PRIMERA PARTE

1 Tinte negro. Un encuentro inesperado

Día segundo, mes de Mishamont, año 352 DC

La ciudad de Palanthas había pasado en vela la mayor parte de la noche, preparándose para la guerra. La ciudad no había sucumbido al pánico; las grandes damas de la antigua aristocracia como era Palanthas jamás se dejan arrastrar por el pánico. Se sientan muy erguidas en sus sillas ricamente talladas, sujetando sus pañuelos de encaje mientras esperan con semblante serio y la espalda muy recta que alguien les diga si va a haber una guerra y, si de ser así, va a ser tan poco educada como para trastocar sus planes para la cena.

Corrían rumores de que las fuerzas de la temida Dama Azul, la Señora del Dragón Kitiara, marchaban hacia la ciudad. Los ejércitos del señor habían sufrido la derrota en la Torre del Sumo Sacerdote, que guardaba el paso que bajaba de las montañas hacia Palanthas. La pequeña partida de caballeros y soldados de infantería que había protegido la torre del primer asalto no era lo suficientemente fuerte para resistir otro ataque. Habían abandonado la fortaleza y las tumbas de sus muertos, y se habían retirado a Palanthas.

La ciudad no se había alegrado. Si los caballeros, militares y guerreros no hubieran cruzado sus murallas, la paz de Palanthas habría sido respetada. Los ejércitos de los dragones no habrían osado atacar una ciudad tan venerada y respetada. Pero los más sabios no se engañaban. Casi todas las ciudades principales de Krynn habían caído bajo los ejércitos de los dragones. La mirada torva del emperador Ariakas se había vuelto hacia Palanthas, hacia su puerto, sus navíos y su riqueza. Esa ciudad resplandeciente, la joya de Solamnia, sería la piedra preciosa perfecta para la Corona del Poder de Ariakas.

El Señor de Palanthas envió sus tropas a las almenas. Los ciudadanos se recogieron en sus casas y cerraron todos los postigos. Las tiendas cerraron sus puertas. La ciudad pensaba que estaba preparada para lo peor y que, si realmente llegaba lo peor, como había sucedido en otras ciudades como Solace y Tarsis, Palanthas combatiría valientemente pues el corazón de la gran dama albergaba un gran arrojo. De acero estaba hecha su erguida espalda.

Finalmente no llegó el temido momento. Lo peor no sucedió. Las fuerzas de la Dama Azul habían sido enviadas a la Torre del Sumo Sacerdote y estaban retirándose. Los dragones que habían avistado aquella mañana, volando hacia las murallas de la ciudad, no eran las fieras rojas de aliento abrasador ni los Dragones Azules que lanzaban rayos y que tanto temían las gentes. Las luces de la mañana se reflejaban en relucientes escamas plateadas. Los Dragones Plateados habían abandonado sus cubiles de las islas de los Dragones para defender Palanthas.

O eso afirmaban los dragones.

Como la guerra no llegó, los ciudadanos de Palanthas salieron de sus casas, abrieron las tiendas y se echaron a las calles, donde hablaban y discutían. El Señor de Palanthas aseguró a sus súbditos que los dragones recién llegados estaban del lado de la luz, que adoraban a Paladine, Mishakal y el resto de los dioses de la luz, que habían prometido ayudar a los Caballeros de Solamnia, defensores de la ciudad.

Había quienes creían a su señor. Había quienes no. Algunos argumentaban que no podía confiarse en los dragones de ningún color, que sólo habían acudido para que todos se quedaran muy tranquilos y después, en mitad de la noche, los dragones los atacarían, y todos morirían devorados en sus camas.

—¡Idiotas! —masculló Raistlin más de una vez mientras se abría camino entre la multitud, entre rebotes y empellones. A punto estuvo de morir aplastado bajo las ruedas de un carro de caballos.

Si hubiera vestido la túnica roja que lo distinguía como hechicero, las gentes de Palanthas lo hubiesen mirado con recelo y lo habrían dejado completamente solo, apartándose de su camino con tal de evitarlo. Pero como iba ataviado con la túnica gris lisa de los Estetas de la Gran Biblioteca, Raistlin tenía que soportar esos empujones, además de pisotones y codazos.

Los palanthinos no sentían demasiado aprecio por los hechiceros; ni siquiera por los Túnicas Rojas, que se mantenían neutrales en la guerra; ni por los Túnicas Blancas, que estaban consagrados a la luz. Las dos Ordenes de la Alta Hechicería habían trabajado y se habían esforzado por lograr el regreso de los dragones de colores metálicos a Ansalon. El jefe de su orden, Par-Salian, sabía que la visión de aquel amanecer de primavera reflejándose en las alas doradas y plateadas sería como un puñetazo en el estómago para el emperador Ariakas, el primer golpe que lograba atravesar su armadura de escamas de dragón. A lo largo de toda la guerra, las alas de los dragones de Takhisis habían ensombrecido el cielo. Ahora los cielos de Krynn brillaban con una luz intensa y el emperador y su reina empezaban a inquietarse.

Los habitantes de Palanthas no sabían que los hechiceros habían estado esforzándose por protegerlos y tampoco lo habrían creído si se lo hubiesen dicho. Para ellos, el único hechicero bueno era aquel que no vivía en Palanthas.

Raistlin Majere no vestía su túnica roja porque la llevaba hecha un fardo bajo el brazo. Lo que vestía era la túnica gris que había tomado «prestada» de uno de los monjes de la Gran Biblioteca.

Prestada. Al pensar en esa palabra se acordó de Tasslehoff Burrfoot. Aquel kender de espíritu alegre y mano larga jamás «robaba» nada. Cuando lo pillaban con algo robado encima, el kender siempre se defendía diciendo que había tomado «prestado» el azucarero, se había «encontrado» los candelabros de plata y estaba «a punto de devolver» la gargantilla de esmeraldas. Aquella mañana Raistlin se había «encontrado» la túnica del Esteta cuidadosamente doblada sobre una cama. Tenía la más sincera intención de devolverla en un día o dos.

La mayoría de la gente, absorta en sus conversaciones, no le prestaba atención mientras se esforzaba por abrirse camino entre las calles abarrotadas. Pero de vez en cuando, algún ciudadano lo detenía para preguntarle qué pensaba Astinus sobre la llegada de los dragones de colores metálicos, los dragones de la luz.

Raistlin no sabía la opinión de Astinus y no le importaba lo más mínimo. Con la capucha bien echada hacia delante para ocultar el brillo dorado de su piel bajo la luz del sol y sus pupilas en forma de reloj de arena, murmuraba una excusa y se alejaba apresurado. Contrariado, pensó que ojalá los trabajadores del lugar al que se dirigía estuvieran haciendo algo más que dedicarse a cotillear.

Se arrepentía de haberse acordado de Tasslehoff. El recuerdo del kender le había traído las imágenes de sus amigos y de su hermano. Más bien tendría que decir de sus «difuntos» amigos y su «difunto» hermano: Tanis, Tika, Riverwind y Goldmoon y Caramon. Todos estaban muertos. Sólo él había sobrevivido, y la única razón era que él sí había sido lo suficientemente listo para anticiparse al desastre y preparar una vía de escape. Tenía que enfrentarse al hecho de que Caramon y los demás habían muerto y dejar de obsesionarse. Pero aunque se decía a sí mismo que tenía que dejar de pensar en ellos, seguía haciéndolo.

Cuando huían de los ejércitos de los Dragones en Flotsam, él, su hermano y sus amigos habían intentado escapar comprando un pasaje a bordo de un barco pirata, el Perechon. Los perseguía un Señor del Dragón que resultó ser Kitiara, su medio hermana. El timonel, presa de la locura, gobernó el barco directamente al corazón del temido Remolino del Mar Sangriento. El navío se quebraba, los palos se caían y de las velas quedaban meros jirones. Las aguas enloquecidas saltaban por encima de la cubierta. Raistlin tenía que tomar una decisión. Podía morir junto a los demás o podía escapar. La elección estaba clara para cualquiera con dos dedos de frente, lo que excluía a su hermano. Raistlin tenía en su poder el Orbe de los Dragones, que había pertenecido al desgraciado rey Lorac, y utilizó su magia para escapar. Era cierto que podía haber llevado consigo a sus amigos. Podría haberlos salvado a todos. Al menos, podría haber salvado a su hermano.

Pero Raistlin apenas conocía los poderes del Orbe de los Dragones. No estaba seguro de que el orbe pudiera salvar a los demás, así que se salvó a sí mismo. Y al otro. Ese otro que siempre estaba con él, que seguía con él mientras se abría camino por las calles de Palanthas. Antes, aquel «otro» era un susurro en la cabeza de Raistlin, una voz desconocida, misteriosa y capaz de volver loco a cualquiera. Pero el misterio ya estaba resuelto. Raistlin ya podía poner una cara horrenda a aquella voz carente de cuerpo, dar un nombre a aquel que le hablaba.

—Tu decisión fue la más lógica, joven mago —dijo Fistandantilus, y añadió con desprecio—: Tu gemelo está muerto. ¡Ya era hora! Caramon te hacía más débil, te hacía de menos. Ahora que te has librado de él, llegarás lejos. Yo me encargaré de eso.

—¡Tú no te encargarás de nada! —le contradijo Raistlin.

—¿Perdón? —preguntó un hombre que pasaba por allí, deteniéndose—. ¿Decíais algo, señor?

Raistlin respondió algo entre dientes y, sin hacer caso a la mirada ofendida del desconocido, siguió caminando. Se había visto obligado a escuchar aquella voz fastidiosa durante toda la mañana. Incluso le pareció ver que aquel espectro chupa almas, con la túnica negra del archimago, le seguía los pasos. Raistlin se preguntó con amargura si el trato que había hecho con el maligno hechicero realmente había valido la pena.

—Sin mí, habrías muerto durante la Prueba en la Torre de Wayreth —dijo Fistandantilus—. Saliste muy bien parado con nuestro trato. Un poco de tu vida a cambio de mi sabiduría y mi poder.

A Raistlin no le asustaba la idea de morir. Pero sí lo atormentaba la idea de fracasar. Ésa era la verdadera razón por la que había hecho el trato con el viejo. Raistlin no habría podido soportar el fracaso. No habría podido aguantar la compasión de su hermano o la certeza de que dependería de su gemelo más fuerte durante el resto de su vida.

Sólo pensar que un hechicero muerto le chupaba la vida como puede chuparse el jugo de un melocotón le provocó un ataque de tos. Raistlin siempre había sido enfermizo y delicado, pero el acuerdo al que había llegado con Fistandantilus —por el cual el espíritu del archimago seguía con vida en el plano oscuro de su atormentada existencia a cambio de la huida de Raistlin— se había cobrado su parte. Parecía que siempre tuviera los pulmones rellenos de lana. Se asfixiaba. Le sobrevenían unos ataques de tos que le doblaban por la mitad, justo como le estaba pasando en ese momento.

Tuvo que detenerse y apoyarse en un edificio. Luego, se limpió la sangre de los labios con la manga gris de la túnica robada. Se sentía más débil que de costumbre. La magia del Orbe de los Dragones que había utilizado para viajar de un continente a otro le había cansado más de lo que había previsto. Cuando había llegado a Palanthas cuatro días antes, estaba más muerto que vivo. Era tal su debilidad que se había desplomado en la escalera de la Gran Biblioteca. Los monjes se habían apiadado de él y lo habían llevado adentro. Más o menos se había recuperado, pero todavía no estaba bien. Nunca estaría bien..., hasta que rompiera aquel acuerdo.

Por lo visto Fistandantilus pensaba que el alma de Raistlin sería su recompensa. El archimago iba a sufrir una decepción. El alma de Raistlin era suya, no se la iba a entregar sin más a Fistandantilus.

Raistlin opinaba que el archimago había salido bien parado del trato que habían hecho en la torre. Al fin y al cabo, Fistandantilus estaba alimentándose de parte de la vitalidad de Raistlin para seguir aferrado a su miserable existencia. Raistlin consideraba que ambos estaban en paz. Había llegado el momento de poner fin a aquel acuerdo. El único inconveniente era que Raistlin no daba con la forma de hacerlo sin que Fistandantilus se enterara y lo detuviera. El viejo siempre andaba merodeando, escuchando a escondidas los pensamientos de Raistlin. Tenía que existir una manera de atrancar la puerta y cerrar las ventanas de su mente.

Al fin, Raistlin se recuperó y pudo reanudar su camino. Siguió recorriendo las calles, siguiendo las indicaciones que le daba la gente que se encontraba, y no tardó en dejar atrás el centro de la Ciudad Vieja y, con ella, la muchedumbre. Se adentró en los barrios obreros de la ciudad, donde las calles recibían el nombre de sus comercios. Pasó por la Avenida de los Ferreteros y la Ringlera de los Carniceros, por el mercado de Caballos y la callejuela de los Orfebres, de camino a la calle donde los mercaderes de lana ejercían su oficio. Estaba buscando un local en concreto, cuando miró callejón abajo y vio un letrero con los símbolos de las tres lunas: una luna roja, una plateada y una negra. Era una tienda de hechicería.

El comercio era pequeño, apenas un hueco en la pared. Raistlin se sorprendió de que hubiera una tienda así, ya fuera grande o pequeña. Le parecía inconcebible que alguien se hubiese molestado en abrir una tienda de objetos relacionados con la magia en una ciudad donde se despreciaba a aquellos que la practicaban. Sólo sabía de un hechicero que residiera en la ciudad y se trataba de Justarius, jefe de la misma orden a la que pertenecía Raistlin, los Túnicas Rojas. Raistlin suponía que habría alguno más. Nunca se había parado a pensarlo.

Sus pasos se fueron haciendo más lentos. Quizá la tienda de hechicería tuviera lo que estaba buscando. Sería caro. No podría permitírselo. No tenía más que una pequeña suma de piezas de acero, que durante meses había tenido que reunir y guardar celosamente. Necesitaba reservar ese dinero para pagar el alojamiento y la comida en Neraka, que era su destino, cuando ya se hubiera recuperado y hubiese terminado sus asuntos en Palanthas.

Por otra parte, el dueño de la tienda tendría que informar al Cónclave, el organismo que velaba por el cumplimiento de las leyes de la magia, de la compra de Raistlin. El Cónclave no lo detendría, pero lo convocarían en Wayreth y le instarían a que se explicase. Raistlin no tenía tiempo para todo eso. En esos momentos estaban pasando cosas cruciales que cambiarían el mundo. El final estaba a punto de llegar. No faltaba mucho para que la Reina Oscura celebrara su victoria. Y en los planes de Raistlin no estaba quedarse en la esquina de una calle vitoreándola, mientras ella desfilaba con paso triunfal. En sus planes, él mismo lideraba la comitiva.

Raistlin pasó de largo por delante de la tienda de hechicería y por fin llegó al lugar que estaba buscando. Pensó que habría podido encontrarlo guiándose únicamente por el hedor, mientras se tapaba la nariz y la boca con la manga. El negocio estaba en un patio grande, lleno de pilas de troncos para alimentar las hogueras. El humo se mezclaba con el vapor que salía de las calderas y de las enormes cubas, de las que emanaba una pestilencia provocada por los distintos ingredientes que allí se utilizaban, algunos de los cuales no eran precisamente muy agradables.

Agarrando su hatillo, Raistlin entró en un edificio pequeño que había cerca de donde hombres y mujeres cargaban aquellos troncos y removían el interior de aquellas cubas con unas palas grandes de madera. Un empleado escribía números en un libro voluminoso, sentado en una banqueta. Otro hombre, sentado en otra banqueta, repasaba unas listas interminables. Ninguno de los dos prestó atención a Raistlin.

Raistlin esperó un momento y después carraspeó, lo que hizo que el hombre que estudiaba las listas levantara la mirada. Al ver a Raistlin esperando en la entrada, el hombre se levantó y se acercó a averiguar en qué podía servir a uno de los respetados Estetas.

—Tengo que teñir una tela —dijo Raistlin, alargando la túnica roja.

La capucha le tapaba el rostro, pero no podía esconder las manos. Por suerte, el edificio estaba en penumbras y Raistlin tenía la esperanza de que el hombre no se percatara del color dorado de su piel.

El tintorero estudió el color, acariciando el tejido con la mano.

—Una buena lana —declaró—. Nada excepcional, es verdad, pero no está mal y puede aprovecharse. No tiene por qué coger mal el tinte. ¿Qué color querríais, reverenciado señor?

Raistlin estaba a punto de responder, pero lo interrumpió un ataque de tos tan fuerte que se tambaleó y tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta. Echó de menos el brazo fuerte de su hermano, que siempre había estado a su lado para sostenerlo.

El tintorero miró a Raistlin y retrocedió un poco, alarmado.

—No será contagioso, ¿verdad, señor?

—Negro —dijo Raistlin sin aliento, ignorando la última pregunta.

—Perdón, ¿cómo habéis dicho? —preguntó el tintorero—. Es difícil oír con todo este jaleo.

Hizo un gesto hacia el patio que estaba detrás de él, donde las mujeres que removían las telas de las cubas intercambiaban mordaces comentarios con los hombres que alimentaban el fuego, todo ello a gritos.

—Negro —repitió Raistlin, alzando la voz. Normalmente hablaba bajo. Gritar le irritaba la garganta.

El tintorero enarcó una ceja. Los Estetas que servían a Astinus en la Gran Biblioteca vestían túnicas grises.

—No es para mí —añadió Raistlin—. Vengo de parte de un amigo.

—Entiendo —repuso el tintorero. Lanzó una mirada inquisitiva a Raistlin, quien no se dio cuenta, presa de un nuevo ataque de tos.

—Tenemos tres tipos de tinte negro —explicó el tintorero—. El más barato se hace con cromo, alumbre, arcilla roja, palo de Campeche y baphia nítida. Se obtiene un buen negro, pero no muy duradero. El color se va perdiendo con los lavados. El siguiente tinte contiene sándalo, sulfato de hierro y palo de Campeche. Es de mejor calidad que el primero que he mencionado, aunque después de un período largo de tiempo, el negro adquiere una tonalidad verdosa. El mejor tinte es el de índigo y sándalo. Se consigue un negro intenso que nunca se destiñe, da igual las veces que se lave el tejido. Evidentemente, este último es el más caro.

—¿Cuánto? —preguntó Raistlin.

Al oír el precio que dijo el tintorero, Raistlin hizo una mueca. Aquello mermaría considerablemente el número de monedas que guardaba en una bolsa de piel, escondida en un armarito protegido por un hechizo en la celda que le habían asignado en la Gran Librería. Debería encargar el tinte más barato. Pero entonces se imaginó a sí mismo presentándose ante los poderosos y ricos Túnicas Negras de Neraka y se avergonzó al verse entre ellos con una túnica negra que no era exactamente negra, sino que tenía cierta «tonalidad verdosa».

—El índigo —decidió, y entregó su túnica roja.

—Muy bien, reverenciado señor —repuso el tintorero—. ¿Podríais decirme vuestro nombre?

—Bertrem —respondió Raistlin con una sonrisa que quedó oculta bajo la sombra de su capucha. Bertrem era el nombre del sufrido, y siempre hostil, ayudante principal de Astinus.

El tintorero tomó nota.

—¿Cuándo puedo volver a recogerlo? —quiso saber Raistlin—. Tengo..., es decir, mi amigo tiene prisa.

—Pasado mañana.

—¿Antes no puede ser? —preguntó Raistlin, decepcionado.

El tintorero negó con la cabeza.

—No, a no ser que vuestro amigo quiera ir dejando un reguero negro por las calles.

Raistlin asintió con un gesto brusco y se dispuso a marcharse. En el mismo momento en que Raistlin se daba la vuelta, el tintorero dijo algo a su ayudante y éste salió apresuradamente del edificio. Raistlin lo vio bajar la calle con prisas, pero estaba agotado por la caminata y medio ahogado por los humos asfixiantes, así que no le prestó atención.


La Gran Librería se alzaba en la Ciudad Vieja. Ya había llegado la Vigilia Alta, cuando las tiendas solían cerrar para comer y las multitudes tomaban las calles. El ruido era tan ensordecedor que Raistlin creía que iba a perforarle los oídos. El largo paseo le había exigido un esfuerzo tal que cada poco tenía que detenerse para descansar. Cuando por fin vio ante sí las columnas de mármol y el grandioso pórtico de la biblioteca, estaba tan débil que no creía que pudiera cruzar la calle sin desplomarse.

Raistlin se dejó caer sobre un banco de piedra que no estaba muy lejos de la Gran Biblioteca. La larga noche del invierno tocaba a su fin. El amanecer de la primavera se acercaba sigiloso. El sol intenso lo envolvía en su calidez. Raistlin cerró los ojos. La cabeza se le cayó sobre el pecho y se quedó dormitando bajo el sol.

Volvía a estar a bordo del barco, con el Orbe de los Dragones en la mano y mirando a su hermano, a Tanis y al resto de sus amigos...

... utilizando mi magia. Y la magia del Orbe de los Dragones. Es de lo más sencillo, aunque seguramente esté fuera del alcance de vuestras pusilánimes mentes. Ahora tengo el poder de unir la energía de mi cuerpo físico y la energía de mi espíritu en una sola fuerza. Me convertiré en pura energía... en luz, si preferís pensarlo de esa manera. Y al convertirme en luz, puedo viajar a través de los cielos como los rayos del sol y regresar al mundo físico donde y cuando yo decida.

—¿El orbe puede hacer eso con todos nosotros? —preguntó Tanis.

—No lo voy a comprobar. Sé que yo puedo escapar. Los demás no son asunto mío. Tú los metiste en esta trampa mortal, semielfo. Tú tendrás que sacarlos.

—No harás daño a tu hermano. Caramon, ¡detenlo!

—Díselo, Caramon. La última Prueba de la Alta Hechicería fue contra mí mismo. Y fracasé. Lo maté. Yo maté a mi hermano...

—¡Aja! ¡Sabía que te encontraría aquí, retaco de kender!

Raistlin se estremeció entre sueños.

«Esa es la voz de Flint y eso no está nada bien —pensó Raistlin—. Flint no está aquí. No he visto a Flint desde hace mucho tiempo, desde hace meses, desde la caída de Tarsis.» Raistlin volvió a hundirse en su sueño.

—No intentes detenerme, Tanis. Maté a Caramon una vez, ya sabes. Mejor dicho, era una ilusión para enseñarme a luchar contra la oscuridad de mi interior. Pero llegaron demasiado tarde. Yo ya me había entregado a la oscuridad.

—¡Te digo que lo he visto!

Raistlin se despertó sobresaltado. También conocía aquella voz.

Tasslehoff Burrfoot estaba bastante cerca de él. Raistlin sólo tenía que levantarse del banco, dar unos pasos y, alargando la mano, ya podría tocarlo. Flint Fireforge estaba junto al kender y, aunque los dos daban la espalda a Raistlin, éste podía imaginarse perfectamente la expresión de desesperación del viejo enano intentando discutir con un kender. Raistlin ya había visto más de una vez esa barba temblorosa y esas mejillas encendidas.

«¡No puede ser! —se dijo Raistlin, conmocionado—. Tasslehoff estaba en mi cabeza y ahora lo he hecho aparecer.»

Pero sólo por si acaso, Raistlin se puso la capucha de la túnica gris, asegurándose de que le tapara bien la cara, y metió sus manos de piel dorada en las mangas.

De espaldas, el kender parecía Tas; pero todos los kenders parecen iguales por delante y por detrás: bajos de estatura, vestidos con la ropa más vistosa que hayan podido encontrar, el pelo largo sujeto en un moño extravagante y el menudo cuerpo adornado con un sinfín de bolsas. El enano era igual que todos los enanos, pequeño y recio, vestido con una armadura, cuyo yelmo estaba decorado con una crin de caballo... o de un grifo.

—¡Que te digo que vi a Raistlin! —repetía el kender. Señalaba hacia la Gran Biblioteca—. Estaba tumbado en esa misma escalera. Todos los monjes estaban rodeándolo. Ese bastón suyo... el Bastón de Miga...

—De Mago —murmuró el enano.

—... estaba en la escalera, a su lado.

—¿Y qué si era Raistlin? —replicó el enano.

—Creo que estaba muriéndose, Flint —contestó el kender con mucha solemnidad.

Raistlin cerró los ojos. Ya no había ninguna duda. Tasslehoff Burrfoot y Flint Fireforge. Sus viejos amigos. Ambos le habían visto crecer, a él y a Caramon. Más de una vez, Raistlin se había preguntado si Flint, Tas y Sturm seguirían vivos. Se habían separado en el ataque a Tarsis. Ahora se preguntaba, atónito, cómo habrían ido a parar a Palanthas. ¿Qué peripecias los habrían llevado hasta aquel lugar? Sentía curiosidad y, para su sorpresa, se alegraba de verlos.

Se echó la capucha hacia atrás y se levantó del banco con la intención de dirigirse a ellos. Les preguntaría sobre Sturm y sobre Laurana. Laurana la de los cabellos de oro...

—Si ese ladino está muerto, adiós y muy buenas —dijo Flint con crudeza—. Me ponía la piel de gallina.

Raistlin volvió a sentarse y se echó la capucha sobre la cara.

—En realidad no piensas eso... —empezó a contradecirle Tas.

—¡Claro que lo pienso! —bramó Flint—. ¿Cómo vas a saber tú lo que yo pienso o dejo de pensar? Lo dije ayer y lo repito hoy. Raistlin siempre nos miraba por encima del hombro. Y había convertido a Caramon en su esclavo. «Caramon, ¡hazme un té!» «Caramon, ¡lleva mi petate!» «Caramon, ¡límpiame las botas!» Menos mal que Raistlin nunca le dijo a su hermano que se tirara por un precipicio. Ahora mismo Caramon estaría en el fondo de un barranco.

—Vaya, pues a mí medio me gustaba Raistlin —intervino Tas—. Una vez me convirtió en un estanque de patos. Ya sé que a veces no era demasiado agradable, Flint, pero es que no se sentía bien con esos ataques de tos que tenía y además te ayudó cuando tuviste reúma...

—¡Yo no he tenido reúma ni un solo día en toda mi vida! El reúma es de viejos —se enfadó Flint—. ¿Y ahora dónde crees que vas? —añadió, sujetando a Tasslehoff, que ya estaba a punto de cruzar la calle.

—Pues pensaba subir a la biblioteca, llamar a la puerta y preguntar muy educadamente a los monjes si Raistlin está allí.

—Donde quiera que esté Raistlin, ten por seguro que no anda metido en nada bueno. Ya puedes estar sacándote de esa cabezota tuya la idea de llamar a la puerta de la biblioteca. Ya oíste lo que dijeron ayer: no se admiten kenders.

—Supongo que también podría preguntarles sobre eso —dijo Tas—. ¿Por qué no admiten kenders en la biblioteca?

—Porque si los admitieran, no iba a quedar ni un solo libro en los estantes, por eso. Robaríais hasta la última hoja.

—¡Nosotros no robamos a la gente! —se defendió Tasslehoff, muy ofendido—. Los kenders son muy honrados. Y me parece una auténtica vergüenza que ahí no admitan kenders. Voy a ir a cantarles las cuarenta...

Se zafó de Flint y echó a correr hacia el otro lado de la calle. Flint lo fulminó con la mirada.

—Vete si quieres, pero quizá te gustaría oír lo que he venido a decirte. Me envía Laurana. Mencionó algo sobre ti a lomos de un dragón... —le gritó un segundo después, con un brillo nuevo en los ojos.

Tasslehoff dio media vuelta tan rápido que se enredó con sus propios pies, tropezó y cayó al suelo cual largo era, con lo que se desparramó por la calle el contenido de la mitad de sus bolsas.

—¿Yo? ¿Tasslehoff Burrfoot? ¿A lomos de un dragón? ¡Oh, Flint! —Tasslehoff se levantó y recogió sus sacos—. ¿No es maravilloso?

—No —contestó Flint con frialdad.

—¡De prisa! —lo instó Tasslehoff, tirando de la camisa de Flint—. No querrás perderte la batalla.

—No está pasando en este mismo momento —repuso Flint, dando manotazos a las manos del kender—. Vete tú. Yo voy ahora.

Tas no necesitaba que se lo dijeran dos veces. Salió disparado calle abajo, parándose para decirle a todo el mundo que se encontraba que él, Tasslehoff Burrfoot, iba a montar un dragón con el Áureo General.

Flint se quedó quieto un buen rato después de que el kender se hubiera marchado, mirando fijamente la Gran Biblioteca. La expresión del viejo enano se puso muy grave y severa. Se dispuso a cruzar la calle, pero después se detuvo. Sus tupidas cejas grises se unieron en una sola línea. Hundió las manos en los bolsillos y sacudió la cabeza.

—Adiós y muy buenas —murmuró, y se dio la vuelta para seguir a Tas.

Raistlin permaneció sentado en el banco bastante tiempo después de que se hubieran ido. Estuvo allí sentado hasta que el sol desapareció por detrás de los edificios de Palanthas y sopló el aire frío de aquella noche de los albores de la primavera.

Por fin se levantó. No se dirigió a la biblioteca, sino que recorrió las calles de Palanthas. A pesar de que era de noche, las calles estaban atestadas de gente. El Señor de Palanthas había hecho una aparición pública para dar confianza a su pueblo. Los Dragones Plateados estaban de su parte. El señor había asegurado que los dragones habían prometido protegerles y por ello anunció grandes celebraciones. La gente encendía hogueras y bailaba por las calles. A Raistlin todo aquel ruido y alegría lo enervaban. Se abrió camino entre los borrachos, en dirección a una parte de la ciudad donde las calles estaban desiertas y los edificios, oscuros y abandonados.

Ni un alma habitaba aquella zona de la grandiosa ciudad. Nadie la visitaba. Raistlin nunca había estado allí, pero conocía bien el camino. Giró en una esquina. Al final de la calle desierta, rodeada por un bosque espectral de muerte, se levantaba una torre de negra silueta sobre el cielo en llamas.

La Torre de la Ata Hechicería de Palanthas. La torre maldita. Tiznado de negro y en ruinas, el edificio llevaba siglos vacío.

Nadie podrá entrar excepto el Señor del Pasado y el Presente. Raistlin dio un paso hacia la torre y se detuvo.

—Todavía no —murmuró—. Todavía no.

Sintió que una mano fría y cadavérica le acariciaba la mejilla y se estremeció.

—Sólo uno de nosotros, joven mago —dijo Fistandantilus—. Sólo uno puede ser el Señor.

2 La última botella de vino

Día segundo, mes de Mishamont, año 352 DC

Los dioses de la magia, Solinari, Lunitari y Nuitari, eran primos. Sus padres conformaban el triunvirato de dioses que gobernaba Krynn. Solinari era hijo de Paladine y Mishakal, dioses de la luz. Lunitari era la hija de Gilean, dios del Libro. Nuitari descendía de Takhisis, Reina Oscura. Desde el mismo día de su nacimiento, los tres primos habían forjado una alianza, unidos por su dedicación a la magia.

Hacía varios eones, los Tres Primos habían concedido a los mortales la capacidad de controlar y manipular la energía arcana. Fieles a su naturaleza, los mortales habían abusado de ese don que se les concedió. La magia actuaba fuera de control por el mundo y fue la causante de males inenarrables y de la pérdida de muchas vidas. Los primos se dieron cuenta de que debían establecer unas leyes que regulasen la práctica de ese poder y así se crearon las Órdenes de la Alta Hechicería. Dirigida por el Cónclave de hechiceros, la orden determinaba unas leyes sobre el uso de la magia, mediante las cuales se ejercía un estricto control sobre aquellos que practicaban tan poderoso arte.

La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth era el último de los cinco centros de magia originales que había habido en Ansalon. Tres de esas torres, que se encontraban en las ciudades de Daltigoth, Losarcum e Istar, habían sido destruidas. La Torre de Palanthas seguía en pie, pero estaba maldita. Únicamente la Torre de Wayreth, que se alzaba en el misterioso y enigmático bosque de Wayreth, albergaba gran actividad.

Debido a que se tiende a temer todo lo desconocido, los hechiceros que trataban de vivir entre los demás mortales solían enfrentarse a una vida plagada de dificultades. Sin importar si servían a Solinari, Dios de la Luna Plateada; a Nuitari, Dios de la Luna Oscura; o a Lunitari, Diosa de la Luna Roja, normalmente los hechiceros eran recibidos con vilipendios y recelo. No resultaba muy sorprendente entonces que los magos gustasen de pasar todo el tiempo posible en la Torre de Wayreth. Allí, entre iguales, podían mostrarse tal como eran, estudiar su arte, practicar nuevos hechizos, comprar o intercambiar objetos mágicos y disfrutar de la compañía de aquellos que también hablaban el lenguaje de la magia.

Antes del regreso de Takhisis, los hechiceros de las tres órdenes vivían y trabajaban juntos en la Torre de Wayreth. Los Túnicas Negras se codeaban con los Túnicas Blancas y se enzarzaban en intensos debates relacionados con la magia. Si para un hechizo se necesitaba una telaraña, ¿era mejor utilizar una telaraña tejida por arañas silvestres o por las que se criaban en cautividad? Dado que los gatos eran por naturaleza tan independientes, ¿podían considerarse unas mascotas de confianza?

Cuando la reina Takhisis declaró la guerra al mundo, su hijo Nuitari rompió con sus primos por primera vez desde la creación de la magia. Nuitari se entregó con reticencia a su madre. Sospechaba que todos sus halagos y promesas eran falsos, pero quería creer. Se unió a las filas del ejército de la Reina Oscura y llevó consigo a muchos de sus Túnicas Negras. Los hechiceros de Ansalon seguían presentándose ante el mundo como un frente unido, pero en realidad las órdenes empezaban a dividirse.

Existía un organismo conocido como el Cónclave, encargado de dirigir a los hechiceros y que estaba formado por el mismo número de magos de cada orden. El jefe del Cónclave en aquellos tiempos tan tumultuosos era un hechicero Túnica Blanca llamado Par-Salian. Era un hombre de sesenta y pocos años que la mayoría de los magos apreciaba por ser un líder firme, justo y sensato. Pero el revuelo entre los hechiceros era cada vez mayor y algunas voces ya empezaban a decir que Par-Salian había perdido el control y que no era la persona adecuada para ocupar el puesto.

Par-Salian estaba sentado, solo, en su estudio de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. La noche era fría y en la chimenea ardían las llamas. Era un fuego real, no mágico. Par-Salian era contrario a utilizar la magia por pura comodidad. Leía alumbrado por una vela, no por una luz mágica. Barría el suelo con una escoba normal y corriente. Hacía que todos aquellos que habitaban y trabajaban en la torre siguieran su ejemplo.

La vela se consumió y el fuego se fue apagando. Par-Salian quedó envuelto en la oscuridad, apenas mitigada por el resplandor de las débiles brasas. Desistió de intentar estudiar sus hechizos. Para eso se necesitaba concentración y no lograba que su mente se concentrara en memorizar las arcanas palabras.

Ansalon se hallaba inmerso en el caos. Las fuerzas de la Reina Oscura estaban peligrosamente cerca de ganar la guerra. Quedaba alguna chispa de esperanza. La celebración del Consejo de la Piedra Blanca había reunido a elfos, enanos y humanos. Las tres razas se habían mostrado de acuerdo en dejar a un lado sus diferencias y unirse contra el enemigo común. La Dama Azul, la Señora del Dragón Kitiara y sus fuerzas habían conocido la derrota en la Torre del Sumo Sacerdote. Los clérigos de Paladine y de Mishakal habían llevado la esperanza y la curación al mundo.

A pesar de todas las buenas nuevas, la aterradora amenaza de los Dragones del Mal y la poderosa fuerza de sus ejércitos seguían alzándose contra las fuerzas de la luz. En ese mismo momento, Par-Salian esperaba con desasosiego que de un momento a otro le llevaran la noticia de la caída de Palanthas...

Llamaron a la puerta. Par-Salian suspiró. Estaba seguro de que se trataba de las noticias que tanto temía recibir. Su ayudante se había acostado hacía un buen rato, por lo que Par-Salian se levantó para abrir él mismo. Se quedó atónito al ver que su visitante era Justarius, de la Orden de los Túnicas Rojas.

—¡Amigo mío! ¡Eres la última persona a la que esperaba ver esta noche! Entra, por favor. Toma asiento.

Justarius entró en la habitación renqueando. Era un hombre alto, recio y fuerte como un roble, a no ser por la pierna de la que cojeaba. De joven siempre había disfrutado participando en competiciones de destrezas físicas. Todo aquello se había acabado con la Prueba de la Torre, que lo había dejado lisiado para siempre. Justarius nunca hablaba de la Prueba ni se quejaba de su cojera, a no ser para decir, encogiéndose de hombros y con media sonrisa, que había sido muy afortunado. Bien podría haber muerto.

—Me alegra ver que estás bien —seguía diciendo Par-Salian mientras encendía las velas y echaba leña al hogar—. Creí que estarías con los que luchan contra los ejércitos de los Dragones en Palanthas.

Se detuvo para mirar a su amigo con consternación.

—¿Ya ha caído la ciudad?

—Todo lo contrario —contestó Justarius, tomando asiento delante de la chimenea. Apoyó la pierna lisiada sobre un escabel para mantenerla elevada y sonrió—. Abre una botella de tu mejor vino elfo, amigo mío, porque tenemos algo que celebrar.

—¿De qué se trata? Dímelo sin más tardanza. Mis pensamientos han estado asediados por oscuros presagios —lo apremió Par-Salian.

—¡Los Dragones del Bien han entrado en la guerra!

Par-Salian se quedó mirando largamente a su amigo, dejó escapar un profundo suspiro y se estremeció.

—¡Alabado sea Paladine! Y Gilean, por supuesto —añadió rápidamente, lanzando una mirada a Justarius—. Cuéntame todos los detalles.

—Los Dragones Plateados llegaron esta mañana para defender la ciudad. Los ejércitos de los Dragones no lanzaron el ataque que se esperaba. Se nombró Áureo General a Laurana, de los elfos de Qualinesti, y se la puso al frente de las fuerzas de la luz, que incluyen a los Caballeros de Solamnia.

—Esto se merece algo especial. —Par-Salian sirvió vino para los dos—. Mi última botella de vino de Silvanesti. Por desgracia, me temo que no habrá más vino elfo de esa desgraciada tierra por una buena temporada.

Volvió a sentarse.

—Así que han elegido a la hija del rey elfo de Qualinesti como Áureo General. Es una sabia elección.

—Más bien una elección política —repuso Justarius con expresión irónica—. Los caballeros no lograban elegir un líder. La victoria sobre los ejércitos de los Dragones en la Torre del Sumo Sacerdote se debió en gran parte al coraje y la inteligencia de Laurana. Tiene el poder de inspirar a los hombres tanto con sus palabras como con sus actos. Los caballeros que combatieron en la torre la admiran y confían en ella. Además, hará que los elfos se unan a la batalla.

Los dos hechiceros alzaron sus copas y bebieron por el éxito del Áureo General y por los dragones bondadosos, como se los conocía popularmente. Justarius dejó la copa de plata en una mesita cercana y se frotó los ojos. Estaba demacrado. Se recostó en la silla con un suspiro.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Par-Salian, preocupado.

—Llevo varias noches sin dormir —explicó Justarius—. Y he recorrido los pasillos de la magia para venir aquí. Esos viajes siempre son agotadores.

—¿El Señor de Palanthas te pidió ayuda para defender la ciudad? —Par-Salian estaba asombrado.

—No, claro que no —contestó Justarius con cierta amargura—. De todos modos, yo estaba preparado para cumplir mi parte. Tengo que proteger mi casa y mi familia, además de mi ciudad, a la que amo.

Volvió a levantar la copa, pero no bebió. Fijó una mirada taciturna en el vino, de un intenso color ciruela.

—Vamos, suéltalo ya —lo instó Par-Salian sombríamente—. Espero que las malas noticias que traes no empañen las buenas.

Justarius lanzó un profundo suspiro.

—En más de una ocasión, tú y yo nos hemos preguntado por qué los dragones bondadosos se negaban a escuchar nuestras súplicas de ayuda. Por qué no entraron en la guerra cuando Takhisis envió a sus Dragones del Mal a quemar ciudades y a masacrar inocentes. Ahora ya sé la respuesta. Y es atroz.

Justarius volvió a sumirse en el silencio. Par-Salian bebió un trago de vino, como si quisiera darse ánimos.

—Una hembra de Dragón Plateado que se llama a sí misma Silvara fue quien hizo el espeluznante descubrimiento —siguió contando Justarius—. Por lo visto, hace varios años, alrededor del 287 DC, Takhisis ordenó a sus dragones malvados que entraran en secreto en los cubiles de los Dragones del Bien mientras dormían el Gran Sueño y que les robaran los huevos.

»Cuando tuvieron a los pequeños en su poder, Takhisis despertó a los dragones bondadosos y les dijo que planeaba lanzar una guerra contra el mundo. Los amenazó: si los dragones bondadosos intervenían, Takhisis destruiría sus huevos. Temerosos por sus crías, los Dragones del Bien hicieron un juramento por el que prometieron que no se enfrentarían a ella.

—Y ahora ese juramento se ha roto —intervino Par-Salian.

—Los dragones bondadosos descubrieron que había sido Takhisis quien había roto el juramento en primer lugar —contestó Justarius—. Los sabios especulan con que el origen de los conocidos como «lagartos», los draconianos...

Par-Salian miraba a su amigo petrificado por el horror.

—No querrás decir que... —Cerró los puños—. ¡Eso es imposible!

—Por desgracia, me temo que no. Silvara y un amigo, un guerrero elfo llamado Gilthanas, descubrieron la espeluznante verdad. Sirviéndose de la magia profana y oscura, pervirtieron los huevos de los dragones de colores metálicos y convirtieron a los dragones en esas criaturas que conocemos como draconianos. Silvara y Gilthanas pueden dar fe. Ellos mismos presenciaron la ceremonia. Casi no logran escapar con vida.

Par-Salian estaba desconsolado.

—Una pérdida terrible. Una pérdida trágica. La belleza, la sabiduría y la nobleza transformadas en esas monstruosidades infames...

Se sumió en el silencio. Los dos hombres sabían qué pregunta venía a continuación. Ambos conocían la respuesta. Ninguno quería pronunciarla en voz alta. No obstante, Par-Salian era el jefe del Cónclave. Su responsabilidad era descubrir la verdad, por muy desagradable que fuera.

—Me he fijado en que has dicho que los huevos se pervirtieron mediante magia profana y magia oscura. ¿Quiere eso decir que un miembro de nuestras órdenes llevó a cabo un acto tan aberrante?

—Eso me temo —respondió Justarius en voz baja—. Los hechizos fueron concebidos por un Túnica Negra llamado Dracart, junto con un sacerdote de Takhisis y un Dragón Rojo. Tienes que hacer algo sin más dilación, Par-Salian. Por eso he venido esta noche con tanta celeridad. Debes disolver el Cónclave, denunciar a los Túnicas Negras, expulsarlos de la torre y prohibirles que ni siquiera se acerquen aquí.

Par-Salian no dijo nada. Abría y cerraba el puño derecho. Miraba fijamente el fuego.

—El mundo ya nos considera sospechosos —continuó Justarius—. Si se descubriera que un hechicero ha sido cómplice en un acto tan atroz, ¡el pueblo se alzaría contra nosotros! Eso podría significar nuestra destrucción.

Par-Salian seguía en silencio.

—Señor —añadió Justarius con un tono de voz más duro—, el dios Nuitari también estuvo implicado. Tuvo que estarlo, necesariamente. Hace años que se puso al lado de su madre, Takhisis, lo que significa que Ladonna, jefa de los Túnicas Negras, también debe estar implicada.

—Eso no lo sabes con seguridad —lo contradijo Par-Salian con gravedad—. No tienes pruebas.

Par-Salian y Ladonna habían sido amantes, en el lejano pasado, en su lejana juventud, en los días en que la pasión se imponía a la razón. Justarius conocía esa historia y tuvo mucho cuidado en no mencionarla, pero Par-Salian sabía en lo que estaba pensando su amigo.

—Ninguno de nosotros ha visto a Ladonna o a sus seguidores desde hace más de un año —continuó Justarius—. Nuestros dioses, Solinari y Lunitari, no han ocultado su enojo y su consternación cuando Nuitari se separó de ellos para servir a su madre. Debemos enfrentarnos a la verdad, señor. Los Tres Primos están enemistados. Nuestra hermandad sagrada de hechiceros, los lazos que nos unen —blanco, negro y rojo— se han roto. Además, no es descabellado pensar que Ladonna y sus Túnicas Negras estén dispuestos a lanzar un ataque contra la torre...

—¡No! —exclamó Par-Salian, dando un puñetazo en el reposabrazos de su silla y derramando su vino.

En más de una ocasión, Par-Salian, con su larga barba blanca y sus ademanes reposados, era tomado por un viejo débil y benévolo. Caían en ese error incluso quienes mejor lo conocían. Pero el jefe del Cónclave no había alcanzado una posición tan alta debido a su falta de ardor, precisamente. La intensidad de ese ardor podía resultar sorprendente.

—¡No voy a disolver el Cónclave! Ni por un instante estoy dispuesto a creer que Ladonna tiene algo que ver con ese crimen. Tampoco culpo a Nuitari...

Justarius frunció el entrecejo.

—Dracart, un Túnica Negra, fue visto en la ceremonia.

—¿Qué quiere decir eso? —Par-Salian miró a su amigo con ferocidad—. Podría tratarse de un renegado...

—Y lo era —dijo una voz.

Justarius se volvió en su asiento. Cuando descubrió quien había hablado, lanzó una mirada acusadora a Par-Salian.

—No sabía que tenías compañía —dijo Justarius con frialdad.

—Ni siquiera yo lo sabía —repuso Par-Salian—. Deberías haberte anunciado, Ladonna. Espiar es de mala educación, sobre todo entre amigos.

—Tenía que asegurarme de que todavía erais mis amigos —contestó ella.

Ladonna era una mujer de mediana edad que no estaba dispuesta a disimular sus años, como había quien hacía, recurriendo a artificios de la naturaleza y de la magia para tener una piel tersa. Lucía su espesa melena gris con el mismo orgullo que una reina viste su corona y lucía esmerados peinados. Sus túnicas negras solían ser del mejor de los terciopelos, suaves y acariciadores, con runas bordadas en hilos de oro y plata.

Pero cuando emergió de las sombras del rincón en el que había estado observando sin ser vista, los dos hombres se quedaron atónitos al ver lo mucho que había cambiado. Ladonna estaba demacrada y pálida, y parecía haber envejecido varios años de golpe. Hebras de su cabello largo y gris se escapaban de las dos trenzas que le caían por la espalda. La elegante túnica negra estaba sucia y harapienta, parecía un trapo andrajoso y gastado. Se la veía agotada, como a punto de desplomarse.

Par-Salian se apresuró a acercarle una silla y le sirvió una copa de vino. La mujer lo bebió agradecida. Sus ojos negros se posaron en Justarius.

—Muy rápido estás dispuesto a juzgarme, señor —le reprochó con amargura.

—La última vez que nos vimos, señora —repuso él en el mismo tono—, proclamabas con orgullo tu devoción por la reina Takhisis. ¿Debemos creer que no has participado en este crimen?

Ladonna bebió un sorbo de vino.

—Si ser un necio se considera un crimen, me declaro culpable —añadió en voz baja.

Alzó los ojos y envolvió a los dos hombres con una mirada centelleante.

»¡Pero os juro que yo no tuve nada que ver con la corrupción de los huevos de dragón! No supe nada de ese escalofriante hecho hasta hace poco. Y cuando lo descubrí, hice lo posible por remediarlo. Podéis preguntar a Silvara y a Gilthanas. Ahora mismo no estarían vivos de no ser por mi ayuda y la de Nuitari.

Justarius permanecía con gesto adusto. Par-Salian la observaba con gravedad.

Ladonna se puso de pie y alzó la mano hacia el cielo.

—Invoco a Solinari, Dios de la Luna Plateada. Invoco a Lunitari, Diosa de la Luna Roja. Invoco a Nuitari, Dios de la Luna Oscura. Éste es mi juramento. Juro en nombre de la magia que llamamos sagrada que estoy diciendo la verdad. Arrebatadme vuestras bendiciones, vosotros, los dioses, si miento. ¡Que las palabras de la magia desaparezcan de mi mente! Que los ingredientes de mis hechizos se conviertan en polvo. Que mis pergaminos sean devorados por las llamas. Que mi mano se desprenda de mi muñeca.

Esperó un momento y después volvió a sentarse.

—Hace frío aquí —dijo, mirando con dureza a Justarius—. ¿Enciendo un fuego?

Señaló la chimenea, donde las llamas ya se apagaban, y pronunció una palabra mágica. Las llamas lamieron con renovada intensidad la rejilla de hierro. El calor era tan intenso que los tres tuvieron que alejar sus sillas. Ladonna cogió su copa y bebió un sorbo.

—¿Nuitari se ha alejado de Takhisis? —preguntó Par-Salian con sorpresa.

—Lo sedujeron las palabras dulces y las deslumbrantes promesas. Como a mí —explicó Ladonna con amargura—. Las palabras dulces de la reina no eran más que mentiras. Y sus promesas eran falsas.

—¿Qué esperabas? —preguntó Justarius, resoplando—. La reina Oscura ha frustrado tus ambiciones y ha herido tu orgullo. Así que ahora acudes a nosotros arrastrándote. Supongo que estás en peligro. Conoces los secretos de la Reina. ¿Te ha echado los perros? ¿Por eso has venido a Wayreth? ¿Para esconderte en nuestras faldas?

—Yo descubrí sus secretos —repuso Ladonna con suavidad. Permaneció sentada, con la vista clavada en sus manos. Todavía tenía los dedos largos y finos, aunque se veía la piel enrojecida y tirante sobre sus delicados huesos—. Y sí, estoy en peligro. Todos estamos en peligro. Ésa es la razón por la que he vuelto. He arriesgado mi vida para venir a advertiros.

Par-Salian y Justarius se miraron alarmados. Los dos conocían a Ladonna desde hacía muchos años. La habían visto en la grandeza de su poder. La habían visto temblando de rabia. Uno de ellos había conocido la ternura y dulzura de su amor. Ladonna era una luchadora. Había peleado por alcanzar la posición más alta entre los Túnicas Negras, para lo que había tenido que derrotar, y a veces matar, en combates mágicos a aquellos que la retaban. Era un enemigo valiente y muy a tener en cuenta. Ninguno de los dos había sido testigo jamás de una muestra de debilidad en aquella mujer poderosa y tenaz. Ninguno de los dos la había visto tal como la veían en ese momento: consternada..., asustada.

—En Neraka hay un edificio llamado el Palacio Rojo. A veces Ariakas se aloja allí cuando regresa a Neraka. Ese palacio es un santuario consagrado a Takhisis. No se trata de un santuario tan suntuoso como el que hay en su templo. Es algo mucho más secreto y privado, abierto sólo para Ariakas y sus favoritos, como Kitiara y la hechicera Iolanthe, antigua discípula mía y amante de Ariakas.

»Resumiendo: muchos de mis colegas fueron asesinados de forma atroz. Yo tenía miedo de ser la siguiente. Fui al santuario para hablar directamente con la reina Takhisis...

Justarius dijo algo para sí.

»Ya lo sé —convino Ladonna. Le temblaban las manos y derramó el vino—. Ya lo sé. Pero estaba sola, y desesperada.

Par-Salian se inclinó y apoyó su mano sobre la de la mujer. Ella le sonrió con gesto trémulo y le apretó la mano. El hechicero se sorprendió y se quedó sobrecogido al adivinar el brillo de las lágrimas en los ojos de la mujer. Nunca antes la había visto llorar.

—Estaba a punto de entrar en el santuario cuando me di cuenta de que había alguien más. Era la Señora de los Dragones Kitiara, hablando con Ariakas. Me hice invisible con mi magia y escuché su conversación. ¿Habéis oído que la Reina Oscura busca a un hombre llamado Berem? Se lo conoce como el Hombre Eterno o el Hombre de la Joya Verde.

—Todos los ejércitos de los Dragones han recibido la orden de encontrarlo. Hemos intentado descubrir la razón —contestó Par-Salian—. ¿Por qué es tan importante para Takhisis?

—Yo puedo darte la respuesta —dijo Ladonna—. Si Takhisis encuentra a Berem, saldrá victoriosa. Regresará al mundo con todo su poder y su fuerza. Nadie, ni siquiera los dioses, podrá detenerla.

Narró a los dos hombres la trágica historia del Hombre Eterno. Ambos escucharon con aflicción y perplejidad la desgracia de la historia de Jasla y Berem, una historia de muerte y perdón, de esperanza y redención.

Par-Salian y Justarius se sumieron en el silencio, entregados a sus propios pensamientos sobre lo que acababan de oír. Ladonna se recostó en la silla y cerró los ojos. Par-Salian se ofreció a servirle otra copa de vino.

—Gracias, mi querido amigo, pero si bebo una copa más, me voy a quedar dormida aquí mismo. Bueno, ¿qué pensáis?

—Yo creo que tenemos que actuar —fue la respuesta de Par-Salian.

—A mí me gustaría llevar a cabo algunas investigaciones por mi cuenta —contestó Justarius secamente—. La señora Ladonna deberá disculparme, pero he de decir que no confío plenamente en ella.

—Investiga todo lo que quieras —dijo Ladonna—. Llegarás a la conclusión de que lo que he dicho es cierto. Estoy demasiado cansada para mentir. Y ahora, si me perdonáis...

Al levantarse, se tambaleó y tuvo que apoyarse en el reposabrazos de la silla para recuperar el equilibrio.

—Esta noche no puedo viajar. Si me dejaras una manta en la esquina de la celda de cualquier aprendiz...

—No digas tonterías —repuso Par-Salian—. Dormirás en tu habitación, como siempre. Todo está como lo dejaste. No se ha movido ni cambiado nada. Incluso encontrarás la chimenea encendida.

Ladonna agachó su orgullosa cabeza y después alargó una mano hacia Par-Salian.

—Gracias, viejo amigo. Cometí un error. Estoy dispuesta a admitirlo. Por si sirve de algo, puedo decir que lo he pagado con creces.

Justarius se levantó con dificultad, sujetándose a la silla. Siempre que pasaba un rato sentado, la pierna lisiada se le agarrotaba.

—¿Tú también pasarás la noche con nosotros, amigo mío? —preguntó Par-Salian.

Justarius negó con la cabeza.

—Me necesitan de vuelta en Palanthas. Tengo más noticias. Si pudieras esperar un momento, señora, esto también te interesará. El vigesimosexto día de Rannmont se encontró a Raistlin Majere medio muerto en la escalera de la Gran Biblioteca. Dio la casualidad de que uno de mis discípulos pasaba por allí y fue testigo de lo que ocurrió. Mi discípulo no sabía quién era ese hombre, sólo que era un hechicero que vestía la túnica roja de mi orden.

»Aunque dicho esto, no creo que Raistlin siga perteneciendo a mi orden por mucho tiempo —añadió Justarius—. Hoy mismo uno de los tintoreros de la ciudad me ha avisado de que fue a su negocio un hombre joven, para que le tiñeran de negro una túnica roja. Me temo que tu «espada» tiene una mella, amigo mío.

Par-Salian parecía profundamente afectado.

—¿Estás seguro de que se trataba de Raistlin Majere?

—El joven dio un nombre falso, pero no puede haber muchos hombres en el mundo con la piel dorada y las pupilas como relojes de arena. No obstante, quise asegurarme y le pregunté a Astinus. Él asegura que el joven es Raistlin. Piensa tomar la Túnica Negra y ni siquiera se va a molestar en consultárselo al Cónclave, como debe hacerse.

—Va a convertirse en un renegado. —Ladonna se encogió de hombros—. Lo has perdido, Par-Salian. Parece que no soy la única que comete errores.

—Nunca me ha gustado decir que ya te lo había dicho —dijo Justarius con expresión seria—. Pero ya te lo había dicho.

Ladonna se dirigió a sus aposentos. Justarius regresó a Palanthas por los pasadizos de la magia. Par-Salian volvía a estar solo.

Se sentó de nuevo junto al fuego casi extinguido, reflexionando sobre todo lo que acababa de oír. Intentó concentrarse en las noticias nefastas que había traído Ladonna, pero se dio cuenta de que no podía alejar sus pensamientos de Raistlin Majere.

—Quizá me equivocara cuando lo elegí para que fuera mi espada para combatir el mal —musitó Par-Salian—. Pero, viendo lo que he oído esta noche y por lo que sé de Raistlin Majere, tal vez no haya sido así.

Par-Salian bebió lo que quedaba de vino elfo. Tiró el poso a las brasas, lo que acabó de apagarlas, y fue a acostarse.

3 Recuerdos Un viejo amigo

Día tercero, mes de Mishamont, año 352 DC

No era el dolor físico que me nublaba la mente. Era aquel dolor interior ya conocido que me atenazaba, que me desgarraba como unas garfas ponzoñosas. Caramon, fuerte y jovial, bondadoso y amable, transparente y honesto. Caramon, el amigo de todos. No como Raistlin, el canijo, el Ladino.

—En mi vida no he tenido más que mi magia —dije, hablando con claridad, pensando con claridad por primera vez en mi vida—. Y ahora tú también tienes eso.

Apoyándome en la pared, levanté las dos manos y junté los pulgares. Empecé a pronunciar las palabras, esas palabras que invocarían la magia.

—¡Raist! —Caramon empezó a retroceder—. Raist, ¿qué estás haciendo? ¡Venga! ¡Me necesitas! Yo cuidaré de ti, como siempre he hecho. ¡Raist! ¡Soy tu hermano!

—No tengo hermanos.

Bajo aquella superficie de fría y dura piedra, bullían y se agitaban los celos. El temblor resquebrajaba la roca. Los celos, al rojo vivo y abrasadores, se extendieron por mi cuerpo y ardieron en mis manos. La llama centelleó, se agitó y envolvió a Caramon...

Alguien llamó a la puerta y bruscamente devolvió a Raistlin a la realidad.

Se estiró en la silla y, de mala gana, dejó que el recuerdo se alejara de él lentamente. No disfrutaba reviviendo ese momento, ni mucho menos. Sus recuerdos de la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería eran espantosos, pues le devolvían los amargos mordiscos de los celos y la ira, la visión de Caramon muriendo entre las llamas, el desgarro de los gritos de su gemelo, el hedor a carne quemada.

Y después de todo eso, tuvo que enfrentarse a Caramon, que había conocido la muerte a manos de su hermano. Ver el dolor en sus ojos, en cierto sentido mucho más cruel que el dolor de la agonía. Pues todo había sido una ilusión, una parte de la Prueba, para enseñar a Raistlin a conocerse a sí mismo. Él jamás habría querido rememorarlo, habría mantenido sus recuerdos encerrados, pero estaba intentando aprender algo de todo eso y era necesario que lo soportara de nuevo.

Era primera hora de la mañana y se encontraba en la pequeña celda que le habían asignado en la Gran Biblioteca. Los monjes lo habían llevado allí cuando creyeron que se moría. En aquella celda, por fin se había atrevido a asomarse a la oscuridad de su propia alma y había encontrado el valor de enfrentarse a los ojos que le devolvían la mirada. Había recordado la Prueba y el pacto que había hecho con Fistandantilus para pasarla.

—Dije que no me molestaran —gritó Raistlin, enfadado.

—¡Que no lo molesten! Yo sí que voy a molestarlo —gruñó una voz grave—. ¡Voy a darle una buena colleja!

—Tiene una visita, señor Majere —alzó la voz Bertrem, en tono de disculpa—. Dice que es un viejo amigo. Está preocupado por su estado de salud.

—Claro que está preocupado —dijo Raistlin en un tono cortante.

Estaba esperando esa visita. Incluso cuando vio que Flint empezaba a cruzar la calle hacia la biblioteca, pero después cambiaba de opinión. Flint se pasaría toda la noche dándole vueltas, pero al final iría. Sin Tas. Acudiría solo.

«Dile que se vaya. Dile que estás ocupado. Tienes un montón de cosas que hacer para preparar tu viaje a Neraka.» Al mismo tiempo que Raistlin pensaba todo eso, ya había empezado a deshacer el hechizo mágico con el que había cerrado la puerta.

—Puede pasar —anunció Raistlin.

Bertrem, con la cabeza calva reluciente de sudor, abrió la puerta con cuidado y miró hacia dentro. Al ver a Raistlin sentado en la silla, vestido con la túnica gris, abrió los ojos como platos.

—Pero ésas son... Es... Son...

Raistlin lo miró airado.

—Di lo que hayas venido a decir y desaparece.

—Una... visita... —repitió Bertrem con un hilo de voz antes de marcharse apresuradamente, con sus sandalias resonando sobre el suelo de piedra.

Flint entró como un huracán. El viejo enano se quedó observando a Raistlin. Sus ojos furiosos lo estudiaban desde debajo de sus pobladas cejas grises. Cruzó los brazos sobre el pecho, por debajo de la larga barba. Vestía la armadura de piel tachonada que los enanos preferían a las de acero. Era una armadura nueva y grabada con el dibujo de una rosa, el símbolo de los caballeros solámnicos.

Flint llevaba el mismo yelmo de siempre. Lo había encontrado en una de sus primeras aventuras, Raistlin no recordaba dónde. El casco estaba decorado con una cola hecha de crines de caballo. Flint sostenía que se trataba de la crin de un grifo y nada lograba convencerle de lo contrario, ni siquiera el hecho de que los grifos no tuvieran crines.

No habían pasado más que unos pocos meses desde la última vez que se habían visto, pero Raistlin se quedó sorprendido por los cambios que se apreciaban en el enano. Flint había adelgazado, y su piel había adquirido una tonalidad blanquecina. Respiraba trabajosamente, y en su rostro se apreciaban nuevas arrugas producidas por el dolor y la pérdida, por el cansancio y las preocupaciones. Pero en los ojos del viejo enano ardía el mismo espíritu bronco mientras miraba a Raistlin con ferocidad.

Ninguno de los dos dijo nada. Flint se aclaró la garganta, mientras lanzaba miradas alrededor de la celda. Con el rabillo del ojo vio los libros de hechizos que había sobre el escritorio, el Bastón de Mago que descansaba en una esquina y la taza vacía de té. Todos eran pertenencias de Raistlin, nada que fuera de Caramon.

Flint frunció el entrecejo y se rascó la nariz. Lanzaba miradas a Raistlin con expresión ceñuda y pasaba el peso de una pierna a otra, incómodo.

«Hasta qué punto se sentiría incómodo si supiera la verdad —pensó Raistlin—. Que dejé morir a Caramon y a Tanis y a los demás.» Preferiría que Flint no hubiera ido a visitarlo.

—El kender dijo que te había visto —dijo Flint, atreviéndose al fin a romper el silencio—. Dijo que estabas moribundo.

—Como puedes comprobar, estoy bastante vivo —repuso Raistlin.

—Sí, bueno. —Flint se acarició la barba—. Llevas una túnica gris. ¿Eso qué se supone que significa?

—Que he dado a lavar la roja —repuso Raistlin, y añadió mordazmente—: Mis riquezas no me permiten tener un gran armario. —Hizo un gesto impaciente—. ¿Has venido a mirarme y a comentar mi vestuario o tienes algún propósito?

—He venido porque estaba preocupado por ti —contestó Flint, frunciendo el entrecejo.

Raistlin sonrió con gesto sarcástico.

—No has venido porque estuvieras preocupado por mí. Estás aquí porque estás preocupado por Tanis y Caramon.

—Bueno, y tengo derecho a estarlo, ¿no? ¿Qué les ha pasado? —quiso saber Flint. Sus mejillas grises enrojecieron.

Raistlin no respondió de inmediato. Podía decir la verdad. No había ningún motivo que se lo impidiera. Al fin y al cabo, no le importaba lo más mínimo lo que Flint ni ninguno de ellos pensaran de él. Podía decir la verdad: que los había dejado morir en El Remolino. Pero Flint se indignaría y tal vez llegara a atacar a Raistlin, impulsado por su ira. El viejo enano no suponía una amenaza, pero Raistlin no tendría más remedio que defenderse. Flint podía acabar herido, y se iba a montar una escena. Se crearía un alboroto enorme entre los Estetas. Lo echarían de allí y todavía no estaba preparado para irse.

—Laurana, Tas y yo sabemos que tú y los demás escapasteis de Tarsis —dijo Flint—. Compartimos el sueño. —Parecía realmente incómodo al admitir eso.

Raistlin estaba muy intrigado.

—¿El sueño en la angustiosa tierra de Silvanesti? ¿El sueño del rey Lorac? ¿De verdad hicisteis eso? Qué interesante. —Recordó aquella experiencia, preguntándose cómo era posible—. Sabía que los demás del grupo lo habían compartido, pero eso era porque nosotros estábamos en el sueño. Me pregunto cómo lograsteis hacerlo vosotros.

—Gilthanas dijo que fue gracias a la Joya Estrella, la que Alhana le entregó a Sturm en Tarsis.

—Alhana mencionó algo sobre eso. Sí, podría ser por la Joya Estrella. Son objetos mágicos muy poderosos. ¿Sturm todavía la tiene?

—Lo enterraron con ella —repuso Flint con brusquedad—. Sturm ha muerto. Lo mataron en la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote.

—Lo siento —dijo Raistlin, sorprendiéndose de lo sinceras que eran sus palabras.

—Sturm murió como un héroe —prosiguió Flint—. Se enfrentó él solo a un Dragón Azul.

—Entonces murió como un idiota —comentó Raistlin.

El rostro de Flint volvió a enrojecer.

—¿Y Caramon? ¿Por qué no está aquí? ¡Él nunca te dejaría solo! ¡Antes moriría!

—Ahora mismo podría estar muerto —dijo Raistlin—. Quizá todos lo estén. No lo sé.

—¿Lo mataste? —preguntó Flint, cada vez más rojo.

«Sí, lo maté —pensó Raistlin—. Estaba envuelto en llamas...»

—La puerta está detrás de ti —dijo en voz alta, en lugar de lo que estaba pensando—. Por favor, ciérrala al salir.

Flint intentó decir algo, pero la rabia sólo le dejaba balbucear.

—¡No sé por qué he venido! —logró exclamar por fin—. «Adiós y muy buenas», fueron mis palabras cuando oí que eras tú quien estaba muriéndose. ¡Y ahora lo repito: Adiós y muy buenas!

Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta con pasos airados. Llegó junto a ella y la abrió con brusquedad. Estaba a punto de decir algo, pero se le adelantó Raistlin.

—Estás teniendo problemas de corazón —dijo Raistlin, hablando a la espalda del enano—. No te encuentras bien. Sufres dolores, mareos, te quedas sin aliento. Te cansas enseguida. ¿Me equivoco?

Flint estaba inmóvil en el umbral de la puerta de la pequeña celda, con la mano quieta en el pomo.

—Si no te tomas las cosas con más calma, el corazón te va a estallar —continuó Raistlin.

Flint giró la cabeza y se lo quedó mirando.

—¿Cuánto me queda?

—La muerte podría llegar en cualquier momento —repuso Raistlin—. Tienes que descansar...

—¡Descansar! ¡Estamos en guerra! —lo interrumpió Flint, levantando la voz. Después tosió, resolló y se llevó la mano al pecho. Al ver que Raistlin lo observaba, murmuró:— No todos estamos llamados a morir como héroes. —Tras decir esto, salió ruidosamente, olvidando cerrar la puerta.

Raistlin lanzó un suspiro y se levantó para cerrarla él mismo.

Caramon chilló e intentó apagar las llamas, pero era imposible escapar de la magia. Su cuerpo se retorcía, se encogía en el fuego, hasta convertirse en el cuerpo marchito de un viejo; un viejo que vestía una túnica negra y cuyos cabellos y barba eran volutas de fuego ensortijado.

Fistandantilus, con la mano extendida, caminaba a su encuentro.

—Si tu armadura está rota —dijo el viejo con voz suave—, yo encontraré sus grietas.

Yo no podía moverme, no podía defenderme. La magia se había cobrado mis últimas fuerzas.

Fistandantilus estaba delante de mí. La túnica negra del viejo eran jirones de noche; su cuerpo estaba cubierto de carne putrefacta; los huesos se le veían bajo la piel. Las uñas eran largas y afiladas, como las de los cadáveres. En sus ojos brillaba el calor abrasador que había albergado mi alma, el ardor que había devuelto la vida a los muertos. Del descarnado cuello pendía un colgante con un heliotropo engastado.

La mano del viejo me tocó el pecho, acarició mi carne, de forma burlona y martirizante. Fistandantilus hundió la mano en mi pecho y se aferró a mi corazón.

Cuando el soldado agonizante cerró la mano alrededor del astil de la lanza que le había desgarrado la carne, yo agarré al hombre por la muñeca y mis dedos lo aprisionaron con tanta fuerza que ni siquiera la muerte podría soltarlo.

Atrapado, aprisionado, Fistandantilus trató de zafarse de mi mano, pero no podía liberarse y al mismo tiempo seguir asiendo mi corazón.

La luz blanca de Solinari, la luz roja de Lunitari y la luz negra y vacía de Nuitari —luz que yo podía ver— se unieron en mi visión borrosa y formaron un ojo inmóvil que me clavó la mirada desde las alturas.

—Puedes tomar mi vida —dije, aprisionando la muñeca del hombre, mientras Fistandantilus asía mi corazón—. Pero a cambio tendrás que servirme.

El ojo parpadeó y desapareció.

Raistlin cogió una bolsa de piel que colgaba de su cinturón. Metió la mano y sacó algo que parecía una bola pequeña de cristal coloreado, muy parecida a la canica de un niño. Dio vueltas a la bola de cristal sobre la palma de la mano, contemplando cómo giraban y se descomponían sus colores.

—Has acabado siendo un incordio, viejo —dijo Raistlin en voz baja, y no le importaba lo más mínimo si Fistandantilus lo oía o no.

Tenía un plan, y el hechicero muerto no podría hacer nada por detenerlo.

4 La torre maldita. El Orbe de los Dragones. El silencio

Día cuarto, mes de Mishamont, año 352 DC

La nueva túnica negra todavía estaba un poco húmeda por las costuras y desprendía un ligero olor a almendras. El olor se debía al índigo, según le explicó el tintorero. Raistlin estaba convencido de que también se distinguía el olor a orina, la cual se utilizaba para fijar el tinte, a pesar de que el tintorero le aseguró que la tela se había aclarado muchas veces y que ese olor sólo estaba en su cabeza. Le ofreció quedarse con la túnica para volver a lavarla, pero Raistlin no disponía de tanto tiempo.

Su peor temor era que la Reina Oscura ganase la guerra antes de que él tuviera la oportunidad de unirse a ella, impresionarla con sus dotes y conseguir su apoyo para proseguir su carrera. Se veía a sí mismo convertido en un líder de los Túnicas Negras de la Torre de la Alta Hechicería de Neraka, la capital de la reina. Se imaginó la torre... debía de ser magnífica. Suponía que la hechicera Ladonna viviría allí, si seguía siendo la jefa de la Orden de los Túnicas Negras. Hizo una mueca al pensar que tendría que humillarse ante esa vieja arpía, tratarla como a su superior. Tendría que justificar por qué había tomado la túnica negra sin solicitar su permiso.

Bueno, en fin, su servidumbre no duraría demasiado. Con la ayuda de la Reina Oscura, Raistlin se alzaría sobre todos. No volvería a necesitarlos jamás. Sus ambiciosos sueños se verían hechos realidad.

—¿Tus sueños? —gruñó Fistandantilus. Su voz resonaba en los oídos de Raistlin como los latidos de su corazón—. ¡Tus sueños no son más que mis sueños! Dediqué toda una vida, más de una vida, a alcanzar mi objetivo, ¡convertirme en el Maestro del Pasado y el Presente! ¡No me lo va a arrebatar un advenedizo llorón y enfermizo!

Raistlin controló sus pensamientos, pues no quería que lo arrastraran al campo de batalla antes de estar preparado. Se dirigía a su destino, con pasos rápidos y decididos a través de la noche. El Bastón de Mago iluminaba su camino, el globo sujeto en la garra del dragón brillaba con luz tenue e iluminaba las calles que, en aquella parte de la ciudad, estaban desiertas y envueltas en sombras. No se veía ninguna luz en las ventanas, que en su mayor parte estaban rotas. No se oía ninguna risa en los edificios en ruinas. Las calles estaban vacías. Nadie, ni siquiera los osados kenders, se atrevía a aventurarse en las sombras de la Torre de la Alta Hechicería; ni de día ni, especialmente, de noche.

Había habido un tiempo en que la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas había sido la más bella de todas las Torres de la Alta Hechicería. Conocida como Lorespire, estaba consagrada a la búsqueda de la sabiduría y el conocimiento. La torre ayudó a Palanthas en la Tercera Guerra de los Dragones, cuando los hechiceros se unieron a los caballeros para luchar contra la reina Takhisis. Los hechiceros de las tres órdenes se habían aliado para crear los legendarios Orbes de los Dragones, con los que habían atraído a los dragones malignos hacia su trampa. Takhisis fue arrastrada al Abismo y la torre blanca de los hechiceros y la Torre del Sumo Sacerdote de los caballeros se alzaron como orgullosos guardianes de Solamnia.

Entonces comenzó el dominio de los Príncipes de los Sacerdotes, quienes declararon que la hechicería era maligna. Los caballeros apoyaban sin fisuras a los Príncipes de los Sacerdotes y empezaron a mirar a los hechiceros con desconfianza, hasta que acabaron exigiendo que los hechiceros abandonaran la torre. Ya se habían producido ataques contra dos Torres de la Alta Hechicería y los hechiceros las habían destruido, con atroces consecuencias para los habitantes de esas ciudades. Los hechiceros de Palanthas decidieron entregar su torre. El Señor de Palanthas tenía la intención de apoderarse de la torre para sí, tal como el Príncipe de los Sacerdotes había hecho con la Torre de Istar, pero antes de que pudiera meter la llave en la cerradura, un hechicero negro llamado Andras Rannoch lanzó una maldición.

El gentío que se había reunido para disfrutar del espectáculo de los hechiceros abandonando su torre se convirtió en el testigo horrorizado del bramido de Rannoch: «Las puertas permanecerán cerradas y los salones vacíos hasta que llegue el día en que el Señor del Pasado y el Presente regrese con todo su poder.» Tras pronunciar tales palabras, el hechicero se tiró desde lo alto de la torre y quedó clavado en las puntas de los hierros de la reja. Mientras su sangre se derramaba sobre el hierro, lanzó una maldición con su último aliento.

La hermosa torre se convirtió en un objeto del mal, algo tan horrible que los ojos rehuían posarse en ella. Habían transcurrido ya cerca de cuatrocientos años y nadie se había atrevido a acercarse demasiado. Muchos lo habían intentado, pero muy pocos eran los que podían armarse del valor necesario para mirar siquiera el pavoroso Robledal de Shoikan, el bosque que vigilaba la torre. Nadie sabía lo que sucedía en el robledal. Nadie que se hubiera internado en él había vuelto para contarlo.

Raistlin se encontraba en aquella zona de Palanthas porque tenía que hacer magia y era esencial que estuviera completamente solo. Cualquier interrupción, como Bertrem llamando a la puerta, podía ser fatal.

Ante él aparecieron las ruinas sinuosas de la torre, ocultando las estrellas y oscureciendo la luz de las dos lunas, Solinari y Lunitari. Nuitari, la luna oscura, permanecía visible, pero sólo para los ojos de los iniciados en los secretos del dios oscuro. Raistlin no apartaba la mirada de la luna oscura y en ella buscaba el coraje que necesitaba.

Siguió caminando con paso firme, a pesar del terror que le infundía la torre, que era como un torrente de aguas heladas. El miedo empezó a atenazarle sus pies. Se estremeció, se arrebujó en su túnica y prosiguió su camino. El miedo se hizo más intenso. Empezó a sudar. Le temblaban las manos, su respiración era cada vez más trabajosa y temía que no tardara en sobrevenirle un ataque de tos. Se aferró al Bastón de Mago y, aunque la sombra de la torre apagaba cualquier otra luz del mundo, el resplandor del bastón no lo abandonó.

El torrente de pavor que lo asaltaba hacía que apenas encontrara el valor para poner un pie delante del otro. La muerte lo aguardaba. El siguiente paso sería su condena. Pero dio ese paso. Y apretando los dientes, dio otro paso más.

—¡Vuelve! —le ordenó Fistandantilus, y su voz resonó en la cabeza de Raistlin—. Estás loco si piensas que vas a destruirme. Me necesitas.

—¡Me necesitas, Raist! —había exclamado Caramon con voz suplicante—. Yo puedo protegerte.

—¡Silencio! —ordenó Raistlin—. ¡Los dos!

Ante él apareció el Robledal de Shoikan y Raistlin se estremeció y cerró los ojos. No podía seguir, al menos sin correr el riesgo de morir de miedo. Ya estaba lejos de la parte habitada de la ciudad. Aquel sitio serviría. Buscó en derredor un lugar adecuado para conjurar su hechizo. Cerca de allí divisó un edificio abandonado con tres hastiales y ventanales de vidrio emplomado. Según rezaba un letrero que se balanceaba peligrosamente de un gancho, aquel edificio había sido una taberna conocida como El Sombrero del Hechicero, un nombre muy adecuado para una posada en los alrededores de la Alta Hechicería de Palanthas.

El cartel apenas tenía color pero, iluminado por la luz del bastón, Raistlin pudo distinguir el dibujo de un hechicero riéndose mientras bebía cerveza de un sombrero puntiagudo. A Raistlin le recordó al viejo hechicero Fizban, ya senil, que siempre llevaba, y continuamente perdía, un sombrero muy parecido a aquél.

El recuerdo le hizo sentirse incómodo y Raistlin lo borró rápidamente. Se acercó a la puerta y la empujó. La hoja chirrió sobre los goznes oxidados y se abrió lentamente. Raistlin estaba a punto de entrar, pero sintió que alguien lo observaba. Se dijo que eso no era más que una tontería, pues nadie en su sano juicio iba a aquella parte de la ciudad. Sólo para asegurarse, echó un vistazo a la calle. No vio a nadie y ya estaba a punto de entrar en la taberna cuando, por casualidad, levantó la vista hacia el cartel. Los ojos pintados del hechicero estaban clavados en él. Mientras lo miraba, le hizo un guiño.

A Raistlin lo recorrió un escalofrío. De repente pensó que si fracasaba, aquél sería el lugar en el que iba a morir, y nadie sabría jamás lo que le había sucedido. No encontrarían su cuerpo. Moriría y sería olvidado, un pequeño canto arrastrado por las aguas del río del tiempo.

—No seas idiota —se reprendió Raistlin a sí mismo. Se quedó mirando el cartel—. No ha sido más que un efecto de la luz.

Entró rápidamente en la posada abandonada y cerró la puerta tras de sí. Fistandantilus no había dejado de increparlo.

—¡Yo lancé la maldición de Rannoch! Soy yo el Señor del Pasado y el Presente. Tú no eres nadie, no eres nada. Sin mí, no habrías superado la Prueba de la Torre.

—Sin mí —replicó Raistlin—, estarías perdido y a la deriva en la vastedad del universo, serías una voz sin boca, un grito que nadie podría oír.

—Tú has aprovechado mis conocimientos —se defendió Fistandantilus—. ¡Te he alimentado con mi poder!

—Fui yo quien pronunció las palabras que sojuzgaron el Orbe de los Dragones —repuso Raistlin.

—¡Yo te dije cuáles eran esas palabras! —argumentó Fistandantilus.

—Es cierto —convino Raistlin—, y al mismo tiempo querías destruirme. Esperarás hasta que mi energía te dé fuerza y entonces la utilizarás para matarme. Tu plan consiste en convertirte en mí. No permitiré que eso suceda.

Fistandantilus se echó a reír.

—¡Mis manos envuelven tu corazón! Estamos unidos. Si me matas, morirás.

—No estoy tan seguro de eso. De todos modos, no voy a correr el riesgo. No tengo intención de matarte.

Se sentó en un banco cubierto de polvo. El interior de la posada se conservaba prácticamente como había sido siglos antes, cuando era una taberna muy conocida en la que los hechiceros y sus discípulos gustaban de reunirse. No había una barra, pero sí mesas rodeadas por cómodas sillas. Raistlin había imaginado que la habitación estaría llena de telarañas y tomada por las ratas pero, por lo visto, incluso las arañas y los roedores evitaban vivir bajo la sombra de la torre, pues la capa de polvo era gruesa y no presentaba ni una sola huella. En una pared había un mural en el que se veía a los tres dioses de la magia brindando con sendas jarras de espumosa cerveza.

Raistlin paseó la mirada por las mesas y las sillas vacías, y se imaginó a los hechiceros sentados a ellas, riendo, contándose anécdotas y discutiendo sobre su trabajo. Raistlin se vio a sí mismo sentando entre ellos, debatiendo con sus colegas. Lo habrían aceptado por lo que era, en vez de injuriarlo. Lo habrían querido, admirado, respetado.

Pero la realidad era que estaba solo en la oscuridad, con un espectro maligno por toda compañía.

Raistlin dejó el Bastón de Mago sobre la mesa para que derramara su luz blanca y pura sobre la superficie. Cuando se sentó, se elevó una nube de polvo, y Raistlin estornudó y tosió. Cuando el ataque de tos por fin hubo pasado, sacó el orbe de su bolsa y lo colocó sobre la mesa.

Fistandantilus se había quedado callado. Raistlin ya no podía seguir ocultando sus pensamientos al viejo, pues debía concentrarse con todas sus fuerzas en dominar el Orbe de los Dragones. Fistandantilus había reconocido el peligro en que se hallaba y estaba buscando el modo de salvarse.

Raistlin acomodó el Orbe de los Dragones en la mesa, de forma que no rodara hasta caer al suelo. De otra bolsa, sacó un soporte de madera toscamente tallado que él mismo había hecho en aquella época en que viajaba por todo Ansalon en carro, con Caramon y los demás.

Por aquel entonces, Raistlin había sido feliz, más feliz de lo que había sido en mucho tiempo. Él y su hermano habían redescubierto algo de su antigua camaradería y habían recordado sus días de mercenarios, cuando sólo eran ellos dos, con el acero y la magia para sobrevivir.

Limpió el polvo de la mesa en la que descansaba el orbe y limpió de su mente cualquier rastro de Caramon. Colocó el artefacto en el centro del soporte de madera. El orbe estaba frío al tacto. Bajo la luz del bastón, distinguía las tonalidades verdosas que se arremolinaban lentamente en su interior. Sabía qué venía a continuación, pues ya había utilizado el orbe antes, y aguardó haciendo acopio de paciencia y luchando contra el miedo.

Recordó los escritos de un hechicero elfo llamado Feal-Thas, que había tenido un Orbe de los Dragones en su poder. Raistlin pensó en una frase en concreto:

«Cada vez que tratas de dominar un Orbe de los Dragones, el dragón que hay en su interior trata de dominarte a ti.»

El Orbe de los Dragones empezó a crecer hasta alcanzar su tamaño real, aproximadamente de un palmo grande.

Alargó la mano hacia el orbe.

—Te arrepentirás de esto —lo amenazó Fistandantilus.

—Lo añadiré a mi lista de arrepentimientos —repuso Raistlin, y apoyó las manos sobre el frío cristal del Orbe de los Dragones.

»Ast bilak moiparalan. Suh tantangusar.

Pronunció las palabras que había aprendido de Fistandantilus. Las dijo una vez, a continuación una segunda.

La tonalidad verde que abarcaba el orbe se deshizo en una miríada de colores que giraban tan rápido que casi lo marearon. Cerró los ojos. El cristal estaba frío y su mero contacto era doloroso. Lo sujetó con firmeza. El dolor remitiría, pero sólo para ser sustituido por una agonía más atroz.

Pronunció las palabras una tercera vez y abrió los ojos.

Una luz brillaba en el orbe. Era una luz extraña, formada por todos los colores del espectro. La comparó a un arco iris oscuro. En el orbe aparecieron dos manos que se alargaron hacia las suyas. Raistlin tomó una profunda bocanada de aire y asió aquellas manos. Tenía seguridad en sí mismo y no sentía temor. En el pasado, aquellas manos lo habían sostenido, lo habían apaciguado como una madre calma a su pequeño. Y se sobresaltó al sentir que esas manos se cerraban sobre las suyas con violencia.

La mesa, la silla, el bastón, la posada, la calle, la torre, Palanthas... todo desapareció. La oscuridad lo encerraba; no la oscuridad viva de la noche, sino la abrumadora oscuridad de la nada eterna.

Las manos tiraban de las suyas, intentando arrastrarlo al vacío. Raistlin empleó toda su voluntad, toda su energía. No era suficiente. Las manos eran más fuertes. Iban a arrastrarlo.

Miró hacia las manos y vio, consternado, que no eran las manos del orbe. La carne estaba putrefacta y se desprendía del hueso. Las uñas eran largas y amarillentas, como las de un cadáver. El colgante de heliotropo, cuya superficie verde estaba manchada de la sangre del sinfín de jóvenes magos a los que el viejo había arrebatado la vida, se balanceaba en el escuálido cuello.

El combate consumía las escasas fuerzas de Raistlin. Tosió y escupió sangre. Como no estaba dispuesto a soltar aquellas manos, tuvo que limpiarse la boca en la manga de su túnica negra nueva. Habló a Viper, el dragón cuya esencia estaba prisionera en el interior del orbe.

—¡Viper, tú me has reconocido como tu señor! Me has servido en el pasado. ¿Por qué me abandonas ahora?

»Porque eres orgulloso y débil. Al igual que el rey Lorac, caíste en mi trampa» —respondió el dragón.

Lorac era el desdichado rey que había tenido la arrogancia de creer que podía controlar el Orbe de los Dragones. Este lo había subyugado y lo había embaucado para que destruyera Silvanesti, la arcaica patria de los elfos.

—Él destruyó lo que más amaba. Yo destruí a Caramon —dijo Raistlin febril, sin pensar siquiera qué estaba diciendo—. El dragón me ha engañado...

Las manos lo asieron con más fuerza y tiraron de él, inexorablemente, hacia el vacío infinito. Raistlin se resistía con una fortaleza que se alimentaba de su desesperación. No sabía qué estaba pasando, por qué el orbe se había vuelto contra él. Sus brazos temblaban por el esfuerzo. Sudaba bajo la túnica negra. Se debilitaba por momentos.

—Tú flotas sobre las aguas del río del Tiempo —dijo Raistlin con voz entrecortada, esforzándose por tomar aire pues sentía que se le cerraba la garganta—. El futuro, el pasado, el presente fluyen a tu alrededor. Tú tocas todos los planos de la existencia.

«Eso es cierto.»

—Tengo un enemigo en uno de esos planos.

«Lo sé.»

Raistlin miró el interior del orbe, miró más allá de sus manos. Podía ver, en la otra ribera del Río del Tiempo, el rostro de Fistandantilus. Raistlin había visto a las ratas correr sobre los cadáveres en el campo de batalla. Las había observado mientras devoraban la carne muerta, mientras la arrancaban de los huesos. Lo que quedaba tras el paso de las ratas era todo lo que quedaba del viejo.

Allí seguían sus ojos, iluminados por una determinación despiadada. Las cadavéricas manos atrapaban a Raistlin, una agarraba su propia mano, la otra su corazón. Fistandantilus se enfrentaba a Raistlin para hacerse con el dominio del Orbe de los Dragones. Y estaba absorbiendo la energía de Raistlin.

—Ya veo que no se te escapa la ironía —dijo Fistandantilus. Su voz se suavizó y adquirió un tono casi dulce—. Deja de resistirte, joven mago. No es necesario que sigas soportando la lucha, el dolor y el miedo de tu miserable vida. Ante mí estás desnudo, vulnerable y solo. Todos aquellos que una vez te quisieron ahora te detestan y te desprecian. Ni siquiera cuentas con la magia. Tus dotes, tu talento y tu poder provienen de mí. Y, en el fondo, lo sabes.

«Dice la verdad —pensó Raistlin con consternación—. Yo no tengo ningún don. Él me dictó las palabras de los hechizos. Su sabiduría me dio el poder. Él me cuidó, él me protegió como Caramon me cuidaba. Y ahora que Caramon no está, no tengo a nadie ni nada.»

«No es cierto. Tienes la magia.»

La voz que le hablaba era su propia voz. Venía de su alma y ahogaba la subyugante voz de Fistandantilus.

—Tengo la magia —dijo Raistlin en voz alta, y supo que era verdad. Para él, ésa era la única verdad. Se hizo más fuerte a medida que hablaba—. Las palabras podían ser tus palabras, pero mía era la voz. Míos los ojos que leyeron las runas. Mías las manos que esparcieron los pétalos de la rosa del sueño y que ardieron con el fuego mágico de la muerte. Yo sostuve la llave. Me conozco. Conozco mi flaqueza y conozco mi valor. Conozco la oscuridad y la luz. Fue mi fortaleza, mi poder y mi sabiduría las que subyugaron a este Orbe de los Dragones.

Raistlin tomó una bocanada de aire y sus pulmones se llenaron de vida. El corazón le latía con ímpetu, vigoroso. Por un momento, se levantó la maldición que velaba sus pupilas en forma de reloj de arena. Ya no veía las cosas marchitas por el paso del tiempo. Se vio a sí mismo.

—Durante toda mi vida he tenido miedo. Me convertí en tu víctima por mi miedo.

Vio a su enemigo como una sombra de sí mismo, arrojado a través del espacio y el tiempo. Raistlin sujetó las manos con decisión y seguridad.

»Ya no tengo miedo. Nuestro pacto se ha roto. Yo lo rompo.

—¡Sólo la muerte puede romper nuestro pacto! —exclamó Fistandantilus.

—Atrápalo —ordenó Raistlin.

Las luces azules y rojas, negras y verdes, las luces blancas, giraron con violencia en el interior del orbe. Aturdían la mirada de Raistlin, explotaban en su mente. Los colores se mezclaron, y el verde se impuso sobre los demás. En el corazón del orbe empezó a formarse el dragón, Viper. Raistlin distinguió varias partes de la bestia mientras ésta se revolvía: un ojo fiero, un ala verde, una cola mortífera, un morro astado y unas fauces abiertas, unos colmillos que chorreaban y unas garras que despedazaban. El ojo miró con ferocidad a Raistlin y después se clavó en Fistandantilus.

Viper extendió las alas y, encerrado todavía en el orbe, se alzó sobre el tiempo y el espacio.

Fistandantilus vio el peligro. Miró en derredor desesperado, buscando algo que le permitiera escapar. Su refugio se había convertido en su jaula. No podía huir del plano de su delicada existencia.

—Para utilizar tu magia contra el dragón, has de tener las manos libres —dijo Raistlin—. Suéltame y yo te soltaré a ti.

Fistandantilus masculló un juramento y se aferró a Raistlin con más fuerza. Raistlin sentía que le ardían los músculos de los brazos y los hombros, y que las manos le temblaban por el esfuerzo. Entre las brumas del Orbe de los Dragones, veía al dragón Viper lanzándose en picado sobre el hechicero.

Fistandantilus gritó unas palabras mágicas. Salieron de su boca como una sarta de vocablos sin sentido. Con una mano atrapada en el puño de Raistlin y la otra aferrada a su corazón, no podía hacer los gestos necesarios para desatar el poder de su hechizo. No podía dibujar las runas en el aire, no podía lanzar bolas de fuego o dirigir lanzas de rayos desde la yema de los dedos.

El dragón abrió sus aterradoras fauces y extendió sus garras.

Raistlin apenas tenía fuerzas. Pero resistió. Si el esfuerzo lo mataba, la muerte aún apretaría más su puño.

Fistandantilus lo soltó. Raistlin cayó sobre la mesa, jadeando en busca de aire. Aunque tenía las manos temblorosas y sin fuerza, consiguió que no se separasen del Orbe de los Dragones.

—¡Deja que me vaya! —bramó Fistandantilus—. ¡Libérame! Ése era nuestro trato.

—Yo no estoy reteniéndote —contestó Raistlin.

Oyó un chillido de rabia y vio un torbellino verde; el dragón estaba volviendo al orbe de los Dragones. Raistlin clavó la mirada en el orbe, en sus brumas onduladas.

Vio el rostro de un hombre viejo, un rostro devastado y comido por el tiempo. Sus manos descarnadas golpeaban los muros de cristal de su prisión. Su boca vociferante aullaba amenazas.

Raistlin esperó, rígido, a escuchar la voz en su cabeza. La boca se abría y cerraba y farfullaba, mientras Raistlin sonreía.

No oía nada. Todo era silencio.

Pasó la mano sobre la superficie lisa y fría del Orbe de los Dragones, y el objeto empezó a menguar. Cuando no era más grande que una canica, Raistlin lo cogió y la dejó caer en su bolsa. Desmontó el tosco soporte y deslizó las piezas en un bolsillo de su túnica negra.

Se detuvo un momento antes de salir de la taberna, para contemplar las mesas y las sillas vacías. Podía ver a los hechiceros allí sentados, bebiendo vino elfo y cerveza de los enanos.

—Un día volveré —les dijo Raistlin—. Me sentaré con vosotros y beberemos juntos. Brindaremos por la magia. Un día, cuando sea Señor del Pasado y el Presente, viajaré a través del tiempo. Volveré. Y cuando vuelva, venceré donde él ha fracasado.

Raistlin se echó la capucha de la túnica negra sobre la cabeza y salió de El Sombrero del Hechicero.

5 Despedida

Día quinto, mes de Mishamont, año 352 DC

Esa mañana Raistlin se despertó de un sueño profundo, que ningún ataque de tos había interrumpido. Tomó una profunda bocanada del aire de la mañana y sintió como se le llenaban los pulmones. Respiraba sin problemas. Su corazón latía con fuerza y vitalidad. Estaba hambriento y desayunó con deleite los trozos de pan duro remojados en leche, que era lo que tomaban los monjes.

Estaba bien. Se sentía bien. A sus ojos asomaron unas lágrimas de júbilo. Se las secó y empaquetó sus escasas pertenencias: los ingredientes para hechizos, los libros de magia y el Bastón de Mago. Estaba listo para partir, pero antes tenía que hacer un recado.

Debía saldar su deuda con Astinus, quien, aunque de forma inconsciente, le había mostrado la clave: el conocimiento de uno mismo. Y también estaba en deuda con los Estetas, que se habían ocupado de él, lo habían vestido y alimentado.

Raistlin buscó a Bertrem, que solía merodear cerca de la habitación de Astinus, pues era el encargado de velar por su intimidad y siempre estaba dispuesto a acudir corriendo a su llamada.

Bertrem abrió los ojos como platos al ver la túnica negra de Raistlin. El Esteta tragó saliva varias veces. Sus manos revoloteaban con nerviosismo, pero le cerró la entrada a la habitación de Astinus.

—No me importa lo que pueda hacerme a mí, pero ¡a mi señor no le hará ningún daño! —exclamó Bertrem con valentía.

—Sólo he venido a despedirme de Astinus.

Bertrem lanzó una mirada temerosa a la puerta.

—No puede molestarse al señor.

—Creo que él querrá verme —repuso Raistlin con voz tranquila, y avanzó.

Bertrem retrocedió un paso, vacilante, y chocó contra la puerta.

—Estoy bastante seguro de que no...

La puerta se abrió de repente, Bertrem cayó hacia el interior de la estancia, y casi arrastró consigo a Astinus. Bertrem se apartó rápidamente y se pegó a la pared, tratando de mimetizarse con la superficie de mármol.

—¿Qué son todos estos golpes y gritos en mi puerta? —exigió saber Astinus—. ¡Es imposible trabajar con tanto alboroto!

—Me voy de Palanthas, señor —repuso Raistlin—. Quería agradecer...

—No tengo nada que decirte, Raistlin Majere —dijo Astinus, dispuesto a cerrar la puerta—. Bertrem, ya que no eres capaz de garantizarme la paz y tranquilidad que deseo, acompañarás a este caballero a la salida.

Bertrem enrojeció de vergüenza. Se deslizó por la puerta y, armándose de valor, tiró de la manga negra de Raistlin.

—Por aquí...

—¡Un momento, señor! —exclamó Raistlin, y sostuvo con su bastón la puerta abierta para que Astinus no pudiera cerrarla—. Te planteo la misma pregunta que me hiciste el día de mi llegada: «¿Qué ves cuando me miras?»

—Veo a Raistlin Majere —respondió Astinus, enojado.

—¿No ves a tu «viejo amigo»? —inquirió Raistlin.

—No sé de qué me hablas —dijo Astinus, antes de intentar cerrar la puerta otra vez.

Bertrem tironeó de la manga negra de Raistlin con insistencia.

—No debes molestar al maestro...

Raistlin no le prestó atención y siguió dirigiéndose a Astinus.

—Cuando yacía moribundo, me dijiste: «Así termina tu viaje, mi viejo amigo.» Fistandantilus, tu viejo amigo, el hechicero que creó la Esfera del Tiempo para ti. Mírame a los ojos. Mira mis pupilas en forma de reloj de arena que son mi constante tormento. ¿Ves a tu «viejo amigo»?

—No —contestó Astinus después de un momento. Entonces añadió, encogiéndose de hombros—: Así que has ganado tú.

—Yo he ganado —afirmó Raistlin con orgullo—. He venido a saldar mi deuda...

Astinus hizo un gesto, como si estuviera espantando una mosca.

—No me debes nada.

—Yo siempre saldo mis deudas —insistió Raistlin con aspereza. Metió la mano en un bolsillo de la túnica negra de terciopelo y sacó un pergamino atado con una cinta negra—. Pensé que esto podría gustarte. Es la crónica del combate que disputamos. Para tus archivos.

Le alargó el pergamino. Astinus vaciló un momento y después lo cogió. Raistlin quitó el bastón y Astinus cerró de un portazo.

—Conozco la salida —dijo Raistlin a Bertrem.

—El maestro ha dicho que lo acompañara —replicó Bertrem, y no sólo lo acompañó a la puerta, sino que bajó con él la escalera de mármol y salió con Raistlin a la calle.

—Lavé la túnica gris y la he dejado doblada sobre la cama —dijo Raistlin—. Gracias por prestármela.

—De nada —balbuceó Bertrem, aliviado de librarse por fin de aquel huésped tan extraño—. Para servirle.

De repente, Bertrem enrojeció.

»Es decir... No quería decir que esté para servirle.

Raistlin sonrió ante la incomodidad del Esteta. Metió la mano en la bolsa y apresó el Orbe de los Dragones, preparándose para lanzar su hechizo. Aquél iba a ser el primer hechizo importante que iba a realizar sin oír la eterna voz susurrante en su mente. Se había jactado de que el poder era suyo. Por fin sabría si era cierto o no.

Asiendo el Bastón de Mago con una mano y el Orbe de Dragones con la otra, Raistlin pronunció las palabras de magia.

—Berjalan cepat dalam berlua tanah.

Entre el espacio y el tiempo se abrió un portal. Miró a través de él y vio los chapiteles negros y retorcidos de un templo. Raistlin no había estado nunca en Neraka, pero había dedicado mucho tiempo a leer descripciones de la ciudad en la Gran Biblioteca. Reconoció el Templo de Takhisis.

Raistlin cruzó el portalón.

Volvió la vista para contemplar al pobre Bertrem, que tenía los ojos a punto de salírsele de las órbitas mientras manoteaba el aire.

—¡Señor! ¿Dónde ha ido? ¿Señor?

Al comprobar que su huésped se había esfumado, Bertrem tragó saliva y subió la escalera a la carrera, tan rápido como le permitían sus sandalias.. El portal se cerró tras Raistlin y se abrió a su nueva vida.

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