señores de los Dragones no tenían que abrirse paso entre la muchedumbre.

El trono de Ariakas se elevaba sobre los demás. Ocupaba el lugar de honor, justo debajo de la tribuna de la Reina Oscura.

El trono del emperador era de ónice y carente de adornos. Por el contrario, el trono de Takhisis era terriblemente hermoso. El respaldo estaba formado por los cuellos graciosamente curvos de las cinco cabezas de dragón: dos a la derecha, dos a la izquierda y una en el centro. Los brazos del trono eran las patas del dragón; el asiento, el pecho de la bestia. Todo el trono estaba hecho de piedras preciosas: esmeraldas, rubíes, zafiros, perlas y diamantes negros.

Desde su ventajosa posición en el puente, Raistlin podía ver a dos de los Señores de los Dragones. Allí estaba el rostro bello y desdeñoso de Salah-Kahn y los rasgos feos y astutos del semiogro Lucien de Takar. El trono blanco estaba vacío. Ariakas había gritado varias veces llamando a lord Toede, el Señor del Dragón Blanco, pero nadie había respondido.

El mismo Toede que había sido Fewmaster en Solace. El mismo Toede cuya búsqueda del bastón de cristal azul había arrastrado a Raistlin y a sus amigos a terribles peligros y les había hecho emprender el camino brillante e intenso, oscuro y tortuoso que ahora recorrían.

Desde donde estaba, Raistlin no podía ver a Kitiara. Debía de estar sentada en el trono que había a la derecha de Ariakas. Raistlin avanzó un poco más por el puente. Ya no le preocupaba que alguien lo viera desde abajo. La bóveda del salón estaba envuelta en nubes de humo. Esas nubes las emitían los dragones, que lo observaban todo desde sus perchas elevadas, así como las antorchas repartidas por las paredes y las llamas que crepitaban en los braseros de hierro. Con su túnica negra, Raistlin no era más que otra sombra en una sala repleta de sombras.

Takhisis lo estaría observando, como observaría con ávido interés todo lo que estaba sucediendo. El ambiente estaba cargado del olor a humo y a acero, a piel y a intrigas. Seguro que Ariakas también había percibido la pestilencia. Y, sin embargo, permanecía sentado en su trono solo, aislado, apartado, seguro de su invulnerabilidad. No había apostado guardias armados, sólo contaba con la Corona del Poder. Que sus vasallos se preocupasen de las espadas. Ariakas no temía nada ni a nadie. Contaba con el respaldo de su reina.

«Pero ¿sigue siendo eso cierto?», se preguntaba Raistlin.

De los gobernantes se espera una actitud segura. Incluso la arrogancia se permite en un trono. Pero los dioses no perdonaban la soberbia. El último hombre vivo que había llevado la corona se había visto aquejado de esa enfermedad. El Príncipe de los Sacerdotes de Istar se había creído tan poderoso como un dios. Los dioses de Krynn le habían enseñado lo que era realmente el poder, y una montaña abrasadora había caído sobre su cabeza. Ariakas había cometido el error de tener un concepto demasiado alto de sí mismo.

Desde donde estaba, por fin Raistlin podía ver a Kitiara. Y con ella estaba Tanis, el semielfo.

34 La Corona del Amor. La Corona del Poder

Día decimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin no esperaba encontrar allí a Tanis, y no se lo tomó como una sorpresa agradable. La presencia del semielfo podía trastocar seriamente su plan. Tanis no estaba junto a su hermana, pues únicamente el Señor del Dragón podía acceder a la plataforma. No obstante, estaba lo más cerca posible de ella, en el último escalón que llevaba al trono.

Raistlin frunció los labios. Tanis había ido a Neraka a salvar a la mujer que amaba. Pero ¿sabía acaso qué mujer era ésa?

El consejo proseguía su marcha. Raistlin estaba mucho más alto que los tronos de los Señores de los Dragones y, aunque hasta él llegaba la voz profunda de Ariakas, la mayor parte de lo que decía se perdía en la vastedad de la cámara. Por lo que entendió, el Señor del Dragón Toede no había acudido porque lo había matado un kender. La noticia provocó un sonido que Raistlin sí distinguió perfectamente: la carcajada burlona de Kitiara.

Ariakas estaba furioso. Se puso de pie y empezó a descender de su tribuna. Kitiara no se movió. Sus soldados echaron mano de sus armas.

Raistlin observó, divertido, cómo Tanis daba un paso hacia Kitiara, con actitud protectora, mientras ella permanecía sentada en su trono, mirando a Ariakas con expresión claramente burlona. Los otros dos Señores de los Dragones se habían levantado y observaban la escena interesados. Seguramente ambos albergaban la esperanza de que Ariakas y Kitiara se matasen entre sí.

Raistlin se acercó al borde del puente y bajó la vista hacia Ariakas, que estaba justo debajo de él. Ese era el momento perfecto para atacar. Nadie le prestaba atención. Todos los ojos estaban clavados en los Señores de los Dragones. Raistlin preparó su magia.

Y entonces se quedó ciego. La oscuridad borró su visión, cubrió su mente, su corazón y sus pulmones. Se quedó inmóvil, pues estaba al borde del puente. Un mal paso y caería al vacío. Siempre le quedaba la posibilidad de utilizar la magia del bastón y flotar como una pluma, pero eso significaría que todos los presentes en el salón lo verían, incluido Ariakas, a no ser que estuvieran tan ciegos como él en ese momento. Como si le leyera el pensamiento, una mano invisible le arrebató el bastón y lo golpeó en la espalda. Se le desbocó el corazón, aterrorizado, y se tambaleó hacia delante. Cayó pesadamente y, aunque le dolían las muñecas y se había magullado las rodillas, temblaba aliviado, pues al menos no se había precipitado al vacío.

Alargó una mano vacilante y delante de él sólo palpó la nada. El final había estado muy cerca. Ojalá pudiera gatear hasta un lugar seguro, pero la caída lo había desorientado y tenía miedo de avanzar en el sentido equivocado. La mano lo golpeaba, lo aplastaba, lo apretaba contra la piedra. Entonces, sin previo aviso, cuando el corazón ya estaba a punto de explotarle, la mano lo liberó y el velo de oscuridad se apartó de sus ojos. Raistlin retrocedió arrastrándose hasta que chocó contra algo sólido: el trono de la Reina Oscura.

Raistlin se volvió a mirarla no porque ése fuera su deseo, sino porque ella lo obligó. Y ése fue el error de la diosa.

Era una sombra, y Raistlin no tenía miedo de las sombras.

Miró hacia abajo y vio a su hermana y a todos los demás postrados, presas del pánico. Kitiara se encogía en su trono. Tanis el semielfo había caído de hinojos. Ariakas se arrodillaba ante su reina. Ellos no eran nada y ella lo era todo. Takhisis los aplastaba con el pie. Cuando estuvo segura de su sumisión, una vez convencida de que eran conscientes de que le pertenecían sólo a ella, levantó el pie y les permitió levantarse.

Su mirada se paseó sobre Raistlin, y el hechicero supo que ya se había olvidado de él. Él era algo insignificante, un grano de arena, una partícula de polvo, una gota de agua, una mancha de ceniza. Toda su atención se centraba en aquellos que ostentaban el poder, en aquellos importantes para ella: sus Señores de los Dragones y la lucha que mantenían, tras la cual el más poderoso de ellos ascendería al trono y propinaría el golpe mortal a las fuerzas de la luz. Raistlin se mezcló con las sombras. Se convirtió en una de ellas. Observaba y esperaba su oportunidad.

Takhisis empezó a orar. Kitiara parecía satisfecha, mientras que la expresión de Ariakas era torva. Raistlin no podía oír lo que decía la reina. La diosa sólo hablaba a aquellos que eran importantes. Presenció todo lo que ocurría como si contemplara una representación desde la última fila.

Kitiara abandonó su trono e hizo una señal a Tanis. La Señora del Dragón bajó la escalera hacia la planta del salón. Los soldados se apartaban para dejarle pasar. Tanis seguía sus pasos como un perro que ha aprendido a base de palos.

En el centro del salón se elevó una plataforma, elegante como una serpiente dispuesta a atacar. Kitiara ascendió por los escalones, que, por lo visto, eran difíciles de subir, pues Tanis no dejaba de resbalar. Eso divertía enormemente a los espectadores. Como si realmente se tratara de una representación, Tanis parecía el suplente llamado a última hora. No había ensayado y no se sabía su papel.

Kitiara hizo un gesto grandilocuente y entró lord Soth. Su presencia abrumadora se impuso sobre todos los demás actores de la obra. El Caballero de la Muerte llevaba en sus brazos un cuerpo envuelto en una tela blanca. Depositó el bulto a los pies de Kitiara y desapareció, con un efecto muy teatral. Kitiara se agachó y desenvolvió la tela. La luz se reflejó en los cabellos dorados. Raistlin se acercó más al borde del puente para poder ver mejor a Laurana, que se revolvía bajo la tira de tela que la aprisionaba. El impulso de Tanis fue acercarse a ella para ayudarla. Kitiara lo detuvo con una sola mirada. Cuando la obedeció, ésta lo recompensó con su sonrisa maliciosa.

Raistlin observaba la escena sumamente interesado. Por fin se reunían los tres personajes que lo habían empezado todo. Los tres elementos que simbolizaban la lucha. La oscuridad, la luz y el alma que se debatía entre ambas.

Laurana se erguía esbelta y orgullosa con su armadura plateada. Toda la hermosura que Raistlin recordaba se concentraba en su figura. Bajó la vista hacia ella y apretó los labios. En ese momento conoció el sentimiento de pérdida, pero también sabía que no había sido su pérdida.

Tanis miró a Laurana y Raistlin supo que el alma dubitativa por fin había tomado su decisión. O quizá el alma de Tanis lo había decidido mucho tiempo atrás pero su corazón no se había dado cuenta hasta entonces. El brillo del amor los envolvió a los dos y dejó fuera a Kitiara, sola en medio de la oscuridad.

Kitiara lo comprendió, y fue una certeza amarga. Raistlin vio torcerse y endurecerse aquella sonrisa maliciosa.

—Así que sí eres capaz de amar, hermana —dijo Raistlin. Y entonces supo que él también tendría una oportunidad.

Kitiara ordenó a Tanis que dejara su espada a los pies del emperador y jurara lealtad a Ariakas. Tanis obedeció. ¿Qué otra cosa podía hacer si la mujer a la que amaba era prisionera de la mujer que una vez había creído amar?

Era extraño que Laurana, la prisionera, fuera la única realmente libre de los tres. Amaba a Tanis con todo su ser. Su amor la había llevado hasta aquel lugar perteneciente a la oscuridad, y su luz brillaba aún con más fuerza. Su amor le pertenecía, y que Tanis la correspondiera o no ya no importaba. El amor la fortalecía, la ennoblecía. Su amor por un ser abría su corazón al amor por todos.

Por el contrario, Kitiara estaba atrapada en el laberinto de sus propias pasiones, siempre ansiando la recompensa que estaba fuera de su alcance. Para ella, el amor por un ser significaba dominarlo, y esos deseos de dominación se extendían a todos. Tanis ascendió la escalera que llevaba al trono de Ariakas. Raistlin se percató de que los ojos del semielfo se clavaban en la corona. Sus labios se movían, repitiendo sin darse cuenta: «¡Quien lleva la corona, ostenta el poder!» Su rostro se endureció, su puño se cerró alrededor de la empuñadura de la espada.

Raistlin comprendió el plan de Tanis como si hubiera dedicado años enteros a prepararlo con él. En cierto sentido, quizá había sido así. Ambos habían estado siempre unidos de una forma que ninguno de sus amigos había logrado entender nunca. La oscuridad hablando a lo oscuro, tal vez.

¿Qué pasaba con Takhisis? ¿Sabía la reina que el semielfo ascendía hacia su destino, dispuesto a sacrificar su vida por los demás? ¿Sabía que en el corazón de su oscuridad, en lo más profundo de las mazmorras, un kender, una camarera y un guerrero estaban dispuestos a hacer lo mismo? ¿Se daba cuenta Takhisis de que el hechicero de la túnica negra, que pregonaba que su lealtad sólo estaba con su propia ambición, estaba dispuesto a sacrificar su vida a cambio de la libertad de elegir su propio camino?

Raistlin levantó una mano. Las palabras del hechizo que había memorizado la noche anterior ardían en su mente como las palabras que había escrito con sangre en la piel de cordero.

Tanis subía la escalera, aferrado a la empuñadura de su espada. Raistlin reconoció el arma. Alhana Starbreeze se la había dado a Tanis en Silvanesti. Esa espada era Wyrmsbane, compañera de la espada que Tanis había recibido del difunto rey elfo Kith-Kanan, en Pax Tharkas. Raistlin recordaba que era una espada mágica, aunque no se acordaba del tipo de magia que poseía. Daba igual. La magia de la espada no tendría el poder suficiente para atravesar el campo mágico que emitía la Corona del Poder. Cuando la espada chocara contra él, la explosión mataría al semielfo. Ariakas seguiría sano y salvo detrás de su escudo. Su único problema sería la mancha de sangre que ensuciaría su armadura.

Tanis llegó al final de la escalera y empezó a desenvainar lentamente la espada. Estaba nervioso y le temblaba la mano.

Ariakas se levantó. Quedó plantado sobre sus piernas como troncos y cruzó los brazos musculosos sobre el pecho. No miraba a Tanis. Su mirada se dirigía al otro extremo del salón, a Kitiara, que también tenía los brazos cruzados y le devolvía la mirada, desafiante. De la corona salía una luz de múltiples colores que envolvía a Ariakas con su resplandor titilante. Parecía que un escudo con los colores del arco iris protegiera al emperador.

Tanis deslizó la espada por su funda y, al oír ese sonido, Ariakas volvió a concentrarse en el semielfo. Lo miró con aire arrogante y le sopló a la cara, con la intención de intimidarlo. Tanis no se dio cuenta. Estaba mirando fijamente la corona. En sus ojos se adivinaba la consternación. En ese preciso momento se había dado cuenta de que su plan de matar a Ariakas estaba condenado al fracaso.

El hechizo de Raistlin le quemaba en los labios, la magia le hervía en la sangre. No tenía tiempo para las dudas eternas de Tanis.

—¡Golpea, Tanis! —lo apremió Raistlin—. ¡No temas la magia! ¡Yo te ayudaré!

Tanis se sobresaltó y miró hacia donde provenía ese sonido, que debía de haber escuchado más con el corazón que con los oídos, pues Raistlin había hablado en voz baja.

Ariakas empezaba a impacientarse. Él era un hombre de acción y las ceremonias lo aburrían. Desde su punto de vista, el consejo era una pérdida de tiempo que podía aprovechar mucho mejor dirigiendo la guerra. Lanzó un gruñido e hizo un gesto perentorio para indicar a Tanis que le jurara lealtad y acabara de una vez.

Sin embargo, Tanis vacilaba.

—¡Golpea, Tanis! ¡Rápido! —lo urgió Raistlin.

Tanis miró directamente hacia Raistlin, pero el hechicero no sabía si lo veía o no, si actuaría o no. Tanis se disponía a dejar la espada en el suelo. Acto seguido con una expresión resuelta y dura en el rostro, cambió de postura y lanzó un golpe a Ariakas.

Raistlin y Caramon habían combatido juntos muchas veces, combinando la hechicería con las armas. Al mismo tiempo que Tanis levantaba el brazo, Raistlin conjuró su hechizo.

—¡Bentuk-nir doy a sihir, colang semua pesona dalam! ¡Perubahan ke sihirnir! —exclamó Raistlin mientras trazaba una runa en el aire. Lanzó el hechizo contra Ariakas.

La magia fluyó por Raistlin y estalló en la yema de sus dedos. Abrasadora, cruzó el aire. El hechizo golpeó el escudo del arco iris y lo deshizo. La espada de Tanis no encontró obstáculo alguno. Wyrmsbane atravesó el peto negro hecho de escamas de dragón de Ariakas, se hundió en la carne y arañó el hueso. La hoja atravesó el pecho del emperador.

Ariakas rugió, más por la sorpresa que por el dolor. La agonía de la muerte y la conciencia de que iba a morir acompañaron su último aliento. Raistlin no se quedó a ver el final. No le importaba quién conseguía la Corona del Poder. Por el momento, la Reina Oscura estaba concentrada en la batalla. Tenía que escapar en ese mismo momento.

Pero el potente hechizo que acababa de conjurar lo había dejado muy débil. Ahogó un ataque de tos con la manga de la túnica, agarró el bastón y cruzó el puente, corriendo hacia la antecámara. Casi había llegado a la puerta cuando un grupo de guardias draconianos se interpuso en su camino.

—¡Id a por el asesino! —gritó Raistlin, haciendo gestos—. Un hechicero. Intenté detenerle pero...

Los draconianos no perdieron un instante y empujaron a Raistlin a un lado, estrellándolo contra la pared.

No tardarían en darse cuenta de que los habían engañado y volverían. Raistlin, en pleno ataque de tos, revolvió en la bolsa hasta que sacó el Orbe de los Dragones. Apenas le quedaban fuerzas para recitar las palabras.

Lo siguiente que sabía era que estaba delante de la celda de Caramon. La puerta estaba abierta y la celda vacía. Una mancha chamuscada en el suelo era todo lo que quedaba de un draconiano bozak. Un montón de cenizas grasientas anunciaba el final de un draconiano baaz. Caramon y Berem, Tika y Tas habían desaparecido. Raistlin oyó unas voces guturales gritando que los prisioneros habían escapado.

Pero ¿adonde habían ido?

Raistlin maldijo para sí y miró en derredor, en busca de alguna pista. Al final del pasadizo, una puerta de hierro había sido sacada de sus goznes.

Jasla seguía llamando a su hermano, Berem respondía.

Raistlin se apoyó en su bastón y tomó aire trabajosamente. Al momento sintió que respiraba mejor y que iba recobrando las fuerzas. Estaba a punto de ponerse a seguir a Berem cuando una mano salió de entre las sombras. Unos dedos gélidos se aferraron a su muñeca. Unas uñas largas le arañaron la piel y se le clavaron en la carne.

—No tan rápido, joven mago —dijo Fistandantilus—. Tú y yo tenemos un asunto pendiente.

La voz era real y resonaba junto a él, no en su cabeza. Raistlin sintió el aliento cálido del viejo en su mejilla. Era la respiración de un cuerpo vivo, no la de un cadáver viviente.

La mano lo sujetaba con firmeza. Los dedos huesudos coronados por las largas uñas amarillentas se aferraban a su presa. No necesitaba verlo. Conocía su rostro tan bien como el suyo propio, o incluso mejor. En cierto sentido, aquél era su propio rostro.

—Sólo uno de los dos puede ser el señor —dijo Fistandantilus.

La piedra de fondo verdoso y vetas rojas brilló bañada por el Bastón de Mago.

35 La última batalla. El heliotropo

Día vigesimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin estaba completamente desprevenido. Un segundo antes estaba celebrando su victoria sobre Ariakas. Apenas le había dado tiempo a tomar aire y había caído en las garras de su enemigo más implacable, un hechicero al que Raistlin había engañado, atacado e intentado destruir.

Raistlin se quedó embobado mirando el colgante que la mano cadavérica sujetaba. Cuando Fistandantilus estaba vivo había asesinado a numerosos magos jóvenes. Les absorbía la vida con el heliotropo y así obtenía su propia fuerza vital. Atenazado por la desesperación, Raistlin conjuró el único hechizo que se le ocurrió en ese momento. Era muy sencillo, de los primeros que había aprendido.

—¡Kair tangus miopiar!

En su mano estallaron las llamas. En el mismo momento en que recitaba las palabras, Raistlin se dio cuenta de que el hechizo no tendría ningún efecto contra Fistandantilus. El fuego mágico sólo quemaba a los seres vivos. Se sentía desesperado, se maldecía a sí mismo pero, para su asombro, Fistandantilus gritó y apartó rápidamente la mano.

—¡Eres de carne y hueso! —exclamó Raistlin, y sintió que recuperaba la esperanza. Se enfrentaba a un enemigo vivo. Tal vez fuera muy poderoso, pero podía morir.

Raistlin retrocedió y asió el Bastón de Mago con las dos manos. Le serviría de arma y de escudo. Recordó todas las veces que Caramon le había insistido para que aprendiera a defenderse con el bastón, y que él quería librarse siempre de las lecciones.

—¡Pronto seré tu carne y tu hueso! —repuso Fistandantilus, esbozando una sonrisa terrible con sus labios descarnados—. La recompensa de mi reina.

—¡Tu reina! —Raistlin apenas podía contener la risa—. La misma reina a la que planeabas derrocar.

—Nos lo hemos perdonado todo —dijo Fistandantilus—. Con una condición: que te destruya. ¿De verdad creías que se me pasaría por alto todo lo que hacías, todos tus planes? A cambio de tu muerte, me convertiré en ti. O sería más adecuado decir que habitaré tu joven cuerpo.

Observó con desdén la frágil figura de Raistlin y dejó escapar un resoplido.

»No es que sea el mejor cuerpo que he habitado, pero tiene un gran poder mágico. Y con mis conocimientos y mi sabiduría, te harás más poderoso aún. Espero que eso te sirva de consuelo en tus últimos momentos de vida.

Raistlin lanzó un golpe con el Bastón de Mago, con la intención de acertarle al hechicero en la cabeza encapuchada. Pero no era un guerrero demasiado hábil, al contrario de Caramon. El suyo fue un golpe torpe y lento. Fistandantilus esquivó el ataque. Agarró el bastón y tiró de él.

La magia del bastón crepitó. Fistandantilus lanzó un grito airado y el bastón salió disparado hasta el medio del pasadizo. Raistlin oyó el chasquido de la bola de cristal cuando el bastón golpeó el suelo de piedra. El resplandor de la magia perdió intensidad.

Raistlin giró la cabeza para ver dónde había caído el bastón. Retrocedió un paso, mientras buscaba bajo la túnica las bolsas donde guardaba el Orbe de los Dragones y los componentes de los hechizos. Fistandantilus descubrió sus intenciones. Señaló las bolsas y pronunció unas palabras mágicas. Como el hierro hacia el imán, así salieron disparadas las bolsas de las manos de Raistlin a las manos del viejo.

—¡Guano de murciélago y pétalos de rosa! —Fistandantilus tiró al suelo las bolsas con un gesto desdeñoso—. Cuando yo sea tú, no necesitarás ingredientes de éstos. El Señor del Pasado y el Presente será el creador de una magia sin igual. Qué pena que no vayas a vivir para verlo.

Fistandantilus extendió las manos, con los dedos abiertos, y entonó su hechizo.

—Kalith karan, tobanis-kar...

Raistlin reconoció el hechizo y se tiró al suelo. De las yemas de los dedos del viejo salieron disparadas flechas de fuego que pasaron siseantes por encima de la cabeza de Raistlin. El calor que irradiaban le chamuscó el pelo.

El Bastón de Mago no estaba muy lejos, pero no lo alcanzaba. El globo de cristal se había resquebrajado, pero seguía emitiendo la luz mágica. Raistlin vio que algo centelleaba.

Estaba a punto de estirarse para cogerlo, cuando oyó unos pasos detrás de él. Era Fistandantilus, que se acercaba para rematarlo. Raistlin gimió y trató de levantarse, pero volvió a derrumbarse en el suelo.

Fistandantilus se echó a reír, parecían divertirle sus penosos esfuerzos.

—Cuando yo ocupe tu cuerpo, Majere, perseguiré y mataré al imbécil de tu hermano, que ahora mismo está intentando llegar a la Piedra Fundamental. En sus últimos momentos desesperados de vida, Caramon creerá que su amado gemelo es su asesino. Pero eso ya no sorprenderá al pobre Caramon, ¿verdad? ¡Ya ha visto cómo lo matabas!

Fistandantilus empezó a recitar un hechizo. Raistlin no conocía las palabras y no tenía la menor idea de qué efecto tendría la magia que invocaban. Algo espantoso, de eso no le cabía ninguna duda. Volvió a gemir y miró disimuladamente hacia atrás. Cuando Fistandantilus estuvo cerca, Raistlin estiró rápidamente las piernas y propinó una patada al viejo en las espinillas que lo mandó al suelo. El hechizo terminó en un grito incomprensible y un golpe seco.

Raistlin se echó hacia delante para apoderarse del pequeño objeto reluciente. Cerró el puño alrededor del Orbe de los Dragones y, tambaleante, logró ponerse de pie.

El sonido de una trompeta resonó por todo el pasadizo.

Fistandantilus no se molestó en levantarse. Se sentó en el suelo, se sacudió las manos en las rodillas y sonrió.

—Algún idiota ha tropezado con tu trampa mágica.

El viejo se sujetó la túnica negra con una mano y se levantó. Dio un paso hacia Raistlin y éste abrió el puño. Los colores del Orbe de los Dragones danzaron y se iluminaron, bañando con su luz todo el pasadizo.

—Bien, adelante, joven mago —dijo Fistandantilus—. Tienes el orbe. Utilízalo. Invoca el poder de los dragones para convertirme en un amasijo de carne sanguinolenta.

Raistlin miró el orbe y los colores que giraban en su interior. Torció la boca y desvió la mirada.

Fistandantilus esbozó una sonrisa macabra.

—No te atreves a utilizarlo. Estás demasiado débil. Temes que el orbe te atrape y acabe convirtiéndote en un loco baboso como el pobre Lorac. —Levantó el colgante de heliotropo.

»Te prometo, Majere, que no permitiré que eso pase. Tu final será rápido, aunque no puedo decir que no sentirás dolor. Y ahora, por mucho que haya disfrutado con nuestra pequeña pelea, mi reina necesita mis servicios en otro lugar.

Fistandantilus empezó a recitar su hechizo.

Raistlin apretó el orbe con fuerza. Los rayos de luz se colaban entre sus dedos: cinco rayos, cinco colores, cinco direcciones. Raistlin levantó la cabeza.

—Deja de conjurar tu hechizo, viejo, o estrellaré el orbe contra el suelo. El orbe es de cristal. Puede romperse.

Fistandantilus frunció el entrecejo. El hechizo murió en sus labios. Levantó el colgante y giró la mano.

A Raistlin se le encogió el corazón en el pecho. Lanzó un grito ahogado, pues le faltaba el aire. Fistandantilus apretó con más fuerza y el corazón de Raistlin dejó de latir. No podía respirar. Empezó a ver unos puntos negros cegadores y sintió que se caía.

Fistandantilus aflojó un momento la presión.

El corazón de Raistlin dio un salto, transido de dolor, y el hechicero pudo tomar aire. Fistandantilus volvió a apretar el puño y Raistlin lanzó un grito de dolor, antes de caer al suelo. El viejo se arrodilló a su lado y apretó el colgante contra su corazón.

El miedo, puro y amargo, se apoderó de Raistlin. Se le secó la boca, se le agarrotaron los músculos de los brazos, sintió un líquido caliente y desagradable en la garganta. El miedo lo aplastaba, le arrebataba las fuerzas y lo dejaba confundido y tembloroso. No temía la muerte. De naturaleza débil y delicada, había luchado contra la muerte desde el mismo momento en que había nacido. La muerte no le parecía digna de temer. Ni siquiera en ese momento, pues sería mucho más fácil cerrar los ojos sin más y dejar que la oscuridad apaciguadora se posase sobre él.

No temía la muerte. Temía el olvido.

Fistandantilus se apoderaría de él. Devoraría su alma, la tragaría y la digeriría. Su cuerpo seguiría viviendo, pero él no lo haría. Y nadie notaría la diferencia. Al final, sería como si él jamás hubiera existido.

—Adió, Raistlin Majere...

Raistlin nadaba en un océano, luchaba por mantenerse a flote, pero estaba atrapado en El Remolino y no había escapatoria posible. Las aguas encarnadas como la sangre lo arrastraban, lo hundían.

—¡Caramon! ¿Dónde estás? —gritó Raistlin—. ¡Caramon, te necesito!

Sintió que unos brazos lo agarraban y, por un instante, se sintió aliviado. Entonces se dio cuenta de que aquel brazo no era el brazo musculoso de su hermano. Era el brazo huesudo de Fistandantilus, que agarraba a su víctima para acercársela, preparado para chuparle la última gota de vida. Fistandantilus abrió los dedos de Raistlin y cogió el orbe. Lo sostuvo delante de sí y se echó a reír.

Horrorizado, Raistlin vio que su propio rostro reía delante de él. Los ojos eran sus ojos, las pupilas tenían forma de reloj de arena. La mano que sujetaba el Orbe de los Dragones era su mano. La luz del bastón, que cada vez brillaba con menos intensidad, bañaba su piel dorada. Los huesos delicados, las líneas azules de sus venas; todo era suyo.

Estaba perdiéndose a sí mismo, desapareciendo en la nada.

La furia estalló en el interior de Raistlin. Estaba demasiado débil para utilizar su magia. Los hechizos se retorcían como serpientes en su cabeza y huían sin que él pudiera atraparlos. Pero contaba con otra arma, el arma que todo mago podía utilizar cuando todas las demás le han fallado.

Raistlin dio un golpe de muñeca y la daga de plata que llevaba sujeta al antebrazo se deslizó en su palma. Cerró el puño tembloroso alrededor del mango y, con las últimas fuerzas que le quedaban, rodeó a Fistandantilus con el brazo y lo atrajo hacia sí. Le clavó la daga. Raistlin sintió que la hoja se hundía en la carne y arañaba el hueso con un sonido estremecedor. Había tocado una costilla. Sacó la daga. La sangre, cálida y viscosa, le pringaba los dedos.

Fistandantilus se estremeció y lanzó un gruñido de sorpresa, pues en un primer momento no comprendió qué pasaba. Cuando el dolor lo golpeó con toda su fuerza, se dio cuenta de lo que sucedía. Su rostro, que era el rostro de Raistlin, se deformó en una mueca agónica. Los ojos del reloj de arena se oscurecieron, velados por el dolor y la ira. Raistlin no le había dado un golpe mortal a su enemigo, pero había ganado un tiempo precioso. Apenas le quedaban fuerzas. Tenía una oportunidad más y ésa sería la última. Sin saberlo, Fistandantilus lo ayudó, pues torció el cuerpo para arrebatarle la daga.

Raistlin volvió a clavar la hoja. Fistandantilus lanzó un grito, pero era la voz de Raistlin la que gritaba. Raistlin vio su propio rostro deformado por la cercanía de la muerte. Se estremeció y cerró los ojos antes de hundir más la daga. Giró la hoja en las profundidades de la carne.

Fistandantilus se desplomó entre espasmos. Raistlin soltó la daga, sentía la mano demasiado débil y temblorosa para seguir sosteniéndola. El arma se quedó hundida en la túnica negra hasta la empuñadura.

Raistlin tomó aire con esfuerzo y se vio morir a sí mismo. De repente se dio cuenta de que apenas le quedaba tiempo para actuar. Cogió el colgante de piedra que todavía descansaba sobre su pecho y lo apretó sobre el corazón del hechicero moribundo.

Raistlin sintió algo extraño, la sensación de que ya había hecho eso antes. Era una sensación poderosa e inquietante. Desechó ese sentimiento y siguió apretando la piedra contra el corazón. Notó que sus propias fuerzas volvían a él, que su propio ser regresaba a su cuerpo y, junto a él, los conocimientos, la sabiduría y el poder del archimago.

Fistandantilus abrió la boca en un último intento por conjurar un hechizo. Tosió y fue sangre lo que acudió a sus labios, no palabra mágicas. Se estremeció. Su cuerpo se puso rígido. Unas gotas de sangre burbujearon en su boca. Las pupilas de reloj de arena quedaron clavadas en la cabeza de Raistlin y ya no se movió. La mano perdió su fuerza, y el Orbe de los Dragones rodó por el suelo. Los ojos, oscurecidos por el odio y la ira, no se separaban de Raistlin. Este bajó la vista y contempló su propio cadáver. De repente se apoderó de él la terrible duda de si sería él quien había muerto y era Fistandantilus quien lo contemplaba.

Asustado, arrancó el colgante del cadáver y la transmisión de conocimiento se interrumpió bruscamente. No sabía qué había absorbido, y en su mente bailaban hechizos desconocidos y arcanos conocimientos. Le recordó al caos que reinaba en la biblioteca de la desgraciada Torre de la Alta Hechicería de Neraka.

Se levantó, tembloroso, y de repente se dio cuenta de que no estaba solo. La luz del Bastón de Mago, que volvía a brillar intensamente, proyectaba sobre la pared una sombra; las cinco cabezas de la Reina Oscura.

«¡Bien hecho, Fistandantilus!»

Raistlin contuvo el aliento y alzó la vista con recelo.

«¡Raistlin Majere está muerto! ¡Lo has matado!»

Los ojos umbrosos de las cabezas umbrosas miraban fijamente algo en su mano. Bajó la vista y se dio cuenta de que sostenía el colgante de heliotropo.

—Sí, mi reina —contestó el hechicero—. Raistlin Majere está muerto. Yo lo he matado.

«¡Perfecto! Ahora corre a la Piedra Fundamental. Tú eres su último guardián.»

Las cabezas desaparecieron. La Reina Oscura, concentrada en otros peligros, se había ido.

—Ni siquiera los dioses perciben la diferencia —murmuró Raistlin.

Miró el colgante de heliotropo. Cuando el alma oscura del hechicero se había unido a la suya, Raistlin había vislumbrado actos indescriptibles, un sinfín de asesinatos y otros crímenes demasiado atroces para ser nombrados.

Cerró el puño alrededor del colgante y después lo lanzó a un charco de ácido. Vio que el líquido devoraba el colgante como el colgante había estado a punto de devorarlo a él. Le parecía oír su rabia siseante.

Raistlin levantó el Orbe de los Dragones. Contempló El Remolino de colores y entonó las palabras que le hicieron desaparecer de los túneles. Detrás quedó el cuerpo sin vida de Raistlin Majere.

36 Dos hermanos

Día vigesimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin se encontraba ante una columna caída con incrustaciones de piedras preciosas. El brillo de su seductor resplandor atraía a los incautos hacia su terrible destino. Murmuró las palabras de un hechizo que hasta entonces no sabía que conocía y dibujó una runa en el aire. En el interior de la piedra apareció la figura de una mujer. Era una joven, de expresión dulce y agradable, pálida por el dolor y suavizada por el anhelo. Los ojos de la mujer escudriñaron la oscuridad.

Vio moverse sus labios y oyó su grito espectral y angustiado.

—Berem ya viene, Jasla —dijo Raistlin.

Tuvo cuidado para no caer en una corriente subterránea, en la que gateaban, se revolvían y agitaban unos cachorros de dragón. Se subió a un alerón de piedra que avanzaba a lo largo de las temibles aguas y llegó hasta un lugar a cierta distancia de la piedra, desde donde podía observarlo todo. Pronunció la palabra «Dulak» y la luz del bastón se apagó.

Raistlin aguardó en la oscuridad a la persona que había sido lo suficientemente idiota —o quizá lo suficientemente valiente— para cruzar su trampa mágica. Raistlin sabía de quién se trataba: su otra mitad. Oyó a dos personas chapoteando por el arroyo teñido de sangre e infestado de dragones. Los reconoció a pesar de la oscuridad.

Uno de ellos era Caramon, un buen hombre, un buen hermano, mejor de lo que él se merecía. El otro era Berem, el Hombre Eterno. La esmeralda relucía y, como si le respondieran, las piedras preciosas de la Piedra Angular empezaron a brillar con una miríada de colores.

Caramon caminaba junto a Berem con actitud protectora. Llevaba la espada en una mano y la hoja estaba manchada de sangre. La negra armadura estaba abollada. Le sangraban varias heridas en los brazos y las piernas. En la cabeza tenía una brecha profunda. Su rostro, normalmente risueño, había perdido el color, estaba demacrado, consumido por el dolor. El dolor lo había marcado. La oscuridad había cambiado. La oscuridad lo había cambiado.

Un hermano perdido.

Raistlin miró hacia el futuro y vio el final. Vio el amor y el perdón de una hermana al hermano redimido. Un hermano encontrado.

Vio la caída del templo. Las piedras se resquebrajaban mientras la Reina Oscura aullaba su rabia y luchaba por mantener su poder sobre el mundo. Vio un dragón verde esperando sus órdenes para llevarlo a la Torre de Palanthas. Las puertas de la torre por fin se abrirían.

—Shirak —dijo Raistlin, y la luz del Bastón de Mago alumbró la oscuridad.

37 El final de un viaje

Día vigesimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC

La oscuridad del templo se iluminará como el día con el poder de mi magia. Caramon, con la espada en la mano, sólo puede permanecer a mi lado y observar con asombro cómo un enemigo tras otro cae víctima de mis hechizos. Los rayos sisean en mis dedos, las llamas estallan en mis manos, aparecen los espectros, tan aterradoramente reales que, al verlos, se puede morir únicamente de miedo.

Los goblins mueren entre gritos, atravesados por las lanzas de legiones de caballeros que llenan la cueva con sus cánticos de guerra cuando yo lo ordeno y desaparecen tras una palabra mía. Las crías de dragones huyeron despavoridas hacia los lugares oscuros y secretos donde fueron incubadas; los draconianos se retuercen entre las llamas. Los clérigos oscuros, que bajaron atropelladamente la escalera siguiendo la última orden de su reina, fueron recibidos por una lluvia de lanzas cegadoras y sus últimas oraciones se convirtieron en gemidos agónicos.

Por fin acuden los Túnicas Negras, los más ancianos de la orden, para acabar conmigo, el joven advenedizo. Pero se desesperan al darse cuenta de que, por muy viejos que ellos sean, yo, de alguna forma extraña, soy más viejo aún. Mi poder es increíble. Se dan cuenta de inmediato que no pueden derrotarme. En el aire flotan los sonidos de los hechizos y, uno a uno, desaparecen tan rápido como han surgido. Muchos son los que me hacen respetuosas reverencias antes de partir sobre las alas de sus hechizos... Se inclinan ante mí.

Raistlin Majere. Señor del Pasado y el Presente.

Yo, mago.

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